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Otl Aicher

El mundo como proyecto


(Editorial G. Gili, SA de CV)

Crisis de la modernidad 1

Las evidencias pueden provocar un shock. Tal shock sufrí yo mismo en una visita a Moscú a
Mediados de la década de los setenta. Se me había invitado a discutir con los responsables de
los Juegos olímpicos que iban a celebrarse en Moscú en 1980 sobre cuestiones relativas a los
mismos.
En este contexto hice la propuesta de reedificar los edifi cios pioneros del constructivismo
Ruso de entre 1920 y 1930 porque los visitantes occidentales mostraban un gran interés por
aquella arquitectura. Y porque aquella arquitectura había constituido uno de los impulsos
decisivos en el desarrollo de la arquitectura moderna.
Sólo coseché incomprensión y rechazo. Era aún la época del «socialismo real», cuando con
una fidelidad apariencial a la naturaleza y un realismo fotográfico unidos a un simbolismo y una
gestualidad de feligresía, se procuraba en la pintura permanecer cerca del pueblo, es decir, que
ésta fuera inteligible para el trabajador sencillo, para el pueblo. Sin duda Nikita Jruschov había
ya antes criticado el estilo de pastelería de Stalin por ampuloso, decorativo y antieconómico.
Stalin había hecho construir alrededor del núcleo urbano de Moscú siete grandes edificios en
forma de torre en un estilo neoclásico para simbolizar la victoria sobre el fascismo, edificios,
como el célebre metro de Moscú, ataviados con pompa feudal y henchidos de grandilocuencia,
que en el lenguaje popular se llamó es tilo de pastelería. Un agudo pináculo con una
estrella roja encima remataba las torres. El estilo de pastelería era objeto de burla e ironía, y
demostraba lo que sucede cuando el estado empieza a preocuparse del bienestar cultural
y la felicidad de sus ciudadanos, que no es en el fondo otra cosa que la consolidación de su
poder mediante el reparto de golosinas.
Jruschov rompió con la era estaliniana sin dejar de mofarse de su aparatosidad. pero la
nueva época quedó muy lejos de atreverse, como aconsejé a la directora de la galería
Tetriakov, a sacar del desván a un pintor abstracto como Malevich o de acordarse de un
arquitecto ruso como Melnikov, que construyó el aún hoy sugestivo casino Rusakov.
Continuó siendo naturalista y realista, y permaneciendo cerca del pueblo, sólo que por medios
más sencillos.
Visité la vivienda de Melnikov, que antaño había hecho época. Melnikov no sólo estaba
proscrito; se le había espantado y relegado al olvido, y se hablaba de él con voz queda. No
habría tenido ningún acceso a ella si un amigo suyo no hubiera estado conmigo ante sus
puertas.
Ese amigo estaba en condiciones de mostrarme todos los edificios que yo tenía en la mente
cuando propuse dar a conocer al mundo la obra de los constructivistas. Pero el casino
Suiev de Golossov se encontraba en un estado igual de lamentable que el del bloque
de viviendas Narkomfin de Gins burg y Milinis o el propio casino Rusakov de Melnikov.
También el edificio del sindicato que Le Corbusier había levantado en Moscú se hallaba
en un estado impresentable de ruina consentida. Únicamente el edificio Pravda de Wesnin
Y el mausoleo Lenin de Shchussev tenían la fortuna de disfrutar de la benevolencia
política.
Junto con Berlín y Nueva York, Moscú fue la ciudad que más se destacó en el amparo
a los impulsos culturales del siglo XX tendentes al desarrollo de una técnica al servicio del
hombre y a la concepción de la ciencia y la técnica como componentes de una nueva
cultura creadora. Moscú era un gran hervidero de nuevas ideas y nuevas propuestas. Aquel
Moscú quedó olvidado por decreto, y la ciudad se transformó en una colección de copias
clasicistas en escayola.
Naturalmente, uno se pregunta cómo Stalin pudo, por decreto estatal, declarar doctrina
arquitectónica ofi cial la estupidez del estilo de pastelería y prohibir una arquitectura que
conscientemente apostaba por la técnica y la fabricación industrial en consonancia con la
voluntad socialista de huma nizar por igual la técnica y la industria. Lo primero que se
piensa es que Stalin aprendió esto de Hitler. El neoclasicismo de Speer era gigantista y
pomposo, el gesto de las figuras acompañantes de un Thorak y un Breker patéticamente
grandilocuente y grave. Los edificios de Nuremberg querían dar una idea de cómo l os
alemanes debían reconstruir las ciudades alemanas después de la guerra en caso de que
la ganaran: monumentales, recargadas y desproporcionadas. Pero después es preciso caer
en la cuenta, por traumático que ello resulte, de que no fue Stalin quien impuso aquí su
gusto, sino los propios, así llamados, arquitectos modernos. Hay un proyecto de Ginsburg

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del año 1931 para un teatro en Novosibirsk de clara delineación constructivista. Pero cinco
años después, este proyecto de Ginsburg se ejecutó en un clasicismo acadé mico extremo.
¿Qué había ocurrido? El propio Ginsburg había llegado al convencimiento de que las
Masas no entendían la nueva arquitectura constructivista. Ginsburg era no sólo uno de los
arquitectos más celebrados del constructivismo; era también su teórico. El hombre que
había llevado a Le Corbusier a Moscú desarrolló una teoría del arte según la cual todos
los estilos comienzan siendo sencillos, pero de una sencillez que acaba resultando
insoportable; entonces van tornándose decorativos hasta que finalmente sucumben a una
suerte de sobrecarga barroca. Es decir, ginsburg pensaba en términos estilísticos, formales,
como toda la teoría burguesa del arte. S u punto de partida era la estética. Al final dejó
completamente de pensar en modo constructivista y funcional, no siendo para él la téc -
nica más que un nuevo repertorio de formas, material dispo nible, un nuevo lenguaje
simbólico, un nuevo Zeitgeist del que poder servirse.
Acudí al museo de arquitectura de Moscú, hice que me m ostraran los dibujos de
Ginsburg y, con gran embarazo, hube de comprobar que era la propia modernidad la que
había desenterrado el kitsch histórico. Y descubrí que, ya en 1923, Ginsburg interpretaba la
modernidad de manera formalista. Los títulos de s us libros eran: el ritmo en la arquitectura
y estilo y época.
Por caso me alojaba en un hotel que en 1934 Shchussev había construido ya con los
primeros perfiles y cornisas clasi cistas, inicialmente de hormigón, con el fin de sustituirlo
luego por la piedra natural. Se trataba todavía de un clasicismo sobrio, y la delimitación de
las superficies mediante cornisas s obre pilastras y encuadres de las ventanas seguía las
reglas del Suprematismo tal como lo había desarrollado Malevich en sus modelos de
relaciones espaciales.
También en occidente hubo diseñadores aislados que em pezaron siendo pioneros de
una nueva manera de crear formas, pero que luego desertaron en el tercer Reich. Jan
Tschichold, el creador de la nueva tipografía, se olvidó de sí mismo para terminar
ensalzando el nuevo clasicismo, que enseguida se reveló lo suficientemente representativo
como para garantizar a los nuevos dictadores la adecuada escenifi cación del poder.
También Mussolini simpatizó con el futuris mo antes de encontrarse más a sus alturas en
una copia de la antigüedad romana que en una construcción de hechura racional.
Los ejemplos de occidente me eran conocidos, pero el que toda la vanguardia rusa, con
todas sus excelencias, desistiera de sus experimentos para congraciarse con el
monumentalismo estatal, me provocó un shock, aunque también me dio mucho que pensar.
Desde entonces me he vuelto más avisado. En los llamados arquitectos posmodernos
veo la misma huida en dirección al estilo histórico, a la estética del estilo, a la composición
formal, al símbolo, al mito estético. Olvidado está el intento habido en este siglo de
conciliar el hombre y la técnica, de humanizar la técnica abriéndose a ella. Se huye a los
estilos, a la estética metafísica, a la forma, al modelo histórico, a la cita. Palladio es el
arquitecto más citado incluso cuando se construye con acero y vidrio.
Los duros años de la revolución rusa, de la guerra civi l, de la colectivización y la
industrialización pesaron de tal manera sobre la política interior, que s e ofreció al pueblo
el arte que a él le agradaba. Esto es el arte, se supone, de los palacios, la s untuosidad, el
reflejo dorado, el arte como fin en sí, como decoración por la decoración. Que es, a la
postre, también el arte del estado, con el que éste visualiza Su existencia como poder
dominante y predominante. El pueblo necesita, así se cree, algo que reverenciar.
De modo similar se nos maneja también hoy con invitac iones. A disfrutar de todo. Atrás
está la posguerra, atrás la revuelta del 68, atrás los tiempos de los movimientos sociales.
Nos instalamos en la sola belleza aún sabiendo que pronto nos ahogaremos en la basura y
que el mundo está a punto de reventar. Atrás quedan las utopías de una nueva sociedad,
de una nueva convivencia, de una nueva relación entre los s exos, atrás queda el
movimiento por una vida sin muerte química, por una alimentación sin aditivos, por una
naturaleza natural. Volvemos a rociar nuestros cabellos con CFC, y de todos los colores. ¡Vestimos
lo que hace bonito, y los méritos supremos de la sociedad meritocrática son los del
embellecimiento, el styling y el diseño. Vivimos por ahora en una sociedad de diseño del
aderezo.
El diseño y la arquitectura se hallan en una profunda crisis. Corren el peligro de hacerse
cómplices de las modas. Ya no se derivan del argumento y el razonamiento fundado, como la
ciencia y la técnica, sino de la veleidad, del azar estético de que en cada momento se dé en
reverenciar un arte y fustigar otro.
Ello tiene en buena parte su causa en el hecho de que no haya una profesión que se ocupe
de la teoría y la historia del diseño tal como el historiador del arte disfruta de un puesto fijo en
la cultura y la ciencia actuales. El arqueólogo de la industria, el especialista de la historia y

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la teoría de la técnica, aún no ha encontrado un hueco en nuestra ordenación científica, y por
eso se hallan el diseño y la edificación orientadas hacia la técnica faltos de respaldo
intelectual y exposición analítica. Un par de excepciones confirman la regla. En tiempos de
Goethe se descubrió, junto a la belleza natural, la belleza artística, nombrándose al
historiador del arte su administrador. Aún no se ha constituido una belleza del diseño, una
belleza de la técnica, y, por ende, tampoco se ha llamado al teórico de los artefactos técnicos.
Para el diseño y la arquitectura es fatal el que los administre la teoría de los
historiadores del arte. Él diseño es todo menos arte. Diseño y arte se distinguen uno
de otro como el saber del creer. Puede haber científicos religiosos. Pero la ciencia es algo
fundamentalmente distinto de la religión.
Como la ciencia y la técnica, el diseño debe estar fundado. Vive de la argumentación. El arte y
la metafísica quedan fuera de la argumentación. En ellos hay posición, no fundamento. Incluso
cuando Tomás de Aquino dice que creer y saber no pueden contradecirse, la fe sigue
siendo tan subjetiva, que puede creerse todo cuanto no presenta contradicción. En el
fondo hay tantas religiones como individuos.
El diseño se relaciona con circunstancias, está emparentado al lenguaje. Y el lenguaje mismo
vale tanto como su capacidad de reproducir circunstancias. Su eficacia consiste en poder
reproducir incluso aquellas circunstancias que antes no había Ilegado a expresar. Se mide por el
grado de su acierto. Los intentos de manejar el lenguaje prescindiendo del contenido,
como en el arte abstracto, pueden darse por fracasados.
El diseño consiste en adecuar los productos a la circunstancia a que están
adscritos. Y esto significa sobre todo adaptarlos a circunstancias nuevas. En un mundo
que cambia, también los productos tienen que cambiar.
¿Pero qué establece la norma del diseño, las nuevas circunstancias o el arte? hoy, el diseño
ha venido a menos, y degenera en arte aplicado.
La posmodernidad es una nueva fe. No es diseño, sino una especie de religión, o, como ella
misma se define, deudora del mi t o. ¿De qué mito?, ¿el del siglo XX, el de los arquetipos, el
de las estructuras sociales prehistóricas? Se puede elegir entre C.G. Jung y Claude Levi -
Strauss y no tiene por qué s orprender el que haya quien s e allegue a Alfred Rosenberg y
su manera de estructurar el mundo. Entre La arquitectura del posmodernismo y el
neoclasicismo de Stalin y Hitler no hay un puente de la razón, un puente de la
argumentación, pero sí un puen te del mito. La regresión de Mussolini desde el futurismo a
la arquitectura de la antigua roma representa la vía del mito, y se corresponde con la
regresión de Leon Krier a una ciudad de película con decorados antiguos.
De mitos no cabe discutir. Pero de diseño puede discutirse tanto como de ciencia y
técnica, de economía y política, y de todo lo que determina al mundo actual, lo que le da
cohesión o lo que lo disgrega. El diseño hay que fundamentarlo.
Sé que esto no se quiere reconocer. Magnago Lampugnani dice que la silla se aproxima
hoy a la obra de arte. Y que por eso deben aguantarse algunas incomodidades. En otras
épocas, esto se habría considerado un puro absurdo, un dispara te; en nuestra sociedad
pluralista, también el pensamiento parece volverse pluralista -acrítico, amoldado,
equilibrado. El lugar del pequeño esto-o-aquello Lo ocupa ahora el gran también-lo-de-
más -allá. Una silla para sentarse mal es una mala silla. Quizá col gándol a de la pared,
lugar a que propiamente no pertenece, pueda convertirse en una obra de arte, en un
requisito psíquico. Buen diseño nunca lo Será.
Se observa que las circunstancias más sencillas están des centradas, desplazadas,
desencajadas, dislocadas, descompuestas. Y al pensamiento, incluso al pensamiento
limitado a menesteres sencillos, no parece que le siente bien el tener que retroceder al mito
y concebir el aspecto como símbolo.
Hoy ya no s e oye ninguna carcajada Homérica, ningún sarcasmo; de lo contrario, esta
nueva filosofía sería barrida s ólo por el rebufo de la risa ante s emejante programa. Pero
no, lo tomamos bien en Serio, y nos maceramos sobre una silla incómoda si es una
novísima obra de arte.
Una silla de incómodo asiento es una mala Silla aunque pueda valer como obra de arte.
Es mal diseño.
Una afirmación como ésta es hoy una rareza. Quien, dándole la vuelta, argumente que
las sillas se acercan hoy a las obras de arte y, en consecuencia, se deben aguantar
algunas incomodidades, será nuevo director del museo de arquitectura de Francfort (como
Magnago Lampugnani).
Al director anterior, el historiador del arte Heinrich Klotz, s e le ha llamado hoy para
hacer en Karlsruhe un nuevo centro de medios modernos, arte y diseño. Y ello por decisión de
Lothar Späth, el clarividente presidente del gobierno regional, que quería para su región un
«new future». Lothar Späth ha percibido los signos de la época. Mientras Franz Joseph

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Strauss quería para su región un nuevo input económico con energía atómica, ciencia
atómica y técnica atómica, y una nueva zona industrial que se extendiera a través de
Oberpfaffenhofen, Ottobrunn y Wackersdorf hasta Erlangen, Lothar Späth s e ha colocado
un peldaño más arriba: el de la sociedad de la información, el Silicon Valley, los ordenadores
y el computer-art.
Ambos dirigentes han dado un chasco al estado liberal y s u economía de mercado
utilizando la política económica, investigadora y cultural como elemento de control y
planificación mercantilistas. Todo para bien de sus ciudadanos. Eso s í, uno y otro
aseguraban no tolerar ninguna intervención del estado, y Lothar Späth decía que nada es
más tonto que el que un político quisiera mezclarse en la cultura.
Ni Franz Joseph Strauss ni Lothar Späth hicieron política cultural, investigadora o
económica como tal, pero repartieron los medios, las subvenciones, cada marco y cada
penique del erario público destinados a la cultura, la economía, la ciencia y la
investigación. ¿ No es esto planificación y direc ción?
La política de Franz Joseph Strauss es, un año después de su muerte y con el fin de
Wackersdorf, un cementerio. Así de rápido acaba el m ercantilismo dándose de cabeza
contra su propio muro. El Nobel Mössbauer, captado para reclamo de la nueva
investigación en Baviera, prefirió abandonar de nuevo la región.
Lothar Späth continuó residiendo en ella como un príncipe. Dejó a la cultura, la
economía y la investigación en entera libertad, como él decía. Pero dinero s ólo lo había
para quien s ecundara aquella cultura, aquella economía, aquella ciencia que el padre de la
patria quería.
Así ejerció Lothar Späth de padre preocupado por todo cuanto s e hacía en s u región. Él
hizo la cultura, hizo la economía, hizo la investigación de la manera como las casas
principescas decidían lo que convenía a sus dominios. Fueron los duques de Württemberg,
junto con los príncipes electores y los margraves de Baden, los que construyeron los
palacios de Ludwigsburg, Stuttgart, Solitude, Mannheim y Karlsruhe y estimularon la
laboriosidad que hizo de las regiones alemanas florecientes estados industriales.
Pero todo esto son mentiras históricas, pues fueron los artesanos, las ciudades y los
gremios los que crearon una región floreciente antes de que el absolutismo la hundiera.
Los príncipes elevaron los impuestos y derrocharon los Fondos en vanas construcciones,
de modo que tuvieron que vender por dinero a sus súbditos como carne de cañón a
dominadores foráneos. Sin embargo, este modelo, llamémoslo del «barroco floreciente»,
continúa apadrinando La cultura actual en esta región.
La cultura en Baden-Württemberg es cultura del estado. Dos ejemplos:
Uno es Ulm y el cierre por el estado de La Hochschule für Gestaltung; el otro, el nuevo
centro de arte y medios de comuni cación de Karlsruhe, igualmente una iniciativa del
estado.
El propio Lothar Späth dijo que fue él quien cerró la Hochschule für Gestaltung de Ulm,
si bien por indicación del entonces presidente Filbinger y su ministro de educación Hahn.
Desgraciadamente, esta escuela adquirió con posterioridad una considerable fama
internacional. Era tarde para que el olvido deliberado pudiera sepultarla. Lothar Späth
incluso Llegó a decir que La clausura de esta escuela había sido una de sus mayores tonterías.
Y, aún más, llegó a querer fundar una institución que la sucediera. Como tal se concibió,
en todo caso, el naciente Zentrum für Kunst und Medientechnologie (centro de arte y tecnología
de los 'media') de Karisruhe.
El encargado de este centro, Heinrich Klotz, dice:
«Pueden servir de ejemplo la Bauhaus de Dessau y La antigua Hochschule für Gestaltung de
Ulm. La Bauhaus orientó por vez primera a la máquina el arte del taller. La Hochschule de Ulm,
siguiendo a la Bauhaus, ha unido arte y producto industrial. Respondiendo a las nuevas
posibilidades de las postrimerías del siglo XX, el ZKM relaciona las artes con las técnicas
digitales.»
En Lo que respecta a Ulm, esto es sencillamente falso. La verdad es todo lo contrario. La
fama y los resultados de la Hochschule für Gestaltung no son fruto de una unión, sino de una
separación de arte e industria. Habíamos renunciado a los talleres de arte. El arte y los artistas
ya no estaban, por su preparación insuficiente, en situación de ejercer ninguna in fluencia
sobre La civilización industrial. Teníamos que desarro llar una nueva concepción de un
diseño nuevo, orientado a la técnica, capaz de pensar desde la técnica para la técnica y,
partiendo del saber sobre la producción, las técnicas de los procesos, el proceso de producción y
la organización económica, fuera lo suficientemente competent e para ganar influencia sobre
todo lo que se encamine hacia una configu ración más humana de los productos
industriales, una mejor tolerancia social y un incremento del valor de uso. Pregúntese por esto
al arte en cualquier lugar de su territorio; no tiene ninguna respuesta. El arte está interesado en

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el más allá, no en el más acá.
Heinrich Klotz es historiador del arte. No es una especial distinción de su método
científico el que sostuviera justo lo contrario de lo que ocurría en verdad. No había
ningún modelo artístico para el diseño de las radios y los electrodomésticos de la firma Braun.
No había ningún modelo artístico para diseñar la apariencia visual de la compañía Lufthansa o
de los juegos olímpicos de Munich. A l contrario, cuando alguien venía a opinar que
existen criterios artísticos universales para el diseño, teníamos que apartarnos de él.
Pensábamos las cosas en vista de las finalidades. Muchos docentes habían empezado siendo
artistas activos, pero su experiencia vital era exactamente lo contrario: les decía que el arte es
inútil en la tarea de proyectar objetos atendiendo a su. finalidad; que no hace más que
perturbarla.
En consecuencia puede ya pronosticarse que los pintores que ahora deben emplear las
nuevas técnicas digitales muy pronto abandonaran sus ordenadores por no saber que hacer
con ellos. Y o mismo he tenido la suficiente experiencia prác tica con los ordenadores para
saber cuán difícil es servirse de ellos cuando se les pide creatividad. Los Suabos, que no son
malos técnicos ni malos trabajadores, Los llaman «asnos de hojalata». Asnos, porque hay
que decirles todo lo que tienen que hacer, pero sólo escuchan a quien les habla en su Len-
guaje.
Un diseñador tiene que sentirse como en casa en las categorías de la ciencia y la
técnica. Los planes de estudios de La Hochschule für Gestaltung de Ulm eran modelos para
nuevos conceptos de lo que es el Uso responsable de la técnica y el dominio moral y cultural
sobre la misma. Había muy poco que pintar, y con sentimientos estéticos no cabía iniciar
ninguna conversación con un ingeniero o un economista. Hasta las dimensiones estéticas
había que desarrollarlas desde el uso y la técnica.
Bien, esta escuela ya no existe. Fue estrangulada , clausurada, igual que la Bauhaus
treinta años antes. Entonces por una dictadura, esta vez por una democracia. Pero en
ningún caso se podrá, sin mostrar falta de entendimiento, invocarla para erigir un centro de
arte y tecnología con una escuela de diseño en él integrado. Ulm sería una advertencia.
La modernidad se desarrolló, del modo más palpable quizá en las obras de los
ingenieros del pasado siglo, a partir de un trato sin prejuicios con la técnica como sistema
abierto. Con el palacio de cristal de Londres, construido en 1851 por Joseph Paxton, su
concepto quedó expuesto completamente. El arte no estaba implicado en él; se hallaba
entonces absorto en La copia de modelos históricos, tarea ésta más penosa que creativa.
Esta actitud de la modernidad continuó manifestándose en el Constructivismo, si bien
es verdad que en él la técnica era a menudo material expresivo para el arte. Ella es hoy
nuevamente visible en los edificios de Rogers, Foster y Hopkins, inspirados en los de
Buckminster Füller, Prouvé y Wac hsmann. La modernidad integró a la técnica, y puede
definirse como manifestación creadora de La técnica misma en tanto que responsable de
una sociedad humana.
Vuelvo ala silla. Una silla moderna en este sentido sólo puede ser una silla de
construcción más inteligente, una silla sobriamente pensada como producto técnico en la
que se aprecien los criterios de la ergonomía científica.
Pero esta silla sólo puede diseñarse si se posee la inteligencia técnica de un Charles
Eames, quien dedicaba a su trabajo la misma meticulosidad que un médico a una
operación. No bastan aquí las visiones, incluso causan perjuicios, por artísticas que puedan
ser.
La crisis de la modernidad radica en la disposición a reemplazar el pensamiento y los
criterios prácticos por una visión estética.
En tal visión, la silla aparece como una mixtura de materiales «actuales» -tubo
metálico, madera de haya y plástico- coloreados, espectacular en su aspecto, pero inadecuada
para sentarse en ella. Con lo que de nuevo atendemos al Motto de la nueva ola, que como toda
ola es, claro está, una moda: los objetos se convierten en arte, la vida se convierte en arte.
La relación entre arte y técnica es irreversible: la técnica tiene una belleza propia, técnica.
Pero no vale la inversa: que el arte tenga una dimensión técnica. El significado del lado
material, técnico, de un Van Gogh es nulo frente a su valor artístico o incluso su valor en
el mercado del arte, aparte el hecho de que el arte actual emplee material barato, desechos
-
y chatarra como signo de protesta. Aquí tenemos que habérnoslas con dos mundos, uno
interesado en la técnica que emplea a ésta de manera antitécnica, y otro que asimila
estéticamente la técnica que funciona. Un ordenador puesto al servicio del arte no tiene ninguna
utilidad; produce imágenes estéticas, pero siempre las que se le dictan.
Una escultura que cumple alguna utilidad ya no es una obra de arte, sino una
máquina o un utensilio, y su estética está subordinada a su uso. Pero el arte quiere
mantenerse fuera de la utilidad.

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El arte es sintaxis sin semántica. Nada quiere comunicar. De otro modo seria un informe.
Está más cerca del símbolo que de la enunciación. Se consagra a la redundancia. Y quien
dentro de este orden hace el intento de trasplantar el arte a la técnica, acaba creando un
confite, sea de tipo estalinista o de cualidad posmoderna.
El arte se mueve en el terreno del símbolo. A un círculo, a un cuadrado, Kandinsky hallará
una interpretación simbólica, y lo mismo a los colores rojo, verde o azul. Fuera del mundo de los
símbolos, un trozo de fieltro y un trozo de margarina son fieltro y margarina. En el arte, esto
quiere ser otra cosa. Acaso lo que suele llamarse Zeitgeist, esto es, algo superior que nos hace
pensar en el Weltgeist de Hegel. Sólo que nos hemos vuelto desconfiados respecto a una razón
universal. La verdad está en la cosa, no sobre ella.
Interpreto, pues, la crisis de la modernidad en el sentido de que el ingenioso
constructivismo del siglo XIX, documentado en nombres como, Paxton, Eiffel o Maillart,
fue recuperado por el arte y así confiscado, sufrió una usurpación. Este predominio del arte es
una contradicción. No la habría si con esta suerte de metafísica estética las autoridades no
hubieran podido hacer política, política cultural, que es pura política de intereses, política de
estado para asegurar el status quo.
El mundo se halla en una situación singular. Descubrimos la muerte de los bosques,
hacemos todo lo posible para evi tarla y ella sigue aumentando. Descubrimos sustancias perju-
diciales en nuestra atmósfera, Hacemos todo lo posible para que no las haya y la contaminación
aumenta. Descubrimos el agujero del ozono, prohibimos los gases clorofluorocarbonados y el
agujero se hace cada vez mayor. Producimos cantidades ilimitadas de desperdicios y residuos
tóxicos, hacemos todo lo posible por limitarlas y los desperdicios y materiales tóxicos
crecen Hasta formar montañas que apenas podemos rem o v e r. Nos proponemos reducir la
emisión de dióxido de carbono, pero el calentamiento de la tierra aumenta. Hemos quemado
bidones de dioxina y el Ministro del Medio Ambiente descubre, resignándose ante el
hecho, que todo está con taminado por la dioxina.
No está aquí fuera de lugar la pregunta por el diseño, pues hablamos de productos que son
obra exclusiva de los hombres: habría que preguntarse aquí por un diseño que fuera
efectivamente crítico, que cuestionara las cosas, que fuera analítico y revelara raíces. En
vez de ello, el estado favorece hoy, casi sin excepc ión, el diseño como medio para hacer
envases aún más vistosos, para estimular cada vez más el consumo con nuevos productos
que no se desean tener, para hacer aun más llamativas y atrayentes las s uperficies de
cosas a veces aún más superficiales y rebajar la existencia a la absorción de modas en
permanente cambio. Al estado le interesa tener una sociedad satisfecha, tranquilizada, y
conservar la cultura de pastelería con la que el poder todavía intenta rehuir las situaciones
críticas. Cuanto más grave es la situación del mundo, más bello debe parecer. Nunca se
Han construido tantos museos como hoy, verdaderos templos de una estética
trascendente.
El estado siempre encuentra compañeros de armas. Ahí hay dinero. Ningún particular
puede ya fundar hoy una escuela. Todas las escuelas de diseño, todas las escuelas de
arquitectura pertenecen al estado. Él paga a cada uno de sus profesores, él da su visto
bueno a todos los planes de estudios que ellos confeccionan. Él paga todas las
instalaciones que precisan. Él tiene la palabra de un modo elemental, sin que necesite
siquiera alzar la mano. El diseño degenera, como reza su definición oficial, en estímulo
comercial. S e convierte en la quintaesencia del consumo en una sociedad de la
información. Los centros de diseño proliferan como hongos.
Asistimos a la ruina de la cultura secuestrada por el estado. El estado ni siquiera
necesita aquí infl uir. Siendo él quien llena los pesebres, ha domado a las bestias más
salvajes. El ciudadano está domesticado. Definitivamente. El estado es cancia el vino de la
protección.
El estado ha arruinado mi juventud. Tenía doce años cuando Hitler llegó al poder. El
estado ha arruinado la Hochschule für Gestaltung, entre cuyos fundadores me cuento.
Esto ocurrió en la democracia, que se define representativa -una democracia de
conductores.
El estado arruina ante nuestros ojos la cultura crítica y analítica, y degener a la
creatividad a la producción de fachadas y envolturas más vistosas. El show tiene que ser
cada vez más deslumbrante. El principio del progreso significa incremento de las ventas
mediante el hermoseo del consumo.
En este país, el mercantilismo es cult uralmente tan activo como los constructores de
los palacios de Ludwigsburg, de Solitude o de Karlsruhe. Una barroca fiebre constructora
se ha apoderado del estado. Por todas partes edifica esas iglesias de la nueva devoción
que son los museos. La modernidad vuelve al zapato de hebilla y la peluca, a la seda, al
miriñaque y la polvera, a una nueva identidad corporativa, a una nueva cul tura de la

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superficie y la superficialidad. Tenemos pan, tenemos circo.
Nos va todo tan bien como nunca antes, y que el tic -tac del tiempo suene tan alto
como quiera. El placer es el contenido de la vida. Las esferas y manecillas del reloj se
vuelven tan pícaras y bonitas, que ya no se puede leer su hora -porque ya no hay que
leerla. Esto es lo que la modernidad da hoy de sí. Nadie debe saber lo que la hora anuncia.

Existencia estética 2

Todo el mundo guisa lo que cultiva, dice un proverbio mexicano. Traducido a nuestras
ocupaciones en Europa, podría sonar así como que todo el mundo piensa según lo que hace.
¿Y qué hace un empleado de banca, un economista, un funcionario del departamento de
estadística, un distribuidor de piezas de recambio de la BMW o un investigador en genética
de la Roche en Basilea? Se sirve de un ordenador.
¿Qué hace hoy un europeo? Ya no hace nada, decide. Se sienta ante su pantalla, y
cuando el ordenador no sabe más y hay que elegir una posibilidad u otra, el europeo dice:
probemos primero esta solución, y luego la otra. Algo habrá que dé resultado.
Ya no nos construimos nuestros propios muebles, ya no cantamos nuestras propias
canciones, ya no cavamos en un jardín propio, ya no hacemos juguetes propios, ya no
cocemos ni caldos ni cocinamos platos propios, ya no escribimos cartas propias, ya no
limpiamos nosotros mismos nuestros propios cuartos, y hasta nos dispensamos de la
comunicación propia.
Todo sale de la nevera, de la televisión, del autoservicio. El hombre ha accedido así a la
más difícil de todas las existencias difíciles. Y a no necesita trabajar, ya no necesita pensar,
ya no necesita hacer. Es libre. Tan sólo tiene que conectar programas.
Pero el hombre que hay en el hombre no se rinde. Nada pasa por encima de su efectiva
libertad. Es él mismo merced a su autodeterminación. Pero, ¿qué quiere él determinar
cuando ya nada hay que determinar? Lo que no está determinado. Y esto es a apariencia
estética.
Nadie puede prohibirme llevar una barba como la de Guillermo II. Nadie puede
prohibirme vestir un frac como Stresemann, nadie puede prohibirme comer con mi
sombrero puesto, nadie puede prohibirme pintar cuadros en los que todas las figuras
estén cabeza abajo.
El reino de la libertad se reduce cada vez más al reino de la estética, y en él toda
libertad está permitida. E n la estética no hay ninguna prohibición, ninguna norma, ninguna
regla. Lo que se pone como factum estético es existente, es legítimo, es de derecho, es
espontáneo, es correcto, está ahí.
La verdadera existencia humana es hoy, pues, una existencia estética.
Hasta aquí, bien. Pero ahora se abre la interrogante: ¿que estética me impongo, cuál
elijo, en cuál me encuadro? el que muchos se encuadren en la estética de modelos, en la
estética de los Beach Boys, o de Udo Lindenberg, o de la Madre Teresa, o de Madonna, o
de Karl Lagerfeld, o de Katharine Hamnett, podemos pasarlo por alto. Cada persona vive
de orientaciones y objetivaciones. Uno se estima a sí mismo al estimar a otros.
La estética que se elija no es sólo un problema de la propia persona, el de la concordancia
de la disposición y el talento propios con una presencia objetiva. La estética hoy es el
distintivo que indica a qué clase se pertenece.
El comunismo, el socialismo, leemos cada día en el periódico, se ha derrumbado. Vivimos
en una sociedad sin clases. Una verdad como un templo. Motivo suficiente para redescubrir
clases, para establecer nuevamente clases. Esta vez no clases económicas, esta vez clases
estéticas, clases representacionales.
Las clases económicas poseían rasgos distintivos de orden primario: la paga, el salario, el
honorario, el ingreso mensual. Sólo ésto distinguía a capitalistas de proletarios. La seña de
las nuevas clases es más sublime. Radica en la estética elegida.
Un ejemplo: un entrenador de fútbol es, por lo general, mayor en edad que sus jugadores
por estar más experimentado. E n el entrenamiento dirige los ejercicios con la misma
vestimenta que ellos. No puede permitirse jugar peor que sus pupilos, pero se le admite que
apenas pueda aguantar un partido entero.
En el banco de la reserva, mientras un jugador juega, el entrenador se sienta entre los
sustitutos. Y ahora empieza el juego de la estética. Un entrenador aparece sentado con la
vestimenta de sus jugadores. El otro no está sentado, sino de pie, y no viste ningún chandal,
sino una americana, ni usa calzado deportivo, sino elegantes zapatos de calle, y no va con el
cuello desabrochado, sino con corbata o pajarita. Sus pantalones tienen raya impecable, cosa
ausente de toda ves timenta deportiva. S u camisa está abrochada, lo último que en el deporte

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se desea. Sus pantalones están hechos a medida, lo que el deporte evita.
El deporte fue una revolución contra las buenas costumbres. No se jugaba con casaca ni
calzón, sino en prendas interiores. De aquí surgió ese atavío informal, colorista, a base de
tejidos de punto, propio del juego, que en la práctica es lo primero que hace a éste posible.
Un directivo no podría presentarse de tal guisa. Daría una falsa estética. Necesita
chaqueta y corbata. Necesita zapatos de suela y raya planchada. ¿Por qué?
Porque sólo el que tiene autoridad puede permitirs e vestir lo inútil, lo impráctico, lo no
deportivo, mientras los demás visten lo útil, lo práctico y lo deportivo.
La estética del hombre exquisito fue siempre la estética de lo impráctico, de lo sustraído
a toda finalidad, de lo inmotivado, de lo carente de función.
Del mundo de los fines y los órdenes sólo se puede sobresalir por medio de lo absurdo, o,
dicho de forma más moderada, por medio del sin sentido, de la ausencia de sentido.
Ésta es la razón por la que hoy el funcionalismo está verbalmente sentenciado a muerte.
Lo que tiene un sentido, lo que tiene finalidad, lo útil, lo racional nada tienen que buscar en
la clase de los sublimes. En ella vale lo contrario. El empresario, el director, el gestor y el
representante se identifican sólo por la demostración de la sinrazón, sea en el atuendo, en la
vivienda, en el automóvil o incluso en el pensamiento.
¿Por qué caminar con zapatos de calle sobre el húmedo césped del estadio de fútbol,
cuando éstos sólo son adecuados para el camino que separa el coc he de la oficina? ¿Por qué
ser el único en el estadio con camisa abrochada?
Ese hombre tiene autoridad. Está por encima de la cosa que dirige. Cuando ha perdido un
partido, dirá que los jugadores tuvieron la culpa, mientras que cuando los jugadores lo han
ganado dirá que han seguido su estrategia. Aún hoy esto no está tan claro: ¿quién juega al
fútbol, el entrenador o los jugadores? Desde la escenificación, desde la existencia estética, esto
es evidente.
Hay que saber comportarse mal. El arte siempre se ha comportado mal. De ello se
deduce hoy que quien se comporta mal hace arte, es él una obra de arte. Sólo lo distinto no
pasa inadvertido.
Tal es la verdadera razón de la actual liaison entre arte y negocio. Negocios sólo los
puede hacer quien es tan diferente como el arte.
El arte es el dominio de lo enteramente distinto. Lo normal no es arte. Tampoco lo que
tiene sentido es arte. El arte queda legitimado por la pretensión de obrar siempre de forma
distinta. Quien pinta como siempre se ha pintado no es un artista, sino un epígono.
Durante tiempo se hizo el intento de unir lo creativo y lo útil, lo creativo y lo racional. Se
pensaba que también lo útil podría estar bien hecho y tener bella aparie ncia. Tal como un
calzado deportivo o una bicicleta. Esos tiempos parece que han quedado atrás. También el
diseño se empeña hoy en hacer arte o por lo menos agenciar arte. El diseño consiste hoy
en crear figuras que parezcan hechas por Dali, Mondrian o Kandinsky. E n una silla actual
es imposible sentarse, pues no está hecha para sentarse. Sirve al ambiente estético con el
que alguien demuestra su superioridad.
Y recíprocamente, quien demuestra superioridad, quien no quiere ser como los demás,
tiene que entablar relaciones con el arte. Ningún empresario puede permitirse hoy no
entender nada de arte. Ningún consorcio puede permitirse no proteger el arte.
Naturalmente, todos sabemos que el mundo es muy distinto. Si se construy eran aviones
conforme a los criterios es téticos del capricho, todos se caerían del cielo. Si se cons truyeran
motores conforme a criterios estéticos, nunca funcionarían, y si se hicieran las normas del
tráfico según propuestas estéticas, no habría tráfico. El mundo existe porque hay coherencia,
ley y razón. Hasta los muros no se sos tendrían si no se levantaran para servir a algún fin, y
los rascacielos se derrumbarían si no se erigieran sobre cálculos y lógica, y todas las sopas se
quemarían si las pusiéramos al fuego sólo por motivos estéticos. Razón y finalidad no son otra
cosa que observaciones sobre el modo como funciona el mundo. Y esto en todo y para todo.
La naturaleza no conoce ninguna estética contraria a la razón.
Todos lo sabemos. Y a pesar de ello hay en el hombre una existencia estética, una
forma de existencia contraria a fines y razones. Y sin duda siempre la ha habido. Hace
doscientos años, el hombre que caminaba sobre el césped no llevaba corbata ni traje
Planchado, sino zapatos de hebilla y Peluca. El privilegiado, el potentado en el estado
absolutista, el noble, el rey, el emperador, se distinguían por el tamaño de la peluca
artificial. Y el que estaba por encima de todos era el que condenaba esa peluca al encierro
porque podía caérsele de la cabeza.
Cuanto más marcado es un dominio, tanto más se desarrolla la ostentación estética.
Esto es tan visible en la cúpula de San Pedro como en el salón de los espejos de Versalles
o en el metro de Moscú. Cuanto mayor el despotismo, más se embellece el mundo.
Antes se decía: saber es poder. Mucho antes pudo haberse dicho: poder hacer es poder.

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Hoy podría decirse: belleza es poder. Sólo quien ofrece belleza tiene esperanza de dominar
el mercado. Sólo quien adopta una existencia estética tiene cualidades de dirigente.
Por supuesto, sólo mientras se entienda por estética algo superior a los fines y las
fundamentaciones racionales.

La tercera modernidad

El espíritu de la época es un concepto que le viene particularmente bien al espíritu de


esta época. El espíritu es lo más alto, el espíritu de la época lo más profundo. Pero cuando
los conceptos generales son ya en su mayoría lugares comunes, el espíritu de la época se
vuelve especialmente impreciso. Cada cual puede entenderlo conforme a su propia fórmula.
El espíritu de la época es un hallazgo de la historia burguesa del arte, que encontraba
indecoroso el hablar de hechos y se volcaba en lo espiritual. El tiempo se dividía en épocas
a las que en cada caso había que buscar un tal espíritu. Si se vuelve la vista hacia el
pasado, quiz á pueda reconocerse algo así como una comunidad espiritual de todas las
formas de vida de una época, pero si se observa más de cerca el presente y sus caracteres
fácticos, las perspectivas espirituales se tornan cada vez menos claras. El espíritu de la
época sólo brilla en las grandes distancias.
Pero incluso en un capítulo cultural tan claramente defi nido como el barroco
difícilmente basta con mirar más atentamente para descubrir lo común. La perspectiva
espiritual del tiempo, labrada por la historia del arte, se quiebra.
--
La máquina de vapor es un producto del barroco. ¿Cómo es eso? Así es, la inventó
James Watt en 1765, en la misma época en que Dominikus Zimmermann y Balthasar
Neumann construyeron sus célebres iglesias barrocas. En el barroco se inventó la máquina
de calcular y el telar mecánico, más también herramientas de la técnica moderna, como la
máquina perforadora y las sierras circulares. S e construyeron los prime ros objetos
voladores: globos y planeadores. Juan Sebastián B ach, el matemático entre los músicos,
hizo todo menos copias de corvas fachadas o pomposas pilastras, todo menos música de
mística devoción.
¿Cuál era el espíritu de la época del barroco? De un lado, la escenificación
correspondiente al estado absolutista, una demostración de dominio a través de una fiebre
constructora. De otro, la revolución cultural que supuso la contrarreforma. Con cúpulas y
bóvedas, con molduras y capiteles, con columnas y arquitrabes, con estuco y escayola, con
el rosa y el azul celeste, la Italia poseída por el furor de construir dejó al norte protestante
en sus límites medievales.
¿Qué fue el Barroco? ¿ La mecánica celeste de Newton, el cósmico mecanismo de las
órbitas planetarias, en el que también se incluye la tierra, o la mirada extasiada al cielo de
los santos de la iglesia, las manos juntas y las vestiduras onduladas?
El estado necesitaba fachadas palaciegas y escenarios arquitectónicos tanto como
unidades militares. La iglesia permitió que se pintaran en las bóvedas cielos abiertos para
acoger fieles aún más humildes que se postraran ante la autoridad tanto de la iglesia
como de los receptores de la gracia de Dios.
En medio de este amordazamiento c ultural se produjo la revolución industrial. Papin
inventó, en 1690, una bomba movida por vapor, Newcomen construyó una primera, y aún
muy lenta, máquina de vapor, y esto ya en 1711, antes de que Watt construyera su
máquina veloz. E n 1760 se inventó el torno, y poco antes La cepilladora de movimientos
lineales y rotatorios movida por La fuerza de una máquina.
Se construyeron submari nos y barcos de vapor de rueda. Con el desarrollo de tuercas y
remaches se crearon elementos metálicos para grandes estructuras. Se levantaron los
primeros puentes de hierro, en 1775-79 el puente sobre el Severn en Coalbrookdale; el
primer soporte de hierro colado apareció en 1780. Pronto se usó también el hierro para
construir los invernaderos de los jardines botánicos.
Olvidemos el concepto de espíritu de la época. Al menos en este período, que como
ningún otro parecía poseer un es píritu común, no es evidente. ¿O acaso van de la mano el
contrato social de Rousseau y la Wieskirche, ambos de la misma época? Voltaire encomió la
razón y la monarquía ilustrada, Rousseau, en cambio, criticó el orgullo del entendimiento,
pretendió volver a la virtud de la naturalidad y fundó la c omunidad de los republicanos
radicales.
No, las épocas son demasiado complejas como para adecuarse a una teoría unificadora.
La mirada que pretende abarcarlas no encuentra sino un amasijo. También La historia del
arte quiso ser ciencia, y la cientificidad cuajó aquí en teorías unificadoras, en

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generalizaciones que, acertaran o no, se tenían por válidas.
En el barroco Se edificó una c ultura c olosal y se dio al mundo un nuevo aspecto al
tiempo que se socavaba, se de molía un mundo antiguo. La modernidad quedó instalada.
Y aquí es donde hay que hablar de una tercera moderni dad.
Habría que evitar entender lo que sigue c omo definición del espíritu de una época o, si
es preciso establecer corres pondencias temporales, como una división histórica. S e trata de
describir posiciones, actitudes. La modernidad es demasia do compleja c omo para poder
asimilarla sin diferenciaciones. Incluso la distinción de tres posiciones sólo puede ser una
aproximación. Y en todo c aso no puede entenderse c omo es píritu de una época.

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La modernidad se hizo manifiest a por vez primera, no ya en aspectos particulares, sino
como fenómeno total, a mediados del siglo XIX con el palacio de cristal de Londres, con
los pabellones de la primera exposición universal Josep h Paxton, que había tenido sus
experiencias con el hierro colado en in vernaderos, levantó entonces el primer edificio
construido por elementos usando como materiales exclusivos el hierro y el vidrio fabricados
siguiendo métodos de producción industrial en masa. El principio constructivo determinó el
aspecto. No había forma preconcebida alguna a la manera de los arquitectos del barroco.
El principio constructivo era la arquitectura misma. Ningún arte, ninguna decoración fueron
añadidos.
Con anterioridad hubo ya puras construcciones de hierro, puras obras de ingeniería, como el
mercado cubierto de la Mandeleine en París, construido en 1824, o el Mercado de pescado
Hungerford de Londres, de 1835. Ya en 1801 nació la primera fábrica construida en hierro
colado: una hilandería de siete plantas en Salford. El proyecto era de Matthew Boulton y
James Watt. El inventor de la máquina de vapor se dedicó a la construcción de fábricas en las
que debía instalarse su invento. La Máquina de vapor, con sólo 30 años de existencia, era capaz
de mover la maquinaria de una hilandería de siete pisos a través de numerosas transmisiones.
Watt también puso a contribución su saber constructivo para encontrar el tipo de construcción
en hierro apropiado para un edificio concreto.
Pero el palacio de cristal semejaba un fanal. Su planta era cuatro veces mayor que la de San
Pedro en Roma. Se construyó en seis meses. Las partes elementales se produjeron todas en
serie. Los elementos eran más bien de formato pequeño y se ajustaban entre sí a la
manera de una red. La mayor luna de cristal que entonces se podía producir medía sólo
1,20 Metros. El preciso ensamblaje daba al edificio un aspecto etéreo. No hubo ninguna crítica.
El mundo quedó asombrado.
El otro fanal de la primera modernidad fue la torre Eiffel de París, construida para la
exposición universal de 1889, ya entonces violentamente contestada y atacada por los
guardianes del arte y los valedores de la cultura. Gustave Eiffel era un ingeniero que
hasta entonces había erigido atrevidos viaductos ferroviarios de construcción entramada. Éstos
sólo se mostraban a sí mismos como puro cálculo constructivo.
Paxton construyó después como arquitecto espantosas villas neogóticas, y el propio Eiffel
fue también un hombre burguesamente dividido que por una parte ejercía su profesión
de ingeniero, Pero al mismo tiempo aspiraba a participar del mundo cultural
establecido. Como muestras de arquitectura constructiva, sus obras deben su
importancia cultural a un malentendido. Un edificio concebido por un ingeniero, fuera una
fábrica, un puente, un mercado o un edificio de exposiciones, era una construcción de carácter
instrumental desti nada a reuniones y funciones profanas. Es decir, nada cultural. El arte y la
cultura estaban instalados en lo espiritual. Sólo con esta desviación fue posible el nacimiento
de una nueva arquitectura. Una arquitectura que es lo que es, sin nada sobreañadido.
Esta arquitectura podía ser pura cons trucción, puro método.
Entre el palacio de cristal y la torre Eiffel hay un gran número de construcciones de hierro
que figuran en la historia de la arquitectura como obras destacadas. En la misma exposición
universal Para la que se levantó la torre Eiffel estaba la Galerie Des Machines, con una
longitud de 115 Metros, construida Por Ferdinand Dutert y Victor Contamin. Once años antes,
la sala de las Máquinas de la exposición universal de 1878 tenía una longitud de solo 35
metros. Aunque, ya en 1868, los ingleses construyeron la estación ferroviaria De San
Pancracio, con una longitud De 73 metros. Henri Labrouste construyó la Bibliothéque
Sainte-Geneviéve de París usando principalmente el hierro y el vidrio, y Gustave Eiffel y
Louis Charles Boileau edificaron unos grandes almacenes con un gi gantesco tejado de
cristal. Con el tiempo, todos estos edificios han sido justamente valorados en todos sus
detalles, y son parte integrante de nuestra conciencia cultural.
Menos se valora la evolución de la arquitectura en el vas to dominio de los edificios del

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ferrocarril, los andenes, las es taciones, las cocheras y los puentes. Apenas se valora la
evolución de las fábricas, los talleres, las naves o las plantas siderúrgicas. Si se tiene en
cuenta todo esto, resulta gratuito fijar el comienzo de la arquitectura moderna en 1911,
con la construcción por Walter Gropius de la fábrica Fagus en Alfeld. ¿Por qué no con las
fábricas De Albert Kahn o De Ernest I. Ransome? ¿O con el Boat Store De Godfrey Greene,
construido en 1860 y que podría ser un edificio De Egon Eiermann De 1960?
Situemos el comienzo de una segunda modernidad en el año 1911. Un año antes,
Kandinsky pintó el primer cuadro abstracto. Se dice que esto fue el albor de algo nuevo. En
el mism o año, Behrens construyó su sala de máquinas para la AEG en Berlín.
Con el tiempo, la tesis de que la arquitectura moderna comenzó con Peter Behrens y
Walter Gropius se ha vuelto un dogma.
Pero ya antes hubo una modernidad. A Peter Behrens y Walter Gropius les cabe sin
duda el mérito de haber introduci do los principios de la construcción ingeniosa; ya usuales
en el profano mundo de la industria, en la arquitectura repres entacional del mundo cultural
y artístico. Más aún: ellos quitaron el suelo a la arquitectura de citas que allí se
fomen taba. Aunque sólo por un tiempo. Si Behrens y, aún más, Gropius se ganaron un
puesto fijo en la historia de la arquitectura, ello no fue como inventores de una
arquitectura constructivo-funcional, sino como arquitectos que habían logrado que una tal
arquitectura, ya existente e introducida en el mundo cultural de la construcción
académica, fuera acogida en el medio cultural y artístico.
Esta primera modernidad ya había elaborado todos los elementos de la segunda
modernidad, que comenzó poco después de 1900 con las fábricas de Detroit y el Highland
Park De Albert Kahn, la fábrica De turbinas De AEG en Berlín, de Peter Behrens, y la
fábrica Fagus de Alfeld, de Walter Gropi u s y A d o l f M e y e r s . E s difícil descubrir aquí algo
fundamentalmente nuevo. Tanto en lo que respecta al uso del hormigón armado como a la
construcción con hierro y acero.
El hormigón armado lo inventó en 1849 el jardinero Joseph Monier para reforzar sus
jardineras y macetas de cemento con varas De hierro y hacerl as resistentes a la tracción.
A finales de siglo se desarrolló hasta convertirse en un princi pio de construcción, del
mismo modo que, a c omienzos del presente siglo, el esqueleto de hierro. Los pioneros
fueron el ingeniero francés Francois Hennebique, el arquitecto americano Ernest I.
Ransome, el constructor de puentes suizo Robert Maillart y el ingeniero francés Eugéne
Freyssinet. P or primera vez hubo una estructura homogénea en la que se soldaban entre sí
,
soportes y vigas, soportes y techo más t arde se crearon conchas autosustentables, que
dieron origen a nuevas formas de bóveda y podían ajustarse a superficies ideales,
matemáticas. Pero t ambién el esqueleto de hormigón armado estaba plenamente
desarrollado mucho tiempo antes de que Le Corbusier concibiera su modelo de Dominó, de
placas de hormigón con los apoyos detrás de su plano vertical, ampliable en c ualquier
dirección y sin paredes de carga. Ya en 1908 Tony Garnier construyó la nave de un
matadero con hormigón armado tomando por modelo, en dimensiones y estructura, la
Galerie des Machines de 1889.
La Modernidad estaba establecida. Las formas de los nuevos productos de la t écnica,
de calderas y motores, de máqui nas y t ransmisiones, también liberaron a la arquitectura
de t odo modelo formal. Surgieron c astilletes de extracción, depósitos de gas, refinerías,
transbordadores y silos que hicieron el proceso de diseño suficientemente independiente
para definir formas sólo desde el material, la función y la construcción: ¿por que no
comenzó la modernidad antes de 1910, y en la arquitectura antes de 1911?
¿Por qué solamente para los historiadores de la arquitec tura cuenta en la modernidad
Louis Sullivan, quien en 1899 -1904 erigió en Chicago el edificio de los almacenes
Schlesinger and Mayer de un modo que en los años treinta Erich Mendelsohn no habría
podido superar en modernidad? ¿Por qué no cuenta la factoría Winchester Gun en New
Haven, construida por Albert Kahn en 1906, entre las obras de la arquitectura moderna
cuando Kahn habría podido ser entonces un Mies? se los valora a lo sumo como
precursores. E n los años cincuenta, cuando empecé a interesarme por el palacio de cristal,
sólo pude recurrir a un único libro inglés sobre Joseph Paxton. Por contra, los anaqueles
estaban ocupados por libros sobre Gropius, Le Corbusier y Mies van der Rohe.

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Las construcciones de los ingenieros del siglo XIX, las cons trucciones de la primera
modernidad, fueron obras de t écnicos realizadas desde puntos de vista técnicos; las
construc ciones de la segunda modernidad, en cambio, fueron obras de arquitectos. Y a la
formación de unos y otros supone dos mundos diferentes. El arquitecto se forma en una

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institución dedicada a las artes, en una academia, en una École des Beaux -Arts, en la
cercanía de la escultura y la pintura. El ingeniero se forma en el ámbito de la
construcción de máquinas, la prueba de materiales, la estática y la cinética. Aquí se
permanece en el dominio de la causa y el efecto, del gasto y el rendimiento, de la
economía y la inteligencia, allá se permanece en el dominio de lo estético, determinado en lo
particular por el ejemplo histórico.
La École des Beaux-Arts se movilizó como un solo hombre contra la torre Eiffel y defendió
las proporciones y los órdenes del clasicismo y de otros estilos históricos. Pero la juventud
estudiantil no podía obtener nada del pasado. Se buscaba un nuevo estilo. El Art Nouveau, el
llamado en Alemania Jugendstil, relevó al historicismo, primero en Bruselas, la capital del país
más industrializado de Europa, y después en Viena, París y Barcelona. Los objetivos eran la
simplificación, la reducción dé medios y de composiciones y combinaciones orgánicas. Este
nuevo estilo redescubrió el cuadrado, el círculo y el triángulo como las formas más elementales,
empleándolas ornamentalmente en sus conocidas orgías de lianas. En 1899 apareció un libro
dedicado exclusivamente al cuadrado. La rebelión contra el historicismo y el estilo
neogótico se devoró a sí misma, quedando al final reducida a una búsqueda de la pura forma
en la geometría.
La siguiente generación que pisó las escuelas de Bellas Artes descubrió luego que el
cuadrado, el círculo y el triángulo son también las formas elementales de la construcción y el
funcionamiento en el mundo de las máquinas. La técnica se convirtió en modelo de la nueva
estética, acero y el vidrio pasaron a ser los nuevos materiales, y la rotación y la traslación a
constituir el nuevo movimiento.
Pero ninguno de nuevos arquitectos era técnico. Todos veían en la técnica un repertorio de
formas, un dato estético conforme al inveterado proceder artístico burgués, para el que la forma
es la primera causa determinante los ojos del artista ven una forma, y luego éste la materializa.
El espíritu es lo primero. El técnico opera de un modo completamente distinto. Tiene datos,
material, medios, finalidades y condiciones económicas concretas. Contando con todo ello se
pone a discurrir una forma. Ésta resulta de un proceso de optimización.
La segunda modernidad fue la conquista de la técnica por el arte. El constructivista ruso no
podía construir ninguna máquina. Era pintor y pintaba el mundo de las máquinas. Creaba torres
y figuras de acero, silos y grúas como productos de una nueva visión estética. Se desarrollaba
una revolución. La modernidad, presente ya desde hacía largo tiempo, se desplegó una
segunda vez como acontecimiento estético, como estilo, como lenguaje formal.
Metódicamente se permanecía en el terreno de la École des Beaux-Arts, el mundo se veía
estéticamente, como forma. Solo el motivo había cambiado. El nuevo objeto del arte era el
mundo técnico. Y así no fue un hecho casual el que la segunda modernidad comenzara en la
arquitectura en el mismo año en que se pintó el primer cuadro abstracto.
Kandinsky, e igualmente Mondrian, buscaban liberar al espíritu de la materia desde
conceptos casi religiosos. Buscaban la forma pura, el color puro, la superación de todo lo
material. El primado del arte como puro espíritu del que todo emana estaba establecido.
Hubo conflictos. Arquitectos que estaban vinculados al movimiento obrero y consideraban la
arquitectura sobre todo desde puntos de vista sociales, como era el caso de Mart Stam, El
Lissitzky o Hannes Meyer, llevaron al primer plano as pectos económicos, constructivos y
funcionales se apoyaban en los principios que regían las construcciones de los ingenieros del
siglo XIX y rechazaban el papel definidor de la estética y la definición mediante conceptos
formales. Pero no podían ponerse en contra de los «pintores» que como van Doesburg, Moholy-
Nagy, Le Corbusier o Malevich llevaban la voz de los que provenían del arte.
Sobre Mart Stam y Hannes Meyer se hizo un silencio que hasta hoy dura. Como oponentes
a la «arquitectura de belleza» murieron rechazados, olvidados.
En la arquitectura, el plano argumentativo fue subordinándose cada vez más al de la pintura.
Ya no se hablaba de dimensiones, carga, dirección de las fuerzas, resistencia y elasticidad: se
hablaba la transparencia del espacio, asimetría, división de las superficies, plasticidad,
Penetración, pureza de la forma y pureza del color igual que si se tratara de una pintura cubista.
El cubismo había fundado desde un tercer frente la estética de la geometría elemental todos los
objetos que pintaba los concebía como composiciones a base de cuerpos con formas
geométricas elementales, de conos, cubos, prismas, cilindros y pirámides. Estos cuerpos
primordiales aparecen insinuados en la pintura de Cézanne. En Picasso, Gris y Braque se
destacan más claramente, y en la pintura de Le Corbusier son tan nítidos, que de ellos a una
casa compuesta de cuerpos primarios sólo hay un paso. Al final, la casa no es sino un objeto
cubista tridimensional.
Los valores estéticos se fundaron metafísicamente. Lo horizontal es frío, decía Kandinsky, lo
vertical cálido. La mitad izquierda mira hacia fuera, la derecha hacia dentro. El ángulo recto tira
hacia el rojo, el ángulo de 60° hacia el amarillo. Las líneas verticales y horizontales, pensaba

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Mondrian, son expresión de dos fuerzas que se oponen. Su acción recíproca cons tituye la
vida. La imagen crea nueva realidad espiritual. Líneas, colores y formas representan una
vitalidad pura. Con las líneas verticales horizontales se cruzan ejes espaciales y ejes
temporales. La imagen es un cosmos estético autónomo.
Y Malevich creó en sus cuadros el espacio ilimitado. El primer plano y el fondo están
superados. Los objetos se Mueven ingrávidos. El tiempo no tiene límites. El arte abre el
espacio y el tiempo en los modelos tridimensionales, las llamadas arquitecturas, se
descubrían las figuraciones espaciales puras con las cuales podían luego los arquitectos
llevar a cabo sus construcciones. La forma estaba allende la función.
Podría igualmente afirmarse lo contrario de lo que enuncian todas estas tesis
trascendentales. ¿Por qué una horizontal no puede ser también cálida?, ¿y una vertical
también fría? pero esto no interesa aquí; lo importante es que el uso de un lenguaje
metafísico para nombrar y designar formas y c olores, fenómenos estéticos, se había hecho
una costumbre. Lo estético tenía una naturaleza propia y diferenciada que no se discutía.
La casa no estaba subordinada a ninguna finalidad concreta, era un fenómeno estético
fruto de la división en superficies, la interpenetración de espacios, la transparencia del
volumen y la disolución de la perspectiva y del punto vi sual en beneficio de una sucesión
de espacios y superficies. .
No raras veces se llevaron las pretensiones estéticas al punto de sacrificar a ellas el valor
de uso. La segunda modernidad en la arquitectura era cubismo aplicado, purismo y
neoplasticismo aplicado, suprematismo aplicado. Cómo la gente duerme, cómo trabaja,
cómo guisa, cómo juegan los ni ños, cómo se airea y se ilumina un espacio, dónde se puede
encontrar un retiro, todo esto eran cosas triviales, y la función de una cama en una
habitación de Mies van der Rohe carecía de importancia. No era más que un objeto
estético. Cómo se unen las superficies, cómo se prolongan del interior al exterior, cómo
crean aberturas y transiciones, era lo que definía la tarea de la arquitectura. Había que
crear la simul taneidad, la coincidencia en el tiempo de pared y abertura, de interior y
exterior, al igual que la transparencia de las transi ciones, la confluencia de los espacios y
el juego de paredes grandes y pequeñas como superficies autónomas que crean un campo
de tensiones.
Ahora se podía apelar de nuevo al espíritu de la época. El modelo cultural de la
modernidad estético-burguesa, de los arquitectos -artistas y los diseñadores -artistas es
idealista. No se interpreta la realidad desde la cosa y la situación, sino desde principios
de orden superior, desde trascendentalidades estéticas .
Sin duda alguna hay fenómenos estéticos. Los ingenieros del siglo XIX no negaron la
estética, pero no la reconocieron como principio superior y determinante. Ella debía
manifes tarse en la cosa misma.
Entre dos unidades iguales, por ejemplo dos puntos, no hay ninguna relación
establecida. Estén muy juntos o muy alejados entre sí, su distancia permanece sin medida,
sin comparación. Si se señala un tercer punto, se distinguen tres distancias ent re los tres
puntos. Y éstas guardan ahora una relación. Son o iguales o distintas. Sus proporciones
pueden quedar indeterminadas u ordenadas, es decir, ordenadas en relaciones determinadas.
Éste es el origen de la estética. E l l a se propone transformar las relaciones indeterminadas
en relaciones precisas, esto es, en coordinaciones. Éstas pueden ser proporciones
numéricas, ordenaciones de contenidos o relaciones psíquicas.
Esto es incuestionable; la cuestión que aquí se plantea es simplemente la de cuál es el
papel de la estética en un proyecto. Y a este respecto se postula, como hace, por ejemplo,
Sigfried Giedion también a propósito de la Bauhaus, que eso ha de decirlo en primer lugar
el artista.
Sigfried Giedion había sido discípulo de Heinrich Wölfflin, quien había introducido el
concepto de espíritu de la época en la historia del arte desde que diera su reconocimiento al
espíritu universal de Hegel. Wölfflin introdujo los conceptos estéticos capitales de clásico y
arcaico, cerrado y abierto, unidad y diversidad como notas de la forma, entendiendo el arte no
como producción, sino como expresión de Ia época. Giedion, que con su tratado espacio,
tiempo y arquitectura había creado la obra estándar de la modernidad, de la segunda mo-
dernidad, introdujo también la visión categoríal de las cosas en la creación actual,
interpret ándola en el sentido de la historia del arte convencional. Ésta siempre concluye que el
artista es la instancia suprema, y la forma el principio supremo. Incluso después de haber
creado la nueva técnica un sinnúmero de formas que no se ajustan a la óptica clásica, como el
paraguas, la broca, el cuadro de mandos, la tubería, la tuerca, el ventilador, la bombilla o el
engranaje.
¿Puede interpretarse la forma de la chimenea de uña fá brica conforme a las
categorías de la historia del arte clásica? ¿Es la chimenea clásica o arcaica? ¿Es abierta o

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cerrada?
Sí, el espíritu de la época, que siempre se puede reconstituir. Entonces la chimenea apunta
al espacio exterior. Aspira a las alturas, rompe las barreras de espacio y tiempo. Menos se habla
del humo, emisión de gases, hollín y aire polucionado. En cambio, se trae a colación, como en
Kandinsky, la contraposición entre la vertical, que es fría, y la horizontal, que tiene que ser
cálida. Para poder ser lo que efectivamente es, la cosa ha de irradiar un sentimiento cósmico.
Cuando la arquitectura y el diseño son, en tal sentido, expresión del mundo, no puede
sorprender el que su status de figura espacio-temporal deba todavía completarse con lo histórico.
La arquitectura dialoga con la historia de la arquitectura. Sin la cita histórica es muda. Esto lo
sabía ya Adolf Loos, que renovó la columna antigua. La posmodernidad es una continuación de
aquella modernidad que transmitía un sentimiento cósmico. El propio cubismo no dejó de citar la
historia y cargar el nuevo lenguaje de ornatos tomados a la tradición.
No podía permitirse que el historicismo no saliera una vez más a recibir a la modernidad. El
nuevo diseño es hoy la Bauhaus más P alladio. Últimamente aparecen sillas con respaldo de
caoba de estilo imperio, dos patas de peral y otras dos de tubo de acero curvado. El asiento es
de chapa perforada.
La nueva ola ha saqueado todo el repertorio de formas de Kandinsky. La libertad del arte
sedimenta en libertad de diseño. Y a todos los triángulos, líneas, círculos y segmentos de círculo
coloreados siempre viene bien una cita histórica.
Esto no es ciertamente la continuación del historicismo. No se copia simplemente lo antiguo.
Entretanto aparecen libros como Séneca para directivos. Queda bien insertar una cita clásica en
una conversación sobre economía. ¿Por qué no poner en hoteles o edificios de la administración
portales inspirados en una tumba faraónica o en las termas de Pompeya? Cuando en el diseño y
la arquitectura hay una motivación estética, nada impide incluir también la estética clásica. El
nuevo espíritu de la época se caracteriza por romper límites, límites del espacio y límites del
tiempo.
El paralelo con el eclecticismo de la antigüedad es evidente. Adriano reunió en el parque de su
Villa en Tívoli todo el arte que pudo encontrar en sus campañas para demostrar la dimensión
cosmopolita de su imperio. El resultado fue el formalismo superficial y el tedio. Todo sabía a
chicha y nabo.

3
La tercera modernidad no tiene todavía ningún fanal, hecha abstracción del Centre
Pompidou, que es bien excepcional. No está por los monumentos, pues quiere ser práctica.
Para mí hay, sin embargo, un edificio que representa su comienzo. Es solamente una
vivienda, pero del rango del palacio Katsura de Kioto. Se trata de la vivienda de Charles
E ames. En contraste con el dormitorio de una casa de Mies van der Rohe, el dormitorio de
esta casa no está al servicio de la representación estética de ninguna cama, sino que es un
espacio para dormir. Es una casa habitable, hecha para usarla. S e construyó en 1949, y es
una construcción de esqueleto de acero con elementos estándar procedentes de la industria.
La casa tiene el carácter de un taller. El ambiente que crea es enteramente el de un taller.
No hay ninguna habitación elegante, ningún salón, ninguna segunda planta. No hay lugar
para la división entre culto y vida cotidiana. El culto es la cotidianeidad. El uso conforma la
casa.
Pero sobre todo Charles Eames fue el primer diseñador no ideológico de la modernidad.
Sus sillas no se adhieren a la es tética del mueble metálico, sus contornos se derivan de su
función y no manifiestan ningún culto al cuadrado, al círculo y al triángulo. Para Eames, el
asiento no puede embutirse en una geometría. Las superficies de sus sillas y sillones
respetan el cuerpo humano. Nunca se le habría ocurrido sentar al hombre en sillas de
superficies planas o de frío metal, como se ha hecho hoy ineludible por mor de la forma.
Eames fue quien creó la silla, y la oportunidad de sentarse, de este siglo. Una silla
parcialmente rodante, regulable y de materiales adecuados a cada función. E n mayor o
menor grado, todas las sillas actuales se retrotraen a Charles Eames. Fue éste el primero
que usó superficies moldeadas. Las había desarrollado durante la guerra como tablas para
las piernas y los brazos de los soldados heridos. Buscó construcciones en acero minimizadas,
profesionales, es decir, técnicas de ajuste altamente tecnificadas, encargando la fabricación
de la mayoría de las partes metálicas en piezas fundidas siguiendo un proceso minimizador
y haciendo posible la definición de con tornos capaces de adaptarse al cuerpo al poder
ampliarse o reducirse. Su silla college tiene la misma calidad que el sillón de director, que
casi se mueve con el cuerpo, que báscula, se inclina y rueda, y cuya altura se puede
graduar.
¿Se puede presumir qué aspecto habría tenido el siguiente modelo si la vida de Eames

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hubiera sido más larga? no es posible. Eames no poseía ningún estilo. Él fatigaba su
intelecto para saber cuál es el mejor modo de sentarse, cuáles los mejores materiales al
efecto, cuál la mejor manera de componer el todo, y qué técnicas nos ofrece hoy la alta
industria. Y para todo esto hay muchas respuestas. Tantas más cuanto más capaz es una
mente de liberarse de representaciones formales y vedar la estética en el estudio.
Para la segunda modernidad, la de un Mies van der Rohe o un Le Corbusier, el
repertorio de la técnica se restringía al material en su forma estándar preestablecida por la
industria. Eames era un técnico procedimental. No podía hacer nada solo con perfiles. La
calidad técnica solo se desarrolla en la conformación y en la combinación de acero,
madera o plástico. La técnica solo se aprovecha cuando se tiene conocimiento práctico de
la calidad de las conformaciones a que se presta un material y las posibilidades de
trabajarlo. E n ello desempeña un importante papel la inteligencia con que unan y
combinen las distintas partes.
Todo el mundo conoce una situación como ésta: se acom paña a alguien a casa, se
produce durante el camino una dis cusión seria, hay que desandar el camino porque ésta no
ha terminado, y así otra vez. Así me pasé yo media noche con W alter Gropius entre su
casa y mi hotel. Era en los años cincuenta en Boston. El tema era ya entonces éste: es él
empleo de materiales técnicos por sí solo arquitectura moderna? El motivo eran los
méritos de Konrad Wachsmann. Wachsmann había desarrollado junto con Gropius un sistema
de construcción con partes industrialmente prefabricadas, cuyo verdadero problema era la
combinación de las mismas. A él dedico Wachsmann toda su atención, e ideó una
cerradura que semejaba una pieza de una máquina. Gropius se opuso. La arquitectura
debía ser fiel a un concepto general de sí misma, y no podía degenerar en cerrajería. La
misión dé la técnica se reducía aquí a poner nuevos materiales a disposición del
arquitecto. No nos pusimos de acuerdo aquella noche.
Un escalofrío recorre mi espalda cuando veo como en la arquitectura se cultivan los
perfiles como tales y como se los suelda y combina con violencia, todo por la coerción que
ejerce la forma simplificada. Un nudo que no viene a cuento me produce un daño físico
para mí, la arquitectura es técni ca procedimental y técnica aplicada, como la construcción
de máquinas. Los perfiles de acero solo son materia útil.
La rueda de una bicicleta es un producto complejo. Las llantas con su ángulo justo para
encajar los neumáticos, los radios tensables, su disposición, el buje, la cámara, todo ello
constituye un conjunto absolutamente convincente sometida a la ideología de la llamada
nueva construcción, no se habría hecho más que cortar un disco de un material compacto
que luego se habría pintado de Rojo, amarillo o azul. Y de hecho hay modelos de esta
clase debidos a Rietveld, donde la rueda sin duda ha recibido su forma más sencilla, pero
con una téc nica prehistórica.
La verdadera técnica es otra cosa. Es inteligencia material izada con el objetivo de hallar
la mejor solución con un gas to mínimo.
En la arquitectura hay un hombre, Norman Foster, cuyo pensamiento es parecido al de
Charles Eames. Sus construc ciones en acero salen de una fábrica, no de una Ferretería.
Son perfiles trabajados, no extruídos. Los nudos son productos industriales. La solidez es
resultado de la estructura, no de la fuerza.
Un cuadrado o un rectángulo no son rígidos. Sometidos a una mínima fuerza, los
vértices ceden. Sólo una diagonal los hace rígidos. La diagonal divide las superficies
rectangulares en dos triángulos. Y un triángulo es siempre rígido. Su Forma no se puede
desfigurar. Construir inteligentemente es cons truir con triángulos.
En la arquitectura purista de Mies van der Rohe sólo hay rectángulos. La diagonal no
aparece. No le está permitido porque alteraría el concepto de la quietud clásica, porque
alteraría el lenguaje de las formas -de las formas rectangulares.
Tampoco puede presumirse respecto de Norman Foster qué aspecto tendrá su siguiente
edificio. El campo de las soluciones inteligentes es inmenso, pero sólo para quien se halla
en condiciones de abrir interrogantes. Quien no puede plantear ninguna, se repite.
Norman Foster posee la inteligencia técnica de un cons tructor de aviones. Sabe cómo
construir un rotor de helicóptero que traduzca la energía del motor en el movimiento de dos
aspas giratorias que durante la rotación se ponen en su ángulo. Siente una gran atracción
por los aviones, en cuya construcción el principio supremo es el de minimizar la cantidad de
material y energía para maximizar la eficacia. Sus construcciones se aproximan a los
productos de la naturaleza. También en las plantas domina el principio del máximo efecto
con los mínimos medios. La naturaleza es aquí maestra, y todo lo hace siempre con
inteligencia, no con fuerza.
De este tipo de construcciones se deriva un nuevo tipo de estética. Una estética que
también habla a la cabeza. Estas construcciones se pueden leer, se pueden entender. S e

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las descubre. Lo que se ve es así porque es más acertado que de cualquier otra manera. Se
descubren ocurrencias, lógica, ingenio. No es la pura estética del ánimo, de la sensación
indefi nible. Aquí tampoco habla ningún espíritu de la época, ningún sentimiento cósmico;
simplemente se ve una de las mejores soluciones posibles a una cuestión planteada. La
tercera modernidad remite a la primera. Es constructiva, no formal. Pero sabe que lo
téc nicamente correcto no tiene necesariamente que ser lo bello. La optimízación técnica y
la optimización visual son dos cosas distintas. Pero aun tenien do leyes distintas y debiendo
abordarse en sus categorías propias, no pueden separarse. Lo bello necesita lo correcto, lo
correcto debe desplegarse en la mejor estética.
Lo bello del arte como lo bello aut ónomo no tiene sitio en la técnica por otro lado, lo
correcto, lo técnicamente mejor, también quiere desplegarse en el orden estético. Y en
ocasiones lo más bello es a la vez lo mejor.
Esta complejidad, que puede tener su paralelo en lo psicosomático, donde también ambas
cosas se condicionan mutuamente, se instala en la tercera modernidad de una manera
distinta a como se estableció en la primera. Es un hecho particularmente afortunado el que
hoy el ingeniero y el arqui tecto caminen juntos. Un ejemplo es la vinculación de la oficina de
ingenieros Ove Arup de Londres a arquitectos tan destacados como Richard Rogers, Renzo
Piano, Norman Foster y Michael Hopkins. Todos ellos pioneros del nuevo concepto de la
arquitectura. Se tiene la impresión de que los ingenieros desean ser arquitectos, hacer
arquitectura, mientras los arquitectos ambicionan trabajar en las distintas ramas de la in-
geniería. Ambos, el ingeniero y el arquitecto, caminan juntos. Pero ambos saben
perfectamente que sólo con eso no quedan unidas dos disciplinas. Ello deja de constituir un
fecundo término si el proceso de diseño no es creativo e ingenioso. También hay edificios
-
en los que se nota que el arquitecto se ha puesto en manos del ingeniero o el ingeniero en
manos del arquitecto. Faltan en ellos el juego de la inteligencia, los discurrimientos y la
capacidad reflexiva.
Arquitectura ha descendido hoy al nivel de las revistas de modas. Se estudian revistas, ya
no se aprenden métodos de construcción más allá de como una modista tiene que aprender
cómo deben efectuarse las costuras de los vestidos. Y entretanto también la construcción
técnica se ha reducido a m o d a . L a nueva estética se llama aquí high-tech. Se toma la
técnica únicamente c o m o ornamento, como catálogo para nuevas ocurrencias en el diseño.
El Art Decó estuvo a punto de tragarse a la Bauhaus, el Art Decó era el arte oficial de los
años veinte. La B auhaus no tenía nada de oficial. Y así parece a veces que la high-tech va a
tragarse a la nueva, tercera, modernidad. Mucho de lo que hoy produce la impresión de que
un arquitecto ha colaborado con un ingeniero no debe considerarse sino pura apariencia, una
nueva moda formalista.
La tercera modernidad retorna sin más cuestión al cons tructivismo. Pero los
c onstructivistas eran pintores no técni cos. El mundo de las máquinas, que tanto los
fascinaba, se trocó en retórica de las máquinas, y los edificios industriales les
-
proporcionaban más motivos pictóricos que sugerencias constructivas. el proyecto de
Vladimir Tatlin para un monumento a la tercera internac ional, la obra capital del
constructivismo, sólo era la ilusión de una construcción, nomás que su sueño estético; ya
entonces Naum Gabo advirtió a Tatlin de que debía elegir entre construir casas y puentes
funcionales o hacer puro arte, pero no ambas cosas. Una construcción convincente es
siempre racional y minimalizada, nunca expresionista. No hay técnica expresionista.
En este sentido, el constructivismo tuvo más el significado de un manifiesto cuyo valor se
concentraba en su calidad de programa que de un ejemplo demostrativo.
Este programa pretendía superar la separación de arte y vida, de individuo y sociedad, de
técnica y manualidad, de cuerpo y espíritu.
Todo es diseño. Todo hay que crearlo. Todo, la vida, la cotidaneidad, lo privado y lo público
precisa de la fuerza, el espíritu, la responsabilidad de la forma cumplida, la intervención
creadora.
Los edificios de los propios arquitectos rusos quedaron en cuanto a relevancia a la zaga de
este programa, que provocó un nuevo enfrentamiento. Hannes Meyer se opuso a Walter
Gropius, El Lissitzky a Le Corbusier, Mart Stam a van Doesburg, Vladimir Tatlin a Piet
Mondrian, y Alexander Rodshenko a László Moholy-Nagy. El pathos revolucionario de los años
veinte permitía gritar: iAbajo con el arte! y hasta el propio Mondrian tuvo sus dudas sobre si el
arte, la estética autónoma, sería sostenible en el futuro.
Si se tratara aquí de una valoración histórica, habría que traer a colación, por supuesto, los
grandes impulsos que se sucedieron entre la colonia de viviendas de Weissenhof en Stuttgart y
la de Neubühl en Zurich, como los que supusieron las colonias de Ernst May o de J.J.P.
Oud o realizaciones, tan impresionantes para la época como la cocina de Francfort.
Mas de lo que aquí se trata es de posiciones y mentalidades. Su puesta de relieve puede hacer

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que el significado histórico o personal ocasionalmente pase a un segundo plano. Por eso, decir
que el viejo constructivismo que produjo una serie de importantes edificios, atendió menos a
la construcción que al aspecto de la construcción, no implica ningún juicio histórico
valorativo.
El nuevo constructivismo, la tercera modernidad reconocible en el centro Pompidou,
abandona el campo de las construcciones con perfiles de acero. Los edificios se convierten en
instrumentos con partes especialmente diseñadas para las tareas que en ellos se desarrollan.
Las partes que han de soportar las presiones son distintas en su aspecto de las que han de
soportar tensiones. Una construcción como el centro Pompidou ya no es una estructura
monolítica. Se basa en un juego claramente perceptible de tensiones y presiones con las partes
constructivas muy diversamente modeladas que se ensamblan en nudos a veces complicados
para constituir un todo. Las articulaciones adoptan la forma de nudos, y las piezas
sustentadoras ajustan sus dimensiones a la carga que les corresponde soportar.
-
Las sugerencias pudieron haber provenido de Archigram. Los arquitectos dibujantes de 1960
necesitaban formas de máquinas para sus ciudades futuristas proyectadas sobre el papel.
Pero el criterio decisivo es la nueva concepción de la estática arquitectónica. La
construcción se orienta a la construcción misma. El arquitecto y el ingeniero trabajan juntos.
Cada uno tiene sus competencias, pero no hay frontera que las separe. Cada uno se
mueve en el campo del otro.
Una modelo para la estática es la construcción de puentes, que de modo muy
particular trata de lograr un óptimo con un mínimo, un óptimo de estabilidad con un
mínimo de material y de aparato técnico. El centro Pompidou o el Hong-Konq and
Shanghai Bank de Hong-Kong, trasladan a la arqui tectura la técnica de la construcción de
puentes. Ello abre nuevos campos a la actividad del arquitecto, que ahora es li bre de
desprenderse de las cadenas formales del cuadrado, el círculo y el triángulo, libre para
cumplir programas formales. El arquitecto, que sobre todo busca la forma, debe ahora de-
sarrollarla, obtenerla, dejarla crecer, liberarla, permitir su pro pio despliegue antes de saber
qué aspecto llegue a tener.
Las virtudes de la técnica también len tienen un sitio en el diseño. La virtud de la ciencia
es la curiosidad no el saber. Un científico que ya sabe lo que quiere saber, deja de ser un
científico. El científico desea encontrar. No aplica saber. Aprende a preguntar y se ejercita
en el encontrar.
Tal es también la virtud del nuevo arquitecto, del nuevo diseñador. La vida se torna más
y más un cosmos desconoci do. Antes de hoy todo individuo ha sido sabedor del curso y la
meta de su vida. El mundo, la época son hoy abiertos. Tenemos que movernos a tientas
en lo desconocido. El espíritu la época ya no tiene respuestas. Proyectamos porque
buscamos, no porque sabemos.
El resultado varía con el procedimiento. Quien está en el saber termina de diseñador de
carrocería. Empaqueta las cosas en sus representaciones. Las encierra en ellas. Pero quien
busca, encuentra soluciones abiertas, estructurales.
La forma muestra su gestación. S e reconoce a sí misma en su proceso. Así satisface al
mismo tiempo nuestra necesidad de poder leerla y entenderla. Es como una obra escrita.
No se conforten ser sólo apariencia, como ostensiblemente es el caso de los edificios de Ieoh
Ming Pei. El mostrarse cómo está hecho algo constituye a todas luces otra cultura del
diseño que la que sólo resulta del aparentar y el ocultar su originación. El primado del
diseño de carrocería entra en quiebra.
Ya no basta mostrar algo sin más. La envoltura es la mentira. Hoy todo tiene buen
aspecto. S abemos lo que significa tener una cosa buena apariencia. Sobre todo el que
quiere engatusar. Nos es precisa una mirada que atraviese la vistosidad -también el cliente se
vuelve curioso.
Hoy es el proyectar mismo el que abre perspectivas. Él solo, y no el espíritu de la época.
El propio proyecto muestra lo que le ha acontecido, lo que es la cosa. Las respuestas ya
no se hallan en el plano del espíritu, aunque sea el espíritu de la época, sino en las cosas. El
mismo pan dice si aún puede comerse, la misma agua si aún puede beberse, el aire mismo
si aún puede respirarse el espíritu de la época es demasiado general.
El mundo se halla en una situación grave. Una cuarta par te de todas las especies
vegetales y animales esta seriamente amenazada o bien extinguida. Tratamos a la
naturaleza como si fuera utilizable para cualquier cosa, como una propiedad sin valor. La
naturaleza no cuesta nada y por ello no vale nada.
El hombre ha ido tan lejos, que él mismo está amenazado de extinción. No porque el
hombre sea enemigo del hombre. Nadie quiere acabar con nadie. Pero todo el Mundo
quiere beneficiarse de la producción de armamento, de la química, que estropea la tierra,
del automóvil, que ensucia el aire con sus gases. Nadie desea renunciar a las bendiciones

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de la sociedad consumista, que amenaza con asfixiar el planeta entero en el hiperconsumo,
Esta esquizofrenia sólo se puede soportar distrayéndose de ella. La distracción más fina
es la estetización del Mundo. Nos ejercitamos en darte un nuevo, perfecto, maquillaje
mientras los residuos químicos que deja la producción de la cosmética cosmopolita -cuyo
volumen es mayor que el de los propios productos se vierten sin más en los ríos. La vida
solo puede soportarse si es más bella. El pensamiento sólo puede soportarse si la cabez a
participa también de las teorías de moda que aparecen a diario, del consumo posmoderno
de tesis frescas. La basura en que nos ahogamos sólo se puede soportar dentro de nuevas
casas de cristal, latón, mármol y cromo. Los árboles Marchitos sólo pueden soportarse
plantando flores artificialmente hechas cada vez Más grandes y hermosas: la industria del
plástico ha alcanzado tal perfección, que ya no permite al ojo distinguir entre naturaleza y
arte, y es preciso palpar las flores.
Nunca fue la pintura tan bella, abun dante y grande como en tiempos de Makart,
cuando en las fábricas y en las calles las luchas obreras provocaban sus disturbios. Nunca
antes se construyeron tantos museos como hoy, todos en el estilo de la segunda
modernidad, y esto en una época en que amenazamos a la vida misma.
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págs. 15 a 25
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