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La contemplación por los caminos

“En verdad la contemplación no es dada solamente a los cartujos, a


las clarisas o a los carmelitas. Es frecuentemente el tesoro de
personas escondidas al mundo, conocidas solamente por algunos
amigos. A veces, este tesoro en cierta forma está escondido para las
almas mismas que lo poseen, que lo viven con toda simplicidad, sin
visiones, sin milagros, pero con tal ardor de amor por Dios y el
prójimo, que el bien se hace alrededor de ellas sin ruido y sin
agitación.

Sobre esto nuestra época debería tomar conciencia, como de las vías
por las que la contemplación se comunica al mundo de una forma o
de otra, a la gran multitud de almas que tienen sed de ella (muchas
veces sin saberlo), y que están llamadas a ella, al menos de una
forma lejana. La gran necesidad de nuestra época, en lo que
concierne a la vida espiritual, es poner la contemplación en los
caminos”. (Raïssa Maritain, OO.CC., XIV, 138)

No nos dejemos intimidar por la palabra contemplación. De lo que


nos habla aquí Raïssa es de la oración, este acto el más simple de los
que creen en un Dios Padre; ¿cómo un niño no hablaría a su padre?
Estamos bien lejos de la contemplación intelectual de los griegos,
esos sabios muy conocedores que le dijeron a Pablo que lo
escucharían en otra ocasión. Lejos también del atletismo moral de los
estoicos, que olvidaban olvidarse. Pero ha sucedido, cosa increíble
para ellos, que su “Dios desconocido” ha enviado a su hijo, un simple
pueblerino que no había hecho estudios (Juan 7, 15). Y qué sabe
decir un niño, hasta en su agonía, sino “Abba! (Papá!)”. Y el secreto
de esta plegaria, lo ha revelado a todos los que somos pequeños,
niños interpelados por un niño, en la plaza del pueblo (Mateo 11, 16).

La contemplación cristiana no es nada más que la mirada de


admiración de un niño hacia su Padre, del enamorado hacia su bien
amada (toda alma es femenina, como se dice). El encuentro cotidiano
de la liturgia y de la oración, esa ha sido la iniciación de nuestros dos
amigos, pronto reunidos con Vera, la hermana de Raïssa. Este
pequeño grupo creció espiritualmente a la sombra de la “escuela de
servicio del Señor” que es la espiritualidad benedictina, con su
sentimiento de urgencia amorosa que hace al monje, y que
correspondía al temperamento impaciente de Jacques.

Por la escucha de la Palabra hecha carne, carne y sangre, pan y vino,


por la recitación de los salmos, por la “lectio divina”- lectura lenta y
meditada de la Escritura, de los Padres de la Iglesia, de los santos –
por la eucaristía cotidiana. Practicaban la corrección fraterna, la
obediencia mutua, compartían las tareas del hogar, preservaban lo
mejor que podían la soledad y el silencio. Habían comprendido que
los grados de humildad no eran para subir, sino para descender; con
San Benito releían la palabra del salmista: “He sido reducido a nada y
no soy mas nada, soy como un insecto ante tus ojos, pero siempre a
tu lado estaré” (Salmo 72, 22-23).

Reiniciada a lo largo de la jornada y en toda ocasión, esta plegaria se


hacía en ellos silencio y puro deseo, respiración del alma, como si el
sueño no la interrumpiera: “duermo pero mi corazón vigila” dice la
bienamada del Cantar de los Cantares. Apenas conciente, llega a ser
un estado habitual, e incluso, al decir de Jacques, un acto
“ininterrumpido” , como el amor que lo inspira, gracias a la misteriosa
pasividad que conlleva; sucede como si no sucediera: “No soy más
yo, sino Cristo que vive en mí”, “el Espíritu mismo viene a orar en
nosotros y a inspirarnos : Abba, Padre”. Es la “plegaria continua” de
los Padres del Desierto, la plegaria de Jesús, de los monjes de
Oriente y del Peregrino ruso, la plegaria de unión de los modernos,
fieles a la demanda de Jesús de “orar sin cesar”, a su práctica de
“retirarse en la soledad para orar”. Eso es lo que Raïssa, con la gran
tradición espiritual, llama la contemplación. “El acto de un alma que
se olvida, inmóvil, delante de algo más bello que ella misma” decía
un cartujo amigo de Maritain.

Durante mucho tiempo la salud tambaleante de Raïssa le permitió


gozar de largos tiempos de inmersión interior. Conocía el “gusto” de
Dios, los toques del Espíritu, y las noches de que habla su querido
Juan de la Cruz. Pero pronto el aura de Jacques atrajo hacia ella a
toda una juventud ansiosa de verdad y de sabiduría, que no se podía
defraudar: ¿Había Jesús rechazado a las turbas que lo acosaba?
Después vinieron las mudanzas, los exilios: sucedía sin embargo que
una vida ajetreada y una hospitalidad nunca desmentida, lejos de
dificultar la contemplación, le daba un nuevo estilo: Ya no sería
solamente en la plegaría, dice Jacques, “sino en la dulzura de sus
manos quizás, o en la manera de caminar, o en la forma de acercarse
a un pobre, o de mirar el sufrimiento” (J.Maritain, OO.CC. VI, 720-
721).

Tomaron conciencia entonces que habían sido precedidos por grandes


contemporáneos, Teresa de Lisieux y Charles de Foucauld. La gracia
particular parecía haber sabido articular la “pequeña senda” de sor
Teresa, con el “Nazareth” del hermano Charles, en una doctrina de la
contemplación por los caminos con sus dos grandes características:
“una constante atención a Jesús presente y a la caridad fraternal”
(Raïssa, OO.CC. XIV, 138).
A la muerte de Teresa, sus compañeras se preguntaban qué se podría
decir de ella, cuando su vida había parecido siempre banal; el padre
Foucauld al contrario, fue tenido por una persona original,
inclasificable. Las prácticas de oración de ambos habían
desconcertado a más de alguno: ella ofrecía alegremente sus
distracciones y su somnolencia; él oraba con la pluma en la mano,
escribiendo o dibujando. Eran evidentemente contemplativos, pero de
un estilo nuevo. Si han conocido la vida monástica, los “estados de
oración” no eran su fuerte. Para ellos la plegaria y la vida era una
misma cosa, su santidad era su amor. La oración de Teresa era lo
que ella podía; su prueba y su sello era la caridad fraternal, una
disponibilidad total a los demás, llevada hasta el heroísmo – la vida
interior menos banal en una vida exterior muy banal. Es por eso que
son los maestros de la contemplación en los caminos, senda real para
la santidad de los laicos, por todos los caminos del mundo.

Es lo que dice Raïssa en su Diario: “Tengo el sentimiento de que lo


que se nos pide es vivir en el torbellino, sin retener nada de nuestra
sustancia, sin guardar para nosotros ni descanso ni amistades, ni
santidad ni distracciones, - orar sin cesar, y esto mismo sin horas de
ocio – en fin, dejarnos rodar en las olas de la voluntad divina hasta el
día en que ella diga: es suficiente” (R.M., Journal de Raïssa 212, XV,
363).

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