You are on page 1of 14

Revista de Derecho, Vol. I N° 1, diciembre 1990, pp.

19-34

ESTUDIOS E INVESTIGACIONES

SOBRE LA NATURALEZA DEL DISCURSO JURIDICO. ANALISIS


FENOMENOLOGICO *

J.O. Cofré

* Este trabajo constituye una consecuencia indirecta de mi Proyecto de Investigación FONDECYT


89/72, sobre la naturaleza del discurso imaginario desde una perspectiva analítico-
fenomenológica.

La naturaleza del discurso jurídico, del ético y del moral, constituyen esferas de la realidad
humana y cultural muy difíciles de conocer en su intimidad ontológica. No obstante, en cuanto
cada una de estas realidades se dan al flujo de la conciencia como datos inmediatos, es posible
tratarlas como fenómenos -en el sentido husserliano 1, estudiar su naturaleza y las estructuras
relaciónales que guardan entre sí.

Es un dato inmediato a mi conciencia que -como descubrió Descartes en un hallazgo


genuinamente fenomenoíógico2- desde un punto de vista ontológico yo no soy sino una cosa que
duda, concibe, afirma, niega, imagina y siente3. La certeza indubitable de este conocimiento
cartesiano se explica fenomenológicamente, en tanto la vida psíquica (como ya vio Brentano)
constituye un dato inmediato que no precisa de ninguna elaboración, sino exclusivamente de una
descripción eidética. Me es perfectamente lícito dudar de la certeza de mi conocimiento externo
(la llamada actitud natural propia del conocimiento positivo y característica de la ciencia natural),
pero no tengo derecho alguno a dudar de la certeza de mis propias vivencias de conciencia que,
en tanto datos inmediatos originarios, muestran sus contenidos en su prístina y pura desnudez.
Naturalmente, que los objetos de mis vivencias pueden resultar falsos, aparentes o meramente
ficticios, pero al menos no me cabe duda que "creo" percibir y este sí que es un dato
inconmovible que se constituye en mi conciencia intencional con certeza real.

Se habrá podido observar que considero la conciencia (en tanto realidad fenomenológica) como
el núcleo esencial de la realidad humana, punto de partida y de llegada de todo conocimiento y
condición auto y totofundante de toda realidad, efectiva o presunta. No hay, pues, un mundo
desvinculado de la conciencia; por el contrario, la conciencia es la condición esencial de aparición
del mundo, el escenario en el que acaece el mundo en su máxima completud, que incluye
naturalmente la vida y la realidad cultural en sus más diversas dimensiones. Es, pues, en la
conciencia donde encuentran su fundamento todas las cosas, los rhizoma pantón. Y la tarea
efectiva de la fenomenología consistirá, pues, en analizar las vivencias intencionales de la
conciencia, para intentar percibir cómo se produce en ellas el sentido de los fenómenos,
considerados en su multiplicidad de las diversas experiencias o en su unidad de mundo. En esta
labor, el principio de la intencionalidad es fundamental; en efecto, éste establece que la
conciencia es siempre intentio, conciencia dirigida hacia un objeto o, si se quiere, conciencia de
algo. Ahora bien, ese "objeto" o "algo" no puede definírselo sino en relación con la conciencia,
pues es siempre objeto para un sujeto4.

Puesta la cuestión en este horizonte fenomenológico, no tiene sentido hablar del arte, la ciencia,
el derecho, la moral, en dos palabras, la cultura, como realidades separadas del hombre, como
esferas intangibles de la realidad que existen en sí y por sí con total prescindencia de la vida
humana y, más precisamente, de la conciencia. Porque no hay arte, ciencia, moral o derecho, así
sin más, sino lo que hay es arte-para-la-conciencia, moral-para-la-conciencia o derecho-para-la-
conciencia. La esencial autenticidad de estos fenómenos sólo puede mostrarse en una vivencia
intencional. Es en esta vivencia donde se despliegan los fenómenos culturales -como el derecho-,
y muestran la plenitud de su sentido, su núcleo y su estructura esencial.

Que yo sepa, en nuestro medio no se ha intentado aún -con el rigor que exige esta compleja
pero fecunda disciplina filosófica- el estudio fenomenológico del fenómeno jurídico en sí mismo y
en sus múltiples y ricas relaciones. Este trabajo es, en la perspectiva de mis preocupaciones
filosófico-jurídicas, un intento por ensayar esta nueva metodología de comprensión y análisis, sin
que ello, obviamente, sea garantía de éxito ni mucho menos; tan sólo me parece una tarea
pendiente que conviene ya comenzar.

I. DATOS IRREDUCTIBLES DE LA CONCIENCIA

Si examino mis propias vivencias intencionales -en tanto fenómenos en mi conciencia y no en


tanto fenómenos de conciencia (asunto estrictamente psicológico)5-, encuentro que soy capaz de
emitir una serie de proposiciones sobre el mundo analítico, el mundo natural y el mundo histórico
que pueden correctamente y sin reservas ser calificadas de "verdaderas" o "falsas", según (y
para seguir el criterio de la adaequatio aristotélica) que digan de las cosas que son que son, de
las que no son que no son o de las que no son que son y de las que son que no son,
respectivamente. Así digo que la raíz cuadrada de cuatro es dos, lo que es verdad; que los
hombres son inmortales, lo que no es verdad; o que Sócrates fue romano, lo que también es
falso. Pero hay proposiciones, como bien observó Kant primero, y prolijamente Austin en
nuestros días6, que corresponden más bien al orden de la praxis (ética y estética) de las cuales
no se puede afirmar en rigor que les convenga el atributo de verdaderas o falsas. Una
proposición imperativa como "ama a tu prójimo" no es ni verdadera ni falsa. Tampoco lo es,
ciertamente, la proposición "esa rosa es bella". Y mucho menos lo son estas proposiciones
cuando adoptan una forma normativa: "debemos amar al prójimo" o "las rosas deben ser bellas".
Estas proposiciones no admiten ser clasificadas en el esquema lógico verdad/falsedad.

Y, sin embargo, consideramos en nuestra experiencia de hablantes que estas últimas no son
menos enunciativas que las primeras. Para decirlo en términos de una teoría actual, tienen no
sólo una significación, sino también una fuerza ilocucionaria, perfectamente clara e identificable 7.
Si examinamos el fundamento último de estas diferencias lógico-lingüísticas, encontraremos que
no hay explicación sólida si todo se reduce a planos meramente lógicos, semánticos o
lingüísticos. El logos tiene en última instancia su fundamento, su razón de ser y su origen en la
conciencia. El hombre no piensa porque habla; más bien habla porque piensa. Y el pensamiento
mismo es una realidad posibilitada, lo mismo que el sentir, valorar o imaginar, por la actividad
de la conciencia. Sólo hay mundo en la misma medida que hay actividad de la conciencia.
Algunos pensaron que la conciencia (llamada imprecisamente "mente" por el empirismo inglés)
era una especie de receptáculo, una suerte de "tabula rasa"; Descartes la llamó "res cogitans", y
aunque descubrió y describió una de sus dimensiones esenciales, el "cogito", no acertó a
comprender su natural dinamismo, y por ello no dejó de llamarla "res". Sólo la fenomenología
husserliana ha mostrado con claridad completa que la conciencia es en esencia actividad; no es
un "factum", sino un "faciendum", y ese es el dato fundamental para comprender su íntima
naturaleza y las producciones de su actividad. De suerte, pues, que en adelante cuando me
refiera a la conciencia será siempre en este sentido y seguiré usando la expresión "la conciencia"
sólo con fines prácticos y expositivos.

No voy a discutir aquí si el hombre tiene naturaleza o no, problema harto debatido en la historia
de la filosofía. Pero para mí es la verdad eminente y primera que el hombre tiene conciencia y,
mejor aún, es conciencia. El hombre es su conciencia8. Sin actividad de la conciencia cesa el
fenómeno humano.

Ahora bien, al hablar y juzgar, la conciencia revela sus diversas formas de actividad. No es lo
mismo -como ya se ha dicho- una conciencia que piensa, que siente, que valora o que imagina. A
mí me parece que éstas son formas irreductibles e inalienables; son modos de ser que de suyo le
convienen a la conciencia precisamente porque constituyen su más íntima y radical esencia.

Así, pues, llamo a la conciencia que piensa (el cogito cartesiano) conciencia racional', a la que
juzga sobre lo bueno y lo malo, conciencia axiológica o moral', a la conciencia que juzga sobre lo
bello y lo feo, conciencia estética, y a la conciencia que goza o sufre con el placer o el dolor,
conciencia sintiente9. Creo que cada una de estas cuatro formas fundamentales de conciencia
posee una estructura "sui generis" irreductible, manifestable en ciertos principios originarios que
responden a esferas privativas, aunque relacionables, del fenómeno humano. Analizaré
brevemente cada una de ellas.

1. Conciencia racional

La realidad humana, evidentemente, no se agota en lo racional, pero es innegable que "lo"


racional constituye una región esencial de lo humano, tanto así que sin este atributo no es
posible el hombre. Lo racional, pues, nos es muy familiar y ello porque somos en buena medida
"animales racionales", como dijo el Estagirita. Por eso, quizá también, que una pregunta tan
familiar y trivial resulte difícil de contestar y aun de comprender. En efecto, ¿qué es "lo
racional"? o ¿qué es ser ser racional?, o ¿en qué consiste lo racional? Heidegger dice que lo
racional es "lo" griego, en tanto lo racional despunta y se canoniza en lo griego10. Pero ¿qué es
"lo" griego? Me temo que Heidegger dé vueltas en círculos. Yo creo que hay una respuesta más
sencilla, pero también más verdadera y eficaz. Lo racional es lo lógico. Todo discurso vertebrado
por la lógica, es racional. Ahí, precisamente donde flaquea la lógica, flaquea la razón. La lógica
obliga a la razón a mantenerse constantemente apegada a "lo" lógico. Lo lógico posee sus
principios que son justamente los principios del pensar. Sin estos principios ningún pensar
racional es posible y con ellos es posible cualquier pensamiento racional. En la historia de la
lógica, los lógicos y filósofos han identificado varios de estos principios, pero, sin duda, los más
importantes son el principio de identidad ('p ->p'), el principio de no contradicción ('-|(p A -|p') y
el principio del tercero excluido ('p V p') que algunos lógicos no consideran fundamental. No
considero aquí si estos principios valen tan sólo en el orden lógico y gnoseológico o también en el
orden de lo ontológico. Pero sí me importa señalar que es en virtud y por virtud de estos
principios, y sólo de ellos, que podemos juzgar verdadero o falso un juicio o una proposición
descriptiva relativa al mundo formal, al natural, al histórico o al cultural. Estos principios lógicos
son los invariantes, eternos, inmutables del pensamiento racional, verdaderos garantes de la
racionalidad humana, sin los cuales difícilmente se pueda dar un paso en la vida o en el mundo.

2. Conciencia axiológica o moral

Sin confundirse en modo alguno con la anterior -aunque evidentemente relacionada y hasta en
armonía con ella-, existe también este tipo de conciencia, que no es teorética, como la primera,
sino fundamentalmente práctica. Yo creo que así como nadie puede negar la conciencia racional
sin entrar inmediatamente en contradicción (pues para negarla necesita apoyarse en los
principios que quiere negar), pues es un dato inmediato de la intuición, nadie podría tampoco
negar que es capaz de juzgar como bueno o malo, o como justo o injusto, las acciones que
ocurren en la vida. Quien niegue esta capacidad meramente formal de la conciencia disminuye su
condición y cae a niveles infrahumanos. No estoy diciendo que la conciencia moral me diga a mí
cómo tengo que juzgar, es decir, que esté poniendo un determinado contenido heterónomo en
mi conciencia; simplemente sostengo que es absolutamente inevitable pronunciar en la intimidad
y soledad de la conciencia el juicio moral, precisamente porque, como señaló Kant, mi conciencia
del deber es un imperativo que me ordena en uno u otro sentido moral. Sería tan absurdo
-siguiendo la metáfora kantiana- y aún perverso, negar la conciencia moral "dentro de mí" (por
decirlo de algún modo), como negar el cielo estrellado fuera de mí. Ambos son datos
fenomenológicos absolutamente fuertes y severos que no admiten ser soslayados o marginados
de la conciencia. Ciertamente, es tan real el mundo material como el mundo moral; mi cuerpo
como mi conciencia. No me comprometo aquí con la legislación universal que Kant pretende para
el mundo moral, pero sí me parece de una evidencia apodíctica que la conciencia moral es un
núcleo esencial del hombre y que cada hombre es capaz de reconocer en el más elemental acto
de predicación moral.

Y es precisamente porque el hombre es capaz de juzgar ciertos actos propios o ajenos como
buenos o malos, o como justos o injustos (una experiencia cotidiana que ¿quién podría negar?),
que es llamado y reconocido como ser eminentemente libre. Si el hombre no tuviera la capacidad
para distinguir los propios actos que acomete y de juzgarlos buenos o malos según los patrones
que quiera o tenga a su alcance, la libertad no tendría sentido. Del mismo modo que el hombre
falto de razón no es propiamente hombre, el hombre falto de libertad no es hombre a cabalidad.
Si no hay conciencia moral no hay libertad, y si no hay libertad, el hombre viene a ser
determinado. El determinismo anula la voluntad moral y deja al hombre (como al griego
homérico) a merced de los dioses o de fuerzas naturales o espirituales superiores entre las
cuales es completamente impotente. ¿Qué sentido tendrían entonces la responsabilidad y la
imputabilidad jurídicas y morales? El derecho y la moral tienen sentido sólo en cuanto y en tanto
suponen que el hombre es un ser moral, cuya voluntad es esencialmente libre. Si miramos a
nuestro interior e indagamos en nuestra propia conciencia, pronto veremos que en efecto somos
libres y lo somos además irremediablemente.

Kant ha sido el filósofo que con mayor énfasis y solidez ha defendido una suerte de facultad
moral íntima, originaria, insustituible e insobornable en el sujeto racional. Mediante el ejercicio
de la razón (que como hemos visto también es una facultad originaria y universal) el hombre
estaría en condiciones de legislar sobre cada uno de sus actos y otorgarle a cada uno de ellos un
sentido moral. Nada que pueda surgir del pleno ejercicio de la conciencia en completa libertad
puede ser un acto inmoral. Así, pues, el hombre hace su voluntad moral contra sus intereses y
personales apetitos. Esto es esencial en el pensamiento kantiano, pues para Kant el núcleo
esencial de la persona radica en la libertad. Por esta razón se opone a toda filosofía que directa o
indirectamente niegue la libertad humana. Según Kant, lo que caracteriza al hombre es la razón.
Un ser racional tiene la capacidad de representarse leyes válidas para todo ser racional y esas
leyes son las que deben determinar cada acción singular. Evidentemente el hombre es también
un ser natural. Su cuerpo físico obedece a las leyes y su organismo está regido por leyes
biológicas. Pero si a ello se redujera su ser total, el hombre estaría gobernado por leyes
naturales. Mas el hombre también es un ser social. Podría decirse que su conducta está regida
por factores sociales, esto es, por leyes jurídicas, por relaciones económicas, por creencias
religiosas.

En todos esos órdenes hay un factor común: la totalidad humana está regida por leyes externas
al hombre, es decir, por leyes dadas, por relaciones que ya están establecidas y en las cuales el
hombre desarrolla su vida. Si se acepta el anterior planteamiento, es patente que no puede
hablarse de libertad humana, pues libertad significa que lo que yo hago, la acción que realizo,
tiene su origen en mí, esto es, tiene su principio o su causa en mi pensamiento y en mi voluntad.
Ahora bien, si son causas o leyes naturales, biológicas o sociales, los verdaderos principios que
rigen mis actos, no podría decir que soy libre. Esto sería más bien determinismo; y si esto fuese
así, no habría autonomía y en consecuencia no tendría sentido la imputabilidad, ni la
responsabilidad.
El hombre, pues, no sólo es naturaleza; es también yo, es decir, autoconciencia, sujeto con
responsabilidad. La autoconciencia es un poder capaz de oponerse a la naturaleza externa o
interna. La autoconciencia es capaz de reflexionar. Mediante esta reflexión se obtienen dos
realidades opuestas: la conciencia y la objetividad, entendiendo por objetividad la realidad social
y natural.

La acción tiene que tener, pues, su fundamento o su causa en el mismo sujeto. De ese modo él
será su propio legislador. Cuando el sujeto actúa moralmente, cuando cumple una ley moral,
está obedeciendo a su propio pensamiento. Por tanto, la libertad supone que el mismo sujeto
pueda iniciar su acción en su propia interioridad y que ella sea efecto del pensamiento, que es su
causa primera. Sólo leyes que tengan su origen en el pensamiento o en la razón humana pueden
tener universalidad y necesidad objetivas.

En resumen, hay dos momentos fundamentales en Kant: el rechazo de lo dado, del mundo
objetivo, y la reconstitución de otro mundo mediante la razón legisladora. Como se puede ver,
ese mundo sí será un mundo moral, un mundo que será adecuado a la voluntad moral y, por
consiguiente, libre, autónomo.

3. Conciencia estética

Existen también ciertos juicios de gusto que reflejan nuestro comportamiento inmediato frente a
cosas o fenómenos más complejos que acontecen en nuestras vidas. Decimos de un paisaje, de
un rostro o de un árbol, que nos gusta o nos desagrada. Al contemplar un paisaje, una obra de
arte y, en realidad, cualquier cosa del mundo natural o artificial reaccionamos afirmando que es
hermoso, que es feo o que nos es indiferente. Como observó bien Kant, existe una facultad
independiente que no acepta reducción alguna y que aunque subjetiva es el único y auténtico
fundamento del juicio de gusto o estético. Esa facultad es privativa y personal y se distingue de
la razón en que su legislación (aunque lo pretenda) no tiene alcance universal. Lo que vale como
bello para mí puede, perfectamente, no valer como tal para otro y aquí ni la experiencia, ni la
razón, ni la autoridad tienen atribución alguna para dirimir un desacuerdo estético. Se podrá
discutir cuanto se quiera sobre gustos, pero, precisamente el hecho de que se pueda discutir
sobre gusto, es la prueba más evidente de que efectivamente existe una conciencia estética
elemental, cuyo primer movimiento es distinguir entre lo que gusta y no gusta o, si se prefiere
en un nivel ya más elaborado, entre lo que puede ser llamado bello o feo. Esta es, pues, otra
forma fundamental de conciancia, en la que no sería discreto, ni prudente, detenernos ahora
tratándose de un problema que va en otra dirección.

4. Conciencia sintiente o vital

Agrado o desagrado (no en un sentido estético, sino en un sentido vital, biológico) son dos
movimientos innegables e inevitables del hombre en tanto ser vivo. Si estoy en pleno invierno y
un rayo de sol toca mi piel, siento inmediatamente, sin mediación alguna, agrado; por el
contrario, si la escarcha hiere mi rostro, siento frío. La primera es una sensación que estimula mi
organismo, mi orden vital; la segunda, lo inhibe. La primera acrecienta y enriquece la vida; la
segunda la empobrece y tiende a aniquilarla. Esta forma de actividad de la conciencia inmediata
y primaria se diferencia cualitativamente de la fruición estética, aunque bien pudiera discutirse si
la estética tiene o no su base en la vital. El goce, placer y deleite estético implica distancia entre
el sujeto y el fenómeno, pero además requiere y ordena que el objeto de contemplación
mantenga y persevere en su integridad física o material. No hace falta la posesión del objeto
estético para que se cumpla con la fruición; muy por el contrario, el deseo de posesión no tiene
lugar alguno y más bien perturba el goce contemplativo. En tanto que la conciencia vital exige
terminantemente el contacto físico para que el goce sea consumado y muchas veces hasta la
aniquilación del objeto por el sujeto. No es lo mismo una naturaleza muerta en una pintura que
un frutero sobre la mesa. La primera es objeto estético que mantiene su integridad física y
espiritual frente al sujeto; la segunda es un objeto que sólo puede ser disfrutado cuando es
probado, ingerido y, en este sentido, aniquilado por el sujeto. Ni tampoco se confunden estas dos
formas de conciencia cuando contemplo un desnudo femenino que cuando admiro una mujer
desnuda. Aunque en este caso hay, sin duda, elementos estéticos, éstos están contaminados y
dominados por las urgencias vitales que impone el apetito o naturaleza biológica 11.

Así pues, el hombre busca la verdad (y la distingue, al menos en principio, de la falsedad) en


virtud de su conciencia racional. En este sentido, se trata de un yo racional, puro, cuya
legislación efectivamente tiene alcance universal, porque la verdad misma por principio o es
universal y absoluta o, estrictamente hablando, no es verdad. Pero persigue la bondad (o la
justicia) según un mandato de su conciencia moral, una suerte de deber íntimo que no se refiere
al mundo especulativo y teórico, sino al mundo del hacer, a la vidapráctica. Consideradas las
cosas con atención, no hay razón para temer un desacuerdo entre la conciencia racional y la
moral. Es más, en la esfera del deber ser coinciden puntualmente lo ordenado por la razón y lo
querido por la voluntad moral. Así, por ejemplo, un ideal de justicia nunca puede ser irracional,
ni mucho menos inmoral, como ocurre con una buena voluntad, una voluntad santa, como lo es
la voluntad divina. El conflicto, obviamente, puede presentarse y, de hecho, se presenta en el
mundo de los actos humanos en donde a veces no es posible determinar con claridad la
compatibilidad entre la especulación teórica y la especulación práctica.

Pero el hombre no se contenta con la búsqueda de la verdad y la bondad; también busca, según
la actividad de la conciencia estética, la belleza. En cada acto de elección de la vida cotidiana el
hombre involucra su conciencia estética porque no se lo puede pasar sin la belleza, aunque ésta
sea un horizonte que orienta, pero que nunca se alcanza. Y finalmente, como ya estableció el
pensamiento antiguo, es un hecho irrebatible que el hombre, según su conciencia vital, busca el
placer y huye del dolor. Precisamente el placer ha sido el más eficaz estímulo que la naturaleza
puso en los organismos biológicos no sólo para perpetuar la vida, sino también para enriquecerla
y hacerla valiosa a la conciencia humana12.

Naturalmente que constituye un serio problema gnoseológico estudiar las leyes estructurales que
relacionan estas diversas formas de conciencia y, por ende, estas diversas esferas de la realidad
a que da origen la conciencia humana. Hipotéticamente podría intentarse una armonía, pero
nótese que estas cuatro formas de conciencia son irreductibles y £ada una de ellas reclama sus
derechos y su primacía sobre las demás. Y es precisamente aquí donde surge el conflicto,
porque, por ejemplo, la vida estética no admite plegarse a la vida moral, ni la conciencia vital
subordinarse sin más a las exigencias racionales o morales13. En realidad si no existieran ni la
conciencia estética ni la vital, no sería menester una moral y mucho menos un derecho. Sin
naturaleza -como ha de ocurrir en el mundo angelical- no hay apetitos y la voluntad moral no
necesitaría luchar contra las inclinaciones que son, en cambio, tan fuertes en la naturaleza
humana. En el mundo de lo humano suelen ser comunes los conflictos entre estas regiones de la
realidad y de la conciencia. V. gr. puede apreciarse algo como bello, pero también como inmoral;
o algo como placentero o apetecible, pero amoral. Tratándose de la moral, lo mismo que del
derecho, hay que tener presente que no se trata tan sólo de razón teórica, sino
fundamentalmente de razón práctica.

En la historia del pensamiento la pirámide de la realidad instaurada por estas diversas formas de
conciencia ha sido estructurada de muy distinta manera. Para el racionalismo griego, que
exaltaba la vida contemplativa como la forma superior de existencia, el orden de lo moral (y de
lo estético y lo vital) se plegaba al orden racional, cuya forma concreta estaba constituida en el
orden colectivo por la polis14, y en el orden del espíritu por la cultura apolínea, con sus patrones
de orden, mesura, armonía, prudencia y sabiduría. En la concepción cristiana, en cambio, todo se
subordina al orden moral (que a su vez,claro está, depende de creencias religiosas): ciencia,
filosofía, arte y la vida misma encuentran su fundamento en un orden teleológico de tipo moral.
No por razones religiosas -que son heterónomas-, sino por razones intrínsecas o autónomas,
Kant también afirma el primado de la razón práctica sobre la razón especulativa, pues considera
que aquélla es anterior y superior a ésta, ya que lo primero en el hombre es la acción, el mundo
del hacer. Nietzsche, por el contrario, frente al orden apolíneo perfecto (la serenidad de la razón
dominadora) y frente al orden moral que hace imperar el cristianismo, postula como valor
supremo el orden de lo vital y de lo estético (lo dionisíaco) que, según él, están más acordes con
la naturaleza y con la vida, pero que griegos y cristianos han arrebatado al hombre en nombre
de lo racional o de lo moral. Al someter lo racional y lo moral a lo vital y a lo estético, es posible
un renacimiento del hombre y en consecuencia una nueva moral y un nuevo derecho, una
"transmutación" como dice él, de los valores, y el surgimiento del "superhombre"15.

II. POR QUE OBLIGA EL DERECHO

Partamos de un dato inmediato y fundamental a la conciencia: la normatividad del Derecho.


"Dato esencial, fenomenológico en el sentido más noble y fecundo de la palabra, no meramente
fáctico"16. Porque realmente el Derecho, en tanto Derecho, o es normativo o no es Derecho. Pero
entonces, ¿en qué consiste esa normatividad? Sin embargo, antes de adentrarnos en la
consideración de este problema, detengámonos un poco más en el carácter fenomenológico de la
vivencia jurídica.

Efectivamente, cualquiera sea mi idea del Derecho -ya me lo explique desde el punto de vista
normativo, desde el punto de vista sociológico, desde un punto de vista positivista o
iusnaturalista- no cabe duda de que no necesito de ninguna teoría, ni de ninguna explicación
previa para ver ("intuere") con claridad palmaria en el examen del fenómeno jurídico que se da a
mi conciencia como una realidad imponente, que la ley exige acatamiento. Más que comprender,
intuyo, que en cuanto ser moral y racional debo respetar la ley, aunque de momento no
encuentre razón alguna para ello.

Se impone también a mi conciencia como otro dato evidente e inmediato que alguna relación hay
entre mi sentimiento o ideal de justicia y corrección, mi sentimiento de temor si infrinjo la ley y
me alcanzan sus consecuencias, mi necesidad de seguridad que vislumbro el Derecho ampara y
protege, el respaldo formal que acompaña a la ley en tanto ha sido promulgada de acuerdo a
ciertos procedimientos contemplados por la propia ley y el asentimiento que la sociedad presta al
Derecho en su conjunto. Por ahora se trata simplemente de datos que contemplo intuitivamente
en mi conciencia sin un examen ulterior. Pero efectivamente si yo tomo mis propias vivencias
intencionales como objetos de investigación y les aplico la serie de procedimientos que la
estrategia fenomenológica contempla, es factible que la íntima trabazón, así como la significación
y estructura esencial de cada una de estas vivencias y de todas en su conjunto, queden
expuestas a la comprensión racional. Este y no otro sería ciertamente el plan de ataque de la
fenomenología y es esto lo que quiero intentar brevemente en adelante.

¿Por qué, pues, obliga el Derecho? Tomemos algunas de estas vagas certidumbres y tratemos de
ver cómo se dan en el plano de la conciencia. Como es bien sabido, Austin 17, por ejemplo,
considera que el Derecho consiste en una serie de órdenes respaldadas por amenazas, más o
menos como actúan las órdenes de un asaltante de bancos frente a un cajero: "Dame el dinero o
te mato". No hace falta, pienso, recurrir aquí a la diferencia entre órdenes coercitivas, propias del
Derecho Penal, y las normas que conceden facultades, como hace Hart18 para mostrar que la
esencia de la norma jurídica no puede equipararse a la naturaleza de la orden del asaltante de
bancos. Si examinamos nuestras experiencias cotidianas, relacionadas con las leyes, los
tribunales, los letrados y la policía, es evidente que todo esto inspira cierto temor en cuanto un
acto voluntario o fortuito nos puede arrastrar, muy a nuestro pesar, a una serie engorrosa y
fastidiosa de trámites y explicaciones, cuando no a sufrir ciertas penas privativas o ciertos actos
de nulidad que dejan sin efecto laboriosos esfuerzos. Pero de ahí a sostener que cumplimos con
la ley únicamente porque si no lo hacemos cae el aparato coercitivo del poder público sobre
nuestra cabeza, es llevar las cosas demasiado lejos. También es verdad que intuimos detrás del
Derecho la fuerza; fuerza graduada y proporcional, pero fuerza al fin, y que el respaldo en la
fuerza de la ley nos proporciona psicológicamente seguridad, motivo radical y razón de ser del
Derecho. Mas, con todo, ni el temor, ni la seguridad que inspira el Derecho constituyen su fin
supremo. En la mayoría de los casos cumplimos con la ley aunque sabemos perfectamente que
podemos burlarla y que no nos alcanzarán en modo alguno sus consecuencias. Por alguna razón
Sócrates cumplió la sentencia emanada de la ley, aunque la sabía claramente injusta y tuvo una
espléndida ocasión para escapar a ella mediante la huida de Atenas. Vista la cuestión desde la
experiencia personal, es evidente que la gente cumple con la ley en última instancia por fines y
valores más altos.

O la explicación correcta residirá quizá en la teoría pura del Derecho, tal como la plantea Kelsen.
Es sabido que para este pensador la obligatoriedad del Derecho nada tiene que ver, ni con la
amenaza de la fuerza, ni con la voluntad individual o colectiva del subdito de la ley. Para Kelsen
el Derecho obliga única y esencialmente en virtud de su forma, más o menos como obliga la
conclusión de un teorema matemático, toda vez que el Derecho es un sistema en el que las
normas se crean, se promulgan y se transforman en virtud de ciertos procedimientos formales de
creación y transformación. Un sistema jurídico es, pues, ordenado, coherente y sistemático. La
leyes se derivan de la constitución y obedecemos la ley porque debemos obedecer la
constitución, pero así llegamos a un estrecho difícil de atravesar si preguntamos, siempre en el
plano de lo formal en que nos pone Kelsen, ¿y por qué debemos obedecer la constitución? Su
respuesta sería "porque en la carta fundamental se manifiesta la voluntad del primer legislador".
Pero, siempre formalmente, es inevitable seguir preguntando: ¿y por qué debemos obediencia al
primer legislador? La norma de obediencia al legislador originario vendría a ser, entonces, la
condición formal que valida la obligatoriedad de las normas que a partir de ella se derivan. Esta
norma fundamental sería entonces un supuesto lógico del conocimiento jurídico, pero como
correctamente observa Millas "en lo que (Kelsen) parece no haber reparado es en que,
tratándose del Derecho, el problema de su conocimiento no es de razón teórica, sino de razón
práctica y que, por consiguiente, sus categorías no son del pensar, sino del hacer. Y porque de
eso se trata, la norma categorial sólo podría ser un último fundamento a priorí si tuviera el
carácter de un imperativo categórico, de un deber axiológico, que indudablemente no tiene. Nada
hay, en efecto, del carácter de un deber en el pensamiento 'obedece al primer legislador' " 19. Y
aunque es verdad que nos oponemos a una ley mal derivada, por ejemplo, obviamente contraria
al orden institucional, eso no explica en definitiva la esencia normativa del Derecho. Parece,
pues, evidente que tal como se da en la experiencia cotidiana, en la corriente de conciencia, el
fenómeno jurídico tiene mucho más alcance que su mera validez formal.

Otros, en fin, plantean que nos sentimos en la obligación de obedecer el Derecho porque así lo
dispuso Dios. Ciertamente, el origen y el fin de la vida están en Dios, y el fin natural del hombre
es el amor a Dios. Y como Dios, supremo creador, ha querido la mejor de las vidas para el
hombre, entregó también a éste el Derecho para que con él lleve una vida armónica, en paz y en
orden20. Es verdad que en la fundamentación del Derecho hay importantes elementos de justicia
divina, pero, por lo pronto, la experiencia fenomenológica no muestra que esa sea la causa por la
cual los hombres obedecen la ley. Eso explica o podría explicar la existencia del Derecho, pero no
explica la normatividad de la ley. El sentimiento profundo que emana de la conciencia moral y
que nos obliga a acatar la ley no se sigue fenomenológicamente de nuestro temor a Dios,
especialmente cuando no se trata de un acto ético, sino de uno jurídico. Así como el primer
descubrimiento cartesiano es enteramente fenomenológico ("pienso, existo"), no lo es el
segundo, "Dios existe"; este último evidentemente es una deducción. Lo mismo ocurre con "debo
respetar el Derecho, porque emana de Dios". Esto último, aunque es verdad, no es, en cambio,
un hallazgo fenomenológico. No es una verdad de evidencia intuitiva, sino de evidencia
deductiva.

En cambio se impone también en mí, en tanto vivencia, como un dato palmario que hay una
necesaria relación entre la ley y mi sentimiento o ideal de justicia y corrección. Esto lo capto
intuitivamente en mi vivencia intencional como un aspecto esencial del fenómeno jurídico, y
desde mi experiencia y con la autoridad que me da la ideación, postulo con certeza que esa
experiencia en la que aprehendo el fenómeno jurídico en su ser (es decir, en su fundamental
dimensión ontológica), no es sólo mía, sino universalmente válida para cualquier ser racional
posible. En una primera aproximación -en la mera vivencia del fenómeno- no podría dar cuenta
aún con precisión en qué consiste esto que llamo "justicia"; no me es posible ofrecer una
definición y quizá como sostiene Kelsen se trata tan sólo de un sentimiento irracional e
inabordable. Pero aunque así fuere en principio, no me cabe duda que yo vivencio intuitivamente
lo justo y lo injusto y aunque no logre comprenderlo del todo, sí sé que se trata de un valor, y
que en tanto tal es bueno, simplemente, porque es bueno y como tal impone su majestad ante
mi conciencia, y a partir de este fundamento juzgo con certeza intuitiva que ninguna ley puede
ser tal (buena ley) si no se atiene o se funda a su vez en ese valor que yo vivencio como justo y
llamo justicia21.

Ni siquiera los juristas positivistas niegan que el Derecho debe responder a un ideal de justicia.
Lo que sí niegan es que este ideal de justicia pueda ser objeto positivo de la ciencia jurídica que
no puede tratar de él por no ser abordable racionalmente. Aquellos, en, cambio, que consideran
al Derecho como íntimamente vinculado a la moral (o ética) ven la esencia del Derecho
precisamente en la justicia. Legaz y Lacambra sostiene por ejemplo: "Resulta así la siguiente
importantísima consecuencia: no sólo para que el Derecho 'deba ser aplicado', sino, ante todo,
para que el Derecho 'sea' como tal -es decir, para que sea aceptado como forma de vida social
de un pueblo- ha de coincidir con un ideal de justicia". Y agrega: "Pero una cosa es evidente: un
Derecho que pugne abiertamente con el ideal de justicia vigente en la comunidad a la cual se
aplica, no será aceptado por ésta; por consiguiente, no alcanzará efectiva vigencia; y si la
sociedad lo repugna, es evidente que tampoco alcanzará un grado suficiente de aplicación
judicial"22.

Esta postura, compartida por numerosos tratadistas, aunque por diversas razones, constituye
una evidencia fenomenológica que nos obliga a ver en el Derecho un sistema normativo de razón
pura, práctica que en una sociedad rige las relaciones externas de los hombres sobre la base de
su aceptación generalizada, en cuanto traduce un conjunto de valores queridos por esa
comunidad. Y aunque no existe norma positiva alguna que asevere que el Derecho es un bien
moral, es precisamente, en base a este fundamento extra jurídico, que el Derecho se levanta
como sistema jurídico querido y acatado por el querer general y en el cual se puede confiar
razonablemente.

Contrariamente, pues, a algo que puedan pensar los fundadores y seguidores de la "escuela legal
vienesa", o los positivistas, el fundamento del Derecho, como sistema de ordenamiento jurídico,
no puede estar en el sistema mismo.

III. EL FUNDAMENTO DEL DERECHO ES EXTRAJURICO

Son razones de orden ético y moral las que constituyen el fundamento del Derecho. Entendemos
claramente, sin embargo, que las esferas del Derecho, de la moral y de lo social son totalmente
independientes. Hace ya tiempo que Kant, Hegel y la escuela de jurisprudencia inglesa de
Bentham, Austin y Hart han demostrado esto, lo cual ha sido,por cierto, de enorme importancia,
pues ha impedido involucrar factores espurios en el estudio del fenómeno jurídico. Pero esto no
quiere decir que no haya estrechas relaciones entre, por ejemplo, lo moral y lo jurídico. Las hay
y muy importantes, y las hay de razón de fundamento. Precisamente, el fundamento puede estar
fuera del sistema, justamente como su causa lógica o su causa eficiente, pero sin estar
materialmente en el efecto, aunque el efecto no pueda sino funcionar con relación a aquélla. Así,
por ejemplo, los principios lógicos del pensar racional no forman parte explícita de la geometría
euclidiana o de la teoría de conjuntos, pero ni aquélla ni ésta podrían constituirse ontológica y
racionalmente, sino en atención a aquellos principios fundacionales que exigen ser respetados
constantemente. Una breve infracción a cualquiera de estos principios puede dar al traste con la
teoría completa, por eso los constructores de sistemas formales se cuidan muchísimo de no caer
en contradicción. Una breve digresión -útil para nuestros propósitos- pondrá más en claro lo que
quiero mostrar. Como se sabe, en 1931 el lógico y matemático vienes.Kurt Godel demostró (en
el sentido que "demostrar" tiene en la teoría de la deducción) que dado un sistema L, siempre
encontraremos en L un principio o teorema t que no es decidible en L; para decidirlo es necesario
recurrir a un sistema L', pero en éste a su vez aparecerá t' que tampoco es decidible en L', y así
"ad infinitum". Hasta entonces la escuela de Hilbert creyó que era posible llevar a cabo el
programa completo de axiomatización de la matemática. Gódel echó por tierra para siempre esa
pretensión y toda otra análoga.

Pues bien, ocurre que para Kelsen, para tomar un caso paradigmático, la ciencia jurídica es una
teoría pura, normativa, independiente de todo hecho extrajurídico y sus leyes son puras,
análogas a las idealidades o esencias. Este extremo formalismo que pretende ser decidible y
completo choca con el principio de Gódel, desde el punto de vista formal -porque no es posible
explicar la normatividad del Derecho desde el Derecho mismo- y nos obliga lógica y
gnoseológicamente a buscar fuera del Derecho el fundamento de éste.

La certera intuición (fenomenológica) de variados autores confirma plenamente esta


imposibilidad de principio que enfrentan todos aquellos que se niegan a buscar un fundamento
extrajurídico para el Derecho. Ciertamente que las direcciones de esta búsqueda son diferentes.
Unos las buscan en un orden divino, otros en un orden natural, otros en un orden social o
meramente racional.

Radbruch dice al respecto: "La ciencia del Derecho tiene que volverse de nuevo a lo que
constituye la milenaria sabiduría común de la Antigüedad, de la Edad Media Cristiana y de la
época de la Ilustración: que se da un Derecho superior a la ley, un Derecho natural, un Derecho
divino, un Derecho racional, en una palabra, un Derecho supralegal..." 23. Coincidiendo con él,
Alegría señala: "La fundamentación del Derecho sólo puede lograrse mediante su referencia a un
orden ético de justicia, fundada en esenciales relaciones ónticas, que tienen su última razón de
ser en Dios"24.

Entre nosotros, Millas ha sostenido que el Derecho no puede fundar su propio deber ser. "Las
normas jurídicas -escribe- tomadas aisladamente o en especies institucionales, deben ser, en
tanto y en cuanto otras normas jurídicas operan imputativamente si se violan las primeras. Pero
cuando se considera la totalidad de un orden jurídico, su deber ser no supone ya normas
sancionadoras, pues tomado el orden in toto, no hay ya otras normas jurídicas. Nos encontramos
fuera del sistema (subrayado mío): su deber ser tiene un sentido trascendente y apunta a un
valor. El Derecho obliga porque es un bien: la norma categorial se sostiene por un imperativo
axiológico"25.

Por donde quiera que se mire, si nos atenemos a los datos primeros, puros y directos que
advienen la conciencia, tenemos que reconocer que el Derecho nos obliga y nos mueve a respeto
y acatamiento, porque de algún modo -aunque no sepamos a ciencia cierta cómo ocurre esto-
encarna y representa un ideal de justicia. Y aunque algunos relativistas pudieren negarlo, me
parece a mí también que es un hecho cierto que en la conciencia moral hay un tribunal que vigila
atentamente ("sindéresis", "scintilla conscientiae"), que nos muestra el bien (actos buenos) y nos
aleja del mal (actos malos); de modo que cuando la conciencia actúa -en lo que puede
equivocarse, pero ese es otro problema26- ve el bien, siente la obligación de ir a él y cuando va él
actúa con justicia y cuando actúa contra él, actúa injustamente. Todos percibimos en nuestra
conciencia con claridad intuitiva esta realidad que, ciertamente, nos cuesta muchísimo
racionalizar y expresar. Sin este fondo de conciencia moral, el Derecho jamás alcanzaría el alto
grado de legitimidad y aceptación que tiene en la sociedad y en la naturaleza humana. Otra cosa
es -y muy distinta- que algunos sistemas jurídicos o leyes específicas tiendan a violentar
(apoyadas únicamente en la autoridad del legislador, la fuerza o el mero capricho) este ideal de
justicia, lo atropellen o incluso lo conculquen. Pero ni siquiera en una comunidad de puros
hombres malos está ausente la justicia; incluso en la Cueva de Alí Baba está presente la justicia,
aunque esté totalmente transgredida por la arbitrariedad de las normas positivas que ahí
imperan por la fuerza.

Estas mismas ideas quedan, sin duda, mejor recogidas en las palabras de Legaz y Lacambra
cuando escribe: "Ya sabemos que sin la justicia no es posible definir el Derecho. La justicia es un
horizonte en el paisaje del Derecho, horizonte que pertenece al paisaje sin ser el paisaje mismo,
pero el paisaje no sólo tiene horizonte, sino que está en el horizonte, sin confundirse, empero
con él; el horizonte es el límite para el paisaje y gracias al horizonte podemos, propiamente,
hablar del paisaje, distinguir los objetos y establecer las perspectivas" 27. De modo que toda
forma de Derecho, toda legislación, aplicación y administración de la ley está constantemente
referida a ese valor supremo que es la justicia. Y así como el matemático o el físico se cuidan
muchísimo de respetar la lógica para poder construir, comprender y resolver toda cuestión que
surja dentro del sistema -aunque la lógica misma es, siguiendo la metáfora de Legaz y
Lacambra, el horizonte-, así también sin sujeción a la justicia no hay ni auténtica ley, ni
verdadera sentencia; en una palabra, no hay Derecho.

Un examen cuidadoso del Derecho desde un ángulo fenomenológico revela, en consecuencia, que
la razón más profunda de la obligatoriedad del Derecho hay que buscarla en el fondo de la
corriente de conciencia. Es la conciencia moral y la conciencia racional la causa primera o
fundamento último de la normatividad jurídica. Ciertamente que la norma jurídica es imperativa
en cuanto es fruto de la voluntad del legislador, pero de una voluntad que se asienta en la
conciencia moral y en la racional al mismo tiempo. No es posible pensar una norma al margen de
la racionalidad, pues -como bien vio Kant- sólo lo que* es racional puede ser imperativo. La
conciencia moral obliga, pero la fuerza de su obligatoriedad encuentra apoyo y fundamento en la
razón. Lo que es justo y bueno tiene necesariamente que ser racional. Y por eso tiene sentido
hablar de un fundamento natural o divino del Derecho, porque solamente en Dios coinciden
plenamente la bondad, la justicia y la racionalidad, que son los supremos valores a que puede
aspirar la persona y la sociedad. No hay, pues, disonancia alguna entre lo moral y lo racional;
por el contrario, en el Derecho natural coinciden plenamente y esta coincidencia no debiera
perderse nunca en el Derecho positivo.

Lo moral y lo racional son formas puras y a priori de la condición humana. De ahí entonces que el
hombre tenga, en principio, la capacidad de representarse leyes universales de validez absoluta y
que, por consiguiente, puedan aplicarse a todo caso. Si no fuera la conciencia capaz de esta
tarea sería imposible inscribir cada caso particular en un esquema general. La racionalidad y la
moralidad, pues, son la garantía de la comprensión de toda conducta humana efectiva o
presunta y de todo posible sistema de ordenamiento jurídico.

Es razonable, entonces, el planteamiento hegeliano de acuerdo al cual, cuando es aplastada la


moralidad (Moralitáf) por una eticidad (Sittlischkeif) o moralidad social objetiva impuesta por el
poder o la ley arbitraria -por tanto, contraria a la libertad subjetiva y objetiva-, aparece la
búsqueda legítima hacia lo interior, para determinar desde sí mismo lo que es justo y bueno e
intentar cambiar el orden jurídico imperante28. Si ocurre que la libertad pública queda bloqueada
o gravemente conculcada cuando el Derecho, o mejor dicho el sistema jurídico imperante en una
sociedad, no está en consonancia con la conciencia moral y la conciencia racional, los hombres
con responsabilidad intelectual y moral sienten amagado el más fundamental de sus derechos: el
derecho a que las leyes promulgadas por el legislador y las sentencias dictadas por los tribunales
estén no sólo en consonancia con el orden jurídico imperante, sino fundamentalmente con la
justicia. Porque como demuestra la reflexión fenomenológica, en la intimidad de la conciencia
humana hay un tribunal que, más allá de todo interés personal y de toda presión o
determinación externa, distingue entre lo que es bueno y lo que no lo es, o, si se quiere, entre lo
que se acerca más a lo bueno y lo justo y lo que se mantiene distante.

No basta, pues, con que el comportamiento público de los subditos de un Estado sea clasificado
en legal o ilegal -de acuerdo al orden jurídico imperante- por la autoridad y aun por los
tribunales. Lo óptimo sería que todo hombre, que toda comunidad política, supiera y sintiera que,
objetivamente, la ley que lo protege y obliga no sólo estará en consonancia con lo que es justo y
bueno según la ley, sino fundamentalmente con lo que es justo y bueno según la conciencia
moral. Y es precisamente el Derecho quien debe cautelar que en una comunidad civil la ley esté
en consonancia con la justicia. El Derecho es, entonces, un medio noble en el orden práctico para
acceder a los más elevados fines de la ciudad y de los hombres: la justicia, la verdad y la paz.
Solamente si el Estado es capaz de garantizar estos valores mediante el Derecho, se puede
hablar de una sociedad moral, ética y socialmente bien constituida.

Si es así, la gran mayoría intentará preservar el orden jurídico instaurado por el Derecho y esta
será la mejor garantía de su aceptación plena y generalizada. Si esto no es así, el Derecho será
continuamente violado y el poder público para impedir este quebrantamiento se verá obligado a
aplicar más fuerza para lograr su acatamiento.

Volviendo, pues, a nuestra pregunta inicial ¿por qué obliga el Derecho?, podemos responder: el
Derecho obliga en cuanto es él mismo un valor axiológico. Es decir, el Derecho no es bueno
porque es Derecho, sino que es Derecho porque es bueno. Debemos, pues, acatamiento al
Derecho porque el Derecho es un bien moral y ético. Esto significa, además, que el fundamento
último del Derecho está en una esfera ajena al Derecho, la esfera de lo axiológico, fundada a su
vez en la conciencia racional y en la libertad.

NOTAS
1
El término "fenómeno" tiene una larga historia en filosofía. Pero aquí nos interesa en la
acepción que a partir de Husserl adquiere, esto es, lo que aparece y se manifiesta a la conciencia
en lo que es y cómo es, es decir, en sí mismo, en tanto revelación de esencias.

2
HUSSERL considera el hallazgo cartesiano "pienso, existo" como genuinamente fenómeno-
lógico. Cfr. ANDRÉ DARTIGUES. La Fenomenología, p. 22. Editorial Herder, Barcelona, 1981.

3
Cfr. R. DESCARTES. Meditaciones Metafísicas (M,II,9). Juan de Dios Vial (Ed.), Edit.
Universitaria, Santiago, 1974.

4
Cfr. EDMUND HUSSERL, especialmente Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía
fenomenológica. Parág. 84, F.C.E., México, D.F., 1949. También Die Idee der Phanomenologie.
Fünf Vorlessungen. The Hague, 1950.

5
Las significaciones, que constituyen el núcleo de las vivencias intencionales, no tienen,
obviamente, ingrediente alguno de subjetividad. Basta una experiencia para que, bien analizada,
revele al fenomenólogo la esencia ("eidos") del fenómeno bajo consideración (Cfr. E. HUSSERL.
Investigaciones Lógicas, Vol. 1, especialmente "Investigación primera: expresión y significación".
Alianza Editorial, Madrid, 1982). Recuérdese que el fenomenólogo rechaza tanto la deducción
como la inducción. Frente a ellas propone la intuición eidética que -como anota Sartre- es el tipo
de reflexión que usa el fenomenólogo. "Esta procura captar las esencias. Es decir, que empieza
colocándose de un golpe en el terreno de lo universal". Lo imaginario, p. 36. Losada, Buenos
Aires, 3a. ed., 1976.

No hay que confundir el estricto sentido de intuición fenomenológica con otros conceptos
vulgares de intuición que circulan por ahí. Creo que este es el error que comete Mario Bunge (tan
excelente en teoría de la ciencia) cuando analiza este fenómeno en Intuición y razón. Edit.
Tecnos, Madrid, 1986.

En cambio, es muy claro y riguroso el estudio que Jorge Millas dedica al problema de la intuición
en la Idea de la Filosofía. El conocimiento, Vol. II, Cap. III, "Los momentos intuitivos del
conocimiento". Edit. Universitaria, Santiago, 1969.

6
Cfr. J.L. AUSTIN. How to do Things with Words. The Clarendon Press Oxford, 1962.

7
Cfr. Junto a la obra recién citada es fundamental la obra de JOHN SEARLE, Speech Acts. An
Essay in the Philosophy of Language. Cambridge at the Univ. Press, Cambridge, 1969.

8
Naturalmente,reconocemos los fenómenos del inconsciente, pero sólo sabemos de ellos
precisamente cuando llegan a ser conscientes.

9
No confundir "sintiente" (que es el termino que uso aquí) con "sentiente", que es el termino que
el gran pensador Zubiri acuñó para expresar la compleja situación del "animal de realidades",
que es el hombre. "Sintiente" denota lo que se siente en las sensaciones primarias y casi
biológicas de placer y dolor, alejadas cualitativamente del "placer" estético (propiamente
"fruición") y del "dolor" moral (propiamente "pesar").

10
"¿Qué es eso de la Filosofía?". Conferencia pronunciada por Martin Heidegger en Cerisy-la-
Salle, Normandía, agosto 1955. Instituto Filosofía, Universidad Austral de Chile.

11
Probablemente hay más afinidad entre la conciencia estética y la vital y entre la moral y la
racional, que entre estos dos bloques. No obstante, la conciencia racional y la estética son
contemplativas, mientras que la moral y la vital mueven a la acción. Ante una injusticia flagrante
surge el ánimo de "hacer algo", lo mismo que ante un objeto de apetencia.

12
En el hombre el "instinto" es más bien impulso, porque puede hacerse objeto de reflexión
racional y moral. Precisamente lo moral neutraliza lo instintivo, aunque, obviamente, no lo hace
desaparecer.

13
Los constantes conflictos entre el arte y la sensibilidad moral (o la hipocresía moral
representada siempre por un importante segmento de la sociedad) así lo atestiguan.

14
Cfr. por ejemplo La República de Platón y la Etica Nicomaquea de Aristóteles.

15
Cfr. F. NIETZSCHE.El nacimiento de la tragedia. Alianza Editorial, 6a-ed., Madrid, 1981, y La
voluntad de Poder, Aguilar Argentina S.A., Buenos Aires, 1967.

16
JOSÉ MARÍA DIEZ ALEGRÍA. Etica, Derecho e Historia, p. 17. Edit. Razón y Fe S.A., Madrid,
1963.

17
Cfr. JOHN AUSTIN. The Province of Jurisprudence Determined. Library of Ideas, London, 1954.

18
Cfr. H.L.A. HART. Derecho y moral. Contribuciones a su análisis. Edic. Depalma, Buenos Aires,
1962, y H.L.A. Hart y el concepto de Derecho (Número monográfico). Revista de Ciencias
Sociales, Fac. de Cs. Jurídicas, Económicas y Sociales (Agustín Squella ed.). Universidad de
Valparaíso, 1986.

19
Cfr. JORGE MILLAS. "Sobre los fundamentos reales del orden lógico formal del Derecho", en
Revista de Filosofía, Sumario del N° 3, pp. 71-72. Universidad de Chile, Santiago, 1956.

20
El primer iusnaturalista occidental parece haber sido Hesíodo, quien en los albores del
pensamiento occidental ya intuyó claramente una intrínseca relación entre Derecho, justicia y
divinidad. En efecto, en Los trabajos y los días se puede leer: " ¡Oh, Perses! Retén en tu ánimo
esta advertencia: escucha la justicia y olvida la violencia. He aquí la ley que Zeus ha prescrito
para los hombres: que los peces, las fieras, las aves de rapiña se devoren entre sí, puesto que
entre ellos no existe el Derecho, pero que éste viva entre los hombres, porque es para ellos el
mejor de los dones que han recibido de Zeus". Ed. Iberia, Madrid, 1965.

21
Cfr. "What is Justice? Justice, Law and Politics", in The Mirror of Science. Univ. of California
Press, Berkeley, 1960, y Teoría pura del Derecho. EUDEBA, Buenos Aires, 1970 (9a- ed.).

22
LUIS LEGAS y LACAMBRA. Introducción a la ciencia del Derecho, p. 148. Edit. Bosch,
Barcelona, 1943.

23
Cf. "Die Erneuerung des Rechts" en Die Wandlung, 2, p. 9, 1947.

24
Opuscit.,?. 27

25
Opus cit., p. 74.

26
Cfr. REGÍS JOLIVET. Tratado de Filosofía Moral. Art. III, pp. 159 y ss. Ediciones Carlos Lohlé,
1959.

27
Opus cit., p. 414.

"La referencia a la justicia aparece como algo inevitable al hablar de Derecho. Se manifiesta así,
aunque sea de modo negativo e indirecto, una mínima orientación de la justicia: ésta puede ser
lo contrario, o al menos algo diferente, de la mera voluntad del más fuerte", sostiene asimismo
ELIAS DÍAZ. Sociología y Filosofía del Derecho, p. 49. Taurus, Madrid, 1980.

Cfr. igualmente "Posibilidad y límites de los juicios de justicia" de AGUSTÍN SQUELLA, en Anuario
de Filosofía jurídica y social, 1984 (Estudios en memoria de Jorge Millas). Sociedad Chilena de
Filosofía Jurídica y Social. Cfr. también -con un carácter más didáctico, pero muy claro-
Materiales para el estudio del fenómeno jurídico, de ANDRÉS CÚNEO, Manuales Jurídicos N° 64.
Edit. Jurídica de Chile, Santiago, 1974.

28
GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL expone sus célebres ideas sobre el Derecho en su
Filosofía del Derecho, cuya versión inglesa aquí consultada es The Philosophy of Righi. The
Philosophy ofHistory. William Benton, Publisher. Enciclopedia Británica, Inc. Chicago, London,
Toronto, 1952.

© 2011 • Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Austral de Chile


Teléfono: 56 63 221567 • Fax: 56 63 221942 • Casilla 567 • Campus Isla Teja S/N • Valdivia • Chile
E-mail: revider@uach.cl

http://mingaonline.uach.cl/scielo.php?pid=S0718-09501990000100002&script=sci_arttext

You might also like