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Preparación para papás y padrinos a la confirmación y Primera Comunión

Catequesis pre-sacramental

Preparación para papás y padrinos a la Confirmación y a la Primera comunión

LUNES
Tema 1: Dios el hombre

1. Introducción: Nuestra realidad: ausencia de Dios en el corazón del hombre

Bienvenidos sean todos ustedes…, me complace su presencia en esta


noche, en esta semana; los he llamado para preparar el encuentro que tendrán
sus hijos con ustedes, al recibir los sacramentos de la Confirmación y de la
eucaristía. Dispónganse en su mente, en su corazón, en su ánimo y sentimientos
para que descubran la presencia y el amor de Dios en su vida…

El proceso de prescindir de
Dios en la vida personal, social y global, suele ser casi siempre idéntico y
repetitivo, hasta desembocar en el agnosticismo y ateísmo.

Se comienza con achacar a


Dios la culpa y la responsabilidad de todo lo incomprensible que vemos o afecta
a la vida y felicidad del ser humano.

Tanto las desgracias


naturales como las humanas, ajenas o personales, el culpable es el mismo Dios.

Se duda, luego, de su
existencia. Más tarde, se llega al convencimiento de que si existiese, será
igualmente imposible el conocerle, hasta desembocar, al fin, en el ateísmo
práctico.

No queda aquí todo. En la


vida social se prescinde de Él casi por completo.

Se vive y se obra,
«como si no existiese», reduciéndole al ámbito individual, a mera
caricatura, fetiche o estorbo. Más tarde se le arrincona como algo innecesario,
obsoleto y hasta molesto. No faltan quienes le presentan como enemigo de la
verdadera libertad humana, confinando su persona al baúl de los recuerdos. Si
alguien se atreve públicamente a profesar su fe en Él, a este tal se le
ridiculiza, se le margina y se le combate por todos los medios. Así se llega,
sin darse casi cuenta, al ateísmo beligerante. A ese fantasma, fruto de la
creación, fantasía y miedos humanos, se le ataca como enemigo y rival del
hombre.
Cuanto más lejos esté su
recuerdo, más libre será el hombre, hasta desterrarle por completo de su vida.
El hombre se erige en juez, autor, realizador, principio y fin de sí mismo y de
su existencia. Se ha endiosado a sí mismo… Terminada la obra de demolición de
la fe, comenzará la obra de la suplantación de Dios por una caterva
interminable de ídolos, dioses y dio sencillos que tratarán de ocupar el vacío
inmenso que el único Dios vivo y verdadero ha dejado en el corazón y en la vida
del ateo. El proceso se ha cerrado. La conclusión es patente. El hombre es el
único dios.

Hoy, uno de tantos problemas serios en nuestros días es que pensamos


que estamos educados en la fe, cuando en realidad nos falta mucho por hacer y
conocer, como personas y como cristianos.

Vivimos un catolicismo popular debilitado por nuestra ignorancia


religiosa, que ha provocado hasta la indiferencia religiosa, o la oposición
abierta a que los miembros de su familia busquen a Dios y se salven; nos ha ido
orillando a vivir una vida sin Dios, una vida materialista y consumista… (DP
461).

Muchos de
nosotros nos hemos quedado quizá solo con algunos rezos mal aprendidos, sin
casi nada de doctrina, viviendo una vida de fe de niños, siendo ya
adultos…Hay muchas rezones de sobra para que los invitemos a tener una
preparación cristiana en la celebración de los sacramentos de sus hijos.

Urge hoy
tener un encuentro vivo personal con Jesús, que nos lleve a ser hombre o
mujeres comprometidos personalmente con Dios, capaces de participación y
comunión en el seno de la Iglesia y entregados al servicio de la salvación de
las almas. (DP 997.998.1000). ¡Hoy o se vive con devoción profética, con
energía, con alegría, la propia fe, o se pierde! (Papa Paulo VI).

Conclusión: Consecuencias de la ausencia de


Dios: El
origen de toda división es la ausencia de Dios en el corazón del hombre y de la
sociedad. En efecto, las consecuencias
más dramáticas de la ausencia de Dios en el horizonte humano, se producen en el
terreno de los comportamientos concretos de cada persona y de la sociedad en su
conjunto, en las relaciones de unos con otros o contra otros. Cuando falta Dios
en el corazón del hombre, en los miembros de nuestra familia, la armonía se
destruye, y la arrogancia, el orgullo, los celos y la rebeldía se apoderan del
espíritu, y entonces no podemos esperar más fruto que la división.

2. Uno de
los grandes enemigos en la familia la ignorancia religiosa
Muchas veces resuena la queja acerca de la
ignorancia religiosa que afecta a nuestros fieles, pero se concibe ese defecto
en términos un tanto racionalistas. La ignorancia religiosa no es sólo carencia
doctrinal, es falta de integración plena en la personalidad del cristiano de la
verdad de la fe y la vida de la gracia. Un itinerario catequístico permanente e
integral ha de ser la respuesta adecuada a este fenómeno de la expansión de las
sectas porque irá formando, plasmando, una cultura cristiana; irá renovando el
sustrato cristiano de nuestra Ciudad, parroquia y de nuestra familia.

La familia sufre en gran medida, desviaciones


morales que deforman su rostro, violentan su sacralidad y atentan su dignidad:
la ignorancia religiosa debilita los valores de la vida conyugal y la familia”.
Todo esto porque, como ha dicho Pío X, donde quiera que la inteligencia está
bloqueada por las densas tinieblas de la ignorancia, es imposible encontrar ni
recta voluntad, ni buenas costumbres (cfr. Encicl. Acerbo nimis, 15 Apr. 1905,
Pío X Acta vol. II. p. 74).

La ignorancia religiosa o la deficiente


asimilación vital de la fe dejarían a los bautizados inermes frente a los
peligros reales del secularismo, del relativismo moral o de la indiferencia
religiosa. Estos problemas graves pesan sobre la familia y la parroquia, desde
el punto de vista religioso y eclesial: la crónica y aguda escasez de
vocaciones sacerdotales, religiosas y de otros agentes de pastoral, con el
consecuente resultado de ignorancia religiosa cada vez mayor, superstición y
sincretismo entre los menos preparados; el creciente indiferentismo, si no
ateísmo, a causa del moderno secularismo

“En nuestros países la familia amenazada es


aquella que conserva su unidad, sus derechos, su dignidad y sus valores. Su
unidad es amenazada por la plaga del divorcio, de la separación y de los
conflictos matrimoniales, así como por creciente migración de sus jóvenes y de
sus fuerzas vivas para trabajar en el extranjero. Sus derechos fundamentales no
son asegurados, ni dignos. La dignidad de la familia es sometida ante las
desviaciones morales, así como por ciertas condiciones de vida que dejan sin
respuesta a algunas familias que deben vivir en la pobreza y la privación. Sus
valores son debilitados a causa de las crisis políticas, económicas, de la
seguridad pública y morales, así como a causa de la disminución de la práctica
religiosa y de la ignorancia del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia.

Pío XII, el 7 de abril de 1946, en un radio


mensaje al Congreso Catequístico en Barcelona, decía: El mundo sufre males
dolorosísimos, pero pocos tan transcendentales como la ignorancia religiosa, en
todas sus clases; urgen en la sociedad enérgicos remedios, pero pocos tan
urgentes como la difusión del Catecismo… Los padres en el calor del hogar,
los maestros en la seriedad de la escuela, los sacerdotes en el santuario del
templo y en todas partes pueden, deben prestar a la humanidad el insuperable
servicio de abrir con el Catecismo a las nuevas generaciones los tesoros de la
doctrina católica y formarlas en él, para que, bien empapadas de espíritu
cristiano, enamoradas de la verdad, de la justicia y de la caridad del
Evangelio, encendidas en el amor de Jesucristo, pueda edificarse sobre ellas la
paz futura, la única paz digna de este nombre que es la paz cristiana.

Por su parte, el 7 de noviembre de 2006, el


Papa Benedicto XVI, enumeró los estragos del “nivel espantoso” que ha alcanzado
la ignorancia religiosa y la urgencia de una evangelización que no mutile la
fe. Por esto, desde luego debemos reflexionar seriamente sobre nuestras
posibilidades de encontrar modos de comunicar, aunque de modo sencillo, los
conocimientos, a fin de que la cultura de la fe esté presente. Él habla de cuatro líneas:

1) Una fe “coherente” en la vida cristiana; es decir,


el lugar de la fe en la vida del cristiano y la relación con su actividad. Es
de desear que haya unidad entre la fe y la vida: hoy “parece natural lo
contrario, es decir, que en el fondo no es posible creer, que de hecho Dios
está ausente. En todo caso, la fe de la Iglesia parece una cosa del pasado
lejano”. Por eso, es importante tomar nuevamente conciencia del hecho de que la
fe es el centro de todo“.

Después de resaltar que la fe “es sobre todo


fe en Dios” y esta “centralidad de Dios debe estar presente de modo
completamente nuevo en todo nuestro pensar y obrar“, el Pontífice decía que
“esto es lo que anima también la acción, porque en caso contrario pueden caer
fácilmente en el activismo y se acaban vaciando”.

“Esta forma completa de la fe, expresada en


el Credo, de una fe en y con la Iglesia como sujeto vivo, en el que obra el
Señor, es la que deberíamos tratar de poner realmente en el centro de nuestras
actividades. Lo vemos también hoy muy claramente: el desarrollo, donde ha sido
promovido exclusivamente sin alimentar el alma, produce daños”.

2) Evangelización y formación teológica; es decir,


la urgencia de la evangelización, de una correcta formación en los seminarios y
facultades teológicas:

“Si no se enseña al ser humano, además de


todo lo que es capaz de hacer y todo lo que su inteligencia hace posible, a
iluminar su alma y a ser consciente de la fuerza de Dios, se aprenderá sobre
todo a destruir. Por eso, es necesario que se fortalezca nuestra
responsabilidad misionera: si somos felices de nuestra fe, nos sentimos
obligados a hablar de ella a los demás. Después, está en las manos de Dios en
qué medida podrán acogerla los hombres”.
Una cosa que a todos nos preocupa, dice
Benedicto XVI, en el sentido positivo del término, es el hecho de que la
formación teológica de los futuros sacerdotes y de los demás profesores y
anunciadores de la fe sea buena; por eso, tenemos necesidad de buenas
facultades teológicas, de buenos seminarios mayores y de adecuados profesores
de teología”.

En cuanto a la catequesis, el papa dijo, que


si por una parte, “en los últimos cincuenta años ha progresado desde el punto
de vista metodológico, por otra, se ha perdido mucho en la antropología y en la
búsqueda de puntos de referencia, de modo que a menudo no se llega ni siquiera
a los contenidos de la fe. Sin embargo, es importante que en la catequesis la
fe siga siendo plenamente valorizada y encontrar los modos para que sea comprendida
y acogida, porque la ignorancia religiosa ha alcanzado hoy un nivel espantoso“.

3) La auténtica interpretación de la Sagrada


Escritura: El Santo
Padre ha subrayado que es muy importante que “junto, con y en la exégesis
histórico-crítica, se dé realmente una introducción a la Escritura viva como
Palabra de Dios actual“.

4) La necesidad de recuperar el auténtico


sentido de la liturgia, de modo que, la comunidad, al celebrar los
sagrados misterios de nuestra fe, pueda entrar en la gran comunidad viva en la
que Dios mismo nos nutre”.

Refiriéndose a la homilía, el Santo Padre


recordó que no es “una interrupción de la liturgia, mediante un discurso, sino
que pertenece al acto sacramental, llevando la palabra de Dios en el presente
de esta comunidad”.

“Eso significa, que la homilía, de por sí,


forma parte del misterio y no puede ser sencillamente separada de él”. El Papa,
tras recordar que el celebrante debe leer la homilía afirmó: “El sacerdocio es
hermoso solamente si se cumple una misión que es una totalidad, de la que no se
puede separar una cosa u otra. Y a esta misión pertenece, desde siempre,
incluso en el culto del Antiguo Testamento, el deber del sacerdote de ligar el
sacrificio con la Palabra, que es parte integrante del mismo”.

CONCLUSIÓN

Aunque hoy, gracias a la generalización de la


enseñanza, los jóvenes han adquirido una cultura superior a la de sus padres,
en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata a
veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso
en las jóvenes generaciones.
La ignorancia religiosa o la deficiente
asimilación vital de la fe dejarían a los bautizados inermes frente a los
peligros reales del secularismo, del relativismo moral o de la indiferencia
religiosa, con el consiguiente riesgo de perder la profunda religiosidad de
vuestro pueblo, que tiene hermosas expresiones en las valiosas y sugestivas
manifestaciones cristianas de la piedad popular.

El mundo sufre males dolorosísimos, pero


pocos tan transcendentales como la ignorancia religiosa, en todas sus clases;
urgen en la sociedad enérgicos remedios, pero pocos tan urgentes como la
difusión del Catecismo. Los padres en el calor del hogar, los maestros en la
seriedad de la escuela, los sacerdotes en el santuario del templo y en todas
partes pueden, deben prestar a la humanidad el insuperable servicio de abrir
con el Catecismo a las nuevas generaciones los tesoros de la doctrina católica
y formarlas en él, para que, bien empapadas de espíritu cristiano, enamoradas de
la verdad, de la justicia y de la caridad del Evangelio, encendidas en el amor
de Jesucristo, pueda edificarse sobre ellas la paz futura, la única paz digna
de este nombre que es la paz cristiana.

Es urgente que todos, fieles cristianos,


padres de familia, religiosos y sacerdotes, nos apliquemos a educarnos y
formarnos en la fe para educar y formar en la fe, para defender nuestra fe,
asaltada no sólo por la ignorancia religiosa de no pocos, sino también por las
insidias de la superstición y del error; para ser incluso sostén de una
sociedad cristiana fundada sobre el respeto a la autoridad, la integridad de la
familia y un concepto de la vida, no como campo de placeres y de goces
materiales, sino lugar de paso para otra vida mucho mejor, que bien merece los pocos
sufrimientos, que puedan a veces suponer el cumplimiento de los más elementales
deberes.

3. “Dios nunca se ausenta”[1]

Dios no es
extraño a quien, no se extraña de Él; ¿cómo dicen que te ausentas Tú?

Quien anda
en tinieblas y vacío de pobreza espiritual, piensa que todos le faltan,
incluso, le parece que le falta Dios. Pero no le falta nada. Dios vive en
cualquier alma, aunque sea la del mayor pecador del mundo, mora y asiste
sustancialmente.

Ni la alta
comunicación, ni la presencia sensible, es cierto testimonio de su graciosa
presencia, ni la sequedad y carencia de todo eso en el alma, lo es de su
ausencia en ella.
Grande
contento es para el alma entender que nunca Dios falta al alma, aunque esté en
pecado mortal, cuánto menos de la que está en gracia.

¿Qué más
quieres, ¡ Oh alma!, y que más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus
riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu
Amado, a quien desea y busca tu alma?

“Es de saber
que Dios en todas las almas mora secreto y encubierto en la sustancia de ellas,
porque, si esto no fuera así, no podrían ellas durar. En una mora agradado, y
en otra mora desagradado. En unas mora como en su casa, mandándolo y rigiéndolo
todo, y en otras mora como extraño en casa ajena, donde no le dejan mandar nada
ni hacer nada”[2].

4. Mi vida está en las manos de Dios

“Si el Señor
no construye la casa, en vano se afanan los constructores; si Dios no guarda la
ciudad, en vano vigilan los centinelas” (Sal 127, 1-2). “Pues yo decía: por poco
me he fatigado, en vano e inútilmente mi vigor he gastado. De veras que Dios se
ocupa de mi causa, y mi Dios de mi trabajo” (Is 49, 4). En realidad, cuando la
mente y el corazón del hombre se olvidan que Dios Espíritu Santo es la fuente
de la fecundidad, la luz que ilumina la mente y el corazón, que Él es el
artífice y arquitecto, el dulce Huésped del alma, se avanza poco o nada, y la
fatiga demasiada; se pierde la paz, se puede llega a la desesperación. Por
tanto, el mejor camino es poner todo el esfuerzo humano, sin olvidarse de que
todo depende de Dios; pues, no hay parte alguna en el
hombre, que este desnuda del Espíritu Santo[3].

Padre de los
pobres, enséñanos a abandonarnos en ti, a confiar siempre en ti, dejarnos
conducir por ti, y saber que tu eres la suma fecundidad. Divino Espíritu, tu no
sólo bajas al hombre, sino que estás en el él; en efecto, tu inmensidad baja a
la pequeñez, Tú, el eterno a lo limitado; Tú, la misma santidad al pecado, la
belleza a lo que no lo es; Tú, Dios mío, te unes con la criatura miserable
hasta acercarla a ti mismo para que participe de tus perfecciones[4].

El hombre
pobre y limitado no puede nada por sí mismo, sólo Dios es el origen y el fin de
todo éxito. Todo depende de Él, y de mi respuesta con mi pobre esfuerzo. Solo
me corresponde aportar mis cinco panes, y mis dos peces, Él pone lo demás. En
realidad, “Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó,
«alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y disponiéndolo todo con
dulzura» (Sb 8, 1). Porque «todo está desnudo y patente a sus ojos» (Hb 4, 13),
incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá”[5].
Así, el Espíritu Santo habita en nuestra alma, nos santifica, y nos conduce a
las buenas obras.

MARTES

DIOS Y MISIÓN Y FIN DEL HOMBRE

1. ¿QUIÉN ES DIOS?

Llenos de
asombro, se preguntan algunos: ¿De dónde procede el mundo? ¿De dónde procede
esta vida tan diversa? ¿Quién fijó el curso de los astros, que determinan el
tiempo de verano y el de invierno, la época de siembra y de recolección, el día
y la noche? ¿Quién proporcionó su orden a las plantas y a los animales y dio
fertilidad a la tierra? ¿Quién hace brotar la vida en el seno de las madres?
¿Qué hubo al principio y qué habrá al fin?

Los que sufren


se quejan: ¿Quién hace que la tierra tiemble y que las aguas inunden las
tierras? ¿Quién retiene las lluvias para que se seque la tierra? ¿De dónde
viene la desgracia, la enfermedad y la muerte? ¿De dónde viene el mal? ¿Quién
le da poder para que llene el corazón de los hombres? ¿Triunfará al fin el mal
sobre el bien? ¿Será la muerte más poderosa que la vida?

En todo el mundo
se escuchan las mismas preguntas que angustian a los hombres. En todo el mundo
los sabios de los pueblos buscan una respuesta. Hablan del misterio de los
comienzos, de la acción de la Divinidad y de su historia con los seres humanos.
Son las historias de los comienzos.

Los sacerdotes
de Israel, iluminados por el Espíritu de Dios, formulan su fe en Dios, “Creador
del cielo y de la tierra”. Esta confesión de fe es tan importante para ellos,
que la sitúan al principio de la Biblia.

Historias de los
comienzos. Algunas veces se habla del relato de la creación al principio de la
Biblia. Y se corre así el peligro de entender erróneamente el primer capítulo
del primer libro bíblico, como si en él se narraran sucesos que ocurrieron poco
más o menos tal y como se cuentan. Por ejemplo, cuando se relata que “Dios creó
el mundo en seis días” (se habla de la “obra divina de los seis días”), no se
entiende por día el transcurso de 24 horas. Esta imagen quiere hacernos ver
claramente que con la creación de Dios comienza y transcurre el tiempo, y que
además las distintas criaturas se hallan relacionadas unas con otras. El texto,
tal como nos lo ha transmitido la Biblia, no dice cómo surgió el universo, sino
quién fue el que lo creó. El pueblo de Israel, en este poema de alabanza,
confiesa su fe en Dios, que existía antes de todo comienzo y que permanece fiel
a su creación hasta la consumación de la misma.

a) Todo procede
de Dios

“Al principio
creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1). Con esta frase comienza la Biblia.
“Al principio”, significa: cuando todavía no vivía ningún ser humano en la
tierra, ningún hombre, ninguna mujer, ningún niño, ningún animal dejaba sus huellas
en los bosques y en los campos, ningún pájaro cantaba sus trinos al amanecer,
ningún pez se deslizaba por el interior de las aguas, no había rayos del sol
que anunciaran el día, no había luna que mostrara su disco redondo en el cielo,
no había estrellas que brillaran durante la noche, no había árboles ni
matorrales ni brotaba hierba de la tierra, no había continentes, no había mar,
no existía el abajo ni la izquierda ni la derecha- al principio existía Dios:
“su Espíritu se movía sobre el agua” (Gn 1, 2).

1) Decimos:
“Creo en Dios, creador del cielo y de la tierra”, y queremos significar con
ello: El mundo y todo lo que en él hay no surgió por su propio poder o por la
casualidad. Surgió porque Dios quiso que surgiera. Sin Dios no habría vida.

2) Decimos: Dios
creó el mundo de la “nada”: creó el más diminuto átomo, el espacio cósmico más
lejano. Por eso, los hombres, aunque no sepan nada de Dios, pueden reconocer
sus huellas en las criaturas. “Pues en la grandeza y hermosura de las criaturas
se deja ver, por analogía, su Creador” (Sab 13,5).

Los hombres
investigan la “Tierra”, que es su espacio vital. Explican cómo la diversidad de
la vida se va desarrollando a lo largo de milenios. Nuestra concepción del
mundo es diferente a la de la Biblia. A la pregunta acerca del comienzo, de la
razón suprema de la vida, se dan diferentes respuestas: Nosotros no creemos en
la casualidad, sino en que el Dios vivo es la razón primordial de todos los
comienzos.

La fe en este
Dios nos proporciona una perspectiva desde la que podemos comprender el mundo y
podemos comprendernos a nosotros mismos. Puesto que creemos, podemos confiar en
que el mundo y el hombre se hallan supremamente seguros en Aquel que existía ya
al comienzo.
Dios es bueno
con nosotros; el pueblo de Israel lo experimentó muchas veces, y cada creyente
lo experimenta en su propia historia.

Alguien que
reflexionó mucho, alaba a Dios así: “Tú tienes compasión de todos, porque todo
lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan.
¿Cómo existiría algo si tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo
hubieras creado? ¡Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque todas son
tuyas, Señor, amigo de la vida!” (Sab 11,23.25-26)

Dios: Padre,
Hijo y Espíritu Santo: Nosotros los cristianos alabamos a Dios Padre, Creador
del cielo y de la tierra. Alabamos a Jesucristo, el Hijo de Dios, que desde
siempre está unido con el Padre, porque es el Verbo (o la Palabra), por el cual
todas las cosas fueron hechas (Jn 1,1-3). Alabamos al Espíritu Santo de Dios,
que en el principio se movía sobre las aguas primordiales (Cfr. Gn 1,2),
concede graciosamente la vida y la conserva a través del tiempo del mundo.
Nosotros oramos así: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

La concepción
del mundo: En la época en que se escribieron los libros bíblicos, se pensaba
que la tierra es un disco redondo que sobre columnas se asienta sobre el fondo
del mar. Debajo de la tierra está la región de los muertos; encima de ella, la
bóveda del cielo, que separa las aguas de arriba de las de abajo. De arriba cae
la lluvia sobre la tierra seca. «El cielo y la tierra’ significan: el
universo entero.

b) El hombre
procede de Dios

El hombre llegó
tarde a la Tierra. Mucho tiempo antes que él existía ya el agua y la tierra
seca, las plantas y los animales. Israel confiesa: En el sexto día, en el
último de sus obras, Dios creó al hombre. Al hombre que vive con las plantas y
los animales y que, no obstante, es “diferente” y es “más” que ellos. Eso
quieren decirnos los sacerdotes de Israel cuando afirman: Dios creó al hombre a
su imagen.

Dios creó al ser


humano como hombre y mujer, para que fueran compañeros el uno del otro y se
ayudaran mutuamente. En el amor mutuo llegan a ser enteramente humanos, los dos
juntos transmiten la vida, sus conocimientos, su experiencia, su amor. Puesto
que el ser humano, hombre y mujer, es semejante a Dios, es capaz de conocer y
amar a los animales, a sus semejantes y a Dios.

El ser humano
puede descubrir e investigar la Tierra, servirse de ella y transformarla. Pero
puede también echarla a perder y destruirla. Se considera a sí mismo, con
razón, como Señor de la tierra. Él no se “engrandeció” a sí mismo. Dios destinó
a las últimas de sus criaturas para que fuesen las primeras, a fin de que se preocuparan
no sólo de sí mismas y de sus propios hijos, sino también de todo lo que crece
sobre la tierra.

Dios encarga a
los seres humanos que sean compañeros fieles de los animales y de las plantas;
que protejan y defiendan la vida; que no exploten la tierra sino que la guarden
y conserven; que proporcionen a cada criatura lo que ella necesita. El hombre y
la mujer, conjuntamente, son responsables de la tierra. El hombre y la mujer
son semejantes a Dios.

Señor, nuestra
Tierra es sólo un pequeño astro en el gran universo. De nosotros depende el
convertirlo en un planeta cuyas criaturas no se vean azotadas por las guerras,
atormentadas por el hambre y el miedo, divididas por la absurda separación por
razas, color de la piel o ideologías.

Concédenos el
valor y la previsión para comenzar hoy mismo esta tarea, a fin de que nuestros
hijos y los hijos de nuestros hijos lleven un día con orgullo el nombre de
seres humanos.

c) El bien o el
mal, la vida o la muerte

Alabamos a Dios.
Él creó la tierra. Toda vida procede de Él. Y toda vida es buena. Así lo
creemos con fe, y no obstante experimentamos que en nuestro mundo, en nuestro
mismo interior, el mal es poderoso. En todas partes podemos encontrar las
huellas del Dios bueno, pero también los vestigios del mal, incluso dentro del
propio corazón.

Hay pueblos que


creen que hay dos dioses que luchan entre sí: un dios bueno y un dios malo. Con
el pueblo de Israel nosotros creemos con fe en un solo y único Dios. Él creó
toda vida, y quiere que sus criaturas le sirvan con libertad. Sin embargo, esas
criaturas abusan de su libertad y no quieren servir.
En Israel se
cuenta que, entre los ángeles a los que Dios creó para que estuvieran cerca de
Él y contemplaran su gloria, hay algunos que se rebelan contra su Señor. No pueden
permanecer cerca de Dios, vienen al mundo de los hombres y traen consigo el
mal. Sobre todo el primero entre ellos, a quien se llama diablo, trata de
apartar de Dios a los hombres, de ponerlos de su lado. El mal seduce, advierte
San Pedro, y el hombre es débil. Por eso: “Vivan con sobriedad y estén alerta.
El diablo, su enemigo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar.
¡Háganle frente con la firmeza de la fe!” (1 Pe 5,8-9).

Creemos con fe
que Dios, en el último Día, cuando él haga que el mundo llegue a su
consumación, destruirá los poderes del mal. Entonces comienza la vida nueva y
definitiva (Cfr. Ap 20,7-14).

Pero, mientras
dura el tiempo del mundo, el mal sigue haciendo de las suyas con los hombres.
El hombre es libre: puede ponerse del lado de Dios, oír su palabra, llegar a
ser socio y colaborador de Dios. Pero puede ponerse también del lado del
diablo, obrar lo que es malo para sí mismo y para el mundo.

En la Biblia se
nos transmite una historia clave sobre Adán y Eva, los “primeros seres humanos”.
Una historia que se refiere a todos los hombres, cualquiera que sea el momento
o el lugar en que vienen al mundo.

Eva conoce muy


bien el mandamiento divino. Sabe que se trata de vida o muerte. Y, sin embargo,
ella escucha la voz del tentador: «ser como Dios…, ser conocedor del
bien y del mal»; todo eso parece apetecible. Eva come del fruto del árbol
prohibido, y se lo da a comer también a Adán. A Adán y a Eva se les abren los
ojos; conocen su propia miseria, su propia debilidad. Se ocultan de Dios y
tienen miedo de Aquel que es su amigo.

A través de Eva,
la madre de todos los seres humanos que viven, todos sus descendientes llegan a
ser partícipes de la culpa (pecado original). Una dura herencia. Los seres
humanos estarían perdidos si Dios no los amara y no continuara siéndoles fiel.

“¿De dónde vendrá mi auxilio?

Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

No te dejará caer, tu guardián no duerme;

no duerme ni reposa el guardián de Israel.


El Señor es tu guardián, tu sombra protectora.

El Señor te protege de todo mal,

Él protege tu vida:

Él te protege cuando sales y regresas,

ahora y por siempre” (Sal 121,2-5.7-8)

Ángeles: Seres
espirituales que rodean el trono de Dios, y alaban y adoran a Dios. Por encargo
de Dios, guardan y protegen a los seres humanos. Por eso, se habla de “ángeles
custodios” (Sal 91,11). Dios envía ángeles a la Tierra como mensajeros suyos.
Gabriel dice a María que ella está elegida para ser la Madre de Jesús. En la
noche santa de la Navidad, unos ángeles cantan las alabanzas de Dios en los
campos cercanos a Belén.

El diablo: La
Biblia aplica muchos nombres al adversario de Dios. En todos ellos se expresan
sus obras malvadas: Satanás, Tentador, Príncipe de las tinieblas, Padre de la
mentira, Príncipe de este mundo.

Pecado original,
pecado hereditario, culpa hereditaria: Esta expresión significa la continuada
acción de aquel pecado que, desde el principio, pesa sobre la historia del
hombre con Dios. Todos los seres humanos son “herederos” de esa culpa. “Como
consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus
fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e
inclinada al pecado”[6].

2. ¿PARA QUE NOS HIZO DIOS?

Dios, felicidad del


hombre[7]

El pensamiento de san
Agustín sobre el tema de Dios como felicidad del hombre

“Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género


humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes
de que sea plenamente enunciada”[8].
“¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco
la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive
de mi alma y mi alma vive de ti”[9].

“El deseo de la felicidad verdadera aparta al


hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud
en la visión y la bienaventuranza de Dios. ‘La promesa de ver a Dios supera
toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos
los bienes que se pueden concebir”[10]. El será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos
sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este
amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos”[11].

a) El objeto de la felicidad: sus condiciones

“Todos deseamos vivir felices. No hay nadie en el género humano que no


esté conforme con este pensamiento, aun antes de haber yo acabado su expresión.
Ahora bien, según mi modo de ver, no puede llamarse feliz el que no tiene lo
que ama, sea lo que fuere; ni el que tiene lo que ama, si es pernicioso; ni el
que no ama lo que tiene, aun cuando sea lo mejor. Porque el que desea lo que no
puede conseguir, vive en un tormento. El que consigue lo que no es deseable, se
engaña. Y el que no desea lo que debe desearse’ está enfermo. Cualquiera de
estos tres supuestos hace que nos sintamos desgraciados, y la desgracia y la
felicidad no pueden coexistir en un mismo hombre. Por lo tanto, ninguno de
estos seres es feliz. Quédanos otra cuarta solución, y es, a mi parecer, que la
vida es feliz cuando se posee y se arna lo que es mejor para el hombre. ¿En qué
está el disfrutar una cosa sino en tener a mano lo que se ama? No hay nadie que
sea feliz si no disfruta aquello que es lo mejor, y todo el que lo disfruta es
feliz; por lo tanto, si queremos vivir felices, debemos poseer lo que es mejor
para nosotros”[12].

b) La felicidad está en la perfección del alma

1) Lo mejor para el hombre.


«Síguese de lo dicho que debemos buscar lo mejor para el hombre. Esto,
desde luego, no puede ser cosa alguna que sea peor que él, porque lo que sea
peor que él lo envilecería… ¿Será quizás otro hombre como él? Pudiera serlo,
si no hubiese nada superior al hombre y susceptible de ser gozado por éste.
Pero, si encontramos algo más excelente que pueda ser objeto del amor del
hombre, no habrá duda de que debe el hombre esforzarse en conseguirlo para ser
feliz.. Pues si la felicidad consiste en conseguir aquel bien que no tiene ni
puede tener superior, a saber, el bien optimo, ¿cómo podremos decir que lo es
la persona que no ha alcanzado su bien supremo? ¿Y cómo puede haber alcanzado
el bien supremo si hay algo mejor a lo que pueda llegar?»

2) La felicidad del hombre es la


felicidad del alma. “Además, este bien debe ser de tal condición que no se
pueda perder contra nuestra voluntad, porque nadie puede confiar en un bien si
teme que se lo quiten aun queriendo conservarlo y abrazarse a él. El que no
está seguro en el bien de que goza, no puede ser feliz mientras vive con ese
temor» (ibid., 3,5). Debemos, pues, buscar qué es lo que hay mejor para el
hombre. Ahora bien, el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, y, desde luego,
la perfección del hombre no puede residir en este último (ibid., 4,6). La razón
es fácil: el alma es muy superior a todos los elementos del cuerpo, luego el
sumo bien del mismo cuerpo no puede ser ni su placer, ni su belleza, ni su
agilidad. Todo ello depende del alma, hasta su misma vida. Por tanto, si
encontrásemos algo superior al alma y que la perfeccionara, eso seria el bien
hasta del mismo cuerpo. Suponed que un auriga alimente, cuide y guie a sus
caballos siguiendo mis consejos, ¿no soy yo el bien de esos caballos? Luego lo
que perfeccione al alma será la felicidad del hombre”[13].

c) La felicidad es Dios. Nadie duda que la virtud es la perfección del


alma.

Ahora bien, esta virtud, o es el alma misma, o es algo fuera de ella.


Decir que la virtud es el alma misma equivale a un absurdo, porque el alma
imperfecta, sin virtud, encontraría su perfección en poseerse a si misma, esto
es, en poseer una cosa imperfecta. Luego la virtud es algo que está fuera del
alma, y si no queréis darle este nombre porque lo reserváis para los hábitos y
cualidades de la misma alma, entonces me referiré a aquello que hace que la
virtud sea posible (ibid., 6,9). “Esto que confiere al alma que la busca, la
virtud y la sabiduría, o es un hombre sabio o es Dios”. El hombre no lo es,
porque falla aquella condición de la inamisibilidad; “queda, pues, sólo Dios.
El seguirlo está bien; el conseguirlo, no sólo bien, sino que es vivir feliz”.
Evidentemente me dirijo a aquellos que creen en Dios (ibid., 6,10). Bien claro
nos lo dice la Sagrada Escritura: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu
corazón, con toda tu alma (Mt. 22,23). ¿Quieres más? Sí quisiera, si fuera
posible. ¿Qué te dice Pablo? Dios hace concurrir todas las cosas para el bien
de los que le aman… Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?… ¿La
tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre?, ¿La desnudez? (Rm 8,
28~35). En Dios tenemos el compendio de todos los bienes. Dios es nuestro sumo
bien. Ni debemos quedarnos más bajo ni buscar más arriba. Lo primero seria
peligroso; lo segundo, imposible”[14].
d) Deseo innato de la felicidad

La sabiduría, el conocer y poseer la verdad, es la felicidad para San


Agustín. La opinión de los hombres es muy diferente acerca de dónde se
encuentra la verdadera sabiduría; unos la colocan en el arte militar, otros en
sus negocios, etc. “Si, pues, consta que todos queremos ser bienaventurados,
igualmente consta que todos queremos ser sabios, porque nadie que no sea sabio
es bienaventurado, y nadie es bienaventurado sin la posesión del bien sumo, que
consiste en el conocimiento y posesión de aquella verdad que llamamos
sabiduría. Y así como, antes de ser felices, tenemos impresa en nuestra mente
la noción de felicidad, puesto que en su virtud sabemos y decimos con toda
confianza, y sin duda alguna, que queremos ser dichosos, así también, antes de
ser sabios, tenemos en nuestra mente la noción de la sabiduría, en virtud de la
cual, cada uno de nosotros, si se le pregunta si quiere ser sabio, responde sin
sombra de duda que sí, que lo quiere”[15].

e) La felicidad consiste en conocer y poseer a Dios

San Agustín dedica el capítulo 12 del libro Sobre el libre albedrío a


demostrar la existencia de una verdad fuera de nuestra inteligencia y superior
a ella. Basa su prueba en el hecho de que diversas inteligencias ven una misma
verdad, y, por otra parte, esas inteligencias son tornadizas, y la verdad,
inmutable. Por lo tanto, existe una verdad superior a nuestra razón. Esa verdad
debe de ser nuestro sumo bien.

1) Varios géneros de felicidad


insatisfactorios. “Te prometí demostrarte… que había algo que era mucho
más sublime que nuestro espíritu y que nuestra razón. Aquí lo tienes: es la
misma verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella, y alégrate en el Señor y te
concederá las peticiones de tu corazón (Sal 37,4). Porque ¿qué más pides tú que
ser dichoso? ¿Y quién más dichoso que el que goza de la inconcusa, incomnutable
y excelentísima verdad?”… “Los hombres dicen que son felices cuando tienen
entre sus brazos los cuerpos hermosos, ardientemente deseados, ya de las
cónyuges, ya de las meretrices, ¿y dudamos nosotros llegar a ser felices
abrazándonos con la verdad? Se tienen los hombres por felices cuando, secas las
fauces por el ardor de la sed, llegan a una fuente abundante y salubre, o
cuando, hambrientos, encuentran una comida o cena bien condimentada, ¿y negaremos
nosotros que somos felices cuando la verdad sacia nuestra sed y nuestra
hambre?”… “Con frecuencia oímos decir a muchos que son dichosos porque se
acuestan entre rosas y otras flores, o también porque recrean su olfato con los
perfumes más aromáticos; pero ¿qué cosa hay más aromática y agradable que la
inspiración de la verdad? ¿Y dudamos proclamar que somos bienaventurados cuando
ella nos inspira?”… “Muchos hacen consistir la bienaventuranza de la vida en el
canto de la voz humana y en el sonido de la lira y de la flauta, y cuando estas
cosas les faltan se consideran miserables y cuando las tienen saltan de
alegría; y nosotros, sintiendo en nuestras almas suavemente y sin el menor
ruido el sublime, armonioso y elocuente silencio de la verdad, si así puede
decirse, ¿buscaremos otra vida más dichosa y no gozaremos de la tan cierta y
presente a nuestras almas?”… “Cuando los hombres encuentran sus delicias en
contemplar el brillo del oro y de la plata, el de las piedras preciosas y de
los demás colores, o en la contemplación del esplendor y encanto de la misma
luz que ilumina nuestros carnales ojos, ora proceda ella del fuego de la
tierra, ora de las estrellas, o de la luna, o del sol, y de este placer no les
aparta ni la necesidad ni molestias de ningún género, y les parece que son
dichosos, y por gozar de ellas quisieran vivir siempre, ¿temeremos nosotros
hacer consistir la vida bienaventurada en la contemplación del esplendor de la
verdad?”

2) La verdad, suprema felicidad “Todo


lo contrario, y puesto que en la verdad se conoce y se posee el bien sumo, y la
verdad es la sabiduría, fijemos en ella nuestra mente y apoderémonos así del
bien sumo y gocemos de él, pues bienaventurado el que goza del sumo
bien…» «Esta, la verdad, es la que contiene en sí todos los bienes
que son verdaderos, y de los que los hombres inteligentes, según la capacidad
de su penetración, eligen para su dicha uno o varios. Pero así como entre los
hombres hay quienes a la luz del sol eligen los objetos, que contemplan con
agrado, y en contemplarlos ponen todos sus encantos y quienes, teniendo una
vista más vigorosa, más sana y potentísima, a nada miran con más placer que al
sol, que ilumina también las demás cosas, en cuya contemplación se recrean los
ojos más débiles, así también, cuando una poderosa inteligencia descubre y ve
con certeza la multitud de cosas que hay inconmutablemente verdaderas, se
orienta hacia la misma verdad, que todo lo ilumina, y, adhiriéndose a ella,
parece como que se olvida de todas las demás cosas, y, gozando de ella, goza a
la vez de todas las demás, porque cuanto hay de agradable en todas las cosas
verdaderas lo es precisamente en virtud de la misma verdad”.

3) Libertad, felicidad y verdad


supremas. “En esto consiste también nuestra libertad, en someternos a esta
verdad suprema; y esta libertad es nuestro mismo Dios, que nos libra de la
muerte, es decir, del estado de pecado. La misma verdad hecha hombre y hablando
con los hombres, dijo a los que creían en ella: Si fuereis fieles en guardar mi
palabras seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres (Jn 8,31-32). De ninguna cosa goza el alma con libertad
sino de la que goza con seguridad”[16].

4) Dios, supremo bien del hombre.


En resumen, “el que busca el modo de conseguir la vida feliz, en realidad no
busca otra cosa que la determinación de ese fin bueno en orden a alcanzar un
conocimiento cierto e inconcuso de ese sumo bien del hombre, el cual no puede
consistir sino en el cuerpo, o en el alma, o en Dios; o en dos de estas cosas o
en todas ellas. Una vez que hayas descartado la hipótesis de que el supremo
bien del hombre puede consistir en el cuerpo, no queda más que el alma y Dios.
Y si consigues advertir que al alma le ocurre lo mismo que al cuerpo, ya no
queda más que Dios, en el cual consiste el supremo bien del hombre. No porque
las demás cosas sean malas, sino porque bien supremo es aquel al que todo lo
demás se refiere. Somos felices cuando disfrutamos de aquello por lo cual se
desean los otros bienes, aquello que se anhela por si mismo y no por conseguir
otra cosa. Por lo tanto, el fin se halla cuando no queda ya nada por correr no
hay referencia ulterior alguna. Allí se encuentra el descanso del deseo, la
seguridad de la fruición, el goce tranquilísimo de la buena voluntad”[17].

f) Inclinación sobrenatural a Dios

El deseo sobrenatural y la necesidad que tenemos de Dios, nos muestra,


que Dios es nuestro fin. San Agustín se imagina aquella escena del Génesis en
que el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas, como símbolo del Espíritu
Santo, moviéndose sobre el abismo de nuestras almas e impulsándolas hacia
arriba.

“¿Qué diré de ese peso de los deseos que nos empuja hacia el abismo
negro, y del modo como nos levanta el Espíritu Santo, que se mueve sobre las
aguas? ¿Cómo explicaré que nos hundimos y que flotamos? ¿Qué semejanza
encontraré?.. . Son nuestros afectos, son nuestros amores, son las inmundicias
del espíritu humano, que se escurre hacia abajo con el amor de los cuidados y
es tu santidad la que nos sube con el amor de la seguridad, para que elevemos
nuestro corazón a ti y alcancemos aquel descanso supereminente después que
nuestra alma haya atravesado estas aguas que no tienen consistencia (Sal
123,5)”[18].
“Resbalan los ángeles, resbala el alma del hombre, y todas las criaturas
espirituales caerían en el abismo profundo y tenebroso si tú no hubieses dicho
desde un principio Hágase la luz (Gen. 1.3), Y la luz se hubiera hecho… Y
esta misma miserable inquietud de las almas que resbalan y que nos muestra sus
tinieblas, una vez desnudas del vestido de tu luz, nos enseña suficientemente
la grandeza de la criatura racional que no puede conseguir el descanso feliz
con nada que sea menos que tú y, por lo tanto, nunca en sí misma. Tú, Dios mío,
iluminarás nuestras tinieblas (Sal 17, 29)…, pues de ti nacen nuestros
vestidos, y nuestras tinieblas serán como mediodía (Sal 138, 12). Me entregué a
ti, Dios mío, vuelve a mí; yo te amo, y si te amo poco, te amaré más. No puedo
medir y saber cuánto amor tuyo me falta para llegar a la suficiencia y que mi
vida alcance tus abrazos y no se separe de ti hasta que pueda esconderme en tu
rostro (Sal. 30, 21). Sólo sé una cosa, que me va mal fuera de ti, y no sólo
fuera de ti, sino hasta en mí mismo, y toda riqueza que no sea mi Dios es pobreza
para mí”[19].

g) La felicidad exige la eternidad.

“Tarde te he amado, ¡oh Hermosura tan antigua y tan nueva!; tarde te he


amado, y te tenía dentro, y yo andaba fuera y te buscaba allí y me desparramaba
por las cosas hermosas que tú hiciste. Tú estabas conmigo y yo no estaba
contigo. Me sujetaba lejos de ti todo aquello que, si no hubiese estado en ti,
hubiera perdido el ser. Y tú me llamaste y tú gritaste y rompiste mi sordera;
brillaste, resplandeciste y desvaneciste mi ceguedad; despediste tu fragancia y
pude guiar mi espíritu, y ahora te anhelo. Gusté de ti y tengo hambre y sed. Me
tocaste, y me ha colmado tu paz”[20].
“Cuando me uno a ti totalmente, no sufro dolores ni trabajos; mi vida se llena
toda de ti, pero, como quiera que tu levantas a los que llenas y ahora no estoy
lleno, me soy una carga para mí mismo. Batallan las alegrías mías, que merecen
llorarse, con las penas que debían alegrar, y yo no sé distinguir hacia qué
parte se inclina la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Compadécete de mí! Pelean mis
tristezas malas con las alegrías buenas, y no sé en qué parte está la victoria.
¡Ay de mí, Señor! ¡Compadécete de mí! ¡Ay de mí! No escondo mis heridas. Tú
eres el médico, y yo el enfermo; tú el misericordioso, y yo el mísero. ¿No es
acaso una tentación la vida humana en esta tierra? (Job 7,1). ¿Hay quien desee
sus molestias y dificultades? Tú mismo me mandas que las soporte, pero no que
las ame. Nadie ama lo que soporta, aunque ame el tolerarlo. Si bien se alegran
de su paciencia, preferirían que no existiera lo que la ocasiona. En medio de
la adversidad deseo la prosperidad; en la prosperidad temo la adversidad. Y en
medio de todo ello, ¿como no va a ser tentación la vida humana? ¡Ay, una y mil
veces, de las prosperidades del siglo, del temor de la adversidad y de la
corrupción de la alegría!”[21].

h) La gloria, esperanza de los hijos adoptivos

1) Hijos de dios en la esperanza.


Haznos ver, ¡oh Dios!, tus piedades y danos tu ayuda salvadora (Sal 84, 8).
Danos tu misericordia, que no es otra cosa sino Cristo, el pan que bajó del
cielo. Nos dio a Cristo, pero a Cristo hombre, y el que nos lo dio hombre, nos
lo ha de dar también como Dios. A los hombres les dio un hombre, porque no
podían verle de otra manera. A Cristo Dios ningún hombre puede verle. Se hizo
hombre para los hombres; se reserva en cuanto Dios para los dioses. ¿Estoy
hablando quizá soberbiamente? Lo sería si El mismo no hubiese dicho: Sois
dioses, sois hijos del Altísimo (Sal 81, 6, y Jn. 10, 34). La adopción divina
nos renueva, nos trueca en hijos de Dios. Por ahora lo somos, pero sólo por la
fe y en la esperanza, no en la realidad… Ahora creemos lo que no vemos; pero,
permaneciendo firmes en creer lo que no se ve, conseguiremos ver lo que
creemos. Por eso Juan en su Epistola nos dice: Ahora somos hijos de Dios,
aunque no se ha manifestado lo que hemos de ser (1 Jn. 3, 2). ¿Cómo no saltaría
de gozo un pobre peregrino, desconocedor de su familia, hambriento y lleno de
calamidades, si de repente se le dijera: Eres hijo de un senador, tu padre nada
en riquezas y te llama? ¿Cuál no seria su alegría sI estas promesas no fueran
falsas? Pues ahí tenéis que un Apóstol de Cristo, que no miente, se os acerca y
dice: ¿Por que desesperáis, por qué os afligís y os quebrantáis de pena, por
qué os empeñáis en vivir en la miseria de estos placeres siguiendo vuestras
concupiscencias? Tenéis un Padre, tenéis una patria, tenéis un patrimonio.
¿Quien es el Padre? Somos hijos de Dios. ¿Por qué, pues, no vamos a nuestro
Padre? Porque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. ¿Y qué seremos?
Seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es”[22].

2) Hermosura de Dios. Pero


quizás veamos al Padre y no a Cristo. “Oye a Cristo: El que me ve a mí, ve a mi
Padre (Jn. 14, 9). Cuando se ve al Dios único, se ve a la Santísima Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo… Meditad, hermanos, aquella hermosura. Todas
estas cosas que veis y que amáis, las hizo El y si son hermosas, ¿qué no será
El mismo? Si son grandes, ¿cuán grande será El? Sírvanos todo esto que amamos
para encendernos en deseos mayores de El y, despreciándolas, amarle… ¡Oh
Señor!, danos a tu Cristo, conozcamos a tu Cristo, veamos a tu Cristo, no como
lo vieron los judíos que lo crucificaron, sino como lo ven los ángeles, que lo
ven y gozan”[23].

i) Tranquilidad eterna del cielo

1) felicidad tranquila del cielo.


“¿Qué recibirán los buenos?… Os he dicho que estaremos a salvo, viviremos
incólumes, gozaremos la vida sin pena, sin hambre, sin sed, sin defecto alguno,
con los ojos limpios para la luz. Todo eso os he dicho y, sin embargo, me he
callado lo principal. Veremos a Dios, y ésta es tan gran cosa, que en su
comparación todo lo anterior es nada… A Dios no puede vérsele ahora tal y
como es. Sin embargo, le veremos, por eso se dice que el ojo no vio ni el oído
oyó, pero lo verán los buenos, lo verán los piadosos, lo verán los
misericordiosos”[24].

2) Felicidad eterna “¿Y qué,


hermanos? Si os preguntase si queréis ser felices, si queréis vivir sanos,
todos me contestaríais que desde luego. Pero una salud y una vida cuyo fin se
teme, no es vida. Eso no es vivir siempre, sino temer continuamente Y temer
continuamente es ser atormentado sin interrupción y si vuestro tormento es
sempiterno, ¿dónde está la vida eterna? Estamos muy seguros de que una vida,
para ser feliz, necesita ser eterna; de lo contrario, no sería feliz ni aun
siquiera vida, porque, si no es eterna, si no se colma con una saciedad
perpetua, no merece el nombre ni de felicidad ni de vida…

Cuando lleguemos a aquella vida prometida al que guarde los


mandamientos, ¿habré de decir que es eterna? ¿Habré de decir que es feliz? Me
basta con decir que es vida porque es vida, es eterna y es feliz. Y cuando la
alcancemos podemos estar seguros de que no ha de fenecer. Pues si, una vez
llegados a ella, estuviéramos inciertos sobre su futuro temeríamos, y donde hay
temor hay tormento, no del cuerpo sino de lo que es más grave, del corazón, y
donde hay tormento, ¿cómo podrá haber felicidad? Luego bien seguro es que
aquella vida es eterna y no se acabará porque viviremos en aquel reino del que
se ha dicho que no tiene fin (Lc. 1,33)”[25].

3) Saciedad insaciable
“Saciedad insaciable, sin cansancio; siempre hambrientos y siempre saciados.
Oye dos sentencias de la Escritura: Los que me comen tendrán más hambre de mí,
y los que me beben quedarán sedientos (Si 24,21). Y para que no pienses que
allí puede haber necesidad o hambre, oye al Señor: Quien bebe de esa agua,
volverá a tener sed (Jn 4,13). Pero me preguntas: ¿cuándo será esto? Cuando
quiera que sea, tú espera al Señor, ten paciencia, obra virilmente y ensánchese
tu corazón: falta menos de lo que ha pasado”[26].

j) Exhortación final

San Agustín comenta las palabras del Apóstol: “Alégrense siempre en el


Señor” (Fil 4.4-6). “El Apóstol nos manda alegrarnos, pero no en el siglo, sino
en el Señor. Hay dos gozos diferentes: uno es el gozo de este siglo y otro el
gozo de Dios. Hay dos gozos de Dios: uno en esta vida y otro en el cielo. Pero
¿como no me podré alegrar con el gozo de este siglo, si vivo en él?
Levantándome sobre este mundo y pensando en Cristo. Cristo está cerca”.

1) Dios y el hombre. “¿Puede


haber dos cosas más lejanas y remotas que Dios y los hombres, el inmortal y los
mortales, el justo y los pecadores?… Muy lejos estaba de nosotros, mortales y
pecadores, el que era inmortal y justo, pero descendió hasta la tierra para
estar muy cercano el que vivía lejos. ¿Y qué hizo? Él tenía dos bienes, y
nosotros dos males. El, dos bienes: la justicia y la inmortalidad; nosotros,
dos males: la iniquidad y la muerte. Si hubiese asumido nuestros dos males,
hubiese sido como uno de nosotros y hubiera necesitado también un liberador.
¿Qué hace, pues, para ser próximo a nosotros? Próximo quiere decir no igual a
nosotros, sino cercano. Considera dos cosas: es justo y es inmortal. En
nuestros dos males, uno es la culpa y el otro la pena. La culpa consiste en ser
malos; la pena, en ser mortales. El, para hacerse próximo a nosotros tomó
nuestra pena, pero no nuestra culpa, y si tomó ésta fue para borrarla, no para
obrarla… Permaneciendo justo, recibió la mortalidad, y asumiendo la pena,
pero no la culpa, borró la culpa y la pena”.

2) La alegría del siglo y el gozo


de Dios. “¿Cuál es el gozo de este siglo? Gozarse en el mal, en la torpeza,
en la fealdad, en la deformidad; en todo esto se goza el siglo… Te lo diré
brevísimamente: La alegría del siglo es la maldad impune”. Viven los hombres en
medio de sus delitos, y si no les sobreviene un castigo, se consideran felices.
«He aquí la alegría del siglo, pero Dios no piensa como el hombre; sus
pensamientos son muy distintos”. “Somos hijos. ¿Cómo lo sabemos? Porque murió
por nosotros el Unigénito, para no seguir siendo uno solo. No quiso ser uno
solo el que murió solo. El Hijo único de Dios engendró otros muchos hijos de
Dios… ¿Dudaréis que va a repartir sus bienes el que no se creyó indigno de
recibir nuestros males? Luego, hermanos, gozaos en el Señor y no en este siglo,
esto es, gozaos en la verdad y no en la iniquidad; gozaos en la esperanza de la
eternidad y no en la flor de la vanidad. Por lo tanto, dondequiera que se
encuentren, sepan que el Señor está próximo (Fil 4,5)”.

MIÉRCOLES

JESÚS

1. JESÚS, ÚNICO CAMINO DE SALVACIÓN

La solución de la humanidad está en Jesús[27]

La fe de la
Iglesia, fundamentada en la revelación, en su mismo Fundador, revelación total
del Padre, proclama, que Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, en
su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la
historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro. Al respecto,
los apóstoles proclamen con todo coraje: “en ningún otro hay salvación, pues
ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el
cual podamos ser salvos” (Hech 4, 12).

Presentamos
algunos testimonios del Nuevo Testamento, cumplimiento de las promesas de
salvación del Antiguo: “El Padre envió a su Hijo, como salvador del mundo” (1
Jn 4,14); “He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn
1,29). En su discurso ante el sanedrín, Pedro, para justificar la curación del
tullido de nacimiento realizada en el nombre de Jesús (Cfr. Hch 3,1-8),
proclama: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el
que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12). El mismo apóstol añade además que “Jesucristo
es el Señor de todos”; “está constituido por Dios juez de vivos y muertos”; por
lo cual “todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los
pecados” (Hch 10,36.42.43).

San Pablo,
dirigiéndose a la comunidad de Corinto, afirma que “…para nosotros no hay más
que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual
somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual
somos nosotros” (1 Co 8,5-6). También el apóstol Juan afirma: “Porque tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no
perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al
mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn
3,16-17).

En el Nuevo
Testamento, la voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente
conectada con la única mediación de Cristo: “Dios quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo
Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre
también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm 2,4-6). 8.

En el plan
dispuesto por la Providencia de Dios, Jesús de Nazaret lleva un nombre que
alude a la salvación: “Dios libera” porque Él es en realidad lo que el nombre
indica, es decir, el Salvador. Lo atestiguan algunas frases que se encuentran
en los llamados Evangelios de la infancia, escritos por Lucas: “…nos ha
nacido… un Salvador” (Lc 2, 11), y por Mateo: “Porque salvaría al pueblo de
sus pecados” (Mt 1, 21). Son expresiones que reflejan la verdad revelada y
proclamada por todo el Nuevo Testamento. Escribe, por ejemplo, el Apóstol Pablo
en la Carta a los Filipenses: “Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un
nombre, sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble la rodilla y
toda lengua confiese que Jesucristo es Señor (Kyrios, Adonai) para gloria de
Dios Padre” (Flp 2, 9-11)[28].

Basados en
esta conciencia del don de la salvación, único y universal, ofrecido por el
Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (Cfr. Ef 1,3-14), los
primeros cristianos se dirigieron a Israel mostrando que el cumplimiento de la
salvación iba más allá de la Ley, y afrontaron después al mundo pagano de
entonces, que aspiraba a la salvación a través de una pluralidad de dioses
salvadores. Este patrimonio de la fe ha sido propuesto una vez más por el
Magisterio de la Iglesia: “Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por
todos (Cfr. 2 Co 5,15), da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a
fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el
cielo a la humanidad otro nombre en el que sea posible salvarse (Cfr. Hch
4,12). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia
humana se halla en su Señor y Maestro”[29].

Debe ser,
por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad
salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para
siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de
Dios. Desde el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido
que Jesucristo posee la plenitud de la salvación, que Él sólo, como Hijo de
Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida
del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la
revelación (Cfr. Mt 11,27) y la vida divina (cf. Jn 1,12; 5,25-26; 17,2) a toda
la humanidad y a cada hombre. “Más aún: precisamente este Hijo unigénito el
Padre “lo ha dado, a los hombres para la salvación del mundo, con el fin de que
el hombre alcance la vida eterna en Él y por medio de Él” (Cfr Jn 3, 16)[30].

Jesús es, por


consiguiente, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos.
Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: “El Verbo de
Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a
todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana,
punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la
civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total
de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a
su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos”[31].
“Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un
significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es
el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el
Último, el Principio y el Fin” (Ap 22,13)”[32].

Cristo
siempre sale a nuestro encuentro; y lo hace no sólo para salvarnos, sino para
convertirnos en testigos suyos. Efectivamente nuestra fe en Él no puede ser
guardada cobardemente en nuestro interior. El Señor nos quiere como testigos
suyos en el mundo, hasta el último rincón de la tierra, para que proclamemos a
todos lo misericordioso que ha sido el Señor para con nosotros, y les ayudemos
a encontrarse con Él. Muchas veces tal vez hemos quedado deslumbrados y
enceguecidos por las cosas mundanas; sin embargo, sólo el Señor puede
devolverle el auténtico sentido a nuestra existencia.

No podemos
conformarnos con el conocimiento que tengamos del Señor por nuestros estudios,
pues la ciencia hincha y podríamos anunciar al Señor más con el orgullo de
nuestros conocimientos y buscando nuestra propia gloria, que con la sencillez
de quien ha vivido y caminado en la presencia del Señor y le anuncia como el
único camino de salvación, con la humildad de quien sólo busca glorificarlo
para que todos encuentren en Él la salvación, con la cual todos hemos sido
beneficiados (Cfr. He 22, 3-16)

2. ¿DE QUÉ NOS SALVA JESÚS?

Jesús salva de la muerte y del pecado[33]

Jesús nos
salva por medio de la realización de su propia vida, que vino a vivir
entre nosotros, desde la Encarnación hasta la ascensión. Por su predicación,
que es luz y fuerza, revelación de una realidad superior, invitación a la
conversión. Por su fidelidad hasta la muerte, pues al participar en su
fidelidad, también nosotros podemos vencer al pecado. Y por el perdón del
pecado y la vida sobrenatural, que nos comunica al enviarnos su Espíritu.
He aquí por medio de qué nos salva Jesús; veamos ahora de qué nos salva.

Jesús, en su
vida y en su ministerio, se nos manifiesta como el Siervo de Dios, que trae la
salvación a los hombres, que los sana, que los libra de su iniquidad, que los
quiere ganar para Sí, no con la fuerza, sino con la bondad. El Evangelio,
especialmente el de San Mateo, hace referencia muchas veces al libro de Isaías,
cuyo anuncio profético se realiza en Cristo: así cuando narra: “y atardecido,
le presentaron muchos endemoniados, y arrojaba con una palabra los espíritus, y
a todos los que se sentían mal los curaba, para que se cumpliese lo dicho por
el Profeta Isaías, que dice: Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras
dolencias” (Mt 8, 16-17; Cfr. Is 53, 4). Y en otro lugar: “Muchos le siguieron,
y los curaba a todos… para que se cumpliera el anuncio del Profeta Isaías:
“he aquí a mi siervo…” (Mt 12, 15-21)[34].

Partiendo de
los textos bíblicos, podemos decir que la realización de la salvación en Jesús,
se opera en todo el hombre, enseguida queremos destacar algunos aspectos más
sobresalientes y palpables:

1) Jesús
libera al hombre de su profunda incapacidad para lograr la realización de sus
deseos más profundos. Psicológicamente, no son en verdad esos
deseos los más claramente conocidos; y si fuera menester seguir un
camino psicológico, quizá habría que comenzar por lo que nosotros tomaremos
como tercera esfera de acción; pero aquí seguimos el orden ontológico de
prioridad. Para esto vino Jesús: para traernos la vida sobrenatural.

Es muy
importante presentar a Jesucristo incluso antes de toda consideración
sobre el pecado. Sin embargo, se puede ya utilizar el vocabulario de la
salvación porque el hombre está en incapacidad de alcanzar por sus propias
fuerzas, sin ayuda sobrenatural, su verdadero destino, su verdadera
felicidad. Desde el comienzo, pues, podemos decir que Jesús vino para
permitirnos alcanzar nuestra felicidad total; y precisamente para decirnos
que esta felicidad radica en el encuentro con Dios que nosotros
ignorábamos hasta entonces. Jesús nos aporta una posibilidad de hacer
más perfectas todas nuestras acciones; de darles un valor mayor; de animarlas
con una caridad más profunda. La manera como se produce esta acción
salvífica es directa. Es una acción de la gracia que se ejerce
interiormente, y es la proclamación del Mensaje de Jesús, que nos llega
desde el exterior.

2) La
realidad de la existencia humana comporta también la del pecado, que es
el primer momento de realización de la salvación: el perdón de los pecados. En
esta esfera reside la necesidad más profunda de salvación. “Salvación
significa, de hecho, liberación del mal, especialmente del pecado. La
Revelación contenida en la Sagrada Escritura, comenzando por el Proto-Evangelio
(Gen 3,15), nos abre a la verdad de que sólo Dios puede librar al hombre del
pecado y de todo el mal presente en la existencia humana. Dios, al revelarse a
Sí mismo como Creador del mundo y su providente Ordenador, se revela al mismo
tiempo como Salvador: como Quien libera del mal, especialmente del pecado
cometido por la libre voluntad de la criatura”[35].
Todo hombre, que conozca a Dios y se dé cuenta de haberlo ofendido, se
encuentra en la necesidad del perdón. Jesús nos trae el perdón del
Padre.

En efecto,
la verdad sobre Jesucristo como Hijo enviado por el Padre para la redención del
mundo, para la salvación y la liberación del hombre prisionero del pecado, y
por consiguiente de las potencias de las tinieblas, constituye el contenido
central de la Buena Nueva.

Pero el
campo del pecado es mucho más amplio. No se trata solamente de algunas
faltas individuales de las que nos damos más o menos cuenta. Se trata del
dominio del pecado sobre la humanidad. Este dominio incluye una inclinación
interior al mal y el

escándalo que da el mundo, tomado en


el sentido de “ambiente de aquellos que se entregan al pecado”.

¿En qué consiste, pues, el pecado? Puede


decirse que consiste fundamentalmente en antropocentrismo cerrado en
sí mismo. El hombre se hace a sí mismo centro de su existencia, se toma
por su propio fin último, rehúsa orientarse hacia Dios, rehúsa “conocer a
Dios”, como dice la Biblia. Este antropocentrismo se presenta bajo dos
formas: la suficiencia del hombre en cuanto a sí mismo y su desconfianza
respecto a Dios.

Jesús libera al hombre de su falsa


autosuficiencia. Despierta en nosotros el sentido de los valores
superiores, y en referencia inmediata a Dios. Nos invita al desprendimiento
de una confianza exagerada en los bienes de este mundo o en el poder del
hombre como fuente de felicidad. Nos da la luz espiritual. Nos presenta
el testimonio, a la vez accesible y trascendente, de una vida vivida enteramente
para Dios y con Dios; de una vida que asume en este amor de Dios la
plenitud del amor de los hombres por parte del Padre. Y al enviar su
Espíritu, nos da luz, fuerza, perdón y vida nueva.

Jesucristo libera-salva al hombre de la


falta de confianza en Dios. Sitúa todo su Mensaje en la línea de la
fidelidad benevolente de Dios hacia los hombres, y de una entrega del
hombre a Dios en lo que concierne a su felicidad. Jesús abre a esta
felicidad perspectivas escatológicas. La felicidad del cielo no se opone
al progreso humano en la tierra; pero sólo se alcanza siguiendo una ruta,
que estará siempre, en cierto modo, marcada por la oposición de las fuerzas
del mal. Jesús mismo vive esta confianza en Dios, en perfección; pues la
practica hasta la cruz, que es precisamente la prueba más dura para la
confianza en Dios.

¿De qué manera obra Jesús esta liberación


del pecado? También aquí, por medio de una acción directa, del don
interior de la gracia que influye en nuestra libertad. Es una acción
progresiva cuyos resultados no se conocen inmediatamente en sí mismos, sino
a través de mediaciones, especialmente de la práctica de la caridad. Esta
nos introduce en la tercera esfera de la salvación, que es la de los males
terrenos.

3. Cuando se
habla de males terrenos se piensa normalmente en primer lugar en los infortunios físicos: el hambre,
la
enfermedad, la miseria; o, según la terminología que se aviene mejor con
la de nuestro tiempo: el subdesarrollo económico. La historia nos
enseña que estos males provienen, en gran parte, de las guerras y de
la falta de justicia entre los hombres.

En el
terreno de los desórdenes causados por el pecado, Cristo nos trae la salvación, haciendo posible
evitar el pecado
que se encuentra en la fuente misma de estos desórdenes. Su
acción salvífica actúa aquí de manera indirecta, pero
eficacísimamente.

Asimismo, en
lo que concierne a los males que no provienen del pecado, pero que el
hombre puede remediar por el progreso de la técnica. Toda acción con miras
a suprimir el hambre, la enfermedad o la miseria, es objeto de la práctica
de esta caridad que Cristo enseñó, y por la cual nos da una fuerza que
consigue extender el radio de acción caritativa.

4. Al tomar
conciencia de los derechos que pertenecen a su dignidad de persona humana,
el hombre comprueba que un campo de
liberación, entre los más importantes, es el de las servidumbres que
impone un legalismo exagerado.

En el
Evangelio, Cristo mostró claramente su desaprobación a los fariseos que
consideraban la ley con un sentido demasiado rígido. Jesús dijo que,
incluso el sábado, está hecho para el hombre; este sábado es el día en que
el hombre debe estar libre para honrar a Dios con un culto público. La ley
suprema que Cristo nos ha revelado es la de su Espíritu, que nos comunica
para vivir conforme a su Mensaje evangélico. Por consiguiente, el cristianismo libera del falso
legalismo al reconocer y admitir la prioridad de la norma interior que es
el dinamismo de la caridad sobrenatural y total. Parece que, de esta
manera, hemos recorrido las principales esferas sobre las cuales obra la
liberación cristiana. Y no obstante, nos queda una que merece toda nuestra
atención.

5. Situado
incluso en el buen camino hacia su destino final, y provisto de los medios
necesarios para progresar en esa dirección, el hombre está todavía
sometido a la muerte, y por eso es incapaz de asegurar el cumplimiento
total de su felicidad. En efecto, para evitar el fracaso final, para lograr
la felicidad definitiva, debe pasar a un orden totalmente distinto de
existencia. Debe pasar del tiempo a la eternidad, de la tierra al cielo, y
a esa misteriosa tierra nueva que corresponde a la resurrección de
los cuerpos.

Cristo
vino a liberarnos de esta última insuficiencia. El prometió hacernos
participantes en el don de la plenitud que El mismo ha recibido en su vida
gloriosa. Este don se coloca a un tiempo en el plano religioso y en el
plano de todos los valores humanos. En el plano religioso, porque se trata
ciertamente de la totalidad de la caridad, caridad integral y definitiva,
realizada en la vida eterna, es decir, en una existencia a la que accedemos
por la victoria sobre la muerte misma. Como dice San Pablo, entonces es cuando la muerte, el
último
enemigo, será vencido. Así, pues, esa victoria engloba el triunfo
sobre todos los demás males: por tanto, se sitúa, también en el plano de
todos los valores humanos. No hay medio de captar lo que es la salvación
cristiana si rechazamos pensar en la salvación escatológica.

Mientras
quedara abierta la cuestión de saber si el esfuerzo de caridad habría de
desembocar en un fracaso final, el hombre no sabría verdaderamente si
caminaba hacia la felicidad o hacia el abismo del aniquilamiento. Es la resurrección de Cristo la que
nos trae la luz y vida definitiva. En la vida de Cristo vemos que
la caridad conduce a su propia expansión. Al participar en la
caridad de Cristo, al participar en su fidelidad, incluso a través de
todas las pruebas que la caridad debe sufrir, sabemos que nosotros participaremos
también en la manifestación total de la caridad.

JUEVES

LA IGLESIA

1. ¿QUÉ ES LA IGLESIA?

Nos cuenta
el evangelio de Mateo (Mt 16, 13-19) que un día Jesús preguntó a sus discípulos
quien decía la gente que era él. Los discípulos le dijeron que unos decían que
él era Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o algunos de los
profetas.

Entonces
Jesús les preguntó quién decían ellos, sus discípulos, que era él. Pedro
tomando la palabra lo proclamó como el Cristo, el Hijo del Dios de la vida.
Jesús como respuesta le dijo que él sería la piedra fundamental de su Iglesia.

También
nosotros podemos hacer las mismas preguntas sobre la Iglesia. ¿Qué dice la
gente que es la Iglesia?, ¿qué dicen ustedes?

A la
primera pregunta – ¿qué dice la gente qué es la Iglesia?- seguramente
obtendremos muchas respuestas

– para unos
la Iglesia es el templo, el edificio donde los cristianos se reúnen los
domingos.
– para otros
la iglesia son los obispos, los curas, las madrecitas.

– para otros
la Iglesia es una institución poderosa que está al lado de los ricos.

– para
algunos la Iglesia es una secta más, de las que hoy día aparecen por todas
partes

– para otros
la Iglesia es una especie de seguro de salvación para la otra vida

– para
algunos la Iglesia es simplemente una tradición, un conjunto de costumbres que
hemos recibido de nuestros antepasados.

Pero a
nosotros nos corresponde contestar la segunda pregunta. ¿Y ustedes qué dicen
qué es la Iglesia?, es decir ¿qué es la Iglesia para nosotros?

Lo primero
que hemos de decir sobre el “qué es la Iglesia”, es confesar el Creo en la
Iglesia, que es una, santa Católica y apostólica”. Esta fórmula del credo de la
Iglesia es densa, es la síntesis de toda síntesis. Abordaremos algunos puntos
de la eclesiología, solamente para responder a nuestro objetivo: ser facilitadotes
de algunas cuestiones más urgentes en nuestra sociedad.

La Iglesia
es pueblo de Dios Padre, cuerpo de Cristo, y templo del Espíritu. Así como “vemos que en un
hombre hay una sola alma
y un solo cuerpo y, sin embargo, este cuerpo tiene diversos miembros; así
también la Iglesia católica es un solo cuerpo, pero tiene muchos miembros. El
alma que vivifica a este cuerpo es el Espíritu Santo. Y, por eso, después de la
fe en el Espíritu Santo, se nos manda creer en la santa Iglesia católica”[36].

El siervo de Dios, Juan Pablo II, en sus


catequesis sobre la Iglesia, ha definido con sencillez y profundidad la Iglesia
diciendo que “la Iglesia es la nueva comunidad de los hombres, instituida por
Cristo como una “convocación” de todos los llamados a formar parte del nuevo
Israel para vivir la vida divina, según las gracias y exigencias de la Alianza
establecida en el sacrificio de la cruz. La convocación se traduce para todos y
cada uno en una llamada, que exige una respuesta de fe y cooperación con vistas
al fin de la nueva comunidad, indicado por quien llama: “No me han elegido
ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes y los he destinado para que
vayan y deis fruto” (Jn 15, 16). De aquí deriva el dinamismo connatural a la
Iglesia, cuyo campo de acción es inmenso, pues es una convocación a adherirse a
Aquel que quiere “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza” (Ef 1,10).

En efecto, el
Señor Jesús instituyó su única Iglesia Católica para continuar la redención y
reconciliación de los hombres hasta el fin del mundo. Dio a sus Apóstoles sus
poderes divinos para predicar el Evangelio, santificar a los hombres y
gobernarlos en orden a la salvación eterna.

Por eso la
Iglesia Católica es la única verdadera fundada por Jesucristo sobre San Pedro y
los Apóstoles; y todos los hombres estamos llamados a ser el Pueblo de Dios
guiado por el Papa, que es el sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo en la
tierra.

La Iglesia
Católica es el Cuerpo Místico de Cristo, porque, como hemos dicho, es como en
un cuerpo humano: Cristo es la Cabeza, los bautizados somos los miembros de
este cuerpo y el Espíritu Santo es el alma que nos une con su gracia y nos
santifica. Por esto la Iglesia es también Templo del Espíritu Santo.

En su
aspecto visible la Iglesia está formada por los bautizados que profesan la
misma fe en Jesucristo, tienen los mismos sacramentos y mandamientos, y aceptan
la autoridad establecida por el Señor, que es el Papa.

En vistas,
de que la eclesiología no se puede abarcar en un inciso de un capítulo de una
obra, ofrecemos algunos aspectos generales sobre la Iglesia, intentando ofrecer
un resumen de Ella, aunque algunas de estas características las volveremos
retomar en los números siguientes para desarrollarlas un poco más:

1) La
Iglesia fue fundada por nuestro Señor Jesucristo, como afirmó El Concilio Vaticano II: “Cristo;
único
Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa,
comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible”. Y más adelante:
“La Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales (…)
forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro
divino (…) ésta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos”[37].

2) Jesús empezó la fundación de la


Iglesia con la predicación del Reino de Dios, llamando de entre los
discípulos que lo seguían a los doce Apóstoles, y nombrando a Pedro Jefe de
todos ellos. En efecto, “los textos
evangélicos documentan la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios en relación
con la Iglesia. Documentan, también, de qué modo lo predicaban los Apóstoles, y
cómo la Iglesia primitiva lo concebía y creía en él. En esos textos se
vislumbra el misterio de la Iglesia como reino de Dios. Escribe el Concilio
Vaticano II: «el misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación.
Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la buena nueva,
es decir, la llegada del reino de Dios prometido (…). Este reino brilla ante
los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo» (Lumen
Gentium, 5). A todo lo que dijimos en las catequesis anteriores acerca de este
tema, especialmente en la última, agregamos hoy otra reflexión sobre la
enseñanza que Jesús imparte sobre el reino de Dios haciendo uso de parábolas,
sobre todo de las que se sirvió para darnos a entender su significado y su
valor esencial”[38].

3) La verdadera Iglesia de Jesucristo se


puede reconocer principalmente si:

– tiene por
Fundador a Jesucristo, reconoce a los Doce como columnas de la Iglesia, teniendo siempre como su
fundamento (Cfr. 1 Cor 3, 11; Ef 2, 20) a Cristo;

– participa
de los siete sacramentos, que son
los medios de santificación;

– ama a la Santísima
Virgen María, pues, Ella, la Virgen
de Nazaret, por obra del Espíritu Santo, se convierte de modo virginal en la
madre del fundador, del Hijo de Dios, y así, María y la Iglesia son, pues, el
término de la realización de los planes de Dios, y se puede decir que en este
umbral se encuentra la Iglesia en María, y María en la Iglesia;

– si obedece
al Papa: “cada obispo representa a
su Iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el
vínculo de la paz, del amor y de la unidad”[39].

Si le falta
algo de esto, no es la verdadera Iglesia.

4) La misión de la Iglesia es la misma


de nuestro Señor Jesucristo: llevar a cabo el plan de salvación de Dios sobre
los hombres. La misión de la Iglesia
es como la prolongación, o la expansión histórica, de la misión del Hijo y del
Espíritu Santo, por lo que es posible afirmar que se trata de una participación
vital, bajo la forma de asociación ministerial, en la acción trinitaria en la
historia humana. “Así, la misión de la Iglesia
no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con
todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar
testimonio, para actualizar y extender el misterio de la comunión de la
Santísima Trinidad”[40].

5) Jesús ha dado a la Iglesia poderes para


cumplir su misión. La Iglesia, para cumplir su misión, Jesús le ha dado el
poder de enseñar su doctrina a todas las gentes, santificarlas con su gracia y
guiarlas con autoridad. El papa y los
obispos realizan la misión pastoral confiada a los Apóstoles y poseen todos los
poderes que ella comporta. Leemos en la constitución Lumen Gentium: “Los
obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores,
los sacerdotes y diáconos, presidiendo en nombre de Dios la grey[41], de la que son pastores, como
maestros de
doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno”[42]. Por tanto, los obispos, como
sucesores de los
Apóstoles, están llamados a participar en la misión que Jesucristo mismo confió
a los Doce y a la Iglesia: “Los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles,
reciben del Señor, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra,
la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda
creatura, a fin de que todos los hombres consigan la salvación por medio de la
fe, del bautismo y del cumplimiento de los mandamientos”[43].

6) Las propiedades y notas que Cristo


confirió a su Iglesia son cuatro: que es Una, Santa, Católica y Apostólica.
Creer que la Iglesia es “santa” y “católica”, y que es “una” y “apostólica” es
inseparable de la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Estos cuatro
atributos, inseparablemente unidos entre sí, indican rasgos esenciales de la
Iglesia y de su misión: “La Iglesia es
UNA: tiene un solo Señor, confiesa una sola fe, nace de un solo bautismo, no
forma más que un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu orientado a una
única esperanza (Cfr. Ef 4, 35) a cuyo término se superarán todas las
divisiones”[44]. “La Iglesia es SANTA: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se
entregó por ella para santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. Aunque
comprenda pecadores, ella es ex maculatis immaculata (“inmaculada aunque
compuesta de pecadores”). En los santos brilla su santidad; en María es ya la
enteramente santa”[45]. “La Iglesia es CATÓLICA: Anuncia la
totalidad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de
salvación; es enviada a todos los pueblo; se dirige a todos los hombres; abarca
todos los tiempos; “es, por su propia naturaleza, misionera”[46]. “La Iglesia es APOSTÓLICA:
Está edificada sobre sólidos cimiento, “los
doce apóstoles del Cordero” (Ap 21, 14); es indestructible (Cfr. Mt 16,18); se
mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y
los demás Apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los
obispos”[47].

2.
¿Cómo fundó Jesucristo su única Iglesia?

San Pedro
fue el primero en confesar la fe en Jesucristo Dios: “Tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios vivo”. Y en ese mismo momento Jesús le anunció que ya no se
llamaría Simón, sino “Pedro”, roca-piedra, y que sobre él edificaría su Iglesia
(Mt. 16, 13-19).

El Catecismo
de la Iglesia Católica nos dice al respecto: La Iglesia fue fundada por las
palabras y las obras de Jesucristo[48].
El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir,
con el anuncio de la llegada del Reino de Dios, el cual había sido prometido
desde hacía siglos en la Sagrada Escritura[49].
El germen y el comienzo de la Iglesia fue “el pequeño rebaño” que Jesucristo
reunió en torno suyo y del cual El mismo es su Pastor[50].

Sin embargo
el Señor Jesús también dotó a su Rebaño de una estructura, que permanecerá hasta
el Fin de los Tiempos. Esa estructura consiste en la elección de los Apóstoles,
con Pedro a la cabeza. Así, con sus actuaciones en la tierra, Cristo fue
preparando y edificando su Iglesia.

Y prometió a
sus Sucesores, los Apóstoles, y a los sucesores de éstos, los Obispos y los
Sacerdotes, que lo que decidieran aquí El lo aprobaría en el Cielo: “Lo que
ates en la tierra, quedará atado en el Cielo” (Mt. 16, 19), y que para
esto la Iglesia por El fundada tendría la asistencia del Espíritu Santo hasta
el Fin de los Tiempos: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se
termine este mundo” (Mt. 28, 20).

La Iglesia
Católica enseña que, aunque otras religiones contienen verdades, la plenitud de
lo que Dios ha revelado a la humanidad se encuentra en la religión Católica. Y,
aunque puede haber salvación en otras religiones, la plenitud de los medios de
salvación está también en la Iglesia Católica.

3. ¿Por qué la religión Católica es la verdadera?


Jesucristo
guía, construye y santifica su Iglesia a través del Espíritu Santo. El día de
Pentecostés la Iglesia que Jesucristo había dejado fundada recibe el don del
Espíritu Santo. Es en ese momento cuando se manifestó públicamente la Iglesia
de Cristo, dándose inicio a la predicación de la Buena Noticia de Jesucristo a
todos los pueblos, según El había instruido a sus discípulos.

Los
Apóstoles y discípulos del Señor fueron predicando y construyendo la Iglesia en
todo el mundo, bajo la autoridad de San Pedro, siendo su fundamento Cristo; es
decir: la Cabeza Invisible Jesucristo y la cabeza visible San Pedro, y después
de éste, sus sucesores que son todos los Papas que han habido desde Pedro hasta
nuestros días.

Nuevamente
en su Cabeza vemos el misterio de la Iglesia: su realidad visible e invisible,
la realidad humana y la realidad divina de la Iglesia de Jesucristo.

Por que las


comunidades eclesiales que no han conservado el episcopado válido y la genuina
e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio;
sin embargo, los bautizados en estas comunidades han sido incorporados por el
Bautismo a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien
imperfecta con la Iglesia Católica. “Por consiguiente, aunque creamos que las
Iglesias y comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de
sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo
no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación”[51].

Porque es la única religión


fundada por Dios mismo. Así de simple y sencillo. Todas las demás religiones,
monoteístas y politeístas, cristianas y no-cristianas, anteriores y posteriores
a Cristo, han sido fundadas por hombres, no por Dios.

Hay personas buenas y sinceras


en todas las religiones, pero la buena intención no puede cambiar la Verdad. En
realidad, en cada religión hay verdades parciales… además de muchos errores,
sobre todo en algunas… pero la plenitud de la Verdad, la Verdad completa,
está en la religión Católica. Además, la Verdad es una sola y lo que es
contrario a la Verdad no es
Verdad.

No quiere decir esto, que sólo


los católicos, y todos los católicos se salvarán. Dios premiará o castigará a
todos, católicos y no-católicos, según su Misericordia y su Justicia, que son
infinitas.
Fuera de la Iglesia católica,
todas las religiones y/o sectas han sido inventadas por hombres. Se escapa a
este criterio el Judaísmo, que es una religión revelada por Dios, pero que aun
está esperando el Mesías prometido, pues no cree que Jesucristo es Dios, y
aunque creen en el Antiguo Testamento de la Biblia como Palabra inspirada por
Dios, pasan por alto las profecías que sobre Jesús están allí y que se
cumplieron ya: su nacimiento en Belén (Miq. 5, 1-2), su nacimiento de una Virgen (Is. 7, 14), los
grandes milagros que
realizaría (Is. 35, 5-6), el rechazo de su propia gente (Is. 53, 3), la traición de uno de sus amigos
y el precio pagado (Sal 41, 9; Zac. 11, 12-13), los eventos de su pasión y
muerte (
Is. 53, Is. 50, 6; Sal. 22, 17).

La otra religión monoteísta, un


solo Dios, es el Islam, fundada por Mahoma, tampoco cree que Jesucristo sea
Dios, sino un profeta inferior a Mahoma. Sin embargo, el dios del Islam no es
el Dios Amor del Cristianismo, origen de todo amor, que ama a los seres humanos
independientemente de si le aman o no (1 Jn. 4, 9-10 y 16). Según el Corán, el dios del
Islam ama condicionalmente: ama a quien lo ama y lo siga, y no ama a quien no
lo ame. “En
verdad, Alá es enemigo de los incrédulos… Alá ama a los benefacientes”[52].

Las religiones no-teístas, que


no rinden culto a ninguna divinidad, fueron también fundadas por hombres:
Budismo (por Buda), Confucionismo (por Confucio). Y las politeístas, que creen
que hay, no una, sino varias divinidades, como el Hinduismo y Shintoismo,
aunque no tienen fundador específico, son de origen humano. Y entre las sectas
modernas politeístas: el Mormonismo, fundada por Joseph Smith.

Las Religiones cristianas, las


que enseñan que Cristo es Dios, están más cerca de la Verdad que el Mormonismo,
por ejemplo, ya que creen en un solo Dios y el Mormonismo cree en muchos
dioses.

Entre las religiones cristianas,


originadas en la Reforma Protestante están: la Luterana, fundada por Lutero; la
Reformada, por Calvino; la Presbiteriana, por John Knox. Luego fueron fundadas
la Anglicana; por Enrique VIII; la Bautista, por John Smith, de donde se
derivan las Evangélicas. Existen muchas, muchas más, todas fundadas por
hombres, no por Dios.

La religión Ortodoxa se creó con


el Cisma de Oriente (1054) causado por viejas diferencias entre la Iglesia
Griega y la Santa Sede. Los ortodoxos están más cerca de la Verdad que los
Protestantes, ya que además de creer que Jesucristo es Dios, creen en su
presencia real en la Eucaristía, además de otras verdades que también están en
el Catolicismo, aunque mantienen independencia del Papa; ellos tiene todo lo
que tiene la Iglesia católica, la diferencia sólo es que no aceptan al Papa
como autoridad.

De allí que sea la Iglesia


Católica la única que puede trazar su historia, sin interrupción, desde el
primer Papa, San Pedro, designado por Jesucristo, su Fundador, hasta el Papa
actual .

Así fue como Jesucristo fundó su


única Iglesia: San Pedro fue el primero en confesar la fe en Jesucristo Dios: “Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y en ese mismo momento Jesús le anunció que ya no se llamaría
Simón,
sino “Pedro” (roca-piedra) y que sobre él edificaría su Iglesia (Mt. 16, 13-19).

El Catecismo de la Iglesia
Católica nos dice al respecto: La Iglesia fue fundada por las palabras y las
obras de Jesucristo[53]. El Señor Jesús comenzó su
Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, con el anuncio de la
llegada del Reino de Dios, el cual había sido prometido desde hacía siglos en
la Sagrada Escritura[54]. El germen y el comienzo de la
Iglesia fue “el pequeño rebaño” que Jesucristo reunió en torno suyo y del cual
El mismo es su Pastor[55].

Sin embargo el Señor Jesús


también dotó a su Rebaño de una estructura, que permanecerá hasta el Fin de los
Tiempos. Esa estructura consiste en la elección de los Apóstoles, con Pedro a
la cabeza. Así, con sus actuaciones en la tierra, Cristo fue preparando y
edificando su Iglesia[56].

Y prometió a sus Sucesores, los


Apóstoles, y a los sucesores de éstos, los Obispos y los Sacerdotes, que lo que
decidieran aquí El lo aprobaría en el Cielo (Mt. 16, 19), y que para esto la
Iglesia por El fundada tendría la asistencia del Espíritu Santo hasta el Fin de
los Tiempos (Mt. 28, 20).Ver: Gerencia Divina
para dirigir la Iglesia

La Iglesia Católica enseña que,


aunque otras religiones contienen verdades, la plenitud de lo que Dios ha
revelado a la humanidad se encuentra en la religión Católica. Y, aunque puede
haber salvación en otras religiones, la plenitud de los medios de salvación
está también en la Iglesia Católica.

VIERNES
LOS SACRAMENTOS DE LA INICIACIÓN CRISTIANA

1. LOS SACRAMENTOS EN GENERAL

Adheridos a
las doctrinas de las Santas Escrituras, a las tradiciones apostólicas y al
sentimiento unánime de los Padres, profesamos que “los sacramentos de la Nueva
Ley fueron todos instituidos por nuestro Señor Jesucristo” CIC n.1114 ss.

Los
sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación
del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero como signos,
también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que a la vez la
alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por esto
se llaman sacramentos de la fe. Confieren ciertamente la gracia, pero también
la celebración prepara perfectamente a los fieles para recibir con fruto la
misma gracia, rendir el culto a Dios y practicar la caridad.

Por
consiguiente, es de suma importancia que los fieles comprendan fácilmente los
signos sacramentales y reciban con mayor frecuencia posible aquellos
sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana. “Sacrosantum
Concilium” # 59. Estudia CIC (Catecismo de la Iglesia) 1122 ss.

2. ¿POR QUÉ 7 SACRAMENTOS?

Porque 7 son
las etapas de la vida. Hay una gran semejanza entre las etapas de la vida
natural y las etapas de la vida sobrenatural» Lee: Catecismo de la Iglesia
Católica (CIC n. 1210).

La
persona pasa por distintas etapas a lo largo de su vida:

Infancia: No tiene conciencia de sí


mismo ni de lo que le rodea. Pero poco a poco, con el paso de los meses y años,
va tomando conciencia de su propia identidad y del lugar que ocupa en su
familia.

Adolescencia: No tiene todavía los


conocimientos ni la fuerza necesaria para situarse ante la vida con
determinación. Es por esto que cambia continuamente de estado de ánimo: alegre,
dinámico, generoso, cumplido y otras veces callado, indeciso e irresponsable.
Juventud: Se llega a esta etapa cargado
de energía, salud e ideales. Se está en la mejor disposición de iniciar
cualquier empresa.

Adultez: Se alcanza esta etapa cuando la


persona va más allá de sí misma y de sus propios intereses. Cuando descubre las
necesidades de los demás y comparte generosamente lo que tiene: afecto,
comprensión, tiempo, bienes, etc.

Este proceso
de la vida natural se va dando paso a paso y nos exige: tiempo, paciencia,
reflexión y ayuda de muchas personas. No se puede improvisar, ni lo podemos
realizar de un día para otro

. Asimismo,
desde los inicios de la vida de la Iglesia, para llegar a ser cristiano también
se sigue un proceso, un camino y una iniciación que consta de varias etapas: el
anuncio gozoso del Evangelio; la acogida del Evangelio que nos lleva a la
conversión; la profesión de fe; el Bautismo, puerta de entrada a los demás
sacramentos; la efusión del Espíritu Santo en la Confirmación; y la
participación en el sacramento de la Eucaristía (ver CIC 1229).

Los sacramentos
corresponden a todas las etapas y a todos los momentos importantes de la vida
del cristiano: dan nacimiento y crecimiento, curación y misión a la vida de fe
de los cristianos. En ellos encontramos una cierta semejanza entre las etapas
de la vida natural y las etapas de la vida espiritual (ver CIC 1210). “Mediante
los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la
Eucaristía, se ponen los fundamentos de toda vida cristiana” (CIC 1212).

El
sacramento del Bautismo marca el inicio de toda vida sacramental (ver CIC
1213). En el Bautismo nacemos a una vida nueva (ver Jn 3, 5), somos purificados
del pecado (ver He 2, 38), adquirimos en Cristo la condición de hijos de Dios
(ver Rom 8, 15-16; Gál 4, 5-7), templos del Espíritu Santo (ver He 2, 38) y
miembros vivos de la Iglesia (ver 1 Co 12, 13).

Por el
sacramento de la Confirmación los bautizados van avanzando por el camino de la
iniciación cristiana, quedan enriquecidos con el don del Espíritu Santo y los
une más estrechamente a la Iglesia, los fortalece e impulsa con mayor fuerza a
que, de palabra y obra, sean testigos de Cristo y propaguen y defiendan la fe
(ver CIC 1316; CDC 879).

La
Eucaristía es el tercer sacramento de la iniciación cristiana, y su culmen (ver
CIC 1322). El sacramento de la Eucaristía es el memorial del sacrificio de
Cristo en la cruz y el banquete sagrado de la comunión en el cuerpo y en la
sangre del Señor. La celebración del banquete Eucarístico está totalmente
orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo. Es el pan que nutre
nuestra fe y nos abre a los demás preocupándonos por su bien, estimulándonos a
la fraternidad.

“La
participación en la naturaleza divina, que los hombres reciben como don
mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el
crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos
en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y finalmente,
son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna, y, así por medio
de estos sacramentos de la iniciación cristiana, reciben cada vez con más
abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la
caridad” (CIC 1212).

Los
sacramentos del Bautismo y de la Confirmación (junto con el del Orden Sacerdotal)
confieren, además de la gracia, un carácter sacramental o «sello»
espiritual indeleble y que permanece para siempre en el cristiano como
disposición positiva para la gracia, como promesa y garantía de la protección
divina y como vocación al culto divino y al servicio de la Iglesia. Por eso
estos sacramentos se reciben una sola vez en la vida (ver CIC 11 21; 1272-1274;
Ef 4,30)

De esta
manera podemos comprender la íntima relación que existe entre el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, y el por qué se les llama sacramentos de
iniciación cristiana.

Mediante los sacramentos de la


Iniciación Cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se ponen
los fundamentos de toda vida cristiana. «La participación en la naturaleza
divina, que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene
cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural.
En efecto, los fieles renacidos en el Bautismo se fortalecen con el sacramento
de la Confirmación y, finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el
manjar de la vida eterna, y, así por medio de estos sacramentos de la
Iniciación Cristiana, reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la
vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad».

La comunión de vida en la
Iglesia se obtiene por los sacramentos de la Iniciación Cristiana: Bautismo,
Confirmación y Eucaristía. El Bautismo es «la puerta de la vida
espiritual: pues por él nos hacemos miembros de Cristo y del cuerpo de la
Iglesia». Los bautizados, al recibir la Confirmación
«se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza
especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a
difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra
juntamente con las obras». El proceso de la Iniciación
Cristiana se perfecciona y culmina con la recepción de la Eucaristía, por la
cual el bautizado se inserta plenamente en el Cuerpo de Cristo.

3. Los sacramentos de la Iniciación


Cristiana

Mediante
los sacramentos de la Iniciación Cristiana (Bautismo, Confirmación y
Eucaristía) se ponen los fundamentos de toda vida cristiana, pues por medio de
ellos se comunican los tesoros abundantes de la vida divina. Desde los tiempos
apostólicos, los sacramentos de la Iniciación Cristiana, con sus etapas, son el
camino válido para ser cristiano.

El
Bautismo es pórtico de la vida en el espíritu, el nuevo nacimiento, el
sacramento de la fe.

La
Confirmación es la fuerza del Espíritu, la plenitud de la gracia bautismal, el
sello y marca de identidad cristiana.

La
Eucaristía es el manjar de vida eterna, el alimento que culmina la iniciación
cristiana, la fuente y cumbre de la vida eclesial, el compendio de la fe.

Así,
pues, mediante los sacramentos de la Iniciación Cristiana, el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía, se ponen los fundamentos de toda vida cristiana.
“La participación en la naturaleza divina, que los hombres reciben como don
mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el
crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos
en el Bautismo se fortalecen con el sacramento de la Confirmación y,
finalmente, son alimentados en la Eucaristía con el manjar de la vida eterna,
y, así por medio de estos sacramentos de la Iniciación Cristiana, reciben cada
vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la
perfección de la caridad”.

La
comunión de vida en la Iglesia se obtiene por los sacramentos de la Iniciación
Cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. El Bautismo es “la puerta de la
vida espiritual: pues por él nos hacemos miembros de Cristo y del cuerpo de la
Iglesia”. Los bautizados, al recibir la Confirmación “se vinculan más
estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu
Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la
fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las
obras”. El proceso de la Iniciación Cristiana se perfecciona y culmina con la
recepción de la Eucaristía, por la cual el bautizado se inserta plenamente en
el Cuerpo de Cristo.

4. LOS EFECTOS

1) El santo Bautismo

El santo Bautismo es el fundamento de


toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu («vitae
spiritualis ianua») y la puerta que abre el acceso a los otros
sacramentos. Por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como
hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la
Iglesia y hechos partícipes de su misión (Cf. Cc. de Florencia: DS 1314; CIC,
can 204,1; 849; CCEO 675,1): «Baptismus est sacramentum regenerationis per
aquam in verbo» («El bautismo es el sacramento del nuevo nacimiento
por el agua y la palabra», Cath. R. 2, 2, 5).

2) CONFIRMACIÓN

1302
De la celebración se deduce que el efecto del sacramento es la efusión especial
del Espíritu Santo, como fue concedida en otro tiempo a los Apóstoles el día de
Pentecostés.

Por
este hecho, la Confirmación confiere crecimiento y profundidad a la gracia
bautismal:

nos introduce más profundamente en la filiación


divina que nos hace decir «Abbá, Padre» (Rm 8,15);

nos une más firmemente a Cristo;

aumenta en nosotros los dones del Espíritu


Santo;

hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia


(Cf. LG 11);

nos concede una fuerza especial del Espíritu


Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como
verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo
y para no sentir jamás vergüenza de la cruz (Cf. DS 1319; LG 11,12):
Recuerda,
pues, que has recibido el signo espiritual, el Espíritu de sabiduría e
inteligencia, el Espíritu de consejo y de fortaleza, el Espíritu de
conocimiento y de piedad, el Espíritu de temor santo, y guarda lo que has
recibido. Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha confirmado
y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu (S. Ambrosio, Myst. 7,42).

3) La comunión

La
comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la
comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto,
el Señor dice: «Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en
él» (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete
eucarístico: «Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por
el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57):

Cuando
en las fiestas del Señor los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos
a otros la Buena Nueva de que se dan las arras de la vida, como cuando el ángel
dijo a María de Magdala: «¡Cristo ha resucitado!» He aquí que ahora
también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo
(Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol. I, Commun, 237 a-b).

La
comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la
comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto,
el Señor dice: «Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en
él» (Jn 6,56). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete
eucarístico: «Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por
el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57):

Cuando
en las fiestas del Señor los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos
a otros la Buena Nueva de que se dan las arras de la vida, como cuando el ángel
dijo a María de Magdala: «¡Cristo ha resucitado!» He aquí que ahora
también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo
(Fanqîth, Oficio siriaco de Antioquía, vol. I, Commun, 237 a-b).

Lo
que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo
realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual. La comunión con la
Carne de Cristo resucitado, vivificada por el Espíritu Santo y vivificante (PO
5), conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo.
Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión
eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte,
cuando nos sea dada como viático.

La
comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión
es «entregado por nosotros», y la Sangre que bebemos es
«derramada por muchos para el perdón de los pecados». Por eso la
Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los
pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados:

«Cada
vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor» (1 Co 11,26). Si
anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si
cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo
recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco
siempre, debo tener siempre un remedio (S. Ambrosio, sacr. 4, 28).

[1] SAN JUAN DE LA CRUZ, pensamientos tomados de lo mejor


del “Doctor místico”, Cántico.

[2] SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico 8

[3] Cfr. CIgC 690

[4] SANTA TERESA DE LOS ANDES, apuntes personales de


espiritualidad, Universidad de Navarra, 2003

[5] CIgC 302

[6] CIgC 418

[7]
www.mercaba.org/TESORO/Agustin/dios_felicidad_del_hombre.htm – 27k –

[8]
S. Agustín, mor. eccl. 1, 3, 4.

[9]
S. Agustín, conf. 10, 20.29

[10]
CIgC 2548 S. Gregorio de Nisa, beat. 6

[11]
S. Agustín, civ. 22,30
[12]
San Agustín, De mor. Eccl. cath. 1,3, 4: BAC., Obras t. 4 p.264; PL 32,13124).

[13]
Ibidem, 5,7-8

[14]
Ibidem

[15]
San Agustín, De lib. arbit. 9,25-26: BAC Obras de San Agustín t.3 p 351-353; PL
32,1254

[16]
San Agustín, De lib. arbit. 13,35-37: BAC, t. 3 p.369-73; PL 32,1260).

[17]
San Agustín, Epist. 118,313: BAC, Obras t. 8 p.854; PL 33,4381.

[18]
San Agustín, Confesiones XIII, 7,8; BAC Obras de San Agustín t.2 p.904-910; PL
32.847)

[19]
Ibidem, XIII, 8,9

[20]
San Agustín, Confesiones X,27,38: BAC, t.2 p.751, PL 32,795

[21] Ibidem, X, 28, 39

[22] Ibidem

[23] San Agustín, Enarrat. in Ps. 84,10:


PL 36,1073).

[24]
San Agustín, Serm. 128,11 PL 38,711

[25]
San Agustín, Serm. 307,7: PL 38,1403

[26]
Ibidem, Serm. 170.9 : PL 38,932

[27]
Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, DECLARACIÓN DOMINUS IESUS Sobre la
unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6 de
agosto de 2000.
[28]
Cfr. Juan Pablo II, Catequesis 8, 1, 14 de enero de 1987

[29]
GS 10. San Agustín, cuando afirma que fuera de Cristo, “camino universal de
salvación, que nunca ha faltado al género humano, nadie ha sido liberado, nadie
es liberado, nadie será liberado”: De Civitate Dei 10, 32, 2: CCSL 47, 312.

[30]
Juan Pablo II, Catequesis 1, 2, 8 de julio de 1987

[31]
GS 45. La necesidad y absoluta singularidad de Cristo en la historia humana
está bien expresada por San Ireneo cuando contempla la preeminencia de Jesús
como Primogénito: “En los cielos como primogénito del pensamiento del Padre, el
Verbo perfecto dirige personalmente todas las cosas y legisla; sobre la tierra
como primogénito de la Virgen, hombre justo y santo, siervo de Dios, bueno,
aceptable a Dios, perfecto en todo; finalmente salvando de los infiernos a
todos aquellos que lo siguen, como primogénito de los muertos es cabeza y
fuente de la vida divina”: Demostratio, 39: SC 406, 138.

[32]
Juan Pablo II, Redemptoris Missio, 6.

[33]
Van Caster M, Experiencia Humana y Pedagogía de la fe CELAM-CLAF, Marova, Madrid,
1970, pp. 166 ss.

[34]
Cfr. Juan Pablo II, Catequesis 10, 1, 25 de febrero de 1987

[35]
Juan Pablo II, Catequesis 2, 1, 14 de enero de 1987

[36]
Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorurn Expositio, Art. 9, cit por Juan
Pablo II, Catequesis del 10 de Julio de 1991

[37] LG 8

[38]
Juan Pablo II, Catequesis, 18 de octubre de 1091

[39] LG 23

[40] CIgC 738

[41]
Cfr. San Ignacio de Antioquía, Philad., Praef, 1, 1.
[42] LG 20

[43]
LG 24

[44] CIgC 866

[45] CIgC 867

[46] CIgC 868

[47] CIgC 869

[48] Cfr. CIgC 778

[49] Cfr. CIgC 763

[50]
Cfr. CIgC 764

[51]
Unitatis Redintegratio 3

[52]
Corán, II-92 y 191

[53]
Cfr. CIgC 778

[54]
Cfr. CIgC 763

[55]
Cfr. CIgC 764

[56]
Cfr. CIgC 765

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