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- ¿Qué alegrías has conocido tú? – le preguntó-. ¿Qué recuerdas de bueno en tu pasado?

Ella le escuchaba y movía tristemente la cabeza, sintiendo un algo nuevo, desconocido aún, doloroso
y alegre a la par, que acariciaba dulcemente su dolorido corazón. Por vez primera le hablaban así de
ella, de su propia existencia, y aquellas palabras iban despertando en su interior unos pensamientos
vagos, adormecidos desde hacía mucho, reanimaban suavemente sentimientos apagados, de un
impreciso descontento de la vida, pensamientos y recuerdos de su lejana juventud. Hablaba de su
vida con sus amigas, hablaba largamente de todo, pero todas, incluso ella misma, no sabían más
que lamentarse; nadie sabía explicar por qué el vivir era tan penoso y tan duro. Y ahora, su hijo
estaba sentado frente a ella, y cuanto decían sus ojos, su cara, sus palabras, le llegaba al corazón,
llenándola de orgullo por el hijo, que había comprendido bien la existencia de su madre, le hablaba
de sus sufrimientos y la compadecía.

A las madres no se las compadece.

Ella lo sabía. Todo cuanto el hijo decía sobre su vida de la mujer era una verdad conocida, amarga,
y en su pecho palpitaba quedamente un cúmulo de sensaciones que le daban cada vez más calor,
como una caricia desconocida.

- ¿Y qué quieres hacer? – le preguntó ella interrumpiéndole.

- Aprender y luego enseñar a los demás. Nosotros, los obreros, tenemos que aprender. Debemos
saber, debemos comprender por qué la vida es para nosotros tan penosa.

(La Madre. Máximo Gorki. 1907)

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