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Robert Parker
Historia Oxford del mundo antiguo, La
Religión griega
Texto 2
La religión griega
Robert Parker
Dioses y hombres
“Nunca hay igualdad entre la raza de dioses inmortales y la de los hombres que
caminan sobre la tierra”, dice Apolo en Homero. Los dioses tenían forma
humana; habían nacido, y podían tener contactos sexuales, pero no comían
alimento humano, y no envejecían ni morían. Píndaro nos cuenta cómo ambas
razas nacieron de la Madre Tierra, pero se “mantienen separadas por una
diferencia de poder en todas las cosas: la una no es nada, pero para la otra el
descarado cielo es morada fija para siempre”. Los dioses eran “benditos”, “los
mejores en fuerza y honor”; los hombres eran “desdichados”, “impotentes”,
“criaturas de un día”. En la edad dorada, los hombres habían comido con los
dioses, pero más tarde las dos razas fueron “separadas”; esta división ocurrió
en el momento del primer sacrificio, y cada sacrificio posterior era un recuerdo
de que el hombre ya no comía con los dioses sino que les hacía ofrendas a
distancia. De nuevo, fue sólo en un tiempo más grande y gloriosos (con muy
raras excepciones) cuando los dioses visitaron a mujeres mortales para
engendrar hijos de apariencia divina.
Junto a los hombres y los dioses había un tercer estado, el de los héroes. El
término “héroe” tenía un significado técnico en la religión griega: un héroe era
una figura menos poderosa que un dios y a la que se veneraba. Normalmente
se le concebía como un mortal fallecido, y el emplazamiento típico de estos
cultos era una tumba. Pero varios tipos de figuras sobrenaturales menores
llegaron a asimilarse a esta clase y, en el caso de Heracles, podía no estar
clara la distinción entre un héroe y un dios. Sólo del Ática se conocen varios
cientos de héroes; algunos tienen nombres e incluyo leyendas, mientras otros
se identifican sólo como “el héroe junto a la mina de sal” o cosas parecidas.
(En estos casos era probablemente la existencia de una tumba importante lo
que inspiraba el culto.) Estos héroes del culto no se identificaban con los
héroes (en frase de Homero) de la poesía épica, Aquiles, Ulises y los demás,
pero aun así las clases no eran claramente distintas. Muchos de los héroes
poéticos recibían culto y seguramente debe haber sido una razón para venerar
a los héroes la sensación de que habían sido seres como los que describió
Homero, más fuertes y en conjunto más espléndidos que los hombres de hoy.
Las grandes tumbas micénicas, muestras visibles de un pasado más noble,
eran frecuentes centros de cultos heroicos. Incluso los personajes históricos
que tuvieron poderes destacados –guerreros, atletas, fundadores de colonias-
podían convertirse en héroes. Sobre todo, quizá, era el ámbito restringido y
local de los héroes lo que los hacía populares. El héroe mantenía los intereses
limitados y partidistas de su vida mortal. Ayudaría a los que vivieran en las
cercanías de su tumba o los que pertenecieran a la tribu que él mismo había
fundado. Había que compartir a los dioses con el mundo, pero una aldea o un
grupo familiar podía tener derechos exclusivos sobre un héroe. (Heracles con
su alcance panhelénico era una rara excepción.) De esta manera el culto a los
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héroes era la mejor manera de centrar lealtades particulares, y los héroes eran
en general los grandes apoyos locales, especialmente en la batalla, su esfera
natural.
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EL TEMPLO DE APOLO muestra los cimientos y columnas restauradas y mirando hacia el
sudeste sobre la terraza del santuario inferior (Marmaria), con el templo de Atenea, y hacia el
paso del este que lleva a Beocia. El otro acceso conducía desde el Golfo de Corinto, en Itea,
en el suroeste. La teatral ubicación del santuario está en una escarpada ladera entre
refulgentes precipicios (Fedriadas) en los flancos del monte Parnaso. A la izquierda esta el
barranco con la fuente sagrada de Castalia
Por tanto, no había ninguna organización religiosa que pudiera extender una
enseñanza moral, desarrollar una doctrina o imponer una ortodoxia. En un
contexto así hubiera sido inconcebible un credo. En un pasaje famoso
Heródoto da a dos poetas el papel de teólogos de Grecia:
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Hasta ayer mismo, por así decirlo, los griegos no conocieron el origen de cada uno de
sus dioses, o si todos han existido desde siempre, y cómo eran por su aspecto…
Fueron Homero y Hesíodo los que crearon una teogonía para los griegos, dieron a los
dioses sus epítetos, precisaron sus prerrogativas y competencias y describieron su
aspecto. (Heródoto II, 53.)
El culto
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Pero incluso estos soberanos indolentes insistían (especialmente Zeus) en
ciertas pautas de conducta sin las que la vida se hubiera fundido con la
barbarie. Castigaban ofensas contra los padres, huéspedes-anfitriones,
suplicantes y muertos. Aborrecían especialmente a los que violaban los
juramentos, y los destruían “con toda su estirpe”; podría parecer que un
hombre así había escapado, pero nunca era así: sus hijos, o él mismo en el
infierno, sufrirían. Como los juramentos acompañaban a casi todas las
acciones importantes de la vida (contratos, matrimonios y tratados de paz, por
ejemplo), Zeus de los Juramentos era también inevitablemente un guardián de
la moralidad social. De hecho, se decía a menudo que Zeus velaba sobre la
justicia en general, y la creencia popular presuponía que, en el fondo, los
dioses estaban del lado de los hombres buenos. “Los dioses existen”,
exclamaba el griego sencillo cuando un villano acababa mal. El griego no
estaba en peligro de deslizarse sin darse cuenta en el pecado, porque las
reglas de conducta estaban claras. Pero si rompía esas reglas perdía el
derecho a tener “buenas esperanzas” de futuro.
Todo esto, sin embargo, era un requisito previo para ganar el favor divino por el
rito, no un sustitutivo de éste. El culto formal seguía siendo esencial. Su forma
más importante era el sacrificio. La víctima típica era un animal, pero también
había sacrificios “no sangrientos” o “puros” de grano, pasteles, fruta y similares,
a veces ofrecidos además de los animales y a veces en su lugar. El calendario
religioso griego era una lista de sacrificios; nos ha llegado alguno, que indica
qué dios o héroe había de recibir qué ofrenda y en que día. La forma más
común era quemar los huesos del muslo del animal sacrificado, envueltos en
grasa, sobre un altar erigido para los dioses; luego se cocinaba la carne y los
participantes humanos se la comían. Este tipo de sacrificio era un “regalo de
los dioses”. Los dioses tenían que recibir su parte de todos los bienes
humanos: los primeros frutos de la cosecha, las libaciones en partidas de
bebedores, diezmos de presas de caza, de despojos de guerra y similares. En
el caso que nos ocupa era una parte exigua porque sólo se les daba las partes
incomestibles del animal muerto. Los poetas cómicos hacían chistes sobre
esta división desigual, y ya fue un enigma para Hesíodo, que narra un mito
para explicarlo: Cuando los dioses y los hombres se repartieron por vez
primera las porciones del sacrificio, el colaborador de los hombres, Prometeo,
engañó a Zeus para que tomara la parte equivocada. No obstante, por una
ficción de conveniencia, se juzgaba que las partes inútiles era un regalo
aceptable para los dioses. De esta manera se santificaba una forma básica de
festividad humana, el banquete comunitario, y se convertía en un medio de
acercamiento a los dioses.
Si acaso quemo los ricos costados de toros y cabras en tu honor, escucha mi plegaria
Doncella (Atenea), Telesinos te dedicó esta imagen en la acrópolis.
Ojalá disfrutes con ella, y le permitas dedicarte otra (preservando su vida y su riqueza).
Protege nuestra ciudad. Creo que lo que digo es nuestro interés común.
Porque una ciudad floreciente honra a los dioses.
Señora (Atenea), Menandro te dedicó esta ofrenda en gratitud, en cumplimiento de un
voto. Protégele, hija de Zeus, en gratitud por éstos.
Religión y sociedad
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éstos consistía en la humilde participación de los cultos de la casa de sus amos
y en unos pocos festivales públicos que derivaban del culto doméstico.
Las metas de la religión eran prácticas y mundanas. Por supuesto, una función
importante era guiar al individuo con ritos apropiados de tránsito a través de los
grandes pasos del nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte. muchos
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festivales públicos en toda Grecia tenía que ver con la preparación de los
muchachos como guerreros, y las muchachas como madres. Otra clase
numerosa, que incluía la mayoría de los muchos festivales de Deméter, diosa
de los cereales y Dioniso dios del vino, estaban relacionados con los
acontecimientos del año agrícola. Otros celebraban el orden político; así, por
ejemplo, las Panateneas (el festival de “todos los atenienses”) y la Sinecia (el
festival del sinecismo, unificación política de una ciudad) en Atenas. Las
actividades peligrosas como la navegación y la guerra requerían una protección
especial de los dioses; había conjuntos de ritos asociados con ellas, e incluso
en el período histórico se pensaba que los dioses o los héroes habían
intervenido para salvar un barco o apoyar a un ejército muy presionado. Los
artesanos recurrían a sus patronos divinos, y era un acontecimiento común en
la vida social, judicial e incluso comercial emplazar a los dioses, por medio de
rituales de sacrificios, a ser testigos de un juramento. Había sobre todo dos
bienes prácticos que todos los griegos anhelaban de los dioses, el consejo
profético y la curación. La profecía se obtenía de los oráculos, como el de
Apolo en Delfos, de consultar a los especialistas en oráculos con sus libros de
profecías o de los adivinos que extraían presagios de las entrañas de los
animales sacrificados y del vuelo de los pájaros. Tenía, como vimos más
arriba, un papel importante incluso en la vida pública. En cuanto al tipo de
pregunta que un particular podía hacer tenemos buenos datos del oráculo de
Zeus en Dodona, puesto que perviven algunas de las tablillas de plomo con
preguntas:
Todo esto era religión práctica. Hay pocas expresiones de religión no práctica,
de preocupación por un mundo distinto de éste. Tras la muerte, según
Homero, una especie de fantasma del muerto se desvanece hacia el mundo
inferior, para llevar allí una existencia sin alegría, ni acontecimientos, ni
significado. (La bienaventuranza y el castigo estaban reservados a unos pocos
héroes selectos.) Por tanto, nada de valor pervivía más allá de la pira
funeraria. En los tiempos clásicos era normal hacer ofrendas de comida y
bebida a los muertos (en Atenas incluso esto era una condición de la herencia;
cuando una herencia estaba en litigio tenían lugar indecorosas rivalidades
durante el luto), pero no había ninguna teoría clara sobre el más allá y no había
esperanzas sustanciales basadas en ellas. Encontramos a menudo en los
oradores atenienses la prudente fórmula: “los muertos, si tienen alguna
percepción, pensarán…”. Había historias en circulación sobre castigo y
recompensa en el Hades, pero sólo se creían a medias. En conjunto el tema
estaba abierto, como muestran las observaciones de Sócrates en la Apología
de Platón (41). Había pretensiones más firmes en conexión con ciertos
“misterios” oritos secretos, a los que se entraba por “iniciación” (no una prueba,
sino un ritual espectacular y emocionante que duraba varios días). Los
misterios más importantes eran los de Deméter y Perséfone en Eleusis cerca
de Atenas, que prometían una suerte mejor en el más allá (quizá fiestas
eternas), mientras que para los no iniciados “todo sería malo allí” (hacia el siglo
V se habían diseñado tormentos específicos para ellos). El culto de Eleusis
tenía fama en todo el mundo griego y se habla de él con reverencia, teñida de
respeto moral, que muestra que la iniciación de alguna manera era mucho más
que un técnica para conseguir tanta felicidad como se pudiera tener en el más
allá. Pero los griegos no permitían que tal experiencia les inspirara más que,
como mucho, “buenas esperanzas”. Incluso aunque muchos atenienses
habían sido iniciados, la actitud normal hacia el más allá en Atenas, como
hemos visto, incertidumbre.
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Un acercamiento anormal, no a la vida próxima sino a ésta, era el que ofrecían
especialmente a las mujeres, ciertas formas del culto de Dioniso
(magníficamente representadas en las Bacantes de Eurípides). En el mito y en
la literatura se representaba a Dioniso como un intruso, un extranjero de Lidia,
y los estudiosos suelen creer que su culto se había introducido en Grecia en
alguna fecha dentro de la memoria popular. El desciframiento de las tablillas
del lineal B mostró que se le conocía ya casi seguro en los tiempos micénicos,
y hoy parece que el mito de la llegada de Dioniso no es le recuerdo de un
hecho histórico, sino una forma de decir algo acerca de su naturaleza. Dioniso
Baco tenía que ser un intruso porque la irresponsabilidad arrebatada que
brindaba a las mujeres fue única en la religión griega. Todos los festivales para
mujeres eran un alivio del confinamiento doméstico, y la mayoría de ellos
acarreaban una especie de repudio temporal de la autoridad del macho (la
fantasía de Aristófanes Mujeres en las Tesmoforias tiene una base real); pero
su contenido era austero, y de alguna manera estaban relacionados con la
función propia de la mujer de ser fértil (lo cual les permitía aumentar la fertilidad
de las cosechas por simpatía). Por el contrario, loas seguidoras de Dioniso
Baco paraban sus telares y abandonaban a sus hijos para seguir al apuesto
dios a los montes. Allí, como “ménades” bailaban, alborotaban e incluso (se
dice) despedazaban animales y se los comían crudos. Incluso en los estados
griegos en que no se practicaba esta huida a los montes, tenía lugar alguna
forma de danza arrebatada de las mujeres en honor de Dioniso Baco. Pero si
esto era una liberación sólo tenía carácter temporal, y de hecho de gran
manera aumentaban la dependencia, puesto que confirmaba la creencia de
que la mujer era un ser voluble e irracional que necesitaba un control ajustado.
De esta forma se podía compaginar el menadismo con la religión pública. El
éxtasis báquico macho, por otra parte, parece haber estado confinado durante
largo tiempo a asociaciones privadas de mala reputación. (En su momento, su
espacio fue ocupado por el orfismo, otro movimiento marginal, que le dio un
nuevo significado escatológico.)
Es difícil resumir las actitudes griegas hacia sus dioses. Una gran parte
depende del tipo de prueba que se escoja. Los altos géneros literarios tienden
a ofrecer un punto de vista pesimista. A menudo subrayan el abismo
infranqueable entre los dioses sagrados y el hombre mezquino, condenado y
miserable. La preocupación de los dioses por los mortales, criaturas de un día,
es necesariamente limitada, y rigen el universo para su conveniencia, no para
la nuestra. Los sufrimientos les llegan incluso a los hombres más fuertes,
sabios y piadosos; apenas se sabe por qué, pero “nada de esto es ajeno a
Zeus”. Los poetas que escribían este tipo de cosas no estaban tratando de
embaucar a los dioses, sino de describir lo que, llevado al límite, es la vida de
los humanos. Los dioses pueden aparecer como seres desconsolados porque
la vida en sí misma es brutal, y para los griegos no había otro poder que el de
los dioses, ni otro mal al que atacar por la iniquidad de las cosas. Pero como
no todo el mundo se preocupaba por ver las peores posibilidades de la vida tan
de cerca, siempre quedaba sitio para una visión más optimista. De acuerdo
con Zeus en la Odisea, los hombres son responsables de sus propias
desgracias; no sólo los dioses no les atacan, sino que les salvan de sí mismos
en la medida en que pueden. Esta cómoda doctrina fue recogida por el
ateniense poeta y político Solón y se convirtió en la nota clave de la religión
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cívica ateniense. Oyera lo que oyera en el teatro trágico, el ateniense no
dudaba en la vida cotidiana que los dioses estaban de su lado en general.
Hacia su propia Atenea, los atenienses sentía a menudo claramente un afecto
genuinamente cálido. Los poetas cómicos podían incluso burlarse
humorísticamente de ciertos dioses. ¿Cómo podían evitar divertirse con
Hermes, en el mito un alegre sinvergüenza ladrón, en imagen poco más que un
falo erecto enorme? No había nada de irreligioso en esta risa, expresión de
una piedad relajada y sin amenazas. Como hemos visto, el ambiente del culto
era festivo, y las dedicatorias expresan gratitud y fe: una del siglo VII, por
ejemplo, del distrito de Hera, Samos fue colocada “en agradecimiento por una
gran bondad”. El esplendor divino, que se realzaba en la alta literatura para
poner en contraste la oscuridad humana, también podía admirarse en sí
mismo. En el arte y la poesía está claro (en especial en los Himnos
homéricos) que los griegos se regocijaban con la gracia y esplendor de los
inmortales. Eran figuras maravillosas; sus hazañas y amores les parecían tan
DANZA A DIONISO, en una copa ateniense del pintor Macron de ca. 400 a.
C. El dios es adorado como una columna vestida, con una cabeza
esculpida en la parte superior adornada con parras y extraños globos.
Las mujeres ejecutan la danza extática de las ménades –una a la
izquierda portando el tirso, vara de hinojo, con hojas de hiedra
envueltas alrededor de un extremo.
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güenza y una desgracia: robo, adulterio, engañar a los demás”. Pero era fácil
oponerse a la objeción reescribiendo mitos embarazosos (como hizo Píndaro
en la Olímpica 1), interpretándolos alegóricamente o simplemente negándose a
creer en ellos (como Platón). Jenófanes siguió criticando las concepciones
antropomórficas de la deidad: los etíopes representaban a sus dioses negros y
con nariz fuerte como eran ellos mismos, y si las vacas tuvieran manos
representarían a los dioses como vacas. Declaró que el dios era en realidad
una mente simple sin cuerpo. Otros filósofos presocráticos ya habían
desterrado por deducción a los dioses antropomórficos –para ellos lo divino era
cierta fuerza primera o principio del mundo- y estaban dispuestos a explicar
todos los fenómenos observables en términos de leyes naturales: así se le
robó el rayo a Zeus. A partir de entonces no parece que ningún filósofo haya
creído en la realidad literal de las deidades como las de Homero, de forma
humana y conducta errática. Sin embargo, no hay pruebas de que, cuando
empezaron a destacar estas ideas, causaran escándalo. Pero a finales del
siglo V hubo una especie de crisis religiosa en Atenas. El sofista Protágoras
anunció: “Sobre los dioses no puedo afirmar si existen o no”; otros sofistas
especularon sobre porqué los hombres habían llegado a creer en la deidad, y
es posible que Anaxágoras, el dirigente científico de la época, fuera ateo. Los
hombres empezaron a darse cuenta de las implicaciones morales de las
explicaciones físicas de los científicos sobre el mundo, que dejaban a los
dioses sin poder para intervenir en defensa de sus ritos. En las Nubes de
Aristófanes queda claro que se veía a la religión tradicional amenazada, y junto
a ella, fundamentalmente, la moralidad social tradicional. Las fuentes
posteriores hablan de una persecución de intelectuales en esta época; los
detalles son inciertos, pero es sintomático que uno de los cargos de que se
acusó a Sócrates fue “no reconocer a los dioses que la ciudad reconoce”.
Pero –no sabemos muy bien cómo- la crisis fue superada. El ateísmo explícito
siguió siendo algo virtualmente desconocido. Se dejó de considerar la
investigación científica como amenazante: incluso si Zeus no lanzaba los rayos
con su propia mano, ¿no podía estar acaso trabajando con los mecanismos
postulados por los físicos? Los filósofos no podían aceptar a los olímpicos
orgiásticos de la mitología, puesto que ahora era axiomático que todo dios
había de ser sabiduría y bondad en su totalidad, pero no tenían ningún deseo
(y el que menos el influyente y conservador Platón) de renunciar a lo divino.
Por tanto, el compromiso era posible. Uno podía no creer exactamente en los
dioses tradicionales tal y como estaban descritos y retratados, pero sí en lo
divino y en la piedad, y no había razón para no rendir homenaje al principio
divino a través de las formas del culto santificadas por la tradición. Incluso
muchos filósofos llegaron a acuerdos con una creencia tradicional tan
problemática como la adivinación.
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