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CORPUS TEXTUAL TP Nº2 - 2ª parte

14 de junio de 2018

Aborto
Por Eva Giberti

Raúl Alfonsín acababa de asumir. Había seleccionado su gabinete para iniciar el camino hacia la democracia
restituida. Pensó que debía ocuparse de temas referidos a los derechos de las mujeres y solicitó la colaboración
de quien era una figura indiscutible en ese tema: María Elena Walsh. Ella había luchado –en sus historias, en sus
declaraciones, en sus canciones– defendiendo los derechos de las mujeres y personalmente era una figura
ejemplar.
Así fue como María Elena concurrió a Casa de Gobierno varias veces hasta que en una oportunidad ella
pronunció la frase terrible:
“Presidente, habría que legislar sobre el aborto”. María Elena contaba, con cierta indignada sorpresa, que el
presidente no quiso oírla y ella desistió del intento (por la manera de contarlo podemos imaginar que el
presidente se asustó). Desistió de tal modo que no volvió a la casa de Gobierno. Una lástima, se perdió una
asesoría formidable acerca de los derechos de las mujeres, pero los tiempos históricos dicen que no era el
momento.
En esa misma época yo escribí un artículo sobre el aborto en la Revista de la Asamblea Permanente por los
Derechos Humanos (APDH) y recibí una reprimenda porque algunos socios, que pensaban de otro modo, se
habían quejado.
En 1985 Laura Klein decidió presentar su libro Fornicar y Matar, destinado a reflexionar acerca de temas
asociados con el aborto, un libro duro, inquietante, que años más tarde revisó y volvió a editar. En aquella
primera oportunidad, en medio de un suspenso significativo y con cierto temor por las reacciones que podrían
aparecer en el público que conociera su contenido, lo presentamos Magdalena Ruiz Guiñazú, otra persona, un
varón prestigioso cuyo nombre no recuerdo y yo.
Anteriormente, desde hace décadas, las feministas reclamábamos, en grupos o mediante intervenciones
personales, el derecho al aborto como tema de salud pública. Conocíamos las limitaciones de la demanda y no
ignorábamos que enfrentábamos creencias arraigadas y obediencias religiosas.
Actualmente, el Proyecto –cuyos antecesores merecen citarse– se encontró inmediatamente frente a su
contraproyecto. Lo cual es valioso y es imprescindible. Porque los contraproyectos, según sea su fuerza,
contribuyen a definir el poder y la racionalidad del Proyecto.
Cuantas más ridiculeces y carencias de argumentaciones racionales propongan los contraproyectos, mucho más
se evidencian las operaciones lógicas que sostienen los diversos capítulos del Proyecto. Por ese motivo –y
otros– no conviene enojarse con quienes agitan posturas que representan el contraproyecto, porque son
necesarios para contrastar, por una parte la racionalidad, la inteligencia emocional, la solidez estadística, el
diseño de un plan y por otra parte las creencias. Así como agitan la torsión de un humanismo ajeno a toda
sensibilidad científica del contraproyecto.
En la actualidad, celebrando la visibilización del tema, hemos escuchado, resurgiendo de antiguas oscuridades,
la reiteración de un argumento cuya perversidad es peligrosa porque hay ingenuos/as que lo repiten: “Y…
podrían tenerlo y después darlo en adopción…” Yo podría oponerle un argumento sentimental porque conozco
de muy cerca la experiencia con mujeres que ceden sus criaturas en adopción: las que lo hacen porque no
pueden darles de comer y se quedan con otros hijos mayores, por ejemplo. Y conozco ese dolor, inimaginable.
Pero ceder una criatura a la que se maldijo desde su existencia deseando abortarlo también implica sobrellevar
el embarazo, el parto y asumir el momento de la cesión que constituye un “trámite” angustiante e inolvidable.
Pero éste es un argumento sensible. Mi argumento es otro. Los que sostienen “Y… que lo dé en adopción”…
convierten el útero de la gestante en un objeto, por lo tanto, convierten a esa mujer en un objeto preñado para
asistir a otra mujer, que esa sí que sería una persona porque querría ser “madre” de esa criatura, a su vez objeto
de intercambio, perpetrado institucionalmente como forma exquisita de violencia.
Esa mujer que quiere abortar se convertiría por obra y gracia de “los generosos” en una cosa, en un útero al
servicio de otros, mientras ella soporta su pesadumbre durante los meses de gestación habiendo dejado de ser
persona: es solamente un útero, una víscera que alrededor no tiene una persona mujer, sino “la que quiere
abortar”. Además, gratuito, porque tampoco es un útero subrogado. Esa es la perversidad. Perversidad quiere
decir sentir placer en dañar a otra persona.
Hemos escuchado sandeces de toda índole durante estos días y hemos confirmado que las creencias pueden
sostener la buena fe de muchas personas que realmente piensan en sus argumentos, pero no han decidido revisar
sus pensamientos.
Y hemos escuchado la graciosa implementación de la equidad de quienes dicen: “Es una cuestión muy
personal… Yo no puedo opinar, tendría que ver en cada caso”. Y así, claro, no opinan.
Es muy interesante porque han tenido que darse cuenta que existe algo importante en lo cual podrían pensar y
generarse a sí mismos una opinión acerca de la vida y los derechos de las mujeres.
La tensión ha sido el pródromo de estas horas en las que nada y todo se sabe. Llegará el alba con la noticia. La
vida ya sabe que hay una frase que hace años murmurábamos, gritábamos, pedaleábamos y reclamábamos:
¡Aborto legal, seguro y gratuito!
EL PAÍS
Contra la antirretórica
ESTRELLA MONTOLÍO DURÁN
10 OCT 2018

Desconfiemos de los candidatos que se presentan a las elecciones afirmando que ellos no son
políticos y que, por esa razón, pueden decir la verdad, frente a los demás candidatos, que mienten.

Nuestra mala experiencia con algunos políticos nos invita a pensar que la retórica es una colección
de trucos verbales para engañar, simple palabrería, un hacer discursos bonitos cargados de
promesas ilusionantes para después no cumplir nada de lo prometido o, incluso, hacer lo contrario
de lo que anunciaron mientras pedían nuestro voto. Quien no cree en la retórica piensa que lo único
valioso son las acciones, las pruebas, y lo demás es blablablá de políticos.

En su libro Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política?, Mark Thompson, exdirector
de la BBC, CEO de The New York Times y exprofesor de Retórica en la Universidad de Oxford,
explica que, para entender qué está sucediendo en el mundo de la comunicación política actual, hay
que entender primero que una de las características del lenguaje político de nuestros días es el
abierto menosprecio de la retórica.
Shakespeare encarnó esta actitud en contra de la retórica en el personaje de Marco Antonio de su
obra Julio César, cuando, junto al cadáver ensangrentado de César, se dirigió al pueblo romano: “Yo
no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo”. Con estas
palabras, Marco Antonio se desmarcó de los políticos que hablan como políticos y se identificó como
un ciudadano que habla el mismo lenguaje que los ciudadanos. Resulta paradójico que renegar de la
retórica sea, en realidad, una táctica retórica antiquísima. De hecho, esta intervención de Antonio es
uno de los alardes más brillantes de técnica oratoria de la historia de la literatura.

Siguiendo esta misma tradición de descrédito de la retórica, Silvio Berlusconi declaró, siendo ya
primer ministro de Italia: “Si hay algo que no puedo soportar es la retórica. Basta de palabrería. Solo
me interesa lo que tiene que hacerse”. De un brochazo, Il Cavaliere desautorizó el ejercicio del
debate y la actividad parlamentaria como un obstáculo molesto para la labor recta e insobornable del
gobernante. En esta misma línea de desprecio hacia cualquier palabra que no sea la suya, Donald
Trump afirmó: “Yo no soy un político. Digo las cosas tal como son”. Se presenta como un hombre de
acción libre que siempre habla con libertad, frente a los demás que mienten obedeciendo a intereses
oscuros.

Marco Antonio, Berlusconi y Trump explotan la falacia de que ser antirretórico y hablar con franqueza
equivale a decir la verdad. La historia está llena de supuestos antipolíticos que se singularizan
exclamando: “Basta de palabrería”. Como señala Thompson, lo sepan o no quienes votan a estos
candidatos, la antirretórica también es retórica y, quizás, una de las variedades más potentes y
persuasivas de todas. O, expresado con sus palabras literales: “En un mundo en el que no se sabe
bien en quién creer, el fanfarrón, el mentiroso, el que tiene mucha labia y soltura para hablar en
público, puede resultar tan convincente como el mejor formado y el más ético de los oradores”.

Las ventajas evidentes de esta postura antirretórica son que una vez que convences al público de
que no intentas engañarlos, como hace el típico político, consigues desactivar las alertas, las
facultades críticas que, por lo general, se aplican al discurso político. De ahí que tus votantes te
perdonen cualquier grado de exageración, mentira, contradicción o salida de tono: has conseguido la
incondicionalidad irracional de tus votantes. Los electores, tan radicalmente críticos con todo lo que
suene a discurso político, se sienten fascinados y dóciles ante la arrolladora personalidad de Trump,
cuando las cualidades que irradia, y que lo hacen un candidato tan diferente, no son sus acciones,
sino su fanfarronería, su burla violenta de quienes lo cuestionan, sus comentarios denigrantes sobre
las mujeres y su deshonestidad generalizada, malentendida como inteligencia y astucia. Pese a su
mermada reputación actual, la retórica, entendida como lenguaje público eficaz, desempeña un
papel fundamental en nuestras sociedades democráticas: tiende el puente de la comunicación entre
la clase política y la ciudadanía. La cita atribuida a Pericles lo ilustra bien: “Las palabras nunca
obstaculizan la acción. Cuando se actúa sin palabras, la democracia muere”.

La retórica, como lenguaje de la explicación y la persuasión, hace posible que se produzca la toma
de decisiones colectiva que entendemos por democracia. Es inimaginable una democracia sin
debate, sin que sus protagonistas compitan entre sí por el dominio de la persuasión pública. En la
esfera política, la retórica no solo es inevitable, sino deseable. Solo nos queda por decidir qué
calidad retórica queremos.

Y, por cierto, lean, si no lo han hecho, Julio César, de Shakespeare. Muestra de manera palmaria
dónde pueden conducir los líderes antirretóricos.
Estrella Montolío es catedrática de Lengua Española en la UB.

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