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Eugenio Cambaceres

El autor: Apunte biobibliográfico


Familia y primeros años
Eugenio Cambaceres nace en Buenos Aires en 1843, aún en plena tiranía de Juan
Manuel de Rosas. Pertenece a una familia bien asentada en la sociedad local, encarnación
de esa alianza entre aristocracia criolla y nueva burguesía capitalista que tan determinante
habría de ser para la evolución política argentina a lo largo del siglo XIX. Antonio
Cambaceres, ciudadano francés y químico de formación, se había trasladado en 1829 a
Argentina y hecho fortuna en la industria de los saladeros, rentabilizando así sus estudios
sobre las grasas animales en un país cuya principal fuente de riqueza era el ganado
bovino. Allí contrajo matrimonio con Josefina Alais, de distinguida familia criolla. El lejano
parentesco con su antiguo tutor Jean-Jacques Régis de Cambacérès (1753-1824), cónsul
y canciller napoleónico, fue objeto de alguna polémica décadas más tarde, en la que los
hijos de Antonio Cambaceres hicieron amplias protestas de republicanismo; sin embargo,
esto no quita para que dicho apellido fuera probablemente visto con agrado por la alta
sociedad porteña al acoger al nuevo magnate de las salazones.
El matrimonio Cambaceres-Alais tuvo cuatro hijos, de los cuales el primero, Antonino
Ciriaco (1833-1888), llegaría presidir el Senado y a ser importante administrador
(presidente del banco de la Provincia de Buenos Aires y del Ferrocarril del Oeste). Pese a
una carrera menos brillante como hombre público, su hermano menor alcanzaría mayor
pervivencia en la cultura nacional. Nacido al cabo de diez años, después de dos
hermanas, Leocadia (1837) y Segunda (1839), fue bautizado en la iglesia de Nuestra
Señora de la Merced como Eugenio Modesto de las Mercedes. El contexto político del
rosismo, concluido en 1851, no habrá de influir en el transcurso de su vida; más bien,
Eugenio Cambaceres será testigo –y, en algún episodio, discreto actor– de las grandes
transformaciones que después de la batalla de Caseros fueron dando forma a la República
Argentina como un estado y una cultura modernos de acuerdo a los patrones del
liberalismo occidental.

Argentina tras el rosismo


Dicho proceso habría de esperar aún tres décadas –el llamado «proceso de
Organización Nacional»– para desenvolverse en una atmósfera pacífica: se sucederán las
guerras civiles entre Buenos Aires y las restantes provincias rioplatenses hasta 1880,
cuando aquella se erige definitivamente en capital federal. Por aquellos años, el territorio
argentino se había expandido también enormemente mediante la «conquista del Desierto»,
que integró los territorios pampeanos y la Patagonia a costa de grandes estragos entre la
población indígena. El factor militar fue también importante para la cohesión argentina al
funcionar como crisol de una conciencia nacional superadora de los particularismos
regionales. Igual efecto sobre las clases ilustradas ejercieron instituciones como la
Universidad o el Colegio Nacional, más la difusión de la enseñanza emprendida con
especial dedicación bajo la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento y que culminaría
en la década del 80 con la imposición de la enseñanza primaria obligatoria y laica.
Esta última medida, y otras como la instauración del registro y matrimonio civil, se
entendían también por la voluntad de separación entre la Iglesia católica y el Estado. Esta
reivindicación liberal, propia de la época, añadía en la América hispana la identificación,
por parte de ciertas minorías dirigentes, de la sociedad católica con la mentalidad del
dominio colonial español. Frente a tal obstáculo para el progreso material y cultural de la
patria, la extensión del positivismo filosófico a la enseñanza superior aspiraría a disminuir
el atraso científico con respecto a las naciones occidentales tenidas por modélicas.
Asimismo, medidas como la libertad de cultos aspiraban a atraer la deseada mano de obra
inmigrante de la culta y trabajadora Europa septentrional.
La capital, ante la llegada de nuevos habitantes del Viejo Continente, irá creciendo y
transformando su apariencia, desde el viejo trazado colonial a un diseño urbanístico de
inspiración parisina. Aunque, como en tiempos pasados, la primera fuente de la riqueza
argentina permanecía en manos de los terratenientes –grandes beneficiarios de la
conquista del Desierto–, la modernización técnica permitió un mayor aprovechamiento de
la ganadería: el ferrocarril mejoraba las comunicaciones y el intercambio de mercancías
entre el mundo rural y la ciudad, las cámaras frigoríficas reemplazaban a los saladeros, se
introducía el ganado lanar y los cercados de alambre de púas delimitaron la propiedad y
transformaron a los desarraigados gauchos –grandes protagonistas de las décadas de
guerra civil– en sedentarios peones de estancia.

Juventud y vida política


La actividad de Eugenio Cambaceres, según se ha indicado, se desarrollará en ese
contexto de profunda y acelerada transformación. El futuro escritor emprenderá el
esperable y prometedor cursus honorum de todo joven patricio criollo, siguiendo estudios
secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires y superiores en la Facultad de
Derecho. Miguel Cané, en unas páginas de 1885 con algo de malévolas, retrata al
Cambaceres de la adolescencia y juventud como un mimado de la fortuna muy poco
interesado en asumir responsabilidades: «Adorado en la familia, con un nombre
respetable, con todo el dinero necesario para realizar sus caprichos, bastándole abrir la
boca para ir a dejar diez mil duros en un año de vida en París, joven, brillante, acogido en
todas partes con los brazos abiertos, ¿cómo exigir de él el tesón en el trabajo, la
persistente preparación del porvenir…». Lo cierto es que Cambaceres confirma en parte
esta semblanza al rememorar su época universitaria, más atenta a «los salones, teatros y
paseos» que a los estudios, en las páginas del prólogo de su novela Potpourri o del
capítulo III de Sin rumbo, con clara inspiración autobiográfica (en cuanto al viaje a París
aludido por Cané, no quedaría más testimonio que una anécdota en el
capítulo XXIV de Potpourri). Tampoco es imposible que Eugenio Cambaceres haya
exagerado un poco en sus personajes la frivolidad de su propia trayectoria, puesto que su
antiguo condiscípulo Pedro Goyena lo recordará en 1882 como «un estudiante distinguido
por el método expositivo de sus exámenes», si bien lamentando que no haya conducido
ese talento a mejores fines literarios (tanto de forma como de contenido, como veremos).
Tras la obtención del doctorado en 1869, Eugenio Cambaceres se lanza a la vida
pública en 1870 como diputado y director del diario El Nacional. De las decepciones que
habría de reservarle la tribuna tenemos una caricaturesca síntesis también en el prólogo a
su primer libro. Dos audaces discursos de Cambaceres parecen desmentir aquella
indolencia y dilettantismo rememorados años más tarde por Cané. En 1871, ante la
Convención Reformadora de la Constitución nacional, abogará por los ideales de libertad
de culto y fomento la inmigración extranjera que acabarán por imponerse en la década
siguiente; pocos años después, en el Congreso Nacional, pedirá la anulación de las
elecciones ante las irregularidades cometidas por el Partido Autonomista Nacional en que
él mismo militaba. El abandono de la política no se demoró, aunque tampoco fuera
inmediato y tomara como excusa una causa personal: la salida a la luz pública, con el
consiguiente escándalo, de los amores del diputado Cambaceres con la cantante de ópera
Emma Wizjiak (aventura que encontrará su correlato literario en Sin rumbo con la relación
entre Andrés y la Amorini).
En 1877 concluyeron tanto este affaire como la labor periodística de Cambaceres,
quien da paso a una etapa de vida privada, muy activa en viajes y relaciones sociales pero
de escasa notoriedad pública. Aparte desengaños políticos y sentimentales, pudo agudizar
una cierta misantropía el fallecimiento de su madre, doña Rufina, a quien Eugenio
Cambaceres se sentía particularmente unido: una vez más, podemos apoyarnos en las
dos narraciones de Cambaceres con mayor carga autobiográfica, Potpourri y Sin rumbo,
para constatar cómo en la formación de un protagonista se hallan simultáneamente
presentes una madre protectora e indulgente junto con un padre severo y riguroso. Por
cierto, que don Antonio Cambaceres, había fallecido en 1875, o sea que no llegó a tener
que avergonzarse de la aventura de su hijo con la Wijziak.

La generación del 80
Eugenio Cambaceres no emprenderá su obra novelística hasta la década de los 80.
Su perfil humano y literario, maduro, experimentado y desengañado, se mostrará de este
modo en una época particularmente próspera y optimista en la historia de la República,
con gran vitalidad literaria y el régimen del Partido Autonomista en su apogeo. La
historiografía social y cultural ha venido denominando este periodo como «generación del
80», cuyos integrantes suelen asumir a un tiempo su posición de hombres de letras y de
Estado como militares, políticos, funcionarios o diplomáticos, más o menos próximos a la
minoría dirigente del país: una clase ilustrada que, a través principalmente de la prensa
periódica, escribe para el restringido círculo de destinatarios que ella misma integra, como
atestigua por ejemplo el título de Entre nos. Causeries del jueves que engloba los artículos
de uno de los más conspicuos escritores del 80, el general Lucio Victorio Mansilla.
La generación del 80 vive con la mirada vuelta hacia su ciudad, que pasa en este
tiempo de ser «la gran aldea» recordada en la novela de Lucio Vicente López a
asemejarse a la «Cosmópolis» invocada por Rubén Darío en 1896. Sin embargo, Buenos
Aires tiene a su vez la mirada vuelta hacia la cultura europea, principalmente francesa,
como demostraban las mencionadas reformas urbanísticas y secularizadoras; por otra
parte, el viaje a París adquiere un carácter poco menos que «iniciático» para el patricio
porteño representado por el propio Eugenio Cambaceres. El galicismo será también harto
relevante en la literatura de la época, tanto en el mercado editorial como en la misma
producción literaria nacional, según se aprecia en la «bifurcación» de la prosa ochentista
entre dos géneros literarios de raíz inequívocamente francesa: la que podríamos
denominar miscelánea autobiográfica de diarios, memorias, crónicas, apuntes y
reflexiones, y la recién aparecida novela naturalista zoliana.
La primera vertiente, desarrollada especialmente en la prensa periódica, revela
aspectos del talante y entorno de esta promoción de escritores: el tono menor y frívolo, la
afectación del registro ameno de la tertulia entre interlocutores ilustrados, o el galicismo
idiomático y los giros de moda en el habla de la clase alta, la cual adquiere de este modo
una categoría literaria. Las antes referidas Causeries de Mansilla son la mejor muestra de
esa nueva escritura urbana y cosmopolita que servía como antídoto contra las secuelas
del romanticismo que, extendido por la América de habla española, se manifestaba en el
popularismo de la literatura gauchesca-costumbrista o en la grandilocuencia de los émulos
de Victor Hugo o Lamartine.
Sin embargo, la generación del 80 será también la primera generación argentina de
novelistas. En el panorama anterior de la literatura nacional, la prosa extensa de ficción
había sido un fenómeno escaso cuyas muestras más destacadas se hallaban en el ámbito
de la novela histórica de intención política, como demostraron en su obra Vicente Fidel
López (La novia del hereje, 1854) o José Mármol (Amalia, 1851-1855). Argentina, en un
principio, participó de la época dorada del género novelesco en Occidente tan solo como
ávida lectora de cuanto Europa producía en materia de folletines románticos y realistas. No
obstante, fue el descubrimiento del naturalismo y de la idea de roman expérimental lo que
cambió decisivamente el panorama de la narrativa en el río de la Plata.

El naturalismo
Creación, en la teoría y en la práctica, del novelista francés Émile Zola, la novela
naturalista obtuvo adeptos entre escritores y lectores en toda Europa, y Argentina fue el
país del Nuevo Continente donde más arraigó el naturalismo a partir de los años 80. De
este interesó algo más que el retrato social, ya presente en el costumbrismo o el realismo
balzaciano (inaugurado en español por el chileno Blest Gana): Zola había aportado a la
narrativa aspiraciones científicas y documentales, al pretender analizar las causas de los
males sociales e incluso contribuir a su remedio, lo que atrajo la atención de una clase
intelectual y dirigente ganada por el pensamiento positivista, al tiempo que abrumada ante
la nueva realidad demográfica y sociológica de Buenos Aires.
Así pues, la novela naturalista prestará atención al reverso de miseria y corrupción –
material y moral– que se esconde tras la urbe espléndidamente reformada, en las
mansiones y los teatros como en las tabernas y en los burdeles; las viviendas de clase
media y en los conventillos de proletarios inmigrantes. Desvela, en fin, situaciones que la
vida familiar o social pretende ocultar, como quien indaga con el bisturí o el microscopio –
la imagen médica será recurrente– en las llagas de ese organismo enfermo con que se
identifica a la sociedad. La voluntad del autor es en un principio altruista y aséptica, pero,
como se ha dicho, el mal social (que acaba conduciendo a la raíz del mal moral) llama
especialmente su atención. De este modo, las páginas inspiradas por el naturalismo
presentan escenas de una sordidez desacostumbrada en la literatura de aquel tiempo y
que provoca ásperas polémicas al tiempo que atrae lectores. La elegancia y frivolidad de la
escritura ochentista se encontraba ante un nuevo modelo de prosa de tono grave y
discurso unas veces académico y otras vulgar, cuyo «olor a pueblo» (la expresión,
encomiástica del naturalismo, la empleó en 1879 Benigno B. Lugones) no todos aceptarán,
como tampoco los ejemplos suministrados por unos personajes nada modélicos.
La polémica acerca de las deficiencias morales y artísticas del naturalismo se
prolongó en la prensa bonaerense hasta bien entrada la década del 80. Una revisión de los
textos que produjo la batalla del naturalismo demuestra cómo, en muchos casos, tanto sus
detractores como sus mismos defensores tenían una idea muy vaga de en qué consistía la
estética zoliana, a menudo reduciéndola a la mera presencia de ciertos atrevimientos
temáticos o verbales. Sin embargo, en Argentina se publicarán muchas novelas
naturalistas «ortodoxas», casi aún más (en cuanto que «documentales») que las del propio
Zola, en forma de auténticos manifiestos sociológicos con apariencias de novela carentes
tanto del distanciamiento del autor como de preocupación artística: este sería el caso
de ¿Inocentes o culpables?, de Antonio Argerich (1884), primera novela publicada en
Buenos Aires que se reivindicó como «naturalista».
En lo que se refiere a Eugenio Cambaceres, se asumirá como «naturalista» ya en una
carta dirigida a Miguel Cané en 1883, aunque dando una particular definición del término
que insiste más en la observación rigurosa (y sin pudores) que en cualquier noción
científica: «estudio de la naturaleza humana, observación hasta los tuétanos. Agarrar un
carácter, un alma, registrarla hasta los últimos repliegues, meterle el calador, sacarle todo,
lo bueno como lo malo, lo puro, si es que se encuentra, y la podredumbre que encierra,
haciéndola mover en el medio donde se agita (…) sustituir a la fantasía del poeta o a la
habilidad del faiseur, la ciencia del observador, hacer en una palabra verdad». Esta
despreocupación por el método «experimental», que años más tarde también observaría
uno de sus primeros críticos, Martín García Mérou, no impedirá que las novelas de
Eugenio Cambaceres, desde su primera aparición y aun antes de merecerlo, aparezcan
marcadas por la sombra de Émile Zola. Obviamente, Cambaceres conoció bien la obra
zoliana y su asimilación del naturalismo fue en incremento, por más que en ella no pueda
agotarse la interpretación de su narrativa.

Potpourri. Silbidos de un vago


En 1882 se publicaba en Buenos Aires una novela sin nombre de autor, bajo el título
de Potpourri (Silbidos de un vago), inmediatamente asistida a partes iguales por el
escándalo y el éxito de ventas. Como queriendo alejarse de la previsible controversia, su
pretendidamente anónimo autor, Eugenio Cambaceres, se embarca para Europa al día
siguiente del lanzamiento del libro, en compañía de la bailarina italiana (triestina) Luisa
Bacichi, diecisiete años más joven que Cambaceres y futura amante, tras la muerte del
escritor, del presidente Hipólito Yrigoyen.
Potpourri mantiene a duras penas un hilo argumental. El autobiografismo y el continuo
recurso a la primera persona, al igual que la crónica social, el tono irónico y la divagación
ligera entre diversos temas, asimilan a la antes referida prosa periodística de la generación
del 80, más que en la aún magra tradición de la novela argentina. El lenguaje del narrador
en Potpourri busca la aproximación a la lengua hablada, de ahí no solo su falta de rigor en
la organización de la trama o de diferentes temas, sino en la misma construcción de la
frase; de ahí también su mezcla nada académica de galicismos a la moda y criollismos aún
no normalizados en la escritura culta.
Cambaceres acusa la influencia de la sátira social romántica, según se puede
apreciar en ambientaciones como la del Carnaval (cap. XIII), o el recurso a las
«fisonomías» de personajes típicos, que incluyen caricaturas despiadadas de médicos,
abogados, comerciantes o periodistas, además de políticos. Destaca en este último asunto
el capítulo VI, sátira política dirigida contra distinguidos adversarios del partido de
Cambaceres como el ex presidente Mitre o el último defensor de la autonomía de Buenos
Aires, Carlos Tejedor. La ferocidad del narrador recae también equitativamente sobre los
extranjeros (españoles, ingleses o italianos) y la xenofobia de unos criollos (VII)
obsesionados por la «pureza de sangre» ajena mas ignorando su propio origen mestizo.
Sin embargo, el objeto de la sátira que hilvana la novela a modo de intermitente
historia principal, es el del amor y la vida matrimonial. El pesimismo dentro de la obra de
Cambaceres hacia las relaciones entre el hombre y la mujer, y principalmente hacia el
carácter y condición de esta, se habrán de convertir en una constante en todas sus
novelas. El matrimonio ideal que aparentemente forman Juan y María en Potpourri pasa de
unas esperanzadoras apariencias de idilio a revelarse, bajo la mirada directa del narrador,
como víctima del tedio, el descontento y el disimulo que conducen, en definitiva, a su
descomposición por medio del adulterio.
El mayor interés de Potpourri reside, probablemente, en la construcción de un
personaje que es, ante todo, narrador. Este, como «vago», se sitúa cómodamente al
margen de los valores de la alta burguesía que retrata y a que pertenece, y en la que en
vano intentó integrarse en su juventud por medio de la política y el derecho. Sin embargo,
no carece por completo de conciencia moral o impulsos nobles, como revela interviniendo
al final de la obra para salvar el matrimonio de su amigo, poniendo en fuga al amante de
María.
Con un tono desdeñoso similar al del «vago», Cambaceres se refirió en una carta a la
polémica levantada por Potpourri: «No se puede figurar el tole-tole que ha levantado la
porquería ésa, que escribí y publiqué antes de mi salida de Buenos Aires…». Críticos
como Augusto Belin Sarmiento o Pedro Goyena (quien no salía mal librado en las páginas
de Potpourri) denunciaron la novela en terrenos tan esperables como la redacción
descuidada o la sátira contra personajes públicos, y la más insólita de su «naturalismo».
Pocas similitudes pueden encontrarse entre la escuela del roman expérimental y las
apenas vertebradas viñetas satíricas de Cambaceres; sin embargo, la agresividad de estas
más la incursión en el escabroso tema de un adulterio sin duda despertaban sospechas
sobre las fuentes de inspiración de Cambaceres. El propio título, por más que el subtítulo,
las palabras liminares y la misma estructura «revuelta» de la novela nos permitan
interpretarlo en clave musical, encerraba fúnebres connotaciones de «putrefacción» del
cuerpo social o ecos de la novela Pot bouille de Émile Zola, poco antes publicada en
Francia. La polémica sin duda alentó la aparición de nuevas ediciones de Potpourri (tanto
en Buenos Aires como en París, donde se encontraba el autor), la tercera de las cuales
incluía unas preliminares «Dos palabras del autor» que terciaban en la polémica. En este
nuevo prólogo, aparte de deslindar la identidad del narrador y la del autor real de la novela,
el novelista niega haber atacado la «dignidad privada» de nadie, afirmando en cambio la
razón moral de la exhibición del vicio, en la que se remitirá a ejemplos literarios como Zola,
pero también Aristófanes o Molière. A estas cuestiones generales sobre el arte de la
novela se debe añadir, como contenido importante, la reafirmada voluntad de Cambaceres
de ejercer, mediante la narrativa, una visión crítica de la condición humana y de la
sociedad en su conjunto.
Música sentimental
Potpourri había concluido con una aparente promesa de segunda parte: «La suite au
prochain numéro»... La siguiente novela de Cambaceres, Música sentimental (Silbidos de
un vago) (1884), parecía cumplirla con su musical título e idéntico subtítulo, más la
anonimia del autor. El libro se imprimirá en París, ciudad en la que Eugenio Cambaceres
residió junto a Luisa Bacichi durante buena parte de su estancia en Europa. Allí serán
padres de una niña, Rufina (cuya muerte, antes de cumplir los veinte años, daría lugar a
escabrosas leyendas por Buenos Aires); también le será diagnosticada a Eugenio una
tuberculosis que lo obligará a viajar por Francia y Europa en busca de climas más
benignos, y de la que nunca acabará de recuperarse. Su ánimo se verá reconfortado tan
solo por la compañía de Luisa, sobre la que confiesa en otra de sus cartas de entonces:
Solo, no viajaría ni a garrote, hipocondríaco y apestado. (…) [Luisa es] buena,
cariñosa y fiel, hasta lo hondo.
Si así no fuera no me aguantaría ni un segundo, y digo esto, porque Ud. sabe que no
brillo por la placidez de mi carácter, ni por mis dotes domésticas.
Música sentimental coincide con su predecesora, aparte de en el subtítulo, en la
figura del narrador (el «vago», hombre de mundo que cuenta la peripecia amorosa de un
amigo, en la que ocasionalmente participa) de cuya identidad forma parte un deliberado
uso coloquial del lenguaje. Sin embargo, la forma de novela está ahora más definida, al
ceñirse más a la narración y contener la tendencia digresiva. Resulta singular también su
ambientación europea, de evidente inspiración en los lugares de residencia del autor por
esos años. El escepticismo sobre la realidad nacional mostrado en los
anteriores Silbidos va a verse ampliado en esta nueva entrega, cuando una similar
perspectiva alcance el propio espejo europeo (específicamente, francés) de progreso y
refinamiento en que anhelaba verse reflejada la élite de Buenos Aires. Dicho modelo
reserva decepciones desde el primer momento para el visitante americano: Pablo, el joven
protagonista amigo del narrador, se ve obligado a un cambio de vestuario (caps. II, III) para
adaptarse a la moda parisina que no lo libra, sin embargo, de adoptar aquella misma figura
de advenedizo –parvenu o rastaquouère– que el genuino criollo tanto menosprecia en su
tierra natal.
La ingenua mirada de Pablo se contrapone en la novela a la del narrador, escéptico
cuando no asqueado de la realidad, que desde el primer capítulo, describe a los franceses
(salvados del mordaz narrador de Potpourri) como materialistas y codiciosos, o presenta
espacios de diversión mundana como el teatro del Palais-Royal (IV), la parisina Maison
Dorée (V) o la ciudad-casino de Montecarlo (X) con tintes claramente desmitificadores y
hasta sórdidos, que se extienden a toda la ciudad de París (VIII) como «hervidero de
corrupción» que, no obstante, «tiene el poder fascinador del opio».
También en el caso de Música sentimental se ha especulado, con algún mayor
fundamento que en el caso de su predecesora, sobre su filiación naturalista. La visión
nada complaciente de la realidad francesa, la atención prestada a las pulsiones sexuales
de los personajes o al proceso y sintomatología de la mortal sífilis contraída por Pablo
podrían considerarse inspirados en esta escuela, aunque la narración en general no
parece compartir sus presupuestos. Se ríe, por ejemplo, de las ideas darwinistas (V), y en
cuanto al presente tema de la prostitución, acaba por aproximar más Música sentimental a
los modelos del folletín romántico, por medio de la peripecia y personalidad de la joven
Loulou, protagonista femenina con menos rasgos de Nana que de Marguerite Gautier o de
la Safo de Daudet, tal como identificaron los propios críticos contemporáneos. También
pudiera interpretarse, a tenor de las vivencias de Cambaceres en Europa, de una
ficcionalización novelesca de su amante Luisa Bacichi, ya que en Loulou encontramos el
único personaje femenino con caracterización positiva, y sin duda el más relevante en la
obra de Cambaceres. Esclava tanto del varón como de las debilidades comúnmente
atribuidas a su sexo, se presenta a la vez como sumisa y voluble, abnegada y vengativa,
pero en última instancia redimida a ojos del narrador por su (frustrada) esperanza de
maternidad, el desinteresado amor que profesa a Pablo, y el inmerecido pago que recibe al
verse traicionada, maltratada y despreciada por su amante, a cuya muerte deberá ejercer
de nuevo la prostitución. Esta última asignación a Loulou del papel de víctima anticipa la
de posteriores caracteres femeninos del autor.

Sin rumbo
En 1884, la familia Cambaceres emprenderá el regreso a Buenos Aires en pleno éxito
de Música sentimental. Aquel fue un año particularmente fecundo para la narrativa
argentina, durante el que, aparte de la segunda novela de nuestro escritor, sucesivamente
reeditada, se unirán textos emblemáticos de la literatura del 80 como Juvenilia de Cané,
clásico del memorialismo argentino ambientado en las aulas del Colegio Nacional, y los
anteriormente referidos La gran aldea de López e ¿Inocentes o culpables? de Argerich:
obras de estéticas y calidades desiguales, pero común significado como testimonios de la
transformación social de la nación. El consecutivo 1885, en cambio, será el año en que se
publique, con aceptación similar a las anteriores de su autor y mayor escándalo incluso (el
diario católico La Unión llegará a pedir su prohibición en su número del 1 de noviembre), la
más lograda y estudiada novela de Eugenio Cambaceres: Sin rumbo.
Esta novela verá acentuados nuevamente sus vínculos del naturalismo, hasta el
punto de parecer proclamarlos al abandonar el subtítulo –y la actitud que este implicaba–
de «Silbidos de un vago», y añadir en cambio el muy significativo de «Estudio». El objeto
de tal estudio, del que no se aparta la narración, es el joven estanciero Andrés y su vida
sumida en la indolencia y la búsqueda de insatisfactorios placeres, los cuales se resumen
en las seducciones de Donata, la joven hija de su capataz, y de la cantante Amorini en
Buenos Aires. De regreso en el campo, la hija que ha engendrado con Donata parecerá
dotar finalmente de sentido a su existencia, pero el fallecimiento de la niña sumirá a
Andrés en una desesperación que lo lleva al suicidio.
El punto de vista de Andrés se alterna a lo largo de toda la novela con el de un
narrador ahora objetivo, omnisciente y ajeno a la historia, que junto con descripciones de
gran belleza plástica –principalmente de la naturaleza pampeana– incluye una visión casi
documental de los ambientes rurales, hasta el momento ausentes de la obra de
Cambaceres, muy alejados de la idealización costumbrista. Todo ello acerca Sin rumbo al
discurso naturalista, junto con el recurso a la animalización o a las taras hereditarias
(raciales antes que familiares) en la caracterización de los personajes. Es inevitable
referirse aquí al escándalo suscitado entre los lectores por la insólita osadía de varias de
sus páginas, como la violación de Donata (IV) o, especialmente, el encuentro sexual con la
Amorini culminado con el correspondiente orgasmo (XVIII) y la crudeza descarnada –con
algo de inverosímil– del suicidio de Andrés (XLV), harakiri con mala palabra incluida que
se habría de censurar en algunas ediciones posteriores.
Sin embargo, la crítica ha destacado de Sin rumbo su modernidad como novela que
supera los postulados miméticos y científicos del realismo mimético naturalista. En primer
lugar, por el predominio sobre el punto de vista del narrador de la conciencia subjetiva del
protagonista, cuya caracterización adquiere mayor importancia que la construcción de un
ambiente «realista» por medio de espacios o personajes secundarios. En la turbulenta
figura de Andrés se ven acentuados los rasgos del narrador de los Silbidos: pese a su
estatus social privilegiado, sigue apareciendo como un personaje marginal que juzga
amargamente su entorno social. Su pesimismo y escepticismo le impiden buscar en la
realidad otra cosa que distracción del hastío (mediante los placeres sensuales, a menudo
asociados, del lujo artístico y del amor físico), y transforman en conflicto existencial el
despreocupado sarcasmo de los Silbidos de un vago. De esta manera, Andrés se anticipa
al solitario e hipersensible héroe de la narración modernista, con rasgos muy similares
(como han observado Claude Cymerman o Klaus Meyer-Minnemann) a los del
protagonista de À rebours de Joris-Karl Huysmans, pionero del decadentismo fin de siècle.
En un principio, Andrés es un representante más de la generación ochentista
argentina, por la particular confluencia que encarna entre el medio urbano de su vida social
de playboy y el medio rural al que debe su riqueza. Así pues, los espacios del viejo
conflicto entre la civilización y la barbarie se nos muestran ahora como unidos, pero
igualmente enfrentados, y fracasada la eventual conciliación entre ambos a que parecían
aspirar los clásicos capítulos finales de La vuelta de Martín Fierro. Fracasan las tentativas
de progreso por la educación en la perspectiva de Andrés (VII), y la explotación de la
Pampa en la ruina final de su hacienda; fracasa también un sistema de armonía social
basado en la administración paternalista del estanciero sobre sus peones, como
transparentan la violación de Donata y la insubordinación del «chino» Contreras.
Sin embargo, el fracaso de Andrés no representa necesariamente el de su
generación, sino probablemente el de alguien reacio a asimilar la modernidad con que
aquella se identificaba. El autor implícito no representado de Sin rumbo no respalda
necesariamente la perspectiva del protagonista: sabemos que este desaprovechó su vida
académica juvenil, lo cual desautoriza sus opiniones sobre la inutilidad de la enseñanza;
asimismo, cuando le llega el momento de ser padre, no podemos apreciar en Andrés otra
manera de educar a la pequeña Andrea que mimarla y consentirla (XXXIII), como con él
mismo hizo su madre (III). También lo apreciamos como un radical individualista, poco
preocupado por el bienestar de sus semejantes: en ese sentido, el positivismo científico y
filosófico en que se ha formado su generación no parecería haber hecho mella en Andrés,
esteta cuyo pesimismo, tan lejos de la confianza en la evolución de las sociedades hacia
estados superiores, representaría esa lectura de Schopenhauer en que se nos presenta
sumido el héroe (III). La inconsistencia de la formación de Andrés queda de relieve no sólo
en su suicidio ante la incapacidad de afrontar la desdicha, sino (como señala Gabriela
Nouzeilles) en su infructuosa consulta de un libro de Medicina (XL) del que es incapaz de
comprender una palabra, y en su desesperado recurso final a una fe religiosa que antaño
había despreciado.
Ni el pesimismo individual de Andrés ni su fracaso, por tanto, afectan al progreso de
la República favorecido por la cultura dominante. En este sentido, Andrés no es tan
diferente de esos «atorrantes», rastacueros y advenedizos, esos ciudadanos «inútiles» a
los que el organismo sano de la sociedad tiende a eliminar por su propia dinámica
evolutiva, permitiendo que sobrevivan los más aptos (léase los más trabajadores, cultos,
sanos y virtuosos). Fracasa Andrés como fracasan el José Dagiore de Argerich
(¿Inocentes o culpables?, 1884), el Emilio Love de Segundo I. Villafañe (Emilio Love,
1888), el «hombre de los imanes» de Manuel T. Podestá (Irresponsable, 1889) o, años
más tarde (1891), los novelescos especuladores bursátiles de Villafañe (Horas de fiebre) o
Julián Martel (La Bolsa), en un principio tan distintos del personaje cambaceriano no sólo
en cuanto a su origen, sino en cuanto a que ellos sí tienen la voluntad de ascender y
triunfar en la sociedad.
Más allá de esta lectura, uno de los mayores méritos artísticos de Sin rumbo es el
simbolismo artístico, extendido por la narrativa hispanoamericana de fin de siglo,
manifestado en diversos elementos recurrentes dentro de la novela o en la imagen literaria
irracionalista, llegando hasta la inconsciencia y el onirismo (XXVIII). A estos logros hay que
añadir también el de su cuidadosa estructuración y redacción, señalados frecuentemente
por la crítica: la circularidad de su trama en cuanto a los espacios y episodios que la
integran, la «invisibilidad» del autor y su recurso al estilo indirecto libre o al fluir de
conciencia del personaje la convierten en una muestra de maestría narrativa y prosa
artística únicas en la literatura de su época.

En la sangre
Después de su controvertida consagración como novelista con Sin rumbo, Eugenio
Cambaceres escribirá una cuarta y última, En la sangre, considerada unánimemente como
la más fiel a los principios del naturalismo. Resulta llamativo que fuera la menos polémica
de sus obras, recibida además con una gran expectativa (creada durante meses por el
diario Sud América, que la publicó en forma de folletín), porque ciertamente no le faltan
escenas brutales, personajes física o moralmente repugnantes, palabras vulgares y hasta
soeces ni tampoco posibles personajes en clave. Podría considerarse esto como una
muestra del triunfo de los principios zolianos en la literatura del Río de la Plata, aunque
igualmente como una «reconciliación» del novelista con su clase social, ya que En la
sangre desvía de ella el foco principal de su invectiva: en lugar de la problemática del
oligarca criollo, la narración se presentará esta vez como retrato descarnado de un
advenedizo hijo de inmigrantes, miembro de una nueva clase social en ascenso que
empieza a compartir la privilegiada posición de la aristocracia.
El tema del inmigrante ya tenía sus inmediatos precedentes en la novela argentina, de
los cuales es ¿Inocentes o culpables? el que tiene una conexión más evidente con En la
sangre. Ambas reflejan la preocupación planteada por Antonio Argerich de manera
explícita en su prólogo: el desmedido aumento de la población inmigrante, ya no de
escogida preparación técnica o académica (caso del propio padre de Cambaceres) sino
masiva y proletaria, y que en lugar de poblar el campo se hacinaba en nuevos barrios de
«conventillos» de la expansiva Buenos Aires. Un diferente tipo de «bárbaro» amenazaba la
ciudad ilustrada y ordenada desde dentro y llegando a la patria en aquellas naves de las
que, décadas atrás, un ahora desengañado Sarmiento, o el propio Cambaceres en sus
tiempos de parlamentario, habían esperado la regeneración demográfica y cultural.
Eugenio Cambaceres presta atención por primera vez, asimismo, al mundo del
obrero, no tanto por el protagonista de En la sangre, Genaro Piazza, que no tarda en
«desclasarse», sino por su padre el tachero napolitano de «resignación de buey» y
«rapacidad de buitre». Cambaceres, sin embargo, está lejos del talante obrerista de Émile
Zola, y la recreación en los primeros capítulos del ambiente del conventillo, que explica la
personalidad y el comportamiento del personaje, no busca tanto denunciar una situación
de injusticia sino tan solo presentarlo como indeseable. Nada parece sugerir que de la
modificación de ese medio pudiera surgir una población moral y laboriosa, puesto que en
definitiva es la «sangre» la que impondrá, por encima de otros factores, su influencia sobre
el comportamiento. El protagonista se adscribe a una raza «inferior», en este caso la
italiana, encarnada en el tachero bestial y su hijo amoral e intelectualmente incapaz. A este
respecto, no es necesario que un narrador omnisciente pontifique sobre las consecuencias
del heredismo, ya que el propio Genaro es consciente del origen familiar de sus
limitaciones. Nuevamente, la perspectiva de la novela recae sobre la conciencia del
protagonista, sin mayor desarrollo de los demás personajes, intensificándose el uso del
estilo indirecto libre.
Frente a la pasividad de los anteriores héroes cambacerianos, Genaro se distingue
por su dinamismo y una capacidad de supervivencia de que carecían otros arribistas
literarios antes referidos. El estímulo del protagonista de En la sangre para ascender en la
escala social será el resentimiento contra sus sanos condiscípulos criollos; y, a falta de
inteligencia, honestidad, valor y mesura, desarrollará su talento en la trampa, la violencia y
la mentira. Su escalada, aun presentada desde su propio punto de vista, no da lugar a
ambivalencias morales: es difícil que el lector pueda acabar simpatizando con un
personaje que, en definitiva, no debe superar ningún obstáculo injusto en su camino a la
fortuna. Es más, los propios vicios de la alta sociedad porteña acaban jugando a su favor:
un sistema educativo mediocre le permite acabar compartiendo aulas con la élite y
concluir, mal que bien, sus estudios; más tarde, unas costumbres familiares permisivas
pero muy celosas de las apariencias le permiten forzar, seducción y embarazo previos, su
matrimonio con una rica heredera.
En la sangre, pues, también dirige a la sociedad de su tiempo una crítica, ya no
nihilista e inmisericorde sino con tintes de advertencia: la barrera que separa la clase
dirigente de la clase obrera es porosa, y hay quien puede atravesarla para usurpar
posiciones preeminentes. El final abierto de En la sangre, con el maltrato de Genaro a
Máxima, tampoco se presta a la menor incertidumbre. Ni para la esposa, al fin plenamente
consciente de la bajeza moral de quien la ha seducido y ultrajado para despilfarrar luego
su fortuna en especulaciones inmobiliarias (una de las causas de la crisis económica que
habría de estallar al final de la década); ni tampoco para el lector que augura un
desdichado futuro a la joven y su hijo, destinado a perpetuar la sangre envenenada del
padre. De este modo, la amenaza familiar y social –la que lanza Genaro a Máxima: «te he
de matar un día de estos, si te descuidás»– lo acaba siendo para la totalidad de esa patria
que a la que Genaro odia y desprecia (XXXVIII: «Se reía él cuando los oía hablar de patria
a los otros, de patria y de patriotismo, decir con orgullo, llenándoseles la boca, que eran
argentinos... (…) ¡La patria... la patria era uno, lo suyo, su casa, la mejor de las patrias,
donde más gorda se pasaba la vida y más feliz!)».

Conclusión
Poco antes de iniciarse la difusión por entregas de En la sangre, Eugenio
Cambaceres había emprendido un nuevo viaje a Europa junto a Luisa Bacichi. Ejercía en
esta ocasión un cargo oficial, como simbolizando esa nueva aceptación por parte de la
élite: delegado de Argentina en la comisión oficial para la Exposición Universal de París de
1889. En la misma capital francesa Cambaceres contrajo finalmente matrimonio con Luisa.
Su desempeño en la organización del Pabellón Argentino en la Exposición rindió
excelentes resultados, pero antes de su inauguración, al verse agravada su dolencia
tuberculosa, emprendió el regreso a Buenos Aires. El 14 de junio de 1889, a los pocos
días de su regreso a la ciudad natal, Eugenio Cambaceres dejaba de existir.
Su breve obra novelesca, con todo el revuelo que levantó en el panorama literario de
su tiempo y las nunca vistas tiradas sucesivas de millares de ejemplares, sin duda se
convirtió en un referente inmediato de la novela argentina. Tal vez su mayor y más
clarividente defensa la pronunciara en 1885 Martín García Mérou: «El autor de Silbidos de
un vago ha fundado entre nosotros la novela nacional contemporánea». El juicio es
significativo al provenir de un antiguo adversario del naturalismo que más tarde, pese a
transigir con la escuela y dejarse influir por ella en su novela Ley social (que encierra
evidentes ecos de Música sentimental), negó que las novelas de Cambaceres pudieran
reducirse a la imitación del método de Zola.
Es digno de relieve el testimonio de aprecio a Cambaceres por sus contemporáneos
que encontramos en las dos más importantes novelistas del realismo en el Perú. En el
prólogo a su novela Blanca Sol, primero de sus ensayos sobre la cuestión del naturalismo,
Mercedes Cabello de Carbonera cita como modelos del nuevo realismo únicamente a los
franceses Zola y Daudet, el belga Camille Lemonnier y el argentino Cambaceres (en el que
alude a la acusación de haber «trazado retratos cuyo parecido el mundo entero
reconocía»). En cuanto a Clorinda Matto de Turner, la famosa defensora del indígena
andino en su novela Aves sin nido, empleará en su tercera novela Herencia (1893)
recursos presentes en la cambaceriana En la sangre, como un naturalismo que pretende
ser ortodoxo mediante la explícita y reiterada importancia de las taras hereditarias, más el
retrato despiadado del italiano impostor y arribista (que se despide de la narración con una
escena análoga a aquella en que Genaro azotaba a Máxima).
Sin embargo, no es tan fácil en la mayoría de los casos encontrar una filiación entre
Cambaceres y los novelistas posteriores; después de todo, la naciente –y creciente–
novela argentina abunda en motivos como la sátira social de tipos y ambientes en una
sociedad cambiante: decadentes y advenedizos, progreso y desaparición, ciudad y
campo… La misma evolución temática de la novela (sujeta, como realista, a la evolución
de la propia realidad) no tardaría en dejar algo obsoleta la problemática social de la obra
cambaceriana. Los apuros bursátiles de Genaro en los últimos capítulos de En la
sangre se empequeñecen ante el respetable corpus de novelas (con el referente añadido
de L’Argent de Zola) que provocan las posteriores quiebras de la Bolsa de Buenos Aires.
Desde las páginas, no tan anteriores, de dicha novela apenas puede anticiparse el
surgimiento y la expansión del movimiento obrero o la integración masiva de la población
de origen inmigrante a la vida nacional, que –actualizando el viejo espíritu sarmientino–
volverán a presentar como elementos regeneradores de la nación, y de su raza criolla
«gastada», narradores también de inspiración naturalista como Manuel T. Podestá,
Francisco Sicardi o Francisco Grandmontagne.
Lo cierto es que, entre la muerte de Eugenio Cambaceres y los años veinte de la
centuria posterior, sus cuatro novelas no volvieron a ser editadas, olvido sin embargo
compensado por su frecuente reaparición a partir de esta fecha. Las reediciones de
Cambaceres a lo largo del siglo pasado dan fe de su permanencia en el canon literario
argentino, aunque probablemente más como «pionero» de la novela nacional, a falta de
otros más representativos, que por una deliberada conciencia de su excepcionalidad como
escritor. La literatura argentina del siglo XX, en lectores y sobre todo en creadores, fue por
otros derroteros; del desdibujamiento de nuestro autor tal vez no tengamos mejor
testimonio que la desvaída alusión de Horacio Oliveira a su primera obra (o más bien al
título de esta, pues se aclara que no había leído a Cambaceres) en el capítulo 41
de Rayuela.
Es a la crítica académica de las últimas décadas que se debe la restitución a Eugenio
Cambaceres de una condición de precursor más profunda que la mera primacía
cronológica: esta la comparte con otros muchos, pero sólo en Cambaceres encontramos
una preocupación e innovación estilística que no sólo lo convierten en uno de los mejores
representantes del naturalismo decimonónico, capaz de combinar la «ortodoxia»
materialista de este con la perfección estilística, sino que lo llevan a formar parte de la
novela moderna. Cambaceres merece, como autor de Sin rumbo, figurar entre los pioneros
del gran movimiento modernista hispanoamericano, en sus variantes decadentista e
impresionista. Por su parte, Claude Cymerman considerará en su prólogo a Sin rumbo las
evocaciones pampeanas de Música sentimental como precursoras de las futuras páginas
regionalistas de Güiraldes, Larreta o Payró. En cuanto al decadentismo casi existencialista
de Sin rumbo, hay quien ha visto en él un anuncio del general pesimismo de novelistas,
ensayistas y cantautores argentinos del siglo XX (Alberto Julián Pérez), así como su
protagonista, Andrés, encarna como personaje culto e insatisfecho toda una crisis de clase
y época (Rita Gnutzmann) que será rastreable en personajes de Roberto Arlt, Juan Carlos
Onetti o el mismo Julio Cortázar. En concreto, el crítico Aden W. Hayes ha visto en
Cambaceres al fundador de la tradición ficcional que desemboca en Arlt, con sus
personajes caracterizados por su «idioma local, su aburrimiento y su disipación en BB.
AA., más la violencia, prefiguran el temor y el rechazo de Arlt a la vida urbana. Tentaciones
de muerte y suicidio prefiguran las del autor de las Aguafuertes…» (Roberto Arlt: la
estrategia de su ficción, Tamesis Books, London, 1981, p. 16). El crítico Javier de
Navascués, por su parte, ha reconocido en Sin rumbo anticipos de la novela Adán
Buenosayres (1948), tanto del héroe en busca de sentido como de la apreciación farsesca
de la sociedad porteña, lo cual podría extenderse igualmente a Potpourri («El viaje y la
teatralidad en Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal», en Revista Canadiense de
Estudios Hispánicos 21-2, 1997, p. 364). Por último, también en Rayuela encontramos,
subyacente a la mención susodicha y respaldada por la breve cita de Música
sentimental que constituye el capítulo 153, una identificación implícita entre el protagonista
Oliveira y los primeros héroes cambacerianos: Cortázar pudo haber descubierto en ellos
un anticipo de su mismo personaje, «argentino afrancesado» y escéptico «espectador al
margen del espectáculo».
Manuel Prendes Guardiola
(Universidad de Piura)

Sin rumbo: la novela de la


encrucijada nacional
Alberto Julián Pérez
Según Josefina Ludmer, Eugenio Cambaceres (Buenos Aires, 1843-1889) fue el
escritor «vanguardista» de la Generación del 80 (Ludmer, El cuerpo del delito 54).
El grupo del 80: Lucio V. Mansilla (1831-1913), Miguel Cané (1851-1905),
Eduardo Wilde (1844-1913), Lucio V. López (1848-1894), Eugenio Cambaceres,
entre los escritores más destacados, vivieron en una época que concibió un nuevo
proyecto de país (Romero, El desarrollo de las ideas 9-46). Eran, muchos de ellos,
los hijos de los exiliados (o proscriptos, como los llamó Ricardo Rojas) que, después
de la caída del dictador Juan Manuel de Rosas, participaron en la organización de la
nación «moderna» (Miguel Cané era hijo de Miguel Cané, padre y nació en
Montevideo; Eduardo Wilde hijo del Coronel irlandés Wellesley Wilde, soldado de
la Independencia, nació en Bolivia; Lucio V. López, hijo del historiador Vicente
Fidel López y nieto del autor del himno nacional, Vicente López y Planes, nació en
Montevideo). Otros nacieron en Buenos Aires y eran hijos de familias que apoyaron
el régimen de Rosas, como Lucio V. Mansilla, hijo del General Lucio Mansilla, Jefe
del Estado Mayor de Rosas y sobrino del dictador, y (aunque con muchas menos
vinculaciones con el poder rosista) Eugenio Cambaceres, cuyo padre, inmigrante
francés, hizo fortuna durante la época de Rosas, en la industria de los saladeros y la
cría de ganado (Cymerman 25).
Los escritores e intelectuales argentinos trataron de entender las razones
profundas de la dictadura rosista (1829-1852). Ese hecho político decisivo en la
historia del país obsesionó a varias generaciones durante las siguientes décadas,
como lo testimonian las novelas de Eduardo Gutiérrez y los estudios sociológicos de
José María Ramos Mejía y José Ingenieros (Romero, El desarrollo de las ideas...
19-21). En 1880 concluyó el período de los presidentes progresistas y liberales del
país unificado después de la caída del gobierno de la confederación urquicista:
Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento, Nicolás Avellaneda. Empezó una nueva
época y experiencia política, que transformó substancialmente el Estado, bajo el
liderazgo del General Julio A Roca. Su «unicato», como se lo llamó, predicaba «paz
y administración». El año anterior, bajo la jefatura del mismo Roca, una operación
militar conjunta había derrotado definitivamente a los indios que ocupaban vastas
extensiones del sur del país, y concluido la cuestión indígena en Argentina: la lucha
contra el indio «liberó» quince mil leguas de territorios y se distribuyeron, muchos
de ellos, entre los oficiales participantes, comercializando las tierras y abriendo toda
esa zona al desarrollo agropecuario. También en 1880 se resolvió, finalmente, la
conflictiva cuestión de la capital del país: la ciudad de Buenos Aires, federalizada,
presidía la República (Gnutzmann, La novela naturalista en Argentina 41-4).
Resueltas todas esas importantes cuestiones, ya no había motivos, considera
Ludmer, para que la vida cultural del país permaneciera indisolublemente unida a la
actividad política (45). Era el momento indicado para que la literatura se
transformara en un medio autónomo de expresión. El grupo de escritores del 80:
Mansilla, Cané, López, Wilde, Cambaceres, cumplieron funciones como políticos
y/o diplomáticos; integrados al régimen triunfante, observaron la vida pública desde
una posición oficial1. No cuestionaron el sistema político vigente con el vigor
político y autenticidad con que lo habían hecho Sarmiento y Alberdi pocos años
antes. Pertenecieron a la patria triunfalista del período roquista. Fueron políticos,
viajeros, hombres de mundo, elegantes hipercultos, y consideraron el escribir un
derecho irrevocable de su clase. No se dedicaron al oficio literario con el sentido del
deber profesional que asumirían, en el siglo siguiente, los escritores de las clases
medias. La literatura fue para ellos un modo de expansión espiritual enriquecedora,
y la integraron al complejo estilo de vida que llevaban.
La sociedad civil, durante esta época, fue asumiendo un perfil independiente en
la Argentina. Como grupo humano, respondía a diversos intereses, no
exclusivamente políticos (Zimmermann, Los liberales reformistas 41-67). La
pequeña burguesía se formó una psicología distintiva, constituyó su gusto. Se
amplió la experiencia urbana de los ciudadanos, se enriqueció la vida cotidiana. Los
escritos literarios contemporáneos dan testimonio de este proceso. Notamos una
progresiva autonomía frente a los acontecimientos políticos. Sarmiento, en Facundo,
había contado la historia de un individuo singularmente dotado por la naturaleza, a
quien las circunstancias arrastraron a la vida pública, convirtiéndolo en caudillo de
masas; la vida privada, en el Facundo, tenía interés sólo en función de la vida
pública y ésta es una de las tesis más originales de Sarmiento: la dictadura rosista
había reducido la esfera de autonomía e influencia de la sociedad civil. Mármol
presentó en Amalia un mundo novelístico en que los personajes enamorados se
refugiaban en el espacio privado para vivir su romance, pero la violencia política
irrumpía trágicamente en sus vidas, cambiando irremisiblemente sus destinos.
En Martín Fierro, el estado «liberal» injusto de la era post-rosista (en 1872, cuando
Hernández publicó la primera parte de su obra, Sarmiento era Presidente del país)
atacaba la sociedad rural y perseguía al gaucho; lo obligaba a trabajar al servicio del
Estado, transformando la milicia en un castigo, destruyendo el modo de vida de su
familia y su pequeña propiedad.
Los personajes que Cambaceres introduce en sus novelas viven un destino
individual, independiente de los avatares políticos del país. Las circunstancias
económicas tienen mayor peso en la vida de los personajes que los sucesos políticos.
En el mundo de la sociedad civil rigen otros valores. Los personajes son
individualistas y, para muchos de ellos, lo único que cuenta es el destino personal.
Pertenecen a un sector social privilegiado y rico de la sociedad (excepto Genaro, el
personaje de En la sangre, hijo de un inmigrante italiano, que está en pleno ascenso
social y cuya ambición material guía su conducta). Precisamente por ser ricos y
jóvenes, ven el dinero como un derecho de su clase: lo han heredado y saben que
pueden contar con él. Ganar dinero no es un objetivo en sus vidas.
El personaje de Sin rumbo, Andrés, desprecia el dinero. Es un aristócrata, un
«dandy», un elegante, miembro de una élite argentina que se considera legítima
representante del ser nacional auténtico (el falso sería el inmigrante, ejemplificado
en el personaje de Genaro, de En la sangre) (Ludmer, El cuerpo del delito 111-7).
Su grupo se da sus propios valores: son ricos hombres de mundo, educados,
exquisitos, ociosos, caprichosos. Cambaceres parece identificarse con este tipo de
héroe: su biografía nos habla de un individuo sofisticado, culto, mujeriego, sensible,
bohemio, propietario, asiduo viajero a la ciudad luz: París (Cymerman 25-30). Sus
personajes viven la bohemia en gran estilo, en Buenos Aires y en París, las dos
ciudades hermanadas por las aspiraciones de las élites. Si comparamos Sin rumbo,
1885, la novela más lograda de Cambaceres, con la narrativa contemporánea: La
gran aldea, 1884, de Lucio V. López, Juvenilia, 1884, de Miguel Cané, notamos que
Cambaceres ha logrado crear en esta novela un personaje central singularmente
conflictivo, disconforme con su medio, que es único en la narrativa del período.
Cambaceres distaba mucho de ser un individuo conformista o de tener una
actitud complaciente hacia su medio social (actitud que descubrimos muchas veces
en las obras de Lucio V. López y Miguel Cané). Si bien era un conspicuo miembro
del patriciado dirigente porteño de su tiempo, integrante activo del Club del
Progreso, no se identificaba totalmente con este grupo social: su personaje principal
en esta novela, Andrés, presenta complejidades existenciales que hacen de él un
pensador independiente. Andrés es anticonformista, tanto en lo personal como en lo
social. ¿Cuál es la causa de su malestar moral? Él parece no saberlo, y el narrador
critica más a la naturaleza humana que a la sociedad. El personaje mira con cinismo
al mundo, lo juzga con dureza. No idealiza el pasado, ni se lamenta de la inocencia
perdida, como los personajes de las «novelas» de Cané y López. Para Cambaceres,
en Sin rumbo, la vida está muy lejos de ser una comedia, o de invitar a la risa (no así
en Pot-pourri, donde la considera una farsa tragicómica). En esta novela ve la vida
como algo inevitablemente serio y doloroso.
Cambaceres consideró cuidadosamente en esta obra la cuestión del estilo. Usó
un lenguaje escueto, medido. Párrafos breves, expresión concisa. Cuando hablan
personajes criollos, como Donata, su padre y ña Felipa, cambia el nivel de lengua,
para representar el lenguaje rural. Cuando hablan los personajes urbanos y los
extranjeros (como su amante, la Amorini), imita igualmente sus giros lingüísticos.
Su lector ideal es el lector culto, iniciado en la literatura contemporánea. Un hombre
sensible, sofisticado, «distinto», distanciado de ese «hombre mediocre» que José
Ingenieros sentía como una amenaza (Ingenieros, El hombre mediocre 31-34).
Cambaceres no se asocia pasivamente a los modelos (las modas, las fórmulas?)
literarios europeos (costumbrismo, realismo, naturalismo): busca (y logra) la tan
codiciada originalidad, que hace que una obra se destaque y sea respetada por sus
cualidades artísticas (en lugar de ser aceptada como «correctamente escrita»).
La visión de mundo que presenta el personaje (y el narrador) es uno de los
aspectos más innovativos y originales de Sin rumbo (Foster, The Argentine
Generation of 1880 140-50). Andrés es un personaje problemático, insatisfecho; la
realidad social y el tiempo político lo afectan tangencialmente. Su infelicidad parece
tener raíz metafísica. El personaje admira al filósofo alemán Schopenhauer y su
filosofía pesimista. El pesimismo había llegado a Buenos Aires para quedarse, más
allá de las preferencias filosóficas de la hora. Pesimistas serán también Roberto Arlt
y Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Eduardo Mallea, los letristas de tango y los
compositores de música popular rural y urbana (Atahualpa Yupanqui, Enrique S.
Discépolo). La filosofía de la inacción es consustancial con la manera de ser
argentina; la asumía el gaucho en su vida cotidiana y la viven los personajes
aristocráticos de Cambaceres (el sociólogo Carlos Octavio Bunge, en Nuestra
América, 1903, considerándola uno de los males del carácter argentino, la denomina
«pereza criolla» [Ingenieros, Sociología argentina 92-109]). Los personajes ociosos
de Cambaceres viven insatisfechos y angustiados, y reaccionan ensimismándose.
Solamente Genaro, el hijo de un inmigrante italiano en su novela naturalista En la
sangre, es un individuo activo y emprendedor. El inmigrante, tal como lo presenta el
autor, trabaja para salir de su condición, pero deja de trabajar cuando logra ser
aceptado como parte de la sociedad argentina.
La acción es, para Cambaceres, algo extraño al ser nacional (en esto disiente
con Sarmiento y Alberdi que, viendo en el trabajo la fuente de toda riqueza, de la
cual dependía el futuro de la patria, creían que la evolución natural del argentino era
convertirse a la filosofía de la acción fecunda, del trabajo útil). Fuera de Genaro, los
otros personajes principales de Cambaceres no trabajan; Andrés sólo se entrega a la
actividad febril cuando siente la necesidad de acrecentar su mermada fortuna para
asegurarle un futuro a su hija, pero luego que la pequeña Andrea muere, el padre
renuncia a seguir viviendo y se suicida. A diferencia de los otros personajes del
autor, Andrés es el héroe (héroe trágico contradictorio, con mucho de antihéroe) que
muere por amor (paterno). Pablo, el personaje de Música sentimental, 1884, muere a
consecuencias de un duelo por una mujer, pero la mujer no le importaba: se trataba
de una aventura de señor mundano elegante y seductor.
Las mujeres dominan la vida de Andrés: Donata, la criollita que le dará una hija,
y le enseñará el buen amor humano; la Amorini, la cantante de ópera, la mujer
adúltera, la seductora seducida por el argentino sensual; Andrea, su hija, poco
preparada para la vida (como su padre), que se enferma y muere. La naturaleza, que
es reina suprema en la pampa argentina, amenaza la vida humana; Donata muere de
sobreparto, su hija de difteria; Andrés, el hombre hipersensible, no resiste y se quita
la vida, se la «arranca de cuajo», literalmente. Es un mundo dominado por la visión
positivista de la lucha por la vida; la sensibilidad, lejos de ayudar a los personajes a
sobrevivir, contribuye a su inadaptación y a su caída.
Andrés es un hombre que sufre, y lo que pasa alrededor de él es sólo
parcialmente responsable por su infelicidad. Sufre porque la vida es cruel y hermosa,
y no está preparado para enfrentarla. Se ama a sí mismo, está ciego frente a las
necesidades de los demás. El otro no es más que un objeto de posesión. Cuando
reconoce a su hija y vive con ella, se transforma en el objeto, en el juguete de la
niña. Su vida no tiene sentido sino en función de su hija. Deja de ser quien es, se
despersonaliza, y cuando la naturaleza lo castiga, Andrés no resiste. El hombre
sensible que sufre pronto se transforma en víctima. La élite, la oligarquía nacional
que muestra Cambaceres, es de temperamento débil. Son nostálgicos, derrotistas,
llevan dentro un sentimiento de fracaso. No tienen proyectos de futuro. Igualmente
critica (en En la sangre) la ambición desmedida y el arribismo insano de los
inmigrantes, que son la patria nueva. Hasta que los hijos de los inmigrantes (Arlt,
Sábato) no asuman su voz literaria, no habrá una visión integral (integrada) del país
que se estaba gestando (Onega, La inmigración en la literatura argentina 1880-
1910 7-23).
Andrés es un señor que detenta autoridad y tiene privilegios (de clase). Su
visión de mundo (deformada) lo lleva a valorar a los otros según sus intereses. El
narrador (y Cambaceres) comparte muchos prejuicios con sus personajes. Sobresale
en el desarrollo de la trama cómo se relaciona el personaje principal con la clase
criolla: Andrés se alía a una familia gaucha (la de Donata) y se enemista con un
gaucho «traidor» (el Chino Contreras). Cuando tiene que imponer su autoridad al
gaucho Contreras, quien, por negligencia, había lastimado a una oveja durante la
esquila, Andrés se muestra despectivo, arrogante. Humilla al gaucho y lo abofetea;
cuando éste saca su cuchillo para atacarlo (al estilo gaucho), Andrés lo detiene
empleando el revólver (arma «extranjera» que los gauchos despreciaban). La ley no
es pareja: un arma blanca contra un revólver. El Chino «se achica» socarronamente
y, con burla y astucia, le dice: «¿Por qué me pega, patrón?» (11). Andrés no pelea
con gauchos, el gaucho para él es una persona socialmente inferior. De inmediato lo
echa del trabajo. El Chino, seguramente, era un gaucho en desgracia y estaba
resentido. Al final de la obra tendrá la posibilidad de vengarse, destruyendo la
fortuna de Andrés.
Andrés no es un estanciero bueno y respetuoso del gaucho. No reconoce
alianzas, se relaciona con ellos desde una posición de autoridad. Pero la vida le
jugará una mala pasada, condenando su arrogancia. Al visitar a Donata, la paisanita
hija del gaucho y puestero de su estancia ño Regino, servidor antiguo y fiel de su
familia, Andrés, el estanciero culto, se deja llevar por sus instintos (hasta ese
momento, en la literatura nacional, sólo los bárbaros se dejaban llevar por los
instintos y eran capaces de forzar a las mujeres [Sarmiento, Facundo 229-30])2.
Excitado con la inocente muchacha, que se encuentra sola en el rancho, Andrés la
fuerza y la viola, desflorándola. Manifiesta, con su violencia, su voluntad de patrón.
Valiéndose de su superioridad de seductor se hace su amante. La muchacha,
enamorada, se entrega humildemente. Andrés viola, igualmente, la confianza que el
padre gaucho, el Tata ño Regino, había depositado en él, a quien llamaba «el patrón
chico». Donata será tan fiel y devota a Andrés como lo era su padre. Embarazada le
dará una hija (ilegítima), muriendo después del parto. Es éste el último sacrificio que
podía hacer por él. Andrés avergüenza a la familia del buen gaucho, pero finalmente
acepta el don de Donata: su hija natural, Andrea, con quien, a su turno, morirá.
Con los otros gauchos con los que se relaciona a lo largo de la novela, Andrés
también se muestra irrespetuoso y despótico, en particular con el capataz Villalba y
con los peones de su establecimiento que, a su regreso de Buenos Aires, lo
esperaban en el pueblo donde se detuvo el tren, para acompañarlo a la estancia.
Cuando, durante la tormenta, la lluvia desborda el arroyo, y Andrés, arrastrado por
la corriente, corre serio peligro, uno de ellos muere intentando ayudarlo. Andrés
ignora totalmente el episodio. Los gauchos aparecen desvalorizados ante sus ojos,
son sirvientes, no le merecen ningún respeto. También Donata, es sólo un
instrumento para el goce sexual de Andrés. Los gauchos, sin embargo, son
abnegados con su patrón (excepto el Chino traidor, el «gaucho malo»). Son seres
integrados al trabajo de la estancia, dependientes. Sólo el Chino muestra orgullo,
valor e independencia, pero es un taimado, un delincuente.
La estancia es el espacio del patrón, es su dominio, su señorío. Este no se
muestra interesado en el trabajo productivo de su establecimiento. Es rico, pero no
ambiciona multiplicar su fortuna (excepto cuando nace su hija, y se pone a trabajar
febrilmente, para dejarle una posición). Los informes económicos del capataz le
aburren. Si Andrés no fuese un individualista extremo (y como tal, representa mejor
su voluntad personal que los intereses de su clase) podríamos pensar que
Cambaceres, a través del personaje, está procurando retratar una oligarquía en
decadencia (grupo social al que él mismo, por privilegio de nacimiento, pertenecía).
La oligarquía estaba en un proceso de cambio en Argentina, debido a las
transformaciones económicas y políticas de la nación (la Conquista del Desierto, la
capitalización de Buenos Aires, la activa política inmigratoria, la expansión
económica de la exportación agroganadera, el liderazgo político del unicato
roquista), que habían puesto en crisis las viejas estructuras de poder
(Viñas, Literatura argentina y realidad política 138-48). La poderosa oligarquía
ganadera, que tanto había contribuido política y económicamente al desarrollo de la
Argentina hasta ese momento (había aportado su caudillo máximo, el General
Rosas, tiránico y antiliberal, pero administrador capaz y activo defensor de la
soberanía nacional), tenía que adaptarse a los nuevos tiempos.
Andrés es distinguido miembro de una élite que ha ganado en sofisticación y en
prestigio: es un exquisito, un hombre de mundo y un representante del buen gusto
contemporáneo. Es un estanciero (como el autor, cuya familia, de origen francés, se
había enriquecido durante el gobierno de Rosas, en la industria de los saladeros
[Blasi, Los Fundadores 24-26]), miembro involuntario de la oligarquía dirigente,
líder en el desarrollo del país. Pero Andrés se distancia de los intereses de su grupo
por ser un individuo «distinto» (debemos notar que la élite enriquecida es la única
clase que puede gestar este tipo de individuo diferente, cuya superioridad se sustenta
en las experiencias de mundo, a las que accede gracias al dinero). El narrador
establece esta diferencia y esta anomalía en el personaje al comenzar la novela.
Cuando describe el casco de la estancia de su propiedad, indica su gusto exótico,
poco «argentino». Es de un diseño nada tradicional, si nos guiamos por la
arquitectura típica de las estancias de la pampa. ¡Parece seguir el plan de un
arquitecto francés! Es «[...] un pabellón Luis XIII, sencillo, severo, puro. Dos
cuerpos lo formaban flanqueados por una torre rematada en cono» (Sin rumbo 11).
El dormitorio de Andrés estaba en la torre. También la personalidad y el
comportamiento del personaje, su modo de vivir, son anómalos, extraños. Andrés,
lejos de ser una figura patriarcal, representante de los intereses de su grupo familiar
(como podríamos esperar de un «buen» estanciero, miembro del patriciado
terrateniente), es soltero y vive como un ermitaño. Su estancia está rodeada de una
naturaleza bella y seductora, aunque el personaje, hundido en su negro pesimismo,
no parece disfrutar de esa belleza natural.
En la sección III de la primera parte, el narrador resume la vida del personaje: es
un hombre lindo, rubio, cosmopolita, criado por un padre de «espíritu positivo» (en
referencia directa a la filosofía positivista o cientificista en boga en la época, con
cuyos postulados los integrantes de la Generación del 80 sentían particular afinidad
[Terán, Positivismo y nación en Argentina 11-55]) y una madre sensible que lo
consentía (Sin rumbo 14-17). En Buenos Aires se sintió atraído por una cantante
francesa y se lanzó al mundo de los placeres. Intentó estudiar medicina y derecho, y
fracasó por su falta de interés. Se lanzó a correr mundo: visitó Roma, París y otras
ciudades; disfrutó de mujeres y de orgías. Fue a Rusia, China y el Oriente. A pesar
de ese destino privilegiado, el estanciero Andrés es un hombre escéptico, amargado.
Su maestro espiritual, el filósofo alemán Arturo Schopenhauer (quien, después de
aleccionar a este personaje de ficción, iba a ser el filósofo de cabecera de un gran
escéptico argentino: el escritor Jorge Luis Borges), le ha mostrado la verdad de la
naturaleza humana: el sentimiento es enemigo del hombre, para ser feliz hay que
dominar los deseos, la vida es un mal del que uno debe tratar de liberarse y dejar de
padecer. Eso será muy difícil para Andrés: es un sentimental, sufre constantemente,
hasta sus aventuras sexuales parecen ser un modo de escapar de su realidad. Andrés
no es el estanciero ejemplar que podríamos esperar en una narración criolla. Los
estancieros que aparecen en Don Segundo Sombra son hombres moderados, se
identifican con el modo de vida de sus gauchos, aprecian sus valores; el estanciero
que nos presenta Cambaceres en esta novela es un pensador pesimista, que no
respeta los valores de la vida criolla. Y sin embargo... ¡es tan argentino! Es un
contemplativo, desprecia el trabajo, disfruta del ocio.
Andrés permanece encerrado en su estancia la mayor parte del tiempo; dice el
narrador: «Entregado Andrés a su negro pesimismo, minada el alma por la zapa de
los grandes demoledores modernos, abismado el espíritu en el glacial y terrible nada
de las doctrinas nuevas, prestigiadas a sus ojos por el triste caudal de su experiencia,
penosamente arrastraba su vida en la soledad y el aislamiento» (22). El narrador
cuenta entonces el drama interior del personaje, víctima de la modernidad: es un
individuo que vivía muchos días sin ver a nadie; dudaba de todos los grandes valores
morales: no creía en el amor, ni en la amistad, ni en el patriotismo, ni en la virtud de
los seres humanos, ni en Dios. En un gesto de afirmación de su individualismo, el
personaje niega el mundo político, que implica una apertura hacia el entorno social.
No hay interés en el Otro, Andrés es un sociópata, su sentido de lo social está
adormecido. No reconoce al prójimo, ni se reconoce en él. Solamente se reconocerá
en su hija, que es para él parte de sí, pero que escapa a su voluntad y es diferente a
él. Cambaceres, notable e intuitivo psicólogo, crea personajes de tendencias
ambiguas. Su hija, Andrea, es una mestiza, el don de amor de una muchacha gaucha
a su señor. Esa hija ya es parte de la patria criolla. Andrés es el señor liberal
desencantado y cínico, el libertino, reestableciendo lazos de solidaridad y afecto con
la parte buena de sí, la parte criolla, gaucha. La madre gaucha muere para que viva
la hija mestiza.
El mundo de la naturaleza, que idealizaba la literatura gauchesca y la narrativa
de viajes (Mansilla, Una excursión a los indios Ranqueles, es la obra paradigmática
que abarca los dos géneros), refleja la cruel lucha por la vida en que están envueltos
todos los seres vivos. Llevado por el fastidio, por sus perturbaciones y obsesiones,
Andrés, el hipercivilizado, desprecia el mundo natural. Descarga (perversamente) en
los animales sus instintos más agresivos y salvajes: sale de caza y mata
indiscriminadamente, por hacer daño, y arroja después el producto de la caza a los
cerdos y a los perros; galopa en su caballo hasta agotarse, para liberar su energía
nerviosa; su cuerpo, sus nervios, necesitan el estímulo y la tensión (24). Observa el
comportamiento cruel de los animales con placer, son casi tan malos como los seres
humanos... (25).
El personaje, dije, toma distancia con el mundo social. Cambaceres se adentra
en la psiquis torturada de Andrés con maestría. Este divorcia su sentir existencial de
los intereses del mundo político (Bazán Figueras, Eugenio Cambaceres 115-155).
La escena culminante es cuando asiste a la inauguración de un nuevo altar mayor en
la iglesia del pueblo: ése era el momento en que podría haber asumido una postura
política práctica, al menos para defender sus intereses de clase. Lejos de eso,
renuncia expresamente a identificarse con los intereses del gobierno o a adoptar una
actitud social responsable o interesada. Luego que el Juez de Paz pronuncia su
discurso patriótico, oficial, recitando sus preces al Estado bienhechor, progresista y
civilizador, Andrés vomita en ellos su nihilismo, de manera infantil y ridícula. Les
dice en voz alta y en público: «Déjense de perder su tiempo en Iglesias y en
escuelas; es plata tirada a la calle. Dios no es nadie; la ciencia, un cáncer para el
alma. Saber es sufrir; ignorar, comer, dormir y no pensar, la solución exacta del
problema, la única dicha de vivir» (30). En ese momento Andrés no solo renuncia a
tener un compromiso con la sociedad liberal y progresista, sino que se pone en
ridículo y se muestra como un alienado, como un enfermo (con gesto antipositivista
niega la ciencia, despreciando la filosofía de su padre). El personaje gana, sin
embargo, complejidad psicológica. Es un individuo inusual, un héroe problemático.
Cambaceres crea el primer héroe problemático de la literatura argentina,
presentándonos un individuo acosado por sus dudas interiores, víctima de un
sufrimiento que no puede ser bien explicado, ni en función de lo personal, ni en
función de lo social. Andrés sufre por su condición existencial: para él el mal es
haber nacido; morir, por eso, será la liberación. El suicidio final del personaje no es
mera autodestrucción. Es un grito de desafío, una venganza contra la vida y el
destino, ciego a los valores y necesidades del individuo. Por eso le dice a la vida,
contra la que se rebela: «¡Vida perra, puta..., yo te he de arrancar de cuajo!» (150).
Y, ya con el vientre abierto, tira de sus intestinos y se arranca la vida. Final grotesco
para un personaje exagerado, deformado... pero que fascina al lector. Andrés llega al
lector por su espesor psicológico, por la viveza y originalidad con que el narrador
describe sus conflictos y sus dudas. El personaje, un ser excepcional, es víctima de
su espiritualidad enferma.
Durante los inviernos Andrés se alejaba de la estancia e iba a Buenos Aires,
conducta habitual de los estancieros ricos (como Cambaceres, y como Güiraldes
luego), que tenían casa en la ciudad y vivían parte del año allá. Cuando el momento
llega, Andrés se prepara para salir de la estancia. Entonces, recibe la visita de
Donata, que le avisa que está embarazada. Él no se conmueve demasiado y, con
arrogancia de señor, anuncia que se irá de todas maneras. Ante la desesperación de
Donata, inventa mentiras piadosas. La muchacha lo ve partir, resignada. Se queda
sola, buscando consuelo en las mentiras de su patrón. Su perro (Gaucho) es su única
compañía.
El narrador describe a Andrés, hombre prematuramente «envejecido», de poco
más de treinta años, en esta etapa de su vida urbana. Resume su manera de sentir,
diciendo: «Reñido a muerte con la sociedad, cuyas puertas él mismo se había
cerrado, con la sociedad de las mujeres llamadas decentes... negando la posibilidad
de dicha en el hogar y mirando el matrimonio con horror, buscaba un refugio, un
lleno al vacío de su amarga misantropía, en los halagos de la vida ligera del soltero,
en los clubs, en el juego, en los teatros, en los amores fáciles de entretelones...» (44).
Esta caracterización adelanta elementos de la trama de la segunda mitad de la
primera parte de la novela: Andrés vivirá un amor de entretelones, de teatro, donde
mostrará, tal como dice el narrador, que «[...] la farsa vivida no es otra cosa que una
repetición grosera de la farsa representada» (44). En la ciudad de Buenos Aires la
vida se confunde con el teatro: todo es una gran farsa (éste también había sido el
tema de su primera novela, Pot-pourri, 1882).
El patrón de estancia se convierte en la ciudad en un bohemio impertérrito,
«habitué» del selecto Club del Progreso. Allá Andrés vuelve a ejercer su poder de
seducción sobre la mujeres, enamorando a la cantante de ópera de moda, la Amorini.
En su romance con Donata, la muchacha rústica, Andrés traicionó la confianza que
su padre, el gaucho puestero, había puesto en él como patrón; Andrés violó a la
muchacha, que finalmente se le entregó y le concedió el don de la vida: una hija.
Con la Amorini, mujer casada, Andrés burla a su marido, Gorrini, le mete los
cuernos, se ríe de él y lo humilla, hasta que éste abandona la ciudad. Pero la
Amorini, lejos de ser inocente como Donata, se hace cómplice de Andrés para poder
gozar del amor sensual. Y comparten juntos el placer, algo que Andrés no había
podido hacer con Donata3.
Andrés se oculta en su mundo «espiritual» y decadente del mundo material y
real que lo amenaz4a. Cambaceres, con aguda conciencia crítica, expone en su
personaje las contradicciones de su grupo social. El personaje vive alienado y,
espíritu lúcido, tiene plena conciencia de su infelicidad. Trata de modificar su
entorno para compensar sus «deficiencias»: en la pampa, donde está su estancia,
habitaba una casa señorial, con una inquietante biblioteca; en la ciudad, vive en el
elegante Hotel de la Paz. Tiene, además, una casa para recibir a sus amigas que, por
fuera, es «un casucho» feo y viejo y, por dentro, la lujosa vivienda de un hombre
«decadente» y muy sensible, que, sin embargo, no puede sublimar sus deseos, que lo
mantienen en un estado de constante insatisfacción y se vuelven contra él
(Nouzeilles, Ficciones somáticas 115-8). El narrador presenta así el interior de la
casa de Buenos Aires: «Era una sala cuadrada grande, de un lujo fantástico,
opulento, un lujo a la vez de mundano refinado y de artista caprichoso» (64). Los
muebles y objetos de arte son del más exquisito gusto. Cuando la Amorini le
pregunta por qué el exterior es tan feo y el interior tan lindo, Andrés le
responde: «Porque es inútil que afuera sepan lo que hay adentro» (65). El personaje
se siente incomunicado e incomprendido en su sociedad. La casa permite visualizar
la división del mundo del personaje: está en conflicto con su medio, se refugia en su
propio interior. En la casa comparte con la diva el placer, el sexo: son espíritus
gemelos. Superficiales, vanidosos, egoístas. Poseen sensibilidad artística y cultura.
Cambaceres presenta en sus obras las primeras escenas eróticas de la literatura
argentina: ni las obras gauchescas, ni Amalia, se habían permitido mostrar una
eroticidad abierta. En la gauchesca aparecían los comandantes u hombres con poder
tratando de seducir a la esposa del gaucho y de despojarlo de su familia y de su
honor. Los poderosos eran los sensuales, no los gauchos pobres, que vivían un amor
sencillo centrado en la vida familiar. Cambaceres, en cambio, celebra la sexualidad,
que libera al individuo. El narrador concluye así la descripción del primer encuentro
íntimo entre Andrés y la Amorini, la cantante adúltera: «Medio desnuda ya, Andrés
la abrazó del talle y la alzó. Sin violencia la prima donna se dejó arrastrar hasta la
alcoba. Los dos rodaron sobre la cama. Él seguía despojándola del estorbo de sus
ropas. Ella ahora le ayudaba. Enardecida, inflamada, febriciente, arrojaba lejos al
suelo la bata, la pollera, el corsé, se bajaba las enaguas. Era un fuego» (66-7).
Entonces describe el goce, el jadeo sexual, para culminar con la cantante
murmurando agitada un «más, más» en los momentos del espasmo del amor. Los
dos comparten sin culpas la pasión sexual.
La novela tuvo un gran éxito de público. Podemos imaginar la reacción de los
lectores (favorable de unos, disgustada de otros), en el Buenos Aires de 1885, ante
estas escenas eróticas. Andrés es un personaje inmoral, pero el placer sexual no es
todo para él: es un ser insatisfecho. En medio del placer se encuentra... ¡con el
hastío! El hastío, el aburrimiento, es el verdadero mal de su fin de siglo. El vacío de
la existencia. Algo falta. ¿Pero qué le falta a Andrés, que parece tenerlo todo? Le
falta trascender, encontrar una pasión que dé sentido a su vida. Ni los viajes, ni el
saber, ni las aventuras sexuales, ni el arte, ni el poder que da el dinero, parecen serle
suficientes. Sólo la llegada de su hija Andrea logrará colmar su vida. Comenta el
narrador, en relación al hastío que experimentaba el protagonista: «Nada en el
mundo le halagaba ya, le sonreía; decididamente nada lo vinculaba a la tierra. Ni
ambición, ni poder, ni gloria, ni hogar, ni amor, nada le importaba, nada quería, nada
poseía, nada sentía» (69). La declaración es radical: nada lo vinculaba a la tierra.
Esto es una maldición para un terrateniente. Es su delito. Pero es un delito
enteramente individual, de él, no de la oligarquía argentina, que, como lo demostrará
Güiraldes, se identificaba con el sentir de la tierra. Esa es la clase que creció con la
tierra, en un país que aún hoy vive primordialmente de sus exportaciones
agroganaderas.
Por su desvinculación con la tierra, Andrés es un apátrida y está condenado: en
ese momento, él no siente ni quiere nada (aunque tiene mucho). Sumido en su
narcisismo elemental, no logra amar ni interesarse sinceramente por las cosas del
mundo. El placer, el arte, la literatura son sustitutos... lo llevan a distraerse y
olvidarse (temporalmente) de su falta de proyectos, que lo acongoja. Ve así el
suicidio como una salida para su angustia y su vacío existencial. Esa salida se hará
más material y necesaria a medida que avance la novela y se concrete el sino trágico
del personaje.
Durante la escena de celebración del 25 de mayo, el aniversario de la
Revolución de 1810 que culminó en la independencia de Argentina del poder
español, el personaje manifiesta su conflicto con su tierra, con la patria
contemporánea. Observa con desagrado las celebraciones del vulgo, y condena al
país del presente, como un país que ha traicionado los ideales de la Revolución; dice
el narrador: «No obstante su descreimiento, su manera de encarar las cosas y la vida,
se decía que algo más soñaron acaso merecerse los revolucionarios argentinos, que
lo que, en la exacerbación violenta de su espíritu, calificaba de indecente
mamarracho» (72). Si los padres de la patria, cree, hubieran podido ver ese
espectáculo, en que celebraba la clase criolla junto a los inmigrantes, se hubieran
desilusionado. Su juicio excluyente demuestra su sensibilidad exclusivista, elitista,
sus ideales de clase. Se siente autorizado para hablar en nombre de los verdaderos
ideales de la Revolución, y trata a los criollos pobres y a los inmigrantes de
impostores.
Andrés percibe, sin poder evitarlo, cómo se substancia en él, progresivamente,
el rechazo a la Amorini, la cantante lírica, y el rechazo al mundo que lo rodea. Este
proceso culminará cuando él mismo, de su propia mano, decida quitarse del mundo,
cuando parecía (gracias a su hija) que el ritmo de la vida acababa de integrarlo en su
ciclo. La crisis moral que enfrenta lo lleva a vagar «sin rumbo» por la ciudad,
buscando una solución a su mal. Entonces lo invade la nostalgia, y siente deseos de
regresar a la pampa y conocer a ese hijo que le habría nacido. El hijo puede ayudarlo
a trascender y decide volver a la estancia... a buscarlo (Schade, «El arte narrativo
en Sin rumbo» 24). El viaje se vuelve una odisea. Se desata un temporal que
acompaña la tormenta interior del personaje. Durante el viaje en coche se duerme y
tiene una pesadilla: se le aparece su hijo, grande y poderoso, en cambiantes
metamorfosis: se vuelve un monstruo, luego un enano, un chancho, un escuerzo.
Andrés se ve obligado a defenderlo de la muchedumbre que lo ataca, y les grita que
es su hijo. Escapa de la situación volando...
Apurado y ansioso, Andrés llega a la estancia en medio de la tormenta,
arriesgando su vida (y la de sus peones gauchos, uno se ahoga). Allí el capataz le
dice que su fortuna ha ido mermando a causa de las pérdidas provocadas por el mal
tiempo (no le importa), y que el puestero ño Regino está por irse, porque se le ha
muerto la hija de sobreparto, y tiene una nietecita guacha, hija de una aventura de
Donata a espaldas de su tata. Ante la situación, Andrés, reivindicándose del cobarde
abandono de la muchacha, le grita al capataz que él es el padre de la criatura. Allí
comienza su camino de redención. Una vieja mulata, ña Felipa, le está cuidando a la
hija, y Andrés, al ver cómo trata a la criatura, reacciona con disgusto ante sus
hábitos «bárbaros» de crianza.
La segunda parte de la novela cuenta los sucesos que ocurren, transcurridos dos
años desde el fin de la primera parte. Andrés se encuentra en la estancia, viviendo
con una tía, que le cuida a su hija, Andrea. La niña es producto del mestizaje de la
madre gaucha, criolla, con el patrón blanco, rubio. Andrea tiene una profunda
influencia en su padre, lo «convierte». Dice el narrador que el nacimiento de la
niña «[...] había bastado a revelarle, a él viejo y descreído, a él cansado de vivir, el
secreto de otra vida, de otra existencia desconocida y nueva» (118). Andrés se
transforma, entiende por primera vez la generosidad de la naturaleza, y dice al
narrador que la niña «[...] le había enseñado a amar y a perdonar, a no ver sino lo
bueno en los demás [...]» (118). Cambio radical para el escéptico, el decadente. Ama
a la niña (y se ama).
Andrés teme que la felicidad se acabe, que algo pueda pasarle a su hija.
Aconsejado por su maestro intelectual (Schopenhauer), y dejándose llevar por la fe
en su superioridad masculina y su misoginia latente, se compadece de la condición
de la mujer, cuya «naturaleza» le impide escapar al sufrimiento. Dice: «Pensaba en
la triste condición de la mujer, marcada al nacer por el dedo de la fatalidad, débil de
espíritu y de cuerpo, inferior al hombre en la escala de los seres, dominada por él,
relegada por la esencia misma de su naturaleza al segundo plan de la
existencia» (121). Siente que su hija, siendo mujer, no puede acceder a la
individualidad que él tanto valora: debe responder a los intereses de la especie.
Considera que ha sido un error histórico el inducir a la mujer a ser libre, por cuanto
ésta es moralmente incapaz de asumir su libertad. Dice el narrador sobre la mujer,
interpretando la forma de pensar del personaje: «La limitación estrecha de sus
facultades, los escasos alcances de su inteligencia incapaz de penetrar en el dominio
profundo de la ciencia, rebelde a las concepciones sublimes de las artes, la pobreza
de su ser moral, refractario a todas las altas nociones de justicia y de deber [...]»,
todo revelaba la misión que le había dado la naturaleza: instrumento consagrado al
placer del hombre para la conservación de la especie (123).
Andrés, preocupado por la felicidad de su hija, no quiere que ésta sufra; cree
que estará mejor si acepta un papel pasivo frente al hombre. La libertad, en su
concepto, acarrea dudas y padecimientos. El hombre, para Andrés, es una víctima de
la duda. Sufre por su afán de saber, puesto que este afán perturba su inteligencia.
Dice el narrador: «El vano empeño del hombre por descifrar la incógnita de su
existencia... su estéril, su eterna lucha contra lo imposible, se renovaba entonces en
Andrés, y... su cabeza se perturbaba, sus ideas, como las ideas de un loco, se
agitaban, sin orden ni hilación [...]» (125). La situación renueva en él el infierno
interior que lo angustia y, como si su ansiedad atrayera hacia él el mal, sus peores
temores se confirman: su hija enferma de gravedad. Cambaceres vuelca en esta parte
de la novela su talento patético para narrar el sufrimiento de la inocente, ante la
impotencia del padre. La naturaleza se ha vuelto contra el individuo.
Una tormenta en el campo presagia el drama. La difteria ataca a la niña. Dios, a
cuya idea el escéptico Andrés había recurrido en su angustia, lo abandona: le van a
quitar a su hija, lo único que verdaderamente ama en el mundo. El final de la novela
es una lucha estéril del padre contra la muerte. Lo invade una sensación de
impotencia, y se queja de Dios, exclamando: «Dios... pero ¡dónde estaba Dios, el
Dios de misericordia, de bondad, el Dios omnipotente [...]» (138). Siente que Dios
es injusto, porque la muerte va a castigar a una inocente y no hace nada por salvarla.
Ese Dios parece ser ciego, insensible a las virtudes y los méritos humanos.
Cambaceres describe con detalles el lento proceso que lleva a la niña a la muerte.
Muestra su sufrimiento físico y, el lector, como Andrés, se compadece al ver el
doloroso proceso que acompaña a la agonía de la niña.
Simultáneamente, Andrés tiene que enfrentar la catástrofe económica. Poco
antes que enfermara Andrea, se había lanzado a un ritmo febril de trabajo para dejar
a su hija bienes y fortuna, y sus negocios progresaban rápidamente. Pero la tormenta
daña irreparablemente sus campos. Mientras la niña muere, y Andrés se entrega a su
dolor y su duelo, el gaucho malo, el Chino Contreras, el hombre que había jurado
vengarse de su patrón, quema el galpón de lanas de la estancia. Es un final
apocalíptico: Andrea ha muerto y se elevan a la distancia las llamas del incendio.
Frente a esa realidad, Andrés se entrega y decide poner fin a su vida, terminar con
ese deseo que lanza al hombre a merced del azar y del dolor. Va a controlar su
vida... en la muerte. Su suicidio es espectacular, teatral: se hace el haraquiri, y muere
arrancándose los intestinos y hablándole a la vida, como antes le había hablado a
Dios. Y le dice, ya moribundo: «¡Vida perra, puta..., yo te he de arrancar de cuajo!
[...]» (150).
Novela compleja, novela moderna, novela filosófica, novela argentina, Sin
rumbo abre nuevos caminos a la literatura nacional. Combina lo rural y lo urbano
bajo el rubro de lo existencial; un mismo personaje desciende a los más vivos
trances de pasión erótica y se eleva luego al amor filial sublime; el dolor y el goce
alternan en la trama de la novela. Los personajes conocen el horror y el éxtasis. No
logran vivir una vida «normal». Esta no es la novela de una clase media
autocomplaciente, curiosa, inquisitiva y empresarial. Es la novela de una élite
decadente, que ama los placeres, pero no sabe cómo vivir. No sabe cómo vivir
porque no puede trabajar y gozar del trabajo creativo, sólo disfruta del ocio, que se
ha vuelto contra ella. Es una aristocracia criolla autoritaria, libertina, prepotente e
hipersensible. Andrés posee «educación sentimental» y estética, pero no le sirve para
vivir. Lo mejor para él, si siguiéramos las premisas de Schopenhauer, hubiera sido
renunciar al deseo, y así evitar el dolor. Ir hacia la nada. Andrés, argentino enérgico
y temperamental, no logra esa quietud y se suicida con ampulosidad teatral.
Andrés, como personaje, siempre vivió en un mundo falso, la realidad no
coincidía con sus deseos. ¿Y dónde estaba lo auténtico? Quizá estuviera donde
habitaban los hombres que creaban la cultura «internacional», en Europa, o en el
campo argentino, en los ranchitos donde residían los criollos, los gauchos que
amaban la tierra. Pero en ambos espacios él era un foráneo: latinoamericano en
Europa y patrón en el campo. La oligarquía terrateniente argentina no parece tener
paz ni destino, si consideramos al personaje: renuncia al trabajo productivo y a la
política partidaria. ¿Quiénes asumirán el trabajo y la conducción política en el
futuro? El trabajo, los tan temidos y denigrados inmigrantes. La política, los
caudillos astutos y negociadores, ni ideólogos ni filósofos, como el General Roca,
capaces de conciliar los intereses de distintos sectores sociales. El modelo político
liberal principista de Sarmiento y Mitre había perdido vigencia, ese ciclo estaba
cerrado. La nueva patria «administradora» de Roca es cientificista, «positivista»,
quiere la paz y el trabajo y observa con preocupación los cambios sociales que no
puede controlar.
Cambaceres crea un héroe moderno problemático. Su drama ocurre
principalmente en su mundo interior: es un héroe desajustado, en conflicto con el
mundo y con la naturaleza, en lucha consigo mismo. Es ésta una literatura con
propuestas innovativas, que pone a la narrativa nacional en contacto con la novela
europea decadente y naturalista, con la novela de escritores sensibles y angustiados,
como Gustave Flaubert, y de escritores críticos que percibían los demonios de su
sociedad, como Emile Zola. Muestra un ser argentino diferente: culto, angustiado,
pesimista. La literatura pequeño burguesa de los hijos de los inmigrantes retomará
esta imagen en el siglo siguiente (particularmente, la de Ernesto Sábato y Julio
Cortázar). Su voz se volverá hegemónica, marginando el discurso de las élites
vinculadas a la oligarquía (del que podrían ser representantes Manuel Mujica Lainez
y Victoria Ocampo), o quitándole representatividad nacional.
Situado en la encrucijada nacional (de la cultura nacional) Cambaceres procedió
con libertad en su narrativa, sin atarse a la pureza de los géneros ni asumir de
manera servil las modas literarias europeas. Observamos en su manera de pensar
descreimiento y cinismo. Su primer libro, Pot pourri (Silbidos de un vago), 1882,
introduce un narrador crítico y burlón, que expone las lacras y debilidades de su
sociedad. En el prólogo, el autor se presenta como un «dandy» ocioso, un «vago»
que se propone escandalizar y hacer reír a su sociedad con sus propios personajes
tomados «del natural» (Pot-pourri 13). En este primer libro ya Cambaceres
demostró su originalidad formal: asoció crónica ensayística, drama y episodios
narrativos. Queda justificado así el apelativo de «vanguardista» que le dio Ludmer.
Esta considera que Cambaceres fue el creador de la «literatura de vanguardia» de su
época, si bien en esos momentos los escritores no se permitían experimentar nuevos
modos literarios con la misma libertad con que lo harían algunas décadas después
las vanguardias históricas del siglo XX (El cuerpo del delito 54). Cambaceres quería
representar su mundo convulsionado: priorizó el mensaje y adaptó la forma al
contenido. En la introducción de Pot-pourri se compara con un fotógrafo, pero dice
que «[...] operando en carnaval, en que todo se cambia y se deforma, probablemente
se deformaron también las lentes de mi maquinaria, saliendo los negativos algo
alterados de forma y un tanto cargados de sombra» (13).
Hombre versado en la literatura francesa (lengua que hereda de su padre),
asiduo visitante de los círculos literarios parisinos, este miembro de la élite argentina
toma su distancia (irónica) con los modelos literarios europeos. No los niega, ni les
opone la literatura nacional y criolla. Tiene más bien una visión ecléctica del
fenómeno literario. En su segunda novela se aleja del espacio nacional y los
personajes locales (leyendo su primer libro, que presentó como una introducción a la
farsa nacional, el lector podía pensar que Cambaceres progresaría hacia la caricatura
política y costumbrista) y ambienta la obra: Música sentimental (Silbidos de un
vago), 1884, en París y Montecarlo, siempre recurriendo a la mezcla de temas y
estilos. Combina el dramatismo sentimentalista argentino con los excesos del
folletín popular francés. Su actitud desenfadada y farsesca crea una continuidad
entre esta obra y su primera novela (a la que alude directamente, dándole a ambas el
mismo subtítulo: Silbidos de un vago). Cambaceres no trata de apropiarse, en esta
segunda novela, de la «gran» literatura culta francesa, sino del modo de narrar del
folletín, en pleno auge en esos tiempos. Música sentimental es la historia de un
elegante argentino que vive con una prostituta, enamorada de él, en París, y que
sucumbe, enfermo de sífilis. Es una especie de La dame aux camelias al revés,
donde el hombre resulta la víctima (patética) de su amante, en lugar de la mujer (la
impura) (Gnutzmann, La novela naturalista en Argentina 107-8).
Sin rumbo es la novela «argentina» de Cambaceres, y en ella indaga el sentir
nacional. Su próxima y última novela, antes de su muerte prematura, minado por la
tuberculosis, En la sangre, 1887, es un compromiso con el naturalismo de moda, y
la obra en que se adentra hacia el «otro» temido: el extranjero, el inmigrante, que
invade el suelo nacional y amenaza con apropiarse de su comercio, de sus
instituciones, de su cultura (la novela muestra una sociedad oligárquica amenazada,
jaqueada por las pasiones de las clases medias).
En Sin rumbo, Cambaceres ve al grupo que él representa «sin rumbo». En la
encrucijada de la cultura nacional el escritor vacila, parece no saber qué camino
(literario) tomar. Con la curiosidad típica de un hombre ecléctico y «snob» (el
esnobismo puede ser la tendencia que mejor lo define) gusta experimentar en su
literatura todos: el pseudo-costumbrismo, el folletín, la novela nacional, la novela
naturalista. Cambaceres llega lejos, pero no puede superar las determinaciones de su
grupo social: proyecta la visión de mundo de las élites patricias. No conoce aún ni
puede entender al hombre nuevo que el estado argentino estaba en proceso de crear.
Es el epígono de una cultura aristocrática y limitada. La incipiente sociedad
burguesa (nacional, reflejo del progreso hegemónico e imperialista de la burguesía
internacional) no podía identificarse con ese elitismo, que se oponía a las
aspiraciones de su política económica (cuyo objetivo último era producir un gran
mercado, una sociedad abierta, que está de más decir, nunca se concretó en
Argentina). La cultura de las élites proyectaba en sus creaciones el gesto defensivo
de las minorías ilustradas, frente al avance democratizador de las mayorías5.
Aunque el escritor no pudo ir más allá de las aspiraciones de poder, prestigio y
representatividad de su grupo, el personaje de Andrés (que se suicida en su
desesperación), nos deja (es el último antecedente) ante esa otra literatura que se
desarrollaría en las décadas siguientes: la literatura urbana de clase media, cuyos
personajes (menos extraordinarios que Andrés), resisten y viven, no como
individuos heroicos, sino como seres atrapados en las circunstancias sociales de su
grupo, de su clase (así lo observamos en la literatura de la primera mitad del siglo
veinte, en los héroes de las novelas de Manuel Gálvez). Su comprensión de las
posibilidades literarias del folletín sentimental y periodístico (particularmente en sus
primeras dos novelas, Pot-pourri y Música sentimental) mostró la utilidad, para las
nuevas literaturas nacionales, de adaptar la literatura popular de otros países a la
sensibilidad local. Esta sería una de la fuentes de la novela popular urbana, cuyo
camino recorrería con éxito el intuitivo y talentoso Roberto Arlt, escribiendo la saga
heroica de los seres marginales porteños.

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