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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

Fantasma y Cine

En el punto al que los he conducido, lo intimo como representación del sujeto en vías de

constitución y revuelta nos confronta con lo imaginario. Quedémonos ahí por ahora: supongamos

que lo imaginario sea nuestro acceso más inmediato a lo intimo, el acceso más sutil, pero también el

mas peligroso. No podemos eludir, sin embargo, el sentido que le da Lacan: “que lo imaginario

tenga como soporte el reflejo de lo semejante a lo semejante, es seguro (…) Desde siempre, se ha

imaginado que el ser debe contener algún genero de plenitud que le sea propio. El ser es un

cuerpo”.1

Pero seamos concretos. Ni real ni simbólico, lo imaginario aparecerá ante ustedes con su lógica – y

con sus riesgos – si los introduzco en él por el sesgo del fantasma. Todos ustedes tienen fantasmas,

seductores o pavorosos, a escoger; o mas bien, inevitablemente. Y por el sesgo del cine: vivimos en

la sociedad de la imagen – se lo ha dicho de sobra – y, por añadidura, nuestra escuela doctoral los

invita pronto a una jornada sobre El Cine y el Mal. He aquí este discurso directo de hoy con su

doble actualidad.

Esos organismos de sangre mestiza (Didier, el hombre de los collages)

¿Qué es el fantasma? La raíz griega –fae,faos,fos expresa la noción de luz y, con ello, el hecho de

llegar a la luz, de brilla, aparecer, presentar, presentarse, representarse.

Cuando emplea el término phantasie, Freud lo entiende como la creación íntima de representaciones

y no como la facultad de imaginar en el sentido filosófico del término; la lengua alemana posee otro

vocablo para esto: Einbildungskraft. Después, la palabra francesa fantasme designa un libreto

imaginario en el que el sujeto plasma, con mayor o menor deformación, el cumplimiento de un

deseo en última instancia sexual. Se comprenderá entonces que, de comienzo, el término francés no

aluda en absoluto al campo de la imaginación sino al de formaciones imaginarios particulares.

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¿Cuáles? Lean sobre este punto – provechosamente una vez más – el Diccionario de psicoanálisis

de Laplance y Pontalis, 2 que resume las cosas mejor que como podría hacerlo yo aquí.

Pero, puesto que debo guiarlos en esta lectura, les recuerdo sumariamente una distinción que se

hace entre fantasmas diurnos, fantasmas subliminales, fantasmas inconscientes, y entre estos

últimos, fantasmas originarios. Los fantasmas diurnos son nuestras ensoñaciones de la vigilia, esas

novelas sin público en las que, de manera más o menos paradisíaca o infernal, y como contrapunto a

nuestros destinos reales, nos contamos nuestros deseos: nuestros cuentos de hadas o nuestras

pesadillas.3 Existen ensoñaciones inconscientes de fuerte connotación sexual, con conciencia

reflexiva o no, que son las precursoras de los síntomas histéricos: se trata de los fantasmas

inconsciente subliminales. 4 Por último, los fantasmas inconscientes en sentido estricto – ligados a

los deseos inconscientes – se sitúan en el fundamento del trayecto progrediente que culminará en el

sueño.5 La imposibilidad de acceder a este fantasmas inconsciente, la represión del fantasma, es la

fuente de los síntomas. El trabajo analítico consiste en hacer consciente el fantasma – en formular el

relato fantasmático e interpretarlo – para disolver el síntoma.

La tos de Dora analizado por Freud6 nos brinda un ejemplo bien típico de fantasma inconsciente

enlazado al deseo sexual. Como ustedes recordarán, esta jovencita vienesa está aquejada por una tos

que ningún recurso médico clásico consigue aliviar. Freud revela que en las raíces de este síntoma

se esconden varios fantasmas sexuales, especialmente este: de niña, Dora, quien creía a su padre

impotente, imaginó a la amante de éste practicándole una felación. Este libreto es inaceptable para

el sujeto mismo y permanece inconsciente. De ellos resulta una erotización de la garganta, la lengua

y la boca, igualmente inadmisible para el sujeto y que se transforma en espasmos neuróticos

exteriorizados en una tos inacabable. Observen como llega Freud a detectar el fantasma.

Naturalmente, y como en Lacan, su punto de partida es el lenguaje: Dora suele repetir que su padre

es “infortunado”, unvermöglich. Ahora bien, esta palabra alemana designa a la vez al que carece de

dinero y al que careza de fuerza física. Freud descifra: un hombre desprovisto de potencia sexual.

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En ustedes que el “significante”, para Freud, se encarna inmediatamente. Como Proust, Freud es un

especialista en “transubstanciación”, pero él oye la carne en el hablar asociativo del paciente,

mientras que Proust escribe la carne en sus metáforas y en sus frases hiperbólicas. La diferencia es

notable, pero la intención es análoga: se trata de alcanzar con el verbo las vibraciones del deseo. El

fantasma es, precisamente, lo que surge en la intersección. De la misma manera, en las crisis

histéricas de otra paciente Freud descubre que ésta, con sus movimiento espasmódicos, remeda a la

vez el gesto de arrancarse la ropa y el de volver a ponérsela: activa y pasiva, hombre y mujer, ella re

edita una escena erótica inaceptable, reprimida.

Dos particularidades se imponen cuando nos proponemos entrar en el mundo singular del fantasma.

La primera es ésta: aunque se trate de escenas que pueden tener su punto de origen en recuerdos

infantiles, nos confrontan con una realidad particular que se distingue de la realidad perceptual. El

sujeto imagina: vive una ilusión. Pero esta ilusión es fuerte, estable, persistente y se encuentra

sometida a una lógica propia y rigurosa: se trata de la realidad de un deseo. El universo del

fantasma nos conduce a tomar en serio esta otra realidad – la realidad psíquica – que en un mundo

factual, de performance, pragmático, se tiende demasiado a subestimar y a desdeñar: “La realidad

psíquica es una forma especial de existencia que no debe confundirse con la realidad material”.7

La segunda especificidad les va a interesar aún más: estas formaciones ilusorias, estos libretos,

ramificaciones de nuestros deseos, son formaciones complejas. Son organismos de pasaje,

construcciones híbridas entre dos estructuras psíquicas – entre lo consciente y lo inconsciente – que

juegan a la vez con la represión y con el entorno reprimido. La presión de las pulsiones sexuales les

asegura una base biológica, prepsíquica; pero se manifiestan como narración, con sintaxis,

gramática, construcción lógica y todo un despliegue narrativo. De forma tal que, en el fantasma, el

armazón del espíritu no es en absoluto deficiente sino que admite, deformándolo, el deseo del

sujeto: Dora ama a su padre, ama también a esa otra mujer que es la querida de éste, pero no puede

admitir en su espíritu este pensamiento, no lo admite salvo bajo la forma… de un síntoma doloroso

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(inversión del placer anhelado en el dolor), y a nivel de un órgano (la garganta que tose) antes que

su representación psíquica. Dicho de otra manera, el fantasma inconsciente nos conduce a pensar la

vida psíquica como una vida de estratos múltiples y heterogéneos, como un aparato psíquico

polivalente, hojaldrado: pulsión/representación preverbal/reacción orgánica/representación verbal…

Freud nunca atribuyó los fantasmas únicamente al empuje pulsional (biología), ni únicamente a una

formación simbólica (prohibiciones parentales, ideología religiosa y moral, etc.), sino que siempre

sugirió una interdependencia y una traducibilidad de todos los niveles de la vida psíquica. El

fantasma como construcción/encrucijada es uno de los ejemplos privilegiados de ese trabajo de

traducción: “Debemos compararlos con las personas de sangre mestiza que, a grandes rasgos, se

parecen casi a las de raza blanca pero que, por tal o cual peculiaridad llamativa, traicionan su color

de origen y por este hecho permanecen excluidas de la sociedad y no gozan de ninguna de las

prerrogativas de los blancos”.8

Luego, distinguiendo siempre estos diversos regímenes del fantasma, Freud señala estrechas

relaciones entre ellos. Sean conscientes o inconscientes, se trate de fantasmas conscientes en el

perverso que puede ponerlos en acto o de temores delirantes en el paranoico que los proyecta sobre

los demás con un sentidos hostil, o incluso de deseos eróticos que el psicoanálisis descubre detrás

de los síntomas en la histérica,9 el sujeto hablante y sexuado es sujeto de fantasmas y un sujeto con

fantasmas.

Finalmente, Freud postula la existencia de fantasmas mucho más arcaicos y profundos que él llama

fantasmas originarios: se trata de libretos referidos a nuestros orígenes y que él supone se remontan

a lo largo de las generaciones hasta abrazas la filogénesis. Estructura presubjetiva, el fantasma

originario, lo mismo que el fantasma de la escena primitiva, el fantasma de castración y el fantasma

de seducción, no constituyen necesariamente una sedimentación de vivencias individuales sino que

son esquemas hereditarios. El niño inventa estos libretos y los reprime, pero la invención es tan sólo

un eterno retorno de esquemas hereditarios que tuvieron lugar realmente en las generaciones

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anteriores y que se encriptaron misteriosamente en el psiquismo: el fantasma “llena, con ayuda de la

verdad prehistórica, la laguna de la verdad individual”.10

Si es verdad que todos los fantasmas poseen estructuras análogas y remiten al fantasma

inconsciente, comprenderán ustedes que el conjunto de la vida del sujeto aparezca modelada por

una “fantasmática”. El lugar favorito, no de una realización sino de una formulación de fantasmas,

es la literatura y el arte. La fantasmatica paroxística de Sade, por ejemplo, pone en escena una

hipertrofia del goce, y particularmente del que es provocado por la violencia y el dolor. En forma

más discreta, una sensibilidad diáfana y refinada, como la de En busca del tiempo perdido de

Proust, se sustenta en una fantasmática de la profanación (la señorita Vinteuil escupiendo al retrato

de su padre) y de la flagelación (la escena del prostíbulo del barón Charlus).11 En otro registro, la

incertidumbre psíquica -¿Soy hombre o mujer? Y, más profundamente: ¿Soy humano o inhumano?-

se despliega en los fantasmas de metamorfosis o anamorfosis: por ejemplo, Goya y sus Caprichos

inspirados en la violencia sufrida por España durante las guerras posrevolucionarios, pero también

en la depresión del pintor, su pérdida de identidad bajo el yugo de la muerte.

El comentario social tiene a veces dificultad para distinguir el fantasma de la realidad. Puede

ocurrir, por ejemplo, que se acuse a un escritor de acciones horrorosas que fueron ejecutadas

realmente por verdugos (Sade equiparando a un nazi). Muy por el contrario, podemos pensar que la

puesta en forma – verbal o pictórica – de los fantasmas es nuestro más sutil reparo contra los

pasajes al acto: hacer conocer los propios fantasmas formulándolos y comentándolos procura un

goce que evita el horror de traducirlos en actos.

Se preguntarán ustedes: ¿no estamos hoy acaso, gracias a la mediatización visual, en un verdadero

paraíso de fantasmas? ¿No estamos saturados de fantasmas, estimulados para producirlos y para

convertirnos cada uno de nosotros en creadores imaginarios?

No hay nada más seguro.

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La llamada sociedad del espectáculo es, paradójicamente, poco propicia al análisis de los fantasmas

e, incluso, a su formación. Las “nuevas enfermedades del alma”12 se caracterizan especialmente

por el frenado, cuando no por la destrucción, de la facultad fanstamática. Estamos atiborrados de

imágenes de las que algunas entran en resonancia con nuestros fantasmas y nos apaciguan, pero

que, a falta de palabras interpretativas, no nos liberan de ellos. Por añadidura, la estereotipia de

estas imágenes nos priva de la posibilidad de crear nuestras propias imaginerías, nuestros propios

libretos imaginarios.

Didier, un paciente del que tuve ocasión de hablar más extensamente, 13 se queja de dificultades de

relación y síntomas cutáneos. Despliega durante años un discurso técnico sin llegar a hablarme de

sus conflictos y deseos: no hay sueños, no hay fantasmas o, si los hay, son rápidamente

expulsados… Informada de que pinta ocasionalmente, le expreso mi interés, y el resultado no tarda

en reproducirse: me trae producciones de sus obras, collages con pedazos de cuerpos y de caras de

vedettes ensamblados con pintura y variadamente dispuestos. El comentario del paciente es siempre

de carácter técnico: Rauschenberg, Jasper Johns, Andy Warhol… Soy yo quien injerta el fantasma:

carnicería, violencia, matanza, sobre el fondo de su vivencia de culpabilidad por haber provocado la

muerte de su madre con su vida de soltero sin mujer, sin hijos… Seguirá a esto un rechazo que me

confrontará con las primeras agresividades de Didier a mi respecto. En la agitación de esta relación

transferencia-contratransferencia, se sentirá entonces más libre de contar.

Cuando realiza sus cuadros, Didier pone en ejecución fantasmas operatorios: estos “operan”. Quiero

decir que Didier consigue tener una vida en apariencia satisfactoria, pero estereotipada, como si lo

hubiesen operado de sus fantasmas operantes: no tiene interioridad, no ama ni es amado, no entra en

contacto consigo mismo ni con los demás y permanece amurallado en la soledad y la masturbación.

En cambio, las novelas fantasmáticas que sucedieron en la exhibición de los cuadros nos habrán

abierto el verdadero universo de sus fantasmas – agresivos y eróticos – y le habrá permitido tener

una vida psíquica más libre, una vida sexual y de relación más compleja. Mientras se hallaba en el

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cuadro, el fantasma inconsciente no era solamente o simplemente reprimido: algo más grave

sucedía, no se había formado como fantasma al volcarse la pulsión sexual en un gesto carente de

representación psíquica. El papel del lenguaje es primordial para la formación de los fantasmas: sin

la eventualidad de contárselos a alguien (aunque “yo” no me sirva de esta eventualidad), “mis”

deseos no se convierten en fantasmas y se quedan enquistados en un nivel prepsiquico, arriesgando

verterse en somatización y en pasaje al acto: del bandidismo a la toxicomanía. Con Didier, no me

fue preciso simplemente traer lo reprimido a la conciencia; hubo que crear la representación

fantasmática, construir estas representaciones psíquicas antes de analizarlas.

Se ha dicho de sobra que la así llamada sociedad del “espectáculo”,4 a la que añaden ciertas

particularidades de la familia contemporánea (ausencia de relaciones, falla de la autoridad, etc.),

conduce a la pobreza e incluso a la vaciedad fantasmática. De este modo, las pulsiones y los

fantasmas originarios, al no hallar representación psíquica, busca el camino del acto o de la

somatización. Banalidad del mal consecutiva, sin duda, a la imposibilidad de juzgar. Pero hay algo

más: el empobrecimiento de los fantasmas, su reducción, su abolición, amenazan con abolir el

“fuero interno” mismo, esa camera oscura que constituyó hace milenios la vida psíquica del hombre

hablante. En este aspecto, el arte y la literatura son los aliados del psicoanálisis; ellos abren la vía

verbal a la construcción de los fantasmas y preparan el terreno para la interpretación psicoanalítica.

El espanto y la seducción especular

Vayamos ahora al universo de la imagen en el que nos han sumergido el cine y la televisión.

Vayamos a la imagen cinematográfica, lugar central del imaginario contemporáneo. Distingamos la

“imagen periodística” o la “imagen documento” de la imagen que nos fascina. Sin ser el equivalente

de nuestros fantasmas, esta imagen que nos fascina entra en resonancia con ellos.

El cine se ha arrogado el universo del fantasma: planteemos esto para comenzar, aunque en seguida

nos parezca que cosas no son tan simples. Porque el cine también puede, por ejemplo, echar a

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perder el fantasma: sea por la estereotipia de las imágenes en esas “operas de jabón” que reducen al

espectador al rango de consumidor pasivo; sea, a la inversa, por esa pulverización del fantasma que

produce el llamado cine de autor cuando inventa una verdadera escritura cinematográfica con

ambición de pensar lo especular… Pero empecemos por postular que cierto cine llamado realista

proyecta fantasmas. Dado que lo visible es el puerto de matricula de las pulsiones, la síntesis de

estas como contracara del lenguaje, el cine en cuanto aposteosis de los visible se ofrece al despliego

pletórico de los fantasmas. “El hombre camina en la imagen”, decía San Agustín, a quien comentare

más adelante. Más que cualquier otra imagen, la cinematográfica hace caminar al hombre (¡Y, para

qué decirlo, a la mujer!). Los films que nos seducen o nos espantan, desde Arsénico y encaje

antiguo (Frank Capra, 1944) hasta Un hombre y una mujer (Claude Lelouch, 1966), desde

Nosferatu (Munaru, 1922) hasta James Bond contra el doctor No (Terence Young, 1962), captaron

los fantasmas de una época que es desde entonces la del cine. Hasta el extremo de que las otras

artes, la literatura y la pintura, cuando aspiran a preservar su especificidad, se refugian en una

condensación máxima –poesía, meditación, deformación, abstracción – para explorar otras regiones

de lo imaginario, para mantenernos en contacto con esas otras regiones.

Por su lado, también, el cine –cierto cine, un cine otro – presume de mostrar esa escritura

condensada y meditativa como cara y contracara de los fantasmas. Llamemos a este segundo tipo de

imágenes, lo especular de lo pensado. El cine – cuando se trata del gran arte, de Eisenstein a

Godard, y no del “universal periodístico” o de estereotipias más o menos dramatizadas – nos

estremece precisamente en este lugar.

¿Por qué lo visible se presta a una síntesis primaria y frágil de pulsiones, a una figurabilidad más

plástica, menos controlada y también más riesgosa de los dramas pulsionales, de los “juegos “de

Eros y Tánatos? Entiéndase “juego” como intercambio lúdico regulado (“juego de damas”, por

ejemplo), pero también como espacio de ajuste, como libre movimiento entre dos elementos (“dar

juego a un ventana”, por ejemplo). El voyeur hace un síntoma con esta articulación primera de las

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pulsiones: goza de ellas en el sadomasoquismo de una ósmosis auto erótica, incestuosa, con un

objeto del que no está verdaderamente separado. Pero conocemos también variantes más corrientes,

más indispensables y, en este sentido, más nobles. Cuando un paciente que se queja de diversas

formas de malestar psíquico y somático no consigue ni aprehenderlas ni comunicarlas mediante la

palabra, le proponemos, en lugar de un análisis o antes de un análisis, un… psicodrama. Es decir, lo

invitamos a poner en juego sus pulsiones, a mostrarlas: gesto e imagen. La actuación del

psicodrama es en gran parte una actuación especular: “uno” se muestra, “uno” se apoya en la

“acción parlante”15 del propio analista antes de convertirse eventualmente en un “yo” [je] capaz de

diferir esa actuación y esa mostración, y de acceder al decir de un sujeto.

Para que aprecien ustedes el papel de la mirada efectuando esa primera síntesis especular lindante

con la pulsión sadomasoquista, les daré dos ejemplos. François no tiene todavía un año y habla pro

ecolalias: ritmos, entonaciones, intensidades variables. Ve en los objetos otras tantas prolongaciones

molestas y accidentales de su cuerpo, que siente aun disperso. El grabador puede registrar su voz sin

que él proteste: son los registros del drama entre la emisión sonora y su respiración, sofocaciones,

trabajosas regulaciones entre intensidades y frecuencias, pero que ya se están organizando gracias a

ese primer ordenador que es el ritmo. Unos meses después, los objetos comienzan a existir para

François; él los ve, los esconde, los pierde. Ve también el grabador y, sea cual sea la estratagema

que utilicemos para que el aparato no perturbe en lo más mínimo sus movimientos, el simple hecho

de ver lo hace llorar. Como si los dramas vocálicos anteriores se hubieran proyectado sobre el

objeto visible. El aprendizaje vocálico demandado por el adulto era insoportable y el adulto

quedaba así rechazado; ahora, esta tensión se liberaba sobre un objeto visible (el grabador)

encargado de representar a la pulsión subyacente a la función verbal. La más simple ecolalia obtiene

una función simbólica, pues comienza a designar objetos que están separados y que François ve

ahora como tales. En este mismo momento, la pulsión, que antes se consumaba exclusivamente en

las ecolalias, se ve representada por un objeto que guarda una relación metonímica con éstas y pasa

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a ser el “objeto malo”. Antes incluso del “estadio del espejo” que va a consolidar esta disociación,

un objeto aparece ante la mirada como designable, nombrable. El aprendizaje del lenguaje como

sistema de signos con función comunicativa se concreta precisamente porque el objeto visto se ha

vuelto posible, porque la imagen está en lo sucesivo allí, como soporte y captación de la agresividad

y la angustia.

En el vaivén de los amores y las amistades, los sueños no esperan al diván del analista: circulan

como dones. Antoine me dice que tiene con frecuencia la misma pesadilla: tiene cuatro años, están

en el baño, sentado en el orinal. Cuando los excrementos desbordan la vasija y se transforman en

una bestia enorme, algo entre la rana y el cocodrilo pero de piel transparente, como si se tratara de

la membrana de un ojo, bruscamente entre el padre de Antoine, ve la bestia y la amenaza con el

castigo. Estamos aquí, en efecto, ante un montaje aterrador entre la pulsión anal, el placer

autoerótico ligado a los cuidados maternos del esfínter, el deseo incestuoso por esa madre invisible

y la subordinación al padre para un coito anal. Montaje también entre un fantasma de pene anal y de

nacimiento cloacal. Antoine da a luz un objeto como si fuera una mujer, al mismo tiempo que él es

ese objeto fecal que su madre hace nacer. A este vector pulsional y deseante, ambiguo y reversible,

viene a prender la mirada del padre: el ojo del otro, del tercero, amenazante y seductor, el ojo

paterno Notarán ustedes que en este sueño están indisociados, por un lado, el objeto (Antoine/el

desecho/el cuerpo materno expulsante/el cuerpo de Antoine apresado en su goce autoerótico) y, por

el otro, el ojo paterno figurando la instancia primera de separación respecto del autoerotismo y de la

díada madre-hijo. Esta separación, no efectuada todavía en el sueño y sin duda inconsciente de

Antoine, se realiza en y por la representación visual, al mismo tiempo que en y por la prohibición

simbólica que el padre instaura. El sueño de Antoine nos presenta un conglomerado fantasmático y

onírico que no ha erigido todavía un sujeto separado de las otras dos instancias del triángulo

familiar (padre, madre). ¿Por qué? Porque mantiene, en beneficio de un placer sadomasoquista y

autoerótico, una indistinción, lo repito, entre el ojo paterno – la instancia simbólica – y el yo-

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cuerpo-objeto. Observan ustedes que esta indistinción se acompaña indefectiblemente de otra: la

vacilación que exterioriza Antoine en su vida cotidiana en lo que concierne a la diferencia sexual,

de la que se queja incluso ante sus seres cercanos. Activo o pasivo, vidente o no, mi ojo o su ojo, ser

“hombre” o dejarse hacer como objeto erótico sadizado por el “padre” (o por algún superior

jerárquico, pero a menuda también por las superwomen que Antoine elige como compañeras). La

separación entre estos dos registros (pulsión actuada/representación; cuerpo sadomasoquista/ojo

paterno prefigurando lo simbólico) anuncia a la vez la autonomía del sujeto y su acceso al

pensamiento y al lenguaje. Pero nada garantiza que esta separación vaya a ser alguna vez clara y

definitiva en ninguno de nosotros. El sueño, ese cine privado de público, está ahí para recordar cuán

dramático y jamás terminado es el aprendizaje del simbolismo en la vecindad de lo visible y de lo

pulsional; cuán estriado está el lenguaje por la imagen misma y suspendido por el placer pulsional;

y cuánto gobiernan estas ambigüedades la indiferenciación sexual, nuestras bisexualidades

psíquicas endógenas, nuestros polimorfismos. Sueño pesadilla o sueño delicioso, pero siempre

seductor: lo especular es una prima de placer que Antoine se niega en la vida diurna, injerto de un

goce que no tiene lugar, que jamás tendrá lugar suficiente en el orden de la vigilia.

Ahora estamos en condiciones de definir lo especular como el depositario final y harto eficaz de las

agresiones y angustias, y como el abastecedor-seductor magistral. Definamos también, con François

y Antoine, la seducción especular como una derivación de las aperturas (ritmos, ondas somáticas,

oleadas de colores, excitaciones erógenas…) hacia ese punto de mira posible en el que deben

converger las series jamás terminadas de las imágenes en las que “yo” [je] se constituye como

idéntico, por fin, así mismo.

La seducción última, si existiera, sería la madre ideal, aquella que me tiene el espejo ideal en el que

“yo” [je] me veo, seguro y autónomo, por fin liberado de las ansias narcisistas anteriores al estadio

del espejo y de esos paraísos perfumados pero abyectos donde “yo” [je], más o menos indistinto de

“ella”, dependía de la madre. Con todo, es el ojo paterno – ojo de la ley – el que toma el relevo de

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esa madre ideal y remplaza su seducción desestabilizadora por una llamada al orden. François y

Antoine son hijos incestuosos que tienen necesidad de una fuerte intrusión paterna para despegarse

de la ósmosis con su madre. Padre aterrador, pero que no es por ello menos seductor y que renvía la

incipiente identidad narcisística a su posición pasiva de sujeto seducido, femenino, indeciso. En

efecto, antoine tiene dificultad para contentarse con una sola identidad (para empezar: con una sola

identidad sexual) como se lo demanda el ojo de la ley paterna: regresa a su orinal, en la

inestabilidad narcisistica, ofreciéndose como objeto pasivo a la mirada del padre, como si él fuera la

mujer del padre; otra manera de acabar fusionado con su madre. Lo especular, seductor y

terrorífico, no cesa de celebrar nuestras incertidumbres identitarias… recuerden esto:

reencontraremos estas regiones arcaicas con alguien a quien no esperaban en este lugar, con Sartre,

quien no evitó asociar la suerte del pensamiento a la de la analidad.16

Una vez instalado en lo especular, seducido por la imagen que tiene el padre, seducido en

consecuencia por “mi” imagen, “yo” [je] seduzco a los otros: “Yo” [je] puedo engañar a los otros

dirigiéndoles la pulsión agresiva como una llamada deseante. Lo especular transforma a la pulsión

en deseo, a la agresividad en seducción. En lo especular desemboca, pues, la derivación de la

pulsión, y de él emana el engaño identificario con su espejismo narcisistico y su llamada a los otros.

Cronológicamente, en el desarrollo del niño – y por lógica, en el funcionamiento adulto -, lo

especular sigue siendo el soporte más avanzado para la inscripción de la pulsión (con respecto al

sonido o al material táctil, por ejemplo). Por lo tanto, lo especular es también el más precoz punto

de partida de los signos, de las identificaciones narcisisticas y de las zozobras fantasmasticas de una

identidad hablante a otra. Por otra parte, en este nudo de espanto y seducción que lo especular les

propone, los hombres y las mujeres se ubican de manera diferente. Esta dura prueba de la diferencia

sexual, como la de la homosexualidad, este choque con nuestras identidades imposibles hasta la

psicosis, el cine no ceja en hacerlos ver. Pienso en el cine que explora lo especular, que lo

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reproduce en el límite de su lógica insostenible o que preserva solamente su lógica estridente,

discordante, irónica: Eisenstein, Hitchcock, Pasolini…

El fantasma y lo imaginario: lo especular

Acabamos de ver cómo el fantasma, en su visibilidad, inventa un montaje pulsional y la derivación

de éste hacia el sentido, el lenguaje, el pensamiento. EL cine más directo, que proyecta fantasmas

más o menos modificados, nos estremece en ese lugar de nuestra vida psíquica en el que la

imaginación se deja gobernar por el fantasma, y que yo llamo lo especular.

Recalquemos una vez más este punto: lo que yo veo no tiene nada que ver con lo especular que me

fascina.

Por un lado, existe la mirada mediante la cual identifico un objeto, un rostro: el mió, el del otro. La

mirada me ofrece una identidad que me tranquiliza porque me brinda aperturas, espantos

innombrables, ruidos anteriores al nombre, a la imagen: pulsaciones, olas somáticas, ondas de

colores, ritmos, tonos. La así llamada especulación intelectual deriva de esta mirada identificante,

de enganche: la histérica sabe algo de ellos cuando, no pudiendo hallar nunca un espejo lo bastante

satisfactorio, se reencuentra en la teoría: punto de mira de todas las intenciones sensatas e

insensatas, refugio en el que “yo” [je] puedo saber sin verme, porque “yo” [je] he delegado en otro

(en la contemplación filosófica) el cuidado de representar una (mi) identidad tranquilizadora a la par

que engañosa, puesto que hace la oscuridad sobre los espantos, sobre las aperturas. Las así llamada

especulación intelectual “me” socializa, y tranquiliza a los otros sobre “mis” buenas intenciones en

cuanto al sentido y a la moral. Pero de mi cuerpo soñado ella no les propone sino lo que sostiene el

espéculo del médico: una superficie deserotizada que “yo” [je] le concedo en un guiño mediante el

cual “yo” [je] le hago creer que él no es otro, sino que sólo tiene que mirar como “yo” [je] lo haría

si “yo” [je] fuera él.

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Existe también una mirada diferente. Basta, en efecto, que la apertura o el espanto irrumpan en lo

visto para que éste cese de ser simplemente tranquilizador, trompe-l ceil o iniciación a la

especulación, y que devenga –si aceptan ustedes el termino – en lo especular fascinante, es decir, a

la ve encantador y maléfico. El cine nos estremece en ese lugar, precisamente. Tal es, lo he dicho,

su magia. En la intersección de la visión de un objeto real y del fantasma, la imagen

cinematográfica hace pasar a lo identificable (y nada más certeramente identificable que lo visible)

lo que queda de este lado de la identificación: la pulsión no simbolizada, no capturara en el objeto –

ni en le lenguaje-; o, para decirlo de manera más brutal, hace pasar la agresividad. El fantasma está

llamado a ubicarse allí o a reconocerse allí, a perpetuarse o a vaciarse, según la capacidad de lo

especular para distanciarse de si mismo.

Todo especular es fascinante porque lleva la huella –en lo visible- de esa agresividad, de esa pulsión

no simbolizada, no verbalizada y, por lo tanto, no representada. Pero en ciertas imágenes los

fantasmas se designan como tales; ejercen su poder de fascinación al mismo tiempo que se burlan

de su especular fascinante. Les propongo llamar especular pensado a los signos visibles que

designan el fantasma y lo denuncia como tal. Esta información ya no tiene que ver con el

“referente” (o con el objeto), sino con la actitud del sujeto respecto del objeto. El cine de Godard,

que en este curso todos conocen, es especular pensado: no hay imágenes-informaciones, sino

señales captadas, recortadas y dispuestas de manera tal que el pensamiento fantasmatico de escritor-

cineasta se perfila en ellas y los invita a encontrar primero en ellas vuestros propios fantasmas, y

luego a vaciarlos.

Los estoicos griegos distinguían el objeto real o “referente” de los que ellos llamaban un

“expresable”, el lekton. Yo diré que lo que distingue al referente de lo expresable (del lekton), es

que este es la expresión de un contrato deseante, de esa alquimia subjetiva que transforma una

imagen planta (un signo denotativo) en síntoma (un especular). No hay imagen planta en godard, en

él todo es especular pensado; todo es síntoma: el suyo, el nuestro; pero la tristeza de este síntoma se

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

pulveriza en ironía. Las imágenes fantasmaticas mismas no están nunca en primer grado; por el

contrario, los fantasmas están como deshuesados, desarticularos, en última instancias sólo queda de

ellos una cierta música; la lógica, el movimiento que asocia, desplaza, condensa y, con ellos, juzga:

un juicio inconsciente. Así pues, llamamos “huellas lektonicas” a estas informaciones

suplementarias: se trata fundamentalmente de introducir desplazamientos y condensaciones

suplementarias en la imagen bruta, de asociar los tonos, ritmos, colores, figuras; en suma, de hacer

jugar lo que Freud llama “procesos primarios” subyacentes a lo simbólico – lo “semiótico”, en mi

terminología-, esa captura primaria de las pulsiones siempre en exceso con respecto a lo

representado, a lo significado.

Que el arte moderno – pintura, escultura, música – haya encontrado su terreno privilegiado en la

distribución de estas huellas lektónicas en detrimento de la imagen-signo de un referente, allí están

Matisse, Klee, Rothko, Schönberg, Webern para recordárnoslo. Equivocadamente. Nada más

próximo al fantasma inconsciente en su lógica, en su forma, cuando no en su contenido,

desplazando-condensando las energías semióticas del cuerpo pulsante, deseante. En este especular

es posibles optar, sin dudar, por descifrar cálculos matemáticos, pero ello implicaría ignorar que

disimula aperturas y espantos. Philippe Sollers lo ha dicho y, lo que es más, en Paradis: “Escribir es

del orden del terror”17. Lo imaginario es tanto especular pensado, quiero decir lo imaginario que

filtra y vacía el fantasma, es del orden de la agresividad, del miedo, del mal dado-padecido; y ´le se

des-piensa como tal. Después de Sartre, Lacan y Barthes (quien dedicó su cámara lúcida a Lo

imaginario de Sartre), ustedes saben como yo que lo imaginario no es un reflejo, sino una síntesis

subjetiva: esto es lo que revela la fenomenología. Volveremos a hablar de ellos cuando releamos

juntos Lo imaginario de Sartre.18 Ahora señalo únicamente lo que se les aparecerá como una

diferencia básica entre lo que les propongo aquí y lo imaginario según Sartre: que yo busco en lo

imaginario lo especular, es decir la huella del fantasma.

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

¿Significa esto que lo especular es necesariamente revelador del “mal”? ¿O podríamos llegar a

sostener que es el “mal” que estructura lo imaginarios?

Es éste un paso que daría con gusto, a condición de abstraer el “mal” de sus connotaciones morales

y de referirlo a las aperturas y espantos ya mencionados. Entre tanto, el cine tiene una función

social que no nos permite soslayar la moral; hablaremos de ello un poco más adelante.

El conflicto representable

Resulta, pues, que el cine, desde su nacimiento, no sólo supo proyectar lo especular

(imaginación/fantasma) convirtiéndose en el osado revelador de nuestras vidas psíquicas, más

seductoras y más espantosas aún que las otras artes, sino que también se arrogó la fuerza de pensar

este especular. De pensarlo de una manera especular a su vez: porque se trata de utilizar lo visible,

de no evacuar el fantasma, pero de protegerse de él sin dejar de desmontarlo. De no desplegarlo

forzosamente en su ingenuidad onírica, sino de exhibir sus líneas de fuerza, sus aristas, su lógica.

Con el efecto de un placer distinto: el de la lucidez, y por lo tanto de la risa. Vale decir que los

grandes cineastas supieron siempre incluir la apertura del espanto en la seducción cinematográfica,

en el tema explicito tanto como en el ritmo de las imágenes.

Eisenstein, por ejemplo, quería expresar el “conflicto”, el “drama”, lo “insostenible” hasta en la

organización espacial de la puesta en escena cinematográfica. Con obstinación, el cineasta ruso

persigue le proyecto de hacer pasar, con y por encima de las imagen-signo referencial, lo que yo

llamo una red de “huellas lektónicas”. En sus clases, da a sus alumnos un ejemplo sugestivo: se

trata ni más ni menos que de lo invisible fundamental, de la “escena primitiva” y, lo que es más,

“ilegítima”. Al volver del frente, un soldado encuentra a su mujer encinta. “¿Cómo distribuir los

objetos, los actores y las réplicas?” se pregunta Eisenstein, para dar cuerpo en lo especular a la

conflictividad del deseo de saber “de dónde vino ese hijo” y “cómo operó el mal”. Con ese fin, el

director recomienda a sus alumnos cineastas presentar todos los elementos de la puesta en escena

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

siguiendo una rigurosa topología del drama: la de un conflicto entre dos complejos espaciales.

Organización minuciosa del espacios, emplazamiento de cada objeto, intervención calculada de

cada sonido y de cada replica en orden a insertar espacialmente un conflicto subyacente: he aquí las

“huellas lektónicas”, las aristas del fantasma que debían añadir a lo demasiado visible una

dimensión “rítmica”, “plástica”, enigma que no debe salir inmediatamente a la vista, en el cual se

cifra la angustia del cineasta, angustia que debe suscitar la del espectador más profundamente que

cuanto lo hace la imagen-signo referencial. “En la escena, todos los elementos deben expresar de

manera espacial y temporal el contenido interno del drama. Nuestra solución (en el episodio en

cuestión) consiste en la clara confrontación de las dos tendencias que representar dos complejos

espaciales diversamente caracterizados: una tendencia rectal, frontal, y una tendencia oblicua,

diagonal”.19 gráficamente, este ritmo será dibujado por eisenstein del siguiente modo:

El mensaje de Einsenstein en su clase es claro: es preciso que el drama, el conflicto, estén

interiorizados en todos los elementos de lo visible; que el menor átomo de lo visible esté saturado

de conflictividad y, dice él, de “ritmo” dramático. “solamente cuando se puede oír el significante

(Oboznacenije) no como signos fríos de los fenómenos, sino cuando se lo aprehende

dinámicamente, en las multiplicidades innumerables de su manifestaciones particulares eternamente

variables, el significante pierde su carácter indirecto de pesados juegos de palabras o de símbolo

mortal.”20

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

Esta preocupación por el “ritmo” puede variar de un cineasta a otro: “orgánico” en Eisenstein,

“métrico” en Pudovkin, “melódico” en Walt Disney:21 tales son al menos las distinciones

establecidas por el propio Eisenstein. Pero es siempre necesario que el cineasta permanezca al

acecho del conflicto, al borde de lo irrepresentable.

Demos un paso más. Desde una perspectiva menos estructural, más explícita, podría sostenerse que

es “drama orgánico” al que apunta Eisenstein tomaría sencillamente, y al fin de cuentas, la forma…

de un horror representado. ¿Será entonces el horror lo especular por excelencia?

Esta insistencia de Eisenstein en la necesidad de saturar lo visible del conflicto (de la agresividad,

del mal) del que él es la apariencia, ¿no nos evoca… la novela policial o el fil de horror? ¿No será

Hitchcock, quien une el ritmo de Eisenstein a la visión del terror, el cineasta por excelencia? El

público moderno lo entiende muy bien: de lo más sofisticado a lo más vulgar, no resistimos a los

vampiros o a las masacres del Far West. La catarsis, regulamiento que toda sociedad necesita, hoy

ya no pasa por Edipo, Electra u Orestes, sino por Los pájaros o Psicosis cuando no es, simplemente,

por los disparos del fusil de cualquier western o por una alternancia de horror y embellecimiento en

los filmas X. Y además, cuanto más tonto, mejor, porque la imagen fílmica no tiene por qué ser

inteligente: lo que importa es que lo especular presente gracias a su significado directo (el objeto o

la situación representado) y que cifre gracias a su ritmo plástico (es red de elementos lektónicos:

sonidos, tono, colores, espacio, figuras) la pulsión – la agresión- que nos vuelve del otro sin

respuesta y que, por consiguiente, quedó sin captar, sin simbolizar, sin consumar.

Pero, entonces, veo asomar vuestra pregunta: ¿existe una seducción especular sin espanto? ¿Un

especular pensado que no sería melancólico-irónico ni aterrado estridente, sino pura seducción?

Esta seducción la soñamos, con o sin imagen: cuerpo fragmentado, soliviantado por alcances

tonales, ojo que radiografía con serenidad el interior de las vísceras, cámara enroscada en el

laberinto de las cavidades como en un cuadro de Georgia O’Keeffe, azul-rojo-verde que se eleva en

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

flor sobre alas, a caballo… Algunos de ustedes han tenido sin duda esta clase de sueño, éxtasis

nocturnos u otros, yo se los deseo. Si quieren en cambio un personaje o un relato fanstamático que

ponga en escena la seducción, ¡Siempre pueden recurrir a Mozart! Don Juan, en efecto, continúa

siendo el héroe especular ideal: seductor, porque es un amo que desafía a los padres; y un

conocedor de mujeres, que las cuenta una por una hasta mille e tre. Él transforma la pasión acallada

por su madre (como en Antoine nuestro paciente de hace un rato) en una serie de amantes; y su

pasión por el padre, no en autodresprecio (como en Antoine también), sino en asesinato recíproco,

siempre ambivalente: Ley y transgresión, terror y fascinación. Si lo especular seductor precisara de

un blasón, sería él, Don Juan. Pero Don Juan está hecho de música (Mozart) y de texto (Da Ponte,

pero sobre todo Moliere). Las artes visuales no se atreven a medirse con esa densidad de fantasmas

seductores que la imagen teme banalizar y que lo especular pensado – si existiera a este propósito –

volvería insostenible. ¿Sería qué cosa la seducción pasada por el tamiz de lo especular pensado? Yo

sueño con un film imposible: Don Juan por Eisenstein y Hitchcock, con música de Schönberg. Este

último buscó – ustedes lo recordarán – la solución al debate que él mismo califica de falso, entre su

Aarón y su moisés: entre el alborozo de los idólatras seducidos por el “becerro de oro” (¿los

devotos de la imagen?) y la amenaza divina que estalla con el trueno sin imagen. Porque tal es el

problema de lo especular pensado: como quedarse en la idolatría (los fantasmas) exhibiendo al

mismo tiempo la verdad simbólica (el trueno divino sin imagen)… ¡imaginen el resultado!

Invisible. Sala vacía. ¡Pero qué coronación de espanto, seducción y lucidez!...

El cine y el mal

Que la imagen es la captación primaria de nuestras angustias, la humanidad no esperó a Freud ni a

Hitchcock ni a Godard para percatarse. Encontrarán ustedes la prueba en uno de los primeros genios

de los tiempos modernos: San Agustín. Éste no sólo considera que la imagen es constitutiva de la

mens, es decir del orden simbólico (él considera como “inmascible” es imagen en la que se

inscriben, como en el espíritu, la memoria, la vista, el amor y la voluntad); sino que, además, viendo

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

en la imagen un sostén para la búsqueda trascendental, incluso y sobre todo si no es imagen de un

objeto identificable, no vacila en realizar el gesto maravilloso consistente en invertir un versículo de

los Salmos, inversión que me gustaría proponer hoy a vuestra meditación.

A la biblia que enuncia en el salmo XXXVIII, 7: “Aunque el hombre camine en la imagen, sin

embargo se inquieta en vano, acumula e ignora para quién amas”,22 Agustín opone esta versión:

“Aunque el hombre se inquiete en vano, sin embargo camina en la imagen.”23 Traduzcamos: lo

imaginario capta el espanto, lo apacigua y lo restituye al orden simbólico. Observen ustedes la

astucia del teólogo, en particular el católico: ¿no es el cine una culminación de esta astucia católica

que hace que, a despecho de su inquietud, el hombre “camine la imagen”? En la penumbra de las

iglesias, el arte cristiano conoce, multiplica y explota esa fascinación: la calma reina ante el infierno

puesto en imagen. Al menos lo esperaremos al apostar por esa virtud de pacificación mediante la

imagen. Al menos lo esperaremos al apostar por esa virtud de pacificación mediante la imagen. La

imagen, compensación de la angustia y proyecto cultural: esto estaba ya en Agustín. ¿No será la

“mediatización” tan sólo una manera de vulgarizar una inhibición teológica?

Sin embargo, una cosa es decir que el mal – en cuanto pulsión de muerte no simbolizada – articula

en todas las formas lo imaginario y que lo imaginario apacigua este mal (“el hombre camina en la

imagen”, die Agustín); y otra es destacar que el mal es la culminación del espectáculo. Porque

justamente esto es lo que sucede en esta sociedad tan bien descripta por Guy Debord como

“Sociedad del espectáculo”. Al agotar la representación, al aburrirse en la representación, al

ahogarse en su falsedad en el ballet de quienes nos gobiernan y que intercambian, por ejemplo,

Airbus por derechos humanos, al dejarse invadir por la representación de la que conoce empero sus

hilos, el hombre moderno tropieza con la lógica del fantasma. Pedimos a la imagen que represente,

por un lado, un deseo de felicidad pero, por el otro, y sobre todo, su reverso sadomasoquista.

Extenuados, buscamos por la noche films policiales en la pantalla de los televisores, y los crímenes

que miramos nos aplacan. Yo misma acabo de terminar una policial metafisica24 que leerán ustedes

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

fácilmente por cuanto es solo una novela: lo especular exhibe lo reprimido sadomasoquista de la

sociedad del espectáculo.

Llegados a este punto, no podemos evitar la cuestión moral que les anuncie al comiendo: al exhibir

el mal, ¿participa el cine en una mistificación más, en una banalización suplementaria del mal? De

hecho, el riesgo no es nulo, pero creo que puede tratarse también de otra cosa. ¿Con que condición?

Con la condición de que, saturado el mal, el cine no nos haga solamente “caminar”, sino tomar

nuestras distancias. Me aparto aquí de San Agustín y alego por el hombre que “no camina” en la

imagen…

Muchos soñaron a través de Jean-Luc Godard con la posibilidad de un “antifilm”, con un

espectacular que no tributaria de entrada al orden. La carcajada sigue siendo el medio más saludable

para una operación como ésta: cunado la imagen saturada de mal se autoriza además a reír, la

identidad se derrumba y todo “dictador” queda anonadado. Charlie Chaplin o la petrificación

especular: él nos presenta el orden exitoso de la psicosis encarnada, pero de tal manera que el mal

sólo es representable si ustedes pueden reírse de él, con conocimiento de causa. El gran dictador

abre como una nueva era del imaginario occidental: “Aunque el hombre camine en la imagen, ya no

camina”.

El actor chapliniano, pero también el desajuste entre sonido e imagen, o el “desmontaje impío de la

proyección”25 a causa del movimiento mismo de la cámara (Godard, Bresson), mantienen al

espectador – siempre inmerso en el fantasma – a distancia de la fascinación. Hacía falta sin duda

que la fascinación especular llegara a su perfecto y total cumplimiento por medio del cine, y que el

cine mismo se exhibiera como lugar privilegiado del fantasma sadomasoquista, para que el espanto

y su seducción estallen de risa y de distancia. Si el cine no fuera esa desmitificación, si se

contentara con complacerse en la representación ingenua del mal, entonces no sería otra cosa que

una nueva iglesia.

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Julia Kristeva – “Fantasma y Cine” en “La revuelta íntima”

La apuesta contemporánea estriba –y ustedes lo advierten – en esta alternativa: ¿Pretende el cine ser

una exhibición de lo reprimido sadomasoquista del espectáculo, o una perversión autorizada, una

banalización del mal? ¿O, por el contrario, su desmitificación?

Dejo abierto la pregunta: ¿Cómo hacer otra cosa? Más aún cuando el cine no es verdaderamente

nuestro terreno: habíamos llegado a él por el sesgo de la intimidad en re-vuelta y de lo imaginario

que la constituye, para interesarnos al fin de cuenta en lo imaginario de desmitificación. La cosa

parece, sin embargo, imposible. Pero la apuesta fue aceptada muy cerca de nosotros, especialmente

por Roland Barthes, cuyo recorrido tomaré en las semanas próximas. Que la desmitificación nos

conduzca lógicamente a Barthes es algo que nos sorprenderá a aquellos de ustedes que lo hayan

leído. Y me servirá de transición para acentuar el alcance literario de este curso. Relean, entonces,

las mitologías para la vez que viene…

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