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CUÁL ES LA DIFERENCIA?

En la mayoría de los casos en que la Biblia se refiere a creer o a tener fe, podríamos emplear
cualquiera de las dos palabras indistintamente. La palabra hebrea que más se traduce como
"creer" en el Antiguo Testamento, según el Diccionario Expository de palabras bíblicas: "gira en
torno a los conceptos de convicción, fe y confianza; términos que en general son sinónimos.
Igualmente, en el Nuevo Testamento en la mayoría de los casos, los significados de ‘convicción’ y
‘fe’ son equivalentes" para la palabra griega que más frecuentemente se traduce como "fe".

Tal "semejanza" puede llevarnos a pensar que de hecho no hay ninguna diferencia entre los dos
conceptos. En realidad, la idea de que convicción y fe son esencialmente lo mismo es un principio
central del protestantismo, según el cual, para ser salvo basta "creer" en el nombre de Jesucristo.

Hechos 16 es un ejemplo del Nuevo Testamento que se cita para decir que creer es lo único
necesario para la salvación. El apóstol Pablo y su compañero Silas habían sido puestos en prisión
en la ciudad romana de Filipos, que actualmente pertenece a Grecia. Estando los dos orando y
cantando himnos a Dios a la medianoche, hubo un temblor de tierra que abrió todas las puertas de
la cárcel y soltó las cadenas de los prisioneros. El carcelero se despertó con la conmoción y pensó,
confundido, que todos los detenidos habían escapado. Estaba a punto de suicidarse porque sabía
que la evasión de los prisioneros bajo su guardia significaba su propia ejecución. PeroPablo detuvo
al hombre asegurándole que todos los prisioneros estaban allí. Extrañado por los hechos y
convencido de que Pablo poseía la verdad sobre la salvación, el carcelero "se precipitó adentro, y
temblando, se postró a los pies de Pablo y de Silas; y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo
hacer para ser salvo?" (Hechos 16:29-30).

La respuesta fue: "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo" (v. 31).

Basados en versículos como este, millones entre quienes se declaran cristianos, están seguros de
que si creen en el Señor Jesucristo, eso basta para la salvación. Incluso se burlan y llaman
"salvación por obras" la idea de que su creencia debe ir acompañada con pruebas tangibles de que
esta produzca alguna diferencia en su vida personal.

Lo anterior resalta una diferencia clave entre creer y tener fe. En muchos aspectos, creer es un acto
interior de reconocimiento mental o intelectual, mientras que la fe es la creencia en acción. Las dos
son necesarias, una sienta las bases para que la otra produzca nuestra reacción con fe ante el Dios
en quien creemos.

EL PASO SIGUIENTE

El apóstol Pablo escribió: "Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se
acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan" (Hebreos 11:6). Este
pasaje describe una fe que trae dos requisitos. No solo hay que creer en la existencia de Dios, sino
que también es preciso entender que Él recompensa a quienes lo busquen con diligencia. Un
examen de estos dos elementos nos ayuda a ver la diferencia entre creer y tener fe.

Creer en Dios es el primer paso, y muy necesario. Évidentemente, no vamos a obedecer a un Dios
si no creemos que existe. ¿Acaso basta creer? Santiago escribió: "Tú crees que Dios es uno; bien
haces. También los demonios creen, y tiemblan" (Santiago 2:19). Los demonios, que antes fueron
ángeles con acceso al trono de Dios en el Cielo, no tienen la menor duda sobre la existencia de
Dios. Pero su falta de convicción no los lleva a obedecer al Dios en quien creen. Aquí comenzamos
a ver la importancia del segundo requisito de la fe.

El que crea que Dios "es galardonador de los que le buscan", también cree que lo que nosotros
hagamos, de la manera como vivimos la vida, tiene importancia para Él. Esta comprensión conecta
nuestra creencia con la acción. Es lo que llevó a los hombres y mujeres de Hebreos 11 a cumplir
acciones que demostraron su fe.

EL EJEMPLO DE ABRAHAM

Génesis 15:6 dice que Abraham "creyó al Eterno, y le fue contado por justicia". Si tomamos este
versículo aisladamente, parecería indicar que lo único necesario para contarse entre los justos es
creer en Dios. Sin embargo, Santiago, hermano de Jesús, sostiene firmemente que la convicción, si
no se respalda con acciones, sencillamente no basta.

"¿Quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta? ¿No fue justificado por las obras
Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó
juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras?" (Santiago 2:20-22).

Abraham creyó que Dios era capaz de resucitar a Isaac y devolverle la vida física si así lo deseaba.
Esta fe en el poder y la bondad de Dios lo llenó de fortaleza para obedecer la orden de sacrificar a
su hijo. "Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las
promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia;
pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido
figurado, también le volvió a recibir" (Hebreos 11:17-19).

Es fácil decir que uno "cree en Dios". Cualquiera lo dice. Pero Abraham respaldó esta creencia con
acciones y fue cuando Dios contó su fe como justicia.

UNA PRUEBA PERSONAL


Esta es la clase de fe que Dios espera de todos los que dicen creer en Él. Por esta razón se hace tan
necesaria nuestra obediencia a sus instrucciones.

Como persona joven, quizá tengas que afrontar por primera vez la prueba de obedecer las
instrucciones divinas en temas importantes; como guardar el sábado, pagar el diezmo o abstenerte
del pecado sexual. Limitarte a "creer" sin poner por obra estas cosas, no es suficiente para
demostrar tu convicción de que Dios "es galardonador de los que le buscan". Nosotros, como
Abraham, respaldamos nuestra afirmación de lo que creemos con demostraciones de fe viviente.
Como dice Romanos 1:17: "En el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está
escrito: Mas el justo por la fe vivirá".

¿Puedo conseguir la fe por mí mismo, o

solo puedo tenerla si me la da Dios? Si

solo puede alcanzarse así, ¿por qué Dios

se la da a unos y a otros no?

Una observación inmediata

nos muestra que hay personas que creen en Jesucristo

y otras que no tienen esa fe.

Entre los que no creen, las situaciones no son idénticas: unos no creen

porque nunca han oído hablar de la fe cristiana; otros no tienen fe porque, aunque

pueden tener noticia del Evangelio, nunca

han sido cristianos; otros finalmente no

creen porque han perdido la fe que en otro

tiempo poseían.

La doctrina cristiana enseña que la fe es

un acto libre del hombre y al mismo tiempo

gracia de Dios. Sin la gracia no puede haber

fe en Jesucristo; tampoco sin libertad pueden las personas adultas tener verdadera

fe. Veamos, en primer lugar, qué significa

que la fe es gracia de Dios.

La fe es gracia de Dios porque solo existe como respuesta a la libre y amorosa comunicación de
Dios a los hombres que llamamos revelación.
La revelación de Dios no puede ser

conquistada por el esfuerzo humano, sino

solamente recibida como don gratuito.

Además, quien escucha la palabra de Dios

puede experimentar una atracción interior,

una apertura, una inclinación a creer, que

es fruto de la acción interior de Dios en el

alma. En este sentido, puede compararse

la fe con una barca que se nos ofrece para

trasladarnos a nuevas regiones del conocimiento y de la realidad: la barca está ahí,

pero es necesario querer subir a ella y aceptar las condiciones del viaje.

Lo anterior significa que la acción interior de Dios que mueve o atrae hacia la

fe solo es eficaz en quien no pone obstáculos ni se cierra al compromiso de la fe. Si el

hombre se enfrenta a Dios con orgullo y le

pide «pruebas» como condición para aceptarle, entonces se queda espiritualmente

«ciego», porque la condición para escuchar

a Dios es la humildad de quien no exige, de

quien no pone condiciones, sino que se abre

a su acción y deja que Él actúe. La fe solo se

puede alcanzar si se desea sinceramente, se

está dispuesto al compromiso que implica y

se pide con humildad.

Dios ofrece su revelación a todos los

hombres, pero de hecho llega solamente

a aquellos que escuchan la predicación, el

anuncio de Cristo. Ahora bien, la salvación

es más amplia que la revelación: quienes no

tienen noticia de Jesucristo pueden llegar a

la salvación a través de la fidelidad a Dios


tal como lo perciben en su conciencia, y se

salvan en Cristo, que es el único Salvador,

aunque no lo sepan.

Aquellos a quienes llega de manera suficiente el Evangelio ya han recibido la primera gracia de la
fe, puesto que a ellos se

les invita a aceptar el anuncio cristiano.

La gracia actúa también moviéndoles a la

aceptación de la fe, pero además es necesaria la conversión, la disposición de aceptar

incondicionalmente a Cristo y su verdad

salvadora.

En consecuencia, quien no acepta la fe

que se le ofrece es responsable de su propia situación porque no ha respondido a la

gracia que le invita a aceptarla. Esto sucede

con especial claridad en aquellos que después de haber recibido la fe en el bautismo

la han perdido, porque no se puede perder

involuntariamente la fe recibida. La razón

es clara: la gracia de Dios da los medios

para perseverar en la fe recibida y proporciona los medios para vencer los obstáculos

que se le presentan. n

Para sabe

Solo se salva el que cree? Hay personas que dicen: «la fe me salvará». ¿Es la salvación cuestión de
fe? En esta pregunta se plantean dos cuestiones esenciales. En primer lugar, si la fe es necesaria
para la salvación y, en segundo lugar, si la fe es suficiente para salvarse. Acerca de la necesidad de
la fe para la salvación, la Sagrada Escritura nos enseña que sin la fe es imposible agradar a Dios,
porque el que se acerca a Dios debe creer que existe y que premia a quienes le buscan (cfr. Carta a
los Hebreos 11, 6). Por tanto, para recibir la salvación es necesario, al menos, creer que Dios existe
y que remunera a los hombres según la bondad o la maldad de sus actos. Aquellas personas que
no han oído hablar de Jesucristo han de creer en la existencia de Dios, al que pueden conocer con
la luz natural de la razón como un Dios creador del hombre y providente. Los cristianos, que –por
el don de la fe recibido en el bautismo– creen en la Trinidad y en Jesucristo, el Verbo encarnado,
han de perseverar en la fe para salvarse. Por tanto, para salvarse todos los hombres necesitan la fe,
pero la fe sola no es suficiente. Lo que decide la salvación eterna del hombre es su actitud con
respecto a Jesucristo. Solo Cristo es la «firme esperanza» del hombre: únicamente de Él podemos
esperar una salvación definitiva que supere todos los males que nos aquejan. Con la muerte y la
resurrección de Cristo, Dios ha hecho un pacto perenne, irrevocable, con el hombre; por eso los
cristianos tenemos la firme esperanza de que, a pesar de nuestras propias debilidades, si
correspondemos a Dios, seremos salvados por su misericordia. Aunque la fe en Jesucristo
proporciona al hombre los motivos para vivir esperanzados en la salvación, esta no es únicamente
resultado de nuestra fe. La fe sola no salva: quien nos salva es Cristo, en quien hemos puesto
nuestra fe y nuestra esperanza. Y Cristo nos exige que nuestra fe esté «viva», es decir, que se
manifieste en obras, especialmente en las obras de misericordia. La verdadera fe no consiste en
una mera aceptación teórica de la existencia de un Dios que «me salvará», o en una confianza
presuntuosa en que, al final, pase lo que pase y haga yo lo que haga, Dios me salvará. Si la fe
consistiera únicamente en esto, la salvación aparecería como algo mágico, arbitrario e irracional,
en último término, supersticioso. Dios se toma en serio la libertad de los hombres y por eso para
salvarnos es necesario comprometer nuestra vida. La fe auténtica, la que está viva, transforma
esencialmente toda la existencia del ser humano y se caracteriza por la respuesta comprometida al
amor de Dios que se nos ha manifestado en la entrega salvadora de Cristo. Don de Dios y
compromiso del hombre son los dos componentes esenciales de la fe del cristiano. Es el amor, la
caridad, la que convierte nuestra fe en una fe viva y plena, mientras que una fe sin obras, una fe
que no implique al ser humano en la totalidad de su vida, es una fe muerta. Para salvarse es
necesario confiar en Dios y también aceptar la Verdad que nos ha revelado en Jesucristo y amarle
sinceramente. Una muestra de que la fe es auténtica es la obediencia a Dios. En palabras de san
Juan: «Quien guarda su palabra, en ese el amor de Dios ha alcanzado verdaderamente su
perfección. En esto sabemos que estamos en Él» (1ª Carta de san Juan 2,5).

Creer, al igual que amar, es una palabra con muchos significados. ¿Qué significa creer en Dios?
Cuando utilizamos el término «creer» nos referimos a un acto humano que consiste en
conocer algo que no vemos o no sabemos por nosotros mismos. Es imposible creer algo
que vemos directamente o que sabemos científicamente. Ver o saber algo hace que
desaparezca la «creencia» o «fe» que antes se tenía. Cuando creemos en algo nos
referimos a lo que no está al alcance de nuestro conocimiento directo. A veces se utiliza la
palabra «creer» en un sentido impropio, para designar más bien una opinión subjetiva. Si
afirmo, por ejemplo: «creo que el otoño es la mejor época para viajar», estoy
manifestando una opinión mía. De modo parecido, si alguien afirma que «cree» en las
cartas astrales, en los extraterrestres o en la reencarnación, quiere decir que «no lo sabe»,
pero que, por alguna razón, basándose en datos o sugerencias que recoge aquí o allá, ha
formado esa opinión por sí mismo. En cambio, «creer», en sentido propio, es resultado de
la relación con otras personas y tiene también diversos significados. Quizá nos ayude
exponer escalonadamente algunos de esos significados para acercarnos al sentido preciso
de la fe cristiana: • En ocasiones, «creer» se refiere a la apuesta vital que se hace por
alguien: «el entrenador creyó en mí», es decir, apostó por mi capacidad de rendimiento y
éxito deportivo. • También creemos a quien simplemente nos informa para responder a
algo que le hemos preguntado como, por ejemplo: «el despacho del profesor de Física es
el tercero a la derecha». • En un sentido más preciso, creer designa una relación profunda
entre personas: «creo en mis amigos», «creo en mi esposo» o «creo en ti». • Esa relación
personal se hace única cuando da lugar a la fe religiosa, es decir, a la fe en Dios: «creo en
Dios». • Finalmente, existe el sentido cristiano de la fe, que integra todos los sentidos
anteriores y lleva a decir: «creo en ti, Señor Jesucristo». «Creo en Dios» significa que
reconozco que, más allá de lo que experimento directamente o de lo que conozco
científicamente, existe una realidad suprema: Dios, origen de todo lo creado, que no
pertenece a este mundo, sino que es la causa y el fin de todo lo que exis-te. A lo largo de la
historia, los hombres han reconocido a Dios a través de las huellas que de Él encuentran en
el cosmos y en su propia conciencia, y se han dirigido a Él como Señor de todas la cosas,
fuente de los dones de la creación, juez universal que premia el bien y castiga el mal,
verdad y bien sumos, etc. La relación con la divinidad da lugar así a la experiencia religiosa,
que incluye creencias, ritos de culto y preceptos morales. La fe religiosa o fe en Dios es, por
tanto, una forma de fe totalmente especial, porque la relación que implica no es con otra
persona como yo, sino con Dios, un Dios personal, cuya realidad es percibida no
directamente, sino de modo indirecto, es decir, a través de sus obras. «Los cielos
proclaman la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos», leemos en el
Salmo 19. Y por eso san Pablo afirma que quienes no han conocido a Dios a través de sus
obras son inexcusables (Carta a los Romanos 1, 19). El conocimiento de Dios es, por tanto,
un conocimiento cierto aunque imperfecto; accesible, de modos diversos, a toda persona.
Solamente a partir del reconocimiento de Dios, el hombre puede entender el sentido de su
vida, ya que su origen y su fin se encuentran en la voluntad y en el plan amoroso de Dios
por sus criaturas. Igualmente, solo si se reconoce a Dios como creador se puede hablar de
ley natural y, por tanto, de derechos naturales, inalienables, de las personas, y de la
bondad o maldad objetiva de las acciones humanas. El Concilio Vaticano II se ha referido al
ateísmo moderno y ha afirmado que quien voluntariamente se esfuerza por alejar a Dios
de su corazón y evitar las cuestiones religiosas, sin seguir el dictamen de su conciencia, no
carece de culpa. De igual modo, ha enseñado que el conocimiento de Dios es un hecho
originario, o sea, no derivado de otros factores (económicos, psicológicos, etc.), como han
afirmado algunos defensores del ateísmo. Finalmente, ha recordado que cuando se niega a
Dios, también la dignidad del hombre sufre daños gravísimos. Por su parte, el Catecismo de
la Iglesia Católica recoge la afirmación clásica de que «el hombre es por naturaleza
religioso» (cfr. n. 44). Lo propio de la fe religiosa es la incondicionalidad, que lleva a aceptar
a Dios y sus palabras de manera absoluta, porque Él, Dios, lo dice, y no porque estén de
acuerdo con la opinión propia o parezca aceptable por otras razones. Poner condiciones a
Dios equivaldría a no aceptarlo como Dios. n Para saber más: Cat

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