You are on page 1of 211

D. D.

Raphael

Problemas de filosofía política

Versión española de
M.a Dolores González Soler

Alianza Editorial
Título original:
Problems o f Politicai Philosophy (Revised edition)
The Macmillan Press.
Esta obra ha sido publicada en el Reino Unido por

© D. D. Raphael, 1970, 1976


© Ed. casi. Alianza Editorial, S. A ., Madrid, 1983
Calle Milán, 38; V 200 00 45
I.S.B .N .: 84-206-8067-2
Depósito legal: M. 29.258-1983
Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Impreso en Hijos de E. Minuesa, S. L.
Ronda de Toledo, 24 - Madrid-5
Printed in Spain
Indice

NOTA P R E L IM IN A R ............................................................................. 9

1. ¿Q UE ES LA FILO SO FIA PO LITICA ? ............................. 11


1. Teoría científica y teoría filosófica, 11.— 2. Valoración crí­
tica de las creencias, 14.— 3. Clasificación de conceptos, 21.
4. Filosofía e ideología, 27.— 5. Metodología de las ciencias
sociales, 30.

2. LA PO LITICA Y E L E S T A D O ................................................ 37
1. El ámbito de la política, 37.— 2. Asociaciones y comuni­
dades, 43.— 3. Pautas de regulación, 45.— 4. Estado y Na­
ción, 49.— 5. Rasgos distintivos del Estado, 52.

3. SOBERANIA, PODER Y A U T O R ID A D ............................... 65


1. Soberanía del Estado, 65.— 2. La teoría del poder, 66.—
3. Objeciones a la teoría del poder, 70.— 4. Poder y auto­
ridad, 77.— 5. Autoridad soberana, 86.

4. LOS FUNDAMENTOS D E LA O BLIGA CIO N PO LI­


TICA ............................................................................................... 89
1. Obligación moral y obligación prudencial, 89.— 2. Fun­
damentos morales de la obligación política, 93.— 3. La teo­
7
8 Indice

ría del contrato social, 96.— 4. La teoría del consentimien­


to, 105.— 5. La teoría de la voluntad general, 108.— 6 . La
teoría de la justicia, 113.— 7. La teoría del interés general
o bien común, 118.— 8. Obligación y autoridad, 120.—
9. Al alcance de la obligación política, 123.

5. LIBERTA D Y A U T O R ID A D ................................................. 127


1. La idea de libertad, 127.— 2. La libertad y la ley, 135.
3. Los límites de la autoridad del Estado, 144.

6. LA DEMOCRACIA .................................................................... 155


1. Ideales democráticos, 155.— 2. Gobierno democrático,
160.— 3. La democracia en la sociedad internacional, 169.

7. LA JU S T IC IA ............................................................................... 179
1. Un concepto complejo, 179.— 2. Equidad e imparciali­
dad, 186.— 3. El derecho a la igualdad, 198.— 4. Equidad y
utilidad, 209.
NOTA P R E LIM IN A R

Este libro pretende introducir a los estudiantes en los problemas


(no la historia) de la filosofía política sin presuponer ningún conoci­
miento previo de filosofía. En una introducción relativamente corta
es inevitable que muchas cosas se digan a medias y otras no se digan
en absoluto. El primer capítulo es visión personal del tema y no un
programa de lo que viene después. En lo que sigue hay una selección
y unos límites inevitables, que quizás se hagan más evidentes en lo
relativo a la discusión sobre la democracia, tema al que sería necesario
dedicar un libro en su totalidad.
Los capítulos I-IV fueron escritos en el segundo de los cursos en
los que estuve como profesor visitante en el colegio All Souls de
Oxford y deseo expresar mi gratitud a su director y profesores por
la oportunidad que me dieron para dedicarme de lleno al trabajo de la
enseñanza, en un ambiente tranquilo y hermoso.
La diferencia de trabajar en estas circunstancias puede observarse
a través de esta comparación: los capítulos I-IV los completé en el
colegio All Souls en el transcurso de seis semanas; la redacción de los
capítulos V-VII, bajo la presión de mis responsabilidades administra­
tivas y escolares usuales en Glasgow, sobrepasó las diez semanas.
Quiero expresar también mi agradecimiento al Sr. Michael Less-
noff, quien leyó el libro mecanografiado y sugirió valiosas críticas; al
Sr. J . L. Rees, quien me sugirió algunos comentarios sobre el primer
9
10 Problemas de filosofía política

capítulo, y a la Sita. Anne J. Hutton, quien mecanografió el trabajo


y releyó las pruebas con su acostumbrada eficacia.
Las secciones 1 y 3 del capítulo V I, conjuntamente con una parte
de la sección 3 del capítulo III, son una versión revisada de un ar­
tículo titulado «Igualdad, democracia y derecho internacional», que
ha sido publicado en NOMOS IX (Igualdad).
La edición revisada tiene en cuenta los cambios políticos y legales
ocurridos entre 1970 y 1975, que afectan a determinadas partes de
los capítulos II, VI y V II. También pone al día diversos aspectos
informativos, corrige las erratas y otros pequeños errores, y aclara
ciertas afirmaciones que pudiesen parecer ambiguas.
D. D. R.
Londres, 1975.
Capítulo 1
¿QUE ES LA FILOSOFIA POLITICA?

1. Teoría científica y teoría filosófica

A menudo los términos «teoría política» y «filosofía política» se


utilÍ2an alternativamente y, sin embargo, existe una reconocida dife­
rencia entre el trabajo teórico de los científicos de la política y el de
los filósofos políticos. Del mismo modo, existe cierta diferencia entre
la teoría sociológica, investigada por los teóricos de la sociología, y la
filosofía social. Al examinar la diferencia entre estas dos formas de
la teoría, será útil considerar conjuntamente lo social y lo político.
Existe por supuesto una diferencia entre lo social y lo político, pero
mi propósito inicial es distinguir la especulación filosófica sobre la so­
ciedad y el Estado de aquella otra especulación que llevan a cabo algu­
nos científicos políticos y sociólogos.
La definición de «política», o de lo que puede describirse como
«político», es objeto de controversia y se considerará en la sección 1
del capítulo II. Por el momento es más importante destacar que la
idea de estudios «sociales» puede utilizarse en un sentido amplio o
en un sentido restringido. En sentido amplio, la investigación social
incluye el estudio de la política, abarcando todo aquello relacionado
con las actividades de los hombres en la sociedad; gran parte de la
teoría sociológica presenta esta característica. En un sentido restrin­
gido, la investigación social o sociológica se circunscribe a aquellas
11
12 Problemas de filosofía política

áreas de actividad social que no constituyen el objeto principal de


otras ciencias sociales, más claramente delimitadas, como la ciencia
política o la economía; en esta categoría entra la investigación socio­
lógica sobre la familia, o sobre la religión en tanto institución social,
o sobre las instituciones educacionales. Normalmente, al hablar de
teoría social o sociológica, o incluso al hablar de filosofía social, utili­
zamos el término «social» en el sentido amplio y no en el restringido.
La filosofía social tiene un alcance más extenso que la filosofía polí­
tica y puede decirse que la incluye, del mismo modo que la teoría
social o sociológica posee un alcance más vasto que la teoría de la
ciencia política.
La teoría social y política, desde el punto de vista de los sociólo­
gos y los científicos de la política, es una teoría en el sentido científico
del término, y su objetivo es la explicación. Las ciencias sociales, como
las ciencias naturales (las ciencias físicas y biológicas, por ejemplo),
no sólo registran hechos individuales, sino que tratan de explicarlos
como casos de leyes generales, y el intento de conseguir tales leyes
generales explicativas constituye el aspecto teórico de la ciencia. Hasta
ahora la sociología y la ciencia política no han conseguido los mis­
mos resultados que la economía en este intento; pero muchas hipóte­
sis interesantes han sido propuestas como candidatas al status de leyes
explicativas, y estas hipótesis pueden analizarse del mismo modo que
las de la ciencia natural.
Algunos trabajos recientes de este estilo han presentado sofistica­
dos «modelos» de conducta de grupo, pero, para el propósito de una
ilustración elemental, será suficiente mencionar algunas generalizacio­
nes menos novedosas aunque mejor conocidas. Un ejemplo es la teoría
de Karl Marx de que el paso de una forma de sociedad a otra es
siempre resultado de la lucha de clases, debida a su vez a los cambios
en las «fuerzas de producción», como, por ejemplo, los cambios en
el material, herramientas o tipo de trabajo utilizados para producir
bienes. Otro ejemplo es la «ley de hierro de la oligarquía» de Robert
Michels, la tesis de que cualquier organización, incluyendo aquellas
que comienzan de una forma democrática, acaba sometida al control
de un pequeño grupo. Un tercer ejemplo, extraído esta vez de la socio­
logía del derecho, es la generalización de Sir Henry Maine, según la
cual a medida que progresan las sociedades sus sistemas legales pasan
de la idea de status a la de contrato. Una hipótesis aún más limitada,
1. ¿Qué es la filosofía política? 13

tomada esta vez del área de la ciencia política, es la sugerencia de que


un sistema político multipartidista conduce a un gobierno inestable.
Tal vez ninguna de estas hipótesis sea una ley explicativa genuina; pero
éste es el objetivo que persiguen: ser generalizaciones basadas en he­
chos empíricos que sirvan para explicar más hechos de este tipo. Las
generalizaciones se construyen y contrastan del mismo modo que las hi­
pótesis en las ciencias naturales. Se basan en la evidencia de casos
reales, y pueden refutarse apuntando otros casos que no concuerdan
con éstos.
La filosofía social y política es diferente. Ahora bien, ¿de qué
modo? Se dice a menudo que la filosofía social y política, tal y como
la practicaban en el pasado los filósofos tradicionales, difiere del tipo
científico de teoría en que es «normativa» en vez de «positiva». Lo
que quiere decirse con esto es que la teoría científica se refiere a he­
chos positivos, a lo que ocurre en la realidad, mientras que la forma
filosófica de la «teoría» es en realidad una doctrina, o una «ideología»,
que establece «normas» o reglas ideales para la sociedad y su gobier­
no, diciéndonos cómo deberían ser las cosas, o qué deberíamos hacer.
Un ejemplo de primer orden lo constituye la República de Platón,
que describe una utopía o sociedad ideal. A mi juicio, esta perspec­
tiva de la filosofía política tradicional es cuestionable. Es verdad que
algunos filósofos políticos clásicos han proyectado formas ideales de
sociedad, pero en mi opinión esto no ha constituido su principal pre­
ocupación. Incluso en Platón, la descripción de una sociedad ideal
tiene como propósito criticar la sociedad existente y promover la
comprensión de conceptos sociales generales, como la justicia. La filo­
sofía política y social puede considerarse normativa, aunque no de un
modo tan evidente. No obstante, en primer lugar hemos de describir
en qué consiste.
La filosofía social y política es, desde luego, una rama de la filoso­
fía; representa una aplicación del modo de pensar filosófico a ideas
acerca de la sociedad y el Estado. La filosofía ha adoptado muchas
formas, pero estimo de utilidad interpretar la tradición principal de
la filosofía occidental como si tuviera dos objetivos interrelacionados:
(a) la aclaración de conceptos con el propósito de (b) hacer una valo­
ración crítica de creencias.
Al explicar estos dos objetivos de la filosofía tradicional me refe­
riré en primer lugar a (b), ya que ése ha sido, en mi opinión, el obje­
14 Problemas de filosofía política

tivo principal, independientemente de que, de hecho, pueda conseguir­


se o no. En la filosofía tradicional, el objetivo (a), la aclaración de
conceptos, ha sido subsidiario y se ha perseguido únicamente como
auxilio necesario para el objetivo básico de valorar creencias. Pero en
la filosofía actual, el objetivo (a) es primario, y a menudo constituye
un fin en sí mismo.

2. Valoración crítica de las creencias

Según esta interpretación de la filosofía tradicional, su objetivo


fundamental ha sido la valoración crítica de las creencias, el intento
de ofrecer bases racionales para aceptar o rechazar ciertas creencias que
normalmente damos por sentadas sin considerar ninguna razón que
las justifique. La filosofía difiere de la ciencia en que la segunda busca
la explicación mientras que la primera busca la justificación. Sin em­
bargo, la palabra «justificación» puede inducir a error si la interpreta­
mos en el sentido de que se refiere únicamente a una justificación
positiva. De aquí cabría suponer que la filosofía tradicional ha de ser
conservadora, intentando defender siempre las viejas ideas frente a las
nuevas, que alterarían el orden existente. Esto, desde luego, no es
verdad. La filosofía escéptica ha sido como mínimo tan frecuente como
la conservadora. Empleo la palabra «justificación» en el sentido de
ofrecer bases racionales o justificadoras para aceptar o rechazar una
creencia.
Este procedimiento ocupa también un lugar importante en la
ciencia, como en cualquier otra actividad que pretenda ser racional.
Cuando un científico aduce un argumento evidente y lógico a favor
o en contra de una hipótesis, está ofreciendo bases racionales para
aceptar la hipótesis como verdadera o rechazarla como falsa. Su tra­
bajo difiere del del filósofo en el carácter de la hipótesis en sí, que
normalmente adopta la forma de una explicación causal. El científico
busca causas; y en esa búsqueda, dado que su empresa es racional, a
diferencia de la suposición irracional de causas que se da en la supers­
tición, también trata de hallar razones justificadoras. Al filósofo no le
interesa especialmente la explicación causal (excepto cuando estudia
el modo de proceder de la propia ciencia con el fin de comprender
sus características), y, al contrario de los versados en una ciencia con­
1. ¿Qué es la filosofía política? 15

creta, no está especialmente cualificado para ofrecer explicaciones cau­


sales. El filósofo está preparado para buscar las bases racionales que
corroboran o desmienten no solamente las creencias sobre las causas,
sino cualquier tipo de creencia.
No quiere esto decir que los filósofos dirijan su atención hacia
todas y cada una de las creencias en todo momento. Los problemas
filosóficos acerca de determinados tipos de creencia derivan de cir­
cunstancias históricas. La necesidad de buscar bases racionales se pro­
duce normalmente cuando ocurre algo que nos hace dudar de la validez
de una creencia que previamente se daba por supuesta, y este algo ha
solido ser la aparición de una nueva creencia incompatible con la an­
terior. Por ejemplo, el surgimiento de la ciencia moderna alteró la
validez de ciertas creencias religiosas tradicionales. La teoría de Copér-
nico sobre el sistema solar era incompatible con la idea, aparentemente
confirmada por la observación de sentido común y por la cosmología
del Génesis, de que la Tierra está fija y el Sol y la Luna giran a su
alrededor. Asimismo, la teoría darwiniana de la evolución a través
de la selección natural no concordaba con la explicación bíblica de
la creación.
Las nuevas teorías científicas se basaban en métodos racionales que
exigían el respeto de aquellos que las comprendían. Como las nuevas
teorías no concordaban con las creencias tradicionales, las exigencias
que planteaba la coherencia hacían necesaria una de estas tres posi­
bilidades:

1. Las creencias tradicionales se podían calificar de mito basado


en la imaginación o en la evidencia limitada, y por tanto po­
dían descartarse.
2. Las nuevas creencias podían rechazarse, sobre la base de que
los elementos de juicio en que se fundaban eran menos fiables
que los de la Revelación.
3. Uno de los dos conjuntos de creencias podía modificarse hasta
lograr que ambos fueran compatibles.

La segunda alternativa fue la que apoyaron los reaccionarios. Pero


no duró mucho, ya que las afirmaciones de las nuevas creencias eran
racionalmente convincentes. En consecuencia, las posibilidades primera
y tercera acabaron imponiéndose.
16 Problemas de filosofía política

Es aquí donde la filosofía del conocimiento (comúnmente llamada


epistemología y metafísica) ha desempeñado su papel. En primer lugar,
los filósofos han intentado sacar a la luz las implicaciones subyacentes
en los dos conjuntos de creencias para mostrar donde reside la incom­
patibilidad. En segundo lugar, han recomendado determinados medios
para resolver esta incompatibilidad, y éstos han adoptado, bien la for­
ma del método 1, bien la forma del método 3. El método 1 lleva a
la filosofía iconoclasta o escéptica — es decir, escéptica en relación con
las creencias tradicionales o de sentido común, dado que a pesar de
que esta clase de escepticismo puede conducir a un escepticismo más
general, el escepticismo total ha sido de hecho algo poco frecuente
y una especie de jeu d'esprit. Otros filósofos han aceptado el método 3
y se han visto conducidos a sugerir nuevos modos de considerar los
datos, nuevos esquemas conceptuales, esto es, nuevos marcos de ideas
en los que encajar todos los hechos relevantes de tal modo que se
consiga la compatibilidad; consecuencia de ello ha sido una versión
modificada ya de las viejas creencias, ya de las nuevas, o de ambas.
Un proceso paralelo tiene lugar en la filosofía de la práctica (la
filosofía moral, social y política). Dicho proceso no se refiere a las
creeencias acerca de lo que es verdad, sino a las creencias o principios
acerca de lo que es justo o bueno para el hombre y la sociedad. Los
principios tradicionales acerca de lo justo y de lo injusto, de lo bueno
y lo malo, vienen a ser cuestionados a la luz del conocimiento nuevo,
como, por ejemplo, el conocimiento de que las normas varían según
las sociedades, o los nuevos descubrimientos científicos acerca de las
causas y efectos de determinados modos de conducta. Así, cuando
los sofistas griegos viajaron a otras tierras y observaron diferentes
costumbres y reglas morales en diferentes sociedades, se vieron abo­
cados a cuestionar el carácter natural o absoluto de los principios mo­
rales; en consecuencia, se preguntaron qué reglas, en caso de que
hubiese alguna, eran realmente justas, o si en realidad daba igual ele­
gir unas u otras. Análogamente, los avances en la psicología han demos­
trado que determinados tipos de conducta socialmente dañina, obser­
vados en ciertas personas, se hallan determinados por anormalidades
patológicas y han de considerarse como una enfermedad y no como
un delito. Esto nos lleva a preguntarnos hasta qué extremos es lícito
llevar la reinterpretación de una conducta así, y si resulta necesario
revisar nuestras ideas acerca del crimen y la responsabilidad, y de un
1. ¿Qué es la filosofía política? 17

modo más general, acerca de lo que constituye una conducta moral o


inmoral. Cuando se plantea este interrogante, el filósofo trata de con­
siderar hasta qué punto, y sobre qué bases, pueden justificarse racio­
nalmente tanto las ideas tradicionales como las más novedosas. Como
en la filosofía del conocimiento, trata de extraer las implicaciones sub­
yacentes en las ideas antiguas y en las nuevas, para situar los puntos
exactos en donde se localiza la contradicción, y resolverla, bien recha­
zando las viejas creencias, o proponiendo un esquema conceptual revi­
sado que incorpore todos los datos pero modificando uno o ambos
conjuntos conflictivos de ideas.
Esta ha sido, desde mi punto de vista, la tarea primordial de la
filosofía tradicional, ya sea en el campo del conocimiento o en el de
la acción. Desde luego, una vez que se plantea un problema y se afron­
ta su solución a través de la proposición de un nuevo esquema con­
ceptual o «sistema filosófico», otros pensadores se ven obligados a
dirigir su atención hacia ese sistema. La filosofía pervive a través de
una crítica constante; tiene su origen en las dudas y críticas a las ¡deas
existentes, y permanece viva y saludable sólo si ejerce además la auto­
crítica. Por tanto, la creación de un nuevo esquema filosófico, como
respuesta a un problema que se plantea en un primer momento fuera
de la filosofía, tiende a producir un círculo de discusión filosófica so­
bre el esquema mismo al igual que sobre el problema que lo produjo.
Del mismo modo que ocurre con la ciencia, una indagación origi­
nada en necesidades externas tendrá después continuación sobre la base
de sus propios méritos. El esquema filosófico de un pensador será
revisado por otros o sustituido por un esquema diferente que evite
los defectos del primero. A veces, durante el desarrollo de la discu­
sión filosófica, se olvida el problema original, o bien, cuando las dudas
y dificultades de la vida real que lo produjeron han sido resueltas, se
le sigue considerando como un problema intelectual. Es entonces cuan­
do la indagación filosófica se convierte para el hombre de la calle en
una inútil pérdida de tiempo en asuntos carentes de importancia; es
decir, la indagación ha degenerado en un ejercicio intelectual que inte­
resa únicamente a un pequeño círculo de iniciados. Pero con el tiempo
puede suceder que surja algún problema nuevo que, como el original,
contradice creencias muy arraigadas que compartimos y utilizamos en
nuestra vida diaria; es entonces cuando aparece una nueva corriente
filosófica.
18 Problemas de filosofía política

Mi exposición acerca del objeto primario de la filosofía tradicional


es una interpretación personal, pero creo que muchos filósofos estarán
de acuerdo en que es una descripción adecuada de una importante
función que la filosofía desempeñó en el pasado. Actualmente se recela
de este objetivo de la filosofía tradicional por la siguiente razón: si
una creencia ha de justificarse racionalmente, ha de satisfacer para ello
dos criterios. El primero es la coherencia, y el medio de prueba es la
lógica, instrumento esencial para todo filósofo. Pero la coherencia, por
sí misma, no es suficiente para hacer racionalmente aceptable una
creencia o un conjunto de creencias.
Supongamos que tenemos dos o más conjuntos de creencias, cada
uno de los cuales tiene coherencia interna pero que son incongruentes
entre sí en determinados aspectos, como en el caso de sistemas geo­
métricos alternativos. ¿Cómo sabremos qué conjunto debe ser acep­
tado? Necesitamos, por tanto, un segundo criterio. En el caso de creen­
cias sobre problemas fácticos, necesitamos saber cuál de las alternativas
internamente coherentes es verdadera, esto es, cuál es aplicable a los
hechos que se producen en el mundo o concuerda con ellos. Aunque
los filósofos están bien cualificados para detectar la coherencia, no lo
están para decir cuáles son los hechos relevantes. Su especialidad es
el pensamiento claro, no la investigación fáctica; la investigación orde­
nada de los hechos es tarea de la ciencia. Por ello, muchos filósofos
mantienen hoy en día que corresponde a la ciencia decidir si una creen­
cia es verdadera o falsa; y si una determinada creencia resulta, por
ahora o en principio, inasequible a la investigación científica, entonces
no debemos preguntarnos si es verdadera o falsa. En cualquiera de
los dos casos, la filosofía del conocimiento no puede determinar si una
creencia supera la segunda prueba, de concordancia con los hechos.
La dificultad es aún mayor en lo que respecta al objeto de la filo­
sofía de la práctica (la filosofía moral, social y política). El filósofo
puede utilizar de nuevo el primer criterio, el de la coherencia. Pero
en este caso no está claro cómo ha de reemplazarse el segundo criterio,
el de la concordancia con los hechos. No se trata de determinar qué es
verdadero o falso, sino de establecer qué es correcto o incorrecto, bue­
no o malo. Los valores no son hechos en el sentido común de la pala­
bra; y si existe una perspectiva desde la cual los valores pueden ser
tratados como hechos, no existe un procedimiento reconocido para
decidir cuál entre el conjunto de valores en conflicto ha de ser consi­
1. ¿Qué es la filosofía política? 19

derado objetivo o fáctico. No existe ciencia que responda a esto, y


resulta difícil decir qué otro tipo de investigación podría hacerlo. Si,
por ejemplo, diferentes personas tienen ideas distintas e incompatibles
acerca de cuál sería el orden más justo para una sociedad, ¿cómo po­
demos decidir cuál es la idea correcta? Si determinados países adoptan
principios democráticos y otros adoptan principios comunistas, incom­
patibles en muchos aspectos con los primeros, ¿cómo hemos de argu­
mentar racionalmente en favor de unos y en contra de otros?
Desde mi punto de vista, creo que sí existe alguna solución para
este problema o, al menos, que sí existen métodos de investigación
valiosos. Dado que la dificultad se hace especialmente aguda en rela­
ción con la filosofía de la práctica, y dado que mi meta principal en
este libro es la filosofía política, me limitaré a esto último al exponer
mi réplica a la crítica del objetivo tradicional. En mi opinión, la crí­
tica subestima lo que puede hacerse negativamente para refutar un
conjunto de principios; es decir, la valoración crítica no ha de tomar
la forma de justificar directamente una creencia, sino la de apoyarla
indirectamente á través de la eliminación de alternativas.
En el primer caso, la crítica subestima el grado en que el criterio
de coherencia puede ser concluyente como prueba negativa. A menu­
do, es posible descubrir la falta de coherencia de un conjunto de ideas
políticas, demostrando que, al menos tal y como están concebidas en
ese momento, deberían rechazarse por irracionales. Tomemos como
ejemplo el conflicto entre los principios democráticos y los principios
nazis. En los años treinta algunos filósofos afirmaron que no había
modo alguno de argumentar racionalmente en contra de las ideas na­
zis; era necesario elegir de acuerdo con los propios sentimientos y
costumbres. Pero esto no puede aplicarse a todas las creencias nazis.
Los nazis mantenían, por ejemplo, que un grupo de seres humanos, la
«raza aria», era superior a otros grupos humanos, las «razas no arias».
Esta es la clase de creencia ideológica que se supone inmune a la refu­
tación racional. Pero la doctrina nazi llegó al extremo de calificar a los
«no arios» de «subhumanos» para justificar la opinión de que eran
inferiores. Al sugerir que eran inferiores debido a que eran menos
humanos, quedaba implícito que todos los seres humanos estaban en
un nivel de valor superior, y esto naturalmente no concordaba con la
afirmación de que un grupo de seres humanos tenía un valor mayor
que otros seres humanos. La implicación subyacente en la utiliza­
20 Problemas de filosofía política

ción que los nazis hadan del término «subhumano» muestra que en
el fondo compartían el punto de vista de los demócratas: que no es
correcto situar a diferentes grupos de seres humanos en diferentes
niveles de valor.
No debe suponerse que la utilización de este criterio favorece
siempre las creencias democráticasrTambién en el ámbito de las ideas
democráticas pueden encontrarse incoherencias. Algunos piensan, por
ejemplo, que la búsqueda de la libertad y la búsqueda de la igualdad,
cada una de las cuales constituye un principio del pensamiento demo­
crático, son incompatibles. Si estos dos fines son, de hecho, incompa­
tibles, las exigencias de la razón hacen necesario que abandonemos o
modifiquemos, al menos, uno de los dos.
En segundo lugar, la crítica a la filosofía política tradicional me­
nosprecia el papel que los hechos desempeñan en apoyo de los juicios
de valor. A pesar de que los juicios de valor no pueden contrastarse
directamente mediante el criterio de la concordancia con los hechos,
sí son susceptibles de una prueba indirecta de este tipo, dado que a
menudo presuponen creencias sobre hechos que pueden ser sometidas
a la prueba de concordancia. Es verdad que los filósofos no se hallan
en una posición especial para descubrir los hechos, pero pueden utili­
zar los que los científicos han establecido, o que han sido confirmados
mediante la observación, para demostrar que un principio político
depende de presupuestos fácticos falsos. Tomaré de nuevo como ejem­
plo la doctrina nazi acerca de la superioridad de la «raza aria». Esta
presupone que existe una cosa llamada raza aria en el sentido biológico
del término, y podemos utilizar los datos que nos proporcionan la
etnología y la filología para demostrar que este presupuesto fáctico es
falso, y que la única distinción seria entre «ario» y «no ario» se refiere
al lenguaje. Si no existe nada semejante a una raza aria, cualquier jui­
cio sobre dicha raza, ya sea de hecho o de valor, carece de aplicación
posible.
Es obvio que este tipo de argumento no prueba que diferentes
grupos humanos tengan el mismo valor, pero hace desaparecer uno
de los soportes de la doctrina nazi, favoreciendo, por tanto, su des­
crédito. Análogamente, podemos refutar una doctrina política demos­
trando que se basa en presupuestos fácticos que la experiencia coti­
diana de cualquier persona puede desmentir, sin necesidad de recurrir
a la experiencia de los científicos o de los filósofos. Algunas impor­
1. ¿Qué es la filosofía política? 21

tantes doctrinas políticas presuponen que la única motivación de los


seres humanos es el interés egoísta, pero si comparamos la autoridad
política con la autoridad existente en cualquier otra forma de organi­
zación social, como la familia, la iglesia o el colegio, puede verse fácil­
mente que tal suposición es errónea y que ha sido aceptada debido
únicamente a que la atención se ha limitado a determinadas formas
de conducta y de autoridad.
No es defecto de la filosofía el que el progreso de la valoración
crítica dependa de refutar creencias, y no de establecerlas. La ciencia
también progresa refutando hipótesis falsas, más que probando direc­
tamente aquellas consideradas válidas. No obstante, no estoy tratando
de sugerir que todos los problemas de la valoración crítica en filosofía
política puedan resolverse de este modo. A menudo, el conflicto entre
dos conjuntos diferentes de principios políticos, por ejemplo, entre
los principios de la democracia liberal y los del comunismo, o entre los
principios de los partidos Conservador y Laborista en Inglaterra, de­
pende de contrapesar dos o más ideales y del valor comparativo que
se atribuye a cada uno; el problema puede estribar en cómo valoremos
la libertad por comparación con la fraternidad o la igualdad. Al exa­
minar las aseveraciones contrapuestas que se producen en un conflicto
de este tipo, los métodos filosóficos consistentes en mostrar la incon­
gruencia o la falsedad de los presupuestos fácticos dejan sin resolver
el problema fundamental: la falta de acuerdo sobre los valores com­
parados. No obstante, tales métodos pueden resultar eficaces para
determinados problemas de la filosofía política.
En cualquier caso, el concepto de valoración crítica, suponiendo
que sea viable, queda aclarado. Me referiré ahora a la segunda función
de la filosofía.

3. Clasificación de conceptos

De acuerdo con la interpretación que he ofrecido de la filosofía


tradicional, la aclaración de conceptos ha sido tradicionalmente consi­
derada como una función subsidiaria que sirve al objeto primario de
valorar creencias. Para demostrar si una creencia es defendible o si,
por el contrario, padece alguna incoherencia, ya sea internamente o
en relación con otras creencias aceptadas, es necesario comprender en
22 Problemas de filosofía política

qué consiste exactamente la creencia y qué implica. Necesitamos saber


exactamente qué quieren decir los términos utilizados en ella. En con­
secuencia, una buena parte de la filosofía se preocupa del significado
de ideas o conceptos generales. Aquellos filósofos de hoy en día que
consideran que la valoración crítica de las creencias es una meta erró­
nea o irrazonable para la filosofía, mantienen también que la aclara­
ción de conceptos es la única tarea que la filosofía puede desempeñar
con éxito. Así pues, para ellos no se trata de una función secundaria,
sino del objetivo principal de la filosofía. Pero sea o no la única tarea
que la filosofía pueda cumplir eficazmente, el hecho es que buena
parte de la investigación filosófica y la mayor parte de lo que se dirá
en este libro se ocupa de ella.
Un concepto es una noción o una idea general que se refiere a un
determinado número de cosas. A menudo, sirve de ayuda considerar
los conceptos como usos de vocablos generales. En cualquier caso, los
conceptos sólo pueden ser examinados teniendo en cuenta las acepcio­
nes de las palabras. Cuando hablo de «vocablos generales» quiero
decir términos que aluden a un determinado número de cosas, al con­
trario que los nombres, que identifican cosas individuales. A veces
los nombres no sirven para identificar. Una vez le pregunté a una estu­
diante americana, en un curso de filosofía, cómo se llamaba, y creí
que se burlaba de mí cuando respondió «Sócrates»; de hecho era de
origen griego y se llamaba Persephone Sócrates. Pero sea como fuere,
en ese grupo, el nombre «Persephone Sócrates» se refería a una sola
persona, mientras que el vocablo general «alumno» era aplicable a
ella y a todos sus compañeros. No resulta difícil comprender lo que
significa -«alumno» o la mayor parte de los vocablos generales. Los
problemas filosóficos se refieren normalmente a conceptos muy gene­
rales, como persona, entendimiento, materia, espacio, tiempo, etc.
Muchas de las ideas empleadas en el pensamiento político y social
— sociedad, autoridad, clase social, justicia, libertad, democracia— no
son únicamente generales en exceso, sino también imprecisas.
Al intentar aclarar las ideas generales, la filosofía busca tres obje­
tivos conexos: el análisis, la síntesis y el perfeccionamiento de con­
ceptos. Por análisis de conceptos entiendo la especificación de sus
elementos, a menudo a través de su definición; por ejemplo, podemos
analizar o definir la soberanía como la suprema autoridad legal, espe­
cificando los tres elementos esenciales que integran el concepto. Por
1. ¿Qué es la filosofía política? 23

síntesis de conceptos entiendo las conexiones lógicas que presenta un


concepto con otro u otros; por ejemplo, podemos mostrar una cone­
xión lógica entre el concepto de derecho individual y el de obligación
señalando que siempre que A tiene un derecho frente a B, ello im­
plica que B tiene una obligación. Por perfeccionamiento de un con­
cepto entiendo aconsejar una determinada acepción o definición que
incorpore claridad y coherencia; por ejemplo, podemos recomendar
(y en este caso lo considero adecuado) que el concepto de soberanía
se utilice únicamente referido a la autoridad legal de un Estado, y no
a su poder coercitivo.
Las tres tareas de análisis, síntesis y perfeccionamiento son para­
lelas. A menudo, si no siempre, para analizar o definir un concepto,
hemos de tener en cuenta las conexiones, las relaciones lógicas. Con­
sideremos un sencillo ejemplo a modo de ilustración. Si definimos al
«hombre» como animal racional, no sólo estamos distinguiendo dos
elementos del concepto, ser racional y ser animal, sino que estamos
además clasificando una especie dentro de un género y diferenciándola
de otras especies. En consecuencia podemos hacer la siguiente deduc­
ción: si hay algo que sea un hombre, ello ha de ser un animal. Esta­
mos al comienzo de un pequeño esquema de síntesis o sistema lógico,
que puede describirse como la inclusión de una clase de cosas, los
hombres, en una clase más amplia, los animales, o como la bifurca­
ción de la idea general, animal, en dos divisiones, racional y no racio­
nal; la primera división comprende a los hombres y la segunda a
todos los demás animales. Estamos también perfeccionando, o al me­
nos depurando, el concepto de hombre por comparación con su acep­
ción o uso en la vida diaria, ya que cuando utilizamos el vocablo
«hombre» en un contexto ordinario, no estamos pensando concreta­
mente en la idea de animal racional, o en una clase de animales que
excluye a los elefantes, los casuarios y los equinodermos.
Muchos filósofos modernos rechazarán el perfeccionamiento de
conceptos como objetivo adecuado para la filosofía, del mismo modo
que rechazan la valoración crítica de creencias, y por la misma razón,
a saber, porque consideran que no incumbe a la filosofía decidir lo
que es mejor o peor, o decir que el cambio en el uso de una idea
supondría un adelanto. Esto se debe, a mi entender, a que estos filó­
sofos están más interesados en la filosofía del conocimiento que en la
filosofía de la práctica. Los conceptos estudiados en la primera tienden
24 Problemas de filosofía política

a variar lentamente, y quizás en algunos casos ni siquiera varían, y


tales cambios, tal y como se producen, son normalmente el resultado
del avance científico. Es, por tanto, bastante razonable, a primera
vista, afirmar que un filósofo no está especialmente cualificado para
recomendar el perfeccionamiento de un concepto; su tarea consiste
en elucidar los sentidos en los que normalmente se utiliza o el signi­
ficado de un cambio producido como resultado del avance científico.
(Digo que es razonable a primera vista porque creo que, de hecho,
esta visión de la función del filósofo debería cualificarse incluso con
respecto a la filosofía del conocimiento.)
Esta tesis, sin embargo, es menos plausible en relación con deter­
minados conceptos analizados en la filosofía de la práctica, y especial­
mente en relación con la filosofía social y política. En muchas socieda­
des tribales y campesinas del pasado, tanto las instituciones sociales
como las ideas concomitantes permanecían estables durante largos
períodos de tiempo. Pero las sociedades que engendran una reflexión
filosófica sobre su propia estructura y sobre las ideas concomitantes
son sociedades sujetas a transformaciones claramente perceptibles, y
ello conduce indefectiblemente a cambios en el significado de algunas
de esas ideas. Por ejemplo, las ideas de «justicia», «mérito» o «valor»
no tienen el mismo significado en la literatura ateniense del siglo v
que en los poemas homéricos, los cuales hacen referencia a una forma
de sociedad más antigua, de carácter aristocrático. Por otro lado, aun­
que la sociedad ateniense era en ciertos aspectos más democrática que
las democracias modernas, el concepto ateniense de justicia no incluía
una noción explícita de los «derechos» de la persona, noción que
desempeña un importante papel en el pensamiento social y político
moderno. Actualmente podemos observar no sólo cómo se amplía el
ámbito de aplicación de esta idea, sino también cómo se modifica su
significado.
Un filósofo puede pensar que su tarea consiste sólo en registrar
los viejos significados y los nuevos, pero se me antoja que el proceso
de aclaración debe incorporar inevitablemente una matización, y por
tanto un cambio sutil, en el significado del concepto tal y como se
emplea habitualmente.
La razón de ser del objetivo primario de la filosofía tradicional,
la valoración crítica de las creencias, estaba meridianamente clara
— suponiendo naturalmente que dicho objetivo fuera realizable. Si
1. ¿Qué es la filosofía política? 25

el segundo objetivo, la aclaración de conceptos, se persigue al servicio


de la valoración de creencias, su razón de ser se hará igualmente
evidente. Así, por ejemplo, si deseamos considerar los métodos posi­
bles para justificar la preferencia por la democracia por encima de
otras fórmulas rivales, necesitamos saber exactamente qué significan
los conceptos de democracia, de libertad y de igualdad, que común­
mente se estiman parte esencial de la doctrina democrática. Pero si,
como piensan muchos filósofos de hoy en día, la valoración de creen­
cias es impracticable, ¿qué sentido tiene insistir en la aclaración de
conceptos?
He de dejar a otros la defensa de las extravagancias de la filosofía
en general en lo que atañe al análisis de conceptos. En la filosofía po­
lítica y social, por el contrario, no resulta difícil justificar un trata­
miento puramente conceptual. Todos utilizamos términos como «de­
mocracia», «libertad», «justicia social» y, en nuestros días, «Estado
del bienestar». Tenemos una idea aproximada de lo que queremos
decir y la mayoría de las veces no tenemos dificultad en comprender
estos términos cuando los utilizan los demás; por ejemplo, por demo­
cracia entendemos un Estado cuyo gobierno es elegido por sufragio
popular. Pero, si hemos de contrastar un Estado democrático con uno
totalitario, tal vez nos desconcierte observar que los países comunistas
se autocalifican de «democracias populares». Ello nos lleva a pregun­
tar: «¿N o es también nuestra democracia una democracia popular?
¿Qué diablos quieren decir los comunistas cuando denominan a su
forma de gobierno ‘democracia popular’? No parece que lo digan iró­
nicamente.» Supongamos de nuevo que oímos, como yo he oído afir­
mar a los habitantes de Nueva Zelanda, que el sistema británico de
educación universitaria es «antidemocrático». Bien, en cierto aspecto,
podemos comprender lo que quieren decir, o al menos lo suponemos
si nos resulta conocido el hecho de que la educación universitaria en
Nueva Zelanda es asequible a un sector de la población más amplio
que el nuestro. Pero podemos reflexionar del modo siguiente: «La
democracia se refiere al gobierno, al hecho de que todo adulto puede
votar, y no a la educación. ¿Por qué habla un neozelandés de ‘anti­
democrático’ cuando quiere decir 'no igualitario’? » Por otro lado,
la democracia tiene, desde luego, algo que ver con la igualdad, ¿pero
de qué modo? De momento, ya hemos comenzado a intentar analizar
el concepto de democracia, y a considerar su conexión lógica con el
26 Problemas de filosofía política

concepto de igualdad. Hemos comenzado, superficialmente, a pensar


filosóficamente acerca de un concepto político.
He aquí otro ejemplo. La historia de la filosofía política desde el
siglo xvi contiene una gran cantidad de discusiones tediosas sobre
el concepto de soberanía. La mayoría son en verdad bastante fasti­
diosas. Sin embargo, existieron importantes razones históricas para
que los filósofos de los siglos xvi y xvn situaran la idea de soberanía
en un lugar destacado de su pensamiento; y el posterior desarrollo
histórico ha convertido este concepto en una parte de nuestro bagaje
intelectual y lingüístico a la hora de discutir sobre determinados pro­
blemas políticos. A menudo nos encontramos con que en los debates
políticos relativos a la posibilidad de integración en una organización
internacional o supranacional, como, por ejemplo, el Mercado Común,
las personas aluden al hecho de «empeñar la propia soberanía» y dis­
cuten si ello debe hacerse o no. Correcta o incorrectamente, esto se
consideró un aspecto fundamental que había de tenerse en cuenta,
junto con otras cuestiones políticas o económicas, a la hora de decidir
si Inglaterra debía permanecer en el Mercado Común. Ahora bien, si
no tenemos una idea exacta acerca del significado del término «sobe­
ranía», no sabremos de qué estamos hablando; nuestra «soberanía
nacional» se convierte en un animal sagrado que no debe tocarse, y
no sabemos por qué no debe ser tocado o qué clase de animal es.
Esta es la clase de razones por las que la aclaración de conceptos
es valiosa en sí misma, aun cuando pensemos que no puede utilizarse
para el propósito de valorar creencias. Quizás sea necesario advertir
que, a veces, los resultados de una investigación conceptual parecen
desalentadores. La aclaración de conceptos se parece a la limpieza de
una casa. Cuando la hemos limpiado, nuestro trabajo no resulta dema­
siado visible. No hemos adquirido nuevas pertenencias, aunque sí nos
hemos desprendido de aquellas que no deseábamos y que constituían
un estorbo. El resultado final es una casa más limpia, en la cual nos
podemos desenvolver con mayor facilidad y en donde podemos en­
contrar las cosas cuando las necesitamos.
La analogía es también válida en otro aspecto. La limpieza de una
casa no es un trabajo que puede hacerse de una vez y para siempre.
Hemos de hacerlo cada semana. El simple hecho de vivir produce
desechos, que han de ser destruidos regularmente. La filosofía parece
dar vueltas y más vueltas sobre los mismos problemas de siempre, sin
1. ¿Qué es la filosofía política? 27

lograr ningún progreso. De hecho, esto es una ilusión; el progreso


se logra, aunque es gradual. Lo importante, sin embargo, es que la
filosofía supone una clarificación mental, y no la adquisición de infor­
mación nueva. Es necesario que cada generación lleve a cabo la clari­
ficación con mejores medios, por así decirlo, utilizando el aspirador
en vez del cepillo; y es necesario que se realice muy a menudo du­
rante la vida de una persona.
Si después de leer una determinada obra de filosofía, sentimos
que se han aclarado algunas cosas, no hemos de suponer por ello que
está resuelto el problema. En un período de tiempo relativamente
corto, observaremos que las primeras conclusiones necesitan ser reor­
denadas o incluso descartadas. Lo más importante que debemos esperar
conseguir con el estudio de la filosofía política no es la respuesta final
a los problemas, sino el hábito de un pensamiento cauteloso. Las dis­
tinciones realizadas en la aclaración de conceptos son a menudo bas­
tante simples, una vez que se comprenden; pero la comprensión inicial
requiere tiempo y esfuerzo. No obstante, merece la pena. Sin las sen­
cillas distinciones que aporta la filosofía social y política, es probable
que hablemos y actuemos de un modo confuso en los problemas socia­
les y políticos y nos veamos abocados a callejones sin salida en la
ciencia social y política.

4. Filosofía e ideología

Habiendo examinado lo que es la filosofía política, podemos volver


ahora a un problema que se planteó anteriormente: ¿Es la filosofía
política normativa? Y, si lo es, ¿en qué sentido?
He mencionado en la sección 1 que, a menudo, se describe la
filosofía política tradicional como una filosofía normativa o ideológica,
que establece normas o modelos ideales para la sociedad y el gobierno.
Aquí parece radicar la principal diferencia entre la filosofía política
y la ciencia política, cuyo carácter es positivo y explica cómo actúan,
de hecho, los gobiernos y cómo se conducen, de hecho, las personas en
la búsqueda de objetivos políticos reales, en vez de prescribir lo que
deberían hacer los gobiernos y cuáles deberían ser nuestros objetivos
políticos. Tal como la he descrito, la filosofía política tiene también
un carácter normativo, pero de un modo ligeramente distinto. Coñete-
28 Problemas de filosofía política

tamente, mi explicación no sugiere que sea ideológica, si por ideología


se entiende, como suele hacerse, una doctrina prescriptiva no susten­
tada por un argumento racional.
La valoración crítica de creencias es, desde luego, normativa en
tanto que impone una valoración; pero por «valoración crítica», tal
y como he explicado, entiendo la búsqueda de bases racionales para
aceptar o rechazar creencias, y en este sentido la filosofía no es ni
más ni menos normativa que la teoría explicativa, ya sea en las cien­
cias naturales o en las sociales. Cuando la teoría explicativa ofrece
elementos de juicio (con o sin el apoyo de argumentos lógicos) a favor
o en contra de una hipótesis, nos brinda bases racionales para aceptar
la hipótesis como verdadera o para rechazarla como falsa. La valo­
ración crítica en la filosofía del conocimiento hace lo mismo, aunque
normalmente se emplea más a fondo en el argumento lógico que en
la presentación de pruebas fácticas. El resultado de la valoración crí­
tica de una proposición en la filosofía del conocimiento consiste en
ofrecernos las bases para aceptarla como verdadera o para rechazarla
como falsa. El resultado de la valoración crítica en la filosofía de la
práctica es bastante diferente. En vez de buscar las bases racionales
que hacen que una proposición sea merecedora de aprobación (por ser
verdadera) o que hacen que no lo sea (por ser falsa), la filosofía de
la práctica busca las bases racionales que determinan que una propo­
sición merezca llevarse a la práctica (por ser justa y por indicarnos lo
que debemos hacer) o que nos inducen a rechazarla porque no lo me­
rece (por ser injusta y porque nos indica lo que no debemos hacer).
No obstante, tanto en la filosofía de la práctica como en la filosofía
del conocimiento y en la teoría explicativa, la decisión de aceptar o
rechazar una proposición no depende de preferencias emotivas, sino
de la presentación de razones. Me he referido anteriormente a la im­
portancia de la prueba lógica de la coherencia y de la prueba empírica
de concordancia con los hechos para determinar qué doctrinas políti­
cas han de desestimarse por irracionales.
La argumentación racional sobre los juicios de valor tiene un
amplio alcance, como lo tiene el mismo tipo de argumentación cuando
se utiliza en el examen de los juicios de hecho. No pretendo sugerir
que todas las controversias suscitadas en torno a valores puedan resol­
verse racionalmente, pero tampoco debe suponerse que el argumento
racional está completamente fuera de lugar en la discusión sobre va­
1. ¿Qué es la filosofía política? 29

lores. De lo que se trata es de que la discusión filosófica de valores


exige la utilización de un argumento racional, de un argumento racio­
nal como el que se utiliza en la filosofía del conocimiento y en la
teoría científica. Es normativo en el sentido de que trata de justificar
(de ofrecer razones para) la aceptación o el rechazo de determinadas
doctrinas; pero también la filosofía del conocimiento y la teoría cien­
tífica tratan de justificar (de ofrecer razones para) la aceptación o el
rechazo de creencias sobre problemas fácticos.'En el primer caso, el ob­
jeto de la justificación positiva o negativa es un juicio de valor, y
si se elimina con éxito una entre dos alternativas conflictivas, puede
decirse que la investigación filosófica ha respaldado el juicio de valor
que queda en pie. Pero el hecho de que la alternativa que goza de
mejor respaldo sea un juicio de valor no añade nada ni altera el ca­
rácter normativo del proceso filosófico. Tal proceso es normativo sólo
en el sentido de que ofrece razones para aceptar o rechazar una pro­
posición. El poceso de razonamiento llevado a cabo en la filosofía
del conocimiento o en la teoría científica hace exactamente lo mismo,
y es normativo en idéntico sentido. Tampoco es ideológico. Un con­
junto de juicios de valor que no se ha sometido a un escrutinio racio­
nal mediante las pruebas de coherencia y concordancia puede califi­
carse de ideológico. Las conclusiones de la filosofía política, tal y como
las he descrito, no pueden serlo.
¿Qué ocurre con la aclaración de conceptos? Aquellos que des­
cartan la función primordial de la filosofía política tradicional, sobre
la base de que es normativa o ideológica, dirán lo mismo en relación
con el perfeccionamiento de conceptos, pero no en relación con el
análisis o la síntesis; y, por tanto, practican los segundos, general­
mente bajo el nombre de «análisis» solamente, y aseguran que no
sugieren ningún perfeccionamiento de los conceptos que analizan.
Obviamente, el perfeccionamiento de conceptos es normativo dado
que recomienda determinados usos o definiciones. El análisis y la sín­
tesis son positivos, en el sentido de que su objetivo consiste simple­
mente en poner en claro algo que ya está dado. Sin embargo, entiendo
que es prácticamente imposible llevar a cabo análisis y síntesis sin
sugerir al mismo tiempo cierto perfeccionamiento de los conceptos.
Hasta la clase más simple de análisis o de definición, como el ejemplo
trivial de definir al hombre como un animal racional, tiende a depurar
un concepto, a delimitar algunas de sus conexiones y a iluminar cuál
30 Problemas de filosofía política

se considera su significado fundamental. De ello resulta que, una vez


analizado, el concepto, no tiene exactamente el mismo significado que
en su uso ordinario. El hecho de que ahora sea más claro, en aquellos
aspectos en los que resultaba antes impreciso o confuso, significa
que ha sido depurado. Concretamente, en el estudio de materias socia­
les y políticas, la aclaración de conceptos comprende obligatoriamente
su perfeccionamiento. Pues los conceptos generales del pensamiento
social y político se transforman cuando cambia la sociedad, y el filó­
sofo social, al analizar los conceptos y al revisar su historia, puede
observar a menudo que los conceptos están experimentando un cambio
implícito que él desea hacer explícito. Por tanto, su aclaración nos
ofrece algo que no es exactamente lo mismo que el concepto que se
utiliza en ese momento.
Si no me equivoco, el segundo objetivo de la filosofía política,
que aún conservan aquellos que descartan el primero, abriga también
en parte una pretensión normativa. Sin embargo, del mismo modo
que la valoración crítica de creencias, este objetivo no es necesaria­
mente ideológico, es decir, normativo en un sentido no racional.
He señalado en la sección 3 que el objeto del perfeccionamiento de
conceptos es la consecución de claridad y de coherencia, y la consecu­
ción de estas dos cosas constituye una meta racional. Coherencia sig­
nifica congruencia, o más profundamente, conexión lógico-positiva, y
la claridad representa una ayuda para la comprensión y para evitar la
confusión intelectual. Ambas funciones tradicionales de la filosofía
política son normativas, y ninguna es ideológica.5

5. Metodología de las ciencias sociales

No se debe establecer una separación rígida entre filosofía política


y filosofía social. Algunos de los temas clásicos de la filosofía polí­
tica, tales como la naturaleza del Estado, la soberanía y los funda­
mentos de la obligación política, pertenecen claramente a la esfera
de lo político; pero otros, como la autoridad, la libertad, la igualdad
y la justicia, tienen una aplicación más amplia, y lo mejor es conside­
rarlos como pertenecientes a la esfera de lo social, en el sentido del
término que incluye también el aspecto político. Una rama más re­
ciente de la investigación filosófica, denominada a menudo metodolo-
1. ¿Qué es la filosofía política? 31

gía de las ciencias sociales, forma también parte de la filosofía social


en este sentido amplio. No me propongo examinar en este libro nin­
guno de los problemas que plantea, ya que su relación con el objeto
más específico de la filosofía política no es tan estrecha como el tra­
tamiento filosófico de los conceptos de autoridad, libertad, igualdad
y justicia. Conviene, sin embargo, decir algo aquí respecto a su rela­
ción con las funciones tradicionales de la filosofía.
La metodología de las ciencias sociales es una rama de la filosofía
de la ciencia. Muchas ciencias han surgido de la investigación filosó­
fica, y este es ciertamente el caso de las ciencias sociales. La psicología
tuvo su origen en la epistemología (teoría del conocimiento) y en la
filosofía moral; la ciencia política, la economía, la sociología y la antro­
pología social derivan directamente de la filosofía política, moral y
social. Esta relación histórica entre las ciencias y la filosofía ha llevado
a sugerir que la ciencia está ocupando el lugar de la filosofía.
Un claro exponente de este punto de vista fue Augusto Comte,
considerado a menudo el padre de la sociología. Comte 1 propuso una
«ley fundamental de desarrollo mental», con arreglo a la cual todas
las ramas del entendimiento humano atraviesan tres etapas. En la
primera, la etapa teológica o ficticia, los hombres tratan de explicar
las cosas por referencia a fuerzas sobrenaturales. Esta visión queda
relegada cuando los filósofos cuestionan la validez de la explicación
por referencia a seres míticos; llegamos así a la segunda etapa, la
metafísica o abstracta, cuando la explicación se fundamenta en abs­
tracciones cosificadas, es decir, supuestas entidades reales denominadas
mediante términos abstractos, tales como «realidad absoluta», «justi­
cia absoluta» o «movimiento absoluto» (Comte diría que la física
newtoniana, que utilizaba el concepto de movimiento absoluto, no era
plenamente científica). Una vez comprendido, sin embargo, que tales
términos son sólo abstracciones del lenguaje utilizadas para describir
nuestra propia experiencia de fenómenos concretos, y que no hay
razón para suponer que los términos abstractos denominen entidades
reales, llegamos a la tercera y última etapa, la etapa científica o po­
sitiva. (Ha de tenerse en cuenta que el paso de la etapa metafísica
a la científica, como el paso de la teológica a la metafísica, se debe al
trabajo crítico de los filósofos, siendo el responsable directo de la tran­

1 Curso de Filosofía Positiva, Primer Discurso.


32 Problemas de filosofía política

sición a la última etapa David Hume.) En la tercera etapa, científica


o positiva, la explicación adopta la forma de mostrar correlaciones
entre los fenómenos observados en sí mismos; cesa todo intento de
buscar, más allá de los propios fenómenos, entidades hipotéticas inac­
cesibles a la observación.
Comte calificó de «positivo» este tipo de explicación porque se
limita a los hechos empíricos o positivos, a lo que se sabe que existe
gracias a la observación. (Esta utilización del término «positivo» está
indudablemente relacionada, aunque no es idéntica, con la utilización
a la que he aludido anteriormente, cuando contrastábamos lo positivo
o fáctico con lo normativo o ideal.) De acuerdo con la interpretación
positivista de la ciencia, el objeto central de la teoría de la gravedad
de Newton no es explicar el movimiento causado por una fuerza que
escapa a la observación, sino correlacionar movimientos aparentemente
diferentes (por ejemplo, el de los planetas y el de una manzana que
cae), demostrando que siguen la misma fórmula matemática. En el
campo de los fenómenos sociales, la explicación adopta la forma de
demostrar las conexiones mutuas entre distintas especies de conducta
social (por ejemplo, entre el estilo de vida y la ocupación) o con fac­
tores propios del medio ambiente (por ejemplo, entre ciertas clases
de delitos y la pobreza). Carece de sentido tratar de demostrar que
las normas de justicia constituyen un reflejo de una Justicia absoluta,
o por lo menos no tiene más sentido que explicarlas como órdenes
provenientes de seres sobrenaturales. Estas presuntas explicaciones no
nos dicen nada y presuponen, además, entidades de cuya existencia no
tenemos pruebas. Por el contrario, las normas de justicia de una deter­
minada sociedad se explican demostrando cómo concuerdan con cual­
quier otro hecho social, como, por ejemplo, la supervivencia del grupo.
A partir de esta consideración de la teología, de la metafísica (o
filosofía tradicional) y de la ciencia como métodos sucesivos de expli­
cación, se deduce que la teología ha sido desbancada por la filosofía
y que la filosofía tradicional ha sido desbancada a su vez por la ciencia.
La filosofía ha sido útil en su día, ayudando a crear la explicación
científica; pero una vez aparecida la ciencia, la filosofía debería desapa­
recer. Vestigios de este punto de vista sobre la relación entre la filo­
sofía y la ciencia pueden encontrarse en corrientes de pensamiento
posteriores. Por ejemplo, la suposición de que la filosofía ha de limi­
tarse al análisis conceptual y abandonar la valoración crítica puede
1. ¿Qué es la filosofía política? 33

considerarse como una variante de la posición de Comte, que esta­


blece que el descubrimiento de la verdad es un problema a resolver
por la ciencia y no por la filosofía; antes de que existiesen las cien­
cias, los filósofos intentaron, de un modo «amateurístico», aislar los
hechos pertinentes; pero ahora que existen los profesionales, la filo­
sofía ha de dejarles el campo libre. La filosofía todavía conserva la
tarea de examinar el significado de las palabras, pero según algunos
de los partidarios del punto de vista que venimos examinando, ello
se debe exclusivamente a que todavía no existe una ciencia del len­
guaje verdaderamente sólida. La atención filosófica a las diferentes
dimensiones del significado posibilitará la aparición de una ciencia
del lenguaje propiamente dicha, y entonces la filosofía se quedará sin
trabajo, o tendrá que pensar en uno nuevo.
En la medida en que, en el pasado, la teología y la filosofía trata­
ron de ofrecer explicaciones de los fenómenos observables (cosa que
indudablemente hicieron), han sido reemplazadas, en este papel, por
la ciencia. Sin embargo, el desarrollo de las ciencias ha provisto a la
filosofía de un nuevo campo de investigación. Las ciencias no son
estáticas; están en continuo desarrollo. Y conforme una ciencia o un
grupo de ciencias evoluciona, es muy posible que altere su utilización
de conceptos generales, sin reconocer a veces de un modo explícito
cómo o por qué se ha realizado el cambio. Esto puede inducir a una
confusión, al menos en las mentes de los legos en la materia, y quizás
también en las mentes de los propios científicos, entre la nueva utili­
zación de un concepto y la anterior, que sigue aplicándose en la vida
cotidiana. La confusión, que a veces depende de una incongruencia
aparente, hace necesaria la aclaración del concepto. Y ésta es una tarea
filosófica, aunque ello no quiera decir que la vayan a realizar necesa­
riamente mejor los filósofos que los científicos. El lugar de la filosofía
precientífica ha sido ocupado hoy en día por la filosofía de la ciencia.
Si un filósofo, a diferencia de un científico interesado en la filoso­
fía, ha de realizar un trabajo útil para la filosofía de la ciencia, no
hasta con que esté preparado en lógica y versado en el análisis con­
ceptual; ha de saber algo de los conceptos que trata de aclarar y, por
tanto, tener un conocimiento razonable de la ciencia o ciencias más
importantes. No tiene sentido acometer la crítica filosófica de las
ciencias sociales a menos que se posea un conocimiento razonable de
dos o tres de ellas.
34 Problemas de filosofía política

A pesar de que la filosofía de la ciencia exige un conocimiento


especializado, no se trata de un nuevo tipo de filosofía sino de una
aplicación de las funciones vigentes de la filosofía a un campo nuevo.
Por ahora me he referido a la aclaración de conceptos en proceso de
cambio; añadiré que la filosofía de la ciencia incluye asimismo la
valoración crítica de creencias. Con esto no quiero decir que la filo­
sofía de la ciencia pueda o deba intentar usurpar la función, que
corresponde a la ciencia, de probar la verdad o falsedad de las hipó­
tesis científicas. Eso sería absurdo. Lo que la filosofía de la ciencia
somete a valoración crítica son ciertas presunciones que subyacen en
el trabajo de los científicos. La necesidad de efectuar esta valoración
surge del mismo modo en que se suscitan los problemas filosóficos
fundamentales. El desarrollo de una ciencia puede producir una apa­
rente incongruencia, o una falta de coherencia, respecto a las creencias
de sentido común, o a los presupuestos de otra ciencia, o respecto a
una determinada categoría de ideas profundamente arraigada que no
constituye una ciencia teórica o explicativa. Por ejemplo, ¿es compa­
tible la presunción científica de la necesidad causal con la presunción,
establecida por el sentido común y por la disciplina del derecho, de
que los hombres son responsables de la mayoría de sus acciones?
Y análogamente, ¿aceptan las ciencias biológicas la misma noción de
causación que las ciencias físicas? La reflexión sobre este tipo de pro­
blemas trae a colación lo descrito en la sección 2. Es necesario sacar
a la luz las implicaciones de puntos de vista aparentemente incon­
gruentes para demostrar si existe o no realmente una incongruencia,
y en caso de que exista, ver en qué grado; después habrá que revisar
uno u otro o ambos puntos de vista conflictivos, para despejar la
incongruencia.
El hecho mismo de que la filosofía de la ciencia, o una parte de
ella, se denomine metodología, confirma que su objeto no es sólo la
aclaración de conceptos. El término «metodología» significa el estudio
del método (aunque algunas personas, bastante absurdamente, lo uti­
lizan como sinónimo de la palabra «método»). Los científicos, inclui­
dos los científicos sociales, utilizan a menudo este término para refe­
rirse al estudio de determinados métodos de indagación adecuados
para determinados tipos de investigación. Los filósofos lo utilizan en
un sentido más amplio para referirse a los métodos de investigación
comunes a todas las ciencias, es decir, a las clases de pruebas y de
1. ¿Qué es la filosofía política? 35

razonamientos comúnmente utilizados. Se consideró esto un problema


filosófico porque la idea de que el principal método científico de razo­
namiento era la inducción, en vez de la deducción, suscitó la cuestión
filosófica de la justificación de la inducción.
Creo que la expresión «metodología de las ciencias sociales» es
demasiado limitada para abarcar todos los problemas filosóficos que
se plantean en relación con las ciencias sociáles, y prefiero referirme
por tanto al examen de los presupuestos y del método. En las ciencias
sociales el número de presupuestos capaces de plantear dificultades
es mayor que en las ciencias naturales, y ello se debe a dos razones.
En primer lugar, las ciencias sociales, en tanto ciencias, son disciplinas
relativamente recientes y no están tan bien asentadas como las ciencias
naturales. Tratan todavía de delimitar su campo de acción y necesitan
un tipo de crítica filosófica que las ciencias naturales precisaron en su
momento, aunque hoy en día ya no lo necesitan. En segundo lugar,
dado que las ciencias sociales tienen como objeto la conducta huma­
na, les resulta más difícil ajustarse de un modo consecuente a los
hechos positivos y evitar los juicios de valor implícitos. Además de
los problemas planteados por la aceptación de las leyes causales, acep­
tación que las ciencias sociales han deducido de las ciencias naturales,
existe otro conjunto de problemas referentes a la cuestión de si las
investigaciones sociales pueden o deberían estar «libres de valores».
Aun cuando un investigador crea estar evitando los juicios de valor,
puede presuponerlos inconscientemente de modo que afectan a su
trabajo; y esto es algo que puede ser comprobado por un extraño
adiestrado en buscar presupuestos.
Los filósofos que afirman que el objetivo tradicional de la valora­
ción crítica de creencias ha de abandonarse no sólo aceptan la llamada
metodología de las ciencias sociales, sino que la consideran digna de
todo respeto. También se muestran de acuerdo en que la «metodolo­
gía», desde este punto de vista, incluye la crítica tanto del método
como de los presupuestos. He tratado de demostrar que la crítica de
presupuestos es sencillamente una forma de valoración crítica de creen­
cias. Por lo tanto, en este campo al menos, se está de acuerdo en
que el objeto tradicional de la filosofía es a la vez deseable y factible.
De hecho, lo que hace la filosofía en la valoración crítica de creen­
cias es en principio lo mismo que en la aclaración de conceptos. Analiza
d significado exacto y las implicaciones (incluidos los presupuestos) de
36 Problemas de filosofía política

una idea compleja; examina sus relaciones con otras ideas con el fin
de llamar la atención sobre las incongruencias, por un lado, y sobre
las conexiones lógicas, por otro; y al objeto de desechar las incon­
gruencias y de producir una síntesis coherente, es probable que sugiera
la revisión o el perfeccionamiento de una o varias de las ideas.
La metodología de las ciencias sociales no es una parte de la filo­
sofía política. Pertenece a un campo más amplio, el de la filosofía
social. La he considerado aquí en términos generales para demostrar
que lo que todos consideran una función estimable de la filosofía es,
de hecho, una aplicación de las funciones tradicionales. Esto, junto
con la analogía que puede establecerse entre la valoración crítica y la
clarificación conceptual, puede ayudar a desterrar el prejuicio que su­
pone considerar que la valoración crítica no es filosofía.
Capítulo 2
LA P O LIT IC A Y E L E ST A D O

1. El ámbito de la política

Los autores actuales sobre ciencia política tienden a distinguir en­


tre «gobierno» y «política». El «gobierno» se refiere al marco ins­
titucional de poder de un Estado, es decir, la estructura y el pro­
cedimiento del cuerpo legislativo (en Inglaterra, el Parlamento), los
cuerpos ejecutivo y administrativo (en líneas generales el Gabinete,
los demás cargos ministeriales y el funcionariado público), y las insti­
tuciones análogas de gobierno local. La «política» se refiere a la con­
ducta de grupos e individuos en asuntos que afectan a la acción de
gobierno; por ejemplo: al votar, al crear y poner en funcionamiento
partidos políticos, o al presionar de cualquier otra forma sobre los
responsables de la dirección del gobierno. Utilizaré el término «polí­
tica» en un sentido más amplio, que abarca también el campo del
«gobierno», y para ello incluyo en éste las instituciones que interpre­
tan y hacen cumplir la ley, además de aquellas que la crean y la
aplican.
¿Cómo hemos de configurar la esfera de lo político para distin­
guirla de lo «social», es decir, de todas aquellas actividades que cons­
tituyen formas diferentes de relación entre personas que no son polí­
ticas? El modo tradicional de hacerlo sería decir que lo político es
todo lo que concierne al Estado, y en general este modo de delimitar
37
38 Problemas de filosofía política

la esfera de lo político me sigue pareciendo el más claro. Es obvio que


se hace necesario, por tanto, especificar lo que se entiende por Estado,
problema que discutiré más adelante en este mismo capítulo. Puede
pensarse, sin embargo, que esta descripción de lo político es demasiado
limitada. En primer lugar parece abarcar sólo al «gobierno» (inclu­
yendo los procedimientos para interpretar y hacer cumplir la ley), pero
no la conducta política de las personas y grupos cuando votan, de los
partidos políticos, etc. En segundo lugar existen sociedades que no
son estados, pero que incorporan actividades que cabe considerar po­
líticas. Pero veamos estas objeciones detenidamente.
(1) La primera objeción consiste en que, incluso en aquellas so­
ciedades organizadas como estados, no toda la actividad política tiene
que ver con crear, aplicar, interpretar o hacer cumplir la ley. Creo que
esta objeción es errónea. Cuando votamos en una elección, estamos
decidiendo qué personas formarán parte de la legislatura. Cuando par­
ticipamos en las actividades de un partido político, o creamos uno
nuevo, estamos intentando dar poder político a ese partido y ello sig­
nifica darle una voz predominante en la decisión referente a lo que
las leyes han de ser. El programa de un partido político es un con­
junto de propuestas para organizar los asuntos de Estado, y dicho
programa sólo puede ser llevado a la práctica si es adoptado por los
poderes legislativo y ejecutivo. Del mismo modo, los grupos de pre­
sión, o aquellas personas que tratan de ejercer influencias sobre miem­
bros del Parlamento, ministros, funcionarios públicos, o sobre la opi­
nión pública, intentan que sus puntos de vista sean incorporados en
la legislación o en la aplicación de la ley. Todo el proceso de la con­
ducta política depende del hecho de que exista un conjunto de institu­
ciones llamado gobierno para regular los problemas de la sociedad.
(2) La segunda objeción se refiere a que existen sociedades que
no son estados, pero que no obstante manifiestan una actividad polí­
tica. El objetor puede estar pensando en las formas primitivas de
sociedad, tales como las sociedades tribales, que no tienen la sofisti­
cada estructura política que llamamos Estado. Tales sociedades poseen
esquemas reguladores análogos al derecho y al gobierno en las socie­
dades que son estados. Es verdad que, en sentido estricto, no podemos
definir la política de tales sociedades como todo aquello que concierne
al Estado. La noción de Estado tiene implicaciones no sólo respecto
del carácter de la regulación gubernamental en el seno de la sociedad,
2. La política y el Estado 39

sino también respecto de la relación de dicha sociedad con otras. Como


veremos, en el mundo moderno el concepto de Estado incluye la idea
de soberanía, que alude tanto a la relación entre un Estado y otro
como a la relación de éste con grupos y personas que forman parte
de él. No obstante, una sociedad tribal tiene una especie de gobierno,
en la forma de un jefe o de un grupo de ancianos, a quienes se les
reconoce la autoridad de establecer normas y ofrecer decisiones en
caso de controversias. Por tanto, si queremos referirnos a la política
de una sociedad así, deberíamos hablar de gobierno (o, si ello sugiere
una forma de organización más compleja que la existente en realidad,
podemos hablar simplemente de regulaciones [rule]) en vez de Es­
tado. Incluso en sociedades así, existe un sistema de derecho, al menos
en forma de normas consuetudinarias o decisiones autorizadas, respal­
dadas por el poder; y la política de tal sociedad, del mismo modo
que la política del Estado, se compone de las actividades concernientes
a crear, aplicar, interpretar y hacer cumplir el sistema de derecho o
de regulaciones, así como de las actividades tendentes a presionar
o influir sobre este sistema. En lo que respecta a la filosofía política,
la política de tales sociedades puede ignorarse, ya que los problemas
de filosofía política se plantean sólo en sociedades en las que se da un
conjunto de ideas sofisticadas sobre su propia política, y tales socieda­
des suelen adoptar la forma de organización que llamamos Estado,
aunque es necesario recordar que no todos los rasgos del Estado mo­
derno pueden aplicarse a los estados del pasado.
Sin embargo, nuestro objetor puede estar pensando en un caso
diferente. En la conversación diaria podemos hablar de «política»
para referirnos a ciertas clases de conducta observables en unidades
sociales que forman parte de una sociedad más amplia, organizada
como Estado; y cuando hablamos, por ejemplo, de «política universi­
taria» o «política eclesial» no queremos decir que tales actividades
afectan a la sociedad en su totalidad y a su organización estatal. Los
miembros de una sociedad o de una iglesia pueden hacer una campaña
contra una ley que afecte a sus actividades, o en contra de un pro­
grama político que el Gobierno o el Estado se propone aplicarles, y
esto es una conducta política común. Pero en el ámbito de la uni­
versidad o de la iglesia existe un campo en el que surgen problemas
que deben resolverse del modo que la sociedad menor (unidad social)
decida, y como es lógico a veces se producen diferencias de opinión

L
40 Problemas de filosofía política

entre sus miembros acerca de las decisiones que deben tomarse. En


tales circunstancias, algunos miembros tienen más influencia en la
toma de decisiones que otros. Puede decirse de un profesor de univer­
sidad que es activo en la «política universitaria», y de otro que per­
manece al margen. Lo que se denomina «política», en este contexto,
tiene relación con la estructuración de los programas políticos y la
toma de decisiones, pero no con los programas políticos o las deci­
siones de esa sociedad más amplia denominada Estado. Se la llama
así porque, del mismo modo que las actividades políticas de la socie­
dad más amplia, se refiere a aspectos o problemas sujetos a contro­
versias.
Creo que esta utilización del término «política» es metafórica,
parasitaria de su uso más común. Dado que los asuntos políticos
incluyen la búsqueda de poder y el ejercicio de influencia, la introduc­
ción de estos rasgos en otras esferas de la vida recibe el nombre de
«política». Una evidencia del carácter metafórico de esta expresión
puede encontrarse, creo, en el hecho de que se utiliza a menudo como
insulto, sugiriendo que las decisiones concernientes a problemas de
la universidad o de la iglesia han de lograrse de un modo más «racio­
nal» y «objetivo», emitiendo cada miembro su criterio sobre el asunto
tal y como lo ve, sin recibir influencias extrañas, y estando todos satis­
fechos de no encontrarse entre aquellos que tratan de hacerse con el
poder. Sea o no razonable esta representación ideal de lo que son deci­
siones racionales y objetivas, el uso peyorativo del término «política»
en tales contextos implica que la búsqueda de poder y el trueque de
votos son importaciones procedentes de la esfera de la política propia­
mente dicha, que es a donde realmente pertenecen. Aunque las per­
sonas están, pues, predispuestas a hablar de política de universidad,
de facultad o de iglesia, no encontrarían adecuado añadir que la polí­
tica de universidad, facultad o iglesia se refiere a asuntos propiamente
políticos.
Las personas influidas por las objeciones que acabo de considerar
suelen definir la esfera de lo político en términos de poder o en tér­
minos de conflicto. Los políticos afirman a menudo, y no sin razón,
que «la política tiene que ver con el poder» o que «la política es la
búsqueda y el ejercicio del poder». Tales afirmaciones son bastante
claras cuando aparecen en los discursos de los políticos profesionales,
y no se puede decir que induzcan a error. Pero sí induce a error suge-
2. La política y el Estado 41

rir que pueden conformar una definición de lo político que sirva para
la discusión teórica. Ya que es necesario que nos preguntemos: ¿qué
clase de poder es el que concierne a la política? No es un poder mecá­
nico, como la potencia de una máquina de vapor; y si nos limitamos
a los poderes de los seres humanos, no es su fuerza física, como, por
ejemplo, correr una milla o ser capaz de retorcer los brazos a alguien.
Tampoco es el poder de la voluntad, la fuerza de voluntad, como
intentar dejar de fumar o trabajar media hora más cada día. Hemos
de distinguir la clase de poder a la que nos referimos, especificándolo
como poder político; pero incurriríamos en un argumento circular al
tratar de definir lo político en términos de algo distinto que a su vez
es descrito como «político». Si explicamos entonces que la clase de
poder humano a la que nos referimos difiere del poderío físico o del
poder de la voluntad en que consiste en la capacidad de hacer que
otras personas hagan aquello que queremos que hagan, la definición
se hace demasiado amplia, dado que esta clase de poder se ejercita en
muchos contextos diferentes al político. Puede aparecer no sólo en la
propia política y en la llamada «política» de sociedades no políticas,
como la universidad o la iglesia, sino también en cualquier ejercicio
efectivo de autoridad. Un oficial del ejército tiene normalmente la ca­
pacidad de hacer que sus subordinados cumplan sus órdenes, lo mismo
que el director de una fábrica o que un capataz. Un padre es normal­
mente capaz de (¿o he de decir solamente a veces?) conseguir que
sus hijos hagan lo que dice; lo mismo ocurre con un profesor y sus
alumnos. Tampoco es necesario que nos limitemos a aquellos casos
en los que podemos hablar de autoridad. Un atracador armado, o un
chantajista, suelen lograr que sus víctimas les entreguen el dinero.
Todos estos ejemplos pueden calificarse de casos de ejercicio del poder
en el sentido que he explicado (aunque quizás para algunos de ellos
la utilización de la palabra «poder», con el sentido que le damos
actualmente, parezca inadecuada por razones a las que aludiré cuando
haga referencia a las ideas de poder y autoridad en el capítulo III,
sección 4); pero sería absurdo decir que son ejemplos de poder polí­
tico. El poder político constituye ciertamente esta clase de poder
cuando se ejercita en un contexto político. Si un político dice que la
política tiene que ver con el poder, se refiere a esta clase de poder;
pero da por supuesto que sabemos que se está refiriendo a su bús­
queda o a su ejercicio en un contexto político. Lo que ocasiona que
42 Problemas de filosofía política

el contexto sea político no puede ser explicado a través de la propia


idea de poder.
Lo mismo ocurre con la sugerencia alternativa de definir lo polí­
tico en términos de conflicto. Existen conflictos políticos, y además
otras clases de conflictos: conflictos armados, que pueden tener rela­
ción o no con una controversia política; conflictos físicos sin armas,
en los deportes o en las competiciones; conflictos de ideas, unas veces
políticas y otras, no, etc. El conflicto político no adopta normalmente
un carácter físico, aunque a veces desemboque en ello. Es un conflicto
de ideas acerca de lo que debe hacerse cuando es necesario tomar
una decisión que afecta a una actividad colectiva. Ahora bien, un con­
flicto así es político únicamente si tiene lugar en un contexto político.
He oído decir a un científico de la política que cualquier conflicto de
la clase que he descrito es político, independientemente de su con­
texto; que, de hecho (el ejemplo es suyo y no mío), si dos amigos se
proponen hacer una excursión por la tarde en un tándem, y no se po­
nen de acuerdo sobre si deben ir hada el norte o hacia el sur, están
inmersos en un conflicto político. Esto es absurdo. De ser cierto ten­
dríamos que calificar de político un desacuerdo entre marido y mujer
acerca de si han de gastar sus ahorros en comprar una lavadora o una
alfombra, o entre un grupo de niños que no saben si jugar a «tú la
llevas» o saltar a la pata coja.
Si todo desacuerdo existente entre amigos y compañeros acerca
de una actividad colectiva ha de ser considerado un conflicto político,
se le está atribuyendo a la palabra «político» un contenido diferente
al de su significado característico. Las ideas de poder y de conflicto
son claras para la comprensión de la actividad política, pero no pue­
den utilizarse como términos definitorios con el fin de distinguir las
relaciones políticas de otro tipo de relaciones sociales.
Así pues, considero preferible el método tradicional de definir el
ámbito de lo político en función del Estado. Las objeciones que pue­
dan plantearse aquí no afectan de un modo fundamental al propósito
de la filosofía política, y en cualquier caso son menos consistentes
que las objeciones que suscita una definición en términos de poder
o de conflicto, que de hecho presupone el punto de vista tradicional.
Hemos de considerar ahora el concepto de Estado en sí mismo y para
ello hemos de distinguir antes dos clases de grupos sociales.
2. La política y el Estado 43

2. Asociaciones y comunidades

Ferdinand Tonnies estableció una distinción entre Gemeinschafi


(comunidad) y Gesellschaft (sociedad o asociación). La Gemein-
schaft, forma primaria de grupo social, se caracteriza por una actitud
de amistad natural; no está deliberadamente organizada, y se basa
en la «voluntad natural». La Gesellschaft aparece en un estadio de
desarrollo posterior; implica una actitud de cálculo o planificación
deliberada, y se basa en la «voluntad racional». Al afirmar que
la Gesellschaft aparece con posterioridad no quiere decirse que la
Gemeinschaft cese de existir. Cuando planificamos algo y constitui­
mos asociaciones deliberadamente, no dejamos por ello de tener
amistades.
El término Gesellschaft puede traducirse por «sociedad» o «aso­
ciación». En la lengua inglesa apenas existe diferencia entre estos
dos términos. Podemos hablar, por ejemplo, de la Sociedad Real y
de la Sociedad Legal, pero también de la Asociación de Profesores
Universitarios y de la Asociación de Estudios Políticos. Si deseo crear
una organización que proteja a los conferenciantes de silbidos, rumo­
res o lanzamientos de bolas de papel, la podría denominar indistinta­
mente Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Confe­
renciantes o Asociación Protectora de Conferenciantes. Sin embargo,
para los propósitos técnicos de la teoría sociológica, una gran parte
de los sociólogos utilizan hoy en día el término «sociedad» en un sen­
tido amplio que abarca el objeto de estudio de la sociología en su
totalidad, y, por tanto, tienden a utilizar la palabra «asociación» sólo
para referirse a la Gesellschaft de Tonnies. Me propongo hacer lo
mismo y considerar el vocablo «asociación» como un término técnico
con un significado perfectamente definido. No pretendo sugerir, sin
embargo, que sea así como se utilice o deba utilizarse este término
en la vida diaria.
Defino una asociación como un grupo de personas organizado para
la consecución de un objetivo común determinado o de varios obje­
tivos. Esta definición exige dos condiciones para poder aplicar la eti­
queta técnica de «asociación» a un grupo social. En primer lugar, los
miembros del mismo han de tener un objetivo común específico o. un
conjunto de objetivos comunes y, en segundo lugar, han de organi­
zarse para alcanzarlo. Utilizo el término «objetivo» en vez del término
44 Problemas de filosofía política

«interés», dado que este último significa comúnmente algo que una
persona desea o que produce satisfacción, mientras que un objetivo
puede ser además el propósito o el fin de una decisión racional rela­
tiva a hacer algo que no depende necesariamente del deseo o de la
obtención de satisfacción.
No todos los grupos sociales tienen un objetivo común, y no
todos aquellos que lo tienen están organizados para conseguirlo. Un
grupo de personas que viajan juntas en un autobús, constituyen tem­
poralmente un grupo, pero no una asociación. Constituyen un grupo
social, en el sentido que dan los sociólogos a esta expresión, debido
a que la conducta o disposición de cada uno de los pasajeros puede
resultar afectada hasta cierto punto por el hecho de ser conscientes
de la presencia de los demás. Al subir o al bajarse del autobús, por
ejemplo, tendrán cuidado de no tropezar con los tobillos de otros pa­
sajeros; pero si alguno es de esa clase de personas que no se preocupa
en absoluto de los sentimientos de los demás y va tropezando con
todos los tobillos que encuentra en su camino, ha de estar preparado
para recibir miradas hostiles y recriminaciones, por lo que su dispo­
sición, si no su conducta efectiva, sufre los efectos de ser consciente
de la presencia de los otros. Pero un grupo así no constituye una
asociación, ya que seguramente no todos los pasajeros tienen el mismo
propósito: uno viaja en autobús para ir a su trabajo, otro para ver
las bellezas de la ciudad. Si ocurre que todos tienen el mismo destino,
se supone que su presencia en el autobús se debe a un propósito co­
mún; pero no es necesario que hayan acordado deliberadamente viajar
juntos para conseguir ese propósito. Si, como sucede a menudo, han
acordado viajar juntos para ir a un concierto o a una excursión, cons­
tituyen una asociación temporal.
Normalmente hablamos de asociaciones cuando el grupo, delibera­
damente organizado para conseguir un propósito común, no tiene una
duración tan corta. La organización, y el objetivo común, permanecen
por un período de tiempo, no necesariamente largo. Un grupo de
inquilinos puede formar una asociación con el fin de obtener la reduc­
ción de sus alquileres. Si tienen éxito después de un mes de campaña,
pueden disolver la asociación, ya que han logrado su propósito. Por
otro lado, el propósito de una asociación puede ser duradero. A los
miembros de una asociación protectora de animales les gustaría pensar
que llegará el día en que su asociación no sea necesaria, pero de mo-
2. La política y el Estado 45

mentó no lo consideran probable. Una universidad, que tiene como


objetivos la educación de la juventud y el progreso del conocimiento,
no puede fijarse un plazo para la consecución de los mismos, pues cada
nueva generación necesita ser educada y el límite del conocimiento
potencial se puede suponer infinito.
Al contrario que una asociación, una comunidad — por ejemplo,
una familia, un pueblo, una nación— no posee un conjunto especí­
fico de propósitos y no necesita estar deliberadamente organizada. El
Estado nacional está altamente organizado para la consecución de ob­
jetivos bastante definidos; pero encontraremos una razón para distin­
guir la nación del Estado. He mencionado que una comunidad no
tiene por qué estar organizada deliberadamente, y con ello estoy cua­
lificando la distinción de Tónnies entre las dos clases de grupo en
términos de «voluntad natural» y «voluntad racional». Una comuni­
dad religiosa, puede estar preparada para perseguir todo tipo de obje­
tivos comunes y no sólo aquellos que algunas personas calificarían de
específicamente «religiosos»; y ciertamente estamos inclinados a deno­
minarla comunidad en vez de asociación, aunque a veces presente una
organización deliberada. Lo mismo puede decirse de una organización
comunal, como un kibbutz israelí. Los estrechos vínculos que produce
la vida compartida en un grupo de esta índole, y la posesión común
de sentimientos idealistas, se manifiestan en una lealtad que Tónnies
calificaría de expresión de la voluntad natural, pero ello no excluye
la existencia de la «voluntad racional» de organización.3

3. Pautas de regulación

Existen en los grupos sociales organizados diferentes modelos de


regulación. Nos resultan familiares los términos «democracia», «mo­
narquía», «dictadura», «aristocracia», «oligarquía», que describen di­
ferentes fórmulas de regulación política, según se tomen las decisiones
previa discusión general y de común acuerdo, o por el fiat de una
o más personas que ocupan una posición de autoridad. Sin embargo,
estos diferentes modelos de regulación no se limitan al Estado. Com­
párese la atmósfera de una familia victoriana, o la patria potestas de
los romanos, con las familias de la moderna sociedad occidental, o el
funcionamiento «democrático» de una comunidad religiosa como los
46 Problemas de filosofía política

cuáqueros con la estructura jerárquica de la Iglesia católica y con


las situaciones intermedias entre estos dos extremos; o el esquema de
autoridad que existe normalmente en una fábrica, donde los directores
dan órdenes y los obreros las cumplen, con las propuestas de consulta
entre directores y obreros, o con lo que a veces se denomina «demo­
cracia industrial». Una escuela está estructurada de tal forma que las
decisiones las toman el director y los profesores; pero ocasionalmente
un reformista, como A. S. Neill, puede experimentar con el método
democrático y otorgar a los alumnos la misma capacidad decisoria
que a los maestros para regular la disciplina o elaborar el plan de
estudios.
Estos ejemplos muestran que el modelo democrático de regula­
ción, que muchos aceptamos cuando pensamos en la política, no es
necesariamente el mejor para organizar los asuntos de cualquier aso­
ciación o comunidad. En una familia resulta natural que los padres
se encuentren en una posición de autoridad respecto de sus hijos,
dado que éstos no son todavía capaces de decidir lo mejor para sí
mismos; y la mayoría de nosotros diría lo mismo respecto de los
profesores y los alumnos de un colegio. Puede argumentarse que este
ejemplo también es válido para los otros casos, aun cuando la mayoría
de los miembros de un grupo sean adultos. Algunos están más califi­
cados que otros para conseguir los objetivos previstos; los asuntos
espirituales exigen sabiduría; incluso los asuntos políticos requieren
un juicio educado y prudente. Por otra parte, cabe alegar que la sa­
biduría colectiva es mejor que la individual, cuando la decisión que
ha de tomarse no se refiere a un asunto específico que requiera la
intervención de un experto, o cuando las personas se sienten ofendi­
das si las decisiones las toman otros por ellas y prefieren tomar sus
propias decisiones y cometer sus propios errores. Sea cual fuere el
argumento preferido, no puede aplicarse sin problemas a cualquier
tipo de asociación o de comunidad.
Aristóteles 1 fijó su atención en este aspecto cuando clasificó las
diferentes clases de gobierno. Comenzaba con la clásica división tri­
partita: gobierno de un hombre, gobierno de unos pocos, gobierno
de todos (o de la mayoría). Pero añadía que el problema de quién

1 Etica a Nicómaco, V III, 10: Etica a Eudemo, V II, 9: Política, I, 1, 7, 12;


I I I , 6-8.
2. La política y el Estado 47

gobierna revestía menos importancia que el propósito del gobernante


o de los gobernantes. El gobierno podía estar dirigido hacia la conse­
cución del bien común de todos o del bien del partido gobernante.
Era necesario duplicar la clasificación tradicional con tres clases de
«constituciones» justas o correctas, en las cuales el fin perseguido era
el bien común, y otras tres clases de «constituciones» injustas o
incorrectas, en las que el fin se restringía a la consecución del bien
del gobernante o gobernantes. Aristóteles utilizó los términos «mo­
narquía» y «aristocracia» para referirse al gobierno «justo» de una
persona o de unos pocos, y los términos «tiranía» y «oligarquía»
para las formas «corruptas». Cuando trató de denominar las dos for­
mas de gobierno mayoritario, llamó «democracia» a la forma injusta
y utilizó los términos «timocracia» y «Politeia» * para la forma justa.
Aristóteles pensaba que la monarquía y la aristocracia eran las
mejores formas de constitución de un Estado, si se era lo suficiente­
mente afortunado para poder evitar que estas formas se corrompieran.
Pero añadió que se podía efectuar una elección diferente al decidir
cuál sería la mejor forma de gobierno en una familia; la monarquía
resultaba adecuada para la relación de un padre con sus hijos, la
«Politeia» (la aristocracia en sus obras éticas) para la relación entre
marido y mujer, y la tiranía (o el despotismo) para la relación exis­
tente entre el cabeza de familia y sus esclavos. No es necesario seña­
lar que Aristóteles ofrecía argumentos para apoyar su opinión de que
en el último ejemplo era justo (al contrario de lo que ocurre en el
Estado, donde no lo sería) que el amo persiguiera su propio interés
en su relación con los esclavos. No es posible estar de acuerdo con
los argumentos de Aristóteles sobre este punto, ni con su opinión
de que es «natural» o correcto que una persona pueda ser esclava.
Lo importante para nuestro análisis es que Aristóteles comprendió
que la mejor forma de organización para un Estado puede no ser la
forma más adecuada para un tipo diferente de asociación o comunidad.
Un último punto a destacar en el examen de Aristóteles es el si­
guiente: Como, a su entender, las formas corruptas de gobierno per­
siguen sólo el interés del gobernante o gobernantes, la oligarquía
y la «democracia» son ejemplos de una forma de gobierno que favo-

* Según W. D. Ross, Aristóteles da a esta forma de gobierno el nombre genérico


de IloXrteia. «constitución», a falta de un término propio para designarla. (N. del F )
48 Problemas de filosofía política

rece los intereses de determinadas clases, concretamente la de los


ricos y la de los pobres respectivamente. Ocurre, añade Aristóteles,
que los ricos son siempre minoría y los pobres mayoría; pero si en­
contrásemos un Estado en el que hubiese más ricos que pobres, enton­
ces el gobierno de los ricos en favor de sus propios intereses sería
fundamentalmente lo mismo que la oligarquía (a pesar de que, en
sentido estricto, el término «oligarquía» significa el gobierno de unos
pocos), y el gobierno de los pobres en favor de sus propios intereses
sería lo mismo que lo que denominó democracia (aun cuando, en sen­
tido estricto, el término «democracia» significa el gobierno de todos
o de la mayoría). En opinión de Aristóteles, las características de una
forma de gobierno vienen dadas no tanto por el número de gober­
nantes como por sus fines y objetivos. Esto significa que la primera
clasificación, basada en el número de gobernantes, ha sido desplazada,
en la visión que acabó adoptando, por su segunda clasificación en
función del propósito del gobernante o gobernantes y, cuando existe
más de un gobernante, en función de las características sociales de
la clase dirigente. Dado que la esencia de la oligarquía no es el go­
bierno de unos pocos, sino el gobierno en interés de los ricos, sería
más adecuado denominarla plutocracia; y dado que la esencia de la
democracia, tal y como la interpreta Aristóteles, es el gobierno en
interés de los pobres, podría sugerirse, aunque él no lo hace, una
nueva denominación: «penetocracia» (de penes, palabra griega que
significa «pobre»).
Aristóteles no pensaba que toda forma de gobierno persiguiese
el interés del grupo o clase gobernante. Antes bien, creía en la posi­
bilidad de encontrar «constituciones» o formas de gobierno en las
que los gobernantes favoreciesen el interés de toda la sociedad. Pero
reconocía que no era nada fácil localizar asociaciones políticas en las
cuales se pudiesen realizar las formas de gobierno ideales — la monar­
quía y la aristocracia— , por lo que estaba dispuesto a aceptar que
la « Politeia» era la forma de gobierno más factible en la práctica.
No obstante, sólo es verdad esto en relación con el Estado. En una
familia es perfectamente posible que un padre gobierne «monárqui­
camente», es decir, tomando él solo las decisiones, pero en favor de
la familia en conjunto. Se oye decir a menudo que en la teoría mar-
xista (me declaro incompetente para asegurar que este fuera el punto
de vista del propio Marx) todo gobierno es un gobierno de clase que
2. La política y el Estado 49

persigue únicamente los intereses del grupo dirigente. Se presupone


que el motivo único de la acción es la búsqueda del propio interés,
y que cualquier miembro del grupo dirigente que colabore en la con­
secución de los intereses del grupo lo hará porque es el medio mejor
de asegurar sus propios intereses. Esta tesis tiene visos de p lacib i­
lidad y una apariencia de realismo cuando observamos la conducta
efectiva de los partidos políticos, en el poder o en la oposición, o la
conducta de los patronos y los trabajadores de una fábrica. Cabe
poner en duda que resulte siempre cierta en lo que se refiere a la
fábrica, aunque a veces lo sea y aunque en el siglo xix, con su con­
cepción del hombre como homo economicus, se diera por sentada (de
ahí tal vez la generalización marxista). Pero ciertamente no se cumple
en lo que atañe a la mayoría de las familias, de las comunidades reli­
giosas, de los colegios, etc. (Si el Sr. Squeers * fuera un maestro
típico, el retrato que Dickens nos brindó de él habría errado el
blanco.) Una comparación entre el Estado y otros grupos organizados,
tal y como Aristóteles pretendió con su comparación y contraste en­
tre el Estado y la familia, puede demostrarnos que el presupuesto
psicológico de la teoría clasista del gobierno es falso. Es más difícil
percibir una preocupación por el bien general en una asociación muy
extensa que en una más pequeña, como una escuela, o que en una
comunidad, como la familia o la Iglesia. El propio interés y el interés
de clase han de tenerse muy en cuenta en la política. Pero no porque
el interés egoísta sea el único motivo de la acción. Aquellos que de­
tentan una posición de poder en una familia, en una Iglesia o en una
escuela rara vez lo ejercitan exclusivamente en favor de sí mismos.

4. Estado y nación

Parece más adecuado considerar al Estado como una asociación,


y no como una comunidad. Es obvio que el Estado está organizado;
de hecho, quizás sea la más organizada de todas las formas de aso­
ciación. No resulta fácil, sin embargo, especificar un conjunto de
objetivos concretos que puedan serle atribuidos. La ciudad-estado
griega desempeñaba un número prácticamente ilimitado de funciones

Personaje de la novela Nicholas Nickleby. (N. del T.)


50 Problemas de filosofía política

sociales; y las del Estado moderno han aumentado enormemente a lo


largo de los siglos xix y xx.
En un famoso pasaje, al comienzo de su Política (1.2), dice Aris­
tóteles que la polis nace por mor de la propia vida, pero una vez
que existe asume como objetivo la buena vida. Es habitual traducir
polis por «el Estado», y debido a ello, algunos filósofos, influidos por
Aristóteles, han mantenido que el objetivo del Estado es la buena
vida en todos los aspectos, esto es, todos aquellos objetivos que, a los
ojos de los hombres, merece la pena tratar de alcanzar. Pero la polis
griega estaba más próxima a la comunidad que el Estado moderno.
«La buena vida», es decir, la suma de todos los propósitos comunes
aceptados, puede considerarse como una función de la comunidad.
La ciudad-estado de los griegos no era un Estado en el sentido actual
del término, dado que el Estado de hoy cede en parte la consecu­
ción de la «buena vida» a otros órganos sociales, y a las personas.
Podría argumentarse que toda la vida de una comunidad debería
estar organizada por el Estado, que el Estado debería identificarse
con la comunidad cuya población comparte, como ocurría en la ciu­
dad-estado de los griegos, en donde la religión, la moral y el arte, del
mismo modo que el orden y la defensa, formaban parte de las fun­
ciones de las polis. Podría argumentarse también que en una comuni­
dad excesivamente grande es imposible, o que no es deseable para
ninguna comunidad, organizar centralizadamente todos los objetivos
sociales, sin dejar ámbito alguno a la iniciativa privada. Pero en cual­
quier caso, el hecho es que el Estado moderno, a excepción del tota­
litario, no intenta organizar por sí solo todos los fines comunes, por
lo que sus objetivos están limitados en la práctica.
En el mundo moderno el Estado es normalmente un Estado na­
cional, es decir, una nación organizada como una asociación. La nación
es una comunidad, un grupo de personas que reúne todas las condi­
ciones necesarias para la vida en común y que alienta sentimientos
de lealtad y de identificación, pero que no se limita a un conjunto de
fines determinados. Con el fin de observar la diferencia, consideremos
los dos sentidos en los que se utiliza el término «nacionalidad».
El libro de registros de los hoteles tiene normalmente una colum­
na con el encabezamiento: «Nacionalidad». Algunos escoceses tienden
a escribir en esta columna «escocés» (Scot o Scottish) y otros «bri­
tánico». En el sentido legal del término, que es al que el registro se
2. La política y el Estado 51

refiere, todos tienen la nacionalidad británica. Este concepto legal


puede también denominarse ciudadanía. En el lenguaje legal de los
Estados Unidos se habla de «ciudadano» de los Estados Unidos (ya
que una expresión equivalente a «súbdito británico» sería inadecuada
para aquellas personas que no deben obediencia a un rey o una reina).
En la Commonwealth se habla de nacionalidad británica y, además,
de ciudadanía del Reino Unido y Colonias, o de un determinado Do­
minio británico. Un escocés, lo mismo que un inglés, tiene pasaporte
británico. La ley no reconoce la nacionalidad escocesa. Sin embargo,
independientemente del concepto legal, existe lo que ha dado en lla­
marse el concepto de «nacionalidad personal». Esta consiste en un
sentimiento de pertenencia a un grupo que habita (o, como en el caso
de los escoceses de Canadá, habitaban) un territorio común, comparte
el mismo lenguaje y tradiciones, tiene la misma memoria histórica, y
prevé un futuro común. En este sentido una persona puede pensar
que tiene nacionalidad escocesa, o inglesa, o galesa. Un «nacionalista»,
por ejemplo, un nacionalista escocés, es aquél que siente profunda­
mente la nacionalidad personal y trata de que su nación se organice
como Estado independiente.
Tal y como demuestra mi ejemplo, nación y Estado no siempre
coinciden. Algunas naciones están divididas, o repartidas, entre varios
estados; y algunos estados abarcan más de una nación. El Reino
Unido de Gran Bretaña incluye a la mayoría de los miembros de las
naciones inglesa, escocesa, galesa y a la gente del Ulster (aunque en
este último caso no sé si calificarla de nación separada o de parte de
la nación irlandesa). El concepto de nación es impreciso. La gente
del Ulster comparte con sus vecinos del sur el amor por el paisaje,
por el modo de vida y, quizás, por el clima de Irlanda; pero un con­
flicto histórico de índole político-religiosa los divide en cuanto a sus
sentimientos, del mismo modo que la frontera los separa en status
legales diferentes. Una nación puede convertirse en un Estado, pero
un Estado también puede dar origen a una nación. ¿Deberíamos decir
por ello que el pueblo del Reino Unido constituye una nación, aun­
que en un sentido más vago que Inglaterra o Escocia? En cualquier
caso, constituye una comunidad, determinada en parte por la organi­
zación política y por la consiguiente organización económica, que
vinculan a las tres naciones que pueblan Gran Bretaña y a la cuarta
nación, o parte de nación, que puebla Irlanda del norte.
52 Problemas de filosofía política

Aun cuando la nación y el Estado tengan los mismos límites terri­


toriales, la pertenencia a una y otro no es necesariamente la misma
cosa. Un inmigrante naturalizado y, por tanto, ciudadano de un Es­
tado, con todos los derechos y obligaciones del ciudadano por naci­
miento, no se sentirá, al menos por cierto tiempo, miembro de la
nación ni será aceptado como tal por los demás. En general, las na­
ciones y estados del mundo moderno suelen tener los mismos miem­
bros, dado que el nacionalismo da lugar a nuevos estados nacionales
y los vínculos resultantes de la estatalidad dan lugar a un sentimiento
de nacionalidad. No obstante, sigue habiendo una diferencia de carác­
ter entre Estado y nación. La nación es una comunidad y el Estado
una asociación; la pertenencia a una nación es una cuestión de senti­
mientos, que dependen a su vez de la experiencia y de la historia
comunes, mientras que la pertenencia a un Estado es una cuestión de
status legales.

5. Rasgos distintivos del Estado

Si queremos definir el concepto de Estado, hemos de diferenciar


el Estado de otras especies del mismo género. El Estado es una aso­
ciación; pero, ¿en qué se diferencia de otras asociaciones? Hemos de
considerar ciertas sugerencias.

a) Jurisdicción universal dentro de límites territoriales

Acabamos de ver cómo, aun cuando Estado y nación tengan los


mismos límites territoriales, la pertenencia a ambos no es absoluta­
mente idéntica. Una persona puede ser miembro de un Estado pero
no de la nación, y viceversa. La cualidad de miembro de un Estado
se aplica a casi todas aquellas personas que viven dentro de sus fron­
teras. Digo casi todas porque los derechos y privilegios de un ciuda­
dano no son garantizados automáticamente y de una vez por todas a
todo aquel que decida vivir dentro de las fronteras del Estado. Muchos
estados conceden la ciudadanía a cualquiera nacido dentro de su terri­
torio, pero un extranjero que inmigra y quiere convertirse en ciuda­
dano, ha de esperar cierto tiempo y demostrar que merece la ciu­
dadanía por naturalización. La ciudadanía, o pertenencia a un Estado,
2. La política y el Estado 53

conlleva obligaciones del mismo modo que derechos y privilegios. Sin


embargo, algunas de las obligaciones impuestas y de los derechos pro­
tegidos por el Estado se aplican a todas aquellas personas que se
hallan dentro de sus fronteras, permanente o temporalmente, inde­
pendientemente de que sean o no ciudadanos del mismo. Por ejemplo,
un extranjero residente no tiene derecho al voto, y si es un visitante
temporal, puede no estar obligado a pagar algunos impuestos exigidos
a los ciudadanos y a los extranjeros domiciliados en el país; pero sí
está obligado a obedecer las leyes ordinarias del país, y puede ser cas­
tigado si no lo hace. (Se da el caso excepcional de la inmunidad di­
plomática, garantizada por mutuo acuerdo entre estados, por razones
de conveniencia mutua; pero esto no nos concierne en este tema.)
A la inversa, puede exigir la protección de sus derechos fundamenta­
les por parte de las leyes penales y civiles del país. Del mismo modo
que se haría merecedor de un castigo si roba a un ciudadano o a cual­
quier otra persona, también un ciudadano o cualquiera puede ser me­
recedor de castigo si le roba a él. La jurisdicción del Estado se aplica
universalmente a todas aquellas personas que se encuentran dentro
de sus fronteras.
El alcance de la jurisdicción se limita aproximadamente al terri­
torio reconocido de un Estado (ampliado a sus aguas territoriales, es­
pacio aéreo y barcos bajo su bandera en aguas internacionales). Estos
límites se definen a través de un acuerdo general de los estados sobre
la base del derecho internacional, establecido para mitigar posibles
fuentes de conflicto. La población mundial se reparte entre los distin­
tos estados, y cada uno ejerce una jurisdicción universal dentro de
sus fronteras. Esto no puede decirse de ninguna otra forma de asocia­
ción. No quiero decir con ello que sea imposible en principio para
cualquier otro tipo de asociación, por ejemplo una Iglesia, incorporar
la característica de ejercer una jurisdicción universal dentro de un
territorio, sino que en el mundo actual esta característica está restrin­
gida a los estados.

b) La jurisdicción obligatoria

El segundo rasgo del Estado está íntimamente conectado con el


primero. La jurisdicción universal de un Estado dentro de un terri-
54 Problemas de filosofía política

torio significa que todas las personas que se encuentren en ese territo­
rio están sujetas a sus normas. A menudo, una proposición universal
equivale a una proposición de necesidad, y esto es lo que ocurre en
este caso: cualquier persona situada dentro de las fronteras de un
Estado ha de estar sometida a sus normas, le guste o no.
Pero una proposición universal no es siempre equivalente a una
proposición de necesidad. A veces, «Todos los A son B » no implica
que «Todo aquello que sea A debe ser B». Puede existir una sociedad
en la cual todos, de hecho, sean miembros de una determinada Iglesia,
cosa que quizás llegó a ocurrir en algún momento con los habitantes
de Utah. De ello no se deduce necesariamente que no se pueda ser
miembro de esa sociedad sin pertenecer a esa Iglesia en concreto.
Puede que todos los habitantes hayan elegido pertenecer a ella; o al
menos, puede que nadie haya optado por no ser miembro de ella,
aunque pudiese hacer una elección diferente si lo desease. Sin embar­
go, en lo que atañe a la jurisdicción del Estado no existe posibilidad
de elección. Si residimos, o incluso si nos encontramos de visita, en
un determinado territorio, quedamos por fuerza sujetos a la jurisdic­
ción del Estado que lo controla. No podemos decir que elegimos no
estar sometidos a sus leyes. Si nos hallamos en un país, estamos obli­
gados necesariamente por sus leyes, y si desobedecemos alguna, sere­
mos merecedores de castigo sobre la base del supuesto de que estamos
obligados por tales leyes.
El sometimiento obligatorio a la jurisdicción de un Estado de­
pende de la condición de que se permanezca dentro de sus fronteras.
En otros tiempos, si un grupo de personas preferían no someterse a
las leyes de su Estado, podían abandonarlo y fundar una nueva co­
munidad en cualquier otra parte con normas de su propia elección.
Hoy en día, todavía resulta posible emigrar a otro país si no nos gus­
tan las leyes del nuestro, pero no así crear una nueva comunidad con
sus propias leyes. Todas las partes habitables de la Tierra (y también
casi todas las inhabitables) han sido expropiadas y convertidas en nue­
vos estados o sometidas a la jurisdicción de estados ya existentes.
Si no nos gustan las leyes inglesas y tenemos medios para emigrar,
podemos escapar a la jurisdicción del Reino Unido, pero no a la ju­
risdicción de todos los estados. Si emigramos a Australia, quedamos
sometidos a la jurisdicción de ese Estado. Por añadidura, está el hecho
2. La política y el Estado 55

de que muchos de los que desean abandonar su propio Estado care­


cen de medios para hacerlo, o en algunos países no les es posible
obtener un visado de salida, o el permiso de entrada o de residencia
permanente en el país que hayan elegido.
El primer rasgo del Estado que hemos considerado, la jurisdicción
universal, no se da hoy en día en ningún otro tipo de asociación y
puede servir, por tanto, como característica que diferencia al Estado
moderno de otras asociaciones. ¿Es aplicable esto al segundo rasgo?
Se afirma a menudo que el Estado se distingue por ser una asociación
compulsiva mientras que todas las demás son voluntarias.
Si consideramos por un momento las asociaciones y las comunida­
des conjuntamente, no es cierto que la posibilidad de formar parte de
cualquier otra asociación distinta del Estado sea susceptible de elec­
ción. Se nace miembro de una familia, y a veces de una religión. No
podemos elegir abandonar una familia, en el sentido de renunciar al
parentesco biológico. Pero podemos decidir abandonar una familia en
tanto grupo social, es decir, podemos renunciar a asociarnos con los
demás miembros o a reconocer obligaciones hacia ellos. Presumible­
mente, cabe decir lo mismo de las comunidades religiosas. Puede ha­
ber ciertas comunidades religiosas que sostengan que, si se nace en
su seno, se sigue perteneciendo a ellas aun incurriendo en apostasía
o en un desprecio deliberado de sus normas y prácticas; pero como,
al revés que el Estado, no pueden hacerla efectiva, esta doctrina de
los vínculos de sumisión permanente puede calificarse de mito.
Algunas personas pueden verse hasta cierto punto obligadas a afi­
liarse a un sindicato si desean conseguir un determinado trabajo. Pue­
den optar por abandonarlo, pero a costa de cierto sacrificio, a costa
de dejar ese empleo por otro. Esto es semejante a la posibilidad de
escapar a los inconvenientes de un determinado Estado a costa de emi­
grar a otro. Análogamente, en algunas regiones la renuncia a actuar
como miembro de una determinada Iglesia o credo puede conllevar
sacrificios tales como tener que afrontar un ostracismo social y quizás
también económico. La obligación de aceptar la obediencia exigida
por el Estado es de mayor grado que la exigida por otros grupos socia­
les, incluyendo asociaciones tales como los sindicatos, pero no parece
que ésta sea una obligación diferente en lo que concierne a su carác­
ter compulsivo.
56 Problemas de filosofía política

c) Funciones
Las distintas asociaciones tienen funciones diferentes. Ya he men­
cionado, en la sección 4, la opinión de que el Estado debería encar­
garse de llevar a cabo todos los fines públicos. Algunos filósofos han
mantenido que el Estado se diferencia de otras asociaciones en que
es omnicompetente en sus funciones; en que incluye dentro de sí a las
demás asociaciones, siendo una asociación de asociaciones, la totalidad
de la comunidad organizada en todos sus aspectos como una gran aso­
ciación. Este punto de vista ha sufrido la influencia de una concentra­
ción excesiva en la teoría y en las prácticas de la antigua Grecia, en
donde la ciudad-estado constituía el conjunto de la comunidad orga­
nizada, y en donde Platón y Aristóteles, en consecuencia, consideraron
que la polis era omnicompetente. Algunos filósofos posteriores han
aceptado esta tesis y estimado las funciones, mucho más limitadas,
del Estado moderno como un defecto, olvidándose de las consecuen­
cias que tiene la diferencia de tamaño entre los dos tipos de Estado
y la diferencia de carácter de la religión en Grecia y en el mundo
moderno. Cabe apreciar una influencia parecida en la analogía entre
el Estado y un organismo, que también debe mucho a la teoría griega
y, en especial, a Aristóteles.
Afirmar que el Estado es omnicompetente puede significar una de
estas tres cosas: que el Estado puede hacerse cargo de todas las fun­
ciones posibles, que, de hecho, se hace cargo de ellas, o que debería
hacerse cargo de ellas. En un capítulo posterior (V, sección 3) consi­
deraremos los puntos de vista relativos a que puede o debería hacerse
cargo de todas las funciones. En la práctica ningún Estado lo hace.
Tal vez los llamados estados totalitarios afirmen lo contrario, pero
la realidad es que no han cosechado un éxito total (han fracasado,
por ejemplo, en el terreno de la religión). Merece la pena observar
que la pretensión de identificar de un modo absoluto al Estado con
la comunidad suele ir de la mano con el intento de convertir a la reli­
gión, o algún sustituto de la misma, en una parte de la política. Esto
se cumplía en el caso de la antigua Grecia y también en el caso de la
ideología comunista de hoy en día; el comunismo puede considerarse
a la vez como una especie de religión y como un sistema político.
¿Cuáles son entonces en la práctica las funciones del Estado mo­
derno? Su función primaria es la solución y la prevención de con-
2. La política y el Estado 57

flictos, o, dicho de otro modo, el mantenimiento del orden y de


la seguridad. Existen dos clases de seguridad: la seguridad dentro
de la comunidad y la seguridad frente a las agresiones que provie­
nen del exterior. La primera significa seguridad frente a la infracción
deliberada de los derechos de la persona o de la propiedad (por ejem­
plo, frente a la agresión personal o el robo) y frente a daños infligi­
dos de manera involuntaria (por ejemplo, los debidos a negligencia).
La seguridad frente a agresiones exteriores abarca también el daño
deliberado (ataques bélicos por parte de estados) y el involuntario
(como cuando una industria nacional sufre las consecuencias de una
inundación del mercado con mercancías extranjeras más baratas). La
seguridad interna se consigue manteniendo el orden, es decir, mediante
la inculcación de conductas que garanticen dicha seguridad. El dere­
cho penal de un Estado, así como la mayor parte de su derecho civil,
se orientan hacia este fin. Por tanto, se dice a menudo que el objetivo
primario del Estado es preservar «la ley y el orden»; pero, en sentido
estricto, esta definición confunde el propósito y el método. El obje­
tivo, fin o propósito es preservar c) orden; la ley, con sus sanciones,
es el método utilizado por el Estado para hacer efectivo éste y otros
objetivos. La seguridad frente a la agresión exterior se consigue a
través del mantenimiento de las fuerzas armadas, el establecimiento
de alianzas y tratados con los estados extranjeros y la concertación de
medidas económicas tales como los acuerdos comerciales y arancelarios.
Esta función primaria que acabamos de describir puede calificarse
de negativa, en el sentido de que se encamina a proteger los derechos
o el bienestar existentes contra posibles daños, a diferencia de una
función positiva, que acrecentaría el bienestar, crearía nuevos dere­
chos o redistribuiría los ya existentes. El objeto de la función nega­
tiva es preservar el stalu quo de los derechos y oportunidades. En los
siglos xvn y x v i i i la teoría liberal-democrática mantenía que ésta era
la única función del Estado; la promoción o la búsqueda de ulteriores
beneficios positivos correspondía al individuo, y para tal fin habría
que concederle la mayor libertad posible. La actividad del Estado, que
adopta la forma de crear y hacer cumplir las leyes, restringe la liber­
tad, en el sentido de que sus requerimientos de que hagamos o deje­
mos de hacer esto o lo otro limitan nuestra libertad de acción. El
propósito de tales leyes, se decía, era prevenir que las personas usur­
pasen los derechos y libertades de los demás. La tarea del Estado
58 Problemas de filosofía política

consistía en asegurar a cada persona un área de libertad lo más amplia


posible. Por tanto, su intervención debía ser mínima, limitándose a la
función negativa de prevenir que una persona o grupo lesione la liber­
tad de otra persona u otro grupo. En lo que atañe a la búsqueda de
un bien positivo — felicidad, cultura, desarrollo moral— , ésta corres­
pondía al individuo, libre de promover su propio bien según sus gus­
tos y capacidades. Si fracasaba, por falta de esfuerzo, falta de capaci­
dad, o mala suerte, desgraciadamente no podía recabar ayuda del
Estado. Una asociación voluntaria, como, por ejemplo, una organiza­
ción de caridad, podría hacer algo por él, pero no el Estado. Este
habría de mantenerse al margen de tales asuntos. Puede decirse, pues,
que sus leyes reflejan el pensamiento satirizado por Arthur Hugh
Clough:
Tbou shalt not kill, bul need’st not strive
Officiously keep alive *.

Esta doctrina del Estado mínimo se encuentra en el polo opuesto


de la que mantiene que debería hacerse cargo de todas las funciones
sociales posibles. Como he señalado, la primera doctrina gozó de gran
popularidad en los siglos xvii y xvm. Hoy en día, casi todos los
estados añaden una función positiva a la negativa de protección de
los derechos establecidos. Existe una diferencia considerable entre las
democracias liberales y los estados comunistas en cuanto al grado en
que desempeñan la función positiva; y entre las mismas democracias
liberales, algunas se han apartado más que otras del ideal del Estado
mínimo. Los Estados Unidos, por ejemplo, se han apartado mucho
menos que Gran Bretaña, aunque en su caso el Estado tampoco se
limita exclusivamente a la función negativa de preservar el orden y
la seguridad.
La nueva función positiva del Estado moderno puede describirse
como la promoción del bienestar y de la justicia. Actualmente se con­
sidera que el incremento de bienestar de los miembros de la comu­
nidad, así como la distribución más justa de los derechos que deten­
tan, es una responsabilidad que corresponde a la comunidad nacional
en conjunto, en su forma organizada. Dado que la noción de justicia

* No matarás, mas tampoco es necesario que luches / oficiosamente por mantenerte


vivo.
2. La política y el Estado 59

se utiliza para referirse a todo aquello relacionado con los derechos,


podríamos decir que también el Estado mínimo contempla la justicia
como objetivo. Sin embargo, su práctica de la justicia es una función
de conservación (podríamos decir incluso que se trata de una fun­
ción conservadora), mientras que la función positiva busca reformar
el orden de los derechos legales, para hacerlo más concorde con las
ideas morales existentes acerca de la justicia (denominada a menudo
«justicia social»),
«Bienestar» es un término impreciso. Puede referirse exclusiva­
mente a los medios necesarios para conseguir el bienestar físico, tales
como alimentos, vivienda y cuidados médicos; pero también puede
incluir algunos de los medios necesarios para la consecución del bien­
estar mental o espiritual, tales como la educación, las galerías de arte,
los museos y los teatros. Hoy en día, todos estarán de acuerdo en
que un Estado debería hacerse responsable de la consecución de cierto
bienestar material para todos sus miembros, de impedir, por ejemplo,
que nadie muera de hambre a causa del desempleo o la enfermedad.
Pero no todos coinciden respecto al alcance que habría de tener una
medida así. En Inglaterra existe un Servicio Nacional para la Salud,
pero en Estados Unidos muchas personas se oponen a la idea de la
«medicina socializada». El concepto actual de «Estado del Bienestar»,
en muchos países de la Europa occidental y de la Commonwealth,
consiste en que el Estado debe responsabilizarse de obtener un míni­
mo básico de bienestar material para todos, y que la persona ha de
asumir por sí misma la responsabilidad de intentar superar ese mí­
nimo básico; pero existen diferencias de opinión, entre los diversos
partidos políticos y otros grupos, respecto a dónde ha de situarse la
línea que fije o determine el mínimo básico. Cuando se alude a un
tipo de bienestar no-material, existe incluso un acuerdo menor acerca
del papel a desempeñar por el Estado. En los estados comunistas es
donde cabe observar un mayor intervencionismo en este campo. Todos
los estados toman medidas respecto a la educación, pero en las demo­
cracias liberales se piensa que la educación no puede ser monopolizada
por el Estado. Si vamos más allá del tema educativo y de las institu­
ciones que contribuyen a la educación, tales como museos y galerías
de arte, nos adentramos ya en terrenos muy resbaladizos. En Ingla­
terra, la mayoría opinamos que al Estado no le concierne, o le con­
cierne muy poco, el gozo estético (por no decir nada de las actividades
60 Problemas de filosofía política

religiosas), aunque, de hecho, el Estado actual ofrece cierta ayuda


financiera no sólo para las galerías de arte, sino también para el tea­
tro, la música, la ópera, el ballet, y en menor medida para la literatura.
No obstante, exceptuando el problema de la educación, estas cosas
no se suelen considerar, fuera de los países comunistas, como respon­
sabilidades fundamentales del Estado.
¿Sirven las fundones del Estado para diferenciarlo de otras aso­
ciaciones? La función negativa, cuando la consideramos en su totali­
dad, sí lo hace; pero la función positiva no sirve como elemento
diferenciador. Una parte de la función negativa puede ser desempe­
ñada además por otras asociaciones. Una organización como «Securi-
cor», que ofrece la custodia de dinero u otros objetos de valor, tiene
como función principal la seguridad, aunque dentro de un campo de
acción limitado. Un tipo diferente de asociación, una escuela o una
universidad por ejemplo, pueden tener un procedimiento disciplinario
para mantener el orden, pero tal procedimiento está subordinado a
los fines de la asociación y queda restringido a los límites de la misma.
Sólo el Estado tiene como fin efectivo la consecución del orden in­
terno dentro de la asociación, y sólo el Estado se ocupa simultánea­
mente del mantenimiento del orden interno y de la seguridad frente
a una agresión externa.
La función positiva, en cambio, no es exclusiva del Estado. Mu­
chas asociaciones y comunidades tratan de promover el bienestar y
el trato justo de sus miembros; tal es el caso de la familia, las comu­
nidades religiosas, las organizaciones de caridad, los sindicatos y las
asociaciones profesionales en general. De hecho, el Estado del Bienes­
tar ha asumido simplemente una parte de una fundón social que antes
se atribuía en su totalidad, y en parte se sigue atribuyendo, al es­
fuerzo voluntario de las personas y de las organizaciones de caridad.
La diferencia estriba en que cuando el Estado asume la responsabili­
dad de ayudar a los pobres y a los débiles, ésta cesa de ser una cues­
tión voluntaria para convertirse en una ley obligatoria. Esto nos lleva
a la consideración de*otra característica del Estado, los métodos que
utiliza para llevar a cabo sus funciones.

d) Métodos
El método prindpal que el Estado utiliza para llevar a cabo sus
funciones es el sistema de derecho, es decir, un sistema de normas
2. La política y el Estado 61

respaldadas por un poder coercitivo. Sin embargo, este método desem­


peña un papel muy pequeño en la consecución de seguridad frente
a agresiones que provengan del exterior. En este caso es el poder
coercitivo, reflejado en las fuerzas armadas y en los acuerdos sin fuerza
de ley concertados con otros estados, el que se pone de relieve. Pero
incluso en este campo el derecho ocupa un lugar, tanto en lo que se
refiere a las normas del derecho internacional como en lo que atañe
a las leyes internas relativas al reclutamiento y mantenimiento de las
fuerzas armadas o a la imposición de cuotas y aranceles. Para preser­
var la seguridad interna, y para llevar a cabo la función positiva de
promover el bienestar y la justicia, el Estado se apoya de un modo
absoluto en el método del derecho.
La utilización de este método afecta a los tres poderes: legislativo,
ejecutivo y judicial. El legislativo hace la ley, o más exactamente, una
de sus partes, la ley escrita. El ejecutivo (que en este contexto abarca
no sólo al gobierno, sino también la larga lista de funcionarios públi­
cos, esto es, la administración, la policía y servicios carcelarios, las
fuerzas armadas, etc.), lleva a efecto la ley aplicándola y obligando a
su cumplimiento. El poder judicial interpreta la ley y, además, en la
práctica, pero no en la teoría formal, ayuda a crear derecho en el caso
del derecho consuetudinario o del derecho jurisprudencial. Tan fun­
damental es el derecho para el concepto de Estado que un teórico,
Hans Kelsen, ha mantenido que la mejor forma de comprender al
Estado es considerándolo simplemente el sistema del derecho.
¿De qué manera sirve el derecho para diferenciar al Estado de
otras asociaciones? Todas, o casi todas, las asociaciones regulan la
conducta de sus miembros a través de un sistema de normas, frecuen­
temente determinadas formalmente en una constitución. La diferencia
entre las normas prescritas por el Estado, que denominamos leyes, y
las normas de otras asociaciones reside en la combinación de dos
elementos.
En primer lugar, las normas del Estado están respaldadas por la
fuerza. Las decisiones de los tribunales están respaldadas por el poder
de la policía y los servicios carcelarios, y, en última instancia, el eje­
cutivo puede, si resulta necesario, utilizar el poder de las fuerzas ar­
madas. Ha de tenerse en cuenta que la diferencia no reside simple­
mente en las sanciones, por ejemplo, los castigos por infracción de
normas, sino en el poder de hacerlas cumplir. Cualquier asociación
62 Problemas de filosofía política

puede imponer castigos por las infracciones de sus normas en que pue­
da incurrir uno de sus miembros. Un sindicato, el director y los pro­
fesores de un colegio, un organismo, como el Consejo General Mé­
dico, que regula la conducta de una determinada profesión, pueden
prescribir castigos (tales como multas, privaciones de diverso tipo,
suspensiones o expulsiones) para las infracciones de normas. En algu­
nos casos, el de la escuela, por ejemplo, los castigos sólo pueden ser
llevados a efecto hasta cierto punto. Si el miembro infractor de la aso­
ciación rehúsa aceptar el castigo, o, como en el caso del niño en una
escuela, logra que un adulto responsable cuestione si es adecuada o no
la imposición del castigo, la asociación ha de recurrir a la autoridad de
las leyes del Estado, de la cual se deriva su propia autoridad, y si es
necesario la decisión disciplinaria de la asociación puede ser examinada
ante un tribunal, cuyo fallo está respaldado por el poder del Estado.
La mera utilización del poder coercitivo no constituye, desde luego,
un monopolio del Estado; las bandas de rufianes y ladrones armados
también se sirven de él. He venido refiriéndome al papel que desem­
peña el poder coercitivo para hacer cumplir las normas de una asocia­
ción, y no al que desempeña cuando fuerza la voluntad de una persona
o de un grupo de personas. Sin embargo, ocasionalmente este último
puede convertirse en lo primero. Así ocurre, por ejemplo, cuando una
banda ilegal, como la mafia siciliana, actúa virtualmente como si estu­
viese ejerciendo las funciones de un Estado. Para poder observar níti­
damente la diferencia entre las normas del Estado y las de otras
asociaciones, hemos de añadir un segundo rasgo del derecho estatal.
A ello he aludido al referirme a la autoridad del derecho estatal en
relación con la autoridad de otras normas. Las normas de otras aso­
ciaciones sometidas a la jurisdicción de un Estado, y la autoridad que
tales asociaciones poseen para crear y aplicar sus normas, está subor­
dinada a las normas del Estado. Las normas del Estado son la norma
suprema. Esto es lo que significa la soberanía de un Estado, concepto
tan fundamental para todas las ideas asociadas con el Estado moderno
que precisa analizarse por separado.

e) Soberanía
Afirmar que el Estado es soberano equivale a decir que el Estado
tiene autoridad suprema o decisiva sobre una comunidad, que sus
normas anulan las de cualquier otra asociación. Todas las asociaciones
2. La política y el Estado 63

situadas dentro del territorio del Estado — municipios, fábricas, sin­


dicatos, universidades— están sujetas a su autoridad. Los poderes
legales que detentan les son concedidos por la autoridad legal del
Estado. Crean normas en tanto se lo permiten o exigen las leyes
del Estado. Cualquier disputa interna dentro de una de estas asocia­
ciones (por ejemplo, entre un miembro y el órgano directivo), o entre
dos asociaciones (por ejemplo, entre un municipio y una universidad),
está sujeta a la jurisdicción de los tribunales del Estado. Pero, al me­
nos en el mundo actual, los poderes legales del propio Estado no
están sometidos a ninguna autoridad superior.
En otro tiempo podía decirse que la autoridad de un rey quedaba
sometida a la autoridad superior de una Iglesia universal; y es fácil
imaginar que quizás en el futuro la autoridad de los estados quede
sometida a la autoridad superior de una organización internacional,
del mismo modo que hoy en día la autoridad de estados no soberanos
como Alabama o Michigan, miembros constituyentes de una unión fe­
deral, se subordina en muchos aspectos a la autoridad del Estado
federal. A ello se debe que algunos hablen de «renunciar a nuestra
soberanía» cuando se debate el ingreso en una organización política
supranacional, como podrían ser los Estados Unidos Europeos (o, para
el caso, el Mercado Común, si las aspiraciones políticas del Tratado
de Roma llegan a hacerse realidad) o una forma revisada de la O.N.U.
Pero, de momento, el Estado soberano constituye una autoridad final.
Podemos preguntarnos: ¿qué ocurre con el derecho internacional?
¿No es acaso superior en autoridad al derecho de un Estado particu­
lar? Y ¿no es el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, o las
Cortes europeas de Estrasburgo y Luxemburgo, superior a los tribu­
nales de Inglaterra o Escocia? La respuesta a la primera parte de este
interrogante no es del todo clara, dado que el derecho internacional
sirve para definir los límites jurisdiccionales de los estados soberanos,
y en otros aspectos la autoridad del derecho internacional se está
desarrollando marcadamente hoy en día. No obstante, desde un punto
de vista legal, una respuesta escueta y general al problema sería que
no lo es. Desde un punto de vista moral, en cambio, la respuesta
podría ser afirmativa; es decir, cabe pensar que el derecho interna­
cional debería considerarse superior al derecho municipal (esto es,
nacional). Pero la doctrina legal vigente mantiene que muchas normas
del derecho internacional (aunque no todas) son legalmente obliga­
64 Problemas de filosofía política

torias para un Estado sólo si ese Estado acepta voluntariamente su


obligatoriedad; y si lo hace, un método frecuentemente utilizado es
el de incorporar la parte pertinente del derecho internacional al propio
derecho nacional. La relación entre un tribunal internacional y los
tribunales ingleses no es igual que la existente entre un tribunal de
casación y otro de primera instancia. Puede que algún día sea así;
de hecho, cabe observar indicios de esta tendencia en el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, creado para decidir sobre las deman­
das presentadas por una persona contra su propio Estado, una vez
agotados todos los recursos asequibles a través de los tribunales del
Estado. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas es, en
cierto sentido, superior a los tribunales de los estados miembros den­
tro de los límites fijados por el Tratado de Roma; sus interpretaciones
del Tratado tienen carácter vinculante para los estados miembros, pero
no ejerce las funciones de un tribunal de casación.
Naturalmente, no afirmamos que el derecho de un Estado esté
por encima del derecho internacional o del derecho de otro Estado.
Sostener que el derecho de un Estado tiene una autoridad suprema
no equivale a decir que carezca de iguales, o que es la única autoridad
legal suprema del mundo. Los estados reconocen la soberanía igual
de otros estados, del mismo modo que reconocen que el derecho inter­
nacional tiene una esfera independiente de autoridad. Afirmar que el
Estado tiene soberanía o autoridad suprema significa que su autoridad
legal no está subordinada a ninguna otra autoridad, y que al mismo
tiempo se sitúa por encima de la autoridad de otras asociaciones que
actúan dentro de los límites territoriales de su jurisdicción.
Este examen de los rasgos distintivos del Estado demuestra que
el Estado se diferencia de otras asociaciones por su jurisdicción uni­
versal y por su función negativa, y que el carácter específico del dere­
cho le viene dado por el hecho de estar respaldado por la fuerza y
de poseer autoridad soberana. La naturaleza obligatoria de la jurisdic­
ción del Estado, así como su función positiva, difieren en grado pero
no cualitativamente de los rasgos similares que presentan otras aso­
ciaciones. Así pues, podemos definir el Estado como una asociación
ideada primordialmente para mantener el orden y la seguridad, que
ejerce una jurisdicción universal dentro de unos límites territoriales,
utilizando para ello el derecho respaldado por la fuerza, y a la cual
se le reconoce una autoridad soberana.
Capítulo 3
SOBERANIA, PODER Y AUTORIDAD

1. Soberanía del Estado

En el mundo moderno hablamos de «estados soberanos». Pero


no todos lo son. Aquellos que son miembros constituyentes de un
Estado o unión federal carecen de soberanía, dado que, salvo en de­
terminados campos de acción, están sujetos a la soberanía del Estado
o unión federal. La soberanía que se atribuye a los estados que no
son miembros constituyentes de un Estado federal reviste especial
importancia desde el punto de vista de las relaciones internacionales.
La soberanía del Estado no ha sido siempre una característica de la
sociedad internacional del pasado, y puede que tampoco lo sea en el
futuro. Sin embargo, desde hace tres o cuatro siglos ha sido un factor
político esencial, y de hecho parece que lo seguirá siendo por el mo­
mento. Así pues, es importante aclarar qué significa este concepto.
Una cuestión controvertida de la ciencia política es la referente
a dónde se sitúa la soberanía de un Estado. ¿Reside acaso en el legis­
lativo que detenta el poder de hacer leyes que pueden anular las nor­
mas del derecho consuetudinario u otras normas escritas anteriores
en el tiempo? ¿O en un Tribunal Supremo capaz de determinar si un
acto del poder legislativo es constitucional? ¿O, por el contrario,
reside en la misma Constitución, o en el órgano que tiene el poder
para reformarla? De ahí que unas veces se hable de «la soberanía
65
66 Problemas de filosofía política

del Parlamento» y otras de la «soberanía del pueblo». No me ocuparé


de este espinoso problema, sino del significado del término «sobera­
nía» cuando se aplica al Estado en su totalidad. Las actividades de
éste se reparten entre diferentes órganos, ninguno de los cuales es
supremo en todos los aspectos. Sin embargo, en relación con otras aso­
ciaciones y con otros estados, el Estado en su conjunto es conside­
rado soberano.
Soberanía significa supremacía. Pero ¿supremacía sobre qué? En
el capítulo anterior he definido la soberanía en función de la autori­
dad legal. Decir que el Estado es soberano supone afirmar que sus
normas, las leyes, tienen una autoridad final; no puede recurrirse con­
tra ellas ante otro conjunto de normas con mayor capacidad decisoria.
En cambio, las normas creadas por otras asociaciones o comunidades
están subordinadas a la autoridad de las normas estatales. Quizás cier­
tos teóricos dirían que, a pesar de que este concepto de soberanía
legal es sin duda útil para los abogados, tiene poca importancia para
la política, por lo que se hace necesario un concepto diferente, el
de soberanía política, definido en términos de poder en vez de auto­
ridad legal. A mi entender, el denominado concepto de soberanía
política, definido en términos de poder, es sencillamente confuso. Es
indudable que el poder es esencial para la política, y también para
el derecho, pero no creo que la soberanía del Estado pueda enten­
derse como algo diferente de la soberanía legal.2

2. La teoría del poder

Plantearé el tema de la teoría del poder de la soberanía conside­


rando por qué el concepto legal se estima imperfecto para fines polí­
ticos. La soberanía legal considera al Estado, o al sistema de derecho
del Estado, como una autoridad legal suprema. El concepto ha de
comprenderse desde un punto de vista legal. Desde un punto de vista
moral, podríamos decir que las leyes del Estado carecen de autoridad
suprema. Si la conciencia de una persona le dice que no debe obede­
cer una determinada ley, entonces, moralmente, su desobediencia está
justificada, dado que en la mayoría de las cuestiones morales (algunos
dirán que en todas) la autoridad suprema es la conciencia. Pero no
existe una justificación legal para que esta persona desobedezca. De
3. Soberanía, poder y autoridad 67

existir esa justificación, la ley de que se trate carecería de una auto­


ridad legal final; afirmar que está legalmente autorizado a desobedecer
implica que existe una ley superior que permite que una ley particu­
lar sea desobedecida.
Podemos ilustrar la diferencia mediante el ejemplo de la objeción
de conciencia al servicio militar. Cuando existe el reclutamiento obli­
gatorio, una ley determina que todos los hombres aptos de determi­
nadas edades, y en algunos casos también las mujeres, puedan ser
llamados a filas. Si una persona tiene objeción de conciencia funda­
mentada para realizar el servicio militar, está moralmente autorizada
a rehusarse a cumplirlo. ¿Está también legalmente autorizada a ello?
Esto depende ya de las leyes del país de que se trate. Si, como en el
caso de algunos países, la lev no prevé la objeción de conciencia, no
estará legalmente autorizada o justificada para rehusarse a cumplir
el servicio militar; pero para esta persona es un problema de concien­
cia, es decir, de juicio moral, decidir lo que debería moralmente hacer,
teniendo en cuenta el hecho de que existe, en general, una obligación
moral de obedecer la ley, aunque esta obligación entre a veces en
conflicto con alguna otra obligación moral. Si la persona decide que
su deber moral es desobedecerla, el Estado está legalmente autorizado
para imponerle los castigos previstos para los casos de transgresión
de la misma; y en determinadas circunstancias, la persona puede in­
cluso considerar que tiene la obligación moral y legal de aceptar tales
castigos. Sin embargo, en Gran Bretaña, cuando se produce el reclu­
tamiento, se acompaña de una previsión legal para los casos de obje­
ción de conciencia. Nuestra ley de reclutamiento dice que todos los
hombres aptos de determinadas edades pueden ser llamados a filas
a menos que (entre otras excepciones) demuestren satisfactoriamente
ante un tribunal que son objetores de conciencia. Por tanto, una per­
sona está justificada moral y legalmente para rehusarse a cumplir el
servicio militar a causa de la objeción de conciencia. Pero la previsión
legal comprende únicamente la objeción de conciencia reconocida por
un tribunal. Si una persona no logra demostrarla ante un tribunal,
tiene la obligación legal de acatar el aviso de reclutamiento, pero
puede ocurrir que esta persona decida que está moralmente obligada
a desobedecerlo, en cuyo caso se hace legalmente acreedora a las pe­
nas prescritas por el Estado.
68 Problemas de filosofía política

Cabe apreciar, pues, que la asignación de la autoridad final se


lleva a cabo desde un determinado punto de vista, sea legal o moral.
Ahora bien, la ¡dea de soberanía del Estado, tal y como la he des­
crito, la idea de que las leyes del Estado constituyen una autoridad
final, procede del punto de vista legal, o lo que es lo mismo, del
punto de vista del propio Estado, dado que la ley es simplemente el
conjunto de normas mediante las cuales el Estado regula sus activi­
dades. Ciertamente, cabe la posibilidad de que una asociación o una
comunidad diferente mantenga también que, desde su propio punto
de vista, detenta la autoridad final. Del mismo modo que una persona
puede decir que, desde el punto de vista moral, su propia conciencia
es la autoridad final, así una Iglesia puede decir que, desde el punto
de vista de la religión, sus reglas son la autoridad final. Puede inclu­
so decir que no existe ningún aspecto de la vida que quede fuera del
alcance de la religión. En consecuencia, es posible que una Iglesia
mantenga que las decisiones políticas están subordinadas al juicio de
la religión, y que las normas de la Iglesia tienen más autoridad que las
del Estado.
Esto es lo que pretendía el papa en la Edad Media. El conflicto
entre el papa y el emperador radicaba en que ambas partes creían
ser la autoridad superior. En esa época no hubiera podido darse un
acuerdo general acerca de que los estados son soberanos, es decir,
autoridades supremas. Cuando todos los reyes de la Cristiandad reco­
nocían obediencia al papa, su propia autoridad no era suprema; era
una autoridad subordinada. Pero cuando quebró la estructura de la
sociedad medieval, se planteó la necesidad de reconocer una forma
nueva de autoridad suprema, y cada Estado reclamó para sí tal auto­
ridad, es decir, afirmó ser su propio amo y no estar sujeto al mando
arbitrario de ninguna autoridad superior. Por tanto, la doctrina de la
soberanía del Estado surgió conjuntamente con la creación de estados
nacionales independientes, a causa de la ruptura de la comunidad
organizada de carácter universal en que consistía la Cristiandad.
En el conflicto entre Iglesia y Estado, ambas partes reclamaban
autoridad, pero en la práctica el Estado venció a causa de su mayor
poder. Ha de tenerse en cuenta que «poder» en este caso no significa
simplemente la capacidad de hacer cumplir la propia voluntad, sino
también la capacidad de hacerlo mediante la amenaza de la fuerza.
El mayor poder del Estado era el poder de la fuerza de las armas. En
3. Soberanía, poder y autoridad 69

consecuencia, algunos podrían decir que el único concepto de sobera­


nía del Estado que realmente importa es el que alude al poder en
este sentido, y no a la autoridad. Cualquier asociación o comunidad
puede pretender ser una autoridad final desde su propio punto de
vista, y cualquier persona puede pretender lo mismo desde el punto
de vista de su propio juicio acerca de lo que debe hacer. Sin embargo,
se podría decir que lo que realmente importa es el poder de llevar a
efecto esta pretensión. Una persona puede asegurar que está justifi­
cada para desobedecer la ley, pero el Estado tiene el poder de obligarla
a cumplir sus exigencias. He dicho anteriormente que un objetor de
conciencia que no ha sido capaz de satisfacer a las autoridades del Es­
tado puede considerarse moralmente autorizado u obligado a desobe­
decer la ley, y también moralmente obligado a aceptar las penas lega­
les. Adoptará este último punto de vista si reconoce que tiene una
obligación moral general de obedecer las exigencias del Estado, aun
cuando considere que esta obligación general queda anulada, en lo
que atañe al cumplimiento del servicio militar, por la obligación de
respetar la vida humana. Pero naturalmente es posible que la obje­
ción de conciencia de una persona vaya todavía más lejos y que con­
sidere que no tiene obligación moral 'd e aceptar las penas legales.
En ese caso, si se le encarcela, el castigo le es impuesto a la fuerza.
Análogamente, una Iglesia puede considerar que el Estado no tiene
derecho a limitar sus actividades; pero el Estado tiene poder, mien­
tras que la Iglesia no lo tiene, y por tanto puede decirse que la Iglesia
se ve forzada a someterse al Estado.
Por razones como éstas, algunos teóricos hablan de un concepto
de «soberanía política» diferente de la soberanía legal. El argumento
trata de demostrar que la soberanía del Estado ha de definirse, para
los fines de la política, como el poder coercitivo supremo, y no como
la autoridad legal. ¿Logra dicho argumento demostrarlo? Que la po­
sesión de poder coercitivo es fundamental para el Estado es algo que
no necesita subrayarse. El problema estriba en si la soberanía o supre­
macía del Estado es una supremacía del poder coercitivo. El argu­
mento demuestra ciertamente que el término soberanía no puede defi­
nirse como la pretensión a la autoridad suprema, pues también otras
asociaciones o comunidades pueden abrigar idéntica aspiración, y la
que es soberana es la que puede sustanciarla. El problema se convierte
entonces en: ¿qué puede sustanciar una aspiración a la autoridad su­
70 Problemas de filosofía política

prema? Y la respuesta que se nos sugiere es: la supremacía del poder


coercitivo.

3. Objeciones a la teoría del poder

No creo que sea correcto decir que la soberanía del Estado con­
siste en la supremacía del poder coercitivo, y que esto, y sólo esto,
justiñca la pretensión del Estado a la autoridad suprema. El poder
supremo no es ni (1) una condición suficiente ni (2) una condición
necesaria para justificar esta pretensión. Consideremos cada una de
estas objeciones por separado.

(1) La supremacía del poder coercitivo no es siempre necesaria


para sustanciar una pretensión a la autoridad suprema. Ello puede
verse claramente en las relaciones internacionales. Concedo que, por
lo general, el Estado puede hacer efectiva su pretensión a la autoridad
suprema dentro de su propio territorio, siempre y cuando tenga en
su dominio un poder coercitivo superior al de cualquier otro grupo
o asociación dentro de su jurisdicción. Hay excepciones ocasionales,
pero en general la autoridad del Estado y de sus leyes no permane­
cería a no ser que estuviese respaldada por un poder superior. Sin
embargo, esto se cumplía también antes de que los estados fuesen
considerados soberanos. La idea de soberanía cobra sentido fundamen­
talmente al examinar la relación de un Estado con órganos de auto­
ridad no situados dentro de su propio dominio, principalmente otros
estados y autoridades internacionales tales como la Iglesia universal,
o una organización internacional legal o política. Es, por tanto, per­
fectamente adecuado señalar que en las relaciones internacionales el
concepto de soberanía del Estado no exige la supremacía del poder
coercitivo. Sin referirme por el momento a las potencias pequeñas
y grandes, diré tan sólo que unos pocos estados, como Licchtenstein y
San Marino, carecen virtualmente de poder en lo que se refiere a las
relaciones internacionales, y sin embargo son estados soberanos. Sin
duda, no conservarían este carácter si sus vecinos, estados poderosos,
los invadiesen y anexionasen. Sea como fuere, existen, de hecho, es­
tados soberanos cuyo poder, desde una óptica internacional, es muy
reducido.
3. Soberanía, poder y autoridad 71

Los defensores de la teoría del poder aducirán que estos estados


no son reales o eficaces; son estados de juguete, meras apariencias
cuya existencia depende de la complacencia de los estados propiamente
dichos, es decir, de los estados poderosos. Pero consideremos a dónde
nos conduciría el hilo de este argumento. La teoría del poder man­
tiene que la soberanía consiste en la supremacía del poder coercitivo,
o lo que es lo mismo, de un poder que capacite al Estado para formu­
lar y llevar a cabo sus programas políticos sin que su libertad de
acción padezca restricciones por parte de cualquier otro organismo
con poder. Esto implica que sólo aquellos estados que calificamos de
grandes potencias son soberanos.
Recordaré aquí una discusión mantenida en un congreso interna­
cional de ciencia política, celebrado en 1961, entre el profesor Hans
J. Morgenthau y el profesor Raymond Aron. Se refería a la noción
de Estado «viable» y no a la soberanía, pero puede aplicarse a la
teoría del poder que venimos analizando. Morgenthau había escrito
que Gran Bretaña y Francia ya no eran estados viables, como lo ha­
bían sido antes de la Segunda Guerra Mundial, porque su libertad
de acción (por ejemplo, en la operación de Suez en 1956) estaba mer­
mada por los programas políticos de los EE.UU. y de la URSS. El
profesor Aron replicó que eso implicaba que, de los cien o más esta­
dos existentes en ese momento, únicamente dos eran «viables», mien­
tras que el resto eran «¡nviables». Señaló que la tesis del profesor
Morgenthau suponía tan sólo una forma nueva, y además desorienta­
dora, de decir que sólo existen dos grandes potencias y que Gran
Bretaña y Francia han dejado de serlo (cosa que nadie rebatiría). No
obstante, añadió Aron, Gran Bretaña y Francia, y la mayoría de los
demás estados, se las arreglan para mantenerse como tales y, por tan­
to, son viables.
Un defensor de la teoría del poder de la soberanía no tiene más
remedio que suscribir la opinión del profesor Morgenthau. Gran Bre­
taña y Francia solían tener suficiente poder como para gozar de la
libertad de acción necesaria para llevar a efecto sus programas políti­
cos, pero ahora su libertad de acción está limitada por el superior
poder de los EE.UU. y de la Unión Soviética. Por tanto, sólo las
grandes potencias son realmente soberanas. La denominada soberanía
de los demás estados es una mera apariencia que depende de la buena
voluntad de los estados que realmente tienen poder soberano.
72 Problemas de filosofía política

Ni siquiera una gran potencia disfruta normalmente de una liber­


tad de acción total. Las dos grandes potencias del mundo actual se
limitan respectivamente sus esferas de acción. Eso es lo que significa
el «equilibrio de poder». La única clase de Estado con libertad de
acción total sería aquel que controlase un imperio sobre todos aque­
llos pueblos con los que tiene una relación efectiva, como fue el caso
de Roma en los primeros siglos de la era cristiana. Pero el tipo de
límite que impone un equilibrio de poder es comparable al límite
territorial que existe sobre la soberanía legal. La autoridad legal de
cada Estado se reduce a su propio territorio y se ve contrapesada por
la autoridad igual que los demás estados detentan en sus territorios.
La supremacía de la autoridad legal no significa una autoridad supe­
rior a cualquier otra que exista, sino una autoridad no inferior ni
subordinada a otra. Del mismo modo, la libertad de acción de una
gran potencia se limita a su propia esfera de influencia y se ve contra­
pesada por una libertad igual de las otras potencias, en sus respectivas
esferas de influencia. La supremacía del poder se refiere, por tanto,
a un poder no inferior al ejercitado por otro Estado y, consecuente­
mente, sólo la detentarán las grandes potencias.
Es obvio que las grandes potencias ocupan una posición clave en
la política mundial, y si la teoría del poder nos dijese simplemente
que la igualdad formal de la soberanía legal de todos los estados es
ficticia cuando trata de determinar principios políticos para las rela­
ciones internacionales, todos estaríamos de acuerdo. Pero ello no su­
pone explicar el significado del concepto de soberanía del Estado, con­
cepto que no se reduce a las grandes potencias y que ni siquiera los
que lo interpretan en términos de poder coercitivo pretenden restrin­
gir de este modo.2

(2) Paso ahora a la segunda parte de mi crítica a la teoría del


poder. La supremacía del poder coercitivo no es suficiente para sus­
tanciar una aspiración a la autoridad suprema. Esto también puede ser
ejemplificado a través de las relaciones internacionales, si pensamos
en las circunstancias que llevan al reconocimiento de un Estado por
parte de los demás. El ejercicio de un control eficaz sobre un territorio
es una condición necesaria pero no suficiente. Sin embargo, el funda­
mento de la crítica puede verse más claramente si observamos la si­
tuación internacional de un Estado.
3. Soberanía, poder y autoridad 73

En el siglo xvn, Thomas Hobbes 12 empleó un argumento para


demostrar que el poder, por sí solo, no es suficiente para justificar
la autoridad política, o, tal vez y como lo expresó, no es suficiente
para constituir «dominio». A menudo se supone que Hobbes defen­
dió una teoría del poder de la soberanía, pero, a mi juicio, el punto
fundamental de su teoría reside en que tanto el poder como el reco­
nocimiento de autoridad son necesarios. Hobbes mantiene el punto
de vista de que el dominio de Dios está formado únicamente por
poder, o al menos así parece reconocerlo en algunas de sus considera­
ciones acerca de Dios. Afirma que el poder de Dios es irresistible y
que esto por sí solo justifica y explica el dominio divino sobre el
mundo de la naturaleza, incluido el género humano. Pero en las rela­
ciones entre los hombres ninguna persona o grupo ocupa la posición
de Dios, es decir, ninguna puede ejercer un poder irresistible en todo
tiempo y lugar; y este hecho es lo que determina que la posesión de
poder sea insuficiente para el dominio político.
Hobbes, no obstante, es perfectamente consciente de la importan­
cia del poder en la política. En uno de sus libros 2 compara el ejercicio
de la autoridad política con los triunfos en los juegos de naipes, y
añade «permitidme decir que en materia de Gobierno, cuando no
hay otras cartas descubiertas, los bastos son triunfos». (Hobbes pro­
bablemente pensó en este mordaz epigrama al recordar una anécdota
sobre su padre, que era sacerdote pero no un ejemplo resplandeciente
de clérigo. En realidad, prefería los juegos de naipes a los libros.
Después de permanecer despierto hasta muy tarde un sábado por la
noche jugando a las cartas, a la mañana siguiente se durmió durante
el servicio religioso, y al parecer soñó con las cartas pues de repente
gritó: «bastos son triunfos».) Adviértase que, tal y como Hobbes em­
plea la frase, los bastos son triunfos en política «cuando no hay otras
cartas descubiertas». Si nadie tiene una carta normal de triunfo, un
título ordinario a la autoridad política, como el consenso popular o
la sucesión hereditaria, sólo, y sólo entonces, el poder llena el vacío
existente.
A pesar de que Hobbes se percata plenamente de la importan­
cia del poder, cree que es esencial distinguir entre poder y dominio.

1 Véase especialmente Leviatin, capítulos 20, 31.


2 Diálogo entre un filósofo y un estudiante de Common Law en Inglaterra.
74 Problemas de filosofía política

Un esclavo o un cautivo, afirma, están en poder de su amo, pero no


por ello son súbditos, como lo es un ciudadano o un criado. Súbdito
es aquel que reconoce que su amo tiene el derecho, y no únicamente
el poder, de dictar órdenes, y que, por lo tanto, se siente obligado
y no sólo forzado a obedecer. Un cautivo o un esclavo obedece por­
que no tiene otra alternativa, pero si no se encuentra encadenado y
entrevé la oportunidad de escapar a espaldas de su amo, no hay razón
que le impida hacerlo. Un criado, al contrario que un esclavo, trabaja
bajo un contrato de servicio que le obliga a cumplir la voluntad de
su amo incluso en aquellas ocasiones en las que éste no le vigila;
y de acuerdo con Hobbes, existe una diferencia análoga entre el ciu­
dadano y el cautivo. Puede ocurrir, naturalmente, que los hombres
se conviertan en súbditos de un nuevo soberano a resultas de una
conquista, y Hobbes llegó al extremo de afirmar que si las gentes de
un país son vencidas en la guerra y se someten al poder superior del
conquistador, se convierten en súbditos suyos, es decir, quedan obli­
gados a rendir obediencia a su nuevo gobernante. Ahora bien, se pre­
sume, en este caso, que han prometido tácitamente obediencia y que,
por tanto, están moralmente obligados por esa promesa. Esta presunta
promesa, claro está, la han hecho bajo el temor de que los maten, por
lo que ha sido obtenida a la fuerza. Pero, según Hobbes, sin ella no
existiría ni obligación ni dominio.
Esto se parece a una distinción sin una diferencia. Hobbes dice
que se supone que los súbditos están obligados por una promesa que
se hace por miedo al poder del conquistador, y que sin ella no serían
súbditos. Pero ¿existe realmente alguna diferencia entre un cautivo
que obedece por miedo al poder de su amo, y un súbdito de quien
se dice ha realizado una promesa tácita por miedo al poder del con­
quistador? Parece que la diferencia no es más que una distinción de
palabras, como en el epigrama de John Harrington:

Treason doth never prosper: wkat’s the reason?


For if it prosper, none daré cali it treason *.

Sin embargo, de hecho, en la distinción de Hobbes hay algo más.


Sería una distinción sin una diferencia únicamente si el gobernante
* La traición nunca prospera, ¿por qué razón?
porque si prosperase nadie se atrevería a llamarla traición.
3. Soberanía, poder y autoridad 75

pudiese ejercitar su poder sobre todos de un modo permanente, es


decir, si tuviese un poder de carácter universal e irresistible como el
que Hobbes atribuye a Dios. Si consideramos lo que normalmente
significa el poder coercitivo en un contexto político, observaremos
que no consiste en la fuerza física, como cuando una persona fuerte
presiona el dedo de una más débil sobre el gatillo de una escopeta,
hiriendo de este modo a un tercero. Los funcionarios del Estado uti­
lizan, en parte, esta clase de fuerza; así, cuando la policía arrastra
a una persona que se resiste hasta la comisaría, o cuando se confina a
la fuerza a los criminales convictos tras los muros y rejas de la prisión.
Pero lo más frecuente es que el ejercicio del poder coercitivo en un
contexto político sea como inducir a alguien a cumplir nuestra volun­
tad por miedo a las consecuencias que tendría no hacerlo. La mayoría
de las personas a quienes se arresta «se entregan sin resistencia», por­
que saben que la policía puede Llevarlos a la fuerza si no lo hacen.
Ahora bien, un gobernante (o un órgano de gobierno) con poder coer­
citivo, es decir, que dispone de los medios para hacer que las personas
le obedezcan por miedo a consecuencias desagradables, no puede apli­
car ese poder sobre todos de un modo permanente. No puede tener
soldados armados o fornidos policías vigilando continuamente a todos
sus súbditos para forzarles a que obedezcan sus órdenes. Todos sabe­
mos que, en las novelas policiacas, el malo es puesto fuera de combate
en cuanto comete su primer error. Si un gobernante se apoyase única­
mente en su poder coercitivo, tendría que apuntar constantemente
con un rifle a cada uno de sus súbditos. Al igual que en una prisión,
sería necesario mantenerse siempre alerta frente a posibles intentos
de fuga o motines. Empero, hasta en una prisión, a menos que las
celdas permaneciesen siempre cerradas, el director de la misma no
podría ejercitar su poder sobre los reclusos de no contar con la obe­
diencia voluntaria de los guardianes. Aunque un tirano hiciese vigi­
lar a cada ciudadano por soldados armados, la propia obediencia de
los soldados no podría conseguirse a la fuerza. Como señaló David
Hume ', ha de mandar a sus soldados teniendo al menos en cuenta
su «parecer»; y como dijera Platón 12 mucho antes, una banda de ladro­
nes sólo puede aterrorizar a la población si existe entre ellos una
1 «Sobre los Principios Fundamentales de Gobierno», en Ensayos sobre M oral Polí­
tica y Literatura.
2 La República, I.
76 Problemas de filosofía política

lealtad no forzada. Pero, en cualquier caso, ningún Estado, ni siquiera


uno totalitario, puede dirigirse como si fuese una cárcel. Al menos
hasta cierto punto, ha de existir una obediencia voluntaria, no obli­
gatoria, lo cual significa un reconocimiento de la autoridad. Es indu­
dable que las leyes del Estado tienen tras de sí la amenaza de la
fuerza; ahora bien, si fuese necesario utilizarla cada vez que se plan­
tea una posibilidad de desobediencia a la ley, el sistema se desmoro­
naría. De hecho, la mayoría de las personas cumplen la ley porque
reconocen su autoridad y aceptan el deber de obedecerla.
Un título para ejercer autoridad puede ser aceptado por diferentes
razones. Una razón (bastante frecuente) es el ejercicio efectivo del
poder. Esta es la verdad que se oculta tras la teoría de que el poder
justifica la autoridad. Si un gobernante (o un grupo de gobernantes)
se hace con el poder, puede ser calificado de usurpador en un princi­
pio y ser después reconocido como soberano. Aquellos que están en
su poder dirán: «Nos sometemos, aceptamos tu gobierno porque tie­
nes el poder.» Esto es lo que Hobbes tiene in mente al aludir a una
promesa tácita cuando el dominio se establece mediante conquista.
Su punto de vista puede verse claramente en la firma de un docu­
mento de rendición por parte de los representantes de una nación
vencida en la guerra. El documento representa el «pacto» de Hobbes.
La nación vencida está obligada, por una especie de promesa, a obe­
decer las condiciones impuestas por el conquistador. Las condiciones
se aceptan bajo coacción, pero el tratado de rendición persiste en sus
efectos de obligatoriedad después de que el conquistador ha retirado
sus tropas.
Así pues, hay algo en la teoría del poder, pero el control efectivo
del poder no es la única razón para reconocer un título para ejercer
autoridad. La autoridad ha de ser reconocida sobre otras bases, tales
como la sucesión hereditaria o el consenso general (este último sin
duda alguna, ya que a veces el consentimiento de la mayoría no signi­
fica automáticamente la contribución de su poder en caso de guerra).
Y a pesar de que el control del poder coercitivo es a menudo la causa
de que las personas reconozcan una pretensión de autoridad, no siem­
pre ocurre así. Cuando el poder se ejercita de una manera brutal e
injusta, muchas personas del país pueden negarse a reconocerle, pre­
firiendo la resistencia a la sumisión, aun cuando las posibilidades de
éxito sean muy pequeñas. También puede ocurrir que otros estados
3. Soberanía, poder y autoridad 77

se nieguen a reconocer de iure al nuevo régimen, aun cuando reco­


nozcan que, de fado, tiene un control efectivo.
No deja de ser verdad, sin embargo, que la clase de autoridad
que el Estado ejerce exige cierto uso de poder coercitivo y que nunca
desaparece la posibilidad de recurrir a la utilización de la fuerza cuan­
do sea necesario. Si pudiésemos confiar que las personas tomasen
sus decisiones al modo de los cuáqueros, es decir, buscando «el sentir
de la asamblea», el ejercicio del poder no sería necesario. Esto es lo
que se halla implícito en la teoría marxista cuando se afirma que el
Estado acabará por «desaparecer», esto es, que cuando los hombres
alcancen un nivel en el que guíen sus acciones por referencia al bien
común, acordarán voluntariamente aquello que les conviene y no será
necesario obligarlos. En una comunidad religiosa, y a menudo en una
familia adecuadamente dirigida, la autoridad, sea la de una sola per­
sona o la opinión de la mayoría, puede ser reconocida y aceptada sin
el respaldo de la fuerza para hacerla cumplir. Pero, en el desenvolvi­
miento normal de la sociedad, esto no ocurre, y, por lo tanto, el
Estado necesita disponer de un poder coercitivo en que basar su
autoridad.
La autoridad del Estado es, desde luego, la autoridad del derecho,
y las leyes del Estado, como he señalado en el capítulo anterior, di­
fieren de las normas de otras asociaciones y comunidades por depen­
der de la fuerza y por tener autoridad soberana. La fuerza del poder
coercitivo es tan esencial para el derecho como para otros aspectos
de la política, pero la soberanía del Estado es un atributo de la auto­
ridad del derecho estatal, no un atributo de la fuerza o del poder que
el Estado debe esgrimir para hacer eficaces su sistema de derecho o
sus programas políticos.4

4. Poder y autoridad

Reviste importancia aclarar la distinción entre poder y autoridad,


ya que a menudo se confunden tanto en la esfera del lenguaje como
en la del pensamiento. Hablamos de que una ley da «poder» a un
ministro para hacer esto o aquello, cuando queremos decir que le está
dando autoridad. Del mismo modo, hablamos de actuar más allá de
los «poderes legales», o de actuar ultra vires, cuando la palabra «auto-
78 Problemas de filosofía política

rielad» hubiese expresado de un modo más claro lo que queremos


decir. Esta imprecisión del lenguaje aparece al comienzo mismo de la
discusión teórica sobre la soberanía, en el siglo xvi, en la obra de Juan
Bodino Bodino escribe que: «L a soberanía es el poder [puissance]
perpetuo y absoluto del Estado... es decir, el poder supremo de or­
denar. Es necesario formular aquí la definición de soberanía, porque
no existe ningún jurista o filósofo político que la haya definido, aun­
que es el rasgo principal y el más necesitado de comprensión cuando
se aborda el tema del Estado.» Bodino continúa hablando de puissance
souveraine y de puissance absolue, dando la impresión de que la sobe­
ranía es una cuestión de poder en el sentido ordinario de la palabra.
Ahora bien, cualquiera tiene el poder o la capacidad necesarios para
emitir una orden, pero no todos están autorizados o tienen derecho
para hacerlo en determinadas circunstancias, y no todos son capaces
o tienen el derecho de hacer cumplir sus órdenes. ¿Se refiere Bodino
mediante la expresión «poder absoluto» a la capacidad de dictar ór­
denes efectivas, es decir, a la capacidad para hacer que las órdenes
dictadas sean cumplidas? Esto, en rigor, sería el poder. ¿O se refería,
más bien, al hecho de estar autorizado o tener derecho a dictar órde­
nes y a que éstas se cumplan? Esto sería la autoridad. Una lectura
detenida de toda su explicación de la soberanía muestra que se refiere
a lo segundo, pero su utilización de la expresión «poder absoluto»
sugiere la primera interpretación.
El significado más general del término «poder» es capacidad. Ello
puede observarse claramente a partir del término francés pouvoir y
del término latino potestas, ambos derivados del verbo «poder» (pou­
voir, posse). Debido precisamente a este significado general del tér­
mino «poder», en inglés cabe utilizar la misma palabra — power—
para referirnos a la potencia [power'] de una dinamo, a la fuerza
[power] de voluntad o al poder [power] político. A este signifi­
cado del término le llamaremos sentido 1. Sin embargo, cuando habla­
mos de poder en un contexto social, estamos pensando normalmente
en un tipo determinado de capacidad, la capacidad de hacer que otras
personas hagan aquello que queremos que hagan. Llamaremos a éste
el sentido 2. El poder, según el sentido 2, puede depender de diferen­
tes cosas. Una persona puede ser capaz de que otros hagan lo que ella1

1 Los Seis Libros de la República, I, 8.


3. Soberanía, poder y autoridad 79

quiere, debido a su especial locuacidad, o porque los demás confían


en ella por su sabiduría o su integridad, o porque ocupa un determi­
nado cargo, o porque tiene la fuerza necesaria para hacerles pasar un
mal rato si se rehúsan. Estas cuatro razones pueden aplicarse al ejer­
cicio del poder político, pero la última es especialmente destacable en
situaciones conflictivas. Esto último es el poder coercitivo, el cual uti­
liza la amenaza de una fuerza superior para conseguir que otros hagan
lo que deseamos cuando no quieren hacerlo. Llamaremos a esto el
sentido 3. Debido a la importancia del poder coercitivo en los con­
flictos políticos, la palabra «poder», que en un principio significaba
cualquier clase de capacidad, se asocia con la capacidad de coacción.
Cabe observar esto en las dos palabras francesas pouvoir y puissance.
Ambos sustantivos se derivan del verbo pouvoir, pero tienen connota­
ciones diferentes. Pouvoir, como la palabra inglesa potoer, es asociable
a coacción, pero también admite los sentidos 1 y 2. En cambio, puis­
sance tiene una tendencia más definida a incorporar connotaciones
de poderío o fuerza y de posibilidad de coacción. Análogamente, el
latín tiene los dos sustantivos potestas y potentia, derivados del verbo
posse, pero potentia a menudo, aunque no siempre, lleva la conno­
tación de poderío o fuerza, lo mismo que puissance. Por otra par­
te, potestas se utiliza frecuentemente para significar «autoridad», lo
mismo que «poder» cuando hablamos de darle a alguien «poderes»
legales. La razón para ello se deriva de lo que he dicho respecto a los
diferentes fundamentos de que puede depender el término poder en
el sentido 2. Uno de estos fundamentos es el hecho de que la persona
que detenta poder ocupe un determinado cargo o posición. Si una
persona ocupa una posición de autoridad, y en virtud de dicha posi­
ción es capaz de conseguir que los demás hagan lo que les dice, su
poder, según el sentido 2, consiste en el ejercicio de la autoridad.
A ello se debe que quepa utilizar el término «poder» con el sentido
de autoridad.
Tener autoridad para hacer algo, es tener el derecho de hacerlo.
Hemos de distinguir aquí dos sentidos del sustantivo «derecho».
A veces, cuando decimos que una persona tiene el derecho de hacer
algo, queremos decir simplemente que puede o se le permite hacerlo,
que la acción que se propone llevar a cabo no está prohibida por
ninguna ley o norma moral, o que una determinada ley le permite
cometer acciones de esa clase. Según este sentido del sustantivo «de­
80 Problemas de filosofía política

recho», un derecho es una libertad, una licencia, una autorización; lo


denominaré «derecho de acción». Pero, en segundo lugar, a veces ha­
blamos de tener un derecho refiriéndonos a un derecho a recibir algo,
un derecho frente a otro, quien tiene la obligación de darnos aquello
a lo que tenemos derecho. Así, si Jones tiene derecho a las cinco
libras que le debe Robinson, es un derecho a recibir cinco libras, es
un derecho frente a Robinson, y a él corresponde la obligación de
pagar. Según este sentido atribuido al sustantivo derecho, un derecho
es un título a algo que se nos debe; lo denominaré «derecho de recep­
ción». La lengua francesa tiene en cuenta esta distinción empleando
la expresión droit de para un derecho de acción, y droit á para un
derecho de recepción. Ahora bien, no es necesario que el derecho de
recepción implique recibir algo material. Puede consistir en el derecho
a no ser molestado, en la ausencia de restricción para hacer aquello
que decidamos hacer. Esto es el derecho a la libertad, el derecho a que
los demás nos dejen tranquilos. Es necesario distinguirlo del derecho
de acción, de la libertad o licencia para actuar de un modo determi­
nado, aunque normalmente, cuando tenemos un derecho de acción,
una libertad para actuar, tenemos también un derecho de recepción
a esa libertad exenta de interferencias por parte de otras personas,
para hacer aquello que legal o moralmente nos está permitido. Otra
cosa inmaterial sobre la que podemos tener un derecho de recepción
es la obediencia. Podemos tener derecho a que se cumplan nuestras
órdenes, y ello es un derecho de recepción, es un derecho frente a
otra persona o personas, y la obligación que corresponda al mismo,
es la obligación de cumplir las órdenes.
La autoridad para dar órdenes supone esta clase de derecho de
recepción. A veces hablamos de estar autorizados (y no tan a menudo,
utilizamos la expresión: tener autoridad) para hacer algo, cuando esta­
mos refiriéndonos a que tenemos un derecho de acción, pero dando
a entender, además, que tenemos también un derecho de recepción a
que no se nos moleste. Si tengo un carné de conducir, tengo derecho,
o he sido autorizado, o me han dado permiso formal, para conducir
un coche. Aquí «tengo un derecho» significa «puedo». Pero cuando
una ley autoriza (o da el poder) a un ministro de la Corona para llevar
a cabo determinadas reglamentaciones, ello no sólo le permite hacer
algo, sino que impone también a los ciudadanos la obligación de acep­
tarlas. Por tanto, la ley le concede el derecho de recibir obediencia
3. Soberanía, poder y autoridad 81

a sus reglamentaciones, y no sólo el derecho de dictarlas. La autoridad


para dictar órdenes no es sólo un permiso o un derecho a hacer algo,
como lo es el permiso (o la autorización) para conducir un coche; es
también un derecho frente a aquellos a quienes se dirigen las órdenes,
para que hagan lo que se les ordena. Es un derecho a recibir obe­
diencia, al que corresponde la obligación por parte de los demás de
concederla.
Ambos sentidos «un derecho a» o «estar autorizado», pueden con­
siderarse como una capacidad o un poder. Acabo de explicar que el
poder de que otros hagan lo que exigimos puede depender del hecho
de que ocupemos una determinada posición. En virtud de que ocu­
pamos esta posición tenemos autoridad para exigir de otras personas
determinadas cosas, y hacen lo que les exigimos porque reconocen
nuestra autoridad. Nuestra autoridad y su aceptación es lo que nos
da el poder para que hagan lo que les exigimos. Por tanto, cabe pen­
sar que la autoridad es una forma de poder en el sentido 2, pero tam­
bién una forma correlacionada con el sentido 3. La posesión de fuerza
coactiva representa un medio para conseguir que otros hagan lo que
queremos, una forma específica de poder en sentido 2; la posesión
de autoridad, en el caso de que sea reconocida, es otra forma. No
ha de sorprendernos, por tanto, que la palabra «poder» se utilice a
menudo con el sentido de autoridad.
Un derecho de acción puede considerarse un poder en sentido 1.
Es una facilidad, y una suerte de capacidad, para hacer algo. En inglés
se expresa que una persona tiene derecho o permiso para hacer algo
diciendo: he may do it [puede, moralmente, hacerlo]. Y en el lenguaje
coloquial may es reemplazado a menudo por can [poder físicamente].
En francés, puis-je es la forma normal de decir may I [«¿p u ed o ?»].
Sin embargo, en un inglés «correcto» se distingue entre may y can.
Al niño que pregunta si puede [can] tomar más pastel se le dice: «No
necesitas preguntar si puedes [can], lo que quieres decir es si pue­
des [m ay].» Esta diferencia lingüística tiene su razón de ser. Muchas
veces una persona posee la capacidad necesaria para hacer algo (sea
comerse un pastel, sea robar o tomar prestado algo de otra persona)
sin tener el permiso para hacerlo, y a veces se tiene el permiso sin
tener la capacidad necesaria (por ejemplo, para montar en la bicicleta
de un amigo). No obstante, una facilidad o un permiso puede consi­
derarse un tipo de capacidad ya que suponen la ausencia de una res­

I
82 Problemas de filosofía política

tricción que, en caso de existir, nos impediría llevar a cabo una deter­
minada acción, incapacitándonos, por tanto, para ejecutarla.
Ahora bien, la restricción es normalmente metafórica. Un letrero
que rece «Se prohíbe el acceso a este recinto a las personas no auto­
rizadas» puede ir acompañado de barreras físicas, como verjas y mu­
ros elevados, pero la barrera legal a la que se alude en el letrero no
me incapacita para entrar del mismo modo que la verja y los muros
(a menos que no sea lo suficientemente ágil para escalarlos). La ba­
rrera que presenta el letrero es una ficción legal, como lo es considerar
que un permiso o una licencia conceden una capacidad efectiva. Cual­
quier norma que establezca que hemos o no hemos de hacer esto o lo
otro ha de entenderse en el sentido de que establece una barrera u
obligación metafóricos o ficticios, «obligando» o «compeliendo» a
aquellos a quienes va dirigida, limitando su libertad de acción e «inca­
pacitándolos» para actuar de una manera diferente a la prescrita. Esto
puede aplicarse tanto a las obligaciones morales como a las legales.
Cuando Martín Lutero afirmó: «Aquí estoy. No puedo hacer otra
cosa», no era literalmente verdad que no pudiese, pero consideraba
su compromiso moral como una obligación que lo incapacitaba para
actuar de otro modo. Análogamente, la ausencia de una norma res­
trictiva, o el repudio de una norma mediante la concesión de un per­
miso, pueden considerarse como el levantamiento ficticio o metafórico
de una barrera también ficticia o metafórica que, en caso de existir,
limitaría la libertad de acción, «capacitándonos», por tanto, para ha­
cer aquello que de otro modo estaríamos «incapacitados» para hacer.
Dado que las normas legales están amparadas por el poder coercitivo,
el letrero que me prohíbe el acceso a terrenos privados conlleva la
amenaza de que, si entro, mi libertad de movimientos puede verse
recortada por una barrera real: la prisión. Pero, de momento, si el
letrero no va acompañado de una barrera real compuesta de verja
y muros, tengo la capacidad, o el poder físico, de penetrar en esos
terrenos siempre que esté dispuesto a afrontar las consecuencias. El
hecho de que no deba entrar — esto es, que no pueda moralmente
entrar— conlleva la ficción de que no puedo (físicamente) hacerlo.
Las normas legales, morales y convencionales (incluyendo las re­
lativas al lenguaje) nos transmiten la presencia y la ausencia de limi­
taciones, «obligaciones» y «derechos», «necesidades» y «posibilida­
des», todas de carácter ficticio. No es del todo cierto que estemos
3. Soberanía, poder y autoridad 83

«obligados» o «limitados», es decir, que nos resulte necesario obser­


var una norma legal, moral, de etiqueta, lógica o gramatical, del mis­
mo modo que estamos obligados a ocupar un solo sitio en una fila, o
del mismo modo que nos vemos obligados o necesitamos desviarnos,
a causa, por ejemplo, de un corrimiento de tierras, para llegar a nues­
tro destino. Estas ficciones del lenguaje y del pensamiento humano
tienen su razón de ser, precisamente, en el hecho de que la conducta,
en su totalidad, de los seres humanos no se produce de un modo ne­
cesario, sino que, en cada área de pensamiento o de acción, tenemos
la capacidad de elegir entre alternativas diferentes. Sólo cuando pode­
mos de hecho realizar (o creer) cualesquiera de las posibilidades alter­
nativas, tiene sentido levantar o eliminar las barreras ficticias mediante
los términos «deber» [ought~\ y «poder moralmente» [ may].
Las conexiones entre los conceptos de poder y autoridad, a las
que me he venido refiriendo, quedan aclaradas en los usos ordinarios
del lenguaje. Sin embargo, subsiste un foco de posible confusión en
el análisis teórico. Los sociólogos citan con frecuencia la clasificación
tripartita de la autoridad o dominio (Herrschaft) de Max Weber, que
distingue entre la legal-racional, la tradicional y la carismática. La
autoridad legal-racional es la forma explícita de lo que he venido con­
siderando: un derecho a dictar órdenes y a que sean obedecidas, en
virtud de la ocupación de un cargo o posición dentro de un sistema
de normas deliberadamente estructuradas, que establecen derechos
y deberes. Existe autoridad tradicional cuando una persona — un rey
o un jefe tribal, por ejemplo— ocupa una posición superior de man­
do, de acuerdo con una tradición de larga data (?), y es obedecida
porque todos aceptan el carácter sagrado de la tradición. La idea de
autoridad carismática constituye una extensión del significado de la
palabra griega chárisma (el don de la gracia divina) que aparece en
el Nuevo Testamento. Tal y como Weber emplea el término, significa
aquella autoridad basada en la posesión de cualidades personales ex­
cepcionales que ocasionan que una persona sea aceptada como líder.
Puede tratarse de virtudes piadosas, que conceden a su poseedor una
autoridad religiosa; o de cualidades como el heroísmo, la capacidad
intelectual o la elocuencia, que despiertan una devoción leal en la
guerra, en la política o en cualquier otra actividad.
Algunos autores han supuesto que el tercer tipo de autoridad
difiere del primero y del segundo en tanto y cuanto consiste en la
84 Problemas de filosofía política

capacidad o el poder de imponer obediencia, mientras que los otros


dos son ejemplos de un derecho a mandar. Opino que esta conside­
ración confunde la diferencia que existe entre los tres tipos de auto­
ridad. Weber está describiendo diferentes fuentes de autoridad, no
diferentes sentidos o significados del término. En cada uno de los
tres tipos se considera que la persona que ejerce la autoridad tiene
el derecho a dictar órdenes, edictos o preceptos, así como el derecho
a ser obedecida; pero este derecho surge de bases diferentes. En el
caso de la autoridad legal-racional, se deduce de un conjunto de
normas que definen explícitamente derechos y deberes. En el de la
autoridad tradicional sucede lo mismo, pero aquí las normas no se
«promulgan», sino que surgen; es decir, no han sido deliberadamente
formuladas por considerarlas deseables o necesarias, sino que se han
desarrollado gradualmente a lo largo de un período de tiempo, en el
cual una práctica consuetudinaria, aquello que se hace usualmente, se
ha ido solidificando hasta convertirse en una regla normativa, aquello
que debería hacerse. En lo que atañe a la autoridad carismática, el
derecho proviene de la idea de que las especiales cualidades del líder
le hacen idóneo para dirigir a los demás, o constituyen una señal de
que ha sido autorizado por un ser sobrenatural acreditado con el dere­
cho de dictar órdenes y de delegar este derecho a sus vicarios en la
Tierra. Una persona a la que se atribuye esta clase de autoridad tiene
el poder o la capacidad para exigir obediencia por el hecho exclusivo
de que sus seguidores piensan que tiene derecho a ello.
Cuando se ejercita efectivamente la autoridad, la persona que la
detenta tiene poder en el sentido 2. Es capaz de que los demás hagan
lo que les exige. Pero su poder no es idéntico a su autoridad, ni tam­
poco es la consecuencia de la mera posesión de autoridad, sino más
bien del reconocimiento de su autoridad por parte de aquellos a quie­
nes ordena. En el caso de la autoridad carismática, tal reconocimiento
es una condición necesaria para la existencia de autoridad, por lo que
aquél que la posee también tiene poder. Esto no se cumple necesaria­
mente en relación con la autoridad legal-racional o con la tradicional.
A veces se inviste a una persona con la autoridad de un cargo de
acuerdo con normas formales o con la tradición, pero por alguna razón
(por ejemplo, una rebelión popular contra un rey o un gobierno) su
autoridad no es reconocida por la mayoría de aquellos a quienes se
supone sometidos a la misma. Se tiene entonces autoridad sin poder;
3. Soberanía, poder y autoridad 85

se tiene el derecho de dictar órdenes y hacer que se cumplan, pero


no se es capaz de conseguir obediencia. Por tanto, la autoridad puede
existir sin poder; en este caso, aunque es ineficaz, responde al con­
cepto de tenencia de un derecho.
El poder también puede existir sin autoridad; puede tratarse de
esa clase de poder en el sentido 2 que simultáneamente es poder en
el sentido 3, el poder coercitivo. Una persona que ejercite un poder
coercitivo es capaz de conseguir que otros hagan lo que ella desea, no
porque se le reconozca un derecho, y menos aún porque lo tenga
realmente, sino porque temen las consecuencias que puede acarrear
la desobediencia. Se ven obligados o «forzados» a obedecer, en el
mismo sentido en que un conductor ha de desviarse de su ruta a
causa de un corrimiento de tierras. En sentido estricto, no están ante
una situación inevitable. Pueden elegir rehusarse a obedecer acep­
tando las consecuencias, del mismo modo que el conductor puede
no desviarse si está dispuesto a renunciar a su propósito de llegar al
destino previsto. Pero, como las consecuencias de la desobediencia,
o de no hacer el desvío, son menos deseables que la acción alterna­
tiva, se califica a esta última de «inevitable» o de que nos es impuesta
«a la fuerza». Elegimos llevarla a cabo no voluntariamente, sino de­
bido a que la alternativa que se nos ofrece se opone aún más a aquello
que elegiríamos voluntariamente. No la consideramos una verdadera
alternativa y decimos que somos forzados u obligados. El ladrón que
esgrime una pistola y espeta: «la bolsa o la vida», obliga a su víctima
a desprenderse del dinero porque la mayoría de las personas no po­
drían aceptar jamás la alternativa que se les ofrece. Efectivamente, la
persona amenazada carece de elección posible. Obedece porque no
tiene otro remedio.
A la obediencia resultante del reconocimiento de autoridad tam­
bién se la califica de una obligación debida, pero aquí la elección es
menos renuente, puede incluso llevarse a cabo con entusiasmo (como
en el caso de la autoridad carismática), y constituye una verdadera
elección. En caso de no ser así, como cuando se trata del sometimiento
a una ley impopular, puede observarse que el reconocimiento de la
autoridad va acompañado de la amenaza del poder coercitivo, por lo
que la obligación de obedecer a la autoridad va acompañada de la obli­
gación (en el sentido de compulsión) de evitar consecuencias desagra­
dables. La palabra «obligación» tiene, en parte, el mismo significado
86 Problemas de filosofía política

en ambos casos, la exigencia o «necesidad» de elegir la obediencia.


En rigor, no existe necesidad en ninguno de los dos casos, ya que
existe una opción. Pero la obligación resultante de una coacción se
parece mucho más a la necesidad, pues difícilmente podemos consi­
derar la opción como una opción auténtica. Cuando la obligación se
debe exclusivamente al reconocimiento de la autoridad, existe la po­
sibilidad de elección, y la idea de necesidad o de «estar forzado», que
sugiere la palabra «obligación», es ficticia o metafórica. Además de
esta diferencia, existe también una diferencia parcial en el significado
de la palabra «obligación». Cuando estoy obligado a hacer algo por
miedo a consecuencias desagradables, estoy simplemente obligado a
actuar. Pero cuando estoy obligado por el reconocimiento de la auto­
ridad, no sólo estoy obligado a actuar, sino que estoy obligado hacia
alguien. Mi obligación hacia ese alguien se corresponde con el dere­
cho que tiene frente a mí. La «obligación» ficticia no sólo limita mi
libertad de acción, sino que me «ata» a otra persona, la cual tiene
un «poder» ficticio consistente en un derecho o una demanda de re­
cepción. Cuando soy compelido, la persona que esgrime el poder coer­
citivo tiene un poder real sobre mí; pero no decimos que estoy obli­
gado hacia ella o que tiene un derecho frente a mí.5

5. Autoridad soberana

Aunque tenga sentido hablar de autoridad sin poder, la autoridad


política que deja de ser efectiva tiende a desaparecer al cabo de cierto
tiempo, incluso como tal autoridad. Dado que el objetivo principal
de la autoridad política es mantener el orden y la seguridad en cues­
tiones conflictivas en potencia, no parece lógico atribuirle un derecho
a dictar órdenes a menos que tenga una clara posibilidad de conse­
guir su propósito. Si un sistema de derecho estatal ha de ser válido,
ha de ser, en líneas generales, eficaz. Con ello no pretendo decir que
un fracaso a la hora de capturar y condenar a algunos de sus trans-
gresores invalide una ley, sino que el sistema en su conjunto ha de
ser eficaz; y como no cabe esperar un reconocimiento unánime de la
autoridad legal, o la obediencia de todos como consecuencia de dicho
reconocimiento, la autoridad de la ley debe ir acompañada del poder
coercitivo.
3. Soberanía, poder y autoridad 87

¿Por qué ha de ser suprema la autoridad del Estado? ¿Por qué


resulta necesario el concepto de autoridad soberana? La respuesta
que brinda Hobbes es que, sin una autoridad suprema, existiría el
caos. Si dos personas o grupos de personas, cada uno de los cuales
reclama para sí la autoridad, discrepan, no hay medio de resolver
esta falta de acuerdo, salvo estableciendo una autoridad suprema que
decida en las controversias. Hobbes mantiene que las personas no
pueden resolver sus desavenencias mediante la discusión racional o
la consideración mutua del punto de vista contrario. Como hemos
visto, esto no siempre es cierto. No lo es, al menos, en lo que se
refiere a una congregación cuáquera, ni respecto a cualesquiera aso­
ciaciones o comunidades basadas en el amor, la amistad o el respeto
mutuo. No obstante, sí se cumple en relación con lo que suele ocurrir
en la vida social, y a ello se debe la necesidad de un árbitro último
que resuelva las disputas, al objeto de que éstas no se resuelvan me­
diante la lucha, es decir, constatando sobre el terreno quién detenta
el mayor poder de coacción.
Ahora bien, no siempre es necesario recurrir al arbitrio del Estado
para la resolución de controversias. Consideremos una disputa laboral
relativa a los salarios. Puede que jefes y empleados alcancen un acuer­
do a través de la discusión. Si éste no resulta posible, pueden recurrir
a la utilización del poder coercitivo en la medida en que lo permita la
ley — la huelga, por un lado, y la amenaza de despido, por otro— ,
o pueden elegir un método de arbitrio, acordando aceptar como do­
tada de autoridad la decisión que tome un Tribunal de Arbitraje.
Ha de tenerse en cuenta que también hay casos en los que puede
permitirse que continúe la disputa, sin daño y quizás con beneficio.
Se trata aquí de problemas en los cuales la disputa gira en torno a
opiniones, sin efectos inmediatos sobre la acción, o al menos sin esos
efectos prácticos que constituyen un conflicto en acción. También
puede argumentarse, como hizo John Stuart Mili ', que la discusión
y el desacuerdo continuos en materia de opiniones son saludables, ya
que representan el único medio de aproximarnos a la verdad.
El argumento en pro de la necesidad de la soberanía no se res­
tringe, de hecho, al ámbito del Estado nacional. La razón para tener
una autoridad suprema es resolver las controversias sin recurrir a la1

1 Sobre la Libertad, cap. 2. [Hay trad. cast. publicada por Alianza Editorial.]
88 Problemas de filosofía política

fuerza. El campo más necesitado de esta fórmula hoy en día es el de


la resolución de conflictos internacionales, y, por tanto, cabría aducir
numerosísimas razones a favor de la renuncia a la soberanía del Es­
tado en asuntos exteriores y de una forma de soberanía internacional,
suponiendo que pueda crearse una forma adecuada que sea aceptada
por todos los estados. Aquí nos enfrentamos una vez más con el pro­
blema de la autoridad y el poder. Hemos visto que, aun cuando es
posible tener autoridad sin poder, en la práctica, en la esfera de lo
político, la autoridad ha de estar respaldada por el poder coercitivo.
De ahí proviene la gran dificultad de establecer instituciones interna­
cionales con autoridad superior a la del Estado. Los estados pueden
avenirse a aceptar ciertos tratados internacionales, pero cuando a un
Estado le conviene incumplir un tratado, ¿qué sanción es capaz de
impedir que éste sea considerado simplemente un trozo de papel?
La autoridad internacional necesitaría la amenaza del poder coercitivo
para proteger el imperio del derecho internacional; pero los estados
están mucho menos inclinados a dejar el poder coercitivo en manos
de una autoridad internacional que a firmar tratados.
Al mismo tiempo, en lo que se refiere al derecho internacional,
tampoco es cierto que el principal desiderátum sea el poder que tie­
nen las sanciones para hacer que se cumplan las normas. Las leyes
internas de un país también dependen de las sanciones, pero sobre
todo dependen de que su autoridad sea generalmente reconocida so­
bre la base de razones diferentes a la amenaza de sanción. Algunos
juristas internacionales nos dicen que la aceptación general de los
tratados y de la jurisdicción de tribunales internacionales reviste ma­
yor importancia que la creación de una fuerza internacional pana hacer
efectivas las decisiones judiciales. Construir instituciones políticas sin
tener en cuenta las realidades del poder supone un riesgo, pero el
reconocimiento de la autoridad del derecho y de sus procedimientos
para la resolución de conflictos puede contribuir a hacerlo efectivo, y
la eficacia que se consigue difiere conceptualmente de la que produ­
ce la utilización del poder coercitivo.
Capítulo 4
LOS FUNDAMENTOS DE LA OBLIGACION
POLITICA

1. Obligación moral y obligación prudencial

'La autoridad del Estado implica que aquellos que la ejercitan


tienen derecho (de acción) a dictar órdenes y derecho (de recepción)
a que tales órdenes sean obedecidas, y que, en relación con el segundo
derecho, los ciudadanos tienen el deber o la obligación de obedecer
las órdenes. En este capítulo me referiré al problema de por qué tiene
el ciudadano un deber de obedecer las leyes del Estado. Este es el
problema de los fundamentos de la obligación política.
Existe, por supuesto, una respuesta sencilla y obvia a esta cues­
tión: el ciudadano está obligado a obedecer las leyes del Estado por­
que el Estado tiene autoridad soberana. De ello se deduce lógica­
mente que si el Estado tiene autoridad, es decir, si tiene derecho a
dictar órdenes a sus ciudadanos y a recibir obediencia por su parte,
los ciudadanos están obligados a obedecer tales órdenes. El derecho
de recepción del Estado a ser obedecido por los ciudadanos, y la
obligación que tienen de obedecer, son dos maneras diferentes de
expresar una misma cosa, el vínculo o conexión metafóricos existente
entre las dos partes. Una respuesta así es formalmente correcta, pero
no nos dice apenas nada, como cuando Polonio pregunta a Hamlet:
«¿Q ué lees, mi señor?», y éste contesta: «palabras». La respuesta
elude el aspecto central de la pregunta. En el caso de nuestra interro­
89
90 Problemas de filosofía política

gante sobre la obligación política, la respuesta convierte a la pregunta


en: ¿Por qué está el ciudadano legalmente obligado a obedecer la
ley? Pero así construida, la pregunta carece de objeto, y la única res­
puesta posible sería una explicación sobre las implicaciones formales
de los términos «ley» y «obligación legal». El ciudadano está legal­
mente obligado a obedecer la ley porque la ley es justamente aquello
que impone una obligación legal. ¿Qué otra cosa excepto la ley po­
dría generar una obligación legal? Pero la cuestión que planteábamos
— «¿Por qué tiene el ciudadano el deber o la obligación (o, por qué
debería) de obedecer la ley o al Estado?»— no tenía ese sentido, sino
que significaba: «¿Q ué razones pueden darse para aceptar la jurisdic­
ción legal del Estado?»
En el capítulo III, sección 3, afirmé que un título a la autoridad
puede ser reconocido por diferentes razones. Una es el miedo al po­
der coercitivo que la persona u órgano que reclama para sí la autoridad
puede ejercer; pero existen también otras razones, como el consenti­
miento general, o la sucesión hereditaria, o la posesión de cualidades
personales especiales por parte del que aspira a la autoridad. Es nece­
sario que hagamos ahora una distinción entre los diferentes tipos de
razones que pueden ofrecerse para reconocer un título a la autoridad.
(1) Reconocer ese título por miedo o desagrado de las consecuencias
de no hacerlo equivale a admitir una obligación prudencial. Es decir,
debo obedecer en mi propio interés; «es mejor» que haga esto, de
lo contrario me ocurriría lo peor. (2) Reconocerlo porque se está con­
vencido de que es justo equivale a admitir una obligación moral. Es
decir, tengo un deber moral de obedecer. Por tanto, la pregunta
«¿por qué debo obedecer la ley?» puede contestarse desde dos puntos
de vista, y en consecuencia puede ser comprendida y contestada desde
cualquiera de ambas perspectivas: bien preguntándonos (1) ¿va en
mi propio interés obedecer la ley?, lo que nos llevaría a preguntarnos
qué es aquello que favorece nuestro propio interés; bien preguntán­
donos (2) ¿tengo un deber moral de obedecer la ley?, lo que nos
llevaría a preguntarnos por qué es un deber moral.
Los escritores de filosofía moral solían afirmar que la palabra
«debe» [ ougbt ] tiene sentidos o significados diferentes según exprese
una obligación moral o una obligación prudencial. Hoy en día es más
corriente mantener que la palabra tiene en ambos casos el mismo
significado, pero que depende de diferentes tipos de razones en cada
4. Los fundamentos de la obligación política 91

situación. Esta particular discusión que se da en la filosofía moral no


afecta a la distinción que he planteado. No importa que digamos que
la pregunta «¿por qué debo [ought I ] obedecer la ley?» tiene signi­
ficados diferentes o el mismo significado cuando se formula desde dos
puntos de vista distintos. Lo que importa es que, en respuesta a la
pregunta, pueden ofrecerse diferentes tipos de razones. Sin embargo,
hay que tener en cuenta que aunque la pregunta, enunciada de esta
manera o de otra («¿por qué debería...?», «¿por qué estoy obligado
a...?»), pueda hacerse desde ambos puntos de vista, ello no es cierto
cuando se utiliza el sustantivo «obligación». La pregunta «¿por qué
tengo una obligación...?», o «¿por qué estoy sometido a una obliga­
ción...?», no puede, al menos en mi opinión, referirse a una obli­
gación prudencial, sino exclusivamente a una obligación legal o moral.
He utilizado el sustantivo al hablar de una «obligación prudencial»
para describir aquella situación en la que podemos decir que una per­
sona «está obligada» por su propio interés a hacer algo. Pero, como
he señalado en el capítulo III, sección 4, dicha obligación no es una
obligación que se tiene hacia alguien, como ocurre en el caso de
la obligación moral o legal. No todos los deberes morales o legales
son obligaciones hacia personas concretas. Sin embargo, para los fines
de nuestra indagación, es importante tener en cuenta que algunos
lo son.
También he mencionado en el capítulo III, sección 4, que los
términos «obligado» y «forzado» se utilizan para referirse a acciones
llevadas a cabo bajo coacción, ya que la elección planteada no puede
estimarse como verdadera o efectiva cuando una de las alternativas
es demasiado desagradable como para ser considerada seriamente. Con
todo, no hemos de suponer que esto se cumple siempre en relación
con la «obligación» prudencial, o que si se cumple para la mayoría
de las personas que se encuentran en una determinada situación, se
cumple también para todas. Ciertamente, podemos decidir si seguimos
o no los consejos dietéticos de un médico, aun cuando creamos lo que
nos dice sobre las consecuencias que podría tener dejar de seguirlos.
La mayoría de las personas amenazadas por un ladrón armado pen­
sarán que no tienen elección posible, pero algunos pensarán lo con­
trario. El hecho de que utilicemos a menudo los términos «deber»
[ ought] y «haber de» [should] para expresar una obligación pruden­
cial demuestra que pensamos que existe una elección. No tendría sen­
92 Problemas de filosofía política

tido emplear estos términos si creyésemos que una determinada ac­


tuación es inevitable. El ladrón armado no dice «deberías darme el
dinero» (aunque es posible que diga «harías bien en...») del mismo
modo que el doctor dice «deberías dejar el alcohol».
La pregunta «¿por qué debo obedecer la ley?» puede hacerse
desde el punto de vista de la prudencia, y en ese caso será sensato
responder: «Porque corres el riesgo de ir a parar a la cárcel si desobe­
deces»; o «porque la ley está pensada para proteger tus intereses y
los de las demás personas». No hay dificultad para responder desde
el punto de vista del propio interés, y no es necesario razonar como
un filósofo para descubrirlo. No obstante, las respuestas a esta pre­
gunta dadas en términos del propio interés han figurado en la discu­
sión filosófica sobre los fundamentos de la obligación política, y la
razón es que se ha confundido el punto de vista de la prudencia con
el punto de vista moral. Como las mismas palabras pueden expresar
diferentes tipos de preguntas, se ha ofrecido a menudo una respuesta
en términos del propio interés en vez de, o conjuntamente con, una
respuesta en términos de deber moral.
Puede que algunos se sientan inclinados a negar que la obligación
política tenga algo que ver con el deber moral. Permítaseme demos­
trar, entonces, que una respuesta a nuestra pregunta en términos de
interés no puede solucionar el problema planteado como consecuen­
cia de la discusión del capítulo precedente. Nuestro problema es el
de encontrar razones para reconocer la autoridad del Estado. Autori­
dad implica dos cosas: (1) una obligación de obedecer las órdenes
dictadas por la persona u órgano investido de autoridad; (2) un dere­
cho a dictar órdenes y a ser obedecido por parte de la persona u ór­
gano con autoridad. Ahora bien, si enfocamos el problema desde el
punto de vista del propio interés y decimos que el ciudadano debe
obedecer a los gobernantes porque sería peor para él si no lo hiciese,
estamos demostrando que el ciudadano está obligado; le damos juna
razón de por qué debe o por qué ha de obedecer, pero no demostra­
mos que los gobernantes tengan derecho a sus pretensiones o a recibir
obediencia. He señalado que disponen de fuerza o poderío, que tie­
nen el poder de hacerle la vida imposible al ciudadano que no se
conduce como se le exige. Pero la fuerza no es derecho. Cabe decir
que el poder obliga, pero no que confiere un derecho. Además, si
recordamos algo que señalé anteriormente, podemos observar que la
4. Los fundamentos de la obligación política 93

«obligación» impuesta por el poder coercitivo no es una obligación


hacia los gobernantes, a la que corresponde un derecho frente al ciu­
dadano, consistente en recibir su obediencia. Cabe asegurar que el
ciudadano «está obligado» a obedecer, pero no consideraríamos ade­
cuado decir que «tiene una obligación» o que «está bajo una obliga­
ción», y sería claramente inexacto afirmar que se halla sometido a
una obligación hacia los gobernantes o que éstos gozan de un derecho
frente a él. En cambio, si en lugar de razones prudenciales ofrecemos
al ciudadano razones morales para obedecer, éstas pueden mostrarle
que está no sólo obligado, sino bajo una obligación hacia el Estado,
quien en correspondencia tiene derecho a su obediencia. Y puesto que
buscamos razones para reconocer la autoridad, necesitamos una expli­
cación en términos de obligación moral, y no de obligación prudencial.
Podemos ver ahora más claramente el punto fundamental de la
afirmación hecha en el capítulo III, sección 3, referente a que el po­
der por sí solo no es suficiente para constituir autoridad. El poder
puede lograr que las personas se sientan (prudencialmente) obligadas
a obedecer, pero no confiere un derecho a la obediencia y, por lo
tanto, no confiere autoridad. También podemos ver ahora más clara­
mente el núcleo del argumento de Hobbes, curioso a primera vista,
relativo a que el conquistador adquiere dominio sólo si se entiende
que sus vasallos han prometido tácitamente obediencia. El miedo a
su poder no los convierte en súbditos, ni le confiere autoridad, a me­
nos que exista el vínculo intermedio de la obligación moral creada
por la promesa.2

2. Fundamentos morales de la obligación política

Suponiendo que las razones prudenciales para obedecer no pueden


constituir razones para reconocer la autoridad, ¿se deduce de ello que
bastan las razones morales? Si los derechos de recepción y las corres­
pondientes obligaciones hacia aquellos que los detentan pueden ser
legales o morales, ¿por qué no han de poder serlo también las razo­
nes para reconocer la autoridad? Pueden aducirse razones legales para
reconocer la autoridad de una determinada ley o de un determinado
gobernante o funcionario, pero no para reconocer la autoridad del
Estado como tal, o por decirlo de otra manera, del sistema de dere-
94 Problemas de filosofía política

cho en su totalidad. Ya he apuntado que es una tautología afirmar


que estamos (legalmente) obligados a obedecer la ley porque la ley
es la que impone una obligación legal. Las razones para aceptar la
obligación legal han de buscarse fuera del sistema de obligación legal.
Con todo, cabe ofrecer razones desde dentro del sistema para justi­
ficar la obediencia a un determinado poseedor de autoridad.
He mencionado anteriormente que, aparte del miedo al poder coer­
citivo, podría reconocerse una pretensión de autoridad porque el
demandante goza del apoyo del pueblo, o satisface una norma de suce­
sión hereditaria, o tiene algunas cualidades personales especiales. El
apoyo del pueblo y las cualidades personales especiales pueden dar
lugar a razones prudenciales o morales. Es posible considerar el apoyo
popular como un poder coercitivo en potencia al que sería imprudente
oponerse, o pensar que el consentimiento de la mayoría constituye
una razón moral para su aceptación. Del mismo modo, el éxito que
acompaña a un líder con destacadas cualidades personales de carácter
o inteligencia puede dar lugar a razones prudenciales o morales para
aceptar su liderazgo; puedo considerar que su éxito asegurará mi pros­
peridad y seguridad, o que sus fines, por ejemplo, la máxima prospe­
ridad y justicia para toda la sociedad, son morales y que sus cualidades
personales garantizan la mejor oportunidad para conseguirlos. Sin em­
bargo, el problema es diferente cuando, como razón para reconocer
la autoridad, aceptamos normas como las de la sucesión hereditaria.
No es necesario decir que la lista de posibles razones que he presen­
tado no era exhaustiva, y la sucesión hereditaria no es el único ejemplo
de razón amparada por una norma constitucional. Ahora bien, si un
gobernante sucede a otro por ser su heredero, o por haber sido debi­
damente designado con arreglo a otra norma constitucional, tiene la
autoridad necesaria para ser obedecido porque existe una ley, una
norma constitucional, a tal efecto. Esto nos proporciona una razón
legal para reconocer la autoridad del nuevo gobernante. Análogamen­
te, una determinada ley tiene autoridad porque ha sido elaborada de
acuerdo con las normas constitucionales que establecen cómo han
de ser creadas las leyes. Pero también podemos preguntar por qué
hemos de aceptar las normas constitucionales, y en este caso estamos
buscando razones para aceptar la autoridad del sistema fuera del pro­
pio sistema de leyes. Para responder a esta cuestión hemos de acudir
4. Los fundamentos de la obligación política 95

a alguna de las razones mencionadas anteriormente, como el consen­


timiento de la mayoría o el mejor medio de asegurar los fines morales.
He mencionado esta complicación para decir unas pocas palabras
sobre la teoría del derecho divino. En otro tiempo, una teoría sobre
el fundamento de la obligación política consistía en que el soberano
recibía su autoridad de Dios. Carece de objeto hoy en día cuestionar
el derecho divino de los reyes porque nadie en un Estado moderno
(dejando aparte el Tibet pre-comunista y algunos reinos tribales) lo
reclamaría. Lo omitiré por tanto al revisar las teorías sobre el funda­
mento de la obligación política. El aspecto a destacar es que la teoría,
del derecho divino, como otras, hace depender la autoridad legal del
rey de la autoridad moral. Si se acepta, como hicieron sus defenso­
res, que la moralidad depende de la voluntad de Dios, entonces afir­
mar que el rey es investido de autoridad por la divinidad supone
decir que su autoridad es moral y no meramente legal. El problema
principal al considerar los fundamentos de la obligación política es
el de encontrar razones morales para obedecer. Se supone que, a me­
nos que se ofrezcan razones morales, no existe justificación para reco­
nocer la autoridad del Estado. Cuando ya no fue posible mantener
que el soberano estaba investido por Dios de autoridad, se hizo nece­
sario encontrar otros medios que ofreciesen una justificación moral
de la autoridad política. También la noción de autoridad carismática
suponía originariamente la autorización divina. Las excepcionales cua­
lidades personales de líderes religiosos como Moisés o Jesús de Nazaret
eran señales de que Dios los había investido de autoridad, y se supo­
nía que la voluntad divina era la fuente de la moralidad. La concep­
ción secularizada de la autoridad carismática atribuye al líder una
capacidad superior de juicio moral y de éxito en la consecución de lo
que se considera son fines morales.
¿Por qué este problema de localizar las bases morales para el reco­
nocimiento de la autoridad se aplica especialmente a la obligación
política? Los filósofos no han discutido del mismo modo al buscar
razones para obedecer las normas de otras asociaciones. Han elabo­
rado teorías para justificar la obediencia a las leyes del Estado, pero
no para justificar la obediencia a las normas de un club, o de una
escuela, o de un sindicato. La razón por la cual el problema se plantea
en relación con la obligación política se debe al carácter universal y
compulsivo de la jurisdicción estatal. Hemos visto que la aceptación
96 Problemas de filosofía política

obligatoria de normas puede ser válida, hasta cierto punto y para


algunas personas, en otras asociaciones, pero la universalidad de la
jurisdicción del Estado hace más evidente y profundo su carácter com­
pulsivo. La pertenencia a la mayoría de las asociaciones es voluntaria.
Puedo decidir pertenecer y aceptar las normas, pero si no son de mi
agrado, no es necesario que me haga miembro. Si decido ingresar en
una de ellas, lo hago libremente, y el hecho de convertirme en miem­
bro supone que prometo acatar las normas. Pero, en el caso del Es­
tado, no tengo elección; soy miembro, o al menos estoy sujeto a las
normas, me guste o no. Así pues, resulta natural preguntar por qué
he de obedecer esas normas si no he elegido libremente hacerlo así.
Hemos de tener en cuenta que algunas teorías tratan de responder
a esta pregunta diciendo que, aunque parezca lo contrario, la situación
no difiere de aquella que implica convertirse o no en miembro de
una asociación voluntaria. Han argumentado que la obligación de obe­
decer las normas del Estado deriva de una promesa como la que hace­
mos al ingresar en una asociación voluntaria. Otras teorías, hoy en
día tan desfasadas como la teoría del derecho divino, han comparado
la autoridad del Estado con la del cabeza de familia, ya que la perte­
nencia a una familia, lo mismo que a un Estado, no es algo que elija­
mos, sino algo que nos es impuesto.
Estamos ahora en disposición de examinar aquellas teorías sobre
la obligación política que todavía, según mi opinión, conservan inte­
rés filosófico. Me referiré a cinco respuestas a la pregunta: ¿Cuáles
son los fundamentos de la obligación política? Las respuestas son:

1) El Estado se basa en el contrato social.


2) El Estado se basa en el consentimiento.
3) El Estado representa la voluntad general.
4) El Estado garantiza la justicia.
5) El Estado persigue el interés general o bien común.3

3. La teoría del contrato social

La teoría del contrato social justifica la obligación política por


estar basada en una promesa implícita, semejante a la de obedecer
las normas de una asociación voluntaria. La teoría del contrato ha
4. Los fundamentos de la obligación política 97

adoptado diferentes formas; analizaré aquí tres clases de teoría con­


tractual para referirme en la próxima sección a la teoría del consen­
timiento, teoría que depende de una idea similar pero que tal vez no
implica una promesa o un contrato.

(a) E l contrato de ciudadanía

Las teorías del contrato social se remontan muy atrás en la his­


toria. Dos versiones explícitas de esta idea fueron formuladas por
Platón, y sin duda podemos localizar rasgos incipientes de la misma
en escritos anteriores. La primera forma de supuesto contrato que
quiero considerar puede denominarse contrato de ciudadanía, un con­
trato llevado a cabo entre cada ciudadano y el Estado o la ley. Un
contrato implícito de esta clase se describe como fundamento de la
obligación política en el diálogo Gritón de Platón. En él se propone
el argumento de que si un hombre permanece en una determinada
sociedad y disfruta sus privilegios, está también sujeto a aceptar las
obligaciones. Sócrates dibuja una metáfora de las leyes del Estado
al decirle que se ha cerrado un trato entre él y el Estado; al vivir
en Atenas ha prometido de un modo implícito obedecer las leyes a
cambio de los privilegios de que goza como ciudadano de Atenas.
Una versión literal de está doctrina se adecuaría a una persona
que adquiere la ciudadanía por naturalización. Esta persona solicita
ser miembro del Estado, del mismo modo que solicitamos ser miem­
bros de una asociación voluntaria. Ha valorado los privilegios y las
obligaciones, y está dispuesta a aceptar unos y otras. De hecho, en
muchos países se le exige una promesa explícita de aceptar las obli­
gaciones, en la forma de un juramento de lealtad. Ahora bien, dado
que su posición legal, una vez convertido en ciudadano, se supone
que es exactamente la misma que la del ciudadano por nacimiento,
parece razonable pensar que el fundamento de la obligación es simi­
lar en ambos casos, y dado que el fundamento de la obligación para
el ciudadano naturalizado es manifiestamente una promesa de aceptar
las obligaciones a cambio de los privilegios que recibe, parece razo­
nable afirmar que también para el ciudadano por nacimiento, a pesar
de que no ha hecho ninguna promesa explícita, el fundamento de la
obligación es también cuasi-contractual, siendo las obligaciones una
retribución justa por los privilegios recibidos.
98 Problemas de filosofía política

En la realidad, sin embargo, esta analogía no es sostenible. Aun­


que al ciudadano naturalizado se le dice que tiene los mismos privi­
legios y obligaciones que el ciudadano por nacimiento, su posición
no es idéntica. En Gran Bretaña, y en muchos otros países, el certi­
ficado de naturalización resulta revocable, si la persona que lo posee'
es hallada culpable de un crimen grave. Esto significa que su adqui­
sición de los privilegios de la ciudadanía se encuentra condicionada
a una conducta razonablemente correcta, y esto sí encaja con la idea
de un contrato o convenio. Empero, en la mayoría de los países civi­
lizados, un ciudadano por nacimiento no está expuesto a la privación
de su ciudadanía como parte del castigo correspondiente por un delito
grave; y esto refleja la idea de que no se puede arrebatar legítima­
mente aquello que no ha sido otorgado. Al ciudadano por nacimiento
no le ha sido otorgada su ciudadanía; la adquiere automáticamente.
Aunque las dos clases de ciudadanos tuviesen el mismo status en
cuanto a sus privilegios y obligaciones, de ello no se deduciría que
el fundamento de la obligación sea el mismo para ambos. Esto puede
ejemplificarse a través de una dualidad similar, existente en Gran
Bretaña al menos, en relación con las especiales obligaciones militares
de los voluntarios y de los reclutas en las fuerzas armadas. Un volun­
tario hace un juramento de obediencia; ha elegido aceptar las obliga­
ciones propias de un soldado (o de un marino, o de un aviador) y, al
suscribir el juramento de obediencia, promete explícitamente obede­
cer a sus jefes superiores. Una persona reclutada no realiza un jura­
mento de obediencia; no ha elegido servir a la patria y, por tanto, no
puede exigírsele una promesa; sus obligaciones militares le son im­
puestas por ley, y se fundamentan en la obligación general de obede­
cer las leyes. Sin embargo, una vez en el ejército, tanto el voluntario
como el recluta tienen exactamente las mismas obligaciones y dere­
chos, aunque las fuentes de la obligación difieren claramente.
¿Qué diría la teoría del contrato de ciudadanía de una persona
que no cree recibir beneficio alguno siendo miembro del Estado, que
no desea ni los privilegios ni las obligaciones? Tal y como Platón
presentó la teoría, afirmaría que, en ese caso, esa persona debería
marcharse a vivir a cualquier otra parte. En la metáfora de Sócrates,
el argumento de las leyes es que, al permanecer en Atenas, esta per­
sona demuestra que la prefiere a otras ciudades-estado y que, por
ende, desea sus privilegios. Este tipo de razonamiento no podría apli­
4. Los fundamentos de la obligación política 99

carse tan fácilmente hoy en día, cuando muchas personas no son li­
bres, como lo era Sócrates, de convertirse en ciudadanos de otro Estado.
Cabe plantear, por tanto, dos objeciones a la teoría del contrato
de ciudadanía. En primer lugar, se aplica de la misma manera a los
ciudadanos que lo son por nacimiento y a los ciudadanos naturalizados.
En segundo lugar, la teoría presupone la libertad de aceptar o recha­
zar el contrato, y esta libertad no existe hoy en día para muchas
personas.

(b) El contrato de comunidad


En La República (Libro II), Platón considera otra forma de la
teoría del contrato, pero no como un punto de vista que él mismo
acepte. Esta teoría describe a los hombres como seres egoístas por
naturaleza, que no piensan en nadie salvo en sí mismos. Todos, con­
secuentemente, están expuestos a sufrir y a causar daño, y debido
a ello los hombres sellan un contrato o acuerdo entre sí para estable­
cer leyes que regulen su conducta. Este es, se supone, el origen de
la sociedad y de la justicia. Las leyes restringen nuestra libertad de
hacer lo que nos plazca, pero al propio tiempo nos protegen frente
a los posibles daños que nos pueden infligir los demás. De ahí el
interés de participar en el convenio. Hecho esto, estamos obligados
a obedecer la ley porque lo hemos prometido en el acuerdo.
Una versión similar de la teoría del contrato social la desarrolla
Hobbes 1 con más detalle. También opina que el hombre natural es
un egoísta que sólo busca su propio beneficio. En consecuencia, si no
existiese una sociedad política organizada, los hombres se encontra­
rían en un estado de guerra, en el que todos correrían el peligro de
perder la vida. Podemos suponer que, con el fin de obtener seguridad,
los hombres cierran un contrato para renunciar a su derecho natural
a hacer lo que cada uno quisiese, e invistieron como soberano a una
persona o grupo de personas con autoridad para hacer leyes que regu­
lasen su conducta. Los ciudadanos están obligados a obedecer la ley,
tanto porque lo han prometido como porque la alternativa a una socie­
dad organizada políticamente es el «estado de naturaleza», en el cual
peligra la vida de todos. Tal y como la expone Hobbes, la teoría com­
bina la obligación moral y la prudencial. Existe una obligación moral
1 Leviatán, capítulos 13-18.
100 Problemas de filosofía política

de obedecer la ley porque hemos prometido implícitamente hacerlo.


Existe también una obligación prudencial porque la alternativa es
el caos. Por restrictivas que puedan ser las leyes de un Estado, señala
Hobbes, cualquier forma de orden es preferible al caos resultante de
su desmoronamiento. Del mismo modo que en la versión platónica
de la teoría, Hobbes supone que el contrato se lleva a cabo por razo­
nes prudenciales, pero añade que nuestra obligación de obedecer la
ley descansa en la base moral de la promesa y en la continuidad de
la razón prudencial que nos indujo a realizarla.
Esta forma de la teoría del contrato social ha recibido toda una
serie de objeciones. Una de ellas atañe más a una teoría contractual de
la ética que a una teoría contractual de la política. Si se supone, como
parece suponer la versión platónica de la teoría en boca de Glaucón,
que la idea de obligación moral depende de un acuerdo sobre el cum­
plimiento de las normas morales, que de hecho, como dice Glaucón ‘,
las leyes y los acuerdos pueden existir sólo después de haberse reali­
zado un contrato social, entonces la teoría cae en un círculo vicioso.
Si no pueden lograrse acuerdos en el estado de naturaleza, antes de
que la sociedad se haya organizado mediante un contrato social, en­
tonces resulta imposible llevarlos a cabo; si la idea de obligación
moral depende de las convenciones del derecho, los hombres en el
estado de naturaleza no concebirán la idea de obligación mediante
contrato. Sin embargo, si el objetivo de la teoría contractual es sim­
plemente explicar la obligación política, no es necesario detenerse
en esta dificultad. Puede suponerse, como hace Hobbes, que los
hombres en el estado de naturaleza son perfectamente capaces de
hacer promesas y contratos y, por tanto, de conocer lo que es obli­
garse; pero como, fuera de la sociedad política organizada, no existe
seguridad de que los hombres vayan a mantener sus promesas, cuan­
do pueden quebrantarlas impunemente, resulta deseable instituir una
autoridad soberana mediante el peculiar recurso del contrato social.
Así pues, para lo que por el momento nos interesa, podemos ignorar
la objeción de que cualquier teoría contractual de la obligación moral
es circular.
También podemos pasar por alto otra objeción a la teoría del con­
trato social, a saber, la que mantiene que esta teoría carece de validez1

1 La República, 359a.
4. Los fundamentos de la obligación política 101

histórica, ya que, de hecho, muy pocos estados han nacido a resultas


de un contrato social. Ciertamente, algunos de los filósofos partida­
rios de la teoría del contrato social la consideraban como una expli­
cación del surgimiento de los estados organizados; pero una explica­
ción de esta índole, aparte de ser históricamente falsa, confunde el
propósito que debe perseguir una teoría filosófica. Una descripción de
cómo las cosas han llegado a ser como son constituye una explicación
causal, del tipo utilizado en la teoría científica. La teoría filosófica, en
cambio, trata de ofrecer razones que justifiquen la aceptación de una
creencia (en este caso, la creencia de que debemos obedecer la ley), y
no las causas que la explican o que explican sus fines. Como sucede
en el caso de la respuesta a un problema filosófico, la teoría del con­
trato social no debería considerarse como una teoría sobre una génesis
histórica. Al menos Hobbes es bastante claro en lo que a esto se re­
fiere. Sabe muy bien, y así lo dice, que la mayoría de los estados
surgen como resultado de una conquista y no del contrato social. Pero
añade, como hemos visto en el capítulo III, sección 3, que aquellos
que se someten a un conquistador pueden convertirse en sus súbdi­
tos, es decir, están obligados a obedecer, sólo si se supone que han
prometido implícitamente obediencia a cambio de salvar sus vidas.
Dichos súbditos se han colocado bajo un contrato de ciudadanía (con
la salvedad de que Hobbes considera que la promesa existe sólo en
una de las partes, obligando a los súbditos pero no al soberano).
Hobbes trata el cuadro mítico de un contrato de comunidad, y él lo
reconoce como tal, porque permite apreciar con mayor claridad las
implicaciones lógicas de la autoridad soberana y de las obligaciones
de los súbditos. El propósito de la teoría del contrato social hobbe-
siana es aclarar los significados, la autoridad soberana y la obligación
política, no explicar cómo aparecen los estados en la realidad.
Hay, no obstante, una tercera objeción que sí hace al caso. La
teoría, expuesta por Glaucón en La República y por Hobbes, presu­
pone que todas las formas de sociedad son artificiales, deliberada­
mente creadas, y que el hombre es por naturaleza un individuo soli­
tario que sólo piensa en su propio interés. La objeción es que esta
presunción es falsa desde un punto de vista psicológico. El hombre
es por naturaleza un «animal social». Los hombres manifiestan una
predisposición natural a asociarse con sus semejantes, así como a te­
ner afecto por sus parientes y allegados más próximos.
102 Problemas de filosofía política

La objeción es válida en la medida en que la teoría se propone


justificar los vínculos de todas las formas de sociedad. Esa forma que
Tónnies denomina comunidad se basa en la «voluntad natural», en
vínculos de afecto e interés mutuo que se desarrollan de un modo
natural entre personas próximas, como, por ejemplo, en la relación
familiar. Pero lo que pretende, fundamentalmente, la teoría es justi­
ficar los vínculos existentes en una sociedad organizada de un modo
deliberado, y especialmente los vínculos de la obligación legal exis­
tente en un Estado. Podemos estar de acuerdo en que una comuni­
dad es algo natural, pero de ello no se deduce que el Estado sea
natural. El verdadero defecto de la teoría, tal y como la presentan
Glaucón y Hobbes, es que no distingue entre la comunidad y la aso­
ciación deliberadamente organizada que constituye el Estado. Supone
que la única alternativa a un Estado organizado es una colección de
individuos psicológicamente aislados, preocupados únicamente por sí
mismos y sólo capaces de entablar contacto con los demás a través
de relaciones sociales hostiles.
He denominado «contrato de comunidad» a esta versión de la
teoría. Tal y como está planteada debe rechazarse; sin embargo, pue­
de modificarse en lo necesario para poder afrontar las objeciones.
Pero entonces se convierte en una forma diferente de la teoría del
contrato social.

(c) El contrato de gobierno

Algunos teóricos del contrato social han distinguido entre comu­


nidad (o «sociedad») y Estado, y han hablado de un doble contrato,
que podemos denominar contrato de comunidad y contrato de go­
bierno. De acuerdo con esta forma de la teoría, los hombres sellan
en primer lugar un contrato entre sí para constituirse en comunidad
(o «sociedad») y después llevan a cabo un segundo contrato, en el
cual acuerdan constituir un Estado y prometen obedecer sus leyes.
Una teoría del doble contrato como ésta fue notablemente defendida
por Samuel Pufendorf, cuya obra es ligeramente posterior a Hobbes.
La distinción entre las dos clases de unión social no era la distinción
que hacía Tónnies entre comunidad y asociación, en la cual la propia
descripción del término comunidad implica que es algo natural y no
artificial. La distinción de Pufendorf es entre «sociedad», en un sen­
4. Los fundamentos de la obligación política 103

tido amplio del término, y esa forma específica de asociación que


llamamos Estado. Dado que la «sociedad» en este sentido amplio
incluye a la comunidad, la objeción a un contrato de comunidad pue­
de aplicarse también a la primera mitad del doble contrato de Pu-
fendorf. Pero podemos dejar a un lado esta primera mitad y retener
simplemente el contrato de gobierno, que sin duda era el que Hobbes
y Glaucón destacaban. El objeto de nuestra investigación es encontrar
razones que justifiquen la obligación de obedecer al Estado, y si cree­
mos que la idea del contrato puede darnos la respuesta, el único
contrato que necesitamos proponer es el contrato de gobierno. Pode­
mos decir que la comunidad es una forma natural de asociación que
depende de las tendencias y de las necesidades sociales de los hom­
bres, pero que la organización del Estado se lleva a cabo deliberada­
mente y que las obligaciones del derecho dependen de un contrato
implícito.
Cuando se modifica de esta manera, la teoría del contrato social
elude la objeción que he hecho al contrato de comunidad, pero plan­
tea otra a su vez. El concepto de contrato de gobierno sí resulta apli­
cable a determinados ejemplos de gobierno político. Los padres funda­
dores de las antiguas colonias americanas suscribieron sin duda una
especie de contrato social, porque supusieron, bajo el influjo de la
filosofía política de la época, que ése era el método racional para
instituir un nuevo Estado. Asimismo, si pensamos en la segunda ca­
tegoría de Hobbes, el pacto de obediencia hacia el conquistador por
parte de todos los miembros de la sociedad conquistada, vemos que
responde bastante bien a la firma de un tratado de rendición por parte
de los representantes de una nación vencida en la guerra. Pero enton­
ces podemos preguntarnos: ¿cómo puede obligar la promesa de una
generación a las generaciones posteriores? Los padres fundadores de
un Estado han acordado voluntariamente establecer una forma de go­
bierno y cumplir sus normas, y los representantes de un país vencido
en la guerra, mediante la firma del tratado de rendición, prometen
en nombre de todos los ciudadanos que las condiciones impuestas por
el conquistador serán acatadas. Su aceptación de la obligación ha sido
voluntaria y, además, cabe suponer que la mayoría de los ciudadanos
ha acordado aceptar las decisiones que sus representantes han tomado
en su nombre. Pero se supone que los descendientes de la genera­
ción que ha hecho la promesa están también obligados, a pesar de
104 Problemas de filosofía política

que no han hecho ni acordado promesa alguna. No han elegido libre­


mente aceptar su obligación.
En cierto sentido, parece adecuado decir que los descendientes de
una nación vencida están obligados por las condiciones de rendición
que fueron aceptadas por la generación anterior. La dificultad estriba
en que su obligación no es como la de una promesa normal, hecha
libremente por todas aquellas personas de quienes se dice que están
obligadas por ella. En este sentido, la generación precedente que
aceptó las condiciones de rendición se encuentra, más o menos, en las
mismas circunstancias. Por lo general, una promesa obtenida bajo
coacción no se considera vinculante, pero ésta sí lo es. Parece nece­
sario concluir que el acuerdo no constituye realmente una promesa,
tal y como se entiende normalmente, sino que es un recurso o meca­
nismo análogo del ingenio humano para producir una obligación con­
tinua después que los medios coactivos que inducen a la obligación
prudencial han desaparecido. En cualquier caso la analogía que la
teoría del contrato social trataba de plantear, entre la obligación polí­
tica y las obligaciones de un miembro de una asociación voluntaria,
queda deshecha. No obstante, Hobbes dice algo que es cierto en rela­
ción con la obligación de obedecer a un conquistador. Una vez que
ha retirado a la mayor parte de sus soldados esta obligación no puede
fundamentarse únicamente en el miedo a su poder coactivo. Y al igual
que las promesas y contratos son mecanismos para facilitar el funcio­
namiento de la sociedad, la rendición supone un mecanismo similar,
aunque no idéntico, para conseguir que las futuras relaciones sean
pacíficas. Esto significa que la razón última para atenerse a las con­
diciones, como de tener los dos tipos de mecanismo en el primer caso,
es la utilidad general. Con todo, me da la impresión de que el fun­
damento inmediato de la obligación de acatar las condiciones de un
tratado de rendición es similar al de la obligación que se deriva de
las promesas. Aunque la obligación no es asumida con la plena liber­
tad que se aplica al ofrecimiento de una promesa válida común, este
recurso, como el de prometer, está específicamente pensado como un
medio para asumir obligaciones.
En el caso de las colonias americanas, el mecanismo utilizado fue
literalmente el contrato social. La obligación de los miembros origi­
narios surgió, por tanto, de una auténtica promesa, y no podemos
decir que la obligación de sus descendientes es la de mantener la pro­
4. Los fundamentos de la obligación política 105

mesa, ya que los descendientes no tomaron parte en el contrato ori­


ginal. La obligación de obedecer las leyes de su Estado de un ciudadano
americano de hoy en día no difiere de la obligación correspondiente
a que está sujeto un súbdito británico. La teoría del contrato de go­
bierno afronta la misma dificultad que la teoría del contrato de ciu­
dadanía, a saber, que sólo puede abarcar un pequeño grupo de casos
pertinentes. La teoría del contrato de ciudadanía sirve para justificar
la obligación política de los ciudadanos naturalizados, quienes la acep­
tan voluntariamente a través de una promesa, pero no sirve para jus­
tificar la obligación de los ciudadanos por nacimiento, quienes no la
han aceptado voluntariamente. De un modo similar la teoría del con­
trato de gobierno justifica la obligación de la generación fundadora
de un determinado Estado, instituido mediante este mecanismo, pero
no justifica la obligación de sus descendientes o de cualesquiera ciu­
dadanos de estados que no han sido creados de este modo.

4. La teoría del consentimiento

La doctrina del consentimiento es una versión diluida de la teoría


del contrato social y está ideada en parte para evitar las dificultades
que presenta esta última. Mantiene simplemente que la autoridad del
Estado se basa en el consentimiento de los súbditos. La idea del con­
sentimiento popular ha desempeñado un importante papel en el de­
sarrollo de las instituciones parlamentarias inglesas. El proceso se
originó en la Edad Media a partir de la idea de que los terratenientes
no podían ser gravados por el rey con impuestos sin su acuerdo o
consentimiento. Con el tiempo esto condujo al nombramiento de re­
presentantes, quienes aprobaban la elevación de los impuestos en nom­
bre de los terratenientes y aprovechaban la oportunidad, cuando se
reunían a tal efecto, para hacer llegar quejas al rey. En las costumbres
parlamentarias de nuestros días todavía perviven elementos de este
procedimiento. Todos los decretos del parlamento inglés declaran que
la reina legisla «por y con el consejo y consentimiento» del parla­
mento. La idea es que los requisitos de una ley son válidos sólo si
los representantes del pueblo han otorgado su consentimiento a los
mismos.
Esto significa que alguna forma de consentimiento es esencial para
que una determinada ley tenga autoridad. La idea de que el consen­
106 Problemas de filosofía política

timiento proporciona el fundamento de la obligación política en ge­


neral se asocia comúnmente con la filosofía política de John Locke ’,
aunque, de hecho, la teoría de Locke incluye también una especie
de doble contrato (en rigor, un contrato y una actitud de confianza)
conjuntamente con la idea, que discutiremos en la sección 6, de que
el objetivo del Estado es proteger los derechos naturales. No obstan­
te, tal y como lo plantea, se diría que el punto fundamental del con­
trato social reside en el consentimiento cuando afirma que los hombres
permanecen en un estado de naturaleza, es decir, fuera de los víncu­
los de la sociedad política, «hasta que por su propio consentimiento
se convierten en miembros de alguna sociedad política»*2, y cuando
repite que «nadie puede... estar sometido al poder político de otro
sin su propio consentimiento»3.
De hecho, Locke concibe este acto de consentimiento como un
acto de prometer, por lo que su teoría sigue siendo contractual. La
dificultad respecto a la teoría del contrato, como hemos visto, radica
en que no puede decirse que la mayoría de los miembros de un
Estado hayan otorgado literalmente una promesa. Una versión diluida
de la teoría del consentimiento puede intentar afrontar esta dificultad
a partir de la consideración de que si un ciudadano da su aquies­
cencia a las leyes que le son impuestas, puede suponerse que ha dado
su consentimiento. Es decir, si una persona, nacida en un determinado
Estado, no elige abandonarlo, puede suponerse que ha consentido
someterse a sus leyes. Esto es lo que argumenta Sócrates en el Critón
de Platón, cuando formula lo que he denominado teoría del contra­
to de ciudadanía. Sin embargo, tal y como queda planteado en la
teoría del consentimiento a secas, no se supone que el ciudadano ha
cerrado un contrato u otorgado una promesa.
La cuestión que quiero proponer ahora es ésta: ¿Si el consenti­
miento no implica una promesa, puede imponer una obligación? A mi
entender, la respuesta a esta pregunta es «no». La promesa consti­
tuye un mecanismo para someterse uno mismo a una obligación uti­
lizando determinadas palabras 4. Hacer una promesa equivale a «atar­

• Segundo Tratado sobre el Gobierno, especialmente el capitulo 8.


2 Capítulo 2. 15.
3 Capítulo 8, 95.
4 Este problema fue planteado por Hume, Tratado de la Naturaleza Humana,
III, ü, 5.
4. Los fundamentos de la obligación política 107

se» en sentido figurado al cumplimiento de una acción o de varias; es


asumir una obligación. Pero la ausencia de protesta o de resistencia
ciertamente no crea una obligación. Puede considerarse como un signo
o indicación de que se ha aceptado la autoridad, pero no como una
razón de por qué se ha hecho. La idea de contrato sí proporciona
esa razón, ya que en la noción de contrato está implícito que prome­
temos hacer algo a cambio de un beneficio que esperamos recibir:
No quiero decir que el beneficio recibido o anticipado constituya la
razón por la que estamos obligados a cumplir la promesa, sino que
es la razón por la que la hemos hecho. La razón por la que estamos
obligados a cumplir la promesa es sencillamente el hecho de haberla
otorgado. Con ello no quiero decir que todas las promesas se hagan
por razones de interés egoísta. La promesa unilateral de beneficiar
a aquel a quien se hace la promesa, o a un tercero, puede hacerse por
razones altruistas; y a este respecto, el beneficio anticipado, como
retribución a la participación en la promesa bilateral que supone un
contrato, puede ser para un tercero. Lo que importa es que las obli­
gaciones asumidas al llevar a cabo un contrato son inteligibles en
razón de los beneficios que se espera recibir. Pero si afirmamos que
la mera aquiescencia impone una obligación, de tal modo que el sim­
ple consentimiento de este tipo equivale a asumir una obligación,
como sucede con una promesa, no se entiende por qué ha de supo­
nerse que la persona que da su aquiescencia ha asumido una obliga­
ción. Naturalmente, si lo hace por temor a las posibles consecuencias
que acarrearía resistirse o protestar, puede decirse, con Hobbes, que
su consentimiento es interpretable como una promesa tácita, hecha
por razones de interés egoísta. Pero puede que su aquiescencia obe­
dezca a la apatía o al hecho de pasar por alto la existencia de posibles
alternativas, y no cabe afirmar entonces que tiene una razón y que
su aquiescencia puede interpretarse como una promesa. El mecanismo
de prometer persigue un propósito, y aunque a veces tiene sentido
hablar de promesa tácita pese a que el mecanismo funciona normal­
mente mediante la utilización efectiva de palabras que expresan una
promesa, no tiene ningún sentido hablar de una promesa tácita, o de
asumir una obligación sin señales visibles de ello, cuando no puede
atribuírsele razón alguna. Una persona puede hacer una promesa
explícita sin pensar en lo que hace y sin tener razones para ello, y
aun así puede quedar involutariamente obligada a causa de las con­
108 Problemas de filosofía política

venciones asociadas con esta utilización de las palabras. Pero si no


ha empleado esa fórmula que convencionalmente se califica de pro­
mesa, no podemos atribuirle la asunción de una obligación a menos
que sepamos que tiene buenas razones para haberla asumido.
En definitiva, decir que ninguna persona puede estar sometida
al poder político sin su consentimiento es una forma de establecer
una distinción entre estar obligado por el poder coactivo y aceptar la
autoridad. Es un medio de decir que la aceptación de autoridad es
voluntaria, mientras que el ser coaccionado no lo es. Esta distinción
tiene sin duda sentido. Pero no nos ofrece razones por las que deba­
mos aceptar la autoridad del Estado, que es lo que tratamos de aclarar
al investigar los fundamentos de la obligación política. La teoría del
consentimiento no brinda un fundamento de la obligación a menos
que se interprete el consentimiento, como hizo Locke, como el otor­
gamiento de una promesa. Si estoy en lo cierto, la doctrina del con­
sentimiento no evita las dificultades de la teoría del contrato social:
o bien es simplemente una forma de contrato social, o bien no pro­
porciona fundamento alguno para la obligación.5

5. La teoría de la voluntad general

Consideraré ahora la teoría de la voluntad general porque esta


teoría, al igual que la del contrato y la del consentimiento, trata de
explicar que asumimos voluntariamente nuestra obligación de obede­
cer la ley. No ha de suponerse que esta teoría es históricamente an­
terior, o más sencilla desde un punto de vista lógico, que la teoría
de los derechos naturales o la teoría de la justicia, que consideraré
posteriormente. El concepto de voluntad general aparece por primera
vez en el siglo xvm en la obra de Jean-Jacques Rousseau, mientras
que la teoría de los derechos naturales alcanzó notoriedad en el si­
glo xvxi. Por otro lado, un rasgo fundamental de la teoría de la
voluntad general o «real» es la opinión de que la moralidad, inclu­
yendo los derechos, depende de la existencia de una sociedad organi­
zada; en algunos de sus defensores, como T. H. Green, la teoría
comienza siendo una crítica a la idea de derechos naturales.
Prácticamente todas las versiones de la teoría de la voluntad ge­
neral o «real», ya sean las de Rousseau, Hegel, los hegelianos ingleses,
4. Los fundamentos de la obligación política 109

Green o Bosanquet, son sumamente complejas y un tanto oscuras.


El bosquejo que haré aquí de la teoría puede recibir la acusación de
ser una parodia simplista, o incluso distorsionada, si se interpreta
como representativo del punto de vista de algún filósofo importante.
Ahora bien, este libro no pretende narrar la historia de la filosofía
política, sino indicar, de una forma simplificada, sus problemas y las
posibles soluciones a los mismos. No ha de pensarse que lo que digo
en esta sección es una interpretación exacta del punto de vista de
algún filósofo político, o que mi crítica elimina las importantes opi­
niones de un Rousseau o de un Hegel. Ciertamente, en el caso de
Rousseau, cabe afirmar que su teoría no trata de ofrecer las bases
de la obligación política en los estados reales, ya que su propósito
es el de elaborar una situación hipotética o ideal que, en caso de ser
factible, pudiera reconciliar libertad y autoridad Frente a esta inter­
pretación, sin embargo, la principal obra de Rousseau en el terreno
de la filosofía política, Del contrato social, presenta rasgos que sugie­
ren que aborda tanto lo ideal como lo real. El hecho es que Rousseau
no es un autor coherente. No obstante, no pretendo ofrecer una in­
terpretación exacta de Rousseau, ni de ninguno de los otros filósofos
que he mencionado, sino exclusivamente un esbozo sobre un intere­
sante tipo de respuesta a la pregunta de por qué estamos obligados
a obedecer la ley.
La teoría en cuestión mantiene que hemos de obedecer las leyes
del Estado porque representan la voluntad general. ¿Qué significa
voluntad general? Podemos suponer que significa la voluntad de to­
dos los ciudadanos o la voluntad de la mayoría, pero obviamente la
primera no hace al caso. Si voluntad general significase la voluntad
de todos, la teoría no nos daría una respuesta a nuestra pregunta, ya
que si todos deseasen lo mismo, no habría problema. «Todos» me
incluye a mí, y si el Estado hace lo que yo quiero que haga, no
me preguntaré por qué debo integrarme en él. El problema se plantea
debido a que a menudo las demandas del Estado chocan con los de­
seos del individuo, quien en consecuencia se apresta a preguntar:
«¿Por qué he de hacer lo que el Estado exige si no quiero hacerlo?»
En cualquier caso, si el Estado actuase sólo cuando existe unanimi-1

1 Véase, por ejemplo, el excelente análisis llevado a cabo por el profesor John
Plamcnatz en Mand and Society (Londres, 1963), vol. I, pp. 391 ss.
110 Problemas de filosofía política

dad entre todos los ciudadanos, tendría que esperar un milenio antes
de poder emprender cualquier acción.
Pasemos a examinar la otra alternativa, más prometedora, que
sugiere que voluntad general significa la voluntad de la mayoría. ¿Por
qué la opinión de la mayoría impone una obligación sobre la minoría
disidente? Supongamos que la mayoría desea que el Estado haga esto
o aquello, por ejemplo, construir terraplenes para prevenir las inun­
daciones, pero que yo no estoy de acuerdo porque vivo en lo alto
de una colina y no deseo pagar impuestos para la construcción de
terraplenes que no me beneficiarán personalmente. ¿Por qué he de
ser arrastrado por la mayoría? ¿Qué justificación existe para aceptar
su criterio? Una razón que cabe sugerir es la de que es más fácil que
una mayoría esté en lo cierto que una minoría. Si dos cabezas valen
más que una, entonces treinta millones son probablemente mejor
que veinte. Probablemente, pero no con toda seguridad. Dos cabezas
no siempre valen más que una. Algunas contienen un cerebro mejor
que otras. Si cincuenta ovejas deciden seguir un camino, mientras que
el pastor considera que deben seguir otro, no es muy probable que el
pastor se deje impresionar por el argumento de que cincuenta cabe­
zas son mejor que una. Ahora bien, cuando las cabezas pertenecen
a seres humanos, no resulta fácil decidir quiénes son las ovejas. A me­
nudo no hay medio de saber, especialmente en el terreno de la polí­
tica, quién tiene razón. También es necesario que nos preguntemos:
¿Razón sobre qué? En mi ejemplo de construir terraplenes para evi­
tar inundaciones, la diferencia de opinión se suscitaba en torno a los
deseos de las personas. Si se supone que la política ha de referirse
a los deseos de las personas, entonces, independientemente de los
cerebros, es de esperar que las personas sepan lo que desean; así
pues, si el objetivo ideal, aunque inalcanzable, es satisfacer los deseos
de todos, estaremos más cerca de conseguirlo satisfaciendo los de­
seos de la mayoría en vez de los de la minoría.
De hecho, sin embargo, la teoría de la voluntad general no se
refiere a los deseos de la mayoría. Rousseau dice, por ejemplo, que
la voluntad general no se equivoca nunca l. Da la impresión de que
acepta el punto de vista que supone que «cincuenta millones de fran-1
1 Del contrato social, II , 6. Rousseau aclara esta afirmación (en la segunda ver­
sión, revisada, de la obra) añadiendo «pero el juicio que la guía no siempre es ilus­
trado». [Hay trad. cast. de la obra publicada por Alianza Editorial.]
4. Los fundamentes de la obligación política 111

ceses no pueden equivocarse». Pero no quiere decir con ello que la


mayoría siempre tiene razón. Sabe que no es así, y desea que su idea
de voluntad general sea superior a la opinión falible de la mayoría.
Si preguntamos, ¿razón sobre o acerca de qué?, la respuesta que reci­
biremos es «razón sobre el bien común (o interés común)». El objeto
de la voluntad general es el bien común y no lo que cualesquiera
personas deseen para sí mismas. El bien común se considera el obje­
tivo de la voluntad moral, mientras que la voluntad general es la
voluntad que cada persona tiene en tanto ciudadano o agente moral,
y no la suma de deseos particulares que cada uno tiene en tanto
persona no moral que piensa en sus propios intereses sin tener en
cuenta los intereses de los demás.
Ahora bien, si la teoría de la voluntad general afirmase simple­
mente que hemos de obedecer las leyes del Estado porque promueven
el bien común y éste es el objetivo adecuado, o uno de los objetivos
adecuados, para cada uno de nosotros en tanto agentes morales, no
sería otra cosa que una versión de la teoría del bien común, que he
dejado para el final de mi análisis, y que es una teoría claramente
utilitarista sobre la obligación política. Pero al hablar de la voluntad
general o real, la teoría va más allá de esto. No sólo mantiene que el
bien común ha de ser nuestro objetivo moral, sino que tal objetivo es
lo que «realmente» deseamos, y que, por tanto, el Estado, al perseguir
un objetivo moral y al exigir, a veces forzándonos a ello, que lo lleve­
mos a cabo, consigue que hagamos lo que deseamos, aunque parezca
lo contrario. ¿Cómo llega la teoría a esta conclusión paradójica?
He señalado anteriormente que podemos justificar la aceptación
de las preferencias de la mayoría si pensamos que toda decisión polí­
tica ha de acercarse en lo posible al objetivo ideal consistente en
dar a cada uno lo que desea. Ahora bien, puede que una persona
desee algo que no constituya un bien para ella, y puede argumentarse
que lo que constituye un bien para alguien es aquello que desearía
si tuviese un conocimiento exhaustivo sobre las consecuencias que
acarrea la satisfacción de diferentes deseos. Piensa que lo que ahora
desea la satisfará, pero ello se debe a que desconoce ciertas conse­
cuencias. De hecho, no le producirá una satisfacción duradera; se
trata tan sólo de un bien aparente. Lo que constituye realmente un
bien para ella, lo que le dará una satisfacción real o duradera, es
aquello que desearía en caso de tener mayores conocimientos. Los
112 Problemas de filosofía política

defensores de la teoría de la voluntad general o real dan un paso más


al decir que su bien real es aquello que «realmente» desea, aunque
no sepa en qué consiste. También argumentan que el bien real o el
interés de una persona ha de ser armónico con el de otras personas,
dado que un conflicto de intereses perjudicaría a todos. Tal armonía
podría lograrse si los intereses de todos constituyen el objetivo de
cada uno. Este bien común o interés general es lo que debemos per­
seguir; es el objeto de la voluntad racional, real, o general, y por lo
tanto es el bien real de cada persona. Dado que el Estado trata de
proteger el bien común, el Estado o la ley es la expresión concreta
de la voluntad general; por tanto, debemos obediencia al Estado, ya
que si lo hacemos estaremos cumpliendo nuestra voluntad real, una
voluntad general o común a todos los miembros del Estado. Si una
persona no sabe lo que «realmente» desea y no quiere lo mismo
que las demás, el Estado está justificado si le obliga a someterse.
Existe en este argumento más de un punto insostenible, pero me
limitaré a tres objeciones. En primer lugar, la teoría mantiene que
el gobierno sabe mejor que el individuo lo que éste realmente desea.
«Un miembro del gobierno sabe más.» Ahora bien, un miembro del
gobierno puede saber más que yo sobre los efectos causales de los
diferentes programas políticos. Su conocimiento de la economía, por
ejemplo, le capacita para decir que si se electrifican los servicios ferro­
viarios serán el doble de rápidos y su coste también se doblará. Por
el contrario, yo sé muy poco de economía y estoy dispuesto a reco­
nocer que sus conocimientos son superiores a los míos al aceptar su
conclusión. Ello no dice nada sobre mis deseos. Pero supongamos
que el miembro del gobierno añade que es preferible un servicio más
rápido a un servicio barato y que, por tanto, han de electrificarse los
ferrocarriles. No hay razón para que yo suponga que su opinión sobre
este caso se debe a que conoce lo que yo realmente deseo. Si deseo
un servicio rápido en vez de barato, será racional que esté de acuerdo
en que los ferrocarriles deben de ser electrificados y que deba pagar
más impuestos o tarifas más elevadas. Pero si decido que deseo un
servicio barato en vez de uno caro, no es lógico decir que «realmente»
deseo un servicio rápido porque el miembro del gobierno cree que
eso será lo mejor para mí. Quizás lo sea, o quizás la mayoría de las
personas lo desee, y cualquiera de ambas circunstancias será una bue­
na razón para llevar adelante el programa político de que se trate,
4. Los fundamentos de la obligación política 113

exigiéndome contribuir a su financiación. Pero subsiste el hecho de


que no lo deseo.
En segundo lugar, la teoría mantiene que todas las personas de­
sean realmente las mismas cosas; no admite gustos diferentes. Supone
que, fundamentalmente, la naturaleza humana es siempre la misma.
Pero si, como supone la teoría, las personas difieren en sus conoci­
mientos, ¿por qué no han de diferir también en sus deseos? Induda­
blemente el mero hecho de que difieran en sus capacidades intelec­
tuales hace suponer que tendrán gustos diferentes con arreglo a estas
mismas capacidades, y esto es lo que sucede en la realidad.
En tercer lugar, la teoría identifica obligación moral con interés.
Afirma que lo que debo hacer es lo que realmente quiero hacer; su­
pone que la única obligación posible es la obligación prudencial, y a
ello se debe la absurda suposición de que todos desean las mismas
cosas. Ahora bien, no tiene nada de absurdo decir que todos compar­
ten un conjunto común de obligaciones morales. Es perfectamente
razonable decir que todos tienen una obligación moral de promover
el bien común, es decir, de promover en lo posible los intereses de
los demás al mismo tiempo que los propios. Podemos considerar que
esta obligación moral es el fundamento de la obligación política, como
hace la teoría utilitarista. En cierto modo, la teoría de la voluntad
general, como dije anteriormente, también mantiene esta opinión,
pero esta tesis simple y sucinta se confunde y tergiversa en la teoría
de la voluntad general, dado que se supone que sólo se nos puede
obligar a hacer algo si ello redunda en nuestro propio interés, si cons­
tituye un medio de conseguir aquello que verdaderamente deseamos.
El error es muy frecuente, pero, en el caso de la teoría de la voluntad
general, va acompañado por la suposición de que la solución al pro­
blema de la obligación política ha de consistir en demostrar que, en
cierto modo, el Estado es una asociación voluntaria.6

6. La teoría de la justicia

Las tres teorías que acabo de considerar tratan de explicar que la


obligación política se asume voluntariamente y se fundamenta precisa­
mente en esta aceptación voluntaria, independientemente de sus obje­
tivos o de sus consecuencias. Las dos últimas teorías que vamos a
114 Problemas de filosofía política

examinar toman un camino diferente. Se basan únicamente en los


objetivos o fines del Estado y argumentan que estamos moralmente
obligados, en líneas generales, a obedecer al Estado porque éste es
un medio para la consecución de fines morales que son en sí mismos
objeto de obligación moral para todos. En principio, por consiguiente,
la teoría de la justicia y la del interés general, o tesis utilitarista, adop­
tan la misma forma, y mi opinión es que deben combinarse. Sin em­
bargo, han sido defendidas por separado debido en parte a que las
ideas anteriores limitaban los fines del Estado a la función negativa,
como he explicado en el capítulo II, sección 5 (c), y en parte porque
la teoría utilitarista considera que el concepto de justicia está inmerso
en el de utilidad. Por tanto, será conveniente al principio considerar
ambas teorías por separado.
De acuerdo con la teoría de la justicia, nuestra obligación de obe­
decer las leyes del Estado depende del hecho de que tales leyes aspi­
ran a proteger la justicia o los derechos morales. Una versión de la
teoría habla de «derechos naturales», concepción que desempeña un
importante papel en la filosofía política de Locke, quien, como hemos
visto, propugnaba una doctrina del contrato social o consentimiento.
Desde luego, es posible pensar que existe más de un fundamento de
la obligación política y combinar, por tanto, dos o más teorías.
La teoría de los derechos naturales mantiene que los hombres
poseen ciertos derechos morales absolutos, como el derecho a la vida,
a la libertad y a la oportunidad de buscar la felicidad. (Locke, de
hecho, concibió la vida, la libertad y la propiedad como los tres dere­
chos fundamentales; pero no estaba demasiado seguro respecto a unir
un derecho natural a la propiedad con los otros dos derechos, ya que
aun cuando consideraba evidente que todas las personas tienen un
derecho natural a la vida y a la libertad, creyó necesario producir un
elaborado argumento para sustentar el punto de vista de que también
existe un derecho natural a la propiedad. La Declaración de Indepen­
dencia de los Estados Unidos, profundamente influenciada por la idea
de Locke de que el fin de la sociedad política es la protección de
los derechos naturales, sustituyó «la búsqueda de la felicidad» por la
«propiedad» en su enumeración de los tres derechos fundamentales.)
Estos derechos se llamaban «naturales» porque se consideraban deri­
vados del «derecho natural» o de la ley de Dios, pero no hay nece­
sidad de incluir prejuicios metafísicos o teológicos en las ideas sobre
4. Los fundamentos de la obligación política 115

los mismos. El «derecho natural» era simplemente una forma de


describir principios de moralidad. Tales principios comprenden dere­
chos y deberes, al igual que el derecho positivo, y el adjetivo natural
se utilizaba para contrastar los principios y derechos morales con las
leyes y derechos artificiales, creados por el hombre. Algunos derechos
son claramente obra del hombre, como el derecho que poseen ciertas
personas en Gran Bretaña a una pensión de vejez compuesta de una
determinada cantidad de dinero a la semana. Este derecho no exis­
tiría si el Estado no lo hubiese creado. Cuando se dice que el derecho
a la vida, o a la libertad, es un derecho natural, quiere decirse que
no depende de leyes hechas por el hombre, sino que es un derecho
independientemente de que el Estado o cualquier otra organización
lo garantice.
El punto de vista de Locke era que el Estado tiene como fin ga­
rantizar y proteger los derechos naturales. Si pensamos que la noción
de justicia incluye algo más que lo que Locke consideraba derechos
naturales, podemos ampliar su doctrina y afirmar que el Estado tiene
como fin garantizar la justicia, es decir, tanto los derechos estableci­
dos como la imparcialidad en su aplicación. Podemos decir entonces
que si, efectivamente, el Estado lleva a cabo esta función, estamos
en la obligación de apoyarlo y obedecer sus normas. Desde este punto
de vista, la obligación política depende de nuestra obligación moral de
buscar la justicia.
Los llamados derechos «naturales» pertenecen al género de los
derechos morales de recepción, que son paralelos a las obligaciones
«naturales», es decir, morales. Afirmar que una persona tiene un de­
recho moral a la vida y a la libertad constituye sencillamente un modo
diferente de decir que las demás personas tienen la estricta obligación
moral de no quitarle la vida o interferir en su libertad. Los «dere­
chos naturales», o «derechos del hombre», o «derechos humanos»,
son derechos morales atribuibles a cada persona y corresponden a
obligaciones «naturales» o morales que todos tienen. Pero como en
la práctica algunas personas no respetan los derechos de los demás,
es conveniente disponer de una mediación, el Estado, que proteja los
derechos por la fuerza si es necesario. La teoría da por sentado que
todos tienen una obligación moral de respetar los derechos y promo­
ver la justicia. En consecuencia, resulta moralmente obligatorio tomar
las medidas necesarias para ese fin. Si el Estado sirve como medio, es
116 Problemas de filosofía política

moralmente obligatorio apoyarlo. Se considera, por ende, que la obli­


gación política es una forma de obligación moral y que el Estado es
el medio necesario para la consecución de un fin moral, la protección
de la justicia.
Adviértase que esta teoría sobre el fundamento de la obligación
política implica que nuestra obligación existe sólo si el Estado ase­
gura o protege la justicia. Si actúa injustamente, no es un medio para
conseguir un fin moral y pierde su derecho a la obediencia. Locke
consideró deliberadamente esta consecuencia. Quiso demostrar que
estaba justificado rebelarse contra los gobernantes en caso de que tra­
tasen de llevar a cabo programas políticos injustos. No obstante, Locke
también diría que siendo como es la naturaleza humana, hay muy
pocas oportunidades de asegurar la justicia dentro de límites acepta­
bles a menos que exista un Estado que obligue a ello. Así pues, si
vivimos bajo un gobierno injusto, según el punto de vista de Locke,
tenemos derecho, incluso podríamos decir que estamos obligados, a
sustituirlo por otro que tenga como objetivo asegurar la justicia. La
rebelión, por sí misma, no está justificada; sólo lo estaría aquella que,
con una esperanza razonable de éxito, buscase reemplazar un régimen
injusto por uno justo.
La teoría de los derechos naturales ha sido criticada sobre la base
de que no existen derechos absolutos y de que los derechos naturales
son un mito. De hecho, no es necesario que la teoría los considere
absolutos, es decir, que no existen circunstancias bajo las que una
persona pueda perderlos. La mayoría de nosotros estaríamos de acuer­
do en que un criminal pierda temporalmente su derecho a la libertad;
y puede argumentarse que un asesino que fría y deliberadamente quita
la vida a un semejante pierde su propio derecho a la vida, aunque
ello no implique necesariamente que el Estado o cualquier otro deba
ejecutarlo. Locke sin duda consideró que los derechos naturales se
pierden si se dañan los derechos naturales de los demás. Algunos
defensores de la doctrina que venimos examinando los han califi­
cado de «inalienables» o de «imprescriptibles»; pero lo que han que­
rido dar a entender es que los derechos morales no pueden perderse
por decreto legal. Una persona puede perder sus derechos morales
si daña deliberadamente los de otros, y la ley puede hacer efectiva
esta pérdida clasificando los delitos e imponiendo castigos. Lo que
no puede (moralmente) hacer, según la teoría, es privar a una persona
4. Los fundamentos de la obligación política 117

de sus derechos morales por razones no morales. Todas estas conside­


raciones reiteran que los derechos y las obligaciones morales no depen­
den del derecho, y que las obligaciones legales han de depender de
razones morales para ser moralmente aceptables.
La segunda objeción, que los derechos naturales son un mito,
puede adoptar dos formas. (1) Puede significar que los presupuestos
teológicos y metafísicos de Locke, y de otros, son un mito. Ante esto
cabe responder que, como he mencionado anteriormente, la teoría de
los derechos naturales puede sostenerse sin tales presupuestos; el
término «natural» significa aquí no-artificial, y los derechos a los que
alude son morales, diferentes de los derechos legales. (2) Sin embar­
go, la objeción puede entenderse como la negación de que exista algo
como unos derechos morales diferentes de los legales. Puede aducirse
que «derechos» es un término legal y que su utilización no sería ade­
cuada para referirse a otra cosa que no sean derechos legales. Para
replicar a esta objeción, hemos de aceptar que el término «derechos»
se utiliza inicialmente en un contexto legal, pero que, por analogía,
ha pasado a emplearse fuera de este contexto, y no veo por qué esta
extensión del sentido del término haya de ser inadecuada. Estaremos
de acuerdo en que existen obligaciones morales y legales. Las segun­
das se suelen corresponder con derechos legales y, por tanto, es ló­
gico pensar que a los derechos morales corresponden ciertas estrictas
obligaciones morales. Esto viene a ser lo mismo que decir que las
obligaciones son obligaciones estrictas y que son obligaciones hacia
otras personas. Decir que A tiene un derecho moral frente a B es otra
manera de decir que B tiene una estricta obligación moral hacia A.
Quizás el significado de ambas aseveraciones no sea exactamente el
mismo, dado que a menudo decir que A tiene un «derecho» moral
implica que debería convertirse en un derecho legal, es decir, que
la obligación de B hacia A debería ser exigida a través de la ley.
Ciertamente, uno de los fines principales de la publicación de declara­
ciones sobre «los derechos del hombre», o «derechos humanos», es
urgir para que estos derechos morales reciban protección legal y se
conviertan, por tanto, en derechos legales. En ese caso, un detractor
de la teoría puede pensar que sería más exacto hablar de intereses
que deben convertirse en derechos en vez de denominarlos derechos
morales. Pero si está de acuerdo en que B tiene una estricta obliga­
ción moral hacia A, esto es todo lo que exige la teoría de los dere­
118 Problemas de filosofía política

chos naturales. Como explicación acerca de los fundamentos de la


obligación política, la teoría mantiene que el Estado es un medio
necesario para el cumplimiento de ciertas obligaciones morales que
todos tenemos, y que, consecuentemente, estamos moralmente obli­
gados a brindarle nuestro apoyo.
En cualquier caso, todas estas objeciones a la idea de derechos
naturales desaparecen si, como yo he hecho, ampliamos la teoría de
los derechos naturales convirtiéndola en una teoría de la justicia.
Pocos filósofos negarán que la justicia es una noción tanto legal como
moral. Los utilitaristas rechazarán la teoría de los derechos naturales
y la de la justicia, sobre la base de que ambas nociones son formas
encubiertas de la idea de utilidad. Desde su punto de vista, el prin­
cipio último y racional de moralidad es la promoción del bienestar
general; y la justicia constituye un medio para conseguirlo. En mi
opinión, la idea de justicia no puede subsumirse totalmente en la de
utilidad para el bienestar general, pero esta cuestión la dejaré por
el momento para discutirla en el capítulo V II, secciones 1 y 4. Mien­
tras tanto consideraremos la tesis utilitarista sobre el fundamento de
la obligación política.7

7. La teoría del interés general o bien común

Esta teoría la mantienen los utilitaristas, quienes consideran que


todas las obligaciones morales dependen de su utilidad para promo­
ver el bienestar o interés general. El Estado es un medio necesario
para asegurar una parte fundamental de este fin moral, y, por tanto,
estamos obligados a acatar la ley como condición necesaria para el
cumplimiento de nuestras obligaciones morales generales. El Estado
lleva a cabo su fin estableciendo leyes, respaldadas por la fuerza, que
exigen que todos se abstengan de cometer acciones (crímenes y agra­
vios) que constituyan un daño para el bien común, y que contribuyan
mediante impuestos y otros gravámenes al sostenimiento de los ser­
vicios (de defensa, públicos, sociales) que promueven el bien común.
Al igual que ocurre respecto a la teoría de la justicia, se deduce de
la tesis utilitarista que si un determinado gobierno está causando daño
en vez de ayudar a promover el bien común, pierde su derecho a
la obediencia.
4. Los fundamentos de la obligación política 119

Supongo que todos aceptarán que la teoría del bien común ofrece
una de las bases o fundamentos de la obligación política. Sólo podría
objetarse la idea de que brinda todos los fundamentos necesarios.
Hemos visto que la teoría de la voluntad general incluye la idea de
bien común como objetivo o fin del Estado. Sin embargo, tanto la
teoría de la voluntad general como las teorías del contrato y del con­
sentimiento afirmarían que esto no es suficiente porque la obligación
política debe asumirse voluntariamente. De hecho, no es cierto que
la mayoría de los ciudadanos hayan asumido voluntariamente, de for­
ma clara y precisa, su obligación de obedecer al Estado, pero algo
de verdad hay en la afirmación de que el consentimiento es en cierto
modo una adición necesaria tanto para la teoría del bien común como
para la teoría de la justicia. Analizaré este problema en la sección
siguiente. Por el momento podemos considerar una objeción a la teo­
ría del bien común, derivada de nuestro examen de la teoría de la
justicia.
Tanto la teoría de la justicia como la teoría del bien común fun­
damentan la obligación política en las funciones que el Estado realiza
para llevar a cabo un fin moral. Cuando me referí a las funciones del
Estado en el capítulo II, sección 5 (c), señalé que su función negativa
consistía en preservar el orden y la seguridad, y que su función posi­
tiva era promover el bienestar y la justicia. Las dos teorías que esta­
mos considerando ahora pretenden abarcar la función negativa. La
teoría de la justicia diría que esta función de proteger los derechos
establecidos es un aspecto de la justicia; la teoría del bien común,
que la función negativa consiste en prevenir el daño al bien común.
¿Qué ocurre respecto a la función positiva? No creo que pueda de­
cirse que la promoción del bienestar es un aspecto de la justicia, por
lo cual si aceptamos que la teoría de la justicia proporciona un fun­
damento para la obligación política, hemos de añadir que la teoría
del bien común especifica un fundamento similar. De este modo, ten­
dríamos una teoría mixta que mantiene que la obligación política se
fundamenta en el carácter moral de las funciones del Estado, siendo
estas la protección de la justicia y la promoción del bienestar. No
obstante, la teoría del bien común diría que cumple todas las fun­
ciones, dado que el concepto de justicia queda comprendido en el
de utilidad. Lo mismo que la protección de los derechos establecidos
120 Problemas de filosofía política

representa un modo de prevenir el daño social, así la redistribución


de los derechos de manera ecuánime constituye una forma de promo­
ver el bienestar general. Consideremos, por ejemplo, el premio y el
castigo. Según la tesis utilitarista, la recompensa resulta adecuada
sólo en aquellos casos que constituyen logros útiles para la sociedad,
y es adecuada porque son útiles y porque alentarlos mediante este
incentivo es útil; el castigo sólo es adecuado para aquellas acciones
que resultan perjudiciales para la sociedad, y es adecuado porque és­
tas son perjudiciales y porque reviste utilidad desalentarlas mediante
el castigo. Resulta obvio que este punto de vista tiene cierta p la c i­
bilidad. Como he señalado en la sección anterior, no creo que el con­
cepto de utilidad pueda explicar todas las ideas incluidas en nuestro
concepto de justicia y, por tanto, a mi entender, tanto la teoría de
la justicia como la teoría del bien común han de combinarse para
proporcionar los fundamentos de la obligación política. Quienes con­
sideren que la justicia queda subsumida en la utilidad pueden adoptar
la teoría del bien común únicamente.8

8. Obligación y autoridad

Ambas teorías, no obstante, todavía han de responder al argu­


mento que plantean las teorías del contrato, del consentimiento y de
la voluntad general de que no es suficiente referirse a las funciones
morales del Estado. Hemos visto que es un error afirmar que la ma­
yoría de los ciudadanos han asumido voluntariamente, en un sentido
claro y preciso, sus obligaciones hacia el Estado. El Estado no es
una asociación voluntaria. Con todo, el argumento no está despro­
visto de razón, lo cual puede demostrarse del modo siguiente. Podría
decirse que la autoridad, o el derecho a dar órdenes, ha de ser con­
cedida por personas que se hallan en posición de otorgarla. El hecho
de que un organismo persiga un fin moral no obliga, por sí solo, a
que se le preste apoyo. De ser así, tendríamos que afirmar que nues­
tra obligación moral de ser caritativos implica la obligación de pres­
tar apoyo a todas y cada una de las asociaciones de caridad, es decir,
que no somos libres de cumplir con nuestra obligación moral del
modo que elijamos.
4. Los fundamentos de la obligación política 121

Las teorías de la justicia y del bien común ofrecen una respuesta


parcial a esta objeción recordándonos que consideran al Estado como
un medio necesario para llevar a cabo algunas de nuestras obligacio­
nes morales generales, y es esta necesidad la que encauza nuestra
obligación general hacia la obligación política. El Estado, con su sis­
tema de derecho, respaldado por la fuerza, constituye un mecanismo
necesario para asegurar los derechos e intereses generales, y este he­
cho, conjuntamente con nuestra reconocida obligación moral de pro­
mover la justicia y el bien común, nos obliga a prestarle apoyo.
Sin embargo, esto no responde plenamente a la objeción, ya que
no tiene en cuenta el aspecto relativo a la autoridad o el derecho a
dictar órdenes. He dicho en la sección 1 que el problema de los fun­
damentos de la obligación política no puede resolverse en términos
de una obligación prudencial, pues ello demostraría únicamente que
estábamos obligados a actuar, y no que el Estado goce del derecho,
implícito en la idea de autoridad, a dictar órdenes. Ahora bien, una
explicación de la obligación política en términos de las funciones mo­
rales del Estado no convierte ciertamente la obligación política en
prudencial. Se limita a demostrar que tenemos la obligación de actuar,
no que el Estado tiene autoridad. La respuesta a la objeción que he
propuesto viene a decir que tenemos obligaciones morales hacia los
miembros de nuestra comunidad nacional (del mismo modo que las te­
nemos, aunque a veces en diferente grado, hacia otras personas), que
sólo podemos cumplir con algunas de nuestras obligaciones morales
hacia otros miembros de nuestra comunidad nacional recurriendo a
un mecanismo necesario, y que, por tanto, estamos «obligados» a uti­
lizarlo, del mismo modo que una persona está «obligada» a desviarse
si, debido a un derrumbamiento, éste es el único medio de llegar a
su destino. La «obligación» de utilizar el mecanismo del Estado no
es una obligación prudencial, ya que el fin perseguido no es el propio
interés, sino el interés común, conjuntamente con la justicia. No obs­
tante, su carácter obligatorio le viene dado por las exigencias de una
situación, y no por una responsabilidad hacia alguna persona u orga­
nismo que tiene el correspondiente derecho a ella. Naturalmente, te­
nemos una obligación hacia los demás miembros de nuestra comuni­
dad; pero cuando estamos obligados a obedecer al Estado, como medio
necesario para poder cumplir algunas de nuestras supuestas obligacio­
122 Problemas de filosofía política

nes hacia los demás, esto no significa que se haya otorgado al Estado
un derecho a dictar órdenes y a que sean obedecidas.
Así pues, podemos ver que no era superfluo que la teoría de la
voluntad general añadiese algo a la idea de promover el bien común,
o que las teorías del contrato social y del consentimiento fijasen su
atención en la idea de autorización. Una explicación de la obligación
política que tenga en cuenta, única y exclusivamente, las funciones
morales del Estado no es suficiente. ¿Qué debería añadirse? Si aña­
diésemos la idea de contrato social, podríamos decir que el contrato
es un acuerdo de utilizar el mecanismo del Estado para promover
fines morales; constituiría una forma de autorizar al Estado a actuar
en nuestro favor. Pero las objeciones que ha suscitado la teoría del
contrato hacen muy difícil reintroducirla en este punto, aunque en
la sección siguiente sugeriré que la idea de contrato social ocupa un
lugar de cierta importancia en las instituciones de una sociedad de­
mocrática.
¿Qué ocurre con la noción más débil que supone el consenti­
miento en el sentido de aquiescencia? Creo que añadir esta noción
basta para otorgarle al Estado un derecho a actuar del modo en que
lo hace. He señalado en la sección 4 que, en su forma más débil, la
teoría del consentimiento no ofrece un fundamento para la obliga­
ción; pero en la teoría mixta que estamos elaborando la obligación
no se deriva del consentimiento. Se deriva de la obligación moral de
promover los fines de justicia y bien común que presuponemos y, a
la vez, del reconocimiento de que el Estado es el medio necesario
para la consecución de tales fines. El papel que se le atribuye al con­
sentimiento estriba exclusivamente en permitir que el Estado actúe
como agente del cuerpo ciudadano. Esto no requiere un contrato
explícito. Para la mayoría de nosotros, el Estado es un fait accompli
que ya ejerce sus funciones; pero si reconocemos la necesidad de su
existencia para asegurar la consecución de fines morales, y consenti­
mos que continúe ejerciendo sus funciones, estamos permitiendo que
actúe como el agente o canal a través del cual hemos de cumplir con
una parte de nuestras obligaciones morales. El consentimiento añade
al poder del Estado la autoridad o el derecho a dictar órdenes, y
dado que actúa como agente o canal de ciertas obligaciones morales,
nuestras obligaciones hacia los demás ciudadanos se transforman en
una obligación de aceptar las medidas tomadas por el Estado.
4. Los fundamentos de la obligación política 123

9. El alcance de la obligación política

¿Qué se deduce de esto en relación con el alcance de la obligación


política? Como es obvio, no se sigue de ello que la obligación política
sea absoluta, es decir, que los súbditos estén obligados a acatar cual­
quier cosa que el Estado pueda decretar. Por el contrario, como su
obligación política depende de la persecución de los fines de justicia
y bien común, no tienen obligación a menos que las leyes del Estado
se orienten efectivamente a la consecución de estos fines.
Ahora bien, ¿quién ha de juzgar si las leyes del Estado se orien­
tan efectivamente a la consecución de la justicia y el bien común?
¿Un miembro de gobierno, la mayoría, o cada persona por sí misma?
Si una persona opina que una determinada ley es injusta o lesiva para
el bien común, ¿está moralmente justificada a desobedecerla? Si res­
pondemos afirmativamente, todo el sistema se haría inviable. Si el
Estado tuviese que obtener la aprobación de todos los ciudadanos
para cada ley, no se emitiría ninguna, y, sin embargo, a nadie se le
escapa que algún tipo de normas ha de ser elaborado y aceptado,
aunque no exista unanimidad sobre los detalles. Nos enfrentamos de
nuevo con el problema de la voluntad general, y en este caso creo
que podemos decir que, en una sociedad democrática, puede supo­
nerse correctamente algo parecido a un contrato social. Si el sistema
de derecho del Estado, considerado en su totalidad, está enfocado
hacia la consecución de los fines de justicia y bien común, existe una
convención de que las decisiones de detalle deben aceptarse como
vinculantes. Esta convención resulta aceptable sólo si aquellos que
toman las decisiones están autorizados para hacerlo por la generali­
dad de los ciudadanos, y dado que incluso en este caso es imposible
la unanimidad, se considera que la opinión de la mayoría (bien en
el seno de la comunidad en su conjunto o, en el caso de estados de
grandes dimensiones, en el de las unidades constituyentes) es la que
más se aproxima a la voluntad general.
Lo que trato de sugerir es que, en una democracia, opera algo
parecido a un contrato social para la aceptación de las leyes concre­
tas, siempre que pueda decirse que éstas reflejan fielmente la volun­
tad general, por estar autorizadas por la mayoría y guardar la debida
consideración hacia los puntos de vista opuestos de la minoría. Puede
afirmarse que la minoría ha otorgado su consentimiento a las deci­
124 Problemas de filosofía política

siones tomadas de este modo por representar la voluntad general.


Mi sugerencia consiste en que la obligación general de aceptar la auto­
ridad del Estado depende de que éste persiga los fines morales de
justicia y bien común; y que la obligación particular de acatar una
determinada ley, de la que podemos disentir, puede considerarse con­
tractual, dependiendo de que exista la convención de aceptar la deci­
sión de la mayoría.
Ciertamente, me opuse a la idea de contrato social, como funda­
mento de la obligación política en general, porque en rigor no cabe
hablar de promesa en lo que se refiere a la mayoría de los ciudadanos.
¿Puede hacerse de nuevo la misma objeción? ¿Dónde está la pro­
mesa de acatar la decisión de una mayoría de representantes, o de un
gobierno? Creo que podemos decir que una promesa de este tipo está
implícita en el proceso de elección (o en un referéndum). Si una per­
sona participa en una elección, o en una votación (ya sea un referén­
dum de toda la población o una votación en una asamblea legislativa),
puede suponerse que está de acuerdo con los presupuestos del proce­
dimiento de votación, a saber, que se considerará como decisiva la
opinión de la mayoría. Tomar parte en una elección equivale a pro­
meter implícitamente que se acepta el veredicto de la mayoría. Si esto
es correcto, de ello se deduce que la exigencia coactiva de votar en
las elecciones es contraria a la condición necesaria en toda promesa:
que sea otorgada voluntariamente. En ocasiones, algunos estados han
adoptado el voto obligatorio, y alguien puede decir que este hecho
es un argumento en contra de la hipótesis de que participar en una
elección presupone una promesa. Entiendo, por el contrario, que lo
poco usual de esta práctica del voto obligatorio es indicativa de un
oscuro sentimiento de que la exigencia coactiva de votar es inade­
cuada, aunque podamos argüir en su favor que, como ocurre con el
servicio militar obligatorio, hace a cada ciudadano más plenamente
consciente de sus responsabilidades en cuanto tal. Si la participación
en una elección o votación de cualquier clase presupone una promesa,
esto explicaría el sentir general de que una votación no puede ser
obligatoria.
¿Qué ocurre con la persona que decide no ejercer su derecho al
voto? ¿Es razonable imputarle la aceptación de la convención de
que el punto de vista de la mayoría será vinculante? En este caso,
creo que lo único que podemos hacer es volver a la doctrina del con­
4. Los fundamentos de la obligación política 125

sentimiento. La persona que se abstiene de votar no ha otorgado una


promesa; pero si no protesta activamente contra todo el sistema, o
intenta abandonar el país, cabe presumir que consiente. El punto
fundamental reside en que los procedimientos de un gobierno demo­
crático le dan la oportunidad de protestar y, en caso de que pueda
persuadir a un número suficiente de personas, de cambiar el gobierno
y las leyes. Si vive bajo un sistema de gobierno en el que el electorado
carece de alternativas asequibles, no creo que podamos atribuirle una
obligación, voluntariamente aceptada, de obedecer a un determinado
gobierno. Desde luego, un ciudadano de un Estado así, si piensa que
el gobierno está persiguiendo los fines adecuados, aceptará al gobierno
por esta razón y reforzará su aprobación votando voluntariamente en
su favor; pero de un ciudadano del mismo Estado que vote por
miedo en favor del gobierno, o que se abstenga y le esté vedado aban­
donar el país, no puede decirse que haya aceptado la autoridad del
gobierno o que tenga una obligación moral.
Bajo un sistema democrático, ¿supone acaso la aceptación de la
autoridad gubernamental que nunca es moralmente justificable rehu­
sarse a obedecer una determinada ley? Sin duda alguna, es justificable,
y desde luego forma parte del proceso democrático hacer campaña
en contra de una ley, es decir, tratar de persuadir a una mayoría para
que se ponga de acuerdo con nosotros y lograr que cambie la ley.
¿Es también justificable actuar contrariamente a lo dispuesto por una
ley cuando sabemos que estamos aún en minoría? Sí, puede serlo.
La obligación política no agota todo el contenido de nuestra obliga­
ción moral, a menos que consideremos que el Estado es omnicom-
petente. Puede darse un conflicto entre obligaciones morales, y tam­
bién entre una obligación política y cualquier otra obligación moral.
Tal es el caso, por ejemplo, del objetor de conciencia que no ha po­
dido convencer al tribunal, o del partidario del desarme nuclear que
piensa que debe llevar a cabo su protesta en un área prohibida o
negarse a pagar parte de sus impuestos. No obstante, dicha persona,
antes de decidir que debe desobedecer la ley, necesita valorar cuida­
dosamente la razón de ser y el alcance de la obligación política, refle­
xionando sobre el hecho de que el Estado garantiza, mejor que nadie,
la justicia y los intereses fundamentales. Pero si considera que la
obligación conflictiva es absoluta (por ejemplo, abstenerse de dar
muerte a seres humanos) o que es claramente superior en cualquier
126 Problemas de filosofía política

otro sentido, su desobediencia está moralmente justificada. Al mismo


tiempo, si está de acuerdo en que, en general, su Estado trata de
asegurar la justicia y los intereses fundamentales, y que, por lo tanto,
ha de ser apoyado, puede deducir que tiene la obligación moral de
aceptar cualquier castigo que el Estado haya previsto para su desobe­
diencia. Esto es lo que dije en el capitulo III, sección 2, respecto
a que un objetor de conciencia puede pensar que no debe cumplir
el servicio militar pero que ha de aceptar sin protesta la pena de
prisión. Lo mismo podría decirse de una persona que apoyase el
desarme nuclear y que se niega, por razones de conciencia, a pagar
parte de sus impuestos, o que participa en una manifestación de pro­
testa dentro de un área prohibida.
Mi conclusión es que, en general, los fundamentos de la obliga­
ción política dependen de los fines u objetivos morales del Estado
(con la salvedad de que el consentimiento es necesario para otorgar
autoridad al Estado). Tenemos la obligación de obedecer la ley por­
que existe una obligación análoga de promover la justicia y el bien
común y porque la acción del Estado representa un medio esencial
para la consecución de tales fines. Cuando desaprobamos un deter­
minado gobierno o una determinada ley, estamos no obstante obli­
gados, en una sociedad democrática, a obedecer si el programa político
de que se trate es aceptado por la mayoría; y esta obligación se de­
riva de que la participación en unas elecciones democráticas implica
una promesa de acatar las decisiones de la mayoría. Y se sigue esta
convención porque es la única aproximación factible al ideal de pro­
gramas políticos universalmente aceptados. Así pues, hay algo de
verdad en cada una de las teorías que he considerado, y a ello se debe
que todavía conserven interés filosófico. Pero debo decir que las
teorías de la justicia y del bien común, cuando se combinan con
la teoría del consentimiento, ofrecen una explicación adecuada sobre
los fundamentos de la obligación política en general.
Capítulo 5
LIB E R T A D Y A U TO RID A D

1. La idea de libertad

«Libertad» significa ausencia de restricción. Un hombre es libre


en tanto no sufre restricciones para hacer aquello que desea o aquello
que decidiría hacer si supiese que podría hacerlo. La idea de elección
implica ya de por sí cierta clase de libertad. Elegir es seleccionar una
entre varias posibilidades. Y ha de sernos asequible más de una para
que sea posible afirmar que podemos elegir. Si estuviésemos siempre
obligados a hacer aquello que de hecho hacemos, no seríamos libres
de elegir; no habría una voluntad libre. Sin embargo, el concepto
que deseo discutir no es el de libertad de la voluntad o el de libertad
de elección, sino el de libertad para llevar a cabo lo que hemos ele­
gido hacer. Esto es lo que comúnmente se entiende por libertad en
la discusión social y política.
Habiendo distinguido la libertad de elección de la libertad de
acción o libertad social, podemos definir esta última como la ausencia
de restricción para hacer aquello que elegimos o aquello que elegi­
ríamos hacer si supiésemos que podríamos hacerlo. No obstante, es
necesario añadir que la restricción debe ser causada por la acción
deliberada de otras personas o que debe ser eliminable por la acción de
otras personas. Una persona encerrada en la cárcel no es libre, ya que
su libertad ha sido restringida por la acción de otras personas; y cabe
127
128 Problemas de filosofía política

hablar de liberarnos de la necesidad, o de liberar a la humanidad del


azote del cáncer, cuando queremos decir que los impedimentos a los
que nos referimos, aunque no han sido impuestos por la acción del
hombre, son eliminables (confiamos) gracias a la acción humana. Pero
no deberíamos decir que una persona carece de libertad cuando se
encuentra restringida por impedimentos naturales que no pueden ser
destruidos por la acción del hombre. Si no poseo la capacidad física
para recorrer una milla en cuatro minutos, diremos que «no soy ca­
paz», pero no que «no soy libre» de hacerlo.
La definición que he dado es, desde luego, muy general. Cuando
se alude a la libertad en cualquier contexto concreto, reviste impor­
tancia formular dos preguntas: ¿libertad frente a qué? y ¿libertad
para hacer qué cosa? La primera cuestión se refiere a cuál es la clase
de restricción a eliminar o evitar; la segunda, a qué clase de acciones
han de estar exentas de restricción. Durante la Segunda Guerra Mun­
dial el presidente Roosevelt y Churchill redactaron, en la Carta del
Atlántico, una declaración sobre «Cuatro Libertades» que consti­
tuían sus objetivos bélicos: libertad de expresión, libertad de culto,
libertad frente al miedo, libertad frente a la necesidad. Se observará
que dos de estas libertades son libertades «de» y las otras dos liber­
tades «frente a». El primer par de libertades se refiere a dos clases
de acción que deberían ser libres o estar exentas de restricción; res­
ponden a la pregunta: ¿libertad para hacer qué cosa? La libertad
de expresión es la libertad de decir lo que nos parezca; la libertad de
culto, la de practicar la religión de nuestra elección. El segundo par
de libertades al que se aludía en la Carta del Atlántico especifica dos
clases de restricciones que han de ser eliminadas o evitadas; en este
caso se responde a la pregunta: ¿libertad frente a qué? La «libertad
frente al miedo» afirma que el miedo no debe impedir a las personas
hacer aquello que elijan hacer, sea el miedo a un gobierno con policía
secreta, como el de los nazis, sea el miedo a la guerra y a la inse­
guridad. La «libertad frente a la necesidad» afirma que la necesidad
— las estrecheces o la pobreza debidas al desempleo, los salarios de
hambre, la incapacidad laboral por enfermedad o vejez— no ha de im­
pedir a las personas hacer aquello que elegirían hacer si pudieran.
Hay que tener en cuenta otros dos elementos de la definición,
pues traen a colación ciertas críticas tradicionales al concepto común
de libertad. (1) En primer lugar, la definición es negativa; describe la
5. Libertad y autoridad 129

libertad como un concepto negativo, como la ausencia de restricción


para hacer lo que elegimos. (2) En segundo lugar, es necesario decir
algo sobre el término «elegir», utilizado en la definición. Normal­
mente, lo que elegimos hacer es lo que deseamos hacer. A veces, em­
pero, no es así. A veces, una persona elige hacer algo aunque en rea­
lidad le hubiese gustado hacer otra cosa. En tal caso escoge esa acción
porque cree que es lo correcto. Por ejemplo, puede optar por defen­
der una causa impopular, que considera justa, aunque le resultaría
más fácil y cómodo plegarse al criterio de la mayoría. Es decir, ante­
pone su conciencia a sus inclinaciones. En estas circunstancias, la li­
bertad de hacer lo que hemos elegido es la libertad de conciencia.
Pero con más frecuencia, como ya he señalado, lo que una persona
elige hacer es aquello que quiere hacer, y, por tanto, la libertad de
hacer lo que hemos elegido es la libertad de hacer lo que nos plazca.
Obrar como deseamos puede coincidir con obrar según lo que esti­
mamos justo, puede ser contradictorio con nuestra concepción de la
justicia, o puede no afectar para nada a cuestiones de conciencia.
Lo importante es que hacer lo que elegimos hacer suele equivaler a
hacer lo que queremos hacer, por lo que la libertad, tal y como la he
definido, supone las más de las veces una ausencia de restricciones
para hacer lo que queremos.
La definición de libertad que he propuesto es muy simple, y creo
que eso, o algo parecido, es obviamente lo que queremos dar a en­
tender cuando utilizamos este término. Sin embargo, el concepto
ordinario de libertad ha sido criticado por un gran número de filóso­
fos desde dos puntos de vista relacionados con los dos aspectos que
he mencionado.1

(1) En primer lugar, se han puesto objeciones al carácter nega­


tivo de la noción común de libertad. La libertad, se afirma, es algo
demasiado valioso para ser puramente negativo. Se trata de uno de
los máximos valores de la vida humana y, por tanto, ha de ser algo
esencial y positivo. Esta crítica proviene principalmente de los filó­
sofos idealistas, en el sentido técnico del término. El idealismo filosó­
fico es una doctrina metafísica que mantiene que lo mental y espi­
ritual es real y lo material no. Se denomina «idealismo» porque
considera las «ideas», los contenidos y actividades mentales como la
materia prima de la realidad. Esta doctrina metafísica no atañe direc-
130 Problemas de filosofía política

tamente a la teoría social y política; pero ocurre que la escuela idea­


lista más influyente también ha propugnado la teoría ética de la auto-
realización, teoría que mantiene que el fin de la vida humana es
realizar el ser «verdadero» o «superior». Dado que estos filósofos
piensan que la auto-realización es el valor máximo, han argumentado
que la libertad ha de guardar una íntima conexión con ella para poder
ser un valor. Mantienen que una persona es verdaderamente libre
cuando se ha realizado verdaderamente. La libertad ha de definirse
en función de la auto-realización, que es una noción positiva y no
negativa.
No creo que esta objeción a la definición de libertad que he pre­
sentado necesite preocuparnos. Lo que viene a decir es lo siguiente:
si la libertad es un concepto negativo, entonces no puede constituir
el valor máximo. Esta deducción puede aceptarse. Estemos o no de
de acuerdo en que el valor máximo es la auto-realización, nuestra
definición de libertad implica que la auto-realización o el auto-desarro­
llo tiene un valor. Si concedemos importancia a la libertad, entendida
tal y como la he definido, ello significa que consideramos importante
que las personas no deben sufrir restricción alguna que les impida
poner en práctica sus elecciones. Sólo reconoceremos que esto es
importante si concedemos valor a la elección y al ejercicio de la elec­
ción. La libertad es una condición necesaria para nuestro desarrollo
y realización, y se valora como un medio para la auto-realización. Sin
embargo, esto no significa que el auto-desarrollo o la auto-realización
sean lo mismo que la libertad. Tampoco implica que la libertad ca­
rezca de valor por ser sólo un medio para un fin. El hecho de que
algo constituya un medio para un fin, y no un fin en sí mismo, no le
resta importancia comparativamente. Si es un medio necesario para
un valor fundamental, entonces también es fundamental.2

(2) También se ha criticado el concepto común de libertad sobre


la base de que convierte la libertad en un medio para hacer lo que
queremos, de que el fin a que sirve es «el mero deseo». Pero, conti­
núa el argumento, no hay valor alguno en el mero deseo. La clase
de acción que posee valor es la acción moral, hacer aquello que es
bueno o correcto. A menudo los deseos de las personas van en contra
de la acción moral, y en este caso la libertad de hacer lo que desea­
mos no es libertad, sino libertinaje. Esta segunda crítica es muy anti-
5. Libertad y autoridad 131

gua y se remonta a Platón y a Aristóteles. Pero, al igual que ocurre


con la primera, aparece frecuentemente en las obras de los filósofos
idealistas y está conectada con su concepto de la auto-realización.
He definido, de hecho, la libertad en términos de elección, y no
simplemente en términos de lo que una persona quiere o desea hacer.
Pero estoy de acuerdo en que suele ser una cuestión de deseos, y
éstos pueden ser tanto malos como buenos. ¿Qué hace que un deseo
sea malo? Sugiero se debe al hecho de que es hostil a otros deseos,
del propio agente o de otras personas. La satisfacción de cualquier
deseo, considerada simplemente como un placer o un gozo, es en esa
medida algo bueno, y una acción correcta no lo será a menos que,
entre otras condiciones, se encamine a promover el interés de al­
guien, es decir, a satisfacer deseos, a corto o largo plazo. Cuando se
juzga que la satisfacción de un determinado deseo es algo malo o
reprobable, ello se debe a que impide la satisfacción de otros deseos
potenciales, del agente o de otros, considerados por alguna razón
más importantes que el primero. La bondad o la maldad de los deseos
es trasladada a los medios utilizados para satisfacerlos. Si la satisfac­
ción de un deseo, considerada simplemente como tal, tiene algún
grado de bondad, también lo tiene la libertad para obtenerla. Pero
si la satisfacción de un determinado deseo impide la satisfacción de
otros, ese impedimento constituye una restricción de libertad, por lo
que la libertad para satisfacer un deseo conlleva a su vez una carencia
de libertad para satisfacer los otros. El libertinaje, o libertad no apro­
bada, es una libertad de esta clase. Si la consideramos simplemente
como un ejemplo de libertad, tiene en principio derecho a ser consi­
derada buena; pero si la libertad que restringe tiene un derecho más
fuerte, entonces su maldad como causante de una falta de libertad
anula la bondad que se deriva del hecho de constituir un ejemplo
de libertad.
A la luz de las dos críticas efectuadas al concepto ordinario de
libertad, los idealistas se han visto encaminados a identificar la «ver­
dadera» libertad con el cumplimiento del deber. Esto es positivo y
siempre bueno. A veces, para ser exactos, se considera que un deber
es una forma de restricción para hacer aquello que nos gustaría; pero
esto, de acuerdo con los idealistas, no significa que no seamos libres
al cumplir nuestro deber, dado que cuando lo cumplimos ejercemos
la libertad de elección (o libre voluntad), que es la verdadera forma
132 Problemas de filosofía política

de libertad. La libertad de hacer lo que queremos, que puede ser


restringida por las exigencias del deber, no es una libertad verdadera
o real. Obviamente, una persona que sienta la llamada del deber como
una restricción está atada a sus deseos, a su «ser inferior», no ha
realizado plenamente su «ser superior», donde se localiza la libertad
perfecta.
Este razonamiento no traza la necesaria distinción entre libertad
de elección y libertad para llevar a efecto nuestras opciones. Asimis­
mo, confunde la libertad de elección con lo que cabría calificar de
la «libertad de la armonía interior». Cuando una persona percibe que
en el cumplimiento del deber no interviene tensión alguna con sus
deseos, ha alcanzado una armonía entre conciencia y deseo, ya que
no existe conflicto entre ambos, ni uno supone una restricción para
el otro, y la preferencia por cualquiera de los dos está exenta de res­
tricciones internas. Una libertad así, basada en la armonía interior,
cuando está perfectamente desarrollada, puede constituir una forma
de necesidad, en el sentido de que el agente carece de elección, hace
lo que la conciencia y el deseo le mueven a hacer, no sufre restricción
alguna, pero no tiene posibilidad de opción. Un santo (o, según la
expresión de Immanuel Kant, una persona con «voluntad sagrada»)
poseería esta característica. Es adecuado decir que ejerce una forma
perfecta de libertad, y de hecho la doctrina religiosa la describe así.
Empero, ésta difiere de la libertad de elección, ya que la «voluntad
sagrada» sigue necesariamente un camino, mientras que la libertad de
elección supone la libertad para adoptar una entre dos (o más) posi­
bilidades. La libertad de elección moral es la libertad de elegir el bien
o el mal. La libre elección de algo erróneo no es menos libre, en este
sentido de «libre», que la libre elección de aquello que es correcto.
Así pues, los idealistas arriban al concepto de «verdadera» liber­
tad confundiendo tres cosas diferentes: la libertad de la armonía
interior, la libertad de elección y la libertad para llevar a efecto nues­
tras opciones. El santo que hace necesariamente lo que es correcto
posee la primera de estas formas de libertad, pero carece de la se­
gunda. La persona que tiene libertad de elección puede ejercitarla
escogiendo indistintamente lo correcto o lo erróneo. Si posee además
la libertad social de no sufrir restricciones para poner en práctica su
elección, dicha libertad puede ser mala (cuando le lleva a hacer algo
malo o dañino para los demás) lo mismo que buena. La libertad de
5. Libertad y autoridad 133

la armonía interior puede calificarse de «perfecta» en el sentido de que


su ejercicio no supone nunca algo malo. Pero esto no es lo que se
entiende por «libertad» cuando empleamos el término en contextos
sociales y políticos. La libertad social no es siempre y sin reserva algo
bueno; es esencial imponerle ciertas restricciones. El hecho de que
normalmente la consideremos buena no debe llevarnos a suponer erró­
neamente que siempre lo sea en realidad y a confundirla, por tanto,
con una forma diferente de libertad, que hace al caso en los terrenos
de la ética y la religión, pero no en el de la política.
Pese a que el concepto idealista de libertad confunde diferentes
sentidos del término, sí da en el blanco al dirigir nuestra atención
hacia las capacidades potenciales de la naturaleza humana en vez
de hacia los deseos que se dan en la realidad. Existen circunstancias
en las que los deseos actuales de una persona no constituyen un fac­
tor determinante para poder decir si disfruta o no de libertad. Consi­
deremos el ejemplo de un esclavo contento con su suerte, que no
desea un status diferente. Si la libertad se define como la ausencia de
restricción para satisfacer los deseos presentes, se deduce que el es­
clavo contento es libre. Un esclavo descontento, que desea salir de su
estado actual, no es libre, porque las condiciones legales de su status
suponen una restricción para sus deseos. El esclavo contento está
sujeto a las mismas condiciones legales, pero éstas no representan una
restricción para sus deseos, ya que no quiere cambiar su situación.
Pongamos por caso a una persona que ha sufrido un «lavado de cere­
bro» hasta aceptar un régimen político represivo, como Winston
Smith en la novela 1984, de George Orwell. Antes de sufrir el lavado
de cerebro, Winston Smith no se sentía libre; una vez manipulado,
ama al Big Brother (el dictador) y no desea que nada cambie. Es ne­
cesario que recordemos que existen dos maneras mediante las cuales
una persona puede deshacerse de un obstáculo que le impide la satis­
facción de un deseo. La más evidente es apartar el obstáculo para
poder realizarlo; el medio menos evidente es dejar de desear, o que
nos obliguen a dejar de desear, aquello que no podemos conseguir.
Si ya no se tiene el deseo, puede decirse que la pérdida de libertad
que suponía el obstáculo ha dejado de existir. El obstáculo perma­
nece, pero ya no se opone a la satisfacción de un deseo. La persona
está contenta con su situación, y, por tanto, tiene lo que quiere. No
134 Problemas de filosofía política

obstante, no deberíamos decir que un esclavo contento, o un Winston


Smith que ha sufrido un lavado de cerebro, es libre porque sus actua­
les deseos ya no sufren restricción por su situación legal o política.
Al pensar sobre la libertad, presuponemos una norma de la natura­
leza humana según la cual el deseo de auto-realización estaría restrin­
gido por condiciones como las de la esclavitud o las de un régimen
político como el descrito en 1984. Suponemos (y creo que con buenas
razones) que si se permitiese al esclavo paladear el sabor de la eman­
cipación y se le diese posteriormente a elegir entre ésta y su estado
anterior, preferiría la emancipación. Aunque algunos esclavos, si reci­
ben un buen trato, se encuentran satisfechos con su suerte, y aunque
algunos esclavos emancipados se sientan en un primer momento ago­
biados por la responsabilidad de tener que valerse por sí mismos,
sería muy difícil encontrar uno que prefiriese permanecer como tal
habiéndosele ofrecido la libertad, y más difícil aún encontrar a uno
que, habiéndose emancipado, eligiese volver a la esclavitud, prefi­
riendo la vida regalada de Egipto a las penalidades del Sinaí. Análo­
gamente, está justificado contrastar la elección natural con la sumisión
que es producto de lavados de cerebro o de técnicas similares. Los
prisioneros de guerra sometidos a este tipo de tratamientos revierten
a su estado normal tan pronto son liberados.
La definición de libertad que he propuesto — la ausencia de res­
tricción para hacer aquello que hemos elegido o que elegiríamos hacer
si supiésemos que podemos hacerlo— permite incluir eso que acabo
de calificar de norma de la naturaleza humana. Nuestra «norma»,
cuando consideramos el problema de la libertad, no es un ideal mí­
tico asequible únicamente a personas excepcionales; es la naturaleza
humana que atribuimos a los seres humanos normales. En este sen­
tido, un esclavo ha sido deshumanizado: «Zeus arrebata la mitad de
la virtud de un hombre cuando se le somete a esclavitud» '. Esto se
hace aún más patente en el caso del lavado del cerebro. La norma
de elecciones y deseos naturales que tomamos como modelo en nues­
tro concepto de libertad no se remite a un ser «superior» o «supre­
mo», como sugieren los idealistas, sino al carácter natural de un ser
humano común en circunstancias normales.1

1 Homero, La Odisea, X V II, 322-3.


5. Libertad y autoridad 135

2. La libertad y la ley

He mantenido en el capítulo IV que si ha de aceptarse que el


Estado tiene autoridad, han de existir bases morales para la obliga­
ción política. He sugerido que tales bases pueden encontrarse en los
fines perseguidos por el Estado. Si el Estado incorpora como obje­
tivos los fines morales de justicia y bien común, nuestra obligación
moral independiente de perseguir estos fines implica una obligación de
aceptar los medios necesarios para conseguirlos. Los medios en cues-
dón son el aparato legal del Estado.
La acción del Estado, es decir, la utilización de la ley y de sus
sanciones, se aplica en una sociedad democrática únicamente cuando
los fines morales pertinentes no pueden protegerse adecuadamente.
La ley restringe la libertad al exigirnos tanto hacer cosas que de otro
modo no desearíamos hacer como abstenernos de hacer otras que sí
nos apetecerían. Las restricciones a la libertad impuestas por la ley
pueden estar encaminadas a proteger la libertad de otros (o, a veces,
la nuestra), en caso de que fuese estorbada por la conducta que se
limita, pero también puede ocurrir que traten de promover valores
diferentes a la libertad (aunque, como veremos, a menudo cabe con­
siderar que dichos valores promueven asimismo la libertad en algunos
aspectos). Por cualquiera de estas razones, las restricciones de la ley
pueden ser deseables, incluso esenciales. No obstante, no dejan de
ser restricciones a la libertad, y, por tanto, las sociedades democráti­
cas, que atribuyen un valor muy elevado al mantenimiento de la
máxima libertad, limitan deliberadamente el alcance de la autoridad
estatal. La determinación del punto en el que han de fijarse los lími­
tes es, con todo, un tema controvertido. Hay opiniones para todos
los gustos, no sólo en torno a detalles de aplicación, sino también en
torno a los principios generales que han de determinar las fronteras
entre los ámbitos de la ley y de la libertad individual. Podemos ilus­
trar estas dificultades en cuatro aspectos de la actividad estatal.

a) El delito

La prevención de los daños menores se atribuye a órganos dife­


rentes al Estado: a la instrucción que se imparte en el seno de la
familia, de las escuelas o de instituciones religiosas, y a la influencia
136 Problemas de filosofía política

que ejerce la opinión pública. La fuerza de la ley actúa únicamente


cuando se considera que -un tipo de acción sodalmente nociva causa
un daño grave a la sociedad (por ejemplo, el asesinato, el robo), o
podría generalizarse de no estar sancionada por la acción estatal
(por ejemplo, aparcar un coche de tal modo que ocasione peligro o
molestias). Este tipo de acción es lo que se califica de delito y se
afronta a través de una rama de la ley denominada derecho penal.
A veces las personas distinguen entre crimen y pecado; pero dado
que el pecado es un concepto religioso que significa el incumplimiento
voluntario de un mandato divino, y dado que hoy en día muchas
personas no serían partidarias de dar a la moralidad una interpreta­
ción religiosa, resulta más adecuado que, en lo concerniente a la dis­
cusión social, distingamos entre crimen y mal moral. No toda acción
injusta se considera un crimen o está prohibida por la ley. En líneas
generales, una acción injusta es sancionada por el derecho penal sólo
si reúne una de las dos condiciones que he especificado, es decir, que
sea gravemente dañina para la sociedad o pueda causar un daño social
generalizado cuando no está sujeta a control legal, aun cuando el
grado de daño en cualquier caso particular no sea muy elevado. Así,
tenemos leyes contra los daños menores (molestias, perjuicios, etc.)
del mismo modo que contra el crimen y el robo.
Si este criterio se aplicase siempre estrictamente, se deduciría que
una acción que ocasione daño únicamente al agente no debería estar
sometida a control legal, es decir, no debería considerarse delictiva.
Esta postura recibe una vigorosa defensa en la obra de John Stuart
Mili Sobre la Libertad, documento clásico del pensamiento democrá-
tico-liberal. Según este punto de vista, si una persona decide beber
hasta emborracharse en su propia casa, en tanto no perjudique a los
demás y en tanto su conducta no cause un daño a otros, como, por
ejemplo, los miembros de su familia, será asunto de su exclusiva
incumbencia que no concierne para nada al Estado. Podemos lamen­
tar el hecho de que se degrade moralmente, pero no utilizar las san­
ciones del derecho penal para evitarlo. Otros ejemplos serían la adi­
ción a las drogas (sujeta a control legal en la mayoría de los países),
el suicidio o el intento de suicidio (hasta hace poco considerado delito
en la ley inglesa).
Naturalmente, muchos discreparán con la postura de Mili. En su
contra, cabe aducir dos tipos de razones. 1) Puede argumentarse que
5. Libertad y autoridad 137

todas las acciones tienen efectos sociales; por ejemplo: no es fre­


cuente que la conducta de los borrachos les afecte negativamente tan
sólo a ellos; la mayoría suelen tener esposa y familia que sufrirán
a causa de su despilfarro y de su embrutecimiento; en otros casos,
existe al menos la perniciosa influencia de su ejemplo. Esta objeción
no se refiere al principio de la postura de Mili, sino a la irrealidad
de su argumento, a su falta de aplicabilidad. 2) No obstante, puede
que otros objeten el principio mismo, afirmando que el Estado debe­
ría ocuparse del bienestar moral del agente individual.
He aquí un tema espinoso, ya que pueden existir diferencias de
opinión sobre los límites que deben tener las funciones del Estado.
El argumento citado concierne a los límites respectivos de la autori­
dad del Estado y de la libertad individual. ¿Hasta qué punto debe
ser un hombre libre para obrar según sus deseos en lo que atañe a su
propia vida?

b) Litigios civiles

El derecho civil se ocupa de las disputas entre personas u órganos


corporativos. En la medida en que se ocupa de faltas, se trata de fal­
tas no conceptuadas como delitos, esto es, daños deliberados a la
estructura de la sociedad organizada. Son acciones que han causado
daño a otros, debidas, por ejemplo, a negligencia, y por las cuales
una persona puede ser obligada a resarcir el daño, pero no se hace
acreedora a un castigo. Puede que exista controversia acerca de quién
tiene la razón de su parte, como en los casos de un despido injusti­
ficado, de una ruptura de contrato, de un divorcio, etc. Aquí, el apa­
rato del Estado se constituye en árbitro de la contienda, dado que no
está claro a quién asiste la razón, y alguien tiene que decidirlo.
El Estado tiene que dirimir muchas disputas de esta clase porque
los principios controvertidos son fundamentales para el buen orden
de la sociedad, y porque un quebrantamiento de tales principios puede
a veces afectar a cuestiones que sí están sujetas al derecho penal.
Por ejemplo, algunos incumplimientos de contratos, en caso de ser
deliberados, pueden implicar o rozar delitos tales como el fraude.
Algunos casos de negligencia (por ejemplo, al conducir un automó­
vil) pueden revestir tal gravedad que justifiquen una querella crimi­
nal, y consecuentemente las leyes penales no insisten siempre en la
138 Problemas de filosofía política

doctrina de merts rea, que supone que una acción que causa daño no
puede ser criminal a menos que se cometa deliberadamente.
No obstante, no todas las disputas civiles que requieren la inter­
vención de un árbitro se someten a los tribunales. No me refiero sólo
a que las disputas puedan solucionarse «fuera de los tribunales» por
abogados que saben bien cómo actuaría un tribunal si se pide su inter­
vención para que decida. Me refiero a que las partes contendientes
pueden acordar aceptar el veredicto de un árbitro que no tenga nada
que ver con el Estado y sus tribunales. Por ejemplo, una póliza de
seguros puede establecer que, en algunas circunstancias, un desacuer­
do sobre la responsabilidad ha de someterse a un asesor indepen­
diente. Sin duda, una de las razones para preferir un procedimiento
voluntario es la de que el coste es menor que si se recurre a los tri­
bunales, pero esta no es la única razón. El arbitraje obligatorio no
implica necesariamente la intervención de los tribunales y no ha de
ser necesariamente costoso. Si se considerase preciso, podría exigirse,
a través de la ley, que las compañías de seguros sometiesen sus con­
troversias a un tribunal especial de arbitraje, cuya actuación podría
ser tan poco costosa y rápida como un procedimiento voluntario. La
razón por la que no se hace es que no resulta necesario. En una socie­
dad democrática, se prefieren los métodos voluntarios a la interven­
ción del Estado en tanto el objeto de la controversia pueda resolverse
con justicia y claridad mediante tales métodos.
Así pues, existen por un lado controversias que han de dirimirse
ante los tribunales u otros órganos del Estado, y también disputas
que no requieren la intervención del Estado. Entre ambos casos hay
un área de incertidumbre, un área de disputas o desacuerdos que,
según unos, demandan la intervención del Estado, y según otros, no.
Pondré dos ejemplos.
Un ejemplo clásico lo ofrecen los conflictos laborales. El problema
relativo al grado de control que sobre empresarios y trabajadores debe
ejercer el Estado, en lo referente a negociaciones salariales, es más
adecuado para el próximo epígrafe, que trata del control económico,
que para éste, donde se analizan controversias sujetas al código civil.
No obstante, se suscitan cuestiones de derecho civil cuando la huelga
contraviene un contrato de empleo. Algunos piensan que tales huelgas
deberían ser ilegales; otros, que esto supondría una obstaculización
injustificable de la libertad de los trabajadores para obtener por sí
5. Libertad y autoridad 139

mismos mejores condiciones. Una parte argumenta a favor de la in­


tervención estatal para proteger los derechos derivados del contrato
en interés de la justicia y del bien común. La otra lo hace en contra
de esta intervención, sobre la base de que limitaría libertades funda­
mentales de personas y grupos sociales tales como los sindicatos.
Mi segundo ejemplo se refiere a la libertad de prensa, en relación
con el interés general o con la libertad de las personas. En 1953, los
propietarios y editores de periódicos ingleses constituyeron un Con­
sejo de la Prensa para examinar las quejas por conducta incorrecta.
La ley restringe hasta cierto punto la libertad de prensa, por ejemplo,
en casos de libelo. Pero en los periódicos aparecen muchas cosas que,
aunque no son ilegales, cabe considerar sobrepasan los límites de la
decencia; por ejemplo, la intromisión en la vida privada de personas
relacionadas con algún suceso, quizás trágico, que ha saltado a la
actualidad. Las decisiones del Consejo de la Prensa sobre las quejas
que le son presentadas son sólo recomendaciones, y algunas personas
no las consideran lo suficientemente eficaces. Ciertamente, podría re­
cibir reconocimiento legal, como el Consejo General Médico, de tal
modo que sus decisiones fuesen seguidas so pena de sanción legal.
Quienes desearían reforzar la intervención del Consejo de la Prensa
podrían aducir que lo exige el interés público o la salvaguardia de
determinados derechos y libertades de la persona. Por otro lado,
puede alegarse que la concesión a la prensa de una libertad máxima,
pese a los posibles abusos, constituye un baluarte para la protección
del interés público. Nos enfrentamos de nuevo a un área de diferen­
cias de opinión respecto a los límites de la autoridad del Estado.

c) Control económico

He aludido a las negociaciones salariales como un rasgo de la


vida económica que puede o no estar sujeto al control del Estado.
Ks obvio que la propia idea de negociación salarial sólo tiene sentido
cuando existe una economía de libre mercado. Bajo un régimen co­
munista los salarios se fijan a través de un organismo del gobierno;
no existe contrato entre empresarios y trabajadores ni amenaza de
huelga por un lado o de despido por el otro. Donde se da un sistema
de negociación salarial, no se puede esperar que las soluciones a las
controversias que puedan plantearse se alcanzan mediante la pura
140 Problemas de filosofía política

razón. Los empresarios y los trabajadores no siempre estarán de acuer­


do acerca de lo que la empresa o la industria de que se trate puede
permitirse, o acerca de la distribución justa de las ganancias entre
salarios y beneficios. Parece, por tanto, inevitable que los trabajadores
conserven su derecho a la huelga y los empresarios su derecho al
despido, aunque no es necesario en ninguno de los dos casos que
este derecho sea absoluto. La utilización indiscriminada de la huelga
puede ser tan perjudicial para la comunidad que justifique cierto con­
trol por parte del Estado. Existen, empero, criterios muy dispares
respecto al alcance de esta intervención. Dibujar una línea de sepa­
ración entre una economía completamente libre y una completamente
controlada es una tarea excesivamente ardua.
Las relaciones industriales no son, desde luego, el único aspecto
de la vida económica en donde se plantea este problema. Los utili­
taristas del siglo xix mantenían que el Estado no debe interferir en
la vida económica de la nación y que debería existir plena libertad
para los fabricantes y comerciantes: laissez-faire, laissez-passer. Adop­
taban el punto de vista de que la libre economía era la mayor con­
tribución al interés general. Hoy en día, pocos confiarían de un modo
absoluto en los beneficios de la libre economía, y todos estarían de
acuerdo en que cierta parte de la economía ha de quedar sometida
al control público. La energía atómica, por ejemplo, resulta dema­
siado peligrosa para dejarla en manos privadas. En lo que atañe a
otras industrias y servicios existen diferencias de opiniones acerca
de si es el control público o la empresa privada quien contribuye en
mayor medida al interés general. Los socialistas tienden a pensar que
la nacionalización de las industrias y servicios básicos beneficia al
interés público; los conservadores, que la eficacia, y por tanto la me­
jor contribución al interés público, depende de los incentivos del
beneficio y la competencia.
En algunos aspectos, la intervención estatal es cuestión de hacer
justicia a intereses particulares, más que de contribuir al interés gene­
ral. Un ejemplo lo constituye la provisión de servicios aéreos para las
Tierras Altas e islas escocesas, o los servicios ferroviarios para áreas
no demasiado pobladas. Estos servicios no pueden costearse por sí
mismos; pero con el fin de que los habitantes de esas áreas participen
razonablemente de las comodidades de los transportes rápidos, ase­
quibles a las personas que habitan otras partes del país, el gobierno
5. Libertad y autoridad 141

puede exigir que los ferrocarriles y las líneas aéreas provean estos
servicios. Del mismo modo, el Estado puede inducir a los empresa­
rios a construir nuevas fábricas en áreas donde existe un desempleo
permanente, aunque sería más rentable, por lo menos desde el punto
de vista de éstos, aumentar las fábricas ya existentes en otras partes.
Consideremos de nuevo el sistema impositivo. Un severo esquema
impositivo, que conlleva exhaustivos deberes que «exprimen al rico»,
reduce las posibilidades de incrementar la propiedad privada, y puede
también reducir los incentivos, dando por resultado un producto na­
cional menor de lo que se conseguiría en otro caso. La razón para
que se tomen tales medidas es cierta concepción de la justicia o equi­
dad; aunque también aquí existen diferencias de opinión con respecto
al peso que debe darse a este concepto de la equidad y a la libertad
y la iniciativa privada, respectivamente. En la Inglaterra de hoy, los
partidos Conservador y Laborista concuerdan en que ha de concederse
cierto peso a los incentivos, en consideración a la libertad individual
y al mantenimiento de una producción nacional elevada, y también
cierto peso a la reducción de la desigualdad, en consideración a la
justicia social; pero los conservadores inclinan la balanza a favor de
lo primero, mientras que los socialistas lo hacen a favor de lo segundo.
Cualquier actuación del gobierno en el campo de la economía
restringe la libertad de algunas personas; es decir, no les permite
hacer lo que desean. Si se convierten en ilegales algunos tipos de
huelgas, los trabajadores ven recortada su libertad de acción en lo
que se refiere a las tácticas de negociación salarial. Si se nacionaliza
la industria del hierro y del acero, los propietarios de fundiciones
y altos hornos no son libres de dirigir sus propias empresas, tal y
como desean, para su propio beneficio. Deberán vender o trasla­
darse a un tipo de empresa diferente, o si deciden permanecer como
directores, aceptar las órdenes de una junta o consejo creado por el
Estado, y trabajar con un salario fijado de antemano. La línea aérea
a la que se exige ofrecer servicios no rentables a áreas de poca po­
blación como condición para que pueda continuar llevando a cabo
otros servicios, no tiene la libertad necesaria para conseguir la mayor
cantidad posible de beneficios y todo aquel a quien se le exige pagar
impuestos, en mayor o menor medida, no es libre de gastar su dinero
como sea. Las restricciones gubernamentales a la libertad económica
se imponen con el objeto de conseguir objetivos morales generales
142 Problemas de filosofía política

tales como el bien común y la justicia; y aunque hoy en día todos


aceptarán la necesidad de que el Estado intervenga en la esfera eco­
nómica, no hay acuerdo respecto al grado en que los fines morales
del Estado justifican la restricción de la libertad individual. A me­
nudo, en materia económica, el desacuerdo se refiere a los medios:
si el control público, por ejemplo, de las industrias siderúrgicas, ser­
virá de hecho al interés general mejor que la empresa privada. Pero,
a veces, como ocurre en el caso del sistema fiscal, el desacuerdo atañe
a los fines: al valor comparativo que ha de atribuirse a distintos
objetivos morales.

d) La provisión del bienestar social

En la mayoría de las modernas sociedades avanzadas el Estado


proporciona medios de subsistencia para afrontar sus necesidades
básicas a personas que no pueden mantenerse a sí mismas a causa
del desempleo, la edad o enfermedades. También puede ofrecer aten­
ción médica gratuita. Pero algunas de estas cuestiones plantean con­
troversias. Todas las naciones civilizadas consideran que es responsa­
bilidad del Estado proporcionar medios de educación, al menos a
un nivel elemental, y aunque esto no se considera normalmente una
característica del «Estado del Bienestar», de hecho, es algo de la
misma índole, ya que supone satisfacer una necesidad social básica.
Todos reconocen que en una u otra medida, la provisión de bienestar
social es una función que corresponde al Estado.
Al igual que ocurre con otras formas de actividad estatal, las
leyes que llevan a efecto esta función restringen la libertad indivi­
dual. Lo hacen, obviamente, a causa de las exigencias económicas.
La seguridad social y los servicios educativos deben financiarse me­
diante contribuciones especiales e impuestos, y como he señalado
anteriormente, la exigencia legal de dar una parte de nuestra renta
al Estado significa que no somos libres de hacer lo que queremos
con el dinero. Existen también otras restricciones a la libertad. Por
ejemplo, el Estado puede obligar a los padres a que eduquen a sus
hijos, o, con el fin de prevenir epidemias, exigir que todos se vacunen
contra determinadas enfermedades infecciosas. Los grados de obli­
gatoriedad son variables. Puede ocurrir que el Estado decrete la edu­
cación obligatoria para todos los niños hasta, digamos, los quince o
5. Libertad y autoridad 143

dieciséis años, o permitir que los padres elijan entre la educación pú­
blica y la privada. La vacunación inmediata de los neonatos solía ser
obligatoria en Inglaterra; ahora sólo se recomienda; pero si se pro­
dujese una epidemia de viruela en una zona determinada, podría
exigirse a sus habitantes que se vacunasen.
Algunas de estas restricciones a la libertad se llevan a cabo en
favor del bien común, otras por mor de la justicia. Los servicios edu­
cativos y sanitarios se establecen, en parte, en razón del interés ge­
neral; un ciudadano educado y especializado es más útil a la comu­
nidad que uno ignorante, y un trabajador sano es más útil que uno
enfermo. Lo mismo puede decirse del seguro de desempleo, pero no
de las pensiones de vejez. Una persona demasiado vieja para trabajar
no puede devolver a la comunidad el beneficio que recibe; en este
caso es la justicia y no el interés general lo que sirve de razón justi­
ficadora. Se piensa que toda persona tiene el derecho moral de que
la comunidad vele por sus necesidades en la vejez. Consideraciones
similares sobre la justicia o los derechos humanos afectan también a
otras medidas. Cuando estimamos que todos han de recibir una edu­
cación razonable, servicios médicos y hospitalarios, en caso de nece­
sitarlos, y medios de subsistencia, en caso de enfermedad o desempleo,
estamos pensando seguramente en lo que se les debe como indivi­
duos, y no en el beneficio potencial de la sociedad.
En el campo del bienestar social, como en otros campos de la
actividad estatal, existen diferentes opiniones acerca del alcance que
han de tener las exigencias legales del Estado, en su restricción de las
libertades en razón de los objetivos morales generales de justicia y
bien común. Para algunos, debería existir una posibilidad, lo más
amplia posible, de elegir entre servicios médicos y educativos priva­
dos y públicos. Otros piensan que la desigualdad de trato entre ricos
y pobres que ello conlleva supone una ofensa a la justicia social;
otros, que los beneficios de la seguridad social deberían reducirse al
mínimo, para que no reduzcan a su vez la iniciativa y alienten el
parasitismo en el Estado; otros aún, que es mejor correr esos riesgos
que consentir la indigencia.
Muchas veces puede decirse que cuando el Estado recorta la liber­
tad lo hace para incrementarla en otros aspectos. Me he referido a
los objetivos morales del Estado, tales como la promoción de la jus­
ticia y del bien común. La «justicia» incluye aquí la función clásica
144 Problemas de filosofía política

de proteger los derechos establecidos y la más novedosa de conseguir


una distribución más justa de los derechos; y dado que los derechos
de una persona pueden ser considerados libertades, la protección o la
garantía de un derecho equivale a menudo a la protección o la garan­
tía de la libertad. Por ejemplo, cuando las leyes penales restringen la
libertad de arrebatar a otro sus bienes, al proteger la seguridad pro­
tege la libertad, ya que el robo es una restricción a la libertad del
propietario para utilizar sus bienes como desea. Asimismo, la redis­
tribución de derechos, ya sea en términos de oportunidades, como
en el caso de la educación, ya sea en términos de renta, como en el
caso de la seguridad social, reduce la libertad de unos para hacer lo que
desean e incrementa la misma libertad de otros. Lo mismo ocurre
en lo que se refiere al objetivo de bien común o interés general. Inte­
rés general significa el interés de la mayoría de los miembros de la
comunidad, y un programa político que promueve el interés de la
mayoría de las personas es un programa que les ofrece mayores posi­
bilidades de hacer lo que desean. Por tanto, aunque la ley restringe
la libertad, hay que decir también que sólo puede asegurarse cierta
cantidad de libertad para todos dentro del marco de un sistema de
derecho. No obstante, el hecho de que una libertad pueda entrar en
conflicto con otra, o que una mayor libertad para unos suponga
menos para otros, plantea a menudo dificultades y controversias
cuando se trata de determinar los límites adecuados de la actividad
estatal.3

3. Los lím ites de la autoridad del Estado

Nos enfrentamos de nuevo a una cuestión planteada por impli­


cación en el capítulo II, sección 5.b, en donde examinaré las funcio­
nes del Estado y me referí a ideas tan opuestas como Estado omni-
competente y Estado mínimo. ¿Podemos establecer algún principio
general acerca de los límites justos de la autoridad del Estado? Los
ejemplos que he propuesto sobre desacuerdos en diferentes campos
de actividad estatal demuestran que no podemos esperar una res­
puesta exacta. Sería una filosofía errónea la que juzgase precipitada­
mente en un terreno en que la práctica procede con sumo cuidado.
El punto de vista de una persona sobre estas controvertidas cuestio-
5. Libertad y autoridad 145

nes dependerá de sus perspectivas morales y políticas generales, y


éstas no pueden determinarse a través de la filosofía únicamente.
No obstante, lo que la filosofía sí puede hacer es demostrar, a
través de la aclaración de conceptos, que es necesario imponer ciertos
límites a la actividad estatal y que la idea de Estado omnicompetente
olvida a menudo ciertas distinciones fundamentales. Desde un punto
de vista práctico, esto puede parecer una tarea trivial, ya que pocas
personas, al menos en las democracias liberales, defenderían la omni-
competencia del Estado. Sin embargo, la idea de omnicompetencia
ha resultado atractiva incluso para filósofos de mentalidad democrá­
tica, y reviste importancia exponer errores teóricos que podrían repe­
tirse. Para la filosofía política resulta muy tentador suponer que puede
brindar una guía positiva para la práctica, y la influencia que pueden
tener semejantes intentos no es algo que debamos desdeñar. Si cree­
mos que estas tentativas son erróneas, el remedio es demostrarlo y
no sólo desistir, por nuestra parte, de tales intentos.
He escrito en el capítulo II, sección 5(c), que afirmar que el
Estado es omnicompetente puede significar una de estas tres cosas:
que el Estado puede hacerse cargo de todas las funciones concebibles;
que de hecho se hace cargo de ellas; o que debería hacerse cargo de
ellas. He añadido que en la práctica ningún Estado lo hace, y aplacé
para un posterior examen las ideas de que podría o debería hacerlo.
Me referiré en primer lugar a la idea de que puede.
Sin pensamos no ya en los estados totalitarios, sino también en
estados democráticos como Gran Bretaña que no tienen una consti­
tución permanentemente determinada, nos vemos inclinados a decir
que los poderes del Estado son ilimitados. Esto no se cumple en el
caso de un país que posee una constitución que determina de un
modo permanente los límites de lo que puede hacerse. Sin embargo,
una constitución así suele incorporar las provisiones necesarias para
su propia reforma. Si a través del procedimiento legislativo puede
llevarse a cabo una reforma ilimitada, puede decirse que el poder
del Estado es ilimitado; lo que queda limitado es el poder de una
determinada rama o brazo del Estado. Sin embargo, en Gran Bre­
taña podría parecer que un brazo del Estado, el legislativo, tiene
poderes ilimitados. Se ha dicho que «el Parlamento puede hacerlo
todo excepto convertir a un hombre en mujer». En cierto sentido,
es falso añadir la excepción; en otro, es falso afirmar de un modo
146 Problemas de filosofía política

general que «el Parlamento puede hacerlo todo», a menos que tal
afirmación esté cualificada por excepciones de carácter más radical.
Es necesario recordar los dos sentidos del verbo «poder» [can] que
distinguí en el capítulo III, sección 4. Si pensamos en las posibili­
dades legales, en lo que el Parlamento puede moralmente [may]
hacer, entonces es, sin duda, omnicompetente y no es necesario aña­
dir ningún tipo de excepción. Pero si pensamos en las posibilidades
prácticas de las leyes que el Parlamento puede hacer efectivas, caben
muchas más excepciones de las que sugiere el viejo dicho. Si el Par­
lamento fuese tan tonto como para aprobar un proyecto de ley que
dispusiese que, a partir de una fecha determinada, un tal John Jones
será considerado mujer, ello no contravendría ninguna norma de de­
recho constitucional y, por tanto, no excedería los poderes legales
del Parlamento; pero sería considerado una locura, y ni la extrava­
gante ley ni el Parlamento que la aprobó merecerían respeto alguno.
Como dije en el capítulo III, sección 4, los «vínculos», «poderes» o
«capacidades» legales son ficciones, y no hechos naturales; pero, para
que sean eficaces, deben poseer un carácter tal que la mayoría de las
personas opte por actuar, con respecto a ellos, como si fueran he­
chos. Si chocan frontalmente con los hechos, especialmente con los
hechos psicológicos que la gente está preparada para asumir, no ten­
drán fuerza alguna. No existen limitaciones legales a lo que el Par­
lamento puede moralmente [may] promulgar, pero sí sustanciales
limitaciones prácticas a lo que puede [can] promulgar efectivamente.
Estas limitaciones prácticas no dependen únicamente de los he­
chos naturales de la física o la biología, como sugiere la afirmación
de que el Parlamento puede hacerlo todo excepto convertir a un hom­
bre en mujer. Dependen también, más aún si cabe, de los hechos
naturales de la psicología. En Alicia en el País de las Maravillas, el
Rey de Corazones trata de deshacerse de Alicia en el juicio de la
Sota, inventando la norma: «Todas las personas que midan más de
una milla han de abandonar el tribunal». Imaginemos que un Parla­
mento integrado de enanos conscientes de serlo aprobase un pro­
yecto de ley que declarase que todas las personas de más de 1,80
metros de altura serán ejecutadas. Una ley así sería válida y no habría
imposibilidad física o biológica para hacerla efectiva, pero sería psico­
lógicamente imposible. Si un proyecto así fuese aprobado por el
Parlamento, estallaría una revolución. En cambio, si la mayoría de
5. Libertad y autoridad 147

la población comparte los puntos de vista del legislativo sobre deter­


minada medida, podría hacerse efectiva aun cuando esté en contra­
dicción con ciertos hechos biológicos, como, por ejemplo, en el caso
de unas leyes de discriminación racial que presupongan que las dife­
rentes «razas» tienen diferentes estructuras cerebrales.
Incluso en un régimen totalitario existen cosas que las personas
no aceptarían. Ningún Estado tiene un poder político realmente ilimi­
tado para crear las leyes que le plazcan, aun cuando posea un poder
legal ilimitado. Los miembros de una asamblea legislativa, si tienen
cierto sentido común y desean ser reelegidos o continuar en sus
cargos, tendrán más en cuenta las posibilidades políticas que las
legales, lo que pueden efectivamente hacer en vez de lo que pueden
legalmente hacer.
Paso a considerar ahora el otro sentido de la doctrina del Estado
omnicompetente: que el Estado debería asumir todas las funciones
que pueda acometer. El término «pueda» [can] ha de entenderse
aquí en el sentido de «poder efectivamente», y no en el sentido de
poder moralmente [may]. Si no estoy capacitado para hacer una
cosa, no tiene sentido considerar si debo hacerla o no. El hecho de
que no exista un obstáculo legal no hace al caso, y, por tanto, care­
cería de objeto preguntarse si el Estado debería hacer todo aquello
que está autorizado a hacer. Lo que importa es si debe acometer
todas las funciones que puede desempeñar desde los puntos de vista
práctico y político.
El defensor del Estado omnicompetente en este sentido puede
argumentar fácilmente en el primer caso. El Estado existe «para
facilitar la mejor vida posible», como dijo Aristóteles. Existe para
fomentar objetivos morales tales como la justicia y el bien común;
por tanto, ha de hacer todo lo posible para conseguirlos.
Por otro lado, cabe aducir, asimismo en términos morales, que
la acción del Estado inhibe la vida moralmente buena. Los métodos
utilizados por el Estado son los de la coacción, es decir, la ley res­
paldada por sanciones. La razón de que se reclame la intervención
del Estado para proteger un objetivo determinado se debe a que
este objetivo no sería perseguido por todos a menos que algunos
fuesen obligados a ello. Ahora bien, la coerción es moralmente cues­
tionable, ya que el fundamento de la acción moral reside en que ha
de ser libremente decidida. Por tanto, prosigue el argumento, la
148 Problemas de filosofía política

utilización de la coerción legal para proteger objetivos morales des­


truye la posibilidad de actuar a partir de un motivo moral. Conse­
cuentemente, si el Estado intenta responsabilizarse de la consecución
de la mejor vida posible, el modo de vida producido de esa forma
deja de ser moralmente bueno. El argumento puede resumirse dicien­
do que la coerción legal inhibe el ejercicio de la libertad moral, la
libre elección de la acción correcta por razones morales.
Sin embargo, esta objeción puede incurrir en exageraciones. Si la
ley exige o prohíbe algún tipo de acción, ello no implica únicamente
que todos obedezcan a causa de la coacción en vez de por motivos
morales. Bill Sykes se abstiene de robar sólo porque ve al policía
vigilándole y tiene miedo de que le detengan y encarcelen; pero la
mayoría de las personas se abstienen de robar porque lo consideran
incorrecto. Como hemos visto en el capítulo III, sección 3, la auto­
ridad de la ley, aunque dependa y utilice las sanciones, no puede
resultar efectiva a menos que la mayoría de las personas la acepten
sobre bases morales. Si la mayoría reconoce una obligación moral
de obedecer la ley, está actuando a partir de un motivo moral y no
por coerción.
La objeción de que la acción del Estado inhibe la libertad moral,
que es una forma de libertad de elección, no es particularmente
sólida. Una objeción más fundamentada es la que mantiene que la
coerción legal restringe la libertad social, la libertad de acción. Esta
libertad representa también un valor, es una parte esencial del «buen
vivir», y si la acción del Estado restringe la libertad social más de
lo necesario, entonces el Estado reduce ese «buen vivir».
De nuevo podría replicarse que la libertad no es el único elemen­
to constitutivo del buen vivir y que tal yez haya de sacrificarse el
valor de la libertad en aras de uno mayor o más fundamental. Pero
esta respuesta no basta para defender la doctrina del Estado omni-
competente, ya que admite que la libertad es un valor entre otros y
que, por tanto, existe la posibilidad de que a veces la libertad pueda
pesar más que otros valores rivales, tales como la seguridad. Es
necesario que la autoridad del Estado esté limitada por esta posibi­
lidad.
La mayoría de los teóricos de la política reconocen que la liber­
tad individual y la autoridad del Estado son antagónicas, por lo que
se hace necesario lograr cierto equilibrio entre éstas y los valores
5. Libertad y autoridad 149

que representan. Algunos, como Hobbes, se han atrevido a afirmar


que la libertad ha de ser severamente limitada para que puedan apli­
carse los beneficios de la autoridad del Estado. Otros, como Locke
y J. S. Mili, creen que la autoridad del Estado ha de ser especialmente
restringida, de tal modo que permita el mayor ámbito posible de
libertad. Ambos, Hobbes por una parte y Locke y Mili por otra,
están de acuerdo en que la libertad y la autoridad pueden ser con­
flictivas entre sí; no es posible la coexistencia entre la libertad abso­
luta y la autoridad absoluta.
Existe, sin embargo, una línea de pensamiento que trata de defen­
der la concordancia de ambas y que la omnicompetencia del Estado
es el único medio de asegurar una libertad plena y verdadera. Los
argumentos utilizados para llegar a esta conclusión han sido extraídos
de la doctrina platónica, desarrollados en la teoría roussoniana de la
voluntad general, y continuados por los filósofos idealistas a quienes
me he referido en la sección 1 de este capítulo. El resultado es una
conclusión paradójica, consistente en que la coerción ejercida por el
Estado puede hacer más libre al hombre y no menos, en que, de
hecho, una persona obligada por la ley en razón de fines morales
puede ser, en palabras de Rousseau, «obligada a ser libre» *.
Este extraordinario punto de vista se basa en la interpretación
idealista que concibe la «verdadera» libertad como el cumplimiento
del propio deber. La libertad de elección puede ejercerse en situacio­
nes de conflicto moral, es decir, de conflicto entre lo que es moral­
mente correcto y lo que se desea hacer. Ahora bien, a veces, cuando
una persona se deja llevar por sus deseos, decimos que es esclava
de sus deseos. Si esto se produce en una situación de conflicto moral,
el agente no tiene libertad de elección. A causa de esto, algunos
teóricos, de Platón en adelante, han mantenido que cualquier acción
motivada por el deseo no se elige libremente, sino que está deter­
minada. Por el contrario, han argumentado, la acción motivada por
el sentido del deber es racional (la razón se contrapone al deseo) y
libre. De este modo desembocan eíi la defensa del punto de vista que
mantiene que la única clase de acción libre es la acción moralmente
correcta. Una persona que «elige» seguir sus deseos, en contra de
su sentido del deber, no está actuando libremente; una persona que1

1 Del contrato social, 1 ,7 .


150 Problemas de filosofía política

hace lo que quiere o desea, independientemente de que vaya en


contra de su deber, no está actuando libremente; su acción está
determinada o regida por el deseo. Sólo se obra libremente cuando
se hace lo que es correcto, porque eso es lo racional. Añadamos la
consideración de que lo que el Estado exige es correcto y podremos
entender más claramente la teoría de la voluntad general o «real».
El objetivo del Estado es el bien común, y esto es lo que debemos
perseguir, lo que realmente deseamos. Así pues, somos realmente
libres, hacemos lo que realmente deseamos y actuamos correctamente
(se supone que ambas exigencias son idénticas) cuando perseguimos
el bien común; y si una determinada persona desea conseguir algo
que le interese a ella solamente, ésta sólo podrá ser su voluntad
«aparente». Es lo que cree que desea, no lo que realmente desea.
Si sigue su voluntad aparente, cree que es libre, cree que está hacien­
do lo que desea; pero en realidad no lo es, ya que no persigue lo
que realmente desea, el bien común. Está esclavizado por el deseo
de sus intereses particulares, en vez de actuar libremente en favor
del interés común. Cuando el Estado se obliga a actuar de tal modo
que sirva al bien común, le está obligando a hacer lo que realmente
desea y, por tanto, a ser libre.
Algunos de los errores inherentes a este punto de vista son fáci­
les de apreciar a partir del examen de la teoría de la voluntad general
que he llevado a cabo en el capítulo IV, sección 5, y de la teoría
idealista sobre la libertad, en la sección I del presente capítulo. A
todo ello debe añadirse un comentario en relación con el argumento
de que la motivación fundada en el deseo es una forma de esclavitud.
Me referiré a ello en primer lugar y repetiré después las objeciones
que he presentado anteriormente.1

(1) Partiendo del hecho de que a veces hablamos de una persona


como si fuera esclava de sus deseos, la teoría deduce que la motivación
fundada en el deseo es siempre una forma de esclavitud. Si esto fuese
un argumento deductivo, sería obviamente una falacia; la proposición
que afirma que algunas personas tienen la nariz roja (o que otras
desean la esclavitud) no implica que todos tengan la nariz roja (o
que todos deseen la esclavitud). Presumiblemente, de lo que se trata
es de hacer depender el argumento de la analogía o de la inducción,
por lo que la conclusión que presenta será sólo probable; pero en
5. Libertad y autoridad 151

este caso, nuestra utilización de los términos esclavitud o servidumbre


en relación con los deseos se limita a un reducido número de acciones,
claramente diferenciables de las demás y que no pueden ser utiliza­
das como prueba para llevar a cabo una generalización a todas las
acciones motivadas por el deseo. Una persona adicta a las drogas o
al tabaco puede ser consciente de que preferiría dejar esos hábitos,
pero es incapaz de hacerlo; se siente incapaz y no se considera libre
de hacer lo que desea o decide. Nuestra experiencia es bastante dife­
rente en el caso de cierto tipo de deseos, cuando realizamos una acción
porque la preferimos. Tanto en nuestros pensamientos como en las
expresiones que utilizamos para explicar una experiencia así, presu­
ponemos que ejercemos nuestra capacidad de elección. El cleptómano
cree estar sujeto a un impulso compulsivo, mientras que el ladrón
ordinario no lo cree así. Por ello, podemos distinguir entre la clep­
tomanía y el robo. Dado que una acción debida a la adición o a la
neurosis se considera diferente de una acción normal, el hecho de
que la primera pueda ser descrita como una forma de esclavitud del
deseo no justifica que digamos que toda acción motivada por el deseo
constituya una forma de esclavitud o una acción carente de libertad.

(2) La teoría confunde la libertad de elección con la libertad de


acción o la libertad social. Ser esclavo del deseo implica que no hay
libertad de elección; pero cuando hablamos de tener o no libertad, en
general o en un contexto político, nos estamos refiriendo a la liber­
tad de acción o a la libertad social, como, por ejemplo, la ausencia
de límites o de coacción causada por obra humana, incluyendo la
coacción del Estado. Sin duda, la coacción ejercida por el Estado
puede impedir que la coacción del deseo cobre efectividad, como
cuando la ley controla la venta de drogas que pueden crear adición;
pero esto equivale simplemente a sustituir una forma de falta de
libertad por otra; no ofrece a la persona adicta la libertad de elección
(a pesar de que puede ser un paso necesario para restaurar en la
forma debida la libertad de elección), y ciertamente no le proporciona
libertad de acción.3

(3) Cuando examina la libertad de elección en situaciones de con­


flicto moral, la teoría supone que la libertad moral se aplica única­
mente en una dirección, la de la libertad de hacer lo que es correcto.
152 Problemas de filosofía política

Pero, si la libertad moral no permite otras alternativas, hacer o no


lo que es correcto, no es una forma de elección. La teoría deduce
que se nos puede obligar a ser libres, porque equipara «ser libre»
con «hacer lo que es correcto». La paradójica conclusión que resulta
es que se nos puede obligar a hacer lo que es correcto. Esto podría
ser justificable, pero no sobre la base de que nos proporciona libertad.
Si somos obligados, no somos libres. Hacemos lo que es correcto,
pero no lo hacemos libremente.

(4) Aunque una persona no sepa siempre lo que desea, normal­


mente sí lo sabe, y en este caso no hay razón para decir que está
en un error y que el Estado conoce sus deseos mejor que ella. Quizás
lo que desee hacer sea incorrecto, quizás cause daño a otros o a sí
misma, y en este caso puede estar justificado reprimirla mediante la
coacción legal, sobre la base de que lo que desea hacer es incorrecto.
Pero no sería justificable sobre la base de que ahora está esclavizada
y que la coacción legal la hará libre. La libertad obligatoria es una
contradicción. La libertad no es el único valor estimable, y a menudo
está justificado limitar la de una persona en aras de otros valores
o de la libertad de otras personas; pero si creemos que una restric­
ción así está justificada, hemos de reconocer con todo que se trata
de una restricción a la libertad y, como tal, no deseable.
La conclusión positiva que resulta de nuestra crítica a la idea del
Estado omnicompetente es que debería existir algún límite al ejer­
cicio de su autoridad, sencillamente porque la coacción legal restringe
la libertad, y ésta es algo deseable. Incluso los defensores de la omni-
competencia están de acuerdo en que la libertad constituye un valor,
y a ello obedece el que hagan hincapié en que el Estado omnicom­
petente incrementa la libertad. Por otro lado, la libertad no es el
único valor y, por tanto, no podemos aceptar la doctrina del Estado
mínimo, la cual mantiene que el único criterio estimable para esta­
blecer los límites de la autoridad del Estado es asegurar un máximo
de libertad. Aun en el caso de que pudiera hacerse así, este criterio
resultaría difícil de aplicar, dado que la libertad de una persona
puede entrar en conflicto con la de otra. Restringir la libertad de los
propietarios de una fábrica puede incrementar la de los trabajadores;
pues la libertad que una vez tuvo el propietario, para hacer y des­
hacer a su gusto, suponía que a menudo el trabajador carecía de la
5. Libertad y autoridad 153

libertad necesaria para ganar un salario suficiente. Podríamos decir


que todas las ampliaciones de la actividad del Estado restringen la
libertad de alguien para aumentar la libertad de otras personas. Pero
esto implica un principio de justicia: que todos tienen el mismo
derecho a la máxima libertad. Así pues, creo que es más razonable
reconocer la complejidad de los fines morales que el Estado debe
perseguir, y afirmar que la justicia y el bien común no son algo
idéntico a la libertad, aunque guardan un estrecho parentesco con
ésta.
La idea de utilizar un máximo de libertad como criterio único en
relación con los límites de la actividad del Estado parece más factibla
en el ámbito del derecho penal. Hace algunos años tuvo lugar en
Inglaterra un animado debate acerca del justo alcance que deberían
tener las leyes penales, siendo los principales protagonistas el profe­
sor H. L. A. H a rt1 y Lord Devlin 2. El profesor Hart argumentaba,
siguiendo a J. S. Mili, que la tarea central del derecho penal es pre­
venir el daño que pueda causarse a otras personas. Lord Devlin con­
sideraba que había que ir más allá de esto y prevenir aquellas con­
ductas comúnmente consideradas inmorales, aun cuando no causen
daño a otras personas. Creo que indudablemente el profesor Hart
tenía razón en este debate cuando criticaba la postura de Lord Devlin,
pero no llegó a ofrecer un critero determinante, dado que no estaba
totalmente de acuerdo con Mili. Hart aceptaba la idoneidad de cierta
legislación «paternalista», por ejemplo, en relación con el control de
las drogas o con el daño infligido a las personas con su consenti­
miento 3. Un criterio establecido únicamente en términos de máxima
libertad no es suficiente, ni siquiera para el derecho penal.
Independientemente de esto, no está claro que podamos intentar
aplicar de un modo razonable el mismo criterio a todos los ámbitos
de la actividad estatal. En las democracias liberales del mundo occi­
dental, las ramas más antiguas del derecho civil y penal conservan
una tradición fuertemente enraizada que acentúan la protección de los
derechos y libertades de la persona frente a interferencias por parte
del brazo ejecutivo del Estado o de otras personas, mientras que las
nuevas ramas del derecho, referidas al control económico y al bienes­
1 Véase especialmente Lato, Liberty and Morality (Londres, 1963).
2 The Enforcement of Moráis (Londres, 1965).
3 Devlin, The Enforcement of Moráis, ensayo 7.
154 Problemas de filosofía política

tar social, se orientan más a los fines de justicia y bien común, en


un sentido reformador. Como hemos visto en la sección 2, en todos
estos ámbitos de actividad estatal existen diferencias de opinión acer­
ca de los límites de la autoridad del Estado y acerca del equilibrio a
conseguir entre los fines de libertad, justicia y bien común. Este es
uno de los aspectos en donde las diferencias entre los partidos polí­
ticos resultan más evidentes, y sus controversias acerca de tales cues­
tiones no pueden resolverse, aunque sí aclararse, a través del análisis
filosófico.
Sin embargo, si estamos de acuerdo en que la libertad es en cierta
medida un objetivo de gran importancia, podemos afirmar que el
Estado no debería intervenir en la vida social a no ser para perseguir
los objetivos de justicia y bien común. Y si, además, estamos de
acuerdo en que la libertad no es el único objetivo, podemos decir
entonces que las funciones del Estado no deberían limitarse a la
tradicional función negativa de custodia de la libertad.
Capítulo 6
LA DEMOCRACIA

1. Ideales democráticos

Las instituciones distintivas del gobierno democrático, al menos


tal y como lo entendemos en el mundo occidental, están destinadas
a asegurar un máximo de libertad para los ciudadanos. El gobierno,
con sus normas de derecho, restringe nuestra libertad de hacer lo que
queramos. Los demócratas reconocen que esto es necesario, pero
creen que, en lo posible, las normas han de ser auto-impuestas o, en
cualquier caso, concordar con la voluntad de los ciudadanos o tener
su consentimiento. Si una persona se impone a sí misma una norma,
o está de acuerdo en que otra se la imponga, no está siendo obligada,
sino que, por el contrario, actúa voluntariamente. La democracia es
una doctrina de «hágalo Vd. mismo», y como alguno ha destacado,
a menudo el «hágalo Vd. mismo» se convierte en «laméntelo Vd.
mismo». El demócrata prefiere cometer sus propios errores que ser
dirigido por algún otro con mayor sabiduría. La idea subyacente es
que la auto-dirección, elegir por uno mismo, es preferible con mucho
a que otro tome las decisiones por nosotros y nos las imponga. Aquí
radica el valor que se atribuye a la libertad.
Para el demócrata, la libertad va de la mano con la igualdad.
Cree que todos, o al menos todas las personas adultas, son capaces
de ejercitar el poder de auto-dirección, y que deberían disfrutar de la
155
156 Problemas de filosofía política

oportunidad para hacerlo. El demócrata sostiene que todas las perso­


nas tienen un derecho igual a la libertad y a la auto-dirección.
La libertad y la igualdad diferencian al ideal democrático de otros
ideales políticos. Cierta idea de igualdad ha de figurar en cualquier
concepto de justicia, pero lo hace de un modo prominente en el
concepto democrático de la justicia. La libertad y la igualdad son los
objetivos característicos de la democracia. Que esto ha sido siempre
así puede inferirse de las críticas a la democracia realizadas por Pla­
tón l. Este describe como fines de la democracia la libertad, la igual­
dad y la diversidad, y la critica a causa precisamente de estos rasgos
distintivos. La libertad, en el sentido de obrar como deseamos, dice
Platón, resulta atractiva, pero no puede durar; además es mucho
menos deseable que hacer lo correcto, aun cuando la mayoría de las
personas, al no ser lo suficientemente sabias para conocer y elegir por
sí mismas lo que es correcto, han de ser dirigidas por otras. La igual­
dad, en su opinión, es injusta por ser contraria a la naturaleza; los
hombres tienen diferentes capacidades y, por tanto, deben desempe­
ñar funciones diferentes con arreglo a sus capacidades. (La diversi­
dad la considera reprobable porque se contrapone a una sociedad
integrada.)
He venido hablando de fines o ideales democráticos, y con fre­
cuencia utilizamos los términos «democracia» y «democrático» para
referirnos a estos ideales, o a uno de ellos en concreto: la igualdad.
Esta última tendencia es particularmente común en un país como
Nueva Zelanda, fuertemente imbuido de sentimientos igualitarios.
Cuando pasé algunos años en Nueva Zelanda después de la Segunda
Guerra Mundial, descubrí que la gente de allí estaba predispuesta a
calificar de «antidemocrática» a la administración inglesa porque los
licenciados de universidad accedían directamente al escalafón directi­
vo. También consideraban antidemocrático el sistema universitario
inglés porque era más selectivo que el suyo. Por «antidemocrático»
querían dar a entender poco igualitario. Pero no son los únicos que
han utilizado el término en este sentido. Cuando leí por primera vez
la conocida Historia de la Teoría Política de un erudito americano,
el profesor George H. Sabine, me sorprendió la afirmación, en el
capítulo dedicado al liberalismo, de que la obra de John Stuart Mili

1 La República, V III (557-65).


6. La democracia 157

Sobre la libertad «era en cierto sentido una defensa de la libertad en


contra de la democracia» l. Esto me pareció una contradicción hasta
que recordé que Alexis de Tocqueville caracterizaba a La democracia
en América * como el culto a la igualdad más que a la libertad. Sin
embargo, en otros círculos o en otros contextos, los adjetivos «demo­
crático» y «antidemocrático» se refieren, respectivamente, al predo­
minio o a la existencia de cortapisas a la libertad. A ello se debe que
nos parezca extraño que los regímenes comunistas se autocalifiquen
de «democracias populares». Sin duda, los comunistas justificarían
la utilización que hacen del término sobre la base de que su forma
de sociedad es igualitaria y sirve a los intereses de las masas en
vez de a los intereses de la «burguesía» (como consideran que hace
la democracia occidental).
Así pues, existe un uso de los términos «democracia» y «demo­
crático» que connota ciertos ideales sociales. En contraposición con
este uso, sin embargo, existe otro según el cual «democracia» significa
un conjunto de instituciones políticas. Las personas que no están de
acuerdo con el denominado «ideal democrático», y especialmente
con el ideal de la igualdad, protestan a veces enérgicamente en contra
de la utilización de los términos «democracia» y «democrático» para
describir fines sociales generales; la democracia, insisten, es una forma
de gobierno. Sin duda, desde un punto de vista etimológico, el tér­
mino «democracia» significó originariamente una forma de gobierno,
«el gobierno del pueblo» en contraposición a «aristocracia», «oligar­
quía» (el gobierno de los mejores o de unos pocos) y «monarquía»
(el gobierno de una sola persona). No obstante, mi cita de Platón
demuestra que, al menos en un principio, el término «democracia»
se asociaba con un conjunto de ideales tanto como con una forma
de gobierno. Esto resulta bastante comprensible, ya que las formas
democráticas de gobierno se adoptaron únicamente porque se conside­
raba que todos los ciudadanos tenían el mismo derecho a autodirigirse,
es decir, porque se pensaba que existía un derecho a la libertad y a
la igualdad. El concepto de aristocracia también puede emplearse
indistintamente para significar un ideal social o una forma de gobier­
no. El ideal «aristocrático» valora más la cultura (entendida en el
1 1." ed. (Nueva Lork y Londres, 1937), p. 667; aparentemente omitida en la edi­
ción revisada.
* luciste trad. castellana publicada en Alianza Editorial.
158 Problemas de filosofía política

sentido de búsqueda del conocimiento y de la belleza) que una


concepción igualitaria de la justicia. Un ejemplo reciente de la expre­
sión de valores aristocráticos, tal y como los que sostenía Platón, lo
encontramos en la obra de Clive Bell Civilización, pero ha habido
muchas otras personas que comparten este punto de vista, aunque
no es frecuente que se reconozca abiertamente en oposición a las
ideas igualitarias de la justicia.
Me he referido a ideales «sociales» en vez de «políticos». Los
valores «democráticos» de libertad y de igualdad no son sólo princi­
pios políticos; con ello quiero decir que no se aplican únicamente a
la organización del Estado. Podemos pensar que debería existir la
igualdad de oportunidades en la educación, sin que ello implique
que el Estado deba hacerse cargo de todo el sistema educativo. Pode­
mos pensar que debería existir la igualdad entre los sexos, no sólo
en aspectos políticos como el voto o los derechos legales a la pro­
piedad, sino también en relación con las oportunidades profesionales,
o con la igualdad de salarios en los mismos empleos, o con la posi­
ción de los maridos y de las esposas (o hijos e hijas) en la familia.
Del mismo modo, en comunidades y asociaciones distintas del Estado
se suscitan también problemas de libertad. Así como las leyes del
Estado pueden restringir la libertad (o ampliarla para unos restrin­
giéndola para otros), también las normas, las costumbres y prácticas
religiosas, instituciones educativas, órganos industriales y comerciales,
inclusive las familias, pueden restringir o ampliar la libertad de sus
miembros. Como hemos visto en el capítulo II, sección 3, al examinar
los modelos regulativos, no puede darse por supuesto que si se con­
sidera que una forma democrática de organización es la mejor para
el Estado, hemos de pensar necesariamente que es la mejor para
cualquier clase de asociación o comunidad. Un derecho igual para
cada adulto miembro de una iglesia, universidad o fábrica no es
necesariamente el mejor modo de solucionar sus problemas. A veces,
una asociación o una comunidad no-políticas puede dar a sus miem­
bros mayor libertad de lo que consideramos adecuado y práctico para
los ciudadanos del Estado, otra ha de conformarse con menos. Re­
sulta, sin embargo, que si aceptamos los ideales «democráticos», la
libertad y la igualdad son también para nosotros valores en otras
esferas de la vida social. Quizás haya que restringirlas en favor de
6. La democracia 159

otros valores, como ocurre en la vida política; pero siguen siendo


valores a tener en cuenta.
Existe otro concepto que acompaña a la libertad y a la igualdad,
al menos en una de las tradiciones del pensamiento democrático, el
concepto de fraternidad. El lema de los revolucionarios franceses era
«Libertad, Igualdad, Fraternidad». El concepto de fraternidad, la
hermandad del género humano, y a fortiori de los miembros de una
determinada comunidad nacional, expresa la idea de responsabilidad
común, de responsabilidad hacia los demás, mientras que el concepto
de libertad expresa la idea de responsabilidad por uno mismo. Entre
estas dos responsabilidades puede producirse cierta fricción, y creo
que es justo decir que el comunismo, en su aspecto más positivo, hace
hincapié en la fraternidad mientras que la tradicional noción occiden­
tal de la democracia hace hincapié en la libertad. No obstante, esto
supone considerar que el comunismo se basa en principios éticos,
interpretación que sería rechazada por el marxismo ortodoxo, que se
distingue a sí mismo de lo que denomina «socialismo utópico» '.
Dentro de la concepción occidental de la democracia, podemos
decir que el socialismo democrático destaca la igualdad y la fraterni­
dad, y que suele hacer menos hincapié en la libertad que el liberalismo
y conservadurismo. El socialismo democrático actual comparte con el
comunismo una doctrina de la organización económica. Acepta la tesis
marxista de que el medio de lograr el progreso social es abolir ciertas
(no todas) formas de propiedad privada; defiende la propiedad pú­
blica de los medios de producción, distribución e intercambio. ¿En
qué se diferencia, entonces, del comunismo marxista? La diferencia
estriba en que el moderno socialismo democrático comparte la con­
vicción de los socialistas o comunistas pre-marxistas de que los pro­
gramas políticos deberían fundamentarse en ideales éticos y especial­
mente en una idea de justicia social. Como otros demócratas, los
socialistas basan los fines políticos en fines éticos. El comunismo
marxista considera que un socialismo de este tipo es ineficaz, irreal,
«utópico». En lugar de ello, la teoría marxista trata de derivar sus
programas políticos de una sociología «científica»; trata de funda­
mentar la política en la ciencia.I

I Cf. Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico.


160 Problemas de filosofía política

2. Gobierno democrático

Abraham Lincoln describió la democracia, en su Discurso de


Gettysburg, como «el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el
pueblo». Pero todos los gobiernos son gobiernos del pueblo; y un
despotismo benevolente puede ser, lo mismo que una democracia,
un gobierno para el pueblo (es decir, en su propio interés), si bien
la experiencia política de Europa, aunque quizás no siempre la de
Asia, nos lleva a dudar que un régimen despótico pueda resultar bene­
volente de un modo duradero. La idea fundamental de un gobierno
democrático es el gobierno por el pueblo. En sentido estricto, el
gobierno por el pueblo en su totalidad significaría decisiones unáni­
mes; pero, en política, esto es a todas luces imposible. En la práctica,
la democracia supone la aceptación del punto de vista de la mayoría.
Tal vez al añadir «para el pueblo», Lincoln quiso dar a entender que
el punto de vista decisivo, el cual por razones prácticas dene que ser el
de la mayoría, ha de tratar de servir a los intereses de todos, como
en la teoría de la voluntad general de Rousseau, aun cuando no
goce de aprobación unánime. Porque si no existe el peligro, tan temido
por Tocqueville y John Stuart Mili, de que el gobierno de la mayoría
se convierta en la tiranía de la mayoría.
La democracia pura, un sistema en el que todos los ciudadanos
participen en las decisiones de gobierno, es poco frecuente; salvo en
sociedades muy pequeñas, resulta impracticable. Se dio, más o menos,
en la ciudad-estado ateniense durante un período de tiempo relativa­
mente corto. Las decisiones las tomaba la Asamblea, a la cual podían
pertenecer todos los ciudadanos varones adultos (pero no las mujeres
ni los esclavos ni los extranjeros residentes). Pero incluso en Atenas
muchas decisiones concretas se dejaban al arbitrio de funcionarios
designados, al menos durante un tiempo, por sorteo, pues se conside­
raba que todos eran capaces de desempeñar esta función y que no
había «mérito alguno en ello». Las decisiones importantes las tomaba
la Asamblea en su totalidad.
Sin embargo, en la mayoría de los estados democráticos, la demo­
cracia ha significado un gobierno representativo. El ciudadano común
participa en el proceso emitiendo un voto en favor de un representante
o del programa de un partido. Las decisiones sobre temas concretos
se dejan a un cuerpo de representantes electos, el cuerpo legislativo,
6. La democracia 161

o a un grupo más pequeño, el gobierno o «ejecutivo», que actúa con


el consentimiento del primero. Así pues, lo que existe en la práctica
es una oligarquía, el gobierno de unos pocos, pero elegida por el
pueblo en su totalidad y responsable ante él, responsable en el sen­
tido de que puede ser expulsada en las siguientes elecciones y reempla­
zada por un grupo diferente de gobernantes. Vestigios de un proce­
dimiento democrático puro persisten en aquellos estados en los que
se celebran referendums para determinar ciertas cuestiones funda­
mentales; pero, en general, la democracia en el mundo moderno sig­
nifica un gobierno representativo, siendo el elemento democrático la
elección popular y la posibilidad de destitución.
La idea original de un representante era la de una persona elegida
para expresar o reflejar (representar) los puntos de vista de sus
electores. Pero esto tampoco resulta practicable, ya que requeriría
que el representante reuniese a sus electores y averiguase cuál es el
punto de vista mayoritario antes de votar sobre cualquier cuestión
en la asamblea legislativa. Cada asunto habría de ser votado dos veces,
primero en las diferentes asambleas electorales, en las que se llevaría
a cabo un debate sobre dicho asumo, y en segundo lugar en la asam­
blea legislativa, en la que los representantes se limitarían a registrar
las decisiones mayoritarias de sus electores. Esto es lo que ocurre
actualmente en las elecciones presidenciales norteamericanas, aun
cuando no fuese ésta la intención de los que redactaron la constitu­
ción. Un votante en una elección presidencial emite en realidad su
voto a favor de uno de los candidatos a la presidencia, pero formal­
mente vota a favor de un candidato al Colegio Electoral. El Colegio
Electoral lleva después a cabo la elección del presidente; pero en
este proceso actúa meramente como correa de transmisión, ya que los
miembros demócratas y republicanos del Colegio Electoral están res­
pectivamente comprometidos a votar al candidato demócrata o repu­
blicano, por lo que la elección popular ya ha determinado el resultado.
Obviamente esto significa que no hay necesidad de un Colegio
Ideetoral; la elección popular podría también ser formalmente, como
ya es en la práctica, una elección entre candidatos a la presidencia.
I?n una cuestión tan clara, que exige una decisión cada cuatro años,
no existe normalmente dificultad para averiguar los deseos del pue­
blo. Pero sería obviamente imposible remitir cada cuestión política
concreta a los votos de los distintos distritos electorales a lo largo y
162 Problemas de filosofía política

ancho del país. Por consiguiente, se desarrolló la idea de que el repre­


sentante era elegido no para reflejar la opinión electoral de su distrito,
sino como una persona de buen juicio en quien se podía confiar que
formaría sus opiniones a conciencia; no habría de ser una especie de
corresponsal de la mayoría de los ciudadanos ordinarios de su distrito,
sino un ejemplo razonable de cómo el ciudadano ordinario decidiría
(o debería decidir) en una cuestión controvertida. Cabe hallar una
vigorosa defensa de este punto de vista en un discurso de Edmund
Burke a los electores de Bristol en 1774. Burke estableció una distin­
ción entre «representante» y «delegado». Tal y como utilizó estos
términos, un delegado simplemente refleja y registra los deseos de
sus electores, mientras que un representante es elegido para juzgar
de acuerdo con su propia conciencia. (En un principio se pretendió
que los miembros del Colegio Electoral de los Estados Unidos fuesen
representantes en este sentido; pero hoy en día actúan simplemente
como delegados.) .
Ahora bien, si los miembros de una legislatura son verdaderos
representantes, en el sentido del término que le da Burke, no existirá
un órgano fijo de la opinión mayoritaria. En una cuestión A votará
con B, y en otra votará en contra suya, dado que son personas dife­
rentes con diferentes experiencias y, por lo tanto, puntos de vista
diferentes. En estas circunstancias, el gobierno, el órgano que elabora
las medidas políticas, no tendría garantizada la mayoría en la asamblea
legislativa para todos, o al menos para la mayoría, de sus proyectos.
Sería un gobierno débil e inestable. En cambio, un sistema de partidos
bien disciplinados permite un gobierno fuerte y relativamente estable.
El desarrollo del sistema de partidos ha supuesto la paulatina desapa­
rición del concepto de representante que tenía Burke. Un miembro
de una asamblea legislativa elegido por una lista de partido no es
ni un delegado, que actúa como mero espejo de sus electores, ni un
representante en el sentido de Burke, que juzga con su propio criterio
en todas las cuestiones. Para su partido, al menos hasta cierto punto,
es simplemente una persona que obedece ciegamente. A casi siempre
vota de acuerdo con B. En ocasiones, a los miembros del Parlamento
inglés se les permite el «voto libre», cuando se debate alguna cuestión
fundamental en la cual la división de opiniones trasciende las barreras
de partido; pero la frecuencia con que se dan tales ocasiones es cada
vez menor. El hecho de votar de acuerdo con un partido se acepta
6. La democracia 163

porque posibilita un gobierno más eficaz. Pero parece que una gran
minoría, tanto de los representantes electos como de los electores
(de hecho, el partido minoritario puede haber recibido la mayoría del
total de votos emitidos en el país, aunque no haya obtenido la
mayoría de los escaños), se encontrará con que su opinión es derro­
tada en las votaciones constantemente por el partido en el poder,
por lo que se diría que sus puntos de vista no cuentan para nada
en las decisiones gubernamentales.
La defensa tradicional del gobierno democrático nos dice que
la opinión de la minoría surte algún efecto. Se afirma que la función
de la minoría en la asamblea legislativa consiste en expresar su
oposición, criticar, demostrar la posibilidad de un programa político
alternativo, y exigir así a la opinión dominante que avale con razones
la supuesta superioridad de su punto de vista sobre el minoritario.
Un rasgo esencial del gobierno democrático, según el mismo argumen­
to, es que se trata de un gobierno que se sirve de la discusión, de la
persuasión en vez de la fuerza. Cuando la discusión ha agotado ya
toda su utilidad, y algunos no han sido aún convencidos, se vota,
aceptándose la decisión de la mayoría en vez de recurrir a la fuerza:
«contamos cabezas en vez de romperlas». Votar supone, en cierto sen­
tido, admitir un relativo fracaso; el ideal sigue siendo la consecución
de un acuerdo unánime. Pero como eso es imposible, la alternativa
preferible es acatar la decisión de la mayoría.
Esta representación del debate parlamentario como un genuino
intento de persuasión sería perfecta si los participantes fueran real­
mente representantes en el sentido de Burke. Resulta aplicable, en el
parlamento británico, a los debates en los que existe libertad de voto
y a ciertas discusiones sobre detalles de los proyectos de ley a nivel
de comisión. Pero allí donde exista un sistema de partidos fuerte, la
pauta general que observará el voto en cualquier materia fundamental
se puede conocer de antemano. En el sistema de gobierno inglés, las
decisiones reales sobre temas importantes las toma el gabinete y no
la mayoría de los miembros electos de la asamblea legislativa. Con
todo, la opinión del partido mayoritario tiene, al menos, cierta in­
fluencia sobre la política gubernamental. La crítica eficaz no es
necesariamente aquélla que tiene lugar ante el pueblo, en los debates
públicos de la asamblea legislativa, aunque ésta, a pesar de que los
elementos críticos del partido dominante suelen terminar votando a
164 Problemas de filosofía política

favor del gobierno, tenga sin duda cierto valor. En un sistema demo­
crático de gobierno siempre existe una posibilidad de rebelión dentro
del partido dominante, y (tomando de nuevo a Gran Bretaña como
ejemplo) el gabinete ha de contar con el apoyo efectivo de la mayor
parte de los parlamentarios de su propio partido en los debates que
tienen lugar en la Cámara de los Comunes. Los líderes del partido
pueden ejercer cierto control, pero no de un modo absoluto. En
marzo de 1967, Harold Wilson intentó amenazar a los miembros del
Partido Laborista que se abstuvieron de apoyar al Gobierno en una
votación sobre una importante cuestión de política internacional:
«A cada perro — les dijo— se le permite un ladrido, pero si ladra
demasiado no le será renovada su licencia»; comentario que provocó
la siguiente respuesta: «El Primer Ministro no nos da licencia a
nosotros, nosotros se la damos a él». El hecho de que los parlamen­
tarios puedan abstenerse de votar de acuerdo con su partido, y de
que a veces lo hagan, aun cuando hoy en día sea muy raro, demuestra
que el gobierno puede ir demasiado lejos al tratar a los parlamentarios
como mero pasto de cabildeo.
No obstante, aunque el gobierno ha de tomar buena nota de la
opinión de su propio partido, no necesita prestar particular conside­
ración a los puntos de vista de otros partidos respecto a los asuntos
cotidianos. La crítica a la política gubernamental por parte de un
partido de la oposición no se lleva a cabo con la esperanza de per­
suadir al gobierno para que cambie de opinión, sino con la de
persuadir al público para que en la próxima elección decidan de un
modo diferente. En cada debate de importancia que se produzca, la
oposición tiene la oportunidad de airear sus posiciones y de mostrar
lo que intentaría hacer si estuviese en el poder. Las elecciones parla­
mentarias no se ganan y se pierden durante el breve período de la
campaña electoral, sino en el curso de la vida parlamentaria entre
sucesivas elecciones; y aunque la pérdida de apoyo popular por parte
de un gobierno se deba a sus propios errores, a la mala suerte, o a
la creencia pura y simple de que ha llegado la hora de cambiar,
más que a la crítica de la política gubernamental que lleva a cabo la
oposición, no obstante, esa crítica sirve para centrar los cambios
de la opinión pública y para darles una forma concreta. Es justo
decir, por ende, que la discusión es una parte fundamental del
proceso democrático.
6. La democracia 165

Los diferentes mecanismos del gobierno democrático — las deci­


siones tomadas por votación mayoritaria; las elecciones periódicas,
con la posibilidad de hacer salir a los que están en el poder; las
asambleas de representantes, en las que se dan una crítica y una
discusión continuas, se denuncian injusticias y se proponen programas
políticos alternativos— se orientan a prevenir que la acción de go­
bierno restrinja la libertad más de lo necesario. Tales mecanismos
otorgan a aquellos que no gobiernan la oportunidad de decir lo que
les gustaría que se hiciese. Ciertamente, se reconoce que las riendas
del gobierno han de ser empuñadas por un pequeño grupo, a quien
se confía una considerable autoridad. Pero también se reconoce que
el que detenta la autoridad siempre puede caer en la tentación de
suponer que sabe mejor que nadie lo que es bueno para el pueblo,
o incluso lo que éste desea; que puede llegar al extremo de suponer
que tiene que desear lo que considera lo mejor para él. Los meca­
nismos del gobierno democrático actúan como frenos a esta tendencia,
garantizando la realización de frecuentes consultas periódicas al pro­
pio pueblo o a sus representantes.
Un último mecanismo, no necesariamente «democrático» en la
forma pero que sirve igualmente al objetivo democrático de moderar
la autoridad y proteger la libertad, es la separación de poderes. El
gobierno actúa a través de la ley. Esto conlleva hacer las leyes, apli­
carlas y hacerlas cumplir, y a veces interpretarlas. Podemos hablar,
por tanto, de tres funciones en conexión con el ejercicio del poder
gubernamental: la legislativa, la ejecutiva y la judicial. (1) Función
legislativa: ha de autorizarse a un conjunto de personas para que
hagan leyes nuevas y revisen o deroguen las viejas, para que declaren
lo que ha de ser ley. (2) Función ejecutiva: ha de autorizarse a un
conjunto de personas para que hagan efectivas las leyes y obliguen
a cumplirlas. Los funcionarios (de la Administración central o del
gobierno local) han de estar autorizados para decir a los ciudadanos
que una determinada ley se les aplica de tal o cual manera, enviando,
por ejemplo, devoluciones o formularios impresos del impuesto sobre
la renta, poniendo letreros de «Prohibido aparcar», etc. Otros funcio­
narios (la policía) han de estar autorizados para amonestar y arrestar
a aquellos que infringen la ley; otros (los funcionarios de prisiones)
han de hacer cumplir las penas prescritas para las transgresiones que
se cometan contra la misma. (3) Función judicial: un conjunto de
166 Problemas de filosofía política

personas ha de estar autorizado para interpretar la ley, para decidir


si una persona acusada de un crimen o de una falta civil ha transgre­
dido o no la ley, así como para decidir, en las disputas que surgen
entre los ciudadanos (o entre un ciudadano y una rama del ejecutivo),
qué demandas se consideran legalmente válidas. Naturalmente, estas
tres funciones puede llevarlas a cabo el mismo grupo de personas. En
una monarquía propiamente dicha, el rey tiene autoridad para hacer
todas estas cosas; y en una «monarquía constitucional», como la que
tenemos en Gran Bretaña, todavía persisten las formas de la situación
anterior. Así, se denomina al último acto del proceso legislativo el
«Royal Assent» (el beneplácito real); el ejecutivo actúa en nombre
de «la Corona», y los jueces representan la «justicia de la Reina».
No obstante, en las constituciones democráticas, existe cierto grado
de separación entre estas funciones, que se asignan a autoridades
diferentes, relativamente independientes unas de otras.
En el siglo xvm , cuando la libertad que se disfrutaba en Ingla­
terra era admirada y envidiada en el continente europeo, el teórico
francés Montesquieu presentó la doctrina de la «separación de pode­
res», es decir, de los tres «poderes» o autoridades, legislativo, ejecu­
tivo y judicial. La tesis de Montesquieu era que dicha separación
constituía la mejor garantía de libertad para el súbdito, y alegaba
que el grado relativamente alto de libertad en Inglaterra se debía al
hecho de que los tres poderes estaban separados entre sí. La consti­
tución inglesa era un sistema de frenos y contrapesos, en el que
cada uno de los tres poderes tenía asignado su lugar y podía impedir
que cualquiera de los otros se extralimitase en su función. Montes­
quieu concluía que la separación de poderes debía practicarse en todo
Estado que tratase de conseguir un máximo de libertad. La influencia
de su teoría se percibe especialmente en la constitución de los Estados
Unidos, donde existe una clara separación de poderes, conjuntamente
con un sistema de frenos y contrapesos. En Inglaterra no existe hoy
una separación de los tres poderes, y no hay acuerdo acerca de si
Montesquieu tenía razón al creer que el legislativo y el ejecutivo de
la Inglaterra de su tiempo eran efectivamente autoridades indepen­
dientes. Sin embargo, lo que éste consideraba de mayor importancia
era que el poder judicial fuese independiente de los otros dos, y no
hay duda de que esto sí era así antes, y también ahora, en la consti­
tución inglesa. Al menos hoy en día, fuere cual fuere la postura
6. La democracia 167

mantenida en el siglo xviii, las personas que se encuentran a la


cabeza del ejecutivo, el gobierno, no sólo son miembros del legisla­
tivo, sino que lo controlan. El parlamento tiene un grado de indepen­
dencia relativo respecto al gobinete, pero el poder judicial actúa real­
mente con independencia del parlamento y del ejecutivo. El hecho
de que algunos jueces sean miembros de la Cámara de los Lores no
tiene importancia. Cuando toman parte en los debates, por ejemplo,
para refomar alguna ley, se pronuncian con una completa independen­
cia; y, desde luego, cuando lo hacen en su capacidad judicial, las
decisiones de la «Cámara de los Lores», como Tribunal Supremo de
apelación, no tienen nada que ver con los procedimientos que lleva
a cabo como segunda cámara del legislativo. Un hecho de mayor im­
portancia es que a menudo las decisiones judiciales tienen el efecto
de revisar y no sólo de interpretar la ley. La ley la hacen los jueces
y el parlamento. Pero las actividades de jurisprudencia del legislativo
y del ejecutivo en el campo del derecho e instrumentos estatutarios,
por un lado, y la del poder judicial en el campo del Derecho con­
suetudinario, por otro, se mantienen separadas e independientes entre
sí. Lo más importante de todo es la independencia del poder judicial
frente al ejecutivo al interpretar la ley tal como es aplicada por los
funcionarios civiles a los ciudadanos. Esto ha sido indudablemente
un baluarte para preservar la libertad del súbdito contra los abusos
de poder por parte del ejecutivo.
Hasta cierto punto, los miembros del parlamento desempeñan
una función similar en ciertas actividades en las que actúan como
representantes en el sentido de Burke y no sufren limitaciones a causa
de la lealtad debida al partido. Estoy pensando principalmente en
las «Preguntas Parlamentarias» y en los «Debates de Clausura» '.1

1 Los lectores que no estén familiarizados con las prácticas parlamentarias inglesas
(lesearán saber qué son estas dos cosas. Las preguntas parlamentarias son preguntas
que hacen a los ministros, a quienes se notifica previamente, los miembros del par­
lamento y se responden en el Question Time (Tum o de Preguntas), que constituye
n menudo la parte más animada de la diaria actividad de la cámara baja. Los Debates
ilc Clausura tienen lugar durante la última media hora de actuación de la cámara baja
y puede iniciarlos cualquier miembro del partido, a diferencia de la mayoría de los
('tros debates, oficialmente proyectados en beneficio del gobierno o de la oposición.
Ambos procedimientos ofrecen la oportunidad para llevar a cabo una crítica ad hoc
«le la administración gubernamental, pero en un Debate de Clausura la crítica y la
respuesta pueden desarrollarse durante más tiempo del empleado en el Tum o de Pre­
guntas.
168 Problemas de filosofía política

Cuando estas dos prácticas parlamentarias conciernen a temas gene­


rales de política gubernamental, el ministro que contesta no dará
normalmente oportunidad de que esto ocurra; la situación difiere
poco de la de un debate sobre un proyecto de ley o una moción
defendida por un portavoz oficial del gobierno o de la oposición.
Pero cuando se refieren a reclamaciones de particulares, existe cierta
posibilidad de que la crítica tenga efecto sobre las decisiones de
altos funcionarios civiles, si no para el caso en discusión, al menos
para el futuro. La Pregunta Parlamentaria, seguida de una sutil pre­
gunta suplementaria, resulta a veces particularmente eficaz, ya que
el ministro puede quedar en ridículo delante de la cámara, y ningún
funcionario civil, y mucho menos el propio ministro, deja de aver­
gonzarse si esto ocurre.
Pero conforme crece el poder del ejecutivo, tanto del gabinete
como de la Administración, a medida que se incrementa el ámbito
y la complejidad de la acción gubernamental en una sociedad moderna,
se hace cada vez más difícil para un parlamentario ordinario criticar
eficazmente los detalles de la administración tal y como se aplica a
los ciudadanos particulares. No tiene toda la información necesaria,
y encuentra dificultades para sonsacársela a los ministros y para hacer
que cambien de cantinela. A ello se debe el hecho de que reciente­
mente Inglaterra haya copiado cosas de otras constituciones demo­
cráticas, instituyendo el ombudsman o comisario parlamentario. El
ombudsman * en los países escandinavos lleva a cabo la misma fun­
ción que un miembro del parlamento británico en la Pregunta Parla­
mentaria o en el Debate de Clausura; pero el ombudsman tiene la
ventaja de estar autorizado tanto para utilizar los archivos departa­
mentales pertinentes como para interrogar a los funcionarios civiles
implicados en el caso de que se trate. Los poderes del ombudsman
constituyen un mecanismo adicional para proteger la libertad de la
persona de un ejercicio excesivo o injusto de autoridad por parte
del ejecutivo.
He dicho en la sección 1 que la libertad y la igualdad son los
principios distintivos de la democracia. La mayoría de los procedi­
mientos o de las instituciones que he descrito en esta sección, como
características especiales de las formas democráticas de gobierno, están

En España, el «Defensor del Pueblo.» (N. del T.)


6. La democracia 169

enderezadas a promover el principio de libertad fundamentalmente. El


principio de igualdad encuentra expresión en la idea general de go­
bierno por el pueblo en su totalidad, que en la práctica no significa
participar en el gobierno propiamente dicho, sino participar en el
proceso de elegir un gobierno. La oportunidad de tomar parte en
este proceso la tienen por igual todos los ciudadanos adultos: una
persona, un voto; y un voto, un valor.

3. La democracia en la sociedad internacional

He señalado en la sección 1 que los principios democráticos de


libertad e igualdad no se refieren únicamente a la organización del
Estado, y esto es verdad también en lo que atañe a los procedimien­
tos democráticos que les dan expresión. Tanto las ideas como los
procedimientos de la democracia se adaptan a otras comunidades y
asociaciones además del Estado, así como a las relaciones entre esta­
dos. Las nociones democráticas aparecen especialmente en los aspec­
tos legales de las relaciones internacionales. Los «ideales democrá­
ticos» tienen aplicación en las relaciones entre estados, en parte, por
analogía con la democracia dentro del Estado mismo y, en parte,
por analogía con las comunidades no políticas, especialmente con la
familia.
La idea de una sociedad internacional de estados se describe a
veces mediante la expresión «la familia de las naciones» (en la cual
«naciones» significa estados). Como ocurre en el lenguaje religioso,
en el cual se habla de la «paternidad» de Dios y de la «hermandad»
del hombre, se piensa que una metáfora extraída de la forma más
íntima de comunidad humana expresa del mejor modo posible la
noción de sociedad universal. En cierto modo, desde luego, esta
metáfora representa una aspiración o ideal de las relaciones amistosas
que deberían existir, y no una descripción de las relaciones que existen
en la realidad. No obstante, independientemente de la cuestión de los
ideales, la noción de familia sí implica algo relativo a hechos, a saber,
implica una perspectiva y unas tradiciones comunes. Las anteriores
sociedades internacionales no fueron sociedades mundiales, pero a
menudo se las podía calificar de familia de estados en este sentido.
Las ciudades-estados griegas, por ejemplo, a pesar de sus frecuentes
170 Problemas de filosofía política

guerras, formaban una sociedad internacional con un lenguaje común,


tradiciones comunes y algunas prácticas religiosas comunes, como el
respeto al oráculo de Delfos y la participación en los Juegos Olímpi­
cos. Aunque nunca constituyeron una federación estable, los griegos
se distinguían a sí mismos de los «bárbaros» (que, en un principio,
quería decir gente que habla otra lengua). En cierto modo esto afec­
taba a su conducta; por ejemplo, no tenían inconveniente en reducir
a la esclavitud a los prisioneros bárbaros, pero normalmente no solían
hacerlo con los griegos. Análogamente, el mundo de la Cristiandad
medieval era una sociedad internacional con una religión común y un
sistema legal común (derivado del derecho romano). La sociedad
internacional actual se ha desarrollado a partir de la medieval, y el
derecho internacional entronca con la tradición del derecho natural.
Esto significa que la sociedad internacional actual sigue las tradiciones
y la estructura de la sociedad europea. Ahora bien, los países eu­
ropeos pueden denominarse «familia» de naciones o estados precisa­
mente porque comparten una tradición común, concretamente la del
derecho internacional. Otros estados que han accedido a este sistema
internacional han tenido que aceptar la tradición europea. A menudo
esto no ha presentado excesivas dificultades, ya que las antiguas
colonias de los países europeos tienen sistemas legales basados en
los de los estados colonizadores. Así, los Estados Unidos de América
y todos los países de la Commonwealth poseen sistemas legales basa­
dos en el derecho inglés, los de las antiguas colonias francesas se
basan en el derecho francés, etc. No obstante, en algunos casos los
estados han tenido que adaptarse a la tradición europea. China y
Japón, por ejemplo, no son en ningún aspecto miembros de la
familia europea original.
La tradición europea explica por qué la sociedad internacional
de estados incluye ciertos procedimientos democráticos, y por qué
estos procedimientos son aceptados por países no democráticos. Un
ejemplo de procedimiento democrático lo ofrece la doctrina de la
igualdad soberana de los estados. En el derecho internacional todos
los estados son tratados como iguales, independientemente de su
tamaño o poder; de ello se deduce que cada Estado miembro de la
organización de Naciones Unidas tiene un voto en la Asamblea
General, y el punto de vista de una mayoría de estados, en cualquier
votación llevada a cabo en la Asamblea, se considera el de la totalidad
6. La democracia 171

de la Asamblea. En ciertos aspectos esta es una práctica errónea,


pero todos los estados la aceptan como «democrática» e inherente a
la estructura de la sociedad internacional.
He afirmado que el derecho internacional parte de la tradición
medieval europea del derecho natural. Sin embargo, existe una dife­
rencia entre la sociedad internacional medieval y la actual. El mundo
de la cristiandad romana en la Edad Media no estaba constituido por
un Estado único, pero tampoco por un conjunto de estados soberanos
en el sentido actual del término. Hasta la época de la Reforma, el
gobernante secular de un país europeo carecía de autoridad soberana
(es decir, suprema); estaba sujeto a la autoridad superior de una
Iglesia de carácter internacional. Cuando apareció el Estado nacional
como unidad autónoma soberana, se reconoció que aún existía y debía
existir cierta forma de asociación laxa entre estados, y este recono­
cimiento quedó representado en la común aceptación del derecho
internacional.
En el pensamiento de filósofos políticos del siglo xvn, como
Hobbes y Locke, la noción de derecho natural, o de una ley de la
naturaleza, estaba conectada con la noción de un «estado de natura­
leza» que precedía a la sociedad civil y a la ley positiva de ésta.
Posteriormente, Emerich de Vattel, un jurista internacional del si­
glo x v i i i , expuso la idea de que los estados, cuyas relaciones mutuas
se regulan a través de una especie de derecho natural y no de un
derecho positivo impuesto y coactivo, se encuentran en un estado de
naturaleza; y dado que los teóricos precedentes se habían referido a
que las personas en un estado de naturaleza son libres (o indepen­
dientes) e iguales, Vattel pensó que lo mismo debía de ser verdad
en relación con los estados. Los estados son independientes, y han de
considerarse iguales.
La transferencia de los conceptos de libertad y de igualdad al
derecho internacional a partir de las ideas de los filósofos políticos
sobre las personas individuales, indica que la sociedad internacional
de estados se concibe como una sociedad análoga a la de las personas.
Los estados son considerados, en cierto sentido, como personas. Esta
doctrina tiene sus ventajas, y también sus peligros. Estos resultan
familiares a los estudiosos de historia de la teoría política, pero en la
teoría legal tales peligros son, a mi entender, de poca monta. Algunos
filósofos políticos que han considerado al Estado como un organismo
172 Problemas de filosofía política

han llegado a la conclusión de que éste es un fin para el cual sus


miembros son medios; y, por tanto, han considerado al Estado como
una superpersona real. Pero cuando decimos que los estados son
juzgados como personas (legales) en el derecho internacional, esto
no significa que se les considere personas reales. Los estados son enti­
dades puramente legales; cabe decir, incluso, que son ficciones. Los
abogados saben cómo manejarse con ficciones convenientes, y no incu­
rren en errores por su culpa. Una corporación, por ejemplo, puede
considerarse legalmente como una persona, es decir, como sujeto de
derechos y obligaciones legales (que, como hemos visto en el capítu­
lo III, sección 5, pueden estimarse como ficciones si se comparan
con los poderes y vínculos físicos); pero ningún abogado incurre en
el error de considerar a una corporación como una super-persona
real, coexistente con las personas naturales que actúan como agentes
de ella. Análogamente, la idea de Estado como persona en el derecho
internacional significa únicamente que es sujeto de derechos y obli­
gaciones — Estado entiéndase por contraposición a nación— , o a la
persona que asume la jefatura del Estado, aunque naturalmente cier­
tas personas, como el secretario de Estado (o el ministro) para asuntos
exteriores, actúan en su nombre cuando ejercitan los derechos o
cumplen las obligaciones.
Las ventajas de conceptuar a los estados como personas estriban
en que esta concepción ayuda a asegurar la estabilidad. Los gobiernos
se elevan al poder y caen; pero si es el Estado, y no un determinado
gobierno o jefe de Estado, el que se considera sujeto de derechos
y obligaciones, entonces los gobiernos sucesivos heredan la situación
de sus predecesores. Resulta menos fácil para un nuevo Gobierno
repudiar las obligaciones asumidas por su predecesor; y de la misma
forma, tampoco es lícito que un gobierno extranjero aduzca: «Hici­
mos un pacto con tu predecesor, no contigo, y, por tanto, no tienes
los derechos derivados de ese pacto».
Sin embargo, la utilidad de la noción de continuidad no requiere
que la analogía entre estados y personas se amplíe para abarcar las
ideas de libertad y de igualdad. En temas distintos al de la soberanía
(es decir, la suprema autoridad legal), los estados no son ni libres ni
iguales. Hemos visto en el capítulo III, sección 3, que ni siquiera
una gran potencia goza de una completa libertad de acción política a
menos que controle un imperio mundial, y que la libertad de los
6. La democracia 173

demás estados está limitada por los programas políticos de vecinos


poderosos. Los estados son claramente desiguales en poderío militar
o económico, y consecuentemente en influencia política y libertad de
acción. Pero también las personas tienen capacidades desiguales, y
consecuentemente también son desiguales en ciertos aspectos de la
libertad de acción. El problema radica en si existe una buena razón
para atribuir a los estados un derecho a cierta clase de independencia
y de igualdad, del mismo modo que se presume, en un Estado demo­
crático, que existe una buena razón para atribuir a las personas un
derecho legal a ciertas clases de libertad y de igualdad.
En lo que se refiere a la independencia, creo que existe una buena
razón en tanto no dispongamos de una forma de organización inter­
nacional que pueda calificarse con propiedad de Gobierno Mundial.
La resolución de controversias mediante procedimientos legales, y no
recurriendo a la fuerza, requiere la existencia de autoridades legales
supremas. Cualquier movimiento tendente a reforzar la autoridad del
derecho y los tribunales internacionales con respecto al derecho y
los tribunales nacionales ha de ser bienvenido. Pero dada la presente
condición de la sociedad internacional, la doctrina de la soberanía del
Estado resulta necesaria para preservar cierto respeto por la ley y
el orden, basado en ciertos principios de justicia, y para hacer menos
frecuente el recurso a la violencia y la amenaza de la fuerza por
parte de los estados poderosos.
¿Qué ocurre con la igualdad? El concepto de los estados como
personas legales implica, desde luego, la igualdad ante la ley; es
decir, que un tribunal internacional que trate de resolver una disputa
entre dos Estados, ha de tratarlos imparcialmente y no tener en cuenta
sus diferencias de poder, o de cualquier otra cosa, del mismo modo
que un tribunal que trata de resolver una controversia entre personas
ha de ser imparcial y no prestar atención a sus diferentes status en
cuanto a riqueza, o a cualquier otra cosa. El derecho a la igualdad
ante la ley es intrínseco a las concepciones de justicia natural bajo las
que opera la ley. Además, el concepto de soberanía implica libertad
o independencia iguales. Un Estado soberano es legalmente libre o
independiente en el sentido de que no está sometido a una autoridad
superior, excepto en lo que se refiere a las limitaciones que el derecho
internacional impone a la soberanía. Ahora bien, si diferentes estados
tuvieran diferentes grados de esta libertad, ello significaría que, o
174 Problemas de filosofía política

bien algunos estarían parcialmente sometidos a la autoridad de otros


y, por lo tanto, no serían soberanos, o que no serían tratados impar-
cialmente por el derecho internacional. Desde luego, un Estado puede
renunciar a su soberanía al acordar convertirse en miembro consti­
tuyente de una unión federal, transfiriendo al poder federal ciertos
aspectos de su autoridad soberana, por ejemplo, en lo relativo a rela­
ciones exteriores. Dejaría entonces de ser soberano según el derecho
internacional. La libertad legal de los estados soberanos ha de ser
una libertad igual.
La igualdad soberana de los estados es un concepto legal, que
encaja bastante bien con los problemas jurídicos que puedan susci­
tarse en el derecho internacional. Más dudosa, en cambio, es su
utilización para fines en los que el poder político cuenta más que el
status legal. L. F. L. Oppenheim, en su manual sobre Derecho
Internacional ‘, alude a cuatro importantes consecuencias de la igual­
dad de los estados en el derecho internacional: 1) En cuestiones que
han de resolverse mediante el consentimiento, cada Estado tiene
derecho a un voto y sólo uno. 2) «Legalmente — aunque no política­
mente— el voto del Estado más pequeño y más débil tiene... el mismo
valor que el voto del más grande y poderoso». 3) Ningún Estado
tiene jurisdicción sobre otro. 4) Los tribunales de un Estado no
cuestionan normalmente la validez de los actos legales de otro Estado.
Los principios tercero y cuarto están, de hecho, más relacionados con
la independencia de los estados, es decir, con la propia soberanía,
que con su supuesta igualdad. (Oppenheim lo reconoce parcialmente
cuando describe el cuarto principio como una «consecuencia de la
igualdad — o independencia— de los estados».) Sin embargo, el pri­
mero y el segundo son implicaciones de la igualdad y contrapartidas
directas de los procedimientos democráticos de votación: «un Estado,
un voto» (igual que «un hombre, un voto»), y «un voto, un valor».
Según Oppenheim, estos principios pueden cualificarse mediante
acuerdo, y en el caso del vital segundo principio, distingue explícita­
mente entre el peso legal y el peso político de los votos.
En las instituciones políticas de la Organización de Naciones
Unidas, la doctrina de la igualdad de los estados se acepta como
condición para poder pertenecer, así como votar, en la Asambleal

l Octava edición (Londres, 1955), editado por H. Lauterpacht, vol. I, p. 115.


6. La democracia 175

General, pero no para pertenecer al Consejo de Seguridad. La Asam­


blea General se atiene a los principios democráticos de «un Estado,
un voto» y «un voto, un valor». El Consejo de Seguridad, sin em­
bargo, trata de otorgar la debida consideración a la especial posición
que ocupan las grandes potencias, o en cualquier caso aquellos esta­
dos que eran potencias de primera fila en la época en que se creó
la O.N.U. La constitución del Consejo de Seguridad da expresión a
los hechos políticos reales, a saber, que las potencias dominantes han
tenido siempre, y están abocadas a tener, una voz más fuerte en la
conducción de los asuntos internacionales que las potencias menores.
Consecuentemente, las normas de votación en la Asamblea General
inducen a error, ya que ocultan los hechos inevitables sobre la toma
de decisiones, y pueden ser motivo de descrédito para la organización
internacional. Debido a los hechos de las relaciones internacionales,
un voto mayoritario en la Asamblea de Naciones Unidas no vincula
a aquellos que han perdido en la votación como hace el voto mayo­
ritario en un parlamento nacional. Las resoluciones de la Asamblea
de Naciones Unidas constituyen únicamente recomendaciones. Sin
embargo, faltaríamos a la verdad si afirmáramos que los procedi­
mientos democráticos de la Asamblea son simplemente un simulacro
que oculta las realidades del poder. Aunque el voto sólo dé por
resultado una recomendación, una votación general contra un Estado
poderoso (como sucedió en 1956, contra la intervención de la Unión
Soviética en Hungría, y contra la intervención de Inglaterra y Fran­
cia en la operación de Suez) tiene a veces cierta influencia sobre la
política de ese Estado. No deberíamos exagerar la limitada influencia
que tiene. La invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 sugiere
que el recuerdo de 1956 no afectó profundamente a la decisión del
gobierno soviético doce años después. No obstante, la opinión mayo-
ritaria puede, hasta cierto punto, actuar como freno a que se confíe
exclusivamente en el poder. La situación no es completamente dife­
rente al efecto de la opinión en una asamblea nacional. Allí, bajo
un sistema democrático, el voto es formalmente decisivo; pero con
el sistema actual de partidos el gobierno puede confiar en ganar las
votaciones; la decisión final la toma el mismo gobierno antes del
debate en la asamblea legislativa. Una fuerte opinión disidente en
la asamblea, expresada abiertamente en el debate o informalmente
en una reunión de parlamentarios del partido, no ocasionará que el
176 Problemas de filosofía política

gobierno altere la decisión tomada; pero tendrá cierta influencia sobre


la política a seguir en el futuro. Es obvio que existe una diferencia
fundamental entre la utilización de procedimientos democráticos en
los planos nacional e internacional, en el sentido de que, en un
Estado democrático, un frente de opinión mayoritaria en contra de
un gobierno puede derrocar a ese gobierno en las siguientes eleccio­
nes, mientras que en asuntos internacionales una gran potencia no
dejará de serlo porque la opinión mundial le sea adversa. Teniendo
presentes todas estas cualificaciones, puede afirmarse que la opinión
mundial tiene cierta influencia.
No obstante, la igualdad de los estados que se presupone no es
un modo muy satisfactorio de calibrar la opinión mundial. Un Estado
con cien millones de habitantes tiene un voto, y un Estado con diez
millones también. Si diez Estados, cada uno con una población de diez
millones, derrotan en una votación a uno que tiene una población
de cien millones, el voto es de 10 a 1, pero las poblaciones repre­
sentadas por ambas partes son iguales.
No es fácil, sin embargo, encontrar una alternativa más satisfac­
toria al principio de «un Estado, un voto». A partir de lo que he
dicho, parece deducirse que el modo idóneo de evaluar la opinión
mundial es en términos demográficos. A primera vista esto parece
razonable, dado que el principio de «un Estado, un voto» se cons­
truye por analogía con el principio democrático de «un hombre, un
voto». Ahora bien, si renunciáramos a la analogía entre hombre y
Estado, y aplicásemos el principio original de «un hombre, un voto»
a los asuntos internacionales, deberíamos dar al voto de los estados
un peso proporcional a sus respectivas poblaciones. Supongamos que
asignásemos un voto a cada grupo compuesto por 10 millones de
personas. Entonces (tomando las cifras de población que nos propor­
cionan los censos o las estimaciones demográficas para el período
1970-72) el Reino Unido, con 55 millones de habitantes, tendría
cinco votos; los Estados Unidos, con 208 millones, 21; la Unión
Soviética, con 244 millones, 24; la India, con 547 millones, 55; y
China, con sus 732 millones de habitantes, tendría 73 votos. ¿Esta­
ríamos preparados para asimilar esto? Y en caso de no estarlo, ¿por
qué? La razón no es sólo que nos disguste la política china. Nos
desagradaría lo mismo conceder 55 votos a la India, aun cuando pre­
firiésemos su política a la de China. Nos desagradaría porque pensa-
6. La democracia 177

riamos que la mayor parte de los 732 millones de chinos, o de los


547 millones de indios, no están en posición de expresar una opinión
sobre temas mundiales, mientras que, en cambio, la mayor parte de
los 55 millones de británicos o de los 208 millones de americanos
sí lo están. La opinión mundial no puede evaluarse en términos de
población mundial.
Si aceptamos este tipo de argumento, estamos presuponiendo la
idea, que a menudo se cree ha sido abandonada por los demócratas
actuales, de que una persona tiene derecho al voto sólo si posee un
grado razonable de conocimientos y educación. En otras palabras,
nuestra idea de democracia en la esfera internacional es la de una
democracia limitada o cualificada. Quizás éste sea un punto de vista
adecuado también en la esfera nacional. Imagino que los demócratas
ingleses no se mostrarían muy inclinados a conceder el voto a todos
los ciudadanos ingleses adultos si Gran Bretaña no viniese disfrutando
de un sistema razonable de educación general obligatoria desde hace
ya cierto tiempo. Esto sugiere la reflexión de que no debíamos espe­
rar que un país como China practique la democracia hasta que los
chinos hayan disfrutado durante cierto tiempo de un sistema razona­
ble de educación universal.
En cualquier caso, podemos observar que la transferencia de las
instituciones democráticas a la sociedad internacional de los estados
no resulta nada fácil. El concepto de «un Estado, un voto», aunque
manifiestamente irreal e ilógico, llena de momento un hueco, pero no
podemos esperar que merezca demasiado respeto. En lo que atañe
al sistema de voto, el procedimiento supuestamente democrático de la
Asamblea de Naciones Unidas constituye en cierto modo un engaño.
Pero no lo es en lo que atañe a la discusión en sí. Un procedimiento
democrático no sólo significa decidir a través del voto mayoritario,
sino también decidir después de discutir. En la Asamblea de Nacio­
nes Unidas, al igual que en un Parlamento nacional, la opinión y la
crítica razonables pueden hacerse sentir, independientemente del nú­
mero de votos que logren atraerse. La democracia es cuestión de
libertad, además de igualdad, y en ella se incluye la libertad de expre­
sar nuestras opiniones y críticas a aquellos que tienen la sartén por
el mango.
Postcriptum, 1975. La votación en la Asamblea de Naciones Uni­
das parece aún más inútil en 1975 de lo que parecía cuando este
178 Problemas de filosofía política

libro se publicó por primera vez en 1970. Algunos de los nuevos


estados que han alcanzado la independencia y se han integrado en
la O.N.U. en estos últimos años tienen poblaciones muy reducidas;
por ejemplo: Bahrain y Qatar, independientes desde 1971, tienen po­
blaciones de 127.000 y 80.000 habitantes, respectivamente, y Gra­
nada, independiente desde 1973, tiene 95.000. El principio de un
voto para cada Estado da a éstos la misma fuerza de voto en la Asam­
blea que China con su población de 732 millones. Así, cuando los
países que se han independizado recientemente del yugo colonial vo­
tan conjuntamente en una resolución, el resultado refleja un sentir
general condicionado por una experiencia histórica similar, pero el
número real de votos carece de verdadera significación.
Capítulo 7
LA JUSTICIA

1. Un concepto complejo

Decir que algo es justo equivale a expresar la aprobación de que


es correcto de un modo específico, pero delimitar ese carácter espe­
cífico no es del todo fácil. La justicia es un concepto complejo. Se
utiliza en conexión con la ley y también con la moralidad social, y
aunque las ideas de justicia legal y moral comparten ciertos principios
comunes, no guardan la misma relación con sus áreas respectivas de
operación, el derecho y la moral. Así pues, por un lado, la justicia
puede considerarse como un concepto concerniente al orden de la
sociedad en su totalidad, y por otro, como una expresión de los dere­
chos de las personas, por contraposición a las exigencias del orden
social general. Finalmente, el concepto de justicia tiene un cierto pa­
recido con Jano, pues la justicia mira al pasado y al futuro, es a la
vez conservadora y reformadora.1

(1) En el derecho, el término «justicia» se utiliza para cubrir


todo el área de principios y procedimientos que deben seguirse. El
sistema de derecho en su totalidad se denomina a menudo, en el len­
guaje legal, el sistema de justicia. Los abogados distinguirán «los prin­
cipios de justicia natural», como una parte relativamente pequeña,
aunque fundamental, del sistema légal, del resto del sistema, pero la
179
180 Problemas de filosofía política

distinción no se traza entre la justicia y algo diferente; se trata de


una distinción entre una parte básica de la justicia que puede cali­
ficarse de «natural» y la superestructura restante, que también es
justicia, pero que depende de la costumbre, el precedente y la pro­
mulgación. Por el contrario, en la moralidad social, la justicia no
abarca todo el área de principios y acciones consideradas justas. La
justicia es el fundamento de la moralidad social, y sin ella todo lo
demás se vendría abajo; pero no comprende toda la moralidad social.
Contrastamos la justicia con la generosidad o la caridad, que van más
allá de ésta. Lo que una persona puede hacer, en justicia, lo denomi­
namos sus derechos. En correspondencia con estos derechos de los
beneficiarios potenciales de las acciones justas, están los deberes de
los agentes potenciales. La generosidad o la caridad implican deberes
para los agentes, pero no derechos para los beneficiarios potenciales.
La ley no se ocupa de los deberes morales que conlleva la gene­
rosidad. La ley protege los derechos y hace cumplir los deberes que
corresponden a los mismos. Esto no quiere decir que la ley abarca
todo el ámbito de la justicia moral (o derechos morales). Vimos en
el capítulo V, sección 2, que al menos las sociedades democráticas
tratan de restringir el área de la autoridad legal (es decir, estatal)
para dejar a la libertad el máximo espacio posible, y que muchas for­
mas de conducta moral errónea pueden limitarse sin recurrir a la
prohibición legal. En otros casos (por ejemplo, en el de la reproba­
ción del engaño) la «dura máquina» de la ley, como la llamó Sir
James Fitzjames Stephen, no es un método eficaz para proteger los
derechos morales, e invocarla acarrea más daño que beneficio. Sin
embargo, el alcance moral de la ley queda confinado al área de la
justicia moral. Un sistema de derecho (ius) se ocupa de la protección
de los derechos (tura). Es, por tanto, comprensible que el derecho
utilice el término «justicia» para describir todas sus operaciones.
Desde luego, esto no quiere decir que todo lo que ocurre en un
tribunal haya de calificarse de justo. Puede considerarse injusto tanto
desde un punto de vista moral como legal. Una ley puede merecer el
calificativo de injusta porque no se atenga a ciertas ideas morales de
la justicia; y la administración de la ley (independientemente de que
una determinada ley aplicada a un caso sea moralmente justa o injus*
ta) puede calificarse de injusta por no estar a la altura de los cánones
de equidad que exigen los procedimientos del sistema legal.
7. La justicia 181

(2) La idea de justicia, tanto en el pensamiento legal como en el


moral, se refiere directamente a la ordenación general de la sociedad.
Una transgresión de ese orden se denomina una transgresión de la jus­
ticia, y los castigos para la infracción se invocan en nombre de la
justicia. En concreto el derecho penal está ideado para proteger el
orden de la sociedad en su totalidad. Los delitos se castigan no para
dar satisfacción a la víctima, sino para proteger la estructura social.
En la medida en que la víctima de un delito logra vindicar una de­
manda contra el criminal por el daño sufrido (y en general las dispo­
siciones legales para esto están lejos de ser adecuadas), la vindicación
adopta la forma de obtener una reparación o una compensación por
la pérdida o el daño, y no constituye en modo alguno la satisfacción
de un deseo natural ver al agresor pagado con su propia moneda.
En un sistema de leyes penales (al contrario que en un sistema de
vendettas) ese deseo natural de una persona agraviada se funde en el
deseo general de toda la sociedad de protegerse frente a esa conducta
dañina, y el castigo lo impone la autoridad de la sociedad organizada
para beneficio de toda la sociedad.
No obstante, también se utiliza el concepto de justicia para defen­
der los derechos de la persona, en caso de ser necesario en contra de
las exigencias del orden social general. Muchas veces no existe oposi­
ción entre ambos; derechos y exigencias van de la mano. La mayoría
de las transacciones de derecho civil, por ejemplo, protegen el fun­
cionamiento uniforme de la sociedad, en materia de contratos, preven­
ción de negligencia, etc., y al mismo tiempo los juicios emitidos en
caso de disputas o infracciones constituyen una defensa de los dere­
chos de las personas. Pero a veces, sobre todo en el terreno del
derecho penal y en la estructuración de la política gubernamental,
puede existir un conflicto entre el interés social general y los dere­
chos de los individuos, y cuando eso ocurre, es la última noción la
que se nos presenta bajo el estandarte de la justicia. Así, por ejemplo,
nadie que sea inocente de una infracción legal puede ser sometido
justamente a castigo, aunque hay circunstancias en las que esto puede
favorecer el interés general y el mantenimiento del orden público.
Por ejemplo, si un determinado tipo de delito está muy generalizado,
y si las pruebas indiciarías llevasen a muchos de los verdaderos delin­
cuentes a pensar que la persona acusada está implicada, entonces su
condena y encarcelamiento actuarían como elementos disuasorios, como
182 Problemas de filosofía política

si la condena y encarcelamiento fuesen para uno de ellos; pero pese


a su utilidad, esto sería injusto. Asimismo, una persona culpable de
un delito puede recibir injustamente un castigo mayor al merecido
por su grado de culpabilidad.
Esto no quiere decir que las exigencias del interés social hayan
de ceder siempre paso a las de la justicia, sino sencillamente que la
idea de justicia defiende los derechos de la persona, incluso los de
una persona culpable, frente a las razones de utilidad. El principio
de que un inocente no ha de ser sometido a castigos penales es ab­
soluto en cualquier sistema civilizado de derecho penal; el «castigo»
se define como la consecuencia de un quebrantamiento (normalmente
voluntario) de una ley. No obstante, la consideración del interés social
general puede, en circunstancias excepcionales, tenerse en cuenta para
justificar la detención de una persona que no ha infringido ninguna
ley. En Inglaterra, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se
confinó a los alemanes en centros de detención. Se denominó deten­
ción, no «encarcelamiento», pero para los detenidos no había gran
diferencia. En este sentido, el aislamiento obligatorio de personas
que sufren graves enfermedades contagiosas no difiere de la privación
de libertad que conlleva el encarcelamiento. Todo el mundo sabe que
las medidas que se toman en tales casos vienen dictadas por el interés
social general y que el problema de la justicia o de los derechos indi­
viduales queda al margen. Así pues, no hay posibilidad de conectar
estas privaciones de libertad con la idea de castigo. Pero incluso en
los procesos sujetos a las leyes penales, a pesar de que la conexión,
lógicamente necesaria, entre las ideas de castigo y culpabilidad supone
una barrera absoluta para castigar a un inocente por razones de uti­
lidad, permitimos a veces que la utilidad anule a la justicia cuando
esta barrera absoluta no está presente. Si una persona es culpable
de cometer cierto tipo de delito que se está generalizando, toleramos
la imposición de un castigo «ejemplar» que va más allá de lo que
merece, con el fin de disuadir a otros delincuentes potenciales. Al ad­
mitir que «va más allá de lo que merece», reconocemos que existe
un elemento de injusticia o de falta de equidad en el castigo, y ello
implica cierto grado de remordimiento por permitir que la utilidad
prevalezca sobre la justicia. Lo mismo puede ocurrir en la aplicación
de una medida política por parte del gobierno, en la cual intervienen
razones de utilidad y de justicia. Si un programa de reclutamiento
7. La justicia 183

en tiempo de guerra exime a los hombres que realicen trabajos civiles


(por ejemplo, de ingeniería) especialmente importantes para la guerra,
o si un programa de desmovilización al finalizar la misma da priori­
dad a aquellas ocupaciones civiles (como la construcción) que revisten
especial importancia para la reconstrucción postbélica, admitimos que
el interés nacional requiere este tipo de discriminación, pero lo hace­
mos a regañadientes y reconocemos que es injusto para aquellos a
quienes se llama a filas en primer lugar y se les releva los últimos.
La justicia o la equidad hacia las personas se contrapone a la utilidad
o interés general, y sea cual sea la que prevalezca en una determinada
situación, la oposición entre ambos principios persiste.
En el pensamiento de la antigua Grecia (y lo mismo puede afir­
marse sin duda alguna de la mayoría de las sociedades primitivas), la
idea de justicia estaba casi siempre referida al orden social, o, por
una transferencia natural de ideas, al orden cósmico. La justicia no
implicaba el mismo tipo de orden para una persona de opiniones
democráticas que para un partidario de la aristocracia, pero para am­
bos tenía que ver con el orden social. A pesar de que la Atenas anti­
gua constituía una democracia más radical que las democracias actua­
les, y aunque los demócratas atenienses valoraban la libertad y la
igualdad, la idea de los derechos del individuo no se desarrolló hasta
el punto de adquirir una expresión concreta en el lenguaje. Si qui­
siésemos traducir el sustantivo «derecho» al griego antiguo, ninguna
palabra sería enteramente adecuada y tendríamos que utilizar, o bien
una palabra que significase «privilegios», o una perífrasis.
En La República de Platón aparece una noción idiosincrásica de
«justicia del alma», que es comparada y contrastada con la justicia
de la sociedad. Esto no supone una excepción a la generalización que
he planteado sobre el pensamiento griego. La idea de «justicia del
alma» se concibe como análoga a la de justicia de la sociedad y se
refiere a cierta forma de orden, un orden armonioso entre los diferen­
tes elementos del alma, del mismo modo que la justicia de la sociedad
es, de acuerdo con Platón, un orden armonioso entre las diferentes
clases sociales. El punto de vista platónico sobre la justicia es, de
hecho, un punto de vista aristocrático, y en parte la intención de su
analogía entre la sociedad y la persona es apoyar su preferencia por
la aristocracia. No existe cosa semejante a una justicia dentro del
individuo. Cuando el concepto de justicia se refiere a una persona,
184 Problemas de filosofía política

concierne a las relaciones entre esta persona y otras, o entre ella y


un grupo (incluido el extenso grupo que constituye la sociedad orga­
nizada del Estado). Los derechos del individuo comprendidos en uno
de los aspectos de la justicia son derechos frente a otras personas.
Sin embargo, el concepto platónico de «justicia del alma» no per­
sigue únicamente apoyar un punto de vista aristocrático de la justicia
en la sociedad. Da también expresión a la idea de que todas las for­
mas de acción moral deben estar guiadas por un espíritu de rectitud.
Desde este punto de vista, se aproxima a las ideas judeo-cristianas
sobre la autoridad de la conciencia y el valor del alma individual,
aunque sin el igualitarismo implícito en ellas. Estas nociones fueron
las que, con el tiempo, acabarían iluminando el aspecto de la justicia
relativo a los derechos de la persona. La idea de tales derechos hizo
su primera aparición, desde luego, en el lenguaje jurídico, y el con­
cepto de derechos morales o «naturales», bajo la rúbrica de la justicia
moral o «natural», supuso una extensión de ese lenguaje. La vincu­
lación de la idea de derechos morales o naturales a la noción de la
persona individual sólo cobraría plena madurez en el siglo xvii, cuan­
do el protestantismo defendió la autoridad de la conciencia individual
en materia de religión y de moral, y como consecuencia el individua­
lismo se extendió también al pensamiento social y político.2

(2) Una tercera dicotomía que ha de tenerse en cuenta es la


que se produce entre la justicia considerada como un principio con­
servador o como un principio reformador. Me he referido a esto en
el capítulo II, sección 5 (c), y en el capítulo V, sección 2 (d), al alu­
dir a las funciones del Estado. La justicia conservadora protege el
orden establecido de la sociedad con su distribución establecida de los
derechos, y en caso de transgresiones exige la restitución del statu
quo, en tanto sea posible. La justicia reformadora exige revisiones
del orden social y una redistribución de derechos más adecuada a las
ideas sobre la equidad vigentes en ese momento. Creo que el segundo
de estos conceptos es lo que las personas tienen in mente cuando
hablan de «justicia social». El término «justicia social» suele brotar
de boca de los reformadores, y aquellos que están satisfechos con el
orden existente lo suelen considerar con recelo. No es, de hecho, un
término idóneo para expresar las diferencias de opinión entre estos
dos grupos, ya que el adjetivo «social» tiene implicaciones que indu-
7. La justicia 185

cen a error al sugerir que la justicia reformadora es social, mientras


que la conservadora no lo es. Gimo hemos visto, la justicia tiene
siempre una referencia social, en el sentido de que concierne al orden
de la sociedad en su totalidad o a las relaciones entre personas o
grupos de personas; de acuerdo con Platón, la justicia no representa
una virtud que afecta únicamente a un agente individual, como sería
el caso del auto-respeto y de la prudencia. Y si de lo que se trata, al
hablar de justicia social, es de contrastar ésta con la justicia legal,
constituye un error suponer que la justicia de la ley es siempre con­
servadora. Independientemente de las reformas legales que introduce
el proceso político, en los países civilizados el sistema de justicia legal
tiene la capacidad intrínseca de incluir procedimientos de auto-crítica
y de reforma. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha atrave­
sado períodos de conservadurismo y de palpable reformismo. En la
historia del derecho inglés, las courts of equity * modificaron la rigi­
dez del Common Law; y aunque los tribunales de hoy en día dejan
al parlamento la tarea de llevar a cabo las principales reformas por
vía estatutaria, los jueces no son contrarios a reinterpretar las viejas
leyes para que se adapten a las ideas y condiciones actuales. En líneas
generales, es cierto que el derecho consuetudinario conserva ideas
morales del pasado, y que la ley reforma el derecho a la luz de las
ideas morales del presente, pero esto no es una regla universal.
El hecho es que ninguna de las tres dicotomías que he expuesto
coinciden entre sí. La distinción entre justicia legal y moral no es lo
mismo que la distinción entre justicia del orden social y justicia para
individuos; tampoco es lo mismo que la distinción entre justicia re­
formadora y conservadora. La justicia legal y la justicia moral se refie­
ren a un orden equitativo de la sociedad y a la protección de los
derechos de las personas frente a las demandas de la sociedad, en
caso de ser necesario, así como frente a otras personas. Ambas tienen
a su vez un aspecto reformador y otro conservador: tanto el derecho
como la moral consideran injusto violar las expectativas basadas en
situaciones de larga data; empero, ambos reconocen que un orden
establecido está siempre expuesto a osificar concepciones que han
quedado desfasadas, y esos cambios, materiales y espirituales, en el

* Tribunales con jurisdicción sobre litigios de equidad que administran justicia y


acogen recursos con arreglo a las normas y principios de la equidad. (N. del T.)
186 Problemas de filosofía política

carácter de la vida humana requieren cambios en la estructura social.


Finalmente, es obvio que la distinción entre justicia reformadora y
justicia conservadora difiere de la distinción entre justicia del orden
social y justicia para los individuos. La justicia conservadora se orienta
tanto a preservar las normas sociales establecidas como a proteger la
libertad, la persona y la propiedad de los individuos. La justicia re­
formadora está enderezada, sin duda, a producir una sociedad más
equitativa, como implica el término «justicia social», pero también
a asegurar para aquellas personas que lo necesiten o merezcan los
derechos a que crean ser acreedores.

2. Equidad e imparcialidad

La idea de justicia, a menudo, aunque no siempre, equivale apro­


ximadamente a la idea de imparcialidad o de equidad. Frecuentemente
se contrasta la equidad con la igualdad. «Porciones justas», por ejem­
plo, no es lo mismo que «porciones iguales». ¿En qué se diferencian?
«Porciones justas» depende del mérito, necesidad y capacidad, que,
desde luego, no están igualmente distribuidas. No es justo que los
holgazanes reciban lo mismo que los diligentes, que aquellos con una
necesidad mayor no reciban más que aquellos cuya necesidad es me­
nor, que las oportunidades las tengan quienes no pueden beneficiarse
de ellas y no los que sí pueden. (Quiere decirse con esto que la
distribución injusta privaría a los capaces de las oportunidades que
podrían utilizar. Hablamos de distribución justa o injusta para refe­
rirnos a la asignación de recursos que son escasos. Si existe más de
lo necesario, de manera que todos puedan tomar lo que desean, no
se suscita ningún problema relativo a la justicia.) Ahora bien, la pala­
bra latina aequitas es sencillamente el sustantivo que corresponde al
adjetivo aequus, y originalmente significó ni más ni menos que la sim­
ple igualdad. Además todos concuerdan en que la igualdad es en
cierto sentido fundamental para la idea de justicia; la igualdad ante
la ley, por ejemplo, es fundamental para la justicia legal.
Platón y Aristóteles trataron de explicar la conexión entre equi­
dad e igualdad distinguiendo la igualdad «aritmética» de la igualdad
«geométrica» o «proporcional». La igualdad aritmética da porciones
iguales a todos, independientemente de su valor. En el lenguaje de
7. La justicia 187

Platón y Aristóteles, se dan porciones iguales tanto a los iguales como


a los desiguales; o recordando a Jeremy Bentham, «todos valen uno,
nadie más de uno». Platón y Aristóteles consideraron que este prin­
cipio era un error, subsanable a través de la igualdad geométrica o
proporcional, dando porciones iguales a personas iguales y porciones
desiguales a personas desiguales. Lo que querían decir era que los
beneficios o las responsabilidades deberían ser proporcionales al valor
(el mérito o la capacidad) de aquellos que los reciben. Como dijo
Aristóteles l, si han de distribuirse flautas, las recibirán sólo aquellos
que tengan la capacidad necesaria para tocarlas; e igualmente una
porción de gobierno ha de darse sólo a aquellos que son capaces de
gobernar. La igualdad aritmética representa el concepto democrático
de justicia distributiva, la igualdad proporcional, el concepto aristo­
crático. Aristóteles y Platón consideran a este último como una forma
de igualdad porque iguala los beneficios y responsabilidades con el
valor de los que los reciben, pero, desde luego, la distribución que
exige es una distribución desigual. Es (al menos parte de) lo que co­
múnmente entendemos por equidad.
La mayoría de los teóricos actuales, aun cuando sus criterios políti­
cos sean democráticos en vez de aristocráticos, parecen estar de acuer­
do con el punto de vista de Aristóteles (a Platón se le cita menos)
de que la equidad es, de un modo absoluto, una cuestión de distribu­
ción proporcional, y de que no incluye ningún principio de igualdad
estricta. La equidad permite, o más bien exige, la discriminación so­
bre la base de diferencias moralmente pertinentes, y la prohíbe en
ausencia de tales diferencias. Es justo discriminar en favor de los
necesitados, de los que lo merecen, o de los que son capaces, y es
injusto hacerlo entre personas que padecen idéntica necesidad, tienen
los mismos méritos, o son igualmente capaces. La regla consiste en
tratar de un modo igual los casos iguales y de un modo desigual los
diferentes. Dentro de una determinada categoría de personas, iguales
en el aspecto pertinente, la equidad exige un trato igual o imparcial.
Según aquellos que aceptan el punto de vista de Platón y Aristóteles,
no existe un principio positivo de justicia que exija que todos los
seres humanos, a diferencia de todos los miembros de una determi­
nada categoría, hayan de ser tratados de manera igual. Lo único que*

* La Politicé, I I I . 12.
188 Problemas de filosofía política

es necesario decir, alegan, es que, en ausencia de una diferencia cono­


cida, deberíamos presumir que las personas pertenecen a la misma
categoría. Pero cabe preguntarse por qué. Si la humanidad no es en
sí misma una categoría pertinente para recibir un trato igual, ¿por
qué habríamos de presumir, en ausencia de un conocimiento deta­
llado, que las personas a las que afecta nuestra acción son iguales
en lo que se refiere a su necesidad, mérito y capacidad, cuando sabe­
mos que en general las personas pueden ser muy desiguales en estos
aspectos?
¿Qué dirían los defensores de Aristóteles sobre el principio de
igualdad ante la ley? En este caso, por lo menos eso parece a pri­
mera vista, estamos ante una forma de igualdad estricta que todos
aceptan como requisito de la justicia. Un juez no ha de calibrar a las
personas. No debería favorecer ni al rico ni al noble ni al listo ni
al que tiene más méritos, porque sean ricos, nobles, listos o merito­
rios. Tampoco debería favorecer a los pobres por el hecho de ser
pobres, o a los humildes por el de ser humildes. Favorecer al rico
sería un privilegio; al pobre, caridad o compasión. Tampoco sería
justicia. Un juez ha de ser imparcial. La imparcialidad representa,
sin duda, una exigencia de la justicia, y nuestro ejemplo sugiere que
es una forma de igualdad, a diferencia de la discriminación de la
equidad.
Sin embargo, en la práctica la imparcialidad de un juez encaja
en la regla de equidad. La imparcialidad no significa que el juez deba
tratar a todos, ovejas y cabras, inocentes y culpables, de igual forma.
El juez tiene el deber de discriminar, pero únicamente en el caso de
que existan diferencias «pertinentes»; y para el juez esa pertinencia
está en función de la culpabilidad y de la inocencia (o, en los casos
de derecho civil, de la responsabilidad y la falta de responsabilidad),
no en función de la riqueza y la pobreza, la nobleza y la humildad, la
inteligencia y la estupidez, la hermosura y la fealdad, o incluso el mé­
rito y el demérito como categorías morales generales (en contraposi­
ción con los méritos legales específicos de la causa de un individuo, tal
y como los ponen de manifiesto las pruebas). La diferencia pertinente
para la discriminación justa ha de ser pertinente también para el asun­
to de que se trate. Para el juez de un tribunal penal, cuya función
es encarcelar o dejar en libertad, la diferencia pertinente es la culpa­
bilidad o la inocencia. Para el hombre que reparte flautas (o, para
7. La justicia 189

actualizar el ejemplo de Aristóteles, para el comité que concede becas


para un conservatorio de música) la diferencia pertinente es la capa­
cidad o incapacidad para tocar la flauta. El juez sigue el principio de
equidad según el cual los casos iguales han de ser tratados de modo
igual y los casos desiguales de modo diferente, con la condición nece­
saria de que la única desigualdad a tener en cuenta es aquella que
resulte adecuada para su función. Su imparcialidad exige que ignore
todas las diferencias menos la culpabilidad probada. Antes de emitir
un veredicto, ha de tratar igualmente a todas las personas acusadas
de un delito, porque la ley presume que toda persona es inocente al
menos y hasta que se haya demostrado su culpabilidad. Por tanto,
durante el desarrollo de las causas, todos los acusados son iguales
a los ojos de la ley, en relación con la cualidad de culpa o inocencia,
y consecuentemente han de recibir un trato igual.
Se ha sugerido 1 que la imparcialidad es un principio puramente
formal, un principio de lógica, de racionalidad, de coherencia, que
no tiene que ver especialmente con la ética, sino con la racionalidad,
tanto en las cuestiones teóricas como en las prácticas. El principio
nos exige que tratemos los casos ¡guales de modo igual y los desigua­
les de modo diferente. Es irracional acordar un trato diferente para
personas iguales respecto a alguna cualidad pertinente, lo mismo que
decir que una hoja de papel es blanca y otra verde cuando, de hecho,
tienen el mismo color. Se dice que las cuestiones éticas pueden plan­
tearse sólo cuando decidimos qué cualidades hemos de considerar
pertinentes para un determinado propósito. Hacemos un juicio moral
cuando decidimos que la necesidad, el mérito o la capacidad se ten­
drán en cuenta como cualidad pertinente para diferenciar lo que es
igual de lo que es desigual; pero la regla de imparcialidad, relativa
a que los casos iguales sean tratados de igual modo, es puramente
formal.
Me parece que este punto de vista está equivocado. La imparcia­
lidad de la justicia no obedece únicamente a la racionalidad de la
lógica. Se debe decir que es insensato, y confuso, afirmar que una
hoja de papel es blanca y otra verde si las dos son del mismo color,

1 De un modo notable por el profesor Ch. Perelman. Véase, por ejemplo, su libro
The Idea of Justice and the Problem of Argument, Londres, 1963: Ensayo I, «Con-
ccrning Justice*; ensayo 3, «The Rule of Justice»; ensayo 7, «Opinions and Truth»
(especialmente la página 132).
190 Problemas de filosofía política

o dar una patada a una silla de una fila compuesta de sillas iguales
para luego conformarnos con otra exactamente igual; pero no debe­
ríamos decir que es injusto. La injusticia no es lo mismo que la irra­
cionalidad. No hablamos de justicia, o de imparcialidad, al describir
lo que hacemos a cosas materiales, ni tampoco, a mi entender, al
describir lo que hacemos a los animales. Puede ser inconsecuente ele­
gir un buey para sacrificarlo en vez de otro, pero ¿diríamos que es
injusto? Podemos pensar que es triste que se mate a los bueyes por
su carne, y no a los caballos, y que hay algo poco ético en matar ani­
males para conseguir alimentos. Pero, ¿diríamos que los hombres son
injustos con los bueyes, por comparación con los caballos, al comerse
a los unos y no a los otros? El concepto de justicia se refiere sólo a
nuestras relaciones con los seres humanos, y, por lo tanto, presupone
la ¡dea de que hay algo especial en los seres humanos, por contrapo­
sición a las cosas materiales o los animales. Si la Reina de Corazones,
en Alicia en el País de las Maravillas, dijese «¡Que les corten la ca­
beza!» respecto de uno de cada dos jardineros o de uno de cada dos
jugadores de croquet, sería injusto; pero no lo sería si lo dijese res­
pecto de uno de cada dos rosales o de uno de cada dos flamencos. En
cualquiera de los dos casos, se conduciría irracionalmente. La acción
irracional o inconsecuente hacia miembros de la misma categoría, sólo
se convierte en injusta si la categoría de los afectados por la misma se
compone de seres humanos.
Incluso en nuestras relaciones con los seres humanos, no todas
las formas de trato diferencial se consideran injustas o parciales. Su­
pongamos que debo una libra al lechero y otra al carnicero. Ambos
pertenecen a la misma categoría, la de las personas a quienes debo
una libra, por lo que debo tratarlos igualmente al pagar mis deudas.
Tengo varios billetes de una libra y muchas monedas. Trataría a los
dos de igual manera si doy un billete de una libra o diez monedas
a cada uno, y los trataría de diferente manera si doy un billete a uno
y monedas al otro. ¿Diríamos que la segunda acción era injusta o
parcial comparada con la primera? No, porque en ambos casos el va­
lor de lo recibido sería idéntico. Un trato diferente que no conlleva
un beneficio diferente es inmaterial. Lo que importa es que la igual­
dad de trato que la justicia exige para casos iguales es de índole ma­
terial, no formal; y lo que convierte el trato diferente que doy a las
7. La justicia 191

dos personas en materialmente igual es la cantidad de beneficio por


contraste con las diferentes formas de transmitirlo.
Del mismo modo que la concesión de un beneficio es una consi­
deración material para una distribución justa, así también lo es el
proceso opuesto de transmitir cargas. Supongamos que Juan y Jaime
son dos de mis alumnos, que están en la misma clase y que tienen
la misma capacidad. Si pongo a cada uno de ellos un examen sobre
diferente tema pero con la misma dificultad, no es injusto. Ni siquiera
sería irracional, aunque bien podría ser considerado inconsecuente.
La racionalidad de la acción no se agota en la consistencia lógica.
Puedo tener buenas razones para el trato diferencial e inconsecuente
que doy a Juan y a Jaime. Puede que tenga el motivo, perfectamente
altruista, de que si tuviesen que hacer sus exámenes sobre el mis­
mo tema, no podrían consultar fácilmente los mismos libros al mismo
tiempo, porque no se dispone más que de un ejemplar de cada uno
de ellos. Por otro lado, puedo tener el motivo egoísta de que no
quiero aburrirme escuchando discutir el mismo tema dos veces. Cabe
dudar que debamos calificarlo de un motivo «perfectamente bueno»
como podíamos hacer con el motivo altruista; pero persiste el hecho
de que el egoísmo puede ofrecer razones para la acción y puede con­
vertir en racionales dos acciones inconsecuentes. En cualquier caso, el
trato diferencial que doy a Juan y a Jaime no es injusto. Si los temas
de ambos ejercicios son de análoga dificultad, e igualmente desagra­
dables, ni Juan ni Jaime me considerarán injusto o parcial. Me consi­
derarán un bruto por el simple hecho de examinarlos, pero no un
bruto injusto. Por otro lado, si pusiese a Juan dos ejercicios y a
Jaime uno, o si diese un tema obviamente más difícil a Juan que
a Jaime, entonces Juan me podría considerar injusto. La diferencia
de cargas no es injusta si son igualmente gravosas. La discriminación
es injusta sólo si conlleva una diferencia material, no una diferencia
formal, y lo que cuenta como igualdad o desigualdad materiales es
el peso de la carga.
La justicia y la injusticia, la imparcialidad y la parcialidad, sólo
se suscitan en nuestro trato con los seres humanos y únicamente en
relación con la transmisión de beneficios o cargas. No se plantea una
cuestión de justicia respecto a la acción del excéntrico que trata a sus
sillas de diferente manera, o respecto al granjero que hace lo propio
con su ganado. Tampoco existe en el trato diferente que doy al le­
192 Problemas de filosofía política

chero y al carnicero, en tanto ambos reciban los mismos beneficios,


o en el que doy a Juan y a Jaime, en tanto reciban las mismas cargas.
La imparcialidad, pues, no es un concepto puramente formal. No es
sólo una regla para tratar los casos iguales de manera igual. Es una
regla para tratar a personas iguales de modo igual en la distribución
de beneficios o cargas. Incluso en su principio de imparcialidad, la
justicia va más allá de la lógica, aproximándose a la ética. Presupone
un tipo específico de valoración de los seres humanos como personas,
y tiene en cuenta lo que éstas estiman como beneficios y cargas.
Hay un límite más a la exigencia de imparcialidad. Hoy en día
somos tan conscientes de los males de la discriminación que tendemos
a olvidar que no siempre es reprobable. M. René Maheu, ex director
general de la UNESCO, afirmó, según una publicación oficial de su
propia organización l, en una Conferencia Internacional sobre Dere­
chos Humanos celebrada en 1968, que la Declaración Universal de
los Derechos Humanos «denuncia toda discriminación, del tipo que
sea, entre los seres humanos». Pero esto no se atiene a la verdad.
La afirmación más general sobre la discriminación o distinción, con­
tenida en dicha Declaración, es el primer párrafo del artículo 2, que
dice: «Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclama­
dos en esta Declaración sin distinción alguna de raza, color, sexo,
idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen
nacional o social, posición económica, nacimiento, o cualquier otra
condición.» El artículo exige sin duda la ausencia de «cualquier tipo
de distinción», pero exclusivamente en lo que se refiere a «todos los
derechos y libertades proclamados en esta Declaración».
Sería absurdo denunciar «toda discriminación, del tipo que sea,
entre los seres humanos». El ejercicio de la discriminación no siempre
es injusto. Decir de alguien que «es un tipo que sabe discriminar» es
una señal de elogio, y decir que «carece de sentido de la discrimina­
ción», una señal de censura. Es desacertado que un juez discrimine
excepto en lo que se refiere a la culpabilidad o a la inocencia; pero
también lo sería que no discriminase en ese terreno. No es bueno que
un profesor universitario, al calificar los exámenes de sus alumnos,
haga discriminaciones que no tengan que ver con la capacidad y el es­
fuerzo; pero tampoco lo sería que no discriminase sobre la base de esos

1 Unesco Chronicle, junio 1968, vol. X IV , núm. 6, p. 217.


7. La justicia 193

aspectos, al menos mientras se le exija calificar a sus alumnos mediante


exámenes. Las personas que tienen el deber de ser imparciales, tienen
también el deber de discriminar por razones adecuadas al caso. Inde­
pendientemente de esto, hay muchos contextos en los que el deber
de imparcialidad no se produce. No hay nada de injusto en discrimi­
nar en la elección de nuestros amigos; y habiéndolos elegido, no es
injusto ser parcial con ellos. Por el contrario, mal concepto nos for­
maríamos de una persona que no tratase a sus amigos de modo dife­
rente a como trata a los extraños — a menos que tuviese que tratar
con ambos, amigos y extraños, en virtud de que ocupa un determi­
nado cargo o desempeña un puesto de autoridad, en cuyo caso tendría
el deber de ejercer su cometido imparcialmente.
La regla general de imparcialidad o no-discriminación se aplica
únicamente en función de la ocupación de un cargo o puesto de auto­
ridad o de custodia. Tales papeles no se limitan, desde luego, a los
cargos oficiales. Un padre se encuentra en una posición semejante
respecto de sus hijos, y, en consecuencia, aunque pueda, como Jacob,
querer más a uno de ellos, sería injusto o imparcial favorecer más
a uno que a los otros; pero una vez más, como en los otros casos,
también en éste resulta adecuado discriminar cuando existen razones
apropiadas para ello. Por ejemplo, pagar la matrícula a aquel que
tiene capacidad para beneficiarse de una educación universitaria.
Pero no se trata sólo de que tendamos a olvidar que el deber
general de ser imparcial se aplica únicamente al ejercicio de una fun­
ción de autoridad o custodia, también tendemos a olvidar que este
deber es inherente a dicha función. Era, por ejemplo, completamente
superfluo sugerir, como hizo el Secretario del Interior británico en
1968, que la Ley de Relaciones Raciales debía ir acompañada de una
cláusula especial en el código disciplinario de la policía exigiendo que
los funcionarios de la policía no discriminasen a las personas de color.
Porque éstos se hallan obligados, debido a su cargo o función, a ser
imparciales, salvo en lo que concierne a la distinción entre los que
transgreden la ley y los que no lo hacen. Decir a un policía que co­
mete una falta al discriminar a una persona de color equivale a decir
esto mismo a un juez o a un funcionario del Ministerio del Interior.
La excusa que se daba consistía en que muchas personas de color
creían, correcta o equivocadamente, que los policías las discriminaban.
Pero muchas personas de color piensan lo mismo de los funcionarios
194 Problemas de filosofía política

del Ministerio del Interior. Si un policía o un funcionario público


discrimina, de hecho, a una persona de color, está violando un deber
de su cargo y puede ser castigado por ello. Si, por otro lado, algunas
personas de color imaginan equivocadamente que existe discrimina­
ción aunque no sea cierto, su error no se enmendará repitiendo en
una cláusula especial un deber que ya está incorporado en las dispo­
siciones generales del código de disciplina de la policía.
Esto no significa que no tenga objeto legislar contra la discrimi­
nación. No todas las funciones incorporan deberes de imparcialidad.
Sería ultrajante que se legislase en contra de la discriminación en la
elección de los propios amigos, pero puede que existan buenas razo­
nes, en determinadas circunstancias, para legislar contra la discrimi­
nación en la elección de los propios clientes. Un tendero no ejerce
una función de autoridad o de custodia, y si decide dar crédito a sus
amigos y no a otros clientes, es asunto de su incumbencia. No viola
ningún deber de su función (como haría si engañase en el peso).
Asimismo, si un empresario, un hotelero o un propietario de bienes
inmuebles discriminan en favor de un grupo o en contra de otro al
ofrecer trabajo, aceptar clientes o vender casas, no están violando
ningún deber de su papel de hombres de negocios. No obstante, si
por razones especiales se ocasiona un grave daño social al dejar una
libertad absoluta a los empresarios, hoteleros, propietarios de bienes
inmuebles, etc., para que elijan aspirantes a los trabajos, clientes para
las habitaciones o compradores de casas, el Estado estaría justificado
para imponerles por ley un deber de no discriminar, que no tienen
en virtud de su función, al revés que los policías, los jueces y los
funcionarios públicos.
¿Qué clase de daño social justifica una legislación así? No habrá
acuerdo general sobre la respuesta a esta pregunta. Como hemos visto
en el capítulo V, sección 2, el grado en que el Estado debe restringir
la libertad en favor de fines sociales valiosos es materia opinable.
A mi juicio, la legislación contra la discriminación está justificada
cuando la discriminación en cuestión tiene el efecto de privar a un
grupo de personas de beneficios generalmente reconocidos como de­
rechos públicos. A ello se debe que la Declaración Universal de Dere­
chos Humanos limite su denuncia de la discriminación al área de los
derechos humanos, o derechos comunes, considerados fundamentales
7. La justicia 195

para una vida humana tolerable en la sociedad civilizada. Por ejem­


plo, si existe la costumbre generalizada de discriminar a las personas
de color al aceptar aspirantes a un empleo, o al alquilar habitacio­
nes de hoteles, o al vender casas, ello supondría una grave dificultad
para que una persona de color encuentre trabajo, una cama donde
pasar la noche, o un sitio para vivir. Por otro lado, si la discrimi­
nación se convierte en una molestia y crea resentimiento, pero no
constituye una dificultad real para la satisfacción de necesidades fun­
damentales, no existe una justificación suficiente para legislar. Por
ejemplo, si un club privado de golf discrimina a las personas de color
(o a otros grupos minoritarios, como los judíos) al aceptar solicitudes
de admisión, esto, aunque es moralmente ofensivo, no priva a nadie
de sus derechos públicos o necesidades fundamentales. Los solicitan­
tes excluidos tienen la posibilidad, por supuesto, de jugar al golf en
canchas públicas, o si pueden costearse la entrada en un club privado
de golf, también pueden, presumiblemente, crear uno propio; o, en
el peor de los casos, si no existen otras alternativas para jugar al
golf, practicar otra forma de ejercicio o de deporte. Pero la persona
de color excluida de un trabajo, o de la habitación de un hotel cuando
va de viaje, carece de una alternativa aceptable. La persona a quien
no se permite jugar al golf puede jugar al tenis, o dar un paseo, sin
sufrir un perjuicio grave; pero el desempleo o un banco en el parque
no sustituyen un trabajo o una cama.
Algunos dirán que esto no basta. Alegarán que está muy bien
valorar la libertad y ser cauteloso al imponerle restricciones legales;
pero la libertad de ejercer prejuicios es peor que indigna. Aunque
una forma de discriminación, como en el caso de la entrada a un club
de golf, no prive a una persona de sus necesidades fundamentales,
sí daña a la estructura social y, por tanto, desde ese punto de vista,
ha de ser limitada en nombre de la justicia. Pero entonces, ¿dónde ha
de situarse el límite, si no es en la protección de los derechos huma­
nos o comunes? Es posible que un grupo de burgueses blancos y
protestantes que crea un club de golf desee reservar sus actividades
recreativas para ellos y los suyos, y, por tanto, se excluya a las per­
sonas de color, a los judíos, a los católicos, a los clérigos y a los
abogados. Si convertirmos en ilegal una discriminación así, ¿qué dire­
mos de un club creado por jóvenes judíos o católicos que restrinja la
196 Problemas de filosofía política

posibilidad de ser miembro a los jóvenes de la misma religión? ¿Ha


de obligar la ley a admitir a los protestantes, a los viejos o a los chi­
quillos? O, lo que viene a ser lo mismo, ¿ha de exigir la ley a una
persona que no limite su amistad a aquellos que comparten su opinión
o con quienes congenia? Desde luego, esto es absurdo. Hacer amigos
es un proceso bilateral, y en general, una persona a la que no quiero
como amiga tampoco me querrá como amigo. Y si un club de golf
practica la discriminación contra los judíos o contra los católicos, nin­
gún judío o católico que se respete deseará verse humillado en ese
club. Análogamente, si un hotel discrimina a las personas de color,
ninguna persona de color que se respete a sí misma deseará que la
humillen allí — siempre que disponga de una alternativa razonable..
El problema se plantea cuando ésta no existe, cuando son muchos los
hoteles que discriminan, por lo que la persona de color no tiene la
seguridad de encontrar una habitación.
El argumento relativo al daño a la estructura social exige, no obs­
tante, una ulterior consideración. Supongamos que hubiese hoteles
adecuados, pero destinados sólo a la gente de color. Supongamos que
hubiese colegios, piscinas, fábricas, sólo para la gente de color. ¿Es
una situación satisfactoria que exista un apartheid social, con servi­
cios «iguales pero separados» para los blancos y para los negros? Un
sistema de castas puede evitar la tensión social, pero no deja de ser
moralmente ofensivo. Dado que la justicia concierne al orden social
y a la defensa de los derechos de la persona, ¿no estaríamos de acuer­
do en que los servicios «iguales pero separados» son injustos aun
cuando realmente sean iguales?
El punto débil de esta objeción está en su irrealidad. Cuando se
asegura, en los estados sureños de EE.UU., o en Africa del Sur, que
a los negros se les da, o se les va a dar, medios iguales pero separa­
damente, la verdad es que los medios ni son ni pueden ser realmente
iguales. Que no lo son es algo obvio para cualquier observador. Que
no lo pueden ser se debe al hecho de que no existe igualdad de elec­
ción. La separación la impone un grupo más poderoso a uno menos
poderoso. Por sinceras que sean las intenciones de los blancos en lo
que atañe a la igualdad de servicios, el mero hecho de que ellos ten­
gan el poder político, y de que hayan tomado la decisión de que los
servicios estén separados, significa que no puede existir una verda­
7. La justicia 197

dera igualdad. Un sistema de castas es moralmente ofensivo no sólo


porque separa grupos diferentes, sino porque es una jerarquía en la
que algunos grupos son considerados superiores a otros. Si los negros
tuvieran las mismas posibilidades de elección que los blancos, y si
ambos grupos decidiesen voluntariamente que preferirían tener los
colegios y hoteles por separado, ¿sería el resultado moralmente ofen­
sivo? Sería moralmente insatisfactorio, ya que debilita el sentido de
la fraternidad, pero no injusto. Cabe opinar que semejante sociedad
se ha dividido en «dos naciones», y que era preferible una socie­
dad única. El hecho es que si se llevase a cabo mi hipotético ejemplo,
habría «dos naciones», que probablemente desearían disponer de sí
mismas geográfica y políticamente como si fuesen dos estados, pero
uniéndose quizás en una federación por motivos tales como la defensa
y el comercio, en aras del beneficio mutuo.
Un ejemplo más realista sobre servicios iguales pero separados
lo encontramos en las instituciones educativas que las minorías reli­
giosas pueden fundar por propia iniciativa, si deciden hacerlo, en
Inglaterra. En una ciudad como Glasgow, en donde existe una im­
portante minoría católica, los católicos pueden establecer sus propios
colegios mantenidos o subvencionados por el Estado. No todos los
católicos eligen enviar a sus hijos a esos colegios, pero muchos lo ha­
cen, y nadie negaría que la educación que se recibe es tan buena como
la de otros colegios que no son católicos. Algunas personas pueden
lamentar que la separación es contraria a la fraternidad cívica, y pue­
den propugnar que no se estudie religión en los colegios. Por otro
lado, las personas que profesan una religión, ya sean católicos o pro­
testantes, alegarán que la educación religiosa y la práctica de la reli­
gión son una parte fundamental de la educación, tal y como ellos la
entienden; y quizás añadan que constituyen el mejor modo de fomen­
tar un espíritu de fraternidad. Sea como fuere, ¿quién diría que los
servicios iguales pero separados son injustos o parciales? ¿Injustos
para quién? La dimensión social de la justicia consiste en proteger las
normas sociales aceptadas por la mayoría de los miembros de la so­
ciedad en tanto que son generalmente beneficiosas para todos. Cuando
existe el acuerdo de aceptar una diversidad de ordenaciones para gru­
pos diferentes con el fin de afrontar sus distintos intereses, nos apar­
tamos de la uniformidad pero no de la justicia.
198 Problemas de filosofía política

3. El derecho a la igualdad

He señalado anteriormente que las personas que desempeñan una


función de autoridad o de custodia tienen un deber de imparcialidad
que es inherente a esa función. Para las personas que actúan en otras
áreas no existe tal deber de imparcialidad o de trato igualitario; pero
por determinadas razones este deber puede serles impuesto por ley,
como en el caso de la Ley de Relaciones Raciales de 1968, para pre­
venir la discriminación racial en aspectos tales como el empleo y
la vivienda, o en el caso de la Ley de Igualdad Salarial de 1970, o la
Ley de Discriminación por Razones de Sexo de 1975, enderezada a
promover la igualdad para las mujeres. Cuando existe un deber de
imparcialidad implícito en una determinada función o impuesto por
ley, aquellos que resultan afectados por las acciones de las personas
que tienen el deber, tienen derecho a recibir un trato igualitario. Si
favorezco a mis amigos ofreciéndoles regalos de Navidad, no daño
los derechos de nadie, ya que no podríamos decir que alguien tenga
derecho a recibir regalos de Navidad. Pero si la discriminación tiene
el efecto de privar a algunas personas de medios normalmente ase­
quibles para cualquiera, nos veríamos inclinados a decir que su dere­
cho a recibir los mismos servicios que los demás debería ser recono­
cido y protegido por la ley.
¿Cuál es el fundamento de la creencia de que todos los seres
humanos tienen derecho a recibir los mismos servicios, sean de la
clase que fueren, y a qué clase de servicios iguales tienen derecho?
Se dice, por ejemplo, en la Declaración de Independencia de los Esta­
dos Unidos, que «todos los hombres nacen iguales». ¿E s verdad esto?
Las personas tienen capacidades diferentes, al igual que difieren en
fuerza física, en inteligencia, o en belleza. Puede que la naturaleza
sea injusta al dotarlas de un modo tan diferente, pero el hecho es
que no nacen con las mismas características. Desde luego, nadie su­
pone que se da tal situación. La afirmación «todos los hombres son
iguales» (o «todos los hombres nacen iguales») se entiende a priori,
no como la afirmación de un hecho, sino como la expresión de un
derecho: todos los hombres tienen derecho a recibir un trato igua­
litario (en cierto sentido).
¿Cómo se justifica esta afirmación? Si los hombres no son, de
hecho, iguales en sus capacidades, necesidades o méritos, ¿por qué
7. La justicia 199

se les ha de tratar de igual forma? Algunos filósofos alegan que ni


existe derecho a una igualdad positiva de trato, ni igualdad fáctica
entre las personas sobre la cual pudiese basarse tal derecho *. La de­
manda de dicha igualdad, dicen, es una demanda negativa para que
se elimine la desigualdad arbitraria e injustificada. Por ejemplo, los
revolucionarios franceses, al reclamar la igualdad, estaban reclamando
la remoción de privilegios arbitrarios, tales como aquellos que limi­
taban los derechos políticos a los ricos y bien nacidos. Pero ¿cómo
podemos juzgar que la discriminación es arbitraria o injustificada, que
se basa en supuestos que no hacen al caso, a menos que presupon­
gamos una igualdad fundamental? Dar flautas a aquellos que tienen
capacidad para tocarlas es discriminar sobre la base de razones que
sí son pertinentes. Lo mismo ocurre cuando se concede el voto a
aquellos que son capaces de ejercerlo. Otorgarlo únicamente a los
ricos es arbitrario, porque la posesión de riqueza no tiene nada que
ver con la capacidad de votar. Ahora bien, si los revolucionarios fran­
ceses hubiesen exigido que se diese el voto únicamente a los inteli­
gentes y a los que hubiesen recibido educación, podría haberse dicho
que trataban de reemplazar una discriminación no respaldada por
razones pertinentes por una discriminación basada en razones ade­
cuadas. Pero si se afirmase que el voto no debería ser privilegio de
ningún grupo en concreto (excepto en lo que se refiere a la edad),
que debería ser asequible a todos los adultos, ello presupondría segu­
ramente la idea de que todos los adultos tienen la capaádad necesaria
para ejercitar el voto, por lo que se estaría aludiendo a una creencia
en una forma de igualdad fáctica: que todo adulto tiene la capacidad
necesaria para formarse un juicio político. Puede que, de hecho, la
creencia no sea verdad. El demócrata que aboga en favor del voto
para todos los adultos tal vez se equivoque en su presupuesto, como
se equivocaría aquel que solicitase la distribución de flautas (o becas
musicales) para todos; y ya he sugerido en el capítulo V I, sección 3,
que el punto de vista del demócrata conlleva quizás la condición
de que la capacidad para formar un juicio político exige añadir cierto
grado de educación a la capacidad innata. No obstante, resulta bas­
tante claro que presupone, correcta o equivocadamente, que esta ca-

1 Véase, por ejemplo, S. I. Benn y R. S. Peters, Social Principies and the Demo-
cratic State (Londres, 1959), pp. 108-11.
200 Problemas de filosofía política

pacidad innata es universal. Del mismo modo, si afirmamos que todas


las personas, independientemente de su color, han de recibir un trato
igual en relación con las oportunidades de empleo o vivienda, estamos
queriendo decir, no sólo que el color no hace al caso en lo que atañe
a la capacidad para desempeñar un trabajo o alquilar una casa, sino
también que toda persona necesita un medio de subsistencia y un
hogar.
Sin duda, las personas son diferentes en sus capacidades y nece­
sidades; pero todos poseen por igual ciertas capacidades y necesidades
básicas. Cuando se dice que todas las personas son iguales, no signi­
fica sólo que tienen un derecho igual de algún tipo, sino también
que, a pesar de las muchas desigualdades naturales existentes entre
los seres humanos, todos están igualmente dotados de ciertas capaci­
dades y necesidades básicas, y que, en lo que se refiere a algunas de
estas cualidades compartidas, difieren radicalmente de otros animales.
¿En qué consiste esta diferencia? Los seres humanos comparten con
todos los animales la necesidad de alimento, y con muchos la capa­
cidad de disfrutar con el placer y de sufrir con el dolor. También
consideramos que algunos animales son, hasta cierto punto, capaces
de pensar. Lo que no suponemos que tienen los animales es capaci­
dad de elección racional. Esta, añadida a la capacidad de disfrutar con
el placer y de sufrir con el dolor, es lo que consideramos distintivo
de los seres humanos. Y como toda persona posee además la capa­
cidad de la empatia, la capacidad de ponerse en el lugar de otro,
puede comprender que otras personas, como ella misma, deseen vivir
sus vidas a su manera. Algunos son más listos o más fuertes que
otros, por lo que pueden hacer mejor uso de su capacidad de elec­
ción; pero todos pueden elegir y todos pueden disfrutar y sufrir.
Esto es lo que constituye la humanidad común, y lo que sirve de base
fáctica a la afirmación de que todas las personas tienen un derecho
igual de algún tipo.
Me ocuparé ahora de la siguiente cuestión: ¿A qué tienen todas
las personas un derecho igual? Sin duda, no tienen derecho a un trato
igual en todos los aspectos y en todas las circunstancias. Examinaré
tres posibilidades: (1) que el derecho a la igualdad es un derecho a
una consideración igual; (2) que es un derecho a una oportunidad
igual; y (3) que es un derecho a la satisfacción igual de las necesi­
dades básicas.
7. La justicia 201

(1) La primera posibilidad, que el derecho a la igualdad es un


derecho a la consideración igual, me parece totalmente inaceptable,
ya que es demasiado imprecisa para dar cierta consistencia a la res­
puesta que estamos buscando. Afirmar que una persona debe recibir
consideración quiere decir que no debe ser ignorada. Supongamos
que no me gusta el pelo rojo y que, en el ejercicio de una función que
exige imparcialidad, discrimino a alguien por ser pelirrojo. Podría
decir: «Te traté con toda consideración-, con tanta atención como a
los demás. Hice especial hincapié en averiguar si tu pelo rojo era
natural o teñido, y como descubrí que era natural, te he rechazado.»
Se dirá que poseer pelo rojo no es una cualidad pertinente para la
elección que tenía que hacer. Pero, en cierto sentido, sí lo es. Lo que
gusta o disgusta a una persona influye en las elecciones que hace.
La cuestión es que cuando elijo en el ejercicio de un cargo de autori­
dad, debería dejar de lado mis gustos privados porque mi deber es
elegir como persona pública y no como persona privada. Por tanto,
no basta con afirmar simplemente que debo dar la misma considera­
ción a las personas afectadas por mi elección. Ello podría significar,
sencillamente, que debería emplear la misma cantidad de tiempo o de
esfuerzo al considerarlos. Lo importante es que debería considerar
solamente aquellas cualidades adecuadas al fin del deber público que
me ha sido impuesto. Decir que todos aquellos a quienes afectará mi
decisión tienen un derecho igual a recibir consideración, equivale
sencillamente a decir que tengo un deber de ser imparcial, de discri­
minar únicamente sobre la base de aquellas características adecuadas
a la función que desempeño.
(2) El derecho a una oportunidad igual es más sustancial y pa­
rece una posibilidad más prometedora como respuesta a nuestra pre­
gunta. Lo que sugiere es que todos tienen derecho a las mismas opor­
tunidades para auto-realizarse, para sacar el máximo provecho de las
capacidades con que están dotados. La idea de oportunidad igual
puede ejemplificarse especialmente a través de la educación. Si se da
a todos una oportunidad igual para auto-realizarse a través de la edu­
cación, algunos (los mejor dotados por la naturaleza) demostrarán
una capacidad mayor para beneficiarse de ella que otros; y algunos
(los ambiciosos y los diligentes) elegirán beneficiarse de la oportuni­
dad que se les ofrece, mientras que otros no lo harán. La oportunidad
se distribuye de forma igualitaria, pero los beneficios resultantes serán
202 Problemas de filosofía política

desiguales debido a la diversidad de talentos y esfuerzos (por no decir


nada de la suerte).
No es necesario que las oportunidades iguales sean idénticas, y
diversidad de talentos no quiere decir desigualdad de talentos. Para
que dos cosas diferentes puedan calificarse de desiguales, la diferencia
ha de ser cuantitativa pero dentro de una igualdad cualitativa, de
modo que ambas cosas puedan situarse en la misma escala. Tiene
sentido decir que diez años de educación no es lo mismo que veinte,
o que un cociente de inteligencia de 100 no es lo mismo (es desigual)
que uno de 150. Estamos puntuando dos cosas de la misma clase con
la misma escala. Pero no tiene sentido hablar de una desigualdad
entre la educación técnica y la musical, o entre el talento para la
carpintería y el talento para tocar el violín. Se trata de diferentes
clases de educación o de talento, y como no pueden ponerse en la
misma escala, tampoco cabe considerarlos desiguales. Pero si un de­
terminado talento y una determinada educación conducen a un tra­
bajo que proporciona un salario de 40 libras a la semana, mientras
que otro conduce a un trabajo que proporciona 80 libras a la semana,
los beneficios salariales son desiguales, y esta desigualdad tiende a
producir una valoración de ambos trabajos, y de los dos tipos de
talentos y de educación, en términos de beneficios monetarios. La
desigualdad se debe a estructuras sociales, no a la pura diferencia
entre los trabajos, talentos y formas de educación. Y la desigualdad
de beneficio y de status en la ordenación social se debe a considera­
ciones económicas de utilidad y de escasez. Se ofrece a los cirujanos
tanto un salario como un status elevado porque el trabajo de un
cirujano es muy útil y porque relativamente pocas personas son capa­
ces de desempeñarlo. Consecuentemente, una distribución de oportu­
nidades igualmente adaptadas a diferentes (pero no desiguales) talen­
tos naturales puede dar por resultado remuneraciones desiguales (no
sólo diferentes).
Cuando las personas hablan de igualdad de oportunidades, a me­
nudo están pensando, no en la diferenciación de las oportunidades
para adecuarlas a las diferentes capacidades, sino más bien en la igua­
lación de las oportunidades para poder competir por puestos relati­
vamente escasos de elevado salario y status. Concretamente, están
pensando en anular aquellas restricciones sobre las oportunidades
debidas, no a diferencias de capacidad natural y a las ordenaciones
7. La justicia 203

sociales que resultan de la utilidad y de la escasez de ciertas capaci­


dades, sino a otros factores sociales. Puede que dos chicos tengan
aproximadamente el mismo grado de la misma clase de capacidad ne­
cesaria para conseguir trabajos bien remunerados; pero pueden reci­
bir oportunidades educativas diferentes y desiguales porque el padre
de uno de ellos es rico, instruido y está ansioso por darle a su hijo
una buena educación, mientras que el padre del otro es pobre, igno­
rante y no está interesado en su educación. De ahí la defensa de la
«igualdad de oportunidades», en el sentido de que las oportunidades
para la educación han de estar vinculadas a la capacidad y no al en­
torno social.
Ahora bien, ¿no es contraproducente esta idea de la igualdad de
oportunidades? Supongamos que fuese factible que todos los niños
de una generación y de una determinada sociedad tomasen la salida
en la carrera desde el mismo punto. Aquellos que tuviesen más capa­
cidad (en el sentido de aptitudes socialmente útiles y relativamente
escasas) y que se esforzasen al máximo, acabarán más instruidos y
mejor situados. ¿Qué ocurriría con sus hijos? La persona que ha
triunfado, que es rica e instruida, deseará dar a sus hijos mejores
oportunidades, y estará en mejor situación para hacerlo que un fra­
casado. Aun cuando los colegios privados y de pago hubiesen sido
abolidos, el rico podrá proporcionar a su hijo más libros, más viajes
y más cultura en general. ¿Ha de despojarle el gobierno de su riqueza
para que su hijo no pueda gozar de estas ventajas? Si ello es así, y
si sabe de antemano que los frutos de su éxito le van a ser arrebata­
dos, tendrá muy pocos incentivos para sacar el máximo rendimiento
de sus aptitudes. En cualquier caso, aun cuando se le despoje de su
riqueza, no se le puede arrebatar su saber, lo que de por sí propor­
ciona una ventaja, a su hijo.
Otra característica de esta idea de igualdad de oportunidades es
que implica una idea de competición. Acabo de decir: supongamos que
todos los niños de una generación tomasen la salida «en la carrera»
desde el mismo punto. La idea de igualdad de oportunidades parece
estar unida a la de una carrera por alcanzar una meta, una carrera en
busca de «brillantes premios», tales como la riqueza y el prestigio.
Una cosa es hablar de adecuar las oportunidades a los talentos, de
tal modo que todos puedan emplear sus aptitudes para conseguir
una vida plena y agradable; otra muy distinta, hablar de igualdad de
204 Problemas de filosofía política

oportunidades para competir por los premios que ofrece la sociedad


tal y como la conocemos, y sobre todo por la riqueza. ¿Es esto real­
mente lo que persiguen los ¡gualitaristas al defender la justicia «so­
cial» o reformadora? ¿Objetan a la importancia que se da a premios
sociales, como la riqueza y el prestigio, o sólo al modo en que tales
premios se distribuyen en la actualidad? ¿Pretenden, como Platón,
que las personas «superiores por naturaleza» lo sean también so­
cialmente?
Entonces, si se considera injusto que las estructuras sociales favo­
rezcan a unos en vez de a otros, ¿por qué limitarnos a la ordenación
social? ¿No es acaso injusto que la naturaleza dé más inteligencia
o más belleza a unos que a otros? ¿Por qué habría de considerarse
especialmente justo o imparcial adecuar la ordenación social a lo que
sucede en la naturaleza? No siempre estimamos justo seguir el ejem­
plo de la naturaleza. Si puede curarse o prevenirse la enfermedad,
pensamos que ello debe hacerse, aunque signifique ir contra la natu­
raleza. Si un niño nace ciego, no nos satisface dejarle que afronte
solo toda la carga de la incapacidad que la naturaleza le ha propor­
cionado, sino que intentamos mitigar en lo posible su «inferioridad»
tomando determinadas medidas hacia él.
(3) La idea de igualdad de oportunidades no es, por tanto, tan
sencilla como parece a primera vista. ¿Es en cualquier caso suficiente
para satisfacer la idea de un derecho a la igualdad? Si debido a la
mala suerte una persona no es capaz de beneficiarse de sus oportuni­
dades, ¿es correcto dejarla morir de hambre? ¿Es acaso justo? En la
época del antiguo liberalismo de laissez-faire se pensaba que la fun­
ción del Estado era favorecer la competitividad, dando a cada persona
una libertad igual (una forma mínima de oportunidad) para hacer
lo que pudiese por sí misma, y permitiendo el acoso a los débiles.
La caridad podía salvar al débil, pero no tenía nada que ver con la
justicia o los derechos de la persona. Sin embargo, el moderno Estado
del Bienestar da expresión a un significativo cambio de perspectiva.
Se considera que todos tienen derecho a un medio de vida, aun
cuando no lo hayan merecido. De hecho, la ordenación del Estado del
Bienestar implica un derecho a un medio de vida no sólo para la per­
sona que no ha tenido suerte, sino también para el holgazán que ha
preferido no beneficiarse de sus oportunidades. No deberíamos decir
que este último merece ayuda, a diferencia del primero, pero se con­
7. La justicia 205

sidera que la satisfacción de las necesidades básicas se debe todos


como cuestión de justicia o de derechos, y como un deber que la co­
munidad organizada tiene hacia todos sus miembros.
La idea comunista de la justicia distributiva consiste en que la
distribución de las cargas debería depender de las capacidades, mien­
tras que la de los beneficios debería depender de las necesidades:
«a cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad».
El mérito no entra en consideración. Los beneficios no son la recom­
pensa a la contribución al bien común. Se presupone que la recom­
pensa es innecesaria, que, idealmente, las personas pueden despren­
derse de su egoísmo y contribuir al interés general sin esperar nada
a cambio. En una sociedad comunista, se imagina, las personas traba­
jarán en favor del bien común tanto como puedan, en la medida de
sus respectivas capacidades, y que se conformarán con recibir lo que
necesitan, sin pensar en lo que se han ganado con su esfuerzo. Desde
luego, sus necesidades difieren en cierto modo, y, por tanto, no reci­
birán los mismos beneficios. Un estudiante necesita libros, un cien­
tífico necesita material, y ambos necesitan una buena dosis de ocio
y tranquilidad. Estas necesidades atañen tanto al cumplimiento de
su función comunitaria como a la satisfacción personal que resulta
de realizar las potencialidades personales. Pero en muchos aspectos
todas las personas necesitan las mismas cosas y poseen la misma ca­
pacidad para disfrutar. Así, en una institución comunal, como un
kibbutz israelí, no existen salarios. A todos se les permite utilizar
una casa, tienen acceso a comidas comunitarias, la misma cantidad
de ropa y la misma cantidad de dinero para gastarlo, según sus gustos
personales, en libros, vacaciones o cualquier otra cosa que se pre­
fieran.
La idea comunista de la justicia distributiva es idealista y sólo
la pueden llevar a la práctica personas relativamente desinteresadas,
como los miembros de un kibbutz o de un monasterio. Esta idea no
se lleva a la práctica en los estados comunistas, en donde se alaba de
boquilla la idea de igualdad, mientras que las rentas pueden ser pro­
fundamente desiguales. En la obra de George Orwell Animal Farm ’,
«todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros».
* Literalmente la traducción del título de esta obra es Granja de Animales, aunque
la edición castellana ha sido presentada con el título de Revolución en la granja.
(N. del T.)
206 Problemas de filosofía política

El eslogan comunista puede contrastarse con lo que Marx consideró


el principio de justicia distributiva de una sociedad socialista: «a cada
cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo». Aquí los
beneficios se distribuyen de acuerdo con ciertos méritos. Los que tra­
bajan con más diligencia reciben más; los que se lo toman con calma,
menos. Esta idea hace concesiones al natural egoísmo de la mayoría
de las personas tal y como las conocemos. El incentivo del premio es
necesario para que den lo mejor de sí mismos en pro del bien común.
Si se les premia según sus méritos, en lugar de recibir beneficios según
sus necesidades, esto será útil para la sociedad en general, pues su­
pondrá un incentivo, tanto para ellos como para otros, para que se
esfuercen al máximo. El concepto «socialista» de justicia difiere del
concepto de justicia del liberalismo de laissez-faire en que el primero
supone que las personas contribuirán voluntariamente al bien común
y obtendrán su recompensa en términos de esa contribución y no en
términos del esfuerzo realizado para su propio beneficio.
El Estado del Bienestar es una amalgama de ideas extraídas del
liberalismo y del comunismo. (Históricamente es la herencia del libe­
ralismo radical.) Asegura un mínimo básico, la satisfacción de las
necesidades fundamentales para la subsistencia a todos por igual, in­
dependientemente de sus méritos o de su trabajo. Pero traspasado
el nivel del mínimo básico, deja en libertad a las personas para que
compitan por conseguir recompensas mayores. Desde luego, no está
claro dónde ha de situarse este nivel del mínimo básico. Los dife­
rentes países, y los diferentes grupos políticos de un país, asumen
diferentes puntos de vista acerca de cuáles son las necesidades básicas
de la existencia humana a las que hay que proveer y que pueden ser
cubiertas. No obstante, para el propósito de nuestra discusión con­
ceptual, lo que importa es que el mínimo básico sea considerado como
un derecho, como algo que exige la justicia, mientras que por encima
del nivel del mínimo básico queda un espacio para la vieja idea libe­
ral de dejar al individuo en libertad para que se eleve o caiga por
su propia diligencia o desidia, y por la buena o mala fortuna de sus
aptitudes naturales y de las oportunidades que le brindan sus antece­
dentes personales y su ambiente.
La satisfacción igualitaria de las necesidades básicas no implica
siempre una distribución igual de los medios materiales que se requie­
ren para ello. Todos necesitan alimentos para vivir, pero el diabético
7. La justicia 207

necesita además insulina. Todos los niños necesitan recibir educación,


pero un niño ciego no puede ser educado con los medios normal­
mente previstos para los demás y han de proporcionársele recursos
especiales, más costosos. Las necesidades del diabético y del niño
ciego son mayores que las de una persona normal, y, por lo tanto, los
medios necesarios para cubrirlas son mayores de lo normal. Así pues,
en cierto sentido la distribución de beneficios es desigual. Es una
distribución equitativa, no una distribución aritméticamente igual, y
está enderezada a proveer a necesidades desiguales. No obstante, esta
distribución diferencial no es acorde con la naturaleza, como ocurre
con la distribución diferencial de oportunidades y recompensas con
arreglo a las aptitudes y el esfuerzo de cada uno. Es contraria a la
naturaleza e implica la idea de que las desventajas naturales han de
mitigarse en lo posible. Se presupone claramente la idea de que todos
tienen derecho a la satisfacción igual, al menos en lo que se refiere
a un mínimo básico, del deseo de seguir viviendo y de ejercer las
facultades específicamente humanas, a pesar de que la naturaleza no
proporciona a todos la capacidad necesaria para conseguir esto me­
diante métodos normales. Así pues, en cierto sentido, la distribución
de beneficios, de satisfacción recibida, es igual, aun cuando la distri­
bución de los medios necesarios para conseguirlos sea desigual debido
a la existencia de necesidades especiales. El derecho a la igualdad
propiamente dicha, a diferencia de la equidad globalmente conside­
rada, es un derecho a la satisfacción igual de las necesidades humanas
básicas, incluido la necesidad de desarrollar y utilizar aquellas facul­
tades que son específicamente humanas.
Cabe preguntarse: ¿Hasta qué extremos debe llevarse? ¿Cuándo
se convierte un deseo general en una necesidad humana básica? El
ciego querría tener las ventajas que proporciona la vista. Las herma­
nas feas querrían tener la belleza de Cenicienta. Dado que toda per­
sona desea ser hermosa, ¿ha de considerarse que la cirugía plástica
es una necesidad básica? La respuesta a esto es la siguiente: io nece­
sario vendrá dado por la consideración de cada caso. En lo funda­
mental, la provisión de las necesidades básicas consideradas un dere­
cho la llevan a cabo las sociedades políticamente organizadas para
sus miembros, y lo que una sociedad determina como nivel de nece­
sidades básicas, que el sector público ha de satisfacer, depende de
cómo se valoren las diferentes demandas y de los medios económicos
208 Problemas de filosofía política

de que se disponga. Hoy en día, en Inglaterra, las personas que pa­


dezcan defectos de visión pueden conseguir, por derecho, unas gafas
del Servicio Nacional de la Salud; pero si consideran que una mon­
tura corriente no les favorece y solicitan una más a la moda, y más
cara, o unas lentillas, que todavía lo son más, se supone que deben
costearse por sí mismas estos caprichos estéticos. La autoridad, en
nombre de la sociedad organizada, estima que las ayudas para me­
jorar la vista son una necesidad básica, mientras que las ayudas para
mejorar el aspecto personal no lo son. Hay aplicaciones del dinero de
los contribuyentes que son más acuciantes. En muchos otros países,
unos más ricos, otros más pobres que Inglaterra, la provisión de
cualquier tipo de gafas no es una carga pública. Si una determinada
sociedad tiene medios para proporcionar cirugía plástica a todas aque­
llas personas que tengan una nariz fea, y si la mayoría de las personas
de esa sociedad llegan a pensar que la desgracia de tener una nariz
fea hace imposible un nivel de vida razonable, entonces, en esa socie­
dad, la cirugía plástica para los feos será considerada como una ne­
cesidad básica. Pero no podemos establecer a priori una categoría
de satisfacciones que sean consideradas necesidades básicas para todos
en todas partes. Algunas, como la protección frente al daño físico,
están reconocidas por las leyes de todos los estados civilizados, que
las consideran tanto necesarias como factibles. Podemos añadir que
si en todas partes está reconocido el derecho a la vida como un dere­
cho humano, su observancia exige no sólo que se prohíba el asesi­
nato, sino también que se tomen medidas preventivas contra el ham­
bre. Sin embargo, esto no siempre es factible, y una necesidad no
puede convertirse en un derecho (de recepción, que implica un deber
por parte de los demás) si no resulta posible satisfacerla. Sin embar­
go, en la práctica, el nivel de necesidades básicas asumibles por el
sector público ha de ser establecido para sí misma por cada sociedad
políticamente organizada, a la luz de su propia situación económica
y de la valoración que haga de las diferentes demandas.
El análisis filosófico no nos puede proporcionar un modelo de
necesidades básicas de aplicabilidad universal. Lo que he tratado
de hacer es demostrar que la idea de distribución justa de acuerdo
con las necesidades implica una noción positiva de igualdad de dere­
cho y una noción positiva de igualdad fáctica entre las personas. No
es verdad que la exigencia de la justicia en favor de un trato igual
7. La justicia 209

(en ausencia de razones pertinentes para la discriminación) sea una


exigencia puramente formal de racionalidad o de coherencia, o una exi­
gencia puramente negativa de que desaparezcan las desigualdades ar­
bitrarias. Tal exigencia de la justicia incluye a ambas, pero es además
sustantiva y positiva, y se halla relacionada con una combinación
de cualidades que poseen todos los seres humanos y con una me­
dida de satisfacciones iguales consideradas legítimas en razón de la
posesión de esas cualidades humanas comunes a todos.

4. Equidad y utilidad

Una distribución equitativa puede diferir de una distribución


igual basada en la necesidad, el mérito o la capacidad. Hemos visto
en la sección 3 que la discriminación fundamentada en una necesidad
especial supone, de hecho, una tentativa de aminorar las desigual­
dades y presupone un derecho a satisfacciones iguales hasta un nivel
básico. La distribución efectiva es desigual, pero su objetivo es redu­
cir la desigualdad. Esto no se cumple en el caso de la distribución
desigual por razones de mérito o de capacidad.
Con respecto a las tres razones posibles para el trato discrimina­
torio, podríamos preguntarnos hasta qué punto la razón que justifica
la discriminación no es una razón de utilidad. Como he mencionado
en el capítulo IV, sección 6, los utilitaristas sostienen que todos los
principios de la justicia extraen su fuerza moral del hecho de que
constituyen un medio que sirve al interés general. El punto de vista
utilitarista puede comprenderse más fácilmente si contemplamos el
ejemplo de la distribución de acuerdo con el mérito. Las acciones
y disposiciones consideradas meritorias, o merecedoras de recom­
pensa, son normalmente beneficiosas para la sociedad, y aquellas que
se consideran merecedoras de castigo son normalmente perjudiciales
para la sociedad. Si una acción particularmente meritoria no benefi­
cia en realidad a nadie, como cuando un intento heroico de salvar
a una persona que se está ahogando fracasa y produce además la
muerte del que intentaba el rescate, encajaría a pesar de todo en una
versión de la teoría utilitarista, dado que es un ejemplo de un tipo
de acción que normalmente tiene resultados ventajosos. El utilitarista
sostiene, además, que la recompensa y el castigo se justifican por su
210 Problemas de filosofía política

utilidad. Pues alientan y desalientan, respectivamente, la repetición


de aquellas acciones que son recompensadas o castigadas.
Lo mismo dirán los utilitaristas sobre la discriminación en favor
de aquellas personas que poseen una aptitud poco frecuente, de quie­
nes se afirma a menudo que se hacen «acreedores» o «merecedores»
de beneficios u oportunidades especiales. En general, reviste utilidad
que las aptitudes poco usuales reciban un trato especial. A una per­
sona con facilidad para las matemáticas se le ofrecerá una educación
universitaria para desarrollar su talento y un trabajo bien remune­
rado donde pueda ejercitarlo. Una persona con aptitud para estran­
gular o abrir cajas fuertes no recibirá tales facilidades.
No obstante, para los utilitaristas, hasta la discriminación basada
en la necesidad depende de la utilidad. Las personas que no trabajan,
bien porque no encuentran un empleo adecuado o porque se hallan
temporalmente enfermos o permanentemente incapacitados, no con­
tribuyen al bienestar general de la sociedad. Existe la posibilidad de
que lo hagan en un futuro, si se les proporciona el dinero suficiente
para subsistir, y si mientras tanto a los desempleados se les adiestra
para un nuevo tipo de trabajo, a los enfermos se les proporciona aten­
ción módica y a los incapacitados medios especiales. Si no se cubren
sus necesidades, no hay posibilidad de que algún día puedan ser úti­
les a la sociedad. Continuarán siendo una carga, o sencillamente mo­
rirán, y por tanto ni serán útiles ni constituirán una carga.
Esta es la tesis utilitarista. Destaca fundamentalmente el mérito
y superficialmente la necesidad. Para comprobar la escasa atención
que presta a la necesidad, consideremos el ejemplo de las personas
que son demasiado viejas para trabajar, o el de las personas que su­
fren una incapacidad permanente de tal modo que no pueden faci­
litárseles los medios para que realicen un trabajo socialmente útil.
¿Pensaríamos por ello que no tienen derecho a que se cubran sus
necesidades básicas?
Algunos afirmarán que los mayores tienen derecho a una pensión
de vejez sólo si se la han ganado mediante el trabajo que realizaron
en el pasado (o si tienen un derecho contractual como contrapartida
a unas contribuciones monetarias) y que, análogamente, los incapaci­
tados sólo tienen derecho a una pensión si la han merecido, por ejem­
plo, si su incapacidad se debe a un servicio de guerra; pero que los
ancianos y los incapacitados que no se han ganado este derecho me­
7. La justída 211

diante un servicio o un trabajo de utilidad, no lo tienen. Con arreglo


a este punto de vista, los derechos de necesidad son derechos de
mérito, y cuando no existe el mérito no existe el derecho; cubrir las
necesidades en ausencia de mérito es un acto de caridad, no de justicia.
Si se mantiene esta postura por mor del utilitarismo, hemos de
añadir que los derechos del anciano pensionista y los del ex comba­
tiente incapacitado han de interpretarse en términos de utilidad: el
servicio que rindieron fue socialmente útil, y es socialmente útil
recompensarles pour encourager les auíres. ¿Cree entonces el utili­
tarista que el ex combatiente que no se encuentra en una situación
de necesidad tiene tanto derecho como el que sí lo está? El ex com­
batiente que se halla incapacitado o que es demasiado viejo para
trabajar tiene más títulos para recabar ayuda de la comunidad que el
incapacitado o el anciano que no es un ex combatiente; ya que el pri­
mero hace su reclamación tanto sobre la base del mérito como sobre
la base de la necesidad. Pero está claro asimismo que el ex comba­
tiente que se halla incapacitado o en una situación de necesidad tiene
más títulos que el que no lo está. El primero basa su demanda en el
mérito y en la necesidad; el segundo, tan sólo en el mérito. Sería
absurdo afirmar que el mérito de un soldado se duplica si tiene el
infortunio de quedar incapacitado durante el combate. Su demanda
frente a la sociedad es la que se duplica: se trata ahora de una de­
manda basada en dos razones diferentes, el mérito y la necesidad.
Debemos rechazar, por tanto, la idea de que las demandas de
necesidad, cuando son demandas de justicia y no llamadas a la cari­
dad, son demandas de mérito. Si esto es así, menos motivo tendremos
para aceptar la tesis de que la necesidad sin mérito, aunque sea un
objeto adecuado para la caridad, no da lugar a una demanda de jus­
ticia, ya que si decimos que una persona con incapacidad congénita
no puede ejercer una demanda de justicia exclusivamente en virtud
de su necesidad, hemos de decir también que el ex combatiente que
sufre incapacidad no tiene más derechos que el ex combatiente que no
lo está. He supuesto en todo momento que los juicios que común­
mente hacemos en términos de equidad o imparcialidad tienen en
cuenta tanto la necesidad como el mérito, es decir, que la necesidad
puede dar lugar a una demanda de justicia. La teoría utilitarista no
niega esto, pero trata de interpretar la demanda basada en la nece­
212 Problemas de filosofía política

sidad del mismo modo que la basada en el mérito. Eso, como hemos
visto, constituye un error.
Lo que omite la interpretación utilitarista es la idea de que un
ser humano puede reclamar algo de sus semejantes sólo sobre la base
de la naturaleza humana y de la semejanza. Cuando afirmamos que
la equidad exige provisiones especiales para las necesidades especia­
les, estamos pensando en lo que se debe a alguien en tanto persona,
en tanto «fin en sí misma» (utilizando la terminología de Immanuel
Kant). Esto significa que los demás miembros de su sociedad, ya sea
una familia, una comunidad religiosa o un Estado del Bienestar, creen
que tienen hacia ella un deber estricto por ser alguien como ellos y
ser uno de ellos, alguien con fines u objetivos que, en cierto modo,
ellos adoptan como parte de sus propios fines. La justicia, a diferen­
cia de otras virtudes morales, no exige que la responsabilidad social
respecto de la necesidad vaya más allá de un mínimo determinado.
Lo que exige efectivamente, lo exige como algo que se debe a la per­
sona individual y no como medio para un futuro beneficio de toda
la sociedad.
La consideración de la demanda sobre la base de la capacidad
incluye también la idea de lo que se debe a la persona individual como
«fin en sí misma». Sin duda, también se tiene en cuenta la utilidad
social. A ello obedece el hecho de que se tomen medidas especiales
en relación con los talentos útiles para la sociedad, mientras que no
se toma medida alguna en favor de los que son perjudiciales para la
sociedad; pero la utilidad social no justifica toda nuestra considera­
ción. En un colegio, por ejemplo, se tomarán medidas, si pueden
costearse, para desarrollar (a) aquellos talentos altamente útiles para
la sociedad, como la aptitud para las matemáticas o la ingeniería,
(b) talentos que no son especialmente útiles, aun cuando producen
placer tanto a su poseedor como a los demás, como la aptitud para
la música o la pintura, y (c) talentos que no parecen ser socialmente
útiles, aunque tampoco son socialmente perjudiciales, como la aptitud
para jugar una buena partida de ajedrez. Sin duda, las medidas que
se toman en el caso (a) están motivadas principalmente por la idea
de utilidad, pero fundamentalmente en el caso (b) y totalmente en el
caso (c) las medidas se toman debido a que los poseedores de los
talentos obtienen placer y se realizan desarrollándolos y ejercitán­
dolos. La autoridad pública proporciona flautas o becas para estudiar
7. La justicia 213

música a aquellos que pueden sacar provecho de las mismas, no para


que complazcan al público en futuros conciertos, sino para que los
poseedores de talento consigan la felicidad y la auto-realización uti­
lizándolo. Si se trata de un talento socialmente útil, tanto mejor; en
tal caso la demanda basada en la utilidad se añade a la demanda por
razones de potencialidad individual. Si’ se trata de un talento social­
mente perjudicial, la demanda de utilidad anula a la basada en las
potencialidades individuales. Si el talento no es ni útil ni perjudicial,
su demanda persiste como tal, y aunque no tiene nada que ver con
la utilidad social, ocupa, sin embargo, un puesto en el esquema de
equidad.
La demanda basada en la capacidad difiere de la basada en el
mérito, ya que una persona no es responsable de sus aptitudes o de
sus incapacidades, y no puede decirse que merezca los beneficios o
las cargas que conllevan. Cuando afirmamos que el participante en
una competición que tiene más talento merece el premio, hay un
elemento de mérito propiamente dicho, ya que el talento ha de ir
acompañado de un esfuerzo, del que el participante sí es responsable.
A veces, sin embargo, como sucede en un concurso de belleza, no
interviene el esfuerzo, sino sólo la buena suerte de poseer ciertas
dotes naturales. Cabe decir, no obstante, que la ganadora «merece»
el premio, entendiendo por ello que, puesto que se ha organizado un
concurso de belleza (que, de hecho, es una comparación) y puesto
que esta candidata es la más bella, debería recibir el premio. Esta
acepción de «mérito» y de «concurso» deriva de la primera, referida
al esfuerzo y su recompensa.
Al igual que ocurre con la capacidad, las demandas basadas en
el mérito se reconocen con mayor facilidad cuando el logro meritorio
es socialmente útil. Los «premios al mérito» en el caso de los pro­
ductos industriales son un ejemplo palpable. El esfuerzo en sí mismo
no es necesariamente meritorio, y no se premia a una persona que
trabaja arduamente en una ocupación enteramente inútil, como cavar
hoyos para volver a rellenarlos después. El utilitarista cree tener fun­
dadas razones cuando alega que la demanda basada en el mérito de­
pende de la utilidad. Lo que cuenta no es sólo la utilidad de los
resultados en el caso de que se trate, sino la tendencia usual del tipo
de esfuerzo desplegado. En un caso particular, una persona puede
tener suerte y obtener una buena cosecha con poco esfuerzo. En otro,
214 Problemas de filosofía política

puede no tenerla y encontrarse con que un duro trabajo no conduce


a un resultado estimable. La sociedad juzga a menudo por los resul­
tados reales y no por los meramente probables, al igual que las leyes
penales castigan más severamente la mala intención seguida de malas
consecuencias que la mala intención que afortunadamente no obtiene
resultados. No obstante, se acordará que el mérito y el demérito de­
penden de la intención y del esfuerzo, y no de las consecuencias reales.
El utilitarista también lo tiene en cuenta, recordándonos que, en ge­
neral, es más fácil que una persona produzca un resultado bueno o
malo mediante la intención y el esfuerzo que mediante la suerte, y
que sus intenciones y sus esfuerzos pueden estar influidos por el pre­
mio y el castigo.
Con todo, incluso en lo relativo al mérito, donde el argumento
utilitarista resulta más persuasivo, la demanda de equidad no siempre
coincide con la demanda de utilidad social. El mérito de la laborio­
sidad puede, a mi entender, considerarse totalmente utilitarista, pero
no así el mérito del esfuerzo moral. En la medida en que las virtudes
morales son virtudes sociales, podemos decir que el elogio del esfuer­
zo moral depende de su tendencia general a beneficiar a la sociedad.
Esto puede decirse sin duda alguna de la benevolencia, que se orienta
siempre al bien de los demás, y puede decirse también de la mayoría
de los ejemplos de otras virtudes morales, tales como el valor, la
honestidad y la rectitud. Sin embargo, hay ocasiones en las que el
elogio de estas virtudes no tiene que ver con el beneficio producido
a la sociedad, sino que expresa simplemente la idea de que manifies­
tan la excelencia humana; y esto ha de ser siempre verdad en relación
con el elogio de la virtud del auto-respeto. Del mismo modo que una
demanda basada en el talento incluye el derecho a desarrollar una
potencialidad específica humana por mor de sí misma, así la demanda
basada en el mérito incluye el derecho a alcanzar un logro específica­
mente humano por mor de sí mismo.
La conclusión de que el mérito y su correspondiente recompensa
o elogio no van siempre ligados a la utilidad social se confirma si
observamos la otra cara de la moneda, el demérito. El castigo o la
reprobación merecida puede ser menor, o mayor, que lo que pres­
cribe la utilidad. Seguir la norma de utilidad en vez de la del mérito
nos choca como algo injusto cuando el resultado es que el transgresor
ha recibido un trato más severo de lo que merece, pero no cuando se
7. La justicia 215

le trata con más indulgencia. Como hemos visto en la sección 1, el


castigo «ejemplar», el que va más allá de lo merecido, se justifica
por su utilidad, pero es contrario a la equidad. Por otro lado, aligerar
o anular castigos merecidos no se considera una falta contra la jus-
dcia. Podemos pensar, por ejemplo, que una persona que deliberada­
mente ha quitado la vida a otra merece perder la suya, pero que la
pena de muerte no debería aplicarse porque no es un elemento disua­
sorio demasiado eficaz. Por tanto, aboliría porque no reviste utilidad
significa que los que asesinan con premeditación son castigados con
menos severidad de lo que merecen; pero sería absurdo afirmar que
la abolición es injusta o parcial (presumiblemente, para la víctima
o para otros asesinos ejecutados previamente).
Como la justicia protege los derechos de la persona y el orden
de la sociedad, la justicia y la utilidad pueden contraponerse o coin­
cidir. Desde luego, los derechos se refieren a intereses fundamentales,
y el interés de la sociedad está constituido por los intereses de sus
miembros, por lo que cabe afirmar que la justicia y la utilidad atañen
al mismo tipo de fines. Pero, dado que en la práctica «el interés de
la sociedad» ha de significar el interés de la mayoría, se da una ten­
dencia a que los intereses de grupos minoritarios y personas particu­
lares queden completamente abandonados si concentramos nuestra
atención en asegurar el interés general; y solemos olvidar que el valor
del «interés general» radica precisamente en el hecho de estar consti­
tuido por los intereses de personas individuales. El concepto de jus­
ticia nos ayuda a recordar que todos los valores sociales dependen, en
última instancia, de cómo valoremos la personalidad individual, con
sus necesidades, deseos y gozos, con sus potencialidades, objetivos y
logros.

You might also like