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Cuatro veces salvo


Publicado por Editorial Peregrino, S.L.
La Almazara, 19
13350 Moral de Calatrava (Ciudad Real) España
info@editorialperegrino.com
www.editorialperegrino.com
Publicado por primera vez en inglés en forma de artículo en la revista
Sudies in the Scriptures, vol. XVIII, nº 7, julio de 1938, con el título
«A Fourfold Salvation»
Copyright © 2013 por Editorial Peregrino para la versión española
Traducción del inglés: Demetrio Cánovas Moreno
Diseño de la cubierta: Latido Creativo
Las citas bíblicas están tomadas de la Versión Reina-Valera 1960
© Sociedades Bíblicas Unidas
ISBN: 978-84-96562-97-4
Depósito legal: CR 65-2013

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Índice
Introducción .......................................................................... 4
1 Salvación del placer del pecado ....................................... 11
2 Salvación de la pena del pecado ...................................... 22
3 Salvación del poder del pecado........................................ 27
4 Salvación de la presencia del pecado ............................... 43

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Introducción

E n 1929 escribimos un libro titulado A Threefold


Salvation (Una salvación triple), basado en la instrucción que
habíamos recibido durante nuestra infancia espiritual. Al igual
que la mayor parte de aquella temprana enseñanza, esta era
defectuosa por ser inadecuada. Al continuar nuestro estudio
de la Palabra de Dios, nos ha sido concedida más luz sobre
este tema —sin embargo, cuán ignorantes somos aún— y esto
nos ha hecho ver que, en el pasado, habíamos comenzado en
un punto equivocado, porque en vez de comenzar por el
principio, comenzamos casi por el medio. En vez de ser triple
la salvación del pecado, como entonces suponíamos, ahora
percibimos que es cuádruple. Qué bueno es el Señor al
concedernos más luz y, sin embargo, es ahora nuestro deber
andar en ella, y, según la Providencia nos proporcione la
oportunidad, darla a los demás. Quiera el Espíritu Santo en su
gracia de tal manera dirigirnos que Dios sea glorificado y su
pueblo edificado.
El tema de «una-salvación-tan-grande» de Dios (He. 2:3),
como se nos revela en las Escrituras y se nos da a conocer en
la experiencia cristiana, es digno de toda una vida de estudio.
Cualquiera que suponga que ya no le es necesario buscar en
oración una comprensión más plena del mismo necesita
considerar «si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe
nada como debe saberlo» (1 Co. 8:2). Lo cierto es que, desde
el momento en que cualquiera de nosotros realmente da por

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supuesto que ya sabe todo lo que debe saberse acerca de


cualquier tema tratado en la Santa Escritura, se priva a sí
mismo inmediatamente de más luz sobre él. Lo que más
necesitamos todos nosotros con respecto a una mejor
comprensión de las cosas de Dios no es un intelecto brillante
sino un corazón verdaderamente humilde y un espíritu
dispuesto a aprender y dócil, y por ello deberíamos orar diaria
y fervientemente, porque no lo poseemos por naturaleza.
El tema de la salvación divina ha provocado, triste es
decirlo, una controversia de siglos y amargas discusiones, aun
entre los que profesan ser cristianos. Comparativamente
hablando hay poca avenencia aun acerca de esta verdad que,
con ser elemental, es sin embargo vital. Algunos han insistido
en que la salvación es por la gracia divina, otros han
argumentado que es por el esfuerzo humano. Un cierto
número ha tratado de defender una posición intermedia y,
aunque concediendo que la salvación de un pecador perdido
debe ser por la gracia divina, no estaban dispuestos a admitir
que es tan solo por la gracia divina, alegando que la criatura
debe añadir algo a la gracia de Dios, y muy variadas han sido
las opiniones acerca de lo que ese «algo» debe ser: el
bautismo, el ser miembro de una iglesia, el realizar buenas
obras, el mantenerse fiel hasta el fin, etc. Hay por otro lado
aquellos que no solo reconocen que la salvación es solamente
por gracia, sino que además niegan que Dios utilice cualquier
medio de ninguna clase para efectuar su eterno propósito de
salvar a sus elegidos: ¡pasando por alto el hecho de que el
sacrificio de Cristo es el grandioso «medio»!
Es cierto que la Iglesia de Dios fue bendecida con
bendiciones sobrenaturales, habiendo sido escogida en Cristo
antes de la fundación del mundo y predestinada a la adopción
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de hijos, y nada pudo o puede alterar ese hecho grandioso. Es


igualmente cierto que si el pecado no hubiera entrado nunca
en el mundo, nadie habría tenido necesidad de salvarse de él.
Pero el pecado ha entrado, y la Iglesia cayó en Adán y quedó
bajo la maldición y la condenación de la ley de Dios. Por
consiguiente, los elegidos, al igual que los réprobos,
compartieron la ofensa capital de su cabeza federal, y
participaron de sus terribles consecuencias: «En Adán todos
mueren» (1 Co. 15:22): «Por la transgresión de uno vino la
condenación a todos los hombres» (Ro. 5:18). El resultado de
esto es que todos están «ajenos de la vida de Dios por la
ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón» (Ef.
4:18) y, por tanto, tienen igualmente la terrible necesidad de
la salvación de Dios.
Aun siendo fundamentalmente ortodoxos en sus opiniones
sobre la salvación divina, muchos tienen unos conceptos tan
parciales e inadecuados que otros aspectos de esta verdad,
igualmente importantes y esenciales, son a menudo pasados
por alto y negados tácitamente. Cuántos, por ejemplo, serían
capaces de dar una sencilla exposición de los siguientes
textos: «Quien nos salvó» (2 Ti. 1:9); «Ocupaos en vuestra
salvación con temor y temblor» (Fil. 2:12); «Ahora está más
cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos» (Ro.
13:11). Ahora bien, esos versículos no se refieren a tres
salvaciones diferentes, sino a tres aspectos distintos de una, y
a menos que aprendamos a distinguir con agudeza entre ellos,
no puede haber sino confusión y oscuridad en nuestro
pensamiento. Esos pasajes presentan tres fases y etapas
distintas de la salvación: la salvación como un hecho
consumado, como un proceso actual, y como una esperanza
futura.
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Son muchos hoy en día los que ignoran estas distinciones,


mezclándolas entre sí. Unos contienden por una y otros
argumentan en contra de las otras dos, y viceversa. Unos
insisten en que ya han sido salvados, y niegan estar siendo
salvados ahora. Otros declaran que la salvación es totalmente
futura, y niegan que haya sido ya consumada en ningún
sentido. Ambos están equivocados. Lo que ocurre es que la
gran mayoría de los que profesan ser cristianos no ven que
«salvación» es uno de los términos más comprensivos en
todas las Escrituras, pues incluye la predestinación, la
regeneración, la justificación, la santificación y la
glorificación. Tienen una idea muy restringida del significado
y alcance de la palabra «salvación» (según se utiliza en las
Escrituras), estrechando en demasía su campo, confinando sus
pensamientos a una simple fase. Suponen que «salvación» no
significa más que el nuevo nacimiento o el perdón de los
pecados. Si uno les dijera que la salvación es un proceso
retardado, le mirarían con recelo; y si afirmara que la
salvación es algo que nos aguarda en el futuro, enseguida le
tildarían de hereje. Sin embargo, los equivocados serían ellos.
Pregunta a un cristiano normal y corriente: «¿Eres salvo?»,
y verás que te responde: «Sí, fui salvado en tal o cual año»; y
eso es todo lo que dan de sí sus pensamientos sobre el tema.
Pregúntale: «¿A qué debes tu salvación?», y «A la obra
consumada de Cristo» será en resumen su respuesta. Dile que
cada una de esas respuestas es seriamente defectuosa, y verás
cómo se ofende grandemente por tu reprensión. Como
ejemplo de la confusión que prevalece hoy en día, citamos lo
siguiente de un folleto sobre Filipenses 2:12: «¿A quiénes van
dirigidas estas enseñanzas? Las palabras iniciales de la
Epístola nos lo dicen: ‘A los santos en Cristo Jesús…’. ¡Así,
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pues, todos eran creyentes!, y no se les podía requerir que


obraran por su salvación, puesto que ya la poseían». Es
lamentable que haya tan pocos hoy en día que perciban algo
anómalo en tal afirmación. Otro «maestro bíblico» nos dice
que la frase «te salvarás a ti mismo» (1 Timoteo 4:16) debe de
referirse a la liberación de dolencias físicas, ya que Timoteo
era ya salvo espiritualmente. Cierto, pero es igualmente cierto
que en aquel entonces él no se encontraba en el proceso de
estar siendo salvado, como también es un hecho que su
salvación era entonces futura.
Suplementemos ahora los tres primeros versículos citados
y mostremos que hay otros pasajes en el Nuevo Testamento
que con toda certeza se refieren a cada tiempo distinto de la
salvación. En primer lugar, la salvación es un hecho
consumado: «Tu fe te ha salvado» (Lucas 7:50); «por gracia
habéis sido salvados» (así el original griego y en la Biblia de
las Américas; Efesios 2:8); «nos salvó […] por su
misericordia» (Tito 3:5). En segundo lugar, la salvación como
un proceso actual, en vías de consumación, pero no completo
aún: «A los que están siendo salvados, esto es, a nosotros» (1
Corintios 1:18; así el original griego y el Nuevo Testamento
Interlineal de Bagster); «los que tienen fe y preservan [no
«para preservación de»] su vida» (He. 10:39 NVI). En tercer
lugar, la salvación como un proceso futuro: «Enviados para
servicio a favor de los que serán herederos de la salvación»
(He. 1:14); «recibid con mansedumbre la palabra implantada,
la cual puede salvar vuestras almas» (Stg. 1:21); «guardados
por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación
que está preparada para ser manifestada en el tiempo
postrero» (1 P. 1:5). Así, pues, juntando estos diferentes
pasajes, estamos claramente justificados en formular la
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siguiente afirmación: Todo verdadero cristiano ha sido


salvado, está ahora siendo salvado, y será, no obstante, salvo:
como y de qué es lo que intentaremos mostrar.
Como una prueba más de cuán polifacético es el tema de la
gran salvación de Dios, y cómo en las Escrituras se lo
contempla desde distintos puntos de vista, toma los siguientes
ejemplos: «por gracia sois salvos» (Ef. 2:8); «salvos por su
vida [de Cristo]», es decir, la vida de su resurrección (Ro. 5:9);
«tu fe te ha salvado» (Lucas 7:50); «la palabra implantada, la
cual puede salvar vuestras almas» (Stg. 1:21); «en esperanza
fuimos salvos» (Ro. 8:24); «salvo, aunque así como por
fuego» (1 Co. 3:15); «El bautismo que corresponde a esto
ahora nos salva» (1 P. 3:21). Ah, lector, la Biblia no es un libro
para perezosos, ni pueden hacer una sana exposición de ella
los que no dedican todo su tiempo a estudiarla en oración, y
eso durante años. No es que Dios nos quiera desconcertar,
sino, por el contrario, hacernos humildes, suplicantes y
dependientes de su Espíritu. No es a los soberbios (los que son
sabios en su propia estimación) a quienes se revelan sus
secretos celestiales.
De igual manera se puede mostrar por la Escritura que la
causa de la salvación no es, como muchos suponen,
simplemente una sola: la sangre de Cristo. Aquí también es
necesario distinguir entre cosas que difieren. Primero, la causa
originaria de la salvación es el propósito eterno de Dios, o, en
otras palabras, la gracia predestinante del Padre. Segundo, la
causa meritoria de la salvación es la mediación de Cristo, lo
cual tiene que ver con el aspecto legal de las cosas, o, en otras
palabras, el cumplir él las demandas de la ley a favor de
aquellos que él redime. Tercero, la causa eficaz de la salvación
es la operación regeneradora y santificadora del Espíritu
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Santo, que tienen que ver con el aspecto experimental; o, en


otras palabras, el Espíritu obra en nosotros lo que Cristo ha
adquirido para nosotros. Así, pues, debemos nuestra
salvación personal de igual manera a cada persona de la
Trinidad, y no a una (el Hijo) más que a las otras. Cuarto, la
causa instrumental es nuestra fe, obediencia y perseverancia:
si bien no somos salvos por causa de ellas, es igualmente
cierto que no podemos ser salvos (conforme al designio de
Dios) sin ellas.
En el párrafo inicial hemos afirmado que en nuestro
anterior esfuerzo erramos en cuanto al punto de partida. Al
escribir acerca de una salvación triple empezamos con la
salvación de la pena del pecado, que es nuestra justificación.
Pero nuestra salvación no empieza ahí, como bien sabíamos
aun entones: lástima que seguimos tan ciegamente a nuestros
descaminados preceptores. Nuestra salvación se origina,
desde luego, en el propósito eterno de Dios, en su
predestinación a la gloria eterna. «Quién nos salvó y llamó
con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras sino
según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo
Jesús antes de los tiempos de los siglos» (2 Ti. 1:9). Esto hace
referencia al decreto divino de la elección: su pueblo escogido
era entonces completamente salvo, en el propósito divino, y
todo lo que ahora vamos a decir tiene que ver con la ejecución
de ese propósito, la consumación de ese decreto, la realización
de esa salvación.

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1 Salvación del placer del pecado

E s aquí donde Dios comienza en realidad su aplicación


de la salvación a sus elegidos. Dios nos salva del placer o amor
al pecado antes de librarnos de la pena o castigo del pecado.
Ha de ser necesariamente así, pues no sería un acto ni de
santidad ni de justicia si él concediese pleno perdón a uno que
fuera aún rebelde hacia él, amando lo que él aborrece. Dios es
completamente un Dios de orden, y nada hay que evidencie
más la perfección de sus obras que el orden de las mismas. ¿Y
cómo salva Dios a su pueblo del placer del pecado? La
respuesta es: impartiéndoles una naturaleza que odia la
maldad y ama la santidad. Esto tiene lugar cuando nacemos
de nuevo, de tal manera que la salvación en sí comienza con
la regeneración. Por supuesto que sí: ¿dónde si no podría
comenzar? El hombre, desde la Caída, nunca puede percibir
cuán desesperada es su necesidad de salvación, ni venir por
ella en Cristo, hasta que haya sido renovado por el Espíritu
Santo.
«Todo lo hizo hermoso en su tiempo» (Ec. 3:11), y mucha
de la hermosura de la obra de Dios se nos escapa a menos que
observemos debidamente su «tiempo». ¿No ha recalcado esto
el Espíritu Santo en la enumeración específica que nos ha
dado en «Porque a los que antes conoció, también los
predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de
su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos
hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó; y a

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los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó a


estos también glorificó» (Ro. 8:29–30). El versículo 29
anuncia la preordenación divina; el versículo 30 expresa la
forma de su realización. Parece más que extraño que, con este
método definido por Dios ante ellos, tantos predicadores
empiecen con nuestra justificación, en vez de con esa llamada
eficaz (de la muerte a la vida, esto es, nuestra regeneración)
que la precede. Ciertamente es evidentísimo que la
regeneración debe tener lugar primero con objeto de poner el
fundamento para nuestra justificación. La justificación es por
fe (Hch. 13:39; Ro. 5:1; Gá. 3:8), y el pecador debe ser
vivificado por Dios antes de ser capaz de ejercer una fe
salvadora.
¿No es cierto que esa última afirmación arroja luz y explica
que lo que hemos dicho es «más que extraño»? Los
predicadores están tan imbuidos hoy con la idea del libre
albedrío que se han apartado casi totalmente de aquella sana
evangelización que caracterizó a sus antepasados. La
diferencia radical entre el arminianismo y el calvinismo es que
el sistema del primero gira en torno a la criatura, mientras que
el sistema del segundo tiene al Creador como el centro de su
órbita. El arminiano asigna al hombre el primer lugar, el
calvinista da a Dios el puesto de honor. Así, el arminiano
comienza su análisis de la salvación con la justificación, ya
que el pecador debe creer antes de que pueda ser perdonado;
más atrás no quiere ir, porque no está dispuesto a que el
hombre sea tenido en nada. Pero el calvinista instruido
comienza con la elección, desciende a la regeneración, y
entonces muestra que al nacer de nuevo (por el acto soberano
de Dios en que la criatura no toma parte) el pecador es hecho
capaz de creer en el evangelio para salvación.
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Salvo del placer o amor al pecado. ¡Cuántas multitudes de


gente se quejan amargamente de que se les diga que se
deleitan en la maldad! Preguntarían indignados si los
suponemos moralmente perversos. Ciertamente que no: una
persona puede ser completamente casta y, sin embargo,
deleitarse en el mal. Es posible que algunos de nuestros
lectores repudien la acusación de haberse deleitado jamás en
el pecado, y pretenden que, por el contrario, desde sus más
tempranos recuerdos han detestado la iniquidad en todas sus
formas. Tampoco nos atreveríamos a poner en duda su
sinceridad; por el contrario, simplemente notamos que ello
solamente aporta una ejemplificación más del hecho solemne
que «engañoso es el corazón que todas las cosas» (Jer. 17:9).
Pero este no es un asunto sujeto a debate: la enseñanza clara
de la Palabra de Dios decide la cuestión de una vez por todas,
y tras su veredicto no hay apelación posible. ¿Qué, pues, dicen
las Escrituras?
Lejos, pues, de negar que se encuentre algún placer en el
pecado, la Palabra de Dios habla expresamente de «los
deleites […] del pecado», e inmediatamente avisa que esos
deleites no son sino «temporales» (He. 11:25), pues las
consecuencias son dolorosas y no agradables; más aún, si Dios
no interviene en su gracia soberana, conllevan el castigo
eterno. Así también la Palabra se refiere a aquellos que son
«amadores de los deleites más que de Dios» (2 Ti. 3:4). Es en
verdad sorprendente observar cuán a menudo se da esta nota
discordante en la Escritura. Menciona a aquellos que «aman
la vanidad» (Sal. 4:2); «al que ama la violencia» (Sal. 11:5);
«amaste el mal más que el bien» (Sal. 52:3); «los burladores
desearán el burlar» (Pr. 1:22); «su alma amó sus
abominaciones» (Is. 66:3); «se hicieron abominables como
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aquello que amaron» (Os. 9:10); «vosotros que aborrecéis lo


bueno y amáis lo malo» (Miq. 3:2); «si alguno ama al mundo,
el amor del Padre no está en él» (1 Jn. 2:15). Amar el pecado
es mucho peor que cometerlo, ya que un hombre puede
tropezar repentinamente o cometerlo por una debilidad.
Lo cierto es, lector, que no solamente nacemos en este
mundo con una naturaleza malvada, sino además con
corazones que están enteramente enamorados del pecado. El
pecado es la esfera en que hemos nacido. Estamos
encadenados a nuestras lascivias, y por nosotros mismos no
somos más capaces de alterar la tendencia de nuestra
naturaleza corrompida que el etíope de cambiar su piel o el
leopardo sus manchas. Pero lo que es imposible para el
hombre es posible para Dios, y cuando él se hace cargo de
nosotros, aquí es donde empieza: salvándonos del placer o
amor al pecado. Este es el gran milagro de la gracia, porque el
Todopoderoso condesciende a recoger a un leproso
nauseabundo del estercolero y hacerle una nueva criatura en
Cristo, de manera que las cosas que antes amaba ahora las
odia. Dios comienza salvándonos de nosotros mismos. Él no
nos salva de la pena hasta que nos libera del amor al pecado.
¿Y cómo se lleva a cabo este milagro de la gracia, o más
bien, en qué consiste exactamente? Negativamente, no es
erradicando la naturaleza malvada, ni siquiera refinándola.
Positivamente, comunicando una naturaleza nueva, una
naturaleza santa, que aborrece lo malo y se deleita en lo
verdaderamente bueno. Pasa ser más específicos. Primero,
Dios salva a su pueblo del placer o amor al pecado poniendo
su santo temor en sus corazones, pues «el temor de Jehová es
aborrecer el mal» (Pr. 8:13), y otra vez, «con el temor de
Jehová los hombres se apartan del mal» (Pr. 16:6). Segundo,
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Dios salva a su pueblo del placer del pecado comunicándoles


un principio nuevo y vital: «el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Ro.
5:5), y cuando el amor de Dios reina en nuestro corazón, el
amor al pecado es destronado. Tercero, Dios salva a su pueblo
del amor al pecado al atraer el Espíritu Santo sus deseos hacia
las cosas de arriba, y de esta manera apartándoles de las cosas
que antes les dominaban.
Si por una parte el incrédulo niega ardorosamente que esté
enamorado del pecado, muchos creyentes encuentran difícil
convencerse de que han sido salvados del amor al mismo. Con
un entendimiento que ha sido en parte iluminado por el
Espíritu Santo, puede discernir mucho mejor los verdaderos
valores de las cosas. Con un corazón que ha sido hecho
sincero por la gracia, rehúsa llamar a lo dulce amargo. Con
una conciencia que ha sido sensibilizada por el nuevo
nacimiento, siente mucho más la obra del pecado y el ansia de
sus deseos por lo prohibido. Además, la carne permanece en
él, invariable, y así como el cuervo apetece constantemente la
carroña, también este principio corrompido en que nuestras
madres nos concibieron, codicia y se deleita en lo que es
contrario a la santidad. Estas son las cosas que ocasionan y
dan pie a las inquietantes preguntas que claman por una
respuesta dentro del creyente genuino.
El cristiano sincero es a menudo llevado a dudar si ha sido
librado del amor al pecado. Tales preguntas como estas
sencillamente agitan su mente: ¿Por qué cedo tan prontamente
a la tentación? ¿Por qué algunas de las vanidades y placeres
del mundo tienen aún tal atracción para mí? ¿Por qué me irrito
tanto contra las restricciones impuestas a mis codicias? ¿Por
qué encuentro la obra de mortificación difícil y desagradable?
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¿Podrían tales cosas ocurrir si yo fuera una nueva criatura en


Cristo? ¿Podrían tener lugar estas horribles experiencias si
Dios me hubiera salvado de deleitarme en el pecado? Bien
sabemos que estamos expresando aquí las dudas mismas que
ocupan las mentes de nuestros lectores, y aquellos que no las
conocen deben ser compadecidos. ¿Pero qué diremos en
respuesta?
¿Cómo puede uno estar seguro de que ha sido salvado del
amor al pecado. Indiquemos en primer lugar que la presencia
dentro de nosotros de aquello que aún codicia y se deleita en
cosas malas no es incompatible con el hecho de que hayamos
sido salvados del amor al pecado, por paradójico que pueda
sonar. Es parte del misterio del evangelio que aquellos que son
salvos, aún son pecadores en sí mismos. El punto que estamos
tratando es similar y paralelo a la fe. El principio divino de la
fe en el corazón no echa fuera la incredulidad. La fe y la duda
coexisten dentro de un alma vivificada, lo cual es evidente en
las palabras: «Creo; ayuda mi incredulidad» (Mr. 9:24). De
igual manera el cristiano puede exclamar y orar: «Señor,
anhelo la santidad, ayuda mi codicia del pecado». ¿Y por qué
es esto? Por causa de la existencia de dos naturalezas distintas,
la una reñida con la otra, dentro del cristiano.
¿Cómo, pues, podemos cerciorarnos de la presencia de la
fe? No por cesar la incredulidad, sino descubriendo sus
propios frutos y obras. El fruto puede crecer ente espinos
como las flores entre las malas hierbas, y, sin embargo, es
fruto a pesar de todo. La fe existe en medio de muchas dudas
y temores. A pesar de fuerzas opuestas tanto dentro como
fuera de nosotros, la fe aún busca alcanzar a Dios. A pesar de
innumerables desánimos y derrotas, la fe continúa luchado. A
pesar de muchas negativas por parte de Dios, aún está apegada
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a él y dice: «No te dejaré ir, si no me bendices». La fe puede


ser terriblemente débil y vacilante, a menudo eclipsada por las
nubes de la incredulidad; sin embargo, ni el mismísimo diablo
puede persuadir a su poseedor a que repudie la Palabra de
Dios, menosprecie a su Hijo, o abandone toda esperanza.
Podemos cercioramos, pues, de la presencia de la fe por el
hecho de que hace venir a su poseedor delante de Dios como
un mendigo con las manos vacías pidiéndole misericordia y
bendición.
Ahora bien, del mismo modo que la presencia de la fe puede
conocerse en medio de los efectos de la incredulidad, así
también nuestra salvación del amor al pecado pude ser
verificada a pesar de todas las codicias de la carne con
respecto al mal. ¿Pero de qué manera? ¿Cómo puede
identificarse este aspecto inicial de la salvación? Ya hemos
anticipado esta pregunta en un párrafo anterior, donde
afirmábamos que Dios nos salvó de deleitarnos en el pecado
al impartirnos una naturaleza que odia el mal y ama la
santidad, lo cual tiene lugar en el nuevo nacimiento. En
consecuencia, la pregunta que realmente debe aclararse es:
¿Cómo puede el cristiano determinar positivamente que esa
nueva y santa naturaleza le ha sido impartida? La respuesta
es: Observando sus actividades, en particular la oposición que
presenta (bajo la obra vigorizante del Espíritu Santo) al
pecado que mora en el creyente. No solamente es el deseo de
la carne (el principio del pecado) contra el Espíritu, sino que
el deseo del Espíritu (el principio de la santidad) es y lucha
contra la carne.
Primero, la salvación del placer o amor al pecado puede ser
reconocida al convertirse el pecado en una carga para
nosotros. Esta es ciertamente una experiencia espiritual. Hay
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muchas almas sobrecargadas con los afanes del mundo y que


nada saben de lo que significa estar agobiado con un
sentimiento de culpa. Pero cuando Dios nos toma de la mano,
las iniquidades y transgresiones de nuestra vida pasada se
convierten en una carga insoportable sobre nuestra
conciencia. Cuando tengamos una visión de nosotros mismos
tal como aparecemos ante los ojos del Dios tres veces santo,
exclamaremos con el Salmista: «Porque me han rodeado
males sin número; me han alcanzado mis maldades, y no
puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los
cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla» (Sal. 40:12).
Lejos de ser el pecado agradable, ahora se le siente como una
cruel pesadilla, un peso aplastante, una carga inaguantable. El
alma está «cargada» (Mt. 11:28) y agobiada. Una sensación
de culpa oprime, y la conciencia no puede soportar su peso.
Tampoco se limita esta experiencia a nuestra primera
convicción: continúa con más o menos agudeza a lo largo de
la vida del cristiano.
Segundo, nuestra salvación del placer del pecado puede ser
reconocida al volvérsenos amargo el pecado. Es cierto que
hay miles no regenerados que están llenos de remordimiento
por la cosecha que han segado de sus calaveradas. Sin
embargo, eso no es odio al pecado, sino aversión a sus
consecuencias: una salud arruinada, oportunidades
desperdiciadas, estrecheces económicas o estigma social. No,
la referencia aquí es a aquella angustia del corazón que
siempre caracteriza a aquel a quien el Espíritu toma de la
mano. Cuando se nos quita el velo del engaño, vemos el
pecado a la luz del rostro de Dios; cuando nos es dado
descubrir la depravación de nuestra propia naturaleza,
entonces percibimos que estamos sumidos en carnalidad y
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muerte. Cuando el pecado se nos descubre en todos sus


operaciones secretas, entonces se nos hace sentir la vileza de
nuestra hipocresía, fariseísmo, incredulidad, impaciencia, y la
extrema suciedad de nuestros corazones. Y cuando el alma
penitente observa los sufrimientos de Cristo, puede decir con
Job: «Dios ha enervado mi corazón» (23:16).
Ah, lector, es esta experiencia la que prepara el corazón
para seguir a Cristo: los que están sanos no tienen necesidad
de médico, pero los que han sido vivificados y convictos por
el Espíritu ansían ser aliviados por el gran Médico. «Jehová
mata, y él da vida; él hace descender al Seol, y hace subir.
Jehová empobrece, y él enriquece; abate y enaltece» (1 S. 2:6–
7). Es de esta manera como Dios mata nuestro fariseísmo,
empobrece y abate: haciendo del pecado una carga intolerable
y amarga como el ajenjo para nosotros. No puede haber fe
salvadora hasta que el alma sea llena de arrepentimiento
evangélico, y el arrepentimiento es una tristeza según Dios por
el pecado, su santo aborrecimiento hacia el pecado, un sincero
propósito de abandonarlo. El evangelio llama a los hombres a
arrepentirse de sus pecados, abandonar sus ídolos y mortificar
sus apetitos y, por tanto, es imposible que el evangelio sea un
mensaje de buenas noticias para aquellos que estén
enamorados del pecado y locamente empeñados en perecer
antes que apartarse de sus ídolos.
Tampoco se limita esta experiencia que nos hace sentir
amargo el pecado a nuestro primer despertar: por el contrario
continúa, en mayor o menor grado, hasta el fin de nuestra
peregrinación terrenal. El cristiano sufre a causa de las
tentaciones, es afligido por los fieros ataques de Satanás, y
sangra por las heridas infligidas por el mal que comete. Le
apena profundamente devolver a Dios tal miseria a cambio de
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su bondad, recompensar a Cristo tan malvadamente por su


amor en la cruz, responder tan vacilantemente a los dictados
del Espíritu. El divagar de su mente cuando desea meditar en
la Palabra, el embotamiento de su corazón cuando trata de
orar, los pensamientos mundanos que invaden su mente en el
día de reposo, la frialdad de su afecto hacia el Redentor, le
hacen gemir diariamente; todo lo cual evidencia que el pecado
se ha hecho amargo. Ya no da más la bienvenida a aquellos
pensamientos intrusos que apartan su mente de Dios: más bien
le entristecen. Pero «Bienaventurados los que lloran, porque
ellos recibirán consolación» (Mt. 5:4).
Tercero, nuestra salvación del placer del pecado puede ser
reconocida por la esclavitud que el pecado produce. Así como
no nos damos cuenta de nuestra nativa e inveterada
incredulidad hasta que Dios implanta la fe en nuestro corazón,
de la misma manera, hasta que Dios nos salva del amor al
pecado, no somos conscientes de las cadenas que ha colocado
alrededor de nosotros. Es entonces cuando descubrimos que
somos «débiles», incapacitados para correr la carrera que
tenemos por delante. Un retrato divino de la esclavitud del
alma que ha sido salvada se encuentra en Romanos 7: «Y yo
sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el
querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago
el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago […].
Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;
pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley
de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que
está en mis miembros» (vv. 18–19, 22–23). ¿Y cuál es la
secuela? Este es el clamor agónico: «¡Miserable de mí!
¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». Si es ese el

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lamento sincero de tu corazón, entonces Dios te ha salvado a


ti del placer del pecado.
Nótese, sin embargo, que la salvación del amor al pecado
se siente y evidencia en diversos grados por distintos
cristianos, y en diferentes períodos de la vida del mismo
cristiano, conforme a la gracia concedida por Dios, y según
esa gracia es activa y operante. Algunos parecen sentir un odio
más intenso al pecado en todas sus formas que otros, pero el
principio de odiar el pecado se encuentra en todos los
verdaderos cristianos.
Algunos cristianos raramente, o aun nunca, cometen
pecados de una forma deliberada y premeditada: la mayoría
de las veces son tomados por sorpresa, tentados de repente (a
enojarse o a mentir) y son derrotados. Pero con respecto a
otros, el caso es completamente opuesto: estos (da miedo
decirlo) planean en realidad malas acciones. Si uno niega
indignadamente que tal cosa es posible en un santo, e insiste
que tal individuo es ajeno a la gracia salvadora, entonces le
recordaríamos el caso de David: ¿no fue el asesinato de Urías
claramente planeado? Esta segunda clase de cristianos
encuentran doblemente difícil creer que han sido salvados del
amor al pecado.

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2 Salvación de la pena del pecado

E sto acompaña nuestra regeneración, la cual es puesta de


manifiesto por arrepentimiento evangélico y fe no fingida.
Toda alma que verdaderamente pone su confianza en el Señor
Jesucristo es inmediatamente salva de la pena (la culpa, la
paga, el castigo) del pecado. Cuando el Apóstol dijo al
carcelero arrepentido: «Cree en el Señor Jesucristo y serás
salvo», quería decir que todos sus pecados serían remitidos
por Dios; exactamente como cuando el Señor dijo a aquella
pobre mujer: «Tu fe te ha salvado, ve en paz» (Lucas 7:50).
Él quería decir que todos sus pecados le eran ahora
perdonados, ya que el perdón tiene que ver con la criminalidad
y el castigo del pecado. De la misma manera, cuando leemos:
«Por gracia sois salvos por medio de la fe» (Ef. 2:8), debemos
entender que el Señor realmente «nos libra de la ira venidera»
(1 Ts. 1:10).
Este aspecto de nuestra salvación debe ser contemplado
desde dos puntos de vista diferentes: el divino y el humano.
Su lado divino se encuentra en el oficio y la obra mediadores
de Cristo, quien como Fiador y Fianza de su pueblo satisfizo
las demandas de la ley a favor de ellos, llevando a cabo para
ellos una justicia perfecta y sufriendo él mismo la maldición
y la condenación que ellos merecen, consumando todo ello en
la cruz. Fue allí donde él fue «herido por nuestras rebeliones
y molido por nuestros pecados» (Is. 53:5). Fue allí donde,
judicialmente, «llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo

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sobre el madero» (1 P. 2:24). Fue allí donde él fue «herido de


Dios y abatido» mientras hacía expiación por las ofensas de
su pueblo. Porque Cristo murió en mi lugar, yo soy libre;
porque él murió, yo vivo; porque él fue desamparado por
Dios, yo soy reconciliado con él. Esta es la gran maravilla de
la gracia, que evocará la alabanza incesante de los redimidos
por toda la eternidad.
El lado humano de nuestra salvación de la pena del pecado
tiene que ver con nuestro arrepentimiento y fe. Aunque estos
no poseen méritos de ninguna clase, y aunque en ningún
sentido compran nuestro perdón, sin embargo, en cuanto al
orden que Dios ha designado, son (instrumentalmente)
esenciales, porque no nos apropiamos de la salvación
experimentalmente hasta que son ejercitados. El
arrepentimiento es la mano que suelta aquellos objetos
inmundos a los que antes se había asido tan tenazmente; la fe
es extender a Dios una mano vacía para recibir el don de su
gracia. El arrepentimiento es un piadoso pesar por el pecado;
la fe es recibir al Salvador de un pecador. El arrepentimiento
es una repulsa de la inmundicia y polución del pecado; la fe
es buscar la limpieza de aquéllas. El arrepentimiento es
taparse la boca el pecador y clamar: «¡Inmundo, inmundo!».
La fe es venir a Cristo el leproso y decir: «Señor, si quieres,
puedes limpiarme».
Así, pues, lejos de ser el arrepentimiento y la fe gracias
meritorias, lo que hacen es vaciarnos. El que se arrepiente de
verdad acepta su posición de pecador perdido delante de Dios,
confesando ser un desventurado culpable que nada merece
sino un juicio implacable a manos de la justicia divina. La fe
aparta su mirada del ego corrupto y arruinado, y contempla la
asombrosa provisión que Dios ha hecho para criaturas
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merecedoras del Infierno. La fe echa mano del Hijo del Dios,


como uno que se está ahogando agarra un palo a su alcance.
La fe se somete al señorío de Cristo y acepta con alegría sus
derechos a reinar sobre sí. La fe se apoya en las promesas de
Dios, teniendo como sello que él es verdadero. Desde el
momento en que el alma se somete al señorío de Cristo y se
apoya en los méritos y la eficacia de su sacrificio, sus pecados
son alejados de la presencia de Dios «cuanto está lejos el
oriente del occidente»: ahora es eternamente salva de la ira
venidera.
Nada mejor podemos hacer aquí que citar estos versos
sublimes de Augustus Toplady:
¿Por qué ese temor e incredulidad
si tú, oh Padre, has hecho en verdad
a tu Hijo sufrir por mí?
¿Y es cierto que seré condenado
por aquella gran deuda de pecado
puesta, Señor, sobre ti?
Si tú mi absolución has granjeado
y libremente por mí has soportado
toda la ira divina,
no pedirá el pago dos veces Dios:
primero de la mano del Fiador,
y luego, además, de la mía.
Completa es la expiación que has efectuado
y aun la última blanca tú has pagado:
cuanto tu pueblo debía;
¿cómo, pues, puede la ira alcanzarme
si en tu justicia busco refugiarme
y tu sangre me rocía?
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Recobrar puedes entonces la calma:


tu Sumo Sacerdote, oh mi alma,
libertad y paz te dio.
En su sangre eficaz al confiar,
el Señor no te puede desterrar,
pues Jesús por ti murió.
Mientras que la liberación del amor al pecado tiene que ver
enteramente con el lado experimental de la salvación, la
remisión de la pena por el pecado concierne al aspecto legal
solamente, o, en otras palabras, a la justificación del creyente.
Justificación es un término forense y tiene que ver con los
tribunales de justicia, puesto que es la decisión o veredicto del
juez. Justificación es lo contrario de condenación.
Condenación significa que alguien ha sido acusado de un
crimen, su culpa ha sido establecida, y, por consiguiente, la
ley pronuncia sobre él sentencia de castigo. Por el contrario
justificación significa que el acusado ha sido hallado inocente,
la ley no tiene nada contra él, y, por tanto, es absuelto y
exonerado dejando el Tribunal sin una mancha sobre su
carácter. Cuando leemos en la Escritura que los creyentes son
«justificados de todo» (Hch. 13:39), significa que su caso ha
sido juzgado en el alto tribunal del Cielo y que Dios, el Juez
de toda la tierra, los ha absuelto: «Ahora, pues, ninguna
condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1).
Pero estar libre de condenación es solamente el lado
negativo: la justificación significa declarar o pronunciar justo,
conforme a los requisitos de la ley.
La justificación implica que la ley ha sido cumplida,
obedecida, magnificada, pues solamente esto podría satisfacer
las justas demandas de Dios. Por lo cual, al igual que su

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pueblo, caído en Adán, fue incapaz de cumplir las normas


divinas, Dios decretó que su propio Hijo se encarnara, fuera
el Fiador de su pueblo, y respondiera a las demandas de la ley
en su lugar. He aquí, pues, la respuesta satisfactoria que puede
ser dada a las dos objeciones que la incredulidad está
dispuesta a suscitar: ¿cómo puede Dios absolver al culpable?;
¿cómo puede declarar justo a uno que carece de justicia? Si
recurres al Señor Jesucristo, toda dificultad desaparecerá. La
culpa de nuestros pecados fue imputada o transferida
legalmente a él, de tal manera que él sufrió toda la pena que
merecían; los méritos de su obediencia nos son imputados o
transferidos legalmente a nosotros, de tal manera que
permanecemos delante de Dios con toda la aceptabilidad de
nuestro Fiador: Romanos 5:18–19; 2 Corintios 5:21, etc. No
solamente no tiene la ley nada contra nosotros, sino que
además tenemos derecho a su galardón.

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3 Salvación del poder del pecado

E ste es un proceso actual y prolongado, y de momento


incompleto. Es la parte más difícil de nuestro tema y acerca
de la misma prevalece la mayor confusión mental,
especialmente entre los cristianos jóvenes. Hay muchos que,
habiendo aprendido que el Señor Jesús es el Salvador de los
pecadores, han llegado a la errónea conclusión de que con solo
ejercer fe en él, entregarse a su señorío, encomendar sus almas
a su cuidado, él hará desaparecer su naturaleza corrupta y
destruirá sus malas inclinaciones. Pero después de haber
realmente confiado en él, descubren que el mal aún está en
ellos, que sus corazones son engañosos más que todas las
cosas y perversos, y que, no importa de qué manera luchen
para resistir la tentación, oren por gracia para vencer, y
utilicen los medios designados por Dios, parecen empeorar
más y más en vez de mejorar, hasta que llegan a dudar
seriamente si son realmente salvos. Están siendo salvados
ahora.
Aun cuando una persona ha sido regenerada y justificada,
la carne o naturaleza corrompida permanece en ella, y la acosa
sin cesar. Esto, sin embargo, no debe asombrarle. A los santos
en Roma Pablo les dijo: «No reine, pues, el pecado en vuestro
cuerpo mortal» (6:12), lo cual no tendría ningún sentido si el
pecado hubiera sido erradicado de ellos. Escribiendo a los
corintios dijo: «Así que, amados, puesto que tenemos tales
promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de

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espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2


Co. 7:1): obviamente tal exhortación es innecesaria si el
pecado ha sido eliminado de nuestro ser. «Humillaos, pues,
bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando
fuere tiempo» (1 P. 5:6): ¿que necesidad tienen los cristianos
de tales palabras como estas, a menos que el orgullo les aceche
y obre dentro de ellos? Pero todo lugar para la controversia
sobre este punto queda excluido si nos inclinamos ante esa
declaración inspirada: «Si decimos que no tenemos pecado
nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en
nosotros» (1 Jn. 1:8).
La vieja naturaleza carnal permanece en el creyente: es aún
un pecador, si bien un pecador salvo. ¿Qué, pues, debe hacer
el nuevo cristiano? ¿Es impotente? ¿Debe recurrir al
estoicismo, y convencerse de que no le queda nada sino una
vida de derrotas? ¡Ciertamente que no! Lo primero que debe
hacer es aprender la humillante verdad de que en sí mismo es
«débil». Fue aquí donde fracasó Israel: cuando Moisés les
hizo saber la ley, afirmaron con orgullo: «Haremos todas las
cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos» (Ex. 24:7). ¡Ah!
Qué poco se daban cuenta de que en la «carne no mora el
bien». Fue aquí también donde falló Pedro: confiado en sí
mismo se enorgulleció de que «aunque todos se escandalicen
de ti, yo nunca me escandalizaré […] aunque me sea necesario
morir contigo, no te negaré»: qué poco conocía su propio
corazón. Este espíritu de confianza en uno mismo se esconde
dentro de cada uno de nosotros. Mientras acariciemos la
creencia de que podemos «hacerlo mejor la próxima vez», es
evidente que aún tenemos confianza en nuestra propia fuerza.
Hasta que prestemos atención a las palabras del Salvador:
«separados de mí nada podéis hacer», no damos el primer
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paso hacia la victoria. Solamente cuando somos débiles (en


nosotros mismos), somos fuertes.
El creyente tiene aún la naturaleza carnal dentro de sí y no
tiene fortaleza en sí mismo para controlar sus malas
inclinaciones, ni para vencer sus deseos pecaminosos. Pero el
creyente en Cristo también tiene otra naturaleza dentro de sí
que se recibe en el nuevo nacimiento: «lo que es nacido del
Espíritu, espíritu es» (Jn. 3:6). El creyente, pues, tiene dos
naturalezas dentro de sí: una que es pecaminosa, otra que es
espiritual. Al ser estas dos naturalezas de un carácter
totalmente diferente, son antagónicas entre sí. A este
antagonismo o conflicto se refería el apóstol cuando dijo: «El
deseo de la carne es contra el Espíritu y el del Espíritu contra
la carne» (Gá. 5:17). Ahora bien, ¿cuál de estas dos
naturalezas ha de regular la vida del creyente? Es evidente que
las dos no pueden hacerlo ya que son contrarias entre sí. Es
igualmente claro que la más fuerte de las dos ejercerá un
mayor dominio. También está claro que en el cristiano nuevo
la naturaleza carnal es más fuerte, puesto que nació con ella y
por lo tanto le lleva muchos años a la naturaleza espiritual, la
cual no recibió hasta que nació de nuevo.
Más aún, es innecesario argüir largamente que la única
forma en que podemos fortalecer y desarrollar la nueva
naturaleza es alimentándola. En todos los terrenos el
crecimiento depende del alimento, alimento adecuado,
alimento diario. La nutrición que Dios ha provisto pasa
nuestra naturaleza espiritual se encuentra en su propia
Palabra, pues «no solo de pan vivirá el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:4). Es a esto a lo
que Pedro hace referencia cuando dice: «Desead, como niños
recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por
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ella crezcáis para salvación» (1 P. 2:2). En la proporción en


que nos alimentamos de este Maná celestial, así será nuestro
crecimiento espiritual. Por supuesto que hay otras cosas aparte
del alimento necesarias para el crecimiento: debemos respirar
y hacerlo en una atmósfera pura. Esto, traducido a términos
espirituales, significa oración. Cuando nos acercamos al trono
de la gracia y nos encontramos cara a cara con nuestro Señor,
nuestros pulmones espirituales se llenan del ozono del Cielo.
El ejercicio es otra cosa esencial para el crecimiento, y esto
encuentra su cumplimiento en el andar con el Señor. Si, pues,
prestamos atención a estas leyes primarias de la salud
espiritual, la nueva naturaleza florecerá.
Sin embargo, no solo debe ser alimentada la nueva
naturaleza, es igualmente necesario para nuestro bienestar
espiritual que matemos de hambre a nuestra vieja naturaleza.
Esto es lo que el Apóstol tenía en mente cuando dijo: «No
proveáis para los deseos de la carne» (Ro. 13:14). Matar de
hambre a la vieja naturaleza, no proveer para la carne,
significa que nos abstengamos de todo aquello que estimule
nuestra carnalidad; que evitemos, como si de una plaga se
tratase, todo lo que está calculado para perjudicar nuestro
bienestar espiritual. No solamente debemos negamos los
placeres del pecado, rehuir tales cosas como la taberna, el
teatro, el baile, las cartas, etc., sino que debemos separarnos
de compañeros mundanos, cesar de leer literatura mundana,
abstenernos de todo aquello sobre lo cual no podamos pedir la
bendición de Dios. Debemos poner nuestra mira en las cosas
de arriba, no en las de la tierra (cf. Col. 3:2). ¿Parece esto una
norma elevada y suena como irrealizable? La santidad en
todas las cosas debe ser nuestro propósito, y el fracaso en este
terreno explica la flaqueza de muchos cristianos. Dense
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cuenta los jóvenes en la fe que todo aquello que no ayuda su


vida espiritual la obstaculiza.
He aquí, pues, en resumen la respuesta a nuestra pregunta:
¿Qué debe hacer el recién convertido para librarse del pecado
que mora en él? Es cierto que aún estamos en el mundo, pero
no somos «de» él (Jn. 17:14). Es cierto que nos vemos
forzados a asociarnos con gente impía, pero esto está
ordenado por Dios con el propósito de que «así alumbre
[nuestra] luz delante de los hombre, para que vean [nuestras]
obras, y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos (Mt.
5:16). Existe una amplia diferencia entre asociarnos con
pecadores al llevar a cabo nuestras tareas cotidianas, y
hacernos íntimos compañeros y amigos de ellos. Solamente al
alimentarnos de la Palabra podemos «crecer en la gracia y el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 P.
3:18). Solamente matando de hambre nuestra vieja naturaleza
podemos esperar liberación de su poder y contaminación.
Prestemos, pues, atención diligentemente a la exhortación:
«En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo
hambre, que está viciado conforme a los deberes engañosos,
y renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del nuevo
hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la
verdad» (Ef. 4:22–24).
Anteriormente hemos tratado solamente el lado humano del
problema en cuanto a cómo obtener liberación del dominio del
pecado. Hay necesariamente un lado divino también. Es
solamente por la gracia de Dios como somos capacitados para
utilizar los medios con que él nos ha proporcionado, así como
es solamente por el poder de su Espíritu que mora en nosotros
como podemos verdaderamente despojarnos «de todo peso y
del pecado que nos asedia y correr con paciencia la carrera
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que tenemos por delante» (He. 12:1). Estos dos aspectos (el
divino y el humano) aparecen juntos en varias escrituras. Se
nos ordena ocuparnos «en nuestra salvación con temor y
temblor» pero el Apóstol añade inmediatamente: «porque
Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer
por su buena voluntad (Fil. 2:12–13). Así, pues, hemos de
ocuparnos en lo que Dios ha obrado dentro de nosotros; en
otras palabras, si andamos en el Espíritu no satisfaremos los
deseos de la carne (cf. Gá. 5:16). Ha sido, pues, demostrado
que la salvación del poder del pecado es un proceso que
continúa a lo largo de la vida del creyente. Es a esto a lo que
Salomón se refería cuando dijo: «La senda de los justos es
como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día
es perfecto» (Pr. 4:18).
Así como nuestra salvación del placer del pecado es la
consecuencia de nuestra regeneración y así como la salvación
de la pena del pecado tiene que ver con nuestra justificación,
así también la salvación del poder del pecado tiene que ver
con el lado práctico de nuestra santificación. La palabra
santificación significa «separación»: separación del pecado.
Es casi innecesario decir que la palabra santidad es
estrictamente un sinónimo de «santificación», siendo una
traducción alternativa de la misma palabra griega. Siendo que
el lado práctico de la santificación tiene que ver con nuestra
separación del pecado, se nos dice: «Limpiémonos de toda
contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la
santidad en el temor de Dios (2 Co. 7:1). Que la santificación
práctica o santidad es un proceso, una experiencia progresiva,
se ve claramente en el siguiente texto: «Seguid […] la
santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (He. 12:14). El hecho
de que debemos «seguir» la santidad claramente da a entender
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que aún no hemos alcanzado la norma divina que Dios


requiere de nosotros. Esto se ve además en el pasaje antes
citado: «perfeccionando la santidad» o completándola.

El lado divino de nuestra salvación


Debemos ahora entrar en detalles en cuanto al lado divino de
nuestra salvación del poder y la contaminación del pecado.
Cuando un pecador realmente recibe a Cristo como su Señor
y Salvador, Dios no lo lleva al Cielo allí y entonces; por el
contrario, es probable que lo deje aquí abajo muchos años, y
este es un lugar de peligro, ya que está bajo el maligno (1 Jn.
5:19) y todo lo concerniente a él se opone al Padre (cf. 1 Jn.
2:16). Por tanto, el creyente necesita ser salvo de este sistema
hostil. Leemos, pues, que Cristo «se dio a sí mismo por
nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo,
conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gá. 1:4).
No solamente no es llevado al Cielo el pecador cuando por
primera vez cree para salvación; aunque, como hemos visto,
la naturaleza mala no se le quita; sin embargo, Dios no le deja
completamente bajo su dominio, sino que en su gracia le libra
de su regio poder. Él utiliza una gran variedad de medios a fin
de conseguir esto.
Primero, concediéndonos una visión más clara de nuestra
depravación interna que nos haga aborrecernos a nosotros
mismos. Por naturaleza estamos totalmente enamorados de
nosotros mismos, pero al avanzar la obra divina de la gracia
en nuestras almas, llegamos a aborrecernos a nosotros
mismos; y esto, lector, es una experiencia muy angustiosa:
algo que la mayoría de nuestros modernos predicadores
arrinconan por conveniencia. El concepto que muchos nuevos
cristianos se forman al oír a los predicadores es que la
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experiencia de un creyente genuino es suave, tranquila y


gozosa; pero pronto descubre que esto no se confirma en su
propio caso, sino que por el contrario es completamente
desmentida. Y esto le hace titubear: suponiendo que el
predicador sabe mucho más acerca de tales asuntos que él
mismo, ahora se siente lleno de inquietantes dudas acerca de
su salvación misma, y el diablo le dice prontamente que es
simplemente una hipócrita que nunca fue salvado en absoluto.
Solamente aquellos que han pasado o están pasando por
esta penosa experiencia tienen un concepto real de la misma:
existe tanta diferencia entre un verdadero conocimiento y una
nueva lectura o descripción de ella, como entre visitar
personalmente un país y examinarlo directamente y estudiar
simplemente un mapa del mismo. ¿Pero cómo explicar el que
uno que ha sido salvado del placer y la pena del pecado sea
cada vez más consciente no solo de su presencia contaminante
sino también de su poder tiránico? ¿Cómo explicar que el
cristiano se encuentre ahora yendo de mal en peor, y cuanto
más cerca intenta andar de Dios, más ve a la carne poner de
manifiesto sus terribles obras de una manera no vista
anteriormente? La respuesta es: a causa de mayor luz de parte
de Dios, por la que ahora descubre la suciedad que
previamente ignoraba: la luz solar al penetrar en una
habitación descuidada no crea el polvo y las telarañas sino que
simplemente los revela.
Así ocurre con el cristianismo. Cuanto más le enfoca la luz
del Espíritu interiormente, tanto más descubre la terrible plaga
de su corazón (cf. 1 Reyes 8:38), y tanto más se da cuenta de
su infeliz fracaso. El hecho es, querida alma descubierta, que
cuanto menos te amas a ti misma, tanto más eres salva del
poder del pecado. ¿Dónde reside su temible potencia? Pues en
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su poder para engañarnos. Nos miente. Mintió a Adán y Eva.


Nos da una falsa apreciación de valores de tal manera que
confundimos el oropel con el verdadero oro. Ser salvo del
poder del pecado es tener los ojos abiertos de tal manera que
veamos las cosas a la luz de Dios: es conocer la verdad acerca
de las cosas alrededor nuestro, y la verdad acerca de nosotros
mismos. Satanás ha cegado el entendimiento de los incrédulo,
pero el Espíritu santo ha resplandecido en nuestros corazones
«para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la
faz de Jesucristo» (2 Co. 4:4–6).
Más aún: el pecado no solamente nos engaña, también nos
envanece, haciendo a sus infatuadas victimas pensar
altamente de sí mismas. Como 1 Timoteo 3:6 nos dice,
envanecerse es caer «en la condenación del diablo». Fue
insana egolatría lo que le hizo decir: «Subiré al cielo; en lo
alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el
monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte; sobre
las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo»
(Is. 14:13–14). ¿Es de maravillarse entonces que aquellos en
quienes él obra estén llenos de orgullo y autosuficiencia? El
pecado siempre produce amor propio y fariseísmo: el
personaje más abandonado te dirá: «Sé que soy débil, sin
embargo tengo buen corazón». Pero cuando Dios nos toma de
la mano, es todo lo contrario: la obra del Espíritu vence
nuestro orgullo. ¿Cómo? Por medio de descubrimientos
progresivos en cuanto a uno mismo y a la extrema
pecaminosidad del pecado, de tal manera que cada uno clama
con Job: «He aquí que yo soy vil» (40:4); el tal está siendo
salvo del poder del pecado: su poder para engañar y engreír.
Segundo, a través de disciplinas dolorosas. Este es otro
medio que Dios utiliza para librar a su pueblo del dominio del
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pecado: «Por otra parte, tuvimos a nuestro padres terrenales


que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no
obedecemos mucho mejor al Padre de los espíritus y
viviremos? Y aquellos, ciertamente por pocos días nos
disciplinaban como a ellos les parecía, pero este para lo que
nos es provechosos, para que participemos de su santidad»
(He. 12:9–10). Estas disciplinas adoptan varias formas; a
veces son externos, otras internos; pero cualquiera que sea su
naturaleza, son dolorosas para la carne y la sangre. A veces
estas disciplinas divinas son de larga duración, y entonces el
alma está dispuesta a preguntar: «¿Por qué estás lejos, oh
Jehová, y te escondes en el tiempo de la tribulación?» (Sal.
10:1), porque parece como si Dios nos hubiera abandonado.
Se hacer ferviente oración para mitigar el sufrimiento, pero
ningún alivio es concedido; se busca fervientemente la gracia
para doblegarse mansamente ante la vara, pero la
incredulidad, la impaciencia, la rebelión parecen fortalecerse
más y más y el alma encuentra difícil creer en el amor de Dios;
pero, como Hebreos 12:11 nos dice: «es verdad que ninguna
disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de
tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en
ella han sido ejercitados».
Esta vida es una escuela, y las disciplinas son uno de los
principales métodos que Dios emplea en la enseñanza de sus
hijos. Algunas veces se nos envían para la corrección de
nuestras faltas y, por tanto, debemos orar: «Hacedme entender
en qué he errado» (Job 6:24). Tengamos constantemente
presente que es la «vara» y no la espada la que nos está
hiriendo, empuñada por la mano de nuestro amante Padre, no
de un juez vengativo. A veces se nos envían para la
prevención del pecado, como a Pablo le fue dado un aguijón
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en la carne «para que la grandeza de las revelaciones no [le]


exaltase desmedidamente». A veces se nos envían para
nuestra educación espiritual, de manera que por medio de
ellos podamos llegar a un conocimiento experimental más
profundo de Dios: «Bueno me es haber sido humillado, para
que aprenda tus estatutos» (Sal. 119:71). Algunas veces se nos
envían para probar y fortalecer nuestras virtudes: «También
nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación
produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba,
esperanza» (Ro. 5:3–4); «Tened por sumo gozo cuando os
halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra
fe produce paciencia» (Stg. 1:2–3).
La disciplina es el purgante divino del pecado, enviada para
marchitar nuestras aspiraciones sensuales, para apartar
nuestros corazones de objetos carnales, para enajenar más
plenamente nuestro afecto por el mundo. Dios nos ha
ordenado: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos
[…] salid de en medio de ellos y apartaos» (2 Co. 6:14–17); y
nosotros somos lentos para responder, y por tanto él ha de
tomar medidas para sacarnos. Él nos ha ordenado: «No améis
al mundo», y si desobedecemos no debe sorprendernos si él
hace que algunos de nuestros amigos mundanos nos odie y
persiga. Dios nos ha ordenado: «Haced morir, pues, lo terrenal
en vosotros» (Col. 3:5); si rehusamos cumplir con esta
desagradable tarea, entonces debemos esperar que Dios utilice
las tijeras de podar en nosotros. Dios nos ha ordenado:
«Dejaos del hombre» (Isaías 2:22), y si aún confiamos en
nuestros semejantes, se nos hace sufrir por ello.
«No menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes
cuando eres reprendido por él» (He. 12:5). Este es un aviso
saludable. Así, pues, lejos de menospreciarlo, deberíamos
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estar agradecidos por él; agradecidos de que Dios nos cuida


tanto y se toma tanta molestia con nosotros y que su amargo
purgante produce tan saludables efectos. «En su angustia me
buscarán» (Os. 5:15); mientras todo discurre suavemente
estamos dispuestos a ser autosuficientes; pero cuando viene la
tribulación nos volvemos prontamente al Señor. Reconoce,
pues, con el Salmista: «Conforme a tu fidelidad me afligiste»
(119:75). No solamente las disciplinas de Dios, cuando son
utilizadas para nuestra santificación, subyugan los efectos del
orgullo y enajenan más nuestro afecto por el mundo, sino que
hacen la promesa divina más preciosa para el corazón; la
siguiente, por ejemplo, adquiere un nuevo significado:
«Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo […] cuando
pases por el fuego, no te quemarás» (Isaías 43:2). Además,
destruyen el egoísmo y nos hacen simpatizar más con nuestros
compañeros de sufrimiento: «El cual nos consuela en todas
nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros
consolar a los que están en cualquier tribulación» (2 Co. 1:4).
Tercero, por medio de amargas decepciones. Dios nos ha
avisado claramente que «todo es vanidad y aflicción de
espíritu, y sin provecho debajo del sol» (Ec. 2:11), y esto por
medio de uno a quien se permitió gratificar sus sentidos físicos
como a ningún otro. No obstante, nosotros no tomamos en
serio este aviso, porque realmente no lo creemos. Por el
contrario, nos persuadimos a nosotros mismos de que la
satisfacción se puede encontrar en cosas debajo del sol, que lo
creado puede dar contentamiento a nuestros corazones. ¡Lo
mismo se podría intentar rellenar un círculo con un cuadrado!
El corazón fue hecho para Dios, y solamente él puede cubrir
sus necesidades. Pero por naturaleza somos idólatras, y
ponemos cosas en su lugar. A estas cosas conferimos
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cualidades que no poseen y más tarde o más temprano


nuestras ilusiones se derrumban bruscamente y descubrimos
que las imágenes en nuestras mentes solamente son sueños,
que nuestro ídolo de oro no es sino de barro después de todo.
Dios ordena su providencia de tal manera que nuestro nido
terrenal es destruido. Los vientos de la adversidad nos obligan
a abandonar la blanda cama de comodidades y lujos carnales.
Se experimentan dolorosas pérdidas de una u otra forma.
Amigos de confianza prueban ser inconstantes, y en la hora de
la necesidad nos fallan. El círculo familiar que durante tanto
tiempo nos había dado cobijo, y donde habíamos encontrado
paz y felicidad, es deshecho por la horrenda mano de la
muerte. La salud nos falla y noches fastidiosas son nuestra
porción. Estas penosas experiencias, estas amargas
decepciones, son otro de los medios que nuestro buen Dios
emplea para salvarnos del placer y la contaminación del
pecado. A través de ellos nos hace ver la vanidad y desazón
de la creación. Por medio de ellos aparta más plenamente
nuestro afecto hacia el mundo. Por medio de ellos nos enseña
que los objetos en que hemos buscado refrigerio no son sino
«cisternas rotas», y ello con el fin de que nos volvamos a
Cristo y saquemos de él, que es la Fuente de agua viva, el
Único que puede proporcionar verdadera satisfacción al alma.
De esta manera somos enseñados a desviar nuestra mirada
del presente hacia el futuro, pues nuestro descanso no está
aquí. «Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza
que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué
esperarlo?» (Ro. 8:24). Nótese cuidadosamente que esto viene
inmediatamente después de «nosotros también gemimos
dentro de nosotros mismos». Así, pues, ser «salvo en
esperanza» tiene que ver con nuestra salvación actual del
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poder del pecado. La salvación completa pertenece al


cristiano ahora solamente como derecho y esperanza. No se
dice aquí que «seremos salvos en esperanza»; sino que somos
salvos en esperanza: la esperanza que espera el cumplimiento
de las promesas de Dios. La esperanza tiene que ver con un
bien futuro, con algo que aún «no se ve»: no esperamos algo
que ya gozamos. En esto la esperanza difiere de la fe. La fe,
al ser un asentimiento, está en la mente; pero la esperanza
tiene su asiento en el corazón y es estimulada por lo apetecible
de las cosas prometidas.
Y, querido lector, las amargas decepciones de la vida no
son sino el fondo oscuro sobre el que la esperanza puede
brillar más vivamente. Cristo no lleva inmediatamente al
Cielo a aquel que pone su confianza en él. No, él lo retiene
aquí en la tierra por un tiempo para ser ejercitado y probado.
Mientras espera su completa bienaventuranza hay una gran
diferencia entre él y esta, y se enfrenta con muchas
dificultades y problemas. No habiendo aún recibido su
herencia, hay necesidad y ocasión para la esperanza, pues
solamente ejercitándola se pueden anhelar las cosas futuras.
Cuanto más fuerte sea nuestra esperanza, con tanto más
ahínco nos ocuparemos de su prosecución. Nuestros afectos
han de ser enajenados de las cosas actuales al objeto de que
nuestro corazón se centre en un bien futuro.
Cuarto, es mediante el don del Espíritu Santo y sus
operaciones dentro de nosotros. El gran don de Dios que es
Cristo para nosotros es comparable al don del Espíritu Santo
y sus operaciones dentro de nosotros. El gran don de Dios que
es Cristo para nosotros es comparable al don del Espíritu en
nosotros, ya que debemos tanto al Uno como al Otro. La
nueva naturaleza en el cristiano es impotente aparte de la
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renovación diaria del Espíritu. Es por su misericordiosa obra


como nos damos cuenta de la naturaleza y el alcance del
pecado, se nos hace luchar contra él, somos inducidos a
lamentar por él. Es por el Espíritu como la fe, la esperanza, la
oración se mantienen vivas dentro del alma. Es por el Espíritu
como somos impulsados a utilizar los medios de gracia que
Dios ha designado para nuestra preservación y crecimiento
espirituales. Es por el Espíritu como al pecado se le impide
tener completo dominio sobre nosotros, pues como resultado
de su morar en nosotros, hay algo además del pecado en el
corazón y la vida del creyente, a saber, los frutos de la santidad
y la justicia.
Vamos a resumir este aspecto de nuestro tema. La salvación
del poder del pecado que mora en nosotros no consiste en
eliminar la naturaleza malvada del creyente en esta vida, o en
efectuar un mejoramiento de la misma: «lo que es nacido de
la carne, carne es» (Jn. 3:6) y permanece así, inmutable hasta
el final. Tampoco consiste en que el Espíritu someta de tal
manera el pecado que mora en nosotros que se vuelva menos
activo, ya que la carne no solo codicia sino que «su deseo
[incesante] es contra el Espíritu»; nunca duerme, ni siquiera
cuando lo hacen nuestros cuerpos, como lo evidencian
nuestros sueños. No, y de una forma u otra está llevando a
cabo constantemente sus malas obras. Puede que no sea en
actos externos, a la vista de nuestros semejantes, pero sí que
lo es interiormente, en cosas que Dios ve, tales como codicia,
descontento, orgullo, incredulidad, amor propio, mala
voluntad hacia otros y cien otras maldades. No, nadie es salvo
del pecar en esta vida.
La salvación actual del poder del pecado consiste, primero,
en librarnos del amor al mismo, lo cual, si bien empieza en
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nuestra regeneración, continúa a lo largo de nuestra


santificación práctica. Segundo, de su poder cegador e
ilusorio, de tal manera que ya no puede engañarnos más como
antes lo hacía. Tercero, de nuestras excusas con respecto al
mismo: «lo que obro, no lo apruebo» (Ro. 7:15 VM). Esta es
una de las marcas más seguras de la regeneración. En el
sentido más pleno de la palabra el creyente no lo «aprueba»
antes de pecar, pues todo cristiano verdadero en su juicio
cabal desea ser totalmente guardado de pecar. No lo
«aprueba» plenamente cuando lo hace, pues al cometerlo en
la práctica hay una reserva interna: la nueva naturaleza no lo
consiente. No lo «aprueba» después, como el Salmo 51 lo
pone de manifiesto en el caso de David.
La fuerza del verbo «aprobar» en Romanos 7:15 puede
verse en «así sois testigos, y aprobáis las obras de vuestros
padres; porque ellos los mataron [a los profetas], y vosotros
edificáis [los monumentos]» (Lc. 11:48 Cantera-Iglesias).
Así, pues, aquellos judíos, lejos de avergonzarse de sus padres
y execrar su inicua conducta, erigieron un monumento en su
honor. Por tanto, «aprobar» es lo contrario de avergonzarse o
entristecerse por ello: es consentir y justificar. Por
consiguiente, cuando se dice que el creyente «no aprueba» el
mal de que es culpable, ello significa que no busca justificarse
o echarle la culpa a algún otro, como hicieron Adán y Eva.
Que el cristiano no aprueba el pecado es evidente por su
vergüenza acerca de él, su tristeza por él; su confesión de él,
su odiarse a sí mismo por causa de él, su repetida resolución
de abandonarlo.

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4 Salvación de la presencia del pecado

A hora nos volvemos a aquel aspecto de nuestro tema


que tiene que ver solamente con el futuro. El pecado ha de ser
aún erradicado del ser del creyente, de tal manera que
aparezca delante de Dios sin mancha ni defecto. Cierto que
este es su estatus legal aun ahora, pero no lo es aún en su
estado o experiencia. Tanto en cuanto Dios ve al creyente en
Cristo, este aparece ante él en toda la excelencia de su Fiador,
pero tanto en cuanto Dios le ve tal como es aún en sí mismo
(y que él lo hace lo prueban sus disciplinas), él contempla toda
la ruina que la Caída ha obrado en él. Pero no siempre será
este el caso: no, bendito sea su nombre, el Señor reserva el
mejor vino para el final. Aun ahora hemos gustado que él es
bueno, pero solo podemos entrar en la plenitud de su gracia y
gozar de ella después que este mundo sea dejado atrás.
Aquellas escrituras que presentan nuestra salvación como
una esperanza futura tienen todas que ver con nuestra
liberación final de la propia inherencia del pecado. A esto se
refería Pablo cuando dijo: «Ahora está más cerca de nosotros
nuestra salvación que cuando creímos» (Ro. 13:11): no
nuestra salvación del placer, la pena, o el poder del pecado,
sino de su presencia misma. «Mas nuestra ciudadanía está en
los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor
Jesucristo» (Fil. 3:20). Sí, es al «Salvador» a quien esperamos,
porque es a su regreso cuando los elegidos por gracia
participarán de su Salvación plena; como está escrito: «Y

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aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para


salvar a los que le esperan» (He. 9:28). De igual manera,
cuando otro apóstol declaró: «Que sois guardados por el poder
de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está
preparada para ser manifestada en el tiempo postrero» (1 P.
1:5), hacía referencia a esta gran consumación de la salvación
del creyente, cuando para siempre será librado de la presencia
misma del pecado.
Nuestra salvación del placer del pecado se efectúa al
alojarse Cristo en nuestros corazones: «vive Cristo en mí»
(Gá. 2:20). Nuestra salvación de la pena del pecado fue
conseguida por los sufrimientos de Cristo en la cruz, donde
sobrellevó el castigo que nuestras iniquidades merecerían.
Nuestra salvación del poder del pecado es obtenida por la obra
misericordiosa del Espíritu que Cristo envía a su pueblo: por
lo que es llamado «el Espíritu de Cristo» (Ro. 8:9; cf. Gá. 4:6;
Ap. 3:1). Nuestra salvación de la presencia del pecado será
consumada al segundo advenimiento: «mas nuestra
ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al
Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo
de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de
la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar
a sí mismo todas las cosas» (Fil. 3:20–21). Y de nuevo se nos
dice: «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1 Jn. 3:2).
Es todo de Cristo desde el principio hasta el final.
El hombre fue creado originalmente a imagen y semejanza
de Dios, reflejando las perfecciones morales de su Hacedor.
Pero entró el pecado y el cayó de su gloria primitiva y a causa
de dicha caída la imagen de Dios en él quedó rota y su
semejanza desfigurada. Pero en los redimidos aquella imagen
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ha de ser restaurada, es más, les ha de ser concedida una honra


mucho más alta que la otorgada al primer Adán: han de ser
hechos como el último Adán. Está escrito: «Porque a los que
antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos
conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el
primogénito entre muchos hermanos» (Ro. 8:29). Este bendito
propósito de Dios en nuestra predestinación no será
plenamente comprendido hasta la segunda venida de nuestro
Señor: será entonces cuando su pueblo será plenamente
emancipado de la servidumbre y corrupción del pecado.
Entonces Cristo se presentará a sí mismo «una iglesia
gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante,
sino que fuese santa y sin mancha» (Ef. 5:27).
La salvación del placer o amor al pecado tiene lugar en
nuestra regeneración; la salvación de la pena o castigo del
pecado ocurre cuando nuestra justificación; la salvación del
poder o dominio del pecado se consigue durante nuestra
santificación práctica; la salvación de la presencia o
inherencia del pecado se consuma en nuestra glorificación: «a
los que justificó, a estos también glorificó» (Ro. 8:30). No se
revela mucho en la Escritura acerca de este aspecto de nuestro
tema, ya que la Palabra de Dios no ha sido dada para gratificar
la curiosidad. Sin embargo, sí se da a conocer lo suficiente
para alimentar la fe, fortalecer la esperanza, producir amor y
hacernos «correr con paciencia la carrera que tenemos por
delante». En nuestro estado actual somos incapaces de
formarnos un concepto real de la bienaventuranza que nos
aguarda; no obstante, al igual que los espías de Israel
regresaron con el racimo de «las uvas de Escol» como una
muestra de las buenas cosas a encontrar en la tierra de Canaán,

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así al cristiano le es concedido un goce anticipado de su


herencia Arriba.
«Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la
medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Ef. 4:13).
Somos predestinados a ser hechos conformes a la imagen del
Cristo glorificado. Contémplalo en el monte de la
transfiguración, cuando les fue concedida a aquellos
afortunados discípulos una visión previa de su gloria. Tal es
el deslumbrante esplendor de su persona que Saulo de Tarso
fue cegado temporalmente por un reflejo del mismo, y el
amado Juan en la isla de Patmos cayó «como muerto a sus
pies» (Ap. 1:17) cuando le vio. La mejor manera de apreciar
lo que nos espera es contemplándolo a la luz del amor de Dios.
La porción que Cristo mismo ha recibido es la expresión del
amor de Dios por él; y como el Salvador le ha asegurado a su
pueblo con respecto al amor de su Padre hacia ellos «los has
amado a ellos como también a mí me has amado» (Juan 17:23)
y por tanto como el prometió «para que donde Yo estoy,
vosotros también estéis» (Jn. 14:3).
¿Pero no termina el creyente para siempre con el pecado al
morir? Sí, gracias a Dios, tal es el caso; sin embargo, eso no
es su glorificación, ya que su cuerpo se corrompe, y ese es el
efecto del pecado. Pero está escrito acerca del cuerpo del
creyente: «Se siembra en corrupción, resucitará en
incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se
siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo
animal, resucitará cuerpo espiritual» (1 Co. 15:42–44). No
obstante, en el momento mismo de la muerte, el alma del
cristiano es enteramente librada de la presencia del pecado.
Esto se desprende claramente de «Bienaventurados de aquí en
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adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el


Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con
ellos siguen» (Ap. 14:13). ¿Qué significa que «descansarán de
sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen»? Por supuesto
que es algo más bienaventurado que cesar de ganar el pan con
el sudor de sus frentes, ya que esto será cierto de los no salvos
también. Los que mueren en el Señor descansan de «sus
trabajos» con el pecado: sus dolorosos conflictos con la
corrupción interna, Satanás y el mundo. La batalla que la fe
pelea ahora se termina entonces, y para siempre les pertenece
un total alivio del pecado.
La salvación cuádruple del cristiano con respecto al pecado
quedó sorprendentemente tipificada en el proceder de Dios
con la antigua nación de Israel. Primero, tenemos una vívida
descripción de su liberación del placer del pecado o el amor
hacia él: «y los hijos de Israel gemían a causa de la
servidumbre y clamaron; y subió a Dios el clamor de ellos con
motivo de su servidumbre» (Ex. 2:23–24). ¡Qué contraste
hace esto con lo que leemos en los últimos capítulos de
Génesis! Allí oímos al rey de Egipto diciendo a José: «La
tierra de Egipto delante de ti está; en lo mejor de la tierra haz
habitar a tu padre y a tus hermanos; habiten en la tierra de
Gosén» (47:6). Así, pues, se nos dice: «Así habitó Israel en la
tierra de Egipto, en la tierra de Gosén; y tomaron posesión de
ella y se aumentaron y se multiplicaron en gran manera
(47:27). Ahora bien, Egipto es en el Antiguo Testamento el
símbolo del mundo, como un sistema opuesto a Dios. Y fue
allí, «en lo mejor de la tierra», donde los descendientes de
Abraham se habían establecido. Pero el Señor tenía designios
misericordiosos y algo mucho mejor para ellos; sin embargo,
antes que pudieran apreciar Canaán, tenían que perder su
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afecto hacia Egipto. De aquí que los encontremos cruelmente


esclavizados allí, doliéndose bajo el látigo de los capataces.
De esta manera se les hizo aborrecer a Egipto y anhelar ser
liberados de él. El tema de Éxodo es la redención: ¡qué
interesante, pues, ver que Dios comienza su obra de redención
haciendo a su pueblo gemir y clamar en su esclavitud! La
porción que Cristo concede no es bien recibida hasta que se
nos hace estar hartos de este mundo.
Segundo, en Éxodo 12 tenemos una representación gráfica
de cómo el pueblo de Dios es librado de la pena del pecado.
La noche de la Pascua el ángel de la muerte vino y mató a
todos los primogénitos de los egipcios. ¿Pero por qué
perdonar a los primogénitos de los israelitas? No porque
fueran inocentes delante de Dios, porque todos pecaron y
están destituidos de su gloria. Los israelitas, al igual que los
egipcios, eran culpables a los ojos de Dios y merecedores de
un juicio implacable. Fue precisamente en esta coyuntura
cuando vino la gracia de Dios y cubrió su necesidad. Otro fue
inmolado en su lugar y murió en vez de ellos. Una víctima
inocente fue muerta y su sangre derramada señalando a la
venida del «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
El cabeza de cada familia israelita roció la sangre del cordero
en el dintel y los postes de su puerta, y así el primogénito de
la misma fue preservado del ángel vengador: Dios prometió:
«Veré la sangre y pasaré de vosotros (Éx. 12:13). De esta
manera, Israel fue salvado de la pena del pecado por medio
del cordero que murió en su lugar.
Tercero, el viaje de Israel por el desierto bosquejó la
salvación del creyente del poder del pecado. Israel no entró en
Canaán inmediatamente después de su éxodo de Egipto;
tuvieron que afrontar tentaciones y pruebas en el desierto
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donde pasaron no menos de cuarenta años. Pero qué provisión


tan bondadosa y plena hizo Dios para su pueblo. El maná les
fue dado diariamente desde el Cielo: tipo de aquel alimento
que la Palabra de Dios ahora nos suministra para nuestra
nutrición espiritual. El agua les fue dada de la roca herida:
emblema del Espíritu Santo enviado por el Cristo herido para
morar dentro de nosotros: Juan 7:38–39.
Una nube y una columna de fuego los guiaban de día y los
guardaban de noche, recordándonos cómo él dirige nuestros
pasos y nos protege de nuestros enemigos. Lo mejor de todo
es que Moisés, su gran dirigente, estaba con ellos,
aconsejando, reprendiendo e intercediendo por ellos: figura
del Capitán de nuestra salvación: «Y he aquí yo estoy con
vosotros todos los días».
Cuarto, la entrada misma de Israel en la tierra prometida
prefiguró la glorificación del creyente, cuando este obtiene el
pleno goce de aquella posesión que Cristo adquirió para él.
Las experiencias que Israel encontró en Canaán tienen un
doble significado típico. Bajo un punto de vista, los israelitas
presagiaban el conflicto que la fe tiene que afrontar mientras
el creyente es dejado en la tierra, pues al igual que los hebreos
tuvieron que vencer a los anteriores habitantes de Canaán,
antes que pudieran gozar de su porción, así la fe tiene que
remontar muchos obstáculos si es que ha de «poseer sus
posesiones». No obstante, aquella tierra de leche y miel en la
que Israel entró después que su esclavitud en Egipto y las
penalidades en el desierto quedaron atrás, era claramente una
figura de la porción del cristiano en el Cielo después de haber
acabado para siempre con el pecado en este mundo.
«Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo
de sus pecados» (Mateo 1:21). Primero, salvarlos del placer o
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amor al pecado concediéndoles una naturaleza que lo odia:


este es el gran milagro de la gracia. Segundo, salvarlos de la
pena o castigo del pecado, remitiendo toda su culpa: esta es la
gran maravilla de la gracia. Tercero, salvarlos del poder o
dominio del pecado, por la operación de su Espíritu: esto
revela el maravilloso poder de la gracia. Cuarto, salvarlos de
la presencia o inherencia del pecado: esto demostrará la
gloriosa magnitud de la gracia. Quiera el Señor bendecir estas
elementales pero importantísimas verdades a muchos de sus
pequeños, y hacer a sus hermanos y hermanas «grandes» más
pequeños en su propia estimación.

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