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El robo que tuvo lugar recientemente en el Museo Nacional de

Bellas Artes del "Estudio de manos para El Secreto", la


estatuilla de quince centímetros de Rodin, puso en evidencia el
colapso de nuestro sistema de museos. Desde hace más de
cincuenta años, la Argentina no tiene políticas activas
orientadas a la protección de su patrimonio. Con el robo del
Rodin el daño fue irreparable, y ciertamente lo será aún mayor
si los funcionarios no toman el toro por las astas e introducen la
crisis de nuestros museos en su agenda, ya que el robo de obras
es sólo la punta de un iceberg.

Durante los últimos veinte años, la superficialidad dominó la


gestión cultural, intentando convertir a los museos en centros
culturales. Así, se multiplicaron sus actividades y se pasó a
valorar su calidad por la cantidad de visitantes. Sin embargo,
este proceso no fue acompañado por un proceso de reformas e
inversiones imprescindibles para que el intento no acabara
vulnerando al sistema en su totalidad. Una vez más, la
Argentina pretendió entrar en la posmodernidad sin haber
siquiera pasado por una elemental fase de modernización. Esta
triste realidad fue el reverso del debate entre cultura popular y
de elite, debate maniqueo como pocos y que algunos torpes han
querido extender a nuestro Teatro Colón. Así, lejos de ser
modernos, nuestros museos han venido sobreviviendo gracias a
esfuerzos artesanales y solitarios para poner a disposición de la
gente lo que, en definitiva, le pertenece: un patrimonio cultural
inmenso.

Hoy el asedio a los museos es múltiple, ya que se enfrentan a


varias amenazas. En primer lugar, la falta del financiamiento
elemental para su buen funcionamiento obliga a las
asociaciones de amigos a adoptar (sin los recursos públicos ni
jurídicos adecuados) el rol fundamental. Sin embargo, estas
entidades reflejan una estructura productiva perimida en el país
hace al menos medio siglo: la de las viejas fortunas familiares,
hoy inexistentes. Esto las convierte en una suerte de
eufemismo. Sin embargo, realismo no les falta y es hoy cuando
Fadam (Federación Argentina de Amigos de Museos) busca
patrióticamente -con éxito diverso- que las nuevas generaciones
y el nuevo dinero se incorporen a sus filas y tomen la posta. De
fracasar, la gestión pública de los museos tendrá los días
contados, ya que su pata civil desaparecerá.

Mientras tanto, los directores de los museos encuentran muy


poco margen de acción y, a los fines de obtener fondos para
pagar la seguridad (sí, leyeron bien), corren día a día la delgada
línea de lo adecuado y permisible para una institución tan
canónica como la museística. Recuerdo haber asistido a un
cumpleaños en un museo de arte argentino en los bosques de
Palermo, hace unos años, donde los alimentos esperaban a ser
servidos a menos de un centímetro de obras maestras de
nuestra pintura rioplatense.

Por otra parte, la cuestión edilicia es una bomba de tiempo y los


avatares políticos hicieron que créditos internacionales fueran
desviados para programas de fortalecimiento institucional o
burocrático. Las necesidades más elementales fueron
simplemente ignoradas. Así, mientras miles de millones de
dólares eran derrochados por el gasto público, ninguna obra
pública museística de significación fue realizada en la Argentina
de los últimos veinte años. En un lapso no demasiado largo,
museos como el Nacional de Bellas Artes, el Isaac Fernández
Blanco, el del Cine, el de Arte Moderno y el Palais de Glace, por
dar algunos ejemplos, necesitarán reformas estructurales para
las que no se encuentran financieramente preparados. Estos
problemas estructurales (humedad, desprendimientos) son una
amenaza tanto o más grave que los robos, pero al ser menos
espectacular nadie, mucho menos el poder político, repara en
ellas. Esto mismo puede decirse respecto de la seguridad contra
incendios, ya que prácticamente ningún museo cumple con las
normas internacionales en la materia, lo que dificulta también
la cooperación internacional y la visita de colecciones
extranjeras.

Ahora bien, respecto de los robos los hay de dos tipos: los
conocidos y los desconocidos, estos últimos, quizá, los más
alarmantes. En muchos casos, los museos argentinos no saben
lo que falta de sus colecciones, ya que sus registros
patrimoniales son inexactos. A tales efectos, la ex directora de
Museos de la ciudad de Buenos Aires Guiomar de Urgell llevó
adelante un monumental programa de catalogación y
relevamiento del universo patrimonial de los museos. El sentido
común se impuso y se pensó que había que saber lo que se tenía
para saber qué era lo que debía ser protegido.
Lamentablemente, la actual gestión municipal desactivó el
proyecto. Sin embargo, desde la Nación hemos logrado la
aprobación de una ley análoga que obliga al Estado a saber qué
tiene en su poder. Pero al paso que vamos el cumplimiento de
esa ley es improbable, a pesar de la existencia de escándalos y
causas judiciales derivadas del hecho de gestionar un universo
patrimonial desconocido. Tal es el caso del Museo de Arte
Oriental.

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