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El negro en el Río de la Plata (parte 3)

Por Ricardo Rodríguez Molas

Vida cotidiana

En Buenos Aires, como en el interior del virreinato, el trabajo doméstico estuvo a cargo de
esclavos. En la ciudad viven con sus amos en la misma casa, ocupando el tercer patio, lejos de las
habitaciones principales. Allí crecen los muleques9 en compañía de los hijos de sus amos. Las
negras acompañan a las amas a misa, cocinan, lavan la ropa, realizan costuras y otros trabajos
similares. En algunos casos, cuando la familia no dispone de suficientes entradas, salen a vender
pasteles y confituras para solventar los gastos de sus dueños. Acompañan a los niños en sus juegos
y los cuidan hasta los cinco o seis años.

Dadas las escasas condiciones de higiene, la falta de cuidados en el parto y el abandono en que los
sumen sus amos, la mortalidad infantil era elevada.10

A partir del siglo XVII, quienes disponen de cierto capital invierten con frecuencia dinero en la
adquisición de mano de obra esclava para alquilarla, recibiendo de esta manera una renta, que es
mayor si el negro tiene algún oficio; de allí el interés por enseñárselo. Los beneficios derivados de
este alquiler debieron ser sustanciales porque a fines del siglo XVIII los contratos de trabajo
aumentan en forma importante. Comerciantes, funcionarios y hacendados constituyen los
principales propietarios de esclavos entre la población civil y quienes se dedican con mayor
frecuencia a alquilar sus sirvientes. Por lo expuesto, resulta difícil estipular, tomando por ejemplo
las cifras del padrón de 1778, qué porcentaje de esclavos se dedica a tareas domésticas o a
trabajos fuera de la casa de sus amos. El sistema debió extenderse en exceso pues durante el
transcurso de las dos últimas décadas del siglo XVIII, informes oficiales, reales cédulas y
comentarios periodísticos determinan la presencia de un movimiento de opinión que desea el
alejamiento de los esclavos y personas de color en general, de las actividades artesanales, tareas a
las que están dedicados muchos negros. Sostienen que los españoles (criollos o peninsulares) no
realizan trabajos manuales debido a la infamia que constituye para ellos el contacto con las castas
consideradas inferiores. “El deseo de mantener en pie y sin trabajar –escriben en 1806– un
pequeño capital, ha sugerido la idea de emplearlo con preferencia en comprar esclavos y
destinarlos a los oficios, para que con su trabajo recuperen algo más que el interés del fondo
invertido en esta especulación; por semejante medio se han colmado de estas gentes mercenarias
todas las tiendas públicas, y han retraído por consiguiente los justos deseos de los ciudadanos
pobres de aplicar a sus hijos a este género de industria.”

Ya hemos señalado que a partir de la segunda mitad del siglo XVIII aumenta el número de
pobladores marginados que sin ser negros, indígenas o mulatos no poseen medios de subsistencia
ni están en condiciones de obtener cargos públicos. Estos “blancos de orillas” constituyen un
problema para las autoridades y más aun dentro de un ámbito donde existe un fuerte prejuicio
frente a los trabajos manuales. Prejuicio que debemos sumar al racial. “Los blancos prefieren la
miseria y la holgazanería antes de ir al trabajo al lado de negros y mulatos.” Escribe Manuel
Belgrano en una de sus memorias al Real Consulado.

En diversas disposiciones de aquel momento se aconsejaba a los amos que dedicaran a sus
esclavos a trabajos agrícolas y domésticos, evitando las actividades sedentarias poco convenientes
para éstos. “La primera y principal ocupación de los esclavos debe ser la agricultura y demás
labores del campo, y no los oficios de vida sedentaria”, ordena la real cédula expedida en Aranjuez
el 31 de mayo de 1789.

En otros casos los amos estipulan con sus esclavos y ante escribano público la entrega de una
suma fija mensual, otorgándoles plena libertad de elegir el trabajo que más le conviniera. De allí
que muchas esclavas, ante la imposibilidad de reunir el dinero necesario e impulsadas por sus
amos, prostituyen sus cuerpos. Así lo señala una real cédula en 1672.

Y en 1797 uno de los alcaldes de la ciudad solicita prohíban que las negras y mulatas vendan
“empanaditas, pasteles y otras golosinas” en la Plaza de Amarita, también denominada Plaza
Nueva, pues se quedan hasta muy tarde por la noche haciendo compañía a peones santiagueños y
a mal entretenidos. En gran parte del trabajo estable que se realiza en las estancias también
aparece el negro esclavo. Sólo en las tareas periódicas (yerras y apartes) intervienen contratados
para tal fin criollos y mestizos que, por lo general, son pobladores (los denominan agregados) de la
misma estancia.

Antes de su expulsión, los jesuitas emplean en todas sus estancias mano de obra africana. En
Córdoba poseen en 1686 trescientos esclavos, 11.000 ovejas, 5.000 caballos, 3.000 vacunos y
1.000 mulas. “En 1767, en la estancia de Alta Gracia –una entre las varias de la Compañía– la
peonada para atenderla accedía a 140 negros y 170 negras... cantidad al parecer excesiva para
atender no más de quince mil cabezas de ganado.” (Joaquín Cracia, Los jesuitas en Córdoba.
Buenos Aires, 1940, pág. 371). En Buenos Aires a mediados del siglo XVIII las estancias de
Magdalena y la de Areco ocupan en total más de ciento veinte esclavos. Sus conexiones con los
asentistas ingleses son estrechas y están ligadas a ellos por múltiples transacciones comerciales. La
expulsión de los jesuitas no introduce cambios en las estancias, administradas por las
Temporalidades. El campo de la Hermandad de la Caridad de Buenos Aires ocupa mano de obra
africana en su totalidad: capataces, peones y puesteros. Paradójicamente el producto del
establecimiento mantiene en Buenos Aires un colegio de huérfanas donde no se permite la
internación de personas de color. Sólo abren sus puertas a “huérfanas de sangre limpia” como
estipulan sus reglamentos. Hasta el personal de servicio debe ser europeo, pues aquellos que
denominan gentuza y personas de bajo origen no puede tener contacto con las niñas del Colegio.
Temen que si ocurriera “las señoras de la ciudad no pongan a sus hijas de colegialas por el justo
temor de que se las confunda con las esclavas”. Cabría preguntarse si la piel de las porteñas era
tan oscura como para que temiesen que se las confundiera con muñequillas mulatas.

Esclavos y negros libres desempeñan trabajos artesanales de carpintería, zapatería, sastrería,


herrería, peluquería, albañilería, etc., calculándose que más de un sesenta por ciento de aquellas
actividades están ocupadas por ellos. Con frecuencia los propietarios de los locales son europeos
que dejan en manos de sus esclavos los trabajos manuales, pese a que, como ya señalamos en
varias oportunidades, se trató de impedir que desempeñasen aquellas tareas.

Las ordenanzas del gremio de zapateros de Buenos Aires excluyen de entre sus miembros a los
hombres de color (1791). Éstos, como lo señala el historiador Enrique Barba, ante la segregación
que les imponen, se ven en la necesidad, a pesar de ser mayoría, de constituir otro gremio,
señalando con tal motivo que las ordenanzas que los excluyen “enerva los derechos de los
hombres, aumenta la miseria de los pobres, pone trabas a la industria, es contraria a la
población...”. Cuestionan el derecho que se atribuyen los europeos de autorizar sólo a quienes
ellos crean conveniente para ejercer el oficio y de reservarse la venta de los zapatos que fabrican
los negros, en una típica actitud monopolista. Cornelio Saavedra, en aquel momento Procurador
General, condena al monopolio pero aconseja en cambio no se permita la división del gremio de
zapateros y cree lógico que los negros no ocupen en él cargos directivos “por ser personas que el
derecho inhabilita para los actos civiles”.

La escasa industria manufacturera familiar basada exclusivamente en el trabajo del algodón y la


lana no empleó esclavos. Salvo algunos telares propiedad de los jesuitas (en Córdoba y en otras
regiones) y cuya producción se destinaba al consumo interno en su gran mayoría pues los saldos
eran mínimos, el resto fue manejado por sus propios dueños. Por lo general el trabajo artesanal
cubre escasamente las necesidades de la zona y el resto se envía a los centros poblados. La
producción era escasa y siempre a nivel familiar. Para tener una idea del monto que representa la
manufactura textil y que un autor denomina “pujante y poderosa” comparándola con la minería y
las derivadas de la ganadería, tengamos en cuenta que la producción de Chuquisaca, una de las
más importantes del Virreinato, en sus mejores momentos no superó los cuarenta mil pesos.
Cantidad ínfima si la comparamos con los setenta y cinco mil pesos que produce la venta de un
cargamento de esclavos de un solo barco negrero.
Gregorio Funes bajo el seudónimo de Patricio Saliano escribe en El Telégrafo Mercantil (1802) que
la industria textil de Córdoba está en manos de mujeres, explotadas por los comerciantes que
adquieren sus productos (“...vienen a quedar las mujeres únicas fabricantes de los tejidos,
perpetuamente sujetas a una esclavitud mercantil”). Tal la estructura de lo que se ha denominado
la principal industria del país. Lo mismo ocurre con la industria sombrerera, también artesanal,
que ocupa muy pocos esclavos y, en cuanto a la producción de caña de azúcar, es muy limitada
(Salta) y trabajan en ella exclusivamente indios de la zona.

Crisis del sistema esclavista

Aludimos ya al aumento de población que puede considerarse blanca y que vive marginada. Están
radicados tanto en la ciudad como en el campo, muchas veces sin ocupación fija. En Buenos Aires
y las ciudades del interior ocupan míseros ranchos emplazados en las orillas. En la campaña
algunos propietarios latifundistas les permiten poblar un rincón de sus campos. Son frecuentes las
quejas durante la segunda mitad del siglo pasado debido a robos de haciendas, vagabundaje,
juegos prohibidos, ocupación indebida de tierras. En cierto momento les prohiben tener hacienda
a menos que dispongan de una gran extensión de tierra.

Poco antes de 1810, y como lo señalamos en nuestro estudio sobre la situación social del gaucho,
comienzan las medidas represivas que tendrán su expresión más cruda a mediados del siglo
pasado. Sin profundizar en el tema y comparando la situación del Río de la Plata con la de otros
ámbitos de América (los llanos de Venezuela, por ejemplo)11 observamos la existencia de una
gran masa de población disponible para el trabajo. Los propietarios criollos buscan entonces la
salida del régimen esclavista hacia otro con formas feudales y empleando la amplia legislación
existente. Se obliga a los desposeídos a trabajar, a enrolarse en el ejército, se les impide
trasladarse de un sitio a otro. La solución más adecuada a los problemas que representan la dará
la Guerra de la Independencia y la necesidad de soldados para los cuerpos de caballería.

La primera medida que aparentemente determina una crisis en el sistema esclavista data como es
sabido de 1813. El 2 de febrero de aquel año la Asamblea General Constituyente establece la “ley
de vientres” acordando la libertad a todos los niños nacidos con posterioridad a ese año. El 6 de
marzo se reglamenta la ley disponiéndose su cumplimiento en varias etapas, con lo que se
desvirtúa el espíritu libertario que había inspirado la medida. (“Ese bárbaro derecho –habían
dicho– del más fuerte que ha tenido en consternación a la naturaleza, desde que el hombre
declaró la guerra a su misma especie, desaparecerá en lo sucesivo de nuestro hemisferio; y sin
ofender el derecho de propiedad, si es que éste resulta de una convención forzada, se extinguirá
sucesivamente hasta que regenerada esa miserable raza iguale a todas las clases del estado y haga
ver que la naturaleza nunca ha formado esclavos sino hombres, pero que la educación ha dividido
la tierra en opresores y oprimidos.”)
La reglamentación de las medidas solicitadas por la Asamblea establece que los negros nacidos
con posterioridad a 1813 permanecerán hasta los veinte años de edad bajo la protección de sus
amos, quienes han de disponer de ellos sin abonarles salario alguno por su trabajo. Esta
protección denominada derecho de patronato puede enajenarse mediante la entrega de una
suma de dinero. Los avisos de los periódicos editados entre 1813 y 1852 anuncian con frecuencia
la venta de derechos de patronato. Aluden asimismo a la huida de niños de color nacidos con
posterioridad al año 1813 y a la gratificación que ofrecen sus amos a quien los devuelva. Los
libertos mayores de dos años (artículo 5º) pueden quedar en poder del dueño de la esclava en
caso de que éste venda a la madre, situación que no presenta modificación alguna con respecto a
la observada en los peores momentos anteriores a 1810. Si bien nadie plantea la diferencia entre
esclavitud y patronato, los porteños saben que son sinónimos. Advirtamos que en aquel momento
los esclavos constituyen la totalidad del servicio doméstico y por lo general no están dedicados a
tareas productivas. Su posesión determina la situación económica del amo y otorga cierto status
social.

Recién en 1852 la Asamblea Constituyente dispondrá la libertad total de los escasos esclavos que
todavía existen en el territorio argentino. En los cinco años anteriores a esa fecha los periódicos
porteños no ofrecen ninguno en venta. Quienes fueron introducidos desde África antes de 1812 y
que aún sobreviven, en su mayoría son ancianos. Sólo quedan algunos vendidos posteriormente
por viajeros que llegan al país amparados en la legislación que ya mencionamos. Por otra parte el
trabajo doméstico es realizado por inmigrantes europeos y criollos mestizos. La ley, en realidad,
alude a un hecho ya consumado. (“En la Confederación Argentina –dijeron en alguna ocasión– no
hay esclavos: los pocos que hoy existen quedarían libres desde la jura de esta Constitución...”)

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