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Cristo Rey

Cristo Rey (un sermón del Padre


Ezcurra).
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Cristo es Rey. Es una palabra que hoy, a veces, se prefiere no


usar; suena demasiado fuerte, demasiado duro. Algunos
prefieren decir “Maestro”, prefieren decir “Pastor”, prefieren
presentar a Cristo como hermano, como amigo, a veces en un
plano solamente horizontal, pero sin utilizar toda la fuerza que
tiene esta palabra que nos está indicando la pura realidad.
Parecería que se avergonzaran algunos de dar testimonio del
Rey que está en los cielos. Parecería que nombrar a Cristo como
Rey fuera muy duro para un tiempo en el cual a las palabras
definidas se las trata de evitar.

Entonces se prefiere no hablar de Cristo como Rey. Tal vez


parezca poco democrático. Quisieran hablar de Cristo, como
presidente. Y sin embargo Cristo es Rey. Y Cristo es Rey por
diversos motivos, que ya hace muchos años señalaba en su
enseñanza doctrinal dogmática el Papa Pío XI en la Encíclica
Quas Primas, que dio el espíritu que animó a la primera y a la
mejor fuerza de la Acción Católica.

Cristo es Rey, en primer lugar por su excelencia. Llamamos rey,


en cualquier orden del ser o del conocer, a aquello que es lo
primero, a aquello que es lo mejor; entre un determinado ramo
de artistas, se llama rey a aquel que ejecuta mejor ese arte;
entre las flores se llama la reina a la rosa porque es la más
hermosa en su belleza y en su perfume.

El rey indica lo excelente, lo más noble, lo más grande. Y por


eso, es Rey el Verbo de Dios cuando asume aquí en la tierra una
naturaleza humana, cuando se hace hombre. Y entonces, esa
naturaleza humana, esa alma y ese cuerpo asumidos por Cristo
es lo más noble, es lo más perfecto, es lo principal de la
Creación porque está unido indefectiblemente a la divinidad,
al Verbo Creador, al Verbo en el cual, por su Palabra fueron
dichas, fueron pronunciadas, fueron creadas todas las cosas.

Cristo es Rey por su propia naturaleza divina, porque es el


Verbo de Dios hecho hombre. Es aquello de los cual da
testimonio delante de Poncio Pilato cuando él le pregunta: “Tú
eres Rey?” “Sí, Yo soy Rey, mi reino no es de este mundo”. Lo
cual no significa que Cristo no reine sobre este mundo, sino que
su reino no tiene origen en este mundo; no es un reino humano.
El poder que tiene Cristo es el poder que ha recibido del Padre;
pero es un poder sobre todas las cosas, sobre todas las cosas del
cielo y de la tierra.

Cristo tiene ese poder también por derecho de conquista.


Pensemos, una vez más, en aquella escena de la tentación en el
desierto. El diablo que se muestra a Cristo. Y el diablo que lleva
a Cristo sobre un alto monte y le muestra –dice el Evangelio-
todos los reinos de la tierra, y le dice: “Todo esto es mío: si me
adoras te lo daré”. Le mostró el poder y la gloria de esos reinos
y lo tienta ofreciéndoselos.

Donde el pecado está presente, es el demonio el que reina. Y en


ese momento, en el mundo no redimido, todos los reinos, todas
las ciudades, todas las naciones, las almas de los hombres están
en el poder de Satanás. Cristo se niega a aceptar eso de manos
del demonio y se lanza a conquistarlo.

Y Cristo, ¿Cómo se lanza a conquistar esos reinos en poder del


demonio? Cristo se lanza a conquistarlos con su muerte en la
Cruz y con su Resurrección. Cristo reina desde la Cruz.

El reinado de Cristo no es fácil. Cristo es Rey, en primer lugar,


con una corona de espinas, para llevar después la corona de
gloria en la Resurrección. Cristo carga sobre sus espaldas
nuestros pecados. Cristo carga la cruz con nuestros pecados
sobre sus espaldas. Cristo derrama en la Cruz hasta la última
gota de su Sangre para lavar nuestra alma de la inmundicia del
pecado, para arrancarnos del poder del demonio.

Cristo se lanza a conquistar aquello que no quiere recibir de las


manos del demonio. Y desde entonces toda la historia es como
una lucha entre aquellos dos reinos. San Juan, la describe en el
Evangelio como una lucha entre la Luz y las tinieblas. El Verbo
es la Luz que alumbra a todo hombre, la Luz de la Verdad, la
Luz del bien, la Luz de la justicia, la Luz de la bondad. “Y las
tinieblas no lo recibieron”. Las tinieblas del error, de la
mentira, del engaño, de la maldad, de la injusticia, del pecado.
Y toda la historia de la humanidad aparece para San Juan como
esa lucha entre la Luz y las tinieblas, entre el Reino de Cristo
que es Luz y el reino de Satanás que son las tinieblas.

Cuando Cristo muere, a las tres de la tarde, el Viernes Santo en


el Calvario; a las tres de la tarde las tinieblas cubren la tierra y
parece que ha triunfado el demonio y que Cristo ha sido
derrotado. Pero ese triunfo del demonio es aparente. Y, en la
madrugada del domingo, Cristo, como el sol que nace va a
resucitar para disipar con su Luz de Cristo resucitado, las
tinieblas que parecían que lo habían vencido y será la derrota
de las tinieblas.

Pero la lucha sigue y, en la historia de la humanidad, el reino


de Cristo y el reino de Satanás se disputan los corazones de los
hombres y las naciones y los pueblos. Hasta que al final el
triunfo de la Luz será definitivo. Y, en aquella Jerusalén
celestial que Cristo vendrá para instaurar en su venida gloriosa,
no hará falta luz de lámpara que la alumbre, dice el Apocalipsis,
porque “será alumbrada por la luz que sale del trono de Dios y
del Cordero”. Y el mal definitivamente derrotado y aquellos
que han seguido bajo la bandera y bajo el reino de Satanás,
serán, con las palabras del Evangelio: “arrojados a las tinieblas
exteriores”. Mientras que los otros verán a Dios en toda la luz
y esplendor de su gloria.

Ese será el reino definitivo de Cristo. Aquí en la tierra ese reino


es como una semilla en la Iglesia, en las almas en gracia, en las
almas de los santos, en aquellos que el Evangelio consigue
iluminar e impregnar. Es como una semilla que tiene que
crecer y Cristo nos llama, precisamente para continuar su obra,
para conquistar las almas de los hombres, para conquistar las
familias, para conquistar las naciones.

Pero es como una semilla que va creciendo y ese crecimiento es


doloroso y significa cruces y significa luchas. Y ese crecimiento
alcanzará su lentitud solamente al final de los tiempos cuando
Cristo vuelva por segunda vez. No ya en la humildad, en la
oscuridad del pesebre, en la pobreza del pesebre, sino como
Rey triunfante sobre las nubes del cielo, en la majestad de su
gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, para separar
definitivamente la luz de las tinieblas, para someter todas las
cosas y someterlo todo al Padre, como dice San Pablo: “Todo es
vuestro, vosotros de Cristo y Cristo es de Dios”. Ese será el
triunfo definitivo de Cristo.

Pero mientras tanto, Él nos llama para seguirlo y para


conquistar un mundo. Y ese seguimiento, lo repito, supone
lucha. Porque como en aquella parábola del rey que Cristo
cuenta, también hay quienes y, son muchos, exclaman en
rebeldía, siguiendo la rebeldía de aquél primer rebelde, del
ángel rebelde: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”. Y
si miramos a nuestro alrededor, es cierto que las tinieblas
aparecen más fuertes y más extendidas que la luz y que a veces
podemos sufrir la tentación del desaliento.

Cristo no reina en muchas almas y en muchos corazones. Cristo


no reina donde reina el pecado. Cristo no reina en ese hombre
que en estos días describíamos como el hombre invertido. No
el hombre vertical que Dios creó sobre dos pies para mirar
hacia el cielo; no el hombre que tiene por encima de todo la luz
de la inteligencia elevada por la fe que le muestra el camino y
la voluntad fortalecida por la caridad y que por lo tanto es capaz
de dominar las pasiones para entusiasmarse por lo que es
bueno y por lo que es verdadero; sino ese hombre invertido,
destruido y masificado. Ese hombre que tiene por encima de
todo las pasiones, los instintos, las concupiscencias
desordenadas y la voluntad debilitada por el pecado para
satisfacer los caprichos, la inteligencia enferma para justificar
que “lo que a mi me gusta está bien”. Ese hombre herido, ese
hombre cerrado a la gracia, ese hombre sin Dios; ese hombre
que vive, en la práctica, como si Dios no existiese.
Cristo no reina en esas almas, Cristo no reina en la familia que
se destruye, en la familia que se disgrega. Cristo no reina en la
familia que está fundada –no sobre la roca sólida que es la
caridad de Cristo, el amor de Cristo que asume el amor humano
y que lo eleva al plano sobrenatural- sobre la arena movediza
de las pasiones y de los sentimientos del corazón humano; de
ese corazón que es una veleta que cambia con todos los vientos;
fundado sobre lo que es pasajero, sobre una concepción de la
vida fácil y hedonista y egoísta. Cristo no reina en la familia que
se destruye, donde las dialécticas enfrentan a los padres; donde
sufre el bombardeo de la pornografía, el bombardeo del
destape. Donde se pierde en la familia toda autoridad; donde
se quiere poner en la familia con la potestad compartida, dos
cabezas; donde se la ensucia a través de los medios de difusión
y de propaganda; donde del sexo y del amor se hace un
estercolero y una basura; donde se profana el cuerpo desnudo
del hombre y el cuerpo desnudo de la mujer. Cristo no reina
allí.

Cristo no reina en las familias dónde se rechaza la vida, donde


el hijo se lo mira como un inconveniente, como un problema,
como algo que hay que evitar y eso motivado no por razones
profundas, sino por un tremendo egoísmo. Cristo no reina
donde se asesina la vida desde el comienzo por el aborto. Cristo
no reina cuando la familia esta enferma. Cristo no reina en la
enseñanza sin Dios, en la escuela sin Dios, donde a los niños se
les enseña un montón de cosas, se les atiborra la cabeza de
materias sin sentido; pero no se les enseña lo único importante
para la vida, aquello que es primero, lo principal de todo,
aquello que decía el viejo catecismo: “La ciencia más acabada
es que el hombre bien acabe, porque al fin de la jornada, aquel
que se salva sabe, y el que no, no sabe nada”.

Pero esa ciencia más acabada, esa ciencia principal, la luz que
nos muestra el camino del cielo, está ausente de la escuela
argentina. Se pueden divinizar instituciones o ideas humanas;
se pueden canonizar traidores elevándolos a la categoría de
santos, pero para Cristo no hay lugar en la escuela. Cristo no
está presente en la universidad sin Dios, donde hoy vuelve a
entronizarse el marxismo, esa religión invertida del odio y de
la dialéctica, que ya tantas almas y tantas vidas destruyó
partiendo desde la Universidad Argentina.

Cristo no reina en la cultura pornográfica y blasfema, donde no


se respetan las cosas más santas y sagradas; donde no
solamente se ensucia la familia y el amor en la chabacanería
mas barata, sino que se llega a blasfemar de las cosas más
santas, se llega hasta ensuciar a la misma Madre de Dios y
Madre nuestra del Cielo, como está pasando y es de público
debate, en estos días. Pero no es la primera vez que ocurre, que
Cristo o que su Madre o que la Santa Iglesia es burlada en el
teatro, es burlado en el cine. Y eso con el apoyo de las
instituciones oficiales aquello que, solamente entre comillas, lo
podemos llamar “cultura”.

Cultura enferma de marxismo; cultura de cuarta categoría;


cultura llena de pornografía; cultura destructiva; cultura de
revistas inmundas que ensucian nuestros kioscos y que
envenenan las almas de los jóvenes argentinos. Allí Cristo está
ausente. Allí Cristo no reina.

Cristo no reina en una economía invertida, donde el hombre


está al servicio del lucro, de la ganancia, de la producción
insensata; donde lo que reina es la mentira, la injusticia, la
coima, el fraude, la falsificación. Cristo no reina en una
sociedad sin Dios. Y esa es la tragedia profunda de la sociedad
argentina.

Nuestra Patria argentina nació cristiana; nació cristiana con


aquellos hombres que vinieron de España trayendo juntas la
espada de los conquistadores y la Cruz de los misioneros, que
iban a ganar un continente para el rey en cuyos dominios no se
ponía el sol, pero que iban a ganar también un continente para
Cristo.

Nuestra Patria nació cristiana con aquellos que le dieron la


independencia, con aquellos que hicieron que nuestra bandera
tuviera los colores del manto de la Virgen Inmaculada y que
tuvieron a la Virgen como Señora de la Merced o como Señora
del Carmen, como Patrona de los Ejércitos que nos dieron al
libertad. Esos hombres como San Martín y Belgrano, que no se
avergonzaban de llevar el Escapulario, de rezar el rosario
enfrente a sus tropas. Esos fueron los que dieron origen a la
Argentina.

La Argentina nación cristiana y nació mariana; nació con la


herencia del cristianismo, con la herencia cristiana y católica
que recibimos de Europa con la empresa misionera de España.
Pero después sí, después vinieron los doctorcitos porteños, los
hombres de las logias y del puerto, de espaldas al país y de cara
deslumbrada hacia las grandes naciones del mundo anglosajón
masónico y protestante. Y esos quisieron hacer otra Argentina
distinta, de espaldas a su historia, de espaldas a su tradición y
de espaldas a su fe.

Y esa es la tragedia argentina: que los argentinos nos hemos ido


olvidando de Dios. ¿Y qué pasa cuando los hombres se olvidan
de Dios? Si nos olvidamos de ese padre que tenemos en los
cielos, dejamos de ser hermanos aquí en la tierra. Entonces nos
enfrentamos por intereses de clases, por intereses de partidos,
por intereses económicos, por intereses de sector, por intereses
localistas. Y llegamos a odiarnos, llegamos a matarnos entre
nosotros, porque cuando no somos hijos de un Padre común en
el cielo, el hombre se transforma en lobo para el hombre.
Cuando se niega la autoridad de Dios como la fuente de toda
autoridad, la autoridad no sube desde abajo. Al negar la fuente
de toda autoridad, entonces ya no hay más autoridad ni en el
trabajo, ni en la familia, ni en la escuela, ni en la política, ni en
ningún lado.

Cuando los hombres se olvidan de Dios y de los mandamientos


de Dios y quieren construir un paraíso en la tierra, de espaldas
a Dios, lo que consiguen construir en la tierra es un infierno de
odio, de engaño, de mentira y de miseria. Es posible, decía el
Papa, construir un mundo sin Dios; pero sin Dios sólo es
posible construirlo en contra del hombre, destruyendo al
hombre.

Y esa es la tragedia de nuestra Patria: que se ha olvidado de sus


orígenes cristianos y la única solución que tiene la enfermedad
profunda que afecta a la sociedad argentina, no está en los
parlamentos, ni en los discursos de los políticos, ni en los
programas económicos, ni en las plataformas partidarias, sino
que está en la vuelta a Cristo, en la conversión del corazón, en
que nos acordemos que esta Argentina es cristiana y mariana y
empecemos a vivir como cristianos, no solamente en lo íntimo
de nuestra conciencia, sino en la dimensión, en la proyección
social de toda nuestra militancia en cualquier campo que sea.
Como lo señala el Concilio Vaticano II, como una empresa y
misión de laicos, sanear, purificar las estructuras inficionadas
por el pecado e impregnar todos los ambientes del mundo con
el espíritu del Evangelio.

Cristo no reina en la sociedad ni en la política, donde lo que


importa es subir un escalón más arriba aunque para eso haya
que pisarle la cabeza al vecino; donde lo que importa es la
facha, la apariencia y la imagen y, para eso, no se para en las
promesas falsas, en el engaño, en las trampas, en la
especulación.

Cristo tiene que reinar, Cristo tiene que reinar. Cristo nos llama
para conquistar un reino y nosotros le hemos dicho que sí. Él
es rey por una realeza que le viene del por su propia naturaleza
y con una realeza que Él se ganó con su sangre en la Cruz por
derecho de conquista. Para esa empresa el Señor nos llama,
para que Cristo comience por reinar en el alma de cada uno de
nosotros, en nuestras inteligencias, por una fe firme, sin dudas,
sin vacilaciones y capaz de iluminar nuestra vida como una
antorcha, como una luz. Que reine en nuestros corazones por
el amor y por la caridad verdadera, que es mucho más que el
mero sentimentalismo horizontal.

Que Cristo reine en una familia fundada verdaderamente en Él,


en esa Roca sólida, en el amor de Cristo. Que la familia sea
imagen de esa unión de Cristo con su Iglesia; unión definitiva,
de una vez para siempre, sin divorcios, unión fiel, sin
infidelidades, sin trampas, sin engaños; unión que tiene que
ser sacrificada y fecunda, porque en la vida cristiana y en la
familia cristiana, también está presente la Cruz.

Que Cristo reine en la enseñanza, porque toda la acumulación


de verdades parciales no sirve para nada sin la referencia a la
única verdad. Que Cristo reine en la Patria. En una Patria
donde lo económico esté sujeto a lo social y lo social a lo
político y lo político esté sujeto a lo moral y todo eso esté
abierto por arriba hacia Dios. Esa es nuestra empresa. Esa es la
empresa para la cual, con esta evangelización de la cultura,
tenemos que comenzar a iluminar las mentes de los hombres.

Nuestro catolicismo no puede ser, como lamentablemente lo es


hoy en tantas partes, un catolicismo de sentimientos baratos,
de slogans fáciles, un catolicismo devaluado, un catolicismo
falsificado como vino con mucho agua; un catolicismo que
pone entre paréntesis algunas verdades que resultan más
difíciles para la inteligencia y algunos mandamientos que
resultan dolorosos para cumplir en la vida. No puede ser
nuestro catolicismo sólo un sentimiento barato. Tiene que ser
un catolicismo firme, esclarecido, militante; tiene que ser un
catolicismo fuerte; tiene que ser un catolicismo de combate y
de conquista.

El espíritu misionero de la Iglesia, es el espíritu de conquista


del Reino de Cristo. Y solamente si la entendemos así y no
como un horizontalismo humanista que se queda en el plano
meramente humano y que pierde la dimensión vertical,
solamente así, podemos hablar de la civilización del amor.

Si pensamos que Cristo nos dice que, en el amor, en el


verdadero amor de caridad, se resumen todos los
mandamientos. Entonces sí, la civilización del amor es una
civilización donde la Ley de Dios y el Espíritu del Evangelio está
impregnando la vida de los individuos y las relaciones entre los
hombres. Y entonces, hablar de civilización del amor es lo
mismo que hablar de reinado de Cristo o de proyección social
del reinado de Cristo, más allá de lo que se quedaría en un mero
sentimentalismo superficial. Cristo nos llama para esa empresa
de conquista.

Decíamos recién cuáles son las palabras con que la define el


Concilio Vaticano II: “Sanear las estructuras inficionadas por
el pecado e impregnar los ambientes sociales con el espíritu del
Evangelio”. Y por eso siguen siendo válidas aquellas palabras y
aquel llamado del Papa Pío XII, donde nos decía que es todo
un mundo el que hay que rehacer desde los cimientos, que hay
que transformar de salvaje en humano y de humano en divino.
Es decir, conforme al corazón de Dios.

Esa es la empresa y es difícil. Vamos a ponerla en manos de


nuestro Rey y vamos a ponerla sobre todo, en las manos de la
Reina, de María Santísima. Ella es Reina. Es Reina porque es
la Madre del Rey. Pero no solamente por eso; sería un título
honorífico solamente; es Reina porque junto a Cristo es
conquistadora. Es Reina porque Ella es la primera victoria de
Cristo.

Cuando el demonio le dijo a Cristo, mostrándole todos los


reinos de la tierra: “Todo esto es mío” –el demonio no mentía-
pero se equivocaba. Cristo pudo haberle contestado: “Todo es
tuyo, sí, pero mi Madre, no”. María Inmaculada estuvo
protegida por el poder de Dios, desde el instante mismo de su
concepción. Jamás en Ella tuvo parte el demonio; por eso
María es la primera derrota del demonio y es la primera
victoria de Cristo Rey. Por eso María aparece aplastando la
cabeza de la primer serpiente. Esa es la función y es la misión
de María en la empresa de conquista para el reinado de Cristo.
Que hoy, como siempre, nos ayude Ella para aplastar la cabeza
de la serpiente y para que Cristo reine, para que la sangre de
Cristo purifique las almas de los hombres, la familia argentina,
la Patria Argentina.

Padre Alberto Ignacio Ezcurra.

[este y otros sermones del Padre Alberto Ignacio Ezcurra


fueron compendiados en el libro:Tú Reinarás. San Rafael,
Kyrios, 1994, pp. 151-164.]
Publicado por Cruzamante en 16:05

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