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Traducción y Prólogo de
Silvia Rivera Cusicanqui
Cuando sólo
reinasen
los indios
La política aymara
en la era de la insurgencia
©Muela del Diablo Editores
Primera edición: 2006
Diseño y edición:
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* F n ; 2770702 • S23S4 • La RatBoüvii
mucladeldiabloedilortts (¡í homail.com Aruwiyiri - 2006
Impreso en Bolivia
Contenido
v
Figuras
Mapas
vii
Prólogo
xiii
t
1. Este es uno de los temas discutidos en la relación que por muchos años
sostuvo el autor con el THOA. Recordamos a Sinclair Thomson en diálogos
fructíferos con Marcelo Fernández y su equipo en torno a la noción de “justicia
comunitaria señalada en su libro Lm l^ey del Ayllu. También lo recordamos en
correteos organizativos para apoyar a los marchistas en las jornadas populares
del 2000-2003, tanto como viajando a remotos archivos en busca de un dato, de
un documento clave para esclarecer diversos aspectos de su tema de estudio.
Finalmente, en las postrimerías de su larga estadía en Solivia, lo evocamos ak.hu-
llikando coca en interminables trasnochadas durante el arduo proceso de escri
tura, topándose con las dificultades de escribir en un país donde el pasado y el
presente le presentaban exigencias contradictorias: escribir la tesis o participar
activamente en los acontecimientos políticos y sociales. Al final optó por lo pri
mero y se trasladó a Nueva York, donde terminó su redacción y optó por la
docencia, sin dejar un solo año de volver al país ni de preocuparse por compar
tir sus conocimientos con diversos círculos del quehacer político y académico de
nuestro país.
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Prefacio y agradecimientos
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atrás. Aunque ellos son actores sociales cuyos nombres posiblemente no
iguren en los anales históricos del futuro, no cabe duda que su vida v
hastTd p re ^ ite 15^ 46 ^ ^ 1111817151 historia, que sigus desplegándose
xvi
del libro. La editorial de la Universidad de Wisconsin publicó la versión
original en ingles el año 2002. P versión
Pero ha sido en B'o fivk g u ia n te un feral periodo de investigación v
convivencia que comenzó en 1989- donde el proyecto adquirió su forma
Y significado ongmales. Estoy en deuda con el personal de archivistas de
vanos repositorios, que gentilmente facilitaron mi investigación. En oar-
ticukr, quisiera reconocer al desaparecido Gunnar Mendoza, director del
Archivo Nacional de Bolivia, y a Alberto Crespo Rodas, René Arze Agui-
re y Eliana Asbun, sucesivos directores del Archivo de la Biblioteca Cen-
SCipoleta
n n W rldely Archivo
r t rSldaíGeneral
^ dedC San Andtés’
la Nación aSÍ como
en Buenos Aires. aEstoy
Elizabeth
tam
bién agradecido a Monsenor Alberto Aramayo y a Monseñor Gonzalo
del Castillo del Arzobispado de La Paz por su consideración conmigo
cuando estuve trabajando en los archivos eclesiásticos. En el Archivo de
, a2/ muchos Y coleg*s contribuyeron a crear una atmósfera
estimulante para el trabajo histórico y de archivo. En particular, he dis
frutado de la camaradería y cooperación de Florencia Ballivián, Roberto
Choque, Laura Escoban, Ximena Medinaceli, Mary Money y María Luisa
Soux, que fueron directores formales o autoridades informales en dicha
institución. Su actual directora, Rossana Barragán, ha sido una interlocu-
tora y colaboradora especialmente importante durante estos años.
Muchos otros colegas han contribuido a este proyecto brindándole
aliento, apoyo y fructíferos intercambios en diferentes etapas del proceso.
o me es posible darles a todos ellos un reconocimiento que esté a la
a tura de sus aportes, pero al menos quisiera mencionar mi aprecio por
Tom Abercrombie, Xavier Albó, Silvia Arze, Lina Britto, Cnstma Bubba,
Martha Cajias, Ramiro Condarco Morales, Marisol de la Cadena, Merce
des del Rio, Ineke Dibbits, James Dunkerley, Ada Ferrer, Adolfo Gilly
Luis Gómez, Laura Gotkowitz, Greg Grandin, Orlando Huanca, Jean
Paul Guevara, Olivia Harns, Forrest Hylton, Herb Klein, Jim Krippner,
Erick Langer, Ana Mana Lema, Clara López, Javier Medina, Jaime Mejía,
Ramiro Molina Rivero, Scarlett O’Phelan Godoy, Johnny Onhuela, Tris-
tan Platt Gustavo Rodríguez, Gonzalo Rojas, William Roseberry, Rai-
mund Schramm, Sergio Serulnikov, Enrique Tandeter, Luis Tapia, Ruth
o gger y Ann Zulawski. Seemin Qayum ha respaldado este proyecto a lo
largo de los anos con abundante generosidad. Ha participado en su ela
boración a través de un constante debate en torno a los hallazgos y argu
xvü
mentos, y su acompañamiento personal e intelectual han sido imprescin
dibles en todo este proceso.
Es una gran satisfacción que la versión castellana de este libro vea la
luz en Bolivia en una co-edición entre la casa editorial Muela del Diablo
y el Taller de Historia Oral Andina a través de su editorial Aruwiyiri. Va
mi apreciación para Fabián Yaksic, director de Muela del Diablo, con
quien me une una larga amistad y proyectos en común desde la época de
la revista autodeterminación. Victor Gozálvez e Ivonne Carvajal brindaron
la cuidadosa asistencia editorial que hizo posible la edición final del libro.
Desde hace muchos años he admirado la labor de la comunidad THOA
y su comprometido esfuerzo por recuperar la memoria y la experiencia
histórica de los pueblos indígenas. Creo que el sostenido diálogo y amis
tad con Marcelo Fernández Oseo, Esteban Ticona y Silvia Rivera Cusi-
canqui florecen ahora en esta edición. Estoy en deuda con Silvia por su
traducción del libro, que lo hace accesible para aquellos a quienes estaba
dirigido desde sus inicios.
El libro sale después de un ciclo de insurgencia entre los años 2000 y
2005 que ha generado un amplio sentido público de compenetración
entre el pasado y el presente. A fines del año 2003, luego de la poderosa
insurrección y cerco a La Paz del mes de octubre, editamos una obra
colectiva que buscaba poner en relieve algunas de estas conexiones histó
ricas (ver Ya es otro tiempo elpresente: cuatro momentos de insurgencia indígena, en
coautoría con Forrest Hylton, Félix Patzi, Sergio Serulnikov, con prólogo
de Adolfo Gilly, editado por Muela del Diablo). Tengo la esperanza de
que Cuando sólo reinasen los indios estimule en los lectores una reflexión
renovada en torno a los antagonismos del pasado colonial, la dimensión
histórica del presente, y las perspectivas de iluminación y emancipación
que se vislumbran para el futuro.
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Cuando sólo
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ios inc[íos
*| Esbozo de una historia
del poder y de las
transformaciones políticas
en el altiplano aymara
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figura del Inka Tupac Amaru, la fase de la guerra en La Paz se suele dis
tinguir por lo general de la fase más temprana del Cusco por su radicalis
mo, sus antagonismos raciales y su violencia, así como por la poderosa
expresión de fuerzas comunitarias de base en su interior. Me ocuparé de
las formas en las que el movimiento de Katari se conectó políticamente y
fue moldeado por otras insurgencias regionales, las formas en que se dife
renció de ellas, así como el modo en que su dinámica puede clarificar los
perfiles más generales de la insurgencia en el sur andino.
Al conectar la cuestión de las transformaciones comunales con el aná
lisis de la política insurgente, podemos generar valiosas ideas sobre la cri
sis del orden colonial en los Andes en el siglo dieciocho, y sobre la
naturaleza de la experiencia insurreccional en 1780-1781. Desde mediados
del siglo, a medida que las luchas locales sobre el gobierno comunal se vol
vieron tan frecuentes y extendidas como para minar por dentro la institu
ción cacical, tuvieron el efecto simultáneo de desestabilizar el orden
político colonial. El cacicazgo era una forma consolidada y crucial de
mediación política entre las comunidades indígenas y el estado, las autori
dades regionales y otras elites locales. Su defunción significó la ruptura de
los mecanismos clásicos de dominio colonial indirecto a través de los
señores étnicos locales. Aunque tanto las comunidades como el estado
lucharon por renegociar formas de mediación y representación política en
beneficio de sus propios intereses, esta prueba de fuerza perduraría hasta
fines del período colonial y quedaría sin resolución. Nunca pudo ser rees-
tablecido con éxito un régimen viable de dominación colonial en el campo.
En la medida en que la transformación comunal contribuyó a la cri
sis general de la sociedad andina colonial, sentó las precondiciones polí
ticas para la insurgencia aymara de 1781 y dio forma a la naturaleza
específica de las movilizaciones anticoloniales del período. Mis hallazgos
indican que, virtualmente sin excepciones, los caciques o señores nativos
no participaron en dichas movilizaciones en La Paz. La insurgencia estu
vo marcada por poderosas fuerzas comunitarias de base, que perseguían
objetivos comunales. Su liderazgo era ya sea descentralizado o altamen
te sensible a las demandas de las comunidades. La autonomía y la pujan
za de estas fuerzas comunales reflejaban las transformaciones que se
estaban dando en ese momento dentro de las comunidades, con el des
moronamiento del cacicazgo y la transferencia del poder a la base de la
formación política.
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La época de la insurgencia
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El pueblo mismo se ubicaba bajo una colina en la orilla oriental del lago
Titicaca. De acuerdo con la mitología andina de la creación, el lago era un
ombligo cósmico y sitio de nacimiento de la humanidad. Desde los tiem
pos de la antigua civilización Tiwanaku, a través de la ocupación Inka del
Qollasuyo, así como en tiempos coloniales y modernos, el lago ha seguido
siendo percibido como una fuente de gran potencia espiritual. Atraía flu
jos de peregrinos a sus santuarios así como especialistas rituales andinos
que renovaban sus poderes a través de ceremonias estacionales. Como un
gigante espejo, sus aguas reflejaban los cambiantes fenómenos celestes: el
intenso azur de los cielos claros, los punzantes rayos de un sol brillante, la
blancura de las formaciones nubosas, los tonos oscuros de una atmósfera
cubierta y tempestuosa.
Las corrientes y praderas de los alrededores del lago no sólo favorecían
la agricultura sino proporcionaban fértiles pastizales para grandes hatos de
ganado. Los Urus descendían de una temprana población hablante de
pukina en las orillas del lago, y se especializaron en la pesca y en la reco
lección de otros recursos lacustres. En el siglo dieciocho, más que nunca
antes, Guarina se hallaba atravesada por rutas de comercio en pequeña
escala que conectaban el pueblo con la hoyada urbana de La Paz, las pro
vincias del Bajo Perú al norte, y las tierras de valle que se desprendían de
la ladera oriental de la cordillera de los Andes. No es sólo en términos
demográficos o económicos, sin embargo, que la sociedad del período
colonial tardío intensificaba su movimiento. También en otros sentidos,
los latidos del pulso vital local se aceleraban a creciente ritmo.
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2 La estructura heredada
de la autoridad
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autoridad del cacicazgo era considerada como una suerte de título fami
liar propietario, cuyos derechos se aplicaban a partir del código castella
no de mayorazgos.
Más adelante se analizará con mayor detenimiento este código (ver
capítulo 3), pero aquí bastará mencionar uno de sus aspectos. En los con
flictos por la sucesión al cacicazgo a lo largo del siglo dieciocho, gran
parte de la disputa genealógica giraba en torno a los privilegios de los pri
mogénitos varones para acceder al cargo. Este privilegio fue introducido
y ampliado en conformidad con las reglas del mayorazgo español, lo que
implicó un desplazamiento significativo de los antiguos principios de
sucesión andinos, que eran más flexibles y, dado que incluían la capacidad
como criterio de elegibilidad, permitían un liderazgo étnico más efectivo.
De acuerdo a la tradición andina, el liderazgo podía pasar de un señor
fallecido a su hermano, la primogenitura no se valoraba de igual modo y
las mujeres eran elegibles para el ejercicio de cargos de autoridad25. El
derecho a la sucesión hereditaria por parte de las mujeres era vina de las
pocas tradiciones previas que la corona estaba dispuesta a respetar for
malmente en el contexto andino, en caso de presentarse circunstancias
excepcionales. Sin embargo, la definición jurídica española sobre la natu
ral “ineptitud” de las mujeres permitió a sus cónyugues asumir el papel
de administradores de sus propiedades y acceder en los hechos a posi
ciones de gobierno26. Por lo tanto, las reglamentaciones del estado colo
nial transformaron significativamente las nociones sobre las que se
asentaba la nobleza andina y estimularon las obsesiones de las familias
cacicales por los linajes masculinos, así como por la “pureza” y el origen
de ‘sangre de los mismos. De igual forma, como se verá con mayor
detalle en el próximo capítulo, la introducción de principios patriarcales
españoles más estrictos en la sucesión cacical contribuyó a la declinación
estructural a largo plazo de este sistema de gobierno andino
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ión sobre su relación con los caciques antes del colapso de los cacicazgos.
No he enmarcado esta discusión exclusivamente en torno al cabildo o
gobierno municipal, como lo haría un historiador del México colonial. En
el sur los Andes, el cabildo no era una institución tan consolidada como
en la Nueva España, y una autoridad fundamental como lo fue el jilaqata
ejercía el gobierno de su ayllu sin tener jurisdicción en el pueblo. He opta
do también por no tocar aquí el sistema de cargos político-religiosos,
puesto que trataré la información disponible al respecto en el siguiente
acápite. Como se verá, la presencia histórica de las formas institucionales
españolas del cabildo, de la cofradía (hermandad religiosa del laicado), así
como de la escalera de cargos en la región rural de La Paz no puede ser
comprendida al margen de la organización más duradera del ayllu y de la
dinámica más profunda de las relaciones de poder locales.
La autoridad que secundaba al cacique se llamaba la segunda persona
de cacique. Este puesto de segundo rango se mantuvo desde tiempos
prehispánicos, y tenía un status complementario, aunque subordinado,
que debería comprenderse en el marco de la lógica dualista de la organi
zación social andina tradicional. En el siglo dieciocho, las funciones del
segunda eran ante todo tributarias, aunque existe evidencia de que pudo
haber ejercido como cacique suplente en su ausencia. Como su rango
correspondía formalmente al de un cacique, su esfera de poder también
abarcaba la parcialidad y su base estaba en el pueblo. Actuando bajo la
égida del cacique y fuera de las disposiciones legales coloniales que regla
mentaban el gobierno de los pueblos, el segunda podía ejercer su cargo
por períodos más largos que otras autoridades55.
En principio, debido a su alta posición en el esquema segmentario de
las comunidades, podría esperarse que el segunda fuese una figura más
poderosa que el alcalde o el jilaqata. Pero en los hechos, éste no parece
ser el caso, evidentemente debido a un prolongado proceso de degrada
ción de su autoridad. Aunque era reconocido informalmente por las auto
ridades coloniales regionales, el segunda no gozaba de la sanción oficial
del estado, como lo hacía el alcalde, ni tampoco era considerado un inter
mediario estratégico para el gobierno colonial. En períodos anteriores,
sus actividades podrían haber sido mucho más amplias. Hacia el siglo die
ciocho, a medida que sus funciones se iban restringiendo a la de mero
cobrador de tributos, su papel fue incluso menos importante que el del
jilaqata, quien recorría estancia por estancia visitando a las familias con el
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un nexo entre, por un lado, el ayllu local y, por otro, el cacique, el centro
municipal y la comunidad más amplia de la marka.
Tomemos otro ejemplo concreto de lo señalado, que puede verse
esencialmente como una variación de la misma función tributaria. De
acuerdo con la costumbre local, los jilaqatas eran responsables de reunir
comida y regalos en sus ayllus con el fin de atender al corregidor y su
entorno durante las visitas al pueblo de Calacoto (Pacajes)68. Ya sea aten
diendo al corregidor, o haciendo mandados para los caciques, dispone
mos de muchos ejemplos de jilaqatas que prestaban servicios a las
autoridades en los pueblos. Pero la documentación también nos muestra
que lo que era sin duda un servicio consuetudinario dio lugar con el tiem
po a una serie de abusos cada vez más arbitrarios e injustos, expresados
en la manipulación de los jilaqatas y otras autoridades locales de la comu
nidad. Esto provocó un natural resentimiento e intensificó la significa
ción política de estas autoridades.
El jilaqata también servía como representante simbólico del ayllu en
ocasiones rituales, y ejercía un liderazgo político práctico en circunstan
cias más espontáneas, especialmente cuando recibía presiones en tal
sentido, sea por parte de las autoridades superiores o por la mayoría de
los miembros de su ayllu. Dicho liderazgo incluía el alentar a los comu-
narios en las batallas en defensa de sus linderos, o el encabezar juicios
y demandas legales para protestar contra los abusos que sufría la comu
nidad. Este papel político, que fue relativamente restringido en la pri
mera mitad del siglo dieciocho, alcanzó inusitadas dimensiones en una
era de convulsión social, movilización campesina y transformación
interna de las comunidades.
Puede señalarse otro aspecto en relación con la discusión de las funcio
nes de autoridad: no existen evidencias en el sentido de que los jilaqatas
controlaran los asuntos administrativos fundamentales del ayllu local. Antes
bien, como se señaló en los anteriores capítulos, parece que los caciques
tenían a su cargo la distribución de tierras a las familias campesinas y la
organización de la producción agrícola en las parcelas familiares, así como
la selección de los mit’ayos del pueblo que debían servir por turno en las
minas y los encargados de pasar preste y otras actividades similares. Nue
vamente, aquí puede verse las fundamentales transformaciones que se lle
varon a cabo hacia fines del siglo con la ampliación de las funciones del
jilaqata mucho más allá de la esfera tributaria69.
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des del pueblo y de los ayllus asumían sus cargos por turnos rotativos, de
acuerdo con la lógica de representación vigente en el ayllu. La principal
diferencia entre los mit’ayos y las autoridades se refiere al prestigio de que
gozaban estas últimas, como portadoras del bastón de mando. Pero tam
bién ellos prestaban servicios que, de la forma más directa, se expresaban
en el servicio y la subordinación a su cacique. Debido a su prestigio, el
control del cacique por lo general no debe haber sido demasiado opresi
vo; después de todo, los caciques ya accedían a los servicios laborales en
sus casas y sus campos, proporcionados por los ayllus. Pero los caciques
exigían obediencia, ya sea formalmente, como en el caso de la subordi
nación de los jilaqatas en asuntos tributarios, o informalmente, como se
hace evidente en la disponibilidad de los alcaldes para hacerles mandados.
La autoridad formalmente superior a la que debían subordinarse los alcal
des, regidores y alguaciles era el corregidor, que vivía en la capital pro
vincial, lejos del pueblo. En su ausencia, y dada la supremacía local del
cacique, la presencia de este último descollaba notoriamente en la vida
cotidiana de los pueblos.
La evidencia de este control informal en manos de los caciques, sobre
las autoridades del pueblo, se hace especialmente clara a partir de mediados
del siglo, a medida que se multiplicaban los conflictos entre los caciques y
las comunidades. Cuando esto ocurría, los servicios a su favor dejaban de
considerarse normales, y los abusos del cacique a las autoridades —que se
consideraban “mandones” y “serviciales”—se convirtieron en un tema fre
cuente en la lista de reclamos de los comunarios. A medida que la vida local
se politizaba, el significado de las autoridades en la formación política de
las comunidades se fue redefiniendo, tanto en términos de su propio poder
como de los mecanismos de control que se ejercían sobre ellos85.
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dos con el hecho de que Sosa estaba a cargo del cacicazgo, con el respal
do del corregidor26.
La intrincada disputa entre Sosa y Meneses duró largos años. En 1728,
el corregidor encarceló a Sosa por estar muy rezagado en los pagos del
tributo, y designó a Meneses para que se haga cargo de la recaudación del
tributo y el entero de la mit’a. Hacia 1730 se resolvió finamente la dispu
ta en favor de Lucas de Meneses, quien fue declarado formalmente como
dueño del cacicazgo por la Real Audiencia.
Aparentemente, don Lucas gobernó sin contratiempos hasta su muer
te en 1747, cuando fue sucedido por su primogénito Basilio Cutimbo. Sin
embargo, Basilio renunció al cacicazgo (él gozaba de un empleo inde
pendiente como encargado de la caja provincial de Carangas), transfi
riéndolo por medio de su tía María Aldonza al hijo de ésta, Alejo
Hinojosa Cutimbo. La única condición que puso Basilio fue que él y su
familia continuarían gozando de la mitad de las tierras, servicios y emo
lumentos legalmente adscritos a la titularidad del cacicazgo. El nuevo
cacique gobernó hasta 1766, cuando sus deudas y rezagos en el pago de
tributos lo forzaron a renunciar y a transferir el cacicazgo a su hermano,
Cayetano Berrazueta, quien había oficiado a lo largo de la última década
como segunda persona de don Alejo27. En la ceremonia convencional de
posesión, el corregidor de Chucuito lo sentó en la misma tiana que ha
bían usado sus antepasados. De este modo, Cayetano Berrazueta presidió
el gobierno de la parcialidad de Anansaya Chucuito, en el distrito occi
dental del lago, hasta el estallido de la gran insurrección de 1781.
Berrazueta rechazó las solicitudes de Tupac Amaru, el dirigente Inka
del movimiento, y organizó sus propias fuerzas indígenas para defender
la región de Chucuito bajo el mando del Comandante Joaquín Antonio de
Orellana. Llegó a salvar la vida de prominentes autoridades españolas,
incursionó en escaramuzas contra fuerzas enemigas muy superiores en
número y fue uno de los últimos en evacuar la región cuando las fuerzas
de la corona finalmente se rindieron ante la ola de acciones rebeldes. Aun
que él se enorgullecía de haber descabezado al “Virrey” rebelde Gregorio
de Limachi, su propia esposa Mónica Heredia Puma Inka Charaja y sus
hijos fueron asesinados durante la guerra. Forzado a huir al norte debido
a las circunstancias militares, Berrazueta acabó aislado y arruinado en el
Cusco, viviendo de cortar leña y hacer carbón28.
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pagando al cacique una suma dada (en algunos casos cincuenta y dos
pesos, en otros veinte o treinta pesos). Según indicó Canqui, la retasa del
Duque de la Palata otorgaba cuatro indios reservados del tributo y dos
jóvenes menores de dieciocho años (y que por lo tanto no estaban en
edad de tributar) en beneficio del cacique. No mencionó que la práctica
de los marajaques tuviera algo que ver con la mit’a de Potosí, ni que hacía
uso de los servicios de los mit’ayos antes de su viaje, tampoco que eligie
ra a personas reservadas en sustitución de los mit’ayos. Declaró que si los
mit’ayos no recibían provisiones para el viaje a Potosí, ello se debía a que
la comunidad carecía de recursos para tal propósito.
Con referencia a las otras acusasiones, insistió en que las faenas de
la comunidad en los campos asignados al cacique se acostumbraban efec
tuar en toda la provincia, y que en dichas faenas él daba comida, bebida
y coca a los trabajadores; que en el pasado, su comitiva había sido más
numerosa, como lo era aún en otros pueblos de Pacajes. A s i m i s m o
declaró que era el cura del pueblo y no él quien administraba la pulpería.
2. Usurpación de otros recursor. Señaló que él hacía uso únicamente de las tierras
asignadas por la comunidad en beneficio suyo como cacique. Que sólo en
cuatro ocasiones había requisado las muías de los comunarios, siempre
bajo órdenes del corregidor o del cura y nunca en beneficio propio. Se
comprometió a rendir cuentas detalladas del dinero del censo de comu
nidad, y pagar cualquier gasto no justificado.
3. Inconducta política-. Protestó en sentido de que siempre había buscado pro
teger a los indios de cualquier perjuicio y que no había escatimado esfuer
zos para obtener los títulos de las tierras comunales, aunque tales
esfuerzos no habían tenido éxito hasta el momento. Negó el haber obli
gado a los alcaldes a prestarle servicios personales. Las contribuciones de
los jilaqatas en favor de la comunidad, argüyó, se acostumbraban en todos
los pueblos de la provincia.
4. Violencia'. Los Canqui negaron la crueldad que se les atribuía. Como alcal
de mayor, Francisco Canqui justificó la administración de castigos cor
porales a los indios. La paliza a un comunario en el cementerio de la
iglesia se habría llevado a cabo debido a que éste se burló de su auto
ridad cuando se hallaba convocando a la comunidad para asistir a la
misa dominical.
Al final, los hermanos Canqui respondieron al conjunto de acusacio
nes explicando las razones de su conducta y justificándola por estar a
tono con las costumbres locales, o bien negando las acusaciones como
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La crisis de la dominación en los Andes (I)
infundadas. Tanto ellos como los testigos que declararon a su favor atri
buyeron la hostilidad de los indios contra sus autoridades a su celo por
cumplir con “ambas majestades”, el dios cristiano y el rey. El cacique
argumentó a su vez: “Por lo que los indios de su común lo han llegado a
odiar es únicamente por haber solicitado siempre el que vivan como cris
tianos, asistiendo al santo sacrificio de la misa y doctrina cristana, en que
ha puesto especial cuidado, y también en el aumento del Real Haber”60.
En su defensa, los Canqui y sus testigos de descargo declararon que
el comisionado de la audiencia, Ignacio de Rejas, era el responsable de
alentar a los miembros de la comunidad para hacerle el juicio. Como una
señal clara de complicidad, había sido visto en sus estancias y en sus cho
zas “comiendo y bebiendo con ellos hasta emborracharse”61. Sin embar
go, nunca llegaron a cuestionar por qué toda la comunidad, no sólo
Anansaya sino también Urinsaya, se había unido en contra de ellos. En
muchos de estos conflictos del siglo dieciocho, una facción u otra de la
comunidad solían declarar a favor del cacique o ponerse de su lado. Tam
poco sugirieron los Canqui que el juicio había sido instigado bajo pre
sión de los miembros rivales de la elite local. Vimos un ejemplo en tal
sentido en el caso de Guarina en la batalla entre Matías y Francisco
Calaumana. La evidencia final sobre la existencia de una total escisión
entre el cacique y los ayllus reside en el origen de los testigos. Mientras
que los testigos de cargo provenían por decenas de las comunidades, los
testigos de descargo de los Canqui provenían principalmente de la gente
española de los pueblos.
¿Cómo puede interpretarse el conflicto de Calacoto? Lamentable
mente, carecemos de evidencias de los años 1720 que pudieran indicar
con mayor claridad las fisuras iniciales, y cómo éstas se profundizaron
con el paso del tiempo hasta llegar a la ruptura total en los años 1730.
Parece haber poco sustento para el alegato de los Canqui de que el ver
dadero problema residía en que los caciques hacían cumplir a las comu
nidades sus obligaciones religiosas y tributarias62. Pero es también
importante observar más detenidamente lo que fue dicho (y lo que fue
callado) por los miembros de la comunidad, así como la dimensión polí
tica estratégica de este pleito. Es plausible suponer que los hermanos
Canqui eran culpables de acciones violentas y censurables con el fin de
enriquecerse, y que su ejercicio del poder iba en contra de los valores e
intereses colectivos. Ciertamente, ellos y sus testigos intentaron engañar
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las arcas de los caciques de Calacoto, como parte de sus propias redes
personales vinculadas a la mit’a. Todo el complejo de obligaciones labo
rales y la convertibilidad de trabajo en dinero que irradiaba de Potosí —ese
punto fundamental de articulación perversa entre la coacción colonial y
el emergente mercado de fuerza de trabajo—estaba siendo reproducido a
nivel local en el campo, en beneficio de la propia autoridad constituida de
las comunidades de Calacoto67.
Volviendo al argumento de los comunarios, debemos comenzar ano
tando que en toda la región paceña, los servicios indígenas a los pueblos
y a los caciques seguían pautas tradicionales y familiares de rotación y
prestación, y no eran tan sólo resultado de una imposición externa. Para
mencionar un ejemplo, un vecino español de Jesús de Machaca declaró:
“Es costumbre en los pueblos de dicha provincia de Pacajes que se den a
los caciques en unos [casos] cinco indias de servicio, en otros seis y en
otros más, según el número de ayllus”68. El cacique señaló incluso que los
indios habían interpretado como un desaire su decisión de terminar con
las contribuciones de los irasiris años atrás. Este tipo de servicio era evi
dentemente considerado parte de un acuerdo de reciprocidad imbuido de
dimensiones morales. A pesar de la sobrecarga de trabajo, la comunidad
proporcionaba al cacique prestaciones laborales y de otro tipo, bajo el
supuesto de que él a su vez respondería cumpliendo sus propias obliga
ciones hacia ellos, favoreciéndolos y brindándoles protección. Es más,
como se señaló antes, la práctica de los marajaques y la conmutación del
trabajo en la mit’a de Potosí no eran imposiciones recientes; tenemos evi
dencias más tempranas de la conmutación de los tornos de servicio en los
pueblos69. Muchos miembros de la comunidad tenían interés en esta
forma de conmutación, pues como acabamos de ver, permitía una reduc
ción de las recargadas obligaciones de servicio, y en realidad podía fun
cionar en conformidad con las normas redistributivas y colectivas en la
comunidad, como se verá más claramente en la discusión que sigue.
La cuestión que surge es entonces, ¿por qué la comunidad estaba cues
tionando a los Canqui sobre prácticas que parecían correctas, comprensi
bles e incluso beneficiosas para la mayoría? He sugerido ya que los
desmentidos y distorsiones del testimonio de los Canqui tenían por obje
to encubrir sus conductas ilegales. Es también posible que a lo largo de la
anterior década, y poco después de la gran mortalidad y hambruna de
1719, los Canqui se hubieran aprovechado de estas prácticas de modo tan
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a los indios a trabajar sus campos sin remuneración, y los sometía injus
tamente a castigos corporales. Cobraba veinticinco pesos a cada jilaqata
por los supuestos costos de las visitas del corregidor, y se había embolsi-
llado cerca a doscientos pesos de rentas del censo, en lugar de distribuir
las a los indios pobres75.
Pero el principal motivo de disputa a fines de los años 1740 eran los
abusos tributarios perpetrados por el cacique en complicidad con el escri
bano de la provincia, Joseph Herrera. El cacique reclutaba forzadamente
a muchos indios reservados o exentos de tributo; hombres mayores y
jovenzuelos, así como mendigos, cojos y discapacitados. Dado que éstos
por lo general no podían pagar, la responsabilidad fiscal recaía en los
recaudadores de tributo de los ayllus. En una ocasión, el cacique había
decomisado el ganado de los jilaqatas Bernardo Cruz y Pedro Calderón
por no haber entregado el tributo de tres menores de edad. Los testigos
de cargo de la comunidad atribuyeron el reclutamiento indebido de estas
personas a la malicia de Machaca contra ellos, y a sus cálculos de que el
endeudamiento mantendría subordinados a los indios. El escribano
Herrera fue también acusado de cobrar la suma de dos reales a los indios
casados y un real a los solteros a tiempo de inscribirlos en los padrones
de tribunados, y de un monto equivalente a todos los mit’ayos en Topo-
co. Todos los indios de Pacajes, y no sólo los de Calacoto, sufrían estas
exacciones, y el escribano persistió en ellas a pesar del decreto emitido
por la audiencia ordenando poner fin a estas prácticas.
Juan Machaca se defendió de las acusaciones desde la cárcel de La
Plata, tal como lo había hecho Juan Eusebio Canqui anteriormente76. Para
comenzar, señaló que tan sólo estaba siguiendo las costumbres locales al
recibir cincuenta y dos pesos por cada indio que quisiera ser excluido del
servicio de la mit’a. Supuestamente, con este dinero él contrataba a otro
indio, que se haría cargo del ganado de los mit’ayos durante su ausencia de
la comunidad. Evidentemente, Machaca estaba describiendo la práctica del
marajaque ya mencionada por Juan Eusebio Canqui: se designaba a estos
comunarios para hacerse cargo del pastoreo de ganado, y también ellos
podían liberarse del servicio pagando una suma al cacique. Pero en este
caso, Machaca estaba admitiendo la conexión entre esta práctica y la mit’a,
sobre lo cual insistieron los comunarios en el primer juicio aunque el caci
que Canqui lo negara. Al mismo tiempo, con el fin de protegerse, Macha
ca no reconoció - a diferencia de Canqui- que los pastores le servían para
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las del reparto. Si los tenientes practicaban repartos ellos mismos, segura
mente esto se debía a que habían comprado su puesto del corregidor con
la intención mutuamente acordada de hacerlo. La ley permitía al corregi
dor una ganancia del 50 porciento sobre el "'recio de mercado para bienes
de Castilla, pero este caso llegaba a ser un “ladronicio intolerable” con un
margen de más del 250 porciento20.
En 1768, seis principales de Sicasica se pronunciaron en contra del
corregidor, su cajero en el pueblo y el cacique de Anansaya. El cacique
era un mestizo “intruso” llamado Tomás Celada, que había recibido
efectos de Castilla por más de diez mil pesos para su distribución forzo
sa. Cuando el Corregidor Villahermosa intentó convocar a todos los
indios al pueblo para entregarles los bienes, el cacique le aconsejó que
sería peligroso hacerlo, porque ya había mucha resistencia. Sugirió que
en vez de eso se convoque sólo a los jilaqatas a la casa del corregidor.
Para evitar tumulto, el cacique distribuiría los bienes él mismo a los jila
qatas, y ellos a su vez los llevarían a los ayllus21. Respondiendo a estas
denuncias, y pasando por alto las objeciones del “intruso” Celada, la
audiencia emidó órdenes para que se devuelvan todos los géneros no
deseados, se haga un reajuste de predios y se devuelva los bienes inútiles
al corregidor. Asimismo, nombró un nuevo cacique interino, Fermín
Paticallisaya, como sustituto de Celada22.
En la vecina Ayoayo, las autoridades y principales indígenas se pusieron
en contra de ambos caciques. Se quejaron de los repartos del corregidor y
denunciaron al cacique de Anansaya, Diego Olarte, porque colaboraba
con Villahermosa. Por ejemplo, Olarte llevaba cuenta de los indios para
hacer el reparto más eficazmente, e intentó impedir que la comunidad se
presente ante los magistrados de la comisión de la audiencia. Ellos a su vez
replicaron: “[Olarte] es el principal que causó el motín y por él se halla este
lugar tan lleno de enredos y quimeras” 23 . El otro cacique, Felipe Alvarez,
cuya propiedad sobre el cacicazgo había sido confirmada por el virrey en
1749, y que era descendiente del linaje cacical de los Chipana, ya había sido
condenado en 1763 por oficiar como teniente comisionario del Corregi
dor Yepes Castellanos y por cometer muchos excesos en el reparto. Final
mente, en 1769, luego de un conflicto local en el cual fue muerto el
párroco, se retiró del puesto, “por no tener fuerza para contener y repri
mir el orgullo de aquella gente que está tan insolentada por la impunidad
que ha logrado en sus excesos”24.
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tos eran la causa del descontento social, y en Madrid el fiscal del Consejo
de Indias admitió asimismo que la desesperación por los abusos y la desi
lusión con las cortes eran responsables de la amenaza que se cernía sobre
el reino del Perú. Las repercusiones de los eventos de La Paz se registra
ron a todo nivel, y se dio paso a un debate abierto sobre los repartos en la
década de 1770. No obstante, el estamento más alto del estado colonial no
llegó a plantearse el desmantelamiento del lucrativo sistema de repartos
sino hasta una década más tarde, cuando ya se había desatado la insurrec
ción general. Nunca se tomaron medidas de fondo para modificar los
mecanismos formales e informales de explotación, o para enfrentar la cri
sis subyacente y cada vez más aguda del orden político85.
La revisión del período entre 1740 y 1771 revela la dinámica política
central que marcó la época y convocó a la extraordinaria experiencia de
1781. Con el desarrollo de un proceso específico de politización y polari
zación, se produjo una serie de cambios —en el aparato político regional,
en el estamento de los intermediarios, y en las estrategias y tácticas comu
nales—que acrecentaron la contradicción entre los ayllus y los espacios del
poder colonial. Estos cambios provocaron que los comunarios aymaras
adoptasen proyectos anticoloniales y autonomistas más radicales. La revi
sión también nos muestra cómo la provincia de Sicasica es representativo,
en un sentido amplio, de la región como un todo. En efecto, se han toma
do en cuenta dos tipos de ejemplos, uno espacial y otro temporal: Sicasi
ca representa al conjunto de La Paz, y el punto culminante de 1781 fue
ensayado en 1771. Este último paralelismo puede parecer improbable,
dado que todavía tendría que desarrollarse toda una década de cambios y
nuevas fuerzas específicas. No obstante, habrían nocas modificaciones en
cuanto a las principales relaciones de conflicto y lucha que enfrentaban a
las comunidades aymaras y a sus intermediarios con el aparato político
regional y los estratos más altos del estado colonial. El hecho de que 1771
anticipaba tan sorprendentemente la coyuntura insurreccional que esta
llaría una década más tarde atestigua la rara intensidad y precocidad del
proceso en La Paz, en comparación con otras regiones del sur andino.
En estos dos capítulos he examinado los ritmos y dinámicas de estas
complejas y multifacéticas luchas a nivel local y provincial en la región
rural de La Paz. En la década de los años 1770, los conflictos que se han
descrito no cedieron, y creció aún más la conciencia y la participación rural
en la tormenta que se abatiría no sólo sobre la región sino sobre todo el
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La delicada relación de la comunidad con sus caciques siguió siendo el
eje de la dinamica de esta década. Entre la casta de odiados cobradores de
deudas, el cacique de Calacoto Agustín Canqui fue señalado por su papel
dirigente en el régimen local de repartos. Según sus demandantes, Canqui
se aprovechaba personalmente del sistema de exacciones del corregidor y
recibía, como recompensa por su apoyo, pleno respaldo a su cargo. Los
dirigentes comunales alegaron que Canqui no sólo violaba la proscripción
legal reciente de participar en el reparto, sino también que su acción no
correspondía a sus obligaciones políticas. Añadieron que el cacique era
“tenaz en proceder contra los indios y mezclarse en lo que no es de su ins
pección, cuando al contrario debía mirar en ejercicio de su empleo por el
alivio del común y sus cortos intereses”93.
Las comunidades de Sicasica se consideraron “aquietadas” después de
los disturbios de 1771, aunque las autoridades coloniales se mantuvieron
en guardia por el resto de la década. Los caciques les informaban de la
calma prevaleciente en la provincia, aunque también les advertían de la
peligrosa propensión a rebelarse de los indios de algunos pueblos. Obser
varon que las comunidades podían rebelarse fácilmente otra vez, si eran
provocadas por agitadores externos94.
En los años 1770, gran parte de la inestabilidad en Sicasica emanaba en
realidad de los conflictos internos entre el estado colonial, la elite regional
y el régimen provincial de repartos. Hemos mostrado ya las luchas por la
jurisdicción política entre las fuerzas de Lima, capital virreinal y emporio
del comercio de repartos, y la Audiencia de La Plata. Los corregidores
siempre habían mantenido relaciones ambivalentes con las otras elites
coloniales de Charcas, por su poder político tan concentrado y sus nota
bles estrategias de acumulación, que ponían en riesgo el orden social y
podían chocar con intereses privados rivales. No obstante, a partir de
1760, fueron objeto de crecientes ataques. Funcionarios eclesiásticos y
seculares de La Paz sé pronunciaron con fuerza en contra de los abusos de
los corregidores en vísperas de 177195. Finalmente, en un nivel más local,
se dio una racha de disputas y recriminaciones sobre deudas que involu
craban los agentes de reparto del corregidor.
El sucesor del Corregidor Villahermosa, Juan Carrillo de Albornoz,
titulado el Marqués de Feria, fue demandado desde varias direcciones
simultáneamente. Los funcionarios de las Cajas Reales de La Paz y su alia
do Francisco Tadeo Diez de Medina, un personaje políticamente ambi
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go, las consecuencias políticas del proceso alcanzaron hasta los niveles
más locales y alejados del área rural. El conflicto no sólo reestructuró las
relaciones entre comunidades y fuerzas “externas”, es decir agentes e
instituciones estatales, sino también consumió a las propias comunida
des, con sus representantes establecidos, sus prácticas vernaculares y su
cultura política peculiar104.
Aunque está justificado el énfasis que hace Jurgen Golte sobre el pro
fundo impacto del reparto de mercancías en la sociedad andina en el siglo
dieciocho, hemos visto que sus repercusiones fueron tanto políticas como
económicas. Su tesis acerca de una relación causal entre las tasas de explo
tación económica y la propensión a la insurrección regional en 1781 no
sólo tiene debilidades metodológicas, como ya lo han notado otros estu
diosos. También pasa por alto el verdadero papel del reparto en la crisis
política de la sociedad rural, pues no brinda ningún elemento que permi
ta explicar la articulación regional de un movimiento político insurrecio-
nal. Sin postular simplemente que se había alcanzado un umbral
intolerable de explotación, he señalado que las movilizaciones comunales
en el siglo dieciocho surgieron en realidad, en un contexto de cambiantes
formas de extracción económica, con las transformaciones en las relacio
nes políticas de la estructura regional y en las relaciones de representación,
mediación y legitimidad política de las comunidades.
■ Se impone un comentario final sobre los temas de la polarización y
movilización política en este período. He interpretado el movimiento insu
rreccional de 1771 como la culminación de un proceso que se desarrolló
a lo largo de décadas, y he enmarcado también los acontecimientos de esos
años en términos de la ruptura insurrecional de 1781. Sin embargo, debe
mos tomar en cuenta que el significado de las luchas a lo largo del siglo no
puede reducirse a un reflejo del momento anticolonial radical de 1771, ni
tampoco a un preludio de los acontecimientos de 1781. A ninguna de estas
coyunturas se llegó en forma predeterminada, y la mayoría de fuerzas indí
genas tampoco buscó conscientemente esos resultados en gran parte de
los conflictos políticos que hemos examinado.
La lucha contra los corregidores no se tradujo inmediatamente en una
contradicción abierta entre las comunidades y el estado colonial. Por el
contrario, las comunidades aprovecharon de otros espacios e instituciones
del estado — especialmente el tribunal de la audiencia y sus comisionados—
en un esfuerzo de poner fin a la explotación bajo el aparato político regio
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Cuando sólo reinasen los indios
nal. Las comunidades estaban conscientes de las divisiones entre los estra
tos altos de la administración colonial y cuando les fue posible, lanzaron
sus campañas intentando enfrentar entre sí a las fuerzas dominantes. Asi
mismo, recurrieron al discuso colonial de la justicia y el buen gobierno del
rey soberano. Sicasica en 1769, bajo el mando independiente de Alejandro
Vicente Chuquiguaman, no fue el único pueblo que desafió el corregidor
para entregar directamente el tributo como signo de vasallaje y lealtad. En
estos casos, las comunidades se presentaron implícitamente como dis
puestas a confirmar el pacto o contrato con el estado colonial —en última
instancia con el mismo rey—que los malos funcionarios del gobierno ha
bían violado y que les garantizaba algún grado de autonomía105.
La polarización debe ser vista entonces como un proceso gradual.
Pocas veces la lucha comunal tenía por objetivo el derrocamiento del
poder estatal colonial como un todo, o la constitución de una autoridad
andina completamente autónoma. No obstante, éste era el polo radical de
referencia dentro de un amplio margen de posibilidades, de las que esta
ban conscientes los dirigentes indígenas. Dependiendo de la situación, esta
alternativa podía ser invocada o buscada en momentos de rebelión, espe
cialmente luego de que otros recursos ante el estado se habían mostrado
poco efectivos. En la misma medida, cuando la contradicción entre comu
nidades y estado creció hasta sobrepasar las divisiones internas de la élite,
las fuerzas estatales cerrarían filas para sofocar y castigar la insurrección.
Para comprender cómo pudo articularse políticamente una posición
radical o movimiento insurreccional en momentos en que la polarización
alcanzaba una magnitud límite, debemos concentrarnos en una investiga
ción más profunda de los proyectos anticoloniales más excepcionales que
surgieron en el curso de este período, los cuales encontrarían su expresión
plena en 1781.
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una ruptura de las visiones políticas más coherentes una vez que las fuer
zas comunales tomaron la iniciativa en el contexto de la movilización
colectiva. En lo que posiblemente sea un vestigio de la perspectiva tem
prana cusqueño-centrista de la gran insurrección, la tendencia dominante
ha sido considerar la política comunal de la segunda fase insurreccional,
después de la derrota del Inka, con un enfoque “negativo”, en términos de
la ruptura con el programa de Tupac Amaru. Lo que debemos tomar en
consideración, en cambio, es que los campesinos concibieron posibilida
des políticas alternativas y que las debatieron, a veces vigorosamente, en el
curso de este proceso. Asimismo, sus puntos de vista coexistieron siempre
en una relación compleja y tensa con los de sus dirigentes. Suponer que los
comunarios simplemente optaron por seguir o abandonar una línea pro
gramática formal articulada por un determinado liderazgo equivale a
subestimar la conciencia política campesina y su iniciativa histórica. Impli
ca también interrumpir de entrada un rumbo promisorio para el análisis
historiográfico. Este camino — que nos lleva a abordar la imaginación polí
tica comunaria—es el que hemos escogido en la presente reconstrucción.
Como lo ha sugerido la investigación más reciente, podrían haber sur
gido también diferencias significativas en el interior del movimiento indí
gena de principios de los años 1780 que resultaran claves para nuestra
comprensión de los motivos, proyectos y expectativas insurreccionales
prevalecientes. Los problemas que rodean el significado de la insurrec
ción para las poblaciones andinas no son por ello susceptibles de res
puestas únicas y simplistas. Las discrepancias histonográficas, así como la
dificultad de reconciliar líneas arguméntales diversas en una visión unifi
cada, pueden remontarse a una serie de fuentes. Para comenzar, la agen
da política de los dirigentes pudo haber sido ambivalente, variable o
encubierta, debido a razones de orden práctico. Las divisiones sectoriales
-por ejemplo, entre dirigentes indígenas y su base social, entre qhichwas
y aymaras, entre indios y sus aliados mestizos o criollos—pueden asumir
proporciones significativas. Las distinciones regionales, tal como la exis
tente entre Cusco y La Paz, plantean otras diferenciaciones. Las diferen
cias temporales, como ser el contraste que hemos sugerido entre una
primera y una segunda fase de la insurrección, tanto como la completa
apertura y fluidez de un momento histórico tan excepcional, añaden un
nuevo aspecto que debe ser tomado en cuenta para el análisis. Es más, los
filtros y sesgos de los observadores y de los documentos coloniales aña
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uno de los testigos, “Se los olvidó por la mucha bulla en que andaban, que
no sabían qué hacerse”29. En el caso de comunarios indios que habían trai
cionado la causa, se agudizó la tensión moral. Después de la ejecución del
mulato, regresaron a la cárcel para sacar a un joven que se había unido a
los soldados en la marcha en defensa del corregidor. Era hijo del cacique
Manuel Mercado de Viacha, y había sido enviado a Caquiavin con un man
dado relacionado a los padrones del tributo. Lo ataron al rollo de pies y
manos y lo azotaron “a pausas pero con mucha violencia... encargándole
a cada azote muchas cosas”30. Es fácil imaginar que fuesen los ancianos
notables de la comunidad los encargados de azotar tan severamente a este
joven por su traición a las comunidades indígenas. Finalmente, resultó sal
vado “por milagro” y retornó a la cárcel cuando algunos indios intervinie
ron a su favor. Otro indio, el alcalde ordinario Valeriano Sirpa, fue tomado
preso y le fue confiscado su bastón de mando después de que tratara de
liberar a los presos de la cárcel. A él también lo arrastraron hasta el rollo,
y sólo escapó con vida “por milagro de Dios”.
Pero al menos en un caso, la multitud no se arredró de aplicar la pena
capital contra un hombre que era más percibido como “español”. La víc
tima, Josef Romero, era uno de los segundones del corregidor, su tenien
te de alguacil mayor31. En medio de alarma y gritería, las fuerzas
comunales regresaron de una asamblea y se lanzaron sobre el cautivo.
Apenas hubo traspuesto la puerta de la cárcel, una multitud de hombres
y mujeres lo golpearon con piedras hasta matarlo, y lo colgaron en el
rollo al lado del mulato32.
Las muertes, la violencia y las amenazas de pena de muerte en Caquia-
viri no fueron resultado de impulsos espontáneos y súbitos de una multi
tud encolerizada, como la que se alzó en Jesús de Machaca para matar al
corregidor. Por el contrario, durante los días de la toma india del poder en
Caquiaviri, los campesinos deliberaban colectivamente en asambleas
comunales sobre las diferentes pautas de acción posibles, antes de decidir
cuál tomar. En este sentido, podemos considerar las muertes, la violencia
y las amenazas como parte de una orientación o agenda política radical,
que vislumbraba conscientemente la eliminación o aniquilamiento de algu
nos rasgos fundamentales de la dominación colonial. Aunque ésta no fue
la única opción política concebida por los campesinos en Caquiaviri —nos
referiremos a otras más adelante—sí representó una poderosa noción de
transformación social, que también estuvo presente en otros momentos
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casa del cura para sacar a los cómplices del corregidor que habían busca
do refugio allí. Podemos suponer que algunas mujeres y niños se habían
refugiado en la iglesia desde principios del levantamiento, pero los comu
narios finalmente entraron también a la iglesia para sacar a los vecinos más
buscados, principalmente a Francisco Garicano. Otros de los soldados
fueron sacados a empujones de debajo del palio de la eucaristía, cuando el
cura la sacó de la iglesia para pacificar a la multitud. Al final, entonces, los
comunarios tuvieron algunas reservas al violar un santuario cristiano, aun
que los imperativos políticos permitieron superar la indecisión.
Cuando el Corregidor Castillo fue muerto, el cura de Jesús de Machaca
(que estaba amenazado también de muerte) huyó inmediatamente a La Paz
con su asistente. En cambio, el párroco de Caquiavin, Vicente Montes de
Oca, se enfrentó a los insurgentes en un intento de conjurar la violencia y
logró temporalmente bloquear la movilización. El párroco, que claramen
te estaba al tanto de la extrema circunstancia, enarboló los medios más
poderosos a su disposición para disuadir a los comunarios de su empresa.
Al mostrarles la propia eucaristía (“nuestro amo el señor sacramentado ),
los desafió con el aspecto más sagrado y misterioso del ritual y del poder
espiritual del catolicismo. Con esta invocación a Cristo a través de la mani
festación de la milagrosa transubstanciación de su cuerpo, los comunarios
se enfrentaron al dilema de subordinarse al párroco o proseguir con el sen
tido de su movilización, contra el deseo aparente del dios cristiano.
La primera vez que el cura presentó a la eucaristía frente a los comu
narios, el día martes en la mañana en la puerta de la iglesia, se retiraron
para deliberar en una asamblea. Después, en la tarde, más de quinientos
indios retornaron haciendo bulla y conmoción para ejecutar al funciona
rio del corregidor, Josef Romero, y con la intención de ejecutar a Francis
co Garicano. Montes de Oca les presentó nuevamente la eucaristía, esta
vez en el propio rollo, donde procedió a dialogar con los indios durante
una hora y media. Luego de agotado el diálogo, el cura se quitó sus vesti
duras y se arrojó al suelo, diciendo que debieran matarlo antes que a los
otros prisioneros que eran inocentes. Luego de este recurso dramático de
última instancia, los indios se calmaron, se acercaron para besar la custo
dia y se retiraron una vez más.
Otro testigo declaró, sin embargo, que no todos los insurgentes mos
traron el mismo respeto por la autoridad espiritual de la iglesia durante este
episodio. Un grupo de ellos, entre quienes posiblemente estaban los din-
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Cuando sólo reinasen los indios
gentes más activos del movimiento, les dijo a los otros que ‘'los que qui
siesen obedecer fuesen”; entretanto, ellos se plantaron irreverentemente
frente a la cárcel, sin quitarse siquiera sus monteras35. Como lo vimos ante
riormente, esa noche los indios retornaron al pueblo con renovado entu
siasmo, y amenazaron quemar no sólo la cárcel, sino la casa del cura y la
propia iglesia.
No cabe duda que las intervenciones poderosas y audaces del párroco
frustraron el impulso del movimiento en un grado significativo, dividién
dolo internamente y obligándolo a retirarse y reagruparse sucesivamente.
Es evidente que las creencias y la autoridad religiosa del cristianismo plan
teaban un dilema mayúsculo para los insurgentes de Caquiaviri. Porque
¿cómo podían levantarse contra la dominación española o contra el orden
político colonial, si éste a su vez dependía de la protección y el sustento de
los poderes religiosos que muchos indios temían, reverenciaban y se
sentían obligados a obedecer? A pesar de ello, los comunarios desafiaron
a los curas en Jesús de Machaca y en Caquiaviri. Amenazaron con demo
ler el sitio local de culto (habiendo construido ellos mismos la iglesia, al
igual que la cárcel), y algunos despreciaron la reverencia a la eucaristía.
Algunas de las tensiones religiosas que encontramos en el levanta
miento de Pacajes en 1771, como las que ocurrieron en torno a los san
tuarios cristianos o la obediencia a los curas, surgieron también en otros
tiempos y lugares durante las movilizaciones comunales del siglo diecio
cho. Y sin embargo, la profundidad de la ambivalencia religiosa en esas
circunstancias -vacilación entre la reverencia o el repudio a la autoridad
cristianaren lo cual nos recuerdan al movimiento de Chuani)- se
demostro mas dramáticamente en Caquiavin que en ningún otro momen
to, excepto 1781. Como lo veremos, los temas de la definición religiosa y
del poder espiritual resurgieron, para adquirir un significado crítico en el
curso de la gran insurrección.
Volvamos entonces al tema de las opciones políticas que fueron con-
cebidas o debatidas por los comunarios de Caquiairi. Las autoridades
comunales se desplazaban por los campos aledaños a convocar a los
indios, no sólo de cada una de las parcialidades, sino también de las
h;. cienJes, p.ra rtíuizar sus “cabildos”. El mayordomo de la estancia
Comanchi informó: “[El] día martes en la noche, vinieron tres de dichos
indios a la estancia a persuadir a los indios de ella a que se convoquen
como de otras partes a dicho pueblo de Caquiaviri y ver lo que se ha de
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tenían una lista de vecinos que uno de ellos, Gregorio Hinojosa, había
escrito bajo amenazas de sus captores. Desde la puerta de la cárcel, tocan
do caja y clarín, los indios convocaron a todos los vecinos por su nombre
para presentarse y “hacer amistad” con ellos. El miércoles por la mañana,
un grupo de vecinos que habían huido a la estancia Comanchi recibieron
noticias de sus mujeres de que los indios las estaban convocando “para
hacer amistad”. Si no regresaban al pueblo, los indios amenazaban con
salir a buscarlos, hacienda por hacienda, para colgarlos como perros, que
mar sus casas y destruir sus rebaños de ganado. Temiendo represalias, la
mayoría de ellos retornaron al pueblo.
Esa misma mañana, la confederación de ayllus y comunidades se reu
nió en un cabildo. Los insurgentes determinaron emitir una orden de que
todos los vecinos del pueblo tomaran juramento de residencia y obedien
cia, y que se vistieran a la usanza de los indios: “Mandaron que todos los
vecinos jurasen el domicilio y sujeción a ellos, vistiendo mantas, camisetas
y monteras, y sus mujeres de axsu a semejanza de ellos, y que así saldrían
libres con vida”. Las órdenes se ejecutaron entonces, y los vecinos perdo
nados, ahora con su cambio de traje, fueron liberados de la cárcel39.
En respuesta al desafío de cómo reconstruir las relaciones sociales y
políticas después de la insurrección, es notable la creatividad cultural de la
solución propuesta por los insurgentes de Caquiaviri. Esta solución se
implementaría una vez más en 1781, aunque este es el primer caso cono
cido de una política comunal para los no indígenas, que incluía la residen
cia en la comunidad, la adopción del vestido étnico y la asimilación
cultural40. Dentro de los límites de lo que percibían como su propio terri
torio y esfera política, los indios estaban dispuestos a incorporar a gente
de afuera como nuevos miembros de sus comunidades, en lugar de elimi
narlos del todo, pero a condición de que adoptaran los códigos, normas y
responsabilidades sociales indígenas, y hasta cierto punto, la propia identi
dad india. El aspecto coercitivo de esta mancomunidad no era de ningún
modo inconsistente con las prácticas consuetudinarias. En la cultura polí
tica comunal, la coerción podía ser una parte regular del proceso de nego
ciación del consenso, o del logro de una correlación hegemónica de
fuerzas emergente de una situación de conflicto11. Esto puede verse en
otros casos de movilización, por ejemplo en el cerco de Chulumani, cuan
do los comunarios reticentes fueron persuadidos a incorporarse bajo ame
naza de perder el acceso a tierras comunales. El pertenecer a la comunidad
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nios de mis gentes cerca de tres siglos”52. En La Paz, los dirigentes anima
ban a los combatientes indios, asegurándoles “que nuestro Rey Señor tenía
este reino mal ganado, y que ya era tiempo se cumpliesen las profecías”53.
Por lo tanto, la insurrección era vista como un suceso que cerraba una era,
iniciada con la invasión española del siglo dieciséis, y que se iniciaba una
nueva era en la que la justicia sería restaurada. Es éste el sentido que tuvo
la guerra de 1781 para uno de los coroneles de Tupac Amaru, Diego Quis-
pe el Joven, quien la describió como una “nueva conquista”54. En el acá
pite anterior de este mismo capítulo, la evidencia nos reveló que los
comunarios ya habían anticipado la llegada de un punto de quiebre histó
rico, un momento de transformación política y de fin de la dominación
colonial. En Ambaná, declararon que “a ellos les tocaba el mandar”, mien
tras que en Chulumani se levantaron bajo el anuncio de que era “ya oca
sión de libertarse de la opresión de los españoles”. Por ello, la impactante
aparición de Tupac Amaru otorgó un nuevo poder a las expectativas
comunales, ya que parecía reafirmar las profecías y las perspectivas de una
transformación política radical.
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lo llamaban rey y otros “nombres divinos”, le besaban los pies y las vesti
duras, y buscaban su juicio como si fuera un oráculo—y después de su ase
sinato corrieron rumores de que había resucitado57. El renombre de Katari
llegó hasta Sicasica en las fases tempranas de la insurrección de La Paz58.
Chayanta ha sido considerada convencionalmente como uno de los
principales teatros regionales de la gran insurrección, aunque los objetivos
y el significado del movimiento de Tomás Katari no han sido totalmente
esclarecidos en la historiografía. Considerando que, de una parte, Katari se
enfrentó firmemente con el corregidor provincial y sus agentes, así como
con la propia Real Audiencia, y que de otra parte, demostró consistente
mente su lealtad al virrey y a la corona, ¿podemos decir que Katari dirigió
un movimiento anticolonial o políticamente subversivo? Su compromiso
con la manifestación más alta de la autoridad colonial iba de la mano con
su énfasis en la lucha política legal y con sus esfuerzos por cumplir con las
exigencias estatales de tributo y mit’a. Al mismo tiempo, empero, en
ausencia de una autoridad colonial efectiva a nivel regional, Katari asumió
funciones políticas y una jurisdicción política que excedían claramente sus
atribuciones legales como cobrador de tributos y cacique de Macha.
El tributo indígena se convirtió en un asunto clave en la disputa de
Chayanta. Los enemigos de Katari lo presentaban como un “rebelde” con
tra la corona, denunciando que seducía a los indios con promesas de reba
jar el tributo. Katari respondía que eran los funcionarios corruptos y
desobedientes quienes se apropiaban indebidamente de los ingresos del
tributo y rehusaban a cumplir órdenes superiores, como las que emitieron
en su favor los oficiales de las Cajas Reales o el propio virrey. Como prue
ba de su sinceridad, se aseguró de que su comunidad pagara el monto
correcto de tributo, que de hecho resultó ser una suma más alta que la que
pagaban con anterioridad. Aunque Katari mantuvo el compromiso de
cumplir con las exigencias del tributo y la mit’a, en cambio se opuso a los
pagos por el reparto del corregidor, e intentó influir en la designación ofi
cial del magistrado provincial. Asimismo, insistió en la necesidad de repre
sentantes legítimos de las jurisdicciones indígenas, lo que implicaba poner
fin a los abusos de usurpadores mestizos que ocupaban los cacicazgos y
lograr la adhesión de otras autoridades indígenas locales. Pero a pesar de
las demostraciones de lealtad de Katari y de las distorsiones interesadas
que hicieron las autoridades regionales sobre sus intenciones, la cuestión
subyacente era quién detentaba el poder en la región, y no cabía duda que
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Katan, mucho más al sur en Chayanta, por ejemplo, retuvo la nocion Inka
de que los indios y criollos uniesen fuerzas como parte de un “cuerpo”
unificado74. Era una propuesta audaz, y su éxito era incierto, puesto que en
última instancia significaba que los criollos se someterían políticamente a
un monarca indígena, y porque los campesinos generalmente identificaban
a los criollos con los peninsulares, yá que ambos grupos caían bajo la cate
goría de “españoles”.
A principios de abril de 1781, las tropas españolas capturaron a Tupac
Amaru después de la batalla de Tinta. El 18 de mayo, el dirigente indíge
na fue ejecutado en una ceremonia pública, junto a otros colaboradores y
familiares suyos. El mando militar de la revuelta pasó entonces a su primo
en primer grado, Diego Cristóbal Tupac Amaru, cuyo cuartel general se
situó en el pueblo de Azángaro al norte del lago Titicaca. Mientras los
españoles reconquistaban la región del Cusco, el distrito lacustre y el alti
plano y los valles hacia el sur quedaron en gran medida bajo el control de
los insurgentes.
Las fuerzas qhichwas del norte, bajo el liderazgo de Andrés Tupac
Amaru, se desplazaron hacia el sur a través de Larecaja y Omasuyos hasta
la sitiada ciudad de La Paz. Un astuto joven de dieciocho años, de porte
impresionante y orgulloso, Andrés Mendigure era sobrino del Inka José
Gabriel. Después de tres meses de cerco sobre el pueblo de Sorata, la capi
tal de la provincia Larecaja cayó en manos de las tropas indias en agosto.
A su ejército se sumó luego Miguel Bastidas, sobrino de la esposa de
Tupac Amaru Micaela Bastidas, para la segunda fase del cerco de La Paz,
que ahora se llevaba a cabo en form conjunta entre qhichwas y aymaras
bajo el mando de Tupaj Katari.
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y
En Oruro, las expectativas de un gobierno Inka dieron un nuevo con
texto para cambiar las relaciones de poder y, por extensión, las normas cul
turales. En Caquiarivi en 1771, como vimos, la adopción de la vestimenta
étnica se convirtió también en una señal del poder indio. Pero ahora, a
pesar de los amenazantes rumores, se daba claramente un mayor espacio
para la negociación cultural de los criollos y su fingida adopción volunta
ria de la ropa india. Sus dirigentes solían bromear irónicamente al respec
to entre ellos, aunque mantuvieran un despliegue exterior de fraternidad
intercultural. Por lo tanto, el cambio de ropa en Oruro no resultó siendo
impuesto tan unilateralmente como lo había sido en Caquiaviri, o como lo
sería después con los prisioneros de Sorata a fines de 178181. Aunque la
movilización de los comunarios en Oruro ejerció una fuerte presión polí
tica desde abajo, y las autoridades “españolas” fueron obligadas a acceder
a las iniciativas de la base, como había sido el caso en Caquiaviri, las rela
ciones de poder no eran tan unilaterales en 1781 como lo habían sido en
1771. Los criollos retuvieron un papel real y efectivo de liderazgo local, y
las comunidades rurales respetaron su autoridad para gobernar la ciudad
en representación del Inka. Los indios estaban siguiendo de buena fe la
agenda política interracial de Tupac Amaru, e inerpretaron los gestos de
los criollos como señales de una hermandad genuina.
Fue una alianza notable en el contexto de una sociedad colonial tan
profundamente marcada por la segregación y la jerarquía de razas/clases.
Pero también fue una alianza frágil y no podría enfrentar semejante prue
ba. Después de una semana, las poderosas fuerzas que se habían desatado
demostraron ser contundentes. Simultáneamente, las limitaciones de la
reorganización social revolucionaria, tal como los mojones situados en los
linderos de las sayañas campesinas o en los márgenes de los territorios
comunales, comenzaron a hacerse más visibles.
Las demandas indígenas de supresión del tributo y la devolución del
dinero de las Cajas Reales provocaron un altercado inicial con los criollos
en la noche del 13 de febrero. Significativamente, este episodio culminó
con la muerte de Sebastián Pagador, el incendiario criollo que había inci
tado a la población urbana a tomar las armas contra los europeos la noche
antes del levantamiento. Después de que Pagador, que actuaba como guar
dia del tesoro, aplastara el cráneo de un campesino que trataba de entrar al
recinto, una multitud de indios en busca de justicia lo llevaron ante Jacin
to Rodríguez. En un esfuerzo de calmar el tumulto, Rodríguez ordenó su
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Cusco. Por lo tanto, los temas que han sido identificados —el radicalismo,
el antagonismo racial y la violencia, así como la intensidad de las fuerzas
comunales de base—apuntan a algunas de las diferencias más significati
vas dentro del movimiento general, y pueden ayudarnos a responder a las
preguntas que planteamos al comenzar el anterior capítulo, acerca del sig
nificado que tuvo la insurrección para el pueblo andino.
Sin embargo, una vez que han sido especificados los rasgos asociados
en la literatura con el caso de La Paz, es posible llevar el análisis un paso
más allá. Porque, en muchos otros sentidos, La Paz no se diferenciaba tan
radicalmente de las otras regiones. Después de todo, existieron dinámicas
comparables en el distrito del norte y las cuestiones del radicalismo, el
antagonismo racial y la violencia, así como el impulso de las fuerzas de
base surgieron también en otras partes. Tratando de evitar un esencialis-
mo regional que se asienta en los supuestos contrastes entre las distinas
áreas, y un esencialismo cultural que pone énfasis en las diferencias entre
la población de esas áreas, la dinámica de La Paz puede ser vista como un
escenario de cuestiones de primera importancia, que también se encon
traron en otros teatros regionales de la insurrección. En la misma medi
da, para tomar un par de ejemplos de regiones que también fueron
consideradas como periféricas o secundarias, las conclusiones del anterior
capítulo establecieron que los temas asociados con Chayanta —la auto
nomía india, sin abandonar un pacto colonial con el rey de España—o con
Oruro —donde se intentó una alianza interracial—son pertinentes para la
comprensión del caso de La Paz. Más allá de su importancia coyuntura! y
militar, entonces, La Paz en 1781 es un espacio valioso que nos permite
abordar el significado de la insurgencia india a lo largo de los Andes del
sur en la “era de la insurgencia”.
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Tupac Amaru que las tropas indias respetaran sus órdenes. En una oca-
sion, cuando comunarios furiosos amenazaron matarlo junto al coronel
qhicliwa Juan de Dios Mullupuraca, “satisfizo” a las tropas con un decre
to de José Gabriel Tupac Amaru. En algunos casos, Katari continuó
también alentando la ficción de Amaru de ser comisionado del Rey Car
los III, y en un claro paralelismo con las demandas de los caciques
durante el siglo dieciocho, sostenía que el rey le había reconocido su
rango como noble Inka46.
Un episodio de la guerra hace confluir un conjunto de temas que ya
hemos considerado en este estudio: la importancia de la figura de
Tomás Katari en la región de Sicasica durante la fase temprana de la
insurrección; la identificación compuesta de Tupaj Katari con Tomás
Katari y con Tupac Amaru; y el problema de la legitimidad política fren
te a los comunarios y los nobles de la región. A fines de abril, dos car
tas escritas en nombre de los ayllus de Sicasica anunciaban que los
indios se habían negado a obedecer a Tupaj Katari. Alegaron que él
carecía de título alguno que le diese el derecho a gobernarlos y que era
de un estrato social bajo. Toda autoridad legítima debía ser transferida
por el insurgente de Chayanta, “Tomás Tupac Katari”, que en realidad
mantenía correspondencia y relaciones con el lider principal, José
Gabriel Tupac Amaru de Tinta. Fueron ellos quienes hicieron un lla
mado para terminar el cerco de La Paz, y quienes alertaron de la cer
canía de las tropas auxiliares españolas.
Tupaj Katari se lanzó entonces a conquistar la recalcitrante comunidad
de Sicasica. Cuando llegó a Ayoayo mostró una copia de una carta de
Tupac Amaru, escrita al Visitador Areche, en la cual el líder del Cusco
exponía sus justificaciones del levantamiento. De acuerdo al informe
español de la época, Amaru había enviado la carta a su colaborador de
Chayanta, el “verdadero Tomás Tupac-Katari”, pero nunca había llegado
a su destino por la muerte del mensajero en el camino en Omasuyos. La
carta cayó entonces en manos del impostor Tupaj Katari -sigue la histo
ria-, quien declaró que era una cédula real enviada a su persona. Aunque
esta vez no consiguió la adhesión de la comunidad de Sicasica, Katari
finalmente convocó a tres días de “fiestas reales” en El Alto para celebrar
el contenido de la carta47.
El compromiso de Tupaj Katari con diversas fuentes de identidad y
autoridad ha sido tan confuso para los observadores contemporáneos
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como para los historiadores de hoy. La política indígena, sin duda, no era
transparente ni directa; no obstante, cuando la conducta política indígena
se ve como estratégica, apunta a intereses y demandas subyacentes. La
profusión y confusión de nombres y títulos, la adopción de diferentes
identidades políticas, y las declaraciones de poseer documentos legitima
dores fueron parte de las tácticas de Katari para establecer su propio
poder político en la región, y su legitimidad como líder comunario orgá
nico en un marco jerárquico. No deben verse como las triquiñuelas de un
impostor, sino como un recurso político habitual en el contexto de la cul
tura política colonial.
Las tácticas simbólicas de Katari nos recuerdan a las de los caciques y
nobles indígenas que se inspiraban en múltiples fuentes de autoridad
como gobernadores políticos y mediadores en la sociedad colonial. Su
esfuerzo creativo para generar una identificación propia de linaje —como
“Katari”, “Inka” o “Tupacatari”—se parece a los esfuerzos de los nobles
indígenas que afirmaban, y a veces reinventaban, sus líneas de ascenden
cia genealógica con intenciones políticas (ver capítulo 2). Tomás Katari,
Tupac Amaru y otros líderes políticos indígenas de la insurreción también
se apoyaron en tácticas calculadas o improvisadas que implicaban asumir
una identidad y derechos documentados. Miguel Bastidas, por ejemplo, se
presentó como el Marqués de Alcañises, y Andrés Tupac Amaru difundió
cartas falsificadas de José Gabriel después de su muerte. Para gran frus
tración de las autoridades coloniales, después de la insurrección conti
nuarían surgiendo nuevos líderes reclamando el legado de los Inkas48.
La importancia del control sobre la documentación oficial había sido
probada en las batallas locales, como las que se dieron en torno al caci
cazgo y los repartos, que se desarrollaron a lo largo del siglo diezciocho.
La política relacionada con la producción, circulación y consumo semán
tico de los documentos coloniales sin duda estuvo presente, tanto entre
los indios como entre otros sujetos y agentes coloniales, en todo el perío
do colonial. No obstante, la creciente politización del área rural en las
postrimerías del régimen colonial planteó mayores desafíos a las comuni
dades, a los escribanos y a otros intermediarios rurales, y a las autorida
des coloniales49. Era una época en que los caciques eran cada vez menos
confiables como representantes comunales a quienes pudiera encomen
darse las tareas de obtener, resguardar e interpretar tan importantes docu
mentos escritos de autoridad. La política documentaria —que involucra la
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cortó los brazos y lo envió de vuelta a la ciudad58. Dirigió a las tropas para
que mantengan la gritería y bulla por las noches, para mantener perma
nentemente inquieta a la población. La concepción común de Tupaj
Katari como un atroz salvaje y los temores de los residentes urbanos sitia
dos indican que también era perfectamente capaz de infundir horror en
sus enemigos españoles59.
Además de los objetivos políticos y militares funcionales de la vio
lencia, sobre los que también se apoyaban los españoles, ¿cómo pode
mos entender la conducta de Katari? Según el trabajo etnográfico
contemporáneo de Olivia Harris, los campesinos andinos en el norte de
Potosí perciben a la fuerza física y a la violencia con una asombrosa
ambivalencia. Las manifestaciones de fuerza física pueden ser vistas
como admirables o perturbadoras, legítimas o excesivas, dependiendo de
las circunstancias, aunque en última instancia todas estas percepciones
están asociadas con poderes vitales e incluso sagrados. La violencia se
considera “otro” orden social, “aparte” del normal, pero en contraste
con algunas concepciones burguesas occidentales, es “necesariamente
un estado alternativo, más que un derrumbe de la normalidad 60. El uso
de la fuerza física, bajo la forma de pelea, se lleva a cabo en ocasiones
excepcionales, cuando la vida cotidiana se suspende. En esas situaciones
liminales, lubricadas por el consumo de alcohol y otras performances
rituales, los individuos manifiestan las fuerzas peligrosas y sagradas de la
tierra, las montañas y los ancestros.
En el norte de Potosí, la ambivalencia de la fuerza y la violencia físicas
se representa metafóricamente bajo la forma de animales peligrosos,
impredecibles y temibles. La habilidad del toro para la pelea, por ejemplo,
se admira, mientras su tremenda fuerza es convocada también para los
fines de la reproducción doméstica y comunal. El condor, en relativo con
traste, es un ave depredadora salvaje, que se identifica son poderes aso
cíales y destructivos, aunque también se le rinde culto debido a sus nexos
con las montañas y los ancestros. Como parte de la multivalencia general
de la identidad masculina en la cultura andina, los hombres se asocian en
particular con estos animales y su potencial de violencia. El simbolismo
animal refleja así la conexión entre virilidad y violencia. El combate ritual
durante las fiestas (tinku) constituye una ocasión en la que se espera que
los hombres expresen esas potencias, siendo otra de ellas la guerra abier
ta (ch ’axwa) que es menos frecuente.
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Fray Borda, cuando Katari hacía sus rondas regulares para pasar revista y
animar a sus tropas, solía raptar a mujeres indígenas de sus familias, sin
importarle el escándalo, para tener relaciones sexuales con ellas. Las muje
res y sus familiares intentaron resistir estos asaltos, pero el miedo a Kata
ri y las amenazas de castigo eran más fuertes. Este tipo de depredación
sexual, que ocurría cuando Katari estaba ebrio, seguía las pautas estable
cidas, aunque ambivalentes, de la cultura campesina andina. Nuevamente,
la conducta de Katari en estos casos evoca el aspecto terrible y salvaje del
cóndor carnívoro, que capturaba indefensas ovejas en sus rebaños68.
Tomando en cuenta las reacciones hacia Tupaj Katari, podemos ver
cómo la ambivalencia campesina frente a la violencia podía involucrar
una mezcla de sentimientos. Los miembros movilizados de la comuni
dad podrían temer al comandante aymara, como también sentir fatiga
y resentimiento si eran sometidos directamente al ejercicio de fuerza
física. No obstante, en las circunstancias de la guerra, habría también
una serie de supuestos culturales orgánicos y compartidos, y un respe
to para un líder militar que actuaba en conformidad con las nprmas
campesinas de virilidad.
Al mismo tiempo, la evidencia señala fuertes contrastes entre Katari,
por una parte, y las elites indígenas, por otra, que compartían muchas
normas culturales y de género en común con las elites españolas “civili
zadas”. No sólo los caciques realistas en 1781 sino también algunos diri
gentes de la insurrección rechazaban la violencia campesina ejemplificada
por Katari. Esto se hizo más evidente en el caso de Miguel Bastidas, el
comandante qhichwa renuente que llegó a tener máxima autoridad en el
escenario de La Paz durante la última fase de la guerra. Cuando Bastidas,
a través de intérpretes españoles, describió a Katari como “bravo”, pode
mos imaginar que tenía en mente los atributos de intrepidez, ferocidad
—con connotaciones animales implícitas, aunque tuvieran una resonancia
distinta y no peyorativa, para los campesinos andinos—e iracundia que
Katari manifestaba ciertamente como líder. Como lo hemos notado
antes, Bastidas explicó que la dirigencia del Cusco había intervenido en
La Paz precisamente con el fin de controlar el “furor” de Katari. El pro
pio Bastidas mantuvo relaciones tensas con el dirigente aymara, pues con
sideraba repulsivas las “muertes, robos y estragos”, y vivía en permanente
estado de “horror y miedo” a las tropas campesinas69.
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autoridad religiosa. Queda poco claro si esta alusión bíblica era amplia
mente conocida y si era sometida a una exégesis popular en esta época, o
si era el propio Chuquimamani, inspirado en su proximidad a la esfera
eclesiástica, el que la introdujo en el discurso de los insurgentes; tampo
co sabemos con precisión cómo él o Katari explicaron esta idea a las tro
pas campesinas. Sin embargo, el sesgo particular en la interpretación de
este mensaje para los líderes anticoloniales aymaras en La Paz en el siglo
dieciocho parece ser el que César no significaba Carlos III, la autoridad
colonial suprema, sino el rey Inka, que era por derecho el gobernante del
Perú. La implicación más amplia es que el reino y las cosas del reino de
bían ser dadas o devueltas al rey Inka, a quien pertenecían legítimamente.
Las ideas expresadas en estas cartas implicaban un reordenamiento
fundamental de las relaciones sociales, o más precisamente, la reestructu
ración de una nueva situación armoniosa, ahí donde habían prevalecido
el desorden y la injusticia (el “mal gobierno”). Dado que los representan
tes del rey de España habían violado las leyes y habían excedido los lími
tes establecidos por Dios, o en la versión más explícitamente radical, dado
que la propia conquista por el rey de España era originalmente injusta, las
cosas no se habían ‘puesto en su lugar”. La propiedad, los derechos y la
ley debían ser restauradas a lo que se consideraba apropiado, en el senti
do de lo correcto pero también de lo propio.
La noción de que a cada quien o a cada parte en conflicto le sería
devuelto lo “suyo” corría paralela a la idea de que “cada cosa esté en su
lugar”. En otras palabras, había una correspondencia entre “lugar” y
“propiedad”. En la última fase de la guerra, Katari exigió que le devol
vieran a su esposa cautiva, y ofreció una tregua en la cual “cada uno irá a
su lugar”96. Para los insurgentes, entonces, cada una de las partes conten
dientes tenía un lugar que le era propio y apropiado; es decir, la propie
dad y el lugar correspondían a diferentes sujetos sociales.
En un despacho, Katari anunció: “Así a todos los europeos los pondré
en sus caminos, para que se manden mudar a sus tierras”97. En otra carta,
les hizo el mismo ofrecimiento: “Podrían irse buenamente a su patria, que
se les dará camino abierto”. Por lo tanto, explícitamente, los europeos
pertenecían a Europa, que era su tierra y su país; implícitamente, los
indios pertenecían al Perú, que era su propia tierra y país. Aquí, nueva
mente, surge la idea de restauración o restitución, que implica una dimen
sión histórica referida a los cambios que trajo consigo la conquista. Los
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Amaru —vina túnica, una diadema solar y máscaras de oro en los hombros
y rodillas —para establecer su personalidad como Inka. Adoptó los mis
mos elementos y estilo retórico, llegando incluso a redactar en una oca
sión una carta en nombre de José Gabriel Tupac Amaru. La estructura de
mando militar de su movimiento era de origen español, pero al menos fue
parcialmente asimilada a través del ejemplo del movimiento del Cusco112.
Un factor de la mayor importancia para determinar el radicalismo fue que
Katari, en términos generales, siguió el programa político de Tupac
Amaru en sus pronunciamientos formales y públicos durante la guerra.
En sus cartas a la ciudad, señaló reiteradas veces que el movimiento esta
ba dirigido principalmente contra los corregidores y otros funcionarios
estatales, por sus exacciones y “mal gobierno” y que, aunque los europe
os no tenían lugar en el reino, él respetaría a sus compatriotas criollos. En
la práctica, también garantizó la seguridad de los curas católicos y la pre
servación del culto cristiano, aunque en términos que no eran aceptables
para los propios eclesiásticos. El episodio de Tiquina, por lo tanto, así
como otras evidencias que vinculan a Katari con la tendencia radical de
eliminar categóricamente a los “españoles”, no debe impedirnos recono
cer un alto grado de complejidad y ambivalencia política en su proyecto.
Las comunidades aymaras movilizadas también aceptaban implícita
mente los términos del programa de Tupac Amaru, así como su autori
dad política y derecho a gobernar. Bajo inspiración de sus líderes,
anticiparon impacientemente su retorno y el cumplimiento de sus aspira
ciones emancipatorias. Pedro Obaya testificó que los indios esperaban su
retorno después de tres años, y que si no llegaba para el momento de la
caída de la ciudad, marcharían a Tungasuca para rendirle homenaje113.
Aun después de su muerte, que los líderes insurgentes negaron ante las
tropas, consideraron que su tarea era continuar la lucha y cumplir sus
órdenes. El hijo de Isabel Guallpa (viuda de Carlos Silvestre Choquetic-
11a, que dirigió la resistencia en los valles del sudeste de Sicasica hasta julio
de 1782) fue interrogado sobre el motivo del levantamiento, y sobre si no
eran ídolos o supersticiones los que lo motivaron; respondió que no
existía ninguna “superstición” en especial, ni otro motivo que los decre
tos de Tupac Amaru114. Dado este reconocimiento de la autoridad y el
programa de Tupac Amaru, ¿qué es lo que explica las tendencias eviden
temente más radicales de Katari y de las comunidades de La Paz?
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una obligación ante Dios, buscó reestablecer el orden político tanto como
el religioso, eliminando a esos funcionarios y a los europeos en general.
En contraste, el episodio de Tiquina muestra que, para los insurgentes de
la Paz, “eran todos los españoles unos excomulgados y también unos
demonios” y no merecían siquiera recibir cristiana sepultura. Por lo tanto,
adoptaron una concepción más radical: todos los españoles, no sólo los
ministros o los europeos, eran blanco de la rebelión; se los representaba
no sólo como réprobos morales, sino como expulsados de la comunidad
cristiana y como seres malignos, periféricos o externos a la esfera de la
existencia humana126.
Más allá de los pronunciamientos ideológicos o directivas formales
de los líderes, otras evidencias nos brindan algún sentido más de los
puntos de vista campesinos sobre esta cuestión. Entre la medianoche y
el amanecer del 24 de abril, una multitud que se calculaba en siete a
ocho mil insurgentes lanzaron un ataque frontal sobre la ciudad. Espe
raban con confianza que las defensas irían a derrumbarse, pero las pér
didas en el bando indígena siguieron aumentando a lo largo de la noche.
Frustrados y perplejos de que el enemigo pudiera resistir a la totalidad
de sus fuerzas, que incluyeron probablemente el despliegue de poderes
mágicos, los campesinos llegaron a la unánime conclusión de que “los
españoles eran brujos y demonios”127. Según su interpretación, los
españoles debían haber manipulado (como brujos) o encamado (como
demonios) las fuerzas mágicas negras o malignas, para poder resistir exi
tosamente a la ofensiva indígena. En esta instancia, la demonización de
los españoles era producto de una guerra que estaba saturada de conte
nido ritual y espiritual.
Según el informe de Diez de Medina, los indios gritaban a la ciudad
sitiada que habían decapitado las estatuas de figuras y santos cristianos,
y dado que los españoles no podían ya acceder a su protección religio
sa, serían vencidos. Diez de Medina comprendió que si los españoles
rendían culto a ciertas imágenes, los indios verían a esas mismas imá
genes con hostilidad. Pero este antagonismo religioso abierto no signi
ficaba que los indios repudiaran categóricamente a la cristiandad, como
también lo pensó Diez de Medina. Antes bien, concebían que se esta
ba dando una batalla entre fuerzas espirituales buenas y malignas, en la
cual algunas figuras religiosas, como los santos cristianos, tomaban
posición en uno u otro bando. Esta visión era divergente de la que
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Reforma y reconquista
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de ver si el balance de fuerzas se daría la vuelta una vez más. Los coman
dantes militares españoles Sebastián de Seguróla y José Reseguín siguie
ron llevando adelante brutales campañas de pacificación hasta mediados
de 1782, especialmente en Omasuyos y a lo largo de toda la franja de
valles de altura y semitropicales, desde Larecaja hasta los Yungas, Río
Abajo y la región oriental de Sicasica (Inquisivi)10. A estas alturas, la
mayoría de las comunidades temían la perspectiva de una represión inten
sificada, aunque en ocasiones surgían nuevos conspiradores que intenta
ban revivir la causa indígena. Ése fue el caso, por ejemplo, del nuevo Inka
Esteban Atahuallpa en Pacajes en 178211. En el Bajo Perú, un nuevo
levantamiento sacudió al distrito altoandino de Huarochirí en 1782, poco
después de que Diego Cristóbal Tupac Amaru y sus sobrinos Andrés y
Mariano fueran finalmente arrestados.
Si algunas autoridades todavía estaban inquietas por los posibles nue
vos estallidos de rebeldía, Seguróla estaba especialmente obsesionado en
aplastar las amenazas potenciales que percibía a su alrededor. Persiguió
celosamente al desaparecido hijo de Tupaj Katari, Anselmo, hasta que el
niño de diez años apareció en custodia de la madre y los parientes del
Inka en el Cusco. Sintiéndose vindicado en sus métodos de persecución,
Seguróla insistió en la necesidad de “limpiar el país de las reliquias de tan
inicua relación de gentes que con sus perversas cizañas le iban infestan
do de nuevo el reino, y es de maravillarse el que no hubiésemos experi
mentado, como justamente me temía, la repetición de iguales o mayores
trabajos a los pasados”12. Otro complot en Sicasica, Oruro y Cochabam-
ba, que investigó sin descanso a mediados de los años 1780, demostró ser
un fantasmagórico invento13.
Seguróla parecía entonces estar buscando el remedio para su ansiedad
en una retaliación militar y criminal. En la misma medida, las elites loca
les (que estaban sin duda marcadas por el trauma de la guerra, pero tam
bién buscaban aprovechar la oportunidad para obtener ventajas políticas
en la postguerra) se comprometieron en una contraofensiva civil contra
la sociedad indígena en general y contra las fuerzas comunales locales. Las
recomendaciones del residente de La Paz Juan Bautista Zavala reflejan la
histeria y el deseo de una venganza racial: “El indio será bueno con el
continuo castigo, no permitiéndoles que estén ociosos ni menos que ten
gan plata, que ésta solo les sirve para sus borracheras y causar rebeliones.
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En adelante deben pagar tributo doble al Rey. Este debe quitar las comu
nidades, vender estas tierras a los españoles, sujetar a los indios al Santo
Oficio de la Inquisición porque en el día tienen más malicia que nosotros,
y quemar las Leyes de Indias”14.
Otro esquema revanchista de la época proponía una serie comparable
de medidas: los caciques y gobernadores indígenas debían ser eliminados
(junto con los corregidores y los repartos); la jerarquía de castas debía ser
redefimda y reforzada a través del control sobre el trabajo indígena y ple
beyo, la movilidad geográfica, la sexualidad, la lengua, el vestido y la reli
gión; se debía formar fuerzas militares regionales y reestructurar el
régimen fiscal, especialmente a través de la radical expansión de la recau
dación tributaria15. Un plan alternativo que estuvo en discusión suponía
la reducción de toda la población indígena al status de forasteros, la
expropiación de tierras comunales y su arrendamiento a españoles para
compensar la caída en los ingresos por tributos. El objetivo era “cortar
sus congresos y comunidades por ser principios inductivos de la inquie
tud”. No obstante, temiendo las reacciones de los indios, las autoridades
vacilaron en llevar a cabo estos esquemas revanchistas. Con referencia al
último de los mencionados planes, los funcionarios de Sicasica conside
raban que eran “gravísimas las dificultades que se nos ofrecen para pro-
riiover especie alguna en el particular, por el inevitable trastorno de la
quietud pública”16. La propuesta de expropiar las tierras indígenas no
fue, por lo tanto, asumida oficialmente por las autoridades, aunque una
expansión de facto de las haciendas comenzó a darse en el centro urba
no de La Paz y sus alrededores17.
En las áreas rurales, la ofensiva de la elite tomó una diversidad de for
mas. Carecemos de evidencias sobre si las elites se lanzaron a una expan
sión general de las haciendas o si redujeron los salarios o los términos de
intercambio en forma generalizada. Sin embargo, al mismo tiempo que la
iglesia y el estado intentaban racionalizar la recaudación de impuestos
para aumentar los ingresos por diezmos y tributos, los recaudadores loca
les de impuestos a menudo introdujeron nuevas cargas arbitrarias y one
rosas. Por ejemplo, en el contexto de una lucha a largo plazo sobre los
términos del diezmo, los hacendados locales cobradores de diezmos fre
cuentemente se aprovechaban de las circunstancias de la postguerra para
ignorar las excenciones consuetudinarias en favor de las comunidades, y
para aumentar los impuestos18.
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protector, que notó que los indios habían roto voluntariamente con el
“cuerpo civil” o “cuerpo político”, y habían asumido deslealmente la con
dición de “infieles”. Evidentemente, entendió la infidelidad como un
repudio a “ambas Magestades”, en la concepción común de la época, es
decir, falta de fe espiritual en el dios cristiano y deslealtad política hacia el
monarca español.
El protector profirió esta opinión a fines de 1781 cuando las autori
dades urbanas intentaban reactivar el pequeño comercio por parte de
mujeres indígenas. El propósito no era tan sólo facilitar el abastecimien
to de comida y bajar los precios al consumidor, puesto que se acusó a
intermediarios monopolistas de estar impidiendo a las mujeres de los
mercados regresar a la plaza de la ciudad, sino, más importante aún, el de
reestablecer la necesaria “comunicación y conversación” social. “El fin”,
afirmó, “es subplantarlos a la antigua sociedad y versación que quebra
ron”. Por consiguiente, dentro de la ciudad de La Paz, el intercambio
comercial e interétnico se percibían como medios de reincorporación y
reunificación social33.
A nivel de los pueblos y localidades rurales, la reconstrucción de la
postguerra significó también el subyugar, contener y “reducir” a la pobla
ción indígena a un orden civil deseable. Por lo tanto, bajo la influencia del
Comandante General Sebastián de Seguróla, convergieron una mentali
dad de reconquista y una reforma civilizatoria española. Si las nuevas
leyes sobre intendencias brindaban el sello para esta “reducción”, la ironía
consiste en que, en gran medida, esta agenda de reformas del período
colonial tardío reinstauraría en lo esencial los proyectos coloniales del
siglo dieciséis, como ser el esquema del Virrey Toledo de forzar a los
indios a asentarse en pueblos municipales al estilo europeo.
En octubre de 1784, Seguróla, como nuevo intendente de La Paz, se
presentó en persona en Caquiaviri, en presencia del subdelegado, los caci
ques y los indios, para celebrar una asamblea pública y promover las
reformas que se proyectaban para los pueblos indios de Pacajes. Los
indios debían de ahí en adelante construir sus viviendas en el centro del
pueblo, ya que su aislamiento y dispersión por los campos engendraba
miseria, desconfianza y “una vida brutal”. La residencia en los pueblos era
favorable al adoctrinamiento espiritual, las relaciones políticas, la educa
ción en castellano, la instrucción en artes y oficios, y en “atraerlos a las
costumbres y modales de los españoles”. Las calles de cada pueblo debían
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nes que podía hacer brotar, una racionalidad más fuerte favorecería la
conyugalidad interétnica. Este proceso crearía un estrato de población
racialmente mezclada que diluiría la “aversión” de los indios a los españo
les y acrecentaría su compromiso con la autoridad colonial. Al final, el
mestizaje contribuiría a la subordinación e hispanización a largo plazo de
los pueblos de indios49.
Las reflexiones del Dr. Pacheco encajaban en una larga tradición de
pensadores y administradores coloniales que abogaron por la transfor
mación de la identidad cultural de los indios y por la creación de nuevos
sujetos hispano-cristianos a su propia imagen y semejanza. Aunque los
dos son evidentemente antitéticos, el proyecto de homogeneización co
existió con la política de segregación étnica o de casta desde el siglo die
ciséis. En los tiempos de las reformas borbónicas de fines del siglo
dieciocho, las referencias coloniales tempranas todavía figuraban signifi
cativamente en los debates de las elites coloniales. Pacheco, por ejemplo,
rechazaba explícitamente la agenda neo-encomendera, planteada por los
españoles locales revanchistas, cuyo fundamento era la segregación de
castas50. Su propio llamado a una reforma cultural radical, como las orde
nanzas que Seguróla anunció en la provincia Pacajes, puede verse en
muchos sentidos como una continuación del proyecto inicial de Toledo
de civilizar a los indios.
Sin embargo, es posible también detectar un nuevo tono en el análisis
de Pacheco. El propio Virrey Toledo había participado en la subordina
ción de los intereses de los encomenderos feudales en el Perú, y en la con
versión de los indios, como otros españoles, en vasallos directamente
sujetos a la corona. No obstante, el orden político toledano también man
tuvo una distinción jurídica explícita entre las esferas sociales, o repúbli
cas, de Indios y de Españoles. En contraste, Pacheco hablaba ahora de la
“uniformidad social”, una condición en la que “los naturales vivan bajo
el nivel de unas mismas reglas con los demás vasallos en general”. Aun
que fue expresado en forma tentativa e hipotética, sin un repudio directo
al código de las dos repúblicas, el discurso de la homogenización se plan
teó aquí en términos más ambiciosos que en el pasado.
Más allá de la frecuente reiteración de la necesidad de una reforma cul
tural y el lamento de que los anteriores esfuerzos habían sido insuficien
tes o inútiles, hay en realidad pocas indicaciones de que tales reformas
estuvieran siendo puestas activamente en práctica en esos momentos.
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mejor si fueran gobernados por una segunda persona, más que por un
cacique, cobrador, o cualquier otro mandón, y que como resultado de ello
se beneficiarían también las Cajas Reales71.
Esta transformación política puede verse no sólo en la toma de las
funciones cacicales, intentada o efectivizada por parte de las comunida
des, sino también en sus activos esfuerzos para proponer sus propios
candidatos como ocupantes de un cargo vacante o en sustitución de un
cacique impopular. A veces, estos candidatos eran principales que se
consideraban representantes calificados. Por ejemplo, con el fin de ami
norar la vulnerabilidad de su pueblo, que había estado un año sin caci
que y que carecía de herederos legítimos, los jilaqatas de Calamarca
propusieron que el virrey escoja a su cacique entre tres principales can
didatos que eran miembros de la comunidad72. Otras veces, los candida
tos indios eran nobles con derecho hereditario al cargo. En Laza, por
ejemplo, las autoridades y principales solicitaron que la hija de un caci
que anterior, que además era viuda de un hombre muerto en 1781, reem
plazara al cacique-cobrador español que había sido designado por el
subdelegado. Como lo explicó la propia cacica Felipa Campos Alacca al
virrey en 1796:
Por colmo de infortunios, experimenté despojo de mi cacicazgo por
motivo de las nuevas disposiciones y mutaciones de gobierno en los nue
vos gobiernos e intendencias. Dieciséis años ha durado mi desamparo
hasta que la piedad de Su Alteza ha expedido real provisión en que se
digna mandar por orden circular que sean restituidos los caciques de legí
tima descendencia a sus cacicazgos donde hubiese, y donde no, se pro
pongan tres indios principales para que sea confirmado en él uno,
quedando los señores realengos [subdelegados] con la única facultad de
nombrar cobradores de tributos, quienes de ningún modo intervengan en
las funciones peculiares de los indios a causa de las repetidas quejas y
recursos de los indios, que apurados y llenos de los malos tratamientos de
los caciques españoles que los han gobernado provisionalmente, han
motivado el que Su Alteza con consulta del señor fiscal promotor gene
ral de indios haya resuelto la restitución de los despojados.
Luego de que otra cacica fuera restituida en el cargo en Irupana, gran
des contingentes de indios de Laza cercaron al subdelegado con quejas
contra sus caciques. Se lanzaron sobre él repetidas veces, y lo presionaron
sin descanso hasta que finalmente tuvo que restituir a Felipa Campos
Alacca. Campañas como ésta eran iniciativas bulliciosas y relativamente
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exitosas para ejercer un mayor control sobre el nivel más alto de la repre
sentación política comunal73.
Los miembros de la comunidad efectivamente llegaron a la convicción
de que tenían el derecho a ser gobernados por caciques, por lo general
caciques indígenas, que ellos escogieran. Esto se expresó de manera notable
en Palca, más o menos por la misma época, cuando los indios, bajo la
dirección de su jilaqata, se levantaron en la ceremonia de posesión del
sucesor hereditario al cacicazgo, Martín Romero Mamani. Si bien en el
siglo dieciocho temprano tales ceremonias eran rituales políticos de ruti
na auspiciados por funcionarios estatales, y con escasa participación
comunal, hacia fines del siglo prevalecían circunstancias completamente
nuevas. Un residente del pueblo escuchó al pasar que los indios declara
ron que habían de elegir ellos a su satisfacción y voluntad”. Rechazaron
a Mamani, hijo del patriarca Dionicio Mamani de Chulumani, y buscaron
el nombramiento de otro individuo que era de su preferencia74.
Más adelante, Martín Mamani escribió amargado: “En todo tiempo
desde los primeros descubrimientos de la América, fue detestado el espí
ritu raposuno del indio que, apenas encuentra un resquicio de protección
en las superioridades, procura introducirse del todo con indecorosas
imputaciones hasta aniquilar el concepto de sus inmediatos mandones”75.
Los caciques y sus súbditos sin duda habían estado negociando su
correlación de fuerzas en las comunidades desde hace siglos. Sin embar
go, a finales del siglo dieciocho, Martín Mamani estaba atestiguando en
persona, dolorosamente, el fin de una relación colonial a n d in a que había
sido alguna vez más estable, y la pérdida de un control patriarcal que algu
na vez había sido más firme. En el pasado, los caciques normalmente
gozaban del status de nobles con derechos y obligaciones paternales, y se
esperaba que sus súbditos les respetarían y obedecerían como si fueran
sus hijos. Pero la posición patriarcal, que había estado tan comprometida
con las fuerzas de la dominación colonial, resultaba ahora poco menos
que inviable. Resulta emblemático de las cambiantes relaciones de poder
lo que ocurrió en los pueblos de Irupana y Laza, donde las comunidades
se movilizaron para reinstaurar la progenie femenina de los anteriores
caciques. Igualmente en Ayoayo, los indios pidieron el nombramiento de
Melchor Alvarez, hijo de un cacique muerto en 1781, a quien los comu
narios consideraban “que hemos criado” y que por lo tanto les trataría
bien76. Las viejas metáforas de poder generacionales, de parentesco y de
género se invirtieron aquí: en términos figurativos, estos caciques eran
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colapso político interno fue la polarización que tuvo lugar como resulta
do de la manipulación del aparato estatal regional por parte de autorida
des coloniales que buscaban intensificar la extracción de excedentes a
través del reparto forzoso de mercancías. La legitimidad política de los
caciques se convirtió en blanco de los ataques como nunca antes lo había
sido. Tomando en cuenta el conjunto de estos elementos, este estudio
nos ha brindado un recuento dinámico e históricamente sustentado del
cacicazgo colonial, y ha logrado explicar su crisis en términos funda
mentalmente políticos.
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Por estos antecedentes, señor Prefecto, pido a usted de que no sea nom
brado el indicado señor Estrada. Me opongo a nombre de todos los hila
catas de Jesús de Machaca, porque [siendo] una autoridad que no sabe
cumplir sus deberes y siendo un abusivo, no sería posible tener en nues
tro pueblo una autoridad perversa, porque nos haría llorar y hacer sufrir
a nuestra pobre desgraciada raza indígena8.
En el período republicano, el corregidor, cuyo cargo lo vinculaba al
desacreditado juez provincial del período colonial, era un funcionario no
indígena residente en el pueblo, que había tomado para sí las funciones
coercitivas y de vigilancia del cacique colonial, en representación del esta
do9. En cuanto a Faustino Llanqui, fue uno de esos líderes indígenas de
principios del siglo veinte que resucitó, sin certificación estatal,, el máxi
mo cargo de autoridad: el cacique colonial. Llanqui, que evidentemente se
hallaba construyendo una nueva identidad sobre la base de referencias
que encontró en documentos coloniales que estaban en su poder, reclamó
que era descendiente de un gobernador nativo de Jesús de Machaca del
siglo dieciséis. En los años 1920, él y otros caciques-apoderados dirigie
ron una importante lucha por sus derechos territoriales y educacionales
en contra del poder despótico que ejercía la elite terrateniente local y
regional y los funcionarios estatales.
El caso de Llanqui y de otros caciques-apoderados es digno de men
cionar ante todo porque, en este nuevo ciclo político, intentaron recupe
rar y reconstituir un nivel más alto de representación política legítima para
sus comunidades. Lo hicieron a través de una reinterpretación conscien
te y creativa del pasado colonial, que dejó un legado perdurable y tuvo
implicaciones de largo alcance. La figura del cacique, que en las postri
merías coloniales fue desapareciendo del escenario en La Paz hasta ser
abolida por un decreto bolivariano, no se mantuvo por siempre como una
institución obsoleta, y las comunidades tampoco rechazaron su reintro
ducción como nivel más alto de autoridad10.
Al mismo tiempo, la historia de Llanqui nos muestra cómo es que las
preocupaciones más importantes de los indios en el último período colo
nial, especialmente el abuso en el ejercicio legítimo de la autoridad,
siguieron presentes y continuaron ejerciendo presión sobre la estructura
del gobierno comunal. Nos demuestra, además, que los procesos del
siglo dieciocho establecieron los términos y parámetros primordiales
para los posteriores giros en la representación y proyección política
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Conclusiones
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Siglas o abreviaturas
Archivos
AA Archivo de la Curia Arzobispal de La Paz.
La Paz, Bolivia.
ABUMSA Archivo de la Biblioteca Central de la Universidad Mayor
de San Andrés. La Paz, Bolivia.
AC Archivo de la Catedral de La Paz. La Paz, Bolivia.
AGI Archivo General de Indias. Sevilla, España.
AGN Archivo General de la Nación, Buenos Aires.
Buenos Aires, Argentina.
AHN Archivo Histórico Nacional. Madrid, España.
ALP Archivo de La Paz. La Paz, Bolivia.
ANB Archivo Nacional de Bolivia. Sucre, Bohvia.
RAH Archivo de la Real Academia de la Historia.
Madrid, España.
Otras abreviaturas
337
Notas
339
Notas
5. Sob re la revolución haitiana, ve r Jam es (1963) y Fick (1990). V er Trouillot (1995) sobre
lo inconcebible de la revolución y el problem a general del “silenciamiento” historiográfico.
7. M i en foqu e en la política cam pesina com parte afinidades con diferentes corrientes
de la h istoriografía y la ciencia social. Los estudios cam pesinos, que com binan perspectivas
de la econom ía política y la historiografía, han producido sofisticados análisis sobre la reb e
lión cam pesina. Tam bién ha habido im portantes críticas p o r parte de los estudios cam pesi
nos sobre la resistencia agraria. En una crítica a los principales postulados de la literatura
acerca de los cam pesinos com o actores políticos, Stern (1978b, 3-25) p rop u so un conjunto
de sugerencias m etodológicas cuyo valor se confirm a en nuestro estudio sob re La Paz. L os
m iem b ros de la com unidad cam pesina son tratados aquí com o agentes p olítico s que se
m ueven y negocian en un m arco de relaciones de p od er más amplias, aun cuando n o se in
vo lu cren en acciones colectivas abiertas o violentas. E ste trabajo m uestra tam bién que la
conciencia cam pesina n o puede ser entendida com o una visión estrecha, m isoneísta, de
fensiva o “prepolítica”, sino que expresa creativam ente una serie de visiones culturalm en
te específicas. N uestro estudio presta particular atención a la com pleja y central dim ensión
de la etnicidad, que p o r lo general ha sido soslayada en el estudio com parativo de los m o v i
m ientos cam pesinos. Tam bién considera los ciclos largos y los m últiples niveles de la c o
yuntura que ayudaxi a situar los episodios del conflicto. E n una reflexión crítica sobre “la
cu estión agraria” y la literatu ra que ha p ro d u cid o en A m érica Latina, R o se b e rry (1 9 9 3 )
340
Notas
Se han h ech o tam bién im portantes contribuciones desde la escuela india de los E stu
dios de la Subalternidad. E n particular, las reflexiones m etodológicas de G u h a sob re el dis
curso contrainsurgente y su enfoque paradigmático sobre la conciencia insurgente (19 8 8 ,
19 9 9 ) han in flu id o en n u estro análisis. Finalm ente, dentro de la h istorio g rafía, R ob erto
C hoque, Silvia R ivera, y una generación de jóvenes historiadores aym aras han estado a la
cabeza de una esen tu ra “desde adentro” de la historia política cam pesina, adaptando m éto
dos de investigación m ultidisciplinarios para representar la visió n de los actores políticos
indígenas y desplegar la m em oria histórica de la resistencia en el con texto de la organiza
ción política y cultural de los aymaras contem poráneos (ver nota 17 , m ás adelante).
341
Notas
1 1 . U n tem a fundam ental dentro de los estudios andinos y relevante para esta argum en
tación es la naturaleza de la organización social andina y su reproducción o tran sform ación
en el tiempo. Luego de un énfasis inicial en las continuidades a largo plazo en la o rganiza
ción social, los etnohistoriadores se han concentrado cada vez más en el im p ortan te p ro
blem a de la desestructuración colonial de los señoríos o federaciones étnicas prehispánicas
y en el surgim iento de com unidades campesinas locales que aún subsisten h oy en día en los
A ndes. E l problem a ha sido a m enudo visto com o una desestructuración étnica, d onde las
fuerzas e im posiciones coloniales operan com o niveladoras, al decapitar las capas sucesivas
de la organización social jerárquicam ente segmentada. Pero com o lo han d em ostrado tra
bajos más recientes, este análisis estructural tiene limitaciones, en la m edida en que n o ha
conseguido exam inar la dinámica in tern a de la sociedad indígena, ni el m odo en que la p o
blación andina contribuyó p o r sí m ism a al cambio histórico a través de su p ro p ia acción.
13 . Sob re esta definición operativa y para un breve esb ozo histórico y lingüístico del
pueblo aymara, v e r A lb ó (1 9 8 8 ,2 2 -3 4 ). Para m ayores datos sobre la identidad aym ara con
tem poránea, v e r A lb ó (197 9 b ); y A lb ó et al. (1 9 8 1-19 8 7 ).
342
Notas
14 . B ou ysse 19 8 7 . Saignes 19 8 6 .
15 . A lb ó 1 9 8 8 ,2 2 - 3 4 .
1 6 . P ara u n a varied ad de fuentes e interp retaciones resp ecto al resu rgim ien to de los
m o v im ie n to s p o lític o s de base étnica aym ara, v e r R ivera (1 9 8 4 ); H u rtad o (1 9 8 6 ); A lb ó
( 1 9 8 7 , 1 9 9 1 a , 1 9 9 1 b , 1 9 9 3 ) ; C árd en as (1 9 8 8 ); P ach eco ( 1 9 9 2 ) ; C a lla ( 1 9 9 3 ) ; T ap ia
(19 9 5 ) y T ico n a (2 0 00 ).
22. R . A rz e 19 7 9 .
343
kLotás: s
26. Para más in fo rm ació n sobre las provincias Sicasica y Chulum ani, v e r el capítulo 4;
Lem a (1 9 8 8 );K le in (199 3 ).
27. C hoque h a escrito extensam ente sobre Pacajes, desde tiem pos precoloniales hasta
el siglo veinte. Para el p eríod o colonial, v e r Choque (1993).
3 1. E l sistem a tributario colonial y las respuestas frente a él han sido objeto de una ex
tensa h isto rio g ra fía . P ara el A lto P erú, v e r Sánchez A lb o rn o z (1 9 7 8 ); Saignes (19 8 5 c ,
1987a); L arson (19 8 8 ); K le in (199 3 ); y cf. W ightm an (1990) para el Cusco.
32. P latt 1 9 8 2 ,1 9 8 8 . Hay tam bién abundante historiografía sobre el tem a de la m it’a de
Potosí; para un con ju n to de referencias, v e r el capítulo 3.
36. El estudio m od elo de una historia local de larga duración en los A nd es es Huarocbi-
r i de Spalding (1984).
37. D e acuerdo a los registros tributarios de 17 9 7 , los residentes de G uarina eran nueve
m il de los sesenta m il habitantes de la provincia O m asuyos (A G N X I I I 1 7 -9 -1 , L ibro 2, fo
lio 1084). U n in fo rm e p arroq u ial más tem prano había calculado aproxim adam ente doce
m il residentes. V er A rc h iv o de la Catedral de La Paz (AC), T om o 5 2, “E xpediente sobre la
dem arcación de las doctrinas de Guarina, Laja, Pucarani”, (1766) [1776], folios 1 1 2 - 1 4 6 .
Para el testim onio del cura, v e r el folio 1 38v.
344
Notas
3. A rch ivo N acional de B olivia [ANB] Minas T. 12 8 N o. 2/M inas Cat. No. 17 5 4 , folio
37. P aram as sob re estos con flictos de tierras, v e r A N B , E C 1 7 7 4 No. 14 , folios 18 0 -2 6 8 v ;
A N B E C 1 7 7 5 [1766] No. 174.
345
Notas
criterios que se sob rep on en para definir las identidades colectivas en este período, para el
p ro p ósito de esta discusión em plearé el lenguaje tanto de la “raza” com o de la “etnicidad” .
7. Para una discusión historiográfica acerca de las form as que asumió esta am bivalencia
cacical, v e r el capítulo 3.
8. L ockhart 1 9 9 2 ,3 0 - 3 5 .
9. D íaz R em entería (1977) nos ofrece un m eticuloso análisis legal del cacicazgo andino
basado en la distinción abstracta entre el rango de cacique y el de gobernador. Su trabajo
con firm a la falta de claridad jurídica colonial en torn o a este asunto, y el predom inio de cri
terios hereditarios p o r encim a de otros criterios españoles (ya sea para la elección o desig
nación) en la sucesión. La vaguedad del estatuto de “gob ern ad or” puede verse en el hecho
de que las ordenanzas del V irrey Toledo en el siglo dieciséis, que establecían la jurisdicción
política de los pueblos indígenas, n o hacían m ención alguna á este cargo. V er Sarabia V iejo
(1 9 8 9 ,2 :2 0 3 -2 6 6 ). '
10. A N B E C 17 9 3 N o. 1 1 , folios l-3 v . D e aquí en adelante indicaré entre paréntesis a
qué p rovincia pertenece el pueblo m encionado.
15. Para un conju n to de referencias fundam entales sobre este tema, v e r R ow e (195 4 );
G isb ert (1980); F lores G alindo (1987); Burga (1988).
16. M esa y G isb ert 1 9 8 2 ,1:180. Burga 19 8 8 ,3 3 5 . Rowe (1 9 5 4 ,2 1 ) también encontró que
los nobles Inkas del Cusco en el siglo dieciocho practicaban la falsificación genealógica.
19. Las distorsiones cronológicas en esta relación familiar acerca de los fundadores del
linaje y su alianza con los Inkas han sido mencionadas p o r G isbert (1 9 8 0 ,9 3 -9 4 ).
346
Notas
2 6. T utino 19 8 3 . L avrin y C ou tu ñer 19 7 9 . Para más datos sobre la dinám ica de la suce
sión cacical, v e r tam bién D íaz Rem entería (1977).
29. A p artir del ensayo, de F lores G alindo (198 7 ), y com o respuesta a una cuestión plan
teada p o r Stern (1987a, 75), estam os en posición de reu n ir un cuerpo de estudios sob re la
cultura de la n obleza indígena, la form ación de clases rurales y la reb elión andina, con el fin
de explicar el surgim iento de las “utopías insurreccionales” neo-Inkas en el últim o p eríod o
colonial. V er tam bién lo s capítulos 5 y 6 de este libro.
3 1.R o w e 19 5 4.
347
Notas
cuito). E l reconstruyó su condición de hidalgo hasta un antepasado gentil que habría sido
“con firm ad o” p o r el soberano Inka G uayna Capac, y señaló que su linaje había sido reco
nocido p o r Carlos II en el siglo dieciséis y p o r Felipe V en 1 7 0 1 (ALP E C 1 7 2 2 C. 5 4 E. 6,
folios 3v-5).
35. A L P E C 1 7 8 3 C. 10 3 E. s.n., folios 1 3 v -15 . Sobre los escudos de arm as de las fam i
lias cacicales, v e r G isb e rt ( 1 9 8 0 ,1 5 7 -1 6 2 ) y A r z e y M edinaceli (1991).
3 7 O b viam en te,'co n esto n o se niega el h ech o de que, desde los cro n istas n ativo s
a n d in os de p rin c ip io s del siglo diecisiete h asta T upac A m a ru , h u b o e n tre sus filas
corrien tes subversivas que desafiaron la legitim idad de la conquista. Sin em bargo, sería
m uy difícil d em o strar la existencia de tales desafíos en m uchas de las proclam as oficiales
de los caciques resp ecto de sus servicios m ilitares a la corona. T am bién vale la p ena in sis
tir cóm o el tem a, discutido an terio rm en te, de la n ob leza hereditaria sancionada p o r el
m on arca español p odía con ten er una legitim ación im plícita de la conquista. P o r ejem plo,
el cacique de Ju li (ver nota 33 de este capítulo) se pron u n ció en defensa de su con d ición
de n ob le, la cual habría sido ratificada y registrada a p artir de la conquista (A L P E C 1 7 2 2
C. 5 4 , E. 6, fo lio 4v).
348
Notas
42. G u tiérrez 1 9 9 1 ,1 4 8 - 1 5 0 ,1 7 8 - 1 8 0 ,1 9 0 ,1 9 4 ,2 0 6 .
5 1. P odría hacerse aquí una excepción, aunque p oco significativa. L os testim onios de
estos hechos tom an debida nota de que nadie de los presentes se op u so a la designación del
cacique. Sin em bargo, la oportunidad de plantear objeciones a estos p roced im ien tos, que
era com ún en E u rop a en las cerem onias de posesión feudales de la edad m edia, en realidad
no parece h ab er estado dirigida a los m iem bros de la com unidad, quienes en to d o caso no
hicieron u so de ella.
52. Para una visió n m ás am plia de la historiografía sobre el cacicazgo, su legitim idad y
funciones de m ediación, v e r el capítulo 3.
349
Notas
58. Toledo estableció un gobierno form ado p o r dos alcaldes, dos regidores y un alguacil.
V er el título I, ordenanza I de las “O rdenanzas generales para la vida com ún en los pueblos
de indios”, emitidas en A requipa el 6 de noviem bre de 15 7 5 y publicadas p o r Sarabia V iejo
(1 9 8 9 , 2 :2 17 -2 6 6 ). Las Leyes de Indias especificaban que los pueblos m ayores a ochenta
familias debían ten er dos alcaldes. V er el libro V I, título III, ley x v de la R ecopilación de
Leyes (1943). La Palata decretó que dos alcaldes, dos regidores y un alguacil m ayor debían
gobernar cualquier pueblo de más de doscientos tributarios (AN B EC 17 6 0 , No. 1 1 , folio
3 19 v ). U n p ar de ejemplos puede ilustrar la variabilidad local en el caso de los alcaldes. Los
m iem bros de la m arka de U llom a (Pacajes) indicaron que la existencia de dos alcaldes ord i
narios y un alcalde m ayor era la norm a, “com o es asentado en todos los pueblos” (AN B E C
1 7 5 2 No. 3 9 , folio 4). U n registro del núm ero de alcaldes en los pueblos del partido de C hu
lum ani n os m u estra algunos con tres y o tro s hasta con cuatro alcaldes (A G N I X 7 -7 -4 ,
“Sob re el in fo rm e que hacen los com isionados para la revisita”, 18 0 2 , folio 17).
59. Se hace una m ención explícita al papel del segunda com o “ teniente de cacique” en
u n docum ento de Challapata, en el partido de Paria (AN B EC 1 7 9 0 No. 2 9, fo lio 54). V er
tam bién A N B E C 17 8 5 No. 23, folio 85. Se conoce del caso de un segunda que ocupó el
cargo en T iw anaku (Pacajes) durante treinta y tres años (ANB EC 17 7 9 , No. 18 , fo lio lOv).
60. E n Laja y Pucarani, los jilaqatas eran responsables de recaudar el tributo en sus res
pectivos ayllus, m ientras que los segundas lo recaudaban entre los indios que trabajaban en
las fincas de españoles de su jurisdicción (ALP E C 1 7 9 0 C. 1 1 5 , E. s.n., folio 2 2 v ). E n lo que
parece ser el arreglo más com ún, el segunda ayudaba al cacique a recaudar el tributo de los
jilaqatas en toda su parcialidad (ALP E C 17 8 6 C. 10 7 , E. s.n., folio 2). D e acuerdo con su
350
Notas
69. E sta revisión de las fu n d o n e s de las autoridades locales ha privilegiado a las p rin d -
pales figuras políticas a nivel de las com unidades. E l capitán en terad o r de la m it’a de P otosí
era otra autoridad prestigiosa, pero que parece n o haber ejerd d o p o d e r político alguno. La
presencia del escribano era rara en la m ayoría de pueblos, y los fu n d o n a rio s edesiásticos,
com o ser el m aestro de capilla, el cantor, el sacristán y el fiscal, así com o los alfereces, p rio s
tes y estandartes de las fiestas, estaban al m argen del sistema de autoridades d viles. E l con
tador, que se cita com o recolecto r de tributos en algunos pueblos, se identifica en ocasiones
con la segunda p erson a en el nivel de la pardalidad. U n título h on o rario supracom unal ejer
cido p o r indígenas nobles y que se v o lv ió obsoleto h a d a m ediados del siglo era el alcalde
m ayor p ro v in cial (A N B E C 1 7 7 0 N o. 12 5 , fo lio 17 . A G N I X 3 0 - 2 - 1 , “R ec u rso de don
F ran d sco Calahum ana... sobre que se le con firm e p o r este superior g o b ie rn o el em pleo de
351
Notas
alcalde m ayor de naturales de dicha provincia”, 1779). R ecordem os tam bién el título h o n o
rario de Jo sé Fernández G uarachi com o alcalde m ayor de los cuatro suyus, al que nos refe
rim os con anterioridad.
73. E l térm in o aparece rara vez en la docum entación, y se usa m ayorm ente para indicar
una “asam blea” , m ás que una institución p erm an en te del cabildo. U n subdelegado, p o r
ejem plo, declaró que “ fo rm ó cabildo” (A LP EC 17 8 3 C. 10 3 E. s.n., folio 50). La descrip
ción que sigue de las elecciones de autoridades del pueblo se h a tom ado de varias fuentes,
incluyendo un conju n to de docum entos del A N B de fuera de La Paz, especialm ente de los
partidos de Paria y Carangas en los años 1 7 8 0 y 1790. Este m aterial com plem enta la escasa
in form ación de que disponem os para La Paz y nos perm ite com pletar el cuadro de la situa
ción en el altiplano.
75. A N B E C 1 7 9 6 No. 2 4 5 , fo lio 6. O tro docum ento que se refiere a la pluralidad del
v o to se encuentra en A N B E C 1 7 9 6 No. 10 7 , folio 3. E l subdelegado de Pacajes dio ins
trucciones procedim entales precisas en 17 8 3 : “Los electores... pon d rán p o r su graduación
los v o to s (que deberán traer escritos en unos papelillos) dentro de una cantarilla o vaso, y de
él se irá n sacando p o r él que hiciese cabeza y lo s que más v o to s ten gan , esos serán lo s
em pleados” . H ay varias razones que nos perm iten suponer que las prescripciones del sub
delegado n o siem pre eran obedecidas en la práctica, entre ellas su p ro p ia insistencia en la
“ form alidad debida” (A LP E C 1 7 8 3 C. 10 3 E. s.n. folio 3). D e l m ism o m odo, puede supo
nerse que la elección verb al era una práctica más com ún que la votación p o r escrito (AN B
E C 17 8 6 N o. 36).
352
Notas
80. Para el caso de G uaqui, v e r A N B EC 17 7 1 No. 2 7, folios 25v, 26v: O tras pistas que
sugieren la fo rm a rotativa de elección d é lo s alcaldes según los turnos de sus ayllus y parcia
lidades, pueden hallarse en A N B EC 18 0 2 No. 13 , folios 2 0 , 2 2 v ; A N B E C 1 7 7 9 N o. 12 7 ,
folio lv ; A N B E C 1 7 8 6 No. 2 1 9 ; y A N B E C 17 9 6 No. 10 7 , folios lv , 3.
8 1. P latt (198 7 b ) dem uestra una organización similar del ayllu en la organización de las
cofradías del siglo dieciocho y sus equivalentes en las fiestas patronales del siglo vein te en la
zona ru ral de P otosí. V er tam bién el análisis contem poráneo e h istórico de A b e rcro m b ie
(199 8 ) del sistem a de cargos civiles y religiosos. E videncia etn o g ráfica ad icion al puede
encontrarse en R asnake (1 9 8 8 ,6 5 -6 9 ) y en Ticona y A lb ó (1 9 9 7 ,6 5 -8 7 ).
353
Notas
91. M ientras los n ob les Inkas que vivían en Copacabana n o pagaban tributo, los que
residían e n ju li (Chucuito) fueron obligados a pagarlo (ALP PC O m asuyos 17 5 7 , folio 13 2 ;
A N B E C 1 7 4 6 N o. 66). Para m ás in fo rm ac ió n sob re las exen cion es tributarias de los
nobles, v e r A N B E C 1 7 5 3 No. 4 0 ; A N B Minas T. 1 2 7 No. 8/Cat. Minas No. 15 7 9 ; A N B
E C 1 7 5 8 No. 1 1 4 ; A N B E C 1 7 6 2 No. 18.
354
Notas
97. Los m iem b ros de la com unidad denunciaron al cacique de Curaguara (Pacajes) p o r
castigar a los alcaldes, regidores y jilaqatas “ sin m iras a los h o n ro so s em pleos y de distinción
con que están ad orn ad os en el tiem po de sus em pleos” (A L P E C 1 8 0 2 C. 1 3 4 E . 2 0 , fol.2).
98. E l V irre y d é la Palata hizo esfuerzos para clarificarla cuestión de las exenciones para
el caso de fu ncionarios sin origen noble a fines del siglo diecisiete; v e r A N B E C 1 7 6 0 No.
1 1 , folios 3 1 9 -3 2 0 .
10 0 . Vale la pena record ar que los principales estaban presentes en las cerem onias de
nom bram iento de nuevas autoridades. Ver, p o r ejem plo, A N B E C 1 8 0 2 N o. 13 , folios 2 v -
3; A N B E C 1 7 8 6 N o. 2 19 .
1 0 1 . Para u n análisis político y de género de los notables de las com unidades en el últi
m o p eríod o colonial en M éxico, v e r Stern 1 9 9 5 ,1 9 9 - 2 0 4 .
355
Notas
10 7 . A L P E C 1 7 7 9 C. 99 E. 37.
1 1 1 . V er para el P erú Celestino y M eyers (19 8 1); Varón (1982); H unefeldt (1983)
1 1 2 . A L P E C 1 8 9 3 C. 1 3 6 E. 34.
2. E sta disputa figura en A N B M inas T. 12 8 No. 2 / Cat Minas 1754. Para las citas, v e r los
folios 59-59v, 62v.
3. E l corregid or con el cual Calaum ana, al igual que otros caciques de O m asuyos, entró
en relaciones conflictivas era A n to n io Calonje. V er A N B E C 17 5 7 No. 34; A G I Charcas
5 9 2 , “T estim onio de los autos seguidos p o r don Agustín Siñani, cacique de C arabuco, con
tra don A n to n io Calonje...” , folio 27. La denuncia del hacendado se encuentra en A N B E C
356
Notas
1 1 . Stern 1 9 8 2 ,1 5 8 - 1 8 3 . Spalding 1 9 8 4 ,2 2 1 -2 2 3 .
1 5 . Las h isto ria s sociales de Spalding sob re H u aroch irí (1 9 8 4 ) y de L a rso n sob re
C ochabam ba (1 9 8 8 ) n os o fre c en una prim era aproxim ación a esta m irada sob re el largo
plazo. G arre tt (2002) nos da una visión más p rofunda de la nobleza indígena y lo s caciques
en el C usco colonial, haciendo énfasis en el siglo dieciocho. D íaz R em entería (19 7 7 ) estu
dia la legislación sobre el cacicazgo a lo largo del período colonial. Para una discusión sobre
357
Notas
los cam bios específicos que se llevaron a cabo en los kurakazgos -com o se conocían en el
B ajo Perú- durante el siglo diecisiete, v e r Burga (1 9 8 8 ,3 1 0 -3 6 8 ).
16. O tra explicación sugerida p o r los historiadores del período colonial tardío es que la
crisis fue provocada desde arriba, p o r el estado borbónico reform ista. V er el capítulo 7 para
una discusión m ás precisa de esta posición, y de parte de la literatura más reciente sobre el
p eríod o p o sterio r a 17 8 0.
17 . V ario s autores enfatizan este criterio p ara el p eríod o colon ial tardío. O ’P helan
( 1 9 8 8 ,1 5 5 - 1 5 9 ) afirm a que “la tradición hereditaria de los caciques fue m inada” p o r las
designaciones que h iciero n los correg id o res a p a rtir de m ediados del siglo dieciocho.
V e r tam bién sus an teriores trabajos que apuntan a otro s factores, especialm ente e c o n ó
m icos, para explicar la crisis del cacicazgo (O ’P helan 19 7 8 a , 1 5 9 -1 8 5 , 1 9 1 - 1 9 2 ; 1 9 7 8 b ;
1 9 8 3 , 8 5 -8 6 ; v e r tam bién O ’P helan 19 9 7 ). Cahill (1986) apunta al tem a del linaje p ara el
p e río d o p o s te rio r a 1 7 8 3 . A c e rc a de la rivalidad entre caciques h ered itario s p e rte n e
cien tes a linajes p reh ispán icos, y los caciques arrivistas que su rgieron en la tem p ran a
colon ia, v e r Saignes (198 7 b ).
19 . A l igual que S te rn (19 8 2 ) para el p erío d o colonial tem prano, y Spalding (19 8 4 )
para to d o el p e río d o colon ial, el trab ajo de L arson ( 1 9 7 9 ,1 9 8 8 ) en fatiza la dinám ica de
la d iferen ciació n de clase en el in te rio r de la sociedad indígena, en especial p ara el p e
río d o colon ial tardío. Para fines del siglo diecisiete, R ivera (19 7 8 ) sugiere u na m a n ip u
la c ió n c re a tiv a y legítim a, p o r p a rte de algu n o s caciques, d e;la riq u eza acu m u lad a
d e n tro de la e co n om ía colon ial, y su red istrib u ción a las com unidades siguiendo n o r
m as andinas de reciprocidad. Para el caso de Chayanta, Cangiano (19 8 7 ) d iscrep a con
la im agen del cacique com o un e x p lo tad o r en el siglo d ieciocho, y señala que la re c i
p ro c id a d e c o n ó m ic a hacia la com unid ad se h ab ría m an ten id o in tacta. S ta v ig ( 1 9 8 8 ,
19 9 9 ) apunta m ás bien a la e ro sió n de los lazos de econom ía m o ral en tre lo s caciques y
las com u nid ades en el C u sco d u ran te el siglo dieciocho. A su vez, S e ru ln ik o v (1 9 9 8 )
•vincula la ileg itim id ad cacical en el n o rte de P o to sí c o n la in cap acid ad d e a p o y a r la
re p ro d u cc ió n econ óm ica de la com unidad.
20. W achtel (19 9 0 ,4 8 8 -4 8 9 ). A l parecer, los conflictos contra los caciques a lo largo de
estos años estu viero n relacionados con la creciente im portancia del rep arto fo rzado de
mercancías, com o consecuencia de las reform as institucionales de 16 7 8 que fo m en taro n la
puja abierta p o r el puesto de corregidor. V er también Lohm ann V illena (1 9 5 7 ,1 2 5 -1 3 4 ) ;
Stern (1987a, 74). Exam inarem os con más detalle esta misma relación entre el regim en de
repartos y los cacicazgos durante el siglo dieciocho.
358
Notas
2 2. Q ueda p ara la investigación futura el determ inar si una pauta sim ilar existió en el
conjunto de la región andina. Para el caso de cacicazgos que su frieron un declive igualm en
te gradual en la región altoandina, puede verse L arson (199 8 ); Schram m (19 9 0 ); y Presta
(1995) sobre los valles orientales de Charcas, e Hidalgo Lehuede (198 6 ) sobre la región cos
tera de A tacam a, A rica y Tacna. V er tam bién O ’P helan (197 8 a, 1 5 9 - 1 8 5 ,1 9 1 - 1 9 2 ; 19 9 7 )
para el n o rte del Perú, y P ow ers (1995) para el distrito norandino de Q uito.
23. El rep arto era la distribución fo rzo sa de bienes p o r el corregid or a los indios, que
estaban obligad os a com p rarlo s a p recios m uy elevados. E ra una in stitu ció n p ro fu n d a
m ente explotadora que p ro vo c ó grandes protestas (ver el capítulo 4).
2 5. Los testigos más viejos que declararon en favor de la dem anda de Lucas de M eneses
señalaron ú n icam en te que M aría V ilam o lle era hija de B a rto lo m é Cari. L a d iscrepancia
entre M eneses, S osa y estos testigos sob re los ancestros fam iliares m uestran cóm o las lí
neas genealógicas podían ser tejidas y destejidas, o trenzarse en leyenda, com o en el caso del
fu n d ad or del linaje A p u Cari, según las conveniencias políticas.
26. Lucas alegó que Sosa había ocultado deliberadam ente los docum entos para im pe
dir que él asum iese el cargo.
2 7. P osteriorm ente, de acuerdo con sus detractores, funcionarios estatales habían des
cubierto las estafas de A lejo H inojosa Cutim bo en el pago de tributos. L o declararon trai
d o r al rey y lo exon eraron del cargo ignom iniosam ente.
29. A N B E C 1 7 9 3 N o. 1 1 , folio 16 2 .
32. R ecopilación de leyes, lib ro 6, título 7, leyes 1-4 ; S olórzan o, lib ro 2, cap ítu lo 2 7 ,
núm eros 1 4 - 2 7 ,1 9 7 2 ,4 0 8 - 4 1 1 . D íaz Rem entería 19 7 7.
359
Notas
Isidora Catacora y luego de su hija P etrona Pérez Catacora, lo que en realidad im plica que
am bas n o tenían marido. E n palabras de un m ujer m ayor que ofició de testigo: “P etron a
Pérez ha estado arrinconada tod o este tiempo p o r su pobreza y ser m ujer, sin ten er quien
haga de su p arte” . Finalm ente se le concedió la posesión del cargo después de casarse con
D iego Felipe H ernani, un español que tenía en su haber varios puestos burocráticos (A N B
E C 1 7 8 5 No. 4, folios 3v, 16).
35. A N B E C 1 7 5 4 No. 66, folio 74. También podem os m encionar el caso del cacique de
M oco m o co (Larecaja), que intentó transferir el cacicazgo a un m estizo afuerino com o dote
en el m atrim onio con su hija. La m aniobra fue exitosam ente resistida com o ilegal y p o ten
cialm ente dañina a los intereses de la com unidad (ANB E C 1 7 5 6 No. 5).
36. N o tod os los caciques-yernos eran igualm ente resistidos. V icente Salazar, de R ío
A b ajo , que tam bién era mestizo, fue apoyado p o r los indios porque cumplía con las norm as
locales de reciprocidad y p o r garantizar la reproducción de la com unidad. E sto contrasta
ba con la situación de su reem plazante, que gobernaba “com o quien m aneja un p u eb lo
extraño con o b jeto de exprim ir la sangre” , m ientras que con d on V icen te “los naturales
pobres se alivian o con el auxilio que su individuo les im parte o porque distribuye esta p ar
ticipación de los demás que tienen com odidad” (AN B E C 1 7 9 8 No. 18 0 , folio 2).
3 7. E sta lectu ra se basa prin cipalm ente en trabajos etn o g ráfico s co n tem p o rá n eo s.
S o b re los y ern o s que tom an m ujeres en la com unidad (q'ata o masha en qhichw a), la lite
ratu ra so b re p aren tesco en el P erú incluye a B o lto n y M ayer (1 9 7 7 ), esp ecialm en te las
con trib u cion es de L am b ert (20 -2 2 ), W ebster (3 6 -4 1), Isbell (9 7 -10 0 ) y M ayer; tam bién
v e r Isb ell (1 9 7 8 , 1 1 2 - 1 1 4 , 1 7 4 -1 7 5 ) . P ara el equivalente aym ara (tullqa ) en el n o rte de
P otosí, v e r H arris (199 4 ).
38. En la esfera tributaria en el siglo diecisiete, sabemos tam bién que las com unidades
se referían a los forasteros asimilados com o yernos subordinados o com o “ sobrinos” de la
com unidad. V er Saignes (1987a, 14 1); W ightm an (1990, 54, 88-89).
39. P od rL m os preguntam os cóm o es que la com unidad adoptó la posición de ego del
patriarca, al c o n sid erar a un su cesor in tru so com o “y e rn o ” . S osp ech o que esta lectu ra
representa la perspectiva de los ancianos principales dotados de autoridad generacional,
que establecieron una conjunción discursiva, com o representantes de la com unidad, entre
la identidad patriarcal y la identidad comunal.
360
Notas
44. La historia com pleta de este con flicto en Italaque figura en A N B E C 1 7 5 5 N o. 56;
A N B E C 1 7 5 2 N o. 12 , y A N B E C 1 7 5 6 No. 72. O tro cacicazgo im p ortan te que su frió p ro
longados co n flicto s con las com unidades fue el de U rinsaya V iacha. A p a rtir de los años
17 5 0 , hasta la década de 1 7 8 0 , lo s m iem b ros de la fam ilia M ercad o fu e ro n dem andados
com o in tru sos debido a sus abusos, su condición de m estizos, y p o r h ab er u surpado el caci
cazgo del legítim o linaje de los Sirpa p o r m edio del m atrim onio. V e r A N B E C 1 7 5 6 No.
1 1 1 ; A L P E C 1 7 6 7 C. 8 8 E. 1 8 ;A N B E C 1 7 8 0 No. 108.
46. A N B E C 1 7 6 3 N o. 1 2 9 , fo lio 1.
361
Notas
53. L o s testim onios de la parte acusadora y los descargos de los Canqui d ieron lugar a
una docum entación excepcionalm ente volum inosa. En cuanto a las acusaciones, v e r A N B
Atinas T. 1 4 8 , EC 17 3 1 No. 48/Cat. M inas No. 1359a , especialm ente los folios 5 -8 (folia
ción alterada). Para inform aciones más tempranas sobre el linaje de caciques de Calacoto,
v e r A L P E C 17 8 3 C. 10 3 E. s.n., “ C onflicto sobre cacicazgo de Calacoto” (57 folios).’
55. E l censo de com unidad era un tipo de renta m onetaria adm inistrada p o r el estado en
favor de la com unidad prestataria.
57. E l cacique tam bién especulaba con los m on tos recaudados p o r diezm os y alcabala,
e im ponía im puestos arbitrarios a los com unarios.
6 1. Ibid.
62. L os Canqui n o presentaron pruebas en este sentido y existe escasa evidencia de que
el con flicto haya girado en to rn o a estos temas: el episodio aislado de la pelea de Francisco
Canqui en el cem enterio de la iglesia, la afirm ación de que los indios n o asistían a las cere
m onias religiosas para im pedir que él les quite sus muías, y el testim onio del sacristán de que
los indios se resistían a asistir a misa, p o r lo cual el cacique habría ordenado azotarlos y cas
tigarlos (Ibid, folio 1 1 , foliación alterada).
63 Para d ar tan sólo un ejem plo de ello, sabem os p o r referencias p osterio res que lo s
caciques de C alacoto adm inistraban en los hechos la pu lp ería del pueblo. A u n q u e ésta
p ertenecía fo rm alm en te a la iglesia, com o d eclararon los Canqui, sabem os que el cacique
la había to m a d o en alquiler de m anos del p árro co (AN B M inas T. 1 2 6 , No. 2 0 /Cat. M inas
No. 1 4 6 4 , fo lio 63v). Sabem os tam bién que el cacique de tu rn o resp on sabilizó al indio
que p restab a servicio s en la pulpería, del pago del arriendo, y que cualquier falla en su
pago tenía que ser com pensada p o r los servidores, m ientras el cacique se ap ropiaba de
todas las ganancias. E l m ism o tipo de arreglo puede encontrarse en o tro s pueblos, d on d e
tam bién los caciques elegían a p ro p ó sito a los cam pesinos m ás acom odados para p re star
servicios c o m o pulperos, con el fin de garantizar que su n egocio n o sufriera pérdidas. V e r
A L P E C 1 7 5 2 C. 75 E. 12 : A N B E C 1 7 7 1 No. 2 1 , folios iv-2 ; A L P E C 1 7 9 3 C. 1 1 9 E. s.n.,
foEos 12 8 v , 1 5 6 ; A N B M inas Ruck No. 2 1 7/Cat. M inas No. 2 16 5 a , fo lio s 9 1 2 7 - 1 2 7 v
1 3 2 -1 3 2 v , 1 4 2 v -1 4 3 .
362
Notas
65. A N B E C 1 7 6 0 N o. 1 1 , folio 2 1 9v. Francisco Canqui declaró que el dinero era en tre
gado al capitán de m it’a, obviam ente con el fin de n o im plicar a su h erm an o. Sin em bargo,
la evidencia que surge de las investigaciones sob re la m it’a sugiere que los caciques eran
quienes m anejaban (y se apropiaban indebidam ente) las conm utaciones en efectivo a nivel
de las com unidades. U n ejem plo de un cacique que entregó el pago de la conm utación de
un indio (conocido com o yaná) al capitán de la m it’a provien e de G u aq u i (Pacajes) (AN B
EC 1 7 7 1 No. 2 1 , fo lio 2 1).
67. E sto n o quiere decir, o bviam en te, que P o to sí y la m it’a fu eran las únicas fuerzas
responsables de la p articip ación indígena en los m ercados coloniales y en el d esarrollo del
v a lo r de cam bio de la fuerza d e trabajo. L os indios ingresaron a los m ercad o s (incluyendo
los m ercados de trabajo) desde inicios del p eríod o colonial, n o sólo c o m o respuesta a los
ciclos de p ro d u cción m inera. O tras fo rm as de coacción extraeco n óm ica adem ás del su r
gim ien to de n u e v o s resq u icio s a la acu m u lación e co n ó m ica les im p u ls a ro n ta m b ién a
entrar en relaciones de m ercado. Para una perspectiva general y un co n ju n to de re fe re n
cias sob re la particip ación indígena en lo s m ercados, v e r H arris, L arso n y T an d eter (19 8 7 );
y L arson y H arris (19 9 5 ).
69. D o s décadas antes, tam bién se registraron conm utaciones de los servicios p erson a
les al cacique en Caquiaviri (Pacajes) (W achtel 19 9 0 ,4 9 0 ).
363
Notas
relaciones entre el cacique y la com unidad, y entre la com unidad y el estado en el C usco en
el m ism o período.
74. O tras referencias com parativas para L a Paz pueden ser consultadas en la síntesis
que se realizará al final de este acápite. Baste aquí m encionar un ejem plo que ilustra el p ro
blem a que h e m o s id en tifica d o com o de in tran sp aren cia p olítica en un c o n flic to entre
com unidades y cacique en to rn o a las prestaciones laborales. E n 1 7 5 6 , en Viacha, las com u
nidades se m anifestaron ante el corregidor, denunciando a su cacique M anuel M ercado p o r
ser un m estizo y p o r exigirles servicios personales im propios, am enazando con una revu el
ta si no era reem plazado p o r Pedro A d rián Sirpa. E l corregid or les in fo rm ó que sólo una
autoridad sup erior podía ord enar la transferencia en la posesión del cacicazgo, que p erte
necía en realidad a la m adre de Mercado. C on el fin de apaciguar a los com unarios, realizó
una investigación en to rn o a los abusos denunciados. A l principio, los indios se negaron a
aclarar las denuncias y luego llegaron sólo a m encionar algunas prestaciones que, de acuer
do al funcionario, eran “de poca im portancia”, p o r las cuales no habrían recibido com p en
sación m o n etaria. E l cacique aclaró que n o se aco stu m b rab a pagar p o r lo s servicio s
personales, y los indios recon ocieron que esto era cierto. La con frontación , que estuvo a
punto de con vertirse en una rebelión, se resolvió finalm ente con la orden del corregid or de
reducir los torn os de servicio para el cacique, prohibiéndole que tom ara represalias contra
los com unarios. A un q u e el punto central de negociación eran evidentem ente las acusacio
nes y acuerdos en to rn o a los servicios personales, en realidad el m otivo subyacente de la
m ovilización era d ep o n er a M ercado. P oco después se v o lviero n a presentar disturbios, y el
corregid or se vio obligado a designar tem poralm ente al com unario Ju an Vela com o cobra
d o r de tributos (A N B E C 1 7 5 6 No. 1 1 1 ). Sin em bargo, los M ercado se m an tu vieron en el
cacicazgo hasta que en 1 7 8 0 Juan Vela nuevam ente se puso a la cabeza de la com unidad en
un juicio colectivo con tra la familia del cacique (AN B E C 17 8 0 No. 108).
364
Notas
78. Según lo s caciques de Chucuito: “Ésta, que parece carga insufrible a los indios, no
lo es en efecto y la llevan con gusto porque, a más de recaer alternativam ente sob re cada
uno, quedan el año que contribuyen libres de hacer un viaje que les es m ucho m ás p en o so y
lam entable que la exacción del dinero que franquean. Y com o conocen con evidencia que
su destino cede en alivio recíproco y alternado de todos, lo abrazan sin repugnancia” (A G N
IX 6 -2 -3 , “ C aciques del p artid o de C h u cuito se quejan de n o p o d e r avia r m itayo s” [9
folios], 17 9 4 , fo lio 3v).
79. L a práctica de los colquejaques era en realidad más com pleja y variable que lo que
hem os p odido describir aquí, y sin duda atravesó p o r tran sform acion es graduales, al igual
que la de los m arajaques, desde el siglo diecisiete hasta el dieciocho. A sim ism o, estaba suje
ta a una negociación estratégica en las com unidades, que hem os p uesto en evidencia en este
acápite. Sob re los abusos a los colquejaques, v e r A N B EC 1 7 5 8 No. 6 9 , fo lio s l- 4 v ; A N B
E C 1 7 7 1 No. 2 1 , fo lio 1; A G N I X 6 -2 -3, “Caciques del partido de C hucuito se quejan de no
p od er aviar m itayos” (9 folios), 17 9 4 , folios 6-8 v, A N B E C 1 7 9 5 N o. 1 5 4 , folio 4; A N B E C
1 8 0 2 N o. 3 2 , fo lio 5; así com o A N B E C 1 8 0 2 No. 4 8 , fo lio s 3 v -4 . V e r tam bién Sánchez
A lb o rn o z ( 1 9 7 8 ,1 0 2 - 1 0 3 ,1 1 3 - 1 4 9 ) .
80. L os o b serva d o res del siglo dieciocho señalaron reiteradam ente que las con m uta
ciones de lo s colquejaques hacían que la m it’a de P otosí se cubriera exclusivam ente con
com unarios pobres.
365
Notas
90. M arca com entó que en toda la provincia él había sido “ sindicado de capitulante de
curas y corregid ores” . N o hem os encontrado pruebas concluyentes de litigios que habría
llevado a cabo en contra de los curas, pero sí sabemos que en 17 4 8 los m it’ayos de Calaco
to dem andaron a su p árro co en Potosí p o r sus excesivas violencias y exacciones. Se descri
b ieron “destruidos, aniquilados, em peñados, afrentados, azotados y m altratados, n o sólo
de m ineros, m ayordom os y dem ás ministriles de La Rivera, sino de nuestro cura” . Su rep re
sentante en esta queja, el capitán de la m it’a cuyo n om b re figura com o M arcos R am ón,
pu d o m uy b ien h ab er sido, después de todo, el hijo de M arca, M arcos Ram os. V er A N B
M inas T. 1 4 8 (17 4 8 )/ Cat. M inas N o 14 5 4 ; la cita figura en el folio 3.
9 1. A G I Charcas 5 92 , “T estim onio de los autos seguidos p o r los caciques e hilacatas del
pueblo de Calacoto, p rovin cia de Pacajes, contra el justicia m ayor de ella, don Salvador de
A su rza , so b re excesivos rep artim ie n to s” , 1 7 6 3 (76 folios). A G I C harcas 5 9 2 , “L a Real
A udien cia de Charcas in fo rm a con seis testim onios de autos los perjuicios que pueden
seguirse de no tener aquel tribunal facultad para conocer a los recursos que hacen los indios
contra sus corregidores sobre los repartim ientos de efectos”, l/ X I I / 1 7 6 3 (4 folios). A G I
Charcas 5 92 , “Respuesta del fiscal del consejo en vista de una carta de la Real Audiencia de
Charcas respecto a rep artos” , 16 / V I II/ 17 6 4 (5 folios). M oreno Cebrián 1 9 7 7 ,4 0 7 -4 1 0 .
92. A G I Charcas 592, “T estim onio de los autos seguidos p o rlo s caciques e hilacatas del
pueblo de Calacoto, provincia de Pacajes, contra el justicia m ayor de ella, don Salvador de
A surza, sobre excesivos repartim ientos”, 17 6 3 (76 folios), folios 5 , 72v.
93. E n tod o caso, los caciques de Calacoto n o hicieron ningún reclam o en contra del
corregidor cuando el investigador enviado desde Lim a visitó la com unidad (A G I Charcas
5 9 2 ,1 7 6 3 , fo lio 12).
94. Sob re este episodio, v e r A N B E C 1 7 5 7 No. 45 (en realidad este expediente cubre los
años 1 7 5 9 -1 7 6 3 ) . M iguel Cusicanqui fue dem andado p o r cob rar cincuenta y dos pesos a
366
Notas
los marajaques, sin que se sepa el uso que diera al dinero de la conm utación. E sto s m araja-
ques figuraban en la lista de lo s sirvientes personales del cacique (folio 27).
97. U na fam ilia U ru de balseros p rotestó tam bién en contra de estos castigos públicos
hum illantes. Ju an T icona había sido flagelado m ientras servía com o alcalde de los balseros
de C alacoto (Ibid, folios 6 2 -6 4 ),
98. A ñ ad ieron : “D ich o cacique, D o n Pedro Cusicanqui n o tiene genio n i natural pací
fico ni gob ern ativo, para ser tal cacique, porque es de genio soberbio, iracundo, am bicioso
y vengativo, y am igo a hacer daño” (Ibid, folios 6 1 ,6 2 ).
10 0 . Para el in fo rm e de P orlier y las citas que aquí se extraen, v e r ibid, fo lio s 73-76v. Era
p oco frecu en te e in clu so p o c o ap ropiado que un p ro te c to r de in d io s se d istanciara tan
explícitam ente de los dem andantes indígenas. La posición de P orlier y la de su predecesor
Jo se p h L ó p e z L isp erg u er d erivaba al p arecer de .un cam bio p olítico en la audiencia que
com enzó a fines de los años 17 5 0 . E l anterior protector, Ignacio N egreiros, era visto com o
muy com placiente hacia las com unidades y fue forzado a salir del cargo en m om en tos en
que estab a cre c ie n d o la o p o sició n com u nal a lo s c o rre g id o res y a lo s re p a rto s (ver el
siguiente capítulo).
10 2 . E sta y las notas siguientes contienen sólo una m uestra de las abundantes referen
cias a estos tem as desde los año 1 7 4 0 hasta los años 18 0 0 . Para las denuncias sob re tributos,
v e r A N B E C 1 7 5 2 No. 1 2 , fo lio 3 v ; A N B E C 1 7 5 4 No. 55; A N B E C 1 7 5 5 No. 6 6, folio
13 3 v ; A N B E C 1 7 7 1 N o. 7 4 ; A L P E C 17 8 6 C. 1 0 7 E. s.n., folios 13 v -1 4 v , 1 6 -1 6 v , 1 8 v -1 9 ,
20v, 4 5 v / (3 v -4)/ (i-iv); A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E. s.n., folio 1 3 v ; A L P E C 1 7 9 3 ; A L P E C 17 9 3
C. 1 1 9 E. s.n. fo lio s 1 2 v -1 4 ; A N B EC 1 8 0 4 No. 33, folios 7, 9 , 1 6 ; A N B M inas R uck No.
217/ C at. M inas N o. 2 16 5 a , folios 1 3v, 1 8 , 27-27v.
10 3 . A N B E C 1 7 5 2 N o. 12 , folios 3 -3 v ; A L P EC 1 7 5 3 C. 76 E. 1, fo lio 13 4 ; A N B EC
17 6 9 N o. 1 8 2 , fo lio s 5 -5 v ; A N B E C 1 7 7 7 N o. 96, folio 10 ; A N B E C 1 7 8 0 N o. 1 0 8 , folios 2,
4-5 ; A G N I X 5 -5 -4 , “R epresentación de indios de Irupana y Laza, p artid o de Chulum ani,
sobre extorcion es del subdelegado y cacique”, 7 folios, 19/ V T I/ 1784, fo lio s 4 -5 v ; A L P EC
1 7 8 6 C. 1 0 7 E. s.n., folios 13 v , 14v, 18v, 31v, 7 1 - 7 1 v ; A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n., 4 folios;
/
367
Notas
10 4 . A N B E C 1 7 5 5 , N o. 5 6 , fo lio s 3 6 v -3 8 , 9 9 v -1 0 1 v , 1 0 7 ; A N B E C 1 7 5 6 N o. 1 1 1 ,
folios 3 - 5 , 2 0 -2 0 v ; A N B E C 1 7 6 2 No. 13 0 ; A N B EC 1 7 7 1 No. 2 7 , folios 1 - 3 , 1 0 , 1 3 , 22;
A N B E C 1 7 8 0 No. 1 0 8 folios 3 -3 v ; A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n., folio 1 3 v ,A G N I X 5 - 6 - L
“Indios de Jesú s de M achaca co n tra su cacique P ed ro R am írez de la P arra” , 1 1 fo lio s,
4 / IH / 1795, folios 2 -6 v ; A L P E C 17 9 7 C. 12 5 E. s.n.; A N B E C 1 8 0 2 No. 3 2, folios 1 - 2 ,4 -
6; A N B Afinas R uckN o. 217/ C at. Alinas 2 16 5 a , folios 7 - l lv , 1 5 v ,2 8 -2 8 v ,3 1 4 7 v 4 9 1 2 9
1 3 6 -1 4 1 .
10 8 . Los abusos de los caciques que especulaban con los diezm os tam bién recibieron
m ención en las demandas. V er A N B E C 1 7 5 4 No. 55, folios 3 ,2 3v, 4 3 v ; A N B E C 1 7 6 6 No.
4 3 ; A L P E C 1 7 7 9 C. 99 E. 2, folios lv ,3 v ; A L P E C 17 9 1 C. 1 1 6 E. s.n., folio 2; A L P E C
17 9 3 C. 1 1 9 E. s.n., folios 1 0 v - l l ; A L P EC 17 9 9 C. 12 9 E. s.n., folio 14 v ; A N B E C 1 8 0 2
No. 32, folio 6 v ; A N B E C 1 8 0 2 No. 48, folios 2 , 4v-5.
368
Notas
causa subyacente de la diversificación de las revueltas en la segunda m itad del siglo diecio
cho”. Cf. Stern 19 8 7 a , 73-75.
3. A un q u e las circunstancias son variables, según la región de que se trate, Seru ln ikov
(1998) ha co n firm ad o tam bién que las intervenciones de los corregidores a m ediados del
siglo tu vieron consecuencias políticas graves, generando conflictos en to rn o al gobierno
com unal y condiciones para la rebelión, en la región de Potosí.
4. V er T h o m so n (1996a).
5. G o lte 1 9 8 0 ,1 0 4 - 1 0 5 . E l precio de ven ta de este corregim iento era tam bién el más
alto de to d o el virrein ato (M oreno Cebrián 19 7 7 ,9 7 -9 8 ).
7. A N B E C 1 7 5 6 N o 67.
9. A L P E C 1 7 5 3 C. 7 6 E . 3 1.
12. C uando la gestión del corregid or fue evaluada más tarde, en 17 6 3 , la adm inistración
c o lo n ial lo san cion ó con u n a m ulta, ju n to a sus “m in istros o ficiales y dem ás justicias” .
E n tre ellos se m en cion ó a och o tenientes, más los alcaldes m ayores, com isarios, un tenien
te de alcalde provincial, un alguacil m ayor y un escribano (A LP E C 1 7 7 0 C. 9 1 , E. 5).
369
Notas
13. La audiencia tam bién m ultó y despidió al p ro tector de indios de La Paz, n om brado
p o r N egreiros, quien había defendido a los com unarios de Chulum ani (AN B E C 1 7 5 6 No.
7 1 ; la cita es del folio 3).
14 . U n ejem plo de esta com plejidad política en el pueblo de Chulum ani puede verse en
A N B E C 1 7 6 6 No. 130. Para las intrincadas batallas en to rn o al poder local, las m aniobras
cacicales y la resistencia al reparto en el pueblo de Sicasica, v e r A G I Charcas 5 92 , “A u tos
seguidos p o r los indios del pueblo de Sicasica p o r varios abusos”, 17 6 8 (52 folios); y A G I
Charcas 5 9 2 , “T estim onio de los autos seguidos p o r los caciques e hilacatas del p ueblo de
Calacoto...” , 17 6 3 (76 folios), folio 67.
16. P o r ejem plo, un hacendado, B ernardino Argandoña, acusó a los tenientes de O co-
baya y C hirca, B e rn a rd o Illanes y Joaq u ín Sánchez, de rep artos que se recargaban a los
arren d eros y yanaconas de los latifundios. O tro hacendado culpó al corregidor de repartos,
abusos a los indios, obstru cción de negocios m ineros y especulación com ercial con bienes
e insum os que los residentes de la p rovincia necesitaban. V er A G I Charcas 5 9 3 , “A u to s
sobre el caso del corregid or V illaherm osa” 7/ II/ 17 7 1 (106 folios), folios 1-3 , 6 1. A princi
pio d é lo s años 17 6 0 , un caso p revio de la misma provincia ayudó a clarificar la política esta
tal sobre rep artos en haciendas (M oreno Cebrián 1 9 7 7 ,1 8 2 - 1 8 3 ,2 3 3 ) .
18 . A N B E C 1 7 7 0 N o. 86.
20. Ibid., folios 7 1-72v. A G I Charcas 5 93, “A utos sobre caso del corregid or V illah er
m osa” , 7 / II/ 17 7 1 (106 folios), folios 40v-42v.
370
Notas
27. L os com unarios de A yo ayo y Y aco acusaron tam bién al T eniente A n to n io E lison-
do. E n A raca, el Teniente P edro N olasco Benítez se som etió a una investigación p o r haber
com prado su p u esto del correg id or con más de ocho m il pesos y p o r h ab er adm inistrado
justicia sin h ab er sido c o n firm a d o p o r la audiencia. A G I Charcas 5 9 3 , “A u to s sob re caso
del correg id or V illah erm o sa” , 7 / II/ 17 7 1 (106 folios), folios 17 -2 0 . S o b re T alavera, ver los
folios 2 0v -3 6v . V e r tam bién A N B EC 1 7 6 9 No. 94.
29. P o r ejem plo, sem b ró te rro r entre los indios diciendo que su rep arto , al que llam aba
el rep arto real ’, venía p o r o rd en del p rop io rey. A G I Charcas 5 93 , “A u to s sob re caso del
correg id or V illah erm o sa”, 7 / II/ 17 7 1 (10 6 folios), folios 28v, 30v.
371
Notas
abusos de N ina Laura (folios 2 3, 24v). Para la referencia sobre los “am agos de subleva
ción ”, con sultar A G I Charcas 5 93 , “E xpediente sobre lo ocurrido en la p ro vin cia de Sica-
sica...”, Plata y Lim a, 1776 (18 folios), folio 9. • , t . ■
32. O tra dem anda fue presentada en contra dé un recaudador de tributos n om b rad o
p o r el co rreg id o r en Caracato. Tanto los indios com o los vecinos elevaron un “universal
clam or” contra M iguel Ruíz p o r sus abusos de autoridad y contra los repartos del corregi
dor. V e r A N B E C 1 7 7 9 No. 7 3 ; A N B E C 1 7 7 2 No. 89; A G I Charcas 5 9 3 , “A u to s sobre
caso del corregid or V illaherm osa”, 7/ 11/ 17 7 1 (10 6 folios), folios 49-53v.
33. A G I Charcas 593, “A u tos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 /II/ 1 7 7 1 (106
folios), folios 74v-75v. A N B E C 17 7 9 [1769] No. 127.
34. A G I Charcas 593, “A u tos sobre caso del c o r r e g id o r V illaherm osa” , 7 /II/1 7 7 1 (106
folios), folios 83-83v. A G I Charcas 5 3 0 , “Testim onio de los autos p o r el tum ulto en el pue
b lo d e Sicasica...” , 2 0 / V II/ 17 7 8 (32 folios), folios 1-7.
35. O tras causas de la m ovilización citadas en el juicio fu eron la liberación del jilaqata
encarcelado p o r deudas de tributos p o r Villaherm osa, y para im pedir que la m adre de Chu-
quiguaman fuese enviada a un obraje, com o alegaban que había ordenado el corregidor. La
sublevación está descrita en A G I Charcas 5 30, “Testim onio de los autos p o r el tum ulto en
el pueblo de Sicasica...” 2 0/ V II/ 17 7 8 (32 folios); A G I Charcas 5 9 3 , “A utos sobre caso del
corregidor V illaherm osa”, 7 / II/ 17 7 1 (106 folios).
36. A G I Charcas 5 93 , “A utos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 / 11/ 17 7 1 (106
fo lio s), fo lio 89. A G I Charcas 5 9 3 , “A u to sob re el caso de V illa h e rm o sa ...” , traslad o
13 / X I/ 177 0 (23 folios), fo lio 17. E l p ro p io corregid or, denunciando las actividades de
Castro, advirtió sobre el carácter ingobernable de los pueblos, aunque o tros lo responsabi
lizaron a él de los disturbios.
37. A G I Charcas 5 93, “A utos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 / II/ 1 7 7 1 (106
folios), folios 2 9 -6 8 ,7 6 -8 6 . A G I Charcas 530, “Testim onio de los autos p o r el tum ulto en
el pueblo de Sicasica...”, 20/V T I/1778 (12 folios), folio 2.
38. A G I Charcas 593, “A utos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 / 11/ 17 7 1 (106
folios), folio 69.
4 0 . N o s hace falta más datos sob re los lazos políticos entre el levan tam ien to de C h u
lum ani y el de Jesú s de M achaca en 1 7 7 1 ; sin em bargo, es in teresante señ alar que San tos
M am ani, un com unario de C hupe que fue condenado p o r cabecilla en la su b levació n de
lo s Y u n g as, p ro v e n ía o rig in alm en te del p u eb lo altiplán ico. V e r A G I C h a rc a s 5 3 0 ,
“ E xtracto, respuesta fiscales, con fesion es de reos y p rovidencias sob re tu m u lto o c u rri
372
Notas
4 5. S o b re el levantam iento de Chulum ani, v e r los dos docum entos citados en la ante-
rio rn o ta , así com o A N B E C 1 7 8 8 [1778] No. 29.
48. O ’P helan 1 9 8 8 ,1 3 4 - 1 3 5 ,1 5 5 - 1 5 9 .
50. E l cacique B ern ard o Cachica firm ó una queja de los principales de C hupe en 17 5 7 ,
pero su vulnerabilidad era m anifiesta: “Si el cacique habla algo p o r estos agravios de daños,
con una violencia le revesea en p úblico” (AN B E C 17 5 8 No. 1, folio 8v). V e r tam bién A N B
E C 1 7 5 6 N o. 7 1 ; A N B E C 1 7 6 9 No. 9 4, folios 3 - 5 ,9-10v.
373
Notas
tos excesivos. A G I Charcas 5 92, “Testim onio de los autos seguidos p o r los caciques e hila
catas del pueblo de Calacoto...”, 17 6 3 (76 folios), folio 76.
53. A G I Charcas 530, “Real Audiencia da cuenta con testim onio de lo que ha executado
con m otivo del tum ulto y m uerte que dieron los indios del pueblo de Sicasica...” , 1 0 / X / 1778.
54. Sob re la tenaz oposición de la com unidad a la autoridad de Clem ente E scobar, y el
liderazgo ejercido p o r G onzáles en las com unidades durante este conflictivo período, v e r
A G I Charcas 5 3 0 , “E xtracto, respuesta fiscales, confesiones de reos, y providencias sobre
tum ulto ocu rrid o en los Yungas de Sicasica”, traslado 20/ V T I/ 1778 (69 folios). Para la sen
tencia, v e r A G I Charcas 5 3 0 , “Real A udiencia da cuenta con testim onio de los bullicios
ocurridos en los pueblos de Yungas p o r haberse restituido a C lem ente E scobar al cacicaz
go de Chupe...”, 1 0 / X / l778.
55. Para otras referencias que apuntan al nexo de relaciones entre el reparto, la estru c
tura local de p o d er y la crisis del cacicazgo, v e r M oreno Cebrián 1 9 7 7 ,1 8 3 - 1 8 5 , 2 3 4 -2 3 5 ,
2 3 8 -2 4 2 ; O ’P helan 1 9 8 8 , 1 3 4 - 1 3 5 ,1 5 5 - 1 5 9 ; L arson y W asserstrom 1 9 8 3 ;L a rs o n 1 9 8 8 ,
12 6 -1 3 2 ; Cahill 19 8 8.
6 1. Sensano respondió que el cura y su madre habían m ontado un juicio contra él. D e
hecho, en su versión, eran el cura y sus parientes los que distribuían repartos ilegales. Si los
374
Notas
indios iban a G uacullani, lo hacían voluntariam ente para ven d er leña y taquia y para ganar
dinero. S i el cacique lle v ó a cabo los rep arto s, era bajo ó rd en es d el c o rre g id o r “p o r n o
p od er resistir al p re c ep to y resp eto de su g o b ern ad or que lo precisaba hasta conm inarlo
con la cárcel, lo que ejecuta con los demás caciques de la p rovin cia” (A N B E C 1 7 5 4 No.
12 3 , fo lio s 6-9v, 1 3 -1 3 v , 9 8 -10 2 v ).
64. L o s dirigentes de las com unidades de Chuani aclam aron a los insurgentes de A zán -
garo y ju raro n : “Y a que lo s A sillo s en su alzam iento n o lo p u d ieron conseguir, que ellos
desde lu eg o estab an arre sta d o s a m a yo r su b levació n ” (A N B M inas T. 127, N o. 6/ C at.
M inas N o. 1 5 1 7 , fo lio s 1 2 , 2 7v). E n 17 3 6 , cientos de indios arm ados atacaron el pueblo de
A sillo para exp ulsar a u n p árro co abusivo y a sus allegados; unos m eses m ás tarde, cuando
el c o rre g id o r re g resó a am on estarlo s, él y su guardia fu ero n obligados a huir. E n la fase
final, los indios c on sp iraro n para m ovilizar a diecisiete provincias a lo largo del sur de lo s
A ndes. S u dirigente, A n d rés Ignacio Caxm a C on dori y docenas d e cuadros fu ero n encar
celados en O m asuyos, la p rovin cia que se ubica en las alturas de los valles de Larecaja (Colin
1 9 6 6 , 1 7 1 - 1 7 3 ; O ’P helan 1 9 8 8 ,8 5 - 8 6 ,1 0 4 ,1 3 1 ,2 9 9 ) .
65. B e rto n io (1 9 8 4 [16 12 ], I: 4 0 5 ; 2:290) consigna el térm ino aym ara quespiyri com o el
equivalente de red en tor. Traduce el térm ino quespi com o una “cosa resplandeciente, com o
vid rio o cristal” .
375
Notas
les fom entaba en sus em presas le quem aría la casa” . O bjetó que o tro s actuaran en n om b re
de la com unidad e insistió en que cum plía sus responsabilidades políticas com o cacique:
“P o r m ano del cacique, y n o de los indios codiciosos, tengan los del com ún el alivio que
necesitan com o otras veces se los h e sabido negociar” (A N B M inas, To. 1 2 7 N o. 6/C at.
M inas No. 1 5 1 7 , folios 1 1 , 1 2 , 5 1-5 1 v ).
73. A N B CR No. 6 13 .
75. A l parecer, la dem anda de la com unidad fue aceptada en diciem bre de 17 5 9 , n o en
1 7 6 0 com o señala el expediente; v e r A G I Charcas 5 92, “T estim onio de los autos seguidos
p o r los caciques e hilacatas del pueblo de Calacoto...” , 1 7 6 3 (76 folios), folios 70-72v.
76. El cacique de G uariría M atías Calaumana tam bién presentó quejas contra Calonje.
S ob re las disputas con tra este corregidor, v e r A N B E C 1 7 6 1 No. 97 (las citas son de los
fo lio s 6 0 -6 9 v -7 0 ); A N B E C 1 7 6 2 N o. 16 9 ; A G I Charcas 5 9 2 , “T estim onio de los autos
seguidos p o r d on Ildefon so Fernández, cacique de Laja, sobre agravios que le ha in ferid o
su corregid or d o n A n to n io Calonje” , 17 6 3 (33 folios); A G I Charcas 5 9 2 , ‘T estim o n io de
los autos seguidos p o r d o n A g u stín Siñani, cacique de C arabuco, co n tra d o n A n to n io
Calonje, correg id or que fue de dicha provincia”, 1 7 6 2 (28 folios).
376
Notas
79. E n un caso sim ilar y contem poráneo de Charazani (Larecaja), la viuda del cacique
Ju an M iguel Sirena apeló pidiendo la cancelación de las-deudas de su m arido al C orregidor
M iguel Fernández D uarte. Se.acusó al corregidor de haber obligado a Sirena para que le sirva
de respaldo financiero al Teniente J o s e f M anzaneda, quien debía a D u arte la plata de los
repartos distribuidos en su jurisdicción. V er A G I Charcas 5 9 2 , “T estim onio de los seguidos
p o r doña M ichaela Llavilla, viuda de d o n ju á n Miguel Sirena, cacique que fue de Charazani,
contra el correg id or de Larecaja don Miguel Fernánde D uarte”, 1 7 6 2 (81 fo lio s)’
80. Sería necesario realizar o tro s estudios regionales en los A n d es p ara determ inar si el
caso de La Paz tiene una representatividad más amplia. G o lte (19 8 0 , 1 6 0 -1 6 1 ) sugiere que
La Paz y C harcas pueden distinguirse de otras regiones del V irrein ato del P erú debido a la
participación más activa de los caciques en las luchas legales y a las alianzas entre caciques y
com unidades que otorgaban un carácter supralocal a las protestas. E m p ero, nuestro estu
dio de L a Paz m uestra la debilidad de estas alianzas y el hecho de que la organización p olíti
ca de la resistencia al final n o dependería de los caciques.
81. O ’P helan 1 9 8 5 ,1 6 3 - 1 6 6 .
377
Notas
docu m en tos en A G N I X 5 -5 -2 ; A L P E C 1 7 7 1 C. 92 E. 2 4 ; A m a t y Ju n ie n t (1 9 4 7 , 2 9 6 -
3 0 4 ); A G I C harcas 5 9 2 , “C arta del C o n ta d o r P edro N olasco C resp o al V irre y A m a t” ,
2 6 / X I / 1 7 7 1 (dos folios).
85. N o p o d e m o s h acer aquí una exp osició n com pleta de las respuestas virrein ales y
del estad o m e tro p o lita n o a la resistencia p o p u la r y para en fre n ta r la crisis cada v e z m ás
aguda que se dio en este p eríod o . Las referen cias para el resum en en este p á rra fo p ro
vien en en especial de un con ju n to de exp en d ientes en el A G I Charcas 5 9 2 y de M o re
n o C eb rián (19 7 7 ).
87. Para ésta y la siguiente cita, v e r A G N IX 3 2-1-6, “ In form e del C o rreg id o r V ial al
v irrey sobre disturbios en la provincia” , 19 / 1/ 17 7 7 , folio 2. D e hecho, se adm inistraron
castigos a los presuntos líderes de am bos levantam ientos. E n el caso de Pacajes, docenas de
indios se pu d rieron en las cárceles en los años 1770.
378
Notas
com unarios ig n o raro n sus ru egos y declararon que “los tenía ven did o s com p on iénd ose
con el g o b ern a d o r” . Ver, entre o tro s expedientes, los “A u to s crim inales seguidos de oficio
con tra el com ú n de indios de Pom ata p o r el tum ulto que hicieron el 1 1 /I y el perdim iento
de resp eto a la real justicia” , folio 4v.
89. A N B E C 1 7 8 0 No. 1 1 1 .
96. F ran cisco T adeo D iez de M edina, au tor de un diario altison an te y ególatra del sitio
de L a Paz, se ganaría un n o to rio lugar en los anales de la historia c o m o el juez que dictó la
sentencia de m u e rte de Tupaj K a ta ri (Ver del V alle de Siles 1 9 8 0 , 1 9 9 4 ; y el capítulo 6).
S o b re o tro s antecedentes suyos, v e r A N B EC 1 7 7 6 N o. 7 2, folios 1 9 v -2 0 v . D iez de M edi
379
Notas
na tam bién tu vo hostilidades personales con el M arqués de Feria debido a disputas legales
que in volu crab an a su familia en to rn o a una hacienda en los Yungas (folio 15 ; A N B EC
1 7 7 3 No. 26).
10 0 . A G N IX 39-9 -6 , “La Real Audiencia rem ite testiom onio de los autos obrados en
La Paz, con m o tivo del alb oroto de los indios” , 17 7 8 (76 folios). A N B E C 1 7 8 1 No. 57,
folios 1 6 8 -1 8 2 . A G I Charcas 5 95 , “Testim onio No. 1 L A de la sublevación que se temía en
C ochabam ba p o r el establecim iento de la aduana”, (167 folios). A G I Charcas 5 9 5 , “Testi
m onio del expediente fo rm ad o sobre la exacción de alcabalas a los indios de la ciudad de La
Paz”, (51 folios). Para un abordaje general de los impactos de las reform as borbónicas y su
im p o rtan cia p ara la in su rrecció n de 1 7 8 0 - 1 7 8 1 , v e r O ’Phelan (19 8 8 ), especialm ente el
capítulo 4. M ás in form ación sobre los episodios de La Paz puede hallarse en del Valle de
Siles (1 9 9 0 ,4 7 5 -4 8 9 ). D el Valle de Siles podría estaren lo cierto de que el M arqués de Feria
buscaba gan arse el fa v o r de los indios, en com pensación p o r las cargas que tenían que
sop o rtar de sus propios repartos. Sin em bargo, en su relato, ella subestima el resentim iento
indígena en co n tra del nuevo sistem a de cobros, y da demasiada im portancia a la versión de
los funcionarios de la Caja, a quienes considera “ilustrados” agentes de la re fo rm a b orb ó
nica. E l resentim iento era fuerte n o solam ente p o r los rígidos controles (que contribuyeron
a una acentuada alza en los ingresos p o r alcabalas, especialm ente en el rubro de productos
andinos o “efectos de la tierra”), sino p o r su inflexibilidad (especialm ente con el sistema de
guía/tornaguía) con las estrategias indígenas de circulación com ercial. A sim ism o, las grie
tas políticas entre la elite regional tuvieron un papel im portante que jugar en la co n tro ver
sia contra el M arqués de Feria.
380
Notas
10 5 . E ste p acto podía ser invocado estratégicam ente (y conscientem ente) y a la vez p ro
p o n erse o b jetiv o s rad icalm en te autónom os. P ero era m ás fre cu e n te que se apelase a él
com o alternativa legítima a la situación de abusos que se vivía bajo las autoridades regiona
les. S eru ln ik o v (19 9 6 ) h a form u lad o una interpretación original del m ovim ien to de Tomás
K a tari en C hayanta entre 1 7 7 7 y 17 8 0 , que ilumina m uchos aspectos de las luchas com unes
de las com unidades, en las cuales no siem pre se buscaba una ruptura con el estado colonial.
A u n q u e el m o v im ie n to de Chayanta asum ió características peculiares, su análisis o frece
p ro p u esta s im p o rta n te s, aplicables a otras regiones, con rela ció n a la co m b in a ció n de
m aniobras legales y acciones colectivas directas y a la apropiación indígena de las institu
ciones y discursos coloniales.
3. “L os indios eran ah o ra com o feroces bestias salvajes, dando caza a lo s m iserables que
se refugiaban en las cuevas, cerro s y chacras... E l espíritu salvaje y sin d om esticar de los nati
vo s estaba desatado” (L.E. F isher 1 9 6 6 ,2 4 7 ,2 5 7 ).
381
Notas
9. Seru ln ikov (1996) m uestra cóm o estos aspectos se expresan en la docum entación y
en la h istoriografía sobre Tom ás K atari, y nosotros analizaremos un problem a similar con
respecto a Tupaj K atari.
382
Notas
13. El excepcional caso de C huani podría com pararse con el de los rebeldes de A n d a-
gua (Arequipa) que en el m ism o p eríod o gestaron una fuerte oposición al estado, encabe
zada p o r indígenas participantes de un culto local a las m om ias ancestrales (Salom on 1987).
16 . Ibid., fo lio 12 .
2 2 . A N B E C 1 7 8 8 ( 1 7 7 8 ) N o. 2 9, folios 83v-84.
2 4 . E sta frase debe interpretarse en sentido de que si los soldados estaban m archando
c on tra la com unidad (en M achaca), los com unarios de Caquiaviri se p on d rían contra ellos.
A G N I X 5 -5 -2 , “A l señ o r D iez de M edina en La Paz...”, 1 7 7 4 (22 folios), fo lio 1 8v.
383
Notas
27. Las declaraciones de los testigos están lejos de ser claras y consistentes, en particu
lar en lo que atañe a la secuencia precisa de los hechos.
28. Según o tra declaración, el m ulato se con m ovió tanto de las escenas que v io en el
pueblo que dijo que m ataría a los indios si tuviera un cuchillo p orq u e estaban atacando a
gente inocente (ibid., fo lio 20v).
33. La am enaza tam bién se hizo oir durante el sitio de Chulum ani (A G I C harcas 530,
“E xtracto sob re tum ulto ocu rrid o en los Yungas de Sicasica”, 2 0 / V I I / 1 7 7 8 [69 folios],
folio 14), y fue p ro ferid a en la supuesta conspiración indígena de C oroico en 1 8 0 0 (A G N
IX 5-6-3, “A u to s sob re rum ores de levantam iento de indios en C o ro ico ”, 1 8 0 0 [21 folios],
folios 15 v -16 v ).
34. La cita anterior proviene de A L P E C 17 7 1 C. 92, E. 24, folios 2-2v. Las demandas y la
perspectiva expresadas en ellas se hacen eco de las de los indios de Jesús de M achaca, que se
apropiaron de todos los bienes del corregidor m uerto, incluyendo su propia cama, o bien los
destruyeron. Q uem aron sus papeles y saquearon su dinero, diciendo que “era de ellos para
beber” (A G N I X 5-5-2, “A l señor D iez de Medina en La Paz...”, 1 7 7 4 [22 folios], folio l'7v).
36. A G N IX 5-5-2, “A l señor D iez de M edina en La Paz...”, 1 7 7 4 (22 folios), folios 1 8 - 1 8v.
37. Tres años después, la m ism a agenda v o lv ió a ser planteada en el pueblo de C ondo-
condo (provincia de Paria), donde los com unarios se levantaron tom ando el n om b re de “el
rey com ún” y m ataron a los h erm an os Llanquepacha, descendientes de un linaje cacical
local. V er el sugerente análisis de P enry (1996). U n caso com parativo de la identificación
384
Notas
colectiva de los indios con la soberanía real y del repudio a otras autoridades coloniales ocu
rrió entre un contingente de m it’ayos que iban en camino a Potosí en 1 8 0 1 . V er T andeter
(1 9 9 2 ,3 9 -4 3 ).
38. A L P E C 17 7 1 C. 9 2 , E. 2 4, folio 2.
4 1 . V erM a ü o n (1995).
4 2. E n com paración con la situación del altiplano, donde p o r lo general sólo se in cor
poraban fo rasteros indígenas a la com unidad, era más com ún en los valles de los Yungas
que algunos m estizos en traran a p oseer tierras com unales o a vincularse p o r vía de m atri
m on ios con la com unidad. E n los Yungas, las identificaciones com unales p osiblem ente
im plicaban fron teras culturales m enos rígidas, y las responsabilidades com unales podían
ser asignadas de m anera m ás flexible (por ejemplo, haciendo que los p oseed ores m estizos
de tierras pagaran una renta, que se aplicaba luego a los rezagos com unales del tributo, aun
que sin estar sujetos a otras form as de servicio laboral a la com unidad).
43. A G N I X 5 -5 -2, “A l señ o r D iez de M edina en La Paz...” , 1 7 7 4 (22 folios), fo lio 21v.
4 4 . Inm ediatam ente después de anunciar que “todos eran vasallos del rey” y p ro p o n e r
u na m an co m u n id ad , lo s c o m u n a rio s se sin tieron p ertu rb a d o s y am e n a z a ro n m atar a
to d o s p orq u e G arican o c o n travin o sus órdenes e intentó ab an d on ar la cárcel (A L P E C
1 7 7 1 , C. 9 2 E. 2 4 , folio 2).
4 7 . V élez de C ó rd o b a era un criollo que proclam ó su p rop io linaje Inka y la legitim idad
de la m on arq u ía Inka. L a conspiración de O ru ro, organizada p rincipalm ente p o r criollos
y m estizos, estu vo supuestam ente coordinada con un g ru p o de caciques de la costa del
Pacífico y o tro s de C ochabam ba; n o hay evidencias de que los caciques de L a Paz p artici
p aran en este p ro yecto (O ’P helan 1 9 8 8 ,1 0 4 - 1 1 1 ) . Juan Santos A tah u alp a reclam ó asim is
m o el d e re ch o de g o b e rn a r el P erú com o h e re d ero del In k a, y d e sa rro lló una
im p re sio n a n te g u e rra de g u errillas c o n tra las trop as españolas d e sd e 1 7 4 2 h asta 1 7 6 1
(Stern 19 8 7 a , 3 4-9 3).
385
Notas
48. C itado en H idalgo Lehuede (1 9 8 3 ,1 2 0 ). Tam bién se dijo que una gaceta española
había predicho un tiem po de desastres para el “año de los tres sietes .
4 9 . V eam os otra de las opiniones en la taberna: “U na de las señales del cum plim iento de
la p rofecía era el alb oroto y sedición que form aban los indios m estizos con tra los corregi
dores, m atando a un os y expulsando a otro s de sus provincias (Hidalgo Lehuede 1 9 8 3 ,
1 2 1 ) . S o b re la inquietud que se dio en la últim a fase antes de la g ran in su rre c ció n , v e r
O ’Phelan ( 1 9 8 8 ,1 8 8 -2 2 1 ,3 0 4 - 3 0 6 ) .
5 0 . E s p o sib le que la le c tu ra de G a rc ila so h u b iera c o n trib u id o a fo rm u la r esta
n o c ió n , que fu e añ rm a d a exp lícitam en te p o r V é le z de C ó rd o b a en su d eclaració n de
O ru ro en 1 7 3 9 (R ow e 1 9 7 6 , 2 5 -3 2 ; L ew in 1 9 6 7 , 1 1 8 - 1 2 0 , 3 8 2 -3 8 3 ). N o o bstan te, dado
el p ro ceso de p olitizació n en el siglo dieciocho, n o es una v isió n con o cid a tan sólo p o r
los n ob les indígenas letrados. E n La Paz, p o r ejem plo, la idea fue d ifu n d ida a los cam
p esinos p o r los dirigentes de la in su rrecció n durante el cerco de 1 7 8 1 , com o lo hicim os
n o ta r en este p árra fo . A sim ism o , com o lo vim o s en el caso de A m b an á , lo s in d ios del
cam po estaban anim ados p o r u na visió n h istórica sim ilar de que la conquista esp añ ola
había p u esto fin a su “lib e rta d ” .
5 1. C itado p o r H idalgo Lehuede (1 9 8 3 ,1 2 2 ). Sobre el levantam iento de H uarochirí, v e r
Spalding (1 9 8 4 ,2 7 0 -2 9 3 ); Sala i V ila (1996a); y O ’Phelan ( 1 9 8 8 ,1 1 1 - 1 1 6 ) .
56. P o r ejem plo, nom braba recaudadores locales de tributos, organizaba el pago de tri
butos a la Caja Real de P otosí, circulando p o r la provincia y recibiendo en audiencia a los
indios de M acha, jugó el p ap el de m agistrado en la resolu ción de disputas (que in clu so
implicaban a españoles). A cerca de la insurrección de Chayanta, ver L ew in (196 7 ); H idalgo
Lehuede (1983); S. A rz e (1 9 9 1); A ndrade (1994); Penry (1996) y Seru ln ikov (1996).
386
Notas
58. K a ta ri se com unicó con los indios de Sicasica, anunciando que había obtenido una
reducción del tributo, y G rego ria A paza declaró que a principios de 1 7 8 1 los indios de Sica-
sica estaban esp eran d o la llegada de una figura desconocida, id en tificad a com o T om ás
K atari, que iba a elim inar a los corregidores, recaudadores de tributos y europeos (C D IP
2 :2 :5 55 ; A G I B uenos A ire s 3 1 9 , “ Cuaderno No. 5”, folios 3v-4). Vale la pena hacer n otar
que Tupac A m a ru n o adquirió un ascendiente p olítico en tod o el sur de lo s A n d es sino
hasta que Tom ás K a ta ri fue asesinado a principios de enero de 1 7 8 1 . E n el m ism o m es, los
indios de la p rovin cia de Carangas habrían reconocido a Tupac A m a ru com o a “ su R ey y
S eñ o r después de la m u erte de Tomás K atari” (C D IP 2:2:474).
59. S eru ln ik o v 19 9 6 .
6 1 . L a sola superioridad num érica de la población indígena fue o tro fa cto r que con tri
buyó a la confianza de los insurgentes en todo el espacio de los A n d e s del sur. T om em os
p o r ejem p lo la am enaza que p ro firie ro n los indios de C hayanta al c o rre g id o r: “T odo el
reino se co n m o verá siendo el núm ero de ellos sobrepujante al de los españoles, tod o lo que
se rem edia c o n que n o se los inquiete” (citado en Seru ln ikov 1 9 9 6 , 2 36). E videntem ente,
p ocos dirigentes indígenas anticiparon que una cantidad significativa de indios tam bién se
m ovilizarían com o tropas realistas.
62. C D IP 2 :2 :2 55 .
387
Notas
La discusión que sigue se apoya especialm ente en Lewin (19 6 7 , 3 9 4 -4 2 6 ); D u rand Flórez
(1 9 7 3 ,1 0 7 -1 4 7 ) y Szem inski (19 8 3 , la e d .;1 9 9 3 ,2 a ed.). Tam bién coincide con el análisis de
W alker ( 1 9 9 9 ,1 6 -5 4 ).
69. La p rim era edición del m agistral estudio de L ew in fue publicada en 1 9 4 3 com o
TúpacAmaru, el rebelde:. Su época, sus luchasy su influencia en el continente (Buenos A ires: E ditorial
Claridad).
7 1. Szem inski 1 9 8 3 ,2 0 1 - 2 8 6 . L ew in 1 9 6 7 ,3 9 7 -4 1 2 .
73. La frase proviene del edicto para la provincia de Chichas; citado en Lewin (196 7 ,39 8 ).
74. C D IP 2 :2:549.
75. Cajías 1 9 8 7 ,1 8 6 - 1 8 7 .
388
Notas
79. P o r ejem plo, al en trar en la ciudad, los indios visitaron prim ero a Jacinto Rodríguez,
le rindieron hom enaje, lo abrazaron y besaron sus manos, e hicieron vo to s de d efen d er su
vida. Igualm ente, en el cam po, los indios respetaban los pases o salv o c o n d u c to s que
em itían y obedecían las convocatorias de otros prom inentes criollos cuando los llam aban a
m archar a la ciudad (C orn b lit 1 9 9 5 ,1 5 2 ; Cajías 19 8 7 ,5 3 8 -5 4 3 ). El incidente que involucró
a M anuel H errera está citado en Cajías (19 8 7 ,5 3 2 ).
8 1. Las m ujeres españolas fueron también obligadas a vestirse com o indias durante la
insurrección de Calam a (Atacama) en 17 8 1 (Hidalgo Lehuede 19 8 6 ,2 8 9 -2 9 0 ) .
83. Cajías 1 9 8 7 ,5 7 2 -5 7 7 .
389
Notas
res se ha o cu p ado extensam ente del caso de La Paz, am bos han señalado con claridad la
im p ortancia de la región en el conjunto del territorio abarcado p o r la insurrección.
4. S o b re La Paz, v e r del Valle de Siles (1990). Sobre O ruro, v e r Cajías (1987); C o m b lit
(1 9 9 5 ); R ob in s (19 9 7 ). S o b re A rica, Tarapacá y A tacam a, v e r H idalgo L ehuede (19 8 6 ).
S o b re C hayanta, la m ayor p arte de las nuevas investigaciones han sido publicadas com o
artículos. V e r S. A rz e , Cajías y M edinaceli (s.f.); S. A rz e (1 9 9 1); P enry (199 6 ); Seru ln ikov
( 1 9 9 6 ,1 9 9 8 ) . V e r tam bién R am os Zam brano (1982) sobre Puno.
5. E ste es el punto de vista más com ún, com o lo hace n otar O ’P helan (1 9 8 2 ,4 6 1 -4 6 2 );
v e r tam bién O ’Phelan (1 9 8 8 ,2 2 3 -2 8 7 ; 1995).
6. E sta aserción está respaldada en la excelente base docum ental de que disponem os
para el abordaje histórico del escenario paceño. D e los diarios de campaña que han sobre
v iv id o relativos a los cercos y las cam pañas de pacificación —que constituyen fuentes de
in fo rm ac ió n especialm ente ricas e íntimas sobre las actividades indígenas durante la gue
rra—la m ayoría corresp on d en a la ciudad y las provincias de La Paz. V er el p ró lo g o de G un-
n ar M en d oza en del Valle de Siles (1994); y del Valle de Siles (1980). Asim ism o, existe una
vo lu m in osa docum entación en los archivos de La Paz, Sucre, B uenos A ires y España. U na
p a rte m u y va lio sa del m aterial sobre La Paz —que incluye diarios, corre sp o n d e n c ia de
indios y españoles y los testim onios de K atari y su com pañera B artolina Sisa luego de su
captura— está disponible en fo rm a publicada.
7. F lo res G alin d o 1 9 8 7 , 1 4 3 . Para su interpretación general del m ovim ien to, v e r las
pp. 13 3 .-14 3.
8. O ’P helan 1 9 8 8 ,2 6 0 -2 6 3 ; y 1 9 9 5 ,1 9 5 . D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,5 3 0 .
390
Notas
herm ana, A lejan d ro Pañum , que era sacristán de Ayoayo. G rego ria A p aza testificó que des
conocía el paradero de su esposo, al que suponía haber sido m uerto en la gu erra (A G I B u e
nos A ire s 3 1 9 , “C u ad ern o No. 5”, folios 2v, 1 3 -13 v ). E n realidad, después de un viaje a
Cochabam ba, Pañuni se unió al cam pam ento de C arlos Silvestre C hoqueticlla en la región
de los valles de Inquisivi, y n o fue capturado sino hasta m ediados de 17 8 2 . A u n q u e se negó
hab er sido el cuñado de Tupaj K atari, igualm ente term inó siendo ejecutado (A G N I X 2 1 -
2-8, “ C opia de testim onio de la sumaria form ada a Isabel G uallpa, viu d a de C arlos C h o
queticlla”, 2 6 / V II/ 17 8 2 , folio 4).
16 . Z avaleta 1 9 8 6 , 8 7 ,9 1 .
18 . C am pbell 1 9 8 7 , 1 2 9 , 1 3 1 .
391
Notas
2 5 . S u trab ajo sob re lo s diarios del cerco fue pub licad o en del V alle de Siles (1 9 8 0 ,
19 9 4). O tros artículos sobre la insurrección fueron reeditados en su principal m onografía,
del Valle de Siles (1990).
28. S o b re las actividades tem pranas de K atari, v e r sus confesiones y las de B artolin a
Sisa. La cita vien e de A G I B uenos A ires 3 1 9 , “C uaderno No. 4 ” , folios 5 9 v -6 0 . S o b re el
viaje de A m aru , v e r O ’Phelan (1 9 9 5 ,9 3 ).
2 9. C D IP 2 :2 :5 55 . D el Valle de Sües 1 9 9 4 ,5 9 .
392
Notas
3 1. L ew in 1 9 6 7 ,3 4 0 - 3 4 1 . C D IP 2 :2:509.
33. E n una versión , habría “hablado y com ido con el Rey” (S. A rz e, Cajías, M edinaceli
s. f. 8 ,7 1 ). E n otra, había besado los pies del rey y habría recibido m anifestaciones de cariño;
al con o cer los abusos que se daban en el reino, el rey habría ordenado la abolición de los
repartos y la reducción de dos tercios del tributo (CD IP 2:2:237).
35. C D IP 2 :2 :5 09 .
38. A p a z a ap areció p rim ero en A yo ayo usando un velo. S ólo luego de h a b e r llegado
a La Paz, p ara in iciar el cerco, se m o stró a sus seguidores. Su p ro p ia h e rm a n a, G re ? o ria
A p aza, dijo que la revelació n la había asom brado (A G I B u en os A ire s 3 1 9 , “ C u ad ern o
N o. 5” , fo lio 4).
40. Tupaj K a ta ri tam bién m anifestaba su identidad Inka a través del vestido, y viajando
en andas a la m anera tradicional d é lo s señores andinos (Del Valle de Siles 1 9 9 4 , 1 1 7 ; 19 9 0 ,
629; v e r tam bién O ’Phelan 1 9 9 5 ,1 6 1 - 1 6 6 ) .
393
Notas
D iez de M edina se dirigiera a los indios reunidos en Peñas tanto en aymara c om o en qhich
w a nos da una idea de su credibilidad lingüística (Del Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 2 0 ; A G N I X 2 1 -
2-8 , “S o b re la pacificación de los pueblos som etidos p o r la expedición de Reseguín” 1 7 8 2
[54 folios], fo lio 4 1v ).
44. U n tal Felipe Tupacatari asumió el cargo de cacique interino leal en Sicasica después
de la in surrección (A G N IX 7-7-4, “D o n R am ón A n ch o ríz da la noticia pedida en ord en
circular...” , 7 / I X / 1 7 8 3 [11 folios], fo lio 1; A N B EC 1 7 8 2 No. 30, folio 1). V e r tam bién
A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 4 E . s.n. (169 folios), folio 7 v ; A N B E C 1 7 7 5 No. 1 7 1 , folios 15a, 16a;
tam bién A L P E C 1 7 7 4 C. 95 E. 2, folio 2.
47. E ste relato vien e de Fray Borda, en Ballivián y Roxas ([1872] 1 9 7 7 ,1 5 3 - 1 5 4 ) . Cf. del
Valle de Siles (19 9 4 , 2 03). H em os visto hasta ahora dos historias que se refieren a Tupaj
K a tari in terceptando correspondencia -en el prim er caso la carta de Tom ás K a tari y en el
segundo caso la carta de Tupac A m aru - y utilizando los docum entos interceptados para sus
p ro p ios fines políticos. D ada su similitud, las dos historias podrían ser versiones alternati
vas de un sólo evento, pero posiblem ente tenían orígenes separados. A m b as se refieren a
diferentes m om en tos de la insurrección, y el propio testim onio de K atari se aproxim a a una
p ero n o a la o tra de las historias. E l com andante español Seguróla tam bién se refirió de
pasada a que K a ta ri habría interceptado correspondencia entre el Cusco y los líderes de
Chayanta. P ero su ve rsió n no echa ninguna luz sobre las dos versiones, y m uy p ro b ab le
m ente se basó en una o en ambas de ellas (Ballivián y Roxas [1872] 19 7 7 , 24). C f. tam bién
del Valle de Sües (1 9 9 0 ,3 7 ,3 9 ).
49. En una atm ósfera tan cargada políticam ente, los reclam os docum entales inventa
dos p o r los indios eran en alguna medida una respuesta a la real negación o supresión de
d ocum entos verdad eros p o r parte de las autoridades coloniales regionales. C uando la carta
que se atribuuyó a las com unidades de cuatro provincias de La Paz declaró que las p ro v i
dencias legítimas de Tupac A m aru habían sido destruidas, esta afirm ación resultaría creíble
para m uchos (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 6 -1 5 0 ).
394
Notas
57. U na m añana en que K a tari apareció en su fina vestim enta sob re las colinas que dan
sobre la plaza central, los soldados españoles le insultaron, llam ándole “¡lad rón de cera!” .
Reaccionó furiosam ente, bajando p o r la colina, con su espada al vien to , “im aginando que
se vulneraba la autoridad que ha soñado tener” . Se necesitaron quince indios p ara som e
terlo y llevarlo de vuelta a su cam pam ento (D el Valle de Siles 1 9 9 4 ,2 0 5 ) .
59. E l obispo de La Paz escribió que K atari era un indio “de baja esfera y lleno de vicios,
...con genio revo lto so y altivo, ...que ejecutó en los pueblos de la p ro vin cia de Sicasica... las
m ayores atrocidades que se cuentan en la h istoria” . P rosiguió, “D e jo a la su p erio r c o m
prensión de vu estra E xcelencia los trabajos, cuidados y angustias que to d o s experim enta
mos, los continuos asaltos que sin perd onar alguna hora del día ni la noch e, ...por lo que no
había instante que n o estuviésem os en el m ayor sobresalto p o r n o estar libre aun la m ás in o
cente criatura de su atrocidad” (D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,1 8 9 - 1 9 0 ; cf. A G I Charcas 5 9 5 , “E l
o bisp o de La P az, d o n G re g o rio Francisco C am pos, da cuenta a V M d el asedio de 1 0 9
días...”, 3 0 / V II/ 17 8 1, [4 folios]).
395
Notas
66. Saignes 19 8 7 b , 15 3 . Para más detalles sobre el papel religioso y cultural del consum o
de bebidas en los A nd es, v e r Saignes (1993).
67. A G I Charcas 5 95, “D iario que fo rm o yo E steban de Loza, escribano de SuM ages-
tad...” , folios 1 7 v - 1 8 .
I
68. B allivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 6 . V er H arris (1994) sobre el co n d o r com o una
m etáfora sexual y de parentesco para el yern o que tom a esposas en un ayllu.
69. A L P E C 1 7 8 1 C. 1 0 1 E. 2, folios 3 9 v -4 0 ,4 2 v -4 4 ,4 9 v .
70. L ew in 1 9 6 7 ,4 2 8 - 4 2 9 ,4 4 7 - 4 6 1 .
7 1. O ’P helan 1 9 9 5 ,1 4 8 - 1 5 6 .
7 5. I b id , 13 5 .
396
Notas
fera ritual exacerbada d u ran te esta sem ana, existen pocas evidencias so b re la realización
sistem ática de este tipo d e perform ances. C uando K a ta ri alim entó a lo s p obres, puede con
siderarse a éste c o m o un gesto de caridad cristiana, más que com o una rep resen tación de la
últim a cena. E n to d o caso, la m u erte de u n cura, com o lo h em os visto , n o p arece h ab er
im plicado un rito sacrificial im itativo del m artirio de Cristo.
82. Su im portancia fue m uy grande en los rituales solares de los Inkas antes de la con
quista. W achtel tam bién señala que entre los U ru Chipaya, com o p arte del culto telúrico a
los ancestros, los cham pí que se hallaban en las tumbas se creen dotados de poderes de re v i
vificación, pues reflejan “com o espejos” la luz de la luna llena (W achtel 1 9 9 0 ,6 3 ). Para más
datos acerca de los aspectos sim bólicos de los espejos, los m etales y la m oneda, v e r H arris
(19 9 5 , especialm ente las pp. 3 1 7 -3 1 8 ).
8 3 .B e rto n io [1612] 1 9 8 4 ,1 :4 0 5 ;2 :2 9 0 . V e rD e L u c c a (1 9 8 3 ,2 4 5 ).
85. K a ta ri tam bién buscaba dem ostrar su p od er sobre otras fuerzas peligrosas y p o ten
cialm ente m alignas (saxra ) de la naturaleza. Blandía su espada y se lanzaba fieram ente al ata
que de los rem olin o s de v ien to en el altiplano, m ostrando que se acabarían sin ocasionarle
ninguna en ferm ed ad. Para los españoles que n o estaban fam iliarizados c o n las creencias
andinas acerca d e lo s vien to s m alignos (saxra wayrá), un c o m p o rtam ien to así parecía de
lo cos (A G I Charcas 5 9 5 , “D iario que fo rm o yo E steban de Loza, escribano de S u M a je s
tad...”, folio 19).
88. C uando Ju lián A p aza apareció públicam ente p o r prim era vez en A yo ayo —c o n los
com unarios esperando en co n trar a Tomás K a tari quien había m u erto p ero se ru m oreab a
habría resucitado—, usó un velo para cubrirse y no se lo quitó. X a v ie r A lb ó ha sugerido que
este episodio p u d o h ab er estado tam bién vinculado a las prácticas de los ch’amakanis-. “ [El
ch’amakani] tiene el p o d e r de h ab lar con seres que están más allá de la m uerte, com o los
m uertos, p ero tam b ién los achacbilas (lit. abuelos, p ero ya divinizados e identificados con los
c erro s p ro te c to re s d el lugar) y algunos otros. É l puede tam bién tra e r al ajayu, esp íritu o
‘som bra’ de seres incluso v iv o s, que puede irse de la p erson a con m o tivo de algún susto o
enferm edad. L a cerem onia en que llam a a m u ertos o achachilas suele ser en un lugar oscu
ro, él en cuclillas en el centro, totalm ente cubierto p o r el pon ch o y actuando com o v e n trí
lo c u o : v o z n o rm a l o m ás b ien g ru esa p ara significarse a sí m ism o ; v o z de fa lse te para
397
Notas
significar al m u erto o achachila u o tro ser convocado. D e tod os m odos, estas cerem onias
n o llevan a una ‘resu rrección ’, aunque el ch’amakani sí puede hacer re to rn a r el espíritu o
ajayu de seres vivos e n ferm os o locos” (citado p o r Hidalgo Lehuede 1 9 8 3 ,1 3 4 ) . Sobre la
figura del ch’amakani, v e r tam bién Van den B erg (1985, 49). Cf. Tschopik (19 5 1) sobre el
especialista ritual aymara conocido com o paqo en Chucuito.
94. Ibid., 1 3 2 ,1 3 3 ,1 3 5 - 1 3 6 .
95. Ibid., 1 4 5 ,1 4 9 .
97. Ibid., 1 3 3 ,1 7 2 . Estas expresiones fueron también utilizadas p o r los líderes qhich
w as de L a Paz, y fo rm ab an p arte de la visión general de A m aru. Ver, p o r ejem plo, la siguien
te e x p o sició n h ech a p o r D ieg o C ristó b al: “E staba m an d ad o que lo s ch ap eton es y
extranjeros fuesen extrañados de estos dom inios, com o usureros en ellos, y reducidos a sus
destinos, donde debían subsistir en servicio de la M agestad que los dom inaba, y de donde
habrán ven id o com o apóstatas y p ró fu g o s”.
98. E l siguiente pasaje ilustra este pensamiento. Se reproduce sin m odificaciones para
indicar el estilo de las cartas consideradas com o “in co h eren tes” : “Y así C ristianos V.V.
quieren a malas m añana lo verán con el favor de D ios, ya les tengo p o r donde pegar avance,
y así n o hay más rem edio que tenga; si V.V. se porfían más n o hay ni para .res h cras con el
favo r de D ios para mis soldados, le dice acaban sin duda, y así no hay más rem edio tengan
los que tuvieren las armas, n o será caso para m í con el favor de D ios; y sepan han de v o lv e r
p o r tierra y p olvo, y a v e r cual nos ayudará de D ios y cual serem os hom bres de carajos, y así
este es de lo alto” (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 2 ) . Para una m uestra de su corresp on
dencia publicada, v e r los docum entos publicados en este libro junto al diario de Seguróla,
así com o del Valle de Siles (1990-, 36-40).
398
Notas
10 2 . Las evidencias: lingüísticas para esta analogía de las torm en tas p ro vien en d e B erto -
nio. E l hizo n o tar n o sólo la asociación de las torm entas con el levantam iento colectivo de
los guerreros, srno tam bién la asociación entre el relám pago y el tru e n o y el disparo de los
v fs ^ t^ e r*a 19 8 4 , 2 :1 2 6 - 1 2 7 ,1 7 3 ) . V er tam bién P latt (1 9 8 8 , especialm ente
3 J8 -4 0 3 ). Para ejem plos de barullo y conm oción de los indios, v e r del V alle de Siles (19 9 4
117 -119 ). v
109. B orda in terp retó el desatar el nudo com o algo parecido a ab rir u na carta, en este
caso, el d ecreto de K atari. La evidencia lingüística en aym ara, tanto h istó rica c o m o con
tem poránea, sugiere que ro m p er o cortar un nudo se asocia abstractam ente con la separa
ción y la delim itación, y en un sentido político-legal explícito, con el ju zgar, sentenciar y
com p on er disputas (D e Lucca 1 9 8 3 ,4 1 9 - 4 2 0 ; B erton io [1612] 1 9 8 4 ,2 :3 4 5 -3 4 6 ) .
399
Notas
1 1 3 . Se dice que K a tari anunció a sus tropas que Tupac A m aru casi había conquistado
el Cusco y que ni bien llegase a La Paz, K atari lo acom pañaría hasta el m ism o B uenos A ires
(Crespo 19 8 7 , 6 0 ,6 5 ).
1 1 5 . D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,3 1 -4 3 .
1 1 6 . A u n q u e para las elites del siglo dieciocho el discurso “ racial” definido estrecha
m ente no tenía la m ism a centralidad que tendría un siglo más tarde, el discurso científico o
cientificista sob re la raza tuvo im portantes raíces en la era colonial, que se desarrollarían
p osterio rm en te en el siglo diecinueve.
12 3 . P o r ello, K atari testificó que los blancos principales de los insurgentes que cerca
ban la ciudad eran los caciques, junto a los corregid ores y los fu n cion arios de aduanas
(A G N I X 7 -4 -2 , fo lio 4v). E l coron el qhichwa A n d rés Laura tam bién incluyó a lo s caci
ques, junto a lo s corregidores, tenientes y funcionarios de aduana com o parte de una inso
portable banda de ladrones (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 6 8 ) .
12 4 . A N B E C 1 8 0 1 No. 2 5 ; para las citas, ver folios 60-60v, 69. Ya hem os citado el caso
sim iiar de D io n ic io M am ani, cacique de Chulum ani, que rechazó una o rd e n de Tupac
A m aru para capturar al corregid or de Sicasica. D espués de notificar al corregid or del con
400
Notas
tenido de la carta, huyó a C ochabam ba y v o lvió más tarde para m o rir en com b ate en las
afueras de la ciudad de La Paz (AN B E C 18 0 8 N o, 138).
13 0 . A N B E C 17 8 1 N o. 14 4 , fo lio 2.
1 3 1 . Sob re las líneas de solidaridad com plejas y cruzadas, así com o sus antagonism os
en La Paz, v e r A lb ó (1984).
13 5 . G re g o ria A p aza testificó que al principio de la in surrección los líderes sólo bus
caban elim inar a los corregidores, a los europeos y a otro s em pleados, com o lo s recauda
dores de trib u to s, p ero que después, p o r razones que ella no aclaró, re so lv ie ro n d estruir a
tod os los b lancos y arrasar las ciudades de Sorata y La Paz (A G I B u en os A ire s 3 1 0 “C ua
d ern o N o. 5 ” , fo lio 8v).
13 7 . V er las cartas de K atari, entre los docum entos de Ballivián y R oxas ([1872] 19 7 7),
incluyendo la carta fraguada de José G ab riel Tupac A m a ru (1 3 1 -1 3 2 ). E n la carta, el Inka
401
Notas
indica que aquellos que “no fuesen obedientes a mi m ando serán destruidos desde las raíces,
porq ue el m al fru to p erd erlo del to d o ” . L o s indios de O ru ro tam bién en ten d iero n que
Tupac A m aru había ordenado la aniquilación de la ciudad (Cornblit 1 9 9 5 ,1 8 3 ) .
13 9 . C osta de la T orre 19 7 4.
14 0 . P latt 1 9 8 8 ,3 9 7 -4 0 3 .
14 2 . P latt 1 9 8 8 ; para sus com entarios in terp retativo s sob re la in su rrecció n andina,
ver 4 2 8 -4 3 0 .
402
Notas
15 4 . AGN I X 7 -4 -2 , folios 3 ,2 5 .
15 5 . O’Phelan 1 9 9 5 , 1 1 5 - 1 1 6 .
2. U na sem ana más tarde, consiguó a duras penas reunir otro s 1 2 4 6 pesos. E l cacique
declaró que los había recau d ad o entre sus súbditos, p ero lo s fu n cion arios del te so ro n o
estaban enteram ente convencidos de ello (A G N I X 6-2-3, “M éritos y servicios del Capitán
de Cavallería D o n F rancisco A n to n io G u e rre ro y O liden, Justicia M ayor de O m asu yos”,
17 8 3 , fo lio 9; A G N I X 3 0 -3 -2 , “D o ñ a M aría Ju sta Salazar viuda de d on M atías Calaum ana,
cacique de G uarina, sob re esclarecer el derecho al cacicazgo”, 17 8 3 , fo lio 10).
5. S u abogado alegó: “ S e inspira en los indios cierta especie de afecto o espíritu de p ar
cialidad con el que gob iern a, naciendo de él p o r precisa consecuencia la p oca subordina
ción y d e sa fe c to al leg ítim o su cesor, p o rq u e to d o s y esp ecialm en te lo s in d io s, p o r su
naturaleza idiotas, van com o se dice vulgarm ente con el sol que nace. E sto es con él que
403
Notas
actualm ente gobierna, y más vién d o lo en el m ando a vista, ciencia y paciencia de la que
conoce p o r su legítima dueña”. A G N IX 3 0 -3 -2 , “D o ñ a M aría Ju sta Salazar viu d a de don
M atías Calaum ana, cacique de G uarina, sobre esclarecer el derecho al cacicazgo”, 1 7 8 3 ,
folios 1 - 8 .4 3 -4 6 v ; la cita provien e del folio 43v. ■
9. Para un trabajo estim ulante que ha com enzado a plantearse este problem a, v e r A b e r
crom bie (19 9 8 ); O ’P helan (19 9 7 ); P enry (19 9 6 ); Rasnake (198 8 ); Saignes (1 9 9 1 ); y Sala i
V ila (1996b ).
10 . D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,3 4 9 -4 1 2 .
12 . L ew in 1 9 6 7 ,5 2 6 ,7 9 4 .
13. Su cam paña fu e sin em b argo efectiva en in fu n d ir m iedo en tre la p o b lac ió n local.
U n testigo dijo: “ P o r la urgencia de la llam ada, creían to d os que fu ere p ara o tra com o la
pasada, de que ve n ía su c o n fu sió n , p o rq u e n o querían v e rse en sem ejan tes trab ajos...
C reerían lo s su p eriores que ello s tenían la culpa, y los acabarían c o n g u e rra” . E se era
404
Notas
evid en tem en te el e fe c to p sico ló g ico que deseaban p ro v o c a r las au to rid ad es. E n p ala
bras del subdelegado de O ru ro : “ C o n ven d ría escarm en tar p ara que la m e m o ria de este
ejem p lar los in tim id e y red u zca al con ocim ien to en que vacilan de que el re y es p o d e ro
so” (A LP E C 1 7 8 6 C. 1Ó7 E. s.n.).
14 . C D IP 2 :3 :2 1 3 . Según las leyes coloniales, los indios n o estaban b ajo la ju risd ic
ción de la Inquisición. L o s indios y sus representantes en la co rte apelaban regu larm en te
a las Leyes de Indias, que con ten ían una serie de p ro visio n es que establecían sus d erech os
legales y civiles.
18. B arragán y T h o m so n 19 9 3 .
22. E l alcalde pedáneo tam bién era llam ado ocasionalm ente alcalde de aldea o alcalde
mayor, pero n o debe con fun d irse con el alcalde m ayor indígena. La candidatura del alcalde
pedáneo era p ro p u esta p o r el subdelegado, para quién actuaba com o com isio n ad o, y su
título era o torgado p o r el intendente. Sus funciones form ales consistían en adm inistrar jus
ticia en todos los casos que requerían solución rápida, preven ir los pecados públicos, asis
405
Notas
tir en el cob ro de tributos y resolver verbalm ente las disputas p o r deudas de m enos de cin
cuenta pesos. E n casos de robo, m uerte o heridas, debía recibir un testim onio sumario de
los hechos, arrestar a los delincuentes, confiscar sus propiedades e in fo rm a r al subdelega
do para que pueda d ar sentencia en el caso. El alcalde pedáneo n o poseía la autoridad para
redactar docum entos judiciales. V er A N B E C 18 0 1 No. 3 6, folio 2 3 , A N B E C 18 0 0 No. 54,
folio 1 1 6 ; y A G N IX 3 5 -3 -6 , “A utos seguidos p o r los vecinos del pueblo de Irupana sobre
que se les n om bren dos alcaldes ordinarios”, 18 0 7 , folio 6.
24. A p reciacio n es generales en esta línea son las de L ynch 1 9 5 8 ; F isher 1 9 7 0 ; F isher
19 8 2 ; F isher et al. 19 9 0 ; Pietschm ann 19 9 6 .
26. P ara estudios u rb an os sob re los im pactos de las re fo rm as, v e r O ’Phelan (19 7 8 );
M cFarlane (19 9 0 ); Cahill (1990). Para un examen sostenido de los im pactos en el cam po
andino, v e r L arson (19 9 8 ); Sala i Vila (1996b ); Serulnikov ( 1 9 9 8 ,1 9 9 9 ).
29. La p arte n o rte del virreinato estaba sujeta a repetidos cam bios y a superposiciones
jurisdiccionales. La in tegrid ad política de la intendencia de P un o se fragm en tó en 1 7 8 7
cuando L am pa, A zá n g a ro y Carabaya fu ero n anexadas a la n u eva A u d ien cia del C usco,
gobernada p o r el V irre y del Perú, en tanto Puno y Chucuito siguieron sujetas a la A u d ien
cia de Charcas y al V irre y de B uenos A ires. En 17 9 6 , este p ro b lem a fue resuelto al pasar
toda la intendencia de P uno al V irrein ato del Perú. E n su adm inistración eclesiástica, n o se
logró esta m ism a unidad. P uno y Chucuito siguieron dependiendo del O bispado de L a Paz,
m ientras que Lam pa, A zán garo y Carabaya pertenecían al O bispado del Cusco.
30. L ynch 19 5 8 . F isher 19 7 0. Pietschm ann (1996) ofrece una interpretación com para
ble para el caso de N u eva España.
3 j.. Lynch (1958) n o ta el problem a en La Paz y en el conjunto del V irrein ato de La Plata.
Para citar un caso representativo de La Paz, los com unarios de Irupana y Laza protestaron
406
Notas
contra el subdelegado P edro F lores Larrea p o r sus prácticas de rep arto , m o n o p o lio local
sobre el com ercio de coca, acum ulación de tierras y m anipulación de las autoridades com u
nales. Siendo un dependiente y agente de reparto de los anteriores corregidores, se dijo que
adquirió su p u esto a través de la influencia del corregid or saliente A lb izu ri, que necesitaba
a alguien para c o b ra r sus elevadas deudas p o r repartos. F lores L arrea con tin u ó los abusos
de sus p red ecesores y lo g ró elevarse de la m iseria a la riqueza ( A G C I X 5 -5 -4 , R epresenta
ción de indios de Irupana y Laza, partido de Chulum ani, sobre extorsion es del subdelega
do y cacique” , 1 7 8 4 [7 fo lio s]). Las au torid ades coloniales eran c o n scien tes d e que lo s
subdelegados siguieron distribuyendo ilegalm ente bienes y debatieron sobre cóm o a fro n
tar este asunto. N o obstante, debido particularm ente al p od er de los intereses com erciales,
el problem a del rep arto nunca fue resuelto (M oreno Cebrián 1 9 7 7 ; Stein 1 9 8 1 ). P ara otras
quejas acerca de la persistencia generalizada de los ilegales repartos, y de los continuados
abusos d é lo s subdelegados en La Paz, ve r A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n. (22 folios), folios 1 2 -
1 2 v ; A N B E C 1 7 9 2 N o. 2 0 4 ; A L P E C 1 7 9 5 C. 1 2 2 , E . s.n. (6 fo lio s); A G N I X 5 -6 - 1 ,
“Indios de Jesús d e M achaca contra su cacique P edro R am írez de la P arra” , 4 / 111 / 1 7 9 5 (11
folios); A G N I X 5 -6 -3 , “ O bisp o don Rem igio de la Santa y O rtega, de La Paz, sob re varios
asu n to s”, 1 8 0 0 , fo lio 2; A L P E C 1 8 0 2 C. 1 3 4 E. 2 0 ; y A N B E C 1 8 0 3 N o. 7 8 , fo lio 16v.
Sob re la corru p c ió n fiscal, v e r A L P G avetaN o . 6. Las prácticas d e ln e o re p a rto y los abusos
de los subdelegados h an sido tam bién extensam ente docum entados en el V irre in a to del
Perú. V er p o r ejem plo, F ish er (197 0 ); M oreno Cebrián (197 7 ); C ahill (198 8 ).
407
Notas
45. A G I B uenos A ire s 3 2 1 , No. 16, ‘T estim onio del expediente obrado p o r el superior
gobierno del R ío de la Plata para in fo rm ar a su magestad con justificación del estado de su
distrito...”, fo lio s 12 -12 v.
46. Ibid., foEos 19 , 2 0 , 26. Pacheco tam bién describió que se trataba “de acabarlos de
hacer verd ad eros españoles” (folio 25).
47. Pacneco parece haberse visto fuertem ente in tu id o p o r las recom endaciones cultu
rales de D iez de M edina. V er A b ercrom b ie (1988) sobre los intentos de colonizar la m em o
ria indígena, especialm ente en el periodo colonial temprano.
408
Notas
409
Notas
57. E n Callapa, los m iem bros d éla com unidad se quejaron: “Si pudieran m udar y p on er
caciques cada día o cada semana, n o se excusarán porque ello les redunda g ran utilidad”
(A L P E C 1 7 9 1 C. 11 6 ). E n A yoayo, la com unidad afirm aba: “ [No nos acom odam os] al
m anejo de lo s caciques interinos respecto de la continua m utación que hay de ellos y sus
diferentes genios y el p oco am or que nos tienen... M uchos de ellos, com o vecinos de nues
tro pueblo, nos extorsionan p o r sus utilidades” (AN B E C 18 0 1 No. 25 folio 53). V er tam
bién A N B E C 1 7 9 6 N o. 97, folio 9; y A N B E C 1 8 0 4 No. 3 3 , folio 15.
60. A G I Charcas 4 4 6 , “La Audiencia de Charcas in form a a su magestad con docum en
tos los excesos del go b ern ad or intendente de La Paz y la inobservancia de la real cédula de
9 / V / 1 7 9 0 ” , 2 5 / IX / 17 9 8 . Para las citas, ver los folios 1 - 2 ,9v.
64. A N B E C 17 7 1 No. 27. Para la cita, v e r folio 4 1 v. O tro testigo se hizo eco de la acu
sación: “C om o los indios son siem pre gente al revés, que lo malo parece bien y el bien les
parece mal, en este celo lo entienden [al cacique] muy al contrario” (folio 35v).
410
Notas
69. A N B E C 1 7 8 0 N o. 5 8, folio 1. A L P E C 1 8 0 2 C. 1 3 4 E. 2 0 , fo ü o 4. A N B E C 1 8 0 4
N o. 3 3 , fo lio s 15 v , 18v. Para más referencias sobre los in tentos de suplantar a los caciques
en el g o b ie rn o y la ad m inistración com unal p o r p arte de las au torid ades de niveles más
bajos, v e r A N B E C C 1 7 6 0 No. 1 1 , folios 2 8 9 - 2 9 1 v (el caso es-de-17-34); y A L P Padrones
Coloniales O m asu yos 1 7 9 0 , folio 17v.
7 1 . A N B E C 1 8 0 9 No. 14 , folio 7 7.
7 3 . P ara el caso de L aza, v e r A N B E C 1 7 9 6 N o. 97, fo lio s 9 -1 4 v (la re ita es del fo lio 9);
y ANB E C 1 8 2 1 No. 2 . Los indios de Italaque tam bién habían p ed id o n uevas autoridades
p ara re e m p la z a r al ab u sivo cacique en el cargo: “P ed im o s a g rito s y a v o c e s altas que
vu estra señ o ría m an d e n o m b ra rn o s o tro cacique que h em o s elegido y es en p ro p ied ad
(A P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n. [22 folios], folio lv ) . Hay m u ch os o tro s ejem p lo s de com u ni
dades que p ed ían el n om b ram ien to de sus p ro p ios candidatos p ara el cargo de cacique y
cob rad or. P o r ejem p lo , v e r ANB E C 1 7 5 6 No. 1 1 1 ; ANB E C 1 7 8 2 No. 1 0 0 , y ANB E C
1794 No. 8, fo lio 19.
74. AT.P E C 1 7 9 4 C. 1 2 2 E. 2 9 ; p arala cita, v e rlo s folios lv - 2 . O tras evidencias sób rela
con vicción de que las com unidades debieran tener caciques de su p ro p ia elección figuran
en A N B E C 1 8 0 2 N o. 4 8 , folio 6; y A N B E C 18 0 9 N o. 14 , folio 99.
411
Notas
77. E l análisis del P ro tecto r Juan Baptista R ebollo sobre el p rob lem a político, con su
retó rica paternalista, es ap ropiado aquí: “E sta vida penosa, am arga y tan o p rim id a que
p ad ecen e sto s m iserables es ocasionada del gran descuido que tiene lo s subdelegados,
teniendo sus partidos abandonados y acéfalos, y entregados a p o d er de lps cobradores de
tributos de suerte que éstos son los que hacen y deshacen de los pob res indios, y p o r esto,
cada uno de ellos se contem pla un duque o un marqués, y de la noche de la m añana se hacen
p oderosos, y con razón, porque los beben a los indios la últim a gota de sangre” (A N B EC
1 8 0 9 No. 14 , folios 76-78).
78. M i concepción general de este período en La Paz coincide con la de W alker sob re el
Cusco (1999). L a visió n de N úria Sala i V ila sobre el Bajo Perú (199 6 ) en este p eríod o es
tam bién la de una gran desintegración, com plejos conflictos y p royectos políticos preca
rios, aunque ella tiende a v e r una penetración más eficaz de los pueblos indios y la subordi
nación de las autoridades com unales a sectores n o indígenas que m anipulaban el aparato
tributario. Cf. T h u rn er (199 6 );L arso n (1999).
4. E n algunas com unidades tam bién existió la jerarquía étnica, que suponía la in ferio ri
dad de la gente U ru en relación a los aymaras, y que era fuertem ente adscriptiva. P odríam os
especular que la tendencia dem ocratizante de la transform ación política del siglo dieciocho
n o alteró significativam ente la subordinación Uru. Sobre los U ru, v e r W achtel (1990).
412
Notas
griega y su im p ortan cia para repensar las fo rm as m odernas y populares de dem ocracia, v e r
E uben, W allach y O b e r (19 9 4 ); y O b er y H endrick (1996).
8. C hoque y T ico n a 1 9 9 6 ,1 7 5 .
9. Rasnake 1 9 8 8 ,1 5 5 .
10.. El térm in o “ap od erad o” quiere decir representante legal. M ás in fo rm ació n sobre
Llanqui y la lucha dé los ayllus de jesú s deM achaqa puede hallarse en C hoque (19 8 6 ); C h o
que y T ico n a(t9.9 6 ); y T icona y A lb ó (1997). Para otras referencias a los m ovim ien tos indí
genas de p rin c ip io s del siglo vein te y so b re el p ap el p o lítico de la m e m o ria h istó rica
colectiva; v e r T aller de H istoria O ral A n d in a ( 1 9 8 4 ,1 9 8 6 ) ; R ivera (1 9 8 6 , 1 9 9 1 ); M am ani
(1 9 9 1); C h oqu é e t al. (1 9 9 2 ); C on dóri y T icona (1992); y F ernández (1996).
11. Rasnake 1 9 8 8 ,2 6 3 -2 6 7 . W achtel (1992) nos ha ofrecido una reflex ió n com parativa,
basada en los hallazgos de A bercrom b ie (198 6 ), Rasnake (1988) y W achtel (1990) sobre la
“ cristalización ” de la id entidad y la o rgan ización colectiva étnica c o n tem p o rá n ea hacia
fines del siglo d iecio ch o (ver tam bién Saignes 1 9 9 1 ). A q u í p erm an ece u n a cuestión irre
suelta, ya que hasta h o y hay evidencia limitada que perm ita aclarar algunos aspectos im p o r
tantes del debate. N o obstante, continúa siendo un asunto im portante, en la m edida en que
nos desafía a p ensar eri las form aciones sociales indígenas en fo rm a integral, tom ando en
cuenta las relaciones entre las esferas territorial, religiosa y política de organización social y
su corresp on d ien te d esarrollo en el tiempo. Mis resultados coinciden c o n los de Rasnake
en vista de que las postrim erías del siglo dieciocho fu eron una época de im p ortan tes cam
bios en la estru ctu ra de la autoridad política. La evidencia de La Paz n o n os m uestra cam
bios in tern os en el “sistem a de cargos” . Sin em bargo, las autoridades rotativas adquirieron
una im portancia política m ayor, de m odo que podem os in ferir p o r lo m en os que el sistem a
de cargos flexib lem en te estructurado y basado en los ayllus, que surgió c o n la declinación
gradual de la n ob leza indígena, adquirió m ayor preem inencia a partir del colapso coyuntu-
ral del p o d e r cacical. (Ver A b ercrom b ie 1998.) O tros aspectos d é la organización territorial
y religio sa a n iv e l d el p u eb lo de red u cció n e stu vie ro n p resen tes e v id e n te m e n te desde
m ucho antes, y la identidad étnica precolom bina de m ayor escala p osib lem en te se p erdió
en La Paz antes que en las zonas del sur de Charcas. A juzgar p o r La Paz, parece exagerado
pensar que o cu rrió una plena “cristalización” de la identidad colectiva en las postrim erías
del siglo d ieciocho; em pero, es necesaria tina com paración regional más detallada para cla
rificar las diferencias en tre L a Paz y el sur de Charcas.
413
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Un poderoso movimiento anticolonial sacudió las
ajSnBEBf; alturas de los Andes en 1780-1781, en la misma época
en que estallaron las revoluciones de Francia, Haití y
* los Estados Unidos de América. Este movimiento se
unificó inicialmente en torno a la figura de Tupac Amaru,
un descendiente de la realeza Inka del Cusco, y llegó a su fase más
violenta y radical en la región de La Paz (hoy sede del gobierno dé
Bolivia), donde las poblaciones indígenas aymara hablantes se lanzaron
a la guerra contra los europeos, bajo el mando de un indio del común
llamado Tupaj Katari. La gran insurrección andina ha recibido escasa
atención por parte de los historiadores de la "Era de la Revolución" pero
en este libro, SinclairThomson revela las conexiones entre las persistentes
luchas locales en torno al gobierno comunal, y una experiencia
revolucionaría anticolonial de más largo alcance.
*
ISBN: 4-1-1367-06