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Roberto L.

Blanco Valdés

LUZ TRAS LAS TINIEBLAS

VINDICACIÓN DE LA ESPAÑA CONSTITUCIONAL


Contenido

INTRODUCCIÓN: CONTRA ESTA ESPAÑA ACOMPLEJADa

¿El régimen de 1978?

Vindicación de la España constitucional

1.1812-1931 ¡VIVA LA CONSTITUCIÓN! ¡MUERA LA CONSTITUCIÓN!

La política del péndulo

La política del trágala

La política oligárquica

La pesada herencia de las Españas constitucionales

2.1978: EL ABRAZO DE LAS DOS ESPAÑAS

Pactada, sí, pero ruptura democrática

Consenso político para una Constitución de todo el pueblo

La mejor Constitución de nuestra historia

Y con la democracia entramos en Europa

3.Libertad, igualdad, fraternidad

Una Constitución, tres generaciones de derechos

Los derechos: de su naturaleza a su principio

Los derechos: cifras y letras

4.EN EFECTO: UNA MONARQUÍA DEMOCRÁTICA

Una paradoja europea: república, monarquía y democracia

¿Y qué pensaría aquel jurista persa del título II de la Constitución?

Monarquías funcionales, monarcas ejemplares

España: monarquía, nacionalismos y Estado de partidos


5.LA DEMOCRACIA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA (I): LO QUE DEBEMOS
PRESERVAR

Un mecanismo representativo que limpia, fija y da esplendor

El régimen parlamentario en la práctica: bipartidismo, estabilidad y gobernabilidad

Pero ¿de verdad ha sido tan malo nuestro sistema electoral?

La quiebra del bipartidismo, la deriva secesionista y el futuro de la gobernabilidad

6.LA DEMOCRACIA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA (II): LO QUE


DEBERÍAMOS CAMBIAR

El descrédito de los partidos y la desafección política

Democracia interna, profesionalización y selección inversa de las élites

Políticos ensimismados, ciudadanos irritados

La colonización partidista del Estado

Financiación de los partidos y corrupción política: la caja y el cazo

Nuestro mayor desafío de futuro: ¿es posible la renovación de los partidos?

7.¿«LA BOUCHE QUI PRONONCE LES PAROLES DE LA LOI»?

La garantía constitucional de la independencia judicial

Y con el Consejo General llegó el escándalo

El servicio público fundamental de la justicia

8.LA DEFENSA DEMOCRÁTICA Y CONSTITUCIONAL DE LA


CONSTITUCIÓN DEMOCRÁTICA

El Tribunal Constitucional y la buena voluntad del legislador

Fuerzas armadas y situaciones de excepción: democracia civil y Estado de derecho

La ilegalización de los partidos que amparen la violencia

El artículo más conocido de la Constitución

9.DEL PUZLE TERRITORIAL AL ROMPECABEZAS DE ESPAÑA


El Estado federal de las autonomías

¿Cuál es la verdadera peculiaridad de nuestro sistema federal?

Derecho de autodeterminación y pervivencia del Estado

EPÍLOGO.¿ES NECESARIO REFORMAR LA CONSTITUCIÓN?

Tres ideas fuerza sobre el cambio constitucional

La propuesta de reforma del Gobierno Zapatero

El mito del Senado como auténtica cámara de representación territorial

Porque en España no tenemos un problema territorial: ¡tenemos dos!

CRÉDITOS
«[...] que yo post tenebras spero lucem»

Don Quijote a Sancho


Don Quijote de la Mancha
Segunda parte. Capítulo LXVIII
(De Job, 17: 12)
INTRODUCCIÓN

CONTRA ESTA ESPAÑA ACOMPLEJADA

La Constitución que nos dimos en 1978 puede que sea mejorable, pero ahora es ya
la mejor de nuestra historia.
JUAN MARSÉ
Otoño del 59, verano del 66, 2017

¿El régimen de 1978?

Es como una maldición. Como si los españoles, incapaces de perseverar en aquel


sabio fin que era para nuestra primera Constitución objeto del gobierno —la felicidad de la
nación y el bienestar de los individuos que la componen— estuviéramos condenados, tal
que Sísifo, a empujar una y otra vez colina arriba la piedra de la concordia política y social.
A no pocos de quienes nos contemplan desde fuera podría parecerles, y sería difícil
quitarles la razón, que en este país nos empeñamos cíclicamente, de un modo
increíblemente contumaz, en destrozar lo que hemos conseguido construir con constancia y
gran esfuerzo, siendo nosotros los primeros en ponerle peros a la obra y en buscar un nuevo
inicio casi, o sin casi, desde cero. Se atribuye a Otto von Bismarck, aunque falsamente al
parecer, una frase que resume a la perfección lo que trato de expresar: «España es el país
más fuerte del mundo», habría dicho el Canciller de Hierro, para añadir seguidamente:
«Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido». Sea quien
fuere su autor, nada más cierto que esa paradoja. Nuestra capacidad de autoflagelación, de
abrirnos en canal para enseñar al mundo nuestras tripas, de liarnos a garrotazos mientras
nos hundimos en el fango, como en la pintura celebérrima de Goya, es antológica. «Las
críticas a este país han venido siempre de los españoles», ha sostenido el hispanista Stanley
Payne. Y aunque la afirmación resulta sin duda exagerada, no lo es que por aquí se han
acogido la mayoría de esas críticas, aunque fueran injustas y totalmente equivocadas, con
sorprendente comprensión, cuando no con aplausos de entusiasmo, fruto de una llamativa
falta de autoestima. El poeta y dramaturgo catalán Joaquín Bartrina lo explicaba en unos
versos escritos a finales del siglo XIX: «Oyendo hablar a un hombre, fácil es / saber dónde
vio la luz del sol. / Si alaba a Inglaterra, será inglés. / Si os habla mal de Prusia, es un
francés. / Y si habla mal de España... es español».
Fue así como un nacionalismo ramplón y reaccionario convivió a lo largo de nuestra
historia contemporánea con un diagnóstico tremendista, muchas veces liberal y no pocas
izquierdista, sobre los problemas de España, o, para ser más precisos, sobre lo que, con una
mezcla de orgullo herido y masoquista fatalismo, terminó denominándose «el problema de
España», ese que tanto preocupó, entre otros, a nuestros noventayochistas. Oigamos a
Azorín: «Nos sentíamos atraídos por el misterio. La vaga melancolía de que estaba
impregnada esta generación confluía con la tristeza que emanaba de los sepulcros.
Sentíamos el destino infortunado de España, derrotada y maltrecha, más allá de los mares, y
nos prometíamos exaltarla a nueva vida. De la consideración de la muerte sacábamos
fuerzas para la venidera vida. Todo se enlazaba lógicamente en nosotros: el arte, la muerte,
la vida y el amor a la tierra patria»1.
Cuando, tras una transición finalmente posible gracias al acuerdo entre los
herederos del franquismo y sus opositores, se aprobó con amplísimo consenso, desconocido
en nuestra historia, la Constitución de 1978, que volaba literalmente la pasada dictadura,
asumimos que con ello habíamos dado un paso de gigante para superar los obstáculos
tradicionales de los que hablaron los progresistas del siglo XIX. Creímos entonces de
buena fe que por fin comenzábamos, con buen pie y paso firme, a resolver los problemas
del problema: el de la democracia, el militar, el religioso, el de la entrada en Europa, el de
la creación de un sistema de libertades y derechos, el del establecimiento de una monarquía
democrática y, desde luego, el llamado problema nacional. Y lo creímos pese a la primera
gran desilusión: aquel salto del consenso al desencanto2 que siguió inmediatamente a una,
aunque difícil y compleja, ilusionante transición. La democracia comenzó a ser, como en
tantas otras partes, aburrida —por más que la política aburrida sea siempre en España de
una agitación desconocida para algunos de nuestros vecinos europeos—, lo que nos
permitió encarar no ya, o no ya solo, los grandes conflictos del pasado sino también los
retos del futuro: desde la consolidación de un sistema sanitario de calidad y universal hasta
la mejora de la educación, pasando por la creación de un régimen tributario digno de ese
nombre; desde la reconversión industrial hasta la construcción de un Estado social, pasando
por la despolitización de muchas de las instituciones heredadas del franquismo.
Pese a muchos y graves desafíos —el peor de todos, sin duda, el brutal terrorismo
etarra, pero también el paro, la persistente corrupción, el fraude fiscal o el desequilibrio de
las cuentas públicas— logramos los españoles mantener los grandes consensos de la
Transición, incluso en medio de las durísimas batallas que la lucha por el poder provoca
siempre de forma inevitable. Y así fueron las cosas, mal que bien o bien que mal, hasta que
durante la segunda etapa de gobierno socialista (la de Rodríguez Zapatero) se abrió la caja
de Pandora a cuenta de lo que se llamó la recuperación de la memoria. Una recuperación
que acabaría por ser a la postre la primera impugnación de fondo del gran pacto que
posibilitó la Transición: el de la reconciliación. Esa reivindicación de la denominada
memoria histórica se levantó, por lo demás, sobre un gran mito —el de la presunta amnesia
que habría presidido nuestra Transición— falso de toda falsedad. Nadie lo explicaría mejor
que el historiador Santos Juliá, quien en un artículo antológico, publicado un año antes de
la llegada del segundo PSOE a la Moncloa, negaba la mayor frente a quienes teorizaban un
supuesto pacto de silencio, el mismo que serviría de coartada a la llamada política de
recuperación de la memoria. El gran historiador español se enfrentaba «al ruido levantado
en los últimos años en torno a la necesidad de recuperar la memoria y acabar con la
amnesia», proclamando que la respuesta a tal pretensión no podía ser más que negativa:
«Durante la Transición, y antes, se habló mucho del pasado; ocurrió, sin embargo, que se
habló no de un modo que se alimentara con su recuerdo el conflicto ni se utilizara como
arma de lucha política, sino de un modo que sobre él pudiese extenderse una amnistía
general». Por todo ello, añadía Juliá, «habría que acabar de una buena vez con la falacia de
que hemos vivido sometidos a una tiranía del silencio, de la inexistencia de un espacio
público para hablar de todo eso. Cuando hoy se dice que es preciso “combatir el olvido”,
“recuperar la memoria” del exilio, de los muertos, de la guerra, porque la historia oficial los
ha silenciado, porque han quedado excluidos de la memoria, se ignora que las
publicaciones sobre todos esos asuntos comenzaron en España al poco tiempo de morir
Franco y alcanzan hoy cantidades abrumadoras [...] Hemos investigado, publicado y
hablado de nuestro reciente pasado hasta la saciedad»3.
Convertida la recuperación de la memoria en política de gobierno por el presidente
Zapatero y quienes desde la izquierda del PSOE lo apoyaron, el mito de la desmemoria
pronto se asoció a una impugnación más amplia del pasado que, según luego escribió
Joaquín Leguina con acierto, convirtió «lo nuevo en una religión», de modo que «las ideas,
los mensajes, hasta los peinados y los trajes se renovaron y encantados de haberse conocido
los nuevos dirigentes [del PSOE] se dispusieron a consolidar sus recién ganadas
posiciones»4. Ya en su momento señalé5 que el principal efecto de esa forma apresurada de
enfrentarse a una experiencia de poder inesperada consistiría en lo que, con mucha razón,
sus críticos denominaron adanismo: el convencimiento, tan soberbio y berroqueño como
ingenuo, de que nada (o muy poco, en todo caso) de lo hecho en España con anterioridad a
la venida de los flamantes salvadores del país merecía una valoración realmente positiva.
La misión histórica de los nuevos inquilinos del poder era ponerlo todo del revés, única
forma, al parecer, de recolocarlo, a la postre, del derecho. Ese adanismo tuvo, claro,
diversas traducciones y variadas consecuencias, y entre ellas, una que ahora me interesa
destacar especialmente: el revisionismo de la idea de que nuestra Transición había sido un
éxito del conjunto del país y el comienzo de su visión como un triste ejemplo de
entreguismo de las fuerzas democráticas a los poderes fácticos y la derecha neofranquista.
El inicio en 2008 de la devastadora crisis económica que acompañó la fase final de
la segunda etapa de gobierno del PSOE permitió que la crítica abierta de un pasado
sometido a una tan dura como injusta —por falseadora— revisión terminase por sentar las
bases de lo que de inmediato habría de venir: la impugnación no solo de la Transición,
concebida ahora ya sin miramientos como un acto de traición, sino también del proceso de
construcción del Estado democrático. Un proceso controlado, según una ideología que
precipitaría en la movilización del 15-M y sus huestes de indignados, por una casta de
políticos ajenos por completo al pueblo y a sus intereses, tesis para la que no parecía ser
óbice el hecho apabullante de que esos políticos llevasen años ganando elecciones
democráticas en un sistema libre y competido. El prestigioso sociólogo español Manuel
Castells, gran conocedor de ese estallido popular6, acabaría convirtiéndose en su más
cualificado portavoz. Por un lado, al dar carta de naturaleza a la refutación histórica central
de la llamada indignación. Y es que, según Castells, «por debajo de la aparente normalidad
institucional» de la democracia española «bullían expresiones y conflictos que no podían
expresarse en un sistema político atado y bien atado7 por los acuerdos constitucionales de
una transición en la que los poderes fácticos vendieron cara su renuncia al poder dictatorial.
La izquierda desactivó a los potentes movimientos sociales que habían sido quienes
abrieron brecha en el Estado franquista, cooptando al movimiento ciudadano y al
movimiento feminista y subordinando al movimiento obrero al imperativo de las políticas
de rigor fiscal y contención de salarios. Al hacerlo, perdió la capacidad de articulación de
intereses de las clases populares más allá del sistema de representación institucional. La tan
anhelada democracia se redujo a la partitocracia». Menos mal, claro, añade nuestro autor,
que allí estaban Podemos y sus aliados para llenar ese vacío y convertirlo en un grito
popular de libertad: «La emergencia de nuevos actores políticos con valores progresistas
alternativos, como Podemos y sus confluencias en España, a partir de los movimientos
sociales contra la crisis y contra el monopolio del Estado, contra el bipartidismo, se
distingue radicalmente de las expresiones xenófobas y ultranacionalistas de otros países.
Pero forma parte de un movimiento más amplio y más profundo de rebelión de las masas
contra el orden establecido»8.
¿El orden establecido? Sí, el que pronto sus nuevos críticos, tan jóvenes e
inexpertos como convencidos de estar en mágica posesión de milagrosos remedios para
todos los problemas, pasaron a denominar, con intención despectiva y claramente
derogatoria, el régimen de 1978. Ese nuevo regeneracionismo, que hablará de crisis de la
democracia liberal para censurar acerbamente la mejor que jamás España había conocido,
calificará como régimen de 1978 el sistema político nacido de la Constitución que ese año
se aprobó y lo hará con la obvia intención de identificarlo, por sinonimia, con el régimen
con el que tal texto había acabado: el franquista. Así, nuestra democracia, con su casta, su
partitocracia, su bipartidismo impuesto por la ley electoral, su corrupción y sus ajustes, se
convertirá, según la versión de la llamada nueva política (que, como dejé escrito hace ya
tiempo9, pronto se demostró bastante vieja), en un remedo del franquismo, en una especie
de régimen autoritario con formas democráticas, en suma, en un fraude que por fin unos
líderes honestos se habían atrevido a desenmascarar y poner patas arriba.
El discurso contra la España constitucional fue calando como una lluvia fina, de
esas que con su persistencia lo llega a empapar todo: al principio poco a poco y, más tarde,
mucho a mucho. Seducidos por quienes ofrecían facilísima explicación y fantásticas y
seguras soluciones a problemas complejos y generalizados en mayor o menor grado en
todas las democracias de Occidente, muchos electores compraron tal dislate. Otros lo
rechazaron, pero, incapaces de responder a tal cúmulo de simplezas, acabaron por
acomplejarse ante políticos que se presentaban como la parte sana del país frente a los
apiñados en torno al mugriento régimen de 197810. Con ello fue aumentando, claro, como
resultaba previsible, el desapego de millones de españoles hacia una Constitución y una
democracia que a amplios sectores de nuestra sociedad acabaron pareciéndoles mucho
peores de lo que con buenos motivos habían creído antes de ser desengañados por los
profetas de la tierra prometida, aquellos que un día proclamaron: «El cielo no se toma por
consenso, el cielo se toma por asalto»11. Estamos en octubre de 2014: al mes siguiente, el 9
de noviembre, tiene lugar en Cataluña el primero de los dos referéndums ilegales
impulsados por el independentismo, con lo que culmina la primera fase del desafío
secesionista a las instituciones de nuestra democracia y da comienzo la segunda, que
desembocaría, tres años después, en la celebración de una nueva consulta ilegal y, tras ella,
en la disparatada proclamación por el entonces presidente de la Generalitat de una república
catalana independiente12.
A todo ello habré de referirme en su momento. Procede ahora solo destacar que el
levantamiento secesionista contra la Constitución, dirigido, en un acto de verdadera alta
traición13, desde las instituciones autonómicas por quienes habían prometido lealtad a la
ley fundamental de la que derivaba su poder, acabó como el rosario de la aurora, si se me
permite la expresión. El poder ejecutivo reaccionó como era su inexcusable obligación y
con la autorización por abrumadora mayoría del Senado puso en vigor el artículo 155 de la
Constitución, lo que supuso la destitución del Gobierno de la Generalitat y la disolución del
parlamento regional. El poder judicial, por su parte, de una forma igualmente inevitable,
accionó la rueda de la justicia que pronto dio el resultado que cualquier persona sensata
habría previsto: los principales dirigentes secesionistas, primero detenidos y luego
procesados, acabaron o en prisión provisional o en libertad provisional o, en fin, con el
expresidente de la Generalitat a la cabeza, fugados en países extranjeros. Fue entonces
cuando comenzó el tercer acto —a gran distancia mucho más falsario e inicuo que los dos
que lo habían precedido—, de impugnación de nuestra democracia y de su Constitución. Y
es que los afectados por la acción de la justicia, con el apoyo de la extrema izquierda y los
restantes nacionalismos periféricos, echaron a rodar, en defensa de sus maquinaciones
delictivas, la delirante teoría de que se estaba produciendo una persecución política contra
el nacionalismo catalán, propia de regímenes no democráticos, como consecuencia de la
cual en España volvía a haber, como en la dictadura franquista, presos políticos y exiliados
por razones ideológicas. La extrema gravedad de tales patrañas reside menos en su escaso
efecto interno que en sus consecuencias en el exterior, donde no pocos medios de
comunicación se mostraron dispuestos a comprarlas, encantados de recuperar con ello una
versión del Spain is different, ahora en versión trágica, sin sol y sin suecas. Lo subrayaba,
con esa prosa suya sencilla y luminosa, el escritor Muñoz Molina: «Me ha tocado explicar
con paciencia, con la máxima claridad que me era posible, con voluntad pedagógica, que
mi país es una democracia, sin duda llena de imperfecciones, pero no muchas más ni más
graves que las de países semejantes». Y ello, continuaba el gran novelista jienense, porque
«una parte grande de la opinión pública cultivada, en Europa y América, y más aún de las
élites universitarias y periodísticas, prefiere mantener una versión sombría de España, un
apego perezoso a los peores estereotipos, en especial al de la herencia de la dictadura, o el
de la propensión taurina a la guerra civil y al derramamiento de sangre. El estereotipo es tan
seductor que lo sostienen sin ningún reparo personas que están convencidas de sentir un
gran amor por nuestro país. Nos quieren toreros, milicianos heroicos, inquisidores,
víctimas. Nos aman tanto que no les gusta que pongamos en duda la ceguera voluntaria en
la que sostienen su amor»14.
Y nada mejor para mantener esa versión deformada hasta el esperpento que la red
interminable de mentiras del proceso secesionista catalán, con el que culmina por todo lo
alto una causa general que había comenzado con la desautorización de un capítulo histórico
brillante —el que juntos habíamos comenzado a escribir tras las elecciones de 1977— y
culminaba con la negación radical de la naturaleza democrática de nuestro Estado y sus
instituciones.
Vindicación de la España constitucional

Frente a todo lo que hasta aquí he relatado de un modo forzosamente resumido,


cansado de la mendacidad de unos y de los complejos de los otros, decidí escribir el libro
que el lector tiene ahora entre sus manos. Esta vindicación de la España constitucional15
es, pues, a fin de cuentas, un modesto, y quiero creer que intelectualmente honesto, intento
de poner las cosas en su sitio, es decir, de aceptar, sin caer en ningún necio optimismo
panglossinano (¡«vivimos en el mejor de los mundos posibles»!)16, que lo que hemos
hecho mal y que los desafíos que tenemos por delante no deben impedirnos reconocer lo
mucho que hemos avanzado con y gracias a nuestra democracia. España salió en 1977
exhausta de una larga dictadura tras una transición pactada, donde con un mínimo coste de
violencia —salvo la terrorista— se construyó un sistema político equiparable a los mejores
de Europa Occidental, tal y como lo han reconocido, según en su momento se verá, medios
de comunicación de referencia (es el caso del semanario británico The Economist) y
prestigiosas e independientes asociaciones no gubernamentales, entre otras varias, Freedom
House. La joven democracia española elaboró nuestra mejor Constitución, colocó a los
militares en su sitio, separó la Iglesia y el Estado, descentralizó el poder territorial,
garantizó las libertades y derechos, aseguró la limpieza electoral, sentó las bases para un
aumento espectacular del nivel de vida de un país que de emigración pasó a serlo de
inmigrantes, modernizó su economía y estableció una red de servicios públicos de
extraordinaria calidad17.
¿Habrá que pedir perdón por todo ello? ¿Habrá que aceptar que la España evidente
que ha reivindicado con tanta razón como coraje el profesor Barreiro Rivas18, esa que —
con graves dificultades, obviamente— hemos construido a lo largo de un proceso de
centurias, es en realidad una invención, un simple conjunto de auténticas naciones, un
Estado sin alma, mera superestructura política privada de densidad histórica, cultural,
política, económica y social? ¿Habrá que asumir, en fin, que fuimos víctimas de un engaño
formidable cuando creímos en los méritos de la transición a la democracia y en los logros
del sistema político construido sobre una Constitución que no sería otra cosa, en realidad,
que la imposición de una partida formada por militares franquistas, políticos falangistas y
demócratas traidores? Yo no lo creo. Estoy convencido, por el contrario, de que nada de eso
es cierto y de que, como ha escrito un valiente periodista que carece de los complejos a los
que aquí me he referido, tenemos muchos y buenos motivos para estar satisfechos de «un
país que ha prosperado sin rencor, que ha superado la aberración del terrorismo etarra, que
se ha adherido al proceso de construcción europeo, que ha progresado en la tolerancia y en
la conquista de derechos sociales, que se ha descentralizado, que es solidario y generoso —
la donación de trasplantes, las manos blancas—, que ha extirpado de su naturaleza política
la extrema derecha y cuya idiosincrasia plural, compleja, caleidoscópica no consiste en la
restricción ni en la exclusión, sino en una concepción de la identidad enriquecida a la que
pretende devorar el oso cavernario apretando las fauces del populismo y el
nacionalismo»19.
La profunda convicción de que lo bueno supera con mucho a lo malo en la España
democrática, y de que los aciertos han sido muchos más en su proceso de construcción que
los errores, me ha llevado a ofrecer a los lectores esta vindicación, que bien podría
considerarse una guía de viaje por la España constitucional, dirigida a quienes precisan de
esa información que a veces echamos de menos cuando sabemos que algo no es como nos
dicen aunque carecemos de todos los datos que nos ayudarían a sostener la posición que
intuimos o de la que estamos persuadidos. He optado para ello por un procedimiento que
aspira a la claridad, para lo que ser ordenado resulta siempre imprescindible.
El libro comienza, así, con dos capítulos históricos. El primero, destinado a estudiar
el devenir de nuestro constitucionalismo, cuya profunda inestabilidad explica en grandísima
medida lo que se analiza en el segundo: el inmenso logro que supuso la aprobación en 1978
de una Constitución que, precisamente por ser de todos (o, en cualquier caso, de la gran
mayoría), conseguirá pervivir más que ninguna otra de las que nos han permitido disfrutar
de los grandes bienes de la democracia. Los siete capítulos restantes se refieren a otros
tantos grandes temas del orden político y constitucional por el que se rige nuestra vida
colectiva: comenzando por los derechos y libertades, cuyo amplio reconocimiento, respeto
y garantía han convertido el Estado de derecho del que habla el artículo primero de nuestra
ley fundamental en un auténtico y genuino Estado de derechos personales y sociales. Le
toca luego el turno a la monarquía, que es en nuestro país en realidad una república con jefe
hereditario, como ya un gran jurista europeo, Georg Jellinek, indicó a finales del siglo XIX
que serían todas las del tipo de la que tenemos en España, dato que coloca el debate
monarquía/república en sus justos términos, sea cual sea la legítima posición de cada uno a
ese respecto. Y tras los derechos y la jefatura del Estado, el propio Estado como
organización dotada de poder. Los capítulos cinco y seis forman de hecho una unidad hasta
el punto de que la primera parte de su título («La democracia parlamenteria en España») es
idéntica, lo que hace que se distingan por ser dos análisis sucesivos de una temática común:
el primero, dedicado a lo que en nuestra democracia funciona o ha funcionado durante años
razonable o indiscutiblemente bien, que no es poco ni de importancia irrelevante; el
segundo, centrado en algunos de los principales problemas que aquella no ha logrado
resolver, problemas sustanciales pero en absoluto exclusivos del sistema político español.
Un poder básico en cualquier Estado constitucional es el que los jueces y tribunales
tienen asignado: a ellos y al ejercicio de su decisiva potestad para el correcto
funcionamiento de cualquier sociedad abierta se dedica el capítulo séptimo, donde se
destripa lo que marcha bien y lo que debería ir mejor para que el poder judicial pudiese
cumplir adecuadamente sus relevantísimas tareas. Ningún orden constitucional puede
mantenerse sin disponer de los instrumentos necesarios para hacer frente a los que optan
por ser sus enemigos o, más sencillamente, para frenar a quienes deciden actuar como si la
Constitución fuera un texto político jurídicamente irrelevante. El capítulo octavo se dedica,
así, a la defensa de la Constitución frente a unos y frente a otros, pues de todo ha habido en
España a lo largo de estos años. Acabo ya este brevísimo sumario: los ingleses dicen last
but not least para indicar que algo que se sitúa al final no es ni mucho menos lo menos
importante. Así acontece con el capítulo noveno, dedicado a explicar cómo nuestro puzle
territorial se ha convertido en un rompecabezas con el que hemos tenido que lidiar durante
años. Este es, sin duda, el problema político de naturaleza estructural más grave al que aun
nos enfrentamos en España, y la única razón por la que he decidido analizarlo en el capítulo
final del libro es porque guarda directa relación con el que constituye su cierre de verdad:
un epílogo sobre la reforma constitucional, centrado en gran medida en los eventuales
cambios que habría que introducir, o no, en nuestra Constitución territorial.
He tratado de todo ello con un espíritu personal —los lectores me perdonarán la
falta de humildad que la alusión podría suponer— que Alexis de Tocqueville, a quien tanto
he leído y tanto admiro, resumía a la perfección al explicar el objetivo que había inspirado
la más grande de sus obras, La democracia en América, una de las principales que se han
escrito a lo largo de la historia: «Este libro —decía el jurista y político francés— no se pone
expresamente al servicio de nadie. Al escribirlo no pretendía servir ni combatir a ningún
partido. No he intentado ver las cosas de manera distinta a la suya, sino mirar más lejos que
ellos, y si los partidos se ocupan del mañana, yo he querido pensar en el porvenir»20. Un
porvenir en el que creo que la democracia liberal, con sus libertades, su separación de
poderes y su sistema de equilibrios, seguirá siendo por siempre superior a cualquiera de las
alternativas que se han sufrido en el pasado (aquellos paraísos terrenales del comunismo o
los fascismos convertidos para desgracia de millones de personas en auténticos paraísos
infernales) o de las que podrían intentarse en el futuro para tratar de superarla. Lo diré de
nuevo con las palabras de un francés, Raymond Aron en este caso, quien en 1965 escribió
lo que seguro podría firmar hoy: «En contra de la desvalorización de las libertades llamadas
formales, en contra de la supresión de todas las libertades con el pretexto de crear por
entero el orden social, que exige nuestro ideal o la ley de la Historia, no se repetirán
bastante las advertencias de los fundadores de la Constitución americana y el valor
permanente del pluralismo gracias al cual el poder frena al poder. Los gobernantes
dependen de los gobernados el día de la elección; yo dependo del inspector de Hacienda en
materia de impuestos, pero este último depende de los legisladores que, en cierto aspecto,
dependen de mí, y ambos dependemos, en caso de litigio, de los jueces. En cierto sentido,
al revés de las tendencias de moda, yo diría que las “libertades reales”, cuanto más
aparecen, con razón o sin ella, como parte integrante de la libertad, más importante es
subrayar que las libertades llamadas formales, personales o políticas, lejos de ser ilusorias,
constituyen indispensablemente garantías contra la impaciencia prometeica o la ambición
totalitaria»21.
Aunque, como es obvio, los posibles errores e incorrecciones de este libro22 son
responsabilidad plena de su autor, lo bueno que en él pudiera haber resulta inevitablemente
el fruto de los cientos de horas que he dedicado a hablar de los temas de los que trata con
amigos y colegas. Mencionarlos aquí a todos sería imposible, pero todos saben bien, porque
yo soy de los que abiertamente lo agradecen, la deuda impagable que con ellos he acabado
contrayendo. Mi preocupación por la marcha del país es la de cualquier ciudadano con
conciencia de la importancia que tal condición lleva aparejada. Es también la de un
constitucionalista convencido de la peculiar naturaleza de su oficio: trabajo con la
Constitución porque creo en ella y en su importancia como norma reguladora del
funcionamiento del Estado. Y porque creo en el Estado democrático como instrumento de
garantía del imperio de la ley y de la libertad, la igualdad y la fraternidad. En mi caso se
añade una tercera condición a la de ciudadano y constitucionalista: la de quien ha tenido el
enorme e impagable privilegio de escribir en un periódico, varias veces por semana,
durante cerca de tres décadas. Este libro es el reflejo de convicciones y preocupaciones que
he expresado en él, año tras año, desde que en 1993 publiqué un primer artículo, al que
luego le seguirían varios miles. Aquí sí puedo y debo personalizar mi gratitud y dirigirla al
presidente de La Voz de Galicia, Santiago Rey Fernández-Latorre, gran periodista, ser
humano excepcional y amigo entrañable que me ha dado la oportunidad de aprender en la
mejor escuela que es posible imaginar: la que supone mantener durante dos décadas y
media una columna de opinión en un diario. Este libro es, en fin, y acabo ya, producto de la
estrecha colaboración entre un autor y su editora. Trabajo mano a mano desde hace más de
veinte años con Belén Urrutia en Alianza Editorial: tantos como los que llevo disfrutando
de su amistad, tan importante para mí, y beneficiándome de su profesionalidad,
sencillamente insuperable. Solo me queda, de nuevo last but not least, agradecer su ayuda a
mi mujer, Marga, la mejor consejera, la mejor compañera y la mejor amiga que cualquiera
pudiera desear. A ella, y a mis hijas, Carmen y Clara, ciudadanas del siglo XXI, van
dedicadas estas páginas.
Brandía, 22 de mayo de 2018

1 Tomo la cita de Pedro Laín Entralgo, La generación del 98 y el problema de


España, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (http://www.cervantesvirtual.com/obra-
visor/la-generacion-del-98-y-el-problema-de-espaa/html/dcd543b4-2dc6-11e2-b417-
000475f5bda5_5.html) (consultado en 2018).
2 Del consenso al desencanto se tituló un libro en el que los periodistas Bonifacio
de la Cuadra y Soledad Gallego Díaz trataron de levantar acta de ese tránsito en la España
que comenzaba a caminar en libertad (Madrid, Saltes, 1981).
3 Santos Juliá, «Echar al olvido. Memoria y amnistía en la transición», en Claves de
Razón Práctica, n.º 129 (2003), pp. 17-18.
4 Joaquín Leguina, Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de
derrotas, Madrid, Temas de Hoy, 2014, p. 27.
5 «Zapatero al descubierto», en Revista de Libros, de 5 de mayo de 2014 (puede
verse en https://www.revistadelibros.com/articulos/zapatero-al-descubierto) (consultado en
2018).
6 Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza, Madrid, Alianza Editorial,
2012 (hay una segunda edición actualizada de 2015).
7 Recuerde el lector que la expresión «atado y bien atado» fue pronunciada por el
dictador Francisco Franco («Todo está atado y bien atado») en el mensaje anual de
diciembre de 1969.
8 Manuel Castells, Ruptura. La crisis de la democracia liberal, Madrid, Alianza
Editorial, 2017, pp. 82 y 37, respectivamente (las cursivas del texto son mías).
9 Véase mi trabajo «Fuerzas emergentes y fuerzas tradicionales en la democracia
española», en Revista de Libros, de 15 de julio de 2015 (en
https://www.revistadelibros.com/discusion/fuerzas-emergentes-podemos-y-ciudadanos)
(consultado en 2018).
10 Insistí en ello en mi artículo «España, la democracia acomplejada», en La Voz de
Galicia, de 26 de marzo de 2017, del que tomo ahora un par de párrafos.
11 La frase fue pronunciada por el líder de Podemos, Pablo Iglesias, en la asamblea
de su organización celebrada en Vista Alegre el 18 de octubre de 2014.
12 He reconstruido, con sumo detalle, toda la primera parte de ese proceso en mi
libro El laberinto territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo catalán,
Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 264-418. A la segunda parte me refiero en el capítulo 9
de esta obra.
13 Santos Juliá, «Doblegar al Estado», en El País, de 16 de abril de 2018.
14 Antonio Muñoz Molina, «En Francoland», en el diario El País, de 13 de octubre
de 2017.
15 En línea con lo que aquí me propongo, destaca el libro de Benigno Pendás,
Democracias inquietas. Una defensa de la España constitucional, Oviedo, Ediciones
Nobel, 2015.
16 Voltaire, Cándido, Edaf, Madrid, 1972, pp. 32 y 148.
17 Puede verse al respecto la monumental obra, en cinco volúmenes, España siglo
XXI, editada por Salustiano del Campo y José Félix Tezanos (Madrid, Instituto de España,
Fundación Sistema y Biblioteca Nueva, 2008-2009), dedicados, respectivamente, a La
sociedad, La política, La economía, La ciencia y tecnología, y La literatura y bellas artes.
18 Xosé Luis Barreiro Rivas, La España evidente, Oviedo, Ediciones Nobel, 2014.
19 Rubén Amón, «Hispanofobia española», en diario El País, de 2 de noviembre de
2017.
20 Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Madrid, Aguilar, tomo I, p.
20.
21 Raymond Aron, Ensayo sobre las libertades, Madrid, Alianza Editorial, 2007, p.
191 (entrecomillados en el original).
22 Este trabajo se enmarca en el Proyecto de Investigación DER2015-71176-R,
financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad y la Agencia Estatal de
Investigación y cofinanciado por el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER)
correspondiente al marco financiero plurianual 2014-2020.
CAPÍTULO 1

1812-1931
¡VIVA LA CONSTITUCIÓN!
¡MUERA LA CONSTITUCIÓN!

De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque
termina mal.
JUAN GIL DE BIEDMA
Moralidades, 1966

El pozo y el péndulo es el título de un estremecedor relato de Edgar Allan Poe. Es


también la imagen que mejor resume la evolución del constitucionalismo español entre
1812 y 1936. En 1812 se aprobó nuestra primera Constitución. Los hechos de 1936 no son
menos conocidos: el levantamiento militar que marcó el principio del fin de la República
proclamada en 1931. Con su caída, la historia de las Españas constitucionales abierta con la
Pepa terminaba en un horror: una Guerra Civil y, tras ella, una larga dictadura. Hasta
entonces, y durante más de una centuria, el país vivió un constante avanzar y recular:
absolutistas y liberales, liberales templados y exaltados, moderados y progresistas,
conservadores y demócratas, republicanos y monárquicos, contrarrevolucionarios y
revolucionarios. El péndulo resulta, pues, bien patente en nuestra historia. Pero ¿y el pozo?
El pozo, negro y muy profundo, fue aquel en que la nación se iba a ir precipitando poco a
poco y, en ocasiones, mucho a mucho, a medida que la clase política se mostró incapaz de
asentar un régimen integrador de la pluralidad que hiciera frente a los grandes desafíos
nacionales. Hasta que la Constitución ahora vigente rompió una especie de maleficio de
largo recorrido, nuestra historia contemporánea fue, por eso, la de un país dando tumbos
entre el progreso y la reacción. Pero también la de la gradual construcción de un sistema
político y social donde el conflicto prevaleció sobre el acuerdo, la intransigencia sobre la
tolerancia y, en suma, la imposición sobre el consenso.
La política del péndulo

Como si hubiera sido escrita sobre aquella tela que Penélope tejía y destejía sin
cesar, nuestra historia constitucional, sobre todo durante los dos primeros tercios del siglo
XIX, será la de su inestabilidad. No se trata, es cierto, de un caso excepcional: Francia, sin
ir más lejos, mostrará una evolución muy similar, que puede encontrarse también en otras
naciones europeas a lo largo del siglo XIX23. Pero España constituirá, sin duda, un ejemplo
difícilmente superable24. Tras su aprobación en 1812, la Pepa fue abolida en 1814 por un
golpe de Estado absolutista y restaurada en 1820 después de una revolución. Vigente, a
trancas y barrancas, durante el Trienio Liberal, la Constitución fue derogada otra vez en
1823, pero un motín militar volvió a restaurarla en 1836, poniendo fin a la escasa vigencia
del Estatuto Real, carta otorgada que la reina gobernadora, apoyada por el liberalismo
moderado, había promulgado en 1834. Se convocaron entonces unas Cortes destinadas a
proceder a la modificación del texto gaditano, Cortes que alumbraron en realidad otro
sustancialmente diferente: el de 1837. Impulsado por el partido progresista, este había ya
renunciado para entonces a los principios revolucionarios gaditanos: el rey podría convocar,
suspender o disolver el parlamento, facultades que el texto de 1812 le prohibía
expresamente; su veto sobre las leyes será absoluto y no suspensivo, como en Cádiz; y en
las Cortes, por primera vez bicamerales, habría un Senado solo parcialmente representativo.
Pero ni con todo ello se dio por satisfecho el partido moderado. Tanto que cuando se hizo
con el poder aprobó su propia Constitución, la de 1845, que arrasó los restos que de la de
1812 conservaba la de 1837: los moderados establecieron la soberanía compartida de las
Cortes con el rey frente a la soberanía nacional y otorgaron al monarca tal abanico de
poderes que sobre él pivotará el funcionamiento del régimen político. Aunque los
progresistas volvieron a la carga en 1854, su intento de aprobar, tras la Bicalvarada, otra
Constitución (la «nonata» de 1856) se frustró con el retorno del partido moderado, que
reimplantó su ley fundamental. Los moderados gobernaron durante el período central del
siglo XIX (1844-1868) y utilizaron su poder para construir un régimen político muy
impermeable a las reformas políticas, sociales y económicas, construido al servicio de los
grupos sociales a los que el moderantismo defendía.
El péndulo cambió otra vez de lado cuando, tras la Revolución de 1868, se aprobó
el texto de 1869, ya tendencialmente democrático, pero tan desafortunado como sus
predecesores. La apertura del sistema a las fuerzas excluidas de él durante la larga etapa de
dominio moderado, facilitada por una Constitución que contenía una amplia declaración de
libertades y derechos, desembocó en una escalada de conflictos, en medio de los cuales
pereció incluso la nueva dinastía que, tras el exilio de Isabel II, encarnaría la corona. La
renuncia de Amadeo de Saboya trajo inevitablemente la República, que, proclamada en
1873, tuvo tan cortísima vigencia que no logró siquiera aprobar una ley fundamental: la que
hubiera sido la primera de naturaleza republicana y federal de nuestra historia se quedó en
proyecto, al ser restaurada en 1874 la monarquía borbónica por la fuerza de las armas. Su
Constitución, la de 1876, estuvo vigente más tiempo que ninguna de las que la habían
precedido, pues solo dejó de aplicarse después del golpe de Estado de Primo de Rivera en
1923. De este modo, mientras que entre 1808 y 1876 sufrió España dos intervenciones
militares extranjeras (la invasión napoleónica y la expedición realista de los Cien Mil Hijos
de San Luis), tres guerras civiles (las carlistas), una revolución liberal, una democrática y
otra cantonalista, una docena de pronunciamientos militares y la proclamación de una
República, durante el medio siglo transcurrido entre 1876 y 1923 la estabilidad relativa
dominó la vida nacional. Tal contraste, que habría de tener efectos económicos y sociales
de notable relevancia, no puede oscurecer, sin embargo, un hecho decisivo, que marcó la
suerte de la Restauración y, con ella, el futuro del país. Y es que mientras algunas
monarquías europeas, en línea con la británica, fueron parlamentarizándose o, cuando se
negaron a ello, transformándose en repúblicas, en España acabó por asentarse un
parlamentarismo invertido, donde era el poder ejecutivo nombrado por el rey el que hacía
un parlamento a su medida y no el gobierno el que surgía de las mayorías presentes en las
Cortes25. El monarca, apoyado en sus tres grandes aliados (la oligarquía económica, el
ejército y la Iglesia), conservó un amplio conjunto de poderes que lo convertían en la pieza
esencial de la forma de gobierno. El llamado turnismo —alternancia pacífica entre las
fuerzas políticas del régimen— logró funcionar, pero al precio de ir apartando a las fuerzas
contrarias al sistema y de no afrontar los auténticos problemas del país: el de la democracia,
el social, el colonial o el regional. Y todo asociado a un asfixiante caciquismo, a un
creciente militarismo y a la limitación de los derechos.
El régimen de la Restauración entró en crisis cuando la violencia vinculada a la
cuestión social, las crisis coloniales en el Caribe y Filipinas, primero, y en el norte de
África, con posterioridad, y el problema catalán combinaron sus efectos para convertir en
imposible su supervivencia. Derogado de facto por el golpe de Primo de Rivera, la Segunda
República barrió finalmente la vieja política monárquica. La Constitución republicana, la
más avanzada de la historia de España hasta la aprobación de la hoy vigente, fue la primera
de naturaleza democrática tras reconocer el derecho de voto a las mujeres y establecer, así,
un auténtico sufragio universal. A ello se añadieron una nueva organización de los poderes,
la separación de la Iglesia y el Estado, una extensa declaración de libertades y derechos
personales y sociales, la autonomía del poder local, la descentralización regional y la
creación de un Tribunal de Garantías Constitucionales para defender la ley fundamental.
Pero la inestabilidad del régimen republicano, asediado sin tregua por los extremismos de
izquierdas y derechas, dio alas a una actividad insurreccional que, fracasada en 1932 y
1934, se tradujo al fin en el levantamiento militar de 1936, pórtico de una terrible Guerra
Civil y del fin de la República. La larga y terrible dictadura que se instauró acabada la
contienda aisló a España de la Europa democrática hasta que en 1978 una nueva ley
fundamental puso fin a la política del péndulo, por virtud de la cual el ganador, sin
concesiones ni búsqueda de acuerdos, se imponía rotundamente al perdedor. Un principio
que excluía, en consecuencia, la posibilidad de que, mediante su reforma, las
Constituciones pudieran ir adaptándose al cambio de los tiempos26.
La política del trágala

La historia constitucional española contradice con toda claridad la ley de


conservación de la materia de Lomonósov-Lavoisier: «La materia ni se crea ni se destruye,
solo se transforma», en su formulación más conocida. Ciertamente, nuestra tradición
respecto de la reforma constitucional ha consistido en que no tenemos tradición27: las
Constituciones se creaban y destruían, pero jamás se transformaban. Desde 1836, año de la
segunda restauración del texto gaditano, no hemos estado faltos en España de
Constituciones, desde luego, pero sí de leyes que las hayan reformado. De modo paralelo a
lo acontecido en otros países europeos (Francia y Portugal28 y, en menor medida, Italia y
Alemania), esa ausencia ha guardado directa relación con el apuntado movimiento
pendular. La circunstancia de que casi ninguna de nuestras Constituciones haya sido
reformada se deriva de otra paralela: que, ante cambios políticos de envergadura suficiente
como para alumbrar una reforma, los vencedores derogaban la Constitución, aprobaban otra
y santas pascuas. Las mudanzas políticas de fondo no marcaban, por tanto, el inicio de un
proceso destinado a adaptar la Constitución a la nueva situación, un proceso de cambios en
la Constitución, sino de cambio de la vigente por otra más o menos diferente. Tal fenómeno
solo puede entenderse como el efecto final de una de las grandes diferencias entre nuestra
historia y la de algunos Estados del continente: Reino Unido, algunos países
centroeuropeos (Bélgica u Holanda) y los países nórdicos de forma señalada29. Me refiero
a la ausencia en España de un gran acuerdo, política y socialmente transversal, sobre los
principios esenciales y las reglas de juego características de cualquier sistema
constitucional.
En medio de la alternancia de Constituciones de signo diferente o, en su caso, de la
oposición entre períodos autoritarios y constitucionales, solo una ley fundamental, además
de la hoy vigente, fue objeto de reforma: la de 1845. La presunta modificación de la de
Cádiz en 1836 resultó en realidad, como ya se ha subrayado, algo muy distinto: la
redacción en 1837 de un texto enteramente nuevo. La reforma del texto moderado será, por
lo demás, completamente insólita, pues no se produjo como consecuencia de un acto
parlamentario constituyente sino por un real decreto del Gobierno: el 15 de septiembre de
1856 el ejecutivo aprobó un Acta Adicional a la Constitución. La Constitución de 1845 fue
modificada finalmente por las Cortes en 1857, aunque la trascendencia de tal cambio,
limitado a la composición del Senado, fue mucho menor que la del Acta Adicional. La
importancia de esa reforma no residirá, pues, en su contenido sino en que, dado el fracaso
del muy tardío intento de cambiar el texto de 193130, será la única reforma constitucional
de nuestra historia digna de tal nombre hasta que se produjeron las que, en 1992 y 201131,
afectaron a la Constitución ahora vigente.
La historia de España desde la aprobación del texto de 1812 no ha estado marcada,
en suma, por las reformas constitucionales sino por los cambios de Constitución, hecho que
resulta decisivo para entender nuestro pasado pero también nuestro presente. La política
constitucional no consistió, en los 168 años que se extienden entre 1808, cuando se produce
la primera quiebra del absolutismo, y 1976, cuando comienza la Transición, en la búsqueda
de un gran acuerdo entre vencedores y vencidos —lo fueran tras unas elecciones, un golpe
de Estado o una revolución—, sino en la imposición a los perdedores del texto
constitucional defendido por quienes resultaban victoriosos: eso es lo que conocemos como
el trágala32. Rompiendo con esa nefasta y estéril tradición —no solo española, por
supuesto, pero también, y muy fundamentalmente, española—, el texto de 1978 será el
primero que nacerá de un amplísimo consenso partidista, expresión de un sólido apoyo
popular.
La política oligárquica

Constituciones de partido que se aprueban, para luego, por espíritu de partido,


derogarse. Ausencia de reformas constitucionales. Ciertamente, como recién abierto el siglo
XX escribió el político y novelista Juan Valera, nuestra historia fue la de un continuo «tejer
y destejer»33. Ese movimiento del péndulo a la izquierda y a la derecha estuvo, sin
embargo, muy desequilibrado. Y es que por debajo del avance recurrente de las conquistas
del constitucionalismo y de sus sucesivos retrocesos fue consolidándose en España poco a
poco un Estado profundamente oligárquico y cerrado, muy poco inclusivo, difícil de
reformar y dominado por minorías sociales y políticas que gobernaban mirando mucho más
a sus intereses que a los generales del país. La oscilación del péndulo resultó, de hecho, tan
políticamente de-sigual que, durante la centuria y media transcurrida entre nuestra primera
Constitución y la hoy vigente, vivió España sesenta y dos años de negación radical del
constitucionalismo —los del sexenio absolutista (1814-1820), la década ominosa (1823-
1833) y las dictaduras militares de Franco y de Primo de Rivera— y sesenta y ocho de
constitucionalismo excluyente y oligárquico: los de vigencia de las Constituciones de 1845
y 1876. Frente a ellos, poco más de tres décadas de constitucionalismo progresista o
democrático bajo los textos de 1812, 1837, 1868 y 193134. Y todo, según ya se ha
señalado, en medio de cuatro guerras civiles —tres de ellas, las carlistas, en las que se
combatió en defensa del Estado liberal frente a la reacción absolutista (entre 1833-1840,
1846-1849 y 1872-1876)— que marcaron el desarrollo del tramo central del siglo XIX; y
otra, la de 1936-1939, que, con la derrota de la Segunda República y la instauración de una
larga dictadura, determinó el destino de la parte central del siglo XX.
Nuestra historia no se vio solo influida, por lo tanto, por la ausencia de grandes
acuerdos nacionales, sino también por el progresivo asentamiento de un sistema político
oligárquico notablemente diferente de los que, sobre todo a partir del tercer tercio del siglo
XIX, se establecieron en algunos significativos Estados europeos. Esa España, la de los
obstáculos tradicionales (la monarquía, el ejército y la Iglesia), será la de las
Constituciones de 1845 y 1876, vigentes durante setenta de los noventa años comprendidos
entre 1834 y 1923. Los instrumentos que la posibilitaron estaban también, aunque no solo,
en la Constitución: el poder del rey para convocar, suspender y disolver las Cortes y
designar a sus ministros y, cuando se consolidó la institución, al jefe de Gobierno, quien,
ayudado por el sufragio restringido y la corrupción electoral, controlaba, aunque no siempre
con éxito parejo, la formación del parlamento; la existencia, junto al Congreso, que no se
eligió por sufragio universal masculino hasta 1890, de un Senado total o parcialmente
aristocrático, que actuó como un muro frente a cualquier impulso de cambio del primero; la
falta de autonomía de ayuntamientos y diputaciones, meras instituciones delegadas del
gobierno y, por ello, instrumentos de centralización; la regulación restrictiva de los
derechos y libertades, ejercidos en precario, al quedar condicionados por las leyes que
limitaban su contenido y por su recurrente suspensión a través de la declaración del estado
de sitio, la ley marcial o la suspensión de garantías; o, en fin, la ya aludida limitación del
derecho de sufragio, que, junto con la corrupción electoral, la falta de libertad, el miedo y el
analfabetismo, además de dificultar la lucha contra la oligarquización de la vida política,
acabó impidiendo la emergencia de un sistema de partidos capaz de expresar la pluralidad
del país y favorecer el cambio dentro del régimen sin tener que recurrir a derrumbarlo para
alumbrar otro nuevo en su lugar.
Tan complejo panorama, descrito de un fogonazo impresionista, dominó con mayor
o menor intensidad la vida nacional durante la mayor parte del siglo XIX y las dos primeras
décadas del XX. El resto de este último será, claro está, mucho peor, al entrar en abierta
contradicción con la evolución de las más avanzadas democracias europeas. En efecto, pese
a que la política oligárquica marcó en distinto grado la situación nacional entre 1834 y
1923, el país vivió ininterrumpidamente esos noventa años bajo un régimen de tipo liberal.
Dos dictaduras —la de Primo Rivera y la de Franco— dominaron, en trágico contraste,
cincuenta de los setenta y siete años transcurridos entre 1923 y el final del siglo XX, hecho
que constituyó nuestra mayor anomalía. Con las únicas excepciones, ya apuntadas, de Gran
Bretaña, algunos pequeños Estados centroeuropeos (Bélgica y Holanda) y los países
nórdicos, que construyeron sin sobresaltos sus democracias a lo largo de la segunda mitad
del siglo XIX, la historia política española durante esa centuria (pendular, conflictiva y
oligárquica) no fue a la postre tan distinta de la de muchos de nuestros vecinos más
cercanos. La del siglo XX resultó, por el contrario, completamente diferente hasta que la
Constitución hoy vigente nos metió de lleno en la gran corriente del constitucionalismo
democrático.
La pesada herencia de las Españas constitucionales

No será, en todo caso, nuestro creciente aislamiento internacional —apartada


España tras el final de la Segunda Guerra Mundial del mundo político europeo al que por
geografía, historia y cultura pertenecía— el único efecto perverso del fracasado proceso de
construcción de la libertad iniciado a comienzos del siglo XIX. Cuando en 1978 retomamos
la senda constitucional, eran muchos los desafíos que el país tenía pendientes. Y ello hasta
el punto de que su final superación será la prueba palpable del éxito de la actual España
democrática, éxito que, contra toda evidencia, muchos niegan todavía con tanta rotundidad
como falta de razón.
Entre tales desafíos se situaba en primerísimo lugar la creación de un sistema
democrático35. Es decir, la consolidación de un gobierno emanado del pueblo, y para el
pueblo, sobre la base del sufragio universal. Para ello resultaba indispensable
parlamentarizar la monarquía heredada del franquismo. No puede considerarse, de hecho,
casual que las dos únicas experiencias de auténtico impulso democrático producidas desde
el asentamiento de nuestro régimen constitucional acabaran por ser republicanas: las
desarrolladas entre 1873-1874 y después de 1931. Pero el problema de la democracia se
concretaba también en las dificultades para construir un poder judicial independiente del
Gobierno, cuyas interferencias en la acción de la justicia fueron una constante, sin
excepciones, durante toda la historia política española36.
No menos importancia tenían en 1978 los problemas religioso y militar. El
religioso37 venía constituyendo un precipitado de las dos visiones de España que se
enfrentaron desde el estallido de la Revolución de 1808, por más que lo hicieran bajo
banderas diferentes: la liberal y la absolutista; la moderada y la progresista; la conservadora
y la republicano-federal; la autoritaria y la democrática. Aunque tales enfrentamientos, que
cubrieron todo nuestro período constitucional, giraron en torno a cuestiones de índole
diversa estuvieron siempre recorridos por el factor religioso, que actuó en general como un
cemento que soldaba las posiciones en conflicto. La toma de partido de la Iglesia durante la
Guerra Civil fue la manifestación más clara, y más trágica también, de ese fenómeno. La
dictadura franquista eliminó por consunción el problema religioso, al establecer un régimen
nacional-católico, donde Iglesia y Estado llegaron a confundirse por completo. El problema
militar no fue otro, por su parte, que el de la recurrente interferencia del ejército en el
desarrollo de la vida nacional, lo que convirtió a las fuerzas armadas en una especie de
estado dentro del Estado. También aquí el franquismo supuso la culminación de una
degeneración apuntada desde comienzos del siglo XIX, cuando el intervencionismo militar,
casi siempre en cómplice combinación con los civiles, a través de pronunciamientos,
revoluciones, contrarrevoluciones, golpes de Estado o rebeliones acabó por dar lugar a un
fenómeno considerado historiográficamente netamente español: el del pretorianismo. Junto
a ello, y a medida que avanzaba el siglo XIX, el ejército ganó una creciente autonomía
respecto de los órganos encargados de la dirección política estatal. Su decisivo papel, a
partir sobre todo de la Restauración, en el mantenimiento del orden público interior y la
privilegiada relación entre la Corona y el estamento militar —vínculo que colocaba el
ejército al margen del parlamento y el Gobierno— fueron quizá las dos manifestaciones
esenciales de un proceso que acabó por hacer del ejército la columna vertebral de la
monarquía constitucional y de su régimen político38.
La configuración de nuestro Estado oligárquico fue posible, entre otras cosas, por la
continuada ausencia de un sistema de libertades y derechos39. Es decir, de un sistema que,
en coherencia con el avance de los tiempos fuese ampliando los regulados constitucional o
legalmente y estableciendo las necesarias garantías para hacer efectivo su ejercicio. Lejos
de ello, los derechos y libertades vivieron a trancas y barrancas limitados por muy diversos
instrumentos: la ausencia de reconocimiento constitucional, el desarrollo legislativo
restrictivo de los previstos en la ley fundamental, la declaración de estados especiales o las
meras vías de hecho, sobre todo militares, que acababan por imposibilitar su práctica
efectiva. A todo ello contribuyó la naturaleza no normativa de la Constitución y la
inexistencia, tanto en España como en el resto de los países europeos, de instituciones
destinadas a proteger el contenido de la ley fundamental. Solo cuando durante el período de
entreguerras se crearon en Europa los primeros tribunales constitucionales40 y, entre ellos,
el Tribunal de Garantías Constitucionales de la Segunda República española, fue posible
limitar los muchos problemas nacidos de aquella ingenua confianza que ya había
denunciado, con una poderosísima metáfora, el gran político y filósofo Emmanuel-Joseph
Sieyès en el transcurso de la Revolución Francesa: que la estabilidad de una casa no podía
reposar sobre los hombros de quienes la habitaban. Del mismo modo no podía el efectivo
ejercicio de las libertades y derechos quedar en manos de un poder legislativo o de un
gobierno cuya supervivencia dependía muchas veces de que aquellos fueran restringidos o
anulados.
Por último, aunque no en último lugar, este sumarísimo balance del difícil legado de
problemas a los que la España de 1978 tuvo que enfrentarse no puede eludir el territorial41.
Un contencioso, es necesario subrayarlo, que no ha sido otro desde finales del siglo XIX
que el de satisfacer las reivindicaciones de los nacionalismos vasco y catalán. Es cierto que
España, al igual que otros muchos Estados europeos, se edificó como Estado nacional a
partir de una notable diversidad territorial. Y lo es también que esa obra ingente se hizo al
precio de negar, en ocasiones recurriendo a la violencia, tal diversidad en muchas de sus
manifestaciones lingüísticas, culturales, jurídicas, sociales o económicas. Pero siendo
ciertas ambas cosas no lo es menos que la exigencia, a partir de tal realidad, de poder
propio para algunos de los territorios españoles necesitó históricamente de la mediación
nacionalista. El nacionalismo fue el verdadero constructor tanto de las supuestas naciones
vasca y catalana como de sus reivindicaciones. No se trata de una peculiaridad española,
pues el fenómeno tiene carácter general. Los diferencialismos vasco y catalán, surgidos
como regionalismos en el último tercio del siglo XIX y transformados en nacionalismos a
lo largo del primer tercio del XX, aspiraron a cambiar la naturaleza territorial del Estado,
fuertemente centralizado, que se había ido construyendo desde que las Cortes de Cádiz
alumbraron el moderno concepto de nación. Y así, tras los intentos históricos fallidos de las
dos Repúblicas y de sus textos constitucionales (el proyecto federal de 1873 y la
Constitución integral de 1931), los españoles nos encontramos de nuevo en 1978 con uno
de los viejos desafíos que nos habían acompañado durante el tramo final de un viaje que
comienza en la Isla de León.
Cuando el 22 de julio se abrieron las Cortes constituyentes de 1977 el país había
recorrido un larguísimo camino desde que el 24 de septiembre de 1810 otras de igual
naturaleza, arrinconadas en uno de los pocos territorios libres del país, inauguraran sus
sesiones. Los muchos triunfos y descalabros, los constantes avances y retrocesos a lo largo
de esos ciento sesenta y ocho años de historia conflictiva permiten explicar la envergadura
de la titánica tarea que los herederos de la nación y del espíritu constitucional que habían
nacido en Cádiz tenían por delante.
23 Lo he analizado con detalle en mi libro La construcción de la libertad. Apuntes
para una historia del constitucionalismo europeo, Madrid, Alianza Editorial, 2012. Véase
ahora el epílogo.
24 Son numerosas las historias de nuestro constitucionalismo. Breve, aunque
excelente, es la de Jordi Tura y Eliseo Aja, Constituciones y periodos constituyentes en
España (1808-1936), Madrid, Siglo XXI, 12.ª edición, 1984. Mucho más extensa, la de
Francisco Fernández Segado, Las Constituciones históricas españolas, Madrid, Civitas,
1986.
25 Ángeles Lario, El Rey, piloto sin brújula. La Corona y el sistema político de la
Restauración (1875-1902), Madrid, Biblioteca Nueva, 1999. He analizado la
parlamentarización de las monarquías y su influencia en la evolución del
constitucionalismo europeo de la segunda mitad del siglo XIX en mi libro La construcción
de la libertad. Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo, pp. 200 y ss.
26 Las monografías sobre nuestras constituciones son numerosas. Bajo la dirección
de Miguel Artola, la editorial Iustel las ha publicado todas con excelentes estudios
introductorios: Miguel Artola, La Constitución de 1812 (2008), Juan Pro Ruiz, El Estatuto
Real y la Constitución de 1837 (2010), Benedicto Marcuello, La Constitución de 1845
(2007), Isabel Casanova Aguilar, Las Constituciones no promulgadas de 1856 y 1873
(2008), Manuel Pérez Ledesma, La Constitución de 1869 (2010), Joaquín Varela Suanzes,
La Constitución de 1876 (2009) y Santos Juliá, La Constitución de 1931 (2009).
27 Me he referido con detalle a la cuestión en mi trabajo «Reforma constitucional y
política de la Constitución», en Salustiano del Campo y José Félix Tezanos (dirs.), La
política, dentro de la obra colectiva editada por Manuel Jiménez de Parga y Fernando
Vallespín, España siglo XXI, vol. 2, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, pp. 309-342.
28 En Francia se adoptaron no menos de 15 textos constitucionales entre el de 1791
y el de la Quinta República. En Portugal, la sucesión de Constituciones fue menos
vertiginosa (1822, 1826, 1838, 1911, 1976) pero también indicativa de una política
constitucional marcada por la ausencia de consenso.
29 El Reino Unido constituye un supuesto peculiar, dada la ausencia de una
Constitución escrita. En cuanto a los restantes países, las Constituciones sueca de 1809,
noruega de 1814, holandesa de 1815, belga de 1831 y danesa de 1849, o bien están aún hoy
vigentes, tras haber sido modificadas en diversas ocasiones, o bien lo estuvieron durante
decenios.
30 Me he referido con detalle a ese intento, que tuvo lugar en el verano de 1935, en
mi libro El laberinto territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo
catalán, Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 159-164.
31 La reforma de 1992, exigida por el Tratado de Maastricht, afectó al artículo 13.2,
y permitió a los extranjeros de la UE ser candidatos en elecciones locales. La de 2011, fruto
también de exigencias comunitarias, introdujo en el artículo 135 obligaciones dirigidas a las
administraciones públicas con el fin de dar cumplimiento al principio de estabilidad
presupuestaria. La primera no planteó conflictos, mientras sí lo hizo la segunda. Me he
referido a ella en mi trabajo «La reforma de 2011: de las musas al teatro», en Claves de
Razón Práctica, n.º 216 (2011), pp. 8-19.
32 Hoy generalizado como antónimo de consenso, el término tuvo en sus orígenes
otro sentido. Según el Diccionario de la lengua española, el trágala era la «canción con que
los liberales españoles zaherían a los partidarios del gobierno absoluto durante el primer
tercio del siglo XIX».
33 Juan Valera, El Superhombre y otras novedades: artículos críticos sobre
producciones literarias de fines del siglo XIX y principios del XX, Madrid, Ricardo Fe,
1903.
34 El hecho fue subrayado hace ya años por Jordi Solé Tura y Eliseo Aja,
Constituciones y períodos constituyentes en España (1808-1936), cit., especialmente, pp.
118 y ss.
35 Una visión de conjunto en Raymond Carr, España, 1808-1975, Barcelona, Ariel,
1983. También, más recientes, los excelentes volúmenes de la Historia de España, dirigida
por Josep Fontana y Ramón Villares y publicada en Madrid por la editorial Crítica y
Marcial Pons: Josep Fontana, La época del liberalismo (2007); Ramón Villares y Javier
Moreno Luzón, Restauración y dictadura (2009), Julián Casanova, República y Guerra
Civil (2007); Borja de Riquer, La dictadura de Franco (2010); y Xosé Manuel Núñez
Seixas (coord.), España en democracia, 1975-2011 (2017).
36 Francisco Sosa Wagner, La independencia del juez, ¿una fábula?, Madrid, La
Esfera de los Libros, 2016, pp. 26-63.
37 Manuel Suárez Cortina, Entre cirios y garrotes: política y religión en la España
contemporánea, 1808-1936, Editorial de la Universidad de Cantabria, 2014. También el
libro editado por Carolyn P. Boid, Religión y política en la España contemporánea, Madrid,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.
38 La bibliografía sobre el problema militar es numerosa. Entre otras obras, las de
Eric Christiansen, Los orígenes del poder militar en España. 1808-1854, Madrid, Aguilar,
1974; Daniel R. Headrick, Ejército y política en España (1866-1898), Madrid, Tecnos,
1981; y Stanley G. Payne, Ejército y sociedad en la España liberal (1808-1936), Madrid,
Akal, 1983. Tiene gran interés, además, el excelente libro de Manuel Ballbé, Orden público
y militarismo en la España constitucional, 1808-1983, Madrid, Alianza Editorial, 1983.
Sobre los cambios que supuso la Constitución de 1978, mi libro La ordenación
constitucional de la defensa, Madrid, Tecnos, 1988, pp. 31-57.
39 Cubren la totalidad del período constitucional José Manuel Pérez-Prendes,
Santos Manuel Corona, Francisco Javier Ansuátegui Roig y Juan María Bilbao, Derechos y
libertades en la historia, Universidad de Valladolid, 2003. He analizado tal evolución en el
contexto del constitucionalismo europeo en mi libro La construcción de la libertad.
Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo, cit., pp. 139 y ss.
40 Pedro Cruz Villalón, La formación del sistema europeo de control de
constitucionalidad (1918-1939), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987. He
analizado ese proceso en mi libro La construcción de la libertad. Apuntes para una historia
del constitucionalismo europeo, cit., pp. 239 y ss.
41 Dado el gran número de estudios monográficos (por épocas o temas) recomiendo
cuatro ensayos generales de gran calidad: los de José Álvarez Junco, Mater dolorosa. La
idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001; Xosé Luis Barreiro Rivas, La
España evidente, Asturias, Ediciones Nobel, 2014; Luis González Antón, España y las
Españas, Madrid, Alianza Editorial, 1997; y Fernando García de Cortázar, España, entre la
idea y la rabia, Madrid, Alianza Editorial, 2018. También la Historia del Estado español,
de Enrique Orduña Rebollo, Madrid, Fundación Alfonso Martín Escudero y Marcial Pons,
2015. Tiene gran interés la obra colectiva editada por Mariano Esteban de Vega y María
Dolores de la Calle Velasco, Procesos de nacionalización en la España contemporánea,
Ediciones de la Universidad de Salamanca, 2010.
CAPÍTULO 2

1978:
EL ABRAZO DE LAS DOS ESPAÑAS

España, camisa blanca de mi esperanza,

reseca historia que nos abraza

con acercarse solo a mirarla,

paloma buscando cielos más estrellados

donde entendernos sin destrozarnos,

donde sentarnos y conversar.

ANA BELÉN Y
VÍCTOR MANUEL, 1984

Cuando el 6 de diciembre de 1978 se ratificó en referéndum una Constitución que


será conocida desde entonces por el año de su aprobación había transcurrido más de un
siglo y medio desde que en 1812 se aprobara la de Cádiz. Entre el texto que abrió el ciclo y
el que en 1978 lo cerró los españoles vieron con pesar, satisfacción o indiferencia cómo se
proclamaban, o declaraban abolidos, hasta un total de seis textos constitucionales: los de
1812, 1837, 1845, 1869, 1876 y 193142. Si a ellos se añaden el Estatuto Real de 1834 y los
proyectos que no llegaron a aprobarse (los de 1856 y 1873), la cifra sube a nueve. La
Constitución del 78, que hará, así, el número siete, o el 10, según se mire, será, finalmente,
fruto del consenso frente al trágala. Tal contraste resume el profundo cambio de
perspectiva que supone una norma que, tras romper con el pasado de un modo radical,
abrirá el más largo período de paz y libertad de nuestra historia. Un resultado que guardó
notable relación con el peso que tuvo en el proceso constituyente la memoria colectiva, el
vivo recuerdo del terrible pasado político español que quería superarse, sobre todo del más
cercano: el de la Guerra Civil y la dictadura. «La experiencia dramática de los años treinta»
resultó decisiva porque «enseñó a los actores políticos la conveniencia de evitar toda acción
obstructiva y todo abuso de poder a la hora de tomar decisiones fundamentales acerca de
las instituciones políticas»43. La voluntad de no volver a las andadas será, de hecho, un
elemento esencial para explicar el gran acuerdo que en 1978 se plasmó en la Constitución,
texto que no se basó, como tantas veces se ha dicho erróneamente, en el olvido sino en todo
lo contrario: en el recuerdo de la historia44, en la memoria viva de un pasado que de ningún
modo quería repetirse, precisamente porque estaba muy presente.
El pacto constitucional fue así la expresión final de un trabajoso —y trabajado—
consenso entre las fuerzas de la izquierda, la derecha y el nacionalismo que concluyeron un
gran acuerdo nacional. En 1978 se fundó un nuevo régimen político, pero también un nuevo
Estado basado en el respeto a la diversidad territorial. La Constitución se conformó, por
ello, como el acta fundacional de la moderna España constitucional, de su Estado social y
democrático de derecho, y de una organización territorial descentralizada que, andando el
tiempo, terminaría por ser claramente federal45. El texto de 1978 vino a ser, en una palabra,
el documento que ha garantizado, como ninguno antes en nuestra historia, la libertad, la
justicia, la igualdad, el pluralismo político, la diversidad territorial y la voluntad nacional de
desarrollo económico, social y cultural.
Pactada, sí, pero ruptura democrática

Aprobada tras una acelerada transición46 de apenas veinte meses, la Constitución


restauró el sistema democrático y devolvió al pueblo español la soberanía que durante
cuarenta años le había sido arrebatada. Elaborada cuando, con la única excepción de los
países comunistas, existían ya en toda Europa sistemas democráticos, el texto de 197847
será el primero en nuestra historia que no traducirá la voluntad de un bloque partidista sino
un gran acuerdo entre la inmensa mayoría de las fuerzas constituyentes. Su naturaleza
consensuada resultó la directa consecuencia del carácter negociado de la propia
Transición48. Por eso, lejos de la gran falsedad de la traición al pueblo por parte de las
fuerzas democráticas y de cualquier supuesto entreguismo político de la oposición a los
herederos del franquismo, será la política de crecientes acuerdos entre la primera y los
segundos la que explicará el éxito de un vasto proceso de cambio que, con bajísimos costes
humanos —excepción hecha de los derivados de la ya apuntada acción criminal de los
grupos terroristas—, logró estabilizar en un período muy breve un régimen político
plenamente democrático. En efecto, la Transición se negoció porque únicamente así su
éxito podía asegurarse. Dicho de otro modo, porque hacerlo era no solo inevitable sino la
mejor forma de garantizar el objetivo de los demócratas: un cambio radical. Aquella España
se caracterizaba por la mutua debilidad de las dos partes enfrentadas sobre el futuro del país
que, con proyectos muy distintos, pronto se vieron obligadas, primero, a reconocerse
mutuamente y luego a negociar. Es verdad, claro, que la debilidad de los herederos del
franquismo y la de la oposición se debían a motivos diferentes. La segunda emergía, con
gran dificultad, tras una larga dictadura que la había perseguido a sangre y fuego. Los
primeros estaban enfrentados entre sí, pues, cuando fallece el dictador, defendían
estrategias diferentes: unos, cerrados en banda a cualquier cambio, se dispusieron a evitarlo
con todos los medios a su alcance; otros, aun asumiendo que la dictadura no sobreviviría,
trataron de tomar la iniciativa con la finalidad de impulsar solo los cambios indispensables
para conseguir mantener lo esencial de su dominio; un tercer grupo, en fin, acabó por
convencerse de la necesidad de negociar con la oposición una salida pactada hacia una
democracia de perfiles todavía indefinidos que resultase admisible para quienes estaban en
condiciones de impedirlo: sobre todo las fuerzas armadas, controladas por un mando
identificado casi al cien por cien con el régimen que quería desmontarse.
Esas diferencias entre las familias del régimen, como eran entonces conocidas,
condicionaron la primera fase de la Transición, entre finales de 1975, cuando fallece el
dictador, y mediados de 1976, cuando Suárez fue nombrado presidente del Gobierno. A lo
largo de ese muy difícil medio año se produjo el triunfo de los sectores del franquismo
inclinados a abrir una transición que pudiese desembocar en un sistema democrático. En
ello influyeron tanto la apuesta del rey a favor del cambio como la capacidad movilizadora
de la oposición, que, aunque incapaz de imponer su ruptura democrática, probó estar en
condiciones de vetar los planes de los sectores continuistas de la élite franquista. La
debilidad relativa del franquismo reformista y de la oposición democrática se extendió más
allá de este primer período del cambio y, una vez se hubo cerrado, forzó a ambos a
continuar negociando, ahora ya abiertamente, tras situarse Suárez al frente del Gobierno.
Su nombramiento acabó abriendo un genuino proceso de transición hacia una
democracia digna de tal nombre. La gran complejidad de esa tarea, expresión del gravísimo
momento que España atravesaba, nacía de las extraordinarias dificultades a las que se
enfrentaba el flamante presidente, quien hubo de maniobrar en dos frentes diferentes.
Suárez debió neutralizar, primero, a los sectores más reaccionarios del franquismo, lo que
le exigió disimular sus verdaderos objetivos. Tras ello, tuvo que convencer a la oposición
democrática de su sincera voluntad de acabar con la dictadura. Tan fue así, que la
presidencia de Suárez en el año que transcurre entre su nombramiento y la convocatoria de
elecciones en junio de 1977 se desarrolló en dos etapas sucesivas, aunque ambas marcadas
por la dialéctica presión/negociación que determinó de principio a fin el juego de fuerzas
entre el reformismo franquista y los partidos democráticos. La primera etapa, de reforma, se
cerró con la adopción por las Cortes franquistas de la llamada octava ley fundamental,
aprobada tras duras pugnas y numerosas conspiraciones de salón. La Ley para la Reforma
Política impulsada por Suárez salió adelante en las Cortes a mediados de noviembre y
significó la primera gran victoria del presidente y de los que con él habían apostado por la
democratización. Ratificada en referéndum el 15 de diciembre, la norma instrumentaba el
proceso que, tras unas elecciones generales, debería conducir a la apertura de un período
constituyente de carácter democrático. Su contenido dejaba clara constancia de la voluntad
de superar el régimen franquista: se afirmaban así en la norma el Estado democrático, la
supremacía de la ley, la soberanía popular y la inviolabilidad de los derechos; se preveía la
elección por sufragio universal de un parlamento bicameral, salvo una quinta parte del
Senado, que sería nombrado por el rey; y se regulaban la iniciativa y la forma de
tramitación de la reforma constitucional que las futuras Cortes democráticas deberían
impulsar. A todo ello se añadía además, y por lo que pudiera suceder, una especie de
cláusula de seguridad por virtud de la cual se facultaba al rey para someter directamente al
pueblo una opción política de interés nacional, fuera o no de carácter constitucional.
Pese a la falta de libertad, la ratificación de la ley en referéndum confirió a la
gestión de Suárez cierta legitimidad, cerrando de algún modo el primer frente. Un
presidente, políticamente reforzado, retomó entonces el frente democrático mediante el
impulso de las negociaciones con la oposición, que, entre tanto, había creado diversos
organismos de carácter unitario con el objetivo de reforzar su estrategia combinada de
presión y compromiso: primero, la Plataforma de Convergencia Democrática y la Junta
Democrática, impulsadas respectivamente por el PSOE y el PCE; después, y tras la fusión
de ambas, la llamada Platajunta; y, ya al final, la Plataforma de Organizaciones
Democráticas (POD), en la que pasaron a agruparse la inmensa mayoría de las fuerzas
opositoras. En un contexto político y social de gran dificultad, marcado entre otros
fenómenos por una presión terrorista de una brutalidad sin precedentes, una gravísima crisis
económica y una recurrente amenaza golpista, las negociaciones fueron allanando los
obstáculos que dificultaban la celebración de unas elecciones democráticas y condujeron a
la apertura de una nueva etapa en el proceso de cambio, ya de clara ruptura, plasmada en la
adopción en la primera mitad de 1977 de aquellas medidas que la oposición consideraba
indispensables para la celebración de unas elecciones democráticas: la supresión, en enero,
del infausto Tribunal de Orden Público (TOP), encargado de la persecución de delitos
políticos; la legalización, en febrero, de gran parte de los partidos de la oposición, aun con
la significativa excepción del PCE; la ampliación, en marzo, de la amnistía concedida a
presos y exiliados y la aprobación de la normativa electoral; y, finalmente, el
reconocimiento, en abril, de las libertades de expresión y sindical y la supresión de la
Secretaría General del Movimiento, el partido único —ya un mero fantasma— del régimen
franquista. Cuando el día 9 de ese mes, con el país oficial paralizado por la Semana Santa,
el presidente del Gobierno, con la única complicidad de su círculo más fiel, decide legalizar
al PCE, la Transición no tenía ya punto de retorno. La ruptura democrática, pactada, sí, pero
ruptura sin ningún género de dudas, había triunfado49.
El éxito de la delicada dialéctica de acuerdos y presiones en que consistió la
Transición dio lugar muy pronto a su mitificación. Y así, poco después de haberse
culminado, esta fue presentada como un proceso cuyo brillante resultado final se había
escrito de antemano, lo que estaba muy lejos de ser cierto: la Transición fue, de hecho,
construyéndose a medida que avanzaba. Desarrollada, ciertamente, con una relativa
tranquilidad, la Transición se vio alterada no solo por la acción criminal del terrorismo, la
dura resistencia del franquismo más cerril y las recurrentes amenazas del golpismo sino
también por conflictos permanentes, más o menos graves, entre los actores políticos que la
protagonizaron, lo que determinó una permanente incertidumbre. Ni fue un camino de
rosas, ni sus protagonistas un conjunto de políticos angelicales desprovistos de intereses de
clase, de grupo o de partido. Pero al final logró imponerse la doble voluntad compartida por
una amplia mayoría: caminar hacia la democracia y hacerlo, además, de forma negociada.
De haberse intentado la Transición echando mano de una estrategia de confrontación a cara
de perro, habría terminado muy probablemente en un fracaso estrepitoso. Y ello en un país
—no se olvide— ya muy cansado de fracasos. Por eso resulta llamativo el revisionismo
políticamente interesado que sobre la Transición se instalará en España desde principios del
siglo XXI y muy especialmente desde el éxito electoral de las fuerzas que emergen en la
izquierda tras las elecciones europeas de 201450. Según la nueva verdad, mucho más vieja
en realidad de lo que suponen sus autores, ya que recupera las tesis mantenidas en la
Transición por la extrema izquierda antisistema, el cambio político no fue tal sino la
culminación de una traición al pueblo español, por virtud de la cual los partidos de la
izquierda (sobre todo el PSOE y el PCE) se habrían entregado a los intereses de los grupos
herederos del franquismo travestidos en fuerzas democráticas, lo que habría dado lugar a
una especie peculiar de dictadura con formas constitucionales. Los datos contradicen de un
modo radical tal versión deformada de los hechos y, por supuesto, ese delirio de que tras la
aprobación de la Constitución se habría establecido en nuestro país una democracia tutelada
o recortada. De todo ello se tratará pormenorizadamente en este libro.
Consenso político para una Constitución de todo el pueblo

Las elecciones democráticas de 1977 «ampliaron y renovaron la estrategia del


compromiso y del pactismo»51 al confirmar la evidente necesidad de mantener la política
de acuerdos que las había hecho posibles. Un hecho especialmente relevante a la vista de
que las Cortes en ellas elegidas iban a tener como misión primordial elaborar una
Constitución que fijase los principios del nuevo sistema democrático y las reglas del juego
que todos —ciudadanos, grupos sociales y poderes públicos— deberían respetar. Dicho de
otro modo: cualquier tentación que en tal coyuntura pudo producirse a favor de elaborar la
nueva ley fundamental con el tradicional criterio de todo para el ganador se vio frustrada
por la composición equilibrada de unas Cortes Constituyentes que, fruto de la ruptura
democrática pactada, deberían elaborar una Constitución de amplio consenso. La memoria
histórica —se ha dicho ya— presionaba hacia la rectificación de los errores más cercanos
(los cometidos durante la Segunda República), pero también los más lejanos: los de una
historia presidida por las aludidas políticas del péndulo y el trágala. Los resultados de los
comicios del 15 de junio de 197752 empujaron, con toda claridad, en la misma dirección, al
aparecer los electores divididos, casi por la mitad, entre la izquierda y la derecha, aunque,
por efecto del sistema electoral, esta última lograse una mayor representación
parlamentaria. UCD, el partido de Suárez, venció, pero, con casi el 35 % de los votos y 165
diputados, no alcanzó la mayoría absoluta en el Congreso. A cierta distancia, el PSOE
ocupó la segunda posición, con el 29 % de los sufragios y 118 diputados, a los que pronto
se sumarían los seis del PSP. La ventaja de las fuerzas situadas en posiciones moderadas de
izquierda y de derecha fue palpable sobre las que se situaban en sus extremos respectivos:
el PCE, que obtuvo 20 escaños, con algo más del 9 % de los votos, y AP, con 16 escaños,
traducción de algo más del 8 % de los sufragios. Junto a esos cuatro partidos nacionales,
sobre los que pivotó el proceso constituyente, el Congreso se completó con la
representación procedente de los dos únicos territorios que lograron colocar en él diputados
de adscripción nacionalista: el País Vasco (ocho escaños el PNV y uno EE) y Cataluña
(once escaños el PDC y uno ERC).
Fue ese Congreso, plural y equilibrado, el que asumió la delicada tarea de dotar a
España de una Constitución equiparable a las de los restantes Estados de la Europa
democrática. Con la ayuda de un Senado mucho menos plural, como consecuencia de su
forma de elección, el primer parlamento democrático que España elegía desde 1936 ejecutó
su misión con la prudencia, celeridad y sentido de la responsabilidad que las circunstancias
exigían, aunque con las tensiones y discrepancias que eran de esperar. También aquí la
visión idílica de un proceso constituyente sin conflictos resulta radicalmente contraria a la
verdad. Tal proceso fue, por lo demás, plenamente democrático, pues las Cortes rechazaron
la pretensión de que el anteproyecto sobre el que debían trabajar fuera elaborado, como
aconteció durante la Segunda República, por una comisión de expertos no parlamentaria.
Tres días después de la apertura solemne, el 22 de julio de 1977, del Congreso de los
Diputados y del Senado, la cámara baja nombró la comisión que redactaría el anteproyecto
de Constitución. Con la presencia de los partidos aludidos previamente, la comisión
expresaba con suma claridad la voluntad de consenso que dominaría todo el proceso
constituyente posterior: 17 diputados de UCD, 13 del PSOE, dos del PCE, dos de AP, uno
del PNV y otro del PDC. La comisión designó, de entre sus miembros, una ponencia de
siete diputados que acabarían por ser conocidos como los Padres de la Constitución, al ser
ellos quienes elaboraron su texto primigenio. El anteproyecto se publicó a comienzos de
197853, lo que marcó el inicio de un proceso parlamentario muy plural y participativo:
objeto de más de mil enmiendas en el Congreso, pasó de nuevo a la ponencia y, tras sus
trabajos, a la comisión y luego al pleno de la cámara, que a lo largo de los meses de junio y
julio debatió y modificó el texto de la futura ley fundamental.
Todo ese procedimiento, muy democrático y abierto, dentro y fuera de las Cortes —
pues, tras la entrada en ellas del proyecto, la opinión pública pudo seguir día a día sus
trabajos—, se reprodujo luego en el Senado. Aprobado en él a principios de octubre, se creó
entonces una comisión mixta de diputados y senadores que eliminó las diferencias entre el
texto que había adoptado cada cámara. La Constitución obtuvo finalmente un apoyo que
expresaba el gran acuerdo conseguido y sentaba una sólida base para su futura pervivencia:
votaron a favor 325 de los 350 diputados, frente a tan solo seis votos negativos (una parte
de AP y EE), 14 abstenciones (entre las que destacaron las del PNV) y cinco ausencias. En
el Senado el apoyo al texto fue igualmente abrumador: 226 votos a favor, cinco votos
negativos, ocho abstenciones y nueve ausencias. El cambio de perspectiva era
históricamente decisivo: la Constitución fue apoyada por el 94 % de los miembros del
Congreso y del Senado. La posterior ratificación en referéndum, el 6 de diciembre,
confirmó que la sociedad estaba del lado de sus instituciones. Con el sí del 88 % de los
votos válidos del cuerpo electoral y tras la sanción real, la primera Constitución de todos
los españoles a lo largo de su historia entraba en vigor el 29 de diciembre, cuando, además
de en la lengua común, el castellano, se publicaba en gallego, euskera y catalán.
Consenso: la realidad que tal palabra designaba fue la partera de la Constitución.
Consenso concebido como una voluntad (sustituir mayorías por acuerdos) y un objetivo:
que la Constitución no contuviese ninguna previsión inaceptable para las fuerzas que
participaban en el pacto. La Constitución no podía ser, como en el pasado, la de una parte
del país frente a la otra —la de los revolucionarios (1812), los moderados (1845), los
demócratas (1869), los conservadores (1876) o la coalición republicano-socialista (1931)—
sino la de todos, lo que significaba que los constituyentes renunciaran a obtener ventajas de
partido a costa de su texto. En un proceso constituyente que se desarrolló al principio bajo
un compromiso de confidencialidad, los acuerdos se pactaron en no pocas ocasiones
extramuros de la cámara, en negociaciones partidistas desarrolladas en secreto para eludir
las presiones cruzadas de todo tipo de las que los negociadores podían ser objeto54.
Además, lejos de cualquier visión beatífica de aquella compleja situación, ni el consenso
significó que todos los partidos convinieran en todo, pues las profundas discrepancias entre
la izquierda y la derecha marcaron la fase inicial de las negociaciones, ni se tradujo
tampoco en la adopción de un único sistema para no expulsar a nadie del pacto que trataba
de fraguarse.
He oído relatar a Alfonso Guerra, uno de los principales protagonistas de las
conversaciones a través de las que el consenso se fraguó, que aquel fue a la postre el
«catálogo de las renuncias» que los partidos debieron asumir para llegar a un texto
aceptable para todos. El consenso se vio facilitado por la ausencia de bloques ideológicos
compactos, al variar con frecuencia los alineamientos partidistas dependiendo de los
diversos temas objeto de debate. UCD desempeñó, además, un papel central, debido tanto a
su posición de mayoría minoritaria como a una ubicación ideológica que le permitía pactar
con la izquierda y con la derecha, por lo que gran parte de los acuerdos pivotaron sobre el
partido del Gobierno. Todo ello determinó que el procedimiento que los permitió no fuera
siempre coincidente, de forma que los partidos echaron mano de técnicas diferentes para su
consecución.
El consenso nació a veces de la introducción en el texto constitucional de
previsiones indispensables para algunas de las partes y más o menos aceptables para otras,
tal y como sucedió con el término nacionalidades del artículo 2.º55. Se derivó también de
la constitucionalización de principios complementarios con los que superar las
discrepancias: el artículo que proclama la no confesionalidad del Estado incluye la
obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de los
españoles y su obligación de mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y
las demás confesiones. El pacto sobre monarquía fue consecuencia de combinar las formas
del pasado, perceptibles en el listado de facultades que se atribuyen al monarca, y la
novedosa concepción de una jefatura del Estado plenamente democrática, donde el rey no
ejerce ningún poder en realidad. Para lograr el consenso también se recurrió en ocasiones a
lo que solemos denominar el do ut des o quid pro quo (yo te doy para que tú me des, algo
por algo): así, los partidos de izquierda aceptaron que la provincia fuera distrito electoral,
tal y como defendía la derecha con la intención de rebajar la proporcionalidad, a cambio de
que aquella fuera constitucionalizada para la elección del Congreso de los Diputados.
Hubo, en fin, no pocas ocasiones en las que, para no echar a nadie fuera, hubo de recurrirse
al expediente de dejar sin resolver los temas en la Constitución para que, luego, el
legislador optase por la interpretación más acorde con los valores de cada mayoría: por eso
al regularse el derecho a la vida quedó abierta la eventual despenalización parcial del
aborto; y por eso la regulación de la organización territorial no fijó un modelo de Estado
sino los procedimientos con arreglo a los cuales aquel podría establecerse.
La mejor Constitución de nuestra historia

Esa voluntad de concordia nacional, esa firme decisión de superar enfrentamientos,


dio lugar por primera vez en nuestra historia contemporánea a un orden constitucional que
iba a permitir asentar un régimen político del que no habíamos conseguido disfrutar hasta la
fecha. Un régimen marcado por el respeto a la Constitución y a la ley, por el abandono de
cualquier tentación de hacerse con el poder por vías diferentes a las nacidas de la voluntad
popular expresada en elecciones libres, limpias y competidas y por la progresiva
construcción de una cultura constitucional que entendía el pluralismo como un valor
fundamental y no como una perversión a limitar o eliminar. Una democracia, en fin, que
nada tenía que ver con el pasado, ni nada que envidiar, por ser de calidad comparable, a la
de los restantes países europeos que llevaban disfrutando de ella desde el final de la
Segunda Guerra Mundial.
Es verdad, por supuesto, que España hubo de enfrentarse en los primeros años de la
democracia a la actividad conspirativa de algunos sectores del ejército, cuya más grave
manifestación fue el frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, golpe que supuso,
paradójicamente, un eficaz antídoto contra cualquier futura actividad insurreccional por
parte de las fuerzas armadas. Es verdad que nos vimos forzados a convivir durante más de
medio siglo con la inadmisible acción del terrorismo etarra, que, además de provocar daños
inmensos y un terrible sufrimiento colectivo, sometió a la población española en general y a
la vasca en particular a un auténtico estado de excepción y obligó a docenas de miles de
personas a elegir entre exiliarse o vivir como prisioneras en su propia tierra56. Es verdad
que el desafío de los nacionalismos no ha dado tregua a la España federal, unida y solidaria
de la Constitución. Es verdad que sucesivos episodios de corrupción, ligada o no a la
financiación de los partidos, han generado un fenómeno de grave desafección, si no hacia la
democracia como sistema, sí hacia varias de las degeneraciones que aquella ha acabado por
producir en nuestro régimen político. Y es verdad, en fin, que el transcurso de los años
acabaría provocando una evidente fatiga de algunos de los materiales constitucionales con
los que fue construyéndose nuestro sistema democrático.
Pero siendo cierto todo lo apuntado lo es también que el sistema político nacido de
la Constitución de 1978 ha sido el único que ha creado un auténtico sistema de derechos y
libertades, muy extensos y excelentemente protegidos; que ha asentado un Estado no
confesional en el que están claramente separados las iglesias y el Estado; que ha
configurado el documento constitucional como la norma fundamental del ordenamiento
jurídico, al que todas las demás deben ajustarse; que ha hecho compatibles la democracia y
la Corona mediante la configuración de una monarquía parlamentaria en la que el rey
carece de cualquier poder político efectivo; que ha sometido al ejército al mando de un
gobierno responsable ante el parlamento y salido de él mediante el voto popular; y que ha
descentralizado el Estado mediante un sistema autonómico comparable al existente en
cualquier modelo federal. En los capítulos restantes de este libro tendré ocasión de
ocuparme de todo ello con detalle y de hacer un balance que pretendo sea equilibrado entre
lo que de nuestro sistema político parece razonable preservar y de lo que en él deberíamos
cambiar. La democracia actual ha sido, sin ningún género de dudas, la de más alta calidad
de nuestra historia. Y la España constitucional posterior a 1978, la mejor España que jamás
haya existido. Lo que no es solo mérito, pero es mérito también, sin duda, de la
Constitución. Y ello porque esa norma —la única de hecho que, por primera vez, hemos
podido disfrutar y no sufrir— fue la que recogió con más exactitud la naturaleza del país
real cuya vida política pretendía ordenar y regular.
Y con la democracia entramos en Europa

A la Constitución de 1978 o, si se prefiere, al Estado social y democrático de


derecho que esa norma prefigura, les cabe también un mérito de importancia extraordinaria:
haber hecho posible un anhelo nacional de largo alcance. Pues eso significó en su momento
la entrada en las entonces denominadas Comunidades Europeas, primer paso para la
definitiva integración política, cultural, económica y social de una España a la que el
régimen franquista había alejado de su espacio geográfico natural durante casi cuatro
décadas. El Gobierno de España había solicitado ya en 1962 la integración en la
Comunidad Económica Europea, petición que no tuvo otro palpable resultado que la firma
en 1970 de un «Acuerdo preferencial de España y la CEE» en materia arancelaria57. La
conciencia generalizada de que la ausencia de democracia impedía que la integración
pudiese producirse era paralela al convencimiento de que aquella facilitaría lo que la
dictadura terminó por impedir. No es por eso de extrañar que la Constitución incluyera una
norma de apertura, a la que el constituyente asignaba el objetivo de posibilitar el ya
entonces tan deseado como probable proceso de integración de nuestro país en las
Comunidades Europeas. Según ella, el parlamento español podría autorizar, mediante ley
orgánica, la celebración de tratados por los que se atribuyese a una organización o
institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución,
correspondiendo en tales supuestos a las Cortes o al Gobierno, según los casos, la garantía
de su cumplimiento y de las resoluciones emanadas de los organismos internacionales o
supranacionales titulares de la cesión. Fue sobre la base de tal norma como en 198558 (siete
años después de la entrada en vigor de la Constitución y ocho de la solicitud de adhesión
formulada por el Gobierno de Adolfo Suárez) se produjo la aprobación de la ley orgánica
de autorización para la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea (CEE), a
la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM) y a la Comunidad Europea del
Carbón y del Acero (CECA). Vendrían luego la ratificación del Acta Única Europea (1986),
del Tratado de la Unión Europea (1992), del Tratado de Ámsterdam (1998), del Tratado de
Niza (2001) y del Tratado de Lisboa (2008)59. Igualmente sobre la base de lo previsto en la
cláusula constitucional de apertura autorizaron las Cortes en el año 2000 la ratificación del
estatuto de la Corte Penal Internacional60. Mucho antes, en 1977, España se había
incorporado ya al Consejo de Europa, quedando, por tanto, sometido nuestro país a la
jurisdicción del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, encargado de
aplicar el importantísimo Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las
Libertades Fundamentales.
Todas esas normas fueron la estructura sobre la que acabó sosteniéndose la
construcción de un amplio sector de nuestro ordenamiento —el derecho comunitario—, que
es europeo pero también derecho interno, y cuya importancia ha sido creciente en las
esferas política, económica y social pese a los problemas nacionales y a los reveses
europeos que el proceso de integración ha venido experimentando en gran medida como
consecuencia de su ampliación en varias fases. Entre los problemas cabe destacar el
derivado de cómo deben articularse en nuestro sistema democrático las denominadas fases
ascendente y descendente del derecho de la Unión: la primera incluye todos los problemas
relacionados con la forma de garantizar la efectiva participación de las principales
instituciones políticas españolas creadoras de derecho (Cortes Generales y parlamentos
autonómicos, Gobierno del Estado y gobiernos de las Comunidades) en la formación de la
voluntad comunitaria; la segunda, la llamada fase descendente, hace referencia a las
dificultades para hacer efectivo en el ámbito interno el derecho comunitario a la vista tanto
de los posibles conflictos que pueden plantearse entre aquel y las normas nacionales,
estatales o autonómicas, como del hecho de que la aplicación del derecho europeo altere el
reparto competencial en que se basa nuestro Estado descentralizado.
Por lo que se refiere a los reveses del proceso integrador, el más trascendental fue
sin duda el fracaso de la denominada Constitución Europea, o, para ser más precisos, del
Tratado por el que establecía una Constitución para Europa61. Con un voluntarismo no por
bienintencionado menos evidente, el Consejo Europeo de diciembre de 2001, visto el hecho
de que la Unión atravesaba una coyuntura verdaderamente histórica, decidió convocar una
Convención sobre el futuro de Europa, de la que debería salir la referida Constitución. Su
breve historia fue la de un fiasco. La Convención consiguió elaborar un texto, adoptado por
amplio consenso en junio de 2003. Aprobado un año después por el Consejo Europeo, el
Tratado fue firmado en Roma, en octubre de 2004 por los jefes de Estado y de Gobierno de
los Estados de la Unión. Tras la adopción por amplísima mayoría, en enero de 2005, de una
resolución del Parlamento Europeo a favor de la ratificación del texto por los 25 Estados
signatarios, el rechazo en referéndum en dos de ellos (Francia, en mayo de 2005, y
Holanda, en junio del mismo año) echó por tierra el proyecto y sumió a Europa en una
profunda confusión que se complicaría por problemas de notable envergadura: entre otros,
la brutal crisis económica que comenzó en 2008, la crisis migratoria y, relacionada con
ambas, la aparición de fuertes movimientos antieuropeístas en algunos Estados de la UE
cuya consecuencia de mayor gravedad sería la decisión del Reino Unido de abandonarla,
adoptada en 2016 en referéndum62.
España fue el único Estado de la Unión que ratificó la Constitución europea en
referéndum: con una participación del 42 %, la apoyaron el 77 % de los votantes63. El
Acuerdo de Schengen, que nuestro país suscribió en 1991, iba a significar la creación
gradual de una Europa sin fronteras mediante la progresiva eliminación de los controles en
el espacio de la Unión. La adopción durante la Cumbre de Edimburgo de 1992 del Fondo
de Cohesión para proyectos de medio ambiente, infraestructuras de transporte y energía en
Estados con rentas inferiores al 90 % de la media de la Unión ayudó también a nuestro país,
beneficiario igualmente de los fondos estructurales, pieza clave en el desarrollo de nuestra
economía e infraestructuras.
En España se han celebrado desde su entrada en la CEE siete elecciones al
Parlamento Europeo, con una participación que ha oscilado entre un mínimo del 43 % y un
máximo del 68 %64. España ha desempeñado la presidencia de turno semestral del Consejo
en cuatro ocasiones: dos durante los Gobiernos de González (1989 y 1995), una durante la
presidencia de Aznar (2002) y una más durante la de Rodríguez Zapatero (2010). El
Parlamento Europeo, por su parte, ha sido presidido por políticos españoles en tres
ocasiones: Enrique Barón (1989-1992), José María Gil-Robles (1997-1999) y Josep Borrell
(2004-2007). Javier Solana fue, además, entre 1999 y 2009, el alto representante de la
Política Exterior y de Seguridad Común (PESC). En la Comisión Europea ha habido, en
fin, una notable presencia de representantes españoles desempeñando el puesto de
comisarios europeos: Marcelino Oreja, Pedro Solbes, Loyola de Palacio, Abel Matutes,
Manuel Marín, Joaquín Almunia y Miguel Arias Cañete.
En resumen, y esto es lo que, para acabar, creo decisivo destacar, la España
constitucional, fuera cual fuera su gobierno y la mayoría que lo sostuviera, ha mantenido,
desde el momento mismo de la firma del tratado de adhesión a la CEE, un firme
compromiso con el proceso de construcción europea, que ha convertido a nuestro país con
el paso de los años en uno de los más firmes pilares de la política integradora de la Unión.
Es verdad que ese camino de rosas, durante tantos años ansiado por quienes, con Ortega y
Gasset, pensaban que España era el problema y Europa la solución, sigue plagado de
espinas todavía. Nadie lo ha expresado mejor que Fernando Savater: «A finales de la
dictadura franquista el célebre apotegma de Ortega era dogma para muchos de quienes
entonces éramos jóvenes. Después nos ocurrió lo mismo que al irlandés que emigró a
América convencido de que allí las calles estaban pavimentadas en oro: cuando llegó,
descubrió que las calles no estaban pavimentadas en oro, que muchas no estaban
pavimentadas en absoluto y que tendría que pavimentarlas él. Europa aportó sin duda a la
incipiente España democrática decisivos apoyos económicos, sociales y políticos (la
relativa tranquilidad de la Transición y el fracaso de los amagos involucionistas, Tejero
incluido, fueron favorecidos sin duda por nuestra inclusión europea) pero paulatinamente
fuimos descubriendo que también significaba una tarea que imponía restricciones y
sacrificios»65. Pero ninguna de las dificultades específicas del proceso de construcción de
una Europa unida ni todas ellas en conjunto pueden hacernos perder la perspectiva de que
aquel ha sido desde luego el acontecimiento político, económico, social y cultural de mayor
importancia que ha tenido lugar en nuestro continente desde el final de la Segunda Guerra
Mundial66.
42 La política centrada en el cambio de la Constitución más que en la reforma de las
leyes llamó ya la atención de George Borrow, conocido por Don Jorgito el Inglés, quien
recorrió España entre 1836 y 1840 haciendo apostolado protestante por cuenta de la
Sociedad Bíblica Británica y reflejó su experiencia en un maravilloso libro de viajes, La
Biblia en España, que he manejado en la brillante traducción de Manuel Azaña (Madrid,
Alianza Editorial, 1987, ahora pp. 177 y ss.).
43 José María Maravall y Julián Santamaría, «Transición política y consolidación
de la democracia en España», en José Félix Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas
(eds.), La transición política española, Madrid, Sistema, 1989, pp. 205-206.
44 En ello insiste Paloma Aguilar Fernández: «A lo largo de toda la discusión
constitucional, especialmente en lo que respecta a asuntos especialmente controvertidos
como la forma de Estado o la estructura territorial del mismo, el fantasma de la Guerra
Civil y de la experiencia fallida republicana inundó, por momentos, las dos cámaras. El
mismo proceso constituyente en que se estaba inmerso evocaba, irremisiblemente, la
experiencia constituyente anterior», en Políticas de la memoria y memorias de la política.
El caso español en perspectiva comparada, Madrid, Alianza Editorial, 2008, p. 279.
45 Ronald Watts, Sistemas federales comparados, Madrid, Marcial Pons y
Ediciones Jurídicas y Sociales, 2006, p. 130. Y mi libro Los rostros del federalismo,
Madrid, Alianza Editorial, 2014.
46 Santos Juliá, Transición. Historia de una política española. 1937-2017,
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017.
47 Javier Pérez Royo, Curso de Derecho Constitucional, Madrid, Marcial Pons,
2016. Un primer acercamiento en mi Introducción a la Constitución de 1978, Madrid,
Alianza Editorial, 2015.
48 La bibliografía sobre la Transición ha ido creciendo con el tiempo. Siguen siendo
de consulta obligada José Félix Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas (eds.), La
transición política española, cit., y José María Maravall, La política de la transición. 1975-
1980, Madrid, Taurus, 1981. También la interesante obra colectiva Transición política y
consolidación democrática. España: 1975-1986, Madrid, Centro de Investigaciones
Sociológicas, 2002.
49 Tiene gran interés para el conocimiento de ese período crucial de nuestra historia
el libro de entrevistas con Adolfo Suárez de la periodista Victoria Prego, Adolfo Suárez. La
apuesta del Rey (1976-1981), Madrid, Unidad Editorial, 2002. También las excelentes
memorias de Leopoldo Calvo Sotelo, Memoria viva de la transición, Barcelona, Plaza &
Janés, 1990. Una excelente y minuciosa cronología de la Transición puede verse en Paloma
Román Marugán, «Cronología», en José Félix Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas
(eds.), La transición política española, cit., pp. 857-932.
50 Puede verse al respecto mi trabajo «España: partidos tradicionales y fuerzas
emergentes (entre la crisis política y la crisis económica)», en Diritto Pubblico Comparato
ed Europeo, n.º 3 (2015), pp. 761-798.
51 José María Maravall y Julián Santamaría, «Transición política y consolidación
de la democracia en España», en José Félix Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas
(eds.), La transición política española, cit., pp. 205-206.
52 José María Maravall, La política de la transición. 1975-1980, cit., pp. 54 y ss.
53 Boletín Oficial de las Cortes, de 5 de enero de 1978.
54 Véase el trabajo periodístico de Soledad Gallego y Bonifacio de la Cuadra sobre
la parte del proceso constituyente que se desarrolló sin luz ni taquígrafos, Crónica secreta
de la Constitución, Madrid, Tecnos, 1989.
55 El texto del artículo 2.º fue aprobado en el pleno del Congreso por 278 votos a
favor, 20 en contra (entre ellos, los 16 de AP) y 13 abstenciones (entre ellas, las del PNV),
buena prueba de que consenso no equivalía a unanimidad. Diario de Sesiones del Congreso
de los Diputados, sesión plenaria n.º 32, de 4 de julio de 1978. Constitución Española.
Trabajos Parlamentarios, Madrid, Cortes Generales, 1980, volumen II, p. 1924 y debate
pp. 1895-1924. Javier Corcuera, Política y derecho. La construcción de la autonomía
vasca, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, pp. 111-118.
56 Nada explica mejor las terribles consecuencias de la presencia de ETA que la
maravillosa novela de Fernando Aramburu, Patria, Barcelona, Tusquets, 2016. También el
impresionante documento de Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey,
Vidas rotas. Historia de los hombres, las mujeres y los niños víctimas de ETA, Madrid,
Espasa, 2010.
57 Véase Juan Carlos Pereira, Introducción al estudio de la política exterior de
España (siglos XIX y XX), Madrid, Akal, 1983, p. 191.
58 Ley orgánica 10/1985, de 2 de agosto, de autorización para la adhesión de
España a las Comunidades Europeas.
59 Respectivamente leyes orgánicas 4/1986, de 26 de noviembre; 10/1992, de 28 de
diciembre; 9/1998, de 16 de diciembre; 3/2001, de 6 de noviembre; y 1/2008, de 30 de
julio.
60 Ley orgánica 6/2000, de 4 de octubre.
61 Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, Unión Europea,
Bélgica, 2004. Al respecto, Pedro Cruz Villalón, La Constitución inédita. Estudios sobre la
constitucionalización de Europa, Madrid, Trotta, 2004, especialmente pp. 13-64.
62 Juan Fernando López Aguilar, La UE: suicidio o rescate. Del mito del rapto de
Europa a la tentación de la autodestrucción (Valencia, Tirant lo Blanch, 2013) y Europa:
Parlamento y derechos. Paisaje tras la gran recesión, Valencia, Tirant lo blanch, 2017.
63 El Tratado fue sometido a referéndum en Francia (45 % sí, 55 % no) y Holanda
(28 % sí, 62 % no) y ratificado parlamentariamente en los restantes Estados de la Unión,
salvo en República Checa, Dinamarca, Portugal, Reino Unido y Suecia.
64 Los porcentajes de participación fueron los siguientes: 1987 (68 %), 1989 (54
%), 1994 (59 %), 1999 (63 %), 2004 (45 %), 2009 (45 %) y 2014 (43 %).
65 Fernando Savater, «España es el problema, Europa la solución», en Claves de
Razón Práctica, n.º 232 (2014), p. 5, entrega en la que también se incluyen trabajos sobre
Europa de Paolo Flores d’Arcais, Hans Magnus Enzensberger, Enrique Moradiellos e
Ignacio Pérez Caldentey.
66 Romano Prodi, Una idea de Europa, Madrid, Alianza Editorial, 2000.
CAPÍTULO 3

LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD

La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre


desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
fundamento del orden político y de la paz social.
Artículo 10.1 de la Constitución de 1978

Los derechos, enunciados en el lema revolucionario de todos conocido (liberté,


egalité, fraternité), son la clave de arco del constitucionalismo desde el momento de su
misma aparición. El texto jurídico esencial de la Revolución Gloriosa inglesa fue una, aun
arcaica, declaración de derechos (Bill of Rights). Aconteció igual cien años más tarde,
durante la Revolución Francesa, que se abrió con la aprobación de la Déclaration des droits
de l’homme et du citoyen de 1789. En ella dejó la Asamblea Nacional clara constancia de la
íntima relación existente entre la Constitución, el reparto del poder y el respeto a los
derechos. «Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni
determinada la separación de los poderes, carece de Constitución». Poco antes, los
territorios americanos sublevados contra la Gran Bretaña colonial habían iniciado su
Revolución de Independencia con otra declaración de derechos memorable: la del buen
pueblo de Virginia67.
Tales evidencias exigen en todo caso no dejarse engañar por la siempre acechante
trampa de los anacronismos. Los derechos y libertades reconocidos con más o menos
amplitud por las primeras Constituciones liberales supusieron, sin duda, un paso de gigante
respecto de la situación de las monarquías absolutas, que desconocían la idea de derecho y
el concepto de libertad en el sentido moderno de ambos términos. Es lo cierto, sin embargo,
que tanto las Constituciones del liberalismo revolucionario (las francesas de 1791, 1793 o
1795, la española de 1812 o la portuguesa de 1822) como, en mucha mayor medida, las
que, ya derrotado Bonaparte, implantaron en Europa el sistema oligárquico de las
monarquías limitadas, estaban muy lejos de entender los derechos y libertades tal y como se
irían implantando, poco a poco, tras las grandes luchas que en su favor se produjeron en los
cien años transcurridos entre el Congreso de Viena y la Gran Guerra (1814-1914)68. La
historia del constitucionalismo será, por eso, en grandísima medida, la del cumplimiento
del que nuestra Constitución fijó en 1978 como uno de sus grandes objetivos: promover las
condiciones para que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se
integran sean reales y efectivas, remover los obstáculos que impiden o dificultan su
plenitud y facilitar la participación de todos en la vida política, económica, cultural y social.
Podría decirse que ese tránsito, complejo siempre, violento en ocasiones, jamás
lineal sino quebrado, fue el que transformó en Europa y, más en general, en Occidente, el
originario Estado de derecho (el rule of law de los británicos) en un Estado de derechos. Es
decir, en uno —y vuelvo a nuestra Constitución— en el que la dignidad de la persona, los
derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto
a la ley y a los derechos de los demás sean el fundamento del orden político y de la paz
social. Es difícil expresarlo con más concisión y brillantez. En este capítulo abordaré la
cuestión de los derechos desde la reflexión que cabe derivar de los preceptos que acabo de
citar. Me referiré en primer lugar a los que recoge nuestra Constitución, la más completa a
ese respecto de todas las aprobadas en España, como no podía ser de otra manera teniendo
en cuenta el pasado inmediato que quería superarse (una férrea dictadura) y el momento en
que la de 1978 se aprobó: a finales del siglo XX, medio siglo o un siglo y medio después de
adoptarse la mayor parte de las Constituciones entonces vigentes en Europa. Unos derechos
y libertades protegidos, además, por el más sólido sistema de garantías con el que ha
contado nuestro país a lo largo de su historia. Analizaré luego cómo se han concretado los
derechos constitucionalmente proclamados, labor que ha correspondido sobre todo al
legislador, pero también al Tribunal Constitucional, que ha desempeñado a ese respecto un
papel muy destacado. Y terminaré aportando datos que demuestran que la historia de los
derechos en la España constitucional que en este libro se vindica no es solo la de su
proclamación y posterior regulación sino también la de las políticas públicas que han
servido para hacerlos reales y efectivos como nunca antes había sucedido.
Una Constitución, tres generaciones de derechos

En medio de un vendaval de problemas y conflictos, nuestros constituyentes


contaron con algunas ayudas en materia de derechos, entre ellas la experiencia del
constitucionalismo europeo de posguerra, que recuperaba, a su vez, aportaciones de las
Constituciones más avanzadas de entreguerras: las de Finlandia, Checoslovaquia,
Alemania, Austria, Polonia, aprobadas entre 1919 y 1921, y, cerrando el ciclo, la española
de 193169. Un período durante el cual se había producido en la esfera de los derechos y
libertades un avance sustancial, que luego se frustró por el auge de los autoritarismos. Los
enunciados en la Constitución de 1978 pueden encuadrarse en aquellas tres generaciones a
las que se refirió el jurista checo Karel Vas˘ák un año después de aprobarse nuestra ley
fundamental70 (los derechos de libertad, los sociales y económicos y los de solidaridad),
generaciones que se corresponderían con las categorías revolucionarias de la libertad, la
igualdad y la fraternidad. Más allá de los peligros evidentes que pueden derivarse de una
agrupación que tiende inevitablemente a simplificar lo que es complejo, la utilidad de la
distinción de Vas˘ák reside en que ayuda a comprender la evolución histórica en un ámbito
complejo.
El título I de la Constitución, regulador de los derechos y deberes fundamentales,
sitúa en su frontispicio el principio de igualdad, que fija límites a la acción de unos poderes
públicos que en su actuación no pueden vulnerarla, pero que les impone también cargas,
dado que deben promover las condiciones para hacer efectiva la igualdad y remover los
obstáculos que la dificulten. Pero la igualdad se configura, además, como el derecho de los
españoles a no ser discriminados: «Lo que prohíbe el principio de igualdad jurídica es la
discriminación, como declara de forma expresa el artículo 14 de la Constitución, es decir,
que la desigualdad del tratamiento legal sea injustificada por no ser razonable». Siguiendo
tal doctrina, que nuestro Tribunal Constitucional estableció desde muy pronto71, el
profesor Javier Pérez Royo ha apuntado con acierto que en realidad la igualdad no garantiza
nuestro derecho a ser iguales, cosa que no somos, obviamente, por numerosas
circunstancias, sino nuestro derecho a ser diferentes sin sufrir por ello discriminación de
ningún tipo: «La razón de ser de la igualdad constitucional es el derecho a la diferencia. No
que todos los individuos sean iguales, sino que cada uno tenga derecho a ser diferente. Aquí
es donde está el secreto de la proclamación constitucional de la igualdad»72.
Los derechos de libertad que se contienen en la Constitución, caracterizados por que
su efectividad se garantiza evitando toda intervención injustificada de los poderes públicos
en la esfera de autonomía de los particulares, expresan las referidas diferencias entre sus
potenciales titulares, diversidad que los derechos que ahora mencionaremos deben proteger.
Ese es, precisamente, el sentido de la libertad ideológica y religiosa, de las libertades de
expresión e información, de los derechos de reunión, manifestación y asociación, de la
libertad de enseñanza, del derecho de participación, del derecho de petición o de la libertad
de sindicación, derechos y libertades a través de los cuales manifiestan sus titulares su
diversidad irreductible. Y ese es el caso también de otros derechos que protegen nuestra
individualidad como personas: el que todos tenemos a la vida y a la integridad física y
moral; a la libertad personal, que para serlo de verdad debe ir acompañada de la seguridad y
sus diversas garantías; el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen, a la
inviolabilidad del domicilio y al secreto de las comunicaciones; las libertades de residencia
y circulación; el derecho al matrimonio; el derecho a la propiedad privada y a la herencia;
el derecho de fundación y la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado.
Los derechos económicos y sociales, o de segunda generación, corresponden a una
fase posterior de la lucha por su consecución y se caracterizan por todo lo contrario que los
citados previamente: porque su efectividad no depende de la inacción de los poderes
públicos sino de su positivo compromiso con la consecución real de los derechos, es decir,
con la efectiva transformación de los enunciados jurídicos de la Constitución en políticas
públicas destinadas a darles eficacia. Nuestra ley fundamental formula los incluidos dentro
de este grupo en unas ocasiones como auténticos derechos y en otras como principios
rectores de la política social y económica. Están entre los primeros el derecho a la
educación, cuya efectividad ha exigido históricamente la existencia de un amplio y bien
organizado sistema educativo, en su mayoría mantenido con fondos públicos, capaz de
asegurar la prestación del derecho mediante un servicio público de naturaleza universal. El
derecho al trabajo es enunciado también por la Constitución como un deber. Dentro del
grupo de los derechos laborales nuestra ley fundamental incluye el de hacer huelga, que,
aunque es sin duda un derecho de libertad, presenta un indudable carácter económico y
social. Directamente relacionado con el derecho a la huelga se incluye el de los trabajadores
y empresarios a adoptar medidas de conflicto colectivo, así como el derecho a la
negociación colectiva. El derecho a la tutela judicial efectiva entronca también, igual que el
de huelga, con los de libertad, como lo demuestra el hecho de que fuera recogido, con
fórmulas diferentes, en los primeros textos constitucionales de la historia, aunque, al igual
que el derecho a la educación, solo puede hacerse efectivo a través de un sólido sistema
judicial, sistema que, al prestar un servicio público esencial para la comunidad, da a la
tutela judicial una neta dimensión prestacional.
La Constitución recoge, finalmente, como rectores de la política social y económica,
un amplio conjunto de principios que se enuncian bien como derechos, bien como
compromisos de los poderes públicos para la consecución de determinados objetivos
sociales o económicos relacionados con lo que podríamos denominar genéricamente el
impulso hacia la igualdad que está en la base de las democracias avanzadas. A diferencia de
los derechos propiamente dichos, los principios rectores de la política social y económica se
caracterizan por su menor grado de protección y garantía. Entre los relativos a la
orientación de la política económica se encuentran la redistribución de la renta personal y
regional de un modo más equitativo, la persecución del pleno empleo, el mantenimiento de
un régimen público de Seguridad Social y la defensa de los consumidores y usuarios.
Vinculados al fomento de las políticas de asistencia y previsión social aparecen la
protección a la familia y a la infancia, la garantía de prestaciones sociales en caso de
necesidad y especialmente de desempleo, la protección de la salud y el fomento de la
educación sanitaria y la educación física y el deporte, la protección del medio ambiente, el
fomento de la utilización racional de los recursos naturales, la promoción del derecho de
todos a disfrutar una vivienda digna, el impulso a la participación de los jóvenes, la
atención a los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, la suficiencia económica de la
tercera edad mediante el establecimiento de un sistema de pensiones adecuadas y la defensa
de los consumidores y usuarios. El impulso y difusión de la cultura se pone en directa
relación con el acceso de todos a la cultura y la promoción de la ciencia y la investigación,
la conservación del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de
los bienes que lo integran. Finalmente para la protección del mundo del trabajo se refiere la
Constitución al fomento de la formación profesional y la seguridad e higiene, a la
limitación de la jornada laboral y a las vacaciones periódicas y retribuidas, a la salvaguardia
de los derechos económicos y sociales de los trabajadores españoles en el extranjero y al
fomento de su retorno.
Tan completa en la enunciación de derechos y libertades, la ley fundamental apenas
menciona los deberes. Pues, más allá del deber genérico de respetar los derechos de los
demás y de algunos otros recogidos a lo largo de su articulado (conocer el castellano,
conservar el medio ambiente o cumplir las sentencias judiciales, además del de trabajar, ya
mencionado), cuando el constituyente entra a concretar los deberes específicos de los
españoles se refiere solo a dos, aunque ambos de notabilísima importancia: defender a
España y contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. El cumplimiento del primero,
que se enuncia también como derecho, se exigió a los españoles varones desde que la
Constitución de Cádiz instauró en 1812 el servicio militar obligatorio73 hasta que aquel fue
suspendido en 200374, lo que dejó sin objeto la normativa reguladora de la objeción de
conciencia al servicio militar. El deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos,
que deberá ajustarse a la capacidad económica de los contribuyentes, se hace efectivo
mediante el establecimiento de un sistema tributario justo, inspirado en los principios de
igualdad y progresividad, que en ningún caso podrá ser confiscatorio. Este deber, base
esencial para el sostenimiento de cualquier Estado social, se ha traducido en España a lo
largo del período democrático en la verdadera construcción de un denso y complejo sistema
impositivo que constituye la fuente primordial de recursos con los que el Estado puede
hacer frente a sus múltiples funciones: desde la garantía de la libertad y la seguridad hasta
el mantenimiento de amplios programas de gasto social, pasando por la construcción de
infraestructuras y el mantenimiento de servicios básicos para la vida política, el desarrollo
económico, el progreso social y el avance cultural. Los impuestos son, de hecho, un
instrumento civilizatorio indispensable para la garantía y promoción de la libertad, la
igualdad y la fraternidad.
Termino ya este análisis del gran avance que la Constitución ha supuesto en materia
de derechos y libertades con una breve referencia a los medios previstos para su efectiva
protección, también incomparables, por su eficacia y amplitud, a los vigentes durante toda
nuestra historia. Breve, porque para la finalidad que se persigue en este ensayo basta con
apuntar que el texto de 1978 contiene, por un lado, un amplio conjunto de instrumentos
para garantizar la integridad de los derechos y limita, por el otro, de forma muy estricta la
posibilidad de suspenderlos en circunstancias de excepción. Los instrumentos de garantía
son, sin duda, numerosos y han demostrado su eficacia indiscutible: la reserva de ley por
virtud de la cual se exige que el régimen jurídico de los derechos sea establecido por las
Cortes Generales; la necesidad de que estas respeten lo que la propia Constitución
denomina el «contenido esencial de los derechos», que hace que sean reconocibles y no
queden desnaturalizados por su regulación; la eficacia directa de la Constitución, por virtud
de la cual los derechos y libertades son directamente alegables ante los tribunales, eficacia
de la que, se ha dicho ya, quedan excluidos los principios rectores de la política social y
económica, solo alegables ante los tribunales ordinarios según lo que disponga la ley que
los desarrolle; la rigidez de la Constitución, es decir, la imposibilidad de reformarla sin
seguir el procedimiento más gravoso (más rígido) que en ella se establece: mayorías
cualificadas y, en su caso, aprobación por dos legislaturas sucesivas de las Cortes y
ratificación en referéndum; el control de constitucionalidad de las leyes que, llevado a cabo
por el Tribunal Constitucional, dota de verdadero contenido a la referida rigidez, pues una
ley inconstitucional no es a la postre más que aquella que modifica la Constitución sin
seguir los procedimientos que en ella se prevén para llevar a cabo su reforma; los recursos
de amparo judicial y constitucional, destinados específicamente a la protección
jurisdiccional de los derechos; y, en fin, el Defensor del Pueblo, un alto comisionado de las
Cortes Generales para la defensa de las libertades y derechos, que ha encontrado además
una figura afín en muchas de las regiones españolas.
Nuestro derecho de excepción es también extraordinariamente garantista. Aunque
más adelante habré de retomar esta cuestión al referirme a la defensa de la Constitución
democrática, me limitaré ahora a insistir en las grandes restricciones del marco
constitucional regulador de los estados excepcionales, con el que el constituyente pretendió
poner fin a una práctica histórica nefasta: que, hubiese o no previsiones constitucionales al
respecto, tales estados fueran declarados directamente por el mando militar. No es por ello
de extrañar que la Constitución haya dejado en la materia cerradas las dos cuestiones
esenciales que definen cualquier situación excepcional: quién puede declararla y cuáles
serán sus consecuencias.
En relación con lo primero, se establece en la ley fundamental el principio de la
primacía del Congreso. El estado de alarma podrá declararlo el Gobierno sin previa
autorización del parlamento, pero queda, en todo caso, estrictamente limitado: porque su
duración no podrá exceder de quince días; porque el Gobierno deberá dar cuenta de la
declaración al Congreso, que se reunirá de inmediato a tal efecto; porque sin la autorización
del propio Congreso no podrá procederse a prorrogarlo; y, en fin, porque el decreto de
declaración deberá determinar el ámbito territorial al que se extienden sus efectos. El de
excepción será también declarado por el Gobierno, aunque, ahora, solo tras la previa
autorización del Congreso, que deberá determinar expresamente sus efectos, su ámbito
territorial y su duración: esta no podrá exceder de treinta días, prorrogables por otro plazo
igual, con los mismos requisitos. Al de sitio, aún más restrictivo, habré de referirme en su
momento. En segundo lugar, y por lo que se refiere a las consecuencias de los estados
excepcionales, la Constitución determina que solo podrán suspenderse los derechos
previstos de antemano en cada caso y en ningún supuesto los demás: ahí reside la garantía.
Por si todo ello no fuera suficiente, la Constitución fija también un sistema destinado a
asegurar el normal funcionamiento de los poderes del Estado durante los períodos de
vigencia de los estados referidos75.
Su regulación está, además, directamente relacionada con la suspensión general de
los derechos y libertades prevista en la Constitución76. Y es que los derechos que pueden
suspenderse —exclusivamente los especificados en el artículo 55.1— podrán serlo solo
cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio. A la postre el mayor
éxito de las previsiones constitucionales respecto de los estados excepcionales reside en una
circunstancia que no puede dejar de subrayarse: que nunca, salvo en un caso de importancia
menor77,se han puesto en vigor desde la aprobación de la Constitución, lo que jamás había
sucedido en ninguno de los períodos anteriores de la historia de España. Algo que no deja
de ser muy llamativo en un país que tuvo que combatir durante más de medio siglo un
terrible movimiento terrorista. La situación fue, de hecho, diferente en lo que atañe a la
suspensión individual de garantías, prevista en el artículo 55.2, precisamente en relación
con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos
terroristas. En tal esfera sí se aprobaron varias leyes78 destinadas a fortalecer la lucha
antiterrorista, sobre todo contra ETA, que dieron lugar al establecimiento de un régimen
jurídico particular en relación con tres derechos (período de duración máxima de la
detención preventiva, inviolabilidad del domicilio y secreto de las comunicaciones) para las
personas acusadas de delitos relacionados con actividades terroristas.
Los derechos: de su naturaleza a su principio

En Del espíritu de las leyes distingue Montesquieu la naturaleza y el principio del


gobierno: «La diferencia —afirma el filósofo francés— entre la naturaleza del gobierno y
su principio es la siguiente: la naturaleza es lo que le hace ser tal; el principio, lo que le
hace actuar; la naturaleza es su estructura particular; el principio, las pasiones humanas que
lo ponen en movimiento»79. Tal distinción nos será ahora de gran utilidad para observar el
desarrollo de los derechos. Es decir, su transformación desde su configuración
constitucional (que los hace ser tales) hasta la concreción legislativa y jurisprudencial que
los ha convertido en principio, tras haber pasado por el filtro de «las pasiones humanas que
los ponen en movimiento»: la acción del legislador, intérprete ordinario de la Constitución,
y, en su caso, la del Tribunal Constitucional, intérprete supremo, pero excepcional, en su
actuación. Para analizar tal transformación me centraré solo en algunos de los derechos
contenidos en la Constitución por dos razones esenciales: porque extender a todos el
análisis exigiría disponer de un espacio que excedería con mucho el de esta obra; y,
además, y quizá principalmente, porque tal exhaustividad resulta innecesaria para lograr el
objetivo que persigo: poner de relieve el inmenso avance de los derechos en la España
constitucional80.
1. Comenzaré por los derechos que aseguran una esfera de autonomía consustancial
a la personalidad. Tenemos esos derechos porque somos hoy esos derechos, tras un largo
proceso de evolución de las mentalidades. El derecho a la vida y a la integridad física y
moral lleva aparejada la prohibición de las torturas y las penas o tratos inhumanos o
degradantes y la abolición de la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes
penales militares para tiempos de guerra. Tal enunciación constitucional deja abiertos, sin
embargo, los límites del derecho a la vida en su comienzo y su final, es decir, la cuestión
del aborto y la eutanasia. La última no está regulada en nuestro ordenamiento, que sigue
considerando delictivas varias formas de participación en el suicidio ajeno. En cuanto al
aborto, la decisión favorable a su despenalización parcial fue adoptada por las Cortes en
1985 y considerada conforme a la ley fundamental por el Tribunal Constitucional en una
sentencia del mismo año. La regulación del aborto se modificó posteriormente en 2010,
sustituyéndose el sistema de índices por el de plazos. Debe destacarse que el legislador
abolió la pena de muerte en tiempo de guerra por una ley de 1995, abriendo así la primera
etapa de nuestra historia en la que la pena capital está abolida sin excepciones81.
La libertad ideológica, religiosa y de culto, que corresponde tanto a los individuos
como a las comunidades, sin más limitaciones, en sus manifestaciones, que las necesarias
para el mantenimiento del orden público protegido por la ley, lleva aparejado un derecho —
no ser obligados a declarar sobre nuestras creencias, ideología o religión— y un principio
esencial en un Estado democrático: su no confesionalidad, por virtud de la cual ninguna
confesión tendrá carácter estatal. El constituyente estableció, en todo caso, que los poderes
públicos deberían tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad y mantener, en
consecuencia, las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las
demás confesiones. Se reconocía así la realidad sociológica existente en el momento de
elaboración de la Constitución, hecho expresivo del consenso político que permitió su
aprobación. Su principal consecuencia se pone de relieve en el campo educativo, pues los
poderes públicos habrán de garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos
reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
La libertad religiosa está regulada por una ley orgánica de 1980, que dispone que aquella y
la de culto comprenden el derecho de toda persona a, entre otras cosas, profesar las
creencias religiosas que libremente elija o a no profesar ninguna, a practicar actos de culto
y recibir asistencia religiosa de su propia confesión, a recibir e impartir enseñanza e
información religiosa de toda índole, a reunirse y manifestarse públicamente con fines
religiosos y a asociarse para desarrollar comunitariamente sus actividades, y a establecer
lugares de culto o reunión con fines religiosos82.
Los derechos a la libertad personal y a la seguridad llevan aparejadas amplias
garantías constitucionales. En primer lugar, las temporales frente a la detención preventiva,
que no podrá durar más del tiempo estrictamente necesario para la realización de las
averiguaciones tendentes al esclarecimiento de los hechos, debiendo el detenido ser puesto
en libertad o a disposición judicial en el plazo máximo de 72 horas. Sobre la base de lo
previsto en la propia Constitución, la Ley de Enjuiciamiento Criminal amplía ese plazo
otras 48 horas para quienes fueran acusados de un delito cometido por personas integradas
o relacionadas con bandas armadas o individuos terroristas o rebeldes. En segundo lugar,
las garantías materiales de los detenidos, que deberán ser informados inmediatamente, y de
modo comprensible, de sus derechos y de las razones de la detención, no podrán ser
obligados a declarar y tienen derecho a la asistencia de letrado en las diligencias policiales
y judiciales. Y en tercer lugar, por último, la garantía del habeas corpus, y la que supone la
obligatoriedad de determinar por ley el plazo máximo de duración de la prisión provisional
—la que se sufre sin haber sido condenado por sentencia judicial—, duración que depende
de la gravedad del delito y de su pena. La garantía del habeas corpus (un procedimiento
destinado a producir la inmediata puesta a disposición judicial de toda persona detenida
ilegalmente) está regulada en una ley orgánica de 1984 que considera personas detenidas
ilegalmente las que lo fueran por una autoridad o particular, sin que concurran los supuestos
legales, las formalidades prevenidas o los requisitos establecidos en la ley, las que estén
ilícitamente internadas en cualquier establecimiento o lugar, las que lo estuvieran por plazo
superior al señalado en la ley y, en fin, las privadas de libertad a quienes no se les
respetasen los derechos que la Constitución y las leyes garantizan83.
La efectiva garantía del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la
propia imagen exige el reconocimiento de otros derechos derivados, sin los cuales el
aseguramiento de la intimidad es imposible: la inviolabilidad del domicilio (que supone la
prohibición de toda entrada o registro en él sin consentimiento de su titular o resolución
judicial, salvo en caso de flagrante delito), el secreto de las comunicaciones (en especial de
las postales, telegráficas y telefónicas), salvo resolución judicial contraria al mismo, y la
limitación del uso de la informática, que la ley llevará a cabo para garantizar el honor y la
intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos. En
desarrollo de los derechos aludidos, una ley orgánica de 1982 reguló la protección civil del
derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, y otra de 1999, la
protección de los datos de carácter personal84.
Aunque las libertades de residencia y circulación corresponden solo a los
españoles, muchos extranjeros gozan de ellas plenamente como consecuencia de los
acuerdos internacionales firmados por España: por ejemplo, los pertenecientes a la UE. La
libertad de elección de residencia y de circulación por el territorio nacional supone,
también, y en buena lógica, la de entrar y salir de España: aunque esta última es una
libertad que se ejerce en los términos que la ley establezca, la Constitución prohíbe al
legislador limitarla por motivos ideológicos o políticos.
La Constitución dispone en relación con el derecho al matrimonio la plena igualdad
jurídica de los contrayentes, pero será la ley la que determinará sus formas, la edad y
capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación
y disolución y sus efectos. La ley fundamental cerró ya el importante tema del divorcio,
pero dejó en manos del legislador la regulación de sus causas y sus efectos. El divorcio, que
solo había existido en España durante el período de la Segunda República, fue regulado
legalmente en 1981. Más tarde, en 2005, se aprobó el denominado divorcio exprés, que
facilita su resolución y reduce sustancialmente el período para la disolución del vínculo
matrimonial. Antes, en 1994, se modificó la legislación en materia de matrimonio civil,
añadiendo la posibilidad de que lo celebren los alcaldes o la autoridad judicial, lo que alteró
la realidad social española, en la que solo existían los matrimonios religiosos, que tenían
reconocidos por ley plenos efectos civiles. Finalmente, en 2005, un importante cambio
legislativo dispuso que el matrimonio tendría idénticos requisitos y efectos fueran los
contrayentes del mismo o de diferente sexo. Tal modificación fue considerada conforme a
la ley fundamental por el Tribunal Constitucional en una sentencia dictada en 201285.
Las garantías y derechos procesales que conforman el derecho a la justicia deben
incluirse entre los de protección de la persona porque, en el mundo actual, son inseparables
de esta protección. De naturaleza instrumental, pues su función es asegurar otros derechos,
el que tenemos a la justicia se manifiesta, antes que nada, en el llamado derecho a la
jurisdicción. Según dispone la Constitución, todas las personas tienen derecho a obtener la
tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos
sin que en ningún caso pueda producirse indefensión, lo que se traduce, a su vez, en toda
una serie de derechos y garantías: al juez ordinario predeterminado por la ley —que impone
la prohibición de los tribunales de excepción y los de honor—, a la defensa y asistencia de
letrado, a ser informado de la acusación formulada contra uno, a un proceso público sin
dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes
para la defensa, a no declarar contra uno mismo, a no confesarse culpable y a la presunción
de inocencia. Esa amplia esfera de protección, desarrollada sobre todo en las leyes de
enjuiciamiento civil y criminal, se completa con el principio de legalidad penal y en la
esfera del derecho sancionador (nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u
omisiones que en el momento de producirse no fueran constitutivas de delito, falta o
infracción administrativa), con la prohibición de imponer sanciones administrativas que
impliquen privación de libertad y con la enunciación constitucional de los principios
básicos del régimen penitenciario, desarrollados en una ley de 1979: las penas privativas de
libertad y las medidas de seguridad se orientarán a la reinserción social de los reclusos; la
prohibición de los trabajos forzados; el disfrute de los derechos constitucionales por los
condenados a prisión, a excepción de los que limite expresamente el contenido del fallo
condenatorio, el sentido de la pena o la ley penitenciaria; y el derecho de los reclusos a un
trabajo remunerado y a los beneficios de la seguridad social, al acceso a la cultura y al
desarrollo de su personalidad86. En relación con todos los principios enunciados el
Tribunal Constitucional ha fijado a lo largo de los años una amplísima doctrina87.
2. Forman un segundo grupo los derechos que aseguran el ejercicio de actividades
sociales, es decir, los que adquieren sentido en un contexto de naturaleza colectiva. Los
derechos relativos a la información y a la comunicación se ejercen para recibir o transmitir
ideas o información a los demás. Tal es el sentido del derecho a expresar y difundir
libremente pensamientos, ideas y opiniones de palabra, por escrito o cualquier otro medio
de reproducción; a la producción y creación literaria, artística, científica y técnica; a la
libertad de cátedra; a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio
de difusión; y al secreto profesional de los periodistas. La Constitución añade que la ley
deberá asegurar la cláusula de conciencia que protege al periodista cuando cambia la línea
editorial de su empresa, mandato que se concretó en una ley de 1997. El propio artículo
enuncia una garantía y un límite para todas las libertades y derechos referidos: la garantía
de que su ejercicio no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa; y el límite
de que deberán respetar en todo caso los derechos reconocidos en el título I de la
Constitución, en los preceptos de las leyes que los desarrollen y, especialmente, el derecho
al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.
En esta esfera las Cortes aprobaron en 1984 una norma reguladora del derecho de
rectificación, que asegura el que tiene toda persona natural o jurídica a rectificar la
información difundida por cualquier medio de hechos que la aludan y considere inexactos y
cuya divulgación pueda causarle perjuicio. La protección jurídica de la infancia y la
juventud se incluye, por su parte, en una ley de 1996 de protección jurídica del menor. La
Constitución añade una garantía específica del derecho a la información —que solo cabrá el
secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información por resolución
judicial— y establece una reserva legal sobre la regulación de la organización y control
parlamentario de los medios de comunicación dependientes del Estado o de cualquier ente
público, ley que deberá garantizar, en todo caso, el acceso a ellos de los grupos sociales y
políticos significativos y respetar el pluralismo social y lingüístico existente en España. Ese
mandato se concretó en una ley de 2006, reguladora de la radio y la televisión estatales, y
en otra de 2010, de comunicación audiovisual88.
La Constitución contiene claras prescripciones sobre los derechos de reunión,
manifestación y asociación. Las reuniones, que deberán ser pacíficas y sin armas, no
necesitarán autorización previa, salvo si se celebran en lugares de tránsito público o como
manifestaciones, casos en los que deberá darse comunicación previa a la autoridad, que
solo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público. Por
lo que se refiere a las asociaciones, la ley fundamental determina que las constituidas al
amparo del artículo deberán inscribirse en un registro a los efectos de publicidad; prohíbe
las secretas y las de carácter paramilitar; dispone que las que persigan fines o utilicen
medios tipificados como delito son ilegales; y, por último, que solo podrán ser disueltas o
suspendidas por resolución judicial motivada. Los derechos de reunión y asociación han
sido objeto de regulación en dos normas de 1983 y 2002. La primera entiende por reunión
la concurrencia concertada y temporal de más de veinte personas con una finalidad
determinada, aunque prevé reuniones que podrán celebrarse libremente: en domicilios o
locales por razones familiares o de amistad; las de los partidos, sindicatos, organizaciones
empresariales y otras sociedades civiles y mercantiles; la de los profesionales con sus
clientes; y las que legalmente tengan lugar en unidades, buques o recintos militares. En
cuanto a las manifestaciones, sus organizadores o promotores, así como los de reuniones en
lugares de tránsito público, deberán comunicar su celebración a la autoridad gubernativa
con una antelación de entre diez y treinta días. La ley del derecho de asociación detalla, en
fin, su régimen jurídico, pero excluye igualmente de su ámbito de aplicación a los partidos;
sindicatos y organizaciones empresariales; iglesias, confesiones y comunidades religiosas;
federaciones deportivas, asociaciones de consumidores y usuarios y las reguladas por leyes
especiales, asociaciones todas que se regirán por su legislación específica. La prescripción
constitucional que declara ilegales las asociaciones que persigan fines o utilicen medios
tipificados como delito y la que establece que las asociaciones solo podrán ser disueltas o
suspendidas en virtud de resolución judicial motivada serán también de aplicación, según
dispone la Constitución, a las fundaciones que para fines de interés general se constituyan
al amparo del derecho de fundación en él reconocido, derecho regulado en una ley de
200289.
El derecho a la educación y la libertad de enseñanza cierran el bloque de los que
aseguran el ejercicio de actividades sociales. La Constitución proclama la gratuidad de la
enseñanza básica y la obligación de los poderes públicos de garantizar el derecho de todos a
la educación. Reconoce la libertad de creación de centros docentes que, dentro del respeto a
los principios constitucionales, tienen las personas físicas y jurídicas. Y proclama los
grandes principios orientadores de ambos derechos: que la educación tiene por objeto el
pleno desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos y a los
derechos y libertades; que se garantizará el derecho, ya aludido, de los padres a que sus
hijos reciban la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones; que los poderes
públicos inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar el
cumplimiento de la ley, y ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos fijados
en ella; que los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control
y gestión de los centros sostenidos por la administración; y que las universidades gozarán
de autonomía. El desarrollo de los principios aludidos ha generado una muy activa acción
legislativa, al haberse aprobado tras la entrada en vigor de la Constitución gran número de
normas en relación con este grupo de derechos. Esa política de constante cambio ha sido
objeto de una crítica muy generalizada por parte de los especialistas en la materia, para
quienes la estabilidad normativa en esta esfera constituye un elemento esencial e
indispensable para la mejora del sistema educativo. Las cuatro normas más importantes,
hoy vigentes, son las leyes orgánicas reguladoras del derecho a la educación (1985), de
universidades (2001), de educación (2006) y para la mejora de la calidad educativa (2013),
que modifica profundamente la anterior90.
3. Aunque varios de los derechos del bloque anterior tienen frecuentemente una
manifestación política, no se trata de derechos políticos en sentido estricto. Frente a ellos,
los previstos por la Constitución para posibilitar la participación política de los ciudadanos
son derechos políticos sin más. La regulación del derecho a participar en los asuntos
públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos en elecciones
periódicas por sufragio universal, que hace posible la democracia representativa, se
contiene esencialmente en la ley electoral de 1985, modificada en múltiples ocasiones, y en
la de partidos políticos de 2002, pero también en las que regulan el referéndum (1980), la
iniciativa legislativa popular (1984), la financiación de los partidos (2007) y la publicidad
electoral (1991 y 1995)91. Aunque con una importancia mucho menor, la Constitución
recoge también el derecho de petición individual y colectiva —solo individual para los
miembros de las fuerzas o institutos armados y los de los cuerpos sometidos a disciplina
militar—, cuya manifestación más relevante es el derecho de petición parlamentaria, que,
regulado en 200192, se reconoce a toda persona natural o jurídica, prescindiendo de su
nacionalidad, para dirigir peticiones, individual o colectivamente, a cualquier institución
pública, administración o autoridad, respecto de las materias de su competencia.
Finalmente, el derecho de acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos
públicos con los requisitos establecidos en la ley posibilita, en lo que se refiere al acceso a
cargos públicos, la vertiente pasiva del derecho de sufragio; y hace posible también, en lo
que atañe a las funciones, el cumplimiento del principio constitucional, que garantiza el
acceso a la función pública de acuerdo con el mérito y capacidad de cada uno.
4. Conforman un último grupo los derechos que protegen el ejercicio de actividades
laborales. El más fundamental, el de trabajar, se configura como el presupuesto de los
demás, pues solo en relación con él adquieren estos pleno sentido. El derecho al trabajo se
constitucionaliza junto con los de libre elección de oficio y profesión, promoción
profesional y obtención de una remuneración suficiente para la satisfacción de las
necesidades del trabajador y su familia. La Constitución prohíbe, además, las
discriminaciones laborales por razón de sexo, materia sobre la que el Tribunal
Constitucional se ha pronunciado en numerosas ocasiones93, y determina que la ley
regulará un estatuto de los trabajadores, que, elaborado ya en 1980, experimentó reformas
sucesivas. Para la protección del derecho al trabajo se constitucionalizan los que
mencionaré seguidamente. El derecho a sindicarse libremente, regulado por ley en 1985,
comprende tanto el derecho a fundar sindicatos y el de afiliarse a uno como el de los
sindicatos a fundar confederaciones y organizaciones sindicales internacionales o afiliarse a
ellas. La Constitución especifica, además, que nadie podrá ser obligado a afiliarse a un
sindicato, y reserva a la ley la posibilidad de limitar o exceptuar el ejercicio del derecho de
sindicación a las fuerzas o institutos armados o a los demás cuerpos sometidos a disciplina
militar y la de regular las peculiaridades del ejercicio mencionado para los funcionarios. En
relación con el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses
dispone la Constitución que la ley que regule su ejercicio establecerá garantías para
asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad. Pero, siguiendo la
premisa sindical de que la mejor ley de huelga es la que no existe, tal norma no ha sido
elaborada tras la aprobación de la Constitución, por lo que la única regulación aplicable en
la materia es la aprobada en 1977. El derecho a la negociación colectiva laboral entre los
representantes de los trabajadores y el empresario lleva aparejado la constitucionalización
de la fuerza vinculante de los convenios. Finalmente, respecto al derecho de los
trabajadores y empresarios a adoptar medidas de conflicto colectivo, incluye la
Constitución el principio citado con relación a la huelga: que la ley que regule su ejercicio
incluirá, sin perjuicio de las limitaciones que pueda establecer, las garantías precisas para
asegurar el funcionamiento de los servicios esenciales de la comunidad. La proclamación
de la libertad de empresa, garantizada por una ley de 2007, cierra la regulación
constitucional en este ámbito94.
El desarrollo de los derechos y libertades no se refirió solo, en todo caso, a la
fijación de su contenido material, sino que afectó también a sus garantías. Una ley de
198195 determinó en concreto los supuestos en que cabría aplicar los estados excepcionales
a los que nos hemos referido. De este modo y aunque ya el nivel de garantías que el
constituyente establecía en cada caso indicaba, con claridad, una gradación implícita de su
respectiva gravedad (de menos a más grave: alarma, excepción y sitio), las Cortes
dispusieron que con cada uno de ellos se haría frente a situaciones de diferente naturaleza.
El estado de alarma podrá declararse cuando se produzcan catástrofes, calamidades o
desgracias públicas, crisis sanitarias, paralización de servicios públicos esenciales para la
comunidad y situaciones de desabastecimiento de productos de primera necesidad. El de
excepción, cuando el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el
normal funcionamiento de las instituciones democráticas, el de los servicios públicos
esenciales para la comunidad, o cualquier otro aspecto del orden público, resulten tan
gravemente alterados que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para
restablecerlos y mantenerlos. Y el de sitio, cuando se produzca o amenace producirse una
insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad
territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios.
Los derechos: cifras y letras

El juicio sobre el cumplimiento efectivo de las libertades y derechos presenta


siempre un componente inevitablemente subjetivo, al depender en gran medida de la
posición de quien lo emite. Ver la botella medio vacía o medio llena suele, de hecho, decir
más sobre quien opina que sobre la situación real de la botella. No parece inútil, por eso,
intentar objetivar aquel cumplimiento a partir de la fría imagen de las cifras. Procederé para
ello a contrastar la situación española con la de otros países de nuestro entorno con los que
la comparación resulte relevante. No desconozco, claro, que también con los datos pueden
hacerse mangas y capirotes y que de algunos de los índices mundiales que he manejado
para redactar este apartado se derivan a veces conclusiones que contradicen el sentido
común más elemental, sobre todo al confrontar países de áreas geopolíticas y culturales
muy distintas. Para tratar de alejar este riesgo compararé solo, a continuación, lo que
considero comparable. Dividiré, además, el análisis entre derechos civiles y políticos, de
una parte, y económicos y sociales, de la otra, para suministrar una imagen que, aunque
inevitablemente incompleta, dé al lector una información adicional a la que hasta aquí se le
ha ofrecido.
Para una cabal evaluación de la situación de los derechos civiles y políticos resulta
muy relevante la que anualmente elabora Freedom House, organización no gubernamental
que califica desde 1972 el estado de los referidos derechos en todos los países del planeta,
analizando una gran cantidad de variables. La valoración de 2017 para España96
difícilmente puede ser mejor: la general, que es de uno sobre siete (siendo uno más libre y
siete menos libre), se divide en derechos políticos (1/7) y libertades civiles (1/7). Más
pormenorizadamente, en el ámbito de los derechos políticos la valoración general (38/40)
es el resultado de sumar proceso electoral (12/12), pluralismo político y participación
(16/16) y funcionamiento del Gobierno (10/12). En el de las libertades civiles la situación
es para nuestro país, del mismo modo, claramente positiva: la valoración general (56/60)
expresa las particulares en libertad de expresión y creencias (15/16), derecho de asociación
(11/12), imperio de la ley (15/16) y derecho a la autonomía personal (15/16). El dato de
España (94/100) es ligeramente superior a los de Francia (90/100) e Italia (89/100) y
ligeramente inferior a los del Reino Unido (95/100) y Alemania (95/100).
Otro de los índices de gran reputación internacional es el que desde 2006
confecciona anualmente la unidad de inteligencia del semanario británico The Economist
con el objetivo de medir el grado de libertad política de 167 países del planeta, todos menos
dos miembros de la ONU. En 2017 España aparece como una de las democracias de más
alta calidad: ocupa el lugar número 19, por debajo de 13 Estados europeos, aunque por
encima de Italia, Portugal, Francia, Bélgica o Grecia. Su puntuación (8,08 sobre un máximo
de 10) la sitúa en el grupo de las 19 democracias plenas (full democracies) y es el resultado
de sumar cinco variables, que se elaboran a partir de un total de 60 indicadores diferentes:
proceso electoral y pluralismo (9,17), funcionamiento del gobierno (7,14), participación
política (7,78), cultura política (7,50) y —la segunda más alta para España— libertades
civiles (8,82). La crisis catalana de 2017 y la respuesta frente a ella del Gobierno, con la
que el semanario británico ha sido reiteradamente crítico, se traduce en un ligero descenso
anual del índice de nuestro país (de un 0,22) debido a que algunas «credenciales
democráticas de España» se habrían resentido según The Economist. Sea como fuere, debe
destacarse el hecho de que España se ha situado todos los años en que se ha elaborado el
índice de democracia por encima del 8 que marca la existencia de una democracia plena:
8,34 (2006), 8,45 (2008), 8,16 (2010), 8,02 (2011, 2012 y 2013), 8,05 (2014), 8,30 (2015 y
2016) y 8,08 (2017)97.
Algunos datos adicionales pueden completar la muy positiva visión que se deriva de
los anteriores. Es el caso del derecho a la información, esencial, como ha reiterado nuestro
Tribunal Constitucional, para la formación de una opinión pública libre98 y pieza nuclear
de cualquier sistema democrático. El Índice del Derecho a la Información (Global Right to
Information Rating), elaborado por el Access Info Europe y el Centro para la Ley y la
Democracia99, otorga a España en 2016 un valor de transparencia de 73 sobre un máximo
de 150, dato que podría parecer incluso bajo si no se aportan otros dos: en primer lugar, que
la valoración tiene en cuenta el marco legislativo y no su aplicación, algo decisivo para
distinguir los sistemas democráticos, caracterizados por un alto cumplimiento de las
normas, y los que no lo son, con cumplimientos bajos o muy bajos, lo que explica muy
probablemente el contraste entre el 73 asignado a España y el 124 de Liberia o el 113 de
Etiopía; y en segundo lugar, que el dato de España es mejor que el de países de nuestro
entorno como Austria (32), Alemania (54), Bélgica (59), Francia (64), Dinamarca (64),
Islandia (64) o Grecia (65) y solo ligeramente inferior al de otros como Suiza (77), Noruega
(78), Holanda (82) o Italia (86).
Presenta también notable interés el denominado Índice de Paz Global (Global
Peace Index), que mide el nivel de paz y la ausencia de violencia de un país o región y que
tiene en cuenta, entre otras, variables como el respeto por los derechos humanos (escala de
terror político), los conflictos internos, la inestabilidad política, la probabilidad de
manifestaciones violentas, el nivel de criminalidad violenta, el número de personas
encarceladas o el gasto militar con relación al PIB. Elaborado por el Institute for
Economics and Peace, el índice correspondiente a 2017 sitúa a España en el puesto 23 entre
los 163 Estados valorados, por debajo de países de nuestro entorno como Islandia (1),
Portugal (3), Austria (4), Dinamarca (5), Suiza (9) o Alemania (16), pero por encima de
otros como Italia (38), Reino Unido (41) o Francia (51)100.
Los altos estándares de España en materia de derechos civiles y políticos se
corresponden con la notable eficacia que tienen en nuestro país las previsiones en materia
de derechos sociales y económicos. Un acercamiento general a la distribución por sectores
del gasto total de las administraciones públicas resulta muy expresivo a ese respecto. Según
la Intervención General de la Administración del Estado, el 70 % de los ingresos de las
administraciones públicas en el año 2015 se destinaron a servicios públicos básicos: un 14
% a sanidad, un 10 % a educación, un 39 % a pensiones y otras prestaciones sociales, un 5
% a orden público y seguridad y un 2 % a defensa. Se destinó además un 2 % del gasto a
protección del medio ambiente, un 2 % a política cultural y deportes, un 1 % a vivienda y
servicios comunitarios, un 8 % a servicios públicos generales (instituciones, ayuda al
desarrollo, organizaciones internacionales) y un 10 % a asuntos económicos
(infraestructuras, agricultura, energía, emprendedores). El 7 % restante se dirigió al pago de
intereses de la deuda101.
Los datos del exhaustivo estudio llevado a cabo en 2016 por la española Fundación
de Estudios de Economía Aplicada (Fedea) para el período 2007-2014 pone de relieve que
cuando ya la crisis comenzaba a superarse, la situación («¿Dónde estamos?») se
caracterizaba por dos elementos esenciales: «El primer resultado importante es que España
gasta menos como porcentaje del PIB en todas las partidas menos en el gasto en intereses y
en desempleo102. En cambio, en 2007 el gasto en intereses era mucho menor que la media
de la UE-28 debido a nuestra mejor situación financiera. Después de varios años con
elevados déficits, el nivel de deuda se ha disparado y el gasto en intereses pasa a ser un 36
% superior al de la UE-28. Por su parte, el gasto en desempleo ha pasado de estar un 14 %
por encima en 2007 a un 67 % superior en 2014». Junto a ello, «el segundo resultado
interesante es la distribución del gasto total para España y su comparación con la UE-28.
En el año 2014, tanto para España como para la UE-28 casi un cuarto del gasto total se
corresponde con las pensiones (UE-28 24 %; España 26 %). Las siguientes partidas por
importancia son: los servicios generales (UE-28 17 %; España 18 %), sanidad (UE-28 15
%; España 14 %), resto de protección social (UE-28 13 %; España 8 %) y educación (UE-
28 10 %; España 9 %). En conclusión, la tarta del gasto total, siendo más pequeña que la
media europea, se reparte de manera parecida entre las partidas, con la única excepción del
gasto en el resto de protección social, que representa una mayor parte para la UE-28 que
para España. En cambio, España reparte un mayor trozo de la tarta para el pago de intereses
(8 % frente a 5 %) y el pago del desempleo (6 % frente a 3 %)»103.
Especial interés presenta pormenorizar algunos datos en relación con dos de los
ámbitos esenciales a través de los cuales se manifiesta en cualquier país la densidad de su
Estado social: hablo, obviamente, de la sanidad y la educación. En relación con lo primero,
España se encuentra entre los países de cabeza en el planeta, como lo pone de relieve el
porcentaje del PIB dedicado al gasto sanitario (el 6,34 % en 2016), que, aunque inferior al
de la mayoría de los países de Europa Occidental (a excepción de Portugal, Grecia e
Irlanda), se sitúa a gran distancia del de la mayor parte de los países del planeta104. En
todo caso, ese gasto ha venido siendo además especialmente eficiente, como se puso de
relieve en el Informe sobre el Estado de Salud de la Unión Europea 2017105 elaborado por
la OCDE y el Observatorio Europeo de Sistemas y Políticas de Asistencia Sanitaria. El
informe, que destaca como factores de riesgo para la salud en España el tabaquismo y la
obesidad (ligeramente superior a la media de la UE) y el consumo masivo ocasional de
alcohol (sustancialmente inferior a la media de la UE), es, sin embargo, muy favorable en
su conjunto para el sistema sanitario español. Se destaca así, por un lado, que «la esperanza
de vida en España alcanzó los 83 años en 2015, un incremento con respecto a los 79,3 en
2000, y es actualmente la más elevada de los países de la UE». Se añade, además: «Desde
el año 2000, la mayor parte del aumento de la esperanza de vida en España se ha debido a
la reducción de la mortalidad después de los 65 años. A esta edad, los hombres y mujeres
españoles viven una media de 21 años más, de los que menos de la mitad (45 %) se viven
sin discapacidad». Y se destacan como elementos fundamentales de «desempeño del
sistema sanitario» tres claramente positivos: 1.º Que «la mortalidad tratable en España
sigue siendo una de las más bajas de los países de la UE, lo que indica que el sistema de
atención sanitaria es eficaz en el tratamiento de las personas con afecciones potencialmente
mortales». 2.º Que «el acceso a la atención sanitaria en España es bueno en términos
generales. Sin embargo, los tiempos de espera siguen suponiendo un problema, y han
aumentado la necesidad no cubierta en relación con los medicamentos y los servicios que
tienen menos cobertura de la asistencia médica pública, como la asistencia odontológica».
3.º Que «tras la crisis económica se tomaron una serie de medidas de urgencia para reducir
el gasto público en sanidad, pero la mayoría de estas medidas no implicaron cambios
estructurales del sistema sanitario». Hay otro dato en el informe que a mi juicio no puede
dejar de destacarse: en 2014, el Servicio Nacional de Salud cubría al 99,1 % de la población
residente, a la que habría que añadir los funcionarios que pueden renunciar y elegir un
seguro totalmente privado (cifra que ascendía a un 0,8 % de la población en 2014). La
cobertura de la población total era, por tanto, del 99,9 %.
La educación es otra de las claves de arco de cualquier Estado social moderno. Al
igual que ocurre con el sanitario, nuestro porcentaje de gasto en educación sobre el PIB
(4,27 % en 2015) está por debajo en mayor o menor grado del de la mayor parte de los
países de Europa Occidental (excepción hecha de Italia, Grecia y Luxemburgo)106. Pero,
también paralelamente a la situación en sanidad, el descenso a los datos pormenorizados
arroja más claros que sombras. Así se deriva con claridad del Panorama de la Educación.
Indicadores de la OCDE 2017 (Informe Español) elaborado por el Instituto Nacional de
Evaluación Educativa del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte107.
En ese amplísimo informe se mencionan aspectos positivos de la situación española
que merecen destacarse: a) la mejora del nivel educativo de la población adulta («Durante
el período 2006-2016, el porcentaje de población adulta que posee solamente estudios
obligatorios —inferiores a la segunda etapa de educación secundaria— se ha reducido en
casi 9 puntos porcentuales, pasando del 50,3 % al 41,7 %», aunque «a pesar de la mejora,
los valores siguen siendo altos respecto a los del promedio de países de la OCDE: del 28,7
% al 22,4 %»); b) los altos niveles de escolarización en educación infantil («En promedio,
aproximadamente un 78 % de los niños de 3 años está escolarizado en los países de la
OCDE. En España, a los 3 años la escolarización es prácticamente total, pues alcanza el 95
%. En el caso de la matrícula de los niños y niñas de 2 años, España, con el 55 %, supera
también la media de la OCDE: 39 %. Estos datos, junto con la prácticamente total
escolarización a los 4 y 5 años, sitúan a España entre los países con las tasas más elevadas
de escolarización en educación infantil, superando el promedio de la OCDE en todas las
edades»); c) La necesidad de mejorar las tasas de escolarización en la segunda etapa de
educación secundaria (En 2015, esas tasas «alcanzan en la mayoría de los países analizados
entre el 55 % y el 65 %. En España, la tasa de matriculación [59 %] se encuentra dos
puntos por debajo del promedio de la OCDE: 62 %»); d) Los excelentes resultados en la
educación terciaria no universitaria (en 2015 «la tasa de acceso alcanza el 26 %, cifra más
elevada que los promedios de la OCDE: 16 %»); e) La diferencia en las tasas de
escolarización universitaria («En España cursa estos estudios el 48 % de los estudiantes,
porcentaje por debajo de los promedios de la OCDE: 57 %); f) La similar situación en la
transición de la enseñanza al mercado laboral («En España, de entre los jóvenes de 15 a 29
años, el 50,5 % está estudiando, el 27,8 % no estudia, pero está trabajando, y el 21,7 % ni
estudia ni trabaja. En comparación con el promedio de los países de la OCDE, el porcentaje
es cercano en el caso de los jóvenes que están estudiando [OCDE 47,6 %], siendo mayor la
diferencia de los que no estudian y están ocupados [OCDE 38,5 %], y menor la de los que
ni estudian ni trabajan: OCDE 13,9 %»); y g) La similar situación en la financiación del
sistema educativo («En 2014, el gasto total por alumno en instituciones educativas en
España fue inferior al promedio de los países de la OCDE. Sin embargo, el gasto por
alumno, como porcentaje del PIB per cápita, fue en España similar al de la OCDE, siendo
incluso mayor al de la OCDE en el caso de educación secundaria»).
Antes de ofrecer, ya para terminar, algunos datos que permitan contrastar la
situación de nuestro país a finales de la segunda década de los 2000 y la de un pasado no
lejano, ofreceré los resultados de otros dos índices comparativos con los países de Europa
Occidental, resultados que completarán la visión que he tratado de ofrecer sobre el punto en
que se encuentra nuestro Estado social. El primero, el Índice de Desarrollo Humano, tiene
en cuenta tres variables fundamentales: la esperanza de vida al nacer, los niveles de
alfabetización y de estudios alcanzados por la población y el producto interno bruto per
cápita, evaluando el acceso a los recursos económicos necesarios para que las personas
puedan tener un nivel de vida decente. Elaborado por el Programa de Naciones Unidas para
el Desarrollo, coloca a España en 2016 en el puesto 27 entre los 188 países incluidos en él y
dentro de los 51 que se clasifican en la categoría de desarrollo humano muy alto108. Por su
parte, el denominado Índice de Progreso Social tiene en cuenta tres conjuntos de variables:
necesidades humanas básicas (nutrición y cuidados médicos básicos, agua y saneamiento,
vivienda y seguridad personal), fundamentos del bienestar (acceso a conocimientos básicos
y a información y comunicaciones, salud y bienestar, calidad medioambiental) y
oportunidades (derechos personales, libertad personal y de elección, tolerancia e inclusión y
acceso a educación superior). La organización sin ánimo de lucro Progreso Social
Imperativo109, responsable del informe, mejora la posición de nuestro país en su
clasificación general, hasta colocarlo en el número 16 (segundo de los 24 que conforman la
categoría de progreso social alto), casi inmediatamente después de los 14 que se incluyen
dentro del grupo de progreso social muy alto, y por delante de algunos países de nuestro
entorno más cercano como Bélgica, Francia, Portugal e Italia.
Aunque las cifras que ponen de relieve el gran avance que la España constitucional
ha experimentado respecto de la que a partir de 1978 quiso superarse podrían ser,
obviamente, interminables, me limitaré a destacar algunas que suelen subrayarse como muy
significativas. En el ámbito de la economía, la renta media de un adulto en España saltará
de 19.000 euros (1978) a 29.000 (2016); la renta per cápita, de 2.000 euros (1978) a 24.000
(2016); la riqueza media, de 86.000 euros (1980) a 174.000 (2016), y el PIB por habitante
(en dólares), de 14.000 (1980) a 38.000 (en 2017). En la esfera de la salud, la esperanza de
vida pasará de 74 años (1978) a 83 (2015); la mortalidad infantil bajará del 2 % (1978) al
0,4 % (2015), y el gasto sanitario ascenderá de 1.000 euros por persona (1995) a 3.000
(2015). En el campo del Estado de bienestar, el gasto público en España con relación al PIB
ha evolucionado del 15 % (1978) al 46 % (2011); el gasto público social, del 15 % (1982)
al 24 % (2011), y el gasto en educación con relación al PIB, del 2,9 % (1980) al 4,3 %
(2013). Por último, y respecto al profundo cambio que ha experimentado la cultura social
en España, pueden ser indicativos tres datos: el porcentaje de mujeres diputadas ha pasado
del 15 % (1990) al 39 % (2017); el porcentaje de personas que consideran injustificable la
homosexualidad, del 54 % (1982) al 8 % (2011), y el de las que creen injustificable el
divorcio, del 38 % (1982) al 5 % (2011)110.

67 Todos los documentos citados en Joaquín Varela Suanzes, Textos básicos de la


Historia Constitucional comparada, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 1998.
68 Véase mi libro La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del
constitucionalismo europeo, Madrid, Alianza Editorial, 2010, pp. 149-165 y 212-236.
69 He estudiado esas experiencias y sus textos constitucionales en La construcción
de la libertad. Apuntes para una historia del constitucionalismo europeo, cit., pp. 239-262.
70 Karel Vas˘ák fue director de la División de Derechos Humanos y Paz de la
Unesco e introdujo su clasificación en una conferencia pronunciada en 1979 en el Instituto
Internacional de Derechos Humanos de Estrasburgo. Véase su trabajo «Los derechos
humanos como realidad legal», en Karel Vas˘ák (ed.), Las dimensiones internacionales de
los derechos humanos, Serbal-Unesco, Barcelona, 1984, vol. I, pp. 15 y 25-35.
71 Sentencia del Tribunal Constitucional 34/1981, de 10 de noviembre (Fto. Jco. n.º
3 B).
72 Javier Pérez Royo, Curso de Derecho Constitucional, Madrid, Marcial Pons, 10.ª
edición, 2005, pp. 276-277 y, en general, con gran interés pp. 273-310.
73 Sobre el proceso histórico de instauración del servicio militar obligatorio puede
verse mi libro Rey, Cortes y fuerza armada en los orígenes de la España liberal, 1808-
1823, Madrid, Siglo XXI, pp. 164-187.
74 Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen de Personal de las Fuerzas Armadas.
75 Tal sistema se concreta en cinco disposiciones (arts. 116.5 y 6): a) El Congreso
no podrá disolverse mientras esté declarado alguno de los estados del 116; b) Las Cortes
quedarán automáticamente convocadas si no estuvieran en período de sesiones; c) Ni el
funcionamiento de las Cortes, ni el de los restantes poderes del Estado podrán interrumpirse
durante la vigencia de los estados excepcionales; d) Su declaración no modificará el
principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes; y, por último, e) Si el Congreso
estuviera disuelto o hubiera expirado su mandato y se produjera alguna de las situaciones
que dan lugar a los estados excepcionales, sus competencias corresponderán a la
Diputación Permanente. El artículo 169 añade que no podrá iniciarse la reforma
constitucional durante la vigencia de los citados estados.
76 Pedro Cruz Villalón, Estados excepcionales y suspensión de garantías, Madrid,
Tecnos, 1984.
77 El Gobierno declaró el estado de alarma por Real Decreto 1673/2010, de 4 de
diciembre, con la finalidad de normalizar el servicio público esencial del transporte aéreo,
gravemente alterado por una huelga salvaje de los controladores que provocó el cierre, el 3
y el 4 de diciembre, del espacio aéreo español.
78 La regulación se fijó primero en las leyes orgánicas 11/1980, de 1 de diciembre,
y 9/1984, de 26 de diciembre, y, finalmente, en la Ley de Enjuiciamiento Criminal,
reformada por la ley orgánica 4/1988, de 25 de mayo, que determina el régimen jurídico
vigente en materia de suspensión individual de garantías.
79 Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos, 1987, p. 19 (Primera
parte, Libro III, Capítulo I).
80 Existen numerosos estudios monográficos sobre los diferentes derechos y
libertades. Una visión de conjunto en Javier Pérez Royo, Curso de Derecho Constitucional,
cit., pp. 273 y ss. Una completa selección de las sentencias del Tribunal Constitucional en
materia de derechos en José Antonio Portero Molina, Constitución y jurisprudencia
constitucional, Valencia, Tirant lo blanch, 7.ª edición, 2012.
81 Leyes orgánicas 9/1985, de 5 de julio, de reforma del artículo 417 bis del Código
Penal; 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria
del embarazo, y 11/1995, de 27 de noviembre, que modifica el Código Penal Militar.
Sentencia del Tribunal Constitucional 53/1985, de 11 de abril.
82 Ley orgánica 7/1980, de 5 de julio, de libertad religiosa.
83 Ley orgánica 6/1984, de 24 de mayo, reguladora del procedimiento de habeas
corpus.
84 Leyes orgánicas 1/1982, de 5 de mayo, sobre protección civil del derecho al
honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, y 15/1999, de 13 de
diciembre, de protección de datos de carácter personal.
85 Leyes 30/1981, de 7 de julio, por la que se modifica la regulación del
matrimonio en el Código Civil y se determina el procedimiento a seguir en las causas de
nulidad, separación y divorcio; 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifican el Código
Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio; 35/1994, de 23
de diciembre, de modificación del Código Civil en materia de autorización del matrimonio
civil por los alcaldes, y 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en
materia de derecho a contraer matrimonio. Sentencia del Tribunal Constitucional 198/2012,
de 6 de noviembre de 2012.
86 Ley orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, general penitenciaria.
87 Puede verse en Francesc de Carreras Serra y Juan Carlos Gavara de Cara, Leyes
políticas, Navarra, Aranzadi y Thomson Reuters, 19.ª edición, 2015.
88 Leyes orgánicas 2/1997, de 19 de junio, reguladora de la cláusula de conciencia
de los profesionales de la información; 2/1984, de 26 de marzo, reguladora del derecho de
rectificación, y 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor, de modificación
del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil; y las leyes 17/2006, de 5 de junio, de
la radio y la televisión de titularidad estatal, y 7/2010, de 31 de marzo, general de la
comunicación audiovisual.
89 Leyes orgánicas 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de reunión, y
1/2002, de 22 de marzo, reguladora del derecho de asociación; y la ley 50/2002, de 26 de
diciembre, de fundaciones.
90 Leyes orgánicas 8/1985, de 3 de julio, reguladora del derecho a la educación;
6/2001, de 21 de diciembre, de universidades; 2/2006, de 3 de mayo, de educación, y
8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa.
91 Leyes orgánicas 5/1985, de 19 de junio, del régimen electoral general; 6/2002, de
27 de junio, de partidos políticos; 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas
modalidades de referéndum; 3/1984, de 26 de marzo, reguladora de la iniciativa legislativa
popular; 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos; 10/1991, de 8 de
abril, de publicidad electoral en emisoras municipales de radiodifusión sonora, y 14/1995,
de 22 diciembre, de publicidad electoral en emisoras de televisión local por ondas
terrestres.
92 Ley orgánica 4/2001, de 12 de noviembre, reguladora del derecho de petición.
93 Fernando Rey Martínez, El derecho fundamental a no ser discriminado por
razón de sexo, Madrid, McGraw Hill, 1995 y María Fernanda Fernández López, La tutela
laboral frente a la discriminación por razón de género, Madrid, La Ley, 2008.
94 Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre, por el que se aprueba el texto
refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, la ley orgánica 11/1985, de 2 de
agosto, de libertad sindical, el Real Decreto-ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de
trabajo, y la ley 15/2007, de 3 de julio, de defensa de la competencia.
95 Ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.
96 https://freedomhouse.org/report/freedom-world/2017/spain (consultado en 2018).
97 http://pages.eiu.com/rs/753-RIQ-438/images/Democracy_Index_2017.pdf?
mkt_tok=eyJpIjoiWkRKbU1HWmxNVEUwTW1FdyIsInQiOiJPdlltVFV0blFRQzZNVER
CZHhVeitZRElmUGplOHh3NWs1d2wzVzdRS1JvNU1kVmUxQVRESU9LbEVSOVwvR
1F4aG1PV1NlS0ZZcng4NzBcLzVNZ09JOUxiZU5TTEVPekVHayttOTRqQkQ5TkNzW
GNtRlowQTZ0UzlUK0pDdm9PVGlcLyJ9 (consultado en 2018).
98 Por todas, la sentencia 107/1988, de 8 de junio.
99 https://www.datosmacro.com/estado/indice-derecho-informacion (consultado en
2018).
100 http://visionofhumanity.org/app/uploads/2017/06/GPI17-Report.pdf (consultado
en 2018).
101 Intervención General de la Administración del Estado, según la clasificación del
gasto de las administraciones públicas de Naciones Unidas 2015. En
http://www.igae.pap.minhafp.gob.es/sitios/igae/es-
ES/ContabilidadNacional/infadmPublicas/Paginas/iacogof.aspx (consultado en 2018).
102 Para una comparación entre el porcentaje del gasto público sobre el total del
PIB en España y en los restantes países del mundo, véase
https://www.datosmacro.com/estado/gasto (consultado en 2018).
103 José Ignacio Conde Ruiz, Manuel Díaz, Carmen Marín y Juan Rubio Ramírez,
Evolución del gasto público por funciones durante la crisis (2007-2014): España vs. UE.
Documento de trabajo 2016/09, en http://documentos.fedea.net/pubs/dt/2016/dt2016-
09.pdf. (consultado en 2018).
104 Los datos pueden verse en https://www.datosmacro.com/estado/gasto/salud
(consultado en 2018).
105 State of Health in the EU. España. Perfil sanitario del país 2017. El informe
puede verse en https://ec.europa.eu/health/sites/health/files/state/docs/chp_es_spanish.pdf
(consultado en 2018).
106 Los datos pueden verse en https://www.datosmacro.com/estado/gasto/educacion
(consultado en 2018).
107 Panorama de la educación. Indicadores de la OCDE 2017. Informe español,
Madrid, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2017. Puede verse en
http://www.mecd.gob.es/dctm/inee/eag/2017/panorama-de-la-educacion-2017-def-12-09-
2017red.pdf?documentId=0901e72b8263e12d (consultado en 2018).
108 Informe sobre Desarrollo Humano 2016. Panorama general. Programa de
Naciones Unidas para el Desarrollo, Nueva York, 2016. Puede verse en
http://hdr.undp.org/sites/default/files/HDR2016_SP_Overview_Web.pdf (consultado en
2018).
109 Michael E. Porter, Scott Stern y Michael Green, Índice de progreso social 2017,
Social Progress Imperative, 2017. Puede verse en
https://www.socialprogressindex.com/assets/downloads/resources/es/Spanish-2017-Social-
Progress-Index-Report.pdf (consultado en 2018).
110 World Values Survey, Wealth and Income Database. Our World in Data. Los he
tomado del reportaje «Francoland: ¿de verdad la democracia española ha retrocedido a los
años 70?», firmado por Nacho Carretero y Kiko Llaneras, en El País, de 8 de noviembre de
2017.
CAPÍTULO 4

EN EFECTO:
UNA MONARQUÍA DEMOCRÁTICA

El día en que fue su Majestad el Rey a sancionar la Constitución ante las Cortes se
le recibió sin aplausos. Y al terminar su intervención todas las fuerzas políticas de la
Cámara, creo que todas, no sé si alguien no lo hizo, aplaudieron y aplaudimos al Rey.
ADOLFO SUÁREZ

La expresión monarquía democrática puede parecer contradictoria y, de hecho, lo es


desde una obvia perspectiva: mientras la democracia se asienta sobre el principio de
representación, la monarquía reposa en el principio hereditario, que se opone al primero
frontalmente: los reyes lo son por herencia y reciben por vínculos de sangre la jefatura del
Estado. ¿Por qué, pues, calificar de democrática a nuestra monarquía pese a la
contradicción que encierra tal afirmación? Buena pregunta. No hay que rebuscar mucho, sin
embargo, para hallar una respuesta.
Sostengo que la española es desde 1978 una monarquía democrática no, claro,
porque la elección determine la selección del jefe del Estado. La idea de un rey designado
por el pueblo es tan extravagante como la de un diputado que transmitiera su escaño por
herencia. No. La razón para atribuir naturaleza democrática a la monarquía reside en la
relevante circunstancia que explicaré a continuación: que la Constitución privó al rey de
todo poder político efectivo, posibilitando así la compatibilidad entre la monarquía y un
sistema donde todo el poder público se ejerce por órganos dotados de responsabilidad.
Frente a quienes niegan que en España exista democracia porque la jefatura del Estado se
instituyó constitucionalmente en el rey Juan Carlos I y en sus herederos; y frente a los que,
en otra versión del argumento, sostienen que la monarquía crea una democracia de baja
calidad, defenderé que esas posiciones carecen hoy de fundamento. Basta mirar alrededor
para constatar que gran parte de los más añejos Estados constitucionales europeos son,
como el nuestro, monarquías, para eliminar la pretensión de mantener que su pervivencia
en un puñado de países contribuye a degenerar sus respectivas democracias. Pero vayamos
por partes.
Una paradoja europea: república, monarquía y democracia

«El rey reina, pero no gobierna»: la célebre fórmula que expresa ese juego de
palabras dominó la teoría política sobre el papel de la Corona en las monarquías
constitucionales que se instauraron en Europa tras la celebración en 1814-1815 del
Congreso de Viena111. Unas monarquías que marcarán sin duda la historia de nuestro
continente durante el tramo central del siglo XIX: además de la británica, las configuradas
en las Constituciones sueca de 1809, francesas de 1814 y 1830, noruega de 1814, holandesa
de 1815, portuguesas de 1826 y 1838, belga de 1831, españolas de 1837, 1845 y 1876,
griega de 1844 o danesa de 1849. Con notables diferencias y evoluciones en algunos casos
muy distintas, todas esas monarquías compartieron un rasgo común durante más o menos
tiempo: la gran importancia del monarca en el funcionamiento del régimen político. Por
eso, aunque acuñada por el gran historiador y político francés Adolphe Thiers como una
fórmula según la cual el rey se limitaba a ser un mero moderador de los poderes del Estado
que residían, supuestamente, en el parlamento y los ministros («Le roi n’administre pas, ne
gouverne pas, il règne»112, escribió Thiers en varios artículos publicados en Le National
para defender, tras la Revolución Francesa de 1830, la monarquía liberal de Luis Felipe de
Orleans), lo cierto es que la coherencia entre aquella fórmula y la realidad era más que
discutible. Más, sí, porque el estatus de los reyes en todas las Constituciones aludidas les
permitía no solo reinar sino gobernar, al dominar, es cierto que con una amplitud que
variaba según los países y las épocas, importantes resortes de poder: sobre todo los de vetar
las leyes aprobadas por el parlamento; convocarlo, suspenderlo y disolverlo según su libre
voluntad; nombrar total o parcialmente al Senado; y nombrar y cesar a los ministros.
La historia política de Europa entre la caída de Napoleón y la proclamación en 1870
de la Tercera República, que acabó en Francia con la monarquía para siempre, fue, de
hecho, la de la permanente tensión entre el principio monárquico, según el cual el rey debía
conservar íntegramente sus poderes, y el principio representativo, que trataba de sustraer al
monarca los que acabo de citar. El objeto de tal enfrentamiento no era otro, a fin de cuentas,
que decidir si esos poderes se trasladarían o no a órganos políticamente responsables: por
un lado, a un parlamento elegido por el pueblo mediante el ejercicio del derecho de
sufragio, que fue ampliándose de forma progresiva a lo largo del siglo XIX en la mayoría
de los países europeos; por el otro, a un gobierno que, también de forma creciente, dejó de
depender de la confianza de los reyes para hacerlo de la que le otorgaba el parlamento. Tal
proceso de parlamentarización de las monarquías constitucionales tuvo su verdadero
modelo en Gran Bretaña113, cuya evolución fue también la de varias monarquías
centroeuropeas (Bélgica y Holanda) y de los países nórdicos (Suecia, Noruega y
Dinamarca). A medida que los reyes perdían su poder de influir en el desarrollo del proceso
político, esas monarquías, aunque con ritmos no exactamente coincidentes, fueron
parlamentarizándose, de modo que los reyes pasaron a ser órganos dotados de un estatus
jurídico simbólico caracterizado por la ausencia de poderes políticos reales. Tal evolución
no se produjo en los Estados en los que los reyes porfiaron hasta el final en defensa de su
capacidad de decisión, lo que acabaría por traducirse en que, antes o después, esas
monarquías acabaran convirtiéndose en repúblicas: así sucedió en Francia en 1870, pero
también en Portugal en 1911, en Alemania en 1919, en Austria en 1920, en Polonia en
1921, en Grecia en 1927 o en España en 1931.
Lo llamativo de ese paradójico contraste reside en un hecho que dejará sorprendidos
a todos los que, desconociendo la historia, proclaman en España que la monarquía
parlamentaria es un obstáculo insalvable para la consecución de una verdadera democracia.
Y digo curioso porque resulta que las primeras democracias de verdad que se asentaron, ya
sin retorno, en nuestro continente —y, por tanto, en gran medida, en el planeta— fueron,
casi sin excepciones114, monarquías: Gran Bretaña y los países del centro o el norte de
Europa, lugares donde la temprana concesión del sufragio universal masculino115 y, algo
más tarde, femenino116 se convirtió en la clave de arco de la parlamentarización de la
monarquía y, por sus efectos, de la construcción de regímenes políticos de tipo
democrático.
En resumen, y esto es lo que deseo destacar, la progresiva democratización de un
importante grupo de monarquías constitucionales dio lugar a la construcción de las
primeras democracias europeas, que paradójicamente fueron monárquicas. El fenómeno no
se produjo, ¡obviamente!, por el empuje de los reyes a favor de la democratización sino,
muy por el contrario, como consecuencia de su incapacidad para frenar el proceso histórico
que acabó con el tipo de monarcas característico del siglo XIX: los que reinaban y, al
hacerlo, gobernaban. Las nuevas monarquías democráticas acabaron siendo además
estables y por tanto duraderas. Es decir, todo lo contrario de lo que sucedió en la mayoría
de los países (Alemania, Austria, España o Portugal) en los que las monarquías, vista la
contumaz resistencia a la democratización de las casas reinantes, se transformaron en
repúblicas dominadas por una alta inestabilidad e ingobernabilidad. Ambas favorecieron el
progresivo deterioro de los nuevos regímenes políticos y el ascenso de movimientos de tipo
autoritario. Lo sucedido en España respondió, con sus inevitables peculiaridades, a ese
esquema general, pues fue la tenaz oposición de Alfonso XIII y de quienes lo apoyaban a la
democratización la que trajo de la mano una república; y fue el asedio que esta sufrió desde
el principio por los extremismos de izquierda y de derecha el que acabó en el desastre de
una Guerra Civil y una larga dictadura. Pero, frente a la de sus vecinos europeos que se
encontraron en pareja situación, la evolución española presentará una particularidad muy
destacable: el nuestro fue el único país del mundo occidental que en los compases finales
del siglo XX restauró una monarquía.
¿Y qué pensaría aquel jurista persa del título II de la Constitución?

«Supongamos por un momento que en un rincón de Persia habita un jurista que


carece de cualquier tipo de información acerca de este país, pero que por una misteriosa
razón desea conocer cuál es la estructura de nuestro Estado, para lo cual —no olvidemos
que, aunque oriental, es al fin y al cabo un jurista— no se le ocurre otra cosa mejor que
procurarse un ejemplar de nuestra Constitución vigente y entregarse concienzudamente a su
lectura». Así abría en 1981 un entonces joven constitucionalista español, el profesor Cruz
Villalón, un hoy célebre trabajo destinado a analizar la definición (o, mejor dicho, la
indefinición) de la estructura territorial del Estado en la Constitución que tres años antes
había aprobado el pueblo español en referéndum117. Rogaré ahora al lector que imagine
que ese mismo jurista hubiera querido informarse no solo acerca de la estructura del Estado
sino también sobre poderes conferidos al rey por la Constitución, lo que le hubiera llevado
a leer, lógicamente, su título II. ¿Qué habría encontrado? Pues, además de otros preceptos
de poca utilidad para su objeto, los artículos que regulan aquello que interesaba a nuestro
jurista imaginario: el 56, según el cual el rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y
permanencia, árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones del
Estado y el más alto representante de este en las relaciones internacionales; y los artículos
62 y 63, que atribuyen al monarca las numerosas funciones que veremos de inmediato.
Tras la lectura de los tres artículos citados, o de otros que atribuyen al rey la
formalización del nombramiento de los titulares de algunas altas instituciones del
Estado118, cualquiera que nada supiera sobre España (jurista o no, persa o australiano)
colegiría lo que de su letra cabría deducir: que en España el que manda es el monarca. Pero,
¡ay!, quien tal concluyese se equivocaría por completo, pues, también aquí, como en tantas
ocasiones, las apariencias pueden engañar. En realidad sería suficiente con que el jurista
persa —y con él los españoles que desconocen lo que se afirmará a continuación— leyeran
los restantes artículos de la Constitución, sobre todo los referidos a las Cortes y al
Gobierno, para llegar a una conclusión no solo diferente sino contraria a la obtenida
previamente. Y es que, aunque debido al papel desempeñado por Juan Carlos I en la
Transición, al rey se le otorgó un estatus constitucional que recuerda al de una monarquía
decimonónica, la verdad es que tal estatus, exclusivamente formal, no coincide ni de lejos
con la realidad de sus poderes. Para decirlo claramente: al igual que los restantes monarcas
parlamentarios europeos, el rey de España carece realmente de los poderes que el texto de
1978 parece atribuirle, pues todos los ejercidos formalmente por el rey según lo
determinado por la Constitución y por las leyes corresponden en realidad a órganos del
Estado de naturaleza democrática.
Podemos verlo a vuela pluma: la sanción es un acto debido del monarca, que en el
plazo de 15 días debe sancionar las leyes aprobadas por las Cortes; estas se convocan y
disuelven, y las elecciones se convocan, cuando procede (extinción del mandato
parlamentario, transcurso de dos meses desde la primera votación de investidura sin
elección presidencial, disolución anticipada decidida por el presidente del Gobierno y
disolución tras el inicio del proceso de reforma del artículo 168 de la Constitución),
supuestos todos en los que el jefe del Estado se limita a firmar el real decreto que en cada
caso corresponda; la convocatoria del referéndum compete al presidente del Gobierno y el
rey solo la formaliza firmando el correspondiente real decreto; la propuesta de candidato a
presidente del Gobierno la realiza al rey a la vista del resultado electoral, y su margen de
maniobra, nulo cuando los votantes eligen un claro ganador, queda limitado, en caso
contrario, a lo que decidan los partidos, en quienes recae la responsabilidad de designar al
presidente, nombrado formalmente por el rey tras su elección por el Congreso; los
miembros del Gobierno son nombrados y cesados por su presidente, limitándose el rey a
formalizar tal decisión; el rey expide los decretos que acuerda, sin su intervención, el
Consejo de Ministros, y confiere empleos civiles y militares y honores y distinciones con
arreglo a la ley, sin que su voluntad tenga relevancia; la participación del rey en el Consejo
de Ministros se produce de forma excepcional: solo para ser informado de los asuntos de
Estado y siempre a petición del presidente del Gobierno; el mando supremo de las fuerzas
armadas es solo simbólico, pues tanto la Constitución como las leyes disponen que el jefe
del Estado ocupa en la cadena de mando militar una posición meramente honorífica, según
es hoy reconocido de forma general119; el derecho de gracia lo ejerce en realidad el
Consejo de Ministros, aunque sea el rey quien firma los indultos; los embajadores se
acreditan ante el rey, pero es el Gobierno quien les otorga el plácet, que es lo
verdaderamente relevante; la manifestación por parte del rey del consentimiento del Estado
para obligarse por medio de tratados resulta una mera formalidad, pues concluirlos
corresponde al Gobierno, salvo en aquellos casos en que la Constitución requiere la
autorización previa de las Cortes; de igual modo, la declaración de la guerra y la firma de la
paz son competencias del poder ejecutivo, que formaliza el rey, previa autorización
parlamentaria; finalmente, el monarca es, en efecto, el alto patrono de las Reales
Academias, lo que no parece que afecte a la calidad de nuestra democracia. Por si todo lo
apuntado no fuera suficiente, los actos del rey, pese a su naturaleza puramente formal,
deben ser refrendados, es decir, confirmados, por medio de la firma, puesta al pie de todos
ellos, bien del presidente del Gobierno, de un ministro o, excepcionalmente, del presidente
del Congreso. De tal obligación solo se excluye, en buena lógica, un acto del monarca: el
nombramiento de los miembros civiles y militares de su caso120.
Quiero pensar que, de haber tenido la posibilidad de leer lo que antecede, el
imaginario jurista persa al que he venido refiriéndome (imaginario, sí, ¡pero jurista!) habría
cambiado radicalmente de opinión sobre los poderes que la Constitución otorga al rey. No
estoy seguro, sin embargo, de no haber inquietado con ello a una parte de los lectores de
esta obra, quienes quizá estén haciéndose ahora, con razón, una pregunta: ¿qué utilidad
tienen, pues, las monarquías? Para responderla sentaré mi punto de partida: las monarquías
que aún hoy perviven en Europa —poco más de media docena, si exceptuamos las de
algunos mini-Estados121— son, sin duda, un anacronismo. Y ello al margen de que, pese a
tal circunstancia, resulten o no funcionales para la marcha de los sistemas políticos de sus
países respectivos.
Las monarquías son anacrónicas porque la única razón que explica su subsistencia
en pleno siglo XXI es el hecho de que la consolidación de los sistemas representativos que
se produjo en Europa entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX se produjo de forma
generalizada tras un pacto histórico entre el movimiento constitucional y las monarquías
absolutas. Tal pacto dio lugar a un hecho de significación trascendental: que, lejos de abolir
las monarquías, los liberales convirtieron a los antiguos reyes absolutos en monarcas
constitucionales dotados de importantes facultades. Luego, a partir de mediados del siglo
XIX esas monarquías fueron vaciadas de poder y acabaron perviviendo en Estados
plenamente democráticos. Tal proceso histórico es el que explica algo de otro modo
incomprensible: que, en tanto que en Europa todos los ejecutivos son dualistas (pues los
componen un jefe del Estado, monárquico o republicano, y un jefe de gobierno), en el
continente americano, donde no hubo que construir los regímenes constitucionales
pactando con las monarquías absolutas, los ejecutivos son monistas, pues allí, con lógica
democrática impecable, las instituciones europeas de la jefatura del Estado y la jefatura del
gobierno las reúnen siempre en su persona, y en una única función, el presidente del
país122.
En cualquier caso, el hecho de que las monarquías hoy existentes en Europa —todas
parlamentarias y, por tanto, privadas sin excepción de poder político efectivo— sean
anacrónicas no quiere decir que sean también disfuncionales. En realidad, en términos
generales no lo son, porque además de contribuir a asegurar, muchas veces mejor que las
repúblicas, la unidad y permanencia del Estado por encima de una lucha de partidos
sencillamente indispensable en democracia, simplifican el esquema de funcionamiento del
poder ejecutivo. Ese esquema tiende a ser más operativo allí donde el jefe del Estado no
interviene para nada en la dirección política estatal que allí donde mandan el jefe del
Estado y el jefe de gobierno, lo que provocó en el pasado y provoca hoy en no pocas
repúblicas de nuestro continente choques políticos y conflictos institucionales de naturaleza
muy diversa. Dicho con toda claridad: donde hay monarquías parlamentarias los ejecutivos
son, de hecho, monistas, pues en ellos la titularidad del poder ejecutivo corresponde
exclusivamente al gobierno, al estar el rey privado, por definición, de cualquier poder
político efectivo. Las jefaturas de Estado monárquicas son hoy, en conclusión, elementos
puramente accidentales que para nada dificultan, sino con frecuencia todo lo contrario, la
funcionalidad y calidad de un sistema democrático.
Monarquías funcionales, monarcas ejemplares

Ahora bien, la capacidad de pervivencia mostrada por las monarquías europeas


desde hace prácticamente una centuria, que explica que ninguna de las que se
democratizaron en el tránsito del siglo XIX al XX fuera abolida, no ha dependido solo de
su funcionalidad sino también, y de forma destacada, de su legitimidad. La razón es muy
sencilla: para que las monarquías sean funcionales, en el sentido que acabo de apuntar,
resulta indispensable que al mismo tiempo sean legítimas, es decir, percibidas como tales
por la gran mayoría de sus respectivas sociedades, pues solo así puede actuar la Corona
como un elemento de cohesión política y territorial. Y la legitimidad de los reyes depende
de dos factores diferentes, aunque, sin duda, muy relacionados entre sí: de su legitimidad de
origen y de la que nace del correcto ejercicio del papel que los monarcas tienen asignado,
monarcas cuyo comportamiento público y privado debe ser ejemplar o, por expresarlo con
términos más clásicos, virtuoso. Pese a no ser instituciones electivas, hay monarquías
europeas con una fuerte legitimidad de origen como consecuencia del hecho de que la
Corona forma parte en ellas no solo de la Constitución política del Estado, sino también de
lo que podríamos denominar la constitución material del país, que no es otra que aquella
que entronca con su historia. Aunque también para esas monarquías (la británica o las
nórdicas) la legitimidad de ejercicio es relevante, cabría decir, para explicar su diferencia
con la nuestra, que allí pueden los reyes o los miembros de las familias reales permitirse
más errores que en España con la fundada expectativa, o la esperanza, de que aquellos no
generarán una fuerte corriente social republicana.
La Corona española, inscrita con todos los honores formales en la Constitución
política de 1978, no forma parte en nuestro país, sin embargo, de su constitución material.
Y ello porque la monarquía restaurada a finales de 1874 no se parlamentarizó, perdiendo así
la ocasión de ganarse el apoyo popular. Y porque, en consecuencia, la resistencia real
durante el largo período de la Restauración a aceptar la democracia acabó en la
proclamación de una República, la de 1931, que, tras un golpe de Estado militar y una
Guerra Civil devastadora, dio paso a una larga dictadura. Será esa evolución histórica la
que a la postre explicará el escaso número de monárquicos de convicción y no de mera
oportunidad existentes en un país en el que tuvo lugar un hecho excepcional, ya aludido, en
el panorama comparado: la restauración de una monarquía cuando tocaba a su fin el siglo
XX. Es decir, y por subrayar lo que ahora me interesa, las peculiaridades de nuestra
transición política dieron lugar a que España volviese a ser monárquica cuando el principio
democrático se había aceptado ya como un paradigma indiscutible de los sistemas de
gobierno. La monarquía juancarlista pudo sortear, sin grandes dificultades, tal contradicción
como consecuencia de dos hechos, de los que el segundo suele olvidarse con más
frecuencia de la que resulta razonable: en primer lugar, por el positivo papel desempeñado
por el rey en el éxito de la transición de la dictadura a la democracia, papel que tuvo su
episodio más señalado en la noche del 23 y la madrugada del 24 de febrero de 1981; y en
segundo término, por la existencia de un tácito pacto de silencio (o, si se quiere, de no
agresión) que en todo lo que tuviera que ver con la vida privada del monarca estuvo vigente
al menos durante dos décadas y media, lo que favoreció el proceso de lo que sin
exageraciones debe caracterizarse como la mitificación del rey Juan Carlos.
Será la combinación de ambas circunstancias —el caudal de prestigio acumulado
por el rey en su papel de valedor del proceso democrático y la existencia de un velo
protector sobre la vida privada de la familia real, que impedía que llegasen a la opinión
pública informaciones capaces de poner su buena fama en entredicho y en peligro el apoyo
social del que venían disfrutando— el factor que permite explicar tanto lo que en relación
con la Corona sucedió en España desde el principio de la Transición hasta el final del siglo
XX, como lo que, en clarísimo contraste, acontecerá con posterioridad. Ciertamente, la
monarquía de Juan Carlos I acabará sufriendo, al igual que otras altas instituciones del
Estado, un proceso de fatiga de materiales que, tras el comienzo de la crisis económica,
afectará, en mayor o menor medida, pero en un grado siempre preocupante, a todas ellas,
desde los partidos hasta el parlamento, pasando por el Tribunal Constitucional o la Corona.
Esta última pudo, en realidad, escaparse de la quema general, durante un período de tiempo
superior a las demás instituciones —un dato que pusieron de relieve a lo largo de los años
todas las encuestas sobre la valoración de las instituciones en España—, tanto por el hecho
de que el jefe del Estado partía de un nivel de aceptación popular muy superior a los
órganos que ejercen poder político real o participan en el proceso de la dirección política
estatal, como por la circunstancia paralela de que su aludida posición superpartes facilitaba
con toda claridad el mantenimiento del grado de apoyo de la sociedad, hechos ambos a los
que se unía la existencia del referido manto de silencio que protegía al rey y a su familia.
Pero las cosas comenzaron a cambiar, también para la monarquía, cuando el
aumento imparable de la irritación social derivada de la crisis, muy negativa para todas las
instituciones del Estado, coincidió temporalmente, en el caso de la Corona, con una
situación que solo fue posible salvar recurriendo, como se hizo finalmente, al mecanismo
sucesorio: una caída en picado de la valoración social del rey Juan Carlos (¡del 7,5 al 3!
según el CIS) y, aunque en menor medida, de la propia monarquía. El levantamiento del
velo protector del que se habían beneficiado el jefe del Estado y los miembros de la familia
real permitió el conocimiento por la opinión pública de informaciones que afectaban a su
prestigio social y cuyo efecto acabó por ser demoledor cuando reventó el escándalo
mayúsculo de los negocios presuntamente ilegales y éticamente inadmisibles de Iñaki
Urdangarín, yerno del rey, en los que podría estar también implicada, según lo que
apuntaban las investigaciones judiciales, la infanta Cristina de Borbón. Estallaba así, por
decirlo de una forma expresiva, la tormenta perfecta: la fatiga institucional de algunos de
los materiales básicos de nuestro sistema político se combinaba con la irritación social
monumental derivada de la crisis en el momento en el que, desaparecido ya el tácito pacto
de silencio de los medios de comunicación con todo lo que tuviera que ver con la vida
privada de la familia real, saltaban al primer plano de la actualidad noticias muy
desafortunadas para la imagen del rey e informaciones sobre un escándalo de corrupción en
el que aparecían implicados ¡nada más y nada menos! que una hija del monarca y su
marido123.
Todo ello no elimina un hecho que considero difícilmente discutible: la estricta
sujeción de los dos monarcas de la España constitucional a las normas que fijan sus
funciones constitucionales. Juan Carlos I de Borbón, en un reinado extenso de casi cuatro
décadas (1975-2014), que pasó por momentos muy complejos y durante el cual España
experimentó cambios políticos, sociales, económicos y culturales de enorme envergadura,
desempeñó con extraordinaria corrección sus funciones como jefe del Estado, sin haber
provocado a lo largo de todo su reinado ni un solo conflicto institucional digno de mención.
Y exactamente lo mismo cabe decir de su heredero, el rey Felipe VI, que, por motivos
derivados del comportamiento privado de su padre y otros de tipo familiar, asumió la
Corona en un momento muy difícil, en el que la sucesión ya no podía demorarse. Ello
contribuyó, sin duda, a asentar la institución cuando aquella empezaba a ser cuestionada
incluso por sectores que la habían apoyado sin reparos. Dotado de un estilo distinto,
coherente sin duda con las diferencias existentes entre la España de Juan Carlos I y la de
Felipe VI, el nuevo rey cumple también, sin salirse de los límites que al respecto fija
nuestra ley fundamental, un papel que, aunque políticamente irrelevante, puede ser muy
importante desde el punto de vista simbólico, al contribuir el monarca a la unidad y
permanencia del Estado que se menciona en el primero de los artículos del título de la
Constitución dedicado a la Corona.
España: monarquía, nacionalismos y Estado de partidos

Y es que para completar el panorama descrito de forma tan sucinta es necesario


apuntar que la crisis económica generó también efectos muy notables en nuestro sistema de
partidos124 con la aparición de nuevas fuerzas políticas, de carácter antisistema, que,
ondeando la bandera de la lucha contra la casta, lograron que prendiera en España la mecha
del debate monarquía/república, que, vivo solo entre algunas minorías, acabó por penetrar
en capas significativas de la sociedad política y civil. Un debate sobre la forma de gobierno
que, más allá de exageraciones populistas, plantea un tema de fondo sin duda relevante: el
de si existe todavía una justificación institucional para el mantenimiento en la España
democrática de una institución de carácter no electivo. Mi opinión es que sí, aunque ese sí
queda sujeto a la matización que ofreceré tras explicar por qué me inclino por la respuesta
positiva.
Soy por convicción republicano debido al simple hecho de que la república es la
lógica consecuencia del principio democrático. Creo, sin embargo, que en nuestro país,
donde los consensos sociales básicos fueron en el pasado y han vuelto a serlo, tras la
desaparición de nuestro bipartidismo imperfecto, manifiestamente mejorables, la monarquía
podría ser en el futuro, como lo fue durante la Transición y, después, durante un largo
período de tiempo, un elemento de cohesión política, y sobre todo territorial, superior a una
república, cuyo presidente emana inevitablemente de la lucha de partidos. En efecto,
mientras un monarca parlamentario resulta el titular de un órgano políticamente neutral,
uno republicano lo es siempre de un órgano sujeto a la lógica partidista que domina los
modernos Estados de partidos125, como consecuencia de su designación en un proceso
electoral, bien popular, bien institucional, como ocurre en aquellos lugares (Italia o
Alemania, por ejemplo) donde el presidente de la República no es elegido por el pueblo
sino por una convención parlamentaria prevista a tal efecto.
Ello quiere decir que un monarca está en condiciones de desempeñar ese papel de
símbolo de la unidad y permanencia del Estado que le asigna la Constitución bastante mejor
que un presidente republicano, toda vez que el primero tiene más posibilidades de
mantenerse por encima de las confrontaciones partidistas y territoriales que el presidente de
una república. Mi limitado entusiasmo monárquico resulta, así, perfectamente compatible
con el reconocimiento de que cualquier presidente de república imaginable lo sería de
partido (y, por tanto, de una parte del país frente a otra u otras), dada la obsesión de las
fuerzas políticas modernas por controlarlo todo y estar en todas partes126. Y, también, con
la aceptación de que en un país tan polarizado políticamente y en el que existe una
dinámica territorial centrífuga que no tiene parangón por su intensidad y extrema gravedad
en ninguna de las democracias europeas asentadas, parece más fácil generar unidad
territorial bajo una institución situada por encima de la dinámica partidista que con una
metida en ella de hoz y coz. Basta pensar en quienes hubieran acabado siendo
probablemente presidentes de la República después de 1977 para concluir que ninguno de
ellos habría sido capaz de aunar en torno a él el grado de consenso del que durante mucho
tiempo disfrutó en España, y fuera de ella, el rey Juan Carlos y del que, según apuntan
todos los sondeos de opinión, disfruta hoy su sucesor. Por poner un solo ejemplo que,
ciertamente, vale más que mil palabras, la tan eficaz como prudente actuación del rey
Felipe VI frente al frustrado proceso de secesión que tuvo lugar en Cataluña en 2017 así
vino a demostrarlo sin ningún género de dudas.
Pero todo lo apuntado exige, claro está, y he aquí la matización previamente
prometida, que la monarquía sea capaz de hacer aquello que justifica su existencia en un
país donde la institución no forma parte de su constitución material: generar consenso
político por encima de las legítimas e inevitables luchas de partido y unidad territorial en un
país que lleva años sometido a un extremado proceso de centrifugación. La monarquía ha
de ser funcional para existir y, para alcanzar ese objetivo, ha de generar una fuerte
legitimidad de ejercicio, dada la progresiva pérdida de su legitimidad de origen entre
amplias capas de nuestra población. El desafío de futuro de la Corona en España está, por
tanto, en mayor medida que en otras monarquías donde la Corona se inscribe en su
constitución material, meridianamente claro: para ser funcional, la monarquía necesita de
legitimidad, pero, al propio tiempo, para ser legítima, es indispensable que sea realmente
funcional, que cumpla eficientemente su función de favorecer en la medida de sus
ciertamente limitadas posibilidades la unidad política y territorial.
Y todo ello en el bien entendido de que esa capacidad de generar unidad no depende
ya exclusivamente del adecuado y prudente ejercicio de ese papel moderador y arbitral que
le atribuye la Constitución al jefe del Estado, sino también, y en no menor medida, de la
capacidad del rey para asegurar que sus comportamientos privados y los de su familia se
adecuen a los estándares éticos de conducta aceptados en cada momento por la mayoría en
una sociedad de la información como la nuestra, donde los canales informales de escrutinio
público han crecido de forma exponencial. El futuro estará marcado, pues, por dos
circunstancias que no cabe dejar de subrayar: por un lado, por el ya apuntado levantamiento
del velo de protección del que se benefició la institución monárquica durante una gran parte
del actual período democrático; por el otro, por el hecho de que el número de familiares con
capacidad para poner en aprietos al monarca crecerá de forma sustancial a medida que los
nietos del rey Juan Carlos vayan adquiriendo la autonomía propia de personas adultas.
Dicho con claridad: la misma Corona que se demostró incapaz de controlar los
comportamientos privados de una hija y un yerno del jefe del Estado en un momento en que
los miembros de la familia real eran muy pocos, deberá lograr ese objetivo cuando los
parientes cercanos del monarca son ya de hecho muchos más. A ese respecto, y pese a todas
las diferencias que cabría señalar, la experiencia del Reino Unido no debería ser echada en
saco roto, aunque allí la monarquía goce de un apoyo popular que le ha permitido navegar
en un proceloso mar minado durante varios annus horribilis127.
111 Harold Nicolson, El Congreso de Viena, Madrid, Sarpe, 1985.
112 El auténtico origen de la fórmula es anterior: la expresión Rex regnat et non
gubernat la acuñó el canciller polaco Jan Zamoyski (1542-1605) para defender el tipo de
régimen político en el que la nobleza controlaba al rey y a los estamentos. Bruno Aguilera-
Barchet, A History of Western Public Law: Between Nation and State, Heidelberg, Springer,
2015, p. 182 y nota 8.
113 He expuesto con detalle ese proceso de parlamentarización de la monarquía
británica en mi libro La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del
constitucionalismo europeo, Madrid, Alianza Editorial, 2010, pp. 202-211.
114 Finlandia, donde se estableció el sufragio universal (masculino y femenino) en
1906, constituye la excepción republicana más relevante.
115 Los años de establecimiento del sufragio universal masculino fueron los
siguientes: Noruega (1898), Suecia (1909), Dinamarca (1915), Holanda (1917), Gran
Bretaña (1918) y Bélgica (1919). He analizado la evolución constitucional de esos países en
el giro del siglo XIX al XX en mi libro La construcción de la libertad. Apuntes para una
historia del constitucionalismo europeo, cit., pp. 200-236. Véase infra nota 6.
116 Los años de establecimiento del sufragio femenino fueron los siguientes:
Noruega (1913), Dinamarca (1915), Suecia (1919), Holanda (1919), Gran Bretaña (1928, y
desde 1918 las mayores de 30 años) y Bélgica (1929). Véase supra nota 5.
117 Pedro Cruz Villalón, «La estructura del Estado o la curiosidad del jurista
persa», en Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid,
n.º 4 (1981), p. 53.
118 Los miembros del Consejo General del Poder Judicial (art. 122.3 CE), el fiscal
general del Estado (art. 124.4 CE), los presidentes de las Comunidades Autónomas (art.
152.1 CE) y los magistrados y el presidente del Tribunal Constitucional (159.1 y 160 CE).
119 Tras la aprobación de la Constitución algunos autores sostuvieron que la
Constitución atribuía al rey un mando real sobre las fuerzas armadas: Miguel Herrero y
Rodríguez de Miñón, «El Rey y las fuerzas armadas», Revista del Departamento de
Derecho Político, n.º 7 (1989), y, aunque con más matices, José María Lafuente Balle, El
Rey y las Fuerzas Armadas en la Constitución, Madrid, Edersa, 1987. Frente a esas
opiniones muy minoritarias defendí el carácter simbólico del mando del rey en mi libro La
ordenación constitucional de la defensa, Madrid, Tecnos, 1988.
120 Javier Pérez Royo, Curso de Derecho Constitucional, Madrid, Marcial Pons,
10.ª edición, 2005, pp. 731-745, y Mariano García Canales, La monarquía parlamentaria
española, Madrid, Tecnos, 1991.
121 Me refiero obviamente al Principado de Mónaco, al Principado de Liechtenstein
y al Gran Ducado de Luxemburgo.
122 He analizado ese contraste en mi libro La construcción de la libertad. Apuntes
para una historia del constitucionalismo europeo, cit., pp. 64-71.
123 Para entender ese proceso histórico resultan indispensables dos brillantes
artículos de Santos Juliá en el diario El País: «La erosión de la monarquía», el 2 de febrero
de 2014, y «El poder del Rey», el 17 de noviembre de 2007.
124 Me he referido a esos cambios en mi trabajo «España: partidos tradicionales y
fuerzas emergentes (entre la crisis política y la crisis económica)», en Diritto Pubblico
Comparato ed Europeo, n.º 3 (2015), pp. 761-798.
125 Manuel García Pelayo, El Estado de partidos, Madrid, Alianza Editorial, 1986,
y Klaus von Beyme, La clase política en el Estado de partidos, Madrid, Alianza Editorial,
1995.
126 Me he referido a esa obsesión y a sus consecuencias en mi libro Las conexiones
políticas. Partidos, Estado, Sociedad, Madrid, Alianza Editorial, 2001, pp. 135-164.
127 La expresión «annus horribilis» fue utilizada por Isabel II en su, desde entonces
célebre, discurso de Guildhall, el 24 de noviembre de 1992, para referirse al año en el que,
sitiada por circunstancias muy adversas para la Corona, celebró la reina británica el 40
aniversario de su coronación.
CAPÍTULO 5

LA DEMOCRACIA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA (I):


LO QUE DEBEMOS PRESERVAR

La democracia es una manera de ser de la sociedad.

ALEXIS DE TOCQUEVILLE
La democracia en América
Tomo I, 1835

¿Por qué nuestras dos únicas Constituciones democráticas, la vigente y la de 1931,


tuvieron una vida tan distinta? ¿Por qué la republicana se hundió a los cinco años, en medio
de un trágico naufragio político y social que acabó en un golpe de Estado y una guerra, y la
de 1978 ha operado desde entonces con total normalidad? El contraste entre el devenir de
ambos textos tuvo que ver, desde luego, con el hecho de que el de 1931 no fue fruto del
consenso —muy probablemente porque no podía serlo en una Europa en plena convulsión
por el ascenso de los totalitarismos—, mientras que el de 1978, aprobado en un contexto
europeo radicalmente diferente, expresaría el más amplio acuerdo político que entonces era
posible imaginar. Y tuvo que ver, también, con que la Constitución actual responde a la
situación real del país en mucha mayor medida que respondió en su día la de 1931. Existe,
sin embargo, otra razón, a mi juicio sustancial, que debe añadirse a las que acabo de apuntar
para explicar el muy diferente rendimiento histórico de dos normas que, aunque parejas en
calidad jurídica, se dirigieron —y ahí reside la cuestión— a dos sociedades totalmente
diferentes. Al igual que aconteció en la mayor parte de los países europeos, la España del
primer tercio del siglo XX, muy distinta a la del último tercio de la centuria, lo era, entre
otros muchos motivos, por el grado en que, en contraste con la polarización extremista de
los años veinte y treinta, habían penetrado en nuestro país, ya en el último franquismo, y
pese a la abierta oposición de quienes mandaban en España, las bases nutricias de la idea
democrática: igualdad, libertad, voluntad de concordia y respeto a la pluralidad. Un dato
ese que debe considerarse decisivo pues, como ya dejó escrito Alexis de Tocqueville en
1835, refiriéndose a la Unión americana que entonces acababa de nacer, «la democracia es
una manera de ser de la sociedad»128.
Desde luego: no es solo eso, pero eso es también sin posible discusión. La España
que entre 1975 y 1977 salía de una larga dictadura había experimentado en la última fase
del franquismo un cambio modernizador de gran profundidad en las esferas económica,
social y cultural, del que fueron factores principales las migraciones internas y exteriores, el
fuerte proceso de urbanización producido desde comienzos de los sesenta, la aparición de
una amplia clase media, el nacimiento de una sociedad de consumo y una progresiva crisis
de los valores tradicionales que se manifestó sobre todo en el inicio del que no tardaría en
convertirse en un intenso proceso secularizador129. Debido a todo ello, y también, claro, a
la creciente influencia europea en una sociedad más y más abierta pese a la cerrazón del
régimen franquista, en sus momentos postreros la democracia representaba, aunque resulte
paradójico, tanto una aspiración como, por ello, un incipiente sistema de valores. De hecho,
sin tener en cuenta tal circunstancia parece imposible entender tanto el peculiar desarrollo
de la Transición como la rapidez y facilidad con que, una vez consolidada, pasó a ser la
democracia, por decirlo de nuevo con palabras del gran pensador y político francés, «el
estado social»130 de la España que emergía de la larga noche del franquismo. En la
importancia de tal realidad insistirá José María Maravall: «En 1975 y 1976 empezó a
evidenciarse que alrededor de tres cuartas partes de los ciudadanos apoyaban una opción
democrática plena y sin límites respecto de la evolución política del país. Al mismo tiempo,
es cierto también que estas opciones democráticas distaban de ser extremistas en sus
orientaciones». Según los datos aportados por el politólogo español, entre 1975 y 1976 el
74 % de los españoles apoyaban la evolución hacia un sistema democrático; el 70 %, el
sufragio universal; el 78 %, la representación democrática, y el 61 %, que el cambio se
produjese «poco a poco».131 Fue de esa sociedad de la que surgieron las élites que situaron
la negociación como el procedimiento para alcanzar el gran objetivo histórico de construir
una democracia comparable a las que a finales de los años setenta existían en Europa. Y
fueron esas élites las que convirtieron el consenso en la palanca del gran pacto nacional
sobre el que se asentó el Estado constitucional más estable y duradero de toda nuestra
historia. Analizaré a continuación los elementos de nuestro sistema democrático que creo
que debemos preservar como un gran patrimonio común que constituiría una descomunal
irresponsabilidad echar alegremente por la borda. Solo después de tal análisis me atreveré a
sugerir lo que creo que deberíamos cambiar para reforzar los pilares de un edificio que,
vista nuestra historia en perspectiva, ha costado tanto trabajo y tanto tiempo levantar.
Un mecanismo representativo que limpia, fija y da esplendor

La representación política es la clave de arco de cualquier sistema democrático:


aquel donde unos pocos actúan en nombre de todos tras la manifestación de voluntad de los
hombres y mujeres que, por su edad, pueden votar en libertad. Sin sufragio universal no
existe democracia imaginable. Como tampoco sin un sistema representativo capaz de
operar como fuente de legitimación de las decisiones de los representantes. Es por ello
esencial que tal sistema funcione de forma adecuada, lo que exige que las elecciones a
través de las cuales aquel se hace efectivo sean, en primer lugar y antes que nada, limpias y
competidas. Es decir, que se celebren de modo que el cuerpo electoral pueda votar en
libertad y puedan competir en pie de igualdad los candidatos. A ese respecto lo sucedido en
España a partir de 1977 constituye, sin posible discusión, un ejemplo de democracia sana y
fuerte, sea cual sea la variable que se tome en consideración. Analizaré a continuación
algunas, muy significativas, que expresan hasta qué punto el sistema representativo ha
contribuido a hacer con nuestra democracia lo que, según su lema, hace la Real Academia
Española con la lengua común que compartimos: limpiarla, fijarla y darle el esplendor que
se merece132.
Desde que España recuperó la libertad ha vivido inmersa en un ininterrumpido
proceso electoral: se han celebrado desde 1977 siete elecciones europeas (1987, 1989,
1994, 1999, 2004, 2009 y 2014), trece generales (1977, 1979, 1982, 1986, 1989, 1993,
1996, 2000, 2004, 2008, 2011, 2015 y 2016), 43 autonómicas en Comunidades de vía
especial (País Vasco, Cataluña, Galicia y Andalucía), 119 en Comunidades de vía general
(Aragón, Asturias, Islas Baleares, Canarias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León,
Comunidad Valenciana, Extremadura, La Rioja, Madrid, Murcia y Navarra)133 y diez
locales en coincidencia, excepto en 1979, con los comicios autonómicos de vía general. Si a
todas ellas añadimos diez referéndums134, el resultado es impresionante: en cuatro décadas
hemos vivido 202 procesos electorales, es decir, una media de 5 cada año. Dado ese
constante encadenamiento electoral —salvo en 2002 y 2013, ha habido entre 1977 y 2017
una o más consultas populares anuales en la totalidad o en parte del territorio nacional—,
no puede dejar de subrayarse el hecho de que solo tras una de ellas se produjese una
disensión política significativa sobre el resultado de los comicios. Sucedió en las
legislativas de 1989, cuando el PP e IU impugnaron el escrutinio en 18 de los 52 distritos
en que se divide en generales el territorio nacional135. Ello dio lugar a que la votación de
investidura del presidente del Gobierno se celebrase con tan solo 332 de los 350 diputados
del Congreso, al estar 18 actas pendientes de la resolución de los contenciosos electorales
que se habían planteado. Pero incluso en ese caso la situación se zanjó con un estricto
procedimiento democrático: las impugnaciones fueron resueltas por los jueces y Felipe
González, elegido presidente del Gobierno por mayoría simple el 5 de diciembre de 1989
en una cámara incompleta, planteó cuatro meses después una cuestión de confianza en la
que refrendó, por mayoría absoluta, su previa investidura.
En todo caso, y más allá del lamentable episodio de 1989, las acusaciones que
inevitablemente se cruzan los partidos en campaña sobre el cumplimiento de la normativa
electoral han dado lugar, por supuesto, a protestas puntuales ante las juntas electorales, del
mismo modo que las discusiones sobre el escrutinio han provocado impugnaciones
ocasionales de los resultados en unas u otras mesas. Pero ni esas diferencias han afectado al
desarrollo limpio y competido de las campañas, ni han pasado nunca a mayores respecto a
los resultados de los comicios o referéndums, ni, en consecuencia, han afectado a la
legitimidad de los más de doscientos procesos electorales celebrados en España. Y esto es
lo realmente relevante. Como lo es que nunca haya habido que repetir una elección por falta
de limpieza y solo una como consecuencia del comportamiento irregular de los
representantes elegidos: así sucedió en la Asamblea madrileña tras las elecciones regionales
del 25 de mayo de 2003, cuando dos diputados tránsfugas del PSOE impidieron la elección
del candidato de su partido, dando lugar a un escándalo político mayúsculo que desembocó
finalmente en la repetición de los comicios el 26 de octubre, que dieron la victoria al PP por
mayoría absoluta136.
A reforzar la legitimidad del mecanismo representativo contribuyó de forma
decisiva la estricta garantía del carácter secreto del sufragio; la vigilancia por los partidos,
mediante sus apoderados e interventores, de todo el proceso de votación y de escrutinio,
que es, por cierto, muchísimo más rápido que en buena parte de las democracias de nuestro
entorno; la presencia judicial en las juntas electorales: locales, regionales y central; y el
control judicial —es decir, el llevado a cabo por una autoridad independiente— de los
resultados electorales proclamados por las juntas. Pero a todas esas garantías jurídicas, que
han hecho de las elecciones de la España constitucional un ejemplo de democracia en toda
Europa, debe añadirse un dato más, extraordinariamente significativo: el de participación
electoral, que, pese a sus inevitables oscilaciones, se ha movido siempre en elecciones
nacionales en porcentajes demostrativos del alto grado de apoyo popular a nuestra
democracia.
Dejaré de lado los resultados autonómicos, dada la imposibilidad de analizar los
datos de participación de más de un centenar y medio de elecciones, y me centraré solo en
las que han tenido carácter nacional. Comenzando por las elecciones generales, salvo en las
del año 2016, en las que la participación se quedó en el 66,5 % del censo, debido muy
probablemente al cansancio del cuerpo electoral, que había sido llamado a elegir Cortes
Generales solo medio año antes, el número de votantes ha oscilado en España en los
comicios legislativos entre el 68 % y el 70 % solo en cinco convocatorias electorales (1979,
1989, 2000, 2011 y 2015), entre el 70,1 y el 75 en dos (las de 1986 y 2008) y entre el 75,1 y
el 80 en cinco (1977, 1982, 1993, 1996 y 2004). Aunque un poco más baja, la media en
municipales ha sido igualmente significativa de un claro apoyo al sistema, aunque en este
caso las variaciones entre las distintas circunscripciones electorales son lógicamente
superiores a las que se aprecian en las generales, dado el número de aquellas (medio
centenar en generales y algo más de ocho mil en municipales). La media de participación
en comicios locales, nunca inferior al 60 %, osciló entre ese porcentaje y el 65 en cinco
convocatorias (1979, 1991, 1999, 2007 y 2015) y entre el 65,1 y el 70 en igual número de
elecciones (1983, 1987, 1995, 2003 y 2011).
La situación cambia radicalmente en europeas, elecciones en las que, paralelamente
a lo sucedido en la gran mayoría de los países de la UE, la participación ha sido en general
muy inferior a la de los procesos de carácter nacional137: osciló entre el 40 % y el 45 % en
dos convocatorias (2009 y 2014), entre el 45,1 y el 50 en 2004, entre el 50,1 y el 60 en
1994, entre el 60,1 y el 65 en 1999, y solo alcanzó la cifra del 68,5 % en las primeras
europeas, las de 1987. Por decirlo con claridad: con la salvedad de los comicios generales
de 2016, la más alta participación en europeas ha sido siempre inferior a la más baja en
generales y ha superado solo dos veces a la más baja en municipales138. El contraste entre
elecciones de ámbito nacional y supranacional resulta más que llamativo porque demuestra
el indudable apoyo a las instituciones democráticas, cuya renovación ha movilizado a una
mayoría muy sustancial del pueblo español. En ese sentido hay datos de gran importancia
que suelen olvidarse pese a que sitúan a nuestro régimen político en un lugar mucho mejor
que aquel en el que se empeñan en colocarlo quienes lo denigran. Mientras que en España
la primera alternancia política tuvo lugar en 1982, tan solo cinco años después de la
restauración democrática y cuando aún no habían transcurrido cuatro años desde la
aprobación de la Constitución, la primera alternancia entre la derecha y la izquierda en la
presidencia de la Quinta República francesa se demoró 23 años139, la llegada de los
socialdemócratas al poder en la República Federal de Alemania tras el final de la Segunda
Guerra Mundial tardó 20 años140, y el primer presidente del Gobierno italiano no
demócrata-cristiano, igualmente tras la segunda Gran Guerra, no entró en el Palazzo Chigi,
sede del ejecutivo, hasta 1981, 35 años después de la constitución de la República141.
Datos todos que hablan por sí mismos. Pero nuestra democracia no se ha caracterizado solo
por el buen funcionamiento del sistema representativo sino también por su gran estabilidad
parlamentaria, que ha facilitado un alto grado de gobernabilidad.
El régimen parlamentario en la práctica: bipartidismo, estabilidad y gobernabilidad

Rompiendo con la dinámica de conflictos y enfrentamientos y, en suma, de


ingobernabilidad que marcó la etapa democrática española previa a la actual —la de la
Segunda República—, la estabilidad política, y la gobernabilidad, han sido dos de las señas
de identidad de la España constitucional. La única excepción significativa a esa regla
general se produjo entre 1979 y 1982, cuando dos de los cuatro principales partidos del
sistema (UCD y PCE) se vieron envueltos en gravísimas luchas intestinas que los
condujeron al desastre. Traducidas en una cascada de abandonos de dirigentes que, pese a
dejar sus partidos, optaron por aferrarse a sus escaños, supusieron el inicio del llamado
transfuguismo142. UCD pagó al alto precio de la autodestrucción los embrollos de sus
familias ideológicas, los problemas de liderazgo y los conflictos nacidos de la complejísima
tarea de dirigir la Transición. Su debacle en las generales de 1982 fue realmente
formidable: de 168 escaños en el Congreso pasó a 11, en lo que constituyó un paso previo
para su desaparición como partido. En esas mismas elecciones otra crisis, la del PCE,
derivada de las luchas fraccionales que generó su debilidad frente al PSOE, redujo
drásticamente (de 23 a 4 escaños) la presencia comunista en el Congreso. Mientras, el
PSOE obtenía una victoria impresionante, avanzando de 121 a 202. El PP, por su parte,
completando el nuevo panorama, se apoderaba de una buena parte del antiguo electorado de
UCD y daba un gran salto: de 9 pasaba a 107. Nacía así un sistema bipartidista diferente del
surgido de las elecciones de 1977 y 1979, que, corregido sobre todo por la presencia de
minorías nacionalistas, dominó la vida política nacional hasta que las generales del 20 de
diciembre de 2015, primero, y las del 26 de junio de 2016, posteriormente, acabaron con el
bipartidismo. Tanto que, tras dos elecciones sucesivas, a punto estuvo el Congreso de ser
incapaz de investir a un presidente.
Entre tanto, de 1982 a 2015 el dominio bipartidista fue en España de una notable
solidez. Es verdad que en el Congreso obtuvieron representación otros pequeños partidos
nacionales y regionales, pero también que el grado de apoyo de los dos grandes (PSOE y
PP, antes AP) les permitió controlar la cámara verdaderamente relevante de nuestro régimen
político143: desde las generales de 1982 hasta las que dieron lugar en 2015 a la aparición
de un nuevo sistema de partidos, la suma de los escaños del PSOE y el PP osciló entre los
321 de 2008 (un 92 % de los 350 del Congreso) y los 268 del año 1986 (un 77 % del total),
de forma que en cuatro elecciones su peso en la cámara baja se situó entre el 77 % y el 82
% (1986, 1989, 1996 y 2011), en tres entre el 84 % y el 88 % (1982, 1993 y 2000) y en dos
llegó a superar el 90 % (2004 y 2008). Ese bipartidismo parlamentario se vio matizado por
la presencia de otras fuerzas, cuya relevancia dependió de su capacidad para ayudar a
conformar mayorías cuando el partido de gobierno no tenía la absoluta, tal y como sucedió,
además de en 1977 y 1979 (UCD), en 1993 (PSOE), 1996 (PP) y 2004 y 2008 (PSOE).
Y es que, junto a los dos grandes partidos de la derecha y de la izquierda, además de
los regionalistas y los nacionalistas, existirán en España pequeñas fuerzas nacionales que,
solo raramente, tuvieron una influencia políticamente relevante, al ser su capacidad de
presión sobre el ejecutivo nula o muy escasa. El PCE, que impulsó en 1986 la creación de
IU, obtuvo representación en el Congreso desde 1977, pero ni aun cuando aquella fue
significativa (23 diputados del PCE en 1979 y 21 de IU en 1996) consiguieron los
comunistas o sus herederos condicionar la gobernabilidad. La única excepción se produjo
durante la presidencia de Rodríguez Zapatero, quien cambió la política de alianzas que
había impulsado González entre 1982 y 1996. Y ello por más que los resultados de IU y sus
aliados fueran en 2004 y 2008 muy poco significativos. Tampoco Adolfo Suárez, que tras la
debacle de UCD creó un nuevo partido, el CDS (19 diputados en 1986 y 14 en 1989), pudo
actuar como aliado de la mayoría parlamentaria socialista, absoluta en ambos casos. El
posterior intento de UPyD (1 diputado en 2008 y 5 en 2011) no se vio, en fin, coronado por
el éxito frente a las mayorías existentes a partir de 2008 (relativa del PSOE) y de 2011
(absoluta del PP).
En este panorama, los auténticos partidos bisagras serían los nacionalistas de
Cataluña y el País Vasco (CiU y PNV, y ERC en menor medida), sin cuyo papel no cabe
entender la dinámica de nuestro sistema democrático. Por un lado, porque casi todas las
mayorías han tenido como referente para sus pactos parlamentarios —dirigidos a asegurar
la gobernabilidad o a ampliar su apoyo en las Cortes— a las fuerzas del durante mucho
tiempo llamado nacionalismo moderado: CiU y PNV. Por el otro, porque esos partidos,
más ERC cuando apoyó a Rodríguez Zapatero, lejos de comportarse como leales socios de
los ejecutivos que sostenían con sus votos, lo hicieron como partidos extractivos, es decir,
como grupos de presión, que, sin entrar en el Gobierno y sin asumir, por tanto,
responsabilidad en su gestión, ofrecían su apoyo parlamentario a cambio de contrapartidas
políticas (más poder y competencias) y económicas (inversiones y mejor financiación) del
Estado a favor de sus respectivos territorios. Como no podía ser de otra manera, ello acabó
constituyendo un gran problema en el desarrollo del proceso descentralizador144.
Sea como fuere, y aun reconociendo la evidente influencia del sistema electoral en
la configuración del mapa de partidos nacional, influencia que más adelante habré de
analizar, lo que ahora me interesa es subrayar que nuestra democracia se ha basado en una
razonable combinación de estabilidad y representatividad. Nunca como en la España
constitucional el sistema político había funcionado con tanta normalidad y durante un
período tan largo, según lo confirman todos los parámetros que pueden manejarse. Las diez
elecciones generales celebradas entre 1979 y 2011 ofrecen un panorama que resulta, ya en
sí mismo, altamente significativo: en la mitad de ellas el partido ganador logró mayoría
absoluta en el Congreso (el PSOE en 1982, 1986 y, de facto, en 1989145; el PP en 2000 y
2011) y en tres más el primer partido, muy distanciado del segundo, se acercó a esa
mayoría: UCD obtuvo 168 escaños en 1979 y el PSOE 164 en 2004 y 169 en 2008. De este
modo, solo en dos elecciones el reparto de escaños acercó las posiciones del primer partido
y el segundo y alejó al ganador de la mayoría absoluta (1993: PSOE 159 y 141 PP; 1996:
156 PP y 141 PSOE), aunque tampoco tan escasa diferencia impidió la normal investidura
del presidente del Gobierno.
Entre 1979 y 2011 tuvieron lugar en España once investiduras, una más que
elecciones, tras la dimisión de Suárez en 1981, a quien sustituyó Calvo Sotelo en la que
sería la presidencia más breve de la democracia. El candidato a presidente fue investido en
primera votación (por mayoría absoluta de 176 diputados o más) en nueve de esas once
ocasiones, de modo que tan solo en 1981, para elegir a Calvo Sotelo (169 votos en la
primera ronda y 186 en la segunda), y en 2008, para elegir a Rodríguez Zapatero (168 y
169), se produjo la investidura en segunda votación. Y tuvo lugar por mayoría absoluta en
diez de las once ocasiones: en 1979 (183 votos para Suárez) y 1981 (186 para Calvo
Sotelo); 1982, 1986, 1989 y 1993 (207, 184, 176 y 181 para González); 1996 y 2000 (181 y
202 para Aznar); 2004 (183 para Rodríguez Zapatero), y 2011 (187 para Rajoy).
Únicamente Rodríguez Zapatero, en 2008, fue, por tanto, investido por mayoría relativa.
Tiene también gran interés otro dato: excepto en una investidura (la de Aznar en
1993, el 4 de mayo, dos meses después de las elecciones del 3 de marzo), ninguna de las
restantes se dilató temporalmente. Así, el período transcurrido entre las elecciones y la
investidura (única o primera) fue de poco más o menos un mes en las restantes nueve
investiduras poselectorales: 1979 (elecciones el 1 de marzo e investidura el 30 de marzo),
1982 (28 de octubre y 1 de diciembre), 1986 (22 de junio y 23 de julio), 1989 (29 de
octubre y 5 de diciembre), 1993 (6 de junio y 9 de julio), 2000 (12 de marzo y 26 de abril),
2004 (14 de marzo y 16 de abril), 2008 (9 de marzo y 11 de abril) y 2011 (20 de noviembre
y 20 de diciembre). Por último, salvo Suárez, que dimitió y fue sustituido por otro dirigente
de UCD al frente del Gobierno, y Rajoy, que debió abandonar la presidencia tras la
aprobación de una moción de censura, los restantes presidentes concluyeron, aunque no
siempre los completaran, sus mandatos. De este modo, en las casi cuatro décadas que
mediaron entre la estabilización de nuestro sistema de partidos tras las elecciones de 1982 y
la moción de censura presentada en 2018 por el PSOE, hubo en España tan solo cuatro jefes
de Gobierno: González, Aznar, Rodríguez Zapatero y Rajoy. Una media de un presidente
cada nueve años, manifestación evidente de estabilidad y, al tiempo, de alternancia
democrática.
El desarrollo de las legislaturas de las Cortes constituirá también un fiel reflejo de
estabilidad, según lo demuestra el casi agotamiento de siete de los diez parlamentos
elegidos entre 1979 y 2015. Más allá de pequeños adelantos para ajustar el calendario
electoral y al margen de que casi todas las legislaturas finalizaron tras ejercer el presidente
su facultad de disolución anticipada, lo cierto es que prácticamente se agotaron las
legislaturas de 1982, 1989, 1996, 2000, 2004, 2008 y 2011. El desarrollo de la primera
legislatura, la de 1979, se vio gravemente alterado por la dimisión de Suárez, el fallido
golpe de Estado del 23-F y la profunda crisis de UCD, que hizo insostenible la situación del
Gobierno de Calvo Sotelo. La disolución anticipada de la tercera legislatura, elegida en
1986, no tuvo que ver con la solidez del apoyo al Gobierno, pues el presidente González
contaba con mayoría absoluta, sino con la celebración, el 12 de marzo de 1986, del
referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN. De este modo, solo la disolución
de la quinta legislatura, elegida en 1993, respondió a un genuino problema de falta de
apoyos parlamentarios. González fue elegido presidente en julio de 1993, por cuarta vez y
con una mayoría de 181 votos, fruto de la suma de 159 diputados socialistas, 17 de CiU y 5
del PNV. Pero cuando CiU decidió retirarle el apoyo rechazando el proyecto de ley de
Presupuestos a finales de 1996, el presidente optó, sin más esperas, por anticipar las
elecciones, en una situación de fuerte deterioro político, debido a los escándalos de
corrupción y al caso de los GAL, y de crisis económica.
Junto a la escasa relevancia de la disolución anticipada, concebida en los regímenes
parlamentarios como un instrumento esencial para salir del bloqueo derivado de la quiebra
de la mayoría de gobierno, también carecieron de importancia, en la España constitucional,
los otros dos mecanismos sobre los que reposan en nuestro régimen político las relaciones
de colaboración y control entre los poderes ejecutivo y legislativo146: la cuestión de
confianza y la moción de censura. En cuanto a la confianza, se debatieron en el Congreso
tan solo dos cuestiones en el período 1979-2015: una planteada por Suárez en 1980 y otra
por González en 1990, pero ninguna se dirigió a cohesionar la mayoría parlamentario-
gubernamental147, verdadera finalidad de esa institución. La finalidad de la primera,
debatida entre el 16 y el 18 de septiembre, fue restaurar ante la opinión pública la imagen
del Gobierno, desgastada por la moción de censura presentada cuatro meses antes por el
PSOE contra Suárez. González planteó, por su parte, una nueva cuestión de confianza una
década después, en abril de 1990, pero no para compactar su mayoría, entonces fuerte y
unida, sino para despejar cualquier sombra de duda sobre la legitimidad de su investidura,
en la que, según se ha visto ya, no habían podido participar 18 diputados tras las
reclamaciones presentadas al escrutinio electoral.
Por lo que se refiere a las mociones de censura, dos fueron también las presentadas
entre 1979 y 2015 y, de igual manera que las cuestiones de confianza, ninguna persiguió el
objetivo que la Constitución atribuye a la censura: conformar una nueva mayoría a partir de
«una forma extraordinaria de investidura del presidente del Gobierno entre dos procesos
electorales»148. Tanto la presentada en mayo de 1980 por los socialistas contra Suárez
como la planteada en marzo de 1987 por los populares contra González, a la sazón
sostenido en una sólida mayoría absoluta, estaban condenadas al fracaso de antemano al no
contar los candidatos alternativos (González en el primer caso y Hernández Mancha en el
segundo) con la mayoría absoluta exigida constitucionalmente para su aprobación. En 1980
González perseguía desgastar a Suárez y las encuestas realizadas acreditaron la
consecución de su objetivo. Hernández Mancha, que no era diputado, fracasó, en contraste,
tan estrepitosamente en su intento de desgastar a González que, de hecho, el debate de
investidura fue el canto del cisne del entonces recién elegido líder del PP. Será la profunda
alteración de nuestra forma de gobierno tras los cambios experimentados después de 2014
por el sistema de partidos español la que abrirá el paso, finalmente, a la aprobación de la
primera moción de censura en el Congreso: la que el 1 de junio de 2018 llevó a Pedro
Sánchez a la presidencia del país, con el apoyo del PSOE y el de otras fuerzas (Podemos, el
PNV y los independentistas catalanes) con las que los socialistas no constituyeron, sin
embargo, ninguna mayoría parlamentaria alternativa. Una moción de censura, pues,
ciertamente peculiar, que sustituyó un Gobierno con el insuficiente apoyo de 137 diputados
por otro con un sostén mucho más reducido todavía (84 escaños) y que constituyó una
novedad más, y no de las menos importantes, de las muchas que, según veremos más
adelante, iban a llegar de la mano de la desaparición del bipartidismo dominante en España
durante más de tres décadas.
En conclusión, sea contemplado nuestro régimen parlamentario en la práctica, por
decirlo con el título de una célebre obra del gran jurista español Gumersindo de
Azcárate149, desde la perspectiva de la correlación de fuerzas entre mayoría parlamentaria
y minorías, de la facilidad para investir presidente del Gobierno, de la propia continuidad
de los presidentes en sus liderazgos parlamentarios, de la duración de las legislaturas, de la
casi nula utilización de la cuestión de confianza como forma de cohesionar mayorías o de la
moción de censura constructiva como forma de investidura extraordinaria, caben pocas
dudas de que la nota dominante del parlamentarismo de la España constitucional ha sido su
estabilidad y la consiguiente gobernabilidad. La forma en que se han conjugado en España
las preferencias de los votantes con el sistema electoral ha combinado muy razonablemente
estabilidad y representatividad. Por eso, ni es fácil compartir las crecientes críticas dirigidas
contra tal sistema ni parece sensato suponer que el cambio del sistema de partidos que se
produjo en España después de 2015 aconseje su modificación. O no, cuando menos, en el
sentido en el que con más frecuencia se ha apuntado.
Pero ¿de verdad ha sido tan malo nuestro sistema electoral?

El sistema electoral vigente en España desde 1977 ha estado condicionado por dos
elementos que juegan por su cuenta en el reparto final de los escaños. El primero se deriva
de los principios fijados en la Constitución para distribuir los 350 diputados del
Congreso150 entre las provincias, territorios donde se traducen votos en escaños. El
segundo, que se asentó en 1985 en la ley electoral, aunque estaba vigente desde 1977151,
no resulta menos relevante: consiste en fijar en dos diputados la «representación mínima
inicial» que para cada circunscripción prevé la ley fundamental. La combinación de ambos
elementos reduce la proporcionalidad del sistema electoral. Por un lado, dada la diferencia
de población de las cincuenta provincias españolas (desde unos miles de habitantes hasta
cientos de miles o incluso varios millones), su constitucionalización como circunscripción
electoral significa que una treintena, por tener escasa población, reparte pocos escaños (seis
o menos de seis), lo que se traduce en una notable desproporción entre el reparto de votos y
de escaños, pues es conocida la regla152 según la cual, en sistemas proporcionales, como el
español, la proporcionalidad aumenta a medida que lo hace el número de representantes a
elegir. Pero, además, por otro lado, la proporcionalidad se ve igualmente limitada porque la
asignación de dos escaños iniciales a cada circunscripción sobrerrepresenta a las que tienen
menos población en la misma medida en que infrarrepresenta a las más pobladas. En suma,
esa doble circunstancia (el hecho de que tan solo 248 de los 350 diputados a elegir se
repartan en función de la distribución provincial de la población153, unido a las grandes
diferencias demográficas interprovinciales) da lugar a una notable desproporción en el
coste del escaño por distrito, desproporción que suele ejemplificarse con los casos extremos
de Soria y Barcelona.
El resultado de conjugar los cuatro elementos principales del régimen electoral para
el Congreso (circunscripciones provinciales, tamaño reducido del 65 % de los distritos,
fórmula D’Hondt y asignación inicial de dos escaños por distrito)154 es fácil de enunciar:
el sistema otorga en la mayoría de las circunscripciones una notable prima de ventaja a las
candidaturas que ocupan la primera posición o la primera y la segunda. Y, en coherencia
con ello, limita las posibilidades de los restantes partidos (los que ocupan la tercera
posición y, en algunos casos, la tercera y la cuarta) para acceder a la representación
parlamentaria. Tal situación ha provocado que nuestro régimen bipartidista solo se haya
visto modulado en realidad durante años por la presencia de partidos nacionalistas, que,
lejos de estar primados por esa condición, como se afirma con tanta insistencia como falta
de razón, han obtenido mayor representación en el Congreso que la de fuerzas nacionales
con similar número de votos, por la sencillísima razón de que los han concentrado en pocos
distritos, alcanzando la primera o segunda posición en la mayoría de aquellos en los que
competían. El mantenimiento desde 1977 de los elementos básicos del sistema electoral y la
estabilidad del mapa de partidos entre 1982 y 2014 ayudaron a asentar la tesis de que el
primero condicionaba la segunda hasta el punto de convertir su alteración en poco menos
que imposible. Bastó, sin embargo, con que los electores optaran por modificar sus
preferencias en las diversas elecciones celebradas después de 2014 para que la tesis de que
la estabilidad de nuestro sistema de partidos se derivaba solo de la escasa proporcionalidad
del sistema electoral saltase por los aires.
La transformación del sistema de partidos comenzó, tímidamente, en los comicios
europeos de 2014, donde las denominadas fuerzas emergentes155 sacaron la cabeza de una
forma significativa aprovechando las ventajas del distrito nacional, que iguala de salida a
todos los competidores156. Podemos, inscrito en marzo como partido, obtuvo en las
elecciones de mayo cinco escaños de 54, con el 8 % de los votos, logrando rentabilizar el
impulso del movimiento 15-M157 que había estallado en 2011 como reacción a la crisis
económica y al profundo malestar social que provocó. Por su parte, Ciudadanos, fundado
en 2006 a partir de la plataforma cívica Ciutadans de Catalunya158, había ido
incrementando su presencia en el parlamento regional (3 escaños sobre 135 en 2006, 3 en
2010 y 9 en 2012) y decidió saltar a la arena nacional. Aunque su resultado no fue brillante
(2 escaños con algo más del 3 % de los votos) supondrá el inicio de una remontada que,
junto con la de Podemos, acabará por alterar profundamente el sistema de partidos español.
La otra cara de la moneda la ofrecerán, claro, los dos grandes partidos nacionales, que de
obtener 44 escaños en las europeas de 2009 (23 el PP y 21 el PSOE) se quedarán tan solo
en 30: 16 el PP y 14 el PSOE.
Un año después, los comicios andaluces de marzo de 2015 probaron que el
resultado de las europeas no era efecto de una esporádica coyuntura electoral, sino un
fenómeno de fondo. En la única Comunidad en la que no se había producido alternancia
política en todo el período autonómico, el PSOE volvió a ganar, repitiendo su número de
escaños: 47; el PP, con 33, experimentó un duro castigo, al perder 17 diputados; e IU sufrió
un descalabro al pasar de 12 a 5 escaños. La entrada en el parlamento de Podemos y
Ciudadanos, con 15 y 9 diputados, significaba que por primera vez desde 1982, y excepción
hecha de lo que ya había sucedido, ocasionalmente en algún territorio, o era habitual en
Cataluña y País Vasco, el bipartidismo había desaparecido. Es verdad que los dos grandes
partidos (PSOE y PP)159 lograban conservar el 62 % de los sufragios, pero perdían mucho
peso electoral y parlamentario como consecuencia de la aparición de dos nuevas fuerzas
que sumaban el 24 % de los votos. Las andaluzas supusieron un adelanto de lo que
acontecería en las locales: el PSOE y el PP perdieron varios millones de votos (el PP pasó
del 37 % al 27 y el PSOE del 28 % al 25) mientras Ciudadanos se hacía con casi un millón
y medio de sufragios (más del 6 %) y Podemos obtenía un éxito notable a través de sus
llamadas candidaturas de unidad popular, que pasaron a gobernar no solo las dos mayores
ciudades del país (Madrid y Barcelona) sino también capitales importantes: Zaragoza, La
Coruña, Cádiz, Santiago de Compostela o Ferrol. De igual modo, en las autonómicas los
dos grandes perdieron una parte de su apoyo en las trece Comunidades que celebraron sus
comicios, mientras las fuerzas emergentes consolidaban posiciones: Podemos —que no fue
ni primera ni segunda fuerza en ninguna de las 13 Comunidades y alcanzó la tercera
posición en nueve, la cuarta en tres y la quinta en una— se situó en el 17 % de los escaños
en diez Comunidades y solo superó, en menos de un punto, el 20 % en tres: Aragón,
Asturias y Madrid. Como consecuencia de ese éxito indudable logró entrar a formar parte,
bajo presidencia socialista, de los gobiernos autonómicos de Aragón, la Comunidad
Valenciana, Castilla-La Mancha, Extremadura y las Islas Baleares. Ciudadanos, por su
parte, que fue cuarta fuerza en siete Comunidades, quinta en dos, sexta en una, séptima en
dos y octava en una, no alcanzó el 10 % de los escaños en 8 Comunidades y lo superó
ligeramente en cinco: Castilla y León, La Rioja, Madrid, Valencia y Murcia.
A la vista de todo ello escribí, poco después de que se produjeran las citas
electorales de la primavera de 2015, que, vistos los resultados de Podemos y Ciudadanos en
autonómicas, era razonable suponer que ambas fuerzas accederían al Congreso en un
número significativo de provincias. Que, además, era posible que llegaran no solo a
condicionar la política de una eventual mayoría del PP o del PSOE, sino que pudieran
incluso vetar la formación de un Gobierno, lo que podría generar un gravísimo problema de
gobernabilidad. Y, en fin, que resultaba «razonable predecir que, o mucho cambian las
cosas, o en las próximas generales el partido más votado (sea el PP, como parece más
probable, o el PSOE) y el que le siga se quedarán por debajo del resultado que ambos
obtuvieron en 1993 (159 escaños el PSOE, 141 el PP) y en 1996 (156 el PP, 141 el PSOE).
A ello hay que añadir algo nada irrelevante: que CiU, el principal socio del PSOE en 1993 y
del PP en 1996, es hoy, por su deriva secesionista, un socio político imposible»160. Tras el
escrutinio de los votos emitidos en las generales del 20 de diciembre, la España que
amanecía el día 21 era política y parlamentariamente muy distinta, y mucho más compleja,
que la que hasta la fecha, y con pocas variaciones desde 1982, habíamos conocido. El PP y
el PSOE fueron abandonados por una gran parte de sus tradicionales electores y con poco
más del 33 % de los votos y algo menos del 21 %, obtuvieron 123 y 90 diputados, 63 y 20
menos que en los comicios anteriores. La otra cara de la moneda de esa gran caída conjunta
en votos y en escaños fue la irrupción espectacular de Podemos y sus llamadas
confluencias y de Ciudadanos, fuerzas que con más del 20 % y casi el 14 % de los sufragios
alcanzaron 69 y 40 escaños en la cámara.
Tales resultados suponían un rotundo mentís a la afirmación, repetida una y mil
veces, de que con el sistema electoral español era casi imposible que partidos que no
ocupasen el primero o el segundo puesto alcanzasen representación parlamentaria en un
alto porcentaje de circunscripciones, de hecho mayoritarias. Lo cierto, frente a tal tesis, fue
que Ciudadanos obtuvo diputados en 26 distritos y Podemos y sus confluencias en 36
(Podemos en 25, En Comú Podem en 4, En Marea en 4 y Compromís-Podemos en 3), de
modo que solo en 10 de los 33 distritos pequeños (de seis o menos de seis diputados) los
escaños se repartieron en su totalidad entre el PSOE y el PP: Ávila, Cáceres, Ciudad Real,
Cuenca, Jaén, Palencia, Segovia, Soria, Teruel y Zamora. Tal reparto demostraba que el
dominio previo de los dos grandes partidos nacionales en los distritos de tamaño reducido
se debía no solo a las desviaciones del sistema electoral, sino también a un dato al que, con
alguna notable excepción, no habíamos prestado la atención que se merece: la gran
diferencia de votos entre el primer y el segundo partido y todos los demás, lo que otorgaba
al PP y al PSOE una ventaja muy notable. Ya en 1996 subrayaba el politólogo Julián
Santamaría el hecho de que la desproporcionalidad del sistema electoral se había visto
«magnificada de forma extraordinaria por la enorme distancia electoral que separa a los
dos primeros partidos» de todos los demás161. En el momento en que tal diferencia
disminuyó de forma sustancial, que fue lo acontecido en las generales de 2015, se redujo
también la ventaja nacida del sistema electoral, lo que dio lugar a la formación de un
Congreso de composición muy distinta a todos los que desde 1977 lo habían precedido.
La quiebra del bipartidismo, la deriva secesionista y el futuro de la gobernabilidad

La profunda alteración del sistema de partidos, analizada ahora de forma tan


sucinta, afectó de inmediato, como era inevitable, a la estabilidad y a la gobernabilidad. En
efecto, la llamada nueva política y los profundos cambios que acabó induciendo en la
realidad parlamentaria se tradujeron en un incremento de las dificultades para conformar
una mayoría capaz de investir al presidente del Gobierno: a nueva política, pues, viejos
problemas. Constituido el Congreso el 13 de enero del año 2016 y celebradas las
correspondientes consultas por el jefe del Estado, se produjo la primera novedad respecto
de lo que hasta entonces había venido aconteciendo: el rey, tras la renuncia de Rajoy a
presentarse a la investidura, no propuso como candidato a presidente al líder del partido
más votado, como había sido sucedido siempre previamente, sino al que ocupaba la
segunda posición. Pedro Sánchez acudió a la cámara a solicitar su confianza y ello dio lugar
a la segunda novedad: por primera vez desde 1977 un candidato a presidente resultaba
derrotado tanto en primera como en segunda votación. La tercera novedad fue, en todo
caso, la más trascendental: tras el rotundo fracaso de las negociaciones partidistas, se activó
la disolución parlamentaria prevista en la Constitución para el caso de que, transcurridos
dos meses desde la primera votación de investidura, ningún candidato logre la confianza del
Congreso. Y es que nunca, desde 1982, habían conformado los electores una cámara tan
atomizada y nunca, hasta entonces, habían sido los partidos incapaces de configurar una
mayoría e investir a un presidente para dirigir con su apoyo la acción política del poder
ejecutivo162.
La disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones no fue, de todos
modos, consecuencia únicamente del nuevo reparto de diputados en la cámara, que daba
lugar a la sustitución de un sistema de partidos que pivotaba sobre dos grandes fuerzas
nacionales y otras pequeñas fuerzas regionales, por otro basado en dos partidos más
grandes, dos medianos y varios regionales. A ese cambio se añadieron otros, cualitativos,
esenciales para entender la profunda alteración que sufrió en 2015 nuestra forma de
gobierno. En primer lugar, el giro hacia el radicalismo del otrora denominado nacionalismo
moderado catalán (la antigua CiU), cuya apuesta secesionista anulaba su capacidad para
servir de apoyo parlamentario a uno de los dos grandes partidos nacionales. Aunque tras las
elecciones de 2015 habría sido numéricamente posible investir a un presidente con los 177
diputados de centro derecha (PP, Ciudadanos, PNV y Democràcia i Llibertat), tal
posibilidad no llegó siquiera a plantearse dada la deriva secesionista del nacionalismo
catalán. Junto a ello, y en segundo lugar, debe destacarse también, en el terreno de los
cambios cualitativos, la dificultad del PSOE para llegar a acuerdos con fuerzas situadas a su
izquierda (con ERC por su impulso a la secesión y con Podemos y sus confluencias por su
defensa del derecho de autodeterminación) dado el rechazo frontal que ello generaba entre
la mayoría de los dirigentes territoriales del PSOE.
En tal compleja situación se celebraron nuevas elecciones el 26 de junio de 2016,
pero sus resultados pronto demostraron que los viejos problemas de la ingobernabilidad,
típicos del parlamentarismo de entreguerras y presentes en la actualidad en países como
Bélgica o Italia, a los que acabará uniéndose, entre otros, Alemania, habían llegado a
España para quedarse... al menos por un tiempo. El PP incrementó significativamente su
presencia en el Congreso (de 123 a 137 diputados), el PSOE descendió ligeramente (de 90 a
85 escaños), al igual que Ciudadanos (de 40 a 32), Podemos apenas aumentó (de 69 a 71) y
los partidos pequeños (ERC, la antigua CiU, Bildu y Coalición Canaria) repitieron
representación, con la única excepción del PNV, que pasó de 6 a 5 diputados. La política
española aparecía, por tanto, nuevamente dominada por las graves dificultades para que los
dos primeros partidos formasen mayoría. De un lado, ni aun contando con el apoyo de
Ciudadanos, el PNV y Coalición Canaria estaba el PP en condiciones de lograr la
investidura de su candidato a la presidencia del gobierno, que podría sumar en el mejor de
los casos 175 diputados frente al veto de otros tantos. Del otro, la situación no era tampoco
mejor para el PSOE, que solo podía liderar una mayoría alternativa asumiendo los votos del
secesionismo catalán y, claro, las exigencias políticas, inaceptables para los socialistas, que
tal apoyo llevaba aparejadas.
Como no podía ser de otra manera, tal equilibrio de debilidades condujo a un
auténtico impasse una vez que Sánchez descartó la única salida —la abstención de todos o
una parte de los diputados socialistas— que podía evitar la repetición, por segunda vez, de
las elecciones generales. Rajoy presentó, pese a ello, a principios de septiembre su
candidatura a presidente y, confirmando lo que se sabía de antemano, no obtuvo la mayoría
absoluta en la primera votación y fue derrotado en la segunda por 180 contra 170 diputados.
Tras un verdadero juego de presiones a favor y en contra de la abstención del grupo
parlamentario socialista, origen de un gravísimo conflicto interno que supuso finalmente el
abandono del cargo de secretario general de quien había sido en el PSOE el más relevante
valedor de la oposición radical a investir a un candidato del PP (el conocido «no es no»),
estuvo a punto de agotarse nuevamente el plazo de dos meses que, contados desde la
primera votación de investidura, contempla la Constitución para la convocatoria de nuevas
elecciones. En tal caso, ¡se habrían celebrado en doce meses tres elecciones generales! Para
evitarlo, el PSOE pasó del no a la abstención, asumiendo por ello un coste altísimo, y Rajoy
resultó finalmente investido cuando acababa el mes de octubre, con 170 votos a favor (los
del PP, Ciudadanos y Coalición Canaria), 68 abstenciones de los diputados socialistas y 111
votos en contra, entre los que debían contabilizarse 15 de diputados del PSOE que no
asumieron finalmente la posición de su partido. Habían transcurrido 315 días desde que el
Gobierno entrara en funciones, sin duda otra relevante novedad en la historia democrática
española desde 1977, que daba idea de hasta qué punto el nuevo mapa de partidos había
cambiado la práctica de nuestro parlamentarismo.
Siguiendo la máxima ignaciana de que en tiempos de tribulación no conviene hacer
mudanzas, parece razonable seguir el sabio consejo anglosajón del wait and see (esperar y
ver) antes de meterse a reformar nuestro sistema electoral, pues, según demuestra la
experiencia de otras latitudes (la italiana de forma muy sobresaliente), aquellas pueden
acabar provocando cambios en el comportamiento electoral y, en consecuencia, efectos no
previstos o incluso contrarios a los esperados por los reformadores. Sí parece necesario
insistir, en todo caso, en lo profundamente inconveniente que sería abordar la propuesta
reforma en la que algunos vienen insistiendo, propuesta que cobró nuevos bríos tras ser
asumida con unos u otros matices por Ciudadanos y Podemos: la dirigida a hacer más
proporcional el sistema electoral. Y es que, constatado ya el hecho de que sus efectos
desproporcionadores entre 1977 y 2015 han procedido en gran medida de la notable
distancia en número de votos existente entre los grandes y los pequeños partidos
nacionales, parece razonable sostener que han desaparecido no pocos de los motivos que
venían aduciéndose para plantear como inexcusable la necesidad de la reforma. Por si ello
no bastara, tampoco resulta improcedente subrayar lo que hoy constituye una obviedad: que
si el cambio de nuestro sistema de partidos —que, insisto, la legislación electoral no
impidió en cuanto se alteró la correlación de fuerzas entre los competidores— ha traído de
la mano un problema de gobernabilidad desconocido en la España constitucional, una
reforma tendente a hacer el régimen electoral más proporcional no haría otra cosa que
agravarlo. Más bien cabría, pues, sostener lo contrario de lo que la nueva política plantea:
que la eventual persistencia de las dificultades de gobernabilidad existentes tras las
situación política y parlamentaria surgida en 2015 debería conducir antes o después a abrir
el debate sobre si habría que introducir en España, al igual que en otros países europeos,
mecanismos tendentes a facilitar la conformación de mayorías estables de gobierno, bien en
la línea de los premios de mayoría, bien en la de un sistema electoral a dos vueltas similar
al que ha venido funcionando en Francia desde hace varias décadas.
Sea como fuere, y el tiempo lo dirá, lo cierto es que, más allá de los problemas de
gobernabilidad y de las reformas que pudieran ser necesarias para restaurar la que durante
tanto tiempo disfrutamos, hay que destacar que la España constitucional ha asentado la
primera democracia plena de nuestra historia. Con elecciones limpias y competidas, con un
sistema parlamentario perfectamente homologable al de sus vecinos europeos y con
alternancia nacida única y exclusivamente de la voluntad del cuerpo electoral.
128 Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Madrid, Aguilar, 1988, tomo
I, p. 47.
129 José Félix Tezanos, «Modernización y cambio social en España», en José Félix
Tezanos, Ramón Cotarelo y Andrés de Blas (eds.), La transición política española, Madrid,
Sistema, 1989, pp. 63-115, y, dentro de la misma obra, Jorge Benedicto Millán, «Sistemas
de valores y pautas de cultura política predominante en la sociedad española (1976-1985)»,
pp. 645-679.
130 Alexis de Tocqueville, La democracia en América, cit., p. 47.
131 José María Maravall, La política de la transición. 1975-1980, Madrid, Taurus,
1980, pp. 33-34 y cuadro 1.4.
132 El lema «Limpia, fija y da esplendor» figura en el emblema de la Real
Academia Española.
133 De esas 119 elecciones, 117 se celebraron agrupadas, junto con las
correspondientes municipales, para cada una de las Comunidades de vía general en 1983,
1987, 1991, 1995, 1999, 2003, 2007, 2011 y 2015. Además se celebraron elecciones en
octubre de 2003 en Madrid y en 2012 en Asturias.
134 El de ratificación de la Constitución (1978), dos consultivos (el de la
permanencia en la OTAN y el de ratificación de la Constitución europea, en 1986 y 2005),
uno de ratificación de la iniciativa autonómica en Andalucía (1980), cuatro de ratificación
de los Estatutos vasco, catalán, gallego y andaluz (en 1979 los dos primeros y en 1980 y
1981 los dos últimos) y dos de ratificación de las reformas estatutarias en Cataluña y
Andalucía (en 2006 y 2007).
135 Véase el reportaje de Camilo Valdecantos para El País, de 13 de abril de 1993
(https://elpais.com/diario/1993/04/13/espana/734652002_850215.html) (consultado en
2018) y también Wikipedia: «Elecciones generales de España de 1989».
136 Puede verse mi trabajo «Transfuguismo y democracia en la Comunidad de
Madrid», en Claves de Razón Práctica, n.º 135 (2003), pp. 444-452. La noticia en El País,
de 1 de julio de 2003
(https://elpais.com/diario/2003/07/01/espana/1057010413_850215.html) (consultado en
2018).
137 Sobre las particularidades de los comicios europeos, J. Santamaría, J. M.ª Reniu
y V. Cobos, «Los debates sobre el procedimiento electoral uniforme y las características
diferenciales de las elecciones europeas», en Revista de Estudios Políticos, n.º 90 (1995),
pp. 11-44.
138 Los datos de participación en el Ministerio del Interior
(http://www.infoelectoral.mir.es/min/home.html) (consultado en 2018). Un buen resumen,
con datos procedentes de la misma fuente, en La Vanguardia, de 22 de mayo de 2015
(http://www.lavanguardia.com/vangdata/20150522/54431790490/participacion-elecciones-
espanolas.html) (consultado en 2018).
139 La elección del socialista François Mitterrand tuvo lugar en 1981, tras las de
Charles de Gaulle en 1958, reelegido en 1965, Georges Pompidou en 1969 y Valérie
Giscard d’Estaing en 1974.
140 Tras ocupar la cancillería varios líderes conservadores (Konrad Adenauer entre
1949 y 1962, a quien sucedió Ludwig Erhard entre 1963 y 1966 y Kurt Kiesinger entre
1966 y 1969), a finales de ese último año fue elegido por el Bundestag un presidente
socialdemócrata: Willy Brandt, canciller entre 1969 y 1974.
141 En 1981 fue nombrado primer ministro, en un gobierno del pentapartito con
mayoría demócrata-cristiana, el líder del Partido Republicano, Giovanni Spadolini, quien
sucedió a 14 presidentes demócrata-cristianos (De Gasperi, Pella, Fanfani, Scelba, Segni,
Zoli, Tambroni, Leone, Moro, Rumor, Colombo, Andreotti, Cossiga y Forlani), que habían
ocupado hasta 21 presidencias distintas con anterioridad.
142 El fenómeno alcanzó su paroxismo en la segunda legislatura de las Cortes,
cuando 50 parlamentarios abandonaron el grupo, y el partido, en cuyas listas habían
obtenido sus escaños. Paralelamente, también en ayuntamientos, diputaciones y
parlamentos regionales los tránsfugas acabaron haciendo estragos en los partidos que los
habían expulsado o que ellos mismos habían decidido abandonar. Lo he analizado en mi
libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado, sociedad, Madrid, Alianza Editorial, 2001,
pp. 198 y ss. También Jorge de Esteban, «El fenómeno del transfuguismo político y la
jurisprudencia constitucional», en Revista de Estudios Políticos, n.º 70 (1990), pp. 7-32.
143 Roberto L. Blanco Valdés, La Constitución de 1978, cit., pp. 116-207.
144 He analizado la cuestión en mis libros Nacionalidades históricas y regiones sin
historia. A propósito de la obsesión ruritana, Madrid, Alianza Editorial, 2005, pp. 67 y ss.,
y El laberinto territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo catalán,
Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 186 y ss.
145 Aunque el PSOE obtuvo en 1989 175 diputados, uno menos de la mayoría
absoluta, realmente contó con ella dada la ausencia de la cámara de los cuatro
representantes de HB, que no tomaron posesión de sus escaños.
146 Me he referido a ello en mi libro La Constitución de 1978, cit., pp. 187-193.
147 Sobre la significación de la mayoría parlamentario-gubernamental, Isidre Molas
e Ismael E. Pitarch, Las Cortes Generales en el sistema parlamentario de gobierno,
Madrid, Tecnos, 1987, pp. 179 y ss.
148 Jordi Solé Tura y Miguel A. Aparicio Pérez, Las Cortes Generales en el sistema
constitucional, Madrid, Tecnos, 1984, p. 212.
149 Gumersindo de Azcárate, El régimen parlamentario en la práctica, Madrid,
Imprenta de Fontanet, 1885 (hay una edición de la editorial Tecnos, publicada en 1978).
150 La Constitución dispone que el Congreso se compondrá de un mínimo de 300 y
un máximo de 400 diputados, pero desde las elecciones de 1977 ese número quedó fijado
por ley en 350.
151 La ley electoral mantuvo la representación mínima inicial de dos diputados por
provincia (salvo en Ceuta y Melilla) que ya había establecido el Real Decreto-ley 20/1977,
de 18 de marzo, sobre normas electorales.
152 Douglas W. Rae, Leyes electorales y sistemas de partidos políticos, Madrid,
CITEP, 1977. En la importancia de esa regla insiste Dieter Nohlen: «Cuanto mayor es la
circunscripción, mayor es la proporcionalidad. Por el contrario, la elección en
circunscripciones pentanominales e, incluso, más pequeñas es una elección mayoritaria»,
en Sistemas electorales del mundo, Centro de Estudios Constitucionales, 1981, p. 304.
153 248 escaños, porque 2 se atribuyen inicialmente por la ley electoral a cada una
de nuestras cincuenta provincias y uno más por la Constitución a Ceuta y a Melilla.
154 Montserrat Baras y Joan Botella, El sistema electoral, Madrid, Tecnos, 1996.
155 Véase mi trabajo «España: partidos tradicionales y fuerzas emergentes (entre la
crisis política y la crisis económica)», en Diritto Pubblico Comparato ed Europeo, n.º 3
(2015), pp. 761-798.
156 J. Santamaría, J. M.ª Reniu y V. Cobos, «Los debates sobre el procedimiento
electoral uniforme y las características diferenciales de las elecciones europeas», cit., pp.
11-44.
157 Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza: los movimientos sociales
en la era de Internet, Madrid, Alianza Editorial, 2012; en especial, para el caso de España,
pp. 115-155.
158 Félix de Azúa, Albert Boadella, Francesc de Carreras, Arcadi Espada, Félix
Ovejero, Xavier Pericay y Fernando Savater, Ciudadanos. Ser realistas: decid lo indecible,
Madrid, Triacastela, 2007.
159 PP, PSOE e IU habían sumado en Andalucía el 86,9 % de los sufragios en las
autonómicas de 1986, el 84,3 % en las de 1990, el 92,1 % en las de 1994, el 91,8 % en las
de 1996, el 90,4 % en las de 2000, el 89,5 % en las de 2004, el 93,8 % en las de 2008 y el
91,4 % en las de 2012, porcentajes todos muy superiores al 68,9 % de las autonómicas de
2015.
160 Roberto L. Blanco Valdés, «España: partidos tradicionales y fuerzas emergentes
(entre la crisis política y la crisis económica)», cit., pp. 797-798.
161 Julián Santamaría, «El debate sobre las listas electorales», en Antonio J. Porras
Nadales (ed.), El debate sobre la crisis de la representación política, Madrid, Tecnos, 1996,
p. 241 (cursivas en el original).
162 Me he referido a todo ello en mi trabajo «El año que vivimos peligrosamente:
del bipartidismo imperfecto a la perfecta ingobernabilidad», Revista Española de Derecho
Constitucional, n.º 109 (2017), pp. 63-96.
CAPÍTULO 6

LA DEMOCRACIA PARLAMENTARIA EN ESPAÑA (II):


LO QUE DEBERÍAMOS CAMBIAR

No nos engañemos sobre ello: se padece hoy de cierta fatiga producida por el
parlamentarismo, si bien no cabe hablar —como hacen algunos autores— de una crisis, una
«bancarrota» o una «agonía» del parlamentarismo.
HANS KELSEN
Esencia y valor de la democracia, 1920

La gran mayoría de los vicios que la España constitucional ha ido adquiriendo desde
que en 1977 se abrieron las primeras Cortes Generales tienen que ver, de forma directa o
indirecta, con disfunciones derivadas del papel de los partidos. Débiles en la sociedad,
fuertes en el Estado, los partidos son, pese a todos los desarreglos institucionales nacidos de
su forma de actuar, una pieza clave de la democracia, hasta el punto de que esta resulta
inconcebible sin aquellos. Y, sin embargo...
Sin embargo, la idea de que los partidos, debido a sus intereses espurios y egoístas,
rompen de un modo artificial el consenso que supuestamente existe en todas las sociedades
de forma natural no constituye ninguna novedad. Según ello, comportándose de un modo
faccional163, los partidos dificultarían la solución de los problemas que los poderes
públicos deben afrontar, visión que se ha extendido en los treinta últimos años entre
amplias capas de la población en la práctica totalidad de los países democráticos. En
realidad, la crítica a los partidos resulta tan vieja como ellos. Síntoma muy significativo de
su presente mala prensa es el hecho de que el concepto Estado de partidos164, reivindicado
en el pasado como una irrenunciable conquista democrática, se utilice en la actualidad,
tanto en el lenguaje periodístico como en el debate político y social, con una connotación
peyorativa. Cuando ahora hablamos de Estado de partidos no lo hacemos con el sentido que
le dio Hans Kelsen hace una centuria a esa expresión: «La democracia moderna —escribía
el gran jurista austriaco— descansa, puede decirse, sobre los partidos políticos, cuya
significación crece con el fortalecimiento progresivo del principio democrático [...]. Solo
por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos
políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos»165.
Lo que, cuando hablamos de él, se pretende, muy por el contrario, es describir el tipo de
Estado representativo caracterizado por los excesos de los partidos como organizaciones
que lo disciplinan y vertebran, terminando así por dominarlo de un modo que puede resultar
lesivo para la buena marcha del sistema democrático. El Estado de partidos ha acabado por
presentársenos como aquel en el que cúpulas partidistas han logrado apoderarse tanto de las
instituciones que deben controlar como de aquellas otras que en realidad han usurpado y
que no deberían estar jamás bajo su dominio o su influencia166.
No solo esos excesos han contribuido, en cualquier caso, a que los partidos sean
percibidos socialmente en numerosos países, España entre ellos, como el origen de muchas
perversiones de la democracia167. Tal visión, peligrosísima para su futuro, aparece
igualmente vinculada a otros dos graves vicios que también aquí se abordarán: el de la
financiación ilegal y la corrupción política que guarda con ella directa relación, y el de la
selección de las élites, muy vinculado al de la profesionalización de la política. Ambos han
contribuido al creciente, y parecería que imparable, desprestigio de los partidos, de los
políticos y de la actividad que protagonizan. Un partido, ha escrito Giovanni Sartori, uno de
los mejores conocedores de esa moderna forma de organización de los intereses colectivos,
es cualquier grupo político identificado por una etiqueta oficial que presenta a elecciones y
puede obtener en ellas candidatos a cargos públicos168. De tal definición cabe deducir que
el gran objetivo que persiguen los partidos es situar a sus candidatos en cargos públicos,
sirviéndose para ello de diversas vestimentas programáticas que luego se defienden con
grados de coherencia que, en ocasiones, pueden llegar a estar muy alejados de lo
proclamado cuando se solicita el voto del cuerpo electoral. Trataré de explicar aquí por qué
considero esa realidad inseparable de la creciente ajenidad de los partidos respecto de la
sociedad a la que se dirigen. La otra cara de la moneda, a fin de cuentas, de la desafección
de esta respecto de aquellos y del tipo de política que han acabado por protagonizar.
El descrédito de los partidos y la desafección política

Vivimos hoy, ciertamente, una compleja crisis partidista, un pertinaz proceso de


desafección política169 que se expresa con mayor o menor intensidad, dependiendo del
momento y el país, en gran parte de las democracias europeas. Tres de sus manifestaciones
principales presentan notable gravedad170. La primera es, sin duda, la caída en la
participación electoral, variable que se aprecia si se comparan las medias de votación en un
mismo Estado, y en comicios de igual naturaleza, entre finales de los años sesenta y la
segunda década del siglo XXI. En segundo lugar, y en estrecha relación con esa constante
disminución de los electores que acuden a las urnas, los partidos han venido perdiendo
afiliados en un proceso que ha afectado, aunque en grado diferente, a la práctica totalidad
de las fuerzas relevantes de las viejas democracias europeas171, es decir, a los partidos que
cuentan, en terminología de Sartori, bien por sus posibilidades de gobierno o coalición,
bien por su potencial de oposición172. La tercera de las expresiones de la crisis partidista es
también trascendental: me refiero a la ruptura de la persistencia electoral de varios de los
partidos que vertebraron el funcionamiento de las más sólidas democracias europeas.
Poner en relación de causa a efecto, según lo han hecho muchos en España, una
supuesta quiebra del orden constitucional de 1978 con los cambios que ha experimentado a
partir de 2014 nuestro sistema de partidos es una forma de olvidar que aquellos están
produciéndose también en muchos otros países europeos. Amplificados, sin duda, por las
terribles consecuencias de la crisis económica mundial que comienza en 2008, cambios
paralelos a los acontecidos en España están alterando en efecto los mapas partidistas de
muchos Estados europeos durante la segunda mitad del siglo XX. En Francia, Grecia,
Austria, Reino Unido, Italia, Finlandia, Noruega, Dinamarca, Suiza, Alemania, Holanda o
Hungría173 venimos asistiendo a la emergencia, con mayor o menor fuerza, de
movimientos sociales y fuerzas populistas antisistema que, sirviéndose de un modo
habilidoso de las nuevas tecnologías de la información, amenazan con romper no pocos de
los consensos políticos básicos asentados en las democracias de nuestro continente174.
Sin ninguna pretensión de exhaustividad, piénsese en el auge creciente de la
extrema derecha en varios países europeos: entre otros, y pese a su diferente implantación y
fuerza electoral, el Frente Nacional en Francia, el Partido de la Libertad en Austria,
Amanecer Dorado en Grecia, el Partido Demócrata Sueco o el Partido del Progreso en
Noruega. Repárese en la aparición de relevantes fuerzas populistas y extremistas de derecha
contrarias a la permanencia de sus países en la UE, bien en aquellos donde existía ya un
profundo debate al respecto entre las grandes fuerzas nacionales (el UKIP en Gran Bretaña,
la Unión Cívica en Hungría), bien en otros donde era muy mayoritario el consenso
europeísta: Alternativa por Alemania. O téngase en cuenta, en fin, la emergencia, en
algunos casos con éxito notable, de partidos que se presentan en realidad como genuinos
antipartidos, contrarios a las supuestas castas que conforman las fuerzas tradicionales del
sistema: Podemos en España o el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, que saltó a la
palestra con el admirable lema «Vaffanculo». Todo ello pone de relieve que, al síntoma
esencial de la crisis partidista en el que más insistió en su día Peter Mair, uno de los
politólogos que más y mejor se han ocupado del asunto —el creciente alejamiento social de
los partidos tradicionales como consecuencia de la convergencia de muchos de ellos en
políticas difíciles de diferenciar por el cuerpo electoral—, se añade otro no menos relevante
y desde luego potencialmente más peligroso para la estabilidad de nuestras democracias:
que la desafección hacia los partidos tradicionales, grandes pero antiguos en su
funcionamiento interno y en sus relaciones con la sociedad, está dando lugar a la creciente
identificación de una parte de sus electores con fuerzas populistas de extrema izquierda o
de extrema derecha, en general abiertamente antisistema, cuya eventual consolidación
podría acabar por afectar no solo a la calidad de la democracia sino a su naturaleza, tal y
como la hemos conocido tras el final de la Segunda Guerra Mundial.
Todas esas expresiones del fenómeno antipartidista son, desde luego, perceptibles
en España, donde los sondeos de opinión vienen poniendo de relieve desde hace años una
caída constante —acelerada aquí también sin duda por los efectos de la crisis económica—
en la valoración de los partidos, los políticos y la política. Para constatarlo basta analizar
los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), bien a través de su barómetro
mensual o de estudios monográficos175. Por limitarnos al período que marcó el inicio del
cambio de nuestro tradicional sistema de partidos, el problema que representarían los
políticos, los partidos y la política preocupaba según el CIS176 al 18 % de la población en
enero de 2012, sube al 31 % en marzo de 2013 y baja luego de forma sustancial: al 27 % en
enero de 2014 y al 22 % en diciembre del mismo año. Ese último barómetro, coincidente
con el inicio de la mejora de relevantes datos macroeconómicos (desempleo y recesión),
confirma, por lo demás, una tendencia que venía ya manifestándose con anterioridad: el 8
% de los entrevistados estimaba a los políticos, los partidos y la política como el principal
problema del país solo por detrás del paro (46 %) y la corrupción y el fraude (26 %).
Sumados los porcentajes177 de los tres primeros problemas, el representado por los
políticos, los partidos y la política bajaba al cuarto lugar (22 %), tras el paro (76 %), la
corrupción y el fraude (60 %) y los problemas de índole económica (25 %). El quinto
bloque de problemas, ya muy alejado (11 %), serían los de índole social. En el barómetro
de febrero de 2015 el porcentaje de quienes consideraban a los políticos, los partidos y la
política como el principal problema del país bajaba al 6 %, ahora tras el paro (55 %) y la
corrupción y el fraude (19 %). Del mismo modo, sumados los porcentajes para los tres
primeros problemas, el de los políticos, los partidos y la política bajaba al cuarto lugar (20
%), después del paro (79 %), la corrupción y el fraude (48 %) y los problemas de índole
económica (25 %). Los problemas de índole social aparecían otra vez en quinto lugar,
también muy alejados, para el 10 % de los entrevistados. Así las cosas, no es de extrañar
que, casi un año después, los ciudadanos manifestasen de una forma muy mayoritaria, en
un estudio posterior a las elecciones generales de diciembre de 2015, que «los partidos no
se preocupan de lo que piensa la gente» o que «esté quien esté en el poder, siempre busca
sus intereses personales».
En plena coherencia con la información de encuesta de un instituto oficial que
sondea a la opinión pública con regularidad y dispone de un banco de datos uniforme que
permite hacer comparaciones muy reveladoras, la aparición de Podemos y el apoyo
electoral a Ciudadanos en el conjunto del país demostraron que el malestar de los
entrevistados se había traducido por primera vez en la aparición de un significativo
segmento del cuerpo electoral que, decepcionado con las grandes fuerzas nacionales,
optaba por cambiar el sentido de su voto. Y ello por más sorprendente que pudiera resultar
que gran número de electores hubieran caído seducidos por el supuesto carácter
hiperdemocrático178 de Podemos o por su autoproclamada capacidad para resolver todos
los problemas del país a partir de una política abiertamente populista179 que consistiría en
hacer tabla rasa del balance extraordinariamente positivo de la España constitucional. Sea
como fuere, el avance sostenido de los partidos emergentes en las diferentes elecciones
celebradas entre las europeas de 2014 y las catalanas de 2017 y la profunda alteración que
ello supuso del mapa de partidos vigente en España desde las elecciones generales de 1982,
no puede ponerse solo en relación con el terremoto económico y social que supuso la crisis
económica, con el apoyo mediático notable del que algunas de esas nuevas organizaciones
disfrutaron desde su aparición, o, en fin, con las simples modas políticas, que suelen
provocar comportamientos gregarios en muchos electores. Para entender tan sorprendente
deriva electoral debe entrar también en la ecuación el estado de salud de los partidos del
sistema, convertidos, a juicio de un apreciable porcentaje de la población española, en un
problema de nuestra democracia.
Democracia interna, profesionalización y selección inversa de las élites

El hecho, difícilmente discutible, de que los partidos sean instituciones escasamente


democráticas se combina con otro que no parece ni menos obvio ni menos relevante: la
muy reducida influencia de las previsiones legislativas sobre la vida interna de las
organizaciones partidistas180. Así lo probó, por ejemplo, la ya larga experiencia de
Alemania, donde en desarrollo de la Constitución, según la cual el ordenamiento interno de
los partidos debe ser democrático, se aprobó en 1967 una regulación bastante estricta, que,
sin embargo, no significó en la práctica un cambio sustancial181. Como no podía ser de
otra manera los partidos alemanes adecuaron sus estatutos a los mandatos legales, pero
siguieron actuando de un modo poco acorde con ellos. En la misma línea, nuestra
Constitución dispone que los partidos deben tener un funcionamiento y una estructura
interna democráticos, mandato que apenas dejó rastro en la ley de partidos de 1978, pero
encontró su correspondiente traducción en la del año 2002. La nueva norma estableció que
todos los partidos deben tener una asamblea general del conjunto de sus miembros, que
podrán actuar directamente o por medio de compromisarios, y a la que corresponderá la
adopción de los acuerdos esenciales del partido; que sus órganos directivos habrán de
proveerse por sufragio libre y secreto según sus propios estatutos, normas que deberán
prever también el control democrático de los dirigentes elegidos; y que entre los derechos
de los afiliados tendrán que figurar, en todo caso, los de participar en los órganos de
gobierno y representación del partido, ejercer el derecho de voto y asistir a la asamblea
general de acuerdo con los estatutos, ser electores y elegibles para sus cargos y ser
informados de la composición de los órganos directivos182.
La comparación entre tal regulación y lo que sucede en realidad en la vida partidista
conduce a constatar en España la misma falta de correspondencia entre una y otra típica de
Alemania y otros países europeos. La regulación legal es una cosa y harina de otro costal el
funcionamiento real de los partidos. Es verdad que la lenta generalización de primarias para
elegir dirigentes y candidatos electorales y, con igual fin, de sistemas de democracia
electrónica ha cambiado parcialmente el panorama, aunque no tanto como defienden sus
patrocinadores: por un lado, porque la participación en las primarias o la utilización del
voto digital es a veces tan baja como para acabar anulando su supuesto efecto
democratizador183; por el otro, porque no resulta infrecuente que el resultado derivado del
voto de los militantes sea luego corregido con más o menos descaro o disimulo por las
direcciones partidistas.
A la postre esa dualidad de planos entre lo que persiguen las normas y lo que logran
de verdad conecta con el hecho de que la estasiología (la esfera de la sociología dedicada al
estudio de los partidos) apareciese históricamente con los primeros análisis sobre sus
irrefrenables tendencias a la burocratización y la oligarquización. El clásico libro de Robert
Michels184 lo ilustra con toda claridad, y ello hasta el punto de que muchas de las
descripciones del sociólogo germano sobre el funcionamiento de los partidos son tan
válidas hoy como lo eran cuando Michels las formuló, hace poco más de una centuria.
Leerlas ahora resulta sorprendente, dado que pueden trasladarse sin esfuerzo a la realidad
que vivimos a diario en las modernas democracias de partidos, la española entre ellas,
desde luego. Por lo demás, el hecho de que los partidos no funcionen de una forma
democrática parece, por más que no nos guste, fácil de explicar. Y es que el constante
debate interno, la lucha de intereses, las grescas políticas e ideológicas y, en suma, el
combate sin cuartel por el control de la organización que caracterizan a los partidos cuando
en aquellos ha penetrado el virus de la discordia derivan casi siempre en debilidad del
liderazgo, restan al partido capacidad competitiva y hacen más difícil que, por decirlo con
Sartori, logre el partido afectado por el mal fraccional colocar a sus candidatos en cargos
públicos, fin primordial que justifica su existencia. En realidad, y por más descarnado que
pueda resultar formularlo sin tapujos, lo cierto es que los partidos que aspiran a alcanzar el
poder suelen competir peor cuando tienen que asumir la pesada carga de un funcionamiento
democrático. Las cosas son así y lo demás es música celestial.
En cualquier caso, los problemas de las organizaciones partidistas no se
circunscriben solo a los que acabo de apuntar, todos ellos conectados con la inexistencia de
una democracia interna digna de tal nombre. Y es que los partidos españoles —aunque no
únicamente los españoles, lo subrayaré cuantas veces sea necesario— se enfrentan
crecientemente a un desafío cuya capacidad devastadora es la de una grave enfermedad: los
vicios derivados de la profesionalización política. Descrita de una forma concisa, la
situación es, a mi juicio, la siguiente: los grupos dirigentes que controlan los partidos, cuyo
objetivo primordial consiste en ejercer su poder interno durante el mayor período de
tiempo, han establecido un mecanismo de selección negativa, o inversa si se prefiere, de las
élites partidistas. En efecto, tales dirigentes, lejos de cooptar, o apoyar, o patrocinar del
modo que ello sea la elección o selección de los más capacitados en términos profesionales
y políticos, optan, con mucha más frecuencia de la que cabría suponer, por todo lo
contrario: por favorecer las carreras de quienes presentan condiciones manifiestamente
mejorables, o incluso sencillamente inexistentes, de experiencia o formación. La
falsificación de títulos, méritos y currículos se enmarca precisamente en esa extravagante
situación. Tal forma de hacer las cosas resulta tan poco razonable, tan ilógica desde el punto
de vista de la funcionalidad que se espera de los elegidos o nombrados y, en una palabra,
tan contraria a lo que el más elemental sentido común parece aconsejar —seleccionar a los
mejores para desempeñar puestos de responsabilidad— que parece necesario dar una
explicación plausible del motivo por el cual las cosas se producen de una forma tan
disparatada.
¿Por qué sucede justo lo contrario de lo que parece razonable para la defensa de los
intereses globales del partido y de los propios intereses generales? La respuesta es muy
sencilla: por efecto de las perversiones derivadas de la extremada profesionalización de la
política que domina los modernos sistemas democráticos y, desde luego, el vigente en
España desde 1977 en adelante. Acontece, así, que desde el momento mismo en que una
fuerza política se hace con cargos públicos de elección popular o nombramiento —cargos
que controlan, en pirámide ascendente, sus dirigentes en el modelo de partido profesional-
electoral hoy vigente, que ha sido descrito con precisión por Panebianco185—, la mayoría
de ellos pasan a vivir con una preocupación fundamental, común, por lo demás, a la de
quienes ejercen cualquier otro oficio o profesión: dicho sin rodeos, por lo que, sin
exageración de ningún tipo, debe denominarse su carrera. Tal forma de enfrentarse al
futuro no solo afecta, por lo demás, como podría parecer lógico y normal, a quienes, por
vivir exclusivamente de la política y carecer de una profesión o trabajo alternativos, se ven
constreñidos a intentar mantenerse en la vida política el mayor tiempo posible para evitar
quedarse sin oficio ni beneficio. No, lejos de ello, también quienes han desarrollado una
vida profesional antes de entrar en la política y podrían volver a aquella, con mayor o
menor esfuerzo, en caso de dejar sus actividades públicas (o de que tales actividades
públicas los dejen) suelen quedarse enganchados, en porcentajes que permiten realizar una
generalización, a todos los privilegios y ventajas del ejercicio público, es decir, a ese
conjunto de regalías y prerrogativas de naturaleza diferente que, no sin cierta frivolidad, se
suelen denominar la erótica del poder.
De este modo, si, como resulta evidente tras un análisis detenido del problema, la
principal finalidad de los políticos profesionales desde la perspectiva de sus estrictos
intereses personales es continuar el mayor tiempo posible en sus poltronas, hay
sobradísimos motivos para suponer que se comportarán con arreglo a un principio que
tienda a asegurarles la consecución de su objetivo. ¿Cuál? Promocionar a aquellos que por
su bajo perfil político y profesional están en peor situación para llegar a ser sus
competidores potenciales en lugar de a los que por sus mayores cualidades podrían acabar
por desplazarlos de sus puestos. Tal tendencia presentará tanta más fuerza cuanto menores
sean las ganas o la intención de dejar la política y sus privilegios por parte de quienes se
dedican a ella, algo que, en buena lógica, dependerá también, aunque no solo, de las
posibilidades reales que tenga el político de que se trate en cada caso de vivir de algo
diferente. Según resulta fácil de entender, todo ello genera un tan cierto como perverso
círculo vicioso, en el más estricto sentido de tal término. Porque cuantos más sean los
dirigentes que vivan de la política sin alternativa profesional posible fuera de ella (o
cuantos más sean los que, aun teniéndola, estén decididos a seguir a cualquier precio) más
tenderán todos ellos a practicar la referida selección inversa, lo que generará a su vez más
políticos dependientes por completo de sus cargos, que reproducirán tan nociva dinámica
interna al infinito. Es así como el bajo perfil de los seleccionados por espurios intereses
personales por parte de quienes se encargan de tal labor en los partidos acaba por afectar a
los intereses generales que, con mucha más frecuencia de la que sería razonable, se ven
servidos por personas que están muy lejos de cumplir las condiciones mínimas exigibles
para hacer frente a sus responsabilidades.
Por eso, aunque es verdad que en esta esfera el comportamiento en la política no es
muy diferente del de otros profesionales que no guardan con ella ninguna relación, lo es
también que el de los políticos resulta sin duda mucho más disfuncional por la sencillísima
razón de que la política no es una profesión, de modo que practicarla como tal solo puede
acabar produciendo vicios muy nocivos para el sistema democrático. La conclusión, claro,
no es alentadora: de un lado, tenemos una clase política de calidad —si se me permite
expresarlo así— manifiestamente mejorable; de otro, las posibilidades reales de que tal
mejora pueda llegar a producirse son escasas, pues ello no depende de la mejor o peor
intención de las personas, sino de la vigente estructura de selección de las élites políticas,
estructura que funciona con arreglo a unas reglas de hecho que tienden a seleccionar a los
políticos con criterios opuestos al de sus capacidades. Es ahí precisamente donde se sitúa la
posible utilidad de la limitación de los mandatos, que, aunque no deja de presentar algunos
problemas importantes (entre otros, forzar relevos de líderes que cuentan aún con un gran
apoyo electoral), podría contribuir a romper el círculo vicioso que he venido describiendo.
No resulta casual, en tal sentido, que en no pocos estados de Norteamérica se impulsasen
iniciativas legislativas populares, durante la década de los noventa del siglo pasado,
destinadas a hacer efectiva tal limitación186. También el establecimiento de estrictos
sistema de incompatibilidades entre el ejercicio de cargos públicos en diferentes esferas
territoriales (alcalde o concejal y diputado regional o nacional, por ejemplo) podría
favorecer ese proceso de tránsito del monopolio a la pluralidad que debería contribuir a
hacer la democracia más porosa y participativa y a limitar las patologías derivadas de los
altos índices de profesionalización que caracterizan a la política española187.
Políticos ensimismados, ciudadanos irritados

El proceso de selección inversa de las élites políticas tiende a producir no solo los
efectos claramente disfuncionales a los que acaba de hacerse referencia sino también otros
que pueden llegar a ser muy negativos para el comportamiento de los líderes políticos,
comportamiento que se habría traducido en una degradación de la política representativa
con la que llevamos mucho tiempo conviviendo en las democracias modernas188. Tales
efectos fueron hace tiempo objeto de algún acercamiento con pretensiones de extraer
conclusiones generales a partir del utillaje metodológico de la psicología. Piero Rocchini,
durante varios años psicólogo de la asamblea legislativa italiana, acabó por sostener, tras
una dilatada experiencia profesional con los parlamentarios de la República, un juicio muy
negativo sobre las potencialidades destructivas de la vida partidista: «Un dato cierto es que
el grupo político ha devorado al individuo y, con sus perversiones morales, quizá haya sido
uno de los elementos que ha llevado a desquiciar la estructura social de nuestra
sociedad»189.
Será, en todo caso, el publicista alemán Hans Magnus Enzensberger quien se
ocupará de un problema tan trascendental con una claridad incomparable. Y ello en un texto
aparecido hace varios años190 que, pese a algunas exageraciones, constituye en mi opinión
la más viva, valiente y desmitificadora reflexión sobre el oficio del político moderno, sus
vicios y los peligros derivados de la burocratización de esa indispensable actividad. El
punto de partida de Enzensberger consistirá en presuponer, ante la ya descrita visión social
descalificadora de la actividad que desarrollan los políticos y de ellos mismos como clase
protagonista de la dinámica del Estado de partidos, que resulta «improbable, aunque solo
sea por razones estadísticas, que un sector de población X, en este caso la clase política,
esté aquejado, en cierto sentido por naturaleza, de defectos de los que está libre el resto de
la población». Tampoco los vicios que luego se describirán pueden explicarse
exclusivamente, según el ensayista germano, como consecuencia de los medios de
reclutamiento propios del oficio, en la línea que hasta ahora se ha apuntado: «Aunque
reclutamiento y carrera pueden hacer comprensibles ciertas desviaciones de la norma
estadística, esos mecanismos de selección no lo explican, sin embargo, todo».
No siendo posible explicar, por tanto, el comportamiento de los políticos solo por su
origen, ni tampoco únicamente por las formas de su reclutamiento, resulta necesario
recurrir a la naturaleza del oficio. Un oficio, la política —y aquí se explaya Enzensberger
en una descarnada descripción de sus elementos definidores—, que «supone el adiós a la
vida, el beso de la muerte»: el político profesional y altamente burocratizado «se entera
solo de aquello que el filtro que está para protegerlo deja pasar», sufre una «pérdida del
lenguaje», pues solo en círculos muy íntimos puede decir realmente lo que piensa (y ello en
un oficio consistente, en gran medida, en hablar en público de modo casi permanente), y
pierde, igualmente, de un modo que resulta tan nocivo como incomparable al de otras
profesiones, la soberanía sobre su propio tiempo. En conjunto, y esta sería una de las
conclusiones de Enzensberger, todo ello se traduce en el «total aislamiento social» del
político, en un ensimismamiento que es mayor cuanto más progresa en la jerarquía del
oficio: «Ese aislamiento —subraya el escritor alemán— es el que fundamenta su típico
enajenamiento de la realidad y el que explica por que él es normalmente, y con total
independencia de sus capacidades intelectuales, el último que se percata de qué es lo que
está pasando en la sociedad». Tan demoledora descripción se completa con un último
elemento, extraordinariamente relevante: el oficio político se caracteriza también por la
extrema dificultad para abandonarlo. En efecto, y según ya se ha dejado apuntado,
subrayando la extraordinaria importancia del fenómeno, «la carrera política funciona como
una nasa. Tan fácil como resulta entrar en ella, tan escasa es la posibilidad de escaparse de
ella. Al que se haya dejado atrapar tiene que parecerle como si solo tuviera una salida: el
camino hacia arriba».
Las conclusiones de nuestro autor serán confirmadas, entre otros especialistas, por
el sociólogo alemán Klaus von Beyme cuando, en su investigación sobre la
profesionalización de los políticos191, confirma plenamente algunos de los rasgos del tipo
ideal fijado por su compatriota: así, por ejemplo, al poner de relieve que el proceso de
profesionalización «conduce a un necesario extrañamiento del político con respecto a su
profesión de origen», al afirmar que «en la percepción ciudadana, el político profesional
sigue sin ser juzgado positivamente» o, finalmente, al demostrar cómo la profesionalización
corre paralela con el descenso de la experiencia profesional no política de los miembros de
la élite, en la que «es este tipo de político el que cada vez aparece más frecuentemente».
Pues bien, como también en España puede apreciarse con toda claridad, este modelo
del político profesional ha dado lugar a la consolidación en segmentos muy significativos
de la opinión pública de una ideología contraria a la política y a los políticos. Se trata de ese
antipartidismo capaz de desplazar los criterios (cleavages) sobre la base de los cuales se
había venido vertebrando desde el triunfo de las revoluciones liberales la lucha política e
ideológica en las sociedades democráticas: conservadores versus liberales, izquierda versus
derecha, laicos versus confesionales o nacionalistas versus no nacionalistas. Frente a todas
esas líneas de fractura, el creciente, y en ocasiones parece que imparable, descrédito de los
partidos tradicionales se ha traducido finalmente en que el criterio dominante de la decisión
de voto en no pocos países haya pasado a ser el que ya apuntó en su día el politólogo
Inglehart: el que opone a los partidos del establishment y a las fuerzas antisistema, de
derechas o de izquierdas, que se presentan a sí mismas como movimientos
antiestablishment192. Frente a una casta de políticos profesionales, instalados e iguales en
sus aspiraciones y modos de actuar, socialmente aislados (ensimismados) y obsesionados
primordialmente con mantenerse en unos puestos que son percibidos por amplias capas de
los ciudadanos como privilegios y sinecuras, se situaría la sociedad, la gente, abandonada a
su suerte por una clase política cuyos miembros estarían mucho más pendientes de ir a lo
suyo que de defender los intereses generales. ¡Seguro que les suena!
Es cierto, claro, que los críticos feroces de la casta devienen ellos mismos casta con
una extraordinaria rapidez, pero ello no evita, sino que confirma, muy por el contrario, lo
dañina que tal visión de la política puede llegar a ser para el futuro, que ya es el presente,
en gran medida, de nuestras democracias. Panebianco ha vuelto a señalarlo con acierto: la
división instalados/no instalados no solo «contribuye a acelerar la transformación de los
partidos, debilitando aún más las subculturas políticas tradicionales», sino también a
generar, con la implantación del partido profesional-electoral, un vacío de identidades
colectivas que «agrava la crisis de legitimidad de los sistemas políticos y exaspera, por
tanto, la división establishment/antiestablishment», dando lugar, en consecuencia, a un
peligrosísimo y, a partir de un cierto punto, casi incontrolable círculo vicioso193. Más allá
de las muy notables diferencias, organizativas e ideológicas, existentes entre Ciudadanos y
Podemos, su ya analizada irrupción en un sistema de partidos que no había experimentado
cambios sustanciales a lo largo de tres décadas tiene que ver con esa nueva percepción —de
ahí el éxito político del concepto de la casta—, que de pronto, pero como fruto de un
malestar social que se había ido acumulando durante un extenso período de tiempo, se
convirtió para muchos españoles en una realidad incontrovertible. De todos modos, ni la
aparición de Podemos, ni la de Ciudadanos en nuestro escenario partidista, ni, sobre todo, la
desafección de fondo hacia el funcionamiento del sistema político español a la que
respondieron a la postre ambos fenómenos resultan comprensibles sin tener en cuenta la
importancia combinada de los dos factores que analizaré a continuación.
La colonización partidista del Estado

Uno de los elementos definidores de los sistemas democráticos es el proceso de


colonización del Estado por las fuerzas políticas presentes en las instituciones. Se trata sin
duda de otra de las peores perversiones provocada por los partidos en el funcionamiento de
sistemas constitucionales construidos sobre el principio de la separación de los poderes.
Tanto en España como en otros países de nuestro entorno más cercano, tal proceso
colonizador tiene dos manifestaciones esenciales que no conviene confundir aunque
respondan a un impulso político común: la voraz ansia de poder de las organizaciones
partidistas. Estas persiguen, por un lado, la penetración en las esferas superiores de las
administraciones públicas a través de diversas formas más o menos disimuladas, o
atenuadas, del conocido sistema de botín (spoils system)194. Pero las fuerzas políticas
extienden también su poder de otra manera: «El que se mueve no sale en la foto», advirtió
un día un conocido político español subrayando la importancia de la fidelidad de los
aspirantes a los cargos que reparten los partidos. Y es que la colonización partidista del
Estado y el reparto del botín se concretan también en la patrimonialización de organismos
de regulación o de altas instituciones estatales de las que depende, de forma directa o
indirecta, el equilibrio entre mayoría y minorías en el seno del poder legislativo, o el
control del poder ejecutivo. Estamos ahora en presencia de una patología diferente: la
consistente en designar para esos relevantes organismos y altas instituciones a personas
que, aunque nombradas formalmente por los poderes del Estado que tienen la
correspondiente facultad, son designadas en realidad por los partidos que controlan los
poderes que deciden el correspondiente nombramiento. Así ha venido sucediendo desde
hace años en España cuando el Gobierno, el Congreso, el Senado o incluso, en ocasiones, el
Consejo General del Poder Judicial han llevado a cabo nombramientos que se han limitado,
de hecho, a confirmar, con más o menos claridad, los adoptados por los partidos
previamente.
Parece obvio, en conclusión, que una cosa es que los partidos colonicen, siguiendo
el principio de la fidelidad ideológica, la alta administración del Estado en contra de los
principios de mérito y capacidad y limitando, por tanto, su profesionalización según
criterios objetivos y burocráticos modernos, y otra notablemente diferente, y más grave en
sus efectos sobre el funcionamiento de nuestro régimen político, el apoderamiento
partidista de importantes organismos reguladores y altas instituciones del Estado que tienen
justamente la misión de controlar la correcta forma de actuar de sus poderes. Resulta por
ello más que sorprendente el contraste entre las importantes acciones normativas que se han
ido adoptando para hacer frente al spoils system en la esfera administrativa y la parálisis
política, aunque no ciertamente doctrinal, existente frente a la necesidad de corregir el
control que, mediante la política de nombramientos, tratan de mantener los partidos,
muchas veces —es verdad— con un éxito nulo o muy pequeño, sobre algunas altas
instituciones del Estado, como el Tribunal Constitucional o el Consejo del Poder Judicial,
por referirme ahora solo a los dos órganos constitucionales de importancia primordial que
están en la mente de millones de españoles.
Por empezar por lo primero —la lucha contra las manifestaciones del sistema de
botín en el ámbito de las administraciones públicas—, conocidos juristas españoles
denunciaron ya hace tiempo la consolidación de una tendencia de efectos muy
perturbadores, cuando no claramente patológicos, en la dinámica de funcionamiento del
Estado. El diagnóstico de Rafael Jiménez Asensio resultaba meridianamente claro:
«Durante la transición política y los primeros años de vigencia del sistema democrático se
instauró en nuestras administraciones públicas un sistema de clientelización de los espacios
superiores de los aparatos administrativos, que conectaba con las rancias concepciones
patrimoniales decimonónicas de lo público». Luis Morell Ocaña golpeaba con similar
contundencia el mismo clavo: «Expresa o tácitamente, se ha venido entendiendo que la
política exige estar presente más allá de la estricta estructura gubernamental; que el
Gobierno precisa rodearse de colaboradores de su confianza. En razón de esta exigencia se
le atribuye, primero, el nombramiento y cese de los altos cargos de la administración,
situándolos por encima y al margen del funcionariado; después el estrato funcionarial que
rodea a aquellos». Las citas, claro, podrían extenderse con la referencia a otros trabajos: el
de Lorenzo Martín Retortillo, centrado sobre todo en las administraciones locales, o el de
Miguel Sánchez Morón, que proyecta su mirada sobre las relaciones entre la apropiación
del sistema administrativo por los partidos y los fenómenos de corrupción que golpearon a
España en la década de los noventa195. Pero con lo apuntado es más que suficiente para
dejar claro lo que deseo subrayar: la preocupación que desde poco después de la
consolidación del sistema democrático existió en nuestro país por la tendencia de los
partidos a penetrar en la administración utilizando medidas atenuadas del clásico sistema de
botín.
Esa preocupación, ampliamente compartida por especialistas de los más diversos
ámbitos, y expresada reiteradamente por medios de comunicación de diferente línea
editorial, acabaría por fructificar en la acción del legislador, que a partir de finales de los
noventa trató de hacer frente a un sistema que dificultaba la consolidación de una
administración pública moderna. Su primera manifestación fue la aprobación en 1997 de
una ley de importancia capital, la de organización y funcionamiento de la administración
general del Estado196, cuya exposición de motivos convertía la profesionalización de los
cargos directivos en uno de sus principios inspiradores: «Como garantía de objetividad en
el servicio de los intereses generales la Ley consagra el principio de profesionalización de
la administración general del Estado, en cuya virtud los subsecretarios y secretarios
generales técnicos, en todo caso, y los directores generales, con carácter general, son altos
cargos con responsabilidad directiva y habrán de nombrarse entre funcionarios para los que
se exija titulación superior. Además, a los subdirectores generales, órganos directivos
básicos de la administración general del Estado, también la ley le dispensa un tratamiento
especial para subrayar su importancia en la estructura administrativa». Dos décadas más
tarde, en 2015, la ley reguladora del ejercicio del alto cargo de la administración general del
Estado197 culminará algunos de los objetivos previstos en la norma en 1997 en materia de
su profesionalización. Completando ese impulso legislativo en pro de la consolidación de
unas administraciones públicas altamente profesionalizadas, no pocas Comunidades
Autónomas aprobaron también normas destinadas a la obtención de objetivos similares a
los perseguidos por las dos a las que acaba de hacerse referencia, hecho decisivo en la
medida en que el número de empleados de las administraciones autonómicas es muy
superior al de los de la administración general del Estado.
Sin embargo, y en claro contraste con la aludida línea de preocupación académica y
política por limitar el sistema de botín en nuestras administraciones públicas, el grave
problema de la patrimonialización partidista de los supremos organismos reguladores y de
algunas altas instituciones del Estado ha encontrado un eco político menor, poco coherente
con su importancia indiscutible. Tal situación ha posibilitado que el poder ejecutivo y, en su
caso, el propio poder legislativo hayan ejercido las competencias y poderes que en esa
esfera tienen conferidos de un modo que ha tendido a provocar, desde el comienzo del
período democrático, recurrentes disfunciones. Entre otras, que los nombramientos hayan
tendido a privilegiar la previsible lealtad de los nombrados sobre la capacidad técnica,
preparación profesional o adecuación personal de los candidatos al puesto para el que eran
designados; que se haya elegido a militantes o incluso dirigentes de partidos para
desempeñar funciones que, por su propia naturaleza, exigían su atribución a personas con
un perfil de clara independencia o, si se prefiere, de neutralidad política evidente; y, por
último, que se hayan decidido algunos nombramientos al margen, en no pocos casos, de la
existencia de datos biográficos que indiscutiblemente los desaconsejaban o de la ausencia
de los que podían explicarlos. Los partidos han primado, en suma, la, al menos presunta,
lealtad sobre cualquier otra circunstancia profesional o personal, aun en aquellos casos que
hubieran requerido buscar candidatos políticamente caracterizados por una mayor
neutralidad y preparación o una más limpia ejecutoria personal.
Llama por eso profundamente la atención la ausencia de reformas en relación con la
designación de los miembros de tres altas instituciones del Estado que han estado con
frecuencia en el centro de agrias polémicas políticas: la Fiscalía General del Estado, el
Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial. Nada o casi nada se ha
avanzado desde la aprobación de la Constitución en la adopción de medidas normativas que
tendieran a dificultar los intentos de apropiación partidista de las instituciones
mencionadas, cuya adecuación al decisivo papel que tienen asignado ha dependido mucho
más del comportamiento personal de quienes las han conformado que de ninguna otra
circunstancia. Ello ha provocado un auténtico clamor intelectual por parte de quienes no
hemos dejado de insistir en que el comportamiento de los partidos y de las instituciones que
controlan (Gobierno y Cortes Generales) en ese ámbito central del funcionamiento del
Estado democrático debían cambiar de forma urgente. Pero no profundizaré ahora más en
una cuestión tan relevante, de la que me ocuparé en los dos próximos capítulos.
En contraste con tal pasividad se ha producido en nuestro país un progresivo
aumento en el control del nombramiento de los responsables de algunos de los más
importantes organismos reguladores del Estado. En 2006 una ley relativa a los conflictos de
intereses de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la administración general
del Estado198 previó ya que el Gobierno, con carácter previo al nombramiento de las
personas que fuesen a ser designadas máximos responsables en los organismos reguladores
o de supervisión, debería ponerlos en conocimiento del Congreso con la finalidad de que
aquel pudiese disponer la oportuna comparecencia ante la correspondiente comisión de la
cámara, que emitiría un dictamen sobre la apreciación o no de conflictos de intereses199.
Tal procedimiento de control se preveía, además de para el presidente del Consejo de
Estado, para los del Consejo Económico y Social, el Tribunal de Defensa de la
Competencia y la Agencia EFE; el director de la Agencia de Protección de Datos y el
director general del Ente Público Radiotelevisión Española; el presidente y los vocales de la
Comisión Nacional del Mercado de Valores, de la Comisión del Mercado de las
Telecomunicaciones y de la Comisión Nacional de Energía; el presidente, los consejeros y
el secretario general del Consejo de Seguridad Nuclear, así como el presidente y los
miembros de los órganos rectores de cualquier otro organismo regulador y de supervisión.
La ley de 2006 fue derogada en 2015 por la ya aludida ley reguladora del ejercicio del alto
cargo de la administración general del Estado, norma que sin embargo mantuvo el deber de
comparecencia en el Congreso, en los términos referidos, para todos los altos cargos que se
han mencionado previamente, más otros de posterior creación como la Autoridad
Independiente de Responsabilidad Fiscal o el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno,
organismos ambos destinados también a la modernización de las administraciones públicas,
tanto en la esfera de su funcionamiento interno como en la relativa a sus relaciones con la
sociedad200.
Financiación de los partidos y corrupción política: la caja y el cazo

La corrupción política, ligada o no a la financiación ilegal de las organizaciones


partidistas, ha sido, en fin, sin ningún género de dudas, la patología que ha influido de un
modo más negativo, y también más decisivo, en el deterioro de la imagen de los partidos
españoles como instrumentos esenciales de vertebración del sistema democrático y, por
tanto, en el propio descrédito en nuestro país de la política y los políticos. En los casos de la
financiación ilegal —la destinada por los partidos a hacer caja—, porque los beneficiarios
de la corrupción son directamente las fuerzas políticas que reciben dinero a cambio de
favores o de la promesa de favores. Y en aquellos en los que el dinero público ha acabado,
total o parcialmente, en los bolsillos de quienes han utilizado un cargo público para
beneficiarse de él ilegalmente (lo que llamamos en España poner el cazo o meter la mano
de forma coloquial), porque esos cargos aparecen prácticamente siempre vinculados, de
forma directa o indirecta, a los partidos.
Es verdad que el hecho de que la corrupción afecte de forma generalizada, aunque
en distinto grado, a todos los Estados democráticos —en los que no lo son la corrupción
acaba convirtiéndose sencillamente en un componente estructural de la vida política y
social— constituye un pobrísimo consuelo. Pero la constatación de esa innegable realidad
resulta esencial para la cabal evaluación de un fenómeno social que, contra lo que muchos
proclaman por doquier, no es ni mucho menos un mal peculiar, o endémico, de la política
española. Aunque para tomar conciencia de ello basta con leer a diario los principales
periódicos de los países democráticos, donde los casos de corrupción ocupan habitualmente
un espacio destacado, los mejores analistas han constatado tanto la generalización de la
corrupción como sus efectos profundamente perniciosos. En 1994 reflexionaba Giovanni
Sartori sobre ello. Su punto de partida consistía en subrayar que «la avaricia y la corrupción
han llegado a niveles sin precedentes», de modo que la corrupción política se ha situado en
«un punto en que corrompe la política». Tras destacar la relación existente entre la
desafección y la corrupción, obtenía Sartori una rotunda conclusión («No tengo dudas de
que las democracias deben quitarse la suciedad, y que la “limpieza de la política” es la
principal prioridad de nuestra época»), seguida, de inmediato, por una advertencia que no
debiera caer en saco roto: «En tanto que el ciudadano apático hizo muy fácil la política, el
ciudadano vengativo y enérgico puede hacerla muy difícil»201.
La devastadora crisis de la confianza en la política derivada de los escándalos
relacionados con el sucio manejo del dinero se ha visto, pese a ello, incrementada por la
lealtad partidista. Consecuencia en general de la disciplina que rige la vida interna de las
organizaciones, tal lealtad se ha convertido en muchos casos en un necio patriotismo de
partido que ha dificultado extraordinariamente tanto la detección de los fenómenos de
corrupción como la eficacia en la lucha contra los corruptos una vez que han sido
descubiertos. La cultura de la resistencia que generan de inmediato los partidos sometidos
a la crítica política, social y mediática nacida de los casos de corrupción que les afectan
dificulta con frecuencia, hasta hacerla imposible, la capacidad autocrítica de los propios
partidos, transformados en esos casos, en atinada expresión de Javier Pradera, en sectas
religiosas o salas de banderas. Y mucho más, claro está, tras el perverso proceso que Emilio
Lamo de Espinosa resumió como la conversión de la militancia partidista en clientela de
sus organizaciones respectivas202. En suma, cuando la dialéctica del amigo/adversario se
antepone a cualquier otra, resulta muy difícil extirpar la corrupción del cuerpo al que ha
afectado, que tiende a enfrentarse a las denuncias procedentes del exterior como a ataques a
la organización destinados exclusivamente a destruirla. El hecho cierto de que esos ataques
supongan una forma más, y no de las más edificantes desde luego, de competencia entre
partidos hace todavía más difícil que la reacción de los que están afectados por casos de
corrupción sea la depuración de la basura y no el cierre de filas para tratar sencillamente de
taparla.
¿Por qué la corrupción no se ha reducido hasta convertirse en un fenómeno
marginal en sociedades donde la mayor información y formación del cuerpo electoral
dificulta de forma extraordinaria la impunidad de los partidos y los políticos que se saltan
los límites legales? ¿No cabría esperar comportamientos, personales y partidistas, ajustados
a las normas, vistas las altísimas probabilidades de que los actos de corrupción acaben por
salir a la luz y ser juzgados (política y penalmente) como de hecho suele acontecer antes o
después? Sartori responde a ambas preguntas aportando las tres razones que a su juicio
explican que las cosas no hayan sucedido como era previsible: primera, «la pérdida de la
ética y, en particular, de la ética del servicio público»; segunda, el hecho «formidable» de
que «sencillamente hay demasiado dinero en el medio»; finalmente, y muy relacionado con
todo lo anterior, «que el coste de la política se ha vuelto excesivo y en gran medida está
fuera de control». Por todo ello, «la conclusión principal es que a medida que se debilita la
ética, las tentaciones aumentan porque llegan ante nosotros continuamente y en cantidades
asombrosas»203.
La muy preocupante situación que en materia de corrupción ha vivido España de
forma casi permanente desde la recuperación de las instituciones democráticas ha
respondido, en líneas generales, al esquema que hasta ahora he referido con suma
concisión204. La corrupción ha afectado a la política tanto en su esfera nacional como
autonómica o local; ha estado vinculada muy frecuentemente a la financiación de los
partidos, pero también al latrocinio de políticos deshonestos que han intentado
aprovecharse para beneficio propio de sus cargos, en ocasiones llevándose una parte de lo
que recaudaban ilegalmente para sus organizaciones; y ha provocado, en fin, auténticos
escándalos, cuya influencia en el descrédito de la política como actividad, en el de las
organizaciones partidistas y en el de los políticos profesionales terminaría por ser clave
para explicar los cambios que a partir de 2014 comenzó a experimentar nuestro sistema de
partidos. Es suficiente con enumerar algunos de esos escándalos —a los que los medios de
comunicación dedicaron, como no podía ser de otra manera, docenas de miles de páginas y
miles de horas de emisión— para entender sus demoledoras consecuencias. Por lo que se
refiere a lo primero y mencionando solo los casos más conocidos, me limitaré a recordar
aquellos que, con diferente entidad económica y gravedad, afectando a distintos partidos o
militantes de partido, sindicatos, banqueros o empresarios, y a las esferas de poder estatal,
autonómico o local, salieron a la luz durante los períodos de gobierno de Felipe González
(Flick, Fondos Reservados, Filesa, Guerra, Osakidetza, Casinos, Ibercorp, Naseiro,
Tragaperras, Roldán, Banesto), José María Aznar (Pallerols, Caso del Lino, Sanlúcar,
Villalonga, Forcem, Gescartera), José Luis Rodríguez Zapatero (Malaya, Gürtel, Matas,
Pretoria, ERE falsos, Campeón, ITV de Cataluña, Pujol, Palau de la Música, Nueva
Rumasa, Nóos, Brugal) y Mariano Rajoy (Emarca, Pokémon, Divar, Bárcenas, Tarjetas
Black Caja Madrid, Púnica, Gürtel)205.
Los efectos de todos esos escándalos de real o presunta corrupción, en gran medida
acumulativos al margen del nada despreciable porcentaje de personas implicadas que
finalmente acabaron no siendo procesadas o, en su caso, fueron declaradas inocentes de los
cargos formulados contra ellas, no podían ser más que catastróficos. Baste constatar que en
2014, el inicial año del cambio de nuestro sistema de partidos, había en España más de
1.700 causas abiertas por corrupción y más de 500 imputados o investigados206. La
corrupción se situó en España desde entonces como una de las principales preocupaciones
de los ciudadanos, constatada en numerosos sondeos de opinión, entre otros, los realizados
periódicamente por el CIS. Según datos procedentes de sus barómetros, la percepción de la
corrupción y el fraude como uno de los tres principales problemas de España experimentó
un incremento espectacular entre enero de 2012 (12 %) y diciembre de 2014 (76 %), tras
una apreciable inflexión a la baja entre marzo de 2013 y enero de 2014 (del 44 % al 40 %).
Los datos de diciembre de 2015 (39 %), 2016 (37 %) y 2017 (32 %) pondrían de relieve
una lenta caída de la preocupación social por la corrupción y el fraude que, en todo caso, se
situaba a finales de cada uno de los tres años citados como el segundo problema de España,
solamente por debajo, aunque ciertamente a gran distancia, del paro207. Todos esos datos
deben juzgarse por lo demás en el ya aludido contexto de un lento proceso de descrédito de
los partidos que se había venido gestando lentamente desde hacía años, según lo
demostraban los estudios de opinión realizados entre finales de los años ochenta y
mediados de los noventa de la pasada centuria. Ya en esos momentos gran parte de la
opinión pública expresaba, por ejemplo, que «los partidos políticos solo sirven para dividir
a la gente», o que «los partidos políticos se critican mucho entre sí, pero en realidad todos
son iguales», o, en fin, «que los intereses que persiguen los partidos tienen poco que ver
con los de la sociedad», aunque todo ello no afectaba al apoyo sin fisuras al sistema
democrático y a la importancia de los partidos como sus gestores indispensables. Y así los
mismos sondeos aludidos demostraban, igualmente, un neto convencimiento popular sobre
la imposibilidad de prescindir de los partidos para mantener la democracia, al ser también
muy alto el porcentaje de ciudadanos españoles que, en línea con sus vecinos europeos,
consideraban, por ejemplo, que «sin partidos no puede haber democracia», o que «los
partidos son necesarios para defender los intereses de los distintos grupos o clases
sociales», y muy bajo el de los que opinan que «los partidos no sirven para nada»208.
A la vista de esta situación no son de extrañar los datos del Índice de Percepción de
la Corrupción elaborado anualmente por Transparencia Internacional. En el ranking de 180
países elaborado por la acreditada organización global contra la corrupción, con la que
colaboran prestigiosas instituciones, España apareció situada en la vigésima posición el año
2000 y entre la vigésima y la vigésima octava entre 2000 y 2008. Pero a partir de ese año
comenzaría una caída que nos llevaría a ocupar la posición cuadragésima segunda en 2017,
por debajo de todos los Estados de Europa Occidental, excepto Italia (54) y Grecia (59)209.
Aunque, como su propio nombre indica, el referido índice no mide la corrupción
efectivamente existente en un país, sino la percepción social sobre ella, parece difícil negar
la relación existente entre ambas, sobre todo en una sociedad abierta e informada. Una
percepción que afecta decisivamente a la participación política, a la visión sobre el papel de
los partidos en el sistema representativo y, en última instancia, al juicio social sobre la
calidad de la democracia.
Por si todo lo apuntado fuera poco, la corrupción política ha sido igualmente
decisiva en la generalización de otra de las perversiones de las modernas democracias —la
judicialización de la política—, fenómeno común a una buena parte de los Estados
europeos, desde España hasta Francia o Italia, desde Bélgica hasta Alemania210. Es verdad
que esa judicialización guarda relación «con otros desajustes no inscritos en el sistema
judicial» como «la crisis de la responsabilidad política y parlamentaria, las
transformaciones registradas en el sistema de partidos y el decisivo papel que en la
democracia contemporánea han ido adquiriendo los medios de comunicación»211. Pero lo
es también que en el protagonismo político creciente, y en no pocas ocasiones desmedido,
de los jueces ha desempeñado un papel fundamental no solo la corrupción misma y, por
tanto, la inevitable acción judicial destinada a combatirla, sino también la irrefrenable
tendencia de los partidos a acusarse unos a otros de la utilización irregular de fondos
públicos como una forma más de competir por el poder. Y todo ello amplificado, en efecto,
por lo que Sartori ha denominado con razón videopolítica y videodemocracia, es decir, por
lo que el politólogo italiano califica de sociedades teledirigidas en las que «los políticos
reaccionan cada vez con más frecuencia, no a los acontecimientos mismos, sino a los
hechos que presenta la televisión (a lo que esta hace visible) e incluso a hechos iniciados (y
en gran medida propiciados) por los medios de comunicación»212. Es explicable, así las
cosas, que ya hace años el economista galo Alain Minc subrayase que la trinidad clásica de
los Estados constitucionales (democracia representativa, Estado-providencia y clases
medias) se había visto sustituida progresivamente por otra que habrían acabado
conformando finalmente los jueces, los medios de comunicación social y los sondeos de
opinión213.
Pues bien, la grave situación derivada tanto de los escándalos de corrupción como
de sus diversos efectos, todos ruidosos y ruinosos, acabó convirtiéndose en uno de los
ámbitos donde nuestro Estado constitucional iba a mostrar más dificultades para corregir
los comportamientos inmorales o ilegales de diversos actores individuales (cargos públicos
corruptos, intermediarios y empresarios corruptores) y colectivos: partidos sobre todo, pero
también empresas y sindicatos. Y ello pese a que la acción impulsada por los poderes
ejecutivo y legislativo de la España constitucional se dirigió desde muy pronto a establecer
importantes estímulos contra la corrupción. Entre ellos, un generoso sistema de
financiación pública de los partidos, destinado a que aquellos pudieran hacer frente a sus
grandes capítulos de gastos sin necesidad de tener que recurrir a financiarse por medios
ilegales. Aunque nuestra primera legislación electoral y de partidos, de 1977 y 1978214,
incluía ya algunas previsiones al respecto, hubo que esperar a la aprobación en 1985 de la
ley del régimen electoral general y en 1987 a la de una norma específica sobre financiación
de los partidos para poder contar con un verdadero sistema legal en esa esfera215.
El objetivo de la nueva normativa —que tenía mucho de autorregulatoria, al
producirse en las Cortes «una coincidencia entre lo legislado y el legislador»216: en ambos
casos los partidos— era asentar el apoyo financiero a unas organizaciones a las que, con
gran acierto, la Constitución considera claves para el futuro de la democracia. Según ella,
los partidos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la
voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Serán tales
funciones las que justificarán el establecimiento en España de un sistema de financiación de
los partidos basado en dos grandes principios que han estado vigentes durante todo el
período democrático. En primer lugar, una generosa financiación pública: los partidos
reciben, en proporción a su peso electoral y presencia institucional, ayudas para mantener
su actividad ordinaria, financiar sus gastos electorales y sostener a sus grupos
parlamentarios en las Cortes y en las cámaras autonómicas. Junto a ella, los partidos se
benefician también de financiación pública indirecta: desde locales para actos electorales
hasta el envío a los electores de sobres, papeletas y publicidad (el denominado mailing
electoral), pasando por la concesión de espacios electorales gratuitos en la radio y la
televisión públicas. Pero además de la financiación procedente de fondos públicos, el
sistema establecido en 1987 contemplaba, en segundo lugar, la financiación privada de los
partidos, detallándose tanto las fuentes de las que aquella podría proceder como las estrictas
limitaciones al respecto que, en una esfera siempre delicada, iban dirigidas tanto a restringir
las cantidades de dinero que las fuerzas políticas podrían recibir de manos privadas como a
garantizar un límite a las aportaciones de carácter anónimo o procedentes del extranjero.
Tal sistema perseguía dos claros objetivos: por un lado, asegurar la libertad de
actuación de los partidos frente a las presiones de que pudieran ser objeto a cambio de
dinero; y garantizar paralelamente, por el otro, que los partidos pudiesen competir en el
duro mercado electoral en una situación de relativa paridad, adecuando así las ayudas
públicas a su fuerza respectiva. En coherencia con esos objetivos, la opción del legislador
—es decir, la de los propios partidos— consistió en disponer al mismo tiempo de una
financiación pública generosísima y una regulación muy restrictiva de la financiación
privada. Los hechos pronto demostraron, sin embargo, que los partidos no estaban
dispuestos a cumplir sus propias normas. El fuerte crecimiento de los gastos partidistas,
muy especialmente los dedicados a financiar un calendario político plagado de elecciones,
determinó que para tratar de superar ese desequilibrio entre ingresos insuficientes (producto
de la suma de unas sustanciosas subvenciones públicas y unos exiguos ingresos privados
obtenidos legalmente) y gastos incontrolables, los partidos terminasen por recurrir a fuentes
irregulares de financiación privada. Y ello condujo, como resultaba inevitable, al
encadenamiento de una ininterrumpida serie de escándalos políticos.
Para tratar de evitarlos, mientras la legislación sobre ayudas públicas se mantuvo sin
cambios, desde 1987 se encadenaron sucesivas reformas destinadas a mejorar el control de
los ingresos y los gastos de los partidos, a dificultar su financiación privada irregular y a
hacer sus cuentas transparentes. Esos fueron los objetivos de la nueva ley de financiación
de 2007, de su reforma en 2012 y de una nueva ley de 2015217 que, destinada a aumentar
el control sobre la actividad económica de los partidos, modificaba parcialmente la
normativa vigente en el período 1987-2007. A través de ese proceso de reformas
legislativas, adoptadas siguiendo en gran medida las recomendaciones formuladas en los
sucesivos informes sobre España del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO),
perteneciente al Consejo de Europa218, trataron las Cortes de ir cubriendo las lagunas
legales que el propio legislador había dejado y que permitían o facilitaban la financiación
irregular de las organizaciones partidistas.
Sus esfuerzos se dirigieron, en tal sentido, en una doble dirección: por una parte, a
restringir tanto el tipo de sujetos que podían financiar privadamente a los partidos como a
limitar sus donaciones; por la otra, a hacer más eficaz el sistema de fiscalización pública de
las aportaciones privadas y perfeccionar el régimen sancionador con el que trata de evitarse
el incumplimiento de las leyes. En relación con lo primero, si ya la ley de 2012 había
prohibido que los partidos pudiesen beneficiarse de donaciones de entidades que recibiesen
a su vez subvenciones de las administraciones públicas (o cuyos presupuestos estuviesen
integrados en ellas), la de 2015 procedió a prohibir todo tipo de donaciones anónimas,
incluso las ya muy restrictivas previstas desde 1987. La cuantía de las donaciones privadas,
por su parte, se reduce en 2012 a la mitad de la prevista en 2007 (de 100.000 a 50.000 euros
por donante). Por lo que se refiere al sistema de control, tras las últimas reformas
legislativas los partidos quedarán obligados a notificar al Tribunal de Cuentas, órgano
encargado de fiscalizarlos, las donaciones superiores a la mitad de la cantidad máxima
legalmente estipulada. El propio Tribunal queda apoderado para vigilar con mayor eficacia
el pago de las sanciones impuestas a los partidos por sus actividades irregulares.
Distinta eficacia han tenido, en fin, las reformas legislativas llevadas a cabo entre
2007 y 2015 a la hora de taponar otros dos agujeros negros del sistema de financiación,
señalados tanto por los informes GRECO como por los especialistas: los relativos a la
financiación encubierta que reciben los partidos por vía indirecta, bien a través de sus
fundaciones, bien mediante la condonación de las deudas contraídas con las entidades
financieras. Distinta porque, en materia de donaciones a las fundaciones vinculadas a los
partidos, su cuantía máxima lejos de disminuir ha aumentado, al haber desaparecido en la
ley de 2012 el límite fijado al respecto (150.000 euros) en la norma de 2007: la ley de 2015
se ha limitado a disponer que tales donaciones deben formalizarse en documento público si
superan los 120.000 euros. La reforma legislativa en materia de condonaciones de deuda ha
terminado siendo sustancial, al prohibirse totalmente por la ley de 2015. Y también ha sido
apreciable la mejora en lo relativo al control sobre los créditos bancarios contraídos por los
partidos: mientras la norma de 2012 obligaba a los partidos a informar al Tribunal de
Cuentas y al Banco de España del contenido de los acuerdos firmados con las entidades de
crédito, la de 2015 aumentó el tipo de informaciones al respecto que los partidos venían ya
obligados a reflejar en sus respectivas páginas web (cuantía de los créditos pendientes y
nombre de las entidades acreedoras, plazos de amortización y tipos de interés) y fijó un
breve plazo para hacerlas públicas: un mes desde el envío de la correspondiente
información al Tribunal de Cuentas.
¿Cabe concluir que, entre otras, las diferentes reformas aludidas acabarán
definitivamente con la financiación ilegal y la corrupción? Me temo que no, pese a que
cada una de ellas y más todas en conjunto han supuesto avances sustanciales en el
progresivo acercamiento a ese objetivo. Y digo que no por dos razones, de distinta entidad,
que, ya para cerrar este apartado, querría destacar. En primer lugar, porque el estímulo que
tienen en ocasiones los partidos para obtener dinero como sea —competir en mejores
condiciones para fortalecer sus posiciones de poder— puede llegar a ser tan fuerte que
acaba por resultar con frecuencia irresistible. Son entonces los partidos que han legislado
contra la corrupción los que recurren a buscar las fisuras existentes en las leyes que ellos
mismos han aprobado, para burlarlas así de uno u otro modo, o los que optan por violarlas
directamente y sin más contemplaciones. Y en segundo lugar, porque la corrupción nacida
de la acción de los partidos va más allá, según ya antes se apuntaba, de las actividades de
financiación ilegal de las propias fuerzas políticas. La corrupción vinculada a ellas resulta
en ocasiones la directa consecuencia de acciones aisladas de sus miembros, que utilizan su
poder en el partido o el que gracias a él han obtenido en las instituciones para beneficiarse
ilegalmente de sus cargos. Y es que la corrupción puede nacer de un impulso individual tan
viejo como los seres humanos: la pura ambición personal, la decisión inmoral de
enriquecerse por cualquier medio, incluidos los contrarios a la ley. Por ello no cabe evitar
absolutamente, a través del derecho, que una persona situada al frente de una
responsabilidad pública viole su función y, traicionándose a sí mismo, venga en utilizar su
cuota de poder para una finalidad espuria, ilegítima o ilícita. Desde Hobbes sabemos que
prevenir esa posibilidad exigiría en todo caso cambiar «la condición natural del género
humano», condición que el mismo Hobbes resumía, ya en 1651, de un modo acongojante:
«De modo que, en la naturaleza del hombre, encontramos tres causas principales de
disensión. La primera es la competencia; en segundo lugar, la desconfianza; y en tercer
lugar, la gloria. La primera hace que los hombres invadan el terreno de otro para adquirir
ganancias; la segunda, para lograr seguridad; y la tercera, para adquirir reputación»219.
Nuestro mayor desafío de futuro: ¿es posible la renovación de los partidos?

No quisiera cerrar este capítulo sin dejar constancia del desafío fundamental que, a
mi juicio, tenemos por delante, en España y en Europa, si queremos de verdad recuperar el
lubricante que engrasa los sistemas democráticos y evitar que se atasquen y puedan llegar a
colapsarse: la suspensión voluntaria de la incredulidad220. Pues, como resumen de todo lo
apuntado en estas páginas, cabría concluir que lo que ocurre en España, como en otros
lugares de nuestro continente, es que el mecanismo de esa suspensión de la incredulidad ha
dejado de obrar sus benéficos efectos sobre ámbitos esenciales de nuestra democracia. «El
consentimiento —ha escrito el gran historiador norteamericano Edmund S. Morgan— debe
ser sostenido por opiniones». Para añadir, acto seguido: «Los pocos que gobiernan se
ocupan de alimentar esas opiniones. No es tarea fácil, pues las opiniones que se necesitan
para hacer que las mayorías se sometan a las minorías, a menudo se diferencian de los
hechos observables. Así pues, el éxito de un gobierno requiere la aceptación de ficciones,
requiere la suspensión voluntaria de la incredulidad, requiere que nosotros creamos que el
emperador está vestido, aunque podamos ver que no lo está»221.
El papel de las creencias sociales es, ciertamente, esencial para la marcha de
cualquier régimen político, pues, según hace cuatro décadas puso de relieve Crawford
Macpherson en una obra que es ya un clásico, «lo que cree la gente acerca de un sistema
político no es algo ajeno a este, sino que forma parte de él», de modo que «esas creencias,
cualquiera que sea la manera en que se formen, determinan efectivamente los límites y las
posibilidades de evolución del sistema; determinan lo que puede aceptar la gente y lo que
va a exigir»222. De ello se deriva, como es obvio, una consecuencia muy trascendental:
que si pretendemos mantener la confianza en el sistema o, dicho de otro modo, si aspiramos
a que los ciudadanos suspendan voluntariamente su humana tendencia a la incredulidad,
que tiende a aumentar, claro está, en directa proporción a su grado de formación e
información, la diferencia entre la realidad y sus representaciones o ficciones no puede ser
cualquier distancia: «Para ser viable, para cumplir con su propósito, sea cual fuere ese
propósito, una ficción debe tener una cierta semejanza con los hechos. Si se aparta
demasiado de los hechos, la suspensión voluntaria de la incredulidad se desmorona»223.
Eso es, dicho brevemente, lo que ha ocurrido en bastantes países democráticos en relación
con los partidos que sostenían sus respectivos regímenes políticos: que, en gran medida
como consecuencia de los devastadores efectos de la crisis económica que comenzó en
2007-2008, aunque no solo por eso, desde luego, se ha producido un bache creciente entre
las funciones que se supone que los partidos deben cumplir y las que están cumpliendo en
realidad. Superar ese bache constituye, por eso, el reto político más importante del presente,
sabiendo, como sabemos, que de no cubrirse el espacio vacío que va de la realidad a la
ficción, otros vendrán pronto a ocuparlo ofreciendo lo que, «harta de mentiras», mucha
gente está deseando que le ofrezcan: soluciones rápidas y simultáneas para todos sus
problemas, aunque ello exija olvidar aquello que sabiamente afirmó un día el gran
periodista norteamericano Henry Mencken: que «para todo problema humano hay una
solución clara, plausible... y equivocada».
En las páginas anteriores me he referido, con el limitado detenimiento que permite
una ensayo de las características del que el lector tiene en sus manos, a una amplia variedad
de las medidas que, para combatir la desafección política, se han puesto en marcha en la
España constitucional. Medidas destinadas a hacer frente a los diversos problemas
derivados de la profesionalización de la política, a coartar la voracidad de poder de los
partidos —esa que les lleva a intentar apoderarse de las altas esferas de la administración y
de órganos e instituciones que deberían quedar fuera de su dominio e incluso de su influjo
— o a poner coto a los fuertes estímulos que existen para que los dirigentes de las
organizaciones partidistas opten por financiarse ilegalmente en un contexto de constante
crecimiento del coste de la competición democrática por el reparto del poder. Soy
consciente de que hay otras que se han quedado en el tintero. Algunas —como la apertura
de las listas electorales, fe tan extendida como falta de verdadero fundamento—, debido a
que mi confianza en ellas es perfectamente descriptible. Y ello no solo porque las listas son
ya abiertas en nuestro país para el Senado sin que durante cuatro largas décadas se hayan
utilizado las posibilidades que tal apertura ofrece a la hora de conformar una candidatura no
estrictamente partidista, sino también porque en lugares donde ha existido esa posibilidad,
su resultado ha favorecido vicios políticos (el estímulo del faccionalismo en los partidos y
la financiación irregular de candidatos del mismo partido que compiten entre sí) que no se
han visto compensados por los bienes hipotéticos de la tan traída y llevada supresión de las
listas bloqueadas y cerradas. Otras medidas, por el contrario, me parecen tan elementales
que considero increíble que todavía no se hayan adoptado, lo que me ha llevado a dejarlas
para el final al único objeto de destacar la importancia que personalmente les otorgo. Es el
caso de la necesidad de limitar drásticamente los gastos electorales reales como un potente
medio de luchar contra la financiación irregular de los partidos. ¿No sería razonable, sin ir
más lejos, reducir sustancialmente el período de campaña electoral, durante la cual los
gastos se disparan, teniendo en cuenta que nuestro país vive desde hace años en una casi
permanente precampaña y que la teórica utilidad de las campañas —facilitar el doble
tránsito de información entre candidatos y electores— hace mucho que ha desaparecido, al
transformarse aquellas en un espectáculo que lejos de estimular la buena política favorecen
la peor? O es el caso, igualmente, de la creo que necesaria introducción en los reglamentos
del Congreso y el Senado de las llamadas medidas contramayoritarias, introducidas ya en
algunas Comunidades y cuyo objetivo es mejorar el control parlamentario del Gobierno,
pues tal control se ve dificultado cuando la puesta en marcha de varios de los instrumentos
a través de los cuales se hace efectivo (por ejemplo, las comisiones de investigación o las
comparecencias de miembros del poder ejecutivo) depende del veto de la mayoría
parlamentario-gubernamental que puede verse perjudicada por aquellos224. La adopción de
esas medidas contramayoritarias contribuiría a mejorar la calidad democrática de nuestro
parlamento nacional, que, pese a todo, «resiste mejor que bien», con sus particularidades, la
comparación con los más importantes de nuestro entorno y «cuyo tono general no
desmerece a ningún otro»225.
Una reflexión final me parece indispensable: todas las reformas acometidas ya en
los ámbitos que en este capítulo se han analizado, más otras que seguro se acometerán en el
futuro, no serán suficientes para dar un paso sustancial en el proceso de relegitimación de
los partidos que fueron capaces de dirigir desde las instituciones públicas el gran proceso
social de construcción de la España constitucional, la más desarrollada, próspera, pacífica e
igualitaria de la historia. Una España plenamente integrada en Europa, que es, a su vez, la
zona en su conjunto más desarrollada, próspera, pacífica e igualitaria del planeta. Y no lo
serán sin un gran esfuerzo de los partidos para cambiar sus culturas políticas y
organizativas que favorezca la participación interna de sus afiliados, la apertura a la
sociedad, el recambio no cainita de sus élites y el razonable equilibrio entre los legítimos
intereses partidistas y los intereses generales. Solo así podrán los partidos recuperar la
capacidad demostrada a lo largo de decenios para garantizar la referida suspensión
voluntaria de la incredulidad. La democracia seguirá existiendo, sin duda, con partidos
desacreditados o incluso despreciados por gran parte de la opinión pública, pues el
paradigma democrático se ha asentado con tal fuerza que no tiene ya posible marcha atrás.
Pero si los partidos del sistema no reaccionan y tratan de corregir algunos de sus vicios más
palpables, las sociedades abiertas deberán acostumbrarse a convivir con fuerzas políticas
que harán de la demagogia populista su principal arma de combate. Y eso, aunque no
liquidará la democracia, acabará convirtiéndola, más pronto que tarde, en un sistema
político bastante peor del que durante los mejores años de nuestra historia contemporánea
hemos conocido.
163 Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, vol. I, Madrid, Alianza
Editorial, 1980, pp. 19-35.
164 Manuel García Pelayo, El Estado de partidos, Madrid, Alianza Editorial, 1986.
165 Hans Kelsen, Esencia y valor de la democracia, Barcelona, Labor, 1934, p. 34.
166 Lo he analizado en mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado,
sociedad, Madrid, Alianza Editorial, pp. 135-164.
167 Peter Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental,
Madrid, Alianza Editorial, 2015, pp. 21-34, y el largo ensayo que he publicado sobre él en
Revista de Libros: «¿Nos acercamos al fin de la democracia?»
(http://www.revistadelibros.com/articulos/gobernando-el-vacio-la-banalizacion-de-la-
democracia-occidental) (consultado en 2018).
168 Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, vol. I, cit., p. 91.
169 Francisco J. Llera, Desafección política y regeneración democrática en la
España actual: diagnóstico y propuestas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2016; y Fernando Jiménez, «Los efectos de la corrupción sobre la
desafección y el cambio político en España», en M. Villoria y J. M. Gimeno (eds.), La
corrupción en España: ámbitos, causas y remedios jurídicos, Barcelona, Atelier, 2016.
170 Peter Mair en Gobernando el vacío. La banalización de la democracia
occidental, cit., pp. 35-60. También mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado,
sociedad, cit., pp. 18-19.
171 Klaus von Beyme, Los partidos políticos en las democracias occidentales,
Madrid, CIS, 1986, pp. 209-241 (tablas 15-18), y Peter Mair, Gobernando el vacío. La
banalización de la democracia occidental, cit., pp. 35-60.
172 Giovanni Sartori, Partidos y sistemas de partidos, vol. I, cit., pp. 154-159.
173 Restándole importancia al fenómeno, ofrece muchos datos Carmen González
Enríquez, «El ascenso de la derecha populista radical en Europa: alarmas y alarmismos»,
Real Instituto Elcano, ARI 40/2012, en
http://www.realinstitutoelcano.org/wps/portal/rielcano/contenido?
WCM_GLOBAL_CONTEXT=/elcano/elcano_es/zonas_es/demografia+y+poblacion/ari40
-2012 (consultado en 2018).
174 Manuel Castells, Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales
en la era de Internet, Madrid, Alianza Editorial, 2012.
175 Los datos del texto proceden del CIS y pueden verse en
http://www.cis.es/cis/opencm/ES/1_encuestas/index.jsp (consultado en 2018).
176 Todas las cifras están despejadas de decimales mediante aproximación por
redondeo.
177 El procedimiento utilizado por el CIS consiste en sumar los porcentajes de los
entrevistados que mencionan espontáneamente los diferentes problemas como primero,
segundo y tercero entre los destacados por ellos mismos.
178 Antonio Elorza, «Podemos, la conquista del Estado», en Claves de Razón
Práctica, n.º 236 (2014), pp. 50-59.
179 Joaquín Leguina, «El síndrome de Sansón», en Revista de Libros, enero de
2015 (segunda época), en http://www.revistadelibros.com/ventanas/podemos-el-sindrome-
de-sanson (consultado en 2018), y Fernando Vallespín y Máriam M. Bascuñán, Populismos,
Madrid, Alianza Editorial, 2017 (sobre Podemos, pp. 227-246).
180 Fernando Flores Giménez, La democracia interna de los partidos políticos,
Madrid, Congreso de los Diputados, 1998, y José Ignacio Navarro Méndez, Partidos
políticos y «democracia interna», Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
1999. También Beatriz Tomás Mallén, Transfuguismo parlamentario y democracia interna,
Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002.
181 Cesare Pinelli, Discipline e controlli sulla «democrazia interna» dei partiti,
Padua, CEDAM, 1984, y Richard S. Katz y Peter Mair, How Parties Organize. Change and
Adaptation in Party Organization in Western Democracies, Londres, Sage Publications,
1994. También mi libro Los partidos políticos, Madrid, Tecnos, 1990, pp. 111-119.
182 Artículos 6.º a 9.º de la ley orgánica 6/2002, de 27 de junio, de partidos
políticos y Eduardo Vírgala Foruria, «La regulación de la democracia interna en los
partidos políticos y sus problemas en España», en Teoría y realidad constitucional, n.º 35
(2015), pp. 225-280.
183 A finales de 2017 la prensa española informaba de que «solo el 25 % de los
afiliados a Podemos participa en los procesos internos». En El País, de 20 de diciembre de
2017.
184 Robert Michels, Les Partis politiques, París, Flammarion, 1919, pp. 294-295 y
301-302. Hay una edición española publicada en Argentina, en dos volúmenes, por la
editorial Amorrortu en 1991: Los partidos políticos.
185 Angelo Panebianco, Modelos de partido. Organización y poder en los partidos
políticos, Madrid, Alianza Editorial, 1990.
186 El límite a los mandatos de los legisladores estatales se aprobó en veintiún
estados norteamericanos, en todos mediante iniciativas populares, con la excepción de
Luisiana. Adrià Rodes, «Una visión introductoria sobre la democracia directa en Estados
Unidos», Working Papers, n.º 286, Institut de Ciències Polítiques i Socials, Barcelona,
2010, pp. 18-19 (en https://www.icps.cat/archivos/WorkingPapers/wp286.pdf?noga=1)
(consultado en 2018).
187 Defendí ya ambas propuestas (limitación de mandatos e incompatibilidades)
hace años en mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado, sociedad, cit., pp. 46 y ss.
188 Peter Mair en Gobernando el vacío. La banalización de la democracia
occidental, cit., pp. 35-60.
189 Piero Rocchini, La neurosis del poder, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pp. 49-
51.
190 «Compasión con los políticos», en El País, de 30 de noviembre de 1992.
Enzensberger volvió con posterioridad sobre el tema, en un texto mucho más extenso,
titulado «Compadezcamos a los políticos», publicado en Cuadernos del Sureste, n.º 11
(2003).
191 Klaus von Beyme, La clase política en el Estado de partidos, Madrid, Alianza
Editorial, 1995, pp. 122-126. También Gianfranco Pasquino, La classe politica, Bolonia, Il
Mulino, 1999.
192 Ronald Inglehart, «Political action, the impact of values, cognitive level, and
social background», en Samuel H. Barnes y Max Kaase (eds.), Political Action. Mass
Participation in Five Western Democracies, Londres, Sage Publications, 1979.
193 Angelo Panebianco, Modelos de partido. Organización y poder en los partidos
políticos, cit., pp. 505 y ss.
194 Renate Mayntz, Sociología de la Administración Pública, Madrid, Alianza
Editorial, 1985, p. 87 y ss., y Klaus von Beyme La clase política en el Estado de partidos,
Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 60 y ss.
195 Rafael Jiménez Asensio, Altos cargos y directivos públicos, Oñate, IVAP, 1996,
p. 298; Luis Morell Ocaña, El sistema de la confianza política en la Administración
Pública, Madrid, Civitas, 1994, p. 168; Lorenzo Martín-Retortillo, «Pervivencias del spoil
system en la España actual», en Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario, n.º 4
(1992), pp. 31-59; y Miguel Sánchez Morón, «La corrupción y los problemas del control de
las Administraciones Públicas», en Francisco Laporta, Perfecto Andrés Ibáñez y Silvina
Álvarez (eds.), La corrupción política, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pp. 189-210.
196 Ley 6/1997, de 14 de abril, de organización y funcionamiento de la
Administración General del Estado.
197 Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la
Administración General del Estado.
198 Ley 5/2006, de 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los
miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado.
199 En mi trabajo «Acción de Gobierno, política de nombramientos y control
parlamentario» (Documentación Administrativa, n.º 246-247, 1997, pp. 145-189) propuse
la adopción de un mecanismo de comparecencia parlamentaria similar al luego adoptado.
200 Ley orgánica 6/2013, de 14 de noviembre, de creación de la Autoridad
Independiente de Responsabilidad Fiscal y ley 19/2013, de 9 de diciembre, de
transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno.
201 Giovanni Sartori, Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de
estructuras, incentivos y resultados, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 161-
164.
202 Javier Pradera, «La maquinaria de la democracia. Los partidos en el sistema
político español», en F. J. Laporta y S. Álvarez (eds.), La corrupción política, cit., p. 175, y
Emilio Lamo de Espinosa, «Partidos y sociedad», en Claves de Razón Práctica, n.º 63
(1996), pp. 42-43.
203 Giovanni Sartori, Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de
estructuras, incentivos y resultados, cit., pp. 161-164.
204 Fernando Jiménez Sánchez, Detrás del escándalo político: opinión pública,
dinero y poder en la España del siglo XX, Barcelona, Tusquets, 1994 y «La repercusión
electoral de los escándalos políticos: alcance y condiciones», en Revista Española de
Ciencia Política, n.º 10 (2004), pp. 141-170. También Manuel Maroto Calatayud, La
financiación ilegal de los partidos. Un análisis político-criminal, Madrid, Marcial Pons,
2015 y Víctor Lapuente (coord.), La corrupción en España. Un paseo por el lado oscuro de
la democracia y el gobierno, Madrid, Alianza Editorial, 2016; y los tres trabajos publicados
en Claves de Razón Práctica, n.º 246 (2016), pp. 9-41: «La sociedad española frente a la
corrupción», de Manuel Viloria; «Tres errores en el combate de la corrupción», de
Fernando Jiménez; y «Nos preocupa realmente la corrupción», de Andrés Herzog.
205 Un listado muy amplio, aunque en ocasiones confuso, en «Corrupción en
España», en Wikipedia.
206 Huffington Post, de 20 de abril de 2014, que cita fuentes de Europa Press (en
http://www.huffingtonpost.es/2014/04/20/cifras-corrupcion-espana_n_5181256.html
(consultado en 2018). Resultan muy ilustrativas al respecto las entregas anuales de la
Memoria elevada al Gobierno de S.M. presentada al inicio del año judicial por el Fiscal
General del Estado.
207 Todas las cifras están despejadas de decimales mediante aproximación por
redondeo. Los porcentajes citados son el resultado de la suma de los de los entrevistados
que mencionan espontáneamente el problema de la corrupción y el paro como primero,
segundo y tercero entre los señalados por ellos mismos como más importantes. Los
barómetros mensuales del CIS pueden manejarse con gran facilidad en
http://www.cis.es/cis/opencm/ES/11_barometros/index.jsp (consultado en 2018).
208 Me he referido a ello en mi libro Las conexiones políticas. Partidos, Estado,
sociedad, pp. 28 y ss.
209 Los datos pueden verse en
https://www.transparency.org/news/feature/corruption_perceptions_index_2017 (consultado
en 2018).
210 Carlo Guarnieri y Patricia Pederzoli, Los jueces y la política. Poder judicial y
democracia, Madrid, Taurus, 1999; L. Díez Picazo, La criminalidad de los gobernantes,
Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1996, y Laurence Engel, Le mépris du droit, París,
Hachette, 2000.
211 F. López Aguilar, «¿Hacen política los jueces?», en Claves de Razón Práctica,
cit., p. 10, y La justicia y sus problemas en la Constitución, Madrid, Tecnos, 1996,
especialmente pp. 231 y ss.
212 Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus,
2002, e Ingeniería constitucional comparada. Una investigación de estructuras, incentivos
y resultados, cit., pp. 164-167.
213 Alain Minc, La borrachera democrática. El nuevo poder de la opinión pública,
Madrid, Temas de Hoy, 1995, pp. 93 y ss.
214 Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, sobre normas electorales, y ley
54/1978, de 4 de diciembre, de partidos políticos.
215 Leyes orgánicas 5/195, de 19 de junio, del régimen electoral general, y 8/2007,
de 4 de julio de 1987, sobre financiación de los partidos políticos. Emilio Pajares Montolío,
La financiación de las elecciones, Madrid, Congreso de los Diputados, 1988, y María
Holgado González, La financiación de los partidos políticos en España, Valencia, Tirant lo
blanch, 2003.
216 Vicente Sanjurjo Rivo, «Financiación de partidos políticos y transparencia:
crónica de una resistencia», en Estudios Penales y Criminológicos, n.º 37 (2018).
217 Ley orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos,
ley orgánica 5/2012, de 22 de octubre, de reforma de la ley orgánica 8/2007, de 4 de julio,
sobre financiación de los partidos políticos; y ley orgánica 3/2015, de 30 de marzo, de
control de la actividad económico-financiera de los partidos políticos, por la que se
modifican la ley orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los partidos políticos,
la ley orgánica 6/2002, de 27 de junio, de partidos políticos y la ley orgánica 2/1982, de 12
de mayo, del Tribunal de Cuentas. Gerardo Ruiz Rico, «El control sobre la financiación de
los partidos políticos: un desafío permanente para el legislador», en Teoría y realidad
constitucional, n.º 35 (2015), pp. 281-308; Óscar Sánchez Muñoz, «La insuficiente reforma
de la financiación de los partidos: la necesidad de un cambio de modelo», en Revista
Española de Derecho Constitucional, n.º 104 (2015), pp. 49-82; Luis Esteban Delgado
Rincón, «El control económico financiero de los partidos políticos por el Tribunal de
Cuentas», en Revista de Derecho Político, n.º 97 (2016), pp. 49-88, y Mercedes García-
Arán y Joan Botella (dir.), Responsabilidad jurídica y política de los partidos políticos,
Valencia, Tirant lo blanch, 2018.
218 Los informes elaborados por GRECO sobre nuestro país pueden verse en
https://www.coe.int/en/web/greco/evaluations#\'7b«22359946»:[]\'7d (consultado en 2018).
219 Thomas Hobbes, Leviatán. O la materia, forma y poder de un Estado
eclesiástico y civil, Madrid, Alianza Editorial, 2009, pp. 114-115.
220 La idea de la suspensión de la incredulidad procede del poeta y filósofo inglés
Samuel Taylor Coleridge (1772-1834). Fernando Vallespín, La mentira os hará libres.
Realidad y ficción en la democracia, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores,
2012, p. 32.
221 Obviamente, Morgan utiliza aquí el término gobierno como sinónimo de
sistema político. Edmund S. Morgan, La invención del pueblo. El surgimiento de la
soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, p. 13.
222 Crawford B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Madrid, Alianza
Editorial, 1981, pp. 15-16 (La edición original en inglés es de 1977).
223 Edmund S. Morgan, La invención del pueblo. El surgimiento de la soberanía
popular en Inglaterra y Estados Unidos, cit., pp. 13-14.
224 Óscar Sánchez Muñoz, «Los partidos y la desafección política: propuestas
desde el campo del Derecho Constitucional», en Teoría y realidad constitucional, n.º 35
(2015), pp. 413-436 (ahora p. 431).
225 Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa, El parlamento moderno. Importancia,
descrédito y cambio, Madrid, Iustel y Fundación Alonso Martín Escudero, pp. 96-118 (la
cita en p. 118).
CAPÍTULO 7

¿«LA BOUCHE QUI PRONONCE LES PAROLES DE LA LOI»?

Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que la boca que pronuncia
las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las
leyes.
MONTESQUIEU
Del espíritu de las leyes
Libro XI, capítulo VI

Los modernos Estados de derecho se caracterizan no solo por el hecho de que los
poderes públicos están sujetos a las leyes sino también porque las leyes regulan, con una
creciente intensidad, las relaciones entre los particulares. Cuando, por ejemplo, entre otras
muchas actividades, compramos o vendemos, nos casamos o divorciamos, trabajamos o
estudiamos, alquilamos un piso o lo ponemos en arriendo, nuestras acciones tienen
trascendencia jurídica al estar legalmente reguladas, lo que significa, como es obvio, que
puede darse el caso de que tal regulación legal no sea respetada por cualquiera de los que
están obligados a cumplirla. De hecho, el nivel de desviación social —es decir, de
incumplimiento de las leyes por los particulares— constituye un trascendental indicador del
grado en que en una comunidad están en equilibrio justo y razonable dos valores básicos
para la convivencia: la seguridad y la libertad. En todo caso, y sea cual sea el nivel de
desviación social en un determinado grupo humano, lo cierto es que al inventar la ley —la
del Estado constitucional, es decir, aquella que para serlo de verdad debe aplicarse a todos
por igual—, las propias Constituciones crearon el instrumento que iba a encargarse de
controlar, corregir y, en su caso, sancionar la desviación: el poder judicial. Porque esa es, al
fin y al cabo, la importantísima e insustituible función de los jueces en el Estado de
derecho. Es a ellos a quienes compete resolver, siguiendo las previsiones de las normas
aplicables, las diferencias de intereses que inevitablemente existen entre los particulares
cuando su solución por mutuo acuerdo no es posible. Y es a ellos a los que corresponde, en
su caso, sancionar la violación de las leyes que el Estado ha establecido con la finalidad de
asegurar la libertad y la seguridad, tanto personal como jurídica, a la que todos tenemos
derecho al vivir en sociedad.
El judicial es, por tanto, según se ha señalado con acierto, el poder «de todos los
días, de todos los instantes»226 dado que ninguno interviene de la forma en que él lo hace
en la marcha de las relaciones sociales cotidianas. Será justamente el poder trascendental
que los jueces tienen conferido el que exigirá limitar la posibilidad de que sus titulares
puedan utilizarlo de un modo desviado, poniéndolo al servicio de otros fines diferentes al
de servir al derecho rectamente. La preocupación por alcanzar ese objetivo es de tal
importancia que de algún modo estaba ya presente en la obra del primer pensador que
individualizó, como tal, al judicial entre los tres poderes del Estado. En el capítulo más
célebre de su obra más notable (Del espíritu de las leyes) formuló Montesquieu para la
historia una de las teorías llamadas a tener más influencia en el futuro Estado constitucional
que estaba a punto de nacer: la de la división o separación de los poderes. Tras afirmar la
existencia de tan solo tres poderes («El de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones
públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares», es decir, el de
legislar, el de gobernar y el de juzgar), afirma Montesquieu que su separación es
indispensable para asegurar la libertad. Con esa intención atribuye el filósofo francés cada
uno de sus tres poderes a sujetos diferentes: el poder legislativo «al cuerpo de nobles y al
cuerpo que se escoja para representar al pueblo», el poder ejecutivo a un monarca y el
judicial a «personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita
por la ley, para formar un tribunal que solo dure el tiempo que la necesidad lo requiera». El
poder judicial no se adscribe, pues, a un sujeto político concreto por una razón que se
explica con suma claridad: «De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los
hombres, se hace invisible y nulo, al no estar ligado a un determinado estado o profesión»,
afirma Montesquieu, para añadir líneas después: «De los tres poderes de que hemos
hablado, el de juzgar es, en cierto modo, nulo. No quedan más de dos que necesiten un
poder regulador para atemperarlos». El gran philosophe extrae finalmente las
consecuencias coherentes con la naturaleza de poder nulo, es decir, de no poder, de quienes
administran la justicia: «Los jueces de la nación no son más que la boca que pronuncia las
palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las
leyes»227. Y ello hasta el punto de que si aquellas resultasen severas en exceso, a quien en
su caso correspondería moderarlas sería al propio cuerpo legislativo y no a los jueces.
La garantía constitucional de la independencia judicial

«La bouche qui prononce les paroles de la loi»: leída hoy, la conclusión final de
Montesquieu apunta con toda claridad al carácter presuntamente mecánico del acto de
juzgar, concebido como la mera solución de un silogismo en el que la premisa mayor sería
el hecho que se somete a la consideración del juez y la menor la norma que aquel debería
aplicar para obtener la necesaria conclusión o, en otras palabras, su sentencia. Ciertamente
si juzgar fuera tal cosa, resultaría de todo punto innecesaria una garantía que el adecuado
ejercicio de la función jurisdiccional ha convertido, sin embargo, en resueltamente
imprescindible: la independencia judicial. Y es que si los jueces fueran, en la aplicación del
derecho, meros autómatas, no habría que protegerlos frente a las posibles presiones, de
cualquier naturaleza, que podrían recibir a la hora de juzgar. Resulta, sin embargo,
indiscutible que en su labor no se limitan los jueces a resolver mecánicamente un
silogismo. La mayoría de las normas pueden, en realidad, interpretarse, dentro de cierto
margen, de formas diferentes y resulta por ello inevitable que en ese acto de interpretación,
sin el que la aplicación del derecho es imposible, no influyan en mayor o menor grado las
ideas de los jueces, que son, claro, personas de este mundo, vinculadas por tanto a
ideologías, valores, intereses y prejuicios que, lógicamente, terminan influyendo en su
aplicación de la ley al caso objeto de litigio. Pero una cosa es la irremediable subjetividad
en la labor de interpretación y aplicación del derecho —que explica que para tratar de
corregirla exista todo un sistema de recursos—, y otra muy distinta que el juez realice su
importantísima labor siguiendo órdenes, instrucciones o consejos de personas, instituciones
o poderes, algo que perturbaría la recta administración de la justicia a la que debe aspirar
todo Estado de derecho. Esa y no otra es la razón por la que la mayoría de los textos
constitucionales, desde el triunfo de la revolución liberal, recogen la garantía esencial de la
independencia judicial, aunque no siempre con esa fórmula moderna, sino con la que al
principio le sirvió habitualmente de expresión: la inamovilidad de los jueces en sus
cargos228. La relación entre inamovilidad e independencia resulta, por lo demás, de una
meridiana claridad, pues nada hay que en mayor medida contribuya a la independencia de
los jueces respecto de cualquier poder público o privado que la imposibilidad de apartarlos
de forma arbitraria de los puestos que tienen legalmente atribuidos: arbitraria, es decir, sin
sujeción a la ley y en los casos tasados que ella fija. Pero la inamovilidad de los jueces, que
es, en todo caso, condición completamente necesaria para garantizar la independencia
judicial, no resulta suficiente.
Por eso, cuando nuestro legislador constituyente reguló el poder judicial del nuevo
Estado democrático fijó toda una serie de principios, de entre los cuales uno funciona como
motor de los demás: el sometimiento exclusivo de los jueces a la ley: «La justicia emana
del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del poder
judicial, independientes, inamovibles, responsables, y sometidos únicamente al imperio de
la ley», dispone nuestra ley fundamental. Así se asegura la legitimidad democrática del
poder judicial, pues la ley es siempre el fruto del poder legislativo nacional o regional y por
ello emanación directa de la voluntad del cuerpo electoral. El sometimiento de los jueces al
imperio de la ley tiene una consecuencia esencial en la configuración de su naturaleza
constitucional: la de que el judicial no es, en verdad, un auténtico poder. O no, cuando
menos, en el sentido en que lo son el legislativo y el ejecutivo, cuyo carácter de poderes de
verdad se deriva del hecho de que tanto uno como otro adoptan decisiones que expresan su
propia voluntad: el legislativo, legislando, y el ejecutivo, gobernando. ¿Resulta el poder del
juez equivalente? ¿Expresan los jueces decisiones emanadas de su propia voluntad? La
respuesta no puede ser más que negativa. El judicial es un poder políticamente neutralizado
por su sujeción al imperio de la ley, que lo anula de hecho como poder en el sentido estricto
de tal término, pues su función se reduce a la aplicación de una normativa que los jueces no
han elaborado. Por decirlo con las palabras de la propia norma constitucional, su función
resulta ser, nada más —¡y nada menos!— que la de ejercer la potestad jurisdiccional,
juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado. Lo que no significa, como se ha apuntado ya, que
la aplicación del derecho llevada a cabo por los jueces sea puramente mecánica. Las cosas
no se producen de ese modo, pues los órganos del poder judicial realizan una labor
interpretadora de las normas que los convierte no solo en aplicadores, sino también, de
algún modo, en creadores del derecho, con las obvias diferencias, e inevitables peligros,
que ello lleva aparejado.
Tras sentar el principio del imperio de la ley nuestros constituyentes recurrieron a
instrumentos jurídicos de naturaleza diferente para apuntalar, en coherencia con él, una
efectiva independencia judicial. En primer lugar, al ya mencionado previamente: la
inamovilidad. La Constitución no se limita solo a expresar su concreto contenido («Los
jueces y magistrados no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni jubilados sino
por alguna de las causas y con las garantías previstas en la ley») sino que también prevé un
rígido sistema de incompatibilidades cuyo objeto consiste en asegurar que la independencia
sea algo más que un principio constitucional básico. Mientras se hallen en activo, los jueces
y magistrados, que deberán sujetarse además al régimen de incompatibilidades legalmente
previsto con la finalidad de asegurar su total independencia, no podrán desempeñar otros
cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos, estableciendo asimismo la
ley sus modalidades de asociación profesional. Este sistema se refuerza con el principio de
exclusividad, cuyas dos dimensiones están dirigidas a la consecución de un fin común.
Tanto en su expresión positiva («El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de
procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los
juzgados y tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y
procedimiento que las mismas establezca») como en su vertiente negativa («Los juzgados y
tribunales no ejercerán más funciones que las señaladas en el apartado anterior y las que
expresamente les sean atribuidas por ley en garantía de cualquier derecho»), la
exclusividad, que impide a los jueces realizar cualquier función que no sea la estrictamente
judicial e impone que tal función sea realizada únicamente por los jueces, se traduce en una
doble garantía para los justiciables: porque trata de evitar toda contaminación extrajurídica
de los titulares de la función jurisdiccional al prohibirles el ejercicio de otras diferentes y
porque los encargados de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado solo podrán ser unos jueces
sujetos a todas las limitaciones que se están analizando.
A todas ellas deben añadirse otras dos más, que completan el estatuto funcional de
quienes aseguran, en última instancia, el cumplimiento de las leyes. En primer lugar están
los jueces limitados por su responsabilidad. A su gran importancia se refería ya a finales del
siglo XIX don Eugenio Montero Ríos, padre político de la primera ley orgánica del poder
judicial: «Sois inamovibles. Pero entendedlo bien, sois inamovibles en vuestro cargo,
porque sois responsables de vuestros actos», proclamaba en 1870 el gran jurista y político
español. La Constitución y la ley orgánica del poder judicial ahora vigente229 contemplan
esa responsabilidad judicial en los ámbitos penal, civil y disciplinario. La imparcialidad
constituye, por su parte, la consecuencia lógica de la independencia de los jueces y una
forma de evitar y/o prevenir que puedan violar las leyes que deben aplicar. La Constitución
de 1978 no se refiere expresamente a ella, pero parece claro que, además de explicar la
prohibición constitucionalmente establecida de que los jueces pertenezcan a partidos
políticos o sindicatos, la imparcialidad conforma el estatuto jurídico de los órganos
judiciales, según lo reconoció en su día el Tribunal Constitucional al proclamar «que el
derecho a un juez imparcial constituye una garantía que, aunque no se cita de forma expresa
en el artículo 24.2 de la Constitución, debe considerarse incluida entre [las de ese artículo]
ya que es un elemento organizativo indispensable en la administración de justicia de un
Estado de derecho»230. Como consecuencia igualmente de la necesidad de preservar la
imparcialidad, la ley orgánica del poder judicial establece que los jueces y magistrados
deberán abstenerse y, en su defecto, podrán ser recusados cuando concurra causa legal en
que justificar tal abstención o recusación.
¿Son todos los principios proclamados y las limitaciones que de ellos se derivan
suficientes para lograr el objetivo de una justicia independiente? A esta cuestión esencial
respondió en 1978 nuestro legislador constituyente con una negativa. Y por eso, para
completar su obra, con una buena fe que no cabe poner en entredicho, pero quizá con una
ingenuidad política de similares proporciones, decidió crear un órgano específico destinado
a asegurar la independencia de los jueces: el Consejo General del Poder Judicial.
Y con el Consejo General llegó el escándalo

Sí, con el Consejo General del Poder Judicial sucedió lo que en el título del
conocido filme de Minnelli231. El objetivo que al crearlo persiguió el constituyente era tan
razonable como obvio: fortalecer la separación de poderes y reforzar la independencia del
judicial privando al poder ejecutivo de las funciones que había venido desempeñando
durante el franquismo en la justicia. La nueva institución estatal, concebida
constitucionalmente como el órgano de gobierno del poder judicial, iba a tener, por tanto,
una importancia extraordinaria, pues al Consejo se le atribuían, entre otras, funciones en
materia de nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario. Es decir, y siendo
claros, el Consejo estaba llamado a desempeñar un papel fundamental en todo lo relativo a
la organización y funcionamiento del poder judicial232, lo que, según resultaba previsible
desde el momento mismo de su creación, tendería a convertirlo en un preciado objeto de
deseo para quienes tuvieran la intención de influir en sus importantes decisiones. Pero el
Consejo, dada su configuración y sus funciones, pronto pasó a ser también una institución
fundamental para la carrera de los jueces y magistrados, quienes, por razones evidentes,
tratarán de establecer buenas relaciones con las diferentes asociaciones judiciales y
corrientes de opinión en torno a las que sus miembros se agrupaban, dado que de tenerlas o
no tenerlas pasarían a depender en no pequeña medida las expectativas profesionales de los
miembros de la judicatura.
El legislador constituyente no se limitó, en todo caso, a hacer del Consejo el centro
de las más importantes decisiones judiciales no jurisdiccionales —es decir, la institución
judicial de tipo corporativo de mayor relevancia del país—, sino que, en un acto que, visto
retrospectivamente, resulta incomprensible, dejó parcialmente abierta su forma de elección.
Lo explicaré con sencillez: además de su presidente, que lo es también del Tribunal
Supremo, y que elige el propio Consejo, este se compone de 20 miembros: 12 de ellos a
elegir entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales según dispusiera una ley
orgánica; cuatro más se elegirían a propuesta del Congreso, y los cuatro restantes a
propuesta del Senado, en ambos casos por mayoría de tres quintos, entre abogados y otros
juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio. Parece, pues,
bastante claro que la intención del constituyente era que de los 20 miembros del Consejo,
12 se eligieran corporativamente por los jueces y magistrados entre ellos mismos, y los
ocho restantes, entre juristas prestigiosos, por una mayoría cualificada de las Cortes
Generales.
Tal fue, de hecho, la interpretación que se hizo de la Constitución por la primera
norma que, en 1980, la desarrolló233. Pero, tras su llegada al poder en 1982, el Gobierno
socialista impulsó en 1985234 una polémica reforma que alteró radicalmente el sistema de
designación de consejeros al disponer que todos serían elegidos por las Cortes: 10 por los
tres quintos del Congreso (6 entre jueces y magistrados y 4 entre juristas de reconocida
competencia) y los 10 restantes por el Senado, con idéntica mayoría y sistema de reparto.
Aunque ello abrió una profunda polémica en el mundo político y en la esfera judicial, la
reforma fue considerada un año después por el Tribunal Constitucional no contraria a la
Constitución235. En todo caso, la falta de acuerdo provocó una profunda brecha entre los
partidos y las asociaciones judiciales. Una brecha de tal envergadura que un nuevo cambio
de mayoría parlamentaria trajo consigo la reforma de la reforma del procedimiento de
elección de los miembros del Consejo. Y así, en 2001236, se estableció una especie de
sistema mixto, que tratará de combinar, con mejor o peor fortuna, la propuesta corporativa
y la designación parlamentaria de los 12 miembros del Consejo a elegir entre jueces y
magistrados.
Los arduos enfrentamientos, parlamentarios y en cierto modo judiciales, derivados
del radical desacuerdo sobre la forma de elección del Consejo, no fueron, de todos modos,
y esto es lo relevante, más que la punta del iceberg, la parte visible del conflicto político
partidista en que ha vivido inmerso el órgano de gobierno de los jueces desde su mismo
nacimiento. ¿Por qué motivo? Francisco Sosa Wagner lo explica con una notable claridad,
poniendo el dedo en una llaga que conoce todo el mundo que tenga o haya tenido alguna
relación con el que es, sin duda, uno de los principales problemas del poder judicial en
España: «El busilis (o el quid) de tanto enredo y tanta diligencia partidaria se debía a que el
CGPJ —el pleno del mismo— ostentaría muchas atribuciones, pero entre ellas [...] la de
nombrar, ¡nada menos!, que a los presidentes de sala y magistrados del Tribunal Supremo,
así como a los presidentes de los tribunales superiores de justicia de las comunidades
autónomas, y “los demás cargos de designación discrecional”. Ítem más: designaría a los
miembros no electivos de las salas de gobierno del Tribunal Supremo, de la Audiencia
Nacional y de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas. Todo ello
en condiciones de discrecionalidad y en medio de la mayor opacidad, porque los vocales
del pleno juran o prometen guardar secreto sobre las deliberaciones o acuerdos (aunque
pueden emitir votos discrepantes)»237.
¿Cuál era la casi irresistible tentación que tal sistema suponía para los partidos que,
bien directamente, en las Cortes, bien indirectamente, a través de las asociaciones judiciales
vinculadas a ellos en mayor o menor grado, iban a participar en el nombramiento de los
miembros del Consejo? ¿Cuál el peligro que para la independencia judicial que el Consejo
debería asegurar nacía de esa tentación de las fuerzas políticas fácil de prever a poco que se
conozca la voracidad, ya referida, con que los partidos tratan de colonizar las instituciones
del Estado? La primera pregunta queda casi respondida en la formulación de la segunda: la
irresistible tentación partidista en relación con el Consejo no fue otra que la de hacerse con
él mediante el sistema que los italianos, buenos conocedores de esa práctica perversa,
denominan lottizzazione. Un procedimiento por virtud del cual los partidos se reparten los
puestos disponibles en una institución haciendo lotes proporcionales a la presencia
porcentual que a cada uno corresponde en el órgano que lleva a cabo la elección. No solo
eso: los partidos no apoyan a las personas que han de formar parte de una institución
teniendo en cuenta la trayectoria profesional y personal de los candidatos (sus méritos,
profesionalidad, rigor, seriedad, independencia de criterio) sino valorando de forma
primordial la cercanía a sus postulados políticos e ideológicos de los que indirectamente
van a designar.
Nos queda pendiente la respuesta a la segunda pregunta antes formulada, a saber, la
relativa a los riesgos que se derivan para la independencia judicial de esa práctica perversa.
La respuesta es evidente: la politización de la justicia, que ha sido una de las constantes de
la historia política española. Ese riesgo se deriva de dos motivos diferentes, aunque
íntimamente enlazados entre sí. Al primero alude Sosa Wagner con toda la razón al vincular
la citada politización con la existencia de numerosos «cargos judiciales a los que se llega
por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la
sustancia política». Así las cosas, «como es fácil imaginar, detrás de cada uno de esos
nombramientos, al haber personas concretas, hay inevitablemente pasiones, ambiciones,
anhelos y otros sentimientos —buenos unos, deplorables otros— propios del humano
proceder. La consecuencia es que en un sistema político como el que tenemos, que blasona
de haber sometido (desde 1978) a control toda la actividad de las administraciones sin dejar
resquicio alguno fuera de la mirada de Argos de los jueces, es lógico que cause extrañeza
—y aun estupor— el hecho de que el ascenso de un magistrado al cielo del Tribunal
Supremo —la culminación de una carrera— delimite un territorio exento en buena medida
de ese control, al calificarse tal promoción de discrecional»238.
El dominio partidista del proceso de designación de los miembros del Consejo
tiende a politizar el poder judicial, en todo caso, no solo por el hecho de que algunos
consejeros puedan quedar vinculados a una relación de cierta lealtad con sus
patrocinadores. Más allá de eso, la conversión del Consejo en una especie de parlamento
judicial y la tan lógica como legítima ambición de hacer carrera por parte de los jueces y
magistrados iba a traducirse en lo que en otro lugar he calificado como una politización en
cascada de la justicia. Porque quienes entraban en la carrera judicial sabían que la futura
promoción profesional de todos ellos podría llegar a depender de las decisiones de un
órgano que durante años ha tenido tanto o más en cuenta la futura lealtad de los nombrados
que su mérito y su capacidad239. Es tal anomalía la que explicará la predisposición de los
candidatos a ir tejiendo amistades políticas que facilitasen su futura promoción, relaciones
que en algunos casos podían acabar transformándose en amistades peligrosas para la
independencia con la que realizaban su función. Aunque la idea del legislador constituyente
—apartar al poder judicial del poder ejecutivo, es decir, de desgubernamentalizarlo para
despolitizarlo— era sin duda razonable y coherente con los principios de un Estado
democrático de derecho, lo cierto es que esas buenas intenciones no pudieron evitar que la
creación del Consejo del Poder Judicial facilitase en cierto modo lo contrario de lo que
perseguía.
Quien conozca la historia del Consejo sabe que las cosas sucedieron durante años
como acaba de apuntarse, lo que puso al fin en primer plano la decisiva cuestión de cómo
evitar la degeneración de su naturaleza y sus funciones. Es decir, la cuestión de cómo lograr
que el órgano de gobierno de los jueces respondiese de verdad a las expectativas que en él
pusieron los constituyentes como clave de arco de una efectiva independencia judicial.
Francisco Sosa Wagner ha analizado a ese respecto los pasos positivos que en el camino de
la progresiva reducción del margen de discrecionalidad del Consejo a la hora de llevar a
cabo nombramientos supuso, sobre todo a partir de 2005, la jurisprudencia del Tribunal
Supremo240. Una jurisprudencia tendente a asegurar que aquellos nombramientos se
ajustaran a los méritos y capacidad de los candidatos propuestos para cubrir las vacantes de
que en cada caso se tratase. Sin embargo, aún en 2011, dejaba el Tribunal Supremo en una
resolución clarísima constancia de la persistencia del problema: «Esta sala no puede dejar
de señalar que hoy es una realidad notoria que la administración de justicia es uno de los
servicios del Estado peor valorados y que amplios sectores sociales han manifestado su
preocupación por considerar que la profesionalidad no es el criterio prioritario que rige en
los nombramientos de los altos cargos judiciales decididos por el Consejo General del
Poder Judicial. Basta para comprobarlo con acudir a los medios de comunicación, en los
que con frecuencia aparecen noticias referidas a valoraciones o quejas de que en los
nombramientos prevalecen sobre todo las cuotas y pactos asociativos y la designación de
jueces o magistrados no asociados es un hecho muy excepcional (a pesar de constituir estos
un amplio contingente del escalafón judicial)».
¿Cómo, a la vista de esta descripción, igual de cruda que veraz, podemos
enfrentarnos a una situación que amenaza la confianza social en la imparcialidad de la
justicia, esencial para la existencia del Estado de derecho? La mejora urgente del sistema
judicial no exige solo, según veremos de inmediato, modificar el papel del Consejo como
garante de la independencia judicial, pero exige también imperiosamente asegurarla, para lo
que es necesario «que el juez —individualmente considerado— sea independiente. Y para
conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista
(mercantil, laboral, menores, contencioso...), carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas,
trabajo razonablemente valorado, sueldo digno, jubilación así mismo reglada. Dicho de otra
forma: un estatuto jurídico del juez regido en todo por el principio de legalidad, alejado de
componendas políticas y asociativas»241. Dado que sobre tal formulación existe un gran
consenso, la pregunta subsiguiente es de cajón: ¿qué hacemos, pues, con el Consejo
General del Poder Judicial? Porque parece claro que el sistema de autogobierno judicial a
través del Consejo ha dado un rendimiento institucional altamente discutible. Así lo
reconocía con meridiana claridad en el Congreso de los Diputados en 2001 el entonces
ministro de Justicia al defender la necesidad de modificar la forma de designación de los
vocales del Consejo: «Escuchen, señorías, lo que dicen los ciudadanos de la calle: que con
este sistema hay vocales del PP, vocales del PSOE, o vocales de este o aquel; que las
actuaciones de los vocales responden, en consecuencia, a los intereses de quienes les
promovieron, y que esta savia política irradia en toda la estructura jurisdiccional [...] Lo
malo de este clima —afirmaba el ministro desde la tribuna de oradores de la cámara— [...]
es que tales juicios [...] están teniendo una influencia determinante en los problemas de la
justicia, como símbolo máximo de desprestigio de los ciudadanos y, lo que es
probablemente peor, como elemento de deslegitimación de todo el poder del Estado [...]
Resulta fácil imaginar docenas de sistemas de elección que, obviando semejante imagen de
clientelismo, permitan elegir personas del máximo prestigio en la profesión»242.
Acontece, sin embargo, que el acuerdo sobre el tipo de cambios que habría que
introducir en el Consejo es muchísimo menor que el existente sobre los problemas que ha
venido provocando. Tanto, que su futuro se mantiene aún en el centro del debate sobre la
reforma de la justicia, aunque los elementos esenciales de aquel sean los que acaban de
citarse: la mejora del servicio público de la justicia y la efectiva independencia judicial. En
consecuencia no parece irrelevante la decisión que se adopte respecto al órgano de gobierno
de los jueces. Francisco Sosa apunta las dos alternativas que están en la mente de todos: o
bien mantener el Consejo «aun a sabiendas del carácter forzado de ese invento, una vez
afeitadas sus barbas de señor poderoso, si se le priva de la libertad para designar altos
cargos», o bien suprimirlo y confiar sus atribuciones al presidente del Supremo o
restituirlas al Ministerio de Justicia, «cuyas decisiones, como ha de actuar sometido al
principio de legalidad, siempre serán juzgadas en último término por los tribunales de lo
contencioso-administrativo»243. Ante la evidencia de que el Consejo no puede seguir como
hasta ahora, vistas las disfunciones que provoca aun después de haber visto muy reducida
su capacidad de decisión discrecional, la cuestión que se sitúa en primer plano es la de si su
reforma podría despolitizarlo hasta privarlo de esa naturaleza de parlamento judicial que
hoy lo define. Mi opinión es que no, que el Consejo ha estado partidistamente viciado
desde sus orígenes y que si, en cualquier situación, su papel político sería perturbador para
el servicio público de la justicia, lo es más aun cuando la justicia debe hacer frente al
gravísimo desafío de la lucha contra la corrupción vinculada o no a la financiación
partidista, desafío al que todo indica que tendremos que enfrentarnos no solo a corto sino
también a medio plazo. Por eso creo que, de las dos opciones posibles, la segunda, con
suscitar problemas, es la menos mala. Para decirlo de una vez: creo que cualquier reforma
constitucional que pudiese plantearse en España debería tener entre sus objetivos la
supresión del Consejo General del Poder Judicial, cuyas funciones y competencias deberían
ser repartidas entre el Tribunal Supremo y el Ministerio de Justicia. Ello, entre otras cosas,
ayudaría, por añadidura, a evitar la creación de órganos similares al Consejo General en las
Comunidades Autónomas, lo que ya intentó el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006
y frustró, con muy buen criterio jurídico, el Tribunal Constitucional en su sentencia de 28
de junio de 2010244. Y es que las perversiones provocadas por el Consejo General en
nuestro sistema judicial se multiplicarían de forma exponencial si el sistema de consejos
autonómicos llegase a generalizarse. ¡Solo pensarlo da pavor!
El servicio público fundamental de la justicia

Al margen del debate sobre la mejora de la independencia judicial, lo cierto es que


la administración de justicia constituye en España, como en cualquier otro país altamente
desarrollado, un servicio público esencial en la vida diaria de docenas de miles de personas
que por unas u otras razones se ven implicadas en procesos civiles, laborales, contencioso-
administrativos o penales. Hubo un tiempo en el que al hablar de los derechos
prestacionales del Estado social se hacía referencia sobre todo a la sanidad, la educación o
la protección pública frente al desamparo. A estas alturas, el derecho a la justicia recogido
en la Constitución («Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los
jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún
caso, pueda producirse indefensión») es también una clara manifestación del carácter social
del Estado, un componente básico de su naturaleza prestacional, pues su plasmación
práctica exige la existencia de un aparato judicial bien concebido y bien dotado, capaz de
asegurar los derechos materiales garantizados por la Constitución y por las leyes, derechos
de los que los jueces y tribunales son protectores naturales.
En ese contexto, los problemas con los que nos enfrentamos en España son de
notable envergadura. Están, por una parte, todos los relacionados con lo que ha dado en
denominarse el deterioro de la justicia como servicio público esencial. Un deterioro
relacionado de modo directo con su lentitud, es decir, con la dificultad de los órganos
jurisdiccionales del Estado para solucionar de una forma eficiente la creciente litigiosidad
de una sociedad compleja. El fenómeno no resulta difícil de explicar: en tales sociedades, la
prestación del servicio público de la justicia se reclama, al igual que las de muchos otros,
no ya por pequeñas minorías, sino por un gran volumen —tendencialmente en aumento—
de usuarios, que ejercen, de ese modo, su aludido derecho constitucional a obtener la tutela
judicial efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses
legítimos. Y que, al hacerlo, someten al poder judicial a una presión de demanda de justicia
que una organización dotada de medios materiales limitados y de procedimientos de
actuación en ocasiones escasamente ágiles no siempre está en condiciones de atender de
forma adecuada. Desde ese punto de vista, la lentitud con que se producen en nuestro país
los pronunciamientos judiciales —haciendo verdad el conocido principio de que una
justicia tardía no es auténtica justicia— supone solo una de las caras de la ineficacia
judicial, que se manifiesta también en otros ámbitos, como el de la dificultad para hacer
efectiva la ejecución de las sentencias pronunciadas por los jueces o tribunales. A todo ello
intentaron responder el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia245, suscrito el 28
de mayo de 2001 por el Gobierno de la nación y los dos grandes partidos españoles (PP y
PSOE), y la legislación aprobada en desarrollo de los diversos principios y acuerdos en él
establecidos, muy especialmente la reforma de la ley orgánica del poder judicial de
2003246.
Gran importancia tiene, así mismo, el conflicto derivado de la notoria disparidad de
las sentencias judiciales, que resuelven con demasiada frecuencia de forma diferente
supuestos de hecho similares. A este fenómeno, cuyo impacto en la percepción social sobre
el funcionamiento de la justicia resulta indiscutible, se refería Santiago Muñoz Machado ya
hace años, cuando ponía de relieve que uno de los motivos de deslegitimación de la acción
jurisdiccional del Estado en la España de comienzos del siglo XXI residía «principalmente
en la incertidumbre e impredecibilidad de sus respuestas a los problemas que se someten a
su resolución». Los jueces, afirmaba el gran jurista español, actúan en un nuevo contexto
jurídico caracterizado por una «legalidad incierta», que sería la consecuencia directa de la
existencia de una estructura de la legalidad más compleja, al estar aquella integrada «no
solo por las leyes hechas en las Cortes, sino también por las normas, derechos, valores y
principios que la Constitución consagra, a las que hay que añadir todo el orden de reglas de
derecho supranacionales (comunitarias europeas especialmente), a las que también están
vinculados los tribunales internos». La consecuencia final de tal situación no favorecería,
sino todo lo contrario, la legitimación de la acción jurisdiccional de jueces y magistrados,
dado que «las posibilidades de que un tribunal resuelva un litigio de una manera distinta a
como lo ha hecho otro en un supuesto idéntico» se habrían multiplicado: «A medida que la
legalidad es más compleja e imprecisa, es mayor la tarea interpretativa y de fijación de las
reglas de derecho por la jurisprudencia», de modo que si esa nueva posición constitucional
de la justicia «que ha incrementado notabilísimamente el arbitrio judicial para la
determinación del derecho aplicable» no se administrase «con buen criterio y prudencia», el
sistema en su conjunto podría enfermar a gran velocidad. Todo ello exigiría, en conclusión,
«ordenar el sistema de producción de decisiones judiciales para, sin merma de la
independencia de los jueces y tribunales, propiciar el establecimiento de una jurisprudencia
estable y seguida por todos», único modo de que el funcionamiento de la justicia se adapte
«a las exigencias de seguridad, certeza y previsibilidad que la Constitución impone»247.
Pero el debate sobre la justicia en España248 incluye también en su agenda otras
cuestiones, entre las que no puede olvidarse la relativa a la posible descentralización del
poder judicial, cuestión que se colocó en el primer plano de la actualidad política con
motivo de la campaña para las generales de 2004. El PSOE, ganador de los comicios, había
incluido en su programa la propuesta de impulsar esa descentralización mediante el
reforzamiento de los tribunales superiores de las Comunidades, reforzamiento que iría en la
dirección de convertir al Tribunal Supremo en un órgano dedicado primordialmente a la
unificación de doctrina. El intento de plasmar esa propuesta, finalmente frustrado, se
produjo en el Estatuto catalán de 2006, cuyo texto definía al Tribunal Superior de Justicia
de Cataluña como «la última instancia jurisdiccional de todos los procesos iniciados en
Cataluña, así como de todos los recursos que se tramiten en su ámbito territorial, sea cual
fuere el derecho invocado como aplicable, de acuerdo con la ley orgánica del poder judicial
y sin perjuicio de la competencia reservada al Tribunal Supremo para la unificación de
doctrina»249. Como era de prever, el precepto fue recurrido por inconstitucional, dado que,
de un modo realmente incomprensible, una norma estatutaria procedía con él, de hecho, a
reformar la Constitución250. Pero el Tribunal Constitucional, también de una forma difícil
de entender, lo declaró constitucional siempre que se interpretase con arreglo a su doctrina:
«El artículo 95.2 del Estatuto ha de interpretarse en el sentido de que con “la unificación de
doctrina” no se puede definir por el Estatuto la función jurisdiccional del Tribunal Supremo
ni se limita la configuración de la misma por la Ley Orgánica del Poder Judicial, ni se hace
referencia a un recurso procesal específico sino solo a aquella función reservada al Tribunal
Supremo y referida en el Estatuto por relación a su resultado —la unificación de la doctrina
de todos los órganos judiciales, esto es, con mayor propiedad, la unificación de la
aplicación e interpretación del derecho—, alcanzado mediante un orden de recursos
procesales que solo a la Ley Orgánica del Poder Judicial corresponde establecer». Es decir,
y para ser claros, el Constitucional aceptaba la constitucionalidad de una delirante previsión
estatutaria siempre que se entendiese que aquella disponía lo contrario de lo que establecía
con toda claridad251.
Entre todos los problemas y desafíos apuntados y algunos otros que debo dejarme
en el tintero (de forma muy destacada, el relativo a la necesidad de cambiar el estatuto
jurídico del fiscal general del Estado para garantizar su independencia del ejecutivo)
destaca hoy a mi juicio el de mejorar de forma sustancial los medios materiales y humanos
de los que dispone la administración de justicia para cumplir adecuadamente sus funciones
como servicio público esencial de un moderno Estado social de derecho. Por decirlo de
nuevo con palabras de Francisco Sosa, la mayor urgencia en relación con el poder judicial,
tras muchos años de democracia, sigue siendo «avanzar en el mejor funcionamiento del
servicio público de la justicia» con la finalidad, entre otras, de que «los ciudadanos se
sientan a gusto» y la propia justicia «no esté a la cola de la estimación social», según se ha
puesto repetidamente de relieve en diversos estudios de opinión, aunque ello no signifique
que los españoles señalen ni de lejos el de la administración de justicia como uno de los
principales problemas del país252. Ciertamente, «si existen algunos juzgados bien dotados
de medios personales y materiales, si las audiencias no acumulan polvorientos legajos en
los pasillos, si los tribunales superiores son vistos como piezas de una jurisdicción cercana
al ciudadano y sensible a sus angustias, si los recursos se resuelven en plazos medibles por
la vida humana y no en plazos geológicos, y lo mismo ocurre con la ejecución de las
sentencias (dos cánceres de nuestra justicia), en fin, si quienes se acercan a un juez o a su
oficina son tratados dignamente, pues “al que has de castigar con obras no trates mal con
palabras” (dice Don Quijote a Sancho), si todo esto ocurre, será un bien para los litigantes y
para la sociedad. Porque nos alegra saber que los conflictos tienen un cauce de solución en
las manos hábiles de los jueces y que los delincuentes acabarán viviendo largas temporadas
al cuidado de las instituciones penitenciarias»253.
En todo caso y para ser justos, esa afirmación que supone reconocer lo que está mal
y debe mejorar no puede olvidar el hecho de que la inmensa mayoría de los profesionales
de la justicia (jueces, secretarios judiciales, fiscales y personal de apoyo) realizan en
España una impresionante labor todos los días desde hace muchos años. Basta para
comprobarlo con leer con cierto detenimiento las memorias que publica anualmente el
Consejo General del Poder Judicial254, en las que queda constancia de las insuficiencias
pero también de la indiscutible aportación que realiza el poder judicial al desarrollo de la
vida social zanjando cientos de miles de pleitos de muy diversa naturaleza a través de los
cuales se exterioriza una conflictividad que encuentra en las resoluciones de los jueces y
magistrados un cauce pacífico de solución. En este ámbito, como en otros muchos, la
noticia suele ser que el niño muerde al perro y no al revés, lo que oscurece el trabajo
callado, pero indispensable, de docenas de miles de servidores públicos.
En la memoria judicial de 2017, correspondiente al ejercicio de 2016, queda
constancia, en primer lugar, del impresionante número de asuntos ingresados en el conjunto
de los órganos judiciales, que se incrementó de forma sostenida hasta el inicio de la crisis
económica de 2008. Fue entonces cuando se produjo una lógica caída en la litigiosidad,
aunque solo las reformas que en 2015 supusieron, de un lado, un aumento de las costas
procesales255 y, de otro, una notable disminución de los asuntos penales que entraban en
los juzgados256, dieron lugar a que aquella experimentase un auténtico derrumbe. Así, los
poco más de ocho millones de asuntos ingresados en 2006 ascendían a nueve millones y
medio en 2009 y caían en un millón entre esa fecha y 2015, cuando descendieron en un solo
año de ocho millones y medio a algo menos de seis millones. Ello se tradujo en que la tasa
de litigiosidad por cada mil habitantes pasara en una década (2006-2016) de 180 asuntos a
125, tras haber alcanzado los 204 en 2009. El número de asuntos ingresados pone de relieve
el gran desafío al que la administración de justicia tiene que hacer frente y corrobora al
mismo tiempo su importancia como servicio público fundamental. Muy significativo, por lo
demás, del importante trabajo realizado es el dato relativo al número de asuntos resueltos
en todas las jurisdicciones, que muestra una curva similar a la de asuntos ingresados: de
casi ocho millones en 2006 se pasa a algo más de nueve millones en 2010, pero tras la crisis
y sobre todo tras las reformas de 2015, el número de asuntos resueltos cae del mismo modo
que el número de asuntos ingresados: de algo más de ocho millones en 2015 a seis millones
en 2016. De este modo, aunque la caída de los asuntos ingresados en el período 2006-2016
fue del 30 % y el descenso de los asuntos resueltos se redujo el 24 %, dato comparativo que
parecería indicar una clara mejora de esa importante ratio, lo cierto es que el número de
asuntos en trámite apenas varió entre 2006 (algo más de 2.300.000) y 2016 (algo más de
2.200.000), por más que la bajada fuera muy significativa respecto del momento (2010) de
mayor atasco: 3.200.000 asuntos en trámite. Un dato más podría tener interés para el lector:
el número de jueces se ha incrementado de forma sostenida entre 2006 y 2015 (de 4.451 a
5.487), con una ligera inflexión a la baja en 2016, lo que ha supuesto que la tasa de jueces
por cada 100.000 habitantes haya pasado en el mismo período señalado de 10 a 12,5257.
El margen para el perfeccionamiento de la administración de justicia sigue siendo,
sin duda, muy notable, pero la necesidad de impulsar reformas que puedan facilitar un
mejor servicio público a los justiciables no puede hacernos olvidar —y en eso he tratado
ahora de insistir— los importantísimos avances que tanto desde el punto de vista del diseño
de un poder judicial independiente como desde el de la implantación de una justicia
eficiente se han dado en España después de la aprobación de la Constitución. Porque, como
en tantos otros ámbitos, la convicción de que las cosas deben mejorar no puede oscurecer el
hecho cierto de lo que ya han progresado si la situación actual la colocamos en esa
perspectiva histórica que permite apreciar mejor que ninguna otra la proporción entre los
desafíos del futuro y los logros que permiten que una sociedad llegue a planteárselos.
226 Javier Pérez Royo, Curso de Derecho Constitucional, Madrid, Marcial Pons,
10.ª edición, 2005, p. 865 y en general pp. 861-866.
227 Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos, 1987, pp. 107-112, de
donde proceden todas las citas.
228 Así, por ejemplo, en el texto gaditano: «Los magistrados y jueces no podrán ser
depuestos de sus destinos, sean temporales o perpetuos, sino por causa legalmente probada
y sentenciada, ni suspendidos, sino por acusación legalmente intentada» (art. 252).
229 Ley orgánica 6/1985, de 1 de julio, del poder judicial.
230 Sentencia del Tribunal Constitucional 138/1991, de 20 de junio (Fto. Jco. 1.º).
231 Con él llegó el escándalo (Home from the Hill), dirigida por Vincente Minnelli
en 1960 y protagonizada por Robert Mitchum y Eleanor Parker.
232 Manuel Terol Becerra, El Consejo General del Poder Judicial, Madrid, Centro
de Estudios Constitucionales, 1990.
233 Ley orgánica 1/1980, de 10 de enero, del Consejo General del Poder Judicial.
234 Ley orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial.
235 Sentencia del Tribunal Constitucional 108/1986, de 29 de julio. He analizado
sus contenidos en mi trabajo «I giudici: “bocca delle legge” o potere dello stato. Una
riflessione intorno alla posizione costituzionale del potere giudiziario in Spagna», en Silvio
Gambino (ed.), La magistratura nello stato costituzionale. Teoria ed esperienze a
confronto, Giuffré, Milán, 2004, pp. 149-175.
236 Ley orgánica 2/2001, de 28 de junio, sobre composición del Consejo General
del Poder Judicial, por la que se modifica la ley orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder
Judicial.
237 Francisco Sosa Wagner, La independencia del juez, ¿una fábula?, Madrid, La
Esfera de los Libros, 2016, p. 83. Escribí un amplio comentario («Juicio a la Justicia») en
Revista de Libros (19/07/17), en https://www.revistadelibros.com/articulos/juicio-a-la-
justicia (consultado en 2018).
238 Francisco Sosa Wagner, La independencia del juez, ¿una fábula?, cit., pp. 93-
95 (cursiva en el original).
239 Insistí en tal efecto perverso ya hace años en mi trabajo «La politización de la
justicia española», en Letras Libres, n.º 97, 2009, pp. 42-47.
240 Francisco Sosa Wagner, La independencia del juez, ¿una fábula?, cit., pp. 97-
103.
241 Francisco Sosa Wagner, La independencia del juez, ¿una fábula?, cit., p. 162.
242 Sesión de 14 de febrero de 2001. Tomo la cita de Manuel Terol Becerra,
«Veinticinco años del Consejo General del Poder Judicial», en Revista de Derecho Político,
n.º 58-59, 2003-2004, p. 653.
243 Francisco Sosa Wagner, La independencia del juez, ¿una fábula?, cit., p. 165.
244 Me he referido a la cuestión en mi trabajo «El Estatuto catalán y la sentencia de
nunca acabar», en Claves de Razón Práctica, n.º 205 (2010), pp. 4-18.
245 El Pacto puede consultarse en
http://www.juecesdemocracia.es/pdf/pactoRefJust.pdf (consultado en 2008).
246 Ley orgánica 19/2003, de 23 de diciembre, de modificación de la ley orgánica
6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial.
247 Santiago Muñoz-Machado, «La reordenación del sistema judicial», en El País,
de 17 de enero de 2004, de donde proceden todas las citas.
248 Para profundizar en cuestiones que aquí solo pueden apuntarse deben verse
varios de los estudios de Juan Fernando López Aguilar, gran especialista en la materia,
ministro de Justicia entre 2004 y 2007, y negociador socialista del Pacto de Estado para la
Reforma de la Justicia. Entre otros, sus trabajos La justicia y sus problemas en la
Constitución. Justicia, jueces y fiscales en el Estado social y democrático de derecho,
Madrid, Tecnos, 1996; «La independencia de los jueces», en Claves de Razón Práctica, n.º
51 (1995); «Hacen política los jueces», en Claves de Razón Práctica, n.º 96 (1999); y «La
posición constitucional del poder judicial: un prontuario de problemas abiertos a la luz de
20 años de Constitución española [1978-1998]», en G. Trujillo, L. López Guerra y P.
González-Trevijano, La experiencia constitucional: 1978-2000, Madrid, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, 2000. Sobre el aludido Pacto, Rafael Jiménez Asensio, Pacto
de Estado, reforma de la administración de justicia y Comunidades Autónomas, Oñate,
IVAP, 2004.
249 Artículo 95.2 de la ley orgánica 6/2006, de 19 de julio, de reforma del Estatuto
de Autonomía de Cataluña. En Joaquín Tornos Mas, Los Estatutos de Autonomía de
Cataluña, Madrid, Iustel, 2007.
250 Su artículo 123.1 deja claro que «el Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda
España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en
materia de garantías constitucionales».
251 Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio (Fto. Jco. 44).
Me he referido a ello en «El Estatuto catalán y la sentencia de nunca acabar», en Claves de
Razón Práctica, n.º 205 (2010), p. 14.
252 Así en el estudio del CIS 3.126 (enero-marzo de 2016), siendo 0 no confía en
absoluto y 10 confía totalmente, la valoración media del poder judicial era de 3,97, por
debajo de las ONG (5,63), los medios de comunicación (4,28) y el parlamento (4,06),
aunque por encima de los partidos políticos (3,19) y los bancos (2,61). Ese dato debe
completarse, en todo caso, con el no menos relevante de que solo un 1,7 % de los
encuestados señalasen en el barómetro del CIS de diciembre de 2017 (estudio n.º 3.199) la
administración de justicia como uno de los principales problemas de España, por debajo de
otros 18 de diferente naturaleza.
253 Francisco Sosa Wagner, La independencia del juez, ¿una fábula?, cit., pp. 154-
155.
254 Las memorias pueden verse en http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Poder-
Judicial/Consejo-General-del-Poder-Judicial/Actividad-del-CGPJ/Memorias/ (consultado
en 2018).
255 Óscar Daniel Ludeña Benítez, «Novedades legislativas producidas en 2015 en
materia de costas procesales», Noticias Jurídicas, en
http://noticias.juridicas.com/conocimiento/articulos-doctrinales/11013-novedades-
legislativas-producidas-en-2015-en-materia-de-costas-procesales/ (consultado en 2018).
256 Según lo subraya la memoria de 2017, «la mayor caída en el ingreso en la
jurisdicción penal se corresponde con los atestados policiales en los que no existe autor
conocido del delito que han dejado de remitirse a los juzgados». Y así, mientras «la
jurisdicción penal tuvo una reducción en el ingreso del 42 % respecto a 2015, las demás
jurisdicciones tuvieron también reducciones, aunque mucho más moderadas». Memoria
sobre el estado, funcionamiento y actividades del Consejo General del Poder Judicial y de
los juzgados y tribunales en el año 2016, Consejo General del Poder Judicial, Secretaría
General 2017, pp. 352-353 y la nueva redacción del artículo 284 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal según lo determinado en la ley 41/2015, de 5 de octubre, de
modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y
el fortalecimiento de las garantías procesales.
257 Memoria sobre el estado, funcionamiento y actividades del Consejo General
del Poder Judicial y de los juzgados y tribunales en el año 2016, Consejo General del
Poder Judicial, Secretaría General, cit., de donde proceden todos los datos.
CAPÍTULO 8

LA DEFENSA DEMOCRÁTICA Y CONSTITUCIONAL DE LA CONSTITUCIÓN


DEMOCRÁTICA

En consecuencia, en cuestiones relativas al poder, dejemos de hablar de fe en el


hombre; atémosle con las cadenas de la Constitución para evitar que cause daños.
THOMAS JEFFERSON
8.ª Resolución de Kentucky, 1798

Aunque en un principio pudiera parecerlo, el título de este capítulo no pretende ser


un trabalenguas. Las Constituciones, al igual que las leyes ordinarias que aprueban los
parlamentos democráticos, son hoy normas jurídicas, aunque se trate de normas especiales
como consecuencia del tipo de materias que regulan y de la función que aspiran a cumplir.
Para decirlo de una vez y sin rodeos: las normas constitucionales limitan el poder del
Estado, repartiéndolo entre quienes tienen la potestad para ejercerlo, y garantizan, así, en
mayor o menor grado, las libertades y derechos personales. Esa limitación del poder, que es
la razón histórica que explica la aparición del constitucionalismo, se dirige justamente a
asegurar que los derechos y libertades no puedan ser violados o, al menos, que hacerlo
resulte más costoso y no quede nunca impune.
Ocurre que, al ser una ley, la Constitución comparte el riesgo que corren las demás:
su posible vulneración por los mismos poderes públicos que deben protegerla. Por eso las
más modernas Constituciones democráticas regulan con detalle tanto los límites a los que
esos poderes deben sujetarse cuando han de proceder a la defensa de la ley fundamental
como los que no pueden sobrepasar para evitar ser ellos mismos quienes acaben por
violarla. El presente capítulo tiene por objeto analizar ambas fronteras al poder estatal con
la finalidad de constatar dos de los grandes avances de la España constitucional. Por
primera vez en nuestra historia se han previsto en el ordenamiento constitucional límites
estrictos a la actuación de los poderes del Estado en ciertas esferas en las que previamente
era su autonomía tan extensa que podía dar en el abuso y en la arbitrariedad. Y también
límites a las potestades que el propio Estado tiene atribuidas para proceder a defender la
Constitución cuando la integridad de aquella está en peligro. Para analizar unos y otros,
trataré a continuación de cuatro materias diferentes en las que creo que se resume
esencialmente la cuestión de la defensa democrática y constitucional de la Constitución
democrática. Me referiré en primer lugar a la eficaz labor del Tribunal Constitucional para
evitar que nuestros 18 parlamentos (uno nacional y 17 regionales) puedan violar la
Constitución a través de su acción legislativa. Abordaré luego el esquema constitucional de
relaciones civiles-militares, que ha colocado al ejército en el lugar que le corresponde en un
Estado democrático. Analizaré, en tercer lugar, la forma en que ese Estado ha enfrentado el
gravísimo problema de la existencia de partidos que pretenden destruir el orden
constitucional utilizando la violencia. Y terminaré estudiando el mecanismo constitucional
previsto para impedir que las Comunidades Autónomas pongan en peligro el orden jurídico
y político que tienen la obligación de respetar y proteger.
El Tribunal Constitucional y la buena voluntad del legislador

Por su propia naturaleza las Constituciones se componen de normas generales. Ello


se debe a la imposibilidad de incluir en un código de extensión limitada todo lo que exigiría
una detallada regulación de los derechos y del funcionamiento de los poderes estatales, pero
también a la necesidad de garantizar la propia resistencia frente al cambio de la ley
fundamental, que podrá así ir interpretándose en consonancia con los tiempos. Y es que las
Constituciones adquieren eficacia no solo, pero sí principalmente, mediante el desarrollo de
sus contenidos que llevan a cabo los poderes del Estado y, de un modo destacado, el
parlamento, al que se añaden, en los Estados descentralizados, los legislativos regionales.
La grave, y vieja, cuestión que ello suscita es evidente: ¿qué sucede cuando ese desarrollo
viola los principios y mandatos de la Constitución?, pregunta que se desdobla en otras dos:
¿quién puede decidir si, efectivamente, tal violación se ha producido? ¿Cómo es posible, en
tal caso, corregirla?
Tales interrogantes, que se refieren al arduo problema del control de la
constitucionalidad de las leyes, han obtenido a lo largo de la historia dos respuestas
contrapuestas: la que le dieron los norteamericanos desde los momentos iniciales de su
revolución y la que aportaron los europeos desde finales del siglo XVIII hasta bien entrado
el XX258. En Estados Unidos se afirmó después de 1803 —año de la sentencia del Tribunal
Supremo en el caso Marbury vs. Madison— el principio esencial de que una ley que
violaba la Constitución era nula y carecía, por tanto, de eficacia; e, íntimamente unido a
ello, que los jueces estaban facultados para no aplicar las normas que, en el curso de un
proceso judicial, entendiesen contrarias a la ley fundamental259. Pese a la obviedad de los
principios sentados por el juez Marshall en su célebre sentencia, la solución fue rechazada
por los constituyentes europeos, quienes, persuadidos de que el órgano cuyo poder
resultaba urgente vigilar en la coyuntura revolucionaria no era el parlamento sino un
ejecutivo que se ponía en manos de los antiguos monarcas absolutos, optaron por afirmar
que nadie podía controlar jurídicamente el ejercicio de la potestad legislativa, lo que supuso
asentar hacia el futuro el que acabaría por ser un elemento esencial del constitucionalismo
europeo: la inexistencia del control de la constitucionalidad de las leyes, que tan
tempranamente se había afirmado en Norteamérica. Transcurridas dos centurias, ese control
fue previsto finalmente por algunas de las Constituciones democráticas que en el período de
entreguerras crearon los primeros tribunales constitucionales europeos: la checoslovaca de
1919, la austriaca de 1920 y la española de 1931260. Restaurada (o instaurada) la
democracia en Europa, primero tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial y luego, al
fin, tras la caída del muro de Berlín, el control de la constitucionalidad atribuido a un
órgano específico creado con tales objetivos pasará a ser una realidad ampliamente
generalizada en nuestro continente261.
Heredero de esa tradición, el Tribunal Constitucional español será, sin duda, una de
las novedades más trascendentales del texto de 1978, que, además de otras facultades, le
otorgará la de controlar la constitucionalidad de las disposiciones con fuerza de ley y la de
resolver los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas,
situándolo como el supremo intérprete de la Constitución. Un órgano encargado, por tanto,
de resolver las controversias que, llegado el caso, pudieran plantearse en relación con la
correcta interpretación de la ley fundamental entre los sujetos facultados para llevarla a
cabo a través de la aprobación de normas estatales y autonómicas. Ello significará, en
suma, colocar al Tribunal Constitucional en la posición que ocupan todos los de su clase: la
de un árbitro, que debe declarar, con método jurídico y tomando la Constitución —y, en su
caso, los Estatutos— como parámetro de referencia de sus propias decisiones, cuál es la
interpretación legal conforme con el orden jurídico vigente.
Será, de hecho, esa posición la que condicionará el diseño orgánico y funcional del
Tribunal. La Constitución de 1978 trató de asegurar que ese órgano arbitral pudiese actuar
en la práctica realmente como tal, estableciendo varias previsiones de seguridad: ocho de
sus doce magistrados (los de procedencia parlamentaria) serán nombrados, por mitad, por la
mayoría cualificada de los tres quintos del Congreso y del Senado, otros dos por el Consejo
General del Poder Judicial, con idéntica mayoría, y otros dos más, en fin, por el Gobierno;
todos los magistrados del Tribunal deberán ser juristas de reconocida competencia capaces
de decidir, por tanto, con criterios jurídicos (de constitucionalidad) al margen de las
conveniencias políticas (de oportunidad); su mandato tendrá una larga duración —nueve
años— con el fin de dar cierta estabilidad a la doctrina del Constitucional; un rígido sistema
de incompatibilidades de los jueces constitucionales fomentará su independencia, que se
asentará además en su inamovilidad, garantía adicional de la aludida independencia; y, por
último, el Tribunal no podrá nunca actuar de oficio —es decir, por propia iniciativa— para
evitar, así, que pueda extralimitarse en sus funciones262.
A la vista de todo lo expuesto, la pregunta que, transcurridas casi cuatro décadas de
funcionamiento del Tribunal, resulta necesario contestar es la de si este ha sido capaz de
desarrollar adecuadamente la función arbitral que tiene atribuida y ha logrado, en
consecuencia, ir cancelando pacíficamente los sucesivos conflictos que han llegado a
planteársele. Aunque el largo período de funcionamiento del Tribunal permite hablar de
varias etapas en su dilatada trayectoria, no parece exagerado afirmar como respuesta que —
en contraste con lo acontecido con el Tribunal de Garantías Constitucionales, su negativo
precedente durante la Segunda República263— el balance conjunto de su actuación debe
considerarse claramente positivo. Algo que puede comprobarse fácilmente al analizar su
labor durante el proceso de conformación del nuevo ordenamiento jurídico de la España
democrática264. Es verdad que el mismo Tribunal que, según un juicio muy extendido
entre juristas y políticos, logró durante un largo período de tiempo cumplir de un modo más
que razonable la importante misión que tenía atribuida, naufragó en el tormentoso mar de la
politización cuando hizo frente a su desafío políticamente más complejo: la sentencia sobre
la constitucionalidad del Estatuto catalán de 2006. Tanto la actuación del Tribunal como la
sentencia con la que resolvió el grave pleito que se le había planteado resultaron, a mi
juicio, manifiestamente mejorables265, por más que sus errores se debieran en gran medida
a la, no ya mejorable, sino decididamente condenable, forma en que se comportaron en
aquella coyuntura los partidos. Pues fueron los partidos los que, lejos de permitir al
Tribunal resolver sin presión sus discrepancias, acabaron forzándolo a entrar de lleno en
una batalla política que perjudicó el prestigio del intérprete supremo de la Constitución.
Hasta tal punto ocurrió así que, de hecho, acabaron entonces por ponerse en primer plano,
como nunca hasta esa fecha, algunos de los problemas que el Tribunal venía ya arrastrando
y a los que me referiré seguidamente.
Pero ello no puede hacernos olvidar la decisiva contribución del Tribunal a la
pacificación jurídica de conflictos políticamente muy complejos, que traducían en no pocas
ocasiones profundos disensos de nuestra sociedad. Piénsese en las sentencias relativas a la
fuerza vinculante de la Constitución, a los derechos y libertades (en temas socialmente tan
polarizados como la despenalización parcial del aborto, el matrimonio de personas del
mismo sexo, la denominada normalización lingüística o la disolución de los partidos que
apoyan la violencia; y en otros más como la naturaleza de la objeción de conciencia, los
límites a la libertad de expresión, la significación de las garantías en que se concreta el
derecho a la tutela judicial efectiva o la igualdad entre hombres y mujeres en diferentes
ámbitos sociales), a la organización de los poderes del Estado (su importante sentencia
sobre el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial) y al
régimen jurídico de las Comunidades Autónomas: de la declaración de inconstitucionalidad
de la LOAPA a la de la ley del parlamento vasco relativa a la apertura de un proceso de
negociación para alcanzar la paz y la normalidad política, sentencia esta en la que se
afirmará la incompatibilidad con la Constitución del supuesto derecho a la
autodeterminación de las Comunidades españolas, pasando por sus sucesivos e
importantísimos pronunciamientos contra el proceso secesionista catalán266.
La contribución del Tribunal Constitucional sería decisiva, y en algunas ocasiones
insustituible, no solo para el establecimiento de un verdadero sistema de derechos, sino
también para la construcción del Estado autonómico. Rellenando las múltiples lagunas de la
Constitución, el Tribunal ha resuelto cientos de conflictos de competencia, dotado de
contenido las previsiones generales en materia de títulos competenciales y ayudado a
sistematizar, no sin problemas, como era de esperar, el proceso de rearticulación de los
poderes del Estado más complejo experimentado por España desde su conformación como
nación en el texto gaditano. Sin su contribución hubiera sido, en fin, mucho más difícil y
quizá imposible frenar los dos intentos de secesión que, más allá de sus notables
diferencias, se produjeron primero en el País Vasco y más tarde en Cataluña.
Así las cosas, el principal problema que ha planteado en España, igual que en otras
partes, la existencia del Constitucional es tan antiguo como la pretensión de darle a un
órgano jurisdiccional de composición política la última palabra sobre la interpretación de la
ley fundamental. Fue en fecha tan lejana como 1795 cuando un diputado revolucionario
francés, el abate Sieyès, planteó en el marco de la Convención termidoriana la necesidad de
crear un tribunal constitucional (un jurie constitutionnaire) para evitar los terribles excesos
que se habían producido en Francia bajo el dominio del Terror. La propuesta de Sieyès, que
procedía del razonable impulso de proteger a la Constitución como norma suprema del
Estado en tanto que fruto de su poder constituyente, fue criticada y luego rechazada con dos
argumentos esenciales: el peligro de que su jurie acabase adueñándose del Estado, al
convertirse en un órgano todopoderoso; y el grave dilema de cómo sería posible vigilar al
vigilante. De este modo, la clarísima metáfora de Sieyès a favor de su propuesta («Una ley
cuya ejecución no está fundada más que sobre la buena voluntad es como una casa cuyos
suelos reposaran sobre las espaldas de aquellos que la habitan. Es inútil decir lo que
sucederá con ella más tarde o más temprano») fue respondida con otra no menos brillante
por quienes lograron derrotarla: «Se dice que entre un pueblo de las Indias la creencia
popular consiste en pensar que el mundo está sostenido por un elefante, y este elefante por
una tortuga; pero cuando uno pregunta sobre quién reposa la tortuga, los nativos no saben
contestar».
¿Cómo han hecho frente los Estados democráticos a la primordial necesidad de
garantizar la independencia de los jueces constitucionales como único medio de asegurar
que los Tribunales puedan realizar, como órganos arbitrales, la función de pacificar
conflictos políticos por medio del derecho? La respuesta es evidente: designando a tales
jueces de una forma que favorezca que su comportamiento se adecue a sus funciones. La
opción del constituyente español, ya referida, dio muy buenos resultados cuando la elección
de los magistrados se hizo por consenso, según sucedió con el nombramiento de sus
primeros doce miembros. Pero tal consenso —fruto del que presidió la Transición— cedió
paso muy pronto al sistema de cuotas, por virtud del cual los partidos se reparten los
magistrados a elegir por las Cortes (ocho) y el Consejo del Poder Judicial (dos) en
proporción a su presencia directa, en las primeras, e interpuesta, en el segundo. El tránsito
del sistema de consenso al de cuotas acabó produciendo con el tiempo un efecto muy
negativo en la posición del Tribunal: que los partidos impulsasen la designación de
magistrados no solo cercanos a sus posiciones, sino también, lo que es mucho peor, por
resultar mucho más disfuncional, a candidatos que los propios partidos consideraban (con o
sin razón, pues esa era otra historia) susceptibles de atender a los intereses de quienes los
proponían para el cargo. No digamos ya cuando la negociación sobre el reparto de los
magistrados se hacía coincidir con la de otros órganos (el Consejo del Poder Judicial, el
Tribunal de Cuentas e incluso el ¡Consejo de Seguridad Nuclear!)267, lo que convertía tal
negociación en una feria268. Es innecesario insistir más en la importancia que acabaría por
tener el tránsito del consenso a las cuotas en la forma de elección del Tribunal y, por tanto,
no solo en su composición y el modo de formación de su voluntad sino también en su
percepción por una sociedad (partidos, instituciones, medios de comunicación y simples
ciudadanos) que ha tendido a sospechar que algunos magistrados no han actuado siempre
con toda la independencia que era de esperar.
Pese a ello, y con una razonable combinación de autocontrol, independencia y
responsabilidad por parte de la mayoría de sus miembros, el Tribunal capeó durante años
las consecuencias previsibles del sistema de cuotas en la designación de sus magistrados, lo
que le permitió ir acumulando un prestigio institucional que solo peligró seriamente en
momentos puntuales: con ocasión de la sentencia sobre la expropiación de Rumasa, por
ejemplo. Pero, según ya se ha apuntado, la entrada en el Constitucional de varios recursos
frente a la ley orgánica por la que se aprobaba en 2006 el nuevo Estatuto de Autonomía
catalán supuso un giro radical en esa situación. De hecho, la batalla del Estatuto, trasladada
del campo de la política al campo del derecho, acabaría por tener un efecto demoledor
sobre la reputación de un Tribunal Constitucional que cometió entonces casi todos los
errores posibles en sus concretas circunstancias, tras caer en las múltiples trampas que le
fueron tendiendo desde fuera los partidos contendientes269.
El pleito estatutario catalán dejó momentáneamente fuera de juego al Tribunal
Constitucional, al afectar seriamente a su capacidad arbitral, pues ningún órgano que se
comporte de forma tan poco institucional a los ojos de la sociedad puede aspirar a ser
aceptado por ella sin reticencias como un árbitro imparcial. Pero, en contraste, el desafío
independentista catalán repuso su prestigio como órgano imparcial. Así pudo constatarse,
en efecto, desde finales de 2017, cuando el Tribunal, pese a la contumaz desobediencia de
los destinatarios de sus resoluciones, que, por primera vez desde que existe, hicieron de
ellas caso omiso, se convirtió en el muro contra el que fueron estrellándose las sucesivas
tentativas de impulsar un proceso absolutamente ilegal y profundamente antidemocrático.
Sin el dique de contención que supuso la acción del Tribunal en defensa de la legalidad
constitucional frente a la delirante pretensión de declarar una república catalana
independiente, todo hubiera sido para el Estado democrático mucho más difícil270.
La existencia del Tribunal Constitucional es una pieza básica de la defensa
constitucional de la Constitución democrática. Por eso asegurar su prestigio y el del control
de la constitucionalidad, que permite pacificar jurídicamente conflictos sobre la
interpretación de la ley fundamental que en última instancia no pueden resolverse en el
ámbito político, es una tarea prioritaria para el sistema político español. Una tarea que, más
allá de los cambios que cabría eventualmente introducir en el procedimiento de
nombramiento de los magistrados271, no podrá culminarse y estabilizarse sin que los
partidos modifiquen su actitud respecto de quien tiene atribuida una tarea básica para
asegurar la defensa de la Constitución. Los partidos deben renunciar definitivamente a
impulsar el nombramiento de magistrados por el sistema de cuotas o, cuando menos,
relajarlo mediante la aceptación de la regla de que cada proponente pueda vetar las
propuestas de los otros, única forma de reducir el perfil partidista, y la consiguiente
presunción (cierta o falsa) de lealtad a los partidos proponentes por parte de los futuros
magistrados. Pero, lo que es quizá más importante, los partidos también habrán de
renunciar completamente a intentar manipular al Tribunal, asumiendo que la única forma de
que pueda cumplir cabalmente su misión es que sea percibido por todos como un órgano
que actúa sin otra sujeción que la que cada uno de sus miembros debe a su legítima forma
de interpretar la ley fundamental. Es verdad que la existencia de Tribunales
Constitucionales plantea la vieja cuestión de quién vigila al vigilante, pero lo es también
que sin su acción la Constitución y las minorías quedarían desprotegidas frente a los
posibles abusos de quienes son ocasionalmente mayoría. Por decirlo con las palabras del
juez Marshall, sin control de la constitucionalidad nuestra ley fundamental se convertiría en
un proyecto absurdo, por parte del pueblo, para limitar un poder que por su propia
naturaleza sería ilimitable.
Fuerzas armadas y situaciones de excepción: democracia civil y Estado de derecho

Tras la aprobación en 1978 de la Constitución se ha producido en España otra


novedad no menos destacable que la hasta ahora analizada. Con la excepción del de la
Segunda República, el actual régimen constitucional ha sido el único en nuestra historia en
el que los cambios de mayoría y de gobierno no han sido consecuencia, bien del
intervencionismo militar, bien de la alternancia espuria en el poder que caracterizó al
sistema político oligárquico y corrupto vigente en España, pese a sus notables diferencias,
entre 1833 y 1923. Muy por el contrario, ha sido la voluntad democrática de los
ciudadanos, expresada en elecciones periódicas, limpias y competidas, por sufragio
universal, la que ha marcado el futuro de un país que por primera vez en su larga historia
constitucional logró no solo asentar, según se ha visto anteriormente, una democracia
parlamentaria digna de tal nombre, sino apartar por completo a la fuerzas armadas del
desarrollo de la vida política estatal.
El artículo 8.º de la Constitución, relativo a las fuerzas armadas272, fue objeto, ya
en el proceso constituyente, de dos críticas que, pese a ser completamente infundadas a mi
juicio, algunas fuerzas políticas han mantenido hasta la fecha. La primera insistía en que la
colocación del precepto en el título preliminar de nuestra ley fundamental confería a las
fuerzas armadas una posición de privilegio injustificado, al hacer de las mismas una
institución estatal y no una parte más, especializada por su función, de la administración
del Estado273. La segunda crítica aludía a la inconveniencia de que las fuerzas armadas
tuvieran conferida, entre otras, las funciones de defender la integridad territorial de España
y el ordenamiento constitucional. La respuesta a ambas objeciones, que en algunas
ocasiones se han utilizado para poner en cuestión la calidad de nuestro sistema
democrático, no ofrece duda alguna desde una interpretación integradora del conjunto del
texto constitucional.
En cuanto a lo primero, lo relevante no es que el artículo 8.º se incluya en el título
que contiene los grandes principios de organización del Estado —ubicación que fue objeto
de varias enmiendas, todas rechazadas, en el debate constituyente— sino el hecho de que
nuestra ley fundamental estableció un modelo claramente civilista de relaciones entre el
único poder constitucionalmente reconocido, el poder civil, y las fuerzas armadas. En
efecto, y más allá del mando supremo que se atribuye al jefe del Estado —meramente
simbólico, según se interpretó desde muy pronto de forma casi general274—, la actuación
de las fuerzas armadas queda sujeta estrictamente a las órdenes del Gobierno, de su
presidente y del ministro de Defensa. Así lo estableció con meridiana claridad la
Constitución, según la cual el Gobierno dirige la administración militar y la defensa del
Estado, lo que supuso la fijación de un principio fundamental que se concretaría con
posterioridad en la ley orgánica por la que se regulaban los criterios básicos de la defensa
nacional y la organización militar, aprobada en 1980 y reformada en 1984 para eliminar
cualquier atisbo de autonomía castrense275. En ellas se situaron las facultades de dirección
de la política militar y de defensa en órganos del Estado dotados de responsabilidad ante las
Cortes y se asignaron a los órganos superiores de la defensa, de composición parcial o
estrictamente castrense (el jefe del Estado Mayor de la Defensa, la Junta de Defensa
Nacional y la Junta de Jefes del Estado Mayor) funciones solo asesoras y consultivas. Se
configuraron, así, unas fuerzas armadas que, por primera vez en nuestra historia, serían una
parte de la administración pública estatal y nada más276, modelo que, en lo esencial,
confirmaría años más tarde, en 2005, la ley de defensa nacional277. Aunque durante los
años iniciales del proceso democrático, las autoridades del Estado hubieron de hacer frente
a los conatos de intervención de las fuerzas armadas en la vida política, conatos que
encontraron su más grave manifestación en la frustrada intentona golpista del 23 de febrero
de 1981, lo cierto será que, en clara ruptura con la tradición pretoriana y militarista
española, la política militar de la España constitucional será plenamente coherente con el
único diseño constitucional posible en un Estado democrático: un poder legislativo que
controla y autoriza, un poder ejecutivo al que corresponde el mando militar y unas fuerzas
armadas que obedecen.
La atribución a las fuerzas armadas de la defensa de la integridad territorial y del
ordenamiento constitucional ha sido también —según ya se ha indicado— objeto de
censura política por parte de quienes entienden que resulta inaceptable en un Estado
democrático. Mientras —se afirma— la primera función que el artículo 8.º confiere a las
fuerzas armadas (garantizar la soberanía e independencia de España) no tiene discusión, las
otras dos supondrían una clara amenaza para nuestra democracia en la medida en que
posibilitarían la intervención del ejército en misiones de mantenimiento del orden público
interior, perpetuando con ello una perversa práctica presente a lo largo de toda nuestra
historia278. Parece obvio que la defensa de la integridad territorial y el orden constitucional
tienen una finalidad interna, ya que todo ataque exterior que se produjera contra cualquiera
de las dos sería reconducible a la defensa de la soberanía e independencia del país. Sin
embargo, el verdadero problema no reside en si las fuerzas armadas pueden actuar en
misiones que solo a ellas cabe atribuirles cuando la acción de las fuerzas y cuerpos de
seguridad fuese insuficiente para defender la integridad territorial o el ordenamiento
constitucional. No: el verdadero problema reside en si su eventual intervención en tales
casos puede decidirla el Gobierno libremente, con el único límite de su responsabilidad
parlamentaria, o si existen limitaciones especiales a las que aquel deba sujetarse cuando
estime necesaria la actuación de las fuerzas armadas en las misiones a las que vengo
refiriéndome.
Mi respuesta a tal cuestión es sin duda positiva. La intervención interna de las
fuerzas armadas no puede producirse sin que el Gobierno solicite previamente al Congreso
y este autorice la declaración del estado de sitio conforme a lo determinado en la
Constitución. Y ello por dos razones conectadas con la necesidad de interpretarla
sistemáticamente, según exige una reiterada doctrina del Constitucional279. En primer
lugar porque solo así tiene sentido la distinción entre fuerzas armadas y fuerzas y cuerpos
de seguridad que establece nuestra ley fundamental desde el punto de vista funcional: las
primeras, con las funciones que vengo analizando; las segundas, con la misión de proteger
el libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana. La
interpretación correcta de esa duplicidad de funciones significa que el mantenimiento del
orden y la seguridad públicos en situaciones de normalidad correspondería a las fuerzas y
cuerpos de seguridad, como de hecho ha sucedido sin excepciones desde la aprobación de
la Constitución, y a las fuerzas armadas solo en situaciones de grave riesgo para el
ordenamiento constitucional o la integridad territorial. Tal distinción resultaría, en todo
caso, poco relevante, si la decisión sobre cuándo se está en uno u otro supuesto pudiese
adoptarla libremente el Gobierno, bajo cuyo mando están ambos tipos de fuerzas. El
respeto a la Constitución en esta decisiva materia exige que la decisión de recurrir a las
fuerzas armadas o a las fuerzas y cuerpos de seguridad no sea de libre apreciación del
Gobierno sino que corresponda al Congreso de los Diputados, que es el único que puede
autorizar la intervención interna de las fuerzas armadas sobre la base de lo previsto en la
Constitución para el estado de sitio.
Solo así cobra sentido —y esta sería la segunda de las razones aludidas— la
detallada regulación del estado de sitio que, a partir de lo previsto en la Constitución para
los estados excepcionales, se contiene en la ley orgánica que los desarrolla280. El estado de
sitio se diferencia del de excepción no solo por la posibilidad de suspender temporalmente
las garantías constitucionales del detenido sino también porque el de sitio es el único de los
tres estados excepcionales281 en que se prevé la intervención de la autoridad militar y por
tanto el único que habilita la actuación interna de las fuerzas armadas cuando, como
establece la citada ley orgánica, «se produzca o amenace producirse una insurrección o acto
de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el
ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios»282. La previsión
constitucional de que la declaración del estado de sitio solo pueda ser realizada, a propuesta
exclusiva del Gobierno, por la mayoría absoluta del Congreso, que deberá fijar además su
ámbito territorial, duración y condiciones, se conforma, pues, como la garantía esencial
frente a la posibilidad de que el Gobierno tratase de abusar de las fuerzas armadas en
situaciones de crisis políticas internas. El estado de sitio es, en suma, el único instrumento
jurídico a través del cual pueden las fuerzas armadas cumplir su misión de garantizar la
defensa de la integridad territorial de España y de su ordenamiento constitucional. Pueden
hacerlo, pero sujetas a las órdenes del Gobierno, bajo cuya dirección actuará la autoridad
militar. Como ha señalado el mejor especialista español en la materia, el estado de sitio «ha
dejado de ser, en nuestro ordenamiento, un estado de excepción militar, si por él
entendemos un estado excepcional cuya dirección corresponde al ejército. En el estado de
sitio no se debilita al poder civil, ni este cede en mayor o menor medida sus atribuciones al
“poder militar”; la posición del Gobierno no queda debilitada sino, por el contrario,
reforzada»283.
Junto a todo lo apuntado deben tenerse también presentes las importantes
consecuencias que en esta esfera se derivan del principio de unidad jurisdiccional,
formulado en la Constitución como la base de la organización y funcionamiento de los
Tribunales y completado, en ella, con una excepción y una prohibición expresa. Una
excepción según la cual la ley regulará el ejercicio de la jurisdicción militar en el ámbito
estrictamente castrense y en los supuestos de estado de sitio, de acuerdo con los principios
de la Constitución. Y una prohibición: la de los tribunales de excepción, es decir, tribunales
que por su designación o forma de composición viniesen a quebrar la esencia misma de la
unidad de la jurisdicción. Ese principio de unidad solo encuentra una exclusión expresa en
la Constitución —la de la jurisdicción militar—, exclusión derivada de las especialidades
del estatuto jurídico del personal sometido a disciplina militar. Es esta una exclusión que se
reconoce, en todo caso, con una limitación destinada a restringir al máximo una práctica
demasiado habitual durante nuestro pasado político: el sometimiento de civiles a tribunales
militares. Por eso la Constitución circunscribe la jurisdicción militar al ámbito
estrictamente castrense, salvo en los supuestos de estado de sitio en que el Congreso podrá
determinar los delitos que durante su vigencia quedan sometidos a la jurisdicción militar.
Podrá determinarlo, lo que significa que también podrá no hacerlo, manteniendo así la
estricta limitación contenida en la Constitución. Los principios de exclusividad y de unidad,
junto con el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, prohíben, por tanto, las
comisiones especiales de tan infausta memoria en el pasado constitucional español, cuando
aquellas fueron una pesadilla para el libre ejercicio por los ciudadanos de sus derechos y
libertades284.
En suma, y destacarlo me parece esencial en defensa de la España constitucional,
las fuerzas armadas han estado apartadas en nuestro país de la defensa de la seguridad y el
orden público interno, lo que no ha impedido que hayan realizado labores de apoyo a las
fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en la lucha contra el terrorismo285 y también
labores de asistencia en casos de calamidades públicas, según lo dispuesto en la ley de
protección civil de 1985286 y reiterado en la ley de defensa nacional aprobada dos décadas
después287. Nada, por supuesto, que no suceda en los más añejos y admirados Estados
democráticos del mundo.
La ilegalización de los partidos que amparen la violencia

Reunido en sesión extraordinaria el 26 de agosto de 2002, el Congreso de los


Diputados adoptaba por inmensa mayoría (295 votos a favor, 10 en contra y 29
abstenciones) una proposición no de ley presentada conjuntamente por los portavoces del
PSOE y el PP, por virtud de la cual la cámara, de conformidad con lo dispuesto en la ley de
partidos políticos aprobada ese mismo año, instaba288 al Gobierno a solicitar la
ilegalización de Herri Batasuna (HB), Euskal Herritarrok (EH) y Batasuna, «al entender
que en su actitud han vulnerado los principios democráticos al haber incurrido de forma
grave y reiterada en algunos de los supuestos contemplados en el artículo 9 de la citada
ley».
Esa norma era el resultado del intento de acabar con las dificultades que habían
existido durante muchos años para enfrentarse penalmente a Herri Batasuna, partido que
venía actuando desde su fundación (con ese u otro nombre) como el brazo político de ETA.
La nueva ley de partidos, que sustituía a la de 1978, ponía en manos de los jueces un
instrumento que les permitiría abordar la ilegalización constitucional de una fuerza política
que ¡increíblemente! se había beneficiado durante muchos años de las ventajas concedidas
a los partidos en España (financiación pública, presencia en los medios de comunicación
públicos, etc.) pese a haber nacido con la finalidad de dar cobertura política a los delitos de
una banda terrorista. Una ilegalización constitucional que podría ser declarada no por el
Tribunal Constitucional sino por el Tribunal Supremo basándose en la eventual violación de
principios democráticos contenidos en la Constitución, principios que los partidos estaban
obligados a respetar en el ejercicio de su actividad, según mandato expreso de nuestra ley
fundamental.
Como era previsible, vista la cuestión de fondo implicada en el conflicto —la
posibilidad de ilegalizar partidos políticos a través de una vía no penal en una sociedad
democrática cuyo orden jurídico no reconoce el principio de la democracia militante
vigente, por ejemplo, en Alemania, según más adelante se verá289—, la aprobación del
proyecto de ley de partidos por las Cortes generó un intenso debate político y social. Se
publicaron cientos de artículos de prensa, se celebraron docenas de debates y fue difícil
encontrar un solo día en que radios, televisiones o periódicos no informasen de la marcha
del proyecto. Y todo, claro está, por el asunto Batasuna, el único capaz, en realidad, no sólo
de provocar tal mare magnum, sino también de forzar la ruptura de la pesada inercia
mantenida durante un período que se acercaba entonces al cuarto de siglo. El debate no
implicaba únicamente una discusión jurídica de indudable relevancia sino también una
cuestión moral de profunda gravedad: la de si era admisible que actuase en democracia
dentro de la ley un partido político que no era otra cosa en realidad que el frente político de
una banda de asesinos que llevaba muchos años cometiendo crímenes atroces.
Es cierto que la ilegalización de partidos no formaba parte de la agenda pública de
la mayoría de los países europeos290. Pero, también, que en casi ningún lugar de esa
Europa democrática existía una banda terrorista que hubiera asesinado a cientos de
personas. Una banda que, tras más de veinticinco años de presión fascista, había
conseguido establecer en España entera y, dentro de ella, en el País Vasco sobre todo, un
auténtico estado de excepción, que limitaba, hasta anularlas, las libertades básicas de las
docenas de miles de ciudadanos que se habían negado a someterse al chantaje criminal de
ETA y sus secuaces. Para entendernos: salvo el IRA, no quedaba ya en Europa nada
asimilable a Herri Batasuna, un partido político con representación parlamentaria que,
desde su fundación, actuaba, de hecho, como la representación política y la principal base
nutriente de recambio de activistas de un grupo terrorista. La pretensión del legislador de
responder por fin con instrumentos democráticos a tan vergonzosa situación expresaba la
conciencia de que aquel escándalo político y moral había llegado ya a ser insoportable y
debía terminar.
Sorprendentemente, desde el establecimiento de la democracia hasta la aprobación
en 2002 de la ley de partidos no se había aplicado una previsión de la de 1978 que facultaba
a la autoridad judicial competente para suspender y disolver los partidos cuando aquellos
incurriesen en supuestos tipificados como de asociación ilícita en el Código Penal o cuando
su organización o actividades fueran contrarias a los principios democráticos. ¿Cómo
entender que, tras tantos años de crímenes de ETA, no se hubiese perseguido a su frente
político con el rigor que la ley de partidos de 1978 permitía y las terribles circunstancias
exigían? ¿No era patente el hecho de que Herri Batasuna, desde el momento en que había
nacido, actuaba con un total desprecio a la ley y a los más elementales principios
democráticos? Lo era, por supuesto: según la minuciosa documentación aportada, por
ejemplo, por José M. Mata López en su obra El nacionalismo vasco radical, el 48 % del
total de sus acciones políticas en el período 1978-1988 habían tenido como objeto un apoyo
explícito a ETA291. Ello no sirvió, sin embargo, para que el poder judicial intentase
disolver a Herri Batasuna como partido por su manifiesta ilegalidad constitucional. De
hecho, ninguno de los dos procesos judiciales en que HB fue parte desde el inicio del
proceso democrático fue consecuencia de la puesta en marcha de la referida previsión de la
ley de partidos de 1978292.
¿A qué se debía, por tanto, la insólita inacción del Estado en un conflicto en que
estaban en juego la vida, la integridad física y la libertad de cientos de miles de personas y,
de hecho, la propia defensa del Estado democrático frente a los que eran desde su
nacimiento sus más encarnizados enemigos? La respuesta a esta inquietante pregunta, que
lo fue durante años, resulta descorazonadora vista con la perspectiva que dan los años
transcurridos desde entonces: porque durante un largo período de tiempo se consideró que
poner fuera de la ley a Herri Batasuna resultaba políticamente inconveniente dado que su
existencia podría acabar siendo un elemento favorecedor del final del terrorismo. Por eso,
solo cuando los partidos políticos democráticos que tenían en su mano acabar con la
impunidad del brazo político de ETA se convencieron de lo contrario —de que la existencia
de Herri Batasuna no favorecía el posible abandono de las armas por parte de ETA sino,
muy por el contrario, la continuidad de sus acciones terroristas— se optó por aprobar una
norma que se demostraría a la postre como un instrumento extraordinariamente eficaz para
luchar contra ETA y todo su mundo criminal. De hecho, la verdadera trascendencia de la
ley de 2002 se derivará de la sencilla circunstancia de que con ella se procedió a dotar de
contenidos precisos a lo previsto en la ley de partidos de 1978, al prescribirse un
procedimiento concreto para la disolución de los partidos. Su novedad no radicó, por tanto,
en la apertura de una posibilidad legal inexistente de antemano sino en la voluntad de las
Cortes de que tal posibilidad pudiera ser realmente operativa a la hora de disolver los
partidos que, tras la entrada en vigor del nuevo texto, siguieran vulnerando los más
elementales principios democráticos.
No entraré aquí en el estudio de los contenidos de la ley, pero sí dejaré constancia
del que a mi juicio constituye su columna vertebral, al suponer un rotundo mentís a todos
los que en su día defendieron, y defienden aún hoy, cuando ello cuadra, que la ley no
respetaba las exigencias de una verdadera democracia dado que con ella podrían
supuestamente perseguirse ideas o principios distintos a los de la Constitución. Nada más
falso. La ley de partidos de 2002293, que dio lugar a la ilegalización de las diferentes
marcas con las que el frente político de ETA pretendió seguir actuando dentro de la ley,
puso en manos del poder judicial —¡y solo el poder judicial!, hay que subrayarlo— la
potestad para suspender y disolver partidos únicamente en los casos en que aquellos
defendiesen o promoviesen de cualquier modo la violencia. La mejor prueba de ello es que
la definición de todas y cada una de las acciones en que procede la disolución se relacionan
siempre con la violencia o el terrorismo: así, entre otras, y solo a título de ejemplo, la
justificación o exculpación de los atentados contra la vida o la integridad de las personas; la
legitimación de la violencia; el apoyo político a la acción de organizaciones terroristas; el
fomento de la cultura de la confrontación civil ligada a la actividad de los terroristas; o la
utilización de símbolos o mensajes que se identifiquen con el terrorismo o la violencia.
Pueden, en consecuencia, ser disueltos los partidos en cualquiera de esos casos, es decir,
cuando de forma reiterada y grave su actividad vulnere los principios democráticos o
persiga deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema
democrático mediante las conductas tipificadas en la ley. La norma establecerá, además,
otras dos causas de disolución judicial: cuando los partidos incurrieran en supuestos
tipificados como de asociación ilícita en el Código Penal; y cuando vulnerasen de forma
continuada, reiterada y grave la exigencia de una estructura interna y un funcionamiento
democráticos.
A la vista de todo lo apuntado cabe estar, obviamente, a favor o en contra de una ley
que terminó por ser sin duda clave en la derrota final de ETA. Lo que no puede es
afirmarse, porque constituye una rotunda y burda falsedad, que con la misma se persiguen y
sancionan ideas o programas. No lo hace esa norma, ni podría haberlo hecho ninguna que
aspirase a encajar jurídicamente en nuestro ordenamiento, en el que, según acuerdo
unánime de los constitucionalistas españoles, no existe base para sostener la pretensión de
establecer un sistema de democracia militante similar al vigente en Alemania, cuya
Constitución sí declara expresamente anticonstitucionales a los partidos que «por sus
objetivos», además de por «el comportamiento de sus afiliados», se propusieran
«menoscabar o eliminar el orden constitucional liberal y democrático o poner en peligro la
existencia de la República Federal de Alemania»294. Por el contrario, el carácter
enteramente revisable de la Constitución de 1978 haría lícito constitucionalmente en
nuestro país aspirar a cualquier objetivo político no delictivo (la independencia, la
república, la eliminación del Estado autonómico y la vuelta al centralismo, etc.), siempre
que para la consecución del mismo no se realicen actividades contrarias a la ley o a los
principios democráticos y a los derechos humanos en los precisos términos previstos en la
legislación vigente.
Esa fue, en conclusión, la solución por la que optó el legislador con la ley de 2002,
que era mucho más que una ley de partidos, para convertirse en realidad en una norma de
defensa del Estado democrático295. Una solución que no solo resultó plenamente
compatible con nuestro ordenamiento constitucional sino también con lo que al respecto ya
había declarado previamente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que tras condenar
al Estado turco por haber disuelto el Partido Comunista Unificado, el Partido Socialista y el
Partido de la Libertad y la Democracia296, declaró sin embargo en una sentencia de 31 de
julio de 2001 (caso del Refah Partisi [Partido de la Prosperidad] y otros vs. Turquía) que la
disolución de esa organización islamista radical por el Tribunal Constitucional turco no
había producido violación del artículo 11 de la Convención Europea de Derechos Humanos,
que garantiza la libertad de asociación297. Después de desmenuzar de forma detallada la
práctica histórica concreta del Partido de la Prosperidad —una organización partidaria de la
Yihad o guerra santa para alcanzar sus objetivos— analizaba el Tribunal Europeo la
significación que debería darse al referido artículo 11, cuando dispone que las únicas
restricciones que pueden determinarse para la libertad de asociación serán las que,
prescritas por la ley, sean necesarias en una sociedad democrática en atención a la
seguridad nacional o a la seguridad pública, a la prevención de los tumultos o delitos, o a la
protección de los derechos y libertades de los demás. Tras todo ello, el órgano
jurisdiccional europeo realizaba un pronunciamiento (n.º 47) que resulta excepcionalmente
interesante para confirmar el correcto encaje democrático de la ley de partidos española de
2002: «El Tribunal considera que un partido político puede hacer campaña a favor del
cambio de las leyes o de las estructuras constitucionales del Estado, siempre que se den dos
condiciones: 1. Que los medios empleados a tal fin sean legales y democráticos en todos los
sentidos. 2. Que el cambio que se proponga sea también él mismo compatible con los
principios democráticos fundamentales. De lo que se sigue necesariamente que un partido
político cuyos líderes incitan a recurrir a la violencia, o proponen una política que no es
compatible con una o más de una de las reglas de la democracia, o aspiran a la destrucción
de la propia democracia, o violan los derechos y libertades que la democracia garantiza, no
puede pretender prevalerse de la protección de la Convención frente a las sanciones que por
esas razones les han sido impuestas».
¿Existía en España, cuando fue aprobada la ley de 2002, algún partido cuyos líderes
incitasen a recurrir a la violencia, propusiesen una política que no era compatible con una o
más de una de las reglas de la democracia, aspirasen a la destrucción de la propia
democracia o violasen los derechos y libertades que la democracia garantiza? Trescientos
cuatro diputados de los trescientos cincuenta diputados, pertenecientes a partidos que
representaban al 85 % de los votos expresados en las elecciones generales de 2000 y al 94
% de los escaños de la cámara, entendieron que sí al aprobar la ley que iba a permitir
ilegalizar a los partidos vinculados a ETA. Como así lo consideraban igualmente el 74 % de
los ciudadanos españoles a los que, según el barómetro del CIS de abril de 2002, les parecía
bien o muy bien «la iniciativa legal que permite ilegalizar a aquellos que apoyen al
terrorismo y que intenten destruir el sistema democrático».
Pero la decisión de ilegalizar HB y todas las marcas electorales a través de las que
trató, tras su ilegalización, de burlarla de forma fraudulenta no fue solo una decisión
política que contó con el apoyo de la inmensa mayoría de la opinión pública española. El
impulso político para la ilegalización partió, desde luego, de las Cortes, que aprobaron la
ley por inmensa mayoría, y del Congreso, que acordó en agosto de 2002, también por
inmensa mayoría, instar al Gobierno para que presentase ante el Tribunal Supremo la
correspondiente demanda de ilegalización. Sin embargo, como con toda claridad dispone la
Constitución española y como no podía ser de otro modo en un Estado democrático, la
decisión final de ilegalizar no pudo ser más que judicial. Antes, en todo caso, de que se
pronunciase el órgano judicial que legalmente podía hacerlo, el Tribunal Constitucional
español dictó una importantísima sentencia en la que, fallando un recurso de
inconstitucionalidad presentado por el Gobierno nacionalista del País Vasco contra las
previsiones que en materia de ilegalización contenía la ley de partidos, proclamó que
aquellas eran compatibles con la Constitución. Esa decisión, adoptada por unanimidad298,
dejó expedita la vía para que, dos semanas después, la Sala Especial del Tribunal Supremo,
igualmente por unanimidad, acordase, en su sentencia de 27 de marzo de 2003299, la
ilegalización de Herri Batasuna, Euskal Herritarrok y Batasuna, con lo que se ponía fin a un
prolongado y trágico escándalo incompatible con los principios que rigen la convivencia de
cualquier sociedad democrática: que el brazo armado de un grupo terrorista pudiese
competir, como cualquier otro partido democrático, dentro de la ley.
El artículo más conocido de la Constitución

La denominada coerción estatal, regulada en el artículo 155 de la Constitución,


constituye otro de los instrumentos que, encuadrables dentro del ámbito genérico del
derecho de excepción, se dirigen a la defensa democrática y constitucional de la
Constitución democrática. Previsto tal mecanismo para aquellos supuestos en que una
Comunidad Autónoma no cumpliera las obligaciones impuestas por la Constitución y por
las leyes o actuara de forma que atentase gravemente contra el interés general de España,
determina nuestra ley fundamental que, en tales casos, previo requerimiento por parte del
Gobierno al presidente de la Comunidad Autónoma, si aquel no fuera atendido podrá el
propio Gobierno, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, adoptar las medidas
que fueran necesarias para obligar a la Comunidad al cumplimiento forzoso de las referidas
obligaciones o para la protección del citado interés general. La Constitución añade que para
la ejecución de esas medidas, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de
las Comunidades Autónomas.
El artículo, sin duda el más conocido de la Constitución española tras el tan amplio
como agrio debate político y social que suscitó a finales de 2017 su eventual aplicación
para hacer frente a los actos de secesión que estaban teniendo lugar en Cataluña, no puede
considerarse, como se ha sostenido en ocasiones por ignorancia o mala fe, una incrustación
autoritaria en nuestra ley suprema derivada de la desconfianza del constituyente hacia la
futura descentralización. Muy lejos de ello, el artículo resulta, en realidad, la trasposición a
nuestro texto constitucional de una norma muy similar contenida en la ley fundamental de
Bonn300, inaplicada en Alemania, donde, como cabe esperar en un Estado de derecho en el
que las autoridades respetan las leyes que deben cumplir y hacer cumplir, no se han dado
nunca los supuestos de hecho para su puesta en vigor301. Previsiones del mismo tipo se
incluyen, por lo demás, en otras Constituciones europeas de indiscutible naturaleza
democrática —las de Austria302 o Italia303— para hacer frente a la eventualidad de que
las autoridades de una unidad descentralizada opten por incumplir gravemente sus
obligaciones constitucionales o legales.
Una vez resuelto por nuestro Tribunal Constitucional, ya en 1983, que el mecanismo
previsto en el artículo 155304 tenía una naturaleza excepcional, pues con él se trataba de
hacer frente a situaciones extraordinarias, de forma que sus previsiones no podían
entenderse como un medio ordinario o habitual para la reposición de la legalidad, el
principal problema que suscita el sistema de la coerción estatal se refiere a la extensión de
los poderes con los que el Senado puede apoderar al Gobierno cuando el ejecutivo solicita
su aplicación305. Y ello porque la generalidad con la que en el artículo 155 están descritas
tanto las acciones de las autoridades autonómicas que pueden conducir a la adopción de
medidas extraordinarias por parte del Estado, como las medidas mismas que aquel podría
acordar de ser el caso, convierten el precepto en una cláusula muy general de compleja
interpretación. A ese respecto, ya poco después de aprobada la Constitución, uno de los más
reconocidos especialistas españoles en derecho de excepción, Pedro Cruz Villalón, ponía de
relieve que, a su juicio, con el que coincido, las medidas a tomar en cada caso deberían ser
concretas, lo que impediría al Senado aprobar por mayoría absoluta una habilitación dando
plenos poderes al Gobierno, y transitorias, es decir, limitadas en el tiempo. Todo ello
significa, sostenía Cruz Villalón, que, sobre la base de lo establecido en el artículo 155, no
cabría «la supresión pura y simple de una Comunidad Autónoma», pues la técnica para la
que habilitaría el referido precepto sería la de la sustitución, mediante la que el Gobierno de
la nación «sustituye a los órganos políticos de la Comunidad Autónoma, realizando por sí
mismo lo que aquellos hubieran debido realizar, o corrigiendo lo que hubieran debido
corregir»306. Sustitución que podría, claro está, dar lugar a la suspensión de una o más
instituciones autonómicas: desde la disolución del parlamento a la destitución del Gobierno.
Una precisión adicional parece en todo caso necesaria, más si cabe, a la vista de que la
eventual puesta en práctica de las previsiones del artículo 155 podría originar (o contribuir
a reforzar) un serio conflicto en materia de ejercicio de libertades y derechos: el 155 no
habilita, por sí mismo, a las instituciones del Estado a la adopción de aquellas medidas de
excepción que solo pueden acordarse una vez se ha procedido a declarar algunos de los
estados excepcionales previstos en la Constitución.
En ausencia de un auténtico precedente en la aplicación del artículo 155, que solo
fue activado en 1989, en la fase de requerimiento, por el presidente Felipe González con la
finalidad de que las autoridades autonómicas de las Islas Canarias cumpliesen sus
obligaciones legales307, el debate sobre su extensión y límites no se abrió en España hasta
la grave crisis política derivada de la aprobación por el parlamento vasco en diciembre de
2004 de un proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía en forma de una Propuesta de
Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, texto conocido coloquialmente como Plan
Ibarretxe308. Pero el rechazo de la citada Propuesta, por amplísima mayoría en el
Congreso de los Diputados en febrero de 2005, y la posterior aceptación por las autoridades
autonómicas del resultado de esa votación309, apartaron de nuestra actualidad política la
eventual aplicación del 155 y, en consecuencia, la reflexión jurídica al respecto. Habría de
ser así, la grave crisis provocada por el desafío secesionista de los partidos independentistas
catalanes a partir de finales de los años ochenta del siglo XX, cuando el parlamento
autonómico aprobó ya una primera resolución favorable al derecho a la autodeterminación
bajo la fórmula de un supuesto derecho a decidir310, luego seguida por otras de contenido
similar, la que, una década y media después, acabaría por poner en el primer plano la
cuestión de la coerción estatal.
Esa eventualidad, planteada ya abiertamente en el debate político y social que se
abrió en España con gran intensidad tras el primer intento de celebrar un referéndum ilegal
de autodeterminación el 9 de noviembre de 2014, fue cobrando fuerza a medida que el
desafío secesionista se hacía más y más duro y evidente. En noviembre de 2015 la mayoría
independentista en el parlamento catalán aprobó la resolución 1/XI311, en la que se
declaraba «solemnemente el inicio del proceso de creación de un Estado catalán
independiente en forma de república», resolución que, anulada por el Tribunal
Constitucional, dada su inconstitucionalidad manifiesta, llevó al propio Tribunal a fijar una
doctrina sobre el llamado derecho a decidir que dejaba clara la imposibilidad de perseguir
la independencia legalmente, es decir, sin violar el orden jurídico vigente: «La soberanía de
la nación residenciada en el pueblo español conlleva necesariamente su unidad y así lo
proclama, como es notorio, el artículo 2.º de la Constitución [...] Se trata de un Estado
también único o común para todos y en todo el territorio [...] El artículo 1.º 2 de la
Constitución es, así, base de todo nuestro ordenamiento jurídico de modo tal que [...] si en
el actual ordenamiento constitucional solo el pueblo español es soberano, y lo es de manera
exclusiva e indivisible, a ningún otro sujeto u órgano del Estado o a ninguna fracción de ese
pueblo puede un poder público atribuirle la cualidad de soberano. Un acto de este poder que
afirme la condición de sujeto jurídico de soberanía como atributo del pueblo de una
Comunidad Autónoma —seguía el Tribunal— no puede dejar de suponer la simultánea
negación de la soberanía nacional que, conforme a la Constitución, reside únicamente en el
conjunto del pueblo español. Por ello, no cabe atribuir su titularidad a ninguna fracción o
parte del mismo»312.
Despreciando, como si sencillamente no existiera, una doctrina constitucional que
cerraba toda posibilidad de convocar un referéndum de autodeterminación, el Gobierno de
la Generalitat, con el apoyo de la mayoría nacionalista que en el parlamento regional
formaban Junts pel Sí y la CUP (72 sobre 135 diputados), organizaron un plan de secesión
cuyo objetivo era impulsar «un conflicto democrático de amplio apoyo ciudadano,
orientado a generar inestabilidad política y económica, que fuerce al Estado a aceptar la
negociación de la separación o un referéndum forzado», en un «proceso separatista» en el
que «los jefes políticos y policiales de los Mossos están totalmente involucrados». Con esa
claridad se describirá tal plan, negro sobre blanco, en el documento incautado por la
Guardia Civil al secretario general de Vicepresidencia, Economía y Hacienda de la
Generalitat, Josep Jové, cuando este fue detenido por orden judicial, acusado de sedición, el
20 de septiembre de 2017. Al servicio de tal estrategia se había adoptado, semanas antes,
una reforma del reglamento del parlamento catalán que permitió a los nacionalistas aprobar
en lectura única (en una sola sesión, sin apenas debate y con muy menguada posibilidad de
enmienda) las llamadas leyes de desconexión: la de referéndum y la de transitoriedad
jurídica. El hecho de que tal reforma se aprobase en medio de un escándalo mayúsculo
(despreciando las advertencias de ilegalidad de los letrados del parlamento, el dictamen del
Consejo de Garantías Estatutarias que denunciaba la vulneración de la Constitución y el
Estatuto y las protestas de la oposición contra los abusos de una mayoría que violaba sus
derechos) no impresionó a unos nacionalistas dispuestos a atropellar todos los principios
democráticos que fuera necesario y a sacar adelante por mayoría absoluta unas leyes para la
secesión que suponían derogar de plano el Estatuto, cuya modificación exige una mayoría
cualificada de dos tercios de la cámara autonómica.
Como no podía ser de otra manera, el Gobierno español procedió de inmediato a
impugnar esa reforma, que el 31 de julio suspendió el Tribunal Constitucional advirtiendo a
la presidenta del parlamento catalán y a los miembros de su mesa que debían «impedir o
paralizar cualquier iniciativa que suponga ignorar o eludir la suspensión acordada». Fue
precisamente entonces cuando la desobediencia de las instituciones se convirtió en la forma
de gobierno de la autonomía catalana. Por el procedimiento de lectura única que estaba
suspendido aprobó el parlamento el 6 de septiembre la ley del referéndum de
autodeterminación, otra vez en medio de una gresca formidable que acabó con la retirada
del hemiciclo de los diputados de la oposición constitucionalista (Ciudadanos, PSC y PP).
La ley —un dislate jurídico mayúsculo que daría supuesta cobertura al referéndum de
autodeterminación— se declara jerárquicamente superior a todas las demás de nuestro
ordenamiento, ¡incluida la Constitución!, lo que da una idea cabal de la delirante ilegalidad
del acto de ruptura con el Estado que la misma suponía. El Gobierno la impugnó ante el
Tribunal Constitucional y este la suspendió al día siguiente de su aprobación, advirtiendo,
ahora al ejecutivo catalán, que se abstuviese de «iniciar, tramitar, informar o dictar, en el
ámbito de sus respectivas competencias, acuerdo o actuación alguna que permita la
preparación y/o la celebración del referéndum sobre la autodeterminación de Cataluña
regulado en la ley objeto de la presente impugnación». Como quien oye llover, las
instituciones autonómicas, ya en abierta rebeldía, no cejaron en su empeño de marchar a
trompicones por la senda de la inconstitucionalidad, como no cejaron el Gobierno,
mediante la presentación de las impugnaciones oportunas, y el Tribunal Constitucional en
su labor de defensa de la ley fundamental: el 7 de septiembre suspendió el alto tribunal la
ley del referéndum de autodeterminación y el decreto de convocatoria de la propia
consulta313. Y pocos días después, el 12 de septiembre, hizo lo propio con la ley de
transitoriedad jurídica y fundacional de la república314, que regulaba la organización y
funcionamiento provisional del nuevo Estado una vez que la secesión se hubiera producido.
Nada de todo ello impidió que la Generalitat intentase celebrar el referéndum ilegal
en la fecha prevista, aunque todo parecido entre lo sucedido el 1 de octubre y una consulta
democrática fue pura coincidencia. En defensa de la legalidad constitucional, tanto el
Gobierno español como el poder judicial trataron de impedir, cada uno en su esfera
respectiva, la realización de la consulta. Se intervinieron papeletas y credenciales de los
miembros de las mesas, la autoridad electoral prevista por la Generalitat se disolvió tras
fijar el Constitucional fuertes multas a sus miembros, se cerraron colegios electorales por
orden judicial y se incautó el censo, lo que llevó al Gobierno rebelde a proclamar un censo
electoral universal, por virtud del cual se podía votar en cualquiera de los colegios que no
hubieran sido clausurados. Pero su bloqueo informático en cumplimiento de lo ordenado
por los jueces, unido a la falta de cualquier control institucional del proceso de votación, en
manos de voluntarios separatistas, se tradujo en que la jornada acabara en un sonoro
pucherazo: al hacerlo sin acreditación de ningún tipo, los electores pudieron votar sin
límites en colegios diferentes, como se denunció de forma reiterada con posterioridad315.
El final de este delirante encabalgamiento de acontecimientos ilegales fue la
esperpéntica actuación del presidente de la Generalitat, quien, tras proclamar ante el
parlamento el 10 de octubre que Cataluña se convertía en un Estado independiente en forma
de república, suspendió 44 segundos después tal declaración. Finalmente el 11 de octubre, y
tras una larga espera que fue interpretada por unos como un ejercicio de responsabilidad y
por otros como una muestra de debilidad frente a los secesionistas, decidió el Gobierno de
España activar el artículo 155 de la Constitución, para lo cual formuló el requerimiento que
en tal precepto se prevé. Si la respuesta a aquel fuera positiva se otorgaba a la Generalitat
un nuevo plazo para revocar la declaración de independencia y restaurar el orden
constitucional y estatutario. La tramposa ambigüedad de las respuestas del presidente de la
Generalitat tanto al primero como al segundo de los requerimientos de los que había sido
objeto dio lugar finalmente a la plena aplicación del artículo 155, cuando, tras la
correspondiente solicitud316, el Senado autorizó al Gobierno, en su sesión plenaria del 27
de octubre, a adoptar las medidas solicitadas para restaurar la legalidad constitucional que
había sido tan clara y contumazmente violada317. La sesión del Senado se celebró pocas
horas después de que el parlamento catalán aprobase una nueva declaración de
independencia. Tras la autorización del Senado, el Gobierno procedió al cese del Gobierno
catalán, cuyas funciones fueron asumidas por el de España, a la disolución del parlamento y
a la convocatoria de elecciones para el día 21 de diciembre.
Activado con todas sus consecuencias por primera vez desde la aprobación de la
Constitución en la que se incluía, la aplicación del artículo 155 no solo mostró el amplio
margen decisorio que al Gobierno podía conferírsele para la reposición de la legalidad en
una situación verdaderamente extrema, sino que puso de relieve, sobre todo, y ello debe
destacarse en su importancia, la utilidad del mecanismo de coerción estatal para hacer
frente a la más grave violación del orden constitucional que se había producido en España
desde la aprobación de la ley fundamental. Junto con la acción del poder judicial en su
labor de persecución de los delitos, fue la propia Constitución la que permitió embridar un
desafío desbocado sin tener que recurrir a los instrumentos —el uso de la fuerza armada del
Estado— que habían sido tradicionales en España. Como habría de señalar posteriormente
el gran historiador Santos Juliá en relación con la crisis política provocada por el
secesionismo catalán, «la aplicación pacífica del ya famoso 155 y la convocatoria de
elecciones» determinaron que fuese «el Estado, ese dinosaurio que seguía allí, quien, por el
momento, ha[bía] logrado encauzarla sin necesidad de recurrir a la violencia»318. Sin duda
toda una novedad, muy positiva, teniendo a la vista nuestra historia319. Basta, de hecho,
contrastar lo sucedido en 2017 con lo que aconteció tras la declaración del Estat Catalá en
1934 —la suspensión de la autonomía y la declaración del estado de guerra320— para tener
un cabal término de comparación que pone de relieve la clara superioridad de nuestra
democracia sobre la de la Segunda República, antecedente político que algunos reivindican
para justificar las supuestas, y radicalmente falsas, carencias del que denominan
despectivamente régimen de 1978. La cuestión territorial, de la que me ocuparé
seguidamente, se mostraba, de nuevo, como el problema más grave con el que la España
constitucional tenía que lidiar.
258 He analizado con detalle ese contraste en mi libro El valor de la Constitución.
Separación de poderes, control de constitucionalidad y supremacía de la ley en los
orígenes del Estado liberal, Madrid, Alianza Editorial, 3.ª edición, 2006, pp. 101 y ss.
259 La sentencia del caso Marbury v. Madison en 1 Cranch, 137, 177 y en J. R.
Cotton, The Constitutional Decisions of John Marshall, vol. I, Nueva York, Da Capo Press,
1969, pp. 38-39, y Benedetta Barbisan, Nascita di un mito. Washington, 24 febraio 1803.
Marbury v. Madison e le origini della giustizia costituzionale negli Stati Uniti, Bolonia, Il
Mulino, 2008.
260 Pedro Cruz Villalón, La formación del sistema europeo de control de la
constitucionalidad (1918-1939), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987.
261 He analizado ese proceso en La construcción de la libertad. Apuntes para una
historia del constitucionalismo europeo, Madrid, Alianza Editorial, 2010, pp. 294-302.
También José Julio Fernández Rodríguez, La justicia constitucional europea ante el siglo
XXI, Madrid, Tecnos, 2007.
262 Pedro José González-Trevijano Sánchez, El Tribunal Constitucional, Madrid,
Aranzadi, 2000.
263 En palabras de Pedro Cruz Villalón (La formación del sistema europeo de
control de la constitucionalidad [1918-1939], cit., p. 417), el Tribunal de Garantías «tuvo la
mala fortuna de verse inmerso, desde la primera de sus sentencias, en la vorágine de las
confrontaciones políticas de la época». También Rosa María Ruiz Lapeña, El Tribunal de
Garantías Constitucionales en la Segunda República española, Barcelona, Bosch, 1982.
264 He analizado esa notable labor del Tribunal Constitucional en mi trabajo «La
política y el derecho: veinte años de justicia constitucional y democracia en España
(apuntes para un balance)», Teoría y Realidad Constitucional, n.º 4 (1999), pp. 241-273.
265 Me referí a ambas cuestiones en mi trabajo «El Estatuto catalán y la sentencia
de nunca acabar», en Claves de Razón Práctica, n.º 205 (2010), pp. 4-18. Un estudio
exhaustivo al respecto puede verse en Enrique Álvarez Conde y Rosario Tur Ausina, Las
consecuencias jurídicas de la sentencia 31/2010, de 28 de junio, del Tribunal
Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. La Sentencia de la Perfecta Libertad,
Madrid, Aranzadi y Thomson Reuters, 2010.
266 Un buen resumen de la importante obra del Tribunal en Luis López Guerra, Las
sentencias básicas del Tribunal Constitucional, Boletín Oficial del Estado, Madrid, 3.ª
edición, 2008.
267 Véase la información de Javier Casqueiro («La negociación de cargos
institucionales») en El País, de 4 mayo de 2001.
268 Francisco Rubio Llorente, «La feria de San Miguel», en El País, de 29 de
septiembre de 2001.
269 Me he referido a ello en mi trabajo «El futuro de la justicia constitucional en
España», en Claves de Razón Práctica, n.º 212 (2011), pp. 12-24.
270 He insistido en la cuestión en mi artículo «Cataluña: la nación contra la
Constitución y contra el pueblo», en Claves de Razón Práctica, n.º 255 (2017), pp. 52-61.
271 La bibliografía que se ha producido en los últimos años sobre la reforma de las
instituciones es muy numerosa. Contienen iniciativas sobre posibles cambios en el Tribunal
Constitucional las obras de Javier Tajadura, Diez propuestas para mejorar la calidad de la
democracia en España, Madrid, Biblioteca Nueva, 2104, pp. 107-113, y Javier García Roca
(ed.), Pautas para una reforma constitucional. Informe para el debate, Madrid, Aranzadi y
Thomson Reuters, 2014, pp. 91-97.
272 Artículo 8.1. Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la
Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia
de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. 2. Una ley
orgánica regulará las bases de la organización militar conforme a los principios de la
presente Constitución.
273 Fernando López Ramón, La caracterización jurídica de las fuerzas armadas,
Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987.
274 Argumenté la tesis del mando simbólico, frente a los pocos que defendieron la
del mando efectivo del rey sobre las fuerzas armadas, en mi libro La ordenación
constitucional de la defensa, Madrid, Tecnos, 1988, pp. 120-136.
275 Leyes orgánicas 6/1980, de 1 de julio, por la que se regulan los criterios básicos
de la defensa nacional y la organización militar, y 1/1984, de 5 de enero, de reforma de la
ley orgánica 6/1980, de 1 de julio, por la que se regulan los criterios básicos de la defensa
nacional y la organización militar.
276 De nuevo mi libro La ordenación constitucional de la defensa, cit., pp. 136-
174.
277 Ley orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de defensa nacional.
278 Manuel Ballbé, Orden público y militarismo en la España constitucional
(1812-1983), Madrid, Alianza Editorial, 1984.
279 Así, entre otras, en sus sentencias 101/1983, de 18 de noviembre, y 101/1984,
de 8 de noviembre.
280 Los estados excepcionales están regulados en el artículo 116 de la Constitución,
desarrollado por la ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción
y sitio.
281 Pedro Cruz Villalón, Estados excepcionales y suspensión de garantías, Madrid,
Tecnos, 1984.
282 Artículo 33.1. En virtud de la declaración del estado de sitio, el Gobierno, que
dirige la política militar y de la defensa, de acuerdo con el artículo 97 de la Constitución,
asumirá todas las facultades extraordinarias previstas en la misma y en la presente ley. 2. A
efectos de lo dispuesto en el párrafo anterior, el Gobierno designará la autoridad militar
que, bajo su dirección, haya de ejecutar las medidas que procedan en el territorio a que el
estado de sitio se refiera. Artículo 34. La autoridad militar procederá a publicar y difundir
los oportunos bandos, que contendrán las medidas y prevenciones necesarias, de acuerdo
con la Constitución, la presente ley y las condiciones de la declaración del estado de sitio.
Artículo 35. En la declaración del estado de sitio el Congreso de los Diputados podrá
determinar los delitos que durante su vigencia quedan sometidos a la jurisdicción militar.
Artículo 36. Las autoridades civiles continuarán en el ejercicio de las facultades que no
hayan sido conferidas a la autoridad militar de acuerdo con la presente ley. Aquellas
autoridades darán a la militar las informaciones que esta les solicite y cuantas noticias
referentes al orden público lleguen a su conocimiento (todas las cursivas, obviamente, son
mías).
283 Pedro Cruz Villalón, Estados excepcionales y suspensión de garantías, cit., p.
117.
284 Véase Manuel Ballbé, Orden público y militarismo en la España constitucional
(1812-1983), cit., y Pedro Cruz Villalón, El estado de sitio y la Constitución, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1980.
285 Esa labor, no prevista en la ley reguladora de los criterios básicos de la defensa
nacional y la organización militar de 1980, ni en su reforma de 1984, ha quedado
establecida en el artículo 16.c) de la ley orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la defensa
nacional, que derogó las dos anteriores.
286 «[...] en tiempo de paz, cuando la gravedad de la situación de emergencia lo
exija, las Fuerzas Armadas, a solicitud de las autoridades competentes, colaborarán en la
protección civil, dando cumplimiento a las misiones que se les asignen»: artículo 2.2 de la
ley 2/1985, de 21 de enero, sobre protección civil.
287 El artículo 16.e) de la ley orgánica de la defensa nacional incluye entre las
operaciones de las fuerzas armadas la de colaborar «con las diferentes Administraciones
públicas en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades
públicas, conforme a lo establecido en la legislación vigente».
288 Ley orgánica 6/2002, de 27 de junio, de partidos políticos.
289 Me he referido a la cuestión en mi libro Los partidos políticos, Madrid, Tecnos,
1990, pp. 157 y ss. Sobre la democracia militante en Alemania, el trabajo de Eduardo
Vírgala en Javier Corcuera Atienza, Javier Tajadura Tejada y Eduardo Vírgala Foruria La
ilegalización de los partidos políticos en las democracias occidentales, Madrid, Dykinson,
2008, pp. 119-136.
290 Javier Corcuera Atienza, Javier Tajadura Tejada y Eduardo Vírgala Foruria, La
ilegalización de los partidos políticos en las democracias occidentales, cit.
291 José M. Mata López, El nacionalismo vasco radical. Discurso, organización y
expresiones, Universidad del País Vasco, 1993, p. 82 y cuadro 7.
292 El primero de esos dos procesos se originó en la negativa de la Dirección
General de Política Interior a inscribir a Herri Batasuna (HB) como partido a comienzos de
1984, negativa que fue anulada por la Audiencia Nacional, que vería confirmada su
sentencia por otra de 23 de mayo de 1984 de la Sala Tercera del Supremo. Transcurridos
menos de dos años, HB volvió a ser parte en otro proceso cuando el Ministerio Fiscal
formuló, a instancias del Gobierno, una demanda pidiendo su ilegalización por apreciar en
sus estatutos indicios racionales de ilicitud penal. Tras diversas incidencias, el asunto
terminó nuevamente ante el Supremo, cuya Sala Primera confirmó en una sentencia de 31
de mayo de 1986 otra previa de la Audiencia Territorial de Madrid. El Supremo, tras quitar
la razón a las alegaciones del fiscal en relación con la ilicitud penal de los Estatutos de HB,
reconocía de forma contundente que era en el ámbito de las actividades de HB donde
debería comprobarse, en todo caso, su respeto al ordenamiento jurídico vigente.
293 Javier Tajadura Tejada, Partidos políticos y Constitución (Un estudio de la LO
6/2002, de 27 de junio, de partidos políticos y de la STC 48/2003, de 12 de marzo), Madrid,
Civitas, 2004, y Miguel Pérez Moneo Agapito, La disolución de los partidos políticos por
actividades antidemocráticas, Madrid, Lex Nova, 2007. También mi trabajo «La nueva ley
de partidos. A propósito de la ilegalización de Batasuna», en Claves de Razón Práctica, n.º
124 (2002), pp. 23-31.
294 Ignacio de Otto, Defensa de la Constitución y partidos políticos, Madrid,
Centro de Estudios Constitucionales, 1985, y Diego Íñiguez y Sabine Friedel, «La
prohibición de partidos políticos en Alemania», en Claves de Razón Práctica, n.º 122
(2002), pp. 30-40.
295 Puede verse mi trabajo «La nueva ley de partidos y la defensa del Estado» en
Luís López Guerra y Eduardo Espín Templado (coords.), La defensa del Estado, Valencia,
Tirant lo blanch, 2004, pp. 29-69.
296 Por sentencias, respectivamente, de 30 de enero de 1998, 25 de mayo de 1998 y
8 de diciembre de 1999.
297 Mauricio Iván del Toro Huerta, «La cuestión de la disolución judicial de
partidos políticos en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: el caso
de Turquía», en Justicia Electoral, n.º 20 (2005).
298 Sentencia del Tribunal Constitucional 48/2003, de 12 de marzo.
299 Un comentario exhaustivo de ambas sentencias en Javier Tajadura Tejada,
Partidos políticos y Constitución (Un estudio de la LO 6/2002, de 27 de junio, de partidos
políticos y de la STC 48/2003, de 12 de marzo), cit.
300 Artículo 37.1. Si un Estado no cumple las obligaciones federales que le
imponga la Ley Fundamental u otra ley federal, podrá el Gobierno Federal, con la
conformidad del Consejo Federal, adoptar las medidas necesarias para imponer a dicho
Estado el cumplimiento de sus deberes por vía de coerción federal. 2. Para el ejercicio de la
coerción federal quedan facultados el Gobierno Federal o sus comisionados para impartir
instrucciones a todos los Estados y a sus respectivas autoridades.
301 Jörg Ennuschat, «La vía coactiva federal a tenor del artículo 37 de la Ley
Fundamental», en El Notario del Siglo XXI, n.º 76 (noviembre-diciembre de 2017), pp. 22-
26.
302 Artículo 100.1. «Las Dietas de los Estados pueden ser disueltas a requerimiento
del Gobierno Federal con la conformidad del Consejo Federal, si bien este acuerdo solo
podrá adoptarse una vez por el mismo motivo. Solo puede acordarse la conformidad del
Consejo Federal en presencia de la mitad, como mínimo, de sus miembros y por mayoría de
dos tercios de los votos emitidos. No pueden tomar parte en la votación los representantes
del Estado cuya Dieta deba ser disuelta. 2. En caso de disolución se convocarán elecciones
en un plazo de tres semanas, conforme a lo dispuesto en la Constitución del Estado, y se
convocará la Dieta así elegida dentro de las cuatro semanas siguientes a la votación».
303 Artículo 126. «Se acordarán por decreto razonado del Presidente de la
República la disolución del Consejo Regional y la remoción del Presidente de la Junta que
hayan realizado actos contrarios a la Constitución o incurrido en violaciones graves de la
ley. Podrán asimismo la disolución y la remoción ser acordadas por razones de seguridad
nacional. El decreto se adoptará, oída una Comisión de diputados y senadores constituida
para las cuestiones regionales, según las normas establecidas por ley de la República [...]».
304 El análisis más exhaustivo es el de Miguel Satrústegui Gil-Delgado, «Un
instrumento para la defensa del Estado: el artículo 155 de la Constitución», en Luciano José
Parejo Alfonso y José Vida Fernández (coords.), Los retos del Estado y la Administración
en el siglo XXI, Valencia, Tirant lo blanch, 2017, vol. 2, págs. 1859-1894.
305 Sentencia 76/1983, de 5 de agosto (Fto. Jco. 12).
306 Pedro Cruz Villalón, Estados excepcionales y suspensión de garantías, Madrid,
Tecnos, 1984, pp. 58-61, de donde proceden las citas textuales.
307 Ante la negativa del Gobierno autonómico de las Islas Canarias a aceptar la
supresión de aranceles que implicaba la adhesión a la Comunidad Económica Europea, el
presidente del Gobierno, Felipe González, lo requirió para cumplir la legalidad en febrero
de 1989, sobre la base de las previsiones del artículo 155. El posterior acuerdo entre el
Gobierno central y el autonómico frenó la siguiente fase de aplicación del precepto. Véase
la información de Juan José Mateo «Canarias: el artículo 155 que no fue», en El País, de 21
de octubre de 2017.
308 Al respecto, mis trabajos «La propuesta de Ibarretxe: derecho público y
política», en El Noticiero de las Ideas, n.º 14 (2003), pp. 54-62, y «El Estatut en Euskadi»,
en El Noticiero de las Ideas, n.º 27 (2006), pp. 56-64.
309 He reconstruido el proceso soberanista vasco entre 2000 y 2005 en mi libro El
laberinto territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, Madrid,
Alianza Editorial, 2014, pp. 264-294.
310 La Resolución 98/III, de 12 de diciembre de 1989, afirmaba que Cataluña era
parte de una realidad nacional diferenciada dentro del Estado español y que el acatamiento
del marco constitucional no significaba la renuncia del pueblo catalán al derecho de
autodeterminación. En Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya, n.º 120, de 18 de
diciembre de 1989, pp. 7791-7792. He analizado los antecedentes del proceso que condujo
al desafío secesionista en Cataluña en mi libro El laberinto territorial español. Del Cantón
de Cartagena al secesionismo catalán, cit., pp. 322-392.
311 Resolución 1/XI del Parlamento de Cataluña, sobre el inicio del proceso
político en Cataluña como consecuencia de los resultados electorales del 27 de septiembre
de 2015, en http://www.aelpa.org/actualidad/201511/resolucion_1_XI.pdf (consultado en
2018).
312 Sentencia del Tribunal Constitucional 259/2015, de 2 de diciembre de 2015
(Fto. Jco. 4.a).
313 Ambas resoluciones del Tribunal Constitucional, en forma de providencia, de 7
de septiembre, en BOE de 8 de septiembre de 2018.
314 La resolución del Tribunal Constitucional, en forma de providencia, de 12 de
septiembre, en BOE de 13 de septiembre de 2018.
315 Puede verse al respecto mi trabajo «Cataluña: la nación contra la Constitución y
contra el pueblo», en Claves de Razón Práctica, n.º 225 (2017), pp. 52-61.
316 «Acuerdo del Consejo de Ministros por el que, en aplicación de lo dispuesto en
el artículo 155 de la Constitución, se tiene por no atendido el requerimiento planteado al m.
h. sr. presidente de la Generalitat de Cataluña, para que la Generalitat de Cataluña proceda
al cumplimiento de sus obligaciones constitucionales y a la cesación de sus actuaciones
gravemente contrarias al interés general y se proponen al Senado para su aprobación las
medidas necesarias para garantizar el cumplimiento de las obligaciones constitucionales y
para la protección del mencionado interés general» en BOE de 27 de octubre de 2017.
317 El debate que la solicitud del Gobierno suscitó y los subsiguientes acuerdos en
Cortes Generales. Diario de Sesiones del Senado, XII Legislatura, n.º 45, de 27 de octubre
de 2017.
318 Santos Juliá, «El Estado seguía allí», en El País, de 5 de febrero de 2018.
319 Manuel Ballbé, Orden público y militarismo en la España constitucional
(1812-1983), cit.
320 He analizado ese episodio en mi libro El laberinto territorial español. Del
Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, cit., pp. 139-164.
CAPÍTULO 9

DEL PUZLE TERRITORIAL AL ROMPECABEZAS DE ESPAÑA

España es una federación en todo menos en el nombre.

RONALD L. WATTS
Comparing Federal Systems, 2008

A mayor descentralización, más desafío a la unidad. Además de uno de los rasgos


que mejor resumen la evolución del sistema autonómico español, esa ecuación perversa
constituye la más destacada de las varias paradojas de un proceso histórico por virtud del
cual un Estado fuertemente centralizado acabó por transformarse en tiempo récord en uno
de los más descentralizados del planeta. Aunque el primordial objetivo que estuvo en el
origen de ese impresionante cambio histórico fue integrar las reivindicaciones nacionalistas
existentes en algunas regiones españolas mediante el reconocimiento de la división
territorial del poder del nuevo Estado democrático, otra paradoja vino pronto a unirse a la
que acaba de enunciarse: la descentralización, que se generalizó muy pronto pese al plan
inicial de los constituyentes de restringirla solo al País Vasco y Cataluña321, cambió la faz
de España por completo... pero no alcanzó el aludido fin político. Lejos de ello, el
nacionalismo vasco y el catalán, que se beneficiaron directamente de un sistema que les
permitió gobernar sin interrupciones el País Vasco y Cataluña durante casi todo el período
autonómico, se fueron despegando más y más, andando el tiempo, del modelo con el que
tanto poder habían ganado, hasta romper definitivamente con una autonomía cuya
intensidad no pudieron siquiera imaginar en sus orígenes, y acabaron reivindicando lo que
darían en llamar el derecho a decidir.
Aunque la aplicación del título VIII de la Constitución descentralizó España en un
grado muy superior al previsto inicialmente por quienes promovieron el reparto del poder
sin saber muy bien cómo acabaría un proceso que fue avanzando un poco a ciegas, entre
sus logros no estuvo, en suma, el que determinó la decisión de acabar con el Estado
centralista: resolver de una vez por todas la cuestión territorial (el llamado, por sus
impulsores, problema nacional) en el País Vasco y Cataluña. Tal fracaso ha venido a
demostrar una doble verdad incontrovertible: primero, que es imposible integrar en un
sistema político, sea este el que fuere, a quienes viven electoralmente de impugnarlo;
segundo, y muy relacionado con ello, que la reivindicación de un Estado propio está en la
esencia misma de cualquier nacionalismo sin Estado. «Para los nacionalistas constituye un
desafuero político completamente inadmisible el que los dirigentes de la unidad política
pertenezcan a una unidad diferente de la de la mayoría de los gobernados», ha escrito
Ernest Gellner en una obra indispensable, donde el autor deja clara constancia del problema
al que nos enfrentamos en España: «El nacionalismo sostiene que [nación y Estado] están
hechos la una para el otro, que la una sin el otro es algo incompleto y trágico»322.
Esa es justamente la visión de quienes afirman ser una nación y carecer del Estado
al que tendrían un derecho indiscutible. Por eso mientras, ya finalizado el proceso de
elaboración de los Estatutos de Autonomía, se edificaba una nueva España plural y
acogedora, el nacionalismo vasco y el catalán, con una ausencia de lealtad de la que solo
años más tarde se verían sus terribles consecuencias, se dedicaron con ahínco a construir
sus naciones respectivas («El nacionalismo engendra las naciones, no a la inversa», ha
escrito el propio Gellner323), preparando así el asalto al Estado democrático y a la
Constitución en la que nacía y de la que se derivaba su poder. Asaltos que, producidos en
un país muy descentralizado —de hecho, como aquí trataré de explicar, en un Estado
federal—, serían protagonizados por dos territorios que cuentan con un nivel de autonomía
difícil de encontrar en el constitucionalismo comparado. Y asaltos, debe subrayarse con
toda claridad desde el principio, que lo han sido no solo a la indisoluble unidad de la nación
española, patria común e indivisible de todos los españoles, según proclama la
Constitución, sino también a las reglas del juego democrático que esta fija para su
modificación. Así las cosas, la presencia de unos nacionalismos radicalmente desleales a la
democracia y a la Constitución ha sido el rasgo verdaderamente diferencial de nuestro
sistema federal respecto de la inmensa mayoría de los que existen en el mundo. Y ello hasta
el punto, y por ahí terminaré, de convertir nuestro complejo puzle territorial en el
rompecabezas auténtico de España.
El Estado federal de las autonomías

Para argumentar debidamente que nuestro Estado autonómico es, de hecho, federal,
al margen de debates nominales que carecen de interés, debe recordarse un hecho que
suelen olvidar quienes niegan tal evidencia por falta de información o mera estrategia de
partido: la gran cantidad de realidades diferentes que se agrupan bajo la marca federal.
Federalismo «es un término que debe declinarse en plural: federalismos»324. Tan es así que
el Estado español presenta, desde hace años, una naturaleza claramente federal, aunque
nuestro federalismo sea a la postre tan diferente a los demás existentes en el mundo como
lo son estos entre sí325. El español reúne, ciertamente, los requisitos básicos que definen al
federalismo moderno, pese a haber nacido el nuestro por devolución o desagregación y no,
como ha acontecido en el federalismo clásico, por asociación o agregación. Se trata de lo
que en alguna ocasión he denominado un federalismo del revés326. La descentralización,
perseguida primero por el legislador constituyente y luego por los estatuyentes regionales,
acabó por grabar las señas de identidad del código genético de un sistema federal dominado
mucho más por la tendencia hacia el autogobierno que hacia el gobierno compartido,
elementos ambos en torno a los cuales, como ahora explicaré, se han vertebrado desde su
nacimiento las fórmulas de tipo federal.
En 1946 el rector del Exeter College de la Universidad de Oxford, Kenneth Clinton
Wheare, caracterizó al federalismo como la particular combinación de dos caracteres
complementarios: «El principio federal —escribía— consiste en dividir los poderes de
forma que el gobierno general y los gobiernos regionales estén cada uno, dentro de una
esfera, coordinados e independientes»327. Insistiendo en esa línea, que entiende el sistema
federal como el resultado de conjugar lo que es propio de los entes que se federan y lo que
tales entes tienen en común, Daniel J. Elazar, autor de una de las obras más importantes
publicadas sobre el tema en el último cuarto de siglo328, acuñaría una caracterización que
pronto se convirtió en la definición canónica de los sistemas federales: estos serían el
resultado de combinar autogobierno y gobierno compartido. En consecuencia, los
habitantes de un Estado federal están sujetos, en distinto grado, a dos sistemas de gobierno
diferentes. Y ello porque ese Estado, que se caracteriza, a la postre, por la existencia de un
sistema político que tiene entre sus objetivos hacer compatible la unidad y diversidad,
«implica la combinación de gobierno compartido para algunos fines y autogobierno
regional para otros en el marco de un sistema político único»329.
1. En plena coherencia con todo ello, el español es un Estado federal330, en primer
y principalísimo lugar, porque, junto al local, existen en nuestro país otros dos niveles de
poder político: el central y el autonómico. Su progresiva consolidación dio lugar a la
aparición, primero, y a la consolidación, después, de un complejo entramado de poderes
políticos e instituciones administrativas que muy pronto convirtió a las Comunidades
Autónomas en una especie de unidades territoriales paraestatales a escala reducida, salvada
siempre, como es obvio, la gran diferencia derivada de la ausencia de la soberanía, es decir,
del elemento definidor esencial del Estado nación contemporáneo. De este modo, y contra
el que parecía ser el proyecto originario del legislador constituyente —una España
asimétrica formada por regiones con una descentralización no solo cuantitativa sino
cualitativamente diferente—, los Acuerdos Autonómicos de 1981 garantizaron que todas las
Comunidades acabasen por tener la organización institucional característica de los entes
federados de un Estado federal: un parlamento elegido por sufragio universal, libre, igual,
directo y secreto; un presidente designado por el respectivo parlamento regional; y un
consejo de gobierno de naturaleza parlamentaria. A esos órganos acabarán añadiéndose,
además, los tribunales superiores de justicia, por más que estos no puedan situarse en las
mismas coordenadas constitucionales que parlamentos y gobiernos, pues el poder judicial,
organizado con arreglo al principio de unidad jurisdiccional, es único en el conjunto del
Estado.
La organización institucional propia desempeñó, lógicamente, un papel decisivo en
el asentamiento de la descentralización, pues el nuevo entramado de poderes condicionó la
aparición de una vida política autonómica cuya densidad acabaría estando en directa
relación no solo con el respectivo orden jurídico sino también con otras variables: el peso
económico, social y cultural de los distintos territorios; la peculiaridad de sus sistemas de
partidos; la capacidad de liderazgo de los presidentes regionales; o el protagonismo de
algunas Comunidades en la gobernación conjunta del Estado. Tras la consolidación de la
descentralización pasaron a existir en España, en suma, diecisiete Comunidades con una
vida política propia, cuyas claves (sistemas de partidos, agenda pública, tipos de gobierno,
pluralidad parlamentaria) no responderán a las determinantes de la política nacional, lo que
da una buena idea de hasta qué punto iba a llegar el proceso de federalización del Estado de
las autonomías. Recordemos un dato ya apuntado: entre 1980 y 2017 se celebraron en
España ¡163 elecciones autonómicas!
La creación del Estado autonómico se ha traducido, en suma, en un auténtico
régimen de multigovernance, en el que la democracia no solo se expresa a través de un
esquema de división vertical de los poderes, sino también de división horizontal. Existen en
España dieciocho parlamentos, dieciocho jefes de Gobierno, dieciocho ejecutivos con sus
aparatos administrativos respectivos y, en fin, un gran número de órganos inferiores de
control regionalizados (defensores del pueblo, consejos de cuentas, consejos consultivos,
etc.) que, expresión de un proceso de emulación estatal por parte de las Comunidades, han
hecho más poroso el mecanismo democrático331. Más poroso, sí, porque el éxito o el
fracaso de las fuerzas políticas que conforman los sistemas de partidos regionales depende
de la capacidad de dar respuesta a los intereses de los administrados y de su acierto a la
hora de recoger sus preocupaciones y demandas. Todo ello ha generado, al mismo tiempo,
por supuesto, problemas de naturaleza muy diversa, de entre los que destacan dos de un
modo sustancial: en primer lugar, el de la funcionalidad de un sistema de gestión política y
administrativa económicamente muy costoso; y, en segundo lugar, el generado por la
necesidad de establecer ágiles y eficientes mecanismos de coordinación interadministrativa
y de cooperación política interterritorial, realidad que es en España manifiestamente
mejorable.
2. El español se configura, en segundo lugar, como un Estado federal en la medida
en que ese régimen de multigovernance ha exigido una federalización de la distribución de
competencias entre el Estado y sus Comunidades. De hecho —más allá de las críticas que
pueda merecer el modo en que se ha concretado tal sistema y de las eventuales reformas
que cabría introducir en él para hacerlo más claro y funcional— su resultado, aunque
mejorable, es abiertamente federal. Abiertamente, sí, porque la actual realidad española es
la de un país en el que, junto a las estatales, existen competencias regionales, exclusivas o
compartidas, para realizar labores legislativas o ejecutivas sobre materias de enorme
trascendencia en las esferas política, económica, social y cultural. Entre ellas, lo que da una
idea cabal del grado de nuestra federalización, la ordenación de las instituciones de
autogobierno; la organización administrativa; la administración de justicia; el comercio, la
economía y las finanzas; la agricultura, la ganadería y la pesca; el urbanismo, la vivienda, la
ordenación del territorio y los transportes; la sanidad y la política social; el medio ambiente;
la educación y la cultura; la legislación civil, mercantil o laboral; la policía; o las relaciones
exteriores. Baste recordar, en tal sentido, que de todas las materias enumeradas en la
Constitución como presuntamente exclusivas del Estado muy pocas han acabado teniendo
estrictamente tal carácter.
¿Cuál ha acabado por ser la traducción de todo lo apuntado en términos
cuantitativamente ponderables? Sin duda, la mejor muestra reside en su impacto en la
distribución territorial de los gastos estatales, que ha experimentado un vuelco histórico.
Esa evolución era descrita en el proyecto de Presupuestos para el año 2005: según él, en
términos de contabilidad nacional, el gasto gestionado por la administración central
(excluida la Seguridad Social) suponía en 1982 el 53 % del total del gasto consolidado de
las administraciones, mientras que en 1996 caía hasta el 37 %, y se reducía al 24 % en
2003. Al tiempo, la proporción de recursos gestionados por las Comunidades y los entes
locales experimentó un incremento espectacular, desde el 14 % de 1982 hasta el 45 % de
2003, del cual un 32 % correspondía a las regiones332. Tratando de evitar los sesgos
derivados de las variaciones del ciclo económico333, Álvaro Nadal ha aportado datos
incontestables sobre la realidad federal de nuestra distribución del gasto público. La
desagregación por administraciones de ese gasto demostraría, según apunta Nadal con datos
de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que «España
es uno de los países más descentralizados del mundo». Así, en «el período 2003-2013,
España (34,5 % del gasto gestionado por la administración autonómica) se sitúa en niveles
similares a los de Suiza (36,3 %) y México (38,15 %). Solo Canadá (46 %) supera
significativamente a España en porcentaje del gasto público que gestionan sus regiones
(provincias). Y respecto a otros países de gran tradición federal como Bélgica (24,1%),
Estados Unidos (23,3 %), Alemania (22,6 %) o Austria (16,2 %), las Comunidades
Autónomas españolas gestionan más de vez y media los recursos que estos Estados
federados»334. Por último, y según el Informe sobre la clasificación funcional del gasto
público, del Ministerio de Hacienda y Función Pública, la distribución institucional del
gasto consolidado de las administraciones públicas en 2016, en porcentaje sobre el total del
gasto consolidado (sin incluir ayuda financiera), se distribuía según los siguientes
porcentajes: 19 % para el Estado, 9 % para los organismos de la administración central, 32
% para las Comunidades Autónomas, 11 % para las corporaciones locales y, en fin, 34 %
para los fondos de la Seguridad Social335.
En plena coherencia con ese nuevo reparto del gasto, la composición de la función
pública experimentará una paralela alteración. La relación entre personal estatal y
autonómico, que era en 1986, tres años después de cerrarse la fase estatuyente, de 903.000
frente a 720.000, se irá invirtiendo a medida que el proceso de transferencias se fue
consolidando. Ya a finales de la centuria, en 1999, correspondían a las regiones el 31 % de
los empleados públicos y el 41 % al Estado central. El cambio, extraordinariamente rápido,
sobre todo después de que en 2002 se produjera el traspaso de la sanidad a las diez
Comunidades que aún no la habían asumido, tuvo una clara traducción: en 2004 el 23 % del
total de empleados públicos correspondían a la administración central, el 49 % a las
Comunidades, el 24 % a la administración local y el 4 % a las universidades. Los datos de
2016, ya con pequeñas variaciones, confirmarán un reparto de la función pública que lleva
muchos años siendo típicamente federal: el 21 % de los empleados para la administración
central, el 51 % para las Comunidades, el 22 % para la administración local y el 6 % para
las universidades336.
3. España se ha configurado, en fin, como un Estado federal no solo por los cambios
estructurales derivados de la consolidación de un sistema de multigovernance. Esa gran
transformación no permitiría hablar de un sistema federal de no haberse fijado al propio
tiempo, tanto en la Constitución como en los Estatutos, los mecanismos para
garantizarla337. Tal garantía —que ampara obviamente los dos elementos que conforman
la autonomía: instituciones de autogobierno y sistema de distribución de competencias—
significa que el Estado central no puede alterarlos de forma unilateral, principio que
presenta una única excepción: la aplicación de la coacción federal en los términos que ya
han sido analizados. De este modo, el orden autonómico, como un orden federalizado,
queda asegurado, en primer término, por la rigidez de la Constitución, es decir, por la
exigencia para su reforma de un procedimiento más complejo y exigente que el dispuesto
para la reforma de las leyes ordinarias. La rigidez, que obstaculiza, entre otras
modificaciones, las que pudieran dirigirse a alterar las previsiones constitucionales en
materia de descentralización, resulta muy útil, por tanto, para dificultar cualquier intento de
las Cortes de reformarla con la finalidad de alterar, en beneficio del Estado central, la
estructura organizativa o competencial comunitaria. A esa garantía se añadirá en el proceso
estatuyente, y con idéntico sentido, la propia rigidez de los Estatutos, que tampoco pueden
ser reformados sin contar con la voluntad de la Comunidad afectada en cada caso según la
exprese su parlamento regional.
Como ocurre en la práctica totalidad de los Estados federales338, la protección de la
descentralización se completa en España con el establecimiento de un órgano que añade
una garantía de naturaleza jurisdiccional a las derivadas de la rigidez constitucional y
estatutaria: el Tribunal Constitucional. Y es que la rigidez no será efectiva, ni en el caso de
la Constitución ni en el de los Estatutos, sin la existencia de un órgano facultado para
controlar la constitucionalidad de las leyes estatales y regionales. La rigidez sin control de
constitucionalidad carece de cualquier eficacia, pues nada impide, allí donde no existe
control de la constitucionalidad, que la reforma se produzca a través de un procedimiento
implícito o, lo que es igual, de la aprobación de una ley que modifica de facto la
Constitución o los Estatutos y que pese a ser, por ello, inconstitucional, no puede ser
declarada como tal: de una ley que modifica su contenido sin alterar su letra, que cambia la
Constitución o los Estatutos sin reformarlos o, dicho de otro modo, sin seguir el
procedimiento constitucional o estatutariamente previsto a tal efecto339.
Adelantándose a esa posibilidad, la Constitución convirtió al Constitucional en una
institución federal indispensable al atribuirle facultades de notable trascendencia en el
mantenimiento del orden autonómico: entre ellas, la de resolver los conflictos de
competencia que pudieran plantearse entre el Estado y las regiones o los de estas entre sí y
la de controlar la constitucionalidad de las leyes y disposiciones normativas con fuerza de
ley, normas entre las que se encuentran los Estatutos, según dispone expresamente la ley
orgánica del Tribunal Constitucional. De hecho, en sus ya casi cuarenta años de existencia,
el Tribunal Constitucional ha realizado una función fundamental como órgano de vigilancia
de nuestro complejo sistema de garantías federales340. La atribución al Constitucional del
control de la constitucionalidad de las leyes y disposiciones con fuerza de ley se ha
traducido, pues, en el establecimiento de un sistema de control jurídico destinado a evitar
que cualquiera de las partes sobre las que se vertebra la división vertical de los poderes del
Estado (el Estado y las regiones) altere por su cuenta un orden territorial que la
introducción de los procedimientos de reforma estatutaria terminó convirtiendo en pieza
fundamental de todo ese denso mecanismo de garantías de nuestro Estado federal de las
autonomías.
A la vista de todo lo que he apuntado, no resulta extraño, en conclusión, que un
federólogo tan cualificado como Ronald L. Watts haya afirmado el indiscutible carácter
federal del Estado autonómico, que sería, según él, «una federación en todo, excepto en el
nombre, con 17 Comunidades Autónomas ostentando una habilitación constitucional para
desempeñar un notable grado de autogobierno. España —añade el autor, en la línea con lo
que hasta aquí he venido defendiendo— es ahora uno de los países más descentralizados de
Europa pero cuya regionalización política ha derivado menos de un mandato constitucional
y más de estrategias de partidos, de una competitividad y de la adopción de distintos
acuerdos dentro de un marco constitucional abierto»341. España es, en efecto, una
federación en todo, excepto en el nombre. Y ello por más que, según explicaré a
continuación, nuestro federalismo —que presenta, como todos, particularidades indudables
— se defina primordialmente por una que tiene poco que ver con las que se señalan de
forma general.
¿Cuál es la verdadera peculiaridad de nuestro sistema federal?

¿No resulta cuando menos llamativo, visto lo visto, que siga reclamándose en
España la construcción de un sistema federal? Llamativo, sí, pues de nada parece haber
servido el creciente acuerdo que sobre la naturaleza federal de nuestro Estado existe entre
los más importantes federólogos del mundo, que incluyen a España, con toda naturalidad,
dentro del grupo de los federalismos. Pese a ello, y constatado que ese acuerdo, diríamos
doctrinal, va también aquí ganando adeptos entre no pocos políticos342, resulta llamativo
que algunos se empeñen todavía en mantener abierta una polémica bastante peregrina, por
más que sea evidente para cualquier observador que tal empeño es sobre todo el resultado
de estrategias e intereses partidistas. Porque tanto los que reniegan del federalismo como un
mal del que deberíamos huir tal que si lo hiciéramos del fuego como los que lo sitúan como
un horizonte para resolver el llamado problema nacional parecen coincidir en negar la
evidencia de que nuestro Estado es ya federal desde hace mucho.
Ambos apoyan su negativa sobre todo en la ausencia de una cámara de
representación territorial, que consideran la gran peculiaridad del modelo autonómico
español. Como a ello habré de referirme con algún detenimiento en el epílogo, de momento
bastará con adelantar dos afirmaciones, una, sin duda, más sorprendente que la otra: la
primera, que el Senado diseñado por la Constitución es, como se afirma con frecuencia, una
institución disfuncional, aunque yo creo que sería más exacto calificarlo de puro disparate;
la segunda, que si la propuesta de convertir el Senado en «una auténtica cámara de
representación territorial» (repetida hasta la saciedad desde los primeros años ochenta)
parte del llamativo desconocimiento de que la casi totalidad de las segundas cámaras
existentes en el mundo federal no tienen tal carácter, la suposición de que con ello se
federalizaría el Estado y se sentarían las bases para resolver en España el aludido problema
nacional no es más que una mera ilusión de los sentidos. Hablemos claro: ni la ausencia de
un Senado territorial hace peculiar al Estado de las autonomías entre los de naturaleza
federal, hasta el punto de impedir incluirlo en ese grupo, ni hay razones de peso para
sostener que una cámara alta federalizada podría ser la clave para alcanzar, mediante una
mejora sustancial de la cooperación territorial —sin duda necesaria—, la integración de los
nacionalismos. Sobre todo ello volveré.
La tesis sobre las supuestas peculiaridades no federales del Estado de las
autonomías se ha extendido también a su sistema de distribución de competencias. Se dice,
y es verdad, que el previsto en la Constitución no solo hace necesario contar con
mecanismos eficaces de cooperación territorial sino que ha exigido una excesiva
intervención del Tribunal Constitucional para arbitrar los conflictos derivados de su
complejidad. Y se afirma, y también es cierto, que el reparto de poder entre Estado y
Comunidades se diferencia del más generalizado en los países federales (Estados Unidos,
Australia, Brasil, Austria o Alemania) cuyas Constituciones incluyen una lista única de
competencias (la de la federación), de modo que todo lo no asignado a aquella o prohibido
a los entes federados pertenece a estos últimos. En España, por el contrario, tenemos un
sistema de doble lista bastante peculiar: en primer lugar porque las competencias regionales
no serán las previstas en la Constitución, sino solo la parte de aquellas que cada Comunidad
decida atribuirse en su Estatuto343; y, además, porque, como consecuencia de ello, la
esfera de competencias estatales, salvo en los poquísimos casos en que son exclusivas de
verdad, acaba dependiendo, por eliminación, de las que las Comunidades opten por asumir,
bien cuando se constituyen, bien cuando deciden ampliarlas (o reducirlas) dentro del
amplio margen que para ello les otorga la ley fundamental344. Aunque tal diferencia
condiciona el funcionamiento del sistema autonómico, creando problemas que no existen o
existen en menor medida en otros Estados federales, tampoco reside aquí, a mi juicio, lo
que nos hace diferentes, por más que una racionalización del sistema de distribución de
competencias sea una tarea pendiente en el proceso de mejora de nuestro modelo federal.
Por tanto, ni el Senado, ni la deficiente cooperación interterritorial, ni las
particularidades del reparto competencial345. No son estos, a mi juicio, los rasgos que
definen la verdadera peculiaridad del federalismo español, ni lo son, en fin —y con ellos la
lista de los habitualmente citados se termina—, esos hipotéticos hechos diferenciales346
que estarían en el origen de una pretendida asimetría. A mi juicio solo uno de los que suelen
mencionarse la provoca: me refiero, por supuesto, a los regímenes especiales de
financiación, es decir, al concierto vasco, al convenio navarro y, en muchísima menor
medida, al régimen económico y fiscal de las Islas Canarias, nacido de su posición
ultraperiférica. Los otros supuestos hechos diferenciales no han tenido, a la postre, otra
consecuencia que la meramente competencial. Esa, y no otra, ha sido, por referirme solo a
los mencionados con más frecuencia347, la auténtica dimensión de las lenguas regionales,
que pueden ser cooficiales en sus respectivos territorios y sobre las que aquellos tienen,
lógicamente, competencias legislativas, ejecutivas y administrativas; de los derechos civiles
forales o especiales de ciertas regiones, que las habilita para legislar en la materia; y no
digamos ya de las policías autonómicas, que cualquier Comunidad puede constituir con tal
de que se atribuya tal competencia en su Estatuto. Por tanto, y con la única excepción que
acaba de citarse, los llamados hechos diferenciales no serían en ningún caso fuente de
asimetría (es decir, de una diferente posición constitucional de los territorios donde
aquellos se presentan) sino de una simple deshomogeneidad entre las Comunidades
españolas348, sin más impacto que el que afecta a la esfera competencial que corresponde a
cada una.
En realidad, nuestro verdadero hecho diferencial, la auténtica peculiaridad de
nuestro sistema federal —no jurídica, sino política y de notable trascendencia—, se deriva
de la existencia en España de poderosas fuerzas nacionalistas349. Fuerzas que, tras haber
conseguido, como consecuencia de su influencia en la gobernación nacional, una
privilegiada posición política para las Comunidades que han gobernado de forma casi
ininterrumpida, acabaron optando por romper la baraja del juego democrático e incluso del
respeto a la legalidad y por echarse al monte con lo que dieron en llamar el derecho a
decidir. Ese es el más relevante contraste entre nuestro federalismo y la mayor parte de los
existentes en el mundo. El elemento, en una palabra, que en mayor medida lo singulariza, y
que, por lo mismo, determina más que ningún otro los graves desafíos a los que hemos
tenido que enfrentarnos tras la deriva soberanista, primero del nacionalismo vasco y luego
del nacionalismo catalán. Sobre la base de proclamar el carácter nacional de sus respectivos
territorios, los partidos nacionalistas, que acabarán por contar con el apoyo de la nueva
izquierda populista surgida de la profunda alteración que a partir de 2014 experimentó
nuestro sistema de partidos, irían sustituyendo sus iniciales reivindicaciones a favor de la
permanente descentralización del Estado español por una impugnación de su existencia tal
y como aquel se conformó desde los inicios de la Edad Moderna.
La persistencia del denominado problema nacional —que ni ha sido ni es otro que el
nacido de la existencia en España desde finales del siglo XIX de fuerzas sociales y políticas
que reivindican una reacomodación constante de la estructura territorial del Estado—
complicó, primero, la gestión política del proceso descentralizador y, más tarde, el
funcionamiento del Estado. El impulso, la obsesión incluso, por adelgazarlo ha primado
sobre el mantenimiento de elementos económicos, políticos y culturales capaces de
asegurar su unidad y cohesión. La peculiaridad española no reside, como tantas veces se
sostiene, en que el nuestro sea un país plural —que lo es, sin duda alguna— sino en que,
por razones históricas en las que aquí no es posible detenerse350, y al contrario de lo
acontecido en otros Estados igualmente plurales y de formación mucho más tardía, como
Italia o Alemania, en algunos de nuestros territorios la pluralidad se ha construido
políticamente por partidos que tras exigir, primero, un cambio radical de la estructura
territorial del Estado, se han lanzado, una vez alcanzada, a la defensa de la confederación o,
directamente, de la secesión.
La España que se descentralizó a partir de lo previsto en la Constitución y asumió,
consecuentemente, los inevitables conflictos y costes de todo tipo (económicos, entre ellos)
que la descentralización traería consigo, con la razonable —y ahora sabemos que ingenua
— expectativa de que aquella, al dar satisfacción a las demandas políticas iniciales de los
nacionalistas, sentaría las bases para resolver el problema nacional, ha visto cómo poco a
poco se frustraba su objetivo. La verdad es que, desmintiendo esas previsiones, y para
sorpresa de muchos, las cosas acabaron aconteciendo justamente al revés. El problema
territorial, que los partidos nacionales creyeron poder resolver con la solución autonómica y
los privilegios concedidos a Cataluña y al País Vasco en la adicional 1.ª y transitoria 2.ª de
la Constitución351, pervivirá, pese a la creación del Estado autonómico que se suponía que
vendría a darle solución, y a la progresiva y rapidísima extensión de la descentralización.
Una pervivencia que, por añadidura, vendrá con el transcurso de los años a complicar más y
más la posibilidad de administrar de un modo cabal el Estado autonómico en su conjunto.
Será, de ese modo, como la permanente insatisfacción de las fuerzas nacionalistas —tanto
más incomprensible, pues CiU y PNV gobernaron durante todo el proceso de
alumbramiento, desarrollo y consolidación del sistema autonómico— dará lugar a que el
Estado haya vivido, sin tregua, en permanente descentralización, de forma que cada vez que
los nacionalistas han alcanzado la meta que se habían prefijado de antemano, han procedido
ya a fijar nuevas reclamaciones y exigencias. Los gobiernos nacionalistas —pues de eso se
ha tratado desde 1979 en Cataluña y el País Vasco— han mantenido un pulso constante con
el Estado, que ha forzado a imitarlos a los gobiernos autonómicos controlados por los
partidos nacionales, incapaces de frenar una dinámica en la que el agravio comparativo —
esa carrera de la liebre y la tortuga a la que en su momento se refirió el periodista y editor
Javier Pradera352— ha funcionado como la espoleta que producía el estallido de un nuevo
aluvión de reclamaciones para que el Estado cediera poder económico y político.
Pero la centralidad que han tenido los partidos nacionalistas en la determinación del
régimen político realmente existente en España desde el final de la Transición se derivó no
solo de la insaciable voracidad competencial en que vino a traducirse su tan creciente como
sorprendente desacuerdo con el modelo autonómico, sino también de una creciente
voluntad de superarlo mediante una estrategia claramente separatista. Esa y no otra fue la
finalidad del llamado Plan Ibarretxe y del proyecto de Estatuto aprobado por el parlamento
catalán en septiembre de 2005 y sería luego el objetivo del derecho a decidir que sirvió de
base al proceso secesionista impulsado por el nacionalismo catalán353.
La insaciable reivindicación de más y más cotas de poder por parte de los
nacionalistas significó que nuestro sistema constitucional de distribución de competencias
fue incapaz de poner freno a esa permanente carrera hacia el progresivo adelgazamiento del
Estado. Aquí se sitúa, a mi juicio, la segunda de las razones que permiten comprender la
influencia que han tenido los nacionalismos interiores en la peculiar evolución de nuestro
sistema federal. El legislador constituyente dispuso un sistema abierto de distribución de
competencias que pudo ser útil para iniciar la construcción del Estado de las autonomías.
Aquella apertura, origen de una notable flexibilidad, permitió que la descentralización se
adaptase inicialmente a las incertidumbres del proceso descentralizador y a sus cambios de
criterio, sobre todo tras el giro sustancial que supusieron, en 1981, los Acuerdos
Autonómicos. Lo cierto será, sin embargo, que aquel sistema abierto terminó por
convertirse en un factor claramente disfuncional para la cohesión del Estado de las
autonomías.
Pero, pese a los agujeros de un sistema de distribución competencial que quedaba
en manos de ¡17 sujetos diferentes!, aquel hubiera podido funcionar, mal que bien, sin
poner en cuestión la unidad y cohesión estatal, de no haber existido partidos nacionalistas
que desde muy pronto vieron en ellos el lugar idóneo en que colocar su munición,
demostrando de este modo estar dispuestos a comportarse con una abierta deslealtad
institucional. Ciertamente, ni la posibilidad de que las Comunidades pudieran acometer una
reforma estatutaria, ni las disparatadas previsiones de la Constitución sobre las leyes de
transferencia o delegación de competencias354, ni la amplísima potestad que el Tribunal
Constitucional ha tenido para favorecer el poder de las Comunidades a medida que
aumentaba su presión, hubieran dado el resultado jurídico y político que hoy está bien a la
vista de no haber existido fuerzas nacionalistas dispuestas a sacar todo el partido posible a
las fisuras de un sistema concebido desde el convencimiento de que el Estado autonómico
sería el mejor antídoto contra la tentación de utilizar el autogobierno de forma desleal.
Para completar el panorama que vengo describiendo es necesario, en fin, añadir una
tercera línea argumental: la influencia del sistema electoral en la dinámica de nuestro
sistema de partidos y los efectos que esta, a su vez, acabaría provocando sobre la potencial
capacidad de presión política e institucional de los nacionalistas. La conjunción de los
elementos ya estudiados de nuestro sistema electoral para el Congreso tuvo durante un
largo período de tiempo la traducción a la que ya se ha hecho referencia: el neto beneficio
que los partidos que ocupan la primera y la segunda posición en cada distrito electoral. Un
fenómeno que, al mismo tiempo que dificultó la aparición de un tercer partido nacional que
pudiera actuar como bisagra para facilitar que uno de los dos grandes pudiese gobernar con
su apoyo cuando careciese de mayoría absoluta en el Congreso, colocó objetivamente, en
tales coyunturas, a los dos grandes partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña (PNV y
CiU) en la posición de partidos indispensables para la gobernabilidad. Como también se ha
dicho ya, CiU y el PNV concentraban sus votos en unas pocas circunscripciones (cuatro en
cada caso) en las que solían alcanzar la primera o la segunda posición, lo que los favorecía
por idénticos motivos que a los dos grandes partidos nacionales en los restantes distritos del
país.
Esa característica de nuestro sistema de partidos llevó a los nacionalistas a plantear
su relación con el Gobierno nacional de un modo que es fácil enunciar: gobernabilidad
nacional a cambio de poder regional. La conclusión final del análisis precedente parece
fácil de obtener: durante todo el tiempo transcurrido entre la puesta en marcha del sistema
autonómico y el cambio político de 2014 los tres elementos apuntados (partidos
nacionalistas, sistema electoral y apertura del sistema de distribución de competencias)
fueron encadenándose, es cierto que con diferente intensidad según las épocas, para
generar, en sentido literal, un auténtico círculo vicioso. Primero, el sistema electoral
dificultó desde sus orígenes la aparición de bisagras estatales y puso en manos de los
partidos nacionalistas, en las legislaturas sin mayoría absoluta, la gobernabilidad de España.
Segundo, los partidos nacionalistas utilizaron su posición privilegiada para obtener más
cuotas de poder para sus respectivos territorios. Tercero, cerrando el círculo, ese juego de
intercambio (poder por gobernabilidad) vino posibilitado por la apertura de la distribución
de competencias, en constante revisión: a través de la doctrina del Tribunal Constitucional,
de las reformas estatutarias y de las leyes de transferencia y delegación de competencias.
Cabría concluir que un sistema federal con partidos nacionalistas constituye una
fuente segura de problemas y también, sin duda, un sistema federal con un régimen de
distribución de competencias muy abierto. Pero la suma de ambos elementos equivale a
echar gasolina sobre el fuego. Esa explosiva conjunción iba a verse potenciada, por lo
demás, por un fenómeno general observable en el federalismo comparado: el claro
contraste entre la dinámica centrípeta de los federalismos por agregación y la centrífuga de
los federalismos descentralizadores. El sistema federal nació como un conjunto de técnicas
y principios constitucionales y políticos destinados a crear Estados nacionales, desde la
pluralidad derivada de una situación imperial o colonial, con el fin de conservar parte de la
anterior diversidad. No es casual, por eso, que casi todos los grandes Estados federales
fueran colonias antes de su constitución (Estados Unidos, Australia, Canadá, India, México,
Argentina, Sudán, Brasil, Sudáfrica, Venezuela) o Estados nacidos de territorios
caracterizados por una particular situación de vinculación territorial, que no era en sentido
estricto la del Estado nación: Alemania, Austria, Suiza, Rusia o Bosnia-Herzegovina. En
ese contexto, Bélgica355 (que, desde su independencia de los Países Bajos, en 1830, se
consolida como un Estado unitario y centralizado) y sobre todo España (uno de los Estados
unificados más antiguos de Europa) constituyen la excepción a la regla general. No es, por
eso, casual que Bélgica y España356 hayan sido dos naciones dominadas desde los inicios
de sus respectivos procesos de descentralización por fuertes tendencias centrífugas,
comunes, por lo demás, en varios de los sistemas de federalismo por devolución, en los que
«los representantes políticos de las nuevas instituciones descentralizadas no han ejercido
una especial presión para obtener un papel efectivo en la política nacional porque han
estado mucho más preocupados en realidad en acrecentar constantemente sus ámbitos
competenciales. Dicho en otras palabras, de los dos aspectos del principio federal, el
autogobierno (self-rule) y el gobierno compartido (shared-rule) han privilegiado el primero
de esos aspectos en detrimento del segundo»357.
El funcionamiento real de cada Estado federal depende de factores netamente
políticos, entre los cuales la existencia de una cultura federal, de un sistema de partidos que
asegure el funcionamiento del sistema en su conjunto y de la lealtad federal de los
responsables de las instituciones centrales y de los de las entidades federadas, desempeña
un papel decisivo. Lo que la historia enseña hasta el presente es que las técnicas y
principios federales no se han dirigido a destruir Estados, aunque ciertamente podrían haber
producido esos efectos, lo que resulta posible en teoría, como es fácil de entender, dado que
una descentralización sin límites y una centrifugación constante acabarían por hacer
desaparecer, antes o después, cualquier Estado del planeta. Y no han tenido tal finalidad por
una sencillísima razón: porque los sistemas federales los han consolidado sociedades y
partidos que, más allá de sus diferencias, tenían como objetivo primordial la construcción
de un Estado nación y no su destrucción. En los procesos de construcción de la mayoría de
los Estados federales el único nacionalismo significativo ha sido el del Estado nación que
pretendía construirse y no los de los territorios que iban a formar parte de él, lo que no
significó, por supuesto, que todos los partidos y los sectores de la sociedad estuvieran de
acuerdo sobre el grado de centralización, según lo demuestra palpablemente la experiencia
americana358. La de nuestro país, tras un primer período en que el modelo autonómico
parecía haberse encauzado hacia una paz federal que podría haber contribuido a la
definitiva consolidación de esa «patria común e indivisible de todos los españoles» de la
que habla el artículo 2.º de la Constitución, ha acabado volviendo por sus fueros —los del
brevísimo período de la Primera República y el poco más extenso de la Segunda—359, lo
que ha estado en el origen de una paradoja tan trágica como difícil de creer: que uno de los
Estados más descentralizados del planeta lleve años enfrentándose a crisis secesionistas que
se han ido agravando a medida que el Estado de todos se achicaba más y más.
Derecho de autodeterminación y pervivencia del Estado

El supuesto derecho que, según los nacionalistas, tendrían el País Vasco, Galicia o
Cataluña a decidir sobre su futuro como pueblo y a determinar, en consecuencia, la relación
que desearían mantener con el Estado del que desde hace centurias forman parte se ha
teorizado a partir de la afirmación del hipotético carácter plurinacional de España y de la no
menos hipotética naturaleza nacional de tales territorios. Es ese un camino que, sin
embargo, no conduce a parte alguna. Escribía el gran historiador británico Eric Hobsbawm
ya hace años que el problema de las naciones «es que no hay forma de decirle al observador
cómo se distingue una nación de otras entidades a priori, del mismo modo que podemos
decirle cómo se reconoce un pájaro, o cómo se distingue un ratón de un lagarto. Observar
naciones resultaría sencillo si pudiera ser como observar a los pájaros»360. ¿Cómo
dudarlo? Ciertamente, la afirmación o negación de la naturaleza nacional de un territorio no
estatal depende solo del punto de vista que adopte el que la afirma o el que la niega. Nadie
duda de que Francia, Italia o Alemania son naciones por una sencillísima razón: porque
toda la comunidad internacional les reconoce esa condición, lo que provoca que su
consideración como naciones que son la base de un Estado se convierta en un hecho
objetivo difícilmente discutible sin caer en el ridículo. Pues bien: al igual que Francia, Italia
o Alemania, España es una nación porque así es reconocida como tal en todo el mundo y
porque, como otras muchas, entre ellas las tres ahora citadas, pertenece a organizaciones
inter o supranacionales (ONU, OTAN o UE) en tanto que Estado nacional, es decir, en tanto
que Estado construido sobre la base de la comunidad nacional que le sirve de soporte.
Y ello más allá de su historia, su lengua común o su cultura compartida, sobre las
que cabe hacer —sobre las que, de hecho, se vienen haciendo por los nacionalismos
periféricos desde hace muchos años— todo tipo de jerigonzas. ¿Puede decirse lo mismo,
por ejemplo, de Córcega, Baviera, la Padania o Cataluña? ¿Son naciones por el simple
hecho de que así lo sostengan los diferentes movimientos nacionalistas que existen allí hoy
o han existido en el pasado? La respuesta afirmativa a esas preguntas es todo menos
evidente. Y no lo es porque, de hecho, la mera enumeración del amplísimo listado de
movimientos políticos existentes en Europa que defienden en la actualidad el derecho a
decidir de sus regiones respectivas pone de relieve una circunstancia muy perturbadora a
poco que se reflexione sobre ella. Esos movimientos regionalistas o nacionalistas, que
adoptan distintas formas y defienden diferentes reivindicaciones (desde la independencia
hasta la autonomía regional pasando por la confederación), están presentes al menos en 22
Estados nacionales: en Albania, Alemania, Bélgica, Bosnia-Herzegovina, Croacia,
Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Italia, Macedonia, Moldavia, Montenegro, Países
Bajos, Polonia, Portugal, Reino Unido, República Checa, Rumanía, Rusia, Serbia y Suecia.
El hecho de que en bastantes de ellos, incluso en los de tipo federal361, existan además
diferentes reivindicaciones nacionalitarias, que afectan a más de un territorio por Estado,
supone algo evidente: que el eventual reconocimiento de un hipotético derecho a decidir en
todos ellos podría convertir a nuestro continente en un conjunto de reinos o repúblicas de
taifas absolutamente delirante.
La Europa que hemos ido construyendo desde el último tercio del siglo XIX por
agregación de territorios soberanos (recordemos la unificación alemana o italiana) en un
proceso que ha sufrido, es verdad, importantes pasos hacia atrás —sobre todo tras el final
de la Primera Guerra Mundial y, siete décadas después, tras la caída del muro de Berlín y la
quiebra de algunos Estados socialistas362— se convertiría, de aceptarse todas o la mayor
parte de las reivindicaciones nacionalistas, en un macizo de mini-Estados que haría a la
Unión Europea no solo absolutamente ingobernable sino decididamente inútil. Por decirlo
con las sabias palabras de Ernest Gellner, quien argumenta por elevación de Europa al
mundo entero: «En la tierra hay gran cantidad de naciones potenciales. Del mismo modo,
nuestro planeta no puede albergar más que un número limitado de unidades políticas
autónomas e independientes. Cualquier cálculo sensato arrojaría probablemente un número
de aquellas (de naciones en potencia) muchísimo mayor que el de Estados factibles que
pudiera haber. Si este razonamiento o cálculo es correcto, no todos los nacionalismos
pueden verse realizados en todos los casos y al mismo tiempo. La realización de unos
significa la frustración de otros»363.
Tan innegable realidad no parece afectar sin embargo en absoluto a los partidos o
movimientos portadores de reivindicaciones independentistas, que, observándose nada más
su propio ombligo, aspiran a la secesión con júbilo similar al demostrado por el municipio
de Jumilla durante la Primera República española, cuando, en un acto de desvarío territorial
inenarrable, las flamantes autoridades del cantón allí creado expresaron un benéfico deseo:
¡«Estar en paz con las naciones extranjeras y, sobre todo, con la nación murciana»!
¿Alguien da más? Ha sido al servicio de la aludida reivindicación secesionista que el
nacionalismo vasco, primero, y el catalán, con posterioridad, han teorizado un supuesto
derecho a decidir que no es otro que el de los pueblos a la autodeterminación, derecho este
último que, considerado en sus términos precisos, no podrían reivindicar —de ahí
probablemente el cambio de denominación— ni uno ni otro territorio ni, por supuesto,
ninguno de aquellos donde existen movimientos nacionalistas (Galicia o las Islas Baleares,
por ejemplo) que de él también se han hecho portadores. Y es que, sea o no sea una nación
cualquiera de las diferentes Comunidades Autónomas que acabo de citar —proposición
que, como he apuntado ya, depende solo de criterios ideológicos por su propia naturaleza
discutibles—, lo que parece obvio es que ninguna de ellas constituye un territorio sujeto a
dominio colonial.
¿O es que son el País Vasco o Cataluña (o Galicia o las Islas Baleares) colonias del
Estado español? No cabe argumentar con seriedad tal disparate. De lo que se deduce una
evidente conclusión: que, no siéndolo, resulta imposible reclamar el ejercicio de un
derecho, el de autodeterminación, concebido en los instrumentos jurídicos internacionales
en los que ha sido formulado como el que tienen los pueblos sometidos al yugo colonial a
ser consultados sobre su voluntad de dependencia o libertad. De este modo, cuando, muy
tempranamente, el presidente norteamericano Woodrow Wilson formuló sus Catorce Puntos
de 1918, incluyó uno, el 5.º, en el que se proclamaba el «reajuste de las reclamaciones
coloniales, de tal manera que los intereses de los pueblos merezcan igual consideración que
las aspiraciones de los gobiernos, cuyo fundamento habrá de ser determinado, es decir, el
derecho a la autodeterminación de los pueblos». Fue después la ONU la que, en diferentes
resoluciones, proclamó ese derecho364, que aparecerá vinculado en todas ellas a
situaciones políticas de dominio colonial365. Así, en la Resolución 1514, de 14 de
diciembre de 1960, sobre concesión de independencia a los países y pueblos coloniales, se
disponía que «la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación
extranjeras constituye una negación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a
la Carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y de la cooperación
mundiales» (punto 1). Un principio al que se engarzará otro a la luz del cual el que acabo
de citar debe ser interpretado: que «todo intento encaminado a quebrantar total o
parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los
propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas» (punto 6). Un día después de la
aprobación de la Resolución 1514, adoptó Naciones Unidas otra, la 1541, que contemplaba
tres posibilidades para hacer efectiva la autodeterminación de territorios coloniales: que
aquellos pasasen a configurarse como Estados soberanos e independientes, a asociarse
libremente a un Estado independiente o a integrarse, con idéntica libertad, en uno de ellos.
Al año siguiente de la adopción de ambos documentos, volvió la ONU a ocuparse
de un problema que tenía entonces una importancia política central en las relaciones
internacionales —la Resolución 1654, de 27 de noviembre de 1961, que procederá a
establecer un comité especial de descolonización366—, y volvió a hacerlo una década
después, en la Resolución 2625, de 24 de octubre de 1970. En esa Declaración relativa a
los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la
cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas,
reiterará la Asamblea General un principio ya afirmado previamente: que «ninguna de las
disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o
fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la
integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de
conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los
pueblos antes descritos, y estén, por tanto, dotados de un gobierno que representa a la
totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o
color», de modo que «todo Estado se abstendrá de cualquier acción dirigida al
quebrantamiento parcial o total de la unidad nacional e integridad territorial de cualquier
otro Estado o país»367.
Aceptada, pues, la obviedad de que ninguna de las Comunidades españolas es una
colonia, la pregunta parece de cajón: ¿existe base jurídica en los documentos
internacionales relativos a la autodeterminación de los pueblos para sostener las
pretensiones secesionistas sobre el ejercicio de eso que han dado en denominar derecho a
decidir? La respuesta no ofrece duda alguna: en absoluto. Muy lejos de ello, lo que con
toda claridad se deriva de las resoluciones mencionadas es una taxativa prohibición para
que las instituciones de cualquiera de las regiones españolas inicien acciones que pudieran
perseguir, en palabras de la Resolución 2625, «quebrantar o menospreciar, total o
parcialmente, la unidad nacional y la integridad territorial de un Estado soberano e
independiente» que, como acontece en el caso de España, «se conduce con toda claridad de
conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los
pueblos» (en el sentido en el que se refiere a tal principio el Pacto de Derechos Civiles y
Políticos) y que «está dotado de un gobierno que representa a la totalidad del pueblo
perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color».
La evidencia palmaria de que las pretensiones del secesionismo carecen del más
mínimo fundamento al no poder arrogarse, bajo la fórmula de un inexistente derecho a
decidir, el ejercicio del derecho a la autodeterminación que diversas resoluciones de
Naciones Unidas reconocen a los pueblos sometidos a dominio colonial debe, en todo caso,
combinarse con la no menos obvia interpretación que, según se ha visto ya, ha realizado
reiteradamente el Tribunal Constitucional de los principios contenidos al respecto en la
Constitución. Y de forma sobresaliente, claro está, del que proclama que la soberanía
nacional reside en el pueblo español y del que dispone la indisoluble unidad de la nación
española, patria común e indivisible de todos los españoles368. Ambos principios, unidos a
otros, como el que otorga al Estado la competencia exclusiva para autorizar la convocatoria
de consultas populares por vía de referéndum369, convierten las reivindicaciones
secesionistas del nacionalismo vasco o del catalán no solo en radicalmente
inconstitucionales, sino que eliminan de raíz cualquier base jurídica sobre la que sostener la
demanda de que el pueblo de cualquier región o nacionalidad española sea consultado, a
través de un referéndum, sobre su voluntad de separarse de España370. Cuando esa
demanda, rompiendo los más elementales principios de lealtad institucional y respeto al
orden democrático, acaba sirviendo de disculpa para la organización de una auténtica
secesión política, dirigida desde las instituciones que tienen la obligación de cumplir y
hacer cumplir la ley —y eso es exactamente lo sucedido en Cataluña entre finales de 2017 y
principios de 2018—, se rompen todos los diques que hacen posible el normal
funcionamiento del Estado constitucional, que es, antes que nada y por encima de todo, un
Estado de derecho. Lo expresaré, ya para terminar, con las palabras que un día utilizó
Manuel Azaña, personaje histórico, por lo demás, nada sospechoso de no entender o no
querer resolver el ya entonces denominado problema catalán371: «Somos demócratas, y
por serlo, tenemos una regla segura: la ley. ¡La ley! La ley tiene dos caras. Por una parte es
una norma obligatoria para todos los ciudadanos; pero es también un instrumento de
gobierno, y se gobierna con la ley, con el Parlamento, y una democracia se disciplina
mediante la ley, que el Gobierno aplica bajo su responsabilidad. No se puede gobernar una
democracia de otra manera»372. No está de más volver a recordarlo cuando parecen ser
tantos los que creen que sí se puede y sí se debe.
321 He analizado ese proceso en mi libro El laberinto territorial español. Del
Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, Madrid, Alianza Editorial, 2014, pp. 186-
204.
322 Ernest Gellner, Naciones y nacionalismos, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp.
13-14 y 19.
323 Ibidem, p. 80.
324 Tania Groppi, Il Federalismo, Bari, Editora Laterza, 2004, p. 11.
325 He estudiado esa gran variedad en mi libro Los rostros del federalismo, Madrid,
Alianza Editorial, 2012.
326 En mi libro Nacionalidades históricas y regiones sin historia. A propósito de la
obsesión ruritana, Madrid, Alianza Editorial, 2005, p. 83.
327 K. C. Wheare, Federal Government, Oxford University Press, 4.ª edición, 1963,
p. 11.
328 Daniel J. Elazar, Exploración del federalismo, Madrid, Hacer, 1990, p. 32. La
edición original en inglés, Exploring Federalism, fue publicada por The University of
Alabama Press en 1987.
329 Ronald L. Watts, Sistemas federales comparados, Madrid, Marcial Pons, 2006,
p. 89.
330 En la misma línea, Eliseo Aja, El Estado autonómico. Federalismo y hechos
diferenciales, Madrid, Alianza Editorial, 2.ª edición, 2003.
331 José Tudela, Mario Kölling y Fernando Reviriego (coords.), Calidad
democrática y organización territorial, Madrid, Marcial Pons, 2018.
332 Proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2005 (libro amarillo,
capítulo VII: Financiación de los entes territoriales), pp. 178-179. Esa tendencia se
mantendría en el tiempo, con pequeñas variaciones: 2007 (22 % administración central:
AC; 36 % Comunidades Autónomas: CCAA; 14 % corporaciones locales: CL; y 28 %
Seguridad Social: SS), 2008 (21 % AC; 36 % CCAA; 14 % CL y 29 % SS), 2009 (21 %
AC; 36 % CCAA; 14 % CL y 29 % SS), 2010 (21 % AC; 35 % CCAA; 13 % CL y 31 %
SS) y 2011 (22 % AC; 34 % CCAA; 12 % CL y 32 % SS). Los datos, procedentes de la
Intervención General de la Administración del Estado, pueden consultarse en Avance de la
actuación económica y financiera de las Administraciones Públicas 2011, p. 48 y cuadro
III.3 (Distribución sectorial de los empleos no financieros de las Administraciones
Públicas). El citado informe está disponible en http://www.igae.pap.meh.es (consultado en
2018).
333 «En situaciones de crisis económica, el gasto en prestaciones por desempleo o
en intereses de la deuda aumenta sustancialmente, incrementando así el porcentaje de gasto
público gestionado por el Estado central en detrimento del resto de Administraciones. En
concreto, en España en 2013 las Comunidades Autónomas gestionaban el 31,8 % del gasto
público total, mientras que en 2007 se encargaban del 36 %». Álvaro María Nadal Belda,
«El tamaño de las administraciones públicas. La composición del gasto público», en Nueva
revista de Política, Cultura y Arte, 29 de octubre de 2015.
334 Álvaro María Nadal Belda, «El tamaño de las administraciones públicas. La
composición del gasto público», cit.
335 Informe sobre la clasificación funcional del gasto público. Análisis por grupos
de función. 2012-2016, p. 6, en http://www.igae.pap.minhafp.gob.es/sitios/igae/es-
ES/ContabilidadNacional/infadmPublicas/Documents/AAPP_A/Funcional
%20AAPP_2012_2016.pdf (consultado en 2018).
336 Resulta interesante destacar que la mayor parte de ese casi 21 % de empleados
de la administración central se reparten en las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado
(5,6 %) y las fuerzas armadas (4,8 %), de modo que tan solo el 8,3 % son empleados de la
administración general del Estado. Todos los datos proceden del registro de personal al
servicio de las administraciones públicas del Ministerio de Hacienda y Función Pública.
337 Eliseo Aja, El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, cit., pp.
97-102.
338 Me he referido a ello en Los rostros del federalismo, cit., pp. 184-193.
339 Véase mi libro La Constitución de 1978, Madrid, Alianza Editorial, 2.ª edición,
2011, pp. 317-319.
340 Lo he analizado en mi trabajo «La política y el derecho: veinte años de justicia
constitucional y democracia en España. Apuntes para un balance», en Teoría y Realidad
Constitucional, n.º 4 (1999), pp. 241-272.
341 Ronald L. Watts, Sistemas federales comparados, cit., p. 130.
342 Por ejemplo, Miquel Roca, uno de los siete padres de la Constitución, quien en
una entrevista concedida con motivo de la celebración del 35 aniversario de la Constitución
sostenía: «Alguien me tiene que explicar las diferencias entre el Estado federal y el
autonómico. Yo no las sé. El Estado autonómico, en la práctica, tiene muchísima similitud,
muchísima, con un Estado federal», en El País, de 2 de diciembre de 2013.
343 Santiago Muñoz Machado, Informe sobre España. Repensar el Estado o
destruirlo, Barcelona, Crítica, 2012, p. 34.
344 Para entender la trascendencia de este sistema abierto de reparto de
competencias y sus problemas debe verse Informe del Consejo de Estado sobre la reforma
constitucional, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006. Y también
Francisco Rubio Llorente, «Sobre la conveniencia de terminar la Constitución antes de
acometer su reforma» y «Sobre la posibilidad de reformar la Constitución y la conveniencia
de hacerlo», ambos en La forma del poder. Estudios sobre la Constitución, Madrid, Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales, 2012, vol. II, pp. 817-824 y 825-834.
345 Imprescindible el brillante análisis de Eva Sáenz Royo, Desmontando mitos
sobre el Estado autonómico, Madrid, Marcial Pons, 2014.
346 Juan Fernando López Aguilar, Estado autonómico y hechos diferenciales,
Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1988.
347 Eliseo Aja, El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, cit., pp.
185-190.
348 He intentado distinguir con claridad tres realidades que frecuentemente se
confunden (diversidad, deshomogeneidad y asimetría) en mi libro Los rostros del
federalismo, cit., pp. 219-238.
349 Tal es la situación de Bélgica desde los años noventa y la de Quebec en Canadá.
Me he referido a ello en Los rostros del federalismo, pp. 329-353.
350 José Álvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX,
Madrid, Taurus, 2001.
351 La adicional primera determinaba que «la Constitución ampara y respeta los
derechos históricos de los territorios forales» y que «la actualización general de dicho
régimen foral se llevará a cabo, en su caso, en el marco de la Constitución y de los
Estatutos de Autonomía». La transitoria segunda preveía un proceso de acceso privilegiado
a la autonomía para los territorios «que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente
proyectos de Estatuto de autonomía y cuenten, al tiempo de promulgarse esta Constitución,
con regímenes provisionales de autonomía», perífrasis con la que se hacía referencia a
Cataluña y al País Vasco, aunque, inevitablemente, benefició también a Galicia. Lo he
explicado en mi libro La Constitución de 1978, cit., pp. 228-234.
352 Javier Pradera, «La liebre y la tortuga. Política y administración en el Estado de
las autonomías», en Claves de Razón Práctica, n.º 38 (1993), pp. 24-33.
353 He reconstruido con gran detalle todos esos desafíos en mi libro El laberinto
territorial español. Del Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, cit., pp. 264 y ss.
354 Artículo 150 de la Constitución. Y Eduardo García de Enterría, La revisión del
sistema de autonomías territoriales: reforma de Estatutos, leyes de transferencia y
delegación, federalismo, Madrid, Civitas, 1988.
355 Anna Mastromarino, Belgio, Bolonia, Il Mulino, 2012.
356 He reflexionado los casos belga y español en Los rostros del federalismo, cit.,
pp. 322 y ss.
357 Sofia Ventura, «Federalismo per associazione e federalismo per devoluzione»,
en Sofia Ventura (ed.), Da Stato unitario a Stato federale. Territorializzazione della
politica, devoluzione e adattamento istituzionale in Europa, Bolonia, Il Mulino, 2008, pp.
21-22.
358 He analizado la evolución del federalismo estadounidense en Los rostros del
federalismo, cit., pp. 239-260.
359 Joaquín Varela Suanzes-Carpegna y Santiago Muñoz Machado, La
organización territorial del Estado en España. Del fracaso de la I República a la crisis del
Estado autonómico (1873-2013), Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2013. Y
también la primera y la segunda parte de mi libro El laberinto territorial español. Del
Cantón de Cartagena al secesionismo catalán, centradas, respectivamente, en las
experiencias españolas de la Primera y la Segunda República, pp. 23-164.
360 Eric J. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica,
1992, p. 13.
361 Me he referido a ello en mi libro La construcción de la libertad. Apuntes para
una historia del constitucionalismo europeo, Madrid, Alianza Editorial, 2010, pp. 320-331,
y a la diversidad interna de los Estados federales en Los rostros del federalismo, cit., pp.
37-45.
362 Véase de nuevo La construcción de la libertad. Apuntes para una historia del
constitucionalismo europeo, cit., pp. 284-290.
363 Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp.
14-15 (la cursiva en el original).
364 Segundo Ruiz Rodríguez, La teoría del derecho de autodeterminación de los
pueblos, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998.
365 Javier Ruipérez, Constitución y autodeterminación, Madrid, Tecnos, 1995, pp.
47 y ss.
366 Las resoluciones pueden consultarse en
www.un.org/es/decolonization/ga_resolutions.shtml (consultado en 2018).
367 La Resolución 2625 puede consultarse en
www.un.org/spanish/documents/ga/res/25/ares25.htm (consultado en 2018).
368 Sobre todo la sentencia del Tribunal Constitucional 259/2015, de 2 de
diciembre de 2015.
369 Por si pudiese quedar al respecto alguna duda sobre el alcance de esa previsión
constitucional, el propio Estatuto catalán dispone que «corresponde a la Generalitat la
competencia exclusiva para el establecimiento del régimen jurídico, las modalidades, el
procedimiento, la realización y la convocatoria por la propia Generalitat o por los entes
locales, en el ámbito de sus competencias, de encuestas, audiencias públicas, foros de
participación y cualquier otro instrumento de consulta popular, con excepción de lo previsto
en el artículo 149.1.32 de la Constitución» (la cursiva es mía).
370 Lo he argumentado en mi trabajo «Contribución a la refutación de tan diestras
mentiras», en Cuadernos de Alzate, n.º 46-47 (2013), pp. 63 y ss.
371 Me he referido a ello en mi libro El laberinto territorial español. Del Cantón
de Cartagena al secesionismo catalán, cit., pp. 393 y ss.
372 Las palabras forman parte de un discurso pronunciado por Azaña ante la
Asamblea del Partido de Acción Republicana el 28 de marzo de 1932.
EPÍLOGO

¿ES NECESARIO REFORMAR LA CONSTITUCIÓN?

El aprendizaje es experiencia. Todo lo demás es información.


ALBERT EINSTEIN

El 16 de abril de 1862 el abogado y político socialista Ferdinand Lassalle pronunció


una conferencia en una agrupación local liberal-progresista de Berlín que, por muy buenas
razones, ha pasado a la historia como una obra clásica del pensamiento político moderno.
En ella se preguntaba el dirigente de la izquierda sobre el elemento medular que define la
verdadera naturaleza de las Constituciones, pregunta a la que el notable conferenciante
daba una respuesta que ponía en relación la constitución material de un país con su
Constitución jurídica, escrita o normativa. Más allá del tono crítico con que, en una
compleja coyuntura de la historia de Alemania, formula Lassalle su teoría373, esta resulta
de extraordinaria utilidad para entender la eficacia normativa de las Constituciones y, en
concreto, para explicar por qué la de 1978 ha sido capaz de regular la vida política
española, en paz y en libertad, durante mucho más tiempo que la de 1931: «He ahí, pues,
señores, lo que es, en esencia, la Constitución de un país: la suma de los factores reales de
poder que rigen en ese país», sostenía Lassalle, para añadir, de inmediato, insistiendo en la
relación existente entre tal definición sociológica y la de la Constitución jurídica: «Se
cogen esos factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da expresión
escrita, y a partir de este momento, incorporados a un papel, ya no son simples factores
reales de poder, sino que se ha erigido en derecho, en instituciones jurídicas [...]»374. La
Constitución de 1978 expresó de un modo extraordinariamente fiel los factores reales de
poder existentes en la España del momento de su elaboración, factores que se mantuvieron
sin cambios sustanciales durante un largo período de tiempo, lo que explica el éxito rotundo
de nuestra vigente ley fundamental: no solo la duración del texto sino el alto grado de
acuerdo político y social existente en torno a él. Fueron la evolución de los acontecimientos
y los cambios de diverso tipo que de tal evolución se han derivado los que, como no podía
ser de otra manera, han acabado provocando una cierta fatiga de algunos de los materiales
con los que la Constitución fue construida y, en consecuencia, han terminado por situar la
cuestión de la reforma en el primer plano de la política española. Para enfrentarnos a ella no
deberíamos olvidar, en todo caso, el profundo significado de la sabia reflexión encerrada en
la frase que, atribuida a Albert Einstein, abre la parte final del análisis que he tratado de
ofrecer al lector en este libro: que la larga experiencia democrática acumulada por la
España constitucional ha dado lugar a un aprendizaje muy profundo sobre los problemas
constitucionales y, lo que es aún más importante, sobre el grado —en ocasiones muy
limitado— en que las previsiones constitucionales y, por ende, su reforma pueden hacer
frente a ciertos problemas políticos. No conviene por eso despreciar ese aprendizaje para
dejarse llevar por la baraúnda de información coyuntural, partidistamente interesada y, no
pocas veces, falta del más mínimo rigor, sobre las reformas constitucionales que
supuestamente España necesita. Baraúnda en medio de la cual no es posible muchas veces
distinguir el grano de la paja. Esa es la razón por la que para responder a la pregunta que da
título a este epílogo comenzaré sentando algunos criterios que considero indispensables
para adentrarse en el debate sobre si hay o no que reformar la Constitución.
Tres ideas fuerza sobre el cambio constitucional

1.ª. Las Constituciones no se reforman para ponerlas al día sino con la finalidad de
favorecer el arreglo de problemas cuya solución sería, sin el cambio constitucional,
imposible o más difícil. Ya el político liberal británico Thomas Babington Macaulay apuntó
en su día que mientras las naciones marchan al trote, las Constituciones van a pie, de lo que
cabe deducir una verdad incontestable: que es vana la pretensión de que las segundas se
mantengan en estado de permanente actualidad. Sus reformas no deben perseguir ese
objetivo ni plantearse por el mero prurito de darle cumplimiento, sino uno mucho más
razonable y realista: permitir que la reforma abra la vía a la solución de uno o más
problemas que la redacción del texto constitucional vigente en un momento determinado
dificulta. Basta, a ese respecto, con dar un repaso general a algunos de los textos que son o
han sido en el pasado un referente histórico esencial del constitucionalismo para comprobar
que en todos ellos se contienen normas obsoletas, lo que no parece preocupar en exceso a
quienes podrían proceder a ponerlas al día mediante la reforma. Por lo demás debe tenerse
en cuenta que la vía más frecuente de adaptación de las Constituciones a la realidad del
tiempo en el que viven no es la de su reforma sino la de su interpretación por parte de los
operadores (jueces y parlamento) a quienes corresponde realizarla. La labor de
aggiornamento a través del desarrollo legislativo y la de la jurisprudencia de los tribunales
(sobre todo de aquellos que tienen en gran medida como misión llevarla a cabo, según es el
caso de los tribunales constitucionales) es la que explica que textos elaborados hace
décadas o incluso hace más de una o dos centurias hayan podido sobrevivir a pesar de que
el número de reformas que han experimentado haya sido siempre menor que el de los
cambios derivados de una vertiginosa realidad. Si se me permite la metáfora, la
Constitución es un esqueleto que se va llenando de músculo con el transcurso del tiempo y
es precisamente el mantenimiento vivo de esa musculatura mediante la acción legislativa y
judicial lo que permite que con un número de reformas limitadas el esqueleto puede seguir
sirviendo al corpus constitucional de soporte efectivo y eficaz.
2.ª. Decidido que la resolución de uno o más problemas políticos exige proceder a la
reforma de la Constitución, cualquier operación dirigida a culminarla se enfrenta en el
mundo democrático actual a una cuestión fundamental: la consistente en definir con una
razonable precisión los cambios concretos que deberían adoptarse en una norma que tiene
la estabilidad por vocación. Y es que las Constituciones, no debemos olvidarlo, nacen
siempre con esa pretensión: la de mantenerse en el tiempo y servir de marco de juego a
largo plazo, aunque luego, por circunstancias políticas, tal posibilidad pueda acabar
finalmente por frustrarse. De ello se deduce, en buena lógica jurídica y política, una regla
de conducta a la que quienes deciden impulsar una reforma constitucional habrán de
sujetarse si desean de verdad que aquella se vea coronada por el éxito: plantear un
programa de cambios que expresa con claridad los problemas que quieren resolverse y cuyo
contenido resulte, en consecuencia, coherente con ese objetivo primordial. Todo lo que sea,
por tanto, hablar de objetivos genéricos a alcanzar (por ejemplo, y entre otros que se citan
en España con frecuencia, reforzar las libertades y derechos, resolver el problema
territorial, mejorar la calidad de la democracia o reformar el sistema electoral) sin
especificar con cierto detalle qué reformas concretas del articulado de la ley fundamental
deberían acometerse para lograrlos, no puede sino conducir a la confusión y acabar por
hacer imposible la realización de la reforma. En realidad todo ello está directamente
relacionado con lo que de inmediato se expondrá, pues solo sobre proyectos jurídicamente
perfilados es posible trenzar acuerdos para sacar adelante las reformas de las que se trate en
cada caso.
3.ª. La última de las ideas fuerza sobre la reforma que me parece indispensable dejar
clara se refiere a que su plasmación práctica exige siempre construir un acuerdo político
que permita superar el procedimiento por medio del cual la citada aspiración a la
estabilidad se manifiesta en gran parte de las Constituciones elaboradas a lo largo de la
historia y, desde luego, en todas las aprobadas desde finales del siglo XIX: hablo,
obviamente, de la denominada rigidez constitucional375. Es decir, de la previsión de
procedimientos especiales para la reforma de la ley fundamental cuyo cumplimiento exige
lograr un consenso parlamentario muy superior al necesario para la aprobación de las leyes
ordinarias: mayorías cualificadas, aprobación de la reforma por legislaturas sucesivas o
convenciones expresamente destinadas a tal finalidad y ratificaciones populares de la
reforma a través de referéndum. Reformar una Constitución supone, pues, que antes de
meterse de lleno en el que, de otro modo, sería un incierto proceso, sus impulsores sean
capaces de trabar acuerdos políticos de base que asegure al cambio constitucional el
indispensable sostén con el que alcanzar las exigencias derivadas de la rigidez de la ley
fundamental. La política de reforma constitucional debe ser siempre, en consecuencia,
política de Estado y nunca política de partido, esa en la que unas u otras fuerzas proponen
cambios con un único objetivo que, aun sin explicitarse, puede llegar a aparecer tan claro
como el agua: convertir la cuestión de la reforma en un campo de batalla entre las fuerzas
que constituyen los pilares sobre los que reposa políticamente la ley fundamental. Y es que
el comportamiento partidista más seguro para que una reforma constitucional acabe
embarrancando no es otro que plantearla como una batalla política en la que el objetivo no
es llegar al acuerdo de reforma, sino denunciar al partido o los partidos que se han negado a
suscribirlo. La política de la reforma constitucional no puede nunca plantearse como un
ámbito para ganar apoyos electorales frente a las fuerzas cuyo respaldo sería necesario para
que tal reforma se aprobase, porque, de hacerlo de ese modo, la modificación de la ley
fundamental acabaría por aparecer finalmente como lo que en ese caso sería en realidad:
una esfera más de la competición electoral entre partidos, competición sin duda legítima e
indispensable en democracia, pero poco adecuada para llegar a los amplísimos acuerdos
políticos que necesita la reforma de cualquier Constitución.
La propuesta de reforma del Gobierno Zapatero

Aunque la idea de una eventual reforma de nuestra Constitución comenzó a


manejarse al poco tiempo de aprobarse la ley fundamental a cuenta del posible cambio en la
naturaleza y las funciones del Senado, lo cierto es que no será sino mucho después cuando
termine por formalizarse un proyecto político específico: el que el ejecutivo de Rodríguez
Zapatero envió al Consejo de Estado a principios del año 2005 para que aquel emitiese su
dictamen preceptivo. En tal sentido el Gobierno sometía a la consideración de su supremo
órgano consultivo cuatro modificaciones de nuestra ley fundamental: la supresión de la
preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono, la recepción en la Constitución
del proceso de construcción europea, la inclusión en ella de la denominación de las
Comunidades Autónomas y, ¡cómo no!, la reforma del Senado376.
Por su naturaleza, esas propuestas de reforma se dividían en dos grupos. Por un
lado, las tres primeras, que reunían cuatro características comunes: la claridad del objetivo
que las mismas perseguían, la facilidad para plasmarlas en el texto de la Constitución, su
nula problematicidad en términos de respaldo por parte de la opinión pública y consenso
partidista y la relativa irrelevancia práctica de al menos dos de ellas. De al menos dos, en
efecto, pues ni el eventual reflejo en el texto de la Constitución de la entrada en la Unión
Europea, ni la inclusión en él de la denominación de nuestras Comunidades y Ciudades
autónomas planteaban ningún tipo de problema ni tenían relevancia: sin que se hubieran
producido tales reformas, y sobre la base de lo previsto en la cláusula de apertura contenida
en la Constitución, España se había integrado en las Comunidades europeas, primero, y en
UE posteriormente; y se había convertido, además, con la profundización del modelo
autonómico, en un Estado federal. En contraste con ello, solo la eventual igualación del
varón y la mujer en la sucesión a la jefatura del Estado podría tener consecuencias políticas
de notable envergadura en el caso de que la reina de España, que aún no había tenido
descendencia cuando se propuso la reforma, fuera primero madre de una niña y luego de un
varón, caso en el cual la reforma resultaría indispensable para evitar que se aplicara la
preferencia del segundo prevista en la ley fundamental. Y a nadie se le escapaba, por
supuesto, que, dado que tal reforma exigiría en cualquier caso un referéndum, pues así lo
determina taxativamente la Constitución, aquel podría acabar convirtiéndose en la práctica
en un plebiscito sobre la monarquía. Pero, más allá de ese riesgo, las tres reformas
mencionadas no planteaban, insisto, ningún tipo de problema.
Muy distinta era la cuestión de la reforma del Senado, según se derivaba con toda
claridad de las propias cuestiones que el Gobierno planteaba al Consejo de Estado: cuáles
deberían ser las funciones del Senado, cuál su composición y su posición institucional en el
parlamento y cuáles las consecuencias que para el conjunto de la estructura constitucional
la cámara reformada supondría377. Se constataba con ello que ni había claridad en el
objetivo de la reforma ni facilidad para plasmarla en la Constitución, dada la falta de
acuerdo a ese respecto. Y es que la tesis de que el Senado debe reformarse responde en
realidad a una idea muy ampliamente compartida que constituye poco más que una
consigna repetida hasta el hartazgo: la de convertirlo en «una auténtica cámara de
representación territorial», lo que no es a todas luces, pese a lo dispuesto en el texto de la
Constitución que lo define de ese modo. La inercia de esa consigna, y con ella la confianza,
ciega en gran medida, de que la territorialización del Senado sería la clave de arco para
solucionar el problema que plantean en España los nacionalismos, se han mantenido hasta
la fecha. Tal es la razón por la cual me parece indispensable descubrir hasta qué punto tal
idea no es más que un mito, que conviene desmontar.
El mito del Senado como auténtica cámara de representación territorial

Comenzaré por dejar claro que no comparto la fe ni en las posibilidades de


territorialización efectiva de la cámara alta de las Cortes ni en las hipotéticas ventajas que
de aquella podrían derivarse para la solución del llamado problema nacional. Lejos de ello,
creo que la pretensión de convertir el Senado en una auténtica cámara de representación
territorial, sin duda tan bien intencionada como ingenua, solo puede conducir a la
frustración o a la melancolía por una simple y sencillísima razón: ¡porque tal tipo de
cámaras no existen! Es verdad que hay Senados que así son etiquetados con frecuencia,
pero lo cierto es que los que entre ellos suelen incluirse o no son de verdad territoriales o,
cuando sí, no son instituciones representativas378. Así lo prueban los casos paradigmáticos
de Estados Unidos y Alemania.
Ejemplo canónico de los llamados Senados federales, el de Estados Unidos fue
considerado desde la aprobación de su Constitución a finales del siglo XVIII como una
pieza clave de su sabio sistema de equilibrios. El hecho que convirtió al Senado
estadounidense en una institución de naturaleza federal no fue otro que la igualdad en la
representación en él del pueblo norteamericano: dos senadores por estado al margen de la
mayor o menor población de cada uno. Conviene subrayar, sin embargo, que la que ha
pasado a ser la característica distintiva del Senado estadounidense fue muy controvertida, y
se adoptó finalmente tras un pacto —el conocido como Compromiso de Connecticut—
cuyo objetivo no fue otro que evitar que la Convención constituyente saltara hecha pedazos.
Con el transcurso del tiempo, y tras la aprobación en 1913 de la XVII enmienda a la
Constitución, los senadores dejaron de ser designados por los parlamentos estatales —el
otro gran elemento originariamente caracterizador de su naturaleza federal— y pasaron a
ser elegidos directamente por el pueblo de cada uno de los estados de la Unión. De este
modo, el voto de los senadores, ya muy débilmente vinculado a las instrucciones recibidas
de los parlamentos estatales antes de la reforma constitucional, quedó después libre de
cualquier instrucción territorial. La cámara se nacionalizó y el voto de los senadores pasó a
vertebrarse, al igual que el de los miembros de la Cámara de Representantes, sobre la
disciplina de partido.
La peculiaridad del Consejo Federal germano o Bundesrat nace del hecho de ser
único en el mundo379. El órgano está formado por los presidentes o los ministros de los
diferentes Länder alemanes y su composición va cambiando en función del tema que se va
a tratar en la respectiva reunión del Bundesrat. El peso político que tienen en él los estados
federados es proporcional a su diferente población, por lo que cada uno se expresará en el
Consejo según la ponderación de votos prevista en la Constitución. En coherencia con esas
dos características, la propia norma constitucional dispone que los votos de cada estado
solo podrán emitirse en bloque, al estar territorialmente condicionados por las instrucciones
recibidas del gobierno del Land del que se trata en cada caso. Sobre el carácter territorial
del Bundesrat no cabe, por tanto, debatir: cada estado federado actúa con una sola voz, que
no es otra que la de su gobierno regional, y los miembros de la cámara votan siguiendo las
instrucciones del estado al que en cada caso representan (voto instruido). Tal cámara,
territorial sin duda alguna, no constituye, sin embargo, un auténtico órgano de
representación, pues no puede serlo el que no expresa la pluralidad política presente en los
estados. Tanto es así que, según lo ha subrayado con acierto Wilfried Röhrich, «más que
como una segunda cámara, [el Bundesrat] funciona como un segundo gobierno»380. En la
práctica, la territorialización del Consejo Federal no impide, en todo caso, que este actúe
también en gran medida siguiendo la dinámica de confrontación partidista y que en él le
hagan oposición al gobierno federal los ejecutivos federados de signo político diverso.
Es el desconocimiento o el olvido de la realidad comparada —que no hay en el
mundo verdaderas cámaras de representación territorial, pues, repito, las que cumplen la
primera condición (representatividad) incumplen la segunda (territorialidad), y viceversa—
lo que explica la existencia en nuestro país desde hace muchos años de un debate381 sobre
la territorialización del Senado en el que la inmensa mayoría de las propuestas
supuestamente dirigidas a alcanzarla están desprovistas, sin que a quien las formula parezca
importarle lo más mínimo, de cualquier cabal posibilidad de conseguir el objetivo que sus
autores tan ricamente le atribuyen382. Las más frecuentes son, desde luego, también las
más absurdas: las consistentes en sustituir la composición y el sistema de elección del
Senado ahora vigente —ciertamente demencial— por otro en el que, primero, el número de
senadores atribuidos a cada Comunidad fuese proporcional en mayor o menor grado a su
respectiva población; y, segundo, aquella elección se produjera a través de uno de estos dos
procedimientos: bien por medio del voto directo de los electores expresado en un único
distrito regional; bien, alternativamente, a través del pleno del respectivo parlamento
autonómico de forma proporcional al reparto de fuerzas políticas existente en cada uno. Es
verdad que esas opciones tendrían consecuencias diferentes desde el punto de vista de la
representatividad de los senadores elegidos, pues la proporcionalidad sería diferente, pero
las consecuencias de poner en marcha alguna de las alternativas apuntadas serían idénticas
desde la perspectiva de la hipotética territorialización del Senado resultante: nulas en
cualquiera de ambos casos.
Un Senado del tipo de los que acaban de apuntarse acabaría, sin duda, con la
demencia actual de una cámara en la que el número de senadores por Comunidad, lejos de
ser idéntico (como en Estados Unidos) o proporcional a la población (como, con sus
particularidades, en Austria o en Suiza), depende sobre todo del número de provincias de
cada territorio, de forma que a más provincias, sea cual sea su población, más senadores,
regla que provoca el pintoresco resultado de que Comunidades con menos población
(Castilla y León, sin ir más lejos) elijan más senadores que otras que la superan muy de
largo: Madrid o Cataluña, por ejemplo. Pero la racionalización de un Senado que constituye
un mayúsculo dislate no aportaría nada, sin embargo, en el terreno de su territorialización.
Designados directamente por el cuerpo electoral o indirectamente por los parlamentos
regionales, los nuevos senadores se organizarían en la cámara, como hasta ahora, por
afinidad partidista y votarían según ella y no con arreglo a su procedencia regional. Así las
cosas, y salvo casual coincidencia de los senadores de uno u otro territorio —coincidencia
que también ahora puede producirse—, no habría, pues, en ese Senado reformado una
posición territorial, unitaria que, como sucede en el Bundesrat alemán y solo en él,
manifestase con una sola voz la voluntad de cada territorio. Lejos de ello, en cada una de
las Comunidades, los senadores se agruparían por partidos para votar conjuntamente, lo que
daría lugar a tantas posiciones políticas en cada Comunidad como fuerzas estuvieran en
ellas representadas en el Senado. No habría, en suma, voto territorial, sino partidista, y no
habría, por tanto, representación territorial, sino político-ideológica. La misma que existe
ya en el Congreso de los Diputados, para decirlo claro y pronto.
Idéntico efecto tendría, por supuesto, optar por un Senado federal del tipo
norteamericano, con igual representación por Comunidad, donde, por ejemplo, Andalucía y
La Rioja tuviesen asignados el mismo número de senadores, pese a la inmensa diferencia
de población existente entre uno y otro territorio. El sistema sería, desde luego, otra vez,
más racional que el actual, pero la norteamericanización del Senado español no contribuiría
aquí tampoco, creo, para nada, a la perseguida territorialización. De aceptar las
Comunidades más pobladas tal reforma, lo que me atrevo a adelantar que parece harto
dudoso, tendríamos sin duda un Senado federal como el estadounidense, algo muy de
agradecer frente al adefesio ahora existente, pero ese Senado federal no sería, ni de lejos,
como no lo es el norteamericano, según se ha visto previamente, una cámara de
representación territorial. Es la solidez de tales argumentos la que ha llevado a los
defensores de la territorialización del Senado que sí saben de qué hablan a no andarse con
rodeos y a proponer que creemos en España una cámara similar al Bundesrat. Y la verdad
es que, sea cual fuere la opinión que merezca tal propuesta, no puede negársele la virtud de
ser la única que podría dar lugar a la aparición, al menos en teoría, de una auténtica
cámara de representación territorial. Tal idea presenta, sin embargo, dos problemas que la
hacen, a mi juicio, muy poco aconsejable.
El primero es tan obvio como fácil de explicar: la creación de un Bundesrat
acarrearía disfunciones que podrían terminar paralizando la capacidad de decisión del
parlamento nacional. Es decir, tal reforma sería peligrosa, porque provocaría un daño más
que probable, que sería una irresponsabilidad no subrayar. En efecto, conocida la dinámica
de constantes enfrentamientos que han mantenido el Gobierno español y los ejecutivos
regionales de signo político distinto, ese eventual nuevo Senado produciría efectos
perniciosos en la dinámica de nuestro régimen político y, de un modo muy especial, en la
acción legislativa de las Cortes. Lo que ha caracterizado en Alemania al Bundesrat ha sido
precisamente su gran capacidad para vetar las decisiones de la verdadera cámara
representativa del parlamento federal, el Bundestag, cuando la mayoría de uno y otro son de
signo político distinto, lo que acabó por provocar en Alemania tal parálisis política que no
quedó otro remedio que modificar en 2006 la Constitución de la República con la finalidad
de reducir drásticamente las posibilidades de veto del Consejo Federal383. ¿Qué cabría
esperar de un órgano representativo de los gobiernos de las Comunidades en un país donde
una parte de ellos, mayor o menor según las épocas, han estado dominados por fuerzas
políticas diferentes, durante cada legislatura de las Cortes, del partido que tenía mayoría en
el parlamento nacional? ¿No se reproduciría entonces en ese nuevo Senado, mediante una
constante y paralizante política de vetos, la dinámica de oposición territorial al Gobierno
central que en otras esferas ya nos es bien conocida, trátese de la negativa de algunos
gobiernos regionales a participar en las Conferencias de Presidentes o de la presentación
por parte de los gobiernos o de los parlamentos autonómicos de recursos de
inconstitucionalidad frente a las normas procedentes de las Cortes? ¿No fue la parálisis de
la acción del Estado, derivada de la desmesurada capacidad de vetar del Bundesrat, la que
forzó precisamente en Alemania la reforma constitucional de 2006 como único medio de
acabar con el constante juego de ping-pong entre las dos cámaras de su parlamento federal?
¿Es la importación de ese juego disparatado e irracional lo que queremos para España?
El segundo argumento contra, si se me permite el palabro, la bundesratización de
nuestro Senado es que además de peligrosa sería inútil, pues no resolvería el problema —la
integración política de los nacionalismos— que con ella se afirma querer solucionar. ¿Es
posible contribuir a alcanzar ese objetivo procediendo a la creación de un Bundesrat a la
española? No hay que ser muy pesimista para dar a esa pregunta una respuesta negativa.
Pues, de hecho, el Bundesrat, que tiene la naturaleza propia de las instituciones federales,
se caracteriza por la igualdad de la posición de los Länder o, si se prefiere, por su clara
simetría, la misma que sin desmayo han combatido los partidos nacionalistas en España.
Ciertamente, más allá del hecho de que el peso de cada uno de los Länder alemanes en el
Consejo Federal dependa, mediante el voto ponderado, de su respectiva población, ninguno
está respecto a los demás en una posición privilegiada. Frente a esa realidad, los políticos
más destacados que han querido ver en un nuevo Senado español territorializado el
principal instrumento de integración de los nacionalismos han defendido que la capacidad
de veto legislativo de la que tal cámara habría de gozar no tendría que ser, como en
Alemania, el resultado de la correspondiente votación de todos los representantes de los
Länder frente a la decisión del Bundestag, sino la consecuencia de una potestad para vetar
que debería estar en manos exclusivamente de algunos territorios: las denominadas
nacionalidades históricas y quizá alguno más. A nadie se le escapa, sin embargo, que
institucionalizar en un futuro Senado ese veto asimétrico y privilegiado resultaría
sencillamente inaceptable para la mayoría de los territorios españoles que en algún lugar he
denominado regiones sin historia, en contraposición a esas supuestas nacionalidades
históricas que, por cierto, la Constitución ni define, ni enumera, ni siquiera llega a
mencionar384. La conclusión, pues, parece clara: la única opción realista de reforma para
lograr una territorialización efectiva del Senado (crear un Bundesrat a la española, en el que
todas las Comunidades tuvieran la misma posición constitucional) no contribuiría en
absoluto a la integración de unos nacionalismos que siempre han rechazado la igualdad
constitucional de las Comunidades.
Todo lo que hasta ahora se ha apuntado suscita, claro, una cuestión insoslayable:
qué hacer con nuestro Senado si la única de las posibles reformas que cambiaría su
inutilidad para el sistema político español sería justamente la que podría convertirlo en un
órgano disfuncional para el funcionamiento del Estado, algo que al menos hoy no es. La
pregunta lleva, creo, incorporada la respuesta. Con el Senado solo cabe o no tocarlo, pues
uno como el actual —políticamente del todo irrelevante, pero inocuo— parece una opción
menos mala que otro que acabase siendo una fuente de bloqueos y conflictos
institucionales; o, solución alternativa, proceder pura y simplemente a suprimirlo, aunque
ello sea a costa de disgustar a los políticos profesionales que, ya en fase de desahucio en sus
partidos, recalan finalmente en el Senado después de haber perdido la oportunidad de
permanecer en las instituciones nacionales, locales, regionales o europeas.
Porque en España no tenemos un problema territorial: ¡tenemos dos!

Sea como fuere, lo cierto es que tanto las discusiones en torno a la reforma del
Senado como, en general, el debate español sobre la transformación de la organización
territorial del Estado han estado centrados en resolver el único gran problema que tal
modelo presenta de verdad, que es, por cierto, el que lo caracteriza a fin de cuentas frente a
los restantes Estados federales existentes en el mundo: el llamado problema nacional. Es
decir, el de cómo conseguir que los partidos nacionalistas, sobre todo los del País Vasco y
Cataluña, que, como mínimo desde finales de los años noventa, han venido oponiéndose al
sistema autonómico con la indisimulada intención de destruirlo, lo respeten y se integren en
él, para poder así convertirlo en el marco de desarrollo de la dialéctica centro-periferia
característica de todo orden político federalizado.
Por lo demás, no es necesario profundizar mucho en la comparación entre la España
de 1978 y la de hoy para llegar a la evidente conclusión de que la Constitución respondía a
una realidad política, económica, social y cultural, tanto nacional como internacional, que
ha experimentado mudanzas de una relevancia extraordinaria. Por eso si la pregunta sobre
la conveniencia o no de reformar nuestra ley fundamental hubiera que contestarse desde la
óptica de su puesta al día, que antes critiqué, la cosa no ofrecería muchas dudas: tras dos
reformas de escasa relevancia jurídica, aunque de importancia política indudable385, la
Constitución de nuestro Estado democrático —federal, moderno y europeo— es la misma
que se aprobó para hacer frente a los desafíos de un país que salía de una larga dictadura,
estaba fuertemente centralizado, donde elementos de indudable modernidad convivían con
otros de estremecedora antigüedad y que se había quedado fuera por completo del proceso
de unificación europea nacido de la firma del Tratado de Roma que en 1957 alumbró la
CEE. En consecuencia, sí, sin duda alguna: nuestra Constitución contiene muchas
previsiones que no se corresponden ya con la realidad de un país que ha cambiado a una
velocidad y con una intensidad que, para decir toda la verdad, suele ser en general más
admirada fuera de nuestras fronteras que por los propios españoles.
Pero ¿es esa la cuestión? Es decir, ¿debemos meternos en el complejísimo proceso
político y jurídico que una profunda modificación constitucional supone siempre solo
porque muchos han llegado, en un ambiente de confusión casi esperpéntico, a la errada
conclusión de que ponerla al día debe ser el objetivo primordial a perseguir con la reforma?
¿Debemos aceptar esa sandez, nacida de un pavoroso desconocimiento de la historia, de
que nuestra Constitución no es, en el fondo, verdaderamente democrática porque una parte
de la población española —la que no pudo participar en el referéndum de su ratificación—
no ha tenido la oportunidad de aceptarla o rechazarla con su voto? Porque una cosa es que
una reforma constitucional con claros objetivos y sólido consenso pueda favorecer un
proceso de integración intergeneracional a favor de un texto constitucional renovado y
sometido a nuevo referéndum, y otra totalmente distinta meterse en una operación de
reforma sin objetivo y sin acuerdos que acabaría muy probablemente por producir un efecto
justamente contrario al perseguido: disminuir el apoyo social al texto constitucional. El
inteligente lector deducirá sin duda mi respuesta a esas preguntas de la propia forma en que
he procedido a plantearlas y, por tanto, no insistiré más en la cuestión. No cabe deducir de
esa respuesta, sin embargo, que quien firma esta obra esté, por principio, en contra de la
reforma de nuestra ley fundamental, que viene siendo defendida por muchos desde
perspectivas y con finalidades diferentes386. De ningún modo. En numerosos foros y en
publicaciones muy diversas he insistido en que esa reforma sería altamente recomendable
para tratar de resolver el único problema al que en el momento presente no podemos
enfrentarnos en España sin un cambio de la Constitución ahora vigente: el de la
organización territorial. Ocurre, sin embargo, que, aceptada incluso la necesidad de esa
reforma, surge de inmediato una dificultad que muchos animosos partidarios de la reforma
se empeñan con admirable tesón en soslayar: que en España no tenemos un problema
territorial sino dos en realidad, lo que no constituiría una notable dificultad si no fuera por
el hecho desgraciado de que la solución de uno y otro exige adoptar medidas no solo
diferentes sino con toda claridad contradictorias, lo que dinamita toda posibilidad de
cumplir dos de las condiciones básicas que, según se apuntaba al comienzo de este epílogo,
han de ser el punto de partida de cualquier reforma que quiera verse culminada por el éxito:
claridad en los objetivos y amplio acuerdo parlamentario, político y social sobre los
mismos. De ambas adolecería cualquier proceso de reforma territorial que pudiera abrirse
en España, salvo que las circunstancias que definen nuestra realidad se modificasen de
modo radical, lo que explica que gran parte de los comparecientes (padres de la
Constitución y expertos) en la Comisión para la evaluación y la modernización del Estado
autonómico, constituida a principios de 2018 en el Congreso, nos manifestásemos en contra
de la apertura de un proceso de cambio de nuestra ley fundamental387. Permítame el lector
explicar mi tesis con la necesaria concisión.
Nuestro primer problema territorial es el derivado de las deficiencias de
funcionamiento del Estado autonómico que, ni tantas ni tan graves como es ya moda
denunciar, nacen, de un lado, de la falta de claridad del diseño constitucional en esa esfera
y, del otro, de una práctica política e institucional poco coherente con la de un Estado tan
profundamente descentralizado como el nuestro. Desde este primer punto de vista, nuestra
Constitución debería ser reformada, entre otras cosas, para tratar de mejorar el vigente
modelo de distribución competencial (mediante un sistema de lista única en el que
constasen con claridad las competencias del Estado central, lo que lo aclararía y evitaría al
Tribunal Constitucional una hiperactividad que para nada contribuye a la normal
realización de sus funciones) y para cerrarlo de una vez, suprimiendo esa disparatada
previsión del artículo 150.2 del texto constitucional que, con una redacción verdaderamente
inenarrable, permite atribuir a las Comunidades competencias del Estado «que por su
propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación». Sería muy conveniente,
además, dejar constancia constitucional de los criterios esenciales del sistema de
financiación autonómica —que contribuyesen a darle la estabilidad, seguridad y
transparencia que no tiene y necesita— e introducir medidas para mejorar en lo posible la
colaboración política y la coordinación institucional entre el Estado y sus Comunidades y
también entre estas últimas388. Nada mejor a tal objeto que convertir en una institución
real de coordinación a nuestra fantasmal389 Conferencia de Presidentes, pues, dado el
modelo de Estado que tenemos, es con toda claridad en el ámbito de la colaboración entre
los poderes ejecutivos del Estado (el central y los autonómicos) donde aquella podría y
debería producirse de verdad. La enseñanza del Bundesrat, en lo que tiene de positivo, no
hace otra cosa que reforzar esa idea que confirman también las instituciones de
colaboración ejecutiva que existen en otros Estados federales, como las conferencias de
presidentes de Suiza o Austria, la norteamericana Asociación Nacional de Gobernadores
(NGA), el Consejo de Gobiernos Australianos (COAG) o el Consejo de la Federación
Canadiense390. Por último, y sin querer cerrar con ello el círculo de este primer grupo de
reformas, sería también altamente recomendable que la educación contribuyese a crear
lazos de unión estatal en lugar de favorecer su destrucción, como lo sería dejar constancia
constitucional de que, junto con la respectiva lengua vernácula, el castellano deberá ser en
todas las Comunidades, también, lengua vehicular de la enseñanza, tal y como lo hizo en su
día el artículo 50 del texto de 1931.
Ocurre, sin embargo, que junto a este problema territorial, tenemos otro del que, con
buenas razones, se habla mucho más y que ya he analizado con detenimiento previamente.
Me refiero, obviamente, al planteado por las tan voraces como interminables exigencias de
los nacionalismos: primero, del nacionalismo vasco y, más tarde, y con mucha mayor
gravedad, del nacionalismo catalán391. Un problema que, en sus diversas manifestaciones
(la terrorista etarra, sin duda la más grave durante décadas), ha supuesto un inmenso
consumo de energías sociales y políticas que ha impedido abordar la reforma
racionalizadora que, según acabamos de ver, el Estado de las autonomías necesita. La
centralidad política de ese llamado problema nacional, al que hemos vivido literalmente
enganchados durante gran parte del período democrático, ha generado, por añadidura, un
insensato discurso territorial que pocos se han atrevido a refutar: aquel según el cual más
descentralización equivaldría a más democracia y bienestar para los territorios regionales.
Tal discurso ha impedido, como era previsible, un sereno abordaje de las consecuencias que
ha tenido el fortísimo e imparable adelgazamiento del Estado en el que hemos vivido
instalados desde el inicio del proceso descentralizador.
Sucede, por lo demás, que aun en el caso de que quienes plantean sus exigencias
soberanistas en unos términos absolutamente inadmisibles en un Estado de derecho se
aviniesen a intentar colmar sus reivindicaciones modificando la Constitución y no
violándola del modo más flagrante que cabe imaginar —lo que parece harto dudoso—, las
medidas a adoptar para hacer frente eventualmente al ansia de poder de los nacionalistas
irían, como han ido siempre en el pasado, en la dirección justamente contraria de la que
acaba de indicarse para mejorar el funcionamiento del sistema autonómico. Pues lo que el
país necesita es más coordinación, colaboración e integración, y no más descentralización y
disgregación política a institucional. Pese a tal evidencia, no pocos defensores de esta
supuesta vía de integración de los nacionalismos sostienen que habría que caminar hacia un
Estado federal, desconociendo, o despreciando como algo irrelevante, el hecho cierto de
que nuestro Estado tiene tal carácter desde hace muchos años, sin que ello haya favorecido
para nada el encaje de unos nacionalismos que, sorprendentemente, se han ido
radicalizando de forma directamente proporcional a la mayor descentralización del Estado.
Y ello hasta el punto de que haya hecho cierta fortuna esa peregrina idea de la nación de
naciones, de la plurinacionalidad, en la que algunos ven la solución al gravísimo desafío
separatista que ha planteado el nacionalismo catalán. Una propuesta que resulta, a mi juicio,
no solo engañosa sino, sobre todo, profundamente perniciosa por una razón que creo muy
importante subrayar: porque se parte —¡gran falsedad!— de que la nación española es en
todo caso, o solamente, un conjunto de naciones homogéneas. Es decir, porque se reconoce
la pluralidad española negando al mismo tiempo la que existe en sus diversos territorios,
internamente plurales, por supuesto, aunque de eso no hablen jamás quienes tanto insisten
en la plurinacionalidad de España. Tal es la razón por la que un referéndum de
autodeterminación, lejos de ser la solución al denominado problema territorial, sería el
seguro modo de enquistarlo para siempre. Si en la consulta gana el no, seguirán los
nacionalistas exigiendo que aquella se repita una y otra vez, según lo demuestran los casos
de Escocia o de Quebec, hasta que finalmente gane el sí. Si, por el contrario, gana el sí, la
solución (¡menuda solución!) consistiría en privar a una parte de los ciudadanos de su
nacionalidad: un referéndum de autodeterminación sería en cualquiera de los territorios
españoles la mejor forma de destrozar la convivencia en la pluralidad. Una convivencia en
paz y libertad —termino ya— que solo han garantizado históricamente los sistemas
federales. La razón por la cual el español no ha logrado alcanzar ese objetivo es bien
sencilla: porque eso que se llama el encaje territorial no puede funcionar si hay fuerzas
políticas cuyo éxito depende de mantener viva una sociedad desencajada.
La que ha sostenido la moderna España democrática ha sido capaz de ir superando
los muchísimos atrancos, desafíos y problemas que se ha encontrado en el camino. Todos,
claro, salvo el llamado problema nacional, para cuya solución el país experimentó un
cambio impresionante, pasando de ser uno de los Estados más centralizados del planeta a
ser uno de los más descentralizados. El que tan inmenso esfuerzo de generosidad política,
económica, social y cultural no haya colmado las expectativas de quienes han sido, por lo
demás, los principales beneficiarios de la descentralización es una prueba irrefutable no de
sus tan cacareadas como falsas limitaciones sino de la absoluta falta de lealtad
constitucional e institucional de quienes, en procura de un delirio sectario, supremacista e
insolidario, no han tenido reparo alguno en poner en riesgo la mejor España que jamás
hemos disfrutado: la España constitucional que dio paso a la luz tras las tinieblas.

373 Joaquín Abellán, «El concepto sociológico de Constitución en Alemania:


Ferdinand Lassalle», en Fundamentos, n.º 6 (2010). Monográfico sobre Conceptos de
Constitución en la historia, coordinado por Ignacio Fernández Sarasola y Joaquín Varela
Suanzes-Carpegna, pp. 399-424.
374 Ferdinand Lassalle, ¿Qué es una Constitución?, Barcelona, Ariel, 1976, p. 70
(todas las cursivas en el original).
375 La denominación fue acuñada por el jurista e historiador británico James Bryce
en 1901 en su obra Estudios de historia y jurisprudencia. Véase su libro Constituciones
flexibles y constituciones rígidas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
1988. Y también Julián Sauquillo, La reforma constitucional. Sujetos y límites del poder
constituyente, Madrid, Tecnos, 2018.
376 Tanto el texto de la consulta del Gobierno como el dictamen del Consejo de
Estado, ambos acompañados de un amplio conjunto de trabajos académicos sobre los temas
objeto de reforma pueden consultarse en el amplísimo volumen editado por Francisco
Rubio Llorente y José Álvarez Junco El informe del Consejo de Estado sobre la reforma
constitucional, Madrid, Consejo de Estado y Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2006.
377 Francisco Rubio Llorente y José Álvarez Junco, El informe del Consejo de
Estado sobre la reforma constitucional, cit., pp. 48-49.
378 Me he referido con gran detalle a la cuestión en mi libro Los rostros del
federalismo, Madrid, Alianza Editorial, 2012, pp. 132-159.
379 En un sentido coincidente, Daniel J. Elazar, Exploración del federalismo,
Barcelona, Hacer, 1990, p. 232, y Giovanni Sartori, Ingeniería constitucional comparada.
Una investigación de estructuras, incentivos y resultados, México, Fondo de Cultura
Económica, 1994, p. 204.
380 Wilfried Röhrich, Los sistemas políticos del mundo, Madrid, Alianza Editorial,
2001, p. 22.
381 José A. Portero Molina, «Sobre algunas propuestas de reforma del Senado», en
Miguel Herrero de Miñón (ed.), Tribuna sobre la reforma del Senado, Madrid, Real
Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1996, pp. 83-116. Amplia bibliografía sobre la
reforma del Senado puede verse en
http://www.senado.es/wb/conocersenado/biblioteca/bibliografiasenado/detalle/index.html?
id=REFORMA_SENADO (consultado en 2008).Véase también el monográfico sobre el
Senado de la revista Teoría y Realidad Constitucional, n.º 17.
382 Tampoco dio resultado alguno la reforma más importante adoptada en España
con tal finalidad: me refiero a la creación de la Comisión General de las Comunidades
Autónomas, regulada en los artículos 55 a 56 bis 9 del Reglamento del Senado. Véase, al
respecto, Francisco J. Visiedo Mazón, La reforma del Senado: territorialización del
Senado. Comisión General de las Comunidades Autónomas, Madrid, Departamento de
Publicaciones del Senado, 1997.
383 Sobre esa patología, Thomas Darnstädt, La trampa del consenso, Madrid,
Trotta, 2005, en especial, pp. 85 y ss., y sobre el intento de ponerle algún remedio, Antonio
Arroyo Gil, El federalismo alemán en la encrucijada. Sobre el intento de modernización
del orden federativo en la República Federal de Alemania, Madrid, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, 2006, en especial, pp. 122 y ss.
384 Nacionalidades históricas y regiones sin historia. A propósito de la obsesión
ruritana, Madrid, Alianza Editorial, 2005.
385 Véase supra nota 9 del capítulo 1.
386 La reforma ha sido defendida desde posiciones institucionales y doctrinales:
entre las primeras puede verse el Acuerdo del Consell sobre reforma de la Constitución,
aprobado el 9 de febrero de 2018 por el Gobierno de la Generalitat valenciana. Entre las
segundas, las Ideas para una reforma de la Constitución, de un grupo de juristas liderado
por el profesor Santiago Muñoz Machado en noviembre de 2017. Tiene mucho interés el
monográfico dedicado a la reforma por la revista Claves de Razón Práctica («¿Cambiar las
reglas? Conveniencia e inconvenientes de la reforma constitucional», n.º 241, 2015), con
trabajos de Francisco Rubio Llorente, Eliseo Aja, Francisco Laporta, Francesc de Carreras
y Antonio Rovira. La bibliografía sobre la reforma, muy vinculada a propuestas que
podrían encuadrarse en el ámbito de la regeneración política, es numerosa. Véanse, entre
otras, las obras de Javier Tajadura (coord.), Diez propuestas para mejorar la calidad de la
democracia en España, Madrid, Biblioteca Nueva, 2014; Javier García Roca (ed.), Pautas
para una reforma constitucional. Informe para el debate, Madrid, Aranzadi y Thomson
Reuters, 2014; Sansón Carrasco (seudónimo de Elisa de la Nuez, Fernando Gomá Lanzón,
Ignacio Gomá Lanzón, Fernando Rodríguez Prieto y Rodrigo Tena Arregui), ¿Hay
derecho? La quiebra del Estado de derecho y de las instituciones en España, Barcelona,
Península, 2014; Politikon (seudónimo de Roger Senserrich, Jorge San Miguel, Jorge
Galindo, Juan Font, Kiko Llaneras, Octavio Medina y Pablo Simón), La urna rota. Cómo
recomponer nuestra democracia, Barcelona, Debate, 2014; y Andrés Ortega, Recomponer
la democracia, Barcelona, RBA, 2014. Yo mismo me he ocupado del asunto en mi trabajo
«La reforma de la Constitución de 1978 como instrumento de regeneración e
institucionalización de la vida política e institucional de España», en Enrique Arnaldo
Alcubilla y Pedro González Trevijano (dirs.), En pro de la regeneración política de
España, Madrid, Fundación Universidad Rey Juan Carlos, Fundación Canal de Isabel II y
Aranzadi y Thomson Reuters, 2015, pp. 803-840.
387 Entre los padres de la Constitución, Miguel Herrero, José Pedro Pérez-Llorca y
Miquel Roca, únicos supervivientes de los siete que constituyeron ese grupo. Dentro del
grupo de los expertos, entre otros, José Álvarez Junco, Carmen Iglesias o Francisco Sosa
Wagner. Véase La Voz de Galicia (11 de enero de 2018) y El País (1 de febrero de 2018).
388 La cuestión de la cooperación interterritorial ha estado en el centro de las
preocupaciones políticas y doctrinales, como lo demuestra la amplia bibliografía existente
al respecto. Pueden verse, de forma especial, los trabajos de Javier Tajadura, El principio
de cooperación en el Estado autonómico. El Estado autonómico como Estado federal
cooperativo, Granada, Comares, 2010; María Jesús García Morales, José Antonio Montilla
Martos y Xavier Arbós Marín, Las relaciones intergubernamentales en el Estado
autonómico, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006; Lourdes López
Nieto (coord.), Relaciones intergubernamentales en la España democrática, Madrid,
Dykinson, 2006; y, finalmente, Xavier Arbós (coord.), Las relaciones
intergubernamentales en el Estado autonómico. La posición de los actores, Barcelona,
Institut d’Estudis Autonòmics, 2009.
389 Nuestra Conferencia de Presidentes Autonómicos se reunió solo en cinco
ocasiones desde su institucionalización en 2004 (2004, 2005, 2007, 2009 y 2012), sin que
en ninguna de esas convocatorias estuviesen presentes todos los presidentes regionales y sin
que los acuerdos adoptados o las conclusiones consensuadas tuvieran una repercusión
política verdaderamente destacable.
390 Me he referido a la naturaleza, composición y funciones de todas esas
instituciones en mi libro Los rostros del federalismo, cit., pp. 260-292.
391 Véase mi libro El laberinto territorial español. Del Cantón de Cartagena al
secesionismo catalán, Madrid, Alianza Editorial, 2014.
Edición en formato digital: 2018

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