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Dentro de la cosmovisión indígena, en particular la de los pueblos nahuas, se creía que los
dioses primeros, luego de cuatro intentos, al quinto crearon los hombres y las mujeres con los
huesos preciosos de los muertos en los cuatro soles anteriores; estos los había ido a traer
Quetzalcóatl del Mictlán, donde Mictlantecuhtli, Señor del Lugar de los Muertos, los guardaba
celosamente. Para los pueblos mayas, los hombres y mujeres tzots', murciélago, fueron creados con
los siete granos de maíz que Kukulcán había conseguido en el inframundo. Los huesos o los granos
de maíz fueron molidos y mezclados con la sangre y el semen de Quetzalcóatl o Kukulcán, que
vienen a ser el mismo personaje.
A partir de un titipuchal de estudios e investigaciones se ha convertido en una idea
generalizada la de que “los antiguos mexicanos” creían que la vida era un momento pasajero, un
sueño del que era necesario despertar, es decir, morir, para nacer, pues la muerte no era sino
continuación de la vida. Algo así como la aseveración científica de que la materia, como la energía,
no se crea ni se destruye, sólo se transforma.
Según el tipo de muerte que habían tenido y no cómo habían vivido, “los hombres y
mujeres primeros” tenían claro también a dónde irían a parar con sus huesitos despuecito que
dejaran de vivir. Existen cuatro lugares en los que podían terminar, uno de ellos es el Tlalócan,
sitio al que van quienes han muerto por causa de algún rayo, ahogados o por enfermedades de
"El hombre y la mujer medievales son como enfermos sometidos ya demasiado tiempo a un
tratamiento con medicamentos demasiado fuertes. Aplastados por un destino rudo, anhelan saber
el por qué de tal destino y acusándose unos a otros, preguntan de quién es la culpa: es por los
pecados... la ira de Jehová los apartó, no los mirará más."
J. Huizinga.
Los hombres y las mujeres se habían convertido en las víctimas de una neurosis que es
típica de las etapas de transición en la historia de la humanidad, pero en una época de
oscurantismo e ignorancia como la medieval, por lógica los estragos mentales fueron
incomparables.
Quienes buscaron señales e indicios, se toparon con tiempos en los que se vieron cometas
en el cielo, malas cosechas, miseria y enfermedades. Entonces corría el año de 1348 y el espanto y
la angustia se tradujeron en la imagen de un esqueleto cubierto con túnica oscura y guadaña en la
mano, que conducía lentamente la humilde carreta cuyo interior contenía los restos de cientos de
muertos que la Gran Peste Negra dejó a su paso por la tierra: veían el alma derrotada como
consecuencia de una situación sin salida al grado de perder la fe.
Así estaban cuando llegó el temido año de 1500 y con él, según creían, el fin vaticinado por
San Juan en el Apocalipsis: "hubo un gran terremoto. El sol se volvió negro, como ropa de luto;
toda la luna se volvió roja, como la sangre, y las estrellas cayeron del cielo a la tierra... el cielo
desapareció como un papel que se enrolla, y todas las montañas y las islas fueron removidas de su
lugar... Luego vi cómo El Cordero rompía el primero de los siete sellos... y vi un caballo blanco, y el
que lo montaba llevaba un arco en la mano... Cuando El Cordero rompió el segundo sello salió
otro caballo. Era de color rojo, y el que lo montaba recibió poder para quitar la paz del mundo y
para hacer que los hombres se mataran unos a otros; y se le dio una gran espada. Cuando El
Cordero rompió el tercer sello, miré y vi un caballo negro, y el que lo montaba tenía una balanza
en la mano... Cuando El Cordero rompió el cuarto sello, miré y vi un caballo amarillento, y el que
lo montaba se llamaba Muerte..."
Hoy por hoy, en mucho lugares de este país que lleva pomposamente el nombre de
Estados Unidos Mexicanos, sobre todo en donde aún existen (a disgusto de quienes actualmente
dizque nos gobiernan) fuertes raíces indígenas, la muerte se respeta no como algo extrahumano o
sobre natural, sino como a un igual. La muerte se presenta como un amigo o un compadre con
quien nos permitimos gastar una broma.
Las y los muertos son visitantes distinguidos que se esperan con alegría cada 1 y 2 de
noviembre. Para esos días ya se ha limpiado el panteón, reconstruido los sepulcros y adornado las
tumbas con cruces formadas con pétalos de cempoalxóchitl esparcidos en el suelo junto con
mosaicos de otras flores de diversos tipos, con ramos y coronas, con veladoras y sahumerios.
Por las noches de esos días, los familiares permanecen junto a las tumbas de sus parientes
muertos y a veces suelen acompañarlos con la ambientación de los músicos de la comunidad.
Las ánimas solas también son bienvenidas y desde el 29 de octubre se les recibe con rezos,
quema de copal, repique de campanas, algunas palabras dirigidas por el párroco del lugar u otra
persona que tenga la autoridad moral para hacerlo y por último se les encienden velas que se
colocarán en las puertas de las casas de quienes deseen acogerlas; ya para despedirlas, se repican
nuevamente las campanas y se encienden cohetes.
En el cuarto más grande de la casa, que para esas fechas lucirá lo más limpia posible, se
coloca la ofrenda en mesas de uso cotidiano cubiertas con manteles también limpios, con papel de
china picado y, dependiendo de la región, hojas de plátano o petate de tule; el papel picado suele
ser de muchos colores pero casi nunca faltan el amarillo y el morado llamado obispo, pues el
primero representa a las creencias católicas al ser uno de los colores de la bandera del Vaticano, y
el otro al pensamiento indígena por ser el color de luto entre las y los mexicanos primeros.
Sobre los manteles se ponen floreros con todo tipo de flores y cempoalxóchitl; candelabros
de loza negra para las y los adultos y blanca para las y los niños, con sus respectivas velas, una por
cada difunta o difunto; sahumerios con copal y, si se quiere, arcos de ramas verdes. La ofrenda se
compone de los alimentos que hayan sido del gusto del difunto o difunta, además de fruta como
naranja, plátano, manzana, mandarina, caña, guayaba, tejocote; de platillos regionales entre los que
destacan el mole, los tamales, la calabaza en tacha, pasta de camote, arroz con leche, chocolate,
atole, "gordas" de maíz, capirotada, calaveritas de azúcar o amaranto con miel y "pan de muerto";
sin olvidar que si la ofrenda es para un niño o niña no debe llevar picante. La ofrenda se completa
poniendo sal y azúcar, para la buena suerte; vasos de agua, por aquello de que luego el muertito o
muertita llega con sed y objetos o artículos que le pertenecieron en vida como juguetes, plumas,
relojes, sombreros, bastones, abanicos; así como aquellos que le satisfacían ciertos gustos como
LA INTERNACIONAL DE LA MUERTE.
Aunque la muerte en la actualidad, en un mundo en el que todo pretende "funcionar"
como si no existiera suprimiéndola de las prédicas de curas y sacerdotes, de los discursos políticos,
de los anuncios comerciales, de la moral pública, de las costumbres y la alegría a bajo precio, o de
la salud en hospitales, farmacias y campos deportivos; en un mundo de hechos donde sólo es un
acontecimiento más al que no se le da ninguna significación fuera de los gastos que se requieren
para enterrar a los occisos, siempre estará presente en nuestras vidas, culturalmente, valga la
rebuznancia, el culto mexicano a las y los muertos (con sus alebrijes, chamucos y esqueletos de
papel maché; con sus calaveras irónicas, sarcásticas, críticas y satíricas; con sus calacas de azúcar,
chocolote o amaranto y miel; con sus mercados llenos de gente en busca de fruta, comida y papel
picado; con su visita a los panteones, sus convivios, sus serenatas a las y los difuntos; con sus
ofrendas cargadas de nostalgia, respeto, amor y cierto miedo) está siendo amenazado no por un
Tenorio sevillano, enamoradizo y jocoso, ni tampoco por un Halloween macabro que al haberse
Noviembre de 1998.