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FE Y RAZÓN

Eduardo Silva, S.J

1 Cuestiones fundamentales sobre la fe en el mundo de hoy

1.1 Introducción
La relación de la fe cristiana con la razón, la política y la cultura se comprende mejor si
consideramos tanto la metafísica de la substancia de los antiguos como la metafísica del sujeto de
los modernos. La filosofía clásica nos ha enseñado con los trascendentales del ser, que además de
ser uno, es simultáneamente verdadero, bueno y bello. La filosofía moderna con el pensamiento
trascendental de Kant pregunta por las facultades que tiene el sujeto para conocer lo
verdadero, actuar según el bien y gustar-juzgar de lo bello. Por las virtudes teologales sabemos que
el don de la fe es siempre una fe que cree, que ama y que espera. Podemos entonces vincular la fe
que cree con la verdad y el conocer, la fe que ama con lo bueno y el actuar ético, y la fe que espera
con la belleza y el gusto poético. La consideración del paso desde la metafísica clásica a la reducción
moderna –que contrasta la fe solo con la ciencia, con el deber moral y la teleología– nos invita a dar
un nuevo paso que supere tanto el desierto de la crítica como las tentaciones de volver hacia atrás
al refugio premoderno: “No nos anima la nostalgia de las Atlántidas sumergidas, sino la esperanza
de una recreación del lenguaje; más allá del desierto de la crítica, queremos ser nuevamente
interpelados” (RICOEUR 1960). La fe cristiana es nuevamente interpelada por el giro hermenéutico
de la razón contemporánea (GREISCH 1993), por el gran acontecimiento de gracia que ha significado
la renovación del Concilio Vaticano II (HÜNERMANN 2014) y por la plenitud del lenguaje que se
manifiesta en una mayor consideración de la belleza y la poética en nuestra situación de pluralismo
cultural. Como introducción a las relaciones entre fe y razón desarrollaremos brevemente la primera
interpelación que postula un tercer horizonte en el pensamiento contemporáneo.

1.2 El giro hermenéutico de la razón: el tercer horizonte del pensamiento contemporáneo


Sostener que la razón contemporánea ha dado un giro o que nos encontramos en un nuevo
horizonte, implica reconocer no solo la distancia respecto de la metafísica clásica (que sostiene los
trascendentales del ser), sino la crisis padecida por la metafísica del sujeto (que sustenta una
filosofía trascendental y se pregunta por las condiciones de posibilidad). Son innumerables los
filósofos que lo sostienen, desde Ortega y Zubiri hasta Vattimo y Habermas. Ortega acuña la imagen
de las dos metáforas, insinuando un tercer momento, paradigma, horizonte del pensamiento
contemporáneo después de las metáforas (o metafísicas) de la sustancia y el sujeto. Un tercer
horizonte se asoma después del pensamiento antiguo-medieval y del pensamiento moderno
(GONZALEZ 1993).
La discusión de si se trata de una crisis de estas particulares metafísicas o de la metafísica en
general, se dirime si nos ponemos de acuerdo sobre cuál es el enfermo al que se le diagnostica la
crisis: la ilustración que ve como el romanticismo vuelve a estar en auge; la modernidad liberal que
ha sido superada por la modernidad tardía o por la llamada postmodernidad; o
la metafísica del sujeto, que es superada por un tercer horizonte. Pero en todos los casos –sea
el Cogito cartesiano, los apriori de la razón, el saber absoluto, o el sujeto trascendental– podemos
observar como las pretensiones de “la sola razón” (trascendental, sin atributos y constituyente de
todo lo real), palidecen pues tenemos más bien un Cogito herido, más bien frágil que busca poder
reinstalarse al interior del ser y se reconoce constituido por lo otro que sí mismo.

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Sea cual sea la hondura de la crisis la hipótesis de un tercer horizonte del pensamiento
contemporáneo, sostiene que la tercera metáfora ya no piensa el ser ni en términos de naturaleza
ni en términos de conciencia (GEFFRE, C. 1992), sino en referencia a otras metáforas que tratan de
ceñirse la corona de los nuevos tiempos: la alteridad, el lenguaje, la praxis y el acontecimiento. “La
edad hermenéutica de la razón” (GREISCH 1985) parece ser fruto de muchos giros que ha dado la
razón contemporánea: giro hermenéutico, giro lingüístico, giro pragmático, giro intersubjetivo,
giro hacia la alteridad, etc. (SCANNONE 2009). Independientemente de cual sea la categoría
vencedora hay suficientes indicios de que la crisis parece ser un signo del tiempo.
Si lo que tenemos es un nuevo horizonte de pensamiento, éste obviamente afectará a los
interlocutores de la fe: a la razón y el conocimiento, a la política y la justicia, a la cultura y nuestros
valores (estéticos y afectivos) y esperanzas (religiosas y seculares). Nos volvemos a preguntar por la
verdad que podemos conocer con el uso del entendimiento y de la razón, por la justicia que
debemos alcanzar con nuestras prácticas éticas y políticas, por la belleza que nuestros juicos
estéticos y reflexivos modelan en cada cultura. Pero obviamente afectara también a la propia
experiencia creyente y religiosa, cuyo giro ha quedado expresado para la comunidad eclesial católica
en la renovación que ha significado el Concilio Vaticano II.

2 Fe y razón

2.1 Dos modos complementarios y no contradictorios de acceder a la verdad.


“La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la
contemplación de la verdad”. Fides et ratio de Juan Pablo II entronca así con lo que nos enseña el
Vaticano II en Dei Verbum –que a su vez sigue casi al pie de la letra las enseñanzas del Vaticano I
en Dei Filius, que tiene en cuenta los principios del Concilio de Trento: “Por medio de la revelación
Dios quiso manifestarse a Sí mismo y sus planes de salvar al hombre, para que el hombre “se haga
partícipe de los bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana” (DV 6). Indicado el
camino de la revelación Vaticano II señala el camino de la razón citando Vaticano I: “El Santo Sínodo
profesa que el hombre “puede conocer ciertamente a Dios con la razón natural, por medio de las
cosas creadas” (cf. Rom 1,20); y enseña respecto de dicha revelación, que “todos los hombres, en la
condición presente de la humanidad, pueden conocer fácilmente, con absoluta certeza y sin error
las realidades divinas que en sí no son inaccesibles a la razón humana” (DV 6). La verdad alcanzada
a través de la reflexión filosófica o de las disciplinas científicas no se confunde ni se contradice, sino
que se enriquece con la verdad que proviene de la revelación. “Hay un doble orden de conocimiento,
distinto no solo por su principio, sino también por su objeto; por su principio, primeramente, porque
en uno conocemos por razón natural, y en otro por la fe divina; por su objeto también porque aparte
aquellas cosas que la razón natural puede alcanzar, se nos proponen para creer misterios escondidos
en Dios de los que, al no haber sido definitivamente revelados, no se pudiera tener noticia” (Dei
Filius, DS 3015).
El reconocimiento de una diferencia no implica ningún dualismo, o contraposición entre fe y
razón, ni en el plano epistemológico oponiendo fe y conocimiento, ni en el plano ontológico
abogando por dos realidades separadas. La fe y la razón se miden frente a la verdad y la verdad es
una sola, si bien hay aspectos de ella, de los que solo sabemos por la fe, gracias a que Dios nos los
ha revelado. “La peculiaridad que distingue el texto bíblico consiste en la convicción de que hay una
profunda e inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe… No hay motivo de
competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio
espacio de realización” (Fides et ratio 16-17).

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La contradicción asoma cuando una y otra no respetan sus respectivos ámbitos de
competencia. Racionalismo y fideísmo son la clara expresión de la desmesura de una y otra. Así el
racionalismo es una “concepción que considera que la razón puede o debe fundamentar la fe, y que
hay que demostrar su verdad con argumentos de razón o al menos hacerla plausible” (KNAUER
1989, 257). Por el contrario la verdad de la fe solo puede ser reconocida por la fe. El colorido y la luz
de los vitrales de una catedral solo se pueden ver desde dentro. Desde fuera solo se ven sombríos y
grises. La belleza de Dios se reconoce desde la experiencia de fe, desde la acogida en la fe de lo que
Dios ha revelado. Solo puede entrar en comunión con Dios quien cree que es Dios mismo quien se
ha autocomunicado. El fideísmo, por su parte “sostiene que la fe no puede ni necesita justificarse
ante la razón” (258). Por el contrario la fe debe ser examinada por la razón para eliminar de ella lo
que la contradiga. “Toda objeción contra la fe de parte de la razón se refuta en el mismo campo de
la razón” (258).
Ambos equívocos se superan al afirmar que la fe necesita la razón. Muy lejos de ser un
enemigo de la fe (por que la perjudicaría o pudiera contradecirla) o algo de lo que la fe pudiera
prescindir (porque bastándose a sí misma no la requiere), la razón es una ayuda para la fe. Pero no
la necesita para que sea su fundamento: la fe se fundamenta a sí misma, pues se basa en la Palabra
de Dios. No la necesita para que la pruebe o la demuestre: es Dios mismo que se muestra, que se
autocomunica en la revelación. La fe es acogida de eso que Dios comunica. “El mensaje cristiano se
hace inteligible por sí mismo; la fe solo puede explicarse ella misma” (252). Por lo tanto no se puede
probar la fe a fuerza de razones, no se la puede encuadrar en el marco de la razón, no se la puede
subordinar, como si su fundamentación dependiera de nuestros razonamientos. De la afirmación
racional de que Dios es creador de mundo y todopoderoso no es posible deducir la posibilidad de la
comunión con él. Ello depende de Dios mismo, de su amor gratuito y libre.
La fe necesita de la razón, no como su fundamento, sino con la función negativa de ser un
filtro para fe. La razón es una ayuda imprescindible, pues nos ayuda a filtrar la fe de supersticiones,
a purificarla de irracionalidades, a ser cedazo y criba de posibles fetiches. El mensaje cristiano quiere
y debe ser examinado por la razón, pues no se debe creer nada que contradiga la razón en su
autonomía: “la autonomía de la realidad creada no se interrumpe ni se quebranta en ninguna parte
por la comunión con Dios… Esto excluye cualquier creencia supersticiosa en milagros, que considera
la interrupción de las leyes naturales, como prueba de intervención especial divina” (253-254).
En resumen la fe no se fundamenta en la razón, pero si puede ser examinada por ella. La
revelación de Dios en la que se basa, no es demostrable a partir del mundo; es reconocible solo
desde la fe. Por lo tanto ninguna afirmación de la razón puede amenazar la fe. “Como teniendo fe
ya no se vive del temor, se puede utilizar la razón sin anteojos” (257). Hay dos ayudas más que le
dispensa: le ofrece algunos presupuestos y le ayuda a pensar, dar unidad y coherencia al conjunto
del misterio cristiano. Una colaboración desde fuera, dado que “la fe presupone determinadas
verdades que se pueden reconocer por la razón: nuestro propio ser creatural y nuestra
responsabilidad moral” (257). Una colaboración dentro de la fe, pues “la razón ayuda a una clara
comprensión de la fe. La razón iluminada por la fe abarca la unidad interior de todas las afirmaciones
de fe” (257). Colaboración que impide se dé un conflicto insoluble entre la fe y la razón. Pero la
historicidad de la fe –expresada en la doctrina de la iglesia– y la historicidad de la razón –expresada
en las adquisiciones de los diversos saberes y ciencias– no ha impedido la existencia de múltiples
conflictos y desencuentros entre esa doctrina y esas adquisiciones a lo largo de la historia.

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2.2 La historia de las relaciones entre fe y razón
Lejos de una contraposición entre creer y saber, que hace del primero un saber inseguro, en
la Biblia la fe aparece como el fundamento. Mientras en el AT se proclama la confianza por ser el
pueblo elegido y la esperanza en las acciones de Dios, en el NT se trata de creer en lo que Dios ya
ha realizado y manifestado en Cristo Jesús que anticipa la plenitud escatológica: “La fe es la garantía
de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Heb 11, 1). El
judeocristianismo que cree que el Dios salvador es el mismo que el Dios creador confía en la razón
humana y no teme ser juzgado por ella al momento de intentar dar razón de su esperanza. El
reproche del libro de la Sabiduría a quienes “no fueron capaces de conocer por las cosas buenas que
se ven a Aquel que es”… “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a
contemplar a su Autor” (Sab 13, 1.5), lo reitera Pablo, a quienes “aprisionan la verdad en la
injusticia”… “porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a
través de sus obras” (Rom 1, 18.20). En los comienzos San Pedro exhorta a los cristianos a estar
siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a quien le pidiera el logos (la razón) de su fe (cf. 1
P 3, 15). San Juan no teme identificar al Cristo con el logos y abre un camino que recorrerán los
Padres, que de distintas maneras identificarán la sabiduría bíblica y la filosofía griega, en la figura
del logos. Justino a este respecto será ejemplar y ve en la fe cristiana la verdadera filosofía y en la
filosofía a los precursores del cristianismo. “Esto significaba que la fe bíblica debía entrar en
discusión y en relación con la cultura griega y aprender a reconocer mediante la interpretación la
línea de distinción, pero también el contacto y la afinidad entre ellos en la única razón dada por
Dios” (BENEDICTO XVI, 2005). Por ello, las Escrituras judeo-cristiano, el macizo hebreo, no temerá
medirse y articularse con el macizo griego, y los que filosóficamente le sucederán. Toda la historia
del cristianismo da testimonio de esta apropiación de la racionalidad filosófica, en un esfuerzo
permanente de traducción al lenguaje de los cada vez nuevos destinatarios de la Buena Nueva. El
talante secularizador y desmitificador de esta religión es la consecuencia de esta disposición a ser
purificada y criticada por la razón (TAYLOR 2007).
Agustín, “el maestro indiscutible del Alto Medioevo, cuya influencia permanece a lo largo del
segundo milenio” considera que una fe no pensada es una fe muerta y estima que “el conocimiento
del hombre y el de Dios son convergentes”, pues la propia interioridad, “la subjetividad es el lugar
por excelencia para conocer a Dios” (ESTRADA 1996, 45). Por su parte Anselmo, el padre de la
Escolástica, como buen discípulo de Agustín proclama el Fides quaerens intellectum: la fe que busca
su inteligencia. Las palabras de Anselmo en el Proslogión se han convertido en una carta magna
respecto de la convergencia armónica entre fe y razón: “Señor, yo no pretendo penetrar en tu
profundidad: ¿cómo iba a comparar mi inteligencia con tu misterio? Pero deseo comprender de
algún modo esa verdad que creo y que mi corazón ama. No busco comprender para creer, sino que
creo primero, para esforzarme luego en comprender. Porque creo una cosa: si no empiezo por creer,
no comprenderé jamás”. Nace de aquí una teología como Intellectus fidei, que intenta mostrar el
carácter razonable de la fe. Pero la razón encuentra lo que la fe ya sabe; el raciocinio vale para
ayudar a descubrir la verdad, no para determinarla. La fe, don de Dios que la Palabra revelada suscita
debe ser asumida racionalmente para que sea humana. El esfuerzo por inteligir no elimina la
contemplación sino que la supone.
En el siglo XIII, gracias a filósofos judíos y árabes, el pensamiento aristotélico entró en contacto
con la cristiandad medieval formada en la tradición platónica El genio de Santo Tomás capto que
la ratio aristotélica podía ser una mediación cultural más adecuada que la platónica para expresar
la fe de los hombres de su tiempo. Fue capaz de mediar “el nuevo encuentro entre la fe y la filosofía
aristotélica, poniendo así la fe en una relación positiva con la forma de razón dominante en su
tiempo” (BENEDICTO XVI 2005). Con Tomás las diferencias entre fe y razón son claramente

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ordenadas en relación a la unidad y totalidad de la verdad, pues, la verdad no puede contradecir a
la verdad.
Esta claridad comienza a palidecer hasta oscurecerse con la llegada de la modernidad, el
desarrollo de las ciencias y la reivindicación de autonomía del mundo moderno. La propia
articulación entre Atenas y Jerusalén para formar un occidente que bebe de la filosofía griega, del
derecho romano, de la escolástica medieval, del renacimiento europeo, ofrece los motivos para que
también la modernidad sea edificada a partir de un acto de fe en la razón humana. Pero la confianza
en la razón, puede volverse desmesura, si se reivindica para la sola razón el acceso en exclusiva a la
verdad. Gracias a luz de la razón pueden ser superadas las oscuridades del mito y la religión. La
reacción defensiva de la Iglesia y su refugio en apologías y condenas no siempre razonables, no
contribuyó a mejorar las cosas. El épico caso Galileo es solo la muestra de una querella que se
acrecentara entre la sola ratio autosuficiente y una revelación cada vez más opaca y autoritativa. La
exhortación kantiana a atreverse a pensar por ti mismo (el “sapere aude”), enfrenta desafiante a
todos los tutores, que impiden la autonomía: entre ellos la Iglesia y la fe. “El enfrentamiento de la
fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían
abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer
superflua la “hipótesis Dios”” (Idem), provocó de parte de la Iglesia en el siglo XIX, “ásperas y
radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna” y a la vez de parte de los representantes de
la edad moderna “drásticos rechazos” a la fe eclesial. Es frente a esta iglesia católica amurallada
delante de un mundo moderno hostil y adverso, que el Concilio Vaticano II acomete el desafió de
“determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna” (Idem).
Benedicto XVI constata que “se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban
una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias
modernas” –tanto las ciencias naturales como las ciencias históricas. “En segundo lugar, había que
definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno… En tercer lugar, con eso
estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa” –y por cierto la
libertad religiosa– “una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana
y las religiones del mundo” (2005) y las culturas en general. Son justamente estos tres problemas
los que pueden ser abordados con una renovada comprensión de las relaciones de la fe con la razón,
con la política y con la cultura.

2.3 El giro hermenéutico de la fe y la razón: del rechazo a la mutua colaboración


En nuestros días una hermenéutica tanto de la fe como de las ciencias hace propicio el fin de
las mutuas condenas y permite un acercamiento, reconociendo cada uno su ámbito de
competencia. Hubo un momento en que las ciencias modernas competían y amenazaban la fe, no
solo desde las ciencias naturales, sino también desde la ciencia histórica. Las explicaciones religiosas
y teológicas debían retroceder en la explicación del mundo y también respecto de la comprensión
de las propias sagradas Escrituras, por la pretensión del método histórico-crítico de ser la última
palabra en la interpretación de la Biblia. De esta desmesura de la razón ilustrada se ha pasado a una
actitud más modesta.
“Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio
límite, impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de
comprender la totalidad de la realidad” (Benedicto XVI, 2005). Abandonando todo positivismo y
todo dogmatismo, la ciencia se vuelve más modesta y ya no pretende ser la única aproximación
valida sobre la realidad. Con conciencia hermenéutica, el sueño de la modernidad ilustrada de
poseer el único punto de vista, comienza a reconocer instrumentos diversos según se trate de

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afirmaciones lógicas o matemáticas, de las ciencias de la naturaleza o de las ciencias sociales, de las
humanidades o del arte. La multiplicidad de saberes exige multiplicidad de aproximaciones. El
camino ha sido arduo desde la diferenciación entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del
espíritu (Dilthey) hasta sostener que mientras más se explica mejor se comprende (Ricoeur), desde
el reconocimiento de los intereses de los distintos tipos de conocimientos (Habermas) hasta la
conciencia de que el observador nunca es neutro y que en ciertos casos, como la historia, el lenguaje
o el arte, pertenece a la realidad que investiga (Gadamer).
Por su parte también el discurso de la fe, las afirmaciones magisteriales y la teología adquieren
conciencia hermenéutica. También la teología se ha vuelto más modesta y ya no pretende enfrentar
las afirmaciones científicas o históricas con sus enunciados bíblicos o pretender irénicos
concordismos. El texto bíblico no pretende suplantar o contradecir los conocimientos adquiridos
por la razón. Su pretensión es salvífica y no científica. Como lo aprendimos de Galileo, la Biblia no
nos enseña cómo va el mundo, sino hacia donde va. No hay motivo de competitividad alguna entre
la razón y la fe, pero si la necesidad de colaboración mutua. Ya vimos que la fe necesita de la razón
para purificarse, para corregir el rumbo si alguna de sus afirmaciones entra en contradicción con lo
razonable. “Cuando a causa de la verdad uno le vuelve la espalda a Cristo, corre directamente hacia
sus brazos” (KNAUER 1989, 248). El cristianismo tiene “la convicción de que actuar contra la razón
está en contradicción con la naturaleza de Dios” (BENEDICTO XVI 2006).
Pero ¿es posible sostener también lo inverso? Que actuar contra la fe esté en contradicción
con la naturaleza de lo humano. ¿La razón necesita de la fe? Fides et ratio lo afirma: “Conocer a
fondo el mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al mismo tiempo la
fe en Dios que actúa en ellos” (16). Lo reitera Caritas in veritate, abogando por la interacción de los
diferentes saberes, incluyendo el rol de la caridad: “La caridad no excluye el saber, más bien lo exige,
lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es sólo obra de la inteligencia… Sin el saber,
el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor” (30). Por un lado, “al afrontar los fenómenos que
tenemos delante, la caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender”, respetando la
especificidad de cada saber. Por otro, “la caridad no es una añadidura posterior, sino que dialoga
(con las disciplinas) desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El
saber humano es insuficiente y las condiciones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía
hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la
verdad” (30). Pero la caridad debe respetar los mismos límites que tiene la fe. Tanto la caridad como
la fe, y tendríamos que agregar la esperanza, saben que éste ir más allá que ellas alientan, esta
ampliación de la razón, “nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus
resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la
inteligencia llena de amor (30).
La inclusión del amor, nos acerca a la praxis y a nuestra reflexión sobre las relaciones entre fe
y política, que deberá considerar las relaciones entre amor y política. Terminemos con una última
consideración respecto de si la razón necesita de la fe y del amor cristiano. En su famoso diálogo
con Habermas, Ratzinger se anima a sugerirlo. Sin aceptar el discurso positivista de que la gradual
eliminación y superación de la religión es el camino del progreso de la humanidad, de la libertad y
la tolerancia universal, admite la existencia de “patologías de la religión” (desde los
fundamentalismos más extremos hasta los integrismos más sutiles) para las cuales el diálogo con la
razón es una saludable cura. Pero no deja de señalar una patología que se hace cada vez más
evidente en nuestro mundo actual: la “patología de la razón”. “Antes había surgido la cuestión de
si hay que considerar la religión como una fuerza moral positiva; ahora debe surgir la duda sobre la
fiabilidad de la razón. Al fin y al cabo, la bomba atómica es un producto de la razón; al fin y al cabo,
también la producción y selección de hombres han sido creadas por la razón. En este caso, ¿no

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habría que poner a la razón bajo observación? Pero ¿por medio de quién o de qué? ¿O no deberían
quizá circunscribirse recíprocamente la religión y la razón, mostrarse una a la otra los respectivos
límites y ayudarse a encontrar el camino? (RATZINGER 2008, 43-44).
Frente a las patologías de la razón, a su hybris (con peligros tan amenazadores como la bomba
atómica y el ser humano entendido como producto), se le debe exigir que también “reconozca sus
límites y aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad” (53). “Por ello, yo
hablaría de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a
depurarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo”
(53). Pero advierte que en el actual contexto intercultural, los dos agentes principales, la fe cristiana
y la racionalidad occidental laica, no pueden desentenderse de las demás culturas y deben
escucharlas para no repetir un falso eurocentrismo. Solo con esta correlación polifónica podrá
adquirir “nueva fuerza efectiva entre los hombres lo que cohesiona la mundo” (54). Ratzinger está
hablando de los fundamentos morales y prepolíticos del estado liberal, de la necesidad de
“encontrar una evidencia ética eficaz que tenga suficiente fuerza de motivación y que sea capaz de
responder a los desafíos mencionados y ayudar a superarlos” (44).
Se sigue entonces una doble ayuda de la razón a la fe y de la fe –y el amor– a la razón. La razón
puede ayudar a la fe eliminando contradicciones erróneas o superfluas que obstaculizan y dificultan
que el mundo actual pueda comprender el Evangelio, en toda su grandeza y belleza. La razón no
puede abolir las contradicciones entre el Evangelio y los errores y pecados del hombre. La iglesia se
acerca al mundo para servirlo anunciando la Buena Nueva, evitando siempre la tentación de
mundanizarse. Existe la distancia cristiana, que preserva de cualquier acomodación o adaptación
espuria pues el Evangelio y la iglesia siguen siendo “signo de contradicción”. La razón sólo nos ayuda
a eliminar los falsos escándalos (formas que sirvieron para otras épocas y que hoy ya no tienen
vigencia) para que brille el verdadero escándalo, la cruz que es locura para los griegos y escandalo
para los judíos. La reforma propiciada por el Concilio para hacer comprensible el Evangelio al mundo
de hoy es un nuevo momento en esta larga historia entre la fe y la razón.
La fe cristiana en el reinado de Dios se vuelve a abrir paso entre el racionalismo y el fideísmo,
sorteando las distintas versiones que se repiten tanto en la modernidad ilustrada (en el positivismo
científico, en el marxismo totalitario o en el economicismo neoliberal) como en el romanticismo
posmoderno (en los fanatismos e integrismos religiosos o en los fundamentalismos seculares de
algunas versiones del ecologismo, del indigenismo, del populismo). Junto con dejarse ayudar para
impedir que en ella se den “patologías de la religión”, la fe, el amor y la esperanza cristiana pueden
ayudar a la razón contemporánea en los desafíos que enfrenta nuestro mundo. Puede ayudar a
detectar y denunciar las “patologías de la razón”, las deshumanizaciones que obstaculizan un
desarrollo integral. Puede colaborar en la búsqueda de esa “evidencia ética eficaz”, de esos
fundamentos morales y prepolíticos que no pretenden reemplazar la autonomía de la moral y de la
política, pero que si pueden enriquecer con amor nuestras búsquedas de justicia y llenar de
esperanza los anhelos de cada una de nuestras culturas.

3 Referencias Bibliográficas
Textos magisteriales
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1990; Fides et ratio, 1998.

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