You are on page 1of 103

Luz*

A unque no solía hacerlo, adoraba conducir de noche. Y si era por carreteras solitarias,
mucho mejor. Era una de las cosas en el mundo que más le gustaba hacer: sentir la
inmensa soledad de los caminos rurales, avanzar en medio de un aparente y profundo
vacío, mitigado tan solo por la leve claridad de las luces cortas de su automóvil, recrearse en la
total ausencia de un paisaje, así como de coches, camiones, autobuses y otras molestias propias de
las horas diurnas… todo ello le producía una extraña y placentera sensación que nadie parecía
comprender. De hecho, no llevaba ni diez minutos circulando por el camino que unía su pueblo
con la cima de un monte cercano y ya había oído otros tantos reproches por parte de Claudia, su
novia.
–Deberíamos ir volviendo, en la radio han dicho que podría nevar.
–Bah, chorradas. Mira – dijo él, señalando el indicador de temperatura del salpicadero–, el
termómetro marca siete grados. Tendría que cambiar mucho para que caiga nieve. Igual llueve,
aunque yo no creo que dé ni para eso. Las nubes que hemos visto por la tarde eran muy finas.
Pequeñas conversaciones como esta se iban repitiendo en intervalos cada vez más cortos, a
medida que la temperatura parecía ir descendiendo de forma lenta, pero inmisericorde, y las
primeras gotas de una fina y persistente llovizna comenzaban a caer sobre el parabrisas del recién
estrenado vehículo.
Gabriel estaba, sin embargo, encantado. Le daba la impresión de que estaba viviendo una
situación “de peligro”. Quienes realmente hallan visto en alguna ocasión que sus vidas corren
auténtico riesgo se hubieran reído o indignado de ese supuesto peligro que la pareja corría en la
actualidad. Pero para alguien cuya vida transcurría en la más absoluta de las tranquilidades, la
posibilidad de fingir una pequeña aventurilla al volante, o, al menos, la de pensar que “podría
ocurrir algo excitante en cualquier momento” resultaba de lo más atractiva. Pero Claudia no
estaba de acuerdo. De hecho, el asunto no le hacía ninguna, ninguna gracia. Y cuando cogieron el
desvío que unía el viejo monasterio del siglo XI con la carretera de montaña propiamente dicha,

*
Escrito en agosto de 2001

1
una vaga sensación, ya no de peligro real, sino de auténtico terror supersticioso, tuvo un efecto
en la chica que su novio agradeció: la hizo enmudecer.
El monte en que penetraban se alza majestuosamente, junto con otros de menor altura, en
medio de la comarca que lleva su nombre. Dicha comarca se halla prácticamente despoblada en
invierno, exceptuando su capital, T…, que supera los once mil habitantes, pero carece del encanto
de los pequeños pueblos situados a su alrededor. Desde que sus primeros pobladores se
instalaran en las faldas de esta montaña, atraídos por las riquezas minerales que éstas cobijaban,
numerosas leyendas han circulado, referentes a los trasgos, gnomos, hadas, y otros seres
fantásticos que pueblan sus bosques. Esas leyendas han hecho de este un monte misterioso y
fantástico, no tan acosado por el turismo como otras zonas de nuestro país, pero tampoco sumido
en el lamentable estado de abandono en el que se encuentran muchas de las más bellas zonas del
interior.
Aquella gigantesca mole de piedra “devora” literalmente el sol al caer la tarde, y el azul
verdoso de sus bosques, el gris plateado de las alturas superiores, así como el blanco brillante de
las nieves invernales, se transforman cada noche en una enorme sombra, un cono siniestro que
sobrecoge al observador sensible, al turista despistado y hasta el último de los lugareños. Ninguno
de ellos puede sustraerse a su misteriosa, a su terrible atracción.
La cuestión es que la temeraria pareja ya se estaba internando en una zona con limitación de
velocidad de cincuenta kilómetros por hora, no muy empinada, pero sinuosa y en constante
ascenso, el cual contrastaba con el ya citado y progresivo descenso de la temperatura. El flamante
sistema de medición indicaba tan solo cuatro grados y medio.
–Aún no es mucho frío, no nevará. Además, llevamos cadenas. –Gabriel hablaba más para
convencerse a sí mismo que por otra cosa. No iba a convencer a Claudia, y menos con semejantes
comentarios.
–¡Cadenas! –dijo, saliendo de su ensimismamiento– Me habías dicho que si se ponía de
nevar daríamos la vuelta. ¡Mira, mira el termómetro! ¡Cuatro grados!
–Sólo nieva por debajo de los cero grados.
–Ya lo sé ¿Te crees que soy tonta o qué? Pero aún no hemos empezado casi a subir.
Además, aunque no nos nieve, está lloviendo cada vez más.
En esto, el coche seguía avanzando; ya no podían distinguirse las luces del pueblo más
cercano porque la masa forestal, que empezaba a hacerse cada vez más tupida, las ocultaba, como
si quisiera que nuestros amigos sintieran lo que, por lo menos uno de ellos, quería sentir: que
estaban solos.
–Vamos a volver, por favor –Claudia recurrió a su arma favorita, aquella con la que siempre
obtenía el efecto deseado, con la que nunca fallaba, con la que Gabriel se derretía. Ponía voz de
niña pequeña y se hacía la mimosa. Le pedía las cosas como una niña consentida se las pediría a
un padre indulgente… y las conseguía. No se le podía reprochar dicha práctica, ya que él hacía lo
mismo cuando algo le interesaba.
Y claro, él no era de piedra. Empezó a pensárselo, que ya era algo. Realmente, no iban a
ningún sitio. Iban a permanecer de vacaciones por esa zona por lo menos dos semanas más y
quizá no fuera ésta la noche idónea. Pero ¿habría alguna noche idónea? Seguramente no. A estas
alturas del año –era noviembre– el tiempo sólo empeora, las noches alargan, la cota de nieve baja,
y caminos rurales como el que estaban recorriendo en este momento se vuelven impracticables,
por mucho coche nuevo de que se disponga. Y mientras seguía pensándoselo el coche seguía
subiendo, la ladera se iba empinando, y la lluvia iba espesando.
–Está bien, en cuanto pueda, daremos la vuelta.
–¿De verdad?
– ¿No acabo de decirlo? –le fastidiaba extraordinariamente volver, y se le notaba– Un poco
más arriba podremos retroceder, se hace un pequeño hueco en el lado derecho de la calzada, y allí
se puede maniobrar. De momento no se puede.
–Menos mal.

2
II

–¿No te lo habrás pasado de largo?


–No, no jodas, lo que pasa es que vamos muy despacio. Me parece que es pasada esa curva.
Pero pasada la curva no había suficiente espacio para dar la vuelta con garantías. La calzada
era estrecha, el arcén inexistente, y si bien a su izquierda el terreno ascendía vertiginosamente, a
su derecha les esperaba un abrupto terraplén que prometía una buena caída. Había que seguir
hacia delante. Ya sólo había dos grados y medio.
–¿Qué ha sido eso?
–No lo sé, se ha oído detrás. Baja la música.
–Parecía un árbol cayendo, ¿no? –No había bajado la música, la había quitado. Gabriel
detuvo el coche. Permanecieron en silencio unos segundos, como esperando que el sonido se
repitiese. No se repitió. El silencio era total. Ni siquiera se oía ya el golpeteo de la lluvia contra el
coche. Ya no llovía, estaba nevando.
–¿No podrías intentar dar la vuelta aquí?
–Espera, no me atrevo a intentarlo aquí, no veo nada y sería peligroso.
–¿Y cómo ibas a ver algo si es de noche?! –estaba realmente nerviosa, esa sensación de
vago terror volvía por momentos– Seguro que ya no le ves tanto encanto: “Vamos a dar una
vuelta con el coche, ya verás que chulo” –imitaba su voz, bueno, la parodiaba. Además de
nerviosa estaba enfadada– Está nevando ¿lo ves? Está nevando mucho.
El coche volvió a echar a andar. La cosa ya no era tan atractiva, pensó Gabriel, pero
tampoco había para tanto. En cuanto empezaran a descender, la nieve volvería convertirse en
lluvia, accederían a la vía principal, regresarían a casa sin problemas, cenarían, con un poco de
suerte harían el amor –bueno, quizá hoy no– y mañana se reirían de lo pardillos que habían sido
por tener miedo en una situación como ésta. Porque él también tenía miedo. Estaba aterrado.
Pasaban los minutos y nadie decía nada. La curva mágica en que se podía dar la vuelta no
aparecía por ninguna parte.
–Tú también lo sientes, ¿verdad? –la voz de Claudia sonaba lejana, como si la atmósfera
interior del coche se hubiera espesado de tal modo que impidiera el normal tránsito de las ondas
sonoras– tienes tanto miedo como yo.
–No.
–Entonces ¿qué te pasa? Y no me digas que no te pasa nada, porque estás temblando.
–Tengo frío.
–¿Sí? Pues estás sudando.
–Oye, déjalo ya. Si estás asustada, tú sabrás por qué. Yo no tengo miedo. Sólo estoy…
nervioso.
–Ya. ¿Puedo poner la radio? No me apetece escuchar música otra vez. –mientras
preguntaba encendía la radio, igual le hubiera dado que se le denegase el permiso. Ella sólo quería
oír la voz de alguien hablando, ya que Gabriel no estaba por la labor. Se hubiera conformado
incluso con José María García. Claro que, a esas horas ya había acabado su programa, porque
eran… ¡las dos!
Pero no había radio. Sólo interferencias. Bueno, interferencias y algo más. ¿Qué era aquello
que podía oírse, como de fondo? ¿Risas? ¿Llantos? El coche dio un frenazo, un frenazo mucho
más brusco de lo que las normas de la prudencia recomiendan en una situación como aquella.
Gabriel apagó la radio.
–¿Qué coño era eso?! –estaba muy pálido, ojeroso y sudaba a mares. Esas voces parecían
salir del mismo infierno.
De pronto oyeron otro ruido, esta vez delante de ellos. Con una temeridad impropia de los
animales salvajes, acostumbrados a huir del hombre, una pequeña cría de corzo, o ciervo, o algo
así se había quedado plantada en mitad de la calzada, como si no tuviera otra cosa mejor que
hacer que salir a mirar a una pobre pareja, encerrada en su coche, asustada de Dios sabe qué.
Durante unos segundos les estuvo observando, hasta que se le unió su madre, y luego se
3
marcharon, madre y cría, por el flanco derecho de la carretera. A pesar de la escasez de luz,
pudieron ver como el animalillo y su madre seguían caminando a su misma altura, una vez
superado el tramo de asfalto, por lo menos un par de metros más, quizá tres. A continuación
reanudaron su descenso por el bosque.
–¡Hombre, por fin! –el cambio en el semblante de ambos ante esta novedad fue fulminante,
especialmente el de Gabriel– Allí hay un buen trozo de tierra. Ya podemos cambiar de sentido.
Baja a indicarme.
Darle la vuelta al coche no presentó excesivas complicaciones, al menos en lo que a la
maniobra se refiere. Claudia resbaló en un par de ocasiones y estuvo a punto de caer por la
empinada ladera, donde a buen seguro se habría roto algún hueso. Pero no se cayó, tenía un buen
sentido del equilibrio, amen de ese miedo que se le había metido en el cuerpo desde que se
metieran en el bosque y que aún no le había abandonado. Fue ese miedo el que le hizo cerciorarse
de que todo lo que le rodeaba estaba en perfecta calma. Miraba a su alrededor como esperando la
salida de entre las ramas de algún ser fantástico, como aquellos sobre los que había leído, cuando
era pequeña, en la nutrida biblioteca de sus padres. Árboles dotados de vida propia, espíritus del
bosque, demonios, duendes, el Wendigo… ¡Qué tontería! El Wendigo es una leyenda
norteamericana. ¿Qué pintaba el Wendigo en un bosque del Nordeste de la Península Ibérica?
Por supuesto, ninguna de estas criaturas salió a darle la bienvenida, y en cuanto el coche
estuvo en posición de descenso, también bajó Gabriel, juntos pusieron las cadenas (lo cual les
llevó un buen rato) y se besaron aliviados. Subieron al coche y se pusieron en marcha.

III

Cuando recorremos un sendero desconocido, suele parecernos que la ida es muchísimo más
larga que la vuelta. De hecho, el camino de regreso de lo que nos ha parecido una caminata eterna
suele concluir con un “Anda, ¿ya hemos llegado?” bastante expresivo, que suele aunar la
satisfacción de haber vuelto sin problemas y la ligera decepción que supone el darnos cuenta de
que no nos habíamos ido tan lejos como nos había parecido. A nuestros amigos les ocurrió
justamente el contrario cuando acometieron el descenso del monte encantado, pasadas las dos y
media de la madrugada, y en medio de una nevada de intensidad casi desconocida en esa época
del año.
Sin embargo, estaban sonrientes. Charlaban despreocupadamente de lo tontos que habían
sido. Compartieron los miedos que habían padecido tan sólo cinco minutos atrás como si les
hubieran asaltado hace semanas en medio de vulgares pesadillas sin importancia. Comentaron por
primera vez todos esos hechos sobrenaturales que se asocian con estos bosques desde que el
hombre los habita y se rieron de ellos, como queriendo espantar las terroríficas imágenes que les
sugerían y que, pese a sus sonrisas aún permanecían en sus cerebros y en sus corazones. Pero
ambos pensaban que el mejor modo de evitar el miedo que les sobrecogía era ignorarlo
deliberadamente, fingir que todo iba bien, que en el bosque sólo hay corzos, liebres, jabalíes y
otras especies, pero que en modo alguno alberga entidades malignas, demonios ponzoñosos y
demás horrores. Nada de eso era verdad. La única realidad era que estaban a punto de llegar a
casa, a la seguridad de su hogar y el calor de la chimenea.
–Hostia ¡frena, frenaaa!
Afortunadamente, el coche nuevo respondía muy bien en estas eventualidades, ya lo hemos
visto un rato antes. El automóvil se detuvo, y sus faros delanteros revelaron que se habían metido
en un buen lío.
–Bueno, por lo menos ya sabemos que el ruido que hemos ido antes era, efectivamente un
árbol cayendo.
–Sí, y en mitad de la calzada, ¡cojonudo! Ahora sí que la hemos liado, joder.
El árbol atravesaba la carretera de un lado a otro, y la posibilidad de sortearlo,
sencillamente, no existía. Era imposible continuar.
4
–Podríamos moverlo.
–Sí, hombre, ¿y qué más? ¿Sabes tú lo que pesa un árbol de estos? ¡Estamos jodidos! ¡Todo
por tu puta manía de salir con el coche, con lo bien que estábamos en casa, joder!
Ese fue el último reproche que Gabriel tuvo que oírse. No era Claudia de ese tipo de
personas que te están recordando eternamente tus meteduras de pata. De hecho, esta vez lo había
hecho simplemente porque la situación la había puesto más nerviosa de lo que nunca había estado.
–Lo siento. Vamos a echar un vistazo.
Bajaron del vehículo y no tardaron en darse cuenta de que lo único que podían hacer era
llamar al 112 de emergencias, y esperar en el coche a que les rescataran.
–El móvil no tiene batería.
–¡Bien!!! –Claudia reía por no llorar– Y ahora ¿qué hacemos?
–Podemos intentar subir marcha atrás. Unos kilómetros más arriba hay un desvío que lleva
a…
–Sí, hombre. Hace media hora no te atrevías a hacer un cambio de sentido, y ahora estás
dispuesto a volver a subir, reculando, sin ninguna visibilidad…
–Bueno, tú podrías ir por fuera, y, con una linterna, ir indicándome. O vamos, al revés, y así
no pasas frío, conduces tú y yo voy por fuera.
–Oye, que no, que me da miedo, que es peligroso. Vamos a quedarnos en el coche, nos
tapamos con las mantas que llevas en el maletero, y esperamos a que pase la Guardia Civil por la
mañana y nos ayude.
Curiosamente, la certeza de que los peligros que ahora les acechaban eran ciertos y
palpables hizo en ambos un efecto, cuando menos, inesperado. Olvidaron toda aquella superchería
que unos minutos antes y pese a todos sus esfuerzos les había atenazado. Imaginaron, en su lugar,
el coche cayendo por el terraplén durante su escalada contrasentido o bien el destino que podía
aguardarles si saltaban el gigantesco tronco y volvían caminando, a saber: la nieve no había
desaparecido durante el descenso, no llevaban ropa adecuada para caminar en esas condiciones y
podían coger una hipotermia, sufrir congelaciones en los dedos de los pies, o ser atacados por los
lobos, a los que por cierto, habían empezado a oír aullar (¿desde cuándo había lobos por esos
parajes?). Lo mejor, sin duda, era quedarse y esperar. A las ocho amanecía, y era de suponer que
los guardas forestales se dieran una vuelta con sus flamantes todoterrenos, aunque sólo fuera para
cerrar la carretera.
Se sentaron en asiento de atrás, el cual, dada su estrechez resultaba más acogedor, al
forzarles a estar más juntos. Echaron el cierre (era un coche de tres puertas), se cubrieron con
unas mantas que, como ya se ha visto, solía llevar Gabriel en el maletero y permanecieron en
silencio durante un buen rato. Aquello no tenía ningún sentido, pero no había otro remedio que
esperar, y a ser posible, dormir. Claro que muy cómodos no estaban, y tampoco tenían mucho
sueño. Un poco de frío sí, pero sueño no.
–¿Es prudente dejar la calefacción encendida? He oído casos de personas que han muerto
asfixiadas.
–Ya, pero eso sólo ocurre cuando el coche está en marcha y encerrado en un garaje.
–Bueno, pues yo no me fío un pelo. ¿Y si la nieve bloquea el tubo de escape?
–El coche no está en marcha.
–Me da igual, apaga la calefacción.
–Querrás decir “por favor”.
–No, quiero decir “ahora”.
Después de quitar la llave del contacto y cerrar la entrada de aire caliente vino otro
intervalo de silencio
– Aunque, claro, así vamos a coger frío. –Claudia se sentía extrañamente juguetona, como
si no tuviera nada mejor que hacer que fastidiar a su compañero de aventura– ¿Hay algún método
natural para entrar en calor?
–Sí, el ejercicio físico, pero luego nos quedaríamos helados. Ya sabes, por la quema de
energía.

5
–Siempre podremos poner la calefacción otro rato, a intervalos cortos. A fin de cuentas, no
creo que ninguno de los dos se duerma…
–Bueno, ¿y qué clase de ejercicio propones? –Gabriel ya suponía por dónde iban los tiros.
Le sorprendía que fuera ella la que se estuviera insinuando, cuando hace escasos minutos parecía
furiosa. De hecho, le parecía increíble. Se había operado en ella algún cambio sumamente extraño,
pero también sumamente agradable. Le encantaba cuando era ella la que proponía hacer el amor.
–No sé. ¿Cuál propones tú? –La mano derecha de la muchacha se deslizó sin ningún reparo
por donde ninguna otra mano solía deslizarse de esa manera y no tardó en encontrar aquello que
estaba buscando.
Gabriel no era muy bueno cogiendo indirectas, pero todas las relacionadas con la
posibilidad de mantener una relación sexual las pillaba a la primera. Además, ella estaba siendo
muy explícita. Es asombrosa la capacidad que tiene el sexo para hacernos olvidar todos nuestros
problemas, presentes, pasados y futuros, al menos mientras dura la relación. Ni la nieve, que caía
como si llevara años esperando para hacerlo de esa manera, ni la incomodidad del lugar en que se
encontraban, ni todas las historias que circulan sobre aquellos bosques, y que no auguraban nada
bueno para la pareja, podían aspirar a apagar el fuego que tan repentinamente se había encendido
en el asiento trasero de aquel vehículo perdido […]

IV

Tenía toda la pinta de ser un infarto. El brazo derecho estaba totalmente dormido, a pesar
de que no se encontraba oprimido ni en posición forzada. Creía que su condición de mujer, qué
digo, de chica joven, deportista, no fumadora ni bebedora, y todo lo sana que nuestra sociedad
nos permite ser, la mantenían fuera de las estadísticas de fallecidos por parada cardíaca. Pero
aquello era, definitivamente, un ataque al corazón. No sólo el hormigueo casi doloroso del brazo
izquierdo, sino también unas profundas náuseas y una pesadez en el pecho anunciaban el fatal
desenlace.
Trató de decírselo a su novio, Gabriel, pero no le hizo caso. “Eres una hipocondríaca”, ese
fue todo el diagnóstico que obtuvo de su amado. Luego intentó pedir ayuda a todas las personas
que le rodeaban, cuyos rostros confusos no acertaba a reconocer, pero sabía que en algún
momento de su vida le habían resultado familiares. Eran rostros borrosos, terribles, cambiantes,
todos ellos con una característica común: se burlaban de ella, de su dolor y del temor a la muerte
que en aquel momento la embargaba. Tan pronto le recordaban al de su madre, como al de su
hermano, como al de un compañero de instituto, aquel con el que tuvo su primera experiencia
sexual años atrás y que, aunque ella no lo sabía (bueno, en este momento SÏ lo sabía), había
desaparecido en los bosques de un monte con fama de embrujado, causando enorme revuelo en
toda la comarca. Cuando uno de esos rostros fantasmagóricos se transformó definitivamente en el
de aquel primer novio, su portador se dirigió a ella, y, con una mueca que por nada del mundo
desearía tener que volver a contemplar le dijo:
–Claudia, tú vendrás con nosotros.
En ese momento, el dolor del brazo se hizo especialmente insoportable, y sintió como la
vida se escapaba de entre las manos, y como iba a parar a las de aquellos individuos que la
rodeaban. Ya no estaban ni su madre, ni su vecina, ni su hermano, sino todas personas a las que,
en algún momento había conocido y ahora, lo supiese ella o no, habían muerto. Curiosamente,
Gabriel era uno de los que la rodeaban –el único que aún seguía vivo– y fue el primero que se
agachó al suelo y empezó a zarandearla, suavemente, pero con insistencia.
Abrió los ojos, y efectivamente, Gabriel la había cogido del hombro e intentaba despertarla
con esos pequeños zarandeos con lo que intentamos despertar a alguien a quien por nada del
mundo quisiéramos molestar, porque adoramos ver durmiendo, y sin embargo, molestamos.
–Chist. Tienes que ver esto.

6
Seguían en el asiento trasero del coche, por supuesto. Tenía el brazo izquierdo
completamente dormido, debido a la postura que había adquirido al quedarse dormida, y las
náuseas se debían fundamentalmente al hambre que empezaba a tener. A su mente no se le había
ocurrido nada mejor para avisarle de estos particulares que producir un sueño sobre infartos de
miocardio.
–¿Qué hora es?
–Habla más bajo –Gabriel susurraba. Su semblante estaba tan pálido que le recordaba más al
de su ex novio muerto que al de su novio vivo–. Son las cuatro y cuarto.
Ahora lo recordaba todo. Había sido un encuentro sexual breve, pero bastante satisfactorio,
dadas las circunstancias, y, como era costumbre en ella, había prometido no quedarse dormida al
terminar, para sumirse segundos después en un profundo sopor. Sopor del que le acababan de
despertar con un tono de misterio que no le gustaba nada.
–¿Sigue nevando?
–No. Acércate. Mira por allí.
Gabriel se hallaba sentado en asiento del copiloto. A pesar de que seguía semidesnudo y de
que el coche empezaba a quedarse frío, volvía a sudar como antes. Había quitado el vaho de la
ventanilla delantera que había generado el calor de sus cuerpos y, con dedo tembloroso señalaba
hacia un punto indeterminado, fuera del auto.
Claudia se acercó y miró. No tardó en distinguir, en medio de la oscuridad un destello de
luz, semejante a aquel que nos anuncia en el horizonte la proximidad de un núcleo de población
importante del que todavía nos encontramos a cierta distancia. La diferencia estaba en que esta
luz no se percibía tan lejana. En realidad, no debía estar a más de treinta metros del lugar en el
que se encontraban. Se hallaba en mitad del bosque nevado, en la pendiente de subida, y, al
parecer, salía de pequeño claro que formaban los árboles y en el que el terreno descendía
ligeramente para volver a ascender después, casi en vertical. De ese modo, cierta porción de tierra
quedaba fuera de la vista y sólo podía verse aquel resplandor extraño así como la pequeña y
pelada línea de horizonte que formaba el suelo del bosque.
–Hey, ¡ahí fuera hay alguien! ¡Vamos fuera, seguro que pueden ayudarnos!
Gabriel la detuvo cuando intentaba salir, y lo hizo con una rudeza que le dio escalofríos,
cogiéndola del antebrazo, y echándola con fuerza de nuevo al asiento de atrás. Sin embargo el
tono con que le habló denotaba mucho más temor que ira.
–Por Dios, Claudia, –le temblaba la voz– no intentes salir del coche, y permanece en
silencio. ¿Te hecho daño? –la sorprendida chica se había llevado la mano al punto por el que el
acababa de agarrarla con tanta fuerza con un gesto de dolor y demandando una explicación con su
mirada– Perdóname, amor –saltó al asiento trasero y empezó a abrazarla– pero estoy seguro de
que si sales fuera te ocurrirá algo terrible. Por eso he tirado de tí de esa manera. Quería
protegerte.
Durante unos segundos, había sentido miedo por lo que Gabriel podía hacerle. Durante los
siguientes, deseó tener la suficiente fuerza física como para saltarle todos los dientes de una
bofetada, tal era su indignación por el zarandeo recibido. Pero, con una candidez que ella misma
hubiera considerado injustificable, se detuvo a escuchar lo que su pareja de hace siete años (y de
la que jamás había recibido el menor mal trato) tenía que decirle, porque lo que leyó en sus ojos
era sinceridad: quería salvaguardarla de algún peligro que, cualquiera que fuese su naturaleza, se
encontraba fuera del coche.
–Protegerme ¿de qué quieres protegerme? ¿Tú estás loco? ¡Me has hecho daño! ¡No, no me
pegues, por favor! –Gabriel había dado un respingo que había hecho a Claudia temer una segunda
agresión. Dicho respingo coincidió, según pudo observar, con una disminución en la, ya de por sí,
leve intensidad de la luz.
–No voy a pegarte, por favor ¿me crees capaz de eso? Asómate a la ventanilla y quédate
mirando un rato. No tardará mucho en volver a pasar, entonces comprenderás que te haya
impedido salir del coche. Cálmate, no voy a hacerte nada.
La verdad es que no tenía nada que temer de una persona como Gabriel. La causa de su
comportamiento debía hallarse, efectivamente ahí fuera. A pesar de todo, se acercó al cristal con
7
cierto recelo. El volvió al asiento delantero, se puso una camiseta y también se puso a observar el
exterior. La luz seguía como al principio, tenue y pálida, pero poseída de una extraña cualidad
ajena a todo lo que hasta entonces había observado. Parecía tener vida propia.
–Esa luz no es normal ¿verdad?
–No es ella lo que me asusta, espera un par de minutos más.
Probablemente fueran un par de minutos, pero más bien parecieron un par de años. La
respiración de ambos jóvenes empezó a hacerse más intensa, de modo que no se diferenciaba
mucho de los jadeos de placer que hace escasamente unas horas habían emitido. La impaciencia
en el caso de ella (una impaciencia cargada de temor por lo desconocido) y el miedo puro y duro
en el caso de él habían operado este cambio. De pronto, y sin previo aviso, una sombra cruzó la
luz de izquierda a derecha y los dos ocupantes del coche dieron un pequeño grito, ahogado por la
propia emoción del momento. Lo que habían visto no era, a priori, nada sobrenatural. Se trata tan
sólo de la silueta recortada de lo que, en un primer momento, parecía un ser humano. Claro que,
en el breve instante en que la sombra se había hecho visible, había tenido tiempo de transmitir una
serie de fugaces sensaciones sobre su auténtica naturaleza. Y eran esas sensaciones las que habían
hecho gritar a los chicos.
Porque aunque parecía una persona, no lo era. De ninguna manera podía serlo. En primer
lugar, era demasiado grande. Ya se ha dicho que aquel extraño fenómeno luminoso estaba a unos
treinta metros de distancia; la figura que había pasado por delante lo había hecho sobre el
pequeño horizonte al que también hemos aludido. Pues bien, aunque ninguno de los dos era
experto en hacer cálculos a distancia, la impresión que su tamaño causaba era inequívoca. No
parecía medir menos de cuatro metros de altura.
En segundo lugar, no había pasado caminando. Lo había hecho como imaginamos que se
mueven los fantasmas. Sus brazos y sus piernas no se habían movido, la figura no había oscilado
de un lado a otro como cualquier ser vivo suele hacerlo al ejecutar sus movimientos. En
definitiva, se había deslizado de un lado a otro como podía haberlo hecho una de esas figuras de
cartón que hay en los campos de tiro en los que la policía realiza sus prácticas. De modo que
podía tratarse de eso mismo: una confusión o quizá una broma. Puede que estuvieran en algún
lugar destinado a ese primer tipo de actividades y que alguien, percatándose de su situación
(incluso puede que animado por haberles visto hacer el amor) se hubiera sentido gracioso y
hubiera puesto en marcha algún mecanismo.
Nada más lejos de la realidad. La sospecha, o más bien la esperanza de que así fuera se
desvaneció con la tercera sensación transmitida y que anunciaba que aquello no tenía nada que ver
con el ser humano. Y esa sensación no podemos definirla con palabras porque no hay palabras
para explicarla. Muchos hemos creído experimentarla en alguna ocasión cuando un destello de luz
o una sombra confusa nos ha hecho creer que estamos en presencia de un espíritu. Pero,
realmente, no la hemos experimentado. Porque el horror que en ambos produjo al instante es algo
que muy pocos desdichados han sentido y menos aún puede contar. A la sensación de vértigo que
el presunto contacto con lo sobrenatural les había ocasionado se unía esa otra sensación, la de
malignidad, que pocas mentes pueden tolerar sin perder los estribos.
–Oh, Dios mío. –el color había huido de las mejillas de Claudia casi al instante– Oh, Dios
mío, vamos a morir –y empezó a gritar– ¡vamos a morir, Gabriel! ¿Dónde nos has metido?! ¡No
sólo nuestros cuerpos, sino nuestras almas! ¡Estamos condenados, Gabriel! ¡Por Dios, haz algo!
Pon el coche en marcha, sube reculando, como decías, prefiero despeñarme a caer en sus manos,
vámonos de aquí, ¡rápido!
Ahora era Claudia la que zarandeaba a su compañero, le clavaba las uñas mientras lo hacía y
le perforaba los oídos con esas dolorosas acusaciones sobre la condenación de ambos. Lo peor de
todo era que tenía razón, pero él nunca supuso que en esos bosques habitaran realmente aquellas
criaturas perversas y legendarias. Nunca fue capaz de percibir la verdadera dimensión del peligro
que habían estado corriendo desde el principio.
–No funciona, –acertó a decir– ya lo he intentado, no hay batería, lo mismo que en el móvil.
El coche está muerto.

8
Con esa curiosa agilidad que nos proporciona el miedo y que nos permite, incluso a los que
no somos muy ágiles, sortear cualquier muralla física que se nos presente, Claudia pegó un brinco,
cayó al asiento del piloto y, aún desnuda, trató de arrancar el coche. En vano. Efectivamente,
estaba muerto, insólita circunstancia, si tenemos en cuenta que había sido adquirido tan sólo un
mes atrás. Volvió el rostro hacia Gabriel. Ahora los dos tenían el mismo aspecto ojeroso y
blanquecino. Trató de decirle algo pero no pudo. Ahora que se acercaba el momento cumbre de
su relación, aquel en que se iban a observar y valorar las reacciones del uno para con el otro en
una situación extrema, había perdido el habla. Empezó a llorar y se abrazó al que hubiera sido su
marido si hubiesen vivido un par de meses más.
Gabriel no había perdido los nervios en ningún momento. El no había llegado a dormirse.
Una leve somnolencia se había apoderado de él tras el acto sexual, pero siempre le había resultado
costoso dormir en lugares tan incómodos como el asiento trasero de un coche. Así, la aparición de
la luz fatal le había sorprendido mientras estaba contemplando el cuerpo desnudo de su novia
reflejado en la ventanilla (le pareció que quedaba muy erótico). Desde que había visto la inhumana
figura por primera vez y tras el vano intento de arrancar el automóvil, había reaccionado con
calmada resignación. De ahí que hubiera despertado tan cariñosamente a Claudia y que ahora
tratara de tranquilizarla. No faltará quien afirme que debería haberla dejado dormir, si tan seguro
estaba de la muerte de ambos y era tan renuente a molestarla. Pero lo que había visto era tan
extraordinario que creyó que su novia también debía verlo, máxime cuando iba a ser quizá el
último fenómeno que contemplaran juntos y el que les iba a costar la vida.
Cubrió cariñosamente su hermoso cuerpo con su abrigo (aun en esas circunstancias ¡cuánto
sintió hacerlo!) y le dijo que quizá aquella horrenda figura no les había visto. La oscuridad del
bosque –Gabriel pensaba con sus sentidos de humano– y la nieve que había ocultado el coche
eran sus aliados. Era cierto que, desde la primera vez que viera al espectro, éste no se había
acercado ni un ápice al lugar donde ellos se encontraban, y eso a pesar de que, antes de despertar
a Claudia, lo había visto pasar unas seis o siete veces, siempre en el mismo sentido y con el
mismo movimiento. También le recordó que no faltaba demasiado rato para que amaneciera y que
incluso era muy probable que la Guardia Civil hiciera alguna ronda antes de que esto ocurriera.
Era posible que a las seis de la mañana se pusieran en marcha.
Pero su rostro traicionaba sus buenas intenciones, las cuales Claudia supo agradecer. Miró
fijamente el desesperado rostro de su compañero y le abrazó con fuerza. No quería que su último
cruce de palabras fuera uno de acusaciones. Iba a abrir la boca para declararle su amor una vez
más, pero tanto ella como él volvieron la vista, instintivamente, hacia el exterior.
–¡Se ha acercado!–la figura había vuelto a pasar y efectivamente, y por primera vez, lo
había hecho desde más cerca–¡Nos ha visto!
–¡Abrázame, por favor! ¡No quiero morir! ¡Socorro!
–¡Su cara! ¡Le he visto la cara! ¡Qué era eso! ¿Has visto sus ojos?! ¡No puede ser! ¡Eso no
puede existir! ¡Santa María, madre de Dios! ¡Ayúdanos!
–¡Socorro! ¡Por favor!

Este ataque de histeria que, como buenos novios, nuestros protagonistas habían compartido
duró aproximadamente diez minutos. Gabriel había perdido momentáneamente la presencia de
ánimo que le había caracterizado desde el episodio de la radio y se sintió avergonzado. Aún
cargaba con ese lastre cultural, profundamente machista, según el cual el hombre no tiene derecho
a asustarse y la mujer no tiene derecho a ser valiente. Había tratado de cumplir con su papel del
mismo modo que Claudia había cumplido con el suyo. Cuando ambos recobraron la calma se
dieron cuenta de que su enemigo llevaba diez minutos sin aparecer. La luz, empero, seguía allí.
–Puede que se haya marchado. Quizá podamos irnos.
Aquello parecía una mala película erótica, ya que ella aún no se había puesto encima más
que el abrigo de él, y ni siquiera lo había abrochado. Sus pechos, su vientre, todos sus encantos
9
quedaban al descubierto y Gabriel volvió a sentirse excitado, algo curioso, dadas las
circunstancias. La hubiera poseído allí mismo si no fuera porque ella estaba visiblemente poco
dispuesta y porque, desde luego, no era el momento adecuado. Seguía sollozando y, si dejaba ver
sus formas de un modo tan generoso, aun a riesgo de pillar un buen resfriado, era porque sus
nervios atenazados le impedían pensar en otra cosa que no fuera aquella luz infernal y su
monstruoso morador. De esta guisa, pues, giró rutinariamente la llave del contacto –lo había
hecho ya varias veces– y, sorprendentemente, el auto arrancó con el rugido más delicioso que
jamás habían escuchado.
–¡Funciona! ¡Gracias a Dios! ¡Funciona! –Claudia pasó de la estupefacción inicial a la
incontenible alegría que siente el que ha estado al borde del abismo y se ha salvado por muy
poco– ¿Lo oyes? ¿Puedes oírlo? –y diciendo esto procedió a acelerar en vacío como
regodeándose en el sonido del motor– ¡Nos vamos!
Besó a Gabriel en los labios, metió la marcha atrás y el coche empezó a moverse
tímidamente. A pesar de su situación, la chica seguía apreciando el peligro que suponía iniciar la
ascensión en esas condiciones y trató de hacer las cosas bien.
–¡Venga, venga, venga! –era las únicas palabras que, a intervalos, salían de la boca de
Gabriel. Su alegría era tal que apenas podía decir otra cosa. No es que la apremiara a correr en
ese tono irritante con el que el impaciente consigue siempre sacarnos de nuestras casillas, sino que
exteriorizaba a su modo la alegría que ambos compartían y que sustituía al nerviosismo que pocos
minutos antes se había apoderado de ellos. Sonreía ampliamente y besaba a su novia con
profusión en la cara en el cuello, incluso en los pechos. Ella aguantó estoicamente el acoso; ni le
molestaba para conducir ni le parecía inapropiado. Cada beso suponía unos centímetros
avanzados, cada exclamación un paso adelante (o atrás, según se mire) hacia su liberación.
Como movido por un instinto similar a todos los que había tenido aquella noche, Gabriel
miró el salpicadero del coche, lugar donde había quedado el teléfono móvil que, de un modo tan
inusual, se había quedado sin batería horas atrás. La luz verde situada en su parte superior
indicaba que, sin lugar a dudas, en este momento podía ser utilizado. De hecho tenía una reserva
casi completa de energía. Ni siquiera se planteó lo anormal del caso.
–Voy a llamar a la Guardia Civil, para pedirles que nos esperen en el desvío que inicia el
otro descenso hacia el valle. No quiero que estemos solos por más tiempo, no sabemos si
podemos encontrarnos algo parecido allí.
Claudia abrió desmesuradamente los ojos ante esta posibilidad.
Las luces rojas del vehículo apenas daban para iluminar el camino. Simplemente suponían
una modesta ayuda para una tarea que requería una calma fuera del alcance de muchas personas
que se viesen en esta situación. No obstante, y como ya se ha dicho, la joven Claudia parecía
poseer esa calma. La luz empezaba a quedar por debajo del lugar donde ellos se encontraban. De
vez en cuando aún le dirigían una mirada fugaz. Cuando así era, su alegría parecía eclipsarse por
un instante, se veía empañada por el miedo a que ocurriera como en las películas de terror, en las
que, en el último instante, cuando la salvación parece asegurada, surge el asesino del lugar más
insospechado y apuñala brutalmente a la pareja protagonista de la escena.
Desgraciadamente ocurrió algo parecido. De la misma manera que un rato antes, cuando
aún estaban atrapados, se habían vuelto inconscientemente para mirar por la ventanilla y ver a la
sombra, ahora los dos volvieron la vista al frente, hacia el lugar donde todavía se encontraba la
fosforescencia maldita. La figura que tanto horror les había inspirado volvió a aparecer. Aunque
ahora se encontraban todavía más lejos de la luz que cuando la vieran por primera vez, el demonio
del bosque, o lo que fuese, apareció claramente visible ante los aterrados ojos de los pobres
protagonistas de esta historia. No hubo apuñalamiento brutal, no hubo violencia ninguna. Tan sólo
los gritos de dos seres humanos que se hallaban frente a un visión inconcebible, frente a la
abominación más absoluta. Instantes después, el coche se detuvo.

[…]

10
Apenas una hora después, un vehículo especial de la Guardia Civil comenzaba la misma
ascensión que realizaran horas atrás y de un modo tan desgraciado Claudia y Gabriel.
Escasamente un kilómetro más allá del monasterio vieron un tronco caído que impedía el tránsito
rodado y un poco más arriba pudieron distinguir las luces de un vehículo detenido. Nada más
pudieron observar, salvo las consecuencias habituales de una nevasca como la acaecida aquella
madrugada: caminos prácticamente inaccesibles, hielo, bruma, etc.
Habían recibido una llamada bastante extraña. Dicha llamada consistía en una serie de gritos
desgarradores acompañados por otros sonidos que ninguno de los dos agentes pudo identificar. A
pesar de no tener ninguna razón objetiva para dirigirse hacia ese lugar en concreto, ambos
creyeron que se trataba, o bien de una broma, o bien de algún imprudente grupo de excursionistas
en apuros y el camino que sube por la ladera de la montaña les pareció un buen lugar para
empezar a investigar. En cuanto al sonido sin identificar, lo atribuyeron inicialmente a las
interferencias propias de ese lugar, una comarca escasamente dotada de infraestructuras en
telecomunicaciones.
Bajaron del todoterreno, sortearon como pudieron el arbóreo obstáculo que se les
presentaba y se acercaron al coche misterioso. Los cristales estaban empañados y nada podía
verse en el interior del vehículo. Tan solo podía adivinarse dentro un par de figuras humanas
inmóviles.
Las puertas estaban cerradas por dentro y, siendo un automóvil de reciente fabricación,
dotado, por tanto, de los más modernos sistemas anti robo, abrirlo resultó ser una ardua tarea.
Los ocupantes del vehículo no respondían a las llamadas de los agentes a que abriesen y aún
habrían de transcurrir un par de horas antes de que llegase el cerrajero de urgencia, proveniente
de T… dispuesto a forzar las cerraduras del auto.
Entre tanto, había llegado un informe por radio en el que se detallaba los nombres y edades
de los propietarios de aquel coche. Se trataba de Claudia Ruiz, de 26 años, y de Gabriel Campos,
de 27, naturales de Z… y conocidos en un pueblo cercano, en el cual poseían una pequeña
propiedad. Sin embargo, conforme los cristales iban recobrando su habitual transparencia y el
habitáculo interior se iba haciendo más visible, lo que se dejaba ver no era, en absoluto, lo que los
agentes esperaban contemplar.
El horrible cuadro que apareció ante los ojos de las tres personas allí presentes constituía
una visión difícil de olvidar. Fuertemente agarrada al volante (tan fuertemente que el cuero de éste
presentaba unos profundos surcos, causados, a ciencia cierta, por las destrozadas uñas de ella) se
encontraba lo que, a primera vista parecía una anciana de unos noventa años. Su pelo estaba
blanco como la nieve que inundaba todo la montaña y sus mejillas estarían caídas, si no fuera
porque la horrible mueca de terror que el cadáver presentaba contribuía a estirarlas levemente.
Junto a sus ojos podían verse unas profundas patas de gallo y sobre sus labios hundidos unas
marcadas arrugas verticales. Estaba semidesnuda, y su cuerpo también parecía corresponder al de
una anciana: pechos caídos, piel fláccida, incluso el vello púbico estaba gris…
En cuanto a su compañero, aún no había soltado ni desconectado el teléfono móvil, lo cual
había mantenido la línea del cuartelillo inutilizada durante varias horas. Aparentaba más o menos
la misma edad que su compañera, por lo que no vamos a detenernos en explicar su estado, ya que
resultaría muy reiterativo.
Había algo, no obstante, que hacía de este un hallazgo, si cabe, aún más extraordinario. Y es
que, en la vejez de ambas personas, en el aspecto de los dos cadáveres, algo hacía pensar que su
envejecimiento no había sido normal. Si se dejaba a un lado el hecho de que él llevaba una
camiseta de un grupo de música “Hard Core”, pantalones anchos y zapatillas deportivas, todas
ellas prendas de vestir más propias de alguien mucho más joven, si dejábamos eso a un lado, aún
podíamos leer en los ojos muertos de ambas personas que ninguna de las dos había vivido tanto
como sus marchitos cuerpos parecían sugerir. Parecían esos actores de película de bajo
presupuesto, en las que se maquilla a jóvenes como adultos y acaban no pareciendo ni una cosa ni
otra. Además, ambos conservaban todo su cabello, cosa no muy habitual en las personas de edad
muy avanzada. Daba la impresión de que, como se dice que ocurre en casos de personas
sometidas a un terror extremo, los dos desdichados habían envejecido “de repente”.
11
Hubo que romper sus extremidades para sacarlos del coche y trasladarlos al Instituto
Anatómico Forense de Z… Una vez allí, y tomando sus huellas dactilares, pudo comprobarse que,
en efecto, se trataba de Claudia y Gabriel de 26 y 27 años, propietarios del vehículo en que fueron
encontrados, y muertos por causas desconocidas, según reza el informe que aún permanece en los
archivos de la brigada de homicidios y que fue objeto de la curiosidad de la prensa local durante
tan solo unos pocos días. Su caso fue olvidado por casi todo el mundo (incluídos los escasos
familiares de las víctimas) salvo por mí, que hace unos pocos días me acerqué a aquella zona,
movido por el interés que este tipo de sucesos siempre me ha suscitado.

VI

Mis primeras investigaciones en los pueblos de alrededor resultaron bastante inútiles. Los
lugareños no querían ni oír hablar del suceso, los guardia civiles que habían encontrado los
cuerpos habían sido trasladados poco después y nada pude hacer por averiguar su paradero.
Alquilé la casa que los fallecidos poseían en uno de aquellos pueblos y establecí allí mi centro de
operaciones. La casa había pasado a ser propiedad del Ayuntamiento al no reclamarla para sí
ninguno de sus parientes. Nada pude encontrar allí que me sirviera de ayuda, ni siquiera una triste
de foto de la pareja.
Después de pasar allí unos quince días, tuve la suerte de conocer a una amiga de Claudia,
que vivía en el pueblo donde ellos pasaban sus vacaciones. Yo ya me disponía a volver a mi
domicilio, pero antes quería visitar una ermita de fantasmagórico apelativo (la cual, quien esté
familiarizado con la zona sabrá identificar) situada a unos dos kilómetros al Nordeste del
monasterio. Allí conocí a esta joven, una chica muy guapa, con cierto aire lánguido que, lejos de
restarle encanto, la hacía aún más interesante. Solía visitar aquella ermita, decía. De hecho, ya me
había parecido observarla alguna vez en uno de mis vespertinos e infructuosos paseos en coche al
lugar de los hechos. Ella fue quien me contó toda la historia de sus desgraciados amigos, la cual
acabo de narrar.
En ningún momento se me ocurrió preguntarle cómo era posible que supiese todo lo
ocurrido con tanto detalle, ya que no había habido testigo alguno de los sucesos. Su modo de
hablar, los suaves movimientos de sus manos al expresarse y, sobre todo, su mirada me
subyugaron de tal modo que me impidieron atar cabos al principio. Parecía tan decidida a
contarme su relato como a seducirme y no conozco a ningún hombre que no se sienta turbado
ante los flirteos de una desconocida.
A pesar de todo, una vez concluida su historia, aún pude hacer un comentario.
–Pobrecillos ¿verdad? ¿Qué sería de ellos? Debió ser horrible.
Ella se levantó del lugar donde estábamos sentados, en un banco de piedra, junto al muro
exterior de la ermita. Se medio ocultó detrás de un árbol enorme que había un poco más allá y
sonrió, mirándome a los ojos. Me di cuenta de que sólo iba vestida con un abrigo de hombre
desabrochado y me pareció increíble que no me hubiera dado cuenta de un detalle tan poco
normal. Las horas habían pasado volando. Era casi de noche.
–Al principio –dijo– sí lo fue. Pero Gabriel y yo ya lo hemos aceptado. No es tan malo;
ahora formamos parte del bosque…y lo haremos para siempre.
Se ocultó del todo tras el árbol., la seguí, pero no estaba allí. No volví a verla.

12
Diez a seis*

L a historia que me dispongo a narrar a continuación quizá no suscite un excesivo interés en


el lector ordinario y puede que ni siquiera en aquellas personas acostumbradas a leer
cuentos de fantasmas. Es muy posible que, por tópica y previsible, aburra a los aficionados
a las historias sobre aparecidos escritas por la mano de los viejos maestros del horror. No hay
ningún interés literario en estas páginas. Además, ni siquiera estoy seguro de que ésta sea una
historia de fantasmas propiamente dicha. Es tan sólo la narración de unos extraños fenómenos de
los cuales fui único y directo testigo y que me dispongo a plasmar sobre el papel movido por la
imperiosa necesidad de sacarlos de dentro de mí. Lo hago confiado en que de este modo se
mitiguen, por muy levemente que sea, las pesadillas que me vienen persiguiendo desde cierta
noche de diciembre y que, estoy seguro, mi mente construye inspirándose en el recuerdo de las
horas que os voy a narrar.
Hace ya casi un año que dejé mi empleo en la gasolinera. Los motivos fueron muchos y
diversos: el difícil trato con un público, en general, grosero y maleducado; la actitud altiva y
orgullosa de los llamados “jefes de zona”, tipejos consentidos de traje y corbata que, ignorando
las más elementales normas de cortesía, no se dignan ni a dar un triste “buenos días” a los
empleados y ante cuyas quejas estúpidas había que doblar la rodilla y callar; el increíble caos
organizativo de aquella estación de servicio en concreto, llevada por un encargado incompetente
que ignoraba los problemas más serios y protestaba amargamente sobre asuntos de menor
importancia… Estas y otras razones, además de la perspectiva de una mejora laboral importante,
me ayudaron a tomar la decisión de abandonar el trabajo.
Pero entre todas estas causas existía otra de mayor peso: el miedo que se apoderaba de mí
cada vez que tenía que volver a realizar el tercer turno, aquel que comprende entre las diez de la
noche y las seis de la mañana. Sin embargo, aún habría de convivir muchas veces con ese miedo
desde que éste empezara a atormentarme. De hecho, pasaron casi diez meses entre la noche en
cuestión, aquella que voy a relataros, y el momento en que entré en el despacho del encargado
para decirle que la empresa iba a tener que prescindir de mis servicios. Aún no comprendo por
qué esperé tanto tiempo. Supongo que no me iba resultar sencillo encontrar otro trabajo estable
como ese, y en aquel momento necesitaba el dinero. Ahora no alcanzó a explicarme cómo tuve el
valor de volver a entrar en la tienda de la estación de servicio ni cómo pude volver a pasar noches
enteras encerrado en ella, en la más completa soledad.
Sin embargo, lo que ya no alcanzo a entender de ningún modo es cómo pude volver a
soportar la presencia de determinada persona frente a mí.

II

*
Septiembre - octubre 2001
13
Llevaba allí desde las diez menos cuarto. Siempre acudía con quince minutos de antelación
cuando me tocaba hacer la noche ya que, aparte del habitual cambio de ropa, tenía que hacer
otros preparativos. Siempre me dejaban treinta mil pesetas entre monedas y billetes para que
pudiera disponer de cambios en los primeros minutos; debía comprobar que la cantidad era
exactamente de treinta mil, porque yo tenía que dejar también ese dinero a quien me sustituyera a
las seis y muchas veces la caja no cuadraba si estaba mal contado. Solía coger también una
escoba, un cubo y una fregona de la zona de vestuarios para barrer y fregar la tienda, lo cual solía
hacer todas las noches, como era mi deber. Otro de mis deberes era limpiar el polvo acumulado de
los productos que allí se vendían. Al principio lo hacía todas las noches, pero después dejé de
hacerlo, por desidia, supongo.
Además, me gustaba charlar un rato con quien me hubiese precedido en el turno de tarde
para relajarme un poco antes de empezar a trabajar. Me llevaba muy bien con todos mis
compañeros y siempre había algo que comentar con ellos. Habitualmente se trataba de temas
relacionados con el funcionamiento, siempre deficiente, del negocio pero también hablábamos
sobre nuestras cosas, nuestros novios y novias, problemas económicos, gustos cinematográficos y
literarios, etc. Puede que nada especial (para mí sí lo era), aunque el agradable ambiente de
familiaridad que predominaba fue, sin duda, el motivo más importante de mi larga permanencia en
ese trabajo.
Durante la primera hora nocturna las cosas ocurrían más o menos así: se hacía el cambio de
turno, la chica que había ocupado el puesto de caja durante la tarde hacía el recuento y –si todo
estaba bien– se marchaba a su casa. Uno de los dos expendedores se iba a las diez y el otro se
quedaba hasta las once, hora en la que se cerraba la tienda, se ponían los surtidores en modo de
auto servicio y aquel que se encargaba del turno de noche quedaba solo en la tienda, a cargo de
todo, hasta las seis.
En ocasiones, alguno de los expendedores cogía un refresco de las neveras, encendía un
cigarrillo y hacía compañía un rato a su relevo antes de marcharse. Algunos de los que eran mis
compañeros tenían la costumbre de quedarse un buen rato, lo cual era muy de agradecer, teniendo
en cuenta que en invierno la gente dejaba de acercarse a eso de las diez y media. A las once, por lo
general, ya no había casi trabajo, y a las once y media, a no ser que fueras de los que limpiaban,
no había nada que hacer. Estos compañeros hacían que los primeros momentos fueran más
entretenidos. A veces se quedaban durante horas enteras y, cuando se iban, ya había transcurrido
la mitad de tu jornada laboral.
Otras veces, en cambio, la cosa no daba para tanto y, tras unos saludos más o menos
apresurados, te quedabas solo a las once y cinco minutos.
La noche del 13 al 14 de diciembre de 19… los dos compañeros del turno de tarde
decidieron quedarse un rato. Se llamaban Jesús y Ángel. Estábamos encerrados en la tienda,
hablando de cine, especialmente de cine de terror, al que tanto Jesús como yo éramos muy
aficionados.
–… y creo que no he pasado tanto miedo en mi vida como cuando el niño sale de su cuarto
al pasillo y se encuentra con la mujer esa que empieza a gritarle –Jesús era el que hablaba.
–¿Y esa que es como un documental? ¿Cómo se llama?
–“El Proyecto de la Bruja de Blair”
Ángel no decía nada, cosa rara en él. Habitualmente era un charlatán.
–¿Qué tal es? Yo no la he visto.
–Tienes a alguien –por fin abría la boca, aunque fuera para avisarme de algo tan molesto
como un cliente nocturno.
Yo daba la espalda a la ventanilla por donde la gente pasa su dinero. A través de una bandeja
yo les cobraba y programaba la cantidad de combustible que me habían pedido. Aplacé mi
respuesta sobre la película y atendí al inoportuno.
–Buenas noches ¿qué desea?
–Cinco mil –y, deslizando con desprecio un billete roñoso añadió– pero de Diesel ¿eh?!

14
Esperé unos segundos para dar mi opinión sobre aquel tipo, que ya se alejaba hacia su
flamante automóvil de última generación.
–¿Diesel? Ya te voy a dar yo a tí Diesel, cabrón. Al menos podías dar las buenas noches.
–Bueno, los hay peores. A mí me sacaron una navaja una vez –era Jesús el que hablaba de
nuevo.
Jesús era un chico bastante joven, de unos diecinueve años, aunque aparentaba veintitrés o
veinticuatro. Apasionado de las motos y todo lo relacionado con el motor, solía resolvernos
muchos de los problemas que daban las obsoletas máquinas del establecimiento, los surtidores de
gasolina y los coches de los clientes. Casi siempre que tenía turno de tarde se quedaba haciendo
compañía hasta las once o así.
–¡No fastidies! ¿Y qué hiciste?
–Nada, llamé a la policía y el tipo se marchó en cuanto me vio coger el teléfono. Sin
embargo no fue muy lejos. A la mañana siguiente encontraron su cadáver junto al estanque del
parque. Dicen que iba borracho como una cuba y que se ahogó en su propio vómito sin darse
cuenta de nada. Esto ocurrió hace un año. Aquel hombre venía mucho por aquí, casi siempre a
molestar, por eso no me impresionó especialmente el que acabara sacando una navaja. Un mes
después volvió, pero no dio problemas. Vino se asomó y se marchó. No hizo ni dijo nada.
–¿Cómo que volvió? Has dicho que murió ahogado en el estanque –Ángel pareció espabilar
con esta anécdota.
Ángel era un chaval realmente raro. Yo creo que era un poco retrasado mental y me parece
que no era el único que tenía esa opinión sobre él. Su aspecto exterior era ya bastante
esclarecedor. Un compañero lo calificaba de “simiesco”. Era bajo y medio giboso, y su cráneo,
que poseía un ángulo frontal mucho más agudo de lo ordinario, estaba adornado, además, por una
visible “visera” ósea, casi al modo de los neanderthales. La frente daba paso a unos ojillos azules
que, por hundidos y ojerosos, poco tenían de bonitos, una nariz llena de espinillas negras y una
boca poblada de dientes amarillos y negruzcos, en la que casi siempre había un cigarro
proveniente del estanco de la tienda (incluso en horas de trabajo). Cuando mi novia lo conoció,
tuvo que ir al baño a vomitar, os lo aseguro. De todos modos, si sólo hubiera sido por su imagen,
no creo que hubiera habido ningún problema con él. Sin embargo, confundía el combustible
continuamente y servía la cantidad que le daba la gana, empapaba a los clientes de gasolina, era
sucio, torpe, patoso y, como ya he sugerido, cogía de la tienda todo aquello que le venía en gana
sin pagar. Por lo demás no era muy listo. Recuerdo cierta ocasión en que estuvo meciéndose
sobre sus pies bajo una especie de marco formado por unos setos que había en los jardines de la
estación. Le dije que parecía un oligofrénico haciendo eso. Mala idea. Estuvo tras de mí durante
una semana preguntándome qué era un oligofrénico. Además, como ya se ha dicho, hablaba por
los codos; no callaba ni debajo del agua y lograba llevar a la persona más paciente hasta los
mismos límites del paroxismo con su continua cháchara y su conversación interminable. Lo más
curioso de todo era que no me caía del todo mal, a pesar de la cruel descripción que de él acabo
de hacer. Parecía ser una buena persona en el fondo, aunque esta opinión probablemente se
debiera a que apenas compartía horas de trabajo con él. Aquellos que, por el diseño del cuadrante
de turnos, permanecían las ocho horas en su compañía, sencillamente, no le soportaban.
–Ahí está la cosa –continuó Jesús–. La noche en que volvió a aparecer, Juan Luis estaba
haciendo el turno de noche. Él no sabía nada de lo sucedido con aquel tipo porque había estado
de vacaciones. A la mañana siguiente, cuando nos contó que había venido Moisés (que así se
llamaba el interfecto) y que, cosa rara en él, no había dado problemas, nos quedamos todos
estupefactos. Le contamos que ya no podía venir a dar problemas ni a nada, porque estaba
muerto. Juan Luis quedó muy impresionado, ya sabéis que es muy aficionado a todo lo
relacionado con el ocultismo y que, por esa afición, ha tenido alguna mala experiencia. Desde
entonces traemos esto al trabajo –y diciendo esto sacó de un estante un gran cuchillo de cortar
jamón.
Yo ya sabía por dónde iban los tiros. Ángel me relevaba en el tercer turno dentro de dos
días y Jesús sólo quería asustarlo contándole historias inverosímiles de muertos y aparecidos para
que pasara miedo por la noche. Le gustaba abusar de su candidez y siempre conseguía su
15
propósito, aun con los cuentos más disparatados. Si ese cuchillo estaba allí era porque a Juan Luis
no le agradaba la idea de pasar toda la noche a merced de los yonkis, maleantes y demás tirados
que habitaban la noche del parque que había detrás de la gasolinera. Por otro lado, yo nunca
pensé que ese cuchillo fuese a sernos útil en absoluto.
–Te estás cachondeando de mí, ¿cómo iba a venir si estaba muerto? –Ángel repetía siempre
las preguntas– ¿Ves? –dijo, señalándome a mí–, te estás riendo –era cierto, me había pillado–.
Sois unos cabrones, no me vais a asustar. Me voy a mi casa.
Se hizo el duro, pero ya estaba asustado. Aquel chaval se acojonaba por todo. Y como
además de asustarse se había enfadado, cogió las llaves de su coche y me pidió las de la tienda
para salir e irse a dormir. Jesús hizo lo propio, argumentando que era tarde y que necesitaba
descansar. Se puso el casco y salió con Ángel a la pista. Tras las oportunas despedidas hasta el día
siguiente, ambos pusieron en marcha sus respectivos vehículos y se marcharon, cada uno en una
dirección. Jesús se fue hacia la derecha, donde le esperaba unos cuatro o cinco kilómetros de
travesía nocturna hacia el barrio rural en que residía. Ángel se fue a la izquierda, calle abajo, en
dirección hacia el río. No sé exactamente dónde vivía. Tan solo que el trayecto era largo y muy
peligroso si se hacia con él al volante ya que su “teoría del buen conductor” consistía en que todo
aquel que se precie como tal debe ser capaz de saltarse todas las normas de tráfico sin matarse en
el intento. Y así le iba. Desde que lo conocía, hacía un par de meses, ya tenía dos accidentes a sus
espaldas, uno de los cuales fue siniestro total para su coche. Ahora se había comprado otro, y su
destino como chatarra ya estaba escrito. Sólo era cuestión de tiempo.
Pronto dejé de ver las luces traseras de la moto y el coche. Se hubiera hecho el silencio más
absoluto de no ser por el incesante ronroneo de las máquinas de refrescos. Eran las doce de la
noche. Tenía seis horas por delante.

III

El tiempo estaba francamente desapacible, al menos si eres de esos que llaman lo califican
como “bueno” cuando viene la sofocante chicharra veraniega que personalmente tanto detesto.
Soplaba un cierzo gélido de esos que obligan a apretar el paso para llegar a la seguridad y el calor
del hogar y, además, las nubes que habían empezado a acumularse por la tarde en el horizonte ya
estaban sobre la ciudad amenazando con descargar sobre nosotros todo su contenido. No creo
que hubiera más de dos o tres grados en la calle, lo que afectaba muy negativamente a la empresa
y muy positivamente al trabajador. No venía absolutamente nadie.
Encendí la radio y empecé a escuchar una de esas tertulias radiofónicas en la que todos
piensan lo mismo, aunque se disfracen con distintos harapos políticos. El tema del que trataban
(algo sobre economía) tenía el suficiente poco interés para mí como para que cogiera unos
cuantos papeles del rollo que tenía a mi izquierda y me pusiera a limpiar un rato el género que
vendíamos.
Me alejé, pues, de mi puesto en la caja y empecé a quitar el polvo de los distintos accesorios
para el automóvil que había al final de la tienda. Estaba situado de tal manera que apenas
alcanzaba a ver la ventanilla por la que atendía a los clientes, por lo que, si venía alguno, tendría
que golpear los cristales para avisarme de su presencia. Tampoco veía la pista donde los coches se
servían el combustible, porque estaba de espaldas a ella. Entre lo lejos que estaba la radio y el
ruido de las neveras, apenas sí alcanzaba a oír a los “creadores de opinión”.
Entonces empecé a sentirme extraño.
No sé si a vosotros os ha pasado alguna vez, pero a mi me ocurre muy a menudo que noto
que hay alguien detrás de mí. Por supuesto, nunca suele haberlo. Es una sensación que no tiene
que ver con sentir a otra persona cerca, no es nada de eso. Sencillamente, supe que no estaba sólo
en la tienda o, mejor dicho, en el interior de la tienda. Quizá fue debido a que acababa de estar
hablando sobre cine de terror y me sentía un poco impresionable, pero la cuestión es que tuve
miedo. Me volví de espaldas rápidamente y encaré el lugar donde se encuentra la caja. Creía saber

16
lo que me iba a encontrar, lo había visto con los ojos de mi mente durante una fracción de
segundo. Pero estaba equivocado. No había nadie, faltaría más.
Cogí apresuradamente todos los útiles de limpieza que había estado utilizando (los papales
que usaba a modo de bayeta, un limpiacristales y un quita grasas), los guardé en su sitio y volví al
mío. Tomé la banqueta y subí el volumen de la radio. Alguien trataba de justificar la muerte de un
manifestante en Alemania a manos de la policía porque se sospechaba de sus afinidades políticas y
algún otro, mucho más progre, se limitaba a comprender al agente que había hecho de juez,
jurado y ejecutor. “Hay que ponerse en su lugar” –decía–. “…aún así, hay que pedir
responsabilidades a quien corresponda”. Cambié de emisora, pero como nada valía la pena, volví
a la del debate.
Sudaba a mares, el corazón me latía a mil por hora, lo que me estaba ocurriendo no era
normal. La calidad del aire en el interior de la tienda estaba viciada, el traqueteo de los frigoríficos
amenazaba con hacerme saltar los sesos y me sentía más incómodo que nunca en la banqueta
sobre la que estaba sentado.
Pero, afortunadamente volvía a sentirme, poco a poco, solo. Y es que, cuando uno cree
estarlo y, de pronto y sin previo aviso, siente que hay alguien más allí, la sensación de angustia
que le invade no conoce parangón. Cuando uno camina por un calle solitaria y ve a alguien que
viene por la otra acera, cuando pasea por un camino rural y se da cuenta de que hay un coche
aparcado en la cuneta, cuando espera el ascensor en el garaje de su casa y oye pasos que se
acercan… en todas esas situaciones, lo único que desea es volver a la soledad absoluta y
protectora, al silencio y aislamiento, en medio del cual nadie puede hacerle daño ni molestarle.
Me fui animando gradualmente y no tardé en olvidar lo sucedido, aunque abandoné mis
intenciones de volver a limpiar por el fondo de la tienda.
Escuché durante un buen rato el siguiente programa de la radio, uno de humor, más bien
ordinario, pero muy divertido. Mientras tanto ojeaba una revista “porno” cuyo precinto estaba
sospechosamente roto. Probablemente, el encargado no tardaría en culpar a alguno de nosotros
de abrir la publicación, pero él sabía la verdad tan bien como nosotros.
Tan solo un par de clientes se pasaron entre las doce y media y la una y media de la
madrugada: una chica joven bastante agraciada y muy simpática, que se marchó feliz con sus mil
pesetas de gasolina “súper” y su paquete de tabaco, y un panadero obeso y entrado en años que se
iba a trabajar al horno de un pueblo cercano y se conformó con que le pusiera un café de máquina
y le diera un poco de conversación.
Lentamente, mucho más de lo habitual, iban pasando las horas y a las dos menos veinticinco
comenzó un bonito monográfico sobre Lucifer que, en otras circunstancias, me hubiese
interesado. Pero, en aquel momento, la sola mención de su nombre me puso los pelos de punta.
Apagué la radio, saqué un libro de mi mochila y empecé a leer.

IV

Me considero un gran aficionado a la lectura. Muchas de las noches que pasé en la


gasolinera se me hicieran muy cortas gracias a los cientos de páginas que allí me hicieron
compañía. Sin embargo, aquella noche de diciembre me resultaba casi imposible seguir el hilo de
los acontecimientos que se me narraban. Las palabras, las frases y los párrafos no tenían ningún
sentido para mí. Había pasado casi treinta páginas, pero no me había enterado de nada. Sudaba de
nuevo. Volví a poner el marcador de página donde lo tenía antes de empezar a leer y aparté el
libro. Durante unos segundos permanecí como atontado, mirando al vacío y sin pensar en nada.
Me sentía muy incómodo y no tardé en culpar de ello a la calefacción del establecimiento.
Para apagarla tenía que salir a la calle. Había un cuartucho inmundo, en el que solíamos
almorzar en los turnos de día, donde estaba el cuadro de mandos y todos los controles de la
gasolinera. El interruptor del aire acondicionado en “MARCHA” era el culpable de que me
sintiera así de mal. Empezaba a tener náuseas.

17
Tomé, pues, el juego de llaves y salí a la pista. El frío de la noche golpeando mi rostro me
hizo revivir. Aún me quedé inmóvil unos segundos, dejándome azotar por el viento inclemente de
la noche, a riesgo, incluso, de pillar una pulmonía, pues tenía el cuerpo empapado de sudor.
De pronto me sentí amenazado porque otra vez había dejado de estar solo. Mire a mi
alrededor, pero no pude ver a nadie. El gemido del viento, el movimiento de las hojas de los
árboles, el agua de lluvia que caía sobre la marquesina era todo lo que podía oír. Las farolas, el
asfalto y los edificios era todo lo que podía ver.
Pero no estaba solo. Todo lo que me rodeaba, el viento, los árboles, la lluvia, la luz de las
farolas, todo ello había cobrado vida de repente. Los grandes chopos de la rotonda ya no se
dejaban mecer por el viento, sino que inclinaban sus copas hacia mí con intenciones desconocidas.
Los remolinos que el viento formaba junto con la lluvia hacían sus piruetas con la única intención
de impresionarme con su fuerza y habilidad, y de asustarme, haciéndome sentir la verdadera
dimensión de la furia desatada de la naturaleza. Las máquinas expendedoras ya no repetían
mensajes monótonos sobre la elección de combustible, sino que susurraban los más horribles
juramentos y blasfemias. Todo lo que me rodeaba se había confabulado contra mí, quería
destruirme, quería… ¡Basta!
Pocas veces me había sentido tan estúpido. Todo lo que me rodeaba estaba muerto y yo
estaba haciendo el ridículo frente a mí mismo, sintiendo terror de un vulgar surtidor de gasolina,
como si la manguera fuese de pronto a cobrar vida y estrangularme. Sacudí la cabeza y abrí la
puerta de la garita, de la que ya os he hablado, que cobijaba, entre otras mil cosas, el cuadro de
mandos. Apagué el aire acondicionado y, como alma que lleva el diablo, salí del cuarto, cerré la
puerta, volví a la pista, tomé la llave de la tienda, abrí, entré, cerré y volví a mi sitio, todo ello en
mucho menos tiempo del que he tardado en contarlo.
Cuando tomé asiento en ese potro de tortura que era mi banqueta, me dí cuenta de que el
corazón me latía a una velocidad desmesurada, casi peligrosa, y traté de calmarme. De pronto me
vino a la cabeza una imagen que acababa de presenciar en mi carrera a la tienda. Hacia la derecha,
por la calle que había tomado Jesús para salir, había un transeúnte, el cual parecía dirigirse hacia la
gasolinera. Me asomé como pude, pero la visibilidad desde donde estaba era muy mala y no podía
ver a nadie. Transcurrido un minuto y en vista de que no venía nadie, supuse que el tipo se habría
marchado por el parque. Robé un refresco y empecé a beber. El gran eructo que provocó el
primer trago coincidió con un fuerte golpe en cristal de la ventanilla. Me volví y allí estaba el
hombre que había visto venir. Me había dado tal susto que casi me caí de la banqueta.
–¡Joder, podía avisar de otra manera! –exclamé, pensando que el cliente no podía oírme.
–¿Qué desea? –continué, un poco más compuesto, abriendo la ventanilla.
No contestó. Me miraba fijamente, pero no decía nada. Era un individuo de raza gitana,
creo, aunque iba vestido y peinado al modo de lo “payos” (siempre he detestado esa palabra). Era
más bien bajo y de complexión fuerte, llevaba barba y bigote sin arreglar ni recortar. Su expresión
era vacía y su mirada estaba perdida, aunque en un principio me había parecido que me miraba a
mí. Sin embargo no era así, parecía más bien que observaba su propio reflejo en el cristal de la
ventanilla.
Me dí cuenta de que movía los labios, pero no podía oír nada de los que decía.
–Oiga, que no se le escucha; ¿puede hablar más alto? –lo que me faltaba, encima era un
“rarito”.
El tipo seguía actuando de la misma manera. Era como ver un mal presentador de telediario,
totalmente inexpresivo, con el volumen de la televisión en el mínimo. Empezó a acobardarme,
aunque lo cierto es que ya estaba predispuesto a tener miedo.
De pronto dejó de mover los labios y sonrió. De la sonrisa pasó a la risa y de ahí a la
carcajada. Todo en cuestión de segundos y sin emitir un mal sonido. Creo que se me erizó todo el
pelo del cuerpo ante aquel espectáculo surrealista.
No pude evitar dar otro brinco cuando un nuevo golpe sonó detrás de mí esta vez, en el
interior de la tienda. Me di la vuelta y vi que la fregona había caído del cubo. Supuse que se
habría por haberla dejado en equilibrio precario y no le di mayor importancia. Me giré hacia la
ventanilla y el barbudo no estaba. Miré por un pequeño ventanuco que había en la pared trasera y
18
que daba a la pista del túnel de lavado, pero tampoco se encontraba allí. Incomprensiblemente,
cogí el cuchillo de Juan Luis y salí a la calle. Di una vuelta completa al edificio, miré por el parque
de atrás y por la calles. No había nadie.
Regresé a la tienda al límite de mis fuerzas, encendí la radio y empecé a escuchar
inofensivas tradiciones luciferinas (aún seguían con lo mismo). Cuando empezaba a calmarme de
nuevo, caí en la cuenta de un detalle: si bien mis ropas estaban mojadas por haber dado la vuelta a
través de una zona donde la marquesina de la gasolinera no me protegía –la zona del parque– si
bien yo estaba calado, digo, el tipo que acaba de visitarme no lo estaba. Fuera el agua caía a
cántaros y aquel hombre había venido desde la calle por una zona donde no hay aleros de edificios
que puedan protegerte. Sin embargo, estaba, y esto lo recuerdo a la perfección, completamente
seco.

Cuando hacía turno de noche, solía recenar más o menos a las dos de la madrugada, justo
cuando se había cumplido la mitad de la jornada. A esta hora fue, más o menos, cuando tuve la
singular visita que os acabo de relatar. Como os podréis imaginar, no tenía nada de hambre. Me
terminé el refresco que había empezado hacía unos minutos y traté de buscar una explicación a lo
sucedido. Podía haber sido un bromista o a lo mejor yo no había podido oírle por culpa del ruido
que seguían haciendo los motores de las neveras. Quizá le dio la risa al verme tan asustado sin
motivo aparente. En cuanto a que no estuviera mojado a pesar de la lluvia, era probable que
llevase un paraguas, aunque no podría asegurarlo; cuando le había visto por primera vez, yo
estaba, seguro que lo recordáis, corriendo por la pista y no había podido verle bien.
Decidí que me estaba dejando llevar y que no podía permitírmelo por más tiempo ya que, en
muchas ocasiones, el propio miedo es bastante más peligroso que aquello que lo provoca. De
seguir así, iba a terminar la noche enfundado en una camisa de fuerza y yo no quería eso.
Dejé pasar los minutos y me limité a mirar la noche. El viento había cesado y la lluvia se iba
haciendo progresivamente más fina y débil. A las dos y media de la madrugada el tiempo cambió
por completo y el paisaje urbano se inundó de una espesa niebla gris, convertida en naranja por
efecto de la luz de las farolas encendidas. Mirando el reloj, recordé que faltaba apenas una hora y
media para que llegara el camión de los periódicos y, poco después, los distintos repartidores de la
prensa diaria a los suscriptores empezarían a desfilar por delante de puerta de la tienda. Ese
pensamiento me calmó un poco. Si lograba distraerme hasta esa hora lo tenía todo hecho, porque
el resto del tiempo que me quedaba por pasar allí solía hacérseme muy corto entre la lectura del
periódico, un café y la visita de los trabajadores más madrugadores que venían a llenar sus
depósitos y a vaciar sus bolsillos.
Mientras esperaba para que empezara a ocurrir todo esto, aún hubo algo de movimiento.
Vino un cliente habitual que solía venir con prisas porque quería que le vendieras unas galletas
antes de que se pusiera el semáforo en rojo, un taxista a por cambios con muchas ganas de hablar
y pocas de trabajar (no le culpé) y otra chica joven.
Hubo un detalle extraño en la última de estas visitas, la de la chica joven. Mientras el banco
autorizaba el cobro de su tarjeta, me dio la impresión de que miraba en el interior de la tienda con
un gesto extraño, casi hosco. Era, en cambio, bastante agradable en su trato, cosa muy de
agradecer a esas horas, e intentó disimular la inquietud que algo, no sé el qué, le había provocado.
Pagó, sonrió y se marchó. Pude ver como se santiguaba en el interior de su coche.
Afortunadamente, no pude pensar mucho sobre ello, porque acto seguido apareció un taxi
conducido por otro cliente habitual de la gasolinera, Carmelo, que solía hacernos compañía un
rato mientras se tomaba un café en el interior. Era de las pocas personas a las que dejábamos
entrar en la tienda de noche, de hecho llevaba viniendo por ahí desde mucho antes de que
empezáramos a trabajar la mayoría de nosotros. Subí el volumen de la radio para que se diera
cuenta de que la estaba escuchando y no me pidiera que sintonizara su programa de salsa favorito
y le abrí. No le comenté nada de lo sucedido minutos atrás por miedo a no ser creído y porque
19
tampoco me había pasado nada que no fuese perfectamente explicable bajo un punto de vista
racional. Estuvo conmigo media hora más o menos y se marchó. Volvía a estar solo, pero,
afortunadamente, más tranquilo.

VI

Con una puntualidad impropia del país en que vivimos, la furgoneta del reparto de prensa
dejó su mercancía en el lugar convenido y, tras dejar los repartidores un periódico para que yo lo
leyera, según era su costumbre, marcharon a continuar su trabajo.
Un par de motoristas primero y unos cuantos coches después se fueron llevando la parte
que les correspondía repartir por los domicilios particulares hasta que dejaron tan solo un
pequeño montón de diarios que no sería recogido hasta pasadas las seis. De nuevo se hizo el
silencio. Ya pasaban de las cinco de la madrugada, así que en menos de sesenta minutos podría
coger el coche y olvidar todo lo que había visto y sentido en las últimas horas.
Aquella noche no se acercaron los clientes madrugadores a los que antes he aludido. Había
el mismo tráfico que a las doce de la noche, es decir, ninguno. Después de echar un vistazo al
exterior, extrañado por esta circunstancia, caí en la cuenta de que no había fregado ni barrido la
tienda, cosa que solía hacer siempre. Y aunque el día anterior no había llovido hasta bien entrada
la noche, el suelo estaba lleno de pisadas negras, como si todo el mundo que había entrado el día
anterior lo hubiera hecho con los zapatos llenos de barro. Normal; aquel era, de por sí, un suelo
muy sucio.
Barrer, desde luego, no entraba en mis planes, ya que no me apetecía nada, pero tampoco
me parecía bien dejar la tienda hecha un estercolero para que la chica que cogía el turno de
mañana tuviera que tomarse la molestia de fregar mientras decenas y decenas de clientes
impertinentes dejan sus huellas en el suelo recién mojado al pasar dentro del establecimiento. Así
que, por lo menos, pasaría la fregona y ya parecería otra cosa.
Aún tenía el recuerdo de la extraña sensación de ser observado que se había apoderado de
mí cuando, a medianoche, había estado limpiando por el fondo de la tienda. Ahora iba a tener que
pasar por allí de nuevo y también dar la espalda al mostrador, lo cual no me hacía ninguna gracia.
Había procurado no perder de vista la tienda en todo el rato y sólo me había despistado cuando el
tal Moisés había hecho su aparición estelar y el palo de la fregona había caído del cubo
sobresaltándome tanto.
Cualquiera que me hubiera visto hubiera pensado que estaba loco o que me gustaba hacer el
imbécil. Con el cubo del agua en una mano y la fregona en la otra, me deslicé por la tienda con el
trasero pegado a la pared para que ninguna zona del interior quedara fuera de mi campo visual.
Aquello era patético, lo sé, pero ya había tenido suficientes emociones fuertes por una noche.
Sólo quería que todo estuviera bajo mi control hasta que llegaran mis compañeros y pudiera
volver a casa a dormir un poco.
Afortunadamente, no vino nadie a reírse de mí y, una vez en el fondo, donde estaban los
accesorios de automóvil, mojé el moncho de la fregona, lo escurrí y empecé a pasarla por el suelo
cubierto de polvo (cuando hacía viento, aquello se llenaba bolisas, provocando la exasperación de
los jefes de zona que venían a inspeccionar) sin molestarme en barrer previamente. El resultado
fue que, en la segunda o tercera pasada, el agua con jabón del cubo ya tenía un aspecto
repugnantemente gris y la hubiera salido a cambiar de no ser porque no quería, bajo ningún
concepto volver ahí fuera solo y porque, además, en el fondo, la limpieza del establecimiento me
importaba un bledo; mi única intención al limpiar era cumplir y que el encargado me dejara
tranquilo. ¿Que limpiaba y quedaba asqueroso? Me daba lo mismo. ¿Quedaba acaso marcado
todo el rastro de la fregona por el suelo? Yo ya había pasado limpiado, ¿qué era lo que esperaban
que hiciera por cien mil pesetas al mes?
La cuestión es que eché un par de miradas al exterior mientras debatía interiormente estos
asuntos. No había tráfico, no hacía viento, la niebla se había instalado en las calles como si no
tuviera la intención de abandonarlas jamás y… ¡reflejado en el cristal del escaparate pude ver,
20
nítidamente y sin lugar a dudas, la figura de una persona sentada en el mismo lugar donde yo lo
había estado toda la noche, sobre mi banqueta, totalmente inmóvil, siniestro, muerto...!
Sobreponiéndome al terror que amenazaba con dominar todas mis acciones de un momento
a otro, me dí la vuelta para mirarlo directamente. Amable lector, no trates de adelantarte a lo que
te tengo que decir apostando a que el individuo de la banqueta ya no se encontraba allí cuando
volví la cara. Lamento decepcionarte, porque no se había movido. Y ahora que podía verle mejor,
me dí cuenta de que le conocía.
–¿A… Ángel? Por Dios, Ángel, ¿eres tú?
Efectivamente, se trataba de uno de mis compañeros de trabajo. Allí estaba, enfundado en
su camisa de faena, verde, blanca y naranja, con sus manchas de gasoil esparcidas por todas
partes, su nariz de adolescente sin nociones mínimas de higiene, sus dientes amarillos (porque
estaba sonriendo) y sus ojos… No podía verlos claramente por la postura que había adoptado al
sentarse, mirando a su regazo, tal y como solía estar cuando le tocaba cubrir en el puesto de caja.
Supe, de todos modos, que había algo en ellos que no iba a poder olvidar.
–Ángel, ¿cómo coño has podido entrar? –Me temblaba la voz y el cuerpo me daba pequeñas
sacudidas. Lo llamaba por el nombre de la persona con la que compartía apariencia exterior, pero
era consciente de que lo que tenía frente a mí no era el mismo chico del que hace unas horas nos
habíamos estado pitorreando. Tenía su cara, su cuerpo, su aspecto general, pero no era él. Sin
embargo, yo sólo acertaba a repetir su nombre una y otra vez.
–¡¿Ángel?! ¡¿Qué estás haciendo aquí?! –Grité, ya fuera de mí. La aparición permanecía
inmóvil.
Empecé a pensar en una posibilidad que puede parecer disparatada: ¿y si había tenido un
accidente de tráfico volviendo a casa y ahora estaba muerto? Había leído casos similares en
revistas de parapsicología y no me habían parecido tan descabellados. Una persona muere y, antes
de que ninguno de sus conocidos tenga noticia de ello, su espíritu se aparece en diferentes
lugares, comportándose de un modo extraño, apático.
De pronto, levantó la cabeza y dirigió la vista hacia mí. Jamás podré olvidar el momento en
que, a través de un leve velo de lágrimas, crucé mi mirada con la suya. Ignoro lo que él percibió
de mí a través de este contacto, sólo sé que él parecía tan consciente de mi presencia allí como yo
de la suya. Pude comprobar que en sus ojos hundidos y brillantes se encontraba el mismo vacío
insondable que había podido ver en los de aquel tipo barbudo unas pocas horas antes. No me
miraba realmente, no al menos en el sentido en que nosotros entendemos que una persona mira a
otra. Igual que el primer fantasma de la noche, este nuevo espectro podía captar mi presencia por
unos mecanismos desconocidos para mí. He aludido a un cruce de miradas. Mis ojos veían, pero
los suyos eran mero ornamento, una especie de trampilla oscura e inexplorada que daba paso a su
verdadero instrumento de percepción, algo a lo que ningún médico ni cirujano ha tenido acceso
jamás, inexplicable y terrorífico, que, en cambio, todos estamos destinados a poseer en algún
momento.
Algo cambió, de repente. Sus ojos dejaron de ser los de hacía unos instantes. Uno de sus
globos oculares fue poniéndose paulatinamente negro. Toda su superficie tomó ese color y pronto
adquirió el aspecto que podría tener el ojo de un perro muerto: negro, opaco, pútrido. El otro
sufrió el proceso inverso, y se transformó en una bola de color blanco brillante, casi como una
pelota de ping-pong, pero sin ninguna gracia, creedme. Ambos eran totalmente esféricos, los
párpados no eran visibles. Aún hoy me pregunto qué significado podría tener esta circunstancia
tan especial. Lo único que puedo asegurar a este respecto es que aquellos ojos tenían la facultad
de convertir la sangre en escarcha, al menos esa fue la impresión que sufrí en mi persona. Ni la
aparición del fantasma barbado de unas horas antes, ni la angustia que padecí en la pista exterior,
cuando creía que los objetos habían cobrado vida; ninguna otra experiencia, real o imaginaria que
haya tenido jamás, pueden siquiera aproximarme al grado de terror que la visión de esos ojos me
provocó al instante.
De pronto cesó su inmovilidad. Ahora se revolvía en la banqueta, pero no como lo haría una
persona. Parecía una grabación cinta de vídeo que hubiera echado a andar hacia atrás, sus
movimientos eran antinaturales, no me daba la impresión de tener frente a mí a un ser vivo y,
21
mucho menos, a un ser humano. Sentí que la sangre se me terminaba de helar en las venas, que
iba a perder el conocimiento de un momento a otro, el miedo me tenía paralizado. No tenía ni idea
de cómo reaccionar.
En medio de todas estas sensaciones pude ver que la cosa que tenía frente a mí y cuya
cabeza esta ladeada, estaba ahora mirando hacia el exterior. Me sentí parcialmente liberado. En
medio de todos sus movimientos, la cabeza permanecía fija. Levantó el brazo izquierdo y señaló
un punto indeterminado en la calle.
Justo enfrente de la gasolinera y perpendicular a su edificio, había una calle larga que
describía una curva pronunciada a la derecha, no me acuerdo ahora de su nombre. El brazo
izquierdo del doble de mi compañero de trabajo señalaba hacia esa curva. Del interior de la niebla
vi surgir algo. Era una gran sombra oscura, sin forma ninguna, que se aproximaba lentamente al
lugar en que nos encontrábamos. Solamente pude distinguir en ella dos manchas luminosas. Me
parecieron dos ojos. Ángel se reía pero él tampoco emitía sonido alguno. No tuve tiempo de
adivinar qué era aquella sombra que se aproximaba, tampoco creo que lo deseara.
En ese momento sólo recuerdo un ruido seco, un golpe en las rótulas y un oscurecimiento
gradual de lo que me rodeaba, al modo de las viejas películas en blanco y negro. Estaba perdiendo
el sentido y había caído de rodillas. No me acuerdo de nada más.

VII

Mi siguiente recuerdo consiste en unos golpes en el cristal de la ventanilla. Era Teresa, una
de las chicas que trabajaban en la gasolinera y que venía a cubrir el puesto de otra compañera que,
al parecer, se había puesto enferma. Yo estaba sentado en mi banqueta. No había nadie más en la
tienda, desde luego Ángel no se encontraba allí, y en la calle el tráfico empezaba a ser cada vez
más intenso.
–¿Qué pasa? ¿Te has dormido?
Parecía evidente que sí.
–Pásame las llaves del vestuario, que me voy a ir cambiando y podrás irte a casa ya.
Se las pasé y dejé que se marchara a ponerse el uniforme de la empresa. No dije ni una
palabra. Durante unos segundos tuve la esperanza de haber estado toda la noche durmiendo y de
que nada de lo que había presenciado en las últimas seis horas hubiera ocurrido realmente. Sin
embargo, y para mi desgracia, sabía positivamente que no era así. Las rodillas me dolían y el
mareo que aún sentía no era el del que acaba de despertar de un sueño reparador, sino el del que
acaba de desmayarse y ha vuelto en sí. Me preguntaba, en cambio, qué hacía yo sentado en la
banqueta cuando el punto en que había perdido la consciencia estaba varios metros más hacia el
fondo. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién me había arrastrado hasta ese lugar?
Además, todos mis recuerdos estrictamente laborales tenían su correcto reflejo en el
recuento de la caja y se alternaban con los otros, aquellos que desearía que se esfumaran de mi
mente hoy mismo, en lugar de venir a atormentarme noche tras noche. Tuve la esperanza, no
obstante, de que al menos el último acontecimiento de la noche, aquel en que me había parecido
ver a uno de mis compañeros convertido en la parodia de un ser humano, hubiera sido un sueño.

[…]

–La caja cuadra, me voy a dormir.


Generalmente me quedaba un rato hablando con quien hubiese venido por la mañana, pero
hoy no me apetecía. Salí de la tienda dejando las primeras huellas negruzcas sobre el suelo recién
fregado y, tras despedirme rápidamente del chico que había quedado en pista, del cual ni siquiera
recuerdo quién era, arranqué el coche –no sin dificultad–, y volví a casa. Por el camino caí en la
cuenta de que apenas había pasado la fregona por un rincón de la tienda y de que, sin embargo, en
el momento en que me había ido, todo el suelo estaba limpio.
22
–¡Un fantasma que friega! –Reí, histéricamente, mientras conducía.
Pensaba que no iba a poder dormir, pero no tuve ningún problema en conciliar el sueño.
Tampoco tuve ningún problema en volver al trabajo la noche siguiente. Ni en saludar a Ángel
cuando le vi aquella misma tarde, a las diez menos cuarto. Durante todo aquel día había
continuado temiendo que hubiese muerto en una de sus alocadas carreras nocturnas y que por eso
había visto a su fantasma. Pero no era así. No vi nada raro en él que no hubiera visto con
anterioridad, no noté ningún cambio en su semblante ni en su mirada. Sus ojos volvían a ser
azules.
Actué durante toda la noche siguiente como si nada hubiera ocurrido y traté de olvidarlo
todo. Pensé, o quise pensar, que había sufrido alucinaciones durante la jornada anterior, que el
sueño y la modorra propios de las últimas horas de la madrugada habían podido conmigo y
convertido mi vigilia forzosa en una sucesión de visiones estúpidas. Ignoré deliberadamente un
hecho que, desde que trabajaba por las noches, me había causado sorpresa y que consistía en que
nunca, ni una sola vez, había sentido ni la más mínima pesadez de párpados al desarrollar mi
trabajo nocturno. En el fondo de mí seguía siendo consciente de que no me había quedado
dormido y de que, de alguna manera, tenía un vacío temporal de, al menos tres cuartos de hora de
duración; es decir desde que había decidido fregar el suelo de la tienda hasta que había llegado
Teresa no poseía ningún recuerdo. Durante ese tiempo había estado acompañado por una entidad
extraña burdamente disfrazada de persona. Esa entidad había dado paso a un ser sobrenatural y
gigantesco cuyo origen, destino e intenciones desconozco por completo, una masa deforme e
inhumana poseedora de un aspecto que, aunque apenas advertí muy veladamente, desearía poder
olvidar para siempre. En cambio, su recuerdo me persigue.

23
Gatos*

I. La casa junto al pueblo

N adie parecía tener muy claro por qué aquella casa llevaba tanto tiempo abandonada a su
suerte. A pesar de que le era muy necesaria una mano de pintura y unas cuantas horas de
duro trabajo para adecentar el jardín, lo cierto era que el viejo chalet tenía encanto.
Mucho más, desde luego, que todas las casas construidas a posteriori en la zona alta del pueblo.
Éstas se hallaban rodeadas de bellos jardines, protegidas de los extraños por rejas de hierro
forjado y dotadas de todas las comodidades de cualquier casa moderna. Padecían, en cambio, de
un exceso de sofisticación. Hablando claro, todas esas nuevas construcciones no tenían nada en
común con un ambiente rural como ese.
El pueblo en que se encontraban todas ellas apenas tiene en la actualidad ciento sesenta
habitantes en invierno. En verano, sin embargo, decenas de turistas se acercan a la zona a disfrutar
de una paz y un sosiego que ni las grandes ciudades ni las populosas playas mediterráneas pueden
aspirar a ofrecer y aunque los más jóvenes pueden tachar la comarca en general de aburrida,
aquellas personas que no necesiten más que un poco de descanso pueden tener por seguro que allí
lo van a encontrar, y en muy grandes dosis.
La entrada del pueblo describe una curva de casi ciento ochenta grados, por lo que es muy
necesario andarse con precaución si la tomamos en automóvil. Nada más pasar la curva se nos
presenta una recta de unos cincuenta metros, una vez recorridos los cuales, ya habremos pasado
por delante del albergue municipal para excursionistas, el ayuntamiento y unas cuantas casas
antiguas, tras las que podríamos encontrar, si nos introdujéramos por el flanco izquierdo de la
recta, otras casas, también rurales, pero en bastante mejor estado y más nuevas. Después
podemos seguir hacia arriba y subir por las empinadas calles del pueblo, pero si queremos
encontrar la casa de la que hemos empezado hablando, tenemos que girar noventa grados a la
izquierda y entrar en la travesía central, muy estrecha y flanqueada por una curiosa amalgama de
casitas antiguas de piedra y modernos edificios de ladrillo, muy parecidos a los chalets de los que
ya hemos hablado pero carentes de jardín. Una vez superada la travesía, pasamos por delante de
unos establos de ganado ovino (el perro pastor nos ladrará, seguramente) y enseguida veremos

*
Octubre 2001
24
que, aunque la vía principal sigue recta –más adelante se divide en tres pequeños caminos
vecinales–, existe un desvío a la derecha que da paso a una cuesta de descenso muy empinado la
cual, describiendo una curva también hacia la derecha, termina en la pequeña casa cuyo estado de
semi abandono tanto intrigaba a los vecinos de la localidad. La habían convertido, en los últimos
años, en lugar de misterio y habladuría, en un sitio mágico donde tanto los niños como los
mayores aspiraban a encontrar algún día el objeto de sus sueños y también, por qué no, el de sus
pesadillas.
Bajo un punto de vista turístico, atractivos no le faltaban: su apartada situación hacía que un
silencio casi sepulcral fuese la nota predominante a cualquier hora del día; su orientación con
respecto al valle, al cual encaraba directamente, la hacia receptora privilegiada de múltiples soplos
de aire fresco en los agobiantes meses del verano; por otra parte, las vistas del valle del río H…
junto al que se encuentra la colina que alberga el pueblo y del cual la casa tenía una panorámica
perfecta, daban paso, conforme se levantaba la vista, al más legendario de los montes ibéricos, un
gigante de piedra, bosques, nieve, hielo y agua que cobija en sus faldas todo tipo de criaturas,
desde las más ordinarias a las más fantásticas.
El jardín que rodeaba al chalet estaba invadido casi por completo por una serie de malas
hierbas que ya alcanzaban el medio metro, quizá más, de altura. Un camino central de cemento
que termina en el garaje de la casa se constituía en la columna vertebral del citado jardín. A su
derecha, seis o siete árboles, entre acacias, higueras y sauces llorones continuaban creciendo a
pesar de que nadie se molestaba en regarlos desde hacía años. Unos viejos maceteros, también de
cemento, situados junto al muro que delimitaba el terreno y que en su día albergaron bellos
rosales, se hallaban también tristemente plagados de cardos borriqueros, ortigas y demás flora
salvaje. En la parte izquierda del jardín, más acacias y sauces continuaban con su proceso vital,
ajenos a la melancolía y la dejadez que les rodeaba. En la parte más exterior del jardín, aquella que
encaraba el precipicio, había una especie de piso inferior al cual se podía acceder por un acceso
que quedaba a la izquierda de la entrada, o bien descendiendo unas escaleras de ladrillo que
partían del tramo medio del jardín, junto al más viejo y majestuoso de los sauces. Este piso
inferior continuaba un poco más allá que la parte de arriba (hemos dicho que el garaje ponía fin a
la pista de cemento), a la izquierda de la casa y terminaba en una pequeña leñera adosada con
posterioridad a su construcción. A esta leñera se accedía mediante sendas puertas de metal,
oxidadas por el inclemente devenir de los años y atrancadas irremediablemente por efecto del
óxido y el orín que las cubría.
Un antiguo vallado de alambre, también castigado con dureza por el paso del tiempo y
situado sobre los muros exteriores, ponían límite al terreno anónimo, al jardín más descuidado del
pueblo.
La casa en sí misma no tenía mucho de especial. Era sólo de una planta y frontalmente
podíamos apreciar un porche desnudo, que hacía ángulo recto con la entrada del garaje, y uno de
los muros, dotado de dos ventanas enrejadas. Sobre ambos, un tejado irregular, de estructura
piramidal en un principio, pero cuya geometría parecía alterada por las sucesivas reformas a que
la casa había sido sometida (entre ellas podría citaros la adhesión de la caseta de puertas
metálicas). Como dos de los otros tres muros apenas eran visibles –uno de ellos, el de la derecha
estaba cubierto de zarzas que impedían ventilar los cuartos que daban a aquel lado y el trasero
daba a un pequeño huerto de uno de los lugareños– y el de la izquierda se componía del de la
caseta, el del garaje y el porche, podemos dar por concluida la presentación del exterior de
nuestra casa. Sólo queda añadir que en el porche se encontraba la puerta de acceso, hecha madera
toscamente labrada y no muy sólida, que podía abrirse, en caso de que poseyéramos la llave,
accionando una manillera negra de metal. Lo que se podía encontrar en su interior seguiría siendo
un misterio si no fuera porque, finalmente, y tras múltiples gestiones, conseguimos dar con la
propietaria y comprar el inmueble por mucho menos dinero del que habíamos imaginado.
Uno de mis hermanos trabajó durante todo un día, junto a su pareja, para desenmarañar el
muro derecho del chalet, aquel que se hallaba cubierto de zarzas. Por no mucho dinero,
pavimentamos la cuesta de la entrada, ya que el terreno en la bajada había sufrido el efecto de la
erosión y el descenso en coche era peligroso. Por menos dinero todavía, otro de mis hermanos,
25
albañil de profesión, alicató y adecentó el cuarto de baño y la cocina. Pintamos el interior,
compramos unas camas y unos cuantos muebles de segunda mano y, como no hizo falta dar el alta
de agua ni de luz, ya que nunca se cortó el suministro, en pocos meses nos habíamos hecho con
un bonito chalet de vacaciones. Todo por cuatro perras.

II. Algunos maullidos molestos

Mi novia y yo nos escapamos a nuestra nueva residencia de verano a finales de agosto de


aquel mismo año, con la intención de olvidar, aunque sólo fuera por una semana, los infinitos
agobios de la vida moderna. En la ciudad se sobrepasaban todos los días los cuarenta grados y
creo que mi cuerpo en particular no hubiera podido soportar esa temperatura ni un solo día más.
Así que cogimos el pequeño utilitario de Nuria y salimos de Z… a las siete y media del
viernes, aproximadamente. El camino no presentó excesivas dificultades, salvo que el sol del
atardecer anduvo cegando a la conductora durante casi todo el trayecto. Salimos de la autopista y,
conforme pasaban los kilómetros, la carretera se iba haciendo gradualmente más estrecha y, en
general, peor. Algunos tramos recientemente asfaltados se alternaban con otros que ponían a
prueba la suspensión del vehículo y la paciencia de nosotros, sus ocupantes. Pasamos por delante
del desvío que inicia la ascensión al M…. Habíamos leído que el invierno pasado una pareja había
aparecido muerta en su coche, sin que hasta ese día se aclarase el motivo de tan trágico
acontecimiento. En un pueblo cercano no faltaba quien sostenía que sus fallecimientos se debían a
causas ajenas al intenso frío que los dos desgraciados tuvieron que soportar, y que los demonios
del bosque, de cuya existencia un amplio sector de la población autóctona ni siquiera dudaba, eran
los responsables del asunto.
Tras una hora y media aproximada de camino llegamos, pues y sin novedad, al chalet.
Abrimos el candado, metimos el coche en el jardín y después en el garaje. Haciendo esto, un
enorme gato de color naranja salió asustado de entre la maleza, se escabulló por el piso bajo del
jardín y, aprovechando un pequeño agujero que había en la valla metálica, escapó.
–¿Has visto qué gatazo? –Nuria llevaba algunas bolsas de comida en las manos y no pudo
gesticular tan expresivamente como solía cuando vio al enorme minino que acaba de desaparecer
de nuestra vista.
–Bueno, pues mejor. Mientras haya gatos no habrá ratones –contesté.
–Eso desde luego, ¿pasamos?
Aunque hacia mucho menos calor que en la capital, habría sus buenos treinta grados allí y si
a eso le añadimos el peso del equipaje, no era de extrañar que el rostro de Nuria empezara a
humedecerse. Me detuve a mirarla unos instantes. Vestía unos pantalones de patinador grises de
mi propiedad, los cuales le caían muy por debajo de la cintura y más por debajo de la rodilla. En
sus pies llevaba unas zapatillas deportivas. Sobre su cuerpo, una camiseta de tirantes ajustada y
estampada, el pelo largo y negro recogido en una cola. Me enamoraba (y aún lo hace) su rostro.
No había nada en él, como unos ojos grandes y azules, una nariz respingona o unos labios
carnosos, que se incluya habitualmente en la lista de atributos faciales que un hombre busca en
una mujer. Sin embargo, el conjunto tenía sobre mí un efecto hipnótico. Sus ojos eran marrón
oscuro, muy vivaces y expresivos; Su nariz, ni grande ni pequeña, daba paso a unos labios cuya
sonrisa podía sonsacarme la más vil de las acciones y el más santurrón de los sacrificios. Las
orejas sin lóbulo y perforadas por distintos lugares, servían de principio y de fin a una mandíbula
muy angulosa, pero no excesivamente cuadrada. Su pelo era oscuro, casi negro, aunque, curiosa y
muy prematuramente poblado de pequeños jirones de canas. No sé si os haréis una idea de su
aspecto con esta descripción, ni siquiera resulta trascendente para la comprensión del relato. Pero
tengo muy claro que ese vistazo superficial que eché sobre su rostro y más fugazmente sobre su
cuerpo (del que supongo que después os hablaré) han quedado en mi memoria como uno de los
escasos buenos recuerdos que guardo de aquel lugar.
–Oye, ¿me abres o no?
–Sí, sí, claro.
26
Cogí la llave de la puerta principal y accedimos a un gran salón en el que no faltaba de nada:
televisor y vídeo, visillo y tresillo, una mesa camilla, otra de comedor, lámparas de pie para leer,
una enorme chimenea, velas por si faltaba la luz, linternas, etc. El resto de la casa se encontraba
igual de bien acondicionado. En total, y sin incluir el salón, cuatro habitaciones, cada una con sus
camas provistas de sábanas y mantas, un aparato de radio despertador, alfombrillas…
–Al final ha quedado una casa de puta madre. –Nuria soltaba muchos tacos, pero nunca me
pareció molesto. Me resultaba divertido, en realidad.
Tras un largo beso, procedimos a descargar el equipaje en la cocina y en el dormitorio que
elegimos, uno de los que daban al jardín. Era amplio y parecía luminoso, aunque ahora siendo ya
de noche, no podíamos asegurar esto último más que por su orientación.
Puesto todo en orden, y tras cenar unas ensaladas y fruta, salimos al exterior a disfrutar del
cielo nocturno. Cogimos unas hamacas que había en un mueble al fondo del salón y nos sentamos
fuera. Se había levantado una suave brisa que secó rápidamente el escaso sudor que el esfuerzo de
sacar las sillas plegables me había provocado. Me desnudé del todo. El grado de intimidad que
ofrecía el jardín era total y nada más agradable que dejar desfilar la brisa vespertina sobre cada
poro de mi piel. Me sentía mejor que nunca. Nuria permaneció vestida como cuando había
llegado. La quietud de la noche nos sobrecogió. Callamos y escuchamos el silencio, roto tan sólo
por el sonido lejano de algún vehículo en la carretera que había al otro extremo del valle y por el
canto ocasional de los grillos campestres.
–¿Qué es ese ruido?
Me puse instintivamente el pantalón corto de deporte y escuché. Se oía algo arriba, al final
de la cuesta, algo así como un aullido lastimero, un gemido prolongado que, por algún motivo,
me puso los pelos de punta.
Nuria se incorporó de su asiento y se acercó a la verja de la entrada.
–No veo nada.
Fuera, la oscuridad lo llenaba todo como un líquido negro y espeso que hubiera sustituido al
aire que respirábamos. Una pequeña lámpara en el porche constituía todo nuestro sistema de
iluminación y era, evidentemente, escaso. Fui junto a mi novia y agucé el oído.
–Parece –aventuré– alguien quejándose. Pero más bien como se quejan algunos mendigos, u
otra gente así, por la ciudad. Parecen los quejidos de un loco.
–¿Has cerrado el candado? –Nuria parecía más expectante que asustada.
–Sí, claro.
–Auuuuuuuuuu… –El gemido nocturno sonaba muy cerca.
–Entramos en casa, ¿o qué? –propuse. No me gustaba nada. Si aquel terreno había estado
abandonado mucho tiempo, quizá se hubiera convertido en lugar de reunión de algún ejército de
pirados.
–Espera, escucha con atención.
Así lo hice. Una segunda voz se había unido al aullido inicial. Esta era mucho más ronca y
grave. No parecía, en modo alguno, una voz humana y no tardamos mucho en darnos cuenta de
que, efectivamente, no lo era.
–Joder, es un gato –Nuria sonrió. Parecía mucho más aliviada de lo que su escaso temor
inicial me había hecho esperar.
–¿Estás segura?
–Espera y lo verás.
Fue corriendo hacia el dormitorio. Allí guardábamos una linterna, de no demasiada
potencia, pero que, una vez Nuria había vuelto y la enfocó hacia la cuesta, nos permitió distinguir
la silueta de dos enormes felinos sentados sobre un pretil de cemento. El reflejo del haz de luz
sobre los ojos de los dos animales dibujaba dos esferas de incierta luminosidad que destacaban en
medio de la mancha negra que eran sus dos sombras. La primera vez que les enfocamos
directamente a la cara, emitieron al unísono un aullido de dolor. Al parecer, la luz les molestaba
bastante. Entretanto, los maullidos que tanto nos habían sobresaltado al principio, por lo menos a
mí, proseguían incesantemente.
–Me parece que nos a dar la noche –vaticiné–. Como maúllan. Casi da miedo, ¿verdad?
27
–Bueno, ya se callaran. ¿Entramos a ver la tele? Parece que está refrescando.
Los gemidos, cosa curiosa, cesaron casi de inmediato, así que pudimos ver una película sin
molestias. Como Nuria había estado trabajando aquel día y estaba muy cansada, se acostó
temprano. Yo ya llevaba varios días de vacaciones y, al no tener sueño, me quedé un rato a solas,
leyendo un libro.
Ya casi había olvidado el incidente con los gatos cuando los maullidos regresaron y esta vez
lo hicieron con energías renovadas. A juzgar por la intensidad con que podía oírlos, los animales
habían penetrado por la verja del jardín y se habían plantado en la puerta de la casa. Traté de
concentrarme en la lectura, pero no pude. Me resultaba imposible hacer cualquier cosa que no
fuera escuchar el quejumbroso gemido de aquellos animales asilvestrados los cuales, movidos por
no se sabe qué curioso instinto, habían tenido a bien instalarse en la puerta de nuestra casa a dar la
lata.
Me parecía increíble que no despertaran a Nuria, pero así fue. Seguía profundamente
dormida y así permaneció toda la noche. De pronto pensé que quizá tuvieran hambre y, al vernos
por ahí rondando, oh, poderosos humanos, habían recurrido a nosotros como fuente de
alimentación gratuita. Tal vez habían agotado las existencias de ratones campestres, o se habían
hartado de ellos. De modo que, sin detenerme a pensar en lo idiota de mi razonamiento, cogí una
lata de atún que habíamos desechado de la cena por no tener muy buen aspecto y me dispuse a
sacársela a nuestros impertinentes invitados.
Antes quise verlos, por lo que descorrí la cortina de la ventana que daba al porche. A pesar
de que los maullidos no habían cesado y de que se oían más alto ahora que en ningún otro
momento, mi primera mirada al suelo del porche me reveló que éste se encontraba vacío.
Segundos después de percatarme de ello, los maullidos cesaron y se hizo el silencio.
Ligeramente inquieto salí al exterior y eché un vistazo. Los únicos seres vivos que había
sobre el suelo embaldosado éramos los mosquitos que se concentraban en torno a la luz de la
lámpara del jardín y yo. Sabía, como todo el mundo, que los gatos salvajes, al igual que cualquier
otro animal silvestre, se asustan fácilmente del hombre y que su proverbial rapidez hace que sea
difícil encararlos durante mucho tiempo si ellos no quieren. Pero en todo esto había algo extraño,
sin duda. Tampoco había podido escuchar el ruido que habían tenido que hacer al escapar por
entre las malas hierbas del jardín, ruido que, por lo silencioso del lugar y de la hora, debería haber
sido claramente audible.
Casi a paso ligero, avancé por entre la maleza y deposité el plato con el atún. Poseído por
un inconcebible desasosiego y oprimido por la calma sobrenatural que allí reinaba, regresé al salón
de casa, cerré con llave y me acosté a toda prisa. Me quedé dormido enseguida y al día siguiente a
punto estuve de olvidar lo sucedido.

III. La colada y el capo

La mañana transcurrió sin grandes sobresaltos entre un abundante desayuno, la recogida de


una lata de atún vacía en la maleza, la preparación de una colada y un paseo por los alrededores.
A las dos de la tarde regresábamos a casa y preparamos una comida que engullimos en un abrir y
cerrar de ojos.
Hicimos la digestión entre la siesta de Nuria y mi renovado contacto con el libro de la noche
anterior, que apenas había podido empezar a leer. A eso de las cinco y media, cuando ella
despertó, nos dejamos llevar por lo cálido de la estación y lo interminable de nuestro ocio y
entramos al dormitorio con la intención de hacer el amor durante toda la tarde. En esos momentos
el sol daba de lleno en la habitación, de modo que el calor que empezó a concentrarse entre
aquellas cuatro paredes no tardó en hacerse excesivo. Forzando un poco la postura, Nuria abrió la
ventana corredera.
–¡Hostia, qué pedazo de gato hay en la cuesta!

28
Recordando la noche precedente, me escapé de entre sus piernas y me abalancé sobre la
ventana. Dada mi escasa agilidad, me caí y a punto estuve de perder todos los dientes durante la
operación. En ese breve intervalo, el animal huyó.
–¿Dónde, dónde?!
–Se ha ido, no te esfuerces. Oye, pero te prometo que parecía un lince –Nuria abrió los ojos
al máximo e hizo un gesto con los brazos que trataba de abarcar en vano el tamaño de la bestia–.
Joder, qué pasada –no tenía palabras.
–Hombre, un lince seguro que no es, aquí no hay.
–Ya, hombre, sólo te digo que lo parecía. Pero es que tenías que haberlo visto, era
exagerado.
Durante un par de minutos permanecí apoyado en el marco de la ventana, mirando
embobado hacia el exterior, con la débil esperanza de que mis ojos se toparan con el gatito en
cuestión. Nuria murmuraba mientras tanto.
–Qué pasada…
Sin embargo, la entusiasta y repentina renovación de sus artes amatorias me devolvió a la
realidad desde el lugar en que me encontraba, un lugar en el que la existencia de una especie
extraña de felino, algún tipo no catalogado y dotado de unas posibilidades y características del
todo fuera de lo común, no resultaba descabellada. Nuria fue, como digo, lo suficientemente hábil
en sus manejos como para distraerme de estas reflexiones durante el siguiente par de horas.
Mientras me duchaba, a eso de las ocho de la tarde, mis pensamientos giraban sin cesar en
torno al maullido fantasma del que había sido testigo a última hora de la noche anterior. No podía
evitar imaginarme una enorme silueta negra posada en el suelo del porche, maullando de aquel
modo tan espantoso, reclamando comida y puede que algo más, persiguiendo algún extraño
designio que lo convertía en una extraña suerte de animal diabólico, capaz de hacerse visible e
invisible a voluntad y capaz, también, de provocar en el ser humano que escuchara su quejido un
temor desconocido, una sensación de contacto con lo sobrenatural que muchos de los que se
autoproclaman médium detestarían siquiera acercarse a experimentar.
–Mira que se me va la cabeza –concluí.
Estaba secándome cuando oí que Nuria gritaba. Desnudo como estaba, salí al jardín a toda
prisa y pude ver su rostro empapado de lágrimas. No eran lágrimas de pena, dolor físico o terror,
sino de rabia. Y es que, junto a ella, toda la ropa que habíamos lavado por la mañana y puesto a
secar a mediodía, aparecía completamente desgarrada, hecha jirones, sin duda, por las uñas de
uno o varios gatos.
–Hijos de la gran puta…
Ropa de cama, camisetas, sujetadores, un bañador, calcetines… nada se había salvado del
ataque de los animales. Todo estaba destrozado e inservible. Para tirar.
–Han debido hacerlo mientras estábamos haciéndolo –dijo, por fin–. Cuando vi aquel gato
tan grande la ropa estaba intacta. Ahora, ya lo ves. Nos han jodido.
Pasada la sorpresa y el susto inicial, hicimos cuentas y nos consolamos pensando que aún
teníamos sábanas de sobra y que la ropa personal que se había echado a perder era vieja y no valía
demasiado la pena.
–Supongo que los animalitos no están muy conformes con nuestra presencia aquí. A fin de
cuentas, este es su territorio, y no el nuestro.
A las ocho y media se ponía el sol y, tras un breve paseo por el pueblo (donde nos sentimos
acosados por las escrutadoras miradas de múltiples vecinos extrañados), volvimos a casa para
contemplar los últimos momentos del atardecer, aquellos en los que la gama de colores de la
cúpula celeste presenta su mayor riqueza y un amarillo brillante no tarda en convertirse en azul
violáceo para transformarse, más adelante, en un precioso negro azabache. Hacía calor y los dos
contemplábamos el espectáculo mientras departíamos sobre temas triviales. El incidente de la ropa
desgarrada parecía superado y ningún gemido gatuno nos molestó. Todo volvía a ser perfecto.
Aún hubo tiempo, poco después, de otro encuentro sexual breve en el salón, tras el cual
Nuria se retiró a nuestros aposentos, físicamente molida (no sé si por este encuentro o por lo
agotador de la jornada). Yo, en cambio, me sentía eufórico y no me apetecía en absoluto dar por
29
terminado el día. No había, como supondréis, demasiadas actividades en que invertir dicha euforia
en un lugar como aquél, así que, furtivamente, me senté frente a la puerta de nuestra habitación,
tomé una carpeta, un folio en blanco y un lapicero y comencé a dibujar el cuerpo desnudo de
Nuria sobre nuestra cama.
La luz del salón se filtraba en el cuarto y resbalaba sobre su piel, destacando así sus
delicados contornos sobre la oscuridad reinante. Incluso el lápiz parecía desearla, un cuerpo joven
y bien dotado, no excesivamente alto ni delgado, mas rico en voluptuosidad y sensualidad. Me
dejé llevar por la pasión del artista, la cual dudaba poseer hasta aquel momento –ahora estoy
seguro de carecer de ella– y continué dibujando cada detalle de su magnífica anatomía. Lo hacía a
toda prisa, sin apenas darme cuenta de lo que estaba haciendo. Me sentía totalmente abstraído en
mi labor y creo que tardé unos cuantos minutos en darme cuenta de algo que, inconscientemente,
esperaba desde hacía un buen rato.
Los maullidos habían vuelto a la puerta del chalet.
Cuando me di cuenta retiré la mirada del interior del dormitorio y observé fijamente la
puerta de salida. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y empecé a sudar. Un miedo salvaje, cerril
y tan nuevo como difícil de explicar se apoderó de mi conducta y de mi razón durante los minutos
que siguieron. Tomé un atizador de la chimenea y me dispuse a salir al jardín con las intenciones
que imagináis. Así el pomo de la puerta y esperé, escuchando el aullido de aquellas horribles
bestias. Debía haber más de dos, quizá cuatro. El sonido de sus voces penetraba en mis oídos y en
mi mente con la misma facilidad con que pueda hacerlo un taladro en una pared de escayola. Creí
que iba a enloquecer, tal era mi estado de nervios y el único remedio para evitarlo era abrir la
puerta de inmediato.
Giré el pomo dorado y salí como una furia al porche del jardín. Esta vez sí pude verlos.
Eran muchos, puede que seis o siete, y sus colas peludas permanecieron visibles durante una
mínima fracción de segundo, huyendo en múltiples direcciones. Aún así pude verlas todas. Las
había de todos los colores y me sorprende que recuerde detalles tan nimios con semejante
claridad: naranja brillante, azul pardusco atravesado de rayas negras, marrón, negro, blanco…
Un par de aquellas colas huidizas presentaban un tamaño sensiblemente superior del de sus
compañeras. Supuse que una de ellas, la más grande, naranja a rayas blancas, pertenecía al “capo”
de los gatos, aquel que Nuria había visto y cuyo descubrimiento había interrumpido
momentáneamente la fogosidad de nuestro momento de intimidad anterior. Todo esto pude
observarlo en unos instantes de brevedad tal que no creo que pueda ser medida de ninguna
manera. Se me habían escapado, claro está, pero seguían cerca, podía sentir su presencia vigilante
y su mirada insolente examinando cada centímetro de mi cuerpo, cada gota de mi sudor.
Aquí debo decir que había tomado la precaución de cerrar la puerta de la casa ante la
posibilidad de que alguno de esos bichos inmundos se atreviera a entrar. Estuve a punto de gritar,
mis nervios empezaban a descontrolarse, aunque, en un principio, no tuviera una razón más
objetiva que el canto nocturno de unas pocas e inofensivas fieras campestres.
Pero no tardé en encontrar otra razón. Los maullidos comenzaron de nuevo, ni siquiera
estoy seguro de que hubieran cesado en algún momento, pero esta vez lo hicieron en un tono
mucho más bajo que el que habían empleando segundos antes o el día anterior.
Parecían susurros.
Temblando de pies a cabeza continué escuchando y no tardé en distinguir con total claridad
lo que me parecieron sonidos articulados entre toda aquella maraña de maullidos irracionales.
Eran algo cercano a lo que entendemos como lenguaje humano. Si se prestaba atención, se podía
uno dar cuenta de que había determinados elementos recurrentes (como “palabras” que se
repetían) y de que el tono, la cadencia o la velocidad con que se sucedían los sonidos, así como su
intensidad, iban variando, como lo hacen las palabras de las personas en cualquier conversación.
Atribuí todo esto a los habitantes del lugar. Me había dado cuenta de cómo nos miraban, como lo
que éramos, como a unos extraños. Quizá habían bajado a husmear y me habían visto. Yo estaba
completamente desnudo y eso suele ser motivo de sorpresa para todo el mundo, y más para unos
cuantos montañeses retrógrados que aún se escandalizan de que tal o cual no ha acudido a misa
este domingo (así lo pensé en ese momento).
30
–¿Hay alguien ahí?
Aquello era estúpido, sabía perfectamente que nadie del pueblo había bajado a vernos.
–¡Váyanse a casa y déjenme en paz y llévense a sus malditos gatos, hijos de puta!
Por segunda vez desde que pisara aquel lugar estaba desvariando.
Los susurros cesaron repentinamente y oí un coro de pasos alejándose sobre la maleza. Un
maullido más fuerte del que había oído nunca puso fin a la aventura de aquella segunda noche y,
casi sin pensar en lo que hacía, actuando por reflejo, volví a entrar en la casa, dejé el atizador en
su sitio y me acosté junto a Nuria. Acaricié su cuerpo, primero con suavidad, pero después con
mucha más fuerza. No se despertó, sin embargo.
Mil imágenes inconcebibles se adueñaron de mi mente. En cierta ocasión, habíamos visto,
bajo un puente en nuestra ciudad, a un grupo de gatos macho que acorralaron y violaron en grupo
a una gata. Nos pareció, tanto a Nuria como a mí, un espectáculo horrible el observar cómo el
pobre animal iba siendo forzado por sus congéneres en un acto que hasta entonces y por su vileza,
nos había parecido exclusivamente humano, propio, como mucho, también de los primates. Pero
así fue, y los débiles chillidos que emitía la hembra sólo parecían servir para excitar más aún a
aquellos machos ávidos de carne. Me di cuenta de que yo mismo me estaba excitando mucho con
aquel recuerdo, y de que estaba refrotándome contra las nalgas de Nuria en una actitud propia de
cualquier animal en celo. Me sentí profundamente avergonzado, no tanto por lo que estaba
haciendo como por los pensamientos que habían motivado mi estimulación. Me separé, tras un
gran esfuerzo, de la espalda de mi novia y traté de dormir. En cuestión de minutos lo conseguí.
Soñé que violaba a mi pareja.

IV. Un intruso

No me había acordado de comentar un punto que me parece importante: mi opinión general


sobre los gatos, esos animales sigilosos y traidores que pueblan la noche y el día de las ciudades y
los pueblos y que adoptan como propio cualquier lugar donde pueda encontrarse algo de comida
y, si es posible, algo de basura. Mi relación con ellos siempre ha sido extraña porque, si bien a mí
ellos no sólo no me gustan nada, sino que me dan un asco infinito, yo parezco no desagradarles
del todo y, en ciertas ocasiones, caminando por cualquier calleja estrecha o la ribera de un río
urbano, se me han llegado a acercar, como pidiendo una caricia o un mimo que, en la mayoría de
los casos, les he negado con gran repugnancia.
No los soporto y me considero incapaz de entender cómo algunas personas son capaces de
tener en su casa un animal que no demuestra apego alguno por su amo en toda su vida (salvo
excepciones). El gato es excesivamente independiente para ser una mascota y a la vez inoportuno
y molesto, siempre deslizándose bajo la mesa, acariciando las piernas de los comensales con su
pelo y bufando, ronroneando o sacando sus afiladas uñas. Creo que un gato jamás podrá competir
con el abrazo cariñoso, el movimiento de cola o los botes de alegría que cualquier perro dará al
ver llegar a su dueño. Pero claro, esto es sólo una opinión.
Tal y como se estaban desarrollando las cosas en la casa del pueblo, esta opinión no tenía
ninguna pinta de ir a cambiar. Ya os he dicho que no tuve una noche fácil y la ferocidad de mis
pesadillas llegó a asustarme de veras. A eso de las ocho y media la mañana abrí los ojos.
Estaba solo en la cama, desde donde podía oír el ruido de los útiles de cocina con los que
Nuria parecía estar preparando el desayuno. Olía bien. Nunca me había caracterizado por poseer
un buen sentido del olfato, pero el aroma de leche caliente y a tostadas friéndose en la sartén me
sacaron de mi sopor y me puse en pie con rapidez.
Vestida tan solo con unas bragas negras y una camiseta ajustada azul, Nuria me pareció más
arrebatadoramente sensual que nunca. A punto estuve de abalanzarme sobre ella, pero me retuvo
a duras penas y me llevó al salón, donde devoramos nuestras respectivas raciones de café y pan
tostado. No pude aguantar más y la poseí sobre el sofá. Una vez concluimos nuestro temprano
ayuntamiento, Nuria me preguntó algo en voz baja.
31
–¿Estás bien?
–¿Acaso me has visto mal?
–No, no es eso, pero te encuentro un tanto, no sé… fogoso. No me entiendas mal, me
encanta cuando estás así, pero… me da la impresión de que te comportas de un modo extraño.
Las dos últimas veces, sobre todo… parecía que no te preocupabas por mí ni por mi placer…
como si te importara un bledo que yo lo pase bien o no. Nunca habías sido así de… egoísta.
Hablaba como con miedo, se apreciaba a simple vista. Me sentí culpable porque sabía que
tenía razón.
–Anoche –continuó– te refrotabas contra mí, pude notarlo y lo recuerdo aunque durmiera.
No me confundas, no me molesta que lo hagas y lo sabes, pero tus gemidos…
Empezó a llorar.
–Mis gemidos, ¿qué?
No contestaba.
–Mis gemidos, ¡¿qué?! –grité.
–Me diste miedo. Me diste mucho miedo, no eras tú…
Lloraba mucho, pero yo, en lugar de tratar de consolarla, me levanté y, soltando un bufido,
entré en el cuarto de baño. Lo que allí dentro encontré me estremeció, mis ojos se desorbitaron y
sentí como si la columna vertebral se me hubiera convertido en un témpano de hielo. Sentado
sobre la tapa del retrete y con el rostro adornado por una insultante mirada de satisfacción, un
gato negro de gesto malévolo me enseñó sus dientes y se quedó ahí quieto, observándome.
–¡Nuria! –aquella visión me había dejado paralizado.
Oí que se levantaba y se acercaba. Apenas un par de metros separaban el sofá donde la
había dejado de la puerta del servicio, pero creo que, en el tiempo que le costó llegar, el horrible
felino tuvo tiempo de estudiar hasta el último centímetro de mi piel. Si alguien me hubiese dicho
que habían transcurrido años en aquel intervalo, le habría creído. Por fin, Nuria, llegó junto a mí.
–¡Anda! ¿Cómo ha entrado a casa éste? –No parecía más impresionada que si hubiera visto
una araña o una lagartija. Ya no brotaban lágrimas de sus ojos y su rostro sólo reflejaba una leve
sorpresa.
–Saca… a este inmundo animal de aquí,… por favor… –Creo que ahora era yo el que
lloraba. La voz apenas acertaba a salir de mi garganta, tal era mi estado de nervios.
Dirigiéndome una mirada que expresaba más preocupación por mí que por el hecho de que
un bicho de semejantes dimensiones hubiese entrado en nuestra casa, Nuria se acercó al gato y
trató de cogerlo en brazos (su amor por los animales incluía, de pasada, esta especie asquerosa).
Pero, tras intercambiar una expresión de inteligencia conmigo, el animal la esquivó, dando un
salto de una agilidad sobrenatural. Antes de caer al suelo, aún tuvo tiempo de pasar, en pleno
vuelo, junto a mi mejilla derecha. Me soltó un arañazo dolorosísimo en plena cara, pero no me
habría de dar cuenta de ello hasta mucho después. Porque, mientras pasaba junto a mí le oí
murmurar algo, una jerga incomprensible, más propia de un ser humano que de un animal salvaje,
que se correspondía, sin duda, con el terrible susurro que había tenido la desgracia de escuchar
horas antes, durante mi expedición nocturna al jardín. Nuria corrió tras él. Sobreponiéndome a mi
terror y sintiendo ya la sangre que brotaba abundantemente de la herida, me asomé y vi la puerta
abriéndose y al gato saliendo despavorido, consciente, sin duda, de que había terminado de
sembrar en mí una semilla de auténtico pavor hacia él y todos los de estirpe.

V. Receso tormentoso

La verdad es que no tengo muy claro todo lo que sucedió después. Lo siguiente que puedo
contaros, de cuya veracidad no tengo dudas, es que a eso de las cuatro y media de la tarde me
encontraba, de nuevo, tumbado en mi cama, destapado y amodorrado. Nuria entró en el
dormitorio, sonriendo tímidamente, y se acercó a mí. Debía de hacer mucho calor porque tan solo
llevaba la pieza superior de su bikini y un pantalón corto. Los deseos provocados por esta visión
se vieron refrenados, no obstante, por un agudo dolor en la cara. Había sonreído al verla entrar y
32
la herida del carrillo derecho me recordó su existencia con una sensación de ruptura en la piel seca
y cuarteada, así como de apertura en los coágulos de sangre que ya empezaban a formarse y en
los restos de ungüentos desinfectantes.
–Procura no hablar. El médico a dicho que la herida cicatrizará rápido si no fuerzas los
músculos de la cara. ¿Te duele mucho?
–¿Ha venido un médico? –No podía recordarlo y ni aun ahora tengo la más mínima
consciencia de esa visita.
–Si, te puso un sedante porque estabas muy nervioso. Me dijo que delirabas. Al parecer,
tenías fiebre. ¿Por qué no me lo dijiste? No hubiera dejado que te levantaras estando tan enfermo.
El dolor me palpitaba insoportablemente, pero tuvo un efecto positivo en el sentido de que
me ayudó a espabilar y poner en orden mis ideas. A mi mente vinieron el apareamiento, tan similar
a una violación, que había hecho padecer a Nuria a primera hora, nuestro amago de pelea… y la
visita y ataque de aquel gato odioso, minutos después. No pudo evitar tener un intenso escalofrío
al recordarlo, pero, en aquel momento, quién sabe por qué motivos, quizá entré en razón por un
tiempo, lo que más preocupó fue mi actitud hacia Nuria desde la noche anterior. En mi fuero
interno era consciente de que tenía sobrados motivos para dejarme, o incluso para denunciarme,
en aquel mismo instante. Al menos, eso es lo que yo hubiera hecho en su lugar. Intenté
disculparme por todo, pero me puso un dedo sobre los labios mientras sonreía ampliamente. Me
dijo:
–Lo sé. Estabas enfermo, no tienes que pedirme perdón. Todo está olvidado.
Sentí, por qué no decirlo, cierta decepción ante su actitud. Sin embargo, en aquel momento
la amé tanto que apenas pude hacer otra cosa que no fuera mirarla a los ojos y sonreír, a pesar del
dolor. Ella trató de que relajara el gesto en diversas ocasiones pero, ante la imposibilidad de
conseguir semejante objetivo, desistió de su empeño y me devolvió mirada por mirada y sonrisa
por sonrisa durante un buen rato. Había algo especial en el ambiente, algo irrepetible y hermoso
que ningún poder de la naturaleza podía perturbar. Al menos, eso me pareció.
El ambiente estaba muy cargado, a todo esto. Me había dado cuenta de que el cielo estaba
totalmente cubierto por nubes de evolución; de lo contrario, a esa hora habría mucha más luz que
la dudosa claridad que nos envolvía. Podrían ser las nueve de la noche, a juzgar por este dato, y
no se notaría la diferencia, todos los objetos se habían teñido progresivamente de azul oscuro y
gris sucio. Además, el aire apestaba a humedad, la atmósfera estaba electrizada y gruesos
gotillones de sudor corrían por nuestros cuerpos sin que mediara el más mínimo movimiento o
esfuerzo que justificara su aparición. Nuria, sentada sobre el lado izquierdo de mi cama, tenía la
piel brillante y húmeda y me miraba con un gesto que no supe interpretar. El pelo suelto le caía en
mechones independientes y le llegaba hasta los hombros. De pronto, un trueno monstruoso hizo
retumbar toda la estructura de la casa. Segundos después, el reflejo de la luz de un relámpago
iluminó el interior de la habitación por una milésima de segundo. El segundo estampido sonoro no
se hizo esperar. No tardamos mucho en poder oír el agua cayendo sobre el tejado de la casa y
rebotando en los cristales de la ventana.
Nuria corrió a desenchufar el aparato de televisión y la oí salir a la calle poco después. Sabía
que me encantaba ver el maravilloso espectáculo de la tormenta de verano desatada sobre los
amarillentos campos de labranza, el mayor atractivo visual que posee el asfixiante estío de mi
tierra. Yo ya había tenido la oportunidad de contemplarlo en una ocasión en aquel mismo lugar,
cierto día que acudí para llevar unos muebles, cuando aún no habíamos estrenado el chalet.
Impenetrables cortinas de agua ocultaron, en aquel instante y según pude rememorar, todo el
amplio espacio que se dominaba desde el jardín de la casa. El monte encantado se había hecho
invisible tras haber unido sus contornos con los de las nubes bajas de verano, nubes que ahora
mismo estarían desfilando sobre la cabeza de Nuria a una velocidad de vértigo, sin detenerse a
saludar, pero dejando, no obstante, una gélida tarjeta de visita: decenas y decenas de litros de
agua de lluvia e intensas rachas de viento huracanado, capaces de derribar, si se lo propusieran,
cualquiera de los vetustos árboles que rodeaban la casa.
Volvió a entrar y, sin decir una palabra, fue directa al cuarto de baño. Oí los pasos de sus
pies descalzos paseando por el salón, la cocina y de nuevo por el baño. Pude escuchar, asimismo,
33
el rumor de su ropa mojada y algún otro sonido que no pude identificar. Los pasos se acercaban
de nuevo a nuestra habitación.
Yo, mientras tanto, no me sentía bien en absoluto. El dolor de la mejilla y mi sobreexcitado
estado de nervios se habían traducido finalmente en una desagradable suerte de malestar general
que me impedía razonar con coherencia y ejercitar cualquier acción física sencilla, como hubiera
sido levantarme de la cama y salir a ver la tormenta. Además tenía ganas de devolver y, de vez en
cuando, pequeñas cantidades de vómito surgían de las profundidades de mi estómago para
realizar una fugaz y desagradable visita a mi boca y, nuevamente, regresar al revuelto lugar de
donde provenían.
Ese era mi estado físico en el momento en que Nuria regresó al dormitorio. Estaba
completamente desnuda y sus ojos se hallaban poseídos por un aparente estado de furia que me
excitaron y me aterraron al mismo tiempo.
Cualquier lector del sexo masculino convendrá conmigo en que son muy contadas las
ocasiones en que un hombre joven rehusa hacer el amor con una muchacha bien dispuesta para
ello, más si esa muchacha posee los atractivos que Nuria, sin duda, poseía. Ésta era, para mí, una
de esas ocasiones. Pensé que si en ese momento iba a tener que realizar cualquier mínimo
esfuerzo, por pasivo y ligero que fuera, mi sistema digestivo no podría resistirlo ni un minuto.
Además, me sentía demasiado débil, física y anímicamente y, por si fuera poco, estaba ese calor
sofocante. Poco parecieron importarle estas circunstancias a Nuria que, rápidamente, se abalanzó
sobre mí y procedió a realizar el acto en cuestión, el cual no me detendré a describiros, pero no se
vio caracterizado precisamente por su suavidad.
De nada sirvieron mis desmayadas excusas y ligeros gestos de rechazo, ella sabía como
obtener de mí aquello que deseaba; conocía bien mi cuerpo y sus reacciones y supo sacar partido
de ello. La primera vez que le miré a los ojos, estando ella sobre mí, fui capaz de leer en ellos algo
más de lo que inicialmente me habían desvelado: tras su mirada lasciva, bajo su máscara de deseo,
había dolor. Dolor y pena, mejor dicho. Conocía demasiado bien a esa chica como para que
pudiera engañarme y, en medio de toda esa parafernalia de amor y sexo, había un sutil deseo de
venganza. Ella tenía que saber hasta qué punto me estaba resultando difícil compartir el lecho con
ella en ese momento y se estaba aprovechando de esa circunstancia para hacerme sentir lo mismo
que ella había tenido que experimentar aquella mañana y, en menor medida, la noche de antes.
Los potentes truenos de la tormenta hacían de banda sonora para una escena que tardó un
buen rato en terminar y que, una vez concluida, dio paso a un intercambio de miradas que resumía
sin palabras todo lo que nuestra relación había cambiado desde aquella mañana.
–Ahora ya sabes lo que se siente. No vuelvas a hacerlo, por favor.
Y diciendo esto, abandonó su actitud furibunda de hacía unos minutos y cubrió mi cuerpo
de besos. Fuera, la tormenta había cesado.

VI. Risas

Si de algo he estado siempre orgulloso de mi relación con Nuria, es del hecho de que, antes
de discutir, pelearnos o levantarnos la voz, siempre hablamos. Tratamos de escudriñar en el
interior del otro en busca de la causa del conflicto, causa que suele ser nimia y estúpida, y que
habitualmente se arregla con un par de palabras de disculpa y el aclarado de algún que otro
malentendido.
A pesar de que todo lo que había sucedido aquel día poco tenía que ver con este sistema de
reconciliación, aún tuvimos ánimo suficiente para hablar sobre los problemas que habían surgido
desde nuestra llegada al chalet. Yo le conté todo lo que vi y todo lo que me había parecido ver las
dos noches que había estado solo mientras ella dormía y la verdad es que, una vez contado, no me
parecía tan impresionante como en el momento en que lo viví.
No voy a aburriros con toda la conversación que tuvimos respecto a éste y otros temas
personales. La conclusión final, tras un buen rato de charla, fue que íbamos a seguir como hasta
entonces y a tratar de olvidar aquel día tan nefasto. Respecto a los gatos, ambos estábamos de
34
acuerdo en que mi imaginación era demasiado viva en ocasiones y que no siempre debía hacer
caso a lo que un cerebro que lleva dieciséis o dieciocho horas despierto nos dice que ha visto.
Como os he dicho, había pasado un buen rato, varias horas, a juzgar por la negrura que
llenaba cada estancia de la casa, cuando decidimos que nos moríamos de hambre y que ya era
hora de ir cenando. Aún llovía, según podíamos ver a través de los cristales de las ventanas, pero
con poca intensidad, la tormenta no había vuelto a reproducirse.
–Creo que cuando estés mejor deberíamos volver a casa.
Me quedé callado por unos segundos. Me sentía extrañamente vinculado al lugar en que
estábamos: los gatos no habían vuelto a molestar en todo el día y tampoco se les oía maullar en el
jardín ahora que eran las nueve y media de la noche.
–Pues yo creo que si nos vamos cuando tú dices no volveremos nunca –respondí.
–Puede ser, pero… yo quiero que tú estés bien. Quiero que estemos bien los dos, y está
claro que aquí nos está yendo de culo. El sitio será todo lo bonito que quieras, hay una calma
absoluta, de acuerdo, a mí, personalmente me encanta, pero está claro que a tí no te sienta bien.
Por no decir que casi acaba con nuestra relación.
Traté de pensar en ello. Nuria tenía, de nuevo, toda la razón, pero el caso es que,
increíblemente, yo estaba gozando como un enano de mi (de nuestra) estancia en aquel lugar.
Obviando el malestar que se había apoderado de mí aquella tarde y que ya había cesado hasta
desaparecer casi por completo, nunca había experimentado unos días de tanto vigor físico. Siendo
francos, el sitio parecía poseer unos poderes casi mágicos sobre mí en el sentido más terrenal de la
palabra. Lo anímico era otra cosa, ya lo habéis visto, pero en aquel momento estaba convencido
de que, si nos quedábamos allí unos cuantos días más, el recuerdo de aquella semana de
vacaciones iba a ser eminentemente positivo. Sólo teníamos que vigilar bien que ningún animal
volviese a entrar en la casa. Yo, por mi parte, no pensaba volver a quedarme solo por la noche y,
desde luego, el primer gato que se acercara se iba a llevar una bonita pedrada de nuestra parte.
Expuse todo este rollo a la pobre Nuria. Me escuchó atentamente y me miró a los ojos un
buen rato sin decir nada. Nuevamente volvía a parecerme la persona más atractiva del mundo. Mi
mente divagó durante esos instantes y mis pensamientos me asustaron. Traté de ignorarlos.
–Está bien –cedió–. Si mientras se te cura la cara no vuelve a pasar nada raro, nos
quedaremos las dos semanas que habíamos previsto.
No mucho rato después, la noche se había cerrado definitivamente sobre el valle. Nos
habíamos acostado pronto y Nuria dormía a pierna suelta. No podía observarla porque la noche
de aquella casa no era como la de una casa de ciudad, donde las luces de las farolas de la calle nos
dan una vaga idea de los contornos de los muebles y nos permiten adivinar las formas que nos
rodean. La negrura era total en aquel momento y no creo que un prisionero encerrado en una
lóbrega mazmorra medieval haya dispuesto nunca de menos luz de la que yo tenía en ese
momento.
El silencio era, por otro lado, sepulcral, y aquella suspensión de dos de mis sentidos, el oído
y la vista, me hizo sentir extrañamente mutilado, carente de mis principales contactos con el
exterior y temeroso de lo que pudiera ocultárseme en medio del vacío que me rodeaba. Alargué
mi mano y palpé la piel cálida de mi novia, que dormía destapada a mi derecha. Hacía calor, la
tormenta no había refrescado el ambiente en absoluto, y la atmósfera que se respiraba en la
habitación cerrada era opresiva y agobiante. Al menos, el sentido del olfato pervivía.
Pensé en levantarme a abrir la puerta para que el aire relativamente fresco del salón
penetrara en nuestro dormitorio, pero el recuerdo de las dos últimas noches me retuvo en la cama.
Rememorando aquellos momentos, me arropé con fuerza a pesar del calor y dejé pasar los
minutos.
Tenía sed. La cocina estaba lejos de la habitación, quizá no tanto como para plantearme el ir
o no ir en circunstancias normales, pero en ese momento la percibía tan inaccesible como la
cumbre más alta de la Tierra. Sudaba a mares bajo la sábana y las dos mantas de las que estaba
dotada mi cama, pero apenas me atrevía a asomar la cabeza. Me armé, no obstante, de valor,
retiré la ropa de cama y, sin pensármelo una vez más, salí a la cocina.
–De paso, dejaré la puerta del cuarto abierta –pensé.
35
El brusco cambio entre la alta temperatura de la habitación y el aire renovado del salón me
erizó los cabellos. Entré en la cocina, bebí agua apresuradamente y, cuando me disponía a regresar
al dormitorio, habiendo recorrido la mitad del salón de la casa, escuché un sonido que en principio
no pude identificar, allá arriba, en el exterior de la casa.
Me detuve y, petrificado, presté más atención. El ruido había cesado, pero se iba a repetir.
Lo sabía.
Silencio.
Mi respiración, convertida en un jadeo, era todo cuanto podía oír. Traté de calmarme.
Silencio, otra vez.
El bombeo rítmico y apresurado de mis sienes acaparó mi atención por un segundo.
Y, de repente, risas.
Risas, carcajadas, estallidos de euforia, alguien se lo estaba pasando en grande justo al lado
del muro que rodeaba nuestra propiedad, pero, nuevamente, tuve la certeza de que no eran los
habitantes del pueblo. No, allí no se acercaba nadie de noche, ni siquiera los rústicos adolescentes
de por allí, con sus litronas y sus ganas de hacer el gamberro, de eso no me cabía la menor duda.
No, no eran ellos.
Sino ellos.
Si hubiera reunido el suficiente valor como para dar un paso como aquel, habría abierto la
puerta del dormitorio contiguo al nuestro, junto al cual estaba parado. Habíamos desechado
aquella habitación porque, a pesar de que era más amplia y de que mi hermano había limpiado la
ventana de zarzas y malas hierbas, era muy poco luminosa; daba a una especie de corredor natural
que, situado detrás de la casa, servía de paso, durante el día, a los pastores que conducían los
rebaños desde la parte baja del valle hasta las parideras del pueblo. Dicho corredor era estrecho e
impedía que la luz penetrara en la habitación en cualquier momento el día.
De haber tenido coraje como para entrar en la habitación, digo, hubiera levantado la
persiana y echado un vistazo al exterior. La propia lámpara del dormitorio lo hubiera iluminado
parcialmente, dejándome ver a los responsables de las nauseabundas carcajadas que torturaban
mis oídos. Siete, ocho, quizá diez felinos de gigantescas proporciones esperaban fuera la
oportunidad de volver a atacarme, esta vez sin darme opción a defenderme y sobrevivir. Ahora se
reían ante la inutilidad de mis esfuerzos por librarme de su acoso; si bien mi cuerpo se encontraba
simplemente magullado por una agresión sin importancia, mi mente había caído en un estado de
semi inconsciencia o pérdida parcial de la voluntad, que me había llevado a aceptar el permanecer
indefinidamente en un lugar que significaba la perdición inmediata, no sólo para mí, sino también
para la persona que más quería en el mundo, Nuria, una infeliz que, inconsciente de los horrores
que la acechaban en el exterior, dormía con tranquilidad a escasos metros de donde me
encontraba yo, inmóvil y aterrorizado.
Porque esa era nuestra situación: los gatos salvajes habían tomado el chalet como su propio
feudo y no estaban dispuestos a que unos extraños como nosotros saliéramos de la nada y les
arrebatáramos el lugar donde se reunían para dar Dios sabe qué crueles tributos a las
desconocidas y terribles entidades que poblaban los bosques circundantes. Aquellos gatos no eran
normales, eso lo supe desde el principio. Pero hasta aquel momento no había podido imaginar su
verdadera naturaleza.
No sé cuánto rato estuve allí parado. Me ocurrió algo similar a cuando estamos en la cama
esperando conciliar un sueño que no llega y perdemos la noción del tiempo; no sabemos si han
pasado dos horas o diez minutos, ni siquiera somos conscientes de si nos hemos quedado
dormidos en algún momento o no. El tiempo como tal perdió su significado, mi mente, como un
torbellino, recorrió espacios infinitos en apenas unos segundos para detenerse más tarde en
simples ideas, regodearse en ellas y después volver a avanzar a velocidad de vértigo por la
inmensidad de lo desconocido. De ese intervalo sólo puedo recordar dos cosas: una, que las risas
cesaron, aunque no podría decir en qué momento. Otra, que durante todo ese tiempo me sentí
poseído por la más angustiosa sensación de terror que jamás había experimentado.

36
Me recuperé, no obstante y, avanzando a tientas entre la oscuridad reinante, una vez hube
apagado la luz del salón, volví a mi cama tiritando, donde traté en vano de volver a conciliar el
sueño.

VII. Fin

Empezaba a clarear cuando conseguí tranquilizarme. Me había pasado la noche dándole


vueltas y más vueltas a los últimos acontecimientos sin llegar a ninguna conclusión satisfactoria.
La cara me dolía terriblemente y creo recordar que la herida volvió a abrirse nada más acostarme,
empapando de sangre toda la almohada. No le dí importancia porque el dolor físico había dejado
de asustarme. Lo que de verdad me tenía atemorizado era que mi mayor deseo en aquel instante
era permanecer en la casa por siempre y a toda costa. Además, cuando los primeros haces de luz
penetraron por las rendijas de la persiana, iluminando parcialmente la estancia, la visión del
cuerpo desnudo de Nuria tendido sobre nuestra cama volvió a traer a mi mente los deseos más
oscuros y antinaturales. Ahora no lo soñaba, como la noche anterior, sino que lo pensaba.
El sopor comenzó a adueñarse de mí a pesar de mi intensa actividad mental y noté el peso
de los párpados y la distancia de mis pensamientos. Aún me dio tiempo, sin embargo, de ver cómo
Nuria se despertaba y me observaba con aire de intensa preocupación. Creo que me dijo algo y
que yo le respondí, pero no lo recuerdo bien. Profirió un pequeño grito de angustia cuando vio los
vendajes desprendidos y la ropa de cama perdida de sangre, de eso sí que me acuerdo. Salió
corriendo al cuarto de baño, se lavó y volvió ya medio vestida. En la habitación se puso su
pantalón de militar de cadera baja y una camiseta ajustada de un grupo musical que le gustaba. Se
calzó sus viejas deportivas y cogió las llaves del coche. De cuando en cuando dirigía miradas
compasivas al lugar en que me encontraba (ignoraba, sin duda, el contenido de los pensamientos
que entonces corrían por mi mente) y farfullaba palabras incoherentes entre múltiples sollozos.
Intentó llamar a alguien con el teléfono móvil, pero no logró dar con quienquiera que fuese su
deseado interlocutor. Salió de casa dando un sonoro portazo. La puerta de garaje se abrió y pude
oír el motor en marcha de nuestro coche. Subió la cuesta. Me dormí profundamente segundos
después.
Unos agudos pinchazos en la piel de mi pecho me sacaron de mi estado de somnolencia.
Abrí los ojos medio cegado por la claridad que reinaba en la habitación. Debían haber pasado
varias horas desde que Nuria saliera de casa. Había refrescado bastante con respecto a la noche y
el día anterior, pero, alrededor de los pinchazos del pecho sentía un intenso calor. Dirigí la mirada
al punto donde se localizaba la molestia y proferí un alarido de terror.
Un bulto negro, pesado y peludo reposaba sobre mí. ¡Era el mismo gato negro que había
entrado en casa y me había arañado veinticuatro horas atrás! Sus uñas se clavaban bajo mi
esternón y con su boca mordisqueaba en mi pectoral izquierdo, como buscando un tesoro
escondido en su interior. Conforme me despertaba, el dolor que la bestia me infringía iba en
aumento. Loco de ira y poseído por una furia brutal, fui lo suficientemente rápido como para
atrapar al animal con ambas manos. Se defendió como pudo, desgarrándome la piel de ambos
brazos, ahondando la herida de mi cara y también la de mi razón, chillando, gritando y
mirándome…
No pudo salvar la vida, sin embargo. Golpeé su cabeza contra el marco de la puerta una y
otra vez, y otra, y otra. Cuando dejó de agitarse y llegaron las convulsiones, tiré de sus cuatro
patas, destrozando su cuerpo y desgarrando su vientre. El fétido olor que despedían sus entrañas
casi me hace perder el conocimiento. Lancé sus restos lejos de mí, hacia el salón, y caí en mi
cama, gritando.
–¡Hijo de puta! ¿Ya no te ríes?, ¿eh? ¡Contéstame, cabrón! ¡Contéstame!!!
En contra de lo esperado, hubo respuesta.
–¡Ja, ja, ja, ja!

37
En medio de la sangre que cubría mi cara, algunas lágrimas dibujaban un pequeño surco que
aclaraba mi piel. Eran las mismas carcajadas de la noche, pero se oían más cerca esta vez. Se oían
dentro de la casa.
Ignorando el intenso dolor de mis heridas, cerré la puerta de la habitación y apoyé la cama
contra ella. Una mirada fugaz al salón me reveló, segundos antes, que el cadáver del gato negro se
había movido del lugar donde lo había arrojado. Algunas manchas en el suelo indicaban que
habían arrastrado su cuerpo. Una vez encerrado y a salvo, oí ruidos de puertas abriendo y
cerrándose por la casa, con lo que la impresión de seguridad se desvaneció inmediatamente. Por
primera vez en muchos años recé, no sé si un Padrenuestro o un Ave María, pero la cuestión es
que recé con una devoción y un terror propios de los más negros tiempos de la Inquisición. Me
acurruqué en una esquina y tomé la lámpara de la mesilla como única arma defensiva, todo ello
sin dejar de mirar la puerta de la habitación y murmurar confusas plegarias olvidadas.
Algún arañazo ocasional en la puerta me mantenía en guardia, así como nuevos portazos,
algunos dados dentro de la casa y otros con la puerta de calle. Por un momento pensé que Nuria
había vuelto de donde había ido, pero me dí cuenta de que también debería haber escuchado, de
ser así, el sonido del coche entrando en el jardín o, si acaso, habría oído su voz, llamándome.
–¿Dónde coño te has metido, Nuria?! –exclamé entre dientes.
Se acercaba el ocaso y no había señales de mi novia ni de ninguna otra persona. No tenía
fuerzas como para gritar pidiendo auxilio. Lo intenté cuando pasó el ganado –al que supuse
dirigido por un pastor– junto a mi casa, pero de mi garganta apenas escapó un tímido hilillo de
voz. El pueblo, por otra parte y como recordaréis, estaba un poco alejado de la propiedad, lo
suficiente como para que mis gritos fuesen ignorados por sus habitantes.
Entre tanto, una nueva tormenta volvió a formarse allá, en el monte. A cada segundo que
transcurría, la oscuridad a mi alrededor iba haciéndose más y más impenetrable. El interruptor
estaba junto a la puerta y, a pesar de que hacía rato que no oía nada que me indicara que los gatos
seguían dentro de la casa, carecía del ánimo y el valor necesarios para acercarme y encender la
luz.
Estaba desnudo y empecé a sentir frío. La mayoría de las heridas se habían cerrado y notaba
toda la piel acartonada con restos secos de sangre.
–Debo de tener un aspecto grotesco –pensé.
Pronto la habitación se llenó de un insano olor a humedad proveniente del exterior. Nunca
me he considerado un gran experto en notarme las subidas de la fiebre, pero en esta ocasión era
evidente que mi temperatura corporal se estaba elevando muy por encima de lo normal. Aparte
del malestar físico y las tiritonas, estaba empezando a marearme y a ver cosas que no estaban allí;
en otras palabras, deliraba. Me parecía ver frente a mí, en ocasiones, a Nuria, desnuda y
furibunda, dispuesta de nuevo a tomarse su particular venganza por las afrentas recibidas. Me
decía algo, no recuerdo el qué, aunque supongo que era una amenaza. Sí que recuerdo, en
cambio, un tono de voz infrahumano y una mirada que más me hizo pensar en la de las fieras de
las que estaba huyendo que en la de la chica que amaba. Pude verla varias veces en las horas que
permanecí allí encerrado, presa del pánico y de mi propia locura, pero nunca llegó a acercarse a
mí lo suficiente como para que pudiera tocarla; en cuanto daba un par de pasos hacia mí, se
desvanecía en el aire como un fantasma. Resulta curiosa la consciencia que yo tuve en todo
momento de que aquellas visiones no eran sino producto del delirio, pero lo cierto es que siempre
lo supe y casi nunca tuve miedo del espectro de Nuria, tan solo lo tuve, y mucho, en su última
aparición:
Como digo, nunca entendía lo que decía, pero mis recuerdos son confusos, y no es sino
ahora cuando me vienen a la cabeza las palabras que pude oír saliendo de su boca durante esta
postrera visita. Apareció, como siempre, junto al marco de la puerta, se acercó a mí, un paso o
dos más de lo normal esta vez, y dijo, simplemente:
–No volveremos a vernos. Adiós.
No lo hizo con el tono de voz del que os he hablado, ni con el suyo de siempre, sino con
uno alterado, creo, por un profundo disgusto, un enfado similar a aquél del que me había dado

38
muestras en sus anteriores visitas. Era un tono de voz decididamente duro y áspero, muy poco
propio de ella. Asustaba tanto la voz como lo que con ella me había dicho.
Se desvaneció al instante y supe que su afirmación era cierta; Nuria y yo, pareja durante
toda nuestra adolescencia, primeros novios el uno del otro, y compañeros inseparables por un
periodo de ocho años, estábamos condenados a no volver a vernos jamás. Nuestra relación y,
quién sabe, quizá también nuestras vidas, habían tocado a su fin.

VII. Conclusión

A todo esto, me estaba quedando helado. Notaba soplos de aire frío a mi izquierda, y esos
soplos me estaban provocando, después de muchas horas de encierro, un dolor en el cuello del
cual me habría quejado amargamente, de no tener el resto del cuerpo casi despellejado y envuelto
en mi propia sangre y en la de mi verdugo. Decididamente molesto, no obstante, por esta
incomodidad superficial, miré hacia el lugar del que venía el incordiante chorro de aire. Así caí en
la cuenta de que la ventana bajo la cual estaba acurrucado y que daba al jardín, estaba abierta.
–¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta en todo el día? –musité, seriamente
alarmado–. Podían haber entrado en cualquier momento.
Y, diciendo esto, traté de incorporarme para cerrarla. El haber estado acuclillado durante
tantas horas hizo de este gesto un doloroso experimento, antes de cuyo fin, y coincidiendo con un
aullido de dolor por mi parte, pude volver a oír las risas que tanto me habían estremecido.
–¡Ja, ja, ja, ja…!!!
¡Sonaban junto a mí! Volví mi rostro hacia fuera y pude verlos por última vez, sentados bajo
las cuerdas donde tendíamos la ropa limpia. Estaban todos menos aquél al que yo había liquidado
y aquél otro al que yo había bautizado como el “capo” de la banda. En su forma de mirarme, en la
forma de festejar su triunfo final y, sobre todo, en su manera de reírse, había algo
abominablemente humano que me impidió reaccionar. No tuve tiempo de hacer nada Los gatos
del jardín se abalanzaron sobre mí a través de la ventana abierta de mi habitación. Intenté
defenderme como buenamente pude, pero estaba demasiado débil. No había comido nada en todo
el día, y además estaba la fiebre que devoraba sin piedad mis ya de por sí mermadas energías.
Reviví el dolor de los primeros arañazos. Volví a experimentar la más profunda angustia y horror
al escuchar otra vez sus maldiciones susurradas al oído. En esta ocasión sí que entendí lo que
significaban.
–¡Profanador! –decían.
–¡Blasfemo!
Mientras me destrozaban con sus uñas sucias y afiladas, mientras los gatos me devoraban
en cuerpo y alma, mi último pensamiento fue para Nuria.
–Nunca más volveremos a vernos –pensé.
Mi mente voló y mi cuerpo sucumbió. Caí de rodillas y dejé que los gatos actuaran a su
antojo. Ya no sentía el dolor. Sólo las ganas de que el tormento concluyera cuanto antes.
Ahora estoy esperando a que Nuria se recupere y vengan a buscar mi cadáver.

[…]

(N. del A. A finales de agosto de 2001, un pequeño utilitario blanco fue recuperado del fondo de un
barranco del que, por causas en principio desconocidas, había caído varias horas atrás. Su
ocupante, una mujer joven, de unos 25 años, fue rescatada milagrosamente ilesa del interior de su
destrozado vehículo. Las únicas heridas que presentaba eran unos arañazos superficiales en cuello
y brazos, que fueron convenientemente tratados y desinfectados en el hospital de T…, y una
fuerte conmoción producida al golpearse la cabeza con el cristal de su ventanilla.
Se encontraba inconsciente debido a dicha conmoción y tardó varias horas en recuperar la
orientación y control de sí misma. Una vez lo hubo hecho, narró cómo un enorme gato naranja la

39
había atacado mientras conducía, produciéndose así el accidente del que había sido víctima. El
gato del que habló no estaba en el coche, ni vivo ni muerto.
Contó también que su exceso de velocidad, causa secundaria del siniestro, se debía a que había
dejado a su novio malherido y enfermo en su casa, a apenas siete kilómetros del lugar donde ella
había sido encontrada. Su desplazamiento tenía como objetivo traer de T… un médico que
pudiera atender al chico.
Se partió, pues, sin dilación, a la casa de la que hablaba Nuria, que tal era el nombre de la
accidentada. Lo que la Guardia Civil encontró allí constituye uno de los casos más extraños de los
que jamás se ha oído hablar en la comarca.
Porque, tumbado junto a la ventana del dormitorio que ocupaba la pareja, fue hallado un
esqueleto prácticamente limpio, el cual pertenecía, según los análisis efectuados con
posterioridad, a Roberto, novio de Nuria. Al parecer, había sido devorado por los gatos que
merodean por el lugar. Aún no se ha establecido la causa del fallecimiento del joven, aunque Nuria
sostiene que fueron los animales los que le atacaron y dieron muerte. Sería el primer caso de este
tipo del que se tiene constancia de ser así.
Pero no es la brevedad con que fue comido por las bestias (sólo habían pasado veinticuatro horas
desde que fue visto por última vez) lo que mantiene intrigado a todo el mundo por esa zona. Lo
verdaderamente insólito es que, en su mano derecha portaba el manuscrito que acabáis de leer.
Según los expertos de la policía, la letra con que está escrito coincide con la de la persona cuyo
cadáver fue hallado en tan extrañas circunstancias.)

40
El rostro de un niño*

No creo que exista una costumbre más arraigada y a la


vez más estúpida que aquélla que nos conduce a tratar de
encontrarle una explicación lógica a todo cuanto sucede
a nuestro alrededor
Existen sucesos que ocurren sin otra razón que su propia
existencia y a los que no podemos aplicar en modo alguno
nuestro muy limitado pensamiento racional. Sólo
empezaremos a comprender el mundo de lo desconocido
cuando asumamos este sencillo principio, pero encuentro
harto improbable esto ocurra alguna vez, pues el ser
humano es esclavo voluntario de sus sentidos y su
inteligencia, así como de su soberbio egocentrismo.

U. D. Sanaar –Fantasmas y apariciones

U na intensa sacudida y todo volvió a ser normal. Había estado teniendo pesadillas otra vez,
pero lo incómodo de la postura que había adoptado al dormirse la había sacado,
afortunadamente, de su sopor. El momento en que se despidió de su marido por última
vez –hacía ya año y medio que murió en accidente de tráfico– se repetía con cierta periodicidad
en su subconsciente, siempre en forma de sueños horribles. De esos malos sueños solía despertar
angustiada y desorientada en grado extremo y esta vez no era una excepción.
Cosa rara en ella, se había quedado dormida en el sofá de su casa, el de tres plazas, el que
estaba situado frente al televisor. Confundida, miró el reloj de pulsera que Álex le había regalado
para darse cuenta de que eran ya las dos de la madrugada. Dentro de cuatro horas y media iba a
tener que levantarse otra vez para ir al trabajo. Dio un profundo suspiro y se levantó, llevándose
la mano a las cervicales con gesto dolorido. Se rascó el pelo enmarañado y trató de recordar qué
programa de televisión había tenido la virtud de sumirle en tan profundo estado de somnolencia.
Caminando como un zombi, fue al cuarto de baño, y a punto estuvo de quedarse dormida
allí sentada. Se levantó, se desnudó y se metió en la cama y, una vez hecho esto, el sueño
desapareció de una manera casi automática. El cansancio físico y el dolor en el cuello pervivían,
pero las ganas de dormir no.
–Esto es cojonudo –dijo, en voz alta, poniéndose boca arriba en la cama.
Intentó no pensar en los últimos meses de su vida, aquéllos en los que había pasado de un
estado de felicidad absoluta y pseudoinfantil a una depresión profunda e infatigable, la cual le
permitía poco más que salir todos los días de la cama para ir al trabajo, volver a casa, y meterse
de nuevo a la cama hasta la mañana siguiente, aderezando todo ello con pequeñas dosis de
televisión y algún que otro encuentro sexual con desconocidos para calmar sus todavía juveniles
ansias de amor físico. Del otro, simplemente, no quería volver a oír hablar.
Pero hemos dicho que intentó ignorar todo ello, no que lo consiguiera. No tardó mucho en
echarse a llorar, otra vez.
–Álex… –susurró, entre sollozos.

*
Noviembre 2001
41
Se ha hecho alusión a que la joven viuda no tenía por costumbre quedarse dormida en el
sofá ni en ningún lugar que no fuera su cama. Lo que no hemos dicho es que, en las escasas
ocasiones en que esto le ocurría, se despertaba con una desagradable sensación pastosa en la boca
que habitualmente la llevaba a la cocina a beber de un solo trago grandes cantidades de agua. Esta
vez no lo había hecho y, como no tenía ganas de quedarse allí llorando, no tuvo ninguna pereza en
levantarse e ir al frigorífico a saciar su sed. Sorbió con la nariz mientras salía de cama y se pasó la
mano por debajo de los ojos al caminar por el pasillo. Haciendo esto, pudo ver un resplandor
grisáceo que salía por la puerta del salón, reflejándose en la pintura blanca de la pared y el suelo
de parquet.
–Mierda, ya me he dejado la tele puesta.
Volvió a mirar el reloj. Ya eran las tres y cuarto.
–Una hora y tres cuartos encendida sin que nadie la vea, joder, parezco imbécil.
Antes de entrar a apagar el electrodoméstico favorito de casi todo el mundo, pasó a la
cocina y se bebió cerca de medio litro de agua helada. El paso del líquido por la garganta le
produjo una molestia metálica y horrible. Se llevó la mano al cuello e hizo una mueca.
Guardó la botella en la nevera y se encaminó hacia el salón, que era contiguo a la cocina.
Atravesó el umbral de la puerta y vio que, efectivamente, la televisión se había quedado puesta.
En aquel momento, sea cual fuere el canal que había estado viendo, ya no emitía más que
interferencias. Mireia (aún no habíamos dicho el nombre de nuestra protagonista) se extrañó ante
semejante hecho ya que, por lo que ella sabía, las distintas cadenas no cesaban sus emisiones en
ningún momento durante las veinticuatro horas del día, incluso entre semana. En más de una
ocasión, había estado viendo viejas películas a horas intempestivas y otras veces había visto, más
por diversión que por afición –eso decía ella–, las estúpidas teletiendas nocturnas. No dándole,
entonces, mucha importancia a las citadas interferencias, se acercó al sofá, donde el mando a
distancia estaba dejado de cualquier manera; lo cogió acto seguido y, justo cuando iba a darle al
botón rojo de apagado, se dio cuenta de que la nieve que había en la pantalla tenía “algo”
especial. Ese “algo” la mantuvo durante varios segundos mirando la televisión. Sacudió la cabeza
y miró de nuevo.
–¿Se ve algo, o qué? –dijo para sí.
Casi dos horas después de haberlo abandonado, Mireia volvió a acomodarse en el sofá y se
dejó hipnotizar por las confusas imágenes que tenía frente a ella.
–¿Eso es una cara? –Aun con la forma y la entonación de una pregunta, lo que acaba de
decir en voz alta era una afirmación. Los infinitos puntos blancos, negros y grises que bailoteaban
a lo largo y ancho de la pantalla se había distribuido de tal manera que daban la impresión de
formar, entre todos, un rostro humano. Distintos fogonazos de luz contribuían a aumentar o
disminuir lo marcado y nítido de sus facciones, pero había que estar ciego para no distinguir
aquella cara que parecía mirar directamente a los ojos.
–¡Ay, la hostia! –exclamó.
Con su dedo índice, pulsó el botón “MENÚ” del control remoto, para buscar
posteriormente la función “SINTONÍA FINA”. Con ella se podía sintonizar una emisora con
mayor claridad que la que ofrece la búsqueda automática del televisor, pero, por mucho que jugó
con las teclas del mando, no consiguió que la imagen cambiara, ni para bien ni para mal. Además,
la idea de que aquello fuera una canal perdido entre las ondas que se había colado en su televisor
repentinamente se le antojaba ridícula. Eso no era una emisión televisiva, sino una faz humana
que, desde su inmovilidad, parecía mirarle fijamente.
Mireia se puso muy nerviosa ante esta certeza y apagó el televisor en cuanto pudo
reaccionar. No se levantó, sin embargo, del sofá. Se acariciaba nerviosamente el mentón para
frotarse ambas manos después, retorciéndose los dedos e incluso haciéndoselos crujir y
provocándose dolor. Resopló con fuerza y volvió a encender la tele. Estaban repitiendo un
programa-concurso de la tarde. Las interferencias, la cara, todas las sensaciones que su visionado
provocaban, todo ello había desaparecido. Ante el escalofrío que el recuerdo de lo que acababa de
presenciar le hizo sentir, corrió a la cama y se tapó hasta las orejas, esperando impacientemente la
llegada del amanecer.
42
II

Como no podía conciliar el sueño de ninguna manera, su mente volvió una y otra vez al
enigmático rostro que tan claramente había aparecido en su televisión. En los primeros instantes
no había sido capaz de distinguir muy bien sus facciones; la imagen le había recordado esos
cuadros en tres dimensiones que se habían puesto de moda hacía unos años y en los que tenías
que mirar fijamente a un punto en concreto durante varios minutos para poder distinguir algo.
Esto no era lo mismo. De acuerdo que en principio sólo había percibido vaguedades, formas
confusas y sin sentido, que lo mismo podían ser el dibujo de una cara que el de un transatlántico.
Pero, al sentarse y mirar mejor había podido ver cómo las formas iban haciéndose más claras
hasta distinguirse a la perfección la cara de la que hemos hablado. Se trataba, por la suavidad de
las líneas y diversos rasgos inconfundibles, del rostro de un niño. Su cabeza tenía la forma de una
copa chata, es decir, casi puntiaguda en la barbilla y más ancha en la parte alta del cráneo, muy
redondeada en general. Su pelo, a pesar del blanco y negro, veíase rubio, rizado y no muy largo,
destilando esa suavidad propia del cabello infantil y que, a veces, parece pedir a gritos unas
caricias de aprobación cuando algo se ha hecho bien o se han traído buenas notas a casa. La cara
sonreía, por otro lado. A pesar de que la boca era pequeña, muy al estilo del canon de belleza
renacentista, esa sonrisa se apoyaba en una expresión dulce en ojos y cejas, e incluso la nariz,
cuyas aletas se mostraban muy abiertas, daba una mayor expresividad al conjunto y contribuía a
realzar esa diminuta sonrisa.
Ese conjunto hacía pensar, de inmediato, en un querubín, unos de esos “amorcillos”
pictóricos que tan cursis parecen a los profanos en el mundo del arte y tan delicados y preciosos
resultan a ojos de los expertos en la materia. Mireia pensó, en los últimos instantes de su vigilia (a
eso de las seis de la madrugada), que era incomprensible que hubiera llegado a asustarse de una
carita tan angelical. Extrañamente reconfortada en la belleza del niño e ignorando las
extraordinarias circunstancias de su aparición, durmió tranquila por espacio de media hora.
Se levantó de bastante mejor humor de lo ordinario, desayunó más de lo habitual y, ¡cosa
increíble!, se hizo la cama, dejándola pulcramente alisada y sonriendo ante lo magnífico de su obra
matutina.
Frente al espejo del cuarto de baño, desechó los productos de belleza que utilizaba a diario
para enmascarar la tristeza de su expresión.
–¡Que os jodan, talibanes de mierda! –casi gritó mientras contemplaba las pocas huellas que
las lágrimas nocturnas le habían dejado. No lucía las ojeras de costumbre, a pesar de no haber
dormido tan apenas, y se veía, por primera vez en meses, guapa– No sé por qué llevo tanto
tiempo embadurnándome la cara con esas porquerías.
Se vistió muy poco concienzudamente con lo primero que encontró en el armario y,
mientras lo hacía, su mente volvió al querubín televisivo de anoche. Una rápida asociación de
ideas la condujo al teléfono, pero, afortunadamente para el otro comunicante, cayó en la cuenta
de lo temprano de la hora y volvió a colgar. Con un bolígrafo azul se dibujó un pequeño asterisco
en la mano derecha y terminó de vestirse. Besó una foto de Álex que aparecía enmarcada en la
mesilla del lado derecho de la cama y partió hacia el trabajo.
Una vez allí, cumplió mecánicamente con su labor durante las primeras cinco horas de su
jornada. Ella no lo supo, pero todo el mundo a su alrededor comentaba lo mucho que parecía
haber cambiado –a mejor– de un día para otro.

[…]

–Por favor, póngame con Oscar.


–Un momento, por favor.
Lo primero que había hecho Mireia al llegar a casa fue coger el teléfono y llamar a su tío al
trabajo.
43
–Dígame.
–Tío, que soy Mireia.
–¡Hombre, bonita! Cuánto tiempo sin saber nada de ti. ¿Qué tal estás?
–No lo sé, supongo que mejor.
–¿Sales algo?
–Sí, bueno, un poco más que al principio, desde luego. Escucha, te llamaba para que me
prestes un libro, pero no me acuerdo cómo se llama. Se lo dejaste a Álex al poco tiempo de
conocernos. Tenía la cubierta azul y trataba sobre la comunicación con los muertos a través de
aparatos de televisión y vídeos y cosas así.
–¿Y para qué quieres tú eso, si es un rollo?
–¿Pues para qué va a ser, tío? Para leerlo, digo yo.
–Bueno, pues ese libro se llama “Los muertos nos hablan” y lo escribió un cura jesuita que
llamado François Burne, creo. Pero no me parece que sea lo que más te convenga leer en este
momento, cielo.
Mireia captó la sutil indirecta.
–¡Tío, que no voy a intentar comunicarme espiritualmente con Álex ni nada de eso! No
estoy tan chiflada, aún. Sólo quiero que me lo dejes para echarle un vistazo. Tengo curiosidad.
–¿Ocho años después de saber que existe?
–Sí, ocho años después –empezaba a impacientarse–. Escucha, ¿me lo vas a dejar o me lo
compro? A mí me da igual.
–Pues claro que te lo presto, mujer. ¿Te pasarás por mi casa esta tarde o voy yo por la tuya?
–Ya iré yo. ¿Qué tal los papás?
–Bien, están preocupados por ti. Dicen que hace mucho que no les llamas.
–Luego lo haré. Hasta luego, tío.
Desde luego que Mireia no tenía intención alguna de establecer contacto con su difunto
esposo, pero ya había leído algo sobre imágenes fantasmagóricas que aparecen en aparatos
audiovisuales, así como voces en los teléfonos, etc. Pensaba que lo que ella había presenciado por
la noche podría guardar alguna relación con esos temas y quería informarse un poco más. Una vez
arreglada la cita con su tío Oscar, comió apresuradamente y volvió al trabajo, donde habría de
permanecer hasta las siete. Fue a casa de su tío inmediatamente después y se llevó el libro. Como
era invierno, era ya de noche cuando llegó a su casa. Allí, el silencio tenía cierto aire sepulcral que
resultaba, a su manera, siniestro. La doble ventana de las habitaciones aislaba el piso del ruido
exterior y los vecinos de al lado estaban ausentes, con lo cual no podían oírse sus conversaciones
ni su música a través de las paredes. Mireia no podía creer que algo así pudiese echarse de menos.
Este ambiente tan poco acogedor hizo que el recuerdo agradable del rostro de la víspera se
desvaneciera; lo que ahora primaba era la sensación vivida en los primeros momentos, es decir,
una especie de terror a lo desconocido que, aunque leve, la mantuvo bastante nerviosa durante
toda la tarde.
No le apetecía leer, así que no empezó con el libro de ocultismo. Tratando de perderle el
respeto al televisor, puso el telediario de la noche, el cual escuchó con aire distraído, mirando
constantemente por encima de su hombro mientras cenaba. Se sentía muy tensa y además tenía
frío. En el exterior estaba lloviendo, pero amenazaba con nevar, cosa rara en aquella ciudad. No
obstante tan adversa meteorología, cogió un abrigo y bajó al videoclub, donde alquiló una película
que no tardaría en olvidar por completo: uno de esos melosos romances norteamericanos,
idealistas y estúpidos, que no hay quien se crea. Tuvo, no obstante, la virtud de hacerle olvidar,
siquiera por un par de horas, su actual estado de nervios.
Cuando la película hubo concluido, cerca de la medianoche, y una vez la cinta ya se estaba
rebobinando, las interferencias que tan bien recordaba volvieron a formarse en el televisor.
Mireia no pudo hacer otra cosa que quedarse boquiabierta frente a la pantalla y esperar que
empezara a formarse la tan ansiada forma. Porque no le cabía la menor duda de que iba a
aparecer. No hay ni un solo canal que deje de emitir a las doce de la noche, la nieve de la
televisión, tan similar a la que ya caía en la calle, no era sino el preludio de una aparición como la
de la víspera, una aparición que, de un momento a otro, iba a hacerle gritar.
44
Un ligero fogonazo. Mireia buscó, pero no pudo distinguir nada. Otro destello. El rostro
acababa de aparecer. Mireia gritó, pero no tan fuerte como pensaba. Ahogó el gemido con las
manos y no quitó ojo de la pantalla. Tocándose los labios con las yemas de los dedos, tan sólo
acertó a susurrar:
–¿Quién eres?... ¿Qué haces aquí?
Sólo tenía ojos para la televisión. Si en ese momento se hubiese incendiado la casa, habría
muerto abrasada sin apenas darse cuenta de lo que le sucedía. Le daba la impresión de estar
sentada en un túnel, en cuyo extremo final hallábase dibujado el rostro de un niño, el mismo de la
noche anterior, un rostro que parecía observarla y que lo hacía con un aire ambiguo. La sonrisa
permanecía, era eso lo que hipnotizaba a Mireia, pero había una novedad. Y esa novedad pasaba
totalmente inadvertida a la protagonista de esta historia.
Ligera, casi imperceptiblemente, el rostro había endurecido su expresión. No había dejado
de ser ésta la sonrisa inocente y cautivadora de la noche anterior, por supuesto, pero parte del
candor infantil había desaparecido, dando paso a un ligero gesto de desaprobación, casi fronterizo
con el cinismo, más propio de una persona adulta que de un niño como el que allí aparecía
representado.
Esta alteración, como ya se ha dicho, no fue captada en absoluto por la única espectadora
del singular espacio televisivo. Mireia estuvo más de dos horas literalmente enganchada al
aparato, sin hacer caso de horarios, periodos de sueño por cumplir u otras consideraciones
terrenales porque era increíble lo a gusto que se sentía contemplando aquel bello semblante
infantil. Le parecía, incluso, que, a ratos, el inmenso vacío que la ausencia definitiva de su marido
dejara en su alma se “medio-llenaba”, se compensaba de algún modo mediante la contemplación
de aquella dulce carita. La joven tenía, como el niño, una media sonrisa dibujada en la boca y se
sentía feliz, al menos mientras duraba el contacto.
El ensimismamiento de Mireia terminó de repente, a las dos y cuarto de la madrugada,
cuando las confusas interferencias de la pantalla se vieron sustituidas por un insulso noticiario
nocturno, presentado por un tipo trajeado y anodino. Todo había vuelto a la normalidad y el
rostro infantil desapareció de inmediato, no dejando rastro alguno ni señal de su existencia.
Fue en ese preciso instante cuando Mireia comprendió, o creyó comprender, las
dimensiones reales de lo que había estado presenciando durante las últimas horas y se echó a
temblar. A su alrededor, el lúgubre silencio que reinaba en la casa se le vino encima de nuevo y la
joven volvió a dirigir nerviosas miradas aquí y acullá en busca de no sé sabe qué presencia extraña
que parecía observarla desde su escondite. Pasaron unos minutos. Cualquier consideración
positiva del fenómeno se olvidó por completo, ahora sólo había inquietud y desconcierto a su
respecto. Tragó saliva con fuerza y notó la misma sed que cuando se despertaba de un sesteo
improvisado. No iba a poder calmarla, de momento, porque no se atrevía a ir a la cocina, no se
veía con suficiente valor como para dar la espalda a la televisión. El telediario concluyó mientras
tanto y dio paso a una intrascendente película erótica.
–No puedo quedarme aquí todo lo que queda de noche. Tengo que volver a mi habitación,
estoy segura de que lo he soñado todo –intentó auto convencerse–. Si no es así, no vale la pena
quedarse aquí plantada, esperando a que vuelva a suceder. Debo irme a la cama –la chica estaba
temblando de arriba a abajo.
Aún pasaron unos pocos minutos más. Mireia cerró los puños, abrió los ojos y apretó los
dientes. Apagó el televisor y la luz que, débilmente, alumbraba la habitación. Casi corriendo,
volvió al dormitorio, se metió en la cama e intentó dormir. Lo consiguió, no sin dificultad, tres
cuartos de hora después, cuarenta y cinco eternos minutos en los que revivió los más angustiosos
momentos de terror primario jamás experimentados.

III

Todo cambia a la luz del día, esto es un hecho. Las prisas con las que anduvo arreglándose
para ir a trabajar a la mañana siguiente (el despertador no había sonado, aunque ella estaba segura
45
de haberlo dejado programado para la seis y treinta y cinco) no le permitieron reflexionar sobre lo
visto la noche anterior. Además, la angustia de las últimas horas se había visto reemplazada por
una sensación similar a la que había predominado la jornada anterior, esto es, un moderado
optimismo. En cuanto al rostro fantasma, que así es como ella lo llamaba en su fuero interno,
suscitaba ahora más curiosidad que otra cosa, aunque pervivía cierto germen del miedo anterior.
Hoy mismo empezaría a leer el libro de Burne en busca de datos que pudieran ayudarle a
esclarecer el misterio.
Sin embargo, el libro no aparecía por ningún lado, a pesar de que Mireia estaba convencida
de haberlo dejado en su mesilla de noche. Se propuso buscarlo más a fondo cuando volviera del
trabajo y se dispuso a partir, de nuevo sin maquillar ni pintar, al trabajo. Tenía mejor cara que
nunca y marchaba a buen paso por el corredor que daba a la puerta de salida de su casa cuando la
detuvo un sonido extraño.
Se volvió como un autómata al lugar de donde el ruido parecía provenir. Había sido algo
parecido a un gemido, aunque tan débil y breve que podría haberlo confundido con cualquier otra
cosa. Se acabó el optimismo, la curiosidad y la buena cara. Tenía toda la carne de gallina, porque
el sonido se había visto acompañado por una visión.
–¿Q… Quién anda ahí?
Acababa de soltar el tópico más manido de las películas de terror. Lo que fugazmente había
visto al fondo del pasillo y que daba la impresión de estar entrando en su habitación, era el
dobladillo de una manga, perteneciente a la camisa de un niño, a juzgar por la altura. Eso
concordaba con la calidad del sonido que había sentido segundos antes porque su voz era la de un
niño también.
Dio un paso hacia el dormitorio. Otro más. Otro. No había vuelto a ver ni a oír nada más,
así que empezó a creer que había confundido un vago reflejo de luz artificial con un objeto y un
pequeño sonido nocturno, que los hay a miles, con la voz de un chaval. Sólo empezaba a creerlo,
digo, porque aún tenía la piel erizada y los músculos en tensión. Además, cierto olor, familiar
aunque inidentificable en ese momento, se unió al coro de angustias que le cantaba al oído. Era un
olor dulzón y agrio a la vez, no agradable, aunque tampoco decididamente molesto. Sea como
sea, invadió la casa en cuestión de segundos. Sabía a qué pertenecía ese extraño aroma, pero su
cerebro procesaba muy confusamente en ese momento y no terminaba de relacionarlo con nada.
Otro paso más, y sólo faltaba un par para la puerta de su cuarto. Otro más. Ya estaba
llegando. Ya se acercaba. Entró. No vio nada dentro que le llamara la atención, todo estaba en
orden. Entreabrió un par de ventanas para que se disipara el olor y, aliviada, se marchó al trabajo.

[…]

No es algo que ocurra habitualmente, pero, en ciertas ocasiones, el cerebro parece


funcionarnos más despacio de lo normal. Una señal que nuestros sentidos han captado temprano
por la mañana, pasa inadvertida por nuestra mente y no es sino mucho después cuando su
recuerdo aparece nítidamente ante nosotros, probablemente porque algún otro estímulo, mediante
confusas asociaciones mentales, trae el recuerdo a nuestra mente. No se sabe cuál fue el estímulo
que hizo que Mireia se quedara pasmada mientras tomaba un café con sus compañeros de trabajo,
a las once y media de la mañana, pero el caso es que concatenó sus pensamientos de tal modo que
pudo ver un fragmento arrancado de la sobrecubierta azul del libro de Burne bajo el edredón de
su cama tan claramente como si estuviese de nuevo en su habitación y lo tuviera frente a sus
narices. Tan sorprendida y aturdida quedó la joven que se quemó los dedos con el vaso de leche
ardiendo y éste cayó al suelo, haciéndola salir de su trance y que los compañeros afectados por la
caída del líquido se quejaran amargamente.
–¡Coño, Mireia, que me has escaldado! –dijo uno.
–¡Joder, Mireia, ten cuidado con lo que haces! –repitió otro.
–¡Aaaaah, que me quemo! –se limitó a gritar un tercero.
Avergonzada como nunca por su torpeza, la chica fue corriendo a por unas servilletas de
papel, siendo consciente ya en aquel momento de que no iba a ser capaz de pensar en otra cosa
46
durante el resto de la mañana que en el pedazo de cartón azul que había debajo de su cama, o
mejor dicho, no iba a poder pensar en nada que no fuera el paradero del resto del volumen
esotérico.
Mientras conducía por la atestada carretera hacia su casa, a la una del mediodía, a punto
estuvo de tener un serio percance por pensar demasiado en el libro desaparecido y demasiado
poco en lo que tenía frente a sí (un camión de gran tonelaje incorporándose a la autovía por su
derecha). Además, corrió bastante más de la cuenta y le pareció ver a un policía tomando nota de
su matrícula, pocos metros después del punto en que casi tuvo el accidente. Una vez en el casco
urbano, pudo correr a gusto por las largas avenidas sin semáforos hasta llegar a su casa. Entró
precipitadamente y lo primero que percibió fue el extraño y conocido olor de por la mañana,
aunque no le prestó demasiada atención. No se dio cuenta de que las ventanas de toda la casa
volvían a estar cerradas y que esa era la causa de que permaneciera.
Corrió hacia el fondo del pasillo, donde estaba su habitación, pero lo veloz de su carrera
hizo se resbalara en el suelo y cayera de costado. El dolor que le produjo la caída sólo fue
equiparable a la sorpresa que le causó el darse cuenta, desde el suelo, que debajo de la cama no
había nada, es decir que ni el trozo de cartón azul ni el resto del libro de su tío estaban allí.
Mireia se levantó lentamente, la mano sobre las costillas magulladas y los ojos llenos de
lágrimas. No se incorporó del todo, sino que quedó de rodillas un buen rato, mirando atentamente
el parquet polvoriento.
–Tengo que pasar la mopa –se sorprendió pensando.
De pronto, oyó unos pasos justo detrás de ella. Súbitamente, se volvió profiriendo un
alarido, pero nada extraordinario pudo ver. Pensó al instante que sería el niño que vivía en el piso
de arriba, el cual estaba aprendiendo a andar y solía corretear por la casa, sin importarle la hora ni
el momento, sonando de un modo parecido a lo que acababa de oír. No muy convencida por esta
explicación, se puso, de nuevo, sobre sus dos piernas, fue al cuarto de baño, situado frente al
dormitorio y se levantó la camiseta ajustada que llevaba puesta para ver si el golpe le había hecho
alguna marca.
–Me va a salir una buena moradura, y todo porque “he creído recordar que había visto
algo”. ¡Mierda! Parezco idiota.
Cojeando desde el servicio hasta el salón, Mireia accedió a dicha estancia, donde un nuevo
ruido la sorprendió. Esta vez sí que lo reconoció, sin lugar a dudas. Era el sonido que hace una
televisión cuando se apaga.
A pesar de que muchas veces son las horas nocturnas las que más fácilmente se asocian con
los momentos de terror –es algo que ya se ha hecho un par de veces en esta narración– y de que
entonces era escasamente la una y media de la tarde, la joven se sintió presa del pánico durante
unos segundos. Se quedó petrificada bajo el umbral de la puerta del salón, dejándose acariciar por
los primeros rayos de sol que, osando atravesar la espesa niebla matutina, penetraban hasta el
lugar donde ella se encontraba; aún podía oír desde dicho lugar el sonido de la electricidad
estática que despedía la pantalla. Se acercó, poco a poco a la televisión, de un modo parecido a
como lo había hecho por la mañana a su habitación, midiendo cada paso que daba, sopesando las
consecuencias que la confirmación de sus sospechas podían tener. Cuando ya se encontraba junto
al aparato, alargó su brazo hacia él y dejó que el escaso vello de su antebrazo derecho se pusiera
de punta al acercarse a la pantalla. No cabía duda. No se trataba de algo que le había parecido oír.
O bien la televisión acababa de apagarse sola o alguien lo había hecho.

IV

Aquel día, Mireia no comió en casa, sino que bajó a uno de los comedores de la
universidad, cercanos a su domicilio. Allí acudió también su hermano Carlos que, habiendo
recibido una llamada de la benjamina de la familia pidiéndole un rato de compañía, no vaciló en ir
a ofrecérsela al instante. Juntos los dos, envueltos en la espesa cortina de humo de los cigarrillos
de los estudiantes allí congregados, charlaban amistosamente sobre temas familiares sin
47
importancia. Aún no había empezado Carlos a preguntarse el verdadero motivo de la llamada de
Mireia cuando ella sacó el tema sin previo aviso:
–¿Puedo quedarme hoy a dormir en tu casa?
Carlos tardó unos segundos en contestar.
–Y eso, ¿por qué?
–No lo sé, supongo que me siento muy sola y me apetece tener alguien con quien hablar,
aunque sólo sea por una noche. ¿Puedo?
Carlos añoraba la compañía de su hermana y no le negó el favor. La había echado mucho de
menos desde que se fue a vivir con Álex e incluso le había propuesto abandonar el piso que la
pareja compartiera para irse a vivir con él cuando su marido murió. La propuesta aún seguía en
pie y así se lo hizo saber a Mireia.
–Puede que lo haga, Carlos, quizá me vaya contigo, después de todo. Últimamente, bueno,
desde hace dos días exactamente, me estoy planteando mudarme de piso. Y es extraño, porque
sólo me lo propongo a según qué horas del día, bueno, de la noche, más bien…
Hubo una pausa.
–Algún día te contaré la causa, porque hay una causa real y concreta para que quiera irme
de casa, pero no me pidas que lo haga ahora, porque estoy un poco confundida.
Carlos no era indiscreto y no hizo preguntas, a pesar de que el cambio de actitud de su
hermana respecto a ese tema le sorprendió sobremanera, máxime cuando existía, según ella misma
acaba de admitir, una causa exterior a ella que le estaba haciendo tomar en consideración su vieja
propuesta.
–Bueno, pues esta noche te quedas a dormir, ¿no? Estupendo, alquilaremos una película,
encargaremos una pizza y estaremos de puta madre ahí los dos juntos.

[…]

Pero a las cinco y media de la madrugada, Mireia volvía a levantarse del sofá que había
frente al televisor, en el salón de su casa. Mientras estaba durmiendo en la de Carlos, había
recibido una llamada telefónica de la que no recordaba absolutamente nada, pero que la había
conducido, en última instancia, a su domicilio. Allí había vuelto a sumirse en un trance cuasi
hipnótico muy similar al sufrido las dos noches precedentes. Las excusas con que salió de casa de
su hermano debieron ser buenas, porque él no hizo demasiadas preguntas. Sin embargo, Mireia no
se acordaba más que de las apresuradas despedidas en la puerta del piso de Carlos.
–Bueno, siento que tengas que marcharte, y más a estas horas. Llámame mañana.
Cogió un taxi (de ninguna manera quiso aceptar el ofrecimiento de Carlos de llevarla en su
moto) y subió a su casa, carente ya de suficiente voluntad como para no repetir el ritual de
sentarse delante del televisor –ya encendido y mostrando la misteriosa cara cuando llegó– y
liberada, además, del temor que le producía pasar la noche allí. Sin pararse a pensar en lo que
hacía, pues, se sentó en el asiento central del sofá y, esbozando una sonrisa inexpresiva, pasó
varias horas contemplando el ya familiar rostro infantil.
Los cambios que habían empezado a apuntarse la noche anterior se hubieran percibido
ahora mucho más claros para un hipotético ojo neutral, pero no así para el de Mireia. A través de
los millones de puntos blancos y negros en movimiento, el gesto del chavalín aparecía ahora
mucho más endurecido; su sonrisa tenía menos que ver con la de un niño que la mostrada con
anterioridad, el cinismo que destilaban sus pequeñas facciones no podía pasar desapercibido,
porque ya no era un aspecto “extra” de la expresión, sino el rasgo predominante. Y ese rasgo no
auguraba nada bueno, en verdad, sino que sugería un sentimiento habitualmente ajeno a la
infancia: desprendía malignidad.
Todo ello hubiera podido apreciarse a simple vista, a pesar de la confusión de luces y
sombras que tendían a distorsionar la imagen. Mireia, en cambio, seguía mirando la pantalla con
cierto aire bobalicón y, de vez en cuando, reía y hacía algún comentario entre dientes. Los hacía
para sí, aunque, a buen seguro ignoraba el significado de sus propias palabras.

48
El cruce de miradas entre la chica y el niño fue más largo esta vez. El despertar de ella fue
proporcionalmente angustioso y, cuando se vio sentada, de nuevo en su casa, sin saber cómo ni
por qué había llegado hasta allí, la televisión encendida, emitiendo una serie de los años setenta y
la sonrisa todavía dibujada en su propio rostro, apenas pudo contener un grito de terror.
No atreviéndose a conocer las causas de su partida de casa de Carlos, no telefoneó a éste
aun a sabiendas de que no se hubiera molestado, siendo como era el asunto a tratar, grave. En su
lugar, y muy absurdamente, fue al dormitorio y se metió en la cama. Una vez dentro, no pudo
explicarse cómo se había atrevido a atravesar el pasillo que unía dicha habitación con el comedor.
Ese pasillo era largo y oscuro y, desde su lecho, recapacitando sobre ese dato, Mireia se dio
cuenta de que ni siquiera era capaz de recordar los segundos que debería haberle costado llegar
hasta allí. Sencillamente, estaba ya desnuda y en la cama. Un sopor que nada tenía de natural se
adueñó de ella al cabo de unos pocos minutos, haciéndola dormir profundamente y, cuando
despertó, lo hizo en calma y rebosante de seguridad en sí misma y belleza. Miró su reloj de
pulsera y vio que se había quedado dormida. Normal, el despertador había quedado en casa de
Carlos.
Estaba ya vestida y preparada para irse, cuando recordó, como quien no quiere la cosa, que
no tenía motivos para correr, porque era sábado. Las prisas y la angustia acumuladas en las
últimas horas la habían hecho perder la noción del tiempo y ya no sabía ni en qué día vivía. Pues
bien, como decimos, era sábado y no había que ir a trabajar. Ahora eran las ocho de la mañana y
no tenía nada que hacer más que leer un libro hasta que entrase un poco el día y se pudiera salir a
pasear (en ese momento hacía demasiado frío y, además, seguía oscuro).
Tumbada en el sofá, leyendo ávidamente un viejo clásico de la literatura rusa, sus ojos
escaparon de las páginas impresas y dirigieron su atención hacia la calle; a pesar de que eran ya
las ocho y media de la mañana y el día parecía claro, aún no había amanecido. Ligeramente
alarmada, se levantó y, haciendo esto, el olor familiar y extraño al mismo tiempo que había
percibido el día anterior, volvió a asaltar sus sentidos, esta vez en una versión más intensa y
penetrante. Aun así, siguió sin poder identificarlo. De repente, cayó en la cuenta. El reloj del vídeo
no marcaba las ocho treinta, sino las veinte treinta.
–Mierda, son las ocho y media de la noche… He dormido durante todo el día.
Sonó el teléfono.
–¿Diga?
–Mireia, soy Carlos. ¿Qué tal estás?
–Hooola…
Una tercera voz acaba de colarse en la conversación recién iniciada. Alguien había
descolgado el teléfono del dormitorio y se había puesto a hablar. Su voz podía oírse tanto a través
del hilo telefónico como a través de la casa, creando un eco terrorífico, antinatural. Era la voz de
un niño.
Más decidida que asustada, Mireia colgó su aparato, dejando a Carlos con la palabra en la
boca, y corrió a la habitación. Allí no había nadie. Solo el auricular del teléfono descolgado sobre
la colcha de la cama y, junto a él, un libro azul hecho trizas. Mireia se acercó. Era el libro de su
tío. Temblorosa, aterrada, cogió el teléfono. Pensó que su hermano seguiría al otro lado del hilo
telefónico. No era así, en su lugar le habló la otra voz…
–Mireiaaa…
… como un susurro. La chica gritó y arrojó el teléfono contra la pared.

Esta confusa sucesión de sensaciones entre el terror histérico y la serenidad, la adicción a la


imagen fantasma y los deseos de escapar de ella, fueron sucediéndose durante varios meses, de
suerte que, al llegar el verano, la situación apenas había variado. La relación de Mireia con su
familia tendió a normalizarse, no obstante, pero al final no fue a vivir con Carlos. La posibilidad
de perder su extraña y nueva relación con lo sobrenatural pesaba más en el ánimo de la joven que
49
los momentos de terror que a diario la atormentaban, así que dejó las cosas tal cual estaban en ese
sentido: siguió viviendo en el pequeño piso que compartiera con Álex. Una vez a la semana
comía con su familia, muchas veces disimulando el miedo que había pasado a primera hora –cosa
que le ocurría casi a diario– y todos coincidían en que por fin parecía haber salido del pozo en que
se sumió tras la muerte de su marido. Su aspecto era radiante y cada uno de sus gestos y actitudes
denotaban un cambio a mejor en la vida de la joven. Con la llegada del calor, sin ella pretenderlo e
inducida por el fuerte calor de la estación, tendió a lucir más sus encantos, mucho más, de hecho,
de lo que lo había hecho nunca, convirtiéndose en un constante punto de atención entre sus
numerosos compañeros masculinos de trabajo.
Por otra parte, era rara la noche que, perdidos la voluntad y el sentido común, no
permanecía largas horas frente al televisor, conversando en silencio con la cara fantasma de su
televisor. Esa imagen, con el tiempo, habíase transformado en una máscara infame, un gesto cruel
y burlesco camuflado tras los tiernos rasgos de una personita de, como mucho, siete años.
Cualquiera que, por vez primera, hubiera encarado el horror que Mireia contemplaba cada noche,
habría enloquecido de por vida. La joven parecía, por el contrario, inmunizada contra este efecto,
ayudada quizá por lo gradual del cambio en el semblante infantil o, más probablemente, por lo
débil de su memoria, percepción y capacidad de raciocinio en aquéllos momentos de contacto.
Múltiples fotografías de un sonriente Álex seguían adornando la casa, y su imagen
continuaba grabada con amor en la mente de su viuda, pero cualquier moralista habría
despreciado su perpetuo luto interior a la vista de la cada vez mayor y más variada presencia
masculina en el dormitorio de la chica. Casi todos los fines de semana encontraba alguien a quien
llevarse a la cama, pero nadie pasaba jamás la noche entera en la casa, ya que su verdadero
amante nocturno se hallaba escondido tras la pantalla oblonga de su aparato de televisión.
En cierta ocasión, mediado el mes de mayo, uno de los amantes de Mireia, que trabajaba en
el comedor de un centro escolar, se quedó parado en cuanto entró en el apartamento, y dijo,
mientras pasaba a su interior…
–Aquí huele a colegio.
… lo cual hizo asociar a Mireia, por fin, el intenso aroma al que a punto había estado de
acostumbrarse y que nunca había podido identificar, con ese que impera en los pasillos de todas
las escuelas y lugares donde hay una mayoría de población infantil, un olor que ya hemos descrito
con anterioridad, el olor a niño. El que una tercera persona pudiera captarlo tendía a probar,
según ella, la presencia en su casa de algún tipo de espíritu, el de un niño, con toda seguridad. Ese
espíritu había conseguido subyugarla hasta el extremo de hacerle perder la voluntad porque, ante
sus constantes travesuras, como el libro destrozado de Burne, o muchas otras, como vasos rotos,
dibujos obscenos en las paredes o palabrotas escritas en la lista de la compra (todo ello venía
ocurriendo desde enero), ella tenía que tragar, ignorar, y seguir con su vida, al menos hasta que
llegara la noche; en ese momento se ponía cara a cara, de nuevo, con el responsable del terrorífico
cambio que su vida había dado en los últimos meses, con el rostro espectral de un niño muerto
que, por alguna razón, había elegido a Mireia como blanco de sus macabras bromas infantiles.
Esta situación, que pasó inadvertida para todo el mundo, salvo para Carlos –en un
principio– y para el anónimo cuidador infantil –que nunca llegó realmente a ser amante de Mireia–
habría de concluir a finales del mes de agosto, y lo hizo de la siguiente manera:

[…]

Una noche bastante tormentosa, de esas que ya hacen pensar que el verano pronto tocará a
su fin, Mireia decidió asistir sola a un concierto que tenía lugar en un bar, muy cerca de su casa.
Había visto algunos carteles fotocopiados por la calle anunciándolo y creyó que no le vendría
nada mal volver a escuchar un poco de música en directo, cosa que no hacía desde hacía bastante
tiempo y que, realmente, echaba de menos.
Se vistió apresuradamente, como siempre, con una camiseta de tirantes y unos pantalones
que, aunque amplios y oscuros, destacaban sus formas y la hacían blanco de numerosas miradas.

50
Ignorante de ello, entró en la sala y no tardó en hacerse con un compañero con quien pasar un
rato agradable después del espectáculo.
Ni siquiera esperaron a que terminara y a las diez y media de la noche ya estaban
compartiendo lecho y caricias en casa de la joven. El chico de aquella noche parecía tener algo
especial para Mireia porque no tuvo inconveniente (cosa extraordinaria) en permitirle quedarse
allí durante toda la noche. Lo cierto es que se quedó dormido repentinamente, como por embrujo,
a los veinte minutos de concluir el acto y Mireia le miró con cierto aire compasivo, pensando:
–Dejaré que duerma hasta mañana. No parece que vaya a despertarse y se marchará pronto.
¿Qué mal puede hacerme su presencia aquí?
Ya se ha dicho que Mireia era consciente de lo que hacía todas las noches frente al televisor,
por lo que expulsaba con más o menos gracia –según valía– a sus amantes por temor a ser
descubierta en medio del hipnótico e inevitable trance en que se sumía madrugada tras
madrugada. Como decimos, algo debía tener el joven de aquella noche que hizo que nuestra
protagonista actuara de distinta manera. Quizá fuera el hecho de que vestía y se peinaba de un
modo muy similar a Álex, o puede que la afinidad que mostraba por los gustos musicales de su
marido fuera otro motivo. Nadie lo sabe, pero el hecho es que se quedó en la casa.
A las tres y media de la madrugada Mireia seguía aún en su cama, tumbada boca arriba,
desnuda e insomne. Algo había cambiado, y los relámpagos de la enésima tormenta de la noche
iluminaban, de cuando en cuando, un rostro preocupado. De buena gana se hubiera dado media
vuelta para intentar conciliar el sueño, pero saber que, por primera vez en meses, no sentía la
llamada de su “amigo” televisivo, la tenía inquieta.
–A estas horas estoy siempre delante del televisor, pero hoy no tengo ganas de levantarme,
no lo necesito ¿Qué es lo que me pasa? No es por este chico –decía para sí, mientras miraba a su
compañero de cama–, no es que prefiera quedarme con él. Simplemente, no creo que hoy vaya a
pasar lo de todas las noches. Sé que, si enciendo la tele, ese niño no va a estar allí.
–No siento tampoco –continuó pensando– esa tranquilidad tan extraña que experimentaba
cuando estaba frente a él. ¿Qué es lo que siento, entonces? ¿Por qué tengo la piel de gallina, por
qué tengo frío, haciendo semejante calor en esta habitación, qué es ese dolor en el estómago, esa
punzada en el fondo de mi alma? ¡¿Qué me está ocurriendo?!…
–Sé lo que es. –concluyó– Tengo miedo. Estoy aterrorizada…
Mientras dejaba correr estos pensamientos con libertad, había cerrado los puños con tanta
fuerza que, para cuando llegó a esa conclusión, las palmas de las manos le sangraban con cierta
abundancia; se había cortado a sí misma con las uñas, debido a la intensidad de sus emociones. Al
abrir las manos y ver sus heridas, pensó que debería ir al baño a lavarse, pero había algo dentro de
ella que se lo impedía. La certeza de que hoy no iba a recibir a su visitante de todas las noches,
lejos de alegrarla o tranquilizarla, la había llevado a un estado de terror semi histérico muy similar
al que sufría todas las madrugadas cuando recobraba la consciencia de las apariciones que
presenciaba. Ese terror se veía aquella noche intensificado en un elevado tanto por ciento, de
manera que la chica apenas se sentía capaz de sacar un solo pie de la cama.
No se atrevía tampoco a despertar a su compañero de cama por temor al ridículo que podía
hacer si le confesaba todos sus miedos, por lo que tragó saliva y, mirando el reloj, decidió esperar
allí tumbada hasta la llegada del amanecer.
Se oyó un ruido en el salón.
A pesar de que escasa calidad de las construcciones modernas nos lleva en ocasiones a
dudar si un sonido se ha producido en nuestra casa o en la del vecino, esta vez no había lugar para
confusiones. Algún objeto sito en el comedor se había precipitado contra el suelo desde cierta
altura. Después se oyeron unos pasos furtivos que, a buen seguro no eran del niño del piso de
arriba, y unas risitas en voz baja provenientes, sin duda, de la cocina, hicieron que Mireia se
incorporase en su cama emitiendo un aullido de angustia que, sorprendentemente, no despertó al
joven que seguía durmiendo a su lado a pierna suelta. Sentada y con la espalda apoyada en la
pared, se mesó los cabellos y limpió el sudor que corría por su frente con sus propias manos,
obviando el escozor que esto le producía en sus heridas y manchándose la cara de sangre.

51
VI

El mayor error que Mireia podía cometer era forzar la situación, y eso fue, precisamente, lo
que hizo. Sobreponiéndose al miedo que la atenazaba y pensando que quizá encontrándose con el
rostro de la pantalla iba a recuperar, en cierta medida, la calma, salió de su cuarto y fue al salón,
acomodándose segundos después en su sitio favorito del sofá, dispuesta a encarar su visión
cotidiana y espeluznante. Por el camino, había ido deslizando la mirada por las escasas estancias
en que se dividía su casa, comprobando que, al menos a primera vista, no había nadie dentro,
aparte de ella y su amante.
Encendió el aparato y, por más que buscó en las diferentes emisoras y sintonías, nada pudo
hallar. No se sorprendió; como hemos dicho, ella no esperaba encontrar nada, pero la esperanza
en ese encuentro imposible como bálsamo para su desasosiego terminó de difuminarse conforme
se iba dando cuenta de que todo parecía haber vuelto a la normalidad dentro de su televisión.
Ahora, el corazón bombeaba la sangre a gran velocidad, le sudaba todo el cuerpo, incluso las
sangrantes palmas de las manos, el miedo no había desaparecido.
Estaba en el comedor y se sentía más desvalida que nunca, tan lejos de la única persona que
hubiera podido ayudarle y tan cerca, en cambio, del lugar desde el cual le había parecido que
venían esos sonidos extraños y escalofriantes.
De pronto se sorprendió a sí misma mirando fijamente la puerta de entrada del salón.
–¡Mierda, mierda, mierda! ¿Qué es lo que hecho? ¿Por qué he venido hasta aquí?–pensó–
En mi habitación estaba a salvo, había alguien, había otra persona junto a mí. Ahora estoy aquí,
sola y sé que hay algo horrible que me espera si me quedo aquí sentada. Lo sé, sé que si
permanezco aquí y veo al que ha estado haciendo ruidos por la casa me volveré loca, pero ¿qué
puedo hacer? Lo he dejado atrás ¡Dios mío! –aquí se oyó un gemido infantil, como de queja, a la
altura de la cocina– He dejado atrás al que ha estado atormentándome y ahora no puedo
escapar… Está entre mi dormitorio y yo, entre ese chico que hay en mi cama y el salón. ¿Por qué
demonios he venido hasta aquí? –repitió, retorciéndose sobre sí misma, pero sin gritar, mientras se
escuchaba un nuevo ruido junto a la puerta que daba acceso al salón. Alguien estaba rascando la
madera del marco.
Meses después de la primera y única vez que había podido verlo, el dobladillo de la manga
de la camisa de un niño pudo volver a verse, durante una fracción de segundo, a través de los
cristales que adornaban la parte central de la puerta, muy sucio, esta vez. Mireia, sobrecogida por
esta presencia, gritó…
–¡Socorro!!!
…pero nadie pareció oírla, porque nadie vino a rescatarla de sus propios terrores. Encogida
como un ovillo de lana en la esquina de su sofá, no podía retirar la vista del lugar donde la había
fijado. Volvió a escucharse una risita.
–Mireiaaa…
Era la misma voz que se inmiscuyera en aquella lejana conversación telefónica. Había
sonado demasiado cerca esta vez.
–¡Ayúdame!!! –gritó ella, pensando que el chico con quien acababa de hacer el amor podría
rescatarla.
Se oyeron unos pasos decididos que provenían del final de la casa, es decir, del dormitorio.
Unos pies desnudos golpeaban el entarimado y se acercaban al salón, al tiempo que otros,
titubeantes y ligeros, se ocultaban en algún lugar. Se oyó una queja…
–¡Mala!
…y un portazo dado con una puerta imaginaria. Mireia tembló y siguió observando el
umbral, expectante.
Álex se detuvo justo en ese punto, y, mirándola directamente a los ojos, dijo algo que
Mireia no pudo entender, saliendo después por la puerta del rellano, sin abrirla. Su viuda estaba
del color de la cera, boquiabierta.
–¡Álex…!
52
Le temblaban los labios y todo el resto del cuerpo. Un delgado hilo de saliva se le escapó de
la boca y fue a manchar su pecho desnudo, escurriéndose después hasta el vientre, donde terminó
su recorrido. La chica ni se dio cuenta. Los otros pasos volvieron a oírse y Mireia gritó como una
posesa, aún sabiendo que ya no había nadie en su cama que pudiera escucharla.
–Quizá un vecino me oiga y eche la puerta abajo –creyó pensar.
Cuatro dedos regordetes aparecieron finalmente en la parte baja de la puerta del salón, a un
metro veinte del suelo, más o menos. Las uñas estaban muy crecidas y sucias, y las yemas dejaban
un rastro negro sobre la madera. Los cristales de en medio, recién limpios y totalmente
transparentes, dejaban ver ahora que detrás de la puerta no había nada.
–Mireiaaa…
Unos cabellos rubios y rizados acabaron asomándose. Después, una cara macilenta, cínica y
horrible, escondida bajo los suaves rasgos del niño que visitara a Mireia noche tras noche durante
casi nueve meses, hizo su aparición. No había una gran diferencia entre el rostro del niño que
ahora tenía delante y aquél que tan sólo veinticuatro horas antes apareciera confundido entre las
interferencias de una emisora perdida, aquel que la había mantenido hipnotizada durante todo ese
tiempo. Pero esa sonrisa maliciosa, llena de dientes y perversidad, esos ojos huecos y tenebrosos
que contemplaban a la chica como una fiera silvestre contempla a su presa indefensa, esa cara, en
fin, podrida por dentro, y paralizante por fuera, supuso, o debió suponer, en aquel momento, algo
nuevo para ella. El escudo protector que la pantalla parecía haber sido durante todo el tiempo ya
no estaba allí, y ahora Mireia gritaba y gritaba sin apenas darse que cuenta de nada que no fuera
aquella cara horrible y sarcástica.

[…]

Hace ya dos años que conozco a Mireia, y debo decir que me ha costado un gran esfuerzo
conseguir que me contara el motivo por el cual los niños de cualquier clase y condición le
provocan una aversión tan profunda. Cuando finalmente accedió a hacerlo, me narró esta extraña
historia cuya verosimilitud estuve muy tentado de poner en entredicho en varios momentos.
Mirándole a los ojos mientras lo hacía, supe, sin embargo, que era cierta de principio a fin.
Ningún médico ha podido diagnosticarle enfermedad mental alguna, ninguna alteración
fisiológica o psicológica parece haber dañado su percepción. Ella vio lo que vio y oyó lo que oyó
y, aunque no hay ninguna prueba tangible que demuestre que lo que todo no fue producto de su
imaginación, lo cierto es que nunca nadie ha podido volver a habitar el piso que ella dejara tan
precipitadamente aquella tormentosa noche de verano. Las huellas que han quedado parecen ser
demasiado intensas.
Entretanto, ella trata de continuar con su vida como si nada hubiera pasado. Sus miradas
huidizas, su rotunda negativa a quedarse sola en habitación en que haya una televisión y otros
muchos tics y manías extravagantes la delatan como una persona que vive subyugada por el
terror.
Ni ese horrible niño rubio del que me habló, ni el joven con que se acostó aquella noche
(Álex o su espíritu, según ella) han vuelto a aparecer en su vida. Pero quizá vuelvan a hacerlo. Y
sé que no está preparada para repetir la experiencia.

53
El ladrón de huesos*

PROVINCIAS
Macabro hallazgo 2 de agosto de 2001

Z*******. Los vecinos de la localidad de


****** se despertaron ayer con una
desagradable sorpresa: durante la noche
del martes al miércoles, uno o varios
desconocidos habían penetrado en el
cementerio municipal, profanando
decenas de tumbas. Se da la
circunstancia de que no es la primera
ocasión en que se da un hecho de tan
macabras características en esa zona,
aunque nunca antes se había sustraído tal
cantidad de objetos del camposanto.
Curiosamente, los más valiosos han
quedado en su lugar y, sin embargo, han
desaparecido múltiples restos óseos,
incluso algún esqueleto completo según
parece. La Guardia Civil carece de
pistas, por lo que toda ayuda para
esclarecer tan luctuoso suceso será bien
recibida. L. A.

I. La bajada de los buitres.

S alimos temprano del pueblo porque la última vez que habíamos dado aquel paseo (un año
atrás, aproximadamente) nos habíamos quedado con ganas de ver más paisaje, de explorar
más terreno desconocido y de hacer nuevos descubrimientos. En aquella primera ocasión se
nos había hecho tarde, no llevábamos nada para comer y, cuando el hambre empezó a hacer
estragos, decidimos volver sobre nuestros pasos a pesar de las prometedoras escenas de
naturaleza que parecían abrirse ante nosotros.
Con este buen ánimo caminábamos ahora a través de una especie de sendero que, en sus
primeros metros, era una calle más del municipio, la cual había ido quedando desprovista de casas
por ambos flancos desde hacía un buen rato, transformándose poco después en una senda arenosa
y fácilmente transitable. Dicha senda se desviaba a la izquierda en un determinado punto,
iniciándose una empinada ascensión a las yermas colinas que eran el objetivo inicial de nuestra
salida.
A pesar de lo pronto que era, una leve claridad apenas despuntando frente a nosotros tras la
línea del horizonte, el día prometía ser mucho más caluroso de lo que lo había sido el de nuestra
primera excursión a aquel lugar. Esa otra vez, el cierzo había hecho de la suyas y la temperatura
apenas había superado los diez o doce grados aun con el sol trabajando a pleno rendimiento desde
primeras horas, sin una sola nube en el cielo que dificultase su labor.
Respiramos profundamente el aire relativamente fresco del amanecer y volvimos la vista
atrás mediada la ascensión a la primera de las lomas. El diminuto villorrio del que procedíamos
aparentaba estar mucho más lejos de lo que había calculado a partir del tiempo transcurrido y el
camino andado. Bajo nuestros pies, las casas apiñadas una encima de otra, la sobria iglesia del
siglo XVI, los campos circundantes… todo ello parecía ya un recuerdo vago y confuso. Dimos
media vuelta y proseguimos nuestro camino.

[…]
El amanecer es, sin duda, el mejor momento de un día de verano, al menos en mi tierra,
pues la atmósfera carece aún de ese ambiente plomizo e irrespirable, tan propio de las horas de la
tarde, que hace que sea tan difícil siquiera plantearse uno la posibilidad de salir a dar una vuelta.
Mi novia, de nombre Olalla, y yo tratábamos de disfrutar por una vez de esas horas de gracia que

*
Febrero de 2002
54
la naturaleza nos concedía a diario y que desaprovechábamos habitualmente, dada la lógica pereza
del periodo vacacional y las intempestivas horas de la madrugada a las que solíamos acostarnos.
Allí estábamos, disfrutando de la espléndida vista que se nos ofrecía una vez alcanzada la
primera de las pequeñas cumbres, mas sin demorarnos mucho en ella, ya que ese ensimismamiento
embobado fue el causante de que la excursión quedase inconclusa la primera vez.
–Ya volveremos mañana –recuerdo haber dicho conforme volvíamos a entrar en el pueblo,
pasadas las tres de la tarde–. Y llegaremos hasta el final del camino.
No fue, sin embargo hasta diez meses después que no regresamos al pueblo y tuvimos
ocasión de repetir el paseo.
–A ver si vemos hoy tantos buitres como el otro día –dijo Olalla. Irónicamente, por “el otro
día” debía entenderse “el año pasado”.
–Hombre, si siguen echando allí a los animales muertos, y no creo que en el pueblo hayan
cambiado de costumbre, seguro que los vemos rondar– respondí.
Y es que, subiendo por un camino mucho más estrecho y descuidado que aún quedaba a
varios metros de nosotros, habíamos hecho un macabro descubrimiento en nuestra otra
expedición. Vimos primero algo que nos pareció una piedra blanca y brillante que vista de cerca
parecía más el hueso de un animal que cualquier otra cosa. Cualquier duda sobre la naturaleza del
objeto quedó despejada minutos después cuando vimos, esparcidos a lo largo de una de las
pendientes de bajada, los restos de innumerables animales de granja: esqueletos más o menos
limpios, calaveras, huesos partidos en pedazos… incluso un par de animales cuya forma era aún
perfectamente discernible gracias la capa de piel que todavía permanecía intacta sobre la osamenta
de las reses.
Los buitres que volaban un poco más allá eran los responsables de tan ecológico medio de
eliminar los despojos. Ecológico, digo, pero siniestro según me pareció al pensar en esos restos
esparcidos a la buena de Dios, y las aves carroñeras alimentándose vorazmente de ellos…
Fantaseé con la posibilidad de que aún quedara un mínimo resquicio de vida en alguno de aquellos
desdichados animales y recuerdo haber pensado que no cabe muerte más horrible que aquella en
la que uno es devorado en vida sin poder hacer nada para defenderse; picos y garras afilados e
inclementes que devoran las partes blandas de su víctima como primer plato, ojos, lengua y
testículos; el sonido de las plumas y los graznidos del verdugo, los propios aullidos de dolor y
pánico con los que las últimas fuerzas del animal devorado son desperdiciadas… Todo un cuadro,
en fin, muy acorde con aquellos parajes desolados.
Tomamos el camino estrecho en cuanto llegamos a él y allí la cuesta se pronunciaba de tal
manera que las primeras gotas de sudor empezaron ya a recorrer mi piel.
–¿Te cansas? –preguntó Olalla.
–No, vamos a seguir– me apresuré a contestar. Nunca me ha gustado que mi capacidad
física sea puesta en entredicho, así que el tono de mi respuesta sonó un poco más rudo de lo que
es normal en mí. Olalla no pareció darse cuenta y siguió caminando.
Estaba muy guapa aquel día. Cubría su cabeza con una gorra visera negra, de la que
sobresalía su pelo, teñido de rojo y curiosamente recogido en numerosas trencillas. Sobre su
cuerpo, una camiseta morada de tirantes y unos pantalones finos, de estilo militar, caían de tal
modo sobre su cintura que dejaban ver, a cada paso, parte de sus caderas, de su vientre y de su
espalda. Recuerdo haber sido inconsciente a ratos del paisaje, porque era incapaz de apartar la
vista de esa pequeña ventana abierta al interior de su cuerpo.
Una mosca (del tamaño de un helicóptero a juzgar por lo grave de su zumbido) pasó junto a
mi oído derecho haciéndome levantar la vista y contemplar el panorama. Habíamos llegado ya al
punto más alto de nuestro camino y el campo se abría en ondulante descenso a partir de allí. A
unos veinticinco metros del lugar en que estábamos, una tosca señal de madera, junto a la que
habíamos encontrado el primer hueso la otra vez, permanecía allí clavada: cualquier función
indicadora que hubiese podido ejercer en el pasado fue olvidada años atrás, y las últimas huellas
de la pintura del letrero habían sido borradas por el viento, las aguas y el tiempo inclemente que
destruye cuanto encuentra a su paso.
–La cuesta esa que estaba llena de esqueletos de animales quedaba por allá abajo, ¿no?
55
–Me parece que sí. ¿Nos acercamos? –propuse– Podemos hacer alguna foto desde allí, las
vistas eran impresionantes.
Me extrañó no ver ningún residuo óseo cerca de la vieja señal, pero no le di mayor
importancia al asunto. Caminamos cuesta abajo primero para volver a ascender después. El sol,
radiante y ajeno a nosotros, seguía subiendo y ya calentaba con relativo exceso nuestras espaldas.
Frente a él, el gran monte M… vigilaba, silencioso, nuestros movimientos. Olalla se me adelantó
un poco y miró hacia el terraplén.
–Pues me parece que no debía ser aquí, ¿eh? –dijo.
–¿Por?
–Ven.
La ligera sensación de extrañeza que me venía acompañando desde hacía unos minutos, al
comprobar que nuestro camino no estaba salpicado de numerosas costillas, vértebras y calaveras
perfectamente limpias y blanqueadas, como en octubre del año pasado, esa sensación, digo, se vio
colmada de sorpresa y aun de alarma al comprobar que la que habíamos bautizado como “la
bajada de los buitres” estaba completamente vacía. Allí no había ni un solo hueso, y mucho menos
el cuerpo entero de animal alguno.
–¡Hostia! –fue lo único que acerté a decir.
¿Quién podía haber hecho tal cosa? ¿La propia naturaleza? Supuse que sí, ya que tengo
entendido que el proceso de desaparición de un cadáver dejado a su suerte a campo abierto es
extremadamente rápido, pero… ¿Por qué no habían vuelto los ganaderos del pueblo a utilizar
aquel lugar como improvisado cementerio de animales? Además, yo recordaba centenares, creo
que miles de huesos tapizando el suelo de la colina, y ahora no quedaba… ¡nada! Me pareció que
la capacidad de regeneración de la naturaleza era excesiva, maravillosa.
–Pues yo creo que es el mismo sitio –dije, titubeando–, fíjate en la “V” que describen esas
dos colinas y que dijimos que harían tan buen encuadre para cuando hiciéramos una foto–. No me
cabía duda de que el lugar era el mismo, estaba perplejo.
–¿Entonces?
Expliqué mis escasas teorías regenerativas sin mucha fe y debo decir que tampoco a Olalla
parecieron convencerle en absoluto. Pero ¿qué otra respuesta podíamos encontrar a tan
inesperado misterio? Quizá la policía medioambiental –¿existe eso?– o los propios vecinos habían
limpiado el lugar.
–Eso no tiene sentido, antes sanearían el vertedero ilegal de T… –comentó Olalla.
–Sí claro, pero a mí no se me ocurre otra…
–¡Anda, mira!
–…cosa.
Olalla anduvo unos pocos pasos hacia la pendiente y cogió una pluma de buitre. Usóla a
modo de puntero para señalarme otras muchas que aún quedaban en el suelo.
–Lo que está claro es que los buitres han pasado hace poco por aquí, esta pluma no parece
llevar mucho tiempo, ni aquella, ni esa otra… –dijo.
Me encogí de hombros.
–¿Ves tú alguno? –pregunté.
Negó con la cabeza. Cambió las gafas de ver por las de sol, que llevaba en un pequeño
bolso de punto, junto a alguna que otra provisión y crema solar. Ligeramente decepcionados y
bastante extrañados, volvimos a la vieja señal y seguimos nuestro camino.

II. Más lugares conocidos

Empezaba a sentirme incómodo, ya que llevaba demasiada ropa. El sol siempre ha sido, y
continúa siendo, uno de mis más feroces enemigos, causante de numerosos enrojecimientos y aun
quemaduras sobre la piel de mi rostro y espalda, por breve que haya sido mi exposición a sus
implacables rayos. Vestía, pues, una camiseta de manga corta, un pantalón corto hasta media
pantorrilla y lo peor de todo: una gorra de béisbol que, si bien me protegía la cara, me daba un
56
calor atroz, inaguantable. Estaba deseando que accediéramos a algún tramo de sombra para poder
quitármela un rato.
Debían ser las diez y media de la mañana cuando pusimos nuestros pies sobre una pequeña
vereda que hacia las veces de entrada a un bosquecillo, el cual habíamos empezado a divisar desde
hacía un buen rato, cuando abandonamos el antiguo cementerio de animales. Nada más entrar
suspiré aliviado, al tiempo que me deshacía, temporalmente, de la visera.
–¡Joder, qué calor!
Olalla me miró, pero no dijo nada. Se despojó de su camiseta, bajo la cual llevaba un bikini
negro, y miró en derredor suyo. Repentinamente, detuvo sus pasos e hizo un comentario que me
sorprendió.
–Oye, aquí ya habíamos estado antes, ¿no?
–¿Eh? No, la otra vez no pasamos de las lomas.
–No, no digo que esa vez llegáramos hasta aquí. Pero en este lugar yo ya he estado, seguro.
Ya iba a contradecirle cuando, fijándome un poco más en todo cuanto me rodeaba, sentí
también cierta sensación de familiaridad que me turbó ligeramente; la disposición de los árboles y
las piedras, el peculiar serpenteo del camino que nos disponíamos a seguir, las pequeñas subidas y
bajadas que formaba el terreno a ambos lados…
–Este camino es exactamente igual que el que hay al lado de casa, subiendo por la casa de
Letosa.
Dije aquello casi sin pensar, pero, conforme lo hacía, me di cuenta de que estaba en lo cierto
y había dado palabras a mis sensaciones. Pero ese camino al que me refería distaba mucho de
aquel punto. A unos seis kilómetros si nos dirigíamos a él por el pueblo, y puede que tres o cuatro
si fuésemos a campo traviesa.
–… pero no puede ser el mismo. Vamos a seguir.
Continuamos nuestro paseo fijándonos más que nunca en todo lo que nos rodeaba. Era
aquél un camino excavado en la bajada de una de las laderas. Estábamos rodeados de bosque, por
lo que no podíamos terminar de orientarnos como solíamos hacer, mediante nuestra situación
respecto a la gran montaña. Los árboles eran tan altos que apenas si nos dejaban ver un poco de
cielo sobre nuestras cabezas. Esa era, quizá, la única diferencia con respecto al otro camino, al
que tanto se parecía.
Paseábamos en silencio, atentos al menor ruido que pudiera producirse a nuestro alrededor.
Numerosos insectos revoloteaban en torno a nosotros, irritándonos profundamente, aunque era
yo quien lo demostraba con más vehemencia.
–Oye, ¿tú crees que deberíamos seguir por aquí? Yo creo que me estoy perdiendo.
–¡Joder! –aplasté un moscardón contra mi brazo– ¿Qué dices? Sí, sí, siempre podemos dar
media vuelta, no hemos tomado ningún camino secundario. No hay problema.
Conforme decía esto empecé a distinguir, a unos veinte metros de nosotros, la entrada hacia
un pasillo más pequeño que se abría la derecha del bosque.
–¿Y si vamos por allá? –preguntó Olalla, entre temerosa y expectante.
–Yo no soy partidario de meternos por senderos de éstos, a saber dónde acabamos.
Sin dignarse a contestarme, Olalla penetró por la senda transversal tal y como lo haría un
explorador por la selva amazónica; sopesando cada centímetro avanzado, mirando en torno a ella
como si una gran fiera silvestre pudiese avalanzarse sobre su cuerpo en cualquier momento. Poco
a poco se fue alejando. Yo seguía quieto en el lugar donde ella me dejara.
– Por ahí se ve el pueblo –gritó, mientras señalaba hacia un punto que yo no podía ver. –
Ven.
Una hora después nos habíamos perdido completamente. Bueno, eso pensaba yo, porque
Olalla parecía muy convencida de saber hacia dónde nos dirigíamos. Caminaba, sin embargo, con
cierta prisa, que yo interpreté como ganas de llegar pronto a casa y demostrarme que no había
errado al elegir esa ruta de regreso. Lo cierto es que los árboles habían continuado siendo una
barrera entre nosotros y cualquier punto de referencia, el pueblo sólo se había dejado ver en el
momento en que mi novia lo señalara. Hacía mucho calor, pero la zona por la que íbamos era
sombría y relativamente agradable, al menos en lo que a temperatura se refiere.
57
De pronto, y sin previo aviso, Olalla comenzó a gesticular, nerviosa. Detuvo sus pasos y por
su rostro pasaron una extraña sonrisa y un gesto de profundo desconcierto con el que parecía
querer decir: “¿Es posible que esto me esté pasando realmente a mí?”. Por fin, tras un intento
fallido, en el que dio la impresión de atragantarse con sus propias palabras, dijo:
–Cariño, por favor… ¡vámonos de aquí! Este lugar… –se echó a llorar y me abrazó. Era la
primera vez que la veía así y no podía dar crédito a lo que tenía ante mis ojos.
–¡Olalla…! ¡No pasa nada, tranquila! Si ahora volvemos sobre nuestros pasos, estaremos en
casa antes de las tres, seguro –lo cual era imposible, pues eran ya las dos y cuarto… No sé si
verla en tal estado me indujo a mentirle o me confundió de tal modo que no me di cuenta de lo
improbable de mi afirmación.
Levantó la cabeza y me dirigió una mirada extraviada y anhelante; una mirada de puro
terror. Sentí un estremecimiento.
–Pero, ¿de verdad no lo notas?
–Notar… ¿el qué?
Se oyó un ruido lejano y confuso, y aquel mediodía de verano tornóse oscuro como la
madrugada, aun con el sol todavía brillando y la temperatura subiendo sin freno. Los grandes
chopos, pinos y abetos que nos rodeaban parecieron cerrarse sobre nosotros de forma
amenazadora. No sé cuando me quité las gafas de sol, pero Olalla lo había hecho hacía ya un rato.
Intercambiamos una mirada que debió ser muy significativa, porque tras ella estrechamos aún más
nuestro abrazo mientras mirábamos a nuestro alrededor. El ruido se había oído tras de nosotros.
Aguardamos en silencio. Pensé que aún no había podido ver ni un solo buitre en todo el día y que
en aquel camino no se oía el canto de los pájaros. El ruido misterioso volvió a escucharse, mucho
más cerca. Tras el sobresalto que nos produjo, la mirada se repitió y, sin decir una palabra,
echamos a correr hacia delante, como alma que lleva el diablo.

No habríamos recorrido ni un kilómetro cuando decidimos aflojar el ritmo. Quien quiera


que fuese nuestro enemigo había quedado atrás, por el momento.
–¿Por qué… se supone… que hemos… corrido? –dije, entre jadeos.
Olalla no respondió y sacó la cantimplora que portaba en su bolso. Me la dio y pude
comprobar que estaba casi vacía. Aún sollozaba, pero me cogió de la mano, instándome a seguir
adelante. El día no había perdido en absoluto el extraño tinte amenazador que cobrase minutos
atrás, pero yo no era capaz de identificar la causa de que estuviésemos en peligro.
Ignorando mis problemas con el astro rey, me quité la camiseta, ya que el esfuerzo de la
carrera había sido excesivo y necesitaba recobrar el resuello rápidamente (eso me temía, al
menos). Olalla me miró con gesto desaprobatorio, pero no dijo nada.
–Hay suficiente sombra, no me quemaré –me anticipé a decir.
–No te he dicho nada, vamos.
Tiraba de mí, mirando continuamente sobre su hombro. Mi percepción del asunto debía ser
más pobre que la suya; por lo que pude ver, ella era capaz de detectar la siniestra atmósfera que
se había formado a nuestro alrededor, pero en un grado aparentemente más sutil de lo que lo
hacía yo. Despojada ya de su gorra, que había perdido durante la carrera, su rostro no había
perdido un ápice de la tensión que en él pudiera verse minutos antes. Temblaba y se sobresaltaba a
la mínima mientras en el bosque empezaba a reinar un silencio sobrecogedor.
Entonces, a la vuelta de una curva más cerrada que las demás, al final de un largo tramo
recto, vimos una casa.
Se trataba de una casa rústica de dos pisos, construida en piedra. A su derecha podía verse
un pozo también de piedra bastante grande, aunque seco y caído en desuso. ¿Qué tenía de
extraño? ¿Por qué sentí que se me hacía un nudo en la garganta ante algo tan inocuo? Veréis, esa
casa, ese pozo y todo cuanto rodeaba a ambos tenían una réplica exacta justo al final del camino
conocido. Se trataba de un refugio para excursionistas que habíamos visitado en diversas
ocasiones y en el que incluso habíamos celebrado con los amigos, tiempo atrás, alguna fiestecilla
de características inconfesables.

58
Pero ese refugio quedaba muy lejos y, si bien es cierto que estábamos desorientados, no es
menos cierto que aquella casa no podía estar allí de ninguna de las maneras. Era imposible, pues
las direcciones para seguir en la búsqueda de una y otra construcción eran opuestas. Me sentí
como cuando, en sueños, el subconsciente (esa puerta abierta hacia otras formas de percepción)
entremezcla distintos lugares y situaciones de manera inconcebible, pero convincente en el
momento en que se sueña. De hecho, hacía ya un largo rato que me daba la impresión de no estar
realmente viviendo toda aquella aventura; empecé a pensar que estaba atrapado en el interior de
una pesadilla.
Nos quedamos clavados en el suelo polvoriento por espacio de unos segundos. Después nos
acercamos, temerosos.
–¿Vamos a entrar? –preguntó Olalla.
–No creo que haya otro remedio, ¿no? –dije, mientras me aproximaba a la puerta. Olalla no
se separaba de mí, de modo que caminábamos juntos. Es habitual que en muchas experiencias
oníricas actuemos de manera absurda, pero ahora lo hacíamos de manera directamente estúpida y
éramos conscientes de que, como en las pelícuas de terror, nos estábamos ganando a pulso un
hachazo. Tampoco nos quedaba otra salida, no obstante, ya que tras el edificio, el bosque se
cerraba en todas direcciones salvo en aquélla de la que procedíamos tanto nosotros como
quienquiera que nos estuviera persiguiendo. Penetrar en la foresta suponía un gran riesgo, el de
peredrnos defintivamente, de modo que nos aproximamos aún más mientras exponíamos estas
reflexiones en voz alta.
El muro de la fachada tenía dos entradas, una de las cuales carecía de puerta y daba al
refugio propiamente dicho. Éste consistía en una estancia de tamaño regular, con una bancada
extendiéndose a lo largo de todo su perímetro y una chimenea en el fondo. Era allí donde
habíamos estado las otras veces y nunca habíamos franqueado la segunda entrada, dotada de una
gruesa puerta de madera que solía estar cerrada con llave y daba acceso al piso superior.
El contraste entre la luz del exterior y la penumbra que predominaba en la estancia de la
planta baja era tal que tardamos unos segundos en distinguir los detalles. Hacía frío ahí dentro,
demasiado quizá, aun tratándose de un edificio de piedra.
No dijimos nada, Olalla había reconocido el sitio tan bien como yo, pero no hizo comentario
alguno al respecto. Me cogió de la mano. Estaba helada.
–Se oyen voces, fuera –susurró, alarmada.
–Y pasos –musité.
–No son humanos, y vienen hacia aquí.
No sabría describir las sensaciones que se iban apoderando de mí conforme aumentaba la
proximidad de aquellos sonidos. Sentí una gran prsión en el interior de la cabeza, mis músculos se
tensaron hasta el dolor y el estómago me daba vueltas sin parar, provocándome náuseas y mareos.
Los pasos se acercaban y las voces se iban haciendo más nítidas, aunque nada de lo que
decían podía entenderse. Propuse algo, no recuerdo el qué, pero Olalla no parecía estar
escuchándome, sólo tenía sentidos para la sombra que nos acechaba por momentos.
–No deberíamos estar aquí, ¿verdad? –preguntó, tras haber ignorado mi idea.
–Nada de lo que nos está ocurriendo tiene lógica alguna, Olalla, ¿no te das cuenta? ¡Todo
esto es ridículo! Pero lo único que importa ahora es que tenemos que escondernos, donde sea,
¡ya!
No parecía capaz de reaccionar, estaba quieta, mirando el suelo y moviéndose como podría
hacerlo un autista, estirándose los cabellos y moviendo insistentemente la cabeza. La agarré sin
dudarlo de la muñeca, arrastrándola hacia el exterior. Sin pensármelo dos veces, empujé a Olalla
hacia el lado derecho del bosque. Cayó y pude comprobar que no era visible desde el camino.
Salté a través del muro vegetal y me di de bruces con el suelo, junto a ella. Lo hice justo a tiempo
para taparle la boca.

III. El hombre de la gabardina sucia.

59
A través de los setos que bordeaban el camino pudimos ver un hombre doblando la curva. A
pesar del fuerte calor reinante, vestía un abrigo largo y oscuro y llevaba un sombrero de ala ancha
que ocultaba por completo sus facciones. Andaba muy encorvado, ya que sobre su espalda
portaba un enorme saco de tela gris. Dicho saco era, como digo, descomunal, más grande incluso
que el propio sujeto que lo transportaba. Además parecía muy pesado y pensé que poca gente
sería capaz de arrastrar semejante bulto siquiera unos pocos metros, mucho menos cargarlo como
aquel individuo estaba haciéndolo.
Contrariamente a lo que había llegado a parecerme minutos atrás, el tipo iba solo. Hablaba
solo, en voz muy alta y a gritos. Lo hacía en un idioma extraño que en nada me recordaba a
ninguno que pudiera haber escuchado con anterioridad; tanto es así que la impresión que daba era
justamente la que habíamos tenido nosotros antes, es decir, que dos o más personas estaban
hablando al mismo tiempo.
Me volví hacia Olalla. De su rostro sólo podía ver los ojos, que estaban muy abiertos e
inundados de lágrimas. Seguía temblando y no dejaba de mirar al extraño personaje mientras este
accedía al interior de la casa a través de la puerta de madera ignorando del todo nuestra presencia
allí. Se perdió en el interior y noté cierta sensación de alivio, ya que hedía a varios metros de
distancia. Pedí calma a mi novia y le destapé la boca. Ya iba a hablar, cuando oímos un estruendo
espantoso proveniente de la casa. Nos volvimos rápidamente, justo para ver salir al embozado,
menos encorvado y con el saco vacío sobre su hombro. Su olor agrio, penetrante y desagradable
volvió a azotarnos con renovada intensidad. Se alejó por el camino y dejamos de oír sus pasos
(que sonaban de un modo extraño y desacompasado) y sus voces.
Salimos de nuestro escondite un buen rato después, puede que una hora, quizá algo más, lo
cierto es que no me fijé.
–Antes de que me lo preguntes, no, no sé quién era –se anticipó Olalla.
–¿Cómo vamos a volver a casa? –prosiguió, tras un breve silencio. –Yo no pienso ir por ese
camino otra vez, no quiero cruzarme a ese hombre, si es que es un hombre; era él quién me ha
estado poniendo tan nerviosa todo el tiempo, su proximidad… podía sentirla… ¡olerla! Ha sido
horrible.
–Pero ahora está lejos, ¿no? –pregunté, asustado y consciente de mi menor sensiblidad en
ese aspecto.
–No lo sé. Estoy mareada, tengo demasiado calor.
Empezó a tambalearse.
–Deberíamos entrar en el refugio un rato, ahí nos recuperaremos –mientras decía esto, así a
Olalla por el hombro y la empujé hacia la casa. Entrando al refugio, vi que la puerta de madera
estaba abierta.
Volví a salir, dejando a mi novia sentada en el refrescante interior de la casa. Me asomé por
la otra puerta y espié. Unas escaleras, cómo no, de piedra, subían formando una espiral.
–¿Estás pensando en subir? –dijo una voz tras de mí, sobresaltándome.
–Me muero por saber qué llevaba en ese saco enorme, Olalla –contesté. –Voy a ver, tú
quédate aquí, no estás bien.
–Tú tampoco y no pienso quedarme aquí sola. O voy contigo o no subes.
Subió conmigo. Contando cada escalón, un total de veinte, nos aproximábamos al primer
piso. Había una puerta de acceso sin cerradura. Estaba formada por tablas mal unidas, así que la
luz que se filtraba por entre ellas nos servía de iluminación. Decenas de telarañas adornaban las
paredes y el techo, rozándonos desagradablemente el rostro mientras subíamos. Por entre los
escalones asomaban, tímidos, pequeños jirones de hierba. Por fin llegamos arriba. La puerta
chirriaba al abrirse, cosa que hizo con dificultad. Entramos.
Los múltiples haces de luz que penetraban por las ventanas nos permitieron verlo todo con
detalle. ¡La habitación estaba repleta de huesos! Los había de todos los tipos: vértebras, costillas,
cráneos, huesos largos, huesos cortos, huesos planos… Tal era la cantidad de restos depositados
que nunca pudimos ver qué tipo de suelo poseía la estancia. Recordé, estupefacto, lo que
habíamos visto, o mejor dicho, lo que no habíamos visto, allá lejos, en la bajada de los buitres.
–Ese hombre… se ha llevado todos estos huesos y los ha traído aquí… ¡¿para qué?!
60
Junto a la ventana había un gran montículo formado casi en exclusiva por calaveras y pensé
que debía corresponder con lo que aquel ser extraño acababa de descargar del saco gris. No estoy
muy al tanto del peso de ese material pero… ¿cómo demonios había podido transportarlo?
–Adrián –dijo Olalla. Aquí hay huesos humanos… mira.
No me hizo falta dirigir la vista hacia donde ella me decía porque toda la estancia estaba
salpicada de piezas de esqueleto humano, burdamente entremezcladas con aquellas de vacas,
ovejas o corderos que habíamos echado en falta junto a las lomas. Al fondo, en la parte menos
iluminada de la habitación, distinguíanse los restos de uno o varios ataúdes. Creí recordar algo
que había visto por televisión o leído días antes, pero lo olvidé en seguida. Olalla me había cogido
del antebrazo y miraba hacia la entrada del piso con expresión aterrada.
–¡Está volviendo! ¡Vámonos de aquí, aunque sea por el bosque, pero vámonos!
Empecé a escuchar sus voces de nuevo y creí enloquecer. Saltamos al exterior y, sin
atrevernos a mirar más que hacia delante, echamos a correr por el bosque, como buenamente
pudimos. Llegamos a un claro y volví la vista atrás. La casa quedaba por encima de nosotros y
todo a su alrededor era perfectamente visible. El individuo del abrigo largo había vuelto y llevaba
un pequeño objeto blanco sobre su mano derecha. Creo que podría jurar que era el cráneo de un
niño. Caminaba alegremente y se detuvo al darse cuenta de que le estábamos observando (Olalla
se había parado también y, aunque tiraba de mí, no pudo evitar la tentación y oteó hacia el mismo
lugar que yo). A pesar de los muchos metros que nos separaban, la intensidad de mirada me hizo
gritar. Sus ojos eran blancos y aun a esa distancia, pude distinguir una sonrisa diabólica.
Se agachó sin dejar de mirarme y cogió algo del suelo, un pedazo de tela morado con
ribetes blancos. Olalla, sin darse cuenta de que había perdido su camiseta y de que era aquel
engendro quien la tenía ahora, tiró de mí con más fuerza y seguimos corriendo. Creo que, en
nuestra huída, nos caímos en más de una docena de ocasiones, pero el dolor nunca se atrevió a
hacer acto de presencia. También nos dimos múltiples arañazos con las zarzas que infestaban
aquellos parajes, mas siempre fuimos inconscientes de las heridas que abrían en nuestra piel. Tras
una hora de carrera, salimos del bosque y casi nos estrellamos contra el muro exterior de un
célebre monasterio situado cerca de nuestro pueblo, lo cual no tenía ningún sentido, de acuerdo
con la dirección que creíamos haber seguido. Mirando a nuestro alrededor vimos gente; guardias
civiles, turistas, gente del lugar… Tuve una sensación parecida al despertar de un sueño profundo
y Olalla también la tuvo, según me comentó día después. No quisimos hablar con nadie y
volvimos a casa por nuestros medios.
No hemos querido hacer averiguaciones. No nos interesa nada que pueda relacionarse con
esos bosques o sus alrededores. Sólo volvimos al pueblo para recoger nuestras cosas y
marcharnos. Vendimos nuestra casa de allí y no hemos vuelto. Ni volveremos jamás.
Sé que tratará de venir por nosotros, tiene la camiseta de Olalla y creo que sabrá
encontrarnos. Eso es lo que ocurre en todos los cuentos de terror. Pero no vivo intranquilo,
porque esperará a buscar nuestros restos en el cementerio cuando hayamos muerto y se hará con
ellos. No soy cristiano ni creo que la tierra deba acoger nuestros restos. Pediremos que nos
incineren de inmediato.

61
Junto a la puerta*

Hoy he vuelto a verle. Estoy muy asustado, no sé cómo reaccionar.

L a última vez en que me había encontrado con aquel hombre quedó atrás hace ya varios meses,
más de medio año. Fue en Nochebuena; aquellas Navidades, el tiempo había arruinado las
vacaciones de mucha gente, ya que se había presentado del todo hostil, con frecuentes
tormentas de nieve, ventiscas y heladas intensas casi todos los días. El veinticuatro no fue una
excepción y Diana y yo, que convivíamos desde hacia dos meses, no pudimos salir a cenar con la
familia, debido al riesgo que entrañaba salir a la calle en semejantes condiciones atmosféricas. Coger
el coche equivalía a jugarte la vida y caminar por la calle era una aventura que para numerosos
ciudadanos había terminado en traumatología, con un brazo roto o la cadera hecha puré. Las
autoridades se habían visto desbordadas por una situación inusual en nuestra tierra, la cual, aunque
fría en invierno, no solía albergar situaciones tan extremas. El teléfono funcionaba sólo a ratos y el
fluido eléctrico iba y venía según le venía en gana, de modo que no existía una gran diferencia entre
nuestro modo de vida durante aquéllos días y el que podían haber llevado nuestros abuelos cincuenta
años atrás.
¿Qué podíamos hacer nosotros en tales circunstancias? Pues aquello que, supongo, haría
cualquier pareja joven en nuestra situación, es decir, obviar la posibilidad de pillar un buen resfriado
y pasar la tarde y la noche entre las sábanas, gozando el uno del otro en una noche habitualmente tan
poco proclive a tales menesteres.
A las dos de la madrugada volvíamos a tener hambre y Diana salió de la cama, dejando ver su
cuerpo sin ningún pudor, desnuda de arriba abajo, exceptuando unos calcetines blancos de deporte
que se había dejado puestos para que no se le quedaran los pies fríos. Yo fui tras ella, primero al
cuarto de baño, donde nos enfundamos nuestros respectivos albornoces, y después a la cocina.
Haciendo esto, caminando por el pasillo, me di cuenta de que tapa de la mirilla de la puerta estaba
arriba. Fui a ponerla en su sitio cuando no sé qué extraño impulso me hizo mirar a través del
pequeño círculo enmarcado hacia el rellano de la escalera. No esperaba ver nada, de modo que ya
podéis imaginar mi sorpresa cuándo distinguí la figura de un hombre que permanecía inmóvil junto a

*
Abril 2002
62
la entrada de nuestra casa. Di un respingo, más sorprendido que asustado. Diana no se había dado
cuenta de nada, estaba rebuscando en los armarios. Me acerqué a la mirilla de nuevo y volví a mirar.
El hombre seguía allí, de pie, un poco a la derecha y pegado a la pared que había a escaso medio
metro del umbral de nuestra casa. Parecía tener la cabeza baja, aunque la muy escasa luz del pasillo
no dejaba distinguir los detalles. A su derecha, tras él, quedaba la puerta de acceso a la escalera. A su
izquierda, el ascensor y el piso del vecino.
–Diana –dije, susurrando– ven.
–¿Qué pasa? –contestó en voz alta, mientras sacaba la cabeza de uno de los compartimentos de
la cocina.
–No grites, acércate. Hay alguien en el rellano.
Del rostro de Diana se borró la sonrisa que llevara luciendo desde primera hora de la tarde,
cuando supimos que no íbamos a poder salir, y su albornoz se abrió dejándome ver parte de sus
encantos femeninos, debido al brusco cambio de posición que hiciera al responderme. Cubriéndose
mientras venía hacia mí, me miraba con gesto preocupado. Hizo una mueca como queriendo
preguntarme quién era, a lo que respondí encogiéndome de hombros y dejándole el paso franco hacia
la puerta. Miró durante varios segundos sin decir nada.
–¿Quién es ese? –dijo, al fin. Se retiró y me miró fijamente, demandando una explicación que
yo, por supuesto desconocía. Miré de nuevo y traté de fijarme en los detalles.
Era un hombre alto y joven, esto último a juzgar por lo erguido de su postura. Su rostro
quedaba en penumbra, ya que la luz que había en el rellano apenas daba para iluminar un espacio del
todo insuficiente. Había un interruptor que ponía en marcha una segunda lámpara (la otra siempre
estaba encendida), mucho más potente, la cual iluminaba todo el corredor, pero que estaba apagada
en aquel momento encontrándose el desconocido justo delante de dicho interruptor. No se movía ni
un ápice y de lo poco que podía ver en su expresión, dos factores tendieron a inquietarme desde el
primer momento: uno, no parpadeaba; dos estaba mirando a nuestra casa y, si no fuera por lo
improbable de esta posibilidad, diría que me estaba mirando a mí.
La luz se fue por unos segundos, sobresaltándonos un poco, pero volvió al instante. Miré de
nuevo y aquel hombre seguía allí.
–¿Llamaríamos a la policía? –propuso Diana, cuyo rostro veíase tan preocupado como merecía
la ocasión.
–Igual es un vecino –repuse, sin mucha convicción. –A lo mejor quiere algo.
–Pues si yo quisiera algo llamaría a la puerta y no me quedaría ahí parada –aunque tratábamos
de hablar a susurros, el tono de voz de Diana se elevaba progresivamente.
Nervioso, me llevé las manos a la cara mientras Diana volvía a echar un vistazo. Me dio la
impresión de estar viviendo una situación peligrosa.
–Oye, que no se mueve, me da miedo. Llama a la policía, por favor.
Habían entrado a robar en un par de ocasiones en nuestro bloque de viviendas y supuse que
nos harían caso si les avisábamos que había un extraño se había colado en el inmueble. Por otro lado,
quizá era un pobre que se había metido para resguardarse del frío. ¿Tenía derecho a mandarle a la
calle, donde la temperatura llevaba varios días sin superar lo diez grados bajo cero? Pero eso era una
excusa, ese tipo no era un pobre ni un ladrón. Sólo Dios sabe quién era.
Ante mi indecisión, Diana cogió el teléfono pero lo colgó desencantada al comprobar que
estábamos de nuevo sin línea. Fui al salón y me senté junto a ella en el sofá, donde la cogí por el
hombro. Tenía todos los músculos en tensión. Entonces decidí interpelar a aquel tipo y decirle que se
marchara de allí.
–¿Quién es? –grité mientras me aproximaba.
No contestó.
–¿No me oye? Le estoy preguntando que quién es.
Por toda respuesta, un silencio sepulcral. Desde el fondo del salón, Diana me miraba, inquieta.
–Voy a llamar a la policía.
–No.
Me quedé helado, Diana abrió la boca y así se quedó durante varios segundos. Aquella voz
había sonado tan intensamente que parecía haberlo hecho desde el interior de nuestras mentes. Sé
63
que mi pareja sintió eso mismo porque pude leerlo en su expresión. Era una voz grave, profunda,
tanto que no sonaba en absoluto normal. Parecía alterada electrónicamente, como en los efectos
sonoros de una película de terror. Lo que nos hizo sentir, sin embargo, fue mucho más allá. Corrí
hacia a Diana como un niño asustado, pero no me ofreció cobijo alguno ya que se encontraba en el
mismo estado de nervios que yo. Descolgué de nuevo el teléfono y marqué el 091, consciente, sin
embargo, de que las líneas estaban cortadas. Colgué dando un fuerte golpe y cuando miré hacia la
puerta me pareció lejana, muy lejana.
Casi una hora después, durante la cual apenas si intercambiamos alguna débil palabra de
consuelo, se fue la luz, aunque en está ocasión lo hizo por un buen rato. Un sopor extraño se adueñó
de mí. La respiración fuerte y acompasada de Diana me dio a entender que ella había caído dormida
algún rato atrás. ¿Dormir en semejantes circunstancias? ¿Cómo era posible? Traté de abrir los ojos en
vano, intenté razonar, pero mis pensamientos me conducían a callejones sin salida. Cabeceé
ligeramente y caí víctima de aquella somnolencia sobrenatural.

II

Cuando recuperé la consciencia me di cuenta que el diván contra el que estaba recostado era
excesivamente duro. Me dolía la espalda y el cuello daba agudas punzadas cada vez que intentaba
mover la cabeza. Estaba vestido y pensé que el calor de la chimenea me habría provocado aquel
sueño tan poco reparador.
La mujer que se alojaba conmigo, mi querida esposa Isabelle, estaba revisando nuestro
equipaje y me dijo que deberíamos ir saliendo ya, porque la noche se cerraría en pocas horas.
Llevaba un vestido excesivamente escotado para la época del año en que nos encontrábamos pero
claro, la moda es la moda y ya muchas mujeres habían perecido durante ese mismo invierno por un
excesivo afán de lucirse ante los hombres. Isabelle ignoraba deliberadamente este hecho y vestía al
dictado de la norma versallesca.
–¿Está todo preparado? –dije, en un idioma que no era el mío.
–Sí, querido, tan solo resta subir esta maleta y pagar al posadero.
Me enfundé mi casaca negra y el gabán de paño que adquiriera en París tres años antes. Acto
seguido encajé mi tricornio de terciopelo verde sobre mi cabeza y apreté el lazo con que me anudaba
la coleta. Isabelle se envolvió en una capa púrpura y salió tras de mí.
El piso superior estaba oscuro, pero la luz de las lámparas de aceite del vestíbulo me ayudaban
a no tropezar. Bajando las escaleras, empezamos a escuchar llantos y gemidos, pues la gran sala
donde se reunían todos los clientes para comer habíase convertido en improvisado velatorio; al calor
del hogar, seis personas lloraban desconsoladas la muerte de Pierre, el hijo menor de la dueña.
–Cayó del tejado mientras reparábamos una gotera –me dijo, entre sollozos el consternado
padre mientras le abonaba la deuda.– Me siento tan culpable, señor. No debió subir conmigo, era
muy joven y poco hábil. No debí obligarle, no con este tiempo…
Dejamos aquella triste casa de postas y subimos al coche que nos esperaba en la puerta. Jean,
nuestro criado izó lo poco que restaba de equipaje a la parte más alta del carruaje. Isabelle subió
mientras Jean accedía al pescante y tomaba las riendas. Quise echar un último vistazo a la posada y al
hacerlo me sorprendió ver un individuo extraño, en pie, junto a la entrada. Las sombras le ocultaban
y apenas podía distinguir nada en él que no fuera su apuesta figura y el aura definitivamente maligna
que despedía. Me avergüenza confesarlo, pero tuve miedo y, aunque empuñé la espada y exhibí su
afilada hoja para amedrentar al merodeador, terminé por subir al coche y evitarme complicaciones.
Di un par de golpes en la pared y echamos a andar. Isabelle, viéndome espada en mano, palideció.
–¿Qué… qué ha ocurrido? ¿Por qué has…?
Envainé el sable y noté que me temblaba el pulso.
–No ha pasado nada, Isabelle. Me ha parecido ver algo. Un extraño, vestido de negro, creo.
No me ha gustado, no me ha gustado nada.
–¿Crees que hay bandidos? Quizá Jean no sea suficiente para repelerlos, deberíamos haber…

64
–¡Aquí no hay bandidos! Ignoro de quién se trataba. Olvidemos este asunto, sería algún criado,
sin duda.
Nevaba con intensidad y los caminos parecían eternas sábanas de hilo. El coche avanzaba sin
grandes dificultades, sin embargo. Isabelle y yo apenas hablamos durante el trayecto, la había cortado
demasiado bruscamente y se había molestado. Yo no pensaba disculparme ante ella, pues mis nervios
estaban justificados en aquel momento. El traqueteo del carro no me permitía descansar. Miré por la
ventanilla para contemplar la bella espesura que nos rodeaba y el manto blanco que sobre ella se
depositaba sin piedad. Entonces le vi de nuevo, una sombra de oscuridad impenetrable, quieta,
desafiante, en mitad del bosque, retando a la nevasca y a la razón humana. ¡Si se quedaba allí
perecería congelado!
–¡Oh, Dios mío! ¡Allí está de nuevo! ¡Detén el coche, Jean! ¡Alto!!!
Quizá fue un frenazo, puede que el propio camino, cada vez más impracticable por la nieve
caída, nos jugase una mala pasada, pero el caso es que el coche volcó al poco de dar la orden.
Salimos como buenamente pudimos de la caja para comprobar que Jean había muerto aplastado en el
accidente. Isabelle se asió a mi brazo derecho y lloró, impresionada por el espectáculo. No intenté
que dejara de hacerlo, pero sí que echara a andar. Y lo conseguí.
–La tarde está cayendo Isabelle, pronto será de noche y no sobreviviríamos al raso en una
noche como ésta –estas eran las razones que expuse ante mi mujer, pero, como supondréis, había
otra que me impelía a avanzar todavía más rápido–. Debemos seguir adelante, al precio que sea.
Sígueme, ¡vamos!
Así lo hizo y debo reconocer que sorteó valientemente la tormenta. No fue un estorbo en
ningún momento y, a pesar de lo incómodo de su vestido y lo rígido del armazón que lo sustentaba,
se manejó por la nieve como si llevara haciéndolo toda a vida. Aunque las botas del pobre Jean le
quedaban muy grandes, me seguía con paso firme y fue ella quien se percató de que, en medio de la
oscuridad que ya nos envolvía, había un pequeño punto de luz, al que nos aproximamos.
–Sí, parece una granja, acerquémonos –dije, sin cesar mi vigilancia a nuestro alrededor, acero
en mano.
–¿Qué es lo que me ocultas, a quién temes, que has provocado semejante accidente con sólo
verle en medio del campo? ¿Qué está ocurriendo? –El repentino interrogatorio de Isabelle me
sorprendió mientras llamaba a la puerta de la casa.
–¡No lo sé! –exclamé– Es un tipo siniestro y horrible, que nos acecha desde la oscuridad y
cuyas intenciones desconozco. Creo que no es un hombre, Isabelle. No es humano, esto es cosa del
demonio, del mismísimo Satanás…
La puerta de la granja se abrió chirriando y retrocedimos asustados. Blandí mi espada, pero el
resplandor de una lámpara me cegó. Un anciano de expresión bondadosa sostenía dicho foco.
Asustado por mi agresivo saludo, se arrodilló ante nosotros, implorando piedad.

[…]

Una vez aclarado el malentendido, cenamos juntos; mi mujer, el anciano, de nombre Claude, y
su esposa, June y yo mismo compartimos una deliciosa ración de carne de buey estofada con
verduras.
–Fue por los bandidos. Los hay a decenas por estos parajes y se apropian de cuanto desean.
Llegará el momento en que quieran asaltar nuestro hogar y así lo harán. Pensábamos que erais dos
de ellos.
–¿Hay mujeres entre esa gente, acaso? –preguntó Isabelle tras fulminarme con una severa
mirada.
–Por supuesto, y son tan temibles como los hombres, puede que más, en tanto en cuanto
intentan demostrar que son tan aguerridas y valientes como sus compañeros. No os recomiendo que
os topéis jamás con una de ellas, madmoisselle.

Nos acostamos en el piso superior, en una limpia y confortable estancia abuhardillada. Yo no


podía dormir, sin embargo, pues no cesaba de pensar en aquella figura misteriosa. Me levanté y,
65
llevado por un impulso familiar y terrible, asomé la cabeza por la pequeña ventana circular que daba
al exterior. ¡Y allí estaba, una vez más, de pie frente a la puerta de la casa, la enigmática figura! En
medio de la oscuridad reinante, la que provenía de su cuerpo destacaba aún más que durante el día,
máxime cuando contrastaba abiertamente con el resplandor irregular que salía de la casa. ¿De la
casa? ¡Luego la puerta estaba abierta!
Corrí a despertar a mi esposa y la alerté para que no hiciera ningún ruido. Le comenté lo que
había visto mientras me vestía y tomaba, de nuevo, mi espada.
–Yo no veo nada –se apresuró a decir al asomarse–. Pero tienes razón, la puerta de la entrada
ha quedado abierta. ¿Crees que ha penetrado algún extraño?
–¿Cómo es posible? Allí hay un hombre, ¡¿es que no lo ves?! –No se había movido de allí,
podía distinguir su terrible figura junto al zaguán pero, por una causa que desconozco, mi mujer era
incapaz de ver al hombre oscuro. Todo aquello parecía cosa de brujería.
De pronto oímos ruidos en la planta baja. Unos pasos furtivos subieron la escalera y, antes de
que pudiéramos reaccionar, la mujer del dueño de la casa penetró en la habitación. No tardé en
apercibirme de que su camisón estaba rasgado y empapado de un líquido rojo.
–Los… bandidos… ¡Pobre Claude! ¡Degollado! ¡La muerte! ¡En el umbral! Un manto negro…
Cayó al suelo y no necesité tomarle el pulso para asegurarme que estaba muerta, pues parte de
su paquete intestinal había salido del vientre, despidiendo un olor fétido y provocándonos arcadas.
Olvidé entonces mi asunto de nuestro misterioso perseguidor y traté de centrarme en los
peligros inmediatos que corríamos: si los bandidos averiguaban que había más personas en la casa,
nos matarían a buen seguro, para desvalijarnos. Isabelle tomó una pistola de enormes dimensiones
que Jean solía llevar consigo y me agarró del brazo, instándome a entrar en la habitación y alejarme
del cadáver de aquella buena mujer.
–Ellos te verán si te quedas en la puerta, y en ese caso podemos darnos por muertos –susurró.
Oímos voces en el piso inferior, dos de mujer y tres de hombre. Entre múltiples risotadas y
juramentos irrepetibles, pude entender que alguien sugería subir a registrar las habitaciones del piso
superior.
–Estamos perdidos, van a subir y nos matarán a los dos –casi grité.
–Cierra el pico, ¿estás loco? –y antes de que pudiera replicar oí el estampido sordo de un
disparo. Levanté la vista y vi caer al primero de los bandidos. Isabelle le había acertado justo en la
cabeza cuando intentaba entrar en la habitación, y la bala había atravesado su cerebro. Se levantó a
toda prisa y arrebató las dos pistolas que aún aferraban las manos del cadáver. Por el pasillo vi que se
aproximaban un hombre y una mujer y, detrás de ellos, deslizándose en el aire como un ángel
infernal, el hombre oscuro les seguía siniestramente.
Isabelle disparó dos veces y los salteadores apenas sí se dieron cuenta de que había sonado su
hora; cayeron al suelo con la cara y el pecho respectivamente reventados. Mi mujer estaba temblando
y yo también lo hacía. La sombra, de cuya presencia seguía sin percatarse mi aguerrida dama, dejó el
lugar donde se encontraba y bajó las escaleras sin dejar de mirarme. Al mismo tiempo, un par de
gorros se asomaban por la escalera, delatando la presencia de lo que quedaba de aquella partida de
ladrones y asesinos. Escuchamos sendos insultos y unos pasos que escapaban a la carrera. Después
pudimos oír un ruido de cristales al romperse y la puerta de la casa que estaba siendo atrancada
desde fuera.
–¡Oh, Dios mío! –Isabelle señaló un lugar indeterminado en el corredor y vi que un resplandor
titubeante anunciaba la presencia del fuego en la planta baja.– ¡Intentan abrasarnos vivos, han debido
reventar las bujías y las lámparas de aceite!
Estaba en lo cierto, los bandidos que habían sobrevivido a la inesperada furia de mi mujer
habían incendiado la casa con la intención de que las llamas hicieran el trabajo que ellos no osaban
realizar. Sin pensarlo dos veces y ante el rápido avance del fuego, Isabelle se puso la capa sobre los
hombros y saltó por la ventana después de gritar algo así como: “¡Sígueme si en algo estimas tu
vida!”.
Me asomé y pude observar cómo mi mujer había salido ilesa de la caída, pues la altura no era
excesiva y la nieve recién caída había formado ya una espesa duna que había actuado a modo de
colchón. Tratando de seguir su ejemplo, me puse de pie en el alféizar y ya iba a dar el siguiente paso
66
cuando oí una voz a mis espaldas. Miré hacia atrás y, en medio de las llamas que ya empezaban a
invadir la estancia (la casa era de madera y el fuego se propagó con excesiva rapidez), June se
agitaba con los últimos estertores de una muerte que me había precipitado en diagnosticar. Gemía,
gritaba y pedía auxilio y a punto estaba de dárselo cuando me apercibí de que no estaba sola. Detrás
de lo que pronto iba a ser su cadáver veíase en pie la sombra, la oscuridad, aquella presencia
terrorífica e inexplicable que venía acosándonos desde la posada y que ahora parecía ignorarme
deliberadamente para centrarse en el sufrimiento de aquella pobre anciana. En un momento
determinado, ella abrió los ojos por última vez y ¡pudo verla! ¡Ella sí podía! ¡Lo noté en su mirada,
estaban observándose mutuamente, mujer y espíritu, luz extinta y oscuridad creciente! Fue entonces
cuando me di cuenta de mi egocentrismo. Mientras mi valiente esposa gritaba desaforadamente
desde la calle pidiéndome, ordenándome que bajara de una vez, en ese preciso momento en que un
mínimo de valentía podía sacarme de entre las llamas abrasadoras, pude entender claramente quién
era aquél individuo. Viéndolo claro, y no queriendo caer en sus manos salté a los brazos de mi mujer.

III

Me levanté como pude del suelo del rellano y maldecí la torpeza que me había hecho tropezar
y caer al suelo.
–Ya no soy el que era –mascullé.
Y es que, con setenta y tres años a mis espaldas y tras una existencia vivida con gran
intensidad, podía ver como la agilidad, la forma física de la que tanto había presumido y mi propia
salud, otrora fuerte y vigorosa, iban desdibujándose y desapareciendo con una rapidez preocupante.
Cogí el periódico del suelo y miré con tristeza la fecha de edición.
–Tres de mayo de mil novecientos setenta y tres. No vas a llegar al setenta y cuatro, viejo
estúpido, ya verás como no.
Sacudí el polvo de la raída chaqueta de punto que llevaba puesta (aun sin necesitarla, porque
hacía calor) y empecé a subir el amplio tramo de escalera que unía la planta baja con el primer piso.
A mitad de camino sentí que perdía el resuello y me detuve a tomar aliento. Oí pasos por
encima y la voz de una niña que canturreaba alegremente. Los pasos eran de Carmen, la vecina del
primero, que bajaba a la calle junto a su hija Ana, una preciosa niña de dos años. La pequeña portaba
una cesta en su brazo derecho y en el izquierdo sostenía una golosina de colores que devoraba con
avidez.
–Buenos días, señor Pablo –dijo la madre.
–Hola “teñó” –se apresuró a gritar la hija.
–Buenos días. ¿Vais a salir al campo? Hace muy buen día.
–Sí, nos vamos a reunir con mi marido e iremos a coger setas. Le subiremos unas cuantas,
¿verdad, Ana?
–“Tí” –contestó resueltamente aquella preciosa criatura, cuya existencia iba abriéndose al
tiempo que la mía se adentraba en un inexorable crepúsculo.
Cómo la envidiaba. No dejé de mirar sus graciosos movimientos y su infinita vitalidad hasta
que no desapareció por la puerta de la calle. Cuando me di cuenta de que llevaba un par de minutos
sonriendo como un bobalicón en lo alto de escalera, continué mi camino hacia el segundo piso,
donde residía.
A pesar de lo luminoso de la jornada, el interior de la patio permanecía en penumbra, ya que
apenas disponía de iluminación natural y la artificial sólo funcionaba por las noches. Caminé hacia el
segundo tramo de escalera, bajo el cual se extendía un pequeño pasillo que desembocaba en el piso
de Carmen y su hija, el Primero Derecha. Nunca entendí el porqué de ese nombre, porque no había
un Primero Izquierda. El pasillo del que hablo estaba más oscuro que cualquier otro rincón de la
casa. La propia escalera le hacía sombra, de modo que casi hacía falta una linterna para llegar hasta
su final.
… Aún así pude verle. Mientras escalaba los peldaños que subían al segundo piso, dirigí la
vista hacia abajo y, llegando ya al final, distinguí con pavor la figura de un espectro que se movía de
67
un lado a otro con una rapidez pasmosa. Al contrario de lo que suele decirse de los fantasmas, el que
yo vi, no despedía luz alguna, no irradiaba ningún resplandor; era oscuro, negro, espeluznante.
La impresión que me produjo aquella espantosa visión fue tal que apenas pude mantenerme en
pie durante el primer intervalo de tiempo en que le miré fijamente. Después, recobré parte de mi
presencia de ánimo y le espié, ya que él no parecía darse cuenta de que le estaba observando.
Entonces me vi sorprendido por algo que en modo alguno esperaba, una vivida sensación de
familiaridad. ¡Yo “conocía” aquella sombra, la había visto antes! Aterrado, aturdido y lloriqueando, a
duras penas pude subir el restante conjunto de escalones que aparecía frente a mí y cerrar la puerta
de mi casa, una vez pude reunir las fuerzas necesarias para ello.
Las horas que siguieron las recuerdo de un modo muy confuso; tanto es así que cuando oí los
gritos, los lamentos y los lloros, apenas tenía la sensación de que hubiese transcurrido el tiempo. Sin
embargo, era ya de noche.
No me atrevía a salir. Ignoraba el origen y la causa del intenso duelo que parecía desarrollarse
en alguna parte del edificio y, aunque me interesaba vivamente, no hice nada por averiguarlo durante
un buen rato. En un determinado momento, entrada ya la mañana del día siguiente, me di cuenta de
que no llevaba la misma ropa de antes. No le di mucha importancia a este particular, sin embargo,
puesto que, de pronto, me sentía impelido a salir de mi piso y enterarme de qué era lo que había
ocurrido durante la noche.
Salí, pues, olvidando por unos minutos el miedo que me había tenido atenazado durante toda la
noche. El pasillo estaba muy oscuro y olía a lejía y humedad. No podía oirse ninguno de los llantos
que antes me sorprendieran, tan solo podía escucharse un vago rumor de voces proveniente de
abajo. Bajé la parte de la escalera bajo la cual había visto aquella horrible aparición la mañana de
antes y no pude evitar sentir auténtico pánico ante la posibilidad de volver a toparme con ella.
Descendí mucho más rápido de lo que pensaba que podía llegar a hacer y doble la esquina del
rellano. La amplia escalinata que acababa en la puerta de la calle estaba repleta de vecinos y vecinas
que murmuraban apesadumbrados. Algunos lloraban, sobre todo las mujeres. Algunos hombres
trataban de fingir la entereza que se le supone a nuestro sexo, pero eran varios los que, habiendo
roto con el tópico, derramaban abundantes lágrimas de tristeza.
Alarmado por esta extraña situación, y sintiendo un vago cosquilleo en el estómago, me
aproximé a Marta, la vecina de enfrente.
–¿Qué… qué ocurré? –pregunté.
Me miró fijamente, pero no me contestó. Sus ojos estaban arrasados de lágrimas y no parecía
capaz de articular palabra. Pasados unos segundos, levantó su brazo derecho y señaló el pasillo
oscuro que terminaba en casa de Carmen y su hija, el mismo lugar donde pocas horas antes, yo había
visto un fantasma. Me temí lo peor.
–Epticemia… Un envenenamiento de la sangre –dijo una voz tras de mí. Era Teresa, una
maestra que vivía en el último piso. No lloraba , pero se veía que había estado haciéndolo.
–Ha sido fulminante, ¡pobre niña!

IV

… Decidí que ya era momento de descender a cubierta. Hacía ya un buen rato se habían
marchado de nuestro barco aquellos feroces y terribles guerreros corsarios que, gracias a Dios, no se
habían tomado la molestia de hundir la nave después de robar todo el contenido de sus bodegas y
masacrar a toda la tripulación. Los ingleses deben pensar que nuestras embarcaciones son trastos
inútiles, pues son grandes y pesadas, pero se equivocan al despreciarlas de esa manera. Suelen abrir
enormes brechas bajo la línea de flotación para concluir su siniestra tarea de destrucción a bordo y se
marchan con nuestras riquezas, nuestras mujeres y nuestra sangre en sus manos. ¡Qué Dios los
maldiga!
Afortunadamente para mí, no me vieron escalar hacia la primera cofa y esconderme de su
ataque. Ahora ya estaban lejos, podía ver sus barcos desde mi privilegiada situación y era casi
imposible que ninguno de ellos pudiera verme a mí desde tan lejos, mucho menos tomar la decisión
68
de regresar para matarme a mí solo. Una densa niebla empezaba a formarse y, antes de que pudiera
darme cuenta, la escuadra enemiga se había transformado en un difuso conjunto de puntos de luz allá
en el horizonte. Algo siniestro flotaba en el ambiente, conforme bajaba por los obenques lo iba
percibiendo con más y más claridad. Puede que el hecho de estar viendo los cadáveres de mis
compañeros diseminados por cubierta tuviera algo que ver con mis sensaciones, pero me parecía
estar seguro de que había algo más allá abajo que justificaba el intenso terror que de mí se apoderaba
mientras iba bajando, una tras otra, las distintas cuerdas de la escala.
Puse un pie en la húmeda madera de la cubierta. Húmeda de sangre, viscosa, mareante en los
olores que despedía. El hedor de la muerte había empezado ya a propagarse a pesar del sorprendente
frío reinante. Algunos de mis compañeros no habían llegado a soltar sus sables en la desesperada
lucha final, otros conservaban en sus rostros una fiera mueca guerrera y los menos parecían seguir
implorando piedad en sus patéticos gestos de súplica. Todos sus rostros habían adquirido el mismo
tono grisáceo de la niebla que todo lo envolvía. Miembros mutilados me hacían tropezar a cada paso
que daba, la carnicería había sido horrorosa y yo, en mi inteligente cobardía, era el único que había
salido bien parado, al menos de momento.
¿Quedaría algo de comida a bordo? Tenía hambre, a pesar de la repugnancia que me inspiraba
aquel cuadro en el que yo era el principal personaje, y penetré en el castillo de popa, con la
esperanza de que, en su apresurada evasión, los ingleses hubieran olvidado alguna de las provisiones
que nuestro capitán atesoraba en su camarote. La puerta chirrió excesivamente al abrirse y acto
seguido accedí a un pequeño pasillo que culminaba en otra puerta, baja esta vez, de curvo dintel y
aparentemente intacta. Me extrañó bastante el hecho de que no la hubiesen derribado a hachazo
limpio, pero no le dí mayor importancia; si no habían violado la estancia destinada para los mandos
de a bordo, tendría, sin duda, el alimento asegurado por bastante tiempo y eso era lo que más me
importaba en aquel momento. A todo esto, el pasillo estaba también siniestramente tapizado de
cadáveres destrozados de mis compañeros y, afortunadamente, de algún enemigo. Entre los muertos
pude distinguir, apenado, el rostro de nuestro grumete, Javier, un pobre muchacho que apenas habría
cumplido los ocho o nueve años. Estaba desarmado.
Cogí de entre las manos de uno de los muertos una porra de gran tamaño y mayor peso. Con
ella trataría de abrirme paso al camarote del capitán, así que, con no poco esfuerzo, icé la mole de
hierro sobre mi cabeza y la dejé caer sobre el indefenso panel de madera, que cayó con estrépito,
hecho añicos. Entre las astillas pude ver la llave de la puerta en su cerraja y me sonreí pensando que
había quedado puesta y no hubiera hecho falta que me esforzara en acceder al camarote de una
manera tan brutal.
Cuando penetré en su interior apenas pude contener el vómito. Nuestro capitán había sido
encadenado a la mesa en la que solía comer en compañía del resto de los mandos y allí lo habían
desentrañado sin piedad alguna… ¡sus visceras estaban esparcidas por todo el suelo de la habitación!
Su rostro se hallaba por completo descompuesto, tanto en el semblante que componía como en
las magulladuras físicas que le habían infringido. Le habían cortado la nariz y las orejas, y el globo
ocular derecho estaba reventado. Desde luego, se habían ensañado, y de buena manera, con el
desdichado. Me sentí horrorizado por lo que vi y no hice esfuerzo alguno en contener las lágrimas…
A pesar de la crueldad que en más de una ocasión había visto que el capitán demostraba, tanto con la
tripulación como con los prisioneros, no creo que nadie merezca esa muerte horrible.
Un análisis más profundo del cuerpo (ignoro por qué lo realicé) me llevó a levantarle ambos
brazos, movido por el extraño presentimiento de que allí iba a encontrar algo extraordinario. Su
carne era blanda y fofa y estaba fría, demasiado fría. Ya al poner la mano en aquella zona pude palpar
algunas cicatrices, manchando mis manos con coágulos de sangre. Ignorando las náuseas y el riesgo
cierto de un contagio, no solté el barzo del capitán, que había agarrado del codo, y observé las
maceraciones. ¡Eran letras, letras de nuestro alfabeto! ¡Aquellos piratas sanguinarios se habían
tomado la molestia no sólo de desmembrar y destripar a mi capitán, sino también de grabar a cuchillo
en sus brazos todavía vivos, los mensajes más ultrajantes que jamás un hombre haya podido sufrir!
“Maricón”, decía uno de ellos, “hijo de mil padres”, rezaba aquel, “puto español, asesino de
mujeres” aseguraba un tercero. “Por el amor de Dios, socorredme”, pude ver, finalmente, grabado
bajo el hombro derecho.
69
“¿Socorredme?” ¿Qué demonios significaba aquello? Sorprendentemente aterrado, desasí el
brazo del capitán y lo dejé caer sobre la mesa según su peso. No hizo ruido al caer y aquello me
asustó todavía más, máxime cuando hacía ya varios minutos que empezaba a percibir algo muy
extraño a mi alrededor. De mi faja saqué un pesado pistolón y me di la vuelta rapidamente. No había
nadie, ni el más nimio sonido podía ser captado.
–¿Quién vive? –exclamé.
No obtuve respuesta alguna.
Un nuevo impulso me llevó al pasillo que unía la cubierta con el camarote del capitán y por un
momento creí que se me salían los ojos de sus órbitas, pues… ¡todos los cadáveres del pasillo,
compatriotas y enemigos, habían sido movidos y encadenados a las paredes! ¿De dónde habían salido
los grilletes a los cuales estaban amarrados? Yo estaba seguro de que aquel pasillo no disponía de
tales artificios y lo que es peor; ¿quién demonios había movido los cuerpos y los había sujetado a la
pared, en tan poco tiempo y sin hacer el más mínimo ruido?
–¿Quién vive? –repetí, mucho menos convencido.
–Nadie –susurró una voz junto a mí.
Nunca podré volver a tener tanto miedo como en aquel momento, no importa qué sorpresas
me depare la vida ¡aquella voz, profunda y siniestra, parecía provenir del mismo infierno! Loco de
terror, disparé hacia el lugar de donde me había parecido que provenía, pero la bala fue a chocar
contra uno de los cadáveres del pasillo, uno de un inglés, situado a varios pies de donde yo me
encontraba. Fue en ese momento cuando me apercibí de que, por un lado, todos los cadáveres se
hallaban igualmente desfigurados y desmembrados que el capitán de mi nave y, por otro, faltaban
algunos de los cuerpos. Efectivamente, no podía ver más que cinco o seis muertos clavados en la
pared, cuando, al entrar por primera vez, había más, por lo menos dos o tres, entre ellos el del
grumete. Profundamente confundido, mascullando oraciones a media voz, salí a cubierta. No tropecé
con nada ni con nadie, pues nada ni nadie había sobre el suelo madera, sólo la sangre permanecía.
¡Todos los muertos, salvo alguno que ya no estaba en ninguna parte, habían sido colgados de las
vergas, por los pies algunos, otros de las manos, otros muchos del cuello…! Y todos, todos ellos
presentaban múltiples marcas de tortura en su carne muerta… y mensajes irreproducibles, insultos
sin par, grabados en la parte interior de sus brazos y hombros.
Jirones rojizos caían por doquier a mi alrededor, eran las visceras de los ajusticiados, ¿por
quién? ¿Por el dueño de esa voz? Caí de rodillas y cerré los ojos con tanta fuerza que me dolían.
–Ave María Purísima –murmuraba…
Un jirón de carne cayó junto a mí, noté su tacto frío y viscoso.
–Padre Nuestro que estás en los cielos… –aunque no lo había oído caer, del mismo modo que
tampoco podía escuchar el sonido de las olas golpeando el casco o el de las velas y las cuerdas,
crujiendo por el movimiento propio de la nave.
Más de una hora creo que estuve de tal guisa, rezando y suplicando sin parar. Cuando volví a
mirar a mi alrededor, cuando por fin hallé el valor necesario para volver a abrir los ojos y contemplar
el espectáculo que rodeaba, entonces me di cuenta de que todo volvía ser normal, y el sordo
murmullo de la brisa marina y el suave oleaje del mar en calma podían volver a escucharse con toda
nitidez. La masacre de cubierta volvía a rodearme y dudo que jamás hombre alguno se haya sentido
tan feliz de verse atrapado entre kilos y kilos de carne muerta. Las caras de furia, súplica o piedad
volvían a ser las de antes, quizá alteradas por el curso de la lucha en la que había participado, pero,
carentes, todas ellas de los signos de tortura que había tenido la desgracia de contemplar tan solo
unos minutos atrás.

Me di la vuelta y volví a penetrar en el pasillo, donde el tierno e infantil cuerpo exánime de


Javier volvía a destacar entre los de los rudos guerreros que le rodeaban. Todavía temblando, penetré
en el camarote del capitán y pude ver su cuerpo, aún vestido y muerto de un disparo, sin más, bajo la
mesa donde antes me había parecido verle descuartizado y torturado sin piedad. A su lado, de pie, un
hombre negro (no digo un hombre de raza negra, me refiero a un hombre oscuro, todo su cuerpo, su
halo, su rostro de facciones indistinguibles) me miraba, sonriente.

70
[…]

… Y viajé y viví, a lo largo de la Historia. Y sufrí y padecí, en innumerables catástrofes y


guerras. Y ante todo, vi padecer a miles de personas a manos de los hombres y los elementos. Y
alrededor del padecimiento, cerca del sufrimiento y la muerte, siempre había una silueta oscura,
siempre había un hombre negro.

Entreabrí los ojos, pero los párpados me pesaban excesivamente. Diana estaba apoyada en el
brazo del tresillo y parecía dormir apaciblemente. Había estado soñando durante un buen rato, pero
no había descansado absolutamente nada, mis sensaciones habían sido muy vividas y casi me parecía
haberlas estado experimentando en la vida real, aunque en otro tiempo, en otra dimensión, tal vez.
Me puse en pie y recordé por qué nos habíamos quedado a dormir allí, de hecho, recordé las
circunstancias tan extrañas en que el sueño se había apoderado de nosotros y cómo, poco antes de
caer en aquella somnolencia, habíamos visto un misterioso desconocido frente a la puerta de nuestra
casa.
Me preguntaba si seguiría allí y me dirigí a la salida para comprobarlo. Aún tenía mucho sueño;
consultando el reloj, vi que eran las cuatro y cuarto de la madrugada. Fuera soplaba un auténtico
vendaval, y las embestidas del viento contra las paredes del edificio, producían un silbido agudo y
tétrico. La oscuridad era absoluta, pero el suministro de corriente eléctrica se había restablecido,
pude verlo en los parpadeantes letreros de luz de los aparatos de vídeo. Encendí la lámpara de pie
del salón y proseguí mi camino. Hacía frío, estaba muy nervioso, temblaba. Me sentí tentado de
despertar a Diana, pero esperé a comprobar si el tipo se había marchado o no. Ella estaba muy
quieta, tranquila y hermosa. Franqueé la puerta de la habitación en que estábamos y puse el pie en el
recibidor, para después dirigir la vista hacia la mirilla y gritar ahogadamente ante la visión que se me
ofrecía desde allí. Perdí el conocimiento y caí al suelo.

VI

Hace ya mucho tiempo que ocurrió todo esto. Seis meses en concreto han transcurrido desde
aquella noche infame en que Diana me abandonó para siempre, pues no estaba dormida, sino muerta
sobre el sofá. Un fallo cardiaco congénito, me dijeron, una tara inadvertida que podía haberle
ocasionado la muerte en cualquier momento y que decidió hacerse notar a la temprana edad de
veintiséis años. El día de su funeral no podía dejar de pensar en los extraños sueños que se habían
adueñado de mi mente durante todo el tiempo en que permanecí dormido, tampoco en el hombre
negro que, frente a nuestra puerta, presagió el silencioso fin de mi amada.
No había vuelto a verle en todo este tiempo. La última vez fue a través de la mirilla, estando
Diana ya muerta y yo ignorante de ello. A través de la oscuridad del pasillo me sonrió de la misma
manera que lo había hecho en el camarote del capitán del navío con el que había soñado, en el que
había viajado, cientos de años atrás.
Soy maestro de profesión, trabajo en un colegio de Educación Primaria de Zaragoza, la ciudad
en la que resido. Hoy es jueves, 25 de junio, el curso terminó el viernes pasado y el escándalo propio
de un centro escolar ha dado paso, repentinamente, a un ambiente lúgubre y siniestro en que los
largos corredores de que se compone el edificio dibujan sombras profundas y alargadas en las que no
puedo penetrar sin sentir un escalofrío. La mayoría de mis compañeros se han marchado ya, pero yo,
en mi inexperiencia, he acumulado un retraso considerable que me obliga a quedarme en el centro
fuera de mi horario normal de trabajo.
Las mujeres de la limpieza aún no han venido, el director pulula por el piso inferior, pero no
sube a verme, pues está tan ocupado como yo. Se marchará pronto. El aula en que se desarrolló el
curso se ha convertido ya en el triste despacho en el que repaso, en soledad, mis últimas actividades
71
académicas. El silencio impone, más aún cuando eres de esas pocas personas que saben ver el rostro
de la muerte, que han visto el rostro de la muerte.
Lola, mi vecina de aula y compañera de ciclo se había marchado a eso de la una. Dos horas
después, pude oír ruidos en su clase. Creyendo que los ladrones habían vuelto a entrar en el colegio,
me levanté, cauto y temeroso, a espiar, quizá a expulsar al intruso (los descuideros siempre son
cobardes). Así la regla de madera con la que impartía las clases de Geometría días atrás a modo de
barra, y salí al pasillo. Intenté abrir la clase de Lola, pero estaba cerrada con llave. Convencido, sin
embargo, de que había alguien dentro, tomé la llave maestra y la introduje en la cerradura. Di una
vuelta doble y abrí la puerta, despacio… Conforme yo entraba en el aula vacía, pude sentir como
alguien salía de la misma, el roce de sus prendas, el aroma que despedía, una leve corriente de aire
junto a mí. Salté, más que otra cosa, de nuevo al pasillo. En la escalera que había frente a la puerta
del aula estaba Diana, que me miraba sonriendo. Me quedé de piedra el tiempo justo para que
descendiera y entonces corrí tras ella. En el primer piso no había nadie, el larguísimo pasillo que lo
compone estaba desierto, no pude volver a verla. Entre en el despacho del director y le pregunté si
había visto u oído a alguien. Con gesto compasivo me contestó que nadie más que el y yo
quedábamos en el edificio.
Al creerme víctima de una alucinación más, pues llevaba sufriéndolas desde la muerte de mi
novia, volví a mi puesto de trabajo. Me dolía la cabeza y me dispuse a irme, aun con todo el trabajo
que dejaba pendiente. Mientras recogía mis cosas en el aula, se me fue el ojo a la pizarra. Con
grandes letras, alguien había escrito en ella las siguientes palabras:

“El hombre negro está en el patio. Pronto nos veremos, te espero.


Diana. TQ”

Podéis imaginar mi reacción ante este hecho. ¡O me había vuelto completamente loco, o Diana
había vuelto para verme, para advertirme! Pasé los dedos por el tablón verde del encerado para
cerciorarme de que la tiza estaba realmente allí, y mis dedos quedaron sucios de polvo blanco. ¡Sin
embargo, no había barras de tiza por ningún lado, todas estabas guardadas y recogidas en una caja!
Advertido como estaba por el misterioso mensaje, me dirigí a una de las ventanas de la clase.
Las celosías de aluminio que la protegen de los abrasadores rayos del sol veraniego estaban echadas
y tuve que moverlas para examinar el exterior; no sé de dónde saqué las fuerzas para hacerlo.
El sol brillaba con energía sobre el recreo recién asfaltado y el fuerte contraste entre luz y
penumbra me cegó por unos pocos segundos. Una vez recuperado, volví a mirar… y allí estaba,
mirándome, como una mancha negra, infinitamente más oscura que el asfalto sobre el que se
encontraba, la sombra.

[…]

Son las seis de tarde. Las mujeres de la limpieza aún no han venido, ignoro la causa. El
director ha debido de marcharse ya. Mientras escribo estas líneas, un hombre oscuro me observa
desde uno de los pupitres del fondo. Sonrié. Hoy veré a Diana. Ya siento el dolor, mi respiración se
ha vuelto irregular, el pulso, acelerado. Adiós.

72
Cuatro, dos, uno, cuatro *

V iajaban en el coche nuevo a través de las oscuras carreteras de la comarca del Maltozano, en
Airana. Los asientos traseros estaban ocupados por Andrés, tipo apocado y silencioso, de
carácter extremadamente complejo y enigmático, y su novia Patricia, máxima expresión de
muchas cosas –algunas buenas y otras malas–, vivo retrato rejuvenecido de la madre de él. Conducía
Helena (con H, imprescindible), aunque esto no era lo más habitual, ya que el chófer de fin de
semana solía ser David, el cual podía ir andando a trabajar entre semana y no llegaba a los festivos
odiando los coches tan profundamente como lo hacía su pareja. Hoy ocupaba el asiento del copiloto,
porque Helena creía conveniente hacerse con el coche nuevo lo antes posible, y hacerle un viaje de
hora y media por carreteras de todo tipo era una buena manera de conseguirlo.
Huían de la Semana Santa y de todo el circo pagano que, año tras año, se monta a su
alrededor. Daba la casualidad de que los padres de David poseían un chalet en un pueblecito perdido
de la montaña, un pueblo del que ni siquiera sabían muy bien si seguía habitado o no, tanto era el
tiempo que nadie se acercaba por la casita en cuestión. Aquellos días se presentaban perfectos para
una escapada, pues el tiempo había estado caluroso entre el lunes y el miércoles y, aunque con el
clima de Airana nunca se sabe, no tenía ningún aspecto de ir a empeorar lo suficiente como para
amargarles las vacaciones.
El viaje no presentaba muchos problemas; saliendo de la capital por la autopista y tomando
después diversos desvíos que hacían la carretera más y más complicada, podía llegarse a la meta sin
novedad en el plazo que ya hemos señalado.
–Ya veréis como os encanta la casa. Habrá que matarse de limpiar al principio, claro está, pero
luego estaremos allí como Dios –David estaba encantado con la idea de volver a la casa donde
transcurrieran los primeros veranos de su infancia.
–¿Limpiar? ¿Quién quiere limpiar? Yo con tal de no pillar ninguna infección gArve… Ya
limpiarán las chicas, que para eso han venido –tras una hora larga de camino, Andrés abría la boca
por primera vez, de un modo inoportuno, por cierto. O al menos eso debió parecerle a Patricia, que
le miró con un gesto tan desagradable que apenas podía creerse que era su novia. Andrés la ignoró y
siguió haciendo gracias de ese tipo.

*
16 de abril de 2002
73
–Bueno, han venido para eso y para otras cosas, ¿no? –continuó, haciendo expresivos y
groseros gestos con los dedos.
–Venga Andy (le llamaban así), vale ya, tú vas limpiar como todos y si no quieres, tendrás que
volver a dedo… esta noche –David tampoco era fanático de los accesos humorísticos de Andy, de
modo que pronunció estas palabras en un tono seco y cortante que puso fin a la conversación.
–Ya se ve el pueblo. Es ese, ¿no? –dijo Helena.
Helena no había estado nunca en aquellos parajes, pero no había lugar para la equivocación.
Después de doblar una curva y contemplando el valle que venía a continuación, podía observarse un
pueblecito erguido sobre una de las múltiples colinas que salpicaban el paisaje.
–Sí, señor, ahí está –David se arrimó sobre el salpicadero para ver mejor. Eran las siete y media
de la tarde. El sol empezaba a ponerse, pero la silueta del pueblo era perfectamente visible.
–Por lo que me he podido enterar –continuó–, en el pueblo casi no hay gente. Hay quien me ha
dicho que ya no vive nadie allí. Probablemente pasemos estos cuatro días sin ver a nadie.
Helena sonrió ante esta afirmación, aunque no tanto como lo hubiera hecho de haber podido ir
allí sola con su novio. No le agradaba la idea de compartir la casa con otra pareja, no porque tuviera
nada en contra de Patricia, a la que casi no conocía, sino porque Andrés no le resultaba
excesivamente simpático. De hecho, desde que en un par de ocasiones le sorprendiera mirándole las
tetas sin ningún recato, el que antaño fuera uno de sus mejores amigos le producía una sensación
extraña de incomodidad permanente.
–El tiempo se está poniendo feo, mirad cómo sopla el viento –Patricia intervino por vez
primera en los últimos diez minutos y lo hizo con esta certera observación. Los árboles que podían
verse por todos partes se dejaban azotar por un viento racheado, muy propio de la zona.
–Bueno, pero no hace frío, mira hay dieciocho grados.
–Está muy bien.
–Eso espero.
Si bien no había sido aquél un viaje especialmente alegre y festivo, no deja de ser cierto que, en
términos generales, la compañía no había sido desagradable y continuamente habían estado
conversando los tres (Patricia, David y Helena) sobre temas diversos como música, literatura o
política. Hacemos notar este hecho porque, nada más entrar en el pueblo, los cuatro ocupantes del
vehículo cayeron repentinamente en un silencio casi reverencial. Las calles del pueblo estaban
desiertas y no sólo eso; cualquier indicio de que la localidad seguía habitada brillaba por su ausencia.
En otras palabras, ni coches viejos, ni tractores en mitad del camino, ni olor a ganado, ninguno de los
tres recuerdos que más vívidos permanecían en la memoria de David.
Además, un desorden bastante generalizado, así como la evidente decadencia de todas las
construcciones que podían verse a ambos lados de la calzada parecían confirmar las sospechas del
grupo respecto a si el pueblo había sido o no abandonado. Resultaba evidente que así era. El
continuo silbido del viento del oeste daba al paisaje un aspecto todavía más tétrico, y los jóvenes se
miraron entre sí con expresión lúgubre. David pidió a Helena que detuviera el coche unos segundos
para observar mejor. Su mirada se perdió en una de las calles transversales que tanto le había gustado
mirar de pequeño. Era muy empinada y al final del todo podía verse el muro desnudo de la iglesia
taponando, desde aquel punto de referencia, la salida del callejón. Realmente no era así, pues éste se
doblaba en una esquina. Las ventanas de la mayoría de las casas se hallaban clavadas con gruesos
maderos en forma de cruz griega, lo que recordaba, en cierto sentido, a las casas medievales en las
que la peste se había instalado como huésped no deseado. Las viejas puertas de madera también
estaban clavadas y alguna de ellas tenían una cruz latina toscamente pintarrajeada.
–Es increíble cómo se ha deteriorado todo en tan poco tiempo –dijo David, rompiendo el
espeso silencio que se había formado en el vehículo. Helena se sobresaltó, como si hubiera
escuchado una blasfemia o un juramento terrible.
–Pero no os preocupéis, mi casa está infinitamente mejor que éstas. Vamos allá.
Por indicación de David, salieron de los límites estrictos del pueblo para adentrarse en un
estrecho y pedregoso camino vecinal rodeado de árboles. La conductora no parecía muy convencida.
–¿No se joderan las llantas? –preguntó Helena. –No me habías dicho que la casa estaba fuera
del pueblo.
74
–Bueno, realmente lo está, pero tampoco queda lejos. Estaremos allí en menos de diez
minutos.
–Pues al paso que vamos igual nos daría ir andando –comentó Patricia. –Esto es súper chulo,
por cierto.
–Sí que es majo, sí –intervino finalmente Andrés.
Pocos metros después de haber pasado bajo un poste de eléctricas que parecía tan viejo como
el bosque mismo, giraron a la izquierda y tomaron una empinada pendiente hacia arriba. Seguían
rodeados de árboles y espesura, y el oscurecimiento gradual de todo cuanto les rodeaba volvió a
hacer que el silencio reinara entre los cuatro amigos. La sensación de soledad era tan inmensa que se
hacía un nudo en la garganta.
Al poco tiempo, una verja cuadrada pudo verse al final del sendero. Tras ella, una casa de
campo de una sola planta, bastante mejor conservada que cualquiera de las del pueblo.

II

El coche penetró en el jardín unos cinco minutos después; el candado que cerraba la verja
estaba oxidado y había costado auténticos esfuerzos forzarlo para que se abriera. Vaciaron el
maletero en cuestión de unos pocos minutos más y a las ocho y cuarto la puerta de entrada se abría,
por primera vez en muchos años, con un chirrido descomunal.
Temeroso de recibir una descarga eléctrica, David manipuló con cautela los interruptores del
cuadro de luz. Casi milagrosamente, la araña que adornaba el techo del salón se encendió y la luz se
hizo.
–Pues yo no lo veo todo tan sucio –dijo Andrés.
–Qué va, yo creo que está bien, ¿no? –Patricia cogió a su novio de la mano y juntos
exploraron, una por una, las distintas habitaciones de la casa.
Poco después, Helena, que se había quedado fuera comprobando el perfecto estado de las
llantas de aleación del coche, entró en la casa llamando la atención sobre el frío que poco a poco se
estaba apoderando del ambiente en el exterior y cómo el vientecillo templado de antes se estaba
convirtiendo, por momentos, en un huracán helado. Sin embargo, al entrar se quedó de piedra.
–Oye David: ¿estás seguro de que nadie viene por aquí desde hace siete años? ¡Pero si no hay
ni una mota de polvo! –y mientras decía esto, pasaba los dedos por una reluciente estantería de
madera– Es imposible.
David, que se encontraba en la cocina metiendo la comida en la nevera (que funcionaba) y los
armarios se asomó y, encogiéndose de hombros dio por zanjado el asunto. Helena, mucho más
extrañada que ninguno de los presentes, procedió a explorar la casa.
El gran salón se constituía en eje alrededor del cual todas las demás habitaciones iban
apareciendo, una tras otra. Cuatro dormitorios, un baño, la cocina y un desván, al que Helena trepó
con decisión. Asomó la cabeza y a punto estuvo de caer escaleras abajo del susto. No esperaba ver a
nadie arriba, pero se encontró con Andrés y Patricia sentados en una mesa y en actitud más que
cariñosa. Las bragas de Patricia estaban en el suelo. La pareja, sorprendida, se quedó mirando a la
chica. Andrés le miraba el pecho, concretamente y Patricia, ligeramente avergonzada, aunque no
mucho, cruzó las piernas rápidamente.
–Disculpad –y descendió al salón por la escalera de mano.

Las peores previsiones meteorológicas se hicieron efectivas pocas horas después y, mientras el
grupo cenaba en la gran mesa extensible del salón, fuera se desarrollaba una tormenta de mil
demonios. David, que era bastante maniático en esos temas, se había traído una estación medidora de
temperatura y humedad portátil que, a las diez y media de la noche marcaba tan sólo diez grados. Y
bajando. Además, el aparato eléctrico que traía consigo la tempestad era considerable y en todo
momento daba la sensación de que la casa iba a venirse abajo. En cambio, el interior había quedado
muy bien acondicionado, hasta el punto de que todos los presentes llevaban ropa de verano sobre sus
cuerpos. Esto parecía agradar especialmente a Andrés, que deslizaba sus ojos de un escote a otro sin
75
pudor alguno. Helena estaba visiblemente molesta por este hecho, pero no se atrevía llamarle la
atención por septuagésima vez.
Conforme fueron pasando las horas, la conversación fue decayendo y en medio de uno de los
silencios que iban menudeando cada vez más, Patricia irrumpió con voz sorprendida. Se levantó y
señaló hacia la ventana.
–Mirad, se ve luz en el pueblo.
–¿Es el pueblo eso de ahí? –preguntó Andrés.
–Parece más cerca de lo que había calculado, por el rato que ha pasado entre que lo hemos
dejado y hemos llegado a la casa.
–Sí, –David carraspeó– ocurre que si seguimos el camino del bosque cuesta un rato llegar
hasta aquí, pero lo que hacemos realmente es describir algo parecido a un círculo. De todos modos,
el acceso a través del bosque propiamente dicho es casi imposible, hay una pared de piedra que no
deja seguir el camino a pie. Por cierto, que ya decía yo que no podía ser que no quedara nadie en el
pueblo… Se me hacía muy raro.
A través de las cortinas de agua que se sucedían entre la casa de nuestros amigos y las del
pequeño núcleo rural, a través de ellas, digo, podían verse, ahora con toda nitidez, un montoncito de
casas apiñadas, o más bien una serie de pequeños recuadros de luz en medio de los cuales se
recortaban sendas figuras humanas que, perfectamente inmóviles, parecían estar espiando a los
jóvenes.
–Veo que podrían husmear con un poco más de disimulo –comentó Helena, con aire muy
digno.
–Corre las cortinas, anda –pidió Patricia poco después–. No me gusta cómo nos mira esa
gente.
–Bueno, ¿cómo quieres que nos miren si hace tanto tiempo que nadie se acerca por esta casa?
A mí me parece normal que lo hagan, como si quieren pasarse la noche ¡observándonos!
Andrés dijo estas últimas palabras en un tono burlón con el que parecía tomar a su novia por
una perfecta imbécil.
–Andy, te he pedido que corras las cortinas, así que hazlo.
Las sombras de los pueblerinos no se movían de donde estaban. David y Helena tampoco, y
mucho menos Andrés. Un par de frases y el ambiente se había vuelto tan tenso que casi podía verse
la hostilidad entre la pareja invitada. Él mantenía una sonrisa forzada que nada tenía de divertida y
ella había vuelto a sentarse, de brazos cruzados, en la silla sobre la que había estado cenando.
David fue quien se atrevió a romper el hielo y a velar la panorámica de los cotillas con un
simple movimiento de sus brazos. Tiró de la cortina y la vista del exterior desapareció.
–Estos dos no duran ni una semana más –pensó Helena.
Cuál no sería la sorpresa de ésta, y también de su pareja, cuando Patricia se levantó y empezó a
besar apasionadamente a Andrés. Ligeramente incómodos, pues de los besos pasaron a diversos
tocamientos, David y Helena tomaron asiento en el sofá de tres plazas que había en mitad del salón.
Sin tener muy claro el por qué de sus acciones, Helena empezó también a besar a David, que se dejó
hacer. Al concluir el primer y largo beso de los anfitriones, Helena miró hacia donde estaban sus
peculiares amigos y pudo ver, sin tanta sorpresa como pueda suponerse, que Patricia, desnuda de
cintura para arriba, dirigía sus labios a la entrepierna de su pareja. Andrés, por su parte, observaba
fijamente a Helena, pero esta nueva mirada de provocó ahora una reacción contraria a la habitual.
David, que no se había percatado de nada de esto, ya que estaba a espaldas de los fogosos
amantes, apenas pudo creérselo cuando vio que su novia se estaba quitando la camiseta y
desabrochándose, después, el sujetador. Pero miró a los otros y comprendió. Una vez se hubo
despojado de todas sus prendas, Helena le forzó –es un decir– a desnudarse y a consumar el acto
sexual mientras no cesaba de observar a la otra pareja, que hacía lo mismo.
La electrizante atmósfera que se había formado tan de repente tuvo el mismo final abrupto
cuando un grito de Patricia sacó a todos del edén sexual en que se encontraban.
–¡Hostia! ¡Las cortinas están descorridas!

76
Más que asustados o sorprendidos por este hecho inesperado, se sintieron avergonzados de
verse completamente desnudos los unos frente a los otros. Andrés tomó la palabra mientras volvía a
poner las cortinas en un sitio.
–B… bueno, se habrán movido.
–¡¿Solas?!
El joven no atendió la exclamación de su novia porque quedó momentáneamente hipnotizado
con las vistas a las que antes diera tan poca importancia. Los recuadros de luz podían verse ahora
con mucha mayor claridad, pues la tormenta había cesado y apenas caían cuatro gotas. Las figuras
humanas seguían en las ventanas y ahora se distinguían más claramente. Había algo en ellas que daba
miedo. Sin querer reflexionar sobre el extraño brillo que se desprendía de los ojos de los espías,
brillo que superaba con creces la misma luz de la ventana y que le asustó terriblemente, Andy salió de
su embrujo y cerró las cortinas con precipitación.
Helena estaba lo suficientemente preocupada en cubrirse los pechos y la entrepierna como para
percatarse de la palidez del rostro de Andrés, una vez éste se hubo vuelto. Patricia tampoco lo vio,
ya que, asustada, se había alejado de la ventana y David, por su parte, no dejaba de mirar el cuerpo
desnudo de la novia de su amigo. A diferencia de Helena, Patricia no se cubría y las delicadas formas
de su anatomía, generosamente expuestas ante él, le pillaron en un estado de excitación tan elevado
que no se planteaba siquiera el mirar hacia otra parte.
Dado que David era el único que seguía teniendo ganas de practicar sexo, la sesión se
interrumpió hasta nueva orden. No había pasado ni un minuto cuando Helena ya estaba vestida.
Andrés se puso los calzoncillos al seguido y quedó deambulando por la habitación, como
ensimismado, mientras Patricia, dándose cuenta de lo violento de la situación, se metió
precipitadamente en su habitación.
Desnudo, excitado y sintiéndose ridículo, David se vistió también.
–Buen momento para irse a la cama –dijo.

III

David y Helena estaban en la cama, tumbados boca arriba y despiertos. La luz del dormitorio
estaba apagada y el silencio era profundo y pesado, pues el viento había cesado definitivamente de
soplar. La otra pareja se encontraba en la habitación contigua y tanto David como Helena pensaban
sin cesar en lo que había ocurrido con ellos. Curiosamente, el hecho de que las cortinas del salón se
hubieran descorrido solas y sin motivo aparente no parecía preocuparles mucho.
–¿Te la hubieras follado?
–¿A Patricia? –David dio un respingo en la cama– No… no creo.
–¿No o no crees? ¿Qué hubieras hecho si se nos hubiese acercado y hubiese empezado a
acariciarte? ¿Le hubieses correspondido?
El tono en que hablaba Helena mezclaba lujuria, curiosidad e indignación de un modo que le
era muy peculiar. Era el mismo tono con que le había preguntado, muchos años atrás, si se excitaba
viendo películas pornográficas o las tetas de sus actrices favoritas.
–¿Le hubieras hecho más caso que a mí?
–No lo sé, Helena, y tampoco sé porque te haces tantas preguntas por algo que no ha llegado a
ocurrir. ¿Te hubieras follado tú a Andrés?
–No, por Dios. Es asqueroso y tiene el pene fimótico.
–¿Y a Patricia?
–No soy lesbiana.
–No creo que eso tenga nada que ver, ya sé que no eres lesbiana. Pero he visto cómo les
mirabas mientras lo hacíamos. No sé sobre quién, pero tenías cara de querer abalanzarte sobre uno
de los dos.
Se hizo el silencio otra vez.
–¿Tú crees que nos están oyendo? –preguntó, divertida.
–Lo dudo, estamos susurrando.
77
–¿Hemos hecho algo malo, David?
–Ni malo ni bueno, no hemos hecho nada; yo me he quedado a mitad…
Se rieron y Helena empezó a acariciar a su novio. La puerta de la habitación se abrió de
repente y la luz penetró abundantemente. En el umbral estaba Andrés. Helena no dejó de tocar a
David y se sintió expectante.
–Me… me gustaría hablar contigo, si no tienes inconveniente –el tono de voz de Andy sonó
extraño y asustado. Tartamudeaba como solía hacerlo cuando era niño; David recordaba esa manera
de hablar, pues conocía a Andrés desde los seis años. Viendo que era a él a quien se dirigía, se
levantó, se puso una bata y salió, cerrando la puerta tras él. Helena se quedó en la cama, frustrada y
dejándose llevar por pensamientos confusos en torno a la pareja y el sexo.
Sentados en el sofá, los dos amigos compartían un refresco. Andrés estaba temblando y
derramó abundante bebida sobre la mesita auxiliar mientras hablaba.
–David… cre, creo que deberíamos… irnos de aquí… Ahora mismo, si puede ser.
David tenía el pelo largo. Se lo retiró de la cara, estupefacto.
–¡¿Irnos?! ¿A dónde?
–A casa, joder.
–Ya lo sé pero, ¿por qué? No tienes por qué sentirte incómodo por lo que ha pasado, estas
cosas pueden ocurrir, ¿no? ¿Es Patricia? Parecía avergonzada.
–¿Avergonzada? ¡Está aterrorizada!
Andrés había levantado mucho la voz para decir esto y David le instó a que bajara el volumen.
–No te entiendo, no creo que haya para tanto, ni siquiera la hemos tocado. Ni a ti tampoco –
David se rió entre dientes.
–No es… por el sexo, joder. ¿No t… te acuerdas de lo de las cortinas? Por tu cara veo que no
mucho. Pues bien, las cortinas se han movido… ¡solas! ¡Sí, me has oído bien, solas! Pero eso no es
todo. No p… no puedes imaginarte lo que he visto a través de la ventana, en el pueblo…
–Andy, me decepcionas, siempre has sido un escéptico ¿vas a contarme una historia de miedo?
–A pesar de su actitud, David empezaba a sentirse interesado por lo que su amigo le estaba
contando. Arrepentido, cambió de registro y habló en un tono más serio. –Continúa, por favor.
Se oyeron ruidos en la habitación donde estaba Helena. Jadeos, suspiros y voces que llamaron
la atención de Andrés.
–Debo dejarte, n… no quiero dejarla sola. Mañana hablamos. Piensa en lo que te he dicho,
tenemos q… que irnos de aquí.
Y se metió en el dormitorio.
Sentado en el mismo sofá donde había estado haciendo el amor a su novia pocos minutos
antes, David se rascaba, nervioso, la cabeza. Siempre que algo le preocupaba le entraban unos
picores insufribles. Había llegado a hacerse sangre en más de una ocasión. Indeciso, se levantó y fue
hacia la ventana. Descorrió las famosas cortinas y miró hacia el exterior. No podía verse nada más
que oscuridad. Decidió volver a la cama y terminar lo que había empezado con Helena dos veces en
una misma noche. Pero ella estaba dormida.

IV

Cuando Helena se despertó, notó que había estado soñando con sexo. Sentía un calor muy
especial en la entrepierna y una intensa hinchazón en el pecho. Dicho vulgarmente, tenía ganas de
marcha.
Sin embargo, aún sentía cierto remordimiento respecto a lo de la noche anterior, puesto que
ella siempre había creído tener muy claro eso de la fidelidad y la exclusividad en la pareja. Todas las
preguntas con que había acosado a su pareja por la noche y muchas otras que quedaron en el tintero
se agolpaban en su mente. ¿Hubiera sido desleal con David si hubiera besado a Andrés (sí, BESADO
A ANDRÉS)? ¿Y si le hubiera hecho alguna otra caricia más íntima? David habría estado delante,
con Patricia, probablemente, así que no hubiera sido una infidelidad propiamente dicha. ¿Era éste el

78
fin de su relación tal y como la conocían? ¿Era un error dejar a terceras personas meterse por en
medio? Cuántos “hubieras”, ¿no? La mente de la chica era un torbellino.
Viendo que David no estaba junto a ella, se levantó y fue en su busca. Tentada estuvo de no
ponerse nada encima pero, finalmente, se enfundó una bata vieja que había encontrado en un
armario. Su novio estaba en el salón, sentado de cuclillas en el suelo, revisando viejas revistas de sus
padres que había apiladas en el armario que había junto a la mesa desplegable.
–Buenos días, cariño.
–Hola.
–¿Aún no se han despertado estos dos? –preguntó.
–No, aún duermen.
–¿Has desayunado?
–No, te estaba esperando a ti. Pero paso de esperarles a ellos. Andrés suele despertarse a
mediodía, como mínimo, los días festivos. Y aún son las nueve.
Mientras desayunaban, Helena recordó la desafortunada aparición de Andrés en el dormitorio,
a última hora.
–Bueno, ¿y qué quería?
–Que nos marcháramos. No, no pongas esa cara. Me dijo que Patricia se había asustado con el
rollo ese de las cortinas y que él había visto algo por la ventana mientras volvía a cerrarlas.
–¿Y qué vio?
–No me lo dijo. Oímos gimotear a Patricia y Andy debió pensar que su deber sagrado de
marido era protegerla. No creo que la paranoia de irse les dure mucho tiempo.
El tiempo había mejorado bastante, aunque hacía frío. David propuso dar un paseo por el
pueblo, ya que no llovía y Helena aceptó a desgana. Le apetecía hacer otro tipo de cosas, pero David
estaba un poco apático esta mañana.
Salieron a pasear y en unos veinte minutos, siguiendo a pie el camino que hicieran anoche,
llegaron a las viejas calles del pueblo. Había bastante niebla, pero no se estaba del todo mal. El
ambiente gris le daba a todo, sin embargo, un aspecto mucho más tétrico que la víspera. Que ya era
decir.
Caminaron los primeros metros de la calle principal en silencio y cogidos de la mano. Iban muy
abrigados, pero aun así sintieron frío.
–Este sitio es horrible. Qué silencio. No me digas que no te da miedo.
Por toda respuesta, David introdujo a Helena por la primera de las callejuelas, una que subía a
las antiguas murallas medievales. Si bien las vistas desde allí arriba eran sencillamente
impresionantes, no fueron éstas quienes llamaron la atención de la joven pareja, sino la total y
absoluta ausencia de vida en el lugar en que se encontraban.
–Para que luego digan que en los pueblos son muy madrugadores.
–Estarán trabajando en el campo, hombre –David pareció molesto con la afirmación de su
novia y contestó secamente.
Por primera vez en mucho rato se oyeron ruidos, algo así como de máquinas y, fijándose un
poco, pudieron ver un tractor en los campos del valle que, de puro lejos que se encontraba, parecía
diminuto.
–Hombre, por fin vemos a alguien. ¿Será de aquí?
–No lo creo –respondió David–. Fíjate está volviendo hacia ese otro pueblo.
Y el vehículo agrícola se introdujo en la carretera, rumbo a otro pequeño núcleo rural, situado
lejos, en frente del que estaban.
–Vámonos a casa, David. No me gusta el ambiente que hay aquí.
Para emprender el descenso, David convenció a Helena para que lo hicieran en dirección
contraria a por donde habían venido. De esa manera, saldrían a la entrada del pueblo y podrían verlo
entero. A Helena no le hacía mucha gracia internarse por las calles de un lugar en el que lo más
parecido a un ser humano que habían visto era un conjunto de sombras que les espiaban en la noche.
Aún así, como se ha dicho, accedió a ir por donde le decía su novio. Recorriendo todo el tramo del
mirador de las murallas sintió como nunca el aislamiento y la indefensión que implicaban su estancia
allí. Daba la impresión de que el pueblo estaba rodeado por una suerte de burbuja invisible dentro de
79
la cual todo podía suceder. Al ver aquel tractor en la carretera, había pensado que su conductor era
muy afortunado de no estar en el mismo lugar que ellos, ya que, según ella, los límites de burbuja se
encontraban un poco más allá de la base de la colina en que se asentaba el pueblo.
Las malas hierbas crecían por todo el mirador, en lo que aparentaba ser un descuido
imperdonable del Ayuntamiento. Un gato se cruzó en su camino, pero Helena no sintió ningún alivio
al verlo.
–Mira, un ser vivo.
Aunque suene artificioso en una conversación normal, esas fueron las palabras justas de David
al ver al minino, tan extraño resultaba ver por allí algo que se moviera. Se quedó delante de ellos y
les miró por unos segundos. Luego se metió por un pequeño senderillo y se dirigió a una casa que
había debajo de la muralla.
El sonido de los pasos contra la hierba helada producía un crujido que a Helena le parecía
ensordecedor. Cuando pasaron por debajo de la iglesia, vieron que en sus tejados no había palomas o
cigüeñas. Cualquiera que hubiera dirigido la mirada hacia ese antiguo lugar de culto, habría pensado:
“Este sitio está muerto”. Y aunque Helena no era una cualquiera, eso fue precisamente lo que pensó.
–Ojalá estuviéramos de vuelta en el chalet –pensó.
Su mente iba del sexo al pueblo a intervalos y de vez en cuando, las sensaciones siniestras que
ese sitio le producían se veían reemplazadas por pensamientos lascivos. Era curioso, pero breve y
cuando su fantasía empezaba a resultar satisfactoria, una nueva visión desagradable volvía a
acercarla a la realidad. Doblando la curva que el mirador de la muralla describía, vieron una serie de
casas arruinadas por completo. En todas ellas había numerosas cruces dibujadas, tanto en las puertas
como en las ventanas.
Pasaron por delante y se adentraron en el pueblo. No todo tenía ese mismo aspecto desolador,
una vez se penetraba en el auténtico núcleo de la población, la zona de la iglesia y las casas más
altas. Pero, si bien algunos edificios no se encontraban igual de deteriorados que los que se veían por
la calle principal –por donde habían pasado por el coche– éstos carecían de toda la alegría y el
colorido que se les podría suponer. Ni una maceta, una flor en la ventana, o una simple mano de
pintura. Las casas sin abandonar tenían el mismo aspecto gris y apergaminado que la mañana que les
envolvía. Helena pensó en que, cuando quemas una hoja de papel, hay veces que su forma
rectangular permanece, pero si tocas esa forma, si intentas cogerla, lo que antes era papel se deshará
en tus manos, convertido en cenizas. Ésa era justamente la impresión que le producían las viviendas
mejor conservadas. El resto, las abandonadas, le producían terror.

Mientras tanto, David estaba más que decepcionado con el estado del pueblo en que pasó su
infancia. No esperaba, desde luego, encontrarse con una villa rica y desarrollada, pero tampoco creía
que iba a enfrentarse con semejante desastre. Y aunque siempre le habían gustado las casas viejas y
ligeramente decadentes, las viejas ruinas de edificios antiguos o los castillos y fortalezas de los que
apenas quedan un par de lienzos de muralla, aquello era demasiado.
Con la intención de aligerar un poco la tensión que se iba formando, quiso sacar el tema del
sexo, pero no sabía como hacerlo, temía la reacción de Helena que, en frío, podía mandarle al cuerno
si le proponía aquello en lo que estaba pensando. Por no hablar de lo que dirían Patricia y Andrés.
Además, hablando de éste último, otra preocupación le iba embargando por momentos; su actitud a
última hora de ayer le había parecido, cuando menos, muy distinta a la que él solía exhibir.
El aspecto de Andrés, para aquel que no lo conociera en persona era, como se dice ahora, el de
un auténtico pringado. Mucha gente (compañeros de clase, amigos y conocidos) le habían tomado el
pelo cruelmente durante años y él casi nunca había respondido a las provocaciones como se
merecían. Sin embargo, bajo su aspecto débil se encontraba una inteligencia muy práctica y fuera de
lo común, en la cual no cabía, en modo alguno, la superchería o el miedo infundado a los fantasmas,
los hombres lobo o las abducciones extraterrestres.
Es por ese motivo por el que ahora David estaba preocupado; si Andy se había mostrado tan
preocupado anoche tenía que ser porque algo había visto que se salía por completo de los límites
de lo razonable. Nada que pueda tener una explicación científica o racional hubiera asustado tanto a

80
Andrés, ni siquiera el ladrido de un perro (los detestaba). Y David había tardado toda una noche en
darse cuenta de este hecho.
–No tendrás intenciones de entrar ahí, ¿verdad?
Sin darse cuenta, David había abierto la puerta principal de la iglesia, a la cual habían llegado
tras unos minutos de paseo.
Miró hacia arriba. El enorme portalón de madera parecía mirarle severamente. Las escasas
figuras de ángeles y santos practicadas en tímpano carecían, en cambio, de toda expresividad. No
tenían ese gesto de místico sufrimiento o contemplación que les son tan característicos a este tipo de
imaginería y David pensó que quienquiera que las hubiese esculpido en su día, tenía que ser un
escultor realmente malo. A Helena, por su parte, le daba una impresión muy diferente: estas
esculturas habían presenciado algo que les había borrado la expresión. Así se lo dijo a David.
–¿No has pensado nunca en escribir cuentos de terror? Se te ocurren ideas bastante buenas.
Helena sonrió ante este comentario y volvió a pensar en sexo. No pensaba esperar ni cinco
minutos en cuanto llegaran a casa, se iba merendar su novio. Y los otros que hagan lo que quieran,
pueden participar si así lo desean. Los otros… ¿Se habrían levantado ya? ¿Qué hora era?
–Las once, ¿volveríamos a casa, o qué?
David cerró la puerta y siguió a su novia.

Descendieron por la misma callejuela que David había estado mirando embobado la tarde
anterior. Si en ese momento se hubiesen encontrado con una persona, el susto habría sido
tremebundo, pues la predisposición de ambos a tener miedo había ido aumentando por minutos
desde que decidieran descender atArvesando el pueblo. Aquello no tenía nada de romántico ni
inspiraba bellos poemas; no hacía pensar en un pasado glorioso, sino en un presente oscuro.
Saliendo ya del pueblo, cogidos de la mano aún, volvieron a pasar por delante de las parideras
que había en el último tramo de la pista asfaltada.
–Cuando era pequeño, de aquí salía un olor a ganado insoportable. Y si te metías por ese
camino de allá –dijo, señalando un sendero que se abría a la izquierda–, te metías en la zona donde
estaban los criaderos de cerdos. Allí tenías que hacer auténticos esfuerzos por no respirar, el
ambiente era fétido.
Helena apenas escuchaba a su novio, pero aun así miró hacia donde le señalaba. Y visto lo
visto, jamás se hubiera aventurado por ese camino. Ni de día ni de noche.

Conforme iban saliendo de allí y entrando de nuevo en el bosque, las preocupaciones más
siniestras de ambos jóvenes iban disipándose, casi como por ensalmo. Ello a pesar de que el aspecto
del bosque tampoco era muy tranquilizador (¿existe alguno en el mundo que no haga pensar en
leyendas de brujas y espíritus a una persona medianamente sensible?). Pero el suave canto de los
pájaros e incluso el hecho no muy normal de toparse con un pequeño y escurridizo zorro por el
camino, les alegró bastante la vida. Empezaron a ascender, libres de toda aprensión sobrenatural y
conversando sobre asuntos triviales.
Volvieron a abrir el candado de la verja a eso de las once y media de la mañana, un poco más
tarde, tal vez. Cerraron nada más entrar en el jardín y entraron después en la casa. Sus amigos aún
no se habían despertado, la puerta de su dormitorio seguía cerrada. David miró en el baño y el
desván, porque igual se había levantado uno de los dos, pero no era sí.
–Jo, qué máquinas de dormir –pensó Helena–. Bueno, ésta es la mía.
Y empezó a desnudarse mientras seguía a David en su corto recorrido por la casa. Él no
parecía darse cuenta y de hecho no debió hacerlo, porque propuso despertar a la otra pareja.
–Es pronto, déjalos.
Cuando David se volvió y vio la actitud de su novia se lo pensó por unos segundos; la
propuesta era más que apetecible, pero tuvo aquello que solemos llamar “un presentimiento”. Ignoró
la descarada sugerencia de su chica y abrió la puerta del dormitorio de Andrés y Patricia.
81
No había nadie dentro. La cama estaba hecha y las bolsas de viaje que trajeron consigo
tampoco estaban allí.
–¡Se han ido! –exclamaron al unísono.
–Pero, ¿cuándo?
–Joder, no lo sé. No han dejado ni una nota. Luego hablabas en serio… Realmente os
asustasteis –David hablaba como si sus amigos aún pudieran oírle.
Salieron de la habitación cabizbajos y pensativos. Y a pesar de que lo que realmente quería
Helena para sus vacaciones (lo que había querido en un principio) acababa de cumplirse, no pudo
evitar sentirse triste. Y decepcionada, frustrada, por qué no decirlo. David, por su parte, se desplomó
en el sofá y de sus labios a punto estuvo de salir la propuesta de hacer lo mismo, de volver a casa.
Pero se calló.
–¿Cuánto habrán tenido que andar para llegar hasta la parada del autobús? ¿Dónde hay una
parada de autobús? … ¡¿Hay alguna parada de autobús?!
David respondió que a unos siete u ocho kilómetros de allí había un pueblo llamado Arve, por
el que pasa un autobús que deja directamente en Airana.
–Pero hacer eso andando tiene que costar un montón de horas. Si se han ido en el rato en que
hemos estado de paseo, aún tienen que estar en la carretera.
–Cuesta unas dos horas llegar hasta allí. Si se han ido antes de que yo me levantara, habrán
llegado hace rato.
–Otra cosa es que les haya dado tiempo de pillar el bus.
–¿Estás sugiriendo que vayamos a buscarles? Pero si tú no querías que vinieran.
Helena enrojeció ligeramente.
–Si no les encontramos, al menos podremos comprar pan.

De este modo, subieron al coche otra vez y se dirigieron al pueblo vecino. Esta vez conducía
David. La carretera que unía ambas localidades era sinuosa y no exenta de peligros. La niebla se
estaba echando por momentos y Helena no se atrevió a llevar el vehículo. No vieron ni rastro de sus
amigos por el camino y pensaron que habrían salido temprano.
Por fin llegaron a Arve y entraron a preguntar a la panadería.
–No, no les hemos visto. ¿Decís que ella era rubia y con la cara ovalada?
–Y ojos marrones, más bien alta.
–Sobre todo al lado de Andy.
Se rieron.
–¿Y él era pequeño? Siempre igual, todos los que son altos se ponen a festejar con auténticos
tapones.
Ahora no se rieron, porque David le sacaba una cabeza a Helena. La panadera se dio cuenta de
su impertinencia y trató de arreglarlo como pudo.
–Bueno… quiero decir que no está bien que una chica alta salga con uno que es pequeño, si es
al revés yo ya no me meto… ¿Yyyy dónde me habéis comentado que estabais alojados? ¿En alguna
casa rural?
–No se lo hemos comentado. Estamos en Arzanoga. Hemos venido a pasar la Semana Santa.
Cuando la buena mujer oyó el nombre del pueblo se quedó helada. Palideció a ojos vista. El
tipo del horno, que se encontraba un poco más atrás se quedó mirando a los chicos con los ojos tan
abiertos que dejaban pequeña a cualquiera de sus magdalenas.
–Pues no sé nada. Si les veo ya les diré que les estáis buscando. ¡Adiós!
La hostilidad con que la panadera les había despedido hizo que los chicos olvidaran comprar la
barra de pan, pero no dieron especial importancia a lo que esa actitud denotaba. Preguntaron en
algún otro lugar, pero nadie supo darles cuenta de sus amigos. Eran casi las dos cuando, derrotados
y resignados a quedarse solos, volvieron a casa.
–Voy a intentar llamarles al móvil otra vez.
Helena tomo su diminuto teléfono y marcó el número de Andrés. Lo dejó sonar un buen rato y
desistió. Repitió la operación con el de Patricia con idéntico resultado y se dijo que seguramente los
habían dejado dentro de su equipaje, que estaría ahora dentro del maletero del autobús.
82
–Cabrones…

VI

Cuando el coche volvía ascender la cuesta que conducía a la casa, empezaba a llover otra vez.
El proceso de atravesar el pueblo no había tenido ya nada de especial, de modo que ambos estaban
tranquilos. Se intentaron tomar el tema de la huida de Andy y Patricia del modo más ligero posible.
Helena sostenía que se habían ido porque les daba vergüenza lo ocurrido durante la cena y la
posibilidad de ir más allá. No concedía importancia a lo de las cortinas, lo cual le parecía una vulgar
excusa para marcharse de una manera tan poco educada. La capacidad de persuasión de la chica era
tal que David quedó casi tan convencido como ella, a pesar de lo que Andrés le había estado
diciendo. Lo más seguro es que David quería pensar que Helena tenía razón.
Lo primero que vieron al entrar en la casa fue una nota escrita a bolígrafo del puño y letra de
Patricia. Estaba en medio de la mesa desplegable y decía así:

83
Andrés y yo hemos –¿Ves? Ahí lo tenemos. Tenía yo razón. Tendremos que
discutido mucho esta
noche. No creo que
buscarnos a alguien con menos prejuicios.
tengamos derecho a Helena se tapó la boca en cuanto escuchó lo que acababa de
arruinaros las vacaciones,
así que nos vamos. decir. David sonrió un momento sin soltar la nota. Miró fijamente a
Disculpad las maneras,
pero estamos (estoy) muy
su novia los ojos, pero ella bajó la vista, ruborizada. Sin embargo,
violenta por lo de ayer. No cuando el joven tomó la palabra no fue para referirse al comentario
nos llaméis por favor
de ella.
Patricia
y Andrés
–¿Cómo es posible que no hayamos visto antes este papel?
–No lo sé. –Aliviada por el cambio de conversación, Helena
fingió no haber dicho nada y quitó la nota de la mano de David.
–Venga, vamos a comer. Si se van peor para ellos.

Y así transcurrió el día. David estuvo bastante pensativo durante toda la jornada, de modo que
Helena no pudo obtener lo que tanto deseaba de él, ya que no se le veía muy dispuesto. Además, ella
también había perdido parte del interés, por qué negarlo. La tarde se pasó en una gran siesta de
Helena durante la cual David trató de leer un poco. Pero no estuvo muy acertado a la hora de
escoger el libro y lo cerró pronto. Se levantó del sofá con cuidado de no molestar a su novia y salió
al jardín. Llovía mucho y se preguntó hasta qué punto el camino de vuelta iba a quedar practicable
para el domingo. Esta mañana ya le había preocupado que la cuesta se embarrara demasiado,
aunque luego se había demostrado que no había por qué. Pero también recordaba una vez, hace
muchos años, en que una tormenta de verano les había dejado aislados en la casa por unos días. De
acuerdo que se podía haber intentado salir en coche, o incluso a pie, pero el riesgo de caerte por el
lodazal bosque abajo, o de dejar el coche atrapado en el barro era tan cierto que su padre decidió
que era mejor esperar a que el sol realizara su labor de secado. Bien, pues ahora llovía mucho más
que aquel día, e infinitamente más que la noche precedente. Volvió a entrar y se puso el chubasquero.
Salió de nuevo y se encaminó hacia la verja. Miró el sendero y no tenía muy buen aspecto.
–Joder…
Mientras miraba, pensativo hacia el bosque, sus manos se aferraron maquinalmente al candado
que cerraba la puerta de hierro. Una rápida sucesión de pensamientos le alarmó tanto que se quedó
quieto bajo la intensa lluvia, durante al menos cinco minutos más, pensando. El agua empezaba a
calar incluso la tela impermeable.
–Dios mío…
Oyó un ruido por detrás y no era el propio de la lluvia cayendo. Había alguien detrás de él. Se
volvió despacio, temiendo lo que podía encontrarse, y lo que vio fue la figura de un hombre que se
escabullía por el lado izquierdo de la casa.
–¡Andrés!
Había reconocido a su amigo al instante. Éste no respondió y desapareció tras la leñera del
fondo.
–¡¿Se puede saber a qué cojones estáis jugando?!
Avanzó hacia donde había visto a su amigo y se dio cuenta de que tenía la carne de gallina. El
más mínimo susto y moriría de un infarto, seguro. Las leñeras estaban situadas en la parte más
posterior del jardín. No había nada tras ellas más que un alto muro de cemento que ponía límites a la
propiedad. Tampoco había ninguna puerta u orificio por el que hubiera podido salir y aunque esa
especie de callejón en el que Andy parecía haberse metido no tenía ninguna escapatoria –y menos
para alguien de la escasa capacidad física del huido– lo cierto es que no estaba allí. En cuanto David
se dio cuenta, en cuanto volvió a sentirse solo en el jardín, en cuanto se cercioró de que allí no había
nadie, casi se echó a llorar de puro terror. En el barro no había huellas pero, afortunadamente para su
estado de nervios, no se percató de ese misterio añadido.

Cuando volvió a entrar en la casa, Helena seguía durmiendo. El reloj marcaba las ocho de la
tarde, llevaba ya dos horas de siesta. A pesar de que ya debía de tener bastante, David no la despertó
84
y trató de digerir a solas los extraños acontecimientos de los que estaba siendo testigo. Se preparó
una tila y la tomó despacio.

Media hora después, Helena se desperezaba y salía del largo periodo de descanso con gesto
soñoliento. David estaba sentado en un sillón de una sola plaza que había junto al sofá. La estaba
observando. Viendo que la expresión del rostro de su novio parecía preocupada, se acercó
cariñosamente a él. El chico intentó contarle el episodio del jardín, pero antes de que se decidiera a
hacerlo, las manos de ella ya estaban manipulando su sexo con habilidad. Hay quien dice necesitar
una copa cuando está nervioso; otros piden un vaso de agua o un periodo de reflexión. Pero en
cuanto David sintió las frías manos de Helena jugueteando entre sus piernas, su boca húmeda y
ansiosa cerrándose en torno a él, en ese momento olvidó todo lo sucedido y se escurrió en el asiento,
dejándose llevar por los placeres que le proporcionaba.
Fueron tres o cuatro las veces que quiso contarle todas sus sospechas y otras tantas las que ella
le cerró la boca más o menos literalmente. Helena llevaba muchas horas deseando que llegara ese
momento; de hecho, se sentía como si nunca hubiese hecho el amor con su pareja, como si fuera
virgen de nuevo y no pensaba desaprovechar ni un minuto más de su estancia en el chalet.
–No quiero que me hables de nadie, no quiero salir de la cama, ni a cenar, ni a pasear. Sólo
quiero follar contigo y no voy a dejar que te escapes –le susurró al oído.
David no podía resistirse cuando su novia se ponía en ese plan. Relativizó en su interior la
importancia del caso de Andrés y Patricia y devolvió a Helena lo que ésta le daba. Cenaron en la
cama y cayeron rendidos media hora después, aun a pesar de que Helena proponía la realización de
un nuevo acto. David pidió un par de minutos y ella, apoyada sobre su pecho, se durmió
plácidamente en la espera. Él estaba tan cansado que no pudo pensar ni tuvo tiempo de volver a
sentir el terror. Al poco tiempo de darse cuenta de que ella dormía, empezó a cabecear, sentado
como estaba en la cama. La lluvia no cesaba de caer.
–Mañana no podremos salir de aquí, todo estará embarrado –fue la única información que su
cerebro tuvo tiempo de procesar. Acto seguido se durmió.

VII

Dada la cantidad de horas que había durado la siesta de la tarde, el cuerpo de Helena no se vio
en la necesidad de dormir más que unas pocas más. A las seis de la mañana abrió los ojos y miró a su
alrededor. Todo seguía oscuro, aunque la luz empezaba a matizar las formas de la habitación, así
como las de su pareja. Viéndole desnudo y destapado volvió a sentir que se inflamaba el pecho y
estuvo un buen rato manoseándole sin que él se despertara. Salió por fin de la cama y de la
habitación. AtArvesó el salón y se preparó el desayuno. Mientras lo saboreaba, miró sin atención el
telediario matinal en la vieja televisión del salón. Parecía increíble que todo funcionara tan bien en
aquella casa, pero así era. De pronto oyó algo.
–¿David?
Nadie le respondió. El ruido volvió a repetirse. Alguien estaba dando golpes contra el suelo del
desván.
Pensando que la ventana circular de aquella habitación debía estar abierta, Helena cogió la
escalera de madera que daba acceso al piso superior y empezó a subirla con decisión. La lluvia no
había parado de caer en toda la noche y quizá se estuviese montando un pequeño desastre allá arriba.
Cuando estuvo en lo alto de la escalera, empujó el panel de madera que hacía las veces de entrada y
miró hacia el interior. No dio crédito a sus ojos.
Pues, sentados sobre la misma mesa en la que les sorprendiera nada más llegar a la casa y en
una actitud igualmente comprometida, estaban Patricia y Andrés, que cesaron por un momento sus
escarceos y miraron a Helena. La chica sintió un intenso escalofrío al verles, pero no podía
reprimirse, los pies no le obedecían y la llevaron dentro de la habitación abuhardillada. Cerró la tapa
al pasar y se quedó en pie frente a la pareja. Las bragas de Patricia estaban en el suelo, en el mismo
sitio que la primera vez, pero Helena no se percató de ese detalle. Se mordió el labio inferior y
85
respiró hondo. Los ojos de ambos amigos tenían la misma expresividad que los de un muñeco de
porcelana y el mismo brillo de aquéllos que les espiaban la primera noche y que ella no pudo ver.
Esos ojos la asustaron, pero había ellos algo mucho más poderoso que su propia voluntad de
supervivencia. No eran los ojos de Patricia, tampoco los de Andrés, algo había cambiado en ellos y
fue ese algo lo que la encadenó al lugar en que permanecía de pie.
–¿Qué hacéis aquí? ¿Dónde estuvisteis ayer?
Las sensaciones de Helena eran tan confusas que sólo pudo formular estas dos preguntas, los
ojos de Andrés y Patricia, que permanecían clavados en ella, la tenían hipnotizada. Patricia se le
acercó un poco y le acarició el rostro y el cuello. Helena no podía resisitirse al morbo y al encanto
erótico de la situación. Dejó que su amiga le despojara de la vieja bata que la cubría y que sus manos
de hielo le acariciaran todo el cuerpo. Andrés no dejaba de mirarla, pero ya no se concentraba sólo
en el pecho, sino que recorría toda su anatomía con el descaro propio de un amante con el que ya se
ha estado en más de una ocasión. Cuando las dos chicas de besaron en los labios, Helena vio algo
extraño en la dentadura de Patricia, pero no podía pensar, estaba tan subyugada por la realización de
su fantasía y por el poder hipnótico de sus amantes que nada le cabía en la cabeza más que la idea de
hacer el amor los tres a la vez, quizá los cuatro.
–David, despiértate, cariño y ven con nosotros… –pensó.
Patricia la condujo a la mesa de madera y la tumbó boca arriba. Abrió sus piernas, que cedieron
con facilidad, y se hundió entre ellas. Andy se acercó y aproximó sus genitales a la cara de Helena,
que supo cómo actuar y procedió a ello.
–¡David! –gritó al fin. Había algo que faltaba en el cuadro que ella deseaba y en un breve
momento de lucidez quiso que su pareja les acompañara. Volvió a pronunciar su nombre, pero David
no le oía. Hicieron el amor durante horas, o al menos eso le pareció a Helena. Andrés entró en ella
tantas veces que apenas sí pudo contarlas, Patricia le procuró un éxtasis tal que creyó que nunca
podría volver a follar sin sentirse frustrada. Fue en el último clímax cuando empezó a sentir el horror.
La luz del día empezó a penetrar en la buhardilla, aunque ligeramente velada por las gruesas
nubes que cubrían el cielo. Esa claridad natural apagó el brillo de los ojos de sus amantes y Helena
sintió inquietud ante su ausencia total de expresión. Eran idénticos a los de las pobres esculturas de
la iglesia del pueblo, esos ojos habían contemplado algo que los había convertido en meras esferas
opacas, carentes de vida y de sentimientos. Al perder su poder de atracción, se sintió con fuerzas de
observarles la boca. Andy y Patricia seguían acariciándola y se movían en torno a ella, por lo que era
difícil ver esos dientes, pero una fracción de segundo bastó para que los afilados colmillos se
mostraran en toda su crudeza animal.
Y luego estaba el color de sus rostros, de sus cuerpos. No existía ese color. Era blanco. Como
la nieve, como la piel de un cadáver.
El peso del cuerpo de Andrés la ahogaba, le impedía gritar y, cuando quedaba libre por un
segundo, los labios de Patricia se cerraban en torno a los suyos, sellando cualquier intento de pedir
auxilio. Y aunque el placer seguía siendo exquisito, Helena no quería volver a participar del gozo de
los muertos. En cambio, no sabía cómo librarse de él. Patricia entreabrió sus fauces, mostrando su
dentadura con todo descaro. Se empezó a aproximar al cuello de Helena con la boca abierta. La
víctima empezó a forcejear, pero Andrés no le dejaba moverse. Seguía estando dentro de ella y la
joven sintió la angustia del que ve su muerte cercana y no puede hacer nada por evitarla. Golpeó con
fuerza el costado del que fuera su amigo y éste sonrió terroríficamente mientras le miraba de nuevo a
los ojos.
–Ya eres nuestra…
La lengua de Patricia se deslizó por su cuello unos centímetros y poco después sintió un leve
pinchazo en el cuello y el alma que se le escapaba.
–Dios mío, voy a morir…
–No, nunca morirás.
Volvió a golpear las costillas de Andrés, pero no le quedaban fuerzas. Cada vez había más luz
en la habitación. Patricia levantó la cabeza y miró a su novio. La boca de ella estaba llena de sangre,
pero Helena no sentía ninguna herida. Dirigió la vista a Andrés y pidió clemencia con la mirada.

86
Patricia tiraba del gran amigo de David y emitía unos sonidos muy parecidos a los que hace un perro
cuando se dispone a atacar.
–Vámonos –gruñó, con una voz infrahumana.
Andrés volvió a sonreír y, simplemente, desapareció. Entonces Helena pudo incorporarse y
mirar a su alrededor. Por un segundo más fue capaz de ver a Patricia, o más bien a un reflejo
translúcido de su amiga que seguía acariciándole los pechos mientras terminaba de difuminarse. Dos
leves jirones de humo se escurrieron por las rendijas de la ventana seguidamente. Sola y desnuda
sobre la mesa de la buhardilla, Helena temblaba como una chiquilla.

VIII

Cuánto tiempo permaneció en este estado es algo que no podemos precisar. La mañana ya
estaba bastante entrada cuando por fin se puso en pie y trató de reflexionar sobre lo que le había
sucedido. Se llevó la mano al cuello buscando una herida que no parecía existir y suspiró aliviada al
comprobar que podía reflejarse en el espejo. Su respiración era rápida y profunda y el corazón
todavía le latía con una rapidez excesiva. Aun así, se sentía mejor.
Por fin, se decidió a bajar y despertar a David para contarle todo. Cogió la bata del suelo y se
metió dentro. Las piernas le temblaban y tenía las ingles doloridas, de modo que bajar por aquella
escalera de mano le supuso más esfuerzo que subirla.
–No ha sido un sueño, este dolor es tan propio de haber estado haciéndolo… Y aún siento la
excitación, el escozor. No he estado soñando y ha sido tan placentero que me da miedo pensar que
repetiría ahora mismo si me volviesen a mirar como al principio… Dios mío, ayúdame –pensaba
mientras volvía a la planta baja.
Dando tumbos, se acercó al salón. La puerta de su dormitorio seguía entornada, tal y como la
había dejado al salir. Aceleró el paso para entrar al cuarto y gritó espantada al penetrar en su interior.
La cama de David estaba vacía.
–Oh, Dios…
Corrió hacia la cocina y después entró en el baño. Tampoco se encontraba allí, ni en los otros
dormitorios. Salió al jardín y se empapó de agua de lluvia mientras buscaba en cada rincón, por
inverosímil que fuera. Sólo la leñera del flanco derecho de la casa quedó sin inspeccionar, pero
Helena no sabía dónde podía encontrar la llave de acceso a esta parte del chalet. Confusa y aterrada,
cayó en mitad del jardín y lloró desconsoladamente.

Estaba incomunicada. El móvil de David había desaparecido también, aunque el resto de sus
pertenencias permanecían intactas en la habitación. El coche estaba en el garaje y se había convertido
en un trasto inútil, pues la rampa de acceso había evolucionado durante la noche hasta transformarse
en un barrizal impracticable. Cuando Helena había estado forcejeando con el candado para intentar
escapar a pie –cosa de la que, por suerte para ella, desistió–, por su mente había pasado el mismo
razonamiento que por la de David un día antes.
–Patricia y Andrés no tenían la llave del candado y esta puerta siempre permaneció cerrada
mientras estuvieron solos en la casa. También durante la noche anterior. Luego nunca salieron de
aquí, es imposible que treparan una reja que está coronada por doce pinchos afilados y largos como
alabardas. Eso es lo que David quería decirme ayer. Él sabía que lo de nuestros amigos no era
normal, pero no quise escucharle, ni siquiera le dejé hablar. Y ahora estoy pagando las
consecuencias. Estoy sola.
»Tampoco David –prosiguió– puede haber salido de aquí, porque las llaves estaban en la
puerta de la casa cuando las cogí. David no se ha ido, pero ¿dónde está?
Miró la leñera de soslayo e incluso dio un par de pasos en esa dirección, pero la sola
posibilidad de que aquella pequeña construcción fuera el escondrijo de sus dos amigos muertos la
detuvo mucho antes de que estuviera cerca. Incluso prefería perder a David, cualquier cosa era
mejor que volver a cruzar la mirada con aquellas dos bestias sin alma.

87
Ahora estaba frente a la chimenea, envuelta en una manta. Su pelo corto ya estaba
prácticamente seco y el cuerpo ya no le daba las tiritonas de antes. Cuando había entrado en la casa,
hubiera jurado que estaba pillando una neumonía, pero ya estaba bien. Cada cinco minutos se llevaba
la mano al cuello, pero no nunca vio rastro alguno de sangre, ni tan siquiera una pequeña herida.
–En cambio, yo sentí un pinchazo. Su boca estaba llena de sangre, ¿mi sangre? Pero no soy
uno de ellos, no puedo ser uno de ellos… Porque tengo miedo, y estoy sufriendo por David y por
mí, tengo sentimientos. También sufro por mis amigos –miró hacia el desván y sintió un escalofrío–,
no, no soy un vampiro.
Un vampiro. Ésa era la primera vez que la palabra le venía a la mente. Vampiro. ¿Quién no ha
oído hablar de ellos? ¿Quién les sigue temiendo, quién no les ha perdido el respeto en estos tiempos
en que han sido vilmente vulgarizados por el cine y la televisión? Los niños se disfrazan de vampiros
en carnaval, los adultos se ríen de ellos y les han relegado a una tercera división dentro de su escala
particular de terrores y cuentos para no dormir. Se asustan más cuando ven el interés de su hipoteca
o cuando miran un telediario.
Pero los vampiros existen, ella había visto a dos de ellos, los había visto muy de cerca, por
Dios, se había acostado con dos de ellos y había paseado por las calles de un pueblo que, a buen
seguro, estaba infestado de decenas, quizá centenares de esas criaturas… Ella siempre lo había
sabido y siempre lo había ignorado. Andrés los había visto por la ventana, aquella noche memorable,
de indudable valor erótico e irónicamente fatal para todos. Y fue aquella misma noche cuando
desapareció, junto con su novia. Puede que incluso David los hubiera visto, y ahora él también
faltaba. Ella era la próxima y ya estaba dudando de la utilidad de resistirse a su destino.
Las sombras volvían a predominar sobre la luz, el reloj llevaba un buen rato dando la segunda
vuelta a su propia esfera y la noche se aproximaba, implacable. Helena temblaba en el rincón del sofá
en el que se había recostado. No había comido nada en todo el día y se sentía débil y hambrienta,
pero no quería moverse de donde estaba, pues desde allí tenía una buena visión de casi todos los
rincones de la casa. Miraba, nerviosa, a un lado y a otro y nunca vio nada que se saliera de lo normal.
Tampoco había señal alguna de David.
»Debería haberme ido por la mañana, no hubiera tardado mucho en llegar a Arve. Sí, es
probable que la tormenta me hubiese impedido avanzar, pero cualquier cosa hubiera sido mejor que
esto. Incluso morir ahogada o atrapada en el barrizal. He tenido miedo de los poderes de la
Naturaleza y ahora tengo que enfrentarme con otros mucho peores.
»Ya es de noche. Dios, dame fuerzas, yo no quería abandonar la casa sabiendo que David
seguía aquí, conmigo. Es todo tan contradictorio…
»Pero ¿qué oigo?
–Raaaac, raaaac, raaaac.
Un sonido similar al que hacen los animales cuando escarban la tierra se oía desde algún lugar
de la casa. Esto produjo un efecto similar al que se produce cuando abrimos una botella de cava.
Todo el horror contenido durante el día estalló de pronto. En pleno paroxismo, meciéndose de atrás
a delante como una histérica, Helena trataba de poner en orden sus pensamientos.
–Un animal, un ratón de campo, eso es. Tiene frío e intenta entrar en la casa.
–Raaaac, raaaac, raaaac.
–Suena demasiado fuerte, demasiado cercano. Suena desde dentro.
Una sombra se deslizó frente a la ventana del jardín. El brillo de sus ojos resultaba familiar.
Helena gritó desesperada y lloró mientras seguía meciéndose a una velocidad vertiginosa.
–Raaaaac…¡Pum!
De pronto, aun en su ataque de pánico, Helena dejó de mecerse para escuchar mejor. Un golpe
seco, proveniente de algún lugar cercano al otro ruido, pero no del mismo, había vuelto a imponer el
silencio brutal y sepulcral que reinara en la casa desde el principio. En cuanto se acostumbró a esta
nueva calma sobrenatural, un nuevo sobresalto contribuyó a excitarla todavía más.
–¡Helena!
La chica se volvió y rió estrepitosamente al ver la demacrada cara de su novio que, desde la
ventana del jardín, aquella en que viera a la sombra nocturna, la miraba con gesto suplicante.
–¡David!
88
Y, sin pensar en lo que hacía, corrió a abrirle la puerta.

IX

Tenían tanto que contarse el uno al otro que no sabían por dónde empezar. Tras una serie de
efusivos saludos y múltiples parabienes, fue Helena la que se decidió a hablar primero. Le contó todo
lo que le había sucedido desde que se levantara de la cama hasta entonces, sin omitir detalle alguno.
David la miraba fijamente mientras ella le narraba el episodio del desván y los acontecimientos
posteriores. Helena había decidido no mentir en ningún momento, aun a riesgo de sacrificar su
relación con él. Pensaba que ocultar la verdad, total o parcialmente, resultaría fatal en tales
circunstancias y no quería correr más riesgo del necesario. En algún momento, ella se interrumpió
ante la penetrante mirada de su novio, una mirada en lo que no leyó reproche alguno, aunque
tampoco la comprensión que le hubiera gustado esperar.
Lo cierto es que David tenía una manera de mirar que siempre había resultado, cuando menos,
peculiar y Helena aún no se había acostumbrado a esos ojos abiertos hasta el límite que se le ponían
cuando estaba meditando sobre algo. Siempre le había dicho que ponía cara de loco y que daba
miedo. Por eso, la chica titubeó en un par de ocasiones mientras realizaba su relato, que fue, como
decimos, bastante exacto.
En cuanto hubo concluido, David perdió por lo menos diez minutos en examinar la piel del
cuello de su novia, en busca de alguna marca o señal que evidenciara el ataque que decía haber
sufrido. Nada de eso pudo encontrar, de modo que, bastante aliviado (ella no tenía temores en ese
aspecto, puesto que se había mirado antes), David inició el relato de las sensaciones y experiencias
que le acometieran en el transcurso de la Semana Santa.
Él también fue muy preciso en todo, aunque el relato de su desaparición quedó, juicio de
Helena, demasiado incompleto.
–Creo que eran las siete y media, más o menos, cuando abrí el ojo. Estaba solo en la cama y
me extrañó que te levantaras antes que yo, ya que solemos hacer justamente lo contrario. Me sentía
muy cansado todavía, y las pesadillas que me habían acosado durante toda la noche me habían
agotado aún más durante el sueño, de manera que apenas podía mover un pie sin sentirme como si
mis miembros fueran de plomo, en lugar de carne y hueso.
»La puerta de nuestra habitación estaba entornada, pero yo no podía verte ni oírte, por lo que
permanecí atento a cualquier señal que me hiciera saber que estabas ahí. Miraba constantemente al
salón, en busca de una imagen tuya, ya fuera cruzando el salón o saliendo al jardín. Nada. Volví a
intentar levantarme, pero mi cuerpo no respondía a mis intenciones, parecía que siguiese dormido, al
tiempo que mi mente estaba más despierta que nunca. Empecé a tener miedo.
»Fue entonces cuando oí que me llamabas, casi a voz en grito. Traté nuevamente de
incorporarme, tan solo para comprobar, ya sumamente alarmado, que me encontraba totalmente
paralizado sobre la cama.
»Puedes imaginarte la sensación de angustia que invadió en ese momento y, si has visto a
Andrés y Patricia en su nuevo estado, te darás cuenta del terror que sufrí en cuanto los vi, de pie a
los dos, en la parte inferior de mi cama, mirándome.
–Pero eso es imposible, en ese momento debían estar conmigo –interrumpió Helena.
–No creo que estemos hablando de cosas posibles o imposibles, sino de realidades que superan
con mucho todo lo que hemos conocido en nuestras vidas –dijo David, impaciente–. ¿No te das
cuenta? Es probable que ahora puedan estar en más de dos sitios a la vez, ¿no? Tú has dicho que se
convirtieron en humo ante tus ojos; ¿Por qué te sorprende que estuvieran contigo y conmigo al
mismo tiempo? En estos momentos todo puede ser cierto para mí, absolutamente todos mis
esquemas se han roto en estos dos malditos días.
Hizo una pausa.
–Yo también tuve la impresión de que iban a avalanzarse sobre mí de la misma manera que
hicieron contigo. Se movían lujuriosamente y tocaban mi cuerpo como si estuvieran ávidos de mí.
Ambos estaban desnudos y se regocijaban en el hecho de que yo lo estuviera también.
89
»Yo no podía hacer nada, mientras tanto, estaba inmóvil e indefenso, ¿sabes lo que es eso?
Fueron unos momentos terribles, pues, a pesar de la poca luz que había en la habitación, yo ya había
podido fijarme en su expresión vacía y en el brillo de sus ojos. Ni siquiera podía debatirme
interiormente, entregarme a ellos o resistirme, porque sus ojos también anularon mi voluntad. Supe
en seguida que mi inmovilidad no era casual: su mirada la estaba provocando, su presencia, su halo,
qué sé yo.
»Patricia sonrió con una expresión que jamás podré olvidar y se subió a la cama conmigo. Sus
caricias se fueron haciendo más y más íntimas, y la poca resistencia que me quedaba desapareció a
ese mismo ritmo.
»En ese momento, sin embargo, cuando ella hacía el gesto de ir a sentarse a horcajadas sobre
mí, intercambió una mirada con Andrés, cuyo significado no supe interpretar. Antes de que pudiera
ver nada más, ella se volvió hacia mí y me besó en los labios. La fuerza con que lo hizo me obligó a
cerrar los ojos; aquello era totalmente distinto a ninguna sensación que un beso me haya producido
hasta entonces, y perdona si estoy siendo demasiado sincero.
Helena hizo un gesto con el que le instaba a continuar.
–Sólo puedo decirte que me sentí transportado, en el sentido más literal de la palabra. Cuando
volví a abrir los ojos, la oscuridad más completa me rodeaba, sólo los pequeños haces de luz que se
colaban por las rendijas del tejado de la leñera aliviaban parcialmente las tinieblas. Seguía sin poder
levantarme y así permanecí durante todo el día, empapándome con el agua que se filtraba en todo
momento, temblando de frío y delirante por la fiebre.
»Cuando llegó la noche, sin saber como, empecé a recuperar mi salud y la movilidad. Había
estado todo el día pensando en lo que podía haberte sucedido y lo primero que hice, en cuanto me
sentí capaz de arrastrarme por el suelo y se me desentumecieron los dedos de la mano, fue rascar en
la pared contigua a la del salón, pues supuse que podrías oírme. Poco a poco me fui recuperando,
pude mover las piernas… y destrozar la puerta de la leñera de una sola patada. Entonces vine a ti,
como un loco. Y tú me viste y me abriste la puerta.
»Ahora tenemos que pensar en cómo demonios vamos a escapar de aquí.

90
X

Las horas fueron transcurriendo casi sin sentirse. Helena fue a vestirse, acompañada en todo
momento por su pareja, que pareció disfrutar enormemente viendo cómo quedaba desnuda por unos
segundos para volver a vestirse después.
Ella no podía evitar hacerse algunas preguntas, tales como por qué David había reaparecido
con la ropa puesta, siendo que, según su propio relato, estaba desnudo cuando fue asaltado por los
dos vampiros o cómo pudo aparecer tan repentinamente en el interior de la leñera, si él carecía de la
capacidad física de transportarse de semejante manera, ya que seguía siendo humano. ¿Seguía
siéndolo? ¿Y dónde demonios estaba el móvil? Lo que le había contado ni siquiera se correspondía
del todo con la concepción que ella había tenido del paso del tiempo, pero la chica era consciente de
que su única posibilidad residía en creer que David no había perdido su humanidad.
Miróle de reojo y creyó advertir, por un segundo, que sus ojos brillaban en la oscuridad. Sufrió
un pequeño estremecimiento, casi imperceptible, y después dio un paso hacia atrás, atemorizada.
David no se inmutó, a pesar de la actitud de su novia y, en cambio, prosiguió con sus miradas
indiscretas en torno al cuerpo de ella. Se vistió tan rápido como pudo y salió de la habitación. El
brillo de los ojos parecía haber sido una ilusión óptica, pues tan sólo había durado un brevísimo
instante, volviendo después a la normalidad. Sin embargo, Helena ya no se sentía tan a gusto en
compañía de su pareja.
Sentados en el sofá, dejaron que pasara el tiempo y ningún acontecimiento fuera de lo común
pareció turbar la paz, ya sea dentro o fuera de la casa. Helena empezó a desterrar sus temores acerca
de la naturaleza de David, pues éste le dirigía múltiples palabras de cariño y consuelo y no se produjo
ningún nuevo hecho que le hiciera sospechar de él. Se acurrucó entre sus brazos y, antes de que
pudieran darse cuenta, el viejo reloj de pared, que también funcionaba, como todo en la casa, marcó
las cuatro de la madrugada. Hacía ya casi un día entero desde que había salido de la cama, y todo su
mundo y sus creencias habían dado un vuelco dramático en tan breve lapso de tiempo. Realmente,
habían empezado a hacerlo mucho antes, puede que desde que pusieran el pie en aquella maldita
casa.
Tantas horas sin dormir y la progresiva relajación de la que estaba siendo objeto acabaron
teniendo su efecto, y Helena empezó a notar un agradable peso en los párpados así como una
sensación de bienestar típica de cuando estaba a punto de dormirse. Se dio cuenta, no obstante, de
que aquél no era el mejor momento para ello, pero no tardó en perder el control sobre sí misma; ¡era
tan cómodo el regazo de David! Siempre lo había sido, y nunca había podido evitar el quedarse
dormida sobre él. Cerró los ojos y los volvió a abrir rápidamente, aunque sólo para tener que
cerrarlos otra vez. Trató de hablar pero no pudo, intentó moverse, pero le pesaba demasiado todo el
cuerpo. Notó pequeños residuos de dolor en las caderas, mas carecían de toda importancia. David
había sido muy comprensivo con todo el asunto de que se hubiera acostado con sus dos amigos. ¡Si
hubiera podido verla en acción, cómo se hubiera excitado! Helena intentó rechazar con fuerza este
pensamiento y sintió terror de conservar ese recuerdo agradable de su encuentro con Patricia y
Andrés. David le acariciaba el cabello, era muy agradable. Todos sus pensamientos empezaron a
carecer de sentido, señal inequívoca de que ya estaba de camino hacia la dimensión de los sueños. Su
cuerpo dio una pequeña sacudida de la que apenas fue ya consciente y, finalmente, dejó que sus
párpados cayeran según les viniera en gana.
–¡Dios…! –exclamó al volver a abrirlos. El reloj marcaba ahora las cinco y media –. ¿Cómo he
tenido los santos cojones de dormirme? –se dirigía a David, buscó su mirada con la suya, pero el
también había caído, aparentemente rendido.
Se incorporó y miró a su pareja. Se había quedado dormido en una postura antinatural,
demasiado tieso y con la boca ligeramente abierta. De esa guisa, más parecía un muerto que un
durmiente. La lámpara del salón estaba apagada ahora y el fuego de la chimenea emitía destellos
anaranjados e irregulares que daban cierto color al semblante de David. Aún así no era suficiente, y la
piel del joven veíase gris y mateada. Helena empezó a asustarse de veras ante el aspecto que tenía su
novio. Los pómulos, parecían excesivamente marcados y sobresalientes, los labios estaban hundidos
91
y cuarteados y bajo los ojos presentaba unas enormes ojeras. El corazón volvió a acelerarse, más aún
cuando dio un paso hacia él con la intención de comprobar si respiraba. Alargó su mano hacia la
boca entreabierta del joven y vio cómo le temblaba todo el brazo. Los dientes del chico no quedaban
a la vista, tan solo una línea negra de unos dos centímetros separaban los labios superior e inferior.
Obedeciendo a sus impulsos, ya había puesto las yemas de los dedos sobre la boca de él, pero se
detuvo un segundo antes de dejar al descubierto aquello que no quería ver, antes de retirar la carne
de los labios. De confirmarse sus sospechas, se volvería loca.
De pronto, el joven emitió un breve gruñido y se retorció en el sofá, saliendo del alcance de las
manos de Helena. Aunque sobresaltada, esto tendió a tranquilizarla de nuevo.
–Estás vivo, gracias a Dios… Sólo estás durmiendo.
El pulso le seguía latiendo a un ritmo acelerado, no obstante, y trató de calmarse. Notaba
cierta hinchazón en la lengua. La puso sobre el dorso de la mano y notó que estaba caliente. No era
la primera vez que notaba algo así en esa misma noche, pero ahora dolía un poco.
Miró en derredor y sólo pudo constatar una inmensa paz. Sólo se oía el viento, pues la lluvia
había cesado su constante tintineo sobre los cristales. Recordó la sombra que había visto por la
ventana poco antes de reaparecer David y se preguntó dónde estaría ahora. ¿Seguiría rondando la
casa? Se levantó del sofá y caminó hacia la cocina, buscando algo de agua con que refrescar esa
lengua que, aunque molestaba menos, necesitaba de algo refrescante. Pasando por delante de la
ventana donde empezó todo, vio que en el pueblo no brillaba luz alguna, pero, aún así, bajó la
persiana, sorprendida de no haberlo hecho antes.
De pronto, sintió una punzada en la espalda.
E imagino que David la estaba mirando.
Pero ya no era él. Sus ojos brillaban en la penumbra del salón, pues David había muerto y se
había convertido en un vampiro. Podía verlo como si realmente fuese cierto y pensó que su sexto
sentido no la engañaría de esa manera. Se volvió y allí estaba, aún sentado y con la cabeza vuelta,
sonriéndole con un rictus inhumano.
El muerto viviente se levantó poco a poco sin separar su mirada de la de Helena y emitió un
aullido que le puso a ella todo el vello de punta; se sentía tan paralizada como su novio decía haber
estado la noche anterior, no podía reaccionar de ninguna manera. Ni siquiera tenía fuerzas para
gritar, y aun de haber sido así ningún ser humano hubiera podido oír su llamada de auxilio. Ahora él
era el vampiro. Se aproximó a ella y sus pies no tocaron el suelo, sólo un silbido agudo y casi
imperceptible daba cuenta de su desplazamiento. La sonrisa que le dedicara no se le había borrado de
los labios y siguió sonriendo cuando cogió la cabeza de Helena con ambas manos. Ella no se resistió,
como tampoco había podido resistirse a la mirada de sus amigos en el desván. Durante unos
segundos David se quedó mirándola a escasos centímetros de su cara.
El brillo de los ojos de David destruyó definitivamente la voluntad de Helena. Ella dejó de
percibir el horror que suponía el estar siendo atacada por un no-muerto y se entregó al capricho del
monstruo.
–Helena… –casi gimió con voz animal.
Las manos gélidas del cadáver se introdujeron por debajo de su ropa, y la joven revivió los
placenteros momentos que había vivido con los otros vampiros. Aunque no podía mirar hacia otro
sitio, percibió otras dos sombras que, saliendo de la nada, se unían a los amantes. Andrés comenzó a
besarla por el lado derecho del cuello mientras Patricia la despojaba de sus pantalones.
–Habéis vuelto –dijo, en un tono de voz casi inaudible.
Patricia le estaba arañando la espalda y David había terminado de desnudarla.
–¡Helena! –gritó, pocos segundos después.
Ella buscó a sus amantes con ambas manos y los encontró sin esfuerzo. El suelo se movía bajo
su cuerpo, todo el mundo se deslizaba a sus pies. Apoyó la espalda en el sofá y sintió el tacto de
decenas de dedos sobre su cuerpo. Aquello era sublime y, mientras Patricia volvía a besarla, uno de
los chicos estaba poseyéndola.
–¡Helena!!! –ahora David la sacudía con fuerza. Sus ojos habían recobrado su aspecto habitual
y su cara tenía una expresión en la que podía leerse una gran tensión acumulada, así como un deseo

92
incontenible de salir corriendo. Continuamente miraba de un lado para otro, como si temiera que
alguien siquiera rondándoles. De vez en cuando se rascaba la cabeza con fuerza.
–Helena, está amaneciendo, tenemos que irnos de aquí, ¡ahora!
El espasmo que sacudió a la chica al salir del sueño fue tal que se cayó del sofá sin que David
pudiera hacer nada por evitarlo. Eran las seis cuarenta y cinco, y Helena lleva dormida casi tres
horas. Era un buen momento para escapar. La chica se puso en pie y siguió a su novio sin pensar en
lo que hacía. Estaba vestida y ligeramente mareada. No podía verse ni a Andrés ni a Patricia en el
salón. Cogidos de la mano, los dos jóvenes salieron de la casa hacia un jardín sobre el que ya no caía
la lluvia.

XI

–He salido a mirar mientras dormías. La salida está muy mal, pero no creo que el barro sea
suficiente para impedir que salgamos de aquí andando. Dejaremos aquí el coche y mandaremos a
buscarlo.
El sol aún no había salido, pero empezaba a clarear bastante. Helena seguía muy confusa y
parcialmente excitada. Los árboles del jardín reproducían movimientos convulsivos al ritmo de un
helado viento del Norte que parecía capaz de troncharlos a todos sin hacer ningún esfuerzo. Los
cables de la luz y el teléfono oscilaban peligrosamente mientras la puerta del garaje temblaba ante las
acometidas del vendaval, emitiendo un sonido metálico y apagado.
–¿Se habrán escondido ya? –osó preguntar–. Quizá debamos esperar a que salga más el sol.
–¡¿Y si el sol no puede nada contra ellos?! ¡No sabemos nada de sus debilidades, lo único que
podemos hacer es escapar mientras haya luz suficiente y no llueva! Te he propuesto irnos ahora
porque de noche nos hubiéramos extraviado, no porque crea que el sol sea capaz de frenarlos. Si
corremos lo suficiente, llegaremos aArve antes de tres horas, no creo que el barro nos retrase
demasiado.
La premura con que actuaba David terminó de despabilar a Helena, si bien el frío de la mañana
ya había realizado una gran labor en ese sentido.
El candado se abrió con un sonido quedo y David descorrió el cerrojo. Los novios salieron de
la propiedad.
El primer paso sobre la tierra mojada casi hizo que Helena se cayera al suelo, pero tan sólo
perdió el equilibrio momentáneamente. Su vista se desvió al jardín y vio que la puerta de la leñera
estaba intacta. Miró a David, que estaba un par de pasos por delante de ella, haciéndole gestos para
que viniera hacia él. El sol no terminaba de salir. Volvió a fijarse en el jardín, pero la mano de David
se aferró a su muñeca y la arrastró cuesta abajo con él.
Avanzaron penosamente los pocos kilómetros de cuesta sin apercibirse de que dos figuras
aparentemente humanas les observaban desde la entrada de la casa. Estaban cogidos de la reja de
entrada y parecían dos prisioneros asomados a la ventana de una celda.
Ella era más bien alta y, aunque no era especialmente guapa, sus cabellos rubios y sus formas
elegantes la hacían muy atractiva. Él era bajo y tenía la cara casi perfectamente redonda, su porte era
extravagante y parecía la antítesis misma de la mujer que había junto a él. Los ojos de ambos
carecían de un color específico y despedían un brillo tenue y antinatural que iba apagándose
conforme la luz de la mañana se apoderaba del paisaje. Sonreían con un gesto que hubiera hecho
temblar y retroceder al más valeroso de los hombres. Cuando perdieron de vista a los fugitivos
dieron media vuelta y entraron en la casa sin tocar la puerta, que se abrió en cuanto ellos se
acercaron. Después se cerró de un portazo y la casa quedó vacía.

Cuando pusieron el pie sobre el camino asfaltado que conducía al pueblo, Helena sentía que
perdía el resuello por momentos. Se detuvo a respirar, suplicando a David que se quedara con ella.
Miró que sol, como cada día, nacía ya desde detrás de las pequeñas lomas que rodeaban al pueblo
por su entrada y trató de que sus pulmones se recuperaran del esfuerzo de avanzar tan a duras penas

93
por el lodazal. David no parecía encontrarse mucho mejor, pero la cogió con fuerza de la mano y,
juntos, siguieron avanzando.
Entraron en el pueblo, donde la niebla helada volvía a hacer acto de presencia, circulando por
sus estrechas y sucias callejas a gran velocidad. Había algo en el comportamiento de esos jirones
neblinosos que le resultaba familiar a la joven, pero se sentía demasiado agotada como para perder
las escasas energías que le restaban pensando. El silencio que caracterizara al municipio en los días
previos se había visto sustituido por una extraña algarabía en la que se confundían retazos de voces
humanas, gritos de animales difíciles de identificar y el sonido propio del viento y la niebla. El cuadro
resultaba espeluznante, pero Helena ya sólo quería correr. Mientras seguía haciéndolo (el hecho de
que el pueblo describiera una cuesta descendente la ayudó bastante) se tapó los oídos y gritó ella
también, gritó con todas sus fuerzas, con la esperanza de dejar de oír aquel cántico demoníaco.
La mente de David era un torrente incontrolable de pensamientos. Mientras seguía reviviendo
el asalto sufrido en su propia cama por parte de sus dos amigos, retrocedía aún más en el tiempo y
recordaba la visita que realizaran al pueblo pocas horas antes, las desoídas advertencias de Andrés o
el momento en que, desde el coche, al llegar al punto de destino de sus desdichadas vacaciones, supo
que el lugar en que se encontraban y que tan gratos recuerdos le traía tenía ahora algo de… maldito.
¿Por qué no propuso dar media vuelta en ese preciso momento? No supo responder, y ahora estaban
corriendo junto a unas casas por cuyas ventanas veíanse múltiples rostros complacidos, muecas
inhumanas y miradas hambrientas.
Helena también los vio y en seguida encontró un parecido indudable con aquéllos de la de
iglesia o las de Patricia y Andrés. Todos carecían de vida en el sentido más literal de la palabra. Eran
las caras de los muertos que habitaban ese pueblo inhóspito y abandonado, aquéllas que habían
sobresaltado a su amigo en la noche, que lo habían secuestrado junto con su novia y habían
convertido a ambos en dos miembros más de su ejército de cadáveres.
Recordó entonces la impresión de estar encerrada en una burbuja que le dio el ver aquel tractor
trabajando solitario en el campo y a punto estuvo de detenerse ante la certeza de que los límites de
esa burbuja se habían convertido ya en los suyos propios. Nunca iba a poder escapar de ese lugar.
Doblaron una esquina y el sol les dio en pleno rostro. Era la primera vez en casi todo el fin de
semana que el astro rey se asomaba con tanto descaro. La fuerza de sus rayos les hizo gritar de dolor
y volvieron aterrados a la sombra, aún alargada, del Ayuntamiento.
–Dios mío, David.
Si hubieran podido ver sus expresiones en un espejo, apenas hubieran podido reconocerse, tal
era el espanto que se leía en sus rostros. David comprendió en seguida y dio otro paso hacia atrás.
Entre los múltiples recuerdos que seguían asaltándole figuraba ahora el de los cuatro haciendo el
amor por fin en el sofá, sin distinción de pareja ni prejuicio alguno… aquella misma mañana. Por vez
primera había catado la sangre humana y ésta había sido la de Helena, la de su amada Helena. Miró
tras de sí y las sombras de las ventanas ya no le parecieron tan espantosas, la algarabía había cesado.
Retrocedió un poco más y desapareció en la niebla.
Helena miraba la luz del sol con gesto nostálgico. Se llevó la mano al cuello y palpó el lugar
justo en que Patricia la había mordido. Ése era el único punto de su cuerpo en que aún se sentía algo
de calor. Pensó que, de haber huido en cuanto tuvo la oportunidad, hubiera escapado de las garras de
la muerte, ya que el sol la había salvado del primer ataque de los vampiros en el desván. Pero el amor
que sentía por David era demasiado fuerte como para abandonarle en aquel lugar, aun a sabiendas
como estuvo todo el tiempo de que David había muerto en el mismo momento de su desaparición. Él
era la sombra del jardín, ya no tenía ninguna duda, nunca la tuvo, realmente. Se volvió hacia donde
se suponía que tenía que estar él, sólo para constatar que su novio se había ido.
El sol seguía avanzando hacia ella. Sin darse cuenta de cómo había llegado hasta allí, observó
el paisaje desde lo alto, en las murallas. Las sombras aún la ocultaban del que ahora era su mayor
enemigo y seguirían haciéndolo por unos minutos. Ningún tractor trabajaba en el campo y el pueblo
que se veía al otro extremo del valle había adquirido, según podía ver con sus nuevos sentidos, el
mismo tono decadente y apergaminado que el suyo. Luego la burbuja se expandía. Estupendo.

94
Un frente de nubes gruesas oscuras sumergió al pueblo en las tinieblas, pero aún así sintió la
necesidad que tenía de volver a casa. Con sólo desearlo, hizo que los pies no tocaran el suelo y dejó
que el viento la llevara con sus amigos. Los cuatro juntos, otra vez.

95
La casa del maestro *

E ntraba a trabajar a las nueve y media de la mañana a la escuela rural de Arve, aunque residía
en el vecino pueblo de Arzanoga, donde había encontrado una casa para alquilar a un precio
más que razonable. Dicha casa había pertenecido a dos desdichados que habían muerto meses
atrás en los bosques del Maltozano, situado a pocos kilómetros de allí. Otro tipo la había estado
ocupando en los meses posteriores a tan triste acontecimiento, pero ya se había marchado. Luis vivía
feliz en aquel lugar y nada turbaba allí su tranquila existencia.
Siempre llegaba con bastante antelación a su trabajo y esta vez no iba a ser una excepción. Si
las clases daban comienzo a la hora que ya hemos mencionado, él ya estaba allí a las nueve y cuarto.
Preparaba papeles y fichas, ensayaba un poco las lecciones del día y arreglaba cualquier cosa que
hubiera podido quedar pendiente del día anterior.
Salió de la casa y entró en el garaje, de donde sacó el coche con una sencilla maniobra. Subió
la pequeña cuesta que unía su casa con el pueblo y volvió a descenderla, esta vez a pie, para cerrar la
verja que daba acceso al jardín. Regresó a su vehículo y lo puso en marcha, todo a su hora, a su
tiempo exacto.
De pronto dio un frenazo brusco y se quedó pensativo, el coche nuevo parado en mitad de la
calle principal de Arzanoga.
–Mierda, la cinta de vídeo… –dijo en voz baja.
Se la había dejado en casa. Resulta que un joven maestro en prácticas le había prestado una
cinta VHS que contenía un montaje sobre el mundo animal que Luis creyó interesante mostrar a sus
alumnos algún día de esos. La había estado viendo en su casa para comprobar que se ajustaba a sus
pretensiones educativas y se había comprometido a traerla de nuevo a la escuela a la mañana
siguiente, es decir, esa mañana.
Por unos segundos dudó entre volver a casa y devolver la cinta por la tarde. Estuvo a punto de
salir del coche en un par de ocasiones, e incluso abrió la puerta del conductor, haciendo ademán de
poner un pie en la calle.
Si volvía casa perdería por lo menos diez de minutos entre que bajaba la cuesta, abría la verja,
cogía la cinta y repetía el camino de nuevo en dirección al coche. Con ello, su norma diaria se
rompería y no dispondría más que de cinco minutos para preparar toda la mañana de trabajo.

*
Mayo de 2002
96
Por otra parte, se había comprometido a darle la cinta al chaval de prácticas (a pesar de que a
éste le daba exactamente lo mismo cuándo le devolvieran la grabación) y no le parecía en absoluto
correcto faltar así a su palabra, aunque la hubiera dado de un modo informal.
Vaya dilema.
Aún se quedó pensando así por unos segundos más, pero finalmente vio que el tiempo que se
concedía a diario le daba un margen bastante generoso, de modo que era casi imposible que hiciera
tarde al trabajo. Además, hoy no había demasiadas cosas que hacer.
–Iré rápido y no perderé más que un par de minutos –se dijo, y salió definitivamente del coche.
Caminó los escasos metros que había recorrido con el auto unos instantes atrás y lo hizo
fijándose en lo instalada que ya estaba la primavera en el pueblo, en toda la comarca. El color gris
del invierno del Maltozano había cedido ante los irresistibles impulsos del verdor primaveral que
ahora poblaba cada centímetro cuadrado del paisaje. El viento del Norte soplaba con suavidad, y la
melodía que interpretaba en su roce con las hojas recién nacidas deleitaba el oído del maestro. Unas
nubes blanquecinas empezaban a formarse en la cima del monte encantado y Luis pensó que la tarde
traería consigo una de las primeras tormentas del año. Complacido ante esta perspectiva
meteorológica, prosiguió su camino y ya bajaba el camino de cemento que precedía al umbral del
jardín.
Consultó su reloj y se alegró de comprobar lo temprano de la hora. Había estado caminando
deprisa, más de lo que pensaba, y aún iba a tener tiempo de sentarse un rato en su mesa de profesor
y mirar enternecido los pequeños pupitres de sus alumnos. Aquel año le trasladaban a la otra punta
de la región y no iba a volver a ver a muchos de sus pequeños; mayo ya estaba a la vuelta de la
esquina, y de ahí a fin de curso el tiempo pasaría tan volando que apenas iba a tener tiempo de
despedirse de ellos.
Abrió la valla y ésta no chirrió, pues la había engrasado esa misma semana. Anduvo los pocos
metros que le separaban de la puerta e introdujo la llave con un sigilo que ni él mismo hubiera
podido justificar. Dio la doble vuelta y abrió la ligera hoja de madera. La escena que entonces vio
desarrollarse en el salón de su casa lo dejó petrificado.
Pues, invadiendo cada rincón de la estancia, moviéndose por toda la habitación, danzaban y
saltaban las más fantásticas criaturas que el hombre jamás ha imaginado.
Durante una fracción de segundo, Luis se fijó en ellos. Y no perdió detalle: seis pequeños
duendes, de no más de cincuenta centímetros de estatura y ataviados con llamativas indumentarias de
múltiples colores, brincaban sobre el viejo sofá de tres plazas en el que Luis solía tumbarse a
mediodía para leer y descansar. Sus narices estaban coloradas cual vino tinto y sus mejillas
sonrosadas enmarcaban una divertida y enorme sonrisa.
Frente a ellos, los trasgos del bosque, sobre los que el maestro había leído decenas de leyendas
y habladurías de vieja, se reunían en místico concilio para dispersarse después entre sus compañeros
de juegos. Todos ellos estaban tocados con gorros de extraordinarias telas estampadas y una
campanilla que tintineaba nerviosa a cada paso que daban. Sus caras eran menos graciosas que las de
los duendes, pues estaban surcadas por profundas arrugas y rasgos más propios de un anciano. Aún
así, Luis se sintió maravillado de presenciarlas, ya que no desprendían ninguna mala sensación, al
contrario; irradiaban una bondad y una sabiduría que no parecía conocer límites. El joven profesor
pensó que debían tener por lo menos mil años de conocimiento sus espaldas.
Más al fondo, las más pequeñas criaturas de cuantas se encontraba allí reunidas, los gnomos
barbudos y regordetes, estaban sentados, haciendo juegos malabares con las cintas de música con las
que Luis solía amenizar algunos de sus ratos de ocio. No vamos a entrar a describir a estas pequeñas
maravillas, pues se correspondían exactamente con la imagen popular que de ellos tenemos, sus
gorros cónicos y sus mofletes redondos tal y como los hemos visto desde siempre.
En la puerta de la cocina, eternamente jóvenes, cantaban, bailaban y reían las hadas. Luis nunca
hubiera podido pensar que la naturaleza pudiera ser tan generosa a la hora de dotar a cualquiera de
sus creaciones de aquella gracia sobrenatural. Pero así era, y sus rostros eran de pura porcelana,
blancos como la nieve y ligeramente sonrosados a ambos lados. Si combinamos esos rostros con
unos ojos de un azul intenso como el cielo de mediodía y un cabello perfectamente liso y

97
resplandeciente, el resultado final será sin duda la mayor de las bellezas imaginables, un auténtico
éxtasis para los humanos sentidos del profesor.
No eran éstas las únicas criaturas que atestaban la habitación, pero sí aquéllas a las que Luis
supo dar nombre. Había, por supuesto, otros muchos seres; algunos eran más grandes y otros más
pequeños, éste tenía un aire definitivamente desenfadado y aquél parecía, dentro de su amabilidad, un
poco más malhumorado. Uno recordaba al ser humano por la disposición de sus miembros y otro
hacía pensar en seres etéreos y desconocidos para el hombre. Pero todos ellos se divertían de lo lindo
en el salón de Luis, y el joven no tardó en explicarse el porqué de las múltiples desapariciones e
inexplicables movimientos de objetos que se habían experimentado en esa casa desde hacía semanas.
A todo esto, no habían transcurrido más que unos pocos segundos desde que abriera la puerta
y empezara a contemplar el espectáculo. Lo percibido en este breve intervalo es lo que acabamos de
explicaros y poco más pudo observar con detenimiento, porque, a la voz de alerta de uno de los
seres, el resto de los visitantes se volvió hacia él.
El jolgorio y la alegría desaparecieron al instante. Luis estaba mirando en ese momento a una
de las hadas, muchacha especialmente bella y de rostro aniñado, que había enternecido la mirada del
joven más que ninguna otra de las excepcionales visiones que se le presentaban. Pero el grácil
movimiento de su cuello, realizado en la acción de volverse hacia él, hizo que la luz resbalara por su
rostro de un modo distinto, revelando al espantado profesor unos rasgos de auténtica pesadilla.
Su piel seguía pareciendo tersa y suave como la de un bebé, pero el color había cambiado de
un blanco inmaculado a otro más crudo, casi amarillento, que recordaba excesivamente a la piel de
los cadáveres. Y su boca… La carnosidad de sus labios se había hundido y degradado, las joyas que
adornaban la diadema de su sonrisa habíanse transformado en sucios pedruscos sin valor ninguno,
duros y ásperos. Además, sus candorosos ojos azules se ocultaron casi al instante en unas profundas
ojeras violáceas, desapareciendo de la vista por completo y dando al conjunto de la mirada un
aspecto aterrador.
Idéntico efecto sufrieron los rostros de todas las hadas danzarinas; sus respectivos semblantes
habían adquirido un rictus severo y amenazador, y en ningún momento parecieron sentirse cómodas
con la inesperada aparición del propietario de su cuarto de juegos. No le quitaban la vista de encima
y, observándole, componían un siniestro conjunto de espectros.
Luis empezó a sentir que le faltaba la respiración ante tan horrible presencia y apartó la vista de
las hadas. Mala idea, pues lo hizo para posarla en una serie de malévolas criaturas enanas que, tan
solo unos segundos antes, habían sido unos graciosos gnomos del bosque. ¡Qué horribles colmillos
afilados! ¡En qué espantosas garras concluían sus regordetes antebrazos! ¡Qué tenebroso bufido
escapando de la profundidad de sus entrañas!
El ceño de los trasgos se arrugó a su vez, deformando su gesto y torciendo la boca en un claro
gesto de amenaza. Uno de ellos le señaló con el dedo y con siniestra entonación, pronunció un
conjuro ininteligible.
El joven estaba ahora más paralizado que nunca, ya que se sabía centro de toda la atención de
los fenómenos que le rodeaban. No era una atención afable, sino de terribles intenciones. Lo que
hacía unos segundos era una de las más bellas hadas, dio un par de pasos hacia él y lo hizo
moviéndose como los patéticos muertos vivientes de las películas de Romero. De su boca salió un
horrendo gemido y, a continuación, Luis sintió un agudo dolor, acompañado de innumerables
desgarros en la piel de sus pantorrillas. Miró hacia abajo y comprobó, aterrado, que los graciosos
duendecillos que primero viera en su casa, habíanse transformado en voraces criaturas que
devoraban sin piedad sus miembros inferiores.
Saliendo, por fin, de su estupefacción, se revolvió con fuerza, y rechazó a puntapiés a los
pequeños antropófagos, que chocaron con fuerza contra las paredes. Miró hacia donde le habían
tenido atrapado y sólo pudo ver enormes manchas de sangre y tela destrozada. Gritó desesperado
ante esta visión y trató de ganar la puerta de salida, sita a escasos centímetros de su espalda. Pero ya
era demasiado tarde. Una de las formas etéreas que sobrevolaban la habitación se interpuso entre el
joven y la salvación de su vida. Inmediatamente después, empezó a adquirir forma y volumen y, en
cuestión de décimas de segundo, ya tenía todo el aspecto de un lobo rabioso y gigantesco, que
gruñía ante las intenciones de escapar del profesor.
98
El dolor volvió a las piernas, pues los duendes infernales, aprovechando esta distracción, ya
habían renovado su voraz ofensiva sobre el joven, que aulló de dolor y pánico. Una mano fría
huesuda se posó entonces sobre su hombro y apenas pudo ver como otras muchas se cerraban sobre
su cuello, cortándole la respiración.
Incapaz de resistir el dolor en los gemelos, cayó de rodillas, y todas las criaturas cayeron sobre
él, en una escena de horror inconcebible.

[…]

Muchos fueron los que lloraron la muerte del maestro, pero pocos, muy pocos, los que
hicieron preguntas. Los habitantes de esos extraños lugares no necesitaban labor policial alguna para
entender lo que había sucedido. Luis no era el único que había visto demasiado, ni el último que
pagaría su conocimiento con la propia vida. Y a pesar de que ningún testigo presenció sus últimos
momentos, yo sé que lo que acabas de leer ocurrió tal y como arriba aparece reflejado. La casa del
maestro sigue abandonada, y si, casual o intencionadamente, penetras en su jardín y escuchas el
suave canto de los pájaros y el rumor del viento del Maltozano, la historia completa también te será
revelada, en una última e inolvidable lección.

99
Desprecio o
Historia de Blas, el enterrador *

E l pequeño Jaime, hijo único, único nieto, escuchaba ansiosamente todo lo que el abuelo Blas
tenía que decirle. Blas se había jubilado recientemente, había entrado, por fin, en esa etapa
maravillosa en la que todo el tiempo te pertenece y las obligaciones se esfuman en el
recuerdo. Otro hombre mayor compartía banco con ellos. Acababan de conocerse, pero la
conversación había fluido espontáneamente entre ellos como solía hacerlo en el pasado, en la lejana
juventud.
–¿Enterrador? –el hombre mayor se alejó de Blas unos centímetros, quizá instintivamente.
Jaime sonreía despreocupado mientras observaba con infantil devoción.
–Sí señor. Bueno, en los últimos años había que decir “técnico de mantenimiento y custodia en
parques y jardines, sección cementerio”, pero mi trabajo de toda la vida ha sido siempre el de
enterrador.
El desconocido calló unos segundos, pero la conversación no tardó en reanimarse,
demandando de Blas alguna anécdota o suceso extraordinario que pudiera haberle ocurrido a lo
largo de su “trayectoria profesional”.
–No se engañe, mi buen amigo, que nunca en mi vida me las he tenido que ver con aparecidos,
esquirlas o cosas semejantes. Sí es cierto que he tenido miedo muchas veces; he mirado por encima
de mi hombro con temor, he escudriñado en la luz y en la oscuridad y he visto, en fin, algunas cosas,
digamos “anormales”.
»Pero dudo de veras que ninguna de ellas satisfaga su mórbida curiosidad (a Blas le encantaba
utilizar palabras como “mórbida” o “inenarrable” aun sin tener del todo claro su significado). Nada
me ha sucedido nunca que no sea perfectamente explicable bajo un punto de vista enteramente
racional.
Hubo una pausa. El desconocido parecía desilusionado, mientras Blas reflexionaba y Jaime
retornaba a sus juegos a la buena sombra de un enorme sauce.
–Claro que está la historia de la viuda de Cansado. Escúcheme con atención, si tiene paciencia
para ello, y dígame luego su opinión, porque aún habiendo transcurrido sus buenos veinte años desde
aquellos días, servidor aún continúa haciéndose preguntas sobre la causa verdadera de todo aquello
que tuve ocasión de presenciar.
*
9 de julio de 2002

100
»Hace algunos años se celebró el funeral de un hombre que debía de ser muy querido entre los
suyos. No había más que ver la cantidad de gente que se desplazó hasta el cementerio para
despedirle para darse uno cuenta.
»Se trataba de un hombre relativamente joven, de cincuenta y cuatro años, a quien el cáncer
había consumido dolorosamente por espacio de apenas un año, según pude saber. Su nombre era
Francisco Cansado y dejaba mujer y seis hijos adolescentes a este lado del muro.
»Poco a poco, y según pasaron los meses, el número de flores que adornaban la lápida, así
como las visitas en general fueron menguando, nada hay de raro en ello. Tan solo la viuda continuó
acudiendo casi a diario, para acompañar por unos minutos a su desaparecido esposo.
»Sucedió en diciembre que tuve que hacer unos arreglos en unos nichos cerca del de Cansado
y así fue como trabé conocimiento de la señora, quien me puso al corriente de los pocos datos que
hasta el momento he querido darle.
»Era ésta una mujer de una belleza mancillada, tristemente ajada por los años y las vicisitudes.
Pero bajo su ceño triste y arrugado, se adivinaba lo que años atrás había sido, a buen seguro, una
belleza, cómo decirlo, suprema. Créame cuando le digo, querido amigo, que hay que escudriñar
siempre en la superficie, no debemos dejarnos engañar por el encanto o el horror de lo evidente,
porque podemos perdernos, por ejemplo y sin ir más lejos, la contemplación del fascinante juego de
adivinanza que era el rostro de la viuda de Cansado.
»Pero estoy yéndome del tema. Siempre me ando por las ramas y tiendo a disgregar y filosofar,
así que le ruego que, si vuelvo a hacerlo, me pellizque fuerte, o me arree un bastonazo aquí, en la
muslera. A lo que iba:
»En los días que coincidí con la viuda, hicimos cierta amistad, tanta como para que ella me
contara cómo transcurrieron los últimos meses en la vida de su marido.
»Resulta que era una especie de “pez gordo”, no sé qué demonios de Presidente del Consejo
de Administración de una empresa levantada de la ruina por él mismo, junto a otros a amigos (o
levantada “por él solo, asistido de lejos y con cobardía por algunos mal llamados amigos suyos”,
según la apasionada exaltación de la señora).
»Su vida era su trabajo; pasaba catorce horas diarias en su despacho tratando con clientes,
arreglando ventas y participando en diseños. Ordenaba papeles como un administrativo y arrimaba el
hombro como el último operario. Así era Francisco, al parecer.
»Y no es bueno trabajar tanto, ya le digo yo que no. Todo ese esfuerzo y todo ese estrés (¿se
dice estrés?) sólo podía sobrellevarlo dejándose llevar por un mal hábito adquirido en la inconsciente
juventud. Inhalaba el humo de innumerables cigarrillos, palitos para el cáncer que dicen por ahí,
tabaco de primera o de segunda, si no había, tabaco al fin y al cabo cada día de su vida.
»Ocurrió lo inevitable, y no voy a entretenerme describiéndolo con detalle: Una mancha en un
pulmón, una operación de urgencia, un tumor maligno, un mal incurable. Fue duro, pero empezó
sobreviviendo al quirófano y al postoperatorio. Un par de meses después de serle extirpado del
pulmón izquierdo, desoyendo los consejos de mujer y médicos, Francisco regresaba al trabajo, la
sacrosanta vida activa. Atendía así a las numerosas demandas de sus compañeros y amigos, que no
dejaron de agobiarle con los problemas del negocio ni en la misma convalecencia hospitalaria. Casi
casi le acompañan a la misma mesa de operaciones, así que huelga todo comentario.
»Pero un cáncer no es un resfriado y la enfermedad volvió al ataque, deteriorando el día a día
de Francisco, haciéndole toser y escupir sangre, debilitándole sin piedad.
»Y hete aquí que algunos de los que se llamaban amigos suyos pensaron que Francisco no
debía seguir trabajando en semejantes condiciones, que aquella era una buena ocasión para
arrebatarle el puesto. Sus razones tendrían, digo yo, que no entiendo por qué le habían seguido tanto
para querer defenestrarle después… pero el caso es que le presionaron y le acosaron, incluso a
sabiendas de su delicado estado de salud, hasta que Francisco, derrotado en cuerpo y alma, cansado
y harto de todo, dimitió de su cargo. Tardó poco más en morir.
»Así que volvemos al principio, y la viuda de Cansado ya no tenía fuerzas ni para llorar
mientras me contaba esta historia.
»Durante su narración repetía constantemente un nombre: Tomás y yo no pude resistirme a
preguntar a la viuda de quién se trataba.
101
»Era éste uno de los mejores amigos de Francisco, incluso habían pasado juntos varias
vacaciones, tenían una relación muy estrecha. Fue este tal Tomás, jefe de talleres, así como Francisco
lo era de oficinas, el principal opositor de Cansado, el primer instigador contra él responsable de su
dimisión y aquel cuya traición más dolió y desesperó al enfermo.

El desconocido escuchaba pacientemente, aunque parecía preguntarse qué tenía de extraño


todo aquello que le estaban contando.
Blas pegó una voz a su nieto, que se estaba alejando demasiado, y prosiguió con su historia
con voz calmosa y pausada, chasqueando la lengua contra el paladar en las pausas y casi
escuchándose a sí mismo mientras hablaba.
–El día en que terminé mis trabajos unto al nicho de Cansado, su viuda dejó una gran cantidad
de flores sobre él, unos ramos preciosos de colores vivos y alegres, depositados sobre una tumba.
Irónico, ¿verdad?
»La tarde cayó rápidamente y sin piedad, como suele hacerlo en invierno. Una niebla densa se
filtraba por entre las calles del campo santo y le hacía parecer exageradamente tétrico, como en una
película de Roger Corman; ¿ha visto alguna usted?
Blas recibió un pellizco.
–Ay, sí. Continúo.
»Yo ya estaba solo y trabajaba tranquilo, pero el sonido de unos pasos en la tierra húmeda me
paralizó y me mantuvo a la expectativa conforme se iban acercando.
»De entre las sombras vi surgir un hombre.
»Era un tipo sencillo pero rudo, basto, dirían de él algunos. Pero su rostro se veía conmovido
por el dolor y podría decirse que había estado llorando. Tras dirigirme un lacónico saludo, se
aproximó en silencio a la tumba de Cansado, donde depositó, con suma delicadeza y visiblemente
emocionado, un pequeño ramo de flores blancas que había traído consigo. Una vez hecho esto, el
tipo basto se despidió y desapareció entre las sombras, como un fantasma. Cuando dejé de escuchar
sus pasos alejándose por donde habían venido, continué mi labor hasta la hora de cenar. En ese
momento concluí por fin los apaños, rodeado de oscuridad. Cerré el cementerio (le estoy hablando
de uno de esos cementerios que se cierran por la noche) y volví a casa.
»Muy temprano, a la mañana siguiente, hube de volver a ese mismo lugar, pues, con la
precipitación de mi marcha, había olvidado allí varios de mis aperos de trabajo.
»La niebla continuaba espesando el ambiente calando los huesos del más pintado. Sólo una
brisa ligerísima rompía la inmovilidad de la mañana y desplazaba lentamente los densos bancos de
bruma, aunque sin despejar del todo el aire en lo más mínimo. De pronto vi algo que detuvo mi
caminar…
»¿Puede usted hacerse cargo de la sorpresa que me embargó cuando, a los pies de la tumba de
Cansado, tiradas por el suelo y despreciadas por Dios sabe qué fuerza sobrenatural, allí, digo, pude
ver las humildes flores blancas que el hombre rudo había traído la víspera y depositado con tanto
cuidado sobre la lápida, como póstumo homenaje a su amigo muerto?
»Por su expresión veo que no termina de entenderlo.
»¿No se da usted cuenta, por el amor de Dios –Blas se iba emocionando por momentos, como
si todo aquello fuera un asunto personal–, de que nadie, repito, nadie visitó aquella tumba después
de ese hombre, después de Tomás, pues estoy seguro de que se trataba del traidor, arrepentido y
dolido por lo que él debió creer las consecuencias de sus actos? ¡¿No ve que yo mismo cerré el
cementerio por la noche y lo abrí por la mañana?!

Ante lo vívido de sus recuerdos, Blas volvía a sentirse inquieto y repetía algunos tics nerviosos
desaparecidos hace años. Era la primera vez que le contaba a alguien todo aquello y no sabía que
recordarlo iba a ser tan duro; miraba a su alrededor con gesto expectante, casi asustado, y le daba la
impresión de sentirse de nuevo solo y rodeado de tumbas. Algunas nubes grisáceas amenazaba con
tomar el cielo y la tarde al asalto, contribuyendo más aún a las malas sensaciones de Blas con
respecto a ese momento. Tomo aire con fuerza, se secó el sudor de la frente y volvió a tomar la
palabra. En cuanto lo hizo, se volvió a calmar. El desconocido le miraba aparentemente impasible.
102
–Aunque era mi deber, no recogí las flores del suelo, pues me aterraba pensar en la mano que
allí las había dejado. Me alejé de aquella parte del cementerio y reanudé mi trabajo ordinario. No sé
quién tuvo el detalle de recoger el ramo (a mediodía ya no estaba), pero yo no fui.
»¿Sabe? No estaba muy seguro de querer contarle a usted esta historia, porque ya queda
ningún testigo vivo de ella aparte de quien le habla. Nadie puede corroborar su parte última, aquélla
que más escapa a mi entender. Lucas, mi compañero de entonces, murió hace poco; sólo él vio lo
siguiente, así que apelo a su credulidad y le ruego que no me tome por un loco o un embustero.
El desconocido asintió con gesto interesado.
–La viuda de Cansado sobrevivió más de quince años a su marido, no pudo agarrarse ni
siquiera a un final romántico en que cayera destrozada por el dolor, en que la pena por su amado
muerta le costase a ella la vida. Muy a su pesar, no fue cierto en su caso aquello de que “no podía
vivir sin él”.
»Pues bien, al final murió y pidió poco antes que, llegado el momento, exhumáramos a su
Francisco para que ambos, marido y mujer, pudieran descansar juntos en un mismo lugar, una cripta
construida a tal efecto en la parte antigua del cementerio.
»Yo aún sentía cierto reparo a acercarme a la tumba de él, pero tuve que hacerlo sin rechistar.
Arrancamos la lápida y extrajimos con cuidado el pesado y sucio ataúd.
»Había que abrir la caja para llevar los restos, así que introduje una palanqueta bajo la tapa y
empujé con fuerza. La madera crujió y les cierres se quebraron bajo mi impulso. Me temblaban las
manos, pero introduje los dedos por el espacio que había quedado abierto y tiré hacia mí. Lucas me
ayudó a izar la tapa, pero no a entender lo que bajo ésta se escondía. Piense, amigo mío que le estoy
haciendo partícipe de mi mayor secreto y sé que el bueno de Lucas tampoco se lo reveló a nadie.
»Porque, sobre los escasos restos que de Francisco Casado se conservaban, entre lo que en su
día habían sido unos dedos entrelazados y ahora no eran más que polvo y podredumbre, allí se
encontraban, insisto, lozanas y frescas como aquella lejana noche neblinosa de diciembre, las mismas
flores que un hombre sencillo había traído a modo de disculpa, muchos años atrás.

Ahora Jaime ya no jugaba y miraba muy serio a su abuelo Blas, que llevaba demasiado tiempo
hablando solo. Se aproximó a su banco, tiró de su chaqueta y le pidió que le llevase de vuelta a casa.
El desconocido se levantó con los ojos ligeramente humedecidos pese a su hierática expresión y Blas
pensó en lo familiar que le resultaba esa mirada. Mientras Tomás se alejaba, dispuesto a descansar, el
viejo enterrador trató de no darle al asunto la importancia que merecía y volvió a casa con su nieto y
sus recuerdos.

103

You might also like