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Siete pasos para convertirte en el «coach» de tu hijo

Martin se levanta todas las mañanas a las 6:30 en cuanto su madre se sienta en
su cama para darle su beso de buenos días. Se estira, se despereza, se lava la
cara, se viste y se peina. Va a la cocina y desayuna tranquilamente, en la mesa
y con la televisión apagada, su vaso de leche con cacao, un panecillo con
mermelada, un yogur y una porción de fruta.

Cuando termina, Martin coge su plato, limpia las migas y lo deja en el


lavavajillas. Regresa al baño, se cepilla los dientes —ya completamente
despierto— y se va a la puerta de la casa, donde se calza sus pequeñas botas,
su abrigo, su bufanda y su gorro favorito, que su abuela le tejió para su
cumpleaños. Nadie le ha tenido que decir, y menos ordenar, que debe hacer
cada una de esas cosas. Para eso ha amanecido con el tiempo holgado tras
haberse acostado a las 20:00 la noche anterior.

Fuera en la calle está nevando, otro día más: esto es Alemania después de
todo. Martin toma su bicicleta para ir a clase y se encuentra, a unos pocos
metros de su casa, con sus dos mejores amigos y el padre de una de ellos, con
quienes habitualmente pedalea cada mañana al colegio y con los que regresa a
casa unas horas más tarde. Martin ya tiene ganas de que llegue el año que
viene, pues podrá demostrar que ya es mayor: tras pasar un curso con la
policía local, él y sus amigos ya podrán ir solos en bicicleta por las aceras
habilitadas y cruzar la calle sin la ayuda de ningún adulto. Por fin. A fin de
cuentas, Martin ya tiene 6 años.

El pasaje anterior, que se desarrolla en millones de hogares alemanes cada


mañana, es coherente con el estándar que los padres en aquel país persiguen
inculcar en sus hijos y que nos recuerda según Gregory Cajina, educador y
autor de Rompe tu zona de confort (Planeta, 2013) una de las, posiblemente,
principales diferencias en la perspectiva que implica criar a un hijo allá:
mientras en el país centroeuropeo los niños son importantes, y mucho, en
España se los sigue considerando el centro del cosmos aún conocido.
«Mientras en Alemania se persigue que los hijos sean autónomos lo antes
posible, en España muchos padres se desviven, dejan de vivir sus propias
vidas, haciendo lo máximo posible por sus pequeños —bajo el auspicio de esa
acepción siempre tan difusa como es el amor— hasta que muchos se dan
cuenta, cuando estos alcanzan los 30 años, de que ya no hay manera de
sacarlos de casa. Siempre podremos culpar a la crisis o al gobernante de
turno», comenta este experto.
Para Cajina, uno de los problemas más cruciales que nos encontramos en la
educación de los más pequeños en España radica en una mal entendida
política de laissez faire: sea esto dejar hacer a los pequeños lo que les venga
en gana, o sea supeditar la unidad familiar a una política de no-frustración del
niño. Pero esto es, a su juicio, un error, porque conlleva una más que
preocupante renuncia a liderar por parte de los padres o cuidadores primarios.
«Donde los padres no gobiernan, mandará el niño. O, mejor dicho, mandarán
los caprichos irracionales generados por el cerebro de un niño que, es natural,
aún no ha madurado en sus competencias de autocontrol y auto-regulación,
claves en el desarrollo estable y sano de su inteligencia emocional. Porque
para embarcarse exitosamente en esa travesía necesitará desesperadamente de
la guía responsable de sus adultos cercanos», indica.

Coaching para padres

Para plantar remedio a esto desde casa Cajina sugiere el empleo de la


disciplina del «coaching» por parte de los progenitores en la educación de los
más pequeños. «Uno de los principios del coaching pasa por asegurar la
autonomía de las personas con las que trabaja: un objetivo –y responsabilidad
—, y esto es perfectamente extrapolable al cometido de los padres en relación
a sus hijos», sugiere.

Estas serían algunas de las propuestas que el «coaching» puede aportar en la


educación de los niños y jóvenes:

—En primer lugar, los padres o cuidadores deben asumir que son esos líderes
que sus hijos reflejarán milimétricamente: su comportamiento, por tanto, debe
calcar sus palabras. No tiene sentido adoctrinar a nuestros hijos en las
bondades de nutrirse saludablemente si nuestros propios hábitos son
cuestionables. Los niños aprenden por imitación no por sermón.

—Fomentar la independencia de los niños. Estirar su «zona de confort»


invitándolo a tomar decisiones con un riesgo calculado y su posibilidad de
fracaso. No consiste en prevenir que se lastime; consiste en mostrarle que, tras
llorar, lo siguiente mejor que puede hacer es aprender a levantarse solo,
sacudirse el polvo, y continuar jugando.

—Aprender a celebrar el logro y a analizar el no-logro. Para ello se le puede


preguntar qué ha hecho (o dejado de hacer) que pudiera haber incidido en el
resultado que ha recibido; y qué podría hacer diferente la próxima vez. Y
quitarnos de en medio.
—Escuchemos más de lo que hablemos. Los niños comunican muchísimo más
que las palabras que verbalizan. Aparquemos el móvil hasta más tarde. Si es
urgente, ya llamarán a casa.

—Cuando el pequeño solicite ayuda, si es algo que el niño puede hacer solo,
responder con una sonrisa ‘no te voy a ayudar: lo puedes hacer solo’. Y ser
consistente. Cuando lo logre culminar, eso sí, felicítelo como si no hubiera un
mañana.

—De hecho, ser consistente es crucial: para nuestros hijos, lo que decimos es
la verdad absoluta. Si faltamos a lo que prometemos, enseñamos tácitamente
que no somos íntegros. Algo que, desde luego, no querremos que aprendan.

—Atención a los miedos que, (in)advertidamente, podamos estar trasladando a


nuestros hijos. Los bebés nacen solo con dos miedos básicos: al vértigo y al
ruido súbito. El resto son todos aprendidos por experiencia y por los que son
transmitidos por sus cuidadores y personas a los que han conferido una
autoridad. Nosotros.

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