Professional Documents
Culture Documents
Blanco Valdés
La política oligárquica
CRÉDITOS
«[...] que yo post tenebras spero lucem»
La Constitución que nos dimos en 1978 puede que sea mejorable, pero ahora es ya
la mejor de nuestra historia.
JUAN MARSÉ
Otoño del 59, verano del 66, 2017
1812-1931
¡VIVA LA CONSTITUCIÓN!
¡MUERA LA CONSTITUCIÓN!
De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque
termina mal.
JUAN GIL DE BIEDMA
Moralidades, 1966
Como si hubiera sido escrita sobre aquella tela que Penélope tejía y destejía sin
cesar, nuestra historia constitucional, sobre todo durante los dos primeros tercios del siglo
XIX, será la de su inestabilidad. No se trata, es cierto, de un caso excepcional: Francia, sin
ir más lejos, mostrará una evolución muy similar, que puede encontrarse también en otras
naciones europeas a lo largo del siglo XIX23. Pero España constituirá, sin duda, un ejemplo
difícilmente superable24. Tras su aprobación en 1812, la Pepa fue abolida en 1814 por un
golpe de Estado absolutista y restaurada en 1820 después de una revolución. Vigente, a
trancas y barrancas, durante el Trienio Liberal, la Constitución fue derogada otra vez en
1823, pero un motín militar volvió a restaurarla en 1836, poniendo fin a la escasa vigencia
del Estatuto Real, carta otorgada que la reina gobernadora, apoyada por el liberalismo
moderado, había promulgado en 1834. Se convocaron entonces unas Cortes destinadas a
proceder a la modificación del texto gaditano, Cortes que alumbraron en realidad otro
sustancialmente diferente: el de 1837. Impulsado por el partido progresista, este había ya
renunciado para entonces a los principios revolucionarios gaditanos: el rey podría convocar,
suspender o disolver el parlamento, facultades que el texto de 1812 le prohibía
expresamente; su veto sobre las leyes será absoluto y no suspensivo, como en Cádiz; y en
las Cortes, por primera vez bicamerales, habría un Senado solo parcialmente representativo.
Pero ni con todo ello se dio por satisfecho el partido moderado. Tanto que cuando se hizo
con el poder aprobó su propia Constitución, la de 1845, que arrasó los restos que de la de
1812 conservaba la de 1837: los moderados establecieron la soberanía compartida de las
Cortes con el rey frente a la soberanía nacional y otorgaron al monarca tal abanico de
poderes que sobre él pivotará el funcionamiento del régimen político. Aunque los
progresistas volvieron a la carga en 1854, su intento de aprobar, tras la Bicalvarada, otra
Constitución (la «nonata» de 1856) se frustró con el retorno del partido moderado, que
reimplantó su ley fundamental. Los moderados gobernaron durante el período central del
siglo XIX (1844-1868) y utilizaron su poder para construir un régimen político muy
impermeable a las reformas políticas, sociales y económicas, construido al servicio de los
grupos sociales a los que el moderantismo defendía.
El péndulo cambió otra vez de lado cuando, tras la Revolución de 1868, se aprobó
el texto de 1869, ya tendencialmente democrático, pero tan desafortunado como sus
predecesores. La apertura del sistema a las fuerzas excluidas de él durante la larga etapa de
dominio moderado, facilitada por una Constitución que contenía una amplia declaración de
libertades y derechos, desembocó en una escalada de conflictos, en medio de los cuales
pereció incluso la nueva dinastía que, tras el exilio de Isabel II, encarnaría la corona. La
renuncia de Amadeo de Saboya trajo inevitablemente la República, que, proclamada en
1873, tuvo tan cortísima vigencia que no logró siquiera aprobar una ley fundamental: la que
hubiera sido la primera de naturaleza republicana y federal de nuestra historia se quedó en
proyecto, al ser restaurada en 1874 la monarquía borbónica por la fuerza de las armas. Su
Constitución, la de 1876, estuvo vigente más tiempo que ninguna de las que la habían
precedido, pues solo dejó de aplicarse después del golpe de Estado de Primo de Rivera en
1923. De este modo, mientras que entre 1808 y 1876 sufrió España dos intervenciones
militares extranjeras (la invasión napoleónica y la expedición realista de los Cien Mil Hijos
de San Luis), tres guerras civiles (las carlistas), una revolución liberal, una democrática y
otra cantonalista, una docena de pronunciamientos militares y la proclamación de una
República, durante el medio siglo transcurrido entre 1876 y 1923 la estabilidad relativa
dominó la vida nacional. Tal contraste, que habría de tener efectos económicos y sociales
de notable relevancia, no puede oscurecer, sin embargo, un hecho decisivo, que marcó la
suerte de la Restauración y, con ella, el futuro del país. Y es que mientras algunas
monarquías europeas, en línea con la británica, fueron parlamentarizándose o, cuando se
negaron a ello, transformándose en repúblicas, en España acabó por asentarse un
parlamentarismo invertido, donde era el poder ejecutivo nombrado por el rey el que hacía
un parlamento a su medida y no el gobierno el que surgía de las mayorías presentes en las
Cortes25. El monarca, apoyado en sus tres grandes aliados (la oligarquía económica, el
ejército y la Iglesia), conservó un amplio conjunto de poderes que lo convertían en la pieza
esencial de la forma de gobierno. El llamado turnismo —alternancia pacífica entre las
fuerzas políticas del régimen— logró funcionar, pero al precio de ir apartando a las fuerzas
contrarias al sistema y de no afrontar los auténticos problemas del país: el de la democracia,
el social, el colonial o el regional. Y todo asociado a un asfixiante caciquismo, a un
creciente militarismo y a la limitación de los derechos.
El régimen de la Restauración entró en crisis cuando la violencia vinculada a la
cuestión social, las crisis coloniales en el Caribe y Filipinas, primero, y en el norte de
África, con posterioridad, y el problema catalán combinaron sus efectos para convertir en
imposible su supervivencia. Derogado de facto por el golpe de Primo de Rivera, la Segunda
República barrió finalmente la vieja política monárquica. La Constitución republicana, la
más avanzada de la historia de España hasta la aprobación de la hoy vigente, fue la primera
de naturaleza democrática tras reconocer el derecho de voto a las mujeres y establecer, así,
un auténtico sufragio universal. A ello se añadieron una nueva organización de los poderes,
la separación de la Iglesia y el Estado, una extensa declaración de libertades y derechos
personales y sociales, la autonomía del poder local, la descentralización regional y la
creación de un Tribunal de Garantías Constitucionales para defender la ley fundamental.
Pero la inestabilidad del régimen republicano, asediado sin tregua por los extremismos de
izquierdas y derechas, dio alas a una actividad insurreccional que, fracasada en 1932 y
1934, se tradujo al fin en el levantamiento militar de 1936, pórtico de una terrible Guerra
Civil y del fin de la República. La larga y terrible dictadura que se instauró acabada la
contienda aisló a España de la Europa democrática hasta que en 1978 una nueva ley
fundamental puso fin a la política del péndulo, por virtud de la cual el ganador, sin
concesiones ni búsqueda de acuerdos, se imponía rotundamente al perdedor. Un principio
que excluía, en consecuencia, la posibilidad de que, mediante su reforma, las
Constituciones pudieran ir adaptándose al cambio de los tiempos26.
La política del trágala
1978:
EL ABRAZO DE LAS DOS ESPAÑAS
ANA BELÉN Y
VÍCTOR MANUEL, 1984
EN EFECTO:
UNA MONARQUÍA DEMOCRÁTICA
El día en que fue su Majestad el Rey a sancionar la Constitución ante las Cortes se
le recibió sin aplausos. Y al terminar su intervención todas las fuerzas políticas de la
Cámara, creo que todas, no sé si alguien no lo hizo, aplaudieron y aplaudimos al Rey.
ADOLFO SUÁREZ
«El rey reina, pero no gobierna»: la célebre fórmula que expresa ese juego de
palabras dominó la teoría política sobre el papel de la Corona en las monarquías
constitucionales que se instauraron en Europa tras la celebración en 1814-1815 del
Congreso de Viena111. Unas monarquías que marcarán sin duda la historia de nuestro
continente durante el tramo central del siglo XIX: además de la británica, las configuradas
en las Constituciones sueca de 1809, francesas de 1814 y 1830, noruega de 1814, holandesa
de 1815, portuguesas de 1826 y 1838, belga de 1831, españolas de 1837, 1845 y 1876,
griega de 1844 o danesa de 1849. Con notables diferencias y evoluciones en algunos casos
muy distintas, todas esas monarquías compartieron un rasgo común durante más o menos
tiempo: la gran importancia del monarca en el funcionamiento del régimen político. Por
eso, aunque acuñada por el gran historiador y político francés Adolphe Thiers como una
fórmula según la cual el rey se limitaba a ser un mero moderador de los poderes del Estado
que residían, supuestamente, en el parlamento y los ministros («Le roi n’administre pas, ne
gouverne pas, il règne»112, escribió Thiers en varios artículos publicados en Le National
para defender, tras la Revolución Francesa de 1830, la monarquía liberal de Luis Felipe de
Orleans), lo cierto es que la coherencia entre aquella fórmula y la realidad era más que
discutible. Más, sí, porque el estatus de los reyes en todas las Constituciones aludidas les
permitía no solo reinar sino gobernar, al dominar, es cierto que con una amplitud que
variaba según los países y las épocas, importantes resortes de poder: sobre todo los de vetar
las leyes aprobadas por el parlamento; convocarlo, suspenderlo y disolverlo según su libre
voluntad; nombrar total o parcialmente al Senado; y nombrar y cesar a los ministros.
La historia política de Europa entre la caída de Napoleón y la proclamación en 1870
de la Tercera República, que acabó en Francia con la monarquía para siempre, fue, de
hecho, la de la permanente tensión entre el principio monárquico, según el cual el rey debía
conservar íntegramente sus poderes, y el principio representativo, que trataba de sustraer al
monarca los que acabo de citar. El objeto de tal enfrentamiento no era otro, a fin de cuentas,
que decidir si esos poderes se trasladarían o no a órganos políticamente responsables: por
un lado, a un parlamento elegido por el pueblo mediante el ejercicio del derecho de
sufragio, que fue ampliándose de forma progresiva a lo largo del siglo XIX en la mayoría
de los países europeos; por el otro, a un gobierno que, también de forma creciente, dejó de
depender de la confianza de los reyes para hacerlo de la que le otorgaba el parlamento. Tal
proceso de parlamentarización de las monarquías constitucionales tuvo su verdadero
modelo en Gran Bretaña113, cuya evolución fue también la de varias monarquías
centroeuropeas (Bélgica y Holanda) y de los países nórdicos (Suecia, Noruega y
Dinamarca). A medida que los reyes perdían su poder de influir en el desarrollo del proceso
político, esas monarquías, aunque con ritmos no exactamente coincidentes, fueron
parlamentarizándose, de modo que los reyes pasaron a ser órganos dotados de un estatus
jurídico simbólico caracterizado por la ausencia de poderes políticos reales. Tal evolución
no se produjo en los Estados en los que los reyes porfiaron hasta el final en defensa de su
capacidad de decisión, lo que acabaría por traducirse en que, antes o después, esas
monarquías acabaran convirtiéndose en repúblicas: así sucedió en Francia en 1870, pero
también en Portugal en 1911, en Alemania en 1919, en Austria en 1920, en Polonia en
1921, en Grecia en 1927 o en España en 1931.
Lo llamativo de ese paradójico contraste reside en un hecho que dejará sorprendidos
a todos los que, desconociendo la historia, proclaman en España que la monarquía
parlamentaria es un obstáculo insalvable para la consecución de una verdadera democracia.
Y digo curioso porque resulta que las primeras democracias de verdad que se asentaron, ya
sin retorno, en nuestro continente —y, por tanto, en gran medida, en el planeta— fueron,
casi sin excepciones114, monarquías: Gran Bretaña y los países del centro o el norte de
Europa, lugares donde la temprana concesión del sufragio universal masculino115 y, algo
más tarde, femenino116 se convirtió en la clave de arco de la parlamentarización de la
monarquía y, por sus efectos, de la construcción de regímenes políticos de tipo
democrático.
En resumen, y esto es lo que deseo destacar, la progresiva democratización de un
importante grupo de monarquías constitucionales dio lugar a la construcción de las
primeras democracias europeas, que paradójicamente fueron monárquicas. El fenómeno no
se produjo, ¡obviamente!, por el empuje de los reyes a favor de la democratización sino,
muy por el contrario, como consecuencia de su incapacidad para frenar el proceso histórico
que acabó con el tipo de monarcas característico del siglo XIX: los que reinaban y, al
hacerlo, gobernaban. Las nuevas monarquías democráticas acabaron siendo además
estables y por tanto duraderas. Es decir, todo lo contrario de lo que sucedió en la mayoría
de los países (Alemania, Austria, España o Portugal) en los que las monarquías, vista la
contumaz resistencia a la democratización de las casas reinantes, se transformaron en
repúblicas dominadas por una alta inestabilidad e ingobernabilidad. Ambas favorecieron el
progresivo deterioro de los nuevos regímenes políticos y el ascenso de movimientos de tipo
autoritario. Lo sucedido en España respondió, con sus inevitables peculiaridades, a ese
esquema general, pues fue la tenaz oposición de Alfonso XIII y de quienes lo apoyaban a la
democratización la que trajo de la mano una república; y fue el asedio que esta sufrió desde
el principio por los extremismos de izquierda y de derecha el que acabó en el desastre de
una Guerra Civil y una larga dictadura. Pero, frente a la de sus vecinos europeos que se
encontraron en pareja situación, la evolución española presentará una particularidad muy
destacable: el nuestro fue el único país del mundo occidental que en los compases finales
del siglo XX restauró una monarquía.
¿Y qué pensaría aquel jurista persa del título II de la Constitución?
ALEXIS DE TOCQUEVILLE
La democracia en América
Tomo I, 1835
El sistema electoral vigente en España desde 1977 ha estado condicionado por dos
elementos que juegan por su cuenta en el reparto final de los escaños. El primero se deriva
de los principios fijados en la Constitución para distribuir los 350 diputados del
Congreso150 entre las provincias, territorios donde se traducen votos en escaños. El
segundo, que se asentó en 1985 en la ley electoral, aunque estaba vigente desde 1977151,
no resulta menos relevante: consiste en fijar en dos diputados la «representación mínima
inicial» que para cada circunscripción prevé la ley fundamental. La combinación de ambos
elementos reduce la proporcionalidad del sistema electoral. Por un lado, dada la diferencia
de población de las cincuenta provincias españolas (desde unos miles de habitantes hasta
cientos de miles o incluso varios millones), su constitucionalización como circunscripción
electoral significa que una treintena, por tener escasa población, reparte pocos escaños (seis
o menos de seis), lo que se traduce en una notable desproporción entre el reparto de votos y
de escaños, pues es conocida la regla152 según la cual, en sistemas proporcionales, como el
español, la proporcionalidad aumenta a medida que lo hace el número de representantes a
elegir. Pero, además, por otro lado, la proporcionalidad se ve igualmente limitada porque la
asignación de dos escaños iniciales a cada circunscripción sobrerrepresenta a las que tienen
menos población en la misma medida en que infrarrepresenta a las más pobladas. En suma,
esa doble circunstancia (el hecho de que tan solo 248 de los 350 diputados a elegir se
repartan en función de la distribución provincial de la población153, unido a las grandes
diferencias demográficas interprovinciales) da lugar a una notable desproporción en el
coste del escaño por distrito, desproporción que suele ejemplificarse con los casos extremos
de Soria y Barcelona.
El resultado de conjugar los cuatro elementos principales del régimen electoral para
el Congreso (circunscripciones provinciales, tamaño reducido del 65 % de los distritos,
fórmula D’Hondt y asignación inicial de dos escaños por distrito)154 es fácil de enunciar:
el sistema otorga en la mayoría de las circunscripciones una notable prima de ventaja a las
candidaturas que ocupan la primera posición o la primera y la segunda. Y, en coherencia
con ello, limita las posibilidades de los restantes partidos (los que ocupan la tercera
posición y, en algunos casos, la tercera y la cuarta) para acceder a la representación
parlamentaria. Tal situación ha provocado que nuestro régimen bipartidista solo se haya
visto modulado en realidad durante años por la presencia de partidos nacionalistas, que,
lejos de estar primados por esa condición, como se afirma con tanta insistencia como falta
de razón, han obtenido mayor representación en el Congreso que la de fuerzas nacionales
con similar número de votos, por la sencillísima razón de que los han concentrado en pocos
distritos, alcanzando la primera o segunda posición en la mayoría de aquellos en los que
competían. El mantenimiento desde 1977 de los elementos básicos del sistema electoral y la
estabilidad del mapa de partidos entre 1982 y 2014 ayudaron a asentar la tesis de que el
primero condicionaba la segunda hasta el punto de convertir su alteración en poco menos
que imposible. Bastó, sin embargo, con que los electores optaran por modificar sus
preferencias en las diversas elecciones celebradas después de 2014 para que la tesis de que
la estabilidad de nuestro sistema de partidos se derivaba solo de la escasa proporcionalidad
del sistema electoral saltase por los aires.
La transformación del sistema de partidos comenzó, tímidamente, en los comicios
europeos de 2014, donde las denominadas fuerzas emergentes155 sacaron la cabeza de una
forma significativa aprovechando las ventajas del distrito nacional, que iguala de salida a
todos los competidores156. Podemos, inscrito en marzo como partido, obtuvo en las
elecciones de mayo cinco escaños de 54, con el 8 % de los votos, logrando rentabilizar el
impulso del movimiento 15-M157 que había estallado en 2011 como reacción a la crisis
económica y al profundo malestar social que provocó. Por su parte, Ciudadanos, fundado
en 2006 a partir de la plataforma cívica Ciutadans de Catalunya158, había ido
incrementando su presencia en el parlamento regional (3 escaños sobre 135 en 2006, 3 en
2010 y 9 en 2012) y decidió saltar a la arena nacional. Aunque su resultado no fue brillante
(2 escaños con algo más del 3 % de los votos) supondrá el inicio de una remontada que,
junto con la de Podemos, acabará por alterar profundamente el sistema de partidos español.
La otra cara de la moneda la ofrecerán, claro, los dos grandes partidos nacionales, que de
obtener 44 escaños en las europeas de 2009 (23 el PP y 21 el PSOE) se quedarán tan solo
en 30: 16 el PP y 14 el PSOE.
Un año después, los comicios andaluces de marzo de 2015 probaron que el
resultado de las europeas no era efecto de una esporádica coyuntura electoral, sino un
fenómeno de fondo. En la única Comunidad en la que no se había producido alternancia
política en todo el período autonómico, el PSOE volvió a ganar, repitiendo su número de
escaños: 47; el PP, con 33, experimentó un duro castigo, al perder 17 diputados; e IU sufrió
un descalabro al pasar de 12 a 5 escaños. La entrada en el parlamento de Podemos y
Ciudadanos, con 15 y 9 diputados, significaba que por primera vez desde 1982, y excepción
hecha de lo que ya había sucedido, ocasionalmente en algún territorio, o era habitual en
Cataluña y País Vasco, el bipartidismo había desaparecido. Es verdad que los dos grandes
partidos (PSOE y PP)159 lograban conservar el 62 % de los sufragios, pero perdían mucho
peso electoral y parlamentario como consecuencia de la aparición de dos nuevas fuerzas
que sumaban el 24 % de los votos. Las andaluzas supusieron un adelanto de lo que
acontecería en las locales: el PSOE y el PP perdieron varios millones de votos (el PP pasó
del 37 % al 27 y el PSOE del 28 % al 25) mientras Ciudadanos se hacía con casi un millón
y medio de sufragios (más del 6 %) y Podemos obtenía un éxito notable a través de sus
llamadas candidaturas de unidad popular, que pasaron a gobernar no solo las dos mayores
ciudades del país (Madrid y Barcelona) sino también capitales importantes: Zaragoza, La
Coruña, Cádiz, Santiago de Compostela o Ferrol. De igual modo, en las autonómicas los
dos grandes perdieron una parte de su apoyo en las trece Comunidades que celebraron sus
comicios, mientras las fuerzas emergentes consolidaban posiciones: Podemos —que no fue
ni primera ni segunda fuerza en ninguna de las 13 Comunidades y alcanzó la tercera
posición en nueve, la cuarta en tres y la quinta en una— se situó en el 17 % de los escaños
en diez Comunidades y solo superó, en menos de un punto, el 20 % en tres: Aragón,
Asturias y Madrid. Como consecuencia de ese éxito indudable logró entrar a formar parte,
bajo presidencia socialista, de los gobiernos autonómicos de Aragón, la Comunidad
Valenciana, Castilla-La Mancha, Extremadura y las Islas Baleares. Ciudadanos, por su
parte, que fue cuarta fuerza en siete Comunidades, quinta en dos, sexta en una, séptima en
dos y octava en una, no alcanzó el 10 % de los escaños en 8 Comunidades y lo superó
ligeramente en cinco: Castilla y León, La Rioja, Madrid, Valencia y Murcia.
A la vista de todo ello escribí, poco después de que se produjeran las citas
electorales de la primavera de 2015, que, vistos los resultados de Podemos y Ciudadanos en
autonómicas, era razonable suponer que ambas fuerzas accederían al Congreso en un
número significativo de provincias. Que, además, era posible que llegaran no solo a
condicionar la política de una eventual mayoría del PP o del PSOE, sino que pudieran
incluso vetar la formación de un Gobierno, lo que podría generar un gravísimo problema de
gobernabilidad. Y, en fin, que resultaba «razonable predecir que, o mucho cambian las
cosas, o en las próximas generales el partido más votado (sea el PP, como parece más
probable, o el PSOE) y el que le siga se quedarán por debajo del resultado que ambos
obtuvieron en 1993 (159 escaños el PSOE, 141 el PP) y en 1996 (156 el PP, 141 el PSOE).
A ello hay que añadir algo nada irrelevante: que CiU, el principal socio del PSOE en 1993 y
del PP en 1996, es hoy, por su deriva secesionista, un socio político imposible»160. Tras el
escrutinio de los votos emitidos en las generales del 20 de diciembre, la España que
amanecía el día 21 era política y parlamentariamente muy distinta, y mucho más compleja,
que la que hasta la fecha, y con pocas variaciones desde 1982, habíamos conocido. El PP y
el PSOE fueron abandonados por una gran parte de sus tradicionales electores y con poco
más del 33 % de los votos y algo menos del 21 %, obtuvieron 123 y 90 diputados, 63 y 20
menos que en los comicios anteriores. La otra cara de la moneda de esa gran caída conjunta
en votos y en escaños fue la irrupción espectacular de Podemos y sus llamadas
confluencias y de Ciudadanos, fuerzas que con más del 20 % y casi el 14 % de los sufragios
alcanzaron 69 y 40 escaños en la cámara.
Tales resultados suponían un rotundo mentís a la afirmación, repetida una y mil
veces, de que con el sistema electoral español era casi imposible que partidos que no
ocupasen el primero o el segundo puesto alcanzasen representación parlamentaria en un
alto porcentaje de circunscripciones, de hecho mayoritarias. Lo cierto, frente a tal tesis, fue
que Ciudadanos obtuvo diputados en 26 distritos y Podemos y sus confluencias en 36
(Podemos en 25, En Comú Podem en 4, En Marea en 4 y Compromís-Podemos en 3), de
modo que solo en 10 de los 33 distritos pequeños (de seis o menos de seis diputados) los
escaños se repartieron en su totalidad entre el PSOE y el PP: Ávila, Cáceres, Ciudad Real,
Cuenca, Jaén, Palencia, Segovia, Soria, Teruel y Zamora. Tal reparto demostraba que el
dominio previo de los dos grandes partidos nacionales en los distritos de tamaño reducido
se debía no solo a las desviaciones del sistema electoral, sino también a un dato al que, con
alguna notable excepción, no habíamos prestado la atención que se merece: la gran
diferencia de votos entre el primer y el segundo partido y todos los demás, lo que otorgaba
al PP y al PSOE una ventaja muy notable. Ya en 1996 subrayaba el politólogo Julián
Santamaría el hecho de que la desproporcionalidad del sistema electoral se había visto
«magnificada de forma extraordinaria por la enorme distancia electoral que separa a los
dos primeros partidos» de todos los demás161. En el momento en que tal diferencia
disminuyó de forma sustancial, que fue lo acontecido en las generales de 2015, se redujo
también la ventaja nacida del sistema electoral, lo que dio lugar a la formación de un
Congreso de composición muy distinta a todos los que desde 1977 lo habían precedido.
La quiebra del bipartidismo, la deriva secesionista y el futuro de la gobernabilidad
No nos engañemos sobre ello: se padece hoy de cierta fatiga producida por el
parlamentarismo, si bien no cabe hablar —como hacen algunos autores— de una crisis, una
«bancarrota» o una «agonía» del parlamentarismo.
HANS KELSEN
Esencia y valor de la democracia, 1920
La gran mayoría de los vicios que la España constitucional ha ido adquiriendo desde
que en 1977 se abrieron las primeras Cortes Generales tienen que ver, de forma directa o
indirecta, con disfunciones derivadas del papel de los partidos. Débiles en la sociedad,
fuertes en el Estado, los partidos son, pese a todos los desarreglos institucionales nacidos de
su forma de actuar, una pieza clave de la democracia, hasta el punto de que esta resulta
inconcebible sin aquellos. Y, sin embargo...
Sin embargo, la idea de que los partidos, debido a sus intereses espurios y egoístas,
rompen de un modo artificial el consenso que supuestamente existe en todas las sociedades
de forma natural no constituye ninguna novedad. Según ello, comportándose de un modo
faccional163, los partidos dificultarían la solución de los problemas que los poderes
públicos deben afrontar, visión que se ha extendido en los treinta últimos años entre
amplias capas de la población en la práctica totalidad de los países democráticos. En
realidad, la crítica a los partidos resulta tan vieja como ellos. Síntoma muy significativo de
su presente mala prensa es el hecho de que el concepto Estado de partidos164, reivindicado
en el pasado como una irrenunciable conquista democrática, se utilice en la actualidad,
tanto en el lenguaje periodístico como en el debate político y social, con una connotación
peyorativa. Cuando ahora hablamos de Estado de partidos no lo hacemos con el sentido que
le dio Hans Kelsen hace una centuria a esa expresión: «La democracia moderna —escribía
el gran jurista austriaco— descansa, puede decirse, sobre los partidos políticos, cuya
significación crece con el fortalecimiento progresivo del principio democrático [...]. Solo
por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos
políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos»165.
Lo que, cuando hablamos de él, se pretende, muy por el contrario, es describir el tipo de
Estado representativo caracterizado por los excesos de los partidos como organizaciones
que lo disciplinan y vertebran, terminando así por dominarlo de un modo que puede resultar
lesivo para la buena marcha del sistema democrático. El Estado de partidos ha acabado por
presentársenos como aquel en el que cúpulas partidistas han logrado apoderarse tanto de las
instituciones que deben controlar como de aquellas otras que en realidad han usurpado y
que no deberían estar jamás bajo su dominio o su influencia166.
No solo esos excesos han contribuido, en cualquier caso, a que los partidos sean
percibidos socialmente en numerosos países, España entre ellos, como el origen de muchas
perversiones de la democracia167. Tal visión, peligrosísima para su futuro, aparece
igualmente vinculada a otros dos graves vicios que también aquí se abordarán: el de la
financiación ilegal y la corrupción política que guarda con ella directa relación, y el de la
selección de las élites, muy vinculado al de la profesionalización de la política. Ambos han
contribuido al creciente, y parecería que imparable, desprestigio de los partidos, de los
políticos y de la actividad que protagonizan. Un partido, ha escrito Giovanni Sartori, uno de
los mejores conocedores de esa moderna forma de organización de los intereses colectivos,
es cualquier grupo político identificado por una etiqueta oficial que presenta a elecciones y
puede obtener en ellas candidatos a cargos públicos168. De tal definición cabe deducir que
el gran objetivo que persiguen los partidos es situar a sus candidatos en cargos públicos,
sirviéndose para ello de diversas vestimentas programáticas que luego se defienden con
grados de coherencia que, en ocasiones, pueden llegar a estar muy alejados de lo
proclamado cuando se solicita el voto del cuerpo electoral. Trataré de explicar aquí por qué
considero esa realidad inseparable de la creciente ajenidad de los partidos respecto de la
sociedad a la que se dirigen. La otra cara de la moneda, a fin de cuentas, de la desafección
de esta respecto de aquellos y del tipo de política que han acabado por protagonizar.
El descrédito de los partidos y la desafección política
El proceso de selección inversa de las élites políticas tiende a producir no solo los
efectos claramente disfuncionales a los que acaba de hacerse referencia sino también otros
que pueden llegar a ser muy negativos para el comportamiento de los líderes políticos,
comportamiento que se habría traducido en una degradación de la política representativa
con la que llevamos mucho tiempo conviviendo en las democracias modernas188. Tales
efectos fueron hace tiempo objeto de algún acercamiento con pretensiones de extraer
conclusiones generales a partir del utillaje metodológico de la psicología. Piero Rocchini,
durante varios años psicólogo de la asamblea legislativa italiana, acabó por sostener, tras
una dilatada experiencia profesional con los parlamentarios de la República, un juicio muy
negativo sobre las potencialidades destructivas de la vida partidista: «Un dato cierto es que
el grupo político ha devorado al individuo y, con sus perversiones morales, quizá haya sido
uno de los elementos que ha llevado a desquiciar la estructura social de nuestra
sociedad»189.
Será, en todo caso, el publicista alemán Hans Magnus Enzensberger quien se
ocupará de un problema tan trascendental con una claridad incomparable. Y ello en un texto
aparecido hace varios años190 que, pese a algunas exageraciones, constituye en mi opinión
la más viva, valiente y desmitificadora reflexión sobre el oficio del político moderno, sus
vicios y los peligros derivados de la burocratización de esa indispensable actividad. El
punto de partida de Enzensberger consistirá en presuponer, ante la ya descrita visión social
descalificadora de la actividad que desarrollan los políticos y de ellos mismos como clase
protagonista de la dinámica del Estado de partidos, que resulta «improbable, aunque solo
sea por razones estadísticas, que un sector de población X, en este caso la clase política,
esté aquejado, en cierto sentido por naturaleza, de defectos de los que está libre el resto de
la población». Tampoco los vicios que luego se describirán pueden explicarse
exclusivamente, según el ensayista germano, como consecuencia de los medios de
reclutamiento propios del oficio, en la línea que hasta ahora se ha apuntado: «Aunque
reclutamiento y carrera pueden hacer comprensibles ciertas desviaciones de la norma
estadística, esos mecanismos de selección no lo explican, sin embargo, todo».
No siendo posible explicar, por tanto, el comportamiento de los políticos solo por su
origen, ni tampoco únicamente por las formas de su reclutamiento, resulta necesario
recurrir a la naturaleza del oficio. Un oficio, la política —y aquí se explaya Enzensberger
en una descarnada descripción de sus elementos definidores—, que «supone el adiós a la
vida, el beso de la muerte»: el político profesional y altamente burocratizado «se entera
solo de aquello que el filtro que está para protegerlo deja pasar», sufre una «pérdida del
lenguaje», pues solo en círculos muy íntimos puede decir realmente lo que piensa (y ello en
un oficio consistente, en gran medida, en hablar en público de modo casi permanente), y
pierde, igualmente, de un modo que resulta tan nocivo como incomparable al de otras
profesiones, la soberanía sobre su propio tiempo. En conjunto, y esta sería una de las
conclusiones de Enzensberger, todo ello se traduce en el «total aislamiento social» del
político, en un ensimismamiento que es mayor cuanto más progresa en la jerarquía del
oficio: «Ese aislamiento —subraya el escritor alemán— es el que fundamenta su típico
enajenamiento de la realidad y el que explica por que él es normalmente, y con total
independencia de sus capacidades intelectuales, el último que se percata de qué es lo que
está pasando en la sociedad». Tan demoledora descripción se completa con un último
elemento, extraordinariamente relevante: el oficio político se caracteriza también por la
extrema dificultad para abandonarlo. En efecto, y según ya se ha dejado apuntado,
subrayando la extraordinaria importancia del fenómeno, «la carrera política funciona como
una nasa. Tan fácil como resulta entrar en ella, tan escasa es la posibilidad de escaparse de
ella. Al que se haya dejado atrapar tiene que parecerle como si solo tuviera una salida: el
camino hacia arriba».
Las conclusiones de nuestro autor serán confirmadas, entre otros especialistas, por
el sociólogo alemán Klaus von Beyme cuando, en su investigación sobre la
profesionalización de los políticos191, confirma plenamente algunos de los rasgos del tipo
ideal fijado por su compatriota: así, por ejemplo, al poner de relieve que el proceso de
profesionalización «conduce a un necesario extrañamiento del político con respecto a su
profesión de origen», al afirmar que «en la percepción ciudadana, el político profesional
sigue sin ser juzgado positivamente» o, finalmente, al demostrar cómo la profesionalización
corre paralela con el descenso de la experiencia profesional no política de los miembros de
la élite, en la que «es este tipo de político el que cada vez aparece más frecuentemente».
Pues bien, como también en España puede apreciarse con toda claridad, este modelo
del político profesional ha dado lugar a la consolidación en segmentos muy significativos
de la opinión pública de una ideología contraria a la política y a los políticos. Se trata de ese
antipartidismo capaz de desplazar los criterios (cleavages) sobre la base de los cuales se
había venido vertebrando desde el triunfo de las revoluciones liberales la lucha política e
ideológica en las sociedades democráticas: conservadores versus liberales, izquierda versus
derecha, laicos versus confesionales o nacionalistas versus no nacionalistas. Frente a todas
esas líneas de fractura, el creciente, y en ocasiones parece que imparable, descrédito de los
partidos tradicionales se ha traducido finalmente en que el criterio dominante de la decisión
de voto en no pocos países haya pasado a ser el que ya apuntó en su día el politólogo
Inglehart: el que opone a los partidos del establishment y a las fuerzas antisistema, de
derechas o de izquierdas, que se presentan a sí mismas como movimientos
antiestablishment192. Frente a una casta de políticos profesionales, instalados e iguales en
sus aspiraciones y modos de actuar, socialmente aislados (ensimismados) y obsesionados
primordialmente con mantenerse en unos puestos que son percibidos por amplias capas de
los ciudadanos como privilegios y sinecuras, se situaría la sociedad, la gente, abandonada a
su suerte por una clase política cuyos miembros estarían mucho más pendientes de ir a lo
suyo que de defender los intereses generales. ¡Seguro que les suena!
Es cierto, claro, que los críticos feroces de la casta devienen ellos mismos casta con
una extraordinaria rapidez, pero ello no evita, sino que confirma, muy por el contrario, lo
dañina que tal visión de la política puede llegar a ser para el futuro, que ya es el presente,
en gran medida, de nuestras democracias. Panebianco ha vuelto a señalarlo con acierto: la
división instalados/no instalados no solo «contribuye a acelerar la transformación de los
partidos, debilitando aún más las subculturas políticas tradicionales», sino también a
generar, con la implantación del partido profesional-electoral, un vacío de identidades
colectivas que «agrava la crisis de legitimidad de los sistemas políticos y exaspera, por
tanto, la división establishment/antiestablishment», dando lugar, en consecuencia, a un
peligrosísimo y, a partir de un cierto punto, casi incontrolable círculo vicioso193. Más allá
de las muy notables diferencias, organizativas e ideológicas, existentes entre Ciudadanos y
Podemos, su ya analizada irrupción en un sistema de partidos que no había experimentado
cambios sustanciales a lo largo de tres décadas tiene que ver con esa nueva percepción —de
ahí el éxito político del concepto de la casta—, que de pronto, pero como fruto de un
malestar social que se había ido acumulando durante un extenso período de tiempo, se
convirtió para muchos españoles en una realidad incontrovertible. De todos modos, ni la
aparición de Podemos, ni la de Ciudadanos en nuestro escenario partidista, ni, sobre todo, la
desafección de fondo hacia el funcionamiento del sistema político español a la que
respondieron a la postre ambos fenómenos resultan comprensibles sin tener en cuenta la
importancia combinada de los dos factores que analizaré a continuación.
La colonización partidista del Estado
No quisiera cerrar este capítulo sin dejar constancia del desafío fundamental que, a
mi juicio, tenemos por delante, en España y en Europa, si queremos de verdad recuperar el
lubricante que engrasa los sistemas democráticos y evitar que se atasquen y puedan llegar a
colapsarse: la suspensión voluntaria de la incredulidad220. Pues, como resumen de todo lo
apuntado en estas páginas, cabría concluir que lo que ocurre en España, como en otros
lugares de nuestro continente, es que el mecanismo de esa suspensión de la incredulidad ha
dejado de obrar sus benéficos efectos sobre ámbitos esenciales de nuestra democracia. «El
consentimiento —ha escrito el gran historiador norteamericano Edmund S. Morgan— debe
ser sostenido por opiniones». Para añadir, acto seguido: «Los pocos que gobiernan se
ocupan de alimentar esas opiniones. No es tarea fácil, pues las opiniones que se necesitan
para hacer que las mayorías se sometan a las minorías, a menudo se diferencian de los
hechos observables. Así pues, el éxito de un gobierno requiere la aceptación de ficciones,
requiere la suspensión voluntaria de la incredulidad, requiere que nosotros creamos que el
emperador está vestido, aunque podamos ver que no lo está»221.
El papel de las creencias sociales es, ciertamente, esencial para la marcha de
cualquier régimen político, pues, según hace cuatro décadas puso de relieve Crawford
Macpherson en una obra que es ya un clásico, «lo que cree la gente acerca de un sistema
político no es algo ajeno a este, sino que forma parte de él», de modo que «esas creencias,
cualquiera que sea la manera en que se formen, determinan efectivamente los límites y las
posibilidades de evolución del sistema; determinan lo que puede aceptar la gente y lo que
va a exigir»222. De ello se deriva, como es obvio, una consecuencia muy trascendental:
que si pretendemos mantener la confianza en el sistema o, dicho de otro modo, si aspiramos
a que los ciudadanos suspendan voluntariamente su humana tendencia a la incredulidad,
que tiende a aumentar, claro está, en directa proporción a su grado de formación e
información, la diferencia entre la realidad y sus representaciones o ficciones no puede ser
cualquier distancia: «Para ser viable, para cumplir con su propósito, sea cual fuere ese
propósito, una ficción debe tener una cierta semejanza con los hechos. Si se aparta
demasiado de los hechos, la suspensión voluntaria de la incredulidad se desmorona»223.
Eso es, dicho brevemente, lo que ha ocurrido en bastantes países democráticos en relación
con los partidos que sostenían sus respectivos regímenes políticos: que, en gran medida
como consecuencia de los devastadores efectos de la crisis económica que comenzó en
2007-2008, aunque no solo por eso, desde luego, se ha producido un bache creciente entre
las funciones que se supone que los partidos deben cumplir y las que están cumpliendo en
realidad. Superar ese bache constituye, por eso, el reto político más importante del presente,
sabiendo, como sabemos, que de no cubrirse el espacio vacío que va de la realidad a la
ficción, otros vendrán pronto a ocuparlo ofreciendo lo que, «harta de mentiras», mucha
gente está deseando que le ofrezcan: soluciones rápidas y simultáneas para todos sus
problemas, aunque ello exija olvidar aquello que sabiamente afirmó un día el gran
periodista norteamericano Henry Mencken: que «para todo problema humano hay una
solución clara, plausible... y equivocada».
En las páginas anteriores me he referido, con el limitado detenimiento que permite
una ensayo de las características del que el lector tiene en sus manos, a una amplia variedad
de las medidas que, para combatir la desafección política, se han puesto en marcha en la
España constitucional. Medidas destinadas a hacer frente a los diversos problemas
derivados de la profesionalización de la política, a coartar la voracidad de poder de los
partidos —esa que les lleva a intentar apoderarse de las altas esferas de la administración y
de órganos e instituciones que deberían quedar fuera de su dominio e incluso de su influjo
— o a poner coto a los fuertes estímulos que existen para que los dirigentes de las
organizaciones partidistas opten por financiarse ilegalmente en un contexto de constante
crecimiento del coste de la competición democrática por el reparto del poder. Soy
consciente de que hay otras que se han quedado en el tintero. Algunas —como la apertura
de las listas electorales, fe tan extendida como falta de verdadero fundamento—, debido a
que mi confianza en ellas es perfectamente descriptible. Y ello no solo porque las listas son
ya abiertas en nuestro país para el Senado sin que durante cuatro largas décadas se hayan
utilizado las posibilidades que tal apertura ofrece a la hora de conformar una candidatura no
estrictamente partidista, sino también porque en lugares donde ha existido esa posibilidad,
su resultado ha favorecido vicios políticos (el estímulo del faccionalismo en los partidos y
la financiación irregular de candidatos del mismo partido que compiten entre sí) que no se
han visto compensados por los bienes hipotéticos de la tan traída y llevada supresión de las
listas bloqueadas y cerradas. Otras medidas, por el contrario, me parecen tan elementales
que considero increíble que todavía no se hayan adoptado, lo que me ha llevado a dejarlas
para el final al único objeto de destacar la importancia que personalmente les otorgo. Es el
caso de la necesidad de limitar drásticamente los gastos electorales reales como un potente
medio de luchar contra la financiación irregular de los partidos. ¿No sería razonable, sin ir
más lejos, reducir sustancialmente el período de campaña electoral, durante la cual los
gastos se disparan, teniendo en cuenta que nuestro país vive desde hace años en una casi
permanente precampaña y que la teórica utilidad de las campañas —facilitar el doble
tránsito de información entre candidatos y electores— hace mucho que ha desaparecido, al
transformarse aquellas en un espectáculo que lejos de estimular la buena política favorecen
la peor? O es el caso, igualmente, de la creo que necesaria introducción en los reglamentos
del Congreso y el Senado de las llamadas medidas contramayoritarias, introducidas ya en
algunas Comunidades y cuyo objetivo es mejorar el control parlamentario del Gobierno,
pues tal control se ve dificultado cuando la puesta en marcha de varios de los instrumentos
a través de los cuales se hace efectivo (por ejemplo, las comisiones de investigación o las
comparecencias de miembros del poder ejecutivo) depende del veto de la mayoría
parlamentario-gubernamental que puede verse perjudicada por aquellos224. La adopción de
esas medidas contramayoritarias contribuiría a mejorar la calidad democrática de nuestro
parlamento nacional, que, pese a todo, «resiste mejor que bien», con sus particularidades, la
comparación con los más importantes de nuestro entorno y «cuyo tono general no
desmerece a ningún otro»225.
Una reflexión final me parece indispensable: todas las reformas acometidas ya en
los ámbitos que en este capítulo se han analizado, más otras que seguro se acometerán en el
futuro, no serán suficientes para dar un paso sustancial en el proceso de relegitimación de
los partidos que fueron capaces de dirigir desde las instituciones públicas el gran proceso
social de construcción de la España constitucional, la más desarrollada, próspera, pacífica e
igualitaria de la historia. Una España plenamente integrada en Europa, que es, a su vez, la
zona en su conjunto más desarrollada, próspera, pacífica e igualitaria del planeta. Y no lo
serán sin un gran esfuerzo de los partidos para cambiar sus culturas políticas y
organizativas que favorezca la participación interna de sus afiliados, la apertura a la
sociedad, el recambio no cainita de sus élites y el razonable equilibrio entre los legítimos
intereses partidistas y los intereses generales. Solo así podrán los partidos recuperar la
capacidad demostrada a lo largo de decenios para garantizar la referida suspensión
voluntaria de la incredulidad. La democracia seguirá existiendo, sin duda, con partidos
desacreditados o incluso despreciados por gran parte de la opinión pública, pues el
paradigma democrático se ha asentado con tal fuerza que no tiene ya posible marcha atrás.
Pero si los partidos del sistema no reaccionan y tratan de corregir algunos de sus vicios más
palpables, las sociedades abiertas deberán acostumbrarse a convivir con fuerzas políticas
que harán de la demagogia populista su principal arma de combate. Y eso, aunque no
liquidará la democracia, acabará convirtiéndola, más pronto que tarde, en un sistema
político bastante peor del que durante los mejores años de nuestra historia contemporánea
hemos conocido.
163 Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, vol. I, Madrid, Alianza
Editorial, 1980, pp. 19-35.
164 Manuel García Pelayo, El Estado de partidos, Madrid, Alianza Editorial, 1986.
165 Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia, Barcelona, Labor, 1934, p. 34.
166 Lo he analizado en mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado,
sociedad, Madrid, Alianza Editorial, pp. 135-164.
167 Peter Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental,
Madrid, Alianza Editorial, 2015, pp. 21-34, y el largo ensayo que he publicado sobre él en
Revista de Libros: «¿Nos acercamos al fin de la democracia?»
(http://www.revistadelibros.com/articulos/gobernando-el-vacio-la-banalizacion-de-la-
democracia-occidental) (consultado en 2018).
168 Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, vol. I, cit., p. 91.
169 Francisco J. Llera, Desafección política y regeneración democrática en la
España actual: diagnóstico y propuestas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2016; y Fernando Jiménez, «Los efectos de la corrupción sobre la
desafección y el cambio político en España», en M. Villoria y J. M. Gimeno (eds.), La
corrupción en España: ámbitos, causas y remedios jurídicos, Barcelona, Atelier, 2016.
170 Peter Mair en Gobernando el vacío. La banalización de la democracia
occidental, cit., pp. 35-60. También mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado,
sociedad, cit., pp. 18-19.
171 Klaus von Beyme, Los partidos políticos en las democracias occidentales,
Madrid, CIS, 1986, pp. 209-241 (tablas 15-18), y Peter Mair, Gobernando el vacío. La
banalización de la democracia occidental, cit., pp. 35-60.
172 Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, vol. I, cit., pp. 154-159.
173 Restándole importancia al fenómeno, ofrece muchos datos Carmen González
Enríquez, «El ascenso de la derecha populista radical en Europa: alarmas y alarmismos»,
Real Instituto Elcano, ARI 40/2012, en
http://www.realinstitutoelcano.org/wps/portal/rielcano/contenido?
WCM_GLOBAL_CONTEXT=/elcano/elcano_es/zonas_es/demografia+y+poblacion/ari40
-2012 (consultado en 2018).
174 Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales
en la era de Internet, Madrid, Alianza Editorial, 2012.
175 Los datos del texto proceden del CIS y pueden verse en
http://www.cis.es/cis/opencm/ES/1_encuestas/index.jsp (consultado en 2018).
176 Todas las cifras están despejadas de decimales mediante aproximación por
redondeo.
177 El procedimiento utilizado por el CIS consiste en sumar los porcentajes de los
entrevistados que mencionan espontáneamente los diferentes problemas como primero,
segundo y tercero entre los destacados por ellos mismos.
178 Antonio Elorza, «Podemos, la conquista del Estado», en Claves de Razón
Práctica, n.º 236 (2014), pp. 50-59.
179 Joaquín Leguina, «El síndrome de Sansón», en Revista de Libros, enero de
2015 (segunda época), en http://www.revistadelibros.com/ventanas/podemos-el-sindrome-
de-sanson (consultado en 2018), y Fernando Vallespín y Máriam M. Bascuñán, Populismos,
Madrid, Alianza Editorial, 2017 (sobre Podemos, pp. 227-246).
180 Fernando Flores Giménez, La democracia interna de los partidos políticos,
Madrid, Congreso de los Diputados, 1998, y José Ignacio Navarro Méndez, Partidos
políticos y «democracia interna», Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
1999. También Beatriz Tomás Mallén, Transfuguismo parlamentario y democracia interna,
Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002.
181 Cesare Pinelli, Discipline e controlli sulla «democrazia interna» dei partiti,
Padua, CEDAM, 1984, y Richard S. Katz y Peter Mair, How Parties Organize. Change and
Adaptation in Party Organization in Western Democracies, Londres, Sage Publications,
1994. También mi libro Los partidos políticos, Madrid, Tecnos, 1990, pp. 111-119.
182 Artículos 6.º a 9.º de la ley orgánica 6/2002, de 27 de junio, de partidos
políticos y Eduardo Vírgala Foruria, «La regulación de la democracia interna en los
partidos políticos y sus problemas en España», en Teoría y realidad constitucional, n.º 35
(2015), pp. 225-280.
183 A finales de 2017 la prensa española informaba de que «solo el 25 % de los
afiliados a Podemos participa en los procesos internos». En El País, de 20 de diciembre de
2017.
184 Robert Michels, Les Partis politiques, París, Flammarion, 1919, pp. 294-295 y
301-302. Hay una edición española publicada en Argentina, en dos volúmenes, por la
editorial Amorrortu en 1991: Los partidos políticos.
185 Angelo Panebianco, Modelos de partido. Organización y poder en los partidos
políticos, Madrid, Alianza Editorial, 1990.
186 El límite a los mandatos de los legisladores estatales se aprobó en veintiún
estados norteamericanos, en todos mediante iniciativas populares, con la excepción de
Luisiana. Adrià Rodes, «Una visión introductoria sobre la democracia directa en Estados
Unidos», Working Papers, n.º 286, Institut de Ciències Polítiques i Socials, Barcelona,
2010, pp. 18-19 (en https://www.icps.cat/archivos/WorkingPapers/wp286.pdf?noga=1)
(consultado en 2018).
187 Defendí ya ambas propuestas (limitación de mandatos e incompatibilidades)
hace años en mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado, sociedad, cit., pp. 46 y ss.
188 Peter Mair en Gobernando el vacío. La banalización de la democracia
occidental, cit., pp. 35-60.
189 Piero Rocchini, La neurosis del poder, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pp. 49-
51.
190 «Compasión con los políticos», en El País, de 30 de noviembre de 1992.
Enzensberger volvió con posterioridad sobre el tema, en un texto mucho más extenso,
titulado «Compadezcamos a los políticos», publicado en Cuadernos del Sureste, n.º 11
(2003).
191 Klaus von Beyme, La clase política en el Estado de partidos, Madrid, Alianza
Editorial, 1995, pp. 122-126. También Gianfranco Pasquino, La classe politica, Bolonia, Il
Mulino, 1999.
192 Ronald Inglehart, «Political action, the impact of values, cognitive level, and
social background», en Samuel H. Barnes y Max Kaase (eds.), Political Action. Mass
Participation in Five Western Democracies, Londres, Sage Publications, 1979.
193 Angelo Panebianco, Modelos de partido. Organización y poder en los partidos
políticos, cit., pp. 505 y ss.
194 Renate Mayntz, Sociología de la Administración Pública, Madrid, Alianza
Editorial, 1985, p. 87 y ss., y Klaus von Beyme La clase política en el Estado de partidos,
Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 60 y ss.
195 Rafael Jiménez Asensio, Altos cargos y directivos públicos, Oñate, IVAP, 1996,
p. 298; Luis Morell Ocaña, El sistema de la confianza política en la Administración
Pública, Madrid, Civitas, 1994, p. 168; Lorenzo Martín-Retortillo, «Pervivencias del spoil
system en la España actual», en Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario, n.º 4
(1992), pp. 31-59; y Miguel Sánchez Morón, «La corrupción y los problemas del control de
las Administraciones Públicas», en Francisco Laporta, Perfecto Andrés Ibáñez y Silvina
Álvarez (eds.), La corrupción política, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 189-210.
196 Ley 6/1997, de 14 de abril, de organización y funcionamiento de la
Administración General del Estado.
197 Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la
Administración General del Estado.
198 Ley 5/2006, de 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los
miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado.
199 En mi trabajo «Acción de Gobierno, política de nombramientos y control
parlamentario» (Documentación Administrativa, n.º 246-247, 1997, pp. 145-189) propuse
la adopción de un mecanismo de comparecencia parlamentaria similar al luego adoptado.
200 Ley orgánica 6/2013, de 14 de noviembre, de creación de la Autoridad
Independiente de Responsabilidad Fiscal y ley 19/2013, de 9 de diciembre, de
transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.
201 Giovanni Sartori, Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de
estructuras, incentivos y resultados, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 161-
164.
202 Javier Pradera, «La maquinaria de la democracia. Los partidos en el sistema
político español», en F. J. Laporta y S. Álvarez (eds.), La corrupción política, cit., p. 175, y
Emilio Lamo de Espinosa, «Partidos y sociedad», en Claves de Razón Práctica, n.º 63
(1996), pp. 42-43.
203 Giovanni Sartori, Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de
estructuras, incentivos y resultados, cit., pp. 161-164.
204 Fernando Jiménez Sánchez, Detrás del escándalo político: opinión pública,
dinero y poder en la España del siglo XX, Barcelona, Tusquets, 1994 y «La repercusión
electoral de los escándalos políticos: alcance y condiciones», en Revista Española de
Ciencia Política, n.º 10 (2004), pp. 141-170. También Manuel Maroto Calatayud, La
financiación ilegal de los partidos. Un análisis político-criminal, Madrid, Marcial Pons,
2015 y Víctor Lapuente (coord.), La corrupción en España. Un paseo por el lado oscuro de
la democracia y el gobierno, Madrid, Alianza Editorial, 2016; y los tres trabajos publicados
en Claves de Razón Práctica, n.º 246 (2016), pp. 9-41: «La sociedad española frente a la
corrupción», de Manuel Viloria; «Tres errores en el combate de la corrupción», de
Fernando Jiménez; y «Nos preocupa realmente la corrupción», de Andrés Herzog.
205 Un listado muy amplio, aunque en ocasiones confuso, en «Corrupción en
España», en Wikipedia.
206 Huffington Post, de 20 de abril de 2014, que cita fuentes de Europa Press (en
http://www.huffingtonpost.es/2014/04/20/cifras-corrupcion-espana_n_5181256.html
(consultado en 2018). Resultan muy ilustrativas al respecto las entregas anuales de la
Memoria elevada al Gobierno de S.M. presentada al inicio del año judicial por el Fiscal
General del Estado.
207 Todas las cifras están despejadas de decimales mediante aproximación por
redondeo. Los porcentajes citados son el resultado de la suma de los de los entrevistados
que mencionan espontáneamente el problema de la corrupción y el paro como primero,
segundo y tercero entre los señalados por ellos mismos como más importantes. Los
barómetros mensuales del CIS pueden manejarse con gran facilidad en
http://www.cis.es/cis/opencm/ES/11_barometros/index.jsp (consultado en 2018).
208 Me he referido a ello en mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado,
sociedad, pp. 28 y ss.
209 Los datos pueden verse en
https://www.transparency.org/news/feature/corruption_perceptions_index_2017 (consultado
en 2018).
210 Carlo Guarnieri y Patricia Pederzoli, Los jueces y la política. Poder judicial y
democracia, Madrid, Taurus, 1999; L. Díez Picazo, La criminalidad de los gobernantes,
Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1996, y Laurence Engel, Le mépris du droit, París,
Hachette, 2000.
211 F. López Aguilar, «¿Hacen política los jueces?», en Claves de Razón Práctica,
cit., p. 10, y La justicia y sus problemas en la Constitución, Madrid, Tecnos, 1996,
especialmente pp. 231 y ss.
212 Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus,
2002, e Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de estructuras, incentivos
y resultados, cit., pp. 164-167.
213 Alain Minc, La borrachera democrática. El nuevo poder de la opinión pública,
Madrid, Temas de Hoy, 1995, pp. 93 y ss.
214 Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, sobre normas electorales, y ley
54/1978, de 4 de diciembre, de partidos políticos.
215 Leyes orgánicas 5/195, de 19 de junio, del régimen electoral general, y 8/2007,
de 4 de julio de 1987, sobre financiación de los partidos políticos. Emilio Pajares Montolío,
La financiación de las elecciones, Madrid, Congreso de los Diputados, 1988, y María
Holgado González, La financiación de los partidos políticos en España, Valencia, Tirant lo
blanch, 2003.
216 Vicente Sanjurjo Rivo, «Financiación de partidos políticos y transparencia:
crónica de una resistencia», en Estudios Penales y Criminológicos, n.º 37 (2018).
217 Ley orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos,
ley orgánica 5/2012, de 22 de octubre, de reforma de la ley orgánica 8/2007, de 4 de julio,
sobre financiación de los partidos políticos; y ley orgánica 3/2015, de 30 de marzo, de
control de la actividad económico-financiera de los partidos políticos, por la que se
modifican la ley orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos,
la ley orgánica 6/2002, de 27 de junio, de partidos políticos y la ley orgánica 2/1982, de 12
de mayo, del Tribunal de Cuentas. Gerardo Ruiz Rico, «El control sobre la financiación de
los partidos políticos: un desafío permanente para el legislador», en Teoría y realidad
constitucional, n.º 35 (2015), pp. 281-308; Óscar Sánchez Muñoz, «La insuficiente reforma
de la financiación de los partidos: la necesidad de un cambio de modelo», en Revista
Española de Derecho Constitucional, n.º 104 (2015), pp. 49-82; Luis Esteban Delgado
Rincón, «El control económico financiero de los partidos políticos por el Tribunal de
Cuentas», en Revista de Derecho Político, n.º 97 (2016), pp. 49-88, y Mercedes García-
Arán y Joan Botella (dir.), Responsabilidad jurídica y política de los partidos políticos,
Valencia, Tirant lo blanch, 2018.
218 Los informes elaborados por GRECO sobre nuestro país pueden verse en
https://www.coe.int/en/web/greco/evaluations#\'7b«22359946»:[]\'7d (consultado en 2018).
219 Thomas Hobbes, Leviatán. O la materia, forma y poder de un Estado
eclesiástico y civil, Madrid, Alianza Editorial, 2009, pp. 114-115.
220 La idea de la suspensión de la incredulidad procede del poeta y filósofo inglés
Samuel Taylor Coleridge (1772-1834). Fernando Vallespín, La mentira os hará libres.
Realidad y ficción en la democracia, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores,
2012, p. 32.
221 Obviamente, Morgan utiliza aquí el término gobierno como sinónimo de
sistema político. Edmund S. Morgan, La invención del pueblo. El surgimiento de la
soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, p. 13.
222 Crawford B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Madrid, Alianza
Editorial, 1981, pp. 15-16 (La edición original en inglés es de 1977).
223 Edmund S. Morgan, La invención del pueblo. El surgimiento de la soberanía
popular en Inglaterra y Estados Unidos, cit., pp. 13-14.
224 Óscar Sánchez Muñoz, «Los partidos y la desafección política: propuestas
desde el campo del Derecho Constitucional», en Teoría y realidad constitucional, n.º 35
(2015), pp. 413-436 (ahora p. 431).
225 Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa, El parlamento moderno. Importancia,
descrédito y cambio, Madrid, Iustel y Fundación Alonso Martín Escudero, pp. 96-118 (la
cita en p. 118).
CAPÍTULO 7
Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que la boca que pronuncia
las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las
leyes.
MONTESQUIEU
Del espíritu de las leyes
Libro XI, capítulo VI
Los modernos Estados de derecho se caracterizan no solo por el hecho de que los
poderes públicos están sujetos a las leyes sino también porque las leyes regulan, con una
creciente intensidad, las relaciones entre los particulares. Cuando, por ejemplo, entre otras
muchas actividades, compramos o vendemos, nos casamos o divorciamos, trabajamos o
estudiamos, alquilamos un piso o lo ponemos en arriendo, nuestras acciones tienen
trascendencia jurídica al estar legalmente reguladas, lo que significa, como es obvio, que
puede darse el caso de que tal regulación legal no sea respetada por cualquiera de los que
están obligados a cumplirla. De hecho, el nivel de desviación social —es decir, de
incumplimiento de las leyes por los particulares— constituye un trascendental indicador del
grado en que en una comunidad están en equilibrio justo y razonable dos valores básicos
para la convivencia: la seguridad y la libertad. En todo caso, y sea cual sea el nivel de
desviación social en un determinado grupo humano, lo cierto es que al inventar la ley —la
del Estado constitucional, es decir, aquella que para serlo de verdad debe aplicarse a todos
por igual—, las propias Constituciones crearon el instrumento que iba a encargarse de
controlar, corregir y, en su caso, sancionar la desviación: el poder judicial. Porque esa es, al
fin y al cabo, la importantísima e insustituible función de los jueces en el Estado de
derecho. Es a ellos a quienes compete resolver, siguiendo las previsiones de las normas
aplicables, las diferencias de intereses que inevitablemente existen entre los particulares
cuando su solución por mutuo acuerdo no es posible. Y es a ellos a los que corresponde, en
su caso, sancionar la violación de las leyes que el Estado ha establecido con la finalidad de
asegurar la libertad y la seguridad, tanto personal como jurídica, a la que todos tenemos
derecho al vivir en sociedad.
El judicial es, por tanto, según se ha señalado con acierto, el poder «de todos los
días, de todos los instantes»226 dado que ninguno interviene de la forma en que él lo hace
en la marcha de las relaciones sociales cotidianas. Será justamente el poder trascendental
que los jueces tienen conferido el que exigirá limitar la posibilidad de que sus titulares
puedan utilizarlo de un modo desviado, poniéndolo al servicio de otros fines diferentes al
de servir al derecho rectamente. La preocupación por alcanzar ese objetivo es de tal
importancia que de algún modo estaba ya presente en la obra del primer pensador que
individualizó, como tal, al judicial entre los tres poderes del Estado. En el capítulo más
célebre de su obra más notable (Del espíritu de las leyes) formuló Montesquieu para la
historia una de las teorías llamadas a tener más influencia en el futuro Estado constitucional
que estaba a punto de nacer: la de la división o separación de los poderes. Tras afirmar la
existencia de tan solo tres poderes («El de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones
públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares», es decir, el de
legislar, el de gobernar y el de juzgar), afirma Montesquieu que su separación es
indispensable para asegurar la libertad. Con esa intención atribuye el filósofo francés cada
uno de sus tres poderes a sujetos diferentes: el poder legislativo «al cuerpo de nobles y al
cuerpo que se escoja para representar al pueblo», el poder ejecutivo a un monarca y el
judicial a «personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita
por la ley, para formar un tribunal que solo dure el tiempo que la necesidad lo requiera». El
poder judicial no se adscribe, pues, a un sujeto político concreto por una razón que se
explica con suma claridad: «De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los
hombres, se hace invisible y nulo, al no estar ligado a un determinado estado o profesión»,
afirma Montesquieu, para añadir líneas después: «De los tres poderes de que hemos
hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo. No quedan más de dos que necesiten un
poder regulador para atemperarlos». El gran philosophe extrae finalmente las
consecuencias coherentes con la naturaleza de poder nulo, es decir, de no poder, de quienes
administran la justicia: «Los jueces de la nación no son más que la boca que pronuncia las
palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las
leyes»227. Y ello hasta el punto de que si aquellas resultasen severas en exceso, a quien en
su caso correspondería moderarlas sería al propio cuerpo legislativo y no a los jueces.
La garantía constitucional de la independencia judicial
«La bouche qui prononce les paroles de la loi»: leída hoy, la conclusión final de
Montesquieu apunta con toda claridad al carácter presuntamente mecánico del acto de
juzgar, concebido como la mera solución de un silogismo en el que la premisa mayor sería
el hecho que se somete a la consideración del juez y la menor la norma que aquel debería
aplicar para obtener la necesaria conclusión o, en otras palabras, su sentencia. Ciertamente
si juzgar fuera tal cosa, resultaría de todo punto innecesaria una garantía que el adecuado
ejercicio de la función jurisdiccional ha convertido, sin embargo, en resueltamente
imprescindible: la independencia judicial. Y es que si los jueces fueran, en la aplicación del
derecho, meros autómatas, no habría que protegerlos frente a las posibles presiones, de
cualquier naturaleza, que podrían recibir a la hora de juzgar. Resulta, sin embargo,
indiscutible que en su labor no se limitan los jueces a resolver mecánicamente un
silogismo. La mayoría de las normas pueden, en realidad, interpretarse, dentro de cierto
margen, de formas diferentes y resulta por ello inevitable que en ese acto de interpretación,
sin el que la aplicación del derecho es imposible, no influyan en mayor o menor grado las
ideas de los jueces, que son, claro, personas de este mundo, vinculadas por tanto a
ideologías, valores, intereses y prejuicios que, lógicamente, terminan influyendo en su
aplicación de la ley al caso objeto de litigio. Pero una cosa es la irremediable subjetividad
en la labor de interpretación y aplicación del derecho —que explica que para tratar de
corregirla exista todo un sistema de recursos—, y otra muy distinta que el juez realice su
importantísima labor siguiendo órdenes, instrucciones o consejos de personas, instituciones
o poderes, algo que perturbaría la recta administración de la justicia a la que debe aspirar
todo Estado de derecho. Esa y no otra es la razón por la que la mayoría de los textos
constitucionales, desde el triunfo de la revolución liberal, recogen la garantía esencial de la
independencia judicial, aunque no siempre con esa fórmula moderna, sino con la que al
principio le sirvió habitualmente de expresión: la inamovilidad de los jueces en sus
cargos228. La relación entre inamovilidad e independencia resulta, por lo demás, de una
meridiana claridad, pues nada hay que en mayor medida contribuya a la independencia de
los jueces respecto de cualquier poder público o privado que la imposibilidad de apartarlos
de forma arbitraria de los puestos que tienen legalmente atribuidos: arbitraria, es decir, sin
sujeción a la ley y en los casos tasados que ella fija. Pero la inamovilidad de los jueces, que
es, en todo caso, condición completamente necesaria para garantizar la independencia
judicial, no resulta suficiente.
Por eso, cuando nuestro legislador constituyente reguló el poder judicial del nuevo
Estado democrático fijó toda una serie de principios, de entre los cuales uno funciona como
motor de los demás: el sometimiento exclusivo de los jueces a la ley: «La justicia emana
del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del poder
judicial, independientes, inamovibles, responsables, y sometidos únicamente al imperio de
la ley», dispone nuestra ley fundamental. Así se asegura la legitimidad democrática del
poder judicial, pues la ley es siempre el fruto del poder legislativo nacional o regional y por
ello emanación directa de la voluntad del cuerpo electoral. El sometimiento de los jueces al
imperio de la ley tiene una consecuencia esencial en la configuración de su naturaleza
constitucional: la de que el judicial no es, en verdad, un auténtico poder. O no, cuando
menos, en el sentido en que lo son el legislativo y el ejecutivo, cuyo carácter de poderes de
verdad se deriva del hecho de que tanto uno como otro adoptan decisiones que expresan su
propia voluntad: el legislativo, legislando, y el ejecutivo, gobernando. ¿Resulta el poder del
juez equivalente? ¿Expresan los jueces decisiones emanadas de su propia voluntad? La
respuesta no puede ser más que negativa. El judicial es un poder políticamente neutralizado
por su sujeción al imperio de la ley, que lo anula de hecho como poder en el sentido estricto
de tal término, pues su función se reduce a la aplicación de una normativa que los jueces no
han elaborado. Por decirlo con las palabras de la propia norma constitucional, su función
resulta ser, nada más —¡y nada menos!— que la de ejercer la potestad jurisdiccional,
juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. Lo que no significa, como se ha apuntado ya, que
la aplicación del derecho llevada a cabo por los jueces sea puramente mecánica. Las cosas
no se producen de ese modo, pues los órganos del poder judicial realizan una labor
interpretadora de las normas que los convierte no solo en aplicadores, sino también, de
algún modo, en creadores del derecho, con las obvias diferencias, e inevitables peligros,
que ello lleva aparejado.
Tras sentar el principio del imperio de la ley nuestros constituyentes recurrieron a
instrumentos jurídicos de naturaleza diferente para apuntalar, en coherencia con él, una
efectiva independencia judicial. En primer lugar, al ya mencionado previamente: la
inamovilidad. La Constitución no se limita solo a expresar su concreto contenido («Los
jueces y magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino
por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley») sino que también prevé un
rígido sistema de incompatibilidades cuyo objeto consiste en asegurar que la independencia
sea algo más que un principio constitucional básico. Mientras se hallen en activo, los jueces
y magistrados, que deberán sujetarse además al régimen de incompatibilidades legalmente
previsto con la finalidad de asegurar su total independencia, no podrán desempeñar otros
cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos, estableciendo asimismo la
ley sus modalidades de asociación profesional. Este sistema se refuerza con el principio de
exclusividad, cuyas dos dimensiones están dirigidas a la consecución de un fin común.
Tanto en su expresión positiva («El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de
procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los
juzgados y tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y
procedimiento que las mismas establezca») como en su vertiente negativa («Los juzgados y
tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las que
expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho»), la
exclusividad, que impide a los jueces realizar cualquier función que no sea la estrictamente
judicial e impone que tal función sea realizada únicamente por los jueces, se traduce en una
doble garantía para los justiciables: porque trata de evitar toda contaminación extrajurídica
de los titulares de la función jurisdiccional al prohibirles el ejercicio de otras diferentes y
porque los encargados de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado solo podrán ser unos jueces
sujetos a todas las limitaciones que se están analizando.
A todas ellas deben añadirse otras dos más, que completan el estatuto funcional de
quienes aseguran, en última instancia, el cumplimiento de las leyes. En primer lugar están
los jueces limitados por su responsabilidad. A su gran importancia se refería ya a finales del
siglo XIX don Eugenio Montero Ríos, padre político de la primera ley orgánica del poder
judicial: «Sois inamovibles. Pero entendedlo bien, sois inamovibles en vuestro cargo,
porque sois responsables de vuestros actos», proclamaba en 1870 el gran jurista y político
español. La Constitución y la ley orgánica del poder judicial ahora vigente229 contemplan
esa responsabilidad judicial en los ámbitos penal, civil y disciplinario. La imparcialidad
constituye, por su parte, la consecuencia lógica de la independencia de los jueces y una
forma de evitar y/o prevenir que puedan violar las leyes que deben aplicar. La Constitución
de 1978 no se refiere expresamente a ella, pero parece claro que, además de explicar la
prohibición constitucionalmente establecida de que los jueces pertenezcan a partidos
políticos o sindicatos, la imparcialidad conforma el estatuto jurídico de los órganos
judiciales, según lo reconoció en su día el Tribunal Constitucional al proclamar «que el
derecho a un juez imparcial constituye una garantía que, aunque no se cita de forma expresa
en el artículo 24.2 de la Constitución, debe considerarse incluida entre [las de ese artículo]
ya que es un elemento organizativo indispensable en la administración de justicia de un
Estado de derecho»230. Como consecuencia igualmente de la necesidad de preservar la
imparcialidad, la ley orgánica del poder judicial establece que los jueces y magistrados
deberán abstenerse y, en su defecto, podrán ser recusados cuando concurra causa legal en
que justificar tal abstención o recusación.
¿Son todos los principios proclamados y las limitaciones que de ellos se derivan
suficientes para lograr el objetivo de una justicia independiente? A esta cuestión esencial
respondió en 1978 nuestro legislador constituyente con una negativa. Y por eso, para
completar su obra, con una buena fe que no cabe poner en entredicho, pero quizá con una
ingenuidad política de similares proporciones, decidió crear un órgano específico destinado
a asegurar la independencia de los jueces: el Consejo General del Poder Judicial.
Y con el Consejo General llegó el escándalo
Sí, con el Consejo General del Poder Judicial sucedió lo que en el título del
conocido filme de Minnelli231. El objetivo que al crearlo persiguió el constituyente era tan
razonable como obvio: fortalecer la separación de poderes y reforzar la independencia del
judicial privando al poder ejecutivo de las funciones que había venido desempeñando
durante el franquismo en la justicia. La nueva institución estatal, concebida
constitucionalmente como el órgano de gobierno del poder judicial, iba a tener, por tanto,
una importancia extraordinaria, pues al Consejo se le atribuían, entre otras, funciones en
materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario. Es decir, y siendo
claros, el Consejo estaba llamado a desempeñar un papel fundamental en todo lo relativo a
la organización y funcionamiento del poder judicial232, lo que, según resultaba previsible
desde el momento mismo de su creación, tendería a convertirlo en un preciado objeto de
deseo para quienes tuvieran la intención de influir en sus importantes decisiones. Pero el
Consejo, dada su configuración y sus funciones, pronto pasó a ser también una institución
fundamental para la carrera de los jueces y magistrados, quienes, por razones evidentes,
tratarán de establecer buenas relaciones con las diferentes asociaciones judiciales y
corrientes de opinión en torno a las que sus miembros se agrupaban, dado que de tenerlas o
no tenerlas pasarían a depender en no pequeña medida las expectativas profesionales de los
miembros de la judicatura.
El legislador constituyente no se limitó, en todo caso, a hacer del Consejo el centro
de las más importantes decisiones judiciales no jurisdiccionales —es decir, la institución
judicial de tipo corporativo de mayor relevancia del país—, sino que, en un acto que, visto
retrospectivamente, resulta incomprensible, dejó parcialmente abierta su forma de elección.
Lo explicaré con sencillez: además de su presidente, que lo es también del Tribunal
Supremo, y que elige el propio Consejo, este se compone de 20 miembros: 12 de ellos a
elegir entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales según dispusiera una ley
orgánica; cuatro más se elegirían a propuesta del Congreso, y los cuatro restantes a
propuesta del Senado, en ambos casos por mayoría de tres quintos, entre abogados y otros
juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio. Parece, pues,
bastante claro que la intención del constituyente era que de los 20 miembros del Consejo,
12 se eligieran corporativamente por los jueces y magistrados entre ellos mismos, y los
ocho restantes, entre juristas prestigiosos, por una mayoría cualificada de las Cortes
Generales.
Tal fue, de hecho, la interpretación que se hizo de la Constitución por la primera
norma que, en 1980, la desarrolló233. Pero, tras su llegada al poder en 1982, el Gobierno
socialista impulsó en 1985234 una polémica reforma que alteró radicalmente el sistema de
designación de consejeros al disponer que todos serían elegidos por las Cortes: 10 por los
tres quintos del Congreso (6 entre jueces y magistrados y 4 entre juristas de reconocida
competencia) y los 10 restantes por el Senado, con idéntica mayoría y sistema de reparto.
Aunque ello abrió una profunda polémica en el mundo político y en la esfera judicial, la
reforma fue considerada un año después por el Tribunal Constitucional no contraria a la
Constitución235. En todo caso, la falta de acuerdo provocó una profunda brecha entre los
partidos y las asociaciones judiciales. Una brecha de tal envergadura que un nuevo cambio
de mayoría parlamentaria trajo consigo la reforma de la reforma del procedimiento de
elección de los miembros del Consejo. Y así, en 2001236, se estableció una especie de
sistema mixto, que tratará de combinar, con mejor o peor fortuna, la propuesta corporativa
y la designación parlamentaria de los 12 miembros del Consejo a elegir entre jueces y
magistrados.
Los arduos enfrentamientos, parlamentarios y en cierto modo judiciales, derivados
del radical desacuerdo sobre la forma de elección del Consejo, no fueron, de todos modos,
y esto es lo relevante, más que la punta del iceberg, la parte visible del conflicto político
partidista en que ha vivido inmerso el órgano de gobierno de los jueces desde su mismo
nacimiento. ¿Por qué motivo? Francisco Sosa Wagner lo explica con una notable claridad,
poniendo el dedo en una llaga que conoce todo el mundo que tenga o haya tenido alguna
relación con el que es, sin duda, uno de los principales problemas del poder judicial en
España: «El busilis (o el quid) de tanto enredo y tanta diligencia partidaria se debía a que el
CGPJ —el pleno del mismo— ostentaría muchas atribuciones, pero entre ellas [...] la de
nombrar, ¡nada menos!, que a los presidentes de sala y magistrados del Tribunal Supremo,
así como a los presidentes de los tribunales superiores de justicia de las comunidades
autónomas, y “los demás cargos de designación discrecional”. Ítem más: designaría a los
miembros no electivos de las salas de gobierno del Tribunal Supremo, de la Audiencia
Nacional y de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas. Todo ello
en condiciones de discrecionalidad y en medio de la mayor opacidad, porque los vocales
del pleno juran o prometen guardar secreto sobre las deliberaciones o acuerdos (aunque
pueden emitir votos discrepantes)»237.
¿Cuál era la casi irresistible tentación que tal sistema suponía para los partidos que,
bien directamente, en las Cortes, bien indirectamente, a través de las asociaciones judiciales
vinculadas a ellos en mayor o menor grado, iban a participar en el nombramiento de los
miembros del Consejo? ¿Cuál el peligro que para la independencia judicial que el Consejo
debería asegurar nacía de esa tentación de las fuerzas políticas fácil de prever a poco que se
conozca la voracidad, ya referida, con que los partidos tratan de colonizar las instituciones
del Estado? La primera pregunta queda casi respondida en la formulación de la segunda: la
irresistible tentación partidista en relación con el Consejo no fue otra que la de hacerse con
él mediante el sistema que los italianos, buenos conocedores de esa práctica perversa,
denominan lottizzazione. Un procedimiento por virtud del cual los partidos se reparten los
puestos disponibles en una institución haciendo lotes proporcionales a la presencia
porcentual que a cada uno corresponde en el órgano que lleva a cabo la elección. No solo
eso: los partidos no apoyan a las personas que han de formar parte de una institución
teniendo en cuenta la trayectoria profesional y personal de los candidatos (sus méritos,
profesionalidad, rigor, seriedad, independencia de criterio) sino valorando de forma
primordial la cercanía a sus postulados políticos e ideológicos de los que indirectamente
van a designar.
Nos queda pendiente la respuesta a la segunda pregunta antes formulada, a saber, la
relativa a los riesgos que se derivan para la independencia judicial de esa práctica perversa.
La respuesta es evidente: la politización de la justicia, que ha sido una de las constantes de
la historia política española. Ese riesgo se deriva de dos motivos diferentes, aunque
íntimamente enlazados entre sí. Al primero alude Sosa Wagner con toda la razón al vincular
la citada politización con la existencia de numerosos «cargos judiciales a los que se llega
por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la
sustancia política». Así las cosas, «como es fácil imaginar, detrás de cada uno de esos
nombramientos, al haber personas concretas, hay inevitablemente pasiones, ambiciones,
anhelos y otros sentimientos —buenos unos, deplorables otros— propios del humano
proceder. La consecuencia es que en un sistema político como el que tenemos, que blasona
de haber sometido (desde 1978) a control toda la actividad de las administraciones sin dejar
resquicio alguno fuera de la mirada de Argos de los jueces, es lógico que cause extrañeza
—y aun estupor— el hecho de que el ascenso de un magistrado al cielo del Tribunal
Supremo —la culminación de una carrera— delimite un territorio exento en buena medida
de ese control, al calificarse tal promoción de discrecional»238.
El dominio partidista del proceso de designación de los miembros del Consejo
tiende a politizar el poder judicial, en todo caso, no solo por el hecho de que algunos
consejeros puedan quedar vinculados a una relación de cierta lealtad con sus
patrocinadores. Más allá de eso, la conversión del Consejo en una especie de parlamento
judicial y la tan lógica como legítima ambición de hacer carrera por parte de los jueces y
magistrados iba a traducirse en lo que en otro lugar he calificado como una politización en
cascada de la justicia. Porque quienes entraban en la carrera judicial sabían que la futura
promoción profesional de todos ellos podría llegar a depender de las decisiones de un
órgano que durante años ha tenido tanto o más en cuenta la futura lealtad de los nombrados
que su mérito y su capacidad239. Es tal anomalía la que explicará la predisposición de los
candidatos a ir tejiendo amistades políticas que facilitasen su futura promoción, relaciones
que en algunos casos podían acabar transformándose en amistades peligrosas para la
independencia con la que realizaban su función. Aunque la idea del legislador constituyente
—apartar al poder judicial del poder ejecutivo, es decir, de desgubernamentalizarlo para
despolitizarlo— era sin duda razonable y coherente con los principios de un Estado
democrático de derecho, lo cierto es que esas buenas intenciones no pudieron evitar que la
creación del Consejo del Poder Judicial facilitase en cierto modo lo contrario de lo que
perseguía.
Quien conozca la historia del Consejo sabe que las cosas sucedieron durante años
como acaba de apuntarse, lo que puso al fin en primer plano la decisiva cuestión de cómo
evitar la degeneración de su naturaleza y sus funciones. Es decir, la cuestión de cómo lograr
que el órgano de gobierno de los jueces respondiese de verdad a las expectativas que en él
pusieron los constituyentes como clave de arco de una efectiva independencia judicial.
Francisco Sosa Wagner ha analizado a ese respecto los pasos positivos que en el camino de
la progresiva reducción del margen de discrecionalidad del Consejo a la hora de llevar a
cabo nombramientos supuso, sobre todo a partir de 2005, la jurisprudencia del Tribunal
Supremo240. Una jurisprudencia tendente a asegurar que aquellos nombramientos se
ajustaran a los méritos y capacidad de los candidatos propuestos para cubrir las vacantes de
que en cada caso se tratase. Sin embargo, aún en 2011, dejaba el Tribunal Supremo en una
resolución clarísima constancia de la persistencia del problema: «Esta sala no puede dejar
de señalar que hoy es una realidad notoria que la administración de justicia es uno de los
servicios del Estado peor valorados y que amplios sectores sociales han manifestado su
preocupación por considerar que la profesionalidad no es el criterio prioritario que rige en
los nombramientos de los altos cargos judiciales decididos por el Consejo General del
Poder Judicial. Basta para comprobarlo con acudir a los medios de comunicación, en los
que con frecuencia aparecen noticias referidas a valoraciones o quejas de que en los
nombramientos prevalecen sobre todo las cuotas y pactos asociativos y la designación de
jueces o magistrados no asociados es un hecho muy excepcional (a pesar de constituir estos
un amplio contingente del escalafón judicial)».
¿Cómo, a la vista de esta descripción, igual de cruda que veraz, podemos
enfrentarnos a una situación que amenaza la confianza social en la imparcialidad de la
justicia, esencial para la existencia del Estado de derecho? La mejora urgente del sistema
judicial no exige solo, según veremos de inmediato, modificar el papel del Consejo como
garante de la independencia judicial, pero exige también imperiosamente asegurarla, para lo
que es necesario «que el juez —individualmente considerado— sea independiente. Y para
conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista
(mercantil, laboral, menores, contencioso...), carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas,
trabajo razonablemente valorado, sueldo digno, jubilación así mismo reglada. Dicho de otra
forma: un estatuto jurídico del juez regido en todo por el principio de legalidad, alejado de
componendas políticas y asociativas»241. Dado que sobre tal formulación existe un gran
consenso, la pregunta subsiguiente es de cajón: ¿qué hacemos, pues, con el Consejo
General del Poder Judicial? Porque parece claro que el sistema de autogobierno judicial a
través del Consejo ha dado un rendimiento institucional altamente discutible. Así lo
reconocía con meridiana claridad en el Congreso de los Diputados en 2001 el entonces
ministro de Justicia al defender la necesidad de modificar la forma de designación de los
vocales del Consejo: «Escuchen, señorías, lo que dicen los ciudadanos de la calle: que con
este sistema hay vocales del PP, vocales del PSOE, o vocales de este o aquel; que las
actuaciones de los vocales responden, en consecuencia, a los intereses de quienes les
promovieron, y que esta savia política irradia en toda la estructura jurisdiccional [...] Lo
malo de este clima —afirmaba el ministro desde la tribuna de oradores de la cámara— [...]
es que tales juicios [...] están teniendo una influencia determinante en los problemas de la
justicia, como símbolo máximo de desprestigio de los ciudadanos y, lo que es
probablemente peor, como elemento de deslegitimación de todo el poder del Estado [...]
Resulta fácil imaginar docenas de sistemas de elección que, obviando semejante imagen de
clientelismo, permitan elegir personas del máximo prestigio en la profesión»242.
Acontece, sin embargo, que el acuerdo sobre el tipo de cambios que habría que
introducir en el Consejo es muchísimo menor que el existente sobre los problemas que ha
venido provocando. Tanto, que su futuro se mantiene aún en el centro del debate sobre la
reforma de la justicia, aunque los elementos esenciales de aquel sean los que acaban de
citarse: la mejora del servicio público de la justicia y la efectiva independencia judicial. En
consecuencia no parece irrelevante la decisión que se adopte respecto al órgano de gobierno
de los jueces. Francisco Sosa apunta las dos alternativas que están en la mente de todos: o
bien mantener el Consejo «aun a sabiendas del carácter forzado de ese invento, una vez
afeitadas sus barbas de señor poderoso, si se le priva de la libertad para designar altos
cargos», o bien suprimirlo y confiar sus atribuciones al presidente del Supremo o
restituirlas al Ministerio de Justicia, «cuyas decisiones, como ha de actuar sometido al
principio de legalidad, siempre serán juzgadas en último término por los tribunales de lo
contencioso-administrativo»243. Ante la evidencia de que el Consejo no puede seguir como
hasta ahora, vistas las disfunciones que provoca aun después de haber visto muy reducida
su capacidad de decisión discrecional, la cuestión que se sitúa en primer plano es la de si su
reforma podría despolitizarlo hasta privarlo de esa naturaleza de parlamento judicial que
hoy lo define. Mi opinión es que no, que el Consejo ha estado partidistamente viciado
desde sus orígenes y que si, en cualquier situación, su papel político sería perturbador para
el servicio público de la justicia, lo es más aun cuando la justicia debe hacer frente al
gravísimo desafío de la lucha contra la corrupción vinculada o no a la financiación
partidista, desafío al que todo indica que tendremos que enfrentarnos no solo a corto sino
también a medio plazo. Por eso creo que, de las dos opciones posibles, la segunda, con
suscitar problemas, es la menos mala. Para decirlo de una vez: creo que cualquier reforma
constitucional que pudiese plantearse en España debería tener entre sus objetivos la
supresión del Consejo General del Poder Judicial, cuyas funciones y competencias deberían
ser repartidas entre el Tribunal Supremo y el Ministerio de Justicia. Ello, entre otras cosas,
ayudaría, por añadidura, a evitar la creación de órganos similares al Consejo General en las
Comunidades Autónomas, lo que ya intentó el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006
y frustró, con muy buen criterio jurídico, el Tribunal Constitucional en su sentencia de 28
de junio de 2010244. Y es que las perversiones provocadas por el Consejo General en
nuestro sistema judicial se multiplicarían de forma exponencial si el sistema de consejos
autonómicos llegase a generalizarse. ¡Solo pensarlo da pavor!
El servicio público fundamental de la justicia
RONALD L. WATTS
Comparing Federal Systems, 2008
Para argumentar debidamente que nuestro Estado autonómico es, de hecho, federal,
al margen de debates nominales que carecen de interés, debe recordarse un hecho que
suelen olvidar quienes niegan tal evidencia por falta de información o mera estrategia de
partido: la gran cantidad de realidades diferentes que se agrupan bajo la marca federal.
Federalismo «es un término que debe declinarse en plural: federalismos»324. Tan es así que
el Estado español presenta, desde hace años, una naturaleza claramente federal, aunque
nuestro federalismo sea a la postre tan diferente a los demás existentes en el mundo como
lo son estos entre sí325. El español reúne, ciertamente, los requisitos básicos que definen al
federalismo moderno, pese a haber nacido el nuestro por devolución o desagregación y no,
como ha acontecido en el federalismo clásico, por asociación o agregación. Se trata de lo
que en alguna ocasión he denominado un federalismo del revés326. La descentralización,
perseguida primero por el legislador constituyente y luego por los estatuyentes regionales,
acabó por grabar las señas de identidad del código genético de un sistema federal dominado
mucho más por la tendencia hacia el autogobierno que hacia el gobierno compartido,
elementos ambos en torno a los cuales, como ahora explicaré, se han vertebrado desde su
nacimiento las fórmulas de tipo federal.
En 1946 el rector del Exeter College de la Universidad de Oxford, Kenneth Clinton
Wheare, caracterizó al federalismo como la particular combinación de dos caracteres
complementarios: «El principio federal —escribía— consiste en dividir los poderes de
forma que el gobierno general y los gobiernos regionales estén cada uno, dentro de una
esfera, coordinados e independientes»327. Insistiendo en esa línea, que entiende el sistema
federal como el resultado de conjugar lo que es propio de los entes que se federan y lo que
tales entes tienen en común, Daniel J. Elazar, autor de una de las obras más importantes
publicadas sobre el tema en el último cuarto de siglo328, acuñaría una caracterización que
pronto se convirtió en la definición canónica de los sistemas federales: estos serían el
resultado de combinar autogobierno y gobierno compartido. En consecuencia, los
habitantes de un Estado federal están sujetos, en distinto grado, a dos sistemas de gobierno
diferentes. Y ello porque ese Estado, que se caracteriza, a la postre, por la existencia de un
sistema político que tiene entre sus objetivos hacer compatible la unidad y diversidad,
«implica la combinación de gobierno compartido para algunos fines y autogobierno
regional para otros en el marco de un sistema político único»329.
1. En plena coherencia con todo ello, el español es un Estado federal330, en primer
y principalísimo lugar, porque, junto al local, existen en nuestro país otros dos niveles de
poder político: el central y el autonómico. Su progresiva consolidación dio lugar a la
aparición, primero, y a la consolidación, después, de un complejo entramado de poderes
políticos e instituciones administrativas que muy pronto convirtió a las Comunidades
Autónomas en una especie de unidades territoriales paraestatales a escala reducida, salvada
siempre, como es obvio, la gran diferencia derivada de la ausencia de la soberanía, es decir,
del elemento definidor esencial del Estado nación contemporáneo. De este modo, y contra
el que parecía ser el proyecto originario del legislador constituyente —una España
asimétrica formada por regiones con una descentralización no solo cuantitativa sino
cualitativamente diferente—, los Acuerdos Autonómicos de 1981 garantizaron que todas las
Comunidades acabasen por tener la organización institucional característica de los entes
federados de un Estado federal: un parlamento elegido por sufragio universal, libre, igual,
directo y secreto; un presidente designado por el respectivo parlamento regional; y un
consejo de gobierno de naturaleza parlamentaria. A esos órganos acabarán añadiéndose,
además, los tribunales superiores de justicia, por más que estos no puedan situarse en las
mismas coordenadas constitucionales que parlamentos y gobiernos, pues el poder judicial,
organizado con arreglo al principio de unidad jurisdiccional, es único en el conjunto del
Estado.
La organización institucional propia desempeñó, lógicamente, un papel decisivo en
el asentamiento de la descentralización, pues el nuevo entramado de poderes condicionó la
aparición de una vida política autonómica cuya densidad acabaría estando en directa
relación no solo con el respectivo orden jurídico sino también con otras variables: el peso
económico, social y cultural de los distintos territorios; la peculiaridad de sus sistemas de
partidos; la capacidad de liderazgo de los presidentes regionales; o el protagonismo de
algunas Comunidades en la gobernación conjunta del Estado. Tras la consolidación de la
descentralización pasaron a existir en España, en suma, diecisiete Comunidades con una
vida política propia, cuyas claves (sistemas de partidos, agenda pública, tipos de gobierno,
pluralidad parlamentaria) no responderán a las determinantes de la política nacional, lo que
da una buena idea de hasta qué punto iba a llegar el proceso de federalización del Estado de
las autonomías. Recordemos un dato ya apuntado: entre 1980 y 2017 se celebraron en
España ¡163 elecciones autonómicas!
La creación del Estado autonómico se ha traducido, en suma, en un auténtico
régimen de multigovernance, en el que la democracia no solo se expresa a través de un
esquema de división vertical de los poderes, sino también de división horizontal. Existen en
España dieciocho parlamentos, dieciocho jefes de Gobierno, dieciocho ejecutivos con sus
aparatos administrativos respectivos y, en fin, un gran número de órganos inferiores de
control regionalizados (defensores del pueblo, consejos de cuentas, consejos consultivos,
etc.) que, expresión de un proceso de emulación estatal por parte de las Comunidades, han
hecho más poroso el mecanismo democrático331. Más poroso, sí, porque el éxito o el
fracaso de las fuerzas políticas que conforman los sistemas de partidos regionales depende
de la capacidad de dar respuesta a los intereses de los administrados y de su acierto a la
hora de recoger sus preocupaciones y demandas. Todo ello ha generado, al mismo tiempo,
por supuesto, problemas de naturaleza muy diversa, de entre los que destacan dos de un
modo sustancial: en primer lugar, el de la funcionalidad de un sistema de gestión política y
administrativa económicamente muy costoso; y, en segundo lugar, el generado por la
necesidad de establecer ágiles y eficientes mecanismos de coordinación interadministrativa
y de cooperación política interterritorial, realidad que es en España manifiestamente
mejorable.
2. El español se configura, en segundo lugar, como un Estado federal en la medida
en que ese régimen de multigovernance ha exigido una federalización de la distribución de
competencias entre el Estado y sus Comunidades. De hecho —más allá de las críticas que
pueda merecer el modo en que se ha concretado tal sistema y de las eventuales reformas
que cabría introducir en él para hacerlo más claro y funcional— su resultado, aunque
mejorable, es abiertamente federal. Abiertamente, sí, porque la actual realidad española es
la de un país en el que, junto a las estatales, existen competencias regionales, exclusivas o
compartidas, para realizar labores legislativas o ejecutivas sobre materias de enorme
trascendencia en las esferas política, económica, social y cultural. Entre ellas, lo que da una
idea cabal del grado de nuestra federalización, la ordenación de las instituciones de
autogobierno; la organización administrativa; la administración de justicia; el comercio, la
economía y las finanzas; la agricultura, la ganadería y la pesca; el urbanismo, la vivienda, la
ordenación del territorio y los transportes; la sanidad y la política social; el medio ambiente;
la educación y la cultura; la legislación civil, mercantil o laboral; la policía; o las relaciones
exteriores. Baste recordar, en tal sentido, que de todas las materias enumeradas en la
Constitución como presuntamente exclusivas del Estado muy pocas han acabado teniendo
estrictamente tal carácter.
¿Cuál ha acabado por ser la traducción de todo lo apuntado en términos
cuantitativamente ponderables? Sin duda, la mejor muestra reside en su impacto en la
distribución territorial de los gastos estatales, que ha experimentado un vuelco histórico.
Esa evolución era descrita en el proyecto de Presupuestos para el año 2005: según él, en
términos de contabilidad nacional, el gasto gestionado por la administración central
(excluida la Seguridad Social) suponía en 1982 el 53 % del total del gasto consolidado de
las administraciones, mientras que en 1996 caía hasta el 37 %, y se reducía al 24 % en
2003. Al tiempo, la proporción de recursos gestionados por las Comunidades y los entes
locales experimentó un incremento espectacular, desde el 14 % de 1982 hasta el 45 % de
2003, del cual un 32 % correspondía a las regiones332. Tratando de evitar los sesgos
derivados de las variaciones del ciclo económico333, Álvaro Nadal ha aportado datos
incontestables sobre la realidad federal de nuestra distribución del gasto público. La
desagregación por administraciones de ese gasto demostraría, según apunta Nadal con datos
de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que «España
es uno de los países más descentralizados del mundo». Así, en «el período 2003-2013,
España (34,5 % del gasto gestionado por la administración autonómica) se sitúa en niveles
similares a los de Suiza (36,3 %) y México (38,15 %). Solo Canadá (46 %) supera
significativamente a España en porcentaje del gasto público que gestionan sus regiones
(provincias). Y respecto a otros países de gran tradición federal como Bélgica (24,1%),
Estados Unidos (23,3 %), Alemania (22,6 %) o Austria (16,2 %), las Comunidades
Autónomas españolas gestionan más de vez y media los recursos que estos Estados
federados»334. Por último, y según el Informe sobre la clasificación funcional del gasto
público, del Ministerio de Hacienda y Función Pública, la distribución institucional del
gasto consolidado de las administraciones públicas en 2016, en porcentaje sobre el total del
gasto consolidado (sin incluir ayuda financiera), se distribuía según los siguientes
porcentajes: 19 % para el Estado, 9 % para los organismos de la administración central, 32
% para las Comunidades Autónomas, 11 % para las corporaciones locales y, en fin, 34 %
para los fondos de la Seguridad Social335.
En plena coherencia con ese nuevo reparto del gasto, la composición de la función
pública experimentará una paralela alteración. La relación entre personal estatal y
autonómico, que era en 1986, tres años después de cerrarse la fase estatuyente, de 903.000
frente a 720.000, se irá invirtiendo a medida que el proceso de transferencias se fue
consolidando. Ya a finales de la centuria, en 1999, correspondían a las regiones el 31 % de
los empleados públicos y el 41 % al Estado central. El cambio, extraordinariamente rápido,
sobre todo después de que en 2002 se produjera el traspaso de la sanidad a las diez
Comunidades que aún no la habían asumido, tuvo una clara traducción: en 2004 el 23 % del
total de empleados públicos correspondían a la administración central, el 49 % a las
Comunidades, el 24 % a la administración local y el 4 % a las universidades. Los datos de
2016, ya con pequeñas variaciones, confirmarán un reparto de la función pública que lleva
muchos años siendo típicamente federal: el 21 % de los empleados para la administración
central, el 51 % para las Comunidades, el 22 % para la administración local y el 6 % para
las universidades336.
3. España se ha configurado, en fin, como un Estado federal no solo por los cambios
estructurales derivados de la consolidación de un sistema de multigovernance. Esa gran
transformación no permitiría hablar de un sistema federal de no haberse fijado al propio
tiempo, tanto en la Constitución como en los Estatutos, los mecanismos para
garantizarla337. Tal garantía —que ampara obviamente los dos elementos que conforman
la autonomía: instituciones de autogobierno y sistema de distribución de competencias—
significa que el Estado central no puede alterarlos de forma unilateral, principio que
presenta una única excepción: la aplicación de la coacción federal en los términos que ya
han sido analizados. De este modo, el orden autonómico, como un orden federalizado,
queda asegurado, en primer término, por la rigidez de la Constitución, es decir, por la
exigencia para su reforma de un procedimiento más complejo y exigente que el dispuesto
para la reforma de las leyes ordinarias. La rigidez, que obstaculiza, entre otras
modificaciones, las que pudieran dirigirse a alterar las previsiones constitucionales en
materia de descentralización, resulta muy útil, por tanto, para dificultar cualquier intento de
las Cortes de reformarla con la finalidad de alterar, en beneficio del Estado central, la
estructura organizativa o competencial comunitaria. A esa garantía se añadirá en el proceso
estatuyente, y con idéntico sentido, la propia rigidez de los Estatutos, que tampoco pueden
ser reformados sin contar con la voluntad de la Comunidad afectada en cada caso según la
exprese su parlamento regional.
Como ocurre en la práctica totalidad de los Estados federales338, la protección de la
descentralización se completa en España con el establecimiento de un órgano que añade
una garantía de naturaleza jurisdiccional a las derivadas de la rigidez constitucional y
estatutaria: el Tribunal Constitucional. Y es que la rigidez no será efectiva, ni en el caso de
la Constitución ni en el de los Estatutos, sin la existencia de un órgano facultado para
controlar la constitucionalidad de las leyes estatales y regionales. La rigidez sin control de
constitucionalidad carece de cualquier eficacia, pues nada impide, allí donde no existe
control de la constitucionalidad, que la reforma se produzca a través de un procedimiento
implícito o, lo que es igual, de la aprobación de una ley que modifica de facto la
Constitución o los Estatutos y que pese a ser, por ello, inconstitucional, no puede ser
declarada como tal: de una ley que modifica su contenido sin alterar su letra, que cambia la
Constitución o los Estatutos sin reformarlos o, dicho de otro modo, sin seguir el
procedimiento constitucional o estatutariamente previsto a tal efecto339.
Adelantándose a esa posibilidad, la Constitución convirtió al Constitucional en una
institución federal indispensable al atribuirle facultades de notable trascendencia en el
mantenimiento del orden autonómico: entre ellas, la de resolver los conflictos de
competencia que pudieran plantearse entre el Estado y las regiones o los de estas entre sí y
la de controlar la constitucionalidad de las leyes y disposiciones normativas con fuerza de
ley, normas entre las que se encuentran los Estatutos, según dispone expresamente la ley
orgánica del Tribunal Constitucional. De hecho, en sus ya casi cuarenta años de existencia,
el Tribunal Constitucional ha realizado una función fundamental como órgano de vigilancia
de nuestro complejo sistema de garantías federales340. La atribución al Constitucional del
control de la constitucionalidad de las leyes y disposiciones con fuerza de ley se ha
traducido, pues, en el establecimiento de un sistema de control jurídico destinado a evitar
que cualquiera de las partes sobre las que se vertebra la división vertical de los poderes del
Estado (el Estado y las regiones) altere por su cuenta un orden territorial que la
introducción de los procedimientos de reforma estatutaria terminó convirtiendo en pieza
fundamental de todo ese denso mecanismo de garantías de nuestro Estado federal de las
autonomías.
A la vista de todo lo que he apuntado, no resulta extraño, en conclusión, que un
federólogo tan cualificado como Ronald L. Watts haya afirmado el indiscutible carácter
federal del Estado autonómico, que sería, según él, «una federación en todo, excepto en el
nombre, con 17 Comunidades Autónomas ostentando una habilitación constitucional para
desempeñar un notable grado de autogobierno. España —añade el autor, en la línea con lo
que hasta aquí he venido defendiendo— es ahora uno de los países más descentralizados de
Europa pero cuya regionalización política ha derivado menos de un mandato constitucional
y más de estrategias de partidos, de una competitividad y de la adopción de distintos
acuerdos dentro de un marco constitucional abierto»341. España es, en efecto, una
federación en todo, excepto en el nombre. Y ello por más que, según explicaré a
continuación, nuestro federalismo —que presenta, como todos, particularidades indudables
— se defina primordialmente por una que tiene poco que ver con las que se señalan de
forma general.
¿Cuál es la verdadera peculiaridad de nuestro sistema federal?
¿No resulta cuando menos llamativo, visto lo visto, que siga reclamándose en
España la construcción de un sistema federal? Llamativo, sí, pues de nada parece haber
servido el creciente acuerdo que sobre la naturaleza federal de nuestro Estado existe entre
los más importantes federólogos del mundo, que incluyen a España, con toda naturalidad,
dentro del grupo de los federalismos. Pese a ello, y constatado que ese acuerdo, diríamos
doctrinal, va también aquí ganando adeptos entre no pocos políticos342, resulta llamativo
que algunos se empeñen todavía en mantener abierta una polémica bastante peregrina, por
más que sea evidente para cualquier observador que tal empeño es sobre todo el resultado
de estrategias e intereses partidistas. Porque tanto los que reniegan del federalismo como un
mal del que deberíamos huir tal que si lo hiciéramos del fuego como los que lo sitúan como
un horizonte para resolver el llamado problema nacional parecen coincidir en negar la
evidencia de que nuestro Estado es ya federal desde hace mucho.
Ambos apoyan su negativa sobre todo en la ausencia de una cámara de
representación territorial, que consideran la gran peculiaridad del modelo autonómico
español. Como a ello habré de referirme con algún detenimiento en el epílogo, de momento
bastará con adelantar dos afirmaciones, una, sin duda, más sorprendente que la otra: la
primera, que el Senado diseñado por la Constitución es, como se afirma con frecuencia, una
institución disfuncional, aunque yo creo que sería más exacto calificarlo de puro disparate;
la segunda, que si la propuesta de convertir el Senado en «una auténtica cámara de
representación territorial» (repetida hasta la saciedad desde los primeros años ochenta)
parte del llamativo desconocimiento de que la casi totalidad de las segundas cámaras
existentes en el mundo federal no tienen tal carácter, la suposición de que con ello se
federalizaría el Estado y se sentarían las bases para resolver en España el aludido problema
nacional no es más que una mera ilusión de los sentidos. Hablemos claro: ni la ausencia de
un Senado territorial hace peculiar al Estado de las autonomías entre los de naturaleza
federal, hasta el punto de impedir incluirlo en ese grupo, ni hay razones de peso para
sostener que una cámara alta federalizada podría ser la clave para alcanzar, mediante una
mejora sustancial de la cooperación territorial —sin duda necesaria—, la integración de los
nacionalismos. Sobre todo ello volveré.
La tesis sobre las supuestas peculiaridades no federales del Estado de las
autonomías se ha extendido también a su sistema de distribución de competencias. Se dice,
y es verdad, que el previsto en la Constitución no solo hace necesario contar con
mecanismos eficaces de cooperación territorial sino que ha exigido una excesiva
intervención del Tribunal Constitucional para arbitrar los conflictos derivados de su
complejidad. Y se afirma, y también es cierto, que el reparto de poder entre Estado y
Comunidades se diferencia del más generalizado en los países federales (Estados Unidos,
Australia, Brasil, Austria o Alemania) cuyas Constituciones incluyen una lista única de
competencias (la de la federación), de modo que todo lo no asignado a aquella o prohibido
a los entes federados pertenece a estos últimos. En España, por el contrario, tenemos un
sistema de doble lista bastante peculiar: en primer lugar porque las competencias regionales
no serán las previstas en la Constitución, sino solo la parte de aquellas que cada Comunidad
decida atribuirse en su Estatuto343; y, además, porque, como consecuencia de ello, la
esfera de competencias estatales, salvo en los poquísimos casos en que son exclusivas de
verdad, acaba dependiendo, por eliminación, de las que las Comunidades opten por asumir,
bien cuando se constituyen, bien cuando deciden ampliarlas (o reducirlas) dentro del
amplio margen que para ello les otorga la ley fundamental344. Aunque tal diferencia
condiciona el funcionamiento del sistema autonómico, creando problemas que no existen o
existen en menor medida en otros Estados federales, tampoco reside aquí, a mi juicio, lo
que nos hace diferentes, por más que una racionalización del sistema de distribución de
competencias sea una tarea pendiente en el proceso de mejora de nuestro modelo federal.
Por tanto, ni el Senado, ni la deficiente cooperación interterritorial, ni las
particularidades del reparto competencial345. No son estos, a mi juicio, los rasgos que
definen la verdadera peculiaridad del federalismo español, ni lo son, en fin —y con ellos la
lista de los habitualmente citados se termina—, esos hipotéticos hechos diferenciales346
que estarían en el origen de una pretendida asimetría. A mi juicio solo uno de los que suelen
mencionarse la provoca: me refiero, por supuesto, a los regímenes especiales de
financiación, es decir, al concierto vasco, al convenio navarro y, en muchísima menor
medida, al régimen económico y fiscal de las Islas Canarias, nacido de su posición
ultraperiférica. Los otros supuestos hechos diferenciales no han tenido, a la postre, otra
consecuencia que la meramente competencial. Esa, y no otra, ha sido, por referirme solo a
los mencionados con más frecuencia347, la auténtica dimensión de las lenguas regionales,
que pueden ser cooficiales en sus respectivos territorios y sobre las que aquellos tienen,
lógicamente, competencias legislativas, ejecutivas y administrativas; de los derechos civiles
forales o especiales de ciertas regiones, que las habilita para legislar en la materia; y no
digamos ya de las policías autonómicas, que cualquier Comunidad puede constituir con tal
de que se atribuya tal competencia en su Estatuto. Por tanto, y con la única excepción que
acaba de citarse, los llamados hechos diferenciales no serían en ningún caso fuente de
asimetría (es decir, de una diferente posición constitucional de los territorios donde
aquellos se presentan) sino de una simple deshomogeneidad entre las Comunidades
españolas348, sin más impacto que el que afecta a la esfera competencial que corresponde a
cada una.
En realidad, nuestro verdadero hecho diferencial, la auténtica peculiaridad de
nuestro sistema federal —no jurídica, sino política y de notable trascendencia—, se deriva
de la existencia en España de poderosas fuerzas nacionalistas349. Fuerzas que, tras haber
conseguido, como consecuencia de su influencia en la gobernación nacional, una
privilegiada posición política para las Comunidades que han gobernado de forma casi
ininterrumpida, acabaron optando por romper la baraja del juego democrático e incluso del
respeto a la legalidad y por echarse al monte con lo que dieron en llamar el derecho a
decidir. Ese es el más relevante contraste entre nuestro federalismo y la mayor parte de los
existentes en el mundo. El elemento, en una palabra, que en mayor medida lo singulariza, y
que, por lo mismo, determina más que ningún otro los graves desafíos a los que hemos
tenido que enfrentarnos tras la deriva soberanista, primero del nacionalismo vasco y luego
del nacionalismo catalán. Sobre la base de proclamar el carácter nacional de sus respectivos
territorios, los partidos nacionalistas, que acabarán por contar con el apoyo de la nueva
izquierda populista surgida de la profunda alteración que a partir de 2014 experimentó
nuestro sistema de partidos, irían sustituyendo sus iniciales reivindicaciones a favor de la
permanente descentralización del Estado español por una impugnación de su existencia tal
y como aquel se conformó desde los inicios de la Edad Moderna.
La persistencia del denominado problema nacional —que ni ha sido ni es otro que el
nacido de la existencia en España desde finales del siglo XIX de fuerzas sociales y políticas
que reivindican una reacomodación constante de la estructura territorial del Estado—
complicó, primero, la gestión política del proceso descentralizador y, más tarde, el
funcionamiento del Estado. El impulso, la obsesión incluso, por adelgazarlo ha primado
sobre el mantenimiento de elementos económicos, políticos y culturales capaces de
asegurar su unidad y cohesión. La peculiaridad española no reside, como tantas veces se
sostiene, en que el nuestro sea un país plural —que lo es, sin duda alguna— sino en que,
por razones históricas en las que aquí no es posible detenerse350, y al contrario de lo
acontecido en otros Estados igualmente plurales y de formación mucho más tardía, como
Italia o Alemania, en algunos de nuestros territorios la pluralidad se ha construido
políticamente por partidos que tras exigir, primero, un cambio radical de la estructura
territorial del Estado, se han lanzado, una vez alcanzada, a la defensa de la confederación o,
directamente, de la secesión.
La España que se descentralizó a partir de lo previsto en la Constitución y asumió,
consecuentemente, los inevitables conflictos y costes de todo tipo (económicos, entre ellos)
que la descentralización traería consigo, con la razonable —y ahora sabemos que ingenua
— expectativa de que aquella, al dar satisfacción a las demandas políticas iniciales de los
nacionalistas, sentaría las bases para resolver el problema nacional, ha visto cómo poco a
poco se frustraba su objetivo. La verdad es que, desmintiendo esas previsiones, y para
sorpresa de muchos, las cosas acabaron aconteciendo justamente al revés. El problema
territorial, que los partidos nacionales creyeron poder resolver con la solución autonómica y
los privilegios concedidos a Cataluña y al País Vasco en la adicional 1.ª y transitoria 2.ª de
la Constitución351, pervivirá, pese a la creación del Estado autonómico que se suponía que
vendría a darle solución, y a la progresiva y rapidísima extensión de la descentralización.
Una pervivencia que, por añadidura, vendrá con el transcurso de los años a complicar más y
más la posibilidad de administrar de un modo cabal el Estado autonómico en su conjunto.
Será, de ese modo, como la permanente insatisfacción de las fuerzas nacionalistas —tanto
más incomprensible, pues CiU y PNV gobernaron durante todo el proceso de
alumbramiento, desarrollo y consolidación del sistema autonómico— dará lugar a que el
Estado haya vivido, sin tregua, en permanente descentralización, de forma que cada vez que
los nacionalistas han alcanzado la meta que se habían prefijado de antemano, han procedido
ya a fijar nuevas reclamaciones y exigencias. Los gobiernos nacionalistas —pues de eso se
ha tratado desde 1979 en Cataluña y el País Vasco— han mantenido un pulso constante con
el Estado, que ha forzado a imitarlos a los gobiernos autonómicos controlados por los
partidos nacionales, incapaces de frenar una dinámica en la que el agravio comparativo —
esa carrera de la liebre y la tortuga a la que en su momento se refirió el periodista y editor
Javier Pradera352— ha funcionado como la espoleta que producía el estallido de un nuevo
aluvión de reclamaciones para que el Estado cediera poder económico y político.
Pero la centralidad que han tenido los partidos nacionalistas en la determinación del
régimen político realmente existente en España desde el final de la Transición se derivó no
solo de la insaciable voracidad competencial en que vino a traducirse su tan creciente como
sorprendente desacuerdo con el modelo autonómico, sino también de una creciente
voluntad de superarlo mediante una estrategia claramente separatista. Esa y no otra fue la
finalidad del llamado Plan Ibarretxe y del proyecto de Estatuto aprobado por el parlamento
catalán en septiembre de 2005 y sería luego el objetivo del derecho a decidir que sirvió de
base al proceso secesionista impulsado por el nacionalismo catalán353.
La insaciable reivindicación de más y más cotas de poder por parte de los
nacionalistas significó que nuestro sistema constitucional de distribución de competencias
fue incapaz de poner freno a esa permanente carrera hacia el progresivo adelgazamiento del
Estado. Aquí se sitúa, a mi juicio, la segunda de las razones que permiten comprender la
influencia que han tenido los nacionalismos interiores en la peculiar evolución de nuestro
sistema federal. El legislador constituyente dispuso un sistema abierto de distribución de
competencias que pudo ser útil para iniciar la construcción del Estado de las autonomías.
Aquella apertura, origen de una notable flexibilidad, permitió que la descentralización se
adaptase inicialmente a las incertidumbres del proceso descentralizador y a sus cambios de
criterio, sobre todo tras el giro sustancial que supusieron, en 1981, los Acuerdos
Autonómicos. Lo cierto será, sin embargo, que aquel sistema abierto terminó por
convertirse en un factor claramente disfuncional para la cohesión del Estado de las
autonomías.
Pero, pese a los agujeros de un sistema de distribución competencial que quedaba
en manos de ¡17 sujetos diferentes!, aquel hubiera podido funcionar, mal que bien, sin
poner en cuestión la unidad y cohesión estatal, de no haber existido partidos nacionalistas
que desde muy pronto vieron en ellos el lugar idóneo en que colocar su munición,
demostrando de este modo estar dispuestos a comportarse con una abierta deslealtad
institucional. Ciertamente, ni la posibilidad de que las Comunidades pudieran acometer una
reforma estatutaria, ni las disparatadas previsiones de la Constitución sobre las leyes de
transferencia o delegación de competencias354, ni la amplísima potestad que el Tribunal
Constitucional ha tenido para favorecer el poder de las Comunidades a medida que
aumentaba su presión, hubieran dado el resultado jurídico y político que hoy está bien a la
vista de no haber existido fuerzas nacionalistas dispuestas a sacar todo el partido posible a
las fisuras de un sistema concebido desde el convencimiento de que el Estado autonómico
sería el mejor antídoto contra la tentación de utilizar el autogobierno de forma desleal.
Para completar el panorama que vengo describiendo es necesario, en fin, añadir una
tercera línea argumental: la influencia del sistema electoral en la dinámica de nuestro
sistema de partidos y los efectos que esta, a su vez, acabaría provocando sobre la potencial
capacidad de presión política e institucional de los nacionalistas. La conjunción de los
elementos ya estudiados de nuestro sistema electoral para el Congreso tuvo durante un
largo período de tiempo la traducción a la que ya se ha hecho referencia: el neto beneficio
que los partidos que ocupan la primera y la segunda posición en cada distrito electoral. Un
fenómeno que, al mismo tiempo que dificultó la aparición de un tercer partido nacional que
pudiera actuar como bisagra para facilitar que uno de los dos grandes pudiese gobernar con
su apoyo cuando careciese de mayoría absoluta en el Congreso, colocó objetivamente, en
tales coyunturas, a los dos grandes partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña (PNV y
CiU) en la posición de partidos indispensables para la gobernabilidad. Como también se ha
dicho ya, CiU y el PNV concentraban sus votos en unas pocas circunscripciones (cuatro en
cada caso) en las que solían alcanzar la primera o la segunda posición, lo que los favorecía
por idénticos motivos que a los dos grandes partidos nacionales en los restantes distritos del
país.
Esa característica de nuestro sistema de partidos llevó a los nacionalistas a plantear
su relación con el Gobierno nacional de un modo que es fácil enunciar: gobernabilidad
nacional a cambio de poder regional. La conclusión final del análisis precedente parece
fácil de obtener: durante todo el tiempo transcurrido entre la puesta en marcha del sistema
autonómico y el cambio político de 2014 los tres elementos apuntados (partidos
nacionalistas, sistema electoral y apertura del sistema de distribución de competencias)
fueron encadenándose, es cierto que con diferente intensidad según las épocas, para
generar, en sentido literal, un auténtico círculo vicioso. Primero, el sistema electoral
dificultó desde sus orígenes la aparición de bisagras estatales y puso en manos de los
partidos nacionalistas, en las legislaturas sin mayoría absoluta, la gobernabilidad de España.
Segundo, los partidos nacionalistas utilizaron su posición privilegiada para obtener más
cuotas de poder para sus respectivos territorios. Tercero, cerrando el círculo, ese juego de
intercambio (poder por gobernabilidad) vino posibilitado por la apertura de la distribución
de competencias, en constante revisión: a través de la doctrina del Tribunal Constitucional,
de las reformas estatutarias y de las leyes de transferencia y delegación de competencias.
Cabría concluir que un sistema federal con partidos nacionalistas constituye una
fuente segura de problemas y también, sin duda, un sistema federal con un régimen de
distribución de competencias muy abierto. Pero la suma de ambos elementos equivale a
echar gasolina sobre el fuego. Esa explosiva conjunción iba a verse potenciada, por lo
demás, por un fenómeno general observable en el federalismo comparado: el claro
contraste entre la dinámica centrípeta de los federalismos por agregación y la centrífuga de
los federalismos descentralizadores. El sistema federal nació como un conjunto de técnicas
y principios constitucionales y políticos destinados a crear Estados nacionales, desde la
pluralidad derivada de una situación imperial o colonial, con el fin de conservar parte de la
anterior diversidad. No es casual, por eso, que casi todos los grandes Estados federales
fueran colonias antes de su constitución (Estados Unidos, Australia, Canadá, India, México,
Argentina, Sudán, Brasil, Sudáfrica, Venezuela) o Estados nacidos de territorios
caracterizados por una particular situación de vinculación territorial, que no era en sentido
estricto la del Estado nación: Alemania, Austria, Suiza, Rusia o Bosnia-Herzegovina. En
ese contexto, Bélgica355 (que, desde su independencia de los Países Bajos, en 1830, se
consolida como un Estado unitario y centralizado) y sobre todo España (uno de los Estados
unificados más antiguos de Europa) constituyen la excepción a la regla general. No es, por
eso, casual que Bélgica y España356 hayan sido dos naciones dominadas desde los inicios
de sus respectivos procesos de descentralización por fuertes tendencias centrífugas,
comunes, por lo demás, en varios de los sistemas de federalismo por devolución, en los que
«los representantes políticos de las nuevas instituciones descentralizadas no han ejercido
una especial presión para obtener un papel efectivo en la política nacional porque han
estado mucho más preocupados en realidad en acrecentar constantemente sus ámbitos
competenciales. Dicho en otras palabras, de los dos aspectos del principio federal, el
autogobierno (self-rule) y el gobierno compartido (shared-rule) han privilegiado el primero
de esos aspectos en detrimento del segundo»357.
El funcionamiento real de cada Estado federal depende de factores netamente
políticos, entre los cuales la existencia de una cultura federal, de un sistema de partidos que
asegure el funcionamiento del sistema en su conjunto y de la lealtad federal de los
responsables de las instituciones centrales y de los de las entidades federadas, desempeña
un papel decisivo. Lo que la historia enseña hasta el presente es que las técnicas y
principios federales no se han dirigido a destruir Estados, aunque ciertamente podrían haber
producido esos efectos, lo que resulta posible en teoría, como es fácil de entender, dado que
una descentralización sin límites y una centrifugación constante acabarían por hacer
desaparecer, antes o después, cualquier Estado del planeta. Y no han tenido tal finalidad por
una sencillísima razón: porque los sistemas federales los han consolidado sociedades y
partidos que, más allá de sus diferencias, tenían como objetivo primordial la construcción
de un Estado nación y no su destrucción. En los procesos de construcción de la mayoría de
los Estados federales el único nacionalismo significativo ha sido el del Estado nación que
pretendía construirse y no los de los territorios que iban a formar parte de él, lo que no
significó, por supuesto, que todos los partidos y los sectores de la sociedad estuvieran de
acuerdo sobre el grado de centralización, según lo demuestra palpablemente la experiencia
americana358. La de nuestro país, tras un primer período en que el modelo autonómico
parecía haberse encauzado hacia una paz federal que podría haber contribuido a la
definitiva consolidación de esa «patria común e indivisible de todos los españoles» de la
que habla el artículo 2.º de la Constitución, ha acabado volviendo por sus fueros —los del
brevísimo período de la Primera República y el poco más extenso de la Segunda—359, lo
que ha estado en el origen de una paradoja tan trágica como difícil de creer: que uno de los
Estados más descentralizados del planeta lleve años enfrentándose a crisis secesionistas que
se han ido agravando a medida que el Estado de todos se achicaba más y más.
Derecho de autodeterminación y pervivencia del Estado
El supuesto derecho que, según los nacionalistas, tendrían el País Vasco, Galicia o
Cataluña a decidir sobre su futuro como pueblo y a determinar, en consecuencia, la relación
que desearían mantener con el Estado del que desde hace centurias forman parte se ha
teorizado a partir de la afirmación del hipotético carácter plurinacional de España y de la no
menos hipotética naturaleza nacional de tales territorios. Es ese un camino que, sin
embargo, no conduce a parte alguna. Escribía el gran historiador británico Eric Hobsbawm
ya hace años que el problema de las naciones «es que no hay forma de decirle al observador
cómo se distingue una nación de otras entidades a priori, del mismo modo que podemos
decirle cómo se reconoce un pájaro, o cómo se distingue un ratón de un lagarto. Observar
naciones resultaría sencillo si pudiera ser como observar a los pájaros»360. ¿Cómo
dudarlo? Ciertamente, la afirmación o negación de la naturaleza nacional de un territorio no
estatal depende solo del punto de vista que adopte el que la afirma o el que la niega. Nadie
duda de que Francia, Italia o Alemania son naciones por una sencillísima razón: porque
toda la comunidad internacional les reconoce esa condición, lo que provoca que su
consideración como naciones que son la base de un Estado se convierta en un hecho
objetivo difícilmente discutible sin caer en el ridículo. Pues bien: al igual que Francia, Italia
o Alemania, España es una nación porque así es reconocida como tal en todo el mundo y
porque, como otras muchas, entre ellas las tres ahora citadas, pertenece a organizaciones
inter o supranacionales (ONU, OTAN o UE) en tanto que Estado nacional, es decir, en tanto
que Estado construido sobre la base de la comunidad nacional que le sirve de soporte.
Y ello más allá de su historia, su lengua común o su cultura compartida, sobre las
que cabe hacer —sobre las que, de hecho, se vienen haciendo por los nacionalismos
periféricos desde hace muchos años— todo tipo de jerigonzas. ¿Puede decirse lo mismo,
por ejemplo, de Córcega, Baviera, la Padania o Cataluña? ¿Son naciones por el simple
hecho de que así lo sostengan los diferentes movimientos nacionalistas que existen allí hoy
o han existido en el pasado? La respuesta afirmativa a esas preguntas es todo menos
evidente. Y no lo es porque, de hecho, la mera enumeración del amplísimo listado de
movimientos políticos existentes en Europa que defienden en la actualidad el derecho a
decidir de sus regiones respectivas pone de relieve una circunstancia muy perturbadora a
poco que se reflexione sobre ella. Esos movimientos regionalistas o nacionalistas, que
adoptan distintas formas y defienden diferentes reivindicaciones (desde la independencia
hasta la autonomía regional pasando por la confederación), están presentes al menos en 22
Estados nacionales: en Albania, Alemania, Bélgica, Bosnia-Herzegovina, Croacia,
Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Italia, Macedonia, Moldavia, Montenegro, Países
Bajos, Polonia, Portugal, Reino Unido, República Checa, Rumanía, Rusia, Serbia y Suecia.
El hecho de que en bastantes de ellos, incluso en los de tipo federal361, existan además
diferentes reivindicaciones nacionalitarias, que afectan a más de un territorio por Estado,
supone algo evidente: que el eventual reconocimiento de un hipotético derecho a decidir en
todos ellos podría convertir a nuestro continente en un conjunto de reinos o repúblicas de
taifas absolutamente delirante.
La Europa que hemos ido construyendo desde el último tercio del siglo XIX por
agregación de territorios soberanos (recordemos la unificación alemana o italiana) en un
proceso que ha sufrido, es verdad, importantes pasos hacia atrás —sobre todo tras el final
de la Primera Guerra Mundial y, siete décadas después, tras la caída del muro de Berlín y la
quiebra de algunos Estados socialistas362— se convertiría, de aceptarse todas o la mayor
parte de las reivindicaciones nacionalistas, en un macizo de mini-Estados que haría a la
Unión Europea no solo absolutamente ingobernable sino decididamente inútil. Por decirlo
con las sabias palabras de Ernest Gellner, quien argumenta por elevación de Europa al
mundo entero: «En la tierra hay gran cantidad de naciones potenciales. Del mismo modo,
nuestro planeta no puede albergar más que un número limitado de unidades políticas
autónomas e independientes. Cualquier cálculo sensato arrojaría probablemente un número
de aquellas (de naciones en potencia) muchísimo mayor que el de Estados factibles que
pudiera haber. Si este razonamiento o cálculo es correcto, no todos los nacionalismos
pueden verse realizados en todos los casos y al mismo tiempo. La realización de unos
significa la frustración de otros»363.
Tan innegable realidad no parece afectar sin embargo en absoluto a los partidos o
movimientos portadores de reivindicaciones independentistas, que, observándose nada más
su propio ombligo, aspiran a la secesión con júbilo similar al demostrado por el municipio
de Jumilla durante la Primera República española, cuando, en un acto de desvarío territorial
inenarrable, las flamantes autoridades del cantón allí creado expresaron un benéfico deseo:
¡«Estar en paz con las naciones extranjeras y, sobre todo, con la nación murciana»!
¿Alguien da más? Ha sido al servicio de la aludida reivindicación secesionista que el
nacionalismo vasco, primero, y el catalán, con posterioridad, han teorizado un supuesto
derecho a decidir que no es otro que el de los pueblos a la autodeterminación, derecho este
último que, considerado en sus términos precisos, no podrían reivindicar —de ahí
probablemente el cambio de denominación— ni uno ni otro territorio ni, por supuesto,
ninguno de aquellos donde existen movimientos nacionalistas (Galicia o las Islas Baleares,
por ejemplo) que de él también se han hecho portadores. Y es que, sea o no sea una nación
cualquiera de las diferentes Comunidades Autónomas que acabo de citar —proposición
que, como he apuntado ya, depende solo de criterios ideológicos por su propia naturaleza
discutibles—, lo que parece obvio es que ninguna de ellas constituye un territorio sujeto a
dominio colonial.
¿O es que son el País Vasco o Cataluña (o Galicia o las Islas Baleares) colonias del
Estado español? No cabe argumentar con seriedad tal disparate. De lo que se deduce una
evidente conclusión: que, no siéndolo, resulta imposible reclamar el ejercicio de un
derecho, el de autodeterminación, concebido en los instrumentos jurídicos internacionales
en los que ha sido formulado como el que tienen los pueblos sometidos al yugo colonial a
ser consultados sobre su voluntad de dependencia o libertad. De este modo, cuando, muy
tempranamente, el presidente norteamericano Woodrow Wilson formuló sus Catorce Puntos
de 1918, incluyó uno, el 5.º, en el que se proclamaba el «reajuste de las reclamaciones
coloniales, de tal manera que los intereses de los pueblos merezcan igual consideración que
las aspiraciones de los gobiernos, cuyo fundamento habrá de ser determinado, es decir, el
derecho a la autodeterminación de los pueblos». Fue después la ONU la que, en diferentes
resoluciones, proclamó ese derecho364, que aparecerá vinculado en todas ellas a
situaciones políticas de dominio colonial365. Así, en la Resolución 1514, de 14 de
diciembre de 1960, sobre concesión de independencia a los países y pueblos coloniales, se
disponía que «la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación
extranjeras constituye una negación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a
la Carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y de la cooperación
mundiales» (punto 1). Un principio al que se engarzará otro a la luz del cual el que acabo
de citar debe ser interpretado: que «todo intento encaminado a quebrantar total o
parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los
propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas» (punto 6). Un día después de la
aprobación de la Resolución 1514, adoptó Naciones Unidas otra, la 1541, que contemplaba
tres posibilidades para hacer efectiva la autodeterminación de territorios coloniales: que
aquellos pasasen a configurarse como Estados soberanos e independientes, a asociarse
libremente a un Estado independiente o a integrarse, con idéntica libertad, en uno de ellos.
Al año siguiente de la adopción de ambos documentos, volvió la ONU a ocuparse
de un problema que tenía entonces una importancia política central en las relaciones
internacionales —la Resolución 1654, de 27 de noviembre de 1961, que procederá a
establecer un comité especial de descolonización366—, y volvió a hacerlo una década
después, en la Resolución 2625, de 24 de octubre de 1970. En esa Declaración relativa a
los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la
cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas,
reiterará la Asamblea General un principio ya afirmado previamente: que «ninguna de las
disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o
fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la
integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de
conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los
pueblos antes descritos, y estén, por tanto, dotados de un gobierno que representa a la
totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o
color», de modo que «todo Estado se abstendrá de cualquier acción dirigida al
quebrantamiento parcial o total de la unidad nacional e integridad territorial de cualquier
otro Estado o país»367.
Aceptada, pues, la obviedad de que ninguna de las Comunidades españolas es una
colonia, la pregunta parece de cajón: ¿existe base jurídica en los documentos
internacionales relativos a la autodeterminación de los pueblos para sostener las
pretensiones secesionistas sobre el ejercicio de eso que han dado en denominar derecho a
decidir? La respuesta no ofrece duda alguna: en absoluto. Muy lejos de ello, lo que con
toda claridad se deriva de las resoluciones mencionadas es una taxativa prohibición para
que las instituciones de cualquiera de las regiones españolas inicien acciones que pudieran
perseguir, en palabras de la Resolución 2625, «quebrantar o menospreciar, total o
parcialmente, la unidad nacional y la integridad territorial de un Estado soberano e
independiente» que, como acontece en el caso de España, «se conduce con toda claridad de
conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los
pueblos» (en el sentido en el que se refiere a tal principio el Pacto de Derechos Civiles y
Políticos) y que «está dotado de un gobierno que representa a la totalidad del pueblo
perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color».
La evidencia palmaria de que las pretensiones del secesionismo carecen del más
mínimo fundamento al no poder arrogarse, bajo la fórmula de un inexistente derecho a
decidir, el ejercicio del derecho a la autodeterminación que diversas resoluciones de
Naciones Unidas reconocen a los pueblos sometidos a dominio colonial debe, en todo caso,
combinarse con la no menos obvia interpretación que, según se ha visto ya, ha realizado
reiteradamente el Tribunal Constitucional de los principios contenidos al respecto en la
Constitución. Y de forma sobresaliente, claro está, del que proclama que la soberanía
nacional reside en el pueblo español y del que dispone la indisoluble unidad de la nación
española, patria común e indivisible de todos los españoles368. Ambos principios, unidos a
otros, como el que otorga al Estado la competencia exclusiva para autorizar la convocatoria
de consultas populares por vía de referéndum369, convierten las reivindicaciones
secesionistas del nacionalismo vasco o del catalán no solo en radicalmente
inconstitucionales, sino que eliminan de raíz cualquier base jurídica sobre la que sostener la
demanda de que el pueblo de cualquier región o nacionalidad española sea consultado, a
través de un referéndum, sobre su voluntad de separarse de España370. Cuando esa
demanda, rompiendo los más elementales principios de lealtad institucional y respeto al
orden democrático, acaba sirviendo de disculpa para la organización de una auténtica
secesión política, dirigida desde las instituciones que tienen la obligación de cumplir y
hacer cumplir la ley —y eso es exactamente lo sucedido en Cataluña entre finales de 2017 y
principios de 2018—, se rompen todos los diques que hacen posible el normal
funcionamiento del Estado constitucional, que es, antes que nada y por encima de todo, un
Estado de derecho. Lo expresaré, ya para terminar, con las palabras que un día utilizó
Manuel Azaña, personaje histórico, por lo demás, nada sospechoso de no entender o no
querer resolver el ya entonces denominado problema catalán371: «Somos demócratas, y
por serlo, tenemos una regla segura: la ley. ¡La ley! La ley tiene dos caras. Por una parte es
una norma obligatoria para todos los ciudadanos; pero es también un instrumento de
gobierno, y se gobierna con la ley, con el Parlamento, y una democracia se disciplina
mediante la ley, que el Gobierno aplica bajo su responsabilidad. No se puede gobernar una
democracia de otra manera»372. No está de más volver a recordarlo cuando parecen ser
tantos los que creen que sí se puede y sí se debe.
321 He analizado ese proceso en mi libro El laberinto territorial español. Del
Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 186-
204.
322 Ernest Gellner, Naciones y nacionalismos, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp.
13-14 y 19.
323 Ibidem, p. 80.
324 Tania Groppi, Il Federalismo, Bari, Editora Laterza, 2004, p. 11.
325 He estudiado esa gran variedad en mi libro Los rostros del federalismo, Madrid,
Alianza Editorial, 2012.
326 En mi libro Nacionalidades históricas y regiones sin historia. A propósito de la
obsesión ruritana, Madrid, Alianza Editorial, 2005, p. 83.
327 K. C. Wheare, Federal Government, Oxford University Press, 4.ª edición, 1963,
p. 11.
328 Daniel J. Elazar, Exploración del federalismo, Madrid, Hacer, 1990, p. 32. La
edición original en inglés, Exploring Federalism, fue publicada por The University of
Alabama Press en 1987.
329 Ronald L. Watts, Sistemas federales comparados, Madrid, Marcial Pons, 2006,
p. 89.
330 En la misma línea, Eliseo Aja, El Estado autonómico. Federalismo y hechos
diferenciales, Madrid, Alianza Editorial, 2.ª edición, 2003.
331 José Tudela, Mario Kölling y Fernando Reviriego (coords.), Calidad
democrática y organización territorial, Madrid, Marcial Pons, 2018.
332 Proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2005 (libro amarillo,
capítulo VII: Financiación de los entes territoriales), pp. 178-179. Esa tendencia se
mantendría en el tiempo, con pequeñas variaciones: 2007 (22 % administración central:
AC; 36 % Comunidades Autónomas: CCAA; 14 % corporaciones locales: CL; y 28 %
Seguridad Social: SS), 2008 (21 % AC; 36 % CCAA; 14 % CL y 29 % SS), 2009 (21 %
AC; 36 % CCAA; 14 % CL y 29 % SS), 2010 (21 % AC; 35 % CCAA; 13 % CL y 31 %
SS) y 2011 (22 % AC; 34 % CCAA; 12 % CL y 32 % SS). Los datos, procedentes de la
Intervención General de la Administración del Estado, pueden consultarse en Avance de la
actuación económica y financiera de las Administraciones Públicas 2011, p. 48 y cuadro
III.3 (Distribución sectorial de los empleos no financieros de las Administraciones
Públicas). El citado informe está disponible en http://www.igae.pap.meh.es (consultado en
2018).
333 «En situaciones de crisis económica, el gasto en prestaciones por desempleo o
en intereses de la deuda aumenta sustancialmente, incrementando así el porcentaje de gasto
público gestionado por el Estado central en detrimento del resto de Administraciones. En
concreto, en España en 2013 las Comunidades Autónomas gestionaban el 31,8 % del gasto
público total, mientras que en 2007 se encargaban del 36 %». Álvaro María Nadal Belda,
«El tamaño de las administraciones públicas. La composición del gasto público», en Nueva
revista de Política, Cultura y Arte, 29 de octubre de 2015.
334 Álvaro María Nadal Belda, «El tamaño de las administraciones públicas. La
composición del gasto público», cit.
335 Informe sobre la clasificación funcional del gasto público. Análisis por grupos
de función. 2012-2016, p. 6, en http://www.igae.pap.minhafp.gob.es/sitios/igae/es-
ES/ContabilidadNacional/infadmPublicas/Documents/AAPP_A/Funcional
%20AAPP_2012_2016.pdf (consultado en 2018).
336 Resulta interesante destacar que la mayor parte de ese casi 21 % de empleados
de la administración central se reparten en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado
(5,6 %) y las fuerzas armadas (4,8 %), de modo que tan solo el 8,3 % son empleados de la
administración general del Estado. Todos los datos proceden del registro de personal al
servicio de las administraciones públicas del Ministerio de Hacienda y Función Pública.
337 Eliseo Aja, El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, cit., pp.
97-102.
338 Me he referido a ello en Los rostros del federalismo, cit., pp. 184-193.
339 Véase mi libro La Constitución de 1978, Madrid, Alianza Editorial, 2.ª edición,
2011, pp. 317-319.
340 Lo he analizado en mi trabajo «La política y el derecho: veinte años de justicia
constitucional y democracia en España. Apuntes para un balance», en Teoría y Realidad
Constitucional, n.º 4 (1999), pp. 241-272.
341 Ronald L. Watts, Sistemas federales comparados, cit., p. 130.
342 Por ejemplo, Miquel Roca, uno de los siete padres de la Constitución, quien en
una entrevista concedida con motivo de la celebración del 35 aniversario de la Constitución
sostenía: «Alguien me tiene que explicar las diferencias entre el Estado federal y el
autonómico. Yo no las sé. El Estado autonómico, en la práctica, tiene muchísima similitud,
muchísima, con un Estado federal», en El País, de 2 de diciembre de 2013.
343 Santiago Muñoz Machado, Informe sobre España. Repensar el Estado o
destruirlo, Barcelona, Crítica, 2012, p. 34.
344 Para entender la trascendencia de este sistema abierto de reparto de
competencias y sus problemas debe verse Informe del Consejo de Estado sobre la reforma
constitucional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006. Y también
Francisco Rubio Llorente, «Sobre la conveniencia de terminar la Constitución antes de
acometer su reforma» y «Sobre la posibilidad de reformar la Constitución y la conveniencia
de hacerlo», ambos en La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, Madrid, Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales, 2012, vol. II, pp. 817-824 y 825-834.
345 Imprescindible el brillante análisis de Eva Sáenz Royo, Desmontando mitos
sobre el Estado autonómico, Madrid, Marcial Pons, 2014.
346 Juan Fernando López Aguilar, Estado autonómico y hechos diferenciales,
Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1988.
347 Eliseo Aja, El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, cit., pp.
185-190.
348 He intentado distinguir con claridad tres realidades que frecuentemente se
confunden (diversidad, deshomogeneidad y asimetría) en mi libro Los rostros del
federalismo, cit., pp. 219-238.
349 Tal es la situación de Bélgica desde los años noventa y la de Quebec en Canadá.
Me he referido a ello en Los rostros del federalismo, pp. 329-353.
350 José Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX,
Madrid, Taurus, 2001.
351 La adicional primera determinaba que «la Constitución ampara y respeta los
derechos históricos de los territorios forales» y que «la actualización general de dicho
régimen foral se llevará a cabo, en su caso, en el marco de la Constitución y de los
Estatutos de Autonomía». La transitoria segunda preveía un proceso de acceso privilegiado
a la autonomía para los territorios «que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente
proyectos de Estatuto de autonomía y cuenten, al tiempo de promulgarse esta Constitución,
con regímenes provisionales de autonomía», perífrasis con la que se hacía referencia a
Cataluña y al País Vasco, aunque, inevitablemente, benefició también a Galicia. Lo he
explicado en mi libro La Constitución de 1978, cit., pp. 228-234.
352 Javier Pradera, «La liebre y la tortuga. Política y administración en el Estado de
las autonomías», en Claves de Razón Práctica, n.º 38 (1993), pp. 24-33.
353 He reconstruido con gran detalle todos esos desafíos en mi libro El laberinto
territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, cit., pp. 264 y ss.
354 Artículo 150 de la Constitución. Y Eduardo García de Enterría, La revisión del
sistema de autonomías territoriales: reforma de Estatutos, leyes de transferencia y
delegación, federalismo, Madrid, Civitas, 1988.
355 Anna Mastromarino, Belgio, Bolonia, Il Mulino, 2012.
356 He reflexionado los casos belga y español en Los rostros del federalismo, cit.,
pp. 322 y ss.
357 Sofia Ventura, «Federalismo per associazione e federalismo per devoluzione»,
en Sofia Ventura (ed.), Da Stato unitario a Stato federale. Territorializzazione della
politica, devoluzione e adattamento istituzionale in Europa, Bolonia, Il Mulino, 2008, pp.
21-22.
358 He analizado la evolución del federalismo estadounidense en Los rostros del
federalismo, cit., pp. 239-260.
359 Joaquín Varela Suanzes-Carpegna y Santiago Muñoz Machado, La
organización territorial del Estado en España. Del fracaso de la I República a la crisis del
Estado autonómico (1873-2013), Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2013. Y
también la primera y la segunda parte de mi libro El laberinto territorial español. Del
Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, centradas, respectivamente, en las
experiencias españolas de la Primera y la Segunda República, pp. 23-164.
360 Eric J. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica,
1992, p. 13.
361 Me he referido a ello en mi libro La construcción de la libertad. Apuntes para
una historia del constitucionalismo europeo, Madrid, Alianza Editorial, 2010, pp. 320-331,
y a la diversidad interna de los Estados federales en Los rostros del federalismo, cit., pp.
37-45.
362 Véase de nuevo La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del
constitucionalismo europeo, cit., pp. 284-290.
363 Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp.
14-15 (la cursiva en el original).
364 Segundo Ruiz Rodríguez, La teoría del derecho de autodeterminación de los
pueblos, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998.
365 Javier Ruipérez, Constitución y autodeterminación, Madrid, Tecnos, 1995, pp.
47 y ss.
366 Las resoluciones pueden consultarse en
www.un.org/es/decolonization/ga_resolutions.shtml (consultado en 2018).
367 La Resolución 2625 puede consultarse en
www.un.org/spanish/documents/ga/res/25/ares25.htm (consultado en 2018).
368 Sobre todo la sentencia del Tribunal Constitucional 259/2015, de 2 de
diciembre de 2015.
369 Por si pudiese quedar al respecto alguna duda sobre el alcance de esa previsión
constitucional, el propio Estatuto catalán dispone que «corresponde a la Generalitat la
competencia exclusiva para el establecimiento del régimen jurídico, las modalidades, el
procedimiento, la realización y la convocatoria por la propia Generalitat o por los entes
locales, en el ámbito de sus competencias, de encuestas, audiencias públicas, foros de
participación y cualquier otro instrumento de consulta popular, con excepción de lo previsto
en el artículo 149.1.32 de la Constitución» (la cursiva es mía).
370 Lo he argumentado en mi trabajo «Contribución a la refutación de tan diestras
mentiras», en Cuadernos de Alzate, n.º 46-47 (2013), pp. 63 y ss.
371 Me he referido a ello en mi libro El laberinto territorial español. Del Cantón
de Cartagena al secesionismo catalán, cit., pp. 393 y ss.
372 Las palabras forman parte de un discurso pronunciado por Azaña ante la
Asamblea del Partido de Acción Republicana el 28 de marzo de 1932.
EPÍLOGO
1.ª. Las Constituciones no se reforman para ponerlas al día sino con la finalidad de
favorecer el arreglo de problemas cuya solución sería, sin el cambio constitucional,
imposible o más difícil. Ya el político liberal británico Thomas Babington Macaulay apuntó
en su día que mientras las naciones marchan al trote, las Constituciones van a pie, de lo que
cabe deducir una verdad incontestable: que es vana la pretensión de que las segundas se
mantengan en estado de permanente actualidad. Sus reformas no deben perseguir ese
objetivo ni plantearse por el mero prurito de darle cumplimiento, sino uno mucho más
razonable y realista: permitir que la reforma abra la vía a la solución de uno o más
problemas que la redacción del texto constitucional vigente en un momento determinado
dificulta. Basta, a ese respecto, con dar un repaso general a algunos de los textos que son o
han sido en el pasado un referente histórico esencial del constitucionalismo para comprobar
que en todos ellos se contienen normas obsoletas, lo que no parece preocupar en exceso a
quienes podrían proceder a ponerlas al día mediante la reforma. Por lo demás debe tenerse
en cuenta que la vía más frecuente de adaptación de las Constituciones a la realidad del
tiempo en el que viven no es la de su reforma sino la de su interpretación por parte de los
operadores (jueces y parlamento) a quienes corresponde realizarla. La labor de
aggiornamento a través del desarrollo legislativo y la de la jurisprudencia de los tribunales
(sobre todo de aquellos que tienen en gran medida como misión llevarla a cabo, según es el
caso de los tribunales constitucionales) es la que explica que textos elaborados hace
décadas o incluso hace más de una o dos centurias hayan podido sobrevivir a pesar de que
el número de reformas que han experimentado haya sido siempre menor que el de los
cambios derivados de una vertiginosa realidad. Si se me permite la metáfora, la
Constitución es un esqueleto que se va llenando de músculo con el transcurso del tiempo y
es precisamente el mantenimiento vivo de esa musculatura mediante la acción legislativa y
judicial lo que permite que con un número de reformas limitadas el esqueleto puede seguir
sirviendo al corpus constitucional de soporte efectivo y eficaz.
2.ª. Decidido que la resolución de uno o más problemas políticos exige proceder a la
reforma de la Constitución, cualquier operación dirigida a culminarla se enfrenta en el
mundo democrático actual a una cuestión fundamental: la consistente en definir con una
razonable precisión los cambios concretos que deberían adoptarse en una norma que tiene
la estabilidad por vocación. Y es que las Constituciones, no debemos olvidarlo, nacen
siempre con esa pretensión: la de mantenerse en el tiempo y servir de marco de juego a
largo plazo, aunque luego, por circunstancias políticas, tal posibilidad pueda acabar
finalmente por frustrarse. De ello se deduce, en buena lógica jurídica y política, una regla
de conducta a la que quienes deciden impulsar una reforma constitucional habrán de
sujetarse si desean de verdad que aquella se vea coronada por el éxito: plantear un
programa de cambios que expresa con claridad los problemas que quieren resolverse y cuyo
contenido resulte, en consecuencia, coherente con ese objetivo primordial. Todo lo que sea,
por tanto, hablar de objetivos genéricos a alcanzar (por ejemplo, y entre otros que se citan
en España con frecuencia, reforzar las libertades y derechos, resolver el problema
territorial, mejorar la calidad de la democracia o reformar el sistema electoral) sin
especificar con cierto detalle qué reformas concretas del articulado de la ley fundamental
deberían acometerse para lograrlos, no puede sino conducir a la confusión y acabar por
hacer imposible la realización de la reforma. En realidad todo ello está directamente
relacionado con lo que de inmediato se expondrá, pues solo sobre proyectos jurídicamente
perfilados es posible trenzar acuerdos para sacar adelante las reformas de las que se trate en
cada caso.
3.ª. La última de las ideas fuerza sobre la reforma que me parece indispensable dejar
clara se refiere a que su plasmación práctica exige siempre construir un acuerdo político
que permita superar el procedimiento por medio del cual la citada aspiración a la
estabilidad se manifiesta en gran parte de las Constituciones elaboradas a lo largo de la
historia y, desde luego, en todas las aprobadas desde finales del siglo XIX: hablo,
obviamente, de la denominada rigidez constitucional375. Es decir, de la previsión de
procedimientos especiales para la reforma de la ley fundamental cuyo cumplimiento exige
lograr un consenso parlamentario muy superior al necesario para la aprobación de las leyes
ordinarias: mayorías cualificadas, aprobación de la reforma por legislaturas sucesivas o
convenciones expresamente destinadas a tal finalidad y ratificaciones populares de la
reforma a través de referéndum. Reformar una Constitución supone, pues, que antes de
meterse de lleno en el que, de otro modo, sería un incierto proceso, sus impulsores sean
capaces de trabar acuerdos políticos de base que asegure al cambio constitucional el
indispensable sostén con el que alcanzar las exigencias derivadas de la rigidez de la ley
fundamental. La política de reforma constitucional debe ser siempre, en consecuencia,
política de Estado y nunca política de partido, esa en la que unas u otras fuerzas proponen
cambios con un único objetivo que, aun sin explicitarse, puede llegar a aparecer tan claro
como el agua: convertir la cuestión de la reforma en un campo de batalla entre las fuerzas
que constituyen los pilares sobre los que reposa políticamente la ley fundamental. Y es que
el comportamiento partidista más seguro para que una reforma constitucional acabe
embarrancando no es otro que plantearla como una batalla política en la que el objetivo no
es llegar al acuerdo de reforma, sino denunciar al partido o los partidos que se han negado a
suscribirlo. La política de la reforma constitucional no puede nunca plantearse como un
ámbito para ganar apoyos electorales frente a las fuerzas cuyo respaldo sería necesario para
que tal reforma se aprobase, porque, de hacerlo de ese modo, la modificación de la ley
fundamental acabaría por aparecer finalmente como lo que en ese caso sería en realidad:
una esfera más de la competición electoral entre partidos, competición sin duda legítima e
indispensable en democracia, pero poco adecuada para llegar a los amplísimos acuerdos
políticos que necesita la reforma de cualquier Constitución.
La propuesta de reforma del Gobierno Zapatero
Sea como fuere, lo cierto es que tanto las discusiones en torno a la reforma del
Senado como, en general, el debate español sobre la transformación de la organización
territorial del Estado han estado centrados en resolver el único gran problema que tal
modelo presenta de verdad, que es, por cierto, el que lo caracteriza a fin de cuentas frente a
los restantes Estados federales existentes en el mundo: el llamado problema nacional. Es
decir, el de cómo conseguir que los partidos nacionalistas, sobre todo los del País Vasco y
Cataluña, que, como mínimo desde finales de los años noventa, han venido oponiéndose al
sistema autonómico con la indisimulada intención de destruirlo, lo respeten y se integren en
él, para poder así convertirlo en el marco de desarrollo de la dialéctica centro-periferia
característica de todo orden político federalizado.
Por lo demás, no es necesario profundizar mucho en la comparación entre la España
de 1978 y la de hoy para llegar a la evidente conclusión de que la Constitución respondía a
una realidad política, económica, social y cultural, tanto nacional como internacional, que
ha experimentado mudanzas de una relevancia extraordinaria. Por eso si la pregunta sobre
la conveniencia o no de reformar nuestra ley fundamental hubiera que contestarse desde la
óptica de su puesta al día, que antes critiqué, la cosa no ofrecería muchas dudas: tras dos
reformas de escasa relevancia jurídica, aunque de importancia política indudable385, la
Constitución de nuestro Estado democrático —federal, moderno y europeo— es la misma
que se aprobó para hacer frente a los desafíos de un país que salía de una larga dictadura,
estaba fuertemente centralizado, donde elementos de indudable modernidad convivían con
otros de estremecedora antigüedad y que se había quedado fuera por completo del proceso
de unificación europea nacido de la firma del Tratado de Roma que en 1957 alumbró la
CEE. En consecuencia, sí, sin duda alguna: nuestra Constitución contiene muchas
previsiones que no se corresponden ya con la realidad de un país que ha cambiado a una
velocidad y con una intensidad que, para decir toda la verdad, suele ser en general más
admirada fuera de nuestras fronteras que por los propios españoles.
Pero ¿es esa la cuestión? Es decir, ¿debemos meternos en el complejísimo proceso
político y jurídico que una profunda modificación constitucional supone siempre solo
porque muchos han llegado, en un ambiente de confusión casi esperpéntico, a la errada
conclusión de que ponerla al día debe ser el objetivo primordial a perseguir con la reforma?
¿Debemos aceptar esa sandez, nacida de un pavoroso desconocimiento de la historia, de
que nuestra Constitución no es, en el fondo, verdaderamente democrática porque una parte
de la población española —la que no pudo participar en el referéndum de su ratificación—
no ha tenido la oportunidad de aceptarla o rechazarla con su voto? Porque una cosa es que
una reforma constitucional con claros objetivos y sólido consenso pueda favorecer un
proceso de integración intergeneracional a favor de un texto constitucional renovado y
sometido a nuevo referéndum, y otra totalmente distinta meterse en una operación de
reforma sin objetivo y sin acuerdos que acabaría muy probablemente por producir un efecto
justamente contrario al perseguido: disminuir el apoyo social al texto constitucional. El
inteligente lector deducirá sin duda mi respuesta a esas preguntas de la propia forma en que
he procedido a plantearlas y, por tanto, no insistiré más en la cuestión. No cabe deducir de
esa respuesta, sin embargo, que quien firma esta obra esté, por principio, en contra de la
reforma de nuestra ley fundamental, que viene siendo defendida por muchos desde
perspectivas y con finalidades diferentes386. De ningún modo. En numerosos foros y en
publicaciones muy diversas he insistido en que esa reforma sería altamente recomendable
para tratar de resolver el único problema al que en el momento presente no podemos
enfrentarnos en España sin un cambio de la Constitución ahora vigente: el de la
organización territorial. Ocurre, sin embargo, que, aceptada incluso la necesidad de esa
reforma, surge de inmediato una dificultad que muchos animosos partidarios de la reforma
se empeñan con admirable tesón en soslayar: que en España no tenemos un problema
territorial sino dos en realidad, lo que no constituiría una notable dificultad si no fuera por
el hecho desgraciado de que la solución de uno y otro exige adoptar medidas no solo
diferentes sino con toda claridad contradictorias, lo que dinamita toda posibilidad de
cumplir dos de las condiciones básicas que, según se apuntaba al comienzo de este epílogo,
han de ser el punto de partida de cualquier reforma que quiera verse culminada por el éxito:
claridad en los objetivos y amplio acuerdo parlamentario, político y social sobre los
mismos. De ambas adolecería cualquier proceso de reforma territorial que pudiera abrirse
en España, salvo que las circunstancias que definen nuestra realidad se modificasen de
modo radical, lo que explica que gran parte de los comparecientes (padres de la
Constitución y expertos) en la Comisión para la evaluación y la modernización del Estado
autonómico, constituida a principios de 2018 en el Congreso, nos manifestásemos en contra
de la apertura de un proceso de cambio de nuestra ley fundamental387. Permítame el lector
explicar mi tesis con la necesaria concisión.
Nuestro primer problema territorial es el derivado de las deficiencias de
funcionamiento del Estado autonómico que, ni tantas ni tan graves como es ya moda
denunciar, nacen, de un lado, de la falta de claridad del diseño constitucional en esa esfera
y, del otro, de una práctica política e institucional poco coherente con la de un Estado tan
profundamente descentralizado como el nuestro. Desde este primer punto de vista, nuestra
Constitución debería ser reformada, entre otras cosas, para tratar de mejorar el vigente
modelo de distribución competencial (mediante un sistema de lista única en el que
constasen con claridad las competencias del Estado central, lo que lo aclararía y evitaría al
Tribunal Constitucional una hiperactividad que para nada contribuye a la normal
realización de sus funciones) y para cerrarlo de una vez, suprimiendo esa disparatada
previsión del artículo 150.2 del texto constitucional que, con una redacción verdaderamente
inenarrable, permite atribuir a las Comunidades competencias del Estado «que por su
propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación». Sería muy conveniente,
además, dejar constancia constitucional de los criterios esenciales del sistema de
financiación autonómica —que contribuyesen a darle la estabilidad, seguridad y
transparencia que no tiene y necesita— e introducir medidas para mejorar en lo posible la
colaboración política y la coordinación institucional entre el Estado y sus Comunidades y
también entre estas últimas388. Nada mejor a tal objeto que convertir en una institución
real de coordinación a nuestra fantasmal389 Conferencia de Presidentes, pues, dado el
modelo de Estado que tenemos, es con toda claridad en el ámbito de la colaboración entre
los poderes ejecutivos del Estado (el central y los autonómicos) donde aquella podría y
debería producirse de verdad. La enseñanza del Bundesrat, en lo que tiene de positivo, no
hace otra cosa que reforzar esa idea que confirman también las instituciones de
colaboración ejecutiva que existen en otros Estados federales, como las conferencias de
presidentes de Suiza o Austria, la norteamericana Asociación Nacional de Gobernadores
(NGA), el Consejo de Gobiernos Australianos (COAG) o el Consejo de la Federación
Canadiense390. Por último, y sin querer cerrar con ello el círculo de este primer grupo de
reformas, sería también altamente recomendable que la educación contribuyese a crear
lazos de unión estatal en lugar de favorecer su destrucción, como lo sería dejar constancia
constitucional de que, junto con la respectiva lengua vernácula, el castellano deberá ser en
todas las Comunidades, también, lengua vehicular de la enseñanza, tal y como lo hizo en su
día el artículo 50 del texto de 1931.
Ocurre, sin embargo, que junto a este problema territorial, tenemos otro del que, con
buenas razones, se habla mucho más y que ya he analizado con detenimiento previamente.
Me refiero, obviamente, al planteado por las tan voraces como interminables exigencias de
los nacionalismos: primero, del nacionalismo vasco y, más tarde, y con mucha mayor
gravedad, del nacionalismo catalán391. Un problema que, en sus diversas manifestaciones
(la terrorista etarra, sin duda la más grave durante décadas), ha supuesto un inmenso
consumo de energías sociales y políticas que ha impedido abordar la reforma
racionalizadora que, según acabamos de ver, el Estado de las autonomías necesita. La
centralidad política de ese llamado problema nacional, al que hemos vivido literalmente
enganchados durante gran parte del período democrático, ha generado, por añadidura, un
insensato discurso territorial que pocos se han atrevido a refutar: aquel según el cual más
descentralización equivaldría a más democracia y bienestar para los territorios regionales.
Tal discurso ha impedido, como era previsible, un sereno abordaje de las consecuencias que
ha tenido el fortísimo e imparable adelgazamiento del Estado en el que hemos vivido
instalados desde el inicio del proceso descentralizador.
Sucede, por lo demás, que aun en el caso de que quienes plantean sus exigencias
soberanistas en unos términos absolutamente inadmisibles en un Estado de derecho se
aviniesen a intentar colmar sus reivindicaciones modificando la Constitución y no
violándola del modo más flagrante que cabe imaginar —lo que parece harto dudoso—, las
medidas a adoptar para hacer frente eventualmente al ansia de poder de los nacionalistas
irían, como han ido siempre en el pasado, en la dirección justamente contraria de la que
acaba de indicarse para mejorar el funcionamiento del sistema autonómico. Pues lo que el
país necesita es más coordinación, colaboración e integración, y no más descentralización y
disgregación política a institucional. Pese a tal evidencia, no pocos defensores de esta
supuesta vía de integración de los nacionalismos sostienen que habría que caminar hacia un
Estado federal, desconociendo, o despreciando como algo irrelevante, el hecho cierto de
que nuestro Estado tiene tal carácter desde hace muchos años, sin que ello haya favorecido
para nada el encaje de unos nacionalismos que, sorprendentemente, se han ido
radicalizando de forma directamente proporcional a la mayor descentralización del Estado.
Y ello hasta el punto de que haya hecho cierta fortuna esa peregrina idea de la nación de
naciones, de la plurinacionalidad, en la que algunos ven la solución al gravísimo desafío
separatista que ha planteado el nacionalismo catalán. Una propuesta que resulta, a mi juicio,
no solo engañosa sino, sobre todo, profundamente perniciosa por una razón que creo muy
importante subrayar: porque se parte —¡gran falsedad!— de que la nación española es en
todo caso, o solamente, un conjunto de naciones homogéneas. Es decir, porque se reconoce
la pluralidad española negando al mismo tiempo la que existe en sus diversos territorios,
internamente plurales, por supuesto, aunque de eso no hablen jamás quienes tanto insisten
en la plurinacionalidad de España. Tal es la razón por la que un referéndum de
autodeterminación, lejos de ser la solución al denominado problema territorial, sería el
seguro modo de enquistarlo para siempre. Si en la consulta gana el no, seguirán los
nacionalistas exigiendo que aquella se repita una y otra vez, según lo demuestran los casos
de Escocia o de Quebec, hasta que finalmente gane el sí. Si, por el contrario, gana el sí, la
solución (¡menuda solución!) consistiría en privar a una parte de los ciudadanos de su
nacionalidad: un referéndum de autodeterminación sería en cualquiera de los territorios
españoles la mejor forma de destrozar la convivencia en la pluralidad. Una convivencia en
paz y libertad —termino ya— que solo han garantizado históricamente los sistemas
federales. La razón por la cual el español no ha logrado alcanzar ese objetivo es bien
sencilla: porque eso que se llama el encaje territorial no puede funcionar si hay fuerzas
políticas cuyo éxito depende de mantener viva una sociedad desencajada.
La que ha sostenido la moderna España democrática ha sido capaz de ir superando
los muchísimos atrancos, desafíos y problemas que se ha encontrado en el camino. Todos,
claro, salvo el llamado problema nacional, para cuya solución el país experimentó un
cambio impresionante, pasando de ser uno de los Estados más centralizados del planeta a
ser uno de los más descentralizados. El que tan inmenso esfuerzo de generosidad política,
económica, social y cultural no haya colmado las expectativas de quienes han sido, por lo
demás, los principales beneficiarios de la descentralización es una prueba irrefutable no de
sus tan cacareadas como falsas limitaciones sino de la absoluta falta de lealtad
constitucional e institucional de quienes, en procura de un delirio sectario, supremacista e
insolidario, no han tenido reparo alguno en poner en riesgo la mejor España que jamás
hemos disfrutado: la España constitucional que dio paso a la luz tras las tinieblas.
28027 Madrid
alianzaeditorial@anaya.es
www.alianzaeditorial.es