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Hijos de P…

siconautas, piratas y
rafaeles

A.J. Aberats

Ed. Industrias El Ratón


Agradecimientos

A Mariví.
… Orgullo el ser tu hermano. Te quiero, y siempre te
querré.
Prólogo

Sujeto, verbo y predicado.


Sujeto, predicado y verbo.
Verbo, sujeto y predicado.
Verbo, predicado y sujeto.
Predicado, sujeto y verbo.
Predicado, verbo y sujeto.
Sujeto y verbo.
Sujeto y predicado.
Verbo y sujeto.
Verbo y predicado.
Predicado y sujeto.
Predicado y verbo.
Sujeto.
Verbo.
Predicado.

CAPÍTULO I

… ¡Ding, dong!... ¡ding, dong!... ¡ding, dong!...

Redoblaba la campanola de la ermita sin aparente motivo. Y también sin


mano que guiase el badajo.

Boyuyo de la Quebrada estaba desierto, sólo Herejía y Rastrojo daban


prueba de Vida en el pueblo. Y dormían.

O al menos Rastrojo estuvo en ello hasta despertar por el insidioso timbre.

Le costó al muchacho unos breves segundos el tomar cuerpo y postura,


pero tras un par de bostezos, se levantó del camastro y salió del caserón
semiderruido; dejando a Herejía roncando a sierratabla.

Boyuyo también parecía desperezar, los primeros lengüetazos del sol


fundían la escarcha, los pájaros trinaban alboradas y los lagartos tomaban
trono. Y yerbas y yerbajos por doquier, verdeando la calle, los tejados, las
ventanas, los tapiales vertiendo tallos pregonaban a los cuatro vientos el
abandono.

Exceptuando a los muchachos, no pisaba un alma el sitio desde hacía un


montón de tiempo. Demasiado.

Curioso que era Rastrojo, y por haber llegado al pago el día anterior siendo
noche cerrada, enfiló a la tahona, a casa de sus tíos. Y lo fue, pero al
momento no podría cobijar parentela el derrubio que era la casa. Cascotes y
vigas ruinosas. Y ni un puñadito relicto de harina en un esquinazo perdido.
Restos y vestigios pobres de lo que hubiese pasado.

Eso sí, y extraño, no había corrido el fuego.

Se abandonó el lugar a paso lento. Todo el pueblo evacuado sin aparente


razón.

Aquello no le cuadraba. Al igual que tampoco encontraba explicación a que


la campanola voltease por propia vocación. En Boyuyo de la Quebrada, no.
Nunca tuvieron albedrío propio los objetos inanimados.

Aunque bien es cierto que en otros lares sí presenció prodigios mucho más
estrambóticos.
Pero en Boyuyo no, jamás hubo milagro que detrás no escondiese patraña.

Quizá en Boyuyo del Valle supiesen algo al respecto. De ordinario el


bajar y subir de nuevo, por “El camino largo de cabras”, le llevaría el día
entero, mas Rastrojo se sentía lo suficientemente descansado, y
funambulista, como para acometer la bajada, y subida, por la variante de
¡”La Cabritilla”! conocida por ¡¡”Descarriada”!!

… Una cicatriz en la vertical de la quebrada.

Apenas hace un año ni se le hubiese ocurrido la majadería… pero ahora,


ahora se le hizo factible el bajar al valle, y retornar, utilizando la
vertiginosa Descarriada, antes que despertase Herejía.

Antes de tocar cenit la mañana, sí.

Aun así, y por si acaso, en un cacho de hoja escribió con un carboncillo las
intenciones y dejó a la vera del camastro del amigo. Sin duda, si despertase
antes de retornar él, sabría del porqué de hallarse solo.

Desde el quicio del cortado la Descarriada se ofrecía vía suicida que


llevaba al vacío, alma de araña se debía poseer para acometerla, y tal que si
la tuviese de híbrido entre arácnido y salamanquesa, Rastrojo se descolgó a
despecho de su integridad.

Agarrado, adherido a la roca, cuando no cual saltimbanqui que vuela alegre


entre el roquedo, descendía Rastrojo del reino de las nubes.

Desde luego, de admirar hubiese sido su maniobra si hubiese tenido


testigos, sin ellos, y reposando un par de veces el aliento en aleros
efímeros, ganó el suelo del valle sin contratiempos. Orgulloso hasta de su
cojera y garfio, el joven tomó vereda hacia Boyuyo del Valle.

Abajo, encapotado el cielo, un tantito más tétrico y lúgubre se ofrecía el


villorrio, con visos de encontrarse al igual despoblado, aunque no del todo
pues entre el abundante verde que tomaba calles y casas, correderas de
bichos insinuaban el nuevo trazado urbano, el paso entre derrumbes.

La vida palpitaba. Y de naturaleza ponzoñosa sería al silbar un gorrón de


río a dos palmos de su cabeza. Y luego otro más gordo que susurró el
palmo. Y, obvio, antes que le acertasen se tiró al suelo a comadrejear.
Desapareciendo en el mar de arbustos y zarzas.
Y se le siguió, a la zaga oía el plañido de las bestezuelas que fuesen; a lo
poco manada de lobos o salteadores se le hizo, pues los gruñidos, y
respingos hondos, se difundían entre masticadas maldiciones. Y el quebrar
de algunas ramas.

Se le pretendería dar caza, y al entenderlo, en un susurro dejó Rastrojo su


estela hasta convertirla en hálito mudo. Muy, muy despacito, se escurrió y
agazapó entre cascotes poniendo distancia. Lo que fuesen casas y graneros,
ahora eran atalayas verdes tomadas por higueras y cerezos llorones;
perchas para ojeadores, para certeros honderos que batían el follaje allá
dónde entendiesen movimiento. Donde se agitase una brizna, en breve
granizaba pedrisco gordo.

Entre unos abrevaderos y dornajos rotos, en un establo desvencijado,


encontró escondrijo el joven. Se echó encima unas brazadas de hojas secas
y quieto, de no parpadear, se franqueó rendija que le habilitase vistas.

Necesitaba saber… al menos el número de bandidos, pues las intenciones


le eran claras.

- Estaba aquí… ¡Joder! –clamó una voz que no le era del todo ajena a
Rastrojo- Por aquí mismo lo he visto pasar agazapado.

- … ¿Hurón? –inquirió otra voz con parejo timbre y familiaridad-

- Muy grande me ha parecido a mí para ser hurón.

- Grande también lo vi yo –manifestó un tercero-.

- Era un corzo… o un escorzado a la carrera –en la duda quedaba el cuarto-

- ¿Acaso no concretaste quién era antes de bolear el gorronazo?

- No.

- Pa qué, si ya sabía que no le iba a acertar –se significó un quinto-

- … Ni a herir –ahí también estaba el sexto-

- ¡Tú has tirado a espantar! -…el séptimo remató-

-… ¡Menudos hideputas sois!


A las manos debieron llegar pues Rastrojo escuchó, diáfano el aire,
melodía de ensalada de hostias. A patadas y puñetazos se entregaban, más o
menos, un número mínimo de siete u ocho fulanos y un máximo de doce; al
captar más voces.

Día quedaba, y lento le fue el surcar al astro hasta abatirse toda luz y
entrar en silencio la noche. Le era a Rastrojo amiga la Luna, y arropado en
su ausencia cíclica aprovecharía la oportunidad, abandonaría el pueblo sin
que le viesen y retornaría a Boyuyo de la Quebrada. Herejía sin duda
estaría despierto, y aunque fuese sólo por referir la misma desolación en
Boyuyo del Valle, buena le era la nueva para afrontar de noche, y sin luna,
la Descarriada.

No tuvo dificultad para dejar el aldeón, el problema lo encontró a la


salida. Bajo un pino achaparrado alguien fumaba en pipa, y aunque a ratos
creía intuir un mínimo resplandor, fue el olor a tabaco, con cáñamo y
raspadura de limón, lo que delató al emboscado. Raro, Rastrojo paladeó el
aire como si en ello hallase deleite de adicto. Cómo si llevase siglos sin
fumar. Se le hizo delicioso el aroma y tomó tonto capricho de concretar el
afijo y degustar, si pudiese, una pizca de aquello, que a la napia, se le
manifestó irresistible; antojo audaz, pues de cerca no era crío quien
esgrimía la cachimba.

Tuvo Rastrojo que darle al gachó un estacazo serio en la cabeza para


dejarlo inconsciente, mas con ello también puso en aviso a un par de
compinches que rondaban el lugar. A los cuales, igualmente redujo, vía
hábil manejo del astil.

Rastrojo ya no era un muchacho, pero conocía a estos otros de sus tiempos


mozos. Eran tancredines del valle; sobrinos y primos del difunto Tancredo
Chico. Retruécano de cualquier mala broma al considerárseles una
generación perdida.

¡Malvados y mezquinos!

Ni Herejía, que apadrinaba toda mala compañía, les quiso nunca profesar
tratos pese a rumorearse que eran hijos naturales de mil padres y un chivo
negro y cornudo; también bastardetes de la Casa Bichomalo. De hecho, a
tortas solían acabar los convites a los que estaban invitados, y de ahí el no
frecuentarlos. Eran cainitas y alimañas.
Si Rastrojo supiese rezar sin trufar la plegaria con blasfemias, hubiese
rogado que de quedar algún otro tancredín cerca, fuese cubriendo las otras
salidas del pueblo. Y hubiese resultado oración baldía, al toparse con otros
dos tancredines al pie del farallón rocoso. Custodiaban la vía pues también
ellos le habían reconocido. E intuyendo el escape, le tenían preparada mala
encerrona. Aunque se delataron antes de tiempo y Rastrojo se percató de la
presencia, y blandiendo nuevamente la estaca, los dejó fuera de juego.

Por un buen rato se mantuvo quieto en el sitio, desenredando a ojo las


sombras, escuchando en el aire el baile raudo de los insectos. Y alguna croa
lejana. Y algún ulular comedido.

Pero ningún ruido producto de humanos ni tancredines. Hablaba la noche


en su lengua muerta.

Rastrojo, sin dejar de escrutar la negrura, se acercó al pie del cantil, y


aunque plano y negro tal moral bucanera, el recorte del infinito estrellado le
absorbió unos segundos, transcurridos los cuales, y tomando asidero
seguro, le llevaron a coger impulso y comenzar la ascensión.

Y el primer tramo ya era complicado, nacía el camino al resguardo del


abrigo natural excavado en la roca. Con gradiente negativa arrancaba la
subida. Un alarde que Rastrojo también sería la primera vez que ejecutaría
a la inversa. Y tras sortear la visera del covacho, tomó respiro. Apenas a
diez o doce toesas del suelo necesitaba recopilar resuello. Y menos mal que
hizo, porque de no hacer, le hubiese acertado en plena cabeza el gorrón que
le hondearon.

Abajo, con un ángulo perfecto para descrismarle, bufaba la honda el más


chico de los Tancredo. Y reía. Tancredo Rechico, que al redoblar en su
interior todo acervo, hasta era remalo y rependenciero, al punto, que se le
rumoreaba loco u endemoniado… con algunos lapsos de angelico.

Sonrió Rastrojo y agradeció con un gesto parco el que no le hubiese


abierto el melón, mas en cuanto se dispuso a proseguir la ascensión, una
certera pedrada en el colodrillo le confirmó lo que le duraban los lapsos de
buena persona a Tancredo Rechico. Nada. Le gustaba al canijo herir por la
espalda y cayó Rastrojo a tierra cual fardo de patatas.
Herejía despertó en la franja del día que no tiene luces definidas, así que
no estaba seguro de si en breve amanecería o tornaría bocalobo el cielo.
Arrebujado en el camastro observó la habitación en penumbras. Y faltaba
Rastrojo.

El gineceo de la hechicera no era sombra de lo sido, eso también, ahora


había que reconocer que incluso a él le daba un poco de mal fario el sitio.
Sin Úrsula o la hechicera presentes, el casón de los Bichomalo infundía
respeto, y más que respeto se podría decir “repelús”, aunque siendo el
único edificio en el pueblo que ofreciese un par de habitaciones con techo,
no hubo remilgos para ocuparlo la noche anterior. Mejor dormir en el
caserón semiderruido, a hacerlo al raso bajo un roble.

Cuando entró el primer rayo de sol, confirmándole la hora, Herejía se


estiró en la cama cual perro que se desmembra a lengua vista, y tras hacer,
y antes de incorporarse, vio que sobre sus ropas prendía un papel, una nota.

“Voy a echar un ojo por ahí”

Y firmaba Rastrojo. Mas enlegañados los ojos propios guardó Herejía el


mensaje para leerlo más tarde. Muy madrugador fue el amigo, y aunque no
le alababa el gusto vespertino, pensó que en justicia a él le tocaría preparar
el desayuno; por dormilón. Mucho era lo que tenían pendiente por hablar y
en torno al mantel podrían recapitular.

Encendió chasca en la cocina, y mientras aquello cogía entidad, saldría a


buscar algo que echarse a la panza pues en la alacena no quedaba ni pan
duro; sólo un manojo de orégano seco y otro de té salvaje cristalizado
insinuaban que allí hubo alguna vez una despensa bien surtida de chacina.

Con sol el pueblo cambiaba. Ya no aparentaba ser aldeón sacrílego del


Yucatán tomado por la jungla, con luz el lugar parecía primera línea de
antiguo frente bélico europeo. Ni una casa en pie. Ni un bicho domesticado
vivo.

Aunque eso no le era problema pues él siempre se nutrió de fuentes


alternativas; “cazador-recolector” le gustó definirse ante quienes le
inquirieron por su industria para ganarse la vida. Y no mentía. A simple
mano cogió en el arroyo tres truchas marrones, y por darle cariz de plato
típico también recolectó un par de piñas que aún no tenían perdidos los
piñones. Con el desayuno en el zurrón volvió al caserón de los Bichomalo,
y tras destripar el pescado, puso en una sartén salteando con los piñones y
un par de cogollitos de orégano. Y en nada chapurreaba la manduca. Se
propagaba el olor a trucha a la boyuya sin ningún disimulo.

Y Rastrojo sin aparecer.

… ¿Pudiese ser importante algo que encriptasen cuatro o cinco palabrejas?

Y jeroglíficos de verdad le fueron al no acertar a concretar siquiera las


letras garabateadas. Las leía borrosas, bailonas, inconcretas.

Ciego cual topo se entendió, e impelido por un recuerdo, fue al cuarto de


costura; la estancia que lo fuese. Allí, bajo dos cuartas de tejas, languidecía
el cajón de costura de la hechicera, y dentro, las antiparras que utilizaba
para dar puntada concreta o leer con más soltura las cosas menudas; o
perfilarse las cejas ayudada de espejito.

Limpió y bruñó las gafas a saliva y trapo, y tras hacer, encabalgó sobre la
napia. Y leyó, una y otra vez sin encontrar gran misterio en la nota.

Lo que realmente le llamó la atención fue el tamaño de sus dedazos puestos


bajo las lupas. Enormes, extraños. Peludos.

Aquellos no eran sus dedos, sus manos.

¡Vamos, ni parecía tripular su propio cuerpo!

Horrorizado, buscó la ayuda del espejito. Y éste le dio en reflejo una cara
muy demacrada y oscurecida con densa barba; circunscrito a la barbilla un
rodal de hebras canas.

Y tiró de ella. Y la mesó.

Y volvió a tirar tras reír un rato entre incrédulo, dolorido y medio loco.

Y estirarse la cara. Y juntar las facciones.

Y bucear perplejo en lo hondo de las pupilas reflejadas.

Aquella imagen no le pertenecía y sólo acertó a gritar el nombre de


Rastrojo. A llamarlo implorando la presencia.
Pero una vez muertos los ecos de su propia voz, timbraba en los oídos la
soledad.

… Pájaros a lo lejos, algún moscardón y los árboles meciéndose.

Y chasquidos de vigas viejas y enlucidos terrosos que desmigan poco a


poco.

Cómo quien ha extraviado en un parpadeo treinta años rompió a correr


Herejía en dirección al cementerio. Llegó por la parte trasera buscando el
paso sabido en el tapial. Curiosamente el recinto parecía el único espacio
vivo a la redonda. Con una salud de hierro al revitalizar zarzaleras su
aislamiento.

Se las vio y se las deseó para entrar, pero hizo. Y bien cuidado estaba el
recinto. Cómo siempre. Cómo si el mismo sepulturero, hasta ayer mismito,
hubiese estado mimando la parcela y acunando a los del sueño eterno.
Inmutable el espacio, la casa de Nicasio aparentaba hasta estar en uso.

¡Eso podría ser cosa de Rastrojo!

O no.

No lo era, no, pero lo podría haber sido y por eso entró a la carrera
buscando al amigo.

Mas no estaba.

Lo que sí le aguardaba era el espejo de colgar, intacto, que coqueto ocultó


el sepulturero tras una cortina.

Al asomarse a él Herejía volvió a encontrar al desgarbado de la barba y


ojos profundos.

Pese a darle réplica exacta a todo movimiento, renegó de la imagen


leonina.

Y para seguir porfiándola a fondo, la descolgó y subió a una silla.

Y, sí, sin serlo, era él.


Para quizá intentar dejar de serlo preparó el baño. Calentó un par de
perolas de agua y llenó la pequeña tina; colgando los pies al vacío adquirió
pose contemplativa; aunque en lo ortodoxo desparrancada.

Los ojos al techo, las manos mesando la pelambrera y barba. Y el respirar


profundo.

Y el espejo repitiendo los ademanes.

Cuando el agua se quedó fría, y más tranquilo su pulso, decidió que había
acabado el baño y el trance lógico del primer pasmo.

Tampoco sería la primera vez que se afeitaba; aunque sólo recordaba


haberlo hecho con la parte roma de la navaja y bajo directrices de Nicasio.

Hace mucho.

Con cerrada pilosidad arraigada en el mentón, ahora le parecía tarea de


avezados cirujanos desembarazarse de simples vellos faciales; y desistió.

Sin embargo, cortarse el cabello le fue bien sencillo; dejándoselo a ras de


hombros.

Y botas y ropa limpia de un baúl. Y a la faja la faca de repuesto del propio


sepulturero.

Un pincel quedó.

Y Rastrojo sin dar señales de vida. En su lugar, y a lo lejos, sobre el pueblo,


una columna de denso humo ascendía reseñando que alguien dejó la sartén
a la lumbre y mal cuidada; él.

Se le escaparía el fuego del corralito y ahora corría voraz.

Y no le inquietó lo más mínimo presentir la propia autoría, no, más de una


vez amenazó a los lugareños, con tarde o temprano, pegarles candela a la
aldea cuando todos estuviesen durmiendo. ¡Algún día arrasaría el pueblo! Y
aunque sin pretender, y arrasadito que ya estaba el sitio, dio cumplimiento a
una promesa que siempre hizo con lágrimas en los ojos siendo crío.

Y sonrió tal barracuda viejuna.


Imaginando que la humareda invitaría a congregar a Rastrojo, recogió
un par de naderías más, y reavivó el filo de la navaja en el esmeril. Poco
más le interesaba del lugar. Ni un vistazo a su chamizo.

Para apañarse la salida del cementerio Herejía utilizó una escala que
aparentaba consistencia. La apoyó contra el tapial y a horcajadas sentó en
lo alto. Pero al ir a recuperarla, para plantar en la otra cara y descender, la
escalera se rompió, se desmenuzaron en astillas mohosas las guías y
travesaños. Y no sólo la escala, la ropa que perchaba debía albergar las
mismas miasmas al deshacerse en jirones e hilos. Todo el lugar tendría
alguna lepra al tornarse gris y macilento de repente, al colapsar la
techumbre de la casa de Nicasio, y yéndose abajo, exhalar al aire una
bocanada de polvo; al tiempo que cual dominó caían cruces y estelas del
camposanto. Y a ojos vista brotar malas yerbas.

Sin pensarlo ni un segundo más, Herejía saltó desde lo alto, y aunque se


hizo daño en las plantas de los pies al caer, echó a correr de vuelta al
pueblo.

Y harto empezaba a estar de esa vida suya a la carrera.

Ardía Boyuyo de la Quebrada por los cuatro costados y era imposible, y


de necios, el internarse entre las llamas para no salvar a nadie, ni nada. Ni a
Rastrojo encontró y eso que dio varias vueltas buscando alguna pista o
huella. Incluso llamándolo a gritos. Se elevaban al cielo las lenguas
flamígeras en un baile alocado que sólo tenía a Herejía por testigo.

Y de aditivo a la lumbre hubiese quedado él mismo de no darse cuenta que


el fuego seguía medrando, saltando de la ruinosa casa de los Bichomalo a
un cercado, de éste a unos arbustos, y de aquellos a un fuste y una copa. Y a
otra, y a otra, extendiéndose cual reguero por el bosque.

Caía la noche y resplandecía la quebrada.

Ardía la sierra.

Sin otra opción, excepto abandonar el pueblo, sus pies le llevaron a


coger el camino largo de cabras; parecían las llamas querer abrazarlo y a su
mismo paso corrían las cunetas. Y así prácticamente fue hasta llegar a la
fuente Pronta. Allí ya no le podrían seguir, llovía. Cosa que no le dejó en
mejor tesitura, pues los jirones que perchaba acabaron por pudrirse del todo
y caer al suelo.

Y desnudo siguió ruta.

Bastante antes de amanecer tomó otero en un peñasco para observar


Boyuyo del Valle. Tan tranquilo estaba el villorrio que denotaba la
anomalía. Ni una casa en pie.

… bueno, unaaaaa… casucha.

El solar solariego de la madre de la hechicera tenía, en pie, techo a dos


aguas y cien vertientes, y mil parches. Y huesos de palafito. Un mismo
vano era cerrado con tres ventanas dispares, como puertas de establo hacían
las veces de cuarta y quinta pared y media.

Y mortero pobre, y trapos embreados, sellando los resquicios.

… Y con todo y eso, pintaba el tinglado mejor aspecto que la última vez
que visitó el lugar. Y dentro luz.

Al mirar Herejía a través de una rendija descubrió que había gente;


cuadrilla fina. Un par torturando un puchero en el hogar, otro par aún
durmiendo, y cuatro o cinco en derredor a una mesita redonda que giraba
impulsada a mano, y sobre ella, cuatro o cinco pistolas; seis concretó
Herejía al detenerse la rueda.

Entonces cada uno de los fulanos que sentaba cogió un trabuco y se lo


metió en la boca. Y a una señal neutral ejecutada a cucharón, apretaron los
gatillos.

Atronando dos detonaciones, dos hombres cayeron de espaldas al suelo


mientras el resto descojonaba a mandíbula batiente, y por seguir dando uso
a los dientes, el sujeto del cucharón comenzó a llenar cuencos con las
gachas del desayuno.

Uno, dos, tres… seis, siete y ocho.

… ¡Y nueve!... ¡¡Y diez!!

Y al tiempo que contaba a ojo, Herejía escuchó, a su espalda, un taimado


“¡click!” que amartillaba pistola.
Y le salió el instinto. Se revolvió felino, y creyendo que oportunidad
tendría, noqueó al fulano que le encañonaba, aunque a un segundo que lo
acompañaba apenas le pudo desviar el tiro. Y a continuación, sí, clavar en
la garganta la astilla de acero de cuarta y media.

Y echar a correr herido.

Pero de dentro no vino ruido de alboroto u agitación. Sólo un restallar de


aplausos y una andanada de carcajadas celebrando el disparo oído.

Intrigado, Herejía volvió a tomar rendija. Canturreaban alegres los de


dentro celebrando el tiro, y conminaban, a quien fuese, para que entrase a
desayunar con ellos.

Y los muy canallas montar las pistolas apuntando a la puerta.

“Julio” se llamó el hombre. “¡Julio!” le interpelaron a voz en grito siendo 1


de noviembre, y Julio, el que encañonase a Herejía, medio grogui y a
trompicones entró ayudado por el boyuyo.

Y recibir en pleno pecho la descarga.

Y a su zaga, y sin que esperasen, también irrumpió Herejía propagando el


desconcierto. Torbellino.

Primero rompió la cántara del agua apagando el fuego del hogar y toda luz.
Y luego ya, sombra entre el humo, se dedicó a repartir leñazos. Pero no
muchos, per se eran los fulanos de liarse a mamporros entre ellos y sin
ningún escrúpulo se daban al menester en la penumbra.

En diez minutos estaban todos fuera de combate.

Con la abundante soga que amarraba el sitio les ciñó unos a otros. Él sentó
en la mesa dispuesta para desayunar e hizo uso. Y trayendo atrasada mucha
hambre, no sació con un cuenco ni con dos de gachas.

Sin embargo, al catar del tercero, se le atravesó la ingesta y sintió un vahído


profundo. Le habían envenenado. O intentar. Le fuñían las tripas fuego y
rabia pura.
Se le quedaron los ojos en blanco, y sin tono, dio un cabezazo contra la
mesa.

Al recobrar la consciencia tumbaba en un camastro, arropado, con sutura


en un hombro y venda en la cabeza.

Y recuerdo en la boca de mal trago.

Aunque cuidado. Atendido.

Cerca de él faenaban varios sujetos, y al entenderle los primeros escarceos


de retorno, empezaron a vocear la noticia, a gritarla, a hurrearla por todo lo
alto. “¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!... ¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!”

Su importancia tendrían los gritos, pues convocado por ellos, a la carrera


entró en la estancia otro que rondaba fuera, y teniendo acordado, o que les
fuese costumbre, sobre él descargaron los de dentro sus trabucos, par tras
ello, y pletóricos de júbilo, saltar, bailar, cantar que “¡Ya está aquí, ya está
aquí! ¡Y seis quedamos para servir!... ¡Seis!”.

¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! ¡Y seis quedamos para servir!... fun, fun, fun.

Y aunque Herejía en un principio no entendió la gracia, al poco sintió


escozor de alegría en las comisuras, y para cuando quiso darse cuenta,
integrado en el corro bailoteaba su presencia y la media docena coreada;
aunque él hiciese de siete.

Y por tal rompería el círculo.

Y puestos en hila, ni que cuadrasen sorpresiva revista, la compaña clavó el


taconazo al piso y al unísono gritaron: “¡Buenos días, capitán Herejía!”.

Y volver a hacer corro y hurrear que allí estaba el capitán y seis quedaban
en pie para servir.

Imbuido en tamaño alborozo no reparaba Herejía en su desnudez, pero


cuando hizo, vio resuelto el problema al ofrecérsele tres arcones con todo
tipo de ropa; y un baúl con calzado de su concreto calibre. Y un único
sombrero que con poca sorpresa le cuadraba soberbio. Y capa.

Y un espejo de cuerpo entero para atusarse la imagen.

Y allí reapareció, sí, el de la barba luenga y ojos buzos.


Y para disgusto de Herejía, que lo intuyó al vuelo, más se celebraba la
imagen del espejo que la presencia corpórea del boyuyo.

Pero al menos le daban trato de “jefe” en coyuntura a la que bailar el agua.

- ¿Habéis visto a Rastrojo? –inquirió Herejía, para propia sorpresa, con


timbre tierno-

… cof… cof… cof…

¿Habéis visto a mi amigo Rastrojo?

Reaguda sonó la pregunta y mustia tornó la compañía, muda, bajando la


cabeza, apesadumbrados por algo acontecido en el pasado, y que
entenderían conllevaría al presente algo apocalíptico; al empezar a temblar
los presentes; y persignarse dieciocho cruces.

- … mmmm… Rastrojo… ¿Le conocéis?...

Inconfundible.

Es… achaparrado, cojitranco y manco al redondeo.

¿Habéis visto a mi amigo Rastrojo?

-… Jefe –dijo descubriéndose, y mirándose la punta de las botas, el que


gastaba cucharón- … Una vez más le reiteramos nuestros más sentidos
lamentos por el inefable acto, pero lo menos treinta años ha, o poco menos,
que no veamos a Rastrojo ni a nadie de Boyuyo de la Quebrada.

Salvo a usted de vez en cuando.

Y a él… aquella vez.

- … Y repíteme lo que hicisteis –jugaba con astucia Herejía las cartas del
momento- Repíteme en alto, y para que a nadie se le olvide, lo que pasó ese
día de latrocinio que arteramente omites.

Canta que te escuche.

- … Jefe –abiertas y sinceras fueron las palabras y lágrimas- … Jefe,


palabra que no lo reconocimos. Ni a él, ni a usted ahora… en un principio.

Bajan ustedes leoninos de lo alto la sierra, y a nosotros un circo ambulante


nos tenía encargada fiera, o persona ferina que diera el pego.
Nos pagaban por atrapar bicho notorio para la feria de fenómenos. Y de ahí
el confundirle a él con Faustino Romasanta; que así decían que llamaba el
lobesome de la comarca.

… ¡Maldito quede el día del espectador!

- ¡Cuánto mal achacado al pobre Faustino! –clamó Herejía dando un


puñetazo en la mesa para consternación del grupo-

Y tú, cómo te llamas.

-… je, je, je… ¡Ésa sí es buena, capitán!

… je, je, je.

- ¿Te lo tendré que repetir?

- No, jefe, no.

A mí me varía entre Remalo, Refeo o cualquier otro rediós al que una


atributo.

De Revinagre, a Rebonito, me ha tildado según su ánimo del instante.

Rehostias también me ha dicho y le atiendo… y orgulloso yo ¿eh?

- Y de pila, qué te cayó.

- Nada. Un escupinajo y una colleja para extenderme el salibazo.

Bastardos declarados, nos tenían prohibida la entrada a la iglesia y a todo


papel de registro; por eso, la iglesia, y luego el ayuntamiento, fue lo
primero que hicimos saltar por los aires con la pólvora que nos dejó,
capitán.

Bien nos enseñó a construir bombas.

- ¿No tienes un puto nombre por el cual llamarte?

- … glup… mmmm…

Reimbécil, Recaradegüevo.

Retrasado… Repugnante.
… Jefe, tiene usted surtido el léxico y aunque repita, ostenta abanico
amplio de… epítetos.

Nos muda con asiduidad los nombres y cosa nuestra deja el entenderle.

- Y entre vosotros cómo os llamáis ¿Qué motejo utilizáis?

Cómo te llaman a ti; de existir necesidad.

- Entre los míos me dicen “Rechico”; por ser el más chico de los Tancredos
que quedamos vivos; de los aquí reunidos para más reseña.

Los seis ¡Seis!... ¡¡Seis!!

Y pese a atesorar mil preguntas en el gañote, Herejía se dio por


satisfecho, por el momento, con las sucintas explicaciones, e invitó a la
tropa a que festejase a su estilo mientras él se ajustaba el cinturón con las
armas que le insinuaron propias.

¡Y vaya cacharrería!

Tres pistolas de orfebre, dos sables de abordaje y un cuchillo de mano


izquierda que en tiempos blandió Pizarro… ¡Y también el viejo Portento!

Sí, la zarpa zurda de maese Portento.´

… ¿Cómo habría llegado a sus manos?

Mil, y una, eran las preguntas constreñidas, y aún así, ordenó a los
tancredines que hiciesen batida. Que sin más demora partiesen hasta los
confines del término buscando a Rastrojo o vestigio que hablase del amigo.

Raudos.

Sin más cuentas que atender que el traerle reporte con el nuevo día; pues el
presente declinaba a su orto.

Y le dejaron solo. A los seis puntos cardinales se dispersaron al trote.

En la intimidad, Herejía afrontó el reflejo de su persona de forma muy


distinta, a punta tiesa; desnudo el sable. Temió que pudiese salir su sosia
del vítreo plano esgrimiendo quizá a Desgarbador o a la misma Gurriata.
Mal hado entendía en la imagen y con el rabillo del ojo la vigilaba. Ni
mientras se servía cucharones de sopa perdió de vista, y siempre, siempre,
exactos doblaron los ademanes reflejados.

Hasta el limpiarse la barba de fideos.

Y el mismo tomar camastro incluso con la ropa puesta y ciñendo la


abundante artillería.

Durmió mal Herejía. Pesadilla se le hicieron la ausencia de treinta años de


recuerdos y tan pronto se soñó capitán de bajel pirata, como galeote entre
corsarios (¡Puaj!), o incluso príncipe y cautivo, en un mal tugurio de
Tetuán; compartiendo cepo con nietos de cide Amete Benengueli.

Y el medrarle la barba al viento en la proa de algún sanguinario navío;


porque se sentía ensangrentado, aunque el motivo real fuese saltarse un
punto del hombro al revolverse en el camastro.

Y por eso despertó gritando.

En un brinco se puso en pie, y más rápido que su reflejo, desenfundó las


pistolas y disparó contra el espejo haciéndolo añicos. Y reír, reír como loco
mientras tumbaba de nuevo en el jergón y se arropaba.

Pero ya no pudo ligar pestañas. De afuera llegaban voces anunciando que


los que habían partido a buscar frescas retornaban. Y sin mejor noticia, que
el que uno de ellos, había encontrado un mulo sin dueño; pero de Rastrojo,
ni nuevas ni viejas. No había huella de vida humana en varias leguas a la
redonda.

… Salvo el mulo, y siendo hilo de vida, por famélico al menos, sugirió


hebra que enhebraba el camino viejo de Escalona.

En eso además coincidían los seis, los seis afirmaban que la feria de
fenómenos a la cual surtieron, solía frecuentar la antigua e imperial Toledo
antes de iniciar turné por provincias. Pero ellos jamás habían llegado tan
lejos ¡Ni a Escalona!

Con esa cantinela desvelaba la mañana, y tomando breve resolución,


Herejía ordenó empaquetar y hacer petate; mientras, un par prepararía
refrigerio matutino. Y capricho mañanero que dijeron recordarle, en un
puchero pusieron a hervir unos granos de café tostado que conservaban
desde la última vez que estuvo.
- ¿Y cuándo fue eso concretamente? –con desagrado chasqueó Herejía la
lengua- Esto sabe a matarratas y agua de fregar con vinagre; macerado todo
un lustro en sulfurosa.

¿Cuándo estuve aquí por última vez?... exactamente.

El exigir la datación del almanaque provocó el silencio. Quizá las


preguntas concretas del capitán Herejía, por lo normal, supusieran la
horrible muerte del que respondiese erróneamente; y por eso
enmudecieron.

- … mmmm… Tú, Refrito –reseñó Herejía al cocinero-

Refréscame cuándo fue. Cuándo estuve aquí por última vez.

- Mala memoria también tengo yo, capitán –respondió resoplando, aunque


tranquilo, al ver que Herejía daba otro sorbo al brebaje-

Aunque yo cocine, y prepare los reconstituyentes, el tomar referencia de los


abastos es cosa de mi pinche; tanto la entrada cómo la salida, en la alacena,
es cosa que consigna aquí mi primo.

- Servidor. Eso es cosa mía –mano en alto se asumía el parentesco- Y es


cosa fácil sobre la que pronunciarse pues suelo anotarlo también en las
etiquetas que pego en las cajas o barricas.

Y en concreto, aquí pone… mmmmm… pondría, de conservarse la tinta…


mmmm… la fecha exacta.

… En su defecto, tengo en la libreta, al día, el estadillo de las vituallas, y


buscando en el pretérito…

…en… mmmm…

… mmm…. Esta libreta sólo cubre información de los dos últimos años y
no tengo entrada con referencia a café.

Capitán… mmmm… ¿Quiere que busque el dato en las libretas antiguas,


que guardo, o sin más preámbulo me saco aquí mismo las tripas y luego me
amputa usted a su estilo lengua y manos?


Le juro que guardo en algún petate la libreta concreta que contiene el día
que pide.

¡Bien sabemos de su gusto por el orden y la disciplina!

- Vale. Busca.

- Al vuelo… amado jefe.

Coletilla con retintín de sorna entendió Herejía al descubrir alguna que


otra risa comedida en el grupito. Les haría gracia el desparpajo del
compadre, y para poner coto al compadreo y posibles futuros desmanes, sin
manifestar aviso, soltó tal derechazo Herejía al lenguaraz, que antes de
tocar suelo ya roncaba desdentado la osadía. Y entre risas francas se siguió
recogiendo los pertrechos necesarios. Amanecía y el sol despegaba del
horizonte.

Quizá para avivar el empaque, o por tener hecha la misma promesa a los
dos Boyuyo, Herejía estampó contra el suelo un quinqué encendido, que al
instante, propagó la llama a toda la casucha, y por simpatía, y ayudado de
tea, también difundió lumbre entre las construcciones derruidas
circundantes.

En fila abandonaban Boyuyo del Valle, y él, en mulo, cerraba la comitiva.

Toledo aún distaba una eternidad, y para entretener, comenzaron a


canturrear los tancredines que: ¡Ya estaba allí! ¡Ya estaba allí! Y por fin
cinco quedaban para servir… fun, fun, fun… ¡¡Cinco!!

La isla de Formentera es paraíso, olvidadero para perseguidos, tierra


amiga de discretos. Y dura, aunque si uno cuenta con bolsa y
abastecimiento ocasional desde Ibiza, la vida deja de ser áspera y hasta, no
teniendo pretensiones, se vuelve interesante. Con calas a los cuatro mares
ofrece todo tipo de olas, y cada grillo que desentona es por dar canon de
endemismo. Y plantitas únicas en el mundo y cuyo universo son dos
cuartas.

Y de Historia está surtida la isla, así que al grupo del doctor Bulín de
Aguiloche se le consideraba casi fauna autóctona. No desentonaban en el
paisaje.
Desde joven frecuentó Bulín el enclave cuando tuvo oportunidad, y cercado
por la edad y los achaques, y paralítico, años llevaba siendo el hijo
predilecto de la isla; el padre; el abuelo. Varias generaciones de “galenos”
ayudó a formar, y no sólo por eso le estaban agradecidos los isleños, la
veneración a su persona venía por las muchas veces, que a horas
intempestivas ¡e incluso en mar revuelta! compareció Bulín de Aguiloche
para echar una mano allá dónde se necesitase; y por el asunto que fuera. Y
no era problema la silla de ruedas porque dos negracos de dos cuerpos, que
en la balanza pesarían tal cuatro blancos, se encargaban de ser sus piernas y
sus brazos; de trepar con él a la espalda el acantilado si la vaina del
momento era husmear en las cuevas de La Mola acompañando a un grupo
de “colgaos”.

Pero al día les entretenía estudiar una antiquísima naveta, una


construcción típica de la isla y que semejaba un barco varado. Una casa con
ideales de navío y que hundiría el casco bajo tierra. Pero no, no seguían
bajo el suelo los mamparos al asentar los cimientos en la roca madre. Y con
falcas conseguían el equilibrio las piedras.

Poco vestigio en cualquier caso para justificar invertir más empeño. Era
pura cabezonería, de la dama que acompañaba y asistía a Bulín, el seguir
excavando el sitio, recopilando pequeños detalles e indicios, y con ellos
conseguir entender el mundo antiguo y el moderno. La sinrazón campaba
en cualquier púlpito, a disgusto de la señora, en toda España y Europa, y
hasta en Las Pitusas, gobernaba lo absurdo y retrógrado. Incluso los libros
sagrados se le hacían sacrílegamente perniciosos e inexactos.

Y por tal no atendía a campanas, no le atraía a su seno la llamada del


domingo. Prefería limpiar a conciencia el perfil de la naveta, que diese la
cara el relleno de los muros. Y para ello tumbaba en el suelo con paletín y
cepillo. Sacando el polvo de siglos ¡de milenios! que atesoraba el esqueleto
constructivo.

Vestía la mujer de capataz aunque a pie de tajo sólo hubiera otro operario,
operaria, que se entregase a la tarea de despertar los vestigios prehistóricos.

Sin embargo, el que llevaba la voz cantante era el doctor Bulín, y tras
considerar en común asenso las damas que aquello estaba limpio y en
facha, le rogaron opinión. Refutar unas tesis propuestas por ellas la tarde
anterior acerca de la posible existencia de ventanas en la construcción;
leyendo los desmoronamientos, la densidad del “mortero” de los extintos
tapiales. Y para ello, ataba el doctor la silla de ruedas a un enganche
seguro; y con polea, a una rama alta de un enorme pino. Y con suave tirón
de los brazos postizos ascendió Bulín casi a la copa. Y con un gesto de
mano rogó que atasen, que fijasen la cuerda a cualquier tronco o raíz.

Ya estaba a la altura requerida. Y a la sombra. Mecido por el aire sano de


cap Barbaria… y el yacimiento arqueológico a sus pies.

Y, claro, no tardó cinco minutos en volver a quedarse dormido. Parecía loro


nonagenario que dormita plácido en jaula de cuatro barrotes.

Sabían las mujeres que traspuesto quedaría, y en cuanto soltó el primer


ronquido audible, tomaron los caballos que ramoneaban cerca y partieron a
otros asuntos.

Madre e hija eran, y la demanda que atenderían sería dar entierro a unos
huesos descarnados, cuya propietaria, fallecida exactamente dos años ha,
les fue amiga muy querida; por eso no era afrenta que los restos viajasen en
bolsa.

- … Mamá…

- … Dime.

- ¿Por qué no quiere el abuelo Bulín venir al entierro?

- Porque quiso mucho a tu abuela; y también participó en dejar su cuerpo


en el pudridero de La Mola. Ya hizo bastante.

- Más razón para asistir.

- O más excusa para la ausencia.

- … Pero nunca se casaron.

… Y de hecho, tú, tampoco.

¿En qué lugar me deja eso a mí?

- No te entiendo. Qué me quieres decir ahora.


Tu abuela no era mi madre… pero el título de “condessa” se lo gané en
justicia a los naipes; a la brisca. Es mio y puedo ostentarlo.

- Na, déjalo, son tontunas mías, mamá.

Perfume que es Formentera, viene en frasco chiquito. Para antes de


mediodía ya estaban ante el pequeño túmulo funerario de Ca na Costa. Allí
quiso la mujer que descansasen sus huesos y no le iban a robar la ilusión.
Además, echó maleficio si no se hacía según un ritual preciso que detalló
en artículo mortis, y albaceas, madre e hija.

¡Y la finada… ¡Hechicera!!

De ahí también el no querer contradecir el antojo. Y capricho era, a ojo de


la muchacha, que hubiese que esperar al último haz de rayos de sol. Con la
última luz del día depositarían los despojos dentro. Y si querían hacerlo a
tiempo, y bien, deberían darse prisa para despejar la entrada. Años ha sin
usarse, y milenios que se usase por primera vez, el túmulo aparentaba ser
promontorio natural del terreno. Y pasaría desapercibido a todo aquel que
no conociese su misterio.

A pico y pala abrieron las mujeres en la parte oeste las carnes del montículo
hasta llegar al hueso. A una laja de piedra que era puerta sabida de la casa
de los muertos; luego vendría un pequeño pasillo que daba acceso a la
cámara mortuoria, pero sólo podrían entrar con el último rayo, así que una
vez delimitada la puerta, y apartados los cascotes, sentaron las señoras bajo
una sabina a comer; lo dejaron todo dispuesto para que quedase la faena a
falta de un golpe de palanca.

- ¿Y por qué enterrarse aquí? –inquirió la joven al tiempo que emparedaba


algo de embutido junto al pan tumaca- Ella siempre hablaba de un pueblo
serrano. De las montañas.

¿Por qué no pedirnos que llevásemos allí los restos?

¿Por qué esperar al último momento para expresar voluntad?

- Muy preguntona te has levantado hoy, hija.

- Por qué. Por qué.

Por qué, mamá.


- ¿Por qué crees tú que se llaman “últimas voluntades”?

¿Para qué ir en persona si se puede mandar las cosas por correo?

¿Por qué pasar la eternidad con la calaña conocida de tu aldea, pudiendo


reposar en osario nutrido y notorio?... Cosmopolita.

- Venga, va. Dime, mamá.

Por favor.

- Aquí dentro también descansa una comadre de ella.

Murió un par de años antes de nacer tú.

- ¿Y cómo se llamaba? ¿Por qué nunca habéis hablado de ella?… ¿Tú la


conociste?

… Pero empieza por el nombre.

- Úrsula se llamó la dama.

- ¿Dama?

… A pocas mujeres regalas trato. Y a hombres.

- Lo merecía.

Yo también la quise un montón.

Hasta Bulín la quiso; y no para el fornicio.

Una mujerona guapa. Una señorona. Una hembra de la cabeza a los pies
fue Úrsula.

Igual que la abuela.

Las dos venían del mismo pueblo serrano.

- ¿Por qué nunca hablasteis de ella?

- Ah, no, no. Entre nosotras sí hablábamos de ella; con frecuencia la


recordábamos; pero pertenece a un mundo del que no quisimos que
formases parte.

Sabía la joven que su madre y la abuela tuvieron secretitos, callaban a


veces cuando ella aparecía, y al irse, proseguían en susurros. En los últimos
tiempos hasta algo de hechicería y alquimia parecieron traerse entre manos.
Se diría que la abuela quiso legar en vida parte de sus muchos saberes y
dones a la nuera.

- ¿Tú, cuándo te mueras, también vas a querer reposar aquí?

- ¡¿Yo?!... No, hija. Yo me voy a quedar de simiente.

- Ah, quieres aumentar la familia.

¿Me vas a dar hermanos?

- Sí, sí… y por eso me recuesto en la sabina para decírtelo.

- En serio, mamá. ¿Te gustaría dormir aquí la eternidad?

- Bonito es el sitio, desde luego.

… Pero yo soy más de pira y aventar al aire los restos.

En mi pobre cosmogonía, renacemos cual ave fénix de las cenizas.

-… Dirás de los rescoldos.

- Bonita, yo renaceré de dónde me salga del moño; porque es mi albedrío


vital.

Tú reencárnate a tu estilo que yo lo haré al mío.

- O sea, que para nada te llama el pasar la eternidad aquí; pues con el más
leve soplo de brisa irían tus partículas y humos a parar a Ibiza… a
Mallorca.

… o a la península.

- O al medio del mar, y de allí al fondo abisal.

Y volver a empezar el juego de la Vida siendo simple medusa o sabrosa


gamba roja.

- Ah, muy bonito.

Pues yo llevo toda la vida aquí metida. El cacho de eternidad, que llevo
conocido, se ha desarrollado en el mismo sitio donde tú insinúas no querer
quedar para los restos.
… Y no soy calamar, ni podenco ibicenco.

Soy una mujer de veinte añazos, madre… ¡Con sus necesidades!

… Déjame ir a Ibiza.

Déjame que pise tierra.

- ¡Deja a la chica que vaya!... dale permiso –anunció presencia Bulín


carraspeando- ¡Deja que vuelva a bajar a tierra!

Hace muchos años que lio la última y ya habrá aprendido… Y los de Ibiza
olvidado.

… Aunque sólo sea para conocer algún muchacho o admirar la necrópolis


del Puig des Molins; y advierto que es complejo funerario más joven que
éste.

Y sí, yo también querré descansar aquí. En Ca na Costa.

No iba a faltar Bulín a las exequias finales de quien fuese su gran amor;
y eso que fue prolífico en grandes amores. Y por ello él sí vestía de
riguroso luto para la ocasión.

- Si la muchacha es gilipollas no es mi culpa –manifestó la madre con


cariño y sinceridad- Yo, a su edad, ya tenía hecha la vuelta al mundo cuatro
o cinco veces.

Y conocido a fondo varias razas.

Si a su edad considera necesitar permisos, eso es que no está preparada ¡Ni


cocida!

Nunca le he dado una orden fuera del barco y no voy a empezar ahora. Yo
no expido salvoconductos.

Ésta es más tonta que una esquina sin vuelta, que te lo digo yo.

… ¿”Libélula”?... No, “Tonta el haba” le tenía que haber llamado.

- ¡¡Mamá!!

A punto estuvo Libélula de soltarlo todo. De confesarle a la madre que


bien conocía el trato íntimo con los quintos que merecían de Formentera…
Y de Ibiza. Y de un montón de orígenes que fondeaban a la capa o bien
echaban redes en torno a la isla.

Pero en ese lote entrarían los palafreneros de Bulín, los hermanos Malik y
Okeway Gandagüé, jóvenes bien formados, por dentro y por fuera, que con
disimulados gestos rogaron, imploraron, que Libélula contuviese la lengua.
Les pondría en un brete ante el doctor, pues a ellos les trataba por hijos y a
la joven por ahijada, y aunque hombre de Ciencia y moderno, y ateísimo,
para él podría suponer alguna forma de pecado u incesto. Y a su edad, lo
mismo le daba un soponcio y en el sitio se quedaba cual jilguero.

Mejor callar.

… Sí, tibia la mocedad, no eran capaces de imaginar las bacanales y orgías


en las que tomó parte el doctor; y hasta en mitad del refocile prescribir
tratamiento para sanar algunos chancros.

¡Menudo libertino fue el doctor!

… ¿Y la condessa?

La condessa a veces les pellizcaba el culo a los hermanitos, y voraz, les


gruñía que cualquier día se los iba a comer crudos a los dos a la vez. Grrrrr.

Aunque eran bravatas.

No, la condessa hasta se hubiese alegrado por su hija. Hubiese sido hazaña
que aplaudir. Ella no cató dos hombres a la vez en el tálamo hasta que
quedó viuda… bueno, divorciada… separada… dejá a la gitana…
repudiada.

Caía el sol sin prisa pese a estar a un dedo del horizonte. Las salinas que
lindaban, llenas de agua, daban pego de mar, de bahía en calma. Y en la
línea que más firme refleja la luz solar, apareció flotando una cabeza. Un
perro, una perra, que pese a sólo tener tres patas, y un ojo, se manejaba
muy bien en el agua.

Obvio, Ramona.

Con su nadar perruno llegó a tierra y se centrifugó la pelambrera. Después,


con parsimonia y sin saludos, ni cimbrear la cola, tomó asiento junto a la
puerta del túmulo.
Libélula y los hermanos Gandagüé quedaron atónitos por la presencia. Sin
conocer, sabían que el animal era leyenda del océano y les mantenía
hipnotizados a los tres. No creían siquiera que existiese, era fábula de las
que se cuentan junto al fuego las noches de invierno.

Aunque vista de cerca, y mojada, la perra desmerecía las epopeyas


narradas.

Para sacar a los jóvenes del embrujo la condessa pidió a los hermanos que
obrasen con la palanca y de paso apartasen a un lado la puerta. Ella empujó
la silla de Bulín y aparcó junto a la perra.

Tomaba el sol tierra y se estiraban las sombras.

Al tiempo que se retiraba la laja de piedra los rayos agonizantes del sol
entraron raudos iluminando el túmulo por dentro, tiñendo de tonalidades
oro viejo los abundantes cráneos y costillas. Fémures y húmeros.

Pelvis, vértebras.

Decenas de cuerpos descabalados tapizaban el piso de la cámara mortuoria.

Y algunas toscas cerámicas decoradas con digitaciones o impresiones de


cuerdas. Y un par de jarricas de vino, con no muchos años, pero tiesas;
secas.

El tinto fue ofrenda que acompañase a Úrsula, a la hechicera le iría en ajuar


una pequeña orza con restos de los potingues que usaba y un anillo; un
sello de oro con blasón de un aligátor sonrientemente embaucador.

Sólo la condessa entró a dejar los huesos, y tardó muy poco en salir.
Apenas gastaría dentro un par de plegarias y algunas palabras sinceras de
despedida que no tuvieron testigos. La mujer volvió al exterior hecha un
mar de lágrimas pero sujeta. Hipaba sin poder evitarlo mientras los
hermanos colocaban otra vez la laja que hacía de puerta y devolvían a su
sitio los cascajos y áridos que sellaban el túmulo.

Y tras hacer, sí, cortó la condessa el llanto y se abrazó a Bulín con mucho
afecto. También los chicos le dieron los pésames al hombre. Y la joven. Y
hasta la perra se acercó a lamer la mano del doctor y a su vez dejarse
acariciar por ella.
En ese recogimiento familiar, vio pie Libélula para interactuar con la perra
y sobre el lomo le puso la mano a Ramona. Y mesar a contrapelo la
pelambre.

Y, extraño, el animal se revolvió y arreó un bocado en el brazo a la


muchacha sin aparente motivo.

Gritó Libélula como si le hubiese atravesado la Santa Inquisición con


punzones de yerro al rojo vivo, vació todo el aire de sus pulmones en un
alarido profundo. Rasgó el berrido el pecho de la condessa y sin siquiera
pensarlo le pegó un puntapié al bicho en los mimbres.

Aulló la perra quizá por romperle la patada una costilla u el corazón, en


cualquier caso, se fue gimiendo por donde vino al tiempo que desaparecía
el sol del horizonte.

- ¡Patata! –reprobó Bulín con energía la patada de la condessa- ¡¡Patata,


que es Ramona!! ¡¡¡Ramona!!!

- Y ésta mi hija Libélula.

¡Mi hija!

… Que no se te olvide, Bulín. Por favor.

- No ha estado bien lo que has hecho… ni lo que ha hecho ella, bien es


cierto, pero…

- Corta, Bulín, corta. Calla que a ti no te ha mordido.

… Y suerte tiene que no tuviese en la mano el pico porque la desgracio, la


dejo seca.

Esa perra lleva muchos años con el juicio perdido. Y haciendo el canelo.

- … ¿Tal que yo?

Por favor –requirió Bulín a los hermanos- quiero irme a casa. Ahora.

No era herida seria, aunque tampoco eran broma las dentelladas de


Ramona. La condessa sopesó el desgarro y calculó que tampoco era tanto,
sería cosa de limpiar con jabón de sosa y arnica a lo más.
Cogió la mujer de las riendas su caballo y a pie siguió a la silla. Malik
alumbraba con un candil el camino. El cielo encapotaba funesto.

- Os juro que no le he hecho nada –consciente era Libélula de la disensión


interna- No le he tirado del pelo, ni le he hecho perrería alguna, lo juro.

No entiendo la razón de morderme. Yo no le he hecho nada, de verdad.

- Na hija… No le busques vueltas porque la perra está senil.

Si no quiere Bulín, ya te limpiaré yo la herida ahora en casa.

- ¿Tú curarla? –respondió raudo Bulín-

… ¿Te digo yo a ti cómo llevar el barco? ¿Cómo administrar el viento en


las velas?

¿Quién de los aquí presentes ha estudiado Medicina?... ¿Y Veterinaria?...


¡O acaso charcutería!

… creo que sólo yo.

- Tampoco te tires mucho el moco, doctor, que pinta cura de agua limpia y
árnica.

- Y una buena sepsis ¡o la rabia! de no intervenir yo.

No pretendas conocer las miasmas que medran en las babas de Ramona.

- ¡¿La rabia?! –le sonó a Libélula a cadalso doloroso-

Cómo haya pillado alguna peste mala por la puñetera perra… ¡Que se ande
con el bolo a peces conmigo para la próxima!

¡Que se cuide ningún perro de cruzarse en mi senda!

No era amiga de amenazar Libélula, más que nada, porque alguna


pulsión interna le empujaba a obcecarse, empeñarse en cumplir la palabra
dada aunque fuese ésta producto tonto de la ofuscación; e incluso que no
aparejase nada bueno.

- Anda, anda, anda; que no andas nada –tampoco a la condessa le gustaba


ver aflorar inquinas estúpidas- Los perros muerden porque para eso tienen
dientes, Libélula.
A mí me han mordido varias veces y no por ello he amenazado de muerte al
gremio perrunero al completo.

Y Ramona y yo no es la primera vez que discrepamos una chanchada;


algunas veces me ha mordido ella, y otras le he mordido yo.

No hagas montaña de un grano de arena.

Cerca de San Francisco Javier, que es la capital insular, estaba la casa de


campo del doctor Bulín de Aguiloche. Era residencia modesta de una sola
planta pero un sinfín de habitaciones en las cuales habitaban mil recuerdos
de sus viajes y una docena de amigos, que teniendo a precio fijo la cabeza
en varios países ribereños del Mediterráneo, descansaban de toda
persecución en la hospitalaria residencia. La verdad es que no salían mucho
a la calle, ni se relacionaban con los pocos vecinos por temor a ser
desenmascarados, y prácticamente su día a día se circunscribía a tomar el
aire por la noche, a sentarse en el porche trasero de la casa y contar
batallitas de piratas al tiempo que algunos arpegiaban acompañamiento con
violín, flauta, guitarra, palmas y caja flamenca. Y lubricarse las cuerdas
vocales con groj o vino, o con cualquier otro bebedizo que les alejase los
abundantes pesares.

Eso, o salir a surcar olas con la Dragon Fly II, era su única ocupación. Y
entretenimiento para no oxidarse.

Algo intuyó la compañía que había sucedido al entrar Libélula en la casa


a la carrera y dirigirse a su cuarto sin siquiera dar las buenas noches.
Aunque tampoco sería tan importante porque la condessa informó que
seguía en pie lo de salir al alba a correr delfines.

Lo de la chica era fruslería, minucia para el eminente doctor.

No quedaron muy contentos con la explicación aunque se dieron por


enterados y convocados a primera hora.

Y llegó ésta muy sombría. Cayó durante la noche lo que no está escrito y
el terreno era lodazal ¡Y la mar aparentaba poder hacer suya la tierra que
quedase seca en el instante que quisiera!

De locos salir a navegar. De trastornados.


Sin embargo, no estaban imposibles los vientos y las olas, no, aunque desde
luego no para surcarlos en plan paseo. En pureza, el medio estaba perfecto
para la brega y la exigencia. Era mañana ideal para plantear examen a
Libélula.

Si capitana quería ser de su propia vida, que cogiese las riendas. Y qué
mejor enjaezamiento que el de la goletina Dragon Fly II.

Si la chica necesitaba de solemnidades y ritos, era por la mala conciencia


de lo acaecido a la Dragon Fly I y por la vena ensoñadora y leída que le
había inculcado Bulín, aunque desde pequeña supo que algún día ese barco
también sería suyo por derecho. Y esa mañana la tenían encima y seguía
negra. No acababa de romper el cielo y parecía la mar ofrecer campo para
algún buen lance si se tenían riñones para intentarlo.

Salir de puerto fue sencillo gobernando los vientos del mediodía, y ya


en el canal de Ibiza empezó Eolo mandando ponientes fuertes que los
alejaron de Las Pitusas.

Y no erraba Libélula en la lectura de las rachas, en la elección de la tela en


el aparejo, o en las órdenes a la pala, por lo cual, ni su madre le rechistaba
las directrices mientras la nave era empujada, sin otro posible juego, lejos.

Mejor.

Cuánto más lejos, mejor.

Y volando sobre las olas fueron. Era marinera y astifina la Dragon Fly
II, apenas siete pasos de manga por veinticuatro de eslora, pero acuchillaba
los vaivenes salinos sin escrúpulos pues se la diseñó embarcación de
recreo, de disfrutar sin importar precio o carga, nave de correr sin
miramientos sobre la superficie del agua.

Y tanto se confiaba en su perfil veloz, que ni iba artillada. Sus baluartes


eran seis colisas desmontables que se repartían en proa, popa y dos por
amura; con sus respectivos parapetos de quita y pon. La mejor defensa de
la Dragon Fly II era su versatilidad y sus velas de seda. Su poco calado, o
lo mucho, articulando el lastre con agua de mar. La dureza y livianía de sus
cuadernas de sabina una vez tratada la madera con los ungüentos de la
difunta hechicera. Y su perfecto ensamblaje en el innovador diseño de
Bulín ¡Hasta orza retráctil tenía instalada para poder maniobrar en la pileta
donde pacen los atunes si hubiese necesidad!

Era una maravilla y Libélula lo sabía. A su criterio volaba mejor que


ningún barco que hubiese visto nunca e incluso mejor que la malograda
Dragon Fly I; y deseaba que no tuviese igual final.

Tras dos o tres horas de atender la misma componente en los vientos, y


presumir que otras tantas podría soplar en la misma dirección, la marinería
se desmotivaba y aburría, sólo la mano que atendía la rueda variaba algo su
trabajo para atacar olas concretas.

Desanimados, pues arrancó la mañana con una bonita porfía y un estético


baile en los palillos para perchar el trapo, acabó siendo lo que se dice un
coñazo de vendaval continuo y monótono. Y fijados los parámetros, los
marineros sobraban, eran lastre de bodega, y ni siquiera darían uso
sentándose todos juntos en la borda. Era innecesaria su presencia en
cubierta al encargarse ahora en persona Libélula de llevar el timón.

Así pues, reunió en la cabina del armador toda la compañía; a excepción de


la nueva capitana; pero al momento el lugar era salón de festejo y
celebración. Cava y champán se alternaban al descorche, y a degolletar se
ofrecían riojas y valdepeñas, y un denso humo producto de todo tipo de
yerbas, tabacos y semillas. De recoleta cabina, mudó el compartimiento a
tasca casi infecta porque rápido se empezó con el exabrupto a lo más alto, o
a la madre de algún presente. O se defenestraba toda hagiografía
exceptuando a la Virgen de los Remedios y a Santa Bárbara Bendita; de por
sí cuajaba el cielo de rayos y no era cosa de mezclarlas y desdeñar.

Y el camarote era “pequeño”. Apenas contaba la estancia con una gran


mesa, que debajo ocultaba la cama, y por las paredes colgados anaqueles
con libros, mapas e instrumentos variados de náutica. Un diván y tres sillas
francesas. Un armario con fusiles y trabucos. Y una bola del mundo en
detalle, y que detallista, en su interior contenía un buen surtido muestrario
de licores finos.

Despertó Herejía por un grito ahogado. Apenas fue un murmullo el


expiar.
Con el ojo entornado, y la mano en la pistola, buscó la fuente, y halló a
Rechico bailando una jota sobre el cadáver de su primo. Contento, ajeno a
su vez a estar siendo observado, canturreaba comedido que: ¡Ya estaba allí!
¡Ya estaba allí! ¡Y sólo quedaba él para servir!... fun, fun, fun.

Pero en cuanto se dio cuenta que Herejía estaba despierto, desclavó la


navaja de la espalda del primo, y tras limpiarla en el fiambre, la embuchó
en la faja, y con toda naturalidad, indicó que el desayuno estaba servido.

Y sólo había dos cuencos.

Herejía miró en derredor buscando más parentela, y al no encontrarla,


preguntó a ojo, y golpe de cabeza, dónde andaba el resto.

Por respuesta muda, reseñó a vista el “sirviente” varias nubes de buitres


que marcaban en el aire la localización de los compadres. Despeñados en el
tracto nocturno de descender de la sierra hasta hacer pie en el abulense
pueblo de Sotillo de la Adrada; y dormir unas horas en el cerro Pinosa.

El último pariente vivo que le quedaba a Rechico, allí mismo, lo apuñaló.

Fuese, o no, respuesta suficiente, Herejía dio un sorbo pequeño temiendo


contuviese diluido veneno, pero paladeando miscelánea de hierbas, y no
sintiendo fuego en el buche, se entregó confiado al desayuno. Comió con
deleite de todo lo que se le ofreció. Y fue mucho.

Atiborrado por la ingesta, y desplazándose en mulo, tuvo ocasión


Herejía para ligar pestañas y dormitar el dulce traqueteo mañanero de la
bestia. A ratos paraba el animal a rumiar junto a unos arbustos mustios,
como trotaba un pequeño sprint para comer de unas ramas bajas de morera.
Llevaba el mulo su propio ritmo y pronto se ganó un enemigo en la figura
de Tancredo Rechico. No le obedecía nada, no. Parecía que el bicho le
entendía y todo, pero si la indicación era detenerse en una sombra del
camino, se empecinaba el animalico en la voluntad propia y seguía tirando
media legua hasta hacer alto en un secarral a las afueras de Pelahustán. Y
así también hizo hijuelas al libre albedrío en Escalona y Torrijos; hasta a las
puertas de Toledo.

Ante el portalón de Carlos I hicieron breve receso que le sirvió a Herejía


para confirmar que no era vía de acceso para él. Mucha guardia y
demasiadas preguntas a pie de cancela. Siguieron el cauce del río por la
margen izquierda, buscándole el punto flaco a los sistemas defensivos y
puestos de guardia de la ribera derecha. Y nada, no vio entrada fácil,
aunque una pequeña madriguera que parecía de zorro, un poco más arriba
de los restos del molino, le llamó tanto la atención que le trajo al presente
un brumoso recuerdo del pasado. A través de ese agujero, sí, él habría
salido sin ser visto de la ciudad alguna vez. Estaba seguro de ello pues en
su cabeza almacenaba plano de la galería diminuta que llevaba a una
bodega; un par de calles por detrás de la catedral.

Sí, lo intentaría por ahí; pero cuando llegase la noche. Ahora debían dar
el pego de gente de paso y para ello levantaron pequeño campamento que
les amparase hacer tarde y fin de jornada, tras lo cual, Rechico marchó con
media docena de cordeles finos que le sirviesen para coger algún conejo a
lazo. Y trajo uno, y dos gazapos, que en un chisgarabís despellejó y
atravesó en el espetón sobre un fueguecito de sarmientos, quejigo y romero.

Mientras chapurreaba lo cazado, Herejía raspaba el recuerdo intentando


concretar más cosas. Pero sólo desmadejaba un túnel estrecho y largo
que… desembocaba en una cantina, donde reunía lo peorcito. Y desde allí
mismo, sí, otros túneles dieron la cara en la memoria. Uno, seguro, llevaba
a la catedral, otro a las mazmorras del alcázar, y un tercero, que se le antojó
embrujado, enlazaba con un vergel al conducir a la casa de una viuda de
muy buen ver, rica y birlachona. Una dama que suspiraba por olerle el
salitre del cabello.

Rechico cocinaba rebien al imprevís y no costó meterse en horas. Sin


apenas luna, que nacía, y cogida la cadencia de la ronda más cercana,
Herejía se dispuso a cruzar a nado el Tajo; se desprendió de la abundante
artillería y demás chatarra; salvo el cuchillo de mano izquierda y la navaja
diestra del sepulturero. Su idea era ir él solo y que Rechico le esperase,
pero en redondo se negó el subalterno, argüía que mal empezaba su
encomienda si a las primeras de cambio perdía al amo en un agujero negro.

- … “Amo”… “Jefe”… “Capitán”…

… Vamos a ver, Rechico ¿Por qué cojones te empeñas en servirme?... ¿Por


qué coño me eres tan devoto?

Dime.
- … Por qué va a ser, jefe. Por la promesa y el juramento de vasallaje.

- Qué promesa.

- Usted nos prometió, capitán, que aquellos que sirviésemos a su lado sin
desfallecer, nos convertiríamos en sus brazos, en sus manos ejecutoras para
matar a troche y moche. Para no dejar títere con cabeza sobre la tierra.

Nosotros haríamos la función de ser sus dedos.

Nos prometió que nos convertiría en asesinos despiadados.

… ¡En sus herederos!

… Ah, y una parte del tesoro a repartir entre nosotros.

- ¿Por eso te has cargado a la familia?

- Sí y no; no le voy a mentir.

Aunque yo lo he hecho por monopolizar el papel de mano; no me gustó


entenderme dedo meñique; que me hubiese caído por costumbre.

Además, lo que sí le juro por Judas, es que yo firmé el enganche con usted,
más que nada, a sangre y fuego, sólo por aprender a matar, torturar y hacer
todo mal, o trapacería, con el más grande entre los grandes del océano.

¡¡El mismísimo capitán Herejía!!

… usted, jefe.

- Te puedes creer, que no me acuerdo.

… que no recuerdo prometeros cacho de tesoro alguno.

- No se preocupe porque le suele pasar.

Y acaba recordando. Tarde o temprano le brotará el recuerdo de habernos


prometido parte.

… tal ha sido el caso de la madriguera.

A la raquítica Luna se le echaría encima, en breve, una nube bien


hermosa, así que volvieron a coger el tempo a la guardia y aprovecharon la
ocasión. Cruzaron a braza sin hacer siquiera ondas. Y aunque con
estrecheces, se adentraron en la madriguera.
Pasado el primer recodo encendió Herejía una pequeña lucerna hecha con
la grasilla de los conejos y una mecha de hierbas secas trenzadas. Una
luminaria peregrina que se apagó al poco. Menos mal que Rechico se echó
al zurrón una lamparilla de aceite y algunas cosas más que casi le ahogaron
en el Tajo, pero mereció la pena el agua tragada al iluminar ahora la cara de
Herejía. ¡El capitán sonreía mientras a Rechico se le escapaban unas
lágrimas!

- ¡¿Y ahora por qué lloras tú?!

- Es de alegría, jefe. Es la primera vez que le veo sonreír abiertamente en


los años que le conozco.

- ¿Y son muchos? –prosiguió madriguera adelante la conversación- ¿Hace


cuánto que nos conocemos?

- De toda la vida, jefe.

Vamos, yo a usted le seguía las andanzas desde chico. En mi casa siempre


se dijo que usted hacía buenos a Barrabás, Lucifer y el Sacamantecas,
juntos, en despedida de soltero.

Lo que pasa es que usted no reparaba en mí porque yo apenas era un moco;


el más pequeño de los Tancredo.

- ¿Y cuándo reparé en ti?

- Precisamente, casi 30 años hizo el otro día; el Día de Todos los Santos;
día, entre otros señalados, en los que ha tenido a bien aparecérsenos con
frecuencia.

Nunca se me olvidará la primera vez que me dirigió la palabra, capitán.


Tras pegarnos una paliza supina, cómo acostumbra, nos dio a elegir: o nos
enrolábamos en su equipo o allí mismo nos aplicaba descabello.

Y yo fui al primero al que usted preguntó.

“Retaco” me dijo “Retaco ¿Quieres vivir otro rato o te doy matarile?”.

Y, por supuestísimo… me apunté a la bandera negra; aunque no supiese


entonces qué era eso; ni aún a día de hoy.
De ser madriguera que horadasen salvajes zarpas, trocó la factura del
túnel a obra de pico y escoplo. Y más amplio, mucho más espacioso y hasta
con camarines y celdas donde reposaban barricas viejas y botellas. Y al
poquito de seguir andando incluso encontraron, en una fresquera enrejada,
una remesa de huesos de jamón colgandero; una fortuna echada a perder. Y
una puerta recia que era la entrada al negocio.

A través del ojo de la cerradura no se veía nada, y al tacto, y al tiento a


hombro, daba apariencia de solvencia. La puerta supondría una pequeña
contrariedad que en Herejía dibujó una mueca involuntaria de malestar. Se
mesó la barba y gruñó. Y la verdad es que ni fue consciente de ello, pero sí
fue gesto ostensible para Rechico que empezó a rebuscar poseso en su
zurrón aladino hasta extraer un enorme manojo de llaves.

Aquella brazada de flautas perteneció a un sefardita que vino de tapadillo


buscando las raíces, y acabó el cuitado conociendo en profundidad, y
fertilizando, unos rizomas de alcornoque en Boyuyo del Valle.

Y Herejía volvió a sonreír al ver que la puerta se abría, aunque tornó a


rictus serio de nuevo al descubrir que también estaba cegada por dentro con
piedra y mortero de cal.

Temió Rechico un absceso de mal genio al jefe, y antes que se produjese,


volvió a bucear en la bolsa y extrajo un paquete muy bien envuelto, sellado,
y tras manipular con cuidado, ofrecía a Herejía una bomba casera.

- ¿Y eso qué es?

- Una evolución, ¡maestro!, de su modelo “Revientatartas”.

Es el mismo tipo de cacharro explosivo, pero más potente, por la mezcla


que le hago, y untado con resinas para que impermeabilice y pegue a
cualquier superficie; seca o húmeda.

Paternidad mía al alimón con usted, obvio. Y que en gracia de pila, y


economía lingüística, he venido a bautizar “Reventona”.

- Rechico, rebonito el remotejo.

Pero mejor no utilizarla por el ruido que haga… o que se nos caiga encima
toda la cueva.
Si Toledo en superficie es laberinto, el subsuelo será el jardín de recreo
del Minotauro. Enlazan unas bodegas con otras en un millar de
combinaciones, en una red que circunvala y atraviesa toda la ciudad con
tiralíneas hipodámico y atajos euclidianos.

Y no faltarían más puertas o accesos a la superficie.

Vieja era Toletum antes de ser romana, y vanos cegados con piedra y
mortero impedían el paso ya en aquellos tiempos, pero lo que más
abundaba era la retranca reciente. Muy limpias las llagas de los tapiales
para el polvoriento ambiente, e incluso encontraron uno tan fresco que
Herejía pudo meter el dedo entre dos piedras y retirar el cementado, que
tibio, indicaba que seguía tirando, fraguando, ligando entre sí los meños.

Tan tierno todo, que con la daga de mano izquierda escarnó unas juntas y
pudo retirar un par de bloques. Tras el tapial también había puerta que
proponía nueva jodienda para la progresión, pero como ahora era Rechico
quien fuese en cabeza, no desesperó ni manifestó contrariedad al
descubrirla.

Eso sí, necesitó unos segundos para encontrar en el zurrón un berbiquí de


manivela al cual adaptó un trépano flexible con cuarta y media de diámetro.
Y dándole al molinillo durante media hora con ritmo de café pa doce, abrió
una perfecta gatera, redonda, que daría paso holgado también a perros; o
hasta a una pareja de humanos.

Y por allí accedieron a una empinada escalera de madera que cerraba un


portillo con pasador a las dos caras; y que no costó abrir salvo por el óxido.
Por el otro lado había un sótano de tierra apisonada con cuatro trastos
viejos y una escalera con pasamanos que subía hasta lo que parecía una
puerta de entrada a una vivienda. Y un ventanuco alto con cristales rajados,
y barrotes como cuellos de recién nacidos, daba parcial vista a pie de calle.

Por tamaño concreto del ojo sospechó Herejía que no le valdría el


manojo de llaves a Rechico. Pero sí tenía flauta, en el juego de
instrumentos, que se adaptaba a la función de afinada palanca. La clavó con
un golpe preciso en la juntura que hacían puerta y marco justo a la altura de
la cerradura. Y luego con una patada seca hizo saltar el cierre de su nicho.

Y sin apenas ruido.


Aunque hubiesen podido reventarla a la bárbara y nadie se hubiese
enterado. La habitación estaba vacía. Todo el palacete estaba desierto;
tapiado con maderos, y claveteadas las puertas y ventanas a sus cercos.

Hasta las chimeneas de la casa, tres, tenían losa de piedra para impedir el
trasiego de murciélagos.

Allí podrían descansar tranquilos un poco pues fuera levantaba el Sol.

- Me ha dejado preocupado una cosa que has dicho antes –comentó


aparentemente despreocupado Herejía mientras reunía unas cortinas y
cojines destripados que insinuaban algo de confort-

Me ha dejado… meditabundo, sí, meditabundo… me ha dejado un tanto


mal, el que si como tal cosa, dijeses que gasto costumbre de apalizaros
cuando os reencuentro tras algún tiempo de no vernos.

- Concretamente entre 24 y 48 horas, capitán.

Normalmente, si está sin vernos a alguno esa fracción de tiempo, a la


siguiente de topar nos cruje a conciencia.

… Pero uno acaba haciéndose.

Encallece y se agradece.

… Yo, por lo menos.

- Vamos, Rechico, a eso no se puede acostumbrar nadie. Ni agradecerlo.

¡Que me pegasteis un tiro el otro día! ¡Y hasta envenenar!

- ¡Ayyyy! ¡Sietemesino el que no aprendiese a la primera!

… Bueno, segunda.

La primera nos zurró usted en buena lid y nos perdonó la vida a todos;
aunque sin motivo pues siempre empieza usted la trifulca; eso no nos lo
podrá negar.

La segunda, que es primera por la espalda, o de astucia torticera, yo mismo


fui el que le cortó el gañote durante la siesta y le enterré bajo un abedul.
Y, cantando la ronda que teníamos fuera las doce en punto de la noche y sin
novedad, sin hacer ruido, se me apareció usted muy enojado ¡muchísimo!...
aunque beodo pues tuve en precaución enterrarle con unas cuantas botellas
de vino; dos cajas y del bueno; casualidad que al momento no tuviese otro
escondrijo para el alijo de tintorro.

He sido el único al que le ha perdonado usted la vida dos veces.

… Si lo intentaron Julio y Soplavelas, es porque eran muy cortos y no


aprendieron con lo visto.

- O que tuviesen un compinche que les guiaba y ofrecía autoría intelectual


¿no?

- No piense mal, capitán.

Yo le he sido fiel, de verdad ¡de verdad de la buena! Desde el día que le


enterré y volvió tan pancho a la hora de brujas, se lo juro.

Ah, y el veneno que menciona que tomó el otro día, no era para usted, lo
puse allí para otro. Usted, capitán, ha sido inmune a zarzuelas de las peores
ponzoñas que medran en la comarca de los dos Boyuyos… (o que se
importen).

Intentar envenenarle resulta baladí ¡y contraproducentemente pernicioso!


Porque luego se suelta unos cuescos que son azufre puro.

Y nos obliga a respirarlos.

A Herejía siempre le hizo gracia cualquier vaina que hablase de pedos.


Pero esta vez no. Se arrebujó en el cortinaje abandonado y se tapó la cara
con los cuellos de la camisa; aunque dejó un ojo fuera para estar al tanto de
cualquier movimiento o trasiego del ayudante. E hizo bien, porque en
cuanto enlazó una tanda larga de respiraciones profundas, debió entender
Rechico que el jefe estaba traspuesto y muy sigiloso se levantó; y a la
estela Herejía.

Pese a vacía, la casa insinuaba haber sido de cierta alcurnia y quizá por eso
Rechico se paseó por ella buscando tesoro olvidado. Pero no, lo que
buscaba era un sitio tranquilo y alejado del capitán, para poder realizar sus
ejercicios diarios sin miedo a desvelarlo. Y el desván le pareció el lugar
adecuado. Apartó a un rincón los camastros y cachivaches que fueran de
uso del servicio doméstico del palacete, y una vez diáfano el sitio, se quedó
en paños menores.

Estaba fuerte el chiquinajo, todo músculos abultados y malos tatuajes, y en


cuanto empezó a calentar las articulaciones haciéndolas rotar, y saltar un
poco en el sitio, y dar un tantito de tono a los brazos, se le pobló el cuerpo
de venas, de tendones que parecían drizas.

Y arrancó el espectáculo.

Primero adoptó pose de grulla estática, y a continuación, cual vendaval,


desplegó una batería de ataques al vacío, de patadas y puñetazos al aire, de
codazos y rodillazos a la nada, que de haber tenido contrincante lo hubiese
hecho fosfatina al tercer meneo.

Era una fiera, una máquina de combate, que ante los ojos de Herejía dio
batalla imaginaria lo mismo a cien enemigos. Saltaba, daba volteretas en el
aire y al tiempo aprovechaba para repartir estopa entre los etéreos
oponentes. Arriba, abajo, a cualquiera que le intentase atacar por la espalda
le hubiese atizado golpe mortal con el puño o el canto de las manos;
concentraba en ellas la fuerza del hacha, y dando ejemplo, partió en dos un
catre con la punta de los dedos.

Y eso sólo fue el abreboca. Después extrajo del zurrón una panoplia de
armas cortas y repitió las mismas volatinas, cabriolas y hostias al vacío,
aunque portando ahora cuchillos raros, porras extensibles y hasta tres palos
unidos con cadenas y que hacía bufar y bailar en el aire o en torno a su
cuerpo; o convertirlos en vara tiesa y contonearle los cimbreos.

Herejía estaba asombrado, y perplejo quedó cuando también sacó del


¡zurrón mágico! una espada samurái de ¡¡cuatro cuartas!! Y con ella en la
mano, y las piruetas sabidas, supo de fe Herejía que no estaba ante ningún
aprendiz, Rechico era por derecho propio un ejército unipersonal.

- … ¿De dónde has sacado ese zurrón? –inquirió Herejía anunciando


presencia-

¿Cuánto quieres por él?

- ¡¡Sensei!!... es suyo, sensei –con reverencia oriental respondía Rechico-


Yo sólo se lo llevo y guardo.

- ¿Y también cabe la katana?

- Sí, maestro, porque se desmonta en cuatro piezas; si no, queda fuera la


empuñadura.

- A ver, déjame que eche un ojo dentro –y antes siquiera de fisgar el


interior, colgó Herejía al hombro el zurrón comprobando que pesaba tres
quintales-

Joder, esto es más grande por dentro que por fuera.

A hurgamano, y al azar, extrajo de la insondable bolsa un trozo grande


de tocino y dos chuscos de pan duro. También expuso a los ojos una
cazuelita con tapa pero vacía, un tratado de botánica de las islas Aleutianas,
un reloj de bolsillo, y un cráneo de cabrito pintarrajeado con símbolos
esotéricos. Y frasquitos con sal, azúcar, pimienta y estramonio; amén de
otros variados venenos.

Aunque a vista, tanto ejercicio agotó a Herejía, y ordeno al subalterno


que por hoy lo dejase en el punto, había zurrado lo menos a los fantasmas
de cuatro batallones otomanos y ambos necesitaban descanso. Dormir un
poco, y por ser al momento hora de siesta, con un pelín de resquemor a que
le volviesen a cortar el pescuezo y enterrar bajo otro abedul, se quedó
dormido Herejía.

Rechico también se quedó frito, aunque él utilizaba la táctica de los


delfines y pastores tracios, y sólo cerraba un ojo mientras pegaba cabezadas
de unos minutos; y en el siguiente coscorrón alternar el ojo que vigilaba.

Y así pasaron la tarde dormitando.

Poca luz había por la noche en la calle. Ocasionalmente cruzaba alguien


con una antorcha, o bien un candil, de tratarse de sirvientes decentes que
llevasen mensaje de una casa a otra. Imitándoles, con un quinqué medio
roto y dos cortinas buenas por capas, se echaron al empedrado. Y visitaron
varios tugurios preguntando a los parroquianos por algún circo ambulante
que hubiese pasado y exhibido un ferino serrano tranquimanco. Y no, no se
tenía visto al ejemplar concreto, pero sí referencia de dos circos. Uno, “El
Circo las Pulgas”, trabajaba las provincias limítrofes bajo la tal cobertura;
aunque mientras representaban la función, otros miembros del elenco se
daban a desvalijar las casas de los espectadores.

El otro, el internacionalmente afamado, y aplaudido, “Circus Máximus et


Mínimus”, cuyos propietarios, y directores de pista, eran archifamosos en
el mundillo por sus números cómicos y su relación tormentosa que cumplía
este año las bodas de oro. Cincuenta años juntos aguantándose como
pareja; sentimental y artística, por lo cual arrancaron para turné larga
alrededor del mundo. Todas las capitales del planeta que tuviesen
embarcadero verían amarrar el Morgana; que así llamaron a todos los
barcos que fletaban, bien fuesen gabarras para descender el Tajo hasta
Lisboa, o bien destartalado bajel, aparentemente destartalado, que les
llevase desde Lisboa a Londres, a Ámsterdam, o París.

Y además ofrecieron enganche, una plaza ofertaron en el trapecio al


dárseles de baja allí mismo, en Toledo, Picco Drúpulo el funámbulo
jorobado. No podía más el hombre con la vida ambulante, y su columna
vertebral sinuosa, y decidió abandonar el gremio en Toledo al ofrecérsele
trabajo relajado en una casa de putas de la calle Poniente. Y llevaba unos
años al servicio de las meretrices.

De saber alguien algo más, ése sería él. Picco Drúpulo.

Y no fue difícil dar con el prostíbulo porque dos gañanes por la puerta
de la calle salían atándose los pantalones y dieron en favor dejar abierto el
paso. Mejor. Sin anunciarse subieron al principal y encontraron, al que
supusieron a la primera, Picco Drúpulo, maldiciendo a muerdeverbo mil
improperios mientras se ajustaba unos guantes de cabritilla y acudía a la
habitación de un preboste municipal, acaballado, para dar servicio de
mamporrero. Y venía de aplicar unos enemas aderezados con cayena a un
vicioso que impostaba la sotana. Y abanicar sin descanso en una suaré de
cuatro entrados en carnes que sudaban lo que bebían poco antes.

Y cosas que se le había pedido, y que por indecentes en exceso, borró raudo
de su memoria.

Sí, largó de largo el itinerario que iba a seguir el Morgana, y aunque con
dudas, recordaba una lejana época en la que con ellos tomó cartel un joven
cojo y con garfio, oriundo de Boyuyo… pero hace un montón de años;
quizá los amos del Máximus et Mínimus recordasen o tuviesen registro de
donde desembarcó el joven; él tenía muy mala memoria desde la última
costalada que se pegó.

Mientras hablaba con ellos, no dejaban de tintinear las campanillas de las


diferentes suites solicitando la presencia del “buenoparatodo”. Picco
Drúpulo, artista, se había hecho imprescindible por su solícito servicio y el
proponer instalar unos balancines anclados al techo que habían resultado el
mejor revulsivo publicitario que nunca tuvo una casa de señoritas.

Estaban al completo. Llenos. No tenían hueco en los libros hasta dentro de


mes y medio.

Haciendo referencia a lo solicitadísimo del negocio, y la abundante carga


de trabajo, quiso despedir el exfunambulista a la visita pues el machaca del
burdel, junto con la madame, acudían a saber del porqué de los
campanillazos. Timbraba estrés y estridencia el prostíbulo y allí se estaban
esfumando muchos cuartos por el desatendimiento; porque los vicios se
pagaban aparte.

- ¿Quiénes son estos, Giba? –de mal temple preguntó el machaca-

- Familia de un antiguo camarada de armas del Máximus et Mínimus.

… Lástima no poder ayudar más.

Pero ya se iban.

- Aunque se vayan ya mismo, Giba –con injustificado desprecio dijo la


madame- Tú has perdido la noche, haragán.

Ésta te la descuento.

- … Vamos, jefa –quiso interceder Herejía- que no han sido cinco minutos
y la noche aún es joven para recuperarlos.

Con un par de pajillas, que haga usted misma, queda a la par; o que la
chupe un ratitín.

- Tú ándate al ojo conmigo porque sé quién eres; y lo que vale al día tu


pescuezo.

¡Diez mil piezas de colorao!


¡¡Fiiiiiiiiuuuu, fiiiuuu, fiiiiuuuu…

Silbó. Silbaba penetrante la señora hasta que Herejía le desencajó la


mandíbula de un guantazo. Y Rechico hizo lo propio con el machaca. Pero
era tarde, sería noche de cobrar mordida y las habitaciones estaban
ocupadas por miembros de la guardia a calzón quitado. Y al recibidor
salieron en cueros trempando armas. Con sables, con alabardas, con
cuchillos… y encabronados de coitus interruptus.

Lo menos diez, veinte o treinta, o el millón, porque la puerta del edificio


reventó y entró guardia uniformada, siguió intentando entrar hasta obturar
la puerta del salón, de la casa, la escalera y hasta el portal.

Y en derredor del edificio, pese a las horas nocturnas, congregaba rápido


una multitud de curiosos tea en mano y con ánimo de trocarse turba.

Herejía no le dio orden alguna, pero Rechico se echó a la espalda la


responsabilidad e hizo del cerco de una puerta quicio infranqueable. Se
cuadró debajo a navaja vista, y puso a bailar el bardeo al tiempo que
desplegaba sus marciales conocimientos.

Pero eran muchos, ¡y con las hormonas por las nubes!, así que empezaron a
apilar en torno a Rechico los muertos; aunque él mismo se entendiese
perdido.

Entonces Herejía estrelló contra el suelo un candil encendido quemando en


teoría sus naves, y acto seguido lanzar otro a los guardias que acosaban, y
otro más aunque en rauda retirada salía del edificio la milicia.

Pudiera parecer a cualquier ojo que Herejía claudicaba y prefería morir


abrasado a ajusticiado en plaza pública. Rechico no lo creyó ni por un
instante, quizá que el jefe abusaba del candil sí, pero la chusma que reunía
fuera sí que sí que pensó que se inmolaban de motu proprio. Pronto
empezaron a decir que olía a panceta, que los cerdos estarían socarrando
pelos y uñas pues olía el aire a demonio muerto. Y reír la calle las
consignas. Jalearlas. Competir en ingenio los presentes, hasta que por la
ventana salió volando un paquete humeante, y al segundo bote, explotaba
con tal virulencia, que amen de matar a todos los congregados, y apagar el
fuego de la planta baja, y dejar sin cristales la calle entera ¡puso un pitido
de sordera a todo toledano!
- … cient… doscient… trescient… -contaba a ojo desde la ventana
Rechico-

Jefe, lo menos trescientos cincuenta, o cuatrocientos, de un solo boleo; la


calle está llena de fiambres y zapatos sueltos.

Maestro… me descubro; corre la sangre a su paso y medra la llama.

- Venga, va…

Vámonos… adulador.

Inmediatamente posterior a la explosión hubo unos segundos de silencio


en toda la ciudad, después, el caos. Gritos de personas, los perros aullando,
las campanas revibrando sin campanero. Los edificios colindantes también
resultaron malparados y algunos ardían, la gente salía de sus casas
echándose las manos a la cabeza y clamando que era el día, noche, del
Juicio Final, y por tal, y que algunos no se quedasen sin ajustar cuentas, no
pocos vecinos se liaron a estacazos y puñaladas. Se entregaba la población
al pillaje y la revuelta mientras Rechico corría con una sonrisa de oreja a
oreja; aunque la maniobra de reunir a la ronda fuera del prostíbulo fuese
cosa del capitán Herejía, el artefacto explosivo sí era de fabricación suya y
se sentía orgulloso coautor del descalabro.

Toledo revivía sus afamadas noches.

Cabalgaba los vientos la Dragon Fly II. Daba igual que soplase sin aviso
del septentrión, o del poniente, la goletina aceptaba todo reto sin inmutarse.
Y tampoco se enteraba la tropa en la cabina, no, consumían a modo, según
costumbre, y no se estaba al quite del origen, ni la intensidad, de los
vientos. Era la noche perra de Libélula. Ella cuidaría de no subirse a ningún
islote.

La condessa, tumbada en el diván, comentaba con Bulín la inusual


componenda de rayos que se veía a través del ventanal de popa. Refulgían
las nubes en la noche. Preñaban potencias superiores. Pero era una de las
tantas conversaciones que se traían. Excepto Malik y Okeway, que
dormitaban con la espalda apoyada en las ruedas de la silla del doctor, los
demás comulgaban en parloteos intranscendentes, copa en mano, sin
importarles el destino del navío, aunque todos sabían que por fin había
llegado el momento. La hora de volver a hablar del tesoro.

- ¡Somos catorce y la heredera! –levantó su conversación Ojovago


haciéndola extensible a todos- ¡Quince en total!... La niña bonita.

… Esto empieza con buenos augurios, vientos y números.

- … Diecisiete –replicó Bulín presto reseñando a los hermanos Gandagüé;


que espabilaron al contacto- … Diecisiete. Somos diecisiete.

- ¡¿Ya empezamos?! –con molestia evidente levantó la condessa del


cheslong-

… ¿No se puede planear nada con vosotros? ¿No hay empresa que se libre
de los números?

- Lo siento, lo siento –manifestó Ojovago, izando el parche, que era


problema de recuento al ojo y no mala fe-

Diecisiete, sí; ahora les veo.

¡¡Diecisiete!!

... perdón.

- Diecisiete, sí –a dedo reseñó la condessa que sentase en un rincón el


excapitán negrero-

- (… y que se cambie el parche de ojo –Bulín prescribía por lo bajini


tratamiento- … a éste hay que amarrarlo en corto, Patata, o le brota la vena
negrera).

- Y te cambias el parche de ojo; un mes a lo poco.

- … Hecho, capitana.

- No. Ahora la capitana está arriba.

O arriba está la heredera; como prefieras.

- … Perdón, condessa.
Borboteaba en las conversaciones desde hace tiempo el tema de las
partes y los números, argumentaba un sector que siendo brazos y piernas
del doctor los hermanos Gandagüé, por la tal razón tomasen cacho de la
parte concreta de Bulín y no del monto total.

Aunque se decía que sería tantísimo a repartir, y tan fabuloso, que hasta
acabó imponiéndose que era de miserables y malos piratas el no repartir en
justicia a partes iguales. Y no siendo mal negociantes ninguno, a cambio,
también conseguir quitar la prerrogativa de las partes extra al staff técnico;
armadora, capitana y médico.

Tábula rasa de prebendas la Dragon Fly II.

No era carnaza de debate las participaciones, lo que resultó cuestión de


encarnizada defensa fueron las rutas a seguir pues todos querían aprovechar
para atender algún asunto personal; como siempre.

El destino final se daba por hecho que era Isla Barrena en el archipiélago
de Ohe-Ohe; lo que quedase de islote. Y para ello unos proponían salir por
Gibraltar, circunvalar África, atravesar el Índico, y en el Pacífico encontrar
la isla. Otros proponían la vía americana con sus variantes de cruzar a pata
Tehuantepec o bien dar la vuelta por Magallanes; de desesperados seguía
siendo considerada la aventura por el norte. Y en cualquier caso, desde el
Pacífico, rectitos a Barrena.

Incluso Bulín tenía propuesta travesía alternativa que no contaba con


muchas simpatías. Él hablaba de cruzar el Mediterráneo hasta Egipto, allí
echar ruedas a la goletina y que empujada por bueyes atravesara el desierto
hasta llegar al mar Rojo, surcarlo, cabotar Arabia y la India, y luego ir del
tirón hasta el archipiélago de Ohe-Ohe; pero sólo lo decía por dar uso a
unas ruedas desmontables que había inventado para el casco y que era mofa
continua de los compadres al entenderlas del todo inútiles; decorativas.

Daban muchas cosas por hechas, todos. Desde el eminente doctor, al


menguado de Tuercebotas; que sólo por ver escacharrarse el invento
apoyaba a Bulín.

Todos daban por hecho que el destino final era Isla Barrena.

- Pues no, no lo es –aseguró la condessa al tiempo que andaba en torno a la


mesa- No lo es, no.
El tesoro, de hecho, no está en Barrena… vamos, no es la entrada que
utilizaremos para llegar a él; no es la única vía de acceso.

… Me extrañaría que lo fuera.

- Pero… ¿Existe posibilidad, aunque pequeña, de tener que ir por pelotas


hasta Barrena? –mano en alto hizo la pregunta Tuercebotas mientras se
sentaba en el suelo-

- Hombre, pues… pssss… Todo puede ser –detuvo la condessa su paseo


por la estancia- … Yo no tengo la verdad absoluta de nada, y si ha sido una
vez, una segunda siempre es factible, pero…

… Raro que los Bichomalo no cegasen para siempre la vía.

- Si posibilidades hay, yo sigo votando la ruta de las ruedas –malicioso


votaba Tuercebotas recostado en un mamparo- Además, si en algún país
hay escondidos tesoros bajo tierra, eso es en tierra de faraones.

Yo voto por atravesar Egipto. Y si hay oportunidad, arramblar con todo lo


que encontremos; hasta la esfinge o la barba de algún ramsés.

- Picar arena suelta es una jodienda –tomó palabra Zapapico aunque al acto
se la cedía a su hermano Rancapinos-

- … Es ímprobo y cansino dependiendo de la granulometría y la


compactación, sí.

Pero tranquilos, nosotros somos capaces de abrir agujero en balsa de cieno


o en matriz de granito.

Hubo ovación a las palabras y los hermanos desenterradores


respondieron izando el pico y la pala de los que nunca se separaban; ni para
dormir; decían que les eran prolongaciones de los brazos.

Reinaba buen ambiente, y mejor se puso cuando comunicó la condessa una


sorpresa de última hora. Tan ultimísima la fresca, que ni Bulín tenía noticia
y guardó silencio. Llevaba el doctor más de veinte años preparando la
expedición y le extrañaba que hubiese algo relativo al plan que se le
hubiese pasado por alto. Con la copa a medio camino de los labios aguardó
que soltase la condessa la bomba. Y lo fue, no estaba tan lejos el tesoro, o
al menos, una puerta de entrada al lugar donde escondía.
Y para documentarlo, extrajo de la faltriquera un anillo de oro que debería
estar dormitando el sueño eterno en el túmulo de Ca na Costa. Un sello,
con blasón alagartado, y que al exponerlo a una única vela proyectó contra
el casco un gran reflejo dorado, y tras ajustar la distancia y el ángulo al haz
de luz, dibujó en los mamparos un gran mapa. ¡El Mediterráneo! Y un
montón de islas, y sobre una, una enorme equis; que acabó siendo cruz de
Malta.

- … ¿Malta? –dudó un segundo Bulín-

… ¡Malta!

… ¡¡Claro, Malta!! ¡Sí!... ¡¡Malta!!

Iluminó un rayo la cabina borrando por un instante el reflejo. Y aunque


seguido rompió el aire un trueno que sonó tal la basílica de San Pedro
yéndose al carajo, nadie lo escuchó. Todos gritaban enfervorizados “¡Malta,
Malta, Malta!”. Y se abrazaban con lágrimas en los ojos. La condessa
sugería que a mano se tenía el tesoro y el motivo era sobrado. No habría
que ir a la otra punta del mundo a buscarlo. Mejor. Menos gastos, menos
penalidades en el viaje y seguramente también muchos menos quebraderos
de cabeza con la intendencia. No era lo mismo avituallar un barco para ir a
la Conchinchina, que armarlo para ir aquí a la vuelta; y bastaría echarle un
barril de jamones, otro de arenques y otro par más de agua dulce…

… Para el aseo.

En menos de una semana se plantaban en el punto.

Una de ida, otra de vuelta, y una más para perder entre caballeros, un par.

¡Un mes a lo más! No un año, o dos, como había echado los cálculos el
maestro carpintero, Txiki, y aunque contravenía sus planes de perderse por
mares lejanos una temporada larga, se sintió contento, y la nueva de interés
suficiente, como para traducir al momento a su padre. De la quinta de Bulín
era el bueno de Pernando Guerrikaetxebarrigoitia Urzabalotxa, y por temor
a que pudiese cascarla el aitona antes de acertar a acabar de pronunciar su
nombre completo, le abreviaban el Susurros. Y no hablaba ni papa de
castellano. Ni casi nunca cosa inteligible. Al abuelete en el fondo se la
bufaba el tesoro, lo único que quería era estar con su hijo lo que le quedase
de vida, y con suerte, morir en medio del océano y que le “enterrasen” en el
fondo; para conocer mejor los peces. Aunque parezca imposible, el
Susurros no había conocido la mar, de cerca, hasta hace un par de años, y le
seguía llenando tanto los ojos, que a veces por el día lloraba sin motivo
simplemente al admirar su inmensidad. Pero también lloraba de noche al
colgarse las estrellas en el cielo. Y masticaba plegarias de agradecimiento a
entelequias desconocidas para el resto; y de ahí el nomenclátor Susurros, y
una fama injustificada de blandengue al haber sido en sus tiempos mozos
un aizkolari, y ebanista, de renombre; y temperamental, pues con ochenta
años recién cumplidos, hundió el hacha en el cráneo de un vecino por
cortarle un roble que hacía linde entre sus campas. Un arbolito
intranscendente que plantó su bisabuelo y tendría unos doscientos años
largos nada más; y el vecino emparentado con la municipalidad.

Se siguió festejando aunque el cansancio fue haciendo mella y pronto


empezó a desfilar la gente al coy. En deferencia a sus edades, Bulín y el
Susurros dormirían en el camarote de la condessa; uno en el diván y el otro
en su misma silla; que sólo abandonaba para recibir fisioterapia de los
hermanos o descansar la postura. El resto de la compañía se dividió entre el
pañol de proa y la propia bodega de carga, que vacía, sólo transportaba
lastre y personas acurrucadas.

Un par de horas aún quedaban de negrura, y en el camarote las apuraban


el doctor y la condessa; en el suelo, tapados con mantas, se soñaban Malik
y Okeway príncipes; y el Susurros soñaba con el bacalao al pil-pil del día
siguiente.

Los tesoros no avivan pesadillas…

… Al menos hasta que no se entiendan imposibles.

El doctor Bulín estudiaba el anillo con una gran lupa. Lo conocía, sí, fue de
la hechicera, y sabía que importante debería haber sido en su vida para que
ex profeso dejase dicho que le acompañase en el reposo eterno de sus
huesos. Significativo pues ella tuvo mil anillos y a cual mejor o más bonito.
Éste, mediocre en la excelencia, y tardío en adquirirlo, siempre pronaba la
cara del sello hacia la palma o casualmente se emparedaba entre los dedos.
Nunca lo vio tan en detalle y a las claras el doctor, no.

Y cuando supo por boca de la condessa la historia lo volvió a escrutar con


otro talante y lente aún mayor. Fue el último presente que le hiciese Herejía
a la difunta, el propio dedo corazón se amputó para poder quitárselo y
regalar. Y tan de amor sería el gesto, mezclado con lo macabro, que nunca
contó la hechicera a la condessa ni el dónde, ni el cómo, ni el cuándo, pero
sí el porqué de tenerlo en su poder. Y exigir el secreto hasta después de su
muerte.

Aquel anillo era llave del tesoro. Y llavín de la ruina de su hijo Herejía.

Por eso no dijo nunca lo que encriptaba el sello.

… o quizá no lo supiese pues estaba grabado al escondite y aparentaba


filigrana el dibujo. Acantos cocodrilescos de orfebre sin mucho oficio. Pero
a la lupa se leía perfectamente la costa desde Tánger a Estambul, y de
Cádiz a Estambul norte. Y las Baleares. Y Córcega y Cerdeña. Y Sicilia. Y
Creta. Y Chipre.

Y Malta tapada con una gran cruz.

- ¿Cuándo supiste esto? –por inconcreta la pregunta de Bulín lo abarcaba


todo- Esto es un plano cómo una casa.

Y una equis.

¡Es un mapa, cómo hay Dios!

- ¿Tú no eras ateo?

- … Ateo, procaótico y difamador por entretenimiento…

…mmmm…

… Tiene restos de sangre ¿Lo sabías?

- No, nunca me lo quiso dejar para lucir en las ocasiones señaladas; ni puso
por apuesta a las cartas.

¡Ni a Libélula prestó para jugar!

- Pues tiene diminutas costritas de sangre incrustadas en el grabado; y


sobrepuestas. Aquí hay sangre de hemorragias distintas.

… ¿Cuándo supiste lo que era?

- Al dejar los huesos en el túmulo. El último rayo de sol sacó el reflejo


mientras dejaba el anillo sobre el cráneo.
Casualidad.

Yo sabía que había algo en él para hacerlo especial; a parte de la carga


emocional.

… pero no que contenía mapa.

- ¿Y sabes lo que quieren decir las inscripciones del interior?

- … ¿Qué inscripciones?

Contento por poder aportar detalle, Bulín solicitó convoy de escritura


para transcribir lo que a la condessa le parecieron simples rayajos o mala
mano del joyero. Se puso unas gafas con varias lentes de aumento y el
hombre se mordió los labios hasta que rompió a escribir, a dibujar pues no
pocas de las frases eran jeroglíficos egipcios, puñetas cuneiformes,
sinuosos arabescos arcaicos o cajas con rompecabezas mazatekas. Además
de griego clásico, latín ecuménico y varias lenguas muertas y otras
agonizantes al instante en Europa. Y chino. En total pasó a papel dieciocho
inscripciones.

Y por pura lógica, si se repetía el patrón de lo dicho en ellas, se refería


siempre un nombre y una fecha; y con toda probabilidad era la data del
nacimiento y defunción de los sujetos.

Salvo una línea, la postrera, que en áspero castellano, documentaba que el


último propietario fue un tal ¡Capitán Herejía Bichomalo!; aunque no
precisaba el día de la muerte… ni el de nacimiento.

Sopesaba a mano la condessa el peso y calidad artística del anillo,


mientras el doctor se centraba en lo transcrito. Algunos nombres le eran
conocidos, pero de otros no fue siquiera capaz de insuflarle sonido a las
sílabas.

Piratas todos, eso sí.

- Si esto es auténtico, y estoy en que sí –sonreía Bulín al tiempo que se


quitaba la parafernalia de aumentos- mañana mismo podemos cargar lo que
haga falta y zarpar por la noche.

- … Eso si Libélula remata y amarramos sin problemas.


- Yo creo que lo ha hecho de fábula hasta ahora. Apenas he notado brazo
que nos haya embestido u ola que hayamos trasquilado.

Se me olvidó que había tormenta.

- Algunos zarandeos hemos tenido; que los he sentido atizando contra el


casco.

- Puntillista eres, Patata.

- Libélula sabe hacerlo mejor, y si no hila fino es por cómo se está


poniendo el cielo. Y por cómo encabrona la mar.

Mira –dijo abriendo el ventanal de popa de par en par y reseñando la estela


que dejaban sobre las olas- Está emperrando.

Fea se despierta la señora.

- Sí. La verdad es que sí.

- Y ya se estará al divisar Ibiza o Formentera; que perdí a medianoche el


curso, y sin estrellas, ni consultar la brújula, al momento no sé dónde
estaremos trotando las coordenadas, Bulín.

- Pues eso se arregla rápido –dijo espabilando a los hermanos Gandagüé-


… Venga, arriba gandules… ¡arriba!!... Poned en facha los riñones y
echadle una mano a Libélula con lo que os mande; y ni rechistar la orden
por más peregrina que se os antoje.

Amanece, y a la capitana lo mismo se le ofrece en capricho un desayuno


merecido y unas manos que cubran la rueda entretanto reconforta ella de la
noche en vela.

Daos prisa; el primero se lleva el premio.

No era Ley oficial del mar, era oficiosa, y en ella se aseguraba que el
primero que diese descanso y sustituyese al capitán por primera vez, tras su
noche de iniciación al puesto, al cabo de un embarque no muy lejano sería
el siguiente en ascender a la capitanía.

Y aunque hermanos cabales y leales, empezaron Malik y Okeway a pegarse


y hacerse zancadillas para intentar ser el primero en llegar. Poco camino
mediaba entre el camarote y la rueda del timón, pero de largo sobró para
hincharse los ojos y saltarse algún diente. Y romperse la ropa y llegar a los
pies de Libélula hechos una bola negra de músculos sudorosos.

En otro contexto Libélula se los hubiese llevado rodando, tal vinieron, a su


camarote; pero estando la madre y los ancianos durmiendo, quizá acabaran
montando escándalo para viejos verdes mirones.

- ¿Qué queréis vosotros? –dijo Libélula al sacar la cabeza el sol del


horizonte-

¿Queréis ser el próximo capitán?

- Sí, capitana –sincero y sano Malik envidiaba el rango-

- Sí, sí –reía Okeway- Yo quiero mandar un rato, pero sólo por saber lo que
se siente.

- Nada especial se siente, os lo juro.

Si acaso, cansancio.

- Pues échate un ratitín y luego te llamamos; en cuanto se aviste tierra.

… Formentera… o Ibiza.

… U la península si nos hubiésemos pasado.

- ¿A la primera me dudas las destrezas, Malik?

¡Merezco una miaja de respeto, taraos, porque ahora también soy vuestra
capitana!

Y también merezco cinco minutos de descanso tras noche encelada de


rayos y truenos.

¿Quién de vosotros quiere coger la rueda un rato?

- Mejor sigue tú amorrada a ella, Libélula –con la mano señalaba Malik una
nube negra que les comía- Y a nosotros dinos qué quieres que hagamos.

En qué te podemos ayudar.

- Pues calzaros algún chubasquero del cajón de bitácora, y acto seguido me


vais descolgando lienzo del proel y el mastelero; os encaramáis uno por
palo.
Y luego los dos juntitos arriáis lo del mesana.

Con el airazo que traiga esa nube no quiero tener mucho trapo tan cerca de
la costa.

Aunque lejos, y entre la lluvia y los rayos que regresaron a escena, se


divisaba a ratos las cumbres de Ibiza. La isla de Espalmador, Séspardel y la
misma Formentera todavía no estaban al alcance de los ojos. Las olas
habían tomado cuerpo, y les fue tarea titánica a los muchachos el llegar a la
misma cepa de los mástiles. Y trabajo imposible, de Heracles o semidioses,
se les hizo asir el obenque y trepar al tendedero.

¡De locos!

Libélula comprendió que ya era tarde para arriar velas, la traca final de la
noche venía montada en el día y la mar se revolvía furiosa.

¡La conjunción se manifestaba!

Ordenó la capitana que regresasen a su vera, y tal ella, se atasen al timón,


para que los posibles brazos de mar no les arrancasen del empeño de
intentar gobernar la pala.

A ambos lados de su capitana se colocaron y al tacto de sus manos también


percibió Libélula que el timón ganaba firmeza y pulso, e incluso surcaban
rapidísimos en línea recta.

Tan recto dibujaban el curso que el bauprés apresó Formentera. Se veía a lo


lejos, y sobrepuestas, la isla de Espalmador y la isla de S´Espardell.
Volvían a Las Pitusas desde el este a todo trapo y el puerto de amarre
quedaba en la cara oeste de la isla.

En La Savina.

E incluso a la velocidad que iban, impulsados por rachas de viento cada vez
más potentes, empezó la joven a echar cuentas de capitana y éstas le
sugerían que, o derrotaba con tiempo y ángulo seguro para evitar la isla,
bien por el norte o el sur, o bien, de no hacer, sospechó, que sin muchos
miramientos se iba a estampar la Dragon Fly contra Formentera o la propia
Ibiza; que tampoco dejaba de crecer ante sus ojos.

Por mucha fuerza que hicieron los tres no salía del curso la nave; la
llevaba atrapada el viento. Aunque dejasen el timón suelto seguían ruta de
destriparse contra la costa. Y rápido que se acercaron a tierra concretaron
que sería a Formentera.

De La Mola a la isla de Espalmador, rompían al unísono olas de cuatro


pisos, y ellos montaban olas parejas, así que desde bien lejos, y alto,
entendieron el mal pronóstico y dieron de sí el puntito extra que
necesitaban para virar un tantito a estribor. Y otro diente de rueda ganaban
a cambio de desencajar las muelas propias. Y no referir al vacío ni un ¡ay!,
no, empezaron a escorar la trazada y todo aliento estaba comprometido.
Parecía que se hacían con el control de la pala.

… Parecía.

La capitana Libélula se lo jugaría todo a una carta e intentaría utilizar el


paso entre la isla de Espalmador y la Punta Alta que pertenece a
Formentera; y a toda la humanidad pues la playa de Les Illetres cubre mar a
dos vertientes y es paraíso de dilapidar horas siendo el tiempo bueno.

Malo, perro, no es lugar para estar un minuto al desaparecer a ratos los


arenales por la bravura del mar, y siendo al corriente la situación, y que ya
no concedían los vientos cuarta al desvío, sugirió Libélula a los amigos que
redoblasen tenaza al timón pues iban a pasar por una zona de tan poco
calado, que usualmente, estaba seca, y lo mismo la quilla raspaba el piso o
se enganchaban en alguna roca…

… Habían sido sus mejores amigos.

… ¡Ah! Y los novios que mejor olieron; uno a coco y el otro a pomelo.

Desde lo alto de la ola bien se veía la cara oeste de la isla y lo


relativamente tranquilo de sus aguas turquesas. A la capa fondeaban
algunas chalupas artesanales. Ellos, en la cresta, sabían que era cosa de un
par de minutos el llegar a la encrucijada y se despidieron con un beso. Y
lágrimas.

Pero ni una palabra más pues la ola chocó con la base del talud isleño y
empezó a desmoronar, a romper el pecho en espumas y proyectar hacia
delante toda la masa que contenía la montaña salina. Con una energía
descomunal, similar a la onda del látigo, llevando al extremo todo su poder
destructivo. Y en la misma punta iba montada la Dragon Fly.
Justo un par de segundos antes que les escupiera la ola a tierra y hacerlos
astillas, activó la capitana una palanca y se disparó automáticamente el
invento de Bulín. Desde sus anclajes en la borda, cayeron las ocho ruedas
por sus raíles a lo largo del casco hasta encajar en su nicho y ofrecer su
servicio de pseudocarromato. Y aunque no muy ortodoxamente, y con
estética discutible, acertaron a tomar tierra y rodar entre grandes
chasquidos la playa desde una vertiente a otra. Y pese a hacerlo en menos
de un segundo tuvieron tiempo, los que iban al timón, de ver pasar ante sus
ojos toda su vida en detalle.

Y cuando atravesaron el arenal y volvieron a tomar calado al otro lado,


parpadearon y se desciñeron del timón.

Y soltar el ancla.

Y desprenderse las ruedas solas.

… Habían llegado a casa.


CAPÍTULO II

Con el pifostio montado fue relativamente fácil abandonar Toledo y


cruzar el Tajo. Y aunque la idea era tirar para Lisboa siguiendo el cauce y la
pista del “Máximus et Mínimus”, Herejía antes quiso recuperar sus pistolas
y demás cacharrería, amén de preferir marchar en mulo a ir a pinrel.

Rechico no se opuso pero a la boca le vinieron mil pegas; desde el que ya


les estarían buscando extramuros, a que el animalito se habría comido hasta
las bridas y estaría trotando camino de convento cercano.

Era peligroso, sí.

… Tenía razón.

Y a regañadientes aceptó el capitán Herejía para asombro de Rechico.


Nunca le había aceptado una sugerencia. Parecía que no las escuchaba o
que al pairo se la traía lo que pudiese decir el infeliz.

Pero esta vez no.

Y durante cinco jornadas marcharon andando a matacaballo esquivando


todo ser humano del camino.

En Monfragüe hicieron receso junto al río, los buitres, chivatos, codiciaban


en círculos, y sentados en los cortados, una cervatilla que arrastraba
arcabuzazo malo. Boqueaba sangre tibia y el cuerpo refería dos plomazos;
uno en el pulmón y otro en el cuello; lo mismo víctima de una cacería de
señoritingos a las afueras de Navalmoral. Muy lejos para que cazador
alguno reclamase la pieza y reconociese tamaña ineptitud.

Con la templanza de no ser el primer descabello de su mano, Rechico


abrevió el sufrimiento al animal e hizo cachos las costillas, las patas
traseras y las carrilladas; que le privaban con patatas y cabezas de ajo a la
brasa.

Y mientras se hacían, llevó los restos del bicho a un altillo apartado


dejando a los abantos su parte.

- Ese morral sigue asombrándome.


- ¿Lo dice porque no había olido los ajos hasta que los he sacado?

- ¡Un orco entero de ajos!

- Si sé que le va a hacer tanta ilusión, echo dos.

- … (¿De dónde lo habré sacado?)… mmmm…

- … Dice, jefe.

- … mmm… ¿Tú sabes lo que llevas ahí? –con la misma costilla que
mordisqueaba reseñó el zurrón- ¿Sabes todo lo que hay dentro?

- Sé lo que he metido, y saco, yo; pero muchas veces encuentro cosas que
yo no he echado dentro.

Y poco más sé. No abuso de su uso.

- ¿Y eso?... Yo hace tiempo le habría dado la vuelta a la bolsa.

- ¡Y que me cortaría las manos si hurgaba mucho dentro, sin motivo,


también me advirtió!

Capitán, intento hacerlo lo mejor que puedo.

- ¿Cuándo te di el zurrón en custodia?

- … Lo menos hace cinco o seis años; y me dijo que no abusase de mi


suerte.

- ¡¿Y todavía no lo has destripado buscando la gallina?!

- ¡¡Capitán, por favor!!

Le he visto amputar unas cuantas manos a su estilo.

… Soberbia la dentellada, sí.

Por cierto ¿puedo hacerle una pregunta al respecto?... si no le contraviene.

- … Si soy capaz de contestártela, sí.

Dispara.

- … eeehh… desde el respeto, eh…

¿Lo del dedo, jefe, es que se fue a comer la uña y se pasó de bocado?
- … No te entiendo.

- El dedo que le falta, jefe.

¿Se lo amputó usted mismo de un bocado anoche?

Tonterías las de Rechico, sí, pero al mirarse las manos Herejía


descubrió, con pasmo, la verdad que le decían. Le faltaba el dedo corazón
de la mano izquierda desde el mismo cepellón. Y sellaba el quebranto una
cicatriz limpia y cauterizada a yerro rojo.

Aunque no recordaba dolor.

Ni momento en que se lo hiciesen.

… O hacérselo.

1, 2, 3… y 4.

Sólo tenía cuatro dedos en la mano izquierda.

Absorto en el descubrimiento no se percató que un bote bogaba por el río


en dirección a su fueguecito. Ni que los dos hombres que lo tripulaban, al
tiempo que raspaba la panza el arenal que mediaba, solicitaban muy
corteses licencia para desembarcar y compartir lo que fuese que
churruscaba en las brasas y embriagaba; ellos pondrían el vino.

Juntos sentaron y compartieron cervato y tinto. Y Herejía no se enteró ni de


los nombres de los hombres porque sólo alcanzaba a mirarse embebido la
mano.

- ¿Qué le pasa a su amigo? –abrió el melón el más corpulento-

… ¿Es sietemesino o catatónico de nacimiento?

- No, por Dios, no –con la boca llena respondía Rechico- … ¡Y que no le


oiga!

Es hombre santo; aunque abstraído y muy temperamental.

… Pero no reparen en él. Descuiden su presencia.

Díganme, ¿Han dado ustedes la vuelta al mundo en su barco?


- ¡¿Barco?! -sonrió el más menudo-

… sí, sí, sí…

Con esta galera hemos navegado hasta tierras de hielos, ¿verdad?

- Si lo dices, será –aseveró guiñando un ojo al socio-

No te quepa duda.

- ¿Y a cuánto nos quedaría Lisboa?... río abajo está ¿no?

- ¿Vais a Lisboa, pipiolos? –poco mundo caló el más grande en Rechico-

Dándole nosotros al remo, con empeño, en diez días, o poco más, estamos
en las narices de Portugal.

¿Hay motivo para el empeño?

- Cuestiones de mi amo que yo no entiendo bien.

Vamos siguiendo a un circo.

… Y después un tesoro a repartir.

Hasta ese momento la charla se mantenía en los parámetros de cortesía,


pero mentar una montaña de oro rompió las etiquetas y los hombres al
tiempo sacaron sus trabucos. Y antes que pudiesen amartillarlos y proferir
intenciones, Herejía salía de su trance y en la base de la cabeza les hundía
daga y navaja.

Después, sin soltar siquiera la faca, le daba tal hostia a Rechico que lo
mandaba a dormir.

… Y cuatro dedos en una mano.

Hecho fresones el fuego cernía la noche. Las estrellas infectaban el cielo


de titileos plata y corría a ras de suelo el aire frío del río.

¿Dónde andaría Rastrojo? ¿Dónde estarían sus últimos treinta años?...


¿Dónde había quedado su dedo?
… ¿Quién cojones eran estos individuos? Pues entre los aperos de la barca
encontró un cartel con el retrato del fulano del espejo y el precio a su
cabeza.

¡10.000 doblones de oro!

No, no fue casual el encontronazo. Eran cobradores de cabezas o cazadores


de galeotes fugados. Aunque ex profeso no buscasen a Herejía al llevar en
canutillo pliegos con retratos de otros diez u doce enemigos públicos. Y
uno le superaba en precio. Al capitán Ruin Bichomalo le pregonaba la
requiritoria ¡¡100.000 doblones de oro!!

Era él, sin duda, era el capitán Ruin Bichomalo Bichomalo; pese a que el
dibujo lo representase con cuarenta años de mocedad; y hasta guapo.

Si hubiese encargado el cartelón la madre del proscrito, no hubiese salido


mejor.

Herejía echó a los rescoldos el papel del ex-padrastro y éste deflagró antes
de tocar las brasas; iluminando por un instante los contornos. Y con un
carboncillo frío, de la misma chasca, corrigió la recompensa de su retrato
añadiéndole dos ceros, después lo guardó en un bolsillo de su ropa y el
resto de papeles metió en el zurrón mágico

Apenas durmió Herejía. Y tiempo tuvo para preparar el desayuno antes


que despertase Rechico. Tomó el sirviente consciencia mañanera muy
lentamente. Soñó que el mulo le había coceado la cara y se sentía la
mandíbula desencajada.

- Buenos días, Retrasado.

- Buenos días, jefe.

- ¿Qué tal has dormido?

- Mal, la verdad.

He soñado que el mulo me arreaba una coz.

- ¿Y eso?

- Creo que por apuñalarlo o algo así, pero no soy capaz de recordar el
motivo onírico concreto.
- Na, pues na de cozes.

Fui yo que te endilgué un guantazo a mano llena.

¿Recuerdas ahora?

- No jefe.

La hostia no la recuerdo, pero sí el que estos desgraciados –señaló a los


barqueros que seguían en el sitio- vinieron haciéndose los amigables no
siéndolo.

- Y se puede saber ¿Por qué les contaste nada del tesoro? Gilipollas –sin
siquiera esperar respuesta recogía Herejía los trabucos de los muertos-

- Jefe, usted me tiene dicho, ¡Nos tuvo dicho a todos!, que delante de usted
jamás se mentía.

Nos lo prohibió.

Tanta rabia le dio la sinceridad a Herejía, que volvió a atizar un


puñetazo a Rechico mandándolo a una siesta temprana.

La barca era bote, correveidile de vadear el Tajo unos meandros más arriba,
pero a Rechico le pareció una birreme en su ignorancia. Dentro, encontró
Herejía dos mosquetes, una espada de lazo y un estoque, otra arroba de
vino, algo de cecina, una hogaza pétrea y unas cajas de puros habanos muy
bien empacados y que eran manifiesto contrabando rumbo a la corte
vecina; por eso viajaban de noche también los fulanos.

Atardecía cuando Rechico se reincorporó a la vigilia. Y por hacerlo


temiendo nuevo golpe despertó en un ¡Ay! Y tembloroso. Mas Herejía,
aunque le escrutaba a ojo fijo y serio, no traslucía intenciones de querer
hacer escarnio. Enfadado estaba, eso sí, así que no intercambió vocablos y
todo fueron gestos. Le indicó a Rechico que sentase en la barca y empezase
a darle a la pala. Río abajo. E hizo sin preguntar, y aunque al principio le
costase siquiera hundir al tiempo los remos en el agua y propulsarse con
orientación, acabó desarrollando estilo propio y bogando con cierta
dignidad.

Y las manos llenas de ampollas.


El Tajo discurría encajonado entre cantiles, y cientos de buitres eran la tapa
del cielo. Entraba la luz por el cauce y cegaba el reflejo en el agua aunque
el sol estuviese muriendo. Al ir Rechico de espaldas al sentido de la
marcha, Herejía, sentado en la popa, con el estoque, le corregía con leves
toquecitos el rumbo para no derrotar a la ribera.

Por el medio de la corriente iban bien.

Generoso empezó el otoño y el Tajo se nutría de lo caído en Gredos, Las


Batuhecas y Gata. Engordaba el río y se hacía más ancho; hasta en las
vistas, que ofrecía todas esas sierras blancas cuajando nieve.

No tenía nombre la lata, y para evitar el fario, rotuló Herejía, a dedo y


con grasa de escálamo, en un costado: “Piccolino”. Luego abrió la garrafa
de tinto, y tras beber él, ofreció un buche a Rechico. Agradeció Rechico la
invitación pero sugirió dejarlo para otro momento al estar yéndosele,
literalmente, el asunto de las manos. En unos rápidos se habían metido sin
querer y el hombre no se veía capaz. Pero fue capricho de Herejía el entrar
a la corriente fuerte al haber dispuesto un remo para hacer las funciones de
timón, y encargarse él de pilotar. Rechico recogió los palos y cambió de
posición; acorde a la marcha. Con la jarra en la mano jaleó el bautismo de
la nuez y apuró. Y contento por ser la primera vez que se sentía navegar sin
ser él fuerza motriz, volvió a apurar otra brindando por el capitán, y otra,
pues cada vez que izaba el vaso, Herejía se lo llenaba y el otro encontraba
motivo de exaltación, y daba igual si era tramo de vaivenes o de surcares
calmos. Sopló tanto Rechico, que sin dar aviso previo, se le fue el cuerpo al
piso, al fondo del bote hecho un guiñapo.

No tardaría mucho en anochecer y Herejía orilló con maestría a un


recodo muerto del río. Cegaban cañas la navegación y abundaban los
peñascos y las celosías vegetales de ribera. Era el lugar ideal para lo que
buscaba, ratas de agua, sabrosas ratas de río, de paella, espetón o brasa, o
ratas de mucho asco, si se toman confundidas con las primas de cloaca.
Ratas todas en todo caso, las cogió con lazo de junco evitándoles la muerte.
Y cuatro metió en una bolsa de cuero con paja regada con vino; un buen
chorro para que empapase y, un chorrito, para que hiciese remanso y
bebiesen; y el nudo corredizo, para ceder cuando desistiesen de la evasión.

El Piccolino era poca cosa, y de desastrosa piltrafa lo disfrazó el capitán


Herejía. Le manchó las bordas con grasa, y juncos y cañas al arrastre.
Repartió los bultos en desorden y tapó, malamente, dejando a la vista
algunas cajas vacías y cuyo humeante contenido, bien embalado, mudó a
unas sacas más discretas. Y hasta Rechico sería atrezo al colocarle encima
de todo, vomitando, bailándole por el cuerpo las ratas, que a la par ebrias,
daban el toque perfecto y maestro para insinuar el pego de barca infectada
y con enfermos, barquita, que río abajo, siempre sería pandemia de otros.

Confiando en la estrategia cainita el capitán Herejía descendía rápido el


Tajo y a pleno día, pero cuando divisaba personas a lo lejos, o intuía
mirones en un recodo, se ocultaba entre los fardos dispuestos en popa y
guiaba sin que se notase su presencia bajo las rafias. Y así tuvo que hacer
unas cuantas veces al asomar gentes de Talaván e Hinojal al brocal del río,
se escurrió hasta el escondrijo y con toda discreción gobernó una nave que
en apariencia llevaba el piloto borracho y cuatro ratas feas.

Al caer al tramo de Garrovillas, sin embargo, se dejó ver por unos


muchachos que pescaban con red, él también lo había sido hasta hace nada,
muchacho y esquilmarríos, y a gritos les sugirió que remontasen un cuarto
de legua hasta un sauce enorme, y en la misma margen de ellos
encontrarían un pequeño apéndice llenito de peces comiéndose un panal de
abejas caído con una rama hueca; lo había visto hace un ratitín y pensó:
“¡Qué buen lugar, y momento, para pescar a red!”. Casualidad.

Y los chicos se lo agradecieron.

Poco antes de las aguas jurisdiccionales de Acehuche abrió Rechico un


ojo y de seguido echaba las últimas bilis por la borda. Herejía, al tiempo
que gobernaba la pala, daba trocitos de cecina a las ratas, e incluso vino,
con su propia mano. Se las había ganado el capitán y comían en su palma;
ahora eran parte de la tripulación.

Visto que el ayudante retornaba, y que oscurecía, eligió Herejía un arenal


discreto en la margen izquierda y arrimó el bote hasta embarrancar. Y
explicó a Rechico que la intención era seguir usando la estratagema de la
barquita infecta y llegar bajo la tal cobertura, mañana, hasta la frontera
ribereña que con pontones y cadenas protegía la villa de Alcántara. Ciudad
bizarra, y dispuesta a la brega seria, que no sabía el motivo, le daba mucho,
muchísimo respeto, por alguna reminiscencia que no lograba concretar en
su memoria.
Mañana llegarían lo más cerca que pudiesen de sus puertas y luego Dios
diría.

Pero esa noche la pasarían entre el verde y al flote.

Ocultos en la ribera, Herejía se habilitó nido entre los fardos y se


dispuso a dormir un rato.

Rechico no podía, no pudo. Intentó seguir a su jefe al universo onírico,


pero no le entraba el sueño, muy al contrario, parecía que se le agudizaban
los sentidos y hasta oía las conversaciones de la gente en la otra orilla.
Lejos.

Lástima que la ganancia acústica aparejase que él los cubicase, por el


contrario, demasiado cerca.

… Y que se aburría, sí, toda verdad sea mencionada en esta historia, así que
soltó la barca del amarre y tomó tumbona sobre los bultos, de tal postura,
que con una pierna montada sobre la pala Rechico gobernaría el timón;
fácil habría de ser por un río que se ofrecía espejo para la Luna; y
habiéndole estudiado las mañas al capitán.

Y le fue sencillo. Siguió ruta el Piccolino ofreciéndosele a Rechico la


vida nocturna del Tajo en estado puro. Saltaban los peces fuera del agua, se
agitaban las márgenes con los bichos que se acercaban a beber en la noche.

Todo discurría perfecto.

Excepto… las ratas de agua en el plan.

Por fuerza, en Alcántara, siendo gentes de frontera, les extrañaría que ratas
de río embarcasen motu proprio en ningún cacharro humano. Eso era más
propio de las ratas de alcantarilla.

Y él tenía dos. Se las hizo importar desde el mismísimo Madrid para usar
en interrogatorios o por el simple placer de ver sufrir a algún rehén por el
que no se aforaba recompensa. Aplicaba la jaula contra el pecho del sujeto
en cuestión, y luego abría la compuerta ofreciendo a los roedores promesa
de libertad si atravesaban el cuerpo de lado a lado; aunque nunca cumplió
su palabra.
A Blasa y Luisa, que así llamaban, nunca quiso amansurrarlas y el vino que
les dio, ocasionalmente, siempre, fue peleón y las convertía en más
agresivas y despiadadas.

Y las llevaba en el zurrón. En su pequeña jaulita compartimentada en dos.


Y al extraer la jaula de la saca, las ratas de río se amontonaron al acto en la
proa; venteando nerviosas.

Quizá, pensaría Rechico, pudieran hacerse amigas y representar todas


juntas una infección más creíble del Piccolino si se les ocurría
inspeccionarlo más en detalle. Pero todo pasaba por intentar que se hiciesen
amiguitas, así que las hizo confraternizar invitando a una ronda de garrafa
de vino blanco; al principio temerosas las de río, no abandonaron el bote al
ponérsele bajo los bigotes un cacharrito con ribera, pero del Duero.

A las suyas echó el vino por encima Rechico, cómo solía, revolviéndolas en
un principio, aunque por exquisito el almíbar pronto empezaron a beber a
boca abierta, y al cortar el chorreo el hombre, lamerse ellas con pasión de
las patas las ricas gotas. Y amodorrarse.

Dormirse unas y otras.

Y extasiado abrió la jaulita y suspiró la bonita concordia. Al unísono


roncaban las seis, haciéndole los graves y agudos al propio ronquido del
capitán. Y encontrada la cadencia, el mismo Rechico cerró los ojos lo que
consideró sería un segundín.

Y no lo fue. No, fue más. Y ni siquiera fue el primero en espabilarse, antes


que nadie despertaron Blasa y Luisa, y sin piedad y silenciosas, dieron
muerte a las ratas de río. Y comérselas, vamos, a ritmo cansino devoraban
la última cuando despertó Herejía, y encontrándoselas a un palmo
masticando a carrillo lleno, y rebigotudas, y enormes de buche por las ya
ingeridas, instintivo le salió al capitán arrojarlas por la borda de un
manotazo y luego incorporarse en el bote para pegarlas un tiro; y evitar la
posible propagación alóctona. E hizo, y justo en el intervalo entre el primer
y el segundo trabucazo, por fin, abrió los ojos Rechico tras el segundín que
imaginó tenerlos cerrados. Y por despertar sobresaltado hizo zozobrar la
embarcación al tiempo que Herejía efectuaba el segundo disparo y se
desequilibraba, con tan mala fortuna, que trompicó el capitán con una caja
y abuquizó de cabeza contra la borda.
Y se le quedaron en blanco los ojos cómo cuando le atizaron con un macho
pilón en la cabeza. Y echaba espuma por la boca tal cuando le
envenenaban.

Y casi a la vista Alcántara y sus primeros bastiones de defensa cubriendo el


río.

Si fuese la primera vez que se le moría el amo sí se hubiese asustado, o


una de las primeras, pero por haberlo intentado matar los tancredines de un
montón de formas sin conseguirlo, prefirió arrimar a sitio discreto y esperar
que el tiempo lo curase todo.

Mejor despertar tendría el jefe al volver en sí y estar acompañado y a


resguardo; hecho una furia retornó cuando lo enterraron o arrojaron con
lastre a un pozo, o el día que tuvieron feliz idea de despeñarlo a una sima.
Sí, esa noche fue la que tuvo peor retornar; se comió delante de todos a
Tancredo el Pelirrojo.

Entre la vegetación ocultó Rechico el Piccolino pues era día de mercado


y las primeras barcas con productos de extrarradio llegaban a la ciudad,
amarrando a las puertas. Calzada de personas y víveres era la vía de agua.

Ante sus ojos vio desfilar un montón de barquitos, y hasta gabarras de tres
remeros por borda. Y desembarcaban cerdos, gallinas, sacos de trigo y
centeno. Y curas bajaban, y gentes de remotos pueblos se acercaban a
consultar al médico de la villa. Un continuo trajín.

Era día de mercado y feria, y no habría mejor momento para ser recibidos o
pasar desapercibido cualquier bote que orillase al embarcadero. Salvo el
suyo, el Piccolino vestía su disfraz de insalubre roñoso infecto, y no le sería
momento idóneo para llegar; desde lejos les tirarían con algún sulfuro
inflamable para desinfectar el río.

No llegarían a amarrar a muelle.

Hoy era el único día para el que no les valía el disfraz.

Y entretenida tuvo la mañana Rechico espiando la vida corriente, hasta que


no muy lejos, y caña en ristre, apareció un chavalín pequeño en la orilla y
echaba una meada que al boyuyo se le hizo de obispo a lo poco. Y al cañete
se unió otro mozo, y otro más, concatenando chorrada la cuadrilla casi la
media hora, mientras Rechico ni respiraba por no delatarse entre las
sombras y las hojas. Lo menos contó veinticinco muchachos.

Pero sabían que estaba. Ya el más chiquinajo de la panda le vio mientras


aliviaba, y aunque disimulado, luego corrió a avisar al resto. E incluso el
muchachillo reconoció la embarcación y al fulano que desinteresadamente
les informó de un excelente caladero con recebado de abejas. Gracias a
ellos llenaron dos gabarras con bicharracos de a cuatro cuartas, y llevados a
los puestos a primera hora, les rindió para tomarse el resto de día, y el mes
siguiente, sabáticos.

Y el último en aparecer en la orilla fue el jefe de la pandilla, el que brazo en


alto agradeciese la información del caladero. Por señas le sugirió a Rechico
que se acercase a ellos en silencio, favor por favor, y entendiéndoles
contrabandistas en apuros, en su auxilio dispondrían el enorme carro que
les sirviese para transportar la frescura a pie de plaza, y a ellos de vuelta a
Piedras Albas sentados.

Tuvieron suerte los boyuyos pues antes de retornar al pueblo se acercaron a


pagar el carro que por la mañana circuló fiado.

Eran de fiar los chicos.

Subieron el bote al carro con Herejía dentro. Y con el paso lento de sus
mulos cogieron unas sendas y veredas que sólo conocían los lugareños y
que les llevaron a bordear Alcántara, y a distancia prudente, ¡a cuatro
paladas de Portugal!, volverlos a bajar hasta el cauce del Tajo. Depositarlos
sin contratiempos en el agua.

Agradecido de corazón, y quizá en lo profundo por competir con el


presente hecho a los muchachos por el patrón, les regaló Rechico un
cartucho explosivo de fabricación propia reseñándoles con pocas palabras,
que aquello que les entregaba, con tanto cuidado, era lo mejor para pescar.

Darle chisca, tirar al agua y contar hasta diez; luego un sifón y los peces
salían solos.

Pero esto último quizá no lo escuchasen bien al referirlo mientras tomaba


corriente y se alejaban camino de Lisboa. Los muchachos se quedaron con
que aquella “vela” era inigualable para encandilar peces.
Y siendo noche cerrada, y para que pudiesen comprobar los otros antes de
desaparecer en el siguiente meandro, los chavales dieron fuego a la vela.

Y a los diez segundos, contados, estallaba el cartucho con inusitada


potencia; pues Rechico lo ideó para explotar dentro del agua, y no fuera.

Café puro corría las venas de Libélula. Mientras su madre y el doctor


gestionaban en Formentera los abastos para zarpar por la noche, ella, con la
mitad de la tropa, se daba a calibrar lastre, tensar los estay y planchar el
trapo de la bandera; aunque en bitácora llevasen de repuesto y para regalar.
Libélula hubiese inventado cualquier cuento chino para que le dejasen
echar mano al barco un rato, pero ahora era la capitana y a nadie le extrañó
que saliese a comprobar que todas las cosas del navío estaban en su sitio;
salvo las malogradas ruedas. Y estuvieron porque la Dragon Fly respondía
al más mínimo deseo del timonel, Luisín Manodepiedra, que a su vez daba
materialidad a las órdenes de la capitana Libélula.

Por calentar muñecas al timón, o que lo indicase la jefa, ante la boca del
puerto de Ibiza se lució la embarcación. Entre los pelones de Dau Gros y
Dau Petit trazaron ochos, luego enfilar a Marví Pla, y repetir la trenzada
entre Es Malvins y Malví Gros ganando velocidad.

Y seguir pavoneándose en torno a la isla de Ses Rates y Sa Corbeta.

Y el numerito redondearía a criterio de la capitana al cruzar entre isla Negra


y las mismísimas baterías de la ciudadela de Ibiza. Por allí pasó dedos
corazones en alto, dedicando peineta a la gente, y autoridades, que
congregaban en las murallas; por su parte, la marinería ofrecía el típico
“calvo”; o revista a culo visto.

Y, con grandes carcajadas audibles desde tierra, dejar las aguas del puerto y
buscar mar abierta; no fuese a ser que les cañoneasen.

Esa espinita ya estaba fuera. Y si antes le hubiesen dejado patronear la


Dragon Fly II, antes hubiese vuelto a Ibiza a restregar, a quien fuese, que
ella era la mejor en esto. Al menos mejor que él. Que ellos. Que todos los
hombres, y mujeres, de las Pitusas… y las Baleares, y para que no lo
tomasen por infundio, se dispuso a certificarlo ante la marinería pues le
rezongaban, burlonamente, desde hace tiempo, que en Mallorca había uno
mejor. Se decía de un capitán de la bahía de Palma que nunca había perdido
al pilla-pilla.

Y también decir, no, asegurar, afirmar por experiencia, que muy justito les
iría el llegar a Mallorca y volver para la cena ¡Cómo para querer meter
entre medias una carrera en torno a la isla!

Y no una competición náutica cualquiera pues el pilla-pilla, entre gente de


mar, es tan sagrado como el vaso de agua dulce al náufrago.

¡En teoría! Refrendarse capitana ante los ojos de los piojosos que eran la
tropa, y cumplir con su madre, conllevaría una discrepancia horaria más
que considerable. Y así lo hizo constar Boniato que ejercía de
contramaestre. Pero no insistió mucho porque antes de mediodía arrimaban
a la bahía de Palma y concertaban la carrera con el capitán Wenceslao. Y
además admitir unas cláusulas claramente desfavorables para ellos y
ventajistas para los otros… ¡Y firmarlas!

Y eso, igualmente, hubiese sido impensable para Boniato, pero era


cómplice del hecho y participante.

Normalmente, con jueces y testigos, los barcos en liza saldrían al mismo


tiempo, uno desde la Alcudia, en la bahía del mismo nombre, y el otro
desde S´Arenal en la bahía de Palma, y atendiendo a dextrógiro circunvalar
la isla buscando la popa del oponente, y de alcanzar con el bauprés a tocar,
o superar, ser considerado pillado y ahí terminar el juego. Y cobrar la
apuesta.

En este caso, la moneda de cambio era la propia Dragon Fly; pues tonto no
era el capitán y le sobraban barcos. Mucho tenía a ganar y calderilla a
perder; pese a que a nadie se le ocurriría decir que “La Pardela” era un
bergantín menor. Esa pájara le había cobrado más de quince piezas
¡Camino de las veinte!

Era una contienda interesante a primera vista, hubiese sido, pues


prácticamente no tendrían tiempo de llegar al punto de salida antes que
zarpase su competidor tras ellos. La Pardela tenía las de ganar pues a las
dos de la tarde abriría el velamen para dar caza.

El capitán Wenceslao calculó, con las condiciones del día, que siendo
rápida, en dos horas, habría doblado de largo Dragonera la Dragon Fly, y
siendo muy, muy rápida, ¡y perchaba pinta!, en dos horas estaría por Soller;
o cerca. Buen capitán era pues en los pasillos había ganado un cuarto de
carrera. O lo que es lo mismo, la Dragon Fly para vencer debería surcar un
cuarto de isla extra.

Y ni rápida, ni muy rápida, a la altura de Banyalbufar, con una velocidad


notable, divisaron los de La Pardela las velas de la Dragon Fly. Y la simple
visión fue motivo para que exultante gritase la marinería por lo que
significaba. Sí, la carrera estaba prácticamente ganada.

Ellos, en las mismas condiciones, estarían navegando frente a Sa Calobra.


Eran más veloces.

A lo sumo la disputa duraría dos días, no las dos semanas, o el mes, que
duraron algunas pugnas épicas.

Y ni eso, entraba con fuerza el poniente a las velas, y ambos barcos


ganaban velocidad. Y cuánto más arrimaban a tierra mejor, pues
aprovechaban el encajonamiento del aire contra la costa y su, más que
notable, sobresaliente, propulsión.

Aunque peligroso. No toda la sierra Tramontana está aflorada y a cuarta de


la superficie esconden algunos picos. Y conocerlos hace ganar brazas y
nudos fundamentales en este juego.

Conservadora se demostraba ahora la capitana Libélula y no ceñía


mucho a la isla; dejaba espacio, y aunque surcaban rapidísimos, cuando la
Dragon Fly pasó antes la punta de Cap Formentor, La Pardela ya estaba
cerquita de la cala de San Vicenç.

El capitán Wenceslao pidió el extra a sus hombres para que no derrochasen


las velas aire, ni frenase un mísero cabo suelto la marcha. Siempre sería la
marinería el factor clave, y añadió, a la paga habitual, y a la comilona de
rigor, diez monedas de oro por barba si pillaban a la gacela que tenían
delante antes de la tercera vuelta a la isla.

Eso sería la puntilla, aunque al doblar ellos mismos cap Formentor, la


Dragona hacía lo propio y a su vez cruzaba ante cap Ferrutx.

Habían recuperado trecho los de Formentera debido al viento que


encontraron, e igual harían los de La Pardela. Ellos mismos experimentaron
el tirón al cazar la corriente oportuna, y montados en ella llegar, lo que se
dice en un pis-pas, al citado cap Ferrutx. Y dejarlo atrás.

Y divisar lejos, muy lejos, lejísimos, a la Dragon Fly que se aprestaba


también a doblar el cabo más meridional de Mallorca. El cap de Ses
Salines.

¡Volvían a sacar trecho!

Y es verdad que el viento soplaba en este lado de la isla desde el


septentrión, y fortísimo, tanto, que comenzaron a crujir los mástiles de La
Pardela amenazando rotura si no se descolgaba algo de trapo.

Y no hicieron, no. Más veloz de lo que nunca había surcado tiraba La


Pardela. Saltaba las olas, las brincaba de tres en tres para delirio del capitán
Wenceslao y la tripulación; pese a no tener a la vista a la Dragon Fly.

Aunque pronto la tendrían, demasiado pronto, se gritó que volvía a estar a


ojo.

Cruzaba La Pardela frente a Puerto Colom cuando alguien gritó: “¡Vela!”, y


no por verla delante, detrás de ellos aparecía inexplicablemente la Dragon
Fly recién salida, nuevamente, del cap Ferrutx.

¡¡Imposible!!

… Imposible que hubiese dado una vuelta entera a la isla en un suspiro.

Había trampa o magia.

Y al capitán Wenceslao en el fondo le daba igual porque ya no quería jugar.


No le gustaba como habían tornado las cosas. La baraja estaba rota.

Una y otra acuchillaban las olas, pero con mucho era más sanguinaria la
Dragon Fly. Y con las mismas, mayores eran las tensiones que soportaban
sus partes. Boniato lo dejó por imposible y cambió el puesto con Ajaliz. Y
si Ajaliz era bueno para algo, ese algo eran las apuestas y los juegos de
naipes, y en general cualquier juego con reglas pues él era especialista en
quebrantarlas. Sin embargo, en esta ocasión aconsejó a la capitana Libélula
dejar de jugar, algunos fanales de pesca se encendían y aún quedaba la
vuelta a casa.

Y la condessa, previsiblemente, esperando en el muelle.


Y lo dijo mientras La Pardela doblaba el cap de Ses Salines, y ellos, a tiro
de mosquete, se aprestaban a darle caza. Sencillo entendía la capitana
hacerse con la pájara antes de llegar a la bahía de Palma. Segurísimo que
incluso antes, en cap Blanc ya se habrían puesto a la par.

Y nadie se lo rechistó.

Y por común asenso, admitieron que era la mejor. Y en vez de doblar el


cabo tras La Pardela, siguieron recto.

Rumbo de vuelta a Formentera.

Pese a que era comidilla el recibimiento que les preparase la condessa,


surcaban distendidos, relajados, hechos piña con su capitana. Y rubricaba la
armonía una barrica de jerez y una pata, al paladar, de cochino estudiado en
Salamanca.

Era lo suyo el convite y la capitana propuso brindis. Y coartada colectiva


para presentar ante su madre. La demora debería tener motivo y Libélula
quiso achacarlo a haber efectuado unas cuantas maniobras de arriar e izar
velas. Y era perfectamente creíble, pero eso no llenaría todo el tiempo
dilapidado, y Modesto Culebra aportó de relleno el haber llevado unas
flores, y echado unas oraciones, a los compañeros muertos en acto de
piratería o cualquier otra actividad delictiva; junto a la isla de Cabrera.

Y eso ya casi justificaba del todo la demora, y por poner su granito, el


Lechugas remarcó que él y Cararroja habían sellado en media hora una
pequeña vía de agua que salió al atravesar a las bravas la playa de Les
Illetres, y que bien podría haber dado la cara más tarde, la avería, cómo
tardar un par de horas en ser subsanado el quebranto.

Con eso sí se explicaba la tardanza.

Pero Rosario, cabo de brigadas, rezongó con la cabeza y masticó la mala


idea que era querer engañar a la condessa. Sería mejor decir la verdad y
punto. Prefería la sinceridad, a que la condessa descubriese el pastel por
otro medio y luego tener que cuidar de no comerse un puñado de alfileres
en el potaje. La condessa era capaz de eso, y de cosas peores.

Todavía no era medianoche cuando llegaron al puerto de La Savina, en


Formentera. En el muelle aguardaba la condessa, tea en mano, y muy mala
cara. Excepto Bulín, el Susurros y los hermanos Gandagüe, junto a ella
estaba el resto de cofradía, y en torno a ellos apilaban las cajas con
vituallas, con aperos y recambios, los petates y enseres personales de la
tropa, que allende los mares, deberían acompañarles.

Y en cuanto arrimó a tierra la Dragon Fly, se comenzó a cargar la nave sin


siquiera haber dado la orden. Y tampoco era mucho a cargar, pero en el acto
de subir los bultos se tumbaría la oreja al muelle y así estarían al tanto de la
bronca entre madre e hija. Se suponía sería apoteósica. Se esperaba que
saliesen culebras y sapos de la boca de la condessa.

La capitana Libélula ofreció reporte de lo acaecido en el día, de las


maniobras y zafarranchos efectuados para ensamblar y pulir a la gente a sus
puestos; y cambiándolos. Las paradas y arranques. Los ejercicios prácticos
de apagar en marcha un fuego voraz en la sentina… y echar unas flores en
Cabrera a los amigos fallecidos en distintas fechorías… y reparar una vía
nimia de agua.

Y la condessa sin abrir el pico movía la cabeza aquiescente. Dejó que


Libélula le refiriese toda clase de trolas y paparruchas que diesen soporte a
su coartada por la tardanza en la vuelta a casa. Y no dijo nada hasta que
acabó la capitana Libélula su informe; su relato. Después, sin siquiera
levantar la voz, rogó la condessa que se acercase a ellas un segundín
Rosario. Y antes que llegase junto a ellas el cabo de brigadas, Libélula
cambió la expresión, y sincera, le contó a su madre la verdad del día. Tan
en detalle, que la condessa estalló de rabia al saber que tuvieron a tiro al
capitán Wenceslao en persona y no le habían dado remate para bajarle los
humos.

O junto a la nave, mandarle a pique.

¡¡Wenceslao, menudo hijo de la gran puta!!

… y que me perdonen las señoras meretrices.

Mandó la condessa a Cararroja que cogiese su caballo y trotase a casa


para avisar a Bulín, y compaña, que la nave ataba en la rada. Y se cubicaba
el último fardo cuando en comitiva aparecieron los que faltaban.

Llena la bodega, y embarcado hasta el gato, un decir, se soltaron de la


dársena y enfilaron a mar abierta.
- … (Wenceslao, Wenceslao… menudo cabrón)… -masticaba sus palabras
la condessa mientras abandonaban el puerto-

- Qué dices, mamá.

- Que teniéndolo a tiro tenías que haberlo hundido.

Ese malnacido, con la excusa del pilla-pilla, se ha llevado por delante


mucha gente buena.

- ¿Le conoces?

- Más de lo que quisiera.

Tendría, yo, tu edad, cuando el bueno del capitán Gorgorito pactó con el
susodicho una porfía al pilla-pilla. Nosotros íbamos en el Mambrules, él y
los suyos tripulaban el Kukulkán; aunque se había pactado la carrera entre
iguales siendo competidor otro pesquero; pero ellos se presentaron con el
Kukulkán disfrazado de mercante.

¡¡El Kukulkán!!

¡¿Qué podríamos hacer?!... nada. Ni protestar.

Esperar que nos ganasen; y quizá reclamar ante los jueces que suponíamos
imparciales.

Gorgorito era mejor persona que capitán. Y también mejor capitán que
apostador. Aún así, sacamos el imposible doscientos por cien a la nave y los
dos primeros días clavamos compás, pero al tercero se escondió el
Kukulkán a la capa de la punta de Sa Vaca, casi llegando a Pollença. Y no
les vimos, y al pasar a su altura nos largaron un cañonazo que abrió mala
vía de agua justo al ras de la línea de flotación. Un buen desgarro, que
incitó al capitán Gorgorito a derrotar a mar abierta y dejar que ganase la
carrera, aun con trampas, el Kukulkán.

Luego en el puerto sería cosa de discutir si el pegar andanadas al


contrincante es cláusula que se acepte entre las normas del juego.

Y obvio que no.

Y por eso mismo no cejó la competición.


Siguió a nuestra estela cañoneándonos a placer, podándonos la arboladura
al rape al cebar la artillería con balas unidas por cadenas; y que se
demostraron auténticos serruchos para mástiles y velas.

Nos fue cortando el aliento del viento hasta detenernos.

¡Y nosotros sin cañones pues con red recogía Gorgorito los peces y no con
explosivos!

… un desastre.

Fue un pelotón de ejecución en medio del mar y sin testigos. Cuatro


cañones ligeros por banda montaba el Kukulkán, y ver que las poternas se
abrían, y asomaban los ojos negros de las piezas, nos dio a entender que
Wenceslao no se conformaría con arrebatarle al capitán Gorgorito su
Mambrules, pretendía hundirlo, y también debería querer robarnos la vida
al resto de tripulantes.

Y abrió fuego. Y no una ni dos veces, hizo cantar la artillería lo menos siete
rondas de plegarias polvorinas, y con la última, y un “Rest in pace” burlón
que profirió el canalla de Wenceslao, nos dieron a todos por muertos.

Y en medio de ninguna parte quedaron los restos esperando que las


corrientes disgregasen y repartieran por todo el Mediterráneo los
fragmentos del Mambrules. La marinería iría al fondo para alimentar
lampreas y cangrejos, y cuando llenasen de pútrido gas, volver a salir a la
superficie y allí ser delicatesen para tiburones y orcas.

Todos muertos. Excepto yo y el capitán Gorgorito, que gordo cabal y


simpático, y con media cara arrancada por la metralla, flotaba agonizando;
y no duraría mucho.

Me acerqué a él nadando, y en medio de la noche conseguí encontrarlo,


porque ocasionalmente, y reflejo del cerebro colapsando, profería algún
grito, tal que un simple “¡Ay!”, o un “¡Sálvese quien pueda!” o “¡Por allí
resopla el leviathan!”.

Y expiró Gorgorito, y poco a poco comenzó a hundirse mientras yo veía


que me quedaba sin la buena boya que resultaba el capitán gracias a su
enorme acumulo de grasas.
¿Y qué hice?

Le hice el boca a boca para intentar insuflarle algo de vida. Y aunque ya


estaba muerto, cada vez que le insuflaba aire en los pulmones su corpachón
reflotaba un tantito, y otro poco más, hasta que conseguí que la mitad de su
cuerpo permaneciese fuera del agua. Y con jirones de mi propia ropa
sellarle la boca, la nariz y los oídos; para que no perdiese por ellos aire.

¡Hasta el ano le sellé!... sí, hija.

Y rápido me tuve que subir sobre él porque empezaron a llegar tiburones


atraídos por el festín de sangre humana. Y verlos devorar los restos de
marinería con un apetito feroz. Abrían la boca y entre sus puntiagudas
fauces desaparecían brazos y piernas sueltas, cabezas arrancadas con una
buena coleta de médula espinal. Parecía hervir el agua al tiempo que
desaparecían de la superficie todos los cachos de carne que flotaban.

¡Dantesco, hija, dantesco!

Y yo con una mísera pala dando remazos al agua para mantenerlos


alejados, y a distancia estuvieron hasta que no les quedó nada aprovechable
en los contornos y volvieron la vista al último troncho que flotaba dejando
un hilillo de sangre.

Yo remaba sobre el capitán Gorgorito buscando acercarme a la costa, que


aunque lejana, varios fuegos desparramaban su haz mar adentro dando
referencia de origen. Desde los covachos del cap Formentor se seguiría la
carrera, y por alejarnos mar adentro los competidores, algunos curiosos
encendieron fuegos para atraernos al buen camino y reanudar la
competición. Desconocían lo que había pasado y actuaban de buena fe,
aunque no así para los intereses del capitán Wenceslao que entendió la
función de faros oportunistas, y llegado el Kukulkan al pie de los
acantilados, con una precisión bárbara, cañoneó los puntos de luz. Y los fue
apagando uno a uno, hasta que al alcanzar el último, en vez de venirse
abajo la boca de la cueva y extinguir la hoguera, saltaron hacia afuera
cachos de palos con fuego vivo y rescoldos al rojo; extendiendo la lumbre a
la vegetación seca y rala que crece en las estribaciones del cap Formentor.

Y coger empaque las llamas, desparramarse por las laderas levantando un


fuego mil veces más voraz que tiburón, y con una potencia lumínica, que
unida a la luz de la luna, me permitía a mí misma proyectar sombras en el
agua.

Y no era la mía la única sombra que menguaba o crecía atendiendo al


vaivén de las olas. Las otras sombras que te digo eran las de los tiburones
que en giro continuo alrededor mío me tenían sitiada. Diez o doce aletas
dorsales salían del agua insinuando sus buenos tamaños, pero quedaron
pequeñas al ver llegar desde lejos una aleta que doblaba en tamaño a las
demás.

Un enorme tiburón blanco, tiburona, que esbozando intenciones espantó


por unos segundos a los demás escualos, y recto de no variar el rumbo ni
detener, al llegar a mi altura, y por probar si el bocado era de su gusto,
simplemente ¡Simplemente! Le arrancó los dos pies al capitán Gorgorito de
un mordisco comedido; pues de haber llegado con hambre de la buena, con
dos chanchadas holgadas se hubiese comido al capitán Gorgorito del gorro
hasta las botas.

Pero en el tiento de cata sólo se llevó los zapatos y el relleno de carne,


huesos, tendones y uñas; y calcetines de haber usado. Y tras separar lo
comestible de la cáscara de andar, llegaría el bicho a la conclusión que era
apetitosa pieza al paladar.

Y preparó un segundo ataque, al ver yo misma que volvían a desaparecer


los tiburones “pequeños” y poco a poco, y ganando velocidad, iba sacando
el blanco la aleta dorsal del agua.

La verdad es que no me entendí irremediablemente muerta, la muerte


seguía siendo una constante incontrolable en mi vida, pero desde dentro del
alma una vocecilla me aseguraba que no era mi momento. No lo era, no, y
por no serlo, até con mi cinturón el cuchillo a la punta de un remo.

Y antes de llegar a nosotros, cuando empezó a abrir la boca y cerrar los


ojos para atacar, como es su costumbre, a ras de mar, y tal que si manejase
yo guadaña, tracé un arco paralelo al agua cortándole la aleta, de seco tajo,
por la mitad.

¡Y desapareció bajo nosotros!

Y tras él los demás tiburones.


No sé cómo llegué a tierra. No lo sé. Estuve un par de días a la deriva
viendo a lo lejos Mallorca, y al amanecer del tercer día, y sin hallar
explicación, despertaba en la playa de can Picafort junto a los restos del
capitán Gorgorito; a los cuales quise dar sepultura digna volviéndolo a
meter al agua y empujándolo hasta donde conozco corriente que mete
Mediterráneo adentro…

- ¡Tieeeeeeeerra! ¡¡Tieeeeerra en lontananza!! –desde la cofa Ajaliz cantó la


primicia-

¡¡Tieeeeeeerra!!

¡¡Mallorca a la vista!!

¡¡¡¡Boooumm…!!!!

Al resplandor no llegó, pero sí al sonido. Cuando el capitán abrió los ojos


aún tuvo tiempo para utilizar otro sentido y sentir en todo el cuerpo la onda
expansiva. Y acto reflejo el acertar a coger con las manos algo que caía del
cielo. Y que resultó ser una cabeza con un cacho de cuello; pedrea de mala
lotería, granizaban en derredor variados restos humanos.

Perplejo, el capitán cedió la cabeza a Rechico, quien, tras un lacónico


vistazo identificativo, desembarcó el melón de una patada. Y se asieron a la
borda porque una olita les adelantaba.

- ¿Y bien? –dijo el capitán al tiempo que recostaba junto a la pala y ofrecía


un puro a Rechico-

… ¿Te lo vas a guardar para ti solito? ¿No vas a soltar prenda?

- … ¿Quiere que le cuente lo que ha pasado?

- No. Quiero que me detalles cómo la has estabilizado.

… La “Malamuerte”.

- ¡Aaaah!... ¡¡¡Capitán!!! –y con los ojos cómo platos, y sonrisa alagartada,


antes de responder le besaba la mano izquierda-

… Capitán, usted me habla del explosivo.


- Exacto. Retonto pareces cuando quieres.

¿Cómo lo has conseguido?

- La “Malamuerte” es un explosivo líquido infernal, maestro, bien lo sabe.

¡Ni el fuego grecoboloblás se le asemeja en inestabilidad!... pero pasa a ser


manejable al empapar con ella, por ejemplo, serrín, o algunas otras
naturalezas.

El capitán, con el índice gancheando, indicó a Rechico que se le


aproximase un poco, debería querer decirle algo al oído, o que le quedase
más cerca la cara para recibir el tortazo a mano vuelta que le arreó.

- No sé con quién te creerás que estás hablando, Retrasado.

Yo te sugerí el empape.

¿Con qué ha sido?

- Con tierra de la que usted trajo, y otras cosas que le echo yo.

- ¡¿Qué tierra traje yo?!

- No sé si concretarle que trajera, o dejase, porque iba en unas macetas que


acabaron por no agarrar; se secaron las plantas antes.

- ¡¿Llevar yo flores a ningún sitio?!... Me extrañ… Ah, no, ya recuerdo, sí.

Cicuta y estramonio quise plantar hace tiempo por todo Boyuyo, sí.

- Era arenilla muy, muy fina y grisácea… pero con mucho sílice.

- … mmmm… Sí. Ya recuerdo dónde cogí esa arena para los tiestos.
Diatomea Beach.

¿Y tú qué le echas de tu cuenta?

- … Jefe, déjeme que tenga algún secreto.

- ¡Plis, plas! –esta vez fue sopapo con ida y vuelta-

… No entiendes, Resimple, que de necesitar conocer tu secreto, habría de


comerte el cerebro.
Prefieres decírmelo, o esperar a que me aprieten los gusanillos de la
curiosidad y el hambre.

- Polvo de hueso, de mano izquierda, de una mujer que en vida se llamase


Rosario Sánchez.

Y tres rabos de pasas.

- ¿En serio?

- Sí, capitán. Si la mujer se llamase Ambrosia, o se apellidase Rocaflor, no


sería lo mismo, no.

- ¿Algo más?

- El encartuchar o empaquetar con esmero y sin prisas.

- ¿Y por detonadores?

- … Mecha, ampollitas de ácido, varillas de chispa… simpatía…

Los clásicos, maestro.

¡Hasta con un buen martillazo!

- ¿Utilizaste toda la “Malamuerte”?

- Sí jefe. Con la botellita que me dejó, y sin contar lo gastado en pruebas,


manufacturé unos diez cartuchos.

- Y de esos ¿cuántos te quedan?

- … Menos éste de hace un rato… los dos de Toledo… y otros dos de una
avalancha que provoqué para sepultar un clan de primos terceros…

En total serán dos los que me queden.

- En mis cuentas faltan tres por justificar.

- La iglesia y el ayuntamiento en Boyuyo del Valle, capitán, y la ermita-


casa consistorial de Boyuyo de la Quebrada.

- Sí, los diez clavados.

¿Dónde guardas los restantes?

- En el zurrón.
- Bien. Esos no los uses y resérvamelos; y ten cuidado con ellos.

No dijo por el momento nada más el capitán. Se palpó los bolsillos de la


ropa hasta encontrar convoy de fumar y se preparó una buena pipa.
Después, con chupadas profundas, iluminó su mefistofélica cara. Y sonreía
a belfo mordido.

Rechico de reojo observaba al capitán. Cuadraba estampa el hombre de


ogro de los siete mares y mejor no importunar sus cavilaciones. Le
surcaban arrugas la frente denotando que estaba pensando, ensimismado en
un plan letal del que Rechico apenas tenía conocimiento. El tancredín sólo
debía atender a cualquier antojo u orden que expresase el capitán. Sin
preguntar. Sin que le supusiese extraño alguno que el hombre a veces
pareciese otra persona.

¡Hasta amable! ¡¡Educado!!

Sí, sin duda, a Rechico le caía mejor el capitán que no se prodigaba en


insultos y zurriagazos a cinturón.

Éste, en el fondo, sólo le daba miedo. La cicatriz que le partía en dos la


nariz, otra que le surcaba una mejilla. El parche. El escupir con desdén a
labio muerto. El juguetear entre sus dedos con un doblón de oro, y que de
ser lanzado al aire y plasmar en su caída cruz, suponía la pronta muerte o el
sufrimiento agónico.

Lo había visto muchas veces.

No, no le gustaba este capitán, así que en cuanto empezó a coger postura
mulléndose unos fardos, y cerrar el ojo, y resoplar tranquilo el primer
ronquido, Rechico se encendió el puro habano y se dispuso a disfrutarlo
solo.

Discurría apacible el Tajo. Asomaba la luna a ratos entre nubes


alumbrando tímidamente las riberas. Negras. Llenas de vegetación. No veía
marcas, ni hitos, ni mojones que dilucidasen si el tramo de río que iban
navegando ya pertenecía a Portugal, o seguía siendo condominio de
España. Cerca andaría la frontera pero con certeza no sabía si discurría el
cauce por un país u otro. Y no era extraña la duda porque, en ese tramo, el
propio río era concertina flexible que definía las nacionalidades. La orilla
derecha, la norte, era tierra de gallos, y la izquierda, o sur, de paella, toros y
siesta.

El campo de nadie, la linde entre los vecinos, se consideraba la mitad justa


del río.

A Rechico, ahora, le hubiese gustado que entre el abundante material de


estudio que le trajese el capitán, y que le obligase a empollar hasta
necesitar coderas, hubiese habido algún libro de Geografía. Por más
elemental que hubiese sido el portulano algo de provecho hubiese sacado.

Pero nunca le entregó un atlas y mucho menos un plano, siquiera, de su


misma comarca. ¡Nunca! Mucho se cuidó el capitán de poner en sus manos
mapa alguno, y si por casualidad cosía plano entre las hojas de los variados
tratados a estudiar, sin dudar lo arrancaba y entregaba a Rechico capado.

No le interesaba al capitán que supiese el otro cubicarse en su mundo


inmediato o real. A lo más, entre algunos volúmenes que consideró a
caballo entre la mitología y la literatura de viajes, figuraban algunos
bosquejos que definían tierras extraordinarias o del ámbito de las leyendas.
Conocía por referencias la Tartesos de Argantonios y la Atlántida que
mencionó Platón. Y la Mantua Carpetanorum de Antonino ¡Y hasta la
mítica Oz!

Pero en representación bidimensional desconocía el mundo en su


integridad.

Y por despertar el capitán Herejía con una sonrisa en los labios, y al uso en
la boca de un “Buenos días”, tuvo suficiente arrojo Rechico para
preguntarlo.

- … Buenos días, capitán.

¿Sabe si esto ya es Portugal?

- Déjame que me deslegañe la cara, y si puedo, y sé, te digo.

Borda afuera sacó el cuerpo Herejía para tomar agua del río y lavarse la
cara. Y hasta las greñas ponerse en orden. Y mientras hacía, y para su
disgusto manifiesto, sobre la superficie del agua reflejaba el barbudo de
siempre ¡Aunque ahora luciese un parche en el ojo!

Y el mismo Herejía se palpó la cara.


- ¡¡Qué cojones es esto!!... ¡¡¿Dónde coño está mi ojo?!!

-…

- ¿No me oyes?

No me ves.

¡No te das cuenta que me he despertado tuerto!

-…

- ¡Pero di algo, por Satanás!

¡¿Qué sabes tú de mi ojo?!

- Con todos los respetos, jefe, pero lo del ojo torero le va por días.

Hay días que lleva parche y hay otros que no.

E incluso cuando lo usa, unas veces tapa el ojo derecho y otras el izquierdo.

Y le queda bien, aunque desconcertará a quienes le frecuenten.

Y le confieso que durante una época quise imitarle y yo también me puse


parche; por la hidalguía que confiere la moda Éboli.

… Pero perdía profundidad y no acertaba a matar a nadie de un solo


disparo; me iba a las tres o cuatro balas, de no tirar a quemarropa; un
despilfarro.

Herejía levantó el parche y compartió con Rechico el horror de la


cuenca vacía y curtida con salmuera. El otro hasta ese momento tuvo in
mente que el capitán lo hacía por coqueto. Pero no. Era antiguo el
quebranto pues no le quedaban ni pestañas en el párpado.

Rechico no sabía qué decir, y Herejía bastante tenía con ora mirarse en
el reflejo del río, ora intentar acertar a tocar con la punta de los dedos, y sin
errar, una muesca en la borda o su propia nariz. Así que por hacer algo, y de
paso sacar al capitán de su bloqueo, comenzó a remar Rechico con su
graceja particular. Y hablar, parlotear sobre cualquier nimiedad que le
viniese a la boca, aunque indefectiblemente todo tema que abordaba le
llevaba a platicar del ojo.
- … Y ya le digo, con una canica que se pusiese, no se le notaría la avería a
los dos pasos.

Y hasta siendo el vidrio coloreado, podría dejarse los ojos a juego o a posta
ponerse zarco.

Volvería a las mujeres locas.

- ¿Y si te pegase yo una patada en los huevos, también te pondrías tú


canicas de colores? –por sorpresa salía Herejía de la catalepsia- ¿Se daría la
gente cuenta de que estás descojonado?

- … No me estoy riendo, jefe.

- Es que si te estuvieses riendo ya te habría arrancado los dientes.

- Por favor, no se lo tome a mal, capitán.

- ¡Cómo no me lo voy a tomar a la tremenda!

… ¿De dónde sacarás esas ideas?

- Ésta, en concreto, de la vida, obra y milagros de Lázaro de Tormes; en el


pasaje que sirve al noble venido a menos.

Y por primera vez en su vida, Rechico entendió utilidad a la abundante


literatura, que obligado, le había hecho estudiar el mismísimo capitán.

Trocó el Piccolino de infecta barca, a cátedra de literatos.

- ¿Cuál es su libro favorito, capitán?

- El que tenga menos letras.

- … mmm… ¿No le gusta leer?

- Me gusta que me lean.

- ¿Y qué libro le han leído y le ha gustado?

- … mmm… El Quijote… La Celestina… Y el Buscón…

Y Celestina, Quijote y Buscón, sí.

- ¿Y Las mil y una noches?


- No hombre, en menos tiempo me los han leído.

- ¿Y los Clásicos, qué tal?

- Yo soy más de clásicas, que de clásicos.

- ¿Le han leído a Plauto, a Aristófanes?

- No tengo el honor de conocer a esos señores.

- … ¿Y a Safo?

- A ese señor tampoco.

- Es señora, jefe. Safo de Mitilene; de la isla de Lesbos.

- ¿Es griega?

- Era. De antes de Jesucristo.

- ¡Antes de Jesucristo no existía nada, Hereje!

… Jesucristo hizo el mundo en seis días y luego su hijo se tumbó a la


bartola… o algo así.

… Bueno, ya conoces la historia.

- ¿Tampoco le han leído la Biblia? ¿Nunca ha ido a misa?

- Sólo cuando han sido a campo abierto he sentado en el último banco; y no


se oía muy bien. Ni se apreciaba la liturgia.

… ¿Tú sabes griego antiguo?

- Y moderno.

- ¡Y latín por lo que escucho!

- Literal.

- ¿Y alguna lengua más?

- … ¿Viva o muerta, capitán?

- Na, déjalo, me has desmoralizado.


Recoge los remos porque vamos a acercarnos a la orilla a preguntar dónde
estamos.

Rechico subió los remos y cambió la postura a favor de la marcha, y


clavar los ojos en las márgenes pero no divisar nada. No veía alma hasta
que al buen rato localizó un sedal en el agua que parecía tela de araña al
viento, y al recodo del cañaveral, sentaba el pescador; con la cesta de
anzuelos y peces, y la del desayuno con los restos de una suculenta
empanada de bacalao. Y a olfato dedujo Herejía que toda esa margen era
Portugal, y por boca del propio Elisao Carvalho, en perfecto castellano, que
la otra orilla, hasta Cedillo, seguía siendo de España.

El muelle pertenecía al ayuntamiento de Galisteu y Elisao era vecino.


Bueno, él era oriundo de Monforte da Beira, pero le amarró el corpachón al
cauce del Tajo por una muchacha. Y luego una nutrida familia le terminó
por hacer echar al corazón raíces en el río. Y para que conociesen en
persona el amarre les invitó a comer con él. Y sin subir hasta Galisteu. La
familia en un rato tenía previsto hacer picnic en la orilla y él pescaba las
piezas a trufar en la parrilla.

Y Herejía adelantó una ronda de puros habanos al “Sí, con mucho gusto”
que también dijo. Y empezar a recolectar leña seca en los alrededores, cosa
fácil porque de antiguas crecidas vararon árboles enteros cómo troncos
pelados, o ramas de frágil fractura y buena llama; aunque pobres rescoldos.
Hicieron acopio de varias brazadas, pero Elisao con la cabeza indicaba que
no era bastante. Veinte peces había sacado del agua desde primera hora, y
vuelto a meter, pero en saca, para que estuviesen vivos y frescos, y aún así,
le faltaban tres, precisamente los que serían para ellos al contar su familia
los veinte miembros; veintiuno con él mismo.

Y casualidad que hundiese el corcho y sacase, sin aparente esfuerzo aunque


el bicharraco lo luchó, un lucio de tres palmos.

Dos peces y cuatro brazadas de leña más tarde, aparecían los chicos de
Elisao a la carrera en el camino, llamando, preguntando a gritos al padre
cuántos había pescado.

Y a sonrisa sujeta decir éste que veintitrés peces y dos humanos, o casi; dos
españoles.

¿¿Españoles??
Pararon en seco los mocosos su trote y esperaron la llegada de sus
hermanos mayores, y al borriquillo que transportaba a la madre y la vajilla
de cocina y condimentos.

Nueve varones chiquillos, y diez muchachas buenas mozas, entradas, a


criterio de ellas mismas que dijeron entre risillas, en la edad dorada de
nupcias.

Edad que suspiraron se les escapaba al no poder el padre ofrecer dote. Era
muy buen pescador, y mejor cazador. Y por arte y filosofía de
entretenimiento, se entregaba a cuidar con mimo una huerta feraz de tres
fanegas. Y aunque pescaba, y cazaba, y sacaba adelante calabazas y
calabacines de llevarse premio en cualquier feria que ofreciese concurso, la
familia apenas ahorraba nada al comer a diente suelto todo lo que juntaban
en el día. Todos de corpachón hermoso.

Y así ni dote, ni mantel, ni cuatro pasos de tierra prolífica que segregar para
un matrimonio nuevo. O dos. O diez, porque siendo las mayores, todas
estaban casaderas al comprenderse sus edades de los quince a los treinta y
dos. Y los chicos, de los seis a los catorce, y tampoco se podría decir que
fuesen haciendo ellos su propio ajuar. Lo puesto que llevasen… ¡Y esa
enorme sonrisa de ser millonarios por felices!

¡Vestían alegría!

Sin compartirlo de palabra, Herejía y Rechico se entregaron a la familia,


al modo, que por unas horas se sintieron un miembro más. No albergó en
ese tiempo sus cabezas pensamiento alguno distinto a quitarle todas las
espinas al pescado, o que no marchase muy lejos la garrafa de oporto. O no
pisar, o ser pisado, en el par de bailes que se atrevieron a echar con las
zagalas.

Fue una experiencia tan única, tan gratificante, que Rechico no quería
marchar. Nunca le había cogido la mano a una mujer sin que ésta expresase
su repulsa o se desmayase. Jamás. Para él era todo tan nuevo, que se
enamoró de todas las carvalhiñas. Y de los padres. Y de los hermanos.

Y cómo Magdalena derramaba lágrimas camino del bote, y hasta el último


momento le sugirió al capitán, le rogó, le imploró, al menos secuestrar una,
o un par de ellas; o a todas.
Y no. Herejía entendía que Rechico se préndase de las mozas, pero el
mundo estaba lleno de rapazas… y que el propio Herejía se encariñó
también de la familia y no quiso dejar al otro boyuyo con aquellos. No. No
sería buena acción.

Por dar capricho de último vistazo, el capitán Herejía dejó que Rechico
bogase. La tarde daba paso a la noche, y ésta, a grandes bocados, le iba
comiendo los colores al campo. Y el fuego que se hizo brasas para cocinar,
volvía a ser hoguera en la distancia, y aunque difusos, en torno a las llamas
veían bailar a la parentela despidiéndoles a mano. Y Rechico subió los
remos para poder dar réplica a la vez que se sonaba los mocos.

Compungía sincero.

Una legua, dos, tres se tiró hipando el desgraciado de Rechico con una
sensación rara que jamás había sentido. Le dolían las tripas, la garganta la
tenía muy seca y el corazón duro y con ánimo de quiebra. Era tan pétreo
Rechico que, pese a no pretenderlo, el aguilla de los ojos le remansaba
gota, y por propia gravedad, al juntar tamaño, le caían de la cara a plomo
los lagrimones, y no podía evitarlo.

Herejía le ordenó que levantase y se dejase abrazar, pues Rechico no


entendía que el capitán le llamase a su vera con los brazos abiertos. Ni lo
que pretendía.

No sabía lo que es un abrazo sincero.

Y tampoco llegaría a entender muy bien lo que era, pues mientras Herejía
envolvía al subalterno en el abrazo cómplice y leal, descubrió en la margen
izquierda un brillo metálico de sable que se alzaba, y agudizado el oído,
también entretelar que se preparaba descarga de fusilería al oír encadenar
un: “… Carguen… apunten… ¡Fue..”.

Y tirarse al agua antes de escuchar el silbo, y el impacto de las balas, contra


el casco. Herejía se asió a la borda con toda la amura por parapeto, y llamar
a gritos a Rechico descuidando de ninguna discreción. A discreción darían
a los de la orilla la orden de disparar, y en cuanto recargaron los mosquetes,
volvió a atronar, e iluminar el cauce, otra descarga de fusilería. Y la barca
llevarse otra ronda de plomazos.
Mal que por bien no venga, descubrió gracias al resplandor
momentáneamente a Rechico nadando río abajo. Braceaba a favor de
corriente y a toda velocidad se alejaba, hasta que fuera del alcance de los
mosquetes conseguía hacer puerto entre un par de rocas que tenían atrapado
un tronco, y asido a él, esperó la llegada del capitán, que de nuevo subido
al bote, gobernaba la nave para recoger a Rechico.

- Pues sí… Esto ya es Portugal –informó Herejía mientras ayudaba a subir


a bordo al otro- Y eso que acabamos de pasar, es el último pueblo de
España; Cedillo.

- O sea, que ya estamos en Portugal.

- Sí. Todo esto, hasta el océano, es tierra de fado.

Extranjero. Ahora se sabía Rechico extranjero en tierra extraña, y sin


embargo, no sentía nada especial, ni que él hubiese cambiado su sustancia.
Por el contrario, cuándo él se supo autóctono, aborigen en la patria, sí
alcanzó a encontrarse sentimientos de odio hacia el forastero que les
visitaba; pese a pocos. Y por esa simple razón a más de uno, de esos
contadísimos “turistas”, arrancó el corazón con sus propias manos. Aunque
ahora le pareciese injusto, y de mal gusto, y canallesco, que alguien
atentase contra su vida por el mero hecho de proceder del país vecino. Y
quizá por temer otra andanada de disparos, o que con catapulta les
arrojasen piedra más grande que la barca, se hizo un gurruño y se quedó
dormido en el fondo del bote.

Vila Velha de Rodâo es bonita hasta en el nombre. Asienta en un


promontorio, en la margen derecha de un meandro, y desde lejos parece
que el Tajo muere a sus pies sin continuidad. El río es alfombra que lleva a
sus puertas, y seducido por el recibimiento, y viendo gente en el muelle
pescando con candiles, Herejía orientó la barca para arrimar a tierra.

Hablaban los reunidos de las últimas nuevas que llegaban desde España, y
en las cuales se afirmaba que un batallón de quintacolumnistas se había
infiltrado en el país sembrando la cizaña y el desorden. Destruyendo
ciudades enteras. Dedicando especial empeño a arrasar lo sacro y pervertir
abadesas ¡Y robar las cesantías a los abuelitos!
Pero Herejía dijo no saber nada y menos tenerlo oído. Pese a español, tenía
prohibida la entrada en casa por un problema de faldas… y algunos
problemillas menores con la Justicia; tanto la Civil, cómo la Eclesiástica.

Aunque llevando dos años viviendo, que aseveró, con la familia de Elisao
Carvalho, en Galisteu, no estaba muy al tanto de la actualidad de su nación;
ni siquiera cuál era ésta. Ese tiempo había estado abducido por la belleza de
sus hijas, y por apalabrar matrimonio con una de ellas, descendía el río para
buscar al rey de Portugal y rogarle en persona la venia, el permiso para
desposarse, probablemente, con una de las mujeres más bellas del país. Y
no afirmó que la que más, porque la joven tenía nueve hermanas a cual más
inteligente y hermosa.

Y en lo concerniente a la familia Carvalho no mintió un ápice, salvo en lo


relativo a que su futuro suegro era un potentado, de noble alcurnia y
fortuna, que por campechano no hacía alarde de ostentación, a lo sumo,
como ejemplo, les regaló a los tres presentes un puro habano de los que le
dijo el hombre repartiese entre la gente honrada, que encontrase, para que
todos sus paisanos compartiesen su misma felicidad.

De Vila Velha en adelante encaja el Tajo, y encajando la historia en los


chismes que corrían el río, más o menos repitió Herejía el cuento, y repartió
puros, entre la gente que encontró faenando en las riberas. Y rapidísimo que
corren las buenas nuevas, cuando por la mañana llegaban a Abrantes ya
había en la orilla charanga esperando al “regalador” de habanos, aunque
siendo muchos, sólo repartió entre los que consideró más agraciados o de
talante compatible con la familia Carvalho.

Dejando la pequeña Tancos atrás, se abre el Tajo a una enorme vega


muy feraz. Y a ese espectáculo abrió los ojos Rechico. Campos
inabarcables surcados por un tiro y su labriego, molinos en eterno giro y
fresca sombra. Carromatos levantando estela de polvo en un mar de verde.
Todo llenaba las pupilas de Rechico y su expresión le delataba. Y sin decir
ni pío, asistía a la ocasional propagación de las excelencias de Galisteu por
parte del capitán. Le vio repartir puros a mano suelta hasta llegar a
Santarém, aunque de ahí en adelante se le retrajeron un tanto los dedos al ir
aflorando los fondos de los sacos donde guardaba los habanos. Y en
concreto en Salvaterra de Magos repartió los últimos que le quedaban entre
unos jóvenes que restañaban un bote; aunque Rechico guardó unos cuantos
en el zurrón para disfrute posterior. Le comentaron los muchachos de
Salvaterra que en Alverca do Ribatajo no encontraría buena acogida, al
difundirse orden para atrapar a cualquier español subversivo que
pretendiese importar a Portugal el caos que corría en España. O,
simplemente, a cualquier español con pinta incierta o que regalase puros
habanos a mano suelta.

Y en efecto, en Alverca custodiaba la orilla la milicia armada. Aunque


atardeciendo, y salvaje que se mantenía la margen izquierda, arrimando a
ella, y cubriendo la barca con cañas y ramas, lograrían pasar sin ser vistos y
así ganar, con la noche echada, la bahía de Lisboa.

¡¡Lisboa!!

Rechico, con el corazón en la mano, nunca pensó que llegaría tan lejos ¡La
capital de otro país! Ante las luces que llenaban la bahía le confesó al
capitán, que en su ánimo, esta aventura desde el principio le dio buen
pálpito. La orilla se seguía con las simples luces que salían de las
viviendas.

¡Hasta ahí habían llegado!

O no.

El capitán Herejía arrimó a tierra y en Santa Iria de Azoia abandonaron el


bote para proseguir a pie, no sin antes, eso sí, prender un pequeño fuego en
la barquita y empujarla a la corriente.

Y allí se iba la barca preñando un fueguecito, que a ratos parecía


extinguirse y a ratos rebrotar, hasta que de repente se levantaron unas
llamas enormes que fueron untándose en las barquichuelas, chalupas y
barcos que amarraban a la ribera y con los cuales iba rozándose el
Piccolino, sin que las gentes desde tierra pudiesen hacer gran cosa, el aire
oceánico que inhalaba la napia portuguesa avivaba las llamaradas.
Creciendo, devorando a su paso toda estructura de madera.

La orilla ardía y Lisboa se descubría sitiada a fuego.

- … Maestro, esta estampa no se me olvidará en la vida. Gracias.


Mucho mar tenía surcado la condessa, y siempre dijo, que entre las
ciudades más bellas del globo terráqueo, se encontraba Palma… la de
Mallorca. Aunque ella gustaba más de las panorámicas del ocaso que de las
del sol naciente. Y el pleno esplendor del mediodía le parecía que no tenía
parangón en el Mediterráneo. La bahía de Palma, la Seu, la Almudaina,
hasta los baluartes ralos que defendían la entrada y salida al puerto,
conferían la grandiosidad al espacio, y ofrecían panorámicas inigualables…
pero ninguna cómo desde la mar.

Y acorde, de recatada dama se vistió la condessa aunque ella siempre


prefería la ropa de faena, y al ser la intención trabar apuesta, sacó del arcón
sus mejores galas, o de las mejores, y siendo la mujer más elegante de la
ciudad, o casi, tomó calesa en el muelle que le llevase hasta la casa del
capitán Wenceslao en la Plaça de la Quartera.

Pero no estaba en casa. Marchó antes del alba para acercarse a la isla de
Menorca; y lo supo la condessa sobornando al servicio que atendió su picar
a la aldaba.

Y era cierto, aunque en la dársena amarrase La Pardela; con gente


atendiendo los desperfectos del día anterior. Y era gorda la avería al
afanarse los hombres por cambiar el mastelero, que sufría pequeña fisura,
antes que retornase el amo; una semana tendría intención de pasar fuera
probando otro navío; y de poco más le informaron pese a también dar
buena mordida.

Volvió a abrir alas la Dragon Fly y a Manodepiedra se le pidió proa a


Menorca. Y aunque no se le explicitó ruta a seguir, eligió la más corta, que
casualmente, coincidía con la hecha el día previo, por lo cual, y sufriendo
el deja vu, la marinería comentó sensación de estar reviviendo la tarde
anterior. Y así les pareció que volvían a doblar de igual forma por la isla de
Dragonera, y correr paralelos a la sierra Tramuntana disfrutando de sus
acantilados y recovecos… ¡Y dejar atrás el cap Formentor, y dar el salto
con dirección Menorca para engañar de nuevo a Wenceslao!

Sí, eran muy tramposos también ellos.

De Son Xoriguer a Binibeca se considera toda la costa sur yerma de


puertos naturales. Se alternan las playas de arena fina con las bocas de las
ramblas que desaguan el interior de la isla. Aún así, y por si acaso,
arrimaron a tierra por si en Cala Galdana o Cala Porter, o incluso
Binissafuller, fondease barco con el pabellón de Wenceslao. Y no lo hubo.
Y tampoco lo encontraron en el puerto de Mahón; pese a ser lugar ideal
para amarrar un barco y defenderse de piratas. Sí, aunque la compañía
pensase que fuese mera coincidencia el encontrarse ausente el capitán
Wenceslao, la condessa rumiaba la sospecha de estar el hombre sobre aviso
y por eso no daba la cara.

Treinta años ha de su primer encontronazo, y la mujer enquistaba en su


parecer que le rehuía a ella.

Y no le faltaba razón.

La costa norte es más discreta, llena de recovecos que hacían imposible


un escrutinio en condiciones. Si fondeaba a la capa de cualquier peñasco no
lo verían, o si subía el esquife a la arena y mandaba marchar al navío,
aunque seguro de su poderío el Kukulkán se mecía plácido un poco más
adentro de Port d´Addaida. Un buen sitio para fondear, y un mal lugar para
buscar ninguna confrontación. Y eso sí, un enclave excepcional para
disfrutar unos días de paz y tranquilidad.

Arriaron un bote y a los remos sentaron Zapapico y Rancapinos, la


condessa, y la capitana Libélula, junto a los hermanos Gandagüé, que
disfrazaron de lacayos, serían la embajada que pretendiese subir al
Kukulkán y arrancar al capitán Wenceslao palabra de pilla-pilla.

Pero no llegaron a subir. No quería Wenceslao morralla en cubierta y desde


la borda, y con muy malos modos, les negó el acceso al barco. Sabía
quiénes eran, unos piojosos, que se dejaban mandar por una niñata que se
creía capitana, y una vieja bruja con más espolones que granja de gallos.

Y los putos negros. Y los garrulos de los remos.

Y encima todos ellos tramposos e irrespetuosos con el noble pilla-pilla.

Diez segundos les dio para virar en redondo y marcharse por donde habían
venido. Y todo el agrio parlamento refrendaba la postura apoyado en una
colisa de borda, la cual, además, especificó que cargaba con balines
pequeños para barrer cualquier cubierta. Y no así los cañones más grandes,
esos, con grueso calibre, estaban aguardando hundir barcos enteros; y
abrieron las poternas.
Libélula iba enrojeciendo de ira, y sin darse cuenta de lo que hacía, por
voluntad propia, la mano derecha se le fue sola para asir la pistola y
descerrajar un tiro al desgraciado de Wenceslao; a esa distancia sería capaz
de clavarle la bala en el entrecejo. Pero la condessa le paró los pies a la
hija, también Wenceslao movió su mano y dedo en alto tenía preparada la
seña para abrasar el bote.

De vuelta a la Dragon Fly la capitana Libélula echaba chispas y a gritos


ordenó que fuesen levando anclas y soltando alguna vela para iniciar la
arrancada. A la joven le escocía el trato recibido, y muy a su pesar, entendía
imposible la porfía, sería cosa de dejar para más tarde; quizá para cuando
regresasen del asunto del tesoro.

Así pensó que sería, pero para su sorpresa, la propia condessa cargó la
colisa de popa y sin avisar a nadie abrió fuego contra el Kukulkán.
Fondeando el barco de Wenceslao, y ellos sin apenas movimiento, le
hubiese sido sencillo afinar el tiro a la línea de flotación. Pero ésa no era la
intención. El “cañonazo” buscó arrancarle la cabeza al mismísimo
propietario del Kukulkán, y éste vio, y escuchó pasar, el proyectil bien
cerquita, tanto, que partió por la mitad a un subalterno con el que departía,
“Rémulo”, y del cual el capitán no conocía ni el auténtico nombre de pila;
sólo el del oficio.

Y sin embargo lo consideró Wenceslao afrenta y mandó dar réplica con


todas las piezas pese a no estar en posición idónea.

Ni cerca cayeron las balas. Chapoteó el agua el desatino mientras la


capitana Libélula marcaba peineta para que a catalejo lo viese el capitán
Wenceslao. Y la tripulación le imitaba y todos ostentaban sus dedos
corazón al viento.

“¡A mamarla, Wenceslao! ¡A mamarla, lamevelas!” Le gritaron y el eco de


la cala le acercó las voces al referido. Y Wenceslao, echando espuma por la
boca, ordenó recoger ancla, abrir velas, y mientras tanto, ir recebando todos
los cañones con metralla y balas unidas con cadenas; quería la embarcación
viva, y a los tripulantes, si podía ser, también.

Y de salida arrancaba con diez motivadores doblones extra, y cien por la


cabeza de la capitana, y otros cien por la de la condessa; al que se las
trajese en bandeja, o, vamos, al que le reservase el honor a él. Y ni que
todos llevasen una bandeja preparada en la espalda, amén del sable de
abordaje que ceñían, subieron al aparejo y soltaron trapo tal simples
marinos, siendo en realidad mercenarios en el gremio. Corsarios.

¡¡Puaj!!

Poco antes de la islita de Ses Mons quedó la Dragon Fly, mientras que
más lento, por fondear en el saco final de la cala d´Addaia, salía el
Kukulkán. Y dolida de verdad que se sentía Libélula por ser tildada niñata y
capitanucha, no encontró mejor lugar para lavar el nombre que entre las
islas que atemperan los embates marinos contra la propia boca del puerto
del cual salían.

Primero mandó clavar bauprés al norte y perchar la mitad del lino que
tuviesen, tras ellos abría alas el Kukulkán dejando atrás la bocacha que es
Sa Torre; y a todo trapo.

Pero en cuanto pasó la Dragon Fly la isla Petita d´Addaia viró a estribor
para empezar el juego. Pretendería la capitana Libélula darse a trazar nudos
entre isla Petita, Gran d´Addaia y Ses Aligues, cosa que supo aventurar el
capitán Wenceslao, y pese al tamaño y calado del Kukulkán, ordenó cruzar
entre las hermanas d´Addaia utilizando el somero canal que las separa.

Visto que Wenceslao sabía leer las cartas de la partida, y que les tomaba en
serio al adoptar la temeraria maniobra de corte, mandó Libélula virar en
redondo, otra vez al norte, y colgar todo el trapo que quedase. Y que se
santiguasen los que quisieran. Iban a probar cómo “chutaban” los barcos en
aguas abiertas.

- Ya te había dicho que ese ajjjqueroso no minusvalora a nadie –dijo la


condessa cediendo el catalejo y apoyándose en la baranda de popa- …
Salvo a sus hombres, ése es su punto flaco; por cuatro ochavos me dijeron
la media docena de escondites que ahora frecuenta.

- Les paga –dijo Bulín cediendo su catalejo a Malik- Y eso ofende al


Hombre de verdad Libre.

- ¡Y a las mujeres! –sin mirar, pero dedo en alto, puntualizó la condessa-

- Estabais incluidas en ese “Hombre” con mayúscula.


Fuera del alcance de la artillería del Kukulkán se mantenía la Dragon
Fly. Y eso que los otros seguían acelerando al ir cogiendo el aire limpio de
mar abierta. Pero a la par respondía en progresión la Dragon Fly clavando
la distancia. Fuera del alcance.

Y lo certificaron al divisar la deflagración, oír el carraspeo de la colisa, y


ver caer frustradamente en su estela el proyectil; otro más, un montón pues
la culebrina de proa del Kukulkán la manejaba un tal Remo; honor por ser
hermano del fallecido Rémulo. Y tiraba con ahínco.

De vez en cuando, para calibrar, pedía la capitana a Luisín Manodepiedra


que no fuese tan exquisito acuchillando olas y diese algún barrigazo alterno
para tantear a la postre; reducir un tantito la distancia y luego recuperarla. Y
llevando al podenco, con la liebre a dedos del bigote, surcaban a tirones
ganando velocidad hasta lo que consideró Bulín velocidad máxima del
Kukulkán; tomada a reloj. Y traduciendo a medidas que entendiesen, les
informó sobre las seis leguas marinas, más o menos las mismas leguas
camineras, por hora, a la que era capaz de volar el enemigo. Más no podría
desarrollar con las presentes condiciones atmosféricas, le partirían los
mástiles, pues al momento, a seis leguas por hora, y en concreto un instante
atrás, con el catalejo pudo observar Bulín, como la vibración del mesana
apeaba de la cofa al hombre que la ocupaba; y que precisamente era el que
cantaba las distancias entre las embarcaciones. Y se volvía irrecuperable la
atalaya para ser hollada.

Estaría crujiendo el palo desde la cepa.

- ¿Y bien, Bulín? –pidió la capitana Libélula que el doctor le afinase


cuentas-

- Sí, somos muchísimo más rápidos que ellos; con estas velas o las de seda
que pusiésemos; con ésas… ¡¡Pufff!!

- ¡Sí hombre, voy a exponer el ajuar nuevo de la dragona a la garrapata de


Wenceslao!... ¡¡Nanai!! –la condessa era su madre, aunque también la
armadora, y vetaba a la hija la seda- No le daría la oportunidad al canalla,
ni tiesta setas rojas; antes las quemo yo misma y me doy el gustazo; y me
ayudas entonces si quieres… ya te avisaría del momento.

Pero no pienses en las velas de seda como recurso, Libélula; lo siento.


Estas de lino son bien buenas.

- ¿Qué rendimiento tenemos nosotros a tope, Bulín?

¿Cuándo se volverá inhabitable nuestra cofa?

- Con certeza no lo sé, capitana. Con viento más fuerte, y estas mismas
velas, las diez leguas largas a la hora hemos sacado nosotros a la dragona;
quejaba, pero no partió nada.

Vamos sobrados, Libélula.

¿Qué plan tienes?

- Ganarles… Y luego hundirles, claro.

- ¿Y cómo lo vas a hacer?

- Métete en el castillo de popa y desde allí observa.

¡¡¡Zafarrancho!!!

¡Todos a los puestos de combate! ¡¡Levantad los cascarones!!

… ¡Y en las gavias otro tanto!

¡¡¡Todo cristo en su escondrijo hasta que pida fuego o trapo!!!

¡¡¿Entendido?!!

- ¡¡¡¡Sí, capitana!!!!

Ése “¡¡¡¡Sí, capitana!!!!” le supo a gloria a Libélula pues tan sincero no


lo tenía oído. Y ni un pelo sobresalía de los refugios en cubierta, o en el
aparejo. O el requeteseguro castillo de popa, que lo era, castillo, por
tamaño y no por distinto modo de construcción. Todos los parapetos
estaban confeccionados con planchas semirrígidas, y cada una se componía
de dos pieles de novillo, y un relleno secreto de acero dulce recubierto con
polvo de diamantes coloreados; aunque la curtiduría de las pieles hubiese
bastado pues fue regalo de la hechicera para el barco y su nieta. Mucha
magia derivó la abuela para garantizar la vida a quien se protegiese con
ellas. Y discretas, pues también daban uso de asiento si la tarde era
tranquila y se podían jugar unos ochavos a ver quién era más diestro con la
colisa o culebrina.
… Y maestros genera el aburrimiento y avivan las apuestas.

Todos ellos eran consumados arcabuceros de borda.

Tiró la Dragon Fly más y más, semejaba ser delfín jugando en la quilla y
sin mucho esfuerzo fue abriendo distancia. Hasta que bien lejos giró en
redondo y marcó el cruce en vísperas. Y tras unos minutos que parecieron
años, llegaron a su altura, y en el momento de cruzarse las naves, ambas
abrieron fuego por petición de sus capitanes.

Los del Kukulkán priorizaron minimizar los daños a su “futura”


embarcación y barrieron la cubierta con toda la artillería de borda
levantando el piso y haciendo astillas e hilos todo lo que encontraron. Por
su parte, la Dragon Fly centró las cuatro colisas al mastelero, dejándolo tan
tocado, que tras un par de olas quejaba el mástil los daños y, partiéndose
por la mitad, se iba al agua. Y casi al mismo tiempo Txiki y el equipo de
gavias de la Dragon Fly descolgaba todo el trapo del proel e incluso
desmontaba el mástil al ser producto de ensamblar tres tramos.

Comprobado que el día anterior, al empezar a pintarle negras, el capitán


Wenceslao apretó el culo y salió de najas, la capitana Libélula hizo propia
una sugerencia de la madre y a la par deberían ir fingiendo daños no fuese a
entender Wenceslao la superioridad manifiesta, y de querer coger el
pajarillo vivo, prefiriese recogerlo muerto o hecho trizas. La Dragon Fly
era barco que incitase a arriesgarse si se entreveían posibilidades de hacerse
su dueño, pero viéndolo todo perdido, lo mismo el capitán Wenceslao
volvía a su amenaza primigenia y con la artillería gruesa los mandaba a
pique. Aunque también le informaron en Palma, a la condessa, que el
Kukulkán ya no daba guerrita, ni pirateaba mercantes, ahora era casi barco
de recreo, había cogido peso en forma de lastre y perdido el músculo de las
balas de cañón gordas. Cuatro se decía que todavía transportaba pero
haciendo las funciones de patas a la cama del mismísimo capitán
Wenceslao.

Sin embargo, de calibre menudo o pequeño le sobraban balas y cadenas. Y


entendiendo que la Dragon Fly buscaba nuevo lance al cruce, ordenó esta
vez el capitán Wenceslao centrar todo el fuego en el castillete de popa, pues
tiempo tuvo para ver que allí se refugiaba la capitana Libélula.
Y mientras en el cruce se machacaba el castillo de popa de la Dragon
Fly, Libélula prefería ordenar abatir otro palillo al Kukulkán y el elegido
fue el proel, el cual, por cierto, cayó en cuatro cachos inundando de trapo la
cubierta.

Y ellos volvieron a hacer lo propio. Bajo directrices de Txiki en un instante


se descolgó la tela y se desmontó otro mástil; dando a parecer que también
había descuajado. Así que cuando el capitán Wenceslao echó el ojo a la
lente, y descubrió a lo lejos que a la Dragon Fly sólo le quedaba un palo, la
alegría le hizo más osado. Estaban igualados, pero por tamaño y poder de
fuego tendrían las de ganar. Audaz, aunque simple su plan, a la próxima
pasada que diesen todas las piezas del Kukulkán habrían de buscar el
nervio del mesana. O arrancarlo, o rasgar inutilizando las velas.

Sí, bien sencillo, y en teoría, movimiento de fin de partida. Jaque mate.

Y se aprestaron a concederse otro lance.

Rápida, tal se había demostrado hasta el momento, se acercaba la


Dragon Fly, y al encuentro acudía valiente el Kukulkán.

Pero, extraño, poco a poco empezó a perder velocidad la Dragon Fly,


parecía el típico caso, en el que, en medio de la refriega, el barco que se
entiende perdido se entrega a la suerte de la rendición. Algo muy raro,
desde luego, porque antes de llegar al punto de cruce se le caía a la Dragon
Fly el mesana, perdiendo así toda la arboladura y yendo a detenerse casi a
la vera del Kukulkán; que respondió rindiendo también el velamen.

Sin embargo no se veía gente en la cubierta de la Dragon Fly, y cuando se


vio, fue para, cómo una exhalación, maniobrar con las culebrinas y colisas
y cortar desde la cepa el último mástil que le quedaba al Kukulkán. Y en
respuesta, y enojadísimos por no ver alma en el barco, volvieron a barrer la
cubierta y los parapetos dónde intuían guarecían de sus envistes y
cañonazos.

Parados, frente a frente, se sucedían las descargas a ciegas porque el


humo de la pólvora imposibilitaba la visión. Con la artillería de borda, pues
cierto que la gruesa del Kukulkán estaba inoperativa al momento, se
barrían las cubiertas. Y hasta un par de garfios intercambiaron sin acordarlo
para que las naves no se separasen.
Y sobre el murmullo del mar y del viento, de las llamas que medraban, de
los gritos ocasionales de algún moribundo, se imponían las voces de
Wenceslao y Libélula ordenando nueva andanada al contrario.

Fuego ¡Fuego! ¡¡Fuego!!

Y más fuego.

Y hacha, porque el capitán Wenceslao empezó a oler la triquiñuela y


ordenó cortar todos los garfios que se hubiesen lanzado para retener la
Dragon Fly. Ya no le interesaba estar tan cerca y dio dos órdenes tajantes.
Una, cortar todo cordón umbilical que les ligase al otro navío.

Y dos, desmontar su cama y meter sin tardanza las patas en los cañones. Iba
a hacer astillas la Dragon Fly.

Tan cerquita estaban los barcos, que tanto las órdenes a gritos, cómo las
susurradas, se escuchaban perfectamente, por lo cual Malik y Okeway con
cuatro palabras se pusieron de acuerdo para saltar al Kukulkán e inutilizar
definitivamente sus cañones gordos. Y fue idea propia porque cuando la
capitana Libélula les vio agarrarse a un cabo y balancearse hasta el otro
barco apenas pudo manifestar a gritos un ¡No!

Pero era tarde, ya estaban en la carena del Kukulkán y desaparecían poterna


adentro.

Los hermanos Gandagüé no eran belicosos que se diga, muy al contrario


solían proclamarse pacíficos y amigos del budismo del que les había
hablado Bulín alguna vez, así que las armas que ciñeron al cincho fueron
un martillo y varios clavos largos. Y ante la estupefacción de los artilleros
del Kukulkán, que en ese instante llegaban con los proyectiles en andas, les
pillaban metiendo a martillazos los clavos por el agujero de la mecha de los
cañones. Dejando inservible la artillería gruesa del Kukulkán.

Y escapar por la poterna saltando al mar, aunque, Okeway, por un


miserable segundo de más, se llevó un trabucazo en la espalda que le hizo
caer seco al agua al atravesarle el corazón.

Se le arrojó a Malik un cabo para que se asiese y remontar así, rápidamente


y sin esfuerzo, a la cubierta de la Dragon Fly. Pero Malik no atendía a
palabras y ruegos. Lloraba la muerte del hermano al tiempo que del
estómago le subía hasta la garganta un grito desolador que se escuchó en
todo el Mediterráneo. Y una rabia que nunca había conocido le velaba el
entendimiento, y sin pensar en consecuencias, volvía a trepar el costado del
Kukulkán y se reintroducía nuevamente por la poterna. Y martillo en mano
se dispuso a machacar cabezas pues no esperaban la temeridad. Y se oían
los alaridos en la bodega del Kukulkán cómo si un perro rabioso, o un ser
maligno, o una aberración de ambos, campase por las tripas del barco
destrozando cráneos.

Oyéndose desde la cubierta del Kukulkán que en la bodega se


orquestaba pandemónium, bajaron, sable en mano, unos cuantos a enterarse
de lo que pasaba. Hasta el propio capitán Wenceslao desvió por un instante
su atención de la Dragon Fly, y cuando volvió a centrarla se encontró con
que Zapapico y Rancapinos se le venían encima agarrados a una cuerda, y
nada más afianzar los pies en la cubierta, sacaban pico y pala y los ponían a
bailar.

Macabro valls.

Espalda contra espalda, en torbellino, giraban coordinados los hermanos


desenterradores seccionando brazos y piernas, atravesando pechos con el
pico; e incluso alojando su punta en algún foramen magnum. Y además
desde la Dragon Fly pasaron a disparar con los mosquetes para concretar
mejor los tiros y no herir a los suyos.

Fue en ese momento cuando el capitán Wenceslao comprendió que habían


acabado sus días de pilla-pilla. Y la capitana Libélula, en jarras, le miraba
despectiva.

Cuando subió de la bodega Malik prácticamente estaba todo acabado y


se entregaban sin condiciones los que quedaban vivos en el Kukulkán, y de
no haber cesado la lucha, su mera aparición en cubierta hubiese sido
motivo de rendición al salir empapado en sangre, chorreándola,
escurriéndole de la mano, y martillo, trocitos de seso.

Tieso en la popa, manteniendo un mínimo de dignidad, esperaba el capitán


Wenceslao sable en mano que Malik se le acercase para rematar la
escabechina. Pero la capitana Libélula desde la Dragon Fly chistó que no
era pieza para él. El honor le correspondía a la condessa, y en ese instante,
ya cruzaba ella el tablón que se colocó por pasarela, y nada más llegar al
Kukulkán, se fue con los filos desnudos para el capitán.
Wenceslao montó la guardia sable en alto tal tenía costumbre, y la condessa
le hizo el espejo calcando la postura. Ambos calculaban, imaginaban cual
sería el movimiento de ataque del contrario para poder adelantarse en el
golpe. Uno frente a otro se movían despacio, muy despacio, tan despacio,
que harta de toda lentitud, amagando la condessa que iba a lanzar un viaje
con el sable, acabó tirando, rápida cómo la Muerte, una puntada al cuello
con la daga de mano izquierda. Maniobra que no vio venir Wenceslao y con
la cual la condessa le dejó el cuchillo atravesando el garganchón.

Aunque no muerto.

La condessa no lo quería matar en persona, para eso confiaba en los


tiburones, y para llamarlos, colgó de los pies a Wenceslao borda afuera,
para que su infecta sangre los atrajese.

Y cuando reunieron los suficientes, cortó la cuerda y volvió la mujer su


atención a los compinches; algunos estaban heridos y necesitaban cuidados.
Y cariños.
CAPÍTULO III

Cualquier esquina de Lisboa olía a quemado, y si se miraba al cielo,


pese a estar amaneciendo, aún se distinguía el destello de las pavesas en el
aire, volando a mal lugar, para acabar prendiendo alguna brizna y seguir
extendiendo el fuego. Y la columna de humo era evidente con las primeras
luces.

Sin embargo debía ser habitual desde tiempos del Gran Terremoto que algo
ardiese en Lisboa. Y no parecía trastocar los quehaceres diarios de los
lisboetas, que inmaculados, salían de sus casas rumbo al trabajo; con el
almuerzo bajo el brazo, el pelo planchado a la raya, y tal vez, sí, ese punto
de melancolía en la mirada que les atribuyen los manidos arquetipos. O al
menos Rechico quiso encontrarla hasta que le concretaron al sujeto al cual
preguntaron, que buscaban lugar oportuno para darse a todo exceso
¡Incluso dormir de día!

Entonces se le iluminó la cara al hombre, y pícaro, y risueño, les refirió que


cuando la parienta no le acaparaba toda la paga, solía ir a gastar a la Rua do
Sano Vicio.

Bueno, ése era el nombre cariñoso que le daban los parroquianos a un


callejón sin salida cerca de la iglesia de Sâo Domingos. Allí tenían entrada,
y salida, tres garitos de mala muerte donde paraba lo peorcito del Atlántico.
Y las mujeres más bellas de Europa. Y las mejores gargantas que plañen
fado.

Sólo había un problema.

No era lugar habitual de turistas y dudaba el hombre que les dejasen pasar;
aunque merecía el riesgo tocar a la aldaba pues dentro… dentro ya verían
lo que encontraban; si lograban entrar.

Y con una sonrisa en los ojos siguió camino el sujeto.

Aunque fuese Rechico quien preguntase por manejarse mejor en el


idioma, Herejía fue el que tomase la iniciativa, y zancada de callejear, al
decir conocerlo todo. Recordarlo vagamente. El Castelo de Sâo Jorge, al
otro lado Sâo Roque, y en frente Sâo Domingos.
No tenían pérdida.

Conocía Lisboa sin haberla pisado. Y directos tal saeta llegaron al lugar. Y
no le era extraño el sitio a Herejía, no.

Tal les dijesen, en la calle muerta tres puertas sugerían tres ambientes.
Rojo, negro y verde.

- ¿A cuál nos entregamos, capitán?

- A todas. Toca y echamos a correr; a ver quién sale.

- … mmmm…

- … Qué te pasa ahora.

¿No te parece buen plan?

- ¡¡Jefe…

- ¿Qué?

- … Que en España, Roma, y aquí, supongo, y también imagino que en


Pekín, el color rojo es el del vicio más antiguo del mundo.

El fornicio con posturitas.

Empecemos por la puerta roja, por favor, jefe.

- A mí, muy al contrario, me incita a…

… Me… me enerva, sí… me gusta ¡eh! Pero le escucho peligro al color


rojo.

Yo picaría a la puerta negra.

- ¿Y la verde le amansa acaso?

- … Toca entonces a la verde.

- ¿Y el negro qué le ha sugerido?

- ¡Repica a la que te salga de los cojones!


E iba a tocar a la puerta roja cuando se abrió la mirilla y asomó un gran
bigote. Y los extremos se movieron para transmitirles que en el local no
cabían más idiotas, ni memos que aparentasen quince años; y que además
estaba cerrado. Y si volvían a hacer amago siquiera de tocar con los
nudillos, antes que le saltasen el más mínimo cacho de barniz, les
desfiguraría de arriba abajo con el arcabuz cargado con sal que sacó por la
mirilla. Y para encuadrarlos en el mismo disparo el hombre asomó un ojo,
y al descubrir que el capitán Herejía componía la compañía junto con
Rechico, abrió todos los cerrojos a dedo veloz. Y dedicar una genuflexión a
Herejía, y unos saludos de bienvenida, que le hicieron suponer que en otra
vida fue el miembro más querido del burdel. O tener un sosia en ese plan.

Y casi acierta.

Cliente no, propietario. Y en volandas le llevó el portero a su despacho y


les dejó a solas, mientras ellos se relajaban, y esperaban a las chicas para
que les diesen un baño, él iría a preparar los libros de cuentas y a hacer
correr en el negocio que el capitán Herejía estaba en casa.

Muy felices se las prometía Rechico pues poco tardó en quedarse en


paños menores. Siendo compañía del amo pediría cosas raras, tal que le
untasen con miel e hiciesen la pedicura en la misma sesión. Algún
caprichito pediría de los que nunca se atrevió por tímido; fuera del terruño
se liaba la manta a la cabeza y dijo que si se podía, él quería una rusa, una
china, una negra y una que supiese primeros auxilios; mejor dos. Y una
pelirroja. Y un notario para dar fe. Y un pintor para refrescarse en la vejez
la proeza del día.

Y Herejía no le prestaba mucha atención. Le tenía perplejo que un hombre


pudiese ser dueño de una casa de señoritas ¡Y menos él! Y además tener tan
mal gusto para decorar la habitación.

Los muebles eran buenos aunque horribles. Y el tapizado de las paredes le


iba en lo espiritual a juego. Y los cuadros hasta tenían marco, pero en todos
ellos faltaban las figuras humanas que definían la composición.

Malo. Le sonaba la canción de no tener los cuadros protagonistas a la vista


y rogó a Rechico, que antes de ponerse otro pelotazo del mueble bar, sacase
los óleos del cuarto. Y hacía, cuando entraron las beldades. Una, dos, tres…
diez. Y ninguna para él, todas para el jefe; traían cubos con agua caliente,
templada y fría. Y esponjas de lejanos mares, y afeites morunos. Sibarita
que conocían al señor, Camelita, en representación de las demás, le
preguntó a Herejía por el orden del hidromasaje. Por si le placía empezar
hirviendo, tal cuando venía de larga ausencia, o frío de llevar largo tiempo
entre ellos. O el tibio, de de vez en cuando. Y aunque sonrió la mujer al
decirlo ofreciendo todos los dientes, percibió el boyuyo que la señora, pues
lo era, acumulaba más tristeza en esa sonrisa que diez años de suspirar un
galeote.

Veinte llevaba ella trabajando para él. Y al concretar también mes y día,
Herejía sintió un escalofrío y ordenó a todas que se estuviesen quietas, que
dejasen los cubos y se sentasen dónde pudieran. Y que alguna fuese a
llamar a las que quedasen por la casa; y al portero con los libros.

Y tuvo que especificar que el motivo de la llamada era por cosa buena,
pues a las muchachas, por primera reacción, les vino el descomponerse al
temer día de leña, de cobrar los atrasos con el as de bastos.

Pero ése no era el palo, y por continuar temblando alguna, concretó que
viniesen todas pues les iba a regalar el prostíbulo para que lo explotasen en
forma de cooperativa. Y a las que no quisiesen el oficio, indemnizar. Y lo
dijo demandando a Rechico mediante señas que soltase la mosca. Que
abriese el zurrón y le diese la bolsita de cuero de serpiente negra cerrada
con lazo marinero.

Rechico no tenía vista la bolsita que refería, pero el jefe sí, y al meter la
mano lo primero que toparon sus dedos fue la piel de crótalo negro. Y
pesaba. Y después de entregar al jefe, por pura curiosidad, volvió a meter la
mano al zurrón y revolver, y ahí acertaron de nuevo sus dedos con otra
bolsita de piel de culebra. Y también se la pasó al capitán. Y otra más. Y
otra. Y hasta metió la cabeza en el bolsón buscando una quinta, pero no
hubo. Aún así, en montoncitos que hizo Herejía, sobre la mesa había dinero
para empezar treinta o cuarenta vidas nuevas.

De las veintitrés mujeres, diez pidieron la cuenta en consonancia a los


años de servicio. Y tras recibir el dinero, y un extra, a criterio de Rechico,
no ajustable a lo pactado, subieron a sus cuartos las chicas para hacer el
hatillo. Y desfilaron de la casa con pocos besos y abrazos, y ninguno para
Herejía o Rechico. Todas coincidieron en despedirse desde el quicio de la
puerta del despacho con un neutro: “Gracias, capitán”. Pero ninguna
sonrisa que subrayara el contenido de sus lacónicas palabras.

Las que quedaron sí. Zalameras ellas, lo primero fue meter a Herejía y
Rechico en las tinas y restregarles, tanto, que los calzoncillos largos de
Rechico le quedaron taparrabos y el pecho al descubierto. Y ahí rindió a un
montón de ellas pues amén de bien formado por sus nocturnos ejercicios,
llenito, pero lo que se dice lleno de tatuajes, tenía el cuerpo; pero malos,
tattoos carcelarios y montaraces, que con su cuerpo cultivado, habían
dejado de tener su primigenio sentido y hasta la ubicación en la piel; se le
habían movido, estaban desdibujados y su carne serrana parecía llena de
moratones, o negros, tal que los que aparecen en las casas de Vélmez.

Y eso no, entre caricias y besos buenos, y ponerle la copa en la mano, se


llevaron a Rechico a algún lugar tras una puerta del despacho. Y aunque
Herejía estuviese siendo bañado por siete hijas de Venus, ni el jabón
angelical en sus ojos evitó ver que Rechico se iba con las mujeres.

- ¿A dónde le llevan?

- No han dicho nada la Lupe ni Marisiña –Camelita comentó con sonrisa


amplia- Pero anoche tuvimos nosotras a los maestros tatuadores José
Siqueira y El Rata, y supongo que ahora anden en Cova Negra pimplando,
y si están, que hace un ratitín lo estaban, imagino que les pedirán que le
redefinan a su “amigo” los manchurrones que dice ser tatuajes.

- ¿Comunican por esa puerta los dos negocios?

- Claro jefe. Usted utiliza mucho esa puerta para desplazarse por sus
negocios.

Y aunque éste ya no lo sea, esa puerta siempre estará abierta para usted.
Para que haga lo que quiera. Para que nos venga a visitar cuando le plazca.

- Que cosa más bonita me acabas de decir… mmmm… Camelita.

Gracias de las buenas. Muchas, muchas gracias.

Y por primera vez en veinte años Camelita abrazó al capitán Herejía de


forma voluntaria y sincera. Al envolverle con sus brazos la mujer percibió
en toda su expresión el aura propia de Herejía, y la sustancia de la que
estaba hecho, y Camelita redobló la tenaza queriendo impregnarse en ella.
De ésta sí. El alma del capitán, no sabía el motivo, pero ahora irradiaba un
éter tierno y cariñoso. Raro en ningún hombre de su edad que hubiese
abrazado.

Y sin pedírselo, le besó. Sin anunciarlo la mujer le tomó al asalto y besó


con una pasión tal, que a la cabeza de Herejía sólo acudió el nombre de otra
mujer que besase en condiciones. Y a su criterio, que se relamió
involuntario en el recuerdo, incluso mejor besaba ésta.

Y por comentarlo por su parte también en alto Camelita, ¡el buen sabor
eléctrico de los labios del jefe!, las demás socias también cataron el pastel,
llegando a la misma conclusión.

¡Éste no era el auténtico capitán Herejía!

- Sí, sí lo soy –clamó Herejía adoptando pose para retrato- Soy Herejía.

… ergo, el capitán Herejía.

- ¿Herejía Bichomalo?

… ¿El capitán Herejía Bichomalo Bichomalo?

- No. Eso son puñetas de un padrastro frustrado que tuve y que quiso que
utilizase su apellido para inmortalizar su sangre una generación más.

Y no.

No lo soy.

Nunca fue mi padre, ni yo su hijo.

Bien pequeñito quemé la sacristía con todos los legajos y las fe de


bautismo; legalmente no hay papel que me obligue a usarlo, a declarar
parentesco alguno.

- Pero algún apellido deberíais tener ¿no?

- Pues no. No me hace falta.

Con “Herejía” o “Capitán Herejía” me manejo bien y sin confusiones.

Y le dieron la razón porque en veinte años no había hecho uso, y la poca


gente a la que escucharon llamar al capitán por su nombre de pila, o al
momento no estaban vivas, o en breve dejarían de estarlo pues todos fueron
piratas, o fulleros de algún oficio, a los que la Justicia echa las cuentas, y
de atrapar, de tarde en tarde, a alguno colgaban del cuello, o hasta el mismo
le enterraban en la zona de entremareas para que se ahogase. Poquísimos de
los que le habían dado trato familiar, vivían para contarla.

Limpio y perfumado, y con ropa nueva, Herejía parecía otra persona. Y


hasta discutieron entre las muchachas por el honor de afeitarle la barba o
cuando menos, porque se negó, retocarla un poco recortando pelos díscolos
y tiñendo las canas. Pero rasurarse no, aunque mucho le insistieron las
chicas en la ilusión que les haría ver al capitán sin la pelambre en la cara;
salir de la pilosa cueva. Siempre habían dicho entre ellas que tenía belleza
canalla y que quizá rasuradito le quedase la cara de Luzbel cuando era
bueno. Y les daba tal morbo sincero, que si se dejaba, las siete le harían
conocer cosas que no representa el Kama Sutra por pudor; las siete juntas le
harían olvidar cualquier amor, cualquier beso lujurioso que hubiese
recibido antes, y hasta su propio nombre si se entregaba.

Pero siguió negándose, aunque ahora fuese por miedo a que bajo los pelos
saliese el Herejía que había sido hasta hace cuatro días mal contados. Ese
Herejía continuaría siendo un niño, y él, por el momento, necesitaba seguir
siendo un hombretón.

- A todo esto –dijo Herejía probándose otra ropa más acorde al hecho de
llevar pistolas y sable- Alguna de vosotras sabe si ha pasado un circo por
aquí. Uno que se llama…

- ¿El “Máximus et Mínimus”? –preguntó Rosita, que por joven, gustaba de


magos, saltimbanquis y trapecistas-

- El mismo.

- Este… Estuvo a finales de septiembre pasado; aunque no hubo función.

Bueno, se dice que hicieron una pequeña representación para el rey y sus
cortesanos, pero por algún motivo que no ha trascendido marcharon rápido;
no levantaron ni la carpa.

Y eso que en Lisboa les queremos mucho; gustan un montón.

- ¿Y a dónde fueron?
- Con seguridad no sé, aunque un chorbo que tengo para alegrarme los
bajos… jijijijijiji… Pues eso, que mi Palmiro estuvo estibando para ellos en
el muelle, y la marinería del Morgana le dijo que su próximo destino era
Londres.

Pero sería mejor que usted hablase con mi Palmiro para que él le dijese
bien y concretase, quizá, algo más.

- ¿Y dónde podría encontrarlo ahora?

- ¡¿Dónde?!

¡¡Dónde va a estar!!... En cova Negra, pimplando, esperando a que nosotras


abramos para pasarse aquí y tomar una copa; y echarme un tiento si le hago
rebaja.

No hay trabajo en los muelles a estas alturas del año y sobrelleva los
temporales con amontillado y oporto; en afiaos y a cuentas.

- ¿Le quieres mucho?

- Hasta las trancas me tiene loquita el desgraciado.

Y ya ni recuerdo las veces que me ha pedido que nos casemos.

- ¿Y por qué no lo haces?

- … Mi trabajo… el suyo; que no tiene…

¡Y yo quiero tener niños!

En cuanto junte lo suficiente para poder sacar adelante a los seis


churumbeles que quiero, sin tener que recurrir otra vez a este maldito
oficio, nos casamos.

El capitán Herejía juntó el par de montoncitos de doblones que


quedaban sobre la mesa y los metió de nuevo en la bolsa de serpiente, y
entregó con una enorme sonrisa a Rosita.

¡50 doblones de oro!

Ella se puso a llorar, y las amigas, hasta el portero que llegaba en esos
momentos con los libros de cuentas; aunque éste lo hacía por llegar tarde al
reparto de dinero y ver, que tras veinte años de abnegado trabajo, el jefe se
había olvidado de él y ni quincalla de cobre para tomarse un vino le había
caído en herencia. Y rabiaba por dentro. Él, que había hecho las funciones
de “hombre de la casa” en ausencia del capitán, que había bregado con
infinidad de borrachos cachondos que venían a malmeter, que había
mantenido a raya a las chicas para que trabajasen reglosas, o incluso
preñadas, ahora entendía minusvalorada su función y relegado a menor
recompensa que un mero mamporrero.

Y no le parecía justo, aunque mientras en él hervía la envidia, Herejía dijo


que iba a acercarse a cova Negra para hablar con Palmiro y de paso ver
cómo iba el trabajo con los tatuajes de Rechico.

Cova Roja, cova Negra y hasta cova Verde tenían la misma estructura y
divisiones. Un pasillo de entrada, un enorme salón para dar rienda suelta a
los instintos, y tres pasillos que llevaban hasta las habitaciones para darse a
la holganza y hasta el vicio en privado.

Y su despacho, que por un pasillo interno unía los tres negocios.

Y por “cova” se referían a los tugurios pues en origen lo habían sido,


cuevas, y aun ahora, otra puerta que sólo era de su uso daba acceso al
interior de la montaña, y llevaba, según se decía, hasta el Hospital de Sâo
José; era su escampavía secreta; o semisecreta. Y no le pareció raro el
haberla utilizado muchas veces pues en Cova Negra reunía de verdad lo
peorcito del Atlántico y de cualquier mar que se pusiese a prueba.

No había sujeto que no estuviese tullido. Ojos, piernas, brazos ¡Hasta las
orejas! había quien las tenía impares o amputadas. Y cicatrices y
desconchones en la carne. Oficios peligrosos los de los reunidos porque
ninguno aparentaba estar completo. Había grupitos de amigos alternando, y
otros solitarios que hacían tiempo hasta que abriesen las chicas la puerta, o
bien, huraños, silenciosos y en tinieblas, algunos fulanos recodaban
anonimato en las mesas sumidas en penumbras, y de los cuales se intuía la
presencia por las chupadas ocasionales que daban a las pipas. Y por ser
Rosita una mujer de bandera, a un abanderado de la belleza masculina
preguntó el capitán si su gracia era la de ser Palmiro. Y no, no lo era, y
hasta se diría que con cajas destempladas, exigió que le dejase tranquilo en
su miseria y se fuese a dar la barrila a quien tuviese ganas de escuchar. Y
para rubricarlo, sobre la mesa dejó el hombre la espada.
Y Herejía preguntó a otro adonis, que tampoco era Palmiro, y con igual
desprecio invitó al capitán a que apartase el candil y dejase de molestar.

¡En su propia casa!

Pero Herejía no lo consideró insolencia. Cosa que se le hizo rara a los


camareros, pues por muchísimo menos, un fortuito roce al paso en la
oscuridad, habían visto al capitán transmutar en basilisco y liar en el sitio la
de la Trinidad, al punto, que en el almacén de las tinajas de vino existía
camposanto para los que se confundieron en el trato.

Pero no manifestó hostilidad u enojo el capitán Herejía.

- Yo soy Palmiro –le dijeron por la espalda- Creo, por lo oído, que me anda
buscando.

Herejía giró en redondo pero no vio a nadie, sólo cuando Palmiro volvió
a repetir su nombre, Herejía bajó la vista y descubrió al chorbo de Rosita,
bajito, tan bajito, que por no ofender y mantener la conversación mirándose
a los ojos, invitó al hombre a sentarse en una mesa vacía. Y en ello estaban
cuando se les acercaron dos malencarados, y uno de ellos, esbozando
sonrisa amarga, dijo ser el Palmiro por el que preguntaba. Y se le hizo raro
a Herejía, y aún más a Palmiro, que presto, le preguntó por el apellido. Y al
titubear el hombre un segundo, por inventarse apellido acorde, el propio
Palmiro echó mano al cuchillo. Y tal que fuese gato que se creyese león,
saltó contra los hombres sin dudarlo y a hostias se trató. Y pese a
chiquinajo, bien prontito les quedó claro que el minino arañaba profundo,
tanto, que sobre la mesa uno echó las tripas. Y por estar el lugar lleno de
conchabados con estos, de casi todas las mesas se levantaron hombres para
unirse a la refriega. Y para darle más mordiente, en ese momento entró el
portero de Cova Roja gritando que no tuviesen miedos, ni reparos, pues
ante ellos no estaba el auténtico capitán Herejía Bichomalo.

Pero Palmiro no hizo caso, tenía atravesado al portero, ¡Cómo para no


tenerlo!, desde hace mucho, y presentándosele la oportunidad, desde donde
estaba logró arrearle un trabucazo en la cabeza que lo tumbó de espaldas. E
inútil la pistola, pasó a alternar los navajazos con culatazos del arma
mientras le decía a Herejía que no se preocupase, que era típico en el local
descrismarse de vez en cuando para soltar bilis, y que si le placía, y ya
estaba cansado de repartir estopa y acero, él siguiese a sus cosas pues
Rosita le había dicho lo que había hecho por ellos, y en gratitud, el hombre
estaba dispuesto a dejarse la vida.

Y agradeciendo la cobertura, Herejía se pasó a Cova Verde para ver si


encontraba a Rechico y los dos salían de allí echando chispas.

Mal ambiente el negro, sí.

La Dragon Fly, varada, era una escultura. En Girolata, Córcega, estaba


temporalmente expuesta… a reparación.

En un par de semanas de buen tiempo hubiese estado re-esculpida, pues


con alma de puzle, cortando en los montes según medidas, ni un clavo
necesitarían las aletas, ni la cubierta; buscando el maestro carpintero los
árboles idóneos en origen, por piezas en basto, hacía llegar al barco a través
de las vías internas de Córcega, para que su padre, ¡por sentirse útil! Con
hacha, azuela, gubia y cepillo las tallase tal originales, y Bulín gobernar la
reparación.

La propietaria era indiscutiblemente la condessa, y la capitana la “dueña”


en ruta. Bulín era el autor intelectual y no necesitaba consultar los
manuales para saber dónde encajaban los tablones.

Y por la noche, él y la condessa, estudiaban más en detalle el mapa del


anillo.

-¿Cómo va el tema, Bulín? –preguntó por la progresión de las reparaciones


mientras ensamblaba las lentes el hombre-

- Lento pero con buen paso. El Susurros es una eminencia en el trato con la
madera.

Me emociona verle trabajar; se me saltan las lágrimas. Abraza los troncos


que nos manda Txiki, y les habla; y acaricia con esas manazas suyas de
desbastar. Y le basta ver un par de veces el dibujo traducido a sus medidas,
y entenderse en la distancia con el hijo, para facilitarme unas piezas de
recambio ¡Que ni yo mismo con mis herramientas en Formentera!

… Si les hubiésemos tenido desde el principio, diez años nos hubiésemos


ahorrado, o más.
¡A navaja talla las clavijas!

- Y qué tal te entiendes con él; sois casi primos.

- Bien, en el Arte no hay idiomas; salvo el propio; abstracciones y gestos;


desaparecen las variantes dialectales… puro “batua”.

Tras ajustar las lentes, puso bajo la lupa el objeto de estudio, y a la vez
proyectó el reflejo contra el mamparo. Así podrían trabajar sobre el mapa
desde distintos ángulos.

Malta era, desde luego. Pero el centro de la cruz no coincidía con la capital
nominal que es La Valleta, y tampoco con la fáctica que es M´dina. Ni una,
ni otra. Tras discutirlo, y conjeturarlo con varios planos y sus propios
recuerdos del pago, la equis marcaba un punto entre Mostar y Naxxar;
Malta adentro. Bien conocían la zona al estar el enclave lleno de reliquias
arqueológicas. Y aunque existían otras más importantes en la isla,
coincidían en el punto cuevas, caminos diríase fosilizados, ¡tumbas de
fenicios!, y un recoleto túmulo mucho más antiguo. O unos cuantos
desmontados.

- Tú eres la que se pirra por los hipogeos, Patata.

Yo buscaría en las cuevas; en Id-Dwejra.

El túmulo sólo contiene sus propios huesos estructurales; queda la raspa; y


milagro que haya sobrevivido a la necesidad de materia prima para el
puerto de La Valleta o las fortificaciones de M´dina.

- ¿A la redonda moviste todas las piedras en tus tiempos?

- Muchas.

- ¿Todas?

- Todas, obvio, no. Algunas me quedaron en la duda de poder ser


gigantescas lajas. Pero no tuve a mano palanca adecuada para intentar
moverlas.

Pocos árboles crecen en Malta… y escapados de jardín tres o cuatro ¡¡No


cómo aquí!!
Suspiró Bulín por los tiempos en los que gustó patear Córcega hasta casi
entenderla… casi.

Conocía bien la geografía por médico. Por visitar en burro a dolientes


inamovibles, por diversas razones y excusas, en cualquier valle recóndito
dónde se necesitase. Y corriendo de garganta en garganta su buena mano
para sanar enfermos, ¡Ni que tuviese don! se imploraba su presencia al
saber que visitaba el sitio. Y nunca acabó ningún itinerario según plan
previo.

Y aún ahora, que en su nombre ejercía Malik, raro era el barco que pasaba,
o la chalupa que se acercase, que no insistiese y entercase en darle al doctor
las gracias en persona y obsequiar por algo añejo; y en nombre de sitios
muy dispares de la isla. Cada presente tenía su historia, y algunas conocía
la condessa por acompañarle no pocas veces en los últimos años junto a los
hermanos Gandagüé.

Pero de otras, no.

- … Bulín.

- ¿Sí? –se quitó las gafas de aumentos para atender a la condessa-

- ¿Te puedo hacer una pregunta indiscreta?

- … mmmm… No –volvió a ponerse las gafas al conocerla sólo por el


empiece- Eres muy pesada, cariño.

- Venga, va. Mi suegra ya está muerta y no podría ir corriendo a contarle el


chismorreo.

¿Quién te manda el sobre perfumado?

¡¿Quién te hace llegar un beso estampado año tras año en papel de arroz?!

- … mmmm…

¿Cómo lo vamos a hacer? –dijo Bulín centrando en el mapa de Malta su


atención-

- Si es cosa de acercarnos ahora mismo… a dar respuesta a perfumada


misiva… Zapapico y Rancapinos, te acercan en andas.

¿Dónde vamos? ¿Dónde iríamos?


- … ¡Al plano y a la equis… condessssa! –y arrastró el “condessa” para
significar molestia-

Lo tienes previsto en asalto nocturno… o por visita.

- … ¿Tú qué crees?

- … ¿A quién vas a arruinar la existencia?

Algún día los Templ… Los Caballeros mismos, te van a prohibir la entrada
por dañina.

Más bajas les haces que el turco.

¿Y tu hija dónde anda?

- … Conociendo el pago y a los corsos; espero.

- ¿Por qué no has “desembarcado” tú?

- En tierra también necesita ser Libélula la capitana.

- Me parece bien pensado.

Libélula era la capitana, pero Malik era el protagonista de la expedición.


No había aldea a la que llegasen y no le preguntasen por el doctor Bulín y
el hermano propio; y en todos los sitios tuvo que repetir y compungir la
muerte de Okeway. Hasta que dejó de llorar sangre; aunque ante sus
lágrimas alguno sanó rápido, por lo cual fue confirmado heredero también
de los poderes milagreros del doctor. Y a cuerpo de reyes les trataban en un
ambiente de perros. Y no sólo por la lluvia. De verdad se mordía en las
montañas, y al cruce, los lugareños se enseñaban los dientes gruñendo.

Mal ambiente, aunque para ellos, insisto, todo eran sonrisas y parabienes. Y
hasta lograr una transitoria concordia entre corsos de distintos valles. El
maestro carpintero todo el día en el monte, y ellos degustando los tipismos
corsos a mesa puesta. De pueblo en aldea. Y haciéndoles llegar a la Dragon
Fly los tablones y troncos que necesitaban.
- ¿Te hubiese gustado ir con ella? -Inquirió el doctor pasando a observar el
mapa reflejado-

- Ya tengo la isla muy vista… y aún nos quedaremos un tiempo; todavía


tendré oportunidad.

- Córcega siempre has dicho que es perla verde del Mediterráneo ¿Por qué
no bajas?

- ¿He insistido yo con el sobre, Bulín?

- Sí. Años.

- … Pues tampoco te diré yo para quién me reservo.

- Tarde o temprano lo veré. Me enteraré.

- O no.

- Pues hazte idea que el año lo cambiamos aquí, guapita.

Antes no estaremos en facha de saltar a Malta.

- ¿Y para Reyes?

- Casi seguro que tampoco… por no decirte que fijo que no; que estaremos
en esta misma playa varados.

- … mmmm… ¡Mejor tenía que haberme ido con mi hija. sí!

… O tú ser menos exquisito con los recambios de la dragona.

- ¿Sigues queriendo que vuele?

… Que no haya bajel más rápido.

¡Ni una astilla ha de sobresalir!

- ¿Ni en mi compartimiento?

- … eeeh… Calaron plomos… Son desperfectos de la refriega… Y si no a


ver cuándo voy a volver a tener oportunidad de repararlos a mi gusto; y
poner orden en la bodega.

Al día siguiente les llegó paquete por vía terrestre desde Antisanti ¡Así
es Córcega! En vez de mandarlo vía marítima desde la cercana Caterragio,
atravesó la pieza toda la sierra para acabar en sus manos sin un arañazo.
Para cosa que necesitase el doctor, la gente cooperaba de buen grado. El
mar no estaba para ser trotado, la componente del invierno se imponía, pero
por ser asunto que concerniese a Bulín, no había puertos de montaña
cerrados por mucha nieve que estuviese agarrando. El Cinto y las cumbres
hermanadas blanqueaban. Pese a ello, el goteo era continuo, cada poco rato
llegaba pieza en bruto para ser transformada. Hasta que anunció Bulín,
tachando en su albarán, que ya tenían todos los recambios para las partes
dañadas; salvo que se malograse alguna pieza en el proceso y hubiese que
pedir otra.

Posibilidades de romper al manipular existían, pero no por parte del


Susurros que tenía gubias por dedos, y todos juntos eran azuela, o zarpa
que daba forma. Y a propia palma viva cepillarlas. A Bulín le daba miedo el
manejarse de la cuadrilla de ensambladores que respondía a sus
instrucciones. Ajaliz, Ojovago y los hermanos desenterradores; y pese a los
remilgos del doctor lo hacían bien, y con ellos bastaba.

La licencia de la tropa era audible por inexistente el ruido. Crepitaba la


estufa y en torno a ella siguieron echando noches en el plano de Malta, y
días reparando hasta el más mínimo desperfecto.

Y para antes del solsticio de invierno, contra todo pronóstico agorero de


Bulín, la Dragon Fly estaba en seco tal que recién botada ¡Mejor!

El mismísimo día 21, el astro invictus clavaba en su bauprés rumbo a


Nápoles. No era su intención llegar hasta el Vesubio, ¡Ni divisarlo!, sólo el
jugar con el Sol un rato por la mañana.

Y a mediodía también corretearon hasta que atisbaron el Etna. Y al ocaso le


hicieron guiños mientras bordeaban Sicilia.

Sicilia es mucha isla para pasar junto a ella y no echar el ancla un rato; o
queriendo, u impelido. Y mil sitios tiene para dejar caer la baba, a cual más
epatante, y enganchar de por vida al lar. Y por pillarles más a mano en la
ruta, y desviarse lo mínimo, buscaron el paso de Isola di Favignana y
fondearon a la capa del espigón natural que es Isola Grande. Protegidos por
los buenos amigos de Marsala y Trapani, donde estaban invitados a cenar
¡Obligados!, y por no agraviar, en dos grupos se dividió la tripulación. Tan
solo quedaron en el barco Bulín y el Susurros por cuestiones de edad y
hastío a protocolos; y que sabían que la fiesta duraría hasta el día siguiente
y no les era plato de gusto a su edad.

Y la noche colgó tan buena, que envueltos en pieles, sentaron los ancianos
en la cubierta admirando las estrellas, y a ratos, bajar los ojos al barco y
comentar lo cojonuda que había quedado la reparación.

La Dragon Fly tenía el perfil hidrodinámico perfecto. Tumbaba la amura


hasta embeberse de agua la borda, sin que la cubierta, salvo casi por la
verticalidad, denotase ningún carraspeo en la marcha. La Dragon Fly
acuchillaba olas y amarraba a las velas cualquier viento perdido.

El Susurros estaba orgulloso del trabajo hecho, la “pequeña” ayudita


prestada para restañar tamaña obra de Arte. Sí, para él lo era tanto cómo las
pinturas de Ekain, los relojes de cuco, o, las hachas, y, por desgracia, las
armas de fuego. Sí, para él eso era una pizquita de Arte, de divinidad en la
tierra, y a ellas equiparaba la Dragon Fly per se. Pero no podía explicarlo
con palabras pues, o bien no existían en su propia lengua, o no las conocía
por no haberlas usado ni oído nunca. Pese a ello, tanto le había gustado al
hombre participar en la restauración, que decidió que ya no quería que le
enterrasen en el fondo del mar, no, ahora quería hacerse réplica a pequeña
escala de la Dragon Fly; pero con un cristal gordo bajo el casco y así poder
conocer los peces de todo el mundo; allá dónde surcase su ataúd errante; y
mediante dibujos esquemáticos, realizó unos bocetos a vuelapluma. Y sin
palabras, Bulín comprendió el mudo parlamento con unos pocos dibujos y
gestos; y golpear la baranda. Y sonreír al disfrutar la simple belleza.

Bulín le entendió ¡El propio capitán Verrugo utilizó uno a la guisa! Y


aquiescente, y entre risas, propuso Bulín brindis para mitigar el frío; a
botella de ponche por gañote, dos buchitos bastarían para encender la
chasca interna. Pero se les calentó el pico pese a que sólo lo usaron para
mojarlo en el ponche y sonreír. Señalar algo, un par de gestos, y reír los
abuelos cómo idiotas. Y lingotazo. Y chupar a morro hasta que, tiesas,
vacías, se pusieron a sonar las botellas tal flautas de un solo ojo, y
apocopados a un ritmo celestial, continuar la “jam sesión” con algo más de
ponche calentito.

Y dejar el alma en el concierto.


Y sonaron tan divinos en la noche estrellada, que el Señor Supremo les
convocó a presencia.

Con las luces de la amanecida llegaba la dotación y se encontraba a los


hombres muertos; o bien por mucho frío ¡pues a su edad!... o bien de un
atraganto de risa que tampoco era raro en determinados contextos.

Pero los dos más tiesos que bacalao en Castilla.

Si con las primeras luces les habían descubierto, con el sol en su cenit
fondeaban a la vera barcos fletados en Palermo, Messina, Catania,
Agrigento y ¡Caltanissetta! Todos ellos con pabellón de tregua y luto. Y
hasta gente de la cercana Malta.

¡El doctor Bulín de Aguiloche había muerto!

Y por la noche, llegar navíos de Cerdeña, Córcega, Túnez, Nápoles.


Franceses, Ingleses, genoveses, griegos de sus mil islas. Y compatriotas.
Rondaban navíos de medio mundo el lago Mediterráneo y la noticia se
expandió cual onda.

A veinticuatro horas del óbito, no quedaba sitio bueno para fondear en la


bahía y se empezaban a derivar barcos a Marsala y Trapani. Y cuando se
llenaron estos puertos, a Mazara del Vallo y San Vito lo Capo.

Los pueblos del mar, los antiquísimos pueblos del mar, vestían de negro.

Los de la Dragon Fly querían algo íntimo y dispusieron en la cabina de


la condessa la capilla ardiente. Pero rápido vieron que se les iba el asunto
de las manos y subieron el tinglado a la cubierta. Cientos ¡miles!... Sin
duda, en vida fueron reyes.

La tripulación de verdad que estaba destrozada y de buen grado se hubiese


entregado al llanto fácil y el odre alegre, se hubiesen emborrachado tal se
hace en todo entierro marinero decente, pero se sobrepusieron, y sobrios,
no admitieron a bordo más guardia de honor que la que compusiesen ellos
mismos. No obstante, borda a borda se fueron juntando esquifes de mil
naciones y credos, y entrelazando los remos, construyeron puente de
madera para llegar desde tierra a la Dragon Fly. Y presentar quien quisiese
los respetos. Andando sobre el mar la gente acudía a despedirse del doctor,
en un peregrinaje, que quizá al mismo Bulín no le hubiese gustado pese a
herético.
Y llenarse el barco de flores y exvotos. Y linternas de colores el cielo.

Un par de días fueron, lo que se dice, a borda abierta, pero el 25,


Natividad, sería para los íntimos y diversos representantes; hasta de la
autoridad. Se llenó la cubierta de bancos, y a la hora del aperitivo, y
repartiéndolo entre los asistentes, la condessa leería panegírico e invitaría, a
quien quisiese, a decir unas postreras palabras de loa o despelleje; que no
se le censuraría a nadie el adiós.

Y la señora desarrolló un discurso ensalzando ¡y demonizando! a Bulín, tan


bello por sincero y original, que a los cinco minutos compungían los
presentes, y a los diez clavados, salvo la tripulación de la Dragon Fly que
lo tenía oído de la boca del propio doctor, lloraban a moco suelto todos los
reunidos; para casi todos tuvo recuerdos.

Los de la Dragon Fly sonreían por dentro la buena pluma dramática de


Bulín.

Y se abrió turno de réplica con un gran silencio. Nadie estaba en


condiciones de decir nada más ¡ni mejor, ni peor! ¡¡Hipaban!! Pero no se
movían del sitio. En sus caras colgaba una pregunta muda que les mantenía
pegados al asiento.

- ¿Y bien? –la condessa captó la duda en el aire- ¿A qué esperáis?

- … ¡A qué va a ser, a que se repartan las reliquias! –se dijo elevando unas
tijeritas de plata sobre la multitud-

Y al vuelo entendieron, por qué muchos de ellos portaban frasquitos y


urnas, arquetas, contenedores todos ellos de buen orfebre, y que bien
honrarían si en su interior terminaba un fragmento de ¡”San Bulín de
Aguiloche”!

… que más de uno en vida lo llamó y dio trato.

A grosso modo todos coincidían en que, siendo última voluntad del doctor,
según un rumor extendido, que algunos restos suyos, descarnados,
descansasen en un túmulo de cierta isla, en un lugar inconcreto, todos, o la
mayoría, disponían de isla con dolmen o vitrina inconcreta en
emplazamiento pío; tal que capricho fuese en altar de ermita o sobre
chimenea del casino.
Todos querían un cacho de santo. Se había difundido sin control los deseos
póstumos del hombre, y al albedrío de interpretar, y visitaconventos que fue
el galán, ¡206! que repitió él mismo en mil auditorios ¡206! huesos enteros
a sacralizar se repartían los presentes. Se subastaban ante la pícara
iniciativa de Ojovago; y hasta insinuó que santo varón también fue el
compañero de velorio, y que otros 206 huesos se podrían prestar a
desmembrar.

Pero Txiki se echó el hacha al hombro y arrimó con muy mal ceño a los
velones. Y tampoco tardó mucho la condessa en imponer su voz al tumulto
gritando “¡Paparruchas!”. Reseñando que lo eran pues ella era la única
albacea legal del finado, y bien conocía sus deseos. Y eran simples,
descansar en el fondo del mar. En la parte más honda que les cayese a
mano, y por tal motivo, todos estaban invitados a presenciar cómo lo
jalaban un poco más allá de Siracusa; en la fosa Jonia.

Y hasta Bulín hubiese aplaudido el sitio de saber que le iba a coger tan
cerca La Parca.

Con tanto barco fondeando, o por no querer enseñar mucho de sus


sistemas de arrancada, se sacó a remo a la Dragon Fly hasta que cazase aire
limpio, y tras ella, en comitiva, decenas… cientos de barcos, de galeras a
chalupas, acompañaban al cortejo fúnebre, costeando la hipotenusa de
Sicilia, y dando oportunidad a la gente de plañir trabucazos al aire desde
tierra.

Las aguas de Siracusa, la fosa Jonia, sin duda, hubiese sido del agrado de
Bulín.

Y esa misma noche, que se hizo día a cañonazo limpio durante las salvas
de despedida, cientos, miles de personas fueron testigos de cómo el mar
engullía a Pernando Guerrikaetxebarrigoitia Urzabalotxa y al doctor Bulín
de Aguiloche Goikuría, antes que nadie fuese capaz de rememorar por
completo sus meros nombres.

Dos ¡glup, glup!...Y luego una explosión de cañonazos y fuegos artificiales


que iluminó mar y cielo.

Por ser fechas de tener a mano cohetes, se dio la conjunción pirotécnica y


no había barco que no echase el suyo ¡Y chinos y valencianos se diría
presentes!... Al final, casi dos horas de espectáculo, y otras dos en que se
desalojase a los prebostes presentes. A todos no. Algunos, pese a que se
acercó esquife para transbordar a la borda propia, manifestaron sentirse a
bordo de la Dragon Fly cómo en casa, y ser cierto porque la condessa lo
refrendaba susurrándoselo a los oídos. A algunos se les invitó a permanecer
embarcados pues el destino común era Malta. Y nada mejor que llevarles
invitados a sus propias casas; buscando la reciprocidad.

De la media docena que invitaron, uno tenía especial interés para la


mujer, un caballero de la Orden de Malta, novicio en estrenar dignidad, y
que por ser de la Casa de Castilla vino en representación de todas las Casas
pese a ser reciente su ascenso desde aspirante.

De hecho, era su primera encomienda cómo caballero de la Orden fuera de


las lindes de Malta. Y los amigos muy íntimos, incluso le aseguraron, que
quizá sería su último desempeño, pues la condessa se comía a los hombres
crudos. Que estaba bien jodido, y que en otra vida eligiese mejor a quién
pisaba los juanetes.

Sí. Era tonto a prueba de condessas.

Pero no el aprendiz que traía, lo suficientemente listo para prendarse de


Libélula, y saberla fuera de su alcance.

Y suspirarlo entre reojos.

El antro Verde, lo era, por degustarse en su interior cualquier


farmacopea con espíritu lúdico. De las más refinadas neurotoxinas traídas
de la fraga brasileira, a la amplia familia de las marihuanas; sativas, índicas
y rudelaris. Y cactus… y cortezas… y raíces… Y las mil elaboraciones del
dulce opio; de absenta a pura goma. Por lo cual alternaban las mesas con
muchas risas de sus ocupantes, y las propicias para recodar sueños con
ayuda de cebadores de pipa. Y habitaciones donde chamanes auténticos
acompañaban con letanías herméticas en los viajes. En uno de estos altares
Herejía encontró a Rechico, con los ojos en blanco o a ratos bailándole
incrédulos, inconsciente a la realidad de este lado, aunque viviendo un
torbellino de tormentos y goces inenarrables allá dónde su mente estuviese.
Junto a él, el güichol que le guiaba y los maestros tatuadores, que también
en un mundo paralelo, el suyo propio, repicaban frenéticos con tintas de
colores sobre el cuerpo de Rechico. Poseídos, ni ellos eran conscientes de
las formas y texturas que iban adquiriendo los tatuajes.

Y Herejía no le alababa el gusto a Rechico, el mismo, sólo por empatía


visual, sentía en carnes propias los trabajos de la aguja y le picaba todo el
cuerpo. Y al mero pasarse la mano sobre la piel percibir hasta dolor.

En cova Verde no entraba ruido de fuera, aislaban los universos que


contenía, y seguro de estar echada la tranca en la corredera interna, también
ordenó Herejía que se sellase la puerta de acceso desde la calle, y para
mitigar las posibles molestias a la clientela, mandó doblar lo que estuviesen
tomando a la salud de la casa. Y seguir en el plan que estaban hasta que él
dijese lo contrario. Cosa que fue de agradecer y llevó a que unos cuantos,
los fieles desde antiguo, o a los que no les quedaba un cobre, vitoreasen al
capitán Herejía. Un par de hurras le echaron mientras sentaba con Palmiro
en su mesa reservada, el tercero no se llegó a jalear porque ante el asombro
general, por cortarrollos, dos individuos que nadie conocía se levantaban
con el sable desnudo, y marcando lo que se conoce en el ambiente como
“paso camaleón”, amagaron intención de acercarse a la mesa del capitán
para liar algún mondongo feo.

Pero sólo dieron dos pasos, el tercero se lo cortó el propio Herejía a


trabuco.

- ¿Qué ha pasado finalmente? –dijo el capitán al tiempo que pedía,


mediante señas, dos cervezas, relleno para el chalice y que se llevasen a los
muertos- ¿Cómo ha quedado la cosa en Cova Negra?

- … No sé.

Yo he ajustado un par de cuentas pendientes que tenía, y siguiéndole los


pasos, y cerrando tras de mí toda puerta, me he venido con usted.

- ¿Allí quién queda?

- Los suyos, jefe… vamos, la plantilla… ¡ah! Y las chicas, que no son
mancas para repartir mamporros.

- ¿Las chicas también?

- ¡Ambidiestra es mi Rosita con las sartenes!

Y no quiera ver usted a Camelita enfadada y con un látigo en la mano.


… Esto en un rato estará acabado.

- Bien.

… Por cierto –intercaló Herejía un segundo de misterio para encenderse la


pipa- … Por cierto, te decía… ¿Tú estibaste para el “Máximus et
Mínimus”?

- Sí, señor. Y hasta una plaza de aprendiz del hombre forzudo me


ofrecieron.

… Y tentado estuve de firmar el enganche sólo por el nombre que me


sugerían: “¡El Gran Palmiro!”.

… Pero no.

… Sólo estibé sus cosas en el Morgana.

- Y qué sabes de la ruta que tenían previsto seguir.

- Londres sería su siguiente escala.

- … Y por casualidad, por mucha casualidad ¿No sabrás nada de un


muchacho tranquimanco que trabajó para ellos?

- … mmmm… Muchacho, no.

Ahora será un hombre hecho y derecho; tal que mismamente lo pueda ser
usted.

Vamos, muchacho era yo, cuando vi en el “Máximus et Mínimus” el


número de un joven tranquimanco que lanzaba cuchillos, disparaba y
montaba a caballo, tal que mejor que nadie bien formado en el reino; ni
posiblemente en toda Europa.

¿Puede ser ése?

- … ¿Rastrojo?

… mmm… No, no se me hacen virtudes suyas.

Aunque grititos y risas siempre flotaban en el local, de unas habitaciones


salió aire de distinto pelo, un murmullo de voces se imponía al ronroneo, y
arrastrando el sable, desarmados por la ronda de camuflaje previa,
aparecían tres fulanos por un pasillo; uno de ellos babeando. Y con una
dicción lamentable, que tardó largo rato en descifrarse, conminaban al
capitán Herejía Bichomalo, y a quienes le secundasen, a rendirse sin
condiciones ante la gente del rey. O hacían al instante, o la armada asaltaría
el lugar en breve.

Y pese a ser palabras serias, no pudieron contenerse los mensajeros unas


risillas estúpidas al acabar.

Y por oír, quedó todo el antro mudo.

Y no.

… O sí.

Con certeza no se sabía pues Cova Verde era burbuja que no estallaba con
aguja; se entraba accionando campanilla. Pudiera ser que alguien batiese la
aldaba o arremetiese con ariete de broncínea cabeza; de ambas formas se
haría el mismo ruido. Poco.

Y gracias a la enajenación de las drogas, que los dejaba pacíficos, los


milicos salvaron la vida y se les encerró en un cuarto. Y para evitar más
interrupciones, Palmiro se subió a la mesa y rogó que si entre los presentes
quedaba alguno con orden de importunar, ahora era su momento. O para
compartir la habitación confortable con los secuaces o… o… Y sacó pistola
y cuchillo.

Y tres más levantaron la mano. Confesaron ser representantes infiltrados de


la autoridad, y manifestaron su voluntad de compartir el cuarto de castigo si
con ellos les dejaban llevar un par de onzas de mandanga.

Y Herejía ordenó que les doblasen la ración.

Y se consiguió el silencio absoluto. Muertas las moscas, no se escuchó


zumbido alguno, fue el reventar seco de la puerta por un cañonazo, lo que
dejó a todos por un momento sordos. Y ciegos. Se había hecho la luz del
día al estallar la puerta, aunque el polvo y el humo reproducían el ocaso
que se daba fuera.

Y sentir que en derredor seguían cayendo proyectiles gordos pues vibraban


paredes y techos.

Pero en toda tormenta hay un respiro, un hiato tranquilo que precede a la


traca final, y ésta vendría al cubicar en el exterior, en el callejón, varias
piezas ligeras de artillería que acertaron a meter las balas puerta adentro.
De tres en tres las descargas, repartiendo a partes iguales pedrisco en los
tres negocios.

Una vez reconoció Herejía el patrón de recarga, aprovechó el momento


y fue a buscar a Rechico. Y milagro que estuviese vivo, sobre su cuerpo se
paseó un obús rebotado destrozando a los tatuadores y al chamán güichol.
Parpadeaba el joven en su universo significando que allí también la cosa
ardía. Herejía necesitaba ayuda y rogó a gritos la presencia de Palmiro,
pero en su lugar, Rosita y Camelita congregaban, y en el siguiente intervalo
de silencio, se llevaban en volandas a Rechico. Palmiro se había asomado a
la puerta de la calle por ser muy largo el mutismo de la artillería, y apenas
echó un ojo fuera para ver cómo formaba la milicia en comandita de
zapadores, y calzados con armas cortas se prestaban al asalto.

Él, Palmiro, ¡El Gran Palmiro!, se despidió de Rosita con un beso tierno
diciéndole que la quería más que a las uñas de sus dedos. La comparación
sobraba, aunque extrañamente conmovió a Herejía quizá por sentirse
padrastro, y para no serlo, con él quedaría. Indicó el capitán Herejía a las
mujeres que utilizasen su escampavía secreta y que no parasen hasta el
final o sitio seguro, y también iba a añadir algo más acerca de… Pero no
hizo. En ese momento en tropel entraba el ejército y junto a Palmiro se
hacía fuerte en un recodo del pasillo.

Huelga mentar la escabechina que provocaron en el sitio, y en el


siguiente estrechamiento que eligieron una vez que comprendieron el
primero perdido. Y aún así, sabían que sólo era cuestión de tiempo. Más de
media hora llevaban defendiendo el enroque y hasta la milicia necesitó
replegarse para apartar sus muertos y despejar el camino a nueva
acometida. Ese alto lo utilizaron Herejía y Palmiro para coger la galería de
escape. Lástima que la mejor virtud de la vía, la discreción tras una
boiserie, ya no fuese posible, y aunque la apuntalaron por dentro, sabían
que sólo les daba otros cinco minutos más de cortesía.

El túnel no era muy largo y estaba bien labrado, pero llevando a Rechico
por peso muerto, cogieron el paso de las mujeres antes de lo previsto.

Todos debían ir adelantados al reloj pues tras ellos venía la gente del rey a
ritmo vivo; al ir abriendo paso con pequeñas bombas de mano. Y la última
puerta atrancada no concedería ni los cinco minutos previstos. Se escuchó
la explosión y el revolverse el polvo, y el ir encrespando el rugido de los
que les perseguían y ya no encontraban más obstáculos.

Casi, al alcance de la mano tenían una escalera anclada a la pared que subía
rectita para arriba. Al exterior.

Casi, lo hubieran conseguido de no haberles hurtado con granadas esos tres


minutos. Así lo masculló Herejía, aunque lo que clavaron sus labios fue
rictus sardónico de disgusto del capitán Herejía… Bichomalo… cuando se
sentía estafado.

¡En su casa nadie le sisaba nada!... ¡¡Y menos tres minutos!!

Con su sable, y con el de Palmiro prestado, se sobraba el capitán para


cubrir de pared a pared el túnel. Le iban a devolver esos minutillos con
intereses de varias vidas.

Tres minutos, y lo que necesitasen, garantizó al grupo con la rúbrica de un


medio guiño malvado, y por si en un rato no se veían, les sugirió el
pueblecito de Nadadouro que era discreto hasta en el nombre, para
reencontrarse. En el Lago Óbidos, al norte, a un par de jornadas de Lisboa.

Y tras decir, se fue solito, para los que venían, arrancando chispas a las
rocas de ambos lados.

A pie de la escalera estaba previsto el subir, o bajar carga, mediante una


barquilla pequeña y una polea que enraizaba en el exterior, no cabía dentro
Rechico, pero anudando en torno al cuerpo, le izarían cuando llegasen
arriba, e hicieron, y mientras era levantado cual fardo, veía el hombre en su
universo distorsionado e invertido una batalla de demonios. Un alzamiento
de seres infernales contra el padre de todos ellos. Un abismo de maldad
cerniendo y hornos al rojo por ojos. Y sonrisas chuecas por bailar la
Muerte.

Mil sables, en dos manos, les daban coartada de escape.

Y así fue. Cuando salieron al exterior era noche cerrada. Y tan bien
disimulada estaba la salida y la vereda que hasta allí llegaba, que varias
veces fueron de bruces al suelo antes de encontrar sendero alguno y
enhebrar por él. Y al adquirir aquello dignidad de llamarse camino, fue
porque con dirección Lisboa se acercaba una diligencia, trasnochada, que o
bien llegaba tarde a la capital, o bien demasiado pronto. En ambos casos
para los viajeros era el final de trayecto al parar el coche a su altura por
requerimientos de Palmiro. Y ofrecer un doblón al cochero si les llevaba a
cierto sitio no muy lejano; que ya le especificarían en ruta, pero por lo
pronto, que arrease los jumentos… y con dirección Torres Vedras.

Y llegaron antes de amanecer, y aunque el cochero se ofreció a cambiar los


caballos en la posta y proseguir a donde fuese, rehusaron. Demasiado
parloteaba desde el pescante e igual que les contó a ellos todos los
pormenores de su trabajo, y devenir existencial, y de los que subían a su
carromato, también haría con los siguientes pasajeros al no dejar de rajar.

Y en cuanto el hombre entró a cambiar el tiro, ellos aprovecharon para


subirse a un carro de bueyes, y primando a la guisa al conductor, pedir que
les llevase hasta Caldas da Rainha. Y ni llegar, pues al intuir el lago de
Óbidos por los abundantes pájaros, le pidieron al boyero que se acercase
hasta la orilla y allí terminar la relación. Y en cuanto siguió ruta el carro,
rogar ellos a voces, a unos muchachos que andaban comprobando unas
nasas, que, por favor, les acercasen en la gabarra a Nadadouro.

Total, que para mediodía, ¡Ni 24 horas!, ya estaban en el lugar de la cita.


Y supieron cuál era el sitio concreto para reencontrarse al llevarles los
chicos, sin precisar ellos nada, a una casita con amarradero y descubrir en
él al capitán Herejía. Había llegado indiscutiblemente antes que ellos, pero
no mucho, pues sudaba y tenía “mono” de océano según sus propias
palabras, y ni les dejó desembarcar, vamos, les invitó a hacerlo y entrar en
la casita, que aunque austera, gozaba de algunas comodidades. Pero
declinaron el ofrecimiento.

Si el capitán Herejía Bichomalo tenía necesidad de algo ¡ellos no eran


quienes para retrasarle un mísero segundo!

Y se ofrecieron a bogar pues los muchachos abandonaron a nado la gabarra.


Demasiado bancal de arena, y demasiado tiempo sin tocar el océano, el
capitán se sobraba para bogar en pie y a la vez orientarse a olfato en el
arenal.

¡Y salir al océano!

Allí mandó desembarcar a Rosita, Palmiro y Camelita. Y les dio tres


doblones, de los que dos, sospechosamente les fueron parecidos a los que
utilizasen ellos para pagarse el viaje, y a no ser porque tenían manchitas de
sangre, y frescas, bien pudieran ser los mismos. Y lo eran. El capitán
Herejía Bichomalo reembolsaba lo gastado, y con el extra, en Foz do
Arelho les indicó que comprasen vituallas para un par de días y que lo
mandasen llevar a la casita. Él, con Rechico, necesitaba de un momento de
intimidad y a remo se metieron océano adentro. Tan adentro, que al tomar
consciencia definitiva de sí mismo, Rechico se descubrió en mitad de
ninguna parte.

El Universo al que reenganchaba estaba constituido por cielo, sol, agua y


una barca… sin remos.

Y un buen rato se tiró escuchando el ruido del aire, por si en vez de serlo,
viento, se tratase todavía de los susurros del indio güichol. Y no.

¡Y el agua estaba salada de cojones!

… aquello debía ser el océano.

Toda la vida suspirando por pisarlo, nadarlo, y ahora tenía de sobra para
jartarse en la primera toma de contacto, y ahogar, antes de alcanzar tierra o
ayuda.

Mientras duró el sol intuyó por donde caían las playas de Portugal, pero
oscureciendo, y echada la noche con nubes, todavía tenía menos sentido el
universo que flotaba. Negro absoluto. Y caprichoso, porque aun sin
desplazarle mucho del sitio, a veces las olas eran dulces, cómo se
convertían en amargas al zarandearle a capricho. O sentir que por debajo de
su quilla pasaba una montaña, una cordillera de aguas, y pasivamente,
llegaba hasta las cumbres que quedaban a un par de cuartas del
firmamento; y luego bajar a plomo. Y aunque a ratos corrían rayos por las
tripas de las nubes, ninguno caía al mar refiriéndole límites.

Solito pasó la noche. Y dolorido.

… ¡En qué horita se le ocurrió revocarse los tatuajes!... ¡¿Dónde estaba el


capitán?!

¡¡¿Qué suerte habría corrido?!!

Y lo llamó a gritos hasta desgañitarse.


Y al cabo de un buen rato le llegó respuesta audible aunque se diría que
provenía de más allá de cualquier horizonte.

“¡Ya voy! ¡Ya voy!”.

Él llamaba al amo y la voz repetía incansable la palabra de auxilio. “¡Voy,


ya voy!”. Pero no llegaba. Y ni cuando el sol salió marcando los puntos
cardinales estaba a la vista, eso sí, al menos pudo concretar que la voz
venía del oeste, de la parte aún oscura dónde el día empezaba a deslindar
cielo y mar.

Y del roto del horizonte salió el capitán Herejía nadando a estilo hawaiano.
Tal que pez vela fuese, jamás vio Rechico nadar a nadie más rápido. Ni
velero, aunque no tenía ninguno visto en campo abierto.

Seguro que si pudiese mantener el ritmo, en una semana sería capaz de


llegar a América ¡Cómo volver desde allí en dos días! y nada más subir a la
barca, y mientras tomaba aliento, al tiempo recogía la estacha que llevaba
anudada al tobillo, y tras un ratito de jalar cuerda, amuraban contra el bote
los remos que había estado arrastrando.

El sepelio había acabado, pero aun así, les seguían varios barcos.
Engañaron a muchos ¡la mayoría! pero obvio que no a aquellos que
observaron algo raro en el manipular de los cadáveres, y luego ver que dos
cabos tontos colgaban por la popa tensos; al final, sí, anudaban Bulín y el
Susurros.

A distancia fija clavaban los fanales, y como sabrían que la intención era
arrimar a Malta, decidieron despistarlos en el trayecto, y si era menester en
destino reencontrarse, La Valleta ofrecería amarre y tablero de discusión
sobre unos huesos.

La capitana Libélula ordenó apagar toda luz y encasullar las pipas, abrir el
velamen, y buscar Lampedusa en vez de Malta. La condessa parecía
necesitar más tiempo para camelarse al caballero y pidió a la hija que no
buscase puerto, que surcase al albedrío.

Ella, en la cabina, quedaría trabajándose a Miguel Ángel de Hontanares


Suarez y Chica.
El nombre del ayudante era más corto. Kiko. Y si se le tenía conocido, los
muy amigos le llamaban Murciégalo. Y le gustaba. Entendía el apodo
casado con el alma negra que sentía dentro, y por eso, desde chico, supo
que no progresaría en la orden ¡Incluso se lo corroboraron los diferentes
amos que tuvo, diciéndole que no llegaría a nada! Que antes que él
alcanzase dignidad de conjuntar charreteras y cruces poligonales, el
Infierno se volvería gélido. Siempre sería escudero, lazarillo, ayudante,
mayordomo… Sancho si tuviese buen Quijote.

- ¿Pero es “Murciégalo” o “Murciélago”? –con una sonrisilla invitaba la


capitana a que se acercase Kiko al timón; gobernaba ella-

- Murciégalo… Murciégalo, sí.

- Pero eso está mal dicho.

- No. Es una parasíntesis que me construye patronímico. Por parte de mi


padre heredé el noble oficio de “murcinglero” y por mi madre el origen
francés.

Y así se construye “murci” y “galo”.

- ¿Y la “e”?

- Capricho, y nexo, del juez romano que condenó a mi padre al cadalso y a


mí a crecer en Malta siendo aprendiz de caballero; por no decir esclavo.

- Déjale. Déjalos.

Fúgate.

- Es condena de por vida.

Sé demasiado de sus miserias, de la de muchos, para que me aleje de su


mano sin que me requieran a voces.

Soy cautivo a la vieja usanza de Roma.

- ¡Vaya pico tienes!

… ¿Has ido a la universidad a estudiar?

- A estudiar no. Cuando he ido, ha sido para asistir a mi señor de turno; y


aunque uno no quiera, entre sopores, siempre arraiga alguna máxima de
Quintiliano o fragmento de encíclica del pontífice máximo san Exuperio
nono.

Lo mío ha sido adquirir conocimiento de forma pasiva y a coscorrones.

- ¿Y qué tal es tu actual amo?

- Un soplapollas y un julay.

- ¿Le gustan los hombres?

- Yo no; a diario me lo dice.

Lo que sienta por los demás no lo sé, ni me afecta. Es más, me la… sopla;
con perdón.

- ¡¿Le quieres?!

- Ni pizca. Por mí cómo si se muere, es más, si le estuviesen enterrando y


sacase la mano por una rendija, ya me cuidaría yo de clavársela a la tapa, y
ésta, a la caja de nuevo.

Y ayudar a echar arena.

Surcaban, para estar a finales de diciembre, una balsa de aceite; y buena


parte del mérito era de Bulín. Y le vino el hombre al pensamiento a
Libélula. Justo en ese instante chocarían con algún detrito de la mar, y
escucharon correr el golpe a lo largo del casco. Sería un tronco a la deriva,
o un bosque, porque de repente parecían atravesarlo y todo el casco
repicaba los golpazos llamando a cubierta al personal.

Estaban entre las islas de Linosa y Lampedusa, y allí poca masa forestal se
perdía en el agua.

Y no eran árboles.

Eran muertos flotando a la deriva como pudieron comprobar al virar en


redondo y volver al sitio.

Hombres, mujeres. Abuelos. Niños.

Demasiados para dar “entierro” digno… y no sentir asco de la especie


humana.
Aquellos seres humanos habían muerto, empezado a morir, mucho antes
por la hambruna, la injusticia, el desgobierno, antes de pisar ninguna barca
y luego ahogarse del todo al zozobrar buscando amparo en la ilustrada
Europa.

¡La caritativa Europa!... ¡¡Ja!!

Todos, salvo Miguel Ángel de Hontanares Suarez y Chica, compungieron.


Él era caballero de la Orden, y estaba adoctrinado para no sentir lástima
ante el musulmán. De hecho, ése había sido el negocio de su gremio: dar
hermandad al cristiano, y al musulmán hundir los barcos o cortar el paso. Y
sabían que era gente de ese credo porque las ropas lo insinuaban, e, incluso
en árabe clásico, la única superviviente, demandar ayuda. Una y otra vez
hasta que fue oída, y, ante el estupor de todos, ver cómo el sietemesino de
Hontanares, por no decir el malnacido, sacaba muy estiloso su pistola, y de
un certero plomazo, dejaba a la mujer muda.

Y reír complacido de su buena puntería y misericordia.

Aunque trocó pronto su cara al espanto. En cuanto sintió el frío de un


cuchillo entrándole entre las costillas, y comprobar que quien le acuchillaba
era su ayuda de cámara. Harto.

Y no gritó el desgraciado por propio miedo a delatarse muerto.

Veinte o treinta puñaladas le pespunteó Murciégalo por tener muchas


afrentas enquistadas al debe. Y aunque conocía que ello conllevaba la
ruina, decidió resarcirse en el arrebato, y ya puesto, pedir enganche a los
piratas; porque sabía que lo eran.

- Pido amparo a la gente del Mar –se dejó caer teatrero Murciégalo, junto al
cadáver ensangrentado del amo, mientras elevaba al aire las manos
fingiendo llevar cadenas- Auxilio, ayuda a la Hermandad de Hombres
Libres sin distinción de sexo, raza o credo.

Soy uno de los vuestros.

Por caridad, dadme cobijo.

La capitana Libélula iba a intervenir para ofrecérselo, pero tardó


demasiado y la condessa asumió el mando del cotarro. Y aunque le guiñó
un ojo a Murciégalo, por haber presente más gente de Malta, ordenó
engrillarle y darle cepo en una esquina de la bodega. A La Valleta sin
tardanza habrían de conducirle para que las autoridades competentes
dictaminasen.

Y el gesto fue aplaudido por el eventual pasaje.

Desde luego que Libélula hizo ademán de empezar alegato de defensa para
el hombre, pero también a ojo batiente le sugirió la condessa que secase en
la garganta las palabras.

Él, Murciégalo, ya era uno de los suyos. Lo fue desde el instante mismo
que le pusiese los ojos encima Libélula y estos le echasen chiribitas. Y la
madre darse cuenta.

Y la verdad es que la condessa habló bien de él mientras lo entregaba


por la mañana a las autoridades, y mejor todavía durante el juicio
sumarísimo que tuvo lugar durante la tarde. Y, por la noche, en los
aposentos privados del Gran Maestre, asegurarle a éste, que era tan buena
la pieza que la quería para ella por yerno; que se la compraba. Ésa, por
Kiko el Murciégalo, y ésas, por la colección de caravaggios, que solía
reunir el cabeza de la Orden en su cuarto, cuando la condessa visitaba la
isla.

Temía que la mujer le robase alguno y por eso sólo en su presencia le


dejaba acercarse a los cuadros, sentar frente a ellos, y compartiendo puro y
coñac, escuchar nueva oferta estrambótica. Por todos le había ofrecido de
dinero a posesiones céntricas en Roma, Paris o Londres. Y hasta un
sacrílego amuleto que aseguraba la mujer prolongaba la vida entre diez y
veinte años… Y las coordenadas del auténtico Copón Bendito vino
ofreciéndole la condessa desde el mismo momento que le hiciesen Gran
Maestre, antes, siendo “sólo” gerifalte de la Orden, le propuso ser socios en
el asunto de robarlos.

- ¿Cuándo me los vas a vender?... y… ¿Por cuánto?

- Nunca. Y no tienen precio.

- ¿Ni en almas, Emmanuel?

- La mía es tuya –ofreció nueva ronda al tiempo que sentaba junto a ella-
Pero esos cuadros no se venden.
- Antes vendió el alma el pintor ¿verdad?

- Cierto.

- Y el caballerizo… me lo vendes o no.

- No. Tampoco. Ya has escuchado la sentencia.

En quince días lo despeñamos en la Blue Grotte.

- ¿Y si sobreviviese a la caída?

- Lo volveríamos a arrojar.

- No hombre. Que si podríamos inventar algo para que yo me lo llevase


antes y tú despeñas a otro, que tengas rabia, en su lugar.

- Ganas no me faltan de hacerlo con alguno de mis propios ayudantes.

Pero no.

- Por faaaaa…

- No mujer, no. No haberlo traído.

Es cosa interna y ejemplar.

Lo siento. Pero tiene que ir al saco y al acantilado.

- ¡Y tanto que lo vas a sentir!

Por lo pronto, a tu cuenta, va a ir todo el gasto que haga mientras esté en tu


isla.

- … Eso lo daba por descontado.

- Y de lo que jame, pimple y trinque mi tripulación, también.

- ¡Condessa… condessa!

- … No somos muchos; pero están sedientos de tierra, y necesidades varias,


de las que aquí os sobran.

- Venga… vale.
Pero… Bajo tu responsabilidad, tu firma, habrá de ir toda factura.

- Y el preso los quince días que le quedan, también.

- ¿Qué?... ¿Cómo?

- Que si quieres lo despeñas, pero los próximos quince días lo quiero para
mí.

… Vamos, para mi hija.

Yerno me ha de ser las dos semanas para aplacar a Libélula o…

Me está volviendo loca con su carácter seco.

- ¿Quién de las dos se ha encaprichado?

… Y dime la verdad.

- Ella.

- … ¿Tanto vale el prenda?

- No. No te voy a engañar; y más le conocerás tú.

Pero menos valía el botarate al que cosió a puñaladas; y eso lo reconocerás


igualmente.

¡Quince días bien puede ser mío!

… Quince días puede ser preso al aire libre en la isla ¿o no?

- … Bajo tu firma.

- Nos vamos entendiendo.

- … Y luego al saco.

- ¡Ay, hijo, qué mal fario das!

… Emmanuel, quién te ha visto, y quién te ve…

… Con lo alegre que siempre fuiste.

- Venga, llévatelo.
Pero si le das esperanzas de vida es por tu cuenta y riesgo.

… Y si te sirve de algo, si en mi mano estuviese… si al menos Murciégalo


hubiese sido caballero, yo… le hubiese dado medalla laudatoria y asignado
renta vitalicia por cepillarse al cretino de Miguel Ángel de Hontanares
Suarez y Chica.

¡Tanta paz lleve cómo descanso deja el otro imbécil!

… Mira que dispararle a una mujer desarmada y náufraga… ¡En qué lugar
nos dejaba el bastardo!...

Gracias por evitarme el engorro.

A la puerta del palacio llevaron una calesa ligera para la condessa y


monturas para su escolta; Rosario, Ajaliz, Boniato y Modesto Culebra.
Murciégalo sentaba a su vera en el pescante, silencioso, meditando,
poniendo en su cabeza, en orden, el intenso día que había vivido.
Consciente de la conversación entre el Gran Maestre y la condessa por
haberla oído en parte, y escuchar las partes que le quedaron ciegas por boca
de la propia dama. Sin secretos. Quince días tenían por delante.

- Antes nos habremos ido, descuida –camino de la residencia cedida en


Gharghur aseguró la condessa- No temas, no.

Ya te digo, antes nos habremos dado el bote.

- No, si eso no es lo que me tiene cavilando.

- ¿No piensas en irte de la isla cuanto antes?

- Eso tengo claro que está en sus manos y tampoco me atribula.

- Qué es entonces.

- Su hija. Libélula.

La capitana Libélula.

… ¿Y si no le gusto?

Y peor… ¡¿Y si no me gusta a mí ella?!

… Apenas de un rato nos conocemos.


La condessa detuvo el paso del caballo y cedió las riendas a Murciégalo.
No le hizo gracia la coletilla final a la mujer. Sacó la pipa, yerba, y al
tiempo que encendía, chistó a Rosario que se acercase un segundo, y tras
hablarle al oído, partieron los jinetes a algún asunto, mientras ella le
indicaba a Murciégalo que arrease los jumentos. Y no hizo falta reseñarle el
destino, de todos era conocido que la condessa, y séquito, solían alojarse
durante sus visitas, en una casa que se dice moró el mismísimo Caravaggio,
y que a ella, a la condessa, con gusto, le ponía los vellos de punta. A las
afueras de Gharghur.

A la mañana siguiente despertó Murciégalo temprano, y pese a ello, era


el último en levantar. Le estaban esperando. Y la comitiva había
aumentado, se unieron Malik, Zapapico, Rancapinos y Ojovago, que se
diría de paseo, comenzaron a andar tras las monturas. No iban muy lejos.
Pese a ser guía Murciégalo no sabía muy bien el destino, le indicaron que
siguiese el camino de Mosta, y de allí al Wied Ll-Ghasel. Pero por allí no
recordaba cosa de interés. Había cuevas, agua si llovía… y piedras. Allí
habría lo que uno llevase consigo, y refunfuñando que conocía mejores
sitios para perder 1/15 de la vida que le quedaba, siguieron ruta. Y ni
cambió de idea cuando junto al túmulo que visitaron le contó la condessa
una breve síntesis de lo que significaba la mesa pétrea. Para él era otro
esqueleto de piedras antiguas al igual que otros muchos que quedaban por
la isla. En efecto, en esta zona se habían desmantelado unos cuantos para
labrar paramentos en el puerto y algunos palacios. La roca semidesbastada
era reutilizada para mil cosas. Y señalando al frente, en dirección a
Buggiba, reseñar que él mismo ayudó a cargar en gabarras buena parte de
aquel impío templo o lo que fuese.

Realmente no sabía ninguno lo que estaban buscando, aunque la


condessa venía con una idea que quizá tuviese base. Para ella, en torno a la
zona del dolmen, y que era la que marcaba la cruz del anillo, habría de
haber… algo.

Unos restos, una inscripción, un mensaje encriptado que sólo los


buscadores del tesoro podrían entender.

Pero nada. En torno al sitio no distinguía marca y sentó sobre el propio


esqueleto de piedra para pensar. Mientras, los hombres se desperdigaron a
la redonda. Y en la mesetilla que mediaba entre Wied Ll-Ghasel y Wied Ta´
Ghajn Rihana, amén de encontrar enclave para encastrar castillo que
defendiese todo el norte de la isla, Boniato y Modesto Culebra acertaron a
leer en unas piedras caídas que quizá antes fueron lajas, ortostatos que
constituían un dolmen o túmulo, y a gritos llamaron a la condessa para que
acudiese a certificarlo. Y a criterio de la señora, lo eran; o pudiera. Cuatro
piedras que irían hincadas en el suelo, y una quinta, enorme cielo, de unas
diez toneladas, que en conjunto sugerían que no habían traído herramientas
adecuadas, ni aperos de valía, para mover o izar pedrolos.

Y pese a ser media mañana, la condessa declaró la jornada cumplida y dio


licencia por el resto del día a sus hombres.

A Murciégalo no. Le debería acompañar a ver a un amigo jubilado que


sobrellevaba la cesantía en un monasterio de Rabat. Se llamaba el abuelete
Dióscoro Lovefflat y el propio Murciégalo lo conocía por ser un afamado
pastelero, haberlo sido, y ser la decoración de sus tartas, haber sido, su
espectacular seña de identidad ¡El rey del glaseado! Capaz de retratar con
canela, chocolate, menta y nata al más sieso miembro de la Orden que se
quisiese homenajear u celebrar onomástica.

Le conocían por Dióscoro El Dulce.

… Pero eso era saber muy poco de él.

No se llamaba Dióscoro, ni se apellidaba Lovefflat. Y menos ser seglar y


estar entregado a ningún buen dios.

Y pastelero se hizo por necesidad de justificar la personalidad que robó


hace tiempo. Él había sido pirata, y artista del carboncillo y sus mezclas, y
bajo el hábito, lo seguía siendo, y al ver que era la condessa quien le
visitaba una sonrisilla fraguada en los siete mares se le colgó en el rostro.

- Hola guapa –dijo al tiempo que recibía los besos de la condessa- Sabía
que ibas a venir porque no hace mucho soñé contigo.

- ¿Cosa buena?

- No me acuerdo.

- Entonces será mentira –quiso hacer gracieta Murciégalo- O que fuera un


sueño lúbrico y ahora no lo quiera rememorar.

-…
¿Quién es este imbécil?

- ¿No le conoces? –al tiempo reía la condessa-

- No. Una cara de hideputa, así, sí que se me quedaría grabada. No se me


olvidaría tamaño mierda.

- Pues es de los tuyos; un caballerizo ralo de la Orden.

- ¿Quién?

- Soy Francisco Suelas Buffet.

… El Murciégalo.

Kiko el Murciégalo.

- Sí, tienes nombre de bastardo pero no te recuerdo.

Aunque el olor a mierda que dimanas sí me llega.

- Dióscoro, ¡por favor!, no me falte a la madre… Tengo echada sentencia


de muerte y no me pensaría mucho el arrancarle la lengua, y sacarle los
ojos, además de inflar a hostias, si sigue usted en la línea; pese a la edad.

¡Del primer puñetazo que te meto te arranco la cabeza, puto viejo loco, si
me vuelves a faltar al respeto!

¿Entendido?

El dulce pastelero sonrió, y de entre la ropa sacó una pistola que


amartilló. Después, con leves movimientos del arma, le indicó a
Murciégalo que se alejase unos pasos, los suficientes, para tener buen
ángulo y pegarle un tiro. Y lo hizo, disparó contra el joven, aunque no
teniendo dentro bala, ni pólvora, sólo sonó un pobre ¡click! que sin
embargo bastó para que el otro fuese al suelo.

Y reír el abuelo y la condessa, y pasar a otros asuntos más provechosos que


eran los que les habían traído al sitio.

Dióscoro era muy mayor y le fallaban las piernas, para acercarse a una
casa cercana a las catacumbas de Santa Águeda hubo de ir sentado en una
silla de ruedas. Murciégalo la empujaba mientras la condessa hablaba de
nimiedades con el hombre, pero en la casa, en una habitación profunda,
ante un cortinaje feísimo quedaron mudos. Ellos sentaron en los sofás de
contemplar, y por gestos, conminaron a Murciégalo a que apartase las
sábanas y enseñar lo que escondía el cortinaje y era motivo de semejante
parafernalia y secretismo.

Y razones entendió para ello.

Frente a sus ojos estaba el ojo chico del Gran Maestre, y obra maestra del
maestro Caravaggio. La decapitación de San Juan Bautista.

Los tres permanecieron extasiados ante tamaña cumbre pictórica.

Pero tras unos minutos de embeleso, la condessa reseñó unos pequeños


desconchones recientes en el marco original, y que éste, no tenía.

Y Dióscoro, el gliptotecario, le pidió a Murciégalo que le trajese la caja de


herramientas para reproducir los picotazos.
CAPÍTULO IV

Los tres días que pasaron en el lago Óbidos fueron de lo más tranquilos,
rayano el tedio; aunque no se aburrieron. Rosita y Palmiro elaboraron mil
planes para cuando se casasen, Rechico se centró en recuperar la forma y
cuidarse la piel, y Herejía y Camelita dieron largos paseos por la playa; de
Nadadouro a Foz, y allí sacar el catalejo, y entre miradas a los barcos que
pasaban, conocerse mejor. De veinte años atrás se conocían, pero para
ambos eran sus primeros momentos. Camelita hasta pensó que algún hado
habría parado el tiempo para ella. No quería que avanzase, que corriese.
Por lo menos, cuando era Herejía, y no el capitán Herejía Bichomalo, quien
con ella compartía la ocarina de una caracola o el cruzar alegre de una
manada de rorcuales junto a la costa. Nunca le había parecido a la mujer el
océano tan bonito hasta que compartió prisma con Herejía. Las gaviotas,
los peces en su correcalles, una concha de vieira, resultaban motivos
sobrados para gritar de alegría y lanzar puñados de arena al viento.

Pero a la mañana del cuarto día tenían todo empacado, y desde la boca
de la laguna contemplaban el paso de los navíos. No sabían lo que
pretendía Herejía, sospechaban que la intención sería pedir ayuda o hueco
de pasaje en embarcación oportuna que surcase cerca. Y así fue, aunque la
forma de pretender subir al barco se les hizo carente de lógica. Con el
catalejo divisó Herejía un pequeño balandro más o menos a media legua,
entonces desembarrancaron el bote, y ocupándose Rechico de bogar con su
estilo incierto, se metieron al océano buscando acercarse a la ruta de paso
del pequeño velero. Y cuando creyeron estar sobre la línea que habría de
seguir el bajel, Herejía sacó sus pistolas y desjarretó dos tiros al fondo de la
barca provocando unas pequeñas vías de agua, y para agrandarlas, clavó el
sable en el agujero y luego se dedicó a abocardar el daño hasta que la mar
metió tanto relleno que ya era imposible el retorno a la costa.

Plan audaz y temerario, pues el balandro pasó de largo sin siquiera


verlos. Demasiado grande hizo el agujero y el bote hundió demasiado
rápido. A ras de agua ni sus cabezas, ni sus brazos agitándose, fueron
vistos. Y menos oír sus voces. Y ahí quedaron flotando. Náufragos por
voluntad propia.

Frío no, el mar estaba gélido y pronto los primeros síntomas de hipotermia
dieron la cara, y en nada, la flotabilidad de las damas se ponía en duda por
los sayones que les lastraban, y a no recibir ayuda en breve, agotadas de
intentar mantenerse a flote, irían al fondo sin remisión debido a sus
modelitos de Paris. Y mejor no lo tenía Rechico, él, asido al zurrón, sin
haberlo soltado de la mano ni cuando estuvo “inconsciente” en Lisboa,
ahora entendería que le ahogaría de no soltar. Y pensó hacerlo, dejar que el
zurrón siguiese solo su viaje al abismo, pero antes de hacer, abrió una
última vez la bolsa por si dentro encontrase cacho de corcho o barrica que
se pudiese vaciar para dar función de salvavidas.

Y no. No hubo nada que entendiese capaz de mantenerlos a flote, así que
cerró otra vez el zurrón, pero al hacer, una buena bocanada de aire entró
dentro quedando atrapada y convirtiendo el bolsón en boya improvisada a
la que aferrarse.

Asidos a ella, y liberadas las damas de sus ropajes excesivos, sintieron


un punto de alivio pese a que la tarde corría y el sol seguía la elíptica. En
nada anochecería y lo que les deparase su situación en la negrura, no sería
de envidiar.

Herejía no atisbó otra salida que volver a nado a la costa, aunque en cuanto
lo propuso, el resto del grupo, excepto Rechico, confesaron no estar en
condiciones para echar los restos, el par de horas que llevaban en el agua
había entumecido sus miembros, de tal manera, que sugirieron que Herejía
fuese solo, con Rechico si quería acompañarle, y ellos esperarían en el
punto; o a la redonda. No les respondían las piernas ni los brazos. Y hasta
en el cuerpo dejaron de sentir frío.

Y Herejía marchó solo, no sin antes nombrar a Rechico capitán de la


almadía y responsable último de mantener con vida al resto hasta que
retornase él con auxilio.

La referencia que utilizó el capitán para calcular la posibilidad de llegar


a nado a tierra, fue el punto donde hundió la barca, pero el tiempo que
estuvieron flotando, sin darse cuenta, el aire y las corrientes les metieron
océano adentro. Y tras un buen rato de nadar, paró un instante para cotejar
rumbo y distancias.

Y todo iba mal.

La costa parecía cada vez más lejana, y a Rechico y compañía no lograba


cubicarlos entre el oleaje.

Fatal.

¡Y echándose la noche!

El único punto bueno que encontró, es que por lo menos, cómo si fuesen
luciérnagas que despiertan, en la lejanía empezaban a encenderse luces
reseñando la costa.

Y siguió nadando. Y siguió alejándose Portugal. Y cuanto mayor


potencia imprimía en sus brazadas para acercarse, más rápido le rehuía la
negrura que era tierra, al extremo, que hasta desaparecieron las luces del
horizonte.

Cansado, Herejía se hizo el muerto un rato dejándose mover a voluntad de


mar. No se creyó perdido, muy al contrario, barrido el cielo de nubes, ante
sí tenía el mapa de las estrellas. Infalible si se leía bien, y él, sin recordar
haber leído catón alguno al respecto, de carrerilla declamaba las
constelaciones mientras nadaba de espaldas. Acuario, Tauro, Virgo… ¡La
Estrella Polar!

Y tal que si tuviese la vista quemada por haber leído mucho, se le fueron
haciendo borrosas las estrellas con el anuncio de la avenida del sol.

Amaneciendo el océano era una hoja en blanco. Si el astro respetaba su


salida ordinaria, volvía a tener referencias aunque no sirviesen de nada.
Estaba lejos hasta de sí mismo pues se notó una modorra extraña. Y sabía
que no eran momentos de sueños.

Nadar. Nadar y nadar. Nada más.

O nada menos.

Quizá el truco fuese no moverse, quedar en el sitio para dejar que el mundo
se moviese solo. Era una idea estúpida, pero probó.
Y cual exhalación cruzó el sol el cielo, y antes que llegase a su ocaso
comprendió que había sido tonta la intentona. Seguía en el mismo lugar, un
poco más allá, o un poquitín más acá, de ningún sitio, unas coordenadas tan
vagas, que no le servían para nada.

Y para nada, mejor nadar.

Probó Herejía todos los estilos del arte natatorio, y daba igual cual
adoptase pues todos le llevaban a rondar ninguna parte.

Y empezó de nuevo a amanecer.

Se acabó. Hasta aquí. No iría más lejos, aunque las palabras “lejos” y
“cerca” careciesen de sentido en medio del océano.

Con flotar tenía bastante, y no pudiendo hacer nada más útil, cerró los ojos,
y a punto de dormirse, en la frontera de la pesadilla que vivía, escuchó una
voz. Lejana, aflautada, difusa. Un eco en su cabeza que le impelía a no
ceder al sueño… eterno.

¡Y abrió los ojos!

Y al hacerlo, se descubrió en una cama. Mullida. La única que tenía el


barco y que también fue alquilada; con oro cualquier cosa.

- ¿Dónde estoy? –demandó Herejía información al hombre que sentado, y


leyendo la Biblia, le acompañaba en el camarote-

- Está usted en el Reconchita, mercante de Cabo Verde, del cual tengo el


honor de ser el capitán.

Me llamo capitán Conrado Ben Bahía, para lo que necesite.

- Pues a bote pronto necesito a los míos.

- Pues ahora mismo bajan, porque están comiendo. Es hora del rancho y yo
les estaba haciendo la cobertura con usted.

Pero tranquilo, descanse, duerma, haga uso de mi cabina cómo si le fuese


propia.

- ¡¿Están los míos a bordo?!

- Sí.
Y no intente levantarse que aún estará usted muy débil.

En dos saltos están aquí ellos, porque desde que desapareció, ¡Hace
cincuenta días!, no han dejado de gritar su nombre desde los barandales y
lo alto la botavara.

Ya mismo les tiene aquí.

Y en dos saltos estuvieron, sí. Y felices de veras por reencontrarse con


él. Rechico, empujado de entraña, se la jugó abrazando al capitán de muy
buena gana. Y Camelita comérselo a besos. Y Rosita y Palmiro aplaudir
felices por verle vivo, aunque un brillo en los ojos, o más exactamente el
brillo mate de los mismos, en la pareja, daba indicio de algún sueño que se
hubiese roto. O muerto.

Y aunque le costó saber el motivo, pues lo negaron y renegaron varias


veces, cuando se lo concretó el mismísimo capitán, admitieron que había
acertado de pleno. Felices sin duda estaban por haber encontrado al capitán,
¡y vivo!, y ellos seguir juntos en la singladura, la mácula de tristeza,
aunque quisieron ocultarla, fue porque en el empeño de buscarle por todo el
océano habían gastado los cincuenta doblones. El futuro de sus hijos
invertido, sin remordimientos, en su persona.

Y por los ojos exudó el capitán Herejía agua marina, entendiendo los otros
que ya estaba mejor. Y mejor dejarle ahora a solas, o al cuidado de uno de
ellos, y proseguir con el rancho del cual apenas dieron tres cucharadas; y
ahora volvían a tener gazuza.

Rechico se postuló para hacer la primera guardia, pero con una sonrisa
amable, y cogido de la mano, le llevó hasta la puerta Camelita. Le tocaba
nueva cura al capitán y eso era cosa de ella por entendida; a fuerza ahorcan
y en el antro de Lisboa, en los tres, dio servicio discreto la mujer de
matasanos; zurcidas de pellejo, traer niños al mundo, sin olvidar tratar las
venusianas, sacar muelas, las no inusuales roturas de huesos y los
abundantes moratones que dejan algunos juegos en el exceso. Y las
almorranas.

De todo ello sabía la que fuese dómina, y con un poco de aceite de


cachalote en las heridas y quemazones que le hizo la mar, sanaría pronto.
Desnudo apareció, y todo el cuerpo ulcerado y con descamaciones.
- Camelita, por favor, dime la verdad: Me voy a morir o ya estoy muerto.

… ¿Sigue siendo esto el océano?

… ¿Eres tú la estrella que me ha guiado estos días?

- Me gustaría pensar que sí.

- Que sí qué: ¿Que estoy muerto?... o… ¿Que esto es el océano y tú la


estrella con la que hablo por las noches?

A mí me parece que es de día, y no concreto este universo.

¿Dónde estoy?

Dónde estamos.

- Entre Figuere de Foz y Aveiro andaremos; según lo último que escuché.

Esto es un tortuguero que lleva materia prima para los fabricantes de


abalorios de Oporto.

Lo cazó a braza viva en la ruta Rechico.

Por cierto… ¡Vaya mozo!... ¡Vaya entrega!

Al poquito de partir usted vimos pas…

- Perdona que te interrumpa, Camelita.

Por favor, dame tuteo que somos más o menos de la misma edad; y nos
conocemos desde tiempo ha.

- Yo aparento menos años de los que tengo, y usted…

… tú, aparentas más.

- Y qué me decías de Rechico.

- Que Rechico, si no le es… si no te es hijo natural, por cumplido lo parece.

Nos contó las palabras que usted dijo… que dijiste… y me legó el fajín de
jefa del galeón.

- ¡Lo que da de sí un zurrón hinchado!

- La misma función, sí, que una trirreme.


Y lo dicho, él, Rechico, sin dudarlo, dijo que daría alcance al barco; aunque
fuese lo último que hiciese en esta vida.

Echó unos pocos cálculos y clavó dirección al punto de posible encuentro


si no viraban los otros.

Y…

- ¿Y?

- Y que hubiesen seguido ruta de no ofrecerles dinero. Y les ofreció, les dijo
que teníamos si eso les movía a cooperar.

- ¡¿Y eso les motivó y no por náufragos?!

… ¿No conocen la Ley del Mar?

- Pero movieron. Lo que cuenta es el resultado.

- ¿Cómo lo negociasteis?

- Un doblón de oro al día y cincuenta al encontrarte.

… Confiábamos en encontrarte esa misma noche.

Y no.

- ¿Y qué tenemos, entonces, pendiente con esta gente?

- Los cincuenta que ya no tenemos.

Pero en Oporto hay quien me deba cincuenta doblones; y más.

- ¿Eso incluye nuestro pasaje hasta Oporto?

- … mmmm… No. Eso se está pagando trabajando en la bodega y en la


cocina, y labores varias, mientras no estábamos rastreando las olas a
catalejo y altavoz.

Y también es Rechico el autor de haberte divisado. Y hasta poner el sable


en el cuello al capitán Conrado, y exigir, que enfilase hacia usted… hacia
ti… sin dilatar más el rescate; llevaba un tiempo sospechando Rechico que
la marinería del Reconchita ya le había… ya te habían localizado y hasta
callado el hecho.
Cortés se presentó el capitán Conrado, y en un altar le puso Herejía con
las cuatro primeras palabras que le escuchó al hombre, ¡Por el simple hecho
de creer que le había salvado la vida!, pero al referir Camelita la actitud del
sujeto, murmuró Herejía que Rechico se tendría que haber quedado en la
almadía y no hacerse el machote contactando con unos furtivos y
contrabandistas de tres al cuarto. Ya hablaría con él. Pero por el momento
necesitaba dormir. Un ratito. Una siesta larga pues se sentía necesitado de
ella.

Y se dejó ir. Se acurrucó en una esquina de la cama, y antes de entregarse


del todo al sueño, reseñó con unos golpecitos sobre la manta, a Camelita,
que sobraba sitio. Y sabiendo seguro dónde estaba él, ella también podría
entregarse a dar un coscorrón reparador.

Y cual gata ronroneando, tomó un cachito de sitio casi a los pies. Y


dormirse acompasando su respiración a la del capitán.

Y el barco entero dormitar.

Soñó Herejía mucho e intenso. Y tan vívida fue la ensoñación que


despertó cansadísimo, apenas podía arrastrar los pies, y le fue un esfuerzo
titánico el subir a la cubierta y llegar hasta el timón. Vacío. Sin personal a
la vista, el Reconchita seguía ruta por propia inercia sin mano de
marineros.

Raro.

La siesta se alargó hasta meterse en las horas nocturnas y ésa podría ser la
razón. Aunque mal hecho, quizá el piloto se hubiese escapado un segundín
al beque para obrar y en nada aparecería subiéndose los pantalones.

Pero no. No vino nadie a hacerse cargo de la rueda, y por pura dinámica
gobernaría él.

Y perezoso asomó el sol, se diría que con esfuerzo parejo al de Herejía, el


astro levantaba del horizonte su brillante corpachón.

Y nadie a la vista, sólo a lo lejos divisó una procesión de pesqueros,


seguidos por la cofradía de gaviotas que se pugnaban los descartes, antes de
que los barcos buscasen amarre en la desembocadura del Duero.
Oporto se intuía ría adentro. En un par de horitas estarían en el pago y a
voces empezó Herejía a llamar a la tripulación, a los suyos y hasta al
mismísimo capitán Conrado Ben Bahía.

Pero nada.

Y volvió a gritar.

Y tras mucho rato de afinar oído, entreteló amortajadas, unas voces de


respuesta indicando que estaban escondidos. Palmiro, Rosita y Rechico
guarecían en el pañol de drizas. Y al poquito, temerosos y con el sable de
Palmiro y Rechico por delante, aparecieron en cubierta. Y tras ellos
Camelita, que contrariamente a los demás, había dormido a pierna suelta y
se sentía lozana cual muchacha de quince años. Pero en cuanto asomó a la
cubierta, su cara marcó perpleja el mismo pasmo que los otros.

Sangre por todas partes; y restos de carne y pelos, y uñas clavadas en el


piso. Y el propio capitán Herejía, desnudito, hecho un ecce homo aunque ni
una gota de la sangre que le recubría fuese propia.

Al vuelo cazó Herejía lo sucedido, y aunque intuía la respuesta, preguntó si


era obra suya el desaguisado sanguinolento.

Y por respuesta, rota en llanto, Rosita le enseñó la bolsita de crótalo negro,


nuevamente llena de doblones de oro.

¡Cincuenta!

La niebla envolvía la isla y dificultaba el moverse por ella, por el


contrario, también tejía un halo de discreción para la empresa de la
condessa. Pudieron dejar Gharghur, y atravesar Naxxar y Mosta, hasta
llegar a las confluencias del Wied Ll-Ghasel con el Wied Ta´Ghajn Rihana,
sin que nadie les viese, y les interesaba la discreción porque esta vez
llevaban con ellos una carreta con material de construcción; herramientas,
maderos, poleas, cuerdas y la propia fuerza bruta de los cuatro percherones
del enganche. Con esa logística si entendían factible el levantar las piedras
caídas, y con suerte, encontrar la pista que sospechaban escondía el
conjunto megalítico.
Lo primero fue localizar en el suelo los negativos donde en sus tiempos
hincaron las piedras, para ello en un rodal de diez pasos de diámetro
quitaron media cuarta de arena, que per se ya es oro puro por su carencia en
la isla, y vaciar las huellas del relleno que el tiempo fue dejando hasta
colmatar. Y después decidir qué piedra iba en cada fosa, aunque la mera
proximidad a los agujeros fue el criterio por el que se decantaron.

Excepto la capitana Libélula, que estaba en la Dragon Fly amarrada a la


isla de Manuel, frente a Ll-Gzira, y Malik que se quedó en Gharghur
inventariando todas las medicinas y potingues curativos que habían
adquirido, el resto de tripulación, convertidos en cuadrilla de obreros, se
afanaba en armar las grúas y despejar el terreno. Y estos simples
preparativos les llevaron la mañana, y a mediodía no sólo el sol era testigo
por haberse retirado la densa niebla, ahora en torno a ellos sentaba media
isla de Malta, o la totalidad de sus desocupados, admirando la ingeniería
que estaban desplegando los forasteros.

En Malta, a pie de calle, pocos secretos se guardan.

El rumor de que la condessa pretendía construirse casa sin pedir permiso ni


comprar terrenos, pronto corrió hasta La Valleta, y aunque se imaginaron
que era tergiversación de lo que realmente fuese, o desvaríos de un
chismorreo que corre de boca en oreja, desconcertó lo suficiente en las altas
instancias como para que el mismísimo Gran Maestre se presentase a
primera hora de la tarde en el lugar pretextando llevar café calentito a los
currelas; y un pabellón para protegerles de la intemperie en los descansos.

- ¿Qué me estás haciendo aquí? –al tiempo que servía en persona el café a
la condessa dijo el Gran Maestre-

Aquí no me puedes construir nada duradero porque tenemos proyectado, en


breve, levantar una buena fortaleza.

- ¡Ja!

- En serio.

- Ja. Emmanuel, no hagas que me ría.

No te ha interesado el sitio hasta que lo has visto con tus propios ojos; las
posibilidades defensivas.
- Pues no. Aquí me gusta venir en primavera para disfrutar el campo florido
que tenemos a los pies.

Tú no has descubierto estas panorámicas, querida.

- Desde luego que no. Precisamente este dolmen lo construyeron,


probablemente, para que los muertos contemplasen. Y no para ser
contemplados… al menos desde el mar; salvo que gastasen, entonces, ya
catalejos.

- Y en resumen… ¿Qué gaitas me estás haciendo aquí?

- Reconstruir la antigualla, qué va a ser.

- ¿Seguro que es eso?

- … ¿Qué te han dicho que estaba haciendo?

Y quién.

- Quién, no te lo voy a decir porque ni le conoces.

Pero el qué, sí.

Dicen que te vas a hacer una casa aquí mism…

- ¡¡Cuánta tontería, Emmanuel!!

Cada vez que vengo a verte chascan las malas lenguas todo tipo de tontunas
y sandeces, y tú prestas oídos.

… Que si vengo a matarte… o a robarte los cuadros… o hundir la flota… o


hacer copia del manojo de llaves para entregar a los franceses, a los
ingleses, o a la guardia suiza del Vaticano.

Es verme pisar la isla y se les va la boca a los lenguaraces para no decir


cosa buena.

¡Hacerme una casa aquí!... menuda calbotada.


Pero… ¿Tú te crees que para tres días que vengo a verte, de pascuas a
ramos, voy a gastar una fortuna pudiendo vivir gratis, ¡Y dormir!, en la
misma cama que mi venerado Caravaggio?

- Ya sé que no, pero…

- Ni peros ni manzanos, Emmanuel.

Y no cojo el canasto las chufas y me voy ya mismo para no volver… por ti.

Porque te aprecio y te quiero.

- Bueno, mujer, no te excites que te vas al síncope. Déjalo ya.

- Eso. Lo que me faltaba. Oír por tus propios labios que me vaya. Que me
pire de la isla.

- ¡¡Voto al Cielo que jamás he pensado eso, condessa!! ¡¡¡Ni dicho!!!

Es más, si necesitas ayuda, para eso he sangrado en cien batallas, para ser
el Gran Maestre, y poder hacer que vengan mil de los míos para ayudarte.

- ¡Mil!

Mil, nos estorbaríamos.

… Pero si haces venir a cien, cien con callos hechos, me sobran y me


bastan.

Sí, mándame cien que sepan recibir órdenes.

-…

No sé por qué, pero siempre que discuto contigo, o mera charla amigable
que sea, acabo haciendo lo que quieras. O la parte que me tuvieses asignada
de antemano en el plan que tengas hecho.

- ¿Cuántos en la isla se atreverían a llevarte la contraria?

- ¡Ja! Obvio, ninguno.

- Pues cuéntame que estoy aquí. Cuenta uno ¡Una!


Y eso bien merece los cien hombres que me acabas de prometer.

Y tras dar cuenta hasta de la última migaja de las pastas, pasteles y


confituras que acompañaban al café, la brigada de la condessa volvió a
poner en facha los riñones y acabó de montar toda la infraestructura.
Terminaron al tiempo que escondía el sol, recibiendo una andanada de
aplausos por parte de los mirones que entendían finalizado el primer acto
de la obra.

Sin embargo, al día siguiente no hubo público. La tarde anterior se avisó


que todo aquel que rondase el sitio sin oficio comprometido con la
restauración, podría ver mucho más de cerca los progresos al amenazar con
incluir en la plantilla. Y visto cómo sudaban los operarios de la condessa,
no se presentaron voluntarios.

Pero gente hubo cuando llegaron a pie de tajo al día siguiente. Cien. Ciento
uno, pues al mando de la centuria estaba el nuevo arquitecto del Gran
Maestre. Luchiano d´Monticalvo. Y al ver llegar al grupo de la condessa se
presentó muy respetuoso y se ofreció cómo un obrero más para ayudar en
lo que fuese; capataz de los suyos, pues aunque vistieran de forma austera y
obreril, no dejaban de ser los cien presentes miembros “reputados” de la
Orden, y mal llevarían que les diese directamente las órdenes una mujer;
pese a venir ellos del calabozo.

Y la condessa sonrió. Y también el resto de dragonitas.

Sin apearse la sonrisa de los labios, y con dos sables en las manos, la
condessa se dirigió a la cuadrilla que le prestaban y preguntó directamente
si alguno tenía problemas en que ella les diese las órdenes en persona. Y
desde el bulto se originaron unas carcajadas anónimas.

Pero eso era lo que esperaba la mujer. Se fue derechita hacia el origen de
las risas mientras los presentes le hacían pasillo y al graciosillo corro. El
hermano en cuestión era una mala bestia que por nombre tenía Antoine
Bousalaire, aunque atendía mejor por Cabezanieve; y no por ser canoso.
Era grande cual montaña, y sus piernas y brazos eran abetos. Hasta su mera
sonrisa aterrorizaba, aunque no a la condessa.

Frente a él, y muy seria, inquirió la dama si tenía el hombre algún secretillo
privado, que en mal momento, le llevase a reír cuando se esperaba, en todo
caso, respuesta seria. Y aunque negaba con la cabeza, en sus comisuras
anclaba una sonrisilla atravesada que no podía ocultar ni reprimir, pues en
torno suyo, por lo bajini, sus mismos compañeros de camareta le instaban a
repetir carcajada si tenía cojones. E hizo.

En cuanto la condessa se dio la vuelta para distribuir trabajo, soltó el fulano


tal risotada que el círculo de compañeros amplió el radio por temor a lo que
pasase. Algunos conocían a la condessa de antiguo y sabían de su pronto
irascible.

A los pies le arrojó la mujer un sable y le invitó a cogerlo y defenderse, lo


cual, para mayor disgusto de la dama, le llevó a que volviese a reír, pues al
recoger el arma, en vez de sable, a él le quedaba puñal en su inmensa
manaza.

Pero no amilanó a la condessa. Marcó la señora postura de ataque, y


aunque Cabezanieve no creyese posible que al final acometiese, la mujer le
tiró un viaje en oblicuo que el hombre paró sin mucho esfuerzo, aunque
acto seguido desplegó tal batería de ataques la condessa, que el “caballero”
sí tuvo que emplearse a fondo y hasta dejar de sonreír. La situación ahora
no tenía gracia. Era una espadachina de primera, mejor que él, cosa que
quedó demostrada al rotar en un “a fondo” la muñeca y arrebatarle
limpiamente el sable de la zarpa.

Y ahí podría haber quedado la cuestión.

Pero mal le sentó al hombre, y creyéndose superior en la lucha a mano


limpia, intentó agarrar a la dama con incierto propósito.

Lo último que hizo.

En un “tris” la condessa le amputó la mano que adelantaba, y en el “tras” le


cortaba la cabeza; cayendo ésta al suelo con los ojos incrédulos aún
abiertos.

Una lástima porque el hombre tenía pinta de poder trabajar por cuatro.

- ¿Alguno más con alma de cómico? –dijo la condessa bailando el sable en


torno suyo-

Vamos… vamos, animaros porque soy una mujer desvalida como bien se
ve.

Y sin pizquita de sentido del humor.


Si le cuento al Gran Maestre lo que aquí ha pasado, ¡desgraciados!, con sus


propias manos os pasa a todos por las armas. No deja uno.

¿Caballeros?... ¡Ja!

… Ni tú te salvas, d´Monticalvo.

¡Venga, al tajo todos!

Y bien sabían que no mentía. El Gran Maestre, en persona, les daría


verduguillo en el instante mismo que se enterase de lo acaecido; el no
silenciar al mastuerzo de Antonie Bousalaire al mero esbozar risillas.

Para la condessa el Gran Maestre era simplemente Emmanuel.

Aunque intuyesen, desconocían que el Gran Maestre le debía la vida a la


mujer. Varias, pues dos veces en su vida le habían hundido el barco y hecho
náufrago a Emmanuel, y las dos veces fue la condessa quien le sacase del
agua; aunque también le hubiese metido; y hasta cobrar rescate, sí.

La tercera vez que le salvó la vida, pocos años antes de ser elevado a Gran
Maestre, fue arrebatándole a la cimitarra del verdugo de Ashila; en la costa
norte de Marruecos. Condenado a muerte por un amor secreto, y con el
pescuezo en el poyete, tomó la medina al asalto la condessa y su gente. Y
con un golpe de mano rápido, y sin bajas, en el siguiente parpadeo de
Emmanuel surcaba el agua más clarita del Mediterráneo.

Y a cambio de nada lo hicieron. Casualidad que se enterasen en el zoco de


Tánger el día anterior, y sonándoles el nombre del condenado por haberlo
manejado para pedir por él rescate, se dejaron caer.

Y no sólo la vida, el Gran Maestre debía a la condessa muchos gratos


momentos. Y confidentes que se eran.

Y eso también evitó males mayores a la mujer, pues cogida hace años en un
renuncio gordo, la pena más leve que llevó fue ser confinada en
Formentera, bajo la tutela de Bulín de Aguiloche, los años que el doctor
diagnosticase oportunos; y fueron muchos a criterio de la condessa.

- ¡Los mato! ¡¡A todos!! –pese a mascullarlo entre risas se le entendió al


Gran Maestre-
… Incompetentes.

… Inútiles.

- … Tsss… Emmanuel, si sé que te lo vas a tomar tan mal no te cuento


nada. O no te invito a cenar.

- Despreocúpate que no les mataré; pero de ésta se acuerdan.

¡Qué gente se nos cuela!

- Venga, prueba el chocolate.

- … mmmm…

- ¿Qué tal?

- Sincero… soso… sieso.

- ¡¿Soso?!

- Sí. Sabiendo que has visitado a Dióscoro, El Dulce, me esperaba esta


noche, de postre, algo mejor… más elaborado.

- Le quise pagar con oro, diez ¡Cincuenta piezas llegué a ofrecerle! Si me


hacía tarta donde fuese reconocible tu cara siendo mozo.

Y me dijo que imposible. Que se reconocía incapaz.

- Tengo entendido, que asusta con una pistola a los viejos y a los niños.

Está dando una vejez atroz.

Personalmente, supongo que la tiene para defenderse de algún fantasma del


pasado.

- Descargada ¡eh!

- Lo sé; no la seguiría teniendo de otro modo.

Por cierto, ¿Y tus fantasmas?

- Sigo siendo atea; no gasto de eso.

- No, no. Los espectros dónde cacharreas.

- ¿Dónde… “cacharreo”?
- … ¿Cómo lo definirías tú?

- … Ando ayudando a reconstruir el Patrimonio de todos.

¡Me condenasteis a saber! Y eso hago. Aprendo. Investigo el pasado.


Revierto en el pago el empeño.

- … ¿A qué esa irascibilidad te leo en el ceño ahora?

¿Quieres que cambiemos de tema?

- Mejor.

- Bien.

… ¿Qué vas a hacer mañana?

- Lo mismo.

Por la mañana dolmen y por la tarde preparar la cena.

¿Tú dónde cenas mañana?

- Aquí, si me vuelves a invitar.

- ¿Te van a dejar tus “grandes” jefes?

- El que usa libretas de Gran Jefe soy yo.

- … ¿Tus “grandes” alcahuetas, Ignatius?

- Lo son, pero de otros; ya sabes el juego que nos traemos por aquí.

- Sí. Algo sé.

¿Te pongo plato entonces?

- Cuenta conmigo.

Se despidió con tres besos y palabra de reencontrarse al día siguiente a


las ocho para cenar, y puntual, a las siete, pero de la mañana, el hombre
aguardaba a la condessa en el pabellón de campo con el desayuno puesto. Y
cien de los suyos, con cadena y bola al pie, y la espalda cruzada a látigo,
cuadraban revista.
Y rindió el trabajo. El día anterior “sólo” pudieron levantar una piedra,
hoy, con las mañas de ayer, y la presencia del Gran Maestre, cundió para
levantar las otras tres antes de la hora de comer.

La cuadrilla de la Dragon Fly compartió mantel y almuerzo con Emmanuel,


la gente de éste, volvió a la formación, y la bola, para degustar un
bocadillo.

La condessa no. Ella observaba el gigantesco potro de herrar que


asemejaban las cuatro piedras hincadas; y sólo porque en la tierra no hay
animal de ese tamaño para herrar, desechó la idea de serlo. La tapa del
dolmen era lo desconcertante. Ahora, levantadas las patas, la mesa que
supuso… no valía. Era pequeña. Le faltaban un par de pasos por cada lado
para mantenerse encima; y no por mellada. No, no era la pieza que cerraba
cielo al conjunto.

De una piedra a otra contaba los pasos, y compás de su andar los trasladaba
a la laja que pensó techo, y no, no lo era. No tenía las dimensiones
adecuadas.

O faltaba la tapa… o nuca tuvo.

Y la condessa miró con nuevos ojos el monumento funerario… Y gritó


eufórica un clásico ¡Eureka!

El rodal de arena donde asentaba el ¡supuesto! dolmen tenía más o menos


diez pasos de diámetro, y en derredor la roca madre.

Pero no era roca madre. Era una laja descomunal que no podría tener patas.
Más de ochenta pasos de largo por la mitad de ancho. Y si no le engañaban
los ojos por el poco despego del suelo, en pureza tallaba los contornos de
una isla conocida; y el socavón de arena un punto concreto, que no
respetaría equilibrio.

Necesitaba levantarse en el aire para comprobar y se subió a lo alto de la


grúa. El Gran Maestre, viendo encaramarse en persona a la condessa,
reprobó la temeridad e instó a que bajase y dejase la labor a alguno de los
suyos. Que dijese lo que tenían que mirar, y quien subiese, sería sus ojos
sin rondar peligro. Y aunque al momento bajó la mujer del andamio, no fue
porque le conminase el Gran Maestre. Necesitaba más altura.
Entre los hermanos presentes no pocos eran miembros de la Casa de
Aragón, y entre ellos destacaban unos cuantos por ser integrantes de las
famosas collas de asalto, las torres humanas que levantaban para salvar
cualquier muralla que les prohibiese el paso. Con la ayuda de estos
empezaron a organizar una. Entre las cuatro piedras hincadas erigieron la
columna de carne levantando seis cuerpos, y la condessa, séptima,
contemplaba la verdad de su presentimiento embobada.

Y tras decirse para sí misma máxima que repitiese Bulín con frecuencia:
“¡Que tu sombra te guíe!” notó un temblor que le recorrió de los pies a la
cabeza, y luego un vahído de cimbrearse el mundo, y finalmente sentir que
la torre humana se quebraba y ella caía de cabeza al abismo.

Teniendo mal aterrizaje.

Rápido se puso al mando el Gran Maestre y ordenó bajar hasta el carro a


la condessa y de allí ir a La Valleta… o no. Mejor a M´dina porque su
propio médico le atendería allí al residir.

Pero ni a La Valleta ni a M´dina. Rosario tomó pescante y arreó los


caballos con destino Gharghur. Malik estaba allí, y él ahora era el médico
personal de la condessa. Y aunque tras el carro galopaban indicándole a
Rosario que ése no era el camino, acabaron aceptando la opción tomada y
ayudando a subirla al cuarto de la planta alta donde se dispuso a atenderla
Malik.

Y como no respondía a estímulo, ni a pinchazo de aguja, Malik entendió la


cosa seria y rogó que todos saliesen, que le dejasen a solas. Lo mismo se
requeriría una pequeña trepanación, y en tal caso, sólo necesitaría la ayuda
de Rosario u otro doctor que hubiese. Por lo cual, el Gran Maestre mandó
traer a su médico desde M´dina.

Pasaron de largo Oporto. Bajo responsabilidad de Rechico se dejó la


rueda marcando el norte, Palmiro y Rosita baldeaban la cubierta borrando
los restos de la matanza, y Camelita se aplicaba en bañar a Herejía en la
cabina del capitán. Seguía el boyuyo conmocionado y con asombro
observaba cómo le corría el cuerpo el agua enjabonada llevándose la sangre
ajena, y dejando salir a la luz los tatuajes propios. Horripilantes.
Y más por ser la primera vez que el capitán Herejía se los veía.

Él no recordaba haberse tatuado el cuerpo nunca, pues con orgullo lucía sus
muescas y costurones. Pero tatuarse no. No era un boloblás. Y al tiempo
que Camelita le acariciaba con la esponja, a uña intentaba Herejía
escarnarse la piel. Y no salía la pintura. Estaba profunda.

- ¿Tú me habías visto antes los tatuajes, Camelita?

- Siempre que le… siempre que te baño te descubro alguno nuevo.

Tienes tantos que es difícil haberlos visto todos en detalle.

Sólo hace muchísimos años, di con un japonés que te iría a la par en tinta;
del cuello a las muñecas y tobillos.

- No son míos. Yo nunca me he tatuado.

- De siempre te los conozco.

- No, no son míos.

Dragones, calaveras, muertos vivientes que salían de la caja. Y


proclamas en sánscrito. Y números romanos. Símbolos esotéricos que cual
yedra escalaban las piernas y cuerpos de demonios sumerios. Y barcos
fantasma siendo tomados al abordaje por entes abisales. Y más.

Hieronymus Bosch, le habría tatuado.

Y asomado al espejo, el capitán Herejía no se reconoció en el reflejo, y


molesto, le arrojó una jofaina haciéndolo añicos.

Mejor subir a cubierta y comprobar que Rechico había respetado el


rumbo. Y lo fue clavando mientras pudo, aprendiendo al paso a la
autodidacta. El océano no le gustó para nadarlo ¡Pero surcarlo en barco era
otra cosa! Le fascinaba. Las olas, su inmensa variedad, el jugar a llenar las
velas de viento leyendo espumas, y vuelos de gaviotas... y el barruntar
tormenta por las nubes; y porque el aire encabritó y la mar encabronar. El
capitán Herejía retornaba a cubierta en momento oportuno, Rechico le
confesó que a ratos perdía rumbo. Se le daba bien, pero la costa no andaba
lejos y temía no saber responder.
Lo ignoraba Rechico, pero casualmente esa zona tiene el agorero nombre
de Costa da Morte. Y lo es por rebañar el océano a la gente de la orilla, y
estampar contra la misma a los marineros que se acercan.

A diestro y siniestro mata el Atlántico.

Y en Fisterra ¡¡Fisterra!!... En Fisterra querer pasar el marrón al capitán


Herejía.

Y no.

El capitán se amarró al timón junto a Rechico, pero le indicó que no


esperase ayuda. Le había dado una orden, ¡al norte!, y su deber era
cumplirla hasta que él dijese cosa distinta.

¡Y la costa tan cerca!... ¡¡La costa da Morte!!

Todo al norte era la orden, y como con alegría pudo comprobar al pasar
casi al rape Muxía, la tierra se empezó a retirar al exigirlo el capitán. Los
faros iban quedando lejos, y aunque el oleaje era también bravo, no tenía la
retranca de los rebufos del aire pasado, ni las corrientes marinas. Abría sus
brazos el océano Atlántico hermanándose al noble mar Cantábrico.

El golfo de Vizcaya. Y al otro lado Brest.

Una semana tardaron en llegar a la Bretaña, y una semana estuvo por


propio y puro vicio Rechico asido a la rueda sin desfallecer, y los ratos de
dormir, trancaba el rumbo sin pedir siquiera sustituto. Hizo un curso
intensivo que casi le consume. Y sólo por orden del capitán bajó a dormir al
camarote.

Pilotaría Camelita.

Calmada se ofrecía la mar en el Canal, y leía el capitán la costa, aún sin


tenerla conocida, declamándola de memoria. Brest, las islas de Guernsey y
Santa Anne… doblar… Omonville, Gatevile… y al otro lado de la bahía Le
Havre.

Puerto que a primera vista Herejía sintió amigo. Y lo suficientemente lejos


para vender la carga del Reconchita sin levantar sospechas. Y llenar la
alacena porque estaba vacía ¡Y agua de la de beber necesitaban!

Y tener dinero fresco que no aparejase ruinas.


En el mismo muelle, a los dos pasos de pisar, encontraban trato. Pero
malo.

Un caparazón, un cuarto de plata.

Dos caparazones, dos cuartos de plata.

Tres caparazones, tres cuartos de plata.

Cuatro caparazones… ¡Un cuarto de plata!

Y aunque poético y rimboudnudo, no dejaba de ser un timo. Y no fue el


único en querer estafarles, porque hasta del que consiguieron la oferta
mejor, les pagaba con avales bancarios convertibles en cualquier capital del
mundo. En Londres, Ámsterdam, Hamburgo… o en el mismo París que
caía cerca si estaban necesitados imperiosamente de dinero en efectivo. El
tratante les podía dar algo en crudo de lo que llevaba encima,
descontándolo, obvio, del monto total, pero lo gordo se lo darían en la
capital al día siguiente; así se negociaba con la gente a la que se le veía cara
de tener prisa. El tortuguero podría atracar en su parte del muelle para ser
descargado, y mientras, subir hasta París remontando el Sena en un
balandro de alquiler.

Y conocer la ciudad que lo merece.

Con un par de luises de oro Herejía compró, y dejó, comida para una
semana. Con eso tendrían hasta para engordar, pues en dos días, tres a lo
más, volvería para abastecer el barco bien. Y marchó con Rechico.

Primado el barquero contratado con la promesa de un luís de oro, y


pagando la ida con medio de plata cortado a hacha, por la mañana orillaban
a la isla de Notre Dâme. En el trayecto les informó el barquero que los
cambistas más solventes, pese a ser la mayoría judíos, sentaban los jueves
en los últimos bancos de la catedral. Los otros bancos, los oficiales, donde
convertían en contante y sonante esos pagarés, pedirían muchos datos y
rellenar algunos impresos. Firmar una serie de documentos…

Malo. Al instante se hizo idea Herejía del mal papel que haría pretendiendo
escribir sin apenas saber. En el aire se sentía capaz de garabatear cualquier
cosa, hasta firmar, pero llevarlo a la hoja le sería un suplicio que le
delataría analfabeto funcional.
Mejor el trato entre caballeros. El tradicional escupitajo en la mano.

Salían los fieles de misa de nueve, y entre la multitud reseñó el barquero


a unos cuantos, que pese a salir los primeros, quedaron remoloneando
rezagados, cazando a los que limpios, tras rezar penitencia, necesitaban
efectivo para nuevos argumentos que plañir en el confesionario la próxima
vez. Movían dinero líquido, lo convertían en sólido o incluso lo sublimaban
haciéndolo desaparecer. Así hizo la moneda que corría uno de ellos en sus
nudillos, y que al darse cuenta el sujeto que le observaban, la hizo
volatilizarse con gran teatralidad. Y Rechico aplaudir, y Herejía entrar en
materia y ofrecerle el trueque.

Y mago era, pero de las finanzas, al arrancar ellos en el uno por uno, y
cerrar tras infructuosa media hora en el uno por cinco.

Y aceptar más por aburrimiento que por el baile de números que Rechico ni
entendió; pese a hablar francés mejor que el capitán.

Y certificándose prestidigitador, lanzó el cambista una moneda de plata al


aire, que tras caer, en su mano fue de oro. La primera de las diez que le
adelantaba, y las ciento ochenta restantes las recibirían al entregar en cierto
sitio una notita de su puño y letra. Pero todo informal, sin más papeleo que
acercarse hasta el palacio de Versalles y entregar a un primo segundo que
atendía las caballerizas, y aunque sin confirmar nunca, sospechar que sólo
era otro eslabón y el propio monarca resultaba el amo último de la caja; o
uno de los últimos.

Incrédulo veía Herejía como el hombre llamaba a un carro para ponerles en


él y…

… Y Herejía le puso el cuchillo de vela en la garganta.

Y no, no era buen mago, pues más allá de lo expuesto, sólo tenía dos
monedas de plata y algo de quincalla de cobre, pero juró y perjuró que
nadie llevaba hoy en día tal fortuna encima, y que en Versalles, él dejaba la
vida en prenda, sí habría dinero para ellos.

Y ningún problema por ir a palacio al saberse a los reyes en Lyon. Y él en


persona les guiaría el carro.

Debían saber las bestias el camino pues Jacob Feferbeg, que llamaba,
con los pies atendía las riendas al tener las manos ocupadas haciendo
juegos. Y al tiempo que les hablaba un poquito de todo, no dejaba el
prestidigitador de hacer aparecer y desaparecer monedas de plata y cobre.

Con un poquito más de entrenamiento, y más capital para mover dentro del
truco, Herejía calculó que se podría dedicar al mundo del espectáculo. Pero
Jacob se sabía ya muy mayor, y limitado, al ver con sus propios ojos,
aunque de reojo por observarlo siendo servicio y tener prohibido
disfrutarlo, a un auténtico mago, pues aún manco, del mismo aire hizo
brotar las monedas con una veracidad pasmosa ¡Hasta llenar una arqueta de
una cuarta de profundo!

En el mismo Versalles gozó de tapadillo la función. Versalles era el centro


del universo. Para ser Artista, con mayúscula, había que actuar ante el rey;
y agradarle.

Lógico, al acto le preguntó Herejía si el dicho mago era también cojo,


tranquimanco, o cuando menos, miembro del elenco del reputado circo
“Máximus et Mínimus”. Pero a tanto detalle no llegaba Jacob al ser
convocado por sorpresa como personal extra de aquella fiesta; y sólo serle
a él extra disfrutar algunos momentos de los números.

Su primo Eleuá Levy, el que apoquinaría la pasta, nominalmente ayudante


del caballerizo mayor, ése sí disfrutaba los espectáculos al esconderse en
una buhardilla, o infiltrarse con sus mejores galas entre los lacayos de los
invitados. Él sí se las ingeniaba para asistir, aun jugándose la vida, a las
fiestas exclusivas de la realeza.

De pie, en el pescante, intentaba Rechico atisbar más allá de los arbustos


y la variada celosía vegetal que prohibía, al común de los mortales,
disfrutar de los setos, parterres y jardines ¡Y fuentes! más afamados del
mundo tras los colgantes de Babilonia. El camino que seguían ellos era el
del personal doméstico, y por ello, lleno de guardias y controles, que
ausente el rey, y familiar conocido del servicio por el continuo trasiego, con
un saludo relajado a mano salvaba Jacob. Y así llegar sin sobresaltos ni
impedimentos hasta los establos reales y allí encontrar al primo Eleuá
supervisando el vaciado de zambullos.

Algo de mano tenía el hombre y sin pedir permiso se tomó un descanso.


- … mmmm… Sí, recuerdo al mago manco –dijo Eleuá mientras escribía
algo en un papel- … Aunque al par de años, pese a lo bueno que era, se
presentó con otro número ¡Pero aún mejor! de hombre bala de cañón.

Se colocó a sus señorías en la pradera y sobre ellos voló con capa y enseña
de la Casa de Lis, para aterrizar, amenizar, en una fuente indemne.

Y cojeaba, escorzaba el andar bajo la explosión de aplausos y gritos de


alivio; pero era lo suyo justificar por el trompazo.

¡Buen trecho voló!

Así que haciendo honor a la verdad, no puedo asegurar si era cojo del todo
o sólo temporal.

- ¿Y su nombre?

- En todo caso el del número: El temerario hombre relámpago.

- Y qué hago con este papel –aireó Herejía el que le acababa de entregar-
¿Qué significa? ¿Qué es?... ¿Es un uno, un palote?... ¿Qué es esta
astracanada?

- Vosotros ahora vais a la cocina y decís que vais buscando a mi mujer; y


ella os dará el dinero al ver mi nota; iría yo, pero me gusta hacer en persona
la cama a los sementales.

- ¿Ciento ochenta luises por una nota que es un rayajo? –a Rechico también
se le hizo raro-

- Sí. Mi mujer es muy lista. Ella sabrá lo que tiene que hacer con sólo ver
una raya.

En el trayecto de las cuadras a la cocina sí tuvieron que dar


explicaciones a la guardia que encontraron, pero con la sucinta referencia
de llevar mensaje a la esposa de Eleuá Levy, todos sabían que era cuestión
de tratos en los cuales era mejor no entrometer mucho los morros. Se
murmuraba que alguien muy importante estaba al final de la cadena.

¿Quién? No lo sabrían pues al recibir Esther el mensaje les conminó a


esperar en el sitio mientras ella iba por el dinero. Y de palabra clavó la
mujer los ciento ochenta luises para asombro de Herejía, mas no de
Rechico que creía haber descifrado el acertijo. Podrían ser grados de
circunferencia. Y Herejía rió la ocurrencia al tiempo que a dedo pringaba
de un puchero, gesto inoportuno que le cazó un pinche, y atareado, hizo
ademán a ceja para que un guardia que pasaba se interesase por la pareja. Y
les preguntó qué hacían, y aunque válida seguía siendo la credencial de
traer mensaje para Esther, y estar esperando respuesta, conllevó que el de la
espada les escrutase mejor. Y marchase pensativo. Y volver unos pasos para
atrás, y acabar dándolos otra vez hacia adelante con semblante
cariacontecido.

Pero en ese momento retornaba la mujer con el dinero en una bolsa. Y feliz
de cerrar el trato les estrechó a ambos la mano, ocasión que aprovechó
Rechico para preguntar si el código que se traía con el marido encriptaba
los grados de una circunferencia. Y una raya plana serían los ciento ochenta
exactos.

Y por la cara de sorpresa de Esther pudiera haber descifrado, pero también


apareció el guardia acompañado y recordando el rostro de Herejía de algún
requerimiento, y gritando que se entregasen sin resistencia. Media docena
de mosqueteros les tenían rodeados.

Quizá molesto por no saber si resolvió el enigma, al quedar la cocina


desierta, Rechico dijo que era cosa suya mantenerlos a raya si se inclinaban
por defenderse, si la cuestión era entregarse, claudicar, él no estaba
dispuesto. Ni Herejía, que optó por ir probando puertas y pasillos buscando
escape a la carrera. En su huida hacia adelante iban internándose en el
palacio, atravesando con gran revuelo espacios que sólo estaban
concebidos para cortesanos, y con jerga portuaria, y maldiciones,
mancillaban al paso las nobiliarias estancias. Y mancharlas también de
sangre.

Y llegar un momento en el cual no hubo escape, trompicados entraron al


salón de baile más célebre del reino; y por extensión, del mundo civilizado.
Y si mil personas podían aparentar ellos dos allí, al salir en estampida los
limpiacristales… en derredor el millón de mosqueteros saturaron la visión
al entrar estos al salón en tropel.

Pero no se echaron encima, en el último segundo, cual hormigas,


contuvieron disciplinados el embate y, aunque muy en desorden, salieron
del salón y tras de sí cerrar las puertas.
Jaula de oro era el salón de los espejos de Versalles.

Con su sable y el de Rechico, pues éste sacó la katana del zurrón, hacía
molinetes el capitán Herejía invitando a entrar otra vez a los más osados.
Zumbaba el aire a su alrededor. No se les habían echado encima porque…

… porque ya estaban presos. Rápido le iba la cabeza y guardó los sables


para desenfundar las pistolas.

Les observaban. Alguien importante, en el previsible cuartito de fisgar, tras


alguna luna, se estaría divirtiendo contemplando sus reacciones; tal la
disciplinada encomienda de Rechico a todas las deidades orientales del
Arte de la espada, y los demonios patrios de las navajas y dagas.

Herejía, indeciso, volvió a enfundar los trabucos, y hurgó en el zurrón


buscando apero de trabajo; y dio. Una soga larga, y tras hacer un par de
nudos a la misma, en tres segundos mal contados, contoneó la culebra en el
salón de baile haciendo estallar los cristales, restallar de un lado al otro del
salón sin dejar uno sano. Acertando, aunque a la carrera escapase, con la
alta dignidad, o limpiacristales, que les observaba en el cautiverio, y ahora,
sin querer, ir alumbrando un pasillo secreto que sacaba de palacio, pasaba
bajo la cocina, y tenía salida en un gruta artificial no muy lejos de las
cuadras.

Mil que salen en desorden por puertas de hojas anchas, por el hueco de
medio cuerpo originaron el previsible tapón.

El personajillo que escapaba era un chaval mayor. Posiblemente currela


del sitio o hijo de gerifalte al consentirse que observase, aunque puede que
sin permiso, jugar al ratón y el gato con delincuentes acorralados y
peligrosos. Y aunque quejica, pues gimió el par de tortas que le arrearon al
alcanzar, se les hizo de trato amistoso. Quizá algo asustadizo u enfermizo,
al agarrar al vuelo una fiebre de Estocolmo que le llevó a pedir enganche
en la bandera del capitán Herejía antes de dejar el túnel y salir a cielo
abierto.

Pero… ¡¿Conocía al capitán Herejía por el nombre?!

- ¡Y quién no! –con enorme sonrisa respondía el joven-

Si se les ocurre buscar el eco a una calle gritando: ¡¿Capitán Herejía, es


usted?!
… No retorna la voz ni ruido alguno; ni de pasos huyendo.

Embajadas y embajadas he visto llegar a palacio, y salir al destierro los


viejos favoritos dejando sitio a los nuevos. Y todos venían con planes
infalibles para acabar con el capitán Herejía Bichomalo.

¡El maldito capitán Herejía Bichomalo Bichomalo!

- Ves. Estás confundido. Te confundes con otro, casi familia, que rondará
por aquí; pero a la vista no estará ahora.

Ese capitán es mala gente; no te arrimes, muchacho, si le ves.

- (Ese capitán es usted, capitán –susurró el otro boyuyo presente- Es usted,


jefe).

- Y éste es Rechico, mi segundo.

- Muy bien, me alegro, pero si quieren contarla, es momento de coger


monturas y galopar hasta Rhuan; pero por el falso camino de Rhuan.

- Tenemos bajel de río esperándonos a los pies de Notre Dâme; poniendo


unos cirios a santa Teresita de Ávila dejamos al patrón.

- Esa vía estará quemada.

Si queréis escapar rápido de la ciudad, y la par intención con respecto al


reino, habréis de utilizar nuestra misma vía de escape. La de la Familia
Real.

La que nos enseñan a todos los de confianza en palacio por si hay que salir
a toda mecha a echar una mano.

Hacedme caso. Todo recto por el camino falso de Rhuan y luego a Le


Havre, y por mar… a cualquier parte del globo.

Por la parte trasera del establo entraron y desencamaron, de los nidos


del primo Eleuá Levy, a dos ejemplares soberbios. El joven sujetaba la
cancela y les indicaba los caminos a seguir, las sendas y vericuetos a tomar,
para sacar ventaja a cualquiera que también conociera el camino ordinario
de Rhuan.

Y en la quinta bifurcación que recomendó de palabra, cuajaron mala cara


Rechico y el capitán. Era demasiado complicado sin guía.
El tercer animal que desencamó obedeció a silbido por ser el propio. Vejete
el jaco, sin ayuda descorrió el cerrojo y dobló rodilla para ser montado.

A pelo todos, y talones a los flancos. A la carrera llegaban los primeros


mosqueteros.

Galopando tierras conocidas, caminos en los que había ido viendo


crecer raíces y árboles enteros, el guía abría distancia insalvable para
cualquier grupo perseguidor. Volaban. El joven estaba en edad y el caballo
le era prolongación del propio ser desde nacimiento, un mismo engendro
jinete y bestia, lógico que su paso rompiese el aire, pero Rechico, Rechico
para admiración de Herejía le iba a la par, parecía un azor que persigue
presa en el sotobosque. Él, Herejía, siendo capitán de mar y no de
caballería, tenía excusa para llevarlo peor. Pero no quejó. Tenía asimilados
los principios de la equitación dominando el Arte sobre mulo, burro, cerdo
y cabra; aunque a la inversa fuese la progresión. El caballo se llevaba de
forma distinta. Vamos, él se limitó a no soltar las riendas y aferrarse con las
piernas a su bestia, y fuerte que apretó Herejía, tras un rato de galope
tendido descubrió que si aliviaba un poco la tenaza de sus muslos sobre las
costillas del bruto, éste respiraba mejor y no resollaba tanto.

Plaisir, Thoiry, Civry, Saint Andre, Évreux, Neoburg, Le Bec, Monforts,


Honfleur.

Y al otro lado del Cirque de Roven, el Puerto de Le Havre.

El camino falso de Rhuan no pasaba por Rhuan, y sin la ayuda del joven les
hubiese sido imposible. En el mismo París, en la catedral al ir a coger la
barca, en cualquier tramo del río, sabiendo que por ahí llegaron, les
hubiesen dado caza sin tardanza.

Y aunque imaginaba el joven que no baremaba mucho en el asunto de


hacerse pirata el ser un jinete magnífico, probó de nuevo a pedir enganche.

Y Herejía, el capitán Herejía, dudó un segundo. El chico se le parecía, un


aire en lo físico se reconocía a la misma edad. Y también una pizca de ese
carácter extrovertido que empujaba a querer comerse el mundo, vivir
aventuras que valgan la pena y den sentido a la existencia.
Pero Herejía también era consciente de haber perdido en el juego, en un
parpadeo, treinta años tontamente; más, de un plumazo, de lo que llevaba el
chico vivido.

No. No sería justo enrolarle.

- Aún eres joven; ya volveré –se despedía Herejía con un sincero abrazo-

Estate al tanto y sabrás de mí.

- Gracias, capitán Herejía.

- Y tú ¿Cómo te llamas? –preguntó Rechico mientras soltaba amarras-

- … mmmm… Luís -dijo como desganado y con sarcasmo- Por aquí casi
todos nos llamamos Luís; por lo menos en mi familia.

- Es un nombre discreto… ¡Auriga! –se despidió Rechico embarcando de


un salto- Ya sabrás de nosotros.

- … O vosotros de mí.

En cuanto cerró tras de sí la puerta el Gran Maestre, Malik pronunció un


casi esotérico: “¡Lázaro, levántate y anda!”, y la condessa incorporó en el
tálamo dando el susto de su vida, ¡Y alegrón!, a Rosario; que compungía al
borde de la cama. Y la certificación de su buena salud fue besar a Rosario
con auténtico amor, y ser correspondida con otro beso que no tuvo ni
intervalo para respirar.

Todo les iba al hilván y la condessa rogó contención.

Con sigilo sacaron de debajo de la cama unas parihuelas que tenían


preparadas con la tela de Dióscoro el Dulce, exprimieron por encima un
poco de sangre fresca que le chorreaba a la condessa, y sin proferir un ¡ay!,
se sentó la mujer para ser cosida; de otro modo, advirtió Malik, mayor sería
la cicatriz si tardaba en juntar la carne de la brecha. Por eso no protestó los
puntos, quejó lo malo y vinagrero que le supo la copa de vino que le dieron
y tumbó cogiendo postura y papel de moribunda.

Y abrir la puerta Rosario con cara desencajada.


Malik poquito tardó en meter miedo al Gran Maestre diciendo que
necesitaba un “marcador orbital de cráneos” para realizar la imprescindible
trepanación y alivio de la presión intracraneal. Y él en el barco no trajo el
artilugio, pero recordaba haber visto uno en La Valleta, en la enfermería de
palacio, entre el utillaje viejo, al usarse por primera vez para extraer un
balín del ocho del lóbulo parietal, a un antecesor en el cargo llamado don…

- ¡Y qué hago yo! –impaciente quería acortar el Gran Maestre las


explicaciones al ver subir a la condessa en andas a la carreta y seguir sin
saber qué pasaba y a dónde llevaban a la mujer-

¡¿Qué puedo hacer yo?!

- Esperar aquí a su médico, que llegará dentro de poco, y llevarle con usted
a palacio; al suyo; y a la enfermería de él.

Y no poder decir más porque los caballos empezaron un trote adecuado


para el estado de la condessa. Y en cuanto dejaron de ser vistos, guiados
ahora por Murciégalo, lanzarse a tumba abierta hasta Gzira, allí desviar a la
marinería para que fuese preparando la Dragon Fly, y sólo Rosario y Malik,
y la condessa, seguir viaje, bordeando el puerto y subiendo hasta La
Valleta. Y al palacio del Gran Maestre.

Y por la parafernalia que traían escenificada, y que al poquitín descabalgó


tras ellos la guardia de corps del Gran Maestre habilitándoles paso a voces,
llegaron en un santiamén a la enfermería y el quirófano.

Y allí a sus anchas dejarles.

O mejor dicho “estrechas”, allí tres pasillos pequeños ramificaban hasta


habitaciones de grandes de la Orden, servían para desplazar heridos en
camillas de hombro, poco espacio requiere el que agoniza, y su parihuela
no hubiese pasado con la condessa encima. Curioso, los tres juntos, con ella
bajo el brazo, llegaron en un momento a los aposentos privados del Gran
Maestre y darle el cambiazo.

¡Descolgar el lienzo de Caravaggio y colgar el de Dióscoro el Dulce!

Y volver sobre sus pasos, adecentar el apaño del cuadro trufado en camilla,
y tumbar encima la condessa sintiendo al acto que le escupía la piel los
pelos y el corazón le latía muy lento marcándole los cuatro tiempos como
nunca había hecho.
Literalmente sintió un orgasmo y perdió el sentido, aunque lucía tal
expresión extasiada, que Malik prefirió ponerle un pañuelo sobre el rostro
antes de abandonar la enfermería.

¡Y todo en poco más de cuatro minutos!

El minuto quinto les cogía a ellos saliendo de palacio con la condessa en la


parihuela apañada, y el Gran Maestre descabalgando a la puerta con la
lengua fuera.

- ¡¿Y ahora qué pasa?! –en jarras y jadeando pedía Emmanuel más
información-

… Mi médico estará aquí en unos minutos.

¿No tengo trépano orbital en el instrumental de mi enfermería? ¿Entre el


material quirúrgico?

- Sí, pero no vale por ser de levógiro; al diseñarse para un zurdo; y ser lo de
la condessa en el parietal derecho -sin poder contenerse Rosario metió
morcilla-

-… ¿Y qué se puede hacer? ¿Dónde os la lleváis ahora?

… ¿Qué puedo hacer yo?

- Usted esperar aquí a su médico y preparar el quirófano –aseguró sin


titubeos Malik- Nosotros vamos a la Dragon Fly. Yo me llevo el marcador
orbital que no vale, para ahorrar tiempo y ajustárselo a la cabeza con mis
herramientas y unos calibres especiales que tengo en el barco; creo que será
factible.

- ¿Y luego?

- Traerla otra vez a palacio con el artilugio montado en la cabeza y


proceder aquí a la operación.

Ésta en sí es sencilla, aunque aparatosa por el aparataje; lo verdaderamente


malo es la recuperación.

Las convalecencias y rehabilitaciones se hacen largas. Larguísimas. Y de


no mover tras operar.

Y a veces nunca llegan a mejorar.


Y puede quedarse antes, en la misma mesa de operac…

- ¡¡No seas cenizo, Malik!!

… Vete al barco ya. Colócale los yerros.

Escoltados por la guardia del Gran Maestre dejaron La Valleta. Por


temor a dañar la tela la condessa apenas movía en el carro, aunque se le
escuchaba suspirar de gozo al coger el más mínimo bache, y tener que toser
Malik para enmascarar los gemiditos de la mujer al notarse subir al esquife;
y jadear los vaivenes de la mar. Y siendo izada a bordo de la Dragon Fly,
chillar la dama sin tapujos tal roldana.

En tiempos, cuando Bulín empezó a diseñar la Dragon Fly, el único


requisito que exigió la condessa fue que su camarote tuviese un espacio
preparado, lo suficientemente grande, como para acoger “La decapitación
de San Juan Bautista”. Desde que viese ese cuadro por primera vez siendo
muy niña, supo que lo querría para colgar en su cabina, y si algún día
tuviese casa, en su habitación.

Y tan buenos eran los bolillos del doctor Bulín de Aguiloche, que hizo
encajar a Caravaggio y Fibonachi en el mamparo de estribor. Justito. Ni un
dedo entre marco y barco.

Y la condessa quedó a solas en su compartimiento mientras el resto


soltaban velas e iniciaban la arrancada cortando la guindalera; que la tenían
hasta tensa.

Tal que tuvieran resorte en la popa repudiaron de la isla de Manuel. La


Dragon Fly abandonaba el seguro puerto ante la incrédula mirada del Gran
Maestre desde los baluartes de La Valleta; no entendía la jugada. Pero olía
que la habría al despedirse el convicto de Murciégalo mano en alto y
sonriendo.

¿Tanto teatro por llevarse al novio de la hija?

El Gran Maestre contaba con que, si ciertamente era ventrículo para una
aurícula de la hija de la condessa, ésta inventase cualquier cosa; y hasta
tener éxito. Por eso dispuso que se ajusticiase a Francisco Suelas Buffet un
día antes.
Y para nada.

En los cálculos de Emmanuel en alto cotizaba el que la condessa acabase


dándosela con queso.

Y pese a responderle al saludo a Murciégalo, y gritarle “¡A ti ya te cogeré,


ya!”, en el fondo prefería que la condessa le abandonase por la puerta
trasera sana y salva, a que quedase con lobotomía disfrutando el reloj de
múltiples esferas y los jardines, junto a él.

Y a una seña concreta de la mano del Gran Maestre, cien cañones atronaron
en salva para despedirse de la Dragon Fly.

Y por ver la deflagración, y escuchar la estampida, agazapó Murciégalo


entre los fardos temiendo el pedrisco. Y no. Con todo el trapo al viento
saltaban las olas ganando velocidad.

Al este, rumbo este sin mirar atrás. Y Manodepiedra clavarlo en la rueda


silbando tal que el ocaso.

- ¿Y ahora qué? –desconocía Murciégalo su posible función u estatus-


¿Qué hago yo?

- … Cocina –con una simple apertura de manos la capitana le concretaba-


… Te toca chupar fogón… fregar perolos, cortar cebolla, encender y apagar
el fuego de guisar. Y llevar las cuentas de la artesa.

- ¿Y alargar los fideos al cocinero?

- Uno a uno si así te los pide.

¿Algún problema por empezar de pinche?

- No, si se puede promocionar en este barco.

- ¿Quieres ser cocinero?

- “Capitán” es lo que quiero ser… pero para empezar me conformo con


serlo de la cocina.

- ¿Sabes cocinar?

- ¡Chef!... me han llamado.

- ¿Dónde?
- … mmmm… En las cárceles que he ido visitando desde chico; nadie
relata mejor las recetas que un cautivo con nostalgia de algún guisote. Y
con buen oído, y mejor memoria… ¡Algún día!

¡Algún día escribiré un libro de cocina para cautivos!

- Me da que no sabes cocinar.

- En teoría sé hacer más de mil quinientos platos.

Cien de ellos, podría decir, de tal suculencia, que las papilas se


desbordan…

- No sigas.

Ya eres el cocinero.

- Pero… ¿a quién he quitado el puesto?

- A nadie. Cocinábamos por turnos.

- … ¿Tan mal se os dan los pucheros?

- Al contrario. Por sibaritas de paladar.

Y aunque yo te designe ahora cocinero, ellos te darán el refrendo tras la


cena.

… Si te lo dan.

- ¿Y de no dar?

- … grumete; rascar cubierta.

- ¿Y por la vía y escalafón de rascar, puedo llegar a capitán, capitana?

- Aquí ni a capitán consorte vas a llegar, Murciégalo, porque me da que


eres más tonto de lo que pensaba.

- Así soy yo. Una caja de sorpresas. Me gusta sorprender y sorprenderme.

- … ¿Cocina o cubierta?

- … mmmm… Cocina.

- … Pues hale, a ir preparando la cena.


Al ver que el nuevo se remangaba y perchaba mandil, la comidilla de
tropa empezó siendo lo que se cenaría, pero ni postre, se paladeaba en el
conciliábulo de la bodega el pastel, o la parte en él, del nuevo cocinero. A
unos gustaba y a otros no. Y como solían hacer, lo expusieron a votación
para llegado el momento ejecutar su voto en bloque al igual que hacía el
staff técnico. Pero antes, y de rigor, eligieron dos paladines que abogasen
por Murciégalo; a favor y en contra.

Ojovago, alma de fiscal que tenía, ya hizo un informe del sujeto para la
condessa cuando embarcaron en Sicilia, a él y al amo, y aunque el del
menguado de Hontanares quedó archivado en la “H” de Humo, el de
Francisco Suelas Buffet, El Murciégalo, no había hecho más que crecer con
las informaciones y datos recabados en Malta entre sus compañeros
habituales de servicio y los ocasionales de cepo; y asiduo fue al calabozo
por mil motivos. Desde insubordinación a…

- … Insurrección, contrabando interno, intento de asesinato, nudismo


injustificado, ingesta de drogas y mil imbecilidades más que ha perpetrado
el sujeto en cuestión a lo largo de su vida –finalizaba la elocución Ojovago
dedo en alto y con pregunta abierta-

¡¿Qué os parece el mochuelo?!... ¡¡Ja!!

- Interesante; que también lleva una “I” –empezaba Rosario su turno de


abogado defensor, y raro que tomase la función por lindar la
incompatibilidad con su rango de cabo de brigadas-

Interesante, sí… al menos para Libélula… ¡La capitana Libélula!... y a mí


me vale con eso.

Yo voy a votar “Sí”.

Simpleza irrefutable la defensa, y ganado el caso, pues hasta Ojovago


votó “Sí” a darle admisión previa.

Aun así, el voto bueno y general estaba consensuado que se ejecutase tras
la cena. Vinculándolo a la misma, pues ésa sería la excusa que le pondrían
al sujeto expuesto a refrendo para cortarle el gaznate sin que muriese
sintiéndose discriminado, en caso de salir mayoritario el “No”.

Se achacaría a la mala mano con los guisos y se le cortaría la cabeza.


Pero ya no hacían eso. Eso eran salvajadas de los tiempos del capitán
Verrugo, hoy en día, se conformarían con desembarcarle en el primer
puerto que les viniese bien a ellos.

Al igual que la tripulación leyó el rol del nuevo en el mero remangarse,


la capitana entendió que la marinería reunía en cónclave al pedirle el relevo
Luisín Manodepiedra, diez minutos, para ir al beque; y desaparecer todos
de la cubierta. Por eso le rogó a Manodepiedra que antes de ponerse a
obrar, transmitiese al nuevo cocinero que quería hablar con él en la rueda,
un minutín, antes que se pusiese también aquél con lo suyo.

Noche cerrada, y luna redonda, parecían surcar el reflejo plata. El viento


entraba limpio y constante.

A la vera de la capitana pudo disfrutar Murciégalo un rato de un mar como


nunca había visto, y no por condiciones excepcionales, eran sus ojos los
que percibían de forma distinta las nuevas perspectivas.

Tal Hombre Libre, y cocinero, miraba.

Pero rápido le cambió el prisma Libélula al referirle lo que cocía en la


bodega. Y que con todo el dolor de su corazón, pero en Creta debería
desembarcar si salía el “No”.

- ¿Vamos a Creta?

… Está en manos del turco ¿no?

- Tú vete a la cocina y esmérate, sorpréndenos.

Y que te temple el pulso saber que tienes ganados el voto de mi madre y el


mío. Y también el de Malik. Y fácil que el de Rosario.

- … Buff… -se alejó resoplando- A mí no me podéis dejar en Creta…


prefiero que me maten en Malta.

El cubículo que llamaban cocina era un espacio ínfimo, pero tenía de


todo; hasta ojo de buey que daba al mar y hubo de mantener todo el rato
abierto para evacuar el humo. Uno tras otro le iban achicharrando las
cazuelas que exponía a la lumbre sin dar de sí el tiro de zinc.

Nada le iba bien al fuego, no saciaba, calcinaba directamente lo que se le


acercaba en un par de minutos. Pasaban las ollas de pimpollear frescos
verdes, rojos y blancos… a puro, y negro, costra y hollín. Y la chamusquina
olía que transcendía entre la sentina y el banderín.

Reunieron todos en el camarote de la condessa para cenar; hasta


Manodepiedra dejó fijo el timón, aunque cada dos por tres, se levantaba
para saber del curso. Y mientras acababa de emplatarse la manduca no
había mejor tema de conversación, en torno a la mesa, que el San Juan
decapitado y el pestazo a socarrat. Y animado estuvo el bullicio siendo los
entrantes ensaladas abundantes y platitos con distintos encurtidos de oliva.
Y vino. Vino bueno de un viñedo sin nombre concreto de Malta, pero que
el amo fue importando las cepas, una a una, de allá donde catase las uvas
más selectas del mundo; y Murciégalo estar en el secreto.

Bien maridaba la apertura.

Pero al sacar por plato principal un jamón, una docena de tomates


bienmesabe y dos cestas de molletes tiernos, pensaron que el cocinero
desbarraba y pretendía que a la vieja usanza le linchasen antes de cortarle el
pescuezo y lastrarlo a fosa abisal.

Y sin decirlo, sólo con las miradas se ponían de acuerdo para zurrarle,
cuando libre el jamón de su carcasa acabó en el hombro de Murciégalo y
éste comenzó a cortarlo al ritmo de la polonesa que tarareaba, como
cambiaba de silbidito si se pedían lonchas más gordas del violín. Y arrojar
con el arco para llenar el pan abierto y entomatado. Un show de mala posta.

- Por qué me miras así, Libélula –Murciégalo entendía que mal no estaban
cenando- ¿Nunca habíais cenado un simple bocadillo al imprevís?

- ¡Y tan simple!... Lo único extraordinario es el buen pan cargado en Malta,


y el tomate todavía fresco a estas alturas del año.

… ¿No te había dicho que la cena sería excusa para cortarte el pescuezo si
no aprobabas?

- ¡Joder, pues no! ¡No me lo habías dicho!

… A lo más, me dijiste que me pasaríais a grumete; y rascar cubiertas. O


bajar en Creta. O las dos cosas que fuesen aparejadas.

- Pues ya lo sabes, cretino.

… ¿Postre tienes previsto?


- Café e infusiones.

- … Amigo –con ironía dijo la capitana apuntándose a los de la lista de


café- … Tú, ni pisar Creta… y si no, el tiempo lo dirá.

Y el café también fue excelente pues en Malta no hay café malo y allí se
proveyeron de género fresco; y distintos tipos de conservas. Personalizó
Murciégalo las tazas pues apenas eran la docena y recordaba cómo le
gustaba a cada uno por haber tomado varios días juntos, ¡y prepararlos ya
él!, y quedarse con los detalles; recordaba las cuatro cucharaditas de azúcar
del goloso de Rancapinos; su hermano tres; los demás dos, menos Libélula
que tomaba una sola cucharada pero sopera; y la condessa, que no tomaba
azúcar por preferir el café a la amarga, o a la sal para sacudirse las
tolondras.

A Murciégalo le gustaba con media cucharadita, pero de azúcar de


remolacha, y al volver de la cocina con su vaso, pues también le era
capricho beber en cristal, se encontró a la gente votando a mano alzada en
torno a la mesa. Y con sinceridad, nadie de los allí presentes recordaba una
mayoría tan amplia, un respaldo tan abrumador a la candidatura de un
recién llegado.

¡13 a 1!

A mano alzada trece dijeron “Sí” y uno “No”.

Rosario dijo “No”. En el último momento, calculando el respaldo pleno,


quiso poner, aunque quedase en anecdótico, una nota de atención en los
ojos de Murciégalo. Todos los miembros del barco le secundaban, salvo el
miembro que los representaba a todos.

Rosario votó “No”.

Y aunque entre bromas, y malas chanzas, Rosario siguió recalcándoselo tal


puyita.

La entrada y admisión al barco también tenía otros pasos que debía cumplir
Murciégalo, y el más importante y detonante de la fiesta, era, en cubierta,
estrellar una botella, tras beber su contenido de un solo envite, contra el
palo mayor.
- ¡Ah! Y eso también –de esta parte todavía no le había hablado Libélula-
Si no revientas la botella contra el palo, de verdad de la buena, te van a
cortar la cabeza; por eso han cogido un hacha y la biblia del capitán
Misson.

Nadie confiaría en ti, no pondrían su vida en tus manos… previsible.

Y este punto de tradición sí se conserva imperturbable desde los tiempos


del gran Verrugo.

- … ¡Fijación tenéis con cortar cabezas!

… Y si le doy al palo pero no se rompe la botella ¿qué?

- Tiras otra vez.

- El mismo envase vacío.

- No. Uno nuevo, y antes te lo aprietas.

Y luego estallarlo.

- ¿Y si tampoco rompe pese a volver a acertar?... Yo tengo buen tino, pero


mala sombra.

- ¡Tú pides a gritos hacha!

… Ya sabes qué tienes que hacer.

Más sencillo imposible, la Dragon Fly no era muy grande y Murciégalo


podría hacer blanco en la cangreja desde el bauprés, así que quiso poner
algo de pimienta también en este “espectáculo” del cual sabía formaba
parte, y arrojar la botella de espaldas y sin mirar; confiando en que
acertaría al recurrir al tiro de espaldas en bodegas, mesones y demás
gimnasios de espacios reducidos, atestados de potenciales enemigos;
trabajaba la artimaña en el repertorio de rufiandades y camorra. Y subido al
tonel quiso ejecutar el lanzamiento que sabía factible, pero que mutó a
imposible, al estallarle la botella en la mano en el momento crítico que iba
a volar el envase. Sobre su cabeza prácticamente reventó de un disparo.

La condessa no estaba para burlas a sacrosantos usos, bebió su propia


botella y por la borda la arrojó fuera, no participaría en el resto del acto que
le tenían preparado a Murciégalo, ella ansiaba este momento para
compartirlo con Rosario. Mil y una veces se lo había dicho, que con el ron
añejo tantantlán de iniciaciones, se podía uno meter en los cuadros y revivir
las situaciones que atesoraban, o inventar nueve nuevas al mismo. Y quería
compartir la experiencia con Rosario, enseñarle por dentro el caravaggio, y
de paso, sonsacarle a santo de qué ponerle la cara roja al muchacho con un
“No” del ¡cabo de brigadas!

- Ganado me ha tenido y no por él –terminando en el camarote de la


condessa, allí apuró Rosario y arrojo por el ventanal de popa- Ganado me
tiene Libélula, pues aún mirándole a él, le veo a ella; y bella me sonríe.

Una sonrisa, por cierto, dulce y nueva, que no se la tenía vista hasta la
fecha a Libélula… Y hasta quizá sea la misma de él mirándole a ella.

O yo mirándoles a los dos.

- Pues no mires tanto, que suegra, y con papeles de los buenos, sería yo.

- ¿Y yo? –Rosario tomaba postura en el cheslón- ¿Cómo encajaría yo?

- Cómo siempre has hecho… con ojos de padre y madre. Y buen amigo.

- ¿Buen amigo ahora?

- ¡Más que amigo!

… ¿Qué quieres que te diga?

- Lo que sientas.

- … ¿Y ha de ser con palabras, Rosario?

… ¿Puedo refrendártelo con hechos?

Olía el tortuguero raro, nunca había olido bien por el género manejado,
pero ahora olía a limpieza frustrada y a todos les lloraban los ojos. Se les
había ido la mano con el agua fuerte y la sosa; el limón y el vinagre no
sirvieron de gran cosa. Ahora alternaba el olor a alquimia pura, con la
perenne cianosis de las esquirlas de tortuga; y la vinagreta inicial.

Le bastó diez minutos al capitán Herejía para entenderlo insoportable y


ordenó rumbo a Inglaterra, a Southamton que les caía casi en frente; al otro
lado del Canal. Allí abandonarían el Reconchita y ya verían lo que hacían,
y con doscientas monedas de oro en la faltriquera, a lo poco, variadas
serían las vías para llegar a Londres cual señores.

Recogieron los pocos enseres que traían y los amontonaron en cubierta


al divisarse las luces de Portsmouth y detrás Southamton.

Poco trabajo. Y mientras esperaban al práctico, las mujeres, y Rechico,


tuvieron ocasión de volver a cazar un hilo de buen olor, que a ratos, durante
la travesía, ya habían detectado aunque con un origen inconcreto. Ahora,
amarrando a puerto, concretaban entre unas velas que no se usaron… ¡Al
Auriga! Al mozalbete deseoso de aventuras que les ayudase a escapar de
París, y que usase un agua de colonia fresquita y marinera.

Y el Auriga sonreía, al igual que Rechico que fue quien le descubrió el


encame orientándose a nariz, pero sabía el francés que en la forma de
blandir el cuchillo el boyuyo, también templaba una firmeza que esperaría
orden, que el capitán Herejía dictaminase si se le consideraba pasaje o
indeseable polizón.

Con la primera mueca que se le escapase al patrón al ver al franchute,


Rechico sabría lo que habría de hacer.

Y el capitán Herejía sonrió.

Tarde era para ir a ninguna parte y ocuparon cuatro habitaciones, una


planta, en una posada de medio pelo algo alejada del puerto. Y mientras las
mujeres y Palmiro se cambiaban rápido para cenar algo recalentado,
Herejía, con Rechico y el Auriga que parecían nativos del idioma, cerraban
la venta del tortuguero con cien monedas de oro… aunque por
internacionalizado el sistema de pagos y cobros, y querer pagarles la mejor
propuesta con pagarés, acabaron aceptando la de cuatro borrachos del
puerto que juntaron en metálico cuarenta y siete libras, siete peniques y tres
chelines.

Y aunque no mucho por el tortuguero, todo eran beneficios limpios y quiso


convidar el capitán Herejía a una ronda de tintos antes de ir a la posada y
cenar pastel de vísceras de cualquier cosa.

Y visitaron varios sitios confirmándole a Rechico la universalidad del


arquetipo de antro. Todos reunían los mismos requisitos: dispensar alcohol,
una barra, poca luz y buen ambiente dentro… y muchos locales con un
nombre pegadizo en el cartelón de la puerta. Y con regocijo visitaron el
“Your Grandmother underwear”, “The last drop of the barrel” and “The
beach of the sea Wine”.

Casi medio tortuguero se fundieron en los tres garitos, acabando siendo


animados por la parroquia, para quedar un ratitín más, al despedirse con
paso incierto. Se ganaron rápido reputación de crápulas, y en el penúltimo
sitio, les indicaron que allí ya acababa la juerga en breve, pero existía un
último infierno dónde reunían a la salida los semidioses y arcángeles del
resto de purgatorios.

Y se llamaba ¡”Los hijos de Caín”!

“The children of Cain”!

Aunque también se referían a él por “El Putiferio de Caraperro”. Ferdinand


Caraperro.

Anclaba el avernal tugurio a una baranda del river Itchen y a algunos


privilegiados se les dejaba acceder desde el barco. Gente de baja estofa
pero con guardaespaldas y esquife que les orillase al anclaje de la
escalerilla. Los que llegaban a pinrel, debían aguardar una larga cola y
superar el escrutinio del portero. Pero según se acercaba el grupo de
Herejía al lugar, al caer a la luz de una casual antorcha, el portero les divisó
a lo lejos y en persona fue a buscarles para que se saltasen la fila. Y
murmurar la gente a su paso que serían gente de mucha alcurnia al no
abandonar nunca el portero su puesto.

Y dentro, al entrar, pararse en seco la música y el parloteo.

Pero un segundo.

Después, cual enajenados, empezaron los presentes a disparar sus trabucos


y aullar, aullar tan alto, que contagiaron a los perros callejeros de
Southamton entre el Itchen y el Test.

Una locura que sólo cesó cuando condujeron al grupo de Herejía a un


reservado. Entonces languidecieron los aullidos y tiros, y recobró el antro
su pulso ordinario de descoque.

- ¿Qué ha pasado ahí fuera? –aún temblaba por dentro el Auriga-


- Eso. Qué les pasa a estos –Rechico también estaba desconcertado-

- No sé –dijo Herejía al tiempo que por señas intentaba pedir algo de beber-

Lo mismo les es costumbre recibir así a los nuevos.

- Por nuevo, no, capitán Herejía –sorpresivamente les sirvió tres cervezas el
camarero con una enorme sonrisa-

Este recibimiento sólo se hace a cinco grandes capitanes, y usted lo sabe


por ser uno de ellos; de los que heredarán, y reinarán, sin duda, algún día,
el reino pirata de los infiernos.

En vez de tocar silbato para indicar que están ustedes a bordo, aquí nos es
costumbre “desmadrarnos” para recordar que la Muerte en persona, o
Familia muy íntima de La Fría, visita el negocio.

Y a usted se le rumorearon amoríos con La Fría, capitán Herejía


Bichomalo.

Es un honor que esté usted con nosotros esta noche.

- … Pues te has quedado sin propina, ya te he dicho, que te confundes.

Con la sonrisa todavía en los labios, y sin perderles la cara, les dejó el
camarero a solas. La discreción no iba a ser posible en el sitio, y puestos,
con el bolsillo caliente, empezó a crecer el festival y las risas, los
descorches de champan se ejecutaban en andanadas de a quince, y no hubo
labios, que pidiesen besos o vino, sin colmar. La juerga crecía, empezaba a
llegar gente en carruaje de la propia Southamton y también desde la algo
retirada Portsmouth. Y de Eastleigh. Se dejaron caer hasta las autoridades
portuarias porque entre pequeños bergantines, y esquifes y chalupas de
todos los calados, estaban colapsando el tráfico fluvial por el Itchen, y al
rato, se contagió el river Test. Y el mismo trasiego y atasco en las vías
terrestres que llegaban a Southamton. Pese a ser noche entrada.

¡En “Los hijos de Caín” había fiesta al viejo estilo!

Cantar, beber, bailar, comer, fornicar sobre las mesas y orinar desde los
barandales al río. O liarse un par a puñaladas y acabar tirando por una
ventana al agua al muerto y al asesino malherido. Y seguir los presentes en
una jarana sin límites.
Y prueba, cuando aquello rondaba el umbral del dolor para unos oídos
decentes, de repente se calló todo el mundo tal sepulcro, y al segundo,
disparaban y aullaban más locos que nunca, al extremo, que sin saber cómo
lo haría, alguien arrastró un cañón ligero al interior del local e hizo obrar la
pieza; dejando a todos momentáneamente sordos y el sitio lleno de humo,
aunque con el agujero de media pared que abrió, pronto escapó la
polvareda.

Y entre los últimos jirones de pólvora, subiendo desde el Itchen, aparecía


más pincel que nunca el capitán Crack ¡El Bonito de Edimburgo!

Y entre aplausos, salutaciones y vivas a su cuerpo serrano, tomó


acomodo en otro reservado discreto junto a su plana mayor. El capitán
Crack, ¡El Bonito de Edimburgo! era luciferino y malo cómo sólo los
ángeles bellos saben ser. Se decía que había incendiado orfanatos con la
excusa de acabar con los piojos, pulgas y niños; el pack no le gustaba. Y
tirar al Thamesis en invierno a los viejos mugrosos de la orilla para saber si
ya había cuajado en firme el hielo. Y no matar a los perros por preferir
dejarlos paralíticos.

Y su alto estado mayor tenía currículum de echarlos de comer aparte; el


más buenín de ellos, a los doce años se merendó escabechados a los
propios padres. Eran gente de poca broma y trato exquisito al no saber
nunca por qué podían explotar y sacar a bailar las picadoras.

Y extraño, de cogerlo metafóricamente con pinzas, se le hizo al capitán


Herejía la invitación a tres barriletes de cerveza danesa por parte del recién
llegado. Y no se conocían, al menos en persona.

- Capitán, capitán Herejía –por sorpresa aparecía el capitán Crack y tomaba


sitio a la mesa sin ser invitado; escoltado por sus hombres- Para mí,
sincero, me es un honor conocerle.

Me han hablado de usted, y su buena mano para arrasar y saquear, en


tascas, puertos y palacios de medio pelo… perdón, “Palacios de medio
mundo” quise decir.

¡Ah! Y también que me hablasen de usted; no que me hayan dicho que


asalta bodegas.
Sólo por saber que yo era “europeo”… ¡Y Nos somos el Continente!... pues
eso, me preguntaban si le conocía.

Y siempre, con molestia, debía admitir que no, aunque frecuentábamos


lugares comunes; tal que éste.

… Bueno, he de confesarle, que una vez dije conocerle personalmente y


haber coincidido con usted en una cena.

- Bien, si no le perdió la mentirijilla, no lo hará hoy… hasta puede que no


faltase a la verdad porque en nuestra vida, digo yo, alguna vez habrá
coincidido el acto de sentarnos a cenar al mismo tiempo, cada uno en una
punta del mundo, sin que lo supiéramos. Por lo tanto, sin faltar mucho a la
verdad, del todo no fue falsa aquella afirmación suya; y la parte de
conocernos, sin discusión, es aplicable con carácter retroactivo.

- … Capitán Herejía ¿Me está diciendo que miento?

- No.

- Pues lo hago, miento cómo un bellaco.

…ha ha ha ha…

La gotera cerebral del capitán Crack era evidente a las dos palabras que
cruzaba. Tan pronto percibía Herejía que veladamente le estaba retando,
como celebraba con auténtico entusiasmo el chocar con él una cerveza. Y
su gente, la del Bonito de Edimburgo, sobrios y atentos a reír, aplaudir, o
refrendar a ceño el parecer de su capitán. Cinco, y con el jefe, seis. Ellos,
tres. Bueno, dos. El Auriga entendía el embrollar de la madeja, y las armas
que portaban los fulanos no eran finas espadas de lazo, o floretes, eran
sables curvados de no jugar a florituras con caretas. Y el muchacho estaba
acogotado.

Y todo el local entendía lo mismo pues calló. Y no un segundo o dos.


Fueron los suficientes para que Caraperro supiese que algo malo pasaba en
su putiferio. En “Los hijos de Cain” el silencio no era negocio.

Ya sabía Ferdinand Caraperro de la presencia del capitán Herejía, y de


hecho, por considerarlo entre los “cinco grandes” de verdad de la buena, ¡y
un amigo!, en cuanto lo reconoció, se atusó la imagen, coqueto, para salir a
saludar. Y casi con la peluca puesta, sintió temblar el edificio con el
cañonazo, y al fisgar el salón por una discreta mirilla, descubrir también al
Bonito de Edimburgo y eso le desanimó; el capitán Crack era un arribista
con pretensiones, y un maleducado. Y dudaba Ferdinand si salir o no,
cuando el local quedó mudo de nuevo. Y no un segundo ni dos. Y por echar
el ojo más en detalle, en el siguiente escrutinio descubría no sólo a la plana
mayor del Bonito de Edimburgo junto a éste, en las mesas, bailando
apretados con las chicas, dando palmas, ¡tras la barra llenando jarras!, la
tripulación del capitán Crack al completo llenaba el sitio.

Era una encerrona, una vil encerrona porque hasta personal del Bonito de
Edimburgo fue el que introdujo el cañón en el garito, y ahora, recebado,
“discretamente” apuntaba a la mesa del capitán Herejía; sobre su persona; y
el artillero fumando en pipa.

- ¡Capitán Herejía, cuán bueno! –de corazón se acercó Ferdinand, y con


venia, le dio dos besos al capitán Herejía-

… smuac (Tienes que irte volando. Estás rodeado) –le susurró con el beso-
… y smuac (El Bonito te la va a liar. Nos rodea gente suya)…

…Y… ¡Capitán Crack! Siempre me gastan más las damas cuando usted
nos visita. Y por ello, se lo ruego, siga visitándonos cuando le plazca –y le
estrechó la mano cortésmente-

- Eso haré, Caraperro.

Y si tanto gasto te hacen las señoras, a cambio que el mío me salga limpio.
Gratis.

¿O no es de justicia, eh, Carapeeeeeerro?

- … mmm… Lo es, sí –le escoció a Ferdinand que remarcase lo de


“Caraperro” con timbre dañino-

Pero no así el gasto de sus hombres; que me llenan el local. Ellos sí deben
pagar. Hasta el que me ha volado media pared con el cañonazo.

- … mmm… Esto… eeee… -tartamudeó descubierto- … esto…

Sí… mmmm… lo vas a poner todo a mi cuenta. Por listo.

Creo que me lo vas a apuntar todo a mí pero en papel de alas de mariposa,


Caraperro.
Que eres un cara de perro.

- Veo, capitán Crack, que estamos en plena partida –se repanchingó Herejía
en el sillón con la cerveza- y ante jugada maestra.

Bravo. Bien por usted.

Y si ha urdido el plan tras saber de nuestra presencia en el pago, le felicito


por fino y bien rematado que lo traía pese a lo vuelapluma que supongo.

- Gracias.

- Pero… mmmm…

- Pero, qué, capitán Herejía.

- Que me da cosica, al alma pirata, que corra la simple noticia del


apresamiento del capitán Herejía en un tugurio de Southamton.

Sosa correrá la nueva.

- ¡Atrapado por el capitán Crack!... o sea, yo.

- … ¡Pufff!... Eso no se sabrá. No se recordará.

… Si no hay muertos, no.

Si no aprovechas la oportunidad de uncir tu nombre al mío, pero por arriba,


nunca vas a pasar de ser el guaperas que cautivó al capitán Herejía con
malas artes.

Artes suaves y astutas.

- ¡Insinúa que soy maricón! –se llevó la mano al sable- ¡Que soy del palo
de Caraperro!

- No por Dios. A mí la sexualidad de las personas me la trae al pairo, pero


por joderte sin penetrar, no dolerá mucho a mi orgullo el rato que lo insinúe
haber sido y caer a tus pies locamente enamorado.

No me costará decirme homosexual para joderte la reputación, Bonito,


antes de morir.

- ¡Sería capaz!
- … ¡Smuac! –a mano le lanzó el primer beso con todos los hijos de Caín
por testigos-

¿Capaz?

… Ya estoy en ello, ladronazo.

- Caballeros, por favor, caballeros –llamaba a la cordura Ferdinand-

Calma, por favor.

… Pongo una ronda y pensamos cómo salir con parabién y sin faltarnos
tontamente…

… ¿Hace el armisticio de un trago?

- Venga –Rechico se apuntó el primero- Yo otra cervezota.

- ¡Oye tú! –le sentó fatal al Bonito de Edimburgo que un segundón fuese
primero-

Oye tú, retrasado, ¡Cómo osas adelantártenos!

- ¿Es a mí? –se reseñó Rechico inocentón-

- Sí, menguado.

- ¿A ti nunca te han lavado la boca con estropajo y jabón? –respondía


molesto Rechico- ¿Nunca te han dado dos buenas hostias a mano abierta?

… Pues todavía voy a ser el primero.

- ¡¿Cómo te atreves?!

- Mira, imbécil, mi capitán con una mano atada a la espalda, y tumbado en


el suelo boca abajo, te da una paliza que te deja grumete.

Deja de molestar y sigue a lo tuyo, tío.

Eres muy cansino.

No te comprometas más; por tu bien.

- … ¡Pero!... ¡Pero!...

- Déjanos en paz o yo mismo, para que no se ensucie las manos mi capitán,


te voy a sobar los morros por haberme faltado varias veces al respeto.
Se levantó el capitán Crack para poder desenfundar su pistola, pero el
Auriga, con un florete fino, tocaba las cachas del trabuco indicando que no
era instrumento para bailar bajo techo.

Muy superior se sentía aun así el Bonito de Edimburgo, sin embargo la


arrogancia de Rechico, y la aquiescencia del capitán Herejía con el
subalterno, era un claro indicio de ser éste, posiblemente, un fiera en el arte
del tortazo o de la esgrima. O de ambos. Y mejor poner a otro en su lugar,
pero también bueno, y de entre los suyos eligió el capitán Crack a su
contramaestre; que bueno era como para haber barruntado el capitán conato
de motín un par de veces. Y ser por lógica y hechuras el instigador. Jimbo
el Bigotones ocupó encantado el lugar del Bonito de Edimburgo,
desenvainó su sable y calzó una espadaña de mano izquierda con larga
historia de muescas y sacar tripas.

Rechico observó al hombre mientras se pertrechaba éste, y tras hacer, eligió


como armas propias el palo que articulaba con cadenas y la katana ceñida a
la espalda.

Se hizo sitio tirando mesas al río y a algunos ocupantes que lo


protestaron. El bueno de Ferdinand, que así llamaban los amigos a
Caraperro, intentó hasta el último momento convencer a los contendientes,
y sus capitanes, que mejor sería hacerlo fuera, o sobre el Itchen en una
barcaza preparada al efecto.

Y no gustó la idea, la sangre fresca se debería derramar allí. Y al momento.

Y cuando iba a iniciarse el jaleo, jaleo llegó pero de afuera. Se abría la


puerta de “Los hijos de Caín” de par en par y entraba Camelita. La mujer
en persona había traído un carruaje para llevarles a la posada. Unos señores
de Londres habían llegado preguntando por el capitán Herejía Bichomalo, y
conociendo la mujer el lugar donde posiblemente estuviesen a semejantes
horas condujo hasta allí.

Y eran bastantes pues empezaron a entrar tras ella mezclándose entre los
presentes e igualando fuerzas… 50, 100, 150…

O superándolas.

Al capitán Crack, al Bonito de Edimburgo, aunque se le fastidió el factor


sorpresa y la oportunidad de cazar al capitán Herejía, quizá la presa menor
que fuese Rechico, o la intermedia que era el contramaestre propio, le
satisficiese al punto de no privarse del espectáculo. No poder permitírselo
por haber sido insultado ante demasiados testigos. Y tener un cañón
montado jurándolo.

No, él no se quedaría sin ver una buena pelea. Y señal de que debería
llevarse a término, fue levantar un pañuelo indicando que al caer al piso
empezaría el baile, y con un ademán concreto al artillero del cañón, que
éste aplicase pipa a la pieza de no hacer ademán de defenderse el tal
Rechico.

Para Camelita era una locura, pero por ver mejor el suceso se acercó unos
pasos, los suficientes para poder presenciar desde primera fila.

Y al soltar el capitán Crack el pañuelo, con el rabillo del ojo vio cómo
Camelita, antes de tocar la tela el suelo, con el látigo de los caballos le
arrancaba al artillero la pipa de la boca y la hacía volar bien lejos. Esto
conllevó que el Bonito de Edimburgo centrara sobre ella la mirada. Por lo
cual, también vía rabillo, veía el fulgurante ataque con el palo de Rechico
sobre el flanco que defendía la arrogante espadaña del contramaestre, y
aunque blocó con ésta la segunda sección del palo, la tercera se articulaba
hacia dentro impactando contra el parietal del hombre; que quedó medio
grogui.

Y centrando por fin los ojos el capitán Crack en el combate, ver que en el
movimiento de ataque de Rechico, éste concatenaba suavemente la
siguiente acción que era sacar la katana, y aprovechar el arco de salida, y
bajada, para partir a Jimbo el Bigotones por la mitad.

Literal.

En dos partes quedó en el suelo… y de un solo tajo… tal obra de Damien


Hirst.

¡Zaska!

Algo mágico, estético, brutal, había tenido lugar ante ellos y el antro estalló
en aplausos y ovación. E incluso animar a Rechico a tomar algo frugal y
reconstituyente para que le hiciese lo mismo acto seguido al Bonito de
Edimburgo.

Ahora le tocaría el turno al capitán Crack por bocazas y chulo.


Pero Camelita se opuso y puso a Rechico al resguardo de su palabra y
látigo. Lo que dio oportunidad al capitán Crack a clavar puya póstuma allá
dónde doliera. Y muy viborino, y para la parroquia presente, dijo que le
salvaba a Rechico la putilla del capitán Herejía. Y más calbotadas ofensivas
al saber quién era Camelita. Demasiadas ofensas gratuitas. Tantas, como
para que la mujer se revolviese y le acariciase la cara a látigo sin que el
otro lo viese venir; pero superficial para el estropicio que le podría haber
hecho.

- ¡¡Zorra, esto me va a dejar marca!!

Y aunque prácticamente estaban saliendo, Herejía volvió sobre sus


pasos, y rápido, de no pararse a desenfundar las armas porque éstas serían
las manos, le pegó un puñetazo en el hígado al Bonito de Edimburgo
cortándole el resuello, y seguido, sin intervalo, el puño izquierdo reventar
contra el plexo solar del malnacido. Y de remate, desplazar el cuerpo para
atrás Herejía, y ganando potencia, arrearle en el mentón un directo que a
través del hueco del cañón voló al Itchen.

Y pese a aparentemente tranquilo, por desarbolar un poco más el barco del


Bonito de Edimburgo, se lió a golpes Herejía con la plana mayor del
capitán Crack. Cuatro quedaban, y aunque con más trabajo y esfuerzo por
ser a la vez los cuatro, acabaron cayendo al río muy perjudicados por las
hostias recibidas.

- … jejejejeje… -malévolo reía Ferdinand- Éste ya no nos visitará más.

¡Aleluya!

… Con él todo eran pérdidas.

Dónde irás ahora, Herejía.

- A Londres.

- Pero no hemos hablado de las cuentas de los libros ¿Te vas otra vez sin
que hablemos del tema?

- ¿De lo que debo de esta noche?

- ¡No hombre!... qué cosas tienes, Herejía.

Lo que te tengo que dar por tu parte del negocio, socio.


- ¿Soy tu socio, Ferdinand?

- ¡Toma claro! Al cincuenta por ciento.

… Siempre con la misma.

Tienes memoria de pez, querido capitán, y sinceramente no entiendo cómo


has llegado a ser uno de los cinco grandes… ¡Aunque innegable es que lo
eres!

¡Posiblemente entre los tres más grandes de todos los tiempos!

… No lo entiendo, de verdad.

… En fin, cinco años de no vernos….

- ¿Cinco años hace que no vengo?

- Sí.

Pues eso, lo de cinco años, menos los gastos de siempre, y la derrama


estúpida de este último cañonazo…

¿Cinco mil piezas limpias te llevarías?... Aquí no tengo más.

¿Te viene bien esperar un segundín a que te las traiga?... Y el resto, hasta
las 10.000 que son, te lo puedo firmar en un pagaré para cobrarlo en
Londres; que dices que vas ¿no?

¿Te viene bien así?

- ¡¿Pagarme con papeles?!

No, no gracias, Ferdinand.

Los cinco mil que dices en crudo se vienen conmigo, no lo dudes.

Pero los dineros que fías a unas letras, y el porcentaje que tenga en el
negocio, lo vas a repartir con las chicas. Ellas van a ser ahora tus socias.

E indemnizar a las que no quieran seguir en el nuevo proyecto.

Y te lo digo en serio, Ferdinand, te hago responsable de llevarlo a cabo;


confío en ti.
Y no se hable más del tema.

… y se justo… Y hasta generoso.

- ¡Pero tú oyes, Camelita, lo que dice este hombre! –agarrándola del brazo
le arrastraba a lo hondo de sus habitaciones para coger el dinero- ¡La locura
que plantea para su propia hacienda!

“Los hijos de Caín” nunca ha funcionado mejor… Y eso que en tus


tiempos, Camelita, tampoco iba mal.

- No, Ferdinand. En Lisboa hizo lo mismo.

Y yo le aplaudo.

- ¡Tú lo que estás es enamorada del tuertito, cariño!... al final caíste ¿o no?

- Sí. Si lo pienso, ni yo misma me lo creo.

¡Con el asco que siempre me dio el capitán Herejía Bichomalo!

… La de veces que habré intentado matarlo, y ahora, moriría porque él se


echase la siesta sin ruidos.

Borda afuera echaba la primera papilla Murciégalo. Entre estertores se


le vaciaba el cuerpo de lo último ingerido en un lustro. Arcadas,
convulsiones, bocanadas de jugos gástricos, amén de un sudor frío que le
empapaba de la coronilla a los talones, hacían del rebelde de Murciégalo un
guiñapo en la baranda.

Convencido que no podría evacuar más, salvo que diesen la vuelta las
tripas y quisiesen salir al exterior por sí solas, se dejó caer el hombre entre
unos fardos de cubierta.

¡Él, muriéndose, y la gente de fiesta y baile sin tenerle en cuenta! Habría


suspendido el examen de cocina, y en vez de rasurarle el pescuezo con
cuerdas de pianola, por reír con su agonía quizá decidieran envenenarlo. Y
en serio lo pensaba pues se sentía morir.

Y murió.
De cuerpo presente en la Dragon Fly, su alma marchó al juicio en las Altas
Esferas. Viajó su espíritu por un universo negro sin dimensiones. Y cuando
creyó que su destino era el vacío absoluto del Purgatorio, descubrió un
punto fijo de luz que sólo podría ser una estrella. Puede que la Polar. O la
Cruz del Sur.

Pero no. Fuego era, sí, aunque acabó siendo la boca de un horno donde se
fundía bronce. Y el herrero repicaba al ritmo de una cancioncilla, familiar
para Murciégalo, buscando darle a las piezas la forma que quería. Y
canciones tenía para todo tipo de artesanía, desde abalorios para
vestimentas y joyas, a armas o aperos de trabajo.

Y el martilleo le estaba volviendo loco a Murciégalo al taladrarle el


tímpano y rebotar dentro de su cráneo el eco de los golpazos.

¡PIM, PAM!... ¡pimpam, pimpam, pimpam, pimpam...!

¡PIM, PAM!... ¡pimpam, pimpam, pimpam, pimpam...!

Cerró los ojos Murciégalo, apretó los dientes y empezó a llorar de dolor e
impotencia, y algunos motivos más al ser puro mar sus lágrimas. Y éstas, al
precipitar la sal, iban cementando entre sí las pestañas del hombre.

Hastiado de un dolor incomprensible al ser consciente de no tener cuerpo al


momento, intentó abrir los ojos allá dónde los tuviese. Y lejano el
continente de su esencia, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano que le
llevó a desgarrarse los párpados sin pretender.

¡Condenado de por vida a la Luz!

O pudiese ser todo parte de la ensoñación al descubrir a su lado a Rosario


llenando las velas con el aire de sus propios pulmones. Impulsando la
Dragon Fly a soplidos.

- ¿Eres real? –cuestionaba Murciégalo la materialidad-

Eres real, o… eres ayudante del herrero.

- … mmm… No sabría qué responderte.

Real e irreal tienen sutil linde.

Y eso sí, no soy ayudante de herrero alguno.


… O Efesto, o nada.

- Y esto que surcamos ¿Es el Rubicón o la Laguna Estigia?

- Demasiado caudal para uno, y abierto al océano para lo otro.

Esto que tenemos debajo es el mar Mediterráneo.

- Y ese manchurrón de tierra a babor ¿qué es?

- ¡Antikythera!

- ¿Y el de estribor?

Eso… mmm… eso es Creta.

- ¿Ahí me bajo?

- No hombre, no.

- … Ufff… Eso me tenía angustiado; un quebradero menos.

¿Dónde vamos entonces?

- A Ro…

Y un cubo de agua le veló el destino; Ajaliz el turolense, por orden de


Libélula, que pidió se le echase al dormilón encima para despertarle y
traerle a la vigilia. Nunca vieron a nadie al que los efectos del vinagre con
jugo tantantlán le durasen una semana. Una semana entera llevaba
divagando a voz en grito entre los fardos… o dando tumbos sonámbulos
por el barco. Varias veces le habían zarandeado para traerle de vuelta
aunque sin éxito. Por desgracia, sabían que uno de cada tropecientos mil,
queda preso en un mundo interno por alergia al bebedizo, o mal hecha la
mezcla; demasiado pura para alguien no familiarizado con este tipo de
viajes; o lo suficientemente recio de mente para emprenderlo.

O despertaba, que finalmente hizo, o le hubiesen desembarcado en


Elounda; en la casa de una buena gente que le atendería de por vida por
cuatro ochavos. En Creta.

Al hacer, despertar, pudo ver, y enterarse, que dejaban atrás la punta de


Kyriamadi y viraban al noreste. Pasaban de largo Creta.
Y nada mejor para un estómago vacío y revuelto, que llenarlo para
calmarlo.

Sólo, acompañado por los siete de la terna de San Juan Bautista, rompía
el ayuno Murciégalo sintiéndose reconfortado por momentos. Besugo al
limón, acompañado con patatas cocidas y pimientos rojos, y verdes,
caramelizados por encima. Y una puntita de queso de cabra tal que estupa
budista que rematase la guarnición.

Difícil entendía, con la boca llena, que le aguantase mucho más tiempo la
cabeza sobre los hombros ¡Aquello estaba de rechupete! Imposible de
superar. No recordaba haber cenado nunca nada más sabroso.

Recién rescatado de los brazos de la Muerte, se entendió otra vez entregado


a ella a no tardar.

Y le rompió la disquisición la llegada de la capitana Libélula, aunque


quizás fuese mejor decir que complicó el dilema, al asegurarle, incluso
prometer y jurar porque Murciégalo no lo creía posible, que él mismo,
Francisco Suelas Buffet, hubiese sido capaz en su delirio, sonámbulo, de
cocinar algunos platos maravillosos; pantagruélicos; y el besugo fue lo
último que trufó para comer a mediodía y por eso le llegó recalentado; y se
salvó de ser comido porque para el resto preparó, además de otras delicias
de anzuelo, un perolo de sopa marinera con cocochas, cangrejos, gambas,
langostinos y bogavante, que nadie logró descubrir de dónde salieron; al no
embarcar en Malta esos productos fresquísimos.

Su sonambulismo y gracia cocinera le habían hecho ganar más votos


dormido que los expresados a mano alzada cuando estuvo despierto
¡Rindió incluso a Rosario!

O podría seguir siendo todo producto de las drogas y en vez de besugo al


limón, se estuviese comiendo una manga de cualquier blusón amarillo.

Y con un poquito de imaginación, y alguna plaqueta de triptamidas que le


siguiese corriendo en el torrente sanguíneo, llegó a comprobar que todavía
podía transformar a voluntad el pez en camisa, y las patatas con pimientos
en boñigas chiquititas de rinoceronte.

Y rió la simpleza.
- ¿Estás mejor? ¿Sigue dándote vueltas el barco? -Libélula le levantaba los
párpados para escrutarle las pupilas-

¿Sabes quién soy yo? ¿Qué día es hoy… o mes… u año?

¿Sabes dónde estás?

- En el Olimpo junto a Afrodita.

- ¿Afrodita?... Afrodita está sobrevalorada.

Con Hécate, o Minerva, me hubieses echado las bragas al suelo.

Pero con Afrodita, no; me cae gorda; ni manzana le hubiese ofrecido yo.

- Pues es de las que más se pintan ahora.

- Pura moda de trasnochados.

Venga, dime, si puedes, dónde estás.

- Supongo que sigo en la Dragon Fly porque ése es el San Juan Bautista
decapitado que le mangamos al Gran Maestre. Y tú, además, eres la
capitana.

- Muy bien. Y visto que estás en condiciones, y de vuelta, recoge los restos
y los platos que has usado y llévalos a la cocina; pero vuelve, le toca fregar
a Cararroja; a ti y a los demás os vamos a explicar el siguiente paso en la
empresa.

Bueno, lo concretará mi madre; pero ya ha quedado de acuerdo conmigo en


la estrategia e itinerario.

- Adelántame algo… ¿A dónde vamos?

- A Rodas.

- ¡Rodas! … ¡¿Rodas no sigue también en manos otomanas?!

- Sí.

- ¡Y a qué ir!

- Eso lo escucharás por boca de la condessa en un rato.


Ahora recoge la mesa y pasa por encima un paño limpio; si queda grasa, y
pringa cualquier plano o documento, no se acuesta mi madre sin repartir un
poco de gato, incluso a mí.

De rigor, colgaba en el cielo media luna y la mar estaba tranquila. En


otro mar cualquiera hubiesen trabado el timón y reunido todos en la cabina,
pero surcando mares griegos no era recomendable la temeridad. Por
estribor, que viesen y supiesen, estaban las islas de Kasos y Karphatos, y
por babor Chamili y las Astakidas algo más lejos; y los peñascos anónimos
que aflorasen con los vaivenes de la mar. En dos minutos, un suave soplido
de Eolo les haría incrustarse contra la previsible islita emergida de nadie
sabe dónde. Aunque mil mapas se hubiesen hecho de las islas, siempre
faltaría por cartografiar alguna. O algún bajío de roca. En mares
complicados, como mínimo, cuatro ojos; dos al timón y dos a la cofa. Así
que Manodepiedra y El Lechugas harían la primera guardia y más tarde se
enterarían. El resto, sentaron en torno a la mesa.

Desplegó la condessa un mapa de Rodas y reseñó un pico alto en el


Valle de las Mariposas. Allí aguardaría la siguiente pista o la puerta misma
a la cámara del tesoro. “El Tesoro”, por antonomasia, pues juntos reunían,
además de los propios que fueron del capitán Caimán, todos los tesorillos
que a lo largo del tiempo se escondieron, y nunca acabaron siendo
reclamados por sus dueños…

… Incluido el del Gran Shbëk Lengua de Bronce.

Sí, era una fábula estúpida que inventase el mismísimo capitán Caimán
para justificar entre sus iguales el amasar tamaña fortuna y no retirarse;
comprar alguna isla y hacerse rey… o emperador en un archipiélago… y
hasta incluso pudiese ser simple verdad.

La condessa sabía de lo que hablaba al haber visto montañas de oro y plata


con sus propios ojos, y tan verdad era, que las chispas que le echaban las
pupilas al hablar del tema, contagiaban y avivaban el ansia de riquezas en
los demás. Y bien pudiese ser Rodas el destino final.

- … Desembarcaremos entre Soroni y Theologos –utilizaba la mujer un


chuchillo por puntero orquestando los movimientos-
Malik, Rosario, Zapapico, Rancapinos y yo… y Murciégalo, bajaremos a
tierra e iremos a prospectar el lugar; intentando ser lo más discretos que
podamos.

Los demás os meteréis mar adentro y cada dos horas, en las horas impares,
os acercáis a la línea del horizonte buscando nuestra señal.

… ¿De acuerdo?

¿Alguna pregunta?

- … mmm… -dedo en alto Murciégalo pedía la vez- … mmm…

Yo tengo una pregunta.

- Di.

- ¿Por qué tengo que ir yo?

… Qué apaño puede hacer un cocinero si la brega es abrir un agujero en la


tierra o destripar una puerta acorazada.

Yo creo que más útil sería al conjunto quedándome en el barco; y


cocinando para ellos.

- ¿No te seduce la sacrosanta Rodas ¡El palacio! que abandonasteis a la


carrera?

- A la carrera, no; que, se dice, rezumaron sangre las murallas.

- Eso es verdad.

- … ¿Y lo visitaríamos? ¿Podría conocer el palacio del Gran Maestre en


Rodas?... ¡Pisarlo!

- Con catalejo, a lo que llegues.

Por lo menos, en esta primera incursión, intentaremos evitar todo contacto


con la población nativa.

- … mmm… ¿Y me podría llevar el catalejo gordo?

… el de repuesto.

- Siempre y cuando no lo rompas; y se llama telescopio.


Poco antes de amanecer embarrancaba el esquife en una playa rala, entre
Sorini y Theologos, y enhebraban por lo que parecía el cauce seco de una
torrentera que vertía al mar. El waad les fue camino que se internaba en la
isla.

Una legua cuesta arriba al trote y ninguno desfalleció, y eso que no


descansaron, por receso aprovecharon el par de veces, tres o cuatro, que
tuvieron que quedarse quietos y encamados hasta que pasase la gente
inoportuna. Y a medio día, justo, estaban en la que les pareció la cumbre
más alta del Valle de las Mariposas.

Tenían unas vistas excepcionales al divisarse buena parte de la isla y el mar


en las dos costas. Era un sitio para sentarse y disfrutar del paisaje. O
gozarla simplemente abriendo un agujero en el suelo. Y mientras
Murciégalo instalaba el trípode para montar el telescopio y maravillarse,
aunque de lejos, de la imponente fortificación que con gran tristeza dejaron
sus antiguos hermanos de la Orden de Malta, en manos del pachá otomano,
mientras él se relamía imaginándose la visión, Zapapico y Rancapinos
abrían unas catas de sondeo en un par de puntos que parecían prometer
rastro de paso humano; unas piedras planas parecían calzadas para ser
usadas por asiento.

Y no. Llegaron ambos a la roca madre sin sacar vestigio.

Y aunque contrarió a la condessa, pues ella hubiese elegido ese


emplazamiento, se acercaron a otra cumbre cercana que disponía,
aparentemente, de las mismas vistas y prestaciones.

Sin embargo dio frutos sin rascar el suelo. En medio de la calva sobresalía
un meño dos palmos del ras, y a media cuarta de quedar bajo tierra, y puede
que para siempre olvidado, un pequeño grabado serpentiforme le sugirió a
la condessa no ser grieta, y ser la piedra la punta emergida de un menhir, o
similar, sumergido en la arena. Con la mano, con las propias uñas escarnó
un tantito comprobando que el dibujo tallado continuaba para abajo.

Buen ritmo de herramientas echaron los hermanos desenterradores, la


luna empezaba a salir y ellos ya metían todo el cuerpo en el agujero hecho
en torno al mojón. Y mientras Zapapico y Rancapinos se seguían
hundiendo, la condessa aprovechó las últimas luces y el telescopio que
trajo Murciégalo para concretar la localización de la Dragon Fly en la mar,
y comunicar, vía señal luminosa, que estaban bien. Y tras insistir un rato en
la señal, y echarse la noche encima, se respondió desde la Dragon Fly en
los mismos términos de jerga lumínica.

Picaron y palearon toda la noche por turnos, hasta la condessa cogió un


rato el pico y echó unos sudores. Y aunque en un principio prometía
mucho, según pasaba el tiempo se iban desinflando las esperanzas.

Sí, era un monolito, de unas dos toneladas, con el grabado de una serpiente,
y puede que algún animal más hubiese tallado, pero no se apreciaba bien al
pegar a la piedra, y llenar sus fisuras, una capa de arenilla incrustada. Para
limpiar, utilizaron el agua que habían traído para beber y un par de brochas
caseras que confeccionó Malik con los pelos de la barba de Zapapico y
Rancapinos. Y tras más de una hora “enjabonando” el obelisco, la condessa
consideró que ya estaba lo suficientemente limpio para leerle las caras. Y
de las cuatro que se podría decir tenía, tres eran hojas en blanco, y la otra,
la cara oeste, contenía la talla de la serpiente. Nada más.

¡Y nada menos!

La bicha parecía representada en actitud de caza mordiendo algo,


inoculando su veneno, que bien pudiese ser la ponzoñosa codicia que
envenena a los humanos. No estaba claro que es lo que mordía, pero al
separarse un tantito del bloque pétreo interpretó la condessa que hincaba el
animal sus dientes en una silueta sutilmente grabada en la piedra; y que
asemejaba y componía el perfil de una cara de persona, con cuello y
busto… o no ¡No!... Era una línea de costa inacabada que sin lugar a error
la condessa conocía, que había visto el algún mapa; pero no lograba
concretar. Le sonaba un montón. Demasiado. Esa línea de costa le era
demasiado familiar.

Y familiar también le fue el primer rezo de la mañana que todo buen


musulmán hace al cantar el muecín. Desde el pico de enfrente, en el que
hurgaron sin encontrar nada el día anterior, un solitario cabrero rezaba. Y al
acabar, con la ayuda de los primeros rayos de sol, él también descubría al
grupo de la condessa. Y tras recoger la alfombrilla, y las cosas que dejó
sobre la piedra, se dirigió hacia ellos; pero con paso calmo, usaba cayado y
eso le dio a los dragonitas casi media hora de ventaja para ir rellenando el
agujero mientras la condessa, con papel suave y un carboncillo, sacaba
calco del bajorrelieve viborino.
Al llegar el cabrero a su posición, la condessa, y los suyos, sentaban en
torno al telescopio de Murciégalo. Buscaban en la mar a la Dragon Fly para
indicar que les fuesen a buscar a la playa. Y aunque era evidente que el
viejo les había visto trajinando en el agujero, para ellos ahora parecía no
tener importancia. Pero todo viejo es curioso, y tras el “Salam Aleikum” de
rigor, y el “Aleikum Salam” obligatorio, deambuló el hombre como
distraído aunque sus pasos le fuesen acercando a la excavación. No les
había dado tiempo a devolver toda la arena al hoyo y éste estaba a la mitad.
Y ante el grabado, que todavía estaba al aire, sonrió el abuelete. Echó una
carcajada gorda, y sin darle más importancia, fue a sentar directamente con
el grupo. Y de buen humor sacó un pequeño narguile y puso en facha de
echar humo. Y ofreció primero a Malik al ser el único que aparentaba
chapurrear osmanlí y algo de árabe clásico, además de presentarse jefe de
la expedición que buscaba ejemplares raros de mariposa; para llevar a un
príncipe de Egipto, que a su vez, regalaría a un emir buscando su favor;
sabiéndole coleccionista.

Buen intento, pero no llevaban con ellos cazamariposas, ni contenedores


para guardarlas. Y tampoco ser fechas.

El hombre cebó la pipa de agua con mixtura exudada de melocotonero y


naranjo, y siquiera antes de dar la primera chupada, ya se echaba unas
risas… ¡Cazar mariposas!

¡Ja!... Estos, fijo, tenían precio a la cabeza.

Ellos estaban allí para perpetrar cualquier maldad, y en cuanto bajase a la


aldea, a Maritsa, haría correr a un zagal con noticia importante para el wali,
pero mientras, por entenderles cristianos ¡Siendo en realidad ateos! se
dispuso a reírse de ellos pasando un buen rato y haciéndose el amigable; si
no, puede que no saliese de allí pues tampoco parecía tonta del todo la
dama que les acompañaba, y que su voz era tan tenida en cuenta por
hombres, saltaba a la cara, bregados en mil problemas.

De hecho, la mujer quiso saber por qué se reía ahora y por qué se había
reído también antes al observar el grabado de la serpiente.

Si Jandari al Halaf, que así se presentó, decía la verdad en lo concerniente a


las últimas risas que se echó, se descubriría a sí mismo por descubrirles a
ellos, y para no pillarse los dedos, prefirió referir el motivo de las primeras
risas. Las que no pudo reprimirse al entender el chiste grabado en la piedra.
Porque para él lo era. Y él mismo lo podría haber rubricado de tener en sus
manos el don de representar naturalezas vivas y muertas. Una de sus
suegras también fue víbora ponzoñosa, y al igual que la de la piedra, si
quisiese decir eso, nació y echó sus primeros dientes en una aldea
inconcreta entre las lejanas Tánger y Larache.

- ¡¿Entre Tánger y Larache?! –se sorprendió la condessa- … ¿Ahora a la


otra punta del Mediterráneo?

Pregúntale, Malik, por qué dice rotundo que la víbora hinca dientes entre
Tánger y Larache.

E hizo. Y yendo hasta el hoyo, y metiéndose dentro el hombre, y a


mano, reseñó, aunque en espejo, e invertido, la antigua Al-Andalus en su
fachada atlántica, el collarín del Mediterráneo, el cuello de la Cabila y
hasta el nacimiento del busto en Rabat, y el final púdico en Casablanca.

Era un perfil enorme de matrona que coincidía con una suegra muy molesta
que tuvo. Una sierpe dañina. Y al igual que la representada, hincaba sus
dientes en Tindafe, hasta que tuvo su exfavorita la ocurrencia de traerla a
Rodas para vivir con ellos. Y la aguantó un par de meses, pero hastiado de
sus chismorreos y chivatazos, ordenó que volviese a su diminuta aldea; que
se encargó de buscar; y de ahí conocer el concreto mapa. Homs. Y allí
entregarla muerta para ser enterrada.

Y rió. Rió pensando que la última gracieta no era necesario compartirla con
la mujer presente, y que no transcendería de Malik. Y cierto que Malik al
traducir quiso quitar hierro a la expresión y solaparla añadiendo el
fallecimiento fortuito de la señora en el viaje de vuelta; pues conocía el
temple de la condessa.

Pero la condessa también hablaba suficiente osmanlí, darhiya y hasta árabe


clásico con acento de Bagdag. Y precisamente la sentencia de “Entregarla
muerta”, y la risilla que subrayaba el trance final, las entendió antes que el
propio Malik. Y saltó la condessa al hoyo, y aunque ella también sonreía,
sin ganas de chanza, y correveidile que le entendió al viejo, le cosió a
puñaladas dejándolo en el sitio y ordenó acabar de tapar el monolito a la
voz de ya. En diez minutos echarían a correr cuesta abajo sin más
preocupación que, aunque les viesen los lugareños, no pudiesen echarles
mano.

Tiró el primero Malik a paso vivo, y al cruzarse con alguien gritaba


levantando los brazos al cielo: ¡¡Insallah!!

¡Insallah! Cómo si el grupo estuviese en misión de Alta Instancia y no


poder parar hasta su incierto destino. Y cogido el truquillo por los demás,
salvo Murciégalo que llevaba el pesado telescopio, el resto al cruce con los
extraños repetía el gesto de Malik.

Insallah.

¡Insallah!

Y así llegaron hasta el punto de embarque, no sin pocos apoyos de los


lugareños, que aunque ajenos a todo hecho, respondían y acompañaban en
voluntad con otro sincero ¡Insallah!

¡¡Insallah!!

De vuelta a la Dragon Fly la condessa se encerró en la cabina para


cotejar con planos buenos lo dicho por el suegricida. Y sobre la mesa
extendió juntos el calco y el mapa de la costa norte Hachemita.

Y empalmando el mapa de España por arriba, quedó, salvo por la diferente


escala y la distorsión del efecto espejo, y la minuciosidad, tal que el mapa
fuese hijo invertido del calco sacado a la piedra.

Y si era así, en efecto, el bocado de la serpiente comprendería entre Tánger


y Larache.

Y los dientes, sonrió para sí la condessa, los dientes seguramente hincarían


en lo alto del túmulo de M´zura.

¡El mismo túmulo de M´zura que Bulín le hizo estudiar en viejos dibujos
que él mismo realizó de joven!

Y rió. Y a gritos desde la cabina le sugirió a la hija que buscase el


Mediterráneo limpio y luego todo al oeste.
Y al ir a celebrar consigo misma, brindando con el cuadro, algo malo se le
echó a los ojos y ni acabó la jarra en los labios. Dejó sobre la mesa y con el
dedo contó los personajes representados en el San Juan Bautista.

1, 2, 3… 6 y 7… y 8.

¡¡8!!

¡Sobraba uno!

Y nuevo, fijándose bien, nuevo había un viejo tras los barrotes del fondo
observando la escena que sucedía dentro. El decapitar del hombre santo.

- ¡¡¡Dióscoro, qué coño haces pintado en mi caravaggio!!!


CAPÍTULO V

Sentaba Herejía en la biblioteca de su mansión de Londres. Asombrado.

¡Cuánto espacio desperdiciado!

¡Y cuánto libro muerto de risa!

No, aunque le dijeron que el caserón, y la enorme finca, eran suyos ¡y con
papeles! Herejía lo sentía todo ajeno. No encontraba rincón propio, ni
postura en el que le reseñaron por sillón favorito de lectura.

… ¡¡¿Leer él?!!

Dos días llevaba recorriendo la casa, y lo único que le gustó de ella, pues el
resto le pareció excesivo, fue una pequeña torre que albergaba
habitacioncita acristalada y pertrechada de telescopio para disfrutar las
estrellas; cómo para acercar a ver la City los días despejados al estar
Bounds Green Manor en una colina de las afueras.

Pero llovía y era de noche.

Y, sin darse cuenta, en el acto de buscar la postura acabó hallándola y se


durmió.

Aunque al poco de dar la cabezada, por un ronquido propio, abría el ojo el


capitán… Bichomalo.

Y reencontrándose en Londres, y todo aparentemente en su sitio, sonrió.

Y carcajear al mirar a través de la ventana y comprobar que los pabellones


de servicio estaban ocupados. Y con sus risotadas bailaron las lámparas de
araña; amén de por los truenos.

Se estremeció el lugar, y por puro instinto, supieron los que se decían suyos
que el jefe les llamaba. Y a falta de cubierta sobre la que formar, cuadró la
que debía ser su fiel tripulación, o parte de ella, ante la escalinata de
entrada a la mansión, y al aparecer el jefe, y jalearle tal años no escuchaba,
sintió el capitán Bichomalo un gustirrinín insano que le recorrió de arriba
abajo el espinazo sin ser culpable un rayo de los que caían.
Pero no debía ser suficiente y quería más, la absoluta sumisión. Así que
por gestos demandó al galeno presente acercarse, y a otro par de ellos que
sacasen al porche una silla, un taburete recio y el hacha de hacer leña para
el invierno, que, casualmente, aguardaban tras la puerta.

Sentó el capitán en la silla y puso la pierna derecha sobre el taburete, y con


el dedo, dio señal para que le amputasen la pierna por debajo de la rodilla
de seco tajo, y tras hacer, cauterizar el médico con pólvora, envolver el
muñón con lienzos, y acoplar la prótesis oportuna.

Sincero, le dolió horrores por estar el miembro vivo e incluso los nervios
tener recuerdos, mas estando él muerto, aguantó lágrimas y compostura.

Ni un ¡ay!

Y al levantar levantando los brazos en señal de redundante minucia, y dar


dos saltitos sin caer desmayado al suelo, los que formaban bajo la lluvia
lanzaron sus gorros y sombreros al aire entre alaridos, aullidos y
pistoletazos. E impuesto en armonía, aunaron todos los presentes la voz a
un: ¡Ruin!, ¡Ruin!, ¡Ruin!, ¡Ruin!

¡¡Ruin!!

¡¡¡Ruin Bichomalo!!!

¡¡Ruin!!

… No necesitaba ni el apelativo de “capitán”.

La yegua que le llevaron al pie para montar llamaba “Almanegra”, y


puede que de alegría, o miedo, al oler la presencia del mismísimo amo Ruin
Bichomalo, certificando la identidad, empezó a relinchar y hacer cabriolas
que no hizo ante Herejía.

Pero en cuanto cogió las riendas el capitán Ruin, amansó.

Y galopar tal el Diablo. Dejó atrás a los que le acompañaban y llegó Ruin a
Canvey island el primero. Y subir a bordo del Baba Gosht sin dar tiempo a
que se tocase silbato anunciando la presencia del capitán, y sin hacer, ni
esperar a los que le escoltaron en la distancia, mandar levar ancla y soltar
trapo. Y rumbo al estuario del Blackwater, junto a la isla casi anexa de
Mersea.
El Baba Gosht era una goletina rápida de poco calado, artillada con seis
cañones. Era la escampavía ideal para manejarse por la costa y sus
entrantes. Los barcos que usaba el capitán Ruin Bichomalo para moverse
por alta mar o dar combate, fondeaban en un recodo discreto cerca de
Tollesbury. Allí, borda a borda amarrados por parejas, le aguardaban el
“Sting Murder” de veinte cañones y más de veinticinco pasos de eslora por
siete de manga, uncido al “Black Shark” con pareja artillería y medidas. El
“The one leg gras” artillado con veinte piezas y algo más de treinta por
doce en sus dimensiones, junto al “Stromboli” de dieciséis y algo menos de
treinta por ocho.

Y su favorita y buque insignia, la “Fucker Master”, de cuarenta y cuatro, y


cuarenta por diez.

Una locura de números.

Un despropósito que tamaña escuadra llevase tanto tiempo parada y


reposando en el mismo sitio; criando lapa.

Pero a una orden que les llegó de Lisboa con la rúbrica del capitán Ruin
Bichomalo, reunieron. Y esperar.

Y algunos habían quejado la inactividad.

Capitán sólo era él, los que en derredor juntaron a la mesa en su cabina
de la Fucker Master, eran simples contramaestres, oficiales, subalternos con
responsabilidades sobre los barcos, pero en la larga ausencia del jefe alguno
se autoascendió, o le ascendió cizañoso algún tercerón con pretensiones de
aprovechar el rebufo, y al ir presentándoles su segundo, Margarita Laloba,
por el nombre que firmaron la confirmación de asistencia a la convocatoria,
ya sabía el capitán Ruin Bichomalo a quienes se les había ido la cabeza. Y
así se rubricaron en la respuesta ¡“capitanes”! Olev Isapovich, alias
Cascanueces, Tomasso D´Rivera, conocido por Piernacambiada, y Mark
Clockwell… ¡El O´clokes!

¡Vaya tres!

Ya en su momento recordaba haber dudado si ascenderles o no. Le


borboteaba en la memoria, pese a mala, que eran bastante incompetentes,
de hecho, salvo Margarita Laloba, que se manejaba firme y sin titubeos aun
estando él a su lado, los demás se le antojó que serían una recua de inútiles
galbanosos. Ella hizo a las mil maravillas su trabajo y sentó juntitos a los
que se perdieron firmando capitanías, y con una simple mirada, y un gesto
imperceptible de cuello por parte de Ruin Bichomalo, entendió su segunda
la orden y, a dos manos, cercenar la cabeza de los tres de un solo sablazo.

Y hacer pasar la voz convocando a otro trío de desgraciados para ascender.

Los libros de los barcos ya habían sido auditados por el contable,


Salomón Manacor, y parecían estar en regla y aparentes; tanto los buenos
que rendirían cuentas ante el capitán Ruin Bichomalo, cómo los malos,
pero con apariencia de buenos, por si tenían que enseñarse ante cualquier
autoridad. Seguido al contable sentaba su cocinero personal, al codo de éste
el fisioterapeuta turco, y al lado una silla vacía para el médico ruso cuando
llegase.

Con su nueva, e internacional, e incondicional plana mayor reunida a la


mesa, pasó revista al estado general de las cosas.

Y todo estaba tranquilo.

No había queja ni problema… ya no.

Aguardaban órdenes.

El capricho que tuviese el capitán Ruin Bichomalo, por más peregrino que
pudiera antojarse, les seguía siendo motivo vital de existencia a los
presentes.

- … ¡Ah! Laloba.

- Sí, capitán.

- Excelente la cobertura de costa.

- Gracias.

- … En Inglaterra.

- … mmm… ¿En “Inglaterra”, capitán?

- Sí. En Inglaterra.

Que alcance a recordar, vagamente, en los últimos meses me han intentado


matar con encerronas en España, Portugal y Francia.
… ¿También me aguardará aquí la misma sorpresa?

- ¡Capitán! –protestó Margarita Laloba-

No somos los únicos interesados en su salud.

Tontería dudar que haya desaprensivos que le desean lo peor.

- … Y que me habíais perdido la pista hace mucho ¿verdad?

- … mmm…

… Sí, capitán.

Lo siento. Y creo poder expresar el mismo malestar en nombre del resto de


compaña.

- ¡Con lamentitos y disculpas no me vale!

Tienes… tienes…

¿De cuántos hombres dispongo al momento, Laloba?

- Aquí, en Inglaterra, de más de quinientos hombres a repartir entre las seis


naves presentes y el “Bad Spirit”; cuando arrime con el doctor.

- ¿Quinientos y siete barcos?

- … Cuando arrime el Bad Spirit, más de quinientos; probablemente los


seiscientos y pico.

- ¡¡¡Y con seiscientos hombres bajo tu mando no eres capaz de cubrirme las
espaldas!!!

- … El mundo es muy grande y no sabíamos por dónde aparecería hasta


que llegó aviso de Southamton, capitán.

Desde ese mismo instante no se le ha perdido de vista.

Lo lamen…

Pero Ruin Bichomalo no acabó de escuchar la disculpa, poco a poco le


fue mudando la cara a color cerúleo camposanto. Aunque su alma corrupia
fuese avernal e indestructible, su cuerpo presente seguía siendo humano y
había perdido demasiada sangre. Y el trajín que se había traído de no parar.
Tuvo que aplicarse el matasanos cuando llegó, para restañar el apaño que le
hizo en Bounds Green Manor. Cauterizó de nuevo con unos yerros al rojo,
reuntó con ungüentos el muñón achicharrado, encintó con lienzos finos y
volvió a acoplar la prótesis. Advirtiendo, eso sí, a Margarita Laloba, que él
no se hacía responsable de la salud del jefe si éste no paraba para tomar
descanso y dejar cicatrizar la amputación. Seguiría perdiendo sangre, y a
peor, gangrenaría.

Si por muchos fuese, sería incluso buena noticia. Y si tuviesen agallas,


propondrían en alto dejar pudrir al capitán hasta la médula. Pero Margarita
Laloba amedrentaba al más bragado, y aunque fuese de las pocas personas
en el mundo que se atreviese a llevar la contraria a Ruin Bichomalo,
siempre estaba, y estaría, con él.

Y Laloba sabía al doctor lo suficientemente bueno como para acertar en su


diagnosis, y a la par le reconocía malo para atender en persona sus propias
prescripciones.

¡¿Qué hacer?!

Sencillo. Antes de amanecer, con todo el cuidado del mundo, dejaban al


capitán Ruin Bichomalo a la puerta de Bounds Green Manor y tocaban a la
campanilla.

Y salir a la carrera.

Un par de días después, un par de semanas al ser su relación con la


vigilia intermitente, tomaba cuerpo y consciencia de sitio en su habitación
Herejía. En la cama.

Tapado hasta el cuello y medio asfixiado, y quizá por ello, cansado, más
cansado de lo que nunca había estado al salir de un mísero sueño nocturno
o una paupérrima siesta.

Mucho más.

Apartó las mantas para incorporarse, y en el momento medio que es sentar


en la cama con los pies fuera, Herejía se percató de la singularidad.
Un solo pie.

Y gritó. Gritó tal que si despertase ensangrentado junto a la cabeza cortada


de un caballo o una cabra.

Y sin morir el timbre de su agónica llamada entraba Camelita, y al poco,


Rechico. Y tras ellos, con pachorra, un médico; lord Brandley Cooper, que
en tiempos fue reputado cirujano del “Sea Fear”; un barco de la Navy.

A los diez minutos de encontrar tendido en el felpudo al capitán Herejía,


y siquiera al tiempo de estar tumbándole en el lecho, apareció lord
Brandley en un carruaje de ocho caballos.

Y el sello de la corona en la puerta.

Se hizo cargo del caso con la bendición de Camelita, a la cual le bastó el


apretón de manos que se cruzaron en las presentaciones, la mirada
transparente y fría del hombre, y el llevar un maletín médico muy, muy
completito; mientras él quitaba los vendajes del muñón a Herejía, los
lacayos que trajo consigo montaban en la habitación un quirófano de
campaña; con su mesa, sus luces, y dos enormes mecheros de alcohol para
esterilizar el refinado instrumental quirúrgico que atesoraba en tres baúles
armario; y otro con vajilla y ajuar de operar.

Estaba en buenas manos, era uno de los médicos personales del rey Jorge
III.

Y en un par de semanas, de la noche al día había cambiado la cosa. Estaba


mucho mejor.

Bueno, Herejía no pensaba lo mismo. En tres parpadeos tontos había


perdido treinta años, ¡un ojo!, algún dedo… ¡¡Y ahora la pierna!!

¿Estar mejor?

… ¡Si se desintegraba a coscorrones!

Y lloró. Desconsoladamente. Sentado, y rendidos los brazos, por más que


le quisiera consolar tiernamente Camelita, o explicar el doctor las venas y
arterias que había religado, por mucho que quisiese animarle Rechico
concretándole que él saltaba a la pata coja nosecuanto, Herejía no atendía a
palabras y sólo observaba el llover de sus lágrimas sobre el muñón.

Y con cierto asco por las gotas, retirar el médico las manos de donde
ejercían la docencia.

Le salvó la vida al buen galeno, y casi se la cuesta, unas pocas lágrimas. Y


a favor las tuvo en el mismo origen, en que anegasen los ojos, y evitasen
que Herejía acertase el mal golpe que pretendía, al encallar el sable en la
arquitectura de la cama. Y así dar tiempo al lord para que cogiese un bastón
de los que rondaban las mesillas, y defenderse.

- ¡Herejía! ¡¡Herejía!! –acabó interponiéndose Camelita- Capitán, por


favor.

Este hombre os ha devuelto la vida.

- ¡Si me ha confesado, el muy matarife, el apaño que ha hecho! –quejó


Herejía al tiempo que sin apenas fuerza lanzaba nuevo ataque-

- Oh, My Lord!... De apaño na, capitán Herejía –dolido en el orgullo, pero


parando el golpe, también quejó el doctor con prosapia llanita y
gibraltareña- Le he hecho una obra de Arte; me ha faltado firmarla con los
puntos y seudónimo.

… Ese rezurcido es irreprochable.

- Y además eso te lo has hecho tú -sobre el pecho cruzó Camelita los


brazos- Eso te los has hecho tú solito porque lo he visto yo.

Vamos, tú mismo ordenaste a un fulano que te cortase la pierna. Y a otro


que te la arreglase.

Y luego irte a caballo como si tal cosa.

- Yo también lo vi, capitán –afirmaba Rechico al tiempo que insinuaba que


podría atravesar al instante al médico con el sable-

- ¡¿Qué yo me amputé, o mandé amputarme, una pierna?!

… Estamos todos locos… o de buena mañana ya nos entregamos al tinto y


la grifa.

- … Es tarde-noche, capitán; pero si hay que entregarse, yo me entrego.


- Si van a empezar con intimidades, o a beber y fumar, me gustaría
retirarme –cortó el doctor por lo sano la conversación-

Va para tres semanas que no piso mi casa y se me deben haber muerto hasta
las plantas.

¡Secas en Londres!

… Eso sí es un drama, y no su pierna.

Ofendidísimo, aunque sin fuerzas, hizo ademán Herejía de esgrimir de


nuevo el sable, pero ahora fue más rápido el doctor retirándoselo del
alcance, y a la vez, desenfundar una pequeña pistola y encañonar a Rechico
que desenvainaba en auxilio de su jefe.

Lord Brandley abandonaba la habitación sin perderles la cara ni dejar de


encañonar, sin embargo, al llegar al quicio guardó el arma e informó que
mañana, a primera hora, volvería para visitarle, y, educadísimo, inclinando
la cabeza, salió cerrando tras de sí la puerta.

- ¡¿Quién cojones me ha cortado la pierna?! –en ese punto quiso Herejía


reanudar la charla-

¿Ha sido él, he sido yo, o el maestro armero ha venido con la cimitarra de
ajustar perijiladas?

- Has sido tú mismo, Herejía –sin atender a protestas Camelita obligaba al


capitán a tumbarse en la cama- Tú mismo, entre grandes risotadas ¡que te
escuché yo!...

- Y yo también las escuché, capitán.

- … Tú mismo le pediste a un secuaz que te amputase la pierna con un


hacha; nada de alfanjes.

- ¡Y dónde está ese desaprensivo que tan rastreramente se aprovechó de mi


transitorio estado de enajenación!

- Voló tras usted al igual que los demás –informó Rechico- Marcharon a
caballo.

Y desaparecer.

Todos.
Usted ha regresado, el resto no.

- … ¿Y monté a caballo recién amputado?

- Y previo, celebrarlo cómo un energúmeno junto a los que formaban bajo


la lluvia, Herejía.

- … Pero… pero…

… No os dais cuenta, ése no podría ser yo.

- … Ya, ya, ya… ya lo sabemos –arropaba con infinito cariño Camelita al


jefe- Ése no eras tú.

Sí. Lo sabemos.

- A mí me cae mejor usted –sonriente y afirmando a cabeza dijo Rechico-


Vamos, ni comparación.

- … Ése, no era yo…

… Ése, no soy yo…

… Ése…

- … ssssss… Descansa –dijo Camelita echando las cortinas- … descansa un


rato.

Luego te traemos algo; un caldito. Ahora descansa.

Y tras dejar el candil sin apenas mecha, salieron de la habitación. Y


cuando creyó oportuno Herejía, por escuchar alejarse los pasos,
desencamó, avivó la lucerna y descorrió las cortinas.

Y todo a la pata coja.

Algo le gruñía en las tripas al mirar los bastones y muletas que rondaban. Y
las piernas postizas. Dos. Eso era lo peor. Encarar las prótesis y no
sobrecogerse, ser consciente que habría de usarlas quisiese o no.

Y mal que le pesase, prefirió hacerse primero a la idea de no tener pie en lo


sucesivo, y al sobaco se echó una muleta. Y anduvo por el cuarto con nuevo
paso hasta que se encontró consigo mismo en el reflejo de un espejo de
cuerpo entero.
Y se miró, y remiró, y requetemirar sin reconocerse en el espejo, aunque la
imagen de sí que veía, en teoría, era la cruda realidad. Y se ajustaba a lo
que percibían sus sentidos. Se veía barbiluengo, tuerto y cojo. Y torpe para
manejarse novicio con la muleta y no caer de bruces al suelo; que terminó.

Y pese a compungir el alma en el trompazo, y acudirle al ojo nueva remesa


de gotas marinas, el puñetero reflejo del espejo reía a mandíbula batiente, y
lo que es peor, todavía permanecía en pie. El capitán Ruin Bichomalo reía
sin freno ante el mal ajeno.

- Hijo… -dijo el fulano del espejo entre carcajadas- … Hijo, eres patético.

Igualito que tu madre.

Bien clarito escuchó la capitana Libélula, y el resto de tropa, la petición


de la condessa de buscar rápidamente el Mediterráneo limpio y luego
clavar al oeste.

Todos lo escucharon.

Y también oír los gritos y voces que se trajo después. E incluso ya en ese
momento se acercó Rosario a la puerta, y con dos sutiles golpes, preguntó
si todo iba bien. A lo cual la condessa respondió que sí, y aunque Rosario
pidió permiso para entrar y cerciorarse, la dama negó el paso y dijo que
necesitaba soledad para trabajar esa noche. Y ni a su hija Libélula abrió,
pese a que dijo que iba a dormir. Así que en vez de compartir cama con la
madre, tuvo que colgar hamaca la capitana con el resto y soportar la
sinfonía nocturna de vientos.

… sin precisar más.

Hasta que la atmósfera se volvió irrespirable, tan densa, que le escocían a la


capitana la garganta y los oídos. Y temer deflagración de grisú.

Mejor dormir atada al mastelero, sí, que fenecer con las papilas de la napia
abrasadas y el pelo de un color amarillento poco natural.

Con los ojos congestionados, y boqueando tal los peces, subió a cubierta
Libélula.
El Mediterráneo estaba un poco picado y cerraban las nubes el cielo. La
Dragon Fly surcaba a toda vela la negrura que eran mar y noche. Ya no
hacía falta vigía en la cofa, salieron a campo abierto y la cara meridional de
Creta les quedó tan lejos que ni divisaron costa. Aun así, por propia
voluntad, Murciégalo moraba la atalaya. Y de vez en cuando se echaba el
catalejo al ojo aunque no se divisase nada.

Sin embargo cuajaba perfil muy marinero y Libélula se tiró un buen rato en
silencio observándole. Recortado contra las nubes y la Luna que jugaban al
escondite, Murciégalo parecía estampa de las que ilustran los libros de
marinos.

Y la capitana Libélula suspiró.

Aunque al momento cambió la cara al escapársele de las manos el catalejo


a Murciégalo y caer a cubierta haciéndose añicos.

Bobo, torpe y… y… ¡Y!

En ese instante Libélula lo hubiese estrangulado de tenerle a mano. Y no


por destrozar el cacharro. Le hubiese quebrado el gañote por romperle a
ella la ensoñación.

- … Eeee… mmm… Ya lo pago yo –con más miedo que vergüenza


descendía Murciégalo de la cofa- se… se… se me ha escapado sin querer,
lo lamento.

- Habrá saltado él motu proprio.

- ¿Cómo? –tomó cubierta-

… Me dijeron que no hacía falta que subiese, pero he prefer…

- ¿Por qué le tienes tanto miedo a Creta?

- Por los minotauros.

- En plural.

- Sí.

- Y me podrías concretar algo más.

- No.
- ¿Ni cómo tu capitana?

- ¿A ésa estoy hablando?

- Ahora he subido de paisana; a título personal.

Y para que viese que era verdad, sin que lo esperase, besó al hombre tal
no había hecho hasta el momento dejándole sin respiración y con sonrisa de
idiota. Y la intención de Murciégalo sería responder en justicia, pero
rompió el encanto de la noche un chillido de susto y luego una llamada a
grandes voces. Modesto Culebra gritaba desde la puerta del beque que
alguien se había cargado al Lechugas.

Sí, podría ser muerte accidental al atravesarle su propio sable el estómago,


aunque sentado y con los pantalones por las rodillas, no se le sabía
costumbre de bruñir el arma sentado en el cagadero. De parte a parte le
atravesaron en tan innoble trono.

Reunieron todos, hasta la condessa, y al recuento y pasar lista faltaba


otro. Cararroja. E intentando concretar el último momento que se le viese
con vida, nadie acertó a recordar. Se le buscó por todo el barco pero no
apareció.

Raro.

Lo suyo hubiese sido organizar al momento un comité que se encargase de


estudiar lo sucedido, de ordinario, para casos excepcionales, juntarían en la
cabina de la capitana al tener dimensiones e infraestructura, y de allí
saldrían con un plan y unas directrices para abordar el problema que fuese,
pero en su lugar, no llegaron ni a entrar al camarote.

La condessa ordenó dejar in situ todo hasta el día siguiente, y destacando


de guardia a Boniato y Ajaliz el turolense, disolvió la reunión.

Y seguir el rumbo que llevaban. Todo al oeste.

Al día siguiente llevarían a cabo las exhaustivas pesquisas y las exiguas


exequias.

Y quiso levantar la mañana plomiza y con lluvia fina. Triste. Y la mar


densa y con poca ola.
Se comisionó en el asunto a Libélula por capitana y a Rosario por cabo de
brigadas. Y a Malik por vivo de intelecto. Y a Ojovago por retorcido y dar
siempre otro punto de vista.

Lo primero que hicieron fue inspeccionar el sitio y el cadáver. Luego,


Malik le hizo la autopsia confirmando la muerte por peritonitis aceril, y
recuperando un detalle tonto que se les había pasado por alto en la
inspección visual nocturna. Dos estocadas tenía el cuerpo. Una, la
académica que le dejó tieso y con el sable puesto, y otra, cercana, en la cual
el orificio de entrada a la carne, el filo del sable estaba biselado al costado
izquierdo insinuando que el autor había sido un zurdo, o siniestro, y no un
diestro maestro; por la orientación y por necesitar dos estocadas para
acabar con la vida del enclenque del Lechugas.

Lo cual fue aún más desconcertante al no saberse a bordo ningún zurdo.

Ambidiestros… Malik; él y su hermano lo fueron por empeño de Bulín.

Y hombre de Ciencia que también era Malik, para no desechar apriorismos,


él mismo escribió su nombre en la libreta de anotar indicios; y a
continuación un palote. De igual forma, y por distintos motivos, acabó toda
la tripulación con dos y tres cruces, antes siquiera de empezar con los
interrogatorios. Y al primero que fueron a entrevistar por no poder
abandonar el timón, salvo por excusa perentoria o dormir, fue al piloto.
Luisín Manodepiedra. Y como en el excusado apareció el otro tieso, le
preguntaron a bocajarro si coincidieron en el sitio. Y no. Además, se notaba
rápido en el casco y en el mismo surcar si Manodepiedra abandonaba el
puesto y ponía el automático, e incluso si no era su mano la que pilotaba se
dejaba sentir; salvo que la capitana, o la condessa, también expertas, le
quisieran parodiar los ademanes marineros. Y ayer, por la noche, no
tuvieron el vaivén de otro piloto hasta mucho después de descubrir al
Lechugas; y fue cuando marchó a dormir Manodepiedra.

Y por común asenso del comité de investigadores, y provisionalmente, se


descartó al piloto.

Zapapico y Rancapinos, aunque se les preguntó, rápido fueron desechados


de la autoría al no caberles la mano en la cazoleta de la empuñadura del
sable y serles imposible el haber blandido; y porque ellos opinaban que los
sables y espadas eran armas de señoritingos.
Boniato, Ajaliz y el maestro carpintero, Txiki, se exoneraron con sus
coartadas respectivas que coincidían y se solapaban. No habían quedado a
solas desde el último momento en que se viese al Lechugas vivo, y el
instante en que lo encontró Modesto Culebra muerto.

Éste, Modesto Culebra, sí tenía lagunas en su quehacer, pero estando


entonces bajo el pañol de drizas, muy difícil le hubiese sido atravesar el
barco casi de punta a punta sin testigos. Se le hubiese visto. Y cuando se le
vio, fue en el viaje que lo descubrió.

Murciégalo era quien realmente no tenía coartada alguna, pero tampoco se


le imaginaban motivo conociendo al Lechugas desde hace tres días y tener
cuatro palabras cruzadas; se le tachó de la lista de sospechosos por mor al
voto de confianza al nuevo.

Después de esta ronda inquisitoria a terceros, los cuatro del comité


reunieron bajo la toldilla de proa y se prestaron a un careo entre ellos. Y de
ello quedó que cualquiera de los cuatro hubiese tenido ocasión para hacer;
aunque los cuatro coincidieron en que, ya puestos, ellos hubiesen arrojado
el cadáver por la ventana del beque. O arrojarlo por la borda vivo, pero
borracho, al gustar el Lechugas hacer equilibrios sobre la baranda
apostando nimiedades y todos tenerlo visto.

- Toc, toc, toc…

- ¿Sí?

- Somos nosotros, mamá.

- ¡La comisión! –dedo en alto se revestía Ojovago de autoridad-

- … Un momento –rogó la condessa- un momento, por favor; me pongo


algo y salgo.

¿Sí?

- ¡La comisión! –sonrió Malik al tiempo que hacía ademán de entrar al


camarote, aunque la condessa cerrase la puerta evitándolo-

- … ¿No podemos pasar? –veladamente protestaba Libélula el haber


acabado durmiendo entre las velas de seda en la bodega-
¿Pasa algo?

- Nada, nada. Tengo todo al retortero, todo tirado por el piso, la mesa y el
diván, y no quiero que se me mueva un papel.

¡Tengo hilvanados unos planos a otros!

… ¡¡Y ya sabéis lo que nos jugamos!!

Y en otro orden de cosas ¿Qué queréis vosotros?

- ¡Saber lo que hizo la noche de autos! –Ojovago hasta puso voz de


inquisidor para decirlo-

O sea, ayer por la noche, jefa.

- Trabajar, trabajar y trabajar. No hice más; compás y regla.

Llenar la cabina de los mapas que os digo.

- ¿Y testigos de ello?

- Mira, Ojovago, no te pego una patada en los huevos, y te los subo a la


cangreja, porque estoy con las babuchas.

Si no…

- Perdón, perdón… Perdón condessa.

- ¡Venga, a tomar por culo todos de mi puerta!

… No te jode… ya sólo me faltaba que me viniesen a interrogar para saber


lo que hago en mi compartimiento a solas.

… ¡¡Tocarme el chichi!!

… ¡¡¿Os tendré que dar a vosotros explicaciones?!!

Vamos, todos cagando leches fuera de mi puerta o saco el látigo ya mismo.

Menos tú, tú no… Libélula.

Tú pasa que a ti te voy a decir cuatro cositas al oído.


Pasa y cierra.

- … Pero mam…

- ¡¡Pasa!!

Ella, y el resto, esperaron gritos, pero por no haberlos, y de no rondar


Rosario para impedirlo, alguno hubiese pegado la oreja a la puerta. Aunque
el cabo de brigadas, con su gesticular abstracto, indicó que era cosa de
madre e hija; y necesitaban intimidad. Y para todo cotilla encontraría
trabajo de no tenerlo; la comisión volvería a reunir más tarde.

Y aun sabiéndose respaldada por el buen hacer de Rosario, la condessa


contuvo sus palabras y hasta el aliento un instante escuchando los ruidos, y
confiando en cierta intimidad, comenzó a hablar con Libélula. Pero bajito.
Casi matando toda voz y dejando por único lenguaje su gesticular de labios.

Dijo que al oído le quería decir algo a la hija, pero ni aun así hubiese
entendido ésta algo del parlamento de la condessa. Libélula estaba
desconcertada por el comportamiento de la madre, y si miraba en derredor
el camarote estaba en orden y ni un plano, mapa o libro abría en la mesa o
tiraba en el suelo.

¡Vamos! Hasta el San Juan Bautista guarecía tras las sábanas que le
mitigaban en la medida la colgadura marinera.

Lo único que encontró raro en la cabina fue el comportamiento de la


madre.

Y tal que chispazo le abrasase la mente, la capitana Libélula desenfundó su


cuchillo y se lanzó a buscar en todos los escondites posibles, que bien
conocía desde niña, en el compartimiento de la condessa. Y comprobar que
las compuertas internas que articulaban la cabina seguían con el pestillo
puesto.

Allí no había nadie más; ni Cararroja, que seguía sin aparecer.

- Mamá, qué te pasa –Libélula no entendía el secretismo y misterio- No te


entiendo si no me hablas más alto.
- Más alto no puedo hablarte porque no sé si nos escuchan.

- ¡Que si quieres arroz, Catalina!


… Madre, no te entiendo nada. Sigo sin entenderte.
- Que no te puedo hablar más alto porque no sé si nos oyen.

- ¡Mamá, no te oigo!

- ¡¡Mierda para los sordos!!


- Ahí te has ido a “Do” de soprano.

¿No tienes tono intermedio?

- No podía decirte más alto porque no sabía si nos escuchaban.

A este tono imagino que sí.

-No, no creo. Rosario no les dejaría adosar la oreja a la puerta.

- Esos no.

¡Estos! –dijo apartando las finas cortinillas que protegían el cuadro del
maestro Caravaggio-

De la mano diestra del divino maestro salieron siete personajes que


articulaban la celebérrima escena de la decapitación de San Juan Bautista.
Pero ahora, al descorrer la cortina, doce componían el cuadro. Los siete
sabidos, más Dióscoro, Bulín, El Susurros, Okeway y el mismísimo
Lechugas.

- ¡Mamá, qué bien pintas y qué callado te lo tenías!

Vaya homenaje guapo a los muchachos.

… Aunque hayas jodido el cuadro para siempre.

- Yo no he sido.

- ¡Pues quien haya sido es un artista!

… Porque sé quiénes son, si no, diría que desde el origen estaban en el


cuadro; salvo por las posturas.

¡Sí, me gusta!

- Si supiese que esas figuras han salido de mano humana, la amputaría sin
dudarlo por destrozarme el caravaggio.
Pero eso no es obra de genio humano, si acaso, de genio avernal.

- ¿Ya vas a empezar con batallitas de cuadros que hablan?...

… por favor, mamá.

Vale que metas literatura para motivar a la tropa y ponerles los brillos ante
los ojos, pero yo soy Libélula. Tu hija.

No me vengas con cuentos de brujas.

Ya soy mayorcita. Ya escuché suficientes historietas maravillosas cuando


era chica.

- … Infeliz.

¿En qué mundo te imaginas que vives?

Y para acercar a la realidad a la hija, la condessa levantó la mano y


chasqueó los dedos, y al acto, las figuras nuevas empezaban a moverse
muy lentamente. Y hablar entre ellas.

Para los habitantes del cuadro también debía ser la coyuntura nueva, o muy
reciente, al entregarse a curiosear por todo el espacio representado y el
insinuado inmediato.

Excepto Bulín y Okeway, ambos permanecían quietos por propia voluntad,


mirando al frente, y a los ojos, del posible interlocutor visual que tuviese la
obra pictórica.

- ¿Nos ven? ¿Nos oyen? –fascinada inquirió la capitana-

… ¿Me puedo acercar?

- Acércate pero no toques; todavía no comprendo el prodigio y lo mismo


pillas cualquier peste de tocar.

- ¿Y vernos?... pueden.

- Si interactúas directamente con ellos, sí.

Seguro que nos ven y escuchan, porque te siguen con los ojos si te acercas
lo suficiente.

Y responden si les hablas directamente.


- ¡¿Responden?!

- Sí.

- ¿Y qué tal es el Más Allá?

- Aún no se lo he preguntado.

- ¡Aún no!

… Y a qué esperas, mamá.

- Tengo otras preguntas más interesantes para hacerles, que el saber cómo
es algo que en su momento sabré; o me será descubierto.

Antes les haría otras preguntas.

- ¡Pregúntale al Lechugas quién le ha matado!

- No hace falta porque lo sé.

- ¡¿Lo sabes?!

- Sí, claro, fui yo.

-…

¡Fuiste tú! –casi en un susurro lo exclamó-

- Sí, hija, sí.

Y lo siento… en cierta medida.

Maté al Lechugas para saber si también acabaría en el cuadro; y visto


queda que sí.

- ¡¡Mamá!!

- … ¿Qué?

- No puedes ir por la vida matando alegremente gente ¡¡Y menos a los


tuyos!!

- ¡El Lechugas era mal marino y prescindible!... Y más cosas que no son
momento de explicarte.

- ¡¡¡Mamá!!!
- … Joder, si te pones así por decirte que he matado al Lechugas…

…¿Cómo te pondrás si te digo que también me cepillé a Bulín?

- ¡¡¡¡Mam…

…mmm… ¿Has bebido? ¿Te estás quedando conmigo? ¿Es una broma
apalabrada con Rosario?

- No, hija.

Yo el matar me lo tomo muy en serio. No mato a la ligera.

… A la ligera mando dar palizas.

- … Mamá, no. Mamá…

- Mucho le gustó el ponche siempre a Bulín.

El ponche le privaba al “alcaide” en época de ponches.

- ¡¿¿Mamá??!

… ¿Y la ab…

… ¿Y a la abuela… también?

- Cuando me lo pidió; ella eligió su propia fecha de ponche.

- … Mam…

- ¡¡A de cubierta!!-gritó desde la cofa Boniato-

¡¡Línea naviera por estribor, en formación, y dando espejo a nuestro surco!!

… ¡¡¡A las dos, tres, cuatro y cinco!!!

Antes de salir del camarote, mientras la condessa echaba las cortinillas


al San Juan, le informó a su hija que si la maniobra que se desplegaba con
tantos medios era por capturarles a ellos ex profeso, sin duda se trataría de
Emmanuel. Y en efecto, en cuanto cayeron a catalejo los pechos de las
velas, se leyó la Cruz de Malta. Y certificando la mano que guiaba la
enjaulada también aparecieron por babor bajeles de guerra cerrando las
demás franjas horarias.
Y otro que acabó fijándose en la popa, y un último, que al frente, a lo lejos,
y fondeando con el trapo arriado, esperaba su llegada. Era el barco insignia
de Emmanuel, el Marenostrum; que imponía paz con el simple nombre y
sus más de ciento cincuenta poternas.

Por prescripción de lord Brandley, el capitán Herejía debía tomar el aire


quisiera o no, y también abandonar la respuesta huraña de encerrarse en
Bounds Green Manor para reconcomerse por la pérdida de la pierna. Y ni
eso. Al ser el corte por debajo de la rodilla, a media caña, se apañaba bien
Herejía con el pie postizo y no necesitaba muleta alguna. Pero estando la
amputación tierna, Camelita le convenció que un bastón, con su estoque
preceptivo por espinazo, no le arruinaría en absoluto la figura. Muy al
contrario, la mujer le aseguró que no habría jovencita, ni casada
insatisfecha, que a su paso no fuese a girar la cabeza.

Y aún más guapo le pintó si se rasuraba, pero, como siempre, a eso se negó
Herejía.

Solos en el caserón de las afueras, el Auriga se había encargado de


poner en uso un carruaje y uncir al tiro seis caballos, y de ellos se valió
para ir a la ciudad a comprar vituallas y ungüentos de fórmulas magistrales
que le elaborasen en la botica por encargo de lord Brandley. Y también la
compra de cosas menudas, y necesarias, fue tarea del joven, aunque eso no
justificaba el conocimiento exhaustivo que tenía de la City. Con él a las
riendas, y escoltados por Rechico y Palmiro a caballo, las mujeres y el
capitán disfrutaron confortablemente de las vistas, de los monumentos, de
Sant Paul, del Parlamento, ¡De la Torre!, de la vida londinense en constante
ebullición; río arriba, río abajo les paseó el Auriga, y cruzar a la otra orilla
que es mucho más canalla. Y pese a ello, también ser más educados al no
pocos conocer a la leyenda viva que era el capitán Herejía. Y a su paso
descubrirse deseándole los mejores parabienes.

Y a todos responder el capitán, e incluso guiado a la misma puerta del


Globe por el Auriga, y asesorado por Rechico, descubrirse ante el enclave y
soltar unas lágrimas.

- Y ese gimoteo es… ¿De dolor… emoción… de respeto…? –Camelita


ejercía de enfermera emocional-
- … ¿Es por Marlow, Bacon, Shakespeare y compañía? –intrigado, por si
fuese juego, inquirió el Auriga-

- Sí y no.

- Jefe, si a mí me ha dicho mil veces que le da repelús la lectura –Rechico,


con la montura muy cerca, también seguía el hilo-

No puede repudiar y admirar.

- ¿Te he dicho yo que me dé grima que me lean?

- No. Pero tampoco dijo recordar más allá de tres libros.

- … ¿Te he concretado alguna vez, so impertinente, las lecturas


dramatizadas a las que he asistido, o a obras de teatro plenas?

- ¿”Plenas”? –al otro lado del carruaje estaba Palmiro- … ¿Qué son obras
de teatro plenas, jefe?

- Será Teatro… Teatro.

Teatro en un teatro ¿no, capitán?

- Casi, Rosita, casi.

¡¡”Julio Cesar”, de Chespir, vi desarrollarse en la cubierta de la


Psiconauta!!

… Pero, si una lágrima que se me vaya es motivo de tertulia… ¡Auriga,


llévame a un sitio donde pueda echar tranquilamente un trago sin tanto
teatro!!... U os mato a todos sin más contemplaciones.

- ¡Ipso facto! –diligente, el Auriga arreó- … mmmm… Conozco un sitio


que os gustará, capitán.

Volvieron a cruzar a la orilla “noble” y allí buscar un lanchón que no


atracaba siempre en el mismo punto. Por eso tuvo que preguntar el Auriga a
un par de estibadores, y al concretar, en Leamouth, hasta allí llevó el
carruaje y ató el tiro al mismo poste que amarraba la barcaza.

La “Majarajasi Shadow” ofrecía un microcosmos oriental en pleno


Londres. Regentaba el garito flotante un indio de la India, que en capricho
tenía atender el negocio en persona al decirse buscando a una joven
exquisita con la que cruzó un buen día la mirada en una tetería de Ceilán; y
escucharle a la mujer que residía, ¡Y trabajaba!, en Londres; y antes de
poder hablar con ella para retirarla de laborar… evaporarse. La historia de
la vida de Annanda Tajalán era pura poesía que declamaba el Auriga, y las
mujeres, y Rechico, gozaban. Y uno por uno fue presentando el joven a la
compañía al propietario, pero al tocarle el turno al capitán Herejía,
Annanda le estrechó la mano a la occidental manifestando ya ser
conocidos, y por cómo se la estrechó, de forma rara, a todos les pareció
evidente que no tenían feeling, ni lo tendrían. Y pese a no haber más
clientes por no ser ni media mañana, se excusó el hombre con una tarea
impostergable y desapareció; despidiéndose a la india nuevamente.

Mejor.

Toda la barcaza para ellos solos. Y por abrir hueco entre las nubes, y caer
directamente sobre la cubierta un manojo de rayos de sol, allá tuvo antojo
de sentar el grupo y allí se les atendió. Se les organizó en un segundín
picnic oriental sobre el Támesis.

Bien comidos, y bien bebidos, el capitán Herejía pensaría que era


momento de recogerse e indicó con un cejazo, y un firmar en el aire, a
Rechico, que pidiese la cuenta. Y éste mirar al servicio que les atendía y
repetir la rúbrica en el éter.

Y les trajeron la minuta en una bandejita de plata.

Se disponía Rechico a abrir la taleguilla y pagar, cuando de la nada


apareció volando una moneda de oro que, instintivo, cogió al aire el
boyuyo. Y no fue una, fueron dos porque tras ésa venía otra. Y ni salieron
de la nada. Un jinete embozado de negro hasta los labios, sobre caballo
negro, en el muelle, era el generoso invitador.

Y también sería el sujeto mera pieza de transmisión al informar que alta


dignidad esperaba al capitán Herejía en Stratford. Y al preguntar Herejía
“Quién”, permitirse quizá una sonrisilla el embozado para responder que
“¡El Granjero!”, y luego, abandonar el lugar al galope.

El Auriga, obviamente, no era la primera vez que pisaba Londres. Y del


Majarajasi Shadow sería habitual al encargarse él de pedir por todos; y
simplemente encargó lo de siempre, pero para seis. Se desenvolvía bien y
parecía conocer al dedillo la ciudad. Sin embargo ¡Dijo no saber dónde
quedaba Stratford!

Problema, que no lo fue, pues magra la propina que dejaban, el servicio del
Majarajasi Shadow les indicó el camino. Todo recto por donde desapareció
el hombre del caballo, siguiendo cauce arriba el mismo river Lea; no tenía
pérdida.

Imposible que se extraviaran, aun no conociendo el sitio exacto del


encuentro. Bastante antes de Stratford, del boscaje ralo salió otro jinete
vestido de negro ofreciéndose, sin explicitarlo, lazarillo. E igualmente sin
decir ni pio les escoltaron a la zaga cuatro sombras más.

Les condujeron hasta un alto y largo tapial, y al llegar al portalón, guía y


custodios no seguir. El camino flanqueado por robles y hayas les conducía
por sí solo hasta una mansión.

Y allí ¡a pie de escalinata! recibirles el anfitrión.

¡¡El mismísimo Granjero!!

- ¡Primo! ¡Primo! –brazos en alto llamaba, y acto seguido abrazaba, el


Granjero al capitán Herejía- … Te haces rogar mucho para dejarte ver,
canalla.

- Es que no estoy en mi mejor momento.

- Eso me dijeron, y por eso te mandé al médico.

¿Te ha vuelto a dar problemas la cachaba, primo?

- Los justitos para retirarme de jotas, gigas y minuet.

Y también me he quitado de trepar secuoyas altas.

Pero la labor del cirujano ha sido excelente; al cesar lo que es del cesar.

- Y cuándo tenías previsto venirme a ver.

¿Por terceros me he de enterar siempre que estás en Londres?

- Como quien dice, acabo de llegar.

- ¡Un mes ha!


- … ¿Un mes, ya?

- … Mes y medio.

- … Primo, pasa el tiempo volando.

- Y si no es por el “Rajá”, tampoco me entero que estás lo suficientemente


recuperado para irte al Majarajasi a tomar algo.

¡Avisa, majo!

Con la familiaridad enunciada, el hombre posó la mano en el hombro de


Herejía invitándole a proseguir la charla dentro de la mansión. Y de buen
grado cedió al empuje el capitán, y echando a andar reseñó a dedo a
Camelita que le siguiese. Cosa que extrañó al Granjero al no estar
permitida la presencia de mujeres en el club.

- No se pueden traer mujeres “de fuera”, ya lo sabes.

- Es mi enfermera personal.

- ¡Todos tenemos servicio personal!

- Pero primo, yo ahora la necesito.

- ¿¿Tú necesitar nada de mujer alguna, Bichomalo??

… ¿Quién es esta gente que te acompaña?

- Estos, primo, también son mi familia; pero de otra rama del árbol que no
os toca.

- ¡¡Imagino, primo, imagino!!... que no tengamos la misma sangre…


jojojojojo…

- Son mi familia, mi gente, mi tripulación.

- Sí, sí, sí… jojojojojojo…

Privado, o público, podría ser el motivo de las risas; pero ellos no


cogieron. Pese a campechano, el tal Granjero les miraba a todos por encima
del hombro aun sin pretenderlo; le habían educado al hombre para eso. Así
que se dispuso a observar más en detalle a la comitiva que acompañaba al
capitán Herejía. Y plebe eran, plebe bella que reconoció en Rosita y
Camelita, pero plebe a fin de cuentas, hasta que cara a cara quedó con el
Auriga. Y se sorprendió al topar con sus facciones equilibradas y serle
quizá conocidas. Miró al francés, y remirar de hito en hito basculando la
cabeza por buscarle el perfil familiar.

Y no. Lo rozaba pero no. La cara del muchacho le era tan conocida que le
aguijoneó el cerebro al no poder concretar el encuadre del recuerdo.

Le conocía, sin duda, o se parecía muchísimo a alguien que bien conocía.


Pero ¡¿A quién?!... O quizá en retrato tuviese visto.

En fin… Tampoco le importaría mucho, y por gestos indicó a Camelita que


les podía seguir, pero el resto debería aguardar en el ala de servicio.

Y echando una última mirada al Auriga, entraron en la mansión.

El caserón debía llevar mucho tiempo siendo la sede social de un


grupito de acaudalados nobles y ricachones de todo pelo. Al uso estaba
decorada la casa con pinturas de efemérides navales, cargas de lanceros y
gestas de caza. Vetustos retratos de socios muertos hace cien años colgaban
por las paredes. Y armaduras. Y panoplias con armas capturadas a los
enemigos de la Gran Bretaña en todo el mundo. Y banderas y blasones. El
Imperio era palpable en todas las habitaciones; en la biblioteca, en las salas
de lectura, de billar, de jugar a las cartas. Salas abiertas al debate
encarnizado entre los socios. Salas de masaje y gimnasio… ¡El salón de los
puros y el coñac!... Allí sentó en una mesa discreta el trío al cederles
amablemente el resto de socios el lugar.

- Y bien, primo, qué buscas por aquí.

¿Buscas puerto para la primavera que tenemos encima?... ¿Necesitas


carenar?

… ¿Le has robado a su legítimo propietario esta diosa, que disfrazas


enfermera, y necesitas descansar y consumar?

- Camelita no es de nadie, primo.

Camelita es un ángel libre… un ángel de la guarda para mí.

Y se lo agradezco no sabes cuánto; de verdad.

Pero, ante todo, Camelita es de Camelita.


- ¡Ayyyyyy…! Crápula.

… Pero venga, en serio, dime, primo, qué necesitas; más dinero, más
hombres, más medios… qué más quieres.

¡Hasta un rey tiene unos límites naturales, capitán Bichomalo!

- ¿Te digo la verdad, primo?

- Sí.

- Sin mentiras.

- Sí.

- … Pues vengo buscando a un amigo, un medio hermano, que por capricho


del destino, por lo oído, acabó firmando enganche en un circo.

Y me dijeron que recalaría aquí, en Londres.

- ¡¿Un medio hermano tuyo?!

- Eso es.

- Pues si ha de ser alguien al menos con la extraordinaria mitad de tu


sangre, y que atienda a esas señas, sólo puede tratarse del trapecista del
“Máximus et Mínimus”.

- ¡Ése es el circo, sí!

Él se llama Rastrojo y es tranquimanco.

- Date, el mismo.

Y no sólo al trapecio es un artista, pese a tullido manifiesto, también anda,


o correr sobre el alambre, ejecutando volteretas y piruetas que paran el
pulso; en un cable tendido a mucha altura del suelo; ayudado por una
pértiga… ¡Y sin ella también!

¡Vamos, no te digo más, en el trapecio es al único ser al que he visto


ejecutar el triple salto mortal hacia delante sin despanzurrarse en el intento!

¡¡Y cerrar la velada, y el interés por cualquier otro acróbata del mundo, con
un cuádruple mortal hacia detrás con capucha echada y venda en los
ojos!!... Increíble.
… Casi dos horas, por reloj, de aplausos y ovación.

Fue tan excepcional que esa noche soñé con él, y por la mañana mandé a
buscarle para ofrecerle puesto en mis ejércitos; con un hombre de su
temple, y cien templados por él, tendría general, centuriones y decuriones
para una legión canónica que no costaría mucho armar con tecnología
punta; arcabuces, mosquetes, cañones, morteros y hasta cartuchos de
pólvora prensada les serían inofensivos juguetes con los que realizar
malabares. Y aterrorizar a cualquier enemigo.

Pero… ¡¡¡Voila!!!... levó anclas el Morgana antes del alba y río abajo se
perdió entre la niebla.

- ¿Quién lo dice?... ¿Hacia dónde fueron?

- “Quién” me lo dijo, no te importa.

Pero hacia dónde sí te puedo informar.

Abastecieron y cargaron aperos para cruzar el Atlántico… y algún otro me


ha informado que de fijo se dirigían a Washington y, quizá, a Nueva York.

- ¡No me jodas, primo!

… ¿Seguro?

- Palabra.

Desde mitad del océano me mandó, mi infiltrado, una paloma con mensaje.

… Sí, antes de acostarme, ya enrolé un hombre mío entre el personal de


cabotaje. Y él es quien me adelanta que después de Washington irán a
Nueva York.

- ¡Joder!... vaya faena.

Ahora a buscar barco que comprar, o fletar, para darme el paseito hasta
América.

… mmm… ¿No me podrías dejar uno de los tuyos, primo? –desde hacía
rato creía saber Herejía con quien hablaba realmente-

A ti te sobrarán barcos, segurísimo, y a mí sólo me hace falta uno.

¡Uno!
Por fa, déjame uno rapidito que necesite poca tripulación.

- … jajajajaja… ¡Qué jeta tiene mi primo!... ¡Óle!

- ¿”Óle”, primo?

… ¿Me estás vacilando? –inquirió Herejía sacando medio estoque del


bastón-

Me la suda que seas el rey de Inglaterra y todo el Reino Unido, y todo el


Imperio que quieras decir que eres, pero si te ríes de mí… ¡Ay!

- No, no lo he hecho, capitán; no lo he pretendido, te lo prometo.

- Si te ríes de mí, te digo, si te ríes, por muy Jorgito III que seas, ahora, sin
ayuda a mano, te espeto cual aceituna empalillada, pero despreciada, en el
platillo que es este salón; aunque también sea lo último que haga yo.

Te dejo tieso, primo.

Te lo juro por mi madre, que puede que fuese tía tuya.

Y sin acritud ¿eh?

… Y con respeto.

- Joder, capitán Bichomalo, qué genio sigues teniendo, y por ello, creo, eres
mi mejor corsario.

No tengo mejor capitán corsario, lo reconozco, pues ningún otro se


atrevería a venir pidiéndome más fuerzas, y que le preste además un barco
rápido.

Ya tienes quién te lleve ¡Y bien veloz! Tienes el Fucker Master; y con él,
parte de tu escuadra fondea en un encame discreto de Mersea Island;
pegaditos a Tollsbury.

- ¡¿Dónde dices que tengo flota?!

- En Mersea Island.

Y si hasta quieres que te recomiende de tus barcos, uno, con las


características que has dicho, pequeño e inalcanzable sobre las olas, tienes
el “Kahanamoku”; eso sí, con la quilla al aire, carenando, en Limerick;
Irlanda.

Me extrañó que no hubieses llegado en él.

Dicen, aunque tú ni lo afirmes ni lo niegues, que era el bajel más rápido del
mundo… hasta que el doctor Bulín diseñó, y puso en el agua, el “Condessa
Shailasy”, y ahora, las “Dragon Fly”.

- … Bu… Bulín… ¿El doctor Bulín de Aguiloche? –le borbotearon sin


control nombre y apellido- … ¿Está vivo?

- Sí. Vamos, lo ha estado hasta hace tres días mal contados.

Prácticamente murió hace un par de meses.

- … ¿Dónde ha muerto?

- El mensaje que informaba vino desde Sicilia; de mi agente allí.

- ¿Y queda alguien más vivo de mi vieja pandilla?... ¿Patata, Congrio,


Corcovado… el mismo capitán Verrugo?

- Salvo al capitán Verrugo no conozco al resto.

Y de éste sólo sé lo que todos, que desapareció, junto a su barco, en un


remolino de mar frente a las Bermudas; hace muchos, muchos años.

Aunque sigue viva la oferta de 1.000 guineas de oro por su cabeza; o


fragmento significable.

- Y la suerte de dos mujeres que solían acompañarle, Úrsula y la hechicera


¿Sabes algo?

- Ni sonarme. Pero preguntaré por ahí; ya me enteraré.

- Primo, tienes gente y oídos por medio mundo… y no entiendo cómo no te


vuelves loco atendiendo a tanto chisme.

Pero, te ruego, que si puedes, me ayudes a buscar a mi hermano Rastrojo y


a la tripulación que pudiese quedar viva de Verrugo; la vieja Psiconauta.

… Y sobre todo cualquier noticia de la hechicera… o Úrsula; aunque ni


Matusalen.
No te olvidaría ese favor.

- Haré. He de confesar que tengo buena ayuda… Y que intento tratar sólo
con los mejores, y tú eres prueba y ejemplo, capitán Bichomalo.

¡¡Mi mejor corsario!!

- … mmm…

… Pues si no te soy para nada más bueno, primo, enhebro de aquí para mi
casa. Y ya otro día me acerco otra vez a verte con más calma.

- Entonces búscame en Buckingham; empiezo en breve sesión de


recepciones.

Pero hueco para ti encontraré, seguro ¡Cómo no encontrarlo para mi mejor


corsario!

Y Herejía se fue, más que nada, porque si le volvía a llamar “corsario”,


no podría contenerse y con la espina del bastón lo atravesaría; aunque fuese
lo último que hiciese en esta vida.

Le arañaban las tripas los escupitajos que no había echado al tildarle


corsario. Y no una ni dos. Ni tres ¡Cuatro! ¡¡Cuatro veces!!... ¡Puaj, puaj,
puaj, puaj!... ¡¡Repuaj!!

Si hubiese repetido una más, ¡Una!, lo hubiese matado sin importar las
consecuencias.

Y en lugar de ir a casa, a Bounds Green Manor, ordenó al Auriga que le


guiase a Tollsbury, hasta Mersea Island, y de no saber el camino, que
espabilase y fuese preguntando a alguien de la propia mansión antes de
partir.

Les esperaba, sin que esperasen, revista sorpresa a los del Fucker Master.

Aunque a distancia prudente, la escuadra de Emmanuel seguía cercando


a la Dragon Fly y empujándola a entrar en contacto con el Marenostrum. El
Gran Maestre observaba a catalejo como sus barcos pastoreaban el navío de
la condessa hasta él. Vestía de comandante en jefe, y pese a que su
intención no era dar batalla, formaban sus hombres en cubierta con el
equipo de abordaje completo, prestos a saltar a la dragona cuando
amurasen y engrillar a toda la tripulación. Ésas eran las órdenes. Y
cuadrando jarras se dispuso Emmanuel a volver a encontrarse con la
condessa.

Venía a todo trapo la Dragon Fly, se acercaba tan enciscada que no rindió
velas ni paró a la vera del Marenostrum, eso sí, también formaba en
cubierta la dotación dragonita junto a su capitana y la armadora, y al cruce,
descubrir horrorizado Emmannuel, que en revista, a él se le ofrecía
sardónicamente el dedo corazón.

Excepto la condessa, ella sólo reía comedida, y con un peculiar gesto de


manos, explicarle en la distancia al Gran Maestre que la bufonada era cosa
de la marinería y ella no podía hacer nada; inmiscuirse. Pero en
compensación, le arrojó a mano un beso prístino que Emmanuel acertó a
coger al vuelo.

Sin barco al frente que le cortara la progresión, a la Dragon Fly se la


traía al pairo ser escoltada en los flancos y a la popa por los navíos de
Emmanuel, la dragona era muchísimo más rápida ajustando la holganza de
velas y drizas, quizás el único bajel que les podría ocasionar problemas
estaba empezando la maniobra de arrancada, y aún tardaría el Marenostrum
un buen rato en ponerse en facha y desarrollar toda su velocidad potencial.
Ese tiempo era el que necesitaban para que la tarde tornase noche y
desaparecer muriendo toda luz.

Sí, rumbo oeste con todo el lienzo en los palillos, y paradójico, deseando
que les cogiese la noche, ellos surcaban más y más rápido persiguiendo los
últimos rayos del día.

Y llegó el momento en el que el sol acabó por meter todo su cuerpo bajo la
línea del horizonte, quedaba ese efímero lapso de tiempo en el cual agoniza
la luminosidad que se va, pero bastó para que desde la cofa se avisase a
gritos que el Marenostrum ya había superado a todos sus correligionarios y
ahora en solitario buscaba darles caza. Y se acercaba a grandes trancos la
ballena artillada.

Quizás les pudiesen dar alcance, sí, o acercarse lo suficiente para que
obrasen las cien piezas de artillería, en cualquier caso necesitaba la Dragon
Fly un extra, y pidiendo permiso con una sonrisilla pícara y un elevar
reiterado de cejas, la capitana consiguió licencia de la condessa para por fin
estrenar las velas de seda.

Y colgarse, aunque en el ínterin sincopado de arriar las viejas, y desplegar


las nuevas, el Marenostrum volviese a comerles distancia entrando en la
linde de casi tenerles a tiro. Y para testearlo, el Gran Maestre mandó largar
andanada de advertencia por la amura de babor; pero quedó corta y
desgajada a mar abierta. Lejos.

Gracias a las velas nuevas, por cada ola que tomaban, le sacaban otra media
ola al que perseguía, y así, poco a poco, volver a sacar distancia y esperar
esos minutillos que en la noche les harían invisibles. No sólo la negrura les
daría capa para embozarse y dar esquinazo a quien fuese en el ancho mar,
las mismas velas de seda estaban tintadas de toda la gama de verdes y
azules, y así adoptaba camuflaje reflejándole al cielo su color, y si se
miraba desde un punto más alto como pudiese ser la cofa del Marenostrum
o un casual acantilado con faro y vigía, que sorpresivamente surgiesen del
mar, mirando desde un alto las velas se verían, por el mismo efecto
mimético, del color del mar que surcaban. Invisibles.

La estrategia de la capitana fue tan acertada que a ojos vista se apreciaba


el despegarse y evaporarse en la noche. Y para evitarlo en la medida, y
medida polémica que sólo se adoptó por ordenarlo a voz en grito el
mismísimo Gran Maestre, se empezó a aligerar de peso el Marenostrum
arrojando al mar parte de la carga y un cañón sí, un cañón no, hasta reducir
su potencia de fuego a la mitad. Y eso también, ganando unos cuantos
nudos que reavivaron la marcha y volvieron a meter en la carrera a los de
Malta.

Paciencia, tacto, y tila en abundancia para Luisín Manodepiedra que


tenía que entender las indicaciones de la capitana Libélula, y
entendiéndolas, cómo no entendiéndolas, atacar crestas y repechos de
vaivenes de la forma más efectiva para que no les frenase la marcha. Y
apenas erraba en sus decisiones al timón porque en ayuda tenía otro gadget
de los que diseñó Bulín, y ahora estaban haciendo uso de una orza
delantera extensible que levantaba casi dos cuerpos del mar la proa; y así
poco les frenaba el agua en comparación a la resistencia que sufría el
Marenostrum.
Por respuesta, Emmanuel hizo montar a la mitad de la tripulación y
zapadores en los esquifes y los fue largando al agua sin siquiera detenerse.

Y así, arañando, volvió a ganar un par de nudos. Pero no era bastante, así
que también mandó arrojar por la borda la comida y bebida embarcada para
los que acababan de desembarcar; a la vez que los dejaba avituallados por
si tardasen en regresar al punto.

Con la noche encima, y comprendiendo que se le escapaban, el Gran


Maestre ordenó subir gente a las tres cofas y que no dejasen de disparar
bengalas. En la Dragon Fly no había encendido fanal, ni marino colgaba en
la boca delatora pipa, y para más conchabeo de los Poderes Negros, la Luna
se ocultó tras su propio mar de nubes, y de un momento a otro, y con razón,
temió Emmanuel que cambiase el rumbo la dragona y se perdiese en la
boca de lobo que es el Mediterráneo sin Sol ni Luna.

Y así hizo. Aprovechó un golpe de viento del septentrión, y a una voz de


la capitana Libélula, ceder un cuarto de timón al sur y seguir montando la
cola de ese viento mientras durase. Y duró toda la noche y hasta el día
siguiente.

Dos días después, y sin divisar barco alguno en su popa, a la proa les salía
el desierto Libio y la capitana volvía a pedir rumbo oeste manteniendo la
costa a dos horizontes de distancia. Y al divisarse a lo lejos la Bahía de
Gabes, que pertenece a Túnez, cambiar nuevamente el rumbo y marcar
ahora al norte siguiendo la costa africana; pero más relajados, quería la
capitana, y lo apoyaba la condessa, hacer el paso entre las islas de Sharqi y
Lampedusa por la noche. A tiro de piedra del corredor marítimo quedaba la
isla de Malta y no se dudaba que Emmanuel tuviese desplegada toda su
flota a la redonda buscándoles.

La noche quedó propicia, buena mar, viento bueno a ratos, y el cielo


encapotado buenamente.

Con Boniato de vigía en la cofa y Manodepiedra al timón, el resto de la


tripulación reunía en la cabina de la condessa. Cegados los ventanales,
podían fumar, hablar y reír sin miedo a que sus actos saliesen del camarote
y se difundiesen por la mar.

- ¿Por qué tienes tapado el cuadro, jefa? –reseñó Ojovago copa en mano-
- Para que no me lo estropeéis.

- No creo que nadie se atreviese… además, a santo de qué saltarle un barniz


¿no?

- Al que se acerque a menos de un palmo del cuadro le corto los huevos –


copa en alto hizo el aviso la condessa- Yo no toco ni hurgo en vuestras
cosas, y vosotros no tenéis que tocar las mías.

- … Y que el humo del tabaco rancio que fumáis, le hace daño a pintura y
tela –intervino Libélula-

O se cubre el cuadro o aquí ya no se fuma… ¡Y dad gracias a que nos gusta


dormir con los ventanales abiertos! y el olor se acaba yendo.

- … ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!... ¡Ploc, ploc, ploc, ploc…!

… ¡¡¡Crrrraaaakkk!!!

Y en seco paró la Dragon Fly; provocando que todos sus tripulantes se


diesen un revolcón, y fatalidad, desde la cofa cayese a la cubierta Boniato
quedando despanzurrado en el sitio.

Y sabían la causa del frenazo, o la intuían, porque el sonido que produce un


barco al atravesar un mar de muertos no se olvida. El ¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
se graba en la memoria.

… ¡¡Y el olor en lo más hondo del cerebro!!

Dantesco. Desolador. Una isla de cadáveres pútridos les había hecho


embarrancar entre difuntos. Estaban los muertos atados unos a otros para
que no se disgregasen por la mar, y en descomposición, flotaban a la deriva
en conjunto sirviendo de alimento a toda la fauna marina, que voraz, a
grandes dentelladas, o pequeñitas, iban comiéndole el “terreno” de los
bordes a la tétrica y efímera isla de carne muerta.

Y para sorpresa de todos, un habitante, vivo, tenía la isla. Un hombre que


moraba un cotarrillo de treinta cadáveres de altura, y que abandonó su
promontorio dando alaridos de contento. Estaba salvado, ya no tendría que
alimentarse más de carne humana fermentada, ni beber el agua marina que
filtraba con las cientos de enaguas más limpias que encontró vistiendo a las
ahogadas.
¡Y al caer a distancia de verse las caras, resultó que el fulano era Cararroja!
¡Y el banco de fiambres el mismo con el que toparon la otra vez!... Aunque,
pacientemente, Cararroja se encargó de atar a estos, otro par de cientos de
desgraciados, que le llegaron a las inmediaciones flotando ahogados,
provenientes de tres cayucos, que buscaban igualmente escapar a Europa
del mal gobierno africano… ¡Ja! ¡Escapar del pececillo, para caer junto al
tiburón!

Y tres supervivientes encontró Cararroja, aunque temiendo que acabasen


montando lobby de gobierno en la Isla de Carne Muerta, no tuvo el menor
escrúpulo en cargárselos; y comérselos los primeros, porque de frescos,
pataleaban; pero de todo eso no pensaba contar nada el hombre.

Y al subir la escala, frente a frente con Libélula, observó la capitana que los
ojos de Cararroja habían cambiado. Aunque sus músculos faciales
pretendiesen reproducir el rictus de alegría por reencontrarse y saberse
vivo, los ojos, inyectados en sangre y de profundos insondables, le
sugirieron a la capitana que el hombre que subía a bordo no era el mismo
Cararroja de antes. Y no sólo por los estragos de Sol y Mar. Y en un susurro
se lo comentó a la madre mientras el hombre se abrazaba al resto de
tripulación. Y hasta a la condessa pretender abrazar, pero ésta lo evitó
ofreciéndole la mano, y al estrecharlas, se acercó la mujer cara a cara a
Cararroja y le escrutó el ojo, la profundidad de la pupila negra, y muy en el
fondo, pero mucho, descubrió el mismísimo ojo del ¡capitán Ruin
Bichomalo! Y él entero agazapado debajo.

Un visto y no visto fue lo que pasó a continuación. Al tiempo, y sin cruzar


palabra, tanto la condessa cómo Cararroja echaban mano a su cuchillo para
desenfundar. Aunque más rápida fue Rosario, que oliendo anomalía en las
miradas cruzadas sacó antes el sable, y al mero echar mano a la faca
Cararroja, le metió el sable de abordaje por una oreja teniendo salida por la
otra. Y aún muerto en el acto, no reparar la condessa en el dato y apuñalarlo
una y otra vez hasta que quedó exhausta, y con sus últimas fuerzas, de una
patada devolverlo a la Isla de Carne Muerta.

No tenía la condessa ánimo, ni energía, para nada más. Ni de hablar. Lo que


encontró en el fondo del ojo de Cararroja le sorbió las fuerzas, al punto, de
sentirse porfiriosa y rogar le llevasen a su camarote sin dilación.

Y desvanecerse en el sitio.
Muy bien no sabía la tropa lo que acababa de pasar ante sus ojos.
Esperarían a que la condessa recuperase y contase lo visto; so pena de ser
asunto personal, en cuyo caso, cómo de otros acontecimientos y procederes
de la condessa en esta vida, se quedarían sin saber el motivo.

Hasta entonces, tocaba desembarrancar, comprobar si había daños y… y


hacer algo con la isla porque les avergonzaba dejarla tal cual de nuevo a la
deriva.

Mientras unos cuantos empujaban desde cubierta con garrochas y


bicheros buscando despegarse del cadaverínico enclave, otros desde la
misma isla empujaban a mano, y Malik, en la bodega, preparaba unas
cuantas ánforas de fuego greco-boloblás; pero sin las hojas de menta.

Con tan devastador, e inestable líquido, había que tener cuidado, y para
minimizar los riesgos, apartaron la Dragon Fly y sus velas de seda de la
zona de miasmas pestilentes; casi la milla; utilizando el esquife grande y el
pequeño para repartir el inflamabilísimo producto en las cuatro esquinas de
Carne Muerta. Bien empapado todo para que ni toda el agua del
Mediterráneo pudiese apagar la salubre pira. Y para darle fuego, se dejó
que Txiki, desde el esquife chico arrojase una antorcha.

Y a la señal de la capitana la arrojó a la isla y empezaron a volver al barco.

Lo malo, la desgracia que él mismo pudo ver venir, es que en el trajín de


rociar se había impregnado del producto el propio esquife e incluso las
ropas de los que lo esparcieron. Y por ir bogando hacia la Dragon Fly,
pudieron ver, él y Modesto Culebra, como deflagraba casi al unísono la isla
y algunas lenguas de fuego, viborinas, seguían ardiendo en hilillos que
corrían el agua, y una de esas pequeñas lengüecitas, se alargó más y más en
su dirección en la oscuridad, y de repente, el fuego trepó la popa y corrió
las bordas, e invadió el bote convirtiendo a Txiki y Modesto Culebra en
antorchas humanas.

Y Murciégalo, presto y certero, redimirles de la agonía de un solo plomazo


a los dos. Y desde bien lejos.

- Tiras muy bien para haber pasado de limpiar establos a bruñir dorados –
aunque con los ojos llenos de lágrimas, a la capitana no se le quebró la voz-
Lo que acabas de hacer no se lo he visto hacer a nadie; aunque mi madre
siempre me habla de un maestro artillero, ¡un artillero de postín!, que
humilde él, sólo se hacía llamar Antoñín por los extraños, y Toñín por los
muy amigos. Él, por lo oído, sí era habitual a tales prodigios.

¿Dónde has aprendido tú a disparar así, si sólo has recargado y bruñido


armas para tus señores?

- En Creta.

- ¿Y me podrías concretar algo más?

- Mejor no.

- Por qué.

- … Mejor no.

- ¡¿¿Por qué??!

- Porque prefiero ir contigo en persona algún día a Creta y allí darte todos
los porqué que quieras.

- ¡Ah! Vale… Vale, pero por el momento.

Levantaba en la noche la pira con intención, quizá, de ofender a los


cielos. Ardían los cuerpos, prendida en la médula la llama, duraría toda la
noche y parte del día siguiente la combustión. Ahora sería visible el fuego
tanto desde la isla Sharqi cómo desde Lampedusa, y mañana el humo se
vería desde la misma Malta y se olería hasta en el balcón del palacio del
Gran Maestre.

Había que abandonar el lugar ligeritos, y las oraciones por Boniato, Txiki y
Modesto Culebra, bien podrían realizarlas en marcha; quien quisiera; a
Cararroja ni responso para maldecirlo. Los fallecidos cremaban en magna
pira.

Le quedaba mucha cola a la noche y prosiguieron rumbo al siguiente


paso peliagudo, lo próximo sería cruzar entre las islas de Pentellería y la
pinza del Golfo de Túnez.

Por eso volvieron a enclaustrarse en la cabina, mientras Manodepiedra al


timón, y Ajaliz el turolense en la cofa, velarían por el barco y el rumbo.
A tontas y bobas todavía no habían cenado por el enganchón a la maldita
isla, pero ahora, envueltos en aire limpio de mar, volvían a tener apetito tal
que un recién nacido con siete gargantas. Y batían tenedores y cuchillos
sobre la mesa exigiendo la pitanza. Malvados, sabían que el frenazo pegado
arruinó los guisos previstos y el cocinero se encontraba en brete de preparar
otros. Y aun así, casi lo tenía solucionado pero los golpazos en la mesa le
estaban poniendo nervioso, tanto, que en persona llevó a la cabina ocho
pequeños martillos y ocho tenazas recias de sacar clavos o muelas.

Y desconcertó a los comensales. E incluso, por a continuación irles dando


un babero por gañote, y a alguno venirle a la cabeza las visitas al
sacamuelas, este acto del trapo al cuello a Rancapinos le provocó una
taquicardia y a su hermano sudores fríos.

Y teatral, sacar diez enormes bandejas, con toda clase de mariscos y


delicias de mar; hasta las duras lapas por saber que hay quien las degusta
gomosas y secas. Pero el grueso de la cena eran gambas rojas, langostinos,
langostas, cangrejos de orondo cuerpo y apreciadas pinzas. Y erizos de mar
y estrellas. Y pulpos y sepias. E infinidad de bichos de un temple
suculentísimo, pero que todo marino sabe de qué se alimentan.

- ¡Bon a petit! –Cómo si fuese Michelangelo Buonarroti desvelando el


David, abría Murciégalo el banquete-

- … mmm… mmm… -con el tenedor volteaba Ojovago algunas piezas-

…mmm… ¿Esto viene de dónde me supongo?

- Sí y no.

Pero probad que están rebuenos por frescos.

- Yo creo que también paso –retiró Malik un poco su silla de la mesa


insinuando que él había acabado sin empezar-

Una noche ligera no me vendrá mal.

- Nene –cariñosa se manifestó Libélula- ¿Nene, esto que nos quieres dar se
ha alimentado de lo que me imagino que se ha alimentado?

- Sí y no; ya lo he dicho antes.


- Y por qué sí, y por qué no -aunque tumbaba en el diván sin apetito, la
condessa gustaba participar en las conversaciones-

- Sí, porque todos estos bichos comen carne muerta.

Y no, porque estos concretos no los he pescado aquí; venía utilizando por
nasa la caja enrejada de Bulín; antes también utilizaba la del que le
acompañaba, el padre de Txiki, pero el cabo que largaba para que llegasen
al lecho marino se rompió hace un par de días y desde entonces sólo pesco
con los restos de Bulín; y con una nasa más pequeña.

Malik cambió el sitio con la condessa, pues la explicación, ignoto a


todos el motivo, avivó el hambre, aunque fuese de venganza, en la mujer. Y
al resto simplemente le dio igual, pues no eran las primeras langostas, ni
centollos, ni lampreas en su propia sangre, que habían degustado desde que
Murciégalo se hiciese con el reputado puesto de cocinero… de cocinero
jefe.

Sí ¡Porque le ascendieron tras la cena!

A tan intempestivas horas la niebla cerraba todos los caminos, y de no


haber cogido, y primado, a un lugareño en Chelmsford, se hubiese perdido
sin remisión el grupo del capitán Herejía. Ebrio, y subido el fulano por la
fuerza al carruaje, al ver brillar la moneda tornó sobrio y buen vecino.
Tollsbury tampoco estaba tan lejos y de buen grado les guió, y al concretar
que en el sitio buscaban dársena discreta para seis o siete barcos, les reseñó
la senda que se internaba en el Blackwater Estuary; pero allí no iría él. Allí
había estos días gente, que si te acercabas sin ser llamado, te cortaban el
pescuezo sin pestañear.

Y además, el camino se iría complicando para entrar con el carro; sólo a


caballo o andando llegarían.

Minucia. Se desenganchó el tiro y se distribuyeron las monturas.

Y al poquito de dejar los campos de Tollsbury, donde empezaba la


exuberancia del estuario, un hombre dormitaba arrebujado en una manta y
apoyado contra un sauce. Y entre la manta y el sombrero que le daba tapa,
los ojos. Y tan grandes se le hicieron al descubrir al trote al capitán Herejía,
que en vez de hablar sólo pudo ulular, cual búho, un “¡Bu… Buuuenas
noches, capitán!” Y cuadrar al pie del árbol tiritando, y raudo tomar su
propio caballo para conducir al grupo por el marjal laberíntico hasta donde
amarraba la flota.

Por llegar al paso, y no al galope, se tuvo tiempo de dar aviso a silbato, y


aunque subiese Herejía a la Fucker Master, con su tripulación al completo
formando en cubierta, en los demás barcos se adoptó la misma compostura
de revista.

Juraría Herejía que era la primera vez que pisaba el navío, pero algo
interno le llevaba a manejarse cómo si lo conociese, y tras pasar breve
inspección a los formados, dirigirse a su camarote sin desviarse un paso ni
errar la puerta. Y entrar y tomar asiento en una gran mesa, e invitar a los
suyos a que le secundasen en la cena, que con sólo chasquear los dedos,
supuso, acertadamente, que saldría hasta caliente.

Y así fue, aunque los platos de los comensales que le acompañaban sí


tardasen un poquito en presentarse. No llegó a los cinco minutos, pero tanto
temería el cocinero vietnamita, que sin avisar a nadie se subió a la cofa y
luego se tiró de cabeza a la cubierta; aunque no muriese en el acto y
quedase convulsionando un rato.

Según le informó Margarita Laloba a Herejía, en su opinión, el hombre


prefirió arrojarse desde lo alto a esperar que el capitán acabase la cena y
luego fuese a sacarle, literal, la piel a tiras; para después echarle sal. Toda
la que olvidó el cocinero echar estos años en los guisos ¡Estando avisado!

- “Marga” ¿no?

- Margarita Laloba, capitán.

Pero para usted suelo ser “Laloba”.

- Pues, te lo prometo, Laloba, no me parece a mí que este guiso esté soso;


ni la sopa, ni el filete, ni el pescado tiene pinta de estar soseras.

… Pero si lo dices tú.

- … mmm… Fueron cosas entre usted y Koint-Vat el cocinero, capitán; ya


le había avisado usted mil veces lo de la sal.

- ¿Y por no echar sal a la comida se ha reventado el muy necio?


- … Sal de menos… Veneno de más… Que le hubiese pillado usted
escupiendo en la sopa cómo solía…

¿Ha mandado probar a alguien su comida antes?

… Si quiere, capitán, cato el pescado que es lo que le falta por probar.

- ¿Y qué pez es éste que con el rebozado no reconozco?

- Fugü. Pez globo.

- ¿Entraña peligro?

- No, desentrañando bien el cocinero… (O supervisando su labor) –


masculló Laloba inaudible-

- Pues hale, si no te da miedo, coge una silla y siéntate a recenar con


nosotros.

… Querida familia –no sin mordacidad habló el capitán Herejía- os


presento a Margarita Laloba. Mi segunda en el Fucker Master.

- (¿Y yo, jefe?) –tristón musitó Rechico-

- (… ¡Qué sabes tú de barcos, gañán!

Tú… Tú sigues siendo mi mano derecha en el resto del mundo.

Así que no quejes, pelusero).

Antes de sentarse a cenar el capitán Herejía dijo que tenía antojo de


surcar unas olas, así que mientras él cenaba, la tripulación del Fucker
Master se puso en movimiento y recogió amarras; amarrada quedó el resto
de la flota y manteniendo la formación.

Al tiempo de entrarle al postre ya se sentía al bajel cabecear aguas abiertas,


y con el puro en la mano subieron los de la cena a contemplar el paso de
Calé y admirar a diestra y siniestra las luces del embudo; a la proa, mar
abierta de verdad. El océano Atlántico les aguardaba al final de la estela
que reflejaba la Luna, y pidiendo el capitán Herejía todo el trapo que
quedase, se lanzó la Fucker Master a demostrar velocidad; tanta se intuía,
que Herejía ordenó no cambiar el rumbo y tomar todo viento hasta que
crujiesen los mástiles aviso de rotura, o sin aviso, rompiese alguno.
Y no se protestó la orden pese a la temeridad que suponía.

Sin dar el Sol la cara, pero dejando intuir su sonrisa en un cielo


despejado, por estribor dejaban la última tierra continental inglesa, Penwith
coast, el Land End, y asomando la corona del astro, también por estribor
dejar la avanzadilla de las islas Scilly. Después, sí, el océano Atlántico.

Y correr la Fucker Master las olas tal que orca juguetona.

El grupo de Herejía era pasaje al estar exentos de cualquier labor, e


incluso el mismo capitán se podría decir que estaba de “miranda” al dejar a
Margarita Laloba la gobernanza de la nave. Ella disponía, pero siguiendo
las directrices del capitán Herejía y buscando, quizá, que de verdad partiese
algún palo.

Saltaban las olas de dos en dos, y de venir mal la quinta, la acuchillaba la


Fucker Master sin compasión.

Y más olas, y más viento, y más océano.

Y más y más velocidad.

Y… ¡¡Criiigggggg…!!

De la cepa, de debajo de cubierta, subió una grieta todo el mesana hasta la


mitad. Y Margarita Laloba, a oído entendía, y al acto cantaba, el “Aviso de
rotura” que pidiese el capitán Herejía.

¡A rajatabla llevaba la mujer las órdenes!

A dos palos no irían hasta América, no, pero sí hasta Irlanda, a Limerick,
y allí tomar el Kahanamoku. Menos necesitado de gente y más íntimo,
visto el percal visto hasta el momento, en cuanto le comentó Laloba que el
“hawaiano” estaba preparado y listo, con la carena encerada y brillante, en
vez que se lo trajesen, prefirió él ir a buscarlo.

Dejó al grueso de la flota fondeando en Mersea Island, y ahora dejaría al


más obeso, al Fucker Master, cambiando el mastelero en Limerick; y al
Auriga de contramaestre para supervisarlo.

A bordo del Kahanamoku darían esquinazo a cualquier barco que


pretendiese seguirles la estela; hasta a las naves propias.
Para tripular el hawaiano, Herejía dejó que Laloba eligiese cinco
personas de su absoluta confianza, y valía, entre la tripulación del Fucker
Master, y junto con ella, que también seguiría siendo segunda, y Rechico y
Palmiro, y Camelita y Rosita, serían suficiente dotación para manejarlo.

De hecho, aunque a regañadientes, y protestando que de confianza no


conocía a nadie en el mundo, y menos en el Fucker Master, acabó por
elegir cinco elementos que eran familia. Cinco gitanos que se dirían
idénticos, tan iguales no siendo univitelinos los cinco, que sólo Margarita
Laloba, por prima carnal de todos, era la única persona capaz de
distinguirlos. A ella no se la daba que se cortasen el pelo igual, y la misma
barbita. Y que entre ellos se cambiasen alguna prenda de ropa a diario
mimetizándose indistinguibles de un día para otro.

Aunque todos se hubiesen enrolado con el nombre de Rafael, Laloba les


conocía desde la pila.

El Kahanamoku era una maravilla, volaba, se diría, la superficie del


océano. Tumbaba de lado a lado cazando los vientos y sin perder paso. Con
diferencia, con muchísima diferencia, y exceptuando quizá a la Psiconauta,
no recordaba el capitán Herejía navío más veloz. Y así lo comentó con el
resto a modo de tertulia, sentados en sillas afianzadas al piso, y amarrados a
cable de seguridad, desde la misma cubierta el grupito se empapaba de
Atlántico y del trabajo necesario para surcarlo; era un placer el admirar el
laborar de la zingarada en el aparejo. Y Laloba gritando las órdenes a las
gavias al tiempo que maldecía las olas impares que entraban mal a la proa.

A Rechico no le debió parecer bastante el empaparse de mar, calarse con


las gotas revolanderas, él querría sumergirse en la vorágine marina que le
llamaba a gritos, y pidió licencia al capitán para acercarse al timón y tomar
lección de la docta contramaestre Laloba; si ella tenía a bien impartir
docencia, claro.

Y ambos tuvieron. El capitán otorgando y Margarita, con una enorme y


encantadora sonrisa, y reseñando a ojo, indicar al aprendiz, que lo primero,
agarrar el timón con fuerza; aunque jamás con soberbia o miedo. Y para
indicarle más o menos el punto de firmeza, puso sus manos encima de las
de Rechico y le ayudó a tomar un par de olas rectas, y luego virar sobre
otro par, y al enderezar de nuevo ser las propias manos de Rechico las que
se hiciesen cargo de la rueda. A su lado, de palabra, empezó Margarita a
darle unas cuantas directrices, y entre ellas, el rumbo, clavado, al oeste. Y
aunque rapidísimos, aún les quedarían dos semanas y pico para llegar a
Nueva York.

Era el Kahanamoku austero pero no le faltaba detalle. Además de la


cabina del capitán, otros dos camarotes bien dispuestos disfrutaban los
oficiales, que en ausencia, fueron ocupados por el grupo; Rosita y Palmiro
en el de estribor, y Camelita compartiendo con Margarita Laloba el de
babor. Rechico dormiría sobre un jergón ante la puerta del capitán Herejía
por voluntad propia. Y los rafaeles colgaban la hamaca dónde les daba la
gana o el tiempo imponía; dormían con el coy tendido en el aparejo, o
colgando del bauprés solían sestear; en la bodega de carga si llovía, e
incluso apelotonados en la sentina si surcaban rayos el cielo y por
obligación no tenían que estar en cubierta o trajinando en los palillos. Con
cielos cuajados de chispas, los gitanos tenían tendencia a desaparecer.

Y lo pudieron comprobar un buen día que, desde mala hora, no habían


dejado de jarrear las nubes, y romper relámpagos y truenos la negrura de la
noche. Azul el océano, azul oscuro el cielo, azul eléctrico la luz que
iluminaba el baile frenético de inmensas olas, alborotadas ellas por un aire
de muy mala ralea que soplaba en todas direcciones y en ninguna.

Mal asunto ahora el buen trapo de la arboladura, y el capitán Herejía


ordenó antes de amanecer arriar velas y encomendarse al hado de lo
hermético; y la simple suerte de estar en medio del Atlántico y no temer
chocar con nada; quizá cuando entrase la mañana amainaría algo.

Pero Laloba sonrió, y aunque todos enclaustraron en las tripas, la


contramaestre invitó a Rechico a tomar lección magistral que sólo se podría
impartir en el Kahanamoku y con el océano así; acordilleradas sus aguas,
cayendo cortinas bíblicas, dibujando un océano encrestado e iracundo.

Sí, eran las condiciones óptimas para que el hawaiano navegase sin velas,
aunque sin Margarita Laloba al timón el barco sería mondadientes al
capricho de Poseidón. Pero con ella en la rueda ¡Ja! El Kahanamoku
montaba las olas allá dónde nace la espuma, y al empezar a romper
sabrosas, dejarse caer a su barriga y cabalgarlas, o bien recto, o bien en
diagonal si quería que les cundiese la galopada. De una montaña salina a
otra iban deslizándose, avanzando en un océano encrespado que para
cualquier otro navío, o piloto, hubiese sido absolutamente innavegable.
A ellos no. Al Kahanamoku y a Margarita Laloba, no. Y Rechico no sabía
si tenía más miedo a que le partiese un rayo o le engullese el Atlántico en
una de éstas, o incluso tenía dentro más gozo que el día previo a su
cumpleaños, o que el mismo día que descubrió el océano. Rechico lo quería
todo y nada. Quería desatarse del cabo de seguridad y huir a lo profundo de
la bodega, y también quería echar mano a la rueda y cabalgar en persona
alguna ola sencilla.

Y por ser por dentro un batiburrillo de sentimientos, se soltó del cabo, asió
a Margarita Laloba por el talle, y la besó. Con ganas. Cómo si besándole a
ella besase la mar.

Y pese a ejecutar el ósculo con naturalidad, con cariño y bien dulce, pues la
mujer se relamió los labios sin mala cara, a continuación le soltó ésta tal
hostia, que cayó de espaldas cual fardo de patatas haciéndosele la negrura.

Al buen rato, o al par de días, reenganchó Rechico al mundo de los


vivos aunque bocabajo, colgado por los pies se balanceaba en el aparejo
ante un océano mucho más calmado. El agua era el cielo y apenas agitaba,
y en cubierta almorzaban algunos mientras Camelita llevaba el timón.

Rechico colgaba de una verga alta y daba por buena la enseñanza de la


noche de marras; la de las mañas para navegar sin velas, y la de nunca más
robar un beso sin antes mirar a los ojos a la otra persona.

¿Dónde estaría Laloba?

Entre la toldilla de popa y el timón estaban todos los suyos, y en derredor


suyo, faenando, recogiendo unas velas y soltando otras, y tensando, los
rafaeles. Faltaba la contramaestre, pero no tardó en saber dónde estaba al
escuchar un ris-ris de cortar algo y notar que se cimbreaba su cuerda. Y al
mirar para arriba, o para abajo porque ya ni sabía, acabar descubriendo a
Margarita Laloba, cuchillo en mano, cortándole el arraigo a la vida.

- ¡Para! ¡Para! ¡¡Alto!!

¡¡¿Qué haces?!!

¡Para, por favor!

- … No.

- ¡¡Detente por lo que más quieras!!


- … Y qué crees tú que sería eso –preguntó muy seria la contramaestre-

- ¿El qué?

-…

… ris-ris…

- ¡Para! ¡Para, por misericordia!

¿Qué qué es lo que tú más pudieses querer?

- Con la sangre adecuada en el cerebro, qué bien piensas; y rápido.

Pues sí. Qué crees tú, que es lo que yo más puedo desear en este cochino
mundo.

- … mmm…

¿Al capitán Herejía?

- … ris-ris… ris-ris…

- ¿A ti misma?

-…

…ris-ris… ris-ris…

- ¿¿A mí??

- …ris-ris-ris… ris-ris-ris… ris-ris-ris…

- … mmmm… ((Oro, no)).

… mmmm… ((… ser jefa, no)).

… mmmm… ((… ¡Un arco iris, tampoco!)).

… Lo que más deseas en este mundo es el Amor.

Que te quieran y querer.


- … Xacto.

¡Así que ojito con lo que me haces!

Temió por su vida Rechico pues escuchó el golpe seco de clavar el


cuchillo en el madero. Pero en lugar de cortar, se descolgó también
Margarita boca abajo y esta vez fue ella quien le besase, con tal pasión, que
desde la cubierta se aplaudió el acto y se echaron algunos ¡Óle, óle, óle!

Después recupero la contramaestre la verticalidad ordinaria, corrió la verga


descalza y desde el penol saltó al agua dando aviso ella misma en el viaje
de un: “¡Mujeeeeer al agua!”.

Y entrar perfecta sin salpicar.

Con total maestría Camelita viró en redondo, y responsable del


momento, también mandó rendir velas a los rafaeles y que Palmiro soltase
el ancla grande para fondear en mar abierta. Iban a recoger a Margarita, y
aprovechando el alto, las aguas calmas y el calor primaveral bien entrado,
darse un chapuzón quien quisiera.

Cambió la contramaestre de ropa y volvió a cubierta antes que Rechico, por


sus propios medios, y ayudándose del cuchillo dejado por Margarita, se
liberase de sus ataduras y ganase el piso.

Con los ojos gachos, como si estuviese Rechico arrepentido u avergonzado,


aparentaba tomar camino de la bodega, pero antes, volvió a coger a
Margarita, ahora en volandas, y sin dar tiempo a reacción alguna saltar con
ella en brazos la borda, y besarla en el aire, antes de caer al agua.

Y después salir a la superficie Rechico esgrimiendo una enorme sonrisa,


que le quedó mellada, al darle nuevo guantazo Margarita; y dejar flotando
grogui y a la deriva.

Con las reservas de la Dragon Fly en mínimos ¡E ir bordeando el


desierto desde hacía tiempo! Una intranquilidad absurda, pues tintorro
cargaban para dar la vuelta al mundo, empezó a apoderarse de Murciégalo,
que a su vez, transmitió sin pretender a la marinería; aunque raro que
hiciesen uso del agua para algo distinto que no fuese cocinar o refrescarse
la cara; eso sí, dos veces al día; una al levantarse y otra antes de acostar.
Las grandes damnificadas serían la condessa y su hija, que para tomar
baños de tina, siempre estaban dispuestas, y el informarles de la mengua
del caudal les llevó igualmente a contagiarse. Y plantear prioritario el hacer
aguada.

A cualquier punto de la costa argelina podrían arrimar para llenar toneles.


En El Kala, en Skikda, Jiel, Benjaia… ¡En el mismo Argel!

Pero no, por cuestiones propias de la condessa, y aprovechando el viaje,


llegaron casi secos, con la lengua espartana, hasta el mismo Orán.

Y allí amarrar la Dragon Fly en una dársena privada de un comerciante


amigo.

Bueno… Amigo, sí ¡Y más!... Pero comerciante… mmmm… no.

Sidi Hassami said Hassiam, alias, en sus tiempos, Hassami el Assessino,


tuvo en franquicia el negocio de matar por encargo en todo el norte de
África y la parte Mediterránea de Europa. Él lo heredó de su padre, y éste a
su vez del respectivo, entroncando la serie, si se le daba credibilidad al
propio sidi Hassami said Hassiam, hasta la bisabuela del Viejo de la
Montaña; el de las dagas flameadas.

Y no era el final de la estirpe Hassiam, no, tiempo ha le había traspasado el


negocio al hijo, quien, por cierto, le había hecho abuelo, y por tal motivo,
no se encontraba el hombre en la ciudad, estaba en la casa de las afueras;
casi llegando a Sidi Chami.

La condessa conocía el lugar al dársele trato de miembro de la familia, y


con la dicha familiaridad y conocimiento de ello del servicio, pusieron a su
disposición una calesa del mismo Assessino.

Acompañaban a la condessa su hija, Rosario y Murciégalo. Y antes de


partir se tomaron la mañana para comprar algún presente digno en el zoco.
Y si lo normal para cualquier recién nacido es regalar patucos o baberos,
para un heredero de sidi Hassami said Hassiam no habría mejor presente
que una buena daga bien esmerilada y la punta untada con veneno de cobra
real. Eso haría llorar a los Hassiam.

Y de esa idea no hubo forma de apear a la condessa, pese a que los


compañeros sugirieron una cunita o un tacatá, o ropita, o juguetes… o un
buen bolsorro de oro para garantizarle la futura educación en Bagdad,
Salamanca u Oxford.

- Mamá, perdona, pero vamos a quedar cómo el culo, ¡cómo unos salvajes!,
regalando esto al nene.

- … ¡O nena! –a las riendas Rosario puntualizaba-

- Nene, o nena, a un Hassiam recién nacido se le regala cicuta en polvo –


sonrió la gran verdad la condessa-

Todo lo que se le vaya regalando será su primer ajuar para cuando herede el
negocio, y si se le da bien, que se les suele dar, ya amplían ellos la armería
con cacharros de fuego de todos los alcances, arcos y ballestas, redomas de
venenos y toxinas, espadas, cuchillos, lanzas y cualquier filo que
enmangue; y chismes que estallen.

Incluso armas exóticas como boomerang australianos, las cerbatanas


tropicales o los yo-yo filipinos; que más parecen un juguete; pero que abren
las cabezas con una facilidad pasmosa.

Cualquier cosa que mate es un regalo que siempre apreciarán.

- Pues entonces un piano también valdría.

- Sí Murciégalo, sí… jejejeje… -rió la condessa por un viejo recuerdo-


Aunque te advierto una cosa, pocas ocasiones se dan para lanzar un piano
desde lo alto de una balconada.

O arrojar con catapulta sobre enclave que sufra asedio.

… jijijiijiji…

Y pese a rarísima la oportunidad, existe, pues yo misma, ayudada por


Hassami, o mejor dicho, instruida por el Assessino en el Arte de asesinar,
tiré un órgano de la catedral de Sevilla sobre dos pusilánimes beatorros,
que de allí no salían por saberse en la lista de Hassiam; año y medio
esquivaron la muerte acogiéndose a sagrado.

¡Muerte más pía no creo que haya dado yo en la vida!

… jujujujujuju…
- Mamá, tarde o temprano, eso te lo vas a tener que hacer mirar.

… ¿Seguro que soy tu hija?

¿Estás convencida que mi padre es el capitán Herejía?

Asomaba redonda la Luna, y gobernaban las sombras, cuando llegaron


al pie del camino que llevaba a la finca. Y no había portero, ni guardés,
para abrirles el portalón. Y llamaron a aldabazos. Una y otra vez, hasta que
cansada de no obtener respuesta, la condessa sugirió a Murciégalo que
diese el “do” de pecho atlético y saltase la tapia para abrir desde dentro la
cancela.

Murciégalo vadeó sin problemas el tapial y descorrió el cerrojo, después


entró en la casucha anexa buscando a los porteros. Y no había nadie. Quizá
estuviesen todos en la casa principal celebrando el nacimiento.

Pero según se acercaban al sitio, se iba manifestando patente que algo malo
había sucedido. Los perros estaban asaeteados en medio del camino, el
burro que incansable extraía agua de la noria, por fin descansaba con el
vientre abierto y las tripas fuera. Y ni un alma que regresase de los campos
o estuviese encendiendo luces en las cabañas del personal de servicio.

Y silencio. Un silencio extraño que a veces rompía con el reventar de una


tinaja, o un lacónico y amortajado ¡Ay! de sufrimiento, y agonía,
provenientes de la casa; entonces callaban hasta los grillos.

Tras una hilera de olivos gordos escondieron la calesa, Murciégalo se


quedaría en ella con los dos fusiles y varias pistolas, y la orden de irrumpir
a sangre y fuego si escuchaba el canto del cuco tres veces seguidas. Rosario
con las pistolas ocultas, y la condessa y su hija desarmadas en apariencia,
entrarían a ver qué pasaba; pero por la puerta trasera, la del “harén” de los
Hassiam.

Y embozadas en las capas morunas de viaje se introdujeron en la casa.

Y no pasó nada.

Corrió lento el tiempo, muchísimo, ¡horas!, sin que Murciégalo encontrase


cambio en lo que veía, ni a oído le llegase ningún aviso mustio de cuco;
sólo los grillos parloteando.
Pero de pronto apareció en el tejado una persona, y a catalejo pudo
concretar que era una mujer; y no se trataba de la condessa ni de Libélula.
La dama levantó sobre su cabeza un cacho de madera que contenía escrito
el número 7. Y tras moverlo ostensiblemente en dirección a Murciégalo,
para hacerle entender que la información era para él, desapareció la señora.

¿Siete?

… Sietes enanitos del cuento.

¿Siete días de la semana? ¿Siete de julio, san Fermín?

… ¿Siete?...

¿Qué querrían decirle con “7”?

Y tras escuchar sorpresivamente el canto del cuco tres veces, por la puerta
principal de la casa veía salir corriendo a tres mujeres que vestían a la
moruna, y al poquito, tras ellas, y de uno en uno, salir siete fulanos vestidos
de negro y en las manos espadas y alfanjes.

Y Murciégalo ni lo dudó. Eran Libélula, la condessa y otra mujer.

Y… ¡Pum!... ¡Pum!... Los dos primeros a mosquete.

¡Pum!... ¡Pum!... Los dos siguientes a trabuco.

¡Pum!... ¡Pum!... Y otros dos también a pistola.

Y ya a sable, salir al encuentro del séptimo y, abrirle en dos, tras blocar la


primera acometida de éste.

Y al mirar Murciégalo para atrás, ver que las mujeres estaban dando la
vuelta a la calesa y se disponían a arrear.

Echando un último vistazo a retaguardia montó el hombre en la estribera y


de pie en ella pretendía ir oteando el camino, cosa que enseguida entendió
imposible al salir el carruaje disparado sin tener en consideración a sus
ocupantes. Y ni ellos protestar. La condessa y Libélula tenían la cara
desencajada y de sus gargantas sólo salían exhortos para que la otra mujer,
la tercera, fustigase los caballos, y casi a ciegas por ser la noche entrada,
corriese desbocada de vuelta a Orán.

¡Temían lo peor!
Y gordísimo sería el asunto al preguntar Murciégalo por el paradero de
Rosario, su suerte, y no informarle, no obtener respuesta. Ni tampoco de lo
acaecido en el trascurso de estar en el interior de la casa. Clavaban las
mujeres sus ojos en el camino y sólo hablaban para pedir más látigo sobre
las bestias o avisar de algún pedrusco en lontananza.

Sin embargo, en vez de ir directamente al puerto, abandonaron la calesa


en una playa de las afueras y tomaron prestada una gabarra embarrancada
que estaba en uso; aunque durmiendo su dueño. Con gran trabajo la
metieron al agua y bogaron un tantito Mediterráneo adentro, lo suficiente
para embozarse de noche y acercarse al puerto desde el mar.

Y a distancia de poder detallar con catalejo la Dragon Fly, quedaron.

Mientras la condessa y su hija analizaban en la distancia cualquier posible


movimiento, o nudo raro entre el cabotaje, mudo observaba Murciégalo el
rostro de la tercera mujer. Apenas había tenido ocasión de hablar con ella,
siquiera de mirarla a los ojos porque hasta el momento se habían manejado
a la carrera. Y la Luna no ayudaba al ofrecerse sólo a ratos, aunque en uno
de estos incidió su luz sobre la cara de la dama. Y era bella, muy bella,
desconcertantemente bella y familiar. De arriba abajo miró Murciégalo a la
mujer, y pese a que pretendiese ser disimulado, su reojo no pasó
inadvertido.

- Si me sigues mirando las tetas te voy a arrancar la cabeza, Murciégalo.

¿No te bastan las de Libélula?

- ¡¡¡Rosario!!! –casó Murciégalo voz y ojos-

- Sí. Qué pasa… tengo tetas.

- Y bien bonitas –opinó la condessa sin abandonar el catalejo-

Y lo demás lo tiene igual de bien y a juego.

- ¿Tienes problema en que Rosario naciese mujer? –Libélula tampoco


descuidaba el escrutar la lejanía-

- Y orgullosa lo sigo siendo, ojo.

- No, no –epatado dijo Murciégalo-


… No.

… Pero… ¡Coño, una cosa así se avisa!

… ¿Lo saben los demás?

Pero no obtuvo respuesta. La condessa cerraba el catalejo y exponía el


plan. Su idea era que dos de ellos fuesen a nado hasta la Dragon Fly,
soltasen las amarras, y retornase uno a la gabarra trayendo consigo la
guindalera, y con la barca, a remo, arrastrar fuera de puerto el barco y luego
abrir velas.

Libélula no dudó el plan, pese a hilvanado, y ligera que iba de ropa bajo la
capa, se metió al agua. A Murciégalo, aunque le siguió, es a quien no le
seducía la idea, y menos cuando bastante cerca, y aun yendo a ras de mar,
veía movimiento extraño en el puerto e incluso localizaba gente escondida
y quieta; muchos. En torno al muelle ocultaban esperando sin duda que
ellos llegasen por tierra, no desde el mar. Pero en cuanto intentasen trepar a
cubierta los otros les verían.

No, no le seducía el plan.

En el nicho de la pala, en popa, bajo la línea de flotación, había una


trampilla que daba acceso a un cajón, también con cierre articulado, que
servía a la Dragon Fly para coger agua de mar por lastre, si estaban
necesitados de más calado sobre la marcha; o reflotar escupiendo con
bombas de achique. Ésa sería la vía que utilizaría la capitana para acceder
al barco sin que le viese nadie; amén de ser la única que cabría por la
trampilla.

Cogió la capitana Libélula todo el aire que pudo y se sumergió para


desaparecer.

Una vez dentro la capitana, Murciégalo cortó las amarras que colgaban
hasta el agua dejando que las maromas siguiesen aparentando el tener
apresado al muelle la Dragon Fly. Luego se fue a la proa y esperó que
Libélula le mandase el cabo de la guindalera. Y tardó la mujer un poquito,
pues antes, y en silencio toda la embarcación, se dedicó a buscar a la
marinería y la encontró durmiendo, roncando plácidos al unísono en el coy
pese a tener todos muñecas y tobillos atados con cadenas.

Y no despertar ninguno al zarandeo.


Bogando a pala honda para minimizar ruidos empezaron a mover la
Dragon Fly, y aunque alguna mirada suscitó el desplazamiento por parte de
los embozados, no se le prestó mayor atención al dejar malamente
amarrada ellos mismos tras asaltar la embarcación que se escapaba en el
puerto. No les importaba en absoluto el daño que pudiese hacerle al barco
el andar rebotando, sin amortiguadores la amura, contra los bloques de
piedra del muelle. Total, tenían previsto quemarla en el sitio, con su
tripulación dentro, en cuanto atrapasen al resto de la banda que les faltaba;
la condessa, Libélula, Rosario y Murciégalo.

Despacito, y diríase que por el reflujo marino y el mal amarre,


abandonaba poco a poco la seguridad del puerto la Dragon Fly, o mejor
dicho, parecía que iba a hacer tope con la escollera que cede bocana
lastimándose el bajel sin remedio, pero a un suspiro de chocar, giró la nave
sobre sí misma y encaró con el bauprés la salida a mar abierta.

Y entonces sí que se percataron los de tierra del cable umbilical que unía a
la dragona con la gabarra, y con tres potentes paladas desde ella, ver a las
claras los del muelle que el barco era traccionado mar adentro con la barca.
Y se aprestaron a freír a tiros a los “prácticos” aunque pareciesen mujeres,
pero en ese instante empezaron a desplegarse las velas de la Dragon Fly, e
hinchándose, comenzar la arrancada interponiendo el corpachón del barco
en la senda que llevaban las balas. Y tras cruzar por delante toda la nave,
quedar flotando en vacío la barquita.

Con la condessa al timón, y Libélula, Rosario y Murciégalo soltando el


resto de trapo, en cuatro cabeceos mal contados adquiría la dragona tranco
de crucero, y con otras cuantas crestas más, cazando ya aire limpio de mar,
poner marcha de galope al montar un buen bufido marino que les metía
Mediterráneo adentro. Y con rumbo noroeste.

Toda la noche navegaron a rumbo fijo, y por la mañana alcanzaban a


divisar tierra. Almería, España. Pero en vez de buscar puerto en la capital o
Aguadulce, porque en Orán no llegaron a hacer aguada, se dirigieron a una
recóndita cala del Cabo de Gata para abastecerse de agua y poner en claro
lo que había sucedido el día anterior.

Dos manantiales tiene el levante del Cabo de Gata. Uno, en Rodalquilar


protegido por cañones; aunque su mayor preocupación son las minas de oro
aledañas. Y el otro acuífero da la cara en la cala de San Andrés, lugar algo
más discreto y apartado, cuyo único habitante estable es un alemán
cultivador de cáñamo. Y al cual fuera del tema de comparar índicas con
sativas o rudelaris, o buscar la vertiente medicinal de la planta dejando
ambarinizar sus inflorescencias, poco tema le interesaba. Ni las personas.

Sin embargo, era amigo incondicional de la condessa al soler llevarle ésta


onzas de hachís tras sus numerosos viajes. O semillas de variedades
meritorias.

Y aunque en esta ocasión no le acercase delicatesen que fumar, ni para ser


plantada, era él quien había logrado una subespecie de gran buqué y poder;
alucinógeno o narcótico. Y tenía intención de bautizarla con el nombre
“Die Condessa”, así que encima de la mesa de su humilde casa, ofreció, en
primicia, la cata. Y para ello eligió el narguilé fino que le regalase ella
misma hace unos años. Y no una pipa de agua cualquiera pues tenía
historia; y de las buenas. Fue de Hammed, y después de Portento, y tras
vagar perdida un tiempo de dueño, recaló en las manos de la mujer, que a
su vez, la entendió predestinada a dar uso y humo para el alemán. Y a él
regaló un día de Reyes.

Mientras la condessa se ponía al día de sus asuntos con Ramón el


Alemán, la capitana Libélula, Rosario y Murciégalo se dedicaban a intentar
recuperar a los compañeros; que seguían durmiendo profundo.

Y Malik fue el primero en recobrarse, a los demás costó muchísimo más y


sólo por la tarde empezaron a parpadear, idos. Y ser Zapapico y Rancapinos
los siguientes en levantar manifestando un dolor brutal de cabeza. Y Ajaliz
igualmente migrañoso. Y Manodepiedra ser el último en reengancharse a la
vigilia quedándole para los restos, de recuerdo, un ojo guiñate.

¡Veneno puro les obligaron beber!

Y para borrar los sinsabores recientes, aunque no los recuerdos, sentaron


todos juntos a cenar en la cabina de la condessa. En otra situación
cualquiera desde luego que hubiesen invitado a Ramón, pero adujeron
transportar enfermos contagiosos y el mismo alemán se excluyó con una
sonrisa; cuatro barriles de agua vendidos a buen precio bien merecían unas
sonrisas.
- … Cien, doscientos… Lo mismo trescientos –y Malik no era amigo de
exagerar- … salieron de la nada y enfilaron por el muelle hacia nosotros a
la carrera.

Y apenas nos dio tiempo a soltar amarras cuando ya estaban saltando a


cubierta.

Inundándola.

- Yo no vi hombres, sólo una mancha negra –Zapapico lamentaba no haber


defendido mejor el barco-

- No era mancha, hermano. Fue telón, una cortina negra de gente.

¡De la cabeza a los pies iban de negro!

- Yo, pobre información puedo dar –recordaba Manodepiedra no recordar


nada- Vi que desencajabais ojos… Y hace un rato me he levantado con el
dolor de cabeza más tremebundo que jamás haya sufrido.

… Me taladraba el melón hasta vuestros susurros.

- ¿Y ahora? –dijo Malik levantándole el párpado caído- ¿Te sigue doliendo


ahora?

- No. Con lo que me has dado se me ha pasado, pero noto parte del ojo frío
y media cabeza acorchada.

- … ¿Y a vosotras qué os pasó? –inquirió Murciégalo para sorpresa de los


que quedaron en la Dragon Fly-

Me podéis contar, ahora, por favor, lo que pasó dentro de la casa ¿eh?

La condessa extrajo de un cajón de la mesa una pequeña libreta de piel


de cebra. Escrita de la primera a la última hoja. Era el cuaderno de obra de
sidi Hassami said Hassiam. El Assessino. En ella se codificaban todos sus
trabajos, quién los había encargado, e incluso estaban anotados detalles
aparentemente intranscendentes y croquis. Aquello era el resumen de su
vida criptografiado.

Todos los nombres allí inscritos, que era lo legible fácil, estaban más que
muertos. Todos, excepto uno. La condessa, con lágrimas en los ojos, abrió
la libreta por la página donde figuraba su propio nombre; pero vacío de
notas.

- Mi padre me ha pedido, en el lecho de muerte, que le entregue su libreta a


mi hermano.
CAPÍTULO VI

Un pesquero que surcaba para el Gran Sol, al cruce, les dijo que a tres
días les quedaba tierra. En el Kahanamoku eso se traducía a un día si seguía
creciendo el viento, lo malo, o bueno, que creció en demasía y con
querencia al gigantismo. Soplaba con tal virulencia que costaba mantenerse
en pie en cubierta; y el capitán Herejía mandó desalojarla para alegría de
rafaeles; empezaba a cerrar en negro el cielo, y a todos ellos, les dolían las
articulaciones, insinuándoles, ¡confirmándoles!, que la encelada que se les
venía encima sería de las de narrar a los nietos. Y por querer llegar a
tenerlos, a la chita callando desaparecieron no fuese a ser que el capitán
cambiase de idea, y en medio de la enrayada, les ordenase arriar velas.

Sólo quedaron en cubierta el capitán, Margarita Laloba al timón, y Rechico


a distancia prudente de ésta. Y al ratito, y visto que el percal apuntaba a
peor, el mismo patrón se excusó al saber bien Laloba lo que se esperaba de
ella. Les sugirió, pues Rechico expresó su intención de quedar con la mujer,
que si lo veían muy mal trabasen la rueda y enclaustrasen también en la
bodega; y avisasen a los rafaeles para arriar trapo. Y cuando Herejía se
disponía a abandonar la cubierta, cayó sobre ésta, sobre él, un latiguillo del
cielo, un rayo con muy mala uva. Crujió el aire, reventó roto, y el hombre
salió despedido yendo a abuquizar junto al mesana.

Y romper a arder.

Y al tiempo que Rechico le echaba encima un cubo de agua, abrir el ojo el


fiero capitán Ruin Bichomalo.

- … ¡¿Tú estás tonto, muchacho?! –no recordaba motivo Ruin Bichomalo


para que le echasen encima un balde de agua-

- … Lo… Lo… Lo siento, capitán.

… pero estaba ardiendo.

- Raro el día que no eche chispas por algo; pero serán cosas mías.

¡Nunca vuelvas a echarme un cubo de agua sin antes avisarme!... o te


escabecho con mis propias manos.
- Le ardía el pelo, jefe.

- ¡¡Nunca!!

… ¿El pelo, dices?

- Sí, capitán.

-…

… ¡Me cago en mi puta calavera! –iracundo gritó el capitán Ruin


Bichomalo al palparse la cabeza- … ¡¡Otra vez mocho!!

… ¡Me cago en mi estampa!... ¡¡Me cago en vuestros muertos!!

De las pocas cosas que le gustaban a Ruin, de Herejía, era la melena que
se gastaba el mozo. Largo y duro el pelaje de teckel. Con orgullo solía
exponerlo al viento, y por ser cosa que no pudiese disfrutar con la propia
cabellera de nacimiento, era un pequeño, y secreto placer, que se reservaba
para sí el capitán Ruin Bichomalo; echar los cabellos al aire, navegando, y
sentirse Hombre Libre; no necesitaba nada más.

Pero ahora… mondo, tal fue, le murió quizá su último cachito de alma
buena y más malo que nunca le cuajó el ceño.

A ojo sería capaz de abrir en canal a Margarita y Rechico, y empezando


éste a sentir frío en las entrañas, corrió a las tripas del barco para informar
que el capitán ¡El capitán Ruin Bichomalo! había tomado puesto en la
plaza y llamaba a cubierta. A todos.

A berrido intenso avisó.

Pero sólo Camelita, Rosita y Palmiro respondieron a la llamada


presentándose raudos. Y subiendo a cubierta.

Los rafaeles no.

No.

Por mucho que llamase a gritos Rechico no obtuvo respuesta.

Ahora, eso sí, en cuanto el capitán Ruin les convocó a propia voz, pese a
musitado desde la popa, hizo caja de resonancia la sentina, y al instante
formar los gitanos junto al resto tal que día de sol radiante amaneciese.
Sonrientes, aunque entre los dientes mordiesen a san Cristóbal y santa Rita.

Y lo peor estaba por llegar, pues empezó el capitán oliendo su propio pelo
quemado, y acabó husmeando en el aire que se acercaban a América. Y
concretar, a simple cata de napia y paladar, que el destino era Nueva York o
a la redonda.

- … ¡¿A qué cruzar el Atlántico, Laloba?! –aunque Ruin inquiriese a


Margarita, a la vera formaban los demás bajo la lluvia fina y la pregunta era
extensible-

¿Por qué hemos cruzado el océano?

- Por orden del capitán Herejía, capitán –capaz era Margarita de mantener
la conversación y atender el timón-

- … Por buscar a su amigo –intervino Camelita ante la parquedad de la


contramaestre-

- Yo no tengo amigos.

- … Un amigo de Herejía.

- Herejía tampoco tuvo amigos.

- … ¡Rastrojo! –con lágrimas contenidas precisó la mujer-

- ¡Rastrojo tampoco tuvo nunca amigos!

¿Cree Herejía que el manquitranco está en Nueva York?

… ¿Y a vaina de qué venir tan lejos el cojo de los cojones?... ¿Sigue en el


circo?

- Sí. Es la estrella del “Máximus et Mínimus” –sonriente dijo Rosita- Y


hasta aquí vendrá para que le aplaudan sus buenas acciones; aunque sean
circenses.

- …mmmm… Noto un tono sarcástico, una estúpida ironía, o soberbia,


timbrando tus palabras, monina… ¡Suavecito conmigo!

¡¿Piensas que me hace daño el éxito del mamarracho?!


… Que triunfe entre barracas.

- (Obvio).

- ¿Tú qué dices, enano?... Si hablas, habla más alto…

… ¡Ah! Jojoojo, es verdad, tú más alto no puedes hablar… so pena que te


subas a un barril.

¡¡¡jojojojojo…!!!

- ((¡Hijo de la gran puta…!)).

- ((¡Comemierdas, asqueroso!)).

- ((…Aguanta, Herejía, aguanta)).

- ((… Que se olvide de nosotros…)).

- ((… Que se olvide de nosotros…)).

- ((… Que se olvide de nosotros…)).

- ((… Que se olvide de nosotros…)).

- ((… Que se olvide de nosotros…)).

- ((… ¡¡Pufff! Aquí hoy alguien pilla)).

- ((… ¡¿A que todavía me ordena virar en redondo?!)).

- … mmmm… mmmm… -aunque sin precisar al autor, ni el pensamiento


concreto, del aire cogía el capitán Ruin retazos de todos- … mmm…
mmmm…

… ¡¡Vais a saber lo que es bueno, desgraciados!!

¡Malatripulación!

… ¡¡Laloba!!

- Sí, capitán.

- ¡Vira un cuarto y búscame los vientos de contramanija!

- Entendido, capitán.
- (¿Qué son vientos de contramanija, Marga?) –en un susurro preguntó
Rechico-

- (Son vientos para regresar a Europa; bajan la costa americana hasta casi el
ecuador, luego cruzan hasta África, y acaban subiendo la fachada atlántica
europea. Y pasado un trecho la Gran Bretaña, vuelven a virar trayéndote a
América.

Ésa es la tendencia natural en el hemisferio Norte, en el Sur, giran a la


inversa).

- (¿Y cómo los descubrió?... Si el aire es transparente).

- (Tssseee… calla, que todavía no ha acabado… Y no los descubrió él; son


más viejos que el catarro).

El capitán Ruin Bichomalo les atisbó a todos algún fragmento de


pensamiento, y para todos, por sucios de mente, tenía purga preparada. Y
para entretenerle a él, pues él, en sus barcos, amén de ser el único capaz de
transformarlos en circo flotante con un chisgarabís, también era el único
juez válido para considerar qué arlequinada sería un éxito o un fracaso. Y
para abrir la pista central, ordenó a los rafaeles que empezasen con sus
numeritos conocidos. Los saltos, las cabriolas, las piruetas que eran capaces
de realizar saltando entre las gavias… cómo desde la misma cubierta si se
propulsaban con un balancín, y a mano barriles y tablones, en un santiamén
brincaban dos sobre un extremo, impulsando a un tercero hasta los
hombros de la torre humana que formaron previamente cuarto y quinto. Y
alternar saltos de una palanca a otra, y ganar sucesivamente altura.

Mientras los rafaeles iban complicando la cosa, al tiempo pedía el capitán


Ruin a Palmiro que ejerciese de hombre forzudo y levantase a mano todos
los toneles de cubierta; desde los simples cubos con tapa, a las barricas
llenas con veinticinco arrobas de agua; pero, eso también, por orden. In
crescendo la dificultad.

A Rechico le ordenó subir al banderín, y allí, bajo los rayos y truenos, en


mitad de la cortina de lluvia, ejecutar sus variopintos ejercicios marciales
katana en mano, al tiempo que declamaba el soliloquio de Segismundo y
después la poesía completa de una tal Gloria Fuertes.
Y… ¡Hop, hop, hop…! Pedir más volteretas y altura a los rafaeles… ¡Hop,
hop, hop! Demandar ritmo en las alzadas de Palmiro… y ¡Hop, hop, hop!
Que metiese más enemigos en sus katas Rechico; y declamar a Pepe
Hierro.

… ¡Hop, hop, hop!...

Vamos, vamos ¡Hop, hop, hop!

Bajo el intenso aguacero se exhibieron los hombres casi la hora. Y cuando


aparentaron ir llegando a la extenuación, es decir, desincronizarse los
rafaeles con el consiguiente morrazo colectivo, luxadas las muñecas y
colapsada la espalda de Palmiro, ¡Y el írsele de las manos la katana a
Rechico y caer ésta clavándose profundo en la cubierta!, el capitán Ruin
Bichomalo dio por terminada la función con un largo abucheo. Eran
penosos y así se lo hizo saber prolongando la pitada y pataleo.

Y aunque en un principio pensaron que no, que la mala sangre de


Bichomalo no haría escarnio sobre las mujeres, para ellas tenía preparado
algo mucho más atroz. Quería “amarlas” a la vez, aunque supiese el
capitán, de fe, que ellas no le iban a él a la recíproca. Así que pidió a
Camelita y Rosita, parodiando galantería, que le acompañasen a la cabina
para, con una alzada de cejas, insinuarles sexo explícito.

Y agriar ellas el gesto sin poder evitar. Y rápido excusarse Camelita por
estar en el peor de “esos días”, y Rosita otro tanto por haber contraído
alguna venusiana que le “regalase” Palmiro, y para darle las gracias,
sacudirle un papirotazo a mano vuelta en el cogote; y éste no entender del
todo el motivo.

No, desde luego que no le engañaron, y aunque sólo fuese para darle calor,
escuchar sus ronquidos, y olerle los pedos, el capitán Ruin quería a las dos
en su cama a la voz de ya.

Los demás cuidarían del barco, y por enamorado declarado, a Palmiro le


tocó achicar agua con la bomba de la sentina; el resto a lo suyo, a las velas,
al timón y a aprender el oficio de timonel.

- ¿Por qué no te ha llamado a ti? –raro se le hizo a Rechico que el capitán


no incluyera a Margarita Laloba en su lujuria- ¿Por qué no te ha puesto
tarea?
- ¡¿Te parece poco negocio pilotar el Kahanamoku?!

- Eso… vale, sí.

Pero tú estás infinitamente más buena que las otras dos juntas.

Yo, si fuese el capitán, sólo te hubiese llamado a ti; y de necesitar a alguien


más, sería a un cura para que nos trajese arras.

- … Gracias; ésta te la tomo por buena… pero allá tú suerte si te enredas.

Mide bien lo que dices.

- … bla, bla, bla… Te escapas a la tangente.

¡Hasta los ciegos, por el olor de tu pelo y el sonido de tu voz, sabrían que
eres una diosa!

- … Caray, mejoras.

- Por qué no te ha citado a ti también el marrano.

- Hombre, tan marrano no será, si a su propia hija no hace propuestas


deshonestas.

- … ¿mmmm… mmmm?

- Sí.

- … ¿Su… propia hija?

- Sí.

- ¿Eres… su hija?

- Sí.

- ¿Hija… hija?

- Sí.

- …mmmm… ¿Hija… de verdad?

- Sí. Y me escucho redundante y a ti mu cansino.

- … O sea, que es tu padre.


A pulso se ganó Rechico la hostia, y por recibirla con una sonrisa, quizá
la andase buscando a posta. Para él acababa la clase como de costumbre,
mejor, tornaba la mañana noche ocultándose el sol, y al acto amanecía, y
volvía a amanecer, con cada rayo que se le escapaba a las nubes.

Pintaba la mar para estampa naval de barco pasándolas canutas. Sin


embargo, nada más lejos de la realidad, y más cerca, pues tirado en popa,
de borda a borda, rodaba el cuerpo de Rechico atado a un cabo de
seguridad, mas Margarita Laloba, pletórica, había cazado un buen viento de
contramanija y necesitaría un ratito para poder cabalgarlo; concentrarse
sólo en barco, viento y mar.

Y le costó a la mujer y a los rafaeles. En justicia, sin ellos, la nave


hubiese ido a pique. Laloba se la jugó en la doma al rasgar varias velas del
mesana y trinquete, y crujir el mayor que estaba apechugando con
demasiado viento él solito.

Pero por algo eligió Margarita a los primos, y ni que en seco y con red
estuviesen haciendo, ¡Y quietos!, los rafaeles saltaron de verga a verga, y se
deslizaron por los estay, para cambiar el trapo roto y ceñir bien las escotas.

Calibrado el velamen al gusto de Margarita Laloba, reunieron los gavieros


en torno a ella; a no ser que rasgase otra vela, no era necesario que andasen
por el aparejo.

Y además, era un placer verle bregar en el timón con su estilo agitanado, y


para animar el cotarro, los primos empezaron a tocar las palmas por
bulerías, y si rompía relámpago que cambiaba el ritmo, continuaban por
seguidillas y hasta jondo.

Y Laloba creciéndose a la rueda. Soltándola un segundín para doblar


palmas con ellos, o un lapso mayor de tiempo si del cuerpo le brotaba a la
mujer arrancarse con un zapateao. Y bailar, contonear su alma serrana
empapada pidiendo, quizá, guerra a Cielo, Mar y Viento. Y ofendidos estos,
iracundos, o ¡¡Complacidos y sumisos!!, sobre la blanca espuma volaba el
Kahanamoku.

Más y más rápido.

Frenéticas las palmas, no tocaban agua.


Y Rechico, por un instante, abrió un ojo y vio a la hija de Lucifer bailando
ante las puertas del Infierno.

Y le pareció al hombre, amén de seguir soñando, que ella sí era el ser más
bello del Universo.

La tormenta duró veinticuatro horas, y amainando un poquito, a tiro les


acabó quedando Bermuda, y por capricho del capitán Ruin arrimarían.

Y eso que la última vez que visitó el pago, recordaba haberlo abandonado a
la carrera. Y raro. Raro el hecho de salir por patas, y raro el recordarlo…
aunque no del todo, al no poder precisar el porqué.

Antes de atravesar el arrecife que protege Bermuda de los malos marinos,


mandó el capitán Ruin desplegar su jolly Rogers, ¡La Bellota Boyuya!, la
enseña que de ser boceto cómico pasó a sembrar el terror en mares y
océanos. Una simple bellota con sonrisa mellada y parche al ojo, atravesada
por dos limatones enmangados a huesos, provocaba risas sinceras en la
muy larga distancia, pero en la corta las risillas se transformaban en
histéricas, y no poca gente había preferido echarse a los tiburones, a ser
apresada por el desalmado capitán Ruin Bichomalo. Se decía que demonios
sumerios le enseñaron a eviscerar y mantener con vida, que arrancaba la
piel de la cara para confeccionarse caretas carnavaleras. Que sacaba tripas
y tendones para fabricar cabos, y la piel del cuerpo para parchear velas.

Y era verdad… de tener necesidad.

Esta propensión suya a lo tragicómico era bien conocida por los


bermudeños, por eso la muchedumbre arremolinó en el puerto de Hamilton
al propagarse, tal la peste, que la enseña del capitán Bichomalo entraba en
la bahía. Y aunque la excitación era palpable por el ronroneo constante,
nadie levantó la voz. Venía arriando velas el Kahanamoku al tiempo que
ejecutaba eslalon entre los islotes, y lento e inercial, amuró al muelle el
hawaiano sin mano de práctico.

Y entonces, sí, romper a aplaudir los presentes y jalear al capitán Ruin


Bichomalo.

Gustando del recibimiento, respondió el capitán con reverencial saludo


desde la borda. Y ni esperar a que tendiesen la pasarela, desembarcó de un
salto, y en cuanto tocó tierra, a la cabeza le vino la razón concreta por la
que saliese corriendo.

¡Y desenvainó sus sables!

La primera reacción de la muchedumbre fue darse a la estampida, pero al


ver que el capitán no les perseguía, y que cogía camino del fuerte, tras él
pusieron paso; incluso su gente al temerse algo; en el barco quedaron
Laloba y los rafaeles.

Fort Hamilton es un bastión defensivo estilo topera. A falta de


promontorio natural decente, huelga levantar uno, se excava en el suelo
construyendo en negativo.

¡Es lo que hay!

De nada defiende si el ataque es terrestre, y aunque seguido por sus


hombres, y a más distancia por media isla, las avanzadillas de guardia no
consideraron amenaza al capitán Ruin y compaña ¡Era corsario sabido del
rey!... (¡Puaj!)… Era de la casa, solía venir a jugar a las cartas con el
capitán de la guarnición, un hermano gemelo de éste, y el amogu personal
del gobernador. Y además era muy de él ir arrastrando la punta del sable
por el suelo para avivarle el filo; y en la noche que se viesen chispas a su
paso.

Pero, cuando iba a acceder a la fortificación, cuatro pasos más rápido fue
un guardia y echó la cancela. Y sin llegar a abrir la boca el capitán
Bichomalo, el soldado le informó que los amigotes sabidos no estaban en el
recinto. Que les había llamado el gobernador a palacio para tratar unos
asuntos urgentes ¡Urgentísimos!

… Y sudar el hombre la explicación.

Sí ¡¡Exqusatio non petita, aqusatio manifiesta!!

Con sonrisa diabólica, Ruin sacó de su bolsillo interno un pequeño amuleto


y se lo colgó al cuello. Era la cabeza jibarizada de un lepero. Con ella
protegiéndole, de nada le serviría al grupito de tahúres las triquiñuelas del
vudú. La última vez la olvidó a bordo, y los muy necios perdieron su
oportunidad al clavar el alfiler en la pierna equivocada del muñeco que le
tenían preparado. Vio Bichomalo tomarle una carcoma muy voraz la pata
de palo y entendió la martingala al vuelo. Y escapar a la pata coja poniendo
el pie que le quedaba en polvorosa.

Ahora había vuelto, y venía mosqueado. No obstante, no tenía intención


Ruin de realizar escabechina, sólo quería ajustar cuentas por unos asuntos
de naipes y deslealtades, pero que le espetase a las napias un subalterno
patraña tan poco convincente le llevó a enfadar, y hacer extensible a la
tropa la responsabilidad por su estado anímico personal.

Al que transmitió la excusa fue al primero que atravesó con el sable; y tras
abrir de una patada la cancela, también dar acero a dos que hacían el
plantón dentro, y a los dos del plantón de afuera que reaccionaron a
destiempo. Y ya en el interior, sin orden ni concierto, pasar a sable a
cualquiera que le saliese al paso. Buscaba al capitán de la guarnición y al
repe, y al amogu, y a cualquiera que se le cruzase en su camino hacia la
plaza de armas. Y evitar que los formados en ella le barriesen con fuego de
mosquete, al parapetarse entre un grupo de uniformados que huía
horrorizado del mismo elemento que escondía entre ellos. Y ya en medio
del ajo, y sin cuidar que la proporción era doscientos a uno, o más, se lió a
matar Bichomalo a diestro y siniestro, a dos manos, embotando de sangre
los filos y levantando en derredor montañitas de muertos.

Y Rechico se unió al festín.

Sacó la katana y una katanilla de factura prodigiosa y filo capaz de abrir un


papel por la mitad tres veces. Y tras pedir a Camelita que le cuidase el
zurrón, y entrando a salto intrépido, se coló entre la hueste enemiga
Rechico, y se abrió círculo, y también camino, para contactar con el capitán
Ruin, y allí, espalda contra espalda, liar tal mondongo de cuerpos mutilados
que al final terminaron huyendo los que pudieron para informar del salvaje
ataque por parte del otrora amigo de la Corona, el capitán Ruin Bichomalo.

Pastiche de corsario que retornaba al free lance… ¡Puaj!

Poco tiempo tenía para seguir buscando en el fuerte, pero sabía que
estaban los malnacidos dentro. Se lo decía un pequeño escozor latente en la
pata de palo, algo insignificante llevando al cuello colgado el melón de
Zitruéñigo Habichuela lleno de papelitos escritos con contraconjuros
arameos que le protegían del alfiler, que obvio, le seguían clavando en el
muñeco.

¿Dónde estarían?

… Con lógica cainita, dedujo el capitán Ruin, que, sin tiempo apenas para
esconderse bien o lejos, se habrían ocultado en la mazmorra más profunda
del bastión. Dónde de ordinario enchironarían a lo peorcito.

Y tal predijo, y hasta mimetizados con ropa de preso y dogal a la pared,


supo el capitán reconocerlos.

A uno por negro azulado y amogu, y a los otros por repetidos y blanco
lechoso.

Y de la mano les arrancó el inútil acerico que era el pelele llevando él su


protección. Y de la cabeza de la figurita arrancar un par de pelos que le eran
propios; sin ellos el muñeco no servía.

Y cortar en el sitio manos y cabeza a los que intentaron jugársela a él con el


muñequito… y balbucear una excusa.

Dos presos más compartían cubículo, y por ser en apariencia archienemigos


de los otros al ceñir bozal, el capitán Ruin les liberó y dejó con vida a
cambio de acompañarle hasta el Kahanamoku cargando ellos las sacas
llenas de cabezas que se llevaba de recuerdo; o para jibarizar.

Los fulanos aparentaron dudarlo un segundo y comenzaron alegato de ser


hombres piadosos al tiempo que sensibles de corazón, y que les
traumatizaría para los restos el empeño. Empezaron aparentando ir a decir
que no, pero al ver que el capitán, sin escucharles, ordenaba a Rechico y
Palmiro cortarles la cabeza si tardaban mucho en decidirse… mmm…
cambiaron de opinión.

Y el capitán Ruin abandonó la mazmorra avisando que fuesen ligeritos.

En cinco minutos zarpaban, porque, en nada, el millar de milicos reunidos


de toda la isla caería sobre ellos; hasta los que se les anularía el permiso.

Dos minutos para recoger las cabezas. Y dos minutos más para estar
embarcados.
En otros veinte, a lo sumo, cerrarían la bahía a cañazo limpio para no
dejarles escapar.

No estaba lejos el hermano de la condessa. En Almería capital tenía


tapadera de honrado comerciante; importaba damascasinados, afeites y
pieles repujadas, y exportaba… cosas. En el fondo nadie conocía sus
tejemanejes y un pequeño aura de misterio sí le rodeaba en la ciudad. Y
conscientes que tampoco pasaría desapercibida la Dragon Fly amarrando a
muelle, prefirió desembarcar al alba la condessa desde el esquife; la
dragona rondaría la bahía. Bogaban Murciégalo y Rosario con su aspecto
ordinario, y Libélula a la pala. Ella vestía de impoluto blanco.

En el puerto tomaron carruaje y fueron al caserón que le era rihad al


hermano a la sombra de la alcazaba, pero no estaba, teniendo por inmediata
la presencia de la esposa con el recién nacido, y seguramente el abuelo y
las abuelas acompañando, y los tíos, les informó el servicio que el amo
andaba acondicionando la casa de campo de Gador para la abundante
parentela que se esperaba. Y siendo la finca adquisición reciente,
desconocía la condessa el emplazamiento exacto, por lo cual se llevaron
por guía a un muchachillo. Aunque no hubiese sido difícil encontrar el sitio
siguiendo el cauce del río Andarax hasta Gador, y en la margen derecha,
remontando, pasado el pueblo, el segundo waad que salía llevaba a la
alquería.

Desde la finca se les vio venir a catalejo, e informado el señor que parte
de la comitiva era conocida, y concretando que entre ellos su hermana Al-
Fahidy, brazos en alto salió a la puerta para recibirles. Alegre, quizá el
siguiente carro que asomase por el horizonte traería a su mujer y su hijo, y
en otro sus padres, y sus tíos y primos… Todos estarían a punto de llegar
pues ¡Al-Fahidy! también se había enterado de la noticia.

Y más feliz no podría sentirse el hombre.

Pero, bajó del carro la condessa vestida de riguroso luto moruno, con la
cara demacrada y los ojos casi rotos por contener las lágrimas, y ni eso,
porque antes de llegar a su altura rompió, y llamándole por nombre “Sidi
Hassami said Hassiam”, al tiempo que le ofrecía la libreta del padre, rápido
se hizo idea de algo el hermano.
Aunque no de tamaña tragedia.

Haberle llamado de primeras “sidi Hassami said Hassiam” significaba


inequívocamente la muerte del padre. Los hijos del assessino no tenían
nombre para que nunca pudieran encontrarlos. Aunque entre ellos sí
acababan adquiriendo motejo o apodo que usaba la familia y conocía el
servicio íntimo. Y el ahora Assessino siempre fue “Al-Jandullah” por su
carácter alegre. Siendo el pequeño, de los cinco hermanos que fueron, y
sexta y chica la condessa aunque no por edad, harto improbable que llegase
Al-Jandullah a cabeza de la casa, y aunque se le instruyó en toda disciplina
Hassiam, se le permitió crecer con un punto de inocente romanticismo.
Amigo de las lecturas intranscendentes y la Filosofía existencial.

Cuasi ajeno a la realidad que le acabó por tocar vivir.

Aplastado por ella, por la Realidad, en la intimidad del patio interior, junto
a la fuente, se le quebraron las piernas a Al-Jandullah al saberse último
miembro de la estirpe Hassiam. Y hundiendo la cara entre las manos
maldijo a la misma Muerte que les había sido modus vivendi.

Sidi Hassami said Hassiam pensó en su mujer y su hijo, y en la venganza.


Y en su padre y su madre, y la venganza. Y en el resto de su familia muerta
cómo perros, y la venganza.

Venganza

¡¡Venganza!!

Y si un Hassiam se entrega a la venganza, ése, pasa a ser su único empeño.


El resto de su vida lo entregará a la empresa; no comerá ni beberá para
calmar su hambre o sed, lo hará para estirar la vida propia y así alcanzar a
ajustar cuentas con los responsables. Aun en blanco, se le llenó la libreta
con los nombres; del primero al último, del que aplicó “pio” verduguillo
hasta el que tuvo, o los que tuvieron, la infeliz idea de intentar exterminar a
los Assessinos.

¡¡Del primero al último de los culpables!!

Y para poder dedicarse en exclusiva a la venganza sólo necesitaba una


cosa. Un heredero. Alguien que se encargase de seguir con el negocio y no
desatenderlo. La condessa sabía que ése sería el proceder del hermano, y
pensaba que escogería a algún miembro lejano de la familia que les
quedase en Marraquesh o en Marsella. Alguien digno y con sangre
Hassiam.

Y casi acierta.

Sidi Hassami said Hassiam se rasgó las vestiduras en el sitio, y con las
propias uñas se abrió el pecho dejándoselo en carne viva, y para sorpresa,
orgullo y horror de la condessa, le pasó a la hermana las manos por la cara
embadurnándosela con pura sangre de Assessino. Y decir:

- Tú, algún día, serás sidi Hassami said Hassiam –con tono inapelable dijo
Al-Jandullah ofreciéndole la daga flameada que representaba la heredad-

- No, no, no. Gracias, pero no.

Guárdate la faca.

- Sabes que no puedo.

Y sabías que este momento podría llegar, Al-Fahidy.

¡Eres tan Hassiam como el que más!

Eres la última.

- Estoy en un momento de mi vida, Al-Jandullah, que lo necesito para mí.

Es más, quisiera participar en la venganza que presumas, no dedicarme a


tachar nombres por encargo…

… Pero ahora, en la punta de los dedos, casi a mano, tengo un tesoro


inmenso, y después… Lo que quieras.

Hasta entregar la vida para saldar cuentas si es menester.

- Todo es la misma mierda.

¿Te siguen llevando de isla a isla? ¿Te siguen dejando absurdas pistas?

… Te van a marear.

Mejor, hermana, tú céntrate en el negocio; déjame hacer a mí.

- … Có… Cómo.

¿Qué sabes tú de las pistas que sigo?


- Hassami said Hassiam sabe lo que sabe el Mediterráneo.

- ¿Y qué sabe el Mediterráneo?

- Entre otras cosas, y a salado, sabe que hace mucho tiempo se encargó tu
muerte.

Y quienes la encargaron.

(… Y hasta quien desatendió el contrato).

- ¿Y?

- Que son los mismos que nos han matado a la familia… los mismos que te
están dando a ti siempre problemas, y los mismos que te los van a seguir
dando.

- Dime entonces quienes son.

- Sabes que sólo el Assessino puede leer esos detalles del encargo,
hermana.

- Por eso. Tú los conoces.

- Y tú si aceptas la heredad.

De otro modo imposible.

Sidi Hassami said Hassiam es, somos, ante todo, profesionales.

Y ésa era la verdad en la que enraizaba toda su genealogía.

La condessa miró al grupo de su hija que reunía en la otra punta del patio.
Absortos en lo que veían y en los retazos de conversación que les permitía
la acústica. Desconocedores, no obstante, de lo que estaba sucediendo, del
ritual, de boca abierta quedaron cuando la condessa se rasgó el blusón
impoluto y con las uñas propias se abría el pecho, y embadurnaba en
reciprocidad al hermano.

Tal dijo Al-Jandullah, cien por cien Hassiam era Al-Fahidy.

Rosario fue a decir algo, pero en la distancia, con un gesto, la condessa


rogó silencio. Ya les contaría más tarde lo que pudiera, ahora debía ir con el
Assessino a cumplimentar algún trámite que incluso ella desconocía; pero
sabía de su existencia.
Algo relacionado con picos y palas pues cogieron, y a cierta distancia
porque partieron a caballo. Aunque no iban muy lejos. En el mismo lecho
del Andarax, ante una escarpadura notoria, dejaron los jamelgos y subieron
a pie. Y arriba, en un páramo desértico de tierras onduladas y negruzcas por
abrasadas, buscar algo. Una referencia, una marca, una señal especial en el
paisaje… dos perros pegándose y levantando polvareda.

¡¡Allí!!

Para cuando Hassami y la condessa llegasen al punto, los animales ya se


habían cansado de zurrarse y tumbaban juntos con palmo y media de
lengua al viento, capaces de consumir con sus jadeos todo el oxígeno
generado en las cercanas Alpujarras. Pero tranquilos, y ni moverse ni
levantar el belfo para gruñir. Observaban el quehacer de los humanos, que a
pico y pala, parecían querer desmontar el montículo donde ellos
dormitaban, o en su defecto, encontrar la puerta de acceso a la cámara
mortuoria donde otros soñaban profundo. Ellos, perros psicopompos, ni en
la eternidad encontrarían reposo.

¡¡¡Plock!!!

- ¡Zaca! Eso ha sonado a piedra gorda –paró un segundo de laborar la


condessa- … mmm… Eso no ha sonado a madera ni a ferrojería de arqueta.

Eso ha sido piedra.

- Buen oído, hermana.

Y ahora que ya sabemos dónde está la puerta, abre.

- ¿Es hipogeo?

- Sí.

- No sabía que hubiese aquí. En la costa sí; cerca de la cala de Ramón el


Alemán, hace años encontré los restos de un par.

Pero tan adentro no sospechaba.

- Pues aquí te hubiesen traído tus pistas.

- ¿Cómo?

- Tus pistas… ¿No has dicho que ibas a M´Zura?


De allí hubieses ido a otro sitio, y a otro, y a otro…

… Hasta que acertases a venir aquí.

Pero éste no es el final.

Es el principio.

- Per…

- Tseeee, luego.

Luego habrá respuestas, ahora, las preguntas.

Pero sin dar lugar a ellas, desencajó un tanto la laja, que sellaba desde
hace miles de años la cámara sepulcral, y le pidió a su hermana, y heredera,
que entrase y esperase dentro hasta que él volviese a abrir la rendija. Y sin
más orden o información procedió la condessa.

Atardecía, pero al retirar la palanca, y caer a su sitio el ortostato, se hizo la


noche. Y el silencio absoluto también acabó por hacerse dentro, aunque
previamente, fuese amortajando el ruido con las paladas de tierra que
echaba sidi Hassami said Hassiam desde fuera; hasta volver a sellar.

Un par de segundos tuvo la condessa para hacerse idea del sitio gracias
a la poca claridad que entró, después, fue cosa de moverse a tientas. Era el
típico túmulo, con corredor de acceso, camarines de ofrendas a los lados, y
desembocar en la cámara sepulcral circular; en total, casi diez pasos de
profundo. Y al tacto, tapizado el suelo con huesos, cerámica rota, plaquetas
rayadas, restos metálicos muy degradados, y lo que supuso puntas de flecha
y mazas de piedra.

Del estilo tenía visitados unos cuantos, pero nunca había entrado palpando
y le llevó un tiempo conocer a fondo cada cuarta del mausoleo
prehistórico… cinco minutos. O cinco horas. Cuando dejó de intrigarle el
sito, y se quiso inquirir a sí misma por el tiempo transcurrido, se dio cuenta
que no estaba segura. Ni veinte minutos llevaría dentro. O puede que veinte
horas.

O quizá veinte vidas.


En cualquier caso, su hermano, sidi Hassami said Hassiam, el Assessino,
sería quien le daría referencia de tiempo al quedar en sus manos el sacarle
de allí.

Estaba tranquila, desde luego, si hubiese sabido que en ese instante, al otro
lado, se estaba rajando Al-Jandullah el cuello de oreja a oreja, no se hubiese
echado a dormir sobre un tálamo de calaveras tan ricamente.

Pero hizo. Hicieron.

Y durmió la condessa, y soñó, o creyó haberlo hecho pues etérea se


escapó del encierro y subió al cielo, y desde allí ver que el páramo
desértico era un campo de túmulos donde descansaban cientos, miles de
personas pertenecientes a una civilización casi olvidada. Y al abrir más los
ojos para localizar en el mar la Dragon Fly, reencontrarse otra vez dentro
del hipogeo, alumbrado el mismo por un fulgor extraño, una fosforescencia
intratumba de fuego fatuo, un brillo que en vida nunca manifestó el doctor
Bulín de Aguiloche, y sin embargo, de él emanaba. Empezó siendo un
vapor iridiscente que prendía polvo, y acabó siendo el doctor sentado en
una enorme orza. Y joven. Y en cierta medida hasta asombrado él mismo, y
no por su condición fantasmal y luminosa. Por el sitio. Estaba tal que recién
usado por última vez. Los camarines llenos de cuencos y vasos
campaniformes con ofrendas de mieses, frutos y libaciones, y ramas verdes,
y huesos y piedras grabados con dibujos ojiformes, abuhados. Armas de
cobre, y cuchillos de piedra, y mazas, y puntas de flecha de delicada factura
lobulada. Cosas todas ellas que ha cuatro mil años atrás tendrían valor
económico, estético y sentimental. Y lo que más, el propio muerto. Sus
despojos, previamente descarnados en pudridero, amontonaban
descabalados junto a la condessa, y el propio cráneo le fue almohada.

- … Y falsa bóveda por aproximación de hiladas –a dedo señalaba Bulín la


clave sobrepuesta- Es una maravilla.

Y no sólo la necrópolis, todo el complejo lo es.

¡Lo que no hubiese dado en vida por descubrirlo!... Todo el poblado.

¡¡Por el mero rascar la puerta principal de la muralla!!

… ¡¡¡Ni Troya cuándo encuentren!!!

- Yo no he visto muralla o puerta principal. Ni casa alguna; sólo tumbas.


- Yo ahora veo cosas que tú, ni dormida ni despierta, podrías atisbar.

- ¿Por qué no te has quedado en el cuadro?

- La verdad, no sé.

- ¿Y a qué gaitas vienes?

- Con lógica, la primera respuesta sería válida implícitamente también para


la segunda pregunta.

Sin embargo, sí tengo respuesta independiente que ofrecerte para…

- Muerto y todo eres un brasa, Bulín.

¿Qué quieres?

- En realidad, es ¿Qué es lo que, tú, quieres?

- Respuestas.

- … mmmm… me temo que no. En todo caso, te puedo ayudar a elaborar


preguntas.

Quién. Qué. Cómo. Cuándo. Dónde. Y… Por qué.

- ¡Pero tú te crees que yo soy la Gazzeta de Göbleki Tepe!

… Gilipollas eres, Bulín.

- ¡Patata!

- … Hala y vete a la mierda.

- ¡¡Patata!!... A la mierda te vas tú.

Y desapareció.

Volvió a imperar la negrura en la cámara, y tal que el sitio fuese el interior


de su bóveda craneal, la condessa escuchaba rebotar las preguntas. Obvias
algunas respuestas, acabó dejando que “Quién”, “Cómo” y “Por qué”,
siguiesen jugando en su cerebro. Pinchándole, azuzándole, llevando a que
desechase también el “Quién” por suponer que más tarde se lo confesaría el
hermano. E igualmente hizo con el “Por qué”, aunque intuía que de ésa sí
sabía seguro la respuesta y ésta era ella misma; por seguir viva y reflexiva.
Al final aisló una pregunta sin respuesta. ¿Cómo supieron, quienes fueran,
que ellos estaban en Orán? ¡Si ni ella tenía intención de atracar en Orán
hasta que le avisaron de la necesidad de hacer aguada!

Y de hecho, de no haberse demorado en el zoco comprando el regalo,


hubiesen seguido probablemente la misma suerte que la familia del
Assessino.

… Alguien informó, alguien avisó de su presencia en la ciudad y se puso en


marcha el asunto. O eso, o que casualmente se les reconociese al
desembarcar, o… o…

… o alguno de los suyos pasó noticia de su arribada al puerto de


Orán.

Pero esto último no lo quería ni pensar, así que apretó los párpados y los
dientes y renegó con la cabeza en su discreta intimidad.

Y al abrir de nuevo los ojos, aunque no esperaba otra cosa que densa
oscuridad, se encontró en medio de una caverna inmensa.

Daban claridad a la gruta cuatro antorchas que ardían con colores


verdecinos, pero la luz que irradiaban rebotaba en los cien baúles de alhajas
que juntaban tirados en el suelo, y a las paredes iban a parar rayos de todos
los colores del arco cromático, y el oro y la plata en montañitas en derredor
lanzando sus propios destellos. Y la abundante estatuaria marmórea
refractando sin complejos.

Y cinco sillas de entronar en lo que parecía el escenario principal, o mejor


dicho, platea, al reunir a la redonda la riqueza de varios imperios y ser ésta
digna de contemplar. Y quizá por ello, cuatro de las cinco sillas se
encontraban ocupadas.

No le hacía falta a la mujer que le dijesen quienes eran sus ocupantes, bien
los conocía pese a no haber visto a la mayoría en su vida ni en pintura, pero
sí saber de su existencia por ser leyenda.

Sentados ante ella estaban Itzso Tsumi Cuervo Negro, Polícrates, Shbëk
Lengua de Bronce, y ¡Misson!... El bueno del capitán Misson.

- ¡Misson! –con voz de niña gritó la condessa- ¡¡Mon capitán Misson!!


- Oh, lala ¡Sacre Blue! ¡¡Mon petit Patata!! –sin abandonar la compostura
dijo el capitán Misson-

¡Mon Dieu, qué guapa estás!

Cuánto me alegro de…

- … ejem, ejem… -carraspeó Shbëk-

- (¿No le puedo decir siquiera lo que me alegra verla?)

- (Eso es favoritismo –también Polícrates le recriminó el sentimiento a


Misson- Y si estamos aquí es por algo).

- (Yo no será por falta de sentimientos -Misson protestó- A mí lo que me


hizo fuerte fueron mis sentimientos y convicciones).

- (Eso es debilidad occidental –sonrió Itzso Tsumi- Si no estuviesen


vuestras patrias tan lejos, desde hace siglos comeríais con palillos).

Hasta ellos llegó la condessa corriendo tal que si siguiese siendo Patata,
aunque con un simple gesto de levantar su dedo índice le indicó Shbëk, ¡El
mismísimo Shbëk Lengua de Bronce!, que detuviese el paso y no osase
acercarse más. Y del peligro que aquilataba la advertencia le dio referencia
Misson con cara contenida. Si daba un paso más la mujer, el gran Lengua
de Bronce la fulminaría aunque en ese instante la esencia de la condessa
fuese pura materia onírica.

Shbëk, físicamente, había sido una mala bestia, y lo seguía siendo aunque
liviano pareciese sentado en el trono. Y lo era su silla, trono, pues sólo él,
entre los allí reunidos, había ostentado en vida la dignidad de ser rey electo
de su pueblo y seguía siéndolo. Fue monarca de los llamados “Pueblos del
Mar”, el más grande que había existido nunca tal narraba la tradición oral y
una referencia vaga en la Epopeya de Gilgamesh. Él les sacó de la precaria
vida de mera subsistencia y les dio en heredad la mar, les enseñó a construir
barcos y ceñir velas al viento, y sin él, a bogar. A leer el cielo en la noche.
A ganarse el sustento diario con sus armas de bronce en cualquier parte del
Mediterráneo. Él inventó la honorable palabra: “Pirata”.

Si el gran Shbëk Lengua de Bronce hubiese vivido en estos tiempos, sin


duda, sería igualmente el amo del mundo.

- ¿Quién es el quinto? –señaló la condessa la silla vacía- ¿Quién falta?


- (¿Puedo decírselo o eso también es “pecado”?) –en petit comité inquirió
Misson-

- (… mmm… -lo pensó un segundín Shbëk-

Díselo).

- El quinto es una vacante –informó Bulín-

- ¿Seguidora de Baco y Dionisio?... Bueno, me parece bien.

Mujer y borrachuza… Mejor eso que nada; ni paridad.

- (¡¿Qué ha dicho la tiparraca esta?! –a Polícrates le quedó retintín de


ofensa-

A esta imbécil ¿vais a ofrecer la silla?

… ¡Por los dioses que no con mi voto!).

- (Monsieurs, ha sido una broma. Un juego de palabras para romper el hielo


en un ambiente hostil; claro ha sido tal el agua.

… Y vale, malo el chiste por cultista).

- (¿Podemos votar ya, Shbëk?... Yo voto que sí –sólo por incomodar a


Polícrates estaba dispuesto Itszo Tsumi a dar cabida en la Plana Mayor a
san Francisco de Asís o al mismo príncipe Shydarta-

En justicia, tiene igual currículum ¡o mejor! que los otros dos aspirantes
que ya hemos entrevistado).

- ¿A quién habéis entrevistado ya?

- ¡¡¿Nos has oído lo que estamos hablando?!! –a coro dijeron sorprendidos


los cuatro hombres sentados-

- Sí, sin problema.

Alto y claro.

- ((Oooooohhh, no ¡Patatita! Ooooohhh… No)).

- ((Ésta ya está tiesa del todo, ésta no nos vale –sonrió malévolo Polícrates-

La cosa queda entre el capitán Ruin Bichomalo y el capitán Herejía)).


- ¿Eso lo has escuchado, Patata?

- ¿El qué, Misson?

- Lo que acaba de decir monsieur Polícrates.

- ¿Ha dicho algo?

Ni muerta ni viva. En la linde. La condessa estaba a caballo entre dos


mundos. Y quizá le atrajese más el universo que atesoraba la caverna, que
la negra intangibilidad que le rodeaba dentro del túmulo. Y, para más inri,
en el hipogeo apenas quedaba aire limpio que respirar. En su cabeza, en su
memoria, seguían sonando las paladas de tierra que le echase el hermano
desde afuera hasta sellar.

Ploc, ploc, ploc, ploc…

A cañonazo limpio les despidieron, aunque no con salvas; lejos cayeron


los proyectiles, eso sí. El Kahanamoku, con la Bellota Boyuya por única
bandera, dejaba atrás Bermuda con la misma celeridad que llegó, y tendido
todo el trapo al viento, se internaron en el Atlántico. El sol moría.

Definido el rumbo, el capitán Ruin y Rechico abandonaron la cubierta para


dormir un rato; cansados de bailar los aceros, lo necesitaban. Y también
bajó a su camarote Laloba al llevar dos o tres días ¡cuatro! sin pegar ojo y
atendiendo el timón; ella se lo merecía, y pese a no necesitarlo en
apariencia, acabó Camelita por convencerla al asegurarle que su cutis se lo
agradecería, pese, a, igualmente, no aparentar necesitarlo. Camelita misma
se haría cargo de la rueda al no estar el océano mal para surcarlo un tercer
timonel.

¡Hasta los rafaeles desaparecieron!

Y Rosita; apremiando ésta a Palmiro para que tampoco tardase mucho en


retirarse, se había portado el hombre cómo un león en Fort Hamilton
defendiéndoles de cinco o seis que entendieron a Camelita y a ella misma
afines a la parte del capitán Ruin. Y aunque anecdótico lo suyo en
comparación con la matanza perpetrada por el capitán y Rechico, para la
mujer Palmiro había ejecutado los lances más intrépidos y bellos, y,
gladiador, pilum en mano, se lo hacía. Y poca ropa. Y pese a no parar de
insinuarle que le estaba llamando para consumar, Palmiro no atendía.
Miraba el hombre a los nuevos, a los porteadores de las sacas de mochas,
les miraba a ojo guiñado intentando concretar de qué les conocía. En la
punta de la lengua tenía el recuerdo pero no afloraba, Rosita no dejaba de
requerirle y él se mordía nervioso los labios; hasta hacerlos sangrar. Y tras
limpiarse con el anverso de la mano, chasquear un latigazo de brazo al aire
y una sonrisa.

Y por temer que el gesto encerrase algo nefasto, los propios hombres se
ofrecieron a Camelita, que parecía haber quedado de jefa, antes que se les
requiriese para otra atrocidad.

- ¿Y qué hacemos nosotros? –dijo uno-

- Aunque no sepamos lo que tenemos que hacer, sí sabemos que tenemos


que hacer algo -dijo el otro-

- … mmmm… Yo os conozco. Vosotros sois gente del “Máximus et


Mínimus”… ¿no? –finalmente arrancó Palmiro-

- ¿”Gente”? –sonriendo, y jugándoselo a una carta, miró uno a otro-


¡”Gente”!

- ¡Fuimos sus padres!

- … Sus creadores…

- … Fuimos su alma y su cuerpo…

- … Sus dueños.

- ¿De verdad sois gente del “Máximus et Mínimus”? –sorprendida estaba


Camelita-

- Señora…

- … Señorita…

- … No le quepa la menor duda…

- Nosotros, per se, somos: … ¡Máximus! –aprovechó uno para presentar al


otro-
- … et ¡Mínimus! –con igual reverencia se anunciaba al par-

- … The Show must go on!! –remataron al unísono-

Camelita dejó escapar una carcajada tan bonita que iluminó el día a los
hombres entrando en la noche. La mujer, sin lugar a dudas, aun enrolando
en el Kahanamoku del terrible capitán Ruin Bichomalo, tenía fidelidad
jurada al capitán Herejía, y por lo tanto, del bando, o simpatizante, de su
hijo adoptivo Rastrojo. Y pese a no hablarles nunca el mismo Rastrojo de
ellos, de Rosita, Palmiro y Camelita, los hombres se entregaron y
confesaron estar al tanto de la doble vida del capitán Herejía, para el cual,
por cierto, tenían mensaje memorizado.

Pero no soltaron prenda. Era personal e intransferible.

Lo que sí podían contar era lo que les había sucedido a ellos mismos para
acabar en la mazmorra de fort Hamilton. Les dio borda en alta mar el típico
bergantín de Bermuda y, para cuando quisieron darse cuenta, les habían
transbordado a ellos al bajel pirata y hundido su Morgana con toda la
tripulación encerrada en la bodega. De agradable paseo, tornó a pesadilla la
travesía… ¡Bonito día de aniversario, sí!

De haber estado embarcada la familia circense hubiese sido una tragedia


irreparable al no respetarse más vidas. Y de haber estado embarcado
Rastrojo, ni ellos se hubiesen salvado al tomarse al asalto el barco
preguntando por él, y por entenderles a los abueletes llave del paradero
salvaron. Si no, ni eso.

En la mazmorra penaron para ser usados como moneda de cambio con el


capitán Ruin, para desagraviarle por algo que ellos desconocían, y de ahí
no querer embarcar en un principio por propia voluntad al ser la amenaza,
de todas formas, acabar en el Kahanamoku.

Suerte tuvieron de la llegada a la tremenda del capitán Bichomalo, sí.

Camelita les sugirió ser discretos y no revelar a nadie más la identidad, ¡Se
la habían jugado desvelándosela a ellos!, de hecho, mejor les vendría
cambiarse el nombre, pues ni alterando el orden de presentación
despistarían al capitán. Y confesando los hombres colgarles en pila
“Maximino” y “Tiburcio”, les aconsejó la mujer levantar la cabeza y
recuperarlos con orgullo; y renegar de los padres por dentro.
Tiburcio y Maximino, rechonchos de buen comer, no tenían edad, cuerpo,
ni hechuras de marinos, aunque tampoco de trapecistas habiéndolo sido, así
que Camelita les asignó papel de “buenos para todo”. Y contentos por
entendérseles facetas multidisciplinares, y habiendo sido también
malabaristas, comenzaron a pasarse entre ellos el cuchillo de Palmiro, la
pipa de Palmiro, el reloj de Palmiro, y la bolsa de las perras de Palmiro…
insinuando que entre piratas, y mangantes, igualmente encontrarían nicho.

Surcó el Kahanamoku un Atlántico somnoliento que apenas dio


problemas. Un par de días de cernir nubes negras que no descargaban y
sólo amagaban enojo. Y otro par de días sosos de viento. Y alguno suelto
con calabobos. No tuvieron mala mar que se diga y Camelita pilotó dando
lugar a que Margarita Laloba y Rechico se conociesen mejor; alejados del
timón y de la inquisitoria mirada del capitán Ruin, que se empezó a oler la
tostada de la estrecha relación. Pero consentía ¡No le quedaba otra!
Camelita pilotaba y los rafaeles atendían las velas, el barco marchaba.

Y sola no estaba al timón Camelita, en su cabeza le acompañaba la voz del


capitán Herejía. Mientras ella rememoraba todas las palabras que le tenía
escuchadas, y sus manos llevaban la rueda de forma autónoma, en el
interior de su cerebro iba pergreñando un plan que ni quería “pensar en
alto” por temor a que el capitán Ruin cazase algo. Tenía que acabar con él
pero sin dañar al Herejía que subyacía dentro. Y era complicado.
Complicadísimo pues ya lo había intentado, acabar con el capitán Ruin,
cuando todavía ella no prendaba de Herejía y le daba igual a la mujer lo
que pasase con su cuerpo, siempre y cuando, eso sí, no levantase de la
sepultura.

Pero el jodío lo hacía. Volvía. Incluso aquella vez que lo cortó en daditos y
sirvió frío a los cerdos. Al día siguiente él paseaba en carroza por Lisboa,
mientras de los puercos se hacía chacina y se vendía a bajo precio por la
extraña muerte.

¡Menos mal que retornaba con memoria de pez!

La dama confió en un principio que Morfeo, o cualquier otra deidad


onírica, le trajese de vuelta al capitán Herejía tras echarse la siesta el
capitán Ruin. Y no fue así. Ni tras la siesta, ni tras una noche entera
durmiendo a pierna suelta. Iban cayendo días y noches sin que tuviese
noticia, ni tic, que le sugiriese que Herejía seguía viviendo dentro del
capitán Ruin Bichomalo.

Pero lo daba por seguro.

Y la oportunidad de intentar algo la entendió Camelita cuando llegaron a


Madeira, y en vez de enfilar a puerto en la isla, prefirió el capitán seguir un
poco más adelante y buscar fondeadero en las islas Desiertas. Allí echaron
el ancla a la capa de Bugio aunque el capitán marchó en el esquife, junto a
los rafaeles que bogaron, a la isla Gran Desierta. Sola quedó en el barco
Margarita Laloba, y aunque apenas se separaba un instante de Rechico,
encontraron Camelita y Rosita momento idóneo en el que estaban sueltos, y
quedadas ellas al acuerdo, a una señal de Camelita se abalanzaron sobre
Laloba y la inmovilizaron; y sudaron tinta para conseguirlo; tanta, que
quizá la contramaestre hasta pusiese de su parte para que le dejasen grogui.
De Rechico dudaban el comportamiento al engendrar el corazón lealtades
férreas en siete días mal contados, y por si acaso, Palmiro se encargó de
dejarle traspuesto con un cachiporrazo por la espalda.

Ésta era la parte fácil del plan, la que consideraban peliaguda consistiría en
reducir al capitán Ruin Bichomalo.

… En los rafaeles no pensaron. E hicieron bien, porque no había día que


entre ellos mismos no discutiesen si desertar o no; u amotinarse. Y
mísmamente al instante lo estaban haciendo, dejaron al capitán Ruin en
tierra y éste desapareció cortado arriba ¡La ocasión pintaba calva! Y el
único problema que encontraban era la fidelidad jurada siendo niños a la
prima, y el vasallaje de ésta para con el padre… ¡Y tío de ellos!

Y también les era impedimento el que ex profeso el capitán les ordenase


aguardar en el sitio. Ellos a remo, y él a nado que los persiguiese, y sí, le
sabían al capitán mucho más rápido y resistente. Y además, a dónde ir en
un bote sin vela; con ella quizá, pero cuidaba Bichomalo de no dejar cabos
sueltos.

Las islas Deshabitadas son espinas que flotan en el océano. Y con mal
abrigo. Largas, estrechas, altas. Inhóspitas para todo lo que sea pasar en
ellas más de un rato. Y en concreto Gran Desierta es un cordón de cumbres
con acantilados a los lados. Y una mesetilla en la parte norte. El capitán
Ruin desembarcó en una cala del poniente en la zona sur, pero tras ganar
cota, cogió el camino de cumbres y se desplazó al trote a la otra punta; sin
que supiesen los rafaeles.

Necesitaba discreción y soledad.

Buena parte de la mañana la dedicó el capitán a recolectar palitos y


maderas, luego encendió un pequeño fuego, comió algo frugal, y se echó
una siesta larga que le metió en las últimas horas de la tarde, y antes que
oscureciese del todo, empezar el ritual por el cual estaba allí.

Del macuto que llevó consigo extrajo un espejo de afeitar con mango y lo
clavó en el suelo; cerca de él. También sacó una larga cadena de plata, de
gruesos eslabones, y con nudo de filigrana entre los dedos se la ató a la
mano izquierda, dejando que la otra punta amarrase al cuchillo de vela que
perteneció a Pizarro y que también clavó en la tierra. Y otro cuchillo
carnicero de pala que hundió en las brasas. Y tres botellas de whisky
escocés embarcado en Irlanda. Y dejarse por fuera la cabeza jibarizada de
Zitruéñigo Habichuela.

Y arrancar el capitán con unos salmos lúgubres que fueron congregando


nubes hasta tapar la Luna que salía. Mascullaba maldiciones entre siseos
viborinos, masticaba exhortos a los Poderes de la Noche, que raudos, con
dos rayos que cayeron a su lado, le indicaron que le estaban escuchando, y
toda la isla lo haría porque a partir de ahí empezó a cantar a gritos,
malamente, pero a gritos, llegando los ecos de sus palabras negras a los
rafaeles y hasta el mismo cielo; que tomó voz y rompió con goterones
rabiosos.

El capitán Ruin Bichomalo se echó una botella de whisky a los labios y la


apuró de un buche. Después cogió una segunda a la cual dio igual muerte, y
tras ello, con pulso firme recuperó el cuchillo de pala puesto en la lumbre y
de un seco tajo se intentó seccionar la mano que ataba a la cadena. Y digo
“intentar” porque los tendones se resistieron a ser cortados y le colgaba
tonta la mano al final del brazo. Debía ser el dolor indescriptible pues los
alaridos del capitán Ruin atrajeron el pedrisco, y ante tal contubernio de
acontecimientos meteorológicos, y que la isla entera vibraba y parecía que
se iba a desmoronar, sin hablarlo, comenzaron a darle a la pala los rafaeles
pues enormes rocas rodaban las laderas cayendo a su vera. La isla parecía
querer ir al agua y lo mejor sería alejarse un tantito de la zona de
derrumbes.
Y desde bien lejos les vio el capitán Ruin la maniobra gracias a un
relámpago, y temió el hombre que pretendiesen dejarle tirado en la isla, así
que sin reparar en la mano que lerda le colgaba, ni en los rayos que
parecían querer acertarle, corrió de vuelta por el camino del cordón de
cumbres gritando que le esperasen, amenazando con mil atrocidades a los
rafaeles de no hacerlo, y al llegar a la cala donde desembarcase, pese a
estar en lo alto del acantilado, se lanzó de cabeza al agua.

Y verlo todo los rafaeles, y acojonados, pues reapareció el capitán en la


superficie, y ni nadando hacia ellos cejaba en sus amenazas, y claro, los
hombres rompieron a bogar con ímpetu de carrera de traineras.

Boga… boga… boga…

Aterrorizados, el único refugio posible que entendieron fue bajo las


enaguas de su prima Margarita, ella apaciguaría al padre si lograban llegar
al barco antes que el capitán Ruin alcanzase el bote y los degollase en el
sitio.

Y lo hubiera hecho el hombre en un pis-pas de no llevar la mano


colgandera y romperle la hidrodinámica. Chapoteaba la brazada y pobre
impulso conseguía. Y a eso se unió que el reguero de sangre que iba
dejando empezase a atraer tiburones, y tras él nadaban en fila no se sabe si
acompañando, esperando el reparto gratuito de la carne de los rafaeles, o
aguardando un instante de debilidad del capitán y zampárselo a él.

Boga… boga… boga…. ¡Y más amenazas!

Pero de repente dejaron de oírlas, y al mirar, e iluminar un rayo la mar,


vieron que en el punto donde estuviese nadando Ruin Bichomalo se
organizaba zapatiesta de espumas. Algún tiburón harto de ir a la zaga
habría osado jugársela con el capitán, y a la cata, le mordió en la pata de
palo llevándosela de recuerdo o mondadientes, y otro escualo, animado
quizá por el “éxito” del congénere, probó a morderle en parte tierna, y al
sentir los dientes hundiéndosele en el costillar, se revolvió el capitán Ruin y
a cuchillo se trató con ése, y con otro par que mal le entendieron presa.

Y pese a que le escucharon al capitán pedir ayuda, no atendieron los


rafaeles a la demanda y siguieron bogando con precisión de metrónomo.

Boga… boga… boga…


Boga…

Y cómo temían, volvió a salir a la superficie el capitán Ruin, y furibundo.


Poniendo tal ritmo de brazada que ni se notaba que llevaba la mano al
retortero. Y los rafaeles tensando el cuerpo, hundiendo la pala y sudando
sangre para lanzar el esquife sobre las olas. Y cuánto más rápido remaban,
más rápido nadaba Bichomalo dándoles a entender que al quicio de la
“seguridad” del barco les podría dar alcance.

Boga… boga… boga…

¡Y el capitán dejando estela!

Casi al tiempo llegaron al Kahanamoku, y en tropel treparon la escala


los rafaeles sin cuidar de nada, en los ojos reflejaban el pavor y ni siquiera
se percataron de la recepción que les tenían preparada a bordo. Fue pisar la
cubierta y enfilar sin perder tiempo a la sentina. Tras ellos oían que llegaba
el capitán Ruin profiriendo lindezas del estilo de abrirles en canal y colgar
boca abajo de las jarcias cual bacalao noruego, les iba a sacar la estructura
ósea para fabricar xilófonos. Y más cosas horripilantes que un cerebro sano
no quiere recordar.

Y al pisar la cubierta el capitán Ruin, sin que esperase, ni sospechar, le


aguardaba un cañón cargado con calcetines, calzoncillos, bragas, polainas
y un sinfín de ropa interior de lana merina bien prieta, que tras aplicar
lumbre a la pieza reventaron contra el cuerpo del capitán devolviéndole a la
mar. Inconsciente.

De allí fue recuperado con pocos miramientos y llevado a su camarote. Y


atado con correas y cadenas al dosel de la cama.

No recordaba Camelita haber rezado nunca en serio, ya de niña fue arisca a


santas oraciones, pero sorpresivamente recuperó la ferviente fe y rogó al
Cielo, o a quien escuchase, que le echase un cable y le trajese de vuelta al
capitán Herejía.

¡Y crujió un rayo de nube seca!

Mientras ella se explayaba en cosmogonías de dudosa valía, Tiburcio y


Maximino se entregaron a la aguja para intentar restañar la mano al
capitán; despertase Herejía, o Ruin, en su deontología estaba el apañar al
maltrecho hombre sin que en ello importase quien tripulase el cuerpo.
Venas, nervios, músculos, piel, a punto pelota y zurciendo con sedal de
tripa inocua, volvieron a ligar la mano al brazo; y tocar madera, ateos, para
que el cuerpo no la rechazase; y no era la primera extremidad que
pespunteaban.

Todo el día estuvo ausente de sí mismo el capitán, al amanecer el


siguiente, abría el ojo con un brillo siniestro.

¡¡Ruin!!

Y en cuanto el capitán advirtió la cara de decepción y tristeza que le


cuajaba a Camelita, rompió a reír confirmando que era el capitán Ruin
Bichomalo quien gobernaba el cotarro. Tal era el timbre de sus
estrambóticas carcajadas, que Camelita no pudo soportarlo y abandonó el
camarote para avisar a Tiburcio y Maximino que el convaleciente
retornaba. Y en cuanto abandonó la cabina la mujer, y que algo larga le
dejaron la traílla que ceñía la mano mala, se las apañó como pudo el
capitán Ruin para acercársela a la boca y de tres chanchadas cortar los
puntos, la carne y los tendones que en un principio se resistieron a la
amputación.

Y escupir con desdén la mano restañada al suelo.

Libélula, Rosario y Murciégalo escrutaban el paisaje desolado y


desolador. La Nada.

El desierto, lleno de vida rala, se veía vacío de presencia humana a la


redonda.

Los caballos los encontraron en el lecho del Andarax, y las huellas les
llevaron hasta el páramo, pero allí… Se perdía la pista de la madre y del
tito Al-Jandullah.

Con un vistazo estaba todo dicho.

Libélula y Murciégalo lo tenían claro, sin embargo Rosario miraba con otra
perspectiva el paraje, buscaba referencia que le hiciera extraño a los ojos,
algo… excepcional, tal fue la condessa en su vida, y lo seguía siendo, pues
se lo decían las entrañas. Estaba viva, y cerca, lo sentía dentro tan veraz
como voz ex cathedra para creyente convencido.
Y Rosario localizó a los perros sobre el montículo, durmiendo plácidos,
mimetizados, un dedo de barrillo y polvo les cubría y protegía del sol
intenso y los ojos inadecuados.

Y al aproximarse ellos, se desperezaron los animales levantando al aire


revuelo polvoriento.

El tío, que también rondaba, no movió, de oreja a oreja tenía la garganta


abierta.

Raro. Algo raro habría pasado. Algo relacionado con un agujero que
habían abierto en el suelo, y vuelto a cerrar, con precisión de buen
expoliador. Si hubiesen acertado con el sitio más tarde, evaporada la
frescura de la tierra en la herida del hipogeo, no hubiesen encontrado pista.

Pero estaba la cicatriz tierna.

Rosario echó mano a una de las palas que no descansaba lejos, y se dispuso
a abrir el suelo por puro instinto. Y por idéntico motivo, ¡Instinto!, los dos
perros se levantaron al tiempo y gruñeron amenazantes. Ni Rosario, ni
Murciégalo que solidario llegaba con otra pala suelta, pudieron acercarse.
Los perros aparentaban estar a lo poco hidrofóbicos y la temeridad era
patente. Un mal bocado de los bichos aparejaría una muerte dolorosísima
poco recomendable ¡¡La Rabia!!

Sería cuestión de dejarlos tiesos de un plomazo, y para eso se presentó


voluntaria la propia capitana Libélula.

Tenía avisado al Destino que no le pusiese perros a tiro. Ni al alcance de


puntapié.

Pero antes de estarlo, ni echar mano a las pistolas que ceñía, según se
acercaba Libélula para no fallar el disparo ¡Y disfrutarlo la muy perra! las
otras perras, que lo eran, depusieron la actitud y comenzaron a mover el
rabo. Contentos los pobres bichos tumbaron ante la mancha de humedad
del suelo; sin interferir.

Obvio, ante tamaña deferencia para con ella, y pacífica sumisión, no era
cuestión de tirar raudo de pólvora. Cogió Libélula la pala que enarbolaba
Murciégalo y ella misma probó a hundirla en la arena. Y los perros, perras,
moviendo a toda velocidad la cola, y ladrando entusiasmadas, se diría que
colaboraban dispersando el polvo; trabajaban en equipo las bestias.
Pero ¡Ay de coger, de amagar echar mano Rosario o Murciégalo a las
herramientas! A ellos los perros les prohibieron intervenir en el asunto con
su simple gruñido y babas de ultratumba.

A Libélula, no.

Y excava que te excava en tierra suelta, rápido rascó en roca y usó entonces
de pico y palanca para desplazar la laja que cedía entrada; a mano tenían
todo el material.

Y ni dudarlo, tal que aspiradas desde dentro, antes que nadie, se


introdujeron las perras en el hipogeo. Tras ellas entró la capitana sin esperar
que Murciégalo acabase de confeccionar la tea que improvisaba, si era
túmulo tal acabó siendo, con un espejito o una buena espada obtendría
reflejo suficiente para hacerse una primera idea de lo que habrían
necesitado del sitio el Assessino y su madre.

¿Qué podrían haber buscado allí?

… La Muerte, sí.

Y lo mismo toparon con ella.

Sidi Hassami said Hassiam desde luego la encontró dándosela a sí mismo


tal sugería la postura, el cuchillo asido y la plácida sonrisa.

Y la condessa, ¡Aunque viva!, quizá tan cerca la viese que un hálito de vida
era lo suyo al momento.

Pero arrastrada por la hija al exterior, con un par de minutos de abnegada


labor del Sol, el cuerpo de la condessa comenzó a coger temperatura y las
mejillas color. Y balbucear la mujer preguntando por el hermano.

- ¿”Hermano”?... ¡”Hermanastro!” –con aire de desprecio Murciégalo


respondía- … Si así se las gastaba con la familia que quería, qué no habrá
hecho el fulano con los que odiase de veras o tuviese rencilla… ¡Menudo
cabrón habrá sido!

- … Mur… Murciégalo –con un hilo de voz habló la condessa- …


Murciégalo…

… Si vuelves a hablar así de mi hermano… Te arranco el corazón con mis


propias manos…
… Y luego me lo como…

- ¡Uy, por Dios! –Rosario entendía las tétricas palabras llenas de vida- …
¡Qué asco más gordo comerle el corazón al desgraciao este-

- ¡Negro lo ha de tener!... A juego con el Alma –también Libélula escuchó


contenta las amenazas- … ¡Satánico hasta la médula es el mozo!

- ¿Y algo más de negro tiene? –entraba Rosario en por menores-

- Na. Lo demás es de blanco dotado.

- … Señoras, por favor –replicó Murciégalo pues hasta la condessa


alternaba risas y toses- … Señoras, un poquito de… de…

… ¡Señoras, por favor!...

… Poca cosa digna he hecho en la vida para no gastar la poca dignidad que
trajese de nacimiento, así que les rogaría que… que… que se fuesen a reír
de su puta madre.

- ¡¡¡¡Bang!!!!

La osadía casi le cuesta la vida a Murciégalo. Salvó gracias a que aún


estaba débil la condessa y no acertó a volarle la cabeza tal dijo ser
intención. La mujer falló el tiro, aparentemente, arrancándole de la oreja el
pendiente de aro que le había regalado Libélula y que en cierta forma era
rúbrica del compromiso.

Ésa fue la respuesta inmediata de la condessa, la respuesta de Rosario llegó


al poco, y sin esperarlo el hombre, le arreó un puñetazo, tal preconiza hasta
el Papa de Roma, por meterse también con su madre. Dos dientes se tragó
por el meneo, un colmillo y el de al lado, aunque no sintió dolor al írsele al
tiempo toda la luz al Universo y quedar él traspuesto.

Reenganchó al día siguiente con un enorme chichón de la caída, y cual


fardo, atado, sobre un caballo. Y sierra arriba. Por delante de él, otro
babieca lo montaba la condessa, y abriendo hilera el gitanillo que les
sirviese por guía, que ducho en el oficio, por veredas que ni las cabras
transitaban por caídas en desuso, les derivaba por otro camino de regreso al
mar. Tras ellos cerraban la marcha Rosario y Libélula. Y las dos perras de
coletilla. No les quedaba lejos Aguadulce, ¡Almería imposible!, pero antes
necesitaban esperar en un alto la noche y que ésta llevase la llamada a la
Dragon Fly. Barrerían la bahía y tarde o temprano les escucharían las voces
lumínicas, y, lo más importante, responder con el código sabido.

Poca luz se necesita para hacerse ver en la costa nocturna, la condessa y


Rosario se dividieron el horizonte, y Libélula y Murciégalo volvieron a
preguntar al chico por lo que había visto… y contado hasta la saciedad;
pero pidiéndoselo la hija del actual sidi Hassami said Hassiam, de mil
amores volvió a narrar cómo tras divisarse un jinete todo de negro en el
camino, y acercarse éste un tanto para observar las hechuras de la casa, y
sin más desaparecer al galope, a él, al muchachillo, se le mandó a la carrera
a buscar a su señor, o al grupo de la hija de Al-Fahidy que también partió
temprano a la búsqueda, y hallando muerto al amo, igual de señor suyo
sabía a la condessa y a ella contó. Y repetir. Y tripitir.

Y lo mismo a Murciégalo y Libélula.

Y para todas a la vez otro tanto.

Y cuando Murciégalo aparentaba ir a pedirle otro bis al muchacho, la


propia capitana Libélula le rogó que lo dejase descansar.

No había más cera que la que ardía en las linternas de la condessa y


Rosario, y vista su llamada, se les contestó.

Desde el mar, en medio de la montaña los otros, se entendieron las luces


por gritos y se respondió que a toda vela arrimaría la dragona a Aguadulce.

Antes de proseguir camino se acercó la condessa a Murciégalo, y de muy


malos modos, le entregó un anillo de oro que engastaba diez diamantes
chiquititos, y pieza de orfebre con historia, pues por nombre tenía la alhaja
“Europa”. Era el pago que Al-Jandullah dispuso para él, para no marcharse
con deudas, y sabiendo que les buscarían, dejó el hombre pagadas las tareas
de salvamento o exhumación de la hermana.

Bueno, la condessa concretó para quien era cada pieza, pues en el puño
izquierdo atesoró el difunto tres joyas y tres fueron los que colaboraron en
la empresa; aunque dos sólo sellasen el agujero de nuevo. Un anillo y dos
pendientes dispares que eran solitarios archifamosos de oreja; una arracada,
la que terminó en Rosario, era la perla original que engarzase Drake para su
reina, y que acabó replicando por otra de menor tamaño al desaparecerle la
buena. Y el otro abalorio, ¡fruslería!, fue pieza que codiciase la propia
condessa, y llegase a sustraer siendo mocita, y poseer durante un tiempo,
por ser joyita, que dicen, regalase con la dote el mismísimo Shbëk Lengua
de Bronce a su señora esposa.

- ¡¿Y él tenía el pendiente par?! –fascinado, nunca le pareció a Murciégalo


más delicada y hermosa la oreja de Libélula pese a la aparatosa filigrana de
plata que la envolvía-

- Eso dice mi madre. Y de hecho, que lo sigue luciendo –sin darle mayor
importancia arreó Libélula al jumento-

El valor de las cosas no se infiere del material de forja.

- Pues por este anillo, ¡Europa!, una persona de campo podría vivir varias
generaciones, o vidas, sabiéndolo vender.

- Sin embargo, a un assessino le valdría, casi seguro, para escapar sólo una
noche de prisión.

… Relativo… Unos cinco vidas y otros esperanza de una noche más.

… Y además, no te quejes, que nadie ganó nunca tanto tapando un mísero


agujero… ¡A la canal más que yo!

- ¿Y por tu pendiente… “argárico” que dices… qué te darían?

- … ¡Un imperio! –cortó la condessa toda conversación- … ssss… De aquí,


para abajo, puede haber oídos.

Discreción… a todos.

Del mirador sobre el Barranco del Artillero pasaron al Barranco del


Palmer y de allí a pie de mar, y desde El Puntazo repetir la señal luminosa.

Al poco se respondía con un fanal y en nada la Luna les dejaba ver el


esquife acercándose con Zapapico y Rancapinos a los remos. Y hacer
puerto en una roca plana.

Sin perder tiempo subieron Libélula, Rosario y Murciégalo al bote, la


condessa antes habló con el gitanillo dejándole al mando de la hacienda y
con voz de caporal; con 7 años sabía cómo de tener 70 ¡Y dijo que llamaba
Pedrito!...
¡Pedro!... Sidi Pedro Al-Andalusiya, se quedaría en tierra con un bolsorro
de monedas de oro, los caballos y las perras. Y tras desearle lo mejor, y
prometerle retornar en breve, también embarcó la mujer.

Pero no debieron sentirse vinculadas las perras por la orden, y a las dos
paladas de separarse del peñasco la barca, cogían ellas carrerilla y con
limpio salto también subían a bordo.

Rancapinos y Zapapico detuvieron la boga, sin embargo la capitana con un


gesto de mano les indicó que prosiguiesen, las perras se habían enrolado
motu proprio y ahora eran uno más

Y mañas marineras esbozaron los animales para subir sin ayudas la


escala, y tras husmear todo el barco desde la misma cubierta, tomar
tumbona sobre unos fardos blandos. Y bostezar. Y cerrar plácidas los ojos.
Estaban en casa.

El asombro era general, y mal no vendría su presencia pues masculló la


condessa, subrayándolo con mirada sucinta, que sospechaba que con ellos
transportasen algunas ratas.

Y de las dos perras una sí pudiese tener dones para dar combate a roedores
y topos en sus túneles angostos; era de a palmo de alto por tres de largo, y
de pelo negro, corto y duro. Y una cabeza puntiaguda que era medio
cuerpo. Malik, que gustaba estudiar la filogenia canina, identificó la pseudo
raza, no obstante, como bulterrier mini. La otra, que definió bóxer, era la
antítesis de la primera. De tres por cuatro. Rubia y suave. De cabeza
redonda y morro chato. Y aparentemente más dócil al llevar la enana el
ladrido cantante.

Mientras la tropa levaba anclas y soltaba velas, y de paso pensaban nombre


para los bichos, la condessa reunió con su hija en la cabina.

Además del pago por el rescate en una mano, con la otra Al-Jandullah
asía el cuchillo; y entre mano y arma, envolviendo la empuñadura, una
nota. Así se garantizó el difunto sidi Hassami said Hassiam, que el nuevo
sidi Hassami said Hassiam, completase el círculo y heredase hasta la daga
flameada que era símbolo de la casa; y llave para descifrar lo críptico.

Y la nota no le era extraña a la mujer, pues era la del librillo de obra del
padre en la cual figuraba el encargo de la muerte de Patata; y sus dieciocho
apodos conocidos. Y nuevo, con tinta de sangre escrito, una enigmática
serie de números: 19, 21, 38, 45, 67, 77. Y además, un nombre completo:
sidi Hassami said Hassiam.

- ¿Qué son los números, mamá?

- Nombres. Los nombres de los responsables, en teoría, de las desdichas


que acumulo… supongo.

- Entonces, sabes quienes son.

- No. Ni idea.

- ¿No sabes a quién se la has liado gorda para querer tu muerte?

- … ¡¡Puff!!...

Diez libretas, escribiendo los nombres con pie de piojo sin dejar espacio, y
me faltarían hojas… y tampoco sería capaz de recordar a todos.

- ¡Has jodido a mucha gente!

- (… más que Julio Iglesias y su padre juntos).

- ¡¿Ein?!

- … na, cosas mías; cómo si no lo hubiese dicho.

- Entiendo que tengas más enemigos de los que recuerdas, pero… De todos
ellos ¿Quién tendría el poder económico para encargar al Assessino tu
asesinato?

- … mmmm… A dineros no hagas caso. Las tarifas son personalizadas y a


veces pagan a plazos… o trabajos que se hagan en plan caridad.

Mucha gente necesita la muerte y otros muchos se la merecen… Lo nuestro


roza el Arte y la labor social.

- ¡¿Me hablas en serio?!

- Sí, hija, sí.

Sé cómo funciona el negocio porque soy sidi Hassami said Hassiam, y


antes fui Al-Fahidy.
- Entonces tú misma eres responsable de encargar tu propia muerte; porque
tu nombre también aparece en la lista de números.

Estás en cabeza y a pie de página.

- … De encargar, no. Pero, por no haber cumplido la parte en el trato,


¡Rompiendo axioma de Civilización!, soy, es, fue sidi Hassami said
Hassiam, responsable último.

Y de ahí estar en la lista en último lugar, imagino.

- ¿Y por eso se mató el tío a sí mismo, empezando por el final del papelote?

- … mmmm… Llama a Malik y Rosario.

- Y a Murciégalo.

- … Y a Murciégalo, sí.

A la mesa se sentaron los cinco y por turnos analizaron la nota. No tenía


aparente lógica numérica a criterio de Malik, ni que encriptasen letras o
palabras completas, la solución más simple que se le ocurrió, a primer
vistazo, fue que se tratasen de números de páginas de un libro maestro… o
una libreta, sí. Era tan sencillo el acertijo que la condessa se sintió tonta.
Extrajo la mujer del cajón la libreta del padre y la del hermano, que cogió,
y sin que el resto se diesen cuenta, bajo la mesa, contó las hojas.

99 el padre, 100 el hermano.

… Sí, ahí estarían las respuestas.

Pero igual de discreta volvió a guardar los librillos de obra y se entregó al


teatrillo del misterio; aunque duró poco la expectación, salvo Malik,
cerebro curioso, que sin poder evitarlo acabó engorilándose con la sucesión
y pidió permiso para copiarla y seguir estudiándola, el resto, acabó por
volcarse en la cháchara grata y distendida. Y tema de interés, ¡Tema para
varias vidas!, le era a Murciégalo el admirar la belleza de la oreja de
Libélula, y de tanto observar, y tan de cerca, acabó descubriendo unas
motitas rojas incrustada entre la filigrana de plata del pendiente. Y por
haber confirmado Malik que en efecto, era sangre la tinta de la nota, a él
también se remitió para saber si tenían el mismo origen las motas. Y no,
tras poner la joya bajo el juego de lentes de aumento, Malik informó que
no, que era simple arcilla roja, gránulos ínfimos incrustados entre los hilos
argénteos.

Y entonces fue Libélula quien cambió de tercio, guardó la joya, e hizo una
seña imperceptible a la madre.

Poco más se demoró la noche, con medio bostezo la condessa tocó


retreta y solas quedaron en el camarote madre e hija, y Rosario.

En cuanto quedaron a solas, la condessa sacó la libreta del padre y empezó


a anotar los nombres que figuraban como autores del encargo en las
páginas reseñadas por la sucesión de números; y que ya había descifrado
gracias a la clave que grababa el cuchillo flamígero. Libélula, mientras,
encendía cinco cirios y sacaba de la alacena un plato bueno; en el cual, al
cabo, echó la cera fundida de los velones, y luego, antes que enfriase del
todo, aplicar el pendiente sobre la masa y dejar su impronta. Del derecho y
del revés.

Y al tiempo, madre e hija, mostrarse los descubrimientos.

Y pedir la condessa con risa fina a Rosario, que por favor, trajese de la
bodega la nasa donde reposaban los huesos descarnados del doctor Bulín de
Aguiloche.

Sobre un charco de sangre encontraron al capitán, y blanco lápida, sin


embargo, al aplicar Tiburcio la oreja contra el pecho escuchó bajito el reloj;
por dentro estaba vivo, aunque por fuera pareciese estar abandonando el
barco. Rápido cauterizaron dando la mano por perdida, era el mal menor,
aunque a él se le podría recuperar. Lo intentarían.

Camelita, a distancia prudente, les observaba trabajar, rondaba la escena


pero no quería asomar. Y buscando puntos de vista alternativos halló que en
el espejo de cuerpo entero del esquinazo también encontraba reflejo, y
encuadrando… abrió los ojos el capitán. Y creyó la mujer que despertaba,
por lo cual, sugirió a los “galenos” que aplicasen un poco más de láudano;
u éter de andar usando. Y no, no les era necesario porque el sujeto dormía
profundo con los ojos bien cerrados.

¡Pero en el reflejo los tenía abiertos! Y no sólo eso, también hablaba, o


gritaba, aunque ella no escuchase ninguna voz.
Únicamente el gesticular exagerado.

… “Hola Lola de santa Pola”… “Rola Rola de santa Lola”… y cosas de ese
pelo sonoro entreteló Camelita que el fulano del espejo decía, repetía sin
parar.

Y pidió ayuda a los hombres, si alguno de ellos podía desatender un


segundo lo que estuviesen remendando y compartir con ella el prodigio. Y
al tiempo comparecieron, pero ellos no descubrieron despierto al capitán en
el reflejo. Sólo Camelita, y siempre y cuando no se reflejase ella misma,
era capaz de ver otra realidad, en ésta, el capitán vocalizaba: “Rrroook de
Satán Lola”…

- ¿Él nos escucha? –preguntó Tiburcio volviendo al negocio de restañar-

- No, y por lo que deduzco, a vosotros ni os ve. Sólo a mí.

- … mmmm… Y tú le entiendes que está diciendo algo así como “Hola


Lola de Santa Pola” ¿no? -Maximino quiso concretar-

- Sí. Yo le entiendo que dice más o menos eso; sin parar.

- ¿Puedes preguntarle, del mismo modo, una cosa que te diga yo a ti?

- Vale. Por probar nada se pierde.

- Pregúntale si es el capitán Ruin.

- Te entiendo, Maxi, pero si fuese el propio Ruin me diría que no.

- Bueno, pues pregúntale si es el capitán Herejía.

Pregúntaselo.

- Estaríamos en las mismas; aunque a ésta me diría que sí.

- Tú prueba.

E insospechadamente el espejo contestó un rotundo no. Un no indignado


que volvió a repetir el reflejo al preguntársele, que en tal caso, sería el
capitán Ruin ¿o no?

Y no. Ni Ruin, ni Herejía.

Sorprendida quedó Camelita.


Pero de la sorpresa le sacó Maximino, para dejarla perpleja, al mostrarle a
la mujer en un segundo espejo, uno de mano que aportó él, otro reflejo a
Camelita, y jugando con el ángulo el hombre le ofreció la parte que no veía
del espejo de cuerpo entero; incluida ella. Y allí ¡Allí también había un
capitán escondido! Un tercer capitán que sonrió pillo al saberse descubierto
al otro lado.

Y epató Camelita.

Y de ahí, pasó a rota, cuando se le sugirió, esta vez por parte de Tiburcio
que seguía a lo suyo, que le preguntase al que yacía si era ¡Rastrojo!

Y tras hacer, responder con un sí de cabeza lapidario.

El sujeto que engrillaba a la cama repetía sus primeras palabras, tan llenas
de rabia, que rompieron la luna del espejo dejándose oír en todo el
Kahanamoku.

¡¡¡Roca de Santa Pola, cojones!!!

Y en esquirlas que parecían confeti se hizo migas el cristal.

Quebrada la magia del momento, quizá Tiburcio y Maximino quisiesen


alegar algo en pro de algo, algo quisieron decir, desde luego, pero si de algo
estaba necesitada Camelita era de tiempo para asimilar lo presenciado y
pensar tranquila. Y muy dueña de sí, y fría, cogió un sable suelto y lo
blandió ante los hombres.

Ellos, por el contrario, ya tendrían prevista la situación, la reacción y hasta


la propia respuesta, aunque de lo que hablasen, y con un simple
intercambio de miradas, nada hicieron. Desecharon los planes que tuviesen
previos, o pudiesen improvisar al paso, al haber tenido número de
lanzacuchillos y rondar el instrumental quirúrgico a mano. Y ser todavía
muy rápidos; pero no quisieron complicar más las cosa y no ofrecieron
resistencia. Aún así, a gritos llamó Camelita a Palmiro, y por el timbre
aparecieron él y Rosita sable en mano. Y de común acuerdo decidir
engrillar a los abuelos, a falta de mejor espacio, en un rincón de la bodega.
Y por lujo en el cautiverio, y mínimo confort, les cedieron a los hombres un
colchón de los dos que artillaban la enorme cama del capitán; y que todavía
tenía un lado limpio y sin sangre.
Y para redondear los pesares, el aire empezó a cambiar, invitando el océano
al pie del acantilado con su nueva melodía.

Poco rato más podrían estar fondeando salvo ser propósito propio
estamparse contra la costa de Bugio.

Necesitaban levar anclas y moverse del sitio. Y para ello pretendieron


recurrir a los rafaeles, con un par de ellos se apañarían para poner en
marcha la nave. Estaban los hombres donde solían pues arteramente se
encargó el grupo de Camelita de echar por fuera el pestillo de las trampillas
de la sentina cuando subieron despavoridos. Y dentro se les sabía porque
ocasionalmente se escuchaban ruidos. Pero también pudieran ser ratas. Por
lo menos no obtuvieron respuesta cuando abrieron y les conminaron a salir
de uno en uno. Y ni a la de uno, ni dos… ni a la de fourteen. No dieron
prueba de estar dentro, y tampoco se sintieron tan audaces los otros para
entrar a comprobarlo; y volvieron a cerrar con el pasador.

¿Qué hacer?

Rechico, si se pudiese contar con él… pero ya manifestó, tras despertar


prisionero, que aunque les tenía simpatía en la intención, y no les guardaba
rencor por las formas, en el fondo se sentía más cómodo si le seguían
entendiendo deudor de su amo y preferir quedar ajeno a lo que tramasen ¡Y
encadenado! junto a Margarita Laloba en el camarote de ésta; él ceñido a
los pies del dosel y ella en la cabecera.

No. Se le hacía feo a Camelita volver a poner en el brete a Rechico.

- ¿Tú qué te llevarías a una isla desierta? –habló Camelita directamente a


Margarita- Si te soltase ahora mismo, qué te llevarías.

- ¿Del barco o que imagine? –sin expresar sentimientos entraba Laloba al


juego-

… ¿A esta isla de aquí o a otra más inhóspita?

- Me es lo mismo. Lo que imagines más necesario para la isla más


inhóspita.

- … mmm… Al payo –reseñó con la barbilla a Rechico sin dudarlo mucho-


… y… y… y…

Al payo, sí.
- Y dos cosas más.

- No, no. Con Rechico me valdría; no me interesaría nada más.

Te regalo los dos deseos sobrantes porque te van a hacer falta; os van a
hacer falta.

… No sé lo que os traéis entre manos, pero tarde o temprano el capitán os


va a llamar a capítulo.

- ¿De verdad sólo te me llevarías a mí a una isla desierta? –sonrió de oreja


a oreja Rechico en el cautiverio-

… Ni cuchillo, ni chisquero, ni pistola, ni espejito para hacer señales, ni


paloma mensajera… ni barquita para escapar del sitio si fuese necesario.

¡Tanto confías en mí!

- No. Tú no creo que sobrevivieses solo en ninguna isla.

Yo sí me podría apañar con mi propio ingenio. Tú… Tú te perderías solo,


desgraciado.

¿Acaso no sabes aún quién soy?

Camelita usó el llavín para abrir los candados de Rechico y de la misma


Laloba, e invitarles a que cogiesen del navío lo que quisiesen, antes que
recuperar lo que necesitasen de la rompiente. El barco, de cualquier forma,
estaba condenado a hacerse astillas con ellos dentro.

Pero no pensó lo mismo Margarita y silbó, silbó fuerte y agudo enviando el


pitido a todos los rincones del Kahanamoku, y al acto saltar los cierres de la
sentina y presentarse ante ella los primos.

Y ordenar la contramaestre levar y soltar trapo, trempaba la mar y al


suspiro les iría dejar el sitio y no la crisma contra la costa.

Con brío salió el Kahanamoku de la encrucijada, y con rumbo definido.


Perfectamente había escuchado Margarita el vozarrón del capitán gritando
“Roca de Santa Pola”, y no le hacía falta a la mujer mapas ni cartas de
vientos para localizar la islita en su sitio. Sabía perfectamente dónde estaba.
Y si el capitán había pedido ese “rumbo” ¿Para qué perder el tiempo?... sin
duda, acabarían recalando.
Y clavó noreste.

Sin embargo, la querencia del airazo no era concordar con el rumbo y


Margarita tuvo que bregar un tantito con la rueda, y sin el capitán a la vista,
los rafaeles, tras tender y tensar el lienzo, se empezaron a animar y
arremolinar a la vera de la prima; con entradillas palmeras le daban pie a
Laloba para que arrancase a pilotar agitanadamente. Y llegando Rechico en
ese instante, y siéndole grata ensoñación el recuerdo, sugirió a Camelita,
Rosita y Palmiro que no abandonasen la cubierta si querían gozar de un
espectáculo único. Margarita Laloba pilotando el Kahanamoku bajo la
enrayada.

Y lo fue.

Tardó la mujer en entrar en trance, pero acabó haciendo, y aunque Rechico


esperaba que danzase con su arte sensual y torbellino, e incluso hizo, sus
pies no se despegaron de la tarima y sus manos apenas se separaron de la
rueda para hacer correr los dientes. No soltó el timón y sin embargo bailó, y
aún embelesó más a Rechico y compañía. Los rafaeles doblaban palmas y
empujaban con quejíos, y ella se los transmitía al barco haciéndolo
contonearse sensible. Tumbaba a ambas amuras, picaba clavados desde las
crestas de espuma. Sacaba pecho y se retenía para amoldarse a cualquier
tipo de ola o tempo. Crujía el cielo, hervía la mar y el Kahanamoku era
Arte navegando a todo trapo.

Y cenit y final de función, reventó un rayo que iluminó el océano de costa a


costa.

Por lo menos así lo entendió Camelita, y aunque seguían tormenta y


palmas, ella prefirió bajar a la cabina del capitán para echar un vistazo. Y
mala cara era la del convaleciente, cerúleo, descaradamente porfirioso se
iba a saltos al otro barrio; ni pulso le encontró la mujer, y asustada, recurrió
de nuevo a Tiburcio y Maximino. Les sacó de la bodega, les pidió perdón
por lo hecho, y les rogó que hiciesen el milagro para traer de vuelta a la
vida al capitán, pues frío, más allá del felpudo que defiende Cerbero le
temía.

Tras un breve rato de observar al hombre, ambos llegaron a la misma


conclusión. Necesitaba una transfusión de sangre que le devolviese por
dentro el calor al cuerpo.
Ellos ya lo habían hecho muchas veces, aunque las más de ellas las
practicasen con los animales de compañía que tuvieron, y dos o tres veces
con humanos; y la duda, aun siendo el número pequeño, es que uno de
ellos, Edelmiro el Tragasables, murió no sabiendo si computarlo o no. Y no
era complicado el tinglado a montar, agujas, cánulas, surtido estaba el
Kahanamoku del más moderno material quirúrgico de campaña.

El auténtico problema consistía en encontrar una sangre compatible. Con


sus caballos, perros y gatos, con los humanos que habían tenido éxito, el
donante siempre resultó ser de la propia familia. La afinidad sanguínea, o el
temple de carácter, debía ser requisito y no se hacían a la idea de poder
ninguno de los presentes aportar genio o genealogía compatible.

¡No eran de sangre muy marinera!

No sabían del parentesco de Laloba, pero casualidad, ¡y el carácter de la


contramaestre!, acertaron quizá con la única persona idónea y subió
Camelita a cubierta a decirle que se le necesitaba en la cabina para una
transfusión urgente, a vida o muerte, para el capitán.

Y casi al instante se notaba la mano de Camelita que se hacía cargo del


timón, y Margarita Laloba y Rechico aparecían por la puerta.

La mujer preguntó qué tenía que hacer, y tras informársele se remangó


la camisa y se tumbó junto al capitán. Margarita Laloba era la mujer más
bragada que había conocido Rechico en su vida, sin embargo, en cuanto vio
salir la propia sangre y empezar a llenar una botella de rojo intenso, le entró
un sudor frío y una flojera general que nunca había experimentado y miró
asustada a Rechico. El mundo se le bamboleaba a la contramaestre y con
expresión angustiada, antes de desvanecerse, le tendió la mano libre a
Rechico pidiendo, quizá, ayuda. Tiburcio y Maximino dijeron que era
normal, que no pasaba nada y hasta que le sería saludable a Laloba la
sangría para renovar su caudal natural sanguíneo. Pero no pensó de la
misma forma Rechico, y desenvainando el sable, ordenó que ipso facto
desmantelasen el chiringuito o iba a liar la de la rasurada final. Y de verdad
no conocía el hombre pues un velo de amor y sangre le empañaba los ojos.

Centella se declaró Palmiro y sacó sus dos trabucos, pero rió Rechico que a
él le dijo una bruja que no le matarían dos plomazos, y si por la cantidad
fuese… También Rosita desenfundó sus pistolas. Lejos de amilanarse,
Rechico, pese a envainar el sable, no desistió del empeño y en lugar de filo
grande pasó a ostentar un filo pequeño y más manejable. Un verduguillo
fino que ajustó a la misma yugular del capitán, y a una mala tos que le
diese no habría más tu tía para Ruin, Herejía, Rastrojo o quien puñetas
fuese el fulano del colchón.

Eso sí, se acomodó Rechico en la cama, al otro lado del capitán, y ofreció
el brazo propio a la extracción.

Bueno, tampoco era tan mala la opción al compartir con los ocupantes del
cuerpo el origen montaraz u endogámico de la comarca de los dos
Boyuyos; de la Quebrada y del Valle. Fácil que alguna línea familiar
compartiesen y su sangre pudiese dar el pego. Sí.

Nada tardaron en montar nuevo kit de transfusión y vincular al capitán y


a Rechico vía parenteral. Y rojísima fluir la sangre hasta casi llenar la
botella, y de seguido aferir la vida a las venas del capitán.

Y raro, al poco, empezó a sudar el convaleciente acetona pura, y pese a


inconsciente quejarse de dolores internos, y al tacto Tiburcio descubrir que
se le calentaba el brazo al paciente en exceso.

Si la orina que excretase el capitán fuese negra, no haría falta esperar a que
la cascase para declarar que eran incompatibles. Pero Rosita, que se
encargaba del orden y la limpieza en el Kahanamoku, declaró que no sería
buen indicador al llenar el capitán siempre el orinal con un pis negruzco
asqueroso.

Aun así, se decantaron por la imposibilidad y desconectaron a los hombres.

Al menos, Rechico comprobó empíricamente que al donante no le pasaba


nada y aceptó que la propia Margarita, que retornaba, al tomar plena
consciencia fuese ella misma quien se ofreciese voluntaria para repetir la
experiencia.

Y ni dudarlo la mujer.

Se reacomodó en la cama y volvió a ofrecer el brazo, y aunque llenase la


botella de un rojo intensísimo y oxigenado, y que observó el llenado, no
desfalleció esta vez. Lucía una enorme sonrisa y los ojos le brillaban cual
farolillos de verbena.
Tan vitalizada estaba la sangre de Margarita Laloba, que a las tres gotas de
fluir por el torrente del capitán, éste dejó de sudar acetona fría y pasó a
coger, dejar, el color fúnebre que colgaba en la cara.

Sí, podría ser.

Ahora sólo era cuestión de tiempo saber del éxito o el fracaso.

Manga por hombro quedó el camarote tras el jaleo, así que Rosita se
ofreció a hacer la primera guardia de enfermería y al tiempo aprovechar
para recoger y fregar el suelo; en un par de horas le daría el relevo Palmiro.
Y a todos los reunidos les pareció bien pues bien pintaba la recuperación.
Tiburcio y Maximino se encaminaron al confortable nidito que se habían
acondicionado en la bodega, y Margarita y Murciégalo al camarote
contiguo. Palmiro se quedó recogiendo el ajuar manchado para hacer petate
e ir lavando, y para robarle dos besos de buenas noches a Rosita; y otros
dos que le regalaría ella en cuanto él retornase de dejar la colada al arrastre.

Contenta canturreaba la mujer pese a quedar a solas con el capitán ¡En su


cabina! Distraída retiraba algodones, vendas y demás cascarrias que
ensuciaban el piso. Y fregar la sangre antes que secase y le tuviese que
tocar a ella misma sacarla a uña. Se desprendió el cincho con la artillería y
sable, y de rodillas se puso a recoger los fluidos del suelo silbando melodía
pastoril del terruño que le era asidua a los labios, y, sorpresa, se le unió otra
voz, otro silbidito, que en armonía respondía a los suyos, tan cabalmente,
que sólo se podría tratar de Palmiro que retornaba de la “lavandería”. Y
buscó en derredor al hombre, y no, no era el autor.

El autor, sí, era el capitán. Había despertado y sonreía benévolamente, se le


veía pletórico y feliz, tan feliz como para saludar a Rosita diciéndole que
hacía mucho tiempo que no le veía así de guapa; pese a hallarse al
momento la mujer con hechuras de fregona.

Quizá el capitán quisiese engañarla para que le soltase.

Quizá que el capitán que despertaba no fuese Ruin.

Lo dudó la mujer. Lo dudó un buen rato, pero como el hombre no cejaba en


su sonrisa angelical… acabó jugándosela liberando al capitán del correaje
que le sujetaba a la cama.

… ¡Y quizá las ranas tengan pelo en las axilas!


En cuanto el capitán quedó libre de brazos, se estiró hasta alcanzar el
propio sable de Rosita y con él decapitar a la mujer.

Y en ese momento entrar Palmiro y verlo todo.

Cuando volvió la cabo de brigadas con los huesos del doctor Bulín de
Aguiloche, la condessa ya tenía preparado el tabernáculo. El mantel negro
con su estrella demoniaca bordada con hilos de plata, los arcanos boca
arriba formando un círculo, un puñadito de sal sobre un ovillo de hilo, y
otro puñadito de azúcar al lado sobre un punzón de cobre, y un alfiler de
cabello que se dice perteneció a la sibila. Y también los cinco cirios que
usase Libélula; aunque reencendiéndolos la condessa. Y ella echarse a la
cabeza un velo calado de Día de Todos los Santos.

Todo dispuesto.

Rosario dejó los huesos sobre la mesa y se retiró unos pasos.

Bajito, tal que si hablase consigo misma, comenzó la condessa una letanía
oscura, vocalizando palabras que se entendían ruidos al provenir de una
lengua antiquísima, tan antigua que milenios haría que no se siseaba fluida,
y siglos que no invocaba nadie con ella tamañas energías y potencias, y sin
perder un segundo respondieron los entes convocados. Abrieron de par en
par los ventanales del camarote y un aliento de aire gélido apagó todas las
velas menos una.

Luego, y sin dejar los salmos, la mujer se pinchó en el dedo con el alfiler
de la sibila y dejó que una gota de su sangre cayese sobre el cráneo pelado
del doctor, y a continuación, con el punzón y el hilo, coser los huesos entre
sí. Armar el esqueleto de la cabeza a los pies, y finalmente colgar del techo
para que adoptase la posición erguida.

Excepto por los músculos, venas, vísceras, nervios y piel, que no tenía, el
pelele en cuestión era el doctor Bulín de Aguiloche.

- Bulín, ¿estás ahí? –dijo en lengua casi comprensible la condessa tras


beber a morro de una botella de ron- Si estás, manifiéstate de alguna
manera.


¡Bulín, te ordeno que des prueba de tu presencia en el conciliábulo!

¡¡Te lo ordeno, alma perjura!!

- ¡Vete a la mierda, niñata! –de más allá de la ultratumba, y con cadavérico


timbre y eco, respondía el doctor-

No tengo ganas de hablar contigo; no tengo nada que decirte.

- Claro, tú sólo has querido matarme, pero ahora no te apetece pegar la


hebra.

Comparece. Responde a mis preguntas, y sin lengua, no profieras mentiras.

¿Por qué tu nombre está en mi lista?

- ¿Qué lista?

- La de aquellos que pagaron por mi muerte.

-…

- Habla Bulín o…

- … O qué ¿Me vas a matar?

… jojojojojojojo…

- Crees, imbécil, que estar muerto es lo peor que te puede pasar.

No me busques la bilis.

… ¿Por qué me quisiste matar?

- Por codiciosa, desleal, chivata, vendida… Por mala.

Por socavar todo aquello que de noble pudiese encofrar la honorable


piratería.

- ¿Sólo por eso?

He hecho cosas peores.

- Pues por ésas también que bien se sabe la de gente que has matado por los
más peregrinos motivos. Y a la que has arruinado la vida ¡El daño gratuito
que has sembrado sólo por echarte unas risas!
Eres, te convertiste, en la alimaña que no se quiere en los mares. Pirata con
mañas de Assessina…

… Y por lo oído ya lo eres. Con mayúsculas, sidi Hassami said Hassiam.


Vas a entrar por la puerta grande al panteón de piratas ilustres.

- Cuando me sea tiempo y me toque no me importará. Pero antes, en vida,


me colaré en el mausoleo para robar su contenido y cambiarlo todo de sitio.

¡El Gran Shbëk Lengua de Bronce sentará a mi diestra y yo en el centro!

… Y volviendo al tema, por qué confinarme en Formentera contigo.

¿Para hacerme sufrir antes?

- Porque soy, y fui, un gilipollas integral y creí que te podría enderezar,


encauzar al buen camino; hasta el último momento lo pensé.

Pensé que podrías ser realmente un Hombre Libre.

Siempre quise creer que la muerte de Herejía fue un accidente; aunque


todos los indicios, y pruebas, apuntaban a tu autoría.

- … jijijijijiji… ¡¿Un accidente beber veneno, un tiro a quemarropa en la


sesera y un puñal en el corazón?!

… Sois, muy tontos y muy simples. Y muy formalistas para llegar a nada…
¡In dubio, pro reo!... ¡¡ja!!... ya os vale.

- … ¡Mamá! ¿Tú mataste a mi padre? -Incrédula intervino Libélula- …


pero… pero… ¿Tú mataste a papá?... Por qué.

- Ahora no, Libélula. Luego te contaré lo que quieras, pero, por favor, no
interrumpas ahora.

No des pábulo a lo que diga el saco de huesos.

- Lo has dicho tú, no él.

Y, además, tú siempre me habías dicho que se le cayó una casa encima.

- También hija, también. Veneno, plomo, acero y pólvora a tuti plen para
tirar la casa.
… Yo, si mato, mato; las mañas sí son mías, no se puede negar.

- … Pero, pero tú oyes, Rosario.

… ¿Rosario?... ¡¿Rosario?!

- ¿Es a mí? –dijo Rosario sintiéndose reseñada por los gestos y no por las
palabras-

Si es a mí no he entendido nada de nada de lo que farfulláis; intento llevar


la conversación que os traéis, por vuestros gestos, porque a Bulín no le
escucho ni tortilla.

Veo colgar los huesos y mecerse al compás del barco, nada más… ¿Puede
hablar de verdad?

A vosotras sí os escucho chamullar algo muy raro; aunque no he cazado


palabra ¡Ni un solo nombre!... si ése es el tema.

- Pues que mi madre dice que…

- Por favor, Libélula, ahora no…

- ¡Ahora sí!

¡¡Vamos que sí!!

Enajenada levantó la capitana Libélula y tiró de las sábanas que


protegían el caravaggio dejándolo al desnudo. Y ahí estaba la santa tela,
inmaculada, presta a provocar cualquier Sthendal, y padeciéndolo quizá,
Libélula gritó, fuerte, repitió “¡Papá!” “¡Papá!” en perfecto cristiano.

Y no, salvo los personajes plasmados por el maestro no había figura nueva.
Sin embargo la capitana insistía en reclamar la presencia del padre. Juraba
Libélula que otras muchas veces, y a la primera voz, compareció ante ella.

La verdad, a la condessa del disgusto que le dio descubrir el descontrol


existente en el cuadro, lo tuvo tapado hasta mejor ocasión. Y ocasiones
tuvo la capitana Libélula para hablar con el padre a solas. Y habló. Largo y
tendido.

Pero, ahora, no querría comparecer aquél.


Otra cosa no, pero la condessa sabía cuándo su hija decía la verdad y le
creyó. Y probando, invocó al capitán Herejía a presencia con la lengua
antigua, si estaba el hombre cerca, ¡y eso eran muchos cientos de leguas a
la redonda!, le sería de obligada naturaleza atender a la llamada y
presentarse.

Por la parte derecha del cuadro comenzó a aparecer una silla, en


principio vacía, arrastrándose muy lentamente, haciendo vibrar al propio
bastidor; denotando algún tipo de resistencia. Y ésta era ejercida por el
mismo capitán Herejía, pues sin aferrarse al mobiliario aún se hubiese
presentado antes. Pero ya metido en escena, aprovechó para sentar en la
silla y atender a la hija. A la madre no pensaba decir palabra pues seguía
molesto con ella, y aunque comprendía perfectamente lo que decía la
condessa se negó a responder. Con él no tenía ascendencia en ese sentido ni
aun utilizando el argot esotérico. Y cruzándose de brazos dio a entender a
las claras que con ella no hablaría.

Pero con la hija sí. Eso también, siempre y cuando no tuviese que ver con
el tema de su muerte, eso era cuestión privada entre Patata y él, y al tiempo
lo solucionarían entre ellos, ella no tenía ninguna necesidad de empezar
con traumas infantiles a su edad.

No. De cualquier cosa que quisiese le hablaría excepto de la propia muerte


y lo que entrañaba.

Contrariada quedó Libélula al cortársele aparentemente las alas. Sabía que


al padre, ni a la madre, iba a sacar más palabra al respecto, así que arrimó
el ascua a su descubrimiento y mostró a Herejía el plato con las
impresiones que dejó el pendiente.

En efecto, era un mapa. Bueno, dos, pero del mismo sitio. Y lo que
desconcertaba a la capitana era lo distintas que eran las marcas que
llenaban uno y otro… ¿Cuál era el motivo de la discrepancia?

De mala gana, de malísima, confesó Herejía que eran caminos. Uno por
encima de la isla para hallar la compuerta, y el otro el plano a seguir en el
inframundo para dar con el inmenso tesoro de Shbëk Lengua de Bronce y
los suyos.

Era leyenda ¡Y era real!


La condessa en persona lo había visto en el hipogeo almeriense, y siendo
siquiera una mínima fracción de lo magno y gordo que atesoraba en sí el
monto total, multiplicaría a lo poco por diez el descomunal tesoro que
aquilataron de seguido el capitán Caimán y el mismísimo capitán Ruin
Bichomalo. Minucia lo de ellos; salvo por englobar lo de los otros.

La siguiente pregunta de Libélula le pareció tan obvia al capitán Herejía, y


tan contraria a sus intereses, que se negó a contestar, y en su lugar,
comenzó a reír. La hija había salido a la madre, no lo podía negar. Al igual
que ella, prefería el tesoro del gran Shbëk Lengua de Bronce al más
humilde de Ruin; aunque éste fuese mayor y envolvente.

No. No diría más palabra y rompió a reír impostando la archifamosa, y


estridente risa, del viejo capitán Caimán… jajajaja, jejejeje, jijijiji, jojojojo,
jujujuju… ¡Y vuelta a empezar!

Insoportable el timbre para la condessa que no lo podría silenciar. Pero sí


echar las cortinas de nuevo; que hizo.

De todas formas la condessa y Libélula sabían de qué isla se trataba,


cómo no saberlo habiendo vivido los últimos años, ¡y toda una vida!, en
Formentera. Era la cercana Plana, Planissia en las cartas marinas que no
usaban al conocer perfectamente de memoria la costa alicantina.

¡¡Planissia!!

A ella solían ir a preparar paellas con asiduidad, aunque ciertamente en los


últimos tiempos no habían acudido mucho, lo normal era que estuviese
deshabitada, aunque en la isla hubiese alguna cabaña o chamizo de
pescadores levantado con cuatro piedras y cañas para sobrellevar las
inclemencias. Y a los mismos pescadores, cuando coincidían, solían
encargar el aderezo para el arroz. Pero últimamente mucha gente visitaba el
pago, monjes mercedarios y el mismo conde de Aranda habían puesto los
ojos sobre el peñasco pelado y un sinfín de elucubraciones rodeaban el
enclave; que si fortificar, que si levantar un faro en condiciones, o una
leprosería, que si trasladar al sitio para establecer colonia permanente a un
grupo de represaliados genoveses de la isla tunecina de Tabarka.

Ya no era seguro el lugar, ya no era el paraje ideal para ir de excursión o


echar un par de días de grata pesca; no más. La isla era tan pequeña que en
dos horas estaba la visita hecha. Por eso les extrañaba a madre e hija que
allí se escondiese nada. De arriba abajo la habían recorrido, y en todas las
oquedades costeras introducirse para coger cangrejos, y jamás encontraron
seña de la presencia en la islita del gran Shbëk Lengua de Bronce o sus
colegas. Aunque, también es cierto, nunca pusieron los ojos a buscar rastro.

Quien sí había cartografiado y rastreado sus fondos marinos fue Bulín de


Aguiloche en su juventud, y recordándolo, la condessa volvió sobre los
huesos. Y preguntarle al doctor.

Pero nada, no soltó prenda. De hecho, parecía que el sortilegio había


dejado de tener efecto y el esqueleto volvía a ser una simple estructura de
calcio. Colgaba inerte del hilo y sólo los cabeceos del barco le sacaban
algún ruido al golpearse entre sí las tibias o encontrarse un húmero con las
costillas. Y el castañetear de la mandíbula.

Libélula pensó que el hechizo había perdido fuerza y no obraba sobre los
huesos, pero la condessa sabía que estaba en vigor, aunque, sospechaba,
que habiendo escuchado el doctor el parlamento de Herejía, intentaba Bulín
que le dejasen en paz haciéndose el sordo; imponiendo voluntad.

Amenazó la condessa al amasijo óseo que respondiese a lo que preguntaban


o le haría caldo en la olla con agua de fregar espesa.

Y ni por ésas arrancó el otro a hablar, así que la condessa pidió a Rosario
que bajasen los bichos; que trajese a los perros.

Cuando subió Rosario a cubierta el sol estaba en su cenit y la tripulación


almorzaba tranquilamente. Les entretenía a los hombres el rato observar
precisamente a las perras roncando; en el mismo sitio que eligiesen para
dormir por la noche, y que les debía parecer ideal a las bestias para
empalmar con la siesta y no moverse. Aunque hacían, se movían, eso sí, en
su universo onírico, y era motivo de risas. Soñaban los animales que
corrían, que bebían, que manipulaban sus juguetes favoritos y así lo
traslucían aun resoplando dormidos para regocijo de la marinería. Y hasta
les encontraron nombre alegórico que hacía referencia a su asombrosa
capacidad de tumbar bajo el sol abrasador y apenas moverse a un lado u
otro de la parrilla. Les pusieron en gracia de pila por nombres “Morcilla”, a
la enana mala y negra, y “Panceta” a la rubia bobalicona, y para rubricar el
sacrosanto sacramento del bautismo les vaciaron por la cabeza dos botellas
de ron de las especiales, de las que aún guardaban tintura de brebaje
tantantlán para iniciar a los nuevos en los ritos del barco. Y ellas, las perras,
amén de tragar todo lo que les escurrió de la cabeza a la boca, y pese a no
arrojar las botellas contra el palo mayor para romperlas tal era costumbre y
requisito, ellas, en su lugar, y con sus potentísimas fauces, masticaron y
trocearon los vidrios hasta convertirlos en talo de silicio fácil de tragar; y
relamerse al acabar.

Y no dar señales de haber cometido locura alguna al ligar de nuevo las


pestañas y entregarse al sopor de la hora u la potente droga; hasta ese
preciso instante.

Quiso tratarlas Rosario cómo simples perras y con la punta del pie les tocó
para hacer saber que se les requería y debían acompañarle, pero ni modo,
rodaban sobre el lomo y ocupaban otro cachito de cubierta al cual no
llegaba con el pie el cabo de brigadas, así pues, a mano no le quedó más
remedio que zarandearlas para despertarlas y sacarlas del letargo. Y tanto
insistió Rosario, que despertaron los bichos atravesados, y aun bostezando,
y enseñando al tiempo toda la caja de dientes, no dejaron de manifestar su
enojo enlazando los bostezos con gruñidos de mala leche. Y al amagar
Rosario con un nuevo achuche para que dejasen de estirarse a lengua vista
y ponerse en marcha, Morcilla le tiró una tarascada de aviso siendo el
mensaje comprendido al sonar la chanchada a peligro; tal que si las
mandíbulas de un cepo para osos se cerrasen por voluntad intempestiva.

No mordían en broma, y de querer haber hecho, allí mismo hubiese


quedado manca la cabo de brigadas por despertar de malos modos a dos
chuchos callejeros.

¡El colmo para Rosario, sí!

Desenvainó la mujer el sable y también sacó una pistola, y mostrando los


nuevos argumentos exigió a los animales que le acompañasen, o de no… de
no tendrían cebo de carne de perro para pescar tiburones u orcas, que junto
con los cocodrilos, consideran a los canes un manjar exquisito e irresistible.

Se tomaron su tiempo las perras, rezongando, gruñendo al aire o a quien se


cruzasen, o simplemente si intercambiaban entre sí mirada, y por hacerlo, y
repetir, y tripitir, y, quizá, serles costumbre zumbarse recién levantadas, tal
perras que eran se liaron entre ellas a dentelladas, a zarpazos, a querer
arrancarse los mofletes y las orejas la una a la otra a bocados. Pequeño era
el acceso a la cabina de la capitana y tal escandalera montaron que parecía
abordaje en curso y tomándose al asalto la Dragon Fly. Hasta el mismo
doctor lo notó de alguna manera y rompió su silencio.

- ¿Qué es ese sincristo, Patatita?

- “Las hijas de Cerbero”, Bulinejo –sonrió la condessa mientras hacía mazo


con los arcanos sueltos-

Te dije que no me buscases la bilis, y me la has encontrado.

Te auguro mal rato.

Y bien sabes cómo me las gasto.

Abrió Rosario la puerta del camarote y cesaron en su tunda los bichos,


se sacudieron el pelaje alborotado y al tiempo entraron en la cabina
moviendo el rabo contentas, e ir a tumbar junto a Libélula sin que ésta les
llamase u hiciese ademán alguno, pero en cuanto leyeron la situación, y ver
colgar el sabroso esqueleto del techo, listas que eran, intuyeron que era la
condessa quien tenía la llave para pillar algún hueso bueno. Y cambiaron de
posición yendo a sentar junto a ella y allí hacer baba.

Se relamían, y dándoles licencia la dama con un simple gesto de mano, se


acercaron Morcilla y Panceta a Bulín, y empezar a olerle los pies y las
canillas, y sin tardar mucho, hacerse cada una con un pinrel e irse a un
esquinazo del camarote para comérselo tranquilas.

Honestamente el doctor no sintió dolor alguno, la sensación no era dolor,


desde luego, era algo distinto… frío, era el famoso frío que cala hasta los
huesos, una glacialidad de inexistencia al ir dejando su osteoforma e
integrarse en el bolo estomacal canino. Era la muerte dentro de la muerte y
el doctor Bulín empezó a sentir miedo, y a la vez una morriña, una desazón
científica por cambiar de estado sin llegar a explorar mínimamente las
posibilidades de su actual cadavérica existencia. Pero no protestó, estoico,
estaba dispuesto al siguiente paso… pese a haber perdido los pies.

Y a continuación tibias y peronés.

No soltó el doctor Bulín de Aguiloche ningún ¡Ay!, si acaso, quizá, e


involuntariamente, comenzaron a castañetearle los dientes.

Y así siguió la comilona.


Ni los duros fémures, ni el plato pélvico que devoraron al alimón,
parecieron llenarles y prosiguieron con las vértebras, con las costillas y los
brazos hasta la altura del codo.

Y volver a preguntar la condessa a Bulín por todo lo que supiese al


respecto.

Y nada… el redoblar glacial de los piños.

Y sin remordimiento alguno, invitar la condessa a las perras que se


siguiesen sirviendo.

Panceta lo tenía más fácil y elevándose sobre sus cuartos traseros seguía
llegando a los suculentos huesos, por el contrario, a Morcilla le quedaron
fuera del alcance aun levantándose de manos; patente era que los restos que
quedaban serían para la amiga.

¡Ja!

Desde el sitio, sin coger carrerilla, pegó un brinco Morcilla y se agarró a la


clavícula. Y atenazada la presa entre los dientes comenzar a convulsionar la
perra, retorcerse, tirar con ganas de la pieza cobrada hasta arrancarla del
enganche al techo y con ella ir al suelo; y devorar a toda prisa porque con
suma facilidad se volvía a elevar Panceta y pillaba una delicatesen cervical.

Y volver a saltar potente Morcilla por no quedarse sin catar vértebra


deliciosa.

El doctor Bulín de Aguiloche quedó reducido a mero cráneo.

- Si detienes esta canibalada, Patata, te ayudaré a abrir las puertas de


Planissia -profirió la calavera de Bulín en tono audible hasta para Rosario-
… Te prometo por los prepitagóricos que os ayudo.

- … Y si no las detengo ¿qué?

- Nunca encontrarás rastro de Shbëk en Planissia.

- Tengo los planos.

- … Nunca.

Y no te miento porque no puedo.


- ¡Ja!... Ya veremos.
CAPÍTULO VII

Sigiloso entró Palmiro en la cabina para sorprender a Rosita y robarle


otro sabroso beso, pero siendo él el sorprendido con la decapitación de la
mujer, le rompieron al tiempo los pulmones y los lacrimales y por eso quizá
errase el primer disparo que intentó; el segundo lo marró por el humo de la
pólvora previa y el retorcerse del capitán; y responder éste con las pistolas
de Rosita ahumando todo el camarote.

Desenvainó Palmiro el sable, y aun a ciegas, dispuesto parecía a saltar a


una muerte segura al esperarle el capitán en las penumbras acero en mano.
No se lo pensó Palmiro, pero por suerte para él ya estaba Margarita Laloba
al lado y evitó el despropósito con un meneo solvente al loco.

Y notando un culeo raro al barco esperar la aparición inmediata de


Camelita y reducir la contramaestre también a aquella sin necesidad de
ayuda alguna.

Y extraño se le hizo a Margarita, pese a correr todo en segundos, que el


capitán no estuviese ya mismo con ella exigiendo responsabilidades.

No podría, seguía yaciente. De hecho, recaía, complicado lo suyo, con un


tiro en el pecho; cerca del corazón.

Llamados Maximino y Tiburcio de nuevo a la palestra, la única condición


que pusieron a Margarita fue que lo allí pasado quedase en bloque de hielo,
y siendo principios casi de verano, Laloba accedió. Pelillos a la mar, y ellos
manos a la obra.

Con ayuda de los rafaeles, y protegiendo al hombre de sí mismo, se puso a


Palmiro a remolque en el esquife; atado de pies y manos con nudos
marineros recios. A Camelita, por su parte, mandó Margarita que fuese
llevada a su cabina y dejarle dormir tranquila lo que necesitase.

Dijeron los “sacamuelas” que precisaban mar templada y a media vela


surcaban, facilitando el pulso.

Se diría que por haber cambiado todo viento, se daba ahora la concordancia
y todo era una sombra en cigarral… o el ojo medio del huracán. En todo
caso, el rumbo era el necesario para alcanzar el objetivo último que
escuchó Margarita a gritos de la misma garganta del capitán. Y estaba la
contramaestre segurísima de poder encontrar la islita con los ojos cerrados.
Y eso no se lo cuestionaba Rechico, ni le dudaba que el capitán hubiese
gritado “Roca de Santa Pola”, pero sí que lo proferido tuviese el concreto
timbre de cuerdas vocales de origen del capitán Herejía, y aún menos del
capitán Ruin. Para él, para Rechico, que tenía cogidos los matices a las
sílabas de los nacidos en Boyuyo, ¡Y más a esos dos!, se le hizo voz de un
tercero.

Pudiese tener razón, bien lo reconocía la mujer al caerle bien Rechico,


desde el primer instante que lo tuviese cerca, sólo por escucharle el acento
cantarín, que en la intimidad, dejaba aflorar su propio padre. Ruin, en sus
recuerdos, no era un ogro pese a faltarle una pierna y un ojo, y tener por
mano un garfio, y ni siempre ser así, ¡Ser tal Blas de Lezo!, a veces el
padre estaba completo y no le faltaba extremidad y ostentaba los ojos pares.
Aunque ese padre siempre estaba triste por no sentirse a gusto consigo
mismo; no ser del todo él y su devenir.

Y la familia, sin dudarlo, le animaba a completarse desmantelándose a


capricho.

Ella prefería al padre tullido pero con ojo profundo y vivaracho, amante de
su madre y creador de universos perfectos… hasta que llegaban los
hombres de negro. Y él se iba, y volvía con otra mirada y hasta otro cuerpo.
Una y otra vez.

- Curioso, tú me le pintas siempre benevolente y generoso, cuando yo en


los huesos le conozco desde ¡Hace el ajo! Exigente y punitivo –de antiguo
era también la relación del capitán Ruin con Rechico-

A mí, personalmente, siempre me dio mucha caña y sé distinguir el sonido


de todas las sílabas que encierran un “Roca de Santa Pola”, desde siempre,
¡Por el interés de mis costillas!, he sido capaz de desentrañar matices; y te
aseguro que aquello fue voz de un tercero; no me temblaron las cachabas al
oírselo ¡Y estaba en la cama contigo!... atado.

- Reconozco que de raíz los boyuyos tenéis un deje que os detecto y me


confunde; y que me gusta, no lo niego –traspasando el timón a Rechico,
tomó Margarita respaldo contra unos fardos; y descansar una pipa- No, no
lo puedo negar.
- El que te gustemos… ¿El que yo te guste?

- Tú a llevar el barco, resabiado, no la conversación; ni el rumbo.

… Pues eso…

… Que puede que tengas razón y aquél no fuese mi padre.

Se me hace extraño que haya sido tan tajante con la muchacha.

- Tu padre es muy expeditivo en opiniones y movimientos.

… Muy drástico en sus conclusiones.

- Puedes ser menos fino porque estamos a solas; y a ti te consiento mientras


no esté presente mi padre, ni terceros.

-…

¡Tu padre tiene una fama de cojones!... mismamente de asesino


sanguinario.

Y fama justa y contrastada por mí mismo.

- Algo le habrían hecho los que haya matado y den fama.

- ¿Y Rosita?

- ¿Poco motivo te parece pegarle un cañonazo en la tripa?... atar al dosel sin


ser voluntad, ni juego guarro…

Excusas, motivos, le han dado; eso no se puede negar.

Siempre le dan.

- En mi experiencia tu padre es el dadivoso.

¡Y vaya forma de repartir!

- ¿A ti te ha matado?

- Casi… y varias veces.

- ¿Y del todo?

- Nunca, no, por Dios. No.

¡¿Cómo va a matarme del todo?!


… A mí me aprecia; y me tiene en la agonía perpetua.

- ¡Ah!... Creía que no lo ibas a reconocer.

¿Te trata, igual, acaso, el capitán Herejía?

- No. Son un tantito distintos. Un mucho.

… Aunque bien es cierto que el capitán Herejía me ha intentado dar


esquinazo varias veces. Y tu padre, por el contrario, a todas horas quiere
saber dónde ando o tenerme a tiro.

- Eso es por sobreprotector; se lo tengo dicho, asusta.

No entreteló Margarita Laloba la ironía con la que aderezó Rechico sus


palabras. La mujer se sumergía a ratos entre las estrellas embebiéndose de
recuerdos fugaces que le mantenían anclada la sonrisa en la cara. A ella le
enseñó a leer el firmamento el padre, el capitán Ruin en persona, y también
a navegar bajo cualquier cielo o mar, y defenderse igual de bien a sable y
pistola, cómo a hostia limpia. A matar con sus propias manos le enseñó… Y
a disparar cañones.

Y eso condujo a Margarita Laloba a colgar un momentáneo rictus.

- … ¿Y tu madre? –preguntó Rechico buscando otro ceño a la


contramaestre- Nunca me has hablado de tu madre.

… ¿Dónde anda?... ¿Tienes suerte y te vive?

- En casa, supongo, que estará a estas horas.

Y bien, gracias, por alargarle la vida otros cinco años más.

- ¿Cuántos tiene ahora?

- El siglo, digo yo. Desde el origen de los tiempos ha estado ahí para mí.

Ella y mi padre siempre han estado ahí.

- ¿Y ahora?

- Ella en casa y él, espero, ahí abajo en la cama.

Soñándose pese a tener entre medias dos océanos y tres mares.

- ¿Tanta agua les separa?


- Y une. El Tiempo y el Espacio son océanos, y los mares llenan rápido de
lágrimas.

- ¿También te obligó a estudiar los Clásicos y Ciencias Modernas?

- No. Nunca me obligó a aprender nada.

Yo le preguntaba y él me respondía; o juntos buscábamos la respuesta.

- ¡Puff! Si aplica conmigo esa metodología, un servidor no habría pasado


de contar con los dedos de las manos y pies.

Volvió Margarita a rozar buenos recuerdos de familia, y prendida a


ellos, y sonriente, prefirió dejarla Rechico en ese punto y no hurgar más.
Pretendía centrarse un rato en el mero navegar, pero a él también le
asaltaban recuerdos de Ruin Bichomalo; de antes, y después, de hacerse
capitán. Rechico igualmente le conocía desde siempre, y casi un segundo
padre le había sido al desaparecer el fetén un invierno de mucho frío, pocos
recursos y hambre canina, y también encargarse Ruin Bichomalo de su
educación; pero severa la suya, eso sí, y completa al ir dando hasta la fecha
buen uso a los variopintos saberes adquiridos a hostias; o para evitarlas.

No lo podía negar Rechico. Excepto de Geografía, del más absurdo


conocimiento se le hizo hacer acopio. Pero darle coordenadas ajenas a la
propia persona, no.

- ¿Dónde está la Roca de Santa Pola?

- … mmm… A una semana larga con buen viento.

- No cuándo llegaremos, te pregunto la ubicación.

- … A una semana te he dicho.

- ¿Tienes algún problema en concretarme el sitio?

- Pudiera.

Y tú ¿Tú tienes inconveniente en que te lo omita?

-…

- No arrugues la jeta, y por ahora, sigue al noreste.

¿Te vale con eso?


- Sí, contramaestre.

A la orden, contramaestre.

- … Vete al pedo, chaval.

Aunque pudiese tomárselo por una flagrante falta de confianza, la


verdad es que Margarita Laloba lo hacía pensando en la seguridad de
Rechico. Cuánto menos supiese de ciertas cosas, mejor para él. Ella intuía
lo que podría querer del sitio el padre, si había sido él quien gritase “Roca
de Santa Pola”; en cierta ocasión visitaron juntos el enclave, hace mucho,
muchísimo, y reseñarle el hombre un punto donde le dijo dormía parte del
tesoro que le sería heredad a Margarita. “El día que yo falte, hija” le dijo
aquella vez muy serio, “El día que entiendas que yo ya no voy a volver,
cariño, ahí abajo hay suficiente para que tú y tu madre viváis bien. Y tus
hijos. Y los hijos de tus hijos. Y los hijos, de los hijos, de tus hijos, hasta el
final de los tiempos”.

Convencida estaba Margarita que su padre, por el motivo que fuese, quería
echar mano a la caja. Y que ella tuviese hijos.

… Aunque también pudiera ser otro “capitán” el que quisiese hacerse con
el tesoro que hubiere…

No sólo enfrascaba Margarita Laloba en recuerdos, sopesaba los “pro” y los


“contra” de la actual tesitura. Y mal no le pareció, una vez les informó
Maximino que Tiburcio estaba dando remates y echando firma final a hilo,
le pareció bien a la contramaestre, que por el momento, y convaleciente
convulsivo, siguiese el capitán sujeto con correajes a la cama.

Retornó Margarita al timón y Rechico marchó a transmitir el visto


bueno a Tiburcio, y de paso, dar descanso al hombre y quedar el boyuyo de
guardia junto al enfermo; cierto que convulsionaba y no era aconsejable el
azoramiento interno. Se hacía necesaria una mano amiga en la silla anexa
para sosegarle.

Cansado subió Tiburcio a cubierta, con los ojos doloridos por clavar
intensamente la vista en carne herida, pero en cuanto atisbó que Maximino
le tenía preparada una buena pipa, y que ya prendía charreta con la
contramaestre, se apuntó con gusto al trabalenguas, pero antes, ir y volver
al armarito de la cocina para coger una botellita de licor de bellota
escamoteada de la reserva del capitán, y tres vasos. Y repartir. Y recibir de
la contramaestre un “conchabado” gracias, y de Maximino la pipa
prometida y el beso merecido. Y el ósculo público acortaba mucha
conversación al sólo disputárselos, por reñidos y pasionales, en la
intimidad, o ante público que considerasen amigo. Pero hoy les hubiese
dado igual que estuviese delante de ellos el mismo papa Esteban IV.
Tiburcio se lo había ganado a pulso por su hábil manejo de la aguja, su
temple para suturar arterias, el Arte que echó en cada puntada. Tanta loa se
le dio mientras tomaba asiento, que tras hacer, dejó Margarita loco el timón
un segundín para dar un beso sincero de agradecimiento a Tiburcio. Y otro
a Maximino. Y respingar la mujer al rehacerse con la rueda.

- ¡Si me pinchan no sangro! –sorprendido, pero con franca sonrisa, invitaba


a un brindis Maximino- Y si me lo cuentan, no me lo creo.

Si alguien me hubiese dicho que iba a ver compungir y soltar alguna


lagrimilla sincera por el capitán Ruin Bichomalo, ¡Y yo aprovechar para
brindar por su salud!... que hago…

… Si me lo cuentan…

¿Es para tanto querer el sujeto, Margarita?

- … Es mi padre.

- … ¡Qué suerte tiene!... y con perdón –ofreciendo en salud el vaso también


apuró Tiburcio-

… ¡Qué suerte tiene el mamón!... (Y de lo que se entera uno).

- … Ya digo, si me pinchan, no sangro.

- ¡Por mi padre! –Margarita Laloba apuró el vaso y, por gestos, pidió


relleno para redondear el brindis-

… ¡¡Y por los cirujanos!!

Jamás le podré explicar con palabras el amor que os he visto en los ojos
mientras le interveníais. Y mucho menos siquiera imaginar el porqué.

Pero os lo agradezco.
- … mmm… mmm… -Maximino tenía a pie de lengua nuevo brindis, pero
reconsiderándolo, le salió otro-

… ¡Si me pinchan, no sangro!

- Pues yo, quiero brindar, por el amor filial –Tiburcio lo tenía preparado y
no lo iba a desperdiciar-

¡Por los hijos que quieren a sus padres!

… Ojalá mi hijo me quiera cómo tú quieres a tu padre.

- ¿Tienes un hijo?

- … ¡Tenemos! –Maximino reivindicaba raudo su cincuenta por ciento-

Tan mío es cómo suyo.

- ¿Y dónde rueda?

- ¡Quién sabe! –sonrió sincero Tiburcio- Somos de culo inquieto y poco


rato paramos quietos.

- ¿Y la madre?

- ¿Qué madre?... Madre y padre, y con los yugos de los Reyes Católicos
por delante, hemos sido Tiburcio y yo.

- Dame un beso que ahora te lo has ganado tú –dijo Tiburcio demandando


carantoña-

- Tiene que ser un personaje entrañable vuestro hijo teniendo unos padres…
y madres… cómo vosotros.

- No te creas, el hijo propio no opinaba lo mismo, ¿verdad Maxi?, y decía


que su padre era un sieso agonías obsesionado con los brillos; y verdad no
le faltaba al muchacho, no.

… Y por eso arreó con el petate bien jovencito.

¡Se nos fue a la misma edad que nos llegó el padre!... coitado mío.

- Dicho así suena gafe, Tibur.

En realidad, no sabemos tampoco dónde trota el pequeño.


… Un nieto que también tenemos en alícuota.

- … ¡Joder, cómo crece el árbol!... ¿Y la madre de éste?

- En nuestra familia, las mujeres… como que no nos duran ¿verdad, Maxi?

- Más verdad que un santo.

Finiquitado el licor de bellota, pero sabrosas las pinceladas que se les


escapaban a los hombres al compás de lubricar los gañotes, de la caja de
bitácora extrajo la contramaestre una botella de crema jamaiquina
embarcada en Bermuda, y tras degolletar, y advertir que la resaca podría ser
cojonuda al día siguiente por las bailadas naciones de origen, y distintas
texturas alcohólicas, pasó a repartir ronda mientras instaba a que no se
secase la fuente y siguiesen con lo del nieto.

¡Ja!... ¡Querer orientar la conversación de dos abueletes que antaño se


ganaron la vida en carretón!… ni por pedirles de nietos.

Charlatanes de barraca profesionales.

Imposible.

Brindaron apertura jamaiquina por la alegre vida hecha en los caminos, sí,
los mil sitios visitados en familia, pero sin darse cuenta, al sacarse el vaso
de los labios, al uso de la palabra quedaba Margarita Laloba e igualmente
alzaba, y por el mismo motivo brindaba, pese a en lugar de caminos
rodados, ser lo suyo estelas en la mar. Y al volver la vista atrás, en todos los
mares del mundo, en todos los océanos, haber vivido; siendo en su infancia
un barco la vivienda familiar, escuela y patio de juegos con limonero.
Siempre de isla en isla, islitas ínfimas en las que ellos eran los únicos
moradores, o bien la población autóctona hacía gala de un educado
primitivismo. De polo a polo… el ecuador a la redonda.

Poco tardaban en encontrar un paraíso perdido y habitarlo, y gozarlo, pero


aún menos tardaban los hombres de negro en encontrarles.

Los hombres de negro… Los hombres de negro…

Siempre los hombres de negro. Aparecían, le entregaban un papel al padre,


y tras leer, y sin decir palabra, partía con ellos.

… A lo sumo, un beso a la madre y otro a la hija.


Por eso Margarita desde bien chiquita quiso aprender a leer.

Dos, tres botellas más estuvieron intercambiando intimidades, después, les


tumbó la crema de Bermuda.

Y de lo último que sería capaz de acordarse Margarita Laloba es que fijó


el timón antes de quedarse dormida. Pero, en realidad, en el intento de
hacerlo, ya iba roncando y sueño sería el haber echado el “automático”. Y
no. No lo puso y el viento les sacó de rumbo e impuso su antojo. Y a mal
puerto les llevaría el desgobierno, de no haber estado ahí los rafaeles, y
notar en la sentina los golpazos de los vaivenes del mar.

Comadrejas, asomaron por los escotillones en el momento oportuno y se


hicieron cargo de las necesidades del barco. Y por turnos se fueron
alternando al timón, exprimiendo, aun contraviniendo los intereses
prioritarios de la salud del capitán, el surcar sosegado, ellos, por raro el
quedar al albedrío, pero quedar, soltaron todo el trapo y el Kahanamoku,
sin cuidar de carga u enfermo, brincaba las olas y a ratos volaba. Otros, al
cambiar el rafael a la rueda, y pedir distinta ceñida de escotas, sólo por el
rezongar de los restantes cuatro mientras lo ejecutaban, iban más lentos.

Lo que por un lado ganaban, por otro lo perdían.

Así llegaría el día, pero antes, coscorrón sabroso el suyo, despertó


Margarita. Y descubrirse rodeada por los rafaeles, que miraban, sin decir
nada, reprobándole el haberse quedado dormida al timón ¡Vergonzoso!

… ¡¡Borrachuza!!

Y soltársele la lengua a los primos y echarle encima todas las pestes que
llevaban masticadas hasta la fecha sin eructar quejido. Desde las
condiciones insalubres de la sentina, a no haber recibido paga en cinco
años. Y el malcomer. Y las jornadas extra por inclemencias meteorológicas,
y no ser recompensadas éstas ni con la gratificación de una palmadita en la
espalda. Y el abuso de látigo… El no dejarles bajar a puerto hace tanto, que
las plantas de los pies las tenían curvadas de pasear por la arboladura.

Y por tener razón los hombres, la contramaestre miraba furtiva los


horizontes. Y fue a coincidir la salida del sol, con el resbalón de uno de los
primos, que a destiempo, le recriminó hasta del haberse enamorado de
Rechico.
¡Y también percatarse entonces la contramaestre de, pese a sus órdenes
tajantes, tener desplegado todo el lienzo y además fuera de rumbo!

… En vez del serio Kahanamoku, el barco parecía el jaranero “Tócame


Roque”…

¡Aquello era “La chirla loca”!

Nunca se pareció Margarita Laloba más al padre, los ojos eran volcanes, los
dientes la falla de San Andrés. Y de la garganta le brotaba un gruñido
telúrico que para sí querrían las leonas cuando están hasta los ovarios del
marido.

Pero le decían la verdad. Le aguantaban la mirada a la mujer, y desafiantes


tal hienas, se permitieron una sonrisilla malvada.

Y fue el súmmum para la contramaestre y echó mano al cuchillo, y los


primos, dando un paso para atrás, también echar mano a las navajas.

Aunque no trempó nadie.

- No nos mires así porque no nos das miedo –dijo Rafael en nombre de
todos, y todos retroceder otro paso-

- Pues debería.

Bien sabéis que mi padre, enojado, es un cordero desvalido a mi lado de


dárseme la misma tesitura.

Yo sí os puedo comer el alma… y regurgitarla.

- … Prima, prima, prima… Prima, no te encanes –Rafaé hizo un gesto que


implicaba reconocimiento de su error- … Lamento haberte metido al jambo
sin venir a vaina; se me fue el pico.

De verdad, lo lamento, Marga. Lo siento ¡Ja, me muera!

- Bueno, algo ha influido el buen mozo –Rafa reconocía partido en


Rechico- Pero, desde que te has enganchado a él, prima, ya no parece
prioritario el volver a casa.

- Y nunca lo ha sido. Eso vendrá después, de aquí ni el mascarón


desembarca hasta que el capitán cumpla con el encargo que tiene.
- ¡Un lustro para cumplirlo! –protestaba Rafita que ellos siempre ponían de
su parte todo lo suyo- … Los he visto más rápidos.

Hay gente que te entra en casa por la noche, y por la mañana se levanta la
parienta con la cabeza del esposo entre las piernas; y sin enterarse de nada
nadie.

- Cada uno a su estilo y su tempo.

- ¡Nos prometiste que nos devolverías a casa! –quejó Rafael Eustaquio; que
era el único de nombre compuesto-

- Se lo prometí a vuestra madre.

Y a mi madre, su hermana, vuestra tía, le prometí que le devolvería al


marido.

Y a mi padre que le acompañaría en el negocio por primera y última vez en


la vida.

- ¡Y a Rechico amor eterno!... que te hemos oído –irónico rió Rafael- Tú…
tú… tú mucho prometer, prometer, hasta meter…

… ¡¡¡Y una vez metido se acabó lo prometido!!! –a coro aunaron los


rafaeles antes de disolver entre carcajadas la reunión-

Cual monos de dúctiles plantas treparon los rafaeles al aparejo para


recoger trapo a petición de la contramaestre. Luego, podrían irse a dormir a
la sentina o donde quisieran colgar la hamaca al levantar la mañana
soberbia por buena. Y pese a ello, al despertar Tiburcio y Maximino no le
encontraron hermosura alguna, o no les fue prioritario admirar el día y sí
vaciar las tripas por la borda. Y de mal cuerpo, malísimo, arrastrase los
hombres, tras un breve saludo, a lo más profundo de la bodega y seguir allí
muriéndose en la intimidad sombría.

Allá ellos, Margarita Laloba, en exclusiva, disfrutaría del momento, y


redondeándoselo, y provocándole un escalofrío de gustirrinín que le
recorrió de la nuca a los tobillos por no esperarlo, le echó en torno a los
hombros, Rechico, el brazo. Y además decir sin palabras “buenos días” a la
mujer con un beso tierno en la cara. Y repitiendo el idioma reseñarle un “Te
quiero”.
Y Margarita sentirse el corazón redoblar, tan fuerte, tan rico el latido, que
pidió a Rechico que sujetase el timón mientras ella hacía unos pequeños
ajustes y soltaba todas las velas que los primos acababan de recoger. Y sin
ayuda, y en un suspiro, corrió, saltó, se balanceó de un palo a otro abriendo
al viento toda tela ¡Toda la que hubiese y cupiese en los palillos!

Rechico con sonrisa tonta veía volar a su diosa. Y el barco ganar velocidad,
tanta, que dudó fuesen zafias sus manos para intentar controlar tamaña
potencia. El Kahanamoku había roto a galopar y temió Rechico que
encabritase y desbridara. Notaba el vibrar del navío, la energía que lo
recorría, la fiereza de los dientes que podrían llevarle un brazo con un
bocado de la rueda. Sintió que el Kahanamoku estaba vivo y encorajinado,
y lo siguió pensando cuando sobre sus manos posó las propias la
contramaestre, y transmitido el tacto a la estructura, sosegó toda la nave
aunque Rechico siguiese sintiéndose antagonista por compartir amores.

El Kahanamoku parecía tener celos y así se lo dijo a Margarita, y ella, con


una sonrisilla y recuperando el timón, no le negó la posibilidad.

En manos de Margarita Laloba el barco ejecutaba maniobras, y lances,


que con ningún otro piloto hubiese cedido. Y tal que surcasen estanque
navegaban acuchillando olas. Y más rápido podrían ir de no irles frenando
el bote de Palmiro. Había recobrado la consciencia y se sentiría perro con
el corazón roto, o befa que le hiciese a Laloba, empezó el hombre a aullar
perruneramente. Profundo y lastimero. Hasta que expulsado todo el aire de
los pulmones, con el nuevo aliento, y rabioso, morder, roer los nudos
marineros para intentar librarse. Y no, con tiras de cuero seco le ataron e
hicieron nudo triple, de presa zimarrera, imposible de desfacer a diente una
vez empapado so pena de comerse también las muñecas en el intento.

Y aullar el otro desesperado.

Y respirar rabia.

Podrían ir más rápido, sí, pero mal elemento resultaría Palmiro bajo techo.

Rechico entendía las objeciones de la contramaestre y le parecían lógicas.

No podían descuidar la seguridad del capitán.

De hecho, por eso estuvo Rechico cuidándole toda la noche, sin dormir, sin
desfallecer. Mojando los labios al convaleciente cuando le entendió sed, y
tranquilizarle los abundantes espasmos por la incruenta guerra que
estuviese librando en su interior.

Y varias veces tuvo por seguro que la espichaba, que se iba por la sordi el
capitán, al dar de seguido varios ronquidos de responso, cómo abstenerse
de respirar tal rato que hubo de usar el acero del cuchillo Rechico para
encontrarle el aliento empañado.

Más de una vez estuvo tentado de llamarles pidiendo ayuda, u óleos, para
sujetar al hombre a la vida. Y finalmente no necesitó gracias a Camelita,
que le echó un capote; y hasta dio cobertura para que él disfrutase la
obertura del nuevo sol junto a la contramaestre.

- ¡¿Y se ha quedado a solas con él?!

- … mmm… Sí.

- ¿Y qué cara tenía?

- Bajo la barba… yo diría que…

- ¡Digo ella!

- No sé. Apareció, me echó una mano, y se ofreció para cogerme el puesto.

… Y todo cerrado que lo tenía yo, un cabo de luz para ver la cara al
enfermo; a ella no se la vi.

- … ¡¡Hijo, qué pocas luces también tienes tú!!

La isla de Planissia es tan pequeña que, a mano, la vuela un guijarro de


costa a costa sin apenas esfuerzo, cómo unas piernas ligeras la corren de
punta a punta en menos de cinco minutos. Y aún más minúscula se puede
plantear si se estudia, pues en pureza son dos islitas con un istmo emergido;
y en medio de la más grande, en el mapa de cera, la tópica cruz que indica
dónde se esconde el premio. Así que creyeron acertar con el sitio a la
primera los de la Dragon Fly. Derechitos fueron.

Con cuatro bicheros y una lona levantaron sombrajo, y cuatro sillas y una
mesa. No desplegaron mucha logística, se confiaba en el ritmo de Zapapico
y Rancapinos abriendo brecha con sus herramientas para acabar rápido;
estaba duro el suelo, roca en torno a ellos, pero donde faenaban era tierra,
una olla, una bañera de arena que escondería el magno tesoro que se auguró
de boquilla a nada de dar tres picotazos y cuatro paladas hondas.

Y no, fueron muchas más, tantas, que se pensó trabajaban en un N


´gorongoro colmatado por la arenilla suelta que sobrevuela los mares desde
África, y apisonada ésta con tal saña que daba el pego de sedimentación
natural. O eso, o se habían confundido de sitio por unos pocos pasos; pues
acertaron con roca madre.

Y pica que te pica se les hizo mediodía cuando llegaron a la misma


conclusión tras abrir otro agujero parejo de un cuerpo de profundo y misma
solera natural.

Demasiado calor para seguir excavando con el estómago vacío. La


condessa, sin embargo, no pareció contrariada y dio permiso a los
muchachos para abandonar el tajo y bañarse en las tranquilas aguas. La mar
les llamaba a gritos a jugar con ella y refrescarse. Podrían disfrutar de un
buen chapuzón hasta que diesen aviso de estar en curso el rancho. Y
marchaba, Murciégalo guisoteaba mientras Manodepiedra vigilaba a
catalejo desde la cofa el horizonte ¡La costa alicantina quedaba a mera
legua!

El resto estaban involucrados en el asunto de la isla, y al momento, de


nadar entre las olas.

La condessa, acuclillada, observó los agujeros abiertos, la composición


de los perfiles y la base en roca madre. Habría errado quizá por poco y por
la tarde acertarían, seguro, y retiraba la mujer la vista del hoyo y la posaba
en otro sitio donde entendiese posibilidades, cerquita, y aunque también
marrasen, y puestos a las bravas, en un par de semanas, picando todos,
podrían echar la isla entera al agua y hacerla desaparecer de todo plano.

¡Más le valía al enclave ofrecer fácil el tesoro!

Amenazaba la condessa a los Elementos y Libélula le reía el puño en alto a


la nada.

Su madre era un caso. Y pese a la difamante fama que propagaban los


enemigos, bonita. Bonita hasta en la escritura, al comparar Libélula con la
propia y la de las libretas de abuelo y tío. Las letras y los números. El
lenguaje críptico… Y de repente, se dio cuenta la capitana que no
coincidían en cantidad nombres y números de la lista. Se había comido
uno, faltaba un nombre aparejado a un número. Y al ir a comprobar por sí
misma, llegando desde atrás, le quitó la madre las libretas de la mano;
aunque no la lista al apartarla de su alcance Libélula y alegar que estaba
echando un vistazo al trasluz al papel. Por si con jugo de limón se hubiese
escrito algo, y cotejarlo vía nariz. Y no, en todo caso, aquello olía a mentira
podrida que tumbaba.

- … mmm… ¡Y decías que descuidase de dineros!

¡Tres riñones tienen los de la lista!... ¿o no?

Veamos…

… Los reyes de España, Francia e Inglaterra… descalzos, sí.

… mmm… Bulín no cuenta en cuanto a dineros al ser lo suyo asunto de


víscera cardiaca…

El príncipe Günter… ¿Cómo calza Günter Köoller, mamá?

- Calzaba; y dicen que en el sarcófago sigue calzando, que le enterraron


con alhajas hasta en los zapatos; algún día habrá que ir a dejarle flores y
saquearle la cripta.

- ¿Y monseñor Rohan-Polduc?... ¿También la Iglesia quería matarte?

- Y quiere; uno de sus príncipes con empeño.

- ¿Y la afrenta que no te perdona?

- Descuidando de mi proselitismo satánico… Supongo que desvelarle al


hermano, Emmanuel, que el menesteroso era, es, un sinvergüenza.

- … Emmanuel… ¿El “tío Emmanuel”?

- El del refajo apretado, sí.

Y de paso, a monseñor Hipólito Rohan-Polduc le jodí ser Papa.

- ¿De verdad?

- Ya te digo; al cantito estuvo de ser.


- … mmm… ¡Vaya lista buena!

… ¿Y el que falta?

- Nos. Sidi Hassami said Hassiam.

- No. El número que falta por transcribir ¿A quién corresponde?... 7


números, 7 nombres… más el “sidi”.

- … ¿Por qué no curioseas en tu propia lista?... Porque la tendrás, digo yo.

- ¿Quién falta, mamá?

No se lo iba a poner fácil la condessa, aunque tampoco entorpecería las


pesquisas de la hija si le era deseo irrefrenable. Devolvió la madre las
libretas a la capitana y dejó que buscase. Algunas cosas es mejor
descubrirlas por una misma para alcanzar credibilidad. Y ésta era una de
esas cosas.

El nombre que perseguía era: Luis Felipe. Alias Herejía, al. El capitán
Herejía… ¡¡Alias el propio padre de la capitana Libélula!!

Y asentir la madre con lástima por ver quebrarse los ojos a la hija sin poder
remediarlo; hasta los mismos recuerdos se le tambalearon, los pocos
retazos de una infancia montando a caballito en los hombros del padre, o
jugando a oso y osezno en la playa. Y en especial se le rasgó la idílica
pintura que atesoraba en la memoria de sus padres besándose.

Todo, o casi todo, debía haber sido mentira, elucubrarlo en su cerebro de


niña al desaparecer el progenitor de su vida cuando apenas levantaba tres
cuartas del suelo Libélula; y quizá ser lo suyo recuerdos inventados o
inducidos.

- No me extraña que lo matases, mamá, si él antes quiso tu muerte –


Libélula, rota, dijo gimoteando- ¡Bien hecho, mamá!

¡¡Con dos ovarios!!

- ¡¡Que no, coño!! –de dentro le salió demasiado contundente a la condessa,


y rebajó- ¡Que no, leñe!

Yo no le maté. Y quien lo diga, miente; y conmigo se las tendrá que ver.

Yo no maté a tu padre, Libélula.


- ¡Pues deberías haberlo hecho!

- Eso era lo que él quería, y no, ni loca.

- ¡Filo fino a todo maltratador!

- Ey, ey, ey… que no. Que ése no era su rollo, su rollo era otro, hija.

Tu padre era tonto, es muy tonto, ¡tontísimo, hija!... sí, pero no malo…
Malo no.

Si quiso matarme es porque yo no quise matarle a él, y ante la


imposibilidad de hacérmelo él a mí en persona, matarme, pretendió
contratar los servicios del Assessino; tal es la profesionalidad reconocida de
los Hassiam y la tontuna de tu padre.

- ¡¿Qué pagó al abuelo Hassami por tu defunción?!

- Sí hija. Ya te he dicho, que en el fondo, era muy lerdo. Lerdísimo.

- … Pero… ¿Te maltrataba?

- Si se le hubiese ocurrido hacerlo, levantarme la mano, se la hubiese


rebanado a la altura de la nuez; tal ha de ser.

No busques tres pies al gato. Tonto, tu padre era mu tonto; pecó de eso,
hija.

- … ¿Le dieron a elegir entre él y tu vida?... ¿Tenía un tumor gordo en el


cerebro?... ¿Estabas ya en tratos con Rosario?

- No, no, no. No.

- … ¡¿Por qué te quería matar?!

- Por dos tontas razones.

Una, no tener, él, miedo a la “muerte” propia.

Y dos, por anhelar el tesoro del capitán Caimán hasta la locura… bueno, el
tesoro del capitán Ruin Bichomalo porque lo acabó siendo.

Tu padre llegó a la conclusión que uniendo fuerzas, las suyas y las mías,
derrotaríamos sin esfuerzo al capitán Ruin y el tesoro sería nuestro. Me
propuso que le matase, y mediante las artes de la abuela, él volvería y
poseería mi cuerpo.

¡Seríamos para siempre uno solo!... ¡¡E invencibles!!

Y no, ni de coña. Una cosa es que nos poseyésemos el uno al otro en


determinados momentos, grata la sensación, lo confieso, pero, hija,
imagínate tener al cansino de tu padre todo el día dentro. Escuchándole
hablar, escuchándole respirar… ¡Escuchándole los pensamientos!

¡¡Puff!! ¡¡Ni su santa madre le aguantaría!!

Pero él parecía no entenderlo, no quererlo comprender. Y tan sencillo lo


vislumbraba, tan falto de problema, que, según me lo estaba pintando de
rosa, pasó a tintármelo de rojo intenso al sacar su cuchillo de vela y abrirse
ante mí las tripas; una parodia de sepukku.

… Desgraciado.

… Chapucero.

Ni darse muerte supo y estuvo tres meses al quicio de ella en la cama; y yo


cuidarle… Y entonces, supongo, en su locura, o sabiendo lo que hacía, se
pondría en contacto con el abuelo por carta.

Pensó que si yo moría iría corriendo mi esencia a refugiarse en su ser… ¡Y


él encantado se prestaría a la posesión!

… Memo, imbécil, cretino…

¿Ahora entiendes el porqué del veneno, puñalada, tiro y hacerse colapsar


una casa encima?... Si no, no se mata.

- … Y el cuello roto –apostilló desde la nasa, cual pajarillo enjaulado, el


cráneo del doctor Bulín- El cuello fue lo que le mató, lo otro le produjo
heridas perimorten.

Y puedes estar segura de ello, Libélula, porque yo le hice la autopsia.

Sin que se lo indicasen, simplemente por escuchar el castañeteo de la


mandíbula del doctor, y sin entender sus sugerentes palabras ponzoñosas,
Rosario se dispuso a echar un trapo encima de la jaula. Pero a la condessa
le pareció el acto carente de reprimenda alguna y supuso que así se crecería
el calavera. El hombre tuvo su momento para hablar, para decir lo que
quisiese al respecto, aunque entonces prefiriese callar, y si no lo hizo
cuando se le pidió, tampoco le dejaría la condessa que lo hiciese cuando
pluguiera. Es más, era la voluntad de la mujer la que le había devuelto a la
vida, y también ella podría depararle una descorazonadora existencia de
aquí en adelante, y ejemplo y muestra, sacó el cráneo de la nasa y lo dejó
en el suelo. Y llamar a Morcilla y Panceta para que le diesen un repaso a
lametones.

¡Y las perras encantadas!

Y el frío que cala hasta los huesos, además, pasó a ser húmedo y áspero.

Rechinaban los dientes del doctor Bulín de Aguiloche la desagradable


sensación de sentir rechupeteados y profanados sus agujeros cadavéricos
con lenguas de palmo y medio.

Y a peor iría, al abrir Panceta su enorme boca chata, y arramblar con el


cráneo rompiendo a correr escape, y tras ella, flecha, Morcilla chascando
los dientes de rabia y apetito abierto. Y arrebatar la pieza de las fauces a la
rubia, porque la negra metió el diente bajo la mandíbula de Bulín, y
engarzada la presa, tiró con tantas ganas que saltaron de su nicho varios
dientes antes de llevarse el melón. Y corriendo ahora con el cráneo
mellado, Morcilla le sacaba música, sonidos, silbidos que el aire modulaba
al entrar y salir por sus orificios. A más rápido que corriese el perro
levantando el cráneo de Bulín sobre el propio, el silbido que extraía era
más agudo, tanto, que los hombres entendieron que poco faltaría para traer
la comida al sitio y zampar bajo el sombrajo. Por lo menos, a silbidos les
llamaban.

Y momento era, sí. Murciégalo y Manodepiedra traían en volandas un


puchero con sopa de pescado y marisco “a la redonda”; por recolectado en
derredor. Y tras servir primero a Manodepiedra, y volver éste a la cofa,
empezó Murciégalo a llenar platos para los que sentasen a la mesa, y potes
para los que repanchingasen en el suelo. Y una botella de vino para cada
dos cabezas. Y pese a lo desangelado del catering, no podría ser más ideal
el ágape ¡Hasta tenían espectáculo mientras comían tal en los restaurantes
buenos de la Europa profunda! Las perras seguían con su correcalles al
cráneo de Bulín, y tan pronto lo ronchaba una cómo se lo arrebataba la otra,
u a hocicazos hacían rodar la calavera de un lado a otro de la isla
disputándosela.

Y café por postre. Al gusto de la condessa. Negro y denso. El brebaje


encerraba el nervio que les haría falta para picar toda la tarde si fuera
preciso.

- ¿Vosotros, finalmente, qué vais a hacer con vuestra parte? –Ojovago, que
era amigo de ocupar silla, preguntó a los hermanos desenterradores que
recostaban espalda contra espalda los últimos sorbitos del café-

- … jajajaja… ¡Ésa sí es buena! –sincero rió Zapapico-

- Sí… jijijijiji… ¡Pagar deudas! –también reía Rancapinos-

- ¿Y lo que os sobre?... Sois dos y lo vuestro sí será magro.

- … jajajaja… No creo que sobre nada porque debemos mucho.

- … jijijiji… ¡La Vida!

- … jajajaja… ¡La bolsa y la vida! –dijeron a la vez Rancapinos y


Zapapico- … jijijiji… ¡La vida y la bolsa!

- ¿Y tú, Malik?

- Aparejarme el cuarto de estudio hasta el techo con los artilugios más


modernos. Y vajilla de Murano para todo el laboratorio.

Y… Y por capricho una biblioteca, de primeras ediciones, con los 1.000


mejores libros escritos por la humanidad; y así tener lectura para los restos.

- ¿Me prestarás alguno? –paró Murciégalo su trajín con la cucharilla- … Y


recomendarme.

- ¿¿Para tanto… sorb, sorb… habrá?? –Ajaliz el turolense, sin embargo, era
capaz de hablar y sorber al mismo tiempo- ¡Tiempo para… sorb, sorb…
leer mil libros!

… mmm… Yo le tengo echado el ojo a una dehesilla acotarrada de mi


pueblo; a la sombra… sorb, sorb… del Mulacén.

Me gustaría… sorb, sorb… comprarla.

Y si sobrase… sorb, sorb… llenarla de vacas y toros.


… sorb, sorb… Y caballos.

Y un establo para… sorb, sorb… que se resguarden todos.

Y otro para resguardarme… sorb, sorb… yo.

Y un chamizo por si venís… sorb, sorb… a verme alguno.

Y colmenas de abeja.

… sorb, sorb…

Y abeja reina que era la condessa, sacó su trabuco y arreó un picotazo en


la sesera del infeliz de Ajaliz. Le desparramó los sesos por la mesa ante la
estupefacción de todos. Y cuando por fin se recuperó Libélula, y se
disponía a echar sermón admonitorio de padre y muy señor nuestro a la
madre, ésta, recuperando su taza, y cómo si tal cosa, recordó a todos que
Ajaliz siempre dijo ser turolense de pura cepa, y las montañas no tienen
patas; las mentiras sí. Y sorber ella el café más fuerte que nadie.

Tenía razón la madre, no lo podía negar la capitana Libélula, aunque algo le


decía a la hija que un mucho de culpa de lo acaecido era por los
desagradables sorbetones que le pegó el hombre al caldo marinero y al
brebaje; mala costumbre la suya, sí.

Y la mentira en sí, también.

La condessa no las toleraba aunque ella fuese una facedora de patrañas


desde siempre.

Obvio, pese a conceder a la condessa el beneficio de la duda, y de tener


razón, entre la tropa quedó el ambiente un tanto sombrío. No hubo
chascarrillos ni cuando echaron el cuerpo del difunto al último hoyo
abierto, y aun quedando en postura un tanto desparrancada, no rieron
macabros. Taparon un tanto fríos y se dispusieron a realizar nuevo sondeo.

Ver trabajar a Zapapico y Rancapinos embriagaba, y no sólo a sudor,


hipnotizaba la cadencia, la gracilidad y concatenación de movimientos para
no coincidir pico y pala en el mismo punto al tiempo. Y el sonido de las
herramientas, y el volar de la tierra y organizarse en cono. Y la armonía de
sus resoplidos.
Y al alcanzar nuevamente la profundidad de un hombre, volver a rascar
roca.

Yerro. Agua.

Ése tampoco era el sitio. Y en el siguiente agujero que abrieron lo mismo.

Resollando, se dio descanso a los hermanos, y oportunidad a Ojovago y


Malik de ser los que acertasen con el premio y romper el gafe de no
encontrarlo.

Y la verdad, no era lo mismo. Ni mucho menos. Con ellos no cundía el


trabajo parejo y a ojos vista se apreciaba que no era lo suyo. Ni hundirse
hasta las rodillas y Malik se autoexcluía dándose de baja por un par de
ampollas ¡Y nadie discutírselo al ser el médico y sus manos sagradas!

Ojovago, más prosaico, arguyó la edad, la ciática que le estaba pinchando


aviso, y lo que describió el hombre como un posible inicio de infarto al
notarse el corazón en la boca y los latidos en la sien; y desacompasados; y
cobre en la lengua.

Rieron Zapapico y Rancapinos la racanería vital de los compadres que les


llevaba a no echar los restos. Y cuando con risilla de “menosprecio” se
disponían a seguir abriendo el suelo los hermanos, Rosario y la capitana,
cómplices y equipo, pidieron vez. Tomaron las mujeres puesto, se
escupieron en las manos, se ajustaron el tiro de la entrepierna, y muy serias,
por la expectación generada, prosiguieron abriendo tajo. Y con buen ritmo,
cosa que espoleó a Zapapico y Rancapinos, y pidiendo a la condessa una
cata nueva para ellos, lanzarse a cavar en paralelo.

Y recuperados milagrosamente de sus males, también Malik y Ojovago


romper a picar en un tercer sitio.

- Esto lo he visto hacer yo en Francia –cuidando de no sorber apuraba


Murciégalo el café- En la vendimia, el mejor vendimiador, se lleva, juega
que te juega a cortar racimos, a los niños de las cuadrillas con él, y
competitivos los zagales, rápido dejan atrás a los padres.

Y la respuesta inmediata de las madres es ir más ligeritas en su laborar para


estar cerca de los chiquillos.
Y ya dependiendo de los cojonazos que tenga el padre, apura éste para ir a
la altura de la costilla y vástagos, o si es de cojones cuadrados, deja que se
le escape para adelante la familia; y algunos sestear entre las hileras de
cepas.

- … Esa cancioncita ya la tengo oída de antes, pero…

… Pero, me estás diciendo, mequetrefe ¿que pique yo también? –la


condessa sorbió con sorna- ¿Puede ser eso lo que me acabas de sugerir?

… ¿Quieres, acaso, que tú y yo hagamos equipo?

- No, no. No. Era una simple anécdota de estrategia viticultora.

- Yo soy más de echarle polvos al café puro y dejar que hagan su efecto.

Y por cierto, cómo es que tú no tienes temblores ni ganas de abrir el suelo


así porque sí.

- ¿Y usted, condessa?

- Yo por acostumbrada ¿Y tú?

- Supongo que el chorretón de cuatro dedos de orujo, que le he echado a mi


dedo de café, ha neutralizado lo euforizante que pueda tener de más.

- … mmmm… Tiene su lógica, sí.

Y ¡Ding, dong, ding! Aunque en momentos dispares, las tres parejas


llegaron al mismo fin y acertaron con la rimbombante roca madre. Y
riendo, sin siquiera consultar, en algún punto inmediato ponían nuevamente
a trabajar los instrumentos.

Toda la tarde entregada al infructuoso empeño.

Sin embargo sonreían, en el ambiente de tierra volteada detectaban todos


aroma a oro. A tesoro fresco. Y si por ellos hubiese sido, hubiesen seguido
cavando con fanales hasta el día siguiente. Pero la condessa llamó a
recogerse y embarcar, o quedarse a vivaquear quien quisiese disfrutar de la
Luna y las estrellas; la noche se insinuaba cálida al soplar aliento seco
sahariano.

Gremiales, los hombres optaron por el raso, y las mujeres por la seda y
el colchón de borra. En el camarote de la condessa se apuraron las sobras
del rancho y redondear la cena con pastel de dátiles. Murciégalo lo dejó
todo preparado y luego marchó con los muchachos. Y la capitana y Rosario
nada tardaron en dormirse, tras comer, al estar derrengadas. Y las perras
con ellas, al pie de la cama; aunque no durmiendo. No se les iba de los ojos
a Morcilla y Panceta el sabroso cráneo de Bulín, estaba sobre la mesa, ante
sí lo tenía la condessa y con él hablaba en susurros. Interrogaba.

… Bueno, ella preguntaba y la calavera callaba sin soltar sílaba ni chirrido


¡Ni Yorik fue tan silencioso!

Bulín estaba molesto, se sentía humillado, al dejarle los canes peor que
ecce homo aun sin tener cuerpo para repartirse los daños. Él concentraba
todas las lesiones, desportillados, y melladuras, en la cabeza. A golpazos le
habían tratado, y pese a no sentir dolor convencional, en lo moral estaría
para el arrastre y a punto de claudicar contando pelos y señales del porqué
aún no habían acertado con el tesoro teniendo un mapa exacto donde se
reseñaba hasta la cruz.

Pero no dijo ni “Mú”, y en su lugar, aunque en su estado era lógico, sonreír


con los pocos dientes que le quedaban en su sitio, y que feroz aspecto le
conferían a la cabeza monda y lironda.

Era un duelo absurdo al tener el doctor todas las de perder, pero corajudo y
desafiante, a ratos, y cual choteo que se trajese, cloqueteaba cómo cigüeña
en nido una pseudocarcajada de mal agüero que acababa hiriendo los oídos
de la condessa; amén de enervarla por dentro.

Y por eso cogió la caja de herramientas del maestro carpintero de su banco


en la bodega, y la llevó al camarote, y dejar sobre la mesa para que Bulín,
aun sin ojos, se fuese haciendo idea de la que le esperaba; tortura de vieja
escuela, al enumerar por lo bajini los tradicionales utensilios: martillo,
tenaza, sierra, limatón, berbiquí, cepillo, clavos y las pérfidas alcayatas.

Y sin más preámbulo, ploc, ploc, por rejón de castigo una alcayata en la
fontanela. Y Bulín sentirla fría, fría cómo el acero aun siendo simple yerro.

Falló la condessa si pensó que un clavito en la cabeza le haría hablar.


Aunque sólo clavarle uno no era la intención de la mujer, seleccionó un
buen puñado de puntas para ebanistería, y con algún criterio esotérico, u
estético, llenó el cráneo de clavitos tal que fuese puercoespín o panocha de
muchacho incomprendido.
Eso tampoco haría hablar al hombre aun percibiendo junto todo el frío duro
y puntiagudo.

Y por supuesto, tampoco sería el fin para la condessa, pero harta de


jueguecitos, prefirió acortar, y por lo sano, echando mano a la sierra, y
serrarle la calota a la redonda.

Y dársela a los perros, y en silencio, y aun con clavos, partir por la mitad
Morcilla y compartir sin mediar conflicto con la compañera de penurias; y
ambas, sin remilgos a las puntas que lo taladraban, ingerir sin miedo a
peritonitis ninguna; sus potentes y carniceras muelas convertirían cualquier
yerro en esquirlas y virutas.

Y para que pasasen el trago los coitados bichos, ponerles a beber vino,
¡Que se lo merecían!, en el balde que era ahora el cráneo. Y por turnos,
corteses, beber sin babear gota al piso.

Y el frío que cala hasta los huesos, y que el doctor Bulín sabía húmedo y
áspero, puntiagudo y metálico, ahora… Ahora le encontró un nosequé, una
tontería dulzona y volátil, algo raro que sólo era capaz de asociar a sus
tiempos mozos, cuando para combatir hambre y frío desayunaba pan con
vino y azúcar, y a resultas, a veces se perdía rumbo al colegio; y no poco
peligroso era al haber acabado algún compañero de pupitre entre las fauces
de lobo por lo mismo.

Sí, lo más parecido, era la ordinaria embriaguez.

- ¿Por qué no encuentro nada, Bulín? -recuperó la condessa el cráneo del


suelo tras vaciarlo Panceta-

Dime, Bulín.

Di o…

- O qué, pedorra, qué más me puedes hacer –siseaba confianza espectral y


etílica el doctor-

… Hazme mortero para misturas, si te place. Pero déjame en paz.

Vete al guano, muchacha.

- Eso te complacería como buen politoxicómano que fuiste.


Y al guano te vas a ir tú porque yo te mandé antes.

Y… Y puedes acabar dándome uso de orinal, no me enojes más.

… Vamos, di… ¿Por qué no encuentro nada?

- Siendo orinal, y se le dais uso común, a alguna se le cortará la chorrada;


ya me encargaré yo.

- Sí, sí, sí… en el beque comunal, en el que usan los muchachos, vas a
acabar guardando las esponjillas usadas; y sabes la guarrería a la que me
refiero.

Habla.

- No das con el sitio porque no echas la firma mágica.

- ¿Cómo?

- Los caminos que te dijo Herejía ¿Recuerdas?

- Sí.

- Pues más que caminos, son el trazo de la rúbrica esotérica que ejecutaba
el propio Shbëk Lengua de Bronce.

- No, no coinciden con los que hay, tío listo, porque ya subí a la cofa para
comprobarlo y no coincidían.

¡Cómo iban a coincidir pasados cuatro mil años al menos!

No puedo haber marrado mucho del sitio, incluso Malik, paso allí paso allá,
coincidió conmigo al consultar con él el mapa y echar sus cálculos.

- No vas a dar con el sitio por soberbia.

Yo ya te lo he dicho, tienes que recorrer a pie la rúbrica en plata del gran


Lengua de Bronce.

… jejejeje…

- ¿Por qué te ríes ahora?

- Debo estar más borracho de lo que suponía pues todo me da vueltas.


- No me extraña. Te acabo de meter otra vez en la nasa y colgar del techo
fuera del alcance de las perras.

Buenas noches… calavera.

Apagó la lucerna la condessa, y aunque a tiernos codazos, y culetadas,


se hizo sitio en la cama cogiendo postura, y dormirse en un parpadeo
siendo acunada por los reconfortantes ronquiditos de Libélula y Rosario.
¿Ella? Ella roncaba brava y mil veces se lo habían reprochado. Aunque
nunca se escuchó y por lo tanto lo dudaba.

Las propias perras la primera vez que escucharon roncar a la condessa se


asustaron, pero al segundo día le encontraron armonía y poco les costó
unirse al concierto. Y era tarde, sin embargo, seguían despiertas y con la
vista clavada en la nasa.

Eso sí, en cuanto supusieron que la condessa ya estaba inmersa en parte


profunda del sueño, pasaron a la acción. Primero se cercioraron con sus
superdotados sentidos que en efecto, las tres mujeres, estuviesen
durmiendo, y estando, con los muelles que tenía por patas, silenciosa
Morcilla comenzó a saltar, a dar brincos prodigiosos al llegar a la altura de
la jaula, y suspendida un milisegundo en el aire, trabar mirada de
ultratumba con el doctor Bulín de Aguiloche. Y éste percibirla.

Y pese a que duraba el lance lo que tarda la Tierra en llamar a su ser, breve
lapso, Bulín sintió miedo y frío como de tener todavía sentimientos
humanos.

Camelita recordaba haber oído tiros y bajar sable en mano a saber qué
pasaba, y también era capaz de rememorar la facilidad con que Margarita
Laloba, a mano limpia, le desarmó a ella con un simple giro de cintura y un
rotar de la muñeca. Y dejar inconsciente con un golpe que ni sintió.
Maestra era la contramaestre en el cuerpo a cuerpo. Y motivos tenía de
revancha.

Para lo que Camelita no albergaba recuerdo era para saber la razón de tener
el capitán en el pecho uno de los disparos; tenía pinta de serlo. Y bien
subsanado, todo sea dicho. Tiburcio y Maximino sin duda le habrían
intervenido y más tarde a ellos preguntaría el porqué de todo; de poco le
informó Rechico.

Por ahora, se centró Camelita en enjugar el sudor al capitán y bañarle


entero con una esponja y sumo cuidado. Apestaba. Y ella, que era muy de
manejarse a pituitaria con las personas, a ésta no le tenía olido el ser. El
capitán Herejía para ella olía a Sol de mayo sobre los chopos. Ruin a buen
perfume de la Provenza. Éste, este capitán olía a muerte, aunque con
esmero y jabón de sosa consiguió dejarlo neutro.

Y besar al acabar, y pese a inanimados, sentir que aquellos labios eran


extraños.

Al alcance tenía Camelita un estetoscopio hecho de caña de cigüeña


negra, orejera y campana de plata, y membrana de placenta de ñu. Un
refinadísimo instrumento médico que desde tiempos de los egipcios llevaba
en uso y muchos misterios internos había desvelado de las interacciones
alma-cuerpo; del Ka, Ba, Aj, Ib, Ren y Sheut. Tan delicado y preciso, que
permitía oír soplidos ventriculares cómo respingos anímicos. Y sobre el
cuerpo del capitán lo posó a la vez que ella contenía el aliento y evitaba
distorsiones. Y nada, nada en los pulmones, el corazón a su ritmo, y nada,
salvo escorrentías de líquidos, en tripas y estómago. Al cuerpo, pese a
tuerto, cojo, manco, y casi descorazonado, no le escuchó quejido que
entretelar comprensible más allá de su función autónoma y automática
correcta.

Pero, al aplicar el estetoscopio en la frente del hombre, y acoplar ella la


oreja al otro lado, un batiburrillo de voces y gritos fue tomando cuerpo y
poco a poco hacerse comprensible. Tal sospechase, al menos tres entidades
discutían a voces y se decían atrocidades.

Todo ello muy desagradable de escuchar, por lo cual Camelita centró la


vista, mientras oía lindezas, en el cuerpo del capitán que desde luego le
parecía de verdad lindo. Le gustaba pese a las mil cicatrices y mancaduras,
y abundantes, y grotescos, tatuajes. Y quizá por la excesiva proximidad de
la tinta a los ojos de ella, y el batir de los pulmones de él, le empezó
también a parecer a la mujer que los mismos tatuajes se movían y
cambiaban el escorzo atendiendo a la voz que en ese momento sonase
principal en el interior del capitán. Y discutiendo a gritos, no dejaban de
moverse las manchas de pintura sin llegar a concretar dibujo. Y embrujaba
el baile. Pero al separar la oreja del aparato, y desaparecer las voces,
también cejaba el movimiento de los tatuajes.

- ¡Fuera! ¡¡Fuera de mi ser, bastardos!! –Rastrojo se seguía creyendo único


propietario- Salid de mí y ocupad otro cuerpo o…

¡O me paro el corazón!

- ¡Hazlo, tío mierda! –desafiante respondía Ruin- ¡A ver si tienes huevos,


botarate!

… ¡Retrasado! ¡Manquitranco!

- Piensa lo que haces, Rastrojo; nosotros necesitamos el cuerpo vivo –


reconvenía Herejía a no perder los papeles- Eso es lo que él quiere; que nos
perdamos.

- Sí, así os dejaría de oír a los dos, mamarrachos.

Para poco, me da en los huesos, que voy a necesitar de todas formas este
cuerpo; por mí puedes empezar a pudrirte.

Párate los pulmones, cuaja el buche, que se te seque la sangre en las


venas… ¡Botarate!

… ¿”Botarate” ya te he llamado?... Si, creo que sí.

… ¡¡Bufón!!

- Y a mucha honra, cornudo.

… Mira, ¡Qué bueno!, y eso de paso sirve para llamarte a ti, Herejía, “Hijo
de la gran puta”. Un dos por uno.

- Menguado, boca ajo… Eso sería si le hubieses llamado “gran cornudo”.

Eres un baboso, Rastrojo. Una mierda de amigo has sido.

- ¿”Amigo”, chupasables?... Bien me engañaste, puto mentiroso, con la


posesión; que era reversible a mi voluntad.

- ¡¡Y tú ofrecerte motu proprio, asqueroso, al oír hablar de dineros!!... Y al


menos, una vez, te reparé la mano.

… ¡Miserable, sólo te interesa el oro!...


- … ¿¿Y a ti no, hijo?? –sabía Ruin que recordarle la filiación le dolía más
a Herejía que cualquier insulto- Hijo, tú sólo quieres ¡Mi! tesoro, para
curarte, tal Edipo, de tu mediocridad.

Y visto está que hasta la fecha no has podido. No pudiste en persona, y


tampoco has podido con los otros cuerpos que usurpaste.

¡Ni con éste!... ¡¡¿Cómo pretendías vencerme asociándote con tamaño


mascachapas?!!

… ¡¡¡Uno, al que de niño, ya tildaron los amiguitos: “Rastrojo”!!!

Herejía… soy tu padre. Y por mucho que te duela el hecho tienes que
aceptarlo.

- La herencia, sólo porque estuvieses muerto y remuerto, la firmaba ahora


mismo, gusano.

- No te impacientes que todo ha de llegar.

A mí, de este mundo, de este plano de existencia, sólo me importan un par


de cosas.

Tres, para ser exacto.

… Y en cuanto mate a Patata, ni eso.

Sólo dos cositas seguirán atándome a este universo.

Y el capitán empezó a tiritar, debatirse, convulsionar de tal manera, que


de no haber prestado sus brazos Margarita Laloba, el hombre hubiese caído
de la cama. Pero allí estaba ella. Llevaba desde hace bastante entre las
jambas de la puerta observando la meticulosidad y delicadeza con que bañó
y arregló el lecho, tan ensimismada Camelita en la tarea, que no se percató
de la presencia de la contramaestre.

Y una vez cesaron los espasmos del capitán, acercó Laloba una silla a la
vera do sentaba Camelita. Tenía que contarle lo acaecido con Rosita, y el
porqué de recluir a Palmiro en un bote. Y economía de lenguaje sería abrir
los ventanales del camarote y reseñarle al hombre al arrastre. Cuajaba
Palmiro cara desencajada y rechinaba los dientes, los ojos le exhalaban
demencia y de su interior brotaba un gruñido ronco y hondo que era
compendio de dolor, odio, aversión, y ganas de subir al barco para
arrancarles las entrañas a todos.

Enajenado Palmiro, a cualquiera que le mirase, bien fuesen Laloba o los


rafaeles, bien fuese la misma Camelita o Rechico, les rugía y hacía muecas
ferinas, con parcos gestos de sus manos atadas indicaba que les iba a cortar
el cuello en cuanto tuviese ocasión. Y roto en llanto crudo se dejaba caer en
el fondo del esquife hecho un gurruño. Y levantarse al instante, subirse de
pie al banco de remar, y bramar tal que si fuese bestia de jungla.

Sí, por ahora sería mejor seguir llevándolo a la zaga, que subirlo a bordo y
liase algún pifostio de los de echarse las manos a la cabeza.

Ésa fue la idea y todo el día marchó Palmiro en el bote al arrastre,


aunque al ir entrando la tarde, y antes de ver, intuyeron que las columnas de
Hércules no quedaban lejos al empalidecer ligeramente el agua su azul
atlántico profundo y alborotarse el aire. Llegaban al estrecho de Gibraltar, y
con la mar cambiante, optaron por recoger cabo, y con grandes medidas de
seguridad, ¡Armar a los rafaeles!, subir al Kahanamoku a Palmiro y
engrillarlo en la bodega. No les recibía el Mediterráneo con los brazos
abiertos, muy al contrario, los vientos predominantes les mandaban de
vuelta al océano Atlántico, y si arrimaban a tierra buscando un pasillo de
aire, la querencia de Eolo era escupirlos contra la costa. Margarita Laloba
necesitaba a los rafaeles en los palillos y dejó bajo custodia de Tiburcio y
Maximino al coitado de Palmiro.

- … Grrrr…

- Muchacho, te vas a destrozar la garganta con el soniquete –resacoso


todavía, Maximino rogaba al hombre que desistiese- Vas a perder la voz, y
puede que hasta la vida, por algo que ya no tiene solución.

- Déjale que ruja, Maxi, si del alma le brota un gruñido es absurdo


reprimirlo –manifestó Tiburcio al tiempo que ofrecía agua al cautivo-

Otra cosa no, pero si de dentro brota algo, huelga cortar su crecimiento.

¡Y tú mejor que nadie deberías comprenderlo, Maximino!

Grita Palmiro. Chilla. Ruge. Saca lo que lleves dentro o comenzarás a


pudrir de verdad.
- … Grrrrr…

- ¡Tú, azúzale!... Si ya tenemos pocos quebraderos, tú dale tea al pajar.

- El fuego, con fuego se combate.

- ¿Y qué fuego hay más voraz que el del odio?

… Ninguno, Tibur. Reconócelo.

- ¡El del Amor!

- Sí, lo malo, que el odio del amigo, viene engendrado por perder al ser
amado.

¡Calcula la intensidad de esa pira abrasadora!

¡¡Fuego de hecatombe el de Patroclo!!

- Eso es lo que le va a consumir a no ser que deje salir toda esa rabia;
cenizas se le va a hacer el alma.

Lo que tiene que hacer es canalizarla al exterior.

- … Grrrrrr …

- Y cómo pretendes que la canalice, Tibur… ¿Haciendo macramé?...


¿Discriminando chinorros entre las lentejas?... ¿Marchándose a Mongolia
para catequizar gengiskhanes?...

- … O buscando un tesoro, del cual, ya sabemos la más que probable


ubicación.

¡Eso sí es sublimar un impulso!

- ¡¡Tiburcio!!

- … Grrrrrrr…

- Qué, Maxi ¿Acaso piensas que no sabe lo del tesoro, que estaba con el
capitán Herejía por el mucho afecto que le tiene?

- Pues a lo mejor.

- … Grrrrrrrr…

- No digas tontunas, Maxi.


- Hombre, tonterías no son. Al que seguro que no tendrá ningún cariño es al
capitán Ruin por haberle matado a la novieta.

- Pues yo estoy en que fue cosa del capitán Herejía.

- Eso, en todo caso, quizá sea Palmiro el único que lo sepa a ciencia cierta.

- … Grrrrrrrrr…

… Grrrrrrrrrr…

Fuera de sí, aunque engrillado, agarró Palmiro la cadena que le ligaba


por el cuello a un mamparo y tiró con tal fuerza que temieron los hombres
arrancase la argolla y abriese nuevo ojo de buey en el casco. Plantó Palmiro
ambos pies en la vertical y tiró encorajinado, tensaba todo su cuerpo y por
los ruidos propios de él, y los chasquidos del arraigo, pensaron Tiburcio y
Maximino que en efecto iba a descuajar la cadena de su sitio, y temiéndolo,
pues en los ojos asomaba la locura asesina, corrieron a buscar a Margarita
Laloba y que ella se hiciese cargo de la situación.

Pero no estaba la mar para que la contramaestre descuidase siquiera un ojo


o se ausentase cinco minutos de la rueda. Así que pasó el mochuelo a
Rechico y le rogó que bajase a ver qué pasaba, y de ser necesario, si veía
que podía peligrar la integridad del Kahanamoku, solventase el problema
cómo fuere; sin contemplaciones. Expeditivo.

Tan mal se lo pintaron que bajó Rechico a la bodega con el sable desnudo
por delante, pero como al ir acercándose no escuchó ruidos, dio
credibilidad a la posibilidad de haberse soltado de la traílla Palmiro. Y
envainó el acero y desenfundó las pistolas. Y amartillarlas antes de entrar.

Pero no hubiese hecho falta. Sobre el jergón que le dispusieron por lecho
“dormía” plácidamente Palmiro; enrabietado, se daría un cabezazo de
impotencia contra el casco; sangre había. Y al cotejar Rechico la solvencia
de la cadena comprobó que seguía tan firme como la entente de ricos contra
pobres. Y ni al tocar con el pie a Palmiro reaccionó éste. Dormía tal si
llevase siglos sin hacerlo y ni una bota, ni los vaivenes del navío,
pareciesen capaces de despertarlo ahora.

Tanta lágrima, tanto lloro, habrían rendido al hombre al desfondarle, y


exhausto, y abierta la cabeza, soñaba con Rosita, o quizá, pues lucía algo
parecido a una sonrisilla malévola, quizá maquinaba pegarle fuego a la
santabárbara y que la nave entera saltase por los aires hecha astillas.

Supervisado, y minimizado el asunto, aprovechando el viaje a las tripas


del barco, se pasó Rechico por la cabina del capitán a echar un ojo. Allí
seguía Camelita a pie de cama leyéndole un libro al capitán; aunque no
oyese. Un libro de piratas, y no uno cualquiera pues la mitad de los
personajes eran oriundos de su pueblo; de la comarca de los dos Boyuyos.
De carne y hueso habían sido. Y enganchó Rechico a la historia. Y al darse
cuenta Camelita que el hombre prendía oído le invitó a sentar a la vera con
un gesto, sin descuidar la narrativa. Pero acabó haciéndolo, al dar un
respingo el capitán y cerrar la novela la mujer. Y relajar el hombre al sentir
el contacto de la mano.

- ¿Y ese libro? –imaginando poder leerlo en otro momento preguntó


Rechico- Esa historia me suena, vamos, algo de ella podría decir en
persona al referirse mi propia familia; y gente que he conocido.

Yo soy familia directa de Tancredo Chico. Soy su sobrino.

- ¡Anda ya! –con una sonrisa lo tomó por broma Camelita-

- Te lo juro.

¿De dónde lo has sacado?

- Del zurrón.

… ¿Y es verdad lo que cuenta?

- Hombre, algunas licencias veo, y en otras entiendo distintos puntos de


vista, pero, más o menos, sí, así se las gastaban en Boyuyo de la Quebrada
cuando estaba habitado.

- Entonces… ¿Todo lo que cuenta es auténtico?

- No sé, Camelita. En lo que yo he escuchado no encuentro contradicción


con lo que en mi propia familia siempre se ha dicho acerca de… de…

… De los Bichomalo, ya sabes. De la vida en la Quebrada.

Pero veo que te queda mucho libro por leer.

- No. De cabo a rabo lo leí cuándo cayó en mis manos.


Y ahora yo se lo leía a él.

He supuesto que le haría bien, que era un capricho, una fábula que por
encargo se haría escribir para las tardes tediosas, o bien un agradecido
escritor, cómplice de excesos, le hubiese dedicado de forma anónima y
socarrona.

- ¿Anónima?... Si desde aquí leo al autor.

- ¡”Hervía la mar”!

- … No te entiendo.

- Bueno, ya lo leerás.

- Sí, por fa, déjalo a mano.

Todo estaba tranquilo y subió Rechico a cubierta sin fresca nueva de


sustancia que contar a Margarita Laloba; salvo a vuelapluma comentar la
lectura de Camelita. Y Margarita sin mayor importancia decir que sí, que
conocía el ejemplar en cuestión por leído unas cuantas veces y escuchadas
otras tantas. Y siempre le había parecido tendencioso. Muy subjetivo, pese
a que el propio capitán Ruin Bichomalo, su padre, e imparcial, se lo leyese
por primera vez en la cuna. “Psiconautas, piratas y boloblás”… ¡Vaya
panfleto!

- Ése era mi padre, sí –con naturalidad dijo la contramaestre-

Pero, ése, no es mi padre.

Para mí nunca lo ha sido.

Y, sin embargo, lo es. Y nunca ha dejado de serlo.

- ¡Joder, debo ser el único que no lo ha leído!... Claro, libros de


chismorreos de la familia no.

¡Ja!... Las didácticas buenas para la hija.

… No me cuentes el final, por favor.

Y no lo haría, no lo tenía, la propia vida de Margarita Laloba era la


continuación, y a la vez punto y final, punto y aparte, o punto y seguido, y
tan feliz la existencia desde todo punto, que no merecía narrarse y lo mejor
era vivirla. Y hacía. Sí, su padre tenía entresijos de demonio de Tasmania,
pero en superficie, y sabiéndole llevar, era un peluche. Mala podría ser ella
si se le buscaba el vértice inadecuado. Y riendo la perversidad ordenó
tumbar el Kahanamoku a ambas amuras. Los primos, cómplices,
empezaron a hacerle las palmas huecas, y ella, creciéndose, imponerse al
mar. El Mediterráneo reconoció en ese instante a Margarita Laloba, y
sabiéndole bocanada fresca del Atlántico, les dio la bienvenida imponiendo
nuevo viento a su conveniencia. Aspiraba ahora el Mediterráneo, se diría, al
darse casi la vuelta algunas velas. Y los primos redoblando. Y el
Kahanamoku surcando aguas turquesas a todo trapo, aguas que entrando la
noche se convertían en negras.

Y suspiró Rechico por abrirse tan grande mar ante él, cuna de
civilizaciones y todo mito ¡Las columnas de Hércules con basa en Baelo
Claudia y Tánger!

Y prueba de la magnificencia, pese a oscurecido, encenderse a un lado y a


otro del embudo las luces de sus milenarios pueblos. E irse ensanchando el
mar y comerse la noche todo horizonte.

Y, sí, respirar el aire cálido con distinto sabor salitre.

Dulcificado el medio, mandó la contramaestre marchar al coy a los


rafaeles ¡Y que se acostasen! pues alguno propuso avivar la parranda, y no.
Los quería descansados. Y de Rechico quiso que se hiciese cargo del timón.
El mar se dejaba surcar sin premisa y el Kahanamoku estaba entregado a
cualquier capricho. Mientras respetase ahora el rumbo este, podría
practicar, jugar a bandear o cabalgar olas. Y sin embargo no hizo, no quiso
Rechico perder tiempo en virajes tontos y clavó el bauprés al punto por
donde le auguró Margarita que saldría el sol.

- ¿Qué se necesita de la roca esa?

- … ¿Ya empezamos otra vez?

- ¡Acabáramos!... ¿Ni tira de cecina me vas a dar a rumiar?

- ¿Tienes hambre, tragaldabas?

- Por lo menos de saber a dónde voy, sí.


- ¡¿Te has respondido ya a las otras dos preguntas existenciales por
antonomasia?!

- … ¿No te voy a sacar palabra?

- Ni loncha de jamón fresco. Metafísica si me insistes; puro nervio.

- ¡Vaya instrucción buena te diste!

- … Curiosa que siempre he sido.

- ¿Y te das a satisfacer toda curiosidad?

- Intento.

- ¿Y algo que siempre hayas querido saber?

- … mmm… Quién estaba detrás de los hombres de negro.

- ¿Y lograste saberlo?... ¿Quién está?

- Quienes… apenas los amos del mundo.

Un contubernio de ricos, y poderosos, que puntualmente contratan…


contrataban, o encargaban trabajitos, que mi padre decía no poder rechazar
so pena de tomar represalias ¡Tan altas dignidades! sobre mí y mi pobre
madre… jejeje… ¡Mira tú la excusa!

Y conociéndonos el “punto flaco” se aprovechaban. Le amenazaban con


matarnos o hacernos mil barrabasadas a nosotras… jejejeje.

- ¿Y?

- … Que no hay nada que hacer, son negocios. Y siempre nos encuentran.

- No, que en qué encargo andamos metidos al momento.

- ¡Ah!... En eliminar… mmm… a otra persona; alguien ineliminable al


entender de los que lo han intentado hasta ahora.

¡Ni sidi Hassami said Hassiam! Que en boca de mi padre está entre los
mejores, de no ser el mejor tras él, ha podido con ella.

¡Ni el gran Assessino ha cumplido el encargo!

… Cosa de mi padre queda, claro.


- ¿Es mujer?

- Sí.

- ¿Y la matará?

- Es su trabajo, su misión.

La última, eso también, porque se lo juró a mi madre en el lecho de muerte.

- Pero… Pero ¿No estaba viva, y bien, tu madre?

- Viva… muerta… bien, mal… agonizante…

Mi madre sabe cambiar fácilmente de estado con tal de sacarle a mi padre


la promesa de un pronto regreso a casa.

¡Son tal para cual!

Y reír Margarita con tal acidez, que la Luna se asomó entre las nubes. Y
volver a arroparse entre algodones Selene al reconocer de quién provenía la
carcajada. De Margarita Laloba, la hija postmorten del capitán Ruin
Bichomalo y su esposa La Siesa, La Fría, La Campesina de la Guadaña.

Tarde rompió la mañana en el camarote de la condessa, y hasta que no


descorrieron los cortinajes de los ventanales de par en par, dando paso al
sol matutino, no espabilaron ni las perras. El día había salido poema, y
dulce tal trino del exterior, escuchaban a Manodepiedra hablar siseante la
lengua Mediterránea, y deformar su acento lo suficiente para que el
interlocutor le entendiese hermano de ribera. El hombre con el que
charlaba, y su hijo, eran pescadores de Guardamar de Segura, y previo a
echar redes, y educados, pidieron permiso a la cofa donde oteaba armado
Manodepiedra, e inofensivos en la guisa y ademanes, y todo en susurros,
dio licencia el vigía al no pintar asunto para despertar con zafarrancho a la
Dragon Fly. No eran horas de ruidos innecesarios, y silenciosos los de la
red, no atisbó inconveniente ni conflicto de intereses. E incluso cuando
eran horas de levantar el cerco y la voz, les ofertó Manodepiedra a padre e
hijo derecho de primicia sobre lo que recogiesen. Y accedieron. Según iban
desenredando los peces de la trampa, y enumerando variedades y tamaños,
la curiosidad lógica venció al padre, y pese a intimidarle las finas hechuras
del bajel y las armas del vigía, le preguntó a Manodepiedra si finalmente
empezaban las obras ya; pues era evidente que la cuadrilla de tierra
esperaba bajo el sombrajo para abrir el tajo. Y si lo proyectado en cuestión
sería un faro, un fuerte, o un pueblo nuevo para gente represaliada de otro
sitio; que se decía. La costa era un rumor en carne viva y todos barruntaban
perder el caladero. E iba a responder Manodepiedra sincero que ellos
estaban de mero paso, cuando se asomó a la cubierta la condessa, y
dándose a entender madre superiora de alguna orden religiosa, e ingeniera,
dijo que allí estaba ella, ¡y sus voluntariosos muchachos!, para construir
una pía leprosería. Buena y grande. Y trabajo previo y cimentación, lo
primero ir abriendo las sepulturas, pues estando España y Europa, podridas,
convoyes de indias irían trayendo los cachos de los que desarmaban en los
caminos. Cajas y cajones apuntito estarían de arribar con los restos de
cientos, miles de leprosos… de todos los credos.

Y primero que hace millones, les enseñó la condessa a los hombres la nasa
con el cráneo descarnado de Bulín dentro, y afirmar la mujer con
santurrona expresión que el coitado calavera tuvo la peor lepra que hubiese
visto ella hasta la fecha. Y siendo atacado por la bicha no ha ni un par de
semanas, en el trasunto de Barcelona hasta allí había desmigado todo su
ser, salvo el envase del intelecto.

Y arrojarles la condessa a los de la barca la jaula con la cabeza para dar fe,
y aunque botó dentro, rebotó para afuera y orilla quedó de ellos. Y hundir.

Y ni dudarlo, dando todo por perdido, o contaminado, padre e hijo se


tiraron de cabeza al mar abandonando el bote. Y sin mirar atrás poner
brazada de cruzar a nado la legua que les separaba de la península.

Y la tripulación reír que almorzarían más tarde parrillada de roca, y


Morcilla y Panceta meterse al agua para recuperar la nasa de Bulín y traerla
a tierra por orden de Libélula.

Hoy utilizarían otro sistema. Concienzudo, barrerían la isla por


cuadrículas, y en hilera, dejando entre medias de ellos un par de pasos, o
las piedras que hubiese afloradas, tras apurar el café, atacaron el eje de
abscisas. Uno por casilla, pero todos supervisados por la condessa.

Y nada. Uno tras otro, en una tras otra cata, acababan rascando la roca
madre y sacando a la herramienta el retintín del fiasco.

Más yerro. Roca. Agua… ¡Cholón!


Pero picaban de buena gana, y dándose ritmo, cantar alguna pillería subida
de tono que permitiese hacer voces y aprovechar en el coro la presencia de
las mujeres con su octava más aguda. Y entre preguntas y respuestas
melódicas, y ratos de silbiditos acompasados, fueron tachando la cuadrícula
mientras crecía el día y sólo conseguían, lo que se dice, orear, airear, dar la
vuelta a la poca tierra que contenía la isla de Planissia. Pero de oro, plata,
arcones con diamantes, nada de nada.

La comida sería la única noticia buena de la jornada, y por poner a silbar


Murciégalo sobre las brasas salmonetes, jureles, dorada, y demás morralla
que se dejasen en el bote, sin siquiera dar permiso la condessa,
sobreentendieron que era el momento del receso y bocadillo, y previo,
lavarse las manos y darse un baño de cuerpo entero. Hacía calor y habían
estado toda la mañana cavando infructuosamente sin encontrar mayor
tesoro que un botón roñoso, unos huesecillos de pájaro, y tres cachos de
botijo viejo.

Creyeron que era momento de almorzar y abandonaron las herramientas. Y


no.

Fatal se lo tomó la condessa pues hasta su hija, la capitana Libélula, se dejó


llevar por la dinámica.

Y de ahí al motín mediaba medio paso.

Eso, y que la mujer tendría ganas de usar el látigo para, quizá, hacer
ejercicio, se dio el antojo, chasqueándoles “dulcemente” las carnes, se dio
la condessa el gustazo de obligarles a que acabasen todos el tajo abierto que
tuviesen, y hasta que el último de ellos no le sacó sonido al suelo de roca
madre, no comulgó la dama con la idea de parar.

Pero al cumplir el requisito, ella misma les apremió a ir al borde del agua y
darse un chapuzón para quitarse la sofoquina y el escozor de las siete
lenguas del gato. Y volver volando porque Murciégalo a pulmón propio
silbaba la salida inminente del pescado de las brasas.

Para el almuerzo del día habían mejorado la infraestructura trayendo


otra mesa y más sillas; desde la cofa seguiría el brindis Luisín
Manodepiedra, y creyendo que el hombre proponía uno, pararon el bailar
de cuchillos y tenedores para prestar atención al leitmotive. Mas no hubo.
Manodepiedra informaba a gritos, y reseñando a mano, que venía ciñendo a
la islita un navío que parecía fragata, lejos estaba todavía y tiempo tenían
para embarcar y abandonar el sitio a la carrera si así lo opinaba la condessa
u lo ordenaba la capitana Libélula. Pero absortas éstas en saborear la
parrillada, prefirieron seguir en el sitio pese a que Luisín acabó informando
que sí, que recortaba el bajel la mar para arrimar o pasar cerca ¡Pero estaba
tan rico el pescado, y tan pocas cuadrículas por tachar! Que en vez de
espantar escopetados mandó la condessa a Zapapico y Rancapinos que
volviesen al barco, y tras cebar las culebrinas, se hiciesen los ocupados en
torno a ellas; y dejarse a mano chisca.

La fragata habría sido de guerra, pero ahora daba uso de pasear


autoridades y seguramente no artillasen cañones tras las poternas. Eso fue
fácil de deducir simplemente observando la línea de flotación y las
maniobras de aproximación; amén de los civiles que pululaban la cubierta,
y que en cuanto se detuvo la nave, reunieron en torno a uno que sí vestía de
oficial y que desde la borda, sin desembarcar, se presentó capitán. Capitán
Créspulo Barbapiñata, al cual acompañaba el secretario del alcalde de
Alicante, el cofrade mayor de los pescadores de Guardamar de Segura y
algunos representantes de distintos sectores gremiales de la comarca a los
cuales se les prometió encargarles la obra de lo que se dictaminase
necesario desde la capital. Los intereses patrios decidirían lo que en la islita
desértica se debería construir, pero los intereses regionales exigían ser ellos
quienes construyesen y se beneficiasen de la obra. Y oído tenían ¡Y ahora
veían! que ése no sería el caso, al ser declarado el carácter alóctono de la
cuadrilla que picaría y que al momento almorzaba plácidamente.

Un segundo, un segundín tardó en responder la condessa, lo que tardó en


masticar y tragar el bocado que se había echado a la boca, y en tan breve
tiempo, temió Libélula que la madre mandase abrir fuego desde la Dragon
Fly sólo por lo alambicado de la perorata que les echaron para pedir la
mordida; un 3% de lo que costase lo que diantre estuviesen haciendo en la
isla, en plata, y en oro, era, en definitiva, el motivo de la visita. Corruptelas
a viva voz desde la borda.

La condessa era amiga del robo a mano armada y cara descubierta, sí, pero
sottovoce.

De verdad temió Libélula que la madre organizase pandemónium, pero rió,


sonrió la condessa, cual cocodrilo, que ellos eran meros alcorqueros,
jardineros de segunda, mandados por el jardinero mayor del rey, con la
orden de ir acondicionando un jardín exótico allí mismo, pues en el otro
apéndice de la islita era dónde se construiría el palacio veraniego. Y aunque
sabían que sería una obra descomunal por tamaño y ambición, ellos,
ignorantes de la verdad última pero informados por rumores, estaban allí
para abrir cinco mil agujeros que luego se encargarían otros de llenar con
árboles ornamentales y frutales de todo el mundo, y arbustos y plantas
medicinales de las que le gusta tener en sus jardines a la reina. La semana
siguiente estaría allí el paisajista y los ingenieros, y con ellos deberían
hablar sobre cántaras.

¡El rey!... ¡¡La reina!!... La Corte entera afincaría en los periodos estivales
la costa cercana. Eso eran muchos cuartos, muchos ochavos, casi más oro y
plata de lo que podrían imaginar, aunque prolijos en imaginación casi se les
sale a los hombres los ojos de la cara. Y abrazarse los que pisaban la
cubierta de la fragata, y darse palmaditas en la espalda, y hasta unos reír, y
otros llorar, mientras, todos satisfechos, recogían ancla, soltaban velas, y
retornaban a la península soñando con la de la lechera.

No supuso quebranto la inoportuna visita, sirvió para confirmar que no


había pasado inadvertida su presencia en la islita y que el tiempo
apremiaba. Con lo que quedaba de tarde les bastaría para reducir a cero las
posibilidades de escondrijo para el magno tesoro que buscaban, y en cuanto
abreviaron el café, se pusieron a la faena bajo un sol que reñía y aconsejaba
sombrero.

Y fue tarde de pico, pala y risas. En abundancia, y todo a santo de seguir


con el juego de la visita, y aprovechar Ojovago un receso en su laborar y
preguntar socarrón a la condessa, si en ese particular agujero, iría un
platanero, un magnolio o un mandarino aciruelado filipino. Y muy seria,
delegada del jardinero mayor, ¡capataza!, concretar la dama que sería un
“Alcadofio de ojimargas picantes”… en los días impares de mes.

Y reír todos. Y pese a que la señora se retiró a la sombra para degustar una
segunda taza de café junto al cocinero, los que cavaban carcajeaban
inventando nombres para “sus” respectivas plantas y árboles. Más y más
absurdos. Hasta el delirio.
- Jefa, sea lo que sea lo que le haya echado hoy al café… mmm… yo
quiero –Murciégalo protestaba su sobriedad- Écheme un chorrito a mano
suelta, por favor; éste no traía.

- No queda.

- ¡Vaya puñeta!

… ¿Y qué le ha echado?... ¿Queda en el Kahanamoku?... ¿Voy por ello?

- ¡Tan necesitado estás de risas!

- No. Lo que estoy es sobrado de amarguras… y mi café no tiene ni azúcar.

- Pues échale estevia.

Y “din”, “dan”, “don”, se llegaba a nivel geológico inalterado


cantándolo la herramienta. Y aunque el hecho producía igualmente mucha
hilaridad a la cuadrilla, y que en vez de desanimarse abrían nuevo hoyo sin
perder tiempo y alegres, pese al buen ambiente que reinaba, la condessa
empezó a cruzar el ceño. A manifestar en el semblante nubarrones.

Nada, el tablero se acababa, y seguían sin encontrar vestigio.

Y no encontraron, no. Incluso remataron todo trabajo, e ilusión, abriendo,


dónde se pudo, entre dos agujeros, un tercero.

Toda la isla era un hoyo si se sumaba.

Y ahí se les jodió la risa y a la condessa le entró un absceso de ira, y


agarrando de malos modos la nasa, recomendar que no subiese nadie al
barco esa noche. Iba a poner en danza fuerzas que les consumirían en la
proximidad y mejor que no embarcasen. Que pasasen todos la noche en
tierra; hasta el vigía de la cofa.

Sugerir, recomendar… pero no prohibir. Así que tras ella marcharon la


capitana Libélula y Rosario, y las perras. Luisín Manodepiedra, por el
contrario, abandonó el Kahanamoku y bajó raudo a tierra, y por rarísimo el
hecho, en cuanto llegó y paró junto a los compadres, a los diez minutos,
empezó a sentirse mal. Años y años que no recordaba haber desembarcado
salvo para soltar amarras, en cuanto fue consciente de la quietud del islote,
empezó a sentirse horrible, mareado, sentirse morir al notar que las vísceras
se le estaban dando la vuelta y tenía el estómago en la garganta; y el
corazón enredado entre las tripas.

¡Mal de mar en tierra!

Eso sólo pasaba por ser novicio o lobo de mar, en cualquier caso, y
escapada la tarde, le acomodaron sobre una manta y dejaron dormir. El
resto tampoco tardaría mucho en acostarse al encontrarse agotados, ni darse
el chapuzón final del día, se asearon en la orilla y un tanto huraños se
dieron unos a otros las buenas noches. Y no tardar nada en cerrar un ojo y
acompasar respiraciones.

El otro ojo no les dormiría. Acababa de encenderse en el camarote de la


capitana una luz muy blanca, luz de médula, y se proyectaban fuera las
sombras de la cabina. A ratos se adivinaba el perfil sobrio de la condessa,
pero también se deformaban las siluetas adquiriendo formas horripilantes
que obligaban a los hombres a arrebujarse hasta la nariz en el lecho y
seguir los acontecimientos con el rabillo del ojo; prendidas las
respiraciones en los claroscuros que filtraban los ventanales.

Tan ensimismados en lo que pudiese estar ocurriendo en las entrañas del


barco, que al echarles encima, de forma sorpresiva, telarañas que se diría
caían del cielo, temieron los hombres que se hubiesen escapado los
demonios de la Dragon Fly y quisiesen capturarles para llevarlos con ellos
al Infierno. Lo pensarían pues gritaron aterrorizados, en exceso agudos.

Pero por suerte sólo eran pescadores, eso sí, toda la cofradía de Guardamar
de Segura, un buen pellizco, que con atarrayas de coger marrajos querían
capturarles y darles una paliza de muerte.

¡Menos mal!

Eran simples hombres y no demonios.

Treinta contra cuatro; pues Manodepiedra seguía durmiendo. Toda la


familia se trajo el pescador de la mañana para apalizarles por la noche,
silenciosos llegaron en tres gabarras, y al igual que los dragonitas, ellos
sonreían y se sentían más felices por verse las caras con coitados jardineros
y no con sepultureros de pestes y lepras, tratantes con carroñas.
Y poco les duró la alegría al conseguir zafarse los dragonitas malquebien
de las redes y desenfundar sus pistolas. Y además de trabucos, ceñían
cuchillos y a mano los sables y algún fusil.

… Jardineros… jardineros… jardineros tampoco eran, no. Y supieron


también sobrentenderlo los que venían armados con remos, bicheros,
garfios y estacas de desnucar bonitos.

Cómo suceden estas cosas, no lo hablaron. Sin mediar entre ellos más que
el lenguaje de miradas y gestos acordaron desarmarse, para evitar daños
irreparables, y zanjar la cuestión al viejo estilo de la hostia limpia.

Y tirar los de Guardamar al suelo sus palos, y los de la Dragon Fly sus
yerros.

Y liarse a puñetazos.

Murciégalo se echó a la cara uno enorme. Ojovago, entrado en años, se


contentó con enzarzarse con dos a la vez, Malik con tres, y los hermanos
con cuatro por barba, aun así, eran muchos los otros, y mientras esperaban
turno para entrar en la tangana, o que no quisiesen quedarse fríos,
destrozaron in situ el tinglado que tenían montado por campamento ¡Hasta
echar abajo el sombrajo! Y siendo muchos los de Guardamar, y pocos
trastos a romper, y luces y sombras que se adivinaban en la Dragon Fly,
tomaron camino de subir al barco para buscar más contrincantes, o en su
defecto, seguir sembrando el caos y la destrucción; al parecerles poca cosa
lo hasta ahora destrozado.

Y entre hostia va, y hostia viene, se les advirtió a los pescadores que no lo
hiciesen, que por la cuenta que les traía no embarcasen sin permiso ¡Y
menos en esos momentos! E incluso Malik quiso evitarlo, pero los de
Guardamar, hay que reconocer, eran gente recia y encajaban bien los
tortazos, y levantaban, y si se descuidaban los dragonitas hasta hacían daño
pues esos brazacos batallaban a diario, duro, con las redes. Desde el fragor
de la pelea resultó imposible evitar que subiesen a bordo por propio pie. Y
bajar a la bodega.

… ¡Allá su suerte!
Y mala habría de ser al oírse inmediatamente espeluznantes gritos que
provenían del interior del navío, tan agudos y desgarradores que los que
estaban en tierra dejaron de atizarse. Y prestar ojos sólo a la cubierta de la
Dragon Fly, pues sorda la noche ahora, retumbaron pisadas tal que alguien
espantase de panteón, e intuir que quien fuese saldría tal alma huida del
Averno.

Y no, del Tártaro no escapaba nadie cómo confirmó el hombre desde el


escotillón con un alarido que les heló la sangre a los cofrades de tierra. Y
por epatados, ni ver venir, ni sentir, la muerte que se les dio a pistola, sable
y cuchillo. Y arrastrar los cuerpos hasta algunos agujeros cercanos. Y abrir
unas vías de agua en las gabarras y empujar mar adentro.

Y rematar, con pocas palabras, recogiendo un poco el sitio, levantando


mesa y sillas, y estirando las mantas del lecho; y tumbar sobre ellas y
arrebujarse de nuevo hasta la nariz; y volver a prender la respiración y
reojo en los ventanales de popa de la Dragon Fly.

Dentro bailaban luces de colores, refulgían tonalidades rojas o verdes;


cómo amortajaban azules y morados, o fluctuaba en intensidad el blanco
médula. Hasta puede que en la distancia resultase bonito de observar, desde
lejos, desde donde no llegasen los ruidos que también se producían en el
interior, y que si en un principio tuvieron el atractivo de entenderse
indescifrables letanías y salmodias de la condessa, tras la irrupción y los
gritos del asalto previo, otros sonidos que no tenían escuchados, y que
crisparían cualquier nervio, se hicieron presentes y constantes. Suspiros y
lamentos que se oían pozo de almas, chillidos inhumanos, chirridos
irritantes de cristales arañados ¡Tizas hiriendo la pizarra!... Huesos rotos en
el Gólgota.

Y silencio durante un rato, y quebrarse éste con nueva tanda de suspiros,


lamentos y gritos. Y ruidos escalofriantes.

Y así toda la noche. No pegaron ojo. Tanto es así, que sin siquiera haber
salido el sol se pusieron en facha, levantaron el sombrajo y avivaron las
brasas para el café del desayuno. Y por olerlo quizá, pronto aparecieron
Libélula y Rosario pidiendo una taza para quitarse de encima los bostezos.
Con envidia les miraban los hombres. Ellas habían dormido de un tirón
toda la noche, y por en exceso relajadas, demandaban doble el brebaje
reconstituyente ¡Y con legañas en los ojos lo dijeron!

… Incomprensible.

Y cuando les iban a inquirir cómo era posible que hubiesen dormido con la
escandalera que hubo por la noche, la pregunta se les quedó en el gañote al
aparecer en cubierta la condessa a la vez que el sol tomaba horizonte.

De negro luto vestía la mujer, con su velo calado de hechicerías y una larga
cola el vestido, que si viuda, no dejaba de proclamarla novia para el que
tuviese ojos y apreciase las cosas bellas sin atender a color u estado de la
materia.

Y solemne, en la mano, cual candil que adelantase, llevaba la nasa con el


cráneo de Bulín dentro.

Nadie dijo nada, ni acercó la mujer al fuego en torno al cual desayunaban.


Echó a caminar la condessa por la islita siguiendo un plano que reproducía
los caminos predichos por el pendiente y requeteconfirmados por el propio
Bulín de Aguiloche sometido a tortura y tormento. Y desde el mismo
momento que pisó tierra supo la condessa que el intento sería bueno. Bajo
sus pies no sintió piedra, ni arena, ni el prender de algún yerbajo, caminaba
sobre la rúbrica fría y argéntea del Gran Shbëk Lengua de Bronce, podría
haber caminado descalza y sus pies no hubiesen sufrido daño. Y cual
garabateo inmenso que siguiese divagó sin aparente sentido por la isla hasta
que sus pasos le trajeron junto al grupo.

Y coincidiendo con el primer agujero que abrieron, en el mismito, sobre la


arena removida plantarse, y decir ¡Aquí!

Y arañando someramente el suelo con la punta del pie, descubrir la


condessa una compuerta de dos hojas.

- ¡Ves, niñata de los cojones, cómo no te había mentido!

Salió el sol, y si nacido hería los ojos, apenas levantó dos dedos dañaba
la piel. Rechico, en el timón, disfrutaba sombra, pero los rafaeles curraban
bajo la solana, y siendo hora temprana, y sin damiselas en cubierta,
acabaron descamisándose y quedando con el torso al aire los primos.

Y a Rechico le flojearon las piernas.

Él, Rechico, tenía unos cuantos costurones en el pellejo, e incluso tenía


visto el maltratado cuerpo desnudo del capitán, y sin embargo, no pudo
evitar estremecerse al observar la espalda a los rafaeles. A los cinco. La piel
les habrían sacado a tiras, una y otra vez, una y otra vez, cicatriz sobre
cicatriz, hasta convertir su dorso en una callosidad deforme, y brillante,
atravesada por mil orugas moradas, y carnosas, en todas direcciones.

No era capaz de imaginar el dolor, al dar por hecho que habrían perdido la
consciencia en el trasunto de tamaño castigo. Ni tampoco podía sospechar,
¡Pues ni el capitán Ruin Bichomalo hubiese aplicado tal empeño!, quién
habría sido el carnicero meticuloso, y desalmado, que se entregase a
castigarles así… Y ni motivo concebía.

¡Así ni la Santa Inquisición se aplicó nunca!... o no le vivieron los reos lo


suficiente para que sanase la espalda y volviesen a abrir.

… A los rafaeles, una y otra vez. Una y otra vez.

Y entendiéndole la mirada perpleja a Rechico, le explicaron.

- No, no duele –le ofreció Rafael la espalda propia para que apreciase en
detalle-

Es feo de ver, sí, pero son cicatrices de la niñez; se llevan bien.

Hasta honran.

- ¿Os torturó la Santa?... ¡Tanto odia a los gitanos!

- … Santa, santa… muy santa no es la Marga, no –Rafaé dijo ofreciendo


también la giba al escrutinio- Y odiar a los gitanos, imposible.

¡Si ella lo es!... Al menos un cacho bien hermoso.

- ¡¿Eso os lo ha hecho Margarita?!... ¡¡Mi Marga!!

- Sí… y esto, esto, esto… -se sumaba Rafita al cónclave reseñando también
heridas en brazos y piernas- La Marga… es la Marga ¡Mucha Marga!
Y desde pequeñita sabía lo que hacía.

Mismamente, siempre fue la mejor jugando a “Los Hombres de Negro”.

- ¡Ya te digo! -sonrió Rafa- ¡Yo llegué a delatar a papá y mamá!

Pero no coló.

- … mmm… Yo, lo confieso ahora, os delaté a todos vosotros –dijo


revanchista Rafael Eustaquio, pues entre ellos, solía ser chivo expiatorio-

Siempre, siempre, siempre… siempre, que en mitad del suplicio y la tortura


me preguntaba quién era el jefe de los Hombres de Negro, le confesaba que
vosotros. Que yo era un mandao.

… Lo siento, a mí nunca se me ocurrió nadie más.

Y presumió Rechico que iban a hostiarse entre ellos, al no serles raro


enzarzarse por pequeñeces menores, pero, muy al contrario, hicieron piña
con Rafael Eustaquio, y entre abrazos y besos, y hacerse más bloque,
admitir los otros que ellos le delataban siempre a él cómo jefe máximo de
la negritud.

Bueno, a él y a los propios padres. A él, y a los padres de Margarita. A él, y


a los Reyes Magos. A él, y a Papá Noel.

Pero siempre primero él, por jefe y responsable de lo que fuese.

Y compungir agradecido Rafael Eustaquio.

- ¿Y jugando os hizo eso?

- Claro –tildado jefe, Rafael Eustaquio se crecía- De chavales jugábamos a


“Los Hombres de Negro” muy en serio, nos entregábamos de verdad, para
prepararnos a la vida que haríamos, e hicimos, y hacemos, de mayores.

Y que también haremos.

¡¡Vaya si seguimos jugando a “Los Hombres de Negro”!!

... Pero ahora lo hacemos en el bando de Margarita y nos va mejor; y


tenemos más fondo de armario.

Además, es más saludable estar con los que atizan, que ser estera.
- ¿Y vuestros padres lo consentían, nunca dijeron nada?

- Sí. Decían que no fuésemos tan blandengues y nada de lloros… hasta nos
intentaron extirpar los lacrimales con una cucharilla de postre.

Y en eso estaban todos ellos de acuerdo, e igualmente de acuerdo


consigo mismo, cada uno, tenía, sin entrar en contradicción, venerar a la
prima y al mismo tiempo odiarla, declarar su ejemplaridad junto con su
falta de ética, su maestría a la rueda de cualquier barco y su mala mano
para gobernar su propia vida.

Huirían de ella si pudiesen, y si pudiesen, por ella darían la vida.

Rechico, pese a enrevesados los sentimientos, los entendía perfectamente e


incluso podría hacerlos propios. Cuando menos toda la parte buena, y algún
porcentaje, aunque ínfimo, de la parte mala. Del todo no llegó a creerse la
brutal autoría de Margarita en el asunto de las espaldas, ni otras tantas
mancaduras y barrabasadas a las cuales le atribuyeron la titularidad los
primos. Genio tenía, sí, y pasional era, pero… pero… no.

No se lo acababa de creer, y por entonces aparecer en cubierta Margarita,


los rafaeles se disolvieron a sus respectivas encomiendas antes que apretase
más el sol. Y al cruce, quizá sádica, la propia contramaestre les sugirió que
se diesen crema en la chepa para no abrasarse las cicatrices.

No, no quiso creerles el cuento Rechico, pero sin atisbo de remordimiento


alguno, le confirmo la misma Margarita Laloba la historia. Era cierta, ésa y
mil peores le podrían haber narrado y Margarita no negaría, le reconvenía
la mujer a que las tomase por buenas. Le iba a costar menos al intelecto de
Rechico asimilarlas, que el empeño en refutarlas. Y hasta saldría escaldado
al descubrir que la mayoría eran verídicas.

La incredulidad de Rechico halagaba a Margarita, y al mismo tiempo


molestaba pues ella nunca necesitó justificar quién era, ni por qué hacía las
cosas. A Margarita Laloba le precedía la leyenda en todo puerto y nadie osó
nunca reprocharle la vida. Ni comentársela siquiera.

- ¿De verdad les has hecho todas las perrerías que dicen?

- Y más; algunas las callan.


- Yo he sido malo, muy malo, malísimo al decir de las viejas chismosas que
escupían al suelo a mi paso siendo niño ¡Y hacerse cruces a la inversa!

… Pero tú, tú cariño, tú has tenido que ser luciferina.

- Lucifer es un crío.

- ¿Le conoces en persona?

- Sí. Y no es mal chico, ojo; pero se lo tiene muy creidito.

Rió Rechico por la familiaridad con la que hablaba Margarita de los


personajes negros de la epopeya religiosa. Los mentaba de tú a tú. Y no le
extrañaba al hombre que se conociesen mediando el capitán Ruin
Bichomalo en parentesco.

Y ni que traído del recuerdo al presente, salió Camelita a cubierta y


demandó la atención del contramaestre. El capitán había despertado y
exigía la presencia del oficial de guardia… entre otras muchas
incoherencias.

Bajaron todos, hasta los rafaeles; quedando Rafael Eustaquio al cuidado de


la nave y de mantener el rumbo… ¡Y el hombrecillo sentirse tal el
almirante Andrea Doria!

Mala, muy mala cara tenía el capitán, encajaba y desencajaba la


mandíbula en muecas alternas, y profería pestes y maldiciones
ininteligibles. Y amenazas de muerte entre grandes sufrimientos, bien
claritas y comprensibles, por mantenerle a él atado tal perro, con traíllas, a
la cama.

¡Iba a desmembrar a los responsables!

Y, obvio, Maximino y Tiburcio, mientras llegaban los otros, escurrían el


bulto con actitudes y miradas evasivas; haciéndose los sordos. Lo cual
encorajinaba más al capitán, al no recordarles el nombre y no poder
concretar el vocativo. E iracundo forcejeaba con el correaje cuando entró
en el camarote Margarita Laloba, y por delante, cuadrándose, el
identificarse contramaestre del Kahanamoku, y al instante, oficial al
mando.
Y relajar un tanto el capitán. Y también demandar con gestos mudos que se
acercase, más, un tantito más, lo suficiente para mascullar él unas palabras,
y por próxima, que sólo entendiese ella lo que rumiaba.

- (¿Dónde puñetas vamos… hija? –espació un segundín el acabar la


pregunta el capitán- ¡Esto huele a Mediterráneo que apesta!)

- (Y estamos… padre. Es el Mediterráneo, sí.)

- (¡¿Y a costra de qué entrar?! Te tengo dicho que este mar está muerto, que
hiede a cadáveres).

- (Tú mismo pediste que entrásemos. Gritaste “Roca de Santa Pola” y


rumbo al sitio vamos.

¿Viro en redondo?)

- (¡Cómo voy a haberte pedido eso, Margarita!... ¡¿Ya pensabas que no


volvería?!)

- (Me haces daño, padre.

… Lo lamento. De verdad tomé la voz por tuya… pese a que Rechico me


advirtió que el deje no lo era).

- (¡Rechico!...

¿Qué tal se está portando?)

- (Bien).

- (¿Da la talla?)

- (¡Supo que no era tu voz!)

- (Sabes, cariño, que si no te gusta tampoco éste te lo puedo cambiar.

Tengo más candidatos).

- (No, gracias papá. Éste me parece que me va bien; me comprende; o lo


intenta).

- (Una palabra que me digas y te traigo otro.

O mando traerlo).
- (Nooo, no padre, no insistas. No seas pesado, por favor.

… ¿Te suelto?)

- (Sss… No. Mejor no.

No hija. Aún no está claro el asunto aquí dentro.

Mucho más rato no voy a poder seguir siendo yo mismo).

- (¿Cambio entonces el rumbo?)

- (No. Igual que ellos han sabido lo de Santa Pola leyendo dentro de mí, yo
también he sabido cosas de ellos.

En el fondo nos viene bien.

No descuides nuestros intereses, pero sígueles la corriente en la medida…


¿Entendido?)

- (… en la medida entendido, capitán).

- (Margarita, cariño, no te lo tomes todo a juego, por favor.

¿Me has comprendido de verdad?)

- Sí, capitán.

Afirmativo, capitán.

¡A la orden, capitán!

Y clavó taconazo al piso la contramaestre dando la orden por


comprendida. Y al instante descuadrar la mujer por también desencajar de
nuevo los rasgos faciales el capitán y bailarle el ojo la del péndulo al
traspié.

- ¡¿Y tú quién eres?! –dijo el capitán centrando el ojo y cuajando ceño poco
amigo-

- La contramaestre Margarita Laloba, capitán.

Contramaestre del Kahanamoku.

- Bien.

Que se acerque Camelita y tú a lo tuyo.


- Sí, capitán.

A la orden, capitán.

Cuadró despedida Margarita, y aunque no hiciese falta transmitir la


orden por estar presente Camelita y escucharla, la contramaestre pasó la
voz, y arrastrar con ella afuera a Maximino, Tiburcio y los rafaeles. El
capitán quería hablar a solas con la mujer.

- ¿Dónde vamos? –sin poder aguardar a que cerrasen del todo la puerta
preguntó el capitán-

- … ¿Herejía, eres tú?

- Sí… por el momento.

Dónde vamos, dime, siento en el retumbar del espinazo la ola rara… ¿Esto
no es el Atlántico, a que no?

- Es el Mediterráneo y vamos camino de una islita que dicen llama la Roca


de Santa Pola.

- …¡Puff!... ¡¡Puff!!...

Mal, muy mal. Fatal. Horrible.

¡Allí está ahora mismo la bruja de mi mujer!

… mmm… Ex.

Suéltame. Tenemos que volver al Atlántico. El tesoro que a nosotros nos


interesa, siendo del mismo amo, nos aguarda en la otra punta del mundo.

- … ¿Qué bruja?... ¿Qué mujer?

… Ex.

- ¡Suéltame, Camelita!

- Y yo te digo –muy lenta y firme silabeó Camelita mientras cerraba del


todo la puerta; para jodienda de los que prendían oído desde fuera-

Te digo, que ¿Qué, bruja? ¿Qué ex-mujer?


... y desde cuándo ostenta el “Ex”.

- ¿Mejoraría tu semblante si te dijese que está con su amante?... y además


me arrastran a la hija.

- ¡Tienes una hija!... Cómo se llama.

- … mmm… quiero recordar que… “Limoncella” o algo así…

Li… Li… ¡Libélula, sí!

Libélula.

- Se te da muy mal fingir mala memoria cuando no es auténtica


desmemoria.

¿Y la ex… la bruja que dices?

- … A tanto no me llega por el momento la capacidad de recordar, te lo


prometo, pero en cuanto me vuelva a la mem…

- ¿Cómo se llama?... ¿Desde cuándo es “ex”?

- ¡¡Suéltame, Camelita!!

- … mmmm… No.

Y tan mal le sentó que le negasen la libertad que convulsionó el capitán.


Rabió y rabió la esclavitud obligada a toda cadena o voluntad que se
pretenda férrea. Se agitó desesperado por lo cual despertó la herida del
muñón de la mano y empezó a sangrar. Y al darse cuenta él mismo de la
amputación, y no recordársela, demandar con gritos desesperados la
presencia de alguien competente; cirujano, sacamuelas, o similar. Y
desperezando los nervios seccionados, aullar él los latigazos punzantes que
sentía en todo el brazo.

Y convulsionar.

Y al aire del segundo ¡Ay! salir del camarote Camelita y entrar Tiburcio y
Maximino con el maletín del físico, y enhebrar tamaño intento de sonrisa
entre los espasmos el capitán, al reconocer en ellos a los padres adoptivos,
que Rastrojo alternó los ¡Ay! de dolor, con los ¡Ay! de alegría.

- ¡Ay! Ay ¡Ay!... ¡Tibur, Maxi!... Ay ¡Ay! Ay…


¿Vamos a la Roca de Santa Pola?

- Sí –dijo Maximino tomándole la temperatura y sosegando, mientras


Tiburcio le entraba a la mancadura del brazo- Para allá dicen que vamos.

Relájate, hijo

- … ¡Ay! Ay ¡Ay!...

¡Vamos a ser ricos!... Ay ¡Ay! Ay…

¡¡Vais a tener el circo de cinco pistas que soñabais!!... ¡Ay!...

- ¡Ni cinco pistas, ni pollas, atontolinao! –muy enfadado con el hijo se


expresó Tiburcio- Nosotros, lo que siempre quisimos, fue tener una familia.
Que estuviésemos juntos.

¡Nunca hemos querido dinero para realizar nuestros sueños, cretino! ¡Y ya


tuvimos un circo! ¡¡El mejor del mundo!!

¡¡¡Tú, tú y tu hijo, erais el sueño!!!

- Vale, Tibur, vale –a dos manos sosegaba Maximino- Tú sigue al hilo y


déjame a mí al chico.

- ¡Qué ganitas tengo que recupere sólo para cruzarle la cara!

- ¿Ya no te vale la pantufla ni el palo la escoba?...

Mírale la jeta, si el desgraciado está aterrado.

Y en verdad era terrorífica la expresión al concatenar rictus sus


músculos faciales, y de todo el cuerpo. Y sólo conseguir que se calmase vía
láudano. Le vertieron una botellita por el gaznate y en pocos minutos quedó
roque del todo, hasta roncar, quizá, soñando con la Roca de Santa Pola.

Tensaron un tanto el correaje y quedó de guardia Tiburcio; murmuraba para


sí el hombre las mil cosas que no le había reprochado al hijo hasta la fecha,
pero cansado de morderse la lengua, de reprimir las reprimendas, aunque el
otro yaciese inconsciente, empezó a echarle el rapapolvo, ensayando, la
bronca que le esperaba cuando despertase de nuevo.

Maximino abandonó la cabina para informar al contramaestre, y al resto,


del estado del capitán. Y no le hizo falta subir a cubierta, estaban todos en
la bodega rodeando a Palmiro. Tal que de la noche al día, cambiando con
ella, despertó Palmiro de lo que dijo pesadilla, y no entendía muy bien el
motivo para estar retenido en la bodega, y aún menos el tenerle con dogal y
cadena, simplemente por quedar desnovietado… ¡Desgraciadamente, esas
cosas pasan en la vida!

Manso, suave, otra persona parecía Palmiro, y uno a uno, cuando


comprobaron personalmente, todos los presentes coincidieron en que era
otro, no era el Palmiro de ayer. En el instante que llegó Maximino, sólo la
contramaestre, en cuclillas, muy cerca, tan cerca que ambos se olían el
aliento, escrutaba Margarita Laloba los ojos, el interior de la pupila de
Palmiro. Y a ella se unió Maximino y pronto llegó el hombre a la misma
conclusión que los demás. Ella no, ella dudaba cuales fuesen sus auténticas
intenciones. Ha cuatro días mal contados Margarita misma no hubiese
dudado la “honestidad” del cambio de Palmiro. El oro, la fama, el placer de
jugarse la vida con la Muerte, le hubiesen parecido a la contramaestre
razones de sobrado peso para olvidar de un día para otro cualquier amor. Y
entender inmaculada la retina de Palmiro.

Pero ahora conocía a Rechico, e intuía, que ella, no olvidaría sin guardar
resentimiento en lo profundo del cristalino si estuviese en la situación.
Aunque por el mismo motivo, reconocerse enamorada de Rechico, o
motivo antiguo tal que satisfacerse la curiosidad, decidió dejar libre a
Palmiro para ver lo que éste haría, y de paso, ella misma, darse a conocer
por dentro.

Y para seguir el experimento puso a Palmiro bajo custodia de los rafaeles;


no debían perderle ojo. Y rezongaron, les pareció el colmo tener que hacer
ahora de niñeros. Y encima de un crío estúpido, pues lo primero que hizo,
nada más abrir el candado del collar, fue “escaparse”, huir tontamente a la
sentina de dónde bien sabían ellos no había escape. Y para arrastrarle a las
bravas fuera de ser menester, entraron los rafaeles en tromba y tropel. Y de
seguido oírse zapatiesta de mamporros y quejidos.

A bobas se les había ido la mañana y media tarde. Margarita subió a


cubierta y durante un rato observó el sol estático, luego olisquear el aire, y
sin necesidad de yerros y planos, en una mar plana de señas, levantar la voz
para hacer saber a Rafael Eustaquio que era momento de virar y cediese un
cuarto clavando ahora al noreste. Desde que se había hecho cargo del timón
no se salió el primo del surco recto que se le dijo, y el pedirle la maniobra
ya fue el sumun para él y comenzó a lloriquear mientras movía los radios.
Y amén del placer intrínseco de gobernar el Kahanamoku, sus lágrimas se
debían a su convencimiento interno de haber sido ascendido por méritos
propios, a lo poco, al grado de tercer timonel; o cuarto; pero timonel y no
marino raso.

¡Sus hermanos se iban a quedar pasmados! Se iban a morir de envidia el


resto de rafaeles. Y alternaba lágrimas y risas mientras sus manos corrían
los dientes de la rueda.

Y redondeándole el orgasmo, pues incluso le iban a ver pilotando,


empezaron a salir a cubierta los rafaeles. Y ahuecarse todo chueco por
dentro Rafael Eustaquio preparando el pavoneo. Pero según se acercaban
los compadres a la rueda notó algo extraño. Eran muchos ¡Eran cinco!...
¡¡Y contando con él, serían seis!!

Y al aproximarse un poco más pudo distinguir perfectamente al nuevo. Y


aunque lo discriminó al instante por ser bastante más bajito que los demás,
para quien no les conociese en detalle quizá pasase indistinguible. Y tan
contrariado quedó, que los hermanos se lo presentaron Rafael Palmiro,
también de nombre compuesto, para ver si así le despertaba la afinidad y se
arrancaba a hablar. Pero herido en el alma, por temerse reemplazado en un
suspiro, tuvo la mala salida de intentar cambiar el nombre por motejo. Y no
se le ocurrió mejor apodo que “Rafael el Enano”.

Y, ni qué decirlo, imbuido de auténtico espíritu “Rafael”, Rafael Palmiro se


lió a guantazos con Rafael Eustaquio, y por reír mezquinos el resto la
gracieta, al tiempo se enganchó a hostias con todos. Provocando una
montonera, una pelea barriobajera, a pie de rueda, que se vio en la
necesidad la contramaestre de disolver utilizando el látigo y mandándolos a
la arboladura para ceñir velas antes que les comiese la noche. Todos a los
palillos, hasta Rafael Palmiro; que quedó.

Y Margarita Laloba retomar el timón.

París bien vale una misa, y el tesoro del gran Shbëk Lengua de Bronce
bien merecería a lo poco dos a criterio de la condessa. Encontró la mujer la
compuerta a primerísima hora, mientras desayunaba la tripulación, y por
ser el hallazgo notición, dejaron a un lado el reconstituyente matutino y se
aprestaron a abrir la trampilla. Pero no, ni tocarla por el momento. En
capricho, y necesidad, tenía ahora la dama en orden prioritario primero
desayunar ella. Y sentó a la mesa.

Lógico, los muchachos quedaron contrariados, no podían creerse el cuajo


de la condessa, para, tras tantos años de sueños, y penalidades, ahora
tenerlo al alcance de las uñas… y la mujer sentarse a desayunar con su
inmensa y santa pachorra. Y sólo tras hacerlo, dio permiso para que con
escobas barriesen la arenilla y delimitar las dimensiones de la compuerta.
Nada más. Y en cinco minutos daba la cara y el tamaño. Apenas un paso de
larga por otro de ancha, y dos hojas de madera durísima con pequeños
tiradores de bronce. Y marco de piedra.

¡Pero sin cerradura!

Tan sencilla se presentaba la apertura que Ojovago, disimuladamente, echó


mano a un pomo y se dispuso a abrirla, y desde el sombrajo le recordó a
látigo la condessa que antojo había dicho ser dos misas, y sólo iba una.
Quizá después de la comida intentasen abrir, antes no.

Un sesgo de maldad, de egoísmo, tenía la postura de la mujer, al dar por


hecho, que una vez tuviesen en su poder, y repartido, el tesoro, dejaría de
tener sobre ellos la ascendencia que hasta el momento disfrutaba. Les había
emparejado el destino al aunar fuerzas en la empresa, y cumplido el
objetivo, romperían “familia” y cada uno a sus negocios. Así que a la
maldad y el egoísmo, en justicia habría que añadir un pueril romanticismo
familiar. Pero, salvo Libélula y Rosario, no supieron el resto leérselo en los
ojos. Refunfuñando enfiló la tropa a darse un baño.

Y pese a que Murciégalo trufó una paelleta antológica, digna de figurar en


los vademécum de cocina, ¡Y que se dobló la ración de vino repartiendo
botella por garganchón!, ninguno de los presentes quiso hablar, clavaban la
vista en la compuerta y suspiraban. Ella tuvo en capricho dos misas, y
ellos, devolviéndosela, y entendiendo que quería alargar ad infinitum la
sobremesa, callaron tal estuviesen todos inmersos en acto de constricción.

Y ateos y amorales que se vanagloriaban, sin más, ordenó la condessa a


Ojovago, por actual decano de la compañía, y haberse llevado antes el
latigazo, tuviese en honor dar apertura al silo.
Y nole, no lo pudo abrir, quizá, por encajadas las portezuelas. Y la propia
condessa, más joven, probar. Pero no, tiraron con todas sus fuerzas
Zapapico y Rancapinos y tampoco pudieron; y mil pruebas hicieron con los
picos y palancas sin sacar rasguño a la compuerta.

Mágica sería hasta la cerradura, pues se lo confesó igualmente Bulín


mientras le vertía vinagre, le dijo que llave era la mano del legítimo amo, u
heredero, y a él obedecería sin resistencia. No obstante, la trampilla la
habría urdido el mismo maestro carpintero que armase “La Itinerante”, un
tipo de puerta de leyenda que aunque pareciese infranqueable, disponía de
un montón de formas de abrirse sin llave ni ser amo. Y abreviando todas
éstas, mandó la condessa traer de la santabárbara de la Dragon Fly toda la
mandanga explosiva que tuviesen para hacerla viruta.

Las menudencias de demolición eran asunto que competía a Malik y


marchó el hombre a buscar lo necesario.

Mientras, todos, por turnos, intentaron por penúltima vez, tal que fuese
heredad de Pendragón, abrir por sí mismos, y arte de birlibirloque genético,
la maldita trampilla. Y probar la primera la condessa, y no. Ojovago hizo el
intento, carente de fe, invocando en su ayuda a un tío abuelo que fue
ahorcado por desvalijar baúles y arquetas de sacristía con una simple
horquilla, y, previsible, no compareció el espíritu familiar al ser lo suyo la
ganzúa y no el deslomarse la riñonada tirando de un pomo. Zapapico y
Rancapinos se volcaron, con precisión de relojero, en atacar con sus picos,
machaconamente y a ritmo vivo, una pulgada cuadrada y buscar concretar
ahí el daño a la madera. Y aunque al observar en detalle quisieron apreciar
una muesca, al prestar ojo la condessa a la noticia la compuerta no
aparentaba herida y la mujer rogaba que pasasen vez y dejasen hacer.

Rosario tiró sin más, y otra vez volvió a tirar pero tras llamar educada a
nudillo; y tampoco.

Libélula, desde luego ya lo había intentado sin éxito y ninguna gana tenía
de repetir la pamema, y en su lugar, y por hacer algo, cedió su turno a las
perras. Y éstas, en vez de obrar sobre la compuerta en sí, empezaron a
excavar el suelo alrededor del marco, donde empezaba la arena, y por
suelta, en tres ladridos abrir una roza de una cuarta de profunda, y
entendiendo la idea, Libélula cogió una de las palancas grandes y la clavó
bajo el marco. Y animarse todos porque crujió algo.
Puestas dos palancas más a la labor, cedió tres dedos el bloque que era la
trampilla, y redoblando Rancapinos y Zapapico el empeño cedió cuatro… y
cinco ¡Una cuarta! Y meter cuñas. Y más palancas fueron los propios
cuerpos de los demás, y con gran esfuerzo, quebrándose las muelas,
consiguieron levantar y dejar vertical la compuerta.

Y bajo ella, arena. La misma que tenían ya cavada.

Y además, abrirse por sí sola una portezuela y la otra quedar batiente; sin
intervenir nadie.

Despegada del suelo no hacía función de trampilla, más bien parecía


ventana carente de casa adosada a ella. Pero al recibirse en el suelo hacía
algo parecido a ventosa y era imposible despegar las puertas.

Sí, probaron a dejarla en el suelo con las portezuelas abiertas, pero así sólo
seguían hallando la arena que ya tenían revuelta desde el día anterior. Y eso
desanimó a Ojovago, que veleta, se dejó caer al suelo para fumar y desde
allí quejar la mucha edad que tenía, y la poca gana de dilapidar lo que le
restaba en tontas aventuras.

Pero, en ese momento, llegaba Malik con un carretillo lleno de barriletes de


pólvora y rogaba que apagasen las pipas o se fuesen a fumar más lejos. Ése
era el primer viaje de la tanda necesaria para llevar al sitio todo el material
explosivo que tenían, ¡Todo! Insistió la condessa. Y veleta dicho, Ojovago
retornó a la alegría y aventuró que iban a salir astillas para reconstruir la
Armada Invencible, o el millón de cruces que se dicen la Vera Cruz. Y
palmotear tal chiquillo aguardando la mascletá.

Malik, en el siguiente viaje que hizo, trajo los artefactos explosivos más
delicados de manejar y el cordón de mecha, cebadores y demás; aún
quedaban cuatro o cinco viajes por hacer, pero eso era cosa de la que
podrían encargarse otros. Él ahora se dedicaría a montar la inmensa bomba
y lo que menos necesitaba era gente a la redonda, pipa en mano, y de
charreta. O peor, criticándole la obra.

Y así fue. Se apagaron las pipas y se confió la luz a tres candiles con
cristalera. Y Zapapico y Rancapinos hacerse cargo de traer los condimentos
que faltaban. Pero al resto, del sitio, en teoría, no les movería nadie, y
previo a empezar, para que se hiciesen idea del peligro, Malik explicó en
detalle el proceso de montaje, la inestabilidad que tendría, y que hasta que
no tuviese puesto el conjunto una lona por encima, vela untada en grasa, y
de esta manera dirigir en lo posible la onda expansiva para abajo, hasta
entonces, que sería el momento inmediato a la explosión, no era seguro
rondar cerca pues el explosivo acumulado equivaldría a… Sería suficiente
para mandar la islita a la otra punta del Mediterráneo. Y sonreírlo Malik.

Pero ya estaba solo, les echó a los otros la cansina teoría.

Con la excusa de cambiar la nave de sitio embarcaron y le dejaron a solas


con la bomba, aunque no fueron muy lejos y fondearon un tantito aguas
adentro arrastrando con el esquife la Dragon Fly.

Era de noche, y hora de cenar, y empopada la isla, con los ventanales


abiertos, si algo hacía mal Malik y aquello saltaba por los aires antes de
tiempo, desde el sitio, mientras hundían la cuchara en las judías con adobo,
admirarían la explosión y el desintegrarse el hombre en ella. Y reírlo, tan
sinceros y de buena gana, que accediendo al camarote escudilla en mano el
propio Malik, al dejarlo todo perfilado y a falta de cuatro retoques y
conexiones, se unió el hombre a la risión sin saber a qué se sumaba, y al
saber, carcajear más fuerte y llamarles, cariñosamente, hijos de perra. Y no
ofenderse los animales presentes. Y ofrecerse además el hombre a volver a
tierra y conectar todos los dispositivos y ya mismo liar el gran mondongo.

Y un clamor general fue el sí, ¡¡Sí!!, pero la condessa siguió cenando y


decir no, y desilusionados, buscar excusa la mujer en que igualmente
disfrutaría toda la costa mediterránea la pirotecnia, de Cabo de Gata a
Portbou, e incluidas las baleares, y mejor esperar a que amaneciese y
confiar al deslumbrante sol naciente, y a las nubes bajas que arrimaban, el
disimular la explosión, y la voluta, a los mirones.

Y comprendieron. Unas horas más no les demorarían.

Se intentó dormir, pero, excepto las perras que roncarían bajo tifón, se
durmió poco y mal. A saltos y con pesadillas. Y alguna cabezada dulce, sí.
Pero fue noche de intranquilidad y dar vueltas en el coy. Y uno tras otro, los
hombres, desaconsejándose el pernoctar en la isla, por peligrosísimo roncar
junto al sensible explosivo, acabaron subiendo a cubierta y tumbarse entre
fardos y velas.

Las nubes seguían cerniendo, y apretándose, convertirse en densa manta


con algunos jirones, y a través de ellos asomarse a ratos la Luna y el resto
del Infinito. Oscuro, con un archipiélago de estrellas animando a inventar
otros mundos, y entregándose, quien más quien menos, soñar todos con
nuevas vidas… ¡Hasta respetables!

Pero no llegó ni a coscorrón colectivo. A la vez despertaron todos por el


bronco ruido que venía del cielo, ¡Un trueno!, y a la coletilla del gruñido
caer al agua un rayo muy cerca. Y otro más. Y otro. Y romper a jarrear el
cielo con gotas cómo aceitunas. Y viento, mucho viento y más rayos.

Y aparecer a la carrera en cubierta la capitana, Rosario y la condessa.

¡Y caer a tierra un rayo!

E instintivamente parapetarse todos tras la amura. Y al no explotar la


bomba, volver a sacar los ojos por la borda. Y de nuevo esconderse al caer
otro rayo muy cerca del explosivo.

Y nada.

Les vendría de perlas que un chispazo de las nubes acertase sobre la carga,
y no sólo por disimular la explosión a cualquier ojo u oído ajeno que
pudiese haber a la redonda, Malik instaba a Júpiter para que acertase y así
ahorrase bajar a tierra y dar fuego a la mecha en persona; pidiendo la
condessa la máxima potencia al artefacto, no valdría la simpatía del tiro a
distancia, ni el tic-tac de detonarlo con reloj. La clásica mecha y el
chisquero aunarían las virtudes explosivas de los variados componentes de
la bomba… o detonaría igual de bien con un buen rayo.

¡Y caían rayos en toda la isla menos dónde debían!

No podía negarse que el instante, por malo, era el ideal para detonar el
artefacto, y aunque con Malik estaban, y bien rogaban, o desafiaban, que
una culebrina hiciese explosionar el invento motu proprio celestial, la
condessa, sin decir nada, miraba a Malik, miraba al cielo, y miraba la carga
explosiva, y sin proferir palabra, le sugería al hombre que fuese a la isla y
pusiese todo en marcha. Ahora sí era el momento idóneo.

Y morderse los labios la mujer para rogarle que tuviese cuidado.

Podría el hombre, el muchacho, no haber dado por entendido el juego de


miradas y hacerse el longui, o, más simple aún, decir que no, que un huevo,
que fuese ella en persona a dar chisca. Caían rayos por doquier, y lo mismo
podrían provocar la explosión en el trasunto de acercarse, cómo dejarle
hecho chicharrón si le caía alguno encima.

… Y necesitaba, además, rematar las conexiones que dejase pendientes


para aunar todo el poder destructivo. Y afianzar la lona sobrepuesta pues
mal asunto que la onda expansiva no tuviese orientación y barriese,
campase, al albedrío por la isla.

La capitana Libélula se opuso, no era necesario correr peligros gratuitos


y quiso prohibir a Malik desembarcar. Pero no encontró artículo, en el
articulado que les unía, que le impidiese al hombre hacerlo si realmente le
apetecía. Y así lo manifestó recogiendo un macuto con perejiladas
necesarias para la ocasión, e insistir Libélula, que por favor, no lo hiciese.
Tenía un pálpito malo. La idea de hacerlo explotar todo tranquilamente por
la mañana le seguía pareciendo buena a la capitana y apenas quedaban un
par de horas para que el Sol asomase el corpachón por el horizonte.

¡Por unas horas no tenía sentido jugarse la vida!

¡¿Pero, no sería acaso, dentro de un par de horas, hora igualmente, de


jugarse la vida en partida parecida?!

Retórica de lo que supuso valientes, y no necios, desarrollaba a gritos


Malik mientras remaba hacia la isla.

Y ya yendo, darse cuenta que no le daría tiempo a volver a remo hasta el


barco, una vez encendiese la mecha, antes explotaría. Con ese estado de la
mar, imposible, ni sacar la barca de la orilla, y la onda y la metralla
previsible, le pillaría, como quien dice, a cuerpo gentil y muy cerca. Mal
asunto. Quizá tuviese que esconderse en alguno de los hoyos abiertos y
rezar que la onda, de llegar, le pasase por encima.

Desde la borda le observaba la compañía el proceder, y le alababan el


valor. Ellos no lo harían, aunque fuese menor la explosión, todos estuvieron
de acuerdo en que un tiro a distancia también haría detonar bien el
mondongo, y si en vez de quedar la islita a la vera de Chipre, quedaba
orillada a Sicilia, tampoco estaría mal la explosión.

¡Sólo era una maldita trampilla!... Sí, y trampilla maldita.


Pero Malik tenía alma fallera y prefería las cosas bien hechas. Y
sospecharon que no retornaría antes de la detonación al embarrancar el bote
todo lo que pudo, y al par de pasos de despegarse, confirmando, caer sobre
el esquife un rayo que lo partió en dos y puso a arder pese a la lluvia; y a
Malik lanzarlo despedido a un lado.

No, no podría retornar a tiempo. No.

Libélula con una simple mirada a su madre rogó que suspendiese, pero
ésta, también a gesto, encogiéndose de hombros y reseñando a ceja que
Malik levantaba del suelo, expresó que ya no estaba en sus manos. Era
voluntad del hombre.

Y si hacía unas horas rieron la posibilidad de verlo atomizarse con una


explosión fortuita, ahora no les hacía ni pizca de gracia imaginarlo, y sin
embargo lo barruntaban, parecían las culebrinas que caían del cielo
buscarle los pies y le hacían correr. Achuchar de un lado a otro de la isla, y
arrinconarlo, junto a la bomba.

Y… ¡Uy!... ¡Uuy!... ¡Uuuy!... ¡Le caían los rayos en derredor!

Menos mal que la tela estaba engrasada y protegía el artefacto de la


lluvia. Malo, por el contrario, era que por manipular primero, tensar el
lienzo para evitar escorrentías, le quedaron los dedos pringosos y se le iban
las herramientas de los dedos, o no acertaba a pinchar los cebadores ¡con lo
delicado que era el asunto!

A catalejo le seguían las maniobras, y sólo le descuidaban de la vista el


ratitín que se escondían tras la borda al caer un rayo cerca y esperar que
explotase todo, y no escuchando, ni cayendo del cielo cascotes, sólo gotas
gélidas y gordotas, volvían a echarse al ojo el juego de lentes. Y alguno
arrancarse y jalearle en la distancia el tamaño de los cojones.

Y entenderlo Malik. Pero a él, desde el barco, no le oían, y aunque lo


hubiesen hecho no le hubieran entendido la mayoría de las cosas que
masticaba, los farfullos que se traía para sí mismo apenas afloraban en
fragmentos y sólo la condessa se centró en leerle los labios en la distancia.

“Quién me mandaría”… “En qué horita”… “¡La próxima vez que venga en
persona monseñor Hipólito a hacerlo con los cuernos!”... “Esto no está
pagado”… “¡Puñeteras manos pringosas!”...
- Son ganas de hacer el idiota, mamá.

Detén esto.

¡Va a morir!

- … Todos, hija ¡Todos! –con ceño torvo afirmó la condessa- Todos…

- Pero él lo va a hacer ahora, ante nuestros ojos, se va a convertir en


carnaza asada para los peces.

Va a desmigar por gilipollas.

- … Puede.

- ¡¿Quién se juega algo a que revienta?! –Ojovago abría las apuestas-

- A nosotros ponnos cinco doblones a que “no” –habló Rancapinos también


por el hermano- Cinco cada uno.

- ¿Luisín? –libretilla en mano Ojovago anotaba-

- También “no”. Y otros cinco.

- ¿Murciégalo?

- Lo mismo.

- ¿Rosario?

- En ésta no juego.

- Tú te lo pierdes.

¿Capitana?

- Obvio… cinco, a “no”.

- ¿Condessa?

- … mmmm… No me gusta jugar a estas cosas, ya sabéis, pero puestos a


jugar, jugaré a que digo… no.

Y yo voy con diez.

Y ponme también otros diez a “sí”; porque me jode perder hasta al “cara o
cruz”.
Para sorpresa de todos, Ojovago cogió el altavoz y preguntó a Malik por
la orientación de su propia apuesta, y para que no le tildasen de inoportuno,
en alto cantó los envites de los compadres embarcados, y así se diese
cuenta del respaldo, la confianza que tenían en él; pues hasta Ojovago se
apuntó igualmente cinco al “no”, a que no la palmaría el otro en el
petardazo.

La misma caja de la Dragon Fly cubriría la apuesta ¡Y doblarla!

Matemático, y a “cara o cruz” la cosa en boca de la condessa, sería el


momento de apuesta arriesgada y jugar Malik en su propia contra. Y el
único inconveniente que le entendió, fue la imposibilidad de cobrar en
persona lo puesto en juego.

¡Tonterías las suyas, las de un cerebro sometido a tanta presión… y


tormenta gorda!

Seguían cayendo rayos, menos, pero más cerca y más rabiosos al retumbar
el doble el aire roto en la avenida de la chispa al suelo.

Y en una de éstas bajó la condessa a las tripas del barco alegando necesidad
imperiosa de obrar a solas. Y la hija creerlo por tener la madre desencajada
la cara de verdad desde hace rato. Y bajó, pero en vez de buscar alivio para
las entrañas, lo que buscó fue algo que le sosegase la conciencia.

Nunca había hecho, sagrada consideraba la intimidad de los tripulantes,


pero lo leído en los labios de Malik le incitó a ella a leerle el correo a él.
Sabía que entre los libros guardaba cartas y, no sin vergüenza, vertió un ojo
en los contenidos. Y no. No encontró nada de lo que aunque buscaba no
quería encontrar. Y al ir a cerrar el último libro se percató que una hoja
estaba cortada a mano con el meticuloso estilo de Malik, tan hábil
papirofléxico, que pese a rasgar la hoja por la mitad no le quitó ni una
palabra a la obra que narrase.

Aun así, raro que dañase Malik un libro sin necesidad. Y redoblando su
temor, por confirmar, al iluminar la impresión residual con un carboncillo
de dibujar, explotarle en los ojos a la condessa un mensaje:

“Urgente a Monseñor Hipólito Ruhan-Polduc.

Estamos en Orán y vamos a casa del Assessino”.


Tal fue el azoramiento de las vísceras de la mujer, que por necesidad
imperiosa vomitó en el sitio, y de camino a su camarote le siguieron
atacando arcadas, que al contraerse el cuerpo, le impulsaban a la memoria
la infinidad de veces que había llamado “Hijo” a Malik sintiendo tal que
serlo. A él y al hermano Okeway, los hijos de Gandagüé, hijastros suyos y
de Bulín, hermanastros de su hija Libélula, e, incluso, brevemente, novios,
y por lo tanto yernos e hijos políticos con todas las de la ley por un tiempo.

Malik había sido eso y más.

Y pese a enlagrimados los ojos no erró la condessa al coger del armario de


las armas el fusil de matar osos polares. Con él subió a cubierta y ciñó el
correaje mientras tomaba postura, y encuadrar en la mira, y coincidiendo
con la caída de un rayo, ¡Y aunque le descubriese la hija y le implorase a
mirada rota que no!, ella, llorando, disparó sin remordimiento alguno.

¡La explosión fue tremenda! Tremebunda, y si hubiesen quedado a mirar


en vez de parapetarse tras la amura, amén del cegador fulgor que les
hubiese quemado las pupilas e imposibilitado con ello de todas formas
admirar el prodigio, si hubiesen permanecido atentos a lo que pasaba en
tierra, habrían presenciado el hundirse dos palmos toda la isla en el agua.

Eso no lo vieron, ni el subir de la voluta en forma de lengua de fuego hasta


las nubes, aunque la explosión fue “fortuita”, y la orientación de la onda
buena, no dejó de caer por ello pedrea alrededor. Piedras pequeñas, cómo
puños y melones, granizaba.

Y lo que sí les tiró de bruces al piso, al topar con ellos, pese a acuclillados
tras la borda, fuel el tsunami generado camino de su rápida expansión.
CAPÍTULO VIII

En lontananza una luz iluminó la mar. Nada raro surcando aguas


embravecidas por tormentosas, pero extraño se le hizo a Margarita Laloba
que el fulgor subiese del mar a las nubes; y con forma de hongo flamígero
gigantesco.

Era una explosión, enorme, y sin pensárselo mucho tocó con la campana
zafarrancho.

Ya estaban en cubierta los rafaeles por tornar el cielo a rudo, y artillado con
cuatro piezas, el Kahanamoku necesitaría de dos operarios más para
manejar a pleno rendimiento sus cañones. Y la contramaestre ordenó a
Rechico y Camelita que se dispusiesen a obrar con la bicha de popa, e
inexpertos declarados, Margarita misma, por próxima, les podría ayudar
con las instrucciones, el resto de la artillería, emplazada en los cardinales,
la operarían los rafaeles de dos en dos; y ella gobernando el timón; y
Maximino y Tiburcio al cuidado de mantener estable al capitán; entablando
charla a cañonazos, el bajel iba a temblar un tanto.

Saeta, delfín brincaba el Kahanamoku aceptando todo barlovento que le


entrase, tumbando la nave pese a quedar descuadrada la artillería, volvería
a cuadrar más cerca, cuando alcanzaron a divisar un barco fondeando ante
la isla de la cual surgió la lengua de fuego y que también era,
¡Casualmente!, su punto de arribada. Llegaban a la Roca de Santa Pola, la
isla de Planissia, y la encontraban ocupada.

Bueno, en puridad, tanto barco cómo isla estaban al momento vacíos,


deshabitados, aunque no supiesen ellos. El grueso de la tripulación de la
Dragon Fly, el monto total más las perras, se apiñaba en un bote camino de
tierra.

Y si hubiesen estado embarcados, sinceramente, le hubiese dado igual a


Margarita. Arrimó el Kahanamoku hasta una distancia cómoda, y sin
mediar parlamento, ni siquiera mísero carraspeo, empezaron a obrar las
baterías.

La contramaestre leyó la pose descuidada de la Dragon Fly y atacó en firme


a la yugular. Ante ella cerró el timón haciendo girar en círculo prieto el
Kahanamoku, dando tiempo a que por vuelta se disparasen todas las piezas;
y recargar. Tal metrónomo descargaban alcanzando sus objetivos, dañando
el cuerpo de la dragona, su arboladura, rompiendo la cadena del ancla de
fondear y entregándola al capricho de las olas que la empujaban a la playa.

Y varada, indefensa, seguir percutiendo contra ella con balas impregnadas


en polvo de pirita que trazaban el vuelo y buscaban herir la santabárbara,
romperle el corazón al barco, hacerlo deflagrar.

Y no hacía.

Comenzó a salir humo, eso sí.

Y también empezar a dar respuesta desde la isla los que desembarcaban del
bote y raudo se parapetaban en los agujeros abiertos. Y previsible el surcar
en redondo de Margarita, acertar con los fusiles los de tierra a meter miedo
en el Kahanamoku.

Y sólo cuando estuvo convencida la contramaestre que el otro barco no


volvería a navegar nunca, abrió el círculo y volvió a perderse en la mar
negra.

Referencia en la noche, al sosegar la enrayada, era la Dragon Fly


ardiendo bajo la lluvia en la playa; el velamen caído en cubierta. Y tras
abrir su estela el Kahanamoku, apareció por la otra parte de la isla, que
pequeña, seguía ofreciendo diana fácil, pero en vez de contra el barco,
buscaban ahora acertar a los que con fuego menudo respondían desde
tierra. Y con igual estrategia, cañonear un par de vueltas y luego esconderse
en la oscuridad. Y aparecer al cabo y dar juego en otro punto.

Y huir al negro tras reventar el bote embarrancado.

- ¿A quién cañoneamos? –aprovechó Rechico el trecho en lo oscuro para


preguntar-

¿Por qué disparamos?

- ¡Me están robando!

… Esos cabrones no están ahí por nada bueno.

- ¿Es tuya la isla?


- Lo que esconde debajo y buscan.

Ahí está mi herencia.

- Coño, sí que la tienes que conocer entonces bien.

- Y tú a nada que un rayo de Sol ilumine el pago; es una isla de tres por
cuatro pasos… el quinto te sales a la mar.

- ¿Y qué dices que oculta el sitio?

- Mi heredad… parte.

En un silo profundo encofra el tesoro del gran Shbëk Lengua de Bronce;


bueno, por derecho de conquista, al momento también es de mi padre; el
tesoro del capitán Ruin Bichomalo.

Pese a lo que digan muchos, no es gran cosa en comparación con otros que
duermen, pero en sí tiene el ser el primer gran tesoro de la humanidad en
esta parte del mundo. Y estar constituido por piezas de oro y plata
aluviales, de piedras preciosas surgidas al ojo con la simple lluvia desde los
albures del ser humano.

La riqueza fácil que quedó al alcance tras el primer amanecer de la


humanidad, la aquilató y escondió Shbëk.

Y vale más por su historia intrínseca, la leyenda, que por el peso total que
puedan dar a la romana los metales nobles y las piedras maravillosas.

¡Aunque serán toneladas!... si han de vivir de ello nuestros tatatataranietos,


en palabras de mi padre.

- … mmm… Me he perdido.

¿Y cuándo dices que pasará a ser nuestro?

- Lo será; heredad de mi padre; arras de mi parte.

Al momento, obvio, él, es el propietario.

Y volvían a aparecer, y engrasados a la dinámica, en una vuelta obrar las


cuatro piezas y esfumarse de nuevo. El Kahanamoku era avispa cazando
moscas a cañonazos. Sí, erraban, y en cuanto hablaba la primera pieza,
cubicados en la mar, contra ellos también se disparaba y silbaban las balas.
Mordían la madera con secos bocados. Y el ¡crack! ponía los pelos de
punta. Y cada vez acertaban más cerca.

- ¿Y si probásemos a preguntar quiénes son y lo que andan hurgando? –


propuso Rechico- Lo mismo hasta son buena gente y no están haciendo
nada malo.

Todo puede que sea un malentendido o casual necesidad.

- … Y yo me he caído de un guindo –Margarita maniobraba para repetir el


punto de asomarse, y no habiendo hecho, sacar una vuelta de ventaja y
doblar la andanada- … la explosión… la nave fondeando fuera de abrigo…
no salir nadie de las tripas del barco pidiendo auxilio… caer chuzos de
punta y ¿ellos buscando refugio en tierra?

… En Planissia no hay refugio.

… ¡Fuego proa, ya!

Pero no conseguían eliminar la resistencia de tierra, en los mil hoyos


que barrenaban la pequeña estepa escondían y desde ellos disparaban, y
saltar a parapetarse en otro. Y tras un par de pruebas variando la distancia a
la cual se exponían para realizar fuego con los cañones, concretar que los
de la isla sólo disponían de cuatro armas de largo alcance y lo demás serían
pistolas.

Eso invitó a Margarita a tomar nueva estrategia y maniobras de timón.


Ahora sólo obrarían con los cañones de babor y estribor, y por mayor
calibre de asunción, cebarían con cadenas y chatarra, hasta con chinorros
pequeños del lastre. Iban a navegar en zig-zag, fuera de su alcance, aunque
repartiéndoles metralla desde el Kahanamoku. Apuntando bajo, buscando
barrer a ras de suelo.

Y para traer el cebo de las piezas sobraban los que habían quedado exentos
de popa y proa. Y previsto el poder necesitar, en gavetas pesadas
acumulaban los proyectiles oxidados de hacer daño indiscriminado, y
aunque no gustaba usarlos Margarita al ser maliciosamente su objetivo
desgarrar velas, que argüían los moralistas para siempre disponer, cómo
mutilar la tierna carne humana, o de ballena, que también dicen, pero todos
guardan en la bodega las cajas de la innoble metralla; y demás maldades.
Desde tierra no imaginarían, o quizá sí; lo que desde luego habrían
descubierto es el nuevo patrón de movimiento y el dejar a dos instrumentos
la serenata de cañonazos.

Eso pretendieron, pero sería a tres voces porque el fusil de matar alimañas
gordas de la condessa seguía llegando allá donde se pusiesen, al extremo,
que ambos, barco y mosquete, tirando pieza menuda, perdían efectividad a
distancias parecidas.

- ¿Prima, volvemos a tirar sandías desde lejos que con ésas sí llegamos? –
propuso Rafaé- Nos quedamos quietos fuera del alcance de ellos,
orientamos todas las piezas, y les sembramos el terruño con garrapiñadas
en andanadas de a cuatro.

- Sí, pero tiraremos granadas que exploten. No creo que les hagamos
mucho daño, pero menos les haríamos con proyectiles macizos o huecos.

- ¿Bajo yo a buscarlos… mmm… prima?

- No, tú no. Tú siempre a mi ojo.

¡Ah! Y si me vuelves a llamar “prima”, te saco un manojo de tripas por el


ombligo ¿entendido?

- ¡Sí, capitana!

- … “Contramaestre”, Rafael Palmiro, “contramaestre”.

- ¡Sí, contramaestre!... por aquí me andaré, a mano.

En esta nueva baza de asedio volvieron a jugar con la discreción de las


últimas oscuridades y mantenerse fuera de la vista de los de tierra.
Buscaron un enclave óptimo y cañonearon desde él. Obvio, no acertaron a
nadie. Algunos, que se sabían expuestos por haber sido vistos, cambiaron
raudo de agujero, y los que se creían a salvo por miméticos, o bien por
tumbaditos y pegados sobre profunda roca madre, esos no movían. Pero les
buscaban el ángulo de caída en la próxima si sabían dónde habían
guarecido.

Y así ocurrió con Ojovago. Escondía en el alcorque que él mismo abrió


para las “ojimargas picantes de los días impares de mes” que dijo la
condessa, y lo grato de oír la pronta sinfonía del pico cantando yerro por la
mañana, tras cavar un agujero pobretón en tierra amarga, se alegró
entonces, sí, pero ahora maldecía el malamente esconder con dignidad
arrebujado a ras de piso. En la boca del hoyo explotó una granada
acertando un fragmento a atravesarle la cara horadando las dos mejillas ¡Y
llevándosele la lengua!

Del escondite, desconcertado, levantó el hombre echándose las manos a los


mofletes. Y bramar gutural tal bestia que no usa lengua y sólo ruge de
garganta, y entraña, marcando peligro o dolor sincero. Y romper a correr,
divagar tal pollo sin cabeza pese a tenerla. Y gritar, gritar de dolor, o de
angustia, al descubrir en la distante borda del Kahanamoku un fusil, un
brillo, que alidaba la mira a su ojo. Y expeler la bocacha el fuego.

Y ver venir la bala, el plomazo que le arreó en la frente Margarita Laloba


con el mosquete de matar elefantes marinos; que también tenían; y en más
número, seis. Cinco para manejar los rafaeles y uno para ella.

En nada amanecería y pusieron el barco a contraluz del sol naciente.

Estático quedó el Kahanamoku, y para mantener también quietos y


encamados a los de tierra se desplegaron los rafaeles por la arboladura;
soltando en rendición las velas, dando ese juego por perdido, para
ofrecerles a ellos mejor cobertura en los palillos. Y en los primeros minutos
tuvieron bastante acierto al herir, o matar, pues no pudieron concretar, lo
menos a tres de los otros. Debieron pensar los de tierra, idénticos los
rafaeles, que sólo uno de ellos andaba haciendo el mico en el tendedero y
dándoles paqueo. Uno sólo se imaginarían que era el que realizaba los
disparos, y a los segundos que calcularon tardaría el del barco en cambiar
de posición y coger otro fusil, se expusieron y por ello el acertarles. Pero
pronto aprendieron que no tenían que entregarse a cálculos propios y se
dejaron de mover, de dar la cara. Aunque no de disparar entre rendijas con
el fusil de matar osos polares; y también tomaron nota los rafaeles de lo
cerquita que les clavaban el plomo a nada de asomar de más.

Crecía lento el día, hasta el astro parecía querer retener su elíptica y


calentaba en exceso. Y tras la tormenta de la noche, envolvía una chicha
bochornosa. Un horror de lagartera asfixiante, que aprovechó Margarita
para trabajar la zapa de la Moral contraria, y ordenó a los rafaeles y demás,
que por parejas, y dándose relevos, se pegasen un gratificante chapuzón por
la amura segura y restregarle a gritos a los de tierra la frescura y bienestar
que proporciona el agua. No creía la contramaestre que los otros tuviesen a
mano mucho agua dulce y cuanto antes empezasen a gastar la que
atesorasen, mejor.

Y Rechico y Camelita hacer binomio y disfrutar de verdad, y a alarido en


cuello, cantar las gratificantes excelencias cristalinas del lugar mientras
chapoteaban ajenos a que al otro lado del barco la gente estaba armada y a
la greña. Buscando matarse. A la capa, era el Paraíso.

Y subir chorreando a bordo con una sonrisa sincera y correr la vez.

Y Rafael Palmiro, aunque rezongante, empezar a desvestirse, pero el resto


de rafaeles ni moverse del sitio. Con ellos no podía ir la orden pues no
sabían nadar.

- Vamos, Rafaé, al agua –ordenaba la contramaestre que el otro cogiese


puesto-

- ¡Ya sabes que no sabemos nadar, Margarita!... No nos humilles más, por
favor.

- ¡Cómo que no sabéis nadar!

- Los fundamentos sí, los principios arquímedicos –intentaba apoyar Rafita


la explicación-

- La práctica mal, mu mal –ejemplificaba en seco Rafael- Yo mismo, no sé


por qué, pero sólo me sale nadar pa abajo, pa lo profundo; yo sin una
cuerda al pie, y vosotros al otro extremo, no me meto, ni me atrevo.

- Yo lo que llevo peor es respirar bajo el mar –Rafa lo había intentado


infinidad de veces- Y la verdad, me es imposible.

No puedo. No me sale. Se me llenan los pulmones de agua.

No sé cómo lo harán los peces, pero yo no puedo.

- ¡Yo os he visto nadar a los cinco!

- Donde cubría poco, o llevando nosotros cinturones de calabazas… tal


perrillos –admitía Rafael Eustaquio- Las veces que nos vieses nadar “bien”
es porque amaestramos una familia de mantas raya y tumbábamos sobre
ellas.
- Sí. Con ellas planeamos, en cierta ocasión, hacer un desembarco masivo
de “Hombres de Negro” en tu casa –con nostalgia recordó Rafita- Por la
parte de atrás… Ése sí fue un buen plan; lástima no poder ponerlo nunca en
práctica.

… Idea de Rafael Eustaquio, por descontado.

Pero… Pero desaparecieron, fueron desapareciendo las manta raya, hasta


que un día ya no vino ninguna a la llamada.

Emigrarían o se las comería un tiburón que les entendiese la querencia a


donde cebábamos.

- … jejejejeje… ¡Me las comí yo! –rió malévola Margarita-

Me jamé seis en tres semanas, me acuerdo perfectamente; de hecho,


empaché, y a despecho, desde entonces aborrezco el plato en toda tinta.

- ¡Que te comiste a Indalecia! –roto por dentro se manifestó Rafael


Eustaquio descorazonado- … a Josefa, Vladimira, Paca, Rabilarga…

¡¡A Eustaquianita!!

… Pues que sepas… snif, snif… que sepas que la que sobraba, la que tú
quisieses en realidad, iba a ser para ti… Hubiese sido tuya.

¡¡Te comiste tu propia montura acuática!!

Y Rafael Eustaquio llorar tal Magdalena pues llegó a establecer con


Eustaquianita una relación especial, más allá de la típica del pescador
lujurioso con su captura… más bien cómo la de la esposa de éste con un
pulpo manco. Aquella manta raya fue lo más parecido a una mujer que
había conocido, y, en cierta forma, se enamoró. Y gemir cómo enamorado
con el corazón constreñido, y pese a desalmados los compadres no reír,
empatizar la desazón y unirse a la llorera. Y la llantina imponerse pese a
malamente extirpados los lacrimales en la infancia.

Y aunque en un principio le supieron a vitriolo las lágrimas de los primos,


acabó la contramaestre por entenderlas buenas al extenderse los lamentos
por la mar y llegar a tierra. Y tras rato de hipos y respingos profundos, y
algún “¡Madre mía, qué tristeza!”, “¡Sólo tengo ganas de morirme!”,
“¡Señor, llévame contigo!”, se avinieron los de la islita a romper su silencio
y llamarles maltratadores, berrearles malnacidos, tildarles despreciables
torturadores para sacar tamañas languideces a cualquier alma coitada. Les
exigían los de tierra, e imploraban por caridad humana, que cesasen el
suplicio al momento con los espíritus cándidos que atormentasen y les
diesen un pañuelo para enjugarse las lágrimas, o, en su defecto, que
aplicasen prontamente descabello con cualquier verduguillo que les
rondase. Pero más lloros no ¡Por favor! Eran desquiciantes.

Y ni qué decir, Margarita tomó asiento y empezó a contarle a los primos, a


recordarles, parte de las mil y una putadas, atrocidades, que perpetró contra
ellos siendo chicos; o de mayores. Y los otros, trayéndolo al presente, o al
presente enterarse de la autoría de lo que ellos supusieron muertes
accidentales y fortuitas de otras queridas mascotas, y compañeros de
recreo, moqueaban tal grifos rotos y lloriquear tal fuentes.

El berrinche iba in crescendo.

Y Camelita y Rechico quedar clavados al sitio con la boca abierta. Mucho


confesó la contramaestre, e incluso inventar, para llevar al paroxismo
lacrimógeno a los primos y enervar al extremo a los de Planissia, y así estos
tuviesen un descuido, asomasen un segundo de más y tener oportunidad de
arrearles un tiro con el fusil que orillaba a ella.

Pero la cara de Rechico era un poema. Colgaba ojos como platos y temió
Margarita que se estuviese escandalizando en exceso, y aunque no, pues
casualidad que en ese momento, por el idílico juego de luces, se la
estuviese imaginando el hombre desnuda, prefirió la mujer dejar de avivar
malos recuerdos. Y con dos saltos, compungiendo en firme los rafaeles,
aprovechó para bajar al camarote del capitán y subir dos libros. Pero no dos
obras cualquiera, para ella eran libros favoritos y contenían el mejor peor
final de los que hasta la fecha tenía leídos. Y los primos también los
conocían, igualmente les eran piezas favoritas de la Literatura Universal, y
pese a no saber leer, les eran libros de cabecera que pedir a Margarita les
leyese cuando estaban tristones o con ganas de drenarse sin excusa los
mocos.

Y sin que le rogasen, leyó.

Pero sólo los finales y desde parte reseñada.


Abrió, cómo no, teniendo los corazones tiernos los rafaeles, con los últimos
capítulos de las aventuras y desventuras amorosas de un tal “Cyrano”. Y ya
sólo enunciarles la novela, sin tocar la tapa, redoblar a llorar los primos en
los palos y atarse a estos con los cinturones y fajas por saber que la que
vendría les dejaría flácidos; sin fuerza para agarrarse a la arboladura.

Y ser.

Y aullar lastimeros sin fingimiento alguno la desdicha, y gloria, del


narizotas.

Y a continuación, sin tiempo para recuperarse los hombres, anunciarles que


la siguiente obra sería la biografía de un muchacho que llamó “Zalacaín”.

¡Y fue el acabose!

Ni en el Infierno se escucharon nunca semejantes lloros y respingos.

¡Lloraban hasta los de la isla sin saber la razón!... Y suplicaban se


terminase con el sufrimiento, y compungir, que despertaba daño solidario, y
de ser menester, si les placía, bajasen ahora a tierra y allí proseguir a
tortazos la charla que habían interrumpido y dejado inconclusa. Pero que
quien llorase dejase de hacerlo ¡Por las chumberas del vía crucis!

Y pingüe información extrajo Margarita de las protestas y los insultos.


Apenas que cinco voces distintas clamaron, y aunque alguno hubiese
permanecido mudo entre el vocerío, también pudiera compensarse con que
alguno de los vociferantes estuviese herido y no alcanzase a otra cosa que
intentar el daño de palabra.

Muchos más no serían, cinco o seis, no más.

Pensó la contramaestre que planteándolo bien, podrían ejecutar un audaz


desembarco contando con los primos, Rechico y ella misma. Les sería fácil
pues además los rafaeles eran auténticos especialistas en la lucha cuerpo a
cuerpo y con armas cortas. Y mejores todavía si les amparaba la oscuridad
y el pillar al oponente por sorpresa.

Y para dar tiempo a que fuese momento, y seguir trabajando la zapa de la


moral contraria, ¡Y más que nada por ser horas, sí!, le rogó a Maximino,
que discretamente asomó para informar que el rancho estaba listo, le pidió
que tocase con ganas el triángulo de aviso y también recitase a voces, tal
pregonero de Ruscarella, el menú. Y la carta de vinos.

Y, por supuesto, las recomendaciones del chef.

Pudiera ser el primer día de verano, pero el Sol calentaba cómo 15 de


julio a las cuatro de la tarde… en Sevilla… esquinados a la calle Sierpes.
Hasta el agua de lluvia que remansaba la roca madre en el fondo de los
hoyos estaba tal sopa. Impregnaban en ella los pañuelos y se mojaban la
cara, ése era el somero alivio disponible, pues al sorber se apreciaba el
sabor salino y terroso que lo impregnaba todo; insalubre. Zapapico y
Rancapinos tenían sed, sed y hambre, y estaban de muy mala leche. Y
heridos. A Rancapinos le había arrancado, valga la vulgar redundancia,
desde la cepa, dos dedos de la mano derecha un mosquetazo, y una esquirla
de metralla en el muslo que apenas le permitía apoyar bien sobre esa
pierna. A Zapapico le rozaron la cadera tres fragmentos de chatarra, y pese
a todo rasguños, también tenía problemas de movilidad. Y los hermanos, tal
buenos enfermos, quejaban alternativamente las heridas, el hambre y la
sed; y pedir que les mulleran el lecho agazapando en arena suelta. Y no ser
los únicos, también Rosario, sin tantos aspavientos, escapándosele algún
¡ay!, asumía que en el glúteo le iba a quedar señal hermosa, y a Libélula en
un hombro otro recibo no menor y bello.

Indemnes, la condessa y Murciégalo.

Y, curioso, indemnes pero afectados. Y con evoluciones opuestas en su


estado anímico.

La condessa encajó muy bien la pillada en renuncio que les hicieron por la
noche, y sin dilapidar en clamar la torpeza, dar réplica y guerra abierta a los
que vinieron cañoneando. No se paró la mujer a pensar en quién pudiese
ser o por qué. Se entregó a la guerrilla, a reptar de un agujero a otro
mientras caían en derredor obuses, a jugarse la vida una y otra vez
exponiéndose más de lo debido para lograr el disparo perfecto. Y sin
embargo, no conseguirlo.

Al menos, eso sí, descubrió que las trincheras hechas a cañonazos,


comunicando un hoyo con otro, le permitían desplazarse taimadamente,
aunque con rodeos de laberinto, de una punta a otra del apéndice de la
islita.

Bueno, y también encontrar cachos sueltos de Luisín Manodepiedra, que


reuniendo, ni completo juntaría.

Y no le afectó a la condessa, no. Ni inmutarse.

Pero ¡Ay amigo! en cuanto se disolvió la negrura y a la luz quedó la silueta,


y en un culeo acertar a leer y confirmar el nombre del barco que les
hostigaba, ¡Kahanamoku!, la condessa quedó petrificada y sin poder
evitarlo se enrocó en un silencio reconcomitante.

Y coincidió con el resurgir de Murciégalo. El hombre pasó la noche


tumbado en el hoyo más profundo que recordaba; arropado con dos de los
pescadores tiesos de la cofradía de Guardamar. Y hasta dejarse caer encima
tierra para si invadían la islita enterrase del todo y esquivar el tiro de gracia.
Y no responder a las voces del propio bando que llamaba al recuento de
efectivos. Y por no abrir la boca, la capitana le buscó por los agujeros hasta
que lo encontró; y dejarle dónde estaba entendiéndole bien protegido; ella,
al igual que la madre, de un lado a otro de la isla se arrastró buscando
oportunidad para el fusil. Y Murciégalo no habló, ni escuchó la llamada, ni
fue consciente de haber sido descubierto por Libélula. Ni recordaba
siquiera haber respirado entretanto, y tal que despertando de la apnea,
cambió con las claridades del día. Salió de su agujero y reptó a otro, y de
ahí a un tercero que resultó ser el mismo que ocupaba la condessa. Y ésta,
blanca, asida al mosquete de matar osos, con la vista perdida en la nada y
una clara actitud introspectiva que le inhabilitaba para manejar el arma.
Ausente de sí misma, Murciégalo le quitó la escopeta y los pertrechos para
dispararla.

Escurrido y lagartija, Murciégalo se encargó durante toda la mañana de


recorrer las trincheras y buscar ángulo decente para tumbar a alguno de los
que daban paqueo entre las gavias, y siendo siempre simples sombras y
siluetas recortadas contra el velamen, por probar, disparaba, aunque lo
único que conseguía era delatar su escondrijo y que en respuesta le silbasen
las balas al oído antes de cambiar de nuevo de ubicación.

Y dosificar los disparos, debía hacer, él estaba en condiciones, los demás


no.
Y puesto a exigirse Murciégalo, y comprendiendo que necesitaban agua
y material médico para restañar las heridas, y, sí, comida y vino para
Zapapico y Rancapinos porque estaban insoportables, se aventuró
voluntario, y propulsor de la idea, al ofrecerse a arrastrarse hasta la Dragon
Fly por un sendero de hoyos que había descubierto y ayudado a conformar
excavando con las propias manos. Él reptaría hasta las entrañas del
desvencijado navío y traería de regreso lo necesario para apañarse las
carnes, la garganta y el buche; algo habría. Al momento, era lo que
imperiosamente necesitaban, y una vez obtuviesen, podrían pasar a pensar
en otra cosa.

Y nadie le rompería el capricho.

Tal chancho se rebozó de cabeza a pies en el barro, y nimba, se perdió


camino de su objetivo.

Lo que quedaba de dotación de la Dragon Fly reunía en un gran hoyo,


gimoteantes y desvalidos, ¡Con lo que ellos habían sido! Ni sombra de lo
sido, no. Y culpa no era el hambre y la sed, o el encontrarse diezmados y
heridos, no, ni por sitiados, destrozado el barco y quizá evaporado para
siempre el sueño de hacerse con el tesoro del gran Shbëk Lengua de
Bronce, no. Lo que tenía sumido al grupo en el lamento y derrotismo era la
abstracción profunda de la condessa; consiguió arrastrarla consigo Libélula
y llevarle junto a los demás.

Pero seguía inmersa en la catalepsia y desesperanzaba su ausencia.

Eso era lo peor, su mirada al vacío y sus pequeños movimientos faciales,


tic, que denotaban una intensa charla interna que se estuviese trayendo
consigo mismo la mujer. Y asustada la hija, por durar más que de
costumbre la privación, aunque con dulzura y palabras tiernas, comenzó a
zarandear a la madre para traerla de vuelta a la vigilia. Y llamarle “mamá”
sólo “mamá”. Ni condessa, ni sidi Hassami said Hassiam, ni patrona, jefa,
Patata, Deditos de Plata, ni los mil apodos que se había echado a la espalda
a lo largo de su vida al no tener nombre de pila. “Mamá”, sólo “mamá”. Y
besar en la frente, la cara, las manos. Y zarandear de nuevo impeliéndole a
retornar con el simple vocativo de “mamá”.

¡Mamá, por favor!

- ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!... ¡Mamá!


- … Sí, sí… qué, qué pasa…

… ¡¿Qué pasa ahora?!

- Tranquilízate, mamá. Tranquila.

Incorpórate a tu esencia despacito, sin prisas, pero reincorpórate al mundo


de los vivos, mamá. Por favor.

¡La cosa está seria!

- … ¡Y tanto, hija, y tanto!...

- Por qué pones esas caras. Por qué hablas así.

Mamá, por favor, céntrate, te necesitamos.

- … Mejor nos sería darnos a la estampida.

- ¿Por qué?

- ¡¡Es el Kahanamoku!!

- ¿Y?

- Ese barco es ojo chico, cristalino, del capitán Ruin Bichomalo.

- ¿Y?... Mamá, con el capitán Bichomalo te has visto las caras un par de
veces y has salido victoriosa; según siempre has dicho.

¿Dónde está el problema?

- Que ese bajel, concretamente, lo pilota la Muerte.

… Bueno, una hija que tuvo la propia Muerte con el capitán Ruin
Bichomalo; antes de pudrírsele los testículos.

Y aunque sus labios siguieron hablando, recayó la condessa en la


abstracción. La Leyenda, ¡La Historia, por ser cierta!, cuenta que los
Arquitectos del Universo, cuando tuvieron a bien reunir en la Tierra todos
los seres maravillosos surgidos en los mundos a la redonda, para evitar
conflictos entre ellos, imposibilitar que ninguno se hiciese con el mando
absoluto del cotarro, pusieron por juez en el sitio a la Muerte. Y su trabajo
pronto se demostró necesario. Hembra, que no mujer en los primeros
instantes del planeta, administraba sin desfallecer los tiempos de los
nacidos. Y justa siempre fue, y abnegada, al provocar varias extinciones
masivas sin temblarle el pulso; varios diluvios. Y he aquí que llegó la Edad
de los Hombres y la Muerte se vistió de señora para pasear discreta entre
iguales y proseguir su labor encomiable. Y le gustó ser mujer. Calzarse el
envase carnal y gozar ¡y padecer! sus sentimientos intrínsecos. La dama de
la guadaña se enamoró de un simple mortal, y sin desatender su ímproba
encomienda, con él se entregó a vivir años felices, intensos; por un breve
lapso de tiempo, que fueron décadas, la Muerte se sintió humana.

Pero no lo era, y al abrir una buena mañana su agenda de trabajo descubrió


que el primero de la lista era el esposo.

Se saltó el orden establecido y como si no hubiese leído empezó con el


segundo de la lista de decesos. Y así día tras día, semanas, meses, años… Y
el nombre del ser amado siempre el primero.

El hombre, más que centenario, dejó de andar al no tener sus piernas fuerza
y sentó. Y a los pocos años tumbó en el lecho para ya no levantar. Y
empezó a pudrir por dentro al cansarse sus órganos de prestar servicio e ir
colapsando paulatinamente.

Y el marido dijo basta. Quería morir y quizá con sus últimas fuerzas le
exigió a la esposa que le diese plácida muerte sin más tardanza. Y por
voluntad cerró los ojos.

La Muerte lloró desconsoladamente durante un mes, y en ese tiempo no


falleció de muerte natural ningún ser en el planeta.

Jamás, en miles de millones de años, nadie había fiscalizado la labor de la


señora. Pero se hizo. Cientos de millones de individuos, ¡Miles de
millones!, de todas las especies, hicieron un uso indebido de la existencia, y
quienes sean los auténticos mandamases, le requirieron y ella no tuvo
explicación. Lo único que le salió de dentro fue manifestar que ella también
quería morir.

¡Imposible!... Sin Muerte no habría Vida.

Durante eones discutieron entre sí los Ingenieros de la Existencia, y durante


ese tiempo no hubo ni Muerte, ni Vida, ni movimiento.
Y cuando volvió a girar el mundo la Muerte tenía concedida la voluntad. Si
era su deseo, podría morir ella misma, sí, siempre y cuando dejase en el
pago para sucederle una hija igual de capaz. Y la Muerte engendró con el
esposo difunto una sucesora digna, y para que llegase a serlo, antes de
ceder el cargo y traspasar responsabilidades, mandó a la muchacha a
conocer mundo e iniciarse sin prisa en el oficio; mientras, ella empezó a
pudrir junto al marido. El Gran Shbëk Lengua de Bronce.

Y ese derecho se arrogaron en heredad, una tras otra, todas las damas que
han ostentado el puesto, y título, de Parca.

… La próxima heredera de La Fría, se decía, que pilotaba por capricho


propio el Kahanamoku.

Zapapico y Rancapinos hubiesen preferido no saber, no escuchar la


narración de la condessa, hasta Libélula, pero por tomarlo por mala
fabulación de la madre, mala e inoportuna, se hubiera ahorrado la tétrica
historieta. Sólo Rosario sabía de la verdad de las palabras, emparejada su
vida hace mucho al devenir de la condessa, codo a codo habían surcado
todos los océanos conocidos y algunos mares ignotos, y en el intervalo no
pocas veces puso su vida en juego, y aunque patente que hasta la fecha
había ganado todos los envites, no dejó de rondarle La Fría y conocía su
perfume. Olía a camposanto, tal al momento, y no porque empezasen a
pudrir los abundantes cadáveres, ¡Más muertos que vivos censaba la islita!,
el olor de la muerte es aroma a yerbecillas y pequeñas flores, a volteada
tierra fresca que lenta seca, a ínfimos insectos y lombrices dulcemente
reciclando toda materia.

Embriaga el aroma si se le atiende.

Y buscándolo en el aire, venteando, descubrir que les rodeaba. Y también


ver que Murciégalo había llegado muy cerquita de la Dragon Fly, mucho,
pero debido al leve movimiento de las olas, ahora desde el Kahanamoku
quedaba al descubierto, y a tiro, el último trecho que le faltaba por cubrir.

Necesitaría una cobertura, una maniobra de distracción. Y tanto para los


otros cómo para ellos mismos, ideó la capitana armar pelele. Ataron a un
muerto fusiles en las manos, y otro apoyado a bayoneta en la espalda que lo
apuntalaría por detrás, y todos juntos, aunando fuerzas, levantar en el aire
el cuerpo inerte y mantenerlo medio segundo al ojo. Y en la siguiente
enseñada otro medio segundo. En la tercera, que expusieron el segundo
entero, el cuerpo del individuo se llevó dos plomazos. Y al ratitín volvieron
a asomar concitando sobre él más fuego. Una y otra vez, tantas, que
cansados los del Kahanamoku de dispararle a lo loco, se centraron en irle
vaciando las cuencas de los ojos, borrar la sonrisa seca, descorazonarlo… y
volarle los huevos.

Sí, dieron a entender que ya sabían que era juego y dejaron de disparar.

¡La maniobra resultó un éxito y sin ser descubierto se introdujo Murciégalo


a través de un agujero del casco en la Dragon Fly!

¡Pufff! Todo estaba destartalado y con visos de haber ardido


brevemente. Por suerte, entre la lluvia, y las olas, extinguieron uno tras otro
todos los conatos de propagarse las llamas del velamen a las tripas; y algo
se podría salvar. Pero todo destrozado, por eso le fue sorpresa que pese a
que ardiese la tela del barco, y que el oleaje se llevase mar adentro la que
constituyese ajuares y vestimenta, al entrar en el camarote de la condessa,
¡Milagro!, la única tela que a la mujer realmente importase, ¡¡El cuadro de
maesse Caravaggio!!, estaba indemne y a salvo en su colgadura. Aunque
por constituir al instante el cielo de la cabina, quizá no fuese oportuno decir
que colgaba al no hacerlo; henchida la madera, lo atenazaba manteniéndolo
en el aire. Y por puro amor al Arte ponerle el hombre cuatro puntales y
luego seguir a lo suyo.

Y lo primero buscar entre el batiburrillo de la enfermería los útiles


necesarios para apañar la carne de los heridos y los botes de ungüentos para
desinfectar y mantener a raya las fiebres. Y un rato se tiró seleccionando
instrumental hasta que encontró el maletín de las urgencias, allí lo tenía
todo reunido y se lo cruzó en bandolera a la espalda para proseguir.

Atendido ese encargo, se centró en encontrar agua potable. Por la posición


en que descansaba la dragona, acumulaban tanto los barriletes de agua,
cómo demás viandas, enseres y trastos que transportasen, en el pañol de
drizas, y para discriminar en ese oscuro maremágnum, sin que se le fuese el
día en conseguirlo, se le presentaba necesario una luz. Podría abrir un
agujero en el casco, pero eso delataría su presencia a bordo. Lo más
sencillo fue confeccionar tea con una estaca, unos manojos de cáñamo, y la
grasa que utilizaban para untar roldanas y bisagras, y la cual también poseía
la virtud de auspiciar unas llamas azuladas que ni las olas aplacaban; por
contra, el humo olía fatal.

Con la antorcha le fue bien sencillo encontrar, aunque por todo echado a
perder, perdió mucho tiempo apartando trastos hasta que dio con un barril
de agua en buen estado; y aferir de ése a otro más pequeño para poder
transportar con él. Y encontrar pólvora en condiciones óptimas; y
munición; aunque no mucha. Y un barril de sardinas arenques que le invitó
a coger otro barrilete de agua y así hacerlas pasar por el gañote sin sufrir las
consecuencias de la salazón.

En total, más peso y cosas de lo que sería capaz de transportar en un solo


viaje, y a dos, se le hacía doblar la exposición.

Moverse por las tripas del barco, pese a echado sobre un costado, no era
difícil pero sí cansino. Además de la arena y el agua que había entrado, y
anegaba, se atravesaban cacharros y enseres, restos de arboladura,
mamparos descuajeringados, todo el cabotaje embrollado convertía en
yincana el desplazarse por el interior de la Dragon Fly. De uno en uno tuvo
que ir llevando los bultos, que había seleccionado en el pañol de drizas,
hasta el camarote de la condessa que sería vía de salida discreta; de los
ventanales de popa al primer agujero de la isla apenas mediaban seis o siete
pasos… y tiempo de correr tres padres nuestros.

No era problema si lo hacía solo, no lo sería, pero si consigo pretendía


llevar lo reunido lo entendía entonces despropósito. E imprescindible, en
cualquier caso, otra maniobra de distracción para poder intentarlo.

Y tras rato de gestos y chisteos mudos, y agitar la antorcha en el oscuro


camarote, consiguió Murciégalo que Libélula le viese y entendiese lo que
pedía. Una nueva tanda de muñeco.

Lo malo, que los del Kahanamoku ya no hacían caso y no disparaban; y


puede que ni mirar.

Aun así, volvieron a preparar el pelele, y en vez de asomarlo, primero se


mostró Rosario fingiendo ser el muñeco de siempre, y en el segundo que
estuvo expuesta concretar a dos rafaeles distraídos en la arboladura, y a una
mano por arma, sin casi poder apuntar, disparar la mujer los dos fusiles
cayendo por el retroceso en el mullido aterre previsto. Y clavar los plomos
no muy lejos de dónde quiso; pero fallar. Y fallar en el disparo y no en la
intención, pues al izar nuevo pelele, desde el barco volvieron a freírlo a
tiros.

Y jugar con los del Kahanamoku el tiempo que necesitaba Murciégalo.

El hombre utilizó un cacho de red para envolverlo todo, y a la urdimbre del


arte ató un cabo, y con él en la mano atravesó a la carrera el espacio
descubierto para tirarse de cabeza al hoyo. Y luego arrastrar a su posición el
hatillo con todo.

Y temió que terminaría en fiasco la empresa al jalar de la cuerda y cantar


ésta enganchón. Notaba que en el otro extremo algo retenía su presa, y ni
que pescase a caña bonitos dio dos tironcitos y luego uno fuerte que
consiguió su objetivo y desenganchó el petate de dónde fuese. A resultas de
lo cual, eso también, por el ruido, creyeron los del Kahanamoku que
alguien huroneaba en esos instantes en el interior del barco encallado, y sin
tardar mucho dispararon contra la dragona granadas de artillería y obuses
incendiarios, un par de andanadas, pero por no escuchar alaridos, ni salir
nadie pitando de dentro, atribuyeron todo a la marea que subía y deglutía
los restos. Entre la mar, y el fuego que prendieron los últimos cañonazos,
acabarían con el armazón de la Dragon Fly y todo lo que aún contuviese.

Horrores le costó a Murciégalo arrastrar tras de sí la red por el


entramado de trincheras. Más de lo que supuso. Acabó exhausto,
derrengado, pero compensó con la cara de alegría de Libélula al verle
aparecer. Primero la mujer le cubrió de besos, y luego se dedicó a repartir
vituallas y curar sin tardanza las heridas de los compañeros. Él miraba a la
capitana con sonrisa menorquina, feliz, orgulloso de verla trabajar con tanta
delicadeza, y con dos parpadeos que retuvo el hombre quedó gratamente
traspuesto.

Y le dejaron dormir, se lo merecía por intrépido. Se le fue la tarde a


Murciégalo roncando tal bendito.

Y tal niño pequeño, sí, despertar sediento y hambriento cuando el día


llegaba a su fin y el fuego que devoraba los restos de la Dragon Fly
competía en luminosidad con el Sol ¡Y ganar!

Hundido éste tras la línea, victoriosas crecían las llamas del barco
iluminando más y más.
Y entre mordisco y trago, para pronto saciarse, y contar a trompicones en
qué estado encontró los pobres entresijos de la dragona, comentó
Murciégalo que ya era lástima, ya, que estuviesen ardiendo vorazmente los
despojos de la embarcación, pues de no hacer, y entrada la noche, podrían
repetir la audacia previa y reintroducirse en el navío y recuperar “La
Decapitación de San Juan Bautista”, al encontrar él la obra intacta, y quizá
eso animase a espabilar a la condessa.

¡Y vaya si le animó!

Salió de la ataraxia, se puso de pie y rompió a correr en dirección a los


restos ardientes sin disimulo alguno, atravesando hoyos y trincheras sin
cuidar del blanco fácil en el que se había convertido.

Las cofas del Kahanamoku estaban confeccionadas con madera recia y


refortificadas con chapa, y pese a ello, se le dijo a Rafael Palmiro que no
las usase. Algunas peladillas que tiraban desde tierra atravesaban el
rechapado y agujeros de bala validaban el consejo. Aun así, el hombre en el
otero de mesana parapetaba y escrutaba la islita por los orificios. Era el
único sitio en el que podría estar solo. Ahí, y en el beque; aunque allá
tampoco mucho rato. En cualquier otro lugar del barco siempre se
encontraba con un rafael a la vera. Pero en la cofa, por expuesta, no. No
subían. Allí podía pensar en sus cosas, ¡En Rosita!, y fumar en pipa.
Aunque pronto se le jodió el echar humo al evocar a la zagala y romper de
un bocado rabioso la cachimba sin darse cuenta.

Estaba, lo que se dice, endemoniado.

Y por demonio de los que le rondaban, o producto de su imaginación,


entendió a la condessa. Le vio atravesar a la carrera la isla, saltando zanjas
y hoyos, y sin retener la zancada arrojarse a las llamas e introducirse en los
restos de la Dragon Fly. Y no gritar la abrasión, no.

Sin duda, era producto de su imaginación calenturienta y no merecería la


pena dar la voz para avisar a los demás; si su compañero de guardia, Rafael
Eustaquio, no había tampoco disparado o dado el “agua”, eso quizá fuese
por no ser real el espectro que vio danzando. Aunque la realidad de Rafael
Eustaquio en ese momento era echar una cabezadita temprana soñando, por
su parte, con Eustaquianita.
El resto de tripulación tampoco se enteró de nada, cenaban al tiempo que
atendían al contramaestre las explicaciones para llevar a término el
desembarco en la Roca de Santa Pola. En la islita de Planissia.

Sería un plan académico. Una clásica envolvente. Margarita utilizaba el


convoy de la vinagrera, el salero, y algunos mondadientes, para representar
sobre el mantel el diorama alegórico. En un principio utilizó aceitunas,
pepinillos, una berenjena fue el Kahanamoku, pero enganchados los
rafaeles a los encurtidos y todo comistrajo, en cuanto se descuidaba la
mujer le destrozaban barco y bote, amén de desaparecer tropa del mapa; y
dejar los pipos y rabillos dando fario de desastre el intento de invasión. Así
que cambió los ítem representantes por objetos no comestibles y a partir de
ahí pudo proseguir desarrollando el plan.

Y era sencillo. Antes de la medianoche, ¡de malditos sea siempre la hora


bruja!, los rafaeles, más Rechico, más ella misma, bogarían en el esquife
hacia la negrura del mar, y tras circunvalar la isla con amplio radio,
esperarían en el otro extremo la señal. Y ésta se daría a las doce en punto,
cuando Camelita dispararía los cuatro cañones, con cadencia de tres
minutos, dándoles ocasión a ellos para arrimar discretamente el bote a
tierra y desembarcar. Y tomar el enclave a sable y cuchillo; y previsible la
espantada hacia delante de los otros, Maximino, o Tiburcio, aquel que no
quedase al cuidado del capitán, debería ayudar a recargar los cañones para
hacer uso contra el enemigo de salir éste a campo abierto; Camelita los
barrería con chatarra.

Más sencillo imposible.

Tan sencillo, que más tarde se lo explicarían con cuatro palabras a Rafael
Eustaquio y Rafael Palmiro que estaban en las cofas; aunque de este último
desconocía las capacidades y barruntaba las malas intenciones.

Y con razón. Y de enterarse la contramaestre que el hombre vio cruzar a


la carrera a uno de los de tierra y no dar la voz, eso, eso ya le costaría
abrirle la espalda cómo sólo ella sabía hacer.

¡Y qué no le haría por descubrir que tampoco llamó a las armas viendo
repetir la jugada a otros cinco!
Aunque en descargo, y no lo sería, adujese que estos enhebraron por los
hoyos y trincheras, y además, a paso raro y encorvados. Tal que si
caminasen heridos o fuesen procesión de muertos vivientes.

Dudó Rafael Palmiro a qué categoría adscribirlos, si a los pobres cuitados


que llevaban casi veinticuatro horas dando pólvora, o a seres sin alma y
deudos del Averno…

… No, no era buen criterio para diferenciar, pero de cualquier forma era
bueno para sus intereses revanchistas.

… ¿o no?

Y siguió el hombre dudando. Si hacía bien, o no, callando lo que había


visto. Lo sopesaba mientras la contramaestre, llamándole a vísperas, le
contaba el plan a seguir y su papel en él, y por ser su función última
esperarles en el bote tras el desembarco, finalmente calló y no dijo nada.
Bogó hasta el otro extremo de la islita sonriendo viborino; al igual que el
resto de primos.

Por fin iban a pisar tierra los rafaeles tras una eternidad de no hacerlo. Y
sólo por eso estaban contentos. Y también por ir a tener taimada
oportunidad de pasar a cuchillo a unos cuantos, por eso en concreto, les
brillaban los ojillos. Y darse codazos impacientes mientras esperaban la
señal, y al producirse, sabiendo que eran delegados de la Muerte que
llegaban con las sombras, saltar a tierra sonriendo y llevando en las manos
el cuchillo de vela y la navaja propia; al cincho un sable y cuatro pistolas;
mientras les fuese baza y ventaja la sutileza del acero corto no utilizarían
las armas de fuego; ni el acero largo. Todos chitón.

Y desplegarse en abanico los rafaeles, y tras ellos, segunda línea y cierre,


Margarita Laloba y Rechico; Rafael Palmiro quedó al cuidado del esquife.

Sembrado de hoyos y correderas estaba el lar, y antes de internarse en el


laberinto escrutaron las posibilidades ¡Y los peligros! Pues ya desde el
inicio, y con la perspectiva de trinchera, descubrían agazapada gente. Más
de la que sospechaban. Pero aquellos estarían más atentos a lo que les
viniese desde el Kahanamoku por el cielo, que vía a ras de suelo, y de ahí
obtuvieron su ventaja. Y alimañas salvajes y silenciosas, saltar sobre los
desprevenidos, y muertos, pescadores de la cofradía de Guardamar de
Segura.
Y apuñalar. Acuchillar con saña, sin cuidar si era la primera mojá, o la
vigésimo novena, o alguna de las de entre medias, la que se dictaminaría en
un posible peritaje la causante incuestionable del óbito.

Hasta les dio igual que estuviesen muertos de antemano porque no


apreciaron. Ellos se entregaban a clavar el puñal una y otra vez
frenéticamente. Y pese a silenciosos, escucharse en retaguardia el… zas,
zas, zas, zas… del hundir en carne y sacar la navaja, y repetir. Y cebarse,
cegar, hasta llegar a las cincuenta estocadas; pues las iban contando.
Entonces pasaban a buscar otro oponente, pero antes, tomar resuello y
localizar entre los hoyos el laborar de la parentela. Y divisarlos volcados
igualmente en la sajía o rastreando incauto nuevo.

En retaguardia se agitaba nerviosa Margarita, o así lo entendía Rechico


que tenía en encomienda cubrir con sus pistolas a la contramaestre. Ella
estaba centrada en clavar sus sentidos en la noche, y sin apenas percibir,
entender lo que pasaba. Y le molestaban a la mujer las llamas de la dragona
porque le cegaban si miraba, y el batir atronador de las olas también le
hurtaba, o a ello achacaba, el no oír los jadeos silenciados del que muere a
cuchillo, o los ¡ay! sorpresivos y delatores del que no muriese rápido. Sólo
los cincuenta “zas” de costumbre en los primos y su propio resollar
satisfecho y casi mudo. Y le era extraño a Margarita que nadie escapase
corriendo y llegase hasta ellos. Eso se saltaría todas las estadísticas que
tenía conocidas. Por eso no paraba de moverse y mantener templado el filo
del sable trazando molinetes. Intentaba discriminar lo que pasaba en la
negrura. E instar nuevamente a Rechico a no usar las pistolas salvo que ella
lo dijese; y aunque no explicitó la posibilidad, también entendió el hombre
su uso en caso de correr ellos peligro; pero no decirlo la mujer por no
vislumbrarlo probable. Ella ya había visto a Rechico manejando la katana,
y aunque tenía presenciadas sus acrobacias de salón y no la real brega de
espada que gastaba, aun así, se le hacía espadachín de tres al cuarto
comparando con los mejores que conocía la contramaestre; y si su propio
padre, el capitán Ruin Bichomalo, era buen ejemplo de ello, Margarita
misma era aún mejor. El sable le era una uña larga al final del dedo y
acariciaba el aire cómo te cortaba en rodajas a tanto concreto, o concreto
peso que se apostase el hacer lonchas venecianas a nadie. Adolescente, ya
era mejor que su padre a la espada, y en la puesta de largo ganó a la
mismísima madre a sable de una forma rotunda y aplaudida entre los pocos
espectadores que tuvo por invitados; tíos y primos.

… Sí, quizá ni la madre le ganase con la guadaña.

Pero no huía nadie, nadie gritaba, y le empezó a escamar el asunto, al


extremo, que silbó aguda retreta ordenando que retornasen los primos. Sí,
desde un principio debía haber ido ella en vanguardia en vez de quedarse a
cuidar de Murciégalo y controlar desde lejos a Rafael Palmiro; pese a no
decirlo. Debió ir ella para saber del tortel.

Los primos tardaron en cumplir la orden, la demoraron todo lo que


pudieron, porque necesitados de contacto con tierra firme de vez en
cuando, ¡Pero que muy de vez en cuando!, tanto, y tan necesitados, que
volvían arrastrándose y revolcándose al paso en la arena, hasta comérsela a
puñados si encontraban remanso con granulometría apetitosa o terrón con
sabroso aspecto para hincar el diente. Y por cuadrar ante la contramaestre
hechos unos coratos, les dio oportunidad de explicarse aunque sospechaba
que elaborarían camelo o patraña para pegarse el moco. Cerdos les rescató
su madre de la isla de Circe, y a Margarita, lechones, entregó en regalo para
hacer con ellos lo que quisiese. Y en vez de comerlos crudos tal esperasen
los progenitores, los convirtió en primos con los que jugar y a los cuales se
debió añadir familia para que la cosa se volviese interesante; y zíngaros.
Pero encontrados puercos, el acervo jabalín les brotaba y a la que podían
enlodaban; por eso mejor dejarles siempre a bordo. Y por eso hizo mal no
yendo ella la primera.

Los rafaeles informaron de haber aniquilado toda resistencia y encontrarse


la isla entregada. De cabo a rabo la recorrieron entera y en total mataron lo
menos a treinta o cuarenta y tantos; casi diez por cabeza; y acabar todos los
fiambres rondando las trescientas puñaladas.

Cosa de cotejar lo dicho, Margarita echó a andar la isla buscando a los


muertos hechos, y al encontrar, primero hundía el sable en el corazón, y
luego se agachaba a interrogar al fulano. Y aunque no hablase, le sacaba
mucha información al difunto. Y así uno tras otro, hasta más o menos la
veintena ¡no cuarenta o cincuenta como dijeron!

En fin, todos al bote y de vuelta al barco.

… Allí les iba a cantar la gallina por rematar gente que ya estaba muerta.
Y si todos reían de vuelta al Kahanamoku, incluida la contramaestre,
Rafael Palmiro lo hacía el que más al descubrir, de reojo, que sus
“demonios” salían de los despojos de la Dragon Fly en llamas y se perdían
en el laberinto de trincheras. Y al ratitín, aquellos, empezar a disparar
contra la barca obligando a que los rafaeles buscasen la noche en vez del
bogar sosegado y pegadito a la costa con intención de regresar al
Kahanamoku. A la negrura, proa a la noche y mar profunda con boga de
tumbar los cuerpos adelante y atrás. Y hacer, y encajar Rafael Palmiro en el
ritmo de los compadres sintiendo una rara y placentera sensación de
engranaje. Y rendirse al embrujo de la voz de Margarita Laloba cantando el
ritmo de boga. Boga, boga, boga. Ella no debía temer a los plomos que les
tiraban pues permaneció sentada, y tranquila, en el castillete de la pala
gobernando el timón. Margarita no agachaba pese a acertar tan cerca las
balas que les saltaban encima astillas del disparo en las bordas; u oían volar
a dedo de la oreja una peladilla de cazar osos.

Atendiendo al calibre y la distancia, fue extinguiéndose el bufar de los


proyectiles. Hasta que quedó la cosa en monólogo y sólo bailaba el plomo
que buscaba matar plantígrados. Y siendo los rafaeles, incluido Rafael
Palmiro, y el propio Rechico, piezas menores, parecían los plomos volar
olfateando la espalda o la cabeza de la contramaestre.

Cerca, muy cerquita pasaban, tanto, que acabó una bala rozando el costillar
de Margarita, y pese a apenas levantar y cauterizar al tiempo la piel sin ser
mayor herida que un rasguño curado solo, ese plomo, ese concreto plomo
para cazar griszleys, era el primer quebranto que en la carne le hacía nadie
a Margarita Laloba en la vida. Y quizá sintiese la mujer a la par el dolor
emocional y el físico, y los hizo uno.

Y gritó. Reventaron sus pulmones la noche y empezó a llover. Y tronar. Y


compacto el cielo, correr rayos las barrigas de las nubes buscando lugar
ideal desde el que precipitarse a tierra. Sí, ningún rayo al mar. Todos a
tierra.

Y sin adelantar sus planes, al ser obvios, hizo Margarita virar en redondo el
bote y se puso a cantar boga de carga. Un “Boga, boga, boga” tan prieto,
que la última vez que se escuchase en el Mediterráneo fue cuando todavía
estaba en uso el aguijón etrusco.
Lógico, escuchado el grito aterrador, y ver virar y enfilar para la isla
nuevamente el esquife a ritmo de ataque, invitó al grupo de la condessa a
volver a huir por las trincheras y quizá encontrar escondrijo otra vez en las
tripas ardientes de la Dragon Fly. Era locura, pues la acababan de
abandonar tras recuperar con gran trabajo “La decapitación de San Juan
Bautista” que seguía incólume; aunque al momento enrollada tal vulgar
tapiz u alfombra. Aquel infierno lo dejaron un instante previo al colapso y
quizá fuese despropósito de desesperados introducirse entre las llamas para
ocultarse; lo mismo los puntales hasta habían cedido. Pero no hubo otra
propuesta, ni habría tiempo para enunciarla, y casi a la vez que se
introducía el último de ellos en los restos ardientes de la dragona, el bote
que transportase a Margarita Laloba embarrancaba. Y untar Murciégalo con
grasa resistente el cerco de entrada, y pegarle fuego, justo cuando la
contramaestre del Kahanamoku saltaba a tierra con los sables desnudos y
gruñendo.

Y olisqueando el aire.

Y advirtiendo que no le siguiese nadie o… ¡¡o!!...

… que aguardasen, por su bien, todos en el esquife.

Recorrió Margarita las trincheras tal que La Peste fuese, y brillo de su


persona, haciendo danzar los aceros para descuartizar en daditos pequeños
los cuerpos de los de Guardamar; garantizándose que no levantasen más;
uno a uno, llenando de cebo para gaviotas toda la islita. Y no dejar la mujer
un hoyo sin escrutar, y patear el laberinto de trincheras sin olvidar recodo
visitable. Incluso costeó buscando que quien fuese no ocultase flotando
orillado. Pero nada. Ni en la Dragon Fly entendió escondrijo al estar
ardiendo con virulencia todo el cascarón por los tres costados.

No. No encontró enemigo en Planissia, sin embargo a ella alguien le había


herido y de recuerdo del desembarco se llevaría el rasguño. Y hervía por
dentro. Pero no encontraba chivo expiatorio vivo ni sació perpetrando
escabechina con quien no la pudo padecer.

De vuelta al esquife ordeno retornar al Kahanamoku. A Rafael Palmiro, por


ser el más menudo, le mandó que se hiciese cargo de la pala y compartiese
el castillete. Ella marchaba en jarras y no quería perder de vista la isla.
Estaba de mal genio, lo estuvo, hasta que de repente vio el fogonazo de un
fusil en tierra y casi al instante al oído le silbaba una bala la porfía.

Y reír Margarita, tan de buena gana, que sus carcajadas rompieron las
nubes y se empezaron a rasgar éstas abriendo agujeros. Y pedir a los
hombres que echasen riñones pues quería llegar rapidito al Kahanamoku
para seguir el juego. Y bogar con ganas los rafaeles volando los plomos
bajos y acertando algunos en remos y bordas.

Gustó siempre Margarita de jugar a dispararse con los primos, y por


suerte para ellos dejó de interesarle el entretenimiento cuando tuvieron
edad de manejar calibres serios; y no sólo tirar garbanzos de los que hacen
daño, dejan moratones y saltan dientes y ojos, pero no matan. Era tan buena
que siempre les ganaba y no tenía aliciente la cosa.

Aunque con el presente rival quizá sí fuese interesante echarse una partidita
buena, una de las de “A Vida o Muerte”. Y para ello, al llegar al
Kahanamoku, recogió unas cuantas cosas de la bodega que supuso le harían
falta. Descuidando de los seis mosquetes, también se hizo con cuerdas,
palos y hasta sombreros, y más atrezzo, y subir en una brazada todos los
aperos a cubierta. Y en cubierta congregar toda la tripulación armada con
catalejos y en buen ángulo de perspectiva, habían hecho correr los rafaeles
lo mucho que se entregaba la prima a cualquier juego, y por abnegada y
felina, siempre fue un placer observar sus evoluciones desde fuera… desde
dentro de la partida, daba miedo; y salvo Tiburcio y Maximino, el resto
parapetaba curioso.

Margarita distribuyó los fusiles por la amura y armó un ingenio que le


permitía hacer asomar un par de dedos los sombreros por la borda sin estar
ella cerca. Y titiritera, ofreció el primer melón vacío, y al acto, lo tumbaban
de la feria. Y ella ceñir el correaje al encare mientras contaba los segundos
que tardaría una mano hábil, muy diestra, en realizar recarga y prensar la
pólvora. Y ofrecer otra supuesta cabeza que no tardó en concitar disparo,
pero ahora Margarita estaba con el ojo dispuesto y encarada, y en cuanto
concretó la deflagración respondió, tan certera, que no le cupo la menor
duda de haber atinado al escucharse un grito lamentando la muerte de un tal
“Kenny”. Y repetir estratagema, y repetirse los alaridos lastimeros y las
blasfemias, y añadir a la defunción de “Kenny”, la de otro llamado
“Cartman”. Y después “Bender” y hasta “Milhouse Van Houten”, todos
nombres tan absurdos para un pirata de ley, o un simple canalla, que
Margarita acabó intuyendo que eran falsos.

Y por las risas que se echaban, también.

Rompieron a reír en tierra y eso le sugirió demandar un catalejo a los


mirones y echar la contramaestre un ojo en detalle. Y al hacer, por dejar
expuesto entre carcajadas, ella, y los demás, comprobar que el sombrero
que le ofertaban en respuesta, igualmente, tenía cuatro agujeros de bala.

Y masticar Margarita una sonrisa que era manifiesta patada en los


cojones. No tenía la mujer necesidad, ni obligación, de jugar en igualdad de
condiciones, y mal perder que se le presupuso siempre, y quizá por eso
nunca perdió, ordenó, exigió a los rafaeles, que tres de ellos fuesen
trayendo altramuces de la bodega, garrapiñadas variadas, y otros tres se
dedicasen a ir cargando y preorientando las cureñas móviles, ella se
bastaría para ir ajustando a la pulgada los cañones y disparar. Y con tal
ritmo y tino, que los rafaeles no daban abasto en su encomienda, y los de
tierra dejaron de reír y asomar el pelele.

¡Granizaban polvorones!

Se aplicó Margarita a barrer la islita con método cartesiano y disciplina


prusiana. Huecos, macizos, proyectiles que explotaban, cadenas, clavos
¡¡Alcayatas!! escupía sin tregua el Kahanamoku.

Sembró el lugar de desolación, y no satisfecha, rabiosa por no confiar en


que hubiese servido de algo el despliegue artillero, volvió a abrir fuego
contra el cascarón ardiente de la Dragon Fly al ser el único vestigio de otra
forma de vida sobre la isla.

Aunque explícitamente muerta la nave, y remuerta, se encargó


concienzudamente de hacer el barco cachitos tales que a la mar no le
costase trabajo arrastrar los detritos sin dejar huella; ni el fuego, que se hizo
humo al ser devorado el último tablón ardiente.

Clareaba. El este auguraba la proximidad del astro y las sombras


empezaban la retirada. Ellos, lentamente, iban tomando ánimo y sin apenas
levantar la voz la condessa llamó a congregar. Y acudieron reptando. La
noche había sido horrible, densa, de temer todos ser los únicos
supervivientes, así que al reencontrarse se abrazaban y besaban tal que años
llevasen sin verse. Y la más feliz, la condessa. Ni rastró del bajón del día
anterior; con soltura agarraba el fusil. Lucía una sonrisa que era media luna
e indicio de su resurgir tal ave fénix. Ella misma se lo notaba en las
comisuras, y sin embargo, la compañía tenía expresión cariacontecida. Y no
por los daños respectivos, les tenía epatados el aspecto de la mujer. Pese a
encontrarse exultante, la condessa…

… La condessa…

… La condessa había perdido todo el pelo; quemado hasta las raíces…


¡Incluso cejas y pestañas!

- … Mamá… mmmm… Tu pelo… tu pelo…

- Ah, ya sé, hija. Ya me he olido. Monda me he quedado ¿no?... ¡Qué le


vamos a hacer!

… Pero no importa; con suerte, volverá a brotar.

- ¡¿No te importa?! –sabía Rosario de los cuidados que necesitaron esos


“pelos”- … Ven. Déjame que te mire porque tú no estás bien. A ti te ha
acertado de refilón un zambombazo y ahora mismo no sabes lo que dices.

… ¿Te encuentras bien de verdad?

- Mejor imposible, no te preocupes; un nimio escozor –dijo la condessa


dándole a Rosario un beso breve y tierno, y ciñendo un bonito pañuelo de
seda- Esto del pelo son menudencias que sanarán con un buen pelucón… y
arrancando a lo Walter Kennedy, para resarcirme, de aquí en adelante, la
pelambre a quien se la encuentre abundante.

- Mamá, por qué estás tan de buen humor… es incoherente.

- ¡¿Baladí te parece descubrir que a la Muerte se le puede herir?!

… ergo matar, y no sólo de Amor.

A La Parca, estoy convencida, que le he hecho una buena muesca.

Margarita Laloba todavía no había heredado el puesto de la madre, no


era la Muerte, no, era simplemente su hija, aunque tampoco era moco de
pavo que la condessa también fuese sidi Hassami said Hassiam. La propia
mujer ostentaba un título parecido aunque de menor abolengo y raigambre
mística. El Assessino venía a cumplir la misma función que la dama de la
guadaña, pese a que su lista la confeccionasen meros seres humanos, y no
potencias cósmicas que se entretienen animando, y amargando, existencias
ajenas.

Sidi Hassami said Hassiam y la madre de Margarita se dedicaban al mismo


negocio aunque con distintos patronos.

Y persistir la condessa en su sonrisa, optimista, todo lo contrario que el


resto, que además, empezaron a mirarse entre sí. Y tiznados, mugrientos,
heridos, unos en otros descubrían en los ojos, no obstante, la ilusión por lo
que estaban haciendo. Y la trampilla que escondía el tesoro seguía en su
sitio; aunque enterrada bajo tres cuartas de la arena que cambió por sí sola
de lugar durante el bombardeo nocturno.

No, no estaban tan mal si se habían jugado los ochavos con la mismísima
Fría, o su hija, y seguían a la par.

Sería cosa de ir levantando el Sol, o que hasta a la mucha tensión se


acostumbra uno, el caso es que se dispusieron a desayunar arenques tal que
si estuviesen de picnic. Y comentarse a vuelapluma nimiedades, como la
abundante gaviota que acudía a mesa y mantel puesto, cómo que la fragata
del otro día, la que vino pidiendo cacho y parte en lo que diantre estuviesen
trajinando en la islita, parecía asomarse en la línea del horizonte. Y ser. Se
había seguido desde la costa levantina el intercambio epistolar que se
trajeron por la noche, y debían venir un tanto chuscos a buscar
explicaciones.

¡Y hasta inquirir por el paradero de la mitad de la cofradía de aguerridos


pescadores de Guardamar de Segura!

Bien.

Eso les podría venir de perillas al obligar al Kahanamoku a cambiar su


actitud. Y bajas que se divisaron las bordas de la fragata, hasta supusieron
que en previsión de lo que fuese cargarían un par de cañones; tres o cuatro.
Cojonudo.

¡Todavía mejor!
Si algo tenían claro los del grupo de la condessa es que quien les achuchaba
no era gente de ley… de Ley hecha en Parlamento o Corte alguna, a lo
sumo, le tendrían jurada fidelidad al capitán Ruin Bichomalo, y devoción al
sable, la pólvora, y la fácil rapiña en la mar.

… Sí, casi igual que ellos.

Irónico, quien más, quien menos, se alegraba por primera vez en su vida de
ver acercarse un barco de la corona con intenciones beligerantes.

Y todos pensaron lo mismo; tenían abierta la coartada de ser jardineros. En


cuanto arrimase la fragata un poco más le harían saber por señas que
necesitaban ayuda. Y adelantándose, Rosario y Libélula confeccionar un
par de banderas de señales atando pañuelos a la punta del mosquete. Amén
del flamear de los trapos, la detonación del disparo ayudaría a concitar
sobre ellos la mirada y entender su necesidad de pronto auxilio.

Y en concordancia con sus suposiciones, ver que el Kahanamoku recogía


ancla e iniciaba la arrancada.

Aunque, discordantes, en vez de buscar con presteza mar abierta para


perderse, pusieron rumbo al encuentro del barco que venía. Y establecer
con ellos contacto. Y parlamentar un ratito. Y volver a separarse las naves
con intercambio de saludos.

Y al poquitín de despegarse, la fragata explotaba, saltaba por los aires


hecha viruta.

Y el Kahanamoku regresar y fondear en el mismo sitio.

Mientras estuvieron escondidos en las tripas ardientes de la Dragon Fly,


además del caravaggio, y quedarse la condessa sin pelo, y hasta abrasarse
las palmas de las manos Zapapico y Rancapinos por ser durante un buen
rato puntales humanos añadidos que evitaron el colapso, también
obtuvieron un mínimo resarcimiento al encontrar dos cajas de botellas de
vino tinto y un enorme queso gouda. Libélula propuso guardarlo y dejarlo
para comer o cenar, pero al ver acercarse a la fragata les pareció que ya no
sería necesario racionar las vituallas, y sin escatimar en futuros, los
hermanos abrieron un par de botellas, y tras ver explotar el barco no
cambiaron de intención, y siguieron degolletando vino hasta repartir a una
por cabeza. Y levantar todos las botellas pues persistían los hombres en su
actitud de brindar por algo. La primitiva intención de “¡Por el rescate!” se
les intuyó en la arrancada, aunque tras la explosión de la nave, y un
lacónico vistazo, tampoco les trastocó mucho dejarlo en: “¡Vaya peo bueno
que han pegado los jodíos!”. Y ante la alzada de Zapapico apretarse todos
media botella de un trago. Para la loa de Rancapinos sería la otra mitad, y
él invitó al buche con el lema: “No sé cómo, pero a esos mierdas…” y
reseñar a ceja la ubicación del Kahanamoku “… A esos mierdas les vamos
a joder vivos… ¡Por el “cómo”!”.

Y tras vaciar del todo todas, todos posar los ojos en la condessa. Por el
brillo que tenían los propios de ésta, y por reír sin fingimiento alguno
cuando estallase la fragata, estaban seguros que la mujer ya tenía
maquinado plan nuevo y alternativo.

Y nuevo no, porque también era de manual. Era treta vieja. Bueno, una
adaptación de una argucia usada hasta la saciedad. El acecho desde el mar
respirando a fusil. Lo suyo era que se lastrasen los hombres con armas
cortas y desembarcasen en un sitio con la profundidad adecuada para poder
respirar desde el fondo a través de los cañones de las escopetas, sacando
éstas un pelín del ras del agua, y en el momento que se acordase salir
sorpresivamente del mar sin preverlo nadie.

La idea de la condessa era que, anticipando que el Kahanamoku buscaría


por el día tener el Sol a la espalda, y por la noche preferir también la
negrura en retaguardia, cuando buscase el barco la protección de la
contraluz del ocaso, ellos se internarían en dirección contraria en la mar
buscando un bajío de arena que conocían más allá del punto nocturno de
fondeo. Y allí permanecer las horas precisas la vuelta al lugar de la nave, y
cuando menos lo esperasen, dejar de ser pececillos y pasar a ser voraces
barracudas. Subir al barco y tomarlo al asalto si se puede, de no, que sería
lo más factible, hacerlo volatilizarse en mil pedazos, darle fuego al
velamen, o inutilizar la pala del timón…

Concretar lo que harían sería cosa de ir con predisposición de adaptarse a lo


que encontrasen. Y la condessa calculaba viable el golpe de mano con sólo
dos personas. Bueno, dos en la mar, Murciégalo y ella, y el resto desde la
isla siendo parte activa y dando cobertura.

De haber estado Rosario en condiciones óptimas ella hubiese sido, cómo en


tantas ocasiones, la pareja de la condessa, pero se reconoció mermada para
estar a la altura. Y Libélula lo mismo. Y Zapapico y Rancapinos
terminarían descoordinándose en el “sencillo” respirar vía alma de
mosquete y acabarían ahogándose.

Muy a su pesar, no le quedó más opción a la dama que reclutar a


Murciégalo por compañero.

Y les pareció audaz pero factible y se repartió nueva ronda de almíbar. Y se


brindó por los despropósitos. Y reír tal que pudiese ser el último día de sus
vidas, y por si en vez de último día resultase última noche, tampoco era
cosa de ser rácanos con el vino.

¡No fuese a ser que se quedase ese tinto sin beber!... o peor, fuesen los
labios de los del Kahanamoku quienes apurasen los envases.

Y otra ronda de alquitrán para reírlo.

Y mediodía, y según lo previsto, levaba ancla el barco y despacito se


encaminaba al nuevo fondeadero. Y seguirle el arco de paso con la vista
pues la estampa del Kahanamoku cautivaba.

Y de repente, descubrir que de la playita zarpaba un correveidile con un


hombre a los remos, uno de los micos que pululaban por la arboladura del
navío enemigo. Y con buena boga.

¿A santo de qué ir hasta el sitio para luego salir pitando?

Pero a la condessa no le fue necesario acabar de elaborar la pregunta en su


cabeza, ni desarrollarla a viva voz tal hiciesen los otros. Ella creyó
distinguir algo, un pequeño bulto sobresalía unas pocas cuartas de la borda
del bote, y al concretar a catalejo la señora empezó a echar maldiciones y
juramentos.

¡Le acababan de robar delante de sus narices La Decapitación de San Juan


Bautista!

Doblemente astuto era el mangante. Por llegar hasta ellos sin que se
diesen cuenta, y por en el viaje de vuelta a su barco sentar en el fondo de la
barquita y así evitar los plomos que volaban bajos… o que bajito fuese
quien remase; que lo era.

Más afrenta que si le hubiesen echado encima un cuévano de mierdas de


caballo se lo tomó la condessa. A fin de cuentas lo previsible sería que se
hubiese arrastrado el fulano hasta su posición para matarlos de alguna
forma; una simple bomba de mano hubiese bastado.

Y matar no, pero a la condessa le hirió el alma el descubrir que le volaba el


caravaggio. Y disparar contra el bote, y unirse la compañía.

Y meter en la conversación el Kahanamoku el vozarrón de sus cañones y


fusiles; dando ahora ellos cobertura al que remaba a espalda batiente.

Murciégalo hizo ademán de unirse, pero la condessa le dijo que no, que era
su momento, debía aprovechar la confusión y la tapadera de los mechones
de pólvora para meterse en la mar e ir a ocupar su posición en el arenal. Y
allí esperar su oportunidad. Ella, si pudiese, se le uniría más tarde, de no,
quedaba en su mano la intentona.

A Libélula le hubiese gustado darle un beso de despedida, pero cuando


quiso, descubrió que Murciégalo se introducía disimuladamente en la mar,
y a ratitos localizar en el agua el fusil y ver que, tal ballena, expulsaba un
chorritín de espuma por el espiráculo; dando a entender que el hombre se
apañaba más o menos bien con la dinámica de respirar. Y llegar a ser
indistinguible el cañón del arma entre las olas, o que el sitio era más hondo
de lo que se esperase y el desgraciado de Murciégalo había ido a cascarla
tal el que perdió las llaves en el fondo del mar.

Y durar la balasera lo que tardó el barco en interponer el corpachón dejando


a su capa el bote.

La condessa estaba realmente enojada, así que ella no dio por concluida
la charleta y se tomó su tiempo para apuntar bien. Calculó el aire, el vaivén,
las maniobras necesarias para los otros subir el correveidile al barco, y
dónde supuso un hueco que se llenaría con carne, puso la bala. Y acertar.
Oírse un quejido y responderse desde el Kahanamoku a fusil; aunque más
cómo señuelo y distracción que pretendiendo herir a nadie. Y volverse a
tomar su tiempo la condessa y repetir el disparo. Y pese a no difundirse el
lamento, suponer que había sido un éxito al replicarse a cañonazos y no
seguir con el fuego menudo.

Obvio, la mujer, y todos, tuvieron que cambiar de ubicación al empezar el


cañoneo, y en el nuevo escondite, desde el nuevo escondite, dársele la
oportunidad del ¡Más difícil todavía! Y buscar el rebote de la bala en el
cuerpo del cañón para dañar a quien lo sirviese. Y oír blasfemias tras el tiro
que sugerían estar en racha. Y para ver si era buena racha, o simple
casualidad, con toda intención buscó la jugada a dos bandas, y tal en billar,
meter el plomo en tronera de carne y escucharse el alarido. El ¡Ay!

En el ánimo tenía el seguir a tiro fijo, pero no pudo ser al centrar también
con tino la artillería gruesa el Kahanamoku y caer la pedrea en derredor.

Y dañar.

Un par de horas duró el volar de los proyectiles gordos, y en el trasunto,


y al acabar, ya presuponía la condessa que los suyos estaban nuevamente
heridos al quejar en respingos amortajados. El buen Azar que les había
dado cobertura hasta el momento, se convirtió en mala china, les abandonó
la Fortuna. Y de quien más se alejó el hado venturoso fue de Rosario, tenía
la mujer en el estómago alojado un fragmento de metralla y con las manos
se contenía las tripas. Libélula ayudaba en la medida, ajena a sus propias
heridas, y Zapapico y Rancapinos acudían quejumbrosos, y arrastrándose, a
la llamada; a ambos pilló juntos un pepino de los que estallaban, y a ambos,
ambas piernas, se les habían churruscado y no les daban seguridad para
alzarse sobre ellas; reptaron hasta el hoyo donde reunía la condessa con
Rosario y la capitana; y al llegar no siguieron quejando lo suyo al ver a las
otras.

Mal. Malo. Esta tanda de cañonazos trastocaba todos los planes. De


hecho, dejó de haber planes, todo pasaba por recuperar a Rosario, evitar
que se fuese al otro barrio pese a tener toda la pinta. Libélula hizo cuanto
estuvo en su mano, pero el borbotear de la sangre tibia, y el constreñir los
dolores la mujer y sólo dejarlos aflorar en forma de un par de lágrimas
mudas, y el rechinar los dientes, ¡Y la situación!, inclinó a la hija de la
condessa a sugerir a la madre ahorrarle el sufrimiento a la otra al estar todo
perdido. En un breve aparte con la condessa se lo sugirió con un simple
vistazo, una mirada intensa con la que incluso se atrevió a ofrecerse a
hacerlo ella misma si su madre no podía. Madre también le había sido
Rosario, y sintiendo congoja en el pecho le sonaron extrañas sus propias
palabras para ofrecerse. “Yo lo hago” dijo. Y acariciar el trabuco que
embuchaba en la faja. Y acumulársele a ella también un velo acuoso que le
perdió la mirada.

Ira sintió la condessa ante el ofrecimiento de Libélula, un odio tan intenso


que de no haber sido la propia hija allí hubiese quedado la cabeza de la
necia. Le salvó a la capitana Libélula ser carne de la carne de su madre y el
quebrársele la cortinilla salada dando a entender que bajo sus sólidas
palabras hablaba un corazón roto.

Y se le evaporó al instante la cara de enojo a la condessa y le tornó puro


Amor. Y con una caricia tierna, y quitando unas briznas de yerbajos del
cabello a la hija, esbozar una nimia sonrisa de no estar todo perdido. Y ni
cuando se le informó que una andanada había retorcido, e inutilizado, todo
el material quirúrgico que trajese en el macuto de primeros auxilios
Murciégalo, se desesperó, no. No. Prohibió a Rosario que se muriese no
estando presente ella, y compartiendo la responsabilidad de mantenerle con
vida, a Libélula encargó que continuase presionando sobre la herida y diese
charreta a Rosario para que no se desvaneciese. Ella marchó a comprobar
que, desgraciadamente, sí, pinzas, sondas, retractores, el simple alcohol
desinfectante, se habían echado a perder con un cañonazo certero; sólo
encontró jirones del maletín y una aguja enhebrada.

No recordaba haber llorado nunca la condessa. Si acaso, de risa. Pero


jamás surcaron sus mejillas gotas perladas de dolor; o no sabía llorar, o no
tenía lacrimales para ello. O que se le hiciese imposible darse al derrotismo
y adelantar en la previsible muerte una opción inasumible ¡Y menos en el
caso de Rosario! Por ella bajaría los trece pisos del Infierno o se colaría en
el Cielo saltando la valla. Y retornar.

Una lágrima se permitió la condessa por estar en soledad, y la gota


concentraba a partes iguales dolor y amor, y en otras circunstancias hubiese
sido nutriente suficiente para hacer brotar otra Selva de Irati, pero se perdió
estéril en un hoyo de Planissia.

La condessa dejó escapar un suspiro, se sacudió las palmas de las manos


de tierra y abandonó la posición acuclillada para adoptar el humano
bipedismo, y aunque encorvándose para no ponérselo fácil a los del
Kahanamoku, dirigirse a la orilla mientras le silbaban las balas la osadía de
su temeraria postura erguida. Y lavarse la mujer a conciencia las manos en
la mar y retornar al hoyo con su caminar agachado sin atender mucho a los
plomos que desde el barco le tiraban y no acertaban lejos. Y al llegar a
donde reunían los amigos, pedir que le echasen una botella de vino en las
manos para rematar la profilaxis. Remangada, y a dedo tal curandero
filipino, iba a operar la condessa a Rosario.
Y a dedo sondeó el interior del cuerpo y allí no encontró nada. Sin duda
dentro se hallaba el desgarrador cacho de metal que le había abierto la
barriga, pero tampoco era tan grande la herida como para que la condessa
se manejase bien, hurgase con propiedad, y se decantó la mujer por abrir un
poco más la carne con su propio cuchillo de vela. Y con todo el cuidado y
esmero ir sacando cuartas de tripas, mazas de embuchar embutidos, y
comprobar que no estaban dañadas. Rosario, al ver salir la primera cuarta,
perdió el sentido, cosa que vino bien a la condessa al relajarse las vísceras y
la carcasa de la mujer, y manejarse mejor por el interior del cuerpo. Y
desalojada mucha entraña de su sitio, acertar a rozar, y sujetar con las uñas,
el trozo de innoble metal.

Y según extraía la condessa con todo el cuidado del mundo, advirtiendo no


querer ser agorero, Rancapinos informó que un esquife salía de la capa del
Kahanamoku y enfilaba hacia ellos. Y, astutos, habían elevado la borda del
bote con algún tipo de paramento para que no les hiciesen daño los fusiles
en su arribada.

La condessa acabó de extraer el fragmento de metralla y luego volvió a


reintroducir las tripas en su caja cuidando que entrasen limpias. Y tras
hacer, y traspasando a la hija la aguja e hilo que recuperó por único
testimonio del maletín de las urgencias, rogar que cosiese a Rosario tal
hilvanase un desgarro de la sábana santa de Turín. Que le echase amor a las
puntadas pues la propia Rosario se lo agradecería cuando recuperase.

Y sin más, la mujer ciñó dos sables, dos cuchillos de vela y cuatro pistolas.
Y besar a Rosario con cariño pese a inconsciente, a Libélula también besó,
y hasta a Rancapinos y Zapapico besó en los labios y se fundió por un
instante en un abrazo.

Luego la condessa se perdió en las trincheras.

Desde el Kahanamoku contemplaba sonriente la contramaestre la boga


decidida de los rafaeles. Salvo Rafael Palmiro, que por tener iniciativa
propia y aventurarse sin orden a ir a la islita, y por ello encadenar ahora el
hombre al palo mayor a la espera de castigo que decidiese la mujer, salvo
Rafael Palmiro, que ya he dicho, los demás rafaeles bogaban entre gruñidos
y masticados juramentos; más gruñidos que maldiciones. Y pese a brearles
desde tierra a tiros, el parapeto sobrepuesto absorbía los impactos y detenía
las balas. Y ese pueril saberse pimpampum de feria les encorajinaba más y
elevaban el barritar desconcertando al grupo de la condessa; que no estaban
seguros si los berridos que se escuchaban en el esquife era por atravesar los
plomos las defensas y herirles, o no haciendo, que era, esos alaridos
inhumanos trascendían funestos y de muy mal augurio. Sonaban cómo si
fuesen carga de jabalines furiosos y sedientos de sangre.

Camelita y Rechico también estaban presentes en cubierta y provistos de


catalejo. El hombre se alegraba de no bajar en ésta a tierra, se alegró
infinitamente y eso que se ofreció él, motu proprio, acompañarles. Pero
Margarita Laloba se lo prohibió. Los últimos disparos proferidos desde la
islita les acertaron a los rafaeles, les mordieron, y aun siendo de pellejo
duro tal coral, les dolió mucho, muchísimo, hasta que la contramaestre les
untó las carnes con el fierabrás especial que sólo usaba con ellos. Y estaban
los primos enrabietados. Tanto, que el bote dejó de progresar, y al
acabársele la inercia, bambolearse, zozobrar, indicarle al ojo experto de
Margarita que los rafaeles, a mitad camino, se habían enzarzado a hostias
entre ellos mismos.

Sí, cosa de la tensión y costumbre de rafaeles.

De ir ella en el esquife hubiese disuelto la zapatiesta a mamporros, y de


no estar tan interesada en que llegasen a tierra y le cortasen el cuello a todo
bicho que encontrasen, desde el mismo Kahanamoku, de un cañonazo
hundiría la barquita y los dejaría legumbrosos a remojo.

¿No decían que no sabían nadar?... Pues hala, iban a aprender rapidito.

No, no se le olvidaría a la contramaestre, a la vuelta les iba a puntualizar


algunas cositas sobre los conceptos de “disciplina” y “entrega”. Pero
cuando regresasen, ahora, parados a medio camino entre la isla y el barco,
le eran inalcanzables para echar reprimenda. El único rafael que le caía a
mano era Rafael Palmiro, y pendiente de pena, con él entretendría la
espera.

Cuando Margarita Laloba se enteró, y luego vio, la osadía perpetrada


por Rafael Palmiro, el ir y volver sin orden ni permiso a la islita, dudó un
segundo si centrar ella misma las baterías sobre el hombre y reprenderle la
insolencia a cañonazos. Se sabía la mujer enamorada, y aunque no se sentía
muy distinta a cuando no tuvo encandilado el corazón, temía estar, o poder
llegar a estar, afectada de algún tipo de “buenismo” que no alcanzase a
reconocerse. Algo inaceptable en un barco serio que no aspirase a
convertirse en el chichi la Bernarda, en el cachondeo padre y desgobierno
que no lleva a ninguna parte… excepto al fondo del mar… ¡Matarile, rile,
ro!

Seriedad, rectitud, buen hacer. Eso se necesitaba y eso sabría conseguir la


contramaestre a látigo, y con él en la mano, y moviendo la culebra por
cubierta, esperó a que subiese a bordo Rafael Palmiro; y a mismo pie de
baranda pensar chasquearle los mimbres.

Pero el hombre, antes, hizo que embarcase un lienzo enrollado tal


alfombra. Ésa era su exigua explicación y justificante, eso, y el decir de
palabra que había intuido, observando a los de tierra, que el hatillo les
importaba mucho al ir a comprobar su estado tras las rondas de cañoneo. Y
viendo una oportunidad de sustraérselo, sin pensárselo mucho, se arriesgó.

De paladar educado en lo exquisito, a nada que desenrolló Margarita un


tantito la tela supo que estaba ante magna obra. Y hasta casi juraría que
podía identificar al autor por el estilo de las pinceladas: Michelangelo
Merisi da Caravaggio. Un amigo, que lo fue, de la familia; que a la propia
madre de Margarita, ya había pintado con notable éxito. Fue la mujer
modelo del cuadro conocido por “Virgen de la Rueda” o “Virgen de la
Espada” o “Santa Catalina”… Mil nombres tenía el cuadro por encriptar la
efigie de su madre, y de saberse quién era la señora en realidad, no dudaron
nunca que nadie lo querría colgar cerca de dónde durmiese.

Y mandó la contramaestre que se llevase la obra que les llegaba al camarote


del capitán. Y allí concretar quién era el autor.

Y, sí, la coartada de Rafael Palmiro le serviría para librarse de la parte


gorda del castigo, pero no de la simbólica. Dos latigazos no le quitaba
nadie. Y dos chasquidos de Margarita Laloba eran mucho más de lo que
una persona corriente solía resistir, es más, a más de uno con el primer
latigazo partió el cuerpo en dos. Y a más de dos, con el segundo, dejarlos
en cuatro cachos.

Se echó la mujer a la mano un puñado de sal e hizo pasar por ella todo
el flagelo. El látigo era un Arte mayor para Margarita y necesitaba de cierta
parafernalia. Lo estiró, lo hizo bailar en cubierta y sisear en el aire, y con
magistral movimiento de muñeca mandar la culebrina al encuentro del
cuerpo. Y restallar la diagonal del hombro izquierdo a la cadera derecha. Y
gritar Rafael Palmiro de dolor pese a que se había juramentado para no
emitir quejido. No pudo contener el chillido ni las lágrimas que le saltaron
solas. Él no veía por anegados los ojos, pero a él se le veía el blanco óseo
de las costillas entre la carne abierta.

Y eso con el primer latigazo.

El segundo tuvo el teatrillo preceptivo y le cruzó la espalda al hombre


dejándole abierta una cruz, una “equis” de tamaño cuerpo. Y sin embargo,
con este latigazo, ni soltar lágrimas, ni quejar, al desmayarse antes Rafael
Palmiro.

¡Mejor para él!

También Camelita tuvo colapso, pero de tripas, al ver que el triángulo de


carne que tapaba las lumbares de Rafael Palmiro se despegaba del troncho,
y cual corteza blanda, se enrollaba y desenrollaba cayendo hacia afuera.
Vomitó la mujer por la borda y entendió la contramaestre cumplido el
castigo y extendido el ejemplo. Ya no era necesario más escarnio y de un
bolsillo de la ropa sacó el bote del ungüento especial para rafaeles, y por
ser Rafael Palmiro, a la fecha, tan Rafael cómo el que más, abrió la cajita
que se diría de rapé y pringó la yema del índice con un par de vueltas por el
unto, y tras cerrar y guardar el preciado potingue, repartió la carga del dedo
a lo largo de las heridas ayudando a que empezasen a soldar las carnes y
brotase costra a ojos vista. Si hubiese permanecido consciente el hombre,
hubiese sentido el cosquilleo grato del sanar.

Rechico quedó al cuidado de vigilar el bote de los rafaeles y avisar


cuando moviesen de nuevo, Margarita acompañaría al camarote a Camelita
al quedarle el cuerpo revuelto a ésta y no por el estado de la mar; que
seguía tranquila. Y de paso se pasaría la contramaestre a visitar al capitán
en su cabina y saber si los otros habían encontrado la firma de Caravaggio
o sospechaban otra autoría al cuadro traído por Rafael Palmiro.

Y de sospechas nada porque lo conocían en detalle y profundidad. Habían


actuado muchos años en Malta para un par de Grandes junto a lo más
granado de la Orden, y corte, que estos tuviesen por aquel entonces. Era
“La Decapitación de San Juan Bautista” del maestro Caravaggio. Pieza
emblemática que jamás salía del palacio del Gran Maestre en La Valleta;
bueno, a lo sumo, del palacio a la catedral de M´dina y de allí de vuelta a
Valleta.

¿Cómo habría llegado hasta allí? ¿Qué avatares callaba la tela?... Y por si
tuviese daños, los hombres extendieron y estiraron con un ingenioso e
inofensivo juego de cuerdas y tablitas que era parecido al que utilizaron
con las redes de seguridad del trapecio; pero para presentar el cuadro en la
vertical.

Y la verdad, quedó muy bien expuesto y sin daño que descubriesen a


simple ojo.

Cuando entró Margarita al camarote los hombres acababan de cubicar y


tensar el lienzo y de él se apartaban para disfrutarlo en su conjunto. Y al
entrar la mujer, también enmudecer.

- … mmm… ¿Caravaggio o Velázquez? –tal que si se lo cuestionase para sí


misma habló en alto Margarita- … mmm…

Caravaggio, sí; sí, sin duda.

¿Es un caravaggio?

- … sip… -confirmaron al tiempo Tiburcio y Maximino, aunque sólo este


último emitiese voz-

- ¿Y tiene título, se lo conocéis?

- … sip… -se tuvo que sentar Maximino para no irse al piso por el
Sthendal-

- Es… La Decapitación de San Juan Bautista.

… Este lienzo no tiene precio y en sí es un tesoro incalculable… -baremó


Tiburcio sin estimar lo pecuniario-

- … sip… -se le escapó a Maximino la afirmación hipada al no poder


reprimirse una lágrima-

- Pero ¿Es auténtico?... ¿No será una copia?


- … nop… A mí sólo se me abre el grifo ante genuinas obras maestras; y no
con sucedáneos.

- Eso es verdad –confirmó Tiburcio sin dejar de admirar la pintura- Maxi


siempre tuvo el “don” de saber qué números serían un éxito presenciando
un simple ensayo.

Él siempre fue capaz de encontrar el Arte en cualquier bosquejo.

- Y por eso me enamoré de ti ante otro caravaggio, siendo tú un chavalote


desgarbado y aprendiz de cirujano –dijo Maximino estremeciéndose al
tiempo que agarraba la mano de Tiburcio- ¿Te acuerdas?

-¡Para olvidar, no te fastidia!

- ¡Vaya casualidad!... Y qué cuadro era aquél ¿También os acordáis?

- La Virgen de la Rueda –dijo Tiburcio-

- La Virgen de la espada –dijo a la vez Maximino-

- ¡Catalina de Alejandría! –clamaron los hombres, y Margarita, con una


enorme sonrisa-

- … ¡¡Y el copón bendito del zar de Rusia!! –sorpresivamente rugió el


capitán Ruin Bichomalo-

… ¡¿Por qué cojones estoy todavía encadenado?!

Aunque no se esperó a escuchar la respuesta, antes se desvaneció, pero


como tampoco era raro que últimamente fuese y viniese de donde diantre
se perdiese, los hombres no prestaron mucho caso y siguieron hablando del
caravaggio. Y al ir presentando los personajes del lienzo despertar el
capitán Herejía y también quejar por la traílla antes de quedar inconsciente.
Y en nada, manifestar el que faltaba, su inconformismo y malestar por
sentirse sujeto a la cama con correajes.

Y Maximino y Tiburcio dándole detalles del cuadro a la mujer, y tantos, y


tan interesantes, que también se despreocupó la contramaestre de los
sucesivos despertares del convaleciente, y ella misma sentó a los pies del
lecho para disfrutar más cómoda la perspectiva.
Y repanchingada, y preparada una pipa, acabar recostada apoyando la
espalda contra la nervadura del dosel. Y al coger postura, en el instante que
se olvidaba de su propio cuerpo para sumergirse en el disfrute de la obra, a
gritos informaba Rechico que los rafaeles volvían a darle al remo; y con
buena boga. Y Margarita, por saber a lo que iban los primos a tierra, y
tenerlo visto de otras veces, responder a Rechico que no perdiese comba y
luego le contase, ella, al instante, se tomaba un momento de solaz
zambulléndose en el lienzo en vez de sestear.

No tenía Rechico conocimiento en detalle de las órdenes de desembarco


que llevaban los rafaeles, por furibundos y alborotados fue plan que
concretó Margarita Laloba con ellos y en tal caso poco tenía que decir él. Y
tampoco era tan difícil imaginar la embajada. Iban a matar. Así de simple.
Sus credenciales eran sable, cuchillo, navaja y dos pistolas. Cualquier
forma de vida que superase en peso la arroba, y estuviese presente en la
islita cuando ellos desembarcasen, tenía echada sentencia de muerte; y si
no sentencia de la auténtica Muerte, sí de su hija, y próxima heredera,
entendiéndose el porvenir sentenciado inexorablemente de igual forma. Las
amenazas de un príncipe, las cumple un rey… o reina.

… o sus secuaces tal le pasó a Thomas Becket.

Tras la zurra que se dieron bogaban los rafaeles en armonía, y aunque la


mejor “playita” para embarrancar el esquife les caía casi en frente, los
primos abrieron un poco la trazada y fueron a rascar y dejar la quilla al aire
un trecho más allá. Ese concreto punto para desembarcar les permitiría
entrar a las trincheras sin tener que exponerse apenas al saltar a tierra.

Y si fuese el juego del “Gato y el Ratón”, ellos creyeron desembarcar en


Planissia con el rol de ariscos mininos.

Sentó Rechico en un otero de la amura, ajustó el parasol, y sacó el


catalejo. A ojo limpio mal se veía, y no únicamente por oculto lo que
pasaba entre los hoyos, y sólo al ajustar las lentes localizó a los rafaeles
reptando entre trincheras y alcorques, subiendo y bajando aterres, con el
cuchillo entre los dientes; sin hacer siquiera sombra. Y admirar como, muy
lentamente, iban ganando posiciones en torno a un agujero que sabían
bastante hermoso y punto habitual de reunión de los moradores de la isla.
Se agazaparon los cinco hombres en las colinas de arena que daban mayor
profundidad al hoyo que les servía de cuartel general a los otros. Y sacar
los rafaeles las pistolas y esperar a que Rafael Eustaquio diese la orden. Y
cuando iba a realizar el hombre la seña convenida, apareció la condessa no
muy lejos enarbolando sus santabárbaras y con ellas desbaratar la sorpresa.
Disparó ella primero y los rafaeles atolondrados respondieron al buen
tuntún. Y darse cuenta de la encerrona el grupito de Libélula y también usar
sus armas de fuego.

Aun así, se reorganizaron a gritos los rafaeles y se aprestaron a otra


intentona de tomar al asalto el refugio. Y nuevamente jodía la condessa la
operación al asomarse en otro punto distinto e igualmente abrir fuego
contra los hombres y estos responder.

Quienes no utilizaron alegremente sus armas esta vez fueron Libélula y


compañía, amartillaron los yerros y acomodaron el dedo en el gatillo, pero
por consejo de la capitana enfriaron el pulso a la espera de ofrecérseles
blanco fácil cuando pretendiesen saltar al interior del hoyo los otros. Y ahí
quedaron en la posición y aguardando porque los rafaeles cambiaron de
plan. No les quedaban armas de fuego operativas y pasaron a la estrategia
de resolver la cuestión con el filo de los aceros, y para ello, para pulir las
directrices a seguir en su conjunto, necesitaron los primos reunirse. Y
marcharon a un sitio algo alejado.

Le había quedado patente a los rafaeles que quien les daba guerrilla era
el auténtico enemigo. Ésa era la pieza a cobrar, la llave para hacerse luego
con los demás fulanos que hubiese en las trincheras y destriparlos sin
prisas.

Acordaron buscar a quien fuese, y una vez localizado, y rodeado, hacerle la


encerrona del oso y entre todos, y todos a la vez, zaherirle el cuerpo al
bicho cosiéndolo a puñaladas y estocadas. Doscientas cincuenta a lo poco
se comprometieron a asestarle. Y desaparecer los rafaeles por las trincheras
a la búsqueda del responsable.

Desde su atalaya, y a catalejo, Rechico seguía al detalle el devenir de la


tarde y los compinches, y aunque no escuchó el silbido de Rafaé
informando de la localización de la presa, supo que con ella habían topado
al encaminarse agachados el resto de rafaeles al punto donde reseñó el
compadre el paradero.
Rodeada estaba la condessa, y tras un ratitín de jugar los rafaeles a
asomarse y esconderse, intentando comprobar si le quedaban armas de
fuego en uso al oponente, y creyendo que no, se presentaron los cinco,
dieron la cara alrededor de la mujer sin ocultarse.

Nunca fueron educados en las normas de cortesía los primos y no le iba a


salvar al gachó ser mujer, ellos estaban desdentados, ¡Y literal!, a la vera de
Margarita Laloba y sabían cuán dura de pelar podría llegar a ser una dama.
No recibiría distinto trato por su sexo, no. Pero esto tampoco quería decir
que fuesen descorteses, y al ver que la señora antes de prestarse a cruzar
aceros les dedicaba un marcial saludo inclinando la cabeza, ellos,
respondieron a la pleitesía de igual forma, oportunidad que aprovechó la
condessa y en el segundo escaso que ellos dedicaban a agachar la testuz,
ella comía los cuatro pasos que le separaban de Rafael Eustaquio, que era
el que estaba más próximo, y le metía en las tripas la mitad del sable. Y
encajarse de tal forma el acero que le fue imposible a la mujer recuperarlo,
por lo cual, al mismo Rafael Eustaquio le arrebató el sable propio de la
mano. Y sonriendo pilla, de dos saltos hacia atrás, salir de la distancia. Y lo
peor, meterles miedo a los hombres al calibrar con malabares su nueva
arma; y algo descompensada a favor de la punta la encontró; cabezona.

Cierto que Rafael Eustaquio reculó, y por no ser la primera vez que le
hacían espetón, sabía que no debía extraerse el sable ni moverse mucho, así
que dejó espacio para no molestar pero no abandonó la escena, el resto de
rafaeles iniciaba el ataque conjunto, y aunque fuese el último y sobre un
cuerpo frío, pero el hombre lo mismo aún tenía ocasión de resarcirse
acuchillando a alguien.

Con aritmética simple la desproporción era incuestionable, cuatro contra


uno. Pero siendo azarosa y compleja la existencia de la mujer, los números
que cuajaban en su vida eran de aritmética lindante a irracional; aunque de
simple lectura. Por ejemplo, ella tenía dos espadas y los otros, en total,
cuatro. Lo cual ya se traducía en un dos contra uno. Pero si uno sabía que la
condessa con una sola mano sería capaz de dar batalla a los cuatro, a dos
zarpas ofrecería lidia al doble de los que eran.

Y si a eso se añaden hándicap tales como tener a la familia muy malherida,


ella mocha de dudar si algún día volvería a peinarse, la dragona hecha
astillas y barrida mar adentro… ¡El robarle el caravaggio!
… Conociéndola, cualquier apostador profesional metería en el monto del
envite a la propia madre.

La mujer era un caballo ganador aunque no relinchase, muy al contrario,


sus movimientos eran gatunos, y en dos arranques, entender los rafaeles
que allí no había ratón si no un gran tigre siberiano ¡Tigresa!

Sea la verdad a la verdad, no amilanó a los rafaeles el comprobar la


extraordinaria destreza de la mujer. Y al tiempo, y destiempo, a la brega se
entregaron. No, en un principio no temieron nada. Pero la condessa les
contenía, les hacía retroceder, y cuando quiso ella, con filigrana de muñeca,
a dos de ellos, a Rafita y Rafa, arrancarles el sable de las manos y
lanzárselo lejos, y “desnudos" los primos, malvestirse con la navaja y el
cuchillo y posicionarse junto a Rafael Eustaquio; hacer con él pelota y
rogar a Rafael y Rafaé que tampoco se alejasen mucho de ellos.

Sobre la marcha cambiaban los hombres nuevamente de estrategia y ahora


llamaban a enrocarse, a defenderse espalda contra espalda.

Y lo sabían hacer muy bien siendo compañeros de entrenamiento de


Margarita Laloba, y acostumbrados por ello, a juntarse en formación
tortuga si podían.

De envolver, pasaron a ser envueltos, y la condessa les buscaba las vueltas


y pliegues obligando a que se compactasen más y más. Y manejarse cómo
si fuesen erizo que gira y gira frenético, o cambia el sentido de rotación a
nada que la mujer imponía la tendencia amagando un pisotón al suelo o
profiriendo a voz un simple: “¡Uh!”.

Los rafaeles no eran ni ratones… eran el ovillito de lana con el que se


entretiene el azrael.

Y gritar los hombres pidiendo auxilio, pedir ayuda a la prima. Y ésta, en el


Kahanamoku, desde hacía ratitín observar las evoluciones en persona al
narrar Rechico con pelos y señales, a viva voz, la debacle de los primos. Se
anticipó el hombre y conminó a cubierta a Margarita. Y con el catalejo
observaban.

Y torcer la contramaestre el gesto.

Y pese a ello, acabar sonriendo la mujer, y arreglarse un tantito la


compostura para bajar a tierra. Sí, el asunto era cosa que exigía
imperiosamente su intervención, y para tal, ciñó dos sables y dos cuchillos
de vela; pistolas no. Y pedirle a Rechico que arriase el correveidile.

Aunque parezca imposible la condessa rodeaba a los rafaeles y les hacía


bailar, girar en un sentido u otro, sin mejor melodía que el chocar ocasional
de los aceros. La mujer ahora les marcaba el ritmo, pero notas sueltas
fueron los hombres tras el desembarco y les perdió la pista en las
trincheras, hasta encontrarlos al quicio de hallarlos trenzando trampa para
atacar a la hija y compaña. Un segundo más que hubiese tardado en
aparecer, y la dama estaría desparentada al manejarse francamente bien los
asaltantes con el sable; y aún mejor con los cuchillos y navajas; menguados
los suyos, fácil que no hubiesen sido oponentes para las sabandijas. Y con
la rabia en los ojos de lo que podría haber sido, la mujer les achuchaba en
ambos sentidos buscándoles la desincronización, el traspié en su
revolucionar, pues si buenos los reconocía en ataque, en defensa eran
eminencias y mal veía la señora vía para abrir hueco y herirles la carne;
eran sólida muralla y baluarte espinado; aunque no le serían plaza
imposible de necesitar tomarla.

Además, pedían ayuda a gritos, y ésta, la persona que la aportase, sería el


auténtico peligro, y mujer que la demandaban “¡Margarita!”, no dudó la
condessa que quien atendiese la demanda y bajase a tierra, ¡Al anunciársele
la avenida de un correveidile!, fuese la mismísima hija de la Muerte. Por
referencias sabía que la muchacha era, o le decían, noble, si encontraba
nobleza enfrente, y no intentaría argucia u artimaña distinta del honrado
hablar de los aceros. Eso decían, y confiando en ello, y no confiando
tampoco un pelo, demandó la condessa a voces a los suyos, a Zapapico y
Rancapinos cuando menos, que asomasen un tanto y cubriesen con las
armas propias a los rafaeles, y si movían de más, a esa distancia,
desparramarles por la isla los sesos.

Y para facilitarles las cosas a los hermanos, aunque sin estar conchabados,
por la cuenta que les traía, dejaron de girar los rafaeles y embucharon las
armas. En manos de la prima quedaría el asunto.

Plana que es Planissia, sin ventaja ostensible de cota, ocupó la condessa


el centro del tablero y sobre un afloramiento rocoso se plantó a esperar al
ente que venía en el bote, y mientras, rezar. Aunque no a deidad conocida,
ni tampoco ser oración propiamente en conciencia. La mujer resumió su
vida rememorando unas cuantas acciones y unas pocas caras, y a la dicha
infinita de esos recuerdos dedicó una sonrisa.

Y ya está.

Tenía en paz el alma.

Y a su hija y a Rosario un último pensamiento. Y tal sortilegio, al no creer


en persignaciones, cruzarse la dama la frente, la boca y el pecho. Y besarse
el pulgar consagrado.

Y mover los sables loncheando el aire para no quedarse fría.

… De La Fría, venía la hija a tierra.

Y la condessa encontró elegante a la moza en el mero desembarcar, y


equilibrada de facciones. Y de raza, al encaminarse, antes de nada, a saber
del estado de los primos. Habló con ellos y se interesó por su salud, y les
aseguró que luego, de vuelta al Kahanamoku, tras matar al enemigo y a
quien quedase en la islita, les arreglaría los arañazos y balazos; incluido el
daño de Rafael Eustaquio; en el barco… al regreso.

… Sin esperanza se hubiese quedado la condessa al escuchar las rotundas


palabras, de no ser también ella sidi Hassami said Hassiam; y tener muchas
bravuconadas escuchadas.

En dirección a la condessa dirigió a continuación la joven los pasos, e


hipnotizaba la cadencia de su zancada, fina, estilosa, y supuso la otra que
las armas acordes a tamaña sensibilidad se corresponderían con sable y
cuchillo de mano izquierda. Y en paridad que pretendiese, envainó la
condessa un acero largo y desenvainó otro pequeño.

Mala elección.

Margarita Laloba no detalló la utilería que iba a manejar hasta el último


momento, y para sorpresa, a dos manos asía sables y con mallazo de
descargas de arriba abajo abría la contienda. Y la condessa optar por
contener al cojearle la estrategia ante ese tipo de apertura. Era rústica, más
propia de matarife chacinero, pero con el sable la condessa debía subsanar
las deficiencias del cuchillo de vela y así no podía sacar virtud atacante a
sus filos. No le daba tiempo. Sólo a cruzarlos para detener y desbaratar el
golpe. Y otro más. Y sin apenas tomar aire otro, y otro, y otro.

Treinta “hachazos” neutralizó la condessa hasta que también le entendió un


ceceo a alguna mano de la hija de la Muerte, y desechando el cuchillo de
mano izquierda, poner en liza el otro sable.

Y Margarita sonreír de oreja a oreja como cuando era niña ¡Allí había
enemigo! Y clavar un respetuoso saludo que engrandecía a la oponente; no
pudiendo sentirse ofensa el no haberlo hecho en un principio.

Y dignísima, responder la condessa rubricando una “Z” en el aire y


guiñando un ojo. E invitar a lance nuevo si la otra había tomado suficiente
resuello.

¿Resuello Margarita?... No… apenas estaba desentumeciendo los


músculos, y para darle prueba, descargó tal golpe que al interponer la
condessa el sable usufructuado a Rafael Eustaquio, el acero se quebró. Y
sin quebrarle el ánimo por ello, al no ser el sable propio y encontrarle
defectos desde el principio, la dama extrajo de su nicho el otro cuchillo y
cuadrar compostura defensiva.

Y para nueva sorpresa, la contramaestre abandonar un sable propio y


desenfundar la daga de mano izquierda que perteneciese a Pizarro; y que al
momento era declarada propiedad del capitán Ruin Bichomalo; y que ella
portaba en forma de homenaje y préstamo. Y hasta dar uso para que su
padre encontrase sangre fresca al despertar y eso le fuese buena noticia.

Nueva la tesitura armamentística, no reanudaron a pronta chispa, se


estudiaron. Ambas habían bebido de los mismos maestros de esgrima y se
manejaban tal mariposas aunque picasen cómo abejas. Una en torno a la
otra se movía sin definir elíptica copernicana. De entrar a saco, a golpe
abierto, pasaron a esbozar movimientos sin llegar a desarrollar, la mera
variante de cambiar el paso de avance obtenía respuesta en otro andar
impar, que al instante, se ajustaba al deambular del otro. Haciéndose
espejo.

Y la simple interposición de una nube, y proyectar su correspondiente


sombra sobre ellas, ser motivo y detonante para que ambas lanzasen ataque
y sonasen los yerros.
Era un toma y daca. Un compendio excelso de mandobles y estocadas
resultaba el combate al ojo acostumbrado.

¡Qué no se hubiese pagado de poner entrada! Pero testigos escasos les eran
los respectivos partidarios, y tras el mutismo inicial, ahora cada uno rompía
a jalear y aplaudir los golpes de los suyos. Incluso Rechico y Camelita
desde el Kahanamoku.

Hasta los ciegos podrían seguir la pelea al ser indicativo de lo que


pasaba el cantar de las espadas. De dar, a recibir, cambiaban los sonidos, y
hasta distinguir el sesgar de algunos viajes que sólo rasgaban el aire pero
helaban la sangre si se escuchaban de cerca. Y a dedo del pellejo danzaban
los filos abriendo sietes en la ropa que hinchaba ocultando la carne trémula.

Arrancaron en el afloramiento rocoso, pero al poco de darse a cruzar


sable también utilizaban el resto de la isla. Y al ser un continuo subibaja a
la redonda el tablero, empezaron a dárseles oportunidades alternativas con
la ventaja de altura, nimia, pero ventaja a fin de cuentas, sin que sin
embargo lo supusiese en realidad al no conseguir extraer de ello ningún
beneficio ninguna de ellas. Se anulaban tal dos negaciones.

Y si el hoyo donde se estaban tostando los pistachos era barroso y hondo,


tampoco necesitaban palabras para abandonarlo y tomar otro sitio. Desde
luego no era cosa de ir a cascarla en entorno displicente, y con solo un
intercambio de miradas, tres o cuatro veces se ofrecieron cortesía para
abandonar un agujero y retornar a la planicie.

Y reanudar.

Y enganchar tanda larga de golpes y contragolpes que casi alcanzó la media


hora seguida, y exhaustas, ofrecer la condessa refrigerio por considerarse
jugando en casa; y teniendo vino tibio a mano; unas pocas botellas
quedaban, y aceptando el ofrecimiento Margarita Laloba, acercarse en
persona Libélula para entregar. Y dar una botella a la contramaestre del
Kahanamoku, y otra a la madre; al tiempo que le susurraba a ésta que había
cosido a Rosario y ahora descansaba, y también que las pistolas que ceñía
ella al cincho cargaban bala estriada, y de usar contra el enemigo, el
agujero de entrada sería chico aunque el de salida inmenso.

Y no, desestimó la condessa, y tras degolletar con el sable el vino, invitar a


la contrincante a un brindis.
- ¿Hace un brindis? –conminó la condessa-

- Si no es al Sol me sumo; yo soy más de brindis a la noche… al Sol sólo


suelo estirar saludos matutinos.

- Ea.

Que no muera el día sin que nazca poesía de los labios, y en esta tarde que
amortaja, resuenen mis palabras loando a la espuma y los vaivenes del mar.
Al chillido del avezado alcatraz. Al perfume a pólvora.

Al soplo cálido que hincha velas.

… ¡Y a la marinería que se azufra la pleura! –apreció la condessa que


Zapapico y Rancapinos se unían en la distancia al brindis-

… Y sin más preámbulo… ¡¡Por la Mar y sus gentes!!

Se abrieron los garganchones y el tinto corrió gañote adentro. Y


chasquear Margarita Laloba la lengua en señal de aprobación al petróleo.
Estaba de muerte, y siendo ella hija de la misma, pidió permiso y venia
para elevar por su parte también un brindis. Más prosaico el de la
contramaestre, loó a “La Vida”, “La Muerte” y “El ratitín que pasamos
entre medias”. Y apurar y matar el envase contra el suelo. Y de paso,
animar a la condessa a retomar el acero pues el Sol tocaba horizonte y
Margarita dijo tener comprometida la cena.

- Cuando gustéis proseguimos la charleta a sable –dijo Margarita


levantando de la piedra donde había sentado- Sea yo, sea usted quién
muera… y no lo dude que así será… supongo que al igual que yo, usted
tendrá algunos compromisos que no podrá postergar; aunque esta vez…

- No se crea tampoco usted…

… Perdón, pero ¿Podríamos cambiar al tuteo?... me es muy cansino tanto


formalismo.

- Por mí, si quieres, sin problema.

… Sería un honor.
- Pues lo dicho, amiga Margarita… ¿Margarita, no?... Sí, pues no te creas
que soy muy de cumplir con personas y relojes. Basta que sepa que tengo
cita concertada e imperiosa, para que no acuda.

Siempre lo he dicho: “¡Ante cita imperiosa, viva la República de Roma!”…


de Cesar, incluido, para adelante, todos meapilas.

- Ahí tenemos discrepancias.

A mí me educó mi madre en el cumplir con las agujas. Ni antes ni después,


a en punto se ha de llegar, amiga… ¿Amiga…?

… Yo no he escuchado tu nombre.

- ¡Ah, sí! Perdona… soy sidi Hassami said Hassiam.

- … El Assessino, supongo.

- … mmm… Exacto. Ésa es mi gracia.

- Pues lo dicho. Ni antes, ni después, amiga Assessina.

Conmigo siempre se da a la hora justa; es enseñanza de familia.

Y si lo de antes pareció saludo, por saberse ahora las mujeres los


nombres mutuos, intercambiaron una reverencia que lindaba la genuflexión
y daba a entender, a todos los que estuviesen mirando, que entre iguales era
la partida.

Y si previamente se habían movido una en torno a otra, ahora quedaban


quietas, frente a frente, en posturas raras de ganesas y shivas, artilladas con
aguijones al final de las manos.

Y gozando de ojo muy, muy experto, disfrutar los presentes de los leves
temblores de ambas, y que en realidad, constreñían el desarrollar y saber
espadachín del panteón hindú, japonés y koreano… y el del niño del puñal
brillante en callejón oscuro.

Y sólo ser conscientes los testigos, del enciclopedismo que ocultaban los
leves temblores, cuando rompía el dique que los contenía, y explotaban
nervios y tendones. Y una contra otra arremetía con amplio repertorio, y
pese a ser pieza única, interpretarse a dos batutas y apenas poder abarcar a
contemplar los espectadores los ataques o las defensas. En conjunto era
imposible seguir la lid por densa y rápida. Rayos ellas, apenas las chispas
les separaban.

Y quedar de repente quietas. Temblorosas. Conteniendo sus cuerpos para


que se amoldasen al momento justo y estallasen de nuevo a la menor
oportunidad.

Pero nada, perdía inexorablemente su propia batalla el ocaso, y ellas


seguían en tablas.

- ¿Hace una pipa? –abandonando la pose de Kaly propuso Margarita


Laloba- No hace mucho hemos rondado el Caribe y oportunidad tuve para
agenciarme unos pellizcos de auténtica ambrosía cubana.

Hace… ¿Fumas?

- Y aunque no lo hiciese, no podría rechazar tal ofrecimiento y gentileza.

Muchas gracias.

- Al picadillo le añado un grano de café, dos hebras de vainilla y tres


cogollitos de ganjah.

- Me parece buen mejunje.

Anudaba Margarita Laloba su tabaquera de escroto de narval al cinturón,


y dentro, también en compartimientos específicos, la pipa y el chisquero. Y
tras cebar la cachimba, hacer ademán de pasar al vuelo la petaca, pero la
condessa en ese momento se dio cuenta que no trajo consigo su espuma de
mar. Y pidió a Libélula la suya, y al tampoco llevar encima la hija rogarle a
ésta que cogiese la de Rosario, aunque ni ella, ni Zapapico y Rancapinos,
desembarcaron consigo los útiles. Ni siquiera se habían acordado del
nocivo vicio desde la explosión gorda; o sí, aunque no lo manifestasen.

Mal que le pesase despreciar el ofrecimiento, la condessa se veía abocada a


rechazar. Y rebuscaba la dama una fórmula cortés en su cabeza para
rehusar, cuando comprendiendo la tesitura Margarita le ofreció la cachimba
propia.

¡Y si la hija de la Muerte te ofrece pipa de la paz, no se rechaza!

En contraprestación, conminó la condessa a Margarita a su vera pues la


piedra donde sentaba se le antojaba más cómoda y con mejores vistas pese
a circundar el sitio el mismo infierno. Y gráciles sus movimientos, la
contramaestre del Kahanamoku tomó acomodo junto a ella. Codo a codo.

Y prosiguiendo con los gestos deferentes, y cebada, prensada y


ahuecado el tiro a la carga, Margarita Laloba invitó a la condessa a que
encendiese en persona la estufa. Y sin aplicar la lumbre, apreciar la dama el
fino trabajo de la pieza. Blanca, y fría, al principio le pareció que era obra
delicada labrada en colmillo de elefante, y un tanto macabro el motivo al
tallar la cazoleta un cráneo humano y la caña del humo una columna
espinal a la que no faltaba vértebra; y por boquilla una pelvis con su coxis a
la cola. Una maravilla escultórica la cachimba.

Pero de marfil sólo era la boquilla para evitar que se pegase en los labios, el
resto era hueso, y no esculpido. Era un cráneo y una columna vertebral de
verdad, jibarizados exprofeso y en detalle para manufacturar una pipa a la
altura de la hija de la Muerte. Y ser regalo que le hizo la madre al cumplir
la mayoría de edad; sin que supiese la hija, al primer hombre que matase
Margarita, en realidad un muchacho de Papúa llamado Virutu, que le
amargó la infancia a la mujer, le quitó la madre al cadáver pellejo y carnes
quedándose únicamente con los huesos necesarios, y macerarlos, curarlos y
preparar para que pudiesen albergar cualquier hogar sin calcinarse en el
proceso.

Y con la primera chupada rozar la condessa el éxtasis. Y no sucumbir a él


al clavarle en el pecho el estado de Rosario, de estar aquella bien, de ser
ella y la condessa quienes compartiesen esa misma cachimba en la
intimidad de su compartimiento, la dama, ¡Las damas!, se hubiesen
entregado a gozar el humo y no reprimirse ningún deseo que les quedase al
alcance.

- … mmmm… -paladeaba la condessa más componentes en la mixtura-

… mmmm…

Te iba a preguntar, Margarita, dónde debo remitir carta para que me giren
esta misma ambrosía que tú fumas, pero…

… pero a nada de aunar sentidos en la cata, le encuentro más sabores y


aromas.
Y deduzco que el intríngulis del picadillo está en la mezcla que haces…
¿Es así?

- Buen criterio y paladar.

- Y mejor napia.

… Detecto olor a humedad y sombra; atemperada con algo de sol y regusto


a abedul.

¿Lleva setas?

- Una pizca de colorante rojo.

- … ¿Miel de efedra?

- Recolectada en su mes, una gota.

- … mmm… ¿Flor de artemisa?... y…

- Sí… pero ya no te voy a detallar más proporciones ni ingredientes.

Lo siento.

- Lo comprendo. Todos somos maniáticos con nuestras recetas secretas –


dijo la condessa cediendo la cachimba-

Y el detalle de esta mixtura desde luego ya es un tesoro per se.

- No exactamente. El detalle, el secreto, la virtud que aúna las potencias de


los ingredientes, es la propia pipa.

Hasta la corteza de sauce fumada en ella sabe a dulce opio.

- ¿Me la vendes?

- No.

- ¿Me la regalas?

- No puedo, es un recuerdo de mi madre… Y salvavidas que echarse al


pecho al atravesar desiertos emocionales o encontrar el infierno en el
cuerpo propio.

- ¿Me podría “esculpir” tu madre una?

… Pagaría bien.
- ¡Mi madre cobra en almas!

- El precio no importa.

¿Me haría?

- Pues si te digo la verdad, no sé si te haría; nunca, que yo sepa, nadie le ha


rogado favor alguno, salvo atrasar u adelantar la hora de su cita, en teoría,
impostergable; siempre cosas de trabajo le han pedido.

… mmmm… A lo poco te haría falta un troncho con melón fresco. O que


conserves en buen estado los despojos de alguien que te sea singular; por
dar mayor carga simbólica al objeto, más que por necesidad esotérica.

- Del primer muerto que hice no guardo reliquia, y del último… ni recuerdo
en la memoria.

Pero estoy en condiciones de, en nada, poder ofrecerle una buena osamenta
que le sea materia prima.

- … jejejeje… -rió Margarita al tiempo que pasaba la pipa- Si con eso


insinúas que si con mi cuerpo, con mis huesos, mi madre te fabricaría una
cachimba igual, ya te adelanto que no.

E igualmente te aseguro, que sólo por elevarle la propuesta, sufrirías una


muerte espeluznante de las que sólo padecen los Hombres por castigo.

Morirías de dolor. Y sería lenta tu agonía, el trance duraría miles de años


pues mi madre dedicaría todo su saber a prolongarte, y agudizarte, el sentir
cómo te fuñes por dentro sin poder evitarlo ni acortar su duración.

Con diferencia, mi madre te daría peor fin, que los miles de años que dura
también la digestión en el abismo intestinal de Sarlacc.

- No Margarita, no… jejejejeje… Los huesos de los que te hablo, al


momento, le siguen siendo chasis a la propietaria de nacimiento.

… Pero en breve me haré con ellos.

- ¿Y cuál es el nombre de ese cadáver andante?

- Con certeza no se sabe, pero dicen, que a veces, atiende por… ¡Patata!

… ¡Mira tú qué nombre!


Es más, si aquí nos hemos encontrado, es porque mi servicio de espías me
había asegurado que escondía en esta misma isla; y tengo encargo de
acabar con ella.

Y pese a no encontrar barco fondeando, desembarcamos para comprobar


que no escondía en ningún agujero; también me han dicho que es muy
astuta.

… Por cierto, para qué abriría los hoyos la individua.

- Eso te lo puedo adelantar yo, Assessina.

Si ella cavó tanto agujero era porque andaba buscando el tesoro del gran
Shbëk Lengua de Bronce; o el del capitán Bichomalo.

Empeño baldío y tonto, porque sólo él, o heredero que tenga y deje, están
facultados para acceder al oro.

… Sí, yo también venía buscando a la tal Patata al enterarme, por otras


vías, que la fulana probablemente estuviese aquí; y tengo el mismo
encargo.

- ¿Además de robatesoros es puta? –pasaba la condessa la pipa poniendo


cara de extrañeza- … Eso no lo sabía.

- ¡No, válgame el virgo la virgen!... vamos, no sé si lo será, ni me importa.

… Desgraciadamente, el lenguaje es muy sexista.

… y…

… y…

… Y que lamento, infinitamente, el haberte confundido con ella…

- Na, mujer, a mí me pasó lo mismo; también te tomé a ti por ella, hasta que
oí a los subalternos demandarte por “Margarita”; y seguir con la chamba
del sable porque me gusta ver cómo lo bailas.

- Visto está que ambas buscamos a la misma hembra; y a mí también me


alegra la vista tu estilo de danza.

Tras tanto tiro y cañonazo, y empeño puesto al sable, ahora parecían las
mujeres a punto de comerse los morros. Y Zapapico y Rancapinos, y
Libélula, escuchando todo, no salían de su asombro. Ni los rafaeles;
conociendo a la contramaestre desde chica, era la primera vez que veían a
un contrincante salir del todo indemne tras pugnar con ella un rato. Ni un
arañazo sacaría. Allí los únicos damnificados habían sido ellos, los primos,
y les empezó a saber a cuerno quemado el compadreo de las damas. Y
Margarita Laloba supo leérselo en los ojos, y molesta porque tuviesen
opinión al respecto, ordenó a los rafaeles varias cosas; que volviesen al
barco y que lo cambiasen de sitio fondeando en el naciente, y tras hacer,
que trajesen la cena prevista a tierra al pintar la noche soberbia.

La manduca, y cachivaches, para cenar tal personas y no tal bestias.

Y avisar a Rechico y Camelita que contaba con ellos; y que sería velada
informal, no de gala.
CAPÍTULO IX

Detallista que era Camelita, y por haber observado a catalejo, pidió a


uno de los rafaeles que en su ida a la islita llevase a la contramaestre la
sugerencia de invitar a los otros al barco para asearse y cambiarse de ropa.
Pero, según se lo dijo a Rafaé, ya le comentó éste que eso era impensable.
Al Kahanamoku sólo se subía siendo tripulación del mismo o compinche
jurado del capitán, o, como mucho, siendo preso con traílla al cuello y
destino lo profundo de la bodega; y pocas esperanzas de vida. Nadie, ni
Margarita Laloba, podía invitar motu proprio a visitar el navío, salvo,
obvio, el patrón.

Al respecto no habría posible discusión y se lo abreviaron clarito a la


mujer. Y ésta, solidaria con su género, retener un momentín el trajín de los
rafaeles para embarcar con ellos llevando consigo un baúl con ropa limpia
y complementos femeninos a elegir; y jofaina, palangana, jabón, esponjas,
espejo… y hasta cepillos de pelo y horquillas. Y un par de frasquitos de
perfume. Y un biombo.

Y agua dulce en abundancia.

Cosa, sinceramente, que fue de agradecer. Casi tanto como el unto especial
de sanar rafaeles que repartió la contramaestre en las carnes heridas del
grupo de la condessa, o, mejor dicho, que aplicó a los secuaces de sidi
Hassami said Hassiam; aunque advirtiéndoles que a ciencia cierta no sabía
si funcionaría igual de bien con ellos, el principio activo del fierabrás, se
dice, que era el mismísimo sudor de la Muerte, y sólo reparaba las carnes
de aquellos seres cuya existencia se la bufaba a la madre de Margarita. Y de
ahí no servir para el padre, el marido sí le importaba a La Fría y el
ungüento no funcionaba con él.

Y aunque no obró con la celeridad que acostumbraba en los rafaeles,


¡cuajar postilla a ojos vista!, sí sintieron un leve hormigueo de ir sanando la
cosa.

Tal que si fuese velador romántico encargado por Suleimán Pachá,


cuatro alfombras persas, de cinco por seis pasos, habilitaban jaima
completa salvo por carecer de techumbre, el cielo, ocupado por una
despampanante Luna, sería la techumbre perfecta. Y varias mesitas de té
bajas, y velones cistercienses de una cuarta de diámetro donde se podía
pautar las horas del día y de la noche; además de perimetrar con luz el
lugar. Y pequeños candelabros berninis para que tampoco faltase lumbre
manejable junto a las pipas de agua. Y almohadones de fino cuero
perfumado y relleno de pluma de alondra con los que servirse para
repanchingar, pues para ser servidas las viandas estaban los rafaeles. Y
mientras no acudiesen todos los comensales, seguían los primos dando
alegría a la noche, convirtiendo la cena en bufé libre; sin que el resto lo
supiese. Sacando platos y cubertería de los baúles que trajesen cerrados
desde el barco para que las cosas mantuviesen su calor; el besugo, la
dorada, la lubina, un par de langostas, la morralla pescada fresca y frita en
el día, y un perolo de garbanzos con costillas, se desembarcaron y se
mantuvieron herméticos para preservar su temperatura.

Y el vino, y el pan también dejaron dispuesto a mano; y botes con


confituras de manzana, pera e higo; y hasta dejarles preparado un pequeño
fueguecito donde lentamente comenzó a cocerse el puchero de café del
postre. Y el té moruno previo para abrir el ágape.

… No, no tenían intención de quedarse a servir la cena los rafaeles, y en


cuanto desembarcaron unos cuantos instrumentos musicales que les
concretase la contramaestre por petición de la condessa, tomaron el esquife
grande para retornar al Kahanamoku; y por saber pequeño el correveidile
que dejaban, también aseguraron que desde la cubierta del barco estarían
atentos a catalejo y, al menor chasquear de dedos, bogarían de regreso para
buscarles y recogerlos a pie de playa si allí mismo se despedían a besos.

Y viendo que Margarita Laloba y la Assessina volvían de su aseo en la


parte oscura de la playa, junto a Libélula y la propia Rosario, que se
ayudaba de muletas para andar, ¡muletas que también se desembarcaron!,
los rafaeles dejaron el encargo de comunicar a la contramaestre su pronto
empiltramiento por estar agotados y doloridas sus carnes zaheridas, pero
seguro, segurísimo que Rafael Eustaquio esperaría despierto al tener
todavía clavado el sable y depender de la buena voluntad de Margarita para
extraérselo sin que le fuesen al piso las vísceras; y luego rematar cosiendo
y dando el fierabrás que escocía tal guindilla alcarreña cultivada por
resentidas esposas de arrieros… pero apañaba las carnes, y quisiese Rafael
Eustaquio o no, debería esperar a que se lo quitasen pues con el yerro en la
tripa, de otras veces, ya sabía que no le iba a permitir coger la postura y
dormir a pierna suelta. No. Con el sable empalando no, maldormiría.

Esperaría el hombre catalejo en mano la señal.

Pero Rechico dijo que “nanai”, que eso era cosa que ellos debían
comunicar en persona a la contramaestre, y pretendiendo retenerles, agarró
por la popa el bote embarrancado y opuso cuanta resistencia pudo a que lo
metiesen en la mar, no mucha, pues con la pala de un remo le golpearon las
manos y del dolor se le quedaron los dedos tontos; y hasta temer que se los
hubiesen roto, por lo cual contó muy enojado el incidente a Margarita, y le
sugirió que utilizase el gato para hablar con ellos del tema. Y cambiarles el
nombre por: Mongolo, Retrasado, Botarate, Sietemesino y Malnacido
Lerdo; este último para Rafael Eustaquio; y grabárselos en la frente con un
yerro al rojo.

Y no. A Margarita le pareció bien que les dejasen a solas. Reconocía la


contramaestre, que siendo el enemigo que tuvieron el mismísimo sidi
Hassami said Hassiam, el comportamiento de los rafaeles había excedido
todo el valor que les presuponía al no ser una, ni dos, ni tres veces, las que
habían buscado las vueltas al Assessino y su compaña, saliendo del brete
tocados, pero saliendo al fin y al cabo. Se merecían un descanso, y por eso
ordenó Margarita, en un viaje anterior de Rechico al barco, que les dejase a
los primos, sin que supiesen, un jamón, una paletilla de Guijuelo por
cabeza en el coy; y aunque no solían dormir dónde guardaban las hamacas,
sí pasaban a recogerlas para luego tenderlas donde pretendiesen pernoctar,
y esa noche se llevarían consigo el jamón a dormir, seguro, y hasta hacerle
el amor a bocado crudo y calzón quitado.

No se pretendió que fuese noche de gala, sin embargo, poniendo de su


parte Natura, colgó tropical la Luna Llena, y si a eso se añade la calidad de
los personajes que allí juntaba, ni la más sonada de las “Rosas de Mónaco”
haría sombra a la reunión. Departían alegres y educados. Ellos, aseados y
atractivos con su empaque aguerrido; y si por mor a la verdad Zapapico y
Rancapinos malamente entraban en el vistazo, al tomar en sus manos violín
y flauta travesera larga, dulcificaron sus semblantes, y amoldados a los
respectivos instrumentos, si no verse, sí escuchárseles interesantes y
entendérseles por derecho en el grupito de los adonis; variante acústica.
Ellas, tremendas, indiscutibles bellezas élficas o artúricas, y aun vistiendo
livianas prendas de marinería, ropa se diría para jugar al tenis en Versalles,
ellas, por sí solas, suponían conjunción de estrellas o semidiosas. Si
hubiese tenido licencia Camelita hasta hubiese bajado la cajita bizantina
con las joyas favoritas del capitán Bichomalo, y prestadas para la noche,
darles el brillo nocturno que pedían a gritos y nunca se les estilaba. Nacidas
las alhajas para embellecer, abortaban sus destellos en el interior de un
cofrecito sabido del camarote del capitán. Pero finalmente no se atrevió. Y
comentar Camelita en alto la idea que tuvo pero desechó, y por ello elevar
un brindis Margarita Laloba al buen juicio, pues de no haberlo tenido, y
echar mano a la alcancía sin permiso del amo, en vez de loar al buen
criterio, debería estar ahora ella brindando por lo necia que fue Camelita al
disponer de lo que no era suyo; ni heredad. Si al abrir el baúl de la ropa,
hubiese estado la arqueta bizantina de Constantino, la contramaestre, sin
dudarlo, ¡automatismo!, le hubiese cortado la cabeza a sable a Camelita;
rápido, eso sí, pues hubiese sido la única prerrogativa que quedaría a
criterio de Margarita; darle muerte a su oportuno entender, acorde a la
felonía.

¡Pero no hizo! ¡No hicieron!... Y guiñando un ojo a Camelita, y luego el


otro a Rosario, se levantó Margarita y salió un par de pasos de la zona
alfombrada, y allí, con la punta del pie y sin excavar en la arena suelta un
dedo meñique puesto en horizontal, apenas raspar, daba Laloba con los
tiradores de la trampilla que todavía permanecía enterrada; aunque al hacer
uso de los pomos las portezuelas cedieron sin esfuerzo alguno y batieron
libres de polvo y paja. Y enmudecer el grupo de la condessa. Y pedir
Margarita a la compaña que le acompañasen para contemplar joyas y
“fruslerías” de verdad, de las que sabía abajo al ser heredera universal del
actual legítimo dueño y descendiente directa del primigenio, e incluso
descansar algunos cofres propios de Margarita al rogarle al padre que se los
fuese llevando y hacer sus primeros depósitos.

Si la coitada Camelita entendió las cuatro baratijas que guardaba Ruin


piezas de alta joyería, ¡Y el capitán tenía el gusto en el culo!, y las otras
dilatar las pupilas y exclamar ante la descripción pormenorizada que
realizaba la mujer, cuando viesen con sus propios ojos la excelentísima
calidad y belleza de sus mejores anillos y pulseras, la filigrana de colgantes
y diademas, pendientes y arracadas, torques, redecillas livianas de pelo
pese a estar trenzadas en oro. Y velos largos de hilos de plata. Y más, y
más… Todo tipo de piedra preciosa engarzaba con técnicas orfebres que ya
no se practican en el mundo.

… Cuando lo viesen, lo mismo se desmayaban.

Hasta pensó Margarita, que si no se prendaban las mujeres de pieza que le


fuese favorita a ella, pero de las pocas favoritas de verdad, si era pieza que
tuviese tara, u arañazo emocional, podrían arramblar con ella. Les dejaría
que luciesen para la ocasión todas las joyas que pudiesen perchar, pero sólo
quedaría para ellas, y ellos, para toda la vida, la que eligiesen; y guardar
esta sorpresa para el final.

Y eso sí, al morir se las reclamaría; a ellas, o a quienes hubiesen vendido en


caso de necesitar licuarlas en “cash”; y de eso no podrían sorprenderse
porque quedarían avisados.

Desde la boca se ofrecía el túnel descendente en ángulo de 45º, de


tamaño vitrubiano, y labrados escalones en la roca de duna fósil. Y lo que
supusieron dos pasamanos vaciados para afrontar sin miedo al traspié el
descenso. Poca información, y Margarita no había bajado nunca, cosa que
también advirtió, y sin embargo sabía que lo que por común asenso se
había identificado como barandillas vaciadas a cada lado en las paredes,
eran en realidad raíles para encajar rodillos y sobre ellos mover y desplazar
los cofres desde la misma superficie hasta el nicho bajo tierra; dónde
aquilatarían los brillos hasta que fuesen requeridos. Bajo tierra y mar,
porque observando los escalones, y con lo hondo que se presentaba, en los
cálculos que echaban a ojo, la galería seguiría, a no pararse muy allá, bajo
las aguas del Mediterráneo.

Margarita, la condessa y Libélula portaban los pequeños candelabros


bernini y abrían la marcha, tras ellas bajaban Camelita, Rechico y Rosario;
cruzándole ésta el brazo, a éste, por los hombros. Y cerrando los hermanos
con los velones que parecían arietes.

Y bajar, bajar peldaños, más y más, hasta ser innegable que descendían
bajo el lecho marino al filtrarse goteos y abundar los enraizamientos salinos
estalactíticos. Y los goteos convertirse en chorreos y brotar estalagmitas y
columnas.

Y cuando se empezaron a escuchar quejas por lo hondo, y el peligroso


descenso, se acabó la escalera dando paso a un corredor plano de unos diez
u doce pasos de largo y agua hasta las rodillas, y al cual cegaba una puerta
sin cerradura ni picaporte. Pero con una mano tallada en la recia madera,
una palma enorme pirograbada, en la cual, encajarían holgados los dedos
de casi todos los habitantes del planeta.

Y a la condessa no le hizo falta preguntar, era la mano del gran Shbëk


Lengua de Bronce, y reseñándola, acabó preguntando de todas formas.

- ¿Es verdad que tenía las manos grandes porque se las pisaba?... O es
cierta la leyenda que dice que era tan alto cómo dos hombres.

- Las dos. No suelo entrar mucho al panteón que tenemos en casa, pero
cuando voy y hago, las veces que he acompañado a mi madre a pasar
revista a la familia y poner flores, siempre fueron de los que más me
impactaron los despojos del abuelo Shbëk.

… Y pasión por los frontones que tuvo.

¡Esas manazas! ¡Esa cabezota para cuatro cuellos!... Macho bien plantado
no se puede negar que fue mi tatarabuelo.

- ¿De verdad eres también familia directa de Shbëk?

- Del Gran Lengua de Bronce, sí. Tataranieta.

- ¿Y del capitán Bichomalo?

- Hija.

- … mmmm… ¿Te ha ofrecido trabajo la Santa Inquisición?

- … jajajajaja… No.

- ¿Me dejas que intente abrir?... Por probarme, más que nada.

- Prueba… y si lo consigues, que sea tuyo, vuestro, cuánto podáis cargar


encima.

Escuchando lo dicho, y sin acordar más, al tiempo que se apartaban la


condessa y Margarita un tantito de la trayectoria, cogían carrerilla Zapapico
y Rancapinos, y cual bisontes musterienses, arremetían contra la puerta
dando un empellón a hombro. Y quedar los hombres doloridos en el suelo.
No, no era cosa de fuerza bruta sino más bien de maña, pudiera ser, y la
condessa puso su mano, sus manos, sobre la huella pretérita del gran
Shbëk, e intentó acertar con el previsible resorte que trancaba por dentro. Y
nada. Ni siquiera Rechico consiguió meter la punta de su sable en rendija
alguna para apalancar. Ni Rosario, que para alegría de todos, demostró que
su recuperación iba en curso al intentar abrir con unas palabras mágicas
que conocía: ¡Ábrete, Sésamo!... Y tocar tres veces a nudillo… toc, toc, toc.

Y no abrió, no, pero les arrancó a todos una sonrisa sincera. Y con sonrisa
de oreja a oreja, y visto que Libélula no tenía intención de participar en la
intentona de apertura, Margarita Laloba apoyó su mano en la palma
vaciada, y con un leve empujoncito, batió hacia dentro la puerta dando
acceso a un pequeño vestíbulo; y cinco puertas en él; tres cegadas a cal y
canto, y otra chapada con madera dura y negra; la quinta, abierta, insinuaba
una escalera, que sólo difería en la hasta ahí usada, en que la que ahora se
les ofertaba subía en exclusiva ¡Subía! Y subieron, y lo paradójico, al ir
contando los escalones Rechico ¡Es que subieron el doble de peldaños que
los que utilizaron para descender!

Debían estar a la altura del cielo, y sin embargo seguían bajo tierra y bajo el
mar. Pero allí había una trampilla que daba final al túnel. Y no se molestó
Margarita en retar a abrirla a los compadres, ella misma empujó y abrieron
las portezuelas sin artificio alguno.

El artificio estaba fuera. Habían salido nuevamente a la superficie de


Planissia, a la Roca de Santa Pola, pero… ¡Era de día!... aunque no hubiese
sol… y… ¿Dónde estaba el Kahanamoku?... No se veía el barco fondeando
por ningún lado. Y eso no era lo peor, lo peor era descubrir el Mediterráneo
en calma, y en concreto una calma total. Las olas habían detenido su
avance, y estáticas, modelo mar adentro para el maestro Kanagawa, en
torno a la isla aguardaban expectantes… e inquietantes para todos excepto
para Margarita Laloba, que sabía que el sitio no era un lugar, sino un
tiempo.

¡Antiquísimo!

Y prueba, una modesta cabaña barquiforme de piedra, y tapial de barro y


ramas, y techumbre de yerbajos y cañas, justo en el medio de la islita;
donde hasta hace nada, prácticamente un bajar y subir de escaleras, había
un campo cuajado de hoyos; aunque ahora no los hubiera y se prestase la
isla más Planissia y virgen que nunca.
Y el sonido, ¡Que tampoco había!, rompía únicamente con sus palabras
al no moverse el aire, ni cantar presencia y vida bicho alguno… ¡Ni
gaviotas! Sus pies al hollar sobre la arena dura, y sus labios, eran la única
fuente de ruidos, y eso, sinceramente, les amedrantaba. Seguían a Margarita
hablando entre ellos en susurros para no desentonar mucho en ese calmoso
Espacio-Tiempo, pero al abrir la puerta de la cabaña y entrar, no pudieron
reprimirse una exclamación colectiva: “¡Coooooñó!” Se engancharon uno
tras otro a la misma interjección según accedían a la inmensa casa.

Veinte, treinta veces más grande era por dentro que por fuera, desubicando
totalmente a los presentes. Incluso a Margarita, pero frente al estupor por la
falta de correlación entre volumen exterior y espacio interior, a ella lo que
dejó en cierta forma contrariada era la oscuridad. La ausencia de brillos, de
destellos, de reflejos y fulgores que genera todo tesoro que se precie, y que
debe ser fuente natural de luz allá donde se guarde… sí, sobresalía el
detallito por su ausencia. Y debería estar toda la habitación inundada de
rayos cromáticos, de descomposiciones del arco iris porque aún cerrados
los baúles se escaparían los brillos por las cerraduras y bisagras, y por las
junturas y muescas; por ínfimas que fuesen.

Y no, vacío estaba el enclave de arcones y cofres; de tesoro apreciable a la


vista en sacas.

… Sólo la hilera central de postes que soportaba la techumbre.

Y al adelantar los cirios gordos que llevaban Zapapico y Rancapinos,


descubrieron que en la otra punta de la estancia, en lo que fuese proa de la
barquiforme casa, junto a los lechos dispuestos sobre un gran banco de
piedra, al pie había unas brasas moribundas que atestiguaban la presencia
de alguien no hace mucho. Indudable. Lo que dudaban es que siguiese,
quien fuese, en el sitio. Y sin embargo seguía, y sólo cuando el fulano
“echó” a los rescoldos unos taruguitos de sabina, y prendiendo la llama
levantaba la luz, se dieron cuenta que con ellos compartía habitáculo gente.
Pudieran ser varios porque también les llegó algo de la conversación que se
traían dos, y otros dos bultos que roncaban.

Y al acercarse lo pudieron comprobar, los que charlaban amigablemente


eran el capitán Misson en su etérea y fantasmagórica vaporescencia,
departía con la calavera del doctor Bulín de Aguiloche que seguía guardada
en la nasa. Y roncar, ni dudar, Morcilla y su amiga Panceta.
- … Mi… ¿Misson, mon capitán Misson? –tras reconocerle, Margarita
envainaba los sables que había sacado al “caer” el tronquito a las brasas-

- Oui, Marga ¿Quién si no?

… Oh lala, vienes acompañada… y no son tus primos ¿no?

Pero por favor, diles que se acerquen, están en tu casa; no en la mía.

Preséntame, por favor.

- Ella, ella es Camelita… y enganchó en la tripulación bajo leva del capitán


Herejía –y mientras la contramaestre presentaba, la referida ejecutaba un
saludo a medio camino de la reverencia-

Y él… él… -el titubeo de Margarita insinuó la singularidad de Rechico- …


y él es Rechico, es también leva del capitán Herejía; aunque sea un
producto controlado, hecho crecer sano, bueno y justo, por parte del capitán
Ruin Bichomalo para que… ex profeso… me robase… el corazón… a mí.

(Sí… es mi nuevo novio).

- (¡A ver cuánto te dura éste, monina!... Que pareces mantis religiosa).

- (¡Calla, jodío hablador!)

Y estos otros amigos que me acompañan, son gente de tanto renombre que
quizá hasta tú mismo los conozcas; por no decir que seguro.

Ella es la mismísima sidi Hassami said Hassiam. Esa otra es su hija


Libélula, y al lado Rosario que es mano derecha de la Assessina y
compañera sentimental.

- ¡Eso te ha sobrado, guapa! –protestó Rosario aunque en el fondo le


derretía que se les mentase a las claras por pareja-

- Perdón… perdón, Rosario; entiendo la puntualización.

Perdón.

- ¿Y esos? –reseñó Misson a Rancapinos y Zapapico-

… La cara de esos me suena un montón.


- Deben ser linaje directo que dejase Aquiles tras ayuntar con una osa; y los
descendientes son ángeles custodios, y guardia pretoriana, al servicio
exclusivo de la familia de la Assessina.

Todos son mis invitados.

Y… ejem, ejem… -abriéndose de brazos Margarita significaba el aprecio al


hombre-… él, él es el archifamoso capitán Misson.

¡Uno de los cinco que tiene silla en el inframundo pirata!

- ¡Anda, y tú hace mucho la tendrías si la aceptases!

- … ¿La silla?... ¡¡Tengo trono más grande aguardándome!!

… Y no me lo tomes a mal, porque sabes que te quiero.

A algo parecido a un abrazo con el capitán Misson se entregó Margarita


Laloba, y pese a insustancial e intangible él, en cierta medida sí que se
apreciaba que interactuaban al ponérsele el vello del cogote de punta a la
contramaestre y cambiar los matices de los colores de los vapores que
constituían a Misson. Y por querer comprobar la condessa si con ella
funcionaría, ¡Y que tenía ganas sinceras de abrazar a Misson!, se acercó al
ente vaporizado y lo abrazó tal la Assessina que era. Entró en contacto
sabiéndose ella sidi Hassami said Hassiam, pero según comprimía en el
abrazo, y llegar a percibir la mujer algo parecido a carne vaporosa, pasó su
achuchón a ser el de la condessa, y luego el de Deditos de Plata, y
embriagada de emoción por no haber sentido nunca contacto físico con el
capitán Misson, al final el abrazo que les estaba estrujando pechos y
espaldas lo tendía dulcemente Patata niña.

- ((A la primera, y bajo el pañuelo que te ocultes, te he reconocido, Patata,


condessa… o sidi Hassami que quieras ser y que te llame de aquí en
adelante… supongo ¿no?)).

- ((Sí, por favor, Misson, necesito esa cobertura.

Échame un mamparo)).

- ((Mientras no me obligues a mentir abiertamente, y mi moral pueda seguir


defendiendo las pocas medias verdades que sean… cuenta conmigo, oui.
… Ahora, te aviso. Tú, ya sabes quién es ella… pero no tienes ni idea, ni
eres capaz de imaginar, en quién se puede convertir, se convertirá, cuando
se entere fehacientemente que tú eres… ya sabes.

Patata, y ten por seguro que se enterará ¡¡Es Margarita Laloba!!

Contigo, se dice, que ha de cerrar las listas de sus padres, y a partir de ahí
iniciar la propia.

Darte muerte a ti es su tesis doctoral; y el tutor que le lleva sólo le admitirá


el “Cum Laude”; te hará fosfatina)).

- … Es un honor conocerte –zanjó la condessa los secretitos al acercarse a


ellos un tantito Margarita-

- ¡Pero si ya nos conocíamos de antes!

- Ya me extrañaba que entre leyendas no hubiese lazos –dijo Margarita- ¿Y


de qué os conocíais?

- … Pues… mmm… No recuerdo, lo siento –intentó quedar natural la


condessa-

- ¿No te acuerdas de mí, de verdad? –sabía jugar Misson al límite-

- … Mentiría si dijese que no te conozco de nada, lógico, y tal muy bien ha


dicho Margarita, mil y una referencias tengo sobre tu vida, obra y milagros
¡Cómo para no conocer al capitán Misson!... ¡¡Y admirarlo!!... Pero…
mmm… no, no recuerdo el habernos conocido en persona.

Lo siento, capitán Misson, palabra.

… sería yo muy joven.

- Más que joven, por aquel entonces eras un hombre. Y con barba.

- ¡Ah, pues ya está todo dicho!... Me conoces de otra existencia… De


cuando era sidi Hassami said Hassiam, pero con pito y barba.

… mmm… Ésa se me hace que fue una vida muy antigua mía, y ahora algo
he cambiado… ¡¡Entramos en la era de las mujeres de nuevo!!

… Y mi estirpe arranca con la bisabuela, del abuelo, de la montaña. La


tatarayaya fue la primera Assessina, sí.
Tras presentarse las personas allí reunidas, sólo faltaba por presentar al
doctor Bulín de Aguiloche y a las perras, y aunque en un principio creyó
Margarita que eran seres anexos al capitán Misson, enseguida éste le sacó
del error, y para evitar que se complicase la cosa tomó la palabra la
condessa e informó que eran suyos, parte de la tripulación de su malograda
Dragon Fly; aunque personal de bajo rango y mala reputación al no realizar
labor de encomio a bordo. El doctor Bulín, mismamente, no había realizado
un diagnóstico acertado desde hace la tira, y Panceta y Morcilla hasta el día
corriente no se les vio nunca persiguiendo ratas en la sentina, a lo sumo se
dedicaron las perras a seguir el dornajo de la comida cuando bailaba por
cubierta debido a las olas, y sestear, en eso sí eran buenas y empalmaban la
tarde con la noche, y si no se les echaba reproche, gustaban prolongar el
sueñecito hasta que olían el rancho puesto.

Y lo que no entendía la condessa, ni ninguno de los dragonitas, ni siquiera


Margarita Laloba, era cómo habían llegado esos tres carnes de pescuezo
hasta el santa sanctórum dónde, en teoría, descansaba el tesoro del gran
Shbëk Lengua de Bronce. Un lugar absolutamente inaccesible… o casi.

Y reír Misson. Romper a reír incrédulo pues la compañía no sabía quiénes


eran las perras en realidad.

Y de partida, no ser perras.

La noblota y pachona Panceta se llamaba Kukur Thiar, y la ladina Morcilla


era ni más ni menos que la Señora Yamaraja, y para acortar las
explicaciones, asegurar que en algunas partes del mundo se les adoraba tal
que a diosas; y no cuatro gatos, sino muchos millones de personas.

Y bostezar las perras al tiempo para rubricar la verdad; pero sin siquiera
abrir los ojos.

Y reír los presentes al tomarlo por cuento; salvo la contramaestre.

- Por cierto, Misson… -dijo Margarita reseñando a Rechico y Camelita que


sentaban no muy lejos- … A esos les tienes en el bote, les ha gustado tu
piratada.

… Muchachos, él es el narrador del libro que tanto os gusta.

- Mon Dieu ¿Habéis leído “Psiconautas, piratas y boloblás”?


- ¡Me ha encantado! –chispeándole los ojos dijo Camelita- … me ha… me
ha… me ha gustado un montón.

¡Dos veces lo he leído!... Y en cuanto regresemos al Kahanamoku ya tengo


motivo para empezar una tercera lectura… ¡Ay, qué pena no traerlo con
nosotros para que nos lo firme!... u lo que fuese.

- ¡¿Es usted “la voz”?! –pese a rogarse el tuteo, sin poder evitarlo, cambió
Rechico al “usted”-

Vaya por delante que a mí también me ha encantado, pero…

… Pero hay ciertas cosillas que quisiera preguntarle.

Por ejemplo… ¿Conoció usted a mi familia?

- De quién eres tú, garson… dame una pista –pidió el capitán Misson
alguna referencia concreta para orientarse en la conversación-

- Soy familia de Tancredo Chico y de otros cuantos que usted menta de mi


pueblo.

Yo soy nacido en Boyuyo del Valle, pero enraízo tíos y primos, ancestros,
también en Boyuyo de la Quebrada y los Cinco Valles.

- … Oui, oui… algo les conocí… y mucho, mucho, mucho que me


hablaron sobre Tancredo Chico y el resto… pero mucho, mucho, mucho…

- ¡¿Quién?! –a la vez que Rechico se unió la condessa al misterio-

- Pues mon chery, mon petit fleur de amaneceres y ocasos, mon pico de oro
en ave del paraíso…

… Mon corazón.

… Mon amour, Genoveva1

- ¡¿Y dónde está?! –se le escapó la curiosidad a la condessa aunque supo


disimularla un tanto- … Dónde anda vuestra buena esposa o compañera,
pues aquí, visto queda dicho de un vistazo, aquí no hay nadie más.

Ni en la isla, ni en la casa.

1Nota de la narradora: ¡Yo también te quiero!


- Pues precisamente estará en nuestra cabaña de La Esmeralda, no muy
lejos en leguas del pueblo de, aquí el amigo, aunque a un par de realidades
de existencia concreta.

Y concretando, andará, anda, urdiendo, además, la segunda parte de


“Psiconautas, piratas y boloblás”.

- ¡¡Tiene negra!! –raudo recuperaba Rosario-

- No, mon amis, no… jejejeje…

¡Pobre de aquél que pretenda hacerla esclava!

- ¿Ni esclavizarle el corazón? –también la condessa gustaba jugar en las


rayas- … ¡Mira que si te está escuchando de alguna forma!…

- … Nunca, nunca, nunca… querida… Assessina… nunca se esclaviza a


quien se ama.

Los corazones que laten amor, se intercambian.

- ¿Y por qué lo urde ella y no usted? –preguntó Rechico oportunamente a


criterio de todos-

- Porque a mí me hubiese salido, pese a ser el primer narrador, una


avellanada de padre y muy señor nuestro.

… Y que tonto yo, le desafié a hacerlo.

- ¿Y ella lo hará mejor que usted?

- Seguramente.

… Aunque… y no se lo digáis, s´il vous plaît… en algunas cuartillas que


me puso a cata, me parece que abusa de muletillas y estructuras demasiado
campechanas, y mismamente sobreabusa de las conjunciones copulativas; y
amancebarse con mucho verbo “Haber”.

… ¡¡Y empecinarse en no abrir la historia con el indispensable… “Hervía


la mar”!!

- Pues díselo –con cariño sugirió Margarita- Sincérate y verás cómo ella te
lo agradece.
- ¡Pero si se lo he llegado a decir, Maggagita!... Incluso, finamente, le
comenté que también salía mucho beso y sentimiento tierno, y…

… ¡¡Y me mandó a tomag por culo!!

… De hecho, por eso estoy aquí. Paseando entre vórtices encontré abierta
la puerta que asciende desde el vestíbulo hasta acá, y vacío y calmo todo,
supuse que tú o tu padre os habíais pasado para cerrar la cuenta en el sitio y
que ya no volveríais… Y yo con curiosidad por conocer el lugar; por eso
subí.

- No, nosotros no hemos sido –dijo Margarita-

- ¡Ni nosotros tampoco! –sincerísima sonó la condessa-

- Oui, ya lo sé –afirmó el capitán Misson con suaves cabezadas a la vez que


reseñaba a dedo un pequeño papel doblado- Lo único que había en el sitio,
cuando llegué, era esa nota.

Sobre el banco de proa de la casa, junto al mismo capitán Misson,


descansaba un papelito doblado por la mitad, y en su interior, un escueto
mensaje que daba resolución al enigma de la ausencia de brillos y la misma
presencia física del tesoro.

“Antes que te lo lleves tú, ya me lo llevo yo.

…jijijijijijiji…”

H. Rohan-Polduc

Ni hecha a compás colgaría más rotunda la Luna. Y blanca. En la


superficie sería capaz de arrojar sombras al suelo, bajo el agua, a
Murciégalo, también le rondaban sombras. Bailaban con impulso propio. Y
sabía de su naturaleza autónoma al reconocer en ellas los mismos tiburones
que llevaban toda la tarde dándole acecho, y de noche, pretenderían
echársele encima y arrear algún bocado; no tardarían mucho.

Con la luz del día todavía fuera ya lo intentó alguno, y rápido se manejó
Murciégalo para disuadirlos con el mismo fusil que le servía de caña para
respirar. Y ahora, aunque cristalino el medio, pero definido con sombras,
lento era su tiempo de reacción; entre otras cosas, por el entumecimiento de
los miembros y el sentirse los ojos tal chirlas dadas la vuelta.

Y el empezar a atragantarse al notarse exhausto por el mero respirar a


través del ínfimo respiradero.

Así que abandonó el mosquete y salió a inhalar a napia propia, a boca


completa ¡Y que Poseidón repartiese suerte!

Y al aflorar en la superficie, tragar tal bocanada de aire que hasta le


escocieron los pulmones. Y durante unos segundos cegarse mirando
directamente a la Luna. Después, parpadear buscando el Kahanamoku. Y
finalmente, observar Planissia y descubrirla en calma y silencio absoluto;
sin paqueo.

… El plan seguiría su curso, sí.

También se liberó Murciégalo del lastre que supusieron las pistolas, e


incluso casi se ve en la necesidad de abandonar en el mar sable y cuchillos,
por fortuna no fondeaba lejos el Kahanamoku y se le hizo factible, en un
último derroche de fuerzas, llevar consigo hasta el barco el instrumental…
y el saber que algún arma debería portar por si le era necesidad acojonar a
alguien. O dejarlo tieso en el acto antes que diese la alarma; y de ahí llevar
tanto cuchillo. Era un experto en el manejo y con puntería circense.

… Y ni dudar, más silencioso es un filo que una bala.

Mientras nadaba hacia el barco iba pergeñando su plan, vamos,


improvisando remates al plan hilvanado por la condessa. En el de la mujer
llegaban y subían, en el que concretaba él, empezó por elegir una maroma
de fondeo para encaramarse hasta el nivel de la cubierta y echar un ojo
dentro. E hizo, discreto asomó, y en un principio no divisó cosa distinta que
la estructura interna de los parapetos, y matacanes, que se habían apañado
para combatirles a los de la islita, y las marcas dejadas por ellos a tiros en
los palos… y atado a uno, al mayor, con cadenas y la espalda cruzada a
látigo, un hombre. Y por afinar también el oído, distinguir un respingo que
lindaba el ronquido crudo, y localizar entre bultos, a vista, el paradero de
un segundo dormitando cual cerdo.

El primero no era enemigo, no debería serlo, aunque nadie le garantizaba


que no lo fuese. Del segundo no dudó que sería contrincante al alumbrarle
bien en ese instante la Luna y descubrir el uniforme de los que le dieron
guerra, e iba a ajustar cuentas a cuchillo revolandero cuando se percató que
en la barriga ya tenía metido un sable.

¿”Ronquido”?... Quizá eran estertores de acercársele a caballo la Muerte,


de ser el gachó un indicio, que no prueba, de haber acaecido un motín
sangriento en el trasunto de su inmersión, y quizá no quedase a bordo nadie
vivo.

… o que todos agonizasen, pues los mismos ruidos que profería el del yerro
en la tripa, se dejaban escuchar a nada de aproximarse a las escotillas que
daban acceso al interior del navío.

“Caritativo” que le gustaba pensarse a Murciégalo, y por quitarse el miedo,


al cuchillo arrojadizo que portase unió el sable, se dijo, por si era cosa de
dar puntilla u estocada certera a los que necesitasen pronto responso.

Y santiguarse antes de internarse. Y tocar con cuernos la madera del piso.

- (¡Eh! ¡Eh! ¡Tsss! Por ahí no; que están durmiendo mis “hermanos” bajo la
escalera –masticando sus palabras, pero remarcando sus gestos, conminaba
Rafael Palmiro a que no lo hiciese- … Y por el otro escotillón tampoco,
que hay otro par).

- (¿Y qué hago?) –se aproximó Murciégalo de puntillas-

- (No sé… ¿Qué quieres hacer?)

- (Es secreto… vamos, quiero… bajar, sólo te puedo decir eso).

- (Pues ni bajar, ni subir. El barco no es visitable.

Y menos a estas horas).

- (¿Y si quisiese visitarlo, con quién tendría que hablar?)

- (Con el capitán… pero te reitero que no son horas).

- (Tú no te preocupes por eso, que es cosa mía.

¿Cómo hago para ver a tu capitán?)

- (Pues si creyese que trajeses buenas intenciones, te diría que bajases a su


cabina y que tocases a su puerta.
Pero como intuyo que no es el caso ¿no?)

- (…mmm… No. No te voy a mentir. No, no traigo buena intención para


con él; ni para con nadie del barco.

… Salvo contigo, claro. A ti te pondré un monumento).

- (No… no, no, no… Me conformo con que no me menciones cuando te


estén sacando los ojos; y demás torturas que te hagan).

- (¡Pero si todavía no me has dicho nada de sustancia!)

- (¡Ah, no! ¿Y avisarte de la presencia de mis “hermanos” al otro lado de


las escotillas?... De no, ya estarías muerto).

- (Perdón… tienes razón).

- (Na. Dejémoslo).

- (Por favor, prosigue.

… Qué me ibas a decir).

- (Pues que yo, que tú, me descolgaría por popa, y al tener los ventanales
del castillo abiertos… ¿es así?)

- (De par en par).

- (Pues por ahí deslizarme dentro.

Y encontrándolo dormido… hazte cuentas).

- (… Qué ¡¿Qué harías?!)

- (Ah, no. Ya más no. Ya te he sugerido mucho para la ruina que tengo
encima).

- (… Y si… ¿Y si quisiese darle fuego a la santabárbara?)

- (También vía la cabina del capitán; que tiene su propio acceso; vía estas
escotillas te pillan antes y más lejos de destino).

- (… Y… ¿Y algo de combustible para darle fuego al velamen?... y te


suelto antes, obvio).

- (Que no, leñe. Que no quiero que me sueltes.


… Y las velas son ignífugas; hasta para los rayos; a lo sumo hacéis algún
agujero con los plomos gordos cuando nos hemos acercado demasiado).

- (… O sea, que desciendo la popa, me cuelo dentro, y allí ya hago yo lo


que tenga intención de hacer ¿no?)

- (… mmm… Imagino).

- (¿Seguro que no quieres que te suelte?... mira que si veo oportunidad


hago saltar hecha cachitos la chalupa).

- (… Bueno. Ésa sería una muerte rápida y rimbombante).

- (En fin… Gracias por todo).

- (No hay de qué.

Y buena suerte).

Virtud desarrollada desde chiquitín, Murciégalo era capaz de trepar a la


vampírica y descender cabeza abajo. Y sin cuerdas. Así pues, asomó por la
parte alta del ventanal y vertió la vista dentro, y al acostumbrársele los ojos
a la penumbra, localizar al capitán en la cama, roncando bajo las sábanas.

Y descolgarse, darse la vuelta a pulso para apoyar los pies en el alfeizar sin
hacer ruido. Y entrar a la locura, pues lo era, ya que nada más pisar el
interior, escuchó en un sillón de orejas a alguien más durmiendo; aunque
no pudiese verlo por estar el sillón de espaldas a él. Mal asunto. La capa de
sigilo que gastaba sólo le daría tapadillo para acabar con uno, difícil que el
otro no despertase a nada de plañir el compañero, aun suspirado, el bailarle
del acero en las entrañas.

Con uno, seguro, podría acabar sin que se enterase, con el segundo, lo más
probable, que quedase la vaina de medirse a sable. Y simplemente por el
rango de dormir en cama con dosel, frente a sillón enorejado, presupuso
peor contrincante al capitán.

… ergo mejor acabar primero con él, y luego que el Destino decidiese en la
previsible lucha con el que quedase.

O… volver por dónde vino y dejarse de tontunas.


Aún estaba a tiempo, ambos dormían.

Con más sigilo que el que entró, retrocedió de nuevo hasta la cristalera,
y agarrándose a la churriguería exterior del dintel, volver a salir afuera y
quedar, tal lapa, adosado a la popa.

La islita continuaba en calma, e, indudablemente, él seguía teniendo en sus


manos una oportunidad única para desgobernar el barco. El Kahanamoku.
Y bien clarito podía leer el nombre al quedarle las letras, de dos palmos, a
la altura de los ojos. Brillantes, excesivamente deslumbrantes al no
acertarles rayo directo de Selene y sin embargo refulgir tal oro. No plata
¡Oro!

¡Y serlo! En la punta de la lengua, tras chupar una “K”, le quedó el sabor a


electrón y dulzura metálica picante, y por retrogusto, en la garganta,
reconocer en la saliva que tragó el sabor subjetivo a codicia.

Y cambiar de idea. Plantar los pies en el alfeizar, y retornar dentro felino.

Seguían durmiendo en el interior, y hasta acompasados, roncaban a dos


voces respetándose soliloquios de lucimiento; haciendo tiritar el mobiliario.
Y vibrar la tela de maese Caravaggio tal al tacto, mas intacta, descubrió
Murciégalo tomando contacto con los tensores.

¡Ésa era tan buena noticia, excepcional, que también sería excusa para no
hacer cachitos la embarcación e intentar conquistarla!

Según la Ley del Mar, la Ley que sabía de Piratas, en caso de matar al
capitán, pese a que hiciese de forma artera, y si sobrevivía a la escaramuza
que tuviese ha lugar, tendría también derecho a reclamar el puesto, o
pugnar con representante del bajel u contramaestre que resultase, pero
tendría todo el derecho del mundo y la mar océana, a exigir en propiedad la
capitanía.

Y debatirlo a sable.

¡Él, caballerizo no hace mucho, e hijo de felón, él, un pelanas, podría llegar
por el atajo encontrado a lo más alto del gremio pirata!

… ¡¡Y el poder mirar a los ojos de Libélula de capitán a capitán!!... ¡¡¡Sin


distinción entre ellos!!!


Y echó mano al puñal, y blandir al estilo de poder hendir en el cuerpo
horizontal del de la cama.

Y antes de dar el primer paso, perder de nuevo un instante paseando los


ojos por la cabina. Y tal supuso, encontró más maravillas. Y entre ellas, le
prendió un reloj, pues reloj era, pese a no apreciársele juego de pesas, ni
péndulo, ni separar un dedo de la pared para esconder tras la esfera la
maquinaria de cuerda. Y la propia esfera ser cuadrada, y no tener números,
y discurrir las agujas, guadañas, a su propio tempo curvado; al igual que
sus tic y tac.

Sí, no era tiempo convencional lo que registraba ese reloj. Y a fe lo supo


porque, a ratos, en lo que el segundero corría un segundo, a él le daba
tiempo de tararear en su cabeza nueve veces un sortilegio u estribillo, tal
pudiera ser “Rango-honeti-kie”, como le corría la manecilla media vuelta
en un parpadear; a destiempo y trompicones sonaban tic y tac.

Hipnótico en cualquier caso, tuvo que sacudirse el embrujo antes de


proseguir la empresa. Y practicar un par de apuñalamientos a la nada, que
tanto perseguirían calentar el juego de músculos del miembro, cómo darse
ánimos propios.

¡Vamos, vamos! ¡Zas, zas!

¡Vamos!... ¡Zas, zas!... y ¡Zas!

Y tras ensayar varias veces el acuchillamiento al aire, concretar en su


cabeza la intención, de asestar dos o tres mojás, antes de cambiar al sable y
dar combate al del sillón. Quizá hasta le diese tiempo a fijarlo al asiento si
era de la gente que despertaba pachona y entre bostezos.

Sí. Dos, dos o tres puñaladas, rodar sobre la propia cama, y meterle tres
cuartas de sable en el vientre, al otro, si enhebraba raudo las acciones.

… Chupado.

Y tendió el primer paso, paso, que aunque de faquir que intenta repartir
todo su peso entre las puntas de los clavos, si no por su parte, sí sacó
quejido al piso y crujió éste.

Y detener su movimiento Murciégalo porque apreció un revolverse en el


sillón de orejas.

… mmmm…

De haber estado la cama en su sitio original, más cerca, tal pregonaba la


huella inmaculada de dónde estuvo, a dos pasos, a un salto mal contado, le
quedaría el capitán, y bien sencillo sería ensartarle el corazón.

Pero habían arrimado el lecho al costado, y supuso, y bien, que para


disfrutar mejor “La Decapitación de San Juan Bautista”. A unos seis pasos
le quedaba el capitán, y el otro a nueve, o diez, esquivando además los
trastos que se interponían.

Y calculándolo en detalle, seguía haciéndosele prioritario, y más sencillo,


el acabar con el capitán… o darse otra vez la vuelta.

Y se la dio.

Se encaramó de nuevo al alféizar, y se disponía a salir del camarote,


cuando le volvió a la memoria la capitana Libélula, e imaginar que ella
entraba en el compartimiento y él se presentaba capitán. Pero un capitán no
sale por los ventanales de su cabina, lo hace, en todo caso, por la puerta.

Y volvió a entrar al cuarto.

Y volver a desenvainar sable y cuchillo de vela.

Y dar un paso en dirección al capitán, y otro más, pero al ir a tender el


tercero, la madera del piso volvía a gemir; y claro, no dejar caer todo su ser
y rectificar el apoyo. Aunque donde fue a poner el pie, igualmente debería
estar dolorida la madera, o que fuesen tablones de árboles quejicas y
chivatos, también plañía el suelo el peso de Murciégalo. Todo en derredor,
dónde pretendiese plantar, era un grito quejumbroso de chasquidos y
chirridos.

Lo había intentado, sí ¡Y más de una vez! Nadie le reprocharía el haber


llegado tan cerca del capitán… ¿del capitán?... del capitán ¡Bichomalo!
¡¡Ruin Bichomalo!! Leyó en la gargantilla de un retrato que colgaba cerca y
a ojo; de los mucho que exponían.
Sí ¡Era el architemido capitán Ruin Bichomalo! El último ogro que surcaba
la mar salada aterrorizando a hombres y naciones, y por eso mismo nadie le
recriminaría a Murciégalo que se hubiese rajado a cuatro pasos y un suspiro
de acabar con la vida de semejante alimaña. No podría existir reproche, y
más que nadie él mismo, en todo caso, sería quien más motivos tendría para
abroncarse, al perder con la retirada la cántara que llenaría sola;
simplemente, sin contar las recompensas que tuviese el hombre pendientes,
por exponer en puerto el cuerpo inerte del fulano, por contemplar el
cadáver, apoquinaría la chusma bien; y por dar oportunidad a arrearle un
estacazo al fiambre, alguno pagaría media fortuna, seguro.

Pero… Pero un muerto no disfruta lo mismo del dinero; aunque algo de la


fama aparejada sí alegre los Más Allá.

… Amor, dinero, fama… Sólo le faltaba la “Salud” en la tarta, pero…


pero… pero si despertaba el sujeto, ¡El capitán Ruin Bichomalo nada
menos!, antes de estar él colocado y en posición… de despertar el demonio
en mal momento… de no ser certera su puñalada… de…

Y tragó saliva; saliva que seguía sabiéndole dorada.

Y envainó una vez más sable y cuchillo. Pese a que ahora no tuviese
intención de abortar la intentona.

De babor a estribor cruzaban viguetas el techo de la cabina para dar


soporte a la cubierta que quedaba encima. Y entre las citadas vigas y la
propia cubierta un par de dedos de holgura para las hinchazones, suficiente
para él meter uñas y yemas, y desplazarse simiescamente por el aire sin
hacer ruido hasta la vera del capitán. Y descender por el dosel sigiloso hasta
la misma cabecera.

Y sacar por enésima vez su cuchillo y sable.

Y antes de clavarle el acero en el corazón, observarle desde cerquita el


rostro.

¡¿Ésa era la leyenda viva, o muerta que también se decía, a la cual temían
reyes, papas y hasta simples pescadores de caña en río?!... ¡¡Y viejas sobre
orinal!!

… No, no aparentaba ser tan fiero visto de cerca y además durmiendo. No.
No entraba mucha claridad hasta la cama, pero ni embozado por sombras y
arrebujado entre sábanas y almohadones, se le hacía la cara del gachó de
temer. Ni mucho menos.

De hecho, hasta familiar le sonó a nada de imaginarle sin barba y con pelo
en la cabeza. Y algo más rellenos y dulces sus rasgos. Y falto de algunas
pequeñas cicatrices. Y dos ojos que tuviese.

Y si además cojease y tuviese una mano medio tonta ¡Cojo y manitonto que
se declarase en la vigilia! Sí, sería igualito ¡Quién se lo iba a decir a él!
Sería idéntico en apariencia a su propio padre… ¡Al padre de Murciégalo!

… ¡Virtud demoniaca tendría el hombre de falsear las caras para protegerse


mientras dormía!

… Y un escalofrío recorrió el espinazo de Murciégalo. Perverso se le hizo


el acordarse del padre propio al contemplar el careto del hombre que
pretendía acuchillar.

Eso ocultaría quizá un trauma infantil, o que tenía el alma tan podrida que
hedía y le provocaba alucinaciones.

Así que, no sin cierto azoramiento interno, levantó sobre su cabeza el


cuchillo de vela y reasió el mango en firme para asestar la brutal puñalada;
no dos o tres, se juramentó para en descarga única atravesarle el corazón y
fijar éste a las lamas del somier.

… pero… pero… pero es que cuanto más le miraba en rigor, más familiares
se le hacían algunas arrugas, verrugas y lunares.

Y envainar un segundín el acero largo, para poder restregarse los ojos


con la falda de la camisola. Le jugaba malas pasadas la vista en el peor de
los momentos, en el instante de ser certero estando apostándose la vida. Y
tras aclararse la mirada, descubrir otro rostro en el hombre del lecho. Y ser
el de un tercero.

Uno, el de los retratos; que en su momento coincidió con el de la cama.


Después creyó tener delante de él a su propio padre. Y por remate este
tercero, al cual también acabó sacando parentesco, pero político, tras un
rato de observarlo. Sí, se parecía un mucho, un todo salvo edad, melena que
tuviese y ojos pares, y no la barba, sería niquelado al padre de Libélula.
Igualito que el retrato que portaba la capitana en su reloj de bolsillo… pero
igualito, igualito, igualito.
Y pasarse de nuevo la tela por los ojos, y a resultas de ello redescubrir en el
yaciente a un auténtico demonio de los que dan miedo ¡El del cuadro volvía
a tomar puesto! ¡¡El capitán Ruin Bichomalo!!

Y sacar Murciégalo el sable.

Y alzar una vez más el cuchillo sobre su cabeza.

… Y en ese instante verse luz bajo la puerta…

Y dentro del camarote escucharse dos “click” de montar dos pistolas.

… Y abrirse la puerta entrando candil en mano un hombre, y aunque en


tono de voz amortajado, clamar por la escandalera que se traían y tenía a
todo el Kahanamoku despierto.

E intentar entonces descargar su cuchillada Murciégalo, pero ni empezar a


dibujar el arco de caída, desde el sillón obraba uno de los trabucos oídos y
de la misma mano le arrancaban el aguijón. Y no llevarse el segundo
disparo porque intuitivo se agachó y pudo parapetarse tras la cabecera de la
cama del capitán, y tomando el flanco del lecho, y abordando al durmiente
con el sable al cuello, exigir Murciégalo, muy seguro, la rendición total e
incondicional de la cabina, y de seguido del barco, si querían salvar la vida
al capitán.

- ¡Quietos! ¡No os mováis o le corto la cabeza! –jugó Murciégalo la baza


que tenía a mano- … ¡Y sin resistencia porque él está entregado! ¡Soltad
las armas y salid brazos en alto!

- ¡Ni hablar, desgraciado, te has metido en la boca del lobo!... ¡¡Loba!! –


protegido tras el sillón, apuntándole al melón, impostaba Tiburcio su timbre
conciliador para parecer fiero-

- ¡En el cubil de Laloba te metiste, cantamañanas! –puntualizó Maximino


rugiendo haberse hecho fuerte en el quicio de la puerta-

- Rendíos.

Él no está muerto, y no ofrece resistencia –necesitaba acelerar Murciégalo


las cosas al oírse ruido de ajetreo por las tripas del barco- … O salís brazos
en alto, o tal guillotina de imprenta, que bien he manejado, aunque para
falsificar documentos, ahora mismo de un viaje le separo el pellejo del
intelecto; en dos le abro el pescuezo.
¡Por mis muertos, salid, o le afeito al ras, ¡ris-ras!, el garganchón!

- ¡A nada que cojas aire para hacerlo, a esta distancia… muchacho…

- Ríndete tú, cretino, y sal con los brazos en alto tú –también Maximino
quería meter presión-

Ríndete, o a esta distancia que se te ha dicho, mi querido Tibur te abre un


agujero nuevo en la frente; pero no para que te brote tercer ojo.

- … ajjjj… Maxi, eso ha sobrado; ya se lo había insinuado yo y no era


preciso detallar.

- … ¿”Maxi”?... ¿”Tibur”?...

… ¿Yayos?... –sorprendido Murciégalo soltaba su escudo humano y se


ponía en pie-… ¿Yayos, sois vosotros?

Y por afirmación a que lo eran, a Tiburcio le flojearon las piernas al


punto de irse al piso desmayado, y Maximino hacer pucheros mientras
murmuraba un tierno: “¿Murciegalito?”.

Pero no hubo tiempo para más confidencias, en ese momento llegaban los
rafaeles y en tropel entraban en el camarote del capitán arrollando en su
embestida a Maximino; y quedar éste inconsciente también en el suelo. Y
con los sables desnudos tomar los primos posición en torno a la cama.

- ¡Date por jodido, muchacho! –con franca sonrisa dijo Rafael Eustaquio-

… Pero bien, bien jodido.

- Más jodido lo tiene vuestro capitán… ¡¡y tú mismo!! –recostado de nuevo


en la cama, Murciégalo apoyaba sus palabras en el sable puesto al cuello de
Bichomalo- A un “Ris”, sin necesidad de “Ras”, le aligero los
pensamientos.

- Un favor nos harías… -a ojo consultó Rafaé con los demás- … Porque
sería favor ¿no?

- A mí, a nosotros, si le afeitas bien afeitao, nos haces un apaño bueno, sí –


expresó Rafael el parecer general-

- ¡Ya te digo! –a cabeza propia reafirmaba Rafa- Nos simplificarías la vida


un güevo.
- ¡Que lo mate, que lo mate ya! –le faltaba dar palmas de alegría a Rafita-

- … Pues… Pues lo mismo ahora no lo mato, hale. Y al final, por mis


pelotas, sois vosotros los que salís perdiendo; porque le despierto, o espero
a que despierte, y le cuento lo mucho, lo muchísimo ¡Mis cojones 33! Lo
mucho que os preocupáis por su persona.

- … jijijijiji… -con su risa de contar mentiras se arrancaba Rafael


Eustaquio- Cuando despierte el capitán, y no tardará mucho, ¡Hoy que hay
Luna Llena! a esa distancia que estás, no te deja ni hablar; te va a destrozar.

Y te va a comer ahí mismo; y empezará antes de estar tú muerto del todo.

Los días que toque Luna Llena, o que la regale Natura, el capitán tiene por
costumbre transformarse en… ¡Lobo de Mar!

¿Por qué te crees que está atado con traíllas a la cama?

- Pues es verdad que me ha llamado la atención cuando me he dado cuenta.

Pero cómo también barrunto que sois una panda de pervertidos, he dado
por hecho que sería un jueguecito; y casi acierto.

¿Le sacáis con bozal a pasear?

- ¿¡No te los crees!? –hasta a Rafael, que le pillaba todos los embustes a
Rafael Eustaquio cuando jugaban a las cartas, le pareció convincente la
trola-

De ordinario el jefe, palabra, y sin pañitos, es una mala bestia…

… pero al trasmutar de bestia, a bicho horripilante y bubónico… ¡¡Uff!!

- ¿Qué?... ¿Qué?... –Rafita se había quedado en ascuas-

- Primero te va a comer las tripas, porque gusta empezar a jamar desde


dentro –tal que fuese verdad lo gesticulaba Rafael Eustaquio- Y luego, tiene
manía, por proseguir por los pies e ir en ascenso.

- “Podofilia”… lo que os suponía, unos pervertidos.

- Yo, si supiese lo que es “podofilia” o “pervertido”, quizá hasta me lo


tomase a malas –rió Rafael-
- ¿Pero le va a matar o no? –a Rafita le perdía la incertidumbre- … Si sí, si
no… ¡Esto es un sincristo!... Va a acabar despertando y fichándonos a
todos; lo advierto.

- ¿Le matas o no? –al tiempo que preguntaba, pedía Rafael Eustaquio por
gestos que dejasen hablar al hombre-

… ¡Eh! Le matas o no.

- No.

Ahora he pensado que más daño os hago, ¡porque esto va a quedar cosa
entre vosotros y yo!, que os amargo todavía más la existencia si en vez de
matarle… le tullo –desenvainó otro cuchillo Murciégalo-

¡Le corto la nariz y además le abro la boca, exactamente, de oreja a oreja!

… Y luego os arregláis vosotros con él, el explicarle las mutilaciones y no


acabar con su vida.

- … ¡Este hijo de burra sabe jugar! –dijo Rafael Eustaquio retrocediendo un


par de pasos y conminando al resto a imitarle-

Tras tanta charla seguía teniendo una mísera oportunidad, ¡una!, e


intentando llevarla al extremo, sin salir del todo los rafaeles del camarote,
pues obvio que salían para orquestarle nuevo plan de asedio, levantó
Murciégalo su sable por encima de la cabeza, una vez más, pensando
cercenar la del otro de seco tajo y luego salir volando por la ventana. Y
nadar. Nadar cómo loco.

Ése fue su plan desde la primera vez que irrumpiese en el camarote, y ahora
era el momento de ponerlo en práctica. De ejecutarlo.

Y al enmarcar Murciégalo el ademán crispando dientes, siquiera antes de


transferir toda la potencia a la muñeca, obrar Tiburcio desde el suelo con la
segunda pistola que montó y volver a arrancarle el arma de las manos. Y él
sorprenderse tanto por la reacción del yayo, que apenas pudo arrojar
malamente al bulto de rafaeles que le embestía un par de cuchillos antes de
saltar por la ventana de popa al mar.

Y tampoco ver que en el embate arrollaban a Tiburcio y quedaba


nuevamente traspuesto.
Murciégalo rompió a nadar tal pingüino fuese, y usando los primos de la
fusilería de la cabina, verse en la necesidad el hombre de pasar a bucear. Y
por ir casi a ras de superficie rondar las balas en el agua trazando estelas.

Sólo cuando salió del ángulo practicable desde los ventanales dejaron de
burbujearle los plomos y supuso que tendría tiempo para tomar a boca llena
unas brazadas de oxígeno. Y cubicarse en la mar.

La noche había corrido, y pese a no deslindarse todavía ningún horizonte


en la negrura, sí insinuaba el día su avenida en poco tiempo.

Clareaba a lo lejos el Sol dando referencia cardinal.

Y las estrellas empezar su retirada pese a no moverse del sitio.

Rompía el nuevo día con pintas de ser para enmarcar, pero también
empezaban a aparecer en cubierta los rafaeles con sus mosquetes y fanales,
aunque, sanguinarios, en vez de continuar disparándole con las armas que
cruzaban a la espalada, mientras uno le mantenía divisado y controlado
sobre las olas, los otros cuatro cargaban los cañones de popa y proa, y el de
la amura preceptiva. Y orientarlos hacia él.

Y él tomar cuánto aire pudo y sumergirse.

Por no bucear muy lejos del propio barco, diría Murciélago que al
mismo tiempo vio el resplandor del cañonazo en superficie y lo escuchó, y
sentir entrar a cuatro brazadas por su estribor un melón, y con el mismo
efecto de inmediatez entrar a dos brazas por babor un proyectil de menor
calibre aunque misma intención; hacerlo pedazos. Y él bajar más,
impulsarse aprovechando los fondos que conocía de memoria por haber
pasado media tarde observándolos in situ.

Y cuando ya creía que le iban a implosionar los pulmones, acertar con el


arenal, el blanco e impoluto bajío donde abandonó el mosquete que le dio
servicio de espiráculo.

Y volver a darle uso.

Y deducir que muy bien no sabían dónde estaba, porque sentía andanadas y
sin embargo no rondaban piezas.

… Pero en cuanto tomase puesto el sol sería fácil localizarlo; si ex profeso


le buscaban.
¿Quién era H. Rohan-Polduc?... Margarita Laloba lo desconocía, pero
por seguro tomó que la nota no era para ella, quizá fuese para un tercero, al
subrayar las risillas escritas en el papelito el carácter bellaco de la jugarreta.

Margarita no estaba furibunda ni indignada. Y tampoco aparentaba estar


molesta… a lo sumo, intrigada.

¿Quién era H. Rohan-Polduc? ¿Qué quería decir la “H”? ¿Quién era el


destinatario elíptico?

De ahí no pasaba la curiosidad y preocupación; tampoco era la primera vez


que les robaban un tesoro. En cuanto su padre, el capitán Ruin Bichomalo,
estuviese libre de traíllas y tuviese un momentito, ella le contaría la
desaparición de los fondos y alhajas, y él, en una noche a lo más, en un par
de lunas, daría con el malandrín donde quiera que escondiese; y traería de
vuelta el tesoro; y seguro que incrementado con algunas “nimiedades”
meritorias con las que topase en el trayecto; solía hacer, sí. Ya podría el otro
ocultarse a la capa del sol para que el capitán Ruin no diese con él… o ella.

Frente a la calma y mesura de Margarita, contrastaba la molestia,


indignación y furia de la Assessina… y su absoluta convicción con respecto
a que la “H” ocultaba detrás nombre de varón. Y por instinto se la jugaba a
que sería Héctor, Hermenegildo u Hipo…

… Y casi perderse, y no hacerlo del todo porque Misson echó un capote


exclamando, que en efecto, él mismo conocía a un monseñor, de nombre
Hipólito Rohan-Polduc, que ambidiestro en el trato con los poderes
magnos, a diestra repartía hostias consagradas y a siniestra pactaba con
Luzbel cualquier fechoría estrechándose la mano; y además hechizado el
sujeto, cual urraca, con cualquier brillo que le prendiese al ojo; u al oído le
susurrasen dónde reposaba tesoro deslumbrante.

- ¿Y por casualidad no sabrás dónde para o vive? –recuperada del traspié, y


sabiendo perfectamente que el truhán estaría en Roma u a la redonda,
pretendía la condessa complicar la “existencia” al capitán Misson-

… ¡Vayamos a buscarle!

- … mmmm… Su cuartel general está en Roma, oui; pero yo más allá de


esta islita, por ahora, no os podría acompañar.
- ¡¡Aunque se esconda en el sagrario privado del Papa daremos con él!!...
¡¡Vayamos!!

- ¡Caray, Assessina, me halagan y gustan más tus palabras, ¡Tu entrega!,


que la presencia misma que tuviese ahora, aquí, de todo lo que me ha
volado!

… Descuida, ya haré, o haré hacer, que se me reintegre todo a su sitio; que


me lo traigan de retorno.

- … es que… es que… ¡Me enerva! –hervía la condessa y no podía negarlo


ni negárselo-

- ¿A qué esa irascibilidad, mi querida sidi Hassami said Hassiam?... A mí


misma, siendo mío, no me afecta lo más mínimo… Entiendo tu drástico
parecer imbuido de la dinámica de tu oficio… ¡Nuestro oficio!... pero te
aseguro, amiga Assessina, que tampoco es Vida tomarse todo a nervio.

- Pues te voy a ser sincera, Marga.

Muchos motivos te podría referir, pero a ver si te vale con dos… Y no los
más importantes, pues por hembra que preguntases, respuestas dispares
pudieras encontrarte.

El menor de los que te voy a señalar, ¡Y no es en absoluto chico!, es el


continuo abuso y atropello que sufrimos las mujeres por parte de los
hombres. El que las leyes, y en su defecto, la interpretación torticera de
éstas por parte de la judicatura misógina, siempre le sea favorable a ellos.

¡Tienen el chiringuito social montado a su interés!

… ¡Nos pretenden tutelar tal eternas menores de edad!... ¡Por favor, si no


reconocen la violación perpetrándola el marido!... ¡El débito conyugal!...
¡¡La prima nocte de por vida!!

… A lo más que se supone tenemos derecho, es a que nos abran las puertas
y, cornudos, inclinen la testuz para cedernos paso… ¡Y el que hace!

El otro motivo, sincera desde el arranque que te he dicho que iba a ser, es…
¡¡Que nos han jodido una noche que apuntaba a estupenda, coño!!

- No mamá, no –recordaba Libélula- En la otra Planissia seguirá


aguardándonos la suaré.
- … Sin embargo –con un gesto lamentaba confesarlo Rosario- Yo todavía
necesito descansar un ratitín más; he comprobado por experiencia, que me
cuesta más bajar escalones que subirlos; y ahora tocará descender el doble
que al principio.

- …jejejeje… No… no, no, no… -riendo requetenegaba Margarita mientras


desenfundaba su cuchillo de vela y conminaba a Zapapico y Rancapinos a
que levantasen de dónde sentaban- … no, no, no… que eso, ni lo otro, y
menos lo dicho más allá, sea motivo de turbación alguna.

En las expresiones, en los gestos involuntarios, sale el parentesco con


nuestros mayores. Y a Margarita Laloba le colgó una sonrisilla neutra que
helaría los tuétanos. Por una fracción de segundo le afloraría pincelada de
la veta matrilineal y los hermanos no respondieron, les temblaron las
piernas y hubo de ayudar la propia contramaestre a que se levantasen del
suelo agarrándoles por la pechera. Y peleles, ponerles en pie. Y seguir a la
mujer a lo que supusieron la muerte concreta sin saber el concreto motivo.
Y mirarse el uno al otro despidiéndose, y mirar ambos a la condessa
rogando auxilio. Y a vista responder ésta que no hiciesen el imbécil y
atendiesen a los que se les demandase; de querer matarles… ni les hubiesen
curado las heridas en la otra Planissia; no hubiesen gastado ungüento.

Y no, no fueron muy lejos; casi hasta la puerta. Y a los lados de las jambas
clavar Margarita el puñal en el piso de tierra extrayendo al gesto, no
obstante, ruido a madera y hueco. Dos silos, de los muchos que había
excavados dentro de la cabaña, cantaron presencia. Y encargarles a
Zapapico y Rancapinos que descubriesen y fuesen sacando lo que hubiese
dentro.

Para Rechico y Camelita, motivo de lucimiento, dejó el encargo de coger


dos cubos que hallarían fuera, y llenarlos con agua de mar; y de paso
advertirles que la encontrarían hecha gelatina; y que no jugasen con ella a
no ser que quisiesen tener una experiencia displicente, dolorosa y
seguramente definitiva; un mal “3D”.

Pese a no haber pisado nunca el lugar, Margarita conocía el sitio en


detalle por ver a través de los ojos de su padre dónde estaba cada cosa; en
su momento se lo mostró. Y sorpresa deslumbrante le fue a la condessa, al
abrir la anfitriona para dar claridad al interior de la cabaña, la simple
presencia de ventanas. Dos. Una en cada flanco de la casa. Y retiradas las
portezuelas encajadas, bañar la luz rara de la islita el interior.

¡Dos ventanas!... Pueril sería el motivo, pero habiendo porfiado con el


mismo Bulín de Aguiloche la existencia, o no, de vanos en las casas de la
Edad del Bronce… ¡De puertas que no llegasen al suelo, de puntos de luz
alternativos!...

… La condessa rompió a reír. Y pedirle permiso a Margarita, preguntar a la


contramaestre, si habría inconveniente en depositar la nasa con el cráneo de
Bulín sobre el alféizar de la ventana. Y decir la mujer que no, que
campasen a sus anchas por dónde gustasen de la cabaña u el exterior, pues
ella, con los cubos gelatinosos traídos por Rechico y Camelita, se disponía
a apagar los rescoldos de la chasca y abrir el silo que albergaba debajo y
ocultaba las piezas más finas de su colección. Bajo el fuego escondían los
brillos más selectos; los únicos que se habrían salvado.

Junto a la ventana, puesta la sandía del doctor al fresco, la condessa


inhaló una buena bocanada de aire pensando que sus pulmones saborearían
lo salado, y no lo vetusto que desde un principio creyó respirar en el
interior de la cabaña. Hasta se abrió de brazos, de manos, ¡Estiró los
dedos!, dilató los ollares tal yegua fuese y expandió sus alveolos… y nada.

… El mismo aroma subjetivo a pretérito.

Y en ese mismo instante darse cuenta que no tenía sustancia el aire, no


entraba ni salía oxígeno a su sistema respiratorio… ¡Vibraban sus cuerdas
vocales, articulando palabra, sí, sin golpe de viento propio!

- ¿Por qué respiro y no respiro nada? –perpleja, pero sabiéndose en un


universo paralelo, preguntó la condessa en el aparte al capitán Misson- …
¿Hay liebres de marzo en el pago?

- No sé –teatrillo de respirar ejecutó el capitán- Yo hace siglos que no me


oxido.

Y prueba, ni me bate el pecho.

- El mío sí… ¿Por qué?


- … Pura Dinámica –a regañadientes informó Bulín de Aguiloche
chirriando los incisivos- Los cuerpos, en cualquier espacio, tienden a
conservar el movimiento que traían.

- … ¡Hasta frenarlos! –agitó la condessa la nasa recordándole al doctor que


tenía prohibido hablar en su presencia no dando ella el permiso-

Chitón, listillo, que te saco de la trampa y te clavo de un capón los piños en


el mismo alféizar que ahora descansas.

¿Entendido, caraseca?

- … Pat… Con… -mordiéndose la lengua intervino Misson-… Señora


Assessina, creo que te estás cebando con el bueno de Bulín…

- ¡Ja! ¡”Bueno”!... No me hagas reír. No me hagas hablar… ¿¿”Bueno”??...


¡Ja!

- … ¿Qué te ha hecho? –el capitán Misson buscaba concordia-

- … ¡¿Y a ti?! –presta, tal víbora, mordía la Assessina el aire pese a que al
decirlo, y sin darse cuenta, reseñase el laborar de Zapapico y Rancapinos-

- ¿¿A mí?? –por el timbre sospechó el capitán que escondía misterio- … ¿A


mí qué me ha podido hacer Bulín, si cuando él nació, yo llevaba años
muerto?... Más que lo está él ahora.

- … na, na, olvida… Déjalo –quería la dama pasar a otra cosa-

- No, no, no mon chery –cuadró el capitán Misson compostura etérea- …


¿Qué has querido decir?

… ¿Por qué has reseñado a esos mastuerzos al decirlo?

- ¡¿Yo?!... Yo no he reseñado res. Yo no he dicho nasti.

… ¡Ni esta boca es mía!

- Decir no, insinuar ¡Darles un cejazo!

… Dime.

- … mmm… Por favor, Misson, no me hagas hacer –pese a reunir íntimos,


prefería la mujer no hablar-
… No es tema que te pueda afectar mucho… o… o algo sí… Y más que a
ti, a gente de tu entorno.

- … ¡Estás tardando!... ((Patata)).

- … mmm…

… Son los hijos póstumos de Genoveva. Los que le sacó del vientre, Bulín,
estando ella aún caliente y con soga al cuello.

Y entregar en una inclusa y descuidar desde entonces.

- ¡¡¡Cóm…

¡¡¡¡¡KATAKATACROCKKKK…!!!!! 2

Y El Tiempo se detuvo más de lo que estaba.

Una eternidad transcurrió sin que ellos llegasen a percibir más allá de la
rareza de un segundo que se había estirado en exceso. Un aleteo repetido de
párpados, y perplejo, abrir los ojos tal platos el capitán Misson.

¡Vaya si le sonaban!... ¡Cómo para no sonarle siendo hijos de su esposa e


hijastros propios!

Y flotar Misson por el interior de la cabaña para acercarse a ellos, y


observarles mientras trabajaban, escrutarles en detalle el rostro buscando
los rasgos, los gestos de su amadísima Genoveva a la cual se los tenía
estudiados por mera idolatría, y rastrear concordancia con los que le dijeron
hijos… ¡hijastros! Y…

… Y…

… Y, no.

2Nota de la narradora. Onomatopeya del rompérseme la silla.


Parecido les encontraba, sí, pero no a la madre. ¡Al padre!... ¡Al hermano
concretamente!... mellizos ellos, si viviese Pastinaka hijo, hijo también de
Genoveva, sin ser, aparentarían ser trillizos.

La filiación era innegable… pero a la línea paterna; gracias a Satanás.

Zapapico y Rancapinos eran muchachotes ¡Hombretones!, bien bragados,


con más cicatrices que sopladores de vidrio, no eran niños, no, y sin
embargo que una figura del calado del capitán Misson les flotase a la vera
hincándoles el ojo en todo lo que hacían, inquietaba un tantito a los
hermanos; les provocaba zozobra. No sabían el motivo de suscitar tal
atención por parte de tamaño ente, pero por si acaso, aceleraron su laborar.
Ya habían sacado del silo unas borriquetas y unos paneles de madera que
articulaban mesa, y a juego, sus sillas de tijera. Y un arcón con vajilla y
cubertería. Y alfombras y candelabros…

Y cajas de vino… una, dos, tres… Desde dentro del silo las arrojaba hacia
arriba Rancapinos, y antes de obedecer a la gravedad y retornar al agujero
del que habían salido, Zapapico, en el aire, las trincaba al vuelo…

… y si no le daba tiempo, volvía al instante a resurgir la caja del hoyo


dándole nueva oportunidad; y no desaprovecharla. Y a ese ritmo vaciar un
silo, y antes de enfangarse en el segundo, sugerirles desde la otra punta de
la cabaña, Margarita, que previamente montasen fuera toda la parafernalia
que habían extraído. Y tras cotejar a ojo la orden con la condessa, los
hermanos hacer.

E ir tras ellos el capitán Misson.

Por su parte, en ese instante, Margarita Laloba quería sacar un par de


cofres, tres, de su escondrijo bajo las brasas a la superficie, y estando
Rechico y Libélula dentro del silo aupando los baúles, pareció que la
contramaestre necesitase ayuda para subirlos al piso, y pese a echar una
mano Camelita, adivinar la condessa que bien iría la ayuda de sus dos
brazos. Y prestarlos. Y en un instante estar los enormes arcones arriba y
destripados.

Y en efecto, rebotar mil millones de brillos y reflejos contra las paredes y


techumbre. Desparramarse el arco iris dentro de la cabaña.
Y prendar las damas presentes hasta de simples collares hechos con huesos
de frutos y animales exóticos.

No mentía Margarita Laloba y allí atesoraba abalorios y guardarropía para


vestir las más insignes sienes, cuellos y brazos del realengo europeo
¡¡Mundial!!

… ¡Y arropar de pies a cabeza!

… Diamantes, zafiros, rubís, esmeraldas, ágatas… hasta joyas diseñadas en


pieza única al no engarzar a nada y horadarlas un agujero hecho a medida
del dedo. Y brazaletes de oro, plata y platino que ceñían a capricho de
cordel de seda. Y diademas crisoelefantinas que se plagiaron en los relieves
del palacio de Nínive.

Y…

… Y Margarita invitar a las mujeres a buscar y revolver; mejor no describir


más y dejarlas hurgar a capricho.

¡Las cejas se les salieron de la cara!... Y a Rechico el que más.

… Y sonreírlo… ¡Aquel capital era de su chica!

¡¡Y abrazarla!! ¡¡Y saltar!!

Y comerla a besos murmurando que le había tocado La Galiana. La Bellota.


La China Buena.

¡¡¡El Gordo!!!

¡A tomar viento el dedicarse al sanchopancismo!

… Ya se escuchaba llamado “Don Rechico” en su propia Barataria.

¡¡Un solo diamante, el más simple de los anillos, generaría destellos para
alumbrar una generación de analfabetos!!

Excepto Zapapico y Rancapinos, y el capitán Misson que seguía el


laborar de aquellos, el resto la gozaba con gritos exacerbados al sacar, de
entre el batiburrillo de piezas extraordinarias, alguna en exceso exquisita. Y
enseñársela unas a otras, y exclamar exabruptos indecorosos cuando se les
acabaron las vírgenes y los santos que echarse a la boca.

Tantas pulseras y ornamentos vistieron que ni podían alzar las manos, y


casi ahogarse entre eslabones por las vueltas de cadenas áureas.

Era un sueño, pero real, y ellos, adultos, pero niños, no podían dejar de
asombrarse con los brillos y jugar con ellos.

Hasta Margarita Laloba gustó ponerse alhajas que hace mucho no debía
lucir nadie y, ofendidas por el olvido, refulgir el doble ¡El triple!

Y la ristra de perlas más bonita y cegadora, el collar más deslumbrante, era


la franca sonrisa de la misma Margarita.

Jamás, en su vida, vio la contramaestre disfrutar más a nadie un tesoro.


Querían ponerse encima todas las piezas que pudiesen, y ansiosos,
avariciaban contra el suelo entre grandes carcajadas.

Y al empezar a correr el tinto tembló la propia cabaña en accesos de


hilaridad.

Y entrar Zapapico y Rancapinos declarando que fuera ya estaba todo


arpegiado y que si quedaba en los cofres alguna joya que pudiesen lucir
ellos. Y quedaban, y con un guiño les insinuó Margarita que para ellos, por
aplicados, había reservado algunas alhajas refinadísimas que se lucieron en
la retaguardia, ¡y ante las puertas!, durante el asedio a Illión, pero,
parpadeando pizpireta la contramaestre, rogarles que antes de revalorizarse
las carnes con las joyas que gustasen, le hiciesen, por favor, un último
mandado. Sí, ahora sí, terciar con el segundo silo que marcó en un
principio, e, igualmente, abrir e ir sacando lo que hubiese dentro; y dejar el
conjunto vacío.

Y tras inquirir a vista con la condessa, y refunfuñosos, sin estructurar


palabra comprensible, pero entendiéndoseles rezongos, ponerse a ello los
hermanos. Y a la estela el capitán Misson sin quitarles el ojo de encima.

Por abrir ellos la trampilla del silo fueron los primeros en intuir lo que
escondía, y cambiarles automáticamente la cara, ¡Iluminársela!, aunque
tampoco tardó mucho en extenderse por el interior de la cabaña, y hasta por
el exterior, el sabroso olor a comida recién hecha… ¡Cómo para no
detectarlo en un aire tan sieso!... ¡¡A simple ojo se olía de memoria!!
Y Margarita conminar a todos a salir al exterior y allí seguir la parranda. Y
recibirse la propuesta con aullidos y puestos en conga.

Réplica exacta al tinglado montado en la otra Planissia, tenían también en


ésta, ¡Hasta la propia cena!, la única discrepancia obvia, amén del tesoro,
era que en el otro sitio era de noche; por no mencionar el tampoco montar
mesa de las de requerir sillas; aquí sí.

Pero al instante, mientras tomaban puesto y mantel, al mismo tiempo que


sentaba Margarita Laloba ocupando una cabecera, estiraba al aire su brazo
la mujer, y con su mano, tal que si moviese simple globo terráqueo de
sobremesa, ella desplazaba toda la bóveda celeste trayendo la noche al
lugar. Y para no discrepar con el día, no tener la negrura Luna y mucho
menos todas las estrellas del firmamento; podría colgarlas si quisiese, eso
dijo Margarita, pero a criterio propio le saturaban el Infinito; demasiadas
para no empachar, y más no profesando del Horror Vacui. Sólo dejó que
rutilasen las trece del zodiaco.

Y asombrarse todos del prodigio. Y los que más Zapapico y Rancapinos,


pues puestas las viandas en la mesa, habían retornado a la cabaña para
vestirse deslumbrantes con las joyas que les insinuaron; y quizá abusar de
diamantes en los dedos por aquello de exponerlos a la luz y despertarles los
arco iris. A ellos defraudó un tantito que al salir al exterior cerniese la
bocalobo, pero en cuanto sus manos, y ellos enteros, cayeron al ámbito de
velas y cirios, descubrieron que igual no… no, igual no ¡Mejor! Más
subyugantes refulgían sus alhajas, y hasta los arco iris bailaban hipnóticos
bajo el influjo de las llamas; y éstas a voluntad secreta de Margarita.

Y rompieron a aplaudir Rancapinos y Zapapico pues no eran hombres de


llorar expresando emociones, y sin embargo eso hicieron; y erizársele los
vapores al capitán Misson por reconocer la herencia de Genoveva en la
hermosura del gesto; y también reír y aplaudir el capitán; y arrastrar al
resto. Y por ser la muñidora del encuadre, acabar por ponerse todos en pie y
dedicar larga ovación a Margarita Laloba.

¡Y ella sonrojarse! Y agradecerlo, e invitar a entrar a los platos mientras


persistía el batir de ellos, y, finalmente, también la contramaestre se puso
en pie agradeciendo de corazón el aplauso.
¡Y redondearlo todo llamando a presencia a las Perseidas!... y demás
lluvias periódicas.

Mientras cenaban corrían bólidos celestes la cúpula negra dejando


estelas terciopelo y estallando con colorines de pirotecnia china. Cientos de
deseos por hora surcando el éter… cientos por minuto, durante los cinco
minutos de la traca final y clímax. Se iluminó por un instante la noche tal
que si hubiese vuelto el día; o mil palmeras ilicitanas floreciesen de
sopetón; aunque irisado al azul ambarino espectral acorde al sitio.

Y la comida no podría estar más deliciosa.

Y el vino lo pisaría Selenio, encargándose del resto del proceso, salvo


escanciar, el mismísimo Dionisio.

Y más estrellas fugaces de vez en cuando para no desaprovechar tanto


espacio… y seguir sacándoles a ellos entre bocado y trago algún
“¡Oooh…!”.

Pletórica se sentía Margarita ejerciendo de anfitriona, y aunque sus


invitados ya consideraban la velada, posiblemente, como una de las más
espectaculares que hubiesen vivido, quiso la mujer que se recordase la
efeméride cómo la que más, y puso broche anunciándoles en ese momento
que de entre todas las joyas que perchaban eligiesen una, sólo una, pues ésa
se la podrían quedar “¡Hasta!” los restos; y al final de la existencia
devolver, eso también.

… Y se hizo el silencio.

… Y desencajar las mandíbulas epatados; quien más, quien menos, lucía


por dedo varios imperios.

Ya no miraron al cielo. Se miraban las manos propias, los brazos, los


colgantes que prendían al cuello. Y mirar los de los demás. Y volverse a
centrar en las alhajas que ellos mismo lucían.

¡Era un dilemón!

Sin querer, Margarita, rompió el embrujo de la noche cuando lo que


pretendía era alcanzar el súmmum.

¿Qué había hecho mal?


No lo sabía, pero reconoció el error al apreciarles a todos en los ojos un
brillo distinto que hasta el momento no les tenía visto.

… Y el de Rechico era el único de disgusto al entender al acto el descalabro


para la alcancía familiar.

De prestado, sabían la condessa y compaña, que era el uso de las joyas


para la fiesta nocturna, pero el espetarles que una, ¡una!, pasarían a poder
ostentarla de por vida ¡y hasta vender en caso de necesidad!, casi les
provoca un pasmo, y a la linde de darles estuvieron, y no les dio, gracias a
que Rosario se decidió rápido y eligió un broche de diamantes con forma
de salamanquesa que había pertenecido nada menos que al capitán Verrugo,
patrón de la mismísima Psiconauta, y que, curiosamente, en vez de
prenderlo ella al pecho, lo lucía la condessa en el suyo con orgullo por
conocer el origen; y desprendérselo con despego la mujer al saber que
acabaría en la arqueta conjunta. Y en reciprocidad, elegir la condessa para
sí, para la saca de compartir con Rosario, una gargantilla de esmeraldas
hiladas con mithril y oricalco ¡de siete vueltas! que por su parte engalanaba
el cuello de cisne tibetano de la cabo de brigadas.

Zapapico gritó, tal chiquillo, que él se quedaba un enorme sello proveniente


de Ugarit, donde salía un fulano con una pica al hombro y garbo de
descrismar sin compromiso. Y el mérito para atraerle no era la belleza
intrínseca del ágata esculpida y engastada a filigrana de oro, ni la alegoría
hermética que preñaba, no, lo que le sedujo del anillo es que al pegar un
puñetazo, per secula seculorum dejaría en el rostro del damnificado su
yerro de marcar reses ¡Su nuevo blasón!

Curiosamente, el hermano no le alabó el gusto. Del todo no eran iguales y


él se decantó por un collar ceremonial azteca de oro y jade, de una cuarta
de ancho, que sin embargo en torno a su gañote abrochaba justito, y eso sí,
a resguardo de mordiscos de transilvanos rabiosos le dejaba; harto estaba
de colgar al cuello una cabeza de ajos… ¡Y aplaudir brevemente los
compadres el tardío gesto del lunático!... y reírlo todos los presentes.

Libélula… Libélula se descubrió en un brete. A ella le llamó la atención un


torque de oro macizo rematado con prótomo de leones; bello,
impresionante, pero nada práctico al pesar tres quintales y tender a juntar
los hombros y las caderas de quien lo luciese mucho rato; no siendo de la
constitución del uro. Y además estaba el hecho de tener muy presente la
mujer, o relativamente presente, la ausencia de Murciégalo, y tierna ella,
querer elegir de entre el monto de maravillas algo que pudiese compartir
con él. Y para tal fin, sólo entendió viable el quedarse una alhaja que a
pronta vista parecía simple. Un anillo que podía enhebrar en el dedo tal
cual estaba, o bien dividirlo en dos y compartir con otro dedo, ¡otra mitad
de corazón!, una pieza que era única; un solitario de compromiso, el cual se
constituía por un pedrusco de columbita y otro de tántalo; dos anillos en
uno.

Sí, toda joya, por pequeña que fuese, y nimiedad que aparentara, era per se
un tesoro inmenso del cual no eran capaces de acertar a tasar el auténtico
valor. Pero todo piezas menores a criterio y gusto de Margarita, sí, no
tendría problemas por descuidar del joyero, durante unas décadas,
semejantes alhajas.

Pero al reseñar Camelita, siendo la que faltaba, que ella querría los
pendientes que ya llevaba puestos, a Margarita Laloba, tras fijarse mejor, se
le descuadró la cara, le encresparon los dientes en mueca, y con un volar de
mano, rapidísimo, extraía del cincho el cuchillo de vela que perteneció a
Pizarro, y clavarlo con rabia sobre la mesa; calándola de lado a lado.

… Esas arracadas… ¡Esos pendientes fueron dote de la tatarabuela de


Margarita, la esposa del Gran Shbëk Lengua de Bronce, y descuidando la
carga familiar, encriptaban varios e interesantes misterios!

… Uno, precisamente, la desaparición de uno de ellos, hace la tira de años,


del lecho sepulcral de la dueña; se rumoreó que había sido la arpía de la tal
“Patata”, pero también se dijo que fueron huaqueros profesionales
importados por… la misma gachí.

… e incluso también se achacó la autoría del expolio a zahoríes europeos


vendidos al lado oscuro y capitaneados por, sí, Patata.

… ¡Y más misteriosa aún se le planteaba a Margarita Laloba la reaparición,


por arte de birlibirloque, de la joya en el joyero!… ¡¡Y emparejada!!

… ¿Quería el Destino, o alguno de los presentes, reírse de ella?


Y más analítica que el cirujano de la reina de Saba, Margarita Laloba le
diseccionó el rostro y los gestos a todos. Y en la cara de Camelita encontró
la perplejidad y el horror, en la de los demás estupor.

Sin embargo, y aunque bien disimulados entre el cruce de miradas atónitas


que se intercambiaron todos, supo la contramaestre leer una charla muda
que se trajo la condessa con su hija a simple vista.

- (¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!) –alzando las cejas manifestó la condessa-

- (¡Mamá, era de ella! –replicó rauda Libélula levantando sólo una- … Y se


ha portado muy bien con nosotros).

- (¡¡Te dije que no!!... que no se lo devolvieses -reprendía a pupila dilatada


la madre- … ¡¿Por qué lo has hecho?!... ¡No sabes la que has liado!)

- (… ¡Mamá! –parpadeó la hija la postura- ¡Era suyo!)

- (¿¿Suyo??... ¡¡Mío!! –se le subieron las cejas a la frente- … Mío. Yo lo


robé siendo cría.

… Uno es dueño de lo que pueda transportar consigo o def…)

- (Ya te tengo oído de antes ese estribillo, mamá –dijo con un parpadeo
lento-

Era suyo, ahora es suyo… y mañana queda en ella el seguir ostentando la


propiedad) –remató a cortina echada-

- (Hija, eres gilipollas –al lento parpadeo unió la condessa el morderse el


labio inferior-

… Y nos has matado, cariño).

No hubo tiempo para más palabras a ojo, y aunque para el resto la


concatenación de acontecimientos no tenía sentido, para madre e hija tenía
todo el del mundo. Había sido descubierto su renuncio y no le pilló por
sorpresa a la condessa, que tras los breves segundos que dedicase Margarita
Laloba a escrutarles a fondo, le reconociese a ella de alguna forma
responsable. Que adivinase que era, además de sidi Hassami said Hassiam,
ella también era Patata, la condessa, Deditos de Plata…
Y extrajo Margarita el cuchillo de la tabla al tiempo que desenvainaba el
sable. Y subirse a la mesa de un salto, y cruzarla en cuatro zancadas
llegando a la otra cabecera donde sentaban madre e hija. Y descargar un
golpe brutal.

Afortunadamente la condessa intuyó la reacción, y sin pedir, viendo que la


contramaestre tomaba al asalto la mesa y se iba para ellas, cogió prestado el
sable de Libélula, y uniéndolo al suyo, interponer cruzados para detener el
golpe de la otra.

Y sonar el choque tal que cuando Hefestos, en la fragua, dejaba caer con
rabia el martillo contra el yunque al enterarse de nueva correría de la
esposa.

Y del chispón que salió se iluminó el cielo, la mar y la misma islita.

… Y entonces darse cuenta los presentes que estaban en el Averno y les


rodeaba la Estigia.

Tras un ratito de observar el medio, Murciégalo llegó a la conclusión


que, aunque no hubiese muchos peces en torno suyo, igual de congregado
estaría el sitio que por la tarde, aunque no viese, y previsible, y sintiéndoles
los ojos, sabía que tiburones, barracudas, morenas, quizá sirenas pelirrojas,
también le entenderían extraño y le tendrían la vista puesta encina. Y al
descuido arrear chanchada.

Con la luz del día entrando hasta los fondos no le daba reparo el sitio, ni su
fauna, pero todavía en penumbras, todo eran fosas abisales a la redonda y
seguras madrigueras de hambrientos leviatanes, megalodones y
architeuthis.

¿Cuánto quedaría para amanecer?

¡Pero cuando amaneciese cantaría su fusil sobre las olas tal que noruego en
el Rocío!

… Le quedaba tan cerca la superficie, que hasta podía sacar los dedos fuera
y saber si había viento, y por ansiar beberlo, y quedar algo de negrura a ras
de mar, se atrevió a volver a subir y asomar la nariz, ojos y orejas; no más.
Allí estaba el Kahanamoku, y no divisando a nadie en la borda que le caía
más cerca, supuso que estarían en la otra intentando distinguirle al flote, no
muy lejos. No eran tontos los de a bordo, algo sí, pero no del todo, y rápido
se hicieron idea de los posibles destinos a los que pusiese brazada recia el
magnicida nocturno. Que oyese Murciégalo, en una discreta salida anterior
también a respirar a boca abierta, escuchó a los rafaeles vaticinar que el
sujeto, de no seguir orillado, habría vuelto a la isla; en cuyo caso sería
problema de la contramaestre matarlo. O hubiese podido tomar rumbo para
retornar a la península y avisar a las autoridades competentes de
Guardamar; pues debieron contactar primero con las incompetentes y a
aquellos ya les hicieron trizas la fragata.

O, y que lo entendieron bastante improbable por la temeridad, nadar


Mediterráneo adentro buscando las pitusas, las baleares, o ¡siendo un fuera
de serie!, y lo sospechaban por haber llegado hasta el camarote del capitán
sin que nadie se enterase, ¡Y ponerle al cuello un sable!, si era un prodigio
de virtudes, y lo era, lo mismo llegaba a Cerdeña… a Italia… o se pasaba
de largo hasta la mismísima Haifa.

Y aún así, tanto si era un fiera cómo si no lo fuese, igual acabaría en el


morral. En cuanto pusiesen en danza el Kahanamoku y le hiciesen surcar en
espiral creciente, con arranque en el mismo sitio que fondeaban, en menos
de diez vueltas, dos días a los más, estaría en la red y de ahí a la fresquera.
Y ablandarle las carnes con estacas.

Todo eso les había escuchado decir hace un rato, y meditando todo lo dicho
durante la siguiente inmersión, se le ocurrió la estrafalaria idea que en el
único lugar que no buscarían sería dentro del barco al ver con sus propios
ojos como lo abandonaba con un elegante medio tirabuzón; para esquivar el
cuchillo que le persiguió en el vuelo.

Y de paso, y en el fondo lo más importante, y no sólo por pensarlo en el


lecho marino, es que necesitaba saber imperiosamente de los abuelos,
hablar con ellos, preguntarles si sabían del paradero del padre. Y lo más
transcendental ¡¿Qué carajo hacían enrolados con el capitán Ruin
Bichomalo?!

Antes de asomar el Sol se anunciaba su inminente arribada mediante los


tonos anaranjados que iban envolviendo cirros y estratos. Alto y lejos. Y de
repente, en el horizonte, romper la línea la corona del astro con sus
cegadores rayos amarillo oro.
Ya estaba ahí el día.

Despacito, a braza lenta para no levantar salpicaduras, comenzó


Murciégalo a nadar en dirección al barco, y estando cerca, volver a cazar
las conversaciones de los rafaeles, que en efecto, en la otra amura, se
dedicaban a rastrear la mar a catalejo y ojo limpio. Y el tema que se traían
no podría ser más interesante, por lo oído, por lo que comentaban un par de
ellos, ya no les quedaban proyectiles gordos para dar uso a los cañones, y
aunque seguían bien provistos de metralla y puritita chatarra comidita de
óxido, tampoco tenían pólvora para dispararla y realizar escabechina.

Poquísima pólvora les quedaba, apenas la de sus respectivos polvorines y la


que contuviese un barrilete recien abierto; y eso sí, balas a tuti plen; para
jugar a las canicas.

En resumidas cuentas, sólo les quedaba, y cargaba ya, una ronda para todas
las piezas serias… más pistolas y mosquetes, más sables y chuchillos… Y
aceite hirviendo si les pillaba en el trasunto de freírse unas porras o unos
churros mañaneros para desayunar… ¡Vaya mierda de noticia!... y él, el
muy sandio, en un principio la rió por lo bajini mientras nadaba pensando
que era buena nueva… ¿Buena?... Ni buena, ni mala, a él le sería
indiferente ¡Anda y que no atesorarían instrumental a bordo para matarle
más de cien veces!... ¡¡Y de formas distintas!!

Mismamente, que recordase, en el camarote del capitán había visto dos


cañoncitos de onza, varios armaritos con fusilería buena y picas, vitrinas
con pistolas, hachas y cuchillos, y también panoplias de espadas de lazo, y
muchos sables de abordaje sueltos por la estancia, de finísima factura,
apoyaban contra cualquier parte; en la mesa, en las sillas, en los mamparos,
en el sofá de orejas, en el trono… no, en el trono no. ¡No, porque era trono
de los de cagar! Y lo supo no por ver dar uso, lo intuyó por haber sido
personal de servicio en algunos barcos de casi Grandes de Malta, y ellos, al
igual que el capitán, en torno al sitio para defecar en la intimidad de su
cabina no les faltaba un biombito cuco, una palangana con jofaina a juego y
agua templada, y cestitas con esponjas marinas y toallitas suaves.

Y el espejo de mano de rigor para observarse la evolución de las


almorranas… a todos estos indeseables les priva el picante.
Y si el capitán Ruin Bichomalo había tomado modelo en algún sitio
refinado, lo que a la última estaba en boga, entre capitanes adinerados con
navío propio, y cuya salud compromete muchos altos intereses, cómo bajos
y pendencieros, era un simple sistema de “tubería” que vertía directamente
al mar por una trampilla batiente instalada cerquita de la línea de flotación;
para joder a los espías infiltrados entre la dotación que paseaba los orinales,
o los que husmeaban en las deposiciones herencias a no muchos meses
vista.

Y si los Capetto, por no ir más lejos y ser gente noble, hicieron de sus heces
un asunto de Estado, ¡Y secreto!... ¿No iba a ser menos el capitán Ruin
Bichomalo?

Obvio que no… y por timidez que también lo instaló; y por jartura de
cagar a la intemperie en la infancia; y lo más importante, no querer
compartir el beque que usaba la tripulación.

Sería una forma de acceso al barco un tanto, ¡un mucho!, complicada y


asquerosita de llevar a cabo, así que antes que recurrir a las cloacas de la
ballena, prefirió Murciélago acercarse hasta la maroma de fondeo de proa
al estar el sitio más tranquilo y silencioso, y lo estaba porque Rafael y
Rafaé estaban jugando a las cartas y poco tenían que hablar salvo que en un
arranque se cantaran algo, y golpeando la borda al ganar la baza, Rafael
profería un: “¡40 en Copas!” Y tras unas risillas amistosas reconocer que 40
no, pero habían empezado por dos botellas y brindaban a una por barba.
Por allí no podría subir.

Vuelta atrás nadó la eslora, y al doblar a popa, sin retener mucho su


brazada, localizaba el punto de salida para las “aguas negras” que generase
el capitán… y… mmm… era demasiado pequeño. Sí, mejor, probar con la
maroma de fondear de popa.

Y por allí pintaba igual de mal al repanchingar dos rafaeles, Rafa y Rafita,
pipa y catalejo en ristre y de charreta intranscendente.

Y hasta el del sable en la tripa atendía a encomienda de vigilar, estaba


centrado en reconocer algún signo ejecutado desde tierra que le sugiriese
que la prima Margarita, y compaña, querían volver a bordo. Se les sugirió
que utilizasen por contraseña el simple chasquear de dedos, pero abierto a
cualquier gesto, silbido, tos, o interpelación, no se podía negar que no
estaba absorto en su labor. Sólo a tierra, sólo a tierra miraba. Y se
manifestaba evidentemente contrariado porque hacía demasiado tiempo que
no había nadie a la vista en la isla. Y, sí, saber que una ausencia de seña,
puede ser considerada señal en sí. Y aunque a voces preguntaba Rafael
Eustaquio a los primos acerca de la validez de las disquisiciones internas
que se traía, ellos, por joder y quedados, al respecto de lo que fuese siempre
alcanzaban el empate a dos; dejando de nuevo en su mano la opción. Cogía
el esquife y se iba ya; aunque tuviese que esperarles todavía en el bote. O
aguardaba señal clara e incuestionable.

Y deshojar la margarita de Margarita dando tumbos nerviosos por cubierta.

Sencillo le fue a Murciégalo, por la noche, subir discretamente al barco,


pero según crecía el día iba echando cuentas que, con el Sol arriba, la cosa
se complicaría al punto de volverse cuasi imposible. Y aunque no quisiese,
y le repudiara y asquease la vía de la letrina, no entendió camino más
discreto; y sufrido.

Por amor al buen gusto no es de recibo describir los efluvios y


pringosidades que ya pregonaron presencia nada más levantar la
portezuela. Y aunque el primer tramo estaba bastante decentito por las
transgresiones y regresiones marinas, a partir del primer codo ascendente,
sí es cosa de no pormenorizar lo encontrado. Baste saber que el tubo era
cuadrado, y encogiéndose un tantito de hombros, y no respirando a pecho
pleno, y ocupando la diagonal de la sección de la bajante, pudo, con arduo
trabajo y colapsando las pituitarias, ascender por el canal de desagüe.
Despacito, sin hacer ruido, forzando huesos y tendones, para que cediesen
todo lo que pudiesen y seguir la progresión.

Un poco más… un poco más… un poco más… Y sobre la cabeza descubrió


una brillante aureola, pero no de santidad, bajo la tapa del retrete filtraba la
luz en forma de deslumbrante corona áurea ¡Estaba bajo el trono!

Y en un último esfuerzo estirar los brazos todo lo que pudo, y alcanzar


malamente con la punta de los dedos a agarrarse desde dentro al canto de la
taza. E intentar auparse. Pero por una mísera pulgada el cuerpo no pasaba,
ni descoyuntándose tal contorsionista, permanecía atorado casi ya en el
exterior. Y volver a intentarlo. Una y otra vez.
Y lo peor, cuando asumió que ya no podría ascender más, que el ímprobo
trabajo hecho no serviría para nada, descubrió, horrorizado, que tampoco
podría volver para atrás.

Ni para adelante, ni para atrás. Bloqueado en el sitio, a mano del sitial.

Y se revolvió. Se agitó cómo pez inconforme que se extrae del agua a


sedal. Y no le sirvió de nada, es más, cuánto más intentaba revolverse, más
se encajaba.

Y lloró. Se le saltaron a partes iguales las lágrimas por la frustración y el


pestuzo insoportable, y aunque intentó gemir con un quejido
reconcomitante para sí mismo sin hacer ruido, no dejaba de funcionar el
“inodoro” tal caja de resonancia y expeler al exterior, al camarote del
capitán, sus lóbregos y quejumbrosos sollozos.

… “Ay, mísero de mí ¡Ay, infelice!”

Gozando Murciégalo de una salud de acero, curiosamente le habían


desahuciado en varias ocasiones. Se le prometió hacha, garrote, soga y un
par de veces pelotón de fusilamiento ¡Y hasta arrojar por un acantilado
metido en un saco con tres gatos! Y por un azar u otro siempre salvó el
pellejo hasta la fecha, pensaba el hombre, siempre pensó, que él no podría
morir de forma vil e indecorosa. El Destino habría de depararle algo mejor
y Murciégalo imaginaba que moriría, a la portuguesa, en la cama rodeado
de familia, amigos, parientes y deudos. Y rondando los ciento y pico años.

¡Nunca sospechó tener un final tan indigno!... Literalmente, ahora empezó


a echar cuentas de ir a morir ahogado con mierda hasta las cejas.

Y gimotear, lloriquear, dejar que se le cayesen los mocos sin dar respingo.

Y aunque no había oído ningún ruido del exterior, del interior del camarote,
sorpresivamente se levantó la tapa del trono entrando tal chorro de luz que
le cegó por un instante, y tras parpadear, descubrir a Tiburcio con la cuña,
el orinal del capitán en la mano, dispuesto a vaciarlo, y en su cara una
expresión extraña que aunaba susto, sorpresa, asco, cariño, amor y una
alegría indescriptible y extrema.
- (¡Murciegalito!... ¡¿Qué coño haces aquí?!... ¡¿Qué cojones haces
ahí?!...).

- (¡Yayo!)

- (Tsssss. No hables tan alto, no te vayan a oír; el capitán sigue grogui, pero
no deja de entrar y salir gente a la cabina).

- (Ayúdame a salir, Tibur, por favor).

- (¿Y dónde te escondo luego?... No hijo, aunque no lo creas, has ido a


escoger el mejor escondite.

Ahí, donde estás, no mirará nadie porque es el cagadero privado del


capitán; y él tampoco lo usa ahora).

- (Pero esto es asqueroso… ¡Ayúdame a salir!

… Ayúdame a salir de aquí y me tiro otra vez de cabeza al mar, y si es


menester, me voy nadando hasta Alejandría para encender el faro… Y
llevarme una pastilla de jabón).

- (¡Ah, no, eso sí que no! Ya te perdimos una vez, y no nos volverá a pasar.

Tú de ahí no te mueves hasta que te vea Maxi, y luego, si quieres, nos


tiramos los tres al agua y nos vamos nadando hasta Corfú; que tiene
mejores paisajes que Alejandría; y casi iguales que Montefrío, pero éste nos
quedaría por desgracia demasiado cerca).

- (Pero…)

- (… a Corfú).

- (Es que…)

- (… ¡Corfú!)

- (Pero yayo…)

- (¡Corfú, leches!... o Montefrío o Corfú, no habría más opción).

- (… Corfú, vale.

… Pero, podrías traer, sin más dilación, al yayo Maxi y así ya vamos
empaquetando cosas; y me sacáis antes de aquí).
- (Por eso no te preocupes que poco hay que empacar. Nada).

- (¡Cómo! ¿Qué estáis con el capitán Ruin Bichomalo, y no tenéis un


cobre?

¿No os paga? ¿No habéis apresado ningún barco con carga que merezca?)

- (Ni botín, ni soldada.

Aquí la paga es permanecer con vida, hijo.

… ¡Ah! Y ése no es sólo el capitán Ruin Bichomalo, también es tu propio


padre…).

Sin que presintieran, ni escuchasen aviso, se abrió la puerta de la cabina


y entró Rafa, el rafael, a preguntar si todo estaba en orden y si por
casualidad había algún cambio, a estable, del capitán que fuese; y reír el
acertijo. Y decirlo mientras derecho iba a los ventanales para comprobar
que seguían cerrados, e incluso mirar en el arcón grande que había a los
pies de la cama, y bajo ella, y tras el cuadro aunque no hubiese espacio para
que se ocultase nadie; pero tampoco estaban muy acostumbrados los
rafaeles a tratar con personas corrientes… En todo caso, con gente moliente
para molerlos a palos si se ordenaba.

Tiburcio no supo qué hacer, mal que bien, le expelieron por sí solos los
labios que todo estaba en orden y sin novedad, e incluso mantuvo en
suspenso el acto de evacuar la bacina, lo evitó cuánto pudo, pero
apreciando en el lenguaje corporal del rafael, el echarse mano al cincho y
aflojarse, que pretendía abusar del momento y profanar el trono, antes,
vació el orinal y rápido, aparentando urgencia, él mismo bajarse los
pantalones y sentarse en el retrete.

- ¡Dónde hay confianza da asco! –dijo Rafa reteniendo el gesto, aunque no


abortando- Si me dicen a mí hace cuatro días, que íbamos a tener
oportunidad de usar el escusado del jefe, ¡En su presencia!, y sin
consecuencias, no me lo hubiese creído.

… Aunque… si aparece Margarita y te pilla sentado ahí, hazte cuenta, que,


a lo poco, pierdes los huevos; o por la patada dejas de sentirlos de por vida.

… Al que pille.
No le fue problema a Tiburcio aparentar prisa intestinal, a nada que él
puso tres muecas con la cara, el efecto sonoro de las arcadas y lloros de
Murciégalo daba verosimilitud a la situación. Y continuadas, acabar el
rafael por volver a ceñir la hebilla y aguardar turno. Y comentar el hombre
que el otro se lo hiciese mirar por algún anólogo bueno, u afinador, y en su
defecto, beber previamente un cucharón de aceite de ricino para lubricarse
desde dentro las cuerdas vocales del culo; y así evitar irritaciones.

… Esa ronquera… Esa ronquera no era buena. Y riéndose los chistes


propios volvió hasta la ventana y la abrió, y echar al agua un cubo con
cuerda. Y dejárselo a mano a Tiburcio haciéndole el favor de acercárselo.

… Pero no se iba del sitio. Sabía el momento ocasión única para poner un
pinito en el trono del capitán; y aguardaría su oportunidad.

De haber podido acceder al par de cuchillos que aún portaba,


Murciégalo se hubiese cortado la yugular ahorrándose más sufrimientos y
humillaciones. Y si en vez de sentar encima el abuelo, apoltronase el
enemigo, y siguiese teniendo a mano el acceso al filo, antes de sajarse el
cuello propio, ¡qué haría!, le cortaría al dueño las pelotas que sentía reposar
sobre su cabeza.

No podría decir que eso era lo más desagradable de lo hasta ahora


padecido, ni lo más espeluznante vérsele venir encima el culo desnudo del
abuelo… ¡El ojo negro!... pero casi.

Y gimió Murciégalo en hilo fino.

Y al otro lado afinó el yayo el gesto de estar pasando mal momento y que
lo suyo iba para largo. Que podría irse el otro entretanto a dar un garbeo.

E iba a hacer el rafael, pero antes, dejarle a mano otro cubo de agua por
aparentar ser asunto de enjundia, y cuando iba a dejar en el suelo, se abría
la puerta del camarote y entraba otro rafael. Rafaé. Y viendo el hombre la
disposición de Tiburcio, y que el primo colocaba a la cola cubo propio,
poquito tardó en salir y volver a aparecer con su propio cubo, llenar de
agua y poner en la fila declarándose último por si corría la vez.

Y clarete que corría, nada tardaron en aparecer Rafael y Rafita con dos
cacerolas vacías que pusieron en la hilada, y tras llenar con dos de los
cubos ya llenos, y rellenar estos y devolver a su posición, ¡y comprobar que
el capitán seguía ausente!, se repanchingaron en la habitación.

No tenían prisa. Rafael Eustaquio vigilaba en cubierta y si aparecía


Margarita, o se divisaba al gachó que por la noche atentase contra el jefe,
daría una voz.

… Y Murciégalo redoblar su lloriqueo, y el abuelo justificar, y excusarse,


por la pedorreta.

Escuchando, pese a amortajar las posaderas del yayo sobre el trono,


sabía Murciégalo de la presencia de cuatro hombres más en la cabina. Y
sospechaba que seguiría en la cama un quinto, y estaba, y al tomar
conciencia mañanera el capitán Ruin Bichomalo, se descubrió rodeado, en
actitud de holganza y abuso, por parte de los subalternos. Los rafaeles
sentaban con los pies encima de la mesa, desde el sofá tendían también los
pinreles hasta la cama, y a la vera ¡en el lecho! descubrir al girar la cabeza
que otro compartía sábanas y almohadones.

¡Por la Santa Intimidad!

… Hasta un fulano que no conocía de nada, salvo quizá de otra pesadilla


análoga no muy pretérita, le hacía uso de su sacrosanto sitial con toda
naturalidad… ¡y una sonrisa!

De la garganta le surgió una duda profunda al capitán que haría temblar las
claves de las bóvedas del Infierno, y eso que tras moderar y modelar el
impulso sus fauces apenas articularon un : ¡¡¿Qué mierdas pasa aquí?!!

Y más que oír, sentir Murciégalo temblar la tarima, y con ello su cautiverio,
debido a cuatro cuerpos que se tiraron a plomo al piso pese a silenciar el
abuquizaje, y ya más leve, tal que si fuese susurro, percibir que esos
mismos cuerpos se arrastraban taimados por el suelo hasta salir del
camarote, y a lo lejos, redoblar casi un imperceptible murmullo de trotar a
la cubierta.

Y escuchar de nuevo la voz del capitán, que en tono incrédulo, y hasta un


tantito ofuscado, ahora abiertamente preguntaba a Tiburcio quién cojones
era para osar sentar en su cagadero… ¡Y persistir en sonreírle!

El bueno de Tiburcio estaba petrificado. Congelada la sonrisa y helado el


culo pese a levantar el día veraniego a más no poder. No sabía qué hacer, y
a falta de mejor reacción, pero con una elegancia y refinamiento que rozó
lo oriental, el hombre se levantó y ejecutó solemne reverencia, al tiempo
que aprovechó el gesto para agarrarse los pantalones y subírselos. Y con
rápida lazada anudárselos. Darse la vuelta, bajar la tapa acompañando el
acto con un guiño discreto a Murciégalo, y desconcertando del todo al
capitán Ruin, y sin decirle ni “mú”, dedicarle otra complicidad a él a
pestaña batiente, y abandonar el compartimiento casi de puntillas, flotando
sobre el piso a criterio del que lo veía todo desde el lecho.

… ¡¡El barco era un choteo sumido en la anarkía!!

Furibundo, iracundo… ¡Mosqueado cómo un póngido!... sin pedir más


explicación o ayuda, al creerse a solas, tal bestia parda que era, el capitán
empezó a debatirse con las traíllas que le fijaban al dosel, y recio el
armazón para desde siempre aguantar sus pesadillas, crujían las maderas
amenazando desmoronarse la estructura; aunque sin llegar a hacer. Y él
crispar los dientes y tensar nervios, y músculos, ¡al punto! que los tatuajes
parecían querer abandonar la piel de un salto.

Todas las venas del cuerpo le marcaban sendero.

Oculto bajo el trono, Murciégalo escuchaba el constreñir del capitán, el


resoplar en sus esfuerzos, y Murciégalo daba gracias a Belcebú por no
oírlos justo encima. Hasta el distante rechinar de los dientes del capitán
apretando la agonía, le provocaba angustia al desgraciado. Y grima de
abrirle las carnes fue un chirriar de ultratumba, una simple silla que arrastró
el capitán Herejía hasta el epicentro del caravaggio; una que ya había usado
y reconocía cómoda.

- Imbécil, deja de retorcerte porque te va a dar un chungo –pretendiendo


desde sí mismo transmitir el relax al cuerpo, montaba Herejía una pipa con
picadura de cabello de angelitos y White widow- … Nos vas a provocar
una apoplejía o algo peor.

- ¡¿Quedarme tonto?!... ¡¡Más!!... jojojojo… -rió Ruin- … No me


extrañaría compartiendo nada con vosotros.

Hala, pero a la que pueda, me deshago de vosotros, piltrafas.

- ¡Aquí ya no se comparte nada! –protestó reflejo desde el espejo Rastrojo-


… Voy a remover Roma con Santiago, voy a sacar al Papa de la cama si es
necesario, ¡O al capo máximo de la ortodoxia!, pero a vosotros os extraigo
de mi cuerpo mediante exorcismo antes que…

- ¡¿Antes que qué?!... Tullido, sifilítico… ¡Bocamero!

En cuanto aparezca mi hija por la cabina se os acabó el cuento. Se os acabó


el juego a todos.

… ¡Hasta a los putos rafaeles!

Voy a decirle a Margarita que me suelte, y en persona, os voy a matar lo


poco que os ata a este mundo y os voy a llevar a vosotros conmigo.

No voy a dejar un chinche vivo a bordo.

¡¿Qué creéis, que no sé que embarcamos parentela, gente que os es de


afecto?!

… Este cerebro es muy pequeño para albergar ningún secreto…

… Y… sí… supongo… sí… el gachó que he pillado cagando os debe ser


respectivo a alguno de los dos.

- ¡Ya me encargaré yo de evitar que nos suelten! –delató raudo la afinidad


Rastrojo- De los tres, soy el que mejor conoce los tic del cuerpo y no me
costará convulsionar hasta hacer desaconsejable para nuestra salud el
soltarnos de las correas.

- … Y mu pequeño no será el melón, o tampoco necesitarás para ti tanto


cerebro, si has tardado tanto en desentrañar que el que te ha puesto el tordo,
ha sido, el aitona, del amigo –de un barbillazo hasta concretaba el
parentesco Herejía-

- … ¡Asqueroso chivato! –hizo chirriar por dentro Rastrojo el espejo-

- … jojojo… No te alteres, tranquimanco –si hubiese podido, se hubiese


sujetado la tripa el capitán Ruin para reírse a gusto sin miedo a recaer en
una antigua hernia- … jojojojo… tampoco ha abierto tu “hermanastro” el
pico para decir que su ex-mujer, ¡Y hasta la hija!, están presentes en el
pago.

… Y sin embargo, lo sé.


… Y ahora, también lo sabe mi hija… Vamos, ella lo sabe antes incluso que
yo.

… jojojo… jujuju… jojojo… jujuju…

Y reír el capitán Ruin Bichomalo con el timbre más perverso que le


escucharon nunca. Él, medio muerto y medio vivo, y la hija, por su lado,
medio viva y ¡muerta por parte de madre! Entre ambos hacían dos cuerpos,
distantes, separados en mitades, y no obstante conectados; más allá de lo
ordinario padre e hija. Extrasensorial lo de ellos, se acababa de enterar de la
presencia en la islita de la mismísima Patata. Y reía el capitán Ruin
Bichomalo la conjunción cósmica que le servía en bandeja de plata, y no
muy fría, la venganza. Tantos años de ultrajes hacia su persona, tantas
humillaciones, tanto odio y desprecio acumulado hacia todos ellos, que el
capitán Bichomalo estaba eufórico y ansioso por poner en marcha el ajuste
de cuentas colectivo. Y por ello debatirse tal pez vela con sus correajes,
retorciéndose entre las sábanas, combando hacia dentro los palos del dosel
al tirar con todas sus fuerzas de las traíllas; y crujir quejumbrosa la cama.

Lo tenía hecho, la madera cantaba la quiebra y de un momento a otro


sonaría el chasquido definitivo, un último tirón y partiría aquello en dos, y
de hecho, tanto Herejía cómo Rastrojo creyeron que lo iba a conseguir y
observaban perplejos la sobrehumana fuerza.

Y entonces… ¡¡Aaaaaaaaaaaahhh…!! Expelió un grito de terror a pleno


pulmón el mismísimo capitán Ruin Bichomalo. Y de agudo el alarido de
Ruin quebró el espejo, amén de invitar al capitán Herejía a poner pies en
polvorosa fuera de la tela; y por puro miedo arrastrar consigo la silla.

Él, Ruin, horror entre horrores, él, sierpe de necrópolis, chilló despavorido
por ver levantarse por sí sola la tapa del retrete y aparecer unas manos. Y
apreciar en el forcejeo de los dedos con el borde que la intención del ente
ponzoñoso era salir de su cubil al exterior.

… ¡Y los resoplidos y gruñidos que reverberaban por todo el camarote!

No pudo evitar Bichomalo, pese a desposado con la Muerte, sentir un


escalofrío que le recorrió de arriba abajo tal latigazo espinal. Y volver a
repetirse la pulsión eléctrica al entrar en ese instante en la cabina el fulano
que le profanase el cagadero, dejando, además, huevo que eclosionase
demoniaco, y tras el viejo, al codo, otro abuelete que le era extraño aunque
sin abandonar lo familiar.

… ¡Y ambos entrar con amable sonrisa y sin proferir vocablo!

Dejó de berrear el capitán, y de boca abierta, contempló el proceder de los


hombres. Sin palabras entre ellos, sin monsergas ni ascos, ¡profesionales!,
al alimón de lo que sería una partera y un fontanero, agarraban cada uno
una mano del nonato y de tirón singular ayudaban en el alumbramiento.

… A la de una, a la de dos, y a la de tres.

Y otra vez… a la de una, a la de dos, y a la de tres… porque la criatura


debía ser cabezona y no salía por el canal de parto.

Y barruntar Maximino complicaciones al escuchar pasos alarmados en la


cubierta, y urgir a Tiburcio a que practicase la cesárea.

A mano quedaba, si no el material quirúrgico oportuno, sí de chacinero


aficionado, y tomando un sable que rondaba, Tiburcio cortó dos patas del
trono, y con una patada arrancaba la carcasa del arraigo al sitio, y poniendo
su granito de amor filial, Maximino descuajaba el brocal del piso y ayudaba
al nieto a tomar la vertical.

… Y fundirse los tres en un abrazo que pendía desde hace casi veinte años.

Y si Murciégalo había renacido a la de tres, desde la cofa avisó un rafael


que a la una, a las dos, tres… cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez,
once y doce en punto… tenían barcos con pinta beligerante y todo el trapo
al aire.

¡Les estaban cerrando cerco!

No era mar lo que les rodeaba, no, era magma cadaverínico, purulento y
pútrido, iridiscente y corrosivo en extremo. Y lo supieron a nada que
rompió el hechizo de quietud, y golpeaba una fétida ola contra la islita, y
con ello, descomponerse un cachito de orilla al ser su firme de hueso
rocoso y contrito; aunque no inmune a ácidos.

Y lo que por bóveda celeste tomaron… bueno, bóveda no se puede negar


que no fuese, era, sí, pero celeste quizá sólo resultase la fosforescencia de
la baba de los seres que, cual prieta colonia de murciélagos invernantes,
tapizaban arracimados y bulbosos, lo que en su momento tomaron por
firmamento. Y eran muchos ¡Legión!

¡¡Legiones!!

… Y quejumbrosos tal el agorero ronronear de la tierra en los instantes


previos a un terremoto. Y no es de extrañar, al ser esa masa amorfa de seres
telúricos los que desde hace eones remansaron a saliva propia la Estigia.

Todo eso lo descubrieron en el segundín de luz que ofreció el chispón de la


condessa y Margarita. Y acto seguido, sentir los presentes el empezar a
caerles encima las gotas de decapante que precipitaba del techo. Y sin
sugerirlo nadie, entrar el grupo a la carrera en la cabaña para guarecerse
momentáneamente. Y adelantando que el siguiente paso sería escapar de
allí a chancleta perdida, procedieron a aliviarse del peso añadido y dejar en
el sitio el tesoro que lastraba.

Y Libélula, contradiciendo a su madre, llamar a ésta, conminar a que


abandonase la lucha, y siguiendo sus propios consejos ¡y órdenes! escapar
a la carrera del Infierno sin mirar atrás.

Y Rosario pasar su brazo por el hombro de Libélula y rogar que le ayudase


a quitarse de encima la quincalla y cumplir con lo dicho por la jefa; pues en
tierra, o bajo ella, lo era, lo seguía siendo, y de hecho, de no dar la condessa
combate a Margarita Laloba, de allí no saldría nadie vivo; o eso temieron
hasta Camelita y Rechico por la aparente reacción irracional de la
contramaestre. Y asustarse cómo los que más.

Y no era para menos. Sin contar con el ateriente y cavernoso decorado,


en escena batían el cobre, ¡los aceros!, dos fuerzas incontestables de la
Naturaleza. A las damas no les caía encima ni una gota de ponzoña. Cada
golpe, cada entrechocar de sables, en torno a ellas generaba una onda de
energía que les mantenía además a resguardo de jugos gástricos; aunque el
timbre de los mismos mandoblazos, hubiese sido la causa del despertar de
la inmensa úlcera.

A vigilia convocó Margarita, con el primer golpe, a todos los espectros y


almas impías que corrompían estos abismos, y la condessa, ¡sidi Hassami
said Hassiam!, dar réplica irritando y excitando la irascibilidad flotante
larvada. Y a la primera a la que contrarió fue a la hija de la Muerte.
Indudable, le tenía mal echadas las cuentas la contramaestre a sidi Hassami,
y en el mismo primer lance, tras parar el viaje, la respuesta de la Assessina,
fulgurante, amén del consejo de escapar ligeros los que pudiesen, fue partir
en dos la mesa en torno a la cual habían sentado amigablemente hacía
escasos instantes; y a Margarita con ella de no saltar hacia atrás para
evitarlo. Y no tuvo mayor apego la condessa a seguir destrozando todo lo
que hubiese en el sitio mientras tomaba la iniciativa y pasaba a acosar a
Margarita, que sorprendida, ¡Gratamente sorprendida!, prendiendo ahora en
la boca media sonrisa mordida, bastante tenía con contener o derivar contra
una silla, los ataques de la otra; dos sables, frente a sable y cuchillo… casi
iguales.

Y rotar una en torno a la otra buscándose las vueltas y revueltas,


perdérseles de vista desde las jambas de la cabaña, pero en nada saber los
de dentro dónde paraban porque aparecieron ante las puertas bloqueando a
los otros la salida. Y por achuchar la contramaestre hacia adentro,
arremolinarse todos en el interior contra el banco de proa, y reseñar a dedo
y de palabra que habían devuelto todas las joyas y alhajas; hasta añadir
algunas que trajesen consigo. Una pequeña montañita de exquisiteces
apilaba ante ellos, y por un momento paró la pugna; aunque el acto no les
fuese a salvar de nada. Margarita se tomó unos instantes para cotejar a ojo
que estaba todo, instantes que aprovechó la Assessina para posicionarse con
los suyos y hasta despedirse, por si acaso, con cuatro gestos cariñosos. Y el
último de estos estaría dedicado a la contramaestre misma, pues despacio,
dando halo de desafío, del monto de las maravillas dejadas recogía la
condessa el pendiente troyano que considerase suyo, y provocase tanto
pifostio, y sonriendo, se lo guardaba entre la ropa.

Ripio a la porfía dio Margarita abriendo los brazos, y con ello, ver
despavoridos los presentes que los flancos de la cabaña se juntaban
llegando la mujer casi a tocar ambos con la punta del sable; simplemente
cambiándolo de mano. Y pudiera haberlo hecho, e incluso aplastarles
dentro los muros, de no tumbar con sus herramientas Zapapico y
Rancapinos el puntal de la techumbre que les quedaba a filo. Y atravesarlo
en la estancia.

Molesta la contramaestre por la hábil maniobra de la mera comparsa, quiso


poner en su sitio las cosas y tiró estocada a matar a los meticones. A
Rancapinos, al corazón, y de lado a lado, le hubiese atravesado, ¡y al
hermano próximo, aunque no tan certeramente!, de no interponerse en la
ruta del acero la vaporescencia del capitán Misson, y condensar lo
suficiente para que su etérea carnosidad retuviese a entraña prieta el sable
dentro. Y, con las neblinosas manos, agarrando el cacho de yerro que no le
había entrado, urgirles a todos a escapar pues no podría neutralizar la
embestida de la mujer mucho más rato. Todos, todos fuera.

Y romper la desbandada, y al paso, en la huida, sin retener su tranco la


Assessina, de seco tajo cortar los restantes puntales y esperar que les
desmoronase encima la cubierta de la cabaña. El amasijo de yerbas y palos.

Al capitán Misson confiaba en que no le dañase en absoluto, a la buena de


Margarita le deseó, sin decirlo, que una ripia del techo, una viga, le
descrismase y partiera, de tener sano, el alma o algún hueso.

Y a la estela de la condessa caía parte de la techumbre.

Sin embargo no colapsó del todo encima, la voluntad de Margarita


Laloba mantenía en pie la cubierta sobre sus cabezas; la mayor parte. Pura
rabia emanaba la hija de la Muerte al sentirse engañada ¡traicionada! por
una persona a la cual admiraba y además por la que sentía un apego
especial, ¡No lo entendía!, le dolió a la mujer tal que si a sí misma se
hubiese atravesado con el sable.

- ¡¡¿Por qué, Misson?!! –inyectados los ojos en sangre, crispaba la


contramaestre las palabras- … ¿A qué esto?... ¡¿Alguna vez te traté mal?!

… Y si hubiese hecho… que no creo… con decírmelo, y teniendo tú


razón… no me hubiese sido dolor deshacerme en disculpas por la cagada y
recompensarte de algún modo; sabes que incluso a ti, ¡aquí!, te puedo
alegrar un tantito la existencia.

… O amargártela.

- No, no es por eso, Margarita; no lo fue.

… Perdóname tú a mí.

- ¡¡¿Pero por qué, Misson, eh, por qué?!!

¡Tanto te significa la mujer para significarte tú así!


¡¿Por qué te has inmiscuido?! ¿Por qué te has interpuesto?

- … ¿No has leído mis piratas también tú?

Ella… ella siempre me fue ojito derecho; desde gazapa.

… Y ellos, los mastuerzos a los que has pretendido dar matarile, ¡esos dos
oseznos!, ellos son mis hijos; hijos post mortem de mi señora; pero hijos
pese a que no conozcamos, ni ella haya reconocido.

Y si se entera que no hice nada, ¡Y se enteraría por mera omnisciencia!...


pa qué queremos más.

Debía entrometerme; era lo suyo y no me quedaba otra.

Lo siento, chery, ha sido fidelidad debida.

- Siempre se dijo entre tocadores que eras un romántico, y no un crápula –


volviendo el brillo admirativo a los ojos de Margarita, sin embargo,
envenenó el cuerpo del cuchillo pasándolo por su lengua tal le enseñase la
madre- … Y ése era tu sabido punto flaco, Misson.

… La entrega. El vincularte de por vida… y más allá.

- Oui… ¡Al extremo!

- Au revoir, Misson.

- A plus tard, mon petit Mort.

Por segunda vez en su existencia mataban al capitán Misson. Y ésta le


dolió más pese a ser su esencia fantasmagórica.

De la otra, descerrajado un tiro a cañón tocante, apenas recordaba el frío


del trabuco que le reposó en la nuca; ni con certeza podría identificar al
traidor.

En esta ocasión, además de notar entrarle el acero en el pecho mucho más


frío, y despacio, la autora de la puñalada le miraba a los ojos e intentaba
consolarle con tiernas palabras en este segundo lance de incertidumbre
existencial. Le dijo que duraría un segundo… y que allí tampoco acababa
nada. Había hecho tangible su alma el capitán, y Margarita se la arrebataba,
lo que quedase de su luminoso espíritu, al viejo estilo de la familia. Y dar
descabello fino que el hombre no rememoraría en su próximo devenir; sea
cual fuere.

… Y…

… Y…

… Y esta historia estuvo a punto de no proseguir.

… Y sólo prosigue, por Amor debido al capitán Misson3.

Su sacrificio no sería en balde… o sí.

En delicadas chiribitas brillantes se transformó su ser al extraer de él sable


y cuchillo. Y caer al piso tal polvo refractante, y hasta alborotarse y
revolverse en un absceso póstumo de bravura al pasar por encima
Margarita camino de la ventana. Y saltar de cabeza a través de ella la mujer
para salir al exterior.

Lejos, casi llegando a la trampilla que unía las dos Planissias, la visita que
tuviese le ofrecía descortesía a cambio de todas sus gentilezas, y sin avisar,
con sordina en los zapatos, se le iban del condominio sin dar gracias ni
despedirse… ¡Y quién sabe si llevándose algo más!

A hiel le supo a Margarita.

… Y eso sí que no.

Por condición atlética, y puro miedo a lo que se le venía encima de por


vida, el primero en llegar a la compuerta fue Rechico, y echar el hombre
mano a un tirador para abrir una hoja, y a la vez, también tender ojo al
grupo que a la carrera se le acercaba, y más allá, junto a la cabaña,
descubrir a Margarita que en ese momento retomaba compostura tras
obedecer su cuerpo a la dinámica de algún movimiento… ¿Qué habría
hecho la mujer?

… Lanzar un cuchillo.

Y Rechico localizó en el aire el cuchillo que fue de Pizarro al ir la


compañía siguiéndole a ojo el vuelo. Y concretarlo, y casi al tiempo,
3Nota del Autor: Más bien a mi hermana Mariví.
también intuyendo el siseo de su avenida, petrificado, supuso que el
artefacto le caería, conociendo la destreza de la lanzadora, justo en la
cabeza y de punta, y le atravesaría la fontanela y el foramen mágnum,
cruzaría por tráquea y tripas, y lógico, le saldría por el ano al estar
acuclillado.

Y seguramente, de habérselo propuesto la contramaestre, lo hubiese


ejecutado con precisión capilar, y ahora él estaría en el otro barrio siendo su
último recuerdo un destello en el aire, un dulce silbido y el escalofrío
inmediato del acero cruzando su cuerpo de cabo a rabo; y el culito
dolorido.

En su lugar, escuchar ¡Sentir pues cerró los ojos! tal que si monaguillo
furibundo cerrase la puerta de la catedral ayudado por ventolera de aire; y
retumbarle todo el cuerpo a Rechico.

Y apenas despegados los párpados, descubrir que el aguijón de Pizarro


había clavado al marco una hoja de la trampilla; hundiendo hasta el mango.

Y el hombre, admirado, sonreírse para sí mismo: “¡Rediós, qué buena es la


puñetera!”.

En nada, llegando al trote, a su lado estarían Libélula y Camelita, algo


más lejos, a paso vivo pese a ir casi en volandas, Zapapico y Rancapinos
ayudaban a Rosario, y tras ellos, sin perder la cara a Margarita, cerrando
retaguardia, la Assessina con las armas en la mano. Y apreciar la mujer que
Margarita hacía ademán de ir a lanzar su sable con más fuerza, y precisión,
al serle el instrumento propio, cuando a voces remarcó la condessa que
escapasen todos si podían y no le esperasen. Ella, obligada aunque gustosa,
iba a ceder last chance para encuentro definitivo.

Y por oírlo igualmente la hija de la Muerte, y agradarle la perorata


“honesta” de la Assessina, no arrojar la espada, y puesto que el oponente
portaría dos, previo a ir al encuentro, desvió sus pasos un tantito para
recoger del suelo, entre la mesa destartalada y los demás trastos
abandonados en el revuelo, un segundo sable.

Mientras se pertrechaba mejor Margarita, tuvo tiempo de llegar hasta la


compuerta Libélula y compañía, y hasta los hermanos cargando Rancapinos
a la espalda a Rosario por descubrirlo sistema más práctico.
Ya estaban todos allí, pero Rechico no atendía a manipular el tirador al
encontrarse absorto en la elegancia de Margarita, en su andar cadencioso en
busca de guadaña, y embobado el hombre en la plástica de la espalda de la
mujer, tomó Libélula su sitio y tiró confiada del pomo.

Y nada.

Se le fueron los dedos del agarre por el impulso y, sin querer, azotarle un
tortazo a mano abierta a Zapapico por tener el careto cerca. Y aprovechar el
hombretón la motivación extra para asir con sus manazas el tirador y
arrancarlo de empecinarse, pero enmangando malamente ¡Y aunque
hubiese podido agarrarse con asas a molde! no consiguió cosa distinta que
arrearse a sí mismo un bofetón que resonó cual palmada.

Quien se mantenía más fría, por estar de vuelta reciente del lado de la
muerte, era Rosario. Y positiva, reutilizó marquesita que ya gastase sin
éxito, aunque ahora la hubiese pulido añadiendo al “¡Ábrete Sésamo!” un
“¡…Abracadabra, pata de cabra!”… y los tres “toc”.

Y la portezuela no abrió, no, pero salió Rechico de su abstraída tontería, y


de simple tironcito, costilla sentimental que se le declarase sin disimulos en
el Inframundo, cedió la trampilla al amor de su ama, y se abrió sin dar
mayor problema la hoja.

Y felicitarle uno tras otro los compinches, con admiración sincera, mientras
se escabullían del lugar. Y allí, tal portero que fuese, hasta sonreír a encía
vista el infeliz al quedar aún la condessa por salir… Y Margarita.

Y darse entonces cuenta Rechico de la que había liado a los intereses de su


novieta al dar pie a que escapasen todos… en nada quedaría ella única
habitante de la islita que se fagocitaba… ¿Cómo se lo tomaría cuándo lo
descubriese?... en cuanto recogiese del suelo el sable que había ido a
buscar, y mirase, comprendería la martingala al saberle el único habilitado,
probablemente, entre ellos, para abrir las portezuelas, se lo tomaría mal,
muy mal, fatal, pues ya había él catado la contundencia de algunas hostias
por temas en comparación más livianos. Y el ayudar a fugarse a todo cristo
no sería baladí.

Y antes de llegar hasta él la condessa, abandonaba Rechico sin más


dilación el reino que se le ofertó gobernar conjuntamente en un futuro
inmediato.
Y tampoco la Assessina se demoraría mucho, lo suficiente para esperar el
vistazo recíproco de Margarita, y en la distancia remitirle con recochineo
un beso y un guiño.

… Y encima reír desalmada, al probar por probar, y comprobar que la


portezuela abierta sí cedía ante persona extraña para ser cerrada. Y llevando
de nuevo al encuentro las hojas, despedirse agitando la mano por la rendija.

Y meterla, y volver a sonar el portazo en la catedral vacía… ¡Y asomar la


aldaba desde el otro lado al haber atravesado la compuerta!

Iba a utilizar la condessa su pañuelo de seda de la cabeza para atar de


alguna forma entre sí los pomos, y aunque no lo acabase siendo, ponerle
alguna traba a Margarita y retrasarle la salida. Porque no dudaba que tras
ellos iría sin tardanza la mujer. Pero atrás también quedó rezagado
Zapapico, esperando al otro lado a la condessa, y al llegar ella, y entender
la idea de la jefa, sin dolor de bolsillo cedió una cadena de oro, de a dedo
gordo el eslabón y dos vueltas a su cuello, que utilizando sólo una, y siendo
el cierre bueno, trancaba a la perfección las puertas por dentro y algo más
retendría que la seda empapada en sudor.

Y besarle la mujer en los morros y sugerir, que sin cuidar más de su


persona, se tirase a tumba abierta escaleras abajo tras el resto, y llegados al
otro lado, yendo ella tras él, cómo no yendo, que embarcasen en el bote,
aunque les fuese trabajo de Atlas, la compuerta que sabían movible y la
arrojasen al mar donde hiciese a lo poco veinte brazas; con veinte brazas de
agua marina sobre las portezuelas, supuso que eso sí sería inconveniente
para que Margarita abriese desde dentro empujando.

Y remate al plan, con ella, o sin ella, tomar al asalto el Kahanamoku y


escapar de Planissia, salir del Mediterráneo, e irse a esconder
desperdigados por donde los apóstoles diesen las últimas toses; o un
poquito más lejos, dónde no llegasen siquiera esos carraspeos.

Apenas se distinguía la luz que iba abriendo camino por delante, y tras
ella, de cuatro en cuatro, jugando el descrismarse, se lanzó sin pensarlo
Zapapico a descender los escalones. La condessa quedó junto a las
portezuelas, quería la mujer comprobar que la triquiñuela servía de algo y
algo contenía la embestida de Margarita. Preferiría darle batalla allí mismo
a intuirla cerquita corriendo por detrás. Así que se quedó quieta, esperando.
Y se le hizo que la mujer tardaba un universo en llegar hasta el sitio, tanto,
que pensó la condessa que si hubiese ido con Zapapico ya estaría en la
Planissia original, y a punto de marchar estaba cuando entendió que la otra
había llegado al otro lado al abandonar la aldaba, ¡el sable!, su posición de
pincho que atravesaba la trampilla.

Y si entró el acero tal portazo, salía tal gutural plañido de fibra arbórea.

Y otra eternidad sin pasar nada.

Y, jugándosela a la migala, sin hacer ruido, abrir la condessa el cierre de la


cadena y dejar la trampilla franca.

… Y otro océano de quietud.

Y abrir sorpresivamente Margarita la compuerta, y también sorpresa para


Laloba, pues creía haberles dado tiempo suficiente para abandonar
Planissia a nado, al otro lado aún aguardaba la Assessina, ¡A punta tiesa!, y
resorte del crustáceo, meter a la hija de la Muerte el sable, hasta la
empuñadura, en las tripas.

Y estupefacta quedar la contramaestre, mas no así sidi Hassami said


Hassiam, que con un segundo migalazo le metía igualmente el otro sable
hasta la bola en las entrañas; acerico le hizo en un pis-pas.

Y caer cual tablón hacia atrás Margarita Laloba.

Apenas reasomó por la trampilla la condessa para cerciorarse si había


matado a Margarita, y tal supuso, no llegó a tornar a vidriosa y vacía la
mirada de pasmo de aquella, muy al contrario, mudó, sí, pero primero a la
alegría por comprobar que, en efecto, en su reino, era inmatable tal le
aseguraron siempre sus progenitores; aunque nadie se atreviese a poner a
prueba. Y de ahí le cambió el rostro a la ira cruda, consigo misma, por no
haber previsto la maniobra… que no treta.

Y refiriéndole a dedo a Margarita que arriba, por señalar la mujer en alguna


dirección, que en la Planissia fetén quizá no tuviese la misma prerrogativa
de invulnerabilidad, y allí, sí, quizás, le pudiese sacar y poner a secar las
tripas al sol, con esa moraleja cerró la condessa; con un índice señalar al
“cielo”, y con el otro rebañarse el gañote propio… Y volver a despedirse
con guiño, beso tirado y agitar la mano por despedida mientras iba juntando
las puertas.

… Quería a la otra, cuando menos, fuera de sus casillas.

Y en esta ocasión, tras echar el cierre y la cadena de oro, se tiró escalera


abajo la Assessina sin esperar más zarandaja; sin siquiera luz, confiando en
que la buena mano del alarife hubiese labrado los escalones con pie de rey.
De tres en tres, de cuatro en cuatro hasta desechar la cadencia por temeraria
a su horquilla, fue saltando los peldaños, y pese a bajar tan rápido, e incluso
haber advertido la misma Margarita que en el retorno habría menos bajada
y más subida, ¡Volviendo al mismo sitio!, no esperaba llegar la condessa
tan pronto al tramo de pasillo horizontal, al inundado hasta las rodillas, y de
no estar allí el dicho agua, la condessa se hubiese despanzurrado contra el
suelo del rellano al llegar a inercia perdida. Un morrazo en toda regla.

Y más que dolorida, del barrigazo a la charca levantaba contenta al haber


tragado sin querer un buchito del líquido, y, saberle a mar fresquita.

¡Salada la puñetera cómo la madre que la parió! Y chasquear la condessa la


lengua con deleite.

El túnel por el que acababa de descender la mujer se veía, y escuchaba,


negro y silencioso, denotando que aún seguía siendo la cadena de oro sello
y candado. Sin embargo, en la corredera, a oscuras igualmente, aunque
oyendo goteos y escorrentías que filtraban, allí, junto a ella, escuchó que
había otra persona intentando contener la respiración.

- ¿Zapapico?

- No. Soy Rancapinos; ahora mi hermano ha tirado pa arriba con Rosario al


lomo.

… ¡Puuff!... Vaya susto me has pegado; no sabía si serías tú o ella.

- Pues venga, tú tras tu hermano.

- ¿Y tú?

- Yo ahora iré… dame tus armas; sable y cuchillo.

- … mmmm… Sólo visto cuchillo y cuchillo.


- Me vale en el contexto… incluso mejor.

Tú, ahora, corre con los demás, y como seguramente des con ellos ya
arriba, les cuentas que me has palpado y esta breve conversación que nos
estamos trayendo, y al acabar de narrarla, de no estar yo ya arriba con
vosotros, o vérseme que subo, o escuchárseme a la estela, de no ser ese el
caso, cargáis la trampilla tal os he dicho y donde haga veinte… no,
cuarenta, sí, mejor meteros en cuarenta o cincuenta brazas de hondo, o más,
para arrojarla al agua.

Y luego tomáis al asalto el Kahanamoku, porque sois capaces, y escapáis


del sitio a todo trapo.

¿Entendido, zurriago?

- Más o menos.

- ¿Qué parte no entiendes?

- … mmmm… Por qué se ha interpuesto el fantoche, el gabacho, en el


camino del sable que estaba destinado para nosotros.

No me lo esperaba, es más, de fritos que nos tenía el fulano por


observarnos en detalle, y de cerca, todo lo que hacíamos, ya habíamos
hablado Zapapico y yo de apuñalarle por pesado; pero supusimos, y mal,
visto lo visto, que no se le podría acuchillar por casi etéreo y desestimamos
la idea.

¡¿Qué cojones quería ese franchute de nosotros?!

- Si salimos de ésta, recuérdame que te cuente algo; que os cuente a ti y tu


hermano.

Pero para dar pie, sal chuscando ahora tras ellos.

Y acompañó la condessa al hombre hasta el otro extremo del pasillo, al


punto donde arrancaba la subida, y al final de la escalera, lejísimos, casi
emborrachando los ojos, distinguir la luz del exterior; y algunos puntitos
negros, los compadres, eclipsando la claridad. Tras ellos animó a ir a
Rancapinos, y en breve le seguiría ella pues no sintió cambio alguno en la
quietud que envolvía el sitio. Fue instinto, un algo, un repelús de aviso que
eriza el colodrillo, lo que fuese, hizo que la Assessina repentinamente
adoptase en mitad del pasillo, pero pegándose a la pared, la postura del
“cangrejo”. Y apenas sacando el cuerpo del agua levantar las pinzas a la
negrura.

Allí ya estaba Margarita. Habría bajado más rápida que el innoble


ruidito que hiciese al cortar la cadena de mantequilla; pues lo pareció. Y de
tan veloz su bajar, sólo al parar la mujer al quicio de la charca, al ratitín
sonar el ruido ya hecho de bajar los escalones, e incluso llegar el rebufo de
viento que le siguió en el descenso y éste extenderse pasillo adelante
impregnando el aire con la esencia inconfundible de Margarita Laloba, en
ese momento, sí, sintió su presencia a nariz. Dulce, en el ambiente húmedo
y salitroso, olía a yerbas y florecillas silvestres de camposanto. A primavera
tranquila y envidiable.

La Assessina se mantuvo alerta en la postura cangrejera, para la situación la


entendió la mejor; las virtudes de ataque ofertaban hacer daño con
pinchazos oblicuos ascendentes. Por el contrario, la defensa era horrible
cuando el atacante sabe, o descubre, que cualquier absurda floritura que
revuele inofensiva, al caer obedeciendo simplemente a la Gravedad
planetaria, siendo arma de cuidado, o de cuidado quien la enmanga, de un
viaje, con sable u espada, el oponente puede llevarte un brazo, una pierna,
como partirte limpiamente por la mitad sin esfuerzo.

No es una estrategia muy recomendable excepto para batirse en espacios


angostos y anegados; y además, si también quieres estar muy atento a lo
que te dicen las aguas calmas; información cómo si uno se mete al charco,
u otro sale, o alguien se mueve. A ras de la superficie del agua se propagan
las ondas, y la condessa, remangada hasta los muslos, era capaz de percibir
en su piel amelocotonada cualquier variación. Y en sus rodillas percibió la
entrada de los pies de Margarita al agua a distinto tiempo y velocidad, y
acto seguido sus oídos detectaban el aleteo amortajado de un sable sobre su
cabeza, pero lejos, batiendo en ida y vuelta de izquierda a derecha.

Y complementar los datos a oído un mal puñetazo al aire; alejado del


purismo, y la ortodoxia pugilística, por ir asiendo el mango del cuchillo de
vela.

Y dos pasitos con sus dos olas. Y flis, flas, a un lado y otro el sable, y
punsh… a fondo con el cuchillo que perteneciese a Pizarro. Además,
delatora la esencia vaporescente del capitán Misson, aún portaba el acero
su sangre embotada y fosforescente, reseñando bien a las claras por donde
andaba quien lo empuñaba; y los aguijonazos que tiraba cada dos pasos.

Y la Assessina asiendo y reasiendo el mango de sus pinzas, y notando


moverse el agua, y los flis-flas del batir la horizontal, y la mojá profunda a
la nada.

Y dos olitas y…

… Y reasir aún más fuerte la empuñadura…

… Y flis, flas…

… Y darle la última vuelta al mango…

… Y punsh…

… Y engatillar la condessa el resorte de sus pinzas…

… Y las dos olitas y el flis, aunque no hubo flas. No, calculó la Assessina
que en el flis llevaba Margarita su mano derecha a entorpecer el brazo
izquierdo, como sucedía, y de regalo dejar franco el acceso al costillar de la
mujer, y atravesándolo, a tiro de pincho y desgarro todas las vísceras
mayores ¡Hasta el corazón! Así que esperó a que se hiciese audible el flis y
levantó de la postura la Assessina metiéndole a Margarita una cuchillada
que buscaba parar las válvulas cardiacas, y el otro punzón pretendía que,
entrando por el cuello, cortase casi desde la cepa todas las conexiones
nerviosas del bulbo raquídeo; pero el remate le quedó sucio y desprendido
al moverse un tantito la contramaestre, y en vez de irrumpir la astilla de
acero en el cráneo, la salida de ésta era la cara, le escapaba a la hija de la
Muerte por la mejilla el palmo largo del cuchillo de la condessa.

Y apenas pudo articular la lengua Margarita para gritar, así que el alarido le
brotó en bruto desde las entrañas y eso quizá fuese aún peor. Sonó a Golem
que despierta por sentir que le bailan sobre la tumba una danza de siete
velos. Fue rugido de auténtica bestia de las profundidades. Y hubiese
dejado sordo, en tan pequeño espacio, a quien con ella compartiese pasillo.
Pero allí sólo quedaba la contramaestre intentando arrancarse de la carne
los puñales.
La Assessina lo escuchó, sí, pero como iba a matacaballo subiendo los
escalones de cinco en cinco, tampoco sufrió mayor quebranto que oír el
bronco retumbar túnel arriba del plañido de Margarita al extraerse los
aguijones clavados.

A la condessa le traía sin cuidado lo que hiciese la contramaestre, sus


intenciones eran obvias ¡Hacerles picadillo! Y la parte de ellos, coherente
con el juego, no permitir que lo hiciera.

Y llegando a la claridad la condessa, según se acercaba, además de


distinguir el rostro de los que le acompañasen abajo, también encuadrar la
trampilla de salida a un subalterno del Kahanamoku, vestido de gala, y con
el sable que le atravesaba las tripas hasta lustroso.

Sobre sus cabezas, Murciégalo y los abuelos, oían el retumbar de los


pasos de los rafaeles cruzando la cubierta de borda a borda; cotejando a ojo
la veracidad de la alerta cantada desde la cofa. Y al abrir los ventanales del
camarote, comprobarlo ellos mismos, y afinar, utilizando el telescopio de
trípode, que era una entente internacional la que les cercaba al montar
banderines de varios países; y hasta de la Orden de Malta y el Vaticano.

Ésas fueron prácticamente las primeras palabras que escuchó el capitán


Ruin salir de la boca de Tiburcio. La enumeración que hizo de naciones al
leerles en la distancia los gallardetes a los navíos. Y le desagradaría el
timbre en extremo al capitán pues volvió a berrear pero demandando al
oficial de guardia y a los suyos. Literal: “¡A mí la guardia! ¡A mí los míos!”
Y por no considerarse propiedad de nadie, se darían los abuelos por
excluidos de la convocatoria, y con su eterna sonrisa desconcertante, y
reverencia, se despidieron del hombre, e invitaron al nieto a que les
siguiese.

La intención era esconderle en la bodega, en el compartimiento que con


telas y mantas se habían apañado, llegando a convertir un esquinazo en
confortable hogar. Allí, entre almohadones y bajo sedas, ¡en el arcón!,
podría haberse ocultado Murciégalo a no ser por dos tontas razones. Una,
que apestaba y no era necesario utilizar la vista para saber de su presencia.
Y dos, que habiendo escuchado los rafaeles el requerimiento del jefe, y
entendido el timbre exasperante de la urgencia, a grandes zancadas corrían
y prácticamente ya estaban allí. Apenas tuvieron tiempo para salir de la
cabina del capitán y resguardarse momentáneamente en la cocina, y nada
más pasar a la carrera los rafaeles, cambiar ellos su rumbo y subir a la
cubierta.

Sin llamar a la puerta entraron los rafaeles en el compartimiento en


tromba; pistola y sable en mano; e irrumpir disparando y tirando por
delante estocadas y mandobles al aire, pues si el mismísimo capitán había
chillado, aterrado, por algo visto, ellos, astutos por aprendidos a palos,
entraron a ojos cerrados al no querer convertirse en estatuas de sal. Y tras
disparar, amachetar cualquier cosa.

Y claro, no dejar pétalos los hombres en la flor; ni flor en el campo. Y


gritar aún más despavorido el capitán al ver volar los sables cerquita ¡Y
oírlos! Y esto espolear a los rafaeles que temieron tener ante ellos, aunque
no viesen, al enemigo de la noche anterior o alguien peor. Y llamar a
defenderse espalda contra espalda en el medio de la estancia al saberse
acoplar los hombres por costumbre hasta con venda en los ojos. Y hechos
molinillo, con levo y dextrógiro alternando, ser tornado de ocho piernas y
hacer añicos el compartimiento. Lo único que se salvó del acero fue el
cuadro del bendito Caravaggio y el propio capitán, y sólo gracias a que el
hombre gimoteó en tono audible al entenderse inexorablemente en el
camino de la picadora y esto llevó a que los cuatro a la vez levantasen los
párpados y detuviesen los sables a una cuarta de la cama.

- ¡Jefe, nos rodean! –dijo un rafael-

- ¡¡Aquí ya no hay nadie, desgraciados!!

… pero por si acaso, echad un ojo a la cloaca.

- Capitán, es por fuera por dónde nos están trenzando trampa –otro rafael
quitaba yerro a lo sucedido en el camarote pese a arrasado- Creo que son
los hombres de negro… y fácil que también de más colores… Y
transparentes los que no hayamos visto.

- ¡Antes de nada, cuándo vayáis a hablar, decid vuestro nombre, puñetas!

… Tú, sí, el que acaba de hablar. Quién eres. Cómo te llamas.

- ¿Yo?
- Obvio.

- … mmmm… Yo… Yo soy Rafael Eustaquio para lo que necesite de mí.

- Y tú, el que habló antes.

- ¿Yo?

- (…jodeeeer…) Sí, besugo, sí.

¿Cómo te llamas?

- Casualmente la misma gracia tengo, me llamo Rafael Eustaquio por


inspiración del Cojuelo. E, igualmente, para la voluntad que le pluga a su
merced estoy aquí.

- ¿Y vosotros? –dijo escamado el capitán, pues era costumbre de rafaeles


identificarse con el mismo nombre convirtiéndosele en indistinguibles-
Vosotros sois…

- Rafael Eustaquio.

- Y yo también.

- ¡Ah! ¿Tú te llamas “También”?... menos mal.

- No, yo también soy Rafael Eustaquio… y raro que me llame a mí mismo;


a mí me suelen llamar.

… Rafael Eustaquio, esto… Rafael Eustaquio, lo otro…

… Rafael Eustaquio deja de rascarte los huevos…

Sí, salvo que esté borracho y ante el espejo, no me llamo porque no suelo
contestarme.

- … mmm… Me falta un bastardo.

¡¿Alguno no tendréis, también, personalidad múltiple ahora?!

- ¿Me habla otra vez a mí, capitán?

… Ya le he comentado que soy tan Rafael Eustaquio cómo estos, lo de


llamarme “También” ha sido un error de comprensión suyo…
- Calla, bobo –sugirió otro rafael- el capitán se refiere al quinto de
nosotros; a Rafael Eustaquio.

- ¿Y éste, el que falta, tiene apellido o motejo? –se le ocurrió al capitán que
quizá sirviese para empezar a concretarlos- ¿Le gusta que le llamen de
alguna forma especial?

- … Pufff… Pues no sabemos, la verdad.

Nosotros, últimamente, para referirnos a él, le llamamos “Rafael Eustaquio


el que tiene el sable metido en las tripas”, y aunque algo largo, no deja
lugar a la mínima confusión.

… Y ahora está en la islita; buscando a la contramaestre.

- ¿Aún no ha regresado a bordo Margarita?

- No, capitán.

- ¿Y quién está al mando?

- Rafael Eust…

- ¡Soltadme hijos de piara!... ¡¡Os voy a comer el alma!!

En la voluntad de los rafaeles estuvo darse a la estampida tal solían.


Pero la situación era un tantito complicada al saberse rodeados por barcos
de guerra y sin nadie competente al mando; ni Margarita, ni siquiera el
Rafael Eustaquio auténtico para cargar con las culpas de lo que fuese o
pudiese salir mal.

… Y el capitán mismo rebajado de servicio.

Nunca les faltó a los rafaeles voz de ordeno y mando por encima en aprieto
parecido; porque alguna vez ya les intentaron la artimaña aunque con
menos efectivos. Siempre hubo criterio directivo al que atender, ahora…
estaban solos… perdidos.

Así que mientras el capitán gritaba enajenado exigiendo que le liberasen de


las ligaduras para poder arrancarles los pulmones sacándoselos por los
oídos, ellos hicieron corro para discutir discretos en petit comité.

Y cada uno propuso una cosa. El primero invitó a tomar la situación por
buena y aprovechar para hacer trozos menudos al capitán y dárselo tal
carnaza tibia a los peces; y echar la culpa al mismo asesino que irrumpiese
por la noche.

El siguiente pretendía trocearlo en cachitos aún más pequeños y echárselo a


las gaviotas para que lo comiesen al vuelo; y la responsabilidad en vez de
al magnicida sabido, a un compinche que tuviese igual de astuto.

Y el tercero se decantó por filetear al capitán en lonchas finas, y vuelta y


vuelta en la sartén, comérselo ellos mismos en formato bocadillo y luego
darse el gustazo de cagarlo en su propio trono si Margarita les daba tiempo;
y, ni dudar, también la felonía cargársela a un tercer magnicida distinto, que
por antojo, debería ser albino, tuerto y desnarigado; para que no hubiese
confusión con los otros posibles asesinos imaginarios que empezaban a
inundar el barco.

Y el cuarto la cuadró. Tenía aún fresca la historia que contase Rafael


Eustaquio acerca de ser lobesome el capitán, y también presente la orden de
la contramaestre de no soltar al jefe aunque lo pidiese y amenazase con
calcinarles el espíritu. Sabían al capitán olvidadizo, pero no así a Margarita
Laloba que tenía memoria de elefanta jefa del rebaño. Y tremendista de
pillarles en alguna mentira. Y sin más rodeos, opinó el que faltaba que lo
suyo era hacer de cuatro bicheros, doblándoles la punta y poniendo lazo en
el extremo, confeccionar cuatro palos de coger perros rabiosos, y ayudados
de ellos, subir al capitán a cubierta y que diese, viendo, su parecer al
respecto de qué hacer exactamente ante los navíos que se acercaban; y sin
mentir, achacarle la idea a quien les propuso sacarle a pasear con la traílla
al cuello… a “Rafael Eustaquio el que tiene el sable en las tripas” por
referirle siempre al capitán Ruin más bien perro que hombre lobo.

Nada tardaron un par de ellos en urdir los palos perreros con lazo, y
pasárselos por el cuello al capitán. Y cortarle a la de tres las cuerdas que lo
fijaban a los cuatro puntales del dosel. Y dos delante y dos detrás, pese a
protestar el capitán la ofensa y amenazar con los peores males, le subieron
a cubierta. Y por no oírle las maldiciones que sabían paralizantes, se
sellaron los rafaeles los oídos con cáñamo de las baterías; y aún así,
entretelar que les iba a hacer llorar sangre y mear los dientes.

Y muy en el fondo, pero muy, muy en el fondo, siendo de alma sensible los
rafaeles, y gregaria, acabar lloriqueando todos porque sospechaban que en
esta ocasión el capitán no les iba a olvidar tan fácilmente e intentaban
embozarse, pese a ello, de uno cogió una peca, de otro se quedó con que
tenía los lóbulos de las orejas pegados a la carrillada, el del pelo de la
frente en “pico de viuda”, y el restante el dedo meñique de la mano
izquierda muy peludo. Les iba rellenando ficha sin avisarles.

- ¿Y ése? –reseñó el capitán Ruin a Rafael Palmiro que seguía encadenado


al palo mayor- ¿Ése es “Rafael Eustaquio el que tiene el sable en las
tripas”?

- No jefe. Ése se ve a la legua que es Rafael Palmiro; él y Rafael Eustaquio


son inconfundibles; cómo la noche y el día.

- ¡Rafael Palmiro!... Menudo avance ¡Palmiro!

Y por qué está ahí.

- Por chingar para usted la retratadura tocha que ahora tiene en el


camarote.

- ¿”Chingar”?

- Sí, “chingar”, “cholar”, “afanar”, “pirocotear”, “levantar”, “burlar”,


“pulir”, “aferir”, “guindar”… “pescar en bolsillo ajeno”…

- Ah.

¿Y por eso le ha dado gato Margarita?

- Es que ni chitó; se piró engorilado sin dar quéo.

- ¡Cada día entiendo menos a mi hija!... y a ti ni me esfuerzo.

… Soltadle y dadle vino.

- Pero jefe…

- ¡Os digo que le soltéis, retrasados!

… Entiendo que mi hija os haya puesto en guardia para no soltarme a mí


pues fue lo último que hablé con ella, pero, acaso, ¿Os prohibió
obedecerme si os pedía que soltéis o ejecutéis a otra persona?... A que no
¿verdad?

… Ayyyy, para uno que me hace servicio y acaba en el suplicio…


Venga, soltadle y dadle una jarrica de vino; y queso y pan, de quedar algún
chusco… o mejor que vaya él mismo a servirse… ese cuadro me ha
sosegado mucho aunque parezca mentira.

… Vamos, vamos… Rapidito.

Y que quien sea también suba el telescopio gordo de mi cabina… Vamos a


ver bien quién se nos viene encima.

… Hale, hale, no tenemos todo el día, lamelapas.

Tampoco estuvieron muy contentos los rafaeles con la orden de liberar


de la picota a Rafael Palmiro. Ahora sabían dónde estaba,
desgraciadamente en cuanto le soltasen sería cuestión otra vez de ellos
vigilarle, y hartos, pero cumpliendo órdenes, le dejaron libre; aunque
asignándole por niñera de esta nueva ronda de custodia a Rafael
Eustaquio… sí, “el que tiene el sable en las tripas”, y para más reseña,
ahora andaba en tierra… y mal empezaba su encomienda, aunque no
supiese, desatendiéndola y dejando que Rafael Palmiro campase solo y a
sus anchas por la cocina; y ordenado por el capitán, pues le pidió que
también trajese para sí, por favor, otro caneco de tinto y algo para mitigar
los runrunes del estómago.

… ¿”Por favor”?

… ¡¿Decir “Por favor” el capitán Ruin?!

No. El que pegase legaña a la lente era el capitán Herejía.

A toda hora de la franja horaria del horizonte echó el ojo el capitán


Herejía. Y a todas las empunto encontró barcos serios de tres y cuatro
palos, mientras que a las y cinco, y menos cinco respectivas, llevaban
escolta estos de balandros y algunas goletillas rápidas de interceptar
escapes en aguas someras.

Y todos los portillos levantados.

… En total, rondando los cuarenta navíos de combate.


Herejía no lo dudó, había que salir pitando del sitio, abandonar al galope la
islita, o de no, ir eligiendo entre los hoyos que aún quedaban abiertos en
Planissia uno confortable para ocuparlo en rigidez ad eternum.

No quedaba otra, levar amarras, soltar lienzo y cruzar los dedos para
encontrar hueco en la malla que les estaban tupiendo.

Y el capitán Herejía concatenó en tres órdenes, tres voces, las acciones


concretas que necesitaban escuchar los rafaeles para ponerse en marcha;
sabiendo que eran las adecuadas. Gritó el capitán Herejía: “¡Ancla, trapo y
bauprés al naciente!”… nada más.

Y encantados hubiesen saltado los rafaeles a la arboladura para soltar toda


la tela y que el Kahanamoku demostrase de lo que era capaz; sin cuidar de
nada ni de nadie más. Tentados de hacerlo estuvieron, pero en tal caso
¿quién vigilaría al capitán mientras ellos faenaban en los palillos?... A nada
que descuidasen de él se libraría de toda ligazón y la liaría parda ¡Y
pardísima, de pencar negrura, sería la reacción de Margarita al enterarse de
la metedura de pata!... ¡De las negligencias, al incluir el dejarle a ella en la
estacada!

Los únicos brazos extra que había a la vista para sustituirles eran los de
Tiburcio y Maximino. Estaban los hombres a sus cosas, intentando pasar
desapercibidos entre los bultos de cubierta, cambiando el polvo de sitio, y
cambiándose de ropa, cuando fueron requeridos por los rafaeles para
trocarles el puesto, y aunque abueletes, se les sabía de recios remos al no
rechazar nunca ninguna labor a bordo ni quejar en el desarrollo de ésta; y
cumplir tal que el mejor. Tanto es así, que en un principio sólo iban a
sustituir a dos rafaeles, que junto con Rafael Palmiro, se las apañarían para
ejecutar las órdenes más o menos rapidito. Pero resulta que Maximino y
Tiburcio conocieron en vida a Herejía, y ya entonces les pareció una mala
influencia para el calavera del hijo, y para más inri, una vez muerto
también le padecieron en un par de ocasiones al hacerse pasar por Rastrojo
mientras no supieron lo de la posesión.

Así pues, y reconociéndole la mirada y la sonrisilla malvada, al echar mano


a los palos perreros, y tensar resentidos los nudos corredizos, entendieron
los otros dos rafaeles que bien se las apañarían los yayos solos con el
capitán, y así entregarse ellos a labor necesaria; levarían las anclas de
fondear.
Dos rafaeles al ancla y tres a los palillos. Y por conocer Rafael Palmiro
hasta las astillas que sobresalían al mayor, a él se encaramó. Y al llegar a la
primera verga corrió todo el palo soltando las cinchas, y trepar a la
siguiente y echar la gavia al viento al mismo tiempo que lo hacían los
primos con el velacho y sobremesana, y arriba anclas, arrancó el
Kahanamoku con suave tirón. Y ganar velocidad al desplegarse el siguiente
juego de trapo y tensar todas las escotas.

Proa a la mañana, bauprés al este manejando el timón los rafaeles que


recogiesen el fondeo, y gobernándolos a voz el capitán Herejía. Y en nada,
habiendo desplegado todo el lienzo en sus respectivos mástiles, los que
corrieron el trinquete y mesana regresaban a cubierta montando drizas.
Rafael Palmiro no. El hombre llevó el ritmo de los compadres mientras
pudo, pero según ascendía el palo un pestuzo denso creaba atmósfera casi
irrespirable; y eso provocó que ralentizase su encomienda, llegando a
detenerse del todo al descubrir en la cofa, escondido, al archifamoso
asaltante nocturno que amablemente se ofreciese a liberarle de su
cautiverio. Y tampoco esta vez le delató pese a hedir, acabó de colgar en el
tendedero el juanete, sobrejuanete y hasta la monterilla, y tras hacer, avisó a
cubierta que iba a quedarse en la cofa para seguir en su conjunto las
evoluciones de los otros navíos; y los rafaeles reír macabros y santiguarse a
la inversa al saber que la atalaya, siendo previsible en breve el intercambio
epistolar plúmbeo, no era otero recomendable al ser tradición entre la
canallesca de todos los mares apostarse unas monedas, un vino, un algo, al
que tumbe al canario de la cofa; por lo menos, en el Kahanamoku se solían
apostar naderías a matar a los vigías, al contramaestre, al capitán… De
hecho se primaba siempre con algún detallito al que conseguía desgobernar
de alguna forma al enemigo. Y por eso a Rafael Palmiro le hicieron llegar
atado a un cabo un fusil y algo de carga; para tres disparos. Y un catalejo.

- ¿Dónde vamos? –amparándose en la perspectiva, apenas asomaba la


cabeza Murciégalo para no ser descubierto desde la cubierta- Os he
escuchado decir que tenéis gente en tierra ¿No se les va a recoger?... ¿Ni a
los posibles supervivientes que hubiese en la islita?

- Sí, tenemos gente en tierra, gente que anda además a la fecha en buenos
tratos con tu gente; que yo sepa.

- ¡Mejor me lo pones!... ¿No les esperamos?


- ¿Tú ves que les esperemos?

No pongas esa cara. Hasta quizá les resulte mejor pues a quienes van a
perseguir es a nosotros. A nosotros sí nos van a querer dar bronce y acero, a
ellos, de no dar la nota, ni notarán que están en la isla.

Y al tiempo miraron Murciégalo y Rafael Palmiro para atrás, hacia


Planissia, y descubrir que el resto de compaña, los de tierra, no se
quedarían contentos con dar la nota… no.

¡Organizaban concierto! Y a la batuta, ni dudarlo, la condessa coordinando


movimientos, y con un “¡Hale op!”, entre ays y resoplidos, distinguir con el
catalejo que cargaban en el bote la compuerta, y con la borda a cuarta del
agua, empezar a bogar todos mar adentro; sin importarles, o no habiéndose
percatado, que el Kahanamoku ya no estaba fondeando en el sitio; con todo
el paño desplegado se alejaban del lugar.

El capitán Herejía sabía lo que se hacía… ¡Huir!

En el Mediterráneo, per se fondo de saco, de almadrabas, de loberas, del


cerco tendido con atarraya, había escapado unas cuantas veces y no dudaba
que el quid residía en bailar de sus puestos a quienes tensaban la trampa
cruzando sus líneas de derrota. Así de sencillo, simplemente encontrando
un bajel nervioso que rompiese la formación envolvente y se diese a
perseguirle, podría liarle la estela a todos. Y si en vez de a uno sólo, podía
sacar de su sitio a dos, o tres, de fe sabía el capitán que acabaría
encontrando hueco enorme entre uno y otro ¡Y cojo no era el Kahanamoku!
Lo reconocía más veloz que ningún navío que hubiese patroneado antes.

Y además, mientras escrutó los barcos con el telescopio, e incluso ahora a


ratos con otro catalejo menor, no dejó de leer el capitán Herejía el libro
abierto que es la mar en derredor. En los ondulados renglones, sobre sus
crestas, letras de blanca espuma hablaban de direcciones de vientos y
distintas fuerzas. Y leyendo bien las olas poder obrar en consecuencia para
provocar el codiciado caos.

Y eligió Herejía seguir en la ruta de las “tres” por presentir por allí
escapatoria. Y acompañar la maniobra con unos culeos tentadores y así
involucrar en el jueguecito a los navíos provenientes desde las “dos” y
“cuatro”; y poner los dientes largos a los de “una” y “cinco”.

Tanta insinuación, tanto contoneo buscando provocar a los otros, lo cortó


Murciégalo al darse a concretar junto al cañón de proa, habiéndole dado la
vuelta al bicho y apuntando el susodicho a la cubierta propia, y con pizarrín
incandescente en la mano el quintacolumnista.

Y exigir a voz en cuello que virasen en redondo, o le abriría a la cubierta un


agujero que comunicaría con el fondo del mar.

- Muchacho, tranquilo, respira –aunque el capitán Herejía ordenó por lo


bajini a los timoneles continuar en la senda del plan, él arrancó a andar
hacia el hombre; custodiado a los palos perreros por Maximino y Tiburcio-
No sé lo que pretendes pero doy por hecho que ansías salvar la vida, y por
eso te conmino, lobo de mar que soy, ¡y se me trata!, a que me dejes hacer;
confía en mí.

Permíteme que salgamos de la certera engañifa que nos han tendido, y


luego nos explicas en detalle tus reivindicaciones.

Y si son de Ley, no lo dudes, a tu lado me pongo y te ayudo a mandar a


pique el navío.

… Pero dame una oportunidad para poder escapar de aquí. Dánosla.

También te puedo asegurar que, ellos, no nos van a respetar a ninguno la


vida; arriman a lo que arriman; van a abrir el mostrador de la casquería.

Y la muerte que nos tengan preparada estará sin duda diseñada para y por
miserables.

- Da la vuelta, o le doy chisca a la pieza –no aparentaba oír ningún


argumento Murciégalo- Da la vuelta o a lo hondo todos; tal que grafiti de
cementerio

- ¡¿Se lo quieres poner más fácil, hijo?!

Déjame hacer mi oficio y sacarles de sus puestos… ya casi los tengo…


¡¡Mira!! Empiezan a romper la formación.
- A la de una… a la de dos… y… -bajaba su mano Murciégalo con métrica
decidida para llevar el pizarrín incandescente al encuentro de la mecha-

… Y a la de t…

- … ¡¡En redondo por babor!! –de muy mal genio gritó el capitán clamando
órdenes para los rafaeles- clavar al rape de donde fuesen a interceptar a los
del esquife, y largáis una cabo largo por popa para que lo agarren y
remonten; eso es lo máximo que podemos hacer.

… Pero detenernos, no nos podemos detener o no habría tiempo para otra


arrancada al echársenos encima los tres que embauqué.

… ¿Seguro que no me quieres dejar hacer y ver cómo los pongo en fila tal
que a patitos?... ¿No te jugarás nada a la maniobra?...

- En todo caso, me jugaría algo a que como no hagas lo que te estoy


diciendo, hastiado que me tienes, ¡cansino!, le abro vía de agua a esta
bañera aballenada sin más.

¡¡¿Me entiendes tú a mí, tuerto de los cojones?!!

- ¡¡Media vuelta, arrrrr!!

Con amplio radio, aprovechando para contonear la popa a los barcos que
les venían desde las “doce”, “once”, y “diez”, volvió el Kahanamoku a la
misma estela que acababa de dejar. Y el propio capitán pretender tomar el
puente de mando junto al timón, pero antes, levantar la vista al cielo
buscando la componenda de nubes, y a medio camino, un melón
considerable, el de Rafael Palmiro, que desde las alturas escrutaba a la
redonda; e incluso el movimiento en la cubierta propia. Y debido a la
cegazón que ofrecía el Sol, el capitán aviseró su mano para concretar los
rasgos, y encontrar que el hombre tenía unas facciones parecidas, y pese a
calvo, encontrar que tenía un parecido craneal con Zarzalillo; un
chimpancé, un bonobo de lejanas junglas que durante un tiempo, hasta que
sanó de las roturas y superó la hambruna crónica recuperando su condición
atlética, y luego reintroducirlo en su cainita ecosistema, ¡Zarzalillo!... ¡el
hombre todo pelo! Fue más un miembro de la familia circense que animal
de exhibición; y huelga que nunca tuvieron de esos.

Y, sí, Rastrojo era evidentemente quien ahora tomaba puesto, y le dijo a los
abuelos, con amplia sonrisa, que el fulano de la cofa le recordaba a
Zarzalillo; y que si embarcaba por casualidad, alguien más, de la troupe. Y
reír, reír reseñando a dedo a Rafael Palmiro; y Rafael Palmiro no reír, no,
pero, sin embargo, esbozar una sonrisa.

Y los abueletes tampoco, no reír, no, no reír, y además señalar con el dedo
al fulano loco del cañón, y a media voz gangosa por la emoción,
comentarle que era Murciegalito ¡Murciegalito!... Su hijo Murciégalo.

Y epatado Rastrojo, se echó mano al pecho y alzó de nuevo la vista al cielo;


quizá infartado, quizá dando gracias por el encuentro… quizá sexto
sentido.

En ese instante saltaba desde la cofa Palmiro a la nada. No Rafael Palmiro,


no. Ya no le hacía falta el disfraz de rafael al reconocer en Rastrojo, en el
matiz canalla de su risa, la misma que gastase el malnacido que matase a su
Rosita; y él por testigo. Y sin pensárselo, se arrojó despelotado, cuchillo en
mano, con intención de aplastarle con el propio cuerpo, y pese a segura la
muerte, no dudar en precipitarse a morir matando.

Arrancó a gritar agudo Rastrojo, tanto, que le cogió el sitio el capitán


Ruin, y a cálculo rápido, e interjección contrariada, apartarse un simple
paso y convertirse en espectador del mal abuquizaje del otro. Se
despanzurró Palmiro estúpidamente contra la cubierta sin causar daño
colateral; salvo las manchas de sangre y algunas risas de los rafaeles en la
distancia, al subrayar, que ser “Rafael” era mu duro y esto se veía venir… y
que lo suyo no estaba pagado… y… y bien de risas masticadas, al quedar
en el suelo dientes perdidos.

El capitán Ruin Bichomalo tendría un mínimo sentido del humor, o algo


parecido, al no poder evitar sonreír por serle chistes familiares las salidas
espontaneas e hilarantes de los rafaeles. Y aun teniendo los ojos clavados y
centrados en el cuerpo reventado y sanguinolento, e incluso padecer aquél
los postreros espasmos, por vía del oído le entraba la gracieta al capitán y
se permitió un esbozo de sonrisa. Y al reconocer en el despojo a Rafael
Palmiro, reír a mandíbula batiente por no haber necesitado ayuda para
identificarlo pese a hecho papilla.

… Lástima.

Lo malo, que en el siguiente vistazo que echó, a izquierda y derecha,


descubrió a los viejos que en sus últimas pesadillas no dejaban de
amargarle la existencia dándole tortura psíquica ¡y al mando de los palos
perreros!

Y tal maltemió también, al mirar al frente, descubrir al pie del cañón al


hombre que le saliese del retrete; y chisca en mano.

La cosa estaba clara y la comprendió el capitán Ruin Bichomalo en una


fracción de segundo. Los muy salvajes, y desproporcionados, le querían
fusilar de cañonazo singular.

- … ¡Quieto!... ¡¡Quietos!! –exigió, e imploró, el capitán Ruin-

… Por lo menos, levanta un poco la pieza o me hundes con la andanada el


barco; y que se aparten los de atrás si no quieren verse salpicados de tripas.

No dudo, pese a no conocerte, que algún motivo justo tendrás para querer
hacerme un agujero de dos cuartas en la panza, amigo, pero… pero el
Kahanamoku no te ha hecho nada y de él viven varias familias; y obra de
Arte de la Náutica que es el navío.

Despedázame, pero no me jodas el barco, por favor, porque prometí


dejárselo en herencia a mi hija; lo único realmente hermoso y digno que le
puedo dejar.

… Te lo… mmm… (¿Cómo se decía?)… mmm… Te lo ruego, sí.

Te lo imploro.

- Tú no me cambies el rumbo que llevamos ahora y verás qué buenos


amigos resultamos.

… Y que preparen tus secuaces un cabo bien largo para que se puedan asir
los míos a él.

Venga, hay que tirar la línea antes de llegar a ellos.

El carrete de cuerda más largo era el cabo matriz de la bodega y bajaron


dos rafaeles a buscarlo, y el capitán Ruin, con sus palos perreros al cuello,
y sin perder la cara a Murciégalo, reculó también hacia la popa para
supervisar la maniobra. Y en cuanto le perdió de vista el hombre, por
concretar personalmente Ruin el nudo que quería usar para atar un extremo
del cabo al fijo de la rueda, Murciégalo entendió ocasión de asearse un
poquito pues a sí mismo se daba asco.
Detalle de los abuelos, antes de trepar el mayor para esconderse en la cofa,
le metieron a Murciégalo en un bolsillo, por decencia, y para cuando
tuviese oportunidad, una pastilla de jabón perfumado, y creyendo que era el
momento, ¡Ahora o nunca!, dejó a un lado el pizarrín del cañón, y
utilizando un cubo de baldear cubierta, aprovechar para echarse por encima
agua y pegarse un restregón.

Lo necesitaba tanto casi cómo el comer o el fumar, y pese a rugirle las


tripas, quizá más.

Cada cubo que se echaba era un alivio, un placer comparable a purgarse el


alma quien se la tema sucia.

Él no. Bien enjabonado, cada volcada de mar que se echaba encima la


sentía pulcro resucitar. Y en una de éstas, al abrir los ojos, descubrir que la
chisca le había volado, y eso sí, lo que le quedaba casi a mano eran las
pistolas de dos rafaeles; y ellos al otro lado de los trabucos que ahora le
encañonaban.
CAPÍTULO X

Allí bogaba con ahínco hasta el gato…

… bueno, gato no, perros, Morcilla y Panceta, y no, realmente no remaban


los animales. Eso sí, hacían estampa marinera en la proa del esquife,
estiradas, olisqueando el aire, tal que si fuesen mascarones de barco que
llamase “Cancerbero”.

Y la condessa. La condessa tampoco remaba. Montaba la compuerta con la


esperanza de poder ser su propio peso cerrojo. Y por si no lo fuese, utilizó
su pañuelo de seda de la cabeza, al estilo torniquete, para, malamente,
cerrar las portezuelas amarrando los pomos entre sí; y un par de vueltas de
soga encinchando el marco. Los demás, incluso Rafael Eustaquio, esos eran
los que remaban siguiendo las indicaciones de la señora; buscaban las
cuarenta brazas más próximas para allí arrojar su carga; lo mismo hasta
tenían suerte y caía la compuerta del revés… ¡Si tuviese revés!

Tan pronto se ponía la condessa de pie sobre la trampilla para reconfirmar


el rumbo, como tumbaba la oreja contra la misma auscultando los posibles
ruidos del “interior”. Arriba, abajo. Arriba, abajo.

Y pese a ser su oreja lo que entraba en contacto con la madera, fueron sus
ojos los que primero se enteraron que Margarita estaba al otro lado; a dedo
de la nariz de la dama salió un acero atravesando la portezuela, y ella en el
reflejo acerado descubrirse las pupilas asustadas; y confirmarle la presencia
de la contramaestre la propia nuca, pues al rape del cogote brotó al instante
un segundo sable; de cortarle la coleta en caso de quedar.

Y levantar con brinco vivo la condessa, y en el aire la mujer, automatismo


de ángeles custodios, Zapapico y Rancapinos sacar los remos de sus
escálamos, y de seco y rápido golpe, destemplar y quebrar los aguijones
afilados.

Y tomar de nuevo contacto los pies de la condessa con la compuerta, y


sentir toda ella que desde abajo embestían quizá a topetazos. Los
empellones se percibían de carnero enrabietado, y de no haber tenido la
trampilla echado cinturón de cuerdas, y puesto pestillo de seda, sin duda
alguna, Margarita Laloba ya estaría fuera y furibunda.
Y aun así, poco tardaría en salir. Las portezuelas se combaban y la
compañía percibía en todo el bote, ¡Y hasta escuchar!, los golpazos.

… Y romperse los cabos echados en torno al marco y tensados con clavijas.

Aguantaron las fibras lo que pudieron, y pese a ser de buen cáñamo,


acabaron rasgadas y rotas las cuerdas.

La seda, también tensada a clavija, aguantó más, muchísimo más. Visible


era el combarse de la compuerta, y amoldarse igual de bien el pañuelo a la
curvatura que adquiría la madera, cómo había dado servicio a la calota
sudorosa y achicharrada de la condessa. A lo bruto no abriría, no, o cuando
menos, quizá les diese tiempo y arrojar a lo hondo del mar la maldita
trampilla.

Pocas paladas les quedarían. En pie sobre la compuerta, la condessa


señalaba el sitio concreto.

¡¡Allí!!

Entonces, cesaron los empellones desde el otro lado. Y sin embargo a


planta viva percibían algo raro… casi cosquillas en los pies. Y de
inmediato, un agudo y chirriante ruido que provenía de abajo. Y aunque la
condessa no vio por ir erguida y la presbicia de la edad, un pelo, un solo
pelo de los que a ella no le quedaban, asomaba con gran esfuerzo por la
invisible juntura de las portezuelas. Y ni que fuese cabello del faquir que
inventó el truco de la soga que lleva al cielo, estirarse, darle un par de
vueltas al pestillo que era el soplamocos de seda, y volver a bajar e
introducirse tal barrenilla en la imposible juntura.

La condessa no pudo ver, no. Pero sí algunos de los que iban a los remos,
hasta apreciar el movimiento de sierra del pelo, y por fricción, seccionar la
noble seda.

Apenas pudo avisar Libélula a la madre gritando ininteligiblemente que se


apease de la compuerta. Pero tal urgencia entendería la condessa en los ojos
de la hija, que saltó hasta el castillete de proa. Y tomar prestado de alguien
sable y cuchillo.

Y armada ella, abrirse de par en par las puertas del Infierno.

Y poco a poco asomar la diabla jefa.


Previsible, el primer impulso de los remeros fue abandonar sus palos y
arrejuntarse en la proa con la condessa. Pero con el mero descuidar un par
de ellos la tenaza al remo, trabucó la marcha el bote perdiendo compás. Se
salieron del curso un tanto y la condessa clamó que no abandonasen sus
puestos; ni la encomienda de bogar con ritmo. También eran conscientes de
la que cernía y de la intención del Kahanamoku; al empezar a largar cabo
por popa facilitándoles cordón umbilical que les enganchase a la vida; si
lograban agarrarlo a tiempo, claro.

A grandes voces reseñó la condessa, ¡y al paso conminaba a Margarita!,


que tenían las damas un asunto pendiente entre ellas; pero que por ahora
ellos descuidasen de la contramaestre… Ellos, ellos a darle al remo con
empeño.

Y sonreirlo Margarita, y por no querer desestabilizar más el esquife, acabar


de salir despacito de la trampilla y ocupar el castillete de popa; a la vez que
con mirada periférica, y luego detallada, descubría y concretaba por sí sola
la encerrona que corría a ras de agua.

… ¡Y ellos mismos con la borda a cuarta! Así que tras la rápida lectura de
la coyuntura, con gestos, y envainando las armas, sugería Margarita a la
condessa que agarrase la otra parte de la compuerta, y ambas, al alimón y al
balanceo, a la de tres arrojar por la borda.

Y que los otros no perdiesen comba ni paso.

E hicieron. El nervio de Athenea les fue necesario, eso también, para entre
las dos levantar la trampilla, y al hacer, hundir la cuarta de borda que
sobresalía del mar y empezar el bote a beber agua; aunque al arrojarla lejos,
reflotó el esquife la cuarta perdida y otras tres por el alivio.

Y notarse que la palada sincronizada cundía más. Ganaban velocidad tras el


traspié, y factible entendieron el agarrar la maroma que al arrastre les
ofrecía el Kahanamoku; largaba estacha.

Larga era, y aunque ante ellos cruzase el barco en esos momentos, bien
lejos se veía el final del cabo al anudar en él un palo e ir rebotando la
estacha contra la superficie del mar. Pero no podían permitirse más errores
en la marcha.
Bogando sanagustines tensaban sus cuerpos en los bancos, adelante y atrás,
surcando un Mediterráneo tranquilo que empezaba a alborotarse.

Boga, boga, boga…

… Boga, boga, boga…

Imponía su cadencia Margarita Laloba a los Elementos y saltaban


sincopados las olas; se hizo cargo de la encomienda tripulando el bote
propio, y siendo al propio Kahanamoku donde tuviesen previsto el
remontar. Y sin protestarlo, ni poner peros al ritmo que se pedía, pasó la
condessa a ser espectadora de las maniobras. Y tal que fuesen dotación
desde siempre del Kahanamoku, se respondía orquestados a los remos.
Clavando la plica, desplazando el agua que parecía cuasi sólida, y raudo
volver a ganar el cuerpo la posición inicial y hundir de nuevo la pala en el
pentagrama marino. Y con la cadencia exigida, “… boga, boga, boga…”,
sin precisar a los pobres cuitados cuando era momento de respirar. Sin
aliento, sintiendo yunques los brazos, y las sienes al galope, respondían a la
voz de Margarita y volaban tal que se propulsasen a vela.

Y no.

Iban a remo y acabaron colapsando los remeros, desfondados, las últimas


bogas las echaron llevando a la boca el hígado, y con él sujeto entre los
dientes, resoplar agónicos el esfuerzo bajo pauta y petición, ¡no obstante!,
de la condessa; al ir en la proa la mujer, era quien mejor perspectiva tenía
para saber si acertaban a coger a tiempo el cabo que arrastraba el
Kahanamoku. Y ahí-ahí les iría el trincarlo. E intempestivo y exigente el
jalear final de la dama, inmiscuyéndose en el patrón impuesto por
Margarita, intuyeron todos, sin ver, que no lo lograrían. Cuatro paladas
extra, ¡a deslome!, les imploró la condessa.

… Y sólo pudieron dar tres.

… Y tener tiempo para de reojo, ver, como la estaca atada al final de la


estacha les pasaba ante los belfos.

Y con el mismo escorzo en la mirada, explosión negra fulgurante,


Morcilla, sin coger carrerilla, pegaba un brinco desde el castillete de proa y
de certera y sonora dentellada, trincaba en el aire el palo que ejecutaba
cabriolas y les cruzaba ante las narices.
La perra agarró al vuelo la estacha, pero con ella hubiese ido a ejercitarse
en el esquí acuático de no saltar tras Morcilla, cual flecha, Panceta, y
agarrar a su vez a la otra al borde del agua con su férrea mandíbula; por el
rabo; y no aullarlo la amiga al saber que la chanchada era en auxilio y no
con mala uva.

Y transmitirse el tirón del barco, a través del cabo, de perro a perro, y de


quijada a rabo. Y pese a musculosa Panceta, y aparentemente bien ancladas
las zarpas en la borda, le desbordó el empuje del Kahanamoku, y sin poder
remediarlo, perdía pie en el bote, se escurría rota la pata, y al agua hubiese
ido fiel, sin soltar a Morcilla de la cola, a no ser por la pronta reacción de la
condessa que tuvo para con bien, a su vez, asir igualmente del rabo y clavar
los talones propios en la borda.

Y notar la mujer al instante, sufrir en todo su cuerpo, el empuje bestial del


Kahanamoku.

Y todos saberse arrastrados al desbridar el bote a correr y malsaltar de ola a


ola dando barrigazos. Y gritarlo la condessa creyendo que se le
descoyuntaban los brazos.

La verdad, Margarita Laloba no vió la pirueta de las perras ni la mano


que les echó la condessa, aunque en un principio tuvo empeño y se entregó
a cazar a tiempo la maroma, sí, cuando calculó, casi con total certeza, que
les sería imposible agarrar el cabo y subir al Kahanamoku en marcha,
cambió la mujer de planes al dar por yerro la empresa, y para no
desaprovechar del todo el viaje, chasqueando los dedos, y a silbido
esotérico y ojos cerrados, se concentró en instar a los tiburones de peor
ralea que nadaban esos contornos para que congregasen. Y entre todos ellos
sobresalía uno que venía en cabeza, y pese a tener la aleta dorsal
achaparrada, con mucho se le sobrentendía más grande y malvado que los
demás.

Pretendía la contramaestre que rodeasen el bote para que no escapase nadie


vivo, pues de esperar, en cuanto ella se enzarzase otra vez con sidi Hassami
said Hassiam, la condessa, Deditos de Plata, o Patata que quisiese
presentarse en las tarjetas de visita, en cuanto reanudasen la contienda, el
resto abandonaría el esquife sin tardanza.

Y en éstas también sintió el tirón del arrastre Margarita.


Tenso el cabo, ni tocaba agua éste. Y entender la hija de la Muerte la vía de
escape que ofrecía todavía el cable. Incluso sería buena escampavía para
Rechico al saberle mañas simiescas, pero… pero… pero Rechico le había
fallado de forma imperdonable. Y un torbellino de sentimientos amargaba
la mirada de Margarita Laloba. Se le iban los ojos a la mujer sobre Rechico,
y de él a la condessa, y de ella a los monstrencos del pico y la pala, y al
resto… y a ¡Rafael Eustaquio!

Y crispar dientes. Delataba el ceño de la contramaestre que antes de


escapar, sopesaba si dejar montado algún mondongo feo.

Ya no hacía falta que los otros remasen; ni podrían. Aunque con sus
últimas fuerzas, y descifrando sin misterio los entresijos de la mirada que
les echaba Margarita, sacaron las armas que aún portaban, y las
interpusieron contra la contramaestre del Kahanamoku, y pese a que las
montaron, pues en concreto Libélula hacía gala de las dos pistolas que se
sabían artilladas con bala estriada, no llegaron a hacer uso de sus
instrumentos; ni funcionarían probablemente.

Casi dañaba la mirada de Margarita, pero no era tan dolosa como para que
intentasen abrir fuego; ni les diese la chaladura de buscarle un lance con el
sable; que ni dudaban el despropósito. Contenidos, sin decirlo, todos
deseaban que la mujer escapase de una vez por la cuerda, y ya puestos, que
les dejase a su cochina suerte con los que venían con los portillos
levantados y empezaban a sospechar potencialmente más benevolentes que
la mismísima hija de la Fría. Paralizados en rigor, el brillo de los ojos de la
contramaestre hablaba de una muerte postergada a regañadientes.

Ante el recelo general abandonó Margarita la popa, y al paso entre ellos


posó suavemente sus manos sobre los pomos de las espadas, y dejando
constancia de lo fácil que le sería acabar con todos, con rápido revuelo,
tanto, que ni reaccionó la compañía, desenvainaba la mujer sus armas y un
sable dejaba quieto a un dedo del cuello de la condessa, y ésta, absorta en
sujetar por la cola a Panceta, ajena quedó a lo sencillo que le hubiese sido a
la otra darle muerte en la situación.

Pero supo la condessa que algo estaba pasando al ser palpable el mutismo y
descubrir que en derredor les seguían escualos que aparentaban relamerse.
Una volatina de gineta, de armiño, fue el abandonar el bote de
Margarita. A la zancada, y planeando, asía el cabo tenso que unía al
Kahanamoku, y al mismo tiempo lanzaba sesgo con el cuchillo de Pizarro
que le amputó el rabo a la coitada Panceta; apenas a las tres o cuatro
vértebras de brotar.

Pobre animal.

Y ni aulló la bicha el trabalenguas. Morcilla prendía de su boca… y los


demás.

Y también la condessa, mustélida, felina ¡Osa! osó no conformarse con su


sino y a zarpa propia reagarraba por las ancas a la perra que escapaba al
vuelo; dejándole, sin querer, marca en la piel del zarpazo.

Y transmitirse de nuevo la tensión de cabo a perro, y de perro a humano, y


perder pie la condessa trastabilleando.

Y a la mar hubiese ido, cual pelillo, de no agarrarle por un talón la misma


Rosario.

¡Ni Aquiles tuvo ángel a la altura!

Con sus propias piernas se ancló al banco del esquife, y ofertó el otro brazo
para construir puerto con los compadres.

¡El Kahanamoku descuajaba a navegar!

Y amarró Libélula a dos manos. Y a ella ató por la cintura Camelita.

Y, respectivamente, a la portuguesa ancló, pudoroso, Rechico.

Y Rechico aguantó cómo un machote y sin ayuda.

… Por lo menos el tiempo que mantuviese el cabo tenso, vería a la que


fuese “su” chica, ¡Qué grácil la puñetera!, haciendo mutis por el cable; tal
que sólo otorga Natura la Gracia a algunas alimañas del bosque.

Le embebía al hombre el elegante escapismo funambulista de Margarita vía


maroma.

Un salvaje. Un enamorado. Un Heracles… Algo sólo definible como


una entrega “rural”, fue el apechugar de Rechico con la responsabilidad
última de mantener el cabo asido y tenso… mientras pudo.
Y prueba del decimo tercer trabajo hercúleo, tuvieron que agarrarle
Zapapico y Rancapinos por las piernas, a él, pues igualmente se salía del
bote, para realizar idéntica encomienda; separados los siameses, no, no
hubiesen dado ripio.

Y la verdad sea dicha, casi volaban todos.

… A ratos, sí.

Pobre lastre debía ser el bote para el Kahanamoku porque apenas estaban
en contacto con la mar, y cuando lo hacían era para salir repudiados y
flamear otro vuelo; con su correspondiente barrigazo.

… Y Rafael Eustaquio tener su momento de Gloria.

“En el aire”, todo, y todos, patrón se sintió el rafael. Y no del esquife.

¡De una cometa!

Acojonado en un principio, se subió a horcajadas de los hombros de los


hermanos por puro miedo, y sorprendentemente, con la cintura pudo
mantener y gobernar la estabilidad en los saltos; y acabar gozando los
vuelos. Pero siendo menester, y todo chamullado en el “navío aéreo”, mejor
abandonarlo con dignidad y hechuras de capitán… ¡El último!

¡¡Toma ascenso!!... y sobre hombros de gigantes.

Pero tanto ascendía con su ir tomando mejor contacto con las olas, que más
ratos voló y de ahí también sentirse albatros a ojos cerrados.

Flotaban en el aire a capricho y sólo él supo del disfrute.

Y lo gozó para recordarlo en la vejez.

… Y un vistazo más.

… Y un regodearse un “por si acaso”.

… Y ante todo fidelidad debida a la prima, y vasallo, y rentabilizando el


tener las plantas de los pies curvadas por pasear la arboladura, Rafael
Eustaquio huía tras Margarita Laloba vía la maroma por ser su
contramaestre de toda la vida.
En deferencia, y cariño debido al trato encontrado en la breve entente, el
rafael intentaría no dañar el cabo con el sable que aún tenía metido en las
tripas.

En cuanto sintió, y vio, la condessa, que Rafael Eustaquio le pasaba por


encima, y rata, corría la cuerda a cuatro patas tras Margarita, llamó la
señora a remontar la cadena. La dama pasó la voz de hacerle saber a quien
fuese punta del látigo que empezase a recoger carne y soga.

Y siendo latiguillo Zapapico y Rancapinos, se podría decir bífido y fornido


el extremo, en nada estarían de vuelta en el bote los que pendían al aire
sujetando estacha.

Todos ellos eslabones bien ferrosos que se negaron a la fractura.

Y a la par, y bajo la compañía que colgaba, los tiburones jugando a ser


delfines.

Salvo el de la enorme aleta achaparrada, ése, a ojo vista, seguía a ras de


superficie el devenir del grupo; pero sin atisbo ni mañas de ir jugando. Él
no impostaba. Había reconocido, y concretado en el chorizo de carne
humana colgandera, la presencia de la condessa. ¡La ristra tenía espina
peligrosa!... espinas, pues pese a sabrosos perros, y el ir flotando al viento,
de Morcilla y Panceta también captó regusto del peligro en alguna gota de
sangre perdida; y algunas miasmas más. Podría el escualo con un nimio
saltito llevarse a un par de ellos en la boca derechitos al abismo, pero el
muñón de la aleta dorsal le dolía tal que los días de mar plana y mucho sol,
la aleta mutilada le alertaba del peligro; y por el momento se conformaba
con nadarles a distancia, en espejo, esperando señal clara de debilidad. Y
relamerse hasta los ojos; y los demás tiburones imitarle por declarado jefe
de la banda y ellos muy gregarios.

Sobrehumanos también Zapapico y Rancapinos, los hermanos


aprovecharon la propulsión de una ola y la poca resistencia del aire, para
re-embarcar con ellos a Rechico, ¡manifiesta bestia!, y engarzando los tres
al talle de Camelita, de singular tirón podrían subir al bote hasta las perras.

Pero eso fue mucha pretensión, pues al saber el boyuyo uncidos a los
hermanos, a Camelita, abandonó su asidero, y tomó escampavía sin
despedirse. Con paso de consumado equilibrista, u hermanastro de
orangután, ahuecaba el ala Rechico.
Y, sinceros, poco contrarió a Zapapico y Rancapinos el acto. Y ni el imitar
Camelita los ademanes simiescos para huír igualmente por el cabo rumbo
de vuelta al Kahanamoku; ella, estilo prima lejana de arborícora.

Mejor. Menos peso y freno. Y en el trasunto de otro vuelo, sí, traer de


vuelta a bordo a Libélula y Rosario.

Mas a la condessa no hubo forma de embarcarla del todo, no; la punta de


un pie rozaba la borda, pero el otro pie seguía afianzándoselo en el aire
Rosario; vamos, tal que si pisase sobre el centro de Eurasia.

… Y malamente sujeta la bota del buen marino, notó que en breve perdería
el calzado, y gritó que, sin dudar, tomasen las de Villadiego.

Y lo escucharon orden, y no despedida.

Por agilidad y capitana, Libélula fue la primera en abandonar el esquife;


y ni mirar hacia atrás, por delante les iban abriendo distancia en el alambre
y tampoco era cosa de quedar muy rezagados y llegar a convertirse en
molesto lastre. De una cuchillada al cabo acabarían con la rémora afinando
la hidrodinámica.

Rosario se negó a ser la siguiente argumentando que sólo ella se dejaría los
brazos sujetando el tobillo de la condessa; estaba totalmente recuperada.
Garantizado. Pero la cuestión no era dejarlos, muy al contrario, se le pedía
ponerlos en movimiento; la condessa le ordenó ceder el puesto a los
angelitos custodios y seguir ella a Libélula. Ellos, si la señora se lo pedía,
tampoco la soltarían aunque le arrancasen la mitad de los brazos al pulpo
que sabrían ser.

Y aunque no con la elegancia y ductilidad del enorme calamar que


interpretarían, se aferraron como mejor pudieron a la pierna de la condessa;
cual hiedras; tomando sin discutirlo el puesto de Rosario.

Y ésta, al cruce con la patrona para agarrar la estacha, romper el protocolo


de escape robándole un sabroso beso a la condessa. Y relamerse ambas tal
los tiburones que les seguían haciendo sombras; aunque en menor número,
el Kahanamoku corría olas y espumas y no todos los escualos eran capaces
de seguir en la estela aguantando el ritmo.

Zapapico y Rancapinos estaban tan concentrados en sujetar a la


condessa que ni miraban la mar, y cuando la mujer les ordenó que la
mirasen, por ser los siguientes en ponerse en ruta al Kahanamoku, poca
gracia les hizo el campo de juego, y mala, muy mala, y fina, entendieron la
cuerdecina que les uniría al barco; y a ratos el cabo tocando agua… que
estaba infestadita de tiburones.

Mejor quedarse en el esquife con la condessa; y haciendo ésta equilibrios


en la borda. Sí.

Y no, la condessa dijo sobrarle dedos en un pie, para, con uno solo de ellos,
aferrarse al bote si estaba vacío, ¡Vacío!, y, quizá, poder ganarlo y embarcar
de nuevo a las perras.

Y con ellas, recuperarles por orden inverso a todos del tendido.

Se entendía la dama capaz… al menos de intentarlo.

Ellos, malamente… y mascullando maldiciones a la poca gracia que les


hizo siempre ejercitarse en trepar guindaleras, se echaron a la maroma los
hermanos.

Libre de carga el esquife, pudo arrastrarlo tras de sí la condessa con el


dedo meñique que dijo, mas no tripular al extremo de poder re-embarcar a
las perras; casi, pero no; ellas absorbían la mayoría del emjuje del
Kahanamoku y mantenían el cable tenso; Morcilla y Panceta realizaban en
realidad el trabajo grueso.

Aferrada al sinsentido del bote salvavidas que no lo era, tuvo tiempo la


dama para elaborar un plan peregrino de los suyos. Calculando vientos,
corrientes y rozamientos, con acierto supuso la señora que apeándose del
bote ganarían velocidad.

Parecía que el cabo que les arrastraba a su vez era arrastrado, y dejando ella
de ejercer discordancia en las tensiones, acelerarían.

… ¡Y vaya si volaron!

Fue saltar la mujer a la nada, dejar suelto el esquife, abandonarlo, y sintió


en todo su ser el flamear libre de trabas.

¡”Hombre Libre”! se sintió otra vez mientras se zambullía en la mar; sin


soltarse de las perras.
Y mujer de mucho peligro, pues la mayoría de los tiburones dejaron de
perseguir el cebo al percibir mejor en el agua quién era la señora. Y casi
toda la fauna del Mediterráneo le profesaba reverencial respeto a sidi
Hassami said Hassiam.

Y más montando los hipocampos que montaba ¡Panceta y Morcilla!

En el agua todos, sólo media docena de escualos se entendieron con tamaño


y apetencia para seguir en la brecha, expectantes; si el enorme tiburón,
tiburona, de la aleta mancada, mantenía las distancias aun yendo al arrastre
los humanos por la superficie del agua cual burdo cebo, eso sería por algo.
Y le imitaban.

Cabalgaba las olas la condessa sobre Panceta mientras se asía a las


orejas de Morcilla, y ésta, quizá molesta, quizá invitando a que siguiese la
cuerda, gruñó espumando el discurso. Y de mal trago no era el
gorgogruñido al compartir Panceta el parlamento en tono admonitorio.
Instaban los animales a que descuidase de ellos y siguiese remontando cabo
sin tenerles en cuenta; no les daban miedo los tiburones. Ellas también
tenían dientes; aunque al momento los tuviesen comprometidos.

Y poco tardó la condessa en comprender.

… Se despidió con un cariño breve, y sobre los animales pasó para asir con
la mano propia la estaca, y con la otra el cabo que les arrastraba.

Y malamente aferrada a la estacha la mujer, apreciar el parlamento de


miradas, a cuello vuelto, que intercambiaron Morcilla y Panceta; breve.

Dulce y resignada la mirada de una, la otra, u estrábica u luciferinamente


maquiavélica… el caso que aprovechando el trampolín de una ola, en el
aire se permitió Morcilla abrir la boca, dejar libre la estacha, y por fin
aullar el doloroso mordisco, que con buena intención, le arreó la amiga en
el rabo. Y ya puesta, también soltar presa la referida y gemir a su vez el
dolor de su reciente amputación y el zarpazo cariñoso de la osa.

Aderezando los aullidos con doble mortal, quedaron los animales en el


agua.

Y junto a ellas pegar frenazo los tiburones.


… Allá ellos si no conocían ni de oídas a la Señora Yamaraja y a Kukur
Thiar. Y salvo el bicharraco de la aleta contrahecha, que sólo tenía ojos
para la condessa y a distancia prudente les perseguía esperando su
oportunidad, el resto pensaron que Morcilla y Panceta eran meros, ¡y
sabrosos!, perros ordinarios… una delicatesen del momento ¡¡Unas
brevas!!

… ¡¡Slurp, slurp!!... ¡¡Ñam-ñam!!...

Mala cábala.

Bien es cierto que Morcilla era más de secano que guijarro oriundo de lo
profundo del Sahara. Pero puesta en el agua, dentro, no necesitaba ni
respirar, y astifina y palmípeda ella, propulsándose a rabo, no le era rival
pez alguno. Panceta, por su parte, con plasticidad de foca y empaque de
cachalote, sí necesitaría respirar aire… cada dos o tres horas… u diez o
doce… o una vez a la semana.

Y ambas con dientes de esculpir menhires.

… Pobres tiburones, sí.

Y más velocidad ganó el barco, muchísima más, desproporcionada para


la exigua carga que se supuso a las bichas. Ni ondas hacía el cabo al
arrastre por gusto propio, tiraba bien recta la línea a no ser que obedeciesen
a maniobra, e inercia respectiva, con respecto al Kahanamoku.

Y en un zigzaguear cerrado del flagelo apreciar la condessa que Margarita


estaba bastante cerca de la popa del barco.

Desesperada la idea, y breve la oportunidad, podría la condessa atajar


distancias con un par de brazadas y aferrarse a otro tramo del cabo; por
delante, de los suyos, sólo le quedaría Libélula. Avanzaría un mundo en la
hilada.

… ¡Y si tuviese éxito la maniobra! repetirla en el siguiente zigzaguéo que


efectuase el Kahanamoku.

Y a punto estuvo de intentar atrochar con cuatro brazadas, pero, último


vistazo, a la mitad del itinerario a seguir descubrió a la tiburona de boca
abierta y presta a aprovechar el lance; listo era el escualo tullido, tenía
buena memoria, y en cuanto reconoció también un puñal, que mal podría
ser el de marras, igual abortó por su parte el ataque el mediavela.

A ratos esgrimía la condessa el cuchillo bajo el agua y lo hacía brillar cómo


el aceradísimo aguijón que era. Provocando en el tiburón un gran
desconcierto. Le atraía y repelía a la vez la carnada. Cautivaba el discurrir
del buen señuelo que era la mujer bajo el cielo mercurial del mar. Y los
requiebros que bailaba el anzuelo con voluntad propia y mala espina.

Embelesada quedó la tiburona y puso cola a los pies de la condessa, y hasta


a ratitines rozarse con alguna pierna suelta de la dama sacándole a
costaladas sabor carnal… mmmm… Si pudiese echar muela a la señora, un
levísimo vuelapluma de sus dientecitos sobre el costillar de la dama, sabría
de su concreta urdimbre y pasta, y quién sabe, quizá hasta llegar a ser
amigas. Malos no eran los impulsos eléctricos que dimanaba la condessa, y
al animal, sinceramente, y simple curiosidad, le resultaba interesante
interactuar de alguna forma con el humano. Y más y más cerca nadó de sidi
Hassami said Hassiam.

Tanto, que pudo la condessa estirar el brazo y acariciar el lomo de la


tiburona… ¡Y hasta hacer cosquillas en la barriga al nadar la otra jodía
panza arriba ofreciéndose!

Al capitán Herejía, si quería hacer las cosas bien, le aturullaban los


gritos. Y no dejaban de echárselos encima. Él estaba entregado a bailar de
sus puestos a quienes trenzaban encerrona, y con ello obligado a leer en
derredor mar y vientos, y muy subjetivamente adelantarse a lo que cavilase
fuesen a hacer los otros. Y en lugar de calma y contexto para actuar
relajado y certero, se le ofrecía guirigay inestable de mercado de abastos en
natividades; los rafaeles berreaban a cuello roto que la contramaestre estaba
casi a bordo, o que los barcos que les perseguían habían empezado a
calibrar distancias tirando garrapiñadas, o que si un rafael le había chupado
a otro la pata relamida del jamón, o que si el fulano del cañón que quiso
hundir el barco era buena gente aunque ahora estuviese trastornado; esto
último lo abogaron los abueletes que le seguían sujetando con los palos
perreros. Y Herejía al timón por ir complicándose la cosa y no fiarse de la
trazada fina que pudiesen echar los subalternos a la rueda; en persona
movía los dientes, y los bicheros con lazo le restaban movilidad. Y harto de
ser tratado perro, subió los hombros, encogió el cuello, y sintiendo
apresada la presa, de seco golpe partía la punta de las garrochas, y digno, se
liberaba de los lazos. Y exigir silencio.

… Y sólo barco y mar susurrar sus componendas.

Y volver a sumergirse el capitán Herejía en pilotar sin dar mayor


importancia al incidente; o reservando las amonestaciones para momento
más oportuno. Aunque llevaban tras de sí a cuatro o cinco navíos grandes
haciéndoles la pollada, uno enorme, un barco ganso que ya tenía visto el
capitán con el catalejo alguna vez, y huido, el gigantesco Marenostrum,
¡Inconfundible maltés!, tomaba decisión de acabar con el jueguecito y
acortaba distancias cerrando espacios. Y adoptar resolución parecida otras
dos bestias marinas con pabellón español y de la Gran Bretaña; “La
Cencellada” y el “Opendig”; más de trescientos cañones se les echaban
encima.

A lo lejos tendía la vista Herejía planeando su siguiente movimiento,


quien echaba la mirada en corto era Rastrojo, y a su lado, y sonrientes,
descubría a Tiburcio y Maximino. Y amén de sonreír también él, instintivo
le salió mirar hacia arriba; no fuese a tirarse otro gachó desde los palos para
descrismarle. Y no, y…

… Y…

… Y Murciegalito, su hijo Murciégalo, a la vera de los yayos.

¡¡La familia reunida tras tantos avatares, penurias y desdichas!!

… Y lloró.

Despiadado el envoltorio de su ser, apenas fue capaz de condensar una


mísera lágrima, concentrada, eso sí, y sincera, al caer al piso, y romper,
difundió un intensísimo aroma a humanidad tierna.

¡Y olerla los rafaeles!

Y revolverse los primos tal que día gordo de Feria tiestos a tintos; y con
muchachas de por medio.

Dejaron los hombres sus quehaceres y “disimuladamente” fueron


acercándose al capitán mientras empalmaban las navajas. Nunca habían
olido la parte humana del patrón, y oliéndola, ¡Atufando!, supusieron que
no volverían a tener oportunidad semejante, y hablado entre ellos mil veces
el alzarse contra el amo si le descubrían debilidad, sin hablarlo, cruzándose
unas pocas miradas, reconfirmaban lo charlado; echando mano a las facas.

Pero antes, nobleza que también ostentan los felones, sin emitir palabra
dedicaban unos segundos in memoriam del fallecido Rafael Palmiro,
¡Rafael con todas las consecuencias que se es!, de común asenso, tocándose
el pecho y reseñando a los cielos, y al tiempo pronunciando su nombre sin
emitir sonido, al difunto dedicaron la ventura del motín y se conjuraron
mudos… ¡Por Rafael Palmiro! ¡Por honor Rafael!

¡¡Por el rafaelismo!!

Unos pocos pasos más y se podrían abalanzar de un salto los cuatro a la


vez. Unos pocos pasos más, de los que le restaban al capitán para acercarse
a Tiburcio y Maximino, y coger de alguno de ellos un sable, o de los dos, y
retornar a la rueda sin que se notase bandazo.

Sí, más a mano tenía los sables el capitán Ruin Bichomalo, y en un ir y


venir raudo, y no necesitar mas que el olfato para saber lo que tramaban sus
hombres, desarmó a los abueletes de la tonta y eterna sonrisa, y embuchó
en el cincho propio las armas; siendo ostensible para los gitanos que su
oportunidad había caducado apenas esbozándose.

Pero esbozada… Quizá volviesen a tener otra. Y la siguiente puede que no


la desaprovechasen embobados.

El capitán Ruin ni de sentidos que se entiendan necesitaba para saber de


la proximidad de su hija, la intuía a pie de popa y con un chasqueo de
dedos ordenó que echasen una mano a la contramaestre.

… Y luego cortar el cabo.

- Es que tras ella, jefe, viene Rafael Eustaquio –informó un rafael-

- ¿”Rafael Eustaquio”?... Bah, tengo muchos con ese nombre. Tengo aquí
mismo cuatro ¿no?

… ¿Tú… tú mismo no lo eres?

- ¡Vamos, cómo el que más!


… Pero… Pero quien sigue a la contramaestre en la hilada es “Rafael
Eustaquio el que tiene el sable metido en las tripas”… y murmuró usted
algo acerca de querer hablar con él; o descuartizarlo.

- ¡Coño, y yo con curiosidad por conocer!

No, no cortéis el cabo, no. No.

Que suba a bordo “Rafael Eustaquio el que tiene el sable metido en las
tripas”, sí; ya va siendo hora de echármelo a la cara… por cansino nominal,
a lo poco.

- ¿Y luego? –preguntó otro rafael-

- “Luego” ¿¡Qué!? –le sorprendió a Ruin la osadía- ¿Acaso, lagartijo, debo


explicarte lo que tenga pensado hablar con el rementado “Rafael Eustaquio
el que tiene el sable metido en las tripas”?

- No se crea, capitán, que me atribula mucho el tema; “Rafael Eustaquio el


que tiene el sable metido en las tripas” es muy portera, y vendrá con el
chisme fresco a contarnos en cuanto usted cierre la puerta de su cabina.

Es un lenguasuelta.

- … ¡Y un pudreoídos! –otro rafael le colgaba atributo-

- … ¡Y malmetedor!... ¡Y pierderratos! –a la puya estaban los rafaeles-

- … Y más cosas que revuelven los estómagos –retomaba el rafael


primigenio su dicurso- … ¡Fino es el andoba!

Sí, pero, más que nada, lo digo, porque, a la cola de “Rafael Eustaquio el
que tiene el sable metido en las tripas”, viene más gente.

… mismamente…

Viene el chico de su chica, el que usted suele llamar Rechico.

… Y luego… luego va la portuguesa.

- ¡Recojones!… ¡¿Cuánta gente arrastramos?!

- … Algunos más.
Tras Camelita remonta la capitanucha del otro barco; del Dragon Fly. Y tras
ella otra que identificaron cabo de brigadas.

… Y a la estela de ésta dos carretas de papas, hermanos, que parecen


moralacos amurcadores.

… Y alguien más se aferra al final del cabo; lejos de mi vista… Pero


supongo que sea sidi Hassami said Hassiam; que también andaba al
cochifrito.

… ¿Por dónde cortamos la ristra, capitán?

Pero el capitán Herejía no estaba para menudencias inmediatas, su parte


de cerebro, aun sin ser él consciente, calculaba las distancias, vientos y olas
que mediaban entre ellos y la banda de corsarios… pues lo serían ¡Puaj!...
La panda de malos mercenarios que les levantaba cerco y acotaba mar. Pese
a ser el Kahanamoku más veloz, bastante más veloz que el más rápido de
ellos, aquellos artillaban cañones que corrían más que el viento mismo. Y
además, montaban un bufido de aire más intenso y limpio que el que
propulsaba al hawaiano. Quizá, o más o menos, llegarían a cruzarse, o
compartir campo artillero, a no ser que pudiese exprimirle el capitán
Herejía algo más de velocidad al corcel árabe que era el Kahanamoku; y
desbridado se diría que navegaba. Pero atendía al tacto los requerimientos
del patrón, y suave, le pidió éste a la nave que tumbase un tantito más para
amoldarse mejor a la racha de viento; y a los rafaeles, sottovoce, que
espabilasen para recoger la estacha y embarcase todo cristo de una jodida
vez; pues lentificaba la marcha su declarada incompetencia marinera.

Y cagarse el capitán en su puta calavera, la propia, y en la leche que habían


mamado, los rafaeles, siendo infantes.

… Se acordó hasta de los progenitores de la “Sota de copas” para que


entendiesen lo serio que gruñía pese a tener perdida la vista en horizontes y
crestas de espuma. Y re-gruñir casi musitando.

Y al mismo tiempo, sonreír con el alma, y sin poder evitarlo, a Maximino,


Tiburcio y Murciegalito.

Y expandirse otra vez leve tufillo a componenda tierna y familiar que llevó
a los rafaeles a dilatar los ollares. Hebra o brizna de humana alegría se
detectaba a ratos corriendo por cubierta, y sin dejar de recoger cabo,
olisqueaban el aire.

Tampoco era tonto Rastrojo y sabía que no podía dar más muestras de
declarado cariño al grupo, se jugaba el gañote de todos manteniendo la
incertidumbre en los rafaeles. Debía comportarse de acuerdo al despiadado
capitán que se suponía ser, ¡Y él bullendo sentimientos!, así que impelido
de entraña abrazó al hijo. Primero tierno, tiernísimo tal barra de pan recién
hecha que cruje al tacto. Le dio abrazo sabroso de buen trigo. E inmediato,
estrujarlo hasta casi partirlo. Y arrear una hostia que lo tiró al piso. Y a los
abuelos besarlos en las mejillas, y acto seguido sonrojárselas compartiendo
ambos hombres el vuelo del mismo tortazo que tenían ensayado, y
exhibido, en más del millón de funciones; y de vieja escuela, y sin
maquillaje, se pellizcaron los abuelos los mofletes; profesionales. En esos
momentos tomaba borda y embarcaba Margarita Laloba, y a ella no se le
pasaría por alto el detalle del sonrojo en cuanto los primos le contasen;
pues apenas puesto el primer pie en cubierta, raudos, le chismorrearon a la
prima las frescas del momento.

Y nada más poner la mujer el segundo pie en firme, sin necesidad de


esperar a que cuadrase taconazo y cantase credenciales, ya sabía el propio
Kahanamoku que Margarita estaba a bordo, y haciéndoselo sentir a todos, e
incluso observable a catalejo por aquellos que les perseguían, y cercaban, el
barco pegó tirón tal que si hubiese ganado de sopetón el par de nudos por
su cara bonita.

- Hija ¿ya estás aquí?

… ¿Por qué embarcas al arrastre?

- Por la coyuntura, no por capricho, padre.

Por gusto propio me hubiese quedado en la islita batiéndome con sidi


Hassami said Hassiam; ha sido un placer cruzar aceros, bien es cierto; e
instructivo.

Pero viendo la que cierne… corta el cabo y danos, y dales a ellos también,
sí, una oportunidad.

- … En la cuerda anda Rechico ¿eh?


¡Ayyyyyy el Amor!

- En la cuerda floja anda haciendo el mico, sí.

Corta, padre, corta, y no suspires, porque esas rémoras nos lastran en


demasía y no es momento de ajustar cuentas; éste ya llegará; y en breve.

Ahora, calentita que embarco, si embarcan conmigo… uno a uno me los


cargo; antes de plantar ambos pies en cubierta les doy matarile sin
saborearlo; aliviados de sesera los mando al Tártaro.

- Hija… hija… hija…

Degusta el momento y no te satures el paladar.

- Sin paladeos, padre; habría que cortar la estacha…

- Y… ¿Y “Rafael Eustaquio el que tiene el sable metido en las tripas”?...

… ¿Me le voy a quedar sin reconocer por mí mismo?

- Pero si le conoces de sobra, padre, y más ahora que lleva el sable puesto.

… Sable, que me estoy pensando si extraerle alguna vez, o dejárselo per


saecula saeculorum.

- A mí me harías un favor dejándoselo…

… Mira… ¡Ahí sube!… No me ha hecho falta que me digan quién es.

¿A que ése es “Rafael Eustaquio el que tiene el sable metido en las tripas”?

- De sobra lo pregona la espada por él.

- ¡Ca… Cagü… Cagüen Satanás! ¡Cagüen… Cagüen… Cagüen to lo que


se menea y la aldaba del burdel, quién es el faquir!! –tartamudeó el capitán
la maldición; raro- Qué ganas de abrazar al fulano me están entrando.

… Niña, cógeme el puesto.

- Tenga cuidado, capitán, y no se ensarte en el abrazo.

¿”Niña”?... ¿”Abrazar”?

Jamás vio Margarita Laloba, a su padre, abrazar a nadie que no fuese su


señora esposa o a ella misma por ser hija. El capitán Ruin Bichomalo no
abrazaba, a lo sumo echaba manos al cuello para estrangular, o entraba en
la muy corta distancia, que pudiera considerarse casi abrazo, para poder
coser a puñaladas al desgraciado que fuese. Por eso a la contramaestre no
se la dio y al vuelo cogió que otro “capitán” tripulaba el cuerpo. Rastrojo.
El cielo abierto entendió el hombre para soltarse del timón; que le
quemaba. Y desasido, mal rumbo sería juntarse otra vez con los yayos y el
hijo pues a la larga, y por fuerza, debería brearlos a pescozones para seguir
en el papel; y alguna hostia auténtica les caería pese a que tuviesen
ensayado hasta el aburrimiento; los soplamocos más aplaudidos suelen ser
los más reales.

Otra opción era acercarse a los rafaeles y jugársela a la definitiva. Los


primos, a lengua rota, ponían al día de todo al compadre, a “Rafael
Eustaquio el que tiene el sable metido en las tripas”. Y hasta le contaron del
momento de humana debilidad que habían descubierto en el patrón.
Cuchicheaban de sus cosas, y al ver que se dirigía hacia ellos el “jefe”,
volvieron a jalar del cabo para seguir subiendo gente a bordo. Y Rafael
Eustaquio, el que tiene el sable metido en las tripas, cuadrarse en el sitio
mientras, muy capitán, Rastrojo le observaba a la redonda; le extrañaba que
el gitano llevase un sable clavado en las tripas como la cosa más natural del
mundo.

- … ¿Y tú eras? –a la tercera vuelta se paró Rastrojo ante el hombre-

- Rafael Eustaquio, capitán.

- ¡¡Plis, plas!! -bofetón con ida y vuelta soltó el capitán; tirando, el de


retorno, al otro, al suelo-

… ¿Os llamáis, acaso, todos igual?

- … (glup)…

… Últimamente me han llamado, y se habrán referido a mí, capitán, casi


seguro, como “Rafael Eustaquio… el que tiene el sable metido en las
tripas”… ¿Pudiera ser? –malcuadró de nuevo el rafael-

- ¡¡¡Plis… -la ida llevaba al piso-

… y Plas!!! –la vuelta también fue de tumbar-

… ¿Me tomas por imbécil?


Nunca había escuchado ese sandio nombre a bordo.

Algo tan obvio, y largo, no se usa.

No te quieras pasar de listo conmigo, tarao.

- Jefe, es que…

- ¿Necesitaré trenzarte lazo marinero en la lengua para que achitones?

… Venga, sin rechistar, a la sentina a achicar agua; no te quiero cerca


porque te escamocho en un repente que me dé.

… O, mejor, sí, súbeme las armas propias, sí, la utilería de abordaje que
gasto, y supongo desparramada en mi camarote; acércame primero la
cacharrería buena de cincho, y luego te pierdes por ahí –henchido de
capitanía devolvía Rastrojo los sables a los yayos-

¿Me has entendido, abracadurgi?

- … Puff… Sí.

(… Cualquiera le dice que no).

- ¡¿Cómo?!

- Que enfilo gustoso para el chiquero, patrón.

Antes de retirarse el rafael, Rastrojo tuvo una fugaz idea y le quitó el


cuchillo al subalterno; con él cortaría la maroma que arrastraban. Sólo
entendía a Maximino y Tuburcio, y a Murciegalito, amigos; de su parte y
familia. Al resto les consideraba contrincantes, y cuantos menos
adversarios potenciales embarcasen, o pululasen por cubierta, mejor. Fue
un destello de egoísmo o maldad, tan “de capitán”, que no dudaron los
rafaeles presentes la capitanía al hombre, y sonrientes y malvados, por
entender las intenciones del jefe, ellos también comenzaron a reír, tirar
besos, y despedirse a palma oscilante de los que arrastraban de la soga y, al
tiempo, y con gran esfuerzo, la remontaban para subir en marcha al
Kahanamoku.

Y la nave volando bajo mano de Margarita Laloba.

Rotaban los rafaeles las manos tal tetrarcas en desfile, y a encía vista
enseñaban sus lustrosos dientes enmarcaos con oros. Y el mismo capitán
Ruin Bichomalo sorprenderse de la actitud de sus hombres, y hasta de su
propio pulso se extrañó por no entender muy bien a santo de qué él
esgrimía ahora el cuchillo.

¿Para apuñalar a algún rafael al azar?... ¿Para cortar el cabo antes que
Rechico pudiese subir a cubierta?

… ¡Rechico!

Recordaba el capitán Ruin que su hija le había comentado no marchar bien


la cosa entre ellos. Aunque tampoco sería tan terrorífico e irreparable el
asunto, pues su hija, en tal caso, ya le hubiese despellejado vivo y hecho
una guayabera de entretiempos con la piel. No sería tan importante e
irreparable el motivo.

Y… y Rechico, desde chiquinín, ¡Ínfimo!, a él le cayó bien por su infante


crueldad. Y lo cultivó con “mimo” por preservarlo puro y serrano para su
hija Margarita.

- ¿Qué puñetas le has hecho a mi hija, desgraciado, que no quiere ni verte?

… Dime.

- ¡¿Yo?!

… ¡¡Yo ná, jefe!!

Ella, que es hembra pa trece herreros, ella… ella sí me tiene a mí subidos


los güevos al garganchón… y perdón por la expresión, capitán.

- Descuida… y prosigue a arteria abierta; que te doy licencia.

- Pues que… que… eso… esos… ¡Esos ojos!... ¡¡Esos ojos dan miedo!!

… ¡Y las cosas raras que hace!... ¡¡Las ventoleras que le dan!!

¡¡Esos sirocos!!

- … ja.

¡Pues no conoces a la madre que es de ojos más profundos!... Tal fosa


insondable abierta en noche sin luna… sí…

¡Y sus aires extravagantes sí son ínfulas huracanadas de arrancar palmeras!


A Margarita, a ratos, todavía se le escapa algún destello de Luz.

… Aprovéchalo, muchacho.

Gózalo que es breve, pero intenso; y merece… y te lo digo de boyuyo a


boyuyo.

Boyuyos, y hombres, rieron comadres. Risotadas, risas y risillas


alternaban atendiendo a que la contramaestre les mirase o no. Y aún así,
daba igual, Margarita entendió el compadreo que se traían y avinagró el
rostro. Clavó en la distancia los ojos sobre Rechico y a pupila fija, sin
hablar, le dijo de todo menos “bonito”. Y al propio padre podría haber
paralizado de un pupilazo de ser él, y no el capitán Herejía, con el que
topase al trabar miradas. Ante el ojo de Herejía dulcificó el semblante
Margarita y hasta combó sus comisuras plasmando efímera sonrisa.

Y el capitán Herejía no entender por qué reía todo el mundo con la que
tenían encima; reían los rafaeles, reía Rechico y reía Margarita. Hasta los
abuelos.

¡¿Es que siempre le tocaba a Herejía navegar con desequilibrados?!

… No, no recordaba embarque con gente normal. Personas normales, que


se llamasen Pedro o Victoria, y que se apellidasen Cerrada o Martínez. Y
sin motejo, sí. Sin apodos, diminutivos, o apócopes; ni gilipolleces del
estilo.

No, no recordaba… ¡”Herejía”!... trato con maravillosa gente corriente que


atendiese a la primera.

Él siempre acertaba con lo rarito del lugar.

… Raro… mas de vez en cuando deslumbrante y Hermoso.

Y de muestra, Camelita.

La devota Camelita, que remontaba el último tramo de cabo, y pese a


exhausta y a pelo perdido por el remojo, embarcaba igualmente ¡sonriendo!
aunque ella lo hiciese al topar con la profundidad del ojo del capitán, y
profundo, más que nervio óptico, reconocer que el amo de ese cristalino, al
momento, era el capitán Herejía. Y no quejar la mujer, ni comentar, sus
últimos devenires. Sólo plasmar deslumbrante dentadura e inquerir por la
salud del otro.
- ¿He… Herejía?

… ¿Qué tal estás?

¿Cómo te encuentras?

… ¿Has comido algo?

- ¿Y tú, de dónde vienes?

- De fiesta… ¿no se nota?

… (¡Será gilipollas el mamarracho!)

Mal reencuentro tuvo el capitán Herejía con la cariñosa Camelita; le


sobró una coma y entonación.

Sí, ella tampoco era normal… lo suyo era ¡Excepcional! Y digno de ser
correspondido. Y quizá correspondido ya lo fuese.

Camelita tampoco era de este mundo y por un momento se dejó ir Herejía,


se perdió en el semblante de la mujer, en el perfil, en los divinos ademanes,
pues aun refunfuñando por timbrarle todavía la infame preguntita, con una
sonrisa aún más deslumbrante que la que reencontrase al capitán, y hasta
más ternura y afecto, puso en danza la mujer para ayudar a subir a bordo a
la capitana de la Dragon Fly, Libélula, ¡Su hija Libélula!

… De la inopia volvió a la realidad el capitán Herejía concretando al resto


de la ristra que trepaba el mismo cabo de su hija; y en la estacha le seguían
la churri de su ex, los machacas de la insinuada, y la propia referida al final
de la cola.

Y recular Herejía, demasiada parentela se le echaba encima sin concertar


visita. Y sentir el hombre más necesidad imperiosa de querer huir de estos,
que de aquellos que surcaban poniendo coto al Kahanamoku.

… Pretendiendo ponérselo.

En la rueda Margarita Laloba, eran inalcanzables. Mano de bella araña la


suya, celestina, tupía tela cristalina sin hilos entre ellos y los bajeles que
aparentemente persistían en la presunta liza… Era cosa de unos pespuntes,
de tensar aquí, soltar allá, y…
… Y hacer saltar todos los resortes para que la trampa envolvente
envolviese a quienes se la tendían.

No necesitaba indicación alguna Margarita al respecto, pero excusa, junto a


ella arrimó el capitán pretextando dar unas últimas directrices y retoques; y
quizá hasta sabios consejos paternales.

Y el primero, el primero que siempre justificará cientos, y acatamiento


filial, que izase de una puñetera vez la Bellota Boyuya. Navegaba el
Kahanamoku sin enseña visible y estaban desperdiciando el factor miedo
que generaba su jolly rogers. El capitán Ruin Bichomalo había enseñado a
temer su bandera en todo el orbe. La bellota tuerta, mellada, y atravesada
por dos limatones enmangados a tibias… aterrorizaba.

- ¿Te da vergüenza “La Tuerta”, hija?

- No padre.

… Y sabes que me flamea en pudenda sea la zona.

… Ha sido un descuido mío…

… O que esperaba que lo ordenases tú… o que ya lo hubieses hecho tú, u


ordenado hacer a los rafaeles, al abordar yo el Kahanamoku en marcha y no
desde el fondeadero.

… No me seas tocapelotas, papá.

- Perdona hija, tienes razón.

… Son los nervios.

Tantos años llevo esperando este momento, que casi he olvidado por qué lo
aguardaba, y anhelaba, con tamaña necesidad e intensidad.

… ¡Coño, y sin casi!... Ahora mismo no me acuerdo para qué querría yo…

… ¡¿Por qué querría yo embarcar a esta panda de impresentables


conmigo?!

Mientras ellos estuvieron charlando tomaron borda Libélula, Rosario y


hasta Zapapico y Rancapinos ponían pie en cubierta. Y sidi Hassami said
Hassiam no tardaría en asomar la cabeza por la borda al tensar el cabo su
último trecho y anunciársele en persona de un momento a otro.

Con la mano en el corazón, el capitán Ruin no sabía, no recordaba el


motivo por la fijación que pudiera tener; no le sonaba de nada el elenco de
ganapanes que tenía delante.

Margarita se lo podría haber concretado y traído al presente desde la


memoria profunda con tres tristes palabras. Enunciar el simple título de un
libro. Pero prefirió dejar vivir al padre su propia historia. Ella se
circunscribiría escrupulosamente a sacarles del brete con los otros barcos y
no inmiscuirse en los asuntos personales del padre.

… Si pudiere.

… El evitar entrometerse en las cosas del capitán Ruin Bichomalo.

El escapar de los navíos que se les echaban encima, estaba chupado.

Con ojos de cierta extrañeza miraba el “capitán” Rastrojo a la panda


nueva que embarcaba, y que a su vez a su hijo se abrazaba con inusitada
familiaridad y cariño. Al tiempo que se ajustaba la utilería que le traía un
rafael, mientras acoplaba, y desacoplaba, al muñón el cuchillo de vela que
le devolviese la contramaestre del Kahanamoku, ¡La mano izquierda de
maese Pizarro, nada menos!, no dejaba de preguntarse Rastrojo quién
carajo iba a subir a bordo para demandar tamañas precauciones.

Cuatro pistolas y ¡El cuchillo de mano izquierda de Pizarro, y del


mismísimo Portento!... Y para la diestra ¡¡Gurriata!!

¡¡¡Gurriata!!!

La legendaria espada que sólo calzaba el capitán Ruin Bichomalo cuando


se proponía propagar un pandemónium; aunque con menor ruido y muchas
más nueces.

Sí, si Rastrojo se sorprendió del armamento que con mano ducha ceñía
tal que hubiese templado un sastre, aún más desorbitó el ojo el capitán
Herejía al ver aparecer a su exmujer por la baranda de popa… ¡¡Y mocha!!

… Con lo que ella cuidó siempre su pelambrera.


… Pero era ella, segurísimo, aunque ahora le pareciese a Herejía monje
budista en mal momento.

… Y tan bella como acostumbraba, eso también.

… O casi; a la vera Camelita, algo… un mucho le eclipsaba la portuguesa


y percibió Herejía que Patata, o la condessa, o quien diantre quisiese ser, ya
no era lo más hermoso en su vida; ni centro de todo universo imaginable.

Y puede que sidi Hassami said Hassiam sintiese un ultraje la expresión


misericordiosa con la que le recibió el capitán Herejía, y ofendidísima, o
que le adeudase por lejanos motivos, a él se acercó con paso firme la mujer,
y sin vacilaciones, ni dudas, le soltaba dos bofetones al mismísimo capitán.

… Y aunque enmudeció hasta el Viento, no quedó la acción sin reacción y


en torno al jefe congregaron los rafaeles de un salto echando mano a los
sables de abordaje.

Gruñían los primos tal jabalís, barritaban elefantados, resoplaban cual


rinocerontes pese a que el capitán en persona, con un gesticular de mano,
les prohibiese desenvainar los afilados aceros.

- ¿Y esto? –se acarició el capitán Herejía los carrillos enrojecidos-

… Estás en esos días tontos en los que te amparas o se te ha subido a la


cabeza el heredar título moro, sidi Hassami.

- … ¿Esto?… Esto porque sí.

… Y esto otro… -dijo sidi Hassami said Hassiam echando un paso atrás y
cogiendo impulso para arrearle un puñetazo; y dándoselo- … Esto por
propagar, o consentir que se pensase, el que yo tuviese algo que ver en tu
suicidio…

… No, no te tenía que haber aconsejado… ¡Y menos evitarte el


sufrimiento!

¡Payaso!... ¡Menguado!... ¡¡Descerebrado!!

A la interpelación podría responder Herejía por su comportamiento


pretérito y actual, cómo Rastrojo por su pasado circense y tribulaciones
existenciales del momento. Ambos, o ninguno, podrían dar réplica a la
señora, y sin embargo no fue así.

Los rafaeles sí estuvieron a punto de contestar al puñetazo y desenvainaron


sus armas, aunque en el último momento, e índice en alto por no poder
expeler palabra estando vacío de aire, el capitán Ruin Bichomalo les
contuvo con el mero elevar un dedo al cielo; y los subalternos contenerse
pero gruñir, ¡gruñir!, dar bocados al aire haciendo chasquear sus dientes, e
insinuando de malas maneras la buena tripulación con la que se rodeaba el
temible capitán Ruin Bichomalo.

Y éste, ogro reconocido en la mar océana, tomar compostura y ademanes


de demonio, y tras inhalar una buena bocanada de oxígeno, reír a
mandíbula batiente pero muy siniestro. Muchísimo… Cadaverínico.

Carcajear con tal timbre hueco de pura maldad, que llevó a los rafaeles a
contagiarse y cambiar el bronco soniquete por las risotadas estentóreas; y
retranca de suideo salvaje de la que no podían desprenderse, ni renegar el
respingo.

Y el capitán Ruin Bichomalo, pese a cuajar media sonrisa burlona en la


cara, amargar el instante risueño de todos al ordenar a los rafaeles no dejar
títere con cabeza en Titirimundi. Acabar con la vida de todos aquellos que
no fuesen desde antiguo tripulación jurada del Kahanamoku.

Y resorte, elevar Rafael Eustaquio el brazo asiendo el sable por querer


precisar la orden; y sujetarse con la mano libre las tripas que le querían
salir al exterior desde que se arrancase, sin titubear, el acero de las entrañas
para defender al patrón; ganándose el derecho a preguntar.

Noblote, Rafael Eustaquio quiso manifestar una duda, y a poder ser, si no


contravenía a nadie, que se precisase, por favor, lo que el capitán tuviese a
buenas entender por: “… desde antiguo tripulación”.

Los días, meses, los años… la fecha concreta del embarque.

¿Desde cuándo?
Conjunción cósmica el momento, al colgar en el firmamento Sol y
Luna, no hizo falta ni explicitar. Por sí solos los presentes tomaron bando, y
diversos los pabellones y banderines de enganche, a ojo grueso, allí se
planteaba un todos contra todos. Todos se tenían motivos declarados y
sucintos, todos, unos a otros, estaría vaticinado que se diesen sable hasta la
muerte. Incluso Murciégalo y Rechico, que no tenían trabada una tos al
cruce, ni cruzado hasta la fecha, al entrelazar miradas sobre una tabaquera
perdida, ellos igualmente sintieron que algo no escrito les predisponía a
declararse encarnizados contrincantes sin haber entablado saludo ¡Sin
conocerse!

Un repelús les dio y ambos compartieron, y percibieron respectivamente en


el otro, lo mismo.

En cierta forma se entendieron conectados en el desconcierto que crecía; al


ir variando las personalidades que tomaban al capitán, y con ello,
trastocando continuamente los bandos. Rechico y Murciégalo se
entendieron hermanados en el caos, y con pocos gestos, se animaron el uno
al otro a desertar el tiempo de una pipa en campo neutro; y a la sombra de
todo sopapo que se escapase.

Por irrenunciable parentesco tenían el nexo de saberse hijos de pasarlas


canutas, y eso da cuerpo para fajarse amigable en las trincheras. Vino y
pan, agua y sal, se intercambian en paz en medio de cualquier refriega. O se
comparten. Y al posar ambos al tiempo los ojos, ansiosos, sobre la
tabaquera perdida en el desenvainar todo quisqui, ellos, venteando el
tabaco sin estar encendido, se entendieron a ojo vinculados. Viciosos
tabacómanos.

En la cepa de mesana, a sotavento de unos fardos, recostarían pacíficos una


cachimba del mejunje que contuviera. El lugar era ideal al poder disfrutar
en conjunto el espectáculo que empezaba a ronronear agorero en la pista, y
la magistral coreografía que imponía Margarita Laloba a los barcos de la
zaga; Pina Bausch se le diría mentora.

Rechico portaba ahora en su cincho la pipa propia, y cebó bien hasta la


borda. Y prensó lo justito.

… Y ahuecar una mica.


Meticuloso en sus manías, ofreció Rechico el honor de dar chisca al no
portar el otro espuma de mar propia.

Y aceptar y agradecer el compromiso Murciégalo.

Y al besar éste la boquilla, y correr el humo la delicia que contenía, ¡e


inundarle los pulmones, y de ahí treparle a la cabeza tomando al asalto su
cerebro, y escapar de nuevo etéreo al cielo por los ojos!, se sintió
Murciégalo sutilmente relimpio hasta por dentro de la nariz.

Tampoco hacía tanto que no fumaba para saber que aquello, aunque yerbas,
no era simple tabaco. Allí había picadillo cuasi mágico, y sonriendo
galbanoso, devolvió la pipa al compañero de desparrancamiento,
confesándole, que de morir, quizá fuese el día peor aprovechado de su
mísera existencia… ¿o no? En un segundín el hombre enlazó locuacidad
hacia otro tema, y sin interín de enlace, pirarse, lo que se dice, a los cerros
del Kurdistán.

Rechico, sin catar, imaginó, y supo a ciencia cierta, de quién era la


tabaquera perdida. Y reconocer en el contenido la maravilla de mixtura que
ya conocía y hasta tenía disfrutada en la propia cachimba de la
contramaestre; la que le regalase la madre. Sí.

Y al buscar respuesta a sus disquisiciones en la cara de Margarita, descubrir


en una mirada furtiva de ella la correspondencia con la autoría de dejarle a
mano la petaca, ¡Y Amor!, y aunque de esto último no se acertase a
vislumbrar destello alguno, en el acto sí lo entendió Rechico a espuertas y
relumbrante. Le invitaba a evitarse el engorro de la pelea.

“¡En todos los oficios se fuma!” es eslogan conocido de andamio y gavia, y


motivo invocado para escaquearse un ratito; perderse algo sin necesidad de
mejor explicación. Allí, de un momento a otro, empezaría escabechina de
las de salpicar la sangre hasta la ropa interior del matarife. No dudaba
Margarita que su padre fuese capaz de desmembrarlos a todos por los
asuntos que tuviesen pendientes… quizá lo que cuestionase la
contramaestre es que pudiese llevarlo a término él solito; estaba muy
mayor; pero para eso también embarcaban los rafaeles y en ellos confiaba
la mujer, para, de, necesitar, desequilibrar a favor de su padre cualquier
balanza; nada difícil siendo ellos por sangre orfebres de romanas y jugando
en campo propio; y que a bordo del Kahanamoku, tanto su padre, cómo ella
misma, e incluso los rafaeles, se revitalizaban por diez de lo que fuesen
normalmente en tierra; invencibles por mortales.

Más le valía a Rechico apartarse un poco porque en breve se abriría sajía en


ambidiestros sentidos.

Ella, ella se manifestaba en apariencia neutral al centrarse en los requiebros


del timón.

- ¿A ti te va mucho en el baile? –aprovechó Rechico la pipa que volvía a


pasar para reseñar el jaleo- … ¿Qué tienes comprometido en la marimba?

- …mmmm…

Poco o mucho, depende cómo se mire –filosófico se mesaba las chivarrillas


Murciégalo-

… Más bien mucho, que poco.

Ahí están… mmm… Mi padre y mis abuelos… mi chica, y mi suegra y su


pareja… mi suegro y su respectiva… y un par de amigos.

… Y recuerdo de algunos otros que ya no están.

- ¡Costras! Sí que tienes intereses comprometidos.

- ¿Y tú?

… Qué te toca del convite.

- Chica y suegro… el amo…

… Una amiga y dos amigos.

Y también memoria de algunos que tampoco están.

… Y cinco primos lejanos, políticos, que menciono, sólo por dar cuerpo a
mi enumeración; aunque vergüenza den los gandules.

- No te creas, no lo creo necesario; el necesitar meterlos –en buena sintonía


retornaba Murciégalo la cachimba- El hallarnos nosotros en vuestro barco
ya es razón sobrada para no dar explicaciones y sólo requerirlas. Tú.

- …mmmm…

Hola. Me llamo Rechico; y el barco tampoco es mío.


- …jojojojo…

¡Pues yo me llamo Murciégalo!

… Vaya par nos hemos ido a juntar.

Y reír ambos sinceros. Y los únicos. En cubierta ahora no reía nadie, los
rafaeles rodeaban protectores al capitán Bichomalo, y gruñir y hacer
aspavientos al grupito que encarase el jefe. Pero como éste tan pronto era
Ruin, cómo Herejía o Rastrojo, no dejaban de cambiar de enemigos, de
girar en uno y otro sentido, enseñando los dientes a todos los presentes. Y
daban miedo sus chanchadas al vacío.

Hasta Rafael Eustaquio acojonaba al saberse al jabalí herido mayor peligro


que al resto de piara, y ahí seguía el hombre sujetándose las tripas al tiempo
que también bufaba; pero todavía esperaba respuesta satisfactoria a su
pregunta. Rafael Eustaquio era tan rafael, y fiera, como sus primos, aunque
profesando simpatía al bando de la condessa se le apreciaba el gruñir
comprometido. Y por pisparse los compadres, redoblar ellos sus gestos para
compensar la merma de aquél; no fuese a darse cuenta el capitán, y les
acusase de dejadez, y estando calentita la cosa, lo mismo pagasen ellos la
loza entera.

No ¡Ni en broma!

Tal que fuesen perros de guerra, encrespaban los rafaeles el ánimo


intuyendo sangre próxima. Y amenazar a unos, y a otros, y a unos y otros, y
entre ellos mismos, ¡Y hasta al vacío!, atendiendo sólo a la mirada del
patrón. Con los sables, con cuchillos y navajas, con mordiscos al aire… y
con todo tipo de absurdos gestos obscenos.

Amedrentaba su esparcir de babas rabiosas con cada tarascada al viento.

- Y a todo esto… -pasaba Rechico la pipa y tomaba la palabra- … Qué


haces tú en el barco, cuándo has embarcado.

… De dónde has salido; porque te conoce todo el mundo; menos yo.

… Pero claro, también soy el último chinche en la compañía, y la última


ladilla en enterarse de todo; en mar o tierra.

- Buff, si me remito al principio, te tengo aquí hasta mañana para enlazar


con lo de ayer –sonreía comedido Murciégalo-
Así que resumiendo, y concretando… y sin mentiras… ¡obedeciendo
órdenes!, ayer noche embarqué taimado para ajustar cuentas con tu capitán.

- Qué querías… ¿Cortarle la cabeza? ¿Atravesarle el corazón?

… Inútil, baladí.

- ¿Ya se lo han hecho antes y nada?

- Nada de nada.

Retorna.

Y lo sé por yo mismo cortarle el gañote; y luego escabecharlo a las


alimañas del bosque.

… Y hacerle de la víscera cardiaca acerico durante una siesta.

… Ni envenenar… ni colgar… ni tiro en la nuca…

… Ni despeñar por barranco o cortado.

… Ni arrear en la azotea con un martillo pilón de plata.

Siempre vuelve, tal el constipado.

- Vaya, es inmune a la muerte.

- No, inmune no es.

… Pero vuelve; eso sí, desmemoriado.

Son cosas que tenga él apañadas con el mismo Satanás.

- Eso tenía oído, o cosa parecida… que se desposó con la Muerte.

- Eso es, sí señor, mi señora suegra; a la cual no tengo el gusto de


conocer… ni interés alguno en ello.

- Joder, lo tienes jodido ¡Tú sí lo tienes bien jodido, amigo!

…mmm… No, no me cambiaba por ti –pasó Murciégalo la estufa- … Lo


tienes bien jodido, amigo.

- Bueno… bueno.
Si nos ponemos a buscar jodimientos, amiguete, aquí los que tienen las de
perder sois vosotros…

… Vamos, tu gente es la que corre el riesgo de morir con el ano ultrajado.

¡Quién los encara es el mismísimo capitán Ruin Bichomalo! –arqueando


las cejas Rechico magnificaba cualquier currículum que le conociese el
otro- Si rompe a menear los sables, él y los suyos, no sale nadie vivo.

Y menos terciando en la sopa Gurriata.

- …mmm… Sí. Aunque… mmm… ¡Ahora! Ahora, sí –puntualizó


Murciégalo- Ahora, sí, juraría que mi padre es el capitán; así me miraba
cuando me pillaba fumando forraje tal al momento andamos y él me clava.

Ése me jugaría el cuello, o la cesantía, que es mi padre.

… Ése… Ése no… no señor, ése ya no es mi padre.

No fijaba mucho el ojo el capitán, le tenía que cundir por tres el vistazo
y de ahí su mover “insectívoro”. Mantis religiosa parecía por las guadañas
y el frotar un acero contra otro mientras miraba en derredor todo para
controlar todo en la situación; la contramaestre a lo suyo en el timón
liándosela a los navíos que les acosaban, la mar gruesa y el cielo
ennegreciendo, y enemigos también a la redonda en la cubierta del
Kahanamoku; los viejos locos, la portuguesa, dos osos antediluvianos, y
uno, o una, que no conocía de nada; y la que dijeron capitana del otro bajel
e hija de Herejía y la condessa; y ésta. Pero la que congregaba en el sitio no
era Patata, ni Deditos de Plata, ni puñetas.

Era sidi Hassami said Hassiam, el Assessino, y un respeto le debía a la


señora. O, cuando menos, precaución para tratar con ella.

- Si me permites la veleidad –licencia se tomó Murciégalo para expresar,


quizá, una vacuidad- …No deja de sorprenderme el Ser Humano.

Ahí les tienes, ¡a la condessa! y ¡al capitán!... ¡Y a nosotros mismos!...


intercambiando gestos corteses, mientras a la vera los respectivos se
encienden; se tiran tarascadas.

¡No deja de asombrarme el Ser Humano!


- … ¿Aunque los presentes poca carnaza tengan, tengamos, de personas
humanas? –enfrascado en limpiar el chalice, y recargar, Rechico respondía
con media sonrisa-

… Un toque noble en la guerra, algo la humaniza y quizá hasta la disfrace


soportable.

- ¡Discrepo!... de todo disfraz a la guerra.

… ¿Necesito argumentarlo?

- …mmmm… No.

Bien pensado, tienes razón.

Al blanco roto, el rojo, bien no se le saca.

… Y ya va siendo hora que se diga en alto.

En derredor del capitán Ruin Bichomalo blandían los aceros los


rafaeles, y en torno a estos se posicionaron la condessa y los suyos, y los
abuelos, y hasta Camelita sable en mano parecía dispuesta a participar del
desaguisado que fuese, y quizá que a simple vista la mujer pareciese el
eslabón más débil, sobre ella hizo ademán el capitán de descargar un golpe,
pero en su lugar, y cinco por él, los rafaeles tiraron encortinados el sablazo.
Y de no responder Libélula interponiendo solidaria el acero, y Rosario el
suyo, y la misma condessa el propio, probablemente hubiese resultado
malparada Camelita.

Pero no. Y no amilanarse la portuguesa, no, al contrario, crecida,


respaldada, segura, al golpe de los gitanos respondía dando mandoblazo. Y
con el rebufo de su respuesta unirse en el lance hasta las espadas de los
abuelos. Y ser tan bravo el embate, que sospecharon los primos que a estos
otros también les revitalizaba la cubierta del Kahanamoku por diez. Y el
que más desconcertado quedó de todos fue Rafael Eustaquio; al no
entender correspondencia emocional con las estocadas que desvió. ¡Los
otros tiraban a matar! A hacer daño, cuando él se había comportado
comedido y con querencia a la concordia. Y más dañino que el hecho en sí,
eran las miradas sabilongas de los compadres. Mil veces le habían
advertido de la volubilidad de las personas, y la mil uno se la rebozaron con
alzadas de ceja y enseñadas del colmillo retorcido. Y bufar, gruñir,
barritar… acumular tensión para descargar nuevo golpe fatal sobre aquel
que reseñase el patrón.

Respuesta a la heliocéntrica estrategia del capitán, la condessa sugirió a


los suyos orbitar en la anarquía respetándose las distancias, y ejemplo,
empezó ella a desplazarse en sentido contrario al que se ensamblasen los
rafaeles. Y al hacer los demás lo mismo, y al tiempo lo contrario, crearon
una gran confusión en el ambiente per sé ya procaótico. Hasta el
Kahanamoku parecía imbuido del desgobierno y tan pronto corría loco con
el bauprés clavando el sur, cómo cerraban un cuarto, o se abrían dos,
buscando otro cardinal. Y virar aquí, y allá, y dar la vuelta en redondo a la
menor oportunidad.

… No. El barco, por lo menos, bien sabía lo que hacía. Seguir las
directrices que le pedía Margarita Laloba vía timón; u al oído, pues la
contramaestre sin resquemor a ser tildada loca, hablaba en tono audible, y
franco, con el navío; con el Kahanamoku. Y amén del tema náutico que se
estuviesen trayendo entre manos, la mujer le quejaba de todo un poco; del
apocalipsis que barruntaba en cubierta.

- ¿Suele hablarle al aire? –reseñaba y cogía pipa en marcha Murciégalo-

- ¿Quién?!

- La timonel.

¡Uy, “La timonel”! –rió Rechico el título-

- … Bueno, piloto.

- ¡¡Piloto!!

… Si te escucha, te escabecha.

Es contramaestre; y porque sólo quiere ese rango, si no…

- Ah.

… Pues la contramaestre.

¿Suele hablar sola?

- Sola no habla, no. Habla con el barco.


Y, sí, suele hablar en alto para sí; y más, sobre todo, cuando está enfadada o
muy contenta.

- Y ahora está… ¿Contenta? ¿Enfadada?

- Yo diría que… Muy enfadada.

Con el “muy”, muy delante.

Mucho.

Margarita echaba reojos y se mordía los labios de impotencia. Y de no


haberse juramentado para no intervenir en el pogromo del padre, de no
comprometerse en sacarles del brete con los otros barcos, ya se habría
cepillado toda la morralla y encararía combate sin cuartel con la condessa.
Sólo vislumbraba y entendía adversario a sidi Hassami, el resto le eran
pececillos de descarte o mero cebo de otra pesca.

La compañía del assessino, sin embargo, se manejaba muy bien con la


estrategia propuesta por la condessa, y pululando de un lado a otro en torno
a los rafaeles, eran un blanco demasiado nervioso e inacertable. Empezaron
los primos descargando el golpe a la señal del capitán, pero tomando
iniciativa propia los corpúsculos enemigos, pronto se sintieron abocados
los rafaeles a la dinámica de tirarles viaje cuando entendiesen oportuno, y
defenderse, pues con las mismas, aquellos les hostigaban con malas
estocadas. Malas, arteras y pérfidas, pues al no parar de girar en torno a
ellos, y emboscarse unos en la sombra de otros, como solitarios en punto
suelto lanzarles cuchilladas a los tendones, a la voz de la condessa, cómo a
convocatoria espontanea de cualquier otro, atacaban todos a la vez a la bola
erizada que defendía al capitán Ruin Bichomalo.

Aunque sin dificultad alguna, por hechos piña, en el centro enrocaban al


patrón; tan inexpugnable el anillo, que ni el capitán Bichomalo podía hacer
alarde de sus dones o destrezas y sacar a relucir alguna estocada o
mandoble meritorio.

Totalmente impermeable la muralla de primos por ambos lados, sí.

Y percatarse de ello la condessa. Y animar a los suyos en el empeño y


seguir dándole combate a la bestia que defendía.

Obvio, mejor atacar a defenderse… ¡Y más en finca ajena!


Y la mujer instar a no parar, aunque con cada lance, y a tajitos finos, los de
su bando empezasen a sangrar. No mucho, pero todos, salvo la condessa
por maestra, con cada embestida a los rafaeles sacaban ínfimo rasguño
propio y no infligían daño alguno. Y tajo a tajo, gota a gota, chorretón a
chorretón, comenzaron a derramar en cubierta sus fluidos vitales
cambiándole el color a la madera del piso.

Y quizá sentirlo exvoto, o que le pidiese Margarita con el timón u al oído,


saltó el Kahanamoku y en el aire ejecutó cabriola virando y cambiando el
rumbo aunque no por ello perdiendo paso ni ola.

Subyugaba la gracilidad del navío bajo mano de Margarita Laloba.

Encerrado en su seguro capullo de seda y acero, tampoco podía hacer


daño alguno el capitán Ruin, y para la condessa eso era un tanto a favor. Al
igual que también consideraba en beneficio propio que Margarita se
centrase en gobernar la nave. Aunque empezaron perdiendo a gotas, y
chorreones, sangre, tampoco tardaron tanto los de la condessa en cogerle el
intríngulis al juego, y meter alguna punta o filo y causarle daño en firme a
los rafaeles; escapándoseles a estos gruñidos que parecían ¡Ays!
enrabietados. Libélula, Zapapico… los abuelos, con su revolucionar
rapidísimo alrededor del cardumen de primos, los mantenían juntos y
prietos; y al capitán emparedado. Y pedir la condessa más movilidad a su
hueste, ¡más!, más mordacidad y ataque, para mantener la coyuntura en el
punto en el que estaba, por lo menos, durante un ratito más, lo suficiente
que ella necesitase para entregarse a otro asunto.

Y desaparecer la mujer de la cubierta.

- ¿Dónde va ahora? –le hizo gracia a Rechico el disimulado mutis de la


condessa- La lía y se pira… ¡Joder, qué jeta!

- ¿Quién? –Murciégalo se lo había perdido-

- Tu suegra. Sidi Hassami said Hassiam.

- Sí. Qué le pasa.

- Que se ha pirado de escena. Monta el chocho y desaparece.

¿Adónde ha ido? –inquirió Rechico- … ¿A qué?


- …mmmm… Lo mismo a darle fuego a la santabárbara y que pegue todo
un peo.

… ¡A tomar por culo todos!

Vamos, si yo embarqué taimado para cargarme al capitán, no ha de ser


menos la condessa, y embarcando a pleno día, supongo que a lo poco
pretenderá dar chisca al polvorín.

… Sí, sería muy de su carácter.

- … ¡¿Y nosotros?! –Rechico dudó si dar la voz de alarma; aunque no lo


hizo por saberse sin pólvora- … ¿Nosotros también vamos a saltar por los
aires hechos viruta?

- ¡Joder, qué malángel tienes!

… Con estar atentos a los indicios, o a la que le volvamos a ver a ella salir
a la carrera de las tripas del barco, nos piramos también nosotros; nos
tiramos de cabeza a mar abierta y nadamos.

- … Ya… Ya… Pero… -con gestos de pesadumbre retomaba Rechico la


cachimba- … Pero… Pero a mí me gustaría llevarme a Margarita conmigo.

¿Podría ser?

- Vale, pues te la traes.

No hay problema.

- … Y si ella no quiere venir, qué hago ¿eh? –Rechico, repentinamente,


descubría mil problemas en el sencillo plan- … eh… eh… Qué hago ¿eh?

- … Jodé… jodé… pues… pues…

… ¡¿Coño, ahora van a ser todo pegas?!

Mira, a lo mejor, y lo mismo, hasta la mujer sólo ha bajado para aliviarse el


vientre en el beque.

- … Lo mismo, vete a saber; más la conoces tú que yo.


Rosario, Rancapinos… Camelita, se entregaron a azuzar al puercoespín
tal que si hubiese sido su menester existencial de toda la vida. Tan avezados
en el pinchazo y paso atrás, que no se percataron los otros de la
desaparición de la condessa. Les hostigaban por los flancos, ¡Si es que una
pelota los tiene!, y por arriba y por abajo. De no ser los rafaeles el pelele de
entrenamiento usual de Margarita, apenas habrían resistido las acometidas
en plan avispero, pero habituados a ello, no les sería sencillo a los de la
condessa llegar a la miel que era el capitán.

¿”Miel”?... mmmm… ¡Vinagre!

Vinagre y sosa caústica, sí, pues impotente y cabreado, constriñendo en el


castillo de popa ¡Estando en su propio barco!, hizo uso del cuchillo y
empezó a acuchillar en los glúteos a los rafaeles que le rodeaban,
espoleándoles a ser más dañinos, a que en torno a él ampliasen el radio de
acción un par de pasos.

Necesitaba espacio para coger aire fresco, mover los codos y dejar bailar a
su ritmo a Gurriata.

Y tal almogávar fuese, conminó a despertar a la espada golpeándola contra


la cubierta e invocándola por el nombre de pila tres veces.

Gurriata ¡Gurriata! ¡¡Gurriata!!

Y bostezar el ferro acerado la presencia refulgiendo en su mano durante


unos instantes.

Lógico en el caso, con el mero sentir el acero mordiéndoles en el culo


ya adelantaron los rafaeles sus líneas el par de pasos. Y de reojini ver brillar
la dañina espada tan cerca, les animó a abrirse un par de zancadas más y
expandir la trifulca a casi toda la cubierta. Y con ello, atomizar la tangana a
la vez que demostraban los rafaeles sus habilidades individuales con los
aceros.

Quizá por ser el más enojado y batallador, quizá por conocerlos y


protector, con tres a la vez se enfangó Rafael Eustaquio; con los abuelos y
Camelita. A los tres encaró el rafael y con el trío al tiempo abrió sesión. Y
no era mala espadachina Camelita habiendo aprendido mucha esgrima, y de
la buena, en los últimos meses; ni lilas eran Tiburcio y Maximino con el
sable en las manos; aunque teatreros los hombres, forjados en el
espectáculo, antes de tirar la estocada envolvían un tanto la cosa, un mucho
se adornaban, y para cuando lanzaban la puntada, incluso que lo hiciesen
imbricados, el gitano ya tenía cogida la posición, preparada la defensa y
prevista la respuesta; y por si fuese poco, los abuelos, por deontología, ¡Y
deformación profesional!, sólo marcaban el golpe, no lo llevaban a término,
o de hacerlo, su proceder final era tan lento que el rafael no tenía problema
para leerlo y neutralizar.

Cerca de ellos, muy al contrario, el show sí iba en serio y Rafael y Rafa,


a Libélula y Rosario, les daban batalla con todo el repertorio despiadado y
frío que tenían aprendido los primos de Margarita. Uno a una, o ambos a la
misma, cómo ambas a uno mismo de presentarse resquicio, se tiraban
sablazos maledicentes, estocadas de abrir fosa en mar o camposanto, de no
ser que se tuvieran nociones, ¡Ser docto!, en el aire de vivir del sable. Y allí
parecía que de todos hubiese sido modus vivendi el Arte. Hasta Zapapico
con Rafaé, y Rancapinos con Rafita, se entregaron a la gresca con dañino
ánimo y pronta resolución. Y prueba, ni a unos, ni a otros, bloqueó el
espíritu combativo el que sus respectivas cacharras se embotasen y trabaran
en el mismo primer lance, y sin escrúpulos ni dudas, hacer de todo objeto
que rondase arma contundente o punzante; pese a que fuese blanda y roma.

Y Zapapico y Rafaé, recurriendo ambos a los bicheros despuntados, se


encelaron a estacazos tal se entendiesen respectivas esteras. Volaban los
palazos con buen criterio y mala intención, se buscaban el uno al otro
partirse los costillares y que las mismas les atravesasen los pulmones, o
sencillamente el arrancarse la cabeza de cuajo dándose la ocasión.

Sin embargo, Rancapinos y Rafita, aun recurriendo igualmente a la utilería


ocasional que les ofreció el Kahanamoku… un cubo, una cuba… una punta
de maroma o un resto de cascarria… acabaron blandiendo los hombres un
par de garfios para estibar fardos que rondaban, y, curioso, ambos, sentirse
sucios, y hasta personajes de chiste, esgrimiendo las improvisadas armas. Y
pese a palmaria aparentemente la desproporción a primera vista, ofrecer el
gitano justa noble y proponer dejar los ganchos y liarse a hostia limpia en
el sitio. Con lenguaje abierto y pausado le ofrecía el rafael al otro
circunscribir lo suyo a una noble pelea… y ni acabar de enunciar la
propuesta, sólo plantearla, y Rancapinos aceptaba dejando caer el garfio y
manifestando hallarse dispuesto a lo que fuese.
… Y por presto en aceptar, no poder evitar que el primo terminase su
elocución proponiendo que la lid se llevase a término, y bajo reglas, de la
muy noble lucha… ¡gitana!… ¡¡rafaela!!

- ¡¡Pufff!! –pasaba Rechico la pipa- ¡Lucha gitana… rafaela!

… El grandote está perdido.

- … ¿Por? –no lo creía posible Murciégalo-

En cualquier modalidad de manejarse a guantazos, Rancapinos… vamos…


a la legua salta que…

… ¡Coño, que es dos veces el calé!

- Pero tu colega, el payo, no ha practicado nunca la lucha gitana rafaela, y


el otro ha echado los dientes, y vuelto a escupir la piñata tal tiburón, en la
palestra con la lucha… rafaela de los cojones; y varias veces.

… Ey… ¡Que es un rafael!

… aunque no te pueda concretar cuál de ellos es.

- ¿Y en qué consiste la cosa?

Porque, pese a que estemos en vuestra casa… tendrá unas normas ¿no?

- … Por tener tiene, pero…

… Cambian…

… Vamos, nunca les he comprendido muy bien el juego; y eso que se lo he


visto practicar con asiduidad.

… Pero, poco les entiendo.

Ni, mismamente, el por qué ahora se desviste.

No usaban mucha etiqueta los rafaeles para enfangarse a mamporros,


pero tampoco era costumbre que se desnudasen para ello. Y sin embargo lo
hizo, Rafita se quitó la ropa y la dejó doblada sobre un cajón de aperos; y al
tiempo que él quedarse en calzones Rancapinos. Y untarse el primo con
grasa buena de roldana de pies a cabeza; y entre los dedos; y en el pelo; y
tras las orejas. E invitar el gitano al contrincante a que le imitase y se
aplicase bien el barniz lubricante por todo el cuerpo sin dejarse resquicio
seco.

Y ante la mirada de extrañeza de Rancapinos, asegurar el calé que ésa era la


única vestimenta reglamentaria, y condición sine qua non el estar
perfectamente embadurnado, para llevar a término la lucha. Si no, lo que
resultase del pifostio que montasen, podría definirse como cualquier cosa,
pero no como noble lucha gitana rafaela.

No.

¡No!

Y decirlo tan convencido y serio Rafita, que el otro se lo creyó. Para


Rancapinos era, de todas formas, una simple pelea “a la turca”, como
pudiese ser “lucha canaria” o “greco-romana”; aficionados a practicar todo
tipo de combate cuerpo a cuerpo, él y su hermano gustosos del lenguaje de
palos, no tendría problema alguno en adaptarse a la variante dialectal del
endemismo que fuese; aunque la vaina quedase de arrearse sólo con la
zurda.

No podría negar Rastrojo que en la infancia alguna vez se soñó capitán


pirata, y adulto puesto en la tesitura, algo de encanto perdía la profesión.
Echaba el hombre la vista en derredor y se descubría inmerso en un caos
poco serio. Mientras el cielo y la mar parecían ir poniéndose de muy mala
lecha, ¡encortinando al negro!, y se les echaba encima un conciliábulo de
beatorros barcos artillados hasta las cofas y con intenciones poco honestas,
la marinería, la dotación del navío que debería estar volcada en las
necesidades del surcar, se enzarzaba a hostias en un totum revolutum sin
sentido. Aquí y allá se daban acero haciendo saltar chispas en ambas
bordas, y otro par, con las rodillas bien afianzadas en la cubierta, se trataba
a estacazos tal tipismo pictórico de los pueblos cainitas.

¡Y los que se habían untado de grasa!

… Bueno… vale… sí… estos últimos, brillantes sus cuerpos, y empeñados


el uno al otro en abrazarse y escurrirse intentándose recíprocamente el
“mataleón”, algo embaucaban la pupila en medio del alboroto general.

¡Vamos! Si hasta Tiburcio y Maximino participaban de la algarada.


… Menos mal que su hijo Murciégalo, ¡con buen criterio!, no andaba
metido en la trifulca.

… Aunque ya había encontrado amigote con el que entregarse al vicio.

Y Rastrojo, el capitán Rastrojo, Gurriata en mano, se encaminó hacia los


abuelos. Crecido entre bambalinas, desde lejos entendía el hombre que los
yayos estaban envueltos en una mala representación. Una pamema. No se
empleaban, y de hacerlo, lo hacían mal. Tanto desde el punto de vista
espadachín, cómo de la utilidad, pues ahora era momento de centrarse en
barco y olas, y no perderse en el teatrillo tonto del bailar de las espadas.
Rastrojo acudía con ánimo de echar mero broncazo a los cuatro; al rafael, a
Camelita, y a Maximino y Tiburcio. A la cuadrilla pensaba regañar por el
pésimo e inapropiado espectáculo con la que cernía, pero a nada de dar dos
pasos el compás de la zancada cambió al tranco del capitán Herejía.

Y él no entendió teatro en la martingala que se traían. Muy al contrario, se


le hizo factible que Camelita necesitase ayuda al llevar ella en esos
instantes el peso de la liza mientras los abuelos tomaban resuello a su
sombra. Rafael Eustaquio tampoco se empleaba a fondo debido al poso de
afecto que les seguía manteniendo, y a usar la otra mano para sujetarse las
tripas.

Y llegando desde atrás a las bravas, y pese a ojo implorarle Camelita, tarde,
que no lo hiciese, Herejía atravesó con el sable, de parte a parte, al primo.

- … Ajjjj.

¡¡Joder –exclamó contrariado el rafael al ver la punta del sable que le


atravesaba, y además descubrirse la mano ensartada- … Ahora por detrás!!

… joder, vaya semanita.

- ¡No, Herejía, no, por favor! –de palabra, y a tiempo, rogaba Camelita que
no cortase el cuello al hombre con el cuchillo de Pizarro- Éste es bueno.

Éste no.

Éste… éste es de los nuestros; o lo será.

- … ¡Hostias!... Lo siento… -con gesto apesadumbrado pedía disculpas el


capitán Herejía- … Lo… Lo lamento, de verdad.
- … Na jefe, no se preocupe.

Aunque punzante, es un orgullo, y honor, el ser espetado con la Gurriata; y


más por usted.

Y precisamente por ser Gurriata la espada que era no podría quedarse


ahí, quieta, y la extrajo Herejía del cuerpo del rafael, y éste, presto, al sentir
fuera de sí el acero, soltar el propio que enarbolaba y dedicar esa otra mano
a taponarse la brecha trasera que le horadaba de lado a lado.

Rafael Eustaquio, con sonrisa de compromiso, y mano alante y mano atrás,


parecía al canto de poder arrancarse a bailar una jota o una giga. Y el
capitán, el capitán Ruin Bichomalo, incrédulo por la actitud del bailarín, y
por el poco empeño del resto, no entender qué diantres pasaba allí; aunque
volcados en la brega con sus respectivos oponentes, no dejaban de estar
pendientes los rafaeles, ¡y hasta apostar!, en la épica y estética lucha a la
turca que se traían Rafita y Rancapinos.

Y mientras, inútilmente, el capitán Ruin, intentando discriminar a ojo entre


el batiburrillo de tortazos, estacazos y estocadas, a la condessa, al
peligrosísimo sidi Hassami said Hassiam, que podría agazapar tras
cualquier bulto aguardando el momento oportuno para echársele encima.
Pero no le localizaba. Entre los zarandeos del barco por surcar a toda vela,
y que por cubierta se corrían unos a otros sable en alto, no era capaz el
capitán de cubicar a la dama en el correcalles.

Así pues, quizá para exigir que todos se quedasen quietos donde estaban, se
aprestó el capitán Ruin a dar puñal, mismamente, a uno de los abueletes de
la tonta y eterna sonrisa.

Cierto que durante una fracción de segundo a Bichomalo se le hizo injusto


y de poco gusto acabar con la vida de uno de los ancianos para que los
demás cejasen en su revoltoso proceder, pero como los yayos eran dos,
pese a estúpida la argumentación, aquello acalló su conciencia interna…
aunque no otras voces que compartían espacio.

- ¡Qué haces, majadero! –conseguía Rastrojo hacerse momentáneamente


con el control de la mano zocata y contenía el descabello- ¡¿Qué pretendes,
malababa?!

- ¿”Pretender”?... jejeje –para sí rió Ruin-


“Pretender” es un algo inconcreto, un… una entrega a la nada.

Yo voy a cargarme al viejo para que el resto se quede quieto.

… Eso no es una pretensión, no

Es mi palabra diciéndote lo que voy a hacer y lo que va a pasar.

- ¿Tu palabra?... –con sorna sonaba Herejía- Tu palabra vale la misma


mierda que el ojete que te es la boca.

- Hijo, da gusto hablar contigo –replicó Bichomalo finolis- Se nota que has
pasado por la Sorbona… pero a la carrera.

- Pues yo estoy contigo, Herejía –por primera vez en mucho tiempo


Rastrojo coincidía en algo con él-

La palabra del caraculo este, no vale una ful de Estambul.

- ¡Mi palabra es Ley, pazguatos!

- ¡¡Mentira!! –colérico protestó Rastrojo-

… ¿Y Maximino y Tiburcio? ¡¡Eh!!

- ¿Quién? –por los nombres no asociaba Ruin-

- … Los yayos –Herejía también arrimó cómo en los viejos tiempos-

- Sí, Maxi y Tibur, llevan con nosotros, a lo poco, desde que tocamos
Bermudas.

… Y un día, ¡Un mísero día contigo!, son 7 años de vida perra ¡Siete!

- ¡Y Camelita desde antes!… En Lisboa, sin embarcar, años llevaba


embarcada con nosotros; desde muchísimo antes perrea con nos.

- ¿Y? –no entendía el capitán Ruin ninguna conexión entre él, la gente
referida y la puesta en duda de la calidad de su palabra-

… Dejad de hacer el mico y concretad.

Bajad de las ramas.


- Dijiste… ordenaste a tus sicarios, que no arremetiesen contra aquellos que
fuesen desde antiguo tripulación –buena memoria para lo que quería,
resentida, siempre gastó Rastrojo-

Y Maxi y Tibur lo son… ¡Desde Bermuda embarcan en el Kahanamoku!

- …Y Camelita, entonces, es veterana.

- ¡¿Cuándo he dicho yo eso?!

- Hace un rato… -concretaba Rastrojo inconcreto- … No hace ni el


capítulo, que se diría.

- ¡¿Es eso verdad?! –en la duda ancló Ruin-

- ¡Ya te digo! –solía gustar Herejía de la porfía con media mueca-

… Y si no nos crees, pregúntale al imbécil este que aguarda en jarras; él


mismo inquirió por la exactitud del: “… desde antiguo tripulación”.

Rafael Eustaquio, al igual que los abuelos y Camelita, observaba


perplejo el lapsus del capitán, la fracción de segundo de duda que lo dejó
en la parra cuchillo en alto y con intenciones ambiguas. De la privación
salía el capitán reseñando al rafael de un barbillazo y desencajando la cara,
lo cual provocó que el primo se asustase bastante y cuajase aún más en
firme la sonrisa de compromiso, e intranquilo, subirse en puntas, y bajarse,
y volver a las puntillas y volver a talonear.

Arriba, abajo… punta, talón… punta, talón… Puro nervio era Rafael
Eustaquio.

… Y los brazos a la jarra por delante y por detrás.

… sólo le faltaba el tutú, sí.

Y, contra todo pronóstico, al ser preguntado al respecto, el subalterno


respondió conciso y sin gilipolleces, confirmando lo referente a quedar
excluidos de la matanza aquellos que embarcasen desde… desde hace
tiempo.

Masticando maldiciones para sí mismo, se dirigió el capitán a la amura


de estribor, allí Rosario daba combate ajustado a Rafa. A ratos soltaba el
primo algún yerrazo malo que la mujer blocaba, y a su vez ella remitía
respuesta del estilo y misma mala baba. Y tan pronto estaban dirimiendo lo
suyo en la cubierta, como se subían al barandal, o encaramados al obenque
intercambiaban unos viajes. A ellos se acercó el capitán Ruin, y sin mediar
interpelación, inmiscuir su espada en la charleta que se traían usurpando el
puesto al rafael.

Y puro instinto que Rosario, entrando biselada en escena la espada del


capitán, la viese venir y parar el ataque. Y tragar saliva la dama al
reconocer a Gurriata buscándole las cosquillas.

Con un salto hacia atrás tomó distancia la cabo de brigadas para rearmar su
defensa y desenvainar un segundo sable; y si portase, y hubiese nacido con
tercera mano tal aberración teratológica, sin ascos ni remilgos con el tercer
apéndice esgrimiría una tercera espada.

Y mirar Rosario en derredor buscando una posible ayuda, y no, y ni tiempo


para intervenir nadie. El capitán Ruin Bichomalo le había hecho
contrincante a la mujer y sobre ella descargó una y otra vez a Gurriata. De
manera franca, o con escorzos y a fondos, con rotares ladinos de muñeca,
perseguía el capitán desarmar a la señora para poder destriparla a su gusto y
sin prisas. Y quizá hasta dando ejemplo.

Y mal ejemplo que siempre consideró Rosario a Herejía, al entretelar la


dama por un momentáneo dilatar de la pupila, y el temple de asir la espada,
que era el canalla del padre de Libélula, el capitán Herejía, quien
gobernaba al instante el manejo del acero, también ella se re-entonó por
dentro, y sobria, se lanzó a ponerle las peras a cuarto al tipejo.

¡Por fin tenía oportunidad!... Muchas cosas tenía guardadas al debe la


mujer para con él, ¡Y él saberlo por ser amante suyo antes que ella de su
esposa!... sí… pero la condessa, o la hija, siempre fueron motivo de
contención para finiquitar lo suyo. Ahora, sin linde ni traba entre ellos, ni
alma con derecho de primacía en el pleito a la vera, Rosario se tiró a tumba
abierta para dirimir las desavenencias pendientes.

La mujer era un vendaval, y una vez empezó, velados los ojos de


reproches, no vio, ni entendió, que quien contenía sus ataques era Rastrojo.

Perplejo, no comprendía el hombre a santo de qué le venía ahora la señora


a desfogarse las neuras con él.
Los abuelos, la portuguesa y el rafael haciendo el canelo en mal momento,
y para redondear, ahora esta lunática se le echaba encima con unas
reivindicaciones del todo peregrinas y estrambóticas.

No, no se conocían de nada, pero ella emperraba en espetarle que habían


sido amigos, ¡Y amantes!, ¡¡Y hasta compartir esposa y amor filial!!

Loca de atar estaba la gachí, más pa allá que pa acá a criterio del capitán,
pero eso no era óbice para que manejase los aceros con la locuacidad de la
mujer del carnicero. Y cuerdísima.

No era futil ninguno de sus enrabietados ataques.

Rastrojo no se tenía por machista, y aunque por educación tenía oído que a
las damas ni se les maltrata ni se les pega, a alguna que otra sí es cierto que
recordaba haber matado. Y nunca por gusto, no, ¡Nunca!, siempre fue
sobrado motivo la manifiesta superioridad de ellas en el peliagudo
contexto. O las mataba, o ellas le hubiesen matado a él. Así lo había
entendido de la primera a la última vez que le pasó; y no hace mucho de
ésta. E, innegablemente, Rosario era más diestra con la diestra, asiendo su
sable sin pelaje ni alcurnia para ostentar mísero mote, que él, Rastrojo,
siniestro confeso, dando manejo a Gurriata con la mano derecha.

Ahora, eso sí, con la zurda, maltrecho de la zocata desde chico, todas las
virtudes le conocía a lo que de partida aparentaba minusvalía o hándicap. A
muñón limpio había descrismado Rastrojo a unos cuantos, y engarzando a
ferro, tanto ganchuno cómo espadaña viva que usase, a la retórica de esa
mano le sacaba el beneficio de la duda, de nadie estar acostumbrado a
pugnar mucho rato con él; ni con zurdos de garfio aterciopelado. A Rastrojo
le había enseñado la vida a encontrar virtudes en sus defectos. A matar
antes de ser matado, así pues, filigrana funesta la del cuchillo de Pizarro,
con la punta del acero hería la muñeca de Rosario forzándole a soltar el
sable y quedar a merced.

Y en el sitio no la decapitó y destripó el capitán Ruin Bichomalo, o


destripar y decapitar, por dos motivos.

Uno, que de la nada apareció Libélula saltándole a la chepa sable en mano;


aunque realmente no fuese motivo, pues, con hábil giro de cintura, el
capitán esquivó el ataque lanzando a la niñata de costillas contra la
cubierta; lejos, y sin tiempo para nueva acometida.
El segundo motivo, razón que sí fue, fue que al engatillar Bichomalo el
brazo para cercenarle la cabeza a Rosario, desde atrás le llegaron unas toses
y unos cuantos “… ejém, ejém…” que con intención de interrumpir, pero
no ofender ni molestar, profería muy educado Rafael Eustaquio.

… Y a la guisa de seguir al canto de poder arrancarse con un minué.

- … Cof, cof, cof… ejém, ejém…

…Cof, cof, co…

- ¡¿Y ahora qué?! –conteniendo el golpe, pero no abortando el propósito,


sin mirar al rafael, inquiría el capitán Ruin- ¡¿Qué tripa te cuelga?!

… ¿Es que tú no sabes más que incordiar?

¡¿A qué esa tos?!

- Jefe, es que… que aquí el elemento al que le pende el pescuezo de un


suspiro, dio servicio de cabo de brigadas, pues es su oficio, en el esquife
del Kahanamoku no hace mucho; y bogar también.

… Y, doy fe, de forma convincente y competente ambos menesteres.

Vamos, que se le puede considerar de los nuestros… Le queremos


considerar.

- … ¡Grrrrrr! –gruñó Ruin en desaprobación- Ya sabéis que no me gustan


los abogados de pleitos pobres, ni representantes, síndicos u delegados que
se digan, a bordo.

- A usted no, pero a nosotros nos encanta y nos alegramos que esté alguno
por fin con nosotros.

Y, con todo el respeto, capitán, para nosotros su figura es sagrada, y si le


inflige daño alguno, será tal que nos lo hiciese a todos… a lo poco a todos
los rafaeles; eso se lo garantizo.

E imagine lo que eso puede significar.

Si le pone usted la mano encima al cabo de brigadas… no respondo de lo


que podamos hacer.
- ¿Me vais a orquestar otra protesta silenciosa?... a retirar la sonrisa, no
darme los buenos días, a no manifestar dolor ni dejar ajar lágrima en el
precipicio del párpado, cuando me dirija a vosotros látigo en mano.

… No me alteres, infeliz.

Y aunque crispó los nudillos reasiendo en firme el mango de Gurriata,


no llegó a descargar el golpe el capitán Ruin, nuevamente, por dos tontas
razones.

Una, que al lado de Rafael Eustaquio se plantó y cruzó de brazos, Rafa,


dando soporte reivindicativo al primo; aunque no hubiese sido tampoco
motivo absoluto, al no embarcar entre los rafaeles ninguno que hubiese
firmado enganche bajo alias de Rafael Lud.

… E importarle de todas formas un pito al capitán Ruin Bichomalo las


protestas, reivindicaciones y desplantes de los rafaeles desde el mismísimo
primer día que embarcaron con él; y lo que menos las huelgas de hambre.

El segundo motivo, que esta vez sí lo fue, fue que le volvió a saltar encima
la capitanucha del otro barco. Y enfrascado en la discusión con Rafael
Eustaquio, no percatarse del nuevo ataque de Libélula, que silenciosa, se le
echaba encima a mano desnuda. E intentar estrangularle.

Herejía, el capitán Herejía, no tomó a malas que la hija le apretase en


firme del gañote con propósito de asfixiar o partir el cuello. No, no le fue
molestia alguna considerándolo chiquillada de su niñita midiendo las
fuerzas propias. Lo que sí le intranquilizaba era la mirada asesina de
Rosario que traslucía pensamientos suicidas de seguir la camorra, y ante la
imposibilidad de tratar debidamente con las dos mujeres al tiempo, por
señas, y cediendo un trabuco a Rafa, le indicó a éste que mantuviese a la
cabo de brigadas quieta en el sitio mientras él se arreglaba con la hija. Por
gestos se lo indicó, y reseñarle que no obrase con la artillería de no ser
necesario. Y aunque comprendió el rafael tras breve ratitín de angustiosas
muecas del capitán, más sencillo y rápido le hubiese sido de poder
expresarse de palabra. Pero no, Libélula le apretaba del cuello tal chica
mayor, ¡Tal experta cordelera!, y le era imposible a Herejía articular
palabra coherente ¡Ni respirar! Él quería decirle a Libélula algo así como:
“Hija, por favor, detente”, “Hija, para”, “Hija, piensa lo que haces”…
Pero tan fuerte estaba la moza, más que el vinagre, que de los labios del
capitán apenas salía expelido el arranque de las frases: “Hija, p…”

“¡Hija p…”

“Hija p…”

Y claro, entender Libélula intención en el hombre de interpelarle por


ofensivo vocativo. Y redoblar ella la tenaza. Y si al principio pensó Herejía
que apretaba tal muchacha adulta, sintió el capitán que su hija estrangulaba
tal curvador de barrotes macizos… curvar y retorcer sería lo suyo, sí… Y
con luenga barba.

¡Una mala bestia la chiquilla!

Y él orgulloso pese a la cianosis.

Amorataba Rastrojo, y aunque no se apreciase él mismo el atornasolar


sus mejillas a color fiambre, sí notaba presión ocular de ir a reventarle el
ojo. Y… y la muchacha con las manos en su cuello.

… Esto iba de mal en peor para Rastrojo y notaba el hombre que la vida se
le escapaba a bocanadas; en el intento de darlas. Y quizá cosa de la propia
mecánica del estrangulamiento, que encauce los recuerdos profundos a los
ojos, o que per se afloren estos en los instantes perimorten, ante su vista
pasó el elenco de personajes, y personas, que le habían dejado muesca en la
memoria. Durante la infancia, la juventud, la vida adulta. Cosas buenas y
malas. Y celebraciones de todo tipo. Y casualidad, o que así funcione el
cerebro, en uno de esos recuerdos viejunos aparecía Libélula; más joven,
casi niña… Y era hija de… de unos amigos… de… de…

… de.

… ¡De Patata y Herejía era hija! Y él… ¡¡Él su padrino de pila!!

La zagala que le estrangulaba, tan profesionalmente, todo sea dicho, era su


ahijada Libélula. Y por no uncir a la capitana con mal recuerdo alguno, le
colgó una sonrisa en los labios; y de inmediato la lengua.

Rastrojo, ni hecho capitán del legendario Kahanamoku, podía hacer nada


para librarse de la tenaza. Se apagaba el hombre, y aunque sonase débil y
entrecortado, con todas sus fuerzas y de corrido gritó Rastrojo que parase,
que se conocían, que casi eran familia, que ella era hija de Patata y Herejía
¡¡Y él mismo serle padrino de bautismo!!

Pero los labios sólo le tartajearon malamente un “… eres… hija de P…”


una y otra vez.

O… “Y y… tu p…”

Tanta “P” para arriba y “P” para abajo, y la lengua colgandera, y la baba a
grifo, con asco y repugnancia Libélula apretaba el cuello del capitán. Más y
más fuerte.

Si fuese la primera vez que se moría, o una de las primeras entre la


primera docena de veces que le habían matado, el capitán Ruin Bichomalo
se hubiese asustado al sentirse morir. La presión, la apnea, el desfile de
recuerdos le era del todo conocido; y ya ni le provocaba emociones de
angustia o congoja; aunque ocasionalmente sí de cierta alegría al
redescubrir de vez en cuando algún retazo de memoria con retrato olvidado
de persona querida; o nueva perspectiva de ella. Y raro el hecho, siquiera el
de tener gente querida, pronto centró su interés el capitán Ruin en rehacerse
con la capitanía de la situación. Y para tal, al parar el ojo que le bailaba
sobre Libélula, quiso calibrar el hombre a mano suelta, que cerrándola,
haciéndola puño, y dando un turronazo a la mujer, se haría de nuevo con las
riendas del momento.

¡¡Y zasca!!

Darle un puñetazo a la coitada Libélula que casi le arranca la cabeza, y


Rosario también arrancarse casi; de no amartillar la pistola el rafael que le
custodiaba.

De una segunda pistola dispuso el capitán Ruin Bichomalo para a


quemarropa descerrajarle a la muchacha la insolencia y lo dañino de la
prensa que le había puesto en el garganchón. El oírse por dentro el crujir de
las cervicales.

¡Y él con una artrosis del copón bendito y piedra pómez!

Se dispuso el capitán Ruin a saltarle la tapa de los sesos a la mujer, y al


tiempo que con el dedo gordo echaba para atrás el martillo, el dedo flaco
que era Rafael Eustaquio le echó unas toses. Y unos “ejem”.
Y rapidito, y de palabra, certificar el rafael que de la capitana de la Dragon
Fly también se hizo leva, y dio el callo la dama cómo el mejor de ellos; y
puede, aseveró a cabeza el primo, que incluso mejor al entregarse a modo a
la voz de la misma Margarita bogando mecha; se notaba que la mujer era
oficiala… y de las buenas.

Rechinando dientes, y con gruñido gutural, traspasó el capitán Ruin


Bichomalo la santabárbara que empuñaba a Rafael, y además ordenar a éste
que si movía un pelo la niñata la abrasase a cañón tocante sin
contemplaciones.

Hablaba en serio el capitán, y tal era su timbre y compostura, que hasta


Rafaé y Rafita pararon en su pugna con Zapapico y Rancapinos al intuir
que eran el siguiente objetivo del patrón; y no ser nadie los rafaeles para
privarle al capitán del placer intrínseco de matar a unos gemelos a la vez;
que le pirraba.

Mal asunto para los hermanos desenterradores, que aunque se leyeron


contrincantes del capitán, no imaginaban la que se les echaba encima.

Bravo, intrépido, de poco apego al pellejo propio había sido siempre el


proceder del capitán Ruin, y la machada de irse a enzarzar a tortas con dos
enormes gorilas tampoco le sería nuevo. Aunque sí rozaría la temeridad,
pues con pocas palabras, y anuladas las apuestas en la lucha gitana rafaela,
con cuatro gestos y tres guiños, los rafaeles reorientaron y pusieron en
danza los dineros para cubrir nueva porfía. Y divididas quedaron las
apuestas al abarcar los hermanos, juntos, de hombro a hombro, casi la
misma manga que el Kahanamoku.

El capitán Bichomalo, probablemente, al final hubiese tenido que recurrir a


los rafaeles para que le ayudasen a pegar una paliza de muerte a Zapapico y
Rancapinos. Pero no pidió ayuda, ni esbozó intenciones de ir a hacerlo. Ni,
de hecho, tampoco era Ruin el que se iba para ellos. Era Rastrojo, el tullido
desde siempre, quien se remangaba la camisa para enfangarse en la pelea.

Rastrojo enfiló hacia los hombres. Harto estaba de tanto dislate.

Pese a poder pensar los dragonitas que era pan comido, que sin cazar al
oso ya tenía su pellejo en el morral, Zapapico y Rancapinos intercambiaron
unas miradas para intentar ponerse de acuerdo. Les era raro el entrar en
pelea alguna teniendo ellos mayoría numérica, y aún más desconcertante se
les planteaba compartir al tiempo enemigo. Tan nueva les era la coyuntura
que no sabían si dividir la fuerza de sus sopapos para entre los dos
orquestar sólo un golpe, o poner de sí lo acostumbrado y redoblar la
solvencia del meneo. En cualquier caso, todo quedaría en meros postulados
teóricos al tomar Rastrojo la voz cantante y enzarzarse a hostias con los dos
al tiempo. Y sin miramientos.

Saltimbanqui, contorsionista, hombre forzudo… ¡Prestidigitador!

De todos había hecho Rastrojo suplencias en el “Máximus et Mínimus”… y


también de taquillero y hasta acomodador. Y tener número propio, sí. Pero
le bastaban las disciplinas antes referidas para él solito tener en jaque a los
hermanos. Y sobarles los morros tal nadie se los había sobado hasta la
fecha. A mano llena, a callo hecho en hueso, repartía estopa el capitán
Rastrojo. Y esquivar las tarascadas de Zapapico y Rancapinos tal mangosta.

Fuera de sí, Rastrojo era una máquina de combate y apabullaba su


soltura y facilidad para repartir guantazos, aunque tampoco eran los
hermanos mancos ni meros juguetes bélicos. Encajaban, sí. Encajaban bien.
Demasiado bien. Tanto, que Rastrojo acabó volcándose en el ataque y
descuidando la defensa. Y claro, tarde o temprano el sino de todo juego es
dar la cruz, y ésta llegó en forma de tremendo hostión que acertó a arrearle
Rancapinos.

Y caer Rastrojo de culo al suelo con la mandíbula desencajada, quedándole


cara de estupor y consternación.

Y aunque maltrechos por los golpes recibidos, los hermanos esbozaron una
sonrisilla de no estar dicha la última palabra en el pleito que se traían.

Mal acierto, sí. Tumbaron a Rastrojo, y conociendo a los muchachos,


tampoco quiso Herejía tomar preeminencia y saltar a la palestra para
llevarse una ensalada de mamporros. Fue Ruin, quien, ofuscado, decidió
acortar el litigio extrayendo del cincho las dos pistolas que le quedaban, y
sentado en la cubierta se dispuso a abrasar a Zapapico y Rancapinos.

Y… y…

Y … ¡Cof, cof, cof!... ¡Ejém, ejém!...

Gritó y rugió el capitán Ruin Bichomalo tal que fuese criajo malcriado al
que la institutriz prohíbe arrancarle las alas a la mariposa. Y lo dudó,
sopesó si hacer caso omiso a los chisteos de Rafael Eustaquio o no, y
pegarle dos tiros a los fulanos que le habían descuadrado la boca. Le sería
sumamente sencillo pues con un furtivo tic del dedo los mandaría al
Infierno. Y ganas tenía, unas ganas locas de matar a alguien, o mutilar y
descuartizar.

Años y años, ¡Décadas!, sin que nadie le atizase a la manera, y, gritando


enajenado, cedió Bichomalo sus pistolas a Rafael y Rafita, y él… él
centrarse en buscar a sidi Hassami said Hassiam.

En la bodega, la condessa no encontró carga meritoria, ni pólvora


suficiente para hacer estallar en condiciones, y con dignidad, el navío; ni
barriendo la santabárbara. Y en los camarotes de la oficialidad, a vistazo
rápido, tampoco localizó cosa interesante a sus ojos. Pero al irrumpir en la
cabina del capitán, ahí sí topó con lo que buscaba.

El caravaggio.

… Y expuesto en condiciones.

Y la dama tomó asiento en el sofá de orejas para degustar el momento del


re-encuentro.

Y tan grato era el instante, que automatismo, de una mesita que rondaba
cogió convoy de fumar y se preparó una pipa. Una buena pipa, en buena y
tétrica estufa, al tallar la caña de la cachimba la columna vertebral de una
persona y el cráneo ser la cazoleta; y no ser la que ya conocía de la
contramaestre, era otra.

Una macabra sensibilidad artística envolvía el lugar. Y al observar en


detalle la estancia, descubrir, que aunque manga por hombro el
compartimiento, en sí era un gabinete, un museo. Una pequeña pinacoteca,
monográfica, dedicada al capitán… al capitán que fuese en ese preciso
momento el caporal, y siendo momento confuso de gobierno, los
“capitanes” de los retratos podrían ser cualquiera; Ruin, Herejía o Rastrojo;
cualquiera de ellos.

Por mor al buen gusto de Margarita Laloba, la colección era más amplia y
variada, acogiendo esculturillas, y ánforas, y capiteles, y anclas viejísimas,
y cosas raras que les habían parecido hermosas a padre e hija a lo largo de
su coexistencia marinera; de un cepillo de pelo de bigote de morsa albina
con mango de ébano, a… a cacharrería y trastos de matar de admirable
factura y uso corriente por combatientes de variados credos. Por todos
lados había tiradas espadas y cuchillos. Armas de todos los pelajes.

… y la cama, la cama hecha un asquito en aparente orgía sangrienta.

¡La mujer, por si se había olvidado, estaba en el Kahanamoku, en la cabina


del mismísimo capitán Ruin Bichomalo!

Y un escalofrío recorrió el cuerpo de la condessa. Y de repente se


observó a sí misma en la situación. Ser consciente de la temeridad. Y se
sorprendió admirada por la majadería. Muchas locuras había cometido
hasta la fecha, y a gente muy importante ofender e introducir el dedo en el
ojo. En mil líos se había metido. Y prestado a cualquier astracanada que
entendiese risible. Y matado inocentes, sí. ¡Sí!

Pero… pero hacer uso cómo propio del camarote del capitán Ruin… pues
el Kahanamoku era indiscutible patrimonio suyo, eso… eso era lo más, lo
más… eso era algo así como un híbrido entre un sueño y una pesadilla.

Un placer y un acojone al tiempo.

Lindante a la irrealidad, y por buscar los bordes al instante, y la verdad que


encierra el vino, los labios echó la condessa a una botella que amparaba
una cena fría; y le supo a gloria el néctar; aunque no le sacase de la duda.

Más luz necesitaba el asunto para ser dirimido, y también observar en


detalle La Decapitación de San Juan Bautista; no fuese a ser un fraude
cómo el que le coló ella al Gran Maestre, ¡O aún peor!, ser el auténtico y
estar dañado.

Por ínfima grieta nueva que le hubiese salido al cuadro, ya sería daño que
no purgaría su conciencia, no, pero sí su alma de devota admiradora al
maestro Caravaggio.

Y por ello abrió el ventanal.

Atardecía.

Antes de írsele de nuevo los ojos sobre la obra pictórica, la mujer dejó
pasear la mirada por el exterior. Cielo y mar también estaban para ser
llevados a cualquier tela, e incluso los barcos que les seguían no quedarían
mal dando subtema náutico: Batalla naval.

¡Y cañonearles!... sin acierto ni distancia, eso también.

Y ver, y oír las andanadas, la condessa; pero a nada que retiraba la cabeza
de la cristalera, prácticamente todo ruido del exterior fenecía. Dentro del
compartimiento sólo osaba entrar sin permiso la luz del atardecer… y ella
misma. Y pese a casi el silencio absoluto, el sitio generaba su propio
soniquete que se asemejaba a un corazón latiendo… o no, más bien al “tic,
tac” de un reloj; aunque desacompasado el surcar de las manecillas… o ser
declarada la patología arrítmica al variar la cadencia entre los tic y los tac;
entre ellos pasaba una eternidad, o montado uno en otro se escuchaban uno
solo.

Prendió la condessa el oído al ritmo, y tras ratitín de rastreo acústico,


localizaba el origen en dos puntos distintos de la habitación. Uno, su propio
pecho, pues innegable que eran sus latidos los que atronaban en el
compartimiento. Y también era vientre del latir, acompasado a su corazón,
un reloj de pared; con esfera cuadrada y agujas que eran guadañitas. Y reloj
de mucho capricho por forma y funcionamiento.

… Embrujaba la máquina, y con gran trabajo, devolvió la dama los ojos al


caravaggio.

A vista de amante estudió el lienzo por pulgadas no hallándole deterioro


nuevo. Y vacío de gente excluyendo a los personajes que inmortalizase el
maestro, y por si tuviese parásito, con voz profunda la mujer invitó,
conminó a los posibles okupas, a que desalojasen el cuadro. Y no, no le
respondió nadie. Llamó, aún así, por si acaso, a Dióscoro, a Bulín, al
Lechugas, ¡a su propio exmarido! A cualquiera que escondiese en la tela y
le fuese a joder a ella el disfrute ulterior. Con la lengua vieja del mar
ordenó salir del caravaggio a cualquier alma que no hubiese dejado dentro
aposta el pintor.

Y con la luz del ocaso, y las sombras propias de la cabina, reconocer la


señora que nunca tuvo mejor colgadero y encuadre la pintura. Ni tendría.

… Lástima que el camarote, y el barco, los supiese propiedad irrenunciable


del capitán Ruin Bichomalo; o al momento de algún otro botarate.
A hilvanes que era su planteamiento vital, a la condessa se le hizo plan
corrido el descolgar el cuadro, enrollar y salir de allí por patas; y luego ya
pensaría otro pespunte; la atmósfera del cuarto, por cristalina y silenciosa,
era densa y ensordecedora; irrespirable; e introducía en el cerebro un pitido
constante que en realidad no existía. Acúfenos fantasma.

Entre los tic y los tac cardiacos, y el timbre inexistente pero punzante, el
ambiente era abrumadoramente displicente.

Lo primero, pues, sería cortar los tensores de La Decapitación para hacerse


con la obra de Arte; y manejarse con sumo cuidado. Y aun no siendo malos
los filos que portase la dama, a melómano ojo se le hacían inapropiados
para la cosa. En derredor tenía mejores instrumentos para acometer la
maniobra, y aunque simple ésta, se le hacía necesaria la sutilidad del
bisturí; y la cacharra que ella esgrimía era de vocinglero deshuesador
chacinero. Mejor usar del instrumental que le rodeaba, cuasi quirúrgico, sí.
Y serlo también.

Varios escalpelos y sables le dieron soporte a pensar que servirían para el


propósito. Con ellos, de un solo y seco tajo, cortaría los cables que
mantenían la obra expuesta sin que sufriese ésta daño al bajar de la
colgadura.

Seguro que los dichos aceros valdrían para la limpia pretensión. Pero uno,
un cacho de yerro que quedaba casi oculto bajo una pila de meritorias
chatarras, le dio el pálpito a la condessa que ésa sí que sí que era arma
nacida para el empeño que quisiese blandir su mano. Espada, que al extraer
de la sepultura, vino a darle tacto conocido; aunque la empuñadura original
dormitase encinchada con cueros; vendas de las que amortajan los cuerpos
excelsos.

Y pese a enmomiado el pomo, al enmangarla la señora supo de qué acero se


trataba.

… Desgarbador.

¿”Desgarbador”?

¡¡Desgarbador!!

… E invocado, descuajar un rayo el aire en su bajada expandiendo la


sordera.
Y romper a llover a capachos.

Libre de la mortaja, vuelto a la vida esgrimido por la mismísima


Assessina, el viejo sable de Portento flotaba tal pluma al final del brazo de
la dama. La cascarilla de óxido y moho se desprendía con cada flameo que
ejecutaba la condessa, y siendo niña que sonríe, siendo Patata, hizo bailar y
girar sin freno a Desgarbador en torno suyo sugiriéndole decenas de nuevos
vuelos que nunca le propuso propietario alguno.

Rejuveneciendo hasta prácticamente la forja, Desgarbador se retemplaba


solo y refulgía acalorado. Al tacto parecía hasta caliente. Y afinado para el
propósito que le pluguiese a sidi Hassami said Hassiam.

¡Nunca tan buena simbiosis armó belicoso brazo!

Y establecerse otro hilo entre nubes y mar, y herir la luz los ojos, antes que
el vozarrón los tímpanos.

Pero hacer.

Y aunque se reconociese aturdida, complementarle el temple del pulso el


propio acero, y ni que fuese voluntad e instante escogido por el mismo
Desgarbador, con el aire de dos viajes del filo, y dos saltitos de ella entre
medias, liberaba el cuadro del tendedero, y motu proprio elástico,
autoenrollarse la obra pictórica antes de caer al piso, ¡y aún antes!, estar en
el sitio adecuado la condessa para cogerla al vuelo con dulzura de niñera.

Y besar el rollo de tela tal que si besase al maestro Caravaggio… o a la


sabrosa Rosario.

Y sonreír tiburona.

La Decapitación de San Juan Bautista estaba en buenas manos.

Aunque… ¿Por cuánto tiempo?

La Cencellada, el Opendig y… y el Marenostrum, ¡El Marenostrum!,


seguían intentando darles caza, y pese a que en un principio la emboscada
tendida pareciese pecata minuta para las destrezas al timón de Margarita, la
verdad es que, a través del ventanal abierto del camarote, la condessa veía
crecer a las embarcaciones hostiles. Acercarse, al punto, que aunque yerro
todo el trabajo de la artillería, se empezaba a vislumbrar en el chapoteo de
las balas al caer al agua, una clara intención de hacer rail y acertar de pleno
contra el Kahanamoku. Fiasco tras fiasco iban afinando los del pizarrín.

Y el… “… tic, tac… tic… tac… tictac… tic… tac, tic…”

Y el… “¡¡Piiiiiiiiiiii… Piiiiiiiiii…!!”

No, desde luego que el camarote del capitán Ruin, no era un sitio para estar
mucho rato… ni convidado a café, y antes de abandonar el compartimiento,
la mujer perdió un último vistazo por las esquinas, y, aunque no aparentase
ser tesoro, ni zurrón para guardarlo, a la condessa le llamó la atención una
vieja bolsa de viaje tirada en un rincón. Vieja, como para ser heredad en la
infancia de Matusalem, y trotada por haber dado servicio uniendo Roma,
Yerushaláyim, Makka al-Mukarrama y Vârânasi. Y nacida del pellejo de
algún demonio cojuelo, pues pese a evidente la ardua vida hecha por la piel
del petate, dándole buen viaje al peregrino, el morral tenía el atractivo de
las personas mayores muy curtidas, curradas, llenas de consejos y
cicatrices. Bellas a primera vista.

Y dulces de suspirar por ellas.

Y una vez la tuvo en sus manos, la condessa se enamoró.

Lo primero que hizo fue olerla, luego, abrirla y mirar en su interior.


Negro el forro, y aparentemente vacía, aquello parecía la boca de entrada a
un pozo. Y al meter la mano dentro buscando recoveco o bolsillito, sugerir
la cavidad hallada que allí había cueva donde poder reunir los primeros
martes de mes a todas las almas del Tártaro para ser pesadas de 7 a.m. a 3
p.m. en el mercado; y que hoy no fuese día de plaza.

Aquella inmensidad estaba vacía… o lo asemejaba.

Sacaba la mano del zurrón la dama, cuando las yemas de sus dedos rozaron
algo, una astillita le pareció al acariciar para concretar, maderita
desconcertante, pues al pretender establecer dimensiones, perimetrar al
tacto, aquello empezó a crecer, más y más, hasta hacérsele necesario
extraer de la bolsa para concretar a pupila dilatada aquella monstruosidad.
Y de palito pasó a palo, y de palo a madero, y de madero a remo. ¡Un remo
canónico! ¡¡Una pala de esquife extrajo de la bolsita!!
Epatada, la condessa introdujo la cabeza en el morral por si le fuese más
sencillo y rápido escrutar a ojo toda la caverna. Y no. Nada. La valija daba
ecos, pero poco más.

Chula y bonita era la bolsa de viaje, y liviana pese a la cantidad de aire que
contenía, e infinidad de servicios calculó que le haría a nada de dejar volar
la imaginación, pero no siendo momento de sueños, se le antojaba factible
a la dama que el primer uso que le diese fuese el de cartapacio para guardar
el cuadro de maese Caravaggio.

Y sin sorpresa, pues lo intuyó capaz, tragarse la oscuridad La Decapitación


de San Juan Bautista enterita y no traslucir el buche de cuero, tal vulgar
culebra que se comiese un elefante, lo que le albergaba la panza.

… Y volver a caer un rayo de los que acallan corazones por dejar sordos
sus latidos.

… Y el fogonazo dañino de la luz previa.

Se cruzó la condessa en bandolera el zurrón a la espalda y se dispuso a


salir del camarote, pero antes, y visto el éxito para encontrar maravillas con
postreros vistazos, volvió a lanzar los ojos a los seis esquinazos del cuarto.
Y nada. De arriba abajo recorrió a mirada la estancia pero no encontró más
cachivache interesante que recuperar.

La Decapitación… Desgarbador… y la bolsa insondable… le debieron


parecer suficiente botín para dar fe de su paso por la cabina del capitán
Ruin. Tres chismes rapiñados, que juntos, constituían tesoro; y por
separado. Y reír la mujer para sí, y por si fuesen sus últimas risas, también
volvió a sacar la mirada al exterior; al mal tiempo, buena cara.

El ventanal de popa no enmarcaba barco alguno corriendo su estela.


Limpia la retaguardia a ojo, aunque a oído, una mancha acústica reventó el
instante. Y ni oír silbido alguno previo. De repente, aunque allí fuesen
todos conscientes de la posibilidad, una bala de cañón atravesaba el
camarote teniendo entrada donde estuvo colgado el cuadro, y la salida en el
mismo respaldo del sofá donde ella tomó breve acomodo para disfrutar del
caravaggio.

Y casi seguida a la primera peladilla, sin darle siquiera tiempo a la


condessa para cambiar su expresión facial, un segundo mazapán, éste el
mencionado sucio, impactaba de lado contra la cristalera del
compartimiento arrancando, y dejando hecho añicos, el cierra de la popa.

Visibles quedaron las intimidades de la cabina.

… Y a catalejo, hasta ella misma.

Antes de salir a cubierta, la señora quiso calibrar el ambiente y plantó la


oreja tras la puerta. Y siendo verdad que la realidad supera a la ficción, si
atronador era el camarote del capitán Ruin por silencioso, la cubierta del
Kahanamoku retumbaba por natural querencia de los cielos; rompían en
torno a ellos sin tregua rayos. O, si la había, ¡Unos segundos que se tomase
Zeus para recargar la saca de enojos!, en ese breve intervalo era la voz de
los rafaeles la que se imponía a los Elementos. Y quejaban nerviosos. Más
fuertes que el bramar del mar al trasquilarlo, más onomatopéyicos que el
viento hecho ruido, más claritos que los relámpagos crudos, escuchaba la
dama a los primos llamar a la prima: ¡Chapucera!, ¡Manoloncha!,
¡Malamarina!...

¡¡”Malamarina” ella! ¡¡Ella!!

… Y otros vituperios, pero lo de “Malamarina” sabía la condessa que sería


motivo para hacer hervir la sangre a la otra, y que si no se escuchaban
alaridos agónicos, eso era porque Margarita seguiría embebida en el
menester de llevar el curso del bajel en persona.

… Si no… ¡¡Si no!!

… Si no, lloros se oirían.

Era el momento idóneo para reaparecer en cubierta.

Y coincidió su salir con un callarse hasta de los truenos; viento y lluvia


no, ellos siguieron.

Y el cielo paró por casualidad o condiciones, pero la gente que hollaba el


Kahanamoku lo hizo por estar volando a su alrededor la vomitona derretida
de trescientos cañones; trescientos y pico largo de cigüeña.

Y el revoloteo en desbandada helaba la sangre. Y con ello el aire en los


pulmones.

… Ni respiraban.
… Y la condessa se unió al pasmo colectivo en cuanto tomó compostura en
el sitio… ¡Cientos de balas de cañón danzando en torno suyo!

Sólo Margarita, chirriando dientes y mascullando atrocidades para los


primos, parecía en cierta medida ajena al funesto bailar de las balas en
derredor.

Cuatro… cinco… diez habían sido las andanadas encabalgadas que les
largaron… con holgura los mil quinientos proyectiles les recortaron silueta,
y pese a sólo acertarles dos, ¡Dos de mil quinientos! ¡¡Y casi-casi también
ser estos aciertos fallos!! a Margarita se le hacía injusto e irrespetuoso lo
escuchado en el trance.

¡Y rechinaba sus muelas tal el Kahanamoku sus cuadernas!

Tanta pólvora hubo, que los barcos enemigos se envolvieron en una


cortina de humo, o más apropiado sería decir que se enredaron en una
bufanda “polvorienta” a nada que la contramaestre maniobró en
consecuencia para que aconteciese. Y por eso no respondía a las quejas de
los rafaeles con propiedad; pero haría, farfullaba la hija de La Fría
atrocidades vengativas que ni quiso compartir con el navío.

Margarita cabalgando viento y olas, los proyectiles chapoteando a la


vera o bufando al oído, y lluvia y rayos atizando inmisericordes. Y la
dotación del Kahanamoku, y los suyos, y hasta la condessa misma, lógico
que compungiesen ante la componenda que cernía. Pero sidi Hassami said
Hassiam no, y nada tardó en salir de la conmoción, para buscar nuevo brete
en el que meterse.

Y sólo entendió dos vías de escape para disfrutar un nuevo Sol; el presente
ya recostaba tras el horizonte.

O huía de la que se les echaba encima siendo capitana del Kahanamoku;


cosa harto cansina, peligrosa y complicada, al conllevar la opción pasar por
encima del cadáver, a lo poco, del capitán y contramaestre; e intuir que
también de los zíngaros.

O huír de allí entregándose humildemente al servicio que le encomendasen


en el barco atendiendo a su historial, rango y experiencia; conchabándose
con el capitán Ruin, o el meapilas del exmarido, o el amigote, todavía
interpretaba escampavía al entuerto sidi Hassami said Hassiam.
… Claudicar, rendirse a los navíos que les acosaban, no, ¡No!, no le era
opción al saber bien las intenciones de la entente de mojigatos para con
ella; ni Emmanuel le sería valedor incuestionable y con última voz.

Mal lo tenía por ser Patata, y re-mal por coincidir en su persona ser al
tiempo la condessa, y si a eso se añade, y hace trino, el ser al igual la
temible Assessina, ¡Y más cosas! Pero el concreto triplete de títulos le
garantizaba tener la sentencia firmada y el juicio hecho; sin estar siquiera la
mujer presente, ni sabiendo siquiera los que se les echaban encima que ella
estaba a bordo; daría lo mismo.

Sí, lo más sencillo sería venderse al servicio del capitán que fuese. Si
Herejía, si Rastrojo, estaba el asunto hecho con dos mariposeos de párpado.

Si Ruin, ¡Ay amiga!, en ese caso la cosa estaría jodida.

… Y a Margarita no le quiso entender inconveniente alguno al caerle a ella


bien la zagala; y dar por descontado, que siendo a la inversa el lance, la
contramaestre también daría por sentado que sidi Hassami, o la condessa, o
vecina del rellano que le fuese, le ofrecería cuartel y una manzanilla… Y
concretamente Margarita ya lo había hecho una vez; dos, no sería ni cosa
nueva.

Pese a que Desgarbador irradiaba un aura ultravioleta insinuando que


estaba presto para la camorra con quien fuere, la condessa lo embuchó en el
cincho, y tal vieja Astartet de terracota la mujer ofreció las palmas abiertas
al grupo de la cubierta en señal de paz; y manifestar su presencia
carraspeando. Aunque absortos todos en los fuegos artificiales que
parodiaban las balas trazadoras impregnadas con pirita, nadie le prestaba
atención. Y ella carraspear más fuerte, y más, hasta que aquello trocó en
espasmódico ataque de tos. Y entonces sí captó la atención del capitán, ¡Del
capitán Ruin! y del resto de presentes. Y la señora sonreír a la barquiforme
para complementar la “inocente” pose.

Y reír también Ruin, pero malévolamente, y salir el hombre disparado


hacia ella enarbolando a Gurriata, que excitada, pulsaba brillos infrarrojos.

Cojitranco el capitán, a nada de dar dos zancadas, ella ya había dado


cuatro en sentido contrario y hasta echar mano al obenque. Y treparlo. La
condessa se tiró a la arboladura de mesana sin dudarlo, y tras ella, gritando
tedeums, Ruin.
Pensó la mujer que ella, a cuatro extremidades, se desenvolvería mejor en
la selva de drizas, cabos y velas, que el capitán Ruin Bichomalo a dos y dos
mitades. Entre el velamen la dama tendría ventaja.

… o no.

Nunca gustó el capitán manifestar sus “minusvalías” en público a no ser


que de ello sacase provecho; y no ser el caso. Ni de piernas que le
impulsasen tenía necesidad el hombre, y tal que estuviese reviviendo su
devenir ordinario en el Máximus et Mínimus, ¡Pues huelga que ese
manejarse funambulista en las lianas era propio de Rastrojo!, a pulso,
tirando de brazos y torso al haber envainado también a Gurriata, ascendía
raudo en el tendedero el capitán.

Por el simple manejarse en los palillos, entendió la condessa que quien


le perseguía no era Ruin, y por eso paró su ascensión en el mesana. En el
travesaño de la gavia mayor, Desgarbador en mano, aguardó la llegada del
adversario.

Y éste, para disgusto de la mujer, que se lo leyó en el buscarse el equilibrio


y el iris del ojo, ser ahora Herejía. Y no tener la dama ganas de hablar con
él, no. Y por eso proseguir la huida.

De un palo a otro tenían tendidos los rafaeles cabos para mudar de vela en
poco tiempo cuando faenaban en las alturas. Y de esas cuerdas hizo uso sidi
Hassami para escurrirse de un mástil a otro. Y algo de embriagador tendría
la plástica del movimiento y los vuelos al mantener subyugados a los
espectadores de la cubierta del Kahanamoku; y posiblemente también de
los otros barcos pues dejaron estos de cañonearles. Incluso Margarita
alternaba la vista y atención, entre lo que estaba pasando en la mar, y lo que
acaecía sobre su cabeza.

Y tampoco era para tanto a criterio de la contramaestre, al saber al padre


capaz de dar caza a cualquiera en la arboladura del Kahanamoku pese a su
cachaba de palo y el garfio. Y los rafaeles saberlo aún mejor, por praxis, al
no servirles nunca la triquiñuela de escaparse a las gavias para evitar una
tunda. El capitán, emperrado, siempre les alcanzaba, y por eso no apostaron
entre ellos la cuestión de si daría caza, o no.

Daban por hecho que sí… ¡Adónde ir!


Era un pueril, un infantil correcalles que desembocaba en sinsalidas, un
pilla-pilla cuasi circense, que acababa inevitablemente en un “pilla… pilla,
pilla, pilla… zasca, zasca, zasca…” del capitán mientras se explayaba a
patadas y puñetazos. Una solfa de tortas, como mínimo, le esperaba a la
mujer en cuanto le echasen mano… o una reprimenda gorda y seria.

Y si cierto que se notaba en el manejarse en el tendedero la presencia


acrobática de Rastrojo, también se percibía en el desenvolverse de la
condessa las habilidades y destrezas de la Assessina, y en última instancia,
y en pureza, ser la vieja Patata, que niña ¡Cómo sólo un niño desprecia la
vida por mero juego! Patata se balanceaba de verga a verga, volaba de un
palo a otro infartando al padre ajeno.

Por pura chanza, o por tripularle los músculos el alma de cría, se entregaba
la mujer a la porfía de no dejarse atrapar entre el velamen.

Y tal chiquilla, cuando hartó de cabriolas y volatinas, de chillar y reír, de


trastear con el quicio de la nada, abandonó el correcalles y bajó los pies a la
cubierta.

… Y desembuchar a Desgarbador; y hacerle binomio un meritorio puñal


familiar de hoja flamígera; era el momento de lucir la heredad de los
Hassiam.

Y tocar el piso el capitán, y poner en danza sidi Hassami a Desgarbador.


Y sin zarandajas, trazar arco la espada para partir al hombre en dos. Y
hubiese hecho, de no abuquizar el capitán Ruin en cubierta desenvainando
sus instrumentos, y tener tiempo para cruzar a Gurriata y al cuchillo de
Pizarro y blocar el devastador golpe.

Y rapidísima, aguijón que le fuese la zocata, tirar también la mujer una


cuchillada, que no acertó con las tripas de Ruin, por interponerse en el
propósito Gurriata con prestísimo recorte.

Y ambos, Assessina y capitán, al tiempo, tomar un paso de distancia para


estudiarse.

Anochecía, y las sombras comían los horizontes. Sólo lejanas claraboyas


de aire en el forjado de nubarrones ofertaban ventana a la Luna para asomar
la cara. Y colgaba oronda y cotilla. Y las propias nubes preñaban
relámpagos que corrían sus barrigas, y ora aquí, ora allá, precipitarse al mar
un rayo inundando cubierta y barco con luminosidad espectral. Y prueba
del Averno inmediato que les rodeaba, en el destrozado camarote del
capitán medró una pequeña llamita hasta erigirse llama, y de naturaleza
voraz toda luz, tomó empaque y salió del compartimiento el fuego por la
popa hecha astillas. Avivado por el aliento del mar, y acelerante que se le
diría la bendita lluvia al espíritu demoniaco del Kahanamoku, ascendió la
llama el culo del barco tomando virulentamente el barandal de popa.

Lo suyo sería apagar raudo las llamaradas para no ser señuelo o


reclamo, diana fácil para cañones ociosos en la noche. Y Margarita a gritos
lo exigía, ordenaba a los rafaeles que apagasen las llamas y a los otros que
ayudasen a extinguirlas; sin demora. Obvio que era lo suyo, como muy
suyo, muy de los rafaeles, era entregarse al vicio de la apuesta. Y excusa
tenían para contemplar absortos el duelo, y no atender la demanda de
apagafuegos, por serles última orden del capitán que vigilasen a los
respectivos sin despegarse de ellos, y aquellos clavaban al sitio
“disfrutando” del espectáculo.

… Y que al rojo andaban las apuestas… ¡A la par! ¡¡A la par de verdad!!

… Mephistópheles escucharía los exhortos de Margarita, sí, a


Mephistópheles, que le tenía algo de secreta fe la mujer, se encomendó y
confió la labor de apagar los fuegos. Ella no podía descuidar más atención
del timón, pues crecidos los enemigos, y últimos movimientos de la partida
que urdiese la contramaestre, el Marenostrum, La Cencellada y el Opendig,
maniobraban en las proximidades con la aparente intención, o
posibilidades, de darles borda y abordarles en cualquier momento; tan
cerquita unos de otros que era peligroso dejar al albedrío obrar a los
cañones, y hasta finos y profesionales ¡Artistas! Se demostraron los pilotos
por no surcar lejos unos de otros cruzándose las respectivas estelas.

Se apreciaba movimiento en la cubierta de los barcos preparando líneas de


garfios y bicheros; los zapadores iban tomando amura con la utilería de
asalto.

Bastaban las llamaradas de popa y las luminarias que arrojaban las


nubes para alumbrar y vestir de irrealidad el terrorífico decorado. Decorado
sin parangón posible en teatro alguno, tramoya de magnas potencias, en el
escenario, en la cubierta del Kahanamoku, se medían hieráticos la condessa
y el capitán… el capitán Ruin, Herejía y Rastrojo; los tres presentes, al trío,
por turnos, les diseccionó sidi Hassami el asomarse al balcón del ojo; y los
ademanes, el asir y reasir, particular de cada uno, al esgrimir a Gurriata.

Ahora o nunca. Conociendo bien al ex-marido, y al ex-amigo, y al enemigo


perenne, imposible sospechaba la mujer la armonía y concordia
cohabitando en el cuerpo del capitán mucho rato, y de ser, ahora sería buen
instante para entenderle encrucijada de debilidad y desgobierno al hombre
y atacar la dama en firme con su mejor repertorio; uso debería dar la
Assessina a todo lo aprendido a carne rota.

Tal vendaval o torbellino, diosa brahmánica de cien brazos, con todo fue
al choque sidi Hassami said Hassiam. Y no sólo exhibió doctos modales
espadachines de cátedra europea, no, cuchilladas traperas de tasca andina
volaban, de los dos lados del Bósforo saliero a relucir requiebros, y del
África sahariana y negra espadazos tan vetustos y clásicos como la
humanidad.

Diálogo de viejos herreros era la liza, y repicaban sus palabras en el yunque


con timbre más viborino que el de los rayos que caían a la redonda. Y
chispas azulonas y rojas.

Chocaban las espadas con inusitada veracidad cromática.

Quiso suponer la condessa que la partición interna del ser avernal que
tenía delante le beneficiaba a ella, pero, tras rato de intercambiar
mandobles, la dama acertó con la verdad de poder llegar a ser sumativos
sus dones, y siéndolo, quizá empezando a demostrarse superiores la suma
de habilidades del capitán, se dispuso a echar el resto sidi Hassami said
Hassiam y encadenó una serie magistral de golpes. Semejando ser la lluvia
que arreciaba al atravesar sus mangas, se vació la condessa en un último
ataque. Tan arrollador, que apenas pudo el capitán dar respuesta y
suficiente compromiso le fue contener o blocar los achuchones. Y uno, y
otro, y otro, y otro más. Y hasta el último esquivó, una última estocada de
Desgarbador, que aunque rozó al hombre y le desgarró ropas y carne, acabó
el acero alojado, atravesando, el palo mayor; apenas sobresalían del mástil
mango y punta.

Y la propia mano de la Assessina hubiese quedado en el sitio blandiendo la


espada, de no soltar ésta la dama al comprender a Desgarbador perdido.
Y sin otra salida a la vista, la condessa agarró un cabo largo de los de subir
al banderín, o bajar, y tomando algo de carrerilla en la cubierta, y
valiéndose de la baranda de la borda para despegar, saltar a mar abierta sin
soltarse de la cuerda.

Tonta la escampavía, la verdad, pues a lo sumo, una o dos serían las vueltas
que podría dar volando en torno al barco antes de enredarse con los cables
del aparejo.

Y de todas formas, ir a quedar en el mismo sitio al final del previsible viaje.


360 ó 720 grados de revoloteo alrededor del Kahanamoku.

Y el capitán Ruin requerir a los rafaeles que le devolviesen los trabucos


encomendados hace breves instantes.

Con tiempo y arco para apuntar bien, Ruin se lo tomó con calma;
lindando la pachorra y el sadismo. A dos manos acompañaba la trazada
revolandera de la condessa y por propio gustirrinín canalla se
mordisqueaba los pelillos de la barba. Quizá el insufrible contubernio
meteorológico acabase con buen regusto al final. Sólo le separaban del
clímax, que prácticamente paladeaba, dos gatillazos… o dos ¡Pum!

… O un par de: “¡Ejém, ejém!” acompañados por unas toses… “¡Cof, cof!
… Ejém, ejém”.

Sí, Rafael Eustaquio se acercó al capitán con la previsible intención de…

… de hacerse saltar los dientes de un puñetazo, y quedar tendido


inconsciente en el suelo, por obra y gracia del capitán Ruin; ya le había
tocado los cojones lo suficiente y el subalterno no lo supo entender; ni ver
venir.

Y volver a emparejar el capitán la alidada de sus pistolas con el aleteo de la


tórtola antes de completar ésta su primera vuelta en torno al barco. Y ni
empezar el periplo de su segundo vuelo perimetral, acomodarse el capitán
Ruin en los gatillos, y cuando iba a disparar, entrometerse en la intención la
voz de Rechico, chillando, imponiéndose a la enrayada, berreando que la
Malamuerte… ¡La Malamuerte!… dos cartuchos… viajaba a la espalda de
la dama en el zurrón.
“¡La Malamuerte!”… “¡La Malamuerte!” no era palabra ni expresión que
destacase en el contexto; quien más, quien menos, todos gritaban
horrorizados; en otro pifostio puede, en éste no desentonaba. Y a todos pasó
por alto la advertencia probablemente por proferirla Rechico entre risotadas
nerviosas, sí, a todos pasó inadvertida, salvo al capitán Ruín y a Herejía, a
ellos no, ellos, conociendo la tremebunda capacidad destructiva del
explosivo, a la distancia, ni cálculos les hizo falta echar para saber que si
detonaba no quedaría del Kahanamoku sustancia suficiente para tallar
mondadientes.

Y de ellos ni pellejillos crujientes.

Y ambos se retrajeron. Pero Rastrojo no.

¿A dos manos?.... ¡Bah! A Rastrojo, ¡Y más al capitán Rastrojo!, le


bastaba una mano, la mala mismamente, para acertarle en la sesera con el
plomo a la señora; dejárselo en el entrecejo.

Hasta con una cinta negra en los ojos lo podría hacer.

Y se dispuso a demostrárselo, aunque la venda que le brotase del lacrimal


fuese translúcida y acuosa por tejerla un buen recuerdo; probablemente el
último; distorsionadora en cualquier caso la evocación.

Y atronar el disparo cómo rayo titubeante y perezoso que desgaja de las


nubes, y también sonar a bosque que descuaja por galerna, y hasta a gavias
que se desmembran por abofetearse entre sí los botalones al cruce.

Y no ser metáfora lo descrito, ser ruidos gordísimos que les envolvieron.

La pistola montó su timbre y fogonazo en una culebrina tartamuda que


cayó del cielo. Y los chasquidos secos, que sonaron a troncos quebrados,
resultaron ser La Cencellada y el Opendig chocando y convirtiéndose a la
recíproca en pecio; muy cerquita; por babor.

Y por estribor el pasar al rape, y a contrapelo, otro navío repicando


gigantesca chalaparta… ¡El Maresnostrum!

El Marenostrum, con todas las poternas levantadas, y los cañones al quicio,


les rozaba lenta revista bajo el atento ojo, y dedo en alto, del Gran Maestre.

Y Emmanuel, frío, contuvo su gesto un segundo, lo que tardó el vuelo de la


condessa de un barco a otro. Y tras acertar la señora a abuquizar sobre la
enorme cruz de la vela, y escurrirse hasta la cubierta indemne, el Gran
Maestre sonrió y ordenó seguir todo recto de vuelta a casa, a Malta, sin
atender más gresca. Y ser él esta vez el que se despidiese clavándoles a
todos el dedo corazón en peineta; y con el índice de la otra mano, con
pocos gestos, pero concisos, reseñarle a Murciégalo que en ésta no, pero la
próxima que se viesen, le afeitaría el gañote en seco y a la transversal; y
permitir que la dotación del Marenostrum enseñase el culo a los otros.

El capitán Rastrojo no se lo podía creer, ni el capitán Ruin.

Herejía sí. Era muy de su ex-mujer salirse con la suya o dejar prendida en
el viento la última palabra. Y de hecho, dijo. Enigmática, excepto para
Libélula y Rosario que estaban en el secreto, la dama concretó a voces,
despidiéndose, que se volverían a ver, que se rencontrarían “dónde
siempre”.

Rastrojo, contrariado, se retranqueo para reconcomerse de su


inadmisible fallo. Tan cerca. ¡Tan cerca marrar él, que tuvo número
circense propio que le anunciaba ¡”Tirofijo jr.”!!

Con la vista siguió el vuelo de la mujer del cabo a la vela, y el tomar tablas
en el Marenostrum, y abrazarse al Gran Maestre; no le quitó el ojo de
encima en la distancia Rastrojo quizá aguardando que en algún instante
diese signos de debilidad la señora; de haberle acertado la bala, herido,
rozado… cuando menos, en lo emocional. Y no. Ni modo. Ni rasguño.

A carcajada limpia y sin volver la cabeza, y ciñendo ella al talle de


Emmanuel, se comieron noche, Mar y lluvia a la condessa.

Y Herejía, el capitán Herejía, el sanguinario capitán Herejía, ñoñamente


y sonrisa en ristre, desearle con el alma a la ex-mujer buen viaje y arribada
a puerto. Y aunque lo dijese el hombre para la galería por estar su hija
presente, y cerquita, también estaban a la vera los rafaeles, y bastó el olor a
ternura humana, y que se reincorporase Rafael Eustaquio un peldaño por
debajo de la consciencia afirmando ser el patrón su querida Eustaquianita,
y no el rementado temible capitán Herejía, para que vislumbrasen los
primos nueva oportunidad de amotinarse… y puede que hasta con éxito.

Y abalanzarse los cuatro de un salto sobre el capitán, y gremial y medio


grogui, tras encincharse las tripas malamente, arrojarse Rafael Eustaquio a
la montonera sin acertar sobre ella.
No era la primera vez que al capitán Herejía le saltaban cuatro maromos
a la chepa. Desde chico hizo callo en la espalda por padecer todo tipo de
malababas a costa de su nacer ferino y su crecer silvestre. Salvaje su
desarrollar, no le eran nuevas las trifulcas con los números en contra. Y
cuatro contra uno no era la proporción más justa experimentada, pero
tampoco la más injusta que recordaba.

Curioso, bajo la montaña de carne rafaela, “acariciado” a rodilla y codo por


uno, y por otro, y otro querer estrangularle con un cordel, y el que restaba
sacar una navaja argentina con malas intenciones… Eso le dio mucho que
pensar; la hipoxia es lo que tiene.

Iban en serio los rafaeles, tan en serio, que Rafael Eustaquio, cuasi
recuperado, a grandes voces, pidió ayuda a Margarita. Le rogó a la prima
que interviniese para detener aquella locura fratricida que le estaba
rasgando las entrañas; y deslomando al capitán.

Y amago hizo la contramaestre de atender la súplica, pero, en cuanto soltó


los dientes de la rueda, y a dedo, y sin palabras, le indicaba a Camelita que
se acercase para hacerse cargo del timón, en ese momento, sierpe que
muere matando, La Cencellada y el Opendig, pese a irse hundiendo sin
remisión, decidieron encomendar sus últimos minutos de flotabilidad a
intentar reventar el Kahanamoku con la artillería que les quedaba operativa;
y pese a descuadradas todas las cureñas, el barco del capitán Ruin estaba
todavía tan cerca que cualquier bala extraviada podría hacer un estropicio
importante al navío.

Por el proceder de la contramaestre, y oír él también los cañonazos,


supo Herejía que la demanda de auxilio de Rafael Eustaquio no sería
atendida, que no recibiría ayuda, y aunque ello no quebraría su entereza,
entre los golpazos que le dieron y daban, y el estar boqueando la asfixia, ¡Y
el colmo, sentir tres puñaladas en los glúteos!... y ya el remate notar encima
a los gochos cebones, al capitán Herejía se le rindieron brazos y piernas y
todo el tonelaje de la nación gitana le aplastaba las costillas. Y obligado
expelía todo el aire de los pulmones.

Por contrato esotérico, el único que podía pilotar el cuerpo sin respirar,
por muerto y remuerto, era el capitán Ruin Bichomalo. Y en cuanto sufrió
en carnes propias el peso de los lechones, y el timbrarle el culo las tres
puñaladas, cual la bestia corrupia en la que sabían los rafaeles que se podía
convertir, transmutó.

Y revolverse.

Y… y coces. Cabezazos, codazos.

Rodillazos. ¡Mordiscos!

Puñetazos a mano hecha almádena, en cuanto pudo, hondeó el capitán


quitándose de encima la chusma, ¡Los cerdos intrínsecos que eran!, y que
no merecían mejor resolución a tanto intento de motín, y tanta hostia, que
espetarles en parrilla.

Y ya puestos, y ya mismo, ponerlos a pelar sobre las llamas del barandal de


popa.

Y comérselos después pese a que a la hija le diese un berrinche.

Y reír Ruin por el truculento menú de la cena, y para ello, poner en


marcha los pulmones y reactivar el flujo de aire. Reía a viva voz pero el
chiste era para sí, le hacía… le hizo gracia al hombre, que al final, y a la
postre, los desgraciados de los rafaeles acabarían llamándose todos ellos
con ley: “Rafael Eustaquio el que tiene el sable metido en las tripas… a la
pimienta”; y no mejorar el dilema el ir a churruscar y socarrar su envoltura
externa. No.

¡Los malditos rafaeles, hasta sobre las brasas, le crearían confusión!

Y con la sonrisa más vinagrera que pudo gastar, se arrancó el capitán Ruin
Bichomalo para dar un gurriatazo a Rafita; que le caía al pelo.

Por desgracia, Rafael Eustaquio inocentemente se interpuso en la


trayectoria con la sabida pretensión de toser, y tal, para informarle al
capitán, si lo deseaba, del día, mes, y año concreto, ¡Y concreta la hora, el
minuto y el segundo!, que con sangre propia, y alegres por ebrios y
engañados, firmasen enganche los rafaeles en la bandera negra. La Bellota
Boyuya.

Y por sus muertos que juraría la data exacta al enrolarse los cinco al
unísono; y él hasta tener la fecha tatuada en el pecho, y los primos contar
por palotes y vestir el cuerpo lleno de celdillas.
No, Rafael Eustaquio, el verdadero, no era el objetivo de su ira, y le
reconoció por la pechera que le rezumaba sangre, así que lo desensartó, y
libre Gurriata, tomó camino el acero de encontrarse, al acto, con Rafa; y
proyectando la acción, a continuación, con sutil gracilidad, meterle un
pizarrazo a Rafael, y otro a…

Todo en su cabeza, sí, puesto que Gurriata se topó en el primer paso del
camino con el sable de Rosario, ¡de la cabo de brigadas!, que reivindicando
el derecho a la Vida de todo cerdo que sirviese bajo su misma bandera,
evitó que Rafa se llevase una dentellada profunda.

Manejando cualesquiera otras armas, el capitán Ruin hubiese necesitado de


unos breves instantes para recuperarse de la injerencia y redefinir el
propósito de los filos. Pero con Gurriata y la maña de Pizarro no, no, la
reacción fue inmediata, y basculando el cuerpo al nuevo sentido del ataque,
por entrometida y hábil, tirarse el capitán a fondo con los dos aceros contra
la mujer.

El fin para Rosario, de no aparecer terciando Libélula con su sable, y


escoltando a ésta, Zapappico con un astil de recio roble y Rancapinos con
los garfios de estibar que rondaban en el suelo; y guarnición, los abuelos
con sus yerros.

Al margen de la insurrección quedaron Margarita, que carcajeaba


achantando los rayos y abriendo el cielo, y Camelita a su lado para ayudar
en la medida que reclamase la contramaestre. Y Murciégalo y Rechico, que
ni sabían las veces que habían cargado y rulado el chalice, y tomaban los
muy drogotas por traca final del espectáculo el trazar errático de los
agónicos cañonazos de La Cencellada y el Opendig; y con ojos cómo
platos, y de labio colgandero, aplaudían hasta los vuelos no muy
desencaminados de algunos proyectiles perdidos.

Siempre rodeado de enemigos. Siempre, siempre, siempre. O enemigos,


o sirviente incompetentes, ¡ineptos!, que le hacían el mismo servicio. Y en
el instante concreto percibía hasta dentro de sí mismo el capitán Ruin
Bichomalo la presencia de belicosos contrincantes.

A la redonda, que pudiera jurar en su bando sin pudrírsele la lengua, sólo


Margarita se le hacía incuestionable… Y el Kahanamoku; el resto eran pura
escoria.
Suficiente respaldo para el hombre, que sin amilanarse aun rodeado de
aceros inquisitivos, se tiró a combatir contra todos, y para arrebatarles el
primer punto del jueguecito, de arranque sonreír él más que ellos.

El mero semblante del capitán Ruin Bichomalo, su apostura, su


cadaverínica sonrisa, su percha de ogro marino atemporal, aterraría al más
pintado e invitaba a Margarita a seguir vía rabillo del ojo el proceder del
padre; y sonreír alegre por el revegetar del hombre; el ojo le brillaba
vivaracho y pizpireto como le tenía la hija conocido en los gratos
momentos de asueto; cuando jugaba con ella, cómo antaño, a ver quién era
más ducho espadachín; y hasta unirse la madre en triangulares que solían
acabar en tablas por voluntad de la progenitora.

Feliz entendió la contramaestre al padre enfrentándose a su sino, sí.

Ella… a ella le relajaba el pilotar entre proyectiles incandescentes y hacer


leguas marinas surcando a todo trapo.

De estar rodeado, a rodear, dista un prisma audaz y un revolucionar vivo


para poder dar combate al tiempo a muchos enemigos. Y sencillo le fue al
capitán Ruin Bichomalo, que, compás, pinchó la pata de palo en la cubierta
y con sable y cuchillo trazando órbitas independientes, y generando
impulso, tanto hacia adelante, o hacia atrás, podía rotar el capitán con una
velocidad cuasi demoniaca; pues a la vez le atacaba al completo la hueste
rival, y al tiempo era el hombre capaz de dar réplica a todos y abrir nueva
pregunta con sus cacharras.

Y aunque ya no caían rayos, ni lloviese, ni sobrevolase al momento cerca


ningún pepinazo de los barcos que hundían, la cubierta del hawaiano era el
millón de chispas, que en la distancia, se disfrutarían descabalada bengala
navideña o referencia concreta del rumbo, la derrota, del Kahanamoku.

Y aún así le importaba un bledo a Ruin. Pletórico el capitán, de tamaño


homérico, con elípticas y elipsis inverosímiles de sus armas, con un ocupar
su cuerpo el espacio que no concebiría un contorsionista, el capitán Ruin
Bichomalo acertaba sin problema a hacer daño a los que habían sido sus
hombres, los rafaeles, sin embargo, a los que fuesen gente de la condessa, o
familia de Rastrojo, no hubo forma de llegar a herirles en firme.
Para él era sencillo, en su estado de “gracia”, pararles todos los ataques a
todos, pero los propios, los que él desarrollaba para herir, nunca llegaban a
abrir, ni zaherir, aquellas otras carnes.

Era sabotaje interno y lo sabía. Y hastiaba.

A su modo intervenían tanto Herejía cómo Rastrojo para lentificar las


acciones del capitán Ruin, o restarle potencia, o entorpecer lo suficiente
para que quien fuese echase un paso atrás saliendo de la distancia fatal.

Y eso enfurecía al capitán Ruin por no saciar con la abundante sangre que
derramasen los que fueron de su bando; esos… esos, a nadie importaría que
los exanguinase sobre tinaja y hacer morcillas. A todos, del Rafael
Eustaquio fetén al último de los primos, que por desplante, en la agonía, y
de rodillas, afirmasen lo mismo ser el auténtico Espartaco, que
Fuenteovejuna, que Rafal Eustaquio el que tiene el sable metido en las
tripas, rendidos los rafaeles a sus pies, aunque soberbiamente altivos, y a
distancia de no poder intervenir en el lance los demás, el capitán alzó sobre
su cabeza a Gurriata, y enroscando el tronco para torsionar tal segadora,
cercenar de una vez por todas el pescuezo de los cinco gitanos con un único
girar áureo.

La perfección hecha decapitación.

Imposible el hecho, ¡La Perfección tomando cadalso por mano de


contrito maltrecho!, a la espiral acerada puso tope, frontera infranqueable,
nada más y nada menos que Desgarbador.

¡Y blandido por su hija Margarita!

Si enarbolada la vieja espada de Portento por la condessa refulgió ésta


ultravioleta, esgrimida por la contramaestre… ¡Uf!

… ¡¡Uuuufff!!...

… Gobernado por la voluntad de Margarita Laloba, Desgarbador vibraba y


hacía ruido tal emiten las distantes estrellas y sólo algunos oídos
privilegiados perciben. Zumbaba y brillaba potencia ultraterrena la espada
poniendo coto a las intenciones del padre, y con ello, interrumpiendo el
alegre bailar y mancar de Gurriata.
Y ser tan colosal el encontronazo de los aceros, que calló por el estruendo
todo ruido en la tierra.

… Y antes en la mar.

Hasta el reloj de pared del camarote del capitán Ruin, que había
sobrevivido a cien abordajes y mil escaramuzas, y a bruñirle cristal y
entresijos los rafaeles, y hasta al reventar de la cabina por un proyectil
envenenado resistió, pero… pero la caja mágica de surcar tiempos calló,
enmudeció el desacompasado trotar de las guadañitas y sólo el capitán,
¡desde cubierta!, fue consciente del suceso.

… Bueno, y Murciégalo también lo percibía aunque él lo interpretase como


un latido excesivamente espaciado de su siguiente hermano; un tic a la
espera de su remolón tac mellizo.

Un… un… ¿Un intranscendente, y aparente, re-ralentizar de la maquinaria?

… ¡¡Mis cojones fritos!!

… Mis ovarios en tortilla, sí.

Aquello se detuvo de veras para no arrancar nunca más; ni forzándole la


cuerda.

Y saber perfectamente el capitán Ruin Bichomalo lo que significaba el


mutismo del reloj.

¡Su mujer le llamaba!... y con presteza.

La Siesa, La Seca, La Fría… la dueña de sus vísceras le demandaba a la


vera y para él aquello eran palabras mayores. Inexcusable cualquier
demora.

El silencio de la clepsidra no tenía otra posible explicación.

Y de repente, al hombre ya no le interesaba tesoro alguno, ni ningún tipo de


venganza u entretenimiento, todo quedaría en el limbo, o tintero, para quien
heredase sus pleitos, o inmiscuyese en la porfía, a él realmente se la bufaba
todo, lo único que le importaba ahora, era deshacerse cuanto antes del
cuerpo que le portaba y volar intangible al encuentro de su amada señora
esposa.

Y para tal, se aprestó a matar el envase corpóreo que vestía haciendo uso
del afilado cuchillo de Pizarro.

Intentó sajarse la carótida propia el capitán Ruin, pero Rastrojo, centrado


desde hacía rato en controlar exclusivamente medio cuerpo, se hizo in
extremis con el dominio de la zurda, consiguiendo que el suicidio del
remuerto no pudiese llevarse a cabo.

Y no desistir del empeño por ello Ruin. No.

Rápido, a la japonesa, mishimamente cual guerrero poeta, pretendió darse


noble sepukku con Gurriata.

Y con desagrado comprobar que el brazo, la mano diestra tampoco le


obedecía por manejarle los hilos y tendones Herejía.

¡Para llevar a la locura el triunvirato!

Pero el capitán Ruin Bichomalo mantenía por lo menos la cordura y el


control, y voluntad, de la cabeza; aunque el resto del cuerpo no le
obedeciese.

Y sin más, meterle un cabezazo al palo mayor que le quedaba cerca. Y con
una segunda calabazada, abrirse enorme brecha en la frente; aunque no
consiguió cruzar el umbral de la muerte, y sí dar dos pasos repelido para
separarse del mástil y detener el ojo que le giraba la cuenca loco.

Posiblemente, por malexpresarse entre balbuceos, y persistir en


descrismarse contra cualquier cosa que le quedase a tiro de cuello, el
capitán Ruin dejó desconcertada a la hija; con determinación, al hacerse
cuentas que la pretensión del padre era arrebatarle la vida a los primos, la
mujer intervino para evitar mayores; la existencia de los rafaeles era
albedrío inalienable suyo. Pero que el hombre se prodigase en malos
cabezazos descubicó a la hija al no entender la obsesión por no oír ella
nunca el reloj ¡No todo el mundo podía oírlo!

Jamás lo escuchó, no, ¡Cómo para darse cuenta que se había parado!... ¡¡Y
ella también estando en cubierta!! En los años que llevaba junto al padre
navegando en el Kahanamoku nunca escuchó tictac alguno a la maquinaria
de precisión. Eso sí, la contramaestre estaba en la certeza de que el aparato
funcionaba más o menos correctamente. Pautaba días y noches con una
claridad meridiana.

En vida, y ni muerto y alma en pena tampoco, no fue nunca muy dado a


la conversación el capitán Ruin Bichomalo. Él se consideraba más hombre
de acciones, y si podía solventar algo a hostias… ¿Para qué hablarlo?

Quizá que le cansase el poner en orden los pensamientos para que se


articulasen a viva voz, quizá que le pudriese el intercambiar vocablo con
alfeñiques, no desperdiciaba palabras el capitán con quien no tenía felling.
Parco siempre fue su proceder, y decir, con quien no le gustó recodar.

Ahora, eso también, para entrar en charleta profunda con la hija poco
necesitaba. Y si a eso se añade que sus labios eran su últimísima baza, no es
de extrañar, que en román paladino para que le entendiese el corazón de la
hija, él le dijo a Margarita que necesitaba urgentemente que le matasen; dar
carpetazo a esa posesión infernal.

Sólo dijo: “Cariño, mátame”.

Y a la primera, unicamente por la transparencia y profundidad de palabras y


mirada, la hija comprendió.

Y unos segundos tardó en asimilar, un lapso de tiempo eterno al pasar no


muy lejos un cañonazo de La Cencellada y ella poder apreciar la
esfericidad de la bala.

Siete océanos de tiempo tuvo para pensar.

Y meditado y cavilado hasta la saciedad, para incredulidad aún mayor


de todos, la contramaestre se echaba un tantito para atrás buscando espacio,
y en vaivén su brazo, mandar al encuentro del padre a Desgarbador; con
suficiente fuerza para meterle el acero en la barriga hasta la bola. Derechita
la punta al ombligo.

Y más presto que la voluntad, ¡Puro instinto!, Herejía dejó que Gurriata
desviase la trayectoria del enemigo, y al alimón, imbricados tal cuando eran
niños, Rastrojo bailar el cuchillo de Pizarro para que ejecutase alguna
maldad.
Y casi lo consigue el yerro. De no ser Margarita Laloba la hija de su padre,
y retoño de la Muerte, y aprendiza y admiradora incondicional de Íñigo
Montoya, la puntada le hubiese hecho muchísimo más daño; y daño le hizo
el filo en la clavícula, pero lo que perduraría sería la muesca en la piel; y le
escocía una barbaridad a la mujer.

Y respuesta, y enrabietada, también ella entraba en distancia


comprometida, y antes de salir de ésta, aunque cursó un requiebro para
abrirle el pellejo al hombre del hombro a la cadera, y sacarle al aire
estómago e intestinos, quedó el compromiso del sesgo en sajarle al capitán
la camisa de chorreras; dejársela hecha jirones; trapos sus volantitos.

Y tomar espacio ambos.

El cielo había quedado raso tal desierto, y pese a tumbar sombras la


Luna, también las estrellas titilaban enérgicas por querer estar presentes en
el final de la obra. Y algún falso cometa o cuerpo celeste que nacía de la
desesperación y despedida del Opendig y La Cencellada.

Y aunque no llovía gotear el aparejo, exudar agua la estructura de madera y


chorrear las velas allí donde tocaban cabos o drizas.

… El encuadre era perfecto para matar o ser muerto y que el suceso


terminase en una litografía.

Y coquetos, y en el fondo muy rústicos que siempre fueron tanto Herejía


cómo Rastrojo, arrancarse los restos de la camisola y ofrecer el espectáculo
callado de su cuerpo transformado en campo de combate. Los tatuajes de
los tres deberían tenerse desde hace tiempo la guerra declarada y la piel
sufría los estragos. Y no ser estos cuevas y simas de sarnas, o yagas
purulentas mal sanadas, no. Eran las propias figuras representadas con
tintas las que danzaban defenestradas y hechas unos zorros. Los únicos que
habían ganado con esta contienda dérmica eran los tatuajes de ogros,
wendigos, trasgos y zombis que estaban en su salsa y más hermosos, para
el ojo que les apreciase, que una hiena hidrofóbica carcajeante.

Recorrían hordas sombrías el cuerpo del capitán, manchurrones azulones,


amarillentos y rojizos se enredaban entre sí urticantes sin llegar a conseguir
el blanco, y por el contrario, sí fijar algunos negros; moratones y aureolas
cardenalicias rodeaban a los dibujos caídos en la contienda.
Un guepardo de manchas vivas era el capitán.

… Grotesco… Ateriente… pero… pero…

… ¡Pirata con mayúsculas!

¡¡Con el Gran Shbëk Lengua de Bronce podría salir de jarras por Ávalon!!

El capitán Ruin Bichomalo, sin ser totalmente él, plantaba estampa del
perfecto pirata; su simple presencia en cualquier playa rendiría reinos; y en
Madagasikara la isla entera de cabo a rabo.

Lo único que evitó, que sin motivo alguno, rompiesen a aplaudir los
presentes por su despampanante percha pirata, ¡Innegable lo rebonito!, era
que lo que salía por su boca arruinaba el cuadro. Quejaba el hombre,
lloriqueaba, en cuanto fue consciente de la relativa tetraplejia, el capitán
Ruin intentó sin éxito finiquitarse a sí mismo; quedándole además, de los
variados intentos de suicidio, el melón achichonado, la lengua dolorida y
gordota, y una tortícolis de caballo para el día siguiente que hubiese
deseado a cualquier suegra.

A gritos pedía el capitán que le matase la hija, o de tener ésta naturales


remilgos o problemas, de cualquiera de los presentes sería bien recibido el
descabello. Y aunque lo profería entre lamentos con una sinceridad fuera de
toda duda, ¡Y acompañarlo con una angelical sonrisa que en la puta vida
había lucido!, Gurriata y el cuchillo de Pizarro opinaban lo contrario y no
estaban por la labor.

Herejía y Rastrojo, desde dentro, combinando fuerzas, se oponían al


proyecto declamado a voz profunda su desacuerdo. A cuchilladas ponían
pegas.

A todas luces nada podría hacer el capitán Ruin Bichomalo por sí solo para
evitarlo. Hasta que el cuerpo desmembrara y descompusiese sería preso en
la carcasa, esclavo sin cadenas… a no ser que alguien le echase una mano.

… Y nadie más capacitado para la encomienda que la hija.

E intentarlo de nuevo la mujer. Una y otra vez.

De su excelso saber espadachín escogió la contramaestre los ataques


más dañinos; que no los más expeditivos. No necesitaba Margarita acertar a
atravesarle el corazón o cortarle la cabeza al capitán, cualquier estocada
perra que llevase a la muerte le valdría; teniendo prisa, lo más efectivo
sería no tenerla y dañar al padre en algún punto vital, que aunque lenta,
desembocase inexorablemente en el fin del organismo que le albergaba. Si
le buscaba la muerte limpia al hombre, quizá no pudiese suministrársela al
ser la conjunción de Herejía y Rastrojo razón sobrada para no lograrla. Por
separado eran buenos, muy buenos, buenísimos, y juntos… juntos eran aún
mejores y más mortíferos y no podía tampoco andarse Margarita Laloba
con el bolo a peces. Tiraban también los otros a matar sin importarles que
la señora la cascase allí mismo al momento o dentro de cuarenta y ocho
horas en lugar distinto.

Nunca contempló ninguno de los presentes justa más reñida, y prueba, a


los rafeles se les olvidó apostar; y eso que infinidad de veces se habían
cuestionado quién de los dos, el capitán o la contramaestre, era más mortal;
si él, que era el consorte de la propia Muerte, o ella, que de la dicha bicha
era hija. En infinidad de ocasiones se lo preguntaron y opinaron al respecto,
y ahora, teniendo oportunidad de refrendar la postura con algunas
monedillas de oro, se olvidaron los primos de poner los dineros en
movimiento; demasiado les afectaba el pleito de los amos.

Afectar, absorber, y desconcertar a todos los presentes, pues de palabra el


capitán Ruin incluso estaba con la contramaestre, pero obraba en contra.
Ruin le iba avisando a Margarita, adelantándose, al proceder de Gurriata y
el cuchillo de Pizarro, y de ahí obtenía la mujer una nimia ventaja, y hasta
en lo moral apoyaba el padre a la hija felicitándole por los daños que
infligía; aunque informándole que las heridas no las sentía definitivas y le
instaba a tirar nuevo viaje que fuese pura cicuta; o guiso de adelfa.

Se hirieron, se herían, pero pobres mancaduras que curarían a la semana


con arnica, ella, ¡ellos!, necesitaban golpe de cuarenta y ocho horas o poco
más. Un acierto fatal.

Desgarbador y Gurriata no era la primera vez que se encontraban, ni que


fuese tampoco su primer encontronazo defendiendo intereses dispares; ni
los mismos asiendo las cachas hermanos de calavera. Se conocían las
espadas desde la primigenia forja de Efestos, ¡Y de antes!, al provenir
ambas de las escamas ventrales de un único dragón chino. Eran hermanas
gemelas, y cómo tal, a veces se habían llevado bien y otras mal, y ambas,
sin disgusto, habían bebido sangre, y se embebían en la carne de aquellos
que las esgrimieron.

Y sed tenían. Seca el alma por ser aceros sin conciencia.

Quienes no se conocían eran el cuchillo de los Hassiam, también


abandonado en la huida por la condessa, y la veleta de Pizarro, y aunque la
conversación que se traían no era aparentemente la voz principal en el
duelo, ni sus pequeñas intervenciones y soliloquios lo más reseñable, cierto
que entre ellos enlazaron discusión meritoria. Desarrollaron sus destrezas
“menores”, llegando los respectivos discursos a anotarse en los libros
mayores de la lucha barriobajera a navaja o puñal.

Todo lance de los yerros digno de pasar a la posteridad de boca en oreja.

Y el que más, una finta de Desgarbador llamando a compromiso a Gurriata,


al tiempo que flamígero, y sin objeción del empachado cuchillo del
conquistador, la daga ondulada de los Hassiam hallaba hueco sinuoso para
acertar con el bazo del hombre, y a nada que antes de irse le varió las
trayectorias dentro, al salir el estropicio era irreparable.

Margarita acababa de matar al padre, y puede que los presentes, y hasta


parte del capitán mismo no fuese consciente del hecho; la parte que atañía a
Herejía y Rastrojo percibió el daño como muy serio, pero no definitivo.

Sin embargo, el capitán Ruin Bichomalo en alma propia supo el cuerpo


perdido y sonrió sin más palabra, ni expresión, que la felicidad y Paz
Profunda.

Al otro lado de esa beatífica expresión aguardaba su esposa y él empezó el


tránsito sin avisar a nadie; ni a la hija, pero a ésta se lo insinuó el
apagársele el brillo tierno del ojo al hombre, y agudizársele otro reflejo
perverso en el cristalino.

Herejía y Rastrojo asomaban, zarcos, en el mismo iris.

Si antes había seleccionado Margarita Laloba lo granado de su


conocimiento del manejo de los aceros para acabar con el padre, decidida,
por saber antagonistas peligrosísimos a la pareja, de lo granado, de lo
pajizo, de lo que la casualidad e improvisación, o la mentira, le sugiriesen a
su muñeca, desarrolló destrezas la contramaestre… Y más… Y más.
¡Inconmensurable la mujer!

Dejó Margarita de boca abierta a aquellos que seguían la liza sin perder
suspiro. Y a los boyuyos crisparles la expresión.

Ni Herejía en su devenir pirata, ni Rastrojo en sus numeritos circenses,


jamás se enfrentaron a reto, ni enemigo, más comprometido y peligroso.

Si para el capitán Ruin Bichomalo el detenerse del reloj significó la


llamada a presencia de la esposa, el mismo suceso significaba para la hija
que la madre le legaba el puesto.

Y el cosquilleo interno in crescendo que sentía la mujer se lo confirmaba. Y


el propio Kahanamoku, sensible que era, encabritar orgulloso en una mar
que empezaba a ofrecerse llana.

Sonriendo ambigua y poderosa, la contramaestre se separó unos pasos del


capitán. Ya estaba hecho, el hombre estaba muerto aunque no lo supiesen
Herejía y Rastrojo, y para informarles y corroborárselo, al tiempo
coincidieron en el mismo espacio el cuerpo del capitán y un cañonazo
extraviado de La Cenecellada y otro del Opendig, y a resultas, limpiamente
desmembrar los proyectiles al hombre; quedando en el sitio sólo el brazo
que asía a Gurriata, el resto descuajó en mil pedazos que volaron
Mediterráneo adentro.

Y Margarita Laloba, recogiendo la espada del piso, encaró a los presentes,


y embuchando en el mismo cincho a Desgarbador y Gurriata, ofrecer
bandera con La Muerte a los que reunían, y aunando intereses, buscarle las
cosquillas a un tal Hipólito Rohan-Polduc.

O eso, o…

¡¡O…!!

… Y la cubierta del Kahanamoku fue un único grito que demandaba


sangre, oro y mar.
FIN

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