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siconautas, piratas y
rafaeles
A.J. Aberats
A Mariví.
… Orgullo el ser tu hermano. Te quiero, y siempre te
querré.
Prólogo
Curioso que era Rastrojo, y por haber llegado al pago el día anterior siendo
noche cerrada, enfiló a la tahona, a casa de sus tíos. Y lo fue, pero al
momento no podría cobijar parentela el derrubio que era la casa. Cascotes y
vigas ruinosas. Y ni un puñadito relicto de harina en un esquinazo perdido.
Restos y vestigios pobres de lo que hubiese pasado.
Aunque bien es cierto que en otros lares sí presenció prodigios mucho más
estrambóticos.
Pero en Boyuyo no, jamás hubo milagro que detrás no escondiese patraña.
Aun así, y por si acaso, en un cacho de hoja escribió con un carboncillo las
intenciones y dejó a la vera del camastro del amigo. Sin duda, si despertase
antes de retornar él, sabría del porqué de hallarse solo.
- Estaba aquí… ¡Joder! –clamó una voz que no le era del todo ajena a
Rastrojo- Por aquí mismo lo he visto pasar agazapado.
- No.
Día quedaba, y lento le fue el surcar al astro hasta abatirse toda luz y
entrar en silencio la noche. Le era a Rastrojo amiga la Luna, y arropado en
su ausencia cíclica aprovecharía la oportunidad, abandonaría el pueblo sin
que le viesen y retornaría a Boyuyo de la Quebrada. Herejía sin duda
estaría despierto, y aunque fuese sólo por referir la misma desolación en
Boyuyo del Valle, buena le era la nueva para afrontar de noche, y sin luna,
la Descarriada.
¡Malvados y mezquinos!
Ni Herejía, que apadrinaba toda mala compañía, les quiso nunca profesar
tratos pese a rumorearse que eran hijos naturales de mil padres y un chivo
negro y cornudo; también bastardetes de la Casa Bichomalo. De hecho, a
tortas solían acabar los convites a los que estaban invitados, y de ahí el no
frecuentarlos. Eran cainitas y alimañas.
Si Rastrojo supiese rezar sin trufar la plegaria con blasfemias, hubiese
rogado que de quedar algún otro tancredín cerca, fuese cubriendo las otras
salidas del pueblo. Y hubiese resultado oración baldía, al toparse con otros
dos tancredines al pie del farallón rocoso. Custodiaban la vía pues también
ellos le habían reconocido. E intuyendo el escape, le tenían preparada mala
encerrona. Aunque se delataron antes de tiempo y Rastrojo se percató de la
presencia, y blandiendo nuevamente la estaca, los dejó fuera de juego.
Limpió y bruñó las gafas a saliva y trapo, y tras hacer, encabalgó sobre la
napia. Y leyó, una y otra vez sin encontrar gran misterio en la nota.
Horrorizado, buscó la ayuda del espejito. Y éste le dio en reflejo una cara
muy demacrada y oscurecida con densa barba; circunscrito a la barbilla un
rodal de hebras canas.
Y volvió a tirar tras reír un rato entre incrédulo, dolorido y medio loco.
Se las vio y se las deseó para entrar, pero hizo. Y bien cuidado estaba el
recinto. Cómo siempre. Cómo si el mismo sepulturero, hasta ayer mismito,
hubiese estado mimando la parcela y acunando a los del sueño eterno.
Inmutable el espacio, la casa de Nicasio aparentaba hasta estar en uso.
O no.
No lo era, no, pero lo podría haber sido y por eso entró a la carrera
buscando al amigo.
Mas no estaba.
Cuando el agua se quedó fría, y más tranquilo su pulso, decidió que había
acabado el baño y el trance lógico del primer pasmo.
Hace mucho.
Un pincel quedó.
Para apañarse la salida del cementerio Herejía utilizó una escala que
aparentaba consistencia. La apoyó contra el tapial y a horcajadas sentó en
lo alto. Pero al ir a recuperarla, para plantar en la otra cara y descender, la
escalera se rompió, se desmenuzaron en astillas mohosas las guías y
travesaños. Y no sólo la escala, la ropa que perchaba debía albergar las
mismas miasmas al deshacerse en jirones e hilos. Todo el lugar tendría
alguna lepra al tornarse gris y macilento de repente, al colapsar la
techumbre de la casa de Nicasio, y yéndose abajo, exhalar al aire una
bocanada de polvo; al tiempo que cual dominó caían cruces y estelas del
camposanto. Y a ojos vista brotar malas yerbas.
Ardía la sierra.
… Y con todo y eso, pintaba el tinglado mejor aspecto que la última vez
que visitó el lugar. Y dentro luz.
Primero rompió la cántara del agua apagando el fuego del hogar y toda luz.
Y luego ya, sombra entre el humo, se dedicó a repartir leñazos. Pero no
muchos, per se eran los fulanos de liarse a mamporros entre ellos y sin
ningún escrúpulo se daban al menester en la penumbra.
Con la abundante soga que amarraba el sitio les ciñó unos a otros. Él sentó
en la mesa dispuesta para desayunar e hizo uso. Y trayendo atrasada mucha
hambre, no sació con un cuenco ni con dos de gachas.
¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí! ¡Y seis quedamos para servir!... fun, fun, fun.
Y volver a hacer corro y hurrear que allí estaba el capitán y seis quedaban
en pie para servir.
Inconfundible.
- … Y repíteme lo que hicisteis –jugaba con astucia Herejía las cartas del
momento- Repíteme en alto, y para que a nadie se le olvide, lo que pasó ese
día de latrocinio que arteramente omites.
- … glup… mmmm…
Reimbécil, Recaradegüevo.
Retrasado… Repugnante.
… Jefe, tiene usted surtido el léxico y aunque repita, ostenta abanico
amplio de… epítetos.
Nos muda con asiduidad los nombres y cosa nuestra deja el entenderle.
- Entre los míos me dicen “Rechico”; por ser el más chico de los Tancredos
que quedamos vivos; de los aquí reunidos para más reseña.
¡Y vaya cacharrería!
Mil, y una, eran las preguntas constreñidas, y aún así, ordenó a los
tancredines que hiciesen batida. Que sin más demora partiesen hasta los
confines del término buscando a Rastrojo o vestigio que hablase del amigo.
Raudos.
Sin más cuentas que atender que el traerle reporte con el nuevo día; pues el
presente declinaba a su orto.
En eso además coincidían los seis, los seis afirmaban que la feria de
fenómenos a la cual surtieron, solía frecuentar la antigua e imperial Toledo
antes de iniciar turné por provincias. Pero ellos jamás habían llegado tan
lejos ¡Ni a Escalona!
…en… mmmm…
… mmm…. Esta libreta sólo cubre información de los dos últimos años y
no tengo entrada con referencia a café.
…
Le juro que guardo en algún petate la libreta concreta que contiene el día
que pide.
- Vale. Busca.
Quizá para avivar el empaque, o por tener hecha la misma promesa a los
dos Boyuyo, Herejía estampó contra el suelo un quinqué encendido, que al
instante, propagó la llama a toda la casucha, y por simpatía, y ayudado de
tea, también difundió lumbre entre las construcciones derruidas
circundantes.
Y de Historia está surtida la isla, así que al grupo del doctor Bulín de
Aguiloche se le consideraba casi fauna autóctona. No desentonaban en el
paisaje.
Desde joven frecuentó Bulín el enclave cuando tuvo oportunidad, y cercado
por la edad y los achaques, y paralítico, años llevaba siendo el hijo
predilecto de la isla; el padre; el abuelo. Varias generaciones de “galenos”
ayudó a formar, y no sólo por eso le estaban agradecidos los isleños, la
veneración a su persona venía por las muchas veces, que a horas
intempestivas ¡e incluso en mar revuelta! compareció Bulín de Aguiloche
para echar una mano allá dónde se necesitase; y por el asunto que fuera. Y
no era problema la silla de ruedas porque dos negracos de dos cuerpos, que
en la balanza pesarían tal cuatro blancos, se encargaban de ser sus piernas y
sus brazos; de trepar con él a la espalda el acantilado si la vaina del
momento era husmear en las cuevas de La Mola acompañando a un grupo
de “colgaos”.
Poco vestigio en cualquier caso para justificar invertir más empeño. Era
pura cabezonería, de la dama que acompañaba y asistía a Bulín, el seguir
excavando el sitio, recopilando pequeños detalles e indicios, y con ellos
conseguir entender el mundo antiguo y el moderno. La sinrazón campaba
en cualquier púlpito, a disgusto de la señora, en toda España y Europa, y
hasta en Las Pitusas, gobernaba lo absurdo y retrógrado. Incluso los libros
sagrados se le hacían sacrílegamente perniciosos e inexactos.
Vestía la mujer de capataz aunque a pie de tajo sólo hubiera otro operario,
operaria, que se entregase a la tarea de despertar los vestigios prehistóricos.
Sin embargo, el que llevaba la voz cantante era el doctor Bulín, y tras
considerar en común asenso las damas que aquello estaba limpio y en
facha, le rogaron opinión. Refutar unas tesis propuestas por ellas la tarde
anterior acerca de la posible existencia de ventanas en la construcción;
leyendo los desmoronamientos, la densidad del “mortero” de los extintos
tapiales. Y para ello, ataba el doctor la silla de ruedas a un enganche
seguro; y con polea, a una rama alta de un enorme pino. Y con suave tirón
de los brazos postizos ascendió Bulín casi a la copa. Y con un gesto de
mano rogó que atasen, que fijasen la cuerda a cualquier tronco o raíz.
Madre e hija eran, y la demanda que atenderían sería dar entierro a unos
huesos descarnados, cuya propietaria, fallecida exactamente dos años ha,
les fue amiga muy querida; por eso no era afrenta que los restos viajasen en
bolsa.
- … Mamá…
- … Dime.
¡Y la finada… ¡Hechicera!!
A pico y pala abrieron las mujeres en la parte oeste las carnes del montículo
hasta llegar al hueso. A una laja de piedra que era puerta sabida de la casa
de los muertos; luego vendría un pequeño pasillo que daba acceso a la
cámara mortuoria, pero sólo podrían entrar con el último rayo, así que una
vez delimitada la puerta, y apartados los cascotes, sentaron las señoras bajo
una sabina a comer; lo dejaron todo dispuesto para que quedase la faena a
falta de un golpe de palanca.
Por favor.
- ¿Dama?
- Lo merecía.
Una mujerona guapa. Una señorona. Una hembra de la cabeza a los pies
fue Úrsula.
- O sea, que para nada te llama el pasar la eternidad aquí; pues con el más
leve soplo de brisa irían tus partículas y humos a parar a Ibiza… a
Mallorca.
… o a la península.
Pues yo llevo toda la vida aquí metida. El cacho de eternidad, que llevo
conocido, se ha desarrollado en el mismo sitio donde tú insinúas no querer
quedar para los restos.
… Y no soy calamar, ni podenco ibicenco.
… Déjame ir a Ibiza.
Hace muchos años que lio la última y ya habrá aprendido… Y los de Ibiza
olvidado.
No iba a faltar Bulín a las exequias finales de quien fuese su gran amor;
y eso que fue prolífico en grandes amores. Y por ello él sí vestía de
riguroso luto para la ocasión.
Nunca le he dado una orden fuera del barco y no voy a empezar ahora. Yo
no expido salvoconductos.
Ésta es más tonta que una esquina sin vuelta, que te lo digo yo.
- ¡¡Mamá!!
Pero en ese lote entrarían los palafreneros de Bulín, los hermanos Malik y
Okeway Gandagüé, jóvenes bien formados, por dentro y por fuera, que con
disimulados gestos rogaron, imploraron, que Libélula contuviese la lengua.
Les pondría en un brete ante el doctor, pues a ellos les trataba por hijos y a
la joven por ahijada, y aunque hombre de Ciencia y moderno, y ateísimo,
para él podría suponer alguna forma de pecado u incesto. Y a su edad, lo
mismo le daba un soponcio y en el sitio se quedaba cual jilguero.
Mejor callar.
… ¿Y la condessa?
No, la condessa hasta se hubiese alegrado por su hija. Hubiese sido hazaña
que aplaudir. Ella no cató dos hombres a la vez en el tálamo hasta que
quedó viuda… bueno, divorciada… separada… dejá a la gitana…
repudiada.
Caía el sol sin prisa pese a estar a un dedo del horizonte. Las salinas que
lindaban, llenas de agua, daban pego de mar, de bahía en calma. Y en la
línea que más firme refleja la luz solar, apareció flotando una cabeza. Un
perro, una perra, que pese a sólo tener tres patas, y un ojo, se manejaba
muy bien en el agua.
Obvio, Ramona.
Para sacar a los jóvenes del embrujo la condessa pidió a los hermanos que
obrasen con la palanca y de paso apartasen a un lado la puerta. Ella empujó
la silla de Bulín y aparcó junto a la perra.
Al tiempo que se retiraba la laja de piedra los rayos agonizantes del sol
entraron raudos iluminando el túmulo por dentro, tiñendo de tonalidades
oro viejo los abundantes cráneos y costillas. Fémures y húmeros.
Pelvis, vértebras.
Sólo la condessa entró a dejar los huesos, y tardó muy poco en salir.
Apenas gastaría dentro un par de plegarias y algunas palabras sinceras de
despedida que no tuvieron testigos. La mujer volvió al exterior hecha un
mar de lágrimas pero sujeta. Hipaba sin poder evitarlo mientras los
hermanos colocaban otra vez la laja que hacía de puerta y devolvían a su
sitio los cascajos y áridos que sellaban el túmulo.
Y tras hacer, sí, cortó la condessa el llanto y se abrazó a Bulín con mucho
afecto. También los chicos le dieron los pésames al hombre. Y la joven. Y
hasta la perra se acercó a lamer la mano del doctor y a su vez dejarse
acariciar por ella.
En ese recogimiento familiar, vio pie Libélula para interactuar con la perra
y sobre el lomo le puso la mano a Ramona. Y mesar a contrapelo la
pelambre.
¡Mi hija!
Esa perra lleva muchos años con el juicio perdido. Y haciendo el canelo.
Por favor –requirió Bulín a los hermanos- quiero irme a casa. Ahora.
- Tampoco te tires mucho el moco, doctor, que pinta cura de agua limpia y
árnica.
Cómo haya pillado alguna peste mala por la puñetera perra… ¡Que se ande
con el bolo a peces conmigo para la próxima!
Eso, o salir a surcar olas con la Dragon Fly II, era su única ocupación. Y
entretenimiento para no oxidarse.
Y llegó ésta muy sombría. Cayó durante la noche lo que no está escrito y
el terreno era lodazal ¡Y la mar aparentaba poder hacer suya la tierra que
quedase seca en el instante que quisiera!
Si capitana quería ser de su propia vida, que cogiese las riendas. Y qué
mejor enjaezamiento que el de la goletina Dragon Fly II.
Mejor.
Y volando sobre las olas fueron. Era marinera y astifina la Dragon Fly
II, apenas siete pasos de manga por veinticuatro de eslora, pero acuchillaba
los vaivenes salinos sin escrúpulos pues se la diseñó embarcación de
recreo, de disfrutar sin importar precio o carga, nave de correr sin
miramientos sobre la superficie del agua.
Sí, lo intentaría por ahí; pero cuando llegase la noche. Ahora debían dar
el pego de gente de paso y para ello levantaron pequeño campamento que
les amparase hacer tarde y fin de jornada, tras lo cual, Rechico marchó con
media docena de cordeles finos que le sirviesen para coger algún conejo a
lazo. Y trajo uno, y dos gazapos, que en un chisgarabís despellejó y
atravesó en el espetón sobre un fueguecito de sarmientos, quejigo y romero.
Dime.
- … Por qué va a ser, jefe. Por la promesa y el juramento de vasallaje.
- Qué promesa.
- Usted nos prometió, capitán, que aquellos que sirviésemos a su lado sin
desfallecer, nos convertiríamos en sus brazos, en sus manos ejecutoras para
matar a troche y moche. Para no dejar títere con cabeza sobre la tierra.
Además, lo que sí le juro por Judas, es que yo firmé el enganche con usted,
más que nada, a sangre y fuego, sólo por aprender a matar, torturar y hacer
todo mal, o trapacería, con el más grande entre los grandes del océano.
… usted, jefe.
- Precisamente, casi 30 años hizo el otro día; el Día de Todos los Santos;
día, entre otros señalados, en los que ha tenido a bien aparecérsenos con
frecuencia.
Pero mejor no utilizarla por el ruido que haga… o que se nos caiga encima
toda la cueva.
Si Toledo en superficie es laberinto, el subsuelo será el jardín de recreo
del Minotauro. Enlazan unas bodegas con otras en un millar de
combinaciones, en una red que circunvala y atraviesa toda la ciudad con
tiralíneas hipodámico y atajos euclidianos.
Vieja era Toletum antes de ser romana, y vanos cegados con piedra y
mortero impedían el paso ya en aquellos tiempos, pero lo que más
abundaba era la retranca reciente. Muy limpias las llagas de los tapiales
para el polvoriento ambiente, e incluso encontraron uno tan fresco que
Herejía pudo meter el dedo entre dos piedras y retirar el cementado, que
tibio, indicaba que seguía tirando, fraguando, ligando entre sí los meños.
Tan tierno todo, que con la daga de mano izquierda escarnó unas juntas y
pudo retirar un par de bloques. Tras el tapial también había puerta que
proponía nueva jodienda para la progresión, pero como ahora era Rechico
quien fuese en cabeza, no desesperó ni manifestó contrariedad al
descubrirla.
Hasta las chimeneas de la casa, tres, tenían losa de piedra para impedir el
trasiego de murciélagos.
Encallece y se agradece.
… Bueno, segunda.
La primera nos zurró usted en buena lid y nos perdonó la vida a todos;
aunque sin motivo pues siempre empieza usted la trifulca; eso no nos lo
podrá negar.
Ah, y el veneno que menciona que tomó el otro día, no era para usted, lo
puse allí para otro. Usted, capitán, ha sido inmune a zarzuelas de las peores
ponzoñas que medran en la comarca de los dos Boyuyos… (o que se
importen).
Pese a vacía, la casa insinuaba haber sido de cierta alcurnia y quizá por eso
Rechico se paseó por ella buscando tesoro olvidado. Pero no, lo que
buscaba era un sitio tranquilo y alejado del capitán, para poder realizar sus
ejercicios diarios sin miedo a desvelarlo. Y el desván le pareció el lugar
adecuado. Apartó a un rincón los camastros y cachivaches que fueran de
uso del servicio doméstico del palacete, y una vez diáfano el sitio, se quedó
en paños menores.
Y arrancó el espectáculo.
Era una fiera, una máquina de combate, que ante los ojos de Herejía dio
batalla imaginaria lo mismo a cien enemigos. Saltaba, daba volteretas en el
aire y al tiempo aprovechaba para repartir estopa entre los etéreos
oponentes. Arriba, abajo, a cualquiera que le intentase atacar por la espalda
le hubiese atizado golpe mortal con el puño o el canto de las manos;
concentraba en ellas la fuerza del hacha, y dando ejemplo, partió en dos un
catre con la punta de los dedos.
Y eso sólo fue el abreboca. Después extrajo del zurrón una panoplia de
armas cortas y repitió las mismas volatinas, cabriolas y hostias al vacío,
aunque portando ahora cuchillos raros, porras extensibles y hasta tres palos
unidos con cadenas y que hacía bufar y bailar en el aire o en torno a su
cuerpo; o convertirlos en vara tiesa y contonearle los cimbreos.
Y no fue difícil dar con el prostíbulo porque dos gañanes por la puerta
de la calle salían atándose los pantalones y dieron en favor dejar abierto el
paso. Mejor. Sin anunciarse subieron al principal y encontraron, al que
supusieron a la primera, Picco Drúpulo, maldiciendo a muerdeverbo mil
improperios mientras se ajustaba unos guantes de cabritilla y acudía a la
habitación de un preboste municipal, acaballado, para dar servicio de
mamporrero. Y venía de aplicar unos enemas aderezados con cayena a un
vicioso que impostaba la sotana. Y abanicar sin descanso en una suaré de
cuatro entrados en carnes que sudaban lo que bebían poco antes.
Y cosas que se le había pedido, y que por indecentes en exceso, borró raudo
de su memoria.
Sí, largó de largo el itinerario que iba a seguir el Morgana, y aunque con
dudas, recordaba una lejana época en la que con ellos tomó cartel un joven
cojo y con garfio, oriundo de Boyuyo… pero hace un montón de años;
quizá los amos del Máximus et Mínimus recordasen o tuviesen registro de
donde desembarcó el joven; él tenía muy mala memoria desde la última
costalada que se pegó.
Pero ya se iban.
Ésta te la descuento.
- … Vamos, jefa –quiso interceder Herejía- que no han sido cinco minutos
y la noche aún es joven para recuperarlos.
Con un par de pajillas, que haga usted misma, queda a la par; o que la
chupe un ratitín.
Pero eran muchos, ¡y con las hormonas por las nubes!, así que empezaron a
apilar en torno a Rechico los muertos; aunque él mismo se entendiese
perdido.
- Venga, va…
Vámonos… adulador.
Cabalgaba los vientos la Dragon Fly II. Daba igual que soplase sin aviso
del septentrión, o del poniente, la goletina aceptaba todo reto sin inmutarse.
Y tampoco se enteraba la tropa en la cabina, no, consumían a modo, según
costumbre, y no se estaba al quite del origen, ni la intensidad, de los
vientos. Era la noche perra de Libélula. Ella cuidaría de no subirse a ningún
islote.
… ¿No se puede planear nada con vosotros? ¿No hay empresa que se libre
de los números?
¡¡Diecisiete!!
... perdón.
- … Hecho, capitana.
- … Perdón, condessa.
Borboteaba en las conversaciones desde hace tiempo el tema de las
partes y los números, argumentaba un sector que siendo brazos y piernas
del doctor los hermanos Gandagüé, por la tal razón tomasen cacho de la
parte concreta de Bulín y no del monto total.
Aunque se decía que sería tantísimo a repartir, y tan fabuloso, que hasta
acabó imponiéndose que era de miserables y malos piratas el no repartir en
justicia a partes iguales. Y no siendo mal negociantes ninguno, a cambio,
también conseguir quitar la prerrogativa de las partes extra al staff técnico;
armadora, capitana y médico.
El destino final se daba por hecho que era Isla Barrena en el archipiélago
de Ohe-Ohe; lo que quedase de islote. Y para ello unos proponían salir por
Gibraltar, circunvalar África, atravesar el Índico, y en el Pacífico encontrar
la isla. Otros proponían la vía americana con sus variantes de cruzar a pata
Tehuantepec o bien dar la vuelta por Magallanes; de desesperados seguía
siendo considerada la aventura por el norte. Y en cualquier caso, desde el
Pacífico, rectitos a Barrena.
Todos daban por hecho que el destino final era Isla Barrena.
- Picar arena suelta es una jodienda –tomó palabra Zapapico aunque al acto
se la cedía a su hermano Rancapinos-
… ¡Malta!
… Para el aseo.
Una de ida, otra de vuelta, y una más para perder entre caballeros, un par.
¡Un mes a lo más! No un año, o dos, como había echado los cálculos el
maestro carpintero, Txiki, y aunque contravenía sus planes de perderse por
mares lejanos una temporada larga, se sintió contento, y la nueva de interés
suficiente, como para traducir al momento a su padre. De la quinta de Bulín
era el bueno de Pernando Guerrikaetxebarrigoitia Urzabalotxa, y por temor
a que pudiese cascarla el aitona antes de acertar a acabar de pronunciar su
nombre completo, le abreviaban el Susurros. Y no hablaba ni papa de
castellano. Ni casi nunca cosa inteligible. Al abuelete en el fondo se la
bufaba el tesoro, lo único que quería era estar con su hijo lo que le quedase
de vida, y con suerte, morir en medio del océano y que le “enterrasen” en el
fondo; para conocer mejor los peces. Aunque parezca imposible, el
Susurros no había conocido la mar, de cerca, hasta hace un par de años, y le
seguía llenando tanto los ojos, que a veces por el día lloraba sin motivo
simplemente al admirar su inmensidad. Pero también lloraba de noche al
colgarse las estrellas en el cielo. Y masticaba plegarias de agradecimiento a
entelequias desconocidas para el resto; y de ahí el nomenclátor Susurros, y
una fama injustificada de blandengue al haber sido en sus tiempos mozos
un aizkolari, y ebanista, de renombre; y temperamental, pues con ochenta
años recién cumplidos, hundió el hacha en el cráneo de un vecino por
cortarle un roble que hacía linde entre sus campas. Un arbolito
intranscendente que plantó su bisabuelo y tendría unos doscientos años
largos nada más; y el vecino emparentado con la municipalidad.
El doctor Bulín estudiaba el anillo con una gran lupa. Lo conocía, sí, fue de
la hechicera, y sabía que importante debería haber sido en su vida para que
ex profeso dejase dicho que le acompañase en el reposo eterno de sus
huesos. Significativo pues ella tuvo mil anillos y a cual mejor o más bonito.
Éste, mediocre en la excelencia, y tardío en adquirirlo, siempre pronaba la
cara del sello hacia la palma o casualmente se emparedaba entre los dedos.
Nunca lo vio tan en detalle y a las claras el doctor, no.
Aquel anillo era llave del tesoro. Y llavín de la ruina de su hijo Herejía.
Y una equis.
…mmmm…
- No, nunca me lo quiso dejar para lucir en las ocasiones señaladas; ni puso
por apuesta a las cartas.
- … ¿Qué inscripciones?
No era Ley oficial del mar, era oficiosa, y en ella se aseguraba que el
primero que diese descanso y sustituyese al capitán por primera vez, tras su
noche de iniciación al puesto, al cabo de un embarque no muy lejano sería
el siguiente en ascender a la capitanía.
- Sí, sí –reía Okeway- Yo quiero mandar un rato, pero sólo por saber lo que
se siente.
Si acaso, cansancio.
… Formentera… o Ibiza.
¡Merezco una miaja de respeto, taraos, porque ahora también soy vuestra
capitana!
- Mejor sigue tú amorrada a ella, Libélula –con la mano señalaba Malik una
nube negra que les comía- Y a nosotros dinos qué quieres que hagamos.
Con el airazo que traiga esa nube no quiero tener mucho trapo tan cerca de
la costa.
¡De locos!
Libélula comprendió que ya era tarde para arriar velas, la traca final de la
noche venía montada en el día y la mar se revolvía furiosa.
En La Savina.
E incluso a la velocidad que iban, impulsados por rachas de viento cada vez
más potentes, empezó la joven a echar cuentas de capitana y éstas le
sugerían que, o derrotaba con tiempo y ángulo seguro para evitar la isla,
bien por el norte o el sur, o bien, de no hacer, sospechó, que sin muchos
miramientos se iba a estampar la Dragon Fly contra Formentera o la propia
Ibiza; que tampoco dejaba de crecer ante sus ojos.
Por mucha fuerza que hicieron los tres no salía del curso la nave; la
llevaba atrapada el viento. Aunque dejasen el timón suelto seguían ruta de
destriparse contra la costa. Y rápido que se acercaron a tierra concretaron
que sería a Formentera.
… Parecía.
… ¡Ah! Y los novios que mejor olieron; uno a coco y el otro a pomelo.
Pero ni una palabra más pues la ola chocó con la base del talud isleño y
empezó a desmoronar, a romper el pecho en espumas y proyectar hacia
delante toda la masa que contenía la montaña salina. Con una energía
descomunal, similar a la onda del látigo, llevando al extremo todo su poder
destructivo. Y en la misma punta iba montada la Dragon Fly.
Justo un par de segundos antes que les escupiera la ola a tierra y hacerlos
astillas, activó la capitana una palanca y se disparó automáticamente el
invento de Bulín. Desde sus anclajes en la borda, cayeron las ocho ruedas
por sus raíles a lo largo del casco hasta encajar en su nicho y ofrecer su
servicio de pseudocarromato. Y aunque no muy ortodoxamente, y con
estética discutible, acertaron a tomar tierra y rodar entre grandes
chasquidos la playa desde una vertiente a otra. Y pese a hacerlo en menos
de un segundo tuvieron tiempo, los que iban al timón, de ver pasar ante sus
ojos toda su vida en detalle.
Y soltar el ancla.
… Tenía razón.
- … Dice, jefe.
- … mmm… ¿Tú sabes lo que llevas ahí? –con la misma costilla que
mordisqueaba reseñó el zurrón- ¿Sabes todo lo que hay dentro?
- Sé lo que he metido, y saco, yo; pero muchas veces encuentro cosas que
yo no he echado dentro.
Dispara.
¿Lo del dedo, jefe, es que se fue a comer la uña y se pasó de bocado?
- … No te entiendo.
… O hacérselo.
1, 2, 3… y 4.
No te quepa duda.
Dándole nosotros al remo, con empeño, en diez días, o poco más, estamos
en las narices de Portugal.
Después, sin soltar siquiera la faca, le daba tal hostia a Rechico que lo
mandaba a dormir.
Era él, sin duda, era el capitán Ruin Bichomalo Bichomalo; pese a que el
dibujo lo representase con cuarenta años de mocedad; y hasta guapo.
Herejía echó a los rescoldos el papel del ex-padrastro y éste deflagró antes
de tocar las brasas; iluminando por un instante los contornos. Y con un
carboncillo frío, de la misma chasca, corrigió la recompensa de su retrato
añadiéndole dos ceros, después lo guardó en un bolsillo de su ropa y el
resto de papeles metió en el zurrón mágico
- Mal, la verdad.
- ¿Y eso?
- Creo que por apuñalarlo o algo así, pero no soy capaz de recordar el
motivo onírico concreto.
- Na, pues na de cozes.
¿Recuerdas ahora?
- No jefe.
- Y se puede saber ¿Por qué les contaste nada del tesoro? Gilipollas –sin
siquiera esperar respuesta recogía Herejía los trabucos de los muertos-
- Jefe, usted me tiene dicho, ¡Nos tuvo dicho a todos!, que delante de usted
jamás se mentía.
Nos lo prohibió.
La barca era bote, correveidile de vadear el Tajo unos meandros más arriba,
pero a Rechico le pareció una birreme en su ignorancia. Dentro, encontró
Herejía dos mosquetes, una espada de lazo y un estoque, otra arroba de
vino, algo de cecina, una hogaza pétrea y unas cajas de puros habanos muy
bien empacados y que eran manifiesto contrabando rumbo a la corte
vecina; por eso viajaban de noche también los fulanos.
… Y que se aburría, sí, toda verdad sea mencionada en esta historia, así que
soltó la barca del amarre y tomó tumbona sobre los bultos, de tal postura,
que con una pierna montada sobre la pala Rechico gobernaría el timón;
fácil habría de ser por un río que se ofrecía espejo para la Luna; y
habiéndole estudiado las mañas al capitán.
Por fuerza, en Alcántara, siendo gentes de frontera, les extrañaría que ratas
de río embarcasen motu proprio en ningún cacharro humano. Eso era más
propio de las ratas de alcantarilla.
Y él tenía dos. Se las hizo importar desde el mismísimo Madrid para usar
en interrogatorios o por el simple placer de ver sufrir a algún rehén por el
que no se aforaba recompensa. Aplicaba la jaula contra el pecho del sujeto
en cuestión, y luego abría la compuerta ofreciendo a los roedores promesa
de libertad si atravesaban el cuerpo de lado a lado; aunque nunca cumplió
su palabra.
A Blasa y Luisa, que así llamaban, nunca quiso amansurrarlas y el vino que
les dio, ocasionalmente, siempre, fue peleón y las convertía en más
agresivas y despiadadas.
A las suyas echó el vino por encima Rechico, cómo solía, revolviéndolas en
un principio, aunque por exquisito el almíbar pronto empezaron a beber a
boca abierta, y al cortar el chorreo el hombre, lamerse ellas con pasión de
las patas las ricas gotas. Y amodorrarse.
Ante sus ojos vio desfilar un montón de barquitos, y hasta gabarras de tres
remeros por borda. Y desembarcaban cerdos, gallinas, sacos de trigo y
centeno. Y curas bajaban, y gentes de remotos pueblos se acercaban a
consultar al médico de la villa. Un continuo trajín.
Era día de mercado y feria, y no habría mejor momento para ser recibidos o
pasar desapercibido cualquier bote que orillase al embarcadero. Salvo el
suyo, el Piccolino vestía su disfraz de insalubre roñoso infecto, y no le sería
momento idóneo para llegar; desde lejos les tirarían con algún sulfuro
inflamable para desinfectar el río.
Subieron el bote al carro con Herejía dentro. Y con el paso lento de sus
mulos cogieron unas sendas y veredas que sólo conocían los lugareños y
que les llevaron a bordear Alcántara, y a distancia prudente, ¡a cuatro
paladas de Portugal!, volverlos a bajar hasta el cauce del Tajo. Depositarlos
sin contratiempos en el agua.
Darle chisca, tirar al agua y contar hasta diez; luego un sifón y los peces
salían solos.
Por calentar muñecas al timón, o que lo indicase la jefa, ante la boca del
puerto de Ibiza se lució la embarcación. Entre los pelones de Dau Gros y
Dau Petit trazaron ochos, luego enfilar a Marví Pla, y repetir la trenzada
entre Es Malvins y Malví Gros ganando velocidad.
Y, con grandes carcajadas audibles desde tierra, dejar las aguas del puerto y
buscar mar abierta; no fuese a ser que les cañoneasen.
Y también decir, no, asegurar, afirmar por experiencia, que muy justito les
iría el llegar a Mallorca y volver para la cena ¡Cómo para querer meter
entre medias una carrera en torno a la isla!
¡En teoría! Refrendarse capitana ante los ojos de los piojosos que eran la
tropa, y cumplir con su madre, conllevaría una discrepancia horaria más
que considerable. Y así lo hizo constar Boniato que ejercía de
contramaestre. Pero no insistió mucho porque antes de mediodía arrimaban
a la bahía de Palma y concertaban la carrera con el capitán Wenceslao. Y
además admitir unas cláusulas claramente desfavorables para ellos y
ventajistas para los otros… ¡Y firmarlas!
En este caso, la moneda de cambio era la propia Dragon Fly; pues tonto no
era el capitán y le sobraban barcos. Mucho tenía a ganar y calderilla a
perder; pese a que a nadie se le ocurriría decir que “La Pardela” era un
bergantín menor. Esa pájara le había cobrado más de quince piezas
¡Camino de las veinte!
El capitán Wenceslao calculó, con las condiciones del día, que siendo
rápida, en dos horas, habría doblado de largo Dragonera la Dragon Fly, y
siendo muy, muy rápida, ¡y perchaba pinta!, en dos horas estaría por Soller;
o cerca. Buen capitán era pues en los pasillos había ganado un cuarto de
carrera. O lo que es lo mismo, la Dragon Fly para vencer debería surcar un
cuarto de isla extra.
A lo sumo la disputa duraría dos días, no las dos semanas, o el mes, que
duraron algunas pugnas épicas.
¡¡Imposible!!
Una y otra acuchillaban las olas, pero con mucho era más sanguinaria la
Dragon Fly. Y con las mismas, mayores eran las tensiones que soportaban
sus partes. Boniato lo dejó por imposible y cambió el puesto con Ajaliz. Y
si Ajaliz era bueno para algo, ese algo eran las apuestas y los juegos de
naipes, y en general cualquier juego con reglas pues él era especialista en
quebrantarlas. Sin embargo, en esta ocasión aconsejó a la capitana Libélula
dejar de jugar, algunos fanales de pesca se encendían y aún quedaba la
vuelta a casa.
Y nadie se lo rechistó.
- ¿Le conoces?
Tendría, yo, tu edad, cuando el bueno del capitán Gorgorito pactó con el
susodicho una porfía al pilla-pilla. Nosotros íbamos en el Mambrules, él y
los suyos tripulaban el Kukulkán; aunque se había pactado la carrera entre
iguales siendo competidor otro pesquero; pero ellos se presentaron con el
Kukulkán disfrazado de mercante.
¡¡El Kukulkán!!
Esperar que nos ganasen; y quizá reclamar ante los jueces que suponíamos
imparciales.
Gorgorito era mejor persona que capitán. Y también mejor capitán que
apostador. Aún así, sacamos el imposible doscientos por cien a la nave y los
dos primeros días clavamos compás, pero al tercero se escondió el
Kukulkán a la capa de la punta de Sa Vaca, casi llegando a Pollença. Y no
les vimos, y al pasar a su altura nos largaron un cañonazo que abrió mala
vía de agua justo al ras de la línea de flotación. Un buen desgarro, que
incitó al capitán Gorgorito a derrotar a mar abierta y dejar que ganase la
carrera, aun con trampas, el Kukulkán.
¡Y nosotros sin cañones pues con red recogía Gorgorito los peces y no con
explosivos!
… un desastre.
Y abrió fuego. Y no una ni dos veces, hizo cantar la artillería lo menos siete
rondas de plegarias polvorinas, y con la última, y un “Rest in pace” burlón
que profirió el canalla de Wenceslao, nos dieron a todos por muertos.
…
No sé cómo llegué a tierra. No lo sé. Estuve un par de días a la deriva
viendo a lo lejos Mallorca, y al amanecer del tercer día, y sin hallar
explicación, despertaba en la playa de can Picafort junto a los restos del
capitán Gorgorito; a los cuales quise dar sepultura digna volviéndolo a
meter al agua y empujándolo hasta donde conozco corriente que mete
Mediterráneo adentro…
¡¡Tieeeeeeerra!!
¡¡Mallorca a la vista!!
¡¡¡¡Boooumm…!!!!
… La “Malamuerte”.
Yo te sugerí el empape.
- Con tierra de la que usted trajo, y otras cosas que le echo yo.
Cicuta y estramonio quise plantar hace tiempo por todo Boyuyo, sí.
- Era arenilla muy, muy fina y grisácea… pero con mucho sílice.
- … mmmm… Sí. Ya recuerdo dónde cogí esa arena para los tiestos.
Diatomea Beach.
- ¿En serio?
- ¿Algo más?
- ¿Y por detonadores?
- … Menos éste de hace un rato… los dos de Toledo… y otros dos de una
avalancha que provoqué para sepultar un clan de primos terceros…
- En el zurrón.
- Bien. Esos no los uses y resérvamelos; y ten cuidado con ellos.
No, no le gustaba este capitán, así que en cuanto empezó a coger postura
mulléndose unos fardos, y cerrar el ojo, y resoplar tranquilo el primer
ronquido, Rechico se encendió el puro habano y se dispuso a disfrutarlo
solo.
Y por despertar el capitán Herejía con una sonrisa en los labios, y al uso en
la boca de un “Buenos días”, tuvo suficiente arrojo Rechico para
preguntarlo.
Borda afuera sacó el cuerpo Herejía para tomar agua del río y lavarse la
cara. Y hasta las greñas ponerse en orden. Y mientras hacía, y para su
disgusto manifiesto, sobre la superficie del agua reflejaba el barbudo de
siempre ¡Aunque ahora luciese un parche en el ojo!
-…
- ¿No me oyes?
No me ves.
-…
- Con todos los respetos, jefe, pero lo del ojo torero le va por días.
E incluso cuando lo usa, unas veces tapa el ojo derecho y otras el izquierdo.
Rechico no sabía qué decir, y Herejía bastante tenía con ora mirarse en
el reflejo del río, ora intentar acertar a tocar con la punta de los dedos, y sin
errar, una muesca en la borda o su propia nariz. Así que por hacer algo, y de
paso sacar al capitán de su bloqueo, comenzó a remar Rechico con su
graceja particular. Y hablar, parlotear sobre cualquier nimiedad que le
viniese a la boca, aunque indefectiblemente todo tema que abordaba le
llevaba a platicar del ojo.
- … Y ya le digo, con una canica que se pusiese, no se le notaría la avería a
los dos pasos.
Y hasta siendo el vidrio coloreado, podría dejarse los ojos a juego o a posta
ponerse zarco.
- … ¿Y a Safo?
- ¿Es griega?
- Y moderno.
- Literal.
Y Herejía adelantó una ronda de puros habanos al “Sí, con mucho gusto”
que también dijo. Y empezar a recolectar leña seca en los alrededores, cosa
fácil porque de antiguas crecidas vararon árboles enteros cómo troncos
pelados, o ramas de frágil fractura y buena llama; aunque pobres rescoldos.
Hicieron acopio de varias brazadas, pero Elisao con la cabeza indicaba que
no era bastante. Veinte peces había sacado del agua desde primera hora, y
vuelto a meter, pero en saca, para que estuviesen vivos y frescos, y aún así,
le faltaban tres, precisamente los que serían para ellos al contar su familia
los veinte miembros; veintiuno con él mismo.
Dos peces y cuatro brazadas de leña más tarde, aparecían los chicos de
Elisao a la carrera en el camino, llamando, preguntando a gritos al padre
cuántos había pescado.
Y a sonrisa sujeta decir éste que veintitrés peces y dos humanos, o casi; dos
españoles.
¿¿Españoles??
Pararon en seco los mocosos su trote y esperaron la llegada de sus
hermanos mayores, y al borriquillo que transportaba a la madre y la vajilla
de cocina y condimentos.
Edad que suspiraron se les escapaba al no poder el padre ofrecer dote. Era
muy buen pescador, y mejor cazador. Y por arte y filosofía de
entretenimiento, se entregaba a cuidar con mimo una huerta feraz de tres
fanegas. Y aunque pescaba, y cazaba, y sacaba adelante calabazas y
calabacines de llevarse premio en cualquier feria que ofreciese concurso, la
familia apenas ahorraba nada al comer a diente suelto todo lo que juntaban
en el día. Todos de corpachón hermoso.
Y así ni dote, ni mantel, ni cuatro pasos de tierra prolífica que segregar para
un matrimonio nuevo. O dos. O diez, porque siendo las mayores, todas
estaban casaderas al comprenderse sus edades de los quince a los treinta y
dos. Y los chicos, de los seis a los catorce, y tampoco se podría decir que
fuesen haciendo ellos su propio ajuar. Lo puesto que llevasen… ¡Y esa
enorme sonrisa de ser millonarios por felices!
¡Vestían alegría!
Fue una experiencia tan única, tan gratificante, que Rechico no quería
marchar. Nunca le había cogido la mano a una mujer sin que ésta expresase
su repulsa o se desmayase. Jamás. Para él era todo tan nuevo, que se
enamoró de todas las carvalhiñas. Y de los padres. Y de los hermanos.
Por dar capricho de último vistazo, el capitán Herejía dejó que Rechico
bogase. La tarde daba paso a la noche, y ésta, a grandes bocados, le iba
comiendo los colores al campo. Y el fuego que se hizo brasas para cocinar,
volvía a ser hoguera en la distancia, y aunque difusos, en torno a las llamas
veían bailar a la parentela despidiéndoles a mano. Y Rechico subió los
remos para poder dar réplica a la vez que se sonaba los mocos.
Compungía sincero.
Una legua, dos, tres se tiró hipando el desgraciado de Rechico con una
sensación rara que jamás había sentido. Le dolían las tripas, la garganta la
tenía muy seca y el corazón duro y con ánimo de quiebra. Era tan pétreo
Rechico que, pese a no pretenderlo, el aguilla de los ojos le remansaba
gota, y por propia gravedad, al juntar tamaño, le caían de la cara a plomo
los lagrimones, y no podía evitarlo.
Y tampoco llegaría a entender muy bien lo que era, pues mientras Herejía
envolvía al subalterno en el abrazo cómplice y leal, descubrió en la margen
izquierda un brillo metálico de sable que se alzaba, y agudizado el oído,
también entretelar que se preparaba descarga de fusilería al oír encadenar
un: “… Carguen… apunten… ¡Fue..”.
Hablaban los reunidos de las últimas nuevas que llegaban desde España, y
en las cuales se afirmaba que un batallón de quintacolumnistas se había
infiltrado en el país sembrando la cizaña y el desorden. Destruyendo
ciudades enteras. Dedicando especial empeño a arrasar lo sacro y pervertir
abadesas ¡Y robar las cesantías a los abuelitos!
Pero Herejía dijo no saber nada y menos tenerlo oído. Pese a español, tenía
prohibida la entrada en casa por un problema de faldas… y algunos
problemillas menores con la Justicia; tanto la Civil, cómo la Eclesiástica.
Aunque llevando dos años viviendo, que aseveró, con la familia de Elisao
Carvalho, en Galisteu, no estaba muy al tanto de la actualidad de su nación;
ni siquiera cuál era ésta. Ese tiempo había estado abducido por la belleza de
sus hijas, y por apalabrar matrimonio con una de ellas, descendía el río para
buscar al rey de Portugal y rogarle en persona la venia, el permiso para
desposarse, probablemente, con una de las mujeres más bellas del país. Y
no afirmó que la que más, porque la joven tenía nueve hermanas a cual más
inteligente y hermosa.
¡¡Lisboa!!
Rechico, con el corazón en la mano, nunca pensó que llegaría tan lejos ¡La
capital de otro país! Ante las luces que llenaban la bahía le confesó al
capitán, que en su ánimo, esta aventura desde el principio le dio buen
pálpito. La orilla se seguía con las simples luces que salían de las
viviendas.
O no.
Pero no estaba en casa. Marchó antes del alba para acercarse a la isla de
Menorca; y lo supo la condessa sobornando al servicio que atendió su picar
a la aldaba.
Y no le faltaba razón.
Diez segundos les dio para virar en redondo y marcharse por donde habían
venido. Y todo el agrio parlamento refrendaba la postura apoyado en una
colisa de borda, la cual, además, especificó que cargaba con balines
pequeños para barrer cualquier cubierta. Y no así los cañones más grandes,
esos, con grueso calibre, estaban aguardando hundir barcos enteros; y
abrieron las poternas.
Libélula iba enrojeciendo de ira, y sin darse cuenta de lo que hacía, por
voluntad propia, la mano derecha se le fue sola para asir la pistola y
descerrajar un tiro al desgraciado de Wenceslao; a esa distancia sería capaz
de clavarle la bala en el entrecejo. Pero la condessa le paró los pies a la
hija, también Wenceslao movió su mano y dedo en alto tenía preparada la
seña para abrasar el bote.
Así pensó que sería, pero para su sorpresa, la propia condessa cargó la
colisa de popa y sin avisar a nadie abrió fuego contra el Kukulkán.
Fondeando el barco de Wenceslao, y ellos sin apenas movimiento, le
hubiese sido sencillo afinar el tiro a la línea de flotación. Pero ésa no era la
intención. El “cañonazo” buscó arrancarle la cabeza al mismísimo
propietario del Kukulkán, y éste vio, y escuchó pasar, el proyectil bien
cerquita, tanto, que partió por la mitad a un subalterno con el que departía,
“Rémulo”, y del cual el capitán no conocía ni el auténtico nombre de pila;
sólo el del oficio.
¡¡Puaj!!
Poco antes de la islita de Ses Mons quedó la Dragon Fly, mientras que
más lento, por fondear en el saco final de la cala d´Addaia, salía el
Kukulkán. Y dolida de verdad que se sentía Libélula por ser tildada niñata y
capitanucha, no encontró mejor lugar para lavar el nombre que entre las
islas que atemperan los embates marinos contra la propia boca del puerto
del cual salían.
Primero mandó clavar bauprés al norte y perchar la mitad del lino que
tuviesen, tras ellos abría alas el Kukulkán dejando atrás la bocacha que es
Sa Torre; y a todo trapo.
Pero en cuanto pasó la Dragon Fly la isla Petita d´Addaia viró a estribor
para empezar el juego. Pretendería la capitana Libélula darse a trazar nudos
entre isla Petita, Gran d´Addaia y Ses Aligues, cosa que supo aventurar el
capitán Wenceslao, y pese al tamaño y calado del Kukulkán, ordenó cruzar
entre las hermanas d´Addaia utilizando el somero canal que las separa.
Visto que Wenceslao sabía leer las cartas de la partida, y que les tomaba en
serio al adoptar la temeraria maniobra de corte, mandó Libélula virar en
redondo, otra vez al norte, y colgar todo el trapo que quedase. Y que se
santiguasen los que quisieran. Iban a probar cómo “chutaban” los barcos en
aguas abiertas.
- Sí, somos muchísimo más rápidos que ellos; con estas velas o las de seda
que pusiésemos; con ésas… ¡¡Pufff!!
- Con certeza no lo sé, capitana. Con viento más fuerte, y estas mismas
velas, las diez leguas largas a la hora hemos sacado nosotros a la dragona;
quejaba, pero no partió nada.
¡¡¡Zafarrancho!!!
¡¡¿Entendido?!!
- ¡¡¡¡Sí, capitana!!!!
Tiró la Dragon Fly más y más, semejaba ser delfín jugando en la quilla y
sin mucho esfuerzo fue abriendo distancia. Hasta que bien lejos giró en
redondo y marcó el cruce en vísperas. Y tras unos minutos que parecieron
años, llegaron a su altura, y en el momento de cruzarse las naves, ambas
abrieron fuego por petición de sus capitanes.
Y más fuego.
Y dos, desmontar su cama y meter sin tardanza las patas en los cañones. Iba
a hacer astillas la Dragon Fly.
Tan cerquita estaban los barcos, que tanto las órdenes a gritos, cómo las
susurradas, se escuchaban perfectamente, por lo cual Malik y Okeway con
cuatro palabras se pusieron de acuerdo para saltar al Kukulkán e inutilizar
definitivamente sus cañones gordos. Y fue idea propia porque cuando la
capitana Libélula les vio agarrarse a un cabo y balancearse hasta el otro
barco apenas pudo manifestar a gritos un ¡No!
Macabro valls.
Aunque no muerto.
Sin embargo debía ser habitual desde tiempos del Gran Terremoto que algo
ardiese en Lisboa. Y no parecía trastocar los quehaceres diarios de los
lisboetas, que inmaculados, salían de sus casas rumbo al trabajo; con el
almuerzo bajo el brazo, el pelo planchado a la raya, y tal vez, sí, ese punto
de melancolía en la mirada que les atribuyen los manidos arquetipos. O al
menos Rechico quiso encontrarla hasta que le concretaron al sujeto al cual
preguntaron, que buscaban lugar oportuno para darse a todo exceso
¡Incluso dormir de día!
No era lugar habitual de turistas y dudaba el hombre que les dejasen pasar;
aunque merecía el riesgo tocar a la aldaba pues dentro… dentro ya verían
lo que encontraban; si lograban entrar.
Conocía Lisboa sin haberla pisado. Y directos tal saeta llegaron al lugar. Y
no le era extraño el sitio a Herejía, no.
Tal les dijesen, en la calle muerta tres puertas sugerían tres ambientes.
Rojo, negro y verde.
- … mmmm…
- ¡¡Jefe…
- ¿Qué?
Y casi acierta.
Veinte llevaba ella trabajando para él. Y al concretar también mes y día,
Herejía sintió un escalofrío y ordenó a todas que se estuviesen quietas, que
dejasen los cubos y se sentasen dónde pudieran. Y que alguna fuese a
llamar a las que quedasen por la casa; y al portero con los libros.
Y tuvo que especificar que el motivo de la llamada era por cosa buena,
pues a las muchachas, por primera reacción, les vino el descomponerse al
temer día de leña, de cobrar los atrasos con el as de bastos.
Pero ése no era el palo, y por continuar temblando alguna, concretó que
viniesen todas pues les iba a regalar el prostíbulo para que lo explotasen en
forma de cooperativa. Y a las que no quisiesen el oficio, indemnizar. Y lo
dijo demandando a Rechico mediante señas que soltase la mosca. Que
abriese el zurrón y le diese la bolsita de cuero de serpiente negra cerrada
con lazo marinero.
Rechico no tenía vista la bolsita que refería, pero el jefe sí, y al meter la
mano lo primero que toparon sus dedos fue la piel de crótalo negro. Y
pesaba. Y después de entregar al jefe, por pura curiosidad, volvió a meter la
mano al zurrón y revolver, y ahí acertaron de nuevo sus dedos con otra
bolsita de piel de culebra. Y también se la pasó al capitán. Y otra más. Y
otra. Y hasta metió la cabeza en el bolsón buscando una quinta, pero no
hubo. Aún así, en montoncitos que hizo Herejía, sobre la mesa había dinero
para empezar treinta o cuarenta vidas nuevas.
Las que quedaron sí. Zalameras ellas, lo primero fue meter a Herejía y
Rechico en las tinas y restregarles, tanto, que los calzoncillos largos de
Rechico le quedaron taparrabos y el pecho al descubierto. Y ahí rindió a un
montón de ellas pues amén de bien formado por sus nocturnos ejercicios,
llenito, pero lo que se dice lleno de tatuajes, tenía el cuerpo; pero malos,
tattoos carcelarios y montaraces, que con su cuerpo cultivado, habían
dejado de tener su primigenio sentido y hasta la ubicación en la piel; se le
habían movido, estaban desdibujados y su carne serrana parecía llena de
moratones, o negros, tal que los que aparecen en las casas de Vélmez.
- ¿A dónde le llevan?
- Claro jefe. Usted utiliza mucho esa puerta para desplazarse por sus
negocios.
Y aunque éste ya no lo sea, esa puerta siempre estará abierta para usted.
Para que haga lo que quiera. Para que nos venga a visitar cuando le plazca.
Y por comentarlo por su parte también en alto Camelita, ¡el buen sabor
eléctrico de los labios del jefe!, las demás socias también cataron el pastel,
llegando a la misma conclusión.
- Sí, sí lo soy –clamó Herejía adoptando pose para retrato- Soy Herejía.
- ¿Herejía Bichomalo?
- No. Eso son puñetas de un padrastro frustrado que tuve y que quiso que
utilizase su apellido para inmortalizar su sangre una generación más.
Y no.
No lo soy.
Pero siguió negándose, aunque ahora fuese por miedo a que bajo los pelos
saliese el Herejía que había sido hasta hace cuatro días mal contados. Ese
Herejía continuaría siendo un niño, y él, por el momento, necesitaba seguir
siendo un hombretón.
- A todo esto –dijo Herejía probándose otra ropa más acorde al hecho de
llevar pistolas y sable- Alguna de vosotras sabe si ha pasado un circo por
aquí. Uno que se llama…
- El mismo.
Bueno, se dice que hicieron una pequeña representación para el rey y sus
cortesanos, pero por algún motivo que no ha trascendido marcharon rápido;
no levantaron ni la carpa.
- ¿Y a dónde fueron?
- Con seguridad no sé, aunque un chorbo que tengo para alegrarme los
bajos… jijijijijiji… Pues eso, que mi Palmiro estuvo estibando para ellos en
el muelle, y la marinería del Morgana le dijo que su próximo destino era
Londres.
Pero sería mejor que usted hablase con mi Palmiro para que él le dijese
bien y concretase, quizá, algo más.
- ¡¿Dónde?!
No hay trabajo en los muelles a estas alturas del año y sobrelleva los
temporales con amontillado y oporto; en afiaos y a cuentas.
Ella se puso a llorar, y las amigas, hasta el portero que llegaba en esos
momentos con los libros de cuentas; aunque éste lo hacía por llegar tarde al
reparto de dinero y ver, que tras veinte años de abnegado trabajo, el jefe se
había olvidado de él y ni quincalla de cobre para tomarse un vino le había
caído en herencia. Y rabiaba por dentro. Él, que había hecho las funciones
de “hombre de la casa” en ausencia del capitán, que había bregado con
infinidad de borrachos cachondos que venían a malmeter, que había
mantenido a raya a las chicas para que trabajasen reglosas, o incluso
preñadas, ahora entendía minusvalorada su función y relegado a menor
recompensa que un mero mamporrero.
Cova Roja, cova Negra y hasta cova Verde tenían la misma estructura y
divisiones. Un pasillo de entrada, un enorme salón para dar rienda suelta a
los instintos, y tres pasillos que llevaban hasta las habitaciones para darse a
la holganza y hasta el vicio en privado.
No había sujeto que no estuviese tullido. Ojos, piernas, brazos ¡Hasta las
orejas! había quien las tenía impares o amputadas. Y cicatrices y
desconchones en la carne. Oficios peligrosos los de los reunidos porque
ninguno aparentaba estar completo. Había grupitos de amigos alternando, y
otros solitarios que hacían tiempo hasta que abriesen las chicas la puerta, o
bien, huraños, silenciosos y en tinieblas, algunos fulanos recodaban
anonimato en las mesas sumidas en penumbras, y de los cuales se intuía la
presencia por las chupadas ocasionales que daban a las pipas. Y por ser
Rosita una mujer de bandera, a un abanderado de la belleza masculina
preguntó el capitán si su gracia era la de ser Palmiro. Y no, no lo era, y
hasta se diría que con cajas destempladas, exigió que le dejase tranquilo en
su miseria y se fuese a dar la barrila a quien tuviese ganas de escuchar. Y
para rubricarlo, sobre la mesa dejó el hombre la espada.
Y Herejía preguntó a otro adonis, que tampoco era Palmiro, y con igual
desprecio invitó al capitán a que apartase el candil y dejase de molestar.
- Yo soy Palmiro –le dijeron por la espalda- Creo, por lo oído, que me anda
buscando.
Herejía giró en redondo pero no vio a nadie, sólo cuando Palmiro volvió
a repetir su nombre, Herejía bajó la vista y descubrió al chorbo de Rosita,
bajito, tan bajito, que por no ofender y mantener la conversación mirándose
a los ojos, invitó al hombre a sentarse en una mesa vacía. Y en ello estaban
cuando se les acercaron dos malencarados, y uno de ellos, esbozando
sonrisa amarga, dijo ser el Palmiro por el que preguntaba. Y se le hizo raro
a Herejía, y aún más a Palmiro, que presto, le preguntó por el apellido. Y al
titubear el hombre un segundo, por inventarse apellido acorde, el propio
Palmiro echó mano al cuchillo. Y tal que fuese gato que se creyese león,
saltó contra los hombres sin dudarlo y a hostias se trató. Y pese a
chiquinajo, bien prontito les quedó claro que el minino arañaba profundo,
tanto, que sobre la mesa uno echó las tripas. Y por estar el lugar lleno de
conchabados con estos, de casi todas las mesas se levantaron hombres para
unirse a la refriega. Y para darle más mordiente, en ese momento entró el
portero de Cova Roja gritando que no tuviesen miedos, ni reparos, pues
ante ellos no estaba el auténtico capitán Herejía Bichomalo.
- Lento pero con buen paso. El Susurros es una eminencia en el trato con la
madera.
Tras ajustar las lentes, puso bajo la lupa el objeto de estudio, y a la vez
proyectó el reflejo contra el mamparo. Así podrían trabajar sobre el mapa
desde distintos ángulos.
Malta era, desde luego. Pero el centro de la cruz no coincidía con la capital
nominal que es La Valleta, y tampoco con la fáctica que es M´dina. Ni una,
ni otra. Tras discutirlo, y conjeturarlo con varios planos y sus propios
recuerdos del pago, la equis marcaba un punto entre Mostar y Naxxar;
Malta adentro. Bien conocían la zona al estar el enclave lleno de reliquias
arqueológicas. Y aunque existían otras más importantes en la isla,
coincidían en el punto cuevas, caminos diríase fosilizados, ¡tumbas de
fenicios!, y un recoleto túmulo mucho más antiguo. O unos cuantos
desmontados.
- Muchas.
- ¿Todas?
Y aún ahora, que en su nombre ejercía Malik, raro era el barco que pasaba,
o la chalupa que se acercase, que no insistiese y entercase en darle al doctor
las gracias en persona y obsequiar por algo añejo; y en nombre de sitios
muy dispares de la isla. Cada presente tenía su historia, y algunas conocía
la condessa por acompañarle no pocas veces en los últimos años junto a los
hermanos Gandagüé.
- … Bulín.
¡¿Quién te hace llegar un beso estampado año tras año en papel de arroz?!
- … mmmm…
Algún día los Templ… Los Caballeros mismos, te van a prohibir la entrada
por dañina.
Mal ambiente, aunque para ellos, insisto, todo eran sonrisas y parabienes. Y
hasta lograr una transitoria concordia entre corsos de distintos valles. El
maestro carpintero todo el día en el monte, y ellos degustando los tipismos
corsos a mesa puesta. De pueblo en aldea. Y haciéndoles llegar a la Dragon
Fly los tablones y troncos que necesitaban.
- ¿Te hubiese gustado ir con ella? -Inquirió el doctor pasando a observar el
mapa reflejado-
- Córcega siempre has dicho que es perla verde del Mediterráneo ¿Por qué
no bajas?
- Sí. Años.
- O no.
- ¿Y para Reyes?
- Casi seguro que tampoco… por no decirte que fijo que no; que estaremos
en esta misma playa varados.
- ¿Ni en mi compartimiento?
Al día siguiente les llegó paquete por vía terrestre desde Antisanti ¡Así
es Córcega! En vez de mandarlo vía marítima desde la cercana Caterragio,
atravesó la pieza toda la sierra para acabar en sus manos sin un arañazo.
Para cosa que necesitase el doctor, la gente cooperaba de buen grado. El
mar no estaba para ser trotado, la componente del invierno se imponía, pero
por ser asunto que concerniese a Bulín, no había puertos de montaña
cerrados por mucha nieve que estuviese agarrando. El Cinto y las cumbres
hermanadas blanqueaban. Pese a ello, el goteo era continuo, cada poco rato
llegaba pieza en bruto para ser transformada. Hasta que anunció Bulín,
tachando en su albarán, que ya tenían todos los recambios para las partes
dañadas; salvo que se malograse alguna pieza en el proceso y hubiese que
pedir otra.
Sicilia es mucha isla para pasar junto a ella y no echar el ancla un rato; o
queriendo, u impelido. Y mil sitios tiene para dejar caer la baba, a cual más
epatante, y enganchar de por vida al lar. Y por pillarles más a mano en la
ruta, y desviarse lo mínimo, buscaron el paso de Isola di Favignana y
fondearon a la capa del espigón natural que es Isola Grande. Protegidos por
los buenos amigos de Marsala y Trapani, donde estaban invitados a cenar
¡Obligados!, y por no agraviar, en dos grupos se dividió la tripulación. Tan
solo quedaron en el barco Bulín y el Susurros por cuestiones de edad y
hastío a protocolos; y que sabían que la fiesta duraría hasta el día siguiente
y no les era plato de gusto a su edad.
Y la noche colgó tan buena, que envueltos en pieles, sentaron los ancianos
en la cubierta admirando las estrellas, y a ratos, bajar los ojos al barco y
comentar lo cojonuda que había quedado la reparación.
Si con las primeras luces les habían descubierto, con el sol en su cenit
fondeaban a la vera barcos fletados en Palermo, Messina, Catania,
Agrigento y ¡Caltanissetta! Todos ellos con pabellón de tregua y luto. Y
hasta gente de la cercana Malta.
Los pueblos del mar, los antiquísimos pueblos del mar, vestían de negro.
- … ¡A qué va a ser, a que se repartan las reliquias! –se dijo elevando unas
tijeritas de plata sobre la multitud-
A grosso modo todos coincidían en que, siendo última voluntad del doctor,
según un rumor extendido, que algunos restos suyos, descarnados,
descansasen en un túmulo de cierta isla, en un lugar inconcreto, todos, o la
mayoría, disponían de isla con dolmen o vitrina inconcreta en
emplazamiento pío; tal que capricho fuese en altar de ermita o sobre
chimenea del casino.
Todos querían un cacho de santo. Se había difundido sin control los deseos
póstumos del hombre, y al albedrío de interpretar, y visitaconventos que fue
el galán, ¡206! que repitió él mismo en mil auditorios ¡206! huesos enteros
a sacralizar se repartían los presentes. Se subastaban ante la pícara
iniciativa de Ojovago; y hasta insinuó que santo varón también fue el
compañero de velorio, y que otros 206 huesos se podrían prestar a
desmembrar.
Pero Txiki se echó el hacha al hombro y arrimó con muy mal ceño a los
velones. Y tampoco tardó mucho la condessa en imponer su voz al tumulto
gritando “¡Paparruchas!”. Reseñando que lo eran pues ella era la única
albacea legal del finado, y bien conocía sus deseos. Y eran simples,
descansar en el fondo del mar. En la parte más honda que les cayese a
mano, y por tal motivo, todos estaban invitados a presenciar cómo lo
jalaban un poco más allá de Siracusa; en la fosa Jonia.
Y hasta Bulín hubiese aplaudido el sitio de saber que le iba a coger tan
cerca La Parca.
Las aguas de Siracusa, la fosa Jonia, sin duda, hubiese sido del agrado de
Bulín.
Y esa misma noche, que se hizo día a cañonazo limpio durante las salvas
de despedida, cientos, miles de personas fueron testigos de cómo el mar
engullía a Pernando Guerrikaetxebarrigoitia Urzabalotxa y al doctor Bulín
de Aguiloche Goikuría, antes que nadie fuese capaz de rememorar por
completo sus meros nombres.
- … No sé.
- Los suyos, jefe… vamos, la plantilla… ¡ah! Y las chicas, que no son
mancas para repartir mamporros.
- Bien.
… Pero no.
Ahora será un hombre hecho y derecho; tal que mismamente lo pueda ser
usted.
- … ¿Rastrojo?
Y no.
… O sí.
Con certeza no se sabía pues Cova Verde era burbuja que no estallaba con
aguja; se entraba accionando campanilla. Pudiera ser que alguien batiese la
aldaba o arremetiese con ariete de broncínea cabeza; de ambas formas se
haría el mismo ruido. Poco.
Él, Palmiro, ¡El Gran Palmiro!, se despidió de Rosita con un beso tierno
diciéndole que la quería más que a las uñas de sus dedos. La comparación
sobraba, aunque extrañamente conmovió a Herejía quizá por sentirse
padrastro, y para no serlo, con él quedaría. Indicó el capitán Herejía a las
mujeres que utilizasen su escampavía secreta y que no parasen hasta el
final o sitio seguro, y también iba a añadir algo más acerca de… Pero no
hizo. En ese momento en tropel entraba el ejército y junto a Palmiro se
hacía fuerte en un recodo del pasillo.
El túnel no era muy largo y estaba bien labrado, pero llevando a Rechico
por peso muerto, cogieron el paso de las mujeres antes de lo previsto.
Todos debían ir adelantados al reloj pues tras ellos venía la gente del rey a
ritmo vivo; al ir abriendo paso con pequeñas bombas de mano. Y la última
puerta atrancada no concedería ni los cinco minutos previstos. Se escuchó
la explosión y el revolverse el polvo, y el ir encrespando el rugido de los
que les perseguían y ya no encontraban más obstáculos.
Casi, al alcance de la mano tenían una escalera anclada a la pared que subía
rectita para arriba. Al exterior.
Y tras decir, se fue solito, para los que venían, arrancando chispas a las
rocas de ambos lados.
Y así fue. Cuando salieron al exterior era noche cerrada. Y tan bien
disimulada estaba la salida y la vereda que hasta allí llegaba, que varias
veces fueron de bruces al suelo antes de encontrar sendero alguno y
enhebrar por él. Y al adquirir aquello dignidad de llamarse camino, fue
porque con dirección Lisboa se acercaba una diligencia, trasnochada, que o
bien llegaba tarde a la capital, o bien demasiado pronto. En ambos casos
para los viajeros era el final de trayecto al parar el coche a su altura por
requerimientos de Palmiro. Y ofrecer un doblón al cochero si les llevaba a
cierto sitio no muy lejano; que ya le especificarían en ruta, pero por lo
pronto, que arrease los jumentos… y con dirección Torres Vedras.
¡Y salir al océano!
Y un buen rato se tiró escuchando el ruido del aire, por si en vez de serlo,
viento, se tratase todavía de los susurros del indio güichol. Y no.
Toda la vida suspirando por pisarlo, nadarlo, y ahora tenía de sobra para
jartarse en la primera toma de contacto, y ahogar, antes de alcanzar tierra o
ayuda.
Mientras duró el sol intuyó por donde caían las playas de Portugal, pero
oscureciendo, y echada la noche con nubes, todavía tenía menos sentido el
universo que flotaba. Negro absoluto. Y caprichoso, porque aun sin
desplazarle mucho del sitio, a veces las olas eran dulces, cómo se
convertían en amargas al zarandearle a capricho. O sentir que por debajo de
su quilla pasaba una montaña, una cordillera de aguas, y pasivamente,
llegaba hasta las cumbres que quedaban a un par de cuartas del
firmamento; y luego bajar a plomo. Y aunque a ratos corrían rayos por las
tripas de las nubes, ninguno caía al mar refiriéndole límites.
…
Y al cabo de un buen rato le llegó respuesta audible aunque se diría que
provenía de más allá de cualquier horizonte.
Y del roto del horizonte salió el capitán Herejía nadando a estilo hawaiano.
Tal que pez vela fuese, jamás vio Rechico nadar a nadie más rápido. Ni
velero, aunque no tenía ninguno visto en campo abierto.
El sepelio había acabado, pero aun así, les seguían varios barcos.
Engañaron a muchos ¡la mayoría! pero obvio que no a aquellos que
observaron algo raro en el manipular de los cadáveres, y luego ver que dos
cabos tontos colgaban por la popa tensos; al final, sí, anudaban Bulín y el
Susurros.
A distancia fija clavaban los fanales, y como sabrían que la intención era
arrimar a Malta, decidieron despistarlos en el trayecto, y si era menester en
destino reencontrarse, La Valleta ofrecería amarre y tablero de discusión
sobre unos huesos.
La capitana Libélula ordenó apagar toda luz y encasullar las pipas, abrir el
velamen, y buscar Lampedusa en vez de Malta. La condessa parecía
necesitar más tiempo para camelarse al caballero y pidió a la hija que no
buscase puerto, que surcase al albedrío.
- ¿Y la “e”?
- Déjale. Déjalos.
Fúgate.
- Un soplapollas y un julay.
Lo que sienta por los demás no lo sé, ni me afecta. Es más, me la… sopla;
con perdón.
- ¡¿Le quieres?!
Estaban entre las islas de Linosa y Lampedusa, y allí poca masa forestal se
perdía en el agua.
Y no eran árboles.
- Pido amparo a la gente del Mar –se dejó caer teatrero Murciégalo, junto al
cadáver ensangrentado del amo, mientras elevaba al aire las manos
fingiendo llevar cadenas- Auxilio, ayuda a la Hermandad de Hombres
Libres sin distinción de sexo, raza o credo.
Desde luego que Libélula hizo ademán de empezar alegato de defensa para
el hombre, pero también a ojo batiente le sugirió la condessa que secase en
la garganta las palabras.
Él, Murciégalo, ya era uno de los suyos. Lo fue desde el instante mismo
que le pusiese los ojos encima Libélula y estos le echasen chiribitas. Y la
madre darse cuenta.
- La mía es tuya –ofreció nueva ronda al tiempo que sentaba junto a ella-
Pero esos cuadros no se venden.
- Antes vendió el alma el pintor ¿verdad?
- Cierto.
- ¿Y si sobreviviese a la caída?
- Lo volveríamos a arrojar.
Pero no.
- Por faaaaa…
- ¡Condessa… condessa!
- Venga… vale.
Pero… Bajo tu responsabilidad, tu firma, habrá de ir toda factura.
- ¿Qué?... ¿Cómo?
- Que si quieres lo despeñas, pero los próximos quince días lo quiero para
mí.
… Y dime la verdad.
- Ella.
- … Bajo tu firma.
- … Y luego al saco.
- Venga, llévatelo.
Pero si le das esperanzas de vida es por tu cuenta y riesgo.
… Mira que dispararle a una mujer desarmada y náufraga… ¡En qué lugar
nos dejaba el bastardo!...
- Qué es entonces.
- Su hija. Libélula.
La capitana Libélula.
… ¿Y si no le gusto?
- Hola guapa –dijo al tiempo que recibía los besos de la condessa- Sabía
que ibas a venir porque no hace mucho soñé contigo.
- ¿Cosa buena?
- No me acuerdo.
-…
¿Quién es este imbécil?
- ¿Quién?
… El Murciégalo.
Kiko el Murciégalo.
¡Del primer puñetazo que te meto te arranco la cabeza, puto viejo loco, si
me vuelves a faltar al respeto!
¿Entendido?
Dióscoro era muy mayor y le fallaban las piernas, para acercarse a una
casa cercana a las catacumbas de Santa Águeda hubo de ir sentado en una
silla de ruedas. Murciégalo la empujaba mientras la condessa hablaba de
nimiedades con el hombre, pero en la casa, en una habitación profunda,
ante un cortinaje feísimo quedaron mudos. Ellos sentaron en los sofás de
contemplar, y por gestos, conminaron a Murciégalo a que apartase las
sábanas y enseñar lo que escondía el cortinaje y era motivo de semejante
parafernalia y secretismo.
Frente a sus ojos estaba el ojo chico del Gran Maestre, y obra maestra del
maestro Caravaggio. La decapitación de San Juan Bautista.
Los tres días que pasaron en el lago Óbidos fueron de lo más tranquilos,
rayano el tedio; aunque no se aburrieron. Rosita y Palmiro elaboraron mil
planes para cuando se casasen, Rechico se centró en recuperar la forma y
cuidarse la piel, y Herejía y Camelita dieron largos paseos por la playa; de
Nadadouro a Foz, y allí sacar el catalejo, y entre miradas a los barcos que
pasaban, conocerse mejor. De veinte años atrás se conocían, pero para
ambos eran sus primeros momentos. Camelita hasta pensó que algún hado
habría parado el tiempo para ella. No quería que avanzase, que corriese.
Por lo menos, cuando era Herejía, y no el capitán Herejía Bichomalo, quien
con ella compartía la ocarina de una caracola o el cruzar alegre de una
manada de rorcuales junto a la costa. Nunca le había parecido a la mujer el
océano tan bonito hasta que compartió prisma con Herejía. Las gaviotas,
los peces en su correcalles, una concha de vieira, resultaban motivos
sobrados para gritar de alegría y lanzar puñados de arena al viento.
Pero a la mañana del cuarto día tenían todo empacado, y desde la boca
de la laguna contemplaban el paso de los navíos. No sabían lo que
pretendía Herejía, sospechaban que la intención sería pedir ayuda o hueco
de pasaje en embarcación oportuna que surcase cerca. Y así fue, aunque la
forma de pretender subir al barco se les hizo carente de lógica. Con el
catalejo divisó Herejía un pequeño balandro más o menos a media legua,
entonces desembarrancaron el bote, y ocupándose Rechico de bogar con su
estilo incierto, se metieron al océano buscando acercarse a la ruta de paso
del pequeño velero. Y cuando creyeron estar sobre la línea que habría de
seguir el bajel, Herejía sacó sus pistolas y desjarretó dos tiros al fondo de la
barca provocando unas pequeñas vías de agua, y para agrandarlas, clavó el
sable en el agujero y luego se dedicó a abocardar el daño hasta que la mar
metió tanto relleno que ya era imposible el retorno a la costa.
Frío no, el mar estaba gélido y pronto los primeros síntomas de hipotermia
dieron la cara, y en nada, la flotabilidad de las damas se ponía en duda por
los sayones que les lastraban, y a no recibir ayuda en breve, agotadas de
intentar mantenerse a flote, irían al fondo sin remisión debido a sus
modelitos de Paris. Y mejor no lo tenía Rechico, él, asido al zurrón, sin
haberlo soltado de la mano ni cuando estuvo “inconsciente” en Lisboa,
ahora entendería que le ahogaría de no soltar. Y pensó hacerlo, dejar que el
zurrón siguiese solo su viaje al abismo, pero antes de hacer, abrió una
última vez la bolsa por si dentro encontrase cacho de corcho o barrica que
se pudiese vaciar para dar función de salvavidas.
Y no. No hubo nada que entendiese capaz de mantenerlos a flote, así que
cerró otra vez el zurrón, pero al hacer, una buena bocanada de aire entró
dentro quedando atrapada y convirtiendo el bolsón en boya improvisada a
la que aferrarse.
Herejía no atisbó otra salida que volver a nado a la costa, aunque en cuanto
lo propuso, el resto del grupo, excepto Rechico, confesaron no estar en
condiciones para echar los restos, el par de horas que llevaban en el agua
había entumecido sus miembros, de tal manera, que sugirieron que Herejía
fuese solo, con Rechico si quería acompañarle, y ellos esperarían en el
punto; o a la redonda. No les respondían las piernas ni los brazos. Y hasta
en el cuerpo dejaron de sentir frío.
Fatal.
¡Y echándose la noche!
El único punto bueno que encontró, es que por lo menos, cómo si fuesen
luciérnagas que despiertan, en la lejanía empezaban a encenderse luces
reseñando la costa.
Y tal que si tuviese la vista quemada por haber leído mucho, se le fueron
haciendo borrosas las estrellas con el anuncio de la avenida del sol.
O nada menos.
Quizá el truco fuese no moverse, quedar en el sitio para dejar que el mundo
se moviese solo. Era una idea estúpida, pero probó.
Y cual exhalación cruzó el sol el cielo, y antes que llegase a su ocaso
comprendió que había sido tonta la intentona. Seguía en el mismo lugar, un
poco más allá, o un poquitín más acá, de ningún sitio, unas coordenadas tan
vagas, que no le servían para nada.
Probó Herejía todos los estilos del arte natatorio, y daba igual cual
adoptase pues todos le llevaban a rondar ninguna parte.
Se acabó. Hasta aquí. No iría más lejos, aunque las palabras “lejos” y
“cerca” careciesen de sentido en medio del océano.
Con flotar tenía bastante, y no pudiendo hacer nada más útil, cerró los ojos,
y a punto de dormirse, en la frontera de la pesadilla que vivía, escuchó una
voz. Lejana, aflautada, difusa. Un eco en su cabeza que le impelía a no
ceder al sueño… eterno.
- Pues ahora mismo bajan, porque están comiendo. Es hora del rancho y yo
les estaba haciendo la cobertura con usted.
- Sí.
Y no intente levantarse que aún estará usted muy débil.
En dos saltos están aquí ellos, porque desde que desapareció, ¡Hace
cincuenta días!, no han dejado de gritar su nombre desde los barandales y
lo alto la botavara.
Y por los ojos exudó el capitán Herejía agua marina, entendiendo los otros
que ya estaba mejor. Y mejor dejarle ahora a solas, o al cuidado de uno de
ellos, y proseguir con el rancho del cual apenas dieron tres cucharadas; y
ahora volvían a tener gazuza.
Rechico se postuló para hacer la primera guardia, pero con una sonrisa
amable, y cogido de la mano, le llevó hasta la puerta Camelita. Le tocaba
nueva cura al capitán y eso era cosa de ella por entendida; a fuerza ahorcan
y en el antro de Lisboa, en los tres, dio servicio discreto la mujer de
matasanos; zurcidas de pellejo, traer niños al mundo, sin olvidar tratar las
venusianas, sacar muelas, las no inusuales roturas de huesos y los
abundantes moratones que dejan algunos juegos en el exceso. Y las
almorranas.
¿Dónde estoy?
Dónde estamos.
Por favor, dame tuteo que somos más o menos de la misma edad; y nos
conocemos desde tiempo ha.
Nos contó las palabras que usted dijo… que dijiste… y me legó el fajín de
jefa del galeón.
Y…
- ¿Y?
- Y que hubiesen seguido ruta de no ofrecerles dinero. Y les ofreció, les dijo
que teníamos si eso les movía a cooperar.
- ¿Cómo lo negociasteis?
Y no.
Raro.
La siesta se alargó hasta meterse en las horas nocturnas y ésa podría ser la
razón. Aunque mal hecho, quizá el piloto se hubiese escapado un segundín
al beque para obrar y en nada aparecería subiéndose los pantalones.
Pero no. No vino nadie a hacerse cargo de la rueda, y por pura dinámica
gobernaría él.
Pero nada.
Y volvió a gritar.
¡Cincuenta!
- ¿Qué me estás haciendo aquí? –al tiempo que servía en persona el café a
la condessa dijo el Gran Maestre-
- ¡Ja!
- En serio.
No te ha interesado el sitio hasta que lo has visto con tus propios ojos; las
posibilidades defensivas.
- Pues no. Aquí me gusta venir en primavera para disfrutar el campo florido
que tenemos a los pies.
Y quién.
Cada vez que vengo a verte chascan las malas lenguas todo tipo de tontunas
y sandeces, y tú prestas oídos.
…
Pero… ¿Tú te crees que para tres días que vengo a verte, de pascuas a
ramos, voy a gastar una fortuna pudiendo vivir gratis, ¡Y dormir!, en la
misma cama que mi venerado Caravaggio?
Y no cojo el canasto las chufas y me voy ya mismo para no volver… por ti.
- Eso. Lo que me faltaba. Oír por tus propios labios que me vaya. Que me
pire de la isla.
Es más, si necesitas ayuda, para eso he sangrado en cien batallas, para ser
el Gran Maestre, y poder hacer que vengan mil de los míos para ayudarte.
- ¡Mil!
-…
No sé por qué, pero siempre que discuto contigo, o mera charla amigable
que sea, acabo haciendo lo que quieras. O la parte que me tuvieses asignada
de antemano en el plan que tengas hecho.
Pero gente hubo cuando llegaron a pie de tajo al día siguiente. Cien. Ciento
uno, pues al mando de la centuria estaba el nuevo arquitecto del Gran
Maestre. Luchiano d´Monticalvo. Y al ver llegar al grupo de la condessa se
presentó muy respetuoso y se ofreció cómo un obrero más para ayudar en
lo que fuese; capataz de los suyos, pues aunque vistieran de forma austera y
obreril, no dejaban de ser los cien presentes miembros “reputados” de la
Orden, y mal llevarían que les diese directamente las órdenes una mujer;
pese a venir ellos del calabozo.
Sin apearse la sonrisa de los labios, y con dos sables en las manos, la
condessa se dirigió a la cuadrilla que le prestaban y preguntó directamente
si alguno tenía problemas en que ella les diese las órdenes en persona. Y
desde el bulto se originaron unas carcajadas anónimas.
Pero eso era lo que esperaba la mujer. Se fue derechita hacia el origen de
las risas mientras los presentes le hacían pasillo y al graciosillo corro. El
hermano en cuestión era una mala bestia que por nombre tenía Antoine
Bousalaire, aunque atendía mejor por Cabezanieve; y no por ser canoso.
Era grande cual montaña, y sus piernas y brazos eran abetos. Hasta su mera
sonrisa aterrorizaba, aunque no a la condessa.
Frente a él, y muy seria, inquirió la dama si tenía el hombre algún secretillo
privado, que en mal momento, le llevase a reír cuando se esperaba, en todo
caso, respuesta seria. Y aunque negaba con la cabeza, en sus comisuras
anclaba una sonrisilla atravesada que no podía ocultar ni reprimir, pues en
torno suyo, por lo bajini, sus mismos compañeros de camareta le instaban a
repetir carcajada si tenía cojones. E hizo.
Una lástima porque el hombre tenía pinta de poder trabajar por cuatro.
Vamos… vamos, animaros porque soy una mujer desvalida como bien se
ve.
¿Caballeros?... ¡Ja!
… Ni tú te salvas, d´Monticalvo.
La tercera vez que le salvó la vida, pocos años antes de ser elevado a Gran
Maestre, fue arrebatándole a la cimitarra del verdugo de Ashila; en la costa
norte de Marruecos. Condenado a muerte por un amor secreto, y con el
pescuezo en el poyete, tomó la medina al asalto la condessa y su gente. Y
con un golpe de mano rápido, y sin bajas, en el siguiente parpadeo de
Emmanuel surcaba el agua más clarita del Mediterráneo.
Y eso también evitó males mayores a la mujer, pues cogida hace años en un
renuncio gordo, la pena más leve que llevó fue ser confinada en
Formentera, bajo la tutela de Bulín de Aguiloche, los años que el doctor
diagnosticase oportunos; y fueron muchos a criterio de la condessa.
… Inútiles.
- … mmmm…
- ¿Qué tal?
- ¡¿Soso?!
- Tengo entendido, que asusta con una pistola a los viejos y a los niños.
- Descargada ¡eh!
- ¿Dónde… “cacharreo”?
- … ¿Cómo lo definirías tú?
- Mejor.
- Bien.
- Lo mismo.
- Lo son, pero de otros; ya sabes el juego que nos traemos por aquí.
- Cuenta conmigo.
De una piedra a otra contaba los pasos, y compás de su andar los trasladaba
a la laja que pensó techo, y no, no lo era. No tenía las dimensiones
adecuadas.
Pero no era roca madre. Era una laja descomunal que no podría tener patas.
Más de ochenta pasos de largo por la mitad de ancho. Y si no le engañaban
los ojos por el poco despego del suelo, en pureza tallaba los contornos de
una isla conocida; y el socavón de arena un punto concreto, que no
respetaría equilibrio.
Y tras decirse para sí misma máxima que repitiese Bulín con frecuencia:
“¡Que tu sombra te guíe!” notó un temblor que le recorrió de los pies a la
cabeza, y luego un vahído de cimbrearse el mundo, y finalmente sentir que
la torre humana se quebraba y ella caía de cabeza al abismo.
Él no recordaba haberse tatuado el cuerpo nunca, pues con orgullo lucía sus
muescas y costurones. Pero tatuarse no. No era un boloblás. Y al tiempo
que Camelita le acariciaba con la esponja, a uña intentaba Herejía
escarnarse la piel. Y no salía la pintura. Estaba profunda.
Sólo hace muchísimos años, di con un japonés que te iría a la par en tinta;
del cuello a las muñecas y tobillos.
Y no.
Todo al norte era la orden, y como con alegría pudo comprobar al pasar
casi al rape Muxía, la tierra se empezó a retirar al exigirlo el capitán. Los
faros iban quedando lejos, y aunque el oleaje era también bravo, no tenía la
retranca de los rebufos del aire pasado, ni las corrientes marinas. Abría sus
brazos el océano Atlántico hermanándose al noble mar Cantábrico.
Pilotaría Camelita.
Con un par de luises de oro Herejía compró, y dejó, comida para una
semana. Con eso tendrían hasta para engordar, pues en dos días, tres a lo
más, volvería para abastecer el barco bien. Y marchó con Rechico.
Malo. Al instante se hizo idea Herejía del mal papel que haría pretendiendo
escribir sin apenas saber. En el aire se sentía capaz de garabatear cualquier
cosa, hasta firmar, pero llevarlo a la hoja le sería un suplicio que le
delataría analfabeto funcional.
Mejor el trato entre caballeros. El tradicional escupitajo en la mano.
Y mago era, pero de las finanzas, al arrancar ellos en el uno por uno, y
cerrar tras infructuosa media hora en el uno por cinco.
Y aceptar más por aburrimiento que por el baile de números que Rechico ni
entendió; pese a hablar francés mejor que el capitán.
Y no, no era buen mago, pues más allá de lo expuesto, sólo tenía dos
monedas de plata y algo de quincalla de cobre, pero juró y perjuró que
nadie llevaba hoy en día tal fortuna encima, y que en Versalles, él dejaba la
vida en prenda, sí habría dinero para ellos.
Debían saber las bestias el camino pues Jacob Feferbeg, que llamaba,
con los pies atendía las riendas al tener las manos ocupadas haciendo
juegos. Y al tiempo que les hablaba un poquito de todo, no dejaba el
prestidigitador de hacer aparecer y desaparecer monedas de plata y cobre.
Con un poquito más de entrenamiento, y más capital para mover dentro del
truco, Herejía calculó que se podría dedicar al mundo del espectáculo. Pero
Jacob se sabía ya muy mayor, y limitado, al ver con sus propios ojos,
aunque de reojo por observarlo siendo servicio y tener prohibido
disfrutarlo, a un auténtico mago, pues aún manco, del mismo aire hizo
brotar las monedas con una veracidad pasmosa ¡Hasta llenar una arqueta de
una cuarta de profundo!
Se colocó a sus señorías en la pradera y sobre ellos voló con capa y enseña
de la Casa de Lis, para aterrizar, amenizar, en una fuente indemne.
Así que haciendo honor a la verdad, no puedo asegurar si era cojo del todo
o sólo temporal.
- ¿Y su nombre?
- Y qué hago con este papel –aireó Herejía el que le acababa de entregar-
¿Qué significa? ¿Qué es?... ¿Es un uno, un palote?... ¿Qué es esta
astracanada?
- ¿Ciento ochenta luises por una nota que es un rayajo? –a Rechico también
se le hizo raro-
- Sí. Mi mujer es muy lista. Ella sabrá lo que tiene que hacer con sólo ver
una raya.
Pero en ese momento retornaba la mujer con el dinero en una bolsa. Y feliz
de cerrar el trato les estrechó a ambos la mano, ocasión que aprovechó
Rechico para preguntar si el código que se traía con el marido encriptaba
los grados de una circunferencia. Y una raya plana serían los ciento ochenta
exactos.
Con su sable y el de Rechico, pues éste sacó la katana del zurrón, hacía
molinetes el capitán Herejía invitando a entrar otra vez a los más osados.
Zumbaba el aire a su alrededor. No se les habían echado encima porque…
Mil que salen en desorden por puertas de hojas anchas, por el hueco de
medio cuerpo originaron el previsible tapón.
- Ves. Estás confundido. Te confundes con otro, casi familia, que rondará
por aquí; pero a la vista no estará ahora.
La que nos enseñan a todos los de confianza en palacio por si hay que salir
a toda mecha a echar una mano.
El camino falso de Rhuan no pasaba por Rhuan, y sin la ayuda del joven les
hubiese sido imposible. En el mismo París, en la catedral al ir a coger la
barca, en cualquier tramo del río, sabiendo que por ahí llegaron, les
hubiesen dado caza sin tardanza.
- Aún eres joven; ya volveré –se despedía Herejía con un sincero abrazo-
- … mmmm… Luís -dijo como desganado y con sarcasmo- Por aquí casi
todos nos llamamos Luís; por lo menos en mi familia.
- … O vosotros de mí.
- Esperar aquí a su médico, que llegará dentro de poco, y llevarle con usted
a palacio; al suyo; y a la enfermería de él.
Y volver sobre sus pasos, adecentar el apaño del cuadro trufado en camilla,
y tumbar encima la condessa sintiendo al acto que le escupía la piel los
pelos y el corazón le latía muy lento marcándole los cuatro tiempos como
nunca había hecho.
Literalmente sintió un orgasmo y perdió el sentido, aunque lucía tal
expresión extasiada, que Malik prefirió ponerle un pañuelo sobre el rostro
antes de abandonar la enfermería.
- ¡¿Y ahora qué pasa?! –en jarras y jadeando pedía Emmanuel más
información-
- Sí, pero no vale por ser de levógiro; al diseñarse para un zurdo; y ser lo de
la condessa en el parietal derecho -sin poder contenerse Rosario metió
morcilla-
- ¿Y luego?
Y tan buenos eran los bolillos del doctor Bulín de Aguiloche, que hizo
encajar a Caravaggio y Fibonachi en el mamparo de estribor. Justito. Ni un
dedo entre marco y barco.
El Gran Maestre contaba con que, si ciertamente era ventrículo para una
aurícula de la hija de la condessa, ésta inventase cualquier cosa; y hasta
tener éxito. Por eso dispuso que se ajusticiase a Francisco Suelas Buffet un
día antes.
Y para nada.
Y a una seña concreta de la mano del Gran Maestre, cien cañones atronaron
en salva para despedirse de la Dragon Fly.
- ¿Sabes cocinar?
- ¿Dónde?
- … mmmm… En las cárceles que he ido visitando desde chico; nadie
relata mejor las recetas que un cautivo con nostalgia de algún guisote. Y
con buen oído, y mejor memoria… ¡Algún día!
- No sigas.
Ya eres el cocinero.
… Si te lo dan.
- ¿Y de no dar?
- … ¿Cocina o cubierta?
- … mmmm… Cocina.
Ojovago, alma de fiscal que tenía, ya hizo un informe del sujeto para la
condessa cuando embarcaron en Sicilia, a él y al amo, y aunque el del
menguado de Hontanares quedó archivado en la “H” de Humo, el de
Francisco Suelas Buffet, El Murciégalo, no había hecho más que crecer con
las informaciones y datos recabados en Malta entre sus compañeros
habituales de servicio y los ocasionales de cepo; y asiduo fue al calabozo
por mil motivos. Desde insubordinación a…
Aun así, el voto bueno y general estaba consensuado que se ejecutase tras
la cena. Vinculándolo a la misma, pues ésa sería la excusa que le pondrían
al sujeto expuesto a refrendo para cortarle el gaznate sin que muriese
sintiéndose discriminado, en caso de salir mayoritario el “No”.
- ¿Vamos a Creta?
Y sin decirlo, sólo con las miradas se ponían de acuerdo para zurrarle,
cuando libre el jamón de su carcasa acabó en el hombro de Murciégalo y
éste comenzó a cortarlo al ritmo de la polonesa que tarareaba, como
cambiaba de silbidito si se pedían lonchas más gordas del violín. Y arrojar
con el arco para llenar el pan abierto y entomatado. Un show de mala posta.
- Por qué me miras así, Libélula –Murciégalo entendía que mal no estaban
cenando- ¿Nunca habíais cenado un simple bocadillo al imprevís?
… ¿No te había dicho que la cena sería excusa para cortarte el pescuezo si
no aprobabas?
Y el café también fue excelente pues en Malta no hay café malo y allí se
proveyeron de género fresco; y distintos tipos de conservas. Personalizó
Murciégalo las tazas pues apenas eran la docena y recordaba cómo le
gustaba a cada uno por haber tomado varios días juntos, ¡y prepararlos ya
él!, y quedarse con los detalles; recordaba las cuatro cucharaditas de azúcar
del goloso de Rancapinos; su hermano tres; los demás dos, menos Libélula
que tomaba una sola cucharada pero sopera; y la condessa, que no tomaba
azúcar por preferir el café a la amarga, o a la sal para sacudirse las
tolondras.
¡13 a 1!
La entrada y admisión al barco también tenía otros pasos que debía cumplir
Murciégalo, y el más importante y detonante de la fiesta, era, en cubierta,
estrellar una botella, tras beber su contenido de un solo envite, contra el
palo mayor.
- ¡Ah! Y eso también –de esta parte todavía no le había hablado Libélula-
Si no revientas la botella contra el palo, de verdad de la buena, te van a
cortar la cabeza; por eso han cogido un hacha y la biblia del capitán
Misson.
Y luego estallarlo.
Una sonrisa, por cierto, dulce y nueva, que no se la tenía vista hasta la
fecha a Libélula… Y hasta quizá sea la misma de él mirándole a ella.
- Pues no mires tanto, que suegra, y con papeles de los buenos, sería yo.
- Cómo siempre has hecho… con ojos de padre y madre. Y buen amigo.
- Lo que sientas.
Olía el tortuguero raro, nunca había olido bien por el género manejado,
pero ahora olía a limpieza frustrada y a todos les lloraban los ojos. Se les
había ido la mano con el agua fuerte y la sosa; el limón y el vinagre no
sirvieron de gran cosa. Ahora alternaba el olor a alquimia pura, con la
perenne cianosis de las esquirlas de tortuga; y la vinagreta inicial.
Pero un segundo.
- No sé –dijo Herejía al tiempo que por señas intentaba pedir algo de beber-
- Por nuevo, no, capitán Herejía –sorpresivamente les sirvió tres cervezas el
camarero con una enorme sonrisa-
En vez de tocar silbato para indicar que están ustedes a bordo, aquí nos es
costumbre “desmadrarnos” para recordar que la Muerte en persona, o
Familia muy íntima de La Fría, visita el negocio.
Con la sonrisa todavía en los labios, y sin perderles la cara, les dejó el
camarero a solas. La discreción no iba a ser posible en el sitio, y puestos,
con el bolsillo caliente, empezó a crecer el festival y las risas, los
descorches de champan se ejecutaban en andanadas de a quince, y no hubo
labios, que pidiesen besos o vino, sin colmar. La juerga crecía, empezaba a
llegar gente en carruaje de la propia Southamton y también desde la algo
retirada Portsmouth. Y de Eastleigh. Se dejaron caer hasta las autoridades
portuarias porque entre pequeños bergantines, y esquifes y chalupas de
todos los calados, estaban colapsando el tráfico fluvial por el Itchen, y al
rato, se contagió el river Test. Y el mismo trasiego y atasco en las vías
terrestres que llegaban a Southamton. Pese a ser noche entrada.
Cantar, beber, bailar, comer, fornicar sobre las mesas y orinar desde los
barandales al río. O liarse un par a puñaladas y acabar tirando por una
ventana al agua al muerto y al asesino malherido. Y seguir los presentes en
una jarana sin límites.
Y prueba, cuando aquello rondaba el umbral del dolor para unos oídos
decentes, de repente se calló todo el mundo tal sepulcro, y al segundo,
disparaban y aullaban más locos que nunca, al extremo, que sin saber cómo
lo haría, alguien arrastró un cañón ligero al interior del local e hizo obrar la
pieza; dejando a todos momentáneamente sordos y el sitio lleno de humo,
aunque con el agujero de media pared que abrió, pronto escapó la
polvareda.
- No.
…ha ha ha ha…
La gotera cerebral del capitán Crack era evidente a las dos palabras que
cruzaba. Tan pronto percibía Herejía que veladamente le estaba retando,
como celebraba con auténtico entusiasmo el chocar con él una cerveza. Y
su gente, la del Bonito de Edimburgo, sobrios y atentos a reír, aplaudir, o
refrendar a ceño el parecer de su capitán. Cinco, y con el jefe, seis. Ellos,
tres. Bueno, dos. El Auriga entendía el embrollar de la madeja, y las armas
que portaban los fulanos no eran finas espadas de lazo, o floretes, eran
sables curvados de no jugar a florituras con caretas. Y el muchacho estaba
acogotado.
Era una encerrona, una vil encerrona porque hasta personal del Bonito de
Edimburgo fue el que introdujo el cañón en el garito, y ahora, recebado,
“discretamente” apuntaba a la mesa del capitán Herejía; sobre su persona; y
el artillero fumando en pipa.
… smuac (Tienes que irte volando. Estás rodeado) –le susurró con el beso-
… y smuac (El Bonito te la va a liar. Nos rodea gente suya)…
…Y… ¡Capitán Crack! Siempre me gastan más las damas cuando usted
nos visita. Y por ello, se lo ruego, siga visitándonos cuando le plazca –y le
estrechó la mano cortésmente-
Y si tanto gasto te hacen las señoras, a cambio que el mío me salga limpio.
Gratis.
Pero no así el gasto de sus hombres; que me llenan el local. Ellos sí deben
pagar. Hasta el que me ha volado media pared con el cañonazo.
- Veo, capitán Crack, que estamos en plena partida –se repanchingó Herejía
en el sillón con la cerveza- y ante jugada maestra.
- Gracias.
- Pero… mmmm…
- ¡Insinúa que soy maricón! –se llevó la mano al sable- ¡Que soy del palo
de Caraperro!
- ¡Sería capaz!
- … ¡Smuac! –a mano le lanzó el primer beso con todos los hijos de Caín
por testigos-
¿Capaz?
… Pongo una ronda y pensamos cómo salir con parabién y sin faltarnos
tontamente…
- ¡Oye tú! –le sentó fatal al Bonito de Edimburgo que un segundón fuese
primero-
- Sí, menguado.
- ¡¿Cómo te atreves?!
- … ¡Pero!... ¡Pero!...
Y eran bastantes pues empezaron a entrar tras ella mezclándose entre los
presentes e igualando fuerzas… 50, 100, 150…
O superándolas.
No, él no se quedaría sin ver una buena pelea. Y señal de que debería
llevarse a término, fue levantar un pañuelo indicando que al caer al piso
empezaría el baile, y con un ademán concreto al artillero del cañón, que
éste aplicase pipa a la pieza de no hacer ademán de defenderse el tal
Rechico.
Para Camelita era una locura, pero por ver mejor el suceso se acercó unos
pasos, los suficientes para poder presenciar desde primera fila.
Y al soltar el capitán Crack el pañuelo, con el rabillo del ojo vio cómo
Camelita, antes de tocar la tela el suelo, con el látigo de los caballos le
arrancaba al artillero la pipa de la boca y la hacía volar bien lejos. Esto
conllevó que el Bonito de Edimburgo centrara sobre ella la mirada. Por lo
cual, también vía rabillo, veía el fulgurante ataque con el palo de Rechico
sobre el flanco que defendía la arrogante espadaña del contramaestre, y
aunque blocó con ésta la segunda sección del palo, la tercera se articulaba
hacia dentro impactando contra el parietal del hombre; que quedó medio
grogui.
Y centrando por fin los ojos el capitán Crack en el combate, ver que en el
movimiento de ataque de Rechico, éste concatenaba suavemente la
siguiente acción que era sacar la katana, y aprovechar el arco de salida, y
bajada, para partir a Jimbo el Bigotones por la mitad.
Literal.
¡Zaska!
Algo mágico, estético, brutal, había tenido lugar ante ellos y el antro estalló
en aplausos y ovación. E incluso animar a Rechico a tomar algo frugal y
reconstituyente para que le hiciese lo mismo acto seguido al Bonito de
Edimburgo.
¡Aleluya!
- A Londres.
- Pero no hemos hablado de las cuentas de los libros ¿Te vas otra vez sin
que hablemos del tema?
… No lo entiendo, de verdad.
- Sí.
¿Te viene bien esperar un segundín a que te las traiga?... Y el resto, hasta
las 10.000 que son, te lo puedo firmar en un pagaré para cobrarlo en
Londres; que dices que vas ¿no?
Pero los dineros que fías a unas letras, y el porcentaje que tenga en el
negocio, lo vas a repartir con las chicas. Ellas van a ser ahora tus socias.
- ¡Pero tú oyes, Camelita, lo que dice este hombre! –agarrándola del brazo
le arrastraba a lo hondo de sus habitaciones para coger el dinero- ¡La locura
que plantea para su propia hacienda!
Y yo le aplaudo.
- ¡Tú lo que estás es enamorada del tuertito, cariño!... al final caíste ¿o no?
Convencido que no podría evacuar más, salvo que diesen la vuelta las
tripas y quisiesen salir al exterior por sí solas, se dejó caer el hombre entre
unos fardos de cubierta.
Y murió.
De cuerpo presente en la Dragon Fly, su alma marchó al juicio en las Altas
Esferas. Viajó su espíritu por un universo negro sin dimensiones. Y cuando
creyó que su destino era el vacío absoluto del Purgatorio, descubrió un
punto fijo de luz que sólo podría ser una estrella. Puede que la Polar. O la
Cruz del Sur.
Pero no. Fuego era, sí, aunque acabó siendo la boca de un horno donde se
fundía bronce. Y el herrero repicaba al ritmo de una cancioncilla, familiar
para Murciégalo, buscando darle a las piezas la forma que quería. Y
canciones tenía para todo tipo de artesanía, desde abalorios para
vestimentas y joyas, a armas o aperos de trabajo.
Cerró los ojos Murciégalo, apretó los dientes y empezó a llorar de dolor e
impotencia, y algunos motivos más al ser puro mar sus lágrimas. Y éstas, al
precipitar la sal, iban cementando entre sí las pestañas del hombre.
- ¡Antikythera!
- ¿Y el de estribor?
- ¿Ahí me bajo?
- No hombre, no.
- A Ro…
Sólo, acompañado por los siete de la terna de San Juan Bautista, rompía
el ayuno Murciégalo sintiéndose reconfortado por momentos. Besugo al
limón, acompañado con patatas cocidas y pimientos rojos, y verdes,
caramelizados por encima. Y una puntita de queso de cabra tal que estupa
budista que rematase la guarnición.
Difícil entendía, con la boca llena, que le aguantase mucho más tiempo la
cabeza sobre los hombros ¡Aquello estaba de rechupete! Imposible de
superar. No recordaba haber cenado nunca nada más sabroso.
Y rió la simpleza.
- ¿Estás mejor? ¿Sigue dándote vueltas el barco? -Libélula le levantaba los
párpados para escrutarle las pupilas-
Pero con Afrodita, no; me cae gorda; ni manzana le hubiese ofrecido yo.
- Supongo que sigo en la Dragon Fly porque ése es el San Juan Bautista
decapitado que le mangamos al Gran Maestre. Y tú, además, eres la
capitana.
- Muy bien. Y visto que estás en condiciones, y de vuelta, recoge los restos
y los platos que has usado y llévalos a la cocina; pero vuelve, le toca fregar
a Cararroja; a ti y a los demás os vamos a explicar el siguiente paso en la
empresa.
- A Rodas.
- Sí.
- ¡Y a qué ir!
Sí, era una fábula estúpida que inventase el mismísimo capitán Caimán
para justificar entre sus iguales el amasar tamaña fortuna y no retirarse;
comprar alguna isla y hacerse rey… o emperador en un archipiélago… y
hasta incluso pudiese ser simple verdad.
Los demás os meteréis mar adentro y cada dos horas, en las horas impares,
os acercáis a la línea del horizonte buscando nuestra señal.
… ¿De acuerdo?
¿Alguna pregunta?
- Di.
- Eso es verdad.
… el de repuesto.
Sin embargo dio frutos sin rascar el suelo. En medio de la calva sobresalía
un meño dos palmos del ras, y a media cuarta de quedar bajo tierra, y puede
que para siempre olvidado, un pequeño grabado serpentiforme le sugirió a
la condessa no ser grieta, y ser la piedra la punta emergida de un menhir, o
similar, sumergido en la arena. Con la mano, con las propias uñas escarnó
un tantito comprobando que el dibujo tallado continuaba para abajo.
Sí, era un monolito, de unas dos toneladas, con el grabado de una serpiente,
y puede que algún animal más hubiese tallado, pero no se apreciaba bien al
pegar a la piedra, y llenar sus fisuras, una capa de arenilla incrustada. Para
limpiar, utilizaron el agua que habían traído para beber y un par de brochas
caseras que confeccionó Malik con los pelos de la barba de Zapapico y
Rancapinos. Y tras más de una hora “enjabonando” el obelisco, la condessa
consideró que ya estaba lo suficientemente limpio para leerle las caras. Y
de las cuatro que se podría decir tenía, tres eran hojas en blanco, y la otra,
la cara oeste, contenía la talla de la serpiente. Nada más.
¡Y nada menos!
De hecho, la mujer quiso saber por qué se reía ahora y por qué se había
reído también antes al observar el grabado de la serpiente.
Pregúntale, Malik, por qué dice rotundo que la víbora hinca dientes entre
Tánger y Larache.
Era un perfil enorme de matrona que coincidía con una suegra muy molesta
que tuvo. Una sierpe dañina. Y al igual que la representada, hincaba sus
dientes en Tindafe, hasta que tuvo su exfavorita la ocurrencia de traerla a
Rodas para vivir con ellos. Y la aguantó un par de meses, pero hastiado de
sus chismorreos y chivatazos, ordenó que volviese a su diminuta aldea; que
se encargó de buscar; y de ahí conocer el concreto mapa. Homs. Y allí
entregarla muerta para ser enterrada.
Y rió. Rió pensando que la última gracieta no era necesario compartirla con
la mujer presente, y que no transcendería de Malik. Y cierto que Malik al
traducir quiso quitar hierro a la expresión y solaparla añadiendo el
fallecimiento fortuito de la señora en el viaje de vuelta; pues conocía el
temple de la condessa.
Insallah.
¡Insallah!
¡¡Insallah!!
¡El mismo túmulo de M´zura que Bulín le hizo estudiar en viejos dibujos
que él mismo realizó de joven!
1, 2, 3… 6 y 7… y 8.
¡¡8!!
¡Sobraba uno!
Y nuevo, fijándose bien, nuevo había un viejo tras los barrotes del fondo
observando la escena que sucedía dentro. El decapitar del hombre santo.
No, aunque le dijeron que el caserón, y la enorme finca, eran suyos ¡y con
papeles! Herejía lo sentía todo ajeno. No encontraba rincón propio, ni
postura en el que le reseñaron por sillón favorito de lectura.
… ¡¡¿Leer él?!!
Dos días llevaba recorriendo la casa, y lo único que le gustó de ella, pues el
resto le pareció excesivo, fue una pequeña torre que albergaba
habitacioncita acristalada y pertrechada de telescopio para disfrutar las
estrellas; cómo para acercar a ver la City los días despejados al estar
Bounds Green Manor en una colina de las afueras.
Se estremeció el lugar, y por puro instinto, supieron los que se decían suyos
que el jefe les llamaba. Y a falta de cubierta sobre la que formar, cuadró la
que debía ser su fiel tripulación, o parte de ella, ante la escalinata de
entrada a la mansión, y al aparecer el jefe, y jalearle tal años no escuchaba,
sintió el capitán Bichomalo un gustirrinín insano que le recorrió de arriba
abajo el espinazo sin ser culpable un rayo de los que caían.
Pero no debía ser suficiente y quería más, la absoluta sumisión. Así que
por gestos demandó al galeno presente acercarse, y a otro par de ellos que
sacasen al porche una silla, un taburete recio y el hacha de hacer leña para
el invierno, que, casualmente, aguardaban tras la puerta.
Sincero, le dolió horrores por estar el miembro vivo e incluso los nervios
tener recuerdos, mas estando él muerto, aguantó lágrimas y compostura.
Ni un ¡ay!
¡¡Ruin!!
¡¡¡Ruin Bichomalo!!!
¡¡Ruin!!
Y galopar tal el Diablo. Dejó atrás a los que le acompañaban y llegó Ruin a
Canvey island el primero. Y subir a bordo del Baba Gosht sin dar tiempo a
que se tocase silbato anunciando la presencia del capitán, y sin hacer, ni
esperar a los que le escoltaron en la distancia, mandar levar ancla y soltar
trapo. Y rumbo al estuario del Blackwater, junto a la isla casi anexa de
Mersea.
El Baba Gosht era una goletina rápida de poco calado, artillada con seis
cañones. Era la escampavía ideal para manejarse por la costa y sus
entrantes. Los barcos que usaba el capitán Ruin Bichomalo para moverse
por alta mar o dar combate, fondeaban en un recodo discreto cerca de
Tollesbury. Allí, borda a borda amarrados por parejas, le aguardaban el
“Sting Murder” de veinte cañones y más de veinticinco pasos de eslora por
siete de manga, uncido al “Black Shark” con pareja artillería y medidas. El
“The one leg gras” artillado con veinte piezas y algo más de treinta por
doce en sus dimensiones, junto al “Stromboli” de dieciséis y algo menos de
treinta por ocho.
Pero a una orden que les llegó de Lisboa con la rúbrica del capitán Ruin
Bichomalo, reunieron. Y esperar.
Capitán sólo era él, los que en derredor juntaron a la mesa en su cabina
de la Fucker Master, eran simples contramaestres, oficiales, subalternos con
responsabilidades sobre los barcos, pero en la larga ausencia del jefe alguno
se autoascendió, o le ascendió cizañoso algún tercerón con pretensiones de
aprovechar el rebufo, y al ir presentándoles su segundo, Margarita Laloba,
por el nombre que firmaron la confirmación de asistencia a la convocatoria,
ya sabía el capitán Ruin Bichomalo a quienes se les había ido la cabeza. Y
así se rubricaron en la respuesta ¡“capitanes”! Olev Isapovich, alias
Cascanueces, Tomasso D´Rivera, conocido por Piernacambiada, y Mark
Clockwell… ¡El O´clokes!
¡Vaya tres!
Aguardaban órdenes.
El capricho que tuviese el capitán Ruin Bichomalo, por más peregrino que
pudiera antojarse, les seguía siendo motivo vital de existencia a los
presentes.
- … ¡Ah! Laloba.
- Sí, capitán.
- Gracias.
- … En Inglaterra.
- Sí. En Inglaterra.
- … mmm…
… Sí, capitán.
Tienes… tienes…
- ¡¡¡Y con seiscientos hombres bajo tu mando no eres capaz de cubrirme las
espaldas!!!
Lo lamen…
¡¿Qué hacer?!
Y salir a la carrera.
Tapado hasta el cuello y medio asfixiado, y quizá por ello, cansado, más
cansado de lo que nunca había estado al salir de un mísero sueño nocturno
o una paupérrima siesta.
Mucho más.
Estaba en buenas manos, era uno de los médicos personales del rey Jorge
III.
¿Estar mejor?
Y con cierto asco por las gotas, retirar el médico las manos de donde
ejercían la docencia.
Va para tres semanas que no piso mi casa y se me deben haber muerto hasta
las plantas.
¡Secas en Londres!
¿Ha sido él, he sido yo, o el maestro armero ha venido con la cimitarra de
ajustar perijiladas?
- Voló tras usted al igual que los demás –informó Rechico- Marcharon a
caballo.
Y desaparecer.
Todos.
Usted ha regresado, el resto no.
- … Pero… pero…
Sí. Lo sabemos.
… Ése…
Algo le gruñía en las tripas al mirar los bastones y muletas que rondaban. Y
las piernas postizas. Dos. Eso era lo peor. Encarar las prótesis y no
sobrecogerse, ser consciente que habría de usarlas quisiese o no.
- Hijo… -dijo el fulano del espejo entre carcajadas- … Hijo, eres patético.
Todos lo escucharon.
Y también oír los gritos y voces que se trajo después. E incluso ya en ese
momento se acercó Rosario a la puerta, y con dos sutiles golpes, preguntó
si todo iba bien. A lo cual la condessa respondió que sí, y aunque Rosario
pidió permiso para entrar y cerciorarse, la dama negó el paso y dijo que
necesitaba soledad para trabajar esa noche. Y ni a su hija Libélula abrió,
pese a que dijo que iba a dormir. Así que en vez de compartir cama con la
madre, tuvo que colgar hamaca la capitana con el resto y soportar la
sinfonía nocturna de vientos.
Mejor dormir atada al mastelero, sí, que fenecer con las papilas de la napia
abrasadas y el pelo de un color amarillento poco natural.
Con los ojos congestionados, y boqueando tal los peces, subió a cubierta
Libélula.
El Mediterráneo estaba un poco picado y cerraban las nubes el cielo. La
Dragon Fly surcaba a toda vela la negrura que eran mar y noche. Ya no
hacía falta vigía en la cofa, salieron a campo abierto y la cara meridional de
Creta les quedó tan lejos que ni divisaron costa. Aun así, por propia
voluntad, Murciégalo moraba la atalaya. Y de vez en cuando se echaba el
catalejo al ojo aunque no se divisase nada.
Sin embargo cuajaba perfil muy marinero y Libélula se tiró un buen rato en
silencio observándole. Recortado contra las nubes y la Luna que jugaban al
escondite, Murciégalo parecía estampa de las que ilustran los libros de
marinos.
- En plural.
- Sí.
- No.
- ¿Ni cómo tu capitana?
Y para que viese que era verdad, sin que lo esperase, besó al hombre tal
no había hecho hasta el momento dejándole sin respiración y con sonrisa de
idiota. Y la intención de Murciégalo sería responder en justicia, pero
rompió el encanto de la noche un chillido de susto y luego una llamada a
grandes voces. Modesto Culebra gritaba desde la puerta del beque que
alguien se había cargado al Lechugas.
Raro.
- ¿Sí?
¿Sí?
- Nada, nada. Tengo todo al retortero, todo tirado por el piso, la mesa y el
diván, y no quiero que se me mueva un papel.
- ¿Y testigos de ello?
Si no…
… ¡¡Tocarme el chichi!!
- … Pero mam…
- ¡¡Pasa!!
Dijo que al oído le quería decir algo a la hija, pero ni aun así hubiese
entendido ésta algo del parlamento de la condessa. Libélula estaba
desconcertada por el comportamiento de la madre, y si miraba en derredor
el camarote estaba en orden y ni un plano, mapa o libro abría en la mesa o
tiraba en el suelo.
¡Vamos! Hasta el San Juan Bautista guarecía tras las sábanas que le
mitigaban en la medida la colgadura marinera.
- ¡Mamá, no te oigo!
- Esos no.
¡Estos! –dijo apartando las finas cortinillas que protegían el cuadro del
maestro Caravaggio-
- Yo no he sido.
¡Sí, me gusta!
- Si supiese que esas figuras han salido de mano humana, la amputaría sin
dudarlo por destrozarme el caravaggio.
Pero eso no es obra de genio humano, si acaso, de genio avernal.
Vale que metas literatura para motivar a la tropa y ponerles los brillos ante
los ojos, pero yo soy Libélula. Tu hija.
- … Infeliz.
Para los habitantes del cuadro también debía ser la coyuntura nueva, o muy
reciente, al entregarse a curiosear por todo el espacio representado y el
insinuado inmediato.
- ¿Y vernos?... pueden.
Seguro que nos ven y escuchan, porque te siguen con los ojos si te acercas
lo suficiente.
- Sí.
- Aún no se lo he preguntado.
- ¡Aún no!
- Tengo otras preguntas más interesantes para hacerles, que el saber cómo
es algo que en su momento sabré; o me será descubierto.
- ¡¿Lo sabes?!
-…
- ¡¡Mamá!!
- … ¿Qué?
- ¡El Lechugas era mal marino y prescindible!... Y más cosas que no son
momento de explicarte.
- ¡¡¡Mamá!!!
- … Joder, si te pones así por decirte que he matado al Lechugas…
- ¡¡¡¡Mam…
…mmm… ¿Has bebido? ¿Te estás quedando conmigo? ¿Es una broma
apalabrada con Rosario?
- No, hija.
- ¡¿¿Mamá??!
… ¿Y la ab…
… ¿Y a la abuela… también?
- … Mam…
Y aún más guapo le pintó si se rasuraba, pero, como siempre, a eso se negó
Herejía.
- Sí y no.
- ¿”Plenas”? –al otro lado del carruaje estaba Palmiro- … ¿Qué son obras
de teatro plenas, jefe?
Mejor.
Toda la barcaza para ellos solos. Y por abrir hueco entre las nubes, y caer
directamente sobre la cubierta un manojo de rayos de sol, allá tuvo antojo
de sentar el grupo y allí se les atendió. Se les organizó en un segundín
picnic oriental sobre el Támesis.
Problema, que no lo fue, pues magra la propina que dejaban, el servicio del
Majarajasi Shadow les indicó el camino. Todo recto por donde desapareció
el hombre del caballo, siguiendo cauce arriba el mismo river Lea; no tenía
pérdida.
Pero la labor del cirujano ha sido excelente; al cesar lo que es del cesar.
- … Mes y medio.
¡Avisa, majo!
- Es mi enfermera personal.
- Estos, primo, también son mi familia; pero de otra rama del árbol que no
os toca.
Y no. Lo rozaba pero no. La cara del muchacho le era tan conocida que le
aguijoneó el cerebro al no poder concretar el encuadre del recuerdo.
… Pero venga, en serio, dime, primo, qué necesitas; más dinero, más
hombres, más medios… qué más quieres.
- Sí.
- Sin mentiras.
- Sí.
- Eso es.
- Date, el mismo.
¡¡Y cerrar la velada, y el interés por cualquier otro acróbata del mundo, con
un cuádruple mortal hacia detrás con capucha echada y venda en los
ojos!!... Increíble.
… Casi dos horas, por reloj, de aplausos y ovación.
Fue tan excepcional que esa noche soñé con él, y por la mañana mandé a
buscarle para ofrecerle puesto en mis ejércitos; con un hombre de su
temple, y cien templados por él, tendría general, centuriones y decuriones
para una legión canónica que no costaría mucho armar con tecnología
punta; arcabuces, mosquetes, cañones, morteros y hasta cartuchos de
pólvora prensada les serían inofensivos juguetes con los que realizar
malabares. Y aterrorizar a cualquier enemigo.
Pero… ¡¡¡Voila!!!... levó anclas el Morgana antes del alba y río abajo se
perdió entre la niebla.
… ¿Seguro?
- Palabra.
Desde mitad del océano me mandó, mi infiltrado, una paloma con mensaje.
Ahora a buscar barco que comprar, o fletar, para darme el paseito hasta
América.
… mmm… ¿No me podrías dejar uno de los tuyos, primo? –desde hacía
rato creía saber Herejía con quien hablaba realmente-
¡Uno!
Por fa, déjame uno rapidito que necesite poca tripulación.
- ¿”Óle”, primo?
- Si te ríes de mí, te digo, si te ríes, por muy Jorgito III que seas, ahora, sin
ayuda a mano, te espeto cual aceituna empalillada, pero despreciada, en el
platillo que es este salón; aunque también sea lo último que haga yo.
… Y con respeto.
- Joder, capitán Bichomalo, qué genio sigues teniendo, y por ello, creo, eres
mi mejor corsario.
Ya tienes quién te lleve ¡Y bien veloz! Tienes el Fucker Master; y con él,
parte de tu escuadra fondea en un encame discreto de Mersea Island;
pegaditos a Tollsbury.
- En Mersea Island.
Dicen, aunque tú ni lo afirmes ni lo niegues, que era el bajel más rápido del
mundo… hasta que el doctor Bulín diseñó, y puso en el agua, el “Condessa
Shailasy”, y ahora, las “Dragon Fly”.
- … ¿Dónde ha muerto?
- Haré. He de confesar que tengo buena ayuda… Y que intento tratar sólo
con los mejores, y tú eres prueba y ejemplo, capitán Bichomalo.
- … mmm…
… Pues si no te soy para nada más bueno, primo, enhebro de aquí para mi
casa. Y ya otro día me acerco otra vez a verte con más calma.
Si hubiese repetido una más, ¡Una!, lo hubiese matado sin importar las
consecuencias.
Les esperaba, sin que esperasen, revista sorpresa a los del Fucker Master.
Venía a todo trapo la Dragon Fly, se acercaba tan enciscada que no rindió
velas ni paró a la vera del Marenostrum, eso sí, también formaba en
cubierta la dotación dragonita junto a su capitana y la armadora, y al cruce,
descubrir horrorizado Emmannuel, que en revista, a él se le ofrecía
sardónicamente el dedo corazón.
Sí, rumbo oeste con todo el lienzo en los palillos, y paradójico, deseando
que les cogiese la noche, ellos surcaban más y más rápido persiguiendo los
últimos rayos del día.
Y llegó el momento en el que el sol acabó por meter todo su cuerpo bajo la
línea del horizonte, quedaba ese efímero lapso de tiempo en el cual agoniza
la luminosidad que se va, pero bastó para que desde la cofa se avisase a
gritos que el Marenostrum ya había superado a todos sus correligionarios y
ahora en solitario buscaba darles caza. Y se acercaba a grandes trancos la
ballena artillada.
Quizás les pudiesen dar alcance, sí, o acercarse lo suficiente para que
obrasen las cien piezas de artillería, en cualquier caso necesitaba la Dragon
Fly un extra, y pidiendo permiso con una sonrisilla pícara y un elevar
reiterado de cejas, la capitana consiguió licencia de la condessa para por fin
estrenar las velas de seda.
Gracias a las velas nuevas, por cada ola que tomaban, le sacaban otra media
ola al que perseguía, y así, poco a poco, volver a sacar distancia y esperar
esos minutillos que en la noche les harían invisibles. No sólo la negrura les
daría capa para embozarse y dar esquinazo a quien fuese en el ancho mar,
las mismas velas de seda estaban tintadas de toda la gama de verdes y
azules, y así adoptaba camuflaje reflejándole al cielo su color, y si se
miraba desde un punto más alto como pudiese ser la cofa del Marenostrum
o un casual acantilado con faro y vigía, que sorpresivamente surgiesen del
mar, mirando desde un alto las velas se verían, por el mismo efecto
mimético, del color del mar que surcaban. Invisibles.
Y así, arañando, volvió a ganar un par de nudos. Pero no era bastante, así
que también mandó arrojar por la borda la comida y bebida embarcada para
los que acababan de desembarcar; a la vez que los dejaba avituallados por
si tardasen en regresar al punto.
Dos días después, y sin divisar barco alguno en su popa, a la proa les salía
el desierto Libio y la capitana volvía a pedir rumbo oeste manteniendo la
costa a dos horizontes de distancia. Y al divisarse a lo lejos la Bahía de
Gabes, que pertenece a Túnez, cambiar nuevamente el rumbo y marcar
ahora al norte siguiendo la costa africana; pero más relajados, quería la
capitana, y lo apoyaba la condessa, hacer el paso entre las islas de Sharqi y
Lampedusa por la noche. A tiro de piedra del corredor marítimo quedaba la
isla de Malta y no se dudaba que Emmanuel tuviese desplegada toda su
flota a la redonda buscándoles.
- ¿Por qué tienes tapado el cuadro, jefa? –reseñó Ojovago copa en mano-
- Para que no me lo estropeéis.
- … Y que el humo del tabaco rancio que fumáis, le hace daño a pintura y
tela –intervino Libélula-
… ¡¡¡Crrrraaaakkk!!!
Y al subir la escala, frente a frente con Libélula, observó la capitana que los
ojos de Cararroja habían cambiado. Aunque sus músculos faciales
pretendiesen reproducir el rictus de alegría por reencontrarse y saberse
vivo, los ojos, inyectados en sangre y de profundos insondables, le
sugirieron a la capitana que el hombre que subía a bordo no era el mismo
Cararroja de antes. Y no sólo por los estragos de Sol y Mar. Y en un susurro
se lo comentó a la madre mientras el hombre se abrazaba al resto de
tripulación. Y hasta a la condessa pretender abrazar, pero ésta lo evitó
ofreciéndole la mano, y al estrecharlas, se acercó la mujer cara a cara a
Cararroja y le escrutó el ojo, la profundidad de la pupila negra, y muy en el
fondo, pero mucho, descubrió el mismísimo ojo del ¡capitán Ruin
Bichomalo! Y él entero agazapado debajo.
Y desvanecerse en el sitio.
Muy bien no sabía la tropa lo que acababa de pasar ante sus ojos.
Esperarían a que la condessa recuperase y contase lo visto; so pena de ser
asunto personal, en cuyo caso, cómo de otros acontecimientos y procederes
de la condessa en esta vida, se quedarían sin saber el motivo.
Con tan devastador, e inestable líquido, había que tener cuidado, y para
minimizar los riesgos, apartaron la Dragon Fly y sus velas de seda de la
zona de miasmas pestilentes; casi la milla; utilizando el esquife grande y el
pequeño para repartir el inflamabilísimo producto en las cuatro esquinas de
Carne Muerta. Bien empapado todo para que ni toda el agua del
Mediterráneo pudiese apagar la salubre pira. Y para darle fuego, se dejó
que Txiki, desde el esquife chico arrojase una antorcha.
- Tiras muy bien para haber pasado de limpiar establos a bruñir dorados –
aunque con los ojos llenos de lágrimas, a la capitana no se le quebró la voz-
Lo que acabas de hacer no se lo he visto hacer a nadie; aunque mi madre
siempre me habla de un maestro artillero, ¡un artillero de postín!, que
humilde él, sólo se hacía llamar Antoñín por los extraños, y Toñín por los
muy amigos. Él, por lo oído, sí era habitual a tales prodigios.
- En Creta.
- Mejor no.
- Por qué.
- … Mejor no.
- ¡¿¿Por qué??!
- Porque prefiero ir contigo en persona algún día a Creta y allí darte todos
los porqué que quieras.
Había que abandonar el lugar ligeritos, y las oraciones por Boniato, Txiki y
Modesto Culebra, bien podrían realizarlas en marcha; quien quisiera; a
Cararroja ni responso para maldecirlo. Los fallecidos cremaban en magna
pira.
- Sí y no.
- Nene –cariñosa se manifestó Libélula- ¿Nene, esto que nos quieres dar se
ha alimentado de lo que me imagino que se ha alimentado?
Y no, porque estos concretos no los he pescado aquí; venía utilizando por
nasa la caja enrejada de Bulín; antes también utilizaba la del que le
acompañaba, el padre de Txiki, pero el cabo que largaba para que llegasen
al lecho marino se rompió hace un par de días y desde entonces sólo pesco
con los restos de Bulín; y con una nasa más pequeña.
Juraría Herejía que era la primera vez que pisaba el navío, pero algo
interno le llevaba a manejarse cómo si lo conociese, y tras pasar breve
inspección a los formados, dirigirse a su camarote sin desviarse un paso ni
errar la puerta. Y entrar y tomar asiento en una gran mesa, e invitar a los
suyos a que le secundasen en la cena, que con sólo chasquear los dedos,
supuso, acertadamente, que saldría hasta caliente.
- “Marga” ¿no?
- ¿Entraña peligro?
Y… ¡¡Criiigggggg…!!
A dos palos no irían hasta América, no, pero sí hasta Irlanda, a Limerick,
y allí tomar el Kahanamoku. Menos necesitado de gente y más íntimo,
visto el percal visto hasta el momento, en cuanto le comentó Laloba que el
“hawaiano” estaba preparado y listo, con la carena encerada y brillante, en
vez que se lo trajesen, prefirió él ir a buscarlo.
Sí, eran las condiciones óptimas para que el hawaiano navegase sin velas,
aunque sin Margarita Laloba al timón el barco sería mondadientes al
capricho de Poseidón. Pero con ella en la rueda ¡Ja! El Kahanamoku
montaba las olas allá dónde nace la espuma, y al empezar a romper
sabrosas, dejarse caer a su barriga y cabalgarlas, o bien recto, o bien en
diagonal si quería que les cundiese la galopada. De una montaña salina a
otra iban deslizándose, avanzando en un océano encrespado que para
cualquier otro navío, o piloto, hubiese sido absolutamente innavegable.
A ellos no. Al Kahanamoku y a Margarita Laloba, no. Y Rechico no sabía
si tenía más miedo a que le partiese un rayo o le engullese el Atlántico en
una de éstas, o incluso tenía dentro más gozo que el día previo a su
cumpleaños, o que el mismo día que descubrió el océano. Rechico lo quería
todo y nada. Quería desatarse del cabo de seguridad y huir a lo profundo de
la bodega, y también quería echar mano a la rueda y cabalgar en persona
alguna ola sencilla.
Y por ser por dentro un batiburrillo de sentimientos, se soltó del cabo, asió
a Margarita Laloba por el talle, y la besó. Con ganas. Cómo si besándole a
ella besase la mar.
Y pese a ejecutar el ósculo con naturalidad, con cariño y bien dulce, pues la
mujer se relamió los labios sin mala cara, a continuación le soltó ésta tal
hostia, que cayó de espaldas cual fardo de patatas haciéndosele la negrura.
¡¡¿Qué haces?!!
- … No.
- ¿El qué?
-…
… ris-ris…
Pues sí. Qué crees tú, que es lo que yo más puedo desear en este cochino
mundo.
- … mmm…
- … ris-ris… ris-ris…
- ¿A ti misma?
-…
…ris-ris… ris-ris…
- ¿¿A mí??
- Mamá, perdona, pero vamos a quedar cómo el culo, ¡cómo unos salvajes!,
regalando esto al nene.
Todo lo que se le vaya regalando será su primer ajuar para cuando herede el
negocio, y si se le da bien, que se les suele dar, ya amplían ellos la armería
con cacharros de fuego de todos los alcances, arcos y ballestas, redomas de
venenos y toxinas, espadas, cuchillos, lanzas y cualquier filo que
enmangue; y chismes que estallen.
… jijijiijiji…
… jujujujujuju…
- Mamá, tarde o temprano, eso te lo vas a tener que hacer mirar.
Pero según se acercaban al sitio, se iba manifestando patente que algo malo
había sucedido. Los perros estaban asaeteados en medio del camino, el
burro que incansable extraía agua de la noria, por fin descansaba con el
vientre abierto y las tripas fuera. Y ni un alma que regresase de los campos
o estuviese encendiendo luces en las cabañas del personal de servicio.
Y no pasó nada.
¿Siete?
… ¿Siete?...
Y tras escuchar sorpresivamente el canto del cuco tres veces, por la puerta
principal de la casa veía salir corriendo a tres mujeres que vestían a la
moruna, y al poquito, tras ellas, y de uno en uno, salir siete fulanos vestidos
de negro y en las manos espadas y alfanjes.
Y al mirar Murciégalo para atrás, ver que las mujeres estaban dando la
vuelta a la calesa y se disponían a arrear.
¡Temían lo peor!
Y gordísimo sería el asunto al preguntar Murciégalo por el paradero de
Rosario, su suerte, y no informarle, no obtener respuesta. Ni tampoco de lo
acaecido en el trascurso de estar en el interior de la casa. Clavaban las
mujeres sus ojos en el camino y sólo hablaban para pedir más látigo sobre
las bestias o avisar de algún pedrusco en lontananza.
Libélula no dudó el plan, pese a hilvanado, y ligera que iba de ropa bajo la
capa, se metió al agua. A Murciégalo, aunque le siguió, es a quien no le
seducía la idea, y menos cuando bastante cerca, y aun yendo a ras de mar,
veía movimiento extraño en el puerto e incluso localizaba gente escondida
y quieta; muchos. En torno al muelle ocultaban esperando sin duda que
ellos llegasen por tierra, no desde el mar. Pero en cuanto intentasen trepar a
cubierta los otros les verían.
Una vez dentro la capitana, Murciégalo cortó las amarras que colgaban
hasta el agua dejando que las maromas siguiesen aparentando el tener
apresado al muelle la Dragon Fly. Luego se fue a la proa y esperó que
Libélula le mandase el cabo de la guindalera. Y tardó la mujer un poquito,
pues antes, y en silencio toda la embarcación, se dedicó a buscar a la
marinería y la encontró durmiendo, roncando plácidos al unísono en el coy
pese a tener todos muñecas y tobillos atados con cadenas.
Y entonces sí que se percataron los de tierra del cable umbilical que unía a
la dragona con la gabarra, y con tres potentes paladas desde ella, ver a las
claras los del muelle que el barco era traccionado mar adentro con la barca.
Y se aprestaron a freír a tiros a los “prácticos” aunque pareciesen mujeres,
pero en ese instante empezaron a desplegarse las velas de la Dragon Fly, e
hinchándose, comenzar la arrancada interponiendo el corpachón del barco
en la senda que llevaban las balas. Y tras cruzar por delante toda la nave,
quedar flotando en vacío la barquita.
Inundándola.
- No. Con lo que me has dado se me ha pasado, pero noto parte del ojo frío
y media cabeza acorchada.
Me podéis contar, ahora, por favor, lo que pasó dentro de la casa ¿eh?
Todos los nombres allí inscritos, que era lo legible fácil, estaban más que
muertos. Todos, excepto uno. La condessa, con lágrimas en los ojos, abrió
la libreta por la página donde figuraba su propio nombre; pero vacío de
notas.
Un pesquero que surcaba para el Gran Sol, al cruce, les dijo que a tres
días les quedaba tierra. En el Kahanamoku eso se traducía a un día si seguía
creciendo el viento, lo malo, o bueno, que creció en demasía y con
querencia al gigantismo. Soplaba con tal virulencia que costaba mantenerse
en pie en cubierta; y el capitán Herejía mandó desalojarla para alegría de
rafaeles; empezaba a cerrar en negro el cielo, y a todos ellos, les dolían las
articulaciones, insinuándoles, ¡confirmándoles!, que la encelada que se les
venía encima sería de las de narrar a los nietos. Y por querer llegar a
tenerlos, a la chita callando desaparecieron no fuese a ser que el capitán
cambiase de idea, y en medio de la enrayada, les ordenase arriar velas.
Y romper a arder.
- Raro el día que no eche chispas por algo; pero serán cosas mías.
- ¡¡Nunca!!
- Sí, capitán.
-…
De las pocas cosas que le gustaban a Ruin, de Herejía, era la melena que
se gastaba el mozo. Largo y duro el pelaje de teckel. Con orgullo solía
exponerlo al viento, y por ser cosa que no pudiese disfrutar con la propia
cabellera de nacimiento, era un pequeño, y secreto placer, que se reservaba
para sí el capitán Ruin Bichomalo; echar los cabellos al aire, navegando, y
sentirse Hombre Libre; no necesitaba nada más.
Pero ahora… mondo, tal fue, le murió quizá su último cachito de alma
buena y más malo que nunca le cuajó el ceño.
No.
Ahora, eso sí, en cuanto el capitán Ruin les convocó a propia voz, pese a
musitado desde la popa, hizo caja de resonancia la sentina, y al instante
formar los gitanos junto al resto tal que día de sol radiante amaneciese.
Sonrientes, aunque entre los dientes mordiesen a san Cristóbal y santa Rita.
Y lo peor estaba por llegar, pues empezó el capitán oliendo su propio pelo
quemado, y acabó husmeando en el aire que se acercaban a América. Y
concretar, a simple cata de napia y paladar, que el destino era Nueva York o
a la redonda.
- Por orden del capitán Herejía, capitán –capaz era Margarita de mantener
la conversación y atender el timón-
- Yo no tengo amigos.
- … Un amigo de Herejía.
- (Obvio).
¡¡¡jojojojojo…!!!
- ((¡Comemierdas, asqueroso!)).
¡Malatripulación!
… ¡¡Laloba!!
- Sí, capitán.
- Entendido, capitán.
- (¿Qué son vientos de contramanija, Marga?) –en un susurro preguntó
Rechico-
- (Son vientos para regresar a Europa; bajan la costa americana hasta casi el
ecuador, luego cruzan hasta África, y acaban subiendo la fachada atlántica
europea. Y pasado un trecho la Gran Bretaña, vuelven a virar trayéndote a
América.
Y agriar ellas el gesto sin poder evitar. Y rápido excusarse Camelita por
estar en el peor de “esos días”, y Rosita otro tanto por haber contraído
alguna venusiana que le “regalase” Palmiro, y para darle las gracias,
sacudirle un papirotazo a mano vuelta en el cogote; y éste no entender del
todo el motivo.
No, desde luego que no le engañaron, y aunque sólo fuese para darle calor,
escuchar sus ronquidos, y olerle los pedos, el capitán Ruin quería a las dos
en su cama a la voz de ya.
Pero tú estás infinitamente más buena que las otras dos juntas.
¡Hasta los ciegos, por el olor de tu pelo y el sonido de tu voz, sabrían que
eres una diosa!
- … Caray, mejoras.
- … ¿mmmm… mmmm?
- Sí.
- Sí.
- ¿Eres… su hija?
- Sí.
- ¿Hija… hija?
- Sí.
Pero por algo eligió Margarita a los primos, y ni que en seco y con red
estuviesen haciendo, ¡Y quietos!, los rafaeles saltaron de verga a verga, y se
deslizaron por los estay, para cambiar el trapo roto y ceñir bien las escotas.
Y le pareció al hombre, amén de seguir soñando, que ella sí era el ser más
bello del Universo.
Y eso que la última vez que visitó el pago, recordaba haberlo abandonado a
la carrera. Y raro. Raro el hecho de salir por patas, y raro el recordarlo…
aunque no del todo, al no poder precisar el porqué.
Pero, cuando iba a acceder a la fortificación, cuatro pasos más rápido fue
un guardia y echó la cancela. Y sin llegar a abrir la boca el capitán
Bichomalo, el soldado le informó que los amigotes sabidos no estaban en el
recinto. Que les había llamado el gobernador a palacio para tratar unos
asuntos urgentes ¡Urgentísimos!
Al que transmitió la excusa fue al primero que atravesó con el sable; y tras
abrir de una patada la cancela, también dar acero a dos que hacían el
plantón dentro, y a los dos del plantón de afuera que reaccionaron a
destiempo. Y ya en el interior, sin orden ni concierto, pasar a sable a
cualquiera que le saliese al paso. Buscaba al capitán de la guarnición y al
repe, y al amogu, y a cualquiera que se le cruzase en su camino hacia la
plaza de armas. Y evitar que los formados en ella le barriesen con fuego de
mosquete, al parapetarse entre un grupo de uniformados que huía
horrorizado del mismo elemento que escondía entre ellos. Y ya en medio
del ajo, y sin cuidar que la proporción era doscientos a uno, o más, se lió a
matar Bichomalo a diestro y siniestro, a dos manos, embotando de sangre
los filos y levantando en derredor montañitas de muertos.
Poco tiempo tenía para seguir buscando en el fuerte, pero sabía que
estaban los malnacidos dentro. Se lo decía un pequeño escozor latente en la
pata de palo, algo insignificante llevando al cuello colgado el melón de
Zitruéñigo Habichuela lleno de papelitos escritos con contraconjuros
arameos que le protegían del alfiler, que obvio, le seguían clavando en el
muñeco.
¿Dónde estarían?
… Con lógica cainita, dedujo el capitán Ruin, que, sin tiempo apenas para
esconderse bien o lejos, se habrían ocultado en la mazmorra más profunda
del bastión. Dónde de ordinario enchironarían a lo peorcito.
A uno por negro azulado y amogu, y a los otros por repetidos y blanco
lechoso.
Dos minutos para recoger las cabezas. Y dos minutos más para estar
embarcados.
En otros veinte, a lo sumo, cerrarían la bahía a cañazo limpio para no
dejarles escapar.
Desde la finca se les vio venir a catalejo, e informado el señor que parte
de la comitiva era conocida, y concretando que entre ellos su hermana Al-
Fahidy, brazos en alto salió a la puerta para recibirles. Alegre, quizá el
siguiente carro que asomase por el horizonte traería a su mujer y su hijo, y
en otro sus padres, y sus tíos y primos… Todos estarían a punto de llegar
pues ¡Al-Fahidy! también se había enterado de la noticia.
Pero, bajó del carro la condessa vestida de riguroso luto moruno, con la
cara demacrada y los ojos casi rotos por contener las lágrimas, y ni eso,
porque antes de llegar a su altura rompió, y llamándole por nombre “Sidi
Hassami said Hassiam”, al tiempo que le ofrecía la libreta del padre, rápido
se hizo idea de algo el hermano.
Aunque no de tamaña tragedia.
Aplastado por ella, por la Realidad, en la intimidad del patio interior, junto
a la fuente, se le quebraron las piernas a Al-Jandullah al saberse último
miembro de la estirpe Hassiam. Y hundiendo la cara entre las manos
maldijo a la misma Muerte que les había sido modus vivendi.
Venganza
¡¡Venganza!!
Y casi acierta.
Sidi Hassami said Hassiam se rasgó las vestiduras en el sitio, y con las
propias uñas se abrió el pecho dejándoselo en carne viva, y para sorpresa,
orgullo y horror de la condessa, le pasó a la hermana las manos por la cara
embadurnándosela con pura sangre de Assessino. Y decir:
- Tú, algún día, serás sidi Hassami said Hassiam –con tono inapelable dijo
Al-Jandullah ofreciéndole la daga flameada que representaba la heredad-
Guárdate la faca.
Eres la última.
¿Te siguen llevando de isla a isla? ¿Te siguen dejando absurdas pistas?
… Te van a marear.
- … Có… Cómo.
- Entre otras cosas, y a salado, sabe que hace mucho tiempo se encargó tu
muerte.
Y quienes la encargaron.
- ¿Y?
- Que son los mismos que nos han matado a la familia… los mismos que te
están dando a ti siempre problemas, y los mismos que te los van a seguir
dando.
- Sabes que sólo el Assessino puede leer esos detalles del encargo,
hermana.
- Y tú si aceptas la heredad.
La condessa miró al grupo de su hija que reunía en la otra punta del patio.
Absortos en lo que veían y en los retazos de conversación que les permitía
la acústica. Desconocedores, no obstante, de lo que estaba sucediendo, del
ritual, de boca abierta quedaron cuando la condessa se rasgó el blusón
impoluto y con las uñas propias se abría el pecho, y embadurnaba en
reciprocidad al hermano.
¡¡Allí!!
¡¡¡Plock!!!
- ¿Es hipogeo?
- Sí.
- ¿Cómo?
Es el principio.
- Per…
- Tseeee, luego.
Pero sin dar lugar a ellas, desencajó un tanto la laja, que sellaba desde
hace miles de años la cámara sepulcral, y le pidió a su hermana, y heredera,
que entrase y esperase dentro hasta que él volviese a abrir la rendija. Y sin
más orden o información procedió la condessa.
Un par de segundos tuvo la condessa para hacerse idea del sitio gracias
a la poca claridad que entró, después, fue cosa de moverse a tientas. Era el
típico túmulo, con corredor de acceso, camarines de ofrendas a los lados, y
desembocar en la cámara sepulcral circular; en total, casi diez pasos de
profundo. Y al tacto, tapizado el suelo con huesos, cerámica rota, plaquetas
rayadas, restos metálicos muy degradados, y lo que supuso puntas de flecha
y mazas de piedra.
Del estilo tenía visitados unos cuantos, pero nunca había entrado palpando
y le llevó un tiempo conocer a fondo cada cuarta del mausoleo
prehistórico… cinco minutos. O cinco horas. Cuando dejó de intrigarle el
sito, y se quiso inquirir a sí misma por el tiempo transcurrido, se dio cuenta
que no estaba segura. Ni veinte minutos llevaría dentro. O puede que veinte
horas.
Estaba tranquila, desde luego, si hubiese sabido que en ese instante, al otro
lado, se estaba rajando Al-Jandullah el cuello de oreja a oreja, no se hubiese
echado a dormir sobre un tálamo de calaveras tan ricamente.
- La verdad, no sé.
¿Qué quieres?
- Respuestas.
- ¡Patata!
Y desapareció.
Pero esto último no lo quería ni pensar, así que apretó los párpados y los
dientes y renegó con la cabeza en su discreta intimidad.
Y al abrir de nuevo los ojos, aunque no esperaba otra cosa que densa
oscuridad, se encontró en medio de una caverna inmensa.
No le hacía falta a la mujer que le dijesen quienes eran sus ocupantes, bien
los conocía pese a no haber visto a la mayoría en su vida ni en pintura, pero
sí saber de su existencia por ser leyenda.
Sentados ante ella estaban Itzso Tsumi Cuervo Negro, Polícrates, Shbëk
Lengua de Bronce, y ¡Misson!... El bueno del capitán Misson.
Hasta ellos llegó la condessa corriendo tal que si siguiese siendo Patata,
aunque con un simple gesto de levantar su dedo índice le indicó Shbëk, ¡El
mismísimo Shbëk Lengua de Bronce!, que detuviese el paso y no osase
acercarse más. Y del peligro que aquilataba la advertencia le dio referencia
Misson con cara contenida. Si daba un paso más la mujer, el gran Lengua
de Bronce la fulminaría aunque en ese instante la esencia de la condessa
fuese pura materia onírica.
Shbëk, físicamente, había sido una mala bestia, y lo seguía siendo aunque
liviano pareciese sentado en el trono. Y lo era su silla, trono, pues sólo él,
entre los allí reunidos, había ostentado en vida la dignidad de ser rey electo
de su pueblo y seguía siéndolo. Fue monarca de los llamados “Pueblos del
Mar”, el más grande que había existido nunca tal narraba la tradición oral y
una referencia vaga en la Epopeya de Gilgamesh. Él les sacó de la precaria
vida de mera subsistencia y les dio en heredad la mar, les enseñó a construir
barcos y ceñir velas al viento, y sin él, a bogar. A leer el cielo en la noche.
A ganarse el sustento diario con sus armas de bronce en cualquier parte del
Mediterráneo. Él inventó la honorable palabra: “Pirata”.
Díselo).
En justicia, tiene igual currículum ¡o mejor! que los otros dos aspirantes
que ya hemos entrevistado).
Alto y claro.
- ((Ésta ya está tiesa del todo, ésta no nos vale –sonrió malévolo Polícrates-
Y por temer que el gesto encerrase algo nefasto, los propios hombres se
ofrecieron a Camelita, que parecía haber quedado de jefa, antes que se les
requiriese para otra atrocidad.
- … Sus creadores…
- … Sus dueños.
- Señora…
- … Señorita…
Camelita dejó escapar una carcajada tan bonita que iluminó el día a los
hombres entrando en la noche. La mujer, sin lugar a dudas, aun enrolando
en el Kahanamoku del terrible capitán Ruin Bichomalo, tenía fidelidad
jurada al capitán Herejía, y por lo tanto, del bando, o simpatizante, de su
hijo adoptivo Rastrojo. Y pese a no hablarles nunca el mismo Rastrojo de
ellos, de Rosita, Palmiro y Camelita, los hombres se entregaron y
confesaron estar al tanto de la doble vida del capitán Herejía, para el cual,
por cierto, tenían mensaje memorizado.
Lo que sí podían contar era lo que les había sucedido a ellos mismos para
acabar en la mazmorra de fort Hamilton. Les dio borda en alta mar el típico
bergantín de Bermuda y, para cuando quisieron darse cuenta, les habían
transbordado a ellos al bajel pirata y hundido su Morgana con toda la
tripulación encerrada en la bodega. De agradable paseo, tornó a pesadilla la
travesía… ¡Bonito día de aniversario, sí!
Camelita les sugirió ser discretos y no revelar a nadie más la identidad, ¡Se
la habían jugado desvelándosela a ellos!, de hecho, mejor les vendría
cambiarse el nombre, pues ni alterando el orden de presentación
despistarían al capitán. Y confesando los hombres colgarles en pila
“Maximino” y “Tiburcio”, les aconsejó la mujer levantar la cabeza y
recuperarlos con orgullo; y renegar de los padres por dentro.
Tiburcio y Maximino, rechonchos de buen comer, no tenían edad, cuerpo,
ni hechuras de marinos, aunque tampoco de trapecistas habiéndolo sido, así
que Camelita les asignó papel de “buenos para todo”. Y contentos por
entendérseles facetas multidisciplinares, y habiendo sido también
malabaristas, comenzaron a pasarse entre ellos el cuchillo de Palmiro, la
pipa de Palmiro, el reloj de Palmiro, y la bolsa de las perras de Palmiro…
insinuando que entre piratas, y mangantes, igualmente encontrarían nicho.
Pero el jodío lo hacía. Volvía. Incluso aquella vez que lo cortó en daditos y
sirvió frío a los cerdos. Al día siguiente él paseaba en carroza por Lisboa,
mientras de los puercos se hacía chacina y se vendía a bajo precio por la
extraña muerte.
Ésta era la parte fácil del plan, la que consideraban peliaguda consistiría en
reducir al capitán Ruin Bichomalo.
Las islas Deshabitadas son espinas que flotan en el océano. Y con mal
abrigo. Largas, estrechas, altas. Inhóspitas para todo lo que sea pasar en
ellas más de un rato. Y en concreto Gran Desierta es un cordón de cumbres
con acantilados a los lados. Y una mesetilla en la parte norte. El capitán
Ruin desembarcó en una cala del poniente en la zona sur, pero tras ganar
cota, cogió el camino de cumbres y se desplazó al trote a la otra punta; sin
que supiesen los rafaeles.
Del macuto que llevó consigo extrajo un espejo de afeitar con mango y lo
clavó en el suelo; cerca de él. También sacó una larga cadena de plata, de
gruesos eslabones, y con nudo de filigrana entre los dedos se la ató a la
mano izquierda, dejando que la otra punta amarrase al cuchillo de vela que
perteneció a Pizarro y que también clavó en la tierra. Y otro cuchillo
carnicero de pala que hundió en las brasas. Y tres botellas de whisky
escocés embarcado en Irlanda. Y dejarse por fuera la cabeza jibarizada de
Zitruéñigo Habichuela.
¡¡Ruin!!
Los caballos los encontraron en el lecho del Andarax, y las huellas les
llevaron hasta el páramo, pero allí… Se perdía la pista de la madre y del
tito Al-Jandullah.
Libélula y Murciégalo lo tenían claro, sin embargo Rosario miraba con otra
perspectiva el paraje, buscaba referencia que le hiciera extraño a los ojos,
algo… excepcional, tal fue la condessa en su vida, y lo seguía siendo, pues
se lo decían las entrañas. Estaba viva, y cerca, lo sentía dentro tan veraz
como voz ex cathedra para creyente convencido.
Y Rosario localizó a los perros sobre el montículo, durmiendo plácidos,
mimetizados, un dedo de barrillo y polvo les cubría y protegía del sol
intenso y los ojos inadecuados.
Raro. Algo raro habría pasado. Algo relacionado con un agujero que
habían abierto en el suelo, y vuelto a cerrar, con precisión de buen
expoliador. Si hubiesen acertado con el sitio más tarde, evaporada la
frescura de la tierra en la herida del hipogeo, no hubiesen encontrado pista.
Rosario echó mano a una de las palas que no descansaba lejos, y se dispuso
a abrir el suelo por puro instinto. Y por idéntico motivo, ¡Instinto!, los dos
perros se levantaron al tiempo y gruñeron amenazantes. Ni Rosario, ni
Murciégalo que solidario llegaba con otra pala suelta, pudieron acercarse.
Los perros aparentaban estar a lo poco hidrofóbicos y la temeridad era
patente. Un mal bocado de los bichos aparejaría una muerte dolorosísima
poco recomendable ¡¡La Rabia!!
Pero antes de estarlo, ni echar mano a las pistolas que ceñía, según se
acercaba Libélula para no fallar el disparo ¡Y disfrutarlo la muy perra! las
otras perras, que lo eran, depusieron la actitud y comenzaron a mover el
rabo. Contentos los pobres bichos tumbaron ante la mancha de humedad
del suelo; sin interferir.
Obvio, ante tamaña deferencia para con ella, y pacífica sumisión, no era
cuestión de tirar raudo de pólvora. Cogió Libélula la pala que enarbolaba
Murciégalo y ella misma probó a hundirla en la arena. Y los perros, perras,
moviendo a toda velocidad la cola, y ladrando entusiasmadas, se diría que
colaboraban dispersando el polvo; trabajaban en equipo las bestias.
Pero ¡Ay de coger, de amagar echar mano Rosario o Murciégalo a las
herramientas! A ellos los perros les prohibieron intervenir en el asunto con
su simple gruñido y babas de ultratumba.
A Libélula, no.
Y excava que te excava en tierra suelta, rápido rascó en roca y usó entonces
de pico y palanca para desplazar la laja que cedía entrada; a mano tenían
todo el material.
… La Muerte, sí.
Y la condessa, ¡Aunque viva!, quizá tan cerca la viese que un hálito de vida
era lo suyo al momento.
- ¡Uy, por Dios! –Rosario entendía las tétricas palabras llenas de vida- …
¡Qué asco más gordo comerle el corazón al desgraciao este-
… Poca cosa digna he hecho en la vida para no gastar la poca dignidad que
trajese de nacimiento, así que les rogaría que… que… que se fuesen a reír
de su puta madre.
- ¡¡¡¡Bang!!!!
Bueno, la condessa concretó para quien era cada pieza, pues en el puño
izquierdo atesoró el difunto tres joyas y tres fueron los que colaboraron en
la empresa; aunque dos sólo sellasen el agujero de nuevo. Un anillo y dos
pendientes dispares que eran solitarios archifamosos de oreja; una arracada,
la que terminó en Rosario, era la perla original que engarzase Drake para su
reina, y que acabó replicando por otra de menor tamaño al desaparecerle la
buena. Y el otro abalorio, ¡fruslería!, fue pieza que codiciase la propia
condessa, y llegase a sustraer siendo mocita, y poseer durante un tiempo,
por ser joyita, que dicen, regalase con la dote el mismísimo Shbëk Lengua
de Bronce a su señora esposa.
- Eso dice mi madre. Y de hecho, que lo sigue luciendo –sin darle mayor
importancia arreó Libélula al jumento-
- Pues por este anillo, ¡Europa!, una persona de campo podría vivir varias
generaciones, o vidas, sabiéndolo vender.
- Sin embargo, a un assessino le valdría, casi seguro, para escapar sólo una
noche de prisión.
Discreción… a todos.
Pero no debieron sentirse vinculadas las perras por la orden, y a las dos
paladas de separarse del peñasco la barca, cogían ellas carrerilla y con
limpio salto también subían a bordo.
Y de las dos perras una sí pudiese tener dones para dar combate a roedores
y topos en sus túneles angostos; era de a palmo de alto por tres de largo, y
de pelo negro, corto y duro. Y una cabeza puntiaguda que era medio
cuerpo. Malik, que gustaba estudiar la filogenia canina, identificó la pseudo
raza, no obstante, como bulterrier mini. La otra, que definió bóxer, era la
antítesis de la primera. De tres por cuatro. Rubia y suave. De cabeza
redonda y morro chato. Y aparentemente más dócil al llevar la enana el
ladrido cantante.
Además del pago por el rescate en una mano, con la otra Al-Jandullah
asía el cuchillo; y entre mano y arma, envolviendo la empuñadura, una
nota. Así se garantizó el difunto sidi Hassami said Hassiam, que el nuevo
sidi Hassami said Hassiam, completase el círculo y heredase hasta la daga
flameada que era símbolo de la casa; y llave para descifrar lo críptico.
Y la nota no le era extraña a la mujer, pues era la del librillo de obra del
padre en la cual figuraba el encargo de la muerte de Patata; y sus dieciocho
apodos conocidos. Y nuevo, con tinta de sangre escrito, una enigmática
serie de números: 19, 21, 38, 45, 67, 77. Y además, un nombre completo:
sidi Hassami said Hassiam.
- No. Ni idea.
- … ¡¡Puff!!...
Diez libretas, escribiendo los nombres con pie de piojo sin dejar espacio, y
me faltarían hojas… y tampoco sería capaz de recordar a todos.
- ¡¿Ein?!
- Entiendo que tengas más enemigos de los que recuerdas, pero… De todos
ellos ¿Quién tendría el poder económico para encargar al Assessino tu
asesinato?
- ¿Y por eso se mató el tío a sí mismo, empezando por el final del papelote?
- Y a Murciégalo.
- … Y a Murciégalo, sí.
Y entonces fue Libélula quien cambió de tercio, guardó la joya, e hizo una
seña imperceptible a la madre.
Y pedir la condessa con risa fina a Rosario, que por favor, trajese de la
bodega la nasa donde reposaban los huesos descarnados del doctor Bulín de
Aguiloche.
… “Hola Lola de santa Pola”… “Rola Rola de santa Lola”… y cosas de ese
pelo sonoro entreteló Camelita que el fulano del espejo decía, repetía sin
parar.
- ¿Puedes preguntarle, del mismo modo, una cosa que te diga yo a ti?
Pregúntaselo.
- Tú prueba.
Y epató Camelita.
Y de ahí, pasó a rota, cuando se le sugirió, esta vez por parte de Tiburcio
que seguía a lo suyo, que le preguntase al que yacía si era ¡Rastrojo!
El sujeto que engrillaba a la cama repetía sus primeras palabras, tan llenas
de rabia, que rompieron la luna del espejo dejándose oír en todo el
Kahanamoku.
Poco rato más podrían estar fondeando salvo ser propósito propio
estamparse contra la costa de Bugio.
¿Qué hacer?
Al payo, sí.
- Y dos cosas más.
Te regalo los dos deseos sobrantes porque te van a hacer falta; os van a
hacer falta.
Y lo fue.
Centella se declaró Palmiro y sacó sus dos trabucos, pero rió Rechico que a
él le dijo una bruja que no le matarían dos plomazos, y si por la cantidad
fuese… También Rosita desenfundó sus pistolas. Lejos de amilanarse,
Rechico, pese a envainar el sable, no desistió del empeño y en lugar de filo
grande pasó a ostentar un filo pequeño y más manejable. Un verduguillo
fino que ajustó a la misma yugular del capitán, y a una mala tos que le
diese no habría más tu tía para Ruin, Herejía, Rastrojo o quien puñetas
fuese el fulano del colchón.
Eso sí, se acomodó Rechico en la cama, al otro lado del capitán, y ofreció
el brazo propio a la extracción.
Bueno, tampoco era tan mala la opción al compartir con los ocupantes del
cuerpo el origen montaraz u endogámico de la comarca de los dos
Boyuyos; de la Quebrada y del Valle. Fácil que alguna línea familiar
compartiesen y su sangre pudiese dar el pego. Sí.
Si la orina que excretase el capitán fuese negra, no haría falta esperar a que
la cascase para declarar que eran incompatibles. Pero Rosita, que se
encargaba del orden y la limpieza en el Kahanamoku, declaró que no sería
buen indicador al llenar el capitán siempre el orinal con un pis negruzco
asqueroso.
Y ni dudarlo la mujer.
Manga por hombro quedó el camarote tras el jaleo, así que Rosita se
ofreció a hacer la primera guardia de enfermería y al tiempo aprovechar
para recoger y fregar el suelo; en un par de horas le daría el relevo Palmiro.
Y a todos los reunidos les pareció bien pues bien pintaba la recuperación.
Tiburcio y Maximino se encaminaron al confortable nidito que se habían
acondicionado en la bodega, y Margarita y Murciégalo al camarote
contiguo. Palmiro se quedó recogiendo el ajuar manchado para hacer petate
e ir lavando, y para robarle dos besos de buenas noches a Rosita; y otros
dos que le regalaría ella en cuanto él retornase de dejar la colada al arrastre.
Cuando volvió la cabo de brigadas con los huesos del doctor Bulín de
Aguiloche, la condessa ya tenía preparado el tabernáculo. El mantel negro
con su estrella demoniaca bordada con hilos de plata, los arcanos boca
arriba formando un círculo, un puñadito de sal sobre un ovillo de hilo, y
otro puñadito de azúcar al lado sobre un punzón de cobre, y un alfiler de
cabello que se dice perteneció a la sibila. Y también los cinco cirios que
usase Libélula; aunque reencendiéndolos la condessa. Y ella echarse a la
cabeza un velo calado de Día de Todos los Santos.
Todo dispuesto.
Bajito, tal que si hablase consigo misma, comenzó la condessa una letanía
oscura, vocalizando palabras que se entendían ruidos al provenir de una
lengua antiquísima, tan antigua que milenios haría que no se siseaba fluida,
y siglos que no invocaba nadie con ella tamañas energías y potencias, y sin
perder un segundo respondieron los entes convocados. Abrieron de par en
par los ventanales del camarote y un aliento de aire gélido apagó todas las
velas menos una.
Luego, y sin dejar los salmos, la mujer se pinchó en el dedo con el alfiler
de la sibila y dejó que una gota de su sangre cayese sobre el cráneo pelado
del doctor, y a continuación, con el punzón y el hilo, coser los huesos entre
sí. Armar el esqueleto de la cabeza a los pies, y finalmente colgar del techo
para que adoptase la posición erguida.
Excepto por los músculos, venas, vísceras, nervios y piel, que no tenía, el
pelele en cuestión era el doctor Bulín de Aguiloche.
…
¡Bulín, te ordeno que des prueba de tu presencia en el conciliábulo!
- ¿Qué lista?
-…
- Habla Bulín o…
… jojojojojojojo…
No me busques la bilis.
- Pues por ésas también que bien se sabe la de gente que has matado por los
más peregrinos motivos. Y a la que has arruinado la vida ¡El daño gratuito
que has sembrado sólo por echarte unas risas!
Eres, te convertiste, en la alimaña que no se quiere en los mares. Pirata con
mañas de Assessina…
… Sois, muy tontos y muy simples. Y muy formalistas para llegar a nada…
¡In dubio, pro reo!... ¡¡ja!!... ya os vale.
- Ahora no, Libélula. Luego te contaré lo que quieras, pero, por favor, no
interrumpas ahora.
- También hija, también. Veneno, plomo, acero y pólvora a tuti plen para
tirar la casa.
… Yo, si mato, mato; las mañas sí son mías, no se puede negar.
… ¿Rosario?... ¡¿Rosario?!
- ¿Es a mí? –dijo Rosario sintiéndose reseñada por los gestos y no por las
palabras-
Veo colgar los huesos y mecerse al compás del barco, nada más… ¿Puede
hablar de verdad?
- ¡Ahora sí!
Y no, salvo los personajes plasmados por el maestro no había figura nueva.
Sin embargo la capitana insistía en reclamar la presencia del padre. Juraba
Libélula que otras muchas veces, y a la primera voz, compareció ante ella.
Pero con la hija sí. Eso también, siempre y cuando no tuviese que ver con
el tema de su muerte, eso era cuestión privada entre Patata y él, y al tiempo
lo solucionarían entre ellos, ella no tenía ninguna necesidad de empezar
con traumas infantiles a su edad.
En efecto, era un mapa. Bueno, dos, pero del mismo sitio. Y lo que
desconcertaba a la capitana era lo distintas que eran las marcas que
llenaban uno y otro… ¿Cuál era el motivo de la discrepancia?
De mala gana, de malísima, confesó Herejía que eran caminos. Uno por
encima de la isla para hallar la compuerta, y el otro el plano a seguir en el
inframundo para dar con el inmenso tesoro de Shbëk Lengua de Bronce y
los suyos.
¡¡Planissia!!
Libélula pensó que el hechizo había perdido fuerza y no obraba sobre los
huesos, pero la condessa sabía que estaba en vigor, aunque, sospechaba,
que habiendo escuchado el doctor el parlamento de Herejía, intentaba Bulín
que le dejasen en paz haciéndose el sordo; imponiendo voluntad.
Y ni por ésas arrancó el otro a hablar, así que la condessa pidió a Rosario
que bajasen los bichos; que trajese a los perros.
Quiso tratarlas Rosario cómo simples perras y con la punta del pie les tocó
para hacer saber que se les requería y debían acompañarle, pero ni modo,
rodaban sobre el lomo y ocupaban otro cachito de cubierta al cual no
llegaba con el pie el cabo de brigadas, así pues, a mano no le quedó más
remedio que zarandearlas para despertarlas y sacarlas del letargo. Y tanto
insistió Rosario, que despertaron los bichos atravesados, y aun bostezando,
y enseñando al tiempo toda la caja de dientes, no dejaron de manifestar su
enojo enlazando los bostezos con gruñidos de mala leche. Y al amagar
Rosario con un nuevo achuche para que dejasen de estirarse a lengua vista
y ponerse en marcha, Morcilla le tiró una tarascada de aviso siendo el
mensaje comprendido al sonar la chanchada a peligro; tal que si las
mandíbulas de un cepo para osos se cerrasen por voluntad intempestiva.
Panceta lo tenía más fácil y elevándose sobre sus cuartos traseros seguía
llegando a los suculentos huesos, por el contrario, a Morcilla le quedaron
fuera del alcance aun levantándose de manos; patente era que los restos que
quedaban serían para la amiga.
¡Ja!
- … Nunca.
Se diría que por haber cambiado todo viento, se daba ahora la concordancia
y todo era una sombra en cigarral… o el ojo medio del huracán. En todo
caso, el rumbo era el necesario para alcanzar el objetivo último que
escuchó Margarita a gritos de la misma garganta del capitán. Y estaba la
contramaestre segurísima de poder encontrar la islita con los ojos cerrados.
Y eso no se lo cuestionaba Rechico, ni le dudaba que el capitán hubiese
gritado “Roca de Santa Pola”, pero sí que lo proferido tuviese el concreto
timbre de cuerdas vocales de origen del capitán Herejía, y aún menos del
capitán Ruin. Para él, para Rechico, que tenía cogidos los matices a las
sílabas de los nacidos en Boyuyo, ¡Y más a esos dos!, se le hizo voz de un
tercero.
Ella prefería al padre tullido pero con ojo profundo y vivaracho, amante de
su madre y creador de universos perfectos… hasta que llegaban los
hombres de negro. Y él se iba, y volvía con otra mirada y hasta otro cuerpo.
Una y otra vez.
… Pues eso…
-…
- ¿Y Rosita?
Siempre le dan.
- ¿A ti te ha matado?
- ¿Y del todo?
- El siglo, digo yo. Desde el origen de los tiempos ha estado ahí para mí.
- ¿Y ahora?
- Pudiera.
-…
A la orden, contramaestre.
Convencida estaba Margarita que su padre, por el motivo que fuese, quería
echar mano a la caja. Y que ella tuviese hijos.
… Aunque también pudiera ser otro “capitán” el que quisiese hacerse con
el tesoro que hubiere…
Cansado subió Tiburcio a cubierta, con los ojos doloridos por clavar
intensamente la vista en carne herida, pero en cuanto atisbó que Maximino
le tenía preparada una buena pipa, y que ya prendía charreta con la
contramaestre, se apuntó con gusto al trabalenguas, pero antes, ir y volver
al armarito de la cocina para coger una botellita de licor de bellota
escamoteada de la reserva del capitán, y tres vasos. Y repartir. Y recibir de
la contramaestre un “conchabado” gracias, y de Maximino la pipa
prometida y el beso merecido. Y el ósculo público acortaba mucha
conversación al sólo disputárselos, por reñidos y pasionales, en la
intimidad, o ante público que considerasen amigo. Pero hoy les hubiese
dado igual que estuviese delante de ellos el mismo papa Esteban IV.
Tiburcio se lo había ganado a pulso por su hábil manejo de la aguja, su
temple para suturar arterias, el Arte que echó en cada puntada. Tanta loa se
le dio mientras tomaba asiento, que tras hacer, dejó Margarita loco el timón
un segundín para dar un beso sincero de agradecimiento a Tiburcio. Y otro
a Maximino. Y respingar la mujer al rehacerse con la rueda.
… Si me lo cuentan…
- … Es mi padre.
Jamás le podré explicar con palabras el amor que os he visto en los ojos
mientras le interveníais. Y mucho menos siquiera imaginar el porqué.
Pero os lo agradezco.
- … mmm… mmm… -Maximino tenía a pie de lengua nuevo brindis, pero
reconsiderándolo, le salió otro-
- Pues yo, quiero brindar, por el amor filial –Tiburcio lo tenía preparado y
no lo iba a desperdiciar-
- ¿Tienes un hijo?
- ¿Y dónde rueda?
- ¿Y la madre?
- ¿Qué madre?... Madre y padre, y con los yugos de los Reyes Católicos
por delante, hemos sido Tiburcio y yo.
- Tiene que ser un personaje entrañable vuestro hijo teniendo unos padres…
y madres… cómo vosotros.
¡Se nos fue a la misma edad que nos llegó el padre!... coitado mío.
- En nuestra familia, las mujeres… como que no nos duran ¿verdad, Maxi?
Imposible.
Brindaron apertura jamaiquina por la alegre vida hecha en los caminos, sí,
los mil sitios visitados en familia, pero sin darse cuenta, al sacarse el vaso
de los labios, al uso de la palabra quedaba Margarita Laloba e igualmente
alzaba, y por el mismo motivo brindaba, pese a en lugar de caminos
rodados, ser lo suyo estelas en la mar. Y al volver la vista atrás, en todos los
mares del mundo, en todos los océanos, haber vivido; siendo en su infancia
un barco la vivienda familiar, escuela y patio de juegos con limonero.
Siempre de isla en isla, islitas ínfimas en las que ellos eran los únicos
moradores, o bien la población autóctona hacía gala de un educado
primitivismo. De polo a polo… el ecuador a la redonda.
… ¡¡Borrachuza!!
Y soltársele la lengua a los primos y echarle encima todas las pestes que
llevaban masticadas hasta la fecha sin eructar quejido. Desde las
condiciones insalubres de la sentina, a no haber recibido paga en cinco
años. Y el malcomer. Y las jornadas extra por inclemencias meteorológicas,
y no ser recompensadas éstas ni con la gratificación de una palmadita en la
espalda. Y el abuso de látigo… El no dejarles bajar a puerto hace tanto, que
las plantas de los pies las tenían curvadas de pasear por la arboladura.
Nunca se pareció Margarita Laloba más al padre, los ojos eran volcanes, los
dientes la falla de San Andrés. Y de la garganta le brotaba un gruñido
telúrico que para sí querrían las leonas cuando están hasta los ovarios del
marido.
- No nos mires así porque no nos das miedo –dijo Rafael en nombre de
todos, y todos retroceder otro paso-
- Pues debería.
Hay gente que te entra en casa por la noche, y por la mañana se levanta la
parienta con la cabeza del esposo entre las piernas; y sin enterarse de nada
nadie.
- ¡Nos prometiste que nos devolverías a casa! –quejó Rafael Eustaquio; que
era el único de nombre compuesto-
- ¡Y a Rechico amor eterno!... que te hemos oído –irónico rió Rafael- Tú…
tú… tú mucho prometer, prometer, hasta meter…
Rechico con sonrisa tonta veía volar a su diosa. Y el barco ganar velocidad,
tanta, que dudó fuesen zafias sus manos para intentar controlar tamaña
potencia. El Kahanamoku había roto a galopar y temió Rechico que
encabritase y desbridara. Notaba el vibrar del navío, la energía que lo
recorría, la fiereza de los dientes que podrían llevarle un brazo con un
bocado de la rueda. Sintió que el Kahanamoku estaba vivo y encorajinado,
y lo siguió pensando cuando sobre sus manos posó las propias la
contramaestre, y transmitido el tacto a la estructura, sosegó toda la nave
aunque Rechico siguiese sintiéndose antagonista por compartir amores.
Y respirar rabia.
Podrían ir más rápido, sí, pero mal elemento resultaría Palmiro bajo techo.
De hecho, por eso estuvo Rechico cuidándole toda la noche, sin dormir, sin
desfallecer. Mojando los labios al convaleciente cuando le entendió sed, y
tranquilizarle los abundantes espasmos por la incruenta guerra que
estuviese librando en su interior.
Y varias veces tuvo por seguro que la espichaba, que se iba por la sordi el
capitán, al dar de seguido varios ronquidos de responso, cómo abstenerse
de respirar tal rato que hubo de usar el acero del cuchillo Rechico para
encontrarle el aliento empañado.
Más de una vez estuvo tentado de llamarles pidiendo ayuda, u óleos, para
sujetar al hombre a la vida. Y finalmente no necesitó gracias a Camelita,
que le echó un capote; y hasta dio cobertura para que él disfrutase la
obertura del nuevo sol junto a la contramaestre.
- … mmm… Sí.
- ¡Digo ella!
… Y todo cerrado que lo tenía yo, un cabo de luz para ver la cara al
enfermo; a ella no se la vi.
Con cuatro bicheros y una lona levantaron sombrajo, y cuatro sillas y una
mesa. No desplegaron mucha logística, se confiaba en el ritmo de Zapapico
y Rancapinos abriendo brecha con sus herramientas para acabar rápido;
estaba duro el suelo, roca en torno a ellos, pero donde faenaban era tierra,
una olla, una bañera de arena que escondería el magno tesoro que se auguró
de boquilla a nada de dar tres picotazos y cuatro paladas hondas.
Veamos…
- ¿De verdad?
… ¿Y el que falta?
El nombre que perseguía era: Luis Felipe. Alias Herejía, al. El capitán
Herejía… ¡¡Alias el propio padre de la capitana Libélula!!
Y asentir la madre con lástima por ver quebrarse los ojos a la hija sin poder
remediarlo; hasta los mismos recuerdos se le tambalearon, los pocos
retazos de una infancia montando a caballito en los hombros del padre, o
jugando a oso y osezno en la playa. Y en especial se le rasgó la idílica
pintura que atesoraba en la memoria de sus padres besándose.
- Ey, ey, ey… que no. Que ése no era su rollo, su rollo era otro, hija.
Tu padre era tonto, es muy tonto, ¡tontísimo, hija!... sí, pero no malo…
Malo no.
No busques tres pies al gato. Tonto, tu padre era mu tonto; pecó de eso,
hija.
Y dos, por anhelar el tesoro del capitán Caimán hasta la locura… bueno, el
tesoro del capitán Ruin Bichomalo porque lo acabó siendo.
Tu padre llegó a la conclusión que uniendo fuerzas, las suyas y las mías,
derrotaríamos sin esfuerzo al capitán Ruin y el tesoro sería nuestro. Me
propuso que le matase, y mediante las artes de la abuela, él volvería y
poseería mi cuerpo.
… Desgraciado.
… Chapucero.
Y el frío que cala hasta los huesos, además, pasó a ser húmedo y áspero.
- ¿Vosotros, finalmente, qué vais a hacer con vuestra parte? –Ojovago, que
era amigo de ocupar silla, preguntó a los hermanos desenterradores que
recostaban espalda contra espalda los últimos sorbitos del café-
- ¿Y tú, Malik?
- ¿¿Para tanto… sorb, sorb… habrá?? –Ajaliz el turolense, sin embargo, era
capaz de hablar y sorber al mismo tiempo- ¡Tiempo para… sorb, sorb…
leer mil libros!
Y colmenas de abeja.
… sorb, sorb…
Yerro. Agua.
- Yo soy más de echarle polvos al café puro y dejar que hagan su efecto.
- ¿Y usted, condessa?
Gremiales, los hombres optaron por el raso, y las mujeres por la seda y
el colchón de borra. En el camarote de la condessa se apuraron las sobras
del rancho y redondear la cena con pastel de dátiles. Murciégalo lo dejó
todo preparado y luego marchó con los muchachos. Y la capitana y Rosario
nada tardaron en dormirse, tras comer, al estar derrengadas. Y las perras
con ellas, al pie de la cama; aunque no durmiendo. No se les iba de los ojos
a Morcilla y Panceta el sabroso cráneo de Bulín, estaba sobre la mesa, ante
sí lo tenía la condessa y con él hablaba en susurros. Interrogaba.
Bulín estaba molesto, se sentía humillado, al dejarle los canes peor que
ecce homo aun sin tener cuerpo para repartirse los daños. Él concentraba
todas las lesiones, desportillados, y melladuras, en la cabeza. A golpazos le
habían tratado, y pese a no sentir dolor convencional, en lo moral estaría
para el arrastre y a punto de claudicar contando pelos y señales del porqué
aún no habían acertado con el tesoro teniendo un mapa exacto donde se
reseñaba hasta la cruz.
Era un duelo absurdo al tener el doctor todas las de perder, pero corajudo y
desafiante, a ratos, y cual choteo que se trajese, cloqueteaba cómo cigüeña
en nido una pseudocarcajada de mal agüero que acababa hiriendo los oídos
de la condessa; amén de enervarla por dentro.
Y sin más preámbulo, ploc, ploc, por rejón de castigo una alcayata en la
fontanela. Y Bulín sentirla fría, fría cómo el acero aun siendo simple yerro.
Y dársela a los perros, y en silencio, y aun con clavos, partir por la mitad
Morcilla y compartir sin mediar conflicto con la compañera de penurias; y
ambas, sin remilgos a las puntas que lo taladraban, ingerir sin miedo a
peritonitis ninguna; sus potentes y carniceras muelas convertirían cualquier
yerro en esquirlas y virutas.
Y para que pasasen el trago los coitados bichos, ponerles a beber vino,
¡Que se lo merecían!, en el balde que era ahora el cráneo. Y por turnos,
corteses, beber sin babear gota al piso.
Y el frío que cala hasta los huesos, y que el doctor Bulín sabía húmedo y
áspero, puntiagudo y metálico, ahora… Ahora le encontró un nosequé, una
tontería dulzona y volátil, algo raro que sólo era capaz de asociar a sus
tiempos mozos, cuando para combatir hambre y frío desayunaba pan con
vino y azúcar, y a resultas, a veces se perdía rumbo al colegio; y no poco
peligroso era al haber acabado algún compañero de pupitre entre las fauces
de lobo por lo mismo.
Dime, Bulín.
Di o…
- Sí, sí, sí… en el beque comunal, en el que usan los muchachos, vas a
acabar guardando las esponjillas usadas; y sabes la guarrería a la que me
refiero.
Habla.
- ¿Cómo?
- Sí.
- Pues más que caminos, son el trazo de la rúbrica esotérica que ejecutaba
el propio Shbëk Lengua de Bronce.
- No, no coinciden con los que hay, tío listo, porque ya subí a la cofa para
comprobarlo y no coincidían.
No puedo haber marrado mucho del sitio, incluso Malik, paso allí paso allá,
coincidió conmigo al consultar con él el mapa y echar sus cálculos.
… jejejeje…
Y pese a que duraba el lance lo que tarda la Tierra en llamar a su ser, breve
lapso, Bulín sintió miedo y frío como de tener todavía sentimientos
humanos.
Camelita recordaba haber oído tiros y bajar sable en mano a saber qué
pasaba, y también era capaz de rememorar la facilidad con que Margarita
Laloba, a mano limpia, le desarmó a ella con un simple giro de cintura y un
rotar de la muñeca. Y dejar inconsciente con un golpe que ni sintió.
Maestra era la contramaestre en el cuerpo a cuerpo. Y motivos tenía de
revancha.
Para lo que Camelita no albergaba recuerdo era para saber la razón de tener
el capitán en el pecho uno de los disparos; tenía pinta de serlo. Y bien
subsanado, todo sea dicho. Tiburcio y Maximino sin duda le habrían
intervenido y más tarde a ellos preguntaría el porqué de todo; de poco le
informó Rechico.
¡O me paro el corazón!
… ¡Retrasado! ¡Manquitranco!
Para poco, me da en los huesos, que voy a necesitar de todas formas este
cuerpo; por mí puedes empezar a pudrirte.
… ¡¡Bufón!!
… Mira, ¡Qué bueno!, y eso de paso sirve para llamarte a ti, Herejía, “Hijo
de la gran puta”. Un dos por uno.
Herejía… soy tu padre. Y por mucho que te duela el hecho tienes que
aceptarlo.
Y una vez cesaron los espasmos del capitán, acercó Laloba una silla a la
vera do sentaba Camelita. Tenía que contarle lo acaecido con Rosita, y el
porqué de recluir a Palmiro en un bote. Y economía de lenguaje sería abrir
los ventanales del camarote y reseñarle al hombre al arrastre. Cuajaba
Palmiro cara desencajada y rechinaba los dientes, los ojos le exhalaban
demencia y de su interior brotaba un gruñido ronco y hondo que era
compendio de dolor, odio, aversión, y ganas de subir al barco para
arrancarles las entrañas a todos.
Sí, por ahora sería mejor seguir llevándolo a la zaga, que subirlo a bordo y
liase algún pifostio de los de echarse las manos a la cabeza.
- … Grrrr…
Otra cosa no, pero si de dentro brota algo, huelga cortar su crecimiento.
- Sí, lo malo, que el odio del amigo, viene engendrado por perder al ser
amado.
- Eso es lo que le va a consumir a no ser que deje salir toda esa rabia;
cenizas se le va a hacer el alma.
- … Grrrrrr …
- ¡¡Tiburcio!!
- … Grrrrrrr…
- Qué, Maxi ¿Acaso piensas que no sabe lo del tesoro, que estaba con el
capitán Herejía por el mucho afecto que le tiene?
- Pues a lo mejor.
- … Grrrrrrrr…
- Eso, en todo caso, quizá sea Palmiro el único que lo sepa a ciencia cierta.
- … Grrrrrrrrr…
… Grrrrrrrrrr…
Tan mal se lo pintaron que bajó Rechico a la bodega con el sable desnudo
por delante, pero como al ir acercándose no escuchó ruidos, dio
credibilidad a la posibilidad de haberse soltado de la traílla Palmiro. Y
envainó el acero y desenfundó las pistolas. Y amartillarlas antes de entrar.
Pero no hubiese hecho falta. Sobre el jergón que le dispusieron por lecho
“dormía” plácidamente Palmiro; enrabietado, se daría un cabezazo de
impotencia contra el casco; sangre había. Y al cotejar Rechico la solvencia
de la cadena comprobó que seguía tan firme como la entente de ricos contra
pobres. Y ni al tocar con el pie a Palmiro reaccionó éste. Dormía tal si
llevase siglos sin hacerlo y ni una bota, ni los vaivenes del navío,
pareciesen capaces de despertarlo ahora.
- Te lo juro.
- Del zurrón.
He supuesto que le haría bien, que era un capricho, una fábula que por
encargo se haría escribir para las tardes tediosas, o bien un agradecido
escritor, cómplice de excesos, le hubiese dedicado de forma anónima y
socarrona.
- ¡”Hervía la mar”!
- … No te entiendo.
- Bueno, ya lo leerás.
Y suspiró Rechico por abrirse tan grande mar ante él, cuna de
civilizaciones y todo mito ¡Las columnas de Hércules con basa en Baelo
Claudia y Tánger!
- Intento.
- ¿Y?
- … Que no hay nada que hacer, son negocios. Y siempre nos encuentran.
¡Ni sidi Hassami said Hassiam! Que en boca de mi padre está entre los
mejores, de no ser el mejor tras él, ha podido con ella.
- Sí.
- ¿Y la matará?
- Es su trabajo, su misión.
Y reír Margarita con tal acidez, que la Luna se asomó entre las nubes. Y
volver a arroparse entre algodones Selene al reconocer de quién provenía la
carcajada. De Margarita Laloba, la hija postmorten del capitán Ruin
Bichomalo y su esposa La Siesa, La Fría, La Campesina de la Guadaña.
Y primero que hace millones, les enseñó la condessa a los hombres la nasa
con el cráneo descarnado de Bulín dentro, y afirmar la mujer con
santurrona expresión que el coitado calavera tuvo la peor lepra que hubiese
visto ella hasta la fecha. Y siendo atacado por la bicha no ha ni un par de
semanas, en el trasunto de Barcelona hasta allí había desmigado todo su
ser, salvo el envase del intelecto.
Y arrojarles la condessa a los de la barca la jaula con la cabeza para dar fe,
y aunque botó dentro, rebotó para afuera y orilla quedó de ellos. Y hundir.
Y nada. Uno tras otro, en una tras otra cata, acababan rascando la roca
madre y sacando a la herramienta el retintín del fiasco.
Eso, y que la mujer tendría ganas de usar el látigo para, quizá, hacer
ejercicio, se dio el antojo, chasqueándoles “dulcemente” las carnes, se dio
la condessa el gustazo de obligarles a que acabasen todos el tajo abierto que
tuviesen, y hasta que el último de ellos no le sacó sonido al suelo de roca
madre, no comulgó la dama con la idea de parar.
Pero al cumplir el requisito, ella misma les apremió a ir al borde del agua y
darse un chapuzón para quitarse la sofoquina y el escozor de las siete
lenguas del gato. Y volver volando porque Murciégalo a pulmón propio
silbaba la salida inminente del pescado de las brasas.
La condessa era amiga del robo a mano armada y cara descubierta, sí, pero
sottovoce.
¡El rey!... ¡¡La reina!!... La Corte entera afincaría en los periodos estivales
la costa cercana. Eso eran muchos cuartos, muchos ochavos, casi más oro y
plata de lo que podrían imaginar, aunque prolijos en imaginación casi se les
sale a los hombres los ojos de la cara. Y abrazarse los que pisaban la
cubierta de la fragata, y darse palmaditas en la espalda, y hasta unos reír, y
otros llorar, mientras, todos satisfechos, recogían ancla, soltaban velas, y
retornaban a la península soñando con la de la lechera.
Y reír todos. Y pese a que la señora se retiró a la sombra para degustar una
segunda taza de café junto al cocinero, los que cavaban carcajeaban
inventando nombres para “sus” respectivas plantas y árboles. Más y más
absurdos. Hasta el delirio.
- Jefa, sea lo que sea lo que le haya echado hoy al café… mmm… yo
quiero –Murciégalo protestaba su sobriedad- Écheme un chorrito a mano
suelta, por favor; éste no traía.
- No queda.
- ¡Vaya puñeta!
Eso sólo pasaba por ser novicio o lobo de mar, en cualquier caso, y
escapada la tarde, le acomodaron sobre una manta y dejaron dormir. El
resto tampoco tardaría mucho en acostarse al encontrarse agotados, ni darse
el chapuzón final del día, se asearon en la orilla y un tanto huraños se
dieron unos a otros las buenas noches. Y no tardar nada en cerrar un ojo y
acompasar respiraciones.
Pero por suerte sólo eran pescadores, eso sí, toda la cofradía de Guardamar
de Segura, un buen pellizco, que con atarrayas de coger marrajos querían
capturarles y darles una paliza de muerte.
¡Menos mal!
Cómo suceden estas cosas, no lo hablaron. Sin mediar entre ellos más que
el lenguaje de miradas y gestos acordaron desarmarse, para evitar daños
irreparables, y zanjar la cuestión al viejo estilo de la hostia limpia.
Y tirar los de Guardamar al suelo sus palos, y los de la Dragon Fly sus
yerros.
Y liarse a puñetazos.
Y entre hostia va, y hostia viene, se les advirtió a los pescadores que no lo
hiciesen, que por la cuenta que les traía no embarcasen sin permiso ¡Y
menos en esos momentos! E incluso Malik quiso evitarlo, pero los de
Guardamar, hay que reconocer, eran gente recia y encajaban bien los
tortazos, y levantaban, y si se descuidaban los dragonitas hasta hacían daño
pues esos brazacos batallaban a diario, duro, con las redes. Desde el fragor
de la pelea resultó imposible evitar que subiesen a bordo por propio pie. Y
bajar a la bodega.
… ¡Allá su suerte!
Y mala habría de ser al oírse inmediatamente espeluznantes gritos que
provenían del interior del navío, tan agudos y desgarradores que los que
estaban en tierra dejaron de atizarse. Y prestar ojos sólo a la cubierta de la
Dragon Fly, pues sorda la noche ahora, retumbaron pisadas tal que alguien
espantase de panteón, e intuir que quien fuese saldría tal alma huida del
Averno.
Y así toda la noche. No pegaron ojo. Tanto es así, que sin siquiera haber
salido el sol se pusieron en facha, levantaron el sombrajo y avivaron las
brasas para el café del desayuno. Y por olerlo quizá, pronto aparecieron
Libélula y Rosario pidiendo una taza para quitarse de encima los bostezos.
Con envidia les miraban los hombres. Ellas habían dormido de un tirón
toda la noche, y por en exceso relajadas, demandaban doble el brebaje
reconstituyente ¡Y con legañas en los ojos lo dijeron!
… Incomprensible.
Y cuando les iban a inquirir cómo era posible que hubiesen dormido con la
escandalera que hubo por la noche, la pregunta se les quedó en el gañote al
aparecer en cubierta la condessa a la vez que el sol tomaba horizonte.
De negro luto vestía la mujer, con su velo calado de hechicerías y una larga
cola el vestido, que si viuda, no dejaba de proclamarla novia para el que
tuviese ojos y apreciase las cosas bellas sin atender a color u estado de la
materia.
Salió el sol, y si nacido hería los ojos, apenas levantó dos dedos dañaba
la piel. Rechico, en el timón, disfrutaba sombra, pero los rafaeles curraban
bajo la solana, y siendo hora temprana, y sin damiselas en cubierta,
acabaron descamisándose y quedando con el torso al aire los primos.
No era capaz de imaginar el dolor, al dar por hecho que habrían perdido la
consciencia en el trasunto de tamaño castigo. Ni tampoco podía sospechar,
¡Pues ni el capitán Ruin Bichomalo hubiese aplicado tal empeño!, quién
habría sido el carnicero meticuloso, y desalmado, que se entregase a
castigarles así… Y ni motivo concebía.
- No, no duele –le ofreció Rafael la espalda propia para que apreciase en
detalle-
Hasta honran.
- Sí… y esto, esto, esto… -se sumaba Rafita al cónclave reseñando también
heridas en brazos y piernas- La Marga… es la Marga ¡Mucha Marga!
Y desde pequeñita sabía lo que hacía.
Pero no coló.
Además, es más saludable estar con los que atizan, que ser estera.
- ¿Y vuestros padres lo consentían, nunca dijeron nada?
- Sí. Decían que no fuésemos tan blandengues y nada de lloros… hasta nos
intentaron extirpar los lacrimales con una cucharilla de postre.
- ¿De verdad les has hecho todas las perrerías que dicen?
- Lucifer es un crío.
- (¡¿Y a costra de qué entrar?! Te tengo dicho que este mar está muerto, que
hiede a cadáveres).
¿Viro en redondo?)
- (¡Rechico!...
- (Bien).
- (¿Da la talla?)
O mando traerlo).
- (Nooo, no padre, no insistas. No seas pesado, por favor.
… ¿Te suelto?)
- (No. Igual que ellos han sabido lo de Santa Pola leyendo dentro de mí, yo
también he sabido cosas de ellos.
- Sí, capitán.
Afirmativo, capitán.
¡A la orden, capitán!
- ¡¿Y tú quién eres?! –dijo el capitán centrando el ojo y cuajando ceño poco
amigo-
- Bien.
A la orden, capitán.
- ¿Dónde vamos? –sin poder aguardar a que cerrasen del todo la puerta
preguntó el capitán-
Dónde vamos, dime, siento en el retumbar del espinazo la ola rara… ¿Esto
no es el Atlántico, a que no?
- …¡Puff!... ¡¡Puff!!...
… mmm… Ex.
… Ex.
- ¡Suéltame, Camelita!
Libélula.
- ¡¡Suéltame, Camelita!!
- … mmmm… No.
Y convulsionar.
Y al aire del segundo ¡Ay! salir del camarote Camelita y entrar Tiburcio y
Maximino con el maletín del físico, y enhebrar tamaño intento de sonrisa
entre los espasmos el capitán, al reconocer en ellos a los padres adoptivos,
que Rastrojo alternó los ¡Ay! de dolor, con los ¡Ay! de alegría.
Relájate, hijo
- … ¡Ay! Ay ¡Ay!...
Pero ahora conocía a Rechico, e intuía, que ella, no olvidaría sin guardar
resentimiento en lo profundo del cristalino si estuviese en la situación.
Aunque por el mismo motivo, reconocerse enamorada de Rechico, o
motivo antiguo tal que satisfacerse la curiosidad, decidió dejar libre a
Palmiro para ver lo que éste haría, y de paso, ella misma, darse a conocer
por dentro.
París bien vale una misa, y el tesoro del gran Shbëk Lengua de Bronce
bien merecería a lo poco dos a criterio de la condessa. Encontró la mujer la
compuerta a primerísima hora, mientras desayunaba la tripulación, y por
ser el hallazgo notición, dejaron a un lado el reconstituyente matutino y se
aprestaron a abrir la trampilla. Pero no, ni tocarla por el momento. En
capricho, y necesidad, tenía ahora la dama en orden prioritario primero
desayunar ella. Y sentó a la mesa.
Mientras, todos, por turnos, intentaron por penúltima vez, tal que fuese
heredad de Pendragón, abrir por sí mismos, y arte de birlibirloque genético,
la maldita trampilla. Y probar la primera la condessa, y no. Ojovago hizo el
intento, carente de fe, invocando en su ayuda a un tío abuelo que fue
ahorcado por desvalijar baúles y arquetas de sacristía con una simple
horquilla, y, previsible, no compareció el espíritu familiar al ser lo suyo la
ganzúa y no el deslomarse la riñonada tirando de un pomo. Zapapico y
Rancapinos se volcaron, con precisión de relojero, en atacar con sus picos,
machaconamente y a ritmo vivo, una pulgada cuadrada y buscar concretar
ahí el daño a la madera. Y aunque al observar en detalle quisieron apreciar
una muesca, al prestar ojo la condessa a la noticia la compuerta no
aparentaba herida y la mujer rogaba que pasasen vez y dejasen hacer.
Rosario tiró sin más, y otra vez volvió a tirar pero tras llamar educada a
nudillo; y tampoco.
Libélula, desde luego ya lo había intentado sin éxito y ninguna gana tenía
de repetir la pamema, y en su lugar, y por hacer algo, cedió su turno a las
perras. Y éstas, en vez de obrar sobre la compuerta en sí, empezaron a
excavar el suelo alrededor del marco, donde empezaba la arena, y por
suelta, en tres ladridos abrir una roza de una cuarta de profunda, y
entendiendo la idea, Libélula cogió una de las palancas grandes y la clavó
bajo el marco. Y animarse todos porque crujió algo.
Puestas dos palancas más a la labor, cedió tres dedos el bloque que era la
trampilla, y redoblando Rancapinos y Zapapico el empeño cedió cuatro… y
cinco ¡Una cuarta! Y meter cuñas. Y más palancas fueron los propios
cuerpos de los demás, y con gran esfuerzo, quebrándose las muelas,
consiguieron levantar y dejar vertical la compuerta.
Y además, abrirse por sí sola una portezuela y la otra quedar batiente; sin
intervenir nadie.
Sí, probaron a dejarla en el suelo con las portezuelas abiertas, pero así sólo
seguían hallando la arena que ya tenían revuelta desde el día anterior. Y eso
desanimó a Ojovago, que veleta, se dejó caer al suelo para fumar y desde
allí quejar la mucha edad que tenía, y la poca gana de dilapidar lo que le
restaba en tontas aventuras.
Malik, en el siguiente viaje que hizo, trajo los artefactos explosivos más
delicados de manejar y el cordón de mecha, cebadores y demás; aún
quedaban cuatro o cinco viajes por hacer, pero eso era cosa de la que
podrían encargarse otros. Él ahora se dedicaría a montar la inmensa bomba
y lo que menos necesitaba era gente a la redonda, pipa en mano, y de
charreta. O peor, criticándole la obra.
Y así fue. Se apagaron las pipas y se confió la luz a tres candiles con
cristalera. Y Zapapico y Rancapinos hacerse cargo de traer los condimentos
que faltaban. Pero al resto, del sitio, en teoría, no les movería nadie, y
previo a empezar, para que se hiciesen idea del peligro, Malik explicó en
detalle el proceso de montaje, la inestabilidad que tendría, y que hasta que
no tuviese puesto el conjunto una lona por encima, vela untada en grasa, y
de esta manera dirigir en lo posible la onda expansiva para abajo, hasta
entonces, que sería el momento inmediato a la explosión, no era seguro
rondar cerca pues el explosivo acumulado equivaldría a… Sería suficiente
para mandar la islita a la otra punta del Mediterráneo. Y sonreírlo Malik.
Se intentó dormir, pero, excepto las perras que roncarían bajo tifón, se
durmió poco y mal. A saltos y con pesadillas. Y alguna cabezada dulce, sí.
Pero fue noche de intranquilidad y dar vueltas en el coy. Y uno tras otro, los
hombres, desaconsejándose el pernoctar en la isla, por peligrosísimo roncar
junto al sensible explosivo, acabaron subiendo a cubierta y tumbarse entre
fardos y velas.
Y nada.
Les vendría de perlas que un chispazo de las nubes acertase sobre la carga,
y no sólo por disimular la explosión a cualquier ojo u oído ajeno que
pudiese haber a la redonda, Malik instaba a Júpiter para que acertase y así
ahorrase bajar a tierra y dar fuego a la mecha en persona; pidiendo la
condessa la máxima potencia al artefacto, no valdría la simpatía del tiro a
distancia, ni el tic-tac de detonarlo con reloj. La clásica mecha y el
chisquero aunarían las virtudes explosivas de los variados componentes de
la bomba… o detonaría igual de bien con un buen rayo.
No podía negarse que el instante, por malo, era el ideal para detonar el
artefacto, y aunque con Malik estaban, y bien rogaban, o desafiaban, que
una culebrina hiciese explosionar el invento motu proprio celestial, la
condessa, sin decir nada, miraba a Malik, miraba al cielo, y miraba la carga
explosiva, y sin proferir palabra, le sugería al hombre que fuese a la isla y
pusiese todo en marcha. Ahora sí era el momento idóneo.
Libélula con una simple mirada a su madre rogó que suspendiese, pero
ésta, también a gesto, encogiéndose de hombros y reseñando a ceja que
Malik levantaba del suelo, expresó que ya no estaba en sus manos. Era
voluntad del hombre.
“Quién me mandaría”… “En qué horita”… “¡La próxima vez que venga en
persona monseñor Hipólito a hacerlo con los cuernos!”... “Esto no está
pagado”… “¡Puñeteras manos pringosas!”...
- Son ganas de hacer el idiota, mamá.
Detén esto.
¡Va a morir!
- … Puede.
- ¿Murciégalo?
- Lo mismo.
- ¿Rosario?
- En ésta no juego.
- Tú te lo pierdes.
¿Capitana?
- ¿Condessa?
Y ponme también otros diez a “sí”; porque me jode perder hasta al “cara o
cruz”.
Para sorpresa de todos, Ojovago cogió el altavoz y preguntó a Malik por
la orientación de su propia apuesta, y para que no le tildasen de inoportuno,
en alto cantó los envites de los compadres embarcados, y así se diese
cuenta del respaldo, la confianza que tenían en él; pues hasta Ojovago se
apuntó igualmente cinco al “no”, a que no la palmaría el otro en el
petardazo.
Seguían cayendo rayos, menos, pero más cerca y más rabiosos al retumbar
el doble el aire roto en la avenida de la chispa al suelo.
Y en una de éstas bajó la condessa a las tripas del barco alegando necesidad
imperiosa de obrar a solas. Y la hija creerlo por tener la madre desencajada
la cara de verdad desde hace rato. Y bajó, pero en vez de buscar alivio para
las entrañas, lo que buscó fue algo que le sosegase la conciencia.
Aun así, raro que dañase Malik un libro sin necesidad. Y redoblando su
temor, por confirmar, al iluminar la impresión residual con un carboncillo
de dibujar, explotarle en los ojos a la condessa un mensaje:
Y lo que sí les tiró de bruces al piso, al topar con ellos, pese a acuclillados
tras la borda, fuel el tsunami generado camino de su rápida expansión.
CAPÍTULO VIII
Era una explosión, enorme, y sin pensárselo mucho tocó con la campana
zafarrancho.
Ya estaban en cubierta los rafaeles por tornar el cielo a rudo, y artillado con
cuatro piezas, el Kahanamoku necesitaría de dos operarios más para
manejar a pleno rendimiento sus cañones. Y la contramaestre ordenó a
Rechico y Camelita que se dispusiesen a obrar con la bicha de popa, e
inexpertos declarados, Margarita misma, por próxima, les podría ayudar
con las instrucciones, el resto de la artillería, emplazada en los cardinales,
la operarían los rafaeles de dos en dos; y ella gobernando el timón; y
Maximino y Tiburcio al cuidado de mantener estable al capitán; entablando
charla a cañonazos, el bajel iba a temblar un tanto.
Y no hacía.
Y también empezar a dar respuesta desde la isla los que desembarcaban del
bote y raudo se parapetaban en los agujeros abiertos. Y previsible el surcar
en redondo de Margarita, acertar con los fusiles los de tierra a meter miedo
en el Kahanamoku.
- Y tú a nada que un rayo de Sol ilumine el pago; es una isla de tres por
cuatro pasos… el quinto te sales a la mar.
- Mi heredad… parte.
Pese a lo que digan muchos, no es gran cosa en comparación con otros que
duermen, pero en sí tiene el ser el primer gran tesoro de la humanidad en
esta parte del mundo. Y estar constituido por piezas de oro y plata
aluviales, de piedras preciosas surgidas al ojo con la simple lluvia desde los
albures del ser humano.
Y vale más por su historia intrínseca, la leyenda, que por el peso total que
puedan dar a la romana los metales nobles y las piedras maravillosas.
- … mmm… Me he perdido.
Y para traer el cebo de las piezas sobraban los que habían quedado exentos
de popa y proa. Y previsto el poder necesitar, en gavetas pesadas
acumulaban los proyectiles oxidados de hacer daño indiscriminado, y
aunque no gustaba usarlos Margarita al ser maliciosamente su objetivo
desgarrar velas, que argüían los moralistas para siempre disponer, cómo
mutilar la tierna carne humana, o de ballena, que también dicen, pero todos
guardan en la bodega las cajas de la innoble metralla; y demás maldades.
Desde tierra no imaginarían, o quizá sí; lo que desde luego habrían
descubierto es el nuevo patrón de movimiento y el dejar a dos instrumentos
la serenata de cañonazos.
Eso pretendieron, pero sería a tres voces porque el fusil de matar alimañas
gordas de la condessa seguía llegando allá donde se pusiesen, al extremo,
que ambos, barco y mosquete, tirando pieza menuda, perdían efectividad a
distancias parecidas.
- ¿Prima, volvemos a tirar sandías desde lejos que con ésas sí llegamos? –
propuso Rafaé- Nos quedamos quietos fuera del alcance de ellos,
orientamos todas las piezas, y les sembramos el terruño con garrapiñadas
en andanadas de a cuatro.
- Sí, pero tiraremos granadas que exploten. No creo que les hagamos
mucho daño, pero menos les haríamos con proyectiles macizos o huecos.
- ¡Sí, capitana!
- ¡Ya sabes que no sabemos nadar, Margarita!... No nos humilles más, por
favor.
¡¡A Eustaquianita!!
… Pues que sepas… snif, snif… que sepas que la que sobraba, la que tú
quisieses en realidad, iba a ser para ti… Hubiese sido tuya.
Pero la cara de Rechico era un poema. Colgaba ojos como platos y temió
Margarita que se estuviese escandalizando en exceso, y aunque no, pues
casualidad que en ese momento, por el idílico juego de luces, se la
estuviese imaginando el hombre desnuda, prefirió la mujer dejar de avivar
malos recuerdos. Y con dos saltos, compungiendo en firme los rafaeles,
aprovechó para bajar al camarote del capitán y subir dos libros. Pero no dos
obras cualquiera, para ella eran libros favoritos y contenían el mejor peor
final de los que hasta la fecha tenía leídos. Y los primos también los
conocían, igualmente les eran piezas favoritas de la Literatura Universal, y
pese a no saber leer, les eran libros de cabecera que pedir a Margarita les
leyese cuando estaban tristones o con ganas de drenarse sin excusa los
mocos.
Y ser.
¡Y fue el acabose!
La condessa encajó muy bien la pillada en renuncio que les hicieron por la
noche, y sin dilapidar en clamar la torpeza, dar réplica y guerra abierta a los
que vinieron cañoneando. No se paró la mujer a pensar en quién pudiese
ser o por qué. Se entregó a la guerrilla, a reptar de un agujero a otro
mientras caían en derredor obuses, a jugarse la vida una y otra vez
exponiéndose más de lo debido para lograr el disparo perfecto. Y sin
embargo, no conseguirlo.
- ¿Por qué?
- ¡¡Es el Kahanamoku!!
- ¿Y?
- ¿Y?... Mamá, con el capitán Bichomalo te has visto las caras un par de
veces y has salido victoriosa; según siempre has dicho.
… Bueno, una hija que tuvo la propia Muerte con el capitán Ruin
Bichomalo; antes de pudrírsele los testículos.
El hombre, más que centenario, dejó de andar al no tener sus piernas fuerza
y sentó. Y a los pocos años tumbó en el lecho para ya no levantar. Y
empezó a pudrir por dentro al cansarse sus órganos de prestar servicio e ir
colapsando paulatinamente.
Y el marido dijo basta. Quería morir y quizá con sus últimas fuerzas le
exigió a la esposa que le diese plácida muerte sin más tardanza. Y por
voluntad cerró los ojos.
Y ese derecho se arrogaron en heredad, una tras otra, todas las damas que
han ostentado el puesto, y título, de Parca.
Sí, dieron a entender que ya sabían que era juego y dejaron de disparar.
Con la antorcha le fue bien sencillo encontrar, aunque por todo echado a
perder, perdió mucho tiempo apartando trastos hasta que dio con un barril
de agua en buen estado; y aferir de ése a otro más pequeño para poder
transportar con él. Y encontrar pólvora en condiciones óptimas; y
munición; aunque no mucha. Y un barril de sardinas arenques que le invitó
a coger otro barrilete de agua y así hacerlas pasar por el gañote sin sufrir las
consecuencias de la salazón.
Moverse por las tripas del barco, pese a echado sobre un costado, no era
difícil pero sí cansino. Además de la arena y el agua que había entrado, y
anegaba, se atravesaban cacharros y enseres, restos de arboladura,
mamparos descuajeringados, todo el cabotaje embrollado convertía en
yincana el desplazarse por el interior de la Dragon Fly. De uno en uno tuvo
que ir llevando los bultos, que había seleccionado en el pañol de drizas,
hasta el camarote de la condessa que sería vía de salida discreta; de los
ventanales de popa al primer agujero de la isla apenas mediaban seis o siete
pasos… y tiempo de correr tres padres nuestros.
Hundido éste tras la línea, victoriosas crecían las llamas del barco
iluminando más y más.
Y entre mordisco y trago, para pronto saciarse, y contar a trompicones en
qué estado encontró los pobres entresijos de la dragona, comentó
Murciégalo que ya era lástima, ya, que estuviesen ardiendo vorazmente los
despojos de la embarcación, pues de no hacer, y entrada la noche, podrían
repetir la audacia previa y reintroducirse en el navío y recuperar “La
Decapitación de San Juan Bautista”, al encontrar él la obra intacta, y quizá
eso animase a espabilar a la condessa.
¡Y vaya si le animó!
Tan sencillo, que más tarde se lo explicarían con cuatro palabras a Rafael
Eustaquio y Rafael Palmiro que estaban en las cofas; aunque de este último
desconocía las capacidades y barruntaba las malas intenciones.
¡Y qué no le haría por descubrir que tampoco llamó a las armas viendo
repetir la jugada a otros cinco!
Aunque en descargo, y no lo sería, adujese que estos enhebraron por los
hoyos y trincheras, y además, a paso raro y encorvados. Tal que si
caminasen heridos o fuesen procesión de muertos vivientes.
… No, no era buen criterio para diferenciar, pero de cualquier forma era
bueno para sus intereses revanchistas.
… ¿o no?
Por fin iban a pisar tierra los rafaeles tras una eternidad de no hacerlo. Y
sólo por eso estaban contentos. Y también por ir a tener taimada
oportunidad de pasar a cuchillo a unos cuantos, por eso en concreto, les
brillaban los ojillos. Y darse codazos impacientes mientras esperaban la
señal, y al producirse, sabiendo que eran delegados de la Muerte que
llegaban con las sombras, saltar a tierra sonriendo y llevando en las manos
el cuchillo de vela y la navaja propia; al cincho un sable y cuatro pistolas;
mientras les fuese baza y ventaja la sutileza del acero corto no utilizarían
las armas de fuego; ni el acero largo. Todos chitón.
… Allí les iba a cantar la gallina por rematar gente que ya estaba muerta.
Y si todos reían de vuelta al Kahanamoku, incluida la contramaestre,
Rafael Palmiro lo hacía el que más al descubrir, de reojo, que sus
“demonios” salían de los despojos de la Dragon Fly en llamas y se perdían
en el laberinto de trincheras. Y al ratitín, aquellos, empezar a disparar
contra la barca obligando a que los rafaeles buscasen la noche en vez del
bogar sosegado y pegadito a la costa con intención de regresar al
Kahanamoku. A la negrura, proa a la noche y mar profunda con boga de
tumbar los cuerpos adelante y atrás. Y hacer, y encajar Rafael Palmiro en el
ritmo de los compadres sintiendo una rara y placentera sensación de
engranaje. Y rendirse al embrujo de la voz de Margarita Laloba cantando el
ritmo de boga. Boga, boga, boga. Ella no debía temer a los plomos que les
tiraban pues permaneció sentada, y tranquila, en el castillete de la pala
gobernando el timón. Margarita no agachaba pese a acertar tan cerca las
balas que les saltaban encima astillas del disparo en las bordas; u oían volar
a dedo de la oreja una peladilla de cazar osos.
Cerca, muy cerquita pasaban, tanto, que acabó una bala rozando el costillar
de Margarita, y pese a apenas levantar y cauterizar al tiempo la piel sin ser
mayor herida que un rasguño curado solo, ese plomo, ese concreto plomo
para cazar griszleys, era el primer quebranto que en la carne le hacía nadie
a Margarita Laloba en la vida. Y quizá sintiese la mujer a la par el dolor
emocional y el físico, y los hizo uno.
Y sin adelantar sus planes, al ser obvios, hizo Margarita virar en redondo el
bote y se puso a cantar boga de carga. Un “Boga, boga, boga” tan prieto,
que la última vez que se escuchase en el Mediterráneo fue cuando todavía
estaba en uso el aguijón etrusco.
Lógico, escuchado el grito aterrador, y ver virar y enfilar para la isla
nuevamente el esquife a ritmo de ataque, invitó al grupo de la condessa a
volver a huir por las trincheras y quizá encontrar escondrijo otra vez en las
tripas ardientes de la Dragon Fly. Era locura, pues la acababan de
abandonar tras recuperar con gran trabajo “La decapitación de San Juan
Bautista” que seguía incólume; aunque al momento enrollada tal vulgar
tapiz u alfombra. Aquel infierno lo dejaron un instante previo al colapso y
quizá fuese despropósito de desesperados introducirse entre las llamas para
ocultarse; lo mismo los puntales hasta habían cedido. Pero no hubo otra
propuesta, ni habría tiempo para enunciarla, y casi a la vez que se
introducía el último de ellos en los restos ardientes de la dragona, el bote
que transportase a Margarita Laloba embarrancaba. Y untar Murciégalo con
grasa resistente el cerco de entrada, y pegarle fuego, justo cuando la
contramaestre del Kahanamoku saltaba a tierra con los sables desnudos y
gruñendo.
Y olisqueando el aire.
Y reír Margarita, tan de buena gana, que sus carcajadas rompieron las
nubes y se empezaron a rasgar éstas abriendo agujeros. Y pedir a los
hombres que echasen riñones pues quería llegar rapidito al Kahanamoku
para seguir el juego. Y bogar con ganas los rafaeles volando los plomos
bajos y acertando algunos en remos y bordas.
Aunque con el presente rival quizá sí fuese interesante echarse una partidita
buena, una de las de “A Vida o Muerte”. Y para ello, al llegar al
Kahanamoku, recogió unas cuantas cosas de la bodega que supuso le harían
falta. Descuidando de los seis mosquetes, también se hizo con cuerdas,
palos y hasta sombreros, y más atrezzo, y subir en una brazada todos los
aperos a cubierta. Y en cubierta congregar toda la tripulación armada con
catalejos y en buen ángulo de perspectiva, habían hecho correr los rafaeles
lo mucho que se entregaba la prima a cualquier juego, y por abnegada y
felina, siempre fue un placer observar sus evoluciones desde fuera… desde
dentro de la partida, daba miedo; y salvo Tiburcio y Maximino, el resto
parapetaba curioso.
¡Granizaban polvorones!
… La condessa…
No, no estaban tan mal si se habían jugado los ochavos con la mismísima
Fría, o su hija, y seguían a la par.
Bien.
¡Todavía mejor!
Si algo tenían claro los del grupo de la condessa es que quien les achuchaba
no era gente de ley… de Ley hecha en Parlamento o Corte alguna, a lo
sumo, le tendrían jurada fidelidad al capitán Ruin Bichomalo, y devoción al
sable, la pólvora, y la fácil rapiña en la mar.
Irónico, quien más, quien menos, se alegraba por primera vez en su vida de
ver acercarse un barco de la corona con intenciones beligerantes.
Y tras vaciar del todo todas, todos posar los ojos en la condessa. Por el
brillo que tenían los propios de ésta, y por reír sin fingimiento alguno
cuando estallase la fragata, estaban seguros que la mujer ya tenía
maquinado plan nuevo y alternativo.
Y nuevo no, porque también era de manual. Era treta vieja. Bueno, una
adaptación de una argucia usada hasta la saciedad. El acecho desde el mar
respirando a fusil. Lo suyo era que se lastrasen los hombres con armas
cortas y desembarcasen en un sitio con la profundidad adecuada para poder
respirar desde el fondo a través de los cañones de las escopetas, sacando
éstas un pelín del ras del agua, y en el momento que se acordase salir
sorpresivamente del mar sin preverlo nadie.
¡No fuese a ser que se quedase ese tinto sin beber!... o peor, fuesen los
labios de los del Kahanamoku quienes apurasen los envases.
Doblemente astuto era el mangante. Por llegar hasta ellos sin que se
diesen cuenta, y por en el viaje de vuelta a su barco sentar en el fondo de la
barquita y así evitar los plomos que volaban bajos… o que bajito fuese
quien remase; que lo era.
Murciégalo hizo ademán de unirse, pero la condessa le dijo que no, que era
su momento, debía aprovechar la confusión y la tapadera de los mechones
de pólvora para meterse en la mar e ir a ocupar su posición en el arenal. Y
allí esperar su oportunidad. Ella, si pudiese, se le uniría más tarde, de no,
quedaba en su mano la intentona.
La condessa estaba realmente enojada, así que ella no dio por concluida
la charleta y se tomó su tiempo para apuntar bien. Calculó el aire, el vaivén,
las maniobras necesarias para los otros subir el correveidile al barco, y
dónde supuso un hueco que se llenaría con carne, puso la bala. Y acertar.
Oírse un quejido y responderse desde el Kahanamoku a fusil; aunque más
cómo señuelo y distracción que pretendiendo herir a nadie. Y volverse a
tomar su tiempo la condessa y repetir el disparo. Y pese a no difundirse el
lamento, suponer que había sido un éxito al replicarse a cañonazos y no
seguir con el fuego menudo.
En el ánimo tenía el seguir a tiro fijo, pero no pudo ser al centrar también
con tino la artillería gruesa el Kahanamoku y caer la pedrea en derredor.
Y dañar.
Y sin más, la mujer ciñó dos sables, dos cuchillos de vela y cuatro pistolas.
Y besar a Rosario con cariño pese a inconsciente, a Libélula también besó,
y hasta a Rancapinos y Zapapico besó en los labios y se fundió por un
instante en un abrazo.
¿No decían que no sabían nadar?... Pues hala, iban a aprender rapidito.
Se echó la mujer a la mano un puñado de sal e hizo pasar por ella todo
el flagelo. El látigo era un Arte mayor para Margarita y necesitaba de cierta
parafernalia. Lo estiró, lo hizo bailar en cubierta y sisear en el aire, y con
magistral movimiento de muñeca mandar la culebrina al encuentro del
cuerpo. Y restallar la diagonal del hombro izquierdo a la cadera derecha. Y
gritar Rafael Palmiro de dolor pese a que se había juramentado para no
emitir quejido. No pudo contener el chillido ni las lágrimas que le saltaron
solas. Él no veía por anegados los ojos, pero a él se le veía el blanco óseo
de las costillas entre la carne abierta.
¿Cómo habría llegado hasta allí? ¿Qué avatares callaba la tela?... Y por si
tuviese daños, los hombres extendieron y estiraron con un ingenioso e
inofensivo juego de cuerdas y tablitas que era parecido al que utilizaron
con las redes de seguridad del trapecio; pero para presentar el cuadro en la
vertical.
¿Es un caravaggio?
- … sip… -se tuvo que sentar Maximino para no irse al piso por el
Sthendal-
Le había quedado patente a los rafaeles que quien les daba guerrilla era
el auténtico enemigo. Ésa era la pieza a cobrar, la llave para hacerse luego
con los demás fulanos que hubiese en las trincheras y destriparlos sin
prisas.
Cierto que Rafael Eustaquio reculó, y por no ser la primera vez que le
hacían espetón, sabía que no debía extraerse el sable ni moverse mucho, así
que dejó espacio para no molestar pero no abandonó la escena, el resto de
rafaeles iniciaba el ataque conjunto, y aunque fuese el último y sobre un
cuerpo frío, pero el hombre lo mismo aún tenía ocasión de resarcirse
acuchillando a alguien.
Y para facilitarles las cosas a los hermanos, aunque sin estar conchabados,
por la cuenta que les traía, dejaron de girar los rafaeles y embucharon las
armas. En manos de la prima quedaría el asunto.
Y ya está.
Mala elección.
Y Margarita sonreír de oreja a oreja como cuando era niña ¡Allí había
enemigo! Y clavar un respetuoso saludo que engrandecía a la oponente; no
pudiendo sentirse ofensa el no haberlo hecho en un principio.
¡Qué no se hubiese pagado de poner entrada! Pero testigos escasos les eran
los respectivos partidarios, y tras el mutismo inicial, ahora cada uno rompía
a jalear y aplaudir los golpes de los suyos. Incluso Rechico y Camelita
desde el Kahanamoku.
Y reanudar.
- Ea.
Que no muera el día sin que nazca poesía de los labios, y en esta tarde que
amortaja, resuenen mis palabras loando a la espuma y los vaivenes del mar.
Al chillido del avezado alcatraz. Al perfume a pólvora.
… Sería un honor.
- Pues lo dicho, amiga Margarita… ¿Margarita, no?... Sí, pues no te creas
que soy muy de cumplir con personas y relojes. Basta que sepa que tengo
cita concertada e imperiosa, para que no acuda.
… Yo no he escuchado tu nombre.
- … El Assessino, supongo.
Y gozando de ojo muy, muy experto, disfrutar los presentes de los leves
temblores de ambas, y que en realidad, constreñían el desarrollar y saber
espadachín del panteón hindú, japonés y koreano… y el del niño del puñal
brillante en callejón oscuro.
Y sólo ser conscientes los testigos, del enciclopedismo que ocultaban los
leves temblores, cuando rompía el dique que los contenía, y explotaban
nervios y tendones. Y una contra otra arremetía con amplio repertorio, y
pese a ser pieza única, interpretarse a dos batutas y apenas poder abarcar a
contemplar los espectadores los ataques o las defensas. En conjunto era
imposible seguir la lid por densa y rápida. Rayos ellas, apenas las chispas
les separaban.
Hace… ¿Fumas?
Muchas gracias.
Pero de marfil sólo era la boquilla para evitar que se pegase en los labios, el
resto era hueso, y no esculpido. Era un cráneo y una columna vertebral de
verdad, jibarizados exprofeso y en detalle para manufacturar una pipa a la
altura de la hija de la Muerte. Y ser regalo que le hizo la madre al cumplir
la mayoría de edad; sin que supiese la hija, al primer hombre que matase
Margarita, en realidad un muchacho de Papúa llamado Virutu, que le
amargó la infancia a la mujer, le quitó la madre al cadáver pellejo y carnes
quedándose únicamente con los huesos necesarios, y macerarlos, curarlos y
preparar para que pudiesen albergar cualquier hogar sin calcinarse en el
proceso.
… mmmm…
Te iba a preguntar, Margarita, dónde debo remitir carta para que me giren
esta misma ambrosía que tú fumas, pero…
- Y mejor napia.
¿Lleva setas?
- … ¿Miel de efedra?
Lo siento.
- ¿Me la vendes?
- No.
- ¿Me la regalas?
… Pagaría bien.
- ¡Mi madre cobra en almas!
- El precio no importa.
¿Me haría?
- Del primer muerto que hice no guardo reliquia, y del último… ni recuerdo
en la memoria.
Pero estoy en condiciones de, en nada, poder ofrecerle una buena osamenta
que le sea materia prima.
Con diferencia, mi madre te daría peor fin, que los miles de años que dura
también la digestión en el abismo intestinal de Sarlacc.
- Con certeza no se sabe, pero dicen, que a veces, atiende por… ¡Patata!
Si ella cavó tanto agujero era porque andaba buscando el tesoro del gran
Shbëk Lengua de Bronce; o el del capitán Bichomalo.
Empeño baldío y tonto, porque sólo él, o heredero que tenga y deje, están
facultados para acceder al oro.
… y…
… y…
- Na, mujer, a mí me pasó lo mismo; también te tomé a ti por ella, hasta que
oí a los subalternos demandarte por “Margarita”; y seguir con la chamba
del sable porque me gusta ver cómo lo bailas.
Tras tanto tiro y cañonazo, y empeño puesto al sable, ahora parecían las
mujeres a punto de comerse los morros. Y Zapapico y Rancapinos, y
Libélula, escuchando todo, no salían de su asombro. Ni los rafaeles;
conociendo a la contramaestre desde chica, era la primera vez que veían a
un contrincante salir del todo indemne tras pugnar con ella un rato. Ni un
arañazo sacaría. Allí los únicos damnificados habían sido ellos, los primos,
y les empezó a saber a cuerno quemado el compadreo de las damas. Y
Margarita Laloba supo leérselo en los ojos, y molesta porque tuviesen
opinión al respecto, ordenó a los rafaeles varias cosas; que volviesen al
barco y que lo cambiasen de sitio fondeando en el naciente, y tras hacer,
que trajesen la cena prevista a tierra al pintar la noche soberbia.
Y avisar a Rechico y Camelita que contaba con ellos; y que sería velada
informal, no de gala.
CAPÍTULO IX
Cosa, sinceramente, que fue de agradecer. Casi tanto como el unto especial
de sanar rafaeles que repartió la contramaestre en las carnes heridas del
grupo de la condessa, o, mejor dicho, que aplicó a los secuaces de sidi
Hassami said Hassiam; aunque advirtiéndoles que a ciencia cierta no sabía
si funcionaría igual de bien con ellos, el principio activo del fierabrás, se
dice, que era el mismísimo sudor de la Muerte, y sólo reparaba las carnes
de aquellos seres cuya existencia se la bufaba a la madre de Margarita. Y de
ahí no servir para el padre, el marido sí le importaba a La Fría y el
ungüento no funcionaba con él.
Pero Rechico dijo que “nanai”, que eso era cosa que ellos debían
comunicar en persona a la contramaestre, y pretendiendo retenerles, agarró
por la popa el bote embarrancado y opuso cuanta resistencia pudo a que lo
metiesen en la mar, no mucha, pues con la pala de un remo le golpearon las
manos y del dolor se le quedaron los dedos tontos; y hasta temer que se los
hubiesen roto, por lo cual contó muy enojado el incidente a Margarita, y le
sugirió que utilizase el gato para hablar con ellos del tema. Y cambiarles el
nombre por: Mongolo, Retrasado, Botarate, Sietemesino y Malnacido
Lerdo; este último para Rafael Eustaquio; y grabárselos en la frente con un
yerro al rojo.
Y bajar, bajar peldaños, más y más, hasta ser innegable que descendían
bajo el lecho marino al filtrarse goteos y abundar los enraizamientos salinos
estalactíticos. Y los goteos convertirse en chorreos y brotar estalagmitas y
columnas.
- ¿Es verdad que tenía las manos grandes porque se las pisaba?... O es
cierta la leyenda que dice que era tan alto cómo dos hombres.
- Las dos. No suelo entrar mucho al panteón que tenemos en casa, pero
cuando voy y hago, las veces que he acompañado a mi madre a pasar
revista a la familia y poner flores, siempre fueron de los que más me
impactaron los despojos del abuelo Shbëk.
¡Esas manazas! ¡Esa cabezota para cuatro cuellos!... Macho bien plantado
no se puede negar que fue mi tatarabuelo.
- Hija.
- … jajajajaja… No.
- ¿Me dejas que intente abrir?... Por probarme, más que nada.
Y no abrió, no, pero les arrancó a todos una sonrisa sincera. Y con sonrisa
de oreja a oreja, y visto que Libélula no tenía intención de participar en la
intentona de apertura, Margarita Laloba apoyó su mano en la palma
vaciada, y con un leve empujoncito, batió hacia dentro la puerta dando
acceso a un pequeño vestíbulo; y cinco puertas en él; tres cegadas a cal y
canto, y otra chapada con madera dura y negra; la quinta, abierta, insinuaba
una escalera, que sólo difería en la hasta ahí usada, en que la que ahora se
les ofertaba subía en exclusiva ¡Subía! Y subieron, y lo paradójico, al ir
contando los escalones Rechico ¡Es que subieron el doble de peldaños que
los que utilizaron para descender!
Debían estar a la altura del cielo, y sin embargo seguían bajo tierra y bajo el
mar. Pero allí había una trampilla que daba final al túnel. Y no se molestó
Margarita en retar a abrirla a los compadres, ella misma empujó y abrieron
las portezuelas sin artificio alguno.
¡Antiquísimo!
Veinte, treinta veces más grande era por dentro que por fuera, desubicando
totalmente a los presentes. Incluso a Margarita, pero frente al estupor por la
falta de correlación entre volumen exterior y espacio interior, a ella lo que
dejó en cierta forma contrariada era la oscuridad. La ausencia de brillos, de
destellos, de reflejos y fulgores que genera todo tesoro que se precie, y que
debe ser fuente natural de luz allá donde se guarde… sí, sobresalía el
detallito por su ausencia. Y debería estar toda la habitación inundada de
rayos cromáticos, de descomposiciones del arco iris porque aún cerrados
los baúles se escaparían los brillos por las cerraduras y bisagras, y por las
junturas y muescas; por ínfimas que fuesen.
- (¡A ver cuánto te dura éste, monina!... Que pareces mantis religiosa).
Y estos otros amigos que me acompañan, son gente de tanto renombre que
quizá hasta tú mismo los conozcas; por no decir que seguro.
Perdón.
Échame un mamparo)).
Contigo, se dice, que ha de cerrar las listas de sus padres, y a partir de ahí
iniciar la propia.
- Más que joven, por aquel entonces eras un hombre. Y con barba.
… mmm… Ésa se me hace que fue una vida muy antigua mía, y ahora algo
he cambiado… ¡¡Entramos en la era de las mujeres de nuevo!!
Y bostezar las perras al tiempo para rubricar la verdad; pero sin siquiera
abrir los ojos.
- ¡¿Es usted “la voz”?! –pese a rogarse el tuteo, sin poder evitarlo, cambió
Rechico al “usted”-
- De quién eres tú, garson… dame una pista –pidió el capitán Misson
alguna referencia concreta para orientarse en la conversación-
Yo soy nacido en Boyuyo del Valle, pero enraízo tíos y primos, ancestros,
también en Boyuyo de la Quebrada y los Cinco Valles.
- Pues mon chery, mon petit fleur de amaneceres y ocasos, mon pico de oro
en ave del paraíso…
… Mon corazón.
Ni en la isla, ni en la casa.
- Seguramente.
- Pues díselo –con cariño sugirió Margarita- Sincérate y verás cómo ella te
lo agradece.
- ¡Pero si se lo he llegado a decir, Maggagita!... Incluso, finamente, le
comenté que también salía mucho beso y sentimiento tierno, y…
… De hecho, por eso estoy aquí. Paseando entre vórtices encontré abierta
la puerta que asciende desde el vestíbulo hasta acá, y vacío y calmo todo,
supuse que tú o tu padre os habíais pasado para cerrar la cuenta en el sitio y
que ya no volveríais… Y yo con curiosidad por conocer el lugar; por eso
subí.
…jijijijijijiji…”
H. Rohan-Polduc
Con la luz del día todavía fuera ya lo intentó alguno, y rápido se manejó
Murciégalo para disuadirlos con el mismo fusil que le servía de caña para
respirar. Y ahora, aunque cristalino el medio, pero definido con sombras,
lento era su tiempo de reacción; entre otras cosas, por el entumecimiento de
los miembros y el sentirse los ojos tal chirlas dadas la vuelta.
… o que todos agonizasen, pues los mismos ruidos que profería el del yerro
en la tripa, se dejaban escuchar a nada de aproximarse a las escotillas que
daban acceso al interior del navío.
- (¡Eh! ¡Eh! ¡Tsss! Por ahí no; que están durmiendo mis “hermanos” bajo la
escalera –masticando sus palabras, pero remarcando sus gestos, conminaba
Rafael Palmiro a que no lo hiciese- … Y por el otro escotillón tampoco,
que hay otro par).
- (Na. Dejémoslo).
- (Pues que yo, que tú, me descolgaría por popa, y al tener los ventanales
del castillo abiertos… ¿es así?)
- (Ah, no. Ya más no. Ya te he sugerido mucho para la ruina que tengo
encima).
- (También vía la cabina del capitán; que tiene su propio acceso; vía estas
escotillas te pillan antes y más lejos de destino).
- (… mmm… Imagino).
Y buena suerte).
Y descolgarse, darse la vuelta a pulso para apoyar los pies en el alfeizar sin
hacer ruido. Y entrar a la locura, pues lo era, ya que nada más pisar el
interior, escuchó en un sillón de orejas a alguien más durmiendo; aunque
no pudiese verlo por estar el sillón de espaldas a él. Mal asunto. La capa de
sigilo que gastaba sólo le daría tapadillo para acabar con uno, difícil que el
otro no despertase a nada de plañir el compañero, aun suspirado, el bailarle
del acero en las entrañas.
Con uno, seguro, podría acabar sin que se enterase, con el segundo, lo más
probable, que quedase la vaina de medirse a sable. Y simplemente por el
rango de dormir en cama con dosel, frente a sillón enorejado, presupuso
peor contrincante al capitán.
… ergo mejor acabar primero con él, y luego que el Destino decidiese en la
previsible lucha con el que quedase.
Con más sigilo que el que entró, retrocedió de nuevo hasta la cristalera,
y agarrándose a la churriguería exterior del dintel, volver a salir afuera y
quedar, tal lapa, adosado a la popa.
¡Ésa era tan buena noticia, excepcional, que también sería excusa para no
hacer cachitos la embarcación e intentar conquistarla!
Según la Ley del Mar, la Ley que sabía de Piratas, en caso de matar al
capitán, pese a que hiciese de forma artera, y si sobrevivía a la escaramuza
que tuviese ha lugar, tendría también derecho a reclamar el puesto, o
pugnar con representante del bajel u contramaestre que resultase, pero
tendría todo el derecho del mundo y la mar océana, a exigir en propiedad la
capitanía.
Y debatirlo a sable.
¡Él, caballerizo no hace mucho, e hijo de felón, él, un pelanas, podría llegar
por el atajo encontrado a lo más alto del gremio pirata!
…
Y echó mano al puñal, y blandir al estilo de poder hendir en el cuerpo
horizontal del de la cama.
Sí. Dos, dos o tres puñaladas, rodar sobre la propia cama, y meterle tres
cuartas de sable en el vientre, al otro, si enhebraba raudo las acciones.
… Chupado.
Y tendió el primer paso, paso, que aunque de faquir que intenta repartir
todo su peso entre las puntas de los clavos, si no por su parte, sí sacó
quejido al piso y crujió éste.
… mmmm…
Y se la dio.
Y envainó una vez más sable y cuchillo. Pese a que ahora no tuviese
intención de abortar la intentona.
¡¿Ésa era la leyenda viva, o muerta que también se decía, a la cual temían
reyes, papas y hasta simples pescadores de caña en río?!... ¡¡Y viejas sobre
orinal!!
… No, no aparentaba ser tan fiero visto de cerca y además durmiendo. No.
No entraba mucha claridad hasta la cama, pero ni embozado por sombras y
arrebujado entre sábanas y almohadones, se le hacía la cara del gachó de
temer. Ni mucho menos.
De hecho, hasta familiar le sonó a nada de imaginarle sin barba y con pelo
en la cabeza. Y algo más rellenos y dulces sus rasgos. Y falto de algunas
pequeñas cicatrices. Y dos ojos que tuviese.
Y si además cojease y tuviese una mano medio tonta ¡Cojo y manitonto que
se declarase en la vigilia! Sí, sería igualito ¡Quién se lo iba a decir a él!
Sería idéntico en apariencia a su propio padre… ¡Al padre de Murciégalo!
Eso ocultaría quizá un trauma infantil, o que tenía el alma tan podrida que
hedía y le provocaba alucinaciones.
… pero… pero… pero es que cuanto más le miraba en rigor, más familiares
se le hacían algunas arrugas, verrugas y lunares.
- Rendíos.
- Ríndete tú, cretino, y sal con los brazos en alto tú –también Maximino
quería meter presión-
- … ¿”Maxi”?... ¿”Tibur”?...
Pero no hubo tiempo para más confidencias, en ese momento llegaban los
rafaeles y en tropel entraban en el camarote del capitán arrollando en su
embestida a Maximino; y quedar éste inconsciente también en el suelo. Y
con los sables desnudos tomar los primos posición en torno a la cama.
- ¡Date por jodido, muchacho! –con franca sonrisa dijo Rafael Eustaquio-
- Un favor nos harías… -a ojo consultó Rafaé con los demás- … Porque
sería favor ¿no?
Los días que toque Luna Llena, o que la regale Natura, el capitán tiene por
costumbre transformarse en… ¡Lobo de Mar!
Pero cómo también barrunto que sois una panda de pervertidos, he dado
por hecho que sería un jueguecito; y casi acierto.
- ¿¡No te los crees!? –hasta a Rafael, que le pillaba todos los embustes a
Rafael Eustaquio cuando jugaban a las cartas, le pareció convincente la
trola-
- ¿Le matas o no? –al tiempo que preguntaba, pedía Rafael Eustaquio por
gestos que dejasen hablar al hombre-
- No.
Ahora he pensado que más daño os hago, ¡porque esto va a quedar cosa
entre vosotros y yo!, que os amargo todavía más la existencia si en vez de
matarle… le tullo –desenvainó otro cuchillo Murciégalo-
Ése fue su plan desde la primera vez que irrumpiese en el camarote, y ahora
era el momento de ponerlo en práctica. De ejecutarlo.
Sólo cuando salió del ángulo practicable desde los ventanales dejaron de
burbujearle los plomos y supuso que tendría tiempo para tomar a boca llena
unas brazadas de oxígeno. Y cubicarse en la mar.
Rompía el nuevo día con pintas de ser para enmarcar, pero también
empezaban a aparecer en cubierta los rafaeles con sus mosquetes y fanales,
aunque, sanguinarios, en vez de continuar disparándole con las armas que
cruzaban a la espalada, mientras uno le mantenía divisado y controlado
sobre las olas, los otros cuatro cargaban los cañones de popa y proa, y el de
la amura preceptiva. Y orientarlos hacia él.
Por no bucear muy lejos del propio barco, diría Murciélago que al
mismo tiempo vio el resplandor del cañonazo en superficie y lo escuchó, y
sentir entrar a cuatro brazadas por su estribor un melón, y con el mismo
efecto de inmediatez entrar a dos brazas por babor un proyectil de menor
calibre aunque misma intención; hacerlo pedazos. Y él bajar más,
impulsarse aprovechando los fondos que conocía de memoria por haber
pasado media tarde observándolos in situ.
Y deducir que muy bien no sabían dónde estaba, porque sentía andanadas y
sin embargo no rondaban piezas.
… ¡Vayamos a buscarle!
Muchos motivos te podría referir, pero a ver si te vale con dos… Y no los
más importantes, pues por hembra que preguntases, respuestas dispares
pudieras encontrarte.
… A lo más que se supone tenemos derecho, es a que nos abran las puertas
y, cornudos, inclinen la testuz para cedernos paso… ¡Y el que hace!
El otro motivo, sincera desde el arranque que te he dicho que iba a ser, es…
¡¡Que nos han jodido una noche que apuntaba a estupenda, coño!!
Y no, no fueron muy lejos; casi hasta la puerta. Y a los lados de las jambas
clavar Margarita el puñal en el piso de tierra extrayendo al gesto, no
obstante, ruido a madera y hueco. Dos silos, de los muchos que había
excavados dentro de la cabaña, cantaron presencia. Y encargarles a
Zapapico y Rancapinos que descubriesen y fuesen sacando lo que hubiese
dentro.
¿Entendido, caraseca?
- … ¡¿Y a ti?! –presta, tal víbora, mordía la Assessina el aire pese a que al
decirlo, y sin darse cuenta, reseñase el laborar de Zapapico y Rancapinos-
… Dime.
- … mmm…
… Son los hijos póstumos de Genoveva. Los que le sacó del vientre, Bulín,
estando ella aún caliente y con soga al cuello.
- ¡¡¡Cóm…
¡¡¡¡¡KATAKATACROCKKKK…!!!!! 2
Una eternidad transcurrió sin que ellos llegasen a percibir más allá de la
rareza de un segundo que se había estirado en exceso. Un aleteo repetido de
párpados, y perplejo, abrir los ojos tal platos el capitán Misson.
… Y…
… Y, no.
Y cajas de vino… una, dos, tres… Desde dentro del silo las arrojaba hacia
arriba Rancapinos, y antes de obedecer a la gravedad y retornar al agujero
del que habían salido, Zapapico, en el aire, las trincaba al vuelo…
Y…
¡¡¡El Gordo!!!
¡¡Un solo diamante, el más simple de los anillos, generaría destellos para
alumbrar una generación de analfabetos!!
Era un sueño, pero real, y ellos, adultos, pero niños, no podían dejar de
asombrarse con los brillos y jugar con ellos.
Hasta Margarita Laloba gustó ponerse alhajas que hace mucho no debía
lucir nadie y, ofendidas por el olvido, refulgir el doble ¡El triple!
Por abrir ellos la trampilla del silo fueron los primeros en intuir lo que
escondía, y cambiarles automáticamente la cara, ¡Iluminársela!, aunque
tampoco tardó mucho en extenderse por el interior de la cabaña, y hasta por
el exterior, el sabroso olor a comida recién hecha… ¡Cómo para no
detectarlo en un aire tan sieso!... ¡¡A simple ojo se olía de memoria!!
Y Margarita conminar a todos a salir al exterior y allí seguir la parranda. Y
recibirse la propuesta con aullidos y puestos en conga.
… Y se hizo el silencio.
¡Era un dilemón!
Sí, toda joya, por pequeña que fuese, y nimiedad que aparentara, era per se
un tesoro inmenso del cual no eran capaces de acertar a tasar el auténtico
valor. Pero todo piezas menores a criterio y gusto de Margarita, sí, no
tendría problemas por descuidar del joyero, durante unas décadas,
semejantes alhajas.
Pero al reseñar Camelita, siendo la que faltaba, que ella querría los
pendientes que ya llevaba puestos, a Margarita Laloba, tras fijarse mejor, se
le descuadró la cara, le encresparon los dientes en mueca, y con un volar de
mano, rapidísimo, extraía del cincho el cuchillo de vela que perteneció a
Pizarro, y clavarlo con rabia sobre la mesa; calándola de lado a lado.
- (Ya te tengo oído de antes ese estribillo, mamá –dijo con un parpadeo
lento-
Y sonar el choque tal que cuando Hefestos, en la fragua, dejaba caer con
rabia el martillo contra el yunque al enterarse de nueva correría de la
esposa.
Con la luz del día entrando hasta los fondos no le daba reparo el sitio, ni su
fauna, pero todavía en penumbras, todo eran fosas abisales a la redonda y
seguras madrigueras de hambrientos leviatanes, megalodones y
architeuthis.
¡Pero cuando amaneciese cantaría su fusil sobre las olas tal que noruego en
el Rocío!
… Le quedaba tan cerca la superficie, que hasta podía sacar los dedos fuera
y saber si había viento, y por ansiar beberlo, y quedar algo de negrura a ras
de mar, se atrevió a volver a subir y asomar la nariz, ojos y orejas; no más.
Allí estaba el Kahanamoku, y no divisando a nadie en la borda que le caía
más cerca, supuso que estarían en la otra intentando distinguirle al flote, no
muy lejos. No eran tontos los de a bordo, algo sí, pero no del todo, y rápido
se hicieron idea de los posibles destinos a los que pusiese brazada recia el
magnicida nocturno. Que oyese Murciégalo, en una discreta salida anterior
también a respirar a boca abierta, escuchó a los rafaeles vaticinar que el
sujeto, de no seguir orillado, habría vuelto a la isla; en cuyo caso sería
problema de la contramaestre matarlo. O hubiese podido tomar rumbo para
retornar a la península y avisar a las autoridades competentes de
Guardamar; pues debieron contactar primero con las incompetentes y a
aquellos ya les hicieron trizas la fragata.
Todo eso les había escuchado decir hace un rato, y meditando todo lo dicho
durante la siguiente inmersión, se le ocurrió la estrafalaria idea que en el
único lugar que no buscarían sería dentro del barco al ver con sus propios
ojos como lo abandonaba con un elegante medio tirabuzón; para esquivar el
cuchillo que le persiguió en el vuelo.
En resumidas cuentas, sólo les quedaba, y cargaba ya, una ronda para todas
las piezas serias… más pistolas y mosquetes, más sables y chuchillos… Y
aceite hirviendo si les pillaba en el trasunto de freírse unas porras o unos
churros mañaneros para desayunar… ¡Vaya mierda de noticia!... y él, el
muy sandio, en un principio la rió por lo bajini mientras nadaba pensando
que era buena nueva… ¿Buena?... Ni buena, ni mala, a él le sería
indiferente ¡Anda y que no atesorarían instrumental a bordo para matarle
más de cien veces!... ¡¡Y de formas distintas!!
Y si los Capetto, por no ir más lejos y ser gente noble, hicieron de sus heces
un asunto de Estado, ¡Y secreto!... ¿No iba a ser menos el capitán Ruin
Bichomalo?
Obvio que no… y por timidez que también lo instaló; y por jartura de
cagar a la intemperie en la infancia; y lo más importante, no querer
compartir el beque que usaba la tripulación.
Y por allí pintaba igual de mal al repanchingar dos rafaeles, Rafa y Rafita,
pipa y catalejo en ristre y de charreta intranscendente.
Y gimotear, lloriquear, dejar que se le cayesen los mocos sin dar respingo.
Y aunque no había oído ningún ruido del exterior, del interior del camarote,
sorpresivamente se levantó la tapa del trono entrando tal chorro de luz que
le cegó por un instante, y tras parpadear, descubrir a Tiburcio con la cuña,
el orinal del capitán en la mano, dispuesto a vaciarlo, y en su cara una
expresión extraña que aunaba susto, sorpresa, asco, cariño, amor y una
alegría indescriptible y extrema.
- (¡Murciegalito!... ¡¿Qué coño haces aquí?!... ¡¿Qué cojones haces
ahí?!...).
- (¡Yayo!)
- (Tsssss. No hables tan alto, no te vayan a oír; el capitán sigue grogui, pero
no deja de entrar y salir gente a la cabina).
- (¡Ah, no, eso sí que no! Ya te perdimos una vez, y no nos volverá a pasar.
- (Pero…)
- (… a Corfú).
- (Es que…)
- (… ¡Corfú!)
- (Pero yayo…)
- (… Corfú, vale.
… Pero, podrías traer, sin más dilación, al yayo Maxi y así ya vamos
empaquetando cosas; y me sacáis antes de aquí).
- (Por eso no te preocupes que poco hay que empacar. Nada).
¿No os paga? ¿No habéis apresado ningún barco con carga que merezca?)
Tiburcio no supo qué hacer, mal que bien, le expelieron por sí solos los
labios que todo estaba en orden y sin novedad, e incluso mantuvo en
suspenso el acto de evacuar la bacina, lo evitó cuánto pudo, pero
apreciando en el lenguaje corporal del rafael, el echarse mano al cincho y
aflojarse, que pretendía abusar del momento y profanar el trono, antes,
vació el orinal y rápido, aparentando urgencia, él mismo bajarse los
pantalones y sentarse en el retrete.
… Al que pille.
No le fue problema a Tiburcio aparentar prisa intestinal, a nada que él
puso tres muecas con la cara, el efecto sonoro de las arcadas y lloros de
Murciégalo daba verosimilitud a la situación. Y continuadas, acabar el
rafael por volver a ceñir la hebilla y aguardar turno. Y comentar el hombre
que el otro se lo hiciese mirar por algún anólogo bueno, u afinador, y en su
defecto, beber previamente un cucharón de aceite de ricino para lubricarse
desde dentro las cuerdas vocales del culo; y así evitar irritaciones.
… Pero no se iba del sitio. Sabía el momento ocasión única para poner un
pinito en el trono del capitán; y aguardaría su oportunidad.
Y al otro lado afinó el yayo el gesto de estar pasando mal momento y que
lo suyo iba para largo. Que podría irse el otro entretanto a dar un garbeo.
E iba a hacer el rafael, pero antes, dejarle a mano otro cubo de agua por
aparentar ser asunto de enjundia, y cuando iba a dejar en el suelo, se abría
la puerta del camarote y entraba otro rafael. Rafaé. Y viendo el hombre la
disposición de Tiburcio, y que el primo colocaba a la cola cubo propio,
poquito tardó en salir y volver a aparecer con su propio cubo, llenar de
agua y poner en la fila declarándose último por si corría la vez.
Y clarete que corría, nada tardaron en aparecer Rafael y Rafita con dos
cacerolas vacías que pusieron en la hilada, y tras llenar con dos de los
cubos ya llenos, y rellenar estos y devolver a su posición, ¡y comprobar que
el capitán seguía ausente!, se repanchingaron en la habitación.
De la garganta le surgió una duda profunda al capitán que haría temblar las
claves de las bóvedas del Infierno, y eso que tras moderar y modelar el
impulso sus fauces apenas articularon un : ¡¡¿Qué mierdas pasa aquí?!!
Y más que oír, sentir Murciégalo temblar la tarima, y con ello su cautiverio,
debido a cuatro cuerpos que se tiraron a plomo al piso pese a silenciar el
abuquizaje, y ya más leve, tal que si fuese susurro, percibir que esos
mismos cuerpos se arrastraban taimados por el suelo hasta salir del
camarote, y a lo lejos, redoblar casi un imperceptible murmullo de trotar a
la cubierta.
Él, Ruin, horror entre horrores, él, sierpe de necrópolis, chilló despavorido
por ver levantarse por sí sola la tapa del retrete y aparecer unas manos. Y
apreciar en el forcejeo de los dedos con el borde que la intención del ente
ponzoñoso era salir de su cubil al exterior.
… Y fundirse los tres en un abrazo que pendía desde hace casi veinte años.
No era mar lo que les rodeaba, no, era magma cadaverínico, purulento y
pútrido, iridiscente y corrosivo en extremo. Y lo supieron a nada que
rompió el hechizo de quietud, y golpeaba una fétida ola contra la islita, y
con ello, descomponerse un cachito de orilla al ser su firme de hueso
rocoso y contrito; aunque no inmune a ácidos.
¡¡Legiones!!
Ripio a la porfía dio Margarita abriendo los brazos, y con ello, ver
despavoridos los presentes que los flancos de la cabaña se juntaban
llegando la mujer casi a tocar ambos con la punta del sable; simplemente
cambiándolo de mano. Y pudiera haberlo hecho, e incluso aplastarles
dentro los muros, de no tumbar con sus herramientas Zapapico y
Rancapinos el puntal de la techumbre que les quedaba a filo. Y atravesarlo
en la estancia.
… O amargártela.
… Perdóname tú a mí.
… Y ellos, los mastuerzos a los que has pretendido dar matarile, ¡esos dos
oseznos!, ellos son mis hijos; hijos post mortem de mi señora; pero hijos
pese a que no conozcamos, ni ella haya reconocido.
- Au revoir, Misson.
… Y…
… Y…
Lejos, casi llegando a la trampilla que unía las dos Planissias, la visita que
tuviese le ofrecía descortesía a cambio de todas sus gentilezas, y sin avisar,
con sordina en los zapatos, se le iban del condominio sin dar gracias ni
despedirse… ¡Y quién sabe si llevándose algo más!
… Lanzar un cuchillo.
En su lugar, escuchar ¡Sentir pues cerró los ojos! tal que si monaguillo
furibundo cerrase la puerta de la catedral ayudado por ventolera de aire; y
retumbarle todo el cuerpo a Rechico.
Y nada.
Se le fueron los dedos del agarre por el impulso y, sin querer, azotarle un
tortazo a mano abierta a Zapapico por tener el careto cerca. Y aprovechar el
hombretón la motivación extra para asir con sus manazas el tirador y
arrancarlo de empecinarse, pero enmangando malamente ¡Y aunque
hubiese podido agarrarse con asas a molde! no consiguió cosa distinta que
arrearse a sí mismo un bofetón que resonó cual palmada.
Quien se mantenía más fría, por estar de vuelta reciente del lado de la
muerte, era Rosario. Y positiva, reutilizó marquesita que ya gastase sin
éxito, aunque ahora la hubiese pulido añadiendo al “¡Ábrete Sésamo!” un
“¡…Abracadabra, pata de cabra!”… y los tres “toc”.
Y felicitarle uno tras otro los compinches, con admiración sincera, mientras
se escabullían del lugar. Y allí, tal portero que fuese, hasta sonreír a encía
vista el infeliz al quedar aún la condessa por salir… Y Margarita.
Apenas se distinguía la luz que iba abriendo camino por delante, y tras
ella, de cuatro en cuatro, jugando el descrismarse, se lanzó sin pensarlo
Zapapico a descender los escalones. La condessa quedó junto a las
portezuelas, quería la mujer comprobar que la triquiñuela servía de algo y
algo contenía la embestida de Margarita. Preferiría darle batalla allí mismo
a intuirla cerquita corriendo por detrás. Así que se quedó quieta, esperando.
Y se le hizo que la mujer tardaba un universo en llegar hasta el sitio, tanto,
que pensó la condessa que si hubiese ido con Zapapico ya estaría en la
Planissia original, y a punto de marchar estaba cuando entendió que la otra
había llegado al otro lado al abandonar la aldaba, ¡el sable!, su posición de
pincho que atravesaba la trampilla.
Y si entró el acero tal portazo, salía tal gutural plañido de fibra arbórea.
- ¿Zapapico?
- ¿Y tú?
Tú, ahora, corre con los demás, y como seguramente des con ellos ya
arriba, les cuentas que me has palpado y esta breve conversación que nos
estamos trayendo, y al acabar de narrarla, de no estar yo ya arriba con
vosotros, o vérseme que subo, o escuchárseme a la estela, de no ser ese el
caso, cargáis la trampilla tal os he dicho y donde haga veinte… no,
cuarenta, sí, mejor meteros en cuarenta o cincuenta brazas de hondo, o más,
para arrojarla al agua.
¿Entendido, zurriago?
- Más o menos.
Y dos pasitos con sus dos olas. Y flis, flas, a un lado y otro el sable, y
punsh… a fondo con el cuchillo que perteneciese a Pizarro. Además,
delatora la esencia vaporescente del capitán Misson, aún portaba el acero
su sangre embotada y fosforescente, reseñando bien a las claras por donde
andaba quien lo empuñaba; y los aguijonazos que tiraba cada dos pasos.
Y dos olitas y…
… Y flis, flas…
… Y punsh…
… Y las dos olitas y el flis, aunque no hubo flas. No, calculó la Assessina
que en el flis llevaba Margarita su mano derecha a entorpecer el brazo
izquierdo, como sucedía, y de regalo dejar franco el acceso al costillar de la
mujer, y atravesándolo, a tiro de pincho y desgarro todas las vísceras
mayores ¡Hasta el corazón! Así que esperó a que se hiciese audible el flis y
levantó de la postura la Assessina metiéndole a Margarita una cuchillada
que buscaba parar las válvulas cardiacas, y el otro punzón pretendía que,
entrando por el cuello, cortase casi desde la cepa todas las conexiones
nerviosas del bulbo raquídeo; pero el remate le quedó sucio y desprendido
al moverse un tantito la contramaestre, y en vez de irrumpir la astilla de
acero en el cráneo, la salida de ésta era la cara, le escapaba a la hija de la
Muerte por la mejilla el palmo largo del cuchillo de la condessa.
Y apenas pudo articular la lengua Margarita para gritar, así que el alarido le
brotó en bruto desde las entrañas y eso quizá fuese aún peor. Sonó a Golem
que despierta por sentir que le bailan sobre la tumba una danza de siete
velos. Fue rugido de auténtica bestia de las profundidades. Y hubiese
dejado sordo, en tan pequeño espacio, a quien con ella compartiese pasillo.
Pero allí sólo quedaba la contramaestre intentando arrancarse de la carne
los puñales.
La Assessina lo escuchó, sí, pero como iba a matacaballo subiendo los
escalones de cinco en cinco, tampoco sufrió mayor quebranto que oír el
bronco retumbar túnel arriba del plañido de Margarita al extraerse los
aguijones clavados.
- Capitán, es por fuera por dónde nos están trenzando trampa –otro rafael
quitaba yerro a lo sucedido en el camarote pese a arrasado- Creo que son
los hombres de negro… y fácil que también de más colores… Y
transparentes los que no hayamos visto.
- ¿Yo?
- Obvio.
- ¿Yo?
¿Cómo te llamas?
- Rafael Eustaquio.
- Y yo también.
Sí, salvo que esté borracho y ante el espejo, no me llamo porque no suelo
contestarme.
- ¿Y éste, el que falta, tiene apellido o motejo? –se le ocurrió al capitán que
quizá sirviese para empezar a concretarlos- ¿Le gusta que le llamen de
alguna forma especial?
- No, capitán.
- Rafael Eust…
Nunca les faltó a los rafaeles voz de ordeno y mando por encima en aprieto
parecido; porque alguna vez ya les intentaron la artimaña aunque con
menos efectivos. Siempre hubo criterio directivo al que atender, ahora…
estaban solos… perdidos.
Y cada uno propuso una cosa. El primero invitó a tomar la situación por
buena y aprovechar para hacer trozos menudos al capitán y dárselo tal
carnaza tibia a los peces; y echar la culpa al mismo asesino que irrumpiese
por la noche.
Nada tardaron un par de ellos en urdir los palos perreros con lazo, y
pasárselos por el cuello al capitán. Y cortarle a la de tres las cuerdas que lo
fijaban a los cuatro puntales del dosel. Y dos delante y dos detrás, pese a
protestar el capitán la ofensa y amenazar con los peores males, le subieron
a cubierta. Y por no oírle las maldiciones que sabían paralizantes, se
sellaron los rafaeles los oídos con cáñamo de las baterías; y aún así,
entretelar que les iba a hacer llorar sangre y mear los dientes.
Y muy en el fondo, pero muy, muy en el fondo, siendo de alma sensible los
rafaeles, y gregaria, acabar lloriqueando todos porque sospechaban que en
esta ocasión el capitán no les iba a olvidar tan fácilmente e intentaban
embozarse, pese a ello, de uno cogió una peca, de otro se quedó con que
tenía los lóbulos de las orejas pegados a la carrillada, el del pelo de la
frente en “pico de viuda”, y el restante el dedo meñique de la mano
izquierda muy peludo. Les iba rellenando ficha sin avisarles.
- ¿”Chingar”?
- Ah.
- Pero jefe…
… ¿”Por favor”?
No quedaba otra, levar amarras, soltar lienzo y cruzar los dedos para
encontrar hueco en la malla que les estaban tupiendo.
Los únicos brazos extra que había a la vista para sustituirles eran los de
Tiburcio y Maximino. Estaban los hombres a sus cosas, intentando pasar
desapercibidos entre los bultos de cubierta, cambiando el polvo de sitio, y
cambiándose de ropa, cuando fueron requeridos por los rafaeles para
trocarles el puesto, y aunque abueletes, se les sabía de recios remos al no
rechazar nunca ninguna labor a bordo ni quejar en el desarrollo de ésta; y
cumplir tal que el mejor. Tanto es así, que en un principio sólo iban a
sustituir a dos rafaeles, que junto con Rafael Palmiro, se las apañarían para
ejecutar las órdenes más o menos rapidito. Pero resulta que Maximino y
Tiburcio conocieron en vida a Herejía, y ya entonces les pareció una mala
influencia para el calavera del hijo, y para más inri, una vez muerto
también le padecieron en un par de ocasiones al hacerse pasar por Rastrojo
mientras no supieron lo de la posesión.
- Sí, tenemos gente en tierra, gente que anda además a la fecha en buenos
tratos con tu gente; que yo sepa.
No pongas esa cara. Hasta quizá les resulte mejor pues a quienes van a
perseguir es a nosotros. A nosotros sí nos van a querer dar bronce y acero, a
ellos, de no dar la nota, ni notarán que están en la isla.
Y eligió Herejía seguir en la ruta de las “tres” por presentir por allí
escapatoria. Y acompañar la maniobra con unos culeos tentadores y así
involucrar en el jueguecito a los navíos provenientes desde las “dos” y
“cuatro”; y poner los dientes largos a los de “una” y “cinco”.
Y la muerte que nos tengan preparada estará sin duda diseñada para y por
miserables.
… Y a la de t…
- … ¡¡En redondo por babor!! –de muy mal genio gritó el capitán clamando
órdenes para los rafaeles- clavar al rape de donde fuesen a interceptar a los
del esquife, y largáis una cabo largo por popa para que lo agarren y
remonten; eso es lo máximo que podemos hacer.
… ¿Seguro que no me quieres dejar hacer y ver cómo los pongo en fila tal
que a patitos?... ¿No te jugarás nada a la maniobra?...
Con amplio radio, aprovechando para contonear la popa a los barcos que
les venían desde las “doce”, “once”, y “diez”, volvió el Kahanamoku a la
misma estela que acababa de dejar. Y el propio capitán pretender tomar el
puente de mando junto al timón, pero antes, levantar la vista al cielo
buscando la componenda de nubes, y a medio camino, un melón
considerable, el de Rafael Palmiro, que desde las alturas escrutaba a la
redonda; e incluso el movimiento en la cubierta propia. Y debido a la
cegazón que ofrecía el Sol, el capitán aviseró su mano para concretar los
rasgos, y encontrar que el hombre tenía unas facciones parecidas, y pese a
calvo, encontrar que tenía un parecido craneal con Zarzalillo; un
chimpancé, un bonobo de lejanas junglas que durante un tiempo, hasta que
sanó de las roturas y superó la hambruna crónica recuperando su condición
atlética, y luego reintroducirlo en su cainita ecosistema, ¡Zarzalillo!... ¡el
hombre todo pelo! Fue más un miembro de la familia circense que animal
de exhibición; y huelga que nunca tuvieron de esos.
Y, sí, Rastrojo era evidentemente quien ahora tomaba puesto, y le dijo a los
abuelos, con amplia sonrisa, que el fulano de la cofa le recordaba a
Zarzalillo; y que si embarcaba por casualidad, alguien más, de la troupe. Y
reír, reír reseñando a dedo a Rafael Palmiro; y Rafael Palmiro no reír, no,
pero, sin embargo, esbozar una sonrisa.
Y los abueletes tampoco, no reír, no, no reír, y además señalar con el dedo
al fulano loco del cañón, y a media voz gangosa por la emoción,
comentarle que era Murciegalito ¡Murciegalito!... Su hijo Murciégalo.
… Lástima.
No dudo, pese a no conocerte, que algún motivo justo tendrás para querer
hacerme un agujero de dos cuartas en la panza, amigo, pero… pero el
Kahanamoku no te ha hecho nada y de él viven varias familias; y obra de
Arte de la Náutica que es el navío.
Te lo imploro.
… Y que preparen tus secuaces un cabo bien largo para que se puedan asir
los míos a él.
Y pese a ser su oreja lo que entraba en contacto con la madera, fueron sus
ojos los que primero se enteraron que Margarita estaba al otro lado; a dedo
de la nariz de la dama salió un acero atravesando la portezuela, y ella en el
reflejo acerado descubrirse las pupilas asustadas; y confirmarle la presencia
de la contramaestre la propia nuca, pues al rape del cogote brotó al instante
un segundo sable; de cortarle la coleta en caso de quedar.
¡¡Allí!!
La condessa no pudo ver, no. Pero sí algunos de los que iban a los remos,
hasta apreciar el movimiento de sierra del pelo, y por fricción, seccionar la
noble seda.
… ¡Y ellos mismos con la borda a cuarta! Así que tras la rápida lectura de
la coyuntura, con gestos, y envainando las armas, sugería Margarita a la
condessa que agarrase la otra parte de la compuerta, y ambas, al alimón y al
balanceo, a la de tres arrojar por la borda.
E hicieron. El nervio de Athenea les fue necesario, eso también, para entre
las dos levantar la trampilla, y al hacer, hundir la cuarta de borda que
sobresalía del mar y empezar el bote a beber agua; aunque al arrojarla lejos,
reflotó el esquife la cuarta perdida y otras tres por el alivio.
Larga era, y aunque ante ellos cruzase el barco en esos momentos, bien
lejos se veía el final del cabo al anudar en él un palo e ir rebotando la
estacha contra la superficie del mar. Pero no podían permitirse más errores
en la marcha.
Bogando sanagustines tensaban sus cuerpos en los bancos, adelante y atrás,
surcando un Mediterráneo tranquilo que empezaba a alborotarse.
Y no.
Ya no hacía falta que los otros remasen; ni podrían. Aunque con sus
últimas fuerzas, y descifrando sin misterio los entresijos de la mirada que
les echaba Margarita, sacaron las armas que aún portaban, y las
interpusieron contra la contramaestre del Kahanamoku, y pese a que las
montaron, pues en concreto Libélula hacía gala de las dos pistolas que se
sabían artilladas con bala estriada, no llegaron a hacer uso de sus
instrumentos; ni funcionarían probablemente.
Casi dañaba la mirada de Margarita, pero no era tan dolosa como para que
intentasen abrir fuego; ni les diese la chaladura de buscarle un lance con el
sable; que ni dudaban el despropósito. Contenidos, sin decirlo, todos
deseaban que la mujer escapase de una vez por la cuerda, y ya puestos, que
les dejase a su cochina suerte con los que venían con los portillos
levantados y empezaban a sospechar potencialmente más benevolentes que
la mismísima hija de la Fría. Paralizados en rigor, el brillo de los ojos de la
contramaestre hablaba de una muerte postergada a regañadientes.
Pero supo la condessa que algo estaba pasando al ser palpable el mutismo y
descubrir que en derredor les seguían escualos que aparentaban relamerse.
Una volatina de gineta, de armiño, fue el abandonar el bote de
Margarita. A la zancada, y planeando, asía el cabo tenso que unía al
Kahanamoku, y al mismo tiempo lanzaba sesgo con el cuchillo de Pizarro
que le amputó el rabo a la coitada Panceta; apenas a las tres o cuatro
vértebras de brotar.
Pobre animal.
Con sus propias piernas se ancló al banco del esquife, y ofertó el otro brazo
para construir puerto con los compadres.
… A ratos, sí.
Pobre lastre debía ser el bote para el Kahanamoku porque apenas estaban
en contacto con la mar, y cuando lo hacían era para salir repudiados y
flamear otro vuelo; con su correspondiente barrigazo.
Pero tanto ascendía con su ir tomando mejor contacto con las olas, que más
ratos voló y de ahí también sentirse albatros a ojos cerrados.
… Y un vistazo más.
Pero eso fue mucha pretensión, pues al saber el boyuyo uncidos a los
hermanos, a Camelita, abandonó su asidero, y tomó escampavía sin
despedirse. Con paso de consumado equilibrista, u hermanastro de
orangután, ahuecaba el ala Rechico.
Y, sinceros, poco contrarió a Zapapico y Rancapinos el acto. Y ni el imitar
Camelita los ademanes simiescos para huír igualmente por el cabo rumbo
de vuelta al Kahanamoku; ella, estilo prima lejana de arborícora.
… Y malamente sujeta la bota del buen marino, notó que en breve perdería
el calzado, y gritó que, sin dudar, tomasen las de Villadiego.
Rosario se negó a ser la siguiente argumentando que sólo ella se dejaría los
brazos sujetando el tobillo de la condessa; estaba totalmente recuperada.
Garantizado. Pero la cuestión no era dejarlos, muy al contrario, se le pedía
ponerlos en movimiento; la condessa le ordenó ceder el puesto a los
angelitos custodios y seguir ella a Libélula. Ellos, si la señora se lo pedía,
tampoco la soltarían aunque le arrancasen la mitad de los brazos al pulpo
que sabrían ser.
Y no, la condessa dijo sobrarle dedos en un pie, para, con uno solo de ellos,
aferrarse al bote si estaba vacío, ¡Vacío!, y, quizá, poder ganarlo y embarcar
de nuevo a las perras.
Parecía que el cabo que les arrastraba a su vez era arrastrado, y dejando ella
de ejercer discordancia en las tensiones, acelerarían.
… ¡Y vaya si volaron!
… Se despidió con un cariño breve, y sobre los animales pasó para asir con
la mano propia la estaca, y con la otra el cabo que les arrastraba.
Mala cábala.
Bien es cierto que Morcilla era más de secano que guijarro oriundo de lo
profundo del Sahara. Pero puesta en el agua, dentro, no necesitaba ni
respirar, y astifina y palmípeda ella, propulsándose a rabo, no le era rival
pez alguno. Panceta, por su parte, con plasticidad de foca y empaque de
cachalote, sí necesitaría respirar aire… cada dos o tres horas… u diez o
doce… o una vez a la semana.
… Y…
… Y lloró.
Y revolverse los primos tal que día gordo de Feria tiestos a tintos; y con
muchachas de por medio.
Pero antes, nobleza que también ostentan los felones, sin emitir palabra
dedicaban unos segundos in memoriam del fallecido Rafael Palmiro,
¡Rafael con todas las consecuencias que se es!, de común asenso, tocándose
el pecho y reseñando a los cielos, y al tiempo pronunciando su nombre sin
emitir sonido, al difunto dedicaron la ventura del motín y se conjuraron
mudos… ¡Por Rafael Palmiro! ¡Por honor Rafael!
¡¡Por el rafaelismo!!
- ¿”Rafael Eustaquio”?... Bah, tengo muchos con ese nombre. Tengo aquí
mismo cuatro ¿no?
Que suba a bordo “Rafael Eustaquio el que tiene el sable metido en las
tripas”, sí; ya va siendo hora de echármelo a la cara… por cansino nominal,
a lo poco.
Es un lenguasuelta.
Sí, pero, más que nada, lo digo, porque, a la cola de “Rafael Eustaquio el
que tiene el sable metido en las tripas”, viene más gente.
… mismamente…
- … Algunos más.
Tras Camelita remonta la capitanucha del otro barco; del Dragon Fly. Y tras
ella otra que identificaron cabo de brigadas.
Y expandirse otra vez leve tufillo a componenda tierna y familiar que llevó
a los rafaeles a dilatar los ollares. Hebra o brizna de humana alegría se
detectaba a ratos corriendo por cubierta, y sin dejar de recoger cabo,
olisqueaban el aire.
Tampoco era tonto Rastrojo y sabía que no podía dar más muestras de
declarado cariño al grupo, se jugaba el gañote de todos manteniendo la
incertidumbre en los rafaeles. Debía comportarse de acuerdo al despiadado
capitán que se suponía ser, ¡Y él bullendo sentimientos!, así que impelido
de entraña abrazó al hijo. Primero tierno, tiernísimo tal barra de pan recién
hecha que cruje al tacto. Le dio abrazo sabroso de buen trigo. E inmediato,
estrujarlo hasta casi partirlo. Y arrear una hostia que lo tiró al piso. Y a los
abuelos besarlos en las mejillas, y acto seguido sonrojárselas compartiendo
ambos hombres el vuelo del mismo tortazo que tenían ensayado, y
exhibido, en más del millón de funciones; y de vieja escuela, y sin
maquillaje, se pellizcaron los abuelos los mofletes; profesionales. En esos
momentos tomaba borda y embarcaba Margarita Laloba, y a ella no se le
pasaría por alto el detalle del sonrojo en cuanto los primos le contasen;
pues apenas puesto el primer pie en cubierta, raudos, le chismorrearon a la
prima las frescas del momento.
Pero viendo la que cierne… corta el cabo y danos, y dales a ellos también,
sí, una oportunidad.
- Pero si le conoces de sobra, padre, y más ahora que lleva el sable puesto.
¿A que ése es “Rafael Eustaquio el que tiene el sable metido en las tripas”?
¿”Niña”?... ¿”Abrazar”?
- … (glup)…
- Jefe, es que…
… O, mejor, sí, súbeme las armas propias, sí, la utilería de abordaje que
gasto, y supongo desparramada en mi camarote; acércame primero la
cacharrería buena de cincho, y luego te pierdes por ahí –henchido de
capitanía devolvía Rastrojo los sables a los yayos-
- … Puff… Sí.
- ¡¿Cómo?!
Rotaban los rafaeles las manos tal tetrarcas en desfile, y a encía vista
enseñaban sus lustrosos dientes enmarcaos con oros. Y el mismo capitán
Ruin Bichomalo sorprenderse de la actitud de sus hombres, y hasta de su
propio pulso se extrañó por no entender muy bien a santo de qué él
esgrimía ahora el cuchillo.
¿Para apuñalar a algún rafael al azar?... ¿Para cortar el cabo antes que
Rechico pudiese subir a cubierta?
… ¡Rechico!
… Dime.
- ¡¿Yo?!
- Pues que… que… eso… esos… ¡Esos ojos!... ¡¡Esos ojos dan miedo!!
¡¡Esos sirocos!!
- … ja.
… Aprovéchalo, muchacho.
Y el capitán Herejía no entender por qué reía todo el mundo con la que
tenían encima; reían los rafaeles, reía Rechico y reía Margarita. Hasta los
abuelos.
Y de muestra, Camelita.
¿Cómo te encuentras?
Sí, ella tampoco era normal… lo suyo era ¡Excepcional! Y digno de ser
correspondido. Y quizá correspondido ya lo fuese.
… Pretendiendo ponérselo.
- No padre.
Tantos años llevo esperando este momento, que casi he olvidado por qué lo
aguardaba, y anhelaba, con tamaña necesidad e intensidad.
… ¡Coño, y sin casi!... Ahora mismo no me acuerdo para qué querría yo…
… Si pudiere.
¡¡¡Gurriata!!!
Sí, si Rastrojo se sorprendió del armamento que con mano ducha ceñía
tal que hubiese templado un sastre, aún más desorbitó el ojo el capitán
Herejía al ver aparecer a su exmujer por la baranda de popa… ¡¡Y mocha!!
… Y esto otro… -dijo sidi Hassami said Hassiam echando un paso atrás y
cogiendo impulso para arrearle un puñetazo; y dándoselo- … Esto por
propagar, o consentir que se pensase, el que yo tuviese algo que ver en tu
suicidio…
Carcajear con tal timbre hueco de pura maldad, que llevó a los rafaeles a
contagiarse y cambiar el bronco soniquete por las risotadas estentóreas; y
retranca de suideo salvaje de la que no podían desprenderse, ni renegar el
respingo.
¿Desde cuándo?
Conjunción cósmica el momento, al colgar en el firmamento Sol y
Luna, no hizo falta ni explicitar. Por sí solos los presentes tomaron bando, y
diversos los pabellones y banderines de enganche, a ojo grueso, allí se
planteaba un todos contra todos. Todos se tenían motivos declarados y
sucintos, todos, unos a otros, estaría vaticinado que se diesen sable hasta la
muerte. Incluso Murciégalo y Rechico, que no tenían trabada una tos al
cruce, ni cruzado hasta la fecha, al entrelazar miradas sobre una tabaquera
perdida, ellos igualmente sintieron que algo no escrito les predisponía a
declararse encarnizados contrincantes sin haber entablado saludo ¡Sin
conocerse!
Tampoco hacía tanto que no fumaba para saber que aquello, aunque yerbas,
no era simple tabaco. Allí había picadillo cuasi mágico, y sonriendo
galbanoso, devolvió la pipa al compañero de desparrancamiento,
confesándole, que de morir, quizá fuese el día peor aprovechado de su
mísera existencia… ¿o no? En un segundín el hombre enlazó locuacidad
hacia otro tema, y sin interín de enlace, pirarse, lo que se dice, a los cerros
del Kurdistán.
- …mmmm…
- ¿Y tú?
… Y cinco primos lejanos, políticos, que menciono, sólo por dar cuerpo a
mi enumeración; aunque vergüenza den los gandules.
- …mmmm…
Y reír ambos sinceros. Y los únicos. En cubierta ahora no reía nadie, los
rafaeles rodeaban protectores al capitán Bichomalo, y gruñir y hacer
aspavientos al grupito que encarase el jefe. Pero como éste tan pronto era
Ruin, cómo Herejía o Rastrojo, no dejaban de cambiar de enemigos, de
girar en uno y otro sentido, enseñando los dientes a todos los presentes. Y
daban miedo sus chanchadas al vacío.
No ¡Ni en broma!
… Inútil, baladí.
- Nada de nada.
Retorna.
- Bueno… bueno.
Si nos ponemos a buscar jodimientos, amiguete, aquí los que tienen las de
perder sois vosotros…
No fijaba mucho el ojo el capitán, le tenía que cundir por tres el vistazo
y de ahí su mover “insectívoro”. Mantis religiosa parecía por las guadañas
y el frotar un acero contra otro mientras miraba en derredor todo para
controlar todo en la situación; la contramaestre a lo suyo en el timón
liándosela a los navíos que les acosaban, la mar gruesa y el cielo
ennegreciendo, y enemigos también a la redonda en la cubierta del
Kahanamoku; los viejos locos, la portuguesa, dos osos antediluvianos, y
uno, o una, que no conocía de nada; y la que dijeron capitana del otro bajel
e hija de Herejía y la condessa; y ésta. Pero la que congregaba en el sitio no
era Patata, ni Deditos de Plata, ni puñetas.
… ¿Necesito argumentarlo?
- …mmmm… No.
… No. El barco, por lo menos, bien sabía lo que hacía. Seguir las
directrices que le pedía Margarita Laloba vía timón; u al oído, pues la
contramaestre sin resquemor a ser tildada loca, hablaba en tono audible, y
franco, con el navío; con el Kahanamoku. Y amén del tema náutico que se
estuviesen trayendo entre manos, la mujer le quejaba de todo un poco; del
apocalipsis que barruntaba en cubierta.
- ¿Quién?!
- La timonel.
- … Bueno, piloto.
- ¡¡Piloto!!
… Si te escucha, te escabecha.
- Ah.
… Pues la contramaestre.
Mucho.
… Con estar atentos a los indicios, o a la que le volvamos a ver a ella salir
a la carrera de las tripas del barco, nos piramos también nosotros; nos
tiramos de cabeza a mar abierta y nadamos.
¿Podría ser?
No hay problema.
Necesitaba espacio para coger aire fresco, mover los codos y dejar bailar a
su ritmo a Gurriata.
Porque, pese a que estemos en vuestra casa… tendrá unas normas ¿no?
… Cambian…
No.
¡No!
Y llegando desde atrás a las bravas, y pese a ojo implorarle Camelita, tarde,
que no lo hiciese, Herejía atravesó con el sable, de parte a parte, al primo.
- … Ajjjj.
- ¡No, Herejía, no, por favor! –de palabra, y a tiempo, rogaba Camelita que
no cortase el cuello al hombre con el cuchillo de Pizarro- Éste es bueno.
Éste no.
Así pues, quizá para exigir que todos se quedasen quietos donde estaban, se
aprestó el capitán Ruin a dar puñal, mismamente, a uno de los abueletes de
la tonta y eterna sonrisa.
- Hijo, da gusto hablar contigo –replicó Bichomalo finolis- Se nota que has
pasado por la Sorbona… pero a la carrera.
- Sí, Maxi y Tibur, llevan con nosotros, a lo poco, desde que tocamos
Bermudas.
… Y un día, ¡Un mísero día contigo!, son 7 años de vida perra ¡Siete!
- ¿Y? –no entendía el capitán Ruin ninguna conexión entre él, la gente
referida y la puesta en duda de la calidad de su palabra-
Arriba, abajo… punta, talón… punta, talón… Puro nervio era Rafael
Eustaquio.
Con un salto hacia atrás tomó distancia la cabo de brigadas para rearmar su
defensa y desenvainar un segundo sable; y si portase, y hubiese nacido con
tercera mano tal aberración teratológica, sin ascos ni remilgos con el tercer
apéndice esgrimiría una tercera espada.
Loca de atar estaba la gachí, más pa allá que pa acá a criterio del capitán,
pero eso no era óbice para que manejase los aceros con la locuacidad de la
mujer del carnicero. Y cuerdísima.
Rastrojo no se tenía por machista, y aunque por educación tenía oído que a
las damas ni se les maltrata ni se les pega, a alguna que otra sí es cierto que
recordaba haber matado. Y nunca por gusto, no, ¡Nunca!, siempre fue
sobrado motivo la manifiesta superioridad de ellas en el peliagudo
contexto. O las mataba, o ellas le hubiesen matado a él. Así lo había
entendido de la primera a la última vez que le pasó; y no hace mucho de
ésta. E, innegablemente, Rosario era más diestra con la diestra, asiendo su
sable sin pelaje ni alcurnia para ostentar mísero mote, que él, Rastrojo,
siniestro confeso, dando manejo a Gurriata con la mano derecha.
Ahora, eso sí, con la zurda, maltrecho de la zocata desde chico, todas las
virtudes le conocía a lo que de partida aparentaba minusvalía o hándicap. A
muñón limpio había descrismado Rastrojo a unos cuantos, y engarzando a
ferro, tanto ganchuno cómo espadaña viva que usase, a la retórica de esa
mano le sacaba el beneficio de la duda, de nadie estar acostumbrado a
pugnar mucho rato con él; ni con zurdos de garfio aterciopelado. A Rastrojo
le había enseñado la vida a encontrar virtudes en sus defectos. A matar
antes de ser matado, así pues, filigrana funesta la del cuchillo de Pizarro,
con la punta del acero hería la muñeca de Rosario forzándole a soltar el
sable y quedar a merced.
- A usted no, pero a nosotros nos encanta y nos alegramos que esté alguno
por fin con nosotros.
… No me alteres, infeliz.
El segundo motivo, que esta vez sí lo fue, fue que le volvió a saltar encima
la capitanucha del otro barco. Y enfrascado en la discusión con Rafael
Eustaquio, no percatarse del nuevo ataque de Libélula, que silenciosa, se le
echaba encima a mano desnuda. E intentar estrangularle.
“¡Hija p…”
“Hija p…”
… Esto iba de mal en peor para Rastrojo y notaba el hombre que la vida se
le escapaba a bocanadas; en el intento de darlas. Y quizá cosa de la propia
mecánica del estrangulamiento, que encauce los recuerdos profundos a los
ojos, o que per se afloren estos en los instantes perimorten, ante su vista
pasó el elenco de personajes, y personas, que le habían dejado muesca en la
memoria. Durante la infancia, la juventud, la vida adulta. Cosas buenas y
malas. Y celebraciones de todo tipo. Y casualidad, o que así funcione el
cerebro, en uno de esos recuerdos viejunos aparecía Libélula; más joven,
casi niña… Y era hija de… de unos amigos… de… de…
… de.
O… “Y y… tu p…”
Tanta “P” para arriba y “P” para abajo, y la lengua colgandera, y la baba a
grifo, con asco y repugnancia Libélula apretaba el cuello del capitán. Más y
más fuerte.
¡¡Y zasca!!
Pese a poder pensar los dragonitas que era pan comido, que sin cazar al
oso ya tenía su pellejo en el morral, Zapapico y Rancapinos intercambiaron
unas miradas para intentar ponerse de acuerdo. Les era raro el entrar en
pelea alguna teniendo ellos mayoría numérica, y aún más desconcertante se
les planteaba compartir al tiempo enemigo. Tan nueva les era la coyuntura
que no sabían si dividir la fuerza de sus sopapos para entre los dos
orquestar sólo un golpe, o poner de sí lo acostumbrado y redoblar la
solvencia del meneo. En cualquier caso, todo quedaría en meros postulados
teóricos al tomar Rastrojo la voz cantante y enzarzarse a hostias con los dos
al tiempo. Y sin miramientos.
Y aunque maltrechos por los golpes recibidos, los hermanos esbozaron una
sonrisilla de no estar dicha la última palabra en el pleito que se traían.
Y… y…
Gritó y rugió el capitán Ruin Bichomalo tal que fuese criajo malcriado al
que la institutriz prohíbe arrancarle las alas a la mariposa. Y lo dudó,
sopesó si hacer caso omiso a los chisteos de Rafael Eustaquio o no, y
pegarle dos tiros a los fulanos que le habían descuadrado la boca. Le sería
sumamente sencillo pues con un furtivo tic del dedo los mandaría al
Infierno. Y ganas tenía, unas ganas locas de matar a alguien, o mutilar y
descuartizar.
El caravaggio.
… Y expuesto en condiciones.
Y tan grato era el instante, que automatismo, de una mesita que rondaba
cogió convoy de fumar y se preparó una pipa. Una buena pipa, en buena y
tétrica estufa, al tallar la caña de la cachimba la columna vertebral de una
persona y el cráneo ser la cazoleta; y no ser la que ya conocía de la
contramaestre, era otra.
Por mor al buen gusto de Margarita Laloba, la colección era más amplia y
variada, acogiendo esculturillas, y ánforas, y capiteles, y anclas viejísimas,
y cosas raras que les habían parecido hermosas a padre e hija a lo largo de
su coexistencia marinera; de un cepillo de pelo de bigote de morsa albina
con mango de ébano, a… a cacharrería y trastos de matar de admirable
factura y uso corriente por combatientes de variados credos. Por todos
lados había tiradas espadas y cuchillos. Armas de todos los pelajes.
Pero… pero hacer uso cómo propio del camarote del capitán Ruin… pues
el Kahanamoku era indiscutible patrimonio suyo, eso… eso era lo más, lo
más… eso era algo así como un híbrido entre un sueño y una pesadilla.
Por ínfima grieta nueva que le hubiese salido al cuadro, ya sería daño que
no purgaría su conciencia, no, pero sí su alma de devota admiradora al
maestro Caravaggio.
Atardecía.
Antes de írsele de nuevo los ojos sobre la obra pictórica, la mujer dejó
pasear la mirada por el exterior. Cielo y mar también estaban para ser
llevados a cualquier tela, e incluso los barcos que les seguían no quedarían
mal dando subtema náutico: Batalla naval.
Y ver, y oír las andanadas, la condessa; pero a nada que retiraba la cabeza
de la cristalera, prácticamente todo ruido del exterior fenecía. Dentro del
compartimiento sólo osaba entrar sin permiso la luz del atardecer… y ella
misma. Y pese a casi el silencio absoluto, el sitio generaba su propio
soniquete que se asemejaba a un corazón latiendo… o no, más bien al “tic,
tac” de un reloj; aunque desacompasado el surcar de las manecillas… o ser
declarada la patología arrítmica al variar la cadencia entre los tic y los tac;
entre ellos pasaba una eternidad, o montado uno en otro se escuchaban uno
solo.
Entre los tic y los tac cardiacos, y el timbre inexistente pero punzante, el
ambiente era abrumadoramente displicente.
Seguro que los dichos aceros valdrían para la limpia pretensión. Pero uno,
un cacho de yerro que quedaba casi oculto bajo una pila de meritorias
chatarras, le dio el pálpito a la condessa que ésa sí que sí que era arma
nacida para el empeño que quisiese blandir su mano. Espada, que al extraer
de la sepultura, vino a darle tacto conocido; aunque la empuñadura original
dormitase encinchada con cueros; vendas de las que amortajan los cuerpos
excelsos.
… Desgarbador.
¿”Desgarbador”?
¡¡Desgarbador!!
Y establecerse otro hilo entre nubes y mar, y herir la luz los ojos, antes que
el vozarrón los tímpanos.
Pero hacer.
Y sonreír tiburona.
No, desde luego que el camarote del capitán Ruin, no era un sitio para estar
mucho rato… ni convidado a café, y antes de abandonar el compartimiento,
la mujer perdió un último vistazo por las esquinas, y, aunque no aparentase
ser tesoro, ni zurrón para guardarlo, a la condessa le llamó la atención una
vieja bolsa de viaje tirada en un rincón. Vieja, como para ser heredad en la
infancia de Matusalem, y trotada por haber dado servicio uniendo Roma,
Yerushaláyim, Makka al-Mukarrama y Vârânasi. Y nacida del pellejo de
algún demonio cojuelo, pues pese a evidente la ardua vida hecha por la piel
del petate, dándole buen viaje al peregrino, el morral tenía el atractivo de
las personas mayores muy curtidas, curradas, llenas de consejos y
cicatrices. Bellas a primera vista.
Sacaba la mano del zurrón la dama, cuando las yemas de sus dedos rozaron
algo, una astillita le pareció al acariciar para concretar, maderita
desconcertante, pues al pretender establecer dimensiones, perimetrar al
tacto, aquello empezó a crecer, más y más, hasta hacérsele necesario
extraer de la bolsa para concretar a pupila dilatada aquella monstruosidad.
Y de palito pasó a palo, y de palo a madero, y de madero a remo. ¡Un remo
canónico! ¡¡Una pala de esquife extrajo de la bolsita!!
Epatada, la condessa introdujo la cabeza en el morral por si le fuese más
sencillo y rápido escrutar a ojo toda la caverna. Y no. Nada. La valija daba
ecos, pero poco más.
Chula y bonita era la bolsa de viaje, y liviana pese a la cantidad de aire que
contenía, e infinidad de servicios calculó que le haría a nada de dejar volar
la imaginación, pero no siendo momento de sueños, se le antojaba factible
a la dama que el primer uso que le diese fuese el de cartapacio para guardar
el cuadro de maese Caravaggio.
… Y volver a caer un rayo de los que acallan corazones por dejar sordos
sus latidos.
… Ni respiraban.
… Y la condessa se unió al pasmo colectivo en cuanto tomó compostura en
el sitio… ¡Cientos de balas de cañón danzando en torno suyo!
Cuatro… cinco… diez habían sido las andanadas encabalgadas que les
largaron… con holgura los mil quinientos proyectiles les recortaron silueta,
y pese a sólo acertarles dos, ¡Dos de mil quinientos! ¡¡Y casi-casi también
ser estos aciertos fallos!! a Margarita se le hacía injusto e irrespetuoso lo
escuchado en el trance.
Y sólo entendió dos vías de escape para disfrutar un nuevo Sol; el presente
ya recostaba tras el horizonte.
Mal lo tenía por ser Patata, y re-mal por coincidir en su persona ser al
tiempo la condessa, y si a eso se añade, y hace trino, el ser al igual la
temible Assessina, ¡Y más cosas! Pero el concreto triplete de títulos le
garantizaba tener la sentencia firmada y el juicio hecho; sin estar siquiera la
mujer presente, ni sabiendo siquiera los que se les echaban encima que ella
estaba a bordo; daría lo mismo.
Sí, lo más sencillo sería venderse al servicio del capitán que fuese. Si
Herejía, si Rastrojo, estaba el asunto hecho con dos mariposeos de párpado.
… o no.
De un palo a otro tenían tendidos los rafaeles cabos para mudar de vela en
poco tiempo cuando faenaban en las alturas. Y de esas cuerdas hizo uso sidi
Hassami para escurrirse de un mástil a otro. Y algo de embriagador tendría
la plástica del movimiento y los vuelos al mantener subyugados a los
espectadores de la cubierta del Kahanamoku; y posiblemente también de
los otros barcos pues dejaron estos de cañonearles. Incluso Margarita
alternaba la vista y atención, entre lo que estaba pasando en la mar, y lo que
acaecía sobre su cabeza.
Por pura chanza, o por tripularle los músculos el alma de cría, se entregaba
la mujer a la porfía de no dejarse atrapar entre el velamen.
Tal vendaval o torbellino, diosa brahmánica de cien brazos, con todo fue
al choque sidi Hassami said Hassiam. Y no sólo exhibió doctos modales
espadachines de cátedra europea, no, cuchilladas traperas de tasca andina
volaban, de los dos lados del Bósforo saliero a relucir requiebros, y del
África sahariana y negra espadazos tan vetustos y clásicos como la
humanidad.
Quiso suponer la condessa que la partición interna del ser avernal que
tenía delante le beneficiaba a ella, pero, tras rato de intercambiar
mandobles, la dama acertó con la verdad de poder llegar a ser sumativos
sus dones, y siéndolo, quizá empezando a demostrarse superiores la suma
de habilidades del capitán, se dispuso a echar el resto sidi Hassami said
Hassiam y encadenó una serie magistral de golpes. Semejando ser la lluvia
que arreciaba al atravesar sus mangas, se vació la condessa en un último
ataque. Tan arrollador, que apenas pudo el capitán dar respuesta y
suficiente compromiso le fue contener o blocar los achuchones. Y uno, y
otro, y otro, y otro más. Y hasta el último esquivó, una última estocada de
Desgarbador, que aunque rozó al hombre y le desgarró ropas y carne, acabó
el acero alojado, atravesando, el palo mayor; apenas sobresalían del mástil
mango y punta.
Tonta la escampavía, la verdad, pues a lo sumo, una o dos serían las vueltas
que podría dar volando en torno al barco antes de enredarse con los cables
del aparejo.
Con tiempo y arco para apuntar bien, Ruin se lo tomó con calma;
lindando la pachorra y el sadismo. A dos manos acompañaba la trazada
revolandera de la condessa y por propio gustirrinín canalla se
mordisqueaba los pelillos de la barba. Quizá el insufrible contubernio
meteorológico acabase con buen regusto al final. Sólo le separaban del
clímax, que prácticamente paladeaba, dos gatillazos… o dos ¡Pum!
… O un par de: “¡Ejém, ejém!” acompañados por unas toses… “¡Cof, cof!
… Ejém, ejém”.
Herejía sí. Era muy de su ex-mujer salirse con la suya o dejar prendida en
el viento la última palabra. Y de hecho, dijo. Enigmática, excepto para
Libélula y Rosario que estaban en el secreto, la dama concretó a voces,
despidiéndose, que se volverían a ver, que se rencontrarían “dónde
siempre”.
Con la vista siguió el vuelo de la mujer del cabo a la vela, y el tomar tablas
en el Marenostrum, y abrazarse al Gran Maestre; no le quitó el ojo de
encima en la distancia Rastrojo quizá aguardando que en algún instante
diese signos de debilidad la señora; de haberle acertado la bala, herido,
rozado… cuando menos, en lo emocional. Y no. Ni modo. Ni rasguño.
Iban en serio los rafaeles, tan en serio, que Rafael Eustaquio, cuasi
recuperado, a grandes voces, pidió ayuda a Margarita. Le rogó a la prima
que interviniese para detener aquella locura fratricida que le estaba
rasgando las entrañas; y deslomando al capitán.
Por contrato esotérico, el único que podía pilotar el cuerpo sin respirar,
por muerto y remuerto, era el capitán Ruin Bichomalo. Y en cuanto sufrió
en carnes propias el peso de los lechones, y el timbrarle el culo las tres
puñaladas, cual la bestia corrupia en la que sabían los rafaeles que se podía
convertir, transmutó.
Y revolverse.
Rodillazos. ¡Mordiscos!
Y con la sonrisa más vinagrera que pudo gastar, se arrancó el capitán Ruin
Bichomalo para dar un gurriatazo a Rafita; que le caía al pelo.
Y por sus muertos que juraría la data exacta al enrolarse los cinco al
unísono; y él hasta tener la fecha tatuada en el pecho, y los primos contar
por palotes y vestir el cuerpo lleno de celdillas.
No, Rafael Eustaquio, el verdadero, no era el objetivo de su ira, y le
reconoció por la pechera que le rezumaba sangre, así que lo desensartó, y
libre Gurriata, tomó camino el acero de encontrarse, al acto, con Rafa; y
proyectando la acción, a continuación, con sutil gracilidad, meterle un
pizarrazo a Rafael, y otro a…
Todo en su cabeza, sí, puesto que Gurriata se topó en el primer paso del
camino con el sable de Rosario, ¡de la cabo de brigadas!, que reivindicando
el derecho a la Vida de todo cerdo que sirviese bajo su misma bandera,
evitó que Rafa se llevase una dentellada profunda.
Y eso enfurecía al capitán Ruin por no saciar con la abundante sangre que
derramasen los que fueron de su bando; esos… esos, a nadie importaría que
los exanguinase sobre tinaja y hacer morcillas. A todos, del Rafael
Eustaquio fetén al último de los primos, que por desplante, en la agonía, y
de rodillas, afirmasen lo mismo ser el auténtico Espartaco, que
Fuenteovejuna, que Rafal Eustaquio el que tiene el sable metido en las
tripas, rendidos los rafaeles a sus pies, aunque soberbiamente altivos, y a
distancia de no poder intervenir en el lance los demás, el capitán alzó sobre
su cabeza a Gurriata, y enroscando el tronco para torsionar tal segadora,
cercenar de una vez por todas el pescuezo de los cinco gitanos con un único
girar áureo.
… ¡¡Uuuufff!!...
… Y antes en la mar.
Hasta el reloj de pared del camarote del capitán Ruin, que había
sobrevivido a cien abordajes y mil escaramuzas, y a bruñirle cristal y
entresijos los rafaeles, y hasta al reventar de la cabina por un proyectil
envenenado resistió, pero… pero la caja mágica de surcar tiempos calló,
enmudeció el desacompasado trotar de las guadañitas y sólo el capitán,
¡desde cubierta!, fue consciente del suceso.
Y para tal, se aprestó a matar el envase corpóreo que vestía haciendo uso
del afilado cuchillo de Pizarro.
Y sin más, meterle un cabezazo al palo mayor que le quedaba cerca. Y con
una segunda calabazada, abrirse enorme brecha en la frente; aunque no
consiguió cruzar el umbral de la muerte, y sí dar dos pasos repelido para
separarse del mástil y detener el ojo que le giraba la cuenca loco.
Jamás lo escuchó, no, ¡Cómo para darse cuenta que se había parado!... ¡¡Y
ella también estando en cubierta!! En los años que llevaba junto al padre
navegando en el Kahanamoku nunca escuchó tictac alguno a la maquinaria
de precisión. Eso sí, la contramaestre estaba en la certeza de que el aparato
funcionaba más o menos correctamente. Pautaba días y noches con una
claridad meridiana.
Ahora, eso también, para entrar en charleta profunda con la hija poco
necesitaba. Y si a eso se añade que sus labios eran su últimísima baza, no es
de extrañar, que en román paladino para que le entendiese el corazón de la
hija, él le dijo a Margarita que necesitaba urgentemente que le matasen; dar
carpetazo a esa posesión infernal.
Y más presto que la voluntad, ¡Puro instinto!, Herejía dejó que Gurriata
desviase la trayectoria del enemigo, y al alimón, imbricados tal cuando eran
niños, Rastrojo bailar el cuchillo de Pizarro para que ejecutase alguna
maldad.
Y casi lo consigue el yerro. De no ser Margarita Laloba la hija de su padre,
y retoño de la Muerte, y aprendiza y admiradora incondicional de Íñigo
Montoya, la puntada le hubiese hecho muchísimo más daño; y daño le hizo
el filo en la clavícula, pero lo que perduraría sería la muesca en la piel; y le
escocía una barbaridad a la mujer.
¡¡Con el Gran Shbëk Lengua de Bronce podría salir de jarras por Ávalon!!
El capitán Ruin Bichomalo, sin ser totalmente él, plantaba estampa del
perfecto pirata; su simple presencia en cualquier playa rendiría reinos; y en
Madagasikara la isla entera de cabo a rabo.
Lo único que evitó, que sin motivo alguno, rompiesen a aplaudir los
presentes por su despampanante percha pirata, ¡Innegable lo rebonito!, era
que lo que salía por su boca arruinaba el cuadro. Quejaba el hombre,
lloriqueaba, en cuanto fue consciente de la relativa tetraplejia, el capitán
Ruin intentó sin éxito finiquitarse a sí mismo; quedándole además, de los
variados intentos de suicidio, el melón achichonado, la lengua dolorida y
gordota, y una tortícolis de caballo para el día siguiente que hubiese
deseado a cualquier suegra.
A todas luces nada podría hacer el capitán Ruin Bichomalo por sí solo para
evitarlo. Hasta que el cuerpo desmembrara y descompusiese sería preso en
la carcasa, esclavo sin cadenas… a no ser que alguien le echase una mano.
Dejó Margarita de boca abierta a aquellos que seguían la liza sin perder
suspiro. Y a los boyuyos crisparles la expresión.
O eso, o…
¡¡O…!!