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Sinclair Thomson

Traducción y Prólogo de
Silvia Rivera Cusicanqui

Cuando sólo
reinasen
los indios
La política aymara
en la era de la insurgencia
©Muela del Diablo Editores
Primera edición: 2006

Diseño y edición:

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* F n ; 2770702 • S23S4 • La RatBoüvii
mucladeldiabloedilortts (¡í homail.com Aruwiyiri - 2006

Autor: Sinclair Thomson


Prólogo y traducción: Silvia Rivera Cusicanqui
Diseño de tapa e ilustración: Martha Cajías
D.L.: 4-1-1367-06
ISBN: 99905-40-48-9

Impreso en Bolivia
Contenido

Figuras y mapas vii


Prólogo ix
Prefacio y agradecimientos xv

1. Esbozo de una historia del poder y de las


transformaciones políticas en el altiplano aymara 3
2. La estructura heredada de la autoridad 31
3. La crisis de la dominación en los Andes (I)
Conflictos institucionales e intracomunales 77
4. La crisis de la dominación en los Andes (II)
Las consecuencias del reparto y el fin de la mediación 129
5. Proyectos de emancipación y dinámica de la
insurrección indígena (I)
El esperado día del autogobierno indígena 169
6. Proyectos de emancipación y dinámica de la
insurrección indígena (II)
La tormenta de la guerra bajo Tupaj Katari 217
7. Las consecuencias de la insurrección
y la renegociación del poder 279
8. Conclusiones... y caminos a seguir 323

Siglas o abreviaturas 337


Notas 339
Bibliografía 415

v
Figuras

Linaje cacical de la familia Fernández Cutimbo 86

Mapas

El sur andino y la región de La Paz 20


Provincias de Pacajes y Chucuito 21
Provincias de Omasuyus y Larecaja 22
Provincia de Sicasica 23

vii
Prólogo

Por Silvia Rivera Cusicanqui

La publicación de este libro llena un gran vacío en la his­


toriografía y en las ciencias sociales bolivianas. Pese a su innegable impor­
tancia como base ideológica y como inspiración del movimiento indígena
contemporáneo, la rebelión de Tupaq Katari es quizás una de las menos
estudiadas documentalmente dentro de la “era de la insurgencia” andina
del siglo dieciocho. Pero sobre todo, en comparación con la de Tupaq
Amaru en el Cusco o incluso la de Tomás Katari en el norte de Potosí, a
la rebelión de Tupaq Katari le estaba faltando un cambio de perspectiva,
una renovación y puesta al día de sus marcos interpretativos, cosa que ya
habían adelantado Flores Galindo, O’Phelan, Széminski y Serulnikov
para las otras dos regiones. En el caso de la región paceña, hasta la fecha,
la obra más completa y exhaustiva ha sido la de María Eugenia del Valle
de Siles, que Sinclair Thomson utiliza y reconoce a plenitud. Pero pese a
su gran riqueza y rigurosidad documental, el trabajo de Del Valle no
alcanza a profundizar sobre aspectos esenciales y distintivos del movi­
miento rebelde aymara, y reitera ciertos preconceptos sociológicos res­
pecto al liderazgo de Tupaq Katari. La falta de una interiorización en la
perspectiva rebelde, así como su incomprensión ante documentos apa­
rentemente “irracionales” —como las cartas de Tupaq Katari a diversos
personajes de la época—muestran una actitud vital opuesta a la de Sinclair
Thomson; una suerte de “mirada desde afuera” que deja sin resolver
cuestiones centrales referidas al mundo cultural y a la ideología interna de
la insurgencia aymara.
La ventaja de Thomson no es sólo cronológica —él ya conoció los
estudios de la subalternidad de la India, los trabajos de Foucault y Scott
sobre los micropoderes y formas cotidianas de resistencia y otras ver­
tientes renovadoras de la ciencia social contemporánea—sino, también es
una ventaja de orden vivencial. La afinidad de Sinclair con la cultura que
estudia —rasgo más propio de la antropología que de la historia—, está en
la base de su especial capacidad para leer entre líneas los documentos,
para completar los fragmentos que faltan o para vislumbrar de una mane­
ra retrospectiva y holística un sentido común y un modo de ver y valorar
el mundo por parte de los y las indígenas andinos/as. Es la vivencia y la
empatia que tiene Sinclair por la cultura indígena lo que le permite dar el
salto, volcar ciertas evidencias y poner sobre sus pies el mundo al revés
desde el cual se escriben las fuentes documentales. El trabajo de Sinclair
Thomson parte de un acercamiento cotidiano al mundo indígena de
muchas comunidades del altiplano, valles y yungas, a las que recorrió
como viajero y amigo, dialogando intelectualmente con pensadores y teó­
ricos aymaras, participando en ceremonias con yatiris y en solidaridad con
activistas políticos de los levantamientos populares recientes. Y es esta
mirada comprometida la que le permite dotarse de herramientas apropia­
das para que la sociedad indígena del siglo dieciocho se nos haga trans­
parente a través de los siglos, aún si no podemos ya escuchar las voces
directas de los protagonistas a través de la historia oral1.
Son tres las virtudes que a mi juicio merecen destacarse en la inter­
pretación que hace Thomson del ciclo rebelde de Tupaq Katari. En pri­
mer lugar, la transversalidad espacio-temporal que conecta de modo
dinámico el escenario local con el regional y sus impactos en el dominio
colonial en su conjunto. Metodológicamente, esta estrategia permite una
pintura muy vivida de la estructura de poder y de los eslabones críticos
que expresan sus tensiones, a través de una descripción a largo plazo del
colapso de legitimidad del cacicazgo colonial. La familiaridad con ciertos
lugares —como la marka Warina—a lo largo de varias décadas, le permite
construir una genealogía del poder local, destacando el eslabón crucial de
mediación y representación política que es el cacicazgo. El deterioro de
esta institución permitió la virtual absorción de la eüte política de la
marka en las estructuras postcoloniales de dominación del estado repu­
blicano. Es por eso que el estudio del colapso del cacicazgo y de su pér­
dida gradual de legitimidad, alude al proceso más vasto de aculturación y
occidentalización de algunas dinastías de caciques mestizos y sus descen­
dientes. Esto a su vez, es una especie de genealogía cultural de la repúbli­
ca mestiza que representó el Mariscal Andrés de Santa Cruz y
Calahumana, hijo de la última cacica de sangre de VC^arina. La disyuntiva
entre traición y lealtad y las tensiones indo mestizas que describe este
libro perviven hoy, incluso exacerbadas, en el escenario político de Boli-
via, mostrando la vigencia de un trasfondo colonial profundo en las inter­
acciones ciudadanas que moldean nuestra sociabilidad cotidiana.
La metodología de exposición del libro permite, a la vez, una mirada a
las columnas vertebrales de las regiones y una visión más amplia y dura­
dera de la dinámica de los conflictos coloniales a nivel de la Audiencia de
Charcas y de la región en su conjunto. La rebelión de Tupaq Katari se
sitúa así en el contexto de los movimientos simultáneos en las regiones
del Cusco, Oruro y Chayanta, lo que permite destacar las grandes opcio­
nes históricas que enfrentó la insurgencia anticolonial en el conjunto de
los Andes, y el carácter acumulativo de la experiencia histórica que cons­
truyeron. Es esta perspectiva comparativa y unitaria lo que mejor le per­
mite explicar la radicalidad de la insurgencia aymara. Era lógico que,
después de la frustrada alianza indio-criolla de Oruro, los rebeldes de La
Paz tuvieran poca fe en la viabilidad de tal alianza, y por lo tanto fueran
más proclives a la violencia contra españoles y criollos por igual. Las rebe­
liones precedentes durante el siglo dieciocho son también factores que
ayudan a explicar los contornos y propuestas del foco rebelde aymara en
La Paz. Así, en el caso de la movilización de Ambaná (1740-1750), el ima­
ginario cultural de los rebeldes se concentra en la autonomía religiosa, en
el caso de Chulumani (1771) enfatiza la retoma del poder político por la
comunidad, y en Caquiavin (1771) se da una inédita y exitosa subordina­
ción de los sectores criollo-mestizos a la hegemonía indígena y comuna-
ria. Todos estos aspectos hallarán su confluencia y su máxima expresión
en la gran rebelión de 1780-1781.
La segunda contribución importante de este libro es su profundiza-
ción en la lógica interna del movimiento rebelde, prestando atención no
sólo a los conflictos locales de poder sino también a su cara íntima: aque­
lla que se asienta en la espiritualidad y en las concepciones de lo sagrado.
Las nociones tradicionales de autoridad y dominación legítima son explo­
radas en profundidad en las décadas anteriores a la rebelión, destacándo­
se aspectos éticos de la convivencia como la reciprocidad y la expectativa
de “protección” de la comunidad por sus caciques. Al llegar el momento
de la gran insurrección, su análisis se detiene también en la conducta reli­
giosa de los rebeldes, y allí tiene que enfrentar el sesgo de las fuentes, que
satanizan o se burlan de las manías y “supersticiones” de Tupaq Katari.
Con ayuda de la etnografía y la sociolinguística, Thomson revela enton­
ces la lógica subyacente en los comportamientos aparentemente contra­
dictorios de Katari —como su devoción católica y su creencia simultánea
en los dioses andinos; el portar en toda ocasión una suerte de illa en una
cajita y hablar con ella; o el uso del espejo y el alcohol, que nos revelan
lógicas de conducta alternas o sincréticas con la religiosidad occidental.
También Thomson busca en el conocimiento etnográfico la explicación
de ciertas prácticas enigmáticas de los líderes del campo rebelde. Así, en
el conflicto de Tupaq Katari con su rival Quila Qhapaq, el autor descu­
bre que se trata en realidad de una rivalidad shamánica, pues la voz de
falsete que éste utiliza es característica de los ch’amakani, los ritualistas
de la oscuridad. Tanto las fuentes de la época como la historiografía
posterior consideraron grotescas o irrelevantes estas conductas, esqui­
vando su vital importancia para la comprensión de las creencias e ima­
ginarios de los rebeldes, y la importancia del mundo sobrenatural en la
explicación de sus acciones.
Por último, otro “dar la vuelta” a las visiones convencionales: el tra­
bajo de Sinclair Thomson nos muestra que la derrota de los rebeldes en
la rebelión de 1780-1781 fue también una paradójica victoria. No sólo las
comunidades indígenas de lo que hoy es Bolivia resistieron con perseve­
rancia y tozudez las imposiciones coloniales, también lucharon por rete­
ner a los caciques en la esfera del control social comunitario, o en caso de
ser esto imposible, por dotarse de nuevas autoridades, más cercanas al
ayllu y susceptibles de ser controladas desde abajo. Es por eso que con el
derrumbe de los cacicazgos en el curso del siglo dieciocho, y pese a la
derrota de la gran insurrección de 1780-1781, el poder termina retornan­
do a la base de la comunidad, para encarnarse en los “segundas”, “prin­
cipales” y otros cargos rotativos, que constituyen el perfil normal de las
autoridades étnicas andinas hasta nuestros días. Esta democratización del
poder y su dispersión en el seno de los ayllus o comunidades de base es
el factor que finalmente consigue bloquear a largo plazo la misión civili­
zadora de las elites coloniales. Pese a las demandas de los airados vecinos
de las ciudades asediadas por la gran rebelión, de acabar con los indios o
someterlos a un dominio despótico exacerbado, las comunidades persis­
tirán en su autogobierno, e incluso mantendrán un vasto control territo­
rial, por lo menos hasta la segunda reforma liberal iniciada con la Ley de
Exvinculación de 1874, que desató una feroz expropiación de tierras
comunales. No en vano, para cerrar su capítulo de conclusiones, el autor
toma el caso de Faustino Llanqi, cacique de Jesús de Machaqa, que en los
años 1910-1920 formó parte de la vasta red de resistencia de los “cae
ques-apoderados frente a los devastadores efectos de las reformas lil > >
rales del último cuarto del siglo diecinueve. El retorno de los temas y ej-
de confrontación de la rebelión anticolonial de Tupaq Katari en 1.
demandas y movilizaciones de los comunarios de Jesús de Machaqa en i
siglo veinte no puede sino evocar la continuidad cíclica de la noción dt
tiempo histórico {pacha) que muestra a la sociedad andina inserta en un
flujo temporal en el que el pasado también revive por obra de las luchan
del presente; de cada presente.
Esto también es válido para cada uno de los episodios rebeldes que
precedieron a la gran rebelión. Tal es el caso del movimiento de Ambaná
en 1740-1750, cuyo rasgo de descolonización y soberanía religiosa es
paralelo a lo que se está dando contemporáneamente en toda Bolivia
desde 1992. O la autonomía política y económica de Chulumani en 1771,
que retoma el control del mercado de la coca y da cuenta del poder repre­
sivo local, como lo hacen los movilizados en la misma región en 1980 y
2001. Y finalmente, la situación de Caquiaviri en 1771, donde se ensaya
por primera vez una “renovación de Bolivia” —como la que vislumbraría
Eduardo L. Nina Qhispi en 1930—en la que los mestizos formarían parte
de una nueva nación bajo dominio y hegemonía india.
El fructífero diálogo que plantea el libro de Sinclair Thomson entre el
pasado y el presente se ve también reflejado en su enfoque transdiscipli-
nario, en el que se dan la mano la antropología con la historia y el estudio
de las mentalidades colectivas. Esta es una afinidad adicional con sus
interlocutores/as en Bolivia. La naturaleza transdisciplinaria de los traba­
jos sobre movilizaciones indígenas republicanas, en colectivos como el
Taller de Historia Oral Andina o en trabajos individuales como los de
Ticona, Choque, Mamani o el mío propio, son resultado de una mirada
integral a la aventura humana, que permite ver a una acción de semejan­
te envergadura —como lo es una rebelión—asumiendo cabalmente lo que
implican sus riesgos, peligros y disyuntivas. Visto desde esa perspectiva,
el singular triunfo de los vencidos no sólo fue la persistencia de la comu­
nidad y la profundización de su dinámica democratizadora, también la
posibilidad de una Bolivia comunitaria como proyecto de futuro.

xiii
t
1. Este es uno de los temas discutidos en la relación que por muchos años
sostuvo el autor con el THOA. Recordamos a Sinclair Thomson en diálogos
fructíferos con Marcelo Fernández y su equipo en torno a la noción de “justicia
comunitaria señalada en su libro Lm l^ey del Ayllu. También lo recordamos en
correteos organizativos para apoyar a los marchistas en las jornadas populares
del 2000-2003, tanto como viajando a remotos archivos en busca de un dato, de
un documento clave para esclarecer diversos aspectos de su tema de estudio.
Finalmente, en las postrimerías de su larga estadía en Solivia, lo evocamos ak.hu-
llikando coca en interminables trasnochadas durante el arduo proceso de escri­
tura, topándose con las dificultades de escribir en un país donde el pasado y el
presente le presentaban exigencias contradictorias: escribir la tesis o participar
activamente en los acontecimientos políticos y sociales. Al final optó por lo pri­
mero y se trasladó a Nueva York, donde terminó su redacción y optó por la
docencia, sin dejar un solo año de volver al país ni de preocuparse por compar­
tir sus conocimientos con diversos círculos del quehacer político y académico de
nuestro país.

xiv
Prefacio y agradecimientos

Una inesperada revelación surgió como producto de la


investigación y reflexión que están detrás de este libro: la importancia de
los ciclos políticos y de las conexiones históricas de largo plazo en la
región andina. Como espero mostrarlo en este trabajo, algunos aspectos
fundamentales de la política comunitaria andina de hoy, tanto estructura­
les como culturales, tienen sus raíces en el siglo dieciocho. Asimismo, pro­
cesos del período colonial tardío -como la constitución y la crisis de las
relaciones políticas de mediación entre las comunidades andinas y las ins­
tituciones dominantes del estado—han tenido su correlato en transfor­
maciones equivalentes en el curso de los siglos diecinueve y veinte.
Después de haber concluido este libro, esos hallazgos se vieron refor­
zados por los dramáticos levantamientos y movilizaciones populares que
convulsionaron el país en febrero-abril y en septiembre del año 2000, a lo
largo y ancho del altiplano boliviano así como en los valles interandinos
y las regiones subtropicales de los yungas. En los bloqueos de caminos
del altiplano, las comunidades del campesinado indígena recurrieron a
muchos de los mismos recursos y estrategias colectivas que habían sido
empleadas en los levantamientos del período colonial. No cabe duda que
durante ese asedio de tres semanas a La Paz, la memoria de 1781 se man­
tuvo vivida en la mente de los residentes urbanos cercados en la hoyada
de la sede del gobierno, pero también estuvo presente entre las y los diri­
gentes de la movilización, como se pudo ver con claridad en sus declara­
ciones públicas durante esa coyuntura. El pueblo de Huarina, cuya
historia se traza en este libro, mostró ser un punto focal en las confron­
taciones entre los sectores populares movilizados y las fuerzas militares.
El 28 de septiembre tres personas -los comunarios Cirilo Choque Huan-
ca y Toribio Chui, junto al profesor rural Joaquín Morales—murieron
baleados cuando, según los testigos del suceso, una avioneta de la Fuerza
Aérea y tropas de la base naval situada en las proximidades atacaron a una
manifestación de protesta. Sus vidas tocaron a su fin no muy lejos del
sitio donde se llevó a cabo la ejecución de Tupaj Katari doscientos años

xv
atrás. Aunque ellos son actores sociales cuyos nombres posiblemente no
iguren en los anales históricos del futuro, no cabe duda que su vida v
hastTd p re ^ ite 15^ 46 ^ ^ 1111817151 historia, que sigus desplegándose

, Un° de l°s símbolos de guerra de la cultura campesina aymara es la


qurawa, la honda que, de ser un implemento cotidiano ligado a las labo­
res de pastoreo, se transforma en una eficaz arma de combate en los
momentos de conflicto. Al ser utilizada para combatir a los enemigos la
q urawa pone de manifiesto el poder sobrenatural del katari (serpiente)
cuya imagen esta contenida en su tejido entrelazado. El tejido serpentea-
o y la combinación de colores de la honda aymara llevan la huella de esta
criatura unpredecible, poderosa y temible que está asociada a las fuerzas
del mundo subterráneo (manqha pacha). En su diseño de la tapa, la artista
o viana Martha Cajias se ha inspirado en la imagen de la honda como
una serpiente animada, que representa en un plano estético y simbólico el
proceso histonco que este libro relata, por el cual las fuerzas campesinas
se transformaron en fuerzas guerreras. La figura del katari que encabeza
cada capitulo es también de su autoría. Me complace sobremanera que
artha haya plasmado su espíritu creativo en este libro, y agradezco tam­
bién a Ornar Tapia por su ayuda en el diseño de la tapa.
Muchos otros amigos, colegas e instituciones han contribuido a hacer
posible este libro, y mi gratitud hacia ellos es profunda. El apoyo institu­
cional para la investigación y el proceso de escritura del libro me fue otor-
T ik- I T w S° Cla,1 Sclence Research Councü, por una beca
Fulbnght-Hayes, por la Universidad de Wisconsin y su Centro de Estu­
dios Iberoamericanos, por la Universidad de Nueva York y su Centro de
studios de America Latina y el Caribe, por la Fundación Wenner-Gren
y por el National Endowment for the Humanities.
Este libro cobró vida inicialmente como una tesis doctoral en historia
latinoamericana, que fue defendida en 1996 en la Universidad de Wis-
consin-Madison. Agradezco a mis compañeros de curso y profesores en
adison por los estimulantes intercambios de ideas. La tutoría y las lúci­
das observaciones de Steve Stern me resultaron enormemente beneficio,
sas. Francisco Scarano, Frank Salomon y Florencia Mallon me brindaron
inspiración creativa, un estímulo invalorable y un ejemplo a seguir. Broo-
ke Larson también me ofreció valiosos comentarios al manuscrito final

xvi
del libro. La editorial de la Universidad de Wisconsin publicó la versión
original en ingles el año 2002. P versión
Pero ha sido en B'o fivk g u ia n te un feral periodo de investigación v
convivencia que comenzó en 1989- donde el proyecto adquirió su forma
Y significado ongmales. Estoy en deuda con el personal de archivistas de
vanos repositorios, que gentilmente facilitaron mi investigación. En oar-
ticukr, quisiera reconocer al desaparecido Gunnar Mendoza, director del
Archivo Nacional de Bolivia, y a Alberto Crespo Rodas, René Arze Agui-
re y Eliana Asbun, sucesivos directores del Archivo de la Biblioteca Cen-
SCipoleta
n n W rldely Archivo
r t rSldaíGeneral
^ dedC San Andtés’
la Nación aSÍ como
en Buenos Aires. aEstoy
Elizabeth
tam­
bién agradecido a Monsenor Alberto Aramayo y a Monseñor Gonzalo
del Castillo del Arzobispado de La Paz por su consideración conmigo
cuando estuve trabajando en los archivos eclesiásticos. En el Archivo de
, a2/ muchos Y coleg*s contribuyeron a crear una atmósfera
estimulante para el trabajo histórico y de archivo. En particular, he dis­
frutado de la camaradería y cooperación de Florencia Ballivián, Roberto
Choque, Laura Escoban, Ximena Medinaceli, Mary Money y María Luisa
Soux, que fueron directores formales o autoridades informales en dicha
institución. Su actual directora, Rossana Barragán, ha sido una interlocu-
tora y colaboradora especialmente importante durante estos años.
Muchos otros colegas han contribuido a este proyecto brindándole
aliento, apoyo y fructíferos intercambios en diferentes etapas del proceso.
o me es posible darles a todos ellos un reconocimiento que esté a la
a tura de sus aportes, pero al menos quisiera mencionar mi aprecio por
Tom Abercrombie, Xavier Albó, Silvia Arze, Lina Britto, Cnstma Bubba,
Martha Cajias, Ramiro Condarco Morales, Marisol de la Cadena, Merce­
des del Rio, Ineke Dibbits, James Dunkerley, Ada Ferrer, Adolfo Gilly
Luis Gómez, Laura Gotkowitz, Greg Grandin, Orlando Huanca, Jean
Paul Guevara, Olivia Harns, Forrest Hylton, Herb Klein, Jim Krippner,
Erick Langer, Ana Mana Lema, Clara López, Javier Medina, Jaime Mejía,
Ramiro Molina Rivero, Scarlett O’Phelan Godoy, Johnny Onhuela, Tris-
tan Platt Gustavo Rodríguez, Gonzalo Rojas, William Roseberry, Rai-
mund Schramm, Sergio Serulnikov, Enrique Tandeter, Luis Tapia, Ruth
o gger y Ann Zulawski. Seemin Qayum ha respaldado este proyecto a lo
largo de los anos con abundante generosidad. Ha participado en su ela­
boración a través de un constante debate en torno a los hallazgos y argu­

xvü
mentos, y su acompañamiento personal e intelectual han sido imprescin­
dibles en todo este proceso.
Es una gran satisfacción que la versión castellana de este libro vea la
luz en Bolivia en una co-edición entre la casa editorial Muela del Diablo
y el Taller de Historia Oral Andina a través de su editorial Aruwiyiri. Va
mi apreciación para Fabián Yaksic, director de Muela del Diablo, con
quien me une una larga amistad y proyectos en común desde la época de
la revista autodeterminación. Victor Gozálvez e Ivonne Carvajal brindaron
la cuidadosa asistencia editorial que hizo posible la edición final del libro.
Desde hace muchos años he admirado la labor de la comunidad THOA
y su comprometido esfuerzo por recuperar la memoria y la experiencia
histórica de los pueblos indígenas. Creo que el sostenido diálogo y amis­
tad con Marcelo Fernández Oseo, Esteban Ticona y Silvia Rivera Cusi-
canqui florecen ahora en esta edición. Estoy en deuda con Silvia por su
traducción del libro, que lo hace accesible para aquellos a quienes estaba
dirigido desde sus inicios.
El libro sale después de un ciclo de insurgencia entre los años 2000 y
2005 que ha generado un amplio sentido público de compenetración
entre el pasado y el presente. A fines del año 2003, luego de la poderosa
insurrección y cerco a La Paz del mes de octubre, editamos una obra
colectiva que buscaba poner en relieve algunas de estas conexiones histó­
ricas (ver Ya es otro tiempo elpresente: cuatro momentos de insurgencia indígena, en
coautoría con Forrest Hylton, Félix Patzi, Sergio Serulnikov, con prólogo
de Adolfo Gilly, editado por Muela del Diablo). Tengo la esperanza de
que Cuando sólo reinasen los indios estimule en los lectores una reflexión
renovada en torno a los antagonismos del pasado colonial, la dimensión
histórica del presente, y las perspectivas de iluminación y emancipación
que se vislumbran para el futuro.

xviii
Cuando sólo
r e in a s e n
ios inc[íos
*| Esbozo de una historia
del poder y de las
transformaciones políticas
en el altiplano aymara

Para algunos, la propia civilización parecía estar llegando a


su fin en 1781. Para otros, era como la alborada de un nuevo día, cuando
hombres y mujeres podrían vivir libremente y con dignidad. Ese año, el
movimiento anticolonial más poderoso en la historia del dominio español
en las Américas barría el territorio de los Andes del Sur. Para los españo­
les y la elite colonial así como para los insurgentes indios era un tiempo
decisivo, que sólo podía equipararse con la conquista del continente en el
siglo dieciséis. Ahora, los líderes indígenas imaginaban una contra-con­
quista, una “nueva conquista” en sus propias manos; los funcionarios
coloniales, de igual modo, veían sus campañas de represión como “tina
nueva conquista” o “reconquista” del reino1. Uno de los dos teatros prin­
cipales de la violenta guerra civil andina a principios de los años 1780 esta­
ba en La Paz (hoy Bolivia), una región situada alrededor de la orilla sur de
la cuenca del lago Titicaca en el corazón de la población indígena aymara-
hablante. En la medida en que es una exploración de la política de las
comunidades indígenas y campesinas, este estudio busca recuperar e ilu­
minar la historia del pueblo aymara de La Paz en la era que produjo esta
trascendental insurrección pan-andina.
Desde los años 1720 y 1730, la región andina había sido escenario de
creciente turbulencia. Los conflictos locales estallaban con cada vez mayor
frecuencia a lo largo y ancho del área rural. Las prácticas comerciales explo­
tadoras de los corregidores españoles no sólo imponían penurias a las
comunidades; también desataban una vigorosa oposición. Las protestas
indígenas llegaron copiosamente hacia las cortes. El sentimiento anticolo­
nial halló expresión en profecías, conspiraciones y revueltas ocasionales. En
los años 1770, después de que los funcionarios del estado borbónico ímpu-

3
Cuando sólo reinasen los indios

sieran un conjunto de medidas impopulares (incluyendo la elevación de


impuestos y un control más estricto del comercio), la sociedad andina llegó
a una coyuntura explosiva.
En 1780 estalló una cadena de revueltas en las ciudades del altiplano,
los valles y la costa, como expresión del descontento indígena, mestizo y
criollo frente a las reformas borbónicas2. En las serranías cercanas a
Potosí, la legendaria fuente de la riqueza argentífera española, las luchas
comunales locales se convirtieron en una insurgencia regional armada,
bajo la dirección de un campesino aymara-hablante, Tomás Katari. En el
Cusco, la capital del territorio Inka en tiempos precoloniales, José Gabriel
Condorcanqui Tupac Amaru, un cacique o gobernador comunal de san­
gre noble, se puso al frente como directo descendiente del último sobera­
no nativo ejecutado por el Virrey Toledo en el siglo dieciséis. Tupac
Amaru hizo un llamado a la expulsión de todos los europeos del suelo
peruano y a un profundo reordenamiento social. El poderoso movimien­
to que lo consideraba como a su líder simbólico logró la liberación de una
amplia región de las serranías y el altiplano andino, en un área geográfica
que abarca hoy el sur del Perú y Bolivia. Sus repercusiones se sintieron en
un espacio mucho más vasto, cruzando los macizos cordilleranos hacia la
actual Colombia por el norte, hasta la actual Argentina por el sur, y desde
los desiertos de la costa del Pacífico a las llanuras tropicales del interior
amazónico. Cuando las batallas más importantes se trasladaron a La Paz,
donde los comandantes qhichwa-hablantes del Cusco se aliaron con el
comandante de las tropas campesinas aymaras de Tupaj Katari, la guerra
civil ingresó en su fase más aguda y a la vez más violenta3.
Desde sus campamentos en El Alto, en el borde del altiplano andino,
decenas de miles de guerreros campesinos aymaras observaban una escena
impresionante. A sus pies se abría un gran valle, creado por el drenaje, duran­
te decenas de miles de años, de un antiguo mar cuyas aguas habían fluido
hacia abajo desde el altiplano a cuatro mil metros de altura sobre el nivel del
mar, a lo largo de los valles y serranías altoandinas hacia el suelo continental
del Amazonas. Tierras de misteriosa belleza, de color ceniza, ocre y rojizo,
formaban paredes abruptas alrededor de la cuenca. A lo largo y por encima
de la hoyada, los insurgentes podían ver cómo se elevaban hacia los brillan­
tes cielos andinos los macizos picos glaciales del Illimani (seis mil cuatro­
cientos metros s.n.m.), al que reverenciaban como una poderosa divinidad
ancestral. Bajo esta inmensa presencia tutelar, oleadas sucesivas de asenta­

4
Esbozo de una historia del poder .

mientos humanos habían poblado la cuenca, cultivado sus laderas, explorado


sus tierras auríferas y pastoreado camélidos andinos. Cuando los miembros
de la primera expedición española llegaron al valle en el siglo dieciséis, no se
percataron de los poderes numinosos del paisaje ni de las capas de historia
humana que sustentaron. En 1548 se fundó la villa española de La Paz, en un
espacio que los diversos grupos étnicos nativos hablantes de aymara, qhich-
wa y pukina llamaban Choqueyapu.
La Paz sirvió desde entonces como el nexo comercial más importante
entre Cusco y Potosí. Fue también el centro del asentamiento español y del
control político colonial en un espacio altoandino ocupado mayoritaria-
mente por gente que los españoles llamaron “indios”. Pero ahora, luego de
dos siglos y medio de dominio colonial, la ciudad estaba asediada y el
poderío español estaba al borde de la destrucción.
El campamento aymara era escenario de un constante ajetreo. Llegaban
espías trayendo informes acerca de los acontecimientos en la ciudad, y
mensajeros trayendo noticias y cartas de las provincias del norte y del sur.
Los combatientes iban y venían de las comunidades del altiplano, y estaban
organizados en veinticuatro cabildos. A la cabeza de esta organización, y
ejerciendo autoridad política, militar y espiritual, se hallaba el temible Tupaj
Katari, cuyo nombre significa “serpiente resplandesciente” en castellano.
Debajo de un amplio toldo, Katari presidía las reuniones de su tribunal
militar y celebraba xina misa diaria a cargo del clero cautivo español. Los
cadáveres de sus enemigos y traidores eran colgados en horcas alrededor de
la ciudad, como un espantoso signo de justicia.
Una multitud de indígenas subía y bajaba por las abruptas laderas de la
cuenca, algunos con muías o llamas cargando armas o provisiones. Desde
las alturas de El Alto, la ciudad española que se veía al fondo del valle era
un diminuto conglomerado de casas de adobe y teja, calles rectangulares y
paredes con barricadas que se habían construido para defender la ciudad.
Fuera de estos muros, todas las haciendas españolas habían sido abando­
nadas. Las parroquias indígenas circundantes se habían convertido en
campos de batalla asolados donde ocurrían choques y escaramuzas entre
los ejércitos contendientes.
Dentro de las paredes de la ciudad se había refugiado una decreciente
población de europeos, criollos, mestizos y sus dependientes indígenas
que resistían el ataque, el hambre, las enfermedades y la desmoralización.
Por las noches los indios armaban un constante alboroto para mantener

5
Cuando sólo reinasen los indios

perturbado al enemigo. Las familias se vieron reducidas a comer carne de


caballo, muía, perro, gato, incluso cueros de animales, rezando a la Virgen
pera pedir socorro. Las campanas de las iglesias tocaban un intermitente
son mortuorio.
En sus dos fases, el cerco de La Paz duró un total de 184 días. Sólo
a fines de 1781, y con dificultades, las tropas realistas contrainsurgen­
tes enviadas desde Buenos Aires consiguieron finalmente levantar el
cerco y someter a las principales fuerzas insurgentes. Katari fue captu­
rado y descuartizado en una ceremonia brutal, llevada a cabo en nom­
bre de dios y del rey de España, ante una congregación masiva de
aturdidos indios de toda la región circunlacustre. En 1782 se llevaron
a cabo nuevas campañas de pacificación, para apagar los focos de resis­
tencia que habían quedado. Las fuerzas coloniales continuaron aplas­
tando los nuevos signos de actividad rebelde en todo el reino del Perú.
Al finalizar la guerra, continuaron las demandas locales, las amenazas,
movilizaciones y una serie de pruebas de fuerza a medida que las
comunidades, las elites locales y el estado borbónico intentaron redefi-
nir las relaciones de poder coloniales.

Una aproximación a la política campesina e indígena

La época de fines del siglo dieciocho se caracterizó por


el profundo estado de trastorno político en vastos territorios del mundo
atlántico. En Europa y en las Américas, los regímenes políticos y estruc­
turas de dominio colonial establecidos estaban bajo ataque, y los revo­
lucionarios animaban visiones alternativas del orden social y luchaban
por plasmarlas. Las comunidades andinas se levantaron en forma coin­
cidente con insurgentes en Norte América, y poco tiempo antes, con los
sans coulottes de Francia y los “jacobinos negros” de Santo Domingo
(Haiti). Tres décadas más tarde, los españoles criollos se lanzaron a las
guerras que finalmente lograron la independencia de la autoridad polí­
tica ibérica. Dada la simultaneidad de esos movimientos, es interesante
notar que la insurrección pan-andina ha recibido escasa mención en la
historiografía occidental acerca de la Era de la Revolución4. ¿Es un
hecho accidental, un caso de descuido historiográfico? ¿Es una exclu­
sión más significativa? ¿Fue la insurgencia andina, aunque coincidente
en su temporalidad, categóricamente diferente de otros movimientos
revolucionarios de la época?

6
Esbozo de una historia del poder .

Una explicación posible de esta escasa atención es que la península ibé­


rica e Iberoamérica son por lo general vistas como periféricas al eje de
poder del Atlántico norte, emergente en este período. Los imperios de
España y Portugal estaban sin duda luchando por reorganizarse a fines del
siglo dieciocho, para competir con sus más dinámicos vecinos y rivales
imperiales. Es también evidente que Francia, Norte América e Inglaterra,
más que España y Portugal, eran los sirios originarios de una cultura polí­
tica liberal y de una economía política capitalista, que normalmente se con­
sideran paradigmáticas en el mundo revolucionario del norte del Atlántico.
Una de las interpretaciones clásicas acerca de la revolución en esta era
es que los ideales y ejemplos de liberación barrieron como una marea
desde Francia y Norte América a lo largo del resto del mundo atlántico. Y
sin embargo, no existe casi ninguna evidencia de que la insurrección pan-
andina estuviera inspirada por los philosophes de la revolución francesa o
por el éxito de los criollos norteamericanos. Tampoco fue provocada por
la labor de agentes secretos británicos hostiles a la corona española. A
diferencia de la revolución haitiana, que se desarrolló en estrecha conexión
con la dinámica política multilateral de las Américas y Europa, el caso
andino nuevamente cae aquí fuera del paradigma convencional para el
Adántico revolucionario.
Otra explicación posible es, para decirlo con una memorable frase de
E.P. Thompson, el “enorme desdén de la posteridad” que muestra la his­
toria hacia aquellos cuyas luchas no fueron victoriosas, o cuyas aspiracio­
nes no estuvieron de acuerdo con lo que el pensamiento posterior llamó
“modernidad”. Es verdad que la exitosa guerra revolucionaria que llevaron
adelante los esclavos de Haití —que inauguró la primera nación indepen­
diente en América Latina y el Caribe y la primera en abolir la esclavitud en
las Américas—ha sido vista con similar desdén. Sin embargo, si la signifi­
cación de la revolución haitiana fue desplazada hace tiempo de las narra­
tivas históricas occidentales, los mismos problemas de “silenciamiento” y
trivialización han afectado, incluso más agudamente, el tratamiento de la
insurrección pan-andina5.
Donde ha sido puesto en discusión, el carácter del movimiento andino
a menudo se mide, y se subestima, en términos de las normas dominantes
liberales y nacionales de lo que se considera un proyecto político moder­
no, legítimo y viable. Tupac Amaru y sus seguidores no rechazaron la
soberanía monárquica en nombre de ideales republicanos. Las institucio­

7
Cuando sólo reinasen los indios

nes y líderes étnicos que controlaban el poder sustentaron sus demandas


políticas en derechos ancestrales, hereditarios, territoriales y comunales,
más que en las nociones abstractas y ostensiblemente intemporales de
derechos humanos y ciudadanía individual. La democracia estaba presen­
te no como xana filosofía política novedosa, ni como un sistema en el cual
un estrato disociado de intermediarios especiales administraba la cosa
pública, sino como formas vividas de práctica política comunitaria, des­
centralizada y participativa. Algunos autores han estereotipado estos
movimientos como si estuvieran animados por una mirada al pasado, en
busca de la restauración de un orden social anterior a la conquista o de
un pacto colonial temprano con la corona española. Otros los han consi­
derado como una típica revuelta nativista, utópica, mesiánica o milenaris-
ta, una expresión irracional y condenada al fracaso de la desesperación de
los oprimidos, más que un fenómeno político digno de estudio en sus
propios términos.
La exploración de la insurgencia anticolonial en los Andes del siglo die­
ciocho nos ofrece un modo de reconsiderar la cultura y la organización
política revolucionarias bajo una luz más amplia. Nos permite desplazar­
nos de los modelos convencionales occidentales acerca del nacimiento de
la democracia, la formación del estado-nación y la “modernidad” capita­
lista, que privilegian a la región del Atlántico norte y a los sujetos políticos
burgueses y criollos. Nos revela una gama más amplia de sujetos revolu­
cionarios y de proyectos emancipatorios que circulaban en la época, y la
forma cómo éstos fueron producidos localmente, más que como un refle­
jo de la experiencia y de la conciencia del Atiántico norte.
El Atlántico revolucionario era menos una sola marea oceánica que una
serie de múltiples corrientes que fluían simultáneamente, algunas conver­
gentes y otras siguiendo un curso más autónomo. La región altoandina no
quedó fuera del mundo revolucionario en el siglo dieciocho, pero tampo­
co es un espacio que precisa ser incluido en la geografía occidental de la
modernidad. Al igual que otras luchas revolucionarias de la época, la insu­
rrección andina de 1780-1781 fue un movimiento de liberación que buscó,
y logró temporalmente, derrocar al régimen preexistente de dominación y
colocar en' su lugar a sujetos previamente subalternos, como cabeza del
nuevo orden político. Fue un movimiento en contra del dominio colonial
y en pro de la autodeterminación pero, a diferencia de las otras revolucio­
nes, en este movimiento fueron sujetos políticos nativos de las Américas los

8
Esbozo de una historia delpoder .

que formaron el cuerpo de combatientes, asumieron posiciones de lide­


razgo y definieron los términos de la lucha. Los modos específicos en que
vislumbraban la libertad y el autogobierno, y la dinámica concreta a nivel
local y regional de lá cual emergieron sus visiones y practicas políticas, son
los temas centrales de este libro.
En la región andina misma, la peculiaridad de la gran insurrección y
su importancia no han sido puestas en duda. Ha recibido abundante
atención, en proporción a su enorme impacto. Los eventos de 1780-
1781 afectaron no sólo a la sociedad colonial y a la reforma imperial de
fines del siglo dieciocho en los Andes, sino también a la naturaleza del
proceso de independencia y posterior formación de estados naciones en
el siglo diecinueve. Dos siglos más tarde, la insurrección adquinó pode­
rosa significación simbólica en la cultura política nacional y en los movi­
mientos populares. En el Perú, por ejemplo, tanto el régimen militar
reformista de Velasco Alvarado (1968-1975) como el régimen conser­
vador de Morales Bermúdez (1975-1978) invocaron al líder insurgente
del Cusco al instituir nuevas políticas agrarias y sociales. En Bolivia, las
figuras de Tupaj Katari, su consorte Bartolina Sisa y su hermana Gre-
goria Apaza se han vuelto fuente de inspiración para los intelectuales
aymaras y para las organizaciones políticas y sindicales en la fase con­
temporánea de movilización étnica desde los años 1970.
En la producción académica historiográfica, que es sólo una de las
dimensiones de la memoria pública más amplia en los Andes, la insurrec­
ción ha inspirado trabajos magistrales y apasionados, fuertes controversias
y renovados ciclos de investigación especializada. Este estudio ha tomado
forma gracias a esta rica producción historiográfica, aunque también
intenta iluminar algunos ámbitos de la historia que han permanecido en la
sombra. La historiografía será considerada en forma más detallada en los
siguientes capítulos; sin embargo, hay cuestiones de enfoque a las que qui­
siera referirme en primer lugar.
Para comenzar, mi propósito subyacente es conferir un sentido de la
vitalidad e intensidad de la política campesina indígena, y esta apreciación
implica indagar acerca de la dimensión política “interna” de la sociedad y
la comunidad indígenas. El siglo dieciocho fue una época de particular
efervescencia política en los Andes. El Virreinato del Perú fue testigo de
varios tipos de acción política, tales como las revueltas comunales esponta­
neas y efímeras en torno a la tierra, las condiciones de subsistencia o las

9
Cuando sólo reinasen los indios

exacciones locales, o bien protestas contra las reformas estatales borbóni­


cas, que se dieron en forma relativamente extendida en América Latina
colonial. Sin embargo, los Andes también se convirtieron en el sitio de
movilizaciones anticoloniales audaces y originales, que fueron raras en
otras regiones de América Latina antes de la independencia6. Por lo tanto,
el caso andino de fines del período colonial es particularmente propicio
para el estudio de la cultura y la participación política campesina, así como
de la política anticolonial insurgente los pueblos indígenas de esta región7.
Lo que quiero explorar, sin embargo, no son sólo las confrontaciones
directas con adversarios externos, sino también la textura interna de la
sociedad indígena y el modo en que dio forma a dichas confrontaciones.
Estos espacios interiores de la política e historias políticas íntimas intere­
san por sí mismas, ya que, después de todo, absorbieron la mayor parte de
las energías políticas del pueblo aymara. Al mismo tiempo, esta dinámica
interna se relaciona a su vez con las negociaciones y conflictos con fuer­
zas externas, así como con el conjunto de procesos causales que dieron
forma al mundo andino colonial8.
Este es un estudio que abarca una época más que un episodio. Me inte­
resa el contexto histórico de larga duración dentro del cual ocurrió la insu­
rrección y dentro del cual debe ser entendida. A estas alturas, los eventos
de la guerra civil han sido ya establecidos con precisión, incluso para las
regiones menos prominentes dentro del territorio insurrecto, y por lo
tanto, mi enfoque se aproxima a otros análisis de larga duración sobre la
rebelión y la resistencia campesina indígena, más que a narrativas coyun-
turales de la insurrección.
Estos trabajos sobre la larga duración, sin embargo, han tendido a ir en
dos direcciones: hacia una visión panorámica del territorio andino como un
todo, o bien hacia un análisis materialista, económico y estructuralista de
los factores causales que llevaron a la ruptura insurreccional de 1780-1781.
Mi propósito, que considero complementario a estas contribuciones, es el
de explorar una historia menos conocida a nivel local y regional, centrada
en las esferas políticas y culturales internas de la sociedad indígena9.
Esta investigación tiene como eje de análisis dos temas. El primero es
que considero que en las comunidades del sur de los Andes estaba ocu­
rriendo una gran transformación en el curso del siglo dieciocho. En este
período, el sistema tradicional de autoridades y la forma del gobierno
comunitario en manos de señores nativos, conocido como cacicazgo,

10
Esbozo de una historia del poder .

entraron en una crisis irreversible y dieron lugar a una nueva y peculiar


organización del poder político comunal. Las luchas sobre el cacicazgo
nos dan una visión esclarecedora de la compleja dinámica interior de los
pueblos y comunidades indígenas en este período. Nos muestran también
las implicaciones que tuvieron éstas cambiantes condiciones internas para
las relaciones externas y para la sociedad rural en general. Como se argu­
mentará más adelante, fuerzas estructurales y regionales de gran amplitud
desataron estos cambios a nivel local, pero también las transformaciones
dentro de las comunidades determinaron el modo en que se desenvolvió
y desmoronó el colonialismo en los Andes. A este respecto, el enfoque
local e interno nos revelará cómo los procesos de crisis y transformación
más amplios a nivel regional y estructural estaban también siendo influi­
dos de abajo para arriba.
La “comunidad” aymara puede concebirse como una formación políti­
ca específica, es decir, una totalidad estructural en la cual un conjunto de
relaciones de poder se articulan de modo particular10. Como se verá más
adelante, por ejemplo en las discusiones sobre el cacicazgo y la jerarquía
de cargos de autoridad comunales, el énfasis en las relaciones de poder
confiere a este concepto una mayor profundidad y dinamismo, en compa­
ración con un enfoque funcionalista e institucionalista de la política comu­
nal. El énfasis en la política interna nos permitirá concentrarnos en la
dinámica del poder; en los ejes de jerarquía, diferenciación y solidaridad, y
en la legitimidad de la mediación y representación comunitarias. Este énfa­
sis nos permite ir en contra de los estereotipos de la comunidad como un
agente unificado y discreto, que simplemente resiste, se reconstituye o se
desestructura frente a fuerzas externas hostiles.
Al mismo tiempo, la concepción estructural de la “comunidad” es
perfectamente compatible con una comprensión específicamente histó­
rica. La noción que se emplea aquí, de la comunidad como formación
política, no apuntala una visión del ayllu (la unidad comunal andina tra­
dicional) como un ente poseedor de una esencia ahistórica, capaz de
autoreproducirse, ni como una reliquia de tiempos primordiales. Mi
punto de vista es que durante este período se estaba llevando a cabo una
transformación fundamental en la estructura política de la comunidad.
Argumentaré que, a medida que proliferaban complejas luchas en la
segunda mitad del siglo dieciocho, el locus del poder comunal se des­
plazó hacia la base de la formación política. Este proceso histórico equi­

11
Cuando sólo reinasen los indios

valía a una democratización, pero no en términos liberales u occidenta­


les sino comunitarios. Involucró cambios definitivos, una suerte de auto-
reconstitución política, que sentó las bases para la organización política
de las comunidades aymaras hasta el presente11.
El otro tema central es el significado de la insurgencia y la naturaleza
de la conciencia política de los campesinos andinos y los líderes que parti­
ciparon en las movilizaciones anticoloniales de este período. De acuerdo
con Bartolina Sisa, el comandante aymara Tupaj Katari levantó su ejército
campesino con el propósito de que “se habían de quedar de dueños abso­
lutos de estos lugares, como también de los caudales”. Observó que los
combatientes indígenas de 1781 hablaron anticipadamente del momento
cuando “sólo reinasen los indios”12. Esas visiones de emancipación y auto­
determinación habían tenido antecedentes en La Paz, aunque la historio­
grafía precedente no ha logrado registrarlas. A medida que los conflictos
locales aumentaban en frecuencia e intensidad durante el siglo dieciocho,
ocasionalmente estallaron movimientos que desafiaron directamente el
doble fundamento del orden político colonial: la soberanía española y la
subordinación indígena. Estas visiones coincidían también en variable
medida con los proyectos de los insurgentes coloniales en otras regiones
de los Andes del sur en 1780-1781: el movimiento de Chayanta liderado
por Tomás Katari, el levantamiento del Cusco bajo liderazgo Tnlca y las
movilizaciones de Oruro, que llevaron a una breve alianza entre comuni­
dades indígenas y criollos urbanos. Pero al estudiar la gama de proyectos
anticoloniales que fueron gestados en La Paz y el sur de los Andes entre
1780 y 1781, podemos identificar los perfiles comunes y variables de la
imaginación política de los insurgentes indígenas, así como las visiones
específicamente campesinas de la utopía andina.
Tupaj Katari, un comunario campesino que surgió para coordinar el
cerco-a La Paz y las fuerzas aymaras de la región en 1781, es recordado a
través de imágenes polares, ya sea como un héroe audaz y carismático o
como un bruto vicioso y sombrío. Quisiera reconsiderar la identidad y el
liderazgo de Katari para poder apreciar su verdadera complejidad y creati­
vidad política. Al mismo tiempo, la reflexión sobre sus estrategias de lide­
razgo, su uso del poder espiritual y la performance simbólica de su
masculinidad nos puede servir como una clave inicial para comprender la
cultura política de la insurgencia aymara que encabezó. Así como la feroz
conducta guerrera de Katari se pone a menudo en contraste con la noble

12
Esbozo de una historia del poder .

figura del Inka Tupac Amaru, la fase de la guerra en La Paz se suele dis­
tinguir por lo general de la fase más temprana del Cusco por su radicalis­
mo, sus antagonismos raciales y su violencia, así como por la poderosa
expresión de fuerzas comunitarias de base en su interior. Me ocuparé de
las formas en las que el movimiento de Katari se conectó políticamente y
fue moldeado por otras insurgencias regionales, las formas en que se dife­
renció de ellas, así como el modo en que su dinámica puede clarificar los
perfiles más generales de la insurgencia en el sur andino.
Al conectar la cuestión de las transformaciones comunales con el aná­
lisis de la política insurgente, podemos generar valiosas ideas sobre la cri­
sis del orden colonial en los Andes en el siglo dieciocho, y sobre la
naturaleza de la experiencia insurreccional en 1780-1781. Desde mediados
del siglo, a medida que las luchas locales sobre el gobierno comunal se vol­
vieron tan frecuentes y extendidas como para minar por dentro la institu­
ción cacical, tuvieron el efecto simultáneo de desestabilizar el orden
político colonial. El cacicazgo era una forma consolidada y crucial de
mediación política entre las comunidades indígenas y el estado, las autori­
dades regionales y otras elites locales. Su defunción significó la ruptura de
los mecanismos clásicos de dominio colonial indirecto a través de los
señores étnicos locales. Aunque tanto las comunidades como el estado
lucharon por renegociar formas de mediación y representación política en
beneficio de sus propios intereses, esta prueba de fuerza perduraría hasta
fines del período colonial y quedaría sin resolución. Nunca pudo ser rees-
tablecido con éxito un régimen viable de dominación colonial en el campo.
En la medida en que la transformación comunal contribuyó a la cri­
sis general de la sociedad andina colonial, sentó las precondiciones polí­
ticas para la insurgencia aymara de 1781 y dio forma a la naturaleza
específica de las movilizaciones anticoloniales del período. Mis hallazgos
indican que, virtualmente sin excepciones, los caciques o señores nativos
no participaron en dichas movilizaciones en La Paz. La insurgencia estu­
vo marcada por poderosas fuerzas comunitarias de base, que perseguían
objetivos comunales. Su liderazgo era ya sea descentralizado o altamen­
te sensible a las demandas de las comunidades. La autonomía y la pujan­
za de estas fuerzas comunales reflejaban las transformaciones que se
estaban dando en ese momento dentro de las comunidades, con el des­
moronamiento del cacicazgo y la transferencia del poder a la base de la
formación política.

13
Cuando sólo remasen los indios

En última instancia, desde mi punto de vista, la conexión crucial entre


la transformación comunal aymara y la insurgencia en el siglo dieciocho
fue el tema del autogobierno. Las luchas locales por el autogobierno estu­
vieron en la base de los conflictos de las comunidades contra sus caciques
a lo largo del último período colonial. El mismo objetivo político estaba
en el corazón de los proyectos anticoloniales de las poblaciones andinas en
el siglo dieciocho. Mientras que al final la gran insurrección de 1780-1781
no culminó con un triunfo duradero de los campesinos indígenas, la aspi­
ración de autonomía se mantuvo viva en adelante en el nivel local. En la
historia republicana posterior, esta tendencia se ha manifestado bajo la
forma de luchas cíclicas por retomar el control sobre las esferas de la
representación y la mediación política con el estado, y continúa siendo
parte de la cultura política aymara de hoy.

Identidad y política aymaras

En la etnografía y la etnohistoria andinas, la identi­


dad étnica aymara es atribuida a una población predominantemente
rural y campesina, que habla el idioma aymara y que se concentra geográ­
ficamente en el altiplano y valles interandinos del sur13. Históricamente, la
distribución delja q i aru, la lengua que desde tiempos coloniales se descri­
bió como aymara, era mucho más amplia de lo que es hoy en día. Las
poblaciones aymara-hablantes estaban organizadas en señoríos o federa­
ciones étnicas regionales que se sometieron al dominio Inka hacia princi­
pios del siglo quince. Dentro del reino del Tawantinsuyo controlado por
los Inkas, había una correspondencia aproximada entre la región del
Qollasuyu y lo que hoy se reconoce como territorio aymara. Las federa­
ciones aymaras se extendían casi hasta el Cusco por el norte y hasta más
allá de Potosí por el sur. Dentro de nuestra zona de estudio, la fede­
ración Qolla controlaba el área al norte y noreste del lago T itica­
ca; los Lupaqa ocupaban la orilla occidental del lago y los Pacaxes
estaban asentados en el sur14.
Con la conquista española, las distinciones étnicas entre las poblacio­
nes andinas, que por cierto compartían parámetros culturales comunes a
pesar de sus diferencias, se difuminaron en la mirada de un estado colonial
que en general tipificaba a sus súbditos nativos como “indios”. A lo largo
de la historia colonial y moderna, el territorio aymara continuó achicán­
dose con el avance de la frontera lingüística qhichwa. Hoy en día, las fron­

14
Esbozo de una historia delpoder ...

teras entre el aymara y el qhichwa todavía son fluidas y se traslapan, y un


considerable contingente de la población aymara ha tomado residencia
urbana, principalmente en el área metropolitana de La Paz y El Alto. Tam­
bién puede encontrarse una reducida población aymara en el norte de
Chile, mientras que en el sur del Perú existe otra gran concentración en las
orillas del lago Titicaca, aunque la mayoría de la población reside en Boli-
via, cuyo núcleo aymara está localizado en las provincias circunlacustres y
en la región de La Paz15.
La atribución etnohistórica de una identidad aymara a una población
que habla una lengua común y que comparte un conjunto dado de condi­
ciones culturales y un territorio general no significa que históricamente
existiera un contraste definido y autoconsciente entre hablantes de ayma­
ra y de qhichwa en diferentes partes del sur de los Andes. En La Paz del
siglo dieciocho, después de la desaparición de las antiguas federaciones
étnicas y cuando la organización social indígena se hubo reorganizado y
reducido a nivel de las jurisdicciones de los pueblos coloniales, no existía
una categoría explícita o autoreferente (es decir, “émica”) de identidad
étnica aymara. Sin embargo, y tomando en cuenta esta advertencia, pode­
mos hacer tal atribución y concebir que los pobladores indígenas de La
Paz que hablaban jaqi aru o aymara eran los antepasados de quienes hoy
se llaman a sí mismos aymaras. En décadas recientes, la identidad aymara
ha sido crecientemente adoptada de modo consciente como parte de una
galvanización general de la organización política campesina y fortaleci­
miento de la conciencia étnica en Bolivia16.
La literatura etnográfica anterior nos había pintado un cuadro del
aymara como un ser hosco, desconfiado y estoico; pero con una pronun­
ciada tendencia a la crueldad y a la beligerancia. El antropólogo nortea­
mericano Adolph Bandelier escribió: “La avaricia, astucia y salvaje
crueldad son los rasgos desafortunados del carácter de estos indios”.
Citando a cronistas españoles, continuó: “Estos rasgos no son, como lo
quisiera una visión sentimental, resultado del maltrato por parte de los
españoles, sino peculiares a la ra%a, y eran todavía más pronunciados a
comienzos del período colonial que en el presente” (el énfasis es de Ban­
delier). Sobre la base de sus experiencias de trabajo de campo, añadió: “El
visitante que permanezca por breve tiempo entre los aymaras, puede ser
llevado a confusión por sus modales sumisos, sus modos rastreros y espe­
cialmente por la manera humilde en que saludan a los blancos. Pero cono-

15
Cuando sólo reinasen los indios

ciándolos con más profundidad, no puede pasar inadvertida la ferocidad


innata de su carácter”17.
Tal visión no era exclusiva de los antropólogos extranjeros visitantes. Bau­
tista Saavedrá, el criminalista boliviano, autor de un tratado sobre el ayllu, y
luego presidente de la República, expresó una impresión similar, aunque
podría pareceide “sentimental” a Bandelier: “Se puede decir que por vía de la
selección han ido aguzándosele estas armas de defensa Pos instintos de la
desconfianza y la astucia] contra las depredaciones brutales de los peninsula­
res y los abusos y explotaciones del cura, del militar y del corregidor [autori­
dad cantonal]. De aquí es que cuando el indio está en contacto con el blanco,
aparenta una sumisión abyecta, porque conoce su impotencia; pero cuando
sé encuentra en superioridad evidente, es altanero, terco, atrevido. Si han esta­
llado sus odios y rencores, entonces se transforma en una fiera temible de faz
descompuesta e inyectados ojos”18.
Los comentarios de Bandelier y Saavedra tienen el típico toque del pen­
samiento dominante en América Latina a principios del siglo XX, espe­
cialmente porque se hacían eco del discurso científico más reciente sobre
lá raza. Y sin embargo, las nociones de ambos etnógrafos sobre el lado
siniestro del carácter aymara derivaban en gran medida de la experiencia
histórica de las elites en los levantamientos de La Paz. Ambos escribieron
después de la masacre de Mohoza, cuando los indios mataron a un con­
tingente de soldados criollos durante la guerra civil de 1899. Ambos tam­
bién estaban conscientes de la insurrección que había tenido lugar un siglo
atrás. La violencia política del siglo dieciocho dejó su matea en la mente
de las elites y de los etnógrafos, y el discurso colonial acerca del salvajismo
de los aymaras que surgió en 1781 ha persistido, a través de recreaciones
racistas modernas, a lo largo del siglo XX. Una crítica de estos clichés acer­
ca del carácter aymara, que surgen en las fuentes coloniales y perduran en
una parte de la historiografía de la insurrección, nos permitirá clarificar
cómo y por qué los campesinos aymaras se involucraron en rebeliones y
actos de violencia en el siglo dieciocho. El estudio de la política aymara en
el período colonial tardío nos permitirá también descubrir el perfil políti­
co de la comunidad actual, con una de sus principales características —su
particular contenido democrático—que ha sido puesta en relieve por la
etnografía reciente. Al mismo tiempo, deseo mostrar que la vitalidad polí­
tica aymara, que es tan notable en la organización y movilización étnica
contemporáneas, tiene una historia que data al menos de dos siglos19.

16
Esbozo de una historia delpoder .

La época de la insurgencia

En un amplio balance acerca de las revueltas y rebeliones


en el Virreinato dél Perú durante el siglo dieciocho, Scarlett O’Phelan hizo
un diagrama detallado de las convulsiones del mundo andino a fines del
período colonial. Encontró que hubo tres coyunturas críticas, cada una
marcada por un conglomerado de levantamientos. La primera fue entre
1724 y 1736, cuando estallaron conflictos en torno a las reformas admi­
nistrativas y fiscales. La segunda fue el período 1751-1758, cuando se lega­
lizó el repartimiento o distribución forzada de mercancías por los
corregidores. La tercera ocurrió en la década de los años 1770, cuando las
reformas borbónicas perturbaron más aún a la sociedad colonial y senta­
ron las bases para una insurrección general. En otra visión amplia de las
rebeliones del período colonial tardío, Steve Stern nos ofreció una perio-
dización metodológicamente perceptiva de una era insurreccional que se
desarrolló entre 1742, cuando Juan Santos Atahualpa llevó a cabo su
movimiento neo-Inka contra la dominación hispánica, y 1782, cuando el
movimiento encabezado por la familia Tupac Amaru en el Cusco fue final­
mente derrotado20.
¿Cómo se perfila una periodización del con flicto social en el período
colonial tardío, desde el punto de vista regional de La Paz? Mis hallazgos,
que se basan en la investigación de archivo para el período que va desde
las décadas iniciales del siglo dieciocho hasta la primera década del siglo
diecinueve, muestran una proliferación de conflictos a partir de los años
174021. Este ciclo inicial de conflictos llegó a su culminación a principios
de los años 1770, un momento de aguda inestabilidad en la mayor parte
del altiplano y serranías altoandinas que provocó gran preocupación en las
más altas esferas del estado colonial. Sin embargo, en este proceso no sur­
gió un liderazgo insurreccional capaz de canalizar el fermento político que
se estaba gestando en las comunidades aymaras de los Andes del sur. Des­
pués del cerco de la Paz en 1781, que fue dirigido por Tupaj Katari, la
región se mantuvo en un estado de agitación debido a conflictos locales,
movilizaciones comunales y levantamientos reales o imaginarios. Un
segundo cerco de La Paz se llevó a cabo en 1811, pero esta vez las comu­
nidades aymaras estarían bajo liderazgo mestizo, y fueron conducidas
hacia un proceso muy diferente de independencia22.

17
Cuando sólo reinasen los indios

La encumbrada visión de Stern sobre una “era de la insurrección”


relaciona implícitamente la experiencia histórica andina con la “era de la
revolución” que fue discutida anteriormente. Desde la perspectiva de La
Paz, es posible; añadir otra dimensión a la caracterización del período. Al
menos eri la región aymara, el siglo dieciocho fue una época de mareja­
da y levantamiento desde la base de la sociedad indígena. Más que nunca,
el poder podía fluir de la base hacia arriba, porque estaba localizado
abajo entre los comunarios campesinos que pertenecían a unidades loca­
les o ayllus. Es en este sentido profundo que el cambio en las relaciones
de poder a nivel comunal —y no sólo las erupciones de violencia en tiem­
pos de movilización abierta—nos permite pensar en esta época como la
“era de la insurgencia”.

El paisaje regional altoandino

Para mediados del siglo dieciocho, el territorio del Alto


Perú, correspondiente al distrito administrativo de la audiencia colonial de
Charcas con sede en La Plata, estaba recuperándose de un largo período
de declinación demográfica y económica. Aunque el crecimiento en la
mayoría de las regiones era limitado, La Paz mostraba un mayor dinamis­
mo relativo, como un punto clave en el circuito comercial sur andino y
como la principal región productora de hoja de coca, sobrepasando al
Cusco. U n in fo rm e de las Cajas Reales en 1 7 7 4 m ostraba gran entusiasm o
por las fortunas regionales: “De verdad el efecto de la coca es un género
tan apreciable y de tan recomendables circunstancias en el modo y giro
que de él lleva el comercio que acaso no habrá otro igual en todo el
mundo... Los vecinos de La Paz que particularmente se han dedicado al
cultivo de esta hoja tienen un gran fondo de comercio en ella que hace la
opulencia de esta ciudad”23. En este período, La Paz casi igualaba a Potosí
como la fuente regional más importante de ingresos del Alto Perú, y la
superaba como ciudad de mayor población en el distrito. Para fines del
siglo, La Paz competía con el Cusco y Lima como la fuente más impor­
tante de tributo para la corona, y contaba con la mayor población indíge­
na de los Andes24.
Situada en el extremo norte de la Audiencia de Charcas, La Paz estuvo
bajo la jurisdicción del Virreinato del Perú hasta 1776, cuando la Audiencia
de Charcas fue reasignada al recientemente creado Virreinato de Buenos
Aires. (Para esta exposición de la región de estudio, ver los mapas.) En la esfe­

18
Esbozo de una historia del poder .

ra eclesiástica, La Paz constituía un obispado sujeto a la autoridad superior


del Arzobispado de La Plata, que limitaba al norte con el Obispado del
Cusco. A principios de los años 1780, las autoridades borbónicas introduje­
ron un nuevo sistema territorial y administrativo. La región de La Paz, que
antes no tenía un status propio como región administrativa, se convirtió en
intendencia. Las provincias de la región, antes llamadas “corregimientos”, a
partir de entonces se denominaron “partidos”; y el gobernador o magistrado
provincial, que ejercía autoridad suprema en lo militar, político y judicial en la
jurisdicción de la provincia, cambió de “corregidor” a “subdelegado”.
Más allá de las divisiones y jurisdicciones administrativas formales,
que comenzaron a cambiar a paso acelerado desde fines de la década de
los años 1770, la unidad social, económica y política de La Paz colonial
se reflejó también en la geografía del movimiento aymara liderizado por
Tupaj Katari en 1781. El 14 de noviembre de ese año, en una ejecución
ritual que se llevó a cabo en la plaza del Santuario de Peñas, las extre­
midades de Tupaj Katari fueron atadas con gruesas sogas a las colas de
cuatro caballos que se lanzaron a la carrera en direcciones opuestas, des­
cuartizando su cuerpo. Como una aterradora demostración de la justi­
cia española y para reafirmar simbólicamente el poderío de la corona a
lo largo de la región, la cabeza y miembros de Katari fueron distribui­
dos para su exhibición en lugares prominentes en las áreas donde su
influjo había sido mayor25. Su cabeza se trasladó a la capital regional y
se colgó en el rollo en la plaza central de la ciudad y en la puerta que iba
al cerro Quilliquilli, donde Katari había colocado sus propias horcas
para colgar a enemigos cautivos.
El brazo derecho de Katari fue exhibido en el centro de la plaza de
Ayoayo, su hogar y base política original, y luego se trasladó a Sicasica, su
marka de nacimiento y capital de la provincia colonial del mismo nombre.
Situada hacia el sur y el este de la ciudad de La Paz, Sicasica era una de las
más grandes y ricas provincias de los Andes coloniales. Se extendía desde
el altiplano, en el trajinado camino real entre el Cusco y Potosí, hasta los
valles subtropicales de gran riqueza agrícola que incluían las zonas pro­
ductoras de coca de los Yungas. El tamaño de la provincia y las dificulta­
des de gobernarla —no sólo logísticas sino políticas, ya que las comunidades
de Sicasica demostraron ser notoriamente insubordinadas—fueron la causa
para que los funcionarios coloniales la dividieran en dos después de los
disturbios de los años 1770.

19
Cuando sólo reinasen los indios

20
Esbozo de una historia delpoder ...

P ro v in c ia s de P a c a je s
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21
Cuando sólo reinasen los indios

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22
Esbozo de una historia del poder .

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23
Cuando sólo reinasen los indios

La pierna derecha de Katan fue enviada al pueblo de Chulumani, que


se había convertido en capital de la nueva provincia de Yungas o Chulu­
mani en 1779. Yangas era una región que atraía fuerza de trabajo indíge­
na estacional para la cosecha de la coca así como migrantes permanentes
en busca de pequeñas dotaciones de tierra, como colonos de las próspe­
ras haciendas productoras de coca. Las comunidades libres de los Yungas
se involucraron en un vigoroso proceso de trueque y comercio de hoja de
coca con comerciantes indígenas de todo el altiplano, pero especialmente
con los de Sicasica26.
El brazo izquierdo de Katari fue enviado a Achacachi, capital de la pro-
\incia altiplánica de Omasuyos. Situada en la orilla oriental del lago Titica­
ca, esta provincia se extendía a lo largo de la cordillera oriental de los
Andes, cuyos picos pueden verse desde la plaza de Peñas. Omasuyos tenía
tierras excepcionalmente fértiles sobre las que se habían asentado algunas
de las mayores haciendas agrícolas y ganaderas, en manos de elites pro­
vinciales y regionales. Formaba uno de los dos corredores que conectaba
La Paz con las provincias norteñas de Chucuito, Paucarcolla, Azángaro,
Lampa y Carabaya, que también formaron parte del distrito de Charcas
hasta su separación en 1796.
La pierna izquierda de Katari fue enviada a Caquiaviri, capital de Paca­
jes. Esta provincia, junto con Sicasica, formaba la región austral del alti­
plano paceño, en el limite con la región aymara de Oruro hacia el sur. Con
suelos infértiles y condiciones climáticas extremas, Pacajes se prestaba úni­
camente a la crianza de ganado. Tenía poca penetración de la hacienda y
sus comunidades eran conocidas, como las de Sicasica, por ser indomables
y propensas a la revuelta27.
La otra provincia paceña que forma parte de nuestra región de estudio
es Larecaja, con su capital Sorata. Aunque económica y políticamente era
más periférica que las otras provincias, los valles de Larecaja estaban arti­
culados principalmente con las alturas de Omasuyos, y desde la precon-
quista fueron espacio de importantes asentamientos por parte de las
federaciones aymaras del altiplano y colonos mitmaq llevados por los Inkas.
La provincia era apta para la producción agrícola, especialmente el maíz, y
para la extracción de minerales en las tierras bajas28.
Estas fueron entonces las provincias de La Paz cuyas comunidades
aymaras se levantaron y unificaron bajo el mando de Tupaj Katari para
cercar la capital española. Con la captura y muerte de su máximo líder,

24
Esbozo de una historia delpoder , ...

el poderoso movimiento político que se cohesionó a escala regional fue


desmembrado y sus fuerzas se dispersaron en los campos de los cuales
habían surgido. ■
En menor grado, pero aún significativamente, el ámbito de este estu­
dio incluye también a la provincia de Chucuito, que bordeaba a Pacajes
por el lado occidental del lago. Como se señaló antes, Chucuito formaba
parte de la Audiencia de Charcas hasta fines del siglo, y exhibía muchas
de las dinámicas políticas propias de las provincias de La Paz. La provin­
cia de Chucuito se organizó sobre el territorio del señorío aymara-hablan-
te Lupaqa de la preconquista, y su nobleza indígena fue integrada a fines
del período colonial a través del matrimonio y de empresas comerciales
con las familias nobles de Pacajes. Situado a lo largo del camino real, Chu­
cuito era un activo centro de transporte y de producción ganadera. El
presente estudio se referirá también ocasionalmente a material de archivo
referente a las provincias de Paucarcolla y Azángaro que se encuentran al
norte del lago Titicaca.
Cada provincia consistía en un conjunto de pueblos de indios (la
reducción o pueblo en español se conoce como marka en aymara), con
una organización religiosa parroquial, cuya jurisdicción abarcaba el
campo circundante. La mayoría de estos pueblos fueron fundados en el
siglo dieciséis, aunque surgieron varios nuevos como desprendimiento
de los pueblos coloniales originales, especialmente en las últimas déca­
das del siglo dieciocho. En el esquema de reducciones diseñado por el
Virrey Prancisco de Toledo, siguiendo el modelo peninsular, estos pue­
blos debían funcionar como medio de civilización y como centros de
control político y espiritual sobre la población rural29.
Según las Leyes de Indias, ningún “español” -es decir, ninguna perso­
na no indígena—podía residir en estos pueblos, aunque esta prescripción
sólo fue acatada de modo irregular en el periodo colonial. A medida que
avanzaba el siglo dieciocho, los mestÍ2 os y criollos en busca de parcelas de
tierra, fuerza de trabajo indígena o fuentes de poder local, se infiltraron
crecientemente en estos pueblos y tomaron residencia en ellos. Sin embar­
go, la corona española originalmente intentó garantizar a las comunidades
su base territorial de subsistencia y proteger a los indios de los abusos de
otros sujetos coloniales, con el fin de asegurar su apropiación del tributo,
de vital importancia para la corona.

25
Cuando sólo reinasen los indios

Dado el propósito evangelizador de los pueblos de reducción, los


curas fueron los únicos españoles a quienes se permitió legalmente
residir en ellos. Aunque a menudo se quejaban de la escasa asistencia
a misa en las ceremonias dominicales, ellos se ocupaban de supervi­
sar un calendario anual de festividades cristianas en las cuales partici­
paban plenamente las comunidades. Los curas jugaban papeles
importantes en la vida local, tanto en el plano político y económico
como espiritual. Buscaron tomar plena ventaja de los recursos y la
fuerza de trabajo de las comunidades, y a menudo se vieron involu­
crados en disputas con otros notables locales como el cacique, el
corregidor o sus agentes, u otros vecinos de los pueblos30.
El estado extraía dos principales tipos de tributo de las comunidades.
En primer lugar, estaba el pago en dinero por parte de las familias pro­
pietarias de tierra. Con el propósito de recolectar tributos, los funciona­
rios estatales llevaban registros o padrones que definían a los miembros
de la comunidad conforme a un conjunto de categorías tributarias: los
originarios, que eran nativos de la comunidad y poseían tierras por heren­
cia; los agregados, que tenían tierras pero cuyos vínculos con la comuni­
dad eran más flexibles; y los forasteros, que era gente recién asentada en
la comunidad y venida de otras partes. Luego de prolongados, complejos
y resistidos intentos de reforma en el sistema tributario colonial desde
fines del siglo diecisiete, hacia fines del siglo dieciocho los indios de todas
estas categorías pagaban un tributo al estado con base en un prorateo
entre las familias31.
La segunda forma de extracción estatal era la mit’a, un sistema de tur­
nos rotativos de trabajo forzado para el trabajo en las distantes minas de
plata de Potosí. Los miembros de la comunidad cumplían normalmente
sus obligaciones en la mit’a haciendo el largo camino a las minas y traba­
jando en su turno anual de servicio durante tres ocasiones a lo largo de sus
vidas. El servicio de la mit’a era tan agotador y aborrecible que muchos
indios optaron por abandonar sus comunidades antes que ser enrolados
como mit’ayos. Sin embargo, por lo general, aunque el tributo significaba
una gran carga para ellos y la mit’a era especialmente onerosa, los indios
contribuyeron al soberano español en el entendido de que la corona, a su
turno, garantizaría la protección de sus tierras y las condiciones para la
reproducción de sus comunidades. Tristan Platt ha conceptualizado esta
relación como un pacto colonial de reciprocidad que tenía muchas conti­

26
Esbozo de una historia del poder .

nuidades con los arreglos entre comunidades y estado en el período de


dominación Inka32.
Debido a la reestructuración que llevó a cabo el Virrey Toledo en el
siglo dieciséis, las comunidades indígenas de La Paz carecían por comple­
to de los niveles más altos de organización segmentaria que caracterizaron
a los señoríos étnicos precoloniales. A nivel local, retuvieron el dualismo y
los niveles jerárquicos que eran típicos de la organización social andina. El
nivel más alto de organización coincidía con el pueblo de indios (marka) y
su jurisdicción. Esta unidad, a su vez, se dividía en dos mitades o parciali­
dades, que por lo general se designaban como A.nansaya y Urinsaya, cada
una de las cuales tenía su propio gobernador o cacique (un nombre taino
usado por los españoles para designar a las autoridades étnicas que en
qhichwa se conocían como kuraqa y en aymara como mallkü). Cada mitad
se componía de un conglomerado de unidades locales llamadas ayllus,
representadas por sus propias autoridades o jilaqatas. El ayllu local con­
sistía de un conjunto de caseríos o estancias, conformadas por hogares
indígenas estrechamente unidos por relaciones de parentesco33.
En este estudio, el uso del término “comunidad” sigue la práctica de los
propios indios en la documentación colonial. En el castellano de la época,
ellos hablaban de “comunidad” (o “común”) de tal modo que el término
retenía la resonancia muldvalente de la organización social segmentaria. Se
aplicaba, dependiendo del contexto referencial, tanto al ayllu local como a
la parcialidad o a las unidades a las que pertenecía a nivel de pueblo. En la
etnografía y la etnohistoria andinas, admitiendo variaciones de tiempo y
espacio, es común la referencia a los principios y a la estructura general de
este sistema de organización del ayllu. Algunas evidencias indican que,
fuera del contexto colonial más formal que por lo general es donde se pro­
dujo la documentación de que hoy disponemos, los indios del siglo die­
ciocho en La Paz mantenían el término “ayllu” como un referente general
a la organización social colectiva, aplicable en diversa escala. Por lo tanto,
en este estudio, el término “comunidad” se usará aproximadamente como
equivalente del término “ayllu” en su connotación más amplia. Sin embar­
go, para evitar confusiones, reservaré por lo general el término “ayllu”
para designar a las subunidades locales que, en conjunto, componían las
parcialidades y la organización a nivel del pueblo. Hacia fines del periodo
colonial, como lo veremos, los indios también habían incorporado el tér­

27
Cuando sólo reinasen los indios

mino español “comunidad”, apropiándose de él y empleándolo libremen­


te fuera de los contextos discursivos formales o institucionales34.

Perfiles de una historia

Después de esta presentación general del escenario regional,


podemos concentrarnos en las características políticas más notables de las
comunidades aymaras de La Paz en el período colonial tardío. El capítulo 2 se
centrará en la estructura y jerarquía de las autoridades políticas comunales
como se habían constituido a lo largo de la historia colonial. Este capítulo sen­
tará las bases para una comprensión de las transformaciones políticas que se
llevaron a cabo en el siglo dieciocho. Los capítulos 3 y 4 examinarán la exten­
sión y agudización del conflicto en el altiplano de La Paz, con el fin de explicar
el derrumbe del gobierno comunal. Este proceso interno estaba vinculado al
choque de fuerzas políticas a nivel local y regional. Por lo tanto, el desafío que
surgió desde las bases de la comunidad aymara frente a las relaciones y a los
regímenes políticos constituidos reflejaba una crisis definitiva del orden políti­
co colonial andino. Este desafío comunal y la consiguiente r-rísis colonial lle­
garán a su máxima expresión en la insurrección general de 1780-1781.
A partir del proceso general de luchas comunales en la fase preinsu-
rreccional, los capítulos 5 y 6 se ocupan de los proyectos anticoloniales
más excepcionales y de la visión política de los insurgentes indígenas. Para
situar el movimiento encabezado por Tupaj Katari, el capítulo 5 exam ina
con mayor detenimiento los casos de movilización claramente anticolonial
en La Paz antes de 1781 y los otros movimientos regionales en el contex­
to de la insurrección general andina. El capítulo 6 se dedica a la figura de
Katari y a los aspectos claves que se asocian con la guerra en La Paz: el
radicalismo, los antagonismos raciales y la violencia, así como el poder de
las fuerzas comunales campesinas. El capítulo 7 considera el período de la
postguerra en términos de las relaciones entre las comunidades y el esta­
do borbónico y las elites locales. También retorna sobre la cuestión de la
estructura política interna de las comunidades y sus transformaciones, que
fue planteada en el capítulo 2. Aquí mi propósito será el de demostrar el
desplazamiento del poder hacia abajo y la democratización de la forma­
ción política que se estaba llevando a cabo en ese período. La conclusión
reflexiona sobre la importancia de estos procesos políticos para nuestra
comprensión de la crisis del período colonial tardío así como de las pos­
teriores relaciones entre las comunidades y el estado boliviano en los siglos

28
Esbozo de una historia delpoder .

diecinueve y veinte. Establece que el siglo dieciocho fue un momento


constitutivo para las comunidades aymaras del altiplano boliviano de hoy,
un hito que nos ayuda a entender los posteriores ciclos de mediación, legi­
timidad y crisis política.
Una nota final sobre mi estrategia de escritura. Mi interés es tanto el
evocar la vida política local en los pueblos y comunidades indígenas, como
el trazar los patrones y procesos de la historia regional en un contexto
regional más amplio. La región de La Paz tenía un gran alcance: cada una
de sus provincias abarcaba una multitud de pueblos rurales, aproximada­
mente ocho a doce distritos municipales, así como otros pueblos de más
reciente formación. En la mayor parte de este trabajo, mi opción será la de
desplazarme libremente de localidad en localidad a lo largo de las provin­
cias, con el fin de ilustrar puntos más generales. Para poder retratar más
plenamente la vida local, sin embargo, no sólo recurro ocasionalmente a la
descripción “densa”, sino regreso a un pueblo en particular en forma recu­
rrente. Una razón práctica para concentrarme en Guarina, en la provincia
Omasuyos, es que existe sobre esta región un respetable cuerpo de docu­
mentación, tanto en archivos bolivianos como argentinos y españoles35.
Por lo tanto, en cierto sentido, mi intención al retornar a Guarina a lo
largo del libro, es permitirme un análisis más fino y un sentido más ínti­
mo de las figuras y familias individuales y de los asuntos locales, y hacer
así un seguimiento de los procesos de largo plazo a nivel local. La histo­
ria local de Guarina fue por su puesto muy rica y particular, como puede
serlo la historia local de cualquiera de las decenas de pueblos a lo largo
y ancho de la región. En otros sentidos, sin embargo, Guarina me inte­
resa precisamente porque no se distingue por ser un sitio demasiado
peculiar. A este respecto, mi segundo propósito es el de discernir los
modos en los cuales la dinámica de un lugar “común y corriente” es
capaz de reflejar los procesos más amplios que se estaban gestando en
los pueblos de toda la región36.
En el siglo dieciocho, el distrito de Guarina fue el hogar de una nume­
rosa y creciente población de miembros de comunidades indígenas (inclu­
yendo la minoría étnica de los Urus) y de yanaconas de hacienda. Su
número, a fines de siglo, se acercaba a los 10.000, mientras que el número
de residentes no-indígenas era mínimo. De acuerdo con el sacerdote local,
no habían más de seis o siete “españoles”, “entendiendo mestizos españo­
les, que puros no hay ninguno”37.

29
Cuando sólo reinasen los indios

El pueblo mismo se ubicaba bajo una colina en la orilla oriental del lago
Titicaca. De acuerdo con la mitología andina de la creación, el lago era un
ombligo cósmico y sitio de nacimiento de la humanidad. Desde los tiem­
pos de la antigua civilización Tiwanaku, a través de la ocupación Inka del
Qollasuyo, así como en tiempos coloniales y modernos, el lago ha seguido
siendo percibido como una fuente de gran potencia espiritual. Atraía flu­
jos de peregrinos a sus santuarios así como especialistas rituales andinos
que renovaban sus poderes a través de ceremonias estacionales. Como un
gigante espejo, sus aguas reflejaban los cambiantes fenómenos celestes: el
intenso azur de los cielos claros, los punzantes rayos de un sol brillante, la
blancura de las formaciones nubosas, los tonos oscuros de una atmósfera
cubierta y tempestuosa.
Las corrientes y praderas de los alrededores del lago no sólo favorecían
la agricultura sino proporcionaban fértiles pastizales para grandes hatos de
ganado. Los Urus descendían de una temprana población hablante de
pukina en las orillas del lago, y se especializaron en la pesca y en la reco­
lección de otros recursos lacustres. En el siglo dieciocho, más que nunca
antes, Guarina se hallaba atravesada por rutas de comercio en pequeña
escala que conectaban el pueblo con la hoyada urbana de La Paz, las pro­
vincias del Bajo Perú al norte, y las tierras de valle que se desprendían de
la ladera oriental de la cordillera de los Andes. No es sólo en términos
demográficos o económicos, sin embargo, que la sociedad del período
colonial tardío intensificaba su movimiento. También en otros sentidos,
los latidos del pulso vital local se aceleraban a creciente ritmo.

30
2 La estructura heredada
de la autoridad

Desde el siglo dieciséis, las nobles dinastías Calaumana y


Yanaique habían gobernado continuamente las dos parcialidades de la
marka Guarina en la provincia Omasuyos. Alrededor de 1730, Anansaya
y Urinsaya quedaron unificadas bajo el mando de Simón Calaumana, evi­
dentemente debido a las alianzas matrimoniales y a la ausencia de here­
deros Yanaique por la línea masculina. En 1742, su hijo Matías
Calaumana Yanaique fue reconocido formalmente como cacique de Gua­
rina por el Virrey de Lima, pasando por encima de las pretensiones de su
rival Francisco Calaumana. Matías pudo reconstruir su abolengo por línea
paterna hasta don Diego Calaumana, el “viejo primero cacique o tronco
de esta estirpe”. De acuerdo con Matías, Francisco no podía reclamar tal
“excelencia y mayor prerrogativa”, ya que era descendiente de la progenie
del segundo matrimonio de Diego1.
Menos de diez años más tarde, Matías se vio forzado a regresar a las
cortes de La Plata y Lima para defenderse de otra demanda de Francis­
co. Luego de obtener nuevamente la confirmación del virrey, Matías
insistió en que el corregidor ejecutara una ceremonia pública en la plaza
de Guarina, para demostrar de una vez por todas a la comunidad que él
era el heredero legítimo. En diciembre de 1751 el corregidor acató la
decisión, ya que “los indios de una y otra parcialidad estaban indiferen­
tes en la creencia de quién era su propio cacique” y porque creía necesa­
rio aquietar a la gente. Ordenó que la proclamación virreinal fuese leída
en aymara a la asamblea de indios, incluyendo los ancianos y las autori­
dades, en presencia del cura del pueblo y su auxiliar. Finalmente, llevó de
la mano a Matías Calaumana y lo sentó en el trono de honor, sin obje­
ción por parte de ninguno de los presentes.

31
Cuando sólo reinasen los indios

En las décadas subsiguientes, Calaumana continuó gozando de la con­


fianza de los corregidores de Omasuyos. En cumplimiento de las exigen­
cias del estado colonial, supervisaba la recadación del tributo y el envío
de trabajadores a la mit’a. Velaba por el orden social local, tomado en
cuenta el mandato del estado de que los indios se ocupasen en labores
productivas, evitasen la idolatría y el disenso, y viviesen conforme a nor­
mas “civilizadas” como buenos súbditos católicos.
Calaumana gozó de renombre entre los miembros de las comunidades,
como “verdadero descendiente de los primordiales señores naturales y
monarcas de estos mismos americanos dominios”2. También cumplía con
las tradicionales responsabilidades que las comunidades esperaban de sus
caciques. En las cortes, hacía juicios en defensa de las tierras comunales,
utilizando para ello sus propios recursos y los documentos en su posesión
que databan de principios del siglo diecisiete. Mantuvo a raya la apropia­
ción de tierras por parte de los hacendados colindantes y luchó por recu­
perar la posesión de las tierras comunales en los fértiles valles de la
provincia Larecaja, poseídos desde tiempos de los Inkas. También
demostró la “reciprocidad” y el patrocinio cacical alimentando a las fami­
lias de mitayos en su camino a Potosí, no como una obligación legal, sino
como “una voluntariedad fundada sólo en la equidad y gracia”3 . Muchos
de sus súbditos, sin embargo, lo conocieron también como “muy venga­
tivo y de genio rencoroso”. Los indios de la localidad próxima de Viacha
(Pacajes), luego de confrontarlo en una disputa sobre linderos, lo llama­
ron “un tirano violento y codicioso”, que había hecho estragos en sus
campos, asesinando horriblemente a una mujer, y encarcelando a quienes
se opusieron a su voluntad4.
A pesar de sus dificultades iniciales con la sucesión al cacicazgo y
otros ocasionales conflictos menores, Matías Calaumana se mantuvo
firmemente en el poder. Debido a su gobierno excepcionalmente largo
de cuarenta años, la inusual concentración de poder de que gozó (dada
la fusión política de ambas parcialidades), su alianza con funcionarios
coloniales y su temible personalidad, Calaumana puede servirnos como
uno de los más notables ejemplos del patriarcado dinástico en La Paz
durante el siglo dieciocho. A lo largo de este período relativamente
estable, aunque de ningún modo idílico, nada iba a prefigurar lo que
vendría poco después: el derrumbamiento del cacicazgo de Guarina
con la insurrección de 1780.

32
Lrf estructura heredada de la autoridad

Como era de esperar, en el momento de auge de Calaumana, las auto­


ridades comunales subalternas presentan un perfil bajo en la documenta­
ción. Pero, ¿qué pasaba con otros miembros de su clan y con la elite
indígena? Apelando al reconocimiento estatal de su nobleza, Francisco
Calaumana, el derrotado aspirante al cacicazgo, fue designado con el
cargo honorífico y obsoleto de alcalde mayor de naturales de toda la pro­
vincia. Aparentemente, el cargo no traía consigo beneficios comerciales
y los indios del vecino pueble de Carabuco declararon que como autori­
dad no cumplía ninguna función. Joseph Calaumana actuó como autori­
dad acompañante o segunda persona de su hermano Matías hasta que los
miembros de la comunidad, hartos de tolerar su despotismo, lo forzaron
a dejar el cargo. Los indios de Laja también rechazaron su improbable
postulación al cacicazgo de su distrito. Del mismo modo, otros miembros
de la familia Calaumana asumieron rotativamente cargos de autoridad en
el pueblo, o se casaron con hijas de las familias mestizas, accediendo a
modestas propiedades y a empleos ocasionales en el aparato burocrático
provincial. La noble familia Yanaique, que había controlado el cacicazgo
de Urinsaya hasta el siglo dieciocho, se retiró de la escena, pasando a for­
mar parte del campesinado trabajador5.
En Guarina, así como en toda la región del altiplano aymara, procesos
de larga duración habían llevado tanto a la consolidación del poder cacical
como a las menguantes fortunas de la nobleza indígena como un estrato
diferenciado de la sociedad colonial. Otros comunarios indígenas vivían sus
vidas y cumplían sus obligaciones con la comunidad y los poderes religio­
sos y el estado bajo la égida de sus caciques. El ejercicio jerárquico del
poder dentro de la comunidad podía llegar a ser torpe o irritante, pero esta­
ba investido de una legitimidad y durabilidad aparentemente naturales. Esto
estaba en perfecta consonancia con las habituales tensiones del orden andi­
no colonial, donde la dominación española sobre la población nativa fun­
cionaba gracias a la mediación de las autoridades étnicas comunales.
En este capítulo se explorará la estructura política de la comunidad, que
se había constituido en las fases más tempranas de la historia colonial. En
él se reconstruye la estructura de la autoridad y la importancia tanto simbó­
lica como funcional de los puestos políticos hereditarios y rotativos. Tam­
bién nos concentraremos en un conjunto de temas que son apenas
sugeridos por la historiografía y que aparecen escasamente en la documen­
tación colonial. Uno de ellos es la ambivalente identidad de los nobles indí­

33
Cuando sólo reinasen los indios

genas y su declinación histórica. Otro es la oscura figura de los principales


(miembros notables de la comunidad, especialmente los ancianos, dotados
de autoridad informal), así como las múltiples connotaciones del status de
principal. Un tercer tema es la institución flexible que constituye el sistema
de cargos de la comunidad (una organización integral de puestos de auto­
ridad subalternos). En su conjunto, la formación comunal así establecida se
caracterizaba por tener relaciones de poder centralizadas, jerárquicas y
patriarcales, cuya legitimidad emanaba tanto de fuentes andinas como
españolas. Como veremos más adelante, estas relaciones de poder atrave­
saron por una fundamental transformación a lo largo del cada vez más tur­
bulento siglo dieciocho.

La cúspide de la autoridad: el clásico patriarcado cacical

El hecho de la conquista española en el siglo dieciséis


constituyó el ámbito fundamental de las relaciones políticas y de poder
hasta que las últimas fuerzas militares realistas se rindieron a los ejércitos
libertadores en el siglo diecinueve. La segregación de castas entre la
“república de indios” y la “república de españoles” así como la obsesión
por el honor y el rango en la mentalidad colonial española establecieron
el espacio y el significado que tuvo la mediación política entre estas repú­
blicas, y entre la comunidad aymara local y el orden colonial más amplio.
Desde el punto de vista español, el intermediario más importante —el
cacique o gobernador comunal indígena—se identificaba legalmente con
la república indígena, efectivamente subordinada, aunque a la vez era
reconocido como un noble, con los honores y privilegios correspondien­
tes a su rango. Los miembros de la comunidad reconocían el respaldo
gozado por el cacique por parte del estado colonial y, al mismo tiempo,
esperaban que el cacique cumpliera con ciertas normas tradicionales de
los señores aymaras o mallkus. Dada la ambivalencia de su posición y las
perceptibles contradicciones de status en este orden social dual, ¿cuál era
la verdadera naturaleza del poder cacical? ¿Cómo administraba a la vez las
fuentes españolas y andinas de su autoridad? ¿Cuál era su verdadero lugar
en el mundo político colonial?
La historiografía colonial nos ha mostrado que los caciques jugaron un
papel económico doble. Por un lado, se involucraron activamente en el
comercio colonial y acumularon fortunas personales a veces muy consi­
derables. Por otro lado, a cambio de su acceso privilegiado a las tierras y

34
Lm estructura heredada de la autoridad

fuerza de trabajo comunal, las normas tradicionales de reciprocidad


económica obligaban al cacique a mostrar generosidad mediante la otor-
gación de favores personales, asistencia a los necesitados y subsidios en
tiempos de necesidad o malas cosechas. Aunque estas actividades pueden
verse como complementarias, al servir la acumulación privada a los fines
de la reproducción económica comunal, también podían entrar en con­
tradicción si los caciques abusaban de sus privilegios o fallaban en cum­
plir con sus obligaciones hacia la comunidad.
Legalmente, los caciques eran considerados “indios”, descendientes de
ancestros nobles indígenas, y la ley colonial ostensiblemente impedía que
cualquiera que no fuese indio ejerciese el gobierno comunal. Sin embargo,
generaciones de matrimonios mixtos con familias mestizas y criollas signi­
ficaron que al mismo tiempo eran efectivamente “mestizos” o “cholos” de
“sangre” mezclada. Este factor racial se combinaba con otros rasgos de
aparente ambivalencia cultural. No sólo muchos caciques a menudo se
casaron con mujeres de familias españolas (es decir, no indígenas, sea euro­
peas, criollas o mestizas), sino que eran “indios” que se vestían, vivían y
profesaban su fe de modo muy similar a los miembros de la “república de
españoles , distinta de los indios tanto en términos legales como étnicos6.
Una tensión similar surgió con respecto al poder político del cacique y
su identidad7. Sin embargo, no podría pintarse a los caciques como seres
eternamente ambiguos, intrínsecamente amorfos, siempre oscilando entre
los polos esencializados de la identidad “española” o “india”. La siguiente
sección muestra, a través de una serie de breves comentarios, que la doble
fuente de la autoridad cacical de hecho confluía política y simbólicamente
para conformar una clásica modalidad de patriarcado cacical. Luego
seguiré con una breve consideración de un elemento frencuentemente
olvidado en la discusión sobre la legitimidad cacical, vale decir, el papel del
patriarca como protector de la comunidad. Los siguientes capítulos mos­
traran cómo las tensiones de larga duración en torno al poder cacical final­
mente se resolvieron con la liquidación del patriarca nativo.

Los fundamentos andinos de la autoridad

La legislación colonial temprana en los Andes reflejaba


una tensión en torno a si las comunidades indígenas irían a ser goberna­
das por funcionarios designados por el estado, o por los sucesores here­
ditarios de los señores nativos. En México central, a lo largo del siglo

35
Cuando sólo reinasen los indios

dieciséis, se desarrolló una significativa ruptura entre los gobernadores


comunales y los caciques (tlatoqué). Los caciques locales mantuvieron los
honores y privilegios asociados a su noble título, pero el puesto de gober­
nador por lo general pasó a otras personas, que gozaban de la confianza
política de los funcionarios estatales8. En los Andes, por el contrario, no
se produjo este tipo de separación entre esferas de poder. La máxima
autoridad política sancionada por el estado en los pueblos indígenas se
mantuvo bajo el firme control de los linajes nobles locales. Hombres
como Matías Calaumana pudieron entonces declararse formalmente caci­
ques gobernadores, aunque normalmente bastaba invocar el título de
cacique como señal de gobierno9.
Dado que los caciques fundaban su poder en formas adscriptivas y
hereditarias de autoridad, tenían una gran preocupación por la genealogía
y la ascendencia, al igual que cualquier noble o aristócrata en otros con­
textos históricos y culturales. Dejando de lado las especulaciones acerca
de la descendencia matnlineal en tiempos precoloniales, hacia el siglo die­
ciocho la obsesión por el linaje entre las familias cacicales indicaba ante
todo una fijación en los ancestros masculinos. La miríada de conflictos de
sucesión por el cacicazgo en este siglo demuestra el conocimiento deta­
llado que tenían los pretendientes al cargo, no sólo de su propia genea-
logía sino de la de sus parientes y rivales. No era raro para un pretendiente
al cacicazgo el fundar su derecho en un sutil argumento referente al
parentesco en el siglo XVI. Así por ejemplo, Lucas de Meneses Cutimbo,
del pueblo de Chucuito (provincia del mismo nombre), argumentó en
1722 que su rival local descendía de un español intruso que llegó del sur
de Charcas en tiempos de la rebelión de Gonzalo Pizarro a mediados del
siglo dieciséis10.
Un argumento especialmente perjudicial en contra de un rival era que
no se supiera su origen. En 1736, en el pueblo de Curaguara de Pacajes
(provincia Pacajes), el cacique que ocupaba el cargo fue desafiado bajo el
argumento de que era “un indio bajo y ni aun su padre no se sabe quién
fue”. En Chulumani (provincia del mismo nombre), el cacique Martín
Mamani desconoció a su rival en los mismos términos, como un “indio
de inferior calidad cuyos ascendentes no se conocían respecto de ser
extraño en la comunidad y no saberse de su origen”11. Carecer de genea­
logía significaba carecer de rango noble y de derecho a la autoridad. El
conocimiento de los antepasados, que debía ser atestiguado por los ancia­

36
Lm estructura heredada de la autoridad

nos de la comunidad o a través los títulos o probanzas del estado colo­


nial, era un requisito para ejercer el poder.
La íntima asociación entre nobleza y origen (histórico) explica las refe­
rencias recurrentes de los caciques a sus “autores” desde tiempos pre­
cristianos o de la gentilidad. En Ancoraimes (Omasuyos), Bernardo
Callacagua se declaró el legítimo heredero noble al cacicazgo poseído por
sus padres y abuelos desde el tiempo de los gentiles12. Muchas familias de
caciques en la región de La Paz podían afirmar legítimamente el haber
sido reconocidas como nobles bajo el dominio Inka o descender directa­
mente de linajes Inkas. El cacique de Juli (Chucuito), Manuel Francisco
Chiqui Inga Charaja, sostuvo que su antepasado gentil había sido confir­
mado como noble por el Rey Inka del Perú Guayna Cápac “desde el
principio” [ah initio)13. La eminente familia Cusicanqui de Calacoto y Ca-
quingora (Pacajes) rastreaba sus ancestros hasta los nobles del siglo die­
ciséis Felipe Tupa Yupanqui y Gonzalo Pucho Guallpa, descendientes a
su vez del “gran” señor Tupa Inga Yupanqui. Un miembro de la familia
afirmó en 1783 que el propio nombre Cusicanqui evocaba la pureza de
sangre de la familia y su derecho al gobierno14.
Estas referencias de La Paz reflejan una conciencia cultural y políti­
ca ampliamente difundida acerca del origen y la identidad andinos, que
se desarrolló desde fines del siglo diecisiete y principios del dieciocho
como un “movimiento nacionalista neo-Inka” (Rowe) que se gestó
entre los caciques y nobles indios con educación15. Los descendientes
de los Inkas en el Cusco, por ejemplo, a menudo encargaban pinturas
de su árbol genealógico. En algunos casos, los caciques incluso inventa­
ron alegatos ficticios de que el Inka había reconocido a sus antepasados
en el período anterior a la conquista16. La extensión de esta cultura neo-
Inka entre los caciques de La Paz era relativamente limitada en compa­
ración con el Cusco, Lima y otros lugares de la Audiencia de Lima. Los
caciques aymaras de La Paz tenían pocos lazos políticos o de parentes­
co con familias del Cusco. Pocos de ellos habían estudiado en las escue­
las de elite para nobles indígenas, y no existían ceremonias urbanas,
como las del Cusco y Lima, donde las familias nobles participaban para
exhibir los emblemas de su prestigio ancestral. No obstante, la ocupa­
ción de la región por los Inkas dejó sin duda un conjunto de descen­
dientes legítimos, y los caciques lograron manipular los motivos Inkas
para acrecentar su autoridad.

37
Cuando sólo reinasen los indios

El ejemplo más notable de la cultura neo-Inka entre los caciques


aymaras de La Paz provinene de la poderosa dinastía de los Guarachi de
Jesús de Machaca (Pacajes). Los dos caciques más influidos por las nue­
vas tendencias fueron Pedro Fernández Guarachi, que gobernó entre los
anos 1660 y 1670, y su hijo José Fernández Guarachi, que lo sucedió en
1682 y gobernó hasta su muerte que se estima ocurrió a fines de los años
1730. Su conocimiento de las corrientes culturales de fines del siglo die­
cisiete y el dieciocho se debía posiblemente a su educación cusqueña, y
sabemos que José había viajado a Lima al menos en una ocasión17. Al
parecer, Pedro se contagió de la manía por los retratos de sus contem­
poráneos e hizo representar su imagen en el lienzo. Por lo general, estos
retratos eran incluidos en las postulaciones al cargo de cacique o en las
demandas de reconocimiento de nobleza que se hicieron a la administra­
ción colonial en el siglo dieciocho. Su hijo también encargó retratos y
guardaba en su posesión un retrato del Inka Yupanqui y su consorte.
Entrado el siglo diecinueve, los descendientes de los Guarachi continua­
ron comisionando trabajos que representaban a los sucesores dinásticos
del Inka y que incluían anotaciones acerca de su noble linaje18.
En sus reconstrucciones genealógicas, los Guarachi rastrearon su
ancestro hasta el señor aymara Apu Guarachi que gobernaba sobre un
vasto territorio altiplánico antes de la expansión Inka, desde el Desagua­
dero hacia la región de los Quillacas, con extensiones en los valles de
Potosí y Chuquisaca. De acuerdo a una leyenda familiar, Apu Guarachi
envió a sus dos hijos a presenciar la manifestación de Manco Capac en
Pacanctambo, y uno de ellos ayudo al Inka a someter a la población Qolla
de las orillas del lago Titicaca, por cuyo servicio fue recompensado con
un espléndido unku19. Los Guarachi también se declararon descendientes
de sangre de los Inkas Viracocha, Capac Yupanqui, Sinchi Roca y Maita
Capac, y a fines del siglo diecisiete se vincularon por matrimonio con la
hija de la familia Tito Atauchi, un clan Inka de Copacabana. De hecho,
fue nada menos que Pedro Fernández Guarachi, seguramente motivado
por el nuevo prestigio Inka en la época de sus estudios en el Cusco, quien
aseguró su prosapia Inka al casarse con Juana Quispe Sisa, hija del caci­
que de Copacabana20.
En los años 1730, José Fernández Guarachi incluyó entre la lista de sus
bienes una túnica antigua o unku que habría sido otorgada a sus antepa­
sados por su lealtad y colaboración militar, así como una litera en la cual
Lm estructura heredada de la autoridad

tradicionalmente se llevaba en andas a los señores andinos*. Aunque los


patriarcas Guarachi y otros caciques vestían por lo general a la moda
española, al parecer también encontraron ocasiones ceremoniales públi­
cas para lucir indumentaria Inka que inspiraba respeto y admiración entre
sus subditos locales. En el siglo dieciocho, los Guarachi portaban también
la vara de “alcalde mayor de los cuatro suyus de este reino”. En 1555
Carlos V habría otorgado este título peculiar, con sus resonancias de
dominación imperial Inka (Tawantinsuyu), a Alonso Tito Atauchi (un
antepasado Inka de la madre de José Fernández Guarachi) por sus servi­
cios en la captura de Francisco Hernández Girón. A solicitud de José
Fernández Guarachi, el título fue reconfirmado en 1720, aunque él se vio
obligado a pedir a las autoridades que clarifiquen exactamente qué rango
y jurisdicción estaban asociados con el cargo22.
La identificación con lo Inka y con la nobleza nativa en general servía
como una poderosa fuente de autoridad frente a la gente común de la
comunidad. Pero era una autoridad que podía ser susceptible de abuso. Un
impopular cacique de Mocomoco (Larecaja) buscó credibilidad declarán­
dose, con o sin fundamento, descendiente “legítimo de sangre de los reyes
Inkas’’23. En Carabuco (Omasuyos), los miembros de la comunidad alega­
ron: “Nos reponen que con nuestras personas, bienes y caballerías esta­
mos obligados a servirlos de balde, como a señores naturales...[y que]
podían cobrarnos hasta el piso de nuestras casas, como señores naturales...
Nos hacen despojar de cuando en cuando nuestros hijos, nietos, sobrinos
y parientes, llamando a este robo tan tirano chaco de niños y niñas, con que
tienen persuadido que los hijos naturales o expurios de las viudas y solte­
ras por el señorío natural corresponden a los caciques”24.

El reordenamiento colonial de la herencia andina

En algunos casos, las costumbres y códigos coloniales


españoles introdujeron distorsiones que minaron sutilmente las prácticas
tradicionales andinas. Un ejemplo se refiere a la autoridad adscriptiva
hereditaria. Aunque la corona española reconocía oficialmente a las auto­
ridades étnicas hereditarias existentes, lo hizo en gran medida siguiendo
sus propios principios y en sus propios términos. La nobleza nativa fue
concebida dentro del mismo marco de jerarquías feudales de status vigen­
tes en la península y, entre ellas, los caciques andinos resultaban tan sólo
una nueva y curiosa variante de los conocidos hidalgos españoles. La

39
Cuando sólo reinasen los indios

autoridad del cacicazgo era considerada como una suerte de título fami­
liar propietario, cuyos derechos se aplicaban a partir del código castella­
no de mayorazgos.
Más adelante se analizará con mayor detenimiento este código (ver
capítulo 3), pero aquí bastará mencionar uno de sus aspectos. En los con­
flictos por la sucesión al cacicazgo a lo largo del siglo dieciocho, gran
parte de la disputa genealógica giraba en torno a los privilegios de los pri­
mogénitos varones para acceder al cargo. Este privilegio fue introducido
y ampliado en conformidad con las reglas del mayorazgo español, lo que
implicó un desplazamiento significativo de los antiguos principios de
sucesión andinos, que eran más flexibles y, dado que incluían la capacidad
como criterio de elegibilidad, permitían un liderazgo étnico más efectivo.
De acuerdo a la tradición andina, el liderazgo podía pasar de un señor
fallecido a su hermano, la primogenitura no se valoraba de igual modo y
las mujeres eran elegibles para el ejercicio de cargos de autoridad25. El
derecho a la sucesión hereditaria por parte de las mujeres era vina de las
pocas tradiciones previas que la corona estaba dispuesta a respetar for­
malmente en el contexto andino, en caso de presentarse circunstancias
excepcionales. Sin embargo, la definición jurídica española sobre la natu­
ral “ineptitud” de las mujeres permitió a sus cónyugues asumir el papel
de administradores de sus propiedades y acceder en los hechos a posi­
ciones de gobierno26. Por lo tanto, las reglamentaciones del estado colo­
nial transformaron significativamente las nociones sobre las que se
asentaba la nobleza andina y estimularon las obsesiones de las familias
cacicales por los linajes masculinos, así como por la “pureza” y el origen
de ‘sangre de los mismos. De igual forma, como se verá con mayor
detalle en el próximo capítulo, la introducción de principios patriarcales
españoles más estrictos en la sucesión cacical contribuyó a la declinación
estructural a largo plazo de este sistema de gobierno andino

La política colonial en torno a las expresiones culturales


de la nobleza andina

Volviendo sobre la cuestión de la memoria histórica caci­


cal y el nuevo prestigio conferido a la nobleza nativa durante el siglo die­
ciocho, ¿qué significado tuvo la revalorización de las fuentes andinas
tradicionales de autoridad en las relaciones de los caciques con el orden
político colonial y con la corona española? Aunque el problema es com­

40
Lm estructura heredada de la autoridad

piejo, aquí podemos traer a colación dos interpretaciones divergentes, que


emanan de la historiografía cultural existente. Según uno de los puntos de
vista, la proliferación de retratos de caciques, las procesiones urbanas con
insignias reales Inkas y las demandas de los nobles a la corona para obte­
ner reconocimiento y privilegios (para citar sólo algunas de las caracterís­
ticas del “movimiento nacionalista Inka”) se mantuvieron en gran medida
dentro de las coordenadas formales de la cultura española colonial. En
sus vanantes políticas reformistas, este movimiento habría servido para
legitimar a la corona española como sucesora de la monarquía Inka del
pasado. La prueba política de esta hipótesis -se podría argumentar- resi­
de en el hecho de que a lo largo de la era de la insurgencia, la mayoría de
los caciques se apartó de la rebelión y tendió más bien a apoyar a las fuer­
zas reaccionarias del orden colonial27.
Según el otro punto de vista, la mezcla de formas y motivos culturales
andinos y españoles en el movimiento neo-Inka estuvo guiada por un
conjunto de estrategias simbólicas en las que los caciques usaron ingre­
dientes coloniales como un modo de subvertir sutilmente las jerarquías
coloniales en un nivel discursivo. El recurso que hacían los caciques a las
glorias pasadas del Tawantinsuyu y sus reclamos ante el soberano español
contenían una crítica a su propia subordinación en el virreinato peruano,
e implicaban una gravitación ideológica hacia una suerte de autonomía
andina. De hecho, siguiendo este mismo argumento, la distinción entre
caciques realistas “moderados” y líderes rebeldes era muy tenue —en el
caso del movimiento de Tupac Amaru, los dirigentes radicales eran por
lo general reformistas frustrados—y la continuidad percibida entre la
monarquía Inka y la española podía extenderse lógicamente a una restau­
ración utópica del reinado de los Inkas2*.
Está claro que hacen falta investigaciones y una visión más amplia para
resolver esta cuestión. El significado del “fidelismo” de los caciques a la
corona es de por sí un asunto complejo, y los elementos que formaron
parte del renacimiento cultural neó-Inka no pueden ser analizados tan
sólo a partir de una lectura textual formal, por muy sofisticada que ésta
sea. Es más, aunque el potencial político del movimiento neo-Inka fuese
un arma de doble filo, en última instancia deberíamos evaluar esta ideo­
logía en relación a sus aplicaciones prácticas y a la conducta política de
sus portadores en situaciones históricas cambiantes29.

41
Cuando sólo reinasen los indios

La dinámica histórica de La Paz, que se discutirá en los capítulos


siguientes, no permite dar sustento a la idea de un proyecto anticolonial
que habría estado siendo alentado secretamente por la elite cacical. La
vertiente crítica, contrahegemónica de la ideología neo-Inka, que se aso­
cia con la llamada “utopía andina”, fue sin duda históricamente significa­
tiva en determinadas regiones y coyunturas30. No obstante, el
renacimiento neo-Inka y la utopía andina no siempre iban de la mano. Sus
respectivos recorridos históricos eran sin duda complejos pero, a pesar de
su evidente entrelazamiento histórico, en los hechos eran diferentes. En
última instancia, para comprender las marcadas diferencias dentro del
sector cacical y el hecho de su colaboracionismo, debemos considerar
seriamente tanto el proyecto revolucionario de la utopía andina, sea en su
dimensión ideológica o en su expresión política, como el fidelismo con­
servador, en el mejor de los casos cauteloso y en el peor de los casos inte­
resado de los caciques, que pudo también haber estado inspirado por una
ideología neo-Inka. La utopía andina, como ideología revolucionaria,
pudo haber circulado ampliamente aunque su aceptación fuese más limi­
tada, pero lo más probable es que produjera algún rechazo político e ideo­
lógico en el grueso de la nobleza indígena. En la medida en . que el
movimiento neo-Inka se mantuvo en los límites de una campaña secto­
rial para aumentar el prestigio de la nobleza y permitirle el acceso a la edu­
cación así como a posiciones eclesiásticas, legales y burocráticas en el
virreinato, le faltó una verdadera conciencia proto-nacional, sea que se la
conciba en términos interclasistas (clases dominantes indígenas/cam­
pesinado, es decir, un nacionalismo “indio”) o en términos interétnicos
(nobleza indígena/elite criolla, es decir un nacionalismo “peruano”). En
este sentido, una asociación categórica entre los elementos “nacionales”
y “neo-Inkas” sería sin duda una exageración31. Si bien en algunos casos,
como el de Tupac Amaru, esta apreciación puede ser válida, en otros
casos, como el de los caciques Guarachi, claramente no lo es.
La figura conservadora de los caciques, que surge del estudio de La
Paz, toma en cuenta no sólo sus propias declaraciones —que después de
todo, hay que tomar con alguna reserva, como discurso que se emite en
un contexto colonial oficial—sino su comportamiento político efectivo.
La identidad política de los caciques en el orden andino colonial debe ser
apreciada no sólo en términos de la autorepresentación cacical ante la
corona y frente a las autoridades y elites coloniales, como es el caso de

42
Ea estructura heredada de la autoridad

gran parte de las expresiones culturales y políticas neo-Inkas, sino tam­


bién en relación a sus propias comunidades. Como se verá en los capítu­
los siguientes, en el caso de La Paz, la conducta política efectiva de los
caciques en relación a sus comunidades contribuyó rara vez a los proyec­
tos subversivos de la “utopía andina” y en última instancia demostró ser
un factor decisivo en la erosión de su poder.
La evidencia local que tenemos sobre La Paz nos revela cómo es que
los caciques, incluyendo a los más seducidos por el movimiento neo-
Inka, asentaron su autoridad en la identificación con el soberano
español reinante. Junto con su retrato del Inka y su consorte, José
Fernández Guarachi exhibía otro cuadro en su residencia de Jesús de
Machaca. Esta pintura fue descrita en su testamento de 1734 como una
representación del Inka y los reyes españoles, enmarcada en oro, que
seguramente era una copia de la imagen de los sucesores dinásticos rea­
les que se hizo famosa a través del grabado de 1725 atribuido a Alonso
de la Cueva, un intelectual y sacerdote de Lima32. En recientes estudios
críticos de historia del arte, se ha tratado de suavizar la interpretación
fidelista de este trabajo —que en el pasado fue visto como tina apropia­
ción colonial de los símbolos nativos con el fin de legitimar el dominio
español—explorando su significado peculiar para los caciques y sus sim­
patizantes criollos, como el propio de la Cueva, en el contexto del movi­
miento neo-Inka que, ahora lo sabemos, contribuyó a la producción de
este cuadro. Sea que se acepte o no esta lectura de las estrategias dis­
cursivas desestabílizadoras a partir de este grabado, está fuera de duda
el que su imagen de la sucesión dinástica sugiere que la soberanía Inka
y la española podían confluir en una fuente única e históricamente con­
tinua de autoridad para los caciques. Es difícil establecer en qué medi­
da tal noción estuvo difundida en el área rural, entre caciques menos
urbanizados que se mantuvieron al margen de los centros del renaci­
miento neo-Inka. Sin embargo, podemos señalar el caso del cacique de
Laza, Asencio Campos, cuyo linaje, se aseguraba, había sido “confirma­
do por el Rey desde el tiempo de la gentilidad”33.
Estudios críticos más recientes han mostrado expresiones fidelistas
similares en otras pinturas patrocinadas por los caciques de La Paz. E l
triunfo de María (1706) muestra a José Fernández Guarachi en el entorno
de los monarcas españoles Carlos II y Felipe V, sosteniendo a la Inmacu­
lada. En un mural de la Iglesia de Carabuco, fechado aproximadamente

43
Cuando sólo reinasen los indios

en 1768, el cacique Agustín Siñani y su esposa forman parte del séquito


del Emperador romano Enrique IV, quien rinde obediencia penitencial al
papa. Según análisis críticos de estas obras, existe en ellas un sutil sub-
texto que funda la lealtad de los caciques a los reyes españoles en la
subordinación de la autoridad secular a la autoridad divina34.
La asimilación de los códigos simbólicos de la Europa feudal por parte
de los caciques y su identificación con la realeza metropolitana pueden evi­
denciarse aún más en la adopción de emblemas heráldicos, especialmente
los escudos de armas familiares. En 1720, la corona concedió a José
Fernández Guarachi un permiso oficial para usar un escudo de armas. El
emblema de los Guarachi contiene una asociación extraordinaria de ele­
mentos dispares, desde las armas reales de los Borbones, hasta las que el
Rey Carlos V habría concedido al Inka Paullu en el siglo dieciséis. La fami­
lia Cusicanqui, cuyo abolengo se remontaba a Tupac Inka Yupanqui,
diseñó su escudo de armas conforme al escudo que habría sido otorgado
por Carlos V a Felipe Tupa Yupanqui y Gonzalo Pucho Guallpa en 154535.
Así como los caciques podían hacer un uso indebido de su prestigio
como miembros de la nobleza andina, también podían abusar de la auto­
ridad de que fueron investidos por la corona. En 1755, el cacique de Yun-
guyo (Chucuito) se apropió arbitrariamente de los bienes de comunarios
fallecidos, señalando que sólo estaba actuando a nombre del rey. En 1756,
el cacique de Guaycho (Omasuyos) negó las acusaciones de que se habría
estado llamando rey” en el contexto de ciertas disputas locales; el habría
indicado únicamente que el rey lo había instalado en el poder con el fin
de llevar a cabo su soberana voluntad36. Esta confianza en el respaldo de
la corona iría en aumento a medida que los caciques fueron objeto de cre­
cientes cuestionamientos por parte de sus comunidades a lo largo del
siglo dieciocho.

Méritos y honores de la nobleza cacical

La autoridad de los caciques derivaba directamente del


reconocimiento de su nobleza y gobierno hereditarios por parte de la
corona; se veía reforzada además por los méritos y servicios prestados al
soberano. Si bien los caciques podían mencionar los servicios que sus
familias habían prestado tanto al Inka como a la corona española, una vez
más parece que el uso de códigos coloniales españoles era el principal res­

44
La estructura heredada de la autoridad

paldo de sus pretensiones y demandas. Esto es especialmente evidente en


el hecho de que los caciques citaban con frecuencia los servicios militares
prestados por sus antepasados. Desde la reconquista de la península ibé­
rica -la recuperación por los reyes católicos del territorio controlado por
los musulmanes—las hazañas militares a favor de la corona fueron reco­
nocidas como sustento legítimo para la condición de nobleza. La misma
lógica se transfirió al Nuevo Mundo, y la importancia de su adopción por
parte de los caciques andinos no debe ser subestimada.
Cuando las familias cacicales enumeraban sus méritos militares para
fortalecer sus derechos al gobierno, afirmaban en forma explícita su leal­
tad al rey, a la par que asumían en mayor o menor grado una visión
española de la historia. Ya que la reconquista peninsular y el colonialismo
en el Nuevo Mundo involucraban a la vez un dominio territorial y políti­
co sobre poblaciones consideradas paganas, sean moros, judíos o indios,
los caciques adoptaron la ideología civilizatoria de la supremacía históri­
ca europea. Para los caciques andinos, por lo general, la legitimidad de la
conquista a lo largo de siglos de dominio colonial se había reafirmado
históricamente a través de sucesivos episodios en los cuales ellos y sus
familias participaron lealmente e incluso sucumbieron. El episodio más
dramático de entre ellos fue, irónicamente, la “pacificación” de la insu­
rrección neo-Inka en 178137.
Nuevamente, la colección de pinturas de José Fernández Guarachi nos
brinda evidencias al respecto. Uno de estos trabajos, titulado Lm batalla de
los Urus, celebraba el aniquilamiento de la revuelta de los “infieles” Urus
del río Desaguadero en 1676 a manos de Pedro Guarachi. Por este servi­
cio a la corona, el clan Guarachi fue premiado con el territorio Uru de
Iruitu. Los servicios de Pedro Guarachi incluían la marcha a la ciudad de
La Paz para ayudar a sofocar disturbios en la década de los años 1660, así
como la conducción de expediciones para desalojar asaltantes de caminos
de los valles de Moquegua en la costa del Pacífico y Llangabamba en la
provincia Sicasica. Cuando en la costa fueron divisados barcos enemigos
de Inglaterra, a Guarachi también se lo designó capitán general de los
indios de Pacajes, reclutados para la defensa del puerto de Arica38.
Cuando Martín Mamani emprendió acciones en defensa de su derecho
al cacicazgo de Chulumani en 1799, declaró que sus antepasados habían
sido los primeros caciques “desde la conquista”. Proclamó sus propias
hazañas en la frontera de las tierras bajas, como comandante en jefe de la

45
Cuando sólo reinasen los indios

compañía de indios que llevó a cabo la “conquista” (también descrita


como “descubrimiento nuevo”, “reducción nueva” y “nueva misión”) de
los “bárbaros” en territorio de los Mosetenes. Estos méritos incluían
arduos trabajos de apertura de rutas y la construcción de vina iglesia para
los indios de Bope (a los que confunde con Chiriguanos). De igual modo,
en el contexto de la insurgencia y pacificación de 1781, expuso la fideli­
dad de su familia al rey de España y los servicios militares que le prestó.
Cuando los líderes insurgentes —incluyendo supuestamente al propio
Tupac Amaru—intentaron reclutar a su padre para el movimiento, Dioni-
cio Mamani denunció sin demora este hecho ante el corregidor. De ahí
en adelante, Dionicio prestaría servicios en varias campañas contra los
insurgentes, junto a sus hijos, hasta que en una de ellas perdió la vida39.
En gran parte de la documentación del período colonial tardío, las fami­
lias de los caciques solían recapitular sus sacrificios y actos heroicos
durante la guerra civil y la nueva conquista de 1781. Hacían alarde de
tener títulos militares oficiales; para ello obtuvieron documentos de pro­
minentes autoridades coloniales en certificación de sus hazañas.
Aunque en la sociedad andina prehispánica las proezas y servicios
militares en favor de los gobernantes nativos pudieran haber revestido
igual importancia, en estos casos existe una cualidad claramente colonial
y española en las probanzas de méritos cacicales del siglo dieciocho. Tales
servicios y méritos eran significativos no sólo como sustento de las pre­
tensiones de nobleza cacical bajo el regimen colonial; servían también
para afirmar las prerogativas de su rango, definidas por un aspirante al
cacicazgo como “empleo, honores y regalías”40.
El código de honor de los caciques, cómo testimonio de virtudes indi­
viduales y posición social, emanaba de las fuentes andinas de la nobleza
hereditaria indígena, tanto como de las fuentes políticas españolas que
invistieron a los caciques gobernadores con un rango de alta jerarquía.
Por ello, no debe sorprendernos que el poder colonial, tal como había
refundado la autoridad cacical en el siglo dieciséis, influyera en el siglo
dieciocho justamente sobre las prácticas y discursos del honor cacical.
Cuando el cacique de Guaqui Pedro Limachi fue criticado por las comu­
nidades de su jurisdicción en 1771, se sintió obligado no sólo a repudiar
el ,complot en su contra, sino también a acudir a un código netamente
español: “principalmente por vindicar mi honor, crédito y buenos proce­
dimientos que notoriamente los profeso”41.

46
La estructura heredada de la autoridad

Es de crucial importancia señalar cómo la nobleza de los caciques, que


había sido firmemente establecida en la tradición andina, entró en corres­
pondencia con el código colonial español según el cual eí honor se definía
a partir de la superioridad sobre los vencidos42. En tales casos, para la
nobleza cacical, el honor significaba “distinción” con respecto a los
indios plebeyos. Para justificar su propia rectitud y buen comportamien­
to, los caciques no dudaron en utilizar el discurso colonial español acerca
de los indios, como seres burdos, patéticos, irracionales, solapados, y por
lo general incivilizados. En la mencionada disputa de 1771 en Guaqui, el
cacique Limachi denunció las “antiguas costumbres de infidelidad y liber­
tinaje” de los indios, en tanto que sus defensores pusieron en relieve el
contraste entre la “urbanidad” del cacique y la “falsedad” de los “indios
brutos y pusilánimes” que se le oponían. Faustino Pabón, cacique de Iru-
pana (Chulumani), arremetió contra sus súbditos “flojos y tramposos”
como “hijos de la novedad, mentira y maldad”. Añadió que “no tienen
por objeto primario la verdad sino el influjo y la sedición”43.
Un par de ejemplos adicionales puede ilustrar cómo los caciques mani­
pulaban la sanción real para reforzar su autoridad, y en particular cómo
el código de honor de los caciques, formulado en términos de distinción
respecto a sus súbditos indígenas, era representado a veces por medio de
rituales de subordinación política de corte feudal. Los miembros de las
comunidades de Jesús de Machaca denunciaron cómo su cacique, Pedro
de la Parra, acostumbraba a realizar cobros arbitrarios a nombre del rey,
ordenando a los indios cumplir sus órdenes como “señor de vasallos”.
Exigía que sus súbditos le “reverenciaran”, descubriéndose la cabeza y
botando su bolo de coca en su presencia. Cuando los comunarios deman­
daron a Parra por sus abusos de autoridad, declararon que “como no
teníamos quien interpusiese en nuestro favor, no hicimos otra cosa que
cerrar los labios y rendir las genuflexiones de humildad, como de cos­
tumbre nos mandaba aquel cacique le hiciésemos toda la vida”44.
Un segundo ejemplo puede resultar necesario, ya que podría arguirse
que Parra era en realidad un usurpador mestizo del cacicazgo y por lo
tanto no era representativo de las ilustres familias de la nobleza indígena.
Cuando la familia del patriarca Diego Choqueguanca de Azángaro, en la
provincia del mismo nombre, fue cuestionada por la comunidad, el hijo
del cacique, José, recurrió a la corona para defender los derechos de su
familia, declarando que sólo el rey tenía la autoridad para sacar a su padre

47
Cuando sólo reinasen los indios

del cacicazgo. Luego de recibir el título de Comandante General de cua­


tro provincias durante la represión militar a la rebelión de 1781, José Cho-
queguanca prohibió a los indios llevar montera en su presencia45.

Signos coloniales andinos de autoridad

Aunque existe poca información sobre las prácticas


rituales tradicionales vinculadas al prestigio y al acceso privilegiado de
los caciques a la tierra y a la fuerza de trabajo comunaria, sabemos que
estos privilegios datan de tiempos anteriores a la conquista. Posterior­
mente, estos derechos fueron reconErmados y reglamentados por la
corona, de acuerdo al código español para la nobleza feudal. Si los caci­
ques eran vistos como una variante americana de los hidalgos peninsu­
lares, era lógico que continuaran usufructuando de los gajes de su
posición, tal como lo hacían las clases acomodadas españolas. Para los
señores nativos del siglo dieciocho, su control privilegiado sobre deter­
minadas tierras y servicios laborales de las comunidades emanaba tanto
de la tradición hereditaria local, como de su ratificación por la corona
en tiempos coloniales.
Aparte de los escudos de armas cacicales, que combinaban blasones
andinos y españoles en el marco de una heráldica europea46, otro emble­
ma político que portaba el cacique era la vara o bastón de mando. Aun­
que existen evidencias arqueológicas sobre un antecedente precolombino
de este símbolo de autoridad en la región andina, los españoles introdu­
jeron una variante colonial del bastón de mando a lo largo y ancho de sus
posesiones coloniales americanas, para su uso por los señores étnicos47.
Como signo en el que confluye tanto la autoridad étnica como la sobe­
ranía estatal colonial, el bastón de mando se hallaba investido de una
complejidad simbólica particular y relativamente inestable. Durante el
turbulento siglo dieciocho, a medida que la legitimidad estatal se ponía
crecientemente en cuestión, la vara o bastón de mando podía transfor­
marse de fuente de prestigio en objeto de antipatías anticoloniales48.
Los caciques gobernadores asumían posesión formal como autorida­
des del cacicazgo en una ceremonia en la que ritualmente “recibían el
bastón”. En tales ocasiones, el corregidor convocaba a los miembros de
la comunidad a la plaza del pueblo, donde acudían los notables, autorida­
des y la gente del común, a quienes se sumaban los residentes y autorida­

48
jLa estructura heredada de la autoridad

des españolas tales como el párroco y el protector de indios de la pro­


vincia. El corregidor presidía la ceremonia, que se llevaba a cabo a la
entrada del cementerio de la iglesia, un domingo a la hora de la misa prin­
cipal. El pregonero del pueblo daba lectura al decreto del corregidor,
quien posesionaba al cacique entrante, le instruía sobre su deberes como
gobernante y amonestaba a los miembros de la comunidad para que le
presten obediencia. El corregidor ministraba entonces “posesión real y
corporal” al cacique. Lo tomaba de la mano y lo sentaba en la tiana, una
especie de trono tradicional de los señores andinos; es de suponer que en
estos momentos le hacía entrega del bastón de mando o vara de autori­
dad cacical. El cacique entonces hacía votos, como dueño del cacicazgo
(Jure domini vel quasi) ante el dios cristiano y el corregidor, para gobernar a
sus súbditos con amor y justicia. Luego de que el corregidor ordenaba
nuevamente a los indios para que lo acepten como cacique, con gran
alborozo los comunarios se dirigían al cacique, compitiendo para abra­
zarlo y hacer demostraciones de satisfacción por su nombramiento. Final­
mente, el cacique auspiciaba un gran banquete para complacer a sus
súbditos y desplegar su buena voluntad hacia ellos49.
Hay algunos puntos que pueden ponerse en relieve acerca de este
típico ritual político. Entre los aspectos andinos tradicionales de la cere­
monia puede mencionarse el regocijo comunitario y las demostraciones
de aceptación al cacique, así como sus actos de reciprocidad festiva;
pero el uso de la tiana resulta el más evidente vestigio del ceremonial
político prehispánico, ya que evocaba la memoria de los antepasados del
cacique que se habían sentado en ella. En la “magnífica” celebración en
honor del cacique de Chulumani, Dionicio Mamani se sentó en una
tiana de oro labrada por la comunidad, que se reservaba a los sucesores
hereditarios del cargo50.
Sin embargo, es natural que el significado de una forma cultural parti­
cular variase de acuerdo con el contexto histórico específico, y el siglo
dieciocho se hallaba a gran distancia del contexto anterior a la conquista.
En este caso, aunque la tiana pudo haber adquirido un potencial contra-
hegemónico para la comunidad, como recordatorio de su tradición polí­
tica autónoma, el corregidor orquestaba la ceremonia de sentar al cacique
en ella como un ejercicio simbólico de subsunción de la autoridad étnica
al poder estatal colonial.

49
Cuando sólo reinasen los indios

Finalmente, es importante señalar el papel pasivo de la comunidad en


la ceremonia, y el paternalismo que destila del libreto ritual. Los comu-
narios participaban sólo al final de la ceremonia, haciendo fila para
demostrar su aprecio por el cacique, quien ya había sido “sentado” en la
tiana por el corregidor. El ritual sugiere una ausencia de mecanismos for­
males de control comunal sobre su gobernador y muestra las severas limi­
taciones existentes para que la autoridad rindiese cuentas de sus actos
ante la comunidad51. En la práctica, existían modos informales de nego­
ciación de la legitimidad cacical, que involucraban expectativas de com­
portamiento tradicionalmente definidas que estuvieron en vigencia hasta
fines del período colonial. No obstante, a medida que se profundizaba la
erosión de la legitimidad cacical en el siglo dieciocho, los límites formales
para una mayor participación democrática de las comunidades en la polí­
tica se volvieron crecientemente problemáticos. Los miembros descon­
tentos de la comunidad se volcaron hacia las cortes estatales para resolv .r
disputas internas, generando voluminosos expedientes y litigios durante
ese período, y cuando se agotaron los recursos legales, la respuesta final
a las restricciones sufridas por las comunidades fue la violencia colectiva.
Los rituales de posesión del cacicazgo, una conjunción simbólica de ele­
mentos culturales andinos y españoles, nos permiten vislumbrar una de
las formas de estas restricciones coloniales y patriarcales.
•>

El patriarca como protector

La historiografía colonial ha puesto en evidencia cómo las


negociaciones, a veces tan delicadas, en torno a la legitimidad cacical
dependían de las ambivalentes funciones económicas y culturales de los
caciques en la sociedad colonial. Empero, es también importante consi­
derar un factor más directamente político que apuntaló dicha legitimidad,
el cual ha recibido escasa atención en la literatura. La imagen común del
cacique como intermediario entre la comunidad y las fuerzas coloniales,
llámese el estado o el mercado, describe en forma precisa la posición
estructural del cacique en la sociedad colonial. Sin embargo, los miem­
bros ordinarios de la comunidad percibían a su cacique como algo más
que un ocupante de un espacio intermedio. En este sentido, lo que preo­
cupaba a los campesinos aymaras no era sólo la función del cacique en la
reproducción material de la colectividad o su papel como máximo repre­
sentante de la comunidad ante el estado (es decir, un interlocutor o repre­
L¿z estructura heredada de la autoridad

sentante legal sancionado oficialmente), sino su papel como guardián de


la comunidad en los conflictos políticos locales52.
El cacique colonial hacía las veces de agente estatal y al mismo tiem­
po de administrador de los recursos locales. Para la comunidad, también
ejercía una autoridad política fundamental cuando, por ejemplo, litigaba
en las cortes a nombre de la comunidad, defendía sus límites territoriales
o recurría a la información vital de su archivo de documentos sobre tie­
rras, tributos y los antiguos caciques, sus antepasados. Aunque el papel
del cacique como protector de la comunidad podía cruzarse con las defi­
niciones estatales de su función como tutor o apoderado legal de los
comunarios (que eran vistos como menores de edad), en los hechos su
papel tenía mucho mayor significado para los campesinos de las comuni­
dades. Aunque este significado no resulta fácilmente accesible a través de
los documentos, ya que éstos reflejan el punto de vista de la burocracia
colonial y ponen énfasis en los intereses estatales investidos en la autori­
dad cacical, es posible tener alguna idea de sus implicaciones.
Como veremos en el capítulo siguiente, los campesinos contaban
con sus caciques para “defenderlos”, “protegerlos” y brindarles “ampa­
ro”. En el curso de la gran insurrección de 1781, expresaron estos sen­
timientos al profesar lealtad a Tupac Amaru: “Nuestro Inka Gabriel
vive, lo juramos, pues, como rey porque viene legalmente, y lo recibi­
mos, y todos los indios perciben que defiende sus derechos”53. Bajo cir­
cunstancias más normales, en los años 1750, los miembros de la
comunidad de Palca (Sicasica) insistieron en la “obligación” de su caci­
que de “patrocinarlos”54.
Este “patrocinio” fue interpretado de forma explícitamente paterna­
lista. Según se dice, Cayetano Berrasueta solía jactarse de que, en sus vein­
tiséis años como cacique de Chucuito (provincia del mismo nombre), “no
ha perjudicado a ningún indio, por cuyo motivo todos los de su parciali­
dad le daban el renombre de Padre”. Un anciano de Irupana habló de la
“obligación que tenía y tiene un gobernador, que está en lugar de Padre y
nosotros de sus hijos, que debe de cuidarnos y celarnos”55. Podríamos
poner en cuestión este discurso de protección como una retórica colonial
formal que habría sido adaptada por los indios en su estrategia ante las
cortes y el estado colonial. Sin embargo, existe evidencia de que este dis­
curso no sólo se restringía al tipo de contextos burocráticos suceptibles
de dejar huella documental. Como informaron más tarde algunos testi­

51
Cuando sólo reinasen los indios

gos, este discurso salía a luz espontáneamente en las comunidades, espe­


cialmente en momentos de tensión social.
Además, existen evidencias de que la noción de un protector
patriarcal es propia de una tradición aymara anterior a la conquista. En
el diccionario aymara de Ludovico Bertonio (1612), el término “Padre,
que acude a otra persona como si lo fuera”, está asociado semántica­
mente con “amparo”, “defensor”, “refugio”, términos exaltados que
significan “uno en quien hallan todo amparo”. Estas glosas se derivan
metafóricamente de las palabras aymaras para “fortaleza”, y se refieren
a las paredes de piedra que se construían como linderos de las chacras
y tierras comunales, para manener en vereda a los animales que hacían
presa de los cultivos56.

Bajo el mando del cacique: nombramiento, funciones y


obediencia de las autoridades subalternas

La estructura de la autoridad tradicional en los Andes, por


debajo del nivel del cacicazgo, ha permanecido como un punto oscuro en
la documentación, debido a la enorme variedad de formas que asumió en
el nivel local y a la escasez de estudios etnográficos e historiográficos. A
lo largo de décadas, los estudios antropológicos de comunidades han pro­
porcionado gran riqueza de información sobre las autoridades locales en
la política comunitaria en general, pero se han limitado a análisis más
generales y comparativos. Las transformaciones históricas en lo tocante a
la estructura de las autoridades comunales, que nos interesan especial­
mente aquí, han recibido escasa atención57.
Esta misma diversidad local puede hallarse en la región de La Paz, por
ejemplo para el caso de los funcionarios indígenas a cargo del gobierno
de los pueblos: alcaldes, regidores y alguaciles. Desde las ordenanzas del
Virrey Toledo en el siglo dieciséis, pasando por las prescripciones de las
Leyes de Indias compiladas a principios del siglo diecisiete, hasta las orde­
nanzas del Virrey Duque de La Palata a fines del mismo siglo, la legisla­
ción oficial no mantuvo una uniformidad perfecta. No debe
sorprendernos, por ende, que en el siglo dieciocho no hubiera un esque­
ma definido para la designación de alcaldes, y que la presencia de regido­
res y alguaciles llegara a darse sin orden ni concierto58.
En este acápite se pasará revista a las funciones y modos de nombra­
miento de las autoridades políticas locales, y se concluirá con una reflex­

52
La estructura heredada de la autoridad

ión sobre su relación con los caciques antes del colapso de los cacicazgos.
No he enmarcado esta discusión exclusivamente en torno al cabildo o
gobierno municipal, como lo haría un historiador del México colonial. En
el sur los Andes, el cabildo no era una institución tan consolidada como
en la Nueva España, y una autoridad fundamental como lo fue el jilaqata
ejercía el gobierno de su ayllu sin tener jurisdicción en el pueblo. He opta­
do también por no tocar aquí el sistema de cargos político-religiosos,
puesto que trataré la información disponible al respecto en el siguiente
acápite. Como se verá, la presencia histórica de las formas institucionales
españolas del cabildo, de la cofradía (hermandad religiosa del laicado), así
como de la escalera de cargos en la región rural de La Paz no puede ser
comprendida al margen de la organización más duradera del ayllu y de la
dinámica más profunda de las relaciones de poder locales.
La autoridad que secundaba al cacique se llamaba la segunda persona
de cacique. Este puesto de segundo rango se mantuvo desde tiempos
prehispánicos, y tenía un status complementario, aunque subordinado,
que debería comprenderse en el marco de la lógica dualista de la organi­
zación social andina tradicional. En el siglo dieciocho, las funciones del
segunda eran ante todo tributarias, aunque existe evidencia de que pudo
haber ejercido como cacique suplente en su ausencia. Como su rango
correspondía formalmente al de un cacique, su esfera de poder también
abarcaba la parcialidad y su base estaba en el pueblo. Actuando bajo la
égida del cacique y fuera de las disposiciones legales coloniales que regla­
mentaban el gobierno de los pueblos, el segunda podía ejercer su cargo
por períodos más largos que otras autoridades55.
En principio, debido a su alta posición en el esquema segmentario de
las comunidades, podría esperarse que el segunda fuese una figura más
poderosa que el alcalde o el jilaqata. Pero en los hechos, éste no parece
ser el caso, evidentemente debido a un prolongado proceso de degrada­
ción de su autoridad. Aunque era reconocido informalmente por las auto­
ridades coloniales regionales, el segunda no gozaba de la sanción oficial
del estado, como lo hacía el alcalde, ni tampoco era considerado un inter­
mediario estratégico para el gobierno colonial. En períodos anteriores,
sus actividades podrían haber sido mucho más amplias. Hacia el siglo die­
ciocho, a medida que sus funciones se iban restringiendo a la de mero
cobrador de tributos, su papel fue incluso menos importante que el del
jilaqata, quien recorría estancia por estancia visitando a las familias con el

53
Cuando sólo reinasen los indios

fin de cobrarlo directamente60. Otro signo de la debilidad institucional del


cargo fue la participación irregular del segunda en los testimonios jurídi­
cos y en las movilizaciones colectivas de las comunidades.
En los escasos documentos que registran la lista de autoridades comu­
nales, es evidente que se menciona en primer lugar al segunda, seguido de
los alcaldes, regidores, alguaciles y finalmente jilaqatas. Sin embargo,
dadas sus restringidas funciones y su conspicua ausencia en asuntos de
importancia para las comunidades, podemos inferir que existió cierta dis­
crepancia entre el rango formal de su cargo y el poder que efectivamen­
te ejerció. Asimismo, en algunas markas, el segunda no parece haber
siquiera existido, quizás por haberse convertido en un cargo superfluo a
lo largo de la historia colonial.
Las autoridades indígenas que ejercían cargos oficiales en el gobierno
de los pueblos —alcaldes, regidores y alguaciles—fueron concebidos ini­
cialmente por el Virrey Toledo siguiendo el modelo de la institución del
cabildo peninsular. Su administración y representación local, que fue defi­
nida por el Duque de la Palata como un “gobierno económico”, no
incluía originalmente responsabilidades en la recaudación del tributo, y en
el caso de los alcaldes y alguaciles, implicaba principalmente funciones de
judiciales y de policía61. Podemos tomar un ejemplo común de Tiwanaku
en 1766, donde el alcalde fue facultado legalmente para arrestar malhe­
chores en la jurisdicción del pueblo, atender casos de delitos menores y
administrar los correspondientes castigos. Los delitos considerados “gra­
ves”, como el homicidio o el abigeato de muías, debían ser denunciados
ante el corregidor. En estos casos, el alcalde podía embargar las propie­
dades de los acusados. Tenía también que proteger a las familias, ganado
y tierras de la comunidad, tanto de la codicia de gente no indígena como
de los rebeldes. Asimismo, debía castigar infidelidades conyugales, borra­
cheras e idolatrías, asegurar el pago puntual de los tributos, la asistencia a
misa y el orden público en general62. A pesar de las facultades que les fue­
ron conferidas legalmente, los registros documentales ofrecen escasa evi­
dencia de que los alcaldes indígenas prestaran audiencia en juicios o
administraran justicia como jueces en primera instancia. Antes bien, te­
nían la responsabilidad de hacer cumplir la ley, actuando a requerimiento
de los caciques, el corregidor y sus agentes, los párrocos u otros funcio­
narios coloniales visitantes.

54
L¿z estructura heredada de la autoridad

Esto sugiere que en la práctica existían divergencias significativas entre


el esquema español original para las autoridades del cabildo y la práctica
política local en las zonas rurales de los Andes. La evidencia muestra tam­
bién que los alcaldes llevaban a cabo numerosas actividades adicionales,
sin seguir instrucciones estatales formales, en función de las necesidades
contingentes de Jas comunidades y de las órdenes recibidas de parte de
autoridades superiores. Estas actividades incluían el servir de testigo en
autos judiciales —como ser testamentos en casos de emergencia—, el con­
vocar a asambleas comunales presididas por el cacique o el custodiar,
junto al alguacil, las propiedades confiscadas63. Durante el período de las
intendencias que comenzó en 1782, se hicieron esfuerzos para ampliar la
jurisdicción de las autoridades gubernativas indígenas de los pueblos. En
las décadas de los años 1780 y 1790, se enviaron subdelegados a las áreas
rurales para formalizar la elección de alcaldes, alguaciles y regidores64.
Asimismo, los alcaldes ya no sólo servían como administradores de justi­
cia, y podían asumir nuevas responsabilidades en el régimen tributario. El
artículo 10 de la Ordenanza de Intendentes instruía a los alcaldes recau­
dar el tributo en aquellos pueblos donde las autoridades coloniales no
habían designado recaudadores formales65. Este cambio se llevó a cabo
como parte de un reordenamiento más amplio de las relaciones políticas
entre el estado y los ayllus en las postrimerías del régimen colonial.
Dos otras autoridades introducidas por Toledo eran el alguacil y el
regidor. El alguacil es descrito en ocasiones como un funcionario auxiliar
de bajo rango, subordinado al alcalde. Solía actuar como emisario judicial
para el alcalde u otras autoridades, como guardián o alguacil, o como
miembro de una “cuadrilla” para arrestar sospechosos criminales en su
jurisdicción66. En la práctica, el número de alguaciles y regidores era varia­
ble de pueblo a pueblo.
Conforme al modelo del cabildo español, el regidor era un miembro
del concejo de gobierno del pueblo, de rango más elevado que el algua­
cil, y participaba en las elecciones y en diversas tareas administrativas. Su
bajo perfil, y su invisibilidad en la documentación de La Paz, sugiere pre­
cisamente la vaguedad de esta institución en las áreas rurales. Se lo men­
ciona como escolta de prisioneros, lo que indica que ejercía funciones
policiales, así como en calidad de votante para la elección de alcaldes, aun­
que las referencias a este su papel son muy escasas y dudosas, quizás
como xana forma deliberadamente confusa de impresionar a las autorida­

55
Cuando sólo reinasen los indios

des con la imagen de un gobierno del pueblo en perfecto funcionamien­


to67. En ausencia de una función política definida con mayor claridad,
podemos suponer que el regidor era un funcionario de bajo rango, equi­
valente al de alguacil, que llevaba a cabo diversas actividades bajo órdenes
de otras autoridades.
Aparte de sus diversas funciones internas, todas estas autoridades
actuaban en conjunto como representantes políticos de la comunidad
hacia los poderes externos. Su presencia colectiva era importante en el
plano simbólico durante los eventos políticos ritualizados, como ser la
entrega del tributo, la recepción de dignatarios visitantes y la delimitación
o reavivamiento de mojones en los linderos territoriales de la comunidad.
Al igual que el cacique, estas autoridades portaban varas de autoridad que
les eran confiadas durante las ceremonias anuales de posesión. Luego de
su elección, los alcaldes también recibían títulos estatales que certificaban
su rango como funcionarios de la república. El alcalde, el regidor y el
alguacil cumplían funciones durante un año, al igual que otra autoridad
local importante, el jilaqata.
El jilaqata era ostensiblemente la autoridad de menor rango, ya que
carecía de jurisdicción en el pueblo, a diferencia de los otros cargos.
Representaba únicamente a su propio ayllu, y no tenía influencia sobre los
miembros de otros ayllus dentro de la misma parcialidad. Esta subordi­
nación formal se hace evidente en las listas de autoridades por orden de
rango que se presentaban en las asambleas públicas, donde los jilaqatas
siempre son mencionados al final, después de regidores y alguaciles. Sin
embargo, jugaban un papel fundamental en el régimen tributario, y la pri­
macía del ayllu local como una célula vital de la organización comunal en
su conjunto es lo que da cuenta de la importancia especial que tiene el jiia-
qata en nuestro período de estudio. Como se verá más adelante, a raíz de
la transformación de las relaciones de poder locales en la fase final del
siglo dieciocho, se confirió una nueva y mayor responsabilidad a los jila­
qatas, que eran los representantes permanentes e irremplazables de la
base comunal.
Aunque a diferencia de otras autoridades introducidas por Toledo no
se los certificó como parte del gobierno local de los pueblos, el papel de
los jilaqatas en la recolección de tributos a nivel de base se reconoció cla­
ramente y los convirtió en figuras indispensables para el estado colonial.
Con respecto a su función tributaria, el jilaqata por lo general servía como

56
1-a estructura heredada de la autoridad

un nexo entre, por un lado, el ayllu local y, por otro, el cacique, el centro
municipal y la comunidad más amplia de la marka.
Tomemos otro ejemplo concreto de lo señalado, que puede verse
esencialmente como una variación de la misma función tributaria. De
acuerdo con la costumbre local, los jilaqatas eran responsables de reunir
comida y regalos en sus ayllus con el fin de atender al corregidor y su
entorno durante las visitas al pueblo de Calacoto (Pacajes)68. Ya sea aten­
diendo al corregidor, o haciendo mandados para los caciques, dispone­
mos de muchos ejemplos de jilaqatas que prestaban servicios a las
autoridades en los pueblos. Pero la documentación también nos muestra
que lo que era sin duda un servicio consuetudinario dio lugar con el tiem­
po a una serie de abusos cada vez más arbitrarios e injustos, expresados
en la manipulación de los jilaqatas y otras autoridades locales de la comu­
nidad. Esto provocó un natural resentimiento e intensificó la significa­
ción política de estas autoridades.
El jilaqata también servía como representante simbólico del ayllu en
ocasiones rituales, y ejercía un liderazgo político práctico en circunstan­
cias más espontáneas, especialmente cuando recibía presiones en tal
sentido, sea por parte de las autoridades superiores o por la mayoría de
los miembros de su ayllu. Dicho liderazgo incluía el alentar a los comu-
narios en las batallas en defensa de sus linderos, o el encabezar juicios
y demandas legales para protestar contra los abusos que sufría la comu­
nidad. Este papel político, que fue relativamente restringido en la pri­
mera mitad del siglo dieciocho, alcanzó inusitadas dimensiones en una
era de convulsión social, movilización campesina y transformación
interna de las comunidades.
Puede señalarse otro aspecto en relación con la discusión de las funcio­
nes de autoridad: no existen evidencias en el sentido de que los jilaqatas
controlaran los asuntos administrativos fundamentales del ayllu local. Antes
bien, como se señaló en los anteriores capítulos, parece que los caciques
tenían a su cargo la distribución de tierras a las familias campesinas y la
organización de la producción agrícola en las parcelas familiares, así como
la selección de los mit’ayos del pueblo que debían servir por turno en las
minas y los encargados de pasar preste y otras actividades similares. Nue­
vamente, aquí puede verse las fundamentales transformaciones que se lle­
varon a cabo hacia fines del siglo con la ampliación de las funciones del
jilaqata mucho más allá de la esfera tributaria69.

57
Cuando sólo reinasen los indios

Dado que la elección de alcaldes y otros funcionarios del gobierno


de los pueblos era una preocupación formal del estado colonial, existe
alguna documentación a partir de la cual podemos reconstruir el nom­
bramiento de estas autoridades. De otra parte, el nombramiento de los
segundas y jilaqatas quedaba fuera del alcance del estado y, por lo tanto,
existe muy poca evidencia al respecto. Sin embargo, podemos traer a
colación el ejemplo de Laja (Omasuyos) en 1802. El domingo antes de
la fiesta de Santiago a fines de julio, el cacique Luis Eustaquio Balboa
Fernández Chui convocó a una junta de los principales de la comuni­
dad (los de “primer viso del gremio de indios”) con el fin de “nombrar
y elegir” a la segunda persona y los jilaqatas, así como al capitan ente-
rador de mit’a, y los mit’ayos (cédulas) de ese año para Potosí. La con­
currida asamblea se llevó a cabo después de la misa en el patio de la
propia residencia del cacique. Se arreglaron muchos asientos para la
ocasión y el bastón de mando del cacique se puso en un lugar promi­
nente de la mesa ceremonial. A pesar de las objeciones de los funcio­
narios coloniales que se le oponían, el cacique insistió que estas
designaciones se realizaran bajo su jurisdicción. Una semana más tarde,
condujo una asamblea similar en Pucarani70.
Este caso nos permite hacer algunas observaciones iniciales de carác­
ter general. En primer lugar, los segundas y jilaqatas era nombrados junto
con otros servidores públicos comunales, al margen de la estructura polí­
tica formal. En contraste, los alcaldes y funcionarios del gobierno del
pueblo se nombraban en una ceremonia política especial y en otro
momento del año. En segundo lugar, no parece haber existido una inter­
vención externa por parte del estado colonial, a diferencia de las eleccio­
nes para el gobierno del pueblo. En contraste con las elecciones para
alcalde, el cacique presidía estas ceremonias. Finalmente, la asamblea
general es una señal de la dimensión comunal en el nombramiento de
estas autoridades. En el anterior acápite hemos visto cómo la ceremonia
de posesión del cacicazgo contaba con la asistencia de toda la comunidad,
pero su participación se reducía a formalidades. Por debajo del nivel del
cacicazgo, y para la selección de autoridades comunales, había un alto
nivel de influencia de la base y esto servía de parámetro claro para el
poder del cacique dentro de la dinámica tradicional del ayllu.
El cacique parece haber gozado de una mayor autonomía en el nom­
bramiento de su segunda persona. Más de una década antes, el propio

58
JLa estructura heredada de la autoridad

padre dé Luis Eustaquio Balboa, también cacique de Laja y Pucarani, dijo


ser “antiquísima la costumbre que he obtenido y todos mis ascendentes
de cobrar los tributos y nombrar para su recaudación segundas de satis­
facción”71. Las bases para la elección de jilaqatas no son claras en la docu­
mentación, aunque la evidencia sobre las funciones del sistema de cargos
civiles (ver más adelante) muestra que no existieron divergencias signifi­
cativas con respecto a lo que ocurre en la actualidad. Podemos por lo
tanto especular que, al igual que hoy en día, cada ayllu local proponía can­
didatos de las unidades domésticas locales, conforme a un conjunto de
condiciones económicas y generacionales. Un miembro varón de la
comunidad —acompañado de su cónyugue—asumiría el cargo cuando le
tocara el “turno” de servir a la comunidad, y así comenzaría su “camino”
en la escalera de cargos jerárquicos comunales. Como máxima autoridad
política de la marka y como coordinador general de la rotación de ayllus,
el cacique pudo haberse reservado el derecho a vetar o pasar por alto las
propuestas del ayllu, pero las habría aprobado en la mayoría de los casos.
Si analizamos la designación de los funcionarios del gobierno del pue­
blo —alcaldes, regidores y alguaciles—el asunto se vuelve algo más com­
plejo y controversial, en la medida en que atañe más directamente al
debate sobre la articulación entre formas institucionales españolas y andi­
nas y sobre la naturaleza de la “democracia” de los ayllus. Si, como Roger
Rasnake ha indicado, estos funcionarios del cabildo elegidos por el pue­
blo fueron concebidos inicialmente por Toledo como contrapeso a la
autoridad tradicional de los caciques, puede suponerse que las autorida­
des municipales y los caciques no tenían muy buenas relaciones políticas
entre ellos72. Existe también alguna confusión a partir del hecho de que
las elecciones locales de origen español han sido vistas como el signo más
claro de la democracia en la participación y representación política de las
comunidades. ¿Qué elementos nos brinda al respecto la evidencia docu­
mental referida al siglo dieciocho?
En primer lugar, este sistema electoral estaba a gran distancia del
modelo peninsular español. Aun en la correspondencia o en los pronun­
ciamientos oficiales, cuando los subdelegados se referían a la elección de
los alcaldes, no mencionaban casi nunca el término “cabildo”. Las asam­
bleas electorales se llamaban “juntas”, y no existe evidencia de que hubie­
ra una sede permanente del cabildo (como una casa de cabildo) en los
pueblos indígenas de La Paz73. La ausencia de rasgos propios del cabildo

59
Cuando sólo reinasen los indios

español se hace también evidente a partir de la variedad local de prácticas


electorales. En su ordenanza de 1783, el subdelegado de Pacajes, en un
intento de reinstaurar y regular las prácticas políticas locales en vísperas
de la insurrección, habló de la elección de “alcaldes y demás ojiaos acostum­
brado.f (énfasis mío), revelando la ausencia de normas legales para el
nombramiento de regidores, alguaciles y otros representantes a nivel del
pueblo. La importancia de las prácticas consuetudinarias locales y las limi­
taciones de la reglamentación colonial de los procedimientos electorales
pueden también inferirse, entre otros ejemplos, de la información del
subdelegado de Paña, de que los vocales (votantes en el concejo del pue­
blo) le tuvieron que explicar “su antigua costumbre”74.
La votación se llevaba a cabo en el pueblo, después de la misa del pri­
mero de enero de cada año. Las asambleas parecen haberse realizado por
lo general en la residencia del párroco o en la plaza, donde los miembros
notables de la comunidad se sentaban en orden de acuerdo con su rango.
Los funcionarios elegidos probablemente ya habían sido escogidos con
antelación, ya que no existen evidencias de disputas o de violencia elec­
toral, tal como lo atestigua el formulismo de las transcripciones oficiales
que proclama la elección “por votos unánimes y conformes”75.
Una de las preocupaciones del estado colonial en estas elecciones, era
su supervisión por un agente español delegado por el estado. Natural­
mente, no siempre el corregidor o el subdelegado podían estar presentes
en elecciones que se llevaban a cabo en diferentes puntos de la provincia
en un mismo día. Tampoco había “españoles” en todos los pueblos que
pudieran ser asignados a esta tarea. Los funcionarios de la burocracia colo­
nial regional discutieron explícitamente este problema en momentos en
que se estaba estableciendo el sistema de las intendencias. Podemos supo­
ner que antes de esto la vigilancia no había sido tan estricta, y que los
párrocos y los caciques estaban mano a mano en la propuesta de candida­
tos para las nuevas autoridades y en la elaboración de registros informales
del procedimiento electoral para los archivos del corregimiento.
En suma, la intervención o supervisión del estado colonial estuvo
siempre presente en la designación de las autoridades de gobierno de los
pueblos, como en el caso del nombramiento de los caciques. El subde­
legado de Pacajes se mostró inexorable en el sentido de que los funcio­
narios elegidos “no ejercerán la posesión, ni tomarán insignia en las
manos hasta tanto que se dé cuenta a mi juzgado, y yo los confirme a

60
.La estructura heredada de la autoridad

nombre de su Magestad, remitiendo orden y comisión para que se les


tome juramento de fidelidad, y se les ponga en sus manos la vara de jus­
ticia. Pues de otro modo son nulas y de ningún valor las dichas eleccio­
nes”76. La confirmación por el corregidor, los votos de lealtad y la
presentación formal de certificaciones escritas y del bastón de mando
vinculaban simbólicamente al alcalde, desde el inicio, con los altos pode­
res del estado colonial.
La cuestión de quiénes realmente votaban en estas elecciones resulta
un tanto borrosa. Esto se debe no sólo a la escasez de referencias a estos
eventos en la documentación, sino a que en ella no siempre se distingue
entre los que votaban y los que pudieron estar simplemente presentes
durante la asamblea o celebración. La mención ocasional a los vocales o
capitulares como electores es demasiado vaga como para aclararnos el
asunto. Si suponemos la existencia de variaciones locales, parece lo más
probable que los alcaldes, regidores y principales (ver más adelante) eran
normalmente electores. Si se entiende a estos principales como las ex­
autoridades del pueblo, su participación concuerda con las leyes colonia­
les que especifican que las autoridades pasadas serían consideradas
deseables como electores. Sin embargo, esta cláusula legal podría haber
sido contravenida si las autoridades salientes también votaban, como
sugiere alguna evidencia documental al respecto77. Asimismo, la docu­
mentación apunta a la participación de párrocos y caciques en estas asam­
bleas. Podemos suponer que los párrocos tenían un papel simbólico y de
supervisión, antes que una función directa como electores. No obstante,
el papel de los caciques parece ser más ambiguo, y dada su importancia
para nuestro estudio, volveremos sobre él para un análisis más detallado.
Es importante señalar otra dimensión comunal en estos procesos elec­
torales, que ha pasado en gran medida desapercibida para la historio­
grafía. Ya he hecho referencia a la intervención estratégica del estado
colonial y de las instituciones ibéricas, pero ello no implica que esta inter­
vención fuese en última instancia incompatible o que desplazara a la diná­
mica interna de los ayllus. Las evidencias existentes muestran que los
funcionarios de gobierno de los pueblos eran designados bajo criterios
rotativos, en congruencia con el sistema de cargos de nivel local y en
coordinación con los sistemas vigentes en los ayllus. A este respecto, los
alcaldes estaban mucho más cerca de lo que podría suponerse con res­
pecto a los jilaqatas, ya que eran autoridades comunales que entraban al

61
Cuando sólo reinasen los indios

cargo por turnos rotativos, aunque esto no resulta inmediatamente evi­


dente si nos atenemos a una visión institucional estrictamente dualista
que opone a los sistemas de poder político andino y español78.
La evidencia disponible sobre la designación de los alcaldes mediante
un sistema rotativo es incontrovertible. Por ejemplo, en Ulloma (Pacajes),
los miembros de la comunidad objetaron la pretensión de un indio que
quería asumir el cargo de alcalde en forma vitalicia, por ser “en perjuicio
de otros indios, que por sus procederes son acreedores a dicho ejercicio
a los que se debe nombrar por su turno”79. Es también plausible suponer
que los alcaldes eran escogidos de acuerdo al turno de sus ayllus y par­
cialidades de origen. Así, en el caso de Guaqui (Pacajes), donde el alcalde
de primer voto era de Anansaya y el alcalde de segundo voto de Urinsa-
ya, no debe sorprendernos el que ambas parcialidades estuviesen simultá­
neamente representadas en el pueblo por sus respectivos alcaldes, o que
se mencione a uno de ellos como el “Alcalde de Aransaya”80. Aunque
estas evidencias son tenues en cuanto a sus detalles, esta lógica de rota­
ción y representación concuerda con nuestra comprensión más general
de la dinámica del ayllu, notablemente con los principios tradicionales de
la mit’a para los turnos de servicios, que se confirman a partir de la etno­
grafía contemporánea81.
El supuesto de que las elecciones de las autoridades menores se
habrían arreglado con antelación proviene de nuestra comprensión de los
acuerdos internos en los que se combinaban requisitos a nivel individual
y de la unidad doméstica con la dinámica de la organización comunal,
haciendo converger las diversas secuencias del sistema de cargos con las
estructuras más durables de organización del ayllu. Pero puede añadirse
aún un otro elemento a nuestro análisis, con el fin de responder a la cues­
tión de cómo se manejaban estos arreglos colectivos en la práctica. Aquí
es necesario volver una vez más al papel de los caciques.
Como ya lo señalamos, la evidencia apunta a la participación del caci­
que en las elecciones para el gobierno del pueblo, aunque es difícil deter­
minar si el cacique realmente votaba, o simplemente auspiciaba la
ceremonia o participaba en ella como un observador notable. Los funcio­
narios coloniales registraron su presencia, y en ocasiones lo convocaron
explícitamente cuando llamaban a la asamblea electoral. Lo curioso aquí es
que según los estatutos legales de tiempos toledanos, la participación del
cacique en las elecciones estaba expresamente prohibida. Un dirigente

62
estructura heredada de la autoridad

comunal de Laja (Omasuyos) se sintió obligado a solicitar en 1753 que los


“caciques no concurran en las elecciones conforme a ordenanzas y que
con toda libertad deje a los regidores de aquel pueblo para que elija sus
alcaldes a toda su satisfacción... (para) que se excluya a dicho cacique de
que nunca tenga voto activo ni pasivo en las elecciones por ser así de dere­
chos y justicia”. El fiscal protector general de la audiencia respondió ante
“el defecto de libertad que padecen los capitulares”, recomendando que se
prohíba al cacique intervenir e incluso estar presente en el acto electoral82.
Podemos concebir dos posibles explicaciones de la discrepancia entre
la prohibición legal y la participación del cacique en la práctica. La prime­
ra y la más simple de ellas es que la práctica local en el siglo dieciocho muy
rara vez se daba en conformidad con las reglamentaciones legales que
habían sido promulgadas con mucha anterioridad y que nunca habían teni­
do vigencia plena, de tal modo que los funcionarios coloniales tuvieron
que actuar pragmáticamente, adaptándose a las realidades locales. La otra
posibilidad es que existieran puntos contradictorios dentro de la propia
legislación y administración .colonial. Si bien las ordenanzas de Toledo
para el Virreinato del Perú prohibían explícitamente la intromisión de los
caciques en los asuntos del cabildo, no existían similares restricciones para
los “gobernadores” del pueblo, cuya posición pudo haberse superpuesto a
la del cacique y que de hecho presidían las actuaciones del cabildo en
Nueva España. Es posible que las autoridades coloniales de Charcas,
sometiéndose a la costumbre local y al control incuestionable del cacique,
permitieran su participación con la justificación de que los caciques eran
reconocidos formalmente como gobernadores83.
Sea cual fuere la explicación, queda suficientemente claro que la pre­
sencia del cacique era un hecho normal en las elecciones para el gobier­
no de los pueblos, y que él ejercía una gran influencia en el proceso más
amplio de designación de autoridades. Esta influencia seguramente con­
dujo a situaciones ocasionales de abuso de poder, como se ve en el recla­
mo del comunario de Laja citado anteriormente. Otro caso similar se dio
en Calacoto (Pacajes) en 1733, cuando el cacique se aseguró de que fue­
ran designados dos alcaldes y dos alguaciles de su preferencia como
representantes de las dos mitades. Para ello, escogió a algunos jóvenes
para que sean “mandones” de la comunidad y “serviciales” hacia él. El
cacique también jugaba un papel en la coordinación de la rotación de car­
gos —alcaldes, regidores y alguaciles, tanto como jilaqatas—entre los dife­

63
Cuando sólo reinasen los indios

rentes ayllus. El párroco de Caquingora (Pacajes) denunció que “los alcal­


des que hay son nombrados no como mandan las ordenanzas, [si]no por
el cacique que aa la vara a aquel a quien le llega su tanda, aunque sea el
más rustico o ebrio, de mal natural o revoltoso”84.
Para terminar con esta revisión de las formas de nombramiento de las
autoridades con anterioridad a las transformaciones políticas de fines del
siglo dieciocho, debemos hacer notar que el cacique fue una figura clave
no sólo en el nombramiento de segundas y jilaqatas, sino aun en el caso
de aquellos funcionarios que debían ser elegidos legalmente por la comu­
nidad, sin interferencia del cacique. En realidad, parece haberse dado una
negociación tripartita en la designación de estas autoridades, entre el esta­
do, el cacique y la comunidad. Es importante considerar lo que esto sig­
nifica en términos de la “democracia” a nivel local. De hecho, los
procedimientos electorales formales que introdujo Toledo siguiendo el
modelo del cabildo ibérico teman mucho menos incidencia de la que
podría suponerse a primera vista. Las elecciones consistían en rituales
políticos coloniales relativamente predecibles, que son notables por la
ausencia de conflictos. Los principios políticos vigentes desde mucho
tiempo atrás en las comunidades sentaron las bases para la formación de
consensos negociados y para la elección previamente acordada de los
alcaldes, regidores y alguaciles, tanto como para la designación de los jila­
qatas. Por ende, para apreciar el verdadero contenido democrático en el
ejercicio de la autoridad comunal, debemos buscar en otra parte: para
comenzar, en aquellos principios tradicionales de la representación y par­
ticipación del ayllu, por parte del miembro de base de la comunidad,
aunque sea el más rustico o ebrio, de mal natural o revoltoso”.
En el período previo al estallido de los más agudos conflictos políti­
cos en las comunidades, los caciques ejercieron un control muy efectivo
sobre las autoridades de menor rango. Podían intervenir, incluso arbitra­
riamente, en la designación de funcionarios del pueblo como los alcaldes.
De igual modo, un cacique, quizás actuando por codicia personal o
tomando partido en algún conflicto entre familias, pudo haber usado oca­
sionalmente su poder para controlar la designación de un jilaqata que en
condiciones normales debía ser elegido por el ayllu local.
Aparte de este tipo de nombramientos, el control del cacique se haría
evidente en las funciones y servicios que debían prestar las autoridades.
Como los trabajadores de la mit’a en el pueblo o en Potosí, las autorida­

64
Lm estructura heredada de la autoridad

des del pueblo y de los ayllus asumían sus cargos por turnos rotativos, de
acuerdo con la lógica de representación vigente en el ayllu. La principal
diferencia entre los mit’ayos y las autoridades se refiere al prestigio de que
gozaban estas últimas, como portadoras del bastón de mando. Pero tam­
bién ellos prestaban servicios que, de la forma más directa, se expresaban
en el servicio y la subordinación a su cacique. Debido a su prestigio, el
control del cacique por lo general no debe haber sido demasiado opresi­
vo; después de todo, los caciques ya accedían a los servicios laborales en
sus casas y sus campos, proporcionados por los ayllus. Pero los caciques
exigían obediencia, ya sea formalmente, como en el caso de la subordi­
nación de los jilaqatas en asuntos tributarios, o informalmente, como se
hace evidente en la disponibilidad de los alcaldes para hacerles mandados.
La autoridad formalmente superior a la que debían subordinarse los alcal­
des, regidores y alguaciles era el corregidor, que vivía en la capital pro­
vincial, lejos del pueblo. En su ausencia, y dada la supremacía local del
cacique, la presencia de este último descollaba notoriamente en la vida
cotidiana de los pueblos.
La evidencia de este control informal en manos de los caciques, sobre
las autoridades del pueblo, se hace especialmente clara a partir de mediados
del siglo, a medida que se multiplicaban los conflictos entre los caciques y
las comunidades. Cuando esto ocurría, los servicios a su favor dejaban de
considerarse normales, y los abusos del cacique a las autoridades —que se
consideraban “mandones” y “serviciales”—se convirtieron en un tema fre­
cuente en la lista de reclamos de los comunarios. A medida que la vida local
se politizaba, el significado de las autoridades en la formación política de
las comunidades se fue redefiniendo, tanto en términos de su propio poder
como de los mecanismos de control que se ejercían sobre ellos85.

Sitios cambiantes de autoridad: nobles, principales y el


sistema de cargos

Para redondear esta discusión acerca de las jerarquías y


relaciones de poder vigentes en las comunidades, vamos a finalizar este
capítulo discutiendo algunos temas que son peculiares y que han sido
poco tratados en la historiografía. Se trata de las paradojas de la nobleza
.provincial indígena, la figura omnipresente aunque borrosa de los princi­
pales, y la cuestión del sistema de cargos civil-religiosos en el período
colonial. Estas consideraciones permitirán anticipar y establecer los mar­

65
Cuando sólo reinasen los indios

eos para la comprensión de las transformaciones políticas que vivieron las


comunidades a lo largo del siglo dieciocho.

La decadencia de la nobleza provincial

La elite indígena urbana y educada que llevó a cabo la revi-


talización política y cultural Inka estaba concentrada en el Virreinato de
Lima, incluyendo al tradicional distrito Inka del Cusco. El número de
nobles en Charcas era mucho menor, en especial de aquellos que, como
José Fernández Guarachi de Jesús de Machaca, podían reclamar para sí la
descendencia de linajes Inkas y ganar acceso a los estratos más altos de la
nobleza indígena peruana. La mayor parte de nobles indígenas en La Paz
en el siglo dieciocho, y ciertamente aquellos que ya no controlaban caci­
cazgos, tenían menos riqueza y, en términos coloniales, un menor grado
de cultura; muchos de ellos justificaban sus títulos no a través de genea­
logías Inkas de alto prestigio, sino tan sólo como descendientes de algún
antiguo linaje cacical-.
En los pueblos rurales, los nobles que no tenían ascendencia cacical
formaban parte de una aristocracia decadente, no en el sentido moral que
generalmente se asocia a este término, sino en cuanto a su número, rique­
za y pretensiones. El pueblo que albergaba la mayor población de nobles
era Copacabana, un sitio ceremonial desde tiempos prehispánicos, donde
muchas familias de ascendencia Inka se habían asentado. Su declinación
demográfica después de dos siglos de dominio colonial se hizo evidente
en el censo de 1757, en el que se registraron tan sólo nueve varones de
linaje Inka eximidos del tributo por ser nobles. Esta debilidad numérica
se debía a que muchos de ellos se habían convertido de nuevo en campe­
sinos, como es el caso de los Yanaique de Guarina, o se habían unido por
matrimonio con familias de vecinos mestizos de los pueblos, como algu­
nos miembros de la familia Calaumana86.
Algunos de estos nobles solicitaron certificaciones formales del estado
para ser declarados pobres de solemnidad y liberarse así de sus obligacio­
nes financieras. Esta condición patética puede ser evocada en el caso de
Juan Esteban Catacora, que era el hijo ilegítimo de Juan Basilio Catacora,
un rico y distinguido patriarca cacique de Acora (Chucuito) educado en el
Cusco. En los años 1760, después de la muerte de su padre, Juan Esteban
y su hermano Agustín intentaron cobrar su herencia,, y Agustín trató de ser

66
La estructura heredada de la autoridad

confirmado en la sucesión del cacicazgo, enfrentando las ambiciones de su


madrastra, la formidable cacica Polonia Fernández Hidalgo. En los docu­
mentos del juicio,. Juan Esteban nos muestra el perfil de un hombre de
edad madura, en bancarrota, que sufría la persecusión de su madrastra y
tenía constantes indisposiciones e hinchazones en los pies87.
Evidentemente, existían pocas alternativas económicas para los
nobles que habían perdido el acceso a tierras o a fuerza de trabajo vin­
culados al cargo de cacicazgo, y que a la vez despreciaban el trabajo agrí­
cola. El refugio más usual en estos casos era algún puesto en los pueblos,
aunque no estaban disponibles muchos de tales puestos. Algunos de
estos nobles podían ocuparse en trabajos artesanales en la capital pro­
vincial, u ocupar posiciones estables y remuneradas en alguna iglesia
local88. A través del aprendizaje informal, estos puestos podían incluso
transmitirse de padres a hijos, y por lo tanto perpetuar el modesto rango
de la familia. En algunos casos en que su linaje no había desaparecido y
las familias mantenían cierta prominencia, los nobles se aferraron a los
vestigios de un poder expresado en el control de puestos de autoridad en
los pueblos, generalmente gracias a favores o relaciones de parentesco
con el cacique gobernante89. Como lo vimos al principio de este capítu­
lo, ése fue el caso de ciertos miembros de la familia Calaumana de Gua­
rina, mientras Francisco, el fracasado rival de Matías Calaumana, retuvo
el título honorífico, en gran medida simbólico, de alcalde mayor de la
provincia de Omasuyos.
El linaje de los Tarqui en Jesús de Machaca (Pacajes) nos brinda un
ejemplo de la lenta decadencia de una prominente familia de la nobleza
indígena, con su pérdida de control de la autoridad política local y pérdi­
da casi total de privilegios hacia fines de la era colonial. Estando en pose­
sión de documentos que se remontaban a 1604, Toribio y Jacinto Roque
Tarqui podían reconstruir su ascendencia hasta las primeras generaciones
de la nobleza de Machaca. Sus antepasados habían prestado sucesivamen­
te los servicios de segunda persona de los ayllus de Yawriri, Titicana y Cha-
llaya. Francisco Alejo Tarqui, debido quizás a su rango como segunda, fue
incluso designado como cacique interino en 1723. Hacia mediados del
siglo dieciocho, uno de los Tarqui ocupó también el puesto de escribano,
un cargo vitalicio apropiado para aquellos nobles que hablaban fluida­
mente el castellano y tenían habilidades de lectoescritura. Pero Toribio y
Jacinto no podían mencionar ninguna cosa notable respecto a su padre y

67
Cuando sólo reinasen los indios

su abuelo, y en la primera década del siglo diecinueve, al estar intentando


establecer su linaje, ellos mismos al parecer no ocupaban ya ninguna posi­
ción de autoridad ni eran escribanos. Su principal motivo en este proceso
era el de obtener el reconocimiento de las autoridades y miembros de la
comunidad, para gozar de las exenciones y privilegios conferidos a sus
nobles antepasados desde la primera visita del Virrey Toledo90.
Dadas sus modestas condiciones, la conciencia de rango que muestran
nobles locales como los Tarqui resultó ser especialmente aguda. Ante todo,
les preocupaba la defensa de sus privilegios acordados por ley. Las leyes
coloniales estipulaban que los caciques y sus primogénitos, así como otros
súbditos que pudieran demostrar su ascendencia como señores nativos vin­
culados a las dinastías Inkas, estaban facultados a gozar de privilegios espe­
ciales. En la práctica, esto quería decir que los nobles estaban exentos de
prestar servicios laborales y de pagar el tributo91. Nobles como los Tarqui
tenían por lo tanto un fuerte incentivo material para cultivar una aguda con­
ciencia histórica, así como una fuerte preocupación por la documentación
colonial, que era característica común a los caciques hereditarios.
Los nobles también estaban sumamente preocupados por mantener
su distinción con respecto a los “plebeyos”, es decir, a los campesinos
comunatios que carecían de status de nacimiento o “sangre”. Esta preo­
cupación se hace evidente en las numerosas confrontaciones entre orgu­
llosos nobles y caciques que buscaban imponer su autoridad en los
pueblos. Estas batallas en torno al honor y al poder giraban típicamente
alrededor de los servicios laborales, una forma de tributación y someti­
miento que los nobles consideraban humillante. José Araja se quejó de
que en Laja (Omasuyos) su cacique lo había sometido a “servicios bajos
y mecánicos”, como pongo y pastor de muías, que consideraba impropias
para gente de su rango. Felipe Inka Cari de Guancané (Paucarcolla)
rechazó el ser asignado a “bajos y humildes servicios en que se deben
ejercitar los plebeyos”92. En palabras de un sarcástico abogado de la Real
Audiencia de La Plata, en éstas y otras disputas se expresaba la propen­
sión de la nobleza empobrecida y provinciana de “blasonar en tono qui­
jotesco” el rango, honor y méritos de sus familias93.

El enigma de los principales

La documentación del siglo dieciocho acerca de la vida


en las provincias rurales contiene frecuentemente un listado formulísti-

68
-La estructura heredada de la autoridad

co de las autoridades políticas locales: los “caciques, segundas personas,


alcaldes, hilacatas, mandones, principales y demás indios de la comuni­
dad”. A partir de este tipo de alusiones de pasada a los principales,
podemos deducir rápidamente que formaban parte del estrato dirigen­
te de las comunidades, aunque su identidad ha permanecido oscura para
nosotros. Esta vaguedad puede atribuirse, según creo, a las categorías
superpuestas de autoridad y rango, que siguieron atravesando impor­
tantes cambios hasta fines del período colonial y que no pueden desen­
redarse fácilmente.
El estado colonial reconocía a los nobles de los linajes cacicales, que
acabamos de definir como principales privilegiados, sea que ejerzan o no
cargos políticos en los pueblos. No obstante, existían también principales
sin origen noble; por lo general autoridades en funciones, a quienes tam­
bién el estado reconocía y eximía, al igual que a los nobles, de prestar
“bajos y humildes servicios”. Conflictos ocasionales enfrentaban a los
caciques contra los principales sin origen noble que se quejaban de ellos,
como lo hacían otros nobles, por no respetar sus honores y privilegios.
¿Cómo podemos entonces aclarar la confusión sobre el enigmático signi­
ficado del rango de principal y las exenciones a él asociadas, una confu­
sión que sin duda afectaba a sus contemporáneos del siglo dieciocho
tanto como a los historiadores del siglo veinte?
Un par de referencias puede darnos una idea de la amplitud de la gama
de interpretaciones posibles sobre este asunto. En 1756 las declaraciones
de unos testigos buscan impugnar las pretensiones de Sebastian Nina
como principal de Guaycho (Omasuyos), bajo el argumento de que, si
bien su esposa era originaria y su madre era originaria y a la vez principa-
la, su padre era un simple janacona (colono de hacienda), mercachifle y
forastero de Paucarcolla. Por lo tanto, según ellos, Nina no podía recla­
mar la condición de principal, o con mucho podría ser un “medio princi­
pal”94. Esta explicación hereditaria del rango de principal —que atribuye la
condición de una persona a la de sus progenitores—es congruente con las
definiciones de la nobleza, aunque el principalazgo y la nobleza no pue­
den ser considerados idénticos.
Medio siglo más tarde, en 1803, echemos otra mirada a la turbadora
cuestión de los principales, tomando el caso del frustrado cacique de
Jesús de Machaca, Diego Fernández Guarachi. El distrito se había vuelto
ingobernable —se quejaba el cacique—porque demasiados indios reclama­

69
Cuando sólo reinasen los indios

ban para sí el rango de principales con el fin de esquivar su autoridad y


hacerle el quite a sus obligaciones laborales con la comunidad. En medio
de la gran sequía y hambruna de esos años, muchos tributarios habían
huido para evitar ser reclutados para la mit’a de Potosí, y estos supuestos
principales tampoco querían prestar el servicio.
Guarachi presentó el ejemplo del joven Tomás Carita del ayllu Titica-
na, como un caso típico. Carita había obtenido una certificación por escri­
to del subdelegado, de que él era principal y que por lo tanto no estaba
obligado a ir a la mit’a. Antes de asumir el cacicazgo y conocer los ver­
daderos motivos que inspiraban este tipo de alegatos, Guarachi explicó
que él mismo había ayudado a otros indios a certificar su noble estirpe, y
aquí tenía en mente a personas como los hermanos Tarqui del mismo
ayllu. Lo había hecho “[no] para que se eximan de la mita de Potosí sino
para que el juez, mirando los hartos servicios que alegaban de sus auto­
res, les eximiere de los servicios bajos como es el pongueaje y otros efec­
tivos servicios que deben hacer en este pueblo”. Pero, continuó, su
intención había sido que sólo los primogénitos gozaran de estos privile­
gios, como lo prescribían los antiguos títulos de nobleza otorgados por
los virreyes, en tanto que, en la actualidad, toda la familia de estos nobles
se sentía con los mismos derechos.
Guarachi aclaró también la noción más convencional sobre el principa-
lazgo en Jesús de Machaca: “En este lugar, este sobrenombre o título se dan
entre los naturales a los hombres que han acabado sus tres tandas de Potosí,
han sido hilacatas, alcaldes... [ilegible].... capitanes enteradores [de la mit’a] y
alférez de voto”. Dado que Tomás Carita aún no había cumplido los veinti­
cuatro años y no había completado sus tandas, “que son como escalas para
subir al privilegio de principal”, ¿cómo era posible que pretendiera gobernar
sobre otros comunarios y gozar de los honores de un principal?
Guarachi urgió al subdelegado clarificar sobre qué base debía conce­
derse la certificación del rango de principal y sugirió que, en caso de otor­
garse, debía beneficiar tan sólo al primogénito de la familia. Finalizó
añadiendo que incluso si algunos indios eran exentos de los servicios
laborales en el pueblo, no deberían ser eximidos de servir en la mit’a de
Potosí, ya que sólo haciéndolo podían acceder legítimamente al anhelado
rango de principales95.
Propongo una hipótesis para dar cuenta de los diferentes criterios y
definiciones del principalazgo. En la América hispánica de la temprana

70
-Ltf estructura heredada de la autoridad

colonia,.cronistas y burócratas utilizaban el término “principal” en un


sentido lato, para referirse a la parentela noble o a los herederos de los
señores nativos, así como a los dirigentes indígenas de bajo rango que
estaban a la cabeza de las unidades políticas nativas36. Aunque aún hace
falta más investigación sobre los siglos dieciséis y diecisiete para confir­
mar este aserto, la correspondencia inicial entre nobleza y autoridad, que
está implícita en la noción de principal, se fue erosionando gradualmen­
te a raíz de la decadencia de la nobleza provincial. A medida que indios
del común comenzaron a llenar los puestos políticos coloniales, accedie­
ron al prestigio y a los emolumentos de aquel antiguo noble cargo. El
proceso estaba muy avanzado en la segunda mitad del siglo, aunque de
ningún modo había tocado a su fin. El significado del término “princi­
pal” atravesó por los cambios consiguientes a esta situación, adquirien­
do una nueva amplitud semántica: había principales que gozaban de
reconocimiento como nobles hereditarios, pero que no necesariamente
ocupaban puestos de autoridad; principales que al presente ejercían estos
cargos97; y principales que habían logrado un rango elevado y la condi­
ción de notables en la comunidad después de toda una vida de merito­
rios servicios y cargos ejercidos.
Estos procesos dieron lugar a diversas situaciones contradictorias,
confusas, irónicas y frustrantes para alguien como Diego Fernández
Guarachi. Gente más joven con pretensiones de nobleza así como
indios del común podían aproximarse a ese status y gozar de los privi­
legios de la nobleza y de los ancianos, durante el tiempo limitado de su
servicio en algún puesto oficial. Las prerogativas y exenciones se podían
tornar confusas: algunos nobles pagaban el tributo, mientras otros no lo
hacían; las autoridades no pagaban tributo ni prestaban servicios duran­
te el período limitado que duraba su cargo98; había principales que ya no
estaban obligados a la mit’a ni a los servicios laborales en el pueblo
porque habían completado todas sus tandas, aunque continuaban
pagando el tributo. A pesar de que el estado tenía conocimiento de la
existencia de ancianos principales que habían pasado por todas las obli­
gaciones en la comunidad, no hizo nada para regular o certificar for­
malmente su rango (como lo hizo con los nobles y con algunas
autoridades políticas en funciones).
El caso de Sebastián Nina de Guaycho, que habíamos analizado líneas
atrás, muestra que se le había negado pleno status como principal debido

71
Cuando sólo reinasen los indios

a que su padre no era originario ni principal, lo cual plantea otra cuestión:


¿en qué medida el rango de originario coincidía con el de principal? En
1792, el subdelegado de Omasuyos informó que los originarios se consi­
deraban de “superior calidad” con relación a los forasteros, yanaconas y
Urus. Entre otras cosas, ellos tenían prelación sobre los forasteros para
ocupar cargos públicos y el “honroso cargo de capitanes enteradores” de
la mit’a. Además, añadió, los forasteros carecían de la “nobleza” de los
originarios. La evidencia histórica respalda la impresión de que los origi­
narios tenían el rango de notables, por encima de los forasteros, además
de que normalmente se esperaba de ellos que ocupen cargos de autori­
dad, cumplan con obligaciones comunales y eventualmente puedan acce­
der al rango de principales".
Existió, pues, una tensión irresuelta en torno al status de principal, ya
sea definido en términos de herencia (con sus privilegios sancionados por
el estado) o en términos de los servicios y cargos prestados a la comuni­
dad. Sin embargo, con los persistentes avances en las luchas comunales
durante el siglo dieciocho, los ancianos principales, que habían consegui­
do ese rango luego de haber pasado por todas las obligaciones comunales,
ocuparon un espacio cada vez más importante en la formación política
comunal. Internamente, constituían un complemento estable a las autori­
dades rotativas cuya capacidad o experiencia pudieran haber sido limitadas.
Como cuerpo colectivo de ancianos, se sumarían a las autoridades en la
dirección de las asambleas comunales y en el proceso de toma de decisio­
nes100, y aportarían con su visión política y liderazgo en tiempos de crisis
comunal. Su naturaleza “indefinida” -no regulada por el estado ni fijada
permanentemente a la censura del gobierno de los pueblos, tampoco
sometida directamente a los caciques como lo estaban las autoridades indí­
genas oficiales—brindó a la comunidad una ventaja política en sus conflic­
tos con las autoridades coloniales y las elites locales101.

¿Un sistema de cargos colonial?

Cuando Diego Fernández Guarachi se pronunció acerca


de los diversos servicios y cargos que prestó como mit’ayo a Potosí, jila­
qata, alcalde, capitán enterador de mit’a y alferéz, como las “escalas” en
el camino hacia el prestigioso rango de principal, parecía estar descri­
biendo un sistema de cargos civil-religiosos similar al que conocemos
en México. Tal hallazgo parece sorprendente si, como lo hemos anota­

72
Lm estructura heredada de la autoridad

do ya, las instituciones del cabildo y la cofradía tuvieron un desarrollo


formal relativamente limitado en La Paz, mientras en México, donde se
habían consolidado en mayor medida, no parece haber surgido una
jerarquía unificada de carácter civil-religioso hasta el siglo diecinueve.
Sabiendo del virtual vacío que hay sobre este tema en la historiografía
andina, ¿qué nos dice la evidencia de La Paz acerca del sistema de car­
gos de las comunidades?102.
Un puñado de documentos confirma que los miembros de la comu­
nidad ascendían como por una escalera por el sistema de turnos de ser­
vicio (tandas) y puestos honoríficos hasta alcanzar el elevado rango de
principales. En el extremo más “bajo” de la jerarquía estaban los que
prestaban servicios laborales en el pueblo, sea al cacique o al cura. De
los originarios se esperaba también que lleven a cabo tres turnos como
mit’ayos en Potosí, y el estado los obligaba a hacerlo. Los cargos en el
gobierno del pueblo como ser alguacil y regidor debieron tener un nivel
más alto, pero eran todavía percibidos como marginales. Rara vez se los
mencionaba en los documentos, cuando los miembros de la comunidad
hacían un recuento de su carrera de servicios. Los cargos de jilaqata,
alcalde y segunda eran claramente considerados honoríficos, como el de
capitán enterador de mit’a, aunque este último no tenía una función
política. Pascual Quispe de Achacachi (Omasuyos) declaró: “He cum­
plido con los servicios de la mita de Potosí y demás obligaciones res­
pectivas a los indios principales, como son de segunda, alcalde, hilacata
y servicios al pueblo”103.
Podemos suponer que existiera alguna variación en los patrones del
sistema de cargos entre una y otra localidad, pero una de las carac­
terísticas más notables es la aparente flexibilidad de esta escalera. Aun­
que algunos principales se saltaban algunos de estos cargos, también
podían haber servido más de una vez como jilaqata o alcalde, o bien
como segunda por un período más largo. Rasnake encontró que había
una flexibilidad semejante en Yura en los años 1980, e insiste en el con­
traste entre esta situación y los modelos más rígidos y sistemáticos que
se dan en Mesoamérica104.
La limitada información disponible para La Paz no nos permite supo­
ner en general que los cargos religiosos estaban integrados con los car­
gos civiles, o que contribuían a la determinación del rango de principal.
Habíamos notado que Diego Fernández Guarachi incluyó un cargo reli­

73
Cuando sólo reinasen los indios

gioso, el de alferéz de voto, en su recuento de la escalera de cargos de


Jesús de Machaca, e incluyó este puesto al final de la lista de escalones
que conducía al rango de principal. Pero no existe ninguna evidencia adi­
cional de' dicha integración. Por ejemplo, Pascual Quispe, de Achacachi,
no mencionó cargos religiosos en la lista de obligaciones de los princi­
pales. Tampoco lo hizo Diego Guaycho de Santiago de Guata (Omasu-
yos): “He cumplido con todas las tandas, como el haber sido alcalde
pedáneo, segunda dos veces, capitán de la mita de Potosí una vez, y pul­
pero cinco años”105.
Lo que sí sabemos es que las fiestas fueron patrocinadas individual­
mente, más que a través de los recursos de cofradías permanentes o
donaciones colectivas de la comunidad, y que dicho auspicio —que podía
llegar a costar la exhorbitante suma de dos mil pesos—traía consigo un
enorme prestigio106. En su testamento, Andrés Pacheco Chuquitancara,
principal de Callapa (Pacajes), registró con orgullo que no sólo había ser­
vido como mit’ayo en Potosí y como jilaqata una vez y capitán de mit’a
tres veces, sino que había pasado preste en Corpus Christi dos veces, al
igual que en la fiesta de Nuestra Señora, y que había realizado grandes
donaciones a la iglesia de Callapa. No obstante, carecemos de evidencias
suficientes como para decir que su rango como principal derivaba de
este patronazgo religioso107.
Otro ejemplo indica que los cargos religiosos de prestigio no garanti­
zaban el status de principal. Francisco Mamani, un originario septuage­
nario de Zepita (Chucuitd), afirmaba que había cumplido con todas sus
obligaciones personales de servicio en el pueblo, pagado puntualmente
sus tributos, acudido tres veces como mit’ayo a Potosí, auspiciado la fies­
ta de San Pedro como alferéz y otra vez en la de Nuestra Señora de la
Concepción (gastando mil pesos en cada una, además de otros gastos
varios), y que había sido elegido cuatro veces como mayordomo de la
comparsa de danzantes (gastando cincuenta pesos). Sin embargo, habla­
ba tan sólo como originario al hacer este recuento de sus obligaciones
cumplidas. En el proceso, no reclamó ni esperaba ser reconocido como
principal, quizás porque no había prestado servicios en los cargos políti­
cos más altos, de carácter honorífico108.
En ausencia de estudios sobre el período colonial temprano, pode­
mos tan sólo especular sobre el desarrollo histórico general del sistema
de cargos. La jerarquía civil habría sido establecida en algún momento

74
Lm estructura heredada de la autoridad

después , de la introducción toledana de las formas institucionales del


cabildo, aunque quizás permaneciera en alguna medida bajo control de
la nobleza. Como se sugirió anteriormente, la lenta decadencia de la
nobleza habría abierto cada vez más la jerarquía de cargos políticos a la
gente del común y esto a su vez habría llevado, hacia principios del siglo
dieciocho, a una nueva definición del principalazgo, basada en la escale­
ra o “camino” (thaki) del sistema de cargos109. Como no existían
cofradías permanentes con recursos propios, en contraste con el Bajo
Perú, la norma para la organización de fiestas habría sido el auspicio
individual y esta situación pudo haber facilitado la unificación entre los
cargos civiles y religiosos. Esta integración pudo haber estado llevándo­
se a cabo en el último período colonial, como sugiere el testimonio del
cacique de Jesús de Machaca; sin embargo, la escasa evidencia a nuestra
disposición sugiere que en la región no se habría formado un sistema
más unificado hasta la etapa republicana110.
En el siglo dieciocho, La Paz presenta entonces un contraste con las
imágenes que tenemos de México, donde eventualmente se desarrolló un
sistema elaborado, integrado y formal de cargos civil-religiosos, y se dife­
rencia también del conjunto del Bajo Perú colonial, donde al parecer la
institución de la cofradía asumió mayor importancia en la reestructura­
ción de las comunidades andinas111. En La Paz, el sistema de cargos era
flexible, variaba de localidad en localidad y posiblemente sólo estaba par­
cialmente integrado. Tanto los cargos civiles que conducían al rango de
principal como la organización de las fiestas religiosas se estructuraron en
términos de la dinámica más perdurable del ayllu local.
La evolución del sistema de cargos colonial a largo plazo expresaba el
despliegue de importantes procesos en el interior de las comunidades
andinas. En este capítulo se ha sugerido que se desarrolló en conjunción
con la lenta decadencia de la nobleza indígena, y que este proceso invo­
lucró una nueva definición de la identidad del principal. Hemos visto
también que las autoridades de la comunidad que ocupaban cargos esta­
ban sujetas a la máxima autoridad de su cacique. En conjunto, la estruc­
turación del sistema de cargos en el ayllu, su naturaleza flexible y
transitoria, y el hecho de que estaba bajo el control del cacique indican
que no se trataba de una institución autónoma o circunscrita, y que no
planteaba intrínsecamente un desafío a la autoridad cacical en la cúspide
del poder de la formación política comunal.

75
Cuando sólo reinasen los indios

La autoridad clásica del cacique y el rango de nobleza en las comuni­


dades aymaras derivaban de una convergencia de fuentes andinas y
españolas, que se definían en términos patriarcales y de adscripción here­
ditaria. Mientras la cúspide de la formación política permanecía fuerte­
mente marcada por la autoridad adscriptiva hasta bien entrado el siglo
dieciocho, la erosión parcial del rango adscriptivo acompañó el lento des­
moronamiento de la nobleza indígena. Este proceso significó un despla­
zamiento gradual hacia una mayor participación de la comunidad en el
ejercicio de la autoridad. En los siguientes capítulos, tomaremos en cuen­
ta la posterior evolución de este proceso, tomando en cuenta un fenóme­
no decisivo que se llevó a cabo en el siglo dieciocho.
El verdadero motivo del informe de Diego Fernández Guarachi en
1803 era su propia pérdida de control político en Machaca. Los miembros
jóvenes de la comunidad que habían obtenido títulos de principales logra­
ron evadir los servicios comunales y la mit’a de Potosí en una coyuntura
de crisis agraria. Pero lo más preocupante para Fernández Guarachi era
que habían conseguido mayor autonomía frente a su cacique, y se habían
convertido en un ejemplo de desobediencia, que él consideraba profun­
damente perturbador: “Son unos insolentes inobedientes a las órdenes de
sus caciques, seductores de cualquier desastre y desórdenes que a cada
paso suceden... Como carecen de la subordinación legítima que deben
tener los indios, son unos mofadores de mis mandatos y funciones que
ejerzo; con lo que dan mal ejemplo a los demás para que no cumplan con
lo que les toca de turno en sus tandas. Viendo sus connaturales sus fre­
cuentes rebeldías e insolencias que públicamente me manifiestan, hacen
lo propio... dando con esto indicios de un tumulto de que resulten malas
consecuencias y funestas... En una palabra, por éstos, este pueblo está
enteramente altanero”112.
Aunque las relaciones de la comunidad con su cacique nunca ha­
bían estado exentas de conflicto y de una confrontación mutua de
fuerzas, el siglo dieciocho fue testigo de una proliferación sin prece­
dentes de conflictos a lo largo de toda la región. La mayor transfor­
mación del sistema político comunal que ocurrió en este período
estuvo ligada a este desafío “insolente” desde abajo y derivó en la cri­
sis final del poder de los caciques.

76
La crisis de la dominación en
3 los Andes (I)
Conflictos institucionales e intracomunales

En 1750, un puñado de hombres bajo el liderazgo de Isi­


dro Quispe salió en defensa de los mit’ayos de Guarina, denunciando que
habían sido objeto de una serie de abusos perpetrados por su cacique
Matías Calaumana. La principal queja de los testigos indígenas que levan­
taron cargos contra él era que Calaumana no aprovisionaba suficiente­
mente la caravana que iba anualmente a Potosí. En lugar de dar dos o tres
cargas1 de provisiones a cada viajero, sólo daba una carga de chuño (papa
deshidratada) y les prestaba sólo una llama para su transporte. Pese a que
las comunidades de Guarina poseían dos ricas haciendas en los valles de
Larecaja que podían aprovisionar a los mit’ayos, el cacique habría usur­
pado estas tierras y habría vendido las cosechas de maíz en beneficio pro­
pio. Asimismo, habría forzado a los mit’ayos a pagar tributo al párroco de
Potosí, a pesar de que el estipendio parroquial debía ser cubierto con la
tasa o monto total del tributo correspondiente al pueblo de Guarina.
Algunos mit’ayos, incluso, preferirían quedarse en Potosí en lugar de
regresar a su comunidad y sufrir los rigores y exacciones que les imponía
el cacique. Según denunciaron, éste habría usurpado las tierras de varios
comunarios y les habría obligado a prestar servicios onerosos y sin remu­
neración. Solía exigir tareas adicionales a los que trabajaban para él en su
tienda del pueblo. Por ejemplo, Mateo Choqueguanca tuvo que reparar las
paredes de la casa del cacique y su mujer tuvo que servirle como tejedo­
ra. El cacique fue definido como un “usurpador del cargo, y los denun­
ciantes añadieron que se les había negado justicia debido a los estrechos
lazos de Calaumana con los corregidores y escribanos, a quienes tenían
que acudir para plantear sus demandas.
Matías Calaumana, por su parte, declaró que las acusaciones en su
contra eran falsas. Las haciendas de los valles habían estado en litigio

77
Cuando sólo reinasen los indios

durante muchos años con residentes de Larecaja y, a pesar de los esfuer­


zos del cacique, Guarina estaba perdiendo el control sobre estas tierras.
Además, estas propiedades nunca se habían reservado para aprovisionar
a los mit’ayos, y no había ninguna tierra comunal destinada a ese fin. Los
costos de transporte para ir a la mit’a debían, de acuerdo a la ley, ser
cubiertos por los dueños de minas en Potosí. Si el cacique había provisto
con bastimentos a los miembros de la comunidad durante su viaje, era
como una muestra gratuita de cariño hacia ellos. Los mit’ayos ausentes de
sus comunidades tenían que pagar su tributo en Potosí. Asimismo, aclaró
que las tierras que el cacique tenía en la comunidad ttaxijanapas, asigna­
das legalmente en su beneficio, como en el caso de otros caciques debi­
do a su rango como autoridad. Esas tierras eran pobres e insuficientes
para cubrir las necesidades de su familia, debido a las frecuentes sequías,
heladas y malas cosechas. Si los comunarios trabajaban ocasionalmente en
sus tierras, como era lo normal, recibían su provisión de alimentos, coca
y chicha como retribución. Con respecto a su tienda en el pueblo, no la
había tomado en alquiler del corregidor debido a que sus ganancias eran
muy bajas y tan sólo incitarían a la envidia de sus rivales. En el pasado,
señaló, pagaba dos pesos y dos reales a la mujer que la comunidad había
asignado para servirle como vendedora.
El cacique continuó su alegato indicando que el proceso en su contra
era en realidad una maquinación de su enemigo, Francisco Calaumana,
que había soliviantado al pueblo con el fin de apoderarse del cacicazgo.
El corregidor inicialmente tomó parte en el juicio para conseguir una
retractación de Isidro Quispe, ofreciéndole que el cacique se comprome­
tería a darles en adelante dos cargas de provisiones a los mit’ayos. Poco
después, irritado por la “facilidad con la que los indios, de grado o indu­
cidos, deponen quejas siniestras”, el magistrado sentenció que los cargos
contra el cacique no habían sido comprobados.
Cuando el caso fue presentado ante la Real Audiencia de La Plata, el
protector de indios no estuvo totalmente de acuerdo en rechazar el testi­
monio de los miembros de la comunidad, ya que ésta era una táctica típi­
camente utilizada por los caciques para encubrir sus malos tratos. El fiscal
de la corte reconoció también las frecuentes demandas contra los caci­
ques, debido a los malos tratos y la usurpación de tierras y bienes de la
comunidad, y a la frecuente complicidad entre caciques y corregidores
“cuyos intereses andan mutuamente unidos en el logro”. El caso era sin

78
lu í crisis de la dominación en los Andes (I)

duda común en esa época, no sólo por la naturaleza de los agravios y


refutaciones, sino también por las intrigas que nublaban densamente los
asuntos explícitamente legales2.
Luego de éste corto litigio, Matías Calaumana no tuvo que enfrentar
otros cuestionamientos significativos a su autoridad, sea de otros preten­
dientes al cacicazgo o de los comunarios de base, ni tampoco la intromi­
sión de funcionarios coloniales. Este hecho es notable dado el frecuente
estallido de conflictos en toda esta región, que implicó un extremado
desafío al poder de los caciques en las décadas posteriores. Una de las
relaciones más importantes de los caciques era con el corregidor provin­
cial, y Calaumana pudo conseguir por lo general un acuerdo respetuoso y
una relación complaciente con los sucesivos gobernadores de Omasuyos.
Un hacendado español que estuvo envuelto en un conflicto por tierras
con el cacique y las comunidades de Guarina llegó a señalar que el corre­
gidor favorecía a sus adversarios porque así garantizaba el éxito de sus
negocios de “reparto” de mercancías3.
No obstante, al final, el destino individual de Matías Calaumana, curio­
samente, iría de la mano con el de la institución que él representaba de
modo tan eminente. Aunque él era un realista que sobrevivió a la guerra
civil de 1781, la autoridad política que ejercía este patriarca envejecido,
enfermo y resentido fue finalmente conferida a un comunario de base en
la fase de reconstrucción posterior. Con su poder en decadencia, y un
futuro poco promisorio, el cacique expiró un año después de la devasta­
dora insurrección contra la dominación colonial.

Una aproximación política al cacicazgo colonial

En décadas recientes, los estudiosos de los Andes colo­


niales han acumulado abundante material empírico acerca de los caciques
y el cacicazgo, y este tema se ha convertido en uno de los temas claves en
la historiografía de la región. Sin embargo, si tomamos en cuenta las
nociones conceptuales, los esfuerzos de generalización y los debates
sobre el cacicazgo, tal parece que la historiografía aún no ha aprovecha­
do plenamente de esta riqueza empírica. La imagen prevaleciente en la
literatura es la del cacique como “mediador” entre la comunidad y el esta­
do colonial, entre lá cultura andina y la occidental, entre la economía étni­
ca y el mercado. Se trata de una imagen concebida a partir de tropos

79
Cuando sólo reinasen los indios

familiares y marcada por un lenguaje de “ambivalencia”. En referencia a


su “papel bifronte”, Sánchez Albornoz comenta: “La posición que ocu­
paba el cacique o kuraka dentro del sistema colonial era de lo más delica­
da e ingrata”4. Glave la caracteriza como una “medular, ambigua y, a
veces, trágica posición de bisagra entre dos mundos”5. Otras concepcio­
nes equiparan su papel con el rostro de Jano, planteando un “doble len­
guaje”, una “doble cara” o un “doble filo”6.
La frecuente preocupación sobre la “ambigüedad estructural de la fun­
ción mediadora”7 del cacique revela una tendencia conceptual implícita
que podríamos vagamente llamar estructural funcionalista. Obviamente,
el énfasis en las funciones de integración y reproducción, y en la legitimi­
dad del poder cacical, no presupone la existencia de un consenso social
colonial, ni tampoco implica una apología historiográfica del régimen
colonial. Por el contrario, la historiografía revela una gran sensibilidad
hacia todo tipo de tensiones sociales y toma como punto de partida una
contradicción social profunda y constitutiva. Es más, esta tendencia his­
toriográfica puede justificarse debido a la urgente necesidad de compren­
der cómo fue posible erigir un orden social perdurable a partir de fuerzas
sociales aparentemente tan contradictorias8.
No obstante, esta imagen refleja algunas limitaciones analíticas de la
literatura. El lenguaje de la “ambivalencia” o la “doblez” sirve a veces
como un sustituto retórico a un análisis histórico más dinámico. Deja
abiertas cuestiones fundamentales con respecto a, por ejemplo, el proce­
so de deterioro y colapso del cacicazgo, o las modalidades de participa­
ción cacical en las movilizaciones indígenas de fines del período colonial.
Por lo tanto, aunque pueda justificarse la actitud prevaleciente en la his­
toriografía -dado el hecho de la coherencia del orden colonial, sobre todo
en la temprana colonia—todavía nos falta una comprensión plena del pro­
ceso histórico y sus cambios en un nivel de análisis más específico. Esto
no es menos cierto para el período colonial tardío, cuando las mediacio­
nes del poder entró en una crisis irremediable y el orden colonial sufrió
un declive acelerado9.
Las dificultades historiográficas consisten, en primer lugar, en
reconstruir la trayectoria colonial del cacicazgo (el problema de la perio-
dización y las especificidades históricas)10 y, en segundo lugar, en expli­
car sus procesos de cambio, particularmente la “crisis” del cacicazgo.
Tomemos algunos ejemplos. Los historiadores del período colonial

80
La crisis de la dominaáón en los Andes (I)

temprano ya habían señalado que se estaban produciendo graves ame­


nazas a la legitimidad de los caciques en este período, así como proce­
sos de diferenciación económica y cultural que distanciaron a los
señores étnicos de las poblaciones indígenas locales11. Para fines del
siglo diecisiete, Glave comenta sobre Bartolomé Tupa Hallicalla, caci­
que de Asillo (Azángaro), señalando que “su sistema se estaba derrum­
bando, acabando como su vida en el destierro”12. Rasnake recurre al
mismo criterio de acumulación económica privada y asimilación cultu­
ral para explicar los conflictos seculares y el derrumbe del sistema caci­
cal en Yura con la insurrección de 178113. Hunefeldt también describe
un proceso de “derrumbamiento” del poder cacical a principios del
siglo diecinueve, con la deslegitimación de las elites indígenas, en el con­
texto de una polarización de las relaciones de clase dentro de la comu­
nidad y una “blanquización” de las elites indígenas14.
Recapitulando, el problema subyacente consiste en que la historio­
grafía a menudo ha percibido un fenómeno único para los distintos perío­
dos históricos, y ha buscado explicarlo en los mismos términos. En
contraste, el desafio consiste en elaborar una visión de la evolución a
largo plazo del cacicazgo, en sus sucesivas fases a lo largo del proceso
colonial15. ¿Cómo podríamos distinguir, por ejemplo, entre la diferencia­
ción económica y cutural de los caciques a principios del siglo diecisiete
y la que ocurrió a fines del siglo dieciocho? ¿Cómo era interpretada esta
diferenciación por los diversos sectores de la sociedad rural en las dife­
rentes coyunturas?
Para explicar esta evolución, la historiografía ha asociado a menudo la
crisis del cacicazgo con una “crisis de legitimidad” en el interior de las
comunidades16. Nuestros criterios para el análisis de esta crisis de legitimi­
dad son empero insuficientes en un sentido fundamental. Se han emplea­
do tres criterios para comprenderla. En primer lugar, el criterio del linaje:
el cacicazgo habría entrado en crisis a partir de la extinción de los caciques
“étnicos”, cuyo linaje hereditario les habría valido el tener “derechos de
sangre . Con la creciente “intromisión” de caciques (sea por haber sido
designados por el estado y sus agentes, o por otros medios), muchos de
los cuales eran mestizos y no eran oriundos de las comunidades, se habría
producido una erosión de la legitimidad “étnica”17. El segundo criterio,
que es aún más usual, se refiere también a la identidad étnico-cultural; los
caciques habrían perdido legitimidad debido a su creciente asimilación cul­

81
Cuando sólo reinasen los indios

tural como miembros de la elite colonial, que se habría manifestado, por


ejemplo, en la adopción de la vestimenta española, la cristianización y el
matrimonio con hijas de españoles18. El tercer criterio alude a la posición
de clase: aprovechando las ventajas y oportunidades para la acumulación
de riqueza dentro de la economía colonial y, a menudo, explotando la tie­
rra y la fuerza de trabajo de los miembros de sus propias comunidades, los
caciques se diferenciaron en términos de clase y se integraron a las elites
económicas regionales, distanciándose de la comunidad y de sus lazos tra­
dicionales de reciprocidad19.
Todos estos criterios contribuyen en gran medida a nuestra compren­
sión de la legitimidad de los caciques coloniales andinos. No obstante,
podemos enfatizar aquí un otro criterio olvidado, que debe tomarse en
consideración y que reviste singular importancia: la identificación políti­
ca. Al completar el panorama de la dimensión política del cacicazgo,
quizás podamos dar una respuesta a las limitaciones historiográficas seña­
ladas, y apuntar a un factor clave en aras de un análisis más dinámico e
históricamente específico. Al adoptar este marco de referencia político, el
presente estudio pretende clarificar dos de las cuestiones que la historio­
grafía ha dejado irresueltas. Nos permitirá tener una visión más comple­
ta del derrumbamiento y la crisis terminal del cacicazgo colonial, y
explicar a la vez la ausencia de participación cacical en la insurrección de
1781 en La Paz.
En este intento de reconstruir la trayectoria del cacicazgo y seguir el
proceso de su derrumbe, los archivos nos ofrecen una imagen inicial
muy sorprendente de la intensidad de los conflictos en La Paz durante el
siglo dieciocho. Encontramos decenas de casos en cada una de las pro­
vincias, que dan cuenta de todo tipo de rivalidades y conspiraciones, vio­
lencia y luchas por el poder. En algunos pueblos, las luchas por el
cacicazgo duraban décadas, como incendios persistentes que ardían rei­
teradamente hasta consumir las otrora imponentes propiedades y
haciendas de los señores nativos. Dichos conflictos involucraron a la
mayoría de los pueblos de cada provincia en algún momento entre las
décadas de los años 1740 y 1770, y durante la conflagración de 1781 se
produjo una oleada de ataques a los caciques. Las luchas posteriores
hasta principios del siglo diecinueve redujeron a escombros lo que ha­
bían sido los cacicazgos un siglo atrás.

82
jL¿7 crisis de la dominaáón en los Andes (I)

Los historiadores coloniales han estado sin duda conscientes de esta


abundancia de conflictos documentados entre los caciques y las comuni­
dades durante el siglo dieciocho. De hecho, Nathan Wachtel apunta a
fines del siglo diecisiete como el período en el cual las demandas y quejas
de las comunidades comenzaron a multiplicarse20. Aunque esta coyuntu­
ra amerita un análisis más detallado, la evidencia de La Paz apunta a la
existencia de una proliferación e intensificación de los conflictos a partir
de la década de los años 1740, lo que nos permite hablar de una crisis ple­
namente desarrollada tan sólo a partir de mediados de ese siglo.
Asimismo, existe una pauta geográfica específica en este proceso de
declive21. Tomando las diferencias subregionales en La Paz, los grandes
linajes patriarcales eran más prominentes en Pacajes, Omasuyos y Chu-
cuito, provincias de las alturas que circundaban al lago Titicaca. En las
regiones altoandinas de la provincia Sicasica, la “pureza” de los linajes
dinásticos se hallaba algo más diluida hacia mediados del siglo dieciocho,
mientras que en los prósperos valles cocaleros de los Yungas, ciertas
familias indígenas de linaje noble lograron mantener sus pretensiones al
cacicazgo. Los cacicazgos eran sin duda mucho más débiles en los valles
del sudeste de la provincia de Sicasica y en los valles de Larecaja, debido
a un sinnúmero de factores. En primer lugar, desde la época prehispáni-
ca, la organización política de estos valles era relativamente más tenue y
vulnerable, y estaba subordinada a los centros del altiplano. En segundo
lugar, como se trataba de colonias agrícolas discontinuas del altiplano, la
nobleza andina tenía escasa presencia en estas regiones. En tercer lugar,
después de que los lazos políticos prehispánicos entre altiplano y valles se
hubieran cortado y su producción fuera rearticulada a los mercados regio­
nales, estas áreas periféricas (en contraste con la zona de producción de
coca de los Yungas, más cercana a La Paz) se vieron marginalizadas
económicamente. En consecuencia, los cacicazgos de los valles no resul­
taban suficientemente atractivos, en comparación con los de las alturas,
como base de acumulación.
En estas regiones de valle, la evidencia del siglo dieciocho presenta un
menor número de conflictos, menos violencia, y un mayor número de
caciques de origen no indígena, designados por los corregidores, en com­
paración con los núcleos políticos prehispánicos del altiplano. Si en las
áreas nucleares del altiplano puede observarse el predominio de cacicaz­
gos más poderosos y estables, que entraron más abruptamente en un pro­

83
Cuando sólo reinasen los indios

ceso de crisis, la impresión que nos dan estas zonas periféricas es la de un


proceso de declive más gradual, que habría comenzado anteriormente22.
A juzgar por la evidencia de La Paz, puede concebirse la crisis del caci­
cazgo en términos de diferentes formas de conflicto que serán tratadas
en tres acápites para fines analíticos. En primer lugar, tomaré en cuenta
aquellos conflictos que no involucraron ni giraron directamente en torno
a las comunidades de base. Entre ellos podemos mencionar las disputas
por la sucesión y las enemistades entre familias nobles, así como la con­
flictiva “intromisión” de mestizos y gente de fuera de la comunidad que
estableció vínculos conyugales con familias de caciques hereditarios (el
caso de los yernos), así como caciques respaldados por autoridades colo­
niales en su propio interés. En segundo lugar, tocaré el creciente número
de conflictos entre los caciques y sus comunidades. Tomaré en cuenta
aquellos casos que no estuvieron directamente vinculados a las luchas
contra los corregidores y el reparto de mercancías, que implicaba el con­
sumo coercitivo de bienes externos a la economía comunal23. Este tipo de
casos involucró frecuentemente la denuncia de exacciones excesivás por
parte de los caciques, la usurpación del tributo y los recursos de la comu­
nidad, actos políticos ilegales, desatención a las necesidades comunales y
violencias perpetradas contra ellas. Este capítulo se concentrará en estos
dos aspectos “interiores” a la crisis del cacicazgo.
En el siguiente capítulo analizaremos un tercer tipo de conflicto, aquel
relacionado con las luchas contra el reparto de mercancías y su impor­
tancia fundamental para los caciques en toda esta región. A partir del
reparto, nos vemos ante una creciente presión sobre las comunidades, y
una intervención política cada vez más directa de las autoridades colonia­
les en asuntos del gobierno local. Desde mi punto de vista, y sin perder
de vista la complejidad del proceso histórico, el elemento decisivo en la
explicación de la crisis del cacicazgo tiene que ver con el cambio en las
relaciones coloniales de poder, proceso paralelo a las crecientes exaccio­
nes económicas provocadas por la institución del reparto.
En ambos capítulos, la clave del análisis residirá en el aspecto político.
Se tomará en cuenta el contexto político más amplio al discutir las histo­
rias particulares de cada comunidad, así como el subtexto político —la
negociación de relaciones de poder—que surgirá al considerar las deman­
das y prácticas culturales locales. Esto nos permitirá realzar la compren­
sión de factores individuales que incidieron en estos conflictos, por

84
La crisis de la dominaáón en los Andes (I)

ejemplo, la sucesión de mujeres en los cacicazgos, el nombramiento de


caciques “intrusos” por los corregidores o las exacciones laborales de los
caciques a los comunarjos. Asimismo, el análisis nos permitirá dar cuen­
ta de la incidencia de estos fenómenos —que no son necesariamente nue­
vos—en el proceso históricamente específico de la crisis del cacicazgo en
el siglo dieciocho. Por lo tanto, ambos capítulos nos permitirán mostrar
cómo la historia de los conflictos locales por el cacicazgo se entretejió
con la dinámica política regional más amplia. Al finalizar el segundo de
ellos, nuestra mirada se extenderá más allá de la crisis de los caicazgos,
para mostrar cómo se fue deshilvanando progresivamente el orden colo­
nial y cómo se puso en marcha el movimiento general de la sociedad hasta
culminar con la insurgencia pan-andina y la guerra civil de 1780-1781.

Problemas de sucesión e intromisión en los cacicazgos

Evidentemente, las luchas por la sucesión de los cacicaz­


gos no se limitaron al siglo dieciocho, aunque adquirieron características
peculiares y un nuevo significado en el contexto de los procesos políticos
más amplios de esta época. El cacicazgo de Anansaya Chucuito (Chucui-
to) nos brinda un primer caso ilustrativo del largo conflicto entre familias
que pretendían el cacicazgo, y es un ejemplo de las complejidades y vici­
situdes que podían enmarcar estos procesos. Estas disputas por la suce­
sión —junto a los distintos tipos de intromisión de parte de mestizos,
gente que accedió al puesto por matrimonio, y clientes de las autoridades
estatales—constituyen un primer aspecto en nuestro intento de explicar la
crisis del cacicazgo.
El capítulo inicial del drama de Chucuito se remonta a 1710, cuando
Simón de Sosa y Centeno se presentó a la corte virreinal de Lima para
solicitar el reconocimiento del estado como heredero del cacicazgo, luego
de que Domingo Fernández Cutimbo muriera sin dejar descendencia24.
La corte le concedió un título interino y las indagaciones y testimonios
que sucedieron a estos hechos pusieron en evidencia que Simón era nieto
de Diego Centeno e Isabel Taximolle, siendo Diego hermano de Pedro
Cutimbo y éste, hijo de Carlos Cari Apaza, el cacique gobernador de la
ciudad y de toda la provincia de Chucuito. A su vez, Don Carlos era hijo
de Apu Cari, quien fue capitán general del Inka Guayna Cápac “en tiem­
po de la gentilidad”. Luego de establecer esta relación genealógica, Simón
de Sosa fue declarado como legítimo sucesor del cacicazgo.

85
Cuando sólo reinasen los indios

Linaje cacical de la familia Fernández Cutimbo


Chucuito, Anansaya
de la preconquista hasta el final de la era colonial

Fuente: Reconstrucción basada en los testimonios de ANB EC 1793, No. 11.

Francisco Xavier Puma Inka Charaja, el cacique de Urinsaya, que


también había sido cacique interino en Anansaya, se presentó luego en
la corte afirmando que Sosa era un mestizo sin derechos legales sobre el
cargo, y que él era el verdadero heredero del cacicazgo. La disputa se

86
1m crisis de la dominación en los Andes (I)

resolvió finalmente en 1720, con la confirmación de los derechos de


Sosa al cacicazgo.
Dos años después Lucas Meneses Cutimbo cuestionó a su vez a
Simón de Sosa. El nuevo aspirante al cargo se declaró como hijo ilegíti­
mo de Aldonza Cutimbo, nieta de Margarita Cutimbo Vilamolle y biznie­
ta de Pedro Cutimbo, el cacique de Chucuito. Lucas confirmó que su
bisabuelo Pedro era hijo de Carlos Cari Apaza, pero a diferencia de lo
relatado por Sosa, indicó que Pedro había estado casado con María Vila­
molle y que ella —una “india muy principal”—era hija de Apu Cari25.
Lucas, de Meneses Cutimbo salió con el argumento de que Sosa había
traicionado a la corte y usurpado el cacicazgo fraudulentamente. El caci­
que fallecido habría dejado un heredero bastardo, Juan Cutimbo, que
resultó ser demente. Ya que Juan era incompetente para el cargo, el caci­
cazgo debía haber pasado automáticamente a la hermana del cacique,
Aldonza Cutimbo. Pero como ella era mujer, considerada “inepta” por
ley, el heredero legítimo no podía ser otro que su hijo Lucas, que vendría
a ser sobrino del cacique fallecido, Domingo Fernández Cutimbo.
Después de recibir las declaraciones de varios testigos, la corte final­
mente admitió que Sosa había mentido al sostener que Diego Centeno
era hermano de Pedro Cutimbo, y al inducir a otros testigos a que falsea­
ran la reconstrucción de su genealogía. Diego Centeno era un conquista­
dor español que llegó a la región desde el sur de Charcas (donde había
dirigido la resistencia contra la autoridad de Gonzalo Pizarro), y fue
derrotado por Francisco de Carvajal en la batalla de Guarina en 1547.
Además, Centeno nunca había estado casado con doña Isabel Taximolle
—como alegaba Sosa—sino con la mestiza Luciana Medina.
Los testigos completaron el cuadro de los hechos. En el siglo diecisie­
te, después del fallecimiento de Cristóbal Cari —quien había llegado de la
provincia Canas, cerca del Cusco—Domingo asumió el cargo en lugar de
su madre. Por causa de su incumplimiento en el pago de tributos, el corre­
gidor lo exoneró del cargo y puso en su lugar a Rafael Inka Charaja que
era el gobernador de la otra parcialidad de Chucuito. Entretanto, Domin­
go falleció y Simón de Sosa, que era el lugarteniente del alguacil mayor de
la provincia, se hizo presente en su hacienda para embargar la propiedad.
Al buscar entre sus papeles, Sosa descubrió los títulos del cacicazgo y
convenció a la viuda de guardarlos hasta que el hijo de Domingo llegue a
la mayoría de edad. Pocos meses después, los indios se vieron sorprendi­

87
Cuando sólo reinasen los indios

dos con el hecho de que Sosa estaba a cargo del cacicazgo, con el respal­
do del corregidor26.
La intrincada disputa entre Sosa y Meneses duró largos años. En 1728,
el corregidor encarceló a Sosa por estar muy rezagado en los pagos del
tributo, y designó a Meneses para que se haga cargo de la recaudación del
tributo y el entero de la mit’a. Hacia 1730 se resolvió finamente la dispu­
ta en favor de Lucas de Meneses, quien fue declarado formalmente como
dueño del cacicazgo por la Real Audiencia.
Aparentemente, don Lucas gobernó sin contratiempos hasta su muer­
te en 1747, cuando fue sucedido por su primogénito Basilio Cutimbo. Sin
embargo, Basilio renunció al cacicazgo (él gozaba de un empleo inde­
pendiente como encargado de la caja provincial de Carangas), transfi­
riéndolo por medio de su tía María Aldonza al hijo de ésta, Alejo
Hinojosa Cutimbo. La única condición que puso Basilio fue que él y su
familia continuarían gozando de la mitad de las tierras, servicios y emo­
lumentos legalmente adscritos a la titularidad del cacicazgo. El nuevo
cacique gobernó hasta 1766, cuando sus deudas y rezagos en el pago de
tributos lo forzaron a renunciar y a transferir el cacicazgo a su hermano,
Cayetano Berrazueta, quien había oficiado a lo largo de la última década
como segunda persona de don Alejo27. En la ceremonia convencional de
posesión, el corregidor de Chucuito lo sentó en la misma tiana que ha­
bían usado sus antepasados. De este modo, Cayetano Berrazueta presidió
el gobierno de la parcialidad de Anansaya Chucuito, en el distrito occi­
dental del lago, hasta el estallido de la gran insurrección de 1781.
Berrazueta rechazó las solicitudes de Tupac Amaru, el dirigente Inka
del movimiento, y organizó sus propias fuerzas indígenas para defender
la región de Chucuito bajo el mando del Comandante Joaquín Antonio de
Orellana. Llegó a salvar la vida de prominentes autoridades españolas,
incursionó en escaramuzas contra fuerzas enemigas muy superiores en
número y fue uno de los últimos en evacuar la región cuando las fuerzas
de la corona finalmente se rindieron ante la ola de acciones rebeldes. Aun­
que él se enorgullecía de haber descabezado al “Virrey” rebelde Gregorio
de Limachi, su propia esposa Mónica Heredia Puma Inka Charaja y sus
hijos fueron asesinados durante la guerra. Forzado a huir al norte debido
a las circunstancias militares, Berrazueta acabó aislado y arruinado en el
Cusco, viviendo de cortar leña y hacer carbón28.

88
La crisis de la dominación en los Andes (I)

Una vez terminada la contienda, Berrazueta retomó su papel como


cacique interino dado que no tenía los derechos propietarios formales
sobre el cacicazgo otorgados por el virrey. Empero, poco después de su
retorno comenzó a confrontar oposición. Los tres hijos de Basilio Cutim-
bo, que habían renunciado al poder a mediados del siglo, comenzaron a
afirmar paralelamente sus derechos hereditarios sobre el cacicazgo. En
primer lugar, se quejaron de que Berrazueta no había cumplido con el
compromiso hecho con su padre, para que ellos participasen de los bene­
ficios del cacicazgo. Luego cuestionaron frontalmente el derecho de
Berrazueta a ocupar el cargo de cacique, y Pedro Fernández Cutimbo
salió en defensa de sus derechos como heredero legítimo.
Don Cayetano consideró poco apropiado pelear contra sus propios
sobrinos y, en 1785, les ofreció renunciar al cargo antes de ser derrotado
por cansancio en el litigio. Pero las disputas y maniobras legales se exten­
dieron debido a que su hermano, el anterior cacique Alejo Hinojosa,
intervino para obstaculizar su renuncia al cargo. Hinojosa insistió en que
él había obtenido una aprobación formal del estado como sucesor legíti­
mo y que, por lo tanto, los cuestionamientos a Berrazueta carecían de
fundamento. Sin embargo, poco después Pedro Fernández Cutimbo
obtuvo un decreto de la Real Audiencia de La Plata por el cual se lo nom­
braba como cacique legítimo.
Cansado y resignado, Cayetano Berrazueta pudo apenas atreverse a
una patética objeción en sentido de que había sido tratado injustamente.
No insistió en tener legitimidad hereditaria, y más bien optó por men­
cionar sus veintiséis años de servicio y sus sacrificios en favor de la coro­
na, su trayectoria impecable en el cumplimiento de los pagos tributarios
y su benevolencia hacia los indios, que “le daban el renombre de
Padre”29. Según él, el nuevo cacique tuvo incluso el descaro de cosechar
los campos que él había laboriosamente cultivado y de despedir a su sir­
viente. Esto mostraba el completo irrespeto hacia él por sus méritos y
sacrificios personales, su avanzada edad y los lazos de parentesco entre
él y el joven Fernández Cutimbo. Describiendo su situación como “la
miseria más imponderable”, Berrazueta solicitó que dos ayllus le conti­
nuasen proporcionando servicios laborales a él y sus descendientes para
la atención de su casa y el laboreo de sus campos; a su vez' se compro­
metió a entregar regularmente al cacique el pago de la tasa y el entero de
mit’ayos de estos ayllus.

89
Cuando sólo reinasen los indios

La corte designó a un abogado defensor de indios indigentes en favor


de Berrazueta, y el caso prosiguió hasta un último episodio en 179230. El
abogado confirmó los derechos de su defendido al cacicazgo, citando los
servicios prestados durante la insurrección y el decreto real de 1787, que
ordenaba la permanencia en sus cargos de todos los caciques leales, como
recompensa por su fidelidad. Sin embargo, la disputa legal se centró en
las reglas españolas de herencia de propiedad (mayorazgo), particular­
mente el traspaso original del cacicazgo de Basilio Cutimbo a Alejo Hino-
josa hacia fines de los años 1740. La parte contraria argumentó que
Basilio tan sólo había intentado suceder como interino a un cacique auxi­
liar durante su ausencia y que, en todo caso, carecía de toda autoridad
legal para usurpar la propiedad familiar. La propiedad de un mayorazgo
tan sólo podía pasar a una línea colateral, como la de los Hinojosa, en
ausencia de herederos directos.
El abogado de Berrazueta argumentó que sin duda, en el momento del
traspaso, no existían herederos vivos del cacique. Obviamente, don Basi­
lio no podía pretender que la propiedad del cargo fuese traspasada a sus
hijos puesto que no los tenía. Y una vez que un mayorazgo pasaba de una
línea a otra, legalmente no era posible que revierta a la linea original en
ningún momento futuro.
La corte sentenció en última instancia a favor de los derechos heredi­
tarios al cacicazgo de Pedro Fernández Cutimbo, dejando de lado las
demandas de Berrazueta de que tenía que ser recompensado por sus ser­
vicios a la corona. Podemos imaginarlo terminando sus días sumido en la
pobreza, al igual que otros personajes de la provincia con pretensiones
nobles, aunque más solitario y amargado que la mayoría.
La historia que hemos narrado con algún detalle presenta muchos ras­
gos en común con otros conflictos por la sucesión al cacicazgo que tuvie­
ron lugar en el siglo dieciocho. Estos conflictos implicaban una pugna en
torno a las líneas de descendencia histórica, el uso de parámetros legales
establecidos conforme al código español de mayorazgos, las ambigüeda­
des del rango de cacique interino, y la competencia entre familias nobles
en torno a los beneficios materiales asociados con el cargo. La historia
también nos brinda una visión anticipada del significado que tuvo la gue­
rra civil de 1781 para los cacicazgos, al derribar muchos linajes, al esta­
blecer como criterio fundamental de legitimidad la lealtad política a la
corona, y al provocar una intervención estatal más directa en las designa-

90
1m crisis de la dominación en los A.ndes (I)

dones. Asimismo, en este caso se pone en evidencia el tema de la erosión


general de los linajes nobles antes eminentes, cuyo poder patriarcal
comenzó a desmoronarse en la medida en que el cacicazgo se convirtió
en una propiedad disponible y, en última instancia, enajenable.
Este último punto —la condición de propiedad del cacicazgo colonial­
es un problema especialmente interesante, aunque poco tomado en cuen­
ta. En el caso que hemos relatado este aspecto sobresale, ya que el con­
flicto por la sucesión y su resolución en la parcialidad Anansaya de
Chucuito no trajo consigo una intervención política abierta y desde arri­
ba en la designación del cargo por parte de los corregidores, ni tampoco
una evidente presión desde abajo por parte de los miembros de las comu­
nidades. Cayetano Berrazueta sacó a relucir una variedad de criterios para
justificar sus derechos al cargo: su desempeño en el pago de tributos, sus
servicios militares y lealtad a la corona, y el amor filial y lealtad que le pro­
fesaba la comunidad. Sin embargo, pese a todo, el elemento determinan­
te fue el derecho de propiedad hereditario, tal como estaba definido en el
código de mayorazgos español.
Como forma específica de propiedad, por lo general el cacicazgo no
estaba mercantilizado, aunque hacia fines del siglo dieciocho se dieron
casos ocasionales en que los corregidores vendieron ilegalmente el cargo
por elevadas sumas31. Antes bien, se trataba de un mayorazgo sujeto a
apropiación individual y heredado dentro de las propias familias. En ello
reside una tensión política fundamental. El código de mayorazgos servía
para regular la posesión y transmisión de los cacicazgos; y las disposicio­
nes legales eran internamente coherentes, capaces por lo tanto de clarifi­
car los puntos específicos que habitualmente llevaban a disputas entre
distintos aspirantes, como pudo verse en el caso de Chucuito32. Sin
embargo, los problemas de fondo tenían que ver con el significado del
status propietario para una institución política que, en principio y aunque
precariamente, tenía a la vez que representar y actuar en nombre del esta­
do tanto como de las comunidades.
Su condición de propiedad privada, que determinaba la prelación legal
de derechos hereditarios al cargo, garantizaba a los caciques un grado
relativo de autonomía institucional, dado que ellos no eran directamente
nombrados por el estado, ni tampoco eran elegidos directamente por las
comunidades. Sin embargo, en la medida en que se fueron divorciando
los intereses políticos del estado y de las comunidades, la autonomía del

91
Cuando sólo reinasen los indios

cacicazgo tuvo que enfrentar crecientes presiones tanto de arriba como


de abajo. Este asalto restringió el margen de maniobra de que gozaban los
caciques como mediadores y representantes. A nivel de las comunidades,
las mismas condiciones que normalmente facilitaban la autonomía po­
dían darse la vuelta en coyunturas políticas de emergencia, para revertir
en detrimento de los caciques. En caso de que los caciques, confiados en
la legalidad y en sus derechos propietarios, ignorasen las presiones desde
abajo, su integridad como representantes de la comunidad podía verse
erosionada. Por ello, la influencia de los corregidores y las crecientes
demandas de las comunidades sobre los caciques llevaron a una “intro­
misión” creciente y a mayores conflictos en torno a la legitimidad en la
sucesión a los cacicazgos. Estos conflictos se volvieron cada vez más
comunes en el contexto polarizado del siglo dieciocho, y nos revelan la
insuficiencia y fragilidad institucional del cacicazgo que emanaba en gran
medida, aunque no enteramente, de las tensiones institucionales entre
relaciones de propiedad y relaciones de poder y legitimidad política.
En sí mismas, estas tensiones se habían originado en las transforma­
ciones que sufrió la sociedad andina por obra del colonialismo. Si los caci­
ques disponían de un margen de autonomía relativa, los límites de dicha
autonomía fueron redefinidos por el estado colonial al introducir la nueva
forma propietaria. Como podía esperarse, la autonomía de los caciques
frente al estado era más limitada que frente a las comunidades. La forma
propietaria subsumió jurídicamente a los cacicazgos a los auspicios del
estado y modificó las relaciones políticas precoloniales al eliminar las for­
mas de control social indígena sobre la sucesión de sus gobernantes.
Como se ha señalado antes, el código de mayorazgos restringió la flexibi­
lidad y competencia del gobierno indígena, al privilegiar los derechos de
primogenitura como criterio de sucesión. Es también necesario tomar en
cuenta que en las formaciones políticas de la era precolonial era un con­
cejo de ancianos el que tenía a su cargo la determinación de quién era el
legítimo sucesor entre las principales familias dinásticas33. Con la trans­
misión y reglamentación del gobierno indígena de acuerdo al código de
mayorazgos, la formación política indígena perdió su capacidad de hacer
valer estas formas tradicionales de negociación del liderazgo. A medida
que se desvinculó progresivamente de las determinaciones étnicas colec­
tivas, y se sometió en mayor grado a las del estado, también perdió már­
genes de control y representatividad internos.

92
La crisis de la dominaáón en los Andes (I)

Un problema especialmente interesante se refiere a cómo las prácticas


de sucesión al cacicazgo en el período colonial podían hacer desvanecer
los principios andinos, y cómo la burla de las normas y el control comu­
nal podía llevar al resentimiento de los caciques. La documentación del
siglo dieciocho nos brinda ejemplos de un problema de intromisión que
podríamos identificar como de los “yernos usurpadores”. La ley colonial
de mayorazgos sancionaba la costumbre andina según la cual las mujeres
podían acceder al cacicazgo, aunque esto no fuese inicialmente contem­
plado por el Virrey Toledo. Pero la medida sólo podía aplicarse en caso
de no existir descendientes varones elegibles. Es más, la propiedad del
cacicazgo en manos de mujeres no traía consigo un poder efectivo de
gobierno. Debido a que las mujeres eran consideradas incapaces, “por sus
débiles manos”, para ejercer cargos de autoridad , sólo una mujer casada
podía heredar el cacicazgo y aun así, el control efectivo del poder recaía
automáticamente en su marido34. Aquí podemos notar una vez más la
falta de correspondencia entre la propiedad y la legitimidad política, que
en este caso apunta a una dimensión de género.
Los “yernos” en cuestión eran hombres que se casaban con mujeres
pertenecientes a fam ilias cacicales y que gozaban de los consiguientes
beneficios, recursos, poder y prestigio patriarcales. Evidentemente, situa­
ciones como ésta estaban marcadas por un lenguaje metafórico moldea­
do en términos de sexualidad, parentesco y descendencia. Estas
situaciones se prestan a una amplia especulación interpretativa, y nos ayu­
dan a comprender de un modo más profundo las perspectivas culturales
locales acerca de la legitimidad cacical y las identidades comunales.
Comencemos entonces mostrando algunas evidencias concretas de
que las comunidades concebían explícitamente a estos hombres como
“yernos”. Durante la década de los años 1750, el clan Cachicatari de
Yunguyo (Chucuito) se hallaba envuelto en una disputa familiar interna
por la sucesión, y al mismo tiempo uno de sus miembros, Atanasio
Cachicatari, se había posesionado del cacicazgo de la parcialidad Anan-
saya de Guaqui (Pacajes). La propia marka de Guaqui estaba atravesan­
do en esos momentos por serios disturbios, que llevaron eventualmente
a la división de la parcialidad Urinsaya y a la fundación del nuevo pueblo
de Taraco. Cachicatari justificó sus derechos al cacicazgo como esposo
de Margarita Choqueguaman, la hija del cacique Baltazar Choquegua-
man, que había muerto sin dejar herederos varones. No obstante, la

93
Cuando sólo reinasen los indios

comunidad finalmente se le puso al frente, exigiendo su destitución.


Declararon que Cachicatari era un “intruso” y lo hicieron responsable de
malos tratos, ajetreos y falencias en la obtención de justicia para la comu­
nidad. Una escritura a nombre de los cincuenta y cuatro tributarios indi­
caba: “Un cacique llamado don Francisco Xavier nos gobernó por yerno
ahora muchos años y lo echó a perder todo el pueblo y nuestros ins­
trumentos [documentos] y por cuya causa estamos sin instrumentos. Y
así pudiera suceder con este dicho cacique don Atanasio, y como
hemos experimentado del rigor del dicho, y como hemos carecido en
todos estos tiempos, como si no tuviéramos cacique. Y lo más está en
su tierra o pueblo”35.
El problema subyacente en todos estos casos de in tro m isión era la
falta de control comunal sobre los sucesores que asumían el cargo y no
se sentían obligados a responder a las expectativas sociales y políticas de
las comunidades. Esta falencia era especialmente sentida en el caso de los
yernos abusivos36. Por lo general, los varones campesinos que se vinculan
por matrimonio con una determinada familia como “tomadores de muje­
res”, asumen la condición de forasteros, con un status disminuido37. En
las situaciones de usurpación del cacicazgo se da entonces una superpo­
sición metafórica entre la familia y la comunidad, ya que el yerno usurpa­
dor puede equipararse al forastero, que se afilia a la comunidad por no
haber podido establecer un patrimonio propio en su comunidad de ori­
gen. Como afuerino de menor status, el forastero comparte ciertos ras­
gos comunes con el yerno38. De acuerdo con las leyes estatales, los yernos
intrusos podían ser sucesores hereditarios legítimos, aunque su apropia­
ción sexual de la hija del cacique y su atribución de poder, tanto como las
riquezas que podía acumular de la noche a la mañana, se conjugaban para
ofrecer la imagen de una continua violación de los códigos andinos coti­
dianos de moralidad y jerarquía39.
Otro punto neurálgico en los conflictos de intromisión y sucesión fue
el control de los cacicazgos por mestizos o españoles. La legislación
española prohibía explícitamente que los mestizos pudieran asumir el
cargo de caciques. No sólo su presencia era vista como una violación a la
separación formal entre las repúblicas de indios y de españoles; también
tenían fama de hacer estragos en los pueblos indígenas40. No o b stante,
dado que muchas familias de la nobleza indígena se habían unido a partir
del siglo dieciséis con familias españolas a través del matrimonio, la mez-

94
jL¿7 crisis de la dominación en los Andes (I)

cía racial no excluía a sus herederos de los derechos propietarios legales


sobre los cacicazgos. En estas familias, la descendencia hereditaria de un
linaje gobernante propietario del cacicazgo garantizaba el rango de noble­
za indígena y pasaba por alto el hecho del mestizaje41.
No obstante, el hecho de la mezcla racial fue utilizado repetidamente
por las comunidades en sus reclamos judiciales para terminar con el
abuso que sufrían en manos de mestizos o españoles intrusos en el cargo
de caciques. Por lo general, éstos eran nombrados interinamente por el
corregidor o el subdelegado. Atanasio Villacorta era uno de esos caci­
ques mestizos impopulares, nombrado para gobernar Laja y Pucarani.
Sus oponentes lo describían como un “pobre andante... cuyo origen no
se sabe”. Sus iniquidades fueron atribuidas al “infeliz carácter de este
intruso, y aun de su propia naturaleza pues como mestizo odia a los
indios... Y por esto sin duda que la ley del reino prohíbe terminante­
mente que esta bastarda casta de gentes no sea puesta de caciques en los
pueblos de naturales”42.
Los usurpadores mestizos podían también ser yernos, casados con
una heredera legítima al cacicazgo y, por lo tanto, podían gozar del
reconocimiento legal por la Real Audiencia. A principios de la década
de los años 1750, en Italaque (Larecaja), los indios de la parcialidad
Pacauris denunciaron a su cacique Julián Ramírez por una serie de abu­
sos. También intentaron descalificarlo como racialmente inepto para
gobernarlos. Preferían tener caciques indígenas “y no mestizos de quie­
nes somos odiados y aborrecidos”. Las declaraciones de los testigos
confirmaron que Ramírez era un mestizo o español —el término viraco­
cha se menciona en uno de los documentos—y por lo tanto “de distin­
ta naturaleza de la nuestra”43.
El principal argumento de defensa del cacique fue que había adquiri­
do legítimamente derechos al cargo como esposo de Isabel Cutipa, hija
del anterior cacique, ya fallecido. Después de la muerte del cacique Pablo
Cutipa, el corregidor lo había nombrado primero como recaudador de tri­
butos en reconocimiento de su riqueza y su condición matrimonial, y la
Real Audiencia había confirmado su título en 1744, aunque presumible­
mente como cacique interino y no propietario. A pesar de la oposición y
de la competencia por hacerse del cargo, Ramírez se mantuvo en el poder
por doce años, y fue depuesto sólo después de que las autoridades toma­
ran la insólita decisión de meterlo en la cárcel por sus abusos44.

95
Cuando sólo reinasen los indios

Las comunidades descontentas no dudaron en mencionar casos de


intrusos que habían asumido el cargo pobres, y que habían acumulado
riquezas como caciques. Esto ocurría tanto con la clientela dependiente
de los corregidores o subdelegados, o con otras personas, a menudo coa­
ligadas con el cacique saliente, quienes solían haber asumido el cargo a
través de intrigas locales. En una disputa ocurrida en Zepita (Chucuito),
los indios protestaron contra Francisco Sensano: “Dicho mestizo antes
que fuese cacique estuvo en total inopia, y le vieron todos vestido con una
solapa de bayeta amarilla de la tierra a raíz de las carnes ejercitándose en
domar chácaras para mantenerse. Y hoy a nuestra costa viste brocatos y
sedas, paños de Castilla y franjas, gastando porción considerable en man­
tener su [¿continua?] embriaguez y pechear gobernadores”45.
La crítica a estos caciques arribistas podría parecer una defensa de la
jerarquía tradicional patriarcal y de casta. Por ejemplo, un principal, hijo
de un ex-cacique de Curaguara (Pacajes) demandó al nuevo cacique por
ser “indio bajo y ni aun a su padre no se sabe quien fue”46. Sin embargo,
está claro que la preocupación de las comunidades sobre estos intrusos
tenía que ver con el respaldo externo de que gozaban, y con los escasos
vínculos de obligación moral hacia las comunidades, o con su falta de
interés en negociar pactos de economía moral con sus súbditos.
En este sentido, el principal blanco de las protestas comunales eran las
parasitarias exacciones que sufrían a manos de estos caciques. Y aquí nue­
vamente podemos tomar un ejemplo que muestra cómo el lenguaje del
parentesco sobre los yernos fue usado en forma pertinente. En uno de
los momentos culminantes de un conflicto por linderos que se había esta­
do cocinando largamente en la parcialidad Anansaya de Sicasica (Sicasi-
ca), los miembros hostiles del ayllu Collana demandaron a Asencio
Sarsuri, del ayllu Llanga, alegando que poseía quinientas llamas, mil ove­
jas y una gran hacienda “como cualquier español”. Debido a su riqueza,
pudo salirse con la suya y usurpar las tierras de otros comunarios. Un tes­
tigo denunció a Sarsuri indicando que “por yerno fue llamado js ia alzado
por el mucho ganado que tiene”47. El término aymara isilla significa flojo
u ocioso y aquí su uso sugiere que la acumulación de riqueza por parte de
un yerno era rechazada como parasitaria. De ser correcta esta interpreta­
ción, la situación de Sarsuri nos permitiría aclarar qué tipo de problemas
se ventilaban en el caso de los caciques considerados intrusos.

96
Lm crisis de la dominaáón en los Andes (I)

El análisis que hemos realizado de los conflictos sobre la usurpación


y sucesión del cacicazgo ha hecho hincapié en el caso de los yernos usur­
padores, no porque fueran cuantitativamente muy significativos, sino por­
que el problema parecía especialmente delicado, además de revelador. No
sólo este problema pone al descubierto los elementos típicos de la usur­
pación; también al hacerlo se muestra la tensión existente entre la pro­
piedad y la legitimidad de los cacicazgos, que fue introducida por el
estado colonial. Esta tensión cobró particular importancia durante el siglo
dieciocho, al involucrarse las comunidades en conflictos contra sus caci­
ques y al enfrentar los consiguientes límites legales e institucionales a la
fiscalización del cacicazgo.
Un ejemplo final nos permitirá sintetizar los elementos más impor­
tantes que surgen de este análisis —el parentesco, la sexualidad, la raza
y la clase—y nos mostrará que la ilegitimidad de los caciques usurpa­
dores podía derivar simultáneamente de múltiples factores. Los indios
de Moho (Paucarcolla) demandaron a su cacique, Gregorio Santalla,
por un sinnúmero de abusos que incluían repartos de alcohol, cobro de
diezmos y un férreo control clientelar sobre los funcionarios del pue­
blo. Según su relato, Santalla era un “hombre blanco” de Larecaja que
había llegado a la región careciendo de fortuna propia. Se hizo amigo
del cacique, se introdujo en su casa y finalmente tomó a su hija en
matrimonio. Lo hizo “sin reparar la naturaleza de india, sólo con el fin
de tener con qué pasar su vida, pues no es creíble que un hombre blan­
co se casase por otro motivo”48.
Con el correr del siglo, a medida que se profundizaba la polarización
política, se fue dando una creciente intervención en la sucesión cacical,
tanto desde arriba como desde abajo. Ya hemos visto la capacidad del
estado para imponer su autoridad legal en la determinación de la titulari­
dad al cacicazgo, sea sobre una base “propietaria” o “interina”. Al pare­
cer, un número cada vez menor de gobernadores gozaba realmente de
títulos propietarios al cargo, incluso si el corregidor los hubiese reconoci­
do como sucesores naturales y sus derechos estuviesen bien establecidos.
Por ley, le tocaba al gobierno superior del virrey, que oficiaba como repre­
sentante de la corona, el reconocer formalmente a los caciques y emitir
los títulos de propiedad. Esta confirmación tenía lugar luego de que la
Real Audiencia y su comisionado, que por lo general era el corregidor
provincial, hubiesen recibido declaraciones de testigos y verificado los

97
Cuando sólo reinasen los indios

alegatos y la elegibilidad del aspirante a sucesor (siguiendo las normas de


la Real Provisión Ordinaria de Diligencias de Sucesiones de Hijos de
Caciques). Empero, podían pasar años hasta completar todo el procedi­
miento, especialmente si se presentaban disputas sobre la posesión del
cacicazgo49. En caso de no haber heredero visible al cargo, el procedi­
miento habitual para el nombramiento del nuevo cacique se iniciaba con
una proclama pública convocando a todos los candidatos interesados. Si
los derechos naturales de sucesión resultaban ser muy vagos o remotos,
podían aplicarse otros criterios, como ser la solvencia económica, la leal­
tad y la prueba de servicios prestados a la corona, así como la probidad
personal y el dominio del castellano, con el fin de evaluar la capacidad de
gobierno de los postulantes. El corregidor nombraba entonces una terna
ante la audiencia, la que finalmente nombraba al sucesor interino siguien­
do las recomendaciones del corregidor. Asimismo, se convocaba al inte­
rinato en caso de que el heredero legítimo de sangre fuese menor de edad,
o cuando le tocase la sucesión a una cacica soltera o viuda; también cuan­
do el cargo se hallaba vacante por cualquier otra razón circunstancial50.
El papel del corregidor en estos procedimientos legales revestía singu­
lar importancia, al igual que en las maniobras e intrigas informales que
caracterizaron a los conflictos por la sucesión al cacicazgo. Además de los
casos habituales en los que los corregidores pasaban por alto las normas
legales y nombraban a caciques interinos sin autorización51, su interven­
ción era especialmente directa en el nombramiento de cobradores o
recaudadores de tributos. En estos casos, el corregidor gozaba de la
mayor libertad, ya que podía nombrar a cualquier persona que estimara
conveniente, debiendo únicamente notificar a la audiencia acerca de su
elección. Oficialmente, estos recaudadores interinos teman que servir
junto con o en sustitución de los caciques propietarios, aunque carecían
de derechos tutelares o de gobierno sobre las comunidades. No obstan­
te, en la práctica, estos funcionarios a menudo ejercían autoridad política,
supervisaban los asuntos de la comunidad tales como el entero de la
mit’a, y gozaban de emolumentos propios del cacicazgo, derechos sobre
tierras, servicios y obediencia debida a los gobernantes legítimos. Dado
que estos funcionarios designados no eran oficialmente caciques, los
corregidores podían elegir no solo a indígenas subordinados, sino tam­
bién a mestizos o criollos que podrían favorecer sus intereses, especial­
mente en el reparto forzoso de mercancías. Los administradores

98
JL¿? crisis de la dominaáón en los Andes (I)

coloniales estaban muy al tanto de estos acuerdos rutinarios, pero dadas


las ventajas prácticas de llenar rápidamente el vacío en un cacicazgo,
rara vez actuaban para impedir la confusión jurisdiccional y las preten­
siones políticas de los caciques cobradores, al menos hasta la última
década del siglo.
En conjunto, la continua proliferación de caciques interinos y caciques
cobradores de tributo apunta a una lenta y sutil erosión institucional del
cacicazgo. No es necesario que veamos este fenómeno en términos
estrictamente demográficos, en el sentido de una extinción de los linajes
del estrato de familias cacicales. Un argumento en este sentido resultaría
difícil, ya que la categoría de la nobleza indígena era bastante flexible y
podían darse casos en que parientes más o menos distantes apostaban a
realizar demandas válidas al cacicazgo dentro del sistema español de
mayorazgos (vale decir que la posesión del cacicazgo podía moverse
transversalmente hacia una línea paralela de descendencia). En el capítu­
lo anterior, la decadencia de la nobleza indígena fue vista no tanto en tér­
minos de una dinámica demográfica en cifras absolutas, sino más bien en
términos de la dinámica de clases y de status dentro de la sociedad indí­
gena. No obstante, podemos estar seguros acerca de la naturaleza institu­
cional del problema. Los caciques interinos, incluso aquellos que se
jactaban de tener los antecedentes de nobleza más pulidos, carecían de la
seguridad y de la mayor autonomía de que gozaban los caciques propie­
tarios, y tanto ellos como sus familias eran más vulnerables a las preten­
siones de sus rivales. La autoridad del cacique cobrador era aún más
inestable. Finalmente, el papel central del corregidor dio lugar a un con­
trol cada vez más arbitrario e ilegítimo del cargo.
Con la persistente polarización política a lo largo del siglo dieciocho,
la cuestión de los derechos hereditarios v✓ de sucesión se convirtió a
menudo en parte de una disputa más amplia y compleja en torno a la
autoridad y la legitimidad del cacique. Esta disputa puede ser vista en tér­
minos de múltiples capas superpuestas, en las que se cruzaban criterios
legales, políticos y culturales, cada uno de los cuales podía ser sujeto a
definiciones contenciosas. Como respuesta a las presiones desde arriba, la
intervención desde abajo por parte de las comunidades se convirtió en un
hecho cada vez más común en los conflictos de sucesión del siglo die­
ciocho. Hacia los años 1790, las comunidades ya jugaban un papel decisi­
vo en estos conflictos, llegando incluso a iniciar procesos de sucesión y

99
Cuando sólo reinasen los indios

lanzando directamente a sus propios candidatos (a quienes podríamos


considerar más clientes que patrones) para ocupar estos cargos. Ya que
sin duda hubo limitaciones intrínsecas a la fiscalización política del caci­
cazgo como forma de propiedad (aun si su posesión era concedida en
forma interina), la lenta erosión de la institución brindó también nuevos
resquicios a la presión e intervención de las comunidades. Al mismo tiem­
po, por obra de los propios límites a la legitimidad del gobierno y a medi­
da que la necesidad de conformidad cacical se sentía con mayor urgencia,
las comunidades se vieron obligadas a realizar esfuerzos audaces y creati­
vos para controlar a su máxima autoridad desde las bases.

La creciente oposición comunal a los caciques

El proceso que se llevó a cabo a mediados del siglo con­


tra Matías Calaumana, al cual hicimos referencia a inicios de este capítu­
lo, sirve como ejemplo de la proliferación de conflictos entre
comunidades y caciques de La Paz hacia fines del período colonial. El epi­
sodio de Guarina, en los hechos, fue más bien suave y de corta duración
en comparación de otros casos. Calaumana sobrevivió a este proceso, vol­
vió a consolidar su poder y continuó gobernando sin una oposición con­
certada en las tres décadas siguientes. En este acápite examinaremos otros
ejemplos de estos conflictos, con el fin de comprender el derrumba­
miento del orden político interno en las comunidades, el lenguaje de la
deslegitimación cacical y las audaces estrategias de las fuerzas de base en
las comunidades. Por consiguiente, aquí haremos una exposición del
segundo aspecto fundamental en la crisis del cacicazgo.
Los conflictos entre caciques y comunidades en este período se cen­
traron alrededor de una serie de diversos temas, tales como los servicios
laborales y exacciones monetarias, el pago de tributos y la administración
de los recursos comunales. Cada uno de ellos amerita un tratamiento cui­
dadoso y profundo, pues estos conflictos también implicaban aspectos
menos explícitos e inmediatamente perceptibles de lo que por lo general
concentraba la atención de la corte y los argumentos de las partes en con­
flicto. En la reconstrucción y análisis que siguen sobre los sucesivos epi­
sodios de Calacoto, un pueblo ubicado en el altiplano de Pacajes, se harán
visibles ambos niveles: los temas explícitos, tanto como las dimensiones
políticas subyacentes a la disputa legal que sutilmente daban forma a los
pronunciamientos de ambas partes ante las cortes.

100
~La crisis de la dominación en los Andes (I)

Calacoto no fue el sitio donde se dieron los conflictos más intensos en


el siglo dieciocho, pero resulta particularmente interesante para nuestros
propósitos, dada la larga data del problema y el hecho de que década tras
década la comunidad reafirmó su lucha contra los abusos cacicales. En
Calacoto, los descendientes de la dinastía Cusicanqui parecen haber
gobernado con firmeza desde el siglo dieciseis hasta principios del siglo
dieciocho. En 1721 asumió el poder Juan Eusebio Canqui, y desde el ini­
cio se desarrollaron fuerzas antagónicas en contra de su gobierno. Los
miembros de la comunidad declararon que, desde su juventud, Canqui les
había mostrado mala voluntad y que era soberbio y violento. Añadieron
que había obtenido el cargo a través de maniobras dudosas, y que había
sobornado al Corregidor Pedro Ambrocio Bilbao la Vieja, su constante
aliado en los años 172052. Desde el inicio, Canqui respondió con fuerza,
reclutando una banda armada de mestizos del pueblo para escarmentar a
quien se pusiera en su camino o lo denunciara en las cortes.
Diez años después, el antagonismo contra Juan Eusebio Canqui y su
hermano Francisco, que ocupaba el cargo de alcalde mayor, culminó en
un formidable juicio ante la audiencia. No es posible hacer aquí una expo­
sición completa de las quejas contra los Canqui, pero la notable gama de
acusaciones, que llegaban a la docena y tocaban las facetas más comunes
de la vida cotidiana, ilustra la cabal determinación de la comunidad en
esta campaña. Lo que sigue es un registro general, aunque aún parcial, de
los abusos de los que se acusaba a los hermanos Canqui53:
1. Exacción de servicios laboralesy otras contribuciones De acuerdo al testimonio de
los campesinos, el cacique había introducido servicios laborales ilegales y
no remunerados que debían prestar tanto hombres como mujeres. Los
hombres servían como pongos, le entregaban leña, llevaban el correo
(chasqueros), cuidaban sus muías, eran aprovisionadores generales (los tres
irasiris eran responsables de entregar sebo y otras provisiones para la coci­
na)54, además de cuidar sus chacras y cosechas. Las mujeres debían servir
como mit’a nisy estaban obligadas a hilar y tejer bayeta para el cacique. Los
que no cumplían con estos servicios eran multados con siete pesos y cua­
tro reales por mes. Canqui arrendaba la cocina e implementos de pana­
dería a sus sirvientes y no retribuía a los que trabajaban en sus campos o
participaban en su caravana a la capital provincial de Topoco, donde se
realizaba el despacho anual de mit’ayos a Potosí.

101
Cuando sólo reinasen los indios

El cacique se beneficiaba también del trabajo de los veintidós


mit’ayos destinados a Potosí, obligándolos a prestar servicios personales
c.ntes de su viaje a la mina. Cuatro comunarios ricos que se conocían
como marajaques debían pagar cincuenta y dos pesos al cacique para ser
eximidos del servicio anual, y eran reemplazados por otros que debían ser
eximidos o que no eran elegibles para la mit’a. Además, no les daba los
bastimentos requeridos para el viaje, y les recargaba con trabajos vincula­
dos a sus intereses comerciales privados. El vendedor que prestaba servi­
cios en su pulpería no recibía suficiente mercancía para vender y tenía que
pagar un recargado alquiler (además de que las mercancías no vendidas
no podían ser devueltas ni descontadas por el cacique). Como conse­
cuencia, este servidor indígena no podía cubrir con los costos adminis­
trativos y abandonaba el servicio endeudado con el cacique. Los
sirvientes también estaban obligados a vender pan y pagarle en efectivo
al cacique, aunque no hubieran vendido todo el pan.
2. Usurpación de tierras, animalesy rentas de la comunidad. El cacique y su herma­
no se apropiaron de las mejores tierras de la comunidad, dejando para los
comunatios sólo parcelas poco fértiles, donde el ganado de los Canqui
podía entrar y ocasionar daños en procura de forraje. Francisco Canqui
se apropió de una hacienda ganadera y les prohibió a los comunarios el
pastoreo de sus animales en esa tierra y en las vecindades. Cuando los
indios llevaban sus muías al pueblo, los Canqui les expropiaban y
revendían sus animales. Asimismo, el cacique desfalcó los ingresos comu­
nales de un censo de comunidad55, cuyo propósito era aliviar las necesi­
dades de los indios pobres.
3. Inconducta política:. El cacique designó a dos alcaldes y dos alguaciles de
ambas parcialidades, seleccionando intencionalmente a gente muy joven
a la que podía controlar (“mozos para mandones y serviciales”)56. Los tra­
taba despóticamente y los hacia trabajar haciendo adobes para su casa.
No defendía a los indios cuando los vecinos de otros pueblos invadían
sus tierras de pastoreo o robaban sus cosechas. Si el corregidor le orde­
naba administrar justicia, sólo era respondido con indiferencia. Hacía res­
ponsables a los jilaqatas por los gastos de atención ai corregidor durante
sus visitas a Topoco, por las velas que consumía durante el viaje y por el
costo de otros artículos como ser los barcos de balsa para cruzar el rio
(cuando de hecho se embolsillaba la mayor parte del dinero destinado
para tal fin).

102
Ea crisis de la dominación en los A.ndes (I)

4. Castigos físicos". Los Canqui no tenían compasión en su trato a los indios, y


sus tratos violentos ocasionaron la huida de muchos comunarios, con la
consecuencia de disminuir los pagos del tributo. Un indio que quiso esca­
par de la furia de Francisco Canqui se refugió en el cementerio de la igle­
sia. El alcalde mayor no tuvo misericordia y golpeó al indio en el sitio,
frente a una gran cantidad de gente. Asimismo, le dio cincuenta azotes a
Andrés Pari, dejándolo impedido en forma permanente. Francisco Can­
qui alardeaba de que mataría a cuantos indios quisiese y no tendría que
pagar por ello más que una multa de cincuenta pesos57.
Al proseguir la investigación de la audiencia sobre este caso en Cala-
coto, el cacique y su hermano se dirigieron a La Plata con el fin de con­
trarrestar la campaña en su contra. A su llegada fueron encarcelados y en
el interrogatorio Juan Eusebio Canqui expuso una versión muy diferente
de los hechos58:
1. Exacciones De acuerdo con Canqui, el pongo, el aprovisionador de leña, el
chasquero y el muletero eran servicios acostumbrados en el pueblo y en
el tambo real. El cacique señaló que sólo los convocaba ocasionalmente
cuando no estaban ocupados en otra cosa y que les pagaba puntualmen­
te por sus servicios. Alegó que estos servicios eran necesarios para el fun­
cionamiento del tambo, y que pueblos más pequeños, como Jesús de
Machaca, tenían incluso un mayor numero de mit’ayos en el tambo. El
irasiri tenía bajo su responsabilidad la organización de los tumos rotati­
vos y el aprovisionamiento del tambo. Tradicionalmente, el irasiri debía
aportar con ají, manteca, velas y otros artículos, pero el cacique habría ter­
minado con esta práctica años atrás; si ocasionalmente el irasiri aportaba
con sebo para las velas, recibía un pago justo por ello.
Asimismo, señaló que según la costumbre, las comunidades debían
proporcionar seis mujeres de servicio: una responsable de la despensa;
una pulpera que vendía provisiones a los viajeros en la orilla del río (“En
ello no recibe perjuicio pues antes le tiene utilidad de vender también sus
granjerias”) y cuatro mit’anis para hilar y tejer, lana, todo lo cual figuraba
en la retasa de 1688 del Virrey Duque de la Palata59. Según Canqui, los
mit’ayos del tambo, tanto como las mujeres de servicio, recibían un pago -
equivalente a un peso en dinero o en especie. •
En cuanto a los marajaques, Canqui afirmó nuevamente que era
costumbre en el pueblo que cuatro comunarios prestaran servicios como
pastores de los rebaños del cacique., Si el servidor seleccionado no quería
hacer este trabajo, podía contratar un sustituto o reemplazar el servicio

103
Cuando sólo reinasen los indios

pagando al cacique una suma dada (en algunos casos cincuenta y dos
pesos, en otros veinte o treinta pesos). Según indicó Canqui, la retasa del
Duque de la Palata otorgaba cuatro indios reservados del tributo y dos
jóvenes menores de dieciocho años (y que por lo tanto no estaban en
edad de tributar) en beneficio del cacique. No mencionó que la práctica
de los marajaques tuviera algo que ver con la mit’a de Potosí, ni que hacía
uso de los servicios de los mit’ayos antes de su viaje, tampoco que eligie­
ra a personas reservadas en sustitución de los mit’ayos. Declaró que si los
mit’ayos no recibían provisiones para el viaje a Potosí, ello se debía a que
la comunidad carecía de recursos para tal propósito.
Con referencia a las otras acusasiones, insistió en que las faenas de
la comunidad en los campos asignados al cacique se acostumbraban efec­
tuar en toda la provincia, y que en dichas faenas él daba comida, bebida
y coca a los trabajadores; que en el pasado, su comitiva había sido más
numerosa, como lo era aún en otros pueblos de Pacajes. A s i m i s m o
declaró que era el cura del pueblo y no él quien administraba la pulpería.
2. Usurpación de otros recursor. Señaló que él hacía uso únicamente de las tierras
asignadas por la comunidad en beneficio suyo como cacique. Que sólo en
cuatro ocasiones había requisado las muías de los comunarios, siempre
bajo órdenes del corregidor o del cura y nunca en beneficio propio. Se
comprometió a rendir cuentas detalladas del dinero del censo de comu­
nidad, y pagar cualquier gasto no justificado.
3. Inconducta política-. Protestó en sentido de que siempre había buscado pro­
teger a los indios de cualquier perjuicio y que no había escatimado esfuer­
zos para obtener los títulos de las tierras comunales, aunque tales
esfuerzos no habían tenido éxito hasta el momento. Negó el haber obli­
gado a los alcaldes a prestarle servicios personales. Las contribuciones de
los jilaqatas en favor de la comunidad, argüyó, se acostumbraban en todos
los pueblos de la provincia.
4. Violencia'. Los Canqui negaron la crueldad que se les atribuía. Como alcal­
de mayor, Francisco Canqui justificó la administración de castigos cor­
porales a los indios. La paliza a un comunario en el cementerio de la
iglesia se habría llevado a cabo debido a que éste se burló de su auto­
ridad cuando se hallaba convocando a la comunidad para asistir a la
misa dominical.
Al final, los hermanos Canqui respondieron al conjunto de acusacio­
nes explicando las razones de su conducta y justificándola por estar a
tono con las costumbres locales, o bien negando las acusaciones como

104
La crisis de la dominación en los Andes (I)

infundadas. Tanto ellos como los testigos que declararon a su favor atri­
buyeron la hostilidad de los indios contra sus autoridades a su celo por
cumplir con “ambas majestades”, el dios cristiano y el rey. El cacique
argumentó a su vez: “Por lo que los indios de su común lo han llegado a
odiar es únicamente por haber solicitado siempre el que vivan como cris­
tianos, asistiendo al santo sacrificio de la misa y doctrina cristana, en que
ha puesto especial cuidado, y también en el aumento del Real Haber”60.
En su defensa, los Canqui y sus testigos de descargo declararon que
el comisionado de la audiencia, Ignacio de Rejas, era el responsable de
alentar a los miembros de la comunidad para hacerle el juicio. Como una
señal clara de complicidad, había sido visto en sus estancias y en sus cho­
zas “comiendo y bebiendo con ellos hasta emborracharse”61. Sin embar­
go, nunca llegaron a cuestionar por qué toda la comunidad, no sólo
Anansaya sino también Urinsaya, se había unido en contra de ellos. En
muchos de estos conflictos del siglo dieciocho, una facción u otra de la
comunidad solían declarar a favor del cacique o ponerse de su lado. Tam­
poco sugirieron los Canqui que el juicio había sido instigado bajo pre­
sión de los miembros rivales de la elite local. Vimos un ejemplo en tal
sentido en el caso de Guarina en la batalla entre Matías y Francisco
Calaumana. La evidencia final sobre la existencia de una total escisión
entre el cacique y los ayllus reside en el origen de los testigos. Mientras
que los testigos de cargo provenían por decenas de las comunidades, los
testigos de descargo de los Canqui provenían principalmente de la gente
española de los pueblos.
¿Cómo puede interpretarse el conflicto de Calacoto? Lamentable­
mente, carecemos de evidencias de los años 1720 que pudieran indicar
con mayor claridad las fisuras iniciales, y cómo éstas se profundizaron
con el paso del tiempo hasta llegar a la ruptura total en los años 1730.
Parece haber poco sustento para el alegato de los Canqui de que el ver­
dadero problema residía en que los caciques hacían cumplir a las comu­
nidades sus obligaciones religiosas y tributarias62. Pero es también
importante observar más detenidamente lo que fue dicho (y lo que fue
callado) por los miembros de la comunidad, así como la dimensión polí­
tica estratégica de este pleito. Es plausible suponer que los hermanos
Canqui eran culpables de acciones violentas y censurables con el fin de
enriquecerse, y que su ejercicio del poder iba en contra de los valores e
intereses colectivos. Ciertamente, ellos y sus testigos intentaron engañar

105
Cuando sólo reinasen los indios

a la corte con sus declaraciones63. Sin embargo, parece haber mucho


más de lo que se ve a simple vista en este conflicto, pues en sus inter­
venciones legales, la comunidad no parece haber contado toda la histo­
ria, como pronto lo veremos. En última instancia, es necesario abordar
este caso, al igual que otros similares, como mucho menos transparente
o suceptible de uña .lectura clara en la superficie. En muchos de los
casos en que entraban en conflicto fuerzas a nivel de la comunidad, es
posible discernir la existencia de puntos oscuros y densos que no se
prestan a una interpretación fácil. Más allá de las limitaciones de la
documentación histórica, es importante señalar que estos puntos deri­
van de las estrategias y maniobras políticas de las partes en conflicto,
entre sí y en relación a otras fuerzas importantes principalmente el esta­
do colonial y su aparato judicial.
Una apreciación más profunda de estos conflictos requiere que sea­
mos capaces al menos de identificar —aunque no podamos desenredar del
todo—un conjunto de elementos: las prácticas locales establecidas por la
costumbre (que pueden verse como “tradicionales” y “legítimas” y que
también pudieron estar sufriendo cambios históricos graduales); la inicia­
tiva de los caciques para reorientar estas “tradiciones” en beneficio pro­
pio y redefinir sus propias funciones locales; y las maniobras estratégicas
de los demandantes de la comunidad en la arena legal, con el fin de lograr
ventajas políticas (esto podía implicar la manipulación de reglamentos
legales formales, que en contextos locales podían ser olímpicamente
ignorados tanto por los comunarios como por los caciques).
El complejo y fascinante asunto de los servicios y su conmutación
con pagos en efectivo es uno de los conflictos más recurrentes en la
marka Calacoto y merece una atención especial, si tomamos en cuenta
esta dimensión política adicional. El cacique alegó que todos los servi­
cios que le prestaban las comunidades eran consuetudinarios en el
momento en que entró al cargo, y que más bien habría puesto fin a algu­
nos de ellos por ser ilícitos, incluso pese a la objeción de los indios.
Según él, los trabajadores que iban al pueblo y al tambo no lo hacían
como servicio personal, aunque sin duda controlaba a estos trabajadores
y se aprovechaba de su labor. Asimismo citó la retasa del Duque de la
Palata, según la cual se le otorgaba cuatro varones, cuatro mujeres y dos
jóvenes por debajo de la edad de tributar para su servicio personal. Aun­
que Canqui distorsionaba los hechos, presentándolos a la corte con una

106
-L<? crisis de la dominaáón en los Andes (I)

falsa coherencia formal y legal, por el momento encontramos que su


argumento tenía algunos puntos válidos relativos a las costumbres loca­
les y a la sanción estatal en su favor.
No obstante, la cuestión específica de los marajaques y la conmutación
del servicio de la mit’a revela los engaños del cacique a la corte. Canqui
alegó simplemente que los marajaques eran servidores de costumbre en
la atención a los rebaños, es decir los cuatro hombres que le asignaba la
ley, sin mencionar ninguna conexión entre este servicio y el tema de la
mit’a de Potosí. Señaló que, en caso de que alguno de ellos rehusara a ser­
virle, el hombre podía contratar a otro en su lugar o podía pagar al caci­
que la suma de cincuenta y dos pesos (a veces una cantidad menor) para
que el cacique contratara a otro. Negó haber recibido pagos ilegales (es
decir, conmutaciones de servicio por dinero) de parte de indios acomo­
dados que querían evadir la mit’a de Potosí.
Pero una lectura cuidadosa de todos los testimonios, así como de la
evidencia anterior y posterior a nuestra disposición, sugiere la existencia
de problemas mucho más intrincados y contradice en ultima instancia el
relato de Canqui. Si los pastores eran servidores consuetudinarios y lega­
les, ¿por qué entonces el cacique declaró que algunas veces los contrata­
ba? Es más, el término “marajaque” significa una “persona en turno
anual” (mara significa “año” en aymara), mientras que la retasa del Duque
de la Palata asignaba estos servicios por períodos de seis meses. De
hecho, el cacique perjuró cuando afirmó que éstos eran sus ayudantes
personales asignados según la retasa. La razón para ello era una forma de
evitar la confesión de su inconducta. Aunque los funcionarios estatales
estaban al tanto de la existencia de prácticas locales que permitían a algu­
nos indios evadir el servicio de la mit’a, e hicieron poco para impedirlas,
estrictamente hablando estas prácticas eran ilegales.
Si entonces no eran sus servidores personales, ¿quiénes eran los mara­
jaques? La información disponible para mediados del siglo diecisiete echa
alguna luz sobre el significado original de la práctica de los marajaques en
Pacajes. En el momento en que se reunían los mit’ayos de toda la pro­
vincia en Topoco para su despacho a Potosí, los caciques negociaban y
acordaban contratos laborales con los propietarios españoles de minas o
haciendas ganaderas locales. El contratista pagaría un adelanto equivalen­
te al salario anual del trabajador —que se llamaba marajaque—,y esta suma
era entonces enviada como conmutación (o “rezago”) al empresario

107
Cuando sólo reinasen los indios

minero en Potosí cuyo servicio en principio estaba destinado el mit’ayo.


Aunque este sistema podía prestarse a abusos por parte de los caciques, y
en los hechos dio lugar a un abrumador peonaje por deuda en las hacien­
das españolas, en primer lugar se puso en vigencia como una alternativa,
aunque sea onerosa, a la temida mit’a o trabajo forzado en Potosí64. La
declaración del hermano del cacique, Francisco Canqui, encaja con esta
evidencia más temprana y constituye una prueba de las conexiones entre
los pastores anuales y los mit’ayos. Dado que él no era cacique, no tenía
derecho a los servicios personales, y sin embargo alegó que los indios se
contrataban para servirle con el fin de liberarse del servicio de mit’a en
Potosí: “Como otro cualquiera que pudiera pagarles a los indios con
cargo de que le pasteasen sus muías, ganados y le cuidasen sus chacras,
tiene ordinariamente pagado por cada un año a cincuenta y dos pesos a
aquellos indios señalados y alistados para la mita de Potosí... Por inhibir­
se de ir a la dicha mita, le aceptan y pagan en plata a sus enteradores”65.
Lo que esto nos indica es que, en primer lugar, existía en Calacoto la con­
mutación del servicio de la mit’a por pagos en dinero, y que el trabajo de
los mit’ayos seleccionados era en efecto apropiado en beneficio de la
familia del cacique.
Asimismo, hay algunas similitudes iniciales y también una distinción
final entre los marajaques del siglo diecisiete y los pastores al servicio de
Francisco Canqui, por un lado, y los marajaques al servicio del cacique
Juan Eusebio Canqui, por otro. Una similitud reside en que ambos se aso­
cian con un turno anual de servicio, por lo general para el pastoreo de
ganado. La evidencia posterior confirma también los reclamos de la
comunidad (y por lo tanto desmiente la declaración del cacique) de que
los marajaques del siglo dieciocho eran comunarios que se evadían de la
mit’a. Por ende, una similitud adicional consiste en que ambos tipos de
marajaques eran formas alternativas al servicio de la mit’a en Potosí.
La diferencia más importante consiste en que los marajaques de tiem­
pos más recientes eran elegidos para prestar servicios al propio cacique,
en lugar de ser entregados bajo contrato a otros hacendados, y que po­
dían cancelar su obligación mediante un pago directo en efectivo. Las
referencias a los marajaques en el siglo dieciocho incluyen al parecer una
variedad de situaciones: pastores que se ocupaban de los rebaños del caci-
que (que se menciona en el caso de Juan Eusebio Canqui, aunque sin
mencionar la evasión de la mit’a); principales de los que se decía que eran

108
.Ltf crisis de la dominación en los Andes (I)

reservados , sin duda de la rrut’a, que pagaban una determinada suma al


cacique (al igual que los colquejaques, que analizaremos más adelante, sin
aparente relación con servicios de pastoreo); y pastores que se tomaban
de entre los mit’ayos, que eran responsabilizados de hacer una contribu­
ción equivalente a cincuenta y dos pesos y cuatro reales66. En realidad, no
se trata aquí de situaciones diferentes, sino de diferentes facetas del
mismo fenómeno.
Juan Eusebio Canqui distorsionó la verdad cuando sostuvo que los
marajaques eran parte de otros servicios consuetudinarios y sancionados
por ley. En realidad, la práctica de los marajaques tenía un origen inde­
pendiente, vinculado a la mit’a, y había evolucionado desde el siglo dieci­
siete hasta convertirse en una exacción obligatoria de peonaje. El poder
del cacique y su papel central en la administración de la comunidad fue lo
que permitió un margen de maniobra arbitraria en beneficio de su propio
interés. Igualmente, Francisco Canqui torció la verdad cuando intentó
presentar los contratos laborales de los pastores como parte de un trato
de mercado laboral Ubre, justo y transparente, en el cual se involucraban
los indios de manera voluntaria. Existían innumerables distorsiones loca­
les en el “mercado” de fuerza de trabajo. Así, en el contexto de una eco­
nomía rural de escasa producción en especie, podemos imaginar que en
estos tipos de contratos salariales, en realidad no se daban transferencias
en dinero efectivo. Lo que los hermanos Canqui querían especialmente
disfrazar era la manipulación cacical de los nexos entre deuda y obligación
que coaccionaban a los comunarios, y sus métodos para manejar el intrin­
cado aparato de la mit’a para su beneficio personal y familiar.
Por cierto, en última instancia, era la coacción extraeconómica colonial
lo que ponía en movimiento todo este sistema de relaciones y daba lugar
a múltiples esfuerzos, entre ellos la práctica del marajaque para suavizar
el impacto del reclutamiento forzoso de fuerza de trabajo por el estado.
Si en el siglo diecisiete los caciques coordinaban el servicio de los mara­
jaques como un amortiguador en beneficio de los indios, ahora los Can­
qui eran demandados por abusar de esta práctica (haciendo uso de viejos
y nuevos métodos) y de otras formas de servicio laboral rotativo en el
pueblo, como los servicios personales a favor del cacique, la atención al
tambo y a la pulpería en el pueblo. Si bien la conmutación monetaria de
la mit’a en las minas o talleres de Potosí significó inicialmente un alivio
para los comunarios, en este caso los pagos estaban siendo destinados a

109
Cuando sólo reinasen los indios

las arcas de los caciques de Calacoto, como parte de sus propias redes
personales vinculadas a la mit’a. Todo el complejo de obligaciones labo­
rales y la convertibilidad de trabajo en dinero que irradiaba de Potosí —ese
punto fundamental de articulación perversa entre la coacción colonial y
el emergente mercado de fuerza de trabajo—estaba siendo reproducido a
nivel local en el campo, en beneficio de la propia autoridad constituida de
las comunidades de Calacoto67.
Volviendo al argumento de los comunarios, debemos comenzar ano­
tando que en toda la región paceña, los servicios indígenas a los pueblos
y a los caciques seguían pautas tradicionales y familiares de rotación y
prestación, y no eran tan sólo resultado de una imposición externa. Para
mencionar un ejemplo, un vecino español de Jesús de Machaca declaró:
“Es costumbre en los pueblos de dicha provincia de Pacajes que se den a
los caciques en unos [casos] cinco indias de servicio, en otros seis y en
otros más, según el número de ayllus”68. El cacique señaló incluso que los
indios habían interpretado como un desaire su decisión de terminar con
las contribuciones de los irasiris años atrás. Este tipo de servicio era evi­
dentemente considerado parte de un acuerdo de reciprocidad imbuido de
dimensiones morales. A pesar de la sobrecarga de trabajo, la comunidad
proporcionaba al cacique prestaciones laborales y de otro tipo, bajo el
supuesto de que él a su vez respondería cumpliendo sus propias obliga­
ciones hacia ellos, favoreciéndolos y brindándoles protección. Es más,
como se señaló antes, la práctica de los marajaques y la conmutación del
trabajo en la mit’a de Potosí no eran imposiciones recientes; tenemos evi­
dencias más tempranas de la conmutación de los tornos de servicio en los
pueblos69. Muchos miembros de la comunidad tenían interés en esta
forma de conmutación, pues como acabamos de ver, permitía una reduc­
ción de las recargadas obligaciones de servicio, y en realidad podía fun­
cionar en conformidad con las normas redistributivas y colectivas en la
comunidad, como se verá más claramente en la discusión que sigue.
La cuestión que surge es entonces, ¿por qué la comunidad estaba cues­
tionando a los Canqui sobre prácticas que parecían correctas, comprensi­
bles e incluso beneficiosas para la mayoría? He sugerido ya que los
desmentidos y distorsiones del testimonio de los Canqui tenían por obje­
to encubrir sus conductas ilegales. Es también posible que a lo largo de la
anterior década, y poco después de la gran mortalidad y hambruna de
1719, los Canqui se hubieran aprovechado de estas prácticas de modo tan

110
JL¿7 crisis de la dominaáón en los Andes (I)

extremo, e injusto que llegaron a perjudicar materialmente a las comuni­


dades, al punto de resultar moralmente ultrajantes. Prosiguiendo con esta
hipótesis, y tomando en cuenta la violación de códigos previamente exis­
tentes por parte del cacique y su rechazo manifiesto a brindarles adecua­
da protección, la comunidad pudo haber llegado a la conclusión de que
sus demandas de reciprocidad y “economía moral” hacia el cacique ha­
bían dejado de ser eficaces. La única estrategia alternativa viable era
entonces demandar directamente al cacique, presentándose ante la corte
para deponerlo. Lo que vale la pena recalcar en este juicio es que la comu­
nidad no alegó que el cacique simplemente se había aprovechado de prác­
ticas tradicionales y legítimas, como seguramente lo hizo. Antes bien, los
demandantes omitieron intencionalmente mencionar estas prácticas esta­
blecidas y legales, y optaron por afirmar que tales exacciones eran nuevas
e intrínsecamente abusivas. Todo ello convergió, por lo tanto, en un con­
junto de cosas dichas y no dichas que colocó a los Canqui en la peor situa­
ción posible frente a la corte.
El problema de las “costumbres” comunales es fundamental para la
discusión que se propone aquí, y nos lleva al centro de la dinámica polí­
tica subyacente a estos conflictos. Punto por punto, el cacique refutó las
acusaciones de abusos, mostrando que él sólo habla actuado de confor­
midad con las prácticas tradicionales que estaban en vigencia cuando
entró al cargo, y que éstas eran normales en todos los pueblos de Pacajes.
A este respecto, es interesante señalar que el problema no puede ser redu­
cido al resentimiento de la comunidad por no cumplir con las normas y
costumbres tradicionales70. Por el contrario, parecería que las comunida­
des eran las que ignoraban voluntariamente la existencia de estas prácti­
cas consuetudinarias, al acusar a los Canqui de invenciones y violaciones
en relación a las prestaciones laborales, la conmutación de trabajo por
dinero o su control de las mejores tierras. La razón de ello parece ahora
más clara. Cuando las comunidades omitieron deliberadamente la men­
ción a las prestaciones tradicionales y acusaron al cacique, por ejemplo, de
exacciones laborales excesivas, estaban tocando u,n delicado as.unto legal,
ante un estado colonial que desde hacía tiempo se había mostrádo sensi­
ble a la inestabilidad comunal y a la escasez de .trabajadores para la m ita.
Al mostrar que los caciques habían violado tanto el orden de cosas local
como los mandatos del estado, los comunarios los colocaron entre la
espada y la pared.

111
Cuando sólo reinasen los indios

La compensación de los servicios laborales es otro aspecto de la dis­


puta que pone en primer plano la cuestión de la “costumbre”. En res­
puesta a las reiteradas acusaciones de que no pagaba ni aprovisionaba
adecuadamente a los trabajadores, Juan Eusebio Canqui justificó su con­
ducta tanto en términos legales como tradicionales. Reconoció haber
hecho uso de trabajadores en el pueblo y en el tambo, pero inisistió en
haberles pagado conforme lo exigía la ley. Asimismo, alegó que había ali­
mentado a los jóvenes que formaban parte de su comitiva en sus viajes a
Caquiaviri y Topoco, y que brindaba comida, bebida y coca (la retribución
andina tradicional en estos casos) a las cuadrillas de trabajadores que par­
ticipaban en las faenas. Dado que el estado exigía una retribución a este
tipo de servicios desde tiempos toledanos, las comunidades insistieron de
que al no hacerlo no sólo estaba violando moralmente un pacto de reci­
procidad tradicional, sino también incurriendo en una punible infracción
legal. Podemos entonces percibir en este debate en torno a la costumbre
tanto matices internos como externos a la comunidad. Ambas partes con­
tendientes aludieron conscientemente a los dos criterios, las normas y
espectativas tradicionales así como la situación legal colonial, con el fin de
llevar adelante sus alegatos71.
Mientras los Canqui estuvieron en la cárcel en La Plata, la comunidad
prosiguió sus acciones para tomar el control del cacicazgo. En mayo de
1734, los comunanos solicitaron el nombramiento de un nuevo cacique
para asegurar el cumplimiento de sus obligaciones de entero del tributo y
provisión de la mit’a. Juan Eusebio Canqui les parecía inaceptable como
autoridad, y los otros potenciales sucesores hereditarios al cargo no goza­
ban de su confianza. En su lugar, propusieron tres candidatos que les
parecían confiables, y los principales ofrecieron garantías financieras per­
sonales para pagar el tributo con el nombramiento de un nuevo cacique72.
A principios de 1735, luego de prolongadas investigaciones, la Real
Audiencia finalmente emitió sentencia en el pleito de Calacoto. Decidió
absolver a los Canqui y devolverles sus propiedades decomisadas. Al
mismo tiempo, se le permitió al cacique renunciar a su puesto, aunque
manteniendo los derechos y privilegios debidos. Se le requirió también
restituir a la comunidad doscientos pesos de las rentas del censo. En
torno al problema de los nuevos servicios introducidos en beneficio de
los caciques, tanto en Calacoto como en otros pueblos de Pin..ajes, la
audiencia conminó al corregidor, bajo amenaza de una fuerte multa, de

112
1m crisis de la dominación en los Andes (I)

que ponga fin a todo servicio que no estuviera expresamente sancionado


por la retasa del Duque de la Palata. Para aquellos indios que eran legal­
mente asignados a la prestación de servicios, determinó que no se les
debía obligar a ninguna otra contribución (se refirían seguramente a con­
tribuciones monetarias o en especie), y que no tenían que prestar ningún
otro servicio además de los estipulados formalmente. Finalmente, la
audiencia ordenó al corregidor que amonestara a los indios por “la gran
facilidad con que han procedido en la repetición de sus querellas”. Les
advirtió: “De continuar en adelante en semejantes inquietudes y no vivir
con la conformidad que deben, se pasará con los que fueren los princi­
pales en ellas a imponerles las más severas penas, que sirvan de escar­
miento a los demás”73.
Debido la temprana fecha de este voluminoso caso, así como a las
implicaciones de la controversia sobre prestaciones laborales para
toda la provincia, el pleito de Calacoto reviste especial importancia. A
pesar de la prohibición de continuar con prestaciones de servicios
laborales en favor de los caciques, no existen mayores evidencias de
que las costumbres locales en tal sentido hubiesen cambiado signifi­
cativamente en Pacajes. Por otra parte, el éxito relativo de las comuni­
dades —pese a las amonestaciones de la audiencia, los comunarios
fueron capaces de deponer a su cacique, aun si no lograron su conde­
na—nos sirve como ejemplo de las tácticas y estrategias que podían ser
adoptadas por otras comunidades. En efecto, a medida que avanzaba
el siglo, encontramos conflictos similares entre caciques y comunida­
des, que siguen una dinámica análoga y que se reiteraron tanto en
Calacoto como en toda la región74.
Poco después de la renuncia de Juan Eusebio Canqui, Juan Machaca
asumió el cargo de cacique interino de la parcialidad de Urinsaya Calaco­
to, y diez años después, él también fue demandado por la comunidad por
innumerables abusos. Se quejaron nuevamente por los servicios persona­
les, similares a los que les exigía el anterior cacique, así como por la prác­
tica de la conmutación monetaria de estos servicios. El cacique exigía de
cada jilaqata un indio de entre los elegidos para ir a la mit’a de Potosí, así
como un alguacil mayor (cuyos servicios podían ser redimidos a cambio
de cincuenta y dos pesos), un irasiri (cuarenta pesos), un alcalde (siete
pesos y cuatro reales por mes), un pulpero (nueve pesos y cuatro reales)
y un mit’ani (hombre o mujer, por siete pesos y cuatro reales). Obligaba

113
Cuando sólo reinasen los indios

a los indios a trabajar sus campos sin remuneración, y los sometía injus­
tamente a castigos corporales. Cobraba veinticinco pesos a cada jilaqata
por los supuestos costos de las visitas del corregidor, y se había embolsi-
llado cerca a doscientos pesos de rentas del censo, en lugar de distribuir­
las a los indios pobres75.
Pero el principal motivo de disputa a fines de los años 1740 eran los
abusos tributarios perpetrados por el cacique en complicidad con el escri­
bano de la provincia, Joseph Herrera. El cacique reclutaba forzadamente
a muchos indios reservados o exentos de tributo; hombres mayores y
jovenzuelos, así como mendigos, cojos y discapacitados. Dado que éstos
por lo general no podían pagar, la responsabilidad fiscal recaía en los
recaudadores de tributo de los ayllus. En una ocasión, el cacique había
decomisado el ganado de los jilaqatas Bernardo Cruz y Pedro Calderón
por no haber entregado el tributo de tres menores de edad. Los testigos
de cargo de la comunidad atribuyeron el reclutamiento indebido de estas
personas a la malicia de Machaca contra ellos, y a sus cálculos de que el
endeudamiento mantendría subordinados a los indios. El escribano
Herrera fue también acusado de cobrar la suma de dos reales a los indios
casados y un real a los solteros a tiempo de inscribirlos en los padrones
de tribunados, y de un monto equivalente a todos los mit’ayos en Topo-
co. Todos los indios de Pacajes, y no sólo los de Calacoto, sufrían estas
exacciones, y el escribano persistió en ellas a pesar del decreto emitido
por la audiencia ordenando poner fin a estas prácticas.
Juan Machaca se defendió de las acusaciones desde la cárcel de La
Plata, tal como lo había hecho Juan Eusebio Canqui anteriormente76. Para
comenzar, señaló que tan sólo estaba siguiendo las costumbres locales al
recibir cincuenta y dos pesos por cada indio que quisiera ser excluido del
servicio de la mit’a. Supuestamente, con este dinero él contrataba a otro
indio, que se haría cargo del ganado de los mit’ayos durante su ausencia de
la comunidad. Evidentemente, Machaca estaba describiendo la práctica del
marajaque ya mencionada por Juan Eusebio Canqui: se designaba a estos
comunarios para hacerse cargo del pastoreo de ganado, y también ellos
podían liberarse del servicio pagando una suma al cacique. Pero en este
caso, Machaca estaba admitiendo la conexión entre esta práctica y la mit’a,
sobre lo cual insistieron los comunarios en el primer juicio aunque el caci­
que Canqui lo negara. Al mismo tiempo, con el fin de protegerse, Macha­
ca no reconoció - a diferencia de Canqui- que los pastores le servían para

114
La crisis de la dominación en los A.ndes (I)

el cuidado de su propio rebaño. En otras palabras, Machaca se presentó


como un administrador neutral del trabajo de los marajaques y de la con­
mutación monetaria, en el marco establecido por las comunidades para el
reclutamiento de mit’ayos a Potosí. Por el contrario, Canqui basó su defen­
sa en la legalidad de los servicios en beneficio de los caciques. Ninguno de
los dos quiso autoincriminarse, reconociendo la superposición entre, por
un lado, el servicio de la mit’a y las conmutaciones para el Cerro Rico de
Potosí y, por otro, los servicios en beneficio del cacique.
El testimonio de Machaca introduce una nueva arista en este asunto:
la función comunal de los pastores marajaques. Puede que este papel no
hubiera sido desempeñado en realidad por dichos marajaques. No dis­
ponemos de mayores evidencias que nos permitan corroborar este aser­
to. De ser cierto, no sólo permitiría realzar la comparación entre el
marajaque y el colquejaque, un personaje algo más familiar en la histo­
riografía. Empero, pese a algunas similitudes, no se trata del mismo per­
sonaje, aunque podía encontrarse simultáneamente a ambos en una
comunidad dada77. El colquejaque (que en qhichwa se conoce como col-
querund) era un comunario rico designado por el cacique, adicionalmen­
te a los que eran reclutados regularmente para la mit’a. Contribuía
directamente con una suma en efectivo, por lo general cincuenta y dos
pesos, pero a veces hasta cien pesos, lo que le permitía ser eximido del
servicio. Es posible que el destino de estos fondos fuese discrecional,
pero generalmente el cacique los usaba como un subsidio para cubrir los
costos de movilización de la fuerza de trabajo comunaria. En particular,
las contribuciones de los colquejaques fueron a menudo utilizadas en el
auspicio de las grandes fiestas que se llevaban a cabo para los mit’ayos
antes de su partida, así como en el aprovisionamiento de la caravana
durante el viaje. Aunque era considerada un abuso y el estado colonial la
declaró ilegal, la lógica de esta práctica es bastante clara desde el punto
de vista de los comunarios: el contribuyente en dinero era dispensado de
un servicio oneroso, y el subsidio se convertía en una suerte de redistri­
bución económica comunal, en la medida en que los comunarios más
ricos garantizaban así el cumplimiento de las obligaciones colectivas78.
En el caso de la práctica del marajaque, según la versión que presentó
Machaca, los mit’ayos gozaban del beneficio de contar con un pastor
para su ganado, que de otra manera habrían tenido que contratar indivi­
dualmente y a cambio de otros bienes y servicios.

115
Cuando sólo reinasen los indios

La discusión que sigue nos permite algunas consideraciones adiciona­


les sobre el modo en que los caciques se aprovecharon de estas prácticas
de conmutación en su propio beneficio. El abuso más común de los col-
quejaques por los caciques consistía en elegir un número excesivo de
ellos, o el exigir una suma excesiva de dinero, para apropiarse de estas
contribuciones en lugar de utilizarlas para cubrir las necesidades de la
comunidad79. Si el cacique tomaba para sí la mayor parte o todo el dine­
ro recaudado de los colquejaques o marajaques, la conmutación se con­
vertía esencialmente en un pago “de faltriquera”, similar al que recibían
los mineros de Potosí que optaban simplemente por no contratar un tra­
bajador sustituto. Con los marajaques, si el cacique contrataba a un pas­
tor sustituto, es posible que le diera una compensación no monetaria por
su trabajo. Quizás el sustituto, igual que el marajaque del siglo diecisiete,
era eximido del servicio obligatorio en la mit’a, o se libraba de otras deu­
das pendientes. Se ha señalado antes que los pastores que servían en la
hacienda de Francisco Canqui tenían similitud formal con los marajaques
del siglo diecisiete que eran entregados a hacendados españoles a cambio
de la conmutación monetaria de la mit’a. También se ha puesto en duda
si estos contratos laborales eran realmente pagados en dinero. Aunque
Francisco Canqui alegó que sus pastores eran trabajadores remunerados
y conmutaban su trabajo en la mit’a por dinero, es evidente que ello no
era necesario para que el sistema funcione, debido a la estrecha asociación
de Canqui con el cacique enterador de mit’a que supervisaba el recluta­
miento y las conmutaciones. Al final, nos queda la impresión de que se
habían formado extensas cadenas de deudas y obligaciones bajo control
de los caciques de Calacoto que les permitían desviar el dinero a sus arcas
y por lo tanto en última instancia —más allá de cierto potencial redistri-
butivo en el caso de los colquejaques y marajaques—se estaban profundi­
zando las desigualdades económicas dentro de las comunidades. Los
comunarios más ricos podían tener mejor suerte, logrando su relevo de
las prestaciones laborales directas, mientras que en el otro extremo de la
cadena, los comunarios más vulnerables y pobres eran quienes debían
soportar eventualmente todo el peso80.
El cacique Juan Machaca reconoció también que recibía el servicio
personal acostumbrado de dos hombres y una mujer, y que la comunidad
designaba a otra mujer para que trabaje para él en turnos rotativos men­
suales en la pulpería del pueblo. Negó en cambio el haber recibido los ser­

116
]_a crisis de la dominación en los Andes (I)

vicios de un irasiri, un alguacil mayor y un alcalde, y que hubiera recibido


pagos en efectivo de los indios en sustitución de estos servicios persona­
les. Era cierto que los jilaqatas le habían dado seis pesos cada vino, y otro
indio eximido de la mit’a le había dado cincuenta pesos para agasajar al
corregidor durante sus visitas, pero no consideraba que éstas fueran exac­
ciones introducidas por el cacique, ya que habían existido desde tiempos
de sus antepasados81.
En su defensa contra las acusaciones de administración indebida de
los tributos, Machaca señaló que no había cobrado a nadie injustamen­
te. Si algún’indio había sido incluido en los padrones accidentalmente,
el cacique notificaba inmediatamente al corregidor, al darse cuenta de
su error. Si algunos comunarios habían sido reservados temporalmen­
te del tributo por sufrir enfermedades, estaban obligados a cumplir con
los pagos una vez que se hubiesen recuperado. Alegó que era imposi­
ble realizar ningún fraude porque los padrones de tributarios se elabo­
raban durante las visitas anuales del corregidor, de cara a los
principales y al párroco, y que él nunca había usado libros de cuentas
separados para la recaudación82.
Haciéndose eco de su predecesor Juan Eusebio Canqui, Juan Macha­
ca llegó a la conclusión de que los indios se le oponían sim plem ente por­
que era celoso en el cumplimiento de los deberes propios de su cargo, en
extraerlos de sus vicios, depravadas costumbres y ebriedades, y atraerlos
al divino culto, observancia de la divina ley y demás obligaciones a que
deben estar astrictos”83.
Nuevamente, si queremos comprender este caso, es insuficiente que
nos limitemos a las acusaciones y maniobras legales manifiestas. La admi­
nistración del tributo era el principal tema que estaba explícitamente en
disputa, al igual que en otros pleitos con los caciques de La Paz; sin
embargo, el eje del conflicto residía en otra parte. A fines de noviembre
de 1744 en Topoco, el sitio tradicional para despachar el tributo de las
comunidades y el contingente de mit’ayos, Bernardo Cruz y los demas
jilaqatas entregaron el dinero recaudado al Corregidor Francisco Xavier
de Sosa y pidieron que se les extienda un recibo. Sin embargo, el corregi­
dor les pidió que entreguen la suma recaudada más tarde, en Caquiavin,
y que entonces recién les daría el recibo. Pronto se difundió un rumor
entre los comunarios: el corregidor habría comentado que tema la inten­
ción de cobrar el dinero no por el tributo, sino por las deudas en el repar­

117
Cuando sólo reinasen los indios

to de mercancías, como lo había intentado hacer en una ocasión anterior;


pronto dejaría el cargo y no tendría una nueva oportunidad para cobrar
lo que se le debía a cuenta de las muías y telas que había obligado a com­
prar a los indios.
Los comunarios también temían que el escribano provincial Herrera
intentaría cobrarles sumas adicionales nuevamente. Anteriormente,
haoían obtenido una cédula de la audiencia, ordenando al escribano que
no les cobre ninguna suma por su registro en los padrones. El corregi­
dor había dado lectura pública a dicho decreto en Topoco, ante una con­
centración de todos los indios de la provincia, y se lo había entregado al
cacique Juan Machaca. Sin embargo, en lugar de utilizar este documento
para defender a su comunidad y a las otras comunidades de la provincia
que podrían beneficiarse de él, Machaca lo escondió con el fin de que el
escribano continuara con las exacciones. En palabras de uno de los
indios. La ha ocultado con el fin de que dicho corregidor y escribano lo
mantengan por tal cacique interino; y por este motivo y llevado de este
fin, no les defiende a los indios de dicha su parcialidad..., antes sí se ha
rebelado contra ellos”84.
Los jilaqatas decidieron audazmente llevar directamente el tributo a la
Caja Real de La Paz. Con el propósito de verificar los hechos, los admi­
nistradores de la Caja Real emitieron órdenes al corregidor de Pacajes
para que entregue una copia de los padrones del tributo. El corregidor
se violentó, descargando su furia contra el indio Cañari que le había lle­
vado el papel, y rehusó dos veces a obedecer el requerimiento. Él y el
cacique emitieron un mandamiento de aprensión contra Bernardo Cruz
y los otros principales, quienes se vieron obligados a abandonar a sus
familias y huir de su comunidad, refúgiándose en La Paz donde trabaja­
ron en las tareas más humildes y quedaron endeudados. En venganza, el
cacique y sus cómplices, el corregidor y el escribano, comenzaron enton­
ces a incluir arbitrariamente a indios reservados y próximos en los
padrones del tributo85.
La Real Audiencia emitió finalmente la sentencia del juicio en 1750.
Declaró a Joseph Herrera inocente de culpa, aunque ordenó a los escri­
banos de La Paz inhibirse de cobrar monto alguno por el registro de tri­
bútanos y mit’ayos. La audiencia reconoció que dicha práctica se había
vuelto común en todas la provincia, y la prohibió de ahí en adelante, aun
si hubieran costumbres locales que la sancionaban. Tomando en cuenta

118
Lar crisis de la dominación en los Andes (I)

que el cacique ya estaba en la cárcel tres años, la audiencia absolvió a Juan


Machaca de la mayoría de las acusaciones, incluyendo las referidas a la
administración del tributo. La corte sólo lo declaró culpable por haber
cobrado dineros para agasajar al corregidor, y lo sentenció a devolver esos
montos a las comunidades. Declaró que éste y otros servicios y contribu­
ciones eran ilegales, aun si eran parte de las costumbres locales. Los úni­
cos servicios permitidos por la ley en favor de los caciques eran aquellos
normados en las ordenanzas de La Palata, y por los cuales los indios de­
bían recibir un salario. La sentencia condenatoria sólo tocaba delitos
menores de parte del cacique, pero fue suficiente para excluirlo de su
cargo interino. Siguiendo el procedimiento habitual, la audiencia ordenó
al corregidor convocar a todos los pretendientes hereditarios al cacicaz­
go, y en caso de no existir ninguno, nominar a tres candidatos apropiados
en reemplazo de Machaca86.
Al igual que en el pleito anterior contra Juan Eusebio Canqui, este
conflicto iba mucho más allá de los asuntos legales explícitos, e involucró
no sólo prestaciones laborales sino también problemas con el tributo. En
última instancia, lo que estaba en juego era la negociación en torno al
poder político local. Para los demandantes, el conflicto tenía que ver con
las lealtades políticas de Machaca y, una vez más, los comunarios consi­
guieron su objetivo de destronar a un cacique que se había “rebelado con­
tra ellos”. Al mismo tiempo, el caso muestra cómo un conflicto en
apariencia interno de la comunidad en realidad se remite al conjunto del
aparato colonial (representado por el corregidor) y de la explotación
económica colonial (bajo la figura del reparto) a nivel regional.
La historia de don Francisco Mauricio Marca nos brinda la rara oca­
sión de conocer a una de las muchas autoridades o principales, general­
mente anónimos, que llevaron adelante la lucha de los ayllus de Calacoto
durante varias décadas87. En diciembre de 1759, con ochenta años de
edad, Francisco Marca recorrió el largo camino a pie hasta la Audiencia
de La Plata, con el fin de obtener una real provisión inhibitoria contra los
caciques gobernadores que lo habían demandado, junto a su familia, para
vengarse de él. No era la primera vez que Marca desafiaba a los caciques
hostiles, o que se presentaba en una corte distante. En realidad, fue uno
de los demandantes iniciales en el pleito contra los hermanos Canqui a
principios de los años 1730. En 1754, el corregidor de Pacajes lo senten­
ció a diez años de trabajo en un obraje, sin duda a causa de su actividad

119
Cuando sólo reinasen los indios

política, aunque Marca logró quedar absuelto luego de presentar su caso


ante la audiencia. En 1759 se atrevió a representar nuevamente a la comu­
nidad, en oposición a dos nuevos caciques que buscaban introducir más
obligaciones y servicios personales, que intentaron justificar como si fue­
ran servicios acostumbrados.
El primero de estos caciques era Gregorio Machaca, quien fue descri­
to por los miembros de la parcialidad como “un indio plebeyo y ebrio que
no le toca el empleo de cacicazgo, mayormente ser intruso y enemigo
capital de todos los indios del común”. Fue acusado en un juicio por
haber favorecido y protegido a su yerno Salvador Mamará, un conocido
ladrón, y por haberlo nombrado jilaqata en contra de la voluntad de los
miembros del ayllu88. El segundo cacique era nada menos que Francisco
Canqui, el hermano de Juan Eusebio Canqui y tristemente célebre como
alcalde mayor, quien ahora aspiraba a ser nombrado gobernador por
derecho familiar.
Aquel invierno, Francisco Marca tomó la ruta del sur hasta La Plata, y
retornó a Pacajes con una copia de la sentencia emitida por la audiencia
en 1735, en contra de los hermanos Canqui, según la cual los únicos ser­
vicios legítimos en favor de los caciques estaban estipulados en la retasa
de La Palata emitida un siglo atrás. Al corregidor no le quedó otro reme­
dio que notificar a los caciques acerca del contenido de la sentencia, y
ordenarles públicamente que cumplan con la ley. Sin duda, Marca
encontró previsible que tanto Francisco Canqui como los otros caciques
—dado que la ley era aplicable en toda la provincia89—no demorarían en
castigarlo por su insolencia. Cuatro meses más tarde, en el mes de diciem­
bre, se encontraba nuevamente en La Plata buscando una provisión inhi­
bitoria. Los caciques de Calacoto y otros de la provincia estaban
“resentidos y apasionados” contra él y sus cuatro hijos. Él sabía que
podían intentar hacer nuevamente lo que hicieron cinco años antes,
calumniándolo y fabricando un falso proceso en su contra. “Unidos en el
odio y rencor”, ejercerían influencia sobre los curas y el corregidor,
acusándolo de rebelde, adúltero, asesino, o cualquier otro crimen inven­
tado. Solicitó amparo legal para él y sus hijos, quienes ya habían sido
extorsionados, humillados y azotados; y también requirió que se le per­
mita pagar su tributo directamente en la Caja Real de La Paz90.
A estas alturas, en Calacoto, los conflictos sobre el cacicazgo ya se
hallaban íntimamente ligados con la lucha en contra del sistema de repar­

120
r n m sis de la dominaáón en los Andes (I)

tos en manos de los corregidores. En 1758, la comunidad había deman­


dado por primera vez al Corregidor Salvador de Asurza por la distribu­
ción forzada de mercancías. Aunque estos alegatos habían sido
rechazados por la Junta de Corregidores en Lima, esta prolongada bata­
lla habría de tener importantes repercusiones para la administración esta­
tal colonial. Sobre la base de este caso, la Audiencia de La Plata desafió la
hegemonía de Lima, y en 1764 la corona redujo los poderes de la Junta
en la supervisión de todos los aspectos del sistema legalizado de repartos,
y restituyó la autoridad jurídica de la audiencia para juzgar en conflictos
sobre repartos en su propia jurisdicción91.
En medio de estas batallas legales, en momentos en que el viejo Fran­
cisco Marca retornó a La Plata, dos de sus compañeros de Calacoto refor­
zaron la demanda en contra del cacique Francisco Canqui alegando que
los estaba obligando a pagar sus deudas por repartos al gobernador pro­
vincial. Es también interesante hacer notar que durante este pleito, un
cacique anónimo de Calacoto se quejó de que el corregidor lo estaba acu­
sando injustamente como deudor de rezagos del tributo92. No es posible
saber si este cacique era el propio Francisco Canqui, o mas bien un nuevo
cacique interino; tampoco podemos estar seguros si el cacique, presiona­
do por la comunidad, se había visto obligado por sus propios subditos a
desafiar la autoridad del corregidor93. En todo caso, lo importante es
señalar aquí las graves y contradictorias presiones a que fueron sometidos
los cacicazgos en estos momentos críticos. Al tiempo que el corregidor
intentaba cobrar sus deudas y la base comunitaria se movilizaba en su
contra se lanzaban acusaciones contra el cacique por colaborar con Asur­
za y acusaciones del cacique contra el corregidor por las injustas exigen
Has financieras de que era objeto.
El antagonismo abierto y violento entre caciques y comunarios de
Calacoto no disminuyó un ápice en 1761 bajo el gobierno de los suceso­
res al cacicazgo Miguel Cusicanqui en Anansaya y su hijo Pedro en Urin-
sava. Muchas de las acusaciones ya nos resultan familiares: los caciques
exigían servicios personales y contribuciones monetarias excesivos, por
cualquier motivo, a un número cada vez mayor de indígenas . Por ejem­
plo en Urinsaya, Pedro Cusicanqui seleccionó a dos mit ayos de cada uno
de los cinco ayllus y les cobró cincuenta y dos pesos a cada uno para aten­
der al corregidor en su visita. Antes de que él asumiera el cargo, la cos­
tumbre local era que los jilaqatas pagaran cinco a diez pesos para este fin,

121
Cuando sólo reinasen los indios

dependiendo de sus posibilidades. Además, a otros tres mit’ayos les cobró


cincuenta y dos pesos para que el escribano los registrara, y un cuarto
mit’ayo fue obligado a contribuir la misma suma como irasiri. Otros tres
mit’ayos tuvieron que pagar cincuenta y dos pesos cada uno para cubrir
los gastos del pleito por tierras con las comunidades de San Andrés y San­
tiago de Machaca, Caquingora y Callapa. El cacique recaudó por separa­
do más dinero, con el mismo pretexto, de otros comunarios, acumulando
en total más de quinientos pesos. Y sin embargo, retornó de la corte en
La Plata con sólo un decreto que le habría costado no más de cincuenta
pesos. Los demandantes declararon que Cusicanqui se habría “comido el
resto” y que, al final, no hizo nada para defenderlos95. La situación expre­
sa claramente la práctica generalizada, a mediados del siglo dieciocho, de
exigir contribuciones y conmutación de servicios en dinero que era admi­
nistrado discrecionalmente por el cacique.
¿Cómo podemos explicar la persistencia de estos abusos a pesar de las
repetidas prohibiciones de la audiencia? Al emitir su opinión en el caso
Cusicanqui, el Protector de Indios Antonio Porlier especuló que los caci­
ques quizás no conocían las leyes al asumir sus cargos. Pero esto cierta­
mente no era posible, ya que los testigos declararon que cuando los indios
mostraron a Miguel Cusicanqui el decreto que prohibía las contribucio­
nes, el cacique se indignó y declaró falsamente frente a una gran concen­
tración que el decreto había sido derogado y que el rey había emitido una
nueva orden aprobando las exacciones96.
Antes bien, parece que los servicios y contribuciones personales al
cacique estaban cargadas de significado político, ya que implicaban un
reconocimiento a su autoridad. A medida que se agudizaba el conflicto
local y crecía la polarización, especialmente en un período caracterizado
por crecientes pugnas en torno a los repartos, los caciques habrían exigi­
do dicho reconocimiento, en forma de contribuciones, como una cues­
tión de principio y honor. Por su parte, los comunarios, en respuesta a la
disolución de las funciones protectoras del cacique, habrían decidido
negarle esas contribuciones y rehusarse a reconocer su legitimidad.
El problema de la autoridad sale a la luz en las confrontaciones que
colocaron a los caciques en contra de los principales y otras autoridades
del ayllu, siendo éste otro tema que surge frecuentemente en la docu­
mentación del siglo dieciocho sobre conflictos entre caciques y comuni­
dades. Dos días después de que los indios presentaran ante Miguel

122
L a crisis de la dominaáón en los Andes (I)

Cusicanqui el decreto de la audiencia, éste mandó a flagelar a los jilaqatas


Nicolás Tarqui y Agustín Mamani por haber obtenido una nueva copia de
la sentencia de 1735, y Mamani fue encarcelado en una celda oscura en la
propia casa del cacique.
El castigo corporal público a las autoridades del ayllu era un ritual
político brutal aunque frecuente en este período. Simados en el marco de
la cultura política colonial española, estos actos de escarmiento público
servían para demostrar el poder implacable del cacique y buscaban indu­
cir al miedo y a la subordinación. Como lo señalara uno de los testigos,
Pedro Cusicanqui humilló y escarneció el cuerpo del anterior segunda
persona Andrés Machaca, “encerrándolo en un cuarto, y de allí sacando
a otro cuarto de los cabellos arrastrando, de una parte a otra, como si
fuera un fascineroso o delincuente y con la mayor ignominia le mandó
tender.” Añadió: “Con cuatro personas le dio más de cincuenta azontes,
y gastando para ello cerca de hora y media por aterrarnos con su cruel­
dad.” El único pecado de este comunario fue que defendió a su joven
sobrino cuando el cacique quiso cobrarle el tributo. Según alegó, Cusi­
canqui lo habría amenazado: “Por ser indio revoltoso moriría a manos
de su rigor, y de esto daría por bien hecho cualquier justicia”. Los comu­
narios rechazaban con particular fuerza este tipo de violencia, dado que
para ellos las autoridades y principales merecían un trato especialmente
respetuoso y honorable97.
Los propios comunarios comentaron explícitamente acerca de la cri­
sis de legitimidad del cacicazgo local, con un sentido político y haciendo
uso del mismo lenguaje patriarcal que habíamos evidenciado en el capí­
tulo anterior. No sólo habían “padecido agravios y tiranías” en manos de
los Cusicanqui, también éstos incumplían su deber de “defender” a la
comunidad y sus tierras contra la usurpación de extraños. En lugar de
cumplir con estas obligaciones, los caciques habían descuidado a la
comunidad, dejándola indefensa. Los indios de Urinsaya denunciaron
que Pedro Cusicanqui “ha hecho oficio no de Padre y Protector, sino de
lobo carnicero y fiera”98.
En esta ocasión, el conflicto de Calacoto adquinó un matiz adicional
de desestabilización política. Sebastián García, un principal del vecino
pueblo de Caquingora, denunció sus abusos, especialmente los castigos
sufridos por miembros de su comunidad. Declaró que los Cusicanqui
habían arruinado la paz entre pueblos y provocado un amplio rechazo:

123
Cuando sólo reinasen los indios

“Corre peligro que a instancia de éstos haiga alguna segarrera o tumulto


de pueblo a pueblo”99.
El Protector Porlier en La Plata no temía una sublevación, pero el caso
de Calacoto le llevó a manifestar su preocupación sobre las demandas de
las comunidades contra sus caciques en todo el distrito norte de Charcas.
Comenzó por cuestionar la veracidad de las acusaciones de la comunidad.
Existían muchos casos de caciques que habían sido sentenciados a largas
penas de cárcel como resultado de las demandas comunales en su contra
(en la fase indagatoria), pero que luego eran absueltos cuando lograban
testificar y presentar testigos de descargo (en la fase plenaria del juicio).
(El protector consideraba que los testigos españoles, que frecuentemente
declaraban a favor de los caciques, eran los observadores más objetivos
en las disputas entre caciques y comunidades.) Haciéndose eco de la amo­
nestación de la corte a los indios en 1735, Porlier señaló en su informe
sobre las causas de las dudosas demandas contra los caciques: “Esto nace
de la natural facilidad de los indios, de su ignorancia y de los influjos a
que viven sujetos por la astucia de algunos de otra naturaleza, que por su
medio tiran a vengar sus pasiones... [También los indios llevan] siempre
muy a mal las operaciones de sus gobiernadores, con ocasión de compe­
lerlos inmediatamente éstos a la paga de tributos, servicios de mita, a la
asistencia a doctrina, separación y corrección de sus vicios y a las demás
obligaciones de su estado; siendo esto fundamento bastante para que se
les repute por enemigos de su gobernador, y con presumpción suficiente
para ser repelidos sus testimonios”.
A comienzos de los años 1760, Porlier estaba enfrentando un proble­
ma que ya se había generalizado, y que estaba amenazando con derrum­
bar el orden social local. Para ilustrar su exposición citó otras demandas
contra prominentes caciques -Faustino Herrera en Caquiaviri (Pacajes),
Diego Choqueguanca en Azángaro (Azángaro), Melchor Chuquicallata
en Saman (Azángaro) y Felipe Alvarez en Ayoayo (Sicasica)—que se esta­
ban dando simultáneamente al conflicto más reciente de Calacoto. La ofi­
cina del protector de indios se estaba convirtiendo “un admirable taller
para alborotar la quietud y tranquilidad de los indios de esta jurisdicción,
y desconcertar el gobierno de los pueblos... Debe impartirse la protección
de los indios sin perder de vista su bienestar común y sin dar fácil crédi­
to a sus deducciones en particular”100. El comentario del protector revela
en última instancia la conciencia estatal de que los conflictos tendrían

124
crisis de la dominaáón en los A.ndes (I)

consecuencias ímpredecibles y podrían significar una real amenaza a la


estabilidad política colonial.
A principios de los años 1770, la comunidad de Calacoto se mantuvo
firme en la denuncia abierta de sus caciques, aunque el tema de los servi­
cios y contribuciones personales, la usurpación de recursos y la violencia
dejaron de estar en primer plano. Ahora el conflicto se centraba a un
punto principal único, la colaboración de los caciques con los corregido­
res en el ruinoso sistema del reparto de mercancías101. Este problema no
era nuevo: vimos que había salido a la luz anteriormente en el pleito con­
tra el cacique de Calacoto, Juan Machaca, y que había vuelto a ser objeto
de disputa en la demanda contra el cacique Francisco Canqui en 1760.
Pero dado que en cierto sentido éste era un problema menos localizado,
es importante que ampliemos nuestra mirada hacia los niveles provincial
y regional. Para tener una comprensión cabal de la crisis del cacicazgo y
del derrumbe del sistema de dominación en los Andes en el siglo diecio­
cho, es necesario que exploremos, en el capítulo siguiente, las feroces
luchas contra los corregidores y sus repartos.
La anterior narración de los conflictos entre el cacique y las comuni­
dades de Calacoto nos ha permitido vislumbrar muchos de los temas que
comúnmente estaban en disputa en las cortes. Seguramente, el persisten­
te énfasis que hemos hecho en este caso se ha hecho a costa de una pers­
pectiva más amplia y de una discusión más profunda de la completa gama
de puntos contenciosos que surgieron en La Paz en el curso del siglo. El
principal tema sobre el que ríos hemos detenido en este relato es el de los
servicios personales y otras contribuciones. En el anterior acápite hemos
explorado también la cuestión de los intrusos en el cacicazgo —aquellos
cuyos derechos de sucesión, y cuya etnicidad eran a menudo cuestiona­
dos por sus comunidades—en tanto que el papel de los caciques en el sis­
tema de reparto y sus lazos con el corregidor será examinado en el
capítulo siguiente. Dejando de lado la cuestión de los intrusos y de la
colaboración en el reparto, se impone una breve síntesis de los otros pun­
tos que típicamente se encuentran en esta región, para ayudarnos a mo|-
trar que la gama de asuntos presentes en Calacoto era en- términos
generales, aunque no perfectamente, representativa del conjunto.
Las acusaciones contra los caciques tomaron muchas veces la forma
de un largo inventario de abusos, y su reiteración en los documentos
puede llegarnos a parecer una fórmula estandarizada para obtener sen­

125
Cuando sólo reinasen los indios

tencias desfavorables contra los gobernadores comunales. Aunque sólo


una o dos de las denuncias resultasen probadas, a los ojos de la corte, la
intención más amplia de las comunidades era presentar al cacique como
un personaje indeseable, incapaz de gobernar. Dos de los temas más
comunes que salen a la luz tenían que ver con el tributo y con las tierras
comuntarias. Las comunidades acusaron a los caciques de exigir tribu­
tos a quienes deberían estar exentos (como los jóvenes, las viudas y
ancianos, así como los agregados y yanaconas), denunciando que los
caciques mantenían padrones paralelos de tributarios. Su padrón perso­
nal incluía indios adicionales que no figuraban en los padrones oficiales
presentados al corregidor. De esta manera, el cacique recaudaba en rea­
lidad más dinero que el que entregaba a las Cajas Reales, y se embolsi-
llaba la diferencia102.
También existían otros reclamos habituales sobre tierras. A menudo,
el cacique usurpaba tierras comunitarias o privadas en beneficio propio, y
arrendaba tierras comunales no cultivadas a vecinos o hacendados de los
pueblos sin consultar a la comunidad. Los indios rechazaban estas usur­
paciones al ver que el cacique acumulaba grandes extensiones de tierra,
como cualquier hacendado español, o cuando no protegía las tierras
comunales amenazadas por intereses externos103.
El caso de Calacoto nos ha permitido una adecuada descripción del
conjunto de problemas relacionados con los servicios laborales, su con­
versión en dinero y otras contribuciones y exacciones a las comunida­
des. Localmente, se prestaban servicios laborales al pueblo, pero
también se trabajaba en la casa, las tierras o la pulpería del cacique. La
esposa del cacique era quien supervisaba por lo general el trabajo de las
tejedoras indígenas. El cacique también se apropiaba indebidamente del
trabajo de los mit ayos que iban a Potosí, o del dinero proveniente de la
conmutación de estos servicios. Por lo general, los comunarios daban a
los caciques contribuciones en dinero o especie para ceremonias y tra­
bajos comunales104.
«r tenia que no fue planteado en Calacoto fueron los abusos comer­
ciales del cacique. Algunas veces éstos involucraban el reclutamiento de
fuerza de trabajo comunal y la requisa de ganado para su venta. En el pue-
blo, generalmente los caciques tenían el monopolio de venta de mer­
cancías a los indios y compraban los productos de los comunarios a
precios injustos para después revenderlos. Los riesgos comerciales eran

126
Lm crisis de la dominaáón en los Andes (I)

transferidos a los comunarios más ricos, a quienes reclutaban como pul­


peros y obligaban a absorber las pérdidas financieras105.
La violencia física y los crueles castigos eran otro frecuente tema de
queja106, tanto como la intimidación y el control sobre las autoridades
comunales107. Naturalmente, también había una plétora de otros abusos
menos frecuentes o conspicuos en cada escenario local108. Es importan­
te señalar, además, que todos los puntos anteriores estaban sujetos a
profundas ambivalencias y a intrincadas disputas, condicionadas por la
estrategia política y discursiva en torno a los servicios y contribuciones,
que como en el caso de Calacoto, resultan difíciles de percibir a prime­
ra vista como parte de una dinámica más amplia de conflictos locales en
el siglo dieciocho. «.
El caso de Calacoto es sin duda muy ilustrativo de los diversos puntos
de contención característicos de estos pleitos, pero la mayor ventaja de
haber observado esta dinámica larga, focalizada en un solo pueblo, es
haber podido percibir la dimensión política local que surge por lo gene­
ral sólo leyendo entre líneas las actas y la documentación de los juicios.
Lo que revela nuestro enfoque es no sólo que los servicios personales a
favor del cacique —para dar un ejemplo—fueron un problema persistente
en Calacoto, pero que tanto éstos como otros temas comunes sólo pue­
den ser comprendidos en el contexto de un tejido denso de relaciones de
poder y como parte de luchas políticas que no siempre son claras. En este
sentido, la comprensión plena de los conflictos sobre el cacicazgo en este
período no puede ser reducida a temas pun males y recurrentes en la
documentación de los juicios.
El eje de estas luchas políticas era la cuestión de la lealtad política del
cacique a la comunidad. Como un campesino lo expresó, al demandar al
cacique interino Juan Machaca de Calacoto: “No les defiende a los indios
de dicha su parcialidad..., antes sí se ha rebelado contra ellos”109. Los liti­
gios en contra de las propias autoridades máximas —que a menudo con­
sistían en una batería completa de acusaciones además de sacrificios y
esfuerzos prolongados de parte de muchos comunarios, principales y
autoridades—eran el recurso de ultima instancia en sus campañas para
conseguir el control político colectivo sobre el cacique o bien su remo­
ción del cargo. Estas luchas apuntaban a renegociar las relaciones de
poder de las comunidades, quienes buscaban ejercer un control más fuer­

127
Cuando sólo reinasen los indios

te desde la base sobre el cargo del principal representante y líder político


de la comunidad.
En este capítulo hemos abordado dos aspectos internos fundamenta­
les en la crisis del cacicazgo del siglo dieciocho. Comenzamos examinan­
do los conflictos institucionales relativos a la sucesión e intromisiones en
el cacicazgo. Las intrincadas disputas entre pretendientes rivales por la
sucesión al cargo se apoyaban especialmente en los derechos genealógi­
cos familiares, reconocidos como derechos propietarios por el código
español de mayorazgos y respaldados por los tribunales y las autoridades
coloniales. La intromisión de extraños sin legitimidad —por lo general yer­
nos de la familia cacical legítima, “escaladores sociales” (Spalding), y/o
clientes de los funcionarios estatales regionales—junto a la proliferación
de caciques interinos y de caciques-cobradores se combinaron para ero­
sionar la estabilidad institucional del cacicazgo, que se había consolidado
en los siglos anteriores de dominio colonial.
Asimismo, hemos abordado ya los agudos conflictos intracomunales
entre los caciques y sus súbditos. Aunque estas confrontaciones eviden­
temente implicaban una gama de temas vinculados a la reciprocidad y
reproducción de las comunidades, la administración y el gobierno, tam­
bién sacan a la luz una disputa subyacente en torno a las relaciones de
poder, que se sostuvo durante todo el período. El caso de Calacoto nos
ha mostrado que no es posible hacer una ecuación simplista sobre la eco­
nomía moral, ni restringirnos a una mirada localista, pues ninguno de
estos enfoques puede dar plena cuenta de la dinámica de estos conflictos.
Como alegamos al principio, resulta fundamental el abordaje de un tercer
elemento coyuntural que atizó el conflicto -e l repartimiento de mer­
cancías y los poderosos movimientos de rechazo que provocó— para
comprender toda la dimensión de la crisis del cacicazgo y de las bases
locales de la dominación en los Andes.

128
La crisis de la dominación en
los Andes (II)
Las consecuencias del reparto y el fin de la
mediación

Los principales estudios sobre las movilizaciones campesi­


nas de los Andes en el siglo dieciocho coinciden en señalar al reparti­
miento o distribución forzada de mercancías como un factor económico
clave en los ciclos de conflicto social que culminaron con la coyuntura
insurreccional de 1780-17811. El sistema de repartimientos era una insti­
tución colonial peculiar y aborrecida, que permitía la fusión del capital
comercial con la coacción política colonial. Al establecer una cadena de
relaciones de endeudamiento que terminaba en los “consumidores” indí­
genas locales, los comerciantes adelantaban bienes a los gobernadores
provinciales, que luego los imponían por la fuerza a las poblaciones indí­
genas, cobrando precios muy superiores a los vigentes en el mercado. Los
productos que se distribuían —incluyendo muías de Tucumán, telas de
Quito o importadas de España, coca yungueña y licores de la costa—a
menudo eran inútiles o estaban deteriorados. El reparto era una empresa
de especulación lucrativa para los corregidores, muchos de los cuales com­
praron con mucho dinero el cargo en España, y además se endeudaron
con los comerciantes, esperando obtener fabulosas ganancias. El sistema
benefició considerablemente al sector comercial, que de otro modo hubie­
ra tenido que enfrentar mercados estancados. También benefició a la coro­
na, cuyos ingresos se elevaron con la venta del cargo de corregidor, incluso
desde los tiempos en que el reparto era ilegal. En los años 1750 la prácti­
ca fue legalizada porque el estado quería llenar sus arcas con los impues­
tos que aplicaría al comercio de repartos2.
El propósito de este capítulo es examinar en mayor profundidad la sig­
nificación política del reparto y de sus impactos. Es particularmente
importante indagar en la naturaleza coercitiva de la distribución de mer­

129
Cuando sólo reinasen los indios

cancías y explorar el surgimiento de la estructura política que constituyó


este régimen de extracción, así como los desplazamientos y tensiones que
se dieron en ella. Para asegurar una extracción más efectiva y contrarestar
el inevitable descontento o la abierta oposición de quienes sufrirían la
explotación del reparto, los corregidores buscaron resforzar los aparatos
políticos a nivel local y regional en el curso del siglo dieciocho. Esto pudo
conseguirse introduciendo más agentes estatales, especialmente tenientes
de corregidor y otros cobradores privados de deudas, y también consoli­
dando sus relaciones con los caciques. Este no sería de modo alguno un
asunto simple y sin sobresaltos, y a la larga tuvo drásticas consecuencias
para todo el orden colonial3.
Las incesantes presiones desde arriba llevaron a una grave crisis de los
cacicazgos, dado que los gobernadores comunales fueron forzados hacia
posiciones cada vez más insostenibles como intermediarios y representan­
tes políticos. Mientras los corregidores empleaban con eficacia diversos
métodos para asegurarse la complicidad de los caciques, los comunarios
indígenas continuaban expresando expectativas políticas tradicionales
hacia sus autoridades, y les exigían cumplir su papel como protectores dis­
puestos a la defensa de sus comunidades. A medida que se desarrollaban
e incrementaban tenazmente las luchas comunales en toda la región, y en
todo el virreinato, había el peligro de convergencia con los radicales pro­
yectos políticos y culturales de los rebeldes anticoloniales. A partir de los
argumentos desarrollados en el anterior capítulo, nos concentraremos
ahora en el análisis del tercer factor explicativo de la crisis de la domina­
ción en los Andes. Ampliando nuestra mirada del nivel local a los niveles
provincial y regional, veremos ahora con mayor claridad cómo los caciques
se ubicaron en el campo de las relaciones de poder coloniales y en la diná­
mica más amplia de las luchas históricas del siglo dieciocho, y cómo la cri­
sis del cacicazgo implicó en última instancia el desmoronamiento de la
dominación colonial en su definición más amplia.

La provincia de Sicasica (antes de su división en 1779) nos brinda una


ilustración especialmente vivida de lo que fueron los ritmos de la lucha
rural. Una reconstrucción de estos procesos nos mostrará cómo se puso
en marcha un ciclo completo de politización y polarización entre comuni­
dades y agentes coloniales terminó por minar la legitimidad de los caciques
y del orden estatal en su conjunto4. (Ver mapas en las pp. 20-23 para ubi­

130
lu í crisis de la dominación en los Andes (II)

car los sitios mencionados en el relato histórico local y provincial que


sigue). Vale la pena recordar desde el inicio la gran importancia que tuvo
Sicasica en esta época. De acuerdo con el arancel de 1754, que establecía
el tipo, cantidad y precios de las mercancías legalizadas del reparto en cada
provincia, Sicasica contenía la segunda mayor proporción de población
indígena de todo el virreinato del Perú, así como el monto más alto de bie­
nes de reparto en circulación (226.750 pesos)5. Aunque la provincia era
altamente atractiva para corregidores ambiciosos por la inmensas fortunas
que podían acumularse allí, fue también un lugar temprano de actividades
contrarias al reparto y se convirtió en una zona famosa por el vigor de sus
movilizaciones comunales. Sicasica jugó un papel preponderante en la
concatenación de revueltas que irían a sacudir el gobierno colonial perua­
no en 1771. En 1776, el fiscal general de la Real Audiencia de Charcas afir­
maba: “Ninguna provincia se ha demostrado tan propensa a la sublevación
como la de Sicasica”6.
Los conflictos entre comunidades aymaras y corregidores en los valles
yungueños datan de principios de los años 1740. Entre 1743 y 1747, las
quejas de los indios de la región en contra de los repartos excesivos y vio­
lentos repercutieron intensamente y llegaron a perturbar al propio rey en
España. Junto con las demandas por el reparto, el Corregidor Juan Hel-
guero, su Teniente General Juan del Cerro y sus cobradores de reparto
fueron acusados de muchos otros abusos. Helguero había exigido una
multitud de servicios y contribuciones monetarias y había azotado a dos
indios hasta matarlos. Según los demandantes, los cobradores también
habían castigado cruelmente a los indios, capturado a algunos para llevar­
los a la fuerza como trabajadores en los obrajes, y asesinado a otros.
Además, habían confiscado las cosechas y cocales de los comunarios, y
habían establecido un comercio monopólico de coca. Usando pesas falsas,
compraban la coca barata (en particular a los productores de Chulumani y
Chupe) y la vendían cara a los indios que bajaban del altiplano.
El corregidor desató también una implacable campaña para quebrar la
oposición que se estaba organizando contra sus abusos, especialmente en
Chulumani y Chupe. En 1742, los indios que regresaban de La Plata con
vina real provisión para investigar los excesos del corregidor y sus subal­
ternos fueron arrestados y sometidos a castigos corporales en el obraje de
Diego Alarcón; luego el corregidor les amenazó y conminó para persua­
dirlos a que levanten sus acusaciones. Maniobró exitosamente para que se

N 131
Cuando sólo reinasen los indios

excluya del caso al primer juez designado para la investigación, y el segun­


do juez, en complicidad de Helguero, sólo actuó para silenciar la protesta.
Cuando se realizó más tarde el juicio de residencia al finalizar el corregi­
dor su período en el cargo, muchos de los indios que habían instigado la
causa de 1742 habían muerto, otros habían huido, y el resto había queda­
do indefenso para lograr sustentar los cargos y justificar la demanda. El
corregidor dejó el puesto con una fortuna asegurada y una primera batalla
ganada, pero la resistencia había crecido y el costo político de lo que ganó
Helguero individualmente sería pagado por sus sucesores7.
En la década de 1750 el nivel de conflicto se intensificó y la resistencia
se expandió a los otros pueblos de Yungas. Por ejemplo, los comunarios
de Laza protestaron contra el Corregidor Josef Serrano por sus repartos y
otros abusos, y rechazaron los excesos de sus cobradores o “mozos” caje­
ros. Apelaron para que se les libere de dichos agentes, fueran tenientes
generales o particulares. Añadieron que los cobradores habían introduci­
do muchos servicios personales, como el de marcacama para hacerse cargo
de las muías, y que habían abusado de las autoridades indígenas del pue­
blo, forzando por ejemplo al alguacil a trabajar en sus cosechas8.
Sin embargo, el conflicto de este período se centró en el área de Palca
y Río Abajo. En 1753, los jilaqatas y principales de Cohoni, Mecapaca y
Palca protestaron contra el teniente del corregidor (sustituto legal suyo en
su ausencia) en estos pueblos por su “poder absoluto” y por una serie de
abusos que incluían la usurpación de tierras y los repartos. El alguacil se
defendió diciendo que él había arrendado correctamente esas tierras del
cacique. También cuestionó la validez del juicio, dado que éste no había
sido iniciado por el teniente del corregidor, como lo exigía la ley. Debemos
notar aquí, en primer lugar, que el cacique parece haber estado compro­
metido con el teniente —aparece en el contrato de arriendo, pero no enca­
bezando la defensa de la comunidad—y que las comunidades enfrentaban
graves dificultades para organizar esta defensa legal por sí mismas. Esta­
ban sometidas a la represión de las autoridades locales que fueron cues­
tionadas en el juicio. Asimismo, no sabían cómo sería recibido su caso por
la corte si el cacique, que incluso podía estar aliado con la autoridad colo­
nial, no oficiaba como representante suyo. En tales circunstancias resul­
taría fácil que se desataran conflictos locales, derivando en posiciones cada
vez más polarizadas como resultado de la ruptura de las relaciones políti­
cas tradicionales9.

132
La crisis de la dominación en los A.ndes (11)

Pocos años después, las comunidades de Palca y Ocobaya se habían


nuevamente metido en una confrontación con el Corregidor Eusebio
Yepes Castellanos debido a sus repartos y a la conducta de su teniente. Al
principio, el cacique Casimiro Andrade y los principales se unieron para
obtener una real provisión que los proteja. A pesar de los intentos de inti­
midar a la comunidad y de apartarse de su defensa, Andrade reconocio que
la distribución de los bienes del corregidor significada su propia ruina en
la comunidad, y se negó a darles la espalda. Por su falta de cooperación,
Yepes Castellano designó a Francisco Xavier Avendaño como su teniente
para presionar al cacique hasta que Andrade dejó su cargo y abandono a
la comunidad, dejando su cargo en acefalía.
Un testigo declaró que nunca antes había existido un teniente de
corregidor en Ocobaya, una jurisdicción diminuta de sólo una legua.
Señaló que tal oficial era innecesario puesto que el corregidor y su
teniente residían en el pueblo cercano de Chulumani y que otro tenien­
te operaba en el pueblo vecino de Palca. El “dorado pretexto” del corre­
gidor para obtener la confirmación legal del nuevo teniente en Ocobaya
era que la jurisdicción era demasiado vasta. A ello, los indios respondie­
ron declarando que varios de los lugares mencionados por el corregidor
como parte de la jurisdicción eran “del monte donde sólo habitan fieras
y no gente”. En realidad, él había presentado al teniente p a r a asegurar el
cobro del reparto, que sólo en Ocobaya llegaba a la extraordinaria suma
de cuarenta mil pesos.
Una vez que se estableció como teniente, los abusos de Avendaño se
hicieron más frecuentes. Aparte de su gratuita crueldad, podemos señalar
dos aspectos principales en las actividades del teniente. En primer lugar,
ejercía una autoridad suprema a nivel local, junto a su esposa y a dos
cobradores subalternos. Controlaba a los alcaldes y alguaciles indígenas,
obligaba a muchos indios a prestarle servicios personales, y asumió las
funciones de cacique al distribuir las tierras comunales, favoreciendo a
algunos clientes suyos dentro de las comunidades.
En segundo lugar, la meta del teniente de corregidor era la maxima acu­
mulación económica posible. Como intermediario local, estableció un
monopolio comercial similar al que se impuso en Chulumani y Chupe.
Estableció un estanco local de aguardiente y luego procedio a realizar su
propio reparto de este producto. Restringió la costumbre de que la espo­
sa del cacique venda mercancías en el pueblo para cubrir os rezagos e

133
Cuando sólo reinasen los indios

tributo y otros gastos de la comunidad. También ocasionó daños al comer­


cio local al confiscar las recuas de llamas de los trajinantes indígenas que
pasaban por el pueblo, obligándolos a esquivarlo del todo. Y por último,
especulaba con el cobro de primicias y usurpaba arbitrariamente las tierras
de los comunarios.
¿Cómo resolvió la justicia superior este conflicto? El Fiscal Protector
General Ignacio Negreiros presentó la demanda de las comunidades ante
la audiencia. Alegó que el corregidor actuaba “para tener comprimidos a
los indios y ahogar sus clamores por más que se aumente su hostilidad”, y
citó el creciente número de tenientes como la causa del problema. Nunca
antes hubo tal abundancia de tenientes en la provincia —ahora eran doce,
Seis de ellos sólo en las diez leguas de los Yungas Chapes—y su única fun­
ción verdadera era cobrar las deudas de los repartos. También alegó que
los indios estarían mejor sin los tenientes, y que así podrían cumplir mejor
sus obligaciones tributarias. Citando las Leyes de Indias y un auto del
virrey de 1661, recomendó la suspensión de Avendaño y otros tenientes
superfluos. Advirtió sobre “la repetición de recursos que pueden ser
muchos e intolerables en lo venidero (si no se proporciona remedio al
principio)”. Pero el Oidor Fiscal Joseph López Lisperguer rechazó el argu­
mento, insistiendo en que el auto de 1661, que autorizaba sólo un tenien­
te general por provincia, había sido revocado10.
La intensidad de las maniobras políticas locales puede verse en la inves­
tigación llevada a cabo por una comisión de la audiencia. Los testigos
Tomás Cavachura y Miguel Millares, indios que habían obtenido anterior­
mente una real provisión en favor de la comunidad, desmintieron ahora las
acusaciones contra el corregidor y el teniente. Señalaron que fueron obli­
gados a solicitar la provisión por el cacique y sus aliados mestizos sin
conocer el contenido de la demanda. El cacique les había informado que
sería fácil obtener la provisión dado que el Protector Negreiros odiaba al
corregidor. Como resultado, la comisión llegó a la conclusión de que la
demanda había sido presentada con propósitos particulares, y el nuevo
protector recomendó que se archivase la causa.
Más adelante, los comunarios se presentaron con otro juicio en el que
se repudió a la comisión y se denunció a Cavachura y Millares que, en
complicidad con el corregidor, habían ocultado la provisión emitida en
favor de siete pueblos. Como recompensa por haber tomado parte a favor
del corregidor, Cavachura había sido nombrado cacique en Palca. La

134
Lm crisis de la dominación en los Andes (II)

comunidad repitió sus acusaciones contra el teniente por los excesos y


fraudes del reparto11.
La comunidad de Chulumani se unió a la pelea a mediados de los años
1750, protestando por los crecientes abusos del Corregidor Yepes Caste­
llanos y todos sus tenientes, ministros y criados12. Yepes había vendido el
cargo de teniente general a Juan León de la Barra por la suma de noventa
mil pesos, y él también practicaba sus repartos ilícitos para asegurarse del
éxito de su especulación. En palabras de los demandantes, “siendo aquel
precio de tanta cantidad, precisamente había de querer exceder a ella y
ganar en perjuicio nuestro y ponernos en mayor miseria”. La politización
del proceso se hace evidente en el hecho de que si algún miembro de la
comunidad no aceptaba comprar las mercancías del reparto, se lo acusaba
de “alzado”. El juicio reveló también que los oidores y el presidente de la
Real Audiencia se habían unido para despedir al Protector de Indios
Negreiros porque favorecía a los indios y se oponía al nombramiento de
tenientes. Le “aburrieron” hasta lograr sacarlo del puesto y hacerlo salir de
La Plata. Insistieron que el nuevo protector, Joseph López Lisperguer, no
defendía a los indios y por el contrario siempre favorecía a los corregido­
res y a sus otros adversarios13.
La complejidad del conflicto, con su fluida dinámica de alianzas y riva­
lidades tanto en el seno de la elite local como en las comunidades, que
también atravesaban por graves divisiones, persistió a lo largo de la déca­
da de 176014. En 1766, el presidente de la Real Audiencia, comentando
sobre la protesta más reciente en el pueblo de Sicasica y buscando echar
la culpa por el descontento general a la Junta de Corregidores en Lima,
emitió una advertencia: “Si la real clemencia de Su Magestad... no prohí­
be, bajo de severas penas, la continuación de repartimientos, se acabarán
de destruir estas provincias”15. Sin embargo, ésta no sería la última vez en
que una voz de advertencia fuese desoída. El conflicto se agudizó aún
más a fines de la década, extendiéndose por todo el altiplano y los valles
de la provincia, hasta culminar en el levantamiento del pueblo de Sicasi­
ca en 1769.
Entre 1768 y 1769, el Corregidor Marqués de Villahermosa y sus
tenientes fueron demandados, incluso por vecinos y terratenientes
españoles del pueblo, en reiterados procesos judiciales16. La resistencia
comunal alcanzó un nuevo nivel cuando los indios aceptaron la pro­
puesta de Tadeo Viveros, descrito por sus adversarios como “un mesti-

135
Cuando sólo reinasen los indios

20 ...de oficio plumario conocido por de muy mal natural y enredista”,


quien se habría ofrecido a “defenderles” redactando sus demandas. En
1768, con ayuda de Viveros, las comunidades de Sicasica, Ayoayo, Cala-
marca, Sapahaqui, Palca y Ocobaya se organizaron como un frente
unido para presentarse ante la audiencia17. Se desató una amplia oposi­
ción a escala provincial que articulaba tanto al altiplano como a los
valles en forma coordinada.
Los pueblos de Palca y Ocobaya estuvieron una vez más en el centro
del conflicto, y se convirtieron en espacio de complejas intrigas políticas.
Cuando la comisión judicial enviada por la audiencia llegó en 1769 para
investigar las acusaciones, los caciques y principales declararon que esta­
ban contentos con el comportamiento de los tenientes y del corregidor.
Se quejaron de la intromisión de los “mestizos revoltosos” Tadeo Vive­
ros y Diego Catacora, que en reuniones nocturnas habían incitado a
algunos miembros de la comunidad a iniciar un juicio contra las autori­
dades coloniales. Estos dos personajes los habrían llevado a creer que el
rey había emitido una real cédula en favor de las comunidades, y que el
Corregidor Villahermosa no tenía una reputación limpia frente a la
audiencia. Los “revoltosos” les habían seducido con la ilusión de que
podían obtener providencias que liberaran a los indios del reparto. Al
final, los caciques de Yungas Chapes solicitaron que la demanda contra
el corregidor sea rechazada por falsedad. Pidieron que se reinstituya el
reparto y que las finas mercancías de Castilla que habían sido devueltas
como inservibles les sean entregadas de nuevo, indicando que sus muje­
res podrían hacer uso de ellas18.
Pero unos meses más tarde, las comunidades de Palca y Ocobaya
demandaron nuevamente a los tenientes, insistiendo en que los testi­
monios que llevaban a desistir del caso habían sido emitido sin su
conocimiento. Señalaron que los caciques apoyaban a los tenientes por
miedo, y que habían sido inducidos a ello con promesas de recom­
pensa. Solicitaron que no se permita a los caciques intervenir en el
reparto: “Como por su mano se reparte y tienen utilidad, le son con­
trarios al común”19.
Como observara el fiscal protector general, el problema era que los
tenientes estaban excluidos por ley de involucrarse en el reparto de mer­
cancías o de cumplir la función de cobradores aunque podían, como agen­
tes locales de la justicia, obligar a los indios a pagar sus deudas, incluyendo

136
l~a crisis de la dominaáón en los Andes (II)

las del reparto. Si los tenientes practicaban repartos ellos mismos, segura­
mente esto se debía a que habían comprado su puesto del corregidor con
la intención mutuamente acordada de hacerlo. La ley permitía al corregi­
dor una ganancia del 50 porciento sobre el "'recio de mercado para bienes
de Castilla, pero este caso llegaba a ser un “ladronicio intolerable” con un
margen de más del 250 porciento20.
En 1768, seis principales de Sicasica se pronunciaron en contra del
corregidor, su cajero en el pueblo y el cacique de Anansaya. El cacique
era un mestizo “intruso” llamado Tomás Celada, que había recibido
efectos de Castilla por más de diez mil pesos para su distribución forzo­
sa. Cuando el Corregidor Villahermosa intentó convocar a todos los
indios al pueblo para entregarles los bienes, el cacique le aconsejó que
sería peligroso hacerlo, porque ya había mucha resistencia. Sugirió que
en vez de eso se convoque sólo a los jilaqatas a la casa del corregidor.
Para evitar tumulto, el cacique distribuiría los bienes él mismo a los jila­
qatas, y ellos a su vez los llevarían a los ayllus21. Respondiendo a estas
denuncias, y pasando por alto las objeciones del “intruso” Celada, la
audiencia emidó órdenes para que se devuelvan todos los géneros no
deseados, se haga un reajuste de predios y se devuelva los bienes inútiles
al corregidor. Asimismo, nombró un nuevo cacique interino, Fermín
Paticallisaya, como sustituto de Celada22.
En la vecina Ayoayo, las autoridades y principales indígenas se pusieron
en contra de ambos caciques. Se quejaron de los repartos del corregidor y
denunciaron al cacique de Anansaya, Diego Olarte, porque colaboraba
con Villahermosa. Por ejemplo, Olarte llevaba cuenta de los indios para
hacer el reparto más eficazmente, e intentó impedir que la comunidad se
presente ante los magistrados de la comisión de la audiencia. Ellos a su vez
replicaron: “[Olarte] es el principal que causó el motín y por él se halla este
lugar tan lleno de enredos y quimeras” 23 . El otro cacique, Felipe Alvarez,
cuya propiedad sobre el cacicazgo había sido confirmada por el virrey en
1749, y que era descendiente del linaje cacical de los Chipana, ya había sido
condenado en 1763 por oficiar como teniente comisionario del Corregi­
dor Yepes Castellanos y por cometer muchos excesos en el reparto. Final­
mente, en 1769, luego de un conflicto local en el cual fue muerto el
párroco, se retiró del puesto, “por no tener fuerza para contener y repri­
mir el orgullo de aquella gente que está tan insolentada por la impunidad
que ha logrado en sus excesos”24.

137
Cuando sólo reinasen los indios

La intensidad del conflicto creció a mediados de 1769 al producirse


una confrontación abierta en Mohoza. De acuerdo a los testigos, el
Teniente Josef Pardo de Figueroa arrestó al indio Miguel Colque por
haber puesto xana demanda (junto a otros comunarios) en abril de ese año
contra Figueroa por los repartos a indios, mestizos, españoles, viejos y
viudas pobres. Profiriendo amenazas y castigos corporales, el teniente
intentó averiguar quién estaba detrás de esa demanda. Figueroa fue inca­
paz de quebrar la resistencia de Colque antes de la irrupción de los indios,
que puso fin a la tortura y lo rescató. Lanzando alarmas de sublevación,
Figueroa se refugió en la iglesia, que se mantuvo sitiada por los comuna­
rios durante varios días..Los indios finalmente se retiraron del pueblo,
sólo después de que llegó el corregidor y reconoció que la tiranía del
teniente era la causa de los disturbios. Luego de recoger los bienes distri­
buidos, continuó viaje a los Yungas con el mismo propósito de pacificar
a la población25.
En su defensa, el teniente acusó al cacique Marcos Santos Quinaquina
por levantar al pueblo y tratar de asesinarlo. Pero el nuevo comisionado,
Dr. Juan Antonio de Castro, nombrado por la audiencia en agosto de 1769
para investigar el caso, determinó que Figueroa había cometido “increíbles
excesos” en el pueblo, haciendo uso de los bienes y de la propia gente
como si fuesen de su propiedad. Su opinión general sobre los tenientes fue
severa: “No pensaban en administrar justicia sino ostentar sus soberanías
y oprimir a los indios adelantando sus intereses”26.
El Comisionado Castro prosiguió su investigación de las múltiples acu­
saciones contra los tenientes que se involucraban en los repartos. El caso
del Teniente Josef Antonio Talavera atrajo su atención por varios moti­
vos27. En primer lugar, se habían iniciado juicios en su contra en Cavari y
Suri. Vale la pena anotar también que en el nuevo pueblo de Inquisivi,
todavía sujeto a la jurisdicción eclesiástica de Cavari, el cacique Diego
Alcala Sacari se quejó al corregidor señalando que los indios “me tienen
perseguido, diciendo y clamando que consentí el reparto tan forzado que
hizo el Señor Teniente don Joseph Talavera... Yo Señor no tengo la culpa
para que por este reparto no quieran pagarme los tributos”. Otros testigos
españoles confirmaron que los comunarios se habían negado entregarle el
tributo y estaban a punto de rebelarse, precisamente porque el cacique “no
los defiende del reparto”28.

138
1m crisis de la dominaáón en los Andes (II)

Pero además, el propio Corregidor Villahermosa había admitido diver­


sas acusaciones contra Talavera en su auto de junio de 176929. A causa de
las protestas, estaba consciente de “la opresión que padecían [sus súbdi­
tos] por la tiranía con que habían repartido sus tenientes a sombra de su
respeto”. Con el fin de “evitar en adelante cualquier peligro de subleva­
ción como la sucedida en Mohoza”, nombró para Cavari y Suri un alcal­
de que supuestamente debía administrar justicia y sobre todo mantener el
orden público. Asimismo, contrató a un nuevo cobrador para que vele
por sus intereses en el reparto. Habiendo admitido los abusos de Talave­
ra, ordenó que los bienes repartidos sean devueltos y aseguró ante la
población que con esta medida no habría más quejas30. En cierto sentido,
el corregidor estuvo en lo cierto respecto a este último punto, a pesar de
su mala fe: en todo caso, las comunidades habían agotado ya cualquier
posibilidad de ganar algo a través de recursos legales. Sin embargo, las
nuevas agresiones de Villahermosa y sus tenientes, incluyendo el propio
Talavera, abrirían las puertas, poco tiempo después, a una ruptura aún
más violenta que la ocurrida en Mohoza.
A pesar de las prohibiciones en su contra, el corregidor se movilizó
por toda la agitada provincia a partir del mes de agosto. Especialmente
en la capital Sicasica, ejecutaba con violencia las deudas por reparto,
confiscaba propiedades, clausuraba las tiendas y casas de quienes le
habían fallado en pagar sus deudas. Al mismo tiempo, el nuevo Comi­
sionado Castro inspeccionó los pueblos y sondeó a los comunarios
sobre la conducta de las autoridades reales. Alejandro Chuquiguaman,
un indio con capa y bastón de mando, acompañado de una tropa de
comunarios, convocó al comisionado a Yaco para observar sus accio­
nes. Chuquiguaman le instó a que viajase al pueblo de Sicasica, donde él
era cacique, para hacer que se devuelvan los bienes repartidos. Cuando
Castro replicó que no podría recibir ropa ni productos de hierro, por
estar permitidos por la ley, Chuquiguaman, cuya influencia se extendía
a las jurisdicciones de Ayoayo, Calamarca, Palca y Sapahaqui, se quedó
en Yaco incitando a los indios a devolver los bienes hasta que Castro le
ordenó retirarse. Sensible a “los amagos de sublevación”, la Real
Audiencia expresó su temor de que el cacique podría incitar a un motín
si no se aceptaba la devolución de los bienes3?.
En noviembre, Chuquiguman y los once jilaqatas de Anansaya del pue­
blo de Sicasica denunciaron los abusos de Manuel Solascasas, el juez comi-

139
Cuando sólo reinasen los indios

sionario por ViUahermosa y cobrador de repartos32. Se lo acusó, entre


otras cosas, de manipular a los tres alcaldes del pueblo y de haberles prohi­
bido arbitrariamente del uso de sus bastones de mando. También por
haber golpeado al alcalde Pascual Copa con su propio bastón hasta que se
partió en pedazos. Con la población poco menos que encolerizada, la alar­
ma de una sublevación comenzó a sentirse con fuerza33.
Anticipándose al pago de tributos que debía hacerse a fines de ese
año, Chuquiguaman y siete jilaqatas viajaron directamente a las Cajas
Reales de La Paz para pagar su impuesto. Sospechaban que, en caso de
haberlo entregado al corregidor, podría apropiárselo como pago de sus
deudas de reparto, y luego negarse haber recibido el tributo. ViUaher-
mosa envió a Josef Talavera con veinte soldados a los ayllus, supuesta­
mente para cobrar el tributo pero con la misión real de arrestar y
confiscar la propiedad de los jilaqatas. Les quitaron también los recibos
de las Cajas Reales que consignaban la recepción del tributo. Incitados
por la violencia de los soldados, que fueron enviados en tres ocasiones
por ViUahermosa, los indios resolvieron formar una sola fuerza y con­
frontar directamente a las autoridades34.
El 22 de diciembre, un contingente de unos cien comunarios al
mando de Chuquiguaman descendieron del ayllu Collana hacia el pueblo.
Buscaron inicialmente al corregidor para recuperar sus recibos del tribu­
to pero V i U a h e r m o s a , advertido de la movilización, había huido a La Paz
poco tiempo antes. Se dirigieron entonces a la casa de su cobrador de
repartos Solascasas para exigirle la devolución de los recibos. Al serles
negada la audiencia, le hicieron escuchar sus acusaciones contra él y
finalmente el exasperado funcionario disparó su arma, intentando poner
fin al motín y dispersar a la multitud hostil. Al resultar heridos por este
ataque algunos comunarios, la multitud atacó la casa, ingresó violenta­
mente y apedreó hasta matar a Solascasas. Los indios se reunieron luego
en la plaza donde, según declararon los testigos, usaron sus hondas para
apedrear las tiendas, recorrieron triunfantes las calles e hicieron repicar
las campanas de la iglesia. Rompieron las puertas de la cárcel liberando
a todos los prisioneros, principalmente a un jilaqata que estaba preso por
deudas de tributo. Talavera testificó que había escapado con vida
ocultándose en la casa de una vecina del pueblo, mientras los indios bus­
caban a todos los españoles para ejecutarlos35.

140
La crisis de la dominación en los Andes (II)

Luego de la rebelión, el Comisionado Castro prosiguió su investigación


en una atmósfera de alarma de que otros pueblos en la provincia estaban
a punto de rebelarse y que la sóla mención del nombre del corregidor des­
pertaba inquietud en algunos pueblos36. El origen del incidente de Sicasi-
ca fue atribuido en primer lugar al corregidor debido a sus continuas
incursiones en el interior de la provincia para cobrar sus deudas, contravi­
niendo las disposiciones de la corte con el pretexto de los tributos. La
causa fue atribuida también al Teniente Josef Talavera por sus repartos y
actos de violencia, y al cansancio de las comunidades por sus tropelías. Al
final, las personas condenadas fueron el corregidor, el teniente, el falleci­
do cobrador Solascasas, así como el cacique insubordinado Alejandro
Chuquiguaman. El Comisionado Castro llegó a la conclusión de que no
había más necesidad de tenientes de corregidor en los pueblos, y la corte
consideró “haber sido bien fundado el clamor de los provincianos y los
recursos y quejas que dieron en esta Real Audiencia 37.
Pese a los contundentes resultados de la investigación, la justicia y la
administración coloniales no adoptaron medidas a tono con la seriedad del
momento. La audiencia reconoció que se habían cometido excesos indivi­
duales, pero no se percató de la naturaleza estructural del conflicto. Luego
de prolongadas indagaciones sobre los hechos, así como de los informes
y testimonios presentados en defensa del corregidor, Villahermosa nunca
recibió una sanción. En julio de 1770, la audiencia ordenó al corregidor
retornar de La Paz para gobernar su provincia, garantizar el orden publi­
co y cobrar sus deudas de reparto sin violencia ni aumento de precios .
Por causa de esta negligencia estatal al enfrentar una situación que ya era
crítica, los poderes coloniales se verían sacudidos por una insurgencia aun
más poderosa en los Yungas poco tiempo más tarde.
Cuando el Comisionado Castro quiso entrar a los pueblos de los Yun­
gas a fines de 1769, fue obstaculizado por las agresivas acciones del
Teniente General Juan Ignacio Larrea, quien lo acusó de intentar levantar
a la población. Forzado a retirarse de la región, Castro informo que la
intención del teniente general era encubrir el inicuo reparto. El comisio­
nado se quedó convencido de que era en los Yungas donde remaba mas
la tiranía, el desarreglo de los repartos, y donde se hallaba mas fatigada la
gente con el rigor de la cobranza”. Presentó ocho escritos que contenían
las quejas de los indios de Chulumani, y añadió que muchos otros indios

141
Cuando sólo reinasen los indios

de las comunidades de esa área, que le habían dado alcance en Chupe,


sufrieron la confiscación de sus papeles por parte de Larrea39.
El levantamiento general de las comunidades de los Yungas en 1771
cierra este primer ciclo de conflictos políticos. Esta reconstrucción del
ciclo entre 1740 y 1770 comenzó en los pueblos de Chulumani y Chupe.
En este momento culminante, retornemos a estos pueblos. El corregidor
alegó que las comunidades de Yanacachi, Milluguaya, Irupana, Laza, Oco­
baya, Chirca, Coripata y otras de los Yungas participaron en la insurrec­
ción, así como los indios de las haciendas. Según otra fuente, todos los
indios de los pueblos de los Yungas se levantaron, y tuvieron el apoyo de
otros indios de los pueblos del altiplano. Los principales protagonistas, no
obstante, eran las comunidades de Chulumani y Chupe40.
Como lo reconocieron todos los participantes, la causa fundamental del
levantamiento era el corregidor y su sistema de repartos. Pero la segunda
causa a la que se atribuyó el conflicto era la batalla por el cacicazgo en el
pueblo de Chupe.
El corregidor y el Teniente General Larrea intentaron imponer a Cle­
mente Escobar Cullo Inga como cacique, contra la voluntad de la comu­
nidad. El rechazo a Escobar se debía a que era compadre de Larrea y había
sido favorecido por él en el reparto; a que era “mulato” o “zambo” y por
lo tanto racialmente incompatible con el cargo; y que era “perjudicial” para
ellos. Cuando el Señor Prebendado Dr. Santiago de Querejazu junto al
párroco de Chupe amonestaron a los principales en presencia de la
mayoría de comunarios para que obedezcan a Escobar, respondieron que
nunca lo aceptarían como cacique, y que sólo obedecerían a Simón
Gonzáles “por el motivo de que dicho Gonzáles les protegía y don Cle­
mente Escobar no”41. Por lo menos desde principios de 1771, Simón
Gonzáles y los principales habían lanzado una tenaz campaña en La Plata,
sostenida con aportes de los indios, para lograr el reconocimiento de
González como cacique legítimo. Contingentes de comunarios habían via­
jado a la audiencia en diferentes ocasiones para presentar el caso y, como
respuesta a ello, el corregidor había conseguido con éxito que Gonzáles
sea enviado a prisión por la corte del rey.
Varios días después de la visita del Prebendado Querejazu, corrieron
rumores de que el corregidor estaba preparando soldados en Chulumani
para marchar sobre Chupe y posesionar formalmente a Escobar en el caci­
cazgo. Los principales instruyeron a los comunarios “que resistiesen el

142
Ltf crisis de la dominación en los Andes (II)

recibimiento de dicho cacique con no parecer ninguno en el pueblo, como


por no experimentar algún castigo pues que iba [Villahermosa] con solda­
dos”. Se refugiaron en las colinas y sólo después se enteraron de que la
ceremonia de posesión de Escobar se había llevado a cabo en ausencia de
todos los indios. Según otra fuente, el corregidor reunió a algunos princi­
pales y les conminó a prestar obediencia a Escobar. En el momento pre­
ciso en que se llevaba a cabo esta prueba de fuerza, estalló el levantamiento
en Chulumani. Los testigos españoles declararon más tarde que habían
escuchado a los indios decir que Clemente Escobar era el causante del
tumulto “por haber insistido [al corregidor] para el rompimiento”. No es
dificil imaginar cómo el acosado cacique clamaría a las autoridades para
que barran de una vez por todas con la obstinada resistencia y la ingober­
nable altanería de los indios42.
A tiempo de administrar la posesión del cacicazgo a Clemente Escobar
en Chupe, el corregidor arrestó a dos alcaldes, Lorenzo Apata de Chupe y
Sebastián Coloma de Chulumani, por el juicio que habían iniciado en su
contra en la Real Audiencia. De acuerdo a los testimonios, ésta fue la ter­
cera causa del levantamiento. Durante una asamblea general en el río Yari-
ja, los indios de Chupe tomaron la decisión de no meterse en nuevos
procesos legales en la distante ciudad de La Plata, cuyos resultados sin
duda serían tardíos y posiblemente inútiles, y marchar directamente a Chu­
lumani para liberar a sus autoridades de la cárcel. El comunario Diego
Esquía testificó que los indios de Chulumani lo habían incitado a “hacer
un cuerpo con ellos y armar guerra”. Un segundo contingente de treinta
o cuarenta personas se dirigió al puente de Chupe para bloquear a los sol­
dados que marchaban desde Chulumani hacia sus comunidades43.
Para las comunidades de Chulumani, el encarcelamiento de sus alcaldes
fue tan sólo la última de una larga serie de provocaciones. Como lo habían
hecho en 1769 en el pueblo de Sicasica, Villahermosa y sus cobradores
entraron varias veces a Chulumani para exaccionar por la fuerza el pago
del reparto, aunque las reales providencias obtenidas con gran sacrificio
por la comunidad le prohibían hacerlo. Pero a mediados de 1771, con el
movimiento confederado en armas encabezado por Juan Tapia, la lucha de
las comunidades tomó un nuevo giro político. Al sitiar el pueblo desde el
Alto de Guancané, los indios rechazaron el acuerdo propuesto por Villa-
hermosa de liberar a los alcaldes j retirarse del pueblo a cambio de la reti­
rada de los indios amotinados. Estos capturaron al teniente de Coroico,

143
Cuando sólo reinasen los indios

Juan Calderón, y le arrebataron sus armas mientras se aproximaba al pue­


blo con una pequeña guardia. Tocando pinquillos y tambores y haciendo
flamear banderas, hicieron un gran tumulto amenazando precipitarse
sobre el pueblo.
Los testigos señalaron que los indios erigieron una horca en los
altos del pueblo y se alborotaron, “virtiendo las expresiones de ‘ladro­
nes’ y ‘picaros’ y otras contra el Marqués [de Villahermosa], tenientes
y aliados, diciendo que los conocerían y beberían chicha en sus cascos”.
De acuerdo con el mismo testigo, Tapia había afirmado antes del ini­
cio del movimiento, que “era ocasión de libertarse de la opresión de los
españoles”. En una demostración de su confianza en el proyecto, los
indios habían nombrado capitanes de guerra y a Juan Tapia como gene­
ral, así como nuevas autoridades para el gobierno postinsurreccional:
Mateo Poma, rey; Juan Tapia, corregidor; Gregorio Machicado, tenien­
te general; Juan Ordóñez, cacique. Dado el grado de coordinación y
obediencia a sus líderes, se llegó a la conclusión de que el movimiento
había sido premeditado44.
Luego de una tensa confrontación que duró varios días, el corregidor
lanzó un contraataque. Sus soldados actuaron en las afueras del pueblo,
matando a más de treinta indios e hiriendo a muchos más. Villahermosa
ordenó la muerte de algunos, incluyendo el alcalde Apata de Chupe, y
colgó a los heridos. Descuartizó los cadáveres y exhibió sus miembros en
lugares simbólicos para aterrorizar a la población45.
Si el cacicazgo de Chupe era un factor clave en la movilización, ¿qué
papel jugó el cacique hereditario de Chulumani, Dionicio Mamani, duran­
te el levantamiento? Poco tiempo antes, se dio un intercambio de cartas
entre Mamani y Juan Tapia que son reveladoras de cuán alejado estaba el
cacique de las comunidades. Mamani le escribió a Tapia preguntándole por
qué los indios se inquietaban tanto al ver soldados. Tapia le pidió apoyo al
cacique, pero éste se lo negó46.
En el curso de la confrontación, Dionicio Mamani y el cacique segun­
da de Chulumani, Sebastián Trujillo, junto al párroco, subieron hasta el
campamento de los indios en un esfuerzo de disuadir a las comunidades
de bajar al pueblo. Pero al final, la posición intermediaria entre la comu­
nidad y el estado que el cacique deseaba ocupar carecía de coherencia
política. En estas circunstancias históricas, un papel de esa naturaleza
pudo haber sido apropiado para el cura, pero para el cacique representa-

144
La crisis de la dominaáón en los Andes (II)

ba una neutralidad que resultaba falsa a los ojos de los comunarios.


Durante las conversaciones, que estaban condenadas al fracaso, “Empe­
zaron a gritar los indios diciéndole al cacique don Dionicio Mamani que
siendo su cacique no les defendía”. Más tarde, en su propia defensa, el
cacique sostuvo que “no había procedido contra los indios como éstos le
imputaban, sino que antes practicó eficaces diligencias con el corregidor,
tenientes y cura, y con los mismos indios, a fin de apaciguar los alborotos
a que sólo aspiraba”47.
El caso de Dionicio Mamani nos sirve para confirmar que la crisis de
legitimidad que sufría la institución del cacicazgo implicaba tanto a los
linajes “de sangre” como a caciques “intrusos” como Clemente Escobar,
impuestos por los poderes coloniales sobre todo por los intereses coyun-
turales del reparto. En este punto, podríamos cuestionar la hipótesis de
que “la legitimidad hereditaria del cargo fuese minada y que todo el siste­
ma cacical entrase en crisis” por causa del nombramiento de “intrusos”
designados por el corregidor48. La legitimidad del cargo se veía afectada no
sólo por las imposiciones externas, sino también por la conducta de los
propios caciques hereditarios y sus conflictos dentro de las comunidades.
Además, el caso de Dionicio Mamani, como el de otros caciques que
vimos en el contexto de este ciclo provincial, nos ofrece el criterio más
importante para comprender políticamente el problema de la legitimidad
de los caciques y su cuestionamiento por las comunidades. En este tiem­
po y lugar específicos, no se trata del criterio historiográfico más familiar
de la “aculturación”, o de la acumulación privada y la ruptura de la reci­
procidad económica. Tampoco es un asunto pertinente al criterio de lina­
je, es decir, la herencia “de sangre” o el prestigio “étnico”. Antes bien, el
factor decisivo en la visión de los indios era si el cacique cumplía o no sus
obligaciones de defender a las comunidades. En el contexto colonial pola­
rizado entre los ayllus y los aparatos regionales del poder colonial, el crite­
rio más importante para explicar la legitimidad cacical, vista desde la base,
era la identificación política práctica con los intereses comunales.
Para clarificar este argumento acerca de la identificación política de los
caciques, debemos mirar las anomalías, es decir a aquellos caciques que (a
diferencia de la mayoría, que se callaban o colaboraban y se mostraban lea­
les al estado colonial en momentos de profunda crisis) sí se pusieron de
parte de sus comunidades y se solidarizaron con su lucha contra los corre­
gidores y el reparto. Hemos hecho notar anteriormente el caso de Casimi-

T45
Cuando sólo reinasen los indios

ro Andrade, el cacique de Palca que a mediados de los años 1750 apoyó la


lucha legal de su comunidad. Después de resistir por un tiempo, sin
embargo, en palabras de los comunarios, “nuestro cacique se halla temi­
do... por lo que no quiere ya patrocinarnos, como es de su obligación”.
Añadieron que “por hallarse sumamente oprimido de los rigores del
General don Eusebio Yepes y su Teniente don Francisco Javier Avendaño,
nos ha desamparado”49. Es posible que este tipo de solidaridad con la pro­
testa legal hubiera sido menos riesgosa cuando los hacendados y vecinos
españoles participaban de las quejas, y en períodos previos a la etapa de
mayor polarización y violencia. Obviamente, en respuesta a la presión
desde abajo, vanos caciques firmaron peticiones en nombre de sus comu­
nidades para protestar contra los abusos de las autoridades, especialmente
aquellos perpetrados por los nuevos tenientes que podrían convertirse en
rivales superiores en la jerarquía del poder local50. Pero en todo caso, caci­
ques como Casimiro Andrade de Palca desaparecieron con el desarrollo
posterior de los conflictos51.
Cuando observamos los casos de caciques cuyo compromiso había ido
más allá de la acción judicial, es notable que Marcos Santos Quinaquina, el
dirigente al que se atribuyó la protesta comunal contra el Teniente Pardo
de Figueroa en Mohoza a mediados de 1769, pidiera permiso a la Real
Audiencia para renunciar a su puesto inmediatamente52. El cacique de
Sicasica, Alejandro Chuquiguaman, quedó en libertad por un tiempo, pese
a las varias órdenes de captura que pesaban sobre él, y llegó a escapar nna
vez en Oruro cuando sus captores lo estaban conduciendo a la cárcel real
de La Plata. Sin embargo, después del levantamiento de 1769, no ejerció
su cargo y finalmente fue encarcelado y sentenciado a seis años de traba­
jo en un obraje y a otros cuatro años de exilio de la provincia53.
El rival de Clemente Escobar y aspirante al cacicazgo de Chupe,
Simón Gonzáles, fue liberado de responsabilidad por la movilización de
Chulumani en 1771, ya que se encontraba en esos momentos en La Plata.
Pero después de regresar a su pueblo, el grave conflicto entre las comu­
nidades y el cacique Escobar, que era pariente ritual del teniente general,
estalló en un incidente que pudo haberle costado la vida a Escobar de no
ser por la intervención del párroco. El corregidor acusó a Gonzáles de
fomentar una rebelión entre los indios de Chupe, y finalmente fue sen­
tenciado por la audiencia a los mismos castigos que fueron impuestos a
Alejandro Chuquiguaman54.

146
1m crisis de la dominación en los A.ndes (II)

En síntesis, a medida que crecían las presiones sobre el cargo clave


del cacicazgo, la gran mayoría de caciques, incluyendo los gobernadores
hereditarios, adoptaron una posición colaboracionista, de buen o de mal
grado, con las autoridades coloniales. Aunque álgunos caciques inde­
pendientes se resistieron inicialmente al corregidor, su resistencia
desató una campaña incesante para cooptarlos o, si ello no fuera posi­
ble, para deponerlos y sustituirlos por otros que se mostraran mejor dis­
puestos a subordinarse. Los pocos caciques que actuaron como
defensores de la comunidad fueron eventualmente forzados a dejar su
cargo o a sufrir las sanciones de la justicia real. Podemos imaginar la
influencia que tuvo su ejemplo: otros caciques que pudieran haber vaci­
lado en sus lealtades se verían obligados en última instancia a concluir
que la independencia no era viable.
El proceso de redefinición política de los caciques, que derivó de la
dinámica de coacciones del reparto y la resistencia a ellas, desde media­
dos de siglo hasta 1780, alimentó los conflictos internos del cacicazgo,
así como los conflictos entre caciques y comunidades que hemos descri­
to anteriormente55. Fue en este proceso coyuntural decisivo que la crisis
del cacicazgo llegó a su punto culminante y creó las condiciones para el
“fidelísimo” cacical durante la gran insurrección de 178156. El control del
corregidor sobre el cargo y las lecciones históricas de estos momentos
iniciales de la gran polarización determinaron en gran medida el hecho
de que casi ningún cacique participara en la masiva rebelión dirigida por
Tupaj Katari en La Paz57. Muchos caciques establecidos tenían sus razo­
nes para oponerse a los desafíos de su autoridad por parte de indios
rebeldes y radicales. Pero aun los potenciales simpatizantes sabían que
ningún cacique podía tomar partido por la comunidad y sobrevivir a las
reacciones del estado. Por ende, muchos caciques optaron por tomar las
armas no en defensa de sus comunidades, sino en defensa del rey. Una
década después de la insurrección de Chulumani de 1771, el patriarca
hereditario Dionicio Mamani se ganó el reconocimiento del Comandan­
te Sebastián de Seguróla por sus servicios a la corona durante la guerra58.
Sin embargo, la intensidad de la crisis del cacicazgo tampoco permitía
que el fidelismo se conviertiera en una opción política segura. Dionicio
Mamani murió en el campo de batalla fuera de La Paz y al igual que otros
caciques gobernadores, su familia fue asaltada por su propia comunidad.

147
! Cuando sólo reinasen los indios

Aunque hemos narrado esta historia deteniéndonos en 1771, el ciclo


histórico que hemos examinado en Sicasica es representativo de la región
de La Paz como un todo. Sus elementos críticos —los repartos y las trans­
formaciones en la estructura de poder regional, la oleada creciente de
movilizaciones comunarias y la toma de posicion política por parte de los
caciques- se hallan en la documentación de todas las provincias. Los pro­
cesos de politización y polarización que culminaron en la insurrección de
Chulumani y su proyecto de un gobierno indígena reconstituido condu­
cían al ciclo regional más amplio que culminó en 1781 con el movimiento
anticolonial radical de Katari. Esta historia provincial puede completarse
ahora con una mirada al resto de la región y a la década final de estas
luchas a la vez prolíficas y dramáticas.
En otras partes de La Paz, el ciclo también comenzó en la década de
1740. En Pacajes, las reiteradas intervenciones del corregidor en las dis­
putas por el cacicazgo provocaron resentimiento, por ejemplo cuando
Francisco de Sosa nombró a un cacique interino que se consideraba ilegí­
timo y de su facción” en Jesús de Machaca59. Hemos visto ya cómo las
alianzas entre caciques y corregidores y el sistema de reparto se articula­
ron con las luchas intracomunales en Calacoto, cuando Juan Machaca se
puso del lado del Corregidor Zegarra, que intentaba utilizar los pagos del
tributo para cubrir los repartos que le debían los indios60.
Al mismo tiempo, a fines de los años 1740, Francisco Sensano, el caci­
que de Zepita en la provincia Chucuito, fue demandado por sus comuni­
dades por una serie de abusos y por su complicidad con el reparto. Él fue
primero designado y posteriormente respaldado por los corregidores jus­
tamente por su complicidad y disponibilidad de asegurar sus intereses.
Ellos ignoraban los edictos que prohibían a los caciques mestizos como
Sensano, quien a costa de nuestro sudor y trabajo ha conseguido la gra­
cia en los referidos gobernadores”. Entre otras acusaciones, Sensano fue
demandado por haber donado una suma considerable a uno de los corre­
gidores para ayudarle a comprar la ratificación en su cargo por otros dos
años. Con la protección del corregidor, Sensano podía entonces aprove­
charse mas de los comunarios. Su más cercano aliado y patrón era Miguel
Indapuyana, el cobrador de repartos de diferentes corregidores. A cambio
del respaldo de Indapuyana, el cacique le agasajó con comida y regalos,
incluyendo la totalidad de un ayllu que fue obligado a proporcionar pon­
gos para trabajar en el campamento minero de Guacullam61.

148
jL¿7 crisis de la dominación en los Andes (II)

En Yunguyo (Chucuito), el corregidor mantenía a Bartolomé Cachica-


tari como cacique con el propósito de asegurar sus repartos, mientras que
otros comunarios respaldaban los derechos de su primo Pedro Cachica-
tari y se lamentaban de “este contagio introducido de la ambición de los
corregidores de estas provincias”. Después de que los jilaqatas denuncia­
ran el fraude tributario por parte del cliente del corregidor, fueron arres­
tados y, en otro momento, se dio una batalla campal entre las dos
facciones dejando un saldo de tres muertos y muchos heridos. En 1755,
el caso de Yunguyo llevó al Protector de Indios Negreiros a denunciar la
“tiranía, insaciable ambición, despotiquez y hostilidades con que los
corregidores regularmente proceden en sus provincias”. Añadió que de
ello “hay claros comprobantes en varios de los interpuestos recursos a
esta Real Audiencia”62.
Los valles de Larecaja fueron escenario de luchas especialmente
notables entre principios y mediados de los años 1750. Estas luchas
comenzaron en Ambaná, específicamente en la estancia de Chuani, par­
cialidad Anansaya, donde vivía una “nación” insubordinada de casi cin­
cuenta personas, que alegaban ser originalmente familias mitmaq de las
proximidades de Marangani (provincia Canas y Canchis, en el Arzobis­
pado del Cusco), que se habían quedado allí para escapar de la mit’a. En
1749, a la cabeza de Diego Palli, los indios osaron demandar al Dr.
Martín de Landaeta, cura párroco, hacendado, “diezmero perpetuo” y la
figura más imponente en la estructura de poder local. Esto les ganó
rápidamente la enemistad de la iglesia, que los acusó de estarse rebelan-
do tanto contra el orden civil como contra el religioso: dejaron de pagar
el tributo, de prestar servicios laborales al pueblo y se negaron a reco­
nocer la autoridad de los caciques y magistrados; también se negaron a
pagar el diezmo, asistir a misa y confesarse, pagar sus cuotas a la parro­
quia, enterrar a sus muertos en el cementerio de la iglesia, o reconocer
y prestar servicios a los curas.
En 1753, con Landaeta oficiando de canónigo en la catedral de la Paz,
se retomó la investigación eclesiástica. Pero los indios de Chuani inicia­
ron un nuevo juicio por su cuenta, esta vez en contra de Diego Cristó­
bal Gemio, que había sido nombrado teniente de corregidor por
mandato de Landaeta. Al mismo tiempo, Gemio oficiaba ahora como
cobrador de diezmos y cometía numerosos abusos. Después de regresar
de La Plata con un edicto que prohibía a Gemio perpetrar más excesos,

149
Cuando sólo reinasen los indios

los dirigentes comunales Diego Palli y Diego Cutíli se convirtieron en


objeto de una implacable venganza. Palli fue golpeado, “dejándolo hecho
un monstruo” por no consentir en la quema de los papeles de la audien­
cia. Fue sentenciado a cien azotes en público y a seis años de trabajos
forzados en un obraje (la sentencia fue posteriormente ampliada a per­
petuidad). Gemio también se apropió de los recursos de subsistencia de
sus vecinos y familiares, forzándolos a huir de la región. Cuando sus laca­
yos no pudieron encontrar a Diego Cutili, capturaron a su mujer y a sus
dos hijos mayores63.
La lucha de Chuani se inspiró en las movilizaciones y ambiciosos pro­
yectos de los rebeldes indígenas de A.zángaro de fines de los años 173064,
y llegó a expresar un proyecto anticolonial radical. Los líderes eran vistos
como “redentores” 65 de los indios y, de hecho, formularon un discurso de
emancipación. Al recorrer hacienda por hacienda recolectando aportes y
gozando de un visible apoyo local, aseguraron a los trabajadores que
“podrían recabar todos la libertad necesaria para ellos”. Asimismo, se
nutrían de la vital memoria histórica de autonom*". anterior a la conquista,
declarando que la meta del movimiento era “restaurarles la libertad”. Para
los rebeldes, la libertad política coincidía con la libertad religiosa. Cuando
Pascual Palli, el hermano de Diego y alcalde en 1750, obstruyó con su
bastón de mando el ingreso de algunos indios a la iglesia, afirmó que
habían sido “liberados” (de asistir a la doctrina). De igual modo, se consi­
deraron “libres” del pago del diezmo. El cacique de Anansaya, Lorenzo
Corina, puso de manifiesto cuáles eran las aspiraciones de los indios de
Chuani: planeaban “acabar o dominar los viracocha./’ y creían que “ellos son
redentores del pueblo y a fuerza de rigor harán vencimiento x todos y aun
los de la provincia, porque a ellos les toca el mandar”66.
Los indios de Chuani fueron percibidos como una genuina amenaza
por los notables locales. No sólo el Teniente Gemio reaccionó en defen­
sa propia; el propio Dr. Landaeta se ocupó personalmente de que fueran
condenados. Los hacendados y vecinos españoles se unieron para pre­
sentar cargos contra los rebeldes. El cacique, que no pudo controlarlos
y fue culpado de los disturbios, también se pronunció en contra del clan
de Chuani67. No cabe duda que la preocupación por su influencia se jus­
tificaba. Habían logrado el apoyo de otros indios en las áreas circundan­
tes y al mismo tiempo la provincia Paucarcolla se hallaba convulsionada
en resistencia a l pago de diezmos. Para mediados de los años 1750, Lare-

150
jLz crisis de la dominación en los Andes (II)

caja se vio atrapada en una nueva oleada de disturbios. En un caso de


creciente y cada vez más complejo nivel de conflicto, los indios de Itala-
que y Mocomoco protestaron contra sus ilegítimos caciques en cada una
de sus comunidades, y unieron fuerzas para oponerse al teniente general
que organizaba los repartos locales y manipulaba a los cacicazgos para
sus propios fines. En 1755, el cura de Mocomoco, y tío del Teniente
General Diego de Torres, escribió alarmado que los indios habían toma­
do las armas para resistir el cobro de diezmos. Pidió una acción inme­
diata, “antes que la que es repugnancia en este y otros pueblos pase a ser
general insolencia”68.
En Omasuyos, a principios de los años 1750, encontramos casos típi­
cos de caciques demandados por sus comunidades y respaldados por un
corregidor cuyo principal interés era la acumulación por medio de los
repartos. El caso más prominente de complicidad fue el del Corregidor
Martín Vértiz Verea y el cacique de Laja, Tiburcio Fernández. Cuando los
indios de Maasaya Collana apoyaron a Bernardo Garfias, pretendiente rival
en el cacicazgo, el corregidor, su escribano y Fernández respondieron con
un litigio contra Garfias y los comunarios insubordinados. El cacique fue
finalmente forzado a dejar el cargo, pero cuando el corregidor lo quiso
reemplazar por un pariente cercano, no hizo sino provocar más oposición
comunal69. F.n Guaycho, el cacique Sebastián Nina hizo un trato con el
corregidor por más de quinientos pesos para suprimir una provisión en
contra de los repartos ilegales que había obtenido en su favor en 175370.
Mediados de la década de 1750 fue un período conflictivo para la auto­
ridad colonial en la mayor parte de La Paz. Ya habíamos visto esto en la
provincia Larecaja en 1755, y en Achacachi se dio un levantamiento con­
tra los repartos de Vértiz Verea71. Preocupados por los disturbios en la
vecina Laja y en Achacachi, y temiendo un estallido de violencia en su
propia provincia, los corregidores de Pacajes se refrenaron de castigar a
los indios en Viacha por su conducta irrespetuosa para con aquél72. La
propia corona se sintió obligada a referirse a los abusos de Vértiz Verea,
de su hijo Francisco (a quien responsabilizó por la muerte de tres indios
en Achacachi), y del Teniente Diego de Torres en Larecaja, así como al
hecho de que ellos habían gozado de la protección de los oidores de la
Real Audiencia73.
Los corregidores de Omasuyos también se vieron envueltos en vina
racha de disputas con los caciques provinciales que derivaban, en última

151
Cuando sólo reinasen los indios

instancia, de la distribución de repartos y del sistema de cobros. Al estar


Vértiz Verea siendo investigado no sólo por el incidente de Achacachi, el
gobierno colonial lo responsabilizó también por los rezagos del tributo de
la provincia. Sin embargo, él derivó la culpa a sus propios deudores, inclu­
yendo los caciques de Achacachi y Guaycho. Los dos caciques de Achaca­
chi, Pascual Arenas y Eugenio Verástegui, fueron encarcelados y sus
propiedades confiscadas para pagar las deudas de tributo del corregidor.
Arenas alegó que había pagado cumplidamente todas sus obligaciones tri­
butarias, pero que Vértiz Verea le habí", estafado el dinero para cubrir sus
deudas de reparto.
El corregidor alegó que el cacique también era responsable personal­
mente por las deudas de reparto que tenía la comunidad con él: “Él es el
que debe contribuirle y no los cobradores porque ésta ha sido práctica y
costumbre así en esta provincia como en las demás, ...porque éstos son
puestos y nombrados por el dicho Pascual Arenas”. El cacique negó tener
ninguna obligación financiera: “Nunca nos hacemos cargo los caciques de
satisfacer la cantidad de pesos de su importe de esos dichos efectos, res­
pecto de no dársenos para otra cosa sino para que por nuestras manos se
repartan a los principales de cada pueblo con cuenta y razón, y a éstos con­
forme su posibilidad y gente que están a su cargo, para que así mismo
satisfagan sus plazos al propio corregidor o a sus cobradores... No soy yo
otra cosa sino un mero mayordomo o distributor de ellos... respecto de no
haber criado la dependencia yo, por mi individuo, ni ser apto para lo cual
(como está prevenido por Reales Ordenanzas y Leyes, que los de mi natu­
raleza queden ineptos de contrato de considerable cantidad)”74.
La inestabilidad del sistema de repartos prosiguió en la provincia
durante la gestión del nuevo corregidor, Antonio Calonje. En 1759 un ex­
cacique interino de Laja, Isidro Quespi, demandó a Calonje por sus exce­
sivos repartos y por adeudarle la comisión del cuatro porciento sobre
ventas que se les debía a los caciques por distribuir los productos. Ese
mismo año, la comunidad inició por separado otro juicio contra Calonje
por sus repartos, y la revuelta culminó con la muerte de un investigador de
la corte y algunos miembros de su compañía75.
En 1760, el cacique de Laja Ildefonso Fernández Chui demandó a
Calonje ante la audiencia en nombre del cacique de Carabuco Agustín
Siñaniy el suyo propio. Después de crecientes antagonismos entre Fernán­
dez Chui y el corregidor, Calonje fue acusado de haberse apropiado inde­

152
Lm crisis de la dominación en los Andes (II)

bidamente del dinero de los tributos de Laja y de haber ordenado el arres­


to del cacique por deudas tributarias. El cacique huyó a La Plata, donde
demandó a Calonje por una serie de prácticas ilícitas que perjudicaban a
los indios, a los caciques y a la Real Hacienda. Las más graves quejas eran
que el corregidor obligaba a los caciques contra su voluntad a distribuir
bienes, y que se apropiaba de la plata del tributo para pagar los repartos.
Terminó exigiendo que el corregidor le pague la comisión del 4 porciento
sobre ventas, y que no se obligue más a los caciques a administrar los
repartos. Calonje negó las acusaciones y respondió que los caciques com­
praban los productos del corregidor y los distribuían bajo su propia res­
ponsabilidad y en beneficio propio. Asimismo, habrían usado el dinero
recaudado para sus propias transacciones comerciales, antes de entregár­
selo al corregidor.
Un año después de la primera demanda presentada por Fernández
Chui, y poco antes que terminara la gestión del corregidor, las segundas
personas y jilaqatas de Carabuco acusaron directamente a Calonje por
haberles cobrado sumas ilegales y excesivas, dejándolos endeudados con
su cacique. Agustín Siñani también se presentó en persona ante los fun­
cionarios reales en La Paz, para insistir que Calonje tenía que devolver los
montos cobrados en exceso y pagarle el 4 porciento de comisión. El corre­
gidor no pudo demostrar que había vendido las mercancías del reparto a
Siñam, pero alegó que no le debía ningún salario extra, dado que la distri­
bución del reparto era sólo “el pequeño servicio” que se le prestó como
“mera gratificación”. La respuesta de Siñani fue inteligente: “Dicho Gene­
ral don Antonio nunca ha sido mi benefactor para que yo en una materia
tan dura le sirva y obsequie sin estipendio... El imperio de corregidor me
precisó y coactó a correr con el reparto y su cobranza tan crecida, cerca de
doce mil pesos en un pueblo tan corto y miserable, con que mal se infie­
re que lo hiciese por gratificación cuando los ruegos de los poderosos cau­
san forzada obediencia”. La corte emitió eventualmente una sentencia
favorable a Siñani y revocó el mandato del corregidor quien, enfrentando
otras demandas por abusos y recargado por deudas impagables, huyó
desesperado de la provincia76.
La situación de Omasuyos desde fines de los años 1750 hasta media­
dos de 1760 ofrece particular interés dado que sugiere un contraste relati­
vo a la pauta general de las relaciones de poder en la provincia, cuyo
ejemplo es Sicasica. En Omasuyos, los caciques jugaron un papel más

153
Cuando sólo reinasen los indios

importante como cobradores de repartos que en Sicasica, donde los


tenientes de corregidor eran más numerosos e intervenían más agresiva­
mente77. Los corregidores de Omasuyos controlaban un aparato menos
imponente y aparentemente tenían menos éxito en la acumulación ilícita
(las bases materiales para la acumulación eran más ventajosas en los valles
coraleros de los Yungas). Agobiado de deudas, Vértiz Verea se puso a la
defensiva al finalizar su gestión, y Calonje se escapó, llevándose con él a
su familia. Un hacendado, involucrado en una disputa por tierras con los
indios de Guarina, se quejó de que el corregidor entrante, Ventura Santi-
zo, incluso halagaba a las comunidades, “pendiendo el feliz logro de sus
intereses en el repartimiento de tener gratos a los indios y caciques”78.
Es cierto que en Sicasica hubo también momentos de colapso para el
aparato extractivo del corregidor, con el persistente conflicto intestino
sobre deudas y cuentas pendientes entre él y sus agentes. Esto ocurrió
especialmente en los años 1770, cuando las relaciones del capital comer­
cial se sobrecargaron, a medida que los mercados locales se iban saturan­
do (pese a la amplitud de sus métodos de reproducción artificiales y
violentos) y los conflictos políticos iban consumiendo a la elite regional.
Sería también errado exagerar la audacia de los caciques de Omasuyos
o su compromiso con sus comunidades. Como “mayordomos” del repar­
to, para usar la expresión del cacique Pascual Arenas, quizás habrían podi­
do impedir algunas de las prácticas más escandalosas de los agentes de
repartos, y sus demandas legales ayudaron sin duda a minar la posición de
los corregidores. Sin embargo, su relación con el gobernador provincial
era de interdependencia, y no carecía de elementos de interés personal y
económico. Aparte de otras transacciones mercantiles, tan sólo la comi­
sión del 4 porciento sobre los repartos llegaba a cerca de quinientos pesos
para los caciques Quespi y Siñani. Arenas recurrió al terreno legal como
último recurso, como autodefensa y con miras a su salvación individual; al
negar tener reponsabilidades financieras personales, sólo transfirió la carga
de deudas a otras autoridades comunales subordinadas. Fernández Chui
también participó en el juicio después de declararse fugitivo bajo amenaza
de arresto. Siñani no se colocó a la cabeza de la protesta legal de las comu­
nidades sobre abusos en los repartos, pues buscó ante todo saldar cuentas
en privado, incluyendo su parte de las ganancias del reparto, cuando el vul­
nerable Calonje estaba dejando el cargo79.

154
jLa crisis de la dominaáón en los Andes (II)

En esta fase, entonces, Omasuyos era escenario de significativas con­


tiendas por el control del poder local. Los corregidores ejercieron fuertes
presiones sobre los cacicazgos, aunque carecían de un poder plenamente
consolidado; los caciques, acostumbrados a la colaboración con los gober­
nadores, reaccionaron al producirse amenazas más directas a su posición
económica y social personal, y renunciaron a encabezar las demandas lega­
les de las comunidades o las movilizaciones a nivel de base. En Sicasica,
como vimos, se dieron casos aislados de caciques que resistieron y desa­
fiaron a los corregidores, pero éstos manca fueron suficientes como para
desafiar la fuerza implacable del régimen provincial constituido. En Oma­
suyos, el poder de los corregidores no tuvo la misma escala o consistencia,
y los caciques no fueron totalmente cooptados, marginalizados o aplasta­
dos como lo fueron los ocasionales renegados de Sicasica80. En este senti­
do, Omasuyos en este período no contradice el caso algo más confllictivo
de Sicasica, cuyos rasgos caracterizan en general a la región y la época, aun­
que sí refleja los límites de Sicasica como modelo.
En todas las demás regiones en la década de 1760, se dieron conflictos
persistentes y simultáneos entre comunidades, caciques y aspirantes al
cacicazgo, y las autoridades estatales u otras locales. Hemos señalado ya
para el caso de Calacoto cómo las luchas comunales contra los caciques y
los repartos se superpusieron e intersectaron entre sí a principios de esa
década. La evidencia para el resto de Pacajes señala principalmente el des­
contento de las comunidades con sus caciques, y completa la imagen de la
escasa defensa a sus intereses que les brindaba el cacique.
En la provincia -Chucuito estallaron nuevos disturbios. Cuando el
Corregidor Juan Joseph de Herrera quiso poner al día los padrones de tri­
butos y cobrar las deudas de las comunidades de Zepita, procedió a encar­
celar al cacique Pedro Sensano por no haberlo cooperado. Su intervención
provocó escaramuzas y los caciques sustitutos enfrentaron una fuerte opo­
sición. Bartolomé Cachicatari sufrió varias amenazas de muerte y Joseph
Chambilla huyó del pueblo al acercarse el plazo de vencimiento de los
recaudos. Más adelante en Pomata, los indios capturaron a Bueno Manti­
lla, un funcionario enviado por el corregidor a cobrar el tributo y las deu­
das del reparto, y lo despacharon hasta Puno. Aparentemente, creían que
ya no estaban sujetos al reparto ni a otras abusivas exacciones81.
La movilización de 1769 en el pueblo de Sicasica, que terminó con la
muerte del agente del corregidor, Manuel de Solascasas, fue seguida por

155
Cuando sólo reinasen los indios

una nueva ola de insurrecciones en 1771. Como vimos, el pueblo de Chu­


lumani fue sitiado por una confederación de comunidades cuyos líderes
vislumbraban un nuevo orden político bajo mando indígena. Y finalmen­
te en noviembre de 1771, los comunarios de Jesús de Machaca mataron al
corregidor, Josef del Castillo, y las fuerzas indígenas tomaron la capital
provincial de Pacajes, Caquiaviri.
Fue una época de gran turbulencia en Pacajes. Poco tiempo atrás, los
indios de Curaguara habían atacado al cacique nombrado por el corregi­
dor. Asimismo, el cacique de Guaqui Pedro Limachi se había atrevido a
demandar a Castillo en las cortes y en represalia había sido encarcelado.
Cuando Castillo se enteró de que Limachi había sido liberado y absuelto
por el comisionado de la audiencia, se dirigió a Guaqui con el propósito
de confiscar las propiedades del cacique. El día de Todos Santos (2 de
noviembre), el corregidor y una pequeña partida de hombres llegaron a
Jesús de Machaca y para seguir viaje, requisaron las muías de una chis­
peada participante de la celebración. Empero, la mujer no quiso someter­
se, y comenzó a insultarlo furiosa. El gobernador respondió haciéndola
azotar, lo que a su vez convocó a su marido, igualmente borracho, a pro­
testar por la violencia. Cuando el lacayo del corregidor, un ex cacique de
apellido Paucarpata, atacó al marido, la mujer continuó arengando al
gobernador. Castillo comenzó a golpear a la multitud con su bastón de
mando y su espada, provocando que un mayor número de indios se unie­
ra al tumulto. Luego se retiró a la casa del cacique, pero la multitud furio­
sa le prendió fuego. Después de entrar por la ventana arrastraron afuera
a sus víctimas para tomar venganza. Primero aplastaron el cráneo de Pau­
carpata, golpearon hasta la muerte al corregidor con barras de hierro, y
despacharon a varios otros de su bando. También pereció de susto la
mujer del cacique.
Las noticias del tumulto se difundieron rápidamente. Al día siguiente,
un contingente de sesenta vecinos del pueblo de Caquiaviri se encaminó a
ayudar a Castillo y sofocar el motín. Pero antes de llegar, se enteraron de
la muerte del corregidor y de que los comunarios estaban listos para dar­
les batalla. Desarmados y alarmados, retornaron a la capital tan sólo para
encontrar que los comunarios de ese pueblo se habían aliado con los
indios de Machaca. Luego de tomar presos a los vecinos (incluyendo a la
cacica Nicolasa Sirpa, a sus hijos y al hijo del cacique de Viacha), los insu­
rrectos se enfrentaron a un gran dilema: qué pasos seguir después.

156
jLa crisis de la dominación en los Andes (II)

Durante los días siguientes, bloquearon los caminos y las comunica-


dones con la ciudad mientras debatían las alternativas, que incluían la
masacre de todos los españoles y la marcha armada hacia La Paz. El
corregidor de La Paz, Vicente Lafita, consideró que el “levantamiento
general” de Pacajes era una calamidad que amenazaba extenderse por el
resto del distrito. Su temor estaba fundado en la geografía abierta y
expuesta de la ciudad—rodeada de provincias, indias por todo lado y pene­
trada de parroquias indígenas en la misma hoyada urbana—y en la memo­
ria del saqueo de la ciudad en 1661. La Paz estaba pobremente equipada
para enfrentar el combate. El corregidor se puso a alistar milicias, pero
había escasez de armas y al principio tropezó con alguna resistencia. A
fines de ese año, el orden todavía no había sido restaurado plenamente en
Pacajes y en su capital82.
Al igual que en Chulumani meses antes, los hechos en Pacajes consti­
tuyeron una poderosa experiencia que planteaba la posibilidad de una
transformación social radical. Si bien las comunidades de Pacajes también
habían sido sorprendidas por el desarrollo de los acontecimientos sin estar
preparadas para su propia toma súbita del control, el episodio fue en cier­
to sentido un ensayo de lo que iría a suceder en 1781. Evidentemente, se
galvanizó la conciencia y la organización clandestina en un grupo de auda­
ces y politizados aymaras, que se convertirán en los cuadros de la insu­
rrección futura. El propio Tupaj Katari —un tributario de Ayoayo, el
pueblo vecino a Sicasica donde se había dado la movilización de 1769—
tenía entonces cerca de veinte años, y en 1781 su mujer reconoció que su
campaña había sido concebida diez años antes. En su propia declaración,
Katari comparó el desarrollo de los eventos y las tácticas aymaras en el
cerco de La Paz con el episodio de 177183.
El año 1771 fue entonces un momento crucial en las luchas del siglo
dieciocho, y dejó una profunda marca en la mente de los indios en toda la
región84. Su significado tampoco pasó desapercibido para las elites colo­
niales. Los corregidores de la región percibían ominosos signos de ello y
otras autoridades de La Paz pensaban que sólo un reordenamiento a
fondo del sistema de repartos podía evitar un desastre mayor. Tanto el
Contador Pedro Nolasco Crespo como el Obispo Gregorio Francisco
Campos recomendaron abolir completamente el sistema y elevar el tribu­
to a los indios con el fin de pagar un salario adecuado al corregidor. El
Virrey Manuel de Amat y Junient reconoció que los abusos en los repar­

157
Cuando sólo reinasen los indios

tos eran la causa del descontento social, y en Madrid el fiscal del Consejo
de Indias admitió asimismo que la desesperación por los abusos y la desi­
lusión con las cortes eran responsables de la amenaza que se cernía sobre
el reino del Perú. Las repercusiones de los eventos de La Paz se registra­
ron a todo nivel, y se dio paso a un debate abierto sobre los repartos en la
década de 1770. No obstante, el estamento más alto del estado colonial no
llegó a plantearse el desmantelamiento del lucrativo sistema de repartos
sino hasta una década más tarde, cuando ya se había desatado la insurrec­
ción general. Nunca se tomaron medidas de fondo para modificar los
mecanismos formales e informales de explotación, o para enfrentar la cri­
sis subyacente y cada vez más aguda del orden político85.
La revisión del período entre 1740 y 1771 revela la dinámica política
central que marcó la época y convocó a la extraordinaria experiencia de
1781. Con el desarrollo de un proceso específico de politización y polari­
zación, se produjo una serie de cambios —en el aparato político regional,
en el estamento de los intermediarios, y en las estrategias y tácticas comu­
nales—que acrecentaron la contradicción entre los ayllus y los espacios del
poder colonial. Estos cambios provocaron que los comunarios aymaras
adoptasen proyectos anticoloniales y autonomistas más radicales. La revi­
sión también nos muestra cómo la provincia de Sicasica es representativo,
en un sentido amplio, de la región como un todo. En efecto, se han toma­
do en cuenta dos tipos de ejemplos, uno espacial y otro temporal: Sicasi­
ca representa al conjunto de La Paz, y el punto culminante de 1781 fue
ensayado en 1771. Este último paralelismo puede parecer improbable,
dado que todavía tendría que desarrollarse toda una década de cambios y
nuevas fuerzas específicas. No obstante, habrían nocas modificaciones en
cuanto a las principales relaciones de conflicto y lucha que enfrentaban a
las comunidades aymaras y a sus intermediarios con el aparato político
regional y los estratos más altos del estado colonial. El hecho de que 1771
anticipaba tan sorprendentemente la coyuntura insurreccional que esta­
llaría una década más tarde atestigua la rara intensidad y precocidad del
proceso en La Paz, en comparación con otras regiones del sur andino.
En estos dos capítulos he examinado los ritmos y dinámicas de estas
complejas y multifacéticas luchas a nivel local y provincial en la región
rural de La Paz. En la década de los años 1770, los conflictos que se han
descrito no cedieron, y creció aún más la conciencia y la participación rural
en la tormenta que se abatiría no sólo sobre la región sino sobre todo el

158
La crisis de la dominaron en los Andes (II)

sur de los Andes. Hagamos un breve repaso final de lo ocurrido en otras


provincias en la decada anterior a la insurrección, teniendo el cuidado de
percibir esta ampliación regional de la conciencia comunal.
Muchas de las comunidades de Paucarcolla estuvieron envueltas en
una grave confrontación contra los abusos del régimen de repartos.
Como señalaron los dirigentes de una comunidad: “Son tan comunes y
generales estos males que no sólo contagian esta infeliz y aniquilada pro­
vincia, si[no] también todo el reino”. La dinámica política de Paucarcolla
durante los años 1770 se parece muy de cerca a la de Sicasica. Los corre­
gidores querían extender su control político sobre la población emplean­
do una “multitud de ministros”, y haciendo uso de su influencia para
suprimir la protesta legal. Un testigo externo observó que actuaban “para
que cuando no se verse la colusión, domine el terror”. Sus métodos gene­
raron un efecto multiplicador en el nivel de violencia y polarización. A
medida que se intensificaban las demandas contra los caciques, las comu­
nidades lograron un grado impresionante de coordinación política de
escala provincial. El gobernador provincial atribuyó directamente la
“insolencia” de los indios de Paucarcolla al ejemplo de los levantamien­
tos de Sicasica y Pacajes86. i
Los funcionarios coloniales de la provincia Chucuito estaban también
agobiados por conflictos durante los años 1770. El Corregidor Benito Vial
los atribuyó a la debilidad de la respuesta y de la acción disciplinaria del
estado en 1771 frente a la insolencia de los indios: “[En su] arrogancia me
persuado les influye ver que en las sublevaciones de las provincias de Sica-
sica y Pacajes, no se hubiesen hecho ejemplares para establecer la debida
subordinación a los superiores”87. Las comunidades se portaban cada vez
más agresivas al exigir alivio de la carga de exacciones —deudas de reparto,
tributo y diezmos—y pedían un mayor control sobre sus cacicazgos, que
eran manipulados por los corregidores. En más de una ocasión, los indios
apedrearon a sus corregidores y los forzaron a deponer a caciques impo­
pulares y designar otros escogidos por ellos. Vial sofocó una movilización
abriendo fuego contra la multitud, e insistió en pedir refuerzos militares al
virrey. No obstante, por miedo a las revueltas, los corregidores a menudo
accedieron a las demandas comunales y se refrenaron de aplicarles casti­
gos. En 1777, el Corregidor Vial llegó a la siguiente conclusión: “Con­
templo que el gobernador de esta provincia sólo tiene aquellas facultades
y autoridad que sus naturales quieren tolerarle, y no las que el Rey y sus

159
Cuando sólo reinasen los indios

Reales Leyes le conceden”88. A fines de 1780, aún en pleno desarrollo de


las insurrecciones de Chayanta y el Cusco, las comunidades de Chucuito
presentaron nuevas demandas legales contra los corregidores por los abu­
sos del reparto y la complicidad de sus caciques, y atribuyeron a estos pro­
blemas la turbulencia general en todo el reino89.
En comparación con otras provincias, en Omasuyos y Larecaja la
confrontación abierta tuvo menor incidencia en los años 1770, aunque
se dio una aguda conciencia acerca del conflicto que se desarrollaba en
otros distritos del sur andino. Hemos mostrado ya la ansiedad del corre­
gidor de Omasuyos como secuela del levantamiento de 1771. Varios
años más tarde, en medio de una aguda pelea por el cacicazgo entre el
corregidor y los indios en la capital provincial de Achacachi, los miem­
bros de la comunidad revelaron su familiaridad con el caso de Condo-
condo en 1774. En aquella región, localizada en el altiplano de Paria
hacia el sur, los indios se habían levantado matando a sus caciques, los
hermanos Llanquepacha90. En el pueblo de Ayata (Larecaja) en 1773, el
ominoso relato de lo ocurrido en los levantamientos de Sicasica y Paca­
jes alteró de tal modo las implicaciones de los disturbios locales que un
cacique, en reaüdad un vecino nombrado para recaudar el tributo, con­
fesó que tenía un miedo mortal91.
El punto focal de las luchas en Pacajes en los años 1770 fue el pueblo
de Calacoto, cuyos conflictos entre caciques y comunidades fueron trata­
dos en el capítulo anterior. En esta década, los indios de Calacoto presen­
taron denuncias contra loá sucesivos corregidores por sus excesos en los
repartos y amenazaron señalando que la opresión, compartida por las
comunidades de toda la provincia, podría fácilmente provocar un nuevo
alzamiento. En 1774, el Corregidor Juan Ignacio de Madariaga informó a
la audiencia que el pueblo de Calacoto era “lugar perverso, y siempre
temerario litigante, sin temor ni sujeción a sus superiores, incorregible y
muy propenso al orgullo; y en cualquiera disposición donde forman sus
gavillas perniciosas, con lá insuperable continuación y costumbre de vicios
y la embriaguez, se ponen desobedientes [a] abandonar sus propias obli­
gaciones y figurar los dichos cursos contra el honor y procedimientos de
sus corregidores”. Alegó que los indios “temerarios y quiméricos” de Cala-
coto estaban soliviantando a la población, lo que mostraba una extraña
voluntad de vivir libres de sometimiento92.

160
L¿7 crisis de la dominación en los Andes (II)
■v
La delicada relación de la comunidad con sus caciques siguió siendo el
eje de la dinamica de esta década. Entre la casta de odiados cobradores de
deudas, el cacique de Calacoto Agustín Canqui fue señalado por su papel
dirigente en el régimen local de repartos. Según sus demandantes, Canqui
se aprovechaba personalmente del sistema de exacciones del corregidor y
recibía, como recompensa por su apoyo, pleno respaldo a su cargo. Los
dirigentes comunales alegaron que Canqui no sólo violaba la proscripción
legal reciente de participar en el reparto, sino también que su acción no
correspondía a sus obligaciones políticas. Añadieron que el cacique era
“tenaz en proceder contra los indios y mezclarse en lo que no es de su ins­
pección, cuando al contrario debía mirar en ejercicio de su empleo por el
alivio del común y sus cortos intereses”93.
Las comunidades de Sicasica se consideraron “aquietadas” después de
los disturbios de 1771, aunque las autoridades coloniales se mantuvieron
en guardia por el resto de la década. Los caciques les informaban de la
calma prevaleciente en la provincia, aunque también les advertían de la
peligrosa propensión a rebelarse de los indios de algunos pueblos. Obser­
varon que las comunidades podían rebelarse fácilmente otra vez, si eran
provocadas por agitadores externos94.
En los años 1770, gran parte de la inestabilidad en Sicasica emanaba en
realidad de los conflictos internos entre el estado colonial, la elite regional
y el régimen provincial de repartos. Hemos mostrado ya las luchas por la
jurisdicción política entre las fuerzas de Lima, capital virreinal y emporio
del comercio de repartos, y la Audiencia de La Plata. Los corregidores
siempre habían mantenido relaciones ambivalentes con las otras elites
coloniales de Charcas, por su poder político tan concentrado y sus nota­
bles estrategias de acumulación, que ponían en riesgo el orden social y
podían chocar con intereses privados rivales. No obstante, a partir de
1760, fueron objeto de crecientes ataques. Funcionarios eclesiásticos y
seculares de La Paz sé pronunciaron con fuerza en contra de los abusos de
los corregidores en vísperas de 177195. Finalmente, en un nivel más local,
se dio una racha de disputas y recriminaciones sobre deudas que involu­
craban los agentes de reparto del corregidor.
El sucesor del Corregidor Villahermosa, Juan Carrillo de Albornoz,
titulado el Marqués de Feria, fue demandado desde varias direcciones
simultáneamente. Los funcionarios de las Cajas Reales de La Paz y su alia­
do Francisco Tadeo Diez de Medina, un personaje políticamente ambi­

161
Cuando sólo reinasen los indios

cioso, miembro de una prominente familia de la Paz96, lo acusaron de


numerosos abusos en el reparto. Si bien los precios de sus mercancías
eran moderados, su cantidad sobrepasaba de lejos cualquier distribución
anterior, desde el punto de vista tanto de los indios como de otros resi­
dentes de la provincia. Según los demandantes, utilizaba tácticas de inti­
midación y a tenientes generales no autorizados para afianzar el sistema,
y sus cobradores de deudas confiscaron directamente la coca cosechada
de los campesinos.
El Marqués de Feria respondió que los funcionarios de las Cajas Rea­
les querían perjudicarlo, por haber denunciado al Tribunal de Cuentas en
Lima que habían estafado cincuenta mil pesos de los dineros del tributo.
Asimismo, los hizo responsables por el levantamiento de 1769 en Sicasi-
ca, por haber emitido decretos que convocaban a los caciques a entregar
el tributo directamente a las Cajas Reales, incitando así a que desobedez­
can al Corregidor Villahermosa97.
El aparato local de tenientes y cobradores de deudas también comenzó
a desmantelarse. Diez de Medina presentó el testimonio de uno de los
cobradores de repartos del propio Marqués de Feria para respaldar sus
acusaciones. Más adelante, Francisco Cipriano de los Santos, un vecino de
Cavari que había ocupado por cinco años el cargo de distribuidor de repar­
tos y cobrador, testificó sobre el fraude cometido por el corregidor. Cal­
culó que el M a r q u é s de la Feria había distribuido en realidad tres veces más
que el monto permitido por el arancel, aunque había reportado formal­
mente una suma menor a la permitida. Santos se quejó también de que el
corregidor le había pagado sólo seiscientos pesos anualmente, cuando su
salario debía haber sido proporcional a los valores del reparto, habida
cuenta de que otros cajeros que llevaban a cabo las mismas arduas tareas
en otros pueblos ganaban dos mil pesos. Declaró que el agente del vecino
pueblo de Yaco estaba igualmente preparado para denunciar que el repar­
to excedía cuatro veces el monto legal, pero que su demanda había sido
bloqueada exitosamente por el corregidor98. Al mismo tiempo, en los años
1770, las disputas por deudas corroyeron la jerarquía del anterior regimen
de repartos de Villahermosa. Mientras la Caja Real de La Paz perseguía al
ex-corregidor, sus tenientes y tenientes generales le debían sumas consi­
derables. Un cobrador local quiso librarse de las demandas financieras que
le imponía el teniente de Palca y Cohoni, Diego de Peón, con el argumento
de que había sido forzado a esa tarea, que el reparto era abusivo e injusto,

162
~La crisis de la dominación en los Andes (II)

y que los comunarios no querían y no podían cubrir las deudas, señalando


que en todo caso los deudores eran los indios".
El antagonismo entre el Marqués de Feria y los funcionarios de la
Caja Real encendió la chispa de nuevos disturbios en La Paz por los
impuestos comerciales. En 1776, bajo el plan de reforma del Visitador
José Antonio de Areche, en La Paz comenzó a funcionar una aduana
real, y se elevó la tasa ad valorem de derechos de alcabala (un impuesto
al comercio de bienes) del 4 al 6 porciento. Esta medida ya había provo­
cado protestas populares en la ciudad de Cochabamba en 1774, y casi
inmediatamente se escucharon quejas en el distrito de la Paz. En 1777,
comerciantes indígenas y cholos de las parroquias urbanas amenazaron
con amotinarse en oposición a los severos controles sobre el comercio y
a la nueva carga financiera que se pretendía imponerles. En 1778, nue­
vos disturbios se extendieron por la ciudad y los valles de los Yungas,
cuando el Marqués de Feria actuó en apoyo de los comerciantes indíge­
nas que se quejaban de los funcionarios de la aduana, quienes los
sometían a abusos y les negaban las tradicionales exenciones de impues­
tos. Especial confusión rodeaba a las excenciones legalmente acordadas
a los indios de comerciar en “frutos de su natural crianza y labranza , o
en bienes que obtenían de transacciones con otros indios. Los funciona­
rios de la Caja Real, que finalmente fueron apoyados por el propio Are-
che, plantearon que la interpretación del corregidor sobre las
excenciones era tan amplia que dejaba libre de impuestos a todo el
comercio indígena. Llegaron a la conclusión de que el resultado era pro­
mover el contrabando en manos indígenas (y también españolas, que
ocupaban subrepticiamente a los indios para evadir impuestos) y que así
se reducían drásticamente los ingresos de la Caja Real100.
En marzo de 1780, siguiendo estrechamente los pasos de la revuelta
de Arequipa contra la nueva aduana, se encendió nuevamente el conflic­
to abierto en la ciudad de La Paz. Aparecieron pasquines anónimos con
amenazas de muerte al administrador de la aduana Bernardo Gallo: A
este ladrón Gallo viejo pelarlo, hacer buenas presas y al río con él... Lo
que se siente es que por este picaro ladrón han de pagar muchos . Otro
pasquín fue aún más lejos: ‘V iva la ley de Dios y la pureza de María, y
Muera el Rey de España y se acabe el Perú, pues él es causa de tanta ini­
quidad. Si el Monarca no sabe de las insolencias de sus ministros de los
robos públicos y cómo tienen hostilizados a los pobres, viva el Rey y

163
Cuando sólo reinasen los indios

mueran todos estos ladrones públicos, ya que no quieren poner enmien­


da en lo que se les pide”101.
Luego de que aparecieran nuevos signos ominosos de violencia y un
ultimátum final, los funcionarios coloniales, representantes del cabildo,
canónigos de la catedral y prominentes vecinos de la ciudad convocaron
a un cabildo de emergencia y procedieron a clausurar la aduana y a reba­
jar los impuestos de alcabala al 4 porciento, con el fin de impedir el amo­
tinamiento de la plebe. A juzgar por las cartas anónimas y pasquines, así
como por la declaración de los testigos, amplias fuerzas se levantaron
alborotadas contra los agentes e instituciones del “mal gobierno”. El sis­
tema borbónico de impuestos y regulaciones comerciales fue rechazado
en forma generalizada por distintos estratos de la sociedad: terratenientes
y comerciantes criollos en la próspera La Paz, comerciantes mestizos de
la costa (que habían demostrado ya su fuerza en el motín de Arequipa),
arrieros y pequeños comerciantes indígenas y cholos que operaban en las
parroquias de la ciudad, así como comunarios en las provincias. En los
tensos días antes de la clausura de la aduana, bandas de hombres desco­
nocidos —muchos de proveniencia extranjera, algunos disfrazados con
máscaras y capas, que hablaban español y portaban armas—hacían rondas
por la ciudad a pie y a caballo. Los viajeros informaron que cientos de
indios y mestizos habían llegado de Pacajes, Sicasica y otras provincias, y
que en los bordes de la hoyada urbana y en los puntos de ingreso a la ciu­
dad estaban esperando “el alzamiento que había de haber... a fin de qui­
tarse la aduana”. Incluso existen evidencias (como el pasquín de doble
filo, que llamaba condicionalmente a la muerte del rey) de un proceso
conspirativo excepcional y temprano entre los criollos, contra toda forma
de autoridad española colonial102.
Como diez años antes, las respuestas desde las altas esferas del esta­
do revelaron una vez más el desconocimiento de la verdadera situación
en el sur de los Andes, y su-incapacidad de subsanarla. El Visitador Are-
che, inflexible en su programa de reformas, condenó iracundo la deci­
sión del cabildo de La Paz e insistió inútilmente en su reversión. La
intervención del virrey en Buenos Aires llegó demasiado tarde. Fernan­
do Márquez de la Plata, el emisario del virrey que unos meses más tarde
conduciría la investigación sobre las causas del tumulto de la Paz,
informó finalmente que no podía cumplir la orden de reabrir la adua­
na103. Surgiendo primero en Chayanta y luego en el Cusco, la insurrec­

164
La crisis de la dominaáón en los A.ndes (II)

ción panandina ya estaba en pleno desarrollo. Nadie sabía lo que podría


suceder, pues las fuerzas estatales estaban sumidas en la confiisión y la
autoridad parecía un fantasma cada vez más remoto e insustancial para
los sujetos andinos. En el área rural se dio la anticipación palpable de una
transformación trascendental.

En los dos últimos capítulos nos hemos concentrado en los conflictos


y luchas cada vez más agudas en el siglo dieciocho a nivel local, provincial
y regional, especialmente en tanto involucraron a las comunidades ayma­
ras. Hemos enfatizado particularmente la crisis de autoridad y legitimidad
del cacicazgo, por dos razones: porque formaba parte integrante de la res­
tructuración de la formación política comunal (como se verá en el capítu­
lo 7), y porque tuvo consecuencias fundamentales para el funcionamiento
de un dominio colonial indirecto sobre la población rural andina. Nuestra
explicación sobre la crisis del siglo dieciocho y el derrumbe del cacicazgo
se ha centrado en torno a tres problemas interrelacionados. El capítulo
anterior se ocupó primero de las peleas intestinas en torno al cacicazgo
entre descendientes del mismo linaje y de las contradicciones internas de
la institución, así como de la intrusión de gente ajena e ilegítima y la ero­
sión del cargo por obra de las regulaciones e intervenciones estatales. En
segundo lugar, hemos examinado el agudo y permanente conflicto entre
los caciques y la base comunal sobre las prácticas y relaciones de poder que
constituyeron el gobierno indígena local. El presente capítulo ha analiza­
do el tercer factor decisivo, el proceso de politización y polarización que
acompañó a la consolidación del régimen provincial de repartos, y que
minó la representatividad y mediación política de los caciques. Asimismo,
ahí se completó la imagen de una crisis creciente y abrumadora de la socie­
dad colonial, con una mirada final a las hostilidades urbanas contra las
reformas comerciales y fiscales de los Borbones. Estos episodios involu­
craron a sectores mestizos y criollos más intensamente que nunca antes,
profundizando aún más el sentimiento de desafecto hacia el estado colo­
nial y sus beneficiarios más privilegiados.
Los conflictos que se analizaron en estos dos capítulos convergieron
para producir la crisis definitiva del cacicazgo, de la cual esta institución no
se recuperaría en las décadas posteriores a la insurrección. En el capítulo
7 expondremos la fase final de la crisis, y pondremos en consideración una
otra dimensión importante del proceso: el desplazamiento del poder hacia

165
Cuando sólo reinasen los indios >•

la base de las comunidades, que se produjo simultáneamente con el


derrumbe del cacicazgo.
Como un modo de responder a los problemas historiográficos discuti­
dos al principio del anterior capítulo —el perfil común de los caciques
como mediadores ambivalentes, y la tendencia a encontrar una crisis del
cacicazgo en cualquier coyuntura de la historia colonial—me he concen­
trado en la dimensión política de la sociedad rural, con el fin de brindar
una visión más dinámica e históricamente más específica del cacicazgo y
su crisis. En la medida en que la crisis implicaba una pérdida de legitimi­
dad dentro de las comunidades indígenas, vimos que el principal criterio
de legitimidad —que generalmente la historiografía pasa por alto—era la
identificación política práctica del cacique con la comunidad. No obstan­
te, como la explotación colonial tomó un aspecto nuevo y cada vez más
inescrupuloso a lo largo del siglo dieciocho, los comunarios andinos espe­
raban que sus caciques no sólo obedecieran un código moral de recipro­
cidad económica capaz de asegurar la reproducción comunal —la noción
familiar sobre los caciques en la literatura—sino también que, como gober­
nadores y patrones políticos, “defendieran” y “protegieran” a las comuni­
dades de las agresiones y abusos externos.
La historia de cómo la institución del cacicazgo (instancia crucial de
representación, mediación y poder político) fue finalmente destruida en
el curso de este período ofrece una señal especialmente significativa de
la profundidad de la crisis del orden social y político colonial. Refleja el
derrumbamiento de las estructuras instituidas de control, el balance de
fuerzas y los repertorios estratégicos, así como las prácticas culturales y
simbólicas que entraron en combinación para constituir el poder y la
legitimación. Esta interpretación encaja con la hipótesis que adelantó
Steve Stern, acerca de una erosión a largo plazo de los pactos y tratos
paternales, de las estrategias nativas de resistencia y acomodación, y de
las legitimidades frágiles y parciales que fueron negociadas a lo largo de
las primeras etapas de la historia colonial, que se consolidaron como
parte de lo que él llama la “resistencia adaptativa” de las comunidades.
Es también posible confirmar la propuesta de Stern de que una variedad
especialmente agresiva del capital comercial, más virulenta por su tácita
y después abierta aprobación por el estado colonial, fue una de las cau­
sas principales de la reconfiguración de estas relaciones. Como lo
demuestra esta investigación, especialmente con su énfasis en el cacicaz­

166
jL¿7 crisis de la dominación en los Andes (II)

go, las consecuencias políticas del proceso alcanzaron hasta los niveles
más locales y alejados del área rural. El conflicto no sólo reestructuró las
relaciones entre comunidades y fuerzas “externas”, es decir agentes e
instituciones estatales, sino también consumió a las propias comunida­
des, con sus representantes establecidos, sus prácticas vernaculares y su
cultura política peculiar104.
Aunque está justificado el énfasis que hace Jurgen Golte sobre el pro­
fundo impacto del reparto de mercancías en la sociedad andina en el siglo
dieciocho, hemos visto que sus repercusiones fueron tanto políticas como
económicas. Su tesis acerca de una relación causal entre las tasas de explo­
tación económica y la propensión a la insurrección regional en 1781 no
sólo tiene debilidades metodológicas, como ya lo han notado otros estu­
diosos. También pasa por alto el verdadero papel del reparto en la crisis
política de la sociedad rural, pues no brinda ningún elemento que permi­
ta explicar la articulación regional de un movimiento político insurrecio-
nal. Sin postular simplemente que se había alcanzado un umbral
intolerable de explotación, he señalado que las movilizaciones comunales
en el siglo dieciocho surgieron en realidad, en un contexto de cambiantes
formas de extracción económica, con las transformaciones en las relacio­
nes políticas de la estructura regional y en las relaciones de representación,
mediación y legitimidad política de las comunidades.
■ Se impone un comentario final sobre los temas de la polarización y
movilización política en este período. He interpretado el movimiento insu­
rreccional de 1771 como la culminación de un proceso que se desarrolló
a lo largo de décadas, y he enmarcado también los acontecimientos de esos
años en términos de la ruptura insurrecional de 1781. Sin embargo, debe­
mos tomar en cuenta que el significado de las luchas a lo largo del siglo no
puede reducirse a un reflejo del momento anticolonial radical de 1771, ni
tampoco a un preludio de los acontecimientos de 1781. A ninguna de estas
coyunturas se llegó en forma predeterminada, y la mayoría de fuerzas indí­
genas tampoco buscó conscientemente esos resultados en gran parte de
los conflictos políticos que hemos examinado.
La lucha contra los corregidores no se tradujo inmediatamente en una
contradicción abierta entre las comunidades y el estado colonial. Por el
contrario, las comunidades aprovecharon de otros espacios e instituciones
del estado — especialmente el tribunal de la audiencia y sus comisionados—
en un esfuerzo de poner fin a la explotación bajo el aparato político regio­

167
Cuando sólo reinasen los indios

nal. Las comunidades estaban conscientes de las divisiones entre los estra­
tos altos de la administración colonial y cuando les fue posible, lanzaron
sus campañas intentando enfrentar entre sí a las fuerzas dominantes. Asi­
mismo, recurrieron al discuso colonial de la justicia y el buen gobierno del
rey soberano. Sicasica en 1769, bajo el mando independiente de Alejandro
Vicente Chuquiguaman, no fue el único pueblo que desafió el corregidor
para entregar directamente el tributo como signo de vasallaje y lealtad. En
estos casos, las comunidades se presentaron implícitamente como dis­
puestas a confirmar el pacto o contrato con el estado colonial —en última
instancia con el mismo rey—que los malos funcionarios del gobierno ha­
bían violado y que les garantizaba algún grado de autonomía105.
La polarización debe ser vista entonces como un proceso gradual.
Pocas veces la lucha comunal tenía por objetivo el derrocamiento del
poder estatal colonial como un todo, o la constitución de una autoridad
andina completamente autónoma. No obstante, éste era el polo radical de
referencia dentro de un amplio margen de posibilidades, de las que esta­
ban conscientes los dirigentes indígenas. Dependiendo de la situación, esta
alternativa podía ser invocada o buscada en momentos de rebelión, espe­
cialmente luego de que otros recursos ante el estado se habían mostrado
poco efectivos. En la misma medida, cuando la contradicción entre comu­
nidades y estado creció hasta sobrepasar las divisiones internas de la élite,
las fuerzas estatales cerrarían filas para sofocar y castigar la insurrección.
Para comprender cómo pudo articularse políticamente una posición
radical o movimiento insurreccional en momentos en que la polarización
alcanzaba una magnitud límite, debemos concentrarnos en una investiga­
ción más profunda de los proyectos anticoloniales más excepcionales que
surgieron en el curso de este período, los cuales encontrarían su expresión
plena en 1781.

168
Proyectos de emancipación y
5 dinámica de la insurrección
indígena (I)
El esperado día del autogobierno indígena

¿Qué significó la insurrección para la gente andina en el


siglo dieciocho? ¿Qué posibilidades históricas fueron imaginadas o perci­
bidas por aquéllos que se metieron en la insurrección? Más allá de las con­
diciones materiales o de las fuerzas estructurales que pueden considerarse
factores causales para empujarlos a romper radicalmente con el orden
colonial, ¿qué motivaciones y visiones políticas les animaron y sostuvieron
sus esfuerzos, a pesar de los riesgos y de los enormes costos?
Estas no son cuestiones nuevas, pero son fundamentales. Provocaron
intensos debates entre sus contemporáneos en el siglo dieciocho, y desde
entonces, han seguido fascinando a los historiadores, artistas e intelectua­
les de diversas esferas sociales. Los diversos modos en que los discursos
coloniales y nacionales —en los Andes tanto como entre las sucesivas gene­
raciones de historiadores académicos—han abordado o eludido estas cues­
tiones constituyen por sí mismos un problema inexplorado y sugerente1.
No obstante, en los dos últimos siglos, estos abordajes han puesto en evi­
dencia la persistente fascinación que ejerce esta historia, y nos ofrecen pis­
tas sobre seculares continuidades y desplazamientos en las perspectivas
políticas y culturales de los países andinos.
De hecho, los historiadores de los siglos diecinueve y veinte han vuelto
a presentar muchos de los mismos temas e interpretaciones que ya estu­
vieron presentes entre los comentaristas del siglo dieciocho. Así como algu­
nos contemporáneos vieron en la rebelión un ansia de recuperar la libertad
(“libertinaje” e “irreligión”, en la jerga colonial) del pasado precolonial,

169
Cuando sólo reinasen los indios

algunos historiadores actuales han considerado el movimiento de princi­


pios de la década de 1780 como orientado hacia el pasado2. Un discurso
colonial acerca de la barbarie cultural de los indios, confirmado ostensible­
mente por la evidencia de hostilidades raciales (lo que se conoce como “tri-
balismo” en otros contextos coloniales), crueldad despiadada y violencia
física, ha hallado eco en los horrorizados relatos de guerra de los autores
modernos3. La noción de una reacción indígena instintiva en contra de la
acumulación de abusos, que muchas veces expresaron párrocos y reforma­
dores paternalistas, halla también eco en la interpretación de la ciencia
social más reciente de que existen umbrales de subsistencia y reacciones
mecánicas contra la explotación material. Asimismo, el añejo concepto del
complejo de agresión/pasividad entre los pueblos indígenas colonizados
circula aún hoy en día4. No es necesario recalcar que este tipo de observa­
ciones rara vez nos han permitido comprender la política y la cultura insu­
rreccional indígena. Como se verá más adelante, los estereotipos surgidos
en el siglo dieciocho han teñido con particular fuerza la historiografía sobre
Tupaj Katari y su movimiento aymara en La Paz.
Pero la extensa literatura académica sobre la insurgencia y guerra civil
pan-andina a principios de la década de 1780, que se remonta especial­
mente a la monumental obra de Boleslao Lewin y al influyente trabajo de
Carlos Daniel Valcárcel a principios de los años 1940, nos ha planteado al
mismo tiempo un conjunto de temas importantes, que se refieren a las
cuestiones destacadas inicialmente5. Estos temas, que a veces también se
vinculan con los debates del ultimo período colonial, serán abordados en
el siguiente análisis.
Un asunto político inicial que emana de la generación más temprana de
investigadores académicos, y que fue desarrollado por autores común­
mente considerados como indigenistas o nacionalistas, se refiere al fidelis-
mo, al separatismo, o al protonacionalismo del programa y del
movimiento político de Tupac Amaru6. De hecho, este tema ya fue obje­
to de discusión durante la propia insurrección, y en alguna medida per­
manece como un tema subyacente en la discusión contemporánea. Otro
problema urgente, que no ha sido abordado a plenitud por estos investi­
gadores tempranos, consiste en explicar cómo la población nativa en su
conjunto percibía al estado colonial, al rey de España y al proyecto políti­
co de Tupac Amaru.

170
Proyectos de emancipacióny .-.(I)

Una generación más reciente de investigadores —formada en ciencias


sociales y con influencia del marxismo y de los estudios andinos, que
amplía el análisis social, político y económico del movimiento—ha indaga­
do con mayor profundidad en su contenido ideológico, en particular en las
dimensiones milenaristas, mesiánicas y utópicas presentes en 1780-17817.
Estos autores se han lanzado a sugerentes especulaciones respecto a la
noción mítica de una revuelta cósmica o renovación histórica cíclica (pacha-
kuti), al significado simbólico del Inka y la esperanza de su retorno, así
como a la poderosa y a veces inconsciente aspiración hacia la identidad
colectiva como un motivo recurrente en la historia andina.
Los elementos religiosos cristianos presentes en el programa y en la
práctica insurreccional de Amaru se han convertido también en factores
importantes en el emergente debate sobre las tendencias nativistas y el
sello cultural del colonialismo sobre las poblaciones andinas8. Aquí enfren­
tamos nuevamente una controversia colonial que ha permanecido incues-
tionada por la literatura académica. ¿Buscaban los indios una ruptura con
el cristianismo, religión cuya imposición externa implicó la supresión de
rituales, creencias y relaciones indígenas con lo sagrado? La evidencia de
transgresiones al cristianismo y la irrupción de prácticas religiosas andinas
antes clandestinas, ¿plantea que el cristianismo era tan sólo una adheren­
cia superficial que se quebró en momentos de profunda crisis, revuelta y
transformación social? ¿O es que la huella colonial había sido tan profun­
da que no sólo dejó su marca en los documentos y ceremonias públicas,
sino también en el material más íntimo de la vida espiritual?
Los temas historiográficos que hemos identificado hasta el momento
—tales como el separatismo o lealtad al rey, el milenarismo y la visión utó­
pica, o las inclinaciones religiosas en tiempos insurreccionales—ocuparán
nuestra atención en los dos capítulos que siguen. Otro tema que ha reci­
bido considerable atención es el contenido de los programas políticos de
líderes como Tomás Katari, Tupac Amaru y Tupaj Katari. Este tema será
abordado aquí, aunque también intentaremos resaltar e investigar en
mayor detalle otros aspectos que han sido planteados en forma menos
explícita por la literatura académica. Una de las limitaciones de los estudios
existentes es la falta de un tratamiento más extenso de la visión política de
los comunarios andinos en comparación con los programas más formales
de sus líderes, en particular en el caso de la rebelión cusqueña encabezada
por Tupac Amaru. Como consecuencia de ello, esos trabajos tienden a ver

171
Cuando sólo reinasen los indios
>
una ruptura de las visiones políticas más coherentes una vez que las fuer­
zas comunales tomaron la iniciativa en el contexto de la movilización
colectiva. En lo que posiblemente sea un vestigio de la perspectiva tem­
prana cusqueño-centrista de la gran insurrección, la tendencia dominante
ha sido considerar la política comunal de la segunda fase insurreccional,
después de la derrota del Inka, con un enfoque “negativo”, en términos de
la ruptura con el programa de Tupac Amaru. Lo que debemos tomar en
consideración, en cambio, es que los campesinos concibieron posibilida­
des políticas alternativas y que las debatieron, a veces vigorosamente, en el
curso de este proceso. Asimismo, sus puntos de vista coexistieron siempre
en una relación compleja y tensa con los de sus dirigentes. Suponer que los
comunarios simplemente optaron por seguir o abandonar una línea pro­
gramática formal articulada por un determinado liderazgo equivale a
subestimar la conciencia política campesina y su iniciativa histórica. Impli­
ca también interrumpir de entrada un rumbo promisorio para el análisis
historiográfico. Este camino — que nos lleva a abordar la imaginación polí­
tica comunaria—es el que hemos escogido en la presente reconstrucción.
Como lo ha sugerido la investigación más reciente, podrían haber sur­
gido también diferencias significativas en el interior del movimiento indí­
gena de principios de los años 1780 que resultaran claves para nuestra
comprensión de los motivos, proyectos y expectativas insurreccionales
prevalecientes. Los problemas que rodean el significado de la insurrec­
ción para las poblaciones andinas no son por ello susceptibles de res­
puestas únicas y simplistas. Las discrepancias histonográficas, así como la
dificultad de reconciliar líneas arguméntales diversas en una visión unifi­
cada, pueden remontarse a una serie de fuentes. Para comenzar, la agen­
da política de los dirigentes pudo haber sido ambivalente, variable o
encubierta, debido a razones de orden práctico. Las divisiones sectoriales
-por ejemplo, entre dirigentes indígenas y su base social, entre qhichwas
y aymaras, entre indios y sus aliados mestizos o criollos—pueden asumir
proporciones significativas. Las distinciones regionales, tal como la exis­
tente entre Cusco y La Paz, plantean otras diferenciaciones. Las diferen­
cias temporales, como ser el contraste que hemos sugerido entre una
primera y una segunda fase de la insurrección, tanto como la completa
apertura y fluidez de un momento histórico tan excepcional, añaden un
nuevo aspecto que debe ser tomado en cuenta para el análisis. Es más, los
filtros y sesgos de los observadores y de los documentos coloniales aña­

172
Proyectos de emancipaciónj .. .(I)

den una nueva dimensión de complejidad, contribuyendo a las lecturas


sesgadas y a las caricaturas contemporáneas9.
Tomando en cuenta esta diversidad de factores que complejiza y a
veces nubla la interpretación, los siguientes dos capítulos se plantean res­
ponder a la pregunta sobre el significado de la insurrección para los suje­
tos históricos participantes. Al igual que en los capítulos precedentes, aquí
se hará énfasis en los aspectos políticos y culturales, aunque también se
prestará mayor atención a la dinámica religiosa, que estuvo tan íntima­
mente relacionada al movimiento político, y a la importancia del poder
espiritual en su relación con el poder político. El presente capítulo
comienza con una revisión de las diversas opciones anticoloniales abier­
tas a la discusión entre los comunarios de La Paz en el siglo dieciocho,
haciendo especial énfasis en los sucesos de Caquiavin durante el levanta­
miento de 1771. Esto nos permitirá establecer la medida en la que el pe­
ríodo de luchas inmediatamente anterior a 1781 contribuyó a definir el
universo político en el curso de la gran insurrección. El análisis prosigue
entonces hasta el año 1780, tomando en cuenta las características nuevas
y peculiares de los proyectos emancipatorios en el sur de los Andes en
esta época, como un modo de situar el caso de La Paz en un contexto más
amplio. La discusión comparativa regional con la insurrección de Cha-
yanta dirigida por Tomás Katari, y con la del Cusco bajo Tupac Amaru,
así como con el caso de Oruro, donde tanto criollos como comunidades
indígenas se aliaron momentáneamente, nos permitirá superar el estrecho
marco de una sola región y, a la vez, reevaluar la especificidad del movi­
miento aymara de La Paz.
El capítulo siguiente se dedica a Tupaj Katan y a las comunidades
aymaras insurgentes en La Paz. Allí, la discusión pondrá en primer plano
los temas que han sido asociados comúnmente con La Paz en la literatura
sobre la guerra civil andina: su radicalismo, los antagonismos raciales y la
violencia, así como el poder de las movilizaciones a nivel de las bases
comunales. Al explorar más profundamente, en términos políticos y cul­
turales, la visión de los insurgentes y la naturaleza del movimiento en La
Paz, intentaremos superar las limitaciones historiográficas, tales como la
visión “negativa”, para así movernos más allá de los estereotipos que se
remontan al último período colonial. En conjunto, ambos capítulos nos
mostrarán que los cambios políticos que se estaban llevando a cabo y las
perspectivas políticas comunarias en una fase más temprana del siglo die­

173
Cuando sólo reinasen los indios

ciocho estuvieron íntimamente vinculadas a la experiencia y la interpreta­


ción de los insurrectos en 1781. Por medio de un enfoqué comparativo, el
análisis de los temas que sobresalen en La Paz permitirá también iluminar
la dinamica y la conciencia política fundamental en otras regiones y en el
conjunto del proceso insurreccional.

Una revisión de las opciones comunarias anticoloniales


antes de 1781

La reconstrucción de las luchas comunales del siglo die­


ciocho que realizamos en los anteriores capítulos nos había revelado que
las fuerzas políticas comunarias se habían orientado por lo general a recu­
rrir a la esfera judicial del estado, a poner fin a los abusos de las elites a
través de acciones directas colectivas, y a ejercer presión o control (más
que control “sobre”, debiéramos decir control “desde abajo”) en las ins­
tancias de poder político que mediaban entre las comunidades y otras fuer­
zas externas. Aunque todos estos esfuerzos pueden verse, en menor o
mayor grado, como orientadas a la resistencia, desestabilización o modifi­
cación de las formas de la dominación colonial, en varios momentos
excepcionales hemos visto también que las organizaciones y movilizacio­
nes políticas comunales tuvieron lugar como parte de un proyecto políti­
co anticolonial de mayor alcance.
Los proyectos anticoloniales, tal como los concebimos aquí, son aque­
llos que desafian explícita y conscientemente los fundamentos del orden
político colonial: la soberanía española y la subordinación política de los
indios. El desafío a ambas condiciones podía implicar cualquiera de los
siguientes elementos: (1) el repudio o desplazamiento del rey de España
(al reemplazarlo, por ejemplo, por un rey Inka); (2) el rechazo a la subor­
dinación política indígena (sea a través de la subordinación de los españo­
les o de la equivalencia entre los dos pueblos); y (3) la afirmación de la
autonomía indígena (a través del rechazo a la corona y a las autoridades
españolas en territorio americano, y en este caso, en territorio andino). Es
importante señalar que, según estos criterios, los proyectos anticoloniales
no siempre implicaban un repudio directo al monarca español. La agen­
da de eliminar o dominar a los colonos españoles y de dotar a los indios
de una condición de igualdad, o bien el rechazo a las autoridades colo­
niales regionales, no siempre fue acompañado de un antagonismo explí­
cito o de referencias directas a la corona. De igual manera, aunque estos

174
proyectos de emancipación y ...(I)

proyectos podrían haber concebido una organización alternativa postin-


súrrecional, no todos ellos lo hicieron. En los casos que analizaremos
aquí, tales alternativas fueron formuladas de muy diversa manera. Empe­
ro, la postura de aniquilación -eliminación de los españoles y de los sím­
bolos españoles de autoridad, en ausencia de una visión prepositiva
acerca de las alternativas al orden colonial- fue también una instancia de
la imaginación anticolonial10.
En la comunidad Chuani de Ambaná (Larecaja), entre fines de los años
1740 y principios de los años 1750, salió a la luz un proyecto radical ins­
pirado en la conspiración de Azángaro en los años 1730. Bajo el liderazgo
de los Palli, los indios de Chuani rechazaron a la autoridad local tanto civ
como eclesiástica, y difundieron sus mensajes de “redención” por todo e
distrito. El objetivo del movimiento era “acabar o dominar los viraco­
chas”, para restituir la libertad a los indios. Creían que “ellos son redento­
res del pueblo y a fuerza de rigor harán vencimiento a todos y aun los de
la provincia, porque a ellos les toca el mandar
Es posible plantear una serie de aspectos acerca del proyecto político
que se expresó en el caso de Chuani. En primer lugar, la emancipación
implicaba sea la eliminación de los españoles o bien su subordinación a
los indios. La cuestión de eliminar o subordinar a los españoles resulto
ser una tensión clave en los movimientos indígenas del siglo dieciocho y,
como se verá más adelante, adquirió especial importancia en 1781. En
segundo lugar, los indios pusieron de manifiesto una evidente confianza
en su destino histórico. Sus líderes eran “redentores” que garantizarían
la “restauración” de su libertad perdida, porque “les toca mandar . La
imaginación histórica vislumbró aquí, con toda claridad, una salvación
futura que contrastaba dialógicamente con su “memoria” de la conquis­
ta y su anterior pérdida de autonomía. La idea de un nuevo tiempo en
que “a ellos les toca el mandar” volvió a surgir en 1781 y se exF es°
bién en el levantamiento de Jesús de Machaca (Pacajes) en 1795. El diri­
gente de la insurrección de Jesús de Machaca proclamó que “ya era otro
tiempo el presente, y que el cacique, su segunda, como también el cura
se habían de mudar y que se habían de poner los que el común quisie­
se”12. La emancipación adquirió entonces, una profunda dimensión
histórica; se asemejaba a una suerte de milenarismo, aunque sin el moti­
vo andino recurrente en el siglo dieciocho de una renovación a través del
retorno del gobierno Inka.

175
Cuando sólo reinasen los indios

En tercer lugar, ésta fue una instancia excepcional de oposición soste­


nida y claramente definida en contra de las autoridades católicas existen­
tes. Los indios de Chuani se resistieron a pagar diezmos y contribuciones
a la parroquia, a permitir el entierro de sus muertos en el cementerio de
la iglesia, y a asistir a la misa y a la confesión, así como a servir al párro­
co local. Establecieron entonces una esfera de autonomía religiosa prác­
tica, pues los Palli retuvieron para sí los diezmos y obras pías que
normalmente recaudaba el párroco. La liberación política fue imaginada
claramente junto a la liberación de un culto católico presidido por repre­
sentantes eclesiásticos abusivos. El proyecto de los indios de Chuani con­
trasta fundamentalmente con el programa de Tupac Amaru, que hizo un
llamado explícito a la preservación del culto católico y al respeto por los
ministros de la fe. En otros momentos de revuelta durante el siglo die­
ciocho, como lo veremos, se dan similares indicios —a veces sutiles, otras
veces más explícitos—de una tendencia a burlar, repudiar o arremeter
contra el culto cristiano, aunque la oposición nunca llegó a adquirir la
magnitud de una política, o a convertirse en un acto tan concertado como
en el caso de Chuani.
¿Existió un contrapunto ideológico profundo o una opción religiosa
alternativa, concebida por los comunarios de Chuani? No resulta claro si
los Palli eran vistos como la encarnación de un poder sagrado, dado que
si éste fuese el caso, sería lógico esperar que los documentos lo señalaran
explícitamente. El término “redentor”, que se usó para describirlos, pudo
haber tenido una connotación exclusivamente secular; otros dirigentes
políticos comunales de la época (por ejemplo, aquellos involucrados en las
luchas contra los abusos en el diezmo) fueron también señalados como
“redentores” y gozaron de gran respeto entre sus seguidores, sin haber
adquirido una estatura religiosa mesiánica. De otra parte, la audacia de los
Palli al declarar a los comunarios “libertados” de asistir a la misa, por ejem­
plo, o la recaudación de diezmos y obras pías por sí mismos, sugiere la
posibilidad de una autoconfianza espiritual relacionada con la aspiración a
una autoridad religiosa alternativa.
En todo caso, su posición religiosa radical emanó de una conjunción de
conflictos iocaies contra ios gíszi. aOs y los párrocos que involucró a un
formidable adversario, el canónigo y potentado Dr. Martín de Landaeta,
asi como una conciencia política más amplia que quedó como legado de
la insurrección más temprana de Azángaro. Aunque no se llegó a repudiar

176
Proyectos de emancipacióny ...(I)

al cristianismo como tal, los insurrectos llegaron extraordinariamente


lejos, en comparación con otros proyectos políticos andinos del siglo die­
ciocho, con el objetivo de evadir los abusivos controles religiosos y crear
sus propias relaciones de autoridad política y religiosa13.
El segundo momento excepcional en que surgió un proyecto identifi-
cable como anticolonial fue el cerco de Chulumani en 1771. Menos de dos
¿ños antes, el levantamiento del pueblo de Sicasica fue también provoca-
áo por la explotación del Corregidor Villahermosa y sus agentes en el sis­
tema de repartos, y sin embargo no hay evidencias de que su dirigente,
Alejandro Chuquiguaman, buscara el derrocamiento de la dominación
colonial o la eliminación de los españoles como metas de la movilización
de los ayllus. Aun si hubiera vislumbrado una alternativa o se la hubiera
planteado en privado —lo que es imposible de probar—el objetivo de las
acciones colectivas que coordinó se limitaba a frenar los abusos que
cometían las autoridades regionales. Chuquiguaman se aseguró de pagar el
tributo de los ayllus a la Caja Real, aunque rehusó entregar el tributo a
Villahermosa; y cuando los indios asaltaron y dieron muerte al agente
Solascasas, fue como un acto de autodefensa, ya que no saquearon sus bie­
nes ni ejercieron violencias contra otros vecinos del pueblo.
El liderazo y la insurrección de Chulumani adquirieron una naturaleza
aún más radical14. La movilización de los Yungas había sido premeditada,
y dio lugar al surgimiento de un grupo de dirigentes comunales —que no
eran caciques y en su mayoría no habían sido antes autoridades comuna­
les—que se lanzaron a organizaría y dirigirla. Juan Tapia, Mateo Poma y
otros de su círculo de colaboradores, parecen haber llegado a la conclusión
de que un levantamiento armado era una respuesta inevitable para hacer
frente a los abusos de poder de Villahermosa y su Teniente General
Larrea. Aun si no se hubiera llegado a un consenso pleno en las comuni­
dades sobre la necesidad de la movilización, los proyectos radicales de sus
dirigentes ya estaban evidentemente en circulación y estaban siendo divul­
gados antes del levantamiento. Juan Tapia había estado recogiendo apor­
tes de los comunarios y había visitado Chupe en varias ocasiones. Había
intercambiado víveres y correspondencia con esta comunidad vecina, y en
una de sus cartas, que fue leída por el cantor de la iglesia en una asamblea
realizada en el río Milluguaya, Tapia anunció ser “ya ocasión de libertarse
de la opresión de los españoles”15.

177
Cuando sólo reinasen los indios

Al parecer se tomaron a último momento decisiones comunales


espontáneas acerca de si se debía llevar o no a cabo la movilización, lo que
sugiere, por un lado, que el levantamiento pudo no haber ocurrido, y por
otro, que sin duda fue planificado y promovido con anticipación. Cuando
el comisionado de la audiencia, Peñaranda, aceptó las exigencias comuna­
les de decretar la condonación de las deudas por repartos, se disolvieron
temporalmente los motivos de la movilización. No obstante, en un clási­
co efecto boomerang que condujo a una polarización aún mayor, Villa-
hermosa logró recusar al comisionado, y los dirigentes comunales se
dieron cuenta de que el corregidor retornaría a cobrar las deudas y que,
más que nunca, intentaría hacer uso de la violencia y escarmentar a los
indios por haberse opuesto a su mandato. Juan Tapia señaló que fue
Tomás Espinoza, jilaqata de Yunca, quien le había urgido a tomar accio­
nes inmediatas: tenían que cumplir sus planes originales antes de que el
corregidor y su teniente “los acabaran”16. Después de la asamblea en el río
Yarija, la comunidad de Chupe determinó finalmente abandonar las accio­
nes legales contra las autoridades coloniales y marchar sobre Chulumani,
bajo la instigación de Tapia. Aunque los líderes de Chupe declaron des­
pués que sólo querían liberar de la cárcel a los miembros de su comuni­
dad, incluyendo a su alcalde, se movilizaron con armas y se prepararon
para la guerra. Un contingente se dirigió por separado al puente de Chu­
pe con la idea de cortarlo, para obstaculizar el avance del corregidor, que
se suponía iba a llegar con soldados. Luego de que todas las fúerzas indí­
genas convergieron en el Alto de Guancané, se llevó a cabo una asamblea
final, para decidir si entrarían o no en combate. La gota que rebalsó el vaso
fue una vehemente carta de la esposa del dirigente de Chupe, Simón
Gonzáles, en la que afirmaba que no estaría de acuerdo con nadie que pro­
pusiera perdonar al corregidor y su teniente17.
Una vez que se desató el cerco al pueblo, nadie de los presentes pasó
por alto el grave desafío a la autoridad colonial regional, la polarización
indio-español, y la ambición de los indios de afirmar su superioridad
política. El fervor y el radicalismo de las fuerzas indígenas se intensifica­
ron sin duda en el curso de la confrontación, que se habría de prolongar
por varios días. Aunque en sus declaraciones Juan Tapia intentara obvia-
menze reducir su propio papel en la conducción de la revuelta, poste­
riormente testificó que había obrado por miedo a las masas y que había
intentado contener a los muchos comunarios que estaban resueltos a

178
Proyectos de emancipacióny ...(1)

meterse de cabeza en la batalla e invadir el pueblo18. Se hicieron flamear


banderas, sonar pututus y tocar tambores e instrumentos de viento
(quizás pinkillus) ; se gritaron insultos, ofensas y amenazas al enemigo. Un
episodio culminante fue la movilización hasta la entrada del pueblo, don­
de enfrentaron al enemigo con sus hondas, desafiando a los españoles a
salir y dar pelea. En las afueras del pueblo construyeron una horca como
-símbolo de justicia: los indios ya se hallaban preparados para juzgar y
condenar a las autoridades abusivas y castigar a los “ladrones” y “pica­
ros” por sus crímenes. Dado el nivel de polarización, los comunarios
rechazaron a sus tradicionales intermediarios políticos, los caciques, por
su complicidad con el corregidor19.
Si la meta del movimiento hubiera sido tan sólo obtener la libertad de
los alcaldes cautivos y la retirada del corregidor de los valles, conforme a
las cédulas de la audiencia, los indios se habrían dispersado una vez con­
seguidas estas reivindicaciones. Pero en cambio, las fuerzas indígenas se
reanimaban con cada concesión que lograban —primero las autoridades
comunales fueron liberadas, y luego Villahermosa aceptó retirarse—des­
plegando cada vez mayor ardor. La campaña de las comunidades se desa­
rrolló entonces espontáneamente y se planteó metas políticas cada vez
más ambiciosas a medida que se desarrollaba la situación, mostrando la
confirmación de la ventaja indígena. No podemos saber con certeza si el
corregidor, que estaba respaldado por un poder de fuego considerable,
realmente iría a cumplir con la promesa de retirarse; si lo hacía, el escena­
rio más probable hubiera sido la entrada de los indios al pueblo y una toma
al menos temporal del poder local, con o sin el ejercicio de violencia en
contra de los vecinos. En todo caso, este desenlace no llegó a ocurrir por
la llegada del teniente desde Coroico con una pequeña fuerza de reclutas.
Luego de que esta fuerza fuera detenida y desarmada, el corregidor —de
quien se dice tenía la información de que habían ejecutado al teniente-
escogió este preciso momento para lanzar una sangrienta contraofensiva.
Los comunarios retornaron a sus comunidades para informar que “hablan
perdido la victoria los indios”20.
Una de las evidencias más significativas y sugerentes de este caso es
la acusación de que los dirigentes indios asumieron títulos honoríficos
durante el cerco, y estaban preparados para gobernar por sí mismos en
la víspera del levantamiento. Juan Tapia, que actuó como general de las
fuerzas militares durante el conflicto, sería el nuevo corregidor; Grego­

179
Cuando sólo reinasen los indios

rio Machicado sería teniente general; Juan Ordóñez sería cacique y


Mateo Poma sería rey. Empero, es necesario asumir esta evidencia con
alguna cautela, pues podría haber sido un montaje de ViUahermosa para
retratar a sus enemigos como culpables de abierta traición a la corona.
Pero si vemos con cuidado algunos testimonios, parece que a Tapia las
milicias campesinas que lo obedecían de hecho lo llamaban “General”, y
sus alegatos de tener derecho al cargo de corregidor eran ampliamente
conocidos21. Asimismo, en la defensa legal de Juan Tapia, el protector de
indios de la audiencia aceptó implícitamente la evidencia de que existie­
ron títulos políticos paralelos cuando intentó que absolvieran a su defen­
dido culpando al rey putativo, Mateo Poma, como el verdadero jefe e
instigador de la rebelión22.
Una cuidadosa lectura de las evidencias nos permite entonces respaldar
la noción de que el movimiento de Chulumani, coordinado a lo largo y
ancho de los valles de los Yungas, abrigó audaces metas políticas anticolo­
niales, y fue mucho más lejos que otros esfuerzos de las comunidades de
resistir el opresivo dominio del corregidor. A diferencia de la movilización
de 1769 en el pueblo de Sicasica, en la que los indios intentaron evidente­
mente recuperar los recibos del tributo que les habían sido confiscados
por las autoridades coloniales locales, aquí no se buscó una legitimación
legal de las acciones, ni se intentó acudir a niveles más altos del estado
colonial en busca de aprobación al igual, por ejemplo, que en Chayanta
antes de la muerte de Tomás Katari. Aunque no llegó a haber un progra­
ma político explícito en el movimiento de Chulumani, existió una fuerte
aspiración de poner fin a la opresión española concebida en sentido
amplio, y el propósito directo de reemplazar el poder político colonial exis­
tente por un gobierno indio. Si bien otros conspiradores más sofisticados
habrían podido buscar aliados entre los hacendados criollos o- proclamar
hipócritamente su lealtad a la corona, los insurgentes de Chulumani pasa­
ron por alto este tipo de consideraciones tácticas y estratégicas. La suya era
una lucha vehemente y llena de impaciencia por el poder, en parte preci­
pitada por la amenaza inminente de represión, que se hizo más intensa al
calor del desarrollo de la lucha. Al mismo tiempo, sus acciones revelan una
confianza p)ena en la creencia de que la dominación española no podía
perdurar, y que el autogobierno estaba inevitablemente a la orden del día.
El tercer momento excepcional de naturaleza radical y anticolonial se
dio a principios de noviembre del mismo año (1771), cuando los comu-

180
Proyectos de emanápacióny ...(I)

narios de Pacajes se levantaron atacando a su Corregidor Josef del Casti­


llo y tomando el poder en la capital provincial de Caquiavin23. La muerte
del corregidor y de varios de sus lacayos en Jesús de Machaca fue una reac­
ción espontánea, en ocasión de las festividades de Todos Santos, en con­
tra del trato violento que había dispensado a los comunarios reunidos en
el pueblo. Aunque sin duda esta confrontación estuvo llena de significa­
ción política, no hubo un proyecto político comunal que animara o diri­
giera el ataque. Un compromiso más explícito con opciones y programas
políticos claros habría de emerger después de la matanza, cuando los
comunarios de Caquiaviri se vieron de pronto con el poder en sus manos,
y tuvieron que enfrentar el inesperado desafío de gobernar.
El domingo 2 de noviembre, al día siguiente de la revuelta, los hombres
del corregidor organizaron en Caquiaviri una partida auxiliar de vecinos
desarmados para marchar sobre Jesús de Machaca. Creyendo que Castillo
se había refugiado en la iglesia, quedaron horrorizados al acercarse al pue­
blo y enterarse de que el corregidor había sido victimado, y que había una
gran concentración de comunarios hostiles listos para ofrecer combate. Se
dieron media vuelta y llegaron a Caquiavin donde fueron detenidos, unos
esa misma noche y otros al día siguiente, por los miembros de las comu­
nidades locales que ahora estaban activamente confabulados con los de
Jesús de Machaca. Cuando los indios de Caquiaviri vieron al contingente
de vecinos partir a sofocar la revuelta en defensa del corregidor, decidie­
ron movilizarse, declarando que “si iban contra el común lo mismo harían
ellos contra los soldados que habían salido”24. Entre los arrestados esa
noche estaban la cacica Nicolasa Sirpa y su hija, que fueron encerradas en
el convento de Caquiaviri, y su hijo Esteban Herrera, que fue esposado y
enviado a la cárcel.
A las ocho de la mañana del lunes, cerca de un centenar de indios e
indias de ambas parcialidades estaban cercando a los vecinos mestizos y
españoles del pueblo, en medio de una gran gritería y conmoción, e inclu­
so habían apresado a algunos en la casa del párroco. Comenzaron toman­
do presos a los soldados exclamando “¿A qué habían ido a Jesús de
Machaca en contra de los indios?” Al capturar a los más cercanos colabo­
radores del corregidor, protestaron: “¿A qué han ido a Jesús de Machaca?
Que sería sin duda a matar a los indios de dicho pueblo?”25 El tono inte­
rrogativo de la acusación que se lanzó a los vecinos (“¿Por qué fueron a
pelear contra los indios?”) parece implicar, al igual que el tono condicional

181
Cuando sólo reinasen los indios

en la decisión inicial de movilizarse (“si iban contra el común lo mismo


harían ellos contra los soldados que habían salido”), que los vecinos po­
dían y debían haber estado del lado de la comunidad contra el corregidor.
Al apoyar a la facción del corregidor en contra de las comunidades, los
vecinos obligaron a los indios a tomar acciones en su contra.
Según otro testigo, los indios habrían proclamado: “Muerto el corre­
gidor ya no había Juez para ellos sino que el REY era el común por
quien mandaban ellos”26. Después de terminar los allanamientos y de
colocar centinelas en las afueras del pueblo, para que nadie pudiera
escabullirse sin ser descubierto, procedieron a sacar a rastras a los otros
vecinos que se habían refugiado en la iglesia, incluso debajo del palio de
la eucaristía que el párroco había intentado enarbolar en un intento de
pacificar a la multitud.
Al día siguiente prevaleció una atmósfera tensa e inestable, con
pequeños estallidos dispersos de violencia27. La ira de la multitud se con­
centró en uno de esos momentos en un mulato que había estado en la cár­
cel desde antes del levantamiento. Se le había oído decir a los soldados
encarcelados que si le quitaban sus cadenas y le daban un cuchillo, saldría
a matar a los indios como a animales28. Lo hicieron salir de la cárcel con
engaños y lo mataron inmediatamente, y luego lo colgaron del rollo (pilar
de justicia) simado en el centro de la plaza del pueblo. Aunque los indios
amenazaron varias veces matar a todos sus prisioneros y a los que se rehu­
saran a cooperar con ellos, aparentemente el primero en morir fue el mula­
to. Es fácil imaginar que los indios sentían mayor animosidad en contra de
los cómplices del corregidor, pero quizás el mulato resultó siendo el blan­
co más fácil dado que ya estaba detenido por algún delito y nadie saldría
en su defensa, además de que seguramente era percibido como menos
“español” por los otros vecinos. Matar “españoles” era sin duda una medi­
da extrema, que traía consigo los más graves riesgos políticos, y que los
indios seguramente estaban más dispuestos a utilizar solamente como
amenaza.
De hecho, en varias ocasiones, los insurgentes se detuvieron cuando
estaban a punto de matar a aquellos de quienes habían pruebas de ser sus
enemigos. El vecino Francisco Garicano, quizás el prisionero que atrajo la
mayor atención de los insurgentes, fue señalado para ser ejecutado en un
momento dado. No obstante, en el último minuto, una extraña falta de
resolución o coordinación evitó que los indios llegaran a la acción. Según

182
Proyectos de emancipaáóny - ..(I)

uno de los testigos, “Se los olvidó por la mucha bulla en que andaban, que
no sabían qué hacerse”29. En el caso de comunarios indios que habían trai­
cionado la causa, se agudizó la tensión moral. Después de la ejecución del
mulato, regresaron a la cárcel para sacar a un joven que se había unido a
los soldados en la marcha en defensa del corregidor. Era hijo del cacique
Manuel Mercado de Viacha, y había sido enviado a Caquiavin con un man­
dado relacionado a los padrones del tributo. Lo ataron al rollo de pies y
manos y lo azotaron “a pausas pero con mucha violencia... encargándole
a cada azote muchas cosas”30. Es fácil imaginar que fuesen los ancianos
notables de la comunidad los encargados de azotar tan severamente a este
joven por su traición a las comunidades indígenas. Finalmente, resultó sal­
vado “por milagro” y retornó a la cárcel cuando algunos indios intervinie­
ron a su favor. Otro indio, el alcalde ordinario Valeriano Sirpa, fue tomado
preso y le fue confiscado su bastón de mando después de que tratara de
liberar a los presos de la cárcel. A él también lo arrastraron hasta el rollo,
y sólo escapó con vida “por milagro de Dios”.
Pero al menos en un caso, la multitud no se arredró de aplicar la pena
capital contra un hombre que era más percibido como “español”. La víc­
tima, Josef Romero, era uno de los segundones del corregidor, su tenien­
te de alguacil mayor31. En medio de alarma y gritería, las fuerzas
comunales regresaron de una asamblea y se lanzaron sobre el cautivo.
Apenas hubo traspuesto la puerta de la cárcel, una multitud de hombres
y mujeres lo golpearon con piedras hasta matarlo, y lo colgaron en el
rollo al lado del mulato32.
Las muertes, la violencia y las amenazas de pena de muerte en Caquia-
viri no fueron resultado de impulsos espontáneos y súbitos de una multi­
tud encolerizada, como la que se alzó en Jesús de Machaca para matar al
corregidor. Por el contrario, durante los días de la toma india del poder en
Caquiaviri, los campesinos deliberaban colectivamente en asambleas
comunales sobre las diferentes pautas de acción posibles, antes de decidir
cuál tomar. En este sentido, podemos considerar las muertes, la violencia
y las amenazas como parte de una orientación o agenda política radical,
que vislumbraba conscientemente la eliminación o aniquilamiento de algu­
nos rasgos fundamentales de la dominación colonial. Aunque ésta no fue
la única opción política concebida por los campesinos en Caquiaviri —nos
referiremos a otras más adelante—sí representó una poderosa noción de
transformación social, que también estuvo presente en otros momentos

183
Cuando sólo reinasen los indios

de movilización durante el siglo dieciocho. Esta, agenda se expresó más


clara y razonadamente en Caquiaviri que en ningún otro momento salvo
en 1781, bajo las duras circunstancias de una guerra. Sin embargo, los
comunarios fueron conscientes de esta opción en otros momentos, aun si
las condiciones históricas se prestaban menos a su expresión. Más común­
mente la encontraremos en alusiones irónicas y truculentas, por ejemplo,
cuando para asustar a los españoles los indios amenazaban tomar chicha
en los cráneos de sus enemigos33.
Esta violencia anticolonial se dirigía no sólo contra la gente, sino tam­
bién contra las instituciones coloniales y sus estructuras físicas. Los indios
se enfurecieron en un momento cuando Francisco Garicano intentó aban­
donar la cárcel contrariando sus órdenes. Se alejaron un poco de la cárcel
y comenzaron a apedrear la puerta con sus hondas. Gritaban que “aca­
barían de matar a todos porque la cárcel les había costado su trabajo y que
así la volverían en nada”. La implicación de sus palabras y acciones, con­
cebidas en abstracto, era que tenían tanto el poder como el derecho a eli­
minar a los sujetos, las estructuras y los signos de la sociedad colonial que
los oprimía y que estaba sustentada en la enajenación de su trabajo, de sus
recursos y de su territorio34. Otro ejemplo de esta tendencia radical a la
destrucción total del enemigo identificado fue que, luego de una nueva
pausa en los hechos, los indios bajaron sobre el pueblo una vez más en la
noche del martes para arrasar la iglesia, la casa del párroco y la cárcel.
Recogieron leña y se desplegaron hacia la plaza encendiendo fogatas.
En las filas de las fuerzas comunarias, los desplazamientos erráticos
entre la movilización agresiva y las tentativas de retirada correspondían
parcialmente a las intervenciones contrarias del párroco del pueblo, pero
también tocaban el dilema más amplio de la cristiandad. Como puede
apreciarse de diversas maneras en el curso del levantamiento, este último
problema consistía esencialmente en una profunda ambivalencia acerca de
una religión que a menudo se identificaba con el opresivo orden político,
aunque sin embargo gozaba de indiscutible autoridad espiritual para los
comunarios. Con el fin de comprender la naturaleza de la orientación y del
movimiento político en Caquiaviri, debemos primero detenernos en las
manifestaciones de esta ambivalencia.
Una vez que se desató la insurrección, los vecinos del pueblo buscaron
refugio en la iglesia local y en la residencia del cura párroco. Aunque los
comunarios empezaron por registrar otras casas, también ingresaron a la

184
Proyectos de emancipación y - ..(l)

casa del cura para sacar a los cómplices del corregidor que habían busca­
do refugio allí. Podemos suponer que algunas mujeres y niños se habían
refugiado en la iglesia desde principios del levantamiento, pero los comu­
narios finalmente entraron también a la iglesia para sacar a los vecinos más
buscados, principalmente a Francisco Garicano. Otros de los soldados
fueron sacados a empujones de debajo del palio de la eucaristía, cuando el
cura la sacó de la iglesia para pacificar a la multitud. Al final, entonces, los
comunarios tuvieron algunas reservas al violar un santuario cristiano, aun­
que los imperativos políticos permitieron superar la indecisión.
Cuando el Corregidor Castillo fue muerto, el cura de Jesús de Machaca
(que estaba amenazado también de muerte) huyó inmediatamente a La Paz
con su asistente. En cambio, el párroco de Caquiavin, Vicente Montes de
Oca, se enfrentó a los insurgentes en un intento de conjurar la violencia y
logró temporalmente bloquear la movilización. El párroco, que claramen­
te estaba al tanto de la extrema circunstancia, enarboló los medios más
poderosos a su disposición para disuadir a los comunarios de su empresa.
Al mostrarles la propia eucaristía (“nuestro amo el señor sacramentado ),
los desafió con el aspecto más sagrado y misterioso del ritual y del poder
espiritual del catolicismo. Con esta invocación a Cristo a través de la mani­
festación de la milagrosa transubstanciación de su cuerpo, los comunarios
se enfrentaron al dilema de subordinarse al párroco o proseguir con el sen­
tido de su movilización, contra el deseo aparente del dios cristiano.
La primera vez que el cura presentó a la eucaristía frente a los comu­
narios, el día martes en la mañana en la puerta de la iglesia, se retiraron
para deliberar en una asamblea. Después, en la tarde, más de quinientos
indios retornaron haciendo bulla y conmoción para ejecutar al funciona­
rio del corregidor, Josef Romero, y con la intención de ejecutar a Francis­
co Garicano. Montes de Oca les presentó nuevamente la eucaristía, esta
vez en el propio rollo, donde procedió a dialogar con los indios durante
una hora y media. Luego de agotado el diálogo, el cura se quitó sus vesti­
duras y se arrojó al suelo, diciendo que debieran matarlo antes que a los
otros prisioneros que eran inocentes. Luego de este recurso dramático de
última instancia, los indios se calmaron, se acercaron para besar la custo­
dia y se retiraron una vez más.
Otro testigo declaró, sin embargo, que no todos los insurgentes mos­
traron el mismo respeto por la autoridad espiritual de la iglesia durante este
episodio. Un grupo de ellos, entre quienes posiblemente estaban los din-

185
Cuando sólo reinasen los indios

gentes más activos del movimiento, les dijo a los otros que ‘'los que qui­
siesen obedecer fuesen”; entretanto, ellos se plantaron irreverentemente
frente a la cárcel, sin quitarse siquiera sus monteras35. Como lo vimos ante­
riormente, esa noche los indios retornaron al pueblo con renovado entu­
siasmo, y amenazaron quemar no sólo la cárcel, sino la casa del cura y la
propia iglesia.
No cabe duda que las intervenciones poderosas y audaces del párroco
frustraron el impulso del movimiento en un grado significativo, dividién­
dolo internamente y obligándolo a retirarse y reagruparse sucesivamente.
Es evidente que las creencias y la autoridad religiosa del cristianismo plan­
teaban un dilema mayúsculo para los insurgentes de Caquiaviri. Porque
¿cómo podían levantarse contra la dominación española o contra el orden
político colonial, si éste a su vez dependía de la protección y el sustento de
los poderes religiosos que muchos indios temían, reverenciaban y se
sentían obligados a obedecer? A pesar de ello, los comunarios desafiaron
a los curas en Jesús de Machaca y en Caquiaviri. Amenazaron con demo­
ler el sitio local de culto (habiendo construido ellos mismos la iglesia, al
igual que la cárcel), y algunos despreciaron la reverencia a la eucaristía.
Algunas de las tensiones religiosas que encontramos en el levanta­
miento de Pacajes en 1771, como las que ocurrieron en torno a los san­
tuarios cristianos o la obediencia a los curas, surgieron también en otros
tiempos y lugares durante las movilizaciones comunales del siglo diecio­
cho. Y sin embargo, la profundidad de la ambivalencia religiosa en esas
circunstancias -vacilación entre la reverencia o el repudio a la autoridad
cristianaren lo cual nos recuerdan al movimiento de Chuani)- se
demostro mas dramáticamente en Caquiavin que en ningún otro momen­
to, excepto 1781. Como lo veremos, los temas de la definición religiosa y
del poder espiritual resurgieron, para adquirir un significado crítico en el
curso de la gran insurrección.
Volvamos entonces al tema de las opciones políticas que fueron con-
cebidas o debatidas por los comunarios de Caquiairi. Las autoridades
comunales se desplazaban por los campos aledaños a convocar a los
indios, no sólo de cada una de las parcialidades, sino también de las
h;. cienJes, p.ra rtíuizar sus “cabildos”. El mayordomo de la estancia
Comanchi informó: “[El] día martes en la noche, vinieron tres de dichos
indios a la estancia a persuadir a los indios de ella a que se convoquen
como de otras partes a dicho pueblo de Caquiaviri y ver lo que se ha de

186
Proyectos de emancipacióny ...(I)

hacer de aquellos presos... Miércoles, ayer por la mañana, llegó a la estan­


cia un indio alcalde de Caquiaviri a convocar a los indios de ella. Llevaron
a nueve indios de los que se dicen yanaconas delante de este testigo, quien
los entregó porque no pudo embarazarles”36. Entonces, sabemos que las
decisiones sobre “lo que se había de hacer” eran deliberadas en las asam­
bleas comunales, y que en el curso del levantamiento, los indios retorna­
ron reiteradas veces al pueblo después de sus asambleas, desplegando
nuevas y beligerantes iniciativas.
Ya hemos discutido una de las agendas u opciones políticas radicales,
que en términos generales consistía en la aniquilación de los españoles y
de las instituciones de la sociedad colonial. Un otro punto de vista radical
se expresa en la siguiente impactante proclamación: “Muerto el corregidor
ya no había juez para ellos sino que el rey era el común por quien manda­
ban ellos”. Esta fascinante demanda parece emanar de una interpretación
local de la ideología política española, cuyos orígenes se remontan al esco­
lasticismo medieval, donde se sostenía que el dios cristiano había concedi­
do el poder político sobre el pueblo, que entonces lo delegaba a su
legítimo monarca. En casos excepcionales, por ejemplo si el trono queda­
ba vacante o si el poder real se convertía en tiranía, se justificaba por dere­
cho natural que el pueblo recuperase el poder.
Estas ideas de la soberanía popular circulaban en América del Sur en la
era colonial, como lo atestiguan las revueltas neo-comuneras, dirigidas por
criollos en Paraguay en los años 1720 y 1730 y en la Nueva Granada en
1781, y los levantamientos de independencia durante la invasión napoleó­
nica a España a principios del siglo diecinueve. En el caso poco conocido
que estamos examinando aquí, estas ideas fueron al parecer adoptadas por
los comunarios andinos en una formulación ambivalente en la que se mez­
claban dos nociones distintas. En primer lugar, la comunidad (el común)
decía representar al rey y gobernar en ausencia de la autoridad colonial
ilegítima y ya difunta. En segundo lugar, la comunidad se llamaba a sí mis­
ma Rey. En otras palabras, la soberanía había sido recuperada por el pue­
blo. Este segundo sentido pudo haber desplazado efectivamente al rey, aun
sin deponerlo en forma abierta. La formulación oscilaba entonces entre la
autonomía sin separatismo, por un lado, y por otro, un proyecto explícito
de soberanía comunal37.
Otra de las concepciones presentes implicaba un novedoso sentido de
la integración corporativa con otros no-indígenas bajo la soberanía de la

187
Cuando sólo reinasen los indios

corona, aunque sin la jerarquía tradicional étnico/racial. Según la declara­


ción de un testigo: “Llegó el Secretario don Joseph Rivera de su estancia
a donde, después de haberles amenazado a todos los presos de que les
habían de matar, pasaron dichos indios que se tumultuaron hasta cerca de
doscientos, y después volvieron diciéndoles que ya no les matarían por
dicho secretario [que] les había dicho que eran todos vasallos del rey...”38.
En este contexto, la idea de que “todos eran vasallos del rey” es intrigan­
te, pues su sentido no puede ser explícitamente clarificado por otras evi­
dencias sobre el mismo caso. Incluso la figura del Secretario Rivera resulta
oscura para nosotros; lo más probable es que se tratara de un hacendado
criollo que gozaba del respeto de los comunarios, quizás porque no esta­
ba aliado con el corregidor. El título que ostentaba Rivera es también de
origen incierto. Es posible que el título de “secretario” le fuera otorgado
por los mismos comunarios, como se llegó a hacer en el caso de otros
vecinos de Caquiaviri.
Pero de inicio, esta idea contrasta con la opción de aniquilar al enemi­
go y no implica una ruptura total con la autoridad política colonial en últi­
ma instancia, dado que el rey mantenía su elevado prestigio político. Por lo
tanto, difiere de la noción de que “el rey era el común por quien manda­
ban ellos”. Pero ¿qué querían decir los comunarios cuando dijeron que no
matarían a los prisioneros, porque “todos eran vasallos del rey”? Sería muy
superficial pasar por alto este comentario como una excusa sin importan­
cia para evitar las graves consecuencias de una matanza, o como un recur­
so directo y convencional a las fórmulas y normas políticas y legales. En
las circunstancias extraordinarias de una insurrección, los indios clara­
mente entendían algo más con esta idea. Es también digno de notar el
hecho de que los indios no recurrieron a ninguna referencia moral cristia­
na para justificar el cambio de posición; antes bien, al hacerlo estaban arti­
culando un criterio político explícito.
La idea de que “todos eran vasallos del rey”, como fue entendida por
el propio Rivera, pudo o no haber coincidido con la glosa que de ella
hicieron los indios. Para ambos, posiblemente implicaba la coexistencia
de indios y no indios en un cuerpo político unificado, es decir, en cierto
tipo de integración política que habría también preservado las esferas
relativamente distintas de ambos sujetos sociales colectivos (indios y
españoles), que se constituyeron en el curso de toda la historia colonial.
En este sentido, se ajusta al discurso político colonial convencional. Pero

188
Proyectos de emancipacióny ,..(1)

para los comunarios insurgentes, también pudo haber contenido un


poderoso significado subversivo. En primer lugar, sugiere una igualdad
entre todos los súbditos del rey, sean indios o no indios, y por lo tanto
implica el desmantelamiento de la jerarquía colonial de castas. En segun­
do lugar, pasó por alto toda referencia a las instancias políticas de menor
jerarquía en la estructura de la autoridad colonial (como ser el corregidor,
la audiencia o el virrey). En este sentido, puede verse también un com­
plemento en el grito que se profirió en los inicios de la revuelta, “Muer­
to el corregidor ya no había juez para ellos”. Aun si el concepto de la
integración e igualdad corporativa bajo la soberanía del rey no planteaba
una ruptura total con la autoridad política colonial, ni una renuncia a su
expresión última (el mismo rey), la noción comunaria dejaba abierta la
posibilidad de que emergieran relaciones sociales totalmente nuevas y
diferentes. Y en la medida en que la esfera indígena fue concebida como
una esfera separada, aunque igual y no sujeta a las imposiciones de las
autoridades coloniales regionales, lo que tenemos aquí es en realidad una
visión indígena de sustancial autonomía. En este sentido, la autonomía no
indicaba simplemente una separación; aun si el distante y simbólico poder
del rey no llegó a ser repudiado, en los hechos se estaba ante una pro­
puesta efectiva de autogobierno.
¿Cómo se imaginaban estas relaciones sociales y políticas totalmente
nuevas y diferentes? El mismo documento que hemos estado examinando
prosigue: “... después volvieron diciéndoles que ya no les matarían por
dicho secretario [que] les había dicho que eran todos vasallos del rey, pero
que han de salir vestidos de indios de mantas y camisetas a mancomunar­
se con ellos, y así mismo habían de pasar al mismo efecto al pueblo de
Jesús de Machaca”. Lo que surge entonces es una idea fundamental de
asociación y hermandad, definida en términos indígenas, que es distinta de
la idea de aniquilar al enemigo. No queda totalmente claro si la noción de
“vasallos del rey”, a la que no hacen más alusión los documentos, perdió
terreno en la conciencia política indígena luego del decisivo encuentro con
el secretario Rivera, o si pudo haber surgido sutilmente junto a esta nueva
noción de integración corporativa y unidad —a la que se refieren los docu­
mentos como “mancomunidad”—para orientar y organizar las acciones
insurgentes en los próximos días.
Examinemos entonces alguna evidencia adicional sobre el proyecto
indígena de mancomunidad. Quizás ya el mismo lunes, los insurgentes

189
Cuando sólo reinasen los indios

tenían una lista de vecinos que uno de ellos, Gregorio Hinojosa, había
escrito bajo amenazas de sus captores. Desde la puerta de la cárcel, tocan­
do caja y clarín, los indios convocaron a todos los vecinos por su nombre
para presentarse y “hacer amistad” con ellos. El miércoles por la mañana,
un grupo de vecinos que habían huido a la estancia Comanchi recibieron
noticias de sus mujeres de que los indios las estaban convocando “para
hacer amistad”. Si no regresaban al pueblo, los indios amenazaban con
salir a buscarlos, hacienda por hacienda, para colgarlos como perros, que­
mar sus casas y destruir sus rebaños de ganado. Temiendo represalias, la
mayoría de ellos retornaron al pueblo.
Esa misma mañana, la confederación de ayllus y comunidades se reu­
nió en un cabildo. Los insurgentes determinaron emitir una orden de que
todos los vecinos del pueblo tomaran juramento de residencia y obedien­
cia, y que se vistieran a la usanza de los indios: “Mandaron que todos los
vecinos jurasen el domicilio y sujeción a ellos, vistiendo mantas, camisetas
y monteras, y sus mujeres de axsu a semejanza de ellos, y que así saldrían
libres con vida”. Las órdenes se ejecutaron entonces, y los vecinos perdo­
nados, ahora con su cambio de traje, fueron liberados de la cárcel39.
En respuesta al desafío de cómo reconstruir las relaciones sociales y
políticas después de la insurrección, es notable la creatividad cultural de la
solución propuesta por los insurgentes de Caquiaviri. Esta solución se
implementaría una vez más en 1781, aunque este es el primer caso cono­
cido de una política comunal para los no indígenas, que incluía la residen­
cia en la comunidad, la adopción del vestido étnico y la asimilación
cultural40. Dentro de los límites de lo que percibían como su propio terri­
torio y esfera política, los indios estaban dispuestos a incorporar a gente
de afuera como nuevos miembros de sus comunidades, en lugar de elimi­
narlos del todo, pero a condición de que adoptaran los códigos, normas y
responsabilidades sociales indígenas, y hasta cierto punto, la propia identi­
dad india. El aspecto coercitivo de esta mancomunidad no era de ningún
modo inconsistente con las prácticas consuetudinarias. En la cultura polí­
tica comunal, la coerción podía ser una parte regular del proceso de nego­
ciación del consenso, o del logro de una correlación hegemónica de
fuerzas emergente de una situación de conflicto11. Esto puede verse en
otros casos de movilización, por ejemplo en el cerco de Chulumani, cuan­
do los comunarios reticentes fueron persuadidos a incorporarse bajo ame­
naza de perder el acceso a tierras comunales. El pertenecer a la comunidad

190
Proyectos de emancipacióny ■••(!)

y tomar parte de sus derechos, beneficios y lazos de solidaridad colectivos


traía consigo una seria obligación moral de respetar el consenso negocia­
do y de actuar conforme a las resoluciones de la comunidad, pues hacer lo
contrario podía provocar censura. En cierto sentido, los vecinos estaban
siendo incorporados a la comunidad como forasteros y, al igual que los
forasteros indígenas, se exigía que mantengan una relación de relativa
subordinación, siguiendo las directivas de los miembros más establecidos
y antiguos de la comunidad. Esta analogía con los forasteros permite resal­
tar aún más cómo es que se estaban estableciendo relaciones sociales y
políticas sin precedentes en Caquiaviri, moldeadas en el marco cultural
andino de la comunidad42.
Luego de que se liberara a los presos de la cárcel, el siguiente episodio
hizo aún más explícitos los términos comunitarios de las nuevas relacio­
nes sociales establecidas por los insurgentes, y puso en evidencia otra
agenda política importante de los comunarios. De entre los presos que se
sacaron vestidos con ropa indígena, los insurgentes agarraron a Manuel
Uñarte y lo pusieron por delante como su capitán. Entonces se produjo
una pelea entre las dos parcialidades, sobre a cuál de ellas debía pertene­
cer Uñarte. Lo arrastraron de una a otra esquina de la plaza, pues cada
esquina representaba el espacio o jurisdicción ritual de una de las dos par­
cialidades rivales. En medio de la disputa, lo llevaron al rollo con la inten­
ción de matarlo, y entonces la fuerza superior de una de las parcialidades
logró que sus miembros lo rescaten nuevamente y lo hagan jurar, siempre
con caja y clarín, a ser su capitán. Continuaron nombrando a Francisco
Garicano y Gregorio Hinojosa como secretarios (seguramente Garicano
sabía escribir, al igual que Hinojosa), uno para cada parcialidad. Las cere­
monias continuaron, acompañadas de música, y la nueva comunidad de
españoles (“‘machaca común’ que quiere decir nuevo común de españo­
les”) fue obligada a armarse de hondas, macanas y garrotillos. En prepa­
ración para la guerra que habría de llevarse a cabo con los soldados de la
ciudad de la Paz, los insurgentes ordenaron también que en la plaza del
pueblo se juntaran piedras43.
En este proceso de constitución consciente de nuevos sujetos y rela­
ciones sociales —tan extraordinario en su creatividad que merece ponerse
en relieve—, el resultado final de la mancomunidad entre indios y no indios
fue el surgimiento de una nueva comunidad de españoles sub sumida den­
tro de una formación política comunal mayor y más abarcante. Si recor­

191
Cuando sólo reinasen los indios

damos la segmentación vertical de la organización social andina y la mul-


tivocalidad de la noción de comunidad que se le asocia (ver capítulo 1),
podemos explicar cómo la identidad de los no indígenas podía ser simultá­
neamente reproducida y transformada a través de esta incorporación cul­
tural. En un nivel “más alto” de organización y significación social, los
vecinos del pueblo, habiendo adoptado los códigos culturales y políticos
de la comunidad, asumían una identidad “india”. La forma y la textura de
sus vidas se convertía así en parte de un tejido de diseño integrado que,
por así decirlo, era urdido, tejido y usado por los indios. Pero además, en
otro nivel relativamente más “bajo” e “interno”, la incorporación no
quería decir la aniquilación de la identidad previa, dado que la nueva comu­
nidad estaba enteramente compuesta de mestizos y criollos. La situación
de los nuevos miembros de esta comunidad mayor era entonces análoga a
la de un ayllu de forasteros, que se distinguía del ayllu de los originarios.
Fue la hegemonía cultural y política de los comunarios aymaras que, en
las circunstancias excepcionales de este tiempo, permitió esta solución de
mancomunidad, que implicaba una incorporación cultural así como una
orientación final muy importante que podríamos llamar “el mandar desde
abajo”. Con este elemento final, las relaciones políticas en Caquiaviri sin
duda llegaron a ser análogas a la exclamación inicial de los insurgentes:
“Muerto el corregidor ya no había juez para ellos sino que el rey era el
común por quien mandaban ellos”. Las decisiones políticas se debatían y
llevaban a cabo en los cabildos, donde participaban indios de todos los
ayllus y haciendas adscritos al pueblo. Los vecinos fueron físicamente inte­
grados, inducidos ceremonialmente a oficiar como autoridades y funcio­
narios (capitán y secretarios, para ser más precisos), y obligados a hacerlo
por una base comunal relativamente coordinada. Parece especialmente lla­
mativo el hecho de que los mestizos y/o criollos pudieran ser colocados a
la cabeza de un movimiento indio. Aunque fueron identificados como
indios a través de la incorporación cultural, nadie podría negar su identi­
dad simultánea como españoles. Si su autoridad no era vista como contra­
dictoria con la fuerza política india, esto se debía a que las relaciones de
autoridad y poder estaban siendo reestructuradas en estos momentos,
dertro de Ir. p *cpia estructura y cultura política de la comunidad. Fue la
noción, en proceso de formación, de un mando desde abajo (más que un
control “sobre”) lo que hacía posible que Uñarte, al igual que los secreta­
rios, sea designado para “servir” como autoridad.

192
Proyectos de emancipacióny ■-■(!)

El caso de Caquiaviri también nos permite poner en evidencia una


disociación, tanto práctica como históricamente nueva, entre la autori­
dad y el liderazgo políticos, que anteriormente habrían estado unidas en
la persona del cacique. La familia del cacique no tomó partido a favor de
la comunidad, y en los hechos fue también tomada presa por los indios.
El capitán designado Manuel Uñarte fue colocado a la cabeza de las
fuerzas insurgentes, y sin duda ocupó un sitio de honor como máxima
autoridad de las comunidades. Empero, estaba sujeto a las determina­
ciones de la comunidad, y el poder real para dirigir la campaña no esta­
ba concentrado sólo en sus manos. Habíamos hecho notar la presencia
de dos alcaldes indígenas durante la insurrección: uno se movía por los
distritos rurales convocando a los indios al cabildo comunal; al otro le
confiscaron su bastón de mando y casi lo ejecutaron en el rollo, por
actuar en contra de la comunidad. Estas referencias al capitán y a los
alcaldes evidencian características comunes con el resto de autoridades
comunales: su prestigio simbólico, su servicio y cumplimiento de fun­
ciones establecidas, y la posibilidad de ser controladas políticamente por
la comunidad (ver capítulo 2).
Ni la familia del cacique, ni las autoridades (el capitán Uriarte y los alcal­
des) ejercían un liderazgo político real en Caquiaviri. Un dirigente era el
que tomaba la iniciativa al definir la agenda política, decidir un curso de
acción-y obviamente, bajo ciertos límites, controlar a la colectividad. Por
lo tanto, un dirigente político poseía un poder real sobre los demás, tal
como el cacique lo había hecho consuetudinariamente, y como las nuevas
figuras dirigentes lo estaban haciendo en estos momentos excepcionales
de movilización. Estos dirigentes podían ser ancianos respetados y expe­
rimentados, como Pascual Escobar o Felipe Ali, que desempeñaron un
papel prominente en la movilización de Chupe dé 1771, o figuras dinámi­
cas, nuevas y jóvenes, tales como Juan Tapia en Chulumani, o el propio
Tupaj Katari. Los temas del mando desde abajo y las cambiantes repre­
sentaciones políticas, nos permiten llegar a una importante conclusión: la
cuestión de la autoridad y el poder político reconstituidos por los ayllus de
Caquiaviri se fue planteando de tal manera que nos revela una nueva cul­
tura política emergente en la era de la crisis del cacicazgo (ver capítulo 7).
Las acciones y las declaraciones de los insurgentes de Caquiaviri refle­
jan un conjunto de orientaciones y opciones políticas conscientes que, ya
sea por separado o en conjunto, podían adquirir el rango de un programa:

193
Cuando sólo reinasen los indios

aniquilación del enemigo; igualdad racial y autonomía como vasallos del


rey; hermandad con los no indígenas (mancomunidad); incorporación cul­
tural a la comunidad; y mando desde abajo. Caquiaviri se nos presenta
como un caso especialmente interesante dado que estas orientaciones, con
su fuerza democrática y comunitaria, eran con toda claridad iniciativas des­
de la base, concebidas por comunarios campesinos en ausencia de un lide­
razgo establecido o de una jerarquía de arriba a abajo. De todas las
opciones que enfrentaron, algunas seguramente se habrían desarrollado
menos que otras. La idea de que “todos eran vasallos del rey” es la que
menos respaldo documental ofrece. Parece haber involucrado menos a los
insurgentes que la idea de una mancomunidad local. Pudo también haber
sido súbitamente rebasada por los antagonismos y las inclinaciones a la
aniquilación del enemigo. Tal como lo indica esta última posibilidad, podía
darse un movimiento pendular entre una y otra posición, aunque parezcan
contradictorias44. Estos elementos, aunque separados analíticamente, en
realidad podían combinarse de diversas maneras. La idea de ser todos
vasallos del rey pudo haber convergido con la noción de mancomunidad,
pero la mancomunidad en ultima instancia llego a implicar la incorpora­
ción cultural y el dominio desde abajo.
No queda claro si prevaleció una sola agenda, dado que existe poca evi­
dencia sobre qué desenlace tuvo el conflicto después de ese miércoles. Los
indios no fueron subyugados de inmediato, y continuaron recibiendo
informes de sus espías en la ciudad, y preparándose para un choque con
las milicias españolas que llegarían de allí. En el pueblo mismo, el proyec­
to de relaciones sociales y políticas reconstituidas, que implicaba una
incorporación cultural de los vecinos y el mando desde abajo de los indios,
parece haber persistido (quizás en conjunción con la amenaza de aniquila­
ción). El viernes, los indios soltaron a Manuel Tilas de la cárcel, vestido de
indio como los otros vecinos, y le asignaron la tarea de cuidar la cárcel45.
Las acciones objetivas del levantamiento de Pacajes, con la muerte del
corregidor y la toma de la capital provincial, fueron mucho más lejos que
cualquiera de las otras movilizaciones comunales en La Paz en el siglo die­
ciocho, hasta la insurrección general. No obstante, los límites del movi­
miento de Caquiaviri en 1771 fueron también significativos. En él se
debatieron y estuvieron presentes diferentes visiones políticas, lo que no
era el caso en Jesús de Machaca en esos mismos momentos, aunque los
indios tropezaron con dificultades para lograr una posición consistente

194
Proyectos de emancipacióny ...(I)

que estuviese a la altura de los desafíos que se les presentarían. El movi­


miento estuvo plagado de vacilaciones, avances y retiradas tentativos, y una
yuxtaposición de elementos a menudo incompatibles. La ambivalencia
hacia la autoridad espiritual cristiana era un reflejo de las incertidumbres
políticas más amplias. La de Caquiaviri no fue una movilización tan súbi­
ta y espontánea como muchas otras del siglo dieciocho, aunque en un sen­
tido los campesinos sin duda estaban inseguros sobre cómo proceder una
vez que el poder estuvo en sus manos. Esta dificultad de construir un pro­
grama político coherente se conectaba con la ausencia de un liderazgo
sobresaliente, capaz de coordinar y dirigir las fuerzas comunales. La sóla
experiencia de un poder de este tipo en manos de los indios, y su incapa­
cidad por ejercerlo de un modo más efectivo, pudo haber estimulado a
algunos comunarios aymaras más comprometidos y con mayor visión a
desplegar mayores esfuerzos organizativos en preparación para una aper­
tura política futura. Esto también sería probable en el caso del propio
Tupaj Katari.
Hacia fines de los años 1770, las circunstancias históricas, tanto en lo
político como en lo cultural, se estaban desarrollando en sentido de una
coyuntura aún más intensa de crisis. Las agendas políticas comunales que
se elaboraron en las décadas anteriores retendrían su relevancia, y Tupac
Amaru articularía con fuerza un programa político coherente y una posi­
ción consistente con referencia al dilema religioso, estableciendo un pun­
to de referencia para otros sectores de la sociedad andina colonial.
Asimismo, surgiría un liderazgo que asumiría la tarea de la transformación
social. Y finalmente, se daría un nuevo factor de fundamental importan­
cia: la mística del retorno del Inka como Rey del Perú.
En Ambaná, Chulumani y Caquiaviri, podemos identificar un conjun­
to central de opciones políticas anticoloniales antes de 1781: la eliminación
radical del enemigo colonial, la autonomía regional indígena —que no nece­
sariamente cuestionaba a la corona española—y la integración racial/étni­
ca bajo hegemonía indígena. Estas opciones no contenían una posición
religiosa única o fija, aunque el desafío al culto católico en Ambaná resul­
ta excepcional para el siglo dieciocho, mientras que la ambivalencia que se
hace evidente en Caquiaviri fue más común en las épocas de movilización.
La importancia de estas distintas agendas y proyectos políticos consiste en
que expresaban una gama de puntos de vista sobre lo que era posible en
una sociedad nueva y transformada: se trata de visiones campesinas en tor­

195
Cuando sólo reinasen los indios

no a la utopía andina. Estas visiones políticas se hicieron también presen­


tes en la gran insurrección, pero ahora debe quedar claro que 1781 no fue
la primera t ez que salieron a la superficie. Por el contrario, surgieron antes
y se desarrollaron durante un importante y prolongado proceso de luchas
en el siglo dieciocho. Aunque han recibido poca atención en la literatura
académica, su existencia revela no sólo una cultura política compleja y una
rica imaginación política que tomó forma en oposición a la opresión colo­
nial, pero también un vasto horizonte político que iba más allá de ella.

Una revisión de los proyectos insurreccionales en 1781

Para comprender la naturaleza y metas específicas del


movimiento de Tupaj Katari en La Paz, y con el fin de examinar las tesis
historiográficas dominantes sobre La Paz como región y su papel en la
insurrección general, debemos primero colocar al movimiento en relación
con otros proyectos y experiencias regionales en 1781. En esta sección
presentaremos los casos comparativos de Chayanta, el Cusco y Oruro,
concentrándonos en aspectos claves de la estrategia y el programa políti­
co de los insurgentes. Las instituciones coloniales identificadas como las
más repudiables, los espacios más altos de la autoridad colonial y la acti­
tud hacia los criollos, o españoles nacidos en América, constituyen un con­
junto de preocupaciones a las que prestaremos atención. De inicio, no
obstante, debemos hacer notar otra característica fundamental de la con­
ciencia política indígena en vísperas de la insurrección.
Todo análisis de una coyuntura revolucionaria debe tomar en cuenta las
visiones más amplias que encendieron y sostuvieron los compromisos
populares. Romper con el pasado y renunciar abiertamente a las condicio­
nes existentes, arriesgando las represalias de las autoridades establecidas,
exigía el surgimiento de una visión alternativa, capaz de capturar la imagi­
nación colectiva. En el tiempo de la insurrección pan-andina, una visión
milenarista es lo que construyó la lógica y el curso de la historia, así como
la confianza en el futuro. Era por lo tanto fundamental en hacer que la
insurrección fuese percibida por gran parte de la población como un cur­
so de acción apropiado y viable46.
En ninguna de las anteriores movilizaciones políticas campesinas de La
Paz encontramos el motivo de la emancipación como un retorno del Inka.
Esta posibilidad pudo haber sido familiar para aquellos que criticaban la

196
Proyectos de emancipacióny ■•■(!)

dominación colonial, ya que la demanda de la soberanía política Inka había


surgido en 1739 con la conspiración dirigida por Juan Vélez de Córdoba
en la vecina Oruro, tal como había surgido en el movimiento de Juan San­
tos Atahualpa en el Perú central a mediados del siglo; pero nunca se mate­
rializó en la región de La Paz, incluso durante el momento anticolonial
radical de 177147. Es de fundamental importancia reconocer, sin embargo,
que hacia fines de los años 1770 se estaba desarrollando en los Andes del
sur un nuevo sentimiento milenarista, que incluía el presentimiento de una
restauración Inka. La convergencia entre estas nociones de la utopía andi­
na y de la autoridad política neo-Inka contribuiría a una coyuntura general
insurreccional más dramática que nunca.
En 1776 ya circulaban rumores sobre la llegada inminente de un tiem­
po crítico de total revuelta (hambruna, enfermedad y humillación para los
indios), que permitiría la expulsión de los españoles del Perú y el retorno
legítimo del Inka a su trono. En una taberna del Cusco, por ejemplo,
alguien predijo: “Todos los indios de este reino se habrían de alzar contra
los españoles y se les había de quitar la vida, empezando por los corregi­
dores, alcaldes y demás gente de cara blanca y rubios. Que en esto no
tuviesen dudas, pues tenían los indios del Cusco nombrado Rey que los
gobernase”. Esta revuelta del tiempo-espacio, que inicialmente se espera­
ba que ocurriría en 1777 (el año de los tres sietes), fue pronosticada en las
profecías de Santa Rosa y San Francisco Solano48. No es difícil imaginar
que la revuelta política que se vivió entre 1777 y 1780 —incluyendo los dis­
turbios de La Paz en 1777, 1778 y 1780 en torno a las reformas borbóni­
cas— fuera interpretada como una confirmación de las profecías del
cataclismo49. En La Paz, como veremos, Tupaj Katari tenía una gran fe en
estas profecías de transformación histórica.
Otra idea influyente en este período, que podía combinarse con la
espectativa milenarista, era la visión de que los españoles habían adquirido
el reino ilegítimamente, y que los herederos de la dinastía Inka seguían
siendo los gobernantes legítimos50. En Huarochirí (Bajo Perú), un conspi­
rador contra el gobierno colonial afirmó que “se habrían de cumplir las
profecías de Santa Rosa y Santo Toribio reducidas a que la tierra volvería
a sus antiguos poseedores, respecto a que los españoles la habían ganado
mal y en guerra injustamente hecha a los naturales que vivían en paz y
quietud”51. El propio Tupac Amaru, en su edicto de coronación, proclamó
que “los Reyes de Castilla me han tenido uruspada la corona y los domi­

197
Cuando sólo reinasen los indios

nios de mis gentes cerca de tres siglos”52. En La Paz, los dirigentes anima­
ban a los combatientes indios, asegurándoles “que nuestro Rey Señor tenía
este reino mal ganado, y que ya era tiempo se cumpliesen las profecías”53.
Por lo tanto, la insurrección era vista como un suceso que cerraba una era,
iniciada con la invasión española del siglo dieciséis, y que se iniciaba una
nueva era en la que la justicia sería restaurada. Es éste el sentido que tuvo
la guerra de 1781 para uno de los coroneles de Tupac Amaru, Diego Quis-
pe el Joven, quien la describió como una “nueva conquista”54. En el acá­
pite anterior de este mismo capítulo, la evidencia nos reveló que los
comunarios ya habían anticipado la llegada de un punto de quiebre histó­
rico, un momento de transformación política y de fin de la dominación
colonial. En Ambaná, declararon que “a ellos les tocaba el mandar”, mien­
tras que en Chulumani se levantaron bajo el anuncio de que era “ya oca­
sión de libertarse de la opresión de los españoles”. Por ello, la impactante
aparición de Tupac Amaru otorgó un nuevo poder a las expectativas
comunales, ya que parecía reafirmar las profecías y las perspectivas de una
transformación política radical.

Chayanta: Autonomía y lealtad al rey

El movimiento de Tomás Katari en Chayanta podría haber


añadido leña al fuego de la visión de que una nueva era estaba comenzan­
do. Las batallas de Katari contra los funcionarios regionales y locales abu­
sivos comenzaron en 1777, cuando luego de regresar de un notable viaje
a pie hasta las cortes de Buenos Aires, proclamó: “Ahora traigo nuevo
mando del señor virrey, que ya no ha de ser como antes todo ladronicio”55.
Bajo la conducción de Katari, la autonomía indígena parecía estar vol­
viéndose una realidad hacia 1780: las comunidades obligaron a renunciar
a los caciques ilegítimos que actuaban en complicidad con el corregidor;
depusieron al propio Corregidor Joaquín Alós y actuaron con el fin de
impedir que los sucesores designados por las autoridades asumieran el car­
go; en ausencia de control colonial efectivo, Katari llegó a gobernar la pro­
vincia prácticamente por sí mismo56.
A medida que crecía su estatura política y jurisdicción informal entre
xas coiauniüaúis, no sóio de Chayanta sino de las provincias circundantes,
Katari comenzó evidentemente a ser visto como un salvador, investido de
poder tanto secular como espiritual. Un cacique rival lo llamó “indio idó­
latra, brujo . Según otros informes, fue venerado en vida —sus seguidores

198
Proyectos de emancipacióny ... (7)

lo llamaban rey y otros “nombres divinos”, le besaban los pies y las vesti­
duras, y buscaban su juicio como si fuera un oráculo—y después de su ase­
sinato corrieron rumores de que había resucitado57. El renombre de Katari
llegó hasta Sicasica en las fases tempranas de la insurrección de La Paz58.
Chayanta ha sido considerada convencionalmente como uno de los
principales teatros regionales de la gran insurrección, aunque los objetivos
y el significado del movimiento de Tomás Katari no han sido totalmente
esclarecidos en la historiografía. Considerando que, de una parte, Katari se
enfrentó firmemente con el corregidor provincial y sus agentes, así como
con la propia Real Audiencia, y que de otra parte, demostró consistente­
mente su lealtad al virrey y a la corona, ¿podemos decir que Katari dirigió
un movimiento anticolonial o políticamente subversivo? Su compromiso
con la manifestación más alta de la autoridad colonial iba de la mano con
su énfasis en la lucha política legal y con sus esfuerzos por cumplir con las
exigencias estatales de tributo y mit’a. Al mismo tiempo, empero, en
ausencia de una autoridad colonial efectiva a nivel regional, Katari asumió
funciones políticas y una jurisdicción política que excedían claramente sus
atribuciones legales como cobrador de tributos y cacique de Macha.
El tributo indígena se convirtió en un asunto clave en la disputa de
Chayanta. Los enemigos de Katari lo presentaban como un “rebelde” con­
tra la corona, denunciando que seducía a los indios con promesas de reba­
jar el tributo. Katari respondía que eran los funcionarios corruptos y
desobedientes quienes se apropiaban indebidamente de los ingresos del
tributo y rehusaban a cumplir órdenes superiores, como las que emitieron
en su favor los oficiales de las Cajas Reales o el propio virrey. Como prue­
ba de su sinceridad, se aseguró de que su comunidad pagara el monto
correcto de tributo, que de hecho resultó ser una suma más alta que la que
pagaban con anterioridad. Aunque Katari mantuvo el compromiso de
cumplir con las exigencias del tributo y la mit’a, en cambio se opuso a los
pagos por el reparto del corregidor, e intentó influir en la designación ofi­
cial del magistrado provincial. Asimismo, insistió en la necesidad de repre­
sentantes legítimos de las jurisdicciones indígenas, lo que implicaba poner
fin a los abusos de usurpadores mestizos que ocupaban los cacicazgos y
lograr la adhesión de otras autoridades indígenas locales. Pero a pesar de
las demostraciones de lealtad de Katari y de las distorsiones interesadas
que hicieron las autoridades regionales sobre sus intenciones, la cuestión
subyacente era quién detentaba el poder en la región, y no cabía duda que

199
Cuando sólo reinasen los indios

el control del estado estaba en retirada. Su poder político, su autoridad


simbólica, y la autonomía práctica que logró para las comunidades indíge­
nas a través de su astuta e incansable campaña llegaron a representar un
seño desafío al orden colonial59. .
Aun después de la confrontación armada de Pocoata, en agosto de
1780, en la que el Corregidor Alós fue tomado preso por los indios y lue­
go intercambiado por la liberación de Katari, el dirigente indígena siguió
alegando que no había ninguna insurrección en la región. No obstante, a
medida que la polarización crecía, se volvía cada vez más difícil para Kata-
ñ contener la animosidad comunal hacia las autoridades enemigas, y cal­
mar las demandas de liberarse de las exacciones coloniales, incluyendo el
tributo a la corona60. Con el asesinato de Katari en enero de 1781, el nue­
vo liderazgo adoptó abiertamente una postura anti-española y reconoció a
Tup’ac Amaru como su soberano nativo.
En el contexto insurreccional de 1780-1781, la singularidad del caso de
Chayanta consiste en que en su génesis no fue una irradiación del movi­
miento de Tupac Amaru. Originalmente se desarrolló en forma indepen­
diente y con una dinámica que se asemeja estrechamente a la que vimos en
la fase preinsurreccional de la lucha. Surgió del conflicto con el aparato
político regional de la dominación colonial y del derrumbe de las estruc­
turas comunales de mediación y representación política. A diferencia de
Tupac Amaru, que albergaba intenciones separatistas desde el inicio,
Tomás Katari mantuvo su buena fe en la corona, y llegó a extremos para
cumplir lo que percibía como sus obligaciones. No obstante, en el curso
de una notable lucha para lograr que se haga justicia, la autoridad colonial
regional se desbarató, y el proyecto de Katari se convirtió en un fenóme­
no sin precedentes de poder político indígena y de autonomía bajo la coro­
na. Vimos ya que se había producido una evolución notable hacia la
autonomía en Pacajes en 1771; pero la experiencia de Chayanta, bajo el ,
excepcional liderazgo de Tomás Katari, llegó mucho más allá en su clari­
dad, coherencia y realización práctica.

Cusco: la restauración del Inka

El 4 de noviembre de 1780, José Gabriel Tupac Amaru


capturó al corregidor de la provincia de Tinta, Antonio de Arriaga, e ini­
ció su movimiento como heredero de la corona de los reyes nativos del

200
Proyectos de emancipacióny .-.(I)

Perú. Aunque no anunciara públicamente su separación de la corona de


España, se comportó como sólo un monarca lo haría, y la población reco­
noció de inmediato sus aspiraciones reales. Tupac Amaru comenzó ase­
gurándose victorias militares y la adhesión de los indios, mestizos y criollos
en el distrito sur de la ciudad del Cusco. Un inirial momento culminante,
en el que al parecer se confirmó la abrumadora superioridad de las fuer­
zas indígenas y la naturaleza providencial de su movimiento, llegó a ser tan
intenso que quizás infundió en los participantes nna cierta complacencia
acerca de la continuación de la guerra51. No fue capaz de capturar la
estratégica ciudad capital; pero las provincias del sur se entregaron a las
tropas indígenas leales al Inka. A lo largo de la lucha, su arraigo político se
extendería hasta Arica, Tarapacá y Atacama en la costa; los valles de Char­
cas como Larecaja, Yungas y parte de Cochabamba hacia el este; y hacia el
sur hasta Jujuy y Salta, con ecos en Mendoza en el nuevo Virreinato del
Río de la Plata;-El movimiento también cosechó simpatías en la sierra cen­
tral y norte del Perú, y sus repercusiones se sintieron incluso hasta el
Virreinato de Nueva Granada en el extremo norte.
En palabras del propio Tupac Amaru: “Era llegado ya el tiempo en que
debían sacudir el pesado yugo que por tantos años sufrían de los españo­
les”62. A fines de 1780, ciertamente parecía que la promesa milenarista de
la revolución, la redención y la justicia estaba comenzando a cumplirse63.
Aunque las comunidades de La Paz no se unirían a la insurrección sino
hasta febrero de 1781, hacia fines de 1780 se dieron algunos indicios del
entusiasmo por la soberanía Inka en la región. Los indios de Sicasica pidie­
ron que su corregidor, Ramón Anchoríz, devuelva una parte del tributo
que le habían entregado; la mitad de esa suma podía quedársela el corre-
-gidor para que a su vez la enviara al rey de España, pero la otra mitad debía
ser entregada a su rey Inka64.
Así como existe una gran disputa acerca de las intenciones políticas de
Tomás Katari, tanto por sus contemporáneos en el siglo dieciocho como
por los estudiosos de hoy, existen también hondas discrepancias sobre si
Tupac Amaru se mantuvo leal a la corona o si abrigaba tendencias sepa­
ratistas65. En los años anteriores a la insurrección, cuando ocupó el cargó
de cacique en los pueblos de Surimana, Pampamárca y Tungasuca (Tin­
ta), Amaru hizo grandes esfuerzos para lograr él reconocimiento por la
audiencia de su legítima descendencia del tiünco original de la dinastía
Inka que gobernó el Perú hasta el siglo dieciséis. Asimismo, encabezó una

201
Cuando sólo reinasen los indios

petición de los caciques de la provincia en la que denunciaban la intole­


rable carga de la mit’a de Potosí para sus súbditos, exigiendo su abolición.
Esta campaña ante el Visitador Areche y el Virrey Guirior, empero, no
llegaría muy lejos. Aunque familiarizado con el funcionamiento interno
de las cortes coloniales y de la administración estatal, es posible que
Tupac Amaru, consciente de su distinguida herencia histórica y sintién­
dose en el deber de defender a los pueblos del Perú, sufriera crecientes
frustraciones, ante las dificultades de generar reformas en el Perú colonial
de los años 1770. No obstante, cuando tomó la irreversible decisión de
ejecutar al Corregidor Arriaga y anunciar en público sus derechos a la
herencia real, señaló que estaba actuando como comisionado de la más
alta autoridad colonial. Declaró en falso reiteradas veces, al proclamabar
que el rey le había dado cédulas y órdenes que le autorizaban a extirpar el
“mal gobierno” en el Perú.
Hay muchas razones que explican esta duplicidad. Tupac Amaru com­
prendía el profundo respeto que la mayor parte de la población campesi­
na indígena sentía por el rey de España quien, después de todo, era
asociado frecuentemente en los discursos coloniales con el dios cristiano,
como una de las dos magestades”. Como su soberano señor, a quien
cumplían en entregar el tributo, fue percibido como un patriarca supremo
y garante final de la justicia y de sus derechos a la reproducción económi­
ca y política de sus comunidades. Como vimos en el capítulo anterior, las
movilizaciones comunales del siglo dieciocho se dirigieron principalmente
contra los abusos de los funcionarios locales y regionales del gobierno,
más que contra de la autoridad colonial en su conjunto; para los comuna­
rios indígenas, era perfectamente concebible que si el distante rey del des­
conocido reino de España tan solo supiera del mal gobierno de sus
ministros, naturalmente intervendría para castigarlos. Por lo tanto, en lugar
de desafiar directamente la noción del poder del rey de España, con sus
aspectos temibles y benevolos, Tupac Amaru prefino asumir ese poder
para sí mismo, haciéndose pasar por un agente del rey. Además, como lo
sugerimos también en el capítulo anterior y como lo confirma el caso de
Tomás Katari, de ninguna manera era infrecuente que las autoridades
coloniales superiores emitieran decretos en favor de los representantes de
ias comunidades indígenas y que estas autoridades fueran negadas, supri­
midas o resistidas por los funcionarios regionales. Las proclamas de Ama­
ru de tener autorización real, que después de su muerte fueron retomadas

202
Proyectos de emancipacióny ...(I)

por sus principales comandantes Diego Cristóbal y Andrés Tupac Amaru,


eran sin duda una ficción plausible.
Tupac Amaru no quería tampoco enajenarse la voluntad de otros sec­
tores de la sociedad colonial, especialmente criollos, por causa de un repu­
dio abrupto y categórico a la autoridad colonial66. Tal posición
efectivamente podría haber identificado al movimiento y sus simpatizan­
tes como abiertos traidores a la corona. Al reconocer públicamente al rey
de España en la gran mayoría de sus proclamas y correspondencia y al no
afirmar directamente sus derechos a la soberanía, aunque no hiciese men­
ción al rey de España, Amaru dejó abierto un margen de ambivalencia que
pudo haber ayudado a los indecisos a unirse a su causa. Asimismo, per­
mitía mantener abierta la opción política de una mayor autonomía, aunque
sin una finalidad separatista, y por lo tanto daba un sustento creíble —o al
menos eso esperaba Amaru—a una posible negociación con las fuerzas
españolas. Así por ejemplo, exigió la abolición del reparto, puso a los alcal­
des mayores indígenas en lugar de los corregidores e instituyó una nueva
audiencia en el Cusco (encabezada por un nuevo virrey), que daría res­
puestas más justas a las necesidades de los indios, asegurando al mismo
tiempo a la sitiada población de la capital que deseaba dejar el dominio
territorial directo en manos del rey de España67. La posición amarista ofi­
cial, de que el Inka deseaba eliminar el “mal gobierno”, y que los corregi­
dores eran quienes se habían rebelado contra el rey por la explotación
sacrilega e ilegal que ejercían —un argumento que recuerda la posición de
Tomás Katari—brindaron a los dirigentes de la insurrección, que enfren­
taban la amenaza de un castigo semejante, una medida de autojustificación
en los términos del discurso colonial español.
La cautela estratégica de Tupac Amaru fue eficaz en engañar a algunos
historiadores del siglo veinte, que llegaron a la conclusión de que estas
manifestaciones de lealtad a la corona lo convertían en un precursor, más
' que en un propulsor auténtico, de la independencia peruana68. No obs­
tante, como lo comprendió y argumentó lúcidamente Boleslao Lewin, el
objetivo final de Amaru era sin duda el de fundar un nuevo orden social
en el Perú, bajo el mando real independiente del Inka69. Este punto de vis­
ta no sólo está sustentado en una lectura textual cuidadosa de los docu­
mentos escritos por Amaru, sino también en el análisis de su
comportamiento durante la guerra. Al entrar a los pueblos de las provin­
cias, por ejemplo, los párrocos locales solían recibirlo con las ceremonias

203
Cuando sólo reinasen los indios

que se dispensaban a los reyes. Y así como en la práctica política y mili­


tar Amaru gobernaba como el supremo señor sobre un vasto territorio
peruano, las evidencias recogidas en toda su esfera de influencia nos reve­
lan que sus seguidores lo trataban como un monarca y que sus contem­
poráneos, ya sea adherentes o adversarios del movimiento, comprendían
las implicaciones radicales de esta imagen.
Finalmente, la evidencia más notable del proyecto subyacente de Ama­
ru, de vina total independencia política, es su edicto de coronación, una
copia del cual se halló en su bolsillo en el momento de su captura. Con el
título de “Don José I por la Gracia de Dios, Inka, Rey del Perú, Santa Fe,
Quito, Chile, Buenos Aires y Continente de los mares del sur”, declara en
el edicto que “Los reyes de Castilla han tenido usurpada la corona y los
dominios de mis gentes cerca de tres siglos, pensionándome los vasallos
con insoportables gabelas y tributos, sisas, lanzas, aduanas, alcabalas,
estancos, contratos, diezmos, quintos, virreyes, audiencias, corregidores y
demás ministros, todos iguales en la tiranía”70.
El programa de Tupac Amaru consistía en una transformación radical
de las instituciones políticas y económicas coloniales y la abolición de una
larga lista de exacciones que afectaban a diferentes sectores de la sociedad
peruana71. Serían eliminados los funcionarios gubernamentales corruptos
y abusivos, especialmente los corregidores, que serían reemplazados como
magistrados provinciales por los alcaldes mayores indígenas. Con la aboli­
ción de los repartos y los monopolios estatales, se levantarían las restric­
ciones al comercio y las aduanas, universalmente impopulares, y serían
abolidos los impuestos comerciales (en particular la alcabala). Se pondría
fin al trabajo forzado en la mit’a de Potosí, y los obrajes (otro aborrecido
símbolo del trabajo forzado y de las abominables condiciones laborales
para los indios) serían clausurados. Una medida notablemente avanzada
fue la que dio libertad a los esclavos.
Tupac Amaru no se pronunció sobre el delicado asunto de la propie­
dad de la tierra. Para los campesinos, ésta era sin duda una prioridad y
podemos suponer que favoreció la restitución a los indios de las ricas
haciendas que les habían usurpado los propietarios españoles. No obstan­
te, perspectiva d-; una expropiación en gran esc J a pudo hacer sido
demasiado amenazante para el sector criollo al que Amaru trataba de atra­
er. Asimismo, nunca intento la abolición del tributo, aunque por presión
de las comunidades suspendió su pago durante la guerra. Esta medida no

204
Proyectos de emancipacióny ...(I)

formaba parte de una estrategia para fingir subordinación a Carlos III;


antes bien, para Amaru, el principio del tributo que debían entregar los
vasallos a su rey simplemente no estaba en cuestión. De acuerdo al edicto
de coronación, tanto el tributo como el quinto real debían seguir siendo
pagados al señor soberano, que no era otro sino “don José I”, o el propio
Tupac Amaru.
Contra las acusaciones enemigas de que buscaba volver a las idolatrías
paganas, el dirigente Inka se presentó siempre como un católico fer­
viente, e insistió en que su movimiento no fuera de ningún modo dirigi­
do contra los párrocos y sacerdotes de la iglesia. Aunque denunció los
abusos de los párrocos a sus feligreses indios, pese a su propia excomu­
nión y a la militante oposición de la Iglesia, Amaru mantuvo una clara
política de aceptación de la cristiandad. Bajo el reino restaurado de los
Inkas, el culto cristiano sería respetado y la población continuaría cum­
pliendo con prestaciones eclesiásticas y pagando diezmos y primicias a
los párrocos locales72.
La cuestión de las relaciones étnico/raciales fue un asunto central en el
programa de Tupac Amaru. Haciéndose eco del manifiesto de Juan Vélez
de Córdoba en 1739, proclamó que los europeos debían ser eliminados del
reino, y propuso hacer causa común entre criollos e indios, o sea todos los
nacidos en suelo americano que sufrían la tiranía de los españoles penin­
sulares. Más que un proyecto nacionalista étnico, que intentara unir a
nobles y comunarios indígenas en oposición a todos los blancos, sean crio­
llos o europeos, el suyo fue un proyecto nacionalista peruano de carácter
multiracial. Deseaba que todos los súbditos nacidos en el reino, sean
indios, criollos, mestizos o zambos “vivamos como hermanos, y congre­
gados en un cuerpo, destruyendo a los europeos”73. Esto implicaba evi­
dentemente el desmántelamiento de la jerarquía colonial de castas, y el
surgimiento de un igualitarismo racial sin precedentes, aunque no llegara a
proponer la disolución de la identidad racial como tal, ni tampoco la de
otras formas de diferencia racial. Amaru necesitaba obviamente atraer a
los criollos como aliados estratégicos en un movimiento anticolonial, y se
mostraba fervoroso en sus aperturas hacia ellos y en sus aspiraciones a un
orden futuro de relaciones armoniosas. Su visión pudo también ser acce­
sible para las masas indígenas: resonaban en ella esas concepciones cam­
pesinas de reintegración social en el seno de una nueva formación política
unificada, como la que encontramos en Caquiaviri en 1771; y Dámaso

205
Cuando sólo reinasen los indios

Katan, mucho más al sur en Chayanta, por ejemplo, retuvo la nocion Inka
de que los indios y criollos uniesen fuerzas como parte de un “cuerpo”
unificado74. Era una propuesta audaz, y su éxito era incierto, puesto que en
última instancia significaba que los criollos se someterían políticamente a
un monarca indígena, y porque los campesinos generalmente identificaban
a los criollos con los peninsulares, yá que ambos grupos caían bajo la cate­
goría de “españoles”.
A principios de abril de 1781, las tropas españolas capturaron a Tupac
Amaru después de la batalla de Tinta. El 18 de mayo, el dirigente indíge­
na fue ejecutado en una ceremonia pública, junto a otros colaboradores y
familiares suyos. El mando militar de la revuelta pasó entonces a su primo
en primer grado, Diego Cristóbal Tupac Amaru, cuyo cuartel general se
situó en el pueblo de Azángaro al norte del lago Titicaca. Mientras los
españoles reconquistaban la región del Cusco, el distrito lacustre y el alti­
plano y los valles hacia el sur quedaron en gran medida bajo el control de
los insurgentes.
Las fuerzas qhichwas del norte, bajo el liderazgo de Andrés Tupac
Amaru, se desplazaron hacia el sur a través de Larecaja y Omasuyos hasta
la sitiada ciudad de La Paz. Un astuto joven de dieciocho años, de porte
impresionante y orgulloso, Andrés Mendigure era sobrino del Inka José
Gabriel. Después de tres meses de cerco sobre el pueblo de Sorata, la capi­
tal de la provincia Larecaja cayó en manos de las tropas indias en agosto.
A su ejército se sumó luego Miguel Bastidas, sobrino de la esposa de
Tupac Amaru Micaela Bastidas, para la segunda fase del cerco de La Paz,
que ahora se llevaba a cabo en form conjunta entre qhichwas y aymaras
bajo el mando de Tupaj Katari.

Oruro: el fracaso de la coalición indio-criolla

En el momento de entrar Tupac Amaru a la confrontación


armada, las condiciones políticas en la ciudad minera de Oruro eran pre­
carias. La producción económica había bajado hasta una sima de la que no
se recuperaría pronto, y este hecho exacerbó la rivalidad de larga data entre
criollos y españoles oeninsulares. Aunque los criollos eran dueños de la
mayoría de las minas de la localidad, dependían de los comerciantes y
financistas europeos para obtener las líneas de crédito necesarias para esta
industria volátil e intensiva en capital. En esta fase de crisis, aun los más

206
Proyectos de emancipacióny ...(I)

poderosos mineros de Oruro estaban agobiados de deudas y reclamaban


no tener acceso a nuevos créditos75. Además, en enero de 1781 el corregi­
dor peninsular de Qruro había logrado concertar la elección de sus pro­
pios clientes europeos para el concejo municipal, después de décadas de
control político de esta instancia por familias criollas como los Rodríguez
y los Herrera. Ese mismo mes, la insurrección se extendió por el área rural,
donde las comunidades indígenas de las provincias circundantes de Paria
y Carangas se levantaron para matar a sus corregidores76.
La violencia estalló en Oruro el 10 de febrero, en medio del pánico por
una oleada de rumores de que el corregidor y su facción de europeos iban
a atacar a los miembros de la milicia criolla y acabar con sus adversarios.
Luego de un confuso incidente, una revuelta plebeya de criollos, mestizos
y cholos se amotinó e incendió la casa de un comerciante peninsular en ,1a
que se habían refugiado muchos europeos con sus caudales. A la mañana
siguiente, once españoles y cinco esclavos habían perecido como resulta­
do de las quemaduras y golpes. En una asamblea improvisada, la multitud
proclamó su voluntad de que el prominente criollo Jacinto Rodríguez sea
el nuevo corregidor y que los europeos abandonen la ciudad de inmedia­
to o se los mate. A medida que transcurrió el día, miles de comunarios
convergieron en la ciudad, en apoyo a sus camaradas o “hermanos”, en el
lenguaje de Tupac Amaru, y en defensa del nuevo corregidor. Se veían
indios y criollos abrazándose en las calles.
No cabe duda que esta alianza inter-racial sin precedentes se había
construido a partir de expectativas mutuas sobre la llegada del gobierno de
Tupac Amaru. Criollos y plebeyos, tanto como indios, sabían que se había
levantado el Inka y que había comenzado la guerra en el Cusco. Corrían
rumores de que se aproximaba a La Paz, y que pronto llegaría a Oruro. En
el curso de los siguientes días, los criollos y plebeyos recorrían las calles
vitoreando a Tupac Amaru, y en un incidente, un criollo tumbó el escudo
real de armas que colgaba encima del edificio de postas. La animosidad ini­
cial contra los europeos y el consiguiente miedo a los indios mezclados en
la revuelta se combinaron con la anticipación del dominio Inka, produ­
ciendo una disposición favorable a la coalición entre los criollos.
Para los indios, en Oruro o en otras partes, la llegada de su rey
parecía estar dando cumplimiento a una promesa largamente esperada. En
palabras del dirigente comunal Santos Mamani, “Era llegado el tiempo en
que habían de ser aliviados los indios”; o como lo expresara otro indio:

207
Cuando sólo reinasen los indios

“Ya era el tiempo en que se acababa el gobierno de España”77. Claramen­


te, las comunidades indígenas habían matado a sus corregidores provin­
ciales siguiendo el ejemplo del propio Inka en Tinta. En la ciudad, se
dieron a la persecusión de los europeos, en cumplimiento de las órdenes
de Amaru, y apoyaron a Jacinto Rodríguez en preparación de un nuevo
orden político bajo el mando del Inka.
Al comienzo del levantamiento, su conducta en la ciudad seguía cuida­
dosamente la guía de la distinción que hacía Tupac Amaru entre los
españoles criollos o peninsulares. En varias ocasiones, los indios trajeron
cautivos blancos ante Rodríguez, para confirmar si eran criollos que serían
liberados o enemigos europeos que serían ejecutados78.
¿Cuáles eran las relaciones de poder entre estas dos partes de la alian­
za? El 14 de febrero, miles habían marchado multitudinariamente por las
calles de la ciudad en camino a la plaza, para escuchar el edicto de Tupac
Amaru. Al pasar los indios por la casa del adinerado criollo Manuel Herre­
ra, le hicieron demostraciones de obediencia. Herrera, vestido con un
unku, les recibió con abrazos y se dirigió a ellos como “hermanos, amigos,
compañeros”. Esta adécdota muestra, en primer lugar, que las autoridades
políticas regionales visibles eran criollos como Herrera y los hermanos
Rodríguez. Gozaban del apoyo popular de los plebeyos urbanos, y del
reconocimiento de los comunarios79. Empero, también podemos ver en el
uso de la vestimenta indígena que hace Herrera, que los indios ejercían un
enorme poder al ocupar la ciudad.
De hecho, todos los residentes criollos de Oruro fueron obligados
efectivamente a usar la vestimenta indígena y a mascar coca. Circulaba el
rumor de que cualquier blanco que encontraran vestido como español
sería ajusticiado. Los hombres usaban ponchos o túnicas y algunas veces
montera, así como una chuspa de coca y una honda; las mujeres vestían
axsus. El propio Jacinto Rodríguez usaba una túnica similar a la de Tupac
Amaru. Según la descripción de una reunión en la casa de Rodríguez, usa­
ba dos camisetas, una de terciopelo negro guarnecida con galón de oro y
la otra morada con franjas y cintas de plata, diciendo: “Me han traído esta
vestimenta, ¿qué les parece a ustedes?”. Manuel Herrera, hablando a nom­
bre de ios demás, respondió que “era muy del día que se pusiese aquel ora­
je”. Entonces Rodríguez se puso una de las camisetas, y los otros siguieron
su ejemplo, aunque posteriormente declararon que lo habían hecho para
salvar la vida80.

208
Proyectos de emanápaáóny ...(7)
y
En Oruro, las expectativas de un gobierno Inka dieron un nuevo con­
texto para cambiar las relaciones de poder y, por extensión, las normas cul­
turales. En Caquiarivi en 1771, como vimos, la adopción de la vestimenta
étnica se convirtió también en una señal del poder indio. Pero ahora, a
pesar de los amenazantes rumores, se daba claramente un mayor espacio
para la negociación cultural de los criollos y su fingida adopción volunta­
ria de la ropa india. Sus dirigentes solían bromear irónicamente al respec­
to entre ellos, aunque mantuvieran un despliegue exterior de fraternidad
intercultural. Por lo tanto, el cambio de ropa en Oruro no resultó siendo
impuesto tan unilateralmente como lo había sido en Caquiaviri, o como lo
sería después con los prisioneros de Sorata a fines de 178181. Aunque la
movilización de los comunarios en Oruro ejerció una fuerte presión polí­
tica desde abajo, y las autoridades “españolas” fueron obligadas a acceder
a las iniciativas de la base, como había sido el caso en Caquiaviri, las rela­
ciones de poder no eran tan unilaterales en 1781 como lo habían sido en
1771. Los criollos retuvieron un papel real y efectivo de liderazgo local, y
las comunidades rurales respetaron su autoridad para gobernar la ciudad
en representación del Inka. Los indios estaban siguiendo de buena fe la
agenda política interracial de Tupac Amaru, e inerpretaron los gestos de
los criollos como señales de una hermandad genuina.
Fue una alianza notable en el contexto de una sociedad colonial tan
profundamente marcada por la segregación y la jerarquía de razas/clases.
Pero también fue una alianza frágil y no podría enfrentar semejante prue­
ba. Después de una semana, las poderosas fuerzas que se habían desatado
demostraron ser contundentes. Simultáneamente, las limitaciones de la
reorganización social revolucionaria, tal como los mojones situados en los
linderos de las sayañas campesinas o en los márgenes de los territorios
comunales, comenzaron a hacerse más visibles.
Las demandas indígenas de supresión del tributo y la devolución del
dinero de las Cajas Reales provocaron un altercado inicial con los criollos
en la noche del 13 de febrero. Significativamente, este episodio culminó
con la muerte de Sebastián Pagador, el incendiario criollo que había inci­
tado a la población urbana a tomar las armas contra los europeos la noche
antes del levantamiento. Después de que Pagador, que actuaba como guar­
dia del tesoro, aplastara el cráneo de un campesino que trataba de entrar al
recinto, una multitud de indios en busca de justicia lo llevaron ante Jacin­
to Rodríguez. En un esfuerzo de calmar el tumulto, Rodríguez ordenó su

209
Cuando sólo reinasen los indios

arresto, pero Pagador fue asesinado como respuesta antes de llegar a la


cárcel. Al proseguir la insurrección, los comunarios interpretaron el recha­
zo criollo a cumplir sus exigencias sobre el tributo como una contraven­
ción a la voluntad de Tupac Amaru.
Otra demanda fundamental de los campesinos era la redistribución de
tierras. Las comunidades libres querían extender sus dominios recuperan­
do las tierras usurpadas por las haciendas, en tanto que los yanaconas de
hacienda querían que éstas les fueran entregadas directamente a ellos.
Durante la primera fase de la alianza, obtuvieron sin duda algunas conce­
siones de los curas, europeos y criollos, incluyendo al propio Jacinto
Rodríguez. Los indios y los criollos se pusieron fácilmente de acuerdo en
la abolición del reparto de mercancías, dado que los europeos monopoli­
zaban este comercio; sin embargo, ya que muchos hacendados eran crio­
llos, la amenaza de expropiaciones de tierras no podía sino enfrentarlos
entre ellos. La cuestión de la tierra era tan delicada, que incluso dividió a
los indios. Los yanaconas de hacienda pobres estaban menos interesados
en una alianza con los criollos y eran más radicales en sus metas y en sus
acciones. Por ejemplo, los yanaconas de la estancia de Rodríguez (Sillota),
organizaron su propio ataque a la ciudad y fueron los últimos en rendirse
cuando la insurrección se fue debilitando.
También surgieron discrepancias sobre el trato que debía darse a los
europeos. Los criollos se sintieron cada vez más incómodos cuando los
indios perseguían y mataban a españoles peninsulares. Nuevamente, aquí
los indios interpretaron la reticencia criolla a barrer con el enemigo como
una evidencia de la falta de lealtad a Tupac Amaru y falta de resolución
para seguir en la guerra. En una ocasión, los indios llevaron a un europeo
fugitivo, Manuel Bustamante, ante Rodríguez para obtener permiso para
su ejecución. Cuando Rodríguez ordenó sólo su encarcelamiento, provocó
la ira de sus captores: “Vos nos habéis llamado para mater chapetones y
ahora queréis solamente entren en la cárcel. Pues no ha de ser así”82. A los
gritos de “¡Comuna!, ¡Comuna!”, finalmente le dieron muerte.
Por lo tanto, la ruptura de la alianza se dio a partir de las tendencias
divergentes de ambas partes. Los indios estaban en lo cierto al identificar
una falta subyacente de compromiso político en el bando criollo. Para la
elite criolla, inicialmente había sido útil el llamado a la movilización
comunal en la ciudad, contra el adversario europeo común. Una vez que
las fuerzas comunales y plebeyas habían crecido, no obstante, líderes

210
Proyectos de emancipaáóny ■■•(!)

prestigiosos como los hermanos Rodríguez consideraron su deber poner­


las en vereda. Habiendo logrado rápidamente tomar el control de la ciu­
dad, su participación en la alianza derivaba de las expectativas sobre la
inminente llegada del Inka, el miedo a mayores violencias y expropiacio­
nes indígenas y una estrategia diplomática para apaciguar a sus camaradas
militantes. La conducta de los dirigentes criollos fue entonces calculado­
ra, prágmática e incluso cínica.
El día 15, los criollos intentaron llegar a un acuerdo y persuadir a los
indios de que abandonasen la ciudad. Sacaron veinticinco mil pesos de la
Caja Real y ofrecieron distribuir a un peso por cada indio. Sin embargo, en
el acto del desembolso se produjo un tumulto, y los grupos más radicales
rehusaron después a abandonar la ciudad. Muchos comunarios pensaban
que el pago era una forma de trato desconfiada y poco apropiada. Se man­
tuvieron firmes en sus demandas e incluso saquearon las tiendas de pro­
pietarios criollos. En ese momento, los dirigentes criollos decidieron
expulsar por la fuerza a los indios. El día 16, los criollos y mestizos los
expulsaron de la ciudad y, en ausencia de una autoridad superior que
pudiera arbitrar entre las partes en conflicto e imponer una tregua, la fase
de alianzas interraciales llegó efectivamente a su fin. Las comunidades
interpretaron el desarrollo de los hechos como una traición definitiva, y un
observador oyó a los indios en retirada gritar “¡Nos vengaremos!”83.
La fase posterior fue testigo de una creciente polarización racial y polí­
tica. Aunque las comunidades lanzarían nuevos ataques en marzo y abril
contra todos los residentes de la ciudad, los dirigentes criollos unirían fuer­
zas con demás europeos y defenderían la causa realista. Los objetivos
indios se volvieron entonces más radicales que nunca. Intentaron demoler
el edificio de las Cajas Reales y arrasar con la ciudad entera, eliminando
con ello el tributo y poniendo fin a todo resto de oposición a Tupac Ama­
ru, a tiempo de lograr su propia liberación. Reclamando lo que en derecho
les correspondía, toda la tierra así como la totalidad de las minas e inge­
nios serían reditribuídas a la comunidad mayor de los indios (el común).
El anciano Antonio Ramos Chaparro, de Challapata (Paria), declaró
francamente ante sus interrogadores las aspiraciones que compartía con
los demás indios:
Quedar en posesión de las tierras que hace muchos años les han
■usurpado intrusos, pues habían sido desde antiguo de la comunidad de su
pueblo; con el pretexto de haberse vendido por demasías de cuenta del

211
Cuando sólo reinasen los indios

Rey [una referencia a la llamada composición de tierras en el período


colonial, por la cual las tierras comunitarias supuestamente excedentarias
eran vendidas por el estado a compradores privados], se lian quedado con
ellas y se han compartido entre tantos dueños que les incomodan mucho
a todos los suyos [los comunarios de Challapata], lo que le ha estimulado
a verse libre de ellos y por ello ha comunicado a los de su ayllu los arbi­
trios que le parecían a propósito para cumplir su deseo y porque a todos
les conviene aprovecharse de lo que es suyo... Ese es mi único delito y
haber creido que acabada esta Villa ya no se pagarían tributos ni otros
derechos, y que mi común sería dueño de todo... Por desgracia nada ha
tenido efecto84.
La conocida ambivalencia hacia las figuras establecidas de la autoridad
espiritual cristiana dio paso, después de la ruptura de relaciones, a una hos­
tilidad más pronunciada de parte de los más radicales. En Paria, antes del
fatal choque con su corregidor, las comunidades buscaron al principio la
mediación del párroco del pueblo. Pero después de que el corregidor
rechazara las negociaciones y abriera fuego contra los indios, ellos ignora­
ron las conversaciones con el párroco e incluso lo golpearon cuando
intentó intervenir para salvar la vida del corregidor85. Cuando los indios
ocuparon la ciudad por primera vez, respetaron las vidas de los curas crio­
llos y europeos, y no les exigieron usar la vestimenta nativa, aunque no
prestaron mayor atención al Obispo Menéndez cuando trató de calmarlos
con exhortaciones y mostrándoles la eucaristía. Esta evidencia nos recuer­
da la ambivalencia religiosa de las comunidades en momentos más tem­
pranos de la movilización. En la fase final de la insurrección, no obstante,
los campesinos radicales de Sillota amenazaron con destruir las fúerzas
religiosas prevalecientes, a las que identificaron con el poder político del
enemigo. Aunque no llegaron a repudiar el culto cristiano como tal, no
dudaron en decapitar el icono que consideraban patrón espiritual y pro­
tector de la ciudad. Desde su punto de vista, la Virgen del Rosario de San­
to Domingo era en realidad una bruja cuyos poderes malignos ejercía en
contra de los ayllus86.
Después de su expulsión de la ciudad, los indios comenzaron a identi­
ficar al enemigo no exclusivamente como el europeo, sino como todo
español, sea de origen peninsular o americano. Tal como ellos lo veían,
esta divergencia con el programa interracial de Tupac Amaru les fue
impuesta por la deslealtad de los criollos. Si había una admirable audacia,

212
Proyectos de emancipaáóny ...(1)

generosidad y visión de parte de dirigentes como Amaru, que invocaban


k alianza entre indios y criollos, al mismo tiempo había claridad entre los
comunarios, quienes en última instancia reconocieron que los criollos par­
ticipaban en su subordinación política y en su explotación económica.
Santos Mamani, el dirigente de las comunidades de Challapata, fue el que
intentó por más tiempo reconciliarse con los criollos, aunque al final ter­
minó dirigiendo sus fuerzas a una batalla contra todos los q ’aras. Al expli­
car su punto de vista a un cura, Mamani se preguntaba “si no sabía que era
llegado el tiempo en que habían de ser aliviados los indios y aniquilados
los españoles y criollos a quienes llaman q’aras [que en su idioma significa
“pelados”], porque ellos sin pensiones ni mayor trabajo eran dueños de lo
que ellos [los indios] trabajaban bajo el yugo y apensionados con muchísi­
mos cargos, y aquéllos lograban de las comodidades y los indios estaban
toda la vida oprimidos, aporreados y constituidos en total desdicha”87.

A través de este enfoque de las visiones políticas indígenas, hemos


tomado en cuenta no sólo a los dirigentes más prominentes de lá insurre-
ción o a sus programas políticos formales, sino también a terreno menos
conocido y más olvidado de las opciones políticas concebidas por los
comunarios durante el levantamiento. El caso de Caquiaviri tiene el gran
valor de revelar los debates que se llevaban a cabo en el seno de la comu­
nidad, y los cambiantes términos y tonos de las agendas campesinas. Tan­
to en Caquiaviri como en Chulumani, se desarrollaron ritmos erráticos y a
veces tentativos, pero en otros momentos decididos e intensos. Los
momentos de movilización exigían la improvisación, incluso de parte de
los dirigentes estratégicos y experimentados; en todos los levantamientos
comunales examinados aquí, encontramos audaces iniciativas, así como
una fuerte inestabilidad. Los campesinos indios y sus dirigentes demostra­
ron tener una extraordinaria creatividad al prestarse y trabajar a partir de
pautas preexistentes, al reinterpretarlas, o al imaginar una reorganización
social sin precedentes.
En su forma cristalizada, surgieron tres proyectos principales de la
experiencia de los levantamientos anticoloniales en La Paz antes de la
insurrección general: la aniquilación radical del enemigo, la autonomía
regional sin desafiar al rey de España, y la integración racial bajo hege­
monía indígena. Es importante reiterar que éstas eran agendas específica­
mente campesinas y no programas diseñados por los dirigentes

213
Cuando sólo reinasen los indios

individuales más sobresalientes, como Juan Vélez de Córdoba en Oruro


en 1739, Juan Santos Atahualpa en la sierra central del Perú en los años
1740 o Tupac Amaru en 1780.
La visión de Tomás Katari y su evolución en el curso de las luchas polí­
ticas en Chayanta se hallaba más próxima a las experiencias campesinas de
La Paz. Sus metas iniciales de retomar el cacicazgo y reestablecer el orden
político, que había sido distorsionado por las autoridades locales y regio­
nales, lo llevaron a tomar medidas excepcionales para garantizar que los
pagos comunales del tributo llegaran a las Cajas Reales. A este respecto, su
figura se asemeja a la de Alejandro Chuquiguaman, que reclamaba ser el
cacique del pueblo de Sicasica y que se enfrentó con el corregidor y sus
agentes sobre los repartos, hasta liderizar eventualmente un levantamien­
to local en 1769. No obstante, por lo que sabemos, la campaña de Chu­
quiguaman no puede definirse como la expresión de un desafío
fundamental al orden colonial. Como Tomás Katari, se ocupó consciente­
mente de que el tributo fuera entregado en la Caja Real de La Paz; y el
levantamiento se desarrolló espontáneamente después de un enfrenta­
miento con las autoridades coloniales locales, que luego castigarían a algu­
nos de los líderes comunarios por haberse insubordinado, y les
expropiaron los recibos del tributo.
El aspecto más subversivo de la campaña de Tomás Katari fue el modo
en el que llegó a crear, para el estado, un vacío político cada vez más hon­
do en el área rural, vacío que el propio Katari comenzó a ocupar. Su movi­
miento llegó a adquirir una autonomía de facto, aunque él insistiera con
vehemencia que reconocía la soberanía de la corona española. A este res­
pecto, su proyecto puede asemejarse en última instancia a la opción de
autonomía con lealtad al rey, que surgió durante el levantamiento de
Caquiaviri en 1771.
. La visión milenarista y utópica recurrente en estos movimientos anti­
coloniales contenía una concepción indígena propia del tiempo y de la his­
toria. En el siglo dieciocho, los conspiradores y los insurgentes expresaron
su segundad de que el tiempo de la dominación española que comenzó
con la conquista estaba llegando a su fin. Aunque nadie podía saber preci­
samente cuándo ocurriría este cambio de época, se creía que una tal reno­
vación política e histórica era inminente. En Ambaná, esta visión
milenarista estuvo acompañada de un desafío radical al culto católico exis­
tente, mientras que a fines de los años 1770, las profecías de una revuelta

214
Proyectos de emanápacióny ...(1)

social y transformación del mundo mostraban una conspicua influencia


cristiana. En ambos casos, no obstante, la creencia de que el tiempo y la
historia se desplegaban en etapas sucesivas llevaba implícita una concep­
ción del destino y la providencia. Este aspecto mítico sin duda contribuyó
a la reverencia con la que los comunarios indígenas trataban a los dirigen­
tes del movimiento anticolonial en Ambaná, tanto como a Tomás Katari
y a Tupac Amaru. Como figuras más exaltadas que los protectores patriar­
cales habituales, podemos suponer que recibieron el título de “salvadores”
y “redentores” por su papel en la histórica emancipación colectiva.
El proyecto de restauración del Inka propuesto por Tupac Amaru en el
Cusco, fue la contribución política más importante al panorama político
en la época de la gran insurrección. Aunque un pequeño círculo de críti­
cos ilustrados y urbanos del gobierno colonial español apoyaba la idea de
una autoridad Inka legítima durante el siglo dieciocho en el Perú, no exis­
ten evidencias de ninguna agenda política centrada en la soberanía Inka en
la región de La Paz hasta fines de 1780. Hasta aquí, el presente análisis ha
enfatizado la figura milenarista del Inka así como las ambigüedades del
propio proyecto separatista de Tupac Amaru. En el siguiente capítulo, la
mirada a La Paz nos permitirá explorar más a fondo su significado políti­
co para los insurgentes campesinos locales.
A primera vista, los días iniciales de la alianza indio-criolla en Oruro
sugieren similitudes con la situación de Caquiaviri. En ambas instancias,
los criollos llegaron a ocupar cargos de autoridad durante la insurrección,
mientras se acomodaban a las fuerzas comunarias de forma más abierta,
mediante el cambio de vestimenta. El proyecto de una integración racial
bajo hegemonía india fue entonces puesto en marcha, aunque por breve
tiempo. Y cuando la alianza se rompió en Oruro, surgió la consigna de ani­
quilar al enemigo, tal como ocurrió en las movilizaciones anticoloniales
más tempranas en La Paz. Las similitudes entre Oruro y Caquiavin deri­
van también del poder de las fuerzas comunales a nivel de base (y la
correspondiente ausencia de un liderazgo carismático o visionario sobre­
saliente) en ambos casos.
Sin embargo, como lo hemos visto, la dinámica de los hechos en Oru­
ro estuvo fuertemente moldeada por la expectativa general de un reinado
Inka, y por la agenda concreta que estableció Tupac Amaru. Su programa
determinaba que debía existir una alianza interracial, pero los criollos oru-
reños no salieron de la cárcel para entrar en relaciones políticas con los

215
Cuando sólo reinasen los indios

indios, como lo habían hecho en Caquiaviri. En ambos casos, los criollos


fueron obligados a aceptar el mayor poderío de los indios, aunque en
Caquiaviri este poder se localizaba abajo, en ia comunidad, y en Oruro se
hallaba situado arriba, en el rey Inka.
Una conclusión inicial de este capítulo es que un conjunto clave de
opciones y programas indígenas, así como de expectativas de emancipa­
ción, se hablan desarrollado en el período conflictivo y politizado anterior
a la coyuntura de insurrección general. Pero también se ha establecido que
entre 1771 y 1781 surgió un nuevo elemento fundamental en la imagina­
ción insurgente. Con Tupac Amaru, la visión comunaria se desplazó de un
modelo en el que “el rey era el común por quien mandaban ellos” hacia
un proyecto utópico de soberanía Inka. Al examinar ahora el movimiento
aymara y su líder Tupaj Katan, podremos entrar más a fondo en la cues­
tión fundamental de cómo las fuerzas comunarias de los indios —puestas a
punto en décadas de lucha política y ahora bajo el mando de una dirección
visionaria—percibieron, participaron y dieron forma a la insurrección pan-
andina de principios de los años 1780.

216
^ Proyectos de emancipación y
dinámica de la insurrección
indígena (II)
La tormenta de la guerra bajoTupaj Katari

A partir de la discusión de los proyectos insurgentes y las


prácticas políticas que desarrollamos en el capítulo anterior, ¿cómo es que
el caso de La Paz realza nuestra comprensión de la insurrección pan-andi-
na de 1780-1781? Al abordar la insurrección de La Paz, no se trata sim­
plemente de señalar la importancia de las diferencias regionales en el
contexto de las categorías más amplias utilizadas para analizar el movi­
miento1. Mi propósito aquí no será el de mostrar cómo las particularida­
des regionales o locales pueden corroborar o matizar un punto de vista
establecido ya en el plano más general. Tampoco me interesa probar que
la perspectiva desde un área “periférica”, con su propia dinámica, puede
corregir el sesgo tradicional de la literatura, que partió del supuesto de
que la insurrección como un todo puede ser caracterizada por las pautas
observadas en el caso del Cusco. Por ejemplo, la ausencia de participación
cacical en La Paz puede ser interpretada en sentido de que la insurgencia
no era una “rebelión de los caciques”, una noción que todavía se encuen­
tra en las referencias a .1781. Bajo el mismo supuesto, una comparación
de los orígenes sociales de la capa dirigente en La Paz, donde principal­
mente se dio una estructura de mando indígena-campesina, y en el Cusco,
donde hubo una mayor participación criolla, nos muestra que, en térmi­
nos generales, el movimiento no era racialmente tan heterogéneo como
podría suponerse a partir del perfil de la insurrección cusqueña2.
Sin duda, los trabajos más importantes sobre la gran insurrección
nunca estuvieron confinados a un estrecho punto de vista cuscocéntrico.
La cobertura panorámica de Boleslao Lewin y posteriormente la de Scar-
lett Q’Phelan se han basado en abundantes materiales de archivo, referi­
dos tanto al Alto como al Bajo Perú3. Un nuevo cuerpo de monografías

217
Cuando sólo reinasen los indios

regionales inéditas o recientemente publicadas nos permitirá avanzar aún


más en la apreciación historiográfica de las dimensiones locales y panre-
gionales de la insurgencia y la guerra civil andina de 1780-17814.
Con respecto a La Paz y su especial importancia, no se justifica en
ningún sentido el que se la considere una región periférica. Los dos pro­
longados cercos a la ciudad, que duraron entre marzo y octubre de 1781
y conjugaron fuerzas tanto qhichwas como aymaras, convirtieron a La
Paz en uno de los escenarios principales de la guerra, junto con el Cusco
y su entorno rural. En términos de la duración de las campañas en la
región, la intensidad de los combates, la cantidad de pérdidas materiales y
humanas en ambos frentes y la importancia estratégica del control de la
ciudad y sus recursos, podría incluso considerarse a La Paz como el prin­
cipal escenario militar de la insurrección.
Además, en la literatura académica se plantea que existieron funda­
mentalmente dos estapas en la insurrección, y se sostiene que la segunda
etapa tuvo características marcadamente distintas5. La etapa iniríal se
desarrolló principalmente en el distrito del Cusco y duró hasta la captura
del Inka en el pueblo de Langui. En la segunda etapa, el comando militar
fue transferido a los parientes de Tupac Amaru y a otros líderes regiona­
les, y el centro de la insurrección se desplazó a las provincias aymaras del
sur. El primer tema que merece ser enfatizado en nuestro enfoque es que
La Paz fue el escenario central de la segunda fase. Para comprender ple­
namente el significado de la fase final de la insurrección y la guerra, sin
duda La Paz nos ofrece el mejor punto de partida6.
En el anterior capítulo he abordado algunos de los rasgos distintivos
de otras regiones fundamentales en la insurrección: Chayanta, el Cusco y
Oruro. ¿Cuáles son los temas cruciales que marcan la segunda fase de la
guerra y que distinguen a la región de La Paz? En la historiografía más
reciente, la movilización de La Paz, especialmente bajo el liderazgo de
Tupaj Katari, ha asumido el siguiente conjunto de asociaciones: refleja el
aspecto más radical, racialmente antagónico y violento de la guerra; y
representa el desborde de los líderes indígenas y su programa político for­
mal, por la fuerza autodeterminativa de los combatientes comunarios.
Estas asociaciones no siempre son explícitas, pero pueden ser extra­
poladas del conjunto de la literatura. En el siguiente resumen de Alberto
Flores Galindo, que vio cómo el epicentro de los hechos se desplazaba
con el tiempo hacia el sur del altiplano, podemos considerar a La Paz

218
Proyectos de emancipacióny ... (II)

como la expresión regional de un proyecto comunario: “En la revolución


tupamarista convivían dos fuerzas que terminaron encontradas. El pro­
yecto nacional de la aristocracia indígena y el proyecto de clase (o etnia)
que emergía con la práctica de los rebeldes. Al principio todos parecieron
aceptar el plan político de Tupac Amaru. Las divergencias surgieron con
la marcha misma de los acontecimientos, a la par que la violencia se des­
plegaba. Entonces se evidenció que mientras los líderes proyectaban una
revolución para romper con el colonialismo y modernizar al país... los
campesinos entendieron que eran convocados para un pachacuti [trastor­
no y transmutación cósmica]: demasiados signos lo venían anunciando”7.
Según la apreciación de Scarlett O’Phelan, que sugiere en última ins­
tancia la existencia de una cualidad democrática en el movimiento ayma­
ra, el liderazgo en La Paz estaba menos determinado por los lazos de
parentesco dentro de un estrecho círculo, y menos marcado por un esti­
lo de mando verticalista, en comparación con el Cusco. El liderazgo de
Tupaj Katari dependía más de una base de sustento comunal; los líderes
eran elegidos desde la base, y “los indígenas rebasaron el marco de acción
de sus dirigentes”. Para María Eugenia del Valle de Siles, que corrobora
otra interpretación de O’Phelan, el movimiento en el Alto Perú desplegó
“además del carácter rural y popular, un marcado acento indígena”, en
relativo contraste con el del Bajo Perú8. El punto de vista, también adop­
tado por O’Phelan, de que se desarrolló una posición más radicalmente
antiblanca y anticriolla en el ejército aymara durante la segunda fase de la
insurrección fue llevado más lejos por León Campbell, al establecer una
distinción entre el “racismo caprichoso de los kataristas” y la “frágil coa­
lición étnica de los tupamaristas”. Campbell mencionó asimismo “una
forma virulenta de nacionalismo aymara” frente no sólo a los blancos
sino también a los qhichwas más al norte. René Zavaleta Mercado tam­
bién concibió al ala aymara del movimiento, dentro de la insurrección
general, como un movimiento de masas cuyo contenido democrático se
vio viciado por su etnocentrismo, su violencia reaccionaria y su radical
fervor mesiánico9.
Las características salientes o distintivas de La Paz que surgen de la
literatura —rasgos que serán interrogados, más que asumidos en forma
inmediata a lo largo de este capítulo—son a menudo puestas en contras­
te con el caso del Cusco. De hecho, la naturaleza del movimiento de La
Paz se presenta a menudo y de cierta forma como antitética a la del

219
Cuando sólo reinasen los indios

Cusco. Por lo tanto, los temas que han sido identificados —el radicalismo,
el antagonismo racial y la violencia, así como la intensidad de las fuerzas
comunales de base—apuntan a algunas de las diferencias más significati­
vas dentro del movimiento general, y pueden ayudarnos a responder a las
preguntas que planteamos al comenzar el anterior capítulo, acerca del sig­
nificado que tuvo la insurrección para el pueblo andino.
Sin embargo, una vez que han sido especificados los rasgos asociados
en la literatura con el caso de La Paz, es posible llevar el análisis un paso
más allá. Porque, en muchos otros sentidos, La Paz no se diferenciaba tan
radicalmente de las otras regiones. Después de todo, existieron dinámicas
comparables en el distrito del norte y las cuestiones del radicalismo, el
antagonismo racial y la violencia, así como el impulso de las fuerzas de
base surgieron también en otras partes. Tratando de evitar un esencialis-
mo regional que se asienta en los supuestos contrastes entre las distinas
áreas, y un esencialismo cultural que pone énfasis en las diferencias entre
la población de esas áreas, la dinámica de La Paz puede ser vista como un
escenario de cuestiones de primera importancia, que también se encon­
traron en otros teatros regionales de la insurrección. En la misma medi­
da, para tomar un par de ejemplos de regiones que también fueron
consideradas como periféricas o secundarias, las conclusiones del anterior
capítulo establecieron que los temas asociados con Chayanta —la auto­
nomía india, sin abandonar un pacto colonial con el rey de España—o con
Oruro —donde se intentó una alianza interracial—son pertinentes para la
comprensión del caso de La Paz. Más allá de su importancia coyuntura! y
militar, entonces, La Paz en 1781 es un espacio valioso que nos permite
abordar el significado de la insurgencia india a lo largo de los Andes del
sur en la “era de la insurgencia”.

En la sentencia de muerte de Tupaj Katari, el Oidor Francisco Tadeo Diez


de Medina, criollo de una prominente familia paceña, condenó al líder ayma­
ra como un “infame, aleve, traidor, sedicioso, asesino y hombre feroz o
monstruo de la humanidad en sus inclinaciones y costumbres abominables y
horribles”10. Las imágenes de Katari como un caudillo bestial, monstruoso o
bárbaro han seguido presentes en los relatos de los dos siglos posteriores.
Una sensación de horror y a la vez de fascinación con la violencia de 1781
permanece casi en forma explícita en gran parte de la literatura que se dedi­
ca a la guerra civil andina y al perfil de su comandante aymara.

220
Proyectos de emancipacióny .. .(II)

Así como La Paz ha llegado a representar en alguna medida la antíte­


sis del Cusco, Tupaj Katari, que con frecuencia se considera la encama­
ción del movimiento regional de La Paz, figura como antítesis del Inka
José Gabriel Condorcanqui, mejor conocido como Tupac Amaru. Julián
Apaza, que luego tomó el nombre de Tupaj Katari, nació en la jurisdic­
ción del pueblo de Sicasica, y después de establecerse en el pueblo veci­
no de Ayoayo, se convirtió en forastero tributario residente del ayllu
Sullcavi11. Un rumor equivocado sostenía que era hijo ilegítimo del
sacristán de Ayoayo, y que habría ocupado esa misma función por algún
tiempo12. Según otros informes no confirmados, trabajó como panadero
en la casa de un mestizo notable del pueblo de Sicasica, y como minero
en el ingenio de metales de un criollo en la misma región. Según sus pro­
pias declaraciones, era un viajero comerciante de coca y ropa de bayeta13.
José Gabriel Condorcanqui también era comerciante, y circulaba por las
rutas del sur andino que conectaban al Cusco con el gran centro minero
de Potosí. Pero Apaza no habría sido dueño de un gran rebaño de muías
como su contraparte político; lo más probable es que fuera el típico
pequeño comerciante indígena del distrito altiplánico de Sicasica. Los
miembros de las comunidades del área mantenían lazos de comercio de
larga data con los valles yungueños, donde conseguían hojas de coca a
cambio de productos altiplánicos como la bayeta y el ch’arkhi. Circulaban
ampliamente por el camino real que pasaba por los pueblos de Sicasica,
recorriendo el altiplano y bajando a los valles orientales o a la costa del
Pacífico, porque había demanda de coca en todas partes. Esta actividad
mercantil en pequeña escala se supone que era intensa en el siglo diecio­
cho en La Paz, a tono con la expansión vigorosa de la economía regional.
A diferencia de Condorcanqui, Apaza no era un indio noble ni estaba
acostumbrado a relacionarse con los miembros de la clase alta criolla y
europea. Era analfabeto y no hablaba castellano. Carecía de la figura
imponente de Condorcanqui frente a sus interlocutores españoles. El
fraile agustino Matías Borda, que vivió seis semanas en el campamento
rebelde de El Alto, calculó que tenía alrededor de treinta años y lo des­
cribió como una figura “bien ridicula” como jefe político y militar14. El
escribano Esteban de Loza, que lo encontró después de su captura, nos
ofrece este bosquejo a grandes rasgos: “Era dicho Julián Apaza, natural
del pueblo de Ayoayo, indio de muy inferior calidad, que había ejercido
los '‘oficios más bajos, siendo uno de los de la mayor pobreza durante su

221
Cuando sólo reinasen los indios

vida. Era de mediana estatura, feo de rostro, algo contrahecho de piernas


y manos, pero sus ojos, aunque pequeños y hendidos, junto con sus movi­
mientos demostraban la mayor viveza y resolución; de color algo blanco,
para el que regularmente tienen los indios de esta región”15.
En la literatura académica, Amaru y Katari son también contrasta­
dos políticamente. Zavaleta los distingue así: “Se puede distinguir [en
el movimiento general], en efecto, dos alas o tendencias. Por un lado,
una línea que podríamos llamar campesina o ecuménica a toda la
sociedad colonial (un programa incaico para todo el Perú) que es la
que encarnan Condorcanqui mismo pero también los Rodríguez y aun
Tomás Katari, el primero. De otro lado, un ala milenarista, militarista
y etnocéntrica, que se resume de un modo directo y un tanto feroz en
la figura de Julián Apaza... Si Katari fue más sanguinario, extremista y
terrible que Amaru, éste contenía un proyecto para todos, una utopía
no meramente utópica”16.
La imagen de Katari como un impostor irracional y supersticioso,
dado a la borrachera y a los excesos carnales, se hace presente en gran
parte del relato de Fray Borda. Según la versión más común, Julián Apaza
había justificado su liderazgo del movimiento después de interceptar una
carta de Tupac Amaru, dirigida a Tomás Katari. Proclamó falsamente que
había recibido él mismo un nombramiento del Inka, se inventó un nuevo
nombre, Tupaj Katari, combinando los nombres de los líderes del Cusco
y de Chayanta, y a partir de ahí se proclamó Virrey. Solía entregarse a
actos de arbitraria violencia, y a performances mágicas o rituales consi­
deradas increíbles y absurdas17. Las apreciaciones coloniales han hallado
eco, hasta el presente, en muchos otros escritores. La ridiculización y la
repugnancia marcan el comentario de Campbell: “Katari pudo establecer
una virtual monarquía en Pampajasi, sobre la ciudad de La Paz, donde
vivía con su reina y su corte, consultaba oráculos y, en general, se com­
portaba ostentosamente como soberano... Durante los meses que prece­
dieron a la llegada en octubre del Coronel José de Reseguín y sus tropas
españolas de Buenos Aires,... Katari se había vuelto más irracional y
caprichoso, mandando ejecutar a cualquiera que no pudiera demostrar
que era aymara, y consultando oráculos sobre el futuro”18. Si las prácticas
religiosas y rituales de Katari resultaban incomprensibles para las elites
coloniales y continuaron siéndolo para los historiadores actuales, puede
decirse lo mismo de su correspondencia. Mientras otro estudioso del

222
Proyectos de emanápacióny ... (II)

siglo diecinueve hizo notar su “bárbara ortografía indígena”; un siglo más


tarde, otro prominente historiador encontró que su correspondencia era
“ininteligible”: “La confusión de sus cartas es increíble”19. Incluso una
historiadora que se ha especializado en el cerco de La Paz, María Euge­
nia del Valle de Siles, encontró muy difícil entender el “lenguaje confuso,
contradictorio e incoherente” de las cartas. En lugar de analizarlas bajo su
propia luz, ella llegó a la conclusión de que las ideas de Tupaj Katari tan
sólo empobrecían el contenido político e ideológico del proyecto de
Tupac Amaru20. ' .
El trabajo producido en Bolivia varía en alguna medida de los textos
discutidos hasta aquí, dado que su interés se centra menos en el conjun­
to de la insurrección general, o en la especificidad de La Paz en este con­
texto más amplio. En comparación con la literatura peruana sobre Tupac
Amaru, es notable, en primera instancia, que Tupaj Katari nunca haya
podido encajar cabalmente en el panteón nacionalista boliviano, ni siquie­
ra como precursor de la independencia21. Existe un cuerpo de trabajos
que podrían ser considerados como una historiografía urbana “paceñis-
ta”, que intenta honrar a los héroes y mártires de ambos bandos en 1781.
En lugar de juzgar severamente a las fuerzas aymaras, reconoce la opre­
sión que soportaron los indios bajo el dominio colonial español, así como
el valor de los líderes y de las tropas indígenas en batalla. Esta corriente
paceñista fija su atención en el propio cerco de 109 días sobre la ciudad,
y su reconstrucción se apoya principalmente en los diarios producidos
por los europeos y criollos que tuvieron que soportarlo22.
Así como Katari no encuentra ningún nicho apropiado dentro de la
imaginación política nacionalista, es difícil valorizar el cerco como un epi­
sodio de la historia urbana regional, dado que no conduce a la afirmación
de una identidad regional urbana. Quizás como una forma de evitar la
incómoda conclusión de que 1781 fue escenario de una guerra de razas,
diversos autores la han considerado en última intancia como una cuestión
de “el campo contra la ciudad”23. No debe sorprendernos que estos tra­
bajos no exploren profundamente la perspectivas indígenas, ni nos brin­
den una mejor comprensión de la figura de Tupaj Katari. El líder aymara
es evocado en ellos en forma más bien retórica o descolorida, mayor­
mente como un caudillo audaz y astuto. En conjunto, esta literatura nos
ofrece una imagen poderosa de la irresuelta confrontación y el trauma
social vigentes, aunque no explora sus raíces ni busca explicarlas24.

223
Cuando sólo reinasen los indios

La más importante historiadora de la insurrección de La Paz, María


Eugenia del Valle de Siles, surge de esta misma tradición paceñista. Su tra­
bajo se sustenta en una investigación dedicada y prolongada, y muestra
profunda f amiliaridad con los abundantes materiales de archivo. Del Valle
de Siles ha logrado cumplir la importante tarea de narrar una reconstruc­
ción de los eventos en k región durante el período de la guerra. Su pro­
funda inmersión en las evidencias empíricas le permite una interpretación
solvente en muchos temas históricos que salen a la luz en las páginas de
su estudio. Ella ha trascendido el énfasis paceñista en la ciudad, para
incluir en su análisis a las provincias rurales, y ha abordado con simpatía
a las fuerzas aymaras, tanto como a las europeas y criollas25.
Al mismo tiempo, su trabajo es conceptualmente limitado: le dedica
poco espacio a problemas de teoría, historiografía, o discusiones temáti­
cas sobre la naturaleza del momento histórico que investiga. Tampoco
pretende brindarnos una interpretación original de la visión indígena de
la guerra. Su descripción de la figura de Tupaj Katari es la más completa
a nuestra disposición; ella reúne las evidencias más importantes, aunque
reconoce los sesgos y filtros existentes en los documentos coloniales. Sin
embargo, en otros sentidos, su descripción es limitada. Por ejemplo, con­
sidera que las comunicaciones escritas de Katari carecen de “lógica y sen­
tido”, y difumina su perfil en un esfuerzo por encajar a Katari en la
categoría tipológica homogeneizante del liderazgo mesiánico. Asimismo,
realiza la equívoca afirmación de que Katari era el “caudillo mesiánico”
de un movimiento nacionalista y separatista aymara26.

Manifestaciones de la "Serpiente Resplandeciente"

Hacia principios de 1781, podemos imaginar que Julián


Apaza, a la madura edad de 30 años, era un hombre curtido por años de
dificultades personales y dotado de una vasta experiencia. Como foras­
tero comunario de un ayllu rural del altiplano, fue criado y vivió en las
circunstancias más exigentes y empobrecidas. Sufría de una enfermedad
física, quizás una poliomielitis infantil, que dejó algo retorcidas sus pier­
nas y brazos. Sin embargo, su energía física no parece haber disminuido
con ello, y siempre estuvo a la altura de su intensidad de carácter. Sin
duda, había desarrollado desde temprana edad un sentido de autocon-
fianza. Si trabajó en un ingenio de minerales, como se rumoreaba,
habría conocido de primera mano el poder económico criollo y lor rigo­

224
Proyectos de emanápadón y ... (II)

res de una proto-industria colonial. Como comerciante itinerante,


habría sido expuesto a las duras condiciones de los caminos. Sin duda
estaba acostumbrado a tratos bruscos con los otros indios, cholos y
mestizos que llevaban sus caravanas de llamas o recuas de muías por las
mismas rutas, y a través de sus encuentros habría escuchado historias
acerca de los rincones más distantes del reino. En sus viajes, ha debido
conocer mucho sobre la vida de la gente que residía en el altiplano y en
los valles interandinos, y ha debido visitar otras ciudades coloniales
además de La Paz. Habría adquirido un amplio conocimiento de los
modos de dominación colonial cotidianos y sutiles, así como de los
sufrimientos comunes de los indios, sus miedos y resentimientos, y su
aspiración a liberarse del “pesado yugo”.
La formación política de Julián Apaza derivaba claramente de la fase
aguda de luchas comunales (ocurrida cuando él era adolescente), que cul­
minó en los levantamientos de los pueblos de Sicasica en 1769 y de Yun­
gas y Pacajes en 1771. En 1781, la mujer de Apaza, Bartolina Sisa, declaró
que él había estado preparando el movimiento durante diez años27. Como
comerciante, habría conocido de cerca las impopulares reformas comer­
ciales que estaban siendo introducidas en los años 1770. Estas medidas
afectaban a los comerciantes indígenas tanto como a los mestizos y crio­
llos, y Apaza seguramente estuvo al tanto de los disturbios antifiscales y
en contra de las aduanas que ocurrieron en los Yungas y en La Paz a fines
de los años 1770. Si él no estuvo presente en el amotinamiento urbano de
1780, es posible que estuviera entre los indios que se vieron arremolinar­
se sobre la ciudad, desde Sicasica y Pacajes, mientras duró la revuelta (ver
el capítulo 4).
Bartolina Sisa estuvo distanciada de su esposo y en no menos de
cinco ocasiones fue encarcelada porque Apaza no había pagado el tribu­
to. Ella no lo había visto desde dos años antes de la insurrección, perío­
do en el cual Apaza seguramente estuvo especialmente activo en la
organización del movimiento. El reconoció más tarde que “había anda­
do muchísimos pueblos y lugares, y pasado grandes trabajos en conmo­
ver y persuadir a los indios”. Tupac Amaru realizó un viaje a
Cochabamba y Oruro en abril de 1780, tan sólo unos meses antes del
estallido de la insurrección en el Cusco, pero no hay evidencia cierta de
que ambos se hubiesen cruzado alguna vez. Con su fuerte personalidad
y sus esfuerzos clandestinos, Apaza consiguió formar un pequeño

225
Cuando sólo reinasen los indios

núcleo de gente, algunos de ellos parientes y gente de confianza de Ayo-


ayo, que estuvieron comprometidos desde el principio con su proyecto.
Cuando llegó la hora de la movilización, Julián Apaza estaba preparado,
y salió adelante como Tupaj Katari para asumir el mando de la insurrec­
ción de todas las comunidades de La Paz28.
Al considerar la identidad y la conducta de Tupaj Katari como diri­
gente, es importante tener en mente que estaba enfrentando un desafío
político tremendo. Su tarea era la de motivar, movilizar y guiar a decenas
de miles de comunarios de un área muy vasta, que no poseían entrena­
miento militar regular, y que carecían de un instrumento político preexis­
tente que los unificara en una escala tan vasta.-Es también importante
considerar a Katari bajo una nueva luz, lejos de las sombras de los este­
reotipos y prejuicios coloniales. Tomando en cuenta estas consideracio­
nes, veremos tres cuestiones que son fundamentales para comprender a
Tupaj Katari: su identidad y legitimidad política, su cultura guerrera y su
violencia, y su poder e identidad espiritual. Desde este punto de vista,
comienza a surgir una figura más palpable e íntima, e incluso una figura
más humana y notable.
Consideremos en primer lugar su identidad política. Hacia fines de
1780 y principios de 1781, las influencias políticas de Tomás Katari en el
sur y de Tupac Amaru en el norte convergían en la región de Sicasica
para producir un estado de cosas excepcional. Tomás Katari, que nece­
sitaba cada vez más de apoyo externo, difundió la noticia de que había
logrado la reducción del tributo. Doce de sus seguidores viajaron a la
provincia, posiblemente con el fin de ampliar sus conexiones políticas29.
El corregidor de Sicasica, Ramón Anchoríz, informó también que los
indios le habían reclamado la devolución de sus tributos, porque la mitad
de ellos debía entregarse a Tupac Amaru30. En la región suroriental de la
misma provincia, en la frontera con Cochabamba y Oruro, los indios cir­
culaban levantando a las comunidades con edictos de Tupac Amaru, “su
Rey y Redentor”, y con grandes “medallas” de madera que retrataban al
Inka y su consorte31.
En febrero de 1781, mientras se desarrollaba la insurrección en la veci­
na Oruro y en los comienzos de la insurrección de Sicasica, la figura de
Tomás Katari adquirió mayor prominencia. Como lo atestiguó Gregoria
Apaza: “El motivo de haberse sublevado con los indios fue por los repar­
timientos de los corregidores, por las aduanas, por los estancos y otros

226
Proyectos de emancipaciónj ... (II)

pechos que se les cobraban, y que pretendían extinguir quitando la vida a


los corregidores, a los europeos y demás empleados para la exacción de
dichas contribuciones, a cuyo efecto publicaban los indios había orden de
su Magestad de la que era ejecutor un Tomás Katari, que venía de los
lugares de arriba y desde España”32. El programa político específico que
se revela aquí, y la pretensión de ser un “comisionado” del rey de España,
reflejan claramente el proyecto de Tupac Amaru; y sabemos, como lo
muestra la rebelión de Oruro, que los designios del líder del Cusco eran
conocidos por los indios de la región en este momento. Pero el informe
también se refiere a las historias sobre Tomás Katan, que de hecho había
viajado hasta el mismo Buenos Aires, y obtenido un decreto estatal en su
lucha contra el mal gobierno local y regional. Los rumores que circulaban
en el campo mencionaban el viaje de Tomás Katari hasta España, para
entrevistarse personalmente con el rey33.
Gregoria Apaza añadió: “Con esta noticia [de la comisión encargada
por el rey a Tomás Katari], los indios de Calamarca y Ayoayo [habían]
conmovídose y resuelto esperarlo con las atrocidades y destrucción
que causaron en Sicasica, Sapahaqui, Ayoayo y Calamarca”34. Esa espe­
ra comunaria de un redentor, que nos recuerda a la situación en la veci­
na Oruro en el mismo mes de febrero, evoca la llegada de Tupac
Amaru. Otra fuente atribuyó los ataques realizados por las comunida­
des durante el carnaval en las regiones del altiplano y valles de Sicasi­
ca, así como los de la vecina Cochabamba, a una orden de Tupac
Amaru35. Sin embargo, Gregoria Apaza mencionó explícitamente a
Tomás Katari como la misteriosa figura cuya llegada esperaba la pobla­
ción de la provincia de Sicasica.
Esta superposición y la posible confusión de identidades en las per­
cepciones campesinas locales, así como la prominencia de Tomás Katari,
pudieron ser resultado de las operaciones clandestinas iniciales del propio
Julián Apaza. La región de Sicasica era el hogar de las primeras activida­
des organizativas de Apaza, y la evidencia sugiere que él se identificaba
fuertemente con el líder de Chayanta en las etapas iniciales del movi­
miento. Los rumores de la resurrección de Tomás Katari surgieron inme­
diatamente después de su asesinato a mediados de enero, y Apaza, de
acuerdo a una versión, se declaró como reencarnación de Katari desde
ese momento. Otra versión señala que Julián Apaza habría interceptado
una carta de Tomás Katari, que le habría eviado a Tupac Amaru antes de

227
Cuando sólo reinasen los indios

morir. La correspondencia supuestamente contenía papeles que docu­


mentaban el linaje y los ancestros de Katari, y Apaza se apropió de ellos
para reclamar su derecho a la autoridad del fallecido Katari36.
El propio testimonio de Julián Apaza en la cárcel parece respaldar la
idea de que se identificó directamente con Tomás Katari, ya que declara­
ba poseer documentos que establecían sus lazos políticos con el lideraz­
go de Chayanta. Reconoció que, después del ataque comunario a Sicasica
el 24 de febrero, tomó el mando del movimiento “por facultad que le dis­
pensó un Katari por unos papeles que le dio en el pueblo y alto de Sapa-
haqui, confiriéndole por ellos el título de Virrey”37.
La identificación con Tomás Katari persistió después de que J ulián
Apaza se revelara ante la población indígena y asumiera públicamente el
comando de la insurrección en La Paz38. Sus seguidores indígenas se
referían a él como “Tomás Tupaj-Katari” en su correspondencia y cuan­
do le aclamaban en sus cuarteles de El Alto que se extendían sobre la ciu­
dad. Asimismo, demostró su sucesión política al designar autoridades y
emitir órdenes para el pueblo de Coroma, muy al sur en la provincia de
Porco, antes bajo la influencia de Tomás Katari39.
Pero también Julián Apaza se identificaba explícitamente con Tupac
Amaru y con la autoridad Inka, visiblemente en los nombres y títulos que
declaraba poseer40. Cuando se presentaba a sí mismo como “Tomás
Tupac-Katari, Rey Inka”, en anteriores momentos del levantamiento,
buscaba proyectar la preeminencia de la nobleza Inka, aunque mante­
niendo al mismo tiempo una autonomía política con respecto al lideraz­
go del Cusco. En esta etapa de la insurrección, los comandantes de La Paz
y su círculo de asesores abrigaron incluso la idea de que el movimiento
podría desarrollarse más allá de la hegemonía regional y, al derrotar al
propio Tupac Amaru, asegurar un control irrestricto sobre el reino41. Era
muy frecuente que Tupaj Katari se refiera a sí mismo como “Virrey” y a
su consorte Bartolina Sisa como la ‘Virreina”. Aunque Diego Cristóbal
Tupac Amaru se indignó ante esta autoatribución, ella resultó siendo un
reconocimiento de la soberanía Inka por parte de Katari.
A medida que se desarrollaba la guerra, los líderes del Cusco consoli­
daron una superioridad formal en la jerarquía política y Katari abandonó
su nombre asumido de “Tomás”, que lo vinculaba directamente con el
líder de Chayanta. Retuvo su nombre original, “Julián”, manteniendo al
mismo tiempo la asociación con la autoridad Inka. Desde entonces se

228
Proyectos de emancipacióny . ..(II)

refirió a sí mismo simplemente como “Julián Tupac-Katari Inga” o, adop­


tando el título político-militar que le había otorgado Andrés Tupac
Amaru, como “Gobernador”. En una fórmula honorífica “Gobernador
Don Julián Tupac Katari, descendiente y tronco principal de los ejércitos
reales que gobernaron estos reinos del Perú, etc.”, se hacía eco del dis­
curso genealógico de la nobleza de Tupac Amaru, y enmarcaba su propio
status militar en términos de la autoridad precolonial del estado Inka42.
Como lo señalaron los observadores contemporáneos, el mismo nom­
bre de “Tupaj Katari” se componía y nutría de las figuras redentoras de
Tupac Amaru y de Tomás Katari. Tanto en la lengua aymara como en
qhichwa, de acuerdo al oidor trilingüe Diez de Medina, “tupac” significa
brillante o resplandeciente, mientras que el término qhichwa “amaru” y el
término aymara “katari” significaban ambos “serpiente”43. Pero también
vale la pena notar otro significado de estos nombres. “Tupacatari” era en
realidad un apellido de principales en el pueblo de Sicasica donde había
nacido Julián Apaza44. Esta podría parecer una coincidencia curiosa aun­
que irrelevante, pero pudo ser significativa para Julián Apaza en el
momento de asumir su nombre de guerra. Apaza —quien no sólo era un
comunario indígena, sino un forastero que se hallaba en el estrato más
bajo de la escala tributaria comunal- pudo haber querido reclamar simbó­
licamente, al tomar su nombre, el elevado prestigio étnico, comunal y
patriarcal de la nobleza indígena local.
Naturalmente, este reclamo pudo no haber sido bien recibido por
otros indios de mayor rango que Julián Apaza. Fray Borda planteó este
dilema para la legitimidad política y patriarcal de Apaza: “[Tenía] muchí­
simos que aun le disputaban el gobierno a dicho Katari, por decir que si
un indio de bajísimas obligaciones, hijo de padre no conocido y cuando
más natural del sacristán fulano Apaza, del pueblo de Ayoayo, en cuyo
ejercicio se había criado, además de ser por su naturaleza bien rudo, pues
ni leer sabía, y aun el estar casado se disputa con la susodicha reina, se
había coronado o hecho cabeza, ¿por qué ellos no harían lo mismo, cuan­
do eran principales y de legitimidad en poder ser respetados?”45. A riva­
les como éstos, en especial a los que estaban familiarizados con las
jerarquías dinásticas prevalecientes en Sicasica, las pretensiones nobles de
Katari han debido provocarles una especial irritación.
Katari también se apoyaba en la certificación Inka para respaldar su
autoridad. Exigió a varias comisiones enviadas por Diego Cristóbal

229
Cuando sólo reinasen los indios

Tupac Amaru que las tropas indias respetaran sus órdenes. En una oca-
sion, cuando comunarios furiosos amenazaron matarlo junto al coronel
qhicliwa Juan de Dios Mullupuraca, “satisfizo” a las tropas con un decre­
to de José Gabriel Tupac Amaru. En algunos casos, Katari continuó
también alentando la ficción de Amaru de ser comisionado del Rey Car­
los III, y en un claro paralelismo con las demandas de los caciques
durante el siglo dieciocho, sostenía que el rey le había reconocido su
rango como noble Inka46.
Un episodio de la guerra hace confluir un conjunto de temas que ya
hemos considerado en este estudio: la importancia de la figura de
Tomás Katari en la región de Sicasica durante la fase temprana de la
insurrección; la identificación compuesta de Tupaj Katari con Tomás
Katari y con Tupac Amaru; y el problema de la legitimidad política fren­
te a los comunarios y los nobles de la región. A fines de abril, dos car­
tas escritas en nombre de los ayllus de Sicasica anunciaban que los
indios se habían negado a obedecer a Tupaj Katari. Alegaron que él
carecía de título alguno que le diese el derecho a gobernarlos y que era
de un estrato social bajo. Toda autoridad legítima debía ser transferida
por el insurgente de Chayanta, “Tomás Tupac Katari”, que en realidad
mantenía correspondencia y relaciones con el lider principal, José
Gabriel Tupac Amaru de Tinta. Fueron ellos quienes hicieron un lla­
mado para terminar el cerco de La Paz, y quienes alertaron de la cer­
canía de las tropas auxiliares españolas.
Tupaj Katari se lanzó entonces a conquistar la recalcitrante comunidad
de Sicasica. Cuando llegó a Ayoayo mostró una copia de una carta de
Tupac Amaru, escrita al Visitador Areche, en la cual el líder del Cusco
exponía sus justificaciones del levantamiento. De acuerdo al informe
español de la época, Amaru había enviado la carta a su colaborador de
Chayanta, el “verdadero Tomás Tupac-Katari”, pero nunca había llegado
a su destino por la muerte del mensajero en el camino en Omasuyos. La
carta cayó entonces en manos del impostor Tupaj Katari -sigue la histo­
ria-, quien declaró que era una cédula real enviada a su persona. Aunque
esta vez no consiguió la adhesión de la comunidad de Sicasica, Katari
finalmente convocó a tres días de “fiestas reales” en El Alto para celebrar
el contenido de la carta47.
El compromiso de Tupaj Katari con diversas fuentes de identidad y
autoridad ha sido tan confuso para los observadores contemporáneos

230
Proyectos de emancipacióny ... (II)

como para los historiadores de hoy. La política indígena, sin duda, no era
transparente ni directa; no obstante, cuando la conducta política indígena
se ve como estratégica, apunta a intereses y demandas subyacentes. La
profusión y confusión de nombres y títulos, la adopción de diferentes
identidades políticas, y las declaraciones de poseer documentos legitima­
dores fueron parte de las tácticas de Katari para establecer su propio
poder político en la región, y su legitimidad como líder comunario orgá­
nico en un marco jerárquico. No deben verse como las triquiñuelas de un
impostor, sino como un recurso político habitual en el contexto de la cul­
tura política colonial.
Las tácticas simbólicas de Katari nos recuerdan a las de los caciques y
nobles indígenas que se inspiraban en múltiples fuentes de autoridad
como gobernadores políticos y mediadores en la sociedad colonial. Su
esfuerzo creativo para generar una identificación propia de linaje —como
“Katari”, “Inka” o “Tupacatari”—se parece a los esfuerzos de los nobles
indígenas que afirmaban, y a veces reinventaban, sus líneas de ascenden­
cia genealógica con intenciones políticas (ver capítulo 2). Tomás Katari,
Tupac Amaru y otros líderes políticos indígenas de la insurreción también
se apoyaron en tácticas calculadas o improvisadas que implicaban asumir
una identidad y derechos documentados. Miguel Bastidas, por ejemplo, se
presentó como el Marqués de Alcañises, y Andrés Tupac Amaru difundió
cartas falsificadas de José Gabriel después de su muerte. Para gran frus­
tración de las autoridades coloniales, después de la insurrección conti­
nuarían surgiendo nuevos líderes reclamando el legado de los Inkas48.
La importancia del control sobre la documentación oficial había sido
probada en las batallas locales, como las que se dieron en torno al caci­
cazgo y los repartos, que se desarrollaron a lo largo del siglo diezciocho.
La política relacionada con la producción, circulación y consumo semán­
tico de los documentos coloniales sin duda estuvo presente, tanto entre
los indios como entre otros sujetos y agentes coloniales, en todo el perío­
do colonial. No obstante, la creciente politización del área rural en las
postrimerías del régimen colonial planteó mayores desafíos a las comuni­
dades, a los escribanos y a otros intermediarios rurales, y a las autorida­
des coloniales49. Era una época en que los caciques eran cada vez menos
confiables como representantes comunales a quienes pudiera encomen­
darse las tareas de obtener, resguardar e interpretar tan importantes docu­
mentos escritos de autoridad. La política documentaria —que involucra la

231
Cuando sólo reinasen los indios

búsqueda de poder y legitimidad que emanan de textos escritos reales o


imaginarios, emitidos por las altas esferas de autoridad política—se con­
virtió entonces en un elemento tan importante para los proyectos de cam­
pesinos analfabetos, como lo había sido para los gobernadores y nobles
indígenas y para las elites coloniales del pasado.
Veamos ahora un segundo aspecto de Tupaj Katari, su personalidad
guerrera, y el problema de la violencia. El discurso convencional entre
las elites del siglo dieciocho describe a Katari como un “indio san­
griento y carnicero o bestia feroz”. Para Fray Borda, que tenía expe­
riencia de primera mano del comandante aymara, Katari era “tirano,
indómito y carnívoro humano”. El perfil que trazó Borda de Katari y su
“bárbara crueldad” resultaba no sólo de su agresión en contra de los
residentes de La Paz, sino también de su comportamiento en el campo
insurgente y hacia otros indios. El fraile dice que Katari ordenaba cas­
tigos corporales frecuentes y ejecuciones no sólo de los cautivos y
desertores, sino de los propios soldados y cuadros de su ejército. Su vio­
lencia estaba íntimamente asociada, según Borda, con sus frecuentes
borracheras y con su lascivia50.
El testimonio de otros líderes de los bandos aymara y qhichwa tam­
bién apunta a los “homicidios y violencias enormes” de Katari. Miguel
Bastidas, el comandante qhichwa y cuñado de Tupac Amaru, declaró que
el “furor” de Katari y su deseo de “hacer morir a todo blanco y español”
había decidido a los líderes del Cusco a trasladarse a La Paz y tomar las
riendas de la insurgencia regional. Declaró que Katari actuaba por su pro­
pia cuenta y espontáneamente debido a su “su genio ardiente bravo y
abandono a la embriaguez”. “Generalmente, Pos coroneles] profesaban
odio a Apaza”, añadió; “le temían, mirándolo con terror por la libertad
con que, sostenido de sus fuerzas y arrojo, hacía morir a muchos de los
mismos indios siempre que se le oponían”. El propio Katari reconoció
que había matado a numerosos indios, generalmente colgándolos, y en un
caso por descuartizamiento, arrojando los miembros a un precipicio..
Según su propio relato, la mayoría de estas víctimas habrían hablado en
contra suya, robado su propiedad, actuado de forma quejumbrosa desa­
fiado su autoridad, o lo habían humillad o 51.
Entre las muchas razones que explican el uso de la violencia por parte
de Katari, es evidente que buscaba imponer una disciplina militar y un
orden político en el interior de un movimiento insurgente que tenía una

232
Proyectos de emancipacióny .. .(II)

limitada cohesión organizativa. Como líder, no sólo animaba a sus sol­


dados con la convicción de que gozaba del favor divino, también les
urgía a entregarse “con todo empeño”, empujándolos a pelear día y
noche sin descanso. A sablazos, se lanzaba al ataque conduciendo a esas
tropas que evitaban entrar en combate abierto con el enemigo52. A
menudo, atribuía el éxito de la resistencia de la ciudad a la indolencia de
sus propios capitanes y soldados: “Por lo que [la ciudad] no la tenía gana­
da y destruida, azotaba de pronto y las veces que quería a los capitanes,
hilacatas o mandones, unos a cincuenta, otros a cien, o más azotes, y
otros castigos crueles y tiranos, como era hacer degollar a aquellos que
no mostraban valor y ascenso formal a sus conceptos, que precisamen­
te habían de ser inviolables”53.
Él también estaba obviamente intentando imponer su propia autori­
dad que, según hemos anotado, parecía frágil y carente de fundamentos
“naturales” y adscriptivos, por encima de los derechos de sus rivales o de
actores independientes. Aparentemente, el ordenó la muerte de Marcelo
Calle —un líder aymara de alto rango, que fue su viejo camarada de Ayoa-
yo y uno de los colaboradores más tempranos del movimiento—por haber
llevado a cabo ejecuciones sin autorización de Katari. Hizo colgar a otro
indio por un homicidio que cometió estando enrolado como reclutador
militar para el dirigente Inka Andrés Tupac Amaru54.
El cacique de Tiwanaku fue otro que murió en la horca por su inten­
to de sobrepasar el mando de Katari y evitar sus obligaciones militares
mediante el recurso al prestigio étnico y a la riqueza. Después de mostrar
un apoyo inicial a la campaña, la utilizó como una oportunidad para rea­
lizar tratos comerciales en los Yungas. Viajó hasta la sede de Diego
Cristóbal Tupac Amaru en Azángaro para donar coca y dinero; y retornó
con dispensas especiales que le permitían vivir holgadamente, gozando de
plenos privilegios en el pueblo, con un hijo que ocuparía el puesto de
corregidor y el otro como teniente general de Tiwanaku. En otro caso,
Katari fue convocado por un indio que se llamaba Qolla Qhapaq, el gran
señor de las provincias aymaras de antes de la conquista. Le advirtió a
Katari que se presente con una escolta de sólo seis hombres y que respe­
te su autoridad, pues de otra manera echaría sobre él su poder de “hacer
bajar el sol de su hemisferio” mediante la manipulación de dos espejos.
Katari, temiendo el ejercicio de tales facultades mágicas, se apareció en
cambio con una numerosa tropa. Luego de un breve encuentro,, capturó

233
Cuando sólo reinasen los indios

al supuesto Qolla Qhapaq acusándolo de brujería, lo apuñaló repetidas


veces y lo hizo fusilar55.
Queda también claro que Katari tenía un sentido muy agudo del
honor personal, y esto es lo que estuvo en juego, por ejemplo, cuando
ordenó la muerte de uno de los coroneles del ejército qhichwa, Fausti­
no Tito Atauchi. Desafiando la jurisdicción del comandante aymara en
La Paz, Tito Atauchi tomó preso a Katari y le despojó de su ropa, de su
coca y de su oro y plata. Entonces lo soltó, vestido con una vieja cami­
sa y unos calzones que los indios le dieron, y lo envió ante Andrés
Tupac Amaru en Sorata. Andrés reprobó a Tito Atauchi por esta acción
desautorizada y liberó a Katari, con el nuevo título de Gobernador.
Después de retornar a El Alto, Katari se vengó de esta humillación
haciendo colgar a su enemigo56.
Este código de honor apunta a otra faceta de la personalidad y el com­
portamiento de Katari, que en última instancia involucraban normas cul­
turales y de género andinas para el ejercicio de la violencia. Se enorgullecía
de sus signos de rango -como ser el fino vestido, su ración de coca que
eran importante simbólicamente para la reciprocidad y el patronazgo, o los
metales preciosos que le confiscó Tito Atauchi- pero carecía completa­
mente del refinamiento cultural y de la nobleza de José Gabriel o Diego
Cristóbal Tupac Amaru. Su sensibilidad a la humillación y sus mortales
reacciones ante quienes lo desafiaban, así como su “genio ardiente bravo”,
revelan a un guerrero más que a un príncipe o a un estadista57.
La osadía de Katari era también el motivo de que se lo temiera tanto.
Miguel Bastidas señaló astutamente este tema cuando declaró que la reso­
lución de Katan de imponer castigos corporales o la pena capital sembró
terror en el corazón de sus seguidores. La implacable presión sobre sus
subordinados y la violencia física alimentaron el resentimiento, pero su
intención era el destilar un profundo miedo: “Esforzaba las mayores
industrias y castigos, que hacían temblar los espíritus”. La intimidación
psicológica fue también un aspecto central de su campaña militar en con­
tra de la sitiada población española de La Paz. Sus cartas a las autorida­
des españolas contenían sombrías amenazas, por ejemplo: “volver [la
ciudad] en polvo y ceniza , o degollar y colgar a quienes se le opusieran.
Solía colgar a los cautivos en las horcas que podían divisarse claramente
desde la ciudad. Cuando descubrió que el artillero criollo, Mariano Muri-
11o, se habla estado carteando en secreto con las autoridades españolas, le

234
Proyectos de emancipacióny ... (II)

cortó los brazos y lo envió de vuelta a la ciudad58. Dirigió a las tropas para
que mantengan la gritería y bulla por las noches, para mantener perma­
nentemente inquieta a la población. La concepción común de Tupaj
Katari como un atroz salvaje y los temores de los residentes urbanos sitia­
dos indican que también era perfectamente capaz de infundir horror en
sus enemigos españoles59.
Además de los objetivos políticos y militares funcionales de la vio­
lencia, sobre los que también se apoyaban los españoles, ¿cómo pode­
mos entender la conducta de Katari? Según el trabajo etnográfico
contemporáneo de Olivia Harris, los campesinos andinos en el norte de
Potosí perciben a la fuerza física y a la violencia con una asombrosa
ambivalencia. Las manifestaciones de fuerza física pueden ser vistas
como admirables o perturbadoras, legítimas o excesivas, dependiendo de
las circunstancias, aunque en última instancia todas estas percepciones
están asociadas con poderes vitales e incluso sagrados. La violencia se
considera “otro” orden social, “aparte” del normal, pero en contraste
con algunas concepciones burguesas occidentales, es “necesariamente
un estado alternativo, más que un derrumbe de la normalidad 60. El uso
de la fuerza física, bajo la forma de pelea, se lleva a cabo en ocasiones
excepcionales, cuando la vida cotidiana se suspende. En esas situaciones
liminales, lubricadas por el consumo de alcohol y otras performances
rituales, los individuos manifiestan las fuerzas peligrosas y sagradas de la
tierra, las montañas y los ancestros.
En el norte de Potosí, la ambivalencia de la fuerza y la violencia físicas
se representa metafóricamente bajo la forma de animales peligrosos,
impredecibles y temibles. La habilidad del toro para la pelea, por ejemplo,
se admira, mientras su tremenda fuerza es convocada también para los
fines de la reproducción doméstica y comunal. El condor, en relativo con­
traste, es un ave depredadora salvaje, que se identifica son poderes aso­
cíales y destructivos, aunque también se le rinde culto debido a sus nexos
con las montañas y los ancestros. Como parte de la multivalencia general
de la identidad masculina en la cultura andina, los hombres se asocian en
particular con estos animales y su potencial de violencia. El simbolismo
animal refleja así la conexión entre virilidad y violencia. El combate ritual
durante las fiestas (tinku) constituye una ocasión en la que se espera que
los hombres expresen esas potencias, siendo otra de ellas la guerra abier­
ta (ch ’axwa) que es menos frecuente.

235
Cuando sólo reinasen los indios

Estas coordenadas culturales y de género en la violencia, nos brindan


un punto de partida para comprender la guerra aymara del siglo diecio­
cho y la conducta e identidad culturalmente específicas de Tupaj Katari
durante la campaña, así como las diversas reacciones campesinas y de la
elite hacia él. Dadas las circunstancias excepcionales de la insurrección
—un tiempo de guerra claramente difereciado— el tratamiendo cruel e
implacable de Katari hacia sus enemigos era perfectamente consistente
con las normas ambivalentes de la cultura campesina andina. Su violen­
cia, que tenía por objeto infundir temor y respeto, era apropiada para un
valiente guerrero masculino, y él esperaba que sus seguidores desplegaran
una fiereza y tenacidad semejantes en la batalla.
Era impredecible, peligroso y amenazante como un animal salvaje, y
en esta visión nuevamente su nombre lo identifica con fuerzas subterrá­
neas poderosas y potencialmente malévolas, que ahora estaban a flor de
piel. Según el diccionario de 1612 de Bertonio, “katari” significa “gran
serpiente , mientras que los etnógrafos del siglo veinte han identificado
al katan como una serpiente cascabel” o un monstruo acuático que se
tomaba por un espíritu maligno. Esta criatura podía causar enfermedades
en la gente que se le cruzaba y por ello a veces se le daban ofrendas ritua­
les para propiciar su protección61. La mágica fuerza de la serpiente en la
batalla era también convocada por otros líderes aymaras. Un talismán de
serpiente cascabel “para el feliz éxito de su malicios intención” fue halla­
do entre los implementos de guerra que estaban en posesión de uno de
los lugartenientes de Katari62. En otro momento temprano de la guerra,
se autodenominaba como “Julián Puma Katari”, tomando el nombre del
león andino de montaña que es todavía venerado en algunos contextos
rituales aymaras contemporáneos63.
La identificación simbólica de Katan con animales salvajes feroces y
poderosos nos recuerda a la descripción de Guarnan Poma de los gue­
rreros y capitanes andinos en la edad awka anterior al dominio Inka: £Y
se hizieron grandes capitanes y ualerosos prínzepes de puro uallente.
Dizen que ellos se tornauan en la batalla leones y tigres y sorras y buitres,
gabilanes y gatos de monte. Y ancí sus desendientes hasta oy se llaman
poma [león], otorongo [jaguar], atoe [zorro], condor, anca [gavilán], usco [gato
montés] y biento, acapana [celajes], páxaro, uayanay [papagayo]; colebra,
machacuay, serpiente, amaro. Y ací se llamaron de otros animales sus nom­
bres y armas que trayía sus antepasados; los ganaron en la batalla que ellos

236
Proyectos de emancipacióny ... (II)

tubieron”. Guarnan Poma enfatizaba, además de otros rasgos éticos y pia­


dosos de su sociedad, la bravura, crueldad y modos violentos de los capi­
tanes en batalla. Notó además que se hacía uso ritual de plantas purgativas
y alucinogénicas para desarrollar su fuerza física y, se puede inferir, para
transformarse en animales tutelares durante las batallas64.
Las evidencias sobre las borracheras de Katari deben también com­
prenderse en el marco cultural andino. En el período colonial, el consu­
mo de alcohol por los indios siguió siendo parte de la performance ritual
y de la demarcación de circunstancias liminales en las cuales se entraba,
fuera de los límites de la vida cotidiana, para tomar contacto con poderes
sagrados. Este tipo de consumo ritual de alcohol no sólo era apropiado
en ocasiones ceremoniales religiosas, como ser las fiestas católicas que los
indios celebraban escrupulosamente en El Alto, sino también era por lo
general apropiado en tiempos de guerra. Esta práctica ritual indígena fue
completamente ignorada por los testigos españoles, que observaron con
desdén la borrachera de Katari cuando encabezaba marchas militares en
las afueras de la ciudad, o cuando dialogaba con los enemigos sobre la
rendición de La Paz65.
La borrachera era también especialmente importante para un jefe mili­
tar que debía demostrar que su poder personal y físico era inigualable.
Aquí tenemos nuevamente, un paralelismo con los capitanes de guerra
aymaras del pasado prehispánico, que demostraban su valor bebiendo
copiosamente sin perder sus facultades66. La evidencia de la guerra mues­
tra que el propio Katari se desplazaba con gran capacidad entre, por un
lado, el consumo público de bebidas que implicaba una pérdida aceptable
de autocontrol en momentos ritualmente significativos, y por otro, la
bebida en público que permitía a Katari retener un autocontrol pleno. La
noche antes de su captura ofreció un ejemplo de su energía, astucia e
incluso intuición estando bajo los efectos del alcohol. Como parte de una
trampa para retener a Katari y dar tiempo a las tropas españolas de apre­
henderlo, Tomás Inka Lipe auspició vina fastuosa fiesta en el pueblo de
Achacachi (Omasuyos) y convidó alcohol repetidas veces en la noche del
jolgorio. Pero de pronto, a la una de la mañana, Katari aununció enojado
que había un complot para traicionarlo, y se retiró inmediatamente con
un pequeño grupo de seguidores reales, evacuando la zona67.
Finalmente, debemos analizar otro elemento en la representación
colonial de la violencia “salvaje” de Katari. De acuerdo con el informe de

237
Cuando sólo reinasen los indios

Fray Borda, cuando Katari hacía sus rondas regulares para pasar revista y
animar a sus tropas, solía raptar a mujeres indígenas de sus familias, sin
importarle el escándalo, para tener relaciones sexuales con ellas. Las muje­
res y sus familiares intentaron resistir estos asaltos, pero el miedo a Kata­
ri y las amenazas de castigo eran más fuertes. Este tipo de depredación
sexual, que ocurría cuando Katari estaba ebrio, seguía las pautas estable­
cidas, aunque ambivalentes, de la cultura campesina andina. Nuevamente,
la conducta de Katari en estos casos evoca el aspecto terrible y salvaje del
cóndor carnívoro, que capturaba indefensas ovejas en sus rebaños68.
Tomando en cuenta las reacciones hacia Tupaj Katari, podemos ver
cómo la ambivalencia campesina frente a la violencia podía involucrar
una mezcla de sentimientos. Los miembros movilizados de la comuni­
dad podrían temer al comandante aymara, como también sentir fatiga
y resentimiento si eran sometidos directamente al ejercicio de fuerza
física. No obstante, en las circunstancias de la guerra, habría también
una serie de supuestos culturales orgánicos y compartidos, y un respe­
to para un líder militar que actuaba en conformidad con las nprmas
campesinas de virilidad.
Al mismo tiempo, la evidencia señala fuertes contrastes entre Katari,
por una parte, y las elites indígenas, por otra, que compartían muchas
normas culturales y de género en común con las elites españolas “civili­
zadas”. No sólo los caciques realistas en 1781 sino también algunos diri­
gentes de la insurrección rechazaban la violencia campesina ejemplificada
por Katari. Esto se hizo más evidente en el caso de Miguel Bastidas, el
comandante qhichwa renuente que llegó a tener máxima autoridad en el
escenario de La Paz durante la última fase de la guerra. Cuando Bastidas,
a través de intérpretes españoles, describió a Katari como “bravo”, pode­
mos imaginar que tenía en mente los atributos de intrepidez, ferocidad
—con connotaciones animales implícitas, aunque tuvieran una resonancia
distinta y no peyorativa, para los campesinos andinos—e iracundia que
Katari manifestaba ciertamente como líder. Como lo hemos notado
antes, Bastidas explicó que la dirigencia del Cusco había intervenido en
La Paz precisamente con el fin de controlar el “furor” de Katari. El pro­
pio Bastidas mantuvo relaciones tensas con el dirigente aymara, pues con­
sideraba repulsivas las “muertes, robos y estragos”, y vivía en permanente
estado de “horror y miedo” a las tropas campesinas69.

238
Proyectos de emancipacióny ... (II)

Tupac Amaru era un ejemplo de un modo de autoridad política y de


género^ de corte patriarcal, claramente distinta de la figura guerrera y del
salvaje poder de Tupaj Katari. Proyectaba particularmente una imagen
paternal de benevolencia y protección, y una dignidad propia de la reale­
za. Para evitar simplificaciones, debemos señalar que Amaru también res­
paldaba sus decretos públicos con claras amenazas para quienes le
desobedecieran, y condujo a sus fuerzas a una situación temprana de ven­
taja militar. En la misma medida, Katari también buscaba asumir el pres­
tigio jerárquico de sus renombrados contemporáneos políticos, su tono
paternal, su nobleza adscrita, o su supuesto rango atribuido. Pero los per­
files generales de ambos dirigentes siguen siendo contrastantes. A dife­
rencia de Katari, el flagelo de la ciudad de La Paz, Amaru desplegó
limitadas proezas y ardores en batalla. Por ejemplo, perdió valioso tiem­
po en asuntos políticos y administrativos y en despliegues simbólicos de
mando en las provincias del sur, cuando era urgente que desplazara sus
tropas hacia el Cusco, como se lo urgió su consorte Micaela Bastidas.
Cuando finalmente llegó a la ciudad y descubrió que no sería fácil su ren­
dición, emprendió la retirada, en lugar de correr el riesgo de embarcarse
en una contienda sostenida70 .
Así como, en gran medida, él y su círculo ponían en práctica códigos
militares y políticos coloniales durante la guerra, él no se alejó de los códi­
gos morales coloniales, tales como las prescripciones sexuales cristianas.
Nunca hubo acusaciones contra Amaru por incurrir en actos inmorales o
“lascivos”, como fue el caso de Katari; tampoco se vio envuelto en rela­
ciones extramaritales como Katari y otros dirigentes qhichwas, actos que,
en última instancia, estaban dentro de los parámetros de la práctica
patriarcal colonial. Nuevamente, a diferencia del jefe aymara, Amaru raras
veces se emborrachaba, una señal amenazante del desorden indígena para
las elites coloniales, que se suponía los caciques debían controlar71. En fin,
los temas que rodean a Tupaj Katari y a sus expresiones de violencia
echan luz sobre importantes diferencias culturales que responden a cues­
tiones de identidad étnica, de clase y de género en la sociedad colonial.
El aspecto religioso de Tupaj Katari representa una tercera clave inter­
pretativa sobre el dirigente aymara. En los relatos historiográficos, como
lo hemos notado, suele ser ridiculizado como un primitivo irracional y
supersticioso, o es tipificado sociológicamente como un líder “mesiáni-
co”. El cliché de Katari como un ateo, hereje, sacrilego o idólatra, que ha

239
Cuando sólo reinasen los indios

sido sostenido por las elites en el siglo dieciocho, asume también un


nuevo significado a la luz del emergente debate sobre la naturaleza o el
grado de “cristianización” de los pueblos andinos de la era colonial.
Nuestro argumento inicial es el de establecer cómo formas religiosas de
distinto origen cultural e histórico pueden confluir en una significativa
fusión (más que confusión) en la figura de Katan, para especificar así las
pautas de su conducta ritual.
Por supuesto para las elites, el culto religioso en El Alto funcionaba
claramente fuera del control eclesiástico y no era sino una burla del cris­
tianismo. Por su parte, Katari afirmó, en una carta a Seguróla “Pues soy
tan cristiano como cualquiera”. La capilla indígena, de aproximadamen­
te 15 metros cuadrados en una construcción precaria de pilares y tejidos
indígenas como techo, estaba provista de artículos rituales, iconos e
incluso un órgano que había sido sacado de una de las iglesias de la
región. Aunque muchas veces fue responsabilizado del saqueo de igle­
sias, en realidad Katari tenía un cuidado escrupuloso con los objetos reli­
giosos que cayeron bajo su custodia. Luego de llevar a la Virgen de las
Letanías consigo a la batalla en Sicasica, por ejemplo, logró devolver el
icono sano y salvo a su santuario72. En contraste con las acusaciones de
que habría promovido ataques contra los curas, hizo grandes esfuerzos
para conseguir que los curas, entre ellos el fraile agustino Borda de Copa-
cabana, fuesen llevados a su campamento para celebrar la misa, admi­
nistrar los sacramentos, dirigir las procesiones y mantener otros aspectos
del culto durante la guerra. Tupaj Katari tenía gran estima por algunos
de ellos, y fue sin duda responsable de que muy pocos clérigos perdieran
la vida en el cerco de La Paz.
La historia de la muerte del padre Antonio Barriga es particularmente
reveladora de la religiosidad de las tropas comunarias aymaras y la de su
líder. Barriga era un franciscano que había llegado al campamento indio
en El Alto el lunes de Semana Santa para oficiar servicios religiosos. Des­
pués de un día de desastrosa batalla el miércoles, los indios llegaron a la
conclusión de que el clero los había maldecido durante su misa matutina.
Mencionaron el hecho de que había usado un ornamento morado, que se
había retrasado en iniciar la ceremonia, y que había rezado de cara a la
ciudad desde la ceja de El Alto, como signos potenciales de brujería y trai­
ción. Al día siguiente, en ausencia de Katari, lo apuñalaron hasta matarlo,
y lo colgaron junto a otros cautivos a la vista de la ciudad73.

240
Proyectos de emancipacióny ... (II)

Katari se enfureció cuando se enteró de estos hechos a su regreso.


Castigó severamente a quienes habían participado, y los llamó excomul­
gados. Personalmente llevó el cuerpo de Barriga a la capilla, donde llevó
a cabo una serie de ritos y veló apesadumbrado sobre su cadáver. En un
momento dado, llevó el ara de comunión del altar portátil, y acomodán­
dola sobre el pecho del muerto, puso sobre ella la custodia de la iglesia de
Achocalla. Luego, tomó el sol de la custodia, sacó la forma sagrada y la
puso sobre el cadáver, y luego llevó la custodia junto con Bartolina Sisa,
como si se estuvieran dirigiendo a la ciudad. A medio camino, fue dete­
nido por una multitud de hombres y mujeres indígenas quienes le supli­
caron que regresara.
Claramente, hay mucho más elementos en juego en la conducta de
Katari que la sola obediencia a las órdenes de Tupac Amaru de respetar
al clero. Otros testigos indicaron a Fray Borda que Katari había sacado la
eucaristía y, apretándola contra su pecho con una mano y blandiendo la
espada con la otra, se había lanzado sobre la planicie “para dar a enten­
der a los suyos que él no había sido cómplice en la desastrada y tiránica
muerte del Reverendo Padre Fray Antonio Barriga, por lo que no espera­
ba castigo alguno, ni menos el ser vencido de los españoles”74. Katari
estaba extremadamente enojado, porque creía, tal como otros tendrían
razones para hacerlo, que la muerte de Barriga acarrearía duros castigos
sobrenaturales. Intentó evitar la culpabilidad y convencer a los demás, en
especial después de los fuertes e inesperados reveses militares de Semana
Santa, de que el movimiento no sufriría las consecuencias. La muerte de
Barriga no puede verse como una señal de hostilidades anti-cristianas de
parte de los comunarios; pór el contrario, sus concepciones religiosas,
según las cuales las fuerzas espirituales cristianas ocupaban un lugar fun­
damental en el campo más amplio y animado de lo sagrado, no seguían la
ortodoxia eclesiástica. En la misma medida, lo que sus contemporáneos
consideraron como una “profanación” de la eucaristía era en realidad una
señal de su propia imaginación y convicciones cristianas.
Otras referencias cristianas, con su tono carismático y sus implicacio­
nes extra-eclesiásticas, han sido consideradas como una señal de sus ten­
dencias mesiánicas. La más clara evidencia de ello fue su declaración:
“Pues yo soy mandado de Dios, que ninguno tiene potestad de hacerme
nada, y así me parece todo lo que digo es palabra del Espíritu Santo”75.
También llevaba siempre consigo un pequeño cajoncito de plata, “el cual

241
Cuando sólo reinasen los indios

abierto un tanto, miraba adentro y al punto lo cerraba, y también de cuan­


do en cuando se lo aplicaba al oído, dando a entender a todos que, según
lo que se le comunicaba por medio del cajoncito, todo lo sabía, y no era
capaz de errar en la prosecución de su empresa; pues aun llegaba a pro­
ferir que el mismo Dios le hablaba al oído”. Otros informes coinciden
con este relato de las “monerías” de Katari; y en una ocasión, se dijo que
había afirmado ante sus seguidores que la imagen de la Virgen le hablaba
desde la caja76.
Cuando salía de la capilla, administraba la bendición a la multitud de
indios que lo aclamaban al unísono, “¡Tomás Tupac Katari, Inka Rey!”.
Repetían la exclamación cuando lo seguían a su “palacio”, y muchos de
los oficiales se arrodillaban y le besaban la mano. Estos datos apuntan
nuevamente a la conexión entre Tupaj Katari y Tomás Katari77. El líder
de Chayanta era venerado por sus seguidores, quienes se dirigían a él
como rey y otros títulos divinos, besaban sus pies y sus vestidos, y consi­
deraban que su palabra era sabiduría oracular. Según algunos rumores,
Katari habría persuadido a sus seguidores de que resucitaría a los tres (o
cinco) días de su muerte en combate. La idea de resurrección se asoció
también a Tupac Amaru —se dice que habría prometido a los combatien­
tes indígenas que reviviría después de tres días—y especialmente a Tomás
Katari, que según se rumoreaba, habría él mismo resucitado78.
El jueves santo, antes de la celebración de la resurrección de Cristo,
Katari lavó los pies de veinte pobres y les dio comida. Pero este no era un
caso en que Katari se hacía pasar como un Jesús mesiánico. Es más bien
vina práctica litúrgica cristiana apropiada al calendario católico, y era
escandalosa para los españoles en la medida en que por lo general era
practicada por la realeza y otras personalidades eminentes79.
Varios otros elementos del repertorio religioso de Katari se alejaban
aún más de la cristiandad colonial ortodoxa, o eran de claro origen andi­
no pre-cristiano. La caja sagrada de la cual recibía guía espiritual —posi­
blemente un tipo de receptáculo para transportar el sacramento de la
extremaunción—pudo haber sido parecida a las pequeñas cajas que usa­
ban los pobladores Uru Chipaya del altiplano sur, para guardar los cham­
pí. Los champí son piezas de bronce sin labrar que se usan en el culto
chipaya a las divinidades telúricas conocidas como mallkus. Aunque hoy
en día se encuentran pocos de estos objetos, servían como espíritus guar­
dianes asociados con los ancestros, que podían ser consultados por su

242
Proyectos de emanáparióny ... (II)

poseedor, y podían incluso servir de intermediarios para comunicarse con


un mallku. También tenían poderes malignos, y podían ser usados para
maldecir al enemigo. Estas funciones, explícitamente la de realizar con­
sultas y comunicaciones con la divinidad, coinciden con los relatos que
cuentan cómo utilizaba Katari esta caja sagrada. Los champi también se
asemejan a los amuletos o piedras protectoras conocidas como illa, que
son guardadas en secreto, por ejemplo, por los Laymi del norte de Potosí.
Parece plausible especular que la caja de plata que Katari consultaba mis­
teriosamente pudo haber contenido este tipo de talismanes80.
Dentro de la capilla indígena, Katari y Bartolina Sisa se sentaban en un
estrado especial, junto con otros altos comandantes. Durante la celebra­
ción de la misa, cuando también consultaba la caja de plata, Katari mira­
ba un pequeño espejo colocado frente a él, y todo el tiempo hacía gestos
que Fray Borda consideró “risibles” y completamente incongruentes con
la celebración de la misa. En el momento crítico cuando el cura oficiante
elevaba la hostia y el cáliz, Katari miraba al espejo y exclamaba: “Estoy
viendo, y sé todo lo que pasa en todas partes del mundo”81. ¿Cuál es el
significado de este comportamiento?
Los espejos y, por homología, los metales, tienen un significado muy
rico y multivalente en los rituales y las representaciones culturales andi­
nos. Una de las bases de sus importancia es que reflejan la luz82 . El dic­
cionario aymara de Bertorio revela las asociaciones semánticas entre los
espejos (lirpu o quespilirpü), los objetos resplandecientes como el vidrio o
el cristal (quespi), y la redención o liberación (¿¡uespiatha quiere decir libe­
rar o redimir, qhespiyiri significa redentor)83. Podermos ver, entonces, con­
notaciones emancipatorias y redentoras en el propio nombre “Tupaj”,
que de acuerdo con Diez de Medina, significaba “brillante” o “resplan­
deciente”, tanto en aymara como en qhichwa.
Pero Bertonio también añade un aura religiosa al verbo aymara “ques-
piata”, por su asociación con los espejos y la luminosidad. En su traduc­
ción al español, el término podía significar “redimir de las manos del
Demonio”. Según la etnografía contemporánea, se considera que los
espejos poseen un poder protector, como las monedas y metales a los que
se parecen, pues mantienen en vereda las fuerzas destructivas de los dia­
blos y los muertos84. Por lo tanto, la “misteriosa” y “supersticiosa con­
ducta de Katari durante la misa, posiblemente implicaba un recurso a
artículos rituales andinos (tanto su caja de plata como el espejo), que le

243
Cuando sólo reinasen h s indias

daban una protección y guía espiritual en momentos de una intensa con­


frontación espiritual contra enemigos considerados demoníacos85..
Pero, ¿qué podemos decir de las declaraciones de Katari, de que ‘Veía”
y “sabía” lo que estaba ocurriendo en otros lugares, mientras; gesticulaba
y hacía gestos frente al espejo? Una vez más, la etnografía no® dbi una res­
puesta. Entre los Laymi, los espejos se identifican con los «ajos* y en la
zona aymara de Chucuito, las monedas, que son de metal; fümdMo y se
asocian con los espejos, también se llaman “ojos” en las ceremonias ritua­
les. En estas ceremonias, los especialistas rituales colocan estos “ojos” en
orden encima de una mesa, para “ver y pensar con más claridad”86. Pode­
mos entonces inferir que cuando Katari miraba al espejjo, no estaba
mirando su propia imagen reflejada. Más bien, estaba mirando a otras
gentes y lugares, y sus expresiones eran una reacción ante lo que veía.
Según una descripción completa de su conducta durante la misa: “Se
pone este idólatra a mirarse en un espejo y a decir luego, 'Estoy viendo,
y sé todo lo que pasa en todas partes del mundo’. Que a cada rato saca
del bolsillo el portaviático (hurtado de alguna iglesia), ío ve y se lo apli­
ca al oido y a los ojos y repite lo mismo, de que todo lo sabe y entien­
de, con cuya patraña los indios quedan admirados y muy satisfechos de
su saber y poder”87. Katari estaba entonces demostrando no sólo un
poder espiritual, sino un conocimiento sobrenatural como el que pose­
en los especialistas rituales andinos. En La Paz, hoy en día, el término
genérico aymara para uno de estos especialistas esyatiri, que quiere decir
“el que sabe”. Estas habilidades excepcionales desplegadas por Katari,
para comunicarse con los espíritus y clarificar asuntos oscuros a través
de dicha comunicación, son propios de los especialistas rímales llama­
dos ch’a makani, o “señores de la oscuridad”. El ch’amakani es, al igual
que Katari, una figura ambivalente, tanto temida como respetada por
sus poderes, que pueden usarse para la magia negra tanto como para la
salud y la buena fortuna88.
La historia del llamado Qolla Qhapaq —“que en un tiempo gobernó
estas provincias”, según declaración de Katari- confirma el uso de espe­
jos en las prácticas generalmente clandestinas de los especialistas rímales
andinos del siglo dieciocho. Y también sustenta la idea de que Katari bus­
caba establecer su propia esfera de poder espiritual. Como se señaló ante­
riormente, Katari tomó muy en serio la declaración de Qolla Qhapaq de
que “usaría la facultad que tenía cifrada en dos espejos para hacer bajar al

244
/
Proyectos de emancipación y ... (II)

sol de su hemisferio”. Cuando Katari encontró a este personaje hablan­


do con voz de falsete detrás de una cortina, como lo haría un ch amaka-
ni, inmediatamente le dio muerte, considerándolo un brujo maligno así
como su rival espiritual y político89.
Finalmente, es interesante señalar que Katari también convocaba en su
favor a las fuerzas de los ancestros de la gentilidad (chullpas), asociadas
con el mundo subterráneo y la edad oscura anterior al advenimiento de la
cristiandad. Se acercaba a estas tumbas antiguas, dispersas en todo el pai­
saje altiplánico, y llamaba con poderosa voz: “¡Ya es tiempo de que
volváis al mundo para ayudarme!”90.
Hemos visto hasta aquí que la religiosidad de Tupaj Katari implicaba
una conjunción activa y creativa de formas y creencias emergentes de dos
tradiciones, y que esta religiosidad era significativa para Katari y para los
campesinos que “quedaban admirados” por ella (aunque era considerada
idólatra, herética o absurda por las elites coloniales). Durante los momen­
tos críticos de la guerra, cargados de intensa energía y significado espiri­
tual, Katari recurrió a todos los recursos sagrados a su disposición. Las
prácticas religiosas normalmente clandestinas surgieron a la luz pública a
medida que Katari invocaba referencias y fuentés de poder extra-ecle­
siásticas. Probablemente, su personalidad religiosa estuvo inicialmente
inspirada por el culto que rodeó a Tomás Katari, con quien se identificó
al principio, y de quien se decía era brujo. Su propia conducta religiosa,
tan inescrutable para los observadores de entonces como para los de hoy,
estaba sin duda moldeada en la de los especialistas rituales andinos, par­
ticularmente el ch’amakani.
Katari estaba ciertamente preocupado por afirmar (incluso de forma
desafiante) su identidad como cristiano, tanto como Tupac Amaru sintió
la necesidad de hacer lo propio en sus declaraciones públicas. Dentro de
su campamento, Katari también buscaba demostrar sus poderes espiri­
tuales, como ser la clarividencia y la comunicación con las divinidades, así
como su dominio sobre las fuerzas demoniacas. No obstante, cuando los
observadores coloniales interpretaron su conducta religiosa como una
performance histriónica de Katari —“afectaba... una gran religión, con
ademanes y genuflexiones violentas”91—, ello nos dice tanto sobre las acti­
tudes de la elite como acerca de su propia conducta. Ellos no tomaban en
serio sus expresiones de religiosidad, y el efecto de ello fue el de reforzar
las nociones de su persona como un charlatán o un personaje primitivo y

245
Cuando sólo reinasen los indios

aberrante. Sería erróneo pensar que Katari se hallaba improvisando astu­


tamente una identidad religiosa ecléctica, o fingiendo una conducta
mesiánica con el fin de garantizar su don de mando. Había algo más en
su conducta que la teatralización instrumental o el despliegue de cultos y
la pompa psicológica para lograr legitimidad como líder.
Katari era sin duda muy consciente de los perfiles de la religiosidad
campesina andina, y se desplazaba por ellos como un dirigente en busca
de unificar a su movimiento. No obstante, la importancia que le otorgaba
al ritual revela una preocupación personal que debe ser comprendida en
las condiciones dadas de intensa guerra espiritual. Katari sabía que necesi­
taba poderes espirituales para tener ascendencia sobre su tropa, y sus fuer­
zas militares necesitaban dichos poderes para triunfar. Por lo tanto, lo que
le preocupaba no sólo era el ritual personal, sino el ritual colectivo. La cele­
bración de misas en presencia de las autoridades de mayor rango, del clero
en sus vestiduras y de la tropa campesina es el ejemplo más importante de
este hecho. Pero también Katari alentaba que los indios cantaran y baila­
ran en la capilla y que los curas hicieran ayunos en su campamento, como
actos de devoción y purificación92. Al mismo tiempo, creía que el desenla­
ce de la guerra dependía en última instancia de Dios. Para comprender más
a fondo su actitud religiosa y simultáneamente la visión política de los
insurgentes, es necesario considerar su correspondencia.
A principios de 1781, Tupaj Katari estaba convencido —al igual que
Tupac Amaru—que un trascendental cambio de época se estaba llevando
a cabo. Las profecías que circulaban en la costa peruana y en las alturas
del Cusco desde fines de los años 1770 habían llegado hasta La Paz, y los
líderes de la insurrección se referían a ellas con plena confianza. Durante
las grandes asambleas que se desarrollaban en El Alto, los oficiales de su
ejército insistían repetidamente: “Les era preciso seguir hasta rendir la
vida en solicitud de desviarse o libertarse de las muchas fatigas, pechos y
derechos, que aun a su antojo tenían impuestos los Señores Ministros del
Rey de España, como eran los oficiales y crregidores, cuyas tiranías les
habían obligado en suma al alzamiento, como también la circunstancia de
haberse ya completado el tiempo de que se cumplan las profecías sobre
que este reino volviese a los suyos”93. Estas profecías hallaron eco en la
correspondencia que se envió desde El Alto, y nos ayudan a comprender
las declaraciones tan importantes que los historiadores han considerado
incoherentes en el discurso de Katari.

246
Proyectos de emanápaáóny ...(11)

En su carta al obispo de La Paz, Katari señaló: “Por fin, Dios sobre


todo. Nosotros vamos sobre este dictamen: lo que es de Dios a Dios, y
lo que es de César a César”. Al prior de la orden franciscana, le escribió:
“Pueden ya desengañarse. Pues ya es del alto el que cada cosa esté en su
lugar... Lo que es de Dios a Dios, y lo que de César a César”. Una carta a
Seguróla, escrita a nombre de las comunidades de las cuatro provincias,
decía: “Pues nuestro asunto es morir matando, pues todos estos tiempos
hemos estado sujetos, o por mejor decir, como esclavos; y en esta supo­
sición del Soberano Legislador, nos ha premiado este descanso. Porque ya
pasaban de la ley de Dios, y por eso ahora se vuelve lo que es de Dios a
Dios, y lo que es de César a César”94.
El escribano que redactó las cartas de Katari y la carta atribuida a las
comunidades fue posiblemente su secretario Bonifacio Chuquimamani.
Borda lo describió como un indio que había vivido muchos años en la
ciudad, trabajando como empleado del tribunal eclesiástico. Durante el
curso de la guerra, Katari tuvo a su servicio a varios de estos secretarios,
que gozaban de su autorización para redactar edictos y correspondencia.
Pero Chuquimamani era uno de los más radicales e influyentes entre los
consejeros de Katari. Según Borda, “Escribía cartas a La Paz llenas de mil
desatinos, proponiendo en ellas que Nuestro Rey y Señor tenía este reino
mal ganado, que ya era tiempo que se cumpliesen las profecías de dar a
cada uno lo que es suyo, y lo que es del César al César, lo que también le
explicaba a los indios en su idioma, para que no desmayasen en la empre­
sa de ganar la ciudad, con otros aditamentos, de ponderarles mayores
ventajas en lo sucesivo y reinando ellos”95.
Las profecías señalaban que a cada una de las partes en conflicto se le
daría “lo que es suyo”, y en el sentido de una restauración, lo que perte­
necía a cada quien le sería “devuelto”. El mandato de que debía darse al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios no se asocia con nin­
guna de las profecías que circulaban en el Bajo Perú, y evidentemente fue
tomada en forma más bien libre y creativa de su propio contexto en el
Nuevo Testamento (Mateo 22:15-22). Cuando los Fariseos le pregunta­
ron a Jesús si los judíos debían pagar tributo al César, tratando de obli­
garlo a escoger entre la sedición o el repudio . de los grupos judíos
anticoloniales, la respuesta inteligente de Jesús contenía un mensaje polí­
tico ambivalente: podía interpretarse como una sanción al orden estable­
cido, o como un desafío subversivo a la autoridad secular por parte de la

247
Cuando sólo reinasen los indios

autoridad religiosa. Queda poco claro si esta alusión bíblica era amplia­
mente conocida y si era sometida a una exégesis popular en esta época, o
si era el propio Chuquimamani, inspirado en su proximidad a la esfera
eclesiástica, el que la introdujo en el discurso de los insurgentes; tampo­
co sabemos con precisión cómo él o Katari explicaron esta idea a las tro­
pas campesinas. Sin embargo, el sesgo particular en la interpretación de
este mensaje para los líderes anticoloniales aymaras en La Paz en el siglo
dieciocho parece ser el que César no significaba Carlos III, la autoridad
colonial suprema, sino el rey Inka, que era por derecho el gobernante del
Perú. La implicación más amplia es que el reino y las cosas del reino de­
bían ser dadas o devueltas al rey Inka, a quien pertenecían legítimamente.
Las ideas expresadas en estas cartas implicaban un reordenamiento
fundamental de las relaciones sociales, o más precisamente, la reestructu­
ración de una nueva situación armoniosa, ahí donde habían prevalecido
el desorden y la injusticia (el “mal gobierno”). Dado que los representan­
tes del rey de España habían violado las leyes y habían excedido los lími­
tes establecidos por Dios, o en la versión más explícitamente radical, dado
que la propia conquista por el rey de España era originalmente injusta, las
cosas no se habían ‘puesto en su lugar”. La propiedad, los derechos y la
ley debían ser restauradas a lo que se consideraba apropiado, en el senti­
do de lo correcto pero también de lo propio.
La noción de que a cada quien o a cada parte en conflicto le sería
devuelto lo “suyo” corría paralela a la idea de que “cada cosa esté en su
lugar”. En otras palabras, había una correspondencia entre “lugar” y
“propiedad”. En la última fase de la guerra, Katari exigió que le devol­
vieran a su esposa cautiva, y ofreció una tregua en la cual “cada uno irá a
su lugar”96. Para los insurgentes, entonces, cada una de las partes conten­
dientes tenía un lugar que le era propio y apropiado; es decir, la propie­
dad y el lugar correspondían a diferentes sujetos sociales.
En un despacho, Katari anunció: “Así a todos los europeos los pondré
en sus caminos, para que se manden mudar a sus tierras”97. En otra carta,
les hizo el mismo ofrecimiento: “Podrían irse buenamente a su patria, que
se les dará camino abierto”. Por lo tanto, explícitamente, los europeos
pertenecían a Europa, que era su tierra y su país; implícitamente, los
indios pertenecían al Perú, que era su propia tierra y país. Aquí, nueva­
mente, surge la idea de restauración o restitución, que implica una dimen­
sión histórica referida a los cambios que trajo consigo la conquista. Los

248
Proyectos de emanápaáóny ... (II)

europeos debían volver a donde pertenecían, y así los indios recuperarían


la tierra que una vez había sido suya.
La idea de dar a Dios lo que es de Dios pone de manifiesto una con­
vicción religiosa que surge reiteradamente en la correspondencia de Kata­
ri, y que pone en relieve su aguda preocupación espiritual y su abierta
aceptación de la voluntad divina. Sus cartas están sembradas de expresio­
nes como: “Por fin, Dios sobre todo”; “esto es de lo alto”; “todo será
voluntad del Supremo Legislador”; y “con el favor de Dios”. Más que fór­
mulas epistolares o. añadidos retóricos de los escribanos, esas ideas resul­
tan centrales a su pensamiento, y reflejan sus puntos de vista personales
sobre la guerra. Así, por ejemplo, declaró que la fuerza de las armas
importaba menos que el tener a Dios de su lado98.
Katari se sostenía en la creencia de que la divina providencia estaba de
su lado. Su impresionante ascenso de la oscuridad hasta el máximo poder
parecía confirmarlo y justificar su autoridad política y espiritual. Las cir­
cunstancias tempranas de la guerra también parecían indicar que las pro­
fecías se irían a cumplir y que su movimiento triunfaría. Pero esta
confianza era sólo un aspecto de la radical aceptación subyacente de un
destino determinado por la divinidad. Creía que sus fuerzas prevalecerían,
aunque siempre reconocía: “Dios sobre todo”. En la respuesta a una carta
de uno de sus colaboradores, dijo: “Esto me parece que ya es de lo alto,
que todo ha de ser al colmo de nuestro deseo, según se infiere. Pero todo
será la voluntad del Supremo Legislador”. Comprendía pues que sin el
favor de Dios, sus fuerzas desfallecerían y reconocía que ambos bandos
podrían ser destruidos si ésa era la voluntad de Dios: “Pero si es ya de lo
alto el que nos hemos de acabar, todo se cumplirá la voluntad de Dios
en todo y por todo, porque como dicen el mal fruto cortarlo desde las
raíces. Así nos acabaremos todos”99.
Es esta actitud religiosa lo que explica la conducta de Katari al final de
su vida. Después de ser apresado en Chinchayapampa el 9 de noviembre
de 1781, no se enfrentó como un guerrero desafiante a sus captores. Tam­
poco mostró una aquiescencia supina, como Miguel Bastidas, en espera
de ser perdonado. Primero fue obligado a participar, junto a otros líderes
insurgentes y representantes comunales, en una masiva ceremonia de
arrepentimiento en el Santuario de Peñas del distrito de Guarina. Luego,
por dos días, fue sometido a un interrogatorio por las autoridades
españolas y un escribano e intérpretes que redactaron su confesión (o

249
Cuando sólo reinasen los indios

testimonio jurado), en la cual reconoció que “conoce que debe morir”100.


El 14 de noviembre de 1781, le fueron administrados los santos óleos a
Katar', y cuando llegó a la plaza donde sería descuartizado por cuatro
caballos, se detuvo para dirigirse a una multitud de miles de indios que
habían llegado a Peñas para recibir el perdón del rey. Declaró qu^ np
debían confiar en los Amaru, que sus líderes los habían guiado por mal
camino, y que debían aceptar el perdón. Añadió que ahora merecía morir
por causa de sus actos101.
En el curso de la insurrección, Katari había actuado con fiereza como
comandante militar, conforme a las expectativas campesinas andinas
frente a las exigencias de la guerra. Asimismo, figuró como representan­
te político distinguido, en los términos de legitimidad que fueron estable­
cidos durante la era colonial y en la fase emancipatoria. Después de su
captura, el tiempo de la guerra había concluido efectivamente, y no esta­
ban ya dadas las condiciones adecuadas, en términos de identidad cultu­
ral y de género, para una conducta feroz, arbitraria y temeraria. Tampoco
podía continuar encarnando un personaje político prestigioso. En sus
momentos finales, se paro frente a la multitud de indios y, aunque des­
pojado de sus símbolos de jerarquía, les habló por última vez con la dig­
nidad y la autoridad de un verdadero líder. Según Loza, el único
observador que dejó una descripción de esta escena, “Quedaron asom­
brados de aquel castigo aplicado a un indio que tanto habían respetado”.
Las palabras de Katari antes de su ejecución no dan indicios de que se
hubiese reconciliado con las injusticias del gobierno colonial o con la
ocupación española. Muestran su convicción práctica de que la insurgen-
cia había tocado a su fin, y que no tenía sentido continuar resistiendo. Los
líderes qhichwas en particular, fueron blanco de su ira, porque según él,
eran mentirosos y dos caras, que lo habían traicionado para lograr el
perdón para sí mismos. Quizás pudo haber imaginado que las transfor­
maciones políticas e históricas que se esperaban habrían de llegar en el
futuro, pero con toda claridad reconoció que el tiempo del cual hablaban
las profecías no iba a llegar en 1781. Después de todo, Dios no había
favorecido a las fuerzas del rey Inka ni a sus seguidores. El resultado de
los hechos demostró que se había equivocado en su confianza inicial.
Ahora aceptaba abiertamente la voluntad divina, y estaba dispuesto a per­
der la vida como señal de arrepentimiento ante Dios.

250
Proyectos de emancipacióny ... (II)

La energía que siempre lo había caracterizado permaneció sin merma


hasta el final. Pero lo que más impresionó a Loza fue también la perfec­
ta ecuanimidad de Katari. En un pasaje que claramente se aparta de cual­
quier discurso colonial habitual, y que contradice la noción convencional
de Katari como un hereje o idólatra, el escribano se sintió obligado a
declarar: “Este tirano, que en el discurso de la rebelión había cometido
tan atroces delitos, mereció de la Divina Clemencia los mayores auxilios
en la hora de su muerte, que manifestó con un arrepentimiento grande de
ellos. Salió al suplicio con los ojos fijados en un crucifijo, haciendo las
más vivas exclamaciones. Conservó un tranquilidad suma hasta el mismo
instante de su muerte”. Su actitud fue la de un hombre al que sostiene una
religiosidad profundamente enraizada, que enfrenta su destino sin abrigar
dudas ni indecisiones.
En relación con la historiografía existente, el estudio que hemos hecho
de la identidad y conducta de Tupaj Katari busca ofrecer un retrato más
íntimo y profundo de una figura que ha sido por lo general satanizada o
ridiculizada en los términos del discurso colonial y neocolonial, o reclui­
do en una existencia borrosa y retórica, como caudillo heroico, puesto
que su vida y su proyecto político se consideran demasiado contradicto­
rios e incluso explosivos, hasta nuestros días. Los aspectos políticos, mili­
tares y espirituales de Katari han sido abordados a la luz de los problemas
fundamentales que enfrentó como dirigente comunal orgánico: es decir,
las dificultades de construir una legitimidad para sí mismo, y de lograr un
movimiento unificado y coordinado de fuerzas comunarias locales en un
área geográfica muy extensa. La imagen que surge es la de un revolucio­
nario extremadamente dinámico y creativo, que lucha por hallar —en un
momento excepcionalmente fluido y en condiciones tremendamente difí­
ciles—una postura correcta frente a los campesinos aymaras, frente a
otros dirigentes andinos insurgentes y frente a sus adversarios coloniales,
pero también frente a diversas fuerzas representantes de lo sagrado y ante
la divina providencia.

La Paz: la marejada de las comunidades

Cuando las tropas comunarias descendían sobre La Paz


desde la ceja del altiplano que se elevaba sobre la ciudad sitiada, como lo
hacían cada mañana, por lo general daban alaridos y gritos, bajo el acom­
pañamiento de tambores, pinkillus y pututus, y disparando morteros para

251
Cuando sólo reinasen los indios

anunciar su presencia. Con este mismo clamor y gritos y el tronar de sus


armas, aclamaban a su líder Tupaj Katari. Sus exclamaciones eran gritos
de victoria, el bajlli, un canto que tradicionalmente cantaban los guerre­
ros triunfantes al entrar a los pueblos después del combate (hayllitha). Así
como la masa de guerreros acercándose al enemigo se asemejaba a oscu­
ros nubarrones que anunciaban tormenta, sus estallidos eran, en términos
de la cultura aymara, como tempestades furiosas (hallu hayllisa huti) que se
abatían sobre los cultivos y campos de los comunarios102.
Los rasgos más salientes de la guerra aymara en La Paz, tal como apa­
recen en la historiografía de la insurrección de 1781, han sido identifica­
dos al inicio del presente capítulo: radicalismo, antagonismo racial y
violencia, así como el poder de la movilización de las bases. Sobre la base
del estudio de Tupaj Katari, nos volcamos ahora a estos temas entrelaza­
dos con el fin de interogarlos y explicarlos, en la medida en que reflejan
la verdadera dinámica histórica en lugar de los superficiales estereotipos
del discurso colonial. Este análisis implicará situar estos temas en el con­
texto de la cultura política andina del siglo dieciocho y en la coyuntura de
1780-1781, además de intentar comprender la “tempestad de la guerra”
desde el punto de vista de los participantes aymaras.
En términos generales, la orientación radical de la insurrección andina
puede ser pensada como un conjunto de prácticas e ideologías que van
más allá de la posición política propuesta por el liderazgo de Tupac
Amaru en la primera fase de la guerra. Esto se refiere en especial —aun­
que no exclusivamente- a la identificación de los criollos y mestizos,
junto a los europeos, como el enemigo colonial, y al despliegue generali­
zado de violencia fuera del contexto militar regular, contra los sujetos y
estructuras percibidos por los insurgentes como representantes de la
opresión colonial.
Aunque estos rasgos se identifican normalmente con Tupaj Katari, en
realidad hubo otros agentes asociados con el radicalismo en La Paz. En
primer lugar las propias comunidades. Según Fray Borda, algunos indios
del campamento de Katari estaban conscientes de que él los había lleva­
do a una situación riesgosa de la que no podrían salir fácilmente, pero las
comunidades “eran de sentir que mejor sería morir o vencer”. La carta
atribuida a las comunidades de las cuatro provincias hizo la siguiente
declaración: “Las providencias que había expedido el Señor Gabriel
Tupac Amaru no lo han declarado, que todo lo han ocultado, y por eso

252
Proyectos de emancipacióny ... (II)

ahora hacemos el ánimo de acabarnos todos, con el fin de que no haya


mestizos ni para remedio. Pues nuestro asunto es morir matando, pues
todos estos tiempos hemos estado sujetos, o por mejor decir, como escla­
vos... Aunque nuestro Virrey nos ha propuesto en que nos humillemos,
no es posible, que siempre lo hemos de acabar porque así lo tenemos dis­
puesto”103. La carta identificaba a todos los no indios como enemigos y
amenazaba con eliminarlos totalmente. También corroboraba al informe
de Borda en el sentido de que los comunarios estaban resueltos a pelear
sin cuartel contra el enemigo, sin escatimar sus vidas, con el fin de lograr
el poder. Esta idea no era solamente incidental, ni estaba únicamente con­
finada a La Paz. Después del asesinato de Tomás Katari, un informe
desde el territorio del sur señalaba, “No se oye otra voz sino ésta: Ya que
murió nuestro rey Katari, muramos todos matando’”104. Las similitudes
en el discurso político apuntan una vez más a las conexiones entre los
procesos insurgentes de Chayanta y La Paz.
Otros agentes del radicalismo eran algunos consejeros de Tupaj Kata­
ri. Quizás el más notorio de ellos era el tuerto Pedro Obaya, quien llegó
desde Azángaro declarando falsamente ser sobrino de Tupac Amaru.
Tomó el nombre honorífico del gobernante histórico Inka Wayna Qha-
paq y se lo designaba comúnmente como el “el Rey pequeño”. Su
influencia se hizo más evidente en las mañosas estrategias de combate
empleadas por los insurgentes. Al parecer, Obaya buscaba cultivar su pro­
pio poder político efectivo, en rivalidad con Tupaj Katari, para lo cual
desarrolló relaciones directas con las comunidades insurgentes y realizó
labores de agitación en ellas. Él también estaba a favor de la eliminación
de los criollos105.
Pero Bonifacio Chuquimamani, el secretario indio o cholo de Kata­
ri, que había trabajado como escribano oficial en la ciudad, fue una
figura tanto o más importante que Obaya106. Asumió un papel de lide­
razgo desde el inicio del levantamiento en la provincia de Sicasica, y
adquirió el título de oidor, como uno de los colaboradores más cerca­
nos de Katari y como uno de sus más altos consejeros. El propio Kata­
ri testificó más tarde que Chuquimamani, de entre todos sus líderes, era
“el más revoltoso”107.
Como lo señalamos antes, él redactaba las cartas de Katari, expresan­
do la noción de que cada quien recibiría lo que era suyo, que había que
darle al César lo que era del César, y explicaba estas ideas a los indios en

253
Cuando sólo reinasen los indios

su lengua nativa. Afirmaba que el soberano español había obtenido injus­


tamente el reino, e incitaba a las tropas con las profecías y las promesas
de recompensas materiales cuando ellos gobernaran. Probablemente,
Chuquimamam fue también el redactor de la carta de las comunidades de
las cuatro provincias, con sus términos y tonos radicales.
La masacre del 19 de marzo de 1781 en Tiquina es uno de los episo­
dios que generalmente cita la historiografía para referirse al radicalismo
de La Paz. Sin duda, es el tipo de evento que perturbaba a los dirigentes
Inkas del norte, y que los motivó a enviar sus propias fuerzas para esta­
blecer el control político. Cuando el mensajero de Tupaj Katari, Tomás
Callisaya, llegó por primera vez, había hecho tres viajes por los alrededo­
res de Tiquina, un anexo de Copacabana (Omasuyos), convocando a la
población local a una asamblea. Se paró frente al cabildo con una soga
alrededor de su cuello (indicando que podía ser colgado si no decía la ver-
dad), y sosteniendo una cuerda atada (evidentemente una especie de
khipu) que representaba un edicto del líder de La Paz.
Proclamó solemnemente las nuevas leyes: “Manda el Soberano Inga
Rey que pase a cuchillo a todos los corregidores, sus ministros, caciques,
cobradores y demás dependientes, mujeres y niños sin excepción de sexos
y edades, y de toda persona que sea o parezca ser española, o que a lo
menos esté vestida a imitación de tales españoles, y si a esta especie de gen­
tes favoreciesen en algún sagrado o sagrados, y algún cura o cualquier per­
sona impidiese o defendiese el fin primario de degollarlos, también se
atropellase por todo, ya pasando a cuchillo a los sacerdotes, y ya queman­
do las iglesias, en cuyos términos tampoco oyesen misas, ni se confesasen,
ni menos diesen adoración al Santísimo Sacramento”108. Según Fray
Borda, el párroco de Tiquina, Callisaya continuó su arenga señalando que
los indios no deberían hacer reuniones en ningún lugar más que en la r i m a
de los cerros, que no deberían comer pan ni beber agua de las fuentes, y
que debían abandonar completamente las costumbres españolas.
Callisaya entonces desató el nudo -lo que significaba que los hilos o
lazos que antes existían se habían desatado, que el viejo problema había
sido resuelto, y que la nueva ley estaba ahora en vigencia109—y la multitud
estalló en un tumulto y rebelión generalizada. Se dirigieron a la iglesia para
sacar a los vecinos que se habían refugiado allí, pero Borda les advirtió
que provocarían la ira divina si violaban el santuario. Frente a esto, duda­
ron y se reagruparon para decidir si había que proceder o no. Luego de

254
Proyectos de emancipacióny ... (II)

haber resuelto seguir adelante, los hombres atacaron a los varones


“españoles” y las mujeres atacaron a las mujeres “españolas”, dando
muerte a cien personas en total. Cuando el párroco les propuso que, al
menos, debían permitir el entierro de sus restos, los indios se resistieron
firmemente, diciendo que el rey Inka les había ordenado que los dejaran
en los campos para que se los comieran los perros y aves de rapiña, por­
que los españoles eran demonios y excomulgados.
En el levantamiento de Caquiaviri de 1771, los indios sólo amenaza­
ron con eliminar radicalmente a su enemigo percibido; pero ahora, diez
años más tarde, la agenda de aniquilación fue efectivamente puesta en
práctica. Aunque la violencia parecía indiscriminada —un baño de sangre
que no se apiadó de mujeres, niños o ancianos—en realidad estuvo pre­
cedida de formalidades rímales y de una comunicación codificada; fue
dirigida políticamente, sancionada religiosamente y llevada a cabo cons­
cientemente después de una deliberación colectiva. Borda la describió
como un “formal tumulto”; en medio de todo el barullo, se cumplieron
estrictamente las órdenes, sin la más mínima desviación.
El episodio de Tiquina indica que el nativismo -e l rechazo frontal a las
costumbres españolas- y el repudio del catolicismo estuvieron presentes
como una opción política radical en el momento de la insurrección, pero
las otras referencias disponibles sugieren que estos aspectos rara vez
lograron expresarse. Katari había ordenado que se hablase sólo el ayma­
ra en el campamento de El Alto, sin embargo, para cuando Fray Borda
llegó a servir como capellán, en las etapas iniciales del cerco, Katari ya
había abandonado el uso de los “hilos, nudos y otras ceremonias”,
apoyándose únicamente para sus comunicaciones en lo que estaba “bien
escrito” en español por su secretario Chuquimamani110. Como hemos
visto, el líder aymara adaptó elementos políticos del modelo de adminis­
tración estatal colonial, en ocasiones se vistió como español e instituyó un
culto cristiano en El Alto111. El nativismo y las posiciones anticatólicas no
pueden considerarse por lo tanto como rasgos defimtorios o esenciales
del radicalismo político.
Pero ¿en qué medida merece Tupaj Katari su reputación histórica
como radical en comparación con Tupac Amaru? Pese a sus diferencias
personales, Katari derivó muchas de las líneas maestras políticas y cultu­
rales de su propia identidad y movimiento de aquellas que había trazado
el líder cusqueño. Algunas veces lucía la misma vestimenta que Tupac

255
Cuando sólo reinasen los indios

Amaru —vina túnica, una diadema solar y máscaras de oro en los hombros
y rodillas —para establecer su personalidad como Inka. Adoptó los mis­
mos elementos y estilo retórico, llegando incluso a redactar en una oca­
sión una carta en nombre de José Gabriel Tupac Amaru. La estructura de
mando militar de su movimiento era de origen español, pero al menos fue
parcialmente asimilada a través del ejemplo del movimiento del Cusco112.
Un factor de la mayor importancia para determinar el radicalismo fue que
Katari, en términos generales, siguió el programa político de Tupac
Amaru en sus pronunciamientos formales y públicos durante la guerra.
En sus cartas a la ciudad, señaló reiteradas veces que el movimiento esta­
ba dirigido principalmente contra los corregidores y otros funcionarios
estatales, por sus exacciones y “mal gobierno” y que, aunque los europe­
os no tenían lugar en el reino, él respetaría a sus compatriotas criollos. En
la práctica, también garantizó la seguridad de los curas católicos y la pre­
servación del culto cristiano, aunque en términos que no eran aceptables
para los propios eclesiásticos. El episodio de Tiquina, por lo tanto, así
como otras evidencias que vinculan a Katari con la tendencia radical de
eliminar categóricamente a los “españoles”, no debe impedirnos recono­
cer un alto grado de complejidad y ambivalencia política en su proyecto.
Las comunidades aymaras movilizadas también aceptaban implícita­
mente los términos del programa de Tupac Amaru, así como su autori­
dad política y derecho a gobernar. Bajo inspiración de sus líderes,
anticiparon impacientemente su retorno y el cumplimiento de sus aspira­
ciones emancipatorias. Pedro Obaya testificó que los indios esperaban su
retorno después de tres años, y que si no llegaba para el momento de la
caída de la ciudad, marcharían a Tungasuca para rendirle homenaje113.
Aun después de su muerte, que los líderes insurgentes negaron ante las
tropas, consideraron que su tarea era continuar la lucha y cumplir sus
órdenes. El hijo de Isabel Guallpa (viuda de Carlos Silvestre Choquetic-
11a, que dirigió la resistencia en los valles del sudeste de Sicasica hasta julio
de 1782) fue interrogado sobre el motivo del levantamiento, y sobre si no
eran ídolos o supersticiones los que lo motivaron; respondió que no
existía ninguna “superstición” en especial, ni otro motivo que los decre­
tos de Tupac Amaru114. Dado este reconocimiento de la autoridad y el
programa de Tupac Amaru, ¿qué es lo que explica las tendencias eviden­
temente más radicales de Katari y de las comunidades de La Paz?

256
Proyectos de emancipación y ...(II)

La primera parte de la explicación es de orden coyuntural. El movi­


miento en La Paz estaba en curso a fines de febrero, cuando se levanta­
ron los comunarios de Sicasica y tomaron varios pueblos, asaltando en
general a los vecinos “españoles”. Las operaciones públicas de Katari
comenzaron a principios de marzo de 1781, con el despliegue de sus fuer­
zas hacia los valles yungueños y la provincia Chucuito. Sus fuerzas
comenzaron el cerco de La Paz el 14 de marzo y poco después sucedió el
levantamiento de Tiquina, que a pesar de toda su violencia no fue un inci­
dente excepcional.
Esta gran oleada de movilizaciones comunales ocurrió precisamente
después de la ruptura de la alianza criollo-comunaria en Oruro. El 15 de
febrero, los líderes criollos habían expulsado a los indios de la ciudad, y a
principios y mediados de marzo las comunidades lanzaron contraataques,
uno de los cuales ocurrió el día antes del episodio de Tiquina. Las nuevas
movilizaciones de Oruro estaban directamente articuladas con las de
Sicasica; existían lazos fluidos entre las comunidades de altura de ambas
regiones, así como entre las de los valles adyacentes; se hacían esfuerzos
por coordinar una ofensiva unificada; y en las últimas etapas de la guerra,
las comunidades de Oruro reconocieron a Tupaj Katari como virrey de
Tupac Amaru115. El radicalismo en el escenario de La Paz corresponde
por lo tanto a una fase de polarización que fue desatada por los aconte­
cimientos de Oruro. La alianza interracial se había mostrado insostenible
y los indios leales a Tupac Amaru terminaron por identificar a los
“españoles” nacidos en América, incluyendo a los mestizos, así como a
todo europeo, como el enemigo genérico en la guerra de emancipación.
Mientras Tupaj Katari no abandonó el programa formal de Amaru, lan­
zado al inicio de la guerra, hacia marzo de 1781 los indios no lo desarro­
llaron escrupulosamente como lo hablan hecho originalmente en Oruro,
y sus dirigentes llegaron a la conclusión a partir de esta experiencia inme­
diata de que la alianza con los criollos era una meta irrealizable.
El tema del antagonismo racial —que generalmente se concibe como
una polarización entre indios y blancos, lo que va más allá del programa
de Tupac Amaru de una alianza indio-criolla—es uno de los temas cen­
trales de la radicalización que ha asociado la historiografía con el escena­
rio de La Paz y con la segunda fase de la insurrección. ¿En qué medida y
cómo se sustenta esta concepción historiográfica y cómo percibieron los
insurgentes indígenas esta cuestión?

257
Cuando sólo reinasen los indios

Desde el momento constitutivo de la conquista, hubo una base histó­


rica en la sociedad colonial para la existencia de distinciones “raciales”
que se definían estrechamente en términos de rasgos físicos hereditarios.
Los súbditos de la sociedad colonial eran conscientes de esas distinciones,
y ellas formaban parte del discurso colonial más amplio acerca de las
identidades sociales colectivas116. Una de las profecías que circulaba por
el Cusco antes de la insurrección advertía: “Todos los indios de este reino
se habrían de alzar contra los españoles y se les había de quitar la vida,
empezando por los corregidores, alcaldes y demás gente de cara blanca y
rubios”. En 1781, Tupaj Katari se había referido despectivamente a ellos
como los “señores blanquiUitos” en su correspondencia pública117.
Existía entonces, en esta época anterior al desarrollo de una categoriza-
ción más reduccionista de corte biológico y fenotípico de los grupos
sociales, una caracterización general de corte “racial” basada en los atri­
butos físicos observables, que distinguía entre los indios y la gente “blan­
ca” de nacimiento o descendencia española. Y esta distinción salió a la luz
nítidamente en algunos momentos de la insurrección.
No obstante, también la cuestión de la polarización y el antagonismo
durante la guerra está imbuida de una complejidad social y cultural mucho
más grande. Más allá de una definición estrecha de la raza, basada en atri­
butos físicos hereditarios, es apropiado pensar en un segundo sentido
amplio del término “raza”, una noción con connotaciones sociales más
amplias de pueblos o naciones diferentes. Estamos tocando aquí más
abiertamente la cuestión de las identidades y distinciones colectivas en la
sociedad andina del siglo dieciocho.
En el curso de la guerra, este sentido amplio de raza surge a partir de
la radical identificación de todos los españoles, más que exclusivamen­
te de los nacidos en Europa (conocidos como chapetones), como el
enemigo principal de los insurgentes. El término “español” era, por un
lado, una categoría de casta jurídicamente constituida por el estado en
contradistinción a la categoría de indio. Pero en la sociedad rural, era
también una categoría étnica compleja, cuyas fronteras podían ser, den­
tro de ciertos límites, culturalmente fluidas, permeables, y cuyo conte­
nido podía abarcar una amplia gama de elementos, todos ellos
relativamente contrastados, nuevamente, de los elementos constitutivos
de la identidad indígena. El sentido étnico amplio (más que el sentido
restringido racial) de la polarización durante la guerra puede verse en la

258
Proyectos de emancipacióny .. .(II)

proclama de Tiquina que pedía la ejecución de “toda persona que sea o


parezca ser española, o que lo menos esté vestida a imitación de tales
españoles.” Se hace también evidente en el hecho de que todo tipo de
mestizos —que eran vistos como de “sangre mezclada”, entre blancos e
indios—llegaron a ser identificados con el enemigo español. De ahí la
carta atribuida a las comunidades de cuatro provincias de La Paz, en la
que se declaraba que el objetivo de los insurgentes era “que no haya
mestizos ni para remedio”118. Esta identificación de los mestizos y otros
culturalmente distintos a los indios como enemigos españoles era un
gesto radical, en comparación al programa original de Tupac Amaru,
pero coincidía con los criterios prevalecientes de identidad y distinción
social en los Andes coloniales.
Para los indios, la categoría cultural, en lengua aymara, que coincidía
con el término “españoles” era q’ara, que significaba desnudo, pelado o
estéril119. Los españoles estaban desnudos en la medida en que carecían
de pertenencias propias; eran pelados como un campo sin vegetación e
incapaces de rendir frutos. Al aplicarse a gente como los residentes de los
pueblos, esta concepción implicaba un antagonismo: esa clase de gente
infértil e improductiva no se mantenía a sí misma sino que vivía parasita­
riamente del trabajo y los recursos de los indios. El término incluía a
europeos, criollos y mestizos y se utilizaba en todo el territorio aymara
durante la guerra. Tanto Fray Borda como Diez de Medina registraron el
uso del término en La Paz, pero la glosa histórica mas explícita viene de
Santos Mamani, el dirigente de la insurrección de Oruro, que compartía
la creencia común de que “era llegado el tiempo en que habían de ser ali­
viados los indios y aniquilados los españoles y criollos a quienes llaman
q'aras [que en su idioma significa ‘pelados’], porque ellos sin pensiones ni
mayor trabajo eran dueños de lo que ellos [los indios] trabajaban bajo el
yugo y apensionados con muchísimos cargos, y aquellos lograban de las
comodidades y los indios estaban toda la vida oprimidos, aporreados y
constituidos en total desdicha”120.
Por lo tanto, existía un principio racial/étnico de polarización, que
permitía identificar a los españoles como el enemigo. Un segundo prin­
cipio era más explícitamente político, e identificaba al enemigo como
todos aquellos “traidores” a Tupac Amaru. En este sentido, la respues­
ta a la pregunta de Jan Szeminski sobre el antagonismo y la violencia en
1781 —¿por qué matar al español?—es que los indios mataron españoles

259
Cuando sólo reinasen los indios

—es decir, mestizos y criollos, tanto como europeos—porque la mayoría


de ellos habían rehusado a unirse al rey Inka y se habían situado políti­
camente en el bando opuesto. Este criterio político de discriminación,
que se encontró no sólo en La Paz sino en todo el territorio insurrec­
cional, fue central para los líderes, y fue la clave de las intensas discu­
siones políticas que se llevaban a cabo en las comunidades campesinas
a nivel local121.
En su correspondencia, Tupaj Katari por lo general se mantuvo en la
línea establecida por Amaru, prometiendo perdonar y proteger a todos
los criollos y mestizos que se le vinieran, pero amenazando destuirlos
junto con los otros europeos si es que se le resistían. Después de descu­
brir que su artillero y confidente criollo Mariano Murillo se había estado
comunicando secretamente con el enemigo, Katari escribió a la ciudad:
Por tener lástima a los criollos, no les había dado el combate hasta aquí;
pero a vista de la traición que los dichos criollos hacen, he resuelto arrui­
narlos a todos”. Incluso muchos de los soldados criollos, mestizos o cho­
los que desertaron de la ciudad fueron ejecutados al llegar al campo
insurgente. A pesar de sus promesas de protección, Katari a menudo
llegó a la conclusión de que estos desertores no podían ser confiables.
Aun si no eran espías enviados a reconocer el terreno en su campamen­
to, podrían fácilmente regresar luego con información valiosa al campo
de los traidores122.
En ultima instancia, hasta los indios fueron perseguidos y ejecutados
como enemigos si no se unían a los insurgentes. La categoría de traidor,
entonces, era en gran medida equivalente a la de “español”, pero también
la excedía. Desde el principio de la guerra en La Paz, los caciques y sus
familias y propiedades fueron víctimas de frecuentes ataques. Aunque su
identidad étnica era hasta cierto punto borrosa, particularmente por la
aculturación y la ancestro racial mixta, su traición fue agudamente resen­
tida por los campesinos, ya que las normas de las comunidades exigían su
protección y liderazgo político. A lo largo de las décadas previas, los caci­
ques se habían alineado consistentemente con los corregidores y las elites
regionales, en un proceso general de polarización política, pero también
reafirmaron su identidad política ajena al rechazar las propuestas forma­
les de Tupac Amaru y las de sus propias comunidades en 1780-1781123.
Cuando la insurrección barrió inicialmente toda la provincia de Sica-
sica, una multitud de comunarios agitados y armados se reunieron en

260
Proyectos de emancipacióny ... (II)

Ayoayo frente a la casa de su cacique Felipe Álvarez. Ellos creían que


había recibido un edicto de Tupac Amaru, haciendo un llamado a “qui­
tar los robos así de los corregidores como de los curas y demás mando­
nes quienes afligían a los americanos”. Vociferantemente, exigieron que
“por la razón de ser su cacique y descendiente de los antiguos Inkas y
señores, le corría la obligación de ponerse a la frente de ellos y presen­
tarse contra todas las dificultades que se opusieron de contrario, adop­
tando las ideas de aquel rebelde”. En vez de ello, Álvarez intentó
aplacarlos, apelando a su obediencia al rey de España. Luego huyó para
unirse con los españoles, y cuando Tupaj Katari llegó al pueblo destru­
yeron los papeles y propiedades del cacique. Álvarez organizó más tarde
un contingente militar realista y murió en combate cuando los insurgen­
tes tomaron el pueblo de Caracato124.
A medida que proseguía la guerra y las fuerzas militares coloniales
pasaban lentamente a la ofensiva, algunas comunidades aceptaron el
perdón que les ofreció la corona, e incluso entregaron a sus antiguos líde­
res como demostración de lealtad a las autoridades españolas. Para otros
insurgentes indígenas, no obstante, estos actos eran de traición y mere­
cían la aplicación del mismo castigo capital que a todos los españoles. Las
fuerzas de Carlos Silvestre Choqueticlla, por ejemplo, enviaron cartas al
pueblo de Sicasica y a su población indígena, amenazando matar al líder
criollo de Oruro, Juan de Dios Rodríguez, que sabían que estaba en el
pueblo, junto con otros españoles e indios de allí. En este caso, los indios
del pueblo de Sicasica fueron considerados traidores, porque se habían
resistido a Tupaj Katari desde el inicio del levantamiento y habían man­
tenido relaciones con los líderes criollos desertores de Oruro125.
Estas consideraciones militares y políticas son fundamentales para
explicar los términos de la polarización. El antagonismo en el curso de la
insurrección no derivaba inmediatamente de una visión racial esencialista
de parte de los indios, y tampoco surgía exclusivamente de criterios cul­
turales internalizados. No obstante, el análisis de Szeminski, que no
apuntó a este principio político de polarización en la guerra, sí reconoció
otro principio importante, que se definía por criterios religiosos: los ene­
migos españoles fueron identificados como adversarios espirituales.
Tupac Amaru había denunciado inicialmente a los funcionarios europeos
por sus acciones “heréticas” e ilegales que iban contra Dios y el rey. Moti­
vado por lo que consideraba un sentimiento verdaderamente cristiano y

261
Cuando sólo reinasen los indios

una obligación ante Dios, buscó reestablecer el orden político tanto como
el religioso, eliminando a esos funcionarios y a los europeos en general.
En contraste, el episodio de Tiquina muestra que, para los insurgentes de
la Paz, “eran todos los españoles unos excomulgados y también unos
demonios” y no merecían siquiera recibir cristiana sepultura. Por lo tanto,
adoptaron una concepción más radical: todos los españoles, no sólo los
ministros o los europeos, eran blanco de la rebelión; se los representaba
no sólo como réprobos morales, sino como expulsados de la comunidad
cristiana y como seres malignos, periféricos o externos a la esfera de la
existencia humana126.
Más allá de los pronunciamientos ideológicos o directivas formales
de los líderes, otras evidencias nos brindan algún sentido más de los
puntos de vista campesinos sobre esta cuestión. Entre la medianoche y
el amanecer del 24 de abril, una multitud que se calculaba en siete a
ocho mil insurgentes lanzaron un ataque frontal sobre la ciudad. Espe­
raban con confianza que las defensas irían a derrumbarse, pero las pér­
didas en el bando indígena siguieron aumentando a lo largo de la noche.
Frustrados y perplejos de que el enemigo pudiera resistir a la totalidad
de sus fuerzas, que incluyeron probablemente el despliegue de poderes
mágicos, los campesinos llegaron a la unánime conclusión de que “los
españoles eran brujos y demonios”127. Según su interpretación, los
españoles debían haber manipulado (como brujos) o encamado (como
demonios) las fuerzas mágicas negras o malignas, para poder resistir exi­
tosamente a la ofensiva indígena. En esta instancia, la demonización de
los españoles era producto de una guerra que estaba saturada de conte­
nido ritual y espiritual.
Según el informe de Diez de Medina, los indios gritaban a la ciudad
sitiada que habían decapitado las estatuas de figuras y santos cristianos,
y dado que los españoles no podían ya acceder a su protección religio­
sa, serían vencidos. Diez de Medina comprendió que si los españoles
rendían culto a ciertas imágenes, los indios verían a esas mismas imá­
genes con hostilidad. Pero este antagonismo religioso abierto no signi­
ficaba que los indios repudiaran categóricamente a la cristiandad, como
también lo pensó Diez de Medina. Antes bien, concebían que se esta­
ba dando una batalla entre fuerzas espirituales buenas y malignas, en la
cual algunas figuras religiosas, como los santos cristianos, tomaban
posición en uno u otro bando. Esta visión era divergente de la que

262
Proyectos de emancipación y ...(II)

emanaba de una comprensión más ortodoxa, como la de Tupac Amaru


y otros líderes insurgentes, para quienes la religión estaba de algún
modo más allá del conflicto polídco. De nuevo aquí, para los campesi­
nos involucrados prácticamente en la guerra, la polarización y oposi­
ción religiosa coincidían aproximadamente con la polarización
racial/étnica y con la polarización política128.
También existió un principio clasista o socioeconómico de polari­
zación para los insurgentes de La Paz. Tupac Amaru inicialmente se
había refrenado de desafiar el régimen de propiedad colonial, excep­
tuando la odiosa insitución del obraje que se sustentaba en el trabajo
forzado de los indios. En radical contraste, Tupaj Katari en un momen­
to dado incluyó a los propietarios de haciendas con al grupo usual de
culpables y malhechores —“los corregidores presentes y pasados que
estaban en la ciudad, sus tenientes, curas, ayudantes o excusadores
suyos, oficiales reales y dependientes suyos de la aduana, europeos y
h a c e n d a d o a quienes ordenó que se entregaran para poner fin al
cerco. Diez de Medina, él mismo un importante hacendado, confirmó
el carácter radical de esta demanda cuando comentó que la lista “en
sustancia es comprender a todos”129.
El principio de clase se puso también de manifiesto en la toma india
de Sorata, donde Andrés Tupac Amaru ordenó que sólo las mujeres,
niños y pobres serían perdonados, pero que los ricos y los españoles, sean
europeos o criollos, tenían que morir. Después de llevar a los cautivos a
la plaza, los indios despacharon a “toda la gente de lustre, conveniencias,
distinción y empleos”130. Simultáneamente, este principio estuvo implíci­
tamente presente en la oleada de saqueos a haciendas y confiscación de
bienes, cosechas y ganado de propiedad de mestizos y criollos, familias
cacicales y vecinos de pueblos.
Pero así como la identificación de los españoles por los campesinos
insurgentes como el enemigo coincidía con criterios fundamentales de
identidad y distinción cultural en la sociedad rural del siglo dieciocho, el
factor del antagonismo de clase coincidía con la estructura prevaleciente
de jerarquías socioeconómicas. Y tanto el principio cultural como el de
clase estaban contenidos y convergían en el concepto aymara de q’ara: los
no indios que vivían parasitariamente de los recursos y fuerza de trabajo
de las comunidades. Finalmente, durante la radicalización del conflicto en
1781, los campesinos llegaron a identificar a los españoles, los traidores y

263
Cuando sólo reinasen los indios

los súbditos acomodados de la sociedad colonial como su enemigo, y


estas categorías al mismo tiempo racial/étnicas, políticas y de clase adqui­
rieron una equivalencia general, auñque aproximada131.
Abordando ahora el tema de la violencia indígena durante la insurrec­
ción, que fue introducido antes en relación con Tupaj Katari, es necesa­
rio desde el inicio poner el tema en contexto. La violencia era parte
integral de la sociedad colonial en general, y la amenaza constante de su
aplicación —contra los súbditos indígenas—sostenía la dominación colo­
nial española. Como lo expresó un corregidor de La Paz: “Su propensión
[del indio] es a toda inquietud, a toda novedad y movimiento. Pero tanto
dura en un sistema cuanto no reconozca el amago del castigo, en una
palabra, el brazo levantado y el amago es el que mantiene esta gente en
sujeción”132. Además, durante la propia guerra, la violencia española fue
inmisericorde, implacable y calculada estratégicamente para aterrorizar al
enemigo y lograr su sometimiento.
En algunos casos, la violencia indígena pudo haber en realidad sido
una respuesta moldeada sobre la base de la de sus adversarios. Tupaj
Katari declaró que el cerco de La Paz sólo fue lanzado después de que
los indios vieron a las fuerzas españolas masacrar a cientos de ellos
(incluyendo mujeres, niños e infantes) en Viacha y arrasar el pueblo de
Laja133. Cuando los insurgentes de Sapahaqui descuartizaron a varios
cautivos, incluyendo a un cacique que fue atado a las colas de cuatro
briosas muías y partido en pedazos, claramente moldearon esta ejecución
sobre la base del método español. Si Tupaj Katari autorizaba ejecuciones
rituales en El Alto, Seguróla regularmente las llevaba a cabo en la plaza
principal de la ciudad. Dos mujeres indígenas que entraron a buscar leña
en las afueras de la ciudad, por ejemplo, fueron acusadas de comunicar­
se con el enemigo y fueron ejecutadas como espías. En otra ocasión,
Diez de Medina anotó en su diario: “En este día domingo, se santificó al
Señor con la degollación de una india que llevaba de la ciudad coca al
campo de los levantados”134.
No obstante, si la violencia indígena durante la insurrección no fue
excepcional, tuvo sus propias fuentes específicas y, dada la importancia de
este tema para la historiografía, dichas fuentes requieren ser examinadas.
Como hemos señalado ya, un factor que explica la violencia es coyuntu-
ral. En febrero y marzo, después de la ruptura entre indios y criollos en
Oruro, aumentó la violencia en todo el altiplano, como parte de un pro­

264
Proyectos de emancipaciónj ... (II)

ceso de radicalización. Cuando Andrés Tupac Amaru se desplazó a la


región de La Paz en mayo de 1781, en parte para establecer control polí­
tico sobre el movimiento de Katari, continuó promoviendo el programa
original del Inka de una alianza interracial; no obstante, la conducta trai­
cionera de criollos y mestizos le motivó a mantener una práctica de vio­
lencia radical, que puede ejemplificarse en las ejecuciones masivas
posteriores a la toma de Sorata135.
Esto apunta a factores militares y políticos en la explicación de la vio­
lencia indígena. Volviendo nuevamente a la pregunta de Szeminski, una
razón política principal para que los indios “mataran al español” era que
entendían que el propio Tupac Amaru había señalado este curso de
acción. En realidad, no sólo el programa político de Amaru incluía la eli­
minación de los funcionarios coloniales y europeos en general, sino que
en sus cartas a la ciudad del Cusco, por ejemplo, advirtió que todo aquel
que se resistiera sufriría consecuencias violentas. En sus declaraciones
públicas a la ciudad de La Paz, Andrés Tupac Amaru, hablando a nom­
bre del Inka, amenazó repetidas veces con arrasar la ciudad si persistía en
su “rebeldía”136. Tupaj Katari también constantemente prometía reducir a
la ciudad a polvo y cenizas, poniendo en práctica el castigo ordenado por
Tupac Amaru por traición137. La agenda de aniquilación, entonces, fue
vista como el cumplimiento de las órdenes de Tupac Amaru de destruir
a todos los traidores al movimiento emancipador.
Al estudiar a Tupaj Katari, vimos cómo la violencia le servía política­
mente para intimidar al enemigo durante el cerco, así como para estable­
cer un comando efectivo hacia adentro e imponer disciplina a un ejército
campesino que tenía una cohesión organizativa limitada. Los campesinos
movilizados y otros líderes insurgentes también se apoyaban en su vio­
lencia instrumental y ejemplarizadora. En Caracato, por ejemplo, los
informes describen cómo se dieron matanzas indiscriminadas por parte
de los indios, que dejaron charcos de sangre en la iglesia, las calles y la
plaza, y que todo ello fue planificado para “que la insinuación del rigor
desmayase en el español aquellos sentimientos que inspiraba fidelidad”.
Diego Quispe el Menor, uno de los coroneles qhichwas que operaba en
La Paz, recomendó que se colgase primero a dos indios en cada pueblo
comp método para lograr la movilización de las comunidades locales138.
Los factores culturales más importantes para la comprensión de la vio­
lencia indígena surgen también del perfil de Tupaj Katari. En el contexto

265
Cuando sólo reinasen los indios

cultural del campesinado andino, la guerra era un momento apropiado


para la expresión de las fuerzas salvajes, peligrosas y temibles que se aso­
ciaban, en términos de género, particularmente con un aspecto de la iden­
tidad masculina. Como lo notaron las autoridades coloniales a veces con
asombro, y las elites locales con horror, los combatientes comunarios
regulares podían desplegar la misma furia, ferocidad y arrojo que demos­
traba Katari139. La asociación de la fuerza física y la violencia con los ani­
males salvajes era sólo uno de los modos en que los indios concebían la
guerra en términos de metáforas de la naturaleza. La evidencia lingüística
aymara también sugiere un conjunto superpuesto de correspondencias
semánticas entre la batalla y la dominación de un oponente, por un lado,
y el poder destructivo de, por ejemplo, las tormentas, el granizo, las inun­
daciones torrenciales y los terremotos, por otro140.
Algunas formas de la violencia indígena —por ejemplo, cuando deca­
pitaban a sus víctimas, les sacaban el corazón, bebían su sangre o mutila­
ban sus cuerpos— eran actos rituales que simbolizaban la destrucción
radical de su adversario. Szeminski ha enfatizado el aspecto religioso de
esta violencia: era el tratamiento apropiado para españoles foráneos a los
que se veía como demonios y seres no humanos y antisociales, excluidos
de la comunidad cristiana141. Sin embargo, estas acciones rituales también
podrían haber sido una práctica tradicional en el curso de las guerras étni­
cas internas en la sociedad andina. En un estudio de las concepciones
aymaras de la política, el poder y el conflicto, Platt nos brinda un análisis
de la semántica de la destrucción y la dominación en la guerra aymara
(ch’axwa) que nos ayuda a comprender las categorías culturales subya­
centes a la agenda de aniquilación en las movilizaciones comunarias del
siglo dieciocho. No obstante, su modelo ce guerra entre grupos étnicos
andinos tiene tan sólo una aplicabiJidad parcial en la comprensión del
choque entre indios y españoles durante la gran guerra de 1780-1781. De
acuerdo a la noción de Platt de un antagonismo complementario, la vio­
lencia es canalizada culturalmente hacia una unidad futura, la dominación
se mueve hacia la domesticación y se busca en última instancia un nuevo
equilibrio entre los adversarios. Aunque Tupac Amaru hablaba de sacar al
mal gobierno y reestablecer el orden social y la obediencia debida al rey
de España y sus leyes, lo cual puede verse como un intento de renegociar
un pacto tradicional roto, la insurrección en su dimensión radical impli­
caba el desmantelamiento del pacto colonial y la eliminación definitiva y

266
Proyectos de emancipación y ... (II)

categórica de los españoles. Desde el punto de vista radical, durante la


guerra, la situación colonial implicaba una presencia ilegítima de los
españoles en el territorio andino, y este conflicto exigía una resolución
relativamente distinta de la que se ponía en marcha tradicionalmente para
las tensiones étnicas interiores a la sociedad andina142.
La estructura socioeconómica regional nos brinda un elemento final
—que debe ser planteado aquí como una hipótesis—para la comprensión
de la violencia indígena en la segunda fase de la guerra. El interior del alti­
plano sur, área nuclear de la segunda fase de la guerra, contenía un con­
junto excepcionalmente denso de comunidades libres, y su creciente
población indígena era la más numerosa del Virreinato del Perú. En com­
paración con las regiones vallunas de Cochabamba y el Cusco, por ejem­
plo, en La Paz había una penetración relativamente menor de las
haciendas, un menor control de los mercados por las elites coloniales y
menos asentamientos mestizos en pueblos de indios. El altiplano estaba
por lo tanto marcado por una segregación racial/étnica más aguda, y por
una presencia predominantemente indígena. El boyante comercio intere-
gional revelaba un nivel importante de poder económico indígena, pero
en el interior del propio campesinado, las fuerzas del mercado no habían
introducido nuevos y significativos niveles de diferenciación de clase, del
tipo que podría minar por dentro a las instituciones comunales.
En un sentido estructural, estas características demográficas y socioe­
conómicas pudieron haber convertido a esta región en un área donde los
indios —cuyas luchas comunitarias mostraron una asertividad política cre­
ciente a partir de mediados del siglo—podían imaginar más fácilmente la
eliminación de los españoles foráneos y el logro de la autonomía y la
hegemonía de las comunidades. Una perspectiva de esta naturaleza pudo
haberles parecido poco viable a los indios de otras regiones, como los que
vivían en los valles, cuyas estructuras comunitarias eran más débiles y
donde se daban condiciones socioeconómicas de larga data de naturaleza
más heterogénea143. Esta hipótesis encaja con la evidencia de que los
indios aspiraban a recuperar el territorio y los recursos que les perte­
necían por derecho (lo suyo) y gobernarse a sí mismos. Como se vio ante­
riormente, esta idea había sido propagada en La Paz por dirigentes como
Bonifacio Chuquimamani; y los indios de Oruro, qlie tenían característi­
cas regionales comparables, expresaron también iguales expectativas.

267
Cuando sólo reinasen los indios

Viendo la cuestión en conjunto, esta discusión demuestra que el radi­


calismo indígena, definido en contraste con el programa inicial de Tupac
Amaru en el Cusco, no era una tendencia intrínseca o esencial de los
aymaras o de los comunarios en general, como lo sugiere el persistente
discurso colonial. El radicalismo —que involucraba especialmente un con­
junto de antagonismos estructurados principalmente en torno a los polos
de la identidad indígena o española, tanto como el despliegue de una vio­
lencia extrema y feroz fuera del contexto militar regular—no se basaba
tanto en las categorías culturales indígenas ni en sus condiciones mate­
riales, pero surgió en última instancia durante la insurrección debido a cir­
cunstancias políticas coyunturales.
El otro tema que sobresale para la comprensión de la insurgencia en
La Paz, en relativo contraste con el Cusco, es la fuerza de la movilización
a nivel de base. Una de las claves de este asunto es la relación entre las
comunidades insurgentes y sus líderes, y antes de examinar las evidencias
sobre el poder comunal durante la insurrección, es apropiado comenzar
estableciendo la virtual ausencia de líderes entre los caciques, que eran los
representantes comunales tradicionales.
La documentación de fines del siglo dieciocho en La Paz revela sólo
un caso relativamente claro de participación activa de un cacique en la
insurrección. La evidencia incriminatoria, incluyendo veinticinco hondas
y correspondencia dirigida a Tupaj Katari, fue descubierta en la casa de
Cayetano Cruz, cacique de Santiago de Machaca, y en la investigación se
encontró que el cacique había viajado por todo Pacajes y a El Alto fomen­
tando la insurrección. El propio hijo de Cruz reconoció que el cacique era
un capitán del ejército de Katari aunque —protestó débilmente el hijo-
había sido forzado a aceptar ese papel. Cruz era aparentemente un gober­
nador interino y no era miembro del linaje local con derechos heredita­
rios al cacicazgo144.
El cacique de Tiwanaku, que posiblemente era heredero del linaje
señorial de los Paxipati, parece haberse unido inicialmente a la insurrec­
ción, aunque intentando evitar asumir un papel militar activo. Intentó
tomar ventaja económica de la guerra, metiéndose a comerciar en los
Yungas, y luego corrió a buscar favores de los Amaru en el distrito norte.
Cuando regresó a Pacajes, declarando que tenía la sanción del Inka para
no unirse a la guerra y que había conseguido cargos políticos locales para
sus hijos, Tupaj Katari se puso furioso y emitió una sentencia de muer­

268
Proyectos de emancipacióny ,.. (II)

te contra él por eludir su autoridad. En un tercer caso, el cacique de la


parcialidad Mitma de Chulumani, Sebastián Trujillo, fue acusado de
haber sido un dirigente indígena notorio en su distrito. Sin embargo, un
descendiente de la familia puso en duda esta versión, que circulaba en
medio de conflictos locales veinticinco años después de la guerra, con­
tando que Trujillo había sido capturado y llevado a El Alto e inmolado
allí por órdenes de Katari145.
Por lo tanto, hubo imas pocas excepciones notables a la regla de que
los caciques se identificaron con los españoles y fueron vistos como trai­
dores por el movimiento. En algunos casos, como el de Felipe Álvarez de
Ayoayo, Dionicio Mamani de Chulumani o Agustín Siñani de Carabuco,
que eran patriarcas cacicales hereditarios, los caciques huyeron de los
pueblos después de recibir propuestas de que se unieran a las fuerzas
insurgentes146. De aquellos que buscaron refugio en las ciudades contro­
ladas por los españoles, en particular La Paz, Sorata o Cochabamba,
muchos obtuvieron títulos como funcionarios militares realistas encabe­
zando tropas de indios leales, y marcharon al frente para combatir y ven­
cer a sus adversarios anticoloniales. Los que lograron escapar vieron su
patrimonio local saqueado y destruido como revancha de los insurgentes.
Y muchos caciques, junto con sus familiares, simplemente no pudieron
escapar ni sobrevivir al ataque de los comunarios. Un testigo, vecino de
pueblo en la provincia de Sicasica, describió el destino que corrió Felipe
Álvarez como un caso típico: “Lo mataron los indios... y le sustrajeron
todos sus bienes muebles y semovientes, dejando a sus hijos despojados
de ellos, con sólo sus fincas exhaustas, todas en casco líquido de tierras,
como lo hicieron con todos los demás caciques y españoles”. Juan Tomás
Balboa Fernández Chui, otro eminente heredero dinástico y cacique de
Urinsaya de los pueblos de Laja y Pucarani, perdió sus haciendas y a sus
dos hijos menores antes de participar en la represión militar del levanta­
miento. Escribió posteriormente sobre la consternación que todos sintie­
ron al ver que los insurgentes se lanzaban sobre ellos, intentando destruir
la vida y las propiedades de los españoles y caciques, como lo habían
hecho en todo el distrito al norte del lago147.
Aquéllos que asumieron los papeles de liderazgo en el movimiento se
encontraron también sometidos a fuertes presiones desde abajo, y a
menudo fueron incapaces de controlar a las comunidades cuando éstas
habían tomado la iniciativa y comenzaron a actuar autónomamente.

269
Cuando sólo reinasen los indios

Ambos líderes aymaras Gregoria Apaza y Tupaj Katari y los líderes


qhichwas testificaron sobre la imposibilidad de subordinar a las tropas
comunales o controlar la relación tensa e inestable de éstas con las auto­
ridades en La Paz. Miguel Bastidas admitió que había despachado órde­
nes y títulos a los pueblos rurales, como pariente noble del Inka Tupac
Amaru, pero declarando que lo había hecho a instancias de los indios,
que vinieron hasta él para ese fin, “sin que le quedase arbitrio para negar­
los por el horror y miedo con que los miraba”. Mariano Tupac A m a r u
que retomó el liderazgo insurgente en Omasuyos en diciembre de 1781,
escribió: “Por más reprensiones que les he hecho, así con todos mis
coroneles, no se pudieron contener... Estando la gente en común, no se
puede averiguar con ellos, que hasta salir con sus intentos no paran”. Si
la conducta del joven Andrés Tupac Amaru fue más radical que la del
estadista Diego Cristóbal o el reticente Miguel Bastidas, y si su carácter
era feroz y orgulloso”, pudo muy bien haber estado respondiendo
consciente o inconscientemente a las expectativas políticas, culturales y
de género de los comunarios de La Paz. Después de que Bernardo Gallo,
el notorio funcionario de aduanas en La Paz, se entregara voluntaria­
mente a las fuerzas que sitiaban la ciudad, Andrés lo hizo colgar a exi­
gencia de las tropas indígenas148.
El mismo Tupaj Katari declaró que “muchas veces no pudo sujetarlos
en su orgullo y voluntariedades, por temor que tenía a su furor y feroci­
dades”: Sostuvo que algunas veces las comunidades actuaban por su
cuenta, desobedecían sus órdenes o excedían su política en la práctica,
como por ejemplo cuando mataron a los clérigos en su campamento o
atacaron ciertos pueblos. Ellas también le exigían que mate a los prisio­
neros españoles en venganza por las ejecuciones de indios en miércoles
santo. En una ocasión, casi lo atacaron, junto al coronel qhichwa Mullu-
puraca, y para evitar esos desafíos, se vio obligado a fustigar y ejecutar a
los indios que las comunidades querían ver castigados149.
Por supuesto, las declaraciones de los dirigentes políticos indígenas
pueden considerarse como esfuerzos transparentes por parte de repre­
sentantes políticos comprometidos para atenuar sus propias responsabi­
lidades. No obstante, este tipo de testimonios entraña una significación
fundamental. El descartarla podría llevarnos a subestimar la fuerza de las
demandas y de la iniciativa autónoma de las comunidades campesinas en
este período, una conclución que otras evidencias corroboran indepen­
Proyectos de emancipacióny ... (II)

dientemente. La carta atribuida a las comunidades de las cuatro provin­


cias, por ejemplo, sugiere una dinámica similar entre los campesinos y el
liderazgo de El Alto: “Aunque nuestro Virrey nos ha propuesto en que
nos humillemos, no es posible”. Cuando Katari y Bartolina Sisa se
dirigían a La Paz después de la muerte del padre Barriga, fueron deteni­
dos por una multitud de indios “que le rodearon, con excesivo orgullo
de vocinglería, de deprecaciones para no abandonarlos”. Todo este epi­
sodio, con Katari al borde de entrar en la ciudad, puede parecer teatral,
pero la capacidad campesina de controlar el movimiento de los líderes
insurgentes se confirmó de nuevo en una fase posterior, cuando los
indios le impidieron retirarse de Pampajasi ante la llegada de tropas
españolas150. Estos poderosos desafíos y el control desde abajo, y no sólo
la relativa desorganización de las milicias campesinas, provocaron a su
vez medidas rigurosas y severas de parte de Katari. En una persistente
prueba de su autoridad, tuvo que recurrir al disciplinamiento de tropas
que podían desorganizarse o cometer excesos, pero también se sintió
obligado a igualarles en fuerza y a estar a la altura de sus demandas para
demostrar la naturaleza inquebrantable de su liderazgo y su carácter ada­
mantino como jefe guerrero.
La historiografía reciente nos ha mostrado otras evidencias del conte­
nido popular, comunal y democrático que fue característico del movi­
miento en La Paz. Katari, o en su ausencia Bartolina Sisa, consultaban a
los otros consejeros, funcionarios y cuerpos políticos representativos
indígenas, en nutridos consejos de guerra. También tenía veinticuatro
cabildos distribuidos en el altiplano que se extendía sobre la ciudad. Estos
serían una suerte de cortes de justicia, con su propia horca y rollo, aun­
que también pudieron haber funcionado como órganos político-judicia­
les independientes. En un caso, un cabildo ignoró la política de Katari
cuando ordenó la ejecución del cura de Songo. Sería una exageración
decir que éstas eran las instituciones gobernantes en El Alto, pero las
asambleas colectivas eran parte de la organización política en el campa­
mento aymara, y evidentemente existía cierto grado de distribución del
poder entre Katari y estos cuerpos representativos151.
No sólo los líderes del movimiento eran principalmente de origen
comunario, sino las comunidades mismas tenían un papel en la desig­
nación de algunos líderes. Valle de Siles nos ha mostrado que, en reali­
dad, eso sólo ocurrió raras veces en el caso de las autoridades de mayor

271
Cuando sólo reinasen los indios

rango. En general, era verdad que las comunidades nombraban a sus


propias cabezas locales de milicia, pero ellos también requerían de la
aprobación de Katari152.'En los pueblos liberados, se destinaron tam­
bién nuevas autoridades a través de un acuerdo mutuo entre las comu­
nidades locales y los líderes insurgentes de alto nivel. Bastidas, al igual
que Katari, emitía regularmente títulos de autoridad a pedido de los
comunarios. El representante de Andrés Tupac Amaru convocaba a las
comunidades que iba visitando con el fin de elegir un nuevo cacique; y
los jilaqatas de Ancoraimes pidieron a Miguel Bastidas que nombrara un
nuevo cacique en lugar del que él mismo había seleccionado anterior­
mente153. Un proceso similar ocurrió con los párrocos que fueron lla­
mados a servir en el campo indígena: algunos fueron elegidos por
Katari y otros por las comunidades. Los indios incluso se atrevieron a
proponer que el cura de Calamarca reemplazara al Obispo Campos
como el prelado de mayor rango154.
Al final, hubo un contraste significativo entre los movimientos de
Cusco y de La Paz en términos de las relaciones de poder entre los líde­
res y las comunidades. Aunque los oficiales aymaras de mayor rango eran
sin duda casi siempre parientes de Katari o viejos camaradas, y aunque
ejercía una autoridad jerárquica similar a la de los líderes qhichwas, la rela­
ción vertical no implicaba únicamente un flujo de poder de arriba a abajo.
Existía también un nivel importante de control desde abajo y una visible
y dialéctica negociación por el poder que no tuvieron paralelo en el esce­
nario del norte. Finalmente, esta dinámica debe entenderse como resulta­
do de procesos políticos locales y de una cultura política cambiante que
marcó toda la era de crisis e insurgencia.
La crisis de k dominación andina, que implicaba un derrumbe de las
estructuras coloniales de control, mediación y legitimidad a nivel regional
y local, estableció las condiciones para k movilización comunaria de 1781
y para las manifestaciones imprevistas de Tupaj Katari, que han sido exa­
minadas en este capitulo. El líder aymara se lanzó a ocupar el vacío que
habían dejado los caciques, como un representante político orgánico aun­
que relativamente nuevo. En relación con ks propias comunidades, él
intentó investirse con el prestigio tradicional y con la autoridad concen­
trada, jerárquica y patriarcal de los señores nativos, que involucraba impo­
siciones de arriba a abajo. Pero en relación con la sociedad colonial como
un todo, la importancia histórica de Tupaj Katari y su movimiento reside

272
Proyectos de emancipacióny ...(II)

en el poderoso impulso hacia arriba que sacudió los cimientos y los


miaros podridos del edificio colonial.

Estos dos capítulos han explorado el significado de la insurrección


andina y la visión y conciencia política que animaron y sostuvieron a los
insurgentes indios anticoloniales del siglo dieciocho. Al echar una mirada
más a largo plazo a los proyectos anticoloniales en La Paz, se hace evi­
dente que la imaginación política de 1780-1781 no salió espontáneamen­
te a la superficie. Las contribuciones académicas recientes han establecido
ya la existencia de una tradición utópica en los Andes coloniales, que avi­
zoraba un nuevo orden social dirigido por el Inka. Este estudio sugiere
que aun fuera de las áreas nucleares de la cultura nobiliaria Inka, y entre
los estratos rurales subalternos de la sociedad colonial, existió un con­
junto polifacético de proyectos y agendas emancipatorias, que fueron ela­
borados en la práctica por las comunidades campesinas a lo largo de
décadas de luchas locales y regionales. Como un reservorio acumulado de
posiciones y direcciones políticas e ideológicas alternativas, esta cultura
política orientó la insurgencia indígena durante el nuevo y fluido momen­
to histórico de la insurrección. Este punto también nos permite apreciar
que las concepciones políticas campesinas no eran simplemente reflejos
positivos o negativos de las líneas programáticas formales de sus líderes,
como Tupac Amaru en 1780-1781. En realidad, a través del poder de las
movilizaciones de base y la dinámica del control desde abajo, los líderes
insurgentes, tanto aymaras como qhichwas, se vieron obligados a acomo­
darse a las fuerzas y a las expectativas comunales campesinas.
También hemos echado una mirada amplia al territorio de los Andes
del sur durante la gran insurrección. Como se ha mostrado en este capí­
tulo, el significado pleno de la insurgencia aymara en 1781 en La Paz no
puede ser entendido en aislamiento de los otros movimientos regionales
durante la coyuntura insurreccional. Como evento histórico, los movi­
mientos regionales fluían el uno en el otro, influyendo y alterándose
mutuamente a través de procesos causales ramificados. En otro nivel del
análisis, el contenido distintivo de los otros movimientos regionales indi­
viduales nos ayuda a entender la d i n á m ic a de la insurgencia en La Paz.
Con el fin de explorar el significado de la insurrección, se han identifica­
do diferentes características y proyectos políticos principales en los
siguientes espacios:

273
Cuando sólo reinasen los indios

Chayanta: Lucha inicial de Tomás Katari por la autonomía, manteniendo


la lealtad al rey de España;
Cusco: Aspiración a la soberanía Inka; y
Oruro: Alianza interracial entre indios y criollos nacidos en América.
Estas características y proyectos surgieron ya sea en forma análoga
con La Paz en momentos previos de la movilización, como se vio en las
conclusiones al anterior capítulo, o directamente como referencias políti­
cas principales en La Paz en 1781.
Las características históricas distintivas del movimiento de La Paz en
1781, y el carácter de su líder Tupaj Katari, han sido examinados de igual
manera, mientras nos embarcamos simultáneamente en un esfuerzo críti­
co de exponer y subrayar los elementos del discurso colonial presentes en
las fuentes primarias y en la historiografía secundaria. Pasando por alto
los supuestos coloniales supremacistas y las ideas esencialistas sobre la
cultura aymara, este capítulo ha abordado las cuestiones del radicalismo,
los antagonismos raciales y la violencia, así como el poder de la moviliza­
ción comunal de base en la insurrección. Y así como los rasgos y proyec­
tos de otras regiones fueron relevantes para pensar sobre la movilización
anticolonial en La Paz, el análisis de La Paz, con sus rasgos específicos,
puede resultar valioso para concebir lo ocurrido en otras regiones y en la
insurrección en su conjunto.
Las cuestiones del radicalismo, el antagonismo racial y la violencia
estuvieron en realidad bastante vivas en el Cusco durante la primera fase
de la guerra. La propia política y experiencia de Tupac Amaru en el norte
contribuyó a los mandatos de destruir al enemigo colonial y eliminar a los
traidores. Asimismo, el choque militar en Sangarará, cuando los residen­
tes locales rehusaron tomar partido por el Inka, y la victoria de Amaru allí
representaron un derrumbe temprano de la promesa de una alianza con
los criollos. Sangarará no decidió el asunto en el resto del territorio insu­
rreccional, como lo demostraron los eventos de Oruro, pero significó que
el problema central de los antagonismos raciales ya se había puesto de
manifiesto155. Si la polarización y la violencia crecieron en la fase poste­
rior de la guerra, particularmente en el escenario de La Paz, esto se debió
en forma inmediata a factores coyunturales y políticos, más que a una ten­
dencia intrínseca de los aymaras o campesinos. El contraste entre los líde­
res aymaras y los comandantes qhichwas del norte no siempre fue tan
nítido, y Andrés Tupac Amaru y sus coroneles en La Paz, por ejemplo, a

274
Proyectos de emancipacióny ... (II)

menudo asumieron las posiciones radicales que por lo general se atribu­


yen a los campesinos.
La agenda radical de aniquilación durante la guerra surge de un con­
junto de fuentes diversas, como hemos visto, y aunque parecía indiscrimi­
nada, en realidad estaba enmarcada culturalmente y formaba parte de nn?
visión política consciente. A medida que se agudizaba la polarización, sur­
gieron tendencias crecientes a esenciaüzar al adversario, por ejemplo como
un demonio, y a perseguir la eliminación del enemigo, aunque esas ten­
dencias eran políticamente construidas y relativas. En 1781, como en 1771
en Caquiaviri, la agenda de aniquilación existió como una contra-opción a
la de la incorporación del otro cultural y político.
Esto es ciertamente evidente en Oruro, donde los indios se desplaza­
ron para destruir la ciudad después de la alianza abortada con criollos y
mestizos, pero también surgió en el escenario de La Paz. Antes del
derrumbe de las defensas de la capital provincial de Sorata, unos dos mil
hombres, mujeres y niños mestizos y criollos se rindieron ante Andrés
Tupac Amaru en las montañas circundantes cerca de Ananea. Él los
obligó entonces a vestirse como indios y, en un paralelo con el caso de
Caquiaviri, designó a un reticente criollo, Antonio Molina, como autori­
dad política de rango y nuevo magistrado de Larecaja. Cuando las fuerzas
indígenas finalmente tomaron Sorata el 5 de agosto, Molina, vestido
como Andrés en una túnica Inka, se presentó al lado del joven coman­
dante y su consorte Gregoria Apaza cuando presidieron el acto de justi­
cia en la plaza.
¿Qué justicia dispensó el Inka conquistador a los residentes de un pue­
blo que se había rebelado contra él, a pesar de todas sus promesas de que
sólo los europeos y los funcionarios coloniales serían castigados si se
rendían? La aniquilación fue el destino de todos los hombres que, a dife­
rencia de Antonio Molina, se habían rebelado contra el Inka, pero se
salvó a las mujeres y los niños. Se obligó a las mujeres a quitarse sus man­
tillas y faldellines españoles, sus sombreros y zapatos, y a usar la ropa de
las mujeres indígenas. Se les dio coca para mascar, y fueron llamadas
“Qollas”, como residentes nativas del reino del Inka. Este cambio de ves­
timenta y transformación identitaria fue otra expresión de la incorpora­
ción política y cultural alternativa bajo la hegemonía indígena156.
Diez años antes, en Caquiaviri, la incorporación de los vecinos del
pueblo prevaleció como opción sobre la amenaza de aniquilación, pero

275
Cuando sólo reinasen los indios

en 1781 la categórica aniquilación de los españoles saltó a primer plano


cuando la alianza con los mestizos y criollos se mostró como un fracaso.
Aunque este capítulo ha tratado extensamente los problemas del antago­
nismo y la violencia, debido a que son rasgos principales asociados con
La Paz, este énfasis no nos debe hacer perder de vista la contra-opción
que los indios continuaron manteniendo abierta.
La autonomía práctica de las comunidades indígenas en Caquiaviri en
1771, comparable a la de Oruro diez años más tarde, se expresó en forma
explícita, y el discurso insurgente reveló una identidad política autocons-
ciente de las comunidades. Así como declararon los campesinos de
Caquiaviri: “El rey era el común por quien mandaban ellos”, las fuerzas
de Oruro gritaban “¡Comuna! ¡Comuna! ¡Comuna!” al tomar la ciudad y
llevar a cabo actos de venganza. Según el relato de un testigo, “¡Comu­
na!” indicaba “todos a una”. Según otra versión, “Con el nombre de
Común o ayllu, se hacían de su parte aun los más fallidos y más brutos,
de suerte que la parte era el todo, y el todo la parte”. En ambas movili­
zaciones, los campesinos imaginaron una solidaridad e identidad política,
en términos comunales: “sólo el nombre de Común... les era de tanta
veneración y respeto”157. Aunque el Inka era también una referencia polí­
tica fuerte para los indios de Oruro, la referencia a la comunidad dio
forma significativamente a las interpretaciones campesinas de los objeti­
vos de la insurrección, especialmente después de la ruptura de la alianza
con los criollos. Por lo tanto, las expectativas de los comunarios, que
reclamaban para sí las tierras y minas en manos españolas, se apartaron y
sobrepasaron el programa original de Tupac Amaru.
El término “común” quería decir ayllu, como sugiere la cita anterior,
aunque es interesante notar cómo los indios se apropiaron e incorpora­
ron el término español “comunidad” en su discurso en lengua aymara. La
nueva comunidad de españoles travestidos en Caquiaviri fue nombrada
como “machaq común”. El término español “comuna”, que quiere decir
los residentes de una unidad municipal, podría también haber sido equi­
valente a una aymarización del término español “común”, cuya forma
nominal en aymara se crea a través del añadido de la vocal “-a”. Como
parte de la explicación sociolingüística de este fenómeno, la importancia
del término español “común” sin duda surgió de las persistentes luchas
comunales en el período colonial. Estas luchas se desataron en relación a
un estado colonial que definía vina esfera principal de negociación (prin­

276
Proyectos de emancipación y ■■■(II)

cipalmente las cortes) y un discurso central (legal). Por lo tanto, en algu­


nas situaciones particulares, las comunidades aymaras tenían razones para
identificarse a sí mismas con el uso de una nomenclatura española, y la
intensidad misma de las luchas políticas y legales que desataron otorgó
poder a esta identidad.
La expresión explícita de la referencia a la comunidad en Caquiaviri y
en Oruro puede atribuirse a la gran autonomía de las movilizaciones
comunales en ambos casos. Aunque el rey Inka brindaba otra referencia
fundamental de identidad política en Oruro, era una figura relativamen­
te remota y trascendente; y en ausencia de cualquier autoridad jerárquica
prominente, luego de la traición de Jacinto Rodríguez, la referencia
comunal mantuvo su carácter inmediato. Para La Paz en 1781, la docu­
mentación disponible no nos proporciona una referencia comunitaria
tan explícita para comprender la solidaridad y la identidad política. Aun­
que las fuerzas a nivel de base, desafiando y sobrepasando al liderazgo
insurgente, fueron más fuertes en La Paz que en el Cusco, la presencia
de un líder máximo, el propio Tupaj Katari, distinguió a La Paz de Oruro
en su fase radical.
En la era de la crisis de la dominación andina y en estos nuevos
momentos de alineamiento cacical con el estado colonial, Tupaj Katari
salió a la escena para llenar el espacio vacante dejado por los represen­
tantes comunales tradicionales, y se puso a la cabeza de las fuerzas cam­
pesinas movilizadas. Frente a limitaciones organizativas muy difíciles, y
enfrentando fuertes presiones desde abajo, Katari desplegó una notable
creatividad y habilidad política, y ejerció un comando vigoroso, nutrién­
dose de múltiples fuentes de poder. Su liderazgo carismático y visionario
—afianzado en la venerabilidad de Tomás Katari y en la suprema autori­
zación del soberano Inka Tupac Amaru—llevó a la movilización comunal
a un nuevo nivel en La Paz en el siglo dieciocho. Y en última instancia,
entre todos los dirigentes anticoloniales indígenas en la historia andina, el
propio Katari, con toda su intensidad y ambivalencia, representó la expre­
sión más concentrada de las energías políticas campesinas insurgentes.
Como lo reconoció Bartolina Sisa, Tupaj Katari animaba a los indios
con la promesa de que “se habían de quedar de dueños absolutos de estos
lugares, como también de los caudales” y los propios indios hablaban con
gran expectativa de un tiempo no muy distante cuando “sólo reinasen los
indios”158. Más allá de las distinciones regionales en 1780-1781 —que invo­

2 77
Cuando sólo reinasen los indios

lucraban en cada caso un equilibrio específico entre la movilización


comunal, el liderazgo regional y la autoridad abarcante del Inka—existía
una anticipación compartida de que llegaría inminentemente una época
que traería un nuevo orden en las relaciones sociales y de poder. Para los
insurgentes campesinos andinos, la doble perspectiva de un mayor poder
comunal y el dominio del Inka convergían en una visión de emancipa­
ción, autodeterminación y hegemonía indias.

278
Las consecuencias de la
insurrección y la renegociación
del poder

La guerra había diezmado el campo, dejando las aldeas


reducidas a escombros, acabando con las cosechas y rebaños, y enlu­
tando a las familias. Después de la ejecución ritual de Katari en Peñas,
algunos líderes y grupos de indígenas rebeldes intentaron, con poco
éxito, reiniciar el movimiento, mientras las fuerzas contrainsurgentes
barrían las provincias para erradicar todo rastro de resistencia. En un
escenario de pérdida y desolación, se dieron esfuerzos tentativos e
intermitentes de volver a la vida ordinaria en Guarina, y de reconstruir
el orden político andino1.
En mayo de 1782, el viejo y enfermo patriarca Matías Calaumana,
acompañado de un séquito de autoridades comunales, entregó dos mil
doscientos pesos a la Caja Real en un intento de persuadir a las autorida­
des coloniales acerca de su capacidad de mando en sus dominios locales,
tal como la había ejercido en el pasado2. Para los escépticos funcionarios
españoles, las lealtades del viejo cacique estaban fuera de duda, de hecho
él había obtenido títulos militares como comandante de las tropas indias
que colaboraron en la “pacificación” de las provincias una vez que él y
otros refugiados en la ciudad de La Paz hubieran sido liberadas por las
tropas auxiliares del rey3. Sin embargo, lo que preocupaba a estos funcio­
narios era la estabilidad futura del gobierno local y, a los ojos de casi todo
el mundo, el tiempo de Calaumana había tocado a su fin.
El hombre que surgió para desafiar a Calaumana en el cargo de auto­
ridad local era un comunario llamado Gaspar Guaneo. Cuando la guerra
estalló por primera vez en Guarina, Guaneo, un forastero tributario del
ayllu Hilata de la parcialidad Anansaya, estaba ocupando temporalmente
el modesto cargo de alcalde ordinario, subordinado a Calaumana, su
señor y gobernador. Una vez que estalló la insurrección, abriendo un
279
Cuando sólo reinasen los indios

vacío político local, Guaneo se convirtió en dirigente de las fuerzas cam­


pesinas, y recibió el nombramiento oficial como justicia mayor de parte
del coronel insurgente qhichwa Juan de Dios Mullupuraca. Más adelante,
cuando se revirtió la marea de la guerra, consiguió hábilmente cambiar de
bando, logrando que las comunidades decidieran colaborar con las tropas
españolas que habían llegado recientemente y despachando a los rebeldes
cautivos a la cárcel de La Paz.
Estando Matías Calaumana afectado por la enfermedad y sin tener
sucesores masculinos, Guaneo hizo de frente la propuesta de convertirse
él mismo en el nuevo cacique de Guarina. Esto, como podría suponerse,
enfureció a Calaumana, que denunció el bajo origen del joven y lo des­
cribió como un “indio ruin”, inepto para ejercer el cargo. Sin embargo,
para Ignacio Flores, el comandante en jefe militar de Charcas y nuevo
presidente de la Real Audiencia, los intereses de la gobernabilidad con­
vertían a Guaneo en un candidato más apropiado. No sólo Calaumana
estaba en las últimas; también era notorio por su carácter rudo y la falta
de aprecio de los indios de Guarina. Si él retomaba el gobierno, había
incluso riesgo de revuelta. Guaneo, a pesar de su anterior deslealtad a la
corona, tenía el respaldo de los comunarios y podía contarse con él para
controlarlos. En otras palabras, él había demostrado ser indispensable
como un nuevo y efectivo intermediario político que sería útil para el res­
tablecimiento del orden local.
Por ende, en agosto de 1782, Flores designó a Guaneo como cacique
interino para gobernar y recaudar el tributo en Guarina. Aunque Flores
reconoció los derechos y privilegios ancestrales de la familia Calaumana,
al propio Matías Calaumana se le prohibió volver al pueblo. Hacia fines
del mes siguiente, el patriarca desde su lecho de muerte dictó su último
testamento y poco después expiró4.
El nuevo acuerdo de gobierno llegó entonces a incoporar un compro­
miso tácito entre las autoridades estatales y las fuerzas comunales, pero
también con la noble familia Calaumana. La viuda criolla del cacique,
María Justa Salazar, estuvo de acuerdo en que Guaneo gobierne y cobre
el tributo hasta que su hija de ocho años, Juana Basilia Calaumana, fuese
mayor de edad y pudiese reclamar sus derechos hereditarios al cacicazgo.
Es*e acue- lo parece haber funciorido al principio, p**to en 1783 la viuda
salió a la palestra para exigir que ella —como madre y tutora del heredero
legítimo—, asumiera plena responsabilidad de administrar la comunidad.

280
c Las consecuencias.

Después de todo, argüyó, no sólo su experiencia pasada en el gobierno de


la comunidad cuando su esposo se ausentaba, sino su reciente participa­
ción junto con Guaneo en el cobro del tributo y el despacho de la mit’a
la preparabacu paira, ejercer el cargo. Además, era dueña de propiedades
agrícolas que Ee permitirían cubrir los rezagos del tributo. Pero sobre
todo, a elíkife Brama el miedo de que el poder de Guaneo, dado el respal­
do comuiiaíl <fe qaie gozaba, podría efectivamente borrar la memoria del
papel tradieüDssal jugado por su familia, y disipar cualquier esperanza de
ejercer inflíieiDida en el futuro5.
No quedk claro, a partir de la documentación disponible, si la viuda
tuvo éxito de inmediato en su demanda, pero en los años siguientes, Gas­
par Guaneo cedió su autoridad formal, y otros notables españoles locales
surgieron; pora asumir el cargo de cacique interino y cobrar los tributos.
Aunque éstos gozaban del respaldo oficial de los nuevos gobernadores
provinciales, conocidos como subdelegados, su influencia y legitimidad
eran limitadas. Juan Bautista Goyzueta actuó como cacique interino de
Guarina antes de trasladarse a Carabuco, donde obtuvo el cacicazgo por
medio del matrimonio y se vio envuelto en una larga lucha con las comu­
nidades reacias a su mando y con otros rivales indígenas nobles. Ense­
guida, Silverio Torres, un hacendado local que hasta hace poco estaba
envuelto en disputas por tierras con la comunidad, sucedió a Goyzueta
como cacique-cobrador en Guarina. Luego, en 1789, su propia viuda asu­
mió temporalmente el cargo, y esta serie de caciques “españoles” se suce­
dió hasta las primeras décadas del siglo diecinueve6.
No obstante, en este mismo período, los gobernantes coloniales eran
conscientes de un nuevo e importante fenómeno: que los miembros ordi­
narios de la comunidad habían logrado establecer sus propias formas de
autogobierno en Guarina. En un caso, que implicaba la regulación del
pago de tributos y la tenencia de la tierra de las unidades domésticas por
parte de la comunidad, los funcionarios de la Caja Real comentaron sobre
“el particular y económico gobierno que llevan allá entre sí los tributarios
con los hilacatas y segundas”7. Significativamente, ahora los campesinos
indígenas y sus antes subalternas autoridades, más que sus elites cacicales,
eran quienes manejaban los asuntos internos del gobierno comunal.
A partir de los años 1780, la comunidad quedó acéfala y vulnerable
a las amenazas externas. No surgió ningún representante político indí­
gena sobresaliente y hábil para tomar el lugar de Matías Calaumana, y el

281
Cuando sólo reinasen los indios

constante cambio de caciques nominales hizo más difícil que la comu­


nidad se defienda contra las usurpaciones de tierras de las haciendas. Sin
embargo, distintas autoridades y principales comunarios quedaron a la
cabeza de la defensa de la comunidad, y ganaron cada vez más expe­
riencia en el trato con sus adversarios terratenientes, intermediarios
locales y cortes de justicia. Entre ellos, Gaspar Guaneo reapareció pro­
minentemente en un exitoso proceso legal en defensa de la comunidad
a principios de los años 1790. La propia comunidad lo eligió, como ex­
cacique que sabía hablar castellano y estaba familiarizado con la políti­
ca documental, y fue propuesto ante las autoridades judiciales para que
sea reconocido como su protector y apoderado. Como tal, una de las
preocupaciones de Guaneo fue la de recuperar los títulos de tierras que
se habían perdido debido a que la “mutación en éstos [caciques] ha sido
frecuente y continua ya en propietarios ya en interinos”, facilitando la
usurpación de tierras por agentes externos e incluso la venta ilícita de
tierras. A fines de los años 1790, Guaneo todavía permanecía en esce­
na como un anciano notable y representante político que trabajaba
ahora en conjunción con otros comunarios, incluyendo a líderes poten­
ciales jóvenes como su hijo Hildefonso8.
Existía, entonces, una emergente división de funciones que antes ha­
bían estado unidas en el cacicazgo de Guarina. El cobro del tributo había
sidó tomado a cargo por la elite local no indígena, cuya autoridad políti­
ca era legalmente nula y cuya legitimidad a los ojos de los gobernados era
limitada o mínima, pero que a menudo seguía asumiendo el título de caci­
ques. El status hereditario era mayormente simbólico, residual y debilita­
do, ya que ni la viuda ni la hija menor podían reclamar en forma
sustantiva su derecho al poder. El gobierno de la comunidad (la adminis­
tración interna y las relaciones externas) recayó en las manos de los pro­
pios comunarios, especialmente sus autoridades rotativas, principales y
ancianos. Al final, el cacicazgo se había fragmentado, una nueva forma­
ción política comunal estaba reemplazando a la vieja, y el estado y las
comunidades estaban negociando nuevos términos de compromiso.
Existen elementos especialmente dramáticos en la historia de Guarina
que se ha relatado episódicamente en este libro. Uno de ellos era el gran
poder detentado por el señor nativo Matías Calaumana y la notable cro-
nología de su muerte. La segunda fue el desenlace de la insurrección en
el Santuario de Peñas, en la jurisdicción de Guarina. Pero otro más fue el

282
Las consecuencias. ..

surgimiento inesperado de un oscuro comunario, Gaspar Guaneo, al lide­


razgo de la comunidad. Y sin embargo, la historia local de Guarina guar­
da relación con el proceso general que se estaba desarrollando en toda la
región. Si la temporalidad y las circunstancias de estos procesos implica­
ban una multitud de variaciones locales, muchos de los actores, los
desafíos históricos y los conflictos políticos eran similares. Asimismo,
como lo mostrará este capítulo final, el resultado general de las tensiones,
luchas y transformaciones que en última instancia se dieron en Guarina
es análogo a lo que se vivió en los demás distritos del altiplano aymara.
Quizás el aspecto más notable del relato de la historia de Guarina es
su cronología precisa y dramática: el desplazamiento definitivo de las
relaciones de poder comunales ocurrió inmediatamente después de la
guerra civil andina. Por lo tanto, los eventos de Guarina mantienen su
fascinación narrativa, pero también pueden resultar engañosos por su
simplicidad. En la mayoría de pueblos de los distritos del altiplano, la cri­
sis de la dominación andina no ocurrió de forma tan predeterminada en
1780-1782, y la transferencia de la autoridad de los señores tradicionales
andinos a los comunarios no se llevó a cabo de forma tan abrupta. El
proceso, como lo hemos mostrado en los capítulos anteriores, implicó
en realidad un desarrollo mucho más largo. Las luchas por el cacicazgo
y los conflictos entre caciques y comunidades, que habían proliferado en
las décadas anteriores a la gran conflagración, persistirían en las-décadas
finales de la era colonial.
No obstante, a principios de los años 1780, esta turbulencia no era una
conclusión inevitable. En el período de la postguerra, el estado borbóni­
co introdujo un nuevo modelo administrativo en las provincias del alti­
plano andino, al igual que en todos los virreinatos de América, como
parte de su programa general de reformas imperiales en la segunda mitad
del siglo dieciocho. Diseñado para modernizar y facilitar el dominio colo­
nial, es importante evaluar el significado de este nuevo modelo —el régi­
men de intendencias—en la acumulación de conflictos políticos locales.
También debemos evaluar la efectividad de las reformas estatales para
resolver la crisis social del último período colonial, que como he demos­
trado, se estaba profundizando en las décadas anteriores a 1781. Este
capítulo considera las últimas fases del derrumbamiento de la autoridad
andina, examinando los modos en los cuales el aparato colonial reorgani­
zado y los diversos sujetos coloniales respondieron a la crisis o confctibu-

283
Cuando sólo reinasen los indios

yeron a ella. Me concentraré particularmente en el estrato de mediación


política entre las comunidades y el estado, y en la renegociación de sus
relaciones en este período. En el tapete están las antiguas estrategias y
mecanismos de dominio colonial indirecto a través de las elites nativas.
El otro tema que este capítulo abordará es la reconfiguración de las
relaciones de poder dentro de las comunidades andinas, a medida que se
desarrollaba la crisis en el siglo dieciocho. El objetivo es aquí el de dis­
cernir qué estructura y qué cultura política estaban surgiendo a medida
que se desmoronaba gradualmente la estructura y la cultura política de la
autoridad étnica. Este problema crucial sólo raramente y en forma muy
reciente ha llamado la atención de los historiadores, y por lo general ha
sido objeto de conjeturas más que de una investigación empírica sosteni­
da9. La evidencia para La Paz a fines del período colonial sugiere que a
medida que colapsaba el cacicazgo, se dio un proceso simultáneo por el
cual el poder se desplazó hacia la base de la comunidad. El resultado fue
una formación política sustancialmente democrática, un orden interno en
el cual, como en el caso de Guanna, los miembros ordinarios de la comu­
nidad “llevaron el gobierno entre sí”. Surgiendo paralelamente a la nueva
distribución estructural del poder, esta cultura política emergente ponía el
énfasis en una participación más amplia, el servicio a la comunidad, la
toma de decisiones por consenso, el control desde abajo y la representa-
tividad política de las autoridades. Existían límites y costos en esta demo­
cracia comunal, pero como producto de las luchas históricas también
representaba significativas ventajas para los comunarios aymaras. Aunque
los proyectos políticos radicales de recuperar el poder político en los
Andes habían fracasado en 1781, el impulso hacia la autonomía se man­
tuvo vivo en el nivel local, y contribuyó al surgimiento de una nueva for­
mación política comunal.

Reforma y reconquista

En forma predecible, las circunstancias después de la


muerte de Katari eran precarias y estaban cruzadas por el miedo y la rea­
lidad de una continua violencia. Aunque decenas de miles de indios con­
vergieron en el Santuario de Peñas en noviembre de 1781 para pedir y
recibir el perdón del rey, y aunque las comunidades de toda la región ha­
bían de igual modo profesado lealtad a la corona, en algunas regiones, los
indios aceptaron el perdón sólo como una movida estratégica, en espera

284
h a s consecuencias..

de ver si el balance de fuerzas se daría la vuelta una vez más. Los coman­
dantes militares españoles Sebastián de Seguróla y José Reseguín siguie­
ron llevando adelante brutales campañas de pacificación hasta mediados
de 1782, especialmente en Omasuyos y a lo largo de toda la franja de
valles de altura y semitropicales, desde Larecaja hasta los Yungas, Río
Abajo y la región oriental de Sicasica (Inquisivi)10. A estas alturas, la
mayoría de las comunidades temían la perspectiva de una represión inten­
sificada, aunque en ocasiones surgían nuevos conspiradores que intenta­
ban revivir la causa indígena. Ése fue el caso, por ejemplo, del nuevo Inka
Esteban Atahuallpa en Pacajes en 178211. En el Bajo Perú, un nuevo
levantamiento sacudió al distrito altoandino de Huarochirí en 1782, poco
después de que Diego Cristóbal Tupac Amaru y sus sobrinos Andrés y
Mariano fueran finalmente arrestados.
Si algunas autoridades todavía estaban inquietas por los posibles nue­
vos estallidos de rebeldía, Seguróla estaba especialmente obsesionado en
aplastar las amenazas potenciales que percibía a su alrededor. Persiguió
celosamente al desaparecido hijo de Tupaj Katari, Anselmo, hasta que el
niño de diez años apareció en custodia de la madre y los parientes del
Inka en el Cusco. Sintiéndose vindicado en sus métodos de persecución,
Seguróla insistió en la necesidad de “limpiar el país de las reliquias de tan
inicua relación de gentes que con sus perversas cizañas le iban infestan­
do de nuevo el reino, y es de maravillarse el que no hubiésemos experi­
mentado, como justamente me temía, la repetición de iguales o mayores
trabajos a los pasados”12. Otro complot en Sicasica, Oruro y Cochabam-
ba, que investigó sin descanso a mediados de los años 1780, demostró ser
un fantasmagórico invento13.
Seguróla parecía entonces estar buscando el remedio para su ansiedad
en una retaliación militar y criminal. En la misma medida, las elites loca­
les (que estaban sin duda marcadas por el trauma de la guerra, pero tam­
bién buscaban aprovechar la oportunidad para obtener ventajas políticas
en la postguerra) se comprometieron en una contraofensiva civil contra
la sociedad indígena en general y contra las fuerzas comunales locales. Las
recomendaciones del residente de La Paz Juan Bautista Zavala reflejan la
histeria y el deseo de una venganza racial: “El indio será bueno con el
continuo castigo, no permitiéndoles que estén ociosos ni menos que ten­
gan plata, que ésta solo les sirve para sus borracheras y causar rebeliones.

285
Cuando sólo reinasen los indios

En adelante deben pagar tributo doble al Rey. Este debe quitar las comu­
nidades, vender estas tierras a los españoles, sujetar a los indios al Santo
Oficio de la Inquisición porque en el día tienen más malicia que nosotros,
y quemar las Leyes de Indias”14.
Otro esquema revanchista de la época proponía una serie comparable
de medidas: los caciques y gobernadores indígenas debían ser eliminados
(junto con los corregidores y los repartos); la jerarquía de castas debía ser
redefimda y reforzada a través del control sobre el trabajo indígena y ple­
beyo, la movilidad geográfica, la sexualidad, la lengua, el vestido y la reli­
gión; se debía formar fuerzas militares regionales y reestructurar el
régimen fiscal, especialmente a través de la radical expansión de la recau­
dación tributaria15. Un plan alternativo que estuvo en discusión suponía
la reducción de toda la población indígena al status de forasteros, la
expropiación de tierras comunales y su arrendamiento a españoles para
compensar la caída en los ingresos por tributos. El objetivo era “cortar
sus congresos y comunidades por ser principios inductivos de la inquie­
tud”. No obstante, temiendo las reacciones de los indios, las autoridades
vacilaron en llevar a cabo estos esquemas revanchistas. Con referencia al
último de los mencionados planes, los funcionarios de Sicasica conside­
raban que eran “gravísimas las dificultades que se nos ofrecen para pro-
riiover especie alguna en el particular, por el inevitable trastorno de la
quietud pública”16. La propuesta de expropiar las tierras indígenas no
fue, por lo tanto, asumida oficialmente por las autoridades, aunque una
expansión de facto de las haciendas comenzó a darse en el centro urba­
no de La Paz y sus alrededores17.
En las áreas rurales, la ofensiva de la elite tomó una diversidad de for­
mas. Carecemos de evidencias sobre si las elites se lanzaron a una expan­
sión general de las haciendas o si redujeron los salarios o los términos de
intercambio en forma generalizada. Sin embargo, al mismo tiempo que la
iglesia y el estado intentaban racionalizar la recaudación de impuestos
para aumentar los ingresos por diezmos y tributos, los recaudadores loca­
les de impuestos a menudo introdujeron nuevas cargas arbitrarias y one­
rosas. Por ejemplo, en el contexto de una lucha a largo plazo sobre los
términos del diezmo, los hacendados locales cobradores de diezmos fre­
cuentemente se aprovechaban de las circunstancias de la postguerra para
ignorar las excenciones consuetudinarias en favor de las comunidades, y
para aumentar los impuestos18.

286
Las consecuencias. .

Se dieron casos de ajustes de cuentas locales, aunque éstos solían ser


conflictos personales por el poder y la propiedad, más que un ataque con­
certado para reducir los recursos de las comunidades. En las disputas
locales, la intimidación de las elites por lo general suponía acusaciones de
que el enemigo había colaborado con las tropas rebeldes, u oscuras ame­
nazas de que nuevamente correrían “ríos de sangre”19. Las autoridades
locales, incluyendo los caciques, afirmaban la necesidad de una mano
dura y severa para gobernar, y algunas veces exigieron autorización real
para aplastar la disensión20.
Al mismo tiempo, se daba una pugna entre los notables locales por
concentrar en sus propias manos la autoridad política y, donde fuera
posible, el control económico. Estos eran por lo general vecinos mesti­
zos o criollos de los pueblos, que habían asumido como caciques interi­
nos y cobradores de tributos, y que buscaban acrecentar su poder
actuando simultáneamente como funcionarios judiciales locales (gene­
ralmente alcaldes pedáneos) y cobradores de impuestos (alcabalas, diez­
mos u otras obligaciones). Un caso pertinente es el del cacique de
Carabuco, Juan Bautista Goyzueta, que asumió el cargo en 1782 y lo
retuvo por varias décadas a pesar de la fuerte oposición comunal a sus
abusos. El era simultáneamente alcalde pedáneo, cobrador de diezmos y
administrador de los recursos eclesiásticos (mayordomo de fábrica).
“Pues no teniendo nosotros en Carabuco más rey ni juez que Goyzueta
a quien volver los ojos”, protestaron los indios, “es fuerza que perezca­
mos al rigor de sus estafas”21.
El cargo de alcalde pedáneo —un cruce entre juez de prevención y
alguacil—era un nuevo cargo que proliferó en el período de las intenden­
cias22. Precisamente en el mismo momento en que los caciques españoles
se estaban multiplicando más rápidamente que nunca, los alcaldes pedá­
neos se convirtieron en los primeros funcionarios estatales no indígenas
que ejercieron autoridad judicial dentro de los pueblos de indios. La jus­
tificación para ello se tomó de un artículo de la Ordenanza de Intenden­
tes de 1782, que estipulaba que esos funcionarios fueran elegidos en los
pueblos con muchos residentes españoles. Sin embargo, la Ordenanza no
pretendía contravenir las Leyes de Indias, que prohibían el asentamiento
de españoles en los pueblos de indios; el nuevo puesto judicial segura^
mente se refería a los pueblos españoles y aparentemente sólo se intro­
dujo en los pueblos de indios con la complicidad de la burocracia

287
Cuando sólo reinasen los indios

colonial. Después de 1789, con la muerte de Seguróla que había sido


nombrado primer intendente de la región, La Paz se convirtió en una de
las intendencias más mal manejadas y corruptas de los Andes. De acuer­
do a una denuncia, fue el teniente letrado y asesor de Seguróla, Dr. José
Pablo Conti, quien comenzó a emitir estos títulos judiciales menores con
una tarifa, de la que también recibían su mordida los subdelegados pro­
vinciales. La proliferación de estos cargos judiciales españoles en el
campo tuvo el efecto de desafiar la administración de la justicia comunal,
pues violaba la autonomía e integridad legal de los pueblos de indios23.
En suma, pueden distinguirse dos nuevos procesos inmediatamente
después de la gran insurrección. Por un lado, un clima tenso de sospe­
cha y hostilidad, la memoria reciente y el ocasional reavivamiento de la
violencia abierta, y diversas formas de ofensiva de las elites marcaron
el contexto local de la postguerra en el campo. Por otro lado, precisa­
mente durante estos años de 1780, las esferas altas del estado lanzaron
nuevas iniciativas para reestructurar la administración colonial y reor­
ganizar el orden social.
Las reformas borbónicas del siglo dieciocho han sido vistas a menu­
do, especialmente en los libros de texto más antiguos y en la historio­
grafía tradicional, como un programa impresionantemente vigoroso y
coherente, surgido de un nuevo pensamiento ilustrado y racionalista,
que buscaba eliminar el funesto legado del mal gobierno de los Habs-
burgos y lanzar a la España imperial a la era moderna. Llegando a una
cima que comenzó cerca a mediados del siglo, especialmente durante el
reinado de Carlos III (1759-1788), la agenda de reformas estatales tenía
muchas aristas, y se concentraba en la reorganización comercial, fiscal,
administrativa y militar. Un estímulo particular para la reforma fue la
amenaza de un poder rival en Inglaterra, que exigió una regulación más
rígida del comercio trasatlántico por parte de España, mayores ingresos
para la corona y una mayor preparación militar. Dado que la reforma
imperial iba a estar fundada en un manejo y extracción más eficiente de
los recursos de América, requería de una autoridad estatal más centrali­
zada y de funcionarios coloniales leales. Los españoles peninsulares
resultaron entonces ser los preferidos al llegar el momento de designar
funcionarios administrativos.
Un importante conjunto de trabajos académicos, que podríamos lla­
mar revisionistas en relación a la visión tradicional, ha llegado a cuestio­

288
Las consecuencias.

nar en décadas recientes un cierto número de supuestos sobre la ambi­


ción, lucidez, coherencia y efectividad de las reformas en las colonias de
América Latina. A la luz de estos trabajos, las políticas borbónicas apare­
cen evolucionando de forma más tentativa y vacilante, plagada de con­
tradicciones internas, a menudo desinformadas de las condiciones y
necesidades locales, y cuando no eran superficiales en su impacto, tenían
a veces efectos desastrosos. Aun consideradas en términos de sus propios
objetivos, los estudiosos han encontrado que el comportamiento de las
reformas fue contradictorio, cuando no un total fracaso24.
Durante los años 1770, las reformas borbónicas fueron claramente
un factor crítico en conducir a la sociedad andina hacia la polarización
política, hacia aspiraciones anticoloniales y finalmente hacia la insurrec­
ción en 1780-178125. Mi interés aquí es el de evaluar la importancia de
las reformas estatales en la fase postinsurreccional que se conoce como
el período de las intendencias. Por lo general, las reformas han sido ana­
lizadas desde los niveles panorámicos de la administración virreinal o
metropolitana, o de los mercados regionales, o en términos de su efec­
to acumulativo en la desestabilización de la sociedad colonial. Lo que
quiero hacer aquí es retornar a las cuestiones fundamentales de la inten­
cionalidad y el impacto de las reformas, aunqüe abordándolas desde el
nivel rural y local, que frecuentemente ha sido pasado por alto en la his­
toriografía26. Luego de revisar el impulso reformista en términos socia­
les más amplios, me interesa concentrarme en el problema del orden
político colonial y en la medida en que las reformas imperiales a partir
de 1780 lograron enfrentar y resolver la crisis política en curso desde
mediados del siglo dieciocho.
El régimen de intendencias que se estableció en todo el territorio
colonial en los años 1780 fue originalmente adoptado del modelo
francés por los funcionarios borbónicos. Después de su consolidación
en España a mediados de siglo, y luego de una fase de diseño y experi­
mentación en Cuba y Nueva España, todo el sistema tendría su debut en
el Virreinato del Río de la Plata, fundado recientemente en 1776 como
una de las innovaciones claves para garantizar los intereses imperiales.
Los lincamientos del nuevo sistema se pusieron en marcha en la Orde­
nanza de Intendentes de 1782 y los títulos de los nuevos funcionarios
fueron emitidos al año siguiente27.

289
Cuando sólo reinasen los indios

A la cabeza de la nueva éstructura administrativa se situaba un supe­


rintendente, con sede eri la capital virreinal de Buenos Aires28. Pór deba­
jo de su autoridad, un cónjunto de nuevos funcionarios, los intendentes,
gozaban de autoridad centralizada sobre vastos distritos conocidos como
intendencias. En' el Virreinato del Río de la Plata llegaron a haber hueve
intendencias: Buenos Aires; Paraguay; Córdoba; Salta; La Plata (que
cubría el distrito del Arzobispado de Charcas, excepto Cochabamba y
Potosí); Cochabamba (que incluía a Santa Crüz de la Sierra); Potosí; La
Paz; y, después de 1784, Puno.
: A su vez, los intendentes supervisaban a nivel de subdistrito (partido)
a los subdelegados que reemplazaron a los corregidores. (El término
“provincia” que anteriormente se aplicaba a la jurisdicción del corrégidor,
ahora estaba reservado oficialmente a la jurisdicción de mayor nivel del
intendente.) En La Paz, los partidos de Pacajes, Omasuyos'y Larecaja
siguieron siendo idénticos a los antiguos corregimientos del mismo nom­
bre. El vastó éingobernable corregimiento de Sicasica se había subdivi-
didó recientemente en dos: su territorio altiplánico y los valles del sudeste
retuvieron el nombre de Sicasica, en tanto que sus ricos valles cocaleros
al este de la ciudad formaron el partido de Yungas o Chulumani. Dado
que el Virrey Juan José Vértiz determinó que la región del Collao al norte
del lago Titicaca era demasiado extensa para ser gobernada por eí inten­
dente de La Paz, la ' intendencia de Puno fue creada para administrar
Puno, Chucuito, Lampa, Azángaró y Carabaya-9. ’ ~ "
Aunque la introducción de este modelo sucedióa.ün lento proceso de
formulación en los rhás altos niveles del estado imperial, la temporalidad
de su implementación en la región fue muy significativa. Fue recibida por
los burócratas coloniales a nivel virreinal justo cuarído estaban en proce­
so de estudiar las causas de la conflagración social reciente y de discutir
los remedios necesarios para impedir otras experiencias similares. Junto
con los otros objetivos fiscales, comerciales y administrativos de la políti­
ca borbónica, la abolición de los abusivos corregidores y de los repartos,
que fueron identificados como las causas principales de la rebellón, fue
percibida como un elemento esencial de la reforma sociopolítica.
Existieron, sin embargo, problemas críticos en el modelo' como
nueva y más efectiva forma de gobierno. En última instancia, el nuevo
sistema de intendencias en el Río de la Plata ofrecía pocos elementos
para enfrentar los abusos y conflictos en la sociedad rural, dado que no

290
Las consecuencias.

existía un claro cambio de políticas con respecto a la población nativa.


En términos administrativos, la propia ordenanza se ocupaba mayor­
mente de la vida urbana, de la industria y del comercio, y la mayoría de
intendentes se conformaban con olvidarse de los asuntos rurales y tratar
a las comunidades indígenas sólo como fuente de mayores ingresos tri­
butarios. En el Virreinato del Perú, los burócratas coloniales eran agu­
damente conscientes de la crisis social en las zonas altoandinas, y estaban
involucrados más activamente en enfrentar los flagrantes conflictos del
gobierno provincial. Bajo presión de las autoridades regionales, el Minis­
tro de las Indias José de Gálvez modificó la Ordenanza original, con su
concentración en las finanzas, para abordar estos problemas específicos
cuando el sistema de intendencias fue lanzado en el Virreinato del Perú
en 1784. No obstante, aun en el Perú, estas reformas político-adminis­
trativas demostraron ser en su mayor parte un fracaso. Se produjo una
tención jurisdiccional en los niveles altos de los virreinatos, y se dieron
particulares rivalidades entre las audiencias y los nuevos intendentes. El
cargo de subdelegado demostró ser aún más problemático. Los historia­
dores lo han llamado el “talón de Aquiles” de las reformas, y así lo reco­
nocieron Ignacio Flores, Presidente de la Audiencia e Intendente de La
Plata, y otros contemporáneos suspicaces30.
Una apreciación más matizada de los nueves subdelegados podría
identificar algunas distinciones entre su autoridad y la de su predecesor el
corregidor. El corregidor se beneficiaba de condiciones ventajosas para la
acumulación económica privada. También gozaba de un poder político
provincial más autónomo, dado que sólo estaba sujete a la distante
audiencia, en lugar de a una autoridad regional como el intendente. Pero
el carácter homólogo de corregidores y subdelegados fue claramente per­
cibido por los indios y por otros observadores coloniales. Los subdelega­
dos gobernaban sobre jurisdicciones virtualmente idénticas, con el
mismo aparato político. Ejercían también autoridad en las cuatro ramas
del poder: administrativo, judicial, fiscal y militar. Finalmente, llegaron a
ser acusados de los mismos abusos que los corregidores - a quienes el
Virrey Amat alguna vez había descrito como “diptongos de mercaderes y
jueces”—habían cometido antes que ellos.
El reparto fue abolido y por lo tanto, en principio, no había ya un
incentivo económico poderoso para ocupar el cargo. Sin embargo, las
nuevas leyes no corrigieron las fallas del antiguo sistema, como ser el sala­

291
Cuando sólo reinasen los indios

rio insuficiente de los gobernadores provinciales. La ausencia de estipen­


dios fue precisamente lo que antes había llevado a los corregidores a ocu­
parse primero y principalmente de sus lucrativas empresas comerciales.
Dado que el cargo de subdelegado no incluía nuevas ventajas para atraer
a burócratas profesionales que pudieran ser gobernantes juiciosos, atrajo
más bien a criollos inescrupulosos y poco distinguidos de la región, que
percibieron en él nuevas oportunidades de beneficio personal. El resulta­
do fue la-renovación de la “autoridad omnímoda” y de las exacciones
extraeconómicas: prácticas de neoreparto, comercio monopólico, presta­
ciones y servicios personales de los comunarios; clientelismo hacia los
caciques; manipulación de las autoridades indias y crueles castigos a los
comunarios; además de inversiones privadas comerciales o mineras con
los fondos usurpados del tributo o con rentas que debían haberse aplica­
do a las cajas de comunidad; y otras formas generalizadas de corrupción
y tráfico de influencias.
En muchas regiones del altiplano andino, entonces, el status quo ante­
rior a la guerra fue efectivamente reinstaurado. Pero si la corrupción y el
abuso de autoridad de parte de los intendentes y subdelegados eran cosa
común, el problema parece haber sido especialmente intenso en La Paz.
El frecuente cambio y la venta de cargos impidieron la formación de una
burocracia estable y transparente. La proliferación de alcaldes pedáneos
en los pueblos de indios, que habíamos tratado anteriormente, sirve sólo
como un ejemplo entre muchos de cómo los nuevos desarrollos políti­
cos en el campo podían derivar más, en realidad, de la venalidad y la
manipulación de las elites locales y regionales, que de diseños raciona­
les de eficiencia administrativa y control centralizado. En particular, el
fraude inveter ado acosaba a las intendencias entre los años 1790 y 1810,
y la estafa de los ingresos del tesoro dejó a La Paz enormes déficits fis­
cales. Las intervenciones del más alto nivel para controlar las finanzas y
asuntos oficiales de La Paz tropezaron con una resistencia local insupe­
rable. Estos difíciles problemas, que consistían en tensiones jurisdiccio­
nales entre los intendentes y la audiencia, anularon o mitigaron los
efectos de los esfuerzos reformistas en los niveles regionales y superio­
res del sistema de intendencias31.
Brooke Larson, una de los pocos historiadores que han explorado con
mayor profundidad los efectos de las reformas administrativas a nivel
local, ha examinado el importante caso de Cochabamba, que fue gober­

292
Las consecuencias..

nada por una figura excepcional, Francisco de Viedma. El intendente de


Cochabamba sobresalió entre sus contemporáneos como un ejemplo
poco frecuente de funcionario vigoroso, perceptivo y visionario, la per­
fecta imagen del administrador supuestamente “ilustrado” y “moderni­
zante” de la era borbónica. Viedma se dispuso a revitalizar la sociedad
aldeana en su distrito, a través de un proceso de reforma agraria. La Orde­
nanza urgía a los intendentes asumir un papel activo en la administración
de los recursos comunales, específicamente las cajas de comunidad, y
redistribuir la tierra a los comunarios que carecían de ella. En realidad,
este tipo de penetración estatal para reorganizar la sociedad rural no era
una idea nueva. Como lo ha sostenido Larson, se remonta a las refor­
mas toledanas del siglo dieciséis y, readaptando el modelo colonial tem­
prano, buscaba volver a consolidar una base comunal estable que
permitiría la extracción económica colonial. Sin embargo, aun en el caso
de Cochabamba, donde el proceso estuvo a cargo de un gobernador
excepcionalmente talentoso y consciente, el experimento reformista
trajo consigo pocos cambios verdaderos y terminó fracasando. Las ele­
vadas ganancias que debían recibir las comunidades por sus préstamos
(censos de comunidad) no pudieron ser cobradas y el alcance de la
redistribución de tierras fue modesto32.
La referencia al siglo dieciséis y al Virrey Toledo es también útil para
entender el caso de La Paz inmediatamente después de la insurrección.
En una región destrozada por la guerra civil, los inicios de la década de
1780 fueron una época de reconquista y reducción en las mentes de las
autoridades coloniales. Seguróla y sus colaboradores estaban preocupa­
dos no sólo por la “reconquista” en el sentido de una subyugación mili­
tar (o “pacificación” según el eufemismo contemporáneo) de las
comunidades indígenas. También apuntaban a reincorporar a la pobla­
ción al orden social colonial. El protector de indios de La Paz, Dr. Diego
de la Riva, habló de este proceso en términos de “postliminium”, un tér­
mino extraído de la ley romana que se refiere a la reintegración social y a
la readquisición de ciudadanía por parte de gente que había estado fuera
de la comunidad política, como los capturados por el enemigo durante
una guerra. Por cierto, el término sólo podía aplicarse de manera ambi­
gua en los Andes de esta época, ya que no había una diferencia real entre
la población que estaba siendo reabsorbida (los indios) y la población
foránea y enemiga (también los indios). Este hecho fue reconocido por el

293
Cuando sólo reinasen los indios

protector, que notó que los indios habían roto voluntariamente con el
“cuerpo civil” o “cuerpo político”, y habían asumido deslealmente la con­
dición de “infieles”. Evidentemente, entendió la infidelidad como un
repudio a “ambas Magestades”, en la concepción común de la época, es
decir, falta de fe espiritual en el dios cristiano y deslealtad política hacia el
monarca español.
El protector profirió esta opinión a fines de 1781 cuando las autori­
dades urbanas intentaban reactivar el pequeño comercio por parte de
mujeres indígenas. El propósito no era tan sólo facilitar el abastecimien­
to de comida y bajar los precios al consumidor, puesto que se acusó a
intermediarios monopolistas de estar impidiendo a las mujeres de los
mercados regresar a la plaza de la ciudad, sino, más importante aún, el de
reestablecer la necesaria “comunicación y conversación” social. “El fin”,
afirmó, “es subplantarlos a la antigua sociedad y versación que quebra­
ron”. Por consiguiente, dentro de la ciudad de La Paz, el intercambio
comercial e interétnico se percibían como medios de reincorporación y
reunificación social33.
A nivel de los pueblos y localidades rurales, la reconstrucción de la
postguerra significó también el subyugar, contener y “reducir” a la pobla­
ción indígena a un orden civil deseable. Por lo tanto, bajo la influencia del
Comandante General Sebastián de Seguróla, convergieron una mentali­
dad de reconquista y una reforma civilizatoria española. Si las nuevas
leyes sobre intendencias brindaban el sello para esta “reducción”, la ironía
consiste en que, en gran medida, esta agenda de reformas del período
colonial tardío reinstauraría en lo esencial los proyectos coloniales del
siglo dieciséis, como ser el esquema del Virrey Toledo de forzar a los
indios a asentarse en pueblos municipales al estilo europeo.
En octubre de 1784, Seguróla, como nuevo intendente de La Paz, se
presentó en persona en Caquiaviri, en presencia del subdelegado, los caci­
ques y los indios, para celebrar una asamblea pública y promover las
reformas que se proyectaban para los pueblos indios de Pacajes. Los
indios debían de ahí en adelante construir sus viviendas en el centro del
pueblo, ya que su aislamiento y dispersión por los campos engendraba
miseria, desconfianza y “una vida brutal”. La residencia en los pueblos era
favorable al adoctrinamiento espiritual, las relaciones políticas, la educa­
ción en castellano, la instrucción en artes y oficios, y en “atraerlos a las
costumbres y modales de los españoles”. Las calles de cada pueblo debían

294
Las consecuencias..

mantenerse empedradas, limpias y rectas, como en las ciudades, para que


“bajo de estos principios, se estimulen las gentes a la sociedad y conve­
niente trato civil”. Las nuevas casas debían exhibir la misma rectitud y
orden. Se requería construir cárceles seguras y tambos adecuados, con
señales para facilitar el tránsito entre pueblos. Debía construirse escuelas
para la educación de los indios en la lecto-escritura, las artes y oficios, y
separarse tierras de comunidad para el sustento de un maestro local. Las
autoridades debían ser informadas de cualquier contravención o mal
manejo de los intereses fiscales de la corona. El intendente debía ser noti­
ficado sobre la existencia de todas las cajas de comunidad para regularlas
debidamente y evitar rezagos en el pago de rentas que se debían a la
comunidad (por préstamos de hipoteca). El intendente también debía ser
informado sobre la existencia de pulperías, para cobrar el impuesto esta­
tal a que estaban sujetas. También debían investigarse las causas de la
declinación de la minería en el distrito, así como los posibles medios de
su reactivación. Finalmente, como lo atestigua el documento oficial de la
ocasión, el intendente hizo notar que el virrey y las nuevas leyes enfatiza­
ban la necesidad de que los indios se ocupasen de sus actividades agríco­
las, manufactureras y ganaderas, y “otros puntos que prolijamente refirió
concernientes a las causas de policía y justicia”. Seguróla mandó entonces
redactar el testimonio de sus propuestas, particularmente para que el sub­
delegado informase adecuadamente a los caciques y lograse su apoyo34.
El diseño de las propuestas de Seguróla, basadas en la Ordenanza de
Intendentes y en los antecedentes legales del período colonial temprano,
era evidentemente menos innovador que el de Viedma en Cochabamba.
Es también digno de mención el hecho de que muchas de sus medidas se
limitaban a reunir información, más que a introducir nuevas formas o
prácticas institucionales. El verdadero significado de las propuestas resi­
de en la renovada iniciativa estatal de controlar al estrato rural local de la
sociedad, ahí donde el poder estatal se había derrumbado por completo.
Claramente, el registro documental de la visita de Seguróla a Pacajes es
incompleto, ya que los puntos de “policía y justicia” fueron omitidos por
el escribano. No obstante, el documento nos da un sentido de la amplia
gama de temas locales que estaban en la mente del nuevo intendente.
En lo económico, Seguróla manifestó la preocupación habitual de
garantizar los intereses fiscales de la corona, evaluar la existencia de
recursos naturales potenciales y alentar a los indios en su trabajo. Tam-

295
Cuando sólo reinasen los indios

bien se ve la intención expresa de asistir a los indios supervisando y regu­


lando los bienes de comunidad y la caja de comunidad o tesoro munici­
pal. Esta institución había sido establecida por Toledo en el siglo
dieciséis y el préstamo de los fondos comunales (censos de comunidad)
al estado o a terratenientes privados siempre había sido administrado por
funcionarios del estado.
Sin embargo, esta asistencia económica fracasó en La Paz, como ya
había ocurrido en Cochabamba. Los informes ocasionales sobre bienes
de comunidad tendían a ser incompletos y poco entusiastas. En el par­
tido de Chulumani en 1786, los bienes de comunidad existían sólo en
uno de los quince pueblos. En Omasuyos se dio un intento, bajo Segu­
róla, de que los comunarios reúnan su ganado y lo arrienden en benefi­
cio de la comunidad. Pero en algunos pueblos los campesinos no
quisieron cooperar y, en otros, los rebaños iniciales pronto disminuye­
ron. Las tierras que se usaban para la producción agrícola y ganadera de
la comunidad resultaron insuficientes. Asimismo, las comunidades no
parecen haber ganado mayor acceso a las rentas o intereses que les
adeudaban los grandes prestatarios35.
La dimensión cultural de la reforma de las intendencias, y de las refor­
mas borbónicas en general, ha sido poco explorada por los historiadores,
aunque reviste particular interés. Las metas urbanizantes perseguían una
agenda clásica de ejercicio de un control disciplinario vigilante sobre los
súbditos coloniales y su conversión a normas europeas de sociabilidad. La
propuesta de Seguróla para el área rural así como las órdenes legales de
reestablecer el comercio en la ciudad de La Paz reflejaban el supuesto de
un discurso colonial clásico, de que la vivencia urbana y el orden cívico
moldeado sobre un modelo europeo contribuirían a la transformación
cultural de los indios.
Este proyecto cultural, sin embargo, a la postre no llegaría muy lejos.
Se había propuesto repetidas veces similares esfuerzos de reforma
borbónica que databan de los años 1760. Cuando la administración colo­
nial se informó previamente en todos los Andes del sur sobre la posibi­
lidad de poner fin a las asambleas y fiestas indígenas, y a sus ceremonias
religiosas y borracheras, muchos funcionarios expresaron pesimismo
sobre la factibilidad de llevar esto a cabo. Temían que sería demasiado
difícil poner este proyecto en práctica, y que podía incluso provocar con­
secuencias adversas como la rebelión. La legislación anterior también

296
Las consecuencias..

intentó establecer escuelas para la educación en castellano en los pueblos


de indios, con el fin de liquidar los idiomas nativos. Empero, esta pro­
puesta se vio frustrada, entre otras causas, por la falta de recursos comu­
nales para pagar el salario de los maestros. Las invocaciones
neo toledanas a un orden y una civilidad urbanos, mayormente no entra­
ron en vigencia por obra de las autoridades rurales y fueron ignoradas
por los residentes de los pueblos. En la práctica, entonces, las reformas
del período de las intendencias demostraron ser uno más entre otros
intentos superficiales y fallidos de asimilación cultural (y por lo tanto de
eliminación) de los indios36.
Si otras iniciativas culturales y económicas resultaron frustradas, el
único rubro en que las reformas borbónicas y las ordenanzas de inten­
dencias hallaron notable éxito (en La Paz, y más ampliamente en los
Andes) fue en la recaudación de tributos. A pesar de la notoria corrup­
ción fiscal en La Paz, el ingreso tributario subió dramáticamente en la
región a lo largo del siglo dieciocho, manteniéndose alto hasta que las
movilizaciones por la independencia perturbaron los esfuerzos de
recaudación. Sólo entre 1750 y 1800, el ingreso por tributos se sextu­
plicó (de 54.379 a 320.755 pesos). A fines del siglo dieciocho, La Paz se
elevó casi hasta el nivel de Potosí, que aún era un centro minero y
comercial prominente, como la fuente regional más importante de
ingresos fiscales del Alto Perú. El propio ingreso total de La Paz se
basaba abrumadoramente en el pago de tributos por su densa población
indígena. En esta época, la intendencia de La Paz albergaba la más alta
cantidad de población indígena de toda la región andina, y se igualaba a
Cusco y a Lima como las principales fuentes de tributo para la corona37.
Por lo tanto, debido a la fuerte expansión demográfica y a la regulación
más eficiente del aparato tributario, el estado logró un éxito fiscal a
costa de las comunidades aymaras que de otro modo habría sido inca­
paz de someter y controlar adecuadamente.
No obstante, ¿cuán efectivas fueron las reformas borbónicas en
enfrentar la prolongada crisis política rural a fines del siglo dieciocho?
Curiosamente, en la asamblea pública de Seguróla en Caquiaviri, el
comandante vencedor y flamante intendente parece no haber hecho men­
ción a la guerra que acababa de terminar. Asimismo, el registro de su
escribano simplemente pasó por alto las prescripciones del intendente
sobre el orden jurídico y político. Esto no quería decir, empero, que la

297
Cuando sólo reinasen los indios

reconstrucción política era una preocupación menor para las autoridades.


Antes bien, pudo haber sido indicativa de que el nuevo régimen tenía
pocas medidas sustantivas de reforma política que anunciar. En una señal
de que el orden de la postguerra sería erigido sobre cimientos viejos y
nuevos igualmente defectuosos, todo el mandato de Seguróla fue redac­
tado para que los caciques —que acababan de demostrar su lealtad a la
corona, aunque su poder y legitimidad se habían erosiondo profunda­
mente en las comunidades—pudieran colaborar en llevarlo a efecto.

La caída final del cacicazgo

Luego de décadas de conflictos locales y de una guerra a


gran escala, el orden político en el campo se mantenía atado a los irre­
sueltos problemas de representación y mediación política comunal frente
al estado colonial. Dado que los caciques estaban estrechamente identifi­
cados tanto por los comunarios indígenas como por las elites locales con
los españoles y con el régimen dominante en las provincias, su condición
debilitada reflejaba la precariedad de la autoridad colonial en términos
más generales. En 1782, a medida que los españoles intentaban recuperar
el control sobre la devastada región al norte del lago Titicaca, el corregi­
dor de Azángaro describió el clamor desesperado de los caciques: “Varios
de estos han muerto, otros están fugitivos, y otros depuestos, porque todo
aquel orden se ha trastornado”38. Habiendo explorado inicialmente en los
anteriores capítulos el inicio de la crisis en el siglo dieciocho, podemos
retomar el tema del cacicazgo una vez más, y seguirlo a lo largo de su últi­
ma etapa de declinación.
Habíamos revisado anteriormente un cuerpo de literatura histórica
andina que intentó explicar la crisis de legitimación de los caciques en
términos de un “criterio de linaje”, la asimiliación cultural al mundo
español, o bien la diferenciación de clase. La primera de estas hipótesis
—que los caciques indios legítimos con derechos hereditarios a sus car­
gos fueron reemplazados por intrusos no indígenas, especialmente
aquellos nombrados por los funcionarios coloniales regionales—ha sido
la prevaleciente en los estudios sobre las décadas finales del período
colonial. Con frecuencia se asocia con la noción de que el estado borbó­
nico —a través de la reforma de las intendencias o de la represión de
postguerra—fue responsable de la abolición o del efectivo desmantela-
miento de esta institución.

298
JLas consecuencias.

Estos puntos de vista tienen el mérito de entrar en un terreno políti­


co importante, aunque pueden ser equívocos por dos razones. Tienden a
suponer la existencia de un proceso de causalidad de arriba a abajo, uni­
direccional, en el colapso del cacicazgo. Las necesidades del estado —sea
de suprimir al liderazgo étnico potencialmente subversivo o de controlar
los cargos de autoridad a nivel de la comunidad—son vistas como el ini­
cio de las transformaciones políticas, como la causa que dicta los térmi­
nos de las mismas. Los papeles y perspectivas de los comunarios indios
se dan así por sentados, y se pasan por alto los conflictos intracomunales
de los señores hereditarios. En segundo lugar, en la medida en que se cen­
tran en el período posterior a 1780, tienden a ignorar las tensiones y con­
tradicciones que se venían acumulando desde las décadas anteriores,
muchas de las cuales dieron forma a las del período posterior39.
Reiterando mi propio punto de vista sobre la evidencia de La Paz, la
crisis del cacicazgo ya estaba en curso desde comienzos de los años 1740.
Aunque los conflictos que rodearon a esta institución se remontan hasta
el siglo dieciséis, y sus rasgos locales en el siglo dieciocho no siempre eran
cualitativamente diferentes, el efecto acumulativo de los prolongados y
frecuentes conflictos locales no tenía parangón con las épocas anteriores
y permite distinguir a este período como uno de crisis. La explicación de
este proceso incluye un conjunto de factores, entre ellos las tensiones ins­
titucionales e intracomunales. Es particularmente útil recordar aquí que el
problema institucional con los intrusos al cacicazgo, entre los que se con­
taba gente no indígena y la clientela de las autoridades coloniales regio­
nales, era un hecho común antes del período de las intendencias. No
obstante, el factor coyuntural fundamental que provocó la crisis fue la
politización y la polarización vinculadas a la lucha contra los repartos. Las
implicaciones del reparto para el cacicazgo, por lo general vinculadas a
fuerzas económicas estructurales, deben ser entendidas en términos de
coerción política y resistencia que involucraban a instituciones estatales,
autoridades y comunidades de diverso tipo. El criterio decisivo de la legi­
timidad cacical en las comunidades demostró ser político: si el cacique
defendía o no a sus súbditos de las fuerzas externas que les eran hostiles.
Dado que los caciques por lo general no consiguieron proteger a sus
comunidades, su legitimidad y autoridad resultaron minadas por dentro.
La crisis, por lo tanto, emerge tanto del interior como del exterior, de
abajo como de arriba40.

299
Cuando sólo reinasen los indios

La propia insurrección asestó un poderoso golpe contra el cacicazgo,


diezmando las filas de muchas familias de la nobleza andina. A este golpe
le siguió la profundización de la crisis en las décadas anteriores a la inde­
pendencia. Aunque el cacicazgo andino no fue totalmente desmantelado
con las campañas estadales de contrainsurgencia a principios de los años
1780, en esos momentos se desarrollaba un desafío en su contra desde
arriba. Como parte de una reevaluación general de sus estrategias de
gobierno, las deliberaciones entre administradores coloniales en el curso
de este proceso de reconquista nos recuerdan a los debates coloniales
tempranos entre las elites españolas. El Visitador General José Antonio
de Areche, reviviendo el clásico argumento de que los caciques tenían
demasiado poder sobre los indios y los trataban tiránicamente, fue la
punta de lanza que impulsó a la abolición de la institución41. Aun antes de
la guerra, Areche buscó apartar a los caciques del cobro de tributos, para
que de ahí en adelante lo llevaran a cabo gobernadores y alcaldes elegi­
dos, como en Nueva España. La insurrección dirigida por el Inka sólo sir­
vió para confirmar sus suspicacias contra los señores nativos, y lo llevó a
adoptar medidas más radicales. Además de imponer duras sentencias
contra el entorno político de Tupac Amaru y desmantelar diversas mani­
festaciones de la cultura y linaje Inkas, ordenó que el futuro de las suce­
siones cacicales en todo el virreinato sería dejado a discreción del rey.
Aunque los caciques leales a la corona permanecerían en el cargo, inclu­
so ellos enfrentaron la posibilidad de que a sus descendientes ya no se les
permitiría heredar el título.
Los designios de Areche a principios de 1780 parecen haberse basado
en una grave incomprensión, o representación falsa, de la situación polí­
tica en el área rural. Areche puso énfasis tan sólo en el potencial político
y simbólico subversivo del cacicazgo, magnificando el papel de Tupac
Amaru y del número relativamente pequeño de caciques seguidores
suyos42. El no reconoció las tendencias predominantemente fidelistas de
los caciques de toda la región, ni el hecho de que habían sido instrumen­
tales en la derrota del levantamiento. Otros funcionarios coloniales, sin
embargo, sostenían un punto de vista diferente al de Areche. El Virrey del
Perú Agustín Jaúregui, por ejemplo, creía que los caciques eran útiles a la
corona como intermediarios políticos y ejecutores del orden. Semejantes
discrepancias y confusiones demuestran la falta de una visión política
clara y coherente a nivel del estado colonial43.

300
JLas consecuencias..

En el Virreinato del Río de la Plata, las autoridades coloniales se halla­


ban también debatiendo el problema de la falta de apoyo indígena y de la
reconstrucción de postguerra. El fiscal en Buenos Aires, Dr. Pacheco,
ponderó las propuestas de Areche en Lima y reunió las recomendaciones
de reforma del Comandante General Ignacio Flores (ahora presidente de
la Audiencia de La Plata) con las del Oidor Francisco Tadeo Diez de
Medina en su sentencia a los rebeldes de La Paz, así como con las de otros
clérigos y autoridades de cabildo de su jurisdicción. Una revisión del
informe de Pacheco, que fue despachado a España por el Virrey Vértiz a
principios de 1783, nos ayuda a comprender los términos del debate y las
soluciones tentativas —una mezcla de reforma cultural radical y preserva­
ción temporal pragmática del cacicazgo—que estaba siendo elaborada en
los altos niveles de la administración virreinal en Buenos Aires44.
El Dr. Pacheco comenzó haciendo notar dos enfoques opuestos fren­
te al problema. En primer lugar estaba el esquema revanchista, como el
que invocaron los miembros del cabildo de Cochabamba. Según estos
funcionarios locales, los pueblos de indios debían convertirse en grandes
haciendas privadas, o en encomiendas como en tiempos de la conquista;
los cacicazgos debían ser “exterminados” y los indios debían ser reduci­
dos a una “pura sujeción y obediencia”; y debían establecerse milicias en
todas las ciudades y capitales de provincia. Para Pacheco, este plan hubie­
se sido equivalente a convertir a los indios en siervos, que por naturaleza
eran “separables en su modo de la sociedad común de la nación y gene­
ral de las gentes”. Significaría imponer estrictos castigos por los crímenes
y blasfemias recientes, pero iría en contra del cuerpo de la legislación real
y eclesiástica sobre los indios. Pacheco prefería mas bien un segundo
esquema, más paternalista, que estaría en armonía con las leyes existentes
y que haría gala de una “extremada indulgencia, dulzura ejemplar y equi­
dad respetable”. Aunque con él se buscaba también la obediencia, ésta se
combinaría con “la más perfecta posible unión”45.
Para alcanzar esta meta más amplia, era necesario inicialmente extirpar
las fuentes más obvias de la revuelta. Entre los temas de atención inme­
diata, incluyendo el reparto, las aduanas, la mit’a y el tributo, Pacheco
apoyó con fuerza el exilio del resto de la familia de Tupac Amaru y la
proscripción de cualquier referencia futura a la genealogía Inka. A suge­
rencia de Diez de Medina, también recomendó que se prohiba el uso de
instrumentos como pututus de cuerno o conchas de mar, cuyo sonido

301
Cuando sólo reinasen los indios

convocaba no sólo el pasado prehispánico sino también la memoria


reciente de la guerra.
La tarea siguiente consistió en inculcar una lealtad de verdaderos
vasallos del catolicismo en el alma de los indios a través de la instruc­
ción y la asimilación religiosa y política. Esto implicaba un proyecto
ambicioso de extirpación cultural de “los restos de gentilidad que han
reservado, y con ellos la aversión al nombre español”. Al mismo tiem­
po, hacía un llamado a la homogeneización cultural: “Los indios se han
de uniformar a la nación... con detestación de los antiguos usos y
memorias de la gentilidad”.
Aquí la primera prioridad, y la clave para otras formas de conversión
cultural, era de orden lingüístico: la instrucción en el idioma colonial
dominante —“en consecuencia del sistema político de todas las naciones
conquistadoras”—permitiría un adoctrinamiento religioso adecuado y la
extirpación de las supersticiones de la gentilidad de la memoria indígena46.
Los párrocos y autoridades provinciales debían velar conjuntamente por
que no haya brujería, borrachera, o reuniones y fiestas no permitidas. La
vestimenta, adornos e imágenes nativas debían también imitar las normas
españolas. Las representaciones del Inka, por ejemplo, que podrían esti­
mular sentimientos peligrosos, debían ser reemplazadas por imágenes
sagradas cristianas y por retratos de los reyes borbónicos47.
Los temas de la nobleza indígena y del cacicazgo fueron más contro­
vertidos. Algunos de los informantes del Dr. Pacheco compartían el
punto de vista de Areche de que el cacicazgo debía ser abolido, y los más
radicales de entre ellos sostenían que esta medida debía llevarse a cabo
inmediatamente. Sin embargo, Ignacio Flores asumió la posición contra­
ria. Como comandante general de las tropas españolas durante las cam­
pañas contrainsurgentes en el Alto Perú, Flores había visto de primera
mano el valor y los sacrificios de la nobleza india, y se apoyó en ella para
lograr la victoria. Por lo tanto, él propuso que se otorgasen medallas a
estos nobles por sus demostraciones de amor al rey y por su heroica con­
ducta militar. En lugar de rechazar al cacicazgo como institución, Flores
alegó que debía permanecer exclusivamente en manos de los señores étni­
cos. Otros informantes, incluyendo Diez de Medina, no se pronunciaron
en torno al tema, implicando que no debían realizarse reformas y que no
había una alternativa clara al sistema48.

302
Lms consecuencias..

Al formular su propia opinión, Pacheco comenzó por asumir que la


eliminación de la diferencia étnica era la meta final de la política estatal,
aunque afirmó que existían grandes obstáculos para conseguirla. La difi­
cultad no radicaba en que los caciques tenían derechos legales estableci­
dos, ya que las leyes eran suceptibles de cambio si es que el estado lo
requería, y los caciques siempre podrían ser compensados por cualquier
alteración de su posición legal. El nudo del problema era la deferencia de
los indios hacia los caciques. Con Tupac Amaru en mente, Areche había
alegado que esto era lo que convertía a los caciques en una amenaza. No
obstante, visto desde otro ángulo, esta misma deferencia era una razón
para mantener a los caciques, ya que ellos podrían controlar a las masas
indígenas y persuadirlas de aceptar la instrucción civilizatoria. Después de
todo, fue precisamente esta estrategia la que los funcionarios de la iglesia
católica adoptaron para evangelizar a los indios en el Segundo Concilio
de Lima de 1567, y la que la corona había utilizado por largo tiempo para
gobernar. En última instancia, fue este enfoque, a pesar de los abusos de
su status y privilegios recientemente cometidos por algunos caciques, el
que Pacheco consideró más adecuado para los fines del actual programa
de reconstrucción y asimilación.
Pacheco reiteró su compromiso con la meta de someter a los indios a
conformidad con las normas que gobernaban a otros vasallos de la coro­
na. Sin embargo, el plan de Areche de sustituir a los caciques por alcaldes
tenía varias desventajas. No había ninguna garantía de que los alcaldes
pudieran convocar el mismo número de seguidores que los caciques y,
además, éstos habían mostrado mayor lealtad a la corona durante la insu­
rrección que los alcaldes indígenas de las comunidades. Asimismo, dada
la deferencia que se mostraba hacia los caciques, era posible que cualquier
intento de destronarlos ocasionaría inquietud en el pueblo. Como lo
demostraron los acontecimientos recientes, argumentó, los indios eran
capaces de la conducta más irracional, y seguían a sus líderes con total
entrega, en lugar de someterse por miedo a una fuerza superior. Como lo
veía Pacheco, la autoridad política de los caciques, aunque contraria a las
normas españolas, podía en realidar ser un instrumento efectivo para
inducir a los indios a adoptar las formas de vida españolas. Los caciques
podían estimular con éxito a sus súbditos a enviar a sus hijos a la escuela
y a abandonar sus costumbres y vestimentas paganas. La eliminación de
los signos, prácticas y memorias culturales nativos —es decir, cualquier ele­
mento de la identidad indígena—permitiría finalmente minar la base sobre

303
Cuando sólo reinasen los indios

la que reposaba la autoridad del cacique. En palabras de Pacheco, había


que mantenerlos, por “hallarnos en un caso de necesidad de hacer sínto­
ma o antídoto del mal, pura precaver otros males”.
Aunque esta posición era menos radical que la de Areche, Pacheco no
era contrario a la desaparición gradual del cacicazgo. Abogaba no sólo
por que los caciques leales debían ser mantenidos en el cargo, sino tam­
bién por que aquellos que habían sido perdonados por su complicidad
con la insurrección sean mantenidos, siempre que hubiesen sido gober­
nadores aptos antes de la guerra. En los casos en que el puesto de caci­
cazgo se hallara vacante, debía buscarse a sucesores legítimos, aunque el
gobierno comunal interino podía pasar a manos de los alcaldes electos.
Pacheco suponía que los nobles y principales indígenas estarían de acuer­
do con este arreglo, ya que podían asumir el cargo de alcaldes y así man­
tener su autoridad sobre los otros comunarios. Al otorgarles medallas por
su conducta en la guerra, podrían estimularlos más a que aceptasen su
nuevo status. En los casos en que los caciques estuvieran ausentes y los
alcaldes gozaran del respaldo estatal y del prestigio local, la autoridad de
los caciques se desplazaría casi inadvertidamente hacia los alcaldes. No
sólo las funciones políticas locales serían así alineadas a las normas muni­
cipales españolas, sino que estos funcionarios rotativos y de corto plazo
serían mucho más fáciles de manipular por las autoridades coloniales que
los caciques experimentados y astutos. Todo el proceso reposaba en “un
juego de política que acaso no llegarán a comprender el objeto los indios
tan fácilmente”. Los caciques en funciones no tendrían ningún motivo
para unirse a las protestas en contra de la declinación gradual de la insti­
tución. Algunos con derechos al cacicazgo se darían cuenta de que el
puesto de alcalde traía consigo ei mismo prestigio y autoridad que antes
detentaban los caciques. El estado colonial lograría así la meta de una uni­
formidad política española, mientras los indios nobles y sus seguidores se
acostumbrarían a la idea de que este desplazamiento no implicaba un
cambio de fondo.
Pacheco continuó sugiriendo otra posibilidad peculiar, que fue plan­
teada primero por Flores. Si la nobleza indígena recibía la aprobación del
rey y mantenía cargos de autoridad, estimularía que más españoles se
casaran con mujeres de prestigiosas familias indígenas y ganasen acceso
al ejercicio del poder local. Aunque las leyes existentes prohibían la “con­
fusión de otras gentes” en los pueblos de indios, por los vicios y tensio­

304
Las consecuencias.

nes que podía hacer brotar, una racionalidad más fuerte favorecería la
conyugalidad interétnica. Este proceso crearía un estrato de población
racialmente mezclada que diluiría la “aversión” de los indios a los españo­
les y acrecentaría su compromiso con la autoridad colonial. Al final, el
mestizaje contribuiría a la subordinación e hispanización a largo plazo de
los pueblos de indios49.
Las reflexiones del Dr. Pacheco encajaban en una larga tradición de
pensadores y administradores coloniales que abogaron por la transfor­
mación de la identidad cultural de los indios y por la creación de nuevos
sujetos hispano-cristianos a su propia imagen y semejanza. Aunque los
dos son evidentemente antitéticos, el proyecto de homogeneización co­
existió con la política de segregación étnica o de casta desde el siglo die­
ciséis. En los tiempos de las reformas borbónicas de fines del siglo
dieciocho, las referencias coloniales tempranas todavía figuraban signifi­
cativamente en los debates de las elites coloniales. Pacheco, por ejemplo,
rechazaba explícitamente la agenda neo-encomendera, planteada por los
españoles locales revanchistas, cuyo fundamento era la segregación de
castas50. Su propio llamado a una reforma cultural radical, como las orde­
nanzas que Seguróla anunció en la provincia Pacajes, puede verse en
muchos sentidos como una continuación del proyecto inicial de Toledo
de civilizar a los indios.
Sin embargo, es posible también detectar un nuevo tono en el análisis
de Pacheco. El propio Virrey Toledo había participado en la subordina­
ción de los intereses de los encomenderos feudales en el Perú, y en la con­
versión de los indios, como otros españoles, en vasallos directamente
sujetos a la corona. No obstante, el orden político toledano también man­
tuvo una distinción jurídica explícita entre las esferas sociales, o repúbli­
cas, de Indios y de Españoles. En contraste, Pacheco hablaba ahora de la
“uniformidad social”, una condición en la que “los naturales vivan bajo
el nivel de unas mismas reglas con los demás vasallos en general”. Aun­
que fue expresado en forma tentativa e hipotética, sin un repudio directo
al código de las dos repúblicas, el discurso de la homogenización se plan­
teó aquí en términos más ambiciosos que en el pasado.
Más allá de la frecuente reiteración de la necesidad de una reforma cul­
tural y el lamento de que los anteriores esfuerzos habían sido insuficien­
tes o inútiles, hay en realidad pocas indicaciones de que tales reformas
estuvieran siendo puestas activamente en práctica en esos momentos.

305
Cuando sólo reinasen los indios

Como se ha anotado anteriormente, las ordenanzas de Seguróla aparen­


temente no produjeron cambios sustantivos en el agro paceño. El conti­
nuo fracaso en el logro del objetivo de una reforma cultural puede
entenderse en términos de distintos factores, como ser las limitaciones
del poder estatal para transformar la vida local, las discrepancias entre éli­
tes coloniales y la resistencia o amenaza de resistencia por parte de las
comunidades indígenas. Dadas las verdaderas condiciones de las zonas
altoandinas, entonces, el discurso de la homogeneización parece ser inge­
nuo o interesado. Aquellos que lo articularon al parecer estaban bastante
distanciados de las realidades locales, o bien hablaban con poca convic­
ción. Si verdaderamente se hubiera perseguido la igualdad, y si se la hubie­
ra logrado, se habría eliminado la distinción cultural fundamental que
daba forma a los modos de discurso y de jerarquía colonial. Esto habría
minado por dentro la visión que los colonizadores tenían de su mundo y
de sí mismos. Y habría significado el fin de las estructuras materiales de
explotación -tales como el trabajo en la mit’a y el tributo- sobre los cua­
les resposaba el colonialismo como orden social. En los hechos, los
supuestos racistas y paternalistas detrás del plan repetidamente invocado
de la homogeneización, funcionaron como un refuerzo para el sentido de
diferencias jerárquicas entre españoles e indios. Con su énfasis en la igual­
dad legal, el discurso sólo adquiriría concreción (reteniendo sus contra­
dicciones en la práctica social) durante el siglo diecinueve, bajo la forma
de proyectos liberales de ciudadanía republicana.
En lo que toca específicamente al cacicazgo, es interesante notar que
tanto el Dr. Pacheco como Areche fundamentaron sus puntos de vista
relativamente divergentes en los mismos supuestos clásicos de que los
caciques eran abusivos y tenían seguidores ciegos entre los indios. Nin­
guno de los dos percibió la potencial contradicción que se esconde en
esto: ¿por qué los súbditos políticos debían mostrar obediencia y lealtad
a una autoridad despótica? Pacheco simplemente atribuyó la deferencia a
la naturaleza ignorante de los indios; dadas sus limitadas facultades racio­
nales, se esperaba que seguirían a sus líderes como ovejas51. Dada la inten­
sidad de los conflictos entre caciques y comunidades en el sur de los
Andes en este período, nuevamente vale la pena comentar que estos
administradores virreinales de alto rango estaban completamente desin­
formados sobre la situación local y regional, o bien que la pasaban por
alto en sus informes. Ignacio Flores parece haber sido un observador con

306
Las consecuencias. .

mayor conocimiento de causa de las condiciones rurales, en comparación


con Areche o Pacheco, y también fue un consejero astuto. Flores sabía
que en la práctica, la gran mayoría de caciques se había mostrado leal a la
corona, y que sus servicios eran necesarios para la gobernabilidad políti­
ca. Fue esta influencia pragmática la que llevó a Pacheco a plantear una
solución inteligente: debía mantenerse a los caciques, por lo menos como
interinos, porque eran los mejores instrumentos disponibles para la con­
versión cultural colonial.
Otras ideas concretas de Pacheco para el cambio resultaron ser con­
tradictorias y superficiales. Los casamientos entre españoles y la nobleza
indígena permitían aún preservar la institución del cacicazgo, mientras
que la conversión de los caciques en alcaldes era en muchos sentidos una
medida nominal. Sus comentarios también muestran una limitada com­
prensión de lo que estos temas implicarían a nivel local. Los casamientos
mixtos ya estaban ocurriendo, y el fenómeno de los intrusos que se casa­
ban con miembros de las familias cacicales era a menudo motivo de la ira
de las comunidades. También se estaba afianzando el gobierno de los
alcaldes y otras autoridades comunales, como se verá más adelante, pero
tenía una fisonomía distinta a la que imaginaron los funcionarios estata­
les. Antes que ser una forma readaptada de control estatal a través de las
elites indias, reposaba en principios como la rotación y la responsabilidad
política de las autoridades, y la elevada participación comunal. Al final,
por falta de una alternativa coherente para un reordenamiento político,
Pacheco se conformó con una solución interina en la cual el fidelismo de
los caciques fue premiado y la sucesión al cacicazgo y los derechos de la
nobleza indígena fueron reconfirmados52.
Un concejo especial, que se reunió en España para abordar estos
temas, estuvo de acuerdo con Areche sobre la necesidad de borrar todo
signo que pudiera evocarla memoria de un pasado anterior a la conquis­
ta. Dado que la presencia de los Inkas y los'señores hereditarios recorda­
ba a los indios su antigua libertad y soberanía, el concejo razonó que la
sucesión a los cacicazgos y el propio término de “cacique” fueran aboli­
dos. En última instancia, la corona optó por no tomar medidas más inme­
diatas y dramáticas, como la de despojar a los caciques de sus funciones
políticas o tributarias o eliminar el principio de la sucesión hereditaria. En
las cédulas reales emitidas en 1782 y 1783, la corona confirmó en sus car­
gos a los caciques leales, reservándose el derecho de nom brara los caci­

307
Cuando sólo reinasen los indios

ques en el futuro53. En esta coyuntura, la corona estaba siguiendo sin


duda la orientación de Areche, aunque no exponía abiertamente su agen­
da subyacente. Buscaba la extinción gradual del caciazgo a través de una
reglamentación pasiva: al dejar de nombrar nuevos caciques cuando fal­
taba un sucesor, los linajes cacicales eventualmente desaparecerían en
forma natural.
Como muchas otras reformas culturales y políticas de los Borbones en
este período, la agenda de abolición del cacicazgo no fue llevada a cabo
efectivamente. Dadas las discrepancias entre los funcionarios oficiales y
el miedo de provocar la reacción de los indios, la política de la corona no
sólo fue encubierta, cautelosa y gradualista; también se expresó en una
legislación vaga y tentativa. Esta política fracasó —intencionalmente o no—
en aclarar el status futuro de aquellos cacicazgos que no pertenecían a
linajes Inka, que eran leales a la corona, o que se ubicaban fuera del radio
de la insurrección. Después de todo, estos cacicazgos eran la gran
mayoría en los Andes del sur, e incluso en el Cusco la mayoría de caci­
ques había tomado partido por las fuerzas españolas. Esto dio lugar a
confusiones en las cortes peruanas durante el resto de la década. Even­
tualmente, el fiscal virreinal en Lima, refiriéndose a las Leyes de Indias y
a las opiniones del jurista del siglo diecisiete Juan de Solórzano, llamó la
atención sobre las inconsistencias entre las iniciativas de la postguerra y
la legislación precedente sobre la sucesión a los cacicazgos y los derechos
tradicionales de los señores hereditarios. En respuesta a ello, la corona
tomó una nueva decisión que frustró la realización de las iniciativas
recientes. El decreto real de 1790 confirmó en sus cargos no sólo a los
caciques leales sino también a aquellos localizados fuera del radio de la
insurrección, y garantizó la sucesión a sus descendientes54. En última ins­
tancia, por ende, los cuestionamientos legales al cacicazgo a principios de
los años 1780 tuvieron un impacto limitado en la situación local en la
mayor parte de los Andes del sur, aunque pueden ser consideradas como
una señal de las condiciones cada vez peores que afrontaba la institución.
En la medida en que no se efectivizaron nuevas iniciativas políticas y
legales para el cacicazgo de parte de los niveles superiores del estado, la
crisis de la institución persistió en los niveles locales del área rural. La
aguda polarización política que provocó el reparto se atenuó un tanto
después de su abolición formal, pero otros conflictos institucionales se
acentuaron. Los problemas de sucesión del cacicazgo, por ejemplo, pro­

308
Las consecuencias.

siguieron en la medida en que los aspirantes al cargo rivalizaban en duros


e interminables pleitos sobre sus derechos políticos y propietarios.
(Recordemos el prolongado conflicto en Chucuito que se presentó en el
capítulo 3.) En este período, el fenómeno de los yernos intrusos revela
también la persistencia de la dinámica comunal de usurpaciones y focos
de ilegitimidad presentes ya con anterioridad.
En el período inmediatamente posterior a la insurrección, una nueva
coyuntura hizo que proliferaran el conflicto institucional y las usurpacio­
nes de cacicazgos. Para enfrentar el vacío que habían dejado los caciques
huidos o muertos durante la guerra, los funcionarios militares y políticos
coloniales designaron autoridades interinas en muchos pueblos, para
garantizar el orden local y la pronta recaudación del tributo. La lealtad
política a la corona surgió así de modo más explícito que nunca como cri­
terio de elegibilidad para el gobierno comunal. Ambrosio Quispe Caba­
na, por ejemplo, fue despojado de su cacicazgo en Cabanilla (Lampa) por
el subdelegado, pero fue designado en cambio como cacique de Pomata
y Pisancoma (Chucuito), donde el cacique interino había muerto a manos
de los rebeldes. Quispe era descendiente de la nobleza Inka, aunque no
tenía derechos propietarios ni status anterior en Pomata. Se ganó la con­
fianza de los funcionarios coloniales y por lo tanto su nuevo cargo se
debía únicamente a su trayectoria de servicios políticos a la corona. En
algunos casos, la designación arbitraria de funcionarios provocaba el
resentimiento de otros que tenían derecho prioritario al cacicazgo. Asi­
mismo, dada su falta de legitimidad comunal, muchos caciques nombra­
dos en la postguerra fueron atacados por sus propios súbditos. En
Guaycho (Omasuyos), por ejemplo, las autoridades comunales destituye­
ron exitosamente a Pedro Guachalla, que había sido nombrado cacique
interino por el inspector del Virreinato de Lima en 178255.
Los conflictos institucionales en torno a la recaudación del tributo
plantearon un conjunto de problemas aún más importantes. Entre éstos
se hallaban las nuevas formas de confusión y manipulación legal de las
reglamentaciones de intendencias. En el pasado, los corregidores habían
designado a veces a autoridades interinas —cuando no existía un cacique
legítimo o legalmente “apto” (es decir varón adulto), heredero de sangre
para recaudar el tributo—y estas autoridades estuvieron en posición de
arrogarse los poderes de los caciques. En las décadas 1780 y 1790, con la
autoridad regional en manos de subdelegados, el problema se hizo más

309
Cuando sólo reinasen los indios

agudo. La Ordenanza de Intendencias contenía lincamientos ambiguos


para el cobro de tributos, que facilitaron las prácticas oportunistas de los
subdelegados. La ordenanza reconocía a los caciques o cobradores loca­
les en las operaciones tributarias normales, pero al mismo tiempo daba un
papel más importante a los alcaldes indios. Asimismo, daba a los subde­
legados un importante poder discrecional para designar cobradores
donde estimasen conveniente. Los subdelegados se apoyaron en esta
norma para designar a personas leales, a menudo vecinos mestizos o crio­
llos del pueblo. La función tributaria, que antaño estaba firmemente con­
trolada por los caciques, se les escapaba ahora de las manos56.
Al mismo tiempo, estos agentes locales de los subdelegados aprove­
charon muchas veces la oportunidad para usurpar una tajada de poder del
gobierno tradicional de los caciques. Los cobradores de tributo nombra­
dos asumieron simplemente como gobernadores comunales de facto, y se
los llegó a conocer como “caciques cobradores”. Si bien la práctica y el
término no estaban sancionados legalmente, ya que los subdelegados no
tenían poder para nombrar caciques, a medida que la costumbre se
extendía, las autoridades coloniales terminaron aceptándola de hecho.
Los subdelegados, e incluso los intendentes de mayor rango se vieron
también a menudo involucrados en la venta ilícita de estos nombramien­
tos, y este medio de enriquecimiento dio lugar a un recambio constante
de los caciques cobradores. No es de extrañar que las comunidades recha­
zaran esta “continua mutación” de caciques como una fuente intolerable
de inestabilidad política local57.
Hacia mediados de los años 1790, la persistente confusión entre caci­
ques y cobradores de tributos, y la creciente oleada de protestas legales
comunales contra las autoridades abusivas, llevó a la Real Audiencia y al
virrey a emitir órdenes a las intendencias. Basándose en la Ordenanza
de Intendencias y en el decreto real de 1790, la audiencia decretó que
los cobradores de tributos designados por los subdelegados no podían
asumir las funciones de los caciques, que los caciques o gobernadores
españoles y mestizos eran ilegales, y que los caciques hereditarios que
habían sido despojados del cargo al que tenían derecho debían ser res­
tituidos58. Estas órdenes fueron recibidas con júbilo por las comunida­
des indígenas, pero también exacerbaron las tensiones entre la
audiencia, en especial su fiscal Victorián de Villava, y los intendentes y
subdelegados del distrito.

310
Las consecuencias..

En Buenos Aires, el virrey intervino a continuación, en un intento por


resolver los problemas en torno a los caciques cobradores de tributo.
Según el virrey, si el subdelegado no quería asignar la tarea de cobrar los
tributos a los alcaldes indios, como lo autorizaba la Ordenanza de Inten­
dencias, podía nombrar cobradores que garantizaran los intereses fiscales
del estado. Estos cobradores eran esencialmente comisionados auxiliares
del subdelegado, y por lo tanto podían actuar como tales no sólo para
garantizar el cobro del tributo, sino también para resolver otros,proble-
mas referidos a la mit’a, la tierra, o los servicios laborales, así como garan­
tizar el orden público. No obstante, no podían perturbar la jurisdicción
ordinaria de los alcaldes o caciques legítimos. El subdelegado podía tam­
bién nombrar caciques hereditarios legítimos para que se encargaran de
cobrar el tributo. Aunque a ellos se les prestaba la debida consideración,
el cobro del tributo no era una tarea automáticamente asignada al caci­
cazgo, y por ende los caciques podían ser despojados de las operaciones
tributarias si se mostraban incompetentes. El virrey pidió encarecida­
mente a los subdelegados no abusar de su derecho a designar cobradores,
ya sea nombrando una sucesión diversa de individuos o a gente poco con­
fiable. Para impedir una multiplicación de autoridades que pudiera aca­
rrear consecuencias negativas, los alcaldes y los caciques hereditarios
deberían ser los candidatos preferidos para ejercer como cobradores. Con
la audiencia manteniendo su protección a los cacicazgos hereditarios, y
los funcionarios de la intendencia administrando el aparato tributario, el
virrey concluyó que “result[aría] de todo una admirable armonía, evitán­
dose así las disputas”59.
El optimismo del virrey resultó injustificado. Aunque recomendó que
los alcaldes y caciques hereditarios indígenas fueran preferidos como
cobradores, los subdelegados no tenían verdaderos motivos para cumplir
con ello, y sus poderes discrecionales siguieron fuera de control. En todo
caso, la autoridad de los clientes no indígenas de los subdelegados resultó
fortalecida, ya que se les permitió actuar en favor de sus superiores, no
sólo en asuntos tributarios, sino en una variedad de otros asuntos locales.
Más que “admirable armonía”, el resultado fue una continuación de las
presiones desde el aparato estatal regional, protestas de las comunidades,
y crecientes tensiones internas en las instituciones de gobierno.
En 1798, la audiencia llamó la atención de la corona sobre el
“deplorable estado” de la intendencia de La Paz: “Se ha inventado el

311
Cuando sólo reinasen los indios

dar cada año a todos los caciques y alcaldes pedáneos de la provincia


títulos, por la intendencia, llevándoles a veinte y cinco pesos por cada
uno, que ajustada la cuenta importan más de 6000 pesos. Pero lo que
se observa es que si cualquiera quiere quitar a un cacique o alcalde, por
medio de una gratificación a don Fermín Sotes y al intendente, se le da
título aunque el otro no haya estado en su destino más que quince días,
de suerte que ha habido en dos pueblos diez caciques en un año, y
según va la cosa habrá diez mil”.
Los conflictos se agudizaron en Larecaja, donde un sólo pueblo (Chu-
chulaya) había visto cuatro caciques en diez meses. En Pacajes también se
armó un tumulto por causa de Sotes, el confidente del Intendente Anto­
nio Burgonyo, y el subdelegado fue obligado a escapar a la ciudad. Los
indios de toda la región tenían muchas razones para temer o despreciar a
las nuevas autoridades designadas, que mandaban sobre ellos con autori­
zación del intendente. Al mismo tiempo, el permanente reemplazo de
caciques y alcaldes pedáneos iba en contra de los deseos de la audiencia,
convirtiendo en esos años a La Paz en “el escollo donde ha naufragado
su autoridad”60.
Las tensiones en torno al cobro de tributos por las autoridades
españolas designadas prosiguieron hasta comienzos del siguiente siglo.
Los abusos y las insistentes protestas finalmente obligaron a la admini
tración colonial a restituir el cobro de tributos exclusivamente a lou
indios, una vez que Fernando VII reasumió el trono y el proyecto liberal
fue detenido temporalmente. Un nuevo código tributario, dictado en
Lima en 1815, prohibió que se inmiscuyeran en el cobro españoles y mes­
tizos, y devolvió esta tarea a los cpciques. Ahí donde no había un cacique,
el cobro del tributo recaía sobre un principal o un descendiente legítimo,
o en los alcaldes indígenas del pueblo. Previsiblemente, la medida generó
controversia. Los subdelegados de La Paz se opusieron a ella arguyendo
que no se podía confiar en los indios para garantizar el cobro en caso de
rezagos. Aun así, las autoridades fiscales notaron que ahí donde las comu­
nidades cobraban por un tiempo sus propios tributos sin intermediación
alguna, los pagos eran más estables y regulares61.'
Junto a estos conflictos institucionales específicos de la postguerra,
persistieron los conflictos locales entre caciques y comunidades, debido a
una conocida serie de abusos de poder. Como lo habían hecho por déca­
das antes de la insurrección, las comunidades siguieron desafiando a los

312
Las consecuencias.

representantes e intermediarios políticos ilegítimos, y lo hicieron emple­


ando muchas veces idénticos recursos legales. Uno de los casos más noto­
rios de conflicto en la región ocurrió en Jesús de Machaca. Luego de
haber jugado un papel en la represión de la insurrección, Pedro Ramírez
de la Parra se hizo con el cacicazgo, ejerciendo un poder despótico y vién­
dose envuelto en un sinfín de excesos y abusos que fueron registrados en
las demandas de la comunidad. Al parecer, la situación llegó al borde de
un levantamiento en 179562. En Carabuco, los miembros de la comunidad
interpusieron xana demanda contra el cacique Juan Bautista Goyzueta,
descrito como un cholo pobre de Lampa que llegó al poder durante la
reconstrucción inmediatamente posterior a la guerra. Al mismo tiempo,
sus rivales, que declaraban tener derechos hereditarios al cacicazgo, entra­
ron en litigio con Goyzueta por más de cuarenta años, en un juicio más
largo que la vida normal de una persona63.
Aun así, el desafío de las comunidades a los caciques no sólo estuvo
dirigido contra esos oportunistas y usurpadores de la postguerra. Como
un refrán conclusivo, la historia de un patriarca hereditario, Pedro Lima-
chi, nos servirá de recordatorio sobre el período más amplio que cubre
este estudio. Como cacique de Guaqui (Pacajes), Limachi se mantuvo en
el poder por más tiempo que cualquier otro gobernador indígena de la
región. Sucedió de joven a su padre, tomando el cargo en Urinsaya en
1745. Hacia fines de los años 1760, sus adversarios en la comunidad desa­
fiaron su autoridad y dieron rienda suelta a una compleja lucha por el
poder que casi le costó el cargo a Limachi. El caso estovo repleto de
todos los elementos de conflicto que se había analizado antes en las
luchas entre comunidades y caciques, incluyendo la rivalidad sobre los
derechos de propiedad al cacicazgo y extensas acusaciones de abusos
contra los miembros de la comunidad. (Ver capítulo 3.) Entre otras acu­
saciones, se dijo que el cacique era un estrecho colaborador del corregi­
dor y que era favorecido por éste en sus transacciones, ya que Limachi le
servía como cobrador de sus deudas de reparto y otros intereses priva­
dos. En un momento de la investigación realizada por el comisionado de
la Real Audiencia, el cacique fue obligado a esconderse cuando una mul­
titud de campesinos estuvo a punto de saquear su residencia.
La defensa de Limachi no era totalmente coherente. El adujo que los
adversarios que inicialmente lo demandaron eran un par de resentidos e
interesados que no representaban al conjunto de la comunidad. Acusó

313
ár
Cuando sólo reinasen los indios

ál comisionado judicial de parcializarse y de incitar a los comunarios a


ponerse en contra de su cacique. Finalmente, atribuyó la hostilidad de
la comunidad a la condición incivilizada de los campesinos indios y a su
irritación ante sus esfuerzos paternales para corregir sus modos de con­
ducta moral, civil y espiritual. Un testigo declaró en favor de Limachi:
“La mayor parte de indios brutos y pusilánimes entienden muy al con­
trario el celo de su cacique, y de esto lo abominan”. En abril de 1771,
el tribunal de La Plata falló en última instancia confirmando la autori­
dad de Limachi64.
Durante la sublevación de Pacajes en noviembre de ese año, ningiín
cacique participó en la movilización, y de hecho se convirtieron en blan­
co de los ataques, junto a otros vecinos mestizos o españoles del pue­
blo. Es interesante notar que el nombre de Pedro Limachi estuvo
asociado con el origen del conflicto. El cacique había iniciado una bata­
lla legal sobre los repartos, y el Corregidor Castillo había respondido
apresándolo bajo acusaciones falsas. En el momento en que se pro­
ducían los disturbios de Jesús de Machaca, Castillo estaba en camino a
Guaqui, para confiscar los bienes de Limachi y su esposa. ¿Podemos
inferir que ello se debía a la toma de posición de Limachi al lado de las
fuerzas comunales rebeldes de la provicia? Al parecer éste no fue el
caso. Es más probable que Limachi se hubiera enfrentado a problemas
similares a los de otros prominentes caciques del altiplano, particular­
mente de Omasuyos. La relación de Limachi con el corregidor proba­
blemente se deterioró por presiones financieras, de ahí la intención de
Castillo de hacerse con los recursos personales del cacique como
garantía. Más que encabezar las reivindicaciones comunales, Limachi
habría reaccionado contra el corregidor impugnándolo, como una
medida táctica de autodefensa. Una vez más, la audiencia confirmó a
Limachi en el nuevo litigio que sostuvo con el corregidor65.
Pedro Limachi presenta una imagen particularmente sugerente como
el más importante patriarca cacical —de hecho uno de los pocos—que
sobrevivió hasta la era postinsurreccional. Aunque no existe una eviden­
cia positiva acerca de su paradero en 1781, su sobrevivencia es una mues­
tra de su suerte, inteligencia política y lealtad a la corona en el momento
de máxima movilización. Sin embargo, su autoridad siguió siendo ataca­
da a medida que el siglo concluía. En 1792, un texto anónimo escrito a
nombre de los indios de Pacajes y Sicasica denunció los excesos de los

314
Las consecuencias.

caciques, incluido Limachi, quien fue descrito como “ladrón eterno”. En


1799, lós miembros de los ayllus de Guaqúi expresaron su frustración
contra su septuagenario cacique. Según ellos, Limachi había sido respon­
sable de abusos “desde muchos años”. Había sdfocado sus quejas y “ha
hecho nóche la verdad”. Dado que controlaba a todos los jueces de la
provincia y aun a los de La Paz, se lamentaban, nunca podrían espe-
'rar que se haga justicia66. • • :
Los caciques no desaparecieron del todo hasta que fueron abolidos
legalmente con las primeras leyes de la República dé Bolivia, aunque su
abolición fue sólo una confirmación formal de su previa pérdida de con-
trbl político. En el siglo dieciséis, los señores nativos andinos habían mos­
trado que eran demasiado poderosos para ser eliminados por el Virrey
Toledo en su reconstrucción de la organización social indígena, y dema­
siado valiosos para el proyecto de la dominación colonial española. A
principios del siglo diecinueve, sin embargo, ellos mismos carecían de ese
poder; y ño tenían ningún valor paira el estado criollo emergente. Su auto­
ridad práctica había sido para éntonces profundamente erosionada, y
habían perdido la legitimidad sustancial y naturalizada de antaño, de la
que habían gozado en su momento de apogeo colonial.

La toma del poder por las autoridades del ayllu

¿Cuáles fueron las implicaciones de esta crisis general del


gobierno indígena, que afectaba a las autoridades tanto hereditarias como
interinas, para la formación política comunal? Con el colapso de una es­
tructura de poder de largo plazo en el siglo dieciocho, ¿qué nueva corre­
lación de fuerzas estaba surgiendo en las comunidades?
En términos generales, sostengo que se estaba dando una transferen­
cia del poder, desde la cúspide hacia la base de la formación política
comunal. Esta situación fue más pronunciada en los casos en que las
autoridades realmente tomaron a su cargo las responsabilidades cacicales.
Durante los conflictos con sus caciques, en su ausencia, o bajo el gobier­
no de caciques débiles o ineficaces, las autoridades subalternas y los
representantes y principales de los niveles más bajos del ayllu comenza­
ron a asumir funciones nuevas y más amplias. Asimismo, a pesar del papel
reducido o la ineficacia de los caciques como administradores a nivel del
pueblo o de la parcialidad, la dinámica de la coordinación entre ayllus
siguió estructurando la organización de la comunidad mayor.

315
Cuando sólo reinasen los indios

Al desafiar a las autoridades coloniales aliadas con los caciques locales,


o al confrontar a sus propios caciques, estas autoridades subalternas,
especialmente los jilaqatas y principales, asumieron posiciones de pree­
minencia como representantes políticos comunales. Tomaron a su cargo
la tarea de contactar escribanos, producir peticiones o denuncias y res­
guardar valiosos documentos de la comunidad. Se reunían con los agen­
tes comisionados del estado colonial, y hablaban en representación de la
comunidad en las disputas locales. También solían viajar a la capital pro­
vincial, el punto focal urbano de la región, o a la distante corte de La Plata
para presentar su caso y lograr decretos favorables de la audiencia67.
Estas autoridades subordinadas también intentaron tomar a su cargo
y, en muchos casos, lograron asumir la tarea crucial del cobro de los tri­
butos a la comunidad, que normalmente era la función más importante
de los caciques. Los segundas, los jilaqatas y (a instancias del estado a par­
tir de los años 1780) los alcaldes manejaban los registros tributarios,
garantizaban el pago del tributo de cada unidad doméstica, y entregaban
las sumas recaudadas al gobernador provincial. En algunas ocasiones,
ofrecían garantías financieras colectivas para el tributo de la comunidad.
En Laja en 1753, los miembros de la comunidad se involucraron en
una campaña para destituir a Tiburcio Fernández del cacicazgo. Pasando
por encima del cacique, los jilaqatas y alcaldes entregaron el tributo del
semestre directamente a las autoridades de la capital provincial en Acha-
cachi. Objetando el alegato del corregidor, de que el cacique era necesa­
rio para garantizar el cobro del tributo en el futuro, la comunidad declaró
que “todos los indios de aquel pueblo” lo habían garantizado. El cacique
era superfluo para el cobro del tributo, argumentaron, ya que los jilaqatas
eran quienes realmente hacían este trabajo por su cuenta. En otro caso en
1756, los indios de Mocomoco rechazaron la designación de caciques
poco idóneos para gobernar su parcialidad. Dada la incompetencia del
anterior cacique, Xavier Arias, los segundas habían tomado a su cargo el
cobro y entrega del tributo, y Arias no había jugado ningún papel en éste
ni en otros asuntos de gobierno68.
Más allá del cobro del tributo, este último ejemplo nos muestra cómo
las autoridades subordinadas intentaron, y algunas veces lograron, llevar
a cabo otros servicios gubernativos y de administración, apoyándose en
las tradiciones y principios de organización social establecidos. En Ulio-
ma en 1779, los jilaqatas y principales que buscaban librarse de su cacique

316
«a i
Las consecuencias.

cobrador interino afirmaron: “[Si] no tuviésemos el cuidado de sostener


el buen régimen y gobierno, se hallara en el día todo perdido”. En Cura-
guara, a principios del nuevo siglo, los indios se quejaron de que el sub­
delegado había designado y reemplazado caciques en forma arbitraria,
careciendo de la autoridad para hacerlo. En lugar del cacique cobrador
recientemente nombrado, la comunidad propuso que los dos principales
que ejercían como segundas debían tomar a su cargo el cacicazgo hasta
que se elija a un sucesor hereditario legítimo69.
Entre las tareas específicas que les tocó manejar, los jilaqatas super­
visaban la designación de autoridades civiles, de pasantes de fiestas y de
donantes de gastos comunales en cada uno de los ayllus locales. Tam­
bién coordinaban los turnos de servicio laboral y distribuían las tierras
comunales. Para tomar un ejemplo del pueblo de Sicasica en 1796, el
jilaqata del ayllu Collana Hiluta se responsabilizó por nueve diferentes
pasantes de cargos y sus contribuciones en dinero. Entre ellos había un
alguacil, pasantes de fiestas (un prioste y dos fueras) y tres personas
reservadas para el capitán de la mit’a de Potosí. Estos tres parecían col-
quejaques o marajaques, ya que dos de ellos donaron sesenta y seis
pesos, y el que era conocido como balaya hizo su prestación en dinero,
especies y trabajo de pastoreo70.
La transferencia del poder hacia la base de la comunidad fue parcial y
desigual, y variaba de lugar a lugar y de un período a otro; pero fue un
proceso que surgió de la necesidad con el desmoronamiento de la autori­
dad cacical, que comenzó alrededor de mediados de siglo. Tuvo también
consecuencias irreversibles para la conciencia y la cultura política de la
comunidad. Los ancianos acumularon y transmitieron una conciencia y
experiencias valiosas como dirigentes. Aun después de la fuerte represión
al movimiento insurreccional y a pesar del intento de las elites locales por
concentrar el poder después de la rebelión, las comunidades siguieron
demostrando una gran capacidad de propuesta y autoconfianza política,
y no se sometieron mansamente a las fuertes presiones que venían de arri­
ba. Al mismo tiempo, los funcionarios coloniales comenzaron a notar el
hecho de que los miembros de la comunidad estaban comenzando a “lle­
var el gobierno entre sí”. Percatándose de la viabilidad de esta situación,
algunos recomendaron abolir a otros intermediarios nombrados por el
subdelegado, como los cobradores españoles, que sólo generaban con­
flicto. En medio de una disputa en 1807, por ejemplo, el protector de
indios de La Paz declaró que los miembros de la comunidad podrían estar

317
Cuando sólo reinasen los indios

mejor si fueran gobernados por una segunda persona, más que por un
cacique, cobrador, o cualquier otro mandón, y que como resultado de ello
se beneficiarían también las Cajas Reales71.
Esta transformación política puede verse no sólo en la toma de las
funciones cacicales, intentada o efectivizada por parte de las comunida­
des, sino también en sus activos esfuerzos para proponer sus propios
candidatos como ocupantes de un cargo vacante o en sustitución de un
cacique impopular. A veces, estos candidatos eran principales que se
consideraban representantes calificados. Por ejemplo, con el fin de ami­
norar la vulnerabilidad de su pueblo, que había estado un año sin caci­
que y que carecía de herederos legítimos, los jilaqatas de Calamarca
propusieron que el virrey escoja a su cacique entre tres principales can­
didatos que eran miembros de la comunidad72. Otras veces, los candida­
tos indios eran nobles con derecho hereditario al cargo. En Laza, por
ejemplo, las autoridades y principales solicitaron que la hija de un caci­
que anterior, que además era viuda de un hombre muerto en 1781, reem­
plazara al cacique-cobrador español que había sido designado por el
subdelegado. Como lo explicó la propia cacica Felipa Campos Alacca al
virrey en 1796:
Por colmo de infortunios, experimenté despojo de mi cacicazgo por
motivo de las nuevas disposiciones y mutaciones de gobierno en los nue­
vos gobiernos e intendencias. Dieciséis años ha durado mi desamparo
hasta que la piedad de Su Alteza ha expedido real provisión en que se
digna mandar por orden circular que sean restituidos los caciques de legí­
tima descendencia a sus cacicazgos donde hubiese, y donde no, se pro­
pongan tres indios principales para que sea confirmado en él uno,
quedando los señores realengos [subdelegados] con la única facultad de
nombrar cobradores de tributos, quienes de ningún modo intervengan en
las funciones peculiares de los indios a causa de las repetidas quejas y
recursos de los indios, que apurados y llenos de los malos tratamientos de
los caciques españoles que los han gobernado provisionalmente, han
motivado el que Su Alteza con consulta del señor fiscal promotor gene­
ral de indios haya resuelto la restitución de los despojados.
Luego de que otra cacica fuera restituida en el cargo en Irupana, gran­
des contingentes de indios de Laza cercaron al subdelegado con quejas
contra sus caciques. Se lanzaron sobre él repetidas veces, y lo presionaron
sin descanso hasta que finalmente tuvo que restituir a Felipa Campos
Alacca. Campañas como ésta eran iniciativas bulliciosas y relativamente

318
Las consecuencias.

exitosas para ejercer un mayor control sobre el nivel más alto de la repre­
sentación política comunal73.
Los miembros de la comunidad efectivamente llegaron a la convicción
de que tenían el derecho a ser gobernados por caciques, por lo general
caciques indígenas, que ellos escogieran. Esto se expresó de manera notable
en Palca, más o menos por la misma época, cuando los indios, bajo la
dirección de su jilaqata, se levantaron en la ceremonia de posesión del
sucesor hereditario al cacicazgo, Martín Romero Mamani. Si bien en el
siglo dieciocho temprano tales ceremonias eran rituales políticos de ruti­
na auspiciados por funcionarios estatales, y con escasa participación
comunal, hacia fines del siglo prevalecían circunstancias completamente
nuevas. Un residente del pueblo escuchó al pasar que los indios declara­
ron que habían de elegir ellos a su satisfacción y voluntad”. Rechazaron
a Mamani, hijo del patriarca Dionicio Mamani de Chulumani, y buscaron
el nombramiento de otro individuo que era de su preferencia74.
Más adelante, Martín Mamani escribió amargado: “En todo tiempo
desde los primeros descubrimientos de la América, fue detestado el espí­
ritu raposuno del indio que, apenas encuentra un resquicio de protección
en las superioridades, procura introducirse del todo con indecorosas
imputaciones hasta aniquilar el concepto de sus inmediatos mandones”75.
Los caciques y sus súbditos sin duda habían estado negociando su
correlación de fuerzas en las comunidades desde hace siglos. Sin embar­
go, a finales del siglo dieciocho, Martín Mamani estaba atestiguando en
persona, dolorosamente, el fin de una relación colonial a n d in a que había
sido alguna vez más estable, y la pérdida de un control patriarcal que algu­
na vez había sido más firme. En el pasado, los caciques normalmente
gozaban del status de nobles con derechos y obligaciones paternales, y se
esperaba que sus súbditos les respetarían y obedecerían como si fueran
sus hijos. Pero la posición patriarcal, que había estado tan comprometida
con las fuerzas de la dominación colonial, resultaba ahora poco menos
que inviable. Resulta emblemático de las cambiantes relaciones de poder
lo que ocurrió en los pueblos de Irupana y Laza, donde las comunidades
se movilizaron para reinstaurar la progenie femenina de los anteriores
caciques. Igualmente en Ayoayo, los indios pidieron el nombramiento de
Melchor Alvarez, hijo de un cacique muerto en 1781, a quien los comu­
narios consideraban “que hemos criado” y que por lo tanto les trataría
bien76. Las viejas metáforas de poder generacionales, de parentesco y de
género se invirtieron aquí: en términos figurativos, estos caciques eran

319
Cuando sólo reinasen los indios

como mujeres y niños dependientes, protegidos por los ancianos y las


autoridades comunales, y por lo tanto estaban en deuda de lealtad sexual,
filial y de parentesco con la comunidad.
Estos ejemplos indican que la crisis del cacicazgo no implicaba un
repudio de la institución cacical ni de la autoridad hereditaria como
tales. Vista desde abajo, en la medida en que la lucha por la autonomía
política continuaba siendo librada localmente después de la insurrec­
ción, la finalidad práctica de las comunidades era asegurarse represen­
tantes políticos confiables, y controlar ese estrato de intermediación
con las fuerzas externas. En principio, esto podría querer decir caciques
restituidos que fueran dignos de confianza. Sin embargo, debido a la
creciente escasez de tales caciques legítimos, a menudo significó una
demanda de autoridades subalternas que ya estaban sirviendo en las
filas de las comunidades.
Visto desde arriba, el interés primordial del estado era preservar el
orden local y, tomando en cuenta la amenaza de disturbios, las autorida­
des se vieron inclinadas a responder favorablemente a muchas de las
demandas comunales. A pesar de la posición contraria de sus propios
funcionarios subordinados, en muchos casos reconoció a los candidatos
al cacicazgo que eran propuestos por las comunidades movilizadas. Las
autoridades coloniales también se dieron cuenta de que los comunarios ya
estaban comenzando a “llevar el gobierno entre sí”. Ante la posibilidad
cierta de que esto se lleve a la práctica, algunos llegaron a proponer la
abolición de aquellos intermediarios que eran clientes de los subdelega­
dos, por los conflictos que provocaban. En 1807, el protector de indios
de La Paz declaró: “Si Su Majestad supiera los excesos y tiranías [de los
cobradores]... no hubieran caciques, cobradores de tributos, ni otros man­
dones, y mejor gobernados estarían por un indio segunda, y serían mayo­
res y más ventajosas las utilidades del real patrimonio”77. Es precisamente
este punto de vista lo que llevó eventualmente a las autoridades a abolir
a los impopulares cobradores españoles de tributos en 1815. Estas for­
mas de acomodo estatal a las presiones políticas comunales contribuye­
ron al proceso general de transferencia del poder hacia la base de la
organización política comunal.
En un proceso que comenzó en la segunda mitad del siglo dieciocho,
el poder se desplazó de la autoridad máxima tradicional de la formación
política comunal, pasando hacia abajo y dispersándose en una constela­

320
jLas consecuencias..

ción de otros lugares y agentes políticos. La dinámica de la organización


del ayllu continuó estructurando la vida política, económica y ceremonial
de la comunidad, y. las autoridades subalternas, nombradas en represen­
tación de los ayllus locales, asumieron un papel y una responsabilidad
mayores. Los ancianos y principales de la comunidad aportaron con un
liderazgo y una experiencia que estaban fuera de la esfera de la autoridad
regulada por el estado. En tiempos de movilización podían también sur­
gir otros talentosos líderes carismáticos —hombres más jóvenes, carentes
de rango como autoridades principales o electas—, para tomar las riendas
de la comunidad (como por ejemplo Juan Tapia, líder del sitio de Chulu­
mani en 1771, o el mismo Tupaj Katari en 1781). Finalmente, la asamblea
comunal adquirió una importancia aún mayor como espacio de debate
político y de elaboración y toma de decisiones. Las fuerzas comunales
más amplias podían ahora ser más exigentes con sus gobernantes en ejer­
cicio, controlarlos más eficazmente desde abajo, e incluso desplazarlos
por completo. Aunque otras visiones de emancipación y autogobierno
resultaron frustradas con la derrota de los insurrectos en 1781, las comu­
nidades indígenas siguieron peleando tenazmente por obtener mayores
esferas de autonomía en el plano local. El resultado de estas luchas a lo
largo del período colonial tardío fue una formación política comunal
democratizada, que todavía es reconocible en la actualidad en las zonas
altas del sur andino.
Después de la gran insurrección, el balance general de fuerzas en el
nivel local era precario e inestable. La ofensiva de reconquista de las eli­
tes locales tropezó con la resistencia de las comunidades aymaras, y sus
logros fueron desiguales. Las fuerzas indígenas todavía eran de temer
por un sinnúmero de razones. Aunque ambos grupos habían sufrido
pérdidas en la guerra, la población nativa estaba creciendo rápidamente
y sobrepasaba abrumadoramente en número a la población,española.
Las comunidades indígenas estaban beneficiándose económicamente a
través de una participación dinámica en la expansión de los mercados
regionales e interegionales. Las comunidades habían adquirido una for­
midable experiencia organizativa y estratégica en sus luchas políticas y
legales de las pasadas décadas. Además, el aparato político del estado
colonial y especialmente su aparato militar, eran aún débiles en el área
rural. Debido a la amenaza de nuevas revueltas, las autoridades colonia­
les percibieron que era necesario construir un nuevo orden político más
estable, con la aquiesencia de las comunidades. Por lo tanto, se descartó

321
Cuando sólo reinasen los indios

una serie de esquemas revanchistas, y las reformas más ambiciosas tuvie­


ron que ser postergadas78.
Las cambiantes relaciones de poder dentro de las comunidades tam­
bién se hallaban delimitadas por la irresuelta relación entre las fuerzas
locales y el estado colonial. La crisis del cacicazgo y la restitución del
poder comunal involucraron una lucha de múltiples aristas por controlar
el estrato de mediación política en el área rural. Las fam i li a s de la noble­
za andina consiguieron retener el control sobre una serie de derechos y
privilegios asociados con su propiedad del cargo, aunque también vieron
diluirse otras funciones y formas de autoridad. Gradualmente, otros
miembros de la comunidad se hicieron cargo de las tareas de autogobier­
no colectivo, aunque continuamente acosados por usurpadores. Los veci­
nos no indígenas del pueblo lograron adquirir influencia como
cobradores de tributos y jueces de menor cuantía, pero su funcionamien­
to era cuasi-legal e ilegítimo. El estado colonial se hallaba atrapado entre
una tendencia reformista que buscaba eliminar el cacicazgo y la finalidad
práctica de lograr la estabilidad que permitían las costumbres, leyes e ins­
tituciones establecidas. En última instancia, no surgió una nueva articula­
ción cohesionadora entre el estado colonial y las fuerzas locales después
de la insurrección. En lugar de ello se dio una mezcla abigarrada de reglas
obsoletas de gobierno, iniciativas frustradas de reforma emergentes de las
altas esferas del estado, estrategias improvisadas de las elites locales opor­
tunistas, y la perseverancia de las comunidades aymaras que habían vuel­
to a las trincheras. Dado que ni los insurgentes indígenas anticoloniales ni
las autoridades borbónicas fueron capaces de imponer su voluntad efi­
cazmente, la crisis más amplia del dominio colonial llegó a ser insupera­
ble. La región entraría entonces en las guerras de la independencia y luego
volvería a salir tambaleante a la débil luz de la aurora republicana, sólo
para descubrir un estado de cosas igualmente conflictivo.

322
8 Conclusiones...
y caminos a seguir

En este libro he tratado de profundizar la comprensión


del mundo político andino de hace dos siglos. Sobre todo, me ha intere­
sado conferir un sentido más íntimo de las esferas locales e interiores de
la política aymara y reflexionar sobre su significado para la época en su
conjunto. Este propósito me ha llevado a adoptar una visión histórica
particular, así como a proponer tres conjuntos de resultados.
En el siglo dieciocho, una concatenación de conflictos sacudió a la
sociedad colonial a todo nivel. Los conflictos perturbaron las relaciones
e instituciones sociales locales, los regímenes regionales y los eslabones
más altos del estado colonial. A medida que se derrumbaban las estruc­
turas existentes de dominación colonial, se dio una profunda transfor­
mación y reconstitución de la comunidad andina. Los propios
campesinos aymaras llevaron a cabo esta recreación de la comunidad, a
través de un proceso de luchas contra las condiciones de la dominación
colonial. Su resultado tuvo duraderas implicaciones en los siglos dieci­
nueve y veinte. En muchas coyunturas de este período, las luchas acumu­
lativas de las comunidades campesinas en el área rural hallaron expresión
en proyectos y movimientos que desafiaron radicalmente el control polí­
tico español. Esta imaginación y práctica política anticolonial emergente
culminó eventualmente en la insurrección andina de 1780-1781.
Estos dos factores concurrentes e interconectados en el siglo diecio­
cho —la crisis colonial y las transformaciones comunales internas—esta­
blecieron el contexto para la gran insurrección. Si los Andes en el siglo
dieciocho fue una de las regiones más turbulentas en el mundo atlántico,
el sur andino y La Paz estuvieron en el centro de esas convulsiones colo­
niales. En La Paz, la arrolladora emergencia de las fuerzas campesinas
comunales en tiempos de movilización, así como el nuevo flujo del poder
de abajo hacia arriba en las relaciones políticas locales, distingue este
período como “la era de la insurgencia”.

323
Cuando sólo reinasen los indios

El colapso del gobierno indirecto

La crisis política del siglo dieciocho significó un desénma-


dejamiento de las relaciones de autoridad y. mediación no sólo entre
indios y sus gobernantes y patrones coloniales, sino también en el seno
de la propia sociedad indígena, al nivel crucial de organización social que
era la comunidad. Mi concepción de la comunidad aymara como una for­
mación política específica no se ha apoyado en suposiciones acerca de un
tejido social sin fisuras, de un equilibrio social y armonía colectiva, imagi­
nados conforme a una ideología normativa, o de un simple igualitarismo
dentro de una unidad comunal aislada. Por el contrario, aunque la super­
vivencia cultural indígena se pinta a menudo en términos de la resistencia
a fuerzas antagónicas externas —los terratenientes, el mercado o el esta­
do—, este estudio revela que buena parte de la extraordinaria vitalidad
política aymara en el siglo dieciocho estuvo también ligada y se reveló a
través de agudas tensiones y conflictos internos.
Al haber tratado a la comunidad como una formación política especí­
fica, este estudio ha puesto énfasis en un aspecto estructural fundamen­
tal de la política comunitaria y su proceso de transformación histórica. En
esta perspectiva, las normas, funciones e instituciones políticas han sido
descritas en términos de las relaciones de poder subyacentes. Existen
razones empíricas, metodológicas y analíticas para examinar con mayor
profundidad la institución del cacicazgo, como lo he hecho aquí: el caci­
cazgo ocupo un lugar central en la arena del conflicto social generó una
documentación abundante, y nos permite comprender más a fondo la
dinámica interna de las comunidades.
La crisis del cacicazgo -ese instrumento estratégico de control indi­
recto español sobre la población indígena- fue resultado de múltiples
formas de conflicto local, que a veces se entrecruzaban entre sí. Al acu­
mularse durante décadas, estos conflictos llevaron a los miembros de la
comunidad, a los descendientes de linajes indígenas con derechos pro­
pietarios y autoridad sobre el cacicazgo, y a una gama de agentes estata­
les locales y regionales, a embarcarse en intensas luchas en toda el área
rural. Los antagonismos en torno a la sucesión del cacicazgo y las usur­
paciones de gente foránea terminaron erosionando el gobierno de las
comunidades. Las oatallas en torno a los bienes de comunidad o a los
acuerdos de reciprocidad, asi como los abusos de autoridad, desgastaron
las relaciones entre los caciques y sus súbditos. La causa principal de este

324
Conclusiones

colapso político interno fue la polarización que tuvo lugar como resulta­
do de la manipulación del aparato estatal regional por parte de autorida­
des coloniales que buscaban intensificar la extracción de excedentes a
través del reparto forzoso de mercancías. La legitimidad política de los
caciques se convirtió en blanco de los ataques como nunca antes lo había
sido. Tomando en cuenta el conjunto de estos elementos, este estudio
nos ha brindado un recuento dinámico e históricamente sustentado del
cacicazgo colonial, y ha logrado explicar su crisis en términos funda­
mentalmente políticos.

El mundo vuelto sobre sus pies

Una visión de autonomía y autodeterminación, imagina­


das en distintos niveles sociales, creció a raíz de las movilizaciones más
comunes del período, y caracterizó a los movimientos anticoloniales que
hemos analizado a lo largo de este trabajo. A medida que un estrato cru­
cial de representación y mediación política colonial era duramente ataca­
do, y que las estructuras heredadas de mando indígena entraban en una
crisis irreversible, las luchas en torno al gobierno comunal indígena se
intensificaron y se fueron conectando con una diversidad de nociones
sobre la justicia social y el reordenamiento político que desafiaban abier­
tamente al dominio colonial. La conciencia política de los insurgentes
campesinos aymaras no estaba definida únicamente en términos de la
agenda de los líderes y las elites, y tampoco asumió una forma única y fija
de expresión, como por ejemplo el exterminio étnico.
En Ambaná hacia fines de los años 1740 e inicios de los 1750, los diri­
gentes comunales estaban convencidos de que “a ellos les tocaba el man­
dar”, e imaginaban una autonomía no sólo local sino también provincial.
En 1771 en Chulumani y Chupe, luego de los conflictos con el corregi­
dor provocados por el apresamiento de los alcaldes y la imposición de un
cacique ilegítimo, los insurgentes nombraron una nueva jerarquía de auto­
ridades, incluyendo el cacique, el teniente general, el corregidor y el rey.
En Caquiaviri, los indios proclamaron: “El rey era el común por quien
mandaban ellos”, y también nombraron nuevas autoridades. Cuando
llegó el momento de la gran insurrección, Tomás Katari dirigió su movi­
miento por la autonomía regional del norte de Potosí cuestionando a los
caciques ilegítimos y a los funcionarios españoles. En el Cusco, la hege­
monía india tomó la forma de un rey Inka para todo el Perú. En Oruro y

325
Cuando sólo reinasen los indios

La Paz, los insurgentes imaginaban el gobierno indio como una conver­


gencia entre la soberanía del Inka y el poder comunal. En la diversidad de
proyectos emancipatorios que han sido indentificados —alternativas que
iban desde la aniquilación a la incorporación, la autonomía bajo dominio
del rey y la hegemonía india con control de abajo o de arriba—el autogo­
bierno era la aspiración central y recurrente.
La dinámica específica de la guerra en La Paz —caracterizada por el
radicalismo, el antagonismo racial, la violencia, y la movilización a nivel
de base—no fue resultado de los impulsos atávicos de los insurgentes
indios, tampoco de otras formas supuestamente prepolíticas de moviliza­
ción nativista anticolonial, del utopismo campesino o de la furia de las cla­
ses subalternas. Lo que sería interpretado por las elites de entonces y
posteriormente por los historiadores como una “guerra de razas” en La
Paz estalló de modo más inmediato a partir de conflictos políticos coyun-
turales, en especial el fracaso de la alianza indio-criolla en etapas anterio­
res de la insurrección. El potencial para esta polarización estuvo también
presente bajo Tupac Amaru en el Cusco y fue resultado de las estrategias
militares insurgentes y contrainsurgentes que atacaron a los “traidores”
en el transcurso de la guerra. Por lo tanto, las distinciones historiográfi-
cas que suelen establecerse entre La Paz y el Cusco como escenarios de
la guerra insurreccional nos pueden llevar a una excesiva simplificación de
los complejos procesos históricos que se dieron en cada región.
Al fin, el carácter de la movilización, liderazgo e imaginación de los
insurgentes de La Paz durante la insurrección tomó forma no sólo por
el curso de la lucha de las décadas anteriores, sino también por el estalli­
do simultáneo de movimientos regionales en Chayanta, el Cusco y Oruro
en 1780-1781. La controvertida figura de Tupaj Katari, por ejemplo, un
indígena oridinario que intentó establecer su autoridad sobre las comu­
nidades autónomas de la región, se apoyó decisivamente en el prestigio
de Tomás Katari y del Inka Tupac Amaru para consolidar su identidad y
legitimidad políticas. Al mismo tiempo, los proyectos y dinámicas pre­
sentes en La Paz hallaron eco en los de otras regiones y, por lo tanto, el
énfasis de este estadio echa luz sobre la crisis política del período colo­
nial tardío y sobre la cultura política insurgente en forma más amplia en
el sur de los Andes.
Luego de que las fuerzas anticoloniales de toda la región retrocedie­
ran a principios de los años 1780, la preocupación por el autogobierno

326
Conclusiones

se expresó en las persistentes luchas en torno a la autoridad y la media­


ción política, que continuaron sacudiendo a las comunidades hasta prin­
cipios del siglo diecinueve. En el movimiento de 1795 en Jesús de
Machaca, el líder Juan Cuentas, respaldado por los jilaqatas, alcaldes y
comunarios de los doce ayllus, anunció: “Ya era otro tiempo el presen­
te... El cacique, su segunda, como también el cura se habían de mudar y...
se habían de poner los que el común quisiese”. Posteriormente, la comu­
nidad negó haberse amotinado, acusando al cacique Pedro Ramírez de la
Parra de inventar la historia para castigar a los indios por haberlo deman­
dado legalmente y por quererlo deponer. Sea cual fuere la veracidad de
estas versiones contrapuestas, el significado de todo este episodio no
puede ser pasado por alto. Volvía a sacar a la luz el problema crítico de
la autoridad ilegítima, y la persistente lucha comunal para autodetermi-
narse y auto definirse políticamente1.

El poder comunal reconstituido

A medida que se desmoronaban los modos establecidos


de gobierno indio y mediación colonial, ocurrió una transformación
que habría de tener consecuencias perdurables para la estructura y la
cultura política dé las comunidades aymaras en la era moderna. Aunque
la crisis del cacicazgo fue central en la transformación de la estructura
política comunal, también derivó de una segunda dinámica, más de
largo plazo, que involucraba a la nobleza indígena, el statas de principal
y el sistema de cargos en su conjunto. Con el fin de explicar las contra­
dictorias evidencias coloniales, he sugerido que, a medida que declinaba
lentamente el estrato noble a lo largo del período colonial, los cargos de
autoridad subalterna fueron tomados por comunarios campesinos, y el
status de principales fue asumido por aquellos ancianos que habían
cumplido con toda la carrera o “camino” (thaki) de cargos rotativos de
servicio a la comunidad. A medida que se erosionaba el control del caci­
que y las autoridades subalternas asumían un papel político de primera
importancia, el sistema de cargos, organizado flexiblemente y estructu­
rado según los principios de organización del ayllu, adquirió mayor pre­
ponderancia. Por ende, este proceso contribuyó a la devolución del
poder a la base de la comunidad.
Con la caída de la nobleza indígena y la erosión de la autoridad del
cacique, el poder se dispersó hacia otros espacios y agentes políticos de

327
Cuando sólo reinasen los indios

la comunidad: las autoridades subalternas que actuaban en representa­


ción de los ayllus locales; los ancianos y principales; los líderes espontá­
neos que surgían en tiempos de movilización; y las asambleas colectivas
en las que estaban representadas la mayoría de las familias campesinas
poseedoras de tierras. El poder, antes centralizado y concentrado per­
manentemente en el ápice de la formación política, resultaba redistribui­
do según un esquema más difuso, rotativo y temporal. Esta amplia
transformación política tuvo dos consecuencias claras. En primer lugar,
a medida que declinaba la elite patriarcal hereditaria, quedaba reducida la
autoridad adscriptiva, es decir, aquella que derivaba de condiciones de
estamento, clase, parentesco y género en las que nacían las personas. En
segundo lugar, se dio una participación política más amplia y directa de
los miembros de la comunidad.
Todas las familias con membresía plena en la comunidad debían con­
tribuir a la toma de decisiones colectiva; y se requería del consenso o
voluntad común —aun si fuese logrado a través de arduas negociaciones
en una dinámica de presión y resistencia—para que la comunidad tomase
alguna acción. También se esperaba que todas las familias con membresía
plena ejercieran la autoridad con base en un sistema rotativo anual. La
asunción de cargos en forma rotativa y temporal se coordinaba confor­
me al principio de representación igualitaria para las diversas unidades
locales de los ayllus. Quiénes pasaban el cargo veían el ejercicio de auto­
ridad como un servicio obligatorio que los dejaría materialmente empo­
brecidos, aunque simbólicamente enriquecidos. Si bien los miembros de
la comunidad respetaban a la persona y al cargo de autoridad local, el con­
trol efectivo desde abajo implicaba que las autoridades tendrían que acep­
tar y realizar la voluntad común2.
Finalmente, la declinación del cacicazgo implicó una reducción del
poder político constituido y localizado fuera y lejos de los ayllus, que eran
las células básicas de la comunidad mayor. El papel del cacique como
representante de la comunidad fue puesto en tela de juicio en el proceso
de polarización política en la medida en que, desde el punto de vista cam­
pesino, el cacique era visto en los hechos como alguien foráneo a la
comunidad. La falta de identificación de los caciques con la comunidad
en coyunturas políticas críticas trajo consigo el cuestioñamiento a esta
forma permanente, fija y especializada de autoridad representacional de
alto nivel. La transformación política en curso logró poner límites a dicha

328
Conclusiones

representación y reemplazarla por otra de nivel inferior, menos indepen­


diente y con mayor participación de los miembros de la comunidad en los
asuntos públicos. Mientras que la diferenciación entre la autoridad políti­
ca representativa de mayor nivel y el núcleo básico de la comunidad había
conducido efectivamente a la explotación de los súbditos políticos cam­
pesinos, el nuevo ejercicio de la autoridad por parte de los propios miem­
bros de la comunidad campesina auguraba un mayor grado de integridad
política y un autogobierno más consistente. En términos objetivos, por lo
tanto, la transformación que se dio en el curso del siglo dieciocho en las
comunidades otorgó un mayor contenido democrático a las relaciones
sociales y un margen más amplio de autonomía política.
Esta democratización no fue sin duda ilimitada, ni significó tampoco
que fueran abolidos todos los ejes de jerarquía3. Si bien disminuyó una de
las formas más importantes de poder patriarcal, la dominación masculina
siguió caracterizando otros aspectos de las relaciones de género. Las
mujeres campesinas compartían el cargo de autoridad (siendo designadas
como mama t ’alla) y la toma de decisiones con sus cónyugues, aunque por
lo general como parte subordinada' de la pareja. Aunque algunas veces
ejercieron un liderazgo directo •y •efectivo, ello por lo general sucedía
cuando tenían que suplir temporalmente a su compañero; en circunstan­
cias normales, su autoridad era únicamente simbólica. Estas mujeres tam­
bién desempeñaron un papel activo en las movilizaciones de la
comunidad, y en ocasiones intervinieron decisivamente en las asambleas
comunales, aunque los varones siguieron siendo el contingente mayor de
los combatientes y los representantes formales y permanentes de la uní:
dad doméstica en las asambleas políticas4. .
También persistió la jerarquía generacional aunque, por definición,
ésta no era adscriptiva. Se esperaba que las parejas jóvenes ocupasen car­
gos de autoridad y que, en el transcurso de sus vidas, siguiendo el cami­
no ascendente de estas obligaciones, todas llegasen a adquirir un status
prestigioso como principales. Si comparamos las concepciones simbóli­
cas de los caciques y de los jilaqatas (principales representantes de los
ayllus locales) en términos de sus asociaciones metafóricas de parentesco,
el cacique era visto en un papel paternal, en tanto que el jilaqata (que sig­
nifica “hermano mayor” en aymara) tenía un papel fraternal. Es cierto
que las nociones generacionales y de género colocaban al jilaqata en una
posición jerárquicamente superior en relación a sus otros hermanos. Sin

329
Cuando sólo reinasen los indios

embargo, en comparación con las relaciones categóricamente verticales con


el cacique, las relaciones horizontales entre autoridades resultaron fortale­
cidas por la transformación que vivieron las comunidades.
Asimismo, las jerarquías socioeconómicas siguieron existiendo en la
comunidad, aunque el poder adscriptivo de clase no era tan pronunciado
fuera de la esfera de las familias de la nobleza cacical. Los campesinos sin
tierras —por lo general jóvenes solteros o dependientes no familiares—no
eran considerados miembros plenos de la comunidad y por lo tanto esta­
ban excluidos de los derechos y obligaciones plenos. Los originarios goza­
ban de mayores ventajas en cuanto a la propiedad de tierras y tenían mayor
prestigio que los agregados o forasteros. En la medida en que el status de
originario era heredado por los hijos, podemos reconocer cierto grado de
adscripción socioeconómica. Pero las categorías de originario, agregado o
forastero podían ser también permeables e intercambiables. Las condicio­
nes cambiantes de tenencia de la tierra en el interior de las familias y la
reforma tributaria realizada por el estado colonial podían ocasionar que
algunas unidades domésticas transitasen de una categoría a otra. Los agre­
gados y forasteros con tierras podían ser llamados a servir como autori­
dades si la comunidad así lo requería.
También debemos hacer notar que los miembros de la comunidad
no rechazaban a la autoridad adscriptiva como tal. El status heredado
de originario o principal (cuando incorporaba una connotación de
nobleza, entre sus muchas asociaciones) y los privilegios que acarreaba
siguieron siendo valorizados por lo s campesinos aymaras. Aun en las
últimas etapas de la crisis de gobierno de las comunidades indígenas,
éstas intentaron reconstituir los cacicazgos siempre y cuando resultaran
favorables a la comunidad en su conjunto. Asimismo, la autoridad
patriarcal clásica aun gozaba de legitimidad cuando se identificaba con
las comunidades indígenas, como sucedió en el caso de Tupac Amaru
durante la gran insurrección.
Existía entonces un grado significativo de contenido democrático en
la formación política comunal, tal como se desarrolló en el curso de las
luchas del siglo dieciocho. Al mismo tiempo, se mantuvieron en vigencia
algunas limitaciones específicas a la membresía y a la participación de
todos, y la autoridad adscriptiva no fue repudiada en y por sí misma. La
formación política emergente también trajo consigo sus propios riesgos
y desventajas. El cacique, que funcionaba en el nivel superior de la orga­

330
Conclusiones

nización segmentaria de la comunidad, estaba en posición de facilitar la


coordinación y la cohesión territorial entre los ayllus. Si observaba los
códigos tradicionales de economía moral y reciprocidad, podía jugar un
papel de utilidad como benefactor económico o garante de la subsisten­
cia comunal. Como administrador político y económico permanente, y
como intermediario con las fuerzas externas, podía desarrollar habilida­
des y conocimientos especializados y acumular valiosas experiencias y
contactos externos que redundarían en beneficio de la comunidad. El fra­
caso de la autoridad del cacique contribuyó por lo tanto a una fragmen­
tación potencial y dio lugar a condiciones más precarias para la
reproducción comunal.
Empero, dado el proceso histórico específico de luchas en el perío­
do colonial tardío, la nueva distribución del poder fue un resultado lógi­
co y tuvo claras ventajas para los miembros de la comunidad. Sobre
todo, dejaba poco margen para el abuso despótico de la-autoridad y para
la manipulación de arriba por parte de las elites coloniales o las autori­
dades del estado. De hecho, como lo hemos mostrado, no hubo una
rearticulación significativa de las comunidades con el estado una vez
que el dominio colonial volvió a consolidarse. Las autoridades colonia­
les no designaban ni regulaban el ejercicio de los jilaqatas y segundas, y
los intentos del estado para aumentar su control formal sobre los alcal­
des, que debían responder ante los ayllus que los habían designado,
tuvieron un éxito limitado. Los ancianos y principales detentaban tam­
bién cierto poder fuera de la mirada del estado, y los funcionarios colo­
niales se veían en la imposibilidad de ejercer una vigilancia formal sobre
las asambleas comunales.
Estos resultados no sólo nos ayudan a repensar los Andes del último
período colonial, sino también a ampliar nuestra concepción del mundo
atlántico revolucionario. En el siglo dieciocho, los pueblos indígenas ame­
ricanos nutrieron sus propios ideales de libertad y autodeterminación.
Aunque las comunidades indígenas no se movilizaron con el objetivo de
lograr la “democracia”, sus luchas contra la dominación de un imperio del
Viejo Mundo trajeron consigo prácticas de democracia comunal y de
soberanía tan efectivas como perdurables, aunque muy diferentes de los
principios liberales occidentales.

331
Cuando sólo reinasen los indios

Volviendo nuestra mirada al presente, el período de fines del siglo die­


ciocho fue un “momento constitutivo” (Zavaleta) para la formación y
para la cultura política comunal tal como la conocemos hoy en día en el
corazón de la población aymara indígena. Las relaciones sociales y políti­
cas en el área rural sin duda sufrieron considerables alteraciones en el
transcurso de la historia moderna de Bolivia. Los procesos locales de
fragmentación territorial y administrativa, y a veces de recomposición,
siguieron su curso. Las políticas estatales cambiantes, la expansión y con­
tracción de la hacienda, así como una serie de dinámicas comunales inter­
nas en torno a asuntos demográficos, jurisdiccionales o de recursos han
alterado el paisaje social desde el período colonial. Sin embargo, también
han existido importantes continuidades políticas estructurales. En La Paz
del siglo diecinueve, la nueva unidad administrativa era el cantón, com­
puesto por ayllus locales agrupados en parcialidades, y resultaba homólo­
go al pueblo de reducción colonial. Hoy en día, a pesar de la atomización
y las superposiciones institucionales y jurisdiccionales, existe aún en
muchas áreas un nivel básico de coordinación entre las unidades comu­
nales locales, que constituye un espacio social integral y abarcante. Aun­
que recientemente el pueblo tradicional dotado de funciones
administrativas y ceremoniales ha perdido relevancia, la constelación de
unidades comunales locales todavía se integra en torno a un centro
(muchas veces un centro municipal) que provee servicios básicos.
En un contexto estructural similar, encontramos hoy muchas de las
formas y principios políticos que existieron en el último período colonial.
La rotación cíclica entre los ayllus o unidades comunales locales define la
participación y la representación colectiva. La asamblea comunal, que se
caracteriza por un alto grado de participación directa y toma de decisio­
nes por consenso, forma el núcleo del poder político comunal. El siste­
ma de cargos, liderizado por ancianos cuyo prestigio ha crecido al seguir
el camino ascendente de cargos de autoridad, continúa en funcionamien­
to. Muchos de los cargos de autoridad son idénticos a los del período
colonial y se conciben como un servicio obligatorio. Las propias autori­
dades continúan sujetas a la estrecha vigilancia y control de la base de la
comunidad5.
La antropología política y la sociología contemporáneas nos han lla­
mado la atención sobre la naturaleza notablemente democrática de la
comunidad andina en Bolivia. Los conceptos y modelos que circulan

332
Conclusiones

incluyen el de la comunidad como un “miniestado” o “república local”


(Albó); el ayllu como una “polis” (Rivera); y la idea de una “democracia
aymara” (Albó) o “democracia étnica” (Rojas)6. El presente estudio ha
reconstruido las raices históricas de esta estructura y cultura política
democráticas a partir de las luchas de las comunidades aymaras en el últi­
mo período colonial.
Si la transformación comunal del siglo dieciocho ha dejado un legado
político que persiste hasta el presente, su significado pleno sólo podrá
surgir una vez que trabajos futuros clarifiquen la historia de las estructu­
ras políticas y de las relaciones de poder rurales en el siglo diecinueve y
principios del veinte. No debemos dar por supuesto, por ejemplo, que el
desmoronamiento de la representación y mediación política comunal que
ocurrió en las postrimerías del período colonial se mantuvo sin modifica­
ciones hasta la coyuntura de la réforma agraria de 1953. Así como las
comunidades y el estado pusieron a prueba nuevas estrategias políticas en
el período posterior a la gran insurrección andina, también lo hicieron en
el curso de la historia republicana. Sin duda se dieron nuevos ciclos de
conflicto —aunque carecieran de la amplitud, escala e intensidad del pro­
ceso del siglo dieciocho—que implicaron la construcción y el desmante-
lamiento de ciertos estratos de representación y mediación política.
Bajo el mando de Pablo Zárate Willka, los insurgentes de 1899, por
ejemplo, buscaban (en palabras de un contemporáneo) una reconstitu­
ción del sistema comunal autónomo” y afirmaban que en el futuro todos
los funcionarios deberían ser indios, ya que “no querían tolerar más la
autoridad de los blancos”7. La historia de Faustino Llanqui, dirigente
comunal de Jesús de Machaca a principios del siglo veinte, nos brinda un
ejemplo aún más claro de las nuevas variantes así como de los rasgos per­
durables de la dinámica política local. En 1919, Llanqui fue elegido como
cacique principal para protestar contra el corregidor, agente del gobierno
boliviano a nivel del cantón:
Que teniendo noticias fidedignas que el señor Lucio T. Estrada ha de ser
nombrado corregidor de mi cantón Jesús de Machaca, me han enco­
mendado todos los cabildantes para que, en representación de ellos,
ponga en conocimiento de esa autoridad que dicho Estrada no puede ser
corregidor, p o r ser vecino con malos antecedentes y ser abusivo, que los
maltrata a los comunarios y cobra multas exageradas y es p o r último
azote del pueblo.

333
Cuando sólo reinasen los indios

Por estos antecedentes, señor Prefecto, pido a usted de que no sea nom­
brado el indicado señor Estrada. Me opongo a nombre de todos los hila­
catas de Jesús de Machaca, porque [siendo] una autoridad que no sabe
cumplir sus deberes y siendo un abusivo, no sería posible tener en nues­
tro pueblo una autoridad perversa, porque nos haría llorar y hacer sufrir
a nuestra pobre desgraciada raza indígena8.
En el período republicano, el corregidor, cuyo cargo lo vinculaba al
desacreditado juez provincial del período colonial, era un funcionario no
indígena residente en el pueblo, que había tomado para sí las funciones
coercitivas y de vigilancia del cacique colonial, en representación del esta­
do9. En cuanto a Faustino Llanqui, fue uno de esos líderes indígenas de
principios del siglo veinte que resucitó, sin certificación estatal,, el máxi­
mo cargo de autoridad: el cacique colonial. Llanqui, que evidentemente se
hallaba construyendo una nueva identidad sobre la base de referencias
que encontró en documentos coloniales que estaban en su poder, reclamó
que era descendiente de un gobernador nativo de Jesús de Machaca del
siglo dieciséis. En los años 1920, él y otros caciques-apoderados dirigie­
ron una importante lucha por sus derechos territoriales y educacionales
en contra del poder despótico que ejercía la elite terrateniente local y
regional y los funcionarios estatales.
El caso de Llanqui y de otros caciques-apoderados es digno de men­
cionar ante todo porque, en este nuevo ciclo político, intentaron recupe­
rar y reconstituir un nivel más alto de representación política legítima para
sus comunidades. Lo hicieron a través de una reinterpretación conscien­
te y creativa del pasado colonial, que dejó un legado perdurable y tuvo
implicaciones de largo alcance. La figura del cacique, que en las postri­
merías coloniales fue desapareciendo del escenario en La Paz hasta ser
abolida por un decreto bolivariano, no se mantuvo por siempre como una
institución obsoleta, y las comunidades tampoco rechazaron su reintro­
ducción como nivel más alto de autoridad10.
Al mismo tiempo, la historia de Llanqui nos muestra cómo es que las
preocupaciones más importantes de los indios en el último período colo­
nial, especialmente el abuso en el ejercicio legítimo de la autoridad,
siguieron presentes y continuaron ejerciendo presión sobre la estructura
del gobierno comunal. Nos demuestra, además, que los procesos del
siglo dieciocho establecieron los términos y parámetros primordiales
para los posteriores giros en la representación y proyección política

334
Conclusiones

comunal durante el período republicano. Cuando se presentó como


nueva manifestación de liderazgo cacical —heredero de sangre de los
señores nobles del pasado y representante de todos los ayllus del
cantón—Llanqui tuvo una aguda conciencia de que su mandato provenía
de abajo. El siglo dieciocho también preparó el terreno a futuras inicia­
tivas estatales para establecer nuevas formas hegemónicas de control
sobre la población rural. Después del colapso del dominio indirecto
colonial que estaba en manos de los caciques, el estado republicano se
dirigió a los criollos y mestizos del pueblo para que ejerzan una autori­
dad coercitiva y paternalista sobre las comunidades. La ironía histórica
de la reaparición del corregidor y del cacique en este episodio —en rela­
ción de confrontación más que de complicidad—surge de nuestra com­
prensión de lo ocurrido en el siglo dieciocho.
La mirada que tenemos sobre el corregidor y el cacique de Jesús de
Machaca en 1919, a la luz de la historia del siglo dieciocho, coincide con
la visión de Rasnake sobre los cambios en el sistema tradicional de auto­
ridades en Yura, desde el periodo colonial hasta el presente. Rasnake
plantea que hubo un desplazamiento de una jerarquía interna a una exter­
na (en otras palabras, del dominio estatal indirecto al directo en el nivel
del pueblo), y un desplazamiento de la representación étnica autoritaria a
otra igualitaria. Aunque las diferencias entre el caso de Yura y la región de
La Paz son importantes, ya que los sistemas de autoridad “tradicional en
el período republicano mostraban una pronunciada diversidad regional y
subregional, mi análisis sobre la transferencia de la autoridad hacia la base
de la comunidad coincide esencialmente con la interpretación de Rasna­
ke. Pero mientras Rasnake enfatiza que 1781 fue un momento crucial de
cambio en el sistema -dado que el cacique hereditario de Yura y sus tres
hijos fueron muertos en la insurrección—nuestra investigación en La Paz
revela que la ruptura y la violencia política en contra de los caciques en
1781 expresaba una situación más amplia de crisis de las estructuras polí­
ticas comunales y estatales y una transformación que se desplegó duran­
te décadas antes y después de la insurrección, a lo largo del período
colonial tardío11.
Esta exploración de la política indígena y de la crisis de las postri­
merías coloniales en los Andes nos ha mostrado cómo los miembros de
las comunidades campesinas del altiplano aymara de La Paz llevaron a
cabo importantes cambios históricos por obra de su propia iniciativa cul­

335
Cuando sólo reinasen los indios

tural e histórica. Asimismo, ha querido recuperar sus motivaciones y


visiones, a medida que ellos se involucraban en la acción política e insu­
rreccional. A principios del siglo veintiuno, la riqueza, vitalidad e intensi­
dad de la política campesina aymara siguen siendo notables, y la memoria
histórica no deja de inspirar y orientar las iniciativas políticas aymaras. Las
autoridades y miembros de la comunidad de Jesús de Machaca recuerdan
hoy a Faustino Llanqui y a las luchas comunales que dirigió, en sus pro­
pios esfuerzos por reconstruir las estructuras de autoridad locales y por
recuperar la integridad y autonomía de los ayllus. En tiempos de un nuevo
fermento político y cultural, las luchas multiseculares de sus ancestros
contra las condiciones de dominación coloniales y neocoloniales están
presentes en formas conscientes y también inconscientes. Algunos líderes
aymaras como Llanqui, y antes que él, Tupaj Katari, Bartolina Sisa y Gre-
goria Apaza, han recuperado su prominencia en décadas recientes. Otros
que han jugado un papel decisivo —tales como la mujer anónima que instó
a las comunidades de los Yungas a entrar en batalla desde el Alto de
Guancané sobre Chulumani, o el viejo Francisco Marca que viajó más de
una vez entre su casa en el altiplano de Calacoto y la corte colonial de La
Plata—pueden ser recordados porque en muchos casos, aun a pesar de sí
mismos, dejaron una huella en el registro escrito. Pero, incluso aquellos
que se movieron de modo tan silencioso o invisible como para no dejar
ninguna huella documental dejaron su marca histórica, y las consecuen­
cias acumuladas de sus acciones permanecen aún entre nosotros. Juntos,
los campesinos aymaras y sus líderes en el siglo dieciocho hicieron la his­
toria, reconstruyeron la comunidad y nos dejaron un importante legado
para las luchas del presente.

336
Siglas o abreviaturas

Archivos
AA Archivo de la Curia Arzobispal de La Paz.
La Paz, Bolivia.
ABUMSA Archivo de la Biblioteca Central de la Universidad Mayor
de San Andrés. La Paz, Bolivia.
AC Archivo de la Catedral de La Paz. La Paz, Bolivia.
AGI Archivo General de Indias. Sevilla, España.
AGN Archivo General de la Nación, Buenos Aires.
Buenos Aires, Argentina.
AHN Archivo Histórico Nacional. Madrid, España.
ALP Archivo de La Paz. La Paz, Bolivia.
ANB Archivo Nacional de Bolivia. Sucre, Bohvia.
RAH Archivo de la Real Academia de la Historia.
Madrid, España.

Otras abreviaturas

ACI Actas del coloquio internacional:


“Túpac Amaru y su tiempo”.
CDIP Colección documental de la independencia del Perú.
CDRTA Colección documental del bicentenario de la rebelión
emancipadora de Túpac Amaru.

337
Notas

Capítulo 1. Esbozo de una historia del poder y de las trans­


formaciones políticas en el altiplano aymara

1. E l dirigente qhichw a D iego Quispe el Jo ven la describió com o la nueva conquista


p o r el S e ñ o r G o b e rn a d o r D o n J o s e f G abriel Tupa A m aro Inga” (A rchivo G en eral de In­
dias [AGI] B u en os A ire s 3 1 9 , “ Cuaderno No. 4 ” , folio 39). Ignacio Flores, designado co­
m o g o b ern ad o r m ilitar del distrito de Charcas durante la insurrección, describió la guerra
com o una “ nueva conquista” , añadiendo que “seguram ente es más difícil el reducir ahora
estas provincias, que el haberlas ganado bajo los Incas, porque los indios han perdido su an­
tigua sim p licid ad ” (A G I C harcas 5 9 5 , C arta de Ignacio F lo res a V é rtiz , L a Paz,
9 / V II/ 17 8 1 [7 fols.], folios 5-5v). El D r. D iego de la Riva, P ro tec to r de Indios de La Paz
(un p ro cu rad o r colon ial encargado de la representación legal de los indios), habló de “re ­
conquistar aquellos naturales” (A rchivo de La Paz [ALP] E C 1 7 8 1 C. 1 0 1 E. 14).

2. L o s m estizos eran gente considerada de ascendencia “m ixta’* española e indígena.


Los criollos eran españoles nacidos en las Am éricas, a diferencia de aquellos nacidos en la
península ibérica o peninsulares. V er capítulo 2, n ota 6 para una discusión m ás a fo n d o de
los térm inos que d enotan identidades colectivas.

3. E n la m ayoría de los casos, h e optado p o r no p on er al día la o rto g rafía de los n om bres


de p ersonas y lugares que se m encionan en las fuentes coloniales. E l caso de los tres gran­
des líderes de la insurgencia, sin embargo, m erece una consideración especial. C o m o sus
nom bres se traslapan y su ortografía com ún hoy en día es m uy variable, cualquier opción
puede ser sólo p arcialm en te satisfactoria. Sob re la base de los sistem as o rto g rá fic o s del
idiom a ajin ara, “K a ta ri” se utiliza cada vez más en Bolivia, en lugar de la versión española
“C atan” . U tilizo esta o rto g rafía para referirm e tanto a los líderes del n o rte de P otosí (To­
m ás K a ta ri y sus herm an os) com o a los de La Paz (Tupaj K atari). Si la similitud n om inal en­
tre ellos parece con fu sa a veces, quizás ese haya sido, después de to d o, el intento de Tupaj
K a tari cuando ad o p tó el m ism o apellido que Tomás K atari. “Tupaj” es una fo rm a con tem ­
poránea boliviana, basada en la ortografía aymara, que en las fuentes coloniales se escribía
‘T u p a ” o “T h u p a”, y p o r lo tanto, la utilizo para el caso del líder de L a Paz. Ya que “Tupac”
es más com ún en el P erú, m e refiero al líder cusqueño com o “Tupac A m a ru ” . N ótese tarji­
bión que la palabra “Inka” es cada vez más com ún en su uso, en lugar de la fo rm a colonial
“Inca” o “Inga” . ' ~

339
Notas

4. V er P alm er (1 9 5 9 ,1 9 6 4 ); H obsbaw m (1962) y Langley (1966).

5. Sob re la revolución haitiana, ve r Jam es (1963) y Fick (1990). V er Trouillot (1995) sobre
lo inconcebible de la revolución y el problem a general del “silenciamiento” historiográfico.

6. La h isto rio g rafía latinoam ericana sob re rebeliones rurales es vo lu m in o sa y la lite­


ratura sob re la resistencia a fines de 1á colon ia y en las guerras de la in dependencia es en
sí m ism a extrem ad am en te rica. E n térm ino s generales, sin em bargo, estos trab ajos n o
han lo g rad o p ro p o rcio n arn o s una visió n com pleta o íntim a de la p olítica an tico lon ial a
nivel lo cal e n tre los sujetos subalternos. C o n algunas excepciones n otab les (p o r ejem plo
Fick 1 9 9 0 ; F e rre r 1 9 9 9 ; Van Y ou n g 2 0 0 1), todavía el trab ajo sobre los m o vim ien to s de la
in dependencia se con centra más en los p ro yecto s y el liderazgo criollos que en la iniciati­
v a histórica y p olítica de los sectores subalternos o su conciencia colectiva. L a más am plia
revisió n de la literatura sob re rebeliones en la h istoria de A m érica Latina es la de C oats-
w o rth (19 8 8 ). V e r tam bién M cF arlane ( 1 9 9 2 ,1 9 9 5 ) sob re rebeliones en la A m érica esp a­
ñ o la en los siglos diecisiete y dieciocho. La clásica revu elta com unal es d escrita en T aylor
(19 7 9 ) p ara M éxico. O tro s estudios sob re la región m exicana son lo s de K a tz (19 8 8 ) y
V an Y o u n g (19 9 2 ). Las re fo rm as b orb ón icas y la resistencia que p ro v o c a ro n en N u eva
G ran ad a y los A n d e s han sido tratadas en J.'Fisher (19 9 0 ). O tro s estudios sob re N ueva
G ran ad a incluyen a M cF arlane (19 8 4 ), y Phelan (197 8 ) et al. y L oy (1 9 8 1 ) sob re la im p o r­
tante revu elta C om u n era de 1 7 8 1 . La bibliografía andina será discutida con más detalle
en adelante. U n con ju n to de referencias iniciales en los A n d e s para este p erío d o incluiría
a F lo re s G a lin d o (1 9 7 6 ); O ’P h ela n (1 9 8 8 ); S te rn ( 1 9 8 7 ) ; Sala i V ila (1 9 9 6 b ) ; W a lk e r
(19 9 6 ) y S eru ln ik o v (1998).

7. M i en foqu e en la política cam pesina com parte afinidades con diferentes corrientes
de la h istoriografía y la ciencia social. Los estudios cam pesinos, que com binan perspectivas
de la econom ía política y la historiografía, han producido sofisticados análisis sobre la reb e­
lión cam pesina. Tam bién ha habido im portantes críticas p o r parte de los estudios cam pesi­
nos sobre la resistencia agraria. En una crítica a los principales postulados de la literatura
acerca de los cam pesinos com o actores políticos, Stern (1978b, 3-25) p rop u so un conjunto
de sugerencias m etodológicas cuyo valor se confirm a en nuestro estudio sob re La Paz. L os
m iem b ros de la com unidad cam pesina son tratados aquí com o agentes p olítico s que se
m ueven y negocian en un m arco de relaciones de p od er más amplias, aun cuando n o se in ­
vo lu cren en acciones colectivas abiertas o violentas. E ste trabajo m uestra tam bién que la
conciencia cam pesina n o puede ser entendida com o una visión estrecha, m isoneísta, de­
fensiva o “prepolítica”, sino que expresa creativam ente una serie de visiones culturalm en­
te específicas. N uestro estudio presta particular atención a la com pleja y central dim ensión
de la etnicidad, que p o r lo general ha sido soslayada en el estudio com parativo de los m o v i­
m ientos cam pesinos. Tam bién considera los ciclos largos y los m últiples niveles de la c o ­
yuntura que ayudaxi a situar los episodios del conflicto. E n una reflexión crítica sobre “la
cu estión agraria” y la literatu ra que ha p ro d u cid o en A m érica Latina, R o se b e rry (1 9 9 3 )

340
Notas

apunta al m ism o tem a identificado p o r Stem : la naturaleza de la práctica y la conciencia p o ­


lítica cam pesinas com o el problem a central de su análisis.

D e n tro de lo s estu d io s cam pesin os, el trabaj> fu n d am en tal d e S c o tt ( 1 9 7 6 , 1 9 8 5 ,


19 9 0 ) sob re las econom ías m orales, la resistencia cotidiana y el discurso p olítico cam pesi­
n o ha sido in co rp o ra d o en este estudio, aunque es válido an otar aquí una lim itación de su
enfoque para el caso andino del siglo dieciocho. A l m overse más allá de las visio n es lim ita­
das de la ciencia social que circunscribían la política cam pesina a las in term iten tes revu el­
tas y relaciones fo rm ales c o n fuerzas políticas nacionales (estados y p artid o s p olíticos),
S co tt privilegió m ás bien los actos de resistencia cotidianos, in fo rm ales, aislados, peque­
ñ os y encubiertos. B uscaba reivindicar la “resistencia sin p ro testa y sin organización , y
argum entó que tal resistencia era m ucho más efectiva que la m o vilizació n colectiva que
co rre el riesgo d e ser reprim ida desde arriba. E sta tendencia en el p ro p io trab ajo de Scott
m inim iza el ám bito m ás am plio de la iniciativa histórica y política cam pesina, subestim an­
do un aspecto im p o rtan te de la experiencia de la com unidad cam pesina. E ste p rob lem a
surge de u n a n o c ió n ahistórica y estática de que los cam pesinos ocupan una p osición p er­
m anente d e “debilidad” con resp ecto al grupo dom inante. E l caso del siglo dieciocho en
La Paz nos da u n ejem plo n otab le de cóm o las relaciones de p o d er se tran sfo rm an h istó ­
ricam ente en fo rm as que pueden ser favorables a los cam pesinos, quienes p u ed en optar
p o r to m ar la iniciativa en acciones abiertas y concertadas, y aun sob rep asar pactos p revia­
m en te n eg o ciad o s c o n sus jefes o con el estado. E ste p u n to se ilu stra esp ecíficam en te
com p aran d o la resistencia al pago de los diezm os en los A n d es coloniales, d o n d e la m o vi­
lización colectiva v in o a jugar un ro l preponderante, con los casos de F rancia d el período
m o d e rn o tem p ran o y M alasia contem poránea, donde la trib u tación religiosa fu e len ta­
m ente erosion ad a debido al trabajo a desgano y la oposición pasiva del cam pesinado. V e r
B arragán y T h o m so n (199 3 ) y S co tt (1987).

Se han h ech o tam bién im portantes contribuciones desde la escuela india de los E stu­
dios de la Subalternidad. E n particular, las reflexiones m etodológicas de G u h a sob re el dis­
curso contrainsurgente y su enfoque paradigmático sobre la conciencia insurgente (19 8 8 ,
19 9 9 ) han in flu id o en n u estro análisis. Finalm ente, dentro de la h istorio g rafía, R ob erto
C hoque, Silvia R ivera, y una generación de jóvenes historiadores aym aras han estado a la
cabeza de una esen tu ra “desde adentro” de la historia política cam pesina, adaptando m éto­
dos de investigación m ultidisciplinarios para representar la visió n de los actores políticos
indígenas y desplegar la m em oria histórica de la resistencia en el con texto de la organiza­
ción política y cultural de los aymaras contem poráneos (ver nota 17 , m ás adelante).

8. V er al resp ecto M allon (1990) quien elabora un m arco de análisis inspirado en fu en ­


tes g r a m s c ia n a s y pOKtestructuralistas para explicar cóm o se construyen acuerdos hegem ó-
nicos d entro de las com unidades, a p artir de condiciones diferenciadas y conflictivas que
incluyen e l género, la etnicidad y la clase, y cóm o estas cam biantes con d icion es internas
pueden d a r fo rm a a configuraciones políticas regionales y nacionales:

341
Notas

9. E ste p ro yecto es consonante c o n un n uevo cuerpo d e investigaciones sob re la cultu­


ra y las prácticas políticas cam pesinas en la historiografía d e A m érica Latina. P ara la “era de
la insurgencia” en los A nd es, las nuevas contribuciones se h an concentrado específicam en­
te en los con flictos com unales in tern os y en la transform ación de los sistemas de autoridad
indígena; las relaciones com unidad-estado y los p royectos anticoloniales cam pesinos, así
com o en la fo rm a y contenido de los discursos políticos indígenas. E jem plos al respecto
pueden encontrarse en el fo ro especial de ColoniallMtin American Review 8, no. 2 (19 9 9 ), y las
m onografías d e P e n ry (199 6 );R o b in s (199 7 ); Sala i V ila (1996b ); Seru ln ikov (199 8 ); Stavig
(199 9 ); T h u m e r (199 6 ) y W alker (1999).

10 . A pesar de la abundancia de investigaciones m ultidisdplinarias sobre los ayllus y c o ­


munidades campesinas, los estudios andinos no han desarrollado un análisis p olítico que
sea p ro fu n d o y explícito de la com unidad com o un todo, su dinámica interna y sus tra n sfo r­
m aciones estructurales a lo largo del tiempo. U na im portante contribución tem prana fue la
de Fuenzalida (1970). V er tam bién Bonilla et al. (1987).

1 1 . U n tem a fundam ental dentro de los estudios andinos y relevante para esta argum en­
tación es la naturaleza de la organización social andina y su reproducción o tran sform ación
en el tiempo. Luego de un énfasis inicial en las continuidades a largo plazo en la o rganiza­
ción social, los etnohistoriadores se han concentrado cada vez más en el im p ortan te p ro ­
blem a de la desestructuración colonial de los señoríos o federaciones étnicas prehispánicas
y en el surgim iento de com unidades campesinas locales que aún subsisten h oy en día en los
A ndes. E l problem a ha sido a m enudo visto com o una desestructuración étnica, d onde las
fuerzas e im posiciones coloniales operan com o niveladoras, al decapitar las capas sucesivas
de la organización social jerárquicam ente segmentada. Pero com o lo han d em ostrado tra­
bajos más recientes, este análisis estructural tiene limitaciones, en la m edida en que n o ha
conseguido exam inar la dinámica in tern a de la sociedad indígena, ni el m odo en que la p o ­
blación andina contribuyó p o r sí m ism a al cambio histórico a través de su p ro p ia acción.

N o vo y a detenerm e en esta trayectoria general de la organización social andina com o


un todo, p ero este estudio exam inará un aspecto clave y un m om ento fundam ental de este
proceso: la tran sform ación política específica que ocurrió en el siglo dieciocho. A q u í tam ­
bién se enfatiza, a través de un análisis estructural e histórico, el m o d o en que la p oblación
indígena, actuando en respuesta a la dom inación colonial, tran sfo rm ó la organización p o ­
lítica andina en el p eríod o colonial tardío, dando fo rm a a un p roceso de etnogénesis. V er
M urra et al. (19 8 6 ); B arragán y M olina R ivero (198 7 ); Segundo M o ren o y S alo m o n , eds.
(1 9 9 1), especialm ente las contribuciones de U rton (19 9 1) y Saignes (1 9 9 1); W achtel (199 2 );
Pow ers (1995) y A b ercro m b ie (1998).

12. A G I B uenos A ires 3 1 9 , “ Cuaderno No. 4 ”, folios 60v, 77.

13 . Sob re esta definición operativa y para un breve esb ozo histórico y lingüístico del
pueblo aymara, v e r A lb ó (1 9 8 8 ,2 2 -3 4 ). Para m ayores datos sobre la identidad aym ara con ­
tem poránea, v e r A lb ó (197 9 b ); y A lb ó et al. (1 9 8 1-19 8 7 ).

342
Notas

14 . B ou ysse 19 8 7 . Saignes 19 8 6 .

15 . A lb ó 1 9 8 8 ,2 2 - 3 4 .

1 6 . P ara u n a varied ad de fuentes e interp retaciones resp ecto al resu rgim ien to de los
m o v im ie n to s p o lític o s de base étnica aym ara, v e r R ivera (1 9 8 4 ); H u rtad o (1 9 8 6 ); A lb ó
( 1 9 8 7 , 1 9 9 1 a , 1 9 9 1 b , 1 9 9 3 ) ; C árd en as (1 9 8 8 ); P ach eco ( 1 9 9 2 ) ; C a lla ( 1 9 9 3 ) ; T ap ia
(19 9 5 ) y T ico n a (2 0 00 ).

17 . B and elier 1 9 1 0 ,1 9 ,3 4 - 3 5 . Cf. Forbes (1 8 7 0 ,1 9 9 ,2 2 7 ) y L a B a rre ([1948] 19 6 9 ). B ol-


ton ( 1 9 7 3 ,1 9 7 6 ) buscó la causa de la agresividad percibida en los aym aras en una condición
de salud, la hipoglicem ia.

18. Saavedra 1 9 0 3 ,1 7 4 - 1 7 5 . Cf. Paredes ( 1 9 0 6 ,1 1 0 - 1 1 2 ) .

19 . A p artir de los años 19 7 0 , la etnografía y la etnohistoria aym aras han adquirido un


significativo dinam ism o y han abandonado en gran medida los anteriores discursos sobre
el carácter del aymara. E l trabajo de estos autores será discutido y citado a lo largo de este li­
bro, p ero para una in troducción amplia, v e r sus contribuciones y trabajos en A lb ó (1988).
La literatura que se refiere a la dem ocracia aymara se citará en el capítulo 8. Jó v e n e s an tro­
p ólogos e historiadores aymaras, m uchos de los cuales estuvieron asociados con el Taller
de H istoria O ral A n d in a ( 1 9 8 4 ,1 9 8 6 ) , están desarrollando las pioneras contribuciones de
Silvia R ivera ( 1 9 7 8 ,1 9 8 4 ,1 9 9 1 ,1 9 9 3 ) y las de u n a prim era generación de académ icos ayma­
ras com o R. C h oque ( 1 9 7 9 , 1 9 8 6 , 1 9 8 8 , 1 9 9 1 , 1 9 9 2 , 1 9 9 2 , 19 9 3 a , 19 9 3 b , 1 9 9 6 [con T ico­
na]). V er, p o r ejem p lo , H uanca (19 8 4 ); C. M am ani ( 1 9 8 9 ,1 9 9 1 ) ; S an to s ( 1 9 8 9 1 ) ; M .E.
C hoque ( 1 9 9 2 ,1 9 9 5 ) ; T icona et al. (1995); Fernández (1 9 9 6 ,2 0 0 0 ); T icona y A lb ó (1997);
T icona (2000); y M .E. C hoque y C. M am ani (2001).

2 0. O ’P helan (1988). Stern (1987a). C oncidiendo con R ow e (19 5 4 ) y O ’P helan, Stern


(1987a, 7 2 ,8 2 ) recon oce que la presencia de brotes insurreccionales anteriores perm ite una
extensión del p eríod o hasta los años 17 3 0 .

2 1. V e r al respecto Barragán y T h om son (1993) para un estudio en el que se periodiza el


creciente co n flicto sobre diezm os en Charcas colonial.

22. R . A rz e 19 7 9 .

23. A rc h iv o G en eral de la N ación, Buenos A ires (AG N ) I X 5 -5 -3 , “Plan de la D ivisión


de la P rovincia de Sicasica” , 1 7 7 9 , folios 5 , 7v-8 . Sobre la im portante p ro d u cción y circula­
ción de coca en lo s Yungas de La Paz, ve r Lem a (1988).

24. S o b re la d e m o g ra fía y eco n om ía de la región de La Paz d u ra n te el p e río d o c o lo ­


nial tard ío, v e r K le in (1 9 9 3 ). P ara m ayor in fo rm ac ió n sob re la eco n o m ía y la sociedad
d e l siglo d ie c io c h o en C h a rc a s en g e n eral, v e r S an ta m aría ( 1 9 7 7 , 1 9 8 9 ) ; T a n d e te r
( 1 9 9 2 , 1 9 9 5 ) . S o b re la ciu d a d de L a Paz a fin e s del p e río d o c o lo n ia l, v e r B a rra g á n
(1 9 9 0 ); C re sp o et al. (1 9 7 5 ).

343
kLotás: s

25. La distribución descrita fue ordenada en la sentencia dictada p o r Francisco Tadeo


D iez de M edina, O id o r de la Audiencia. E l escribano E steban de L oza da una versión lige­
ram ente d iferente, p ero la transcripción de la sentencia de D iez de M edina parece ser una
fuente autorizada. V er A G N IX 7-4-2, “Testim onios de confesiones del reo Julián A paza y
sentencia que se p ro n u n ció contra él”, folios 36-36v. Cf. A G I Charcas 5 95, “D iario que fo r­
m o yo E steban de L oza, escribano de Su M agestad”, folios 20-20v.

26. Para más in fo rm ació n sobre las provincias Sicasica y Chulum ani, v e r el capítulo 4;
Lem a (1 9 8 8 );K le in (199 3 ).

27. C hoque h a escrito extensam ente sobre Pacajes, desde tiem pos precoloniales hasta
el siglo veinte. Para el p eríod o colonial, v e r Choque (1993).

28. S ob re Larecaja colonial, v e r Saignes (1985b ); T hom son (1999a).

2 9 . M álaga M ed in a 19 7 4 . Spalding 1 9 8 4 , 2 1 4 -2 1 6 . G ad e 1 9 9 1 . Saignes 1 9 9 1 . P enry


19 9 6 . A b e rcro m b ie 19 9 8 .

30. H u n efeld t 19 8 3 . Cahill 19 8 4 . Cf. T aylor (1996) para México.

3 1. E l sistem a tributario colonial y las respuestas frente a él han sido objeto de una ex­
tensa h isto rio g ra fía . P ara el A lto P erú, v e r Sánchez A lb o rn o z (1 9 7 8 ); Saignes (19 8 5 c ,
1987a); L arson (19 8 8 ); K le in (199 3 ); y cf. W ightm an (1990) para el Cusco.

32. P latt 1 9 8 2 ,1 9 8 8 . Hay tam bién abundante historiografía sobre el tem a de la m it’a de
Potosí; para un con ju n to de referencias, v e r el capítulo 3.

33. Cf. Saignes (19 9 1).

34. Rasnake (1 9 8 8 ,4 9 -5 3 ) nota la gran diversidad de definiciones del ayllu en la literatu­


ra y p ro p orcio n a una definición operacional para el caso de Yura. E l concepto de “com uni­
dad” y las unidades de análisis utilizadas para entender la organización social andina han
sido escudriñados p o r Segundo M oreno y Salom on (1991).

35. V e r la lista de archivos consultados al final del texto.

36. El estudio m od elo de una historia local de larga duración en los A nd es es Huarocbi-
r i de Spalding (1984).
37. D e acuerdo a los registros tributarios de 17 9 7 , los residentes de G uarina eran nueve
m il de los sesenta m il habitantes de la provincia O m asuyos (A G N X I I I 1 7 -9 -1 , L ibro 2, fo ­
lio 1084). U n in fo rm e p arroq u ial más tem prano había calculado aproxim adam ente doce
m il residentes. V er A rc h iv o de la Catedral de La Paz (AC), T om o 5 2, “E xpediente sobre la
dem arcación de las doctrinas de Guarina, Laja, Pucarani”, (1766) [1776], folios 1 1 2 - 1 4 6 .
Para el testim onio del cura, v e r el folio 1 38v.

344
Notas

Capítulo 2. La estructura heredada de la autoridad

1. E l segundo m a trim o n io de D iego C alaum ana p arece h ab e r sido c o n u n a m u jer


española, p orq u e M atías acusó a Francisco de ser un descendiente m estizo de la fam ilia
Verástegui. Para un esbozo introductorio al linaje familiar y a la sucesión de M atías Calau­
m ana, v e r A G N IX 3 0 -3 -2 , “D o ñ a M aría Justa Salazar, viu d a de d o n M atías Calaum ana
cacique de G uarina, sobre esclarecer el derecho al cacicazgo” , 1 7 8 3 , folios 15-39v.

2. A rch ivo de la Curia A rzob isp al de La Paz (AA) Libro 3 3 ,1 7 7 8 (X) N. 5 9 6 , “A u to s de


Feliciana H ancara contra el Licenciado Miguel Irusta sobre m altratos”, fo lio 97.

3. A rch ivo N acional de B olivia [ANB] Minas T. 12 8 N o. 2/M inas Cat. No. 17 5 4 , folio
37. P aram as sob re estos con flictos de tierras, v e r A N B , E C 1 7 7 4 No. 14 , folios 18 0 -2 6 8 v ;
A N B E C 1 7 7 5 [1766] No. 174.

4. A N B M inas T. 1 2 8 N o. 2/M inas Cat. No. 17 5 4 , folio 4v. A N B E C 1 7 7 6 N o. 10 9 . Para


la am onestación pública de un p árroco local y su afirm ación de que “nadie p odía m andar
sino él” en el pueblo, v e r A A , L ibro 3 0 ,1 7 7 0 (I) No. 5 9 2 , ‘A u to s de M artín C alahum ana
[sic] contra Lic. Ju an de M ondaca sobre injurias” .

5. E ste pasaje se basa en A G N D i 3 0 -2 -1, “Recurso de d on Francisco Calaum ana, indio


principal y n ob le del pueblo de Guarina, sobre que se le confirm e... el em p leo de alcalde
m ayor de naturales de dicha provincia” , 17 7 9 ; A G N IX 3 1 -3 -4 , “D o n Matías Calaum ana a
n om b re de su h erm an o Jo s é Calaumana sobre pertenecerle a éste el cacicazgo del pueblo
de Laja...” 1 7 7 8 , y un conjunto de registros censales de G uarina en Sala X III, A G N .

6. A u n q u e aquí n o p o d em o s d esa rro llar este tem a en to d a su co m p lejid a d , en este


pu n to vale la pena una nota acerca de las clasificaciones étnicas y raciales. L os “in d ios”, lla­
m ados tam bién “naturales” , eran descendientes de las poblaciones nativas de la p recon -
quista. L a c ateg o ría de “esp añ oles” era am plia. Incluía a g en te n acid a en E u ro p a
(peninsulares) y criollos descendientes de europeos p ero n acidos en las A m éricas. P ero
tam bién, aunque p o r d efecto, incluía a tod os los que n o eran indios, especialm ente a los
m estizos y a los negros. E l térm ino “m estizo” era especialm ente ambiguo. U n fu erte com ­
p on en te de su significado literal alude a la raza, y se refiere a la ascendencia “m ixta” de dis­
tintas poblaciones precoloniales. A l m ism o tiempo, la categoría de “m estizo” era atribuida
flexiblem ente a la gente según diversos criterios y m arcadores culturales. U n a subcategoría
com ún del m estizo en los A n d es era el “cholo” . Este térm ino tam bién im plicaba a m enudo
una con n o tación racial, sugiriendo una m ayor p roporción de sangre indígena que españo­
la. Pero tam bién se utilizaba para designar a los indios que habían adquirido una capa super­
ficial de atrib u to s culturales españoles, com o ser la vestim en ta eu ropea. L o s n eg ro s, la
m ayoría de los cuales eran esclavos, y la gente de ascendencia m ixta africana e india o euro­
pea (conocidos com o m ulatos, zam bos o zambaigos) form ab an o tro gru p o interm ediario
que encajaba difícilm ente en el esquema dualista del discurso colonial. D ados los diversos

345
Notas

criterios que se sob rep on en para definir las identidades colectivas en este período, para el
p ro p ósito de esta discusión em plearé el lenguaje tanto de la “raza” com o de la “etnicidad” .

7. Para una discusión historiográfica acerca de las form as que asumió esta am bivalencia
cacical, v e r el capítulo 3.

8. L ockhart 1 9 9 2 ,3 0 - 3 5 .

9. D íaz R em entería (1977) nos ofrece un m eticuloso análisis legal del cacicazgo andino
basado en la distinción abstracta entre el rango de cacique y el de gobernador. Su trabajo
con firm a la falta de claridad jurídica colonial en torn o a este asunto, y el predom inio de cri­
terios hereditarios p o r encim a de otros criterios españoles (ya sea para la elección o desig­
nación) en la sucesión. La vaguedad del estatuto de “gob ern ad or” puede verse en el hecho
de que las ordenanzas del V irrey Toledo en el siglo dieciséis, que establecían la jurisdicción
política de los pueblos indígenas, n o hacían m ención alguna á este cargo. V er Sarabia V iejo
(1 9 8 9 ,2 :2 0 3 -2 6 6 ). '
10. A N B E C 17 9 3 N o. 1 1 , folios l-3 v . D e aquí en adelante indicaré entre paréntesis a
qué p rovincia pertenece el pueblo m encionado.

1 1 . A N B E C 1 7 6 3 N o. 12 9 . fol. lv . A N B E C 18 0 8 No. 13 8 , folio 162.

12 . A N B E C 1 7 9 9 No. 1 2 1 , folios 1 5 0 -1 50v.

13. A L P E C 1 7 2 2 C. 5 4 E c . 6, folio 3v.

14. A L P E C 17 8 3 C. 10 3 E. s.n. (sin núm ero), folio 13v. A N B E C 17 8 3 N o. 19 , fol. 18v.

15. Para un conju n to de referencias fundam entales sobre este tema, v e r R ow e (195 4 );
G isb ert (1980); F lores G alindo (1987); Burga (1988).

16. M esa y G isb ert 1 9 8 2 ,1:180. Burga 19 8 8 ,3 3 5 . Rowe (1 9 5 4 ,2 1 ) también encontró que
los nobles Inkas del Cusco en el siglo dieciocho practicaban la falsificación genealógica.

17 . A L P E C 1 7 4 0 C. 67 E. 3, folio 18. E l patrim onio cultural de los G uarachi ha sido


exam inado cuidadosam ente p o r G isb ert (1 9 8 0 ,19 9 2 ). Sobre la genealogía y sucesión de la
familia G uarachi, v e r el A rch ivo de la Biblioteca C entral de la U M S A (A BU M SA) No. 19 1
(180 5 ); U rio ste (1978) y C hoque (1993b).

18 . U n g ru p o de estos retratos ha sido localizado y descrito p o r G isbert (1992). Sob re


la fiebre de retratos en el siglo dieciocho y su uso político p o r parte de los caciques, v e r tam ­
bién G isbert ( 1 9 8 0 ,9 7 ,1 5 2 ) .

19. Las distorsiones cronológicas en esta relación familiar acerca de los fundadores del
linaje y su alianza con los Inkas han sido mencionadas p o r G isbert (1 9 8 0 ,9 3 -9 4 ).

20. A B U M S A No. 1 9 1 (1805).

346
Notas

2 1 . A L P E C 1 7 4 0 C. 67 E. 3, folio 23 y folio sin num erar al final del expediente. A B U M -


S A N o . 1 9 1 , fo lio 1 3 .

2 2 .A B U M S A N o .1 9 1 (180 5 ), folios 3 3v-4 0. A B U M S A No. 1 8 6 (1 8 0 1), folios l-3 v .

23. A N B E C 1 7 5 6 N o. 7 2 , folio 39.

24. A N B E C 1 8 0 2 N o. 4 8 , folios 3v-4.

2 5. P ara lo s p rin cipio s tradicionales de sucesión, v e r P latt (1 9 8 8 , 3 7 6 -7 7 ). C f. C h o ­


que ( 1 9 9 3 ,3 0 ) .

2 6. T utino 19 8 3 . L avrin y C ou tu ñer 19 7 9 . Para más datos sobre la dinám ica de la suce­
sión cacical, v e r tam bién D íaz Rem entería (1977).

2 7. Cum m ins 1 9 9 1 . Cf. G isb ert (1 9 8 0 ,1 9 9 2 ).

2 8. B untix y W u ffard en 1 9 9 1 . E l análisis que hacen estos autores acerca de la am biva­


lencia discursiva y las estrategias simbólicas de los caciques en la pintura colonial com p le­
m enta el p re v io trabajo literario de autores com o A d o rn o (1986) sob re lo s cronistas indios.
V er tam bién S alo m o n (198 2 b ). Su argum ento es que G arcilaso p ro p o rc io n ó un m o d elo
paralas estrategias cacicales en el m ovim iento neo-Inka. V e r tam bién G isb e rt ( 1 9 8 0 ,1 9 9 2 ).

29. A p artir del ensayo, de F lores G alindo (198 7 ), y com o respuesta a una cuestión plan­
teada p o r Stern (1987a, 75), estam os en posición de reu n ir un cuerpo de estudios sob re la
cultura de la n obleza indígena, la form ación de clases rurales y la reb elión andina, con el fin
de explicar el surgim iento de las “utopías insurreccionales” neo-Inkas en el últim o p eríod o
colonial. V er tam bién lo s capítulos 5 y 6 de este libro.

3 0. B u n tix y W u ffard en (1 9 9 1) se ocupan de los caciques nobles de la región del Cusco,


H u aroch irí y L im a. S o b re la aspiración re c u rren te a una “u to p ía an d in a” en la h istoria
peruana, v e r F lores G alin d o (1987) y Burga (1988). D ichos autores han usado esta noción
para d efin ir un ideal de tran sform ación social, a veces inconsciente y a veces explícitam en­
te articulado a través del m ito, la literatura y los proyectos políticos, que estaría basado en
un sentido característico de la identidad y la historia andinas, a m enudo asociado sim bóli­
cam ente con la idea de un re to rn o a la soberanía Inka.

3 1.R o w e 19 5 4.

32. S ob re el grabado de D e la Cueva, su origen, variantes e interpretaciones, v e r G isb ert


( 1 9 8 0 ,1 1 7 - 1 4 6 ) y B untinx y W u ffard en (1991).

33. A N B E C 1 7 9 6 N o. 9 7, folio 1 1 . La conciencia de los caciques acerca de la transm i­


sión hereditaria de la n ob leza indígena da p o r supuesta la continuidad histórica en tre el
Inka y los reyes católicos, quienes en última instancia sancionaron su elevado rango. U na
ilustración al respecto puede verse en el caso de M anuel Chiqui Inga Charaja de Ju li (Chu-

347
Notas

cuito). E l reconstruyó su condición de hidalgo hasta un antepasado gentil que habría sido
“con firm ad o” p o r el soberano Inka G uayna Capac, y señaló que su linaje había sido reco ­
nocido p o r Carlos II en el siglo dieciséis y p o r Felipe V en 1 7 0 1 (ALP E C 1 7 2 2 C. 5 4 E. 6,
folios 3v-5).

3 4 . G isb e rt 1 9 8 0 , 9 5 -9 7 , y 1 9 9 2 ,7 8 -8 3 . A to n o con el revisionism o de B u n tin x y W u f-


farden, podríam os especular que estos m otivos fo rm aro n p arte de estrategias y discursos
políticos más sutiles, que en realidad estarían reflejando tina atenuación de la lealtad caci­
cal y una alianza con fuerzas eclesiásticas que eran sem i-independientes del estado c o lo ­
nial. V er tam bién los com entarios de G isb e rt sob re la alegoría de H ércules y A p o lo , en
o tro m ural de la iglesia de Carabuco, cuyo m ensaje respecto a la autoridad secular y re li­
giosa es similar.

35. A L P E C 1 7 8 3 C. 10 3 E. s.n., folios 1 3 v -15 . Sobre los escudos de arm as de las fam i­
lias cacicales, v e r G isb e rt ( 1 9 8 0 ,1 5 7 -1 6 2 ) y A r z e y M edinaceli (1991).

36. A N B E C 17 5 5 No. 66, folio 13 1 . A N B ÉC 17 5 6 No. 13 0 , folio 12v.

3 7 O b viam en te,'co n esto n o se niega el h ech o de que, desde los cro n istas n ativo s
a n d in os de p rin c ip io s del siglo diecisiete h asta T upac A m a ru , h u b o e n tre sus filas
corrien tes subversivas que desafiaron la legitim idad de la conquista. Sin em bargo, sería
m uy difícil d em o strar la existencia de tales desafíos en m uchas de las proclam as oficiales
de los caciques resp ecto de sus servicios m ilitares a la corona. T am bién vale la p ena in sis­
tir cóm o el tem a, discutido an terio rm en te, de la n ob leza hereditaria sancionada p o r el
m on arca español p odía con ten er una legitim ación im plícita de la conquista. P o r ejem plo,
el cacique de Ju li (ver nota 33 de este capítulo) se pron u n ció en defensa de su con d ición
de n ob le, la cual habría sido ratificada y registrada a p artir de la conquista (A L P E C 1 7 2 2
C. 5 4 , E. 6, fo lio 4v).

38. A L P E C 1 7 4 0 C. 67 E. 3, fo lio s 2 3 -2 3 v ; se hacen referen cias a este cu ad ro en un


fo lio sin n u m eració n al fin al del expedienta. S o b re la reb elió n U ru , v e r W ach tel 1 9 9 0 ,
3 8 2 . S o b re lo s servicio s de P edro G uarachi y sus antepasados “desde que d e n tra ro n los
españoles a la conquista y descubrim iento de lo s naturales de estos rein o s” in clu yen d o
a F ern an d o A ja ta C am aqui que habría despachado una carga de o ro al V ir re y T oled o
p ara ap o yar la g u erra de F elipe II c o n tra “el T u rc o ” , v e r A B U M S A , N o. 1 9 1 (1 8 0 5 ),
fo lio s 2 6 -3 0 y 40v.

39. A N B E C 1 8 0 8 No. 1 3 8 , folios 15 0 v -166 v .

40. A N B E C 1 7 9 6 No. 9 7, folio 9.

4 1. A N B E C 1 7 7 1 No. 2 7 , folio 44. E n palabras de G isbert (1 9 8 0 ,1 6 0 ), “L a im p o rtan ­


cia que se da a la distinción nobiliaria indica cuán próxim os estaban nuestros caciques del
excesivo p u n d o n o r caballeresco que caracteriza a los españoles del siglo de o ro ” .

348
Notas

42. G u tiérrez 1 9 9 1 ,1 4 8 - 1 5 0 ,1 7 8 - 1 8 0 ,1 9 0 ,1 9 4 ,2 0 6 .

43. A N B E C 1 7 7 1 , No. 2 7, folios 31v, 36v, 3 8 , 41v. A L P E C 1 7 8 6 C. 1 0 7 , E . s.n., folio


93 v y un folio sin num erar.

4 4. A G N I X 5 -6 -1 , “Indios d e je sú s de Machaca contra su cacique P edro R am írez de la


Parra”, 1 7 9 5 , folios 1 - 1 1 .

45. A N B E C 17 8 3 No. 7 6, folio 29. A N B C olección Ruck 17 8 3 N o. 1 1 3 , fo lio 4 2.

46. A rc e y M edinaceli (1 9 9 1 ) realizan una in terp retación de lo s sutiles sim b olism os


interculturales contenidos en el escudo de armas del linaje A ya v in de Sacaca.

4 7. Rasnake (1 9 8 8 , 2 1 5 -2 1 6 ) o frece evidencias iconográficas de varas prehispánicas,


precursoras de la variante colonial, tomadas de los sitios Chavín y Tiwanaku. Patrice L ecoq
localizó evidencias arqueológicas similares en el sur del altiplano (Presencia, 2 9 agosto 1992).

48. E n la m o vilizació n de 1 7 9 5 en Jesús de M achaca, los rebeldes com u n icaron a su


regidor que sería castigado si continuaba blandiendo su bastón de m ando (A L P E C 1 7 9 5 C.
1 2 2 E . s.n. fo lio 11 ). Rasnake (1 9 8 8 ,2 1 0 -2 3 0 ) ofrece un im portante análisis del sim bolism o
y ritual en to rn o a la v a ra de autoridad en Yura. Asim ism o, discute o tro de los sím b olos p olí­
ticos de la com unidad, el ro llo o pilar de justicia, ubicado en el centro de la plaza, que desde
tiem pos coloniales posee una am bivalencia semántica similar.

49. E sta descripción h a sido sintetizada a p artir de los siguientes expedientes: A N B E C


17 9 3 N o. 1 1 , folios 3 0 ,1 2 3 ; A N B E C 17 8 5 No. 4, folio 5; A N B E C 1 7 5 4 N o. 6 2, fo lio s 2 7 v -
28; A N B E C 1 7 4 5 N o. 4 2 , folios 13-13v.

50. A N B E C 1 8 0 8 No. 13 8 , folio 147.

5 1. P odría hacerse aquí una excepción, aunque p oco significativa. L os testim onios de
estos hechos tom an debida nota de que nadie de los presentes se op u so a la designación del
cacique. Sin em bargo, la oportunidad de plantear objeciones a estos p roced im ien tos, que
era com ún en E u rop a en las cerem onias de posesión feudales de la edad m edia, en realidad
no parece h ab er estado dirigida a los m iem bros de la com unidad, quienes en to d o caso no
hicieron u so de ella.

52. Para una visió n m ás am plia de la historiografía sobre el cacicazgo, su legitim idad y
funciones de m ediación, v e r el capítulo 3.

53. Citado en C am pbell (1 9 8 7 ,1 3 3 ).

5 4. A N B E C 1 7 5 8 , N o. 1 5 1 , fo lio s 1-2 . P uede tam bién m e n c io n arse el caso de lo s


indios de Y aco (Sicasica), que se quejaron en 17 9 6 contra su cacique, señalando que Jam ás
nos defiende c o m o se debe; más es que hasta los deslindes de las tierras de com unidad no
sabe d efen der com o debe” (AN B E C 17 7 2 , No. 4 2 , folio 1).

349
Notas

55. A N B E C 17 9 3 , No. 1 1 , folio 162. A L P E C 17 8 6 C. 10 7 E. s.n., folio 60v.

56. B e rto n io 1 9 8 4 , 1 :342 y 2 :2 7 5 ,2 8 8 ,3 1 4 . V er A lb ó (19 8 8 ,4 0 4 ).

5 7. V er la exhaustiva revisión que hace Salom on (1982a) de la etnografía andina de los


años 19 7 0 . E n tre las interpretaciones más profundas y originales sobre las autoridades tra­
dicionales, que tienen el m érito de com binar perspectivas históricas y con tem p orán eas,
puede m encionarse a Rasnake (19 8 8 );T ic o n a y A lb ó (1997), A bercrom b ie (1998). Para una
recapitulación del papel de las autoridades en las actuales com unidades aymaras, v e r C árter
y A lb ó (1 9 8 8 ,4 7 8 -4 8 7 ) y Ticona et al. (1 9 9 5 ,7 9 -9 5 ). O tras referencias bolivianas incluyen
a C árter (1 9 6 4 , 3 5 -4 2 ); B uechler y B uechler (1 9 7 1 , 68-89); C árter y M am ani (1 9 8 2 , 2 4 7 -
2 8 6 ); A y llu S artañ an i (1 9 9 2 , 5 5 -10 7 ) y F ernández (2000). E n tre lo s estudios h istórico s
sob re el E cu ad o r puede m encionarse a G u errero (1989) y M oscoso (1989), y sob re C o lo m ­
bia los trabajos de R ap p ap ort (199 0 , 1994). La literatura m exicana es más extensa que la
andina en este cam po, y presta particular atención al gobierno del cabildo en los pueblos
indígenas y a la jerarquía de cargos civiles-religiosos contem poráneos. E jem plos de estu­
dios h istórico s incluyen G ib so n (19 6 4 ); Farriss (19 8 4 ); Chance y T aylor (1 9 8 5 ); G arcía
M artínez (198 7 ); Carmagnani (1988); H askett (1991) y L ockhart (1992).

58. Toledo estableció un gobierno form ado p o r dos alcaldes, dos regidores y un alguacil.
V er el título I, ordenanza I de las “O rdenanzas generales para la vida com ún en los pueblos
de indios”, emitidas en A requipa el 6 de noviem bre de 15 7 5 y publicadas p o r Sarabia V iejo
(1 9 8 9 , 2 :2 17 -2 6 6 ). Las Leyes de Indias especificaban que los pueblos m ayores a ochenta
familias debían ten er dos alcaldes. V er el libro V I, título III, ley x v de la R ecopilación de
Leyes (1943). La Palata decretó que dos alcaldes, dos regidores y un alguacil m ayor debían
gobernar cualquier pueblo de más de doscientos tributarios (AN B EC 17 6 0 , No. 1 1 , folio
3 19 v ). U n p ar de ejemplos puede ilustrar la variabilidad local en el caso de los alcaldes. Los
m iem bros de la m arka de U llom a (Pacajes) indicaron que la existencia de dos alcaldes ord i­
narios y un alcalde m ayor era la norm a, “com o es asentado en todos los pueblos” (AN B E C
1 7 5 2 No. 3 9 , folio 4). U n registro del núm ero de alcaldes en los pueblos del partido de C hu­
lum ani n os m u estra algunos con tres y o tro s hasta con cuatro alcaldes (A G N I X 7 -7 -4 ,
“Sob re el in fo rm e que hacen los com isionados para la revisita”, 18 0 2 , folio 17).

59. Se hace una m ención explícita al papel del segunda com o “ teniente de cacique” en
u n docum ento de Challapata, en el partido de Paria (AN B EC 1 7 9 0 No. 2 9, fo lio 54). V er
tam bién A N B E C 17 8 5 No. 23, folio 85. Se conoce del caso de un segunda que ocupó el
cargo en T iw anaku (Pacajes) durante treinta y tres años (ANB EC 17 7 9 , No. 18 , fo lio lOv).

60. E n Laja y Pucarani, los jilaqatas eran responsables de recaudar el tributo en sus res­
pectivos ayllus, m ientras que los segundas lo recaudaban entre los indios que trabajaban en
las fincas de españoles de su jurisdicción (ALP E C 1 7 9 0 C. 1 1 5 , E. s.n., folio 2 2 v ). E n lo que
parece ser el arreglo más com ún, el segunda ayudaba al cacique a recaudar el tributo de los
jilaqatas en toda su parcialidad (ALP E C 17 8 6 C. 10 7 , E. s.n., folio 2). D e acuerdo con su

350
Notas

fu n d ó n principalm ente tributaria, m uchas veces el segunda recibía el n o m b re de “ conta­


d or” o “recep to r de tributos” (A N B E C 17 7 8 No. 4 1 , folio 4 5 v ; A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 5 E.
s.n., folio 1).

6 1. Para ten er in fo rm a c ió n com parativa sobre el g o b iern o del cabildo, v e r Spalding


(198 4 , 2 1 6 -2 2 2 , 2 34 ); H askett (19 9 1) y, para el caso de España, B eh ar (1986).

62. A N B E C 1 7 7 9 N o. 18 , fo lio s 9v-10v. E n la capital p rovin cial de A zá n g aro , al alcal­


de ordinario de p rim er v o to se le o rd en ó “adm inistre justicia en todas las causas civiles y
criminales... y en las cosas civiles y ordinarias no hará procesos sino que lo s resu elva breve
y sum ariam ente a quien convenga” (A G N IX 3 5 -3 -6 , “E lecciones del p u eb lo de A zán g a­
ro del año 1 7 8 0 p o r lo que respeta a los alcaldes indios” , 1 7 8 0 , fo lio 1). V e r tam bién A L P
17 8 3 C. 1 0 3 E. s.n., fo lio s 4 9 -5 0 v ; y A N B M inas T. 1 4 8 E C 1 7 3 1 N o. 4 8 , fo lio 3v/ C at.
M inas N o. 1395a.

6 3 . L a d iversid ad de fu n cio n es locales se ex p resó o ca sio n alm e n te en títu lo s com o


el de “ alcalde de cajas” , u n a su erte de te so re ro (A N B E C 1 7 7 7 N o. 7 1 , fo lio 1 3 3 ) , o
“alcalde d e balsas” .

6 4. Existe considerable docum entación al respecto, p articu larm en te para las p ro v in ­


cias vecinas de Paria y Carangas, en los expedientes coloniales del A N B corresp on d ien tes a
estas décadas. Ver, p o r ejem plo, A N B EC 1 7 8 4 No. 17 ; A N B E C 1 7 8 9 N o. 3 8 ; A N B EC
17 9 3 No. 136. E n L a Paz se llevaron a cabo procedim ientos de reco n firm a ció n fo rm al de
los alcaldes durante esta m ism a época (ALP E C 1 7 8 9 C. 1 1 3 E. s.n., 3 4 folios).

65. A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 5 E. s.n. (1 4 1 folios), folios 64-64v.

66. A L P E C 1 7 9 5 C . 1 2 2 E. s.n., folios 1 , 4v.

67. A L P E C 1 7 9 6 C. 12 3 E. s.n., folio 2. A N B E C 17 5 3 N o. 7 0 , fo lio lv . V e r tam bién


A N B E C 17 9 6 N o. 10 7 , fo lio s 1-3.

68. A N B E C 1 7 6 0 No. 1 1 , folio 326v.

69. E sta revisión de las fu n d o n e s de las autoridades locales ha privilegiado a las p rin d -
pales figuras políticas a nivel de las com unidades. E l capitán en terad o r de la m it’a de P otosí
era otra autoridad prestigiosa, pero que parece n o haber ejerd d o p o d e r político alguno. La
presencia del escribano era rara en la m ayoría de pueblos, y los fu n d o n a rio s edesiásticos,
com o ser el m aestro de capilla, el cantor, el sacristán y el fiscal, así com o los alfereces, p rio s­
tes y estandartes de las fiestas, estaban al m argen del sistema de autoridades d viles. E l con­
tador, que se cita com o recolecto r de tributos en algunos pueblos, se identifica en ocasiones
con la segunda p erson a en el nivel de la pardalidad. U n título h on o rario supracom unal ejer­
cido p o r indígenas nobles y que se v o lv ió obsoleto h a d a m ediados del siglo era el alcalde
m ayor p ro v in cial (A N B E C 1 7 7 0 N o. 12 5 , fo lio 17 . A G N I X 3 0 - 2 - 1 , “R ec u rso de don
F ran d sco Calahum ana... sobre que se le con firm e p o r este superior g o b ie rn o el em pleo de

351
Notas

alcalde m ayor de naturales de dicha provincia”, 1779). R ecordem os tam bién el título h o n o ­
rario de Jo sé Fernández G uarachi com o alcalde m ayor de los cuatro suyus, al que nos refe­
rim os con anterioridad.

70. A N B E C 1 8 0 2 No. 13 , fo lio s 2-8v.

7 1. A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 5 E . s.n., fo lio 2 8. El subdelegado de O m asu yos c o n firm ó que


la designación del segunda p o r p arte del cacique era una práctica consuetudinaria (A N B
E C 1 8 0 7 N o. 1 2 , fo lio 14 v ). V e r tam bién A N B EC 1 7 9 0 N o. 2 9 , fo lio 54. La situación
e x c e p c io n al d el n o m b ra m ie n to de segundas p o r p a rte de fu n c io n a rio s c o lo n ia le s se
debió p ro b ab lem en te al d erru m b e del cacicazgo a nivel local. V e r p o r ejem p lo A L P E C
17 9 7 C. 1 2 4 E. s.n.

72. Rasnake 1 9 8 8 ,1 0 0 - 1 0 1 . A b ercrom b ie ha señalado que esta situación revestía simi­


litudes con el balance de p o d er entre los concejos m unicipales y los señores feudales en
Castilla. Los argum entos de A b ercro m b ie (19 9 8 , 237 -25 8 ) plantean una radical tra n sfo r­
m ación de la sociedad indígena bajo el V irre y Toledo, ya que los ayllus fu ero n “integrados”
a los nuevos p ueblos de reducción coloniales. Las prescripciones de T oledo para estas elec­
ciones fo rm an el título I de las O rdenanzas citadas anteriorm ente.

73. E l térm in o aparece rara vez en la docum entación, y se usa m ayorm ente para indicar
una “asam blea” , m ás que una institución p erm an en te del cabildo. U n subdelegado, p o r
ejem plo, declaró que “ fo rm ó cabildo” (A LP EC 17 8 3 C. 10 3 E. s.n., folio 50). La descrip­
ción que sigue de las elecciones de autoridades del pueblo se h a tom ado de varias fuentes,
incluyendo un conju n to de docum entos del A N B de fuera de La Paz, especialm ente de los
partidos de Paria y Carangas en los años 1 7 8 0 y 1790. Este m aterial com plem enta la escasa
in form ación de que disponem os para La Paz y nos perm ite com pletar el cuadro de la situa­
ción en el altiplano.

74. A L P E C 1 7 8 3 C. 1 0 3 E. s.n. A N B E C 17 8 6 No. 2 19 .

75. A N B E C 1 7 9 6 No. 2 4 5 , fo lio 6. O tro docum ento que se refiere a la pluralidad del
v o to se encuentra en A N B E C 1 7 9 6 No. 10 7 , folio 3. E l subdelegado de Pacajes dio ins­
trucciones procedim entales precisas en 17 8 3 : “Los electores... pon d rán p o r su graduación
los v o to s (que deberán traer escritos en unos papelillos) dentro de una cantarilla o vaso, y de
él se irá n sacando p o r él que hiciese cabeza y lo s que más v o to s ten gan , esos serán lo s
em pleados” . H ay varias razones que nos perm iten suponer que las prescripciones del sub­
delegado n o siem pre eran obedecidas en la práctica, entre ellas su p ro p ia insistencia en la
“ form alidad debida” (A LP E C 1 7 8 3 C. 10 3 E. s.n. folio 3). D e l m ism o m odo, puede supo­
nerse que la elección verb al era una práctica más com ún que la votación p o r escrito (AN B
E C 17 8 6 N o. 36).

76. A L P E C 1 7 8 3 C. 10 3 E. s.n., folios 3v-4.

352
Notas

77. L a legislación colonial a este respecto h a sido citada p o r H askett ( 1 9 9 1 ,3 0 ) para el


caso de N ueva España.

78. C on referencia al cabildo indígena de la ciudad de M éxico en el siglo dieciséis, G ib -


son (19 5 3 , 222) argum entó que la sistemática rotación de los alcaldes según sus barrios
deriva directam ente de los procedim ientos vigentes en el país de origen [España]”. E n el
Perú, Toledo in stru yó sob re la distribución de los cargos entre las parcialidades y ayllus,
para im pedir desequilibrios de poder. Ver el título 1 de la ordenanza V III en Sarabia V iejo
(198 9 , 2. 2 17 -2 6 6 ). Q ueda p o co claro si para ello tom ó en consideración n orm as preexis­
tentes españolas o andinas. E n el caso peruano, podem os tan sólo su p on er que existió una
convergencia entre algunas prácticas medievales españolas, los intereses del estado colo-
nial, y los principios de la m it a o turno rotativo vigentes en los ayllus andinos.

79. A N B E C 1 7 5 2 N o. 3 9 , folio 4v. O tras evidencias sob re el cargo de alcalde com o


puesto rotativo se encuentran en A N B E C 1 7 7 4 No. 18, folio 4 6 v ; A N B E C 1 7 9 6 N o. 2 45,
folio 2 v ; y A N B E C 1 7 8 6 N o. 36.

80. Para el caso de G uaqui, v e r A N B EC 17 7 1 No. 2 7, folios 25v, 26v: O tras pistas que
sugieren la fo rm a rotativa de elección d é lo s alcaldes según los turnos de sus ayllus y parcia­
lidades, pueden hallarse en A N B EC 18 0 2 No. 13 , folios 2 0 , 2 2 v ; A N B E C 1 7 7 9 N o. 12 7 ,
folio lv ; A N B E C 1 7 8 6 No. 2 1 9 ; y A N B E C 17 9 6 No. 10 7 , folios lv , 3.

8 1. P latt (198 7 b ) dem uestra una organización similar del ayllu en la organización de las
cofradías del siglo dieciocho y sus equivalentes en las fiestas patronales del siglo vein te en la
zona ru ral de P otosí. V er tam bién el análisis contem poráneo e h istórico de A b e rcro m b ie
(199 8 ) del sistem a de cargos civiles y religiosos. E videncia etn o g ráfica ad icion al puede
encontrarse en R asnake (1 9 8 8 ,6 5 -6 9 ) y en Ticona y A lb ó (1 9 9 7 ,6 5 -8 7 ).

82. A N B E C 1 7 5 3 N o. 7 0. V e r el título I, ordenanza V de las ordenanzas de T oledo cita­


das en Sarabia V iejo (1 9 8 9 ,2 :2 1 7 -2 6 6 ).

83. H askett 1 9 9 1 . A l in fo rm a r sobre las elecciones en T arabuco (Y am paráez), el sub­


delegado escribió: “L a elección fue practicada p o r pluralidad de v o to s de los g o b ern ad o ­
res, alcaldes y regid ores de lo s respectivos ayllus y parcialidades del p u e b lo ” (A N B E C
17 9 6 No. 10 7 , fo lio 3).

84. A N B E C 1 7 6 0 N o. 1 1 , folio 15 0 . A N B E C 17 7 4 No. 18 , folio 46v.

85. S o b re la id eo lo g ía actual de estos servicio s, en p a rticu la r la n o c ió n de lo s cargos


c om o “cargas” y o b lig acio n es hacia la com unidad, y so b re la d e fe re n c ia que se esp era
de las au to rid ad es com u nales, v e r C á rte r y A lb ó (1 9 8 8 , 6 5 -8 7 ). V e r tam b ién R asnake
( 1 9 8 8 ,7 2 - 8 9 ) p ara el caso d e los tu rn o s de servicio (kamachi) y la d e fe re n c ia de las au to ­
ridades en Y ura.

353
Notas

86. A L P P adrones Coloniales (PC) O m asuyos 1 7 5 7 , fo lio 13 2 . Todavía estam os a la


espera de m ayores investigaciones que perm itan clarificar la decadencia de la nobleza indí­
gena, en la cual debería tom arse en cuenta las restricciones impuestas p o r el estado al reco ­
nocim iento de los nobles, los cam bios dem ográficos y el im pacto de los ciclos económ icos
rurales. E l estudio de casos com parativos relevantes sobre las fortunas de la nobleza indí­
gena en el p eríod o colonial puede encontrarse en Spalding (1 9 8 4 ,2 3 0 -2 3 8 ); G ib so n (1960);
Farriss (1 9 8 4 , 2 2 7 -2 5 5 ); G arcía M artínez ( 1 9 8 7 ,1 8 2 - 1 9 0 ) ; H askett ( 1 9 9 1 ,1 3 2 - 1 3 7 ,1 9 6 -
202); L ock hart ( 1 9 9 2 ,1 1 0 - 1 1 7 ) y G a rre n (2002).

87. A N B E C 1 7 7 0 N o. 12 5 . Para otros casos de pobreza entre los nobles, v e r A N B EC


1 7 4 6 N o. 6 6 ; A N B E C 1 7 5 2 No. 7 6; A L P 17 8 6 C. 10 6 E. s.n., folio 10.

88. Para el caso de artesanos de origen noble, v e r A N B E C 1 7 5 8 No. 1 1 4 ; tam bién el


n o tab le caso de Blas Tupac A m a ru Inka, quien even tu alm en te e n co n tró trabajo en La
Plata, practicando el “oficio n o b le ” de la pintura (AN B E C 17 7 1 No. 4 0 , folio 42v). E n los
años 1 7 5 0 , el organista y el harpista del santuario de Copacabana eran nobles (AN B EC
1 7 5 6 No. 1 1 9 ; A L P P C O m asuyos 17 5 7), al igual que el m aestro de capilla de Carabuco en
1 7 5 4 (AN B E C 1 7 5 9 N o. 138).

89. E n 1 7 5 6 , el sep tu a g e n a rio D ieg o F ern an d ez G u ac h alla era alcalde m a y o r de


P ucaran i, m ien tra s H ilario C h ale o Y upanqui sirv ió com o alcalde o rd in ario de p rim e r
v o to en C o p acab an a (A N B E C 1 7 7 3 N o. 8 3 , fo lio 19 v ). A m ed iad o s del siglo d iecio ­
cho, el en veje c id o n o b le M arco s Q uispe p re stó servicio s p o r trein ta y tres años c o m o
segunda p e rso n a y fu e dos veces alcalde o rd in ario de T iw anaku (A N B E C 1 7 7 9 N o.
1 8 , fo lio s 1 0 v - 1 4 v ) .

90. E n 1 8 0 6 , lu eg o de años de litigios, Jac in to in te n tó tam b ién o b ten e r el cargo p e r­


m an en te de segunda p e rso n a en lo s m ism os ayllus que sus an cestros habían re p re se n ­
tado en el pasado. P ero el p ro p io in ten to de o b lig ar a los caciques a re c o n o c e rlo y al
estad o a ap o yar sus p re te n sio n es n os m u estra la fragilidad de su em presa. V e r A N B E C
1 8 0 7 N o. 12 8 .

91. M ientras los n ob les Inkas que vivían en Copacabana n o pagaban tributo, los que
residían e n ju li (Chucuito) fueron obligados a pagarlo (ALP PC O m asuyos 17 5 7 , folio 13 2 ;
A N B E C 1 7 4 6 N o. 66). Para m ás in fo rm ac ió n sob re las exen cion es tributarias de los
nobles, v e r A N B E C 1 7 5 3 No. 4 0 ; A N B Minas T. 1 2 7 No. 8/Cat. Minas No. 15 7 9 ; A N B
E C 1 7 5 8 No. 1 1 4 ; A N B E C 1 7 6 2 No. 18.

92. A N B EC 1 7 5 3 No. 4 0, A N B Minas T. 12 7 No. 9/M inas Cat. No. 15 3 9 , fo l 1. Para


una m uestra de otras peleas entre caciques y nobles y el discurso de los nobles respecto a
estatus, v e r A N B E C 1 7 4 6 No. 66; A N B Minas T. 1 2 7 No. 4/M inas Cat. No. 15 0 8 ; A N B
E C 1 7 5 4 No. 10 6 ; A N B M inas T. 12 7 No. 8/Cat. M inas No. 15 7 9 ; A N B EC 17 5 9 No. 13 8 ;
A N B E C 1 7 6 2 No. 18 ; A N B E C 1 7 7 1 No. 2 7, folios 1 2 - 1 4 ,6 9 .

354
Notas

93. ANB E C 1 8 0 7 No. 1 1 , folio 75.

94. A N B E C 1 7 5 6 No. 13 0 , folios 18v, 2 7 , 3 1 , 3 7 , 59v.

95. A N B E C 18 0 3 C. 1 3 6 , E. 34. Este expediente es de lejos la explicación m ás explíci­


ta de los asuntos que n os interesan aquí. Lam entablem ente, se halla m u y d eteriorad o y algu­
nas de algunas páginas im portantes resultan h oy ilegibles.

96. G ib so n 1 9 6 4 , 1 5 5 . Spalding 19 8 4 , 2 2 0 , 222. E n la legislación colon ial, el térm in o


podía aludir sim plem ente a los “indios de distinción” (Solórzan o 1 9 7 2 ,3 3 5 ) .

97. Los m iem b ros de la com unidad denunciaron al cacique de Curaguara (Pacajes) p o r
castigar a los alcaldes, regidores y jilaqatas “ sin m iras a los h o n ro so s em pleos y de distinción
con que están ad orn ad os en el tiem po de sus em pleos” (A L P E C 1 8 0 2 C. 1 3 4 E . 2 0 , fol.2).

98. E l V irre y d é la Palata hizo esfuerzos para clarificarla cuestión de las exenciones para
el caso de fu ncionarios sin origen noble a fines del siglo diecisiete; v e r A N B E C 1 7 6 0 No.
1 1 , folios 3 1 9 -3 2 0 .

9 9. A G N Sala X I I I 17 -7 -4 , Padrones, La Paz, 1 7 9 2 - 1 7 9 4 , L ibro 3, fo lio s 3 4 7 -3 4 8 v . Para


m ayores p istas so b re la asociación entre originarios, p rincipales y n o b les, v e r A N B E C
17 9 6 No. 97, fo lio 1 1 ; A N B E C 1 8 0 2 No. 32, folio IV; A G N I X 7 -7 -4 , “S o b re el in fo rm e
que hacen los com ision ados para la revisita” (Chulumani) 1 8 0 2 , fo lio 1. La etn ografía con ­
tem poránea c o n firm a que en la actualidad sólo los m iem bros de la com unidad con acceso
pleno a tierras com p arten las cargas y gozan del rango corresp on d ien te a cum plir con los
cargos de autoridad. Para el periodo colonial, v e r W igh tm an (1990).

10 0 . Vale la pena record ar que los principales estaban presentes en las cerem onias de
nom bram iento de nuevas autoridades. Ver, p o r ejem plo, A N B E C 1 8 0 2 N o. 13 , folios 2 v -
3; A N B E C 1 7 8 6 N o. 2 19 .

1 0 1 . Para u n análisis político y de género de los notables de las com unidades en el últi­
m o p eríod o colonial en M éxico, v e r Stern 1 9 9 5 ,1 9 9 - 2 0 4 .

10 2 . S o b re M éxico, v e r Chance y Taylor (1985) y F arriss (1984). E l clásico artículo de


Fuenzalida (19 7 0 ), que postula la existencia de una jerarquía unificada en el P erú con tem ­
poráneo, sostiene que existe una m atriz colonial en este sistem a, p e ro n o especula acerca de
su integración o sob re su desarrollo a través del tiempo. V er tam bién A b e rcro m b ie (19 9 8 ,
especialm ente 2 9 1 - 3 0 4 , 504) para los A nd es del sur. T am bién él se re fre n a de especular
sobre los orígenes de este sistema aparentem ente m ixto, p ero lanza la hipótesis de que un
sistem a de cargos y fiestas consolidado habría florecido en el altiplano aym ara a fines del
siglo dieciocho. V e r al respecto Saignes (1 9 9 1 ,1 2 2 - 1 2 4 ) y Platt (1987b ).

10 3 . A L P E C 1 7 9 4 C. 1 2 1 E. s.n., folio 1. Para otras evidencias relativas a la escalera de


tandas, v e r las siguientes referen cias en el texto así com o en A L P E C 1 7 5 3 C. 7 6 E. 1 1 ;

355
Notas

A N B E C 1 7 7 9 N o. 1 8 , folios 1, lOv, l l v ; A L P EC 1 7 9 4 C. 1 2 1 E. s.n., fo lio 7; A N B EC


1 8 0 9 N o. 14 , fo lio 8v.
10 4 . Rasnake 19 8 8 , 6 7, 69. Para otras etnografías contem poráneas sobre las jerarquías
de cargos entre los aymaras, v e r la n ota 85.

10 5 . A L P E C 17 9 3 C. 1 1 9 E. s.n., folio 128v.

10 6 . Chance y T aylor (1985) consideraban que el auspicio individual prestigioso era la


clave histórica de la integración del sistema de cargos civiles y religiosos en M éxico. E stos
autores en con traron tam bién otras form as de auspicio de fiestas, que fueron vigentes hasta
el decaim iento de las cofradías en el siglo diecinueve, y p o r lo tanto apuntan a la limitada
integración de los cargos religiosos en el período colonial.

10 7 . A L P E C 1 7 7 9 C. 99 E. 37.

10 8 . A N B E C 1 7 7 2 No. 2 1 5 , folios 33-34v.

10 9 . D o s factores específicos introducidos p o r Toledo habrían contribuido a este p ro ­


ceso. U na de las ordenanzas de pueblos indígenas (título I, ordenanza V II) requería que
sólo uno de los dos alcaldes sea n ob le (principal), y que el otro sea com unario (particular),
claram ente com o un m o d o de im pedir la dom inación de la nobleza dentro de los pueblos.
Asim ism o, T oledo buscaba ventilar los estratos más altos de la sociedad indígena y o rdenó
una reducción del n ú m ero de principales y autoridades (mandones). V er su “Instrucción
g en eral p ara los visita d o re s ”, em itida en Lim a entre 1 5 6 9 - 1 5 7 0 , publicada p o r Sarabia
V iejo ( 1 9 8 6 ,1 :2 0 ,3 9 ) .

1 1 0 . A pesar de algunas evidencias en sentido contrario (Rasnake 19 8 8 , 6 9; B u ech ler y


B uechler 1 9 7 1 ,7 3 ) , C árter y A lb ó (1 9 8 8 ,4 8 1 ) sostienen que la integración civil-religiosa de
cargos es la n o rm a actualm ente en el altiplano.

1 1 1 . V er para el P erú Celestino y M eyers (19 8 1); Varón (1982); H unefeldt (1983)

1 1 2 . A L P E C 1 8 9 3 C. 1 3 6 E. 34.

Capítulo 3. La crisis de I? ic-minac. ón en ios Andes (I)

1. A proxim ad am ente seis m edidas de 35 litros (Larson 19 8 8 ,3 3 4 ).

2. E sta disputa figura en A N B M inas T. 12 8 No. 2 / Cat Minas 1754. Para las citas, v e r los
folios 59-59v, 62v.

3. E l corregid or con el cual Calaum ana, al igual que otros caciques de O m asuyos, entró
en relaciones conflictivas era A n to n io Calonje. V er A N B E C 17 5 7 No. 34; A G I Charcas
5 9 2 , “T estim onio de los autos seguidos p o r don Agustín Siñani, cacique de C arabuco, con ­
tra don A n to n io Calonje...” , folio 27. La denuncia del hacendado se encuentra en A N B E C

356
Notas

17 7 5 (177 6 ) No. 17 4 , folio 16 . La situación de la provincia a fines de lo s años 1 7 5 0 y princi­


pios de los años 1 7 6 0 será discutida más adelante.
4. Sánchez A lb o rn o z 1 9 7 8 ,1 0 0 ,1 0 5 .
5. G lave 1 9 8 9 ,2 8 4 .

6. Saignes 19 8 7 b , 15 3 . G lave 1 9 8 9 ,2 8 6 . Spalding 1 9 8 1 ,1 8 y 1 9 8 4 ,2 1 0 .


7. Saignes 19 8 7 b , 16 1. ^

8. C on el fin de com p en sar lo que considera una d istorsión generalizada en la h isto-


riografía: la im agen del cacique com o un “tiran o” que vivía del p illaje a su p ro p ia com u ­
nidad, Saignes (1 9 8 9 , 84) expresa su adm iración p o r esos caciques de C harcas del siglo
diecisiete p o r “ esa fo rm id a b le tentativa p o r o p e ra r la síntesis e n tre d os u n iv erso s tan
poco com patibles a p rio ri” .

9. La decadencia del cacicazgo en el período p o ste rio ra 1 7 8 0 ha recibido recientem en­


te una m ayor atención historiográfica. He intentado utilizar esta literatura para clarificar los
problem as analíticos y re fin a r la explicación de la crisis del ú ltim o p e rio d o colon ial. E n
m uchos casos, la literatura atribuye el derrum be del cacicazgo a las p resion es del estado
colonial, tales com o la represión postinsurreccional o la legislación de las refo rm as b o rb ó ­
nicas. U na contribución notable que tom a en cuenta la am plia gam a de factores y procesos
que estaban en juego a p a rtir de m ediados del siglo dieciocho es la de O ’P helan (19 9 7 ).
A dem ás de la discusión introductoria a este capítulo, v e r el capítulo 7.

10 . Las “especificidades históricas” se refieren n o tanto a los datos em píricos sino a la


tem poralidad; en este caso, se trata de la naturaleza del cacicazgo en lo s distintos m o m en ­
tos y sus cam bios en el tiempo.

1 1 . Stern 1 9 8 2 ,1 5 8 - 1 8 3 . Spalding 1 9 8 4 ,2 2 1 -2 2 3 .

1 2 . G lave 1 9 8 9 , 3 0 3 -3 0 4 . Para el m ism o período, Sánchez A lb o rn o z (1 9 7 8 , 9 9 -1 1 0 )


tam bién se refiere a la existencia de graves tensiones entre los caciques y las com unidades,
a medida que se profu n d izab a la diferenciación económ ica.

13 . Rasnake 1 9 8 8 ,9 5 - 1 5 1 . A cerca de la dism inución del p o d er d é lo s cacique en A rica,


Tarapacá y A tacam a a fines del siglo dieciocho, v e r H idalgo L ehuede (1986).

1 4 . H u n efeld t 1 9 8 2 ,1 8 - 3 6 . R efiriéndose a la autoridad in te rn a en las com unidades,


Cahül (1986) habla de una “desestructuración” en el período entre 1 7 8 3 y 18 2 4 .

1 5 . Las h isto ria s sociales de Spalding sob re H u aroch irí (1 9 8 4 ) y de L a rso n sob re
C ochabam ba (1 9 8 8 ) n os o fre c en una prim era aproxim ación a esta m irada sob re el largo
plazo. G arre tt (2002) nos da una visión más p rofunda de la nobleza indígena y lo s caciques
en el C usco colonial, haciendo énfasis en el siglo dieciocho. D íaz R em entería (19 7 7 ) estu­
dia la legislación sobre el cacicazgo a lo largo del período colonial. Para una discusión sobre

357
Notas

los cam bios específicos que se llevaron a cabo en los kurakazgos -com o se conocían en el
B ajo Perú- durante el siglo diecisiete, v e r Burga (1 9 8 8 ,3 1 0 -3 6 8 ).

16. O tra explicación sugerida p o r los historiadores del período colonial tardío es que la
crisis fue provocada desde arriba, p o r el estado borbónico reform ista. V er el capítulo 7 para
una discusión m ás precisa de esta posición, y de parte de la literatura más reciente sobre el
p eríod o p o sterio r a 17 8 0.

17 . V ario s autores enfatizan este criterio p ara el p eríod o colon ial tardío. O ’P helan
( 1 9 8 8 ,1 5 5 - 1 5 9 ) afirm a que “la tradición hereditaria de los caciques fue m inada” p o r las
designaciones que h iciero n los correg id o res a p a rtir de m ediados del siglo dieciocho.
V e r tam bién sus an teriores trabajos que apuntan a otro s factores, especialm ente e c o n ó ­
m icos, para explicar la crisis del cacicazgo (O ’P helan 19 7 8 a , 1 5 9 -1 8 5 , 1 9 1 - 1 9 2 ; 1 9 7 8 b ;
1 9 8 3 , 8 5 -8 6 ; v e r tam bién O ’P helan 19 9 7 ). Cahill (1986) apunta al tem a del linaje p ara el
p e río d o p o s te rio r a 1 7 8 3 . A c e rc a de la rivalidad entre caciques h ered itario s p e rte n e ­
cien tes a linajes p reh ispán icos, y los caciques arrivistas que su rgieron en la tem p ran a
colon ia, v e r Saignes (198 7 b ).

18. Stern ( 1 9 8 2 ,1 6 5 -1 7 3 ) llama a este fenóm eno “hispanism o indígena”.

19 . A l igual que S te rn (19 8 2 ) para el p erío d o colonial tem prano, y Spalding (19 8 4 )
para to d o el p e río d o colon ial, el trab ajo de L arson ( 1 9 7 9 ,1 9 8 8 ) en fatiza la dinám ica de
la d iferen ciació n de clase en el in te rio r de la sociedad indígena, en especial p ara el p e ­
río d o colon ial tardío. Para fines del siglo diecisiete, R ivera (19 7 8 ) sugiere u na m a n ip u ­
la c ió n c re a tiv a y legítim a, p o r p a rte de algu n o s caciques, d e;la riq u eza acu m u lad a
d e n tro de la e co n om ía colon ial, y su red istrib u ción a las com unidades siguiendo n o r­
m as andinas de reciprocidad. Para el caso de Chayanta, Cangiano (19 8 7 ) d iscrep a con
la im agen del cacique com o un e x p lo tad o r en el siglo d ieciocho, y señala que la re c i­
p ro c id a d e c o n ó m ic a hacia la com unid ad se h ab ría m an ten id o in tacta. S ta v ig ( 1 9 8 8 ,
19 9 9 ) apunta m ás bien a la e ro sió n de los lazos de econom ía m o ral en tre lo s caciques y
las com u nid ades en el C u sco d u ran te el siglo dieciocho. A su vez, S e ru ln ik o v (1 9 9 8 )
•vincula la ileg itim id ad cacical en el n o rte de P o to sí c o n la in cap acid ad d e a p o y a r la
re p ro d u cc ió n econ óm ica de la com unidad.

20. W achtel (19 9 0 ,4 8 8 -4 8 9 ). A l parecer, los conflictos contra los caciques a lo largo de
estos años estu viero n relacionados con la creciente im portancia del rep arto fo rzado de
mercancías, com o consecuencia de las reform as institucionales de 16 7 8 que fo m en taro n la
puja abierta p o r el puesto de corregidor. V er también Lohm ann V illena (1 9 5 7 ,1 2 5 -1 3 4 ) ;
Stern (1987a, 74). Exam inarem os con más detalle esta misma relación entre el regim en de
repartos y los cacicazgos durante el siglo dieciocho.

2 1 . E n este sentido, nuestro enfoque m etodológico podría ser am pliado a la recon s­


trucción del cacicazgo a través n o sólo del tiem po sino también del espacio, con el fin de
explicar sus pautas geográficas tanto com o sus procesos históricos.

358
Notas

2 2. Q ueda p ara la investigación futura el determ inar si una pauta sim ilar existió en el
conjunto de la región andina. Para el caso de cacicazgos que su frieron un declive igualm en­
te gradual en la región altoandina, puede verse L arson (199 8 ); Schram m (19 9 0 ); y Presta
(1995) sobre los valles orientales de Charcas, e Hidalgo Lehuede (198 6 ) sobre la región cos­
tera de A tacam a, A rica y Tacna. V er tam bién O ’P helan (197 8 a, 1 5 9 - 1 8 5 ,1 9 1 - 1 9 2 ; 19 9 7 )
para el n o rte del Perú, y P ow ers (1995) para el distrito norandino de Q uito.

23. El rep arto era la distribución fo rzo sa de bienes p o r el corregid or a los indios, que
estaban obligad os a com p rarlo s a p recios m uy elevados. E ra una in stitu ció n p ro fu n d a ­
m ente explotadora que p ro vo c ó grandes protestas (ver el capítulo 4).

2 4 . El caso com p leto está expuesto en A N B E C 17 9 3 N o. 1 1 . E l ep isod io referid o a


principios del siglo se encuentra en los folios 1-30.

2 5. Los testigos más viejos que declararon en favor de la dem anda de Lucas de M eneses
señalaron ú n icam en te que M aría V ilam o lle era hija de B a rto lo m é Cari. L a d iscrepancia
entre M eneses, S osa y estos testigos sob re los ancestros fam iliares m uestran cóm o las lí­
neas genealógicas podían ser tejidas y destejidas, o trenzarse en leyenda, com o en el caso del
fu n d ad or del linaje A p u Cari, según las conveniencias políticas.

26. Lucas alegó que Sosa había ocultado deliberadam ente los docum entos para im pe­
dir que él asum iese el cargo.

2 7. P osteriorm ente, de acuerdo con sus detractores, funcionarios estatales habían des­
cubierto las estafas de A lejo H inojosa Cutim bo en el pago de tributos. L o declararon trai­
d o r al rey y lo exon eraron del cargo ignom iniosam ente.

2 8 . V e r lo s fo lio s 1 2 4 - 1 6 4 del expediente sob re los servicio s y hazañas m ilitares de


Berrazueta.

29. A N B E C 1 7 9 3 N o. 1 1 , folio 16 2 .

30. V er fo lio s 1 7 9 - 1 8 6 v del expediente.

3 1 . U n caso tem p ran o tu vo lugar en Italaque en 1 7 5 5 , cuando el C o rre g id o r D iego


T orres vendió el cacicazgo a Baltazar Calla a cam bio de 1 5 0 pesos, aunque p o sterio rm en te
lo destituyó (A N B E C 1 7 5 6 N o. 72, folio 88v).

32. R ecopilación de leyes, lib ro 6, título 7, leyes 1-4 ; S olórzan o, lib ro 2, cap ítu lo 2 7 ,
núm eros 1 4 - 2 7 ,1 9 7 2 ,4 0 8 - 4 1 1 . D íaz Rem entería 19 7 7.

33. V er la “D escrip ción y relación de la ciudad de La Paz” (1586) e n jim é n ez de la E spa­


da (1 9 6 5 ,2 : 3 47 ), y P latt (1 9 8 8 ,3 7 6 -3 7 7 ).

3 4. S o ló rza n o , lib ro 2, capítulo 27, núm eros 2 0 - 2 2 ,1 9 7 2 , 4 0 9 -4 1 0 . D íaz R em entería


1 9 7 7 , 1 1 9 ,1 6 7 . E n A c o ra (Chucuito), el cargo estuvo bajo el con trol de caciques interinos
sin derechos hereditarios legítim os, p o r la “orfandad y desam paro” de la hered era legítima

359
Notas

Isidora Catacora y luego de su hija P etrona Pérez Catacora, lo que en realidad im plica que
am bas n o tenían marido. E n palabras de un m ujer m ayor que ofició de testigo: “P etron a
Pérez ha estado arrinconada tod o este tiempo p o r su pobreza y ser m ujer, sin ten er quien
haga de su p arte” . Finalm ente se le concedió la posesión del cargo después de casarse con
D iego Felipe H ernani, un español que tenía en su haber varios puestos burocráticos (A N B
E C 1 7 8 5 No. 4, folios 3v, 16).

35. A N B E C 1 7 5 4 No. 66, folio 74. También podem os m encionar el caso del cacique de
M oco m o co (Larecaja), que intentó transferir el cacicazgo a un m estizo afuerino com o dote
en el m atrim onio con su hija. La m aniobra fue exitosam ente resistida com o ilegal y p o ten ­
cialm ente dañina a los intereses de la com unidad (ANB E C 1 7 5 6 No. 5).

36. N o tod os los caciques-yernos eran igualm ente resistidos. V icente Salazar, de R ío
A b ajo , que tam bién era mestizo, fue apoyado p o r los indios porque cumplía con las norm as
locales de reciprocidad y p o r garantizar la reproducción de la com unidad. E sto contrasta­
ba con la situación de su reem plazante, que gobernaba “com o quien m aneja un p u eb lo
extraño con o b jeto de exprim ir la sangre” , m ientras que con d on V icen te “los naturales
pobres se alivian o con el auxilio que su individuo les im parte o porque distribuye esta p ar­
ticipación de los demás que tienen com odidad” (AN B E C 1 7 9 8 No. 18 0 , folio 2).

3 7. E sta lectu ra se basa prin cipalm ente en trabajos etn o g ráfico s co n tem p o rá n eo s.
S o b re los y ern o s que tom an m ujeres en la com unidad (q'ata o masha en qhichw a), la lite­
ratu ra so b re p aren tesco en el P erú incluye a B o lto n y M ayer (1 9 7 7 ), esp ecialm en te las
con trib u cion es de L am b ert (20 -2 2 ), W ebster (3 6 -4 1), Isbell (9 7 -10 0 ) y M ayer; tam bién
v e r Isb ell (1 9 7 8 , 1 1 2 - 1 1 4 , 1 7 4 -1 7 5 ) . P ara el equivalente aym ara (tullqa ) en el n o rte de
P otosí, v e r H arris (199 4 ).

38. En la esfera tributaria en el siglo diecisiete, sabemos tam bién que las com unidades
se referían a los forasteros asimilados com o yernos subordinados o com o “ sobrinos” de la
com unidad. V er Saignes (1987a, 14 1); W ightm an (1990, 54, 88-89).

39. P od rL m os preguntam os cóm o es que la com unidad adoptó la posición de ego del
patriarca, al c o n sid erar a un su cesor in tru so com o “y e rn o ” . S osp ech o que esta lectu ra
representa la perspectiva de los ancianos principales dotados de autoridad generacional,
que establecieron una conjunción discursiva, com o representantes de la com unidad, entre
la identidad patriarcal y la identidad comunal.

40. V er la Recopilación de leyes, libro 6, título 7, ley 6; Solórzano, libro 2, capítulo 2 6,


núm ero 4 3 ,1 9 7 2 ,4 0 3 .

4 1. Solórzano, libro 2, capítulo 27, núm ero 4 9 ,1 9 7 2 ,4 1 5 . D íaz R em entería 1 9 7 7 ,1 3 2 .


E n este sentido, p o r ejem plo, la coron a confirm ó los privilegios nobiliarios de los m estizos
e indios descendientes de caciques, en su Real Cédula del 2 2 de m arzo, 1 6 9 7 ; el d ecreto

360
Notas

garantizaba sus d erech o s p ara acced er a cargos y títulos-eclesiásticos y secu la res (A L P


G aveta 9, Cédulas Reales) .

4 2 . A N B E C 1 8 0 3 Ñ o. 3 3 , fo lio 2 5 . L os caciques m estizos y esp añ oles acusados de


usurpar cacicazgos fu eron sin duda m uy num erosos, y brindarem os m ás ejem plos de ello
en este capítulo y en el capítulo 7. V er tam bién A N B E C 17 5 3 N o. 9 9 y A N B E C 1 7 7 2 No.
8 9, para casos de dem andas con tra caciques “m ulatos” y “zam bos” .

43. A N B EC 1 7 5 5 N o. 5 6 , folios 2v, 5 ,3 6 .

44. La historia com pleta de este con flicto en Italaque figura en A N B E C 1 7 5 5 N o. 56;
A N B E C 1 7 5 2 N o. 12 , y A N B E C 1 7 5 6 No. 72. O tro cacicazgo im p ortan te que su frió p ro ­
longados co n flicto s con las com unidades fue el de U rinsaya V iacha. A p a rtir de los años
17 5 0 , hasta la década de 1 7 8 0 , lo s m iem b ros de la fam ilia M ercad o fu e ro n dem andados
com o in tru sos debido a sus abusos, su condición de m estizos, y p o r h ab er u surpado el caci­
cazgo del legítim o linaje de los Sirpa p o r m edio del m atrim onio. V e r A N B E C 1 7 5 6 No.
1 1 1 ; A L P E C 1 7 6 7 C. 8 8 E. 1 8 ;A N B E C 1 7 8 0 No. 108.

45. A N B E C 1 7 5 4 N o. 1 2 3 , fo lio s 8-8v. Según otra denuncia, T ib urcio F ernández de


Laja (O m asuyos) fue criad o c o m o dependiente en la casa del cacique, y se c o n v irtió en
capataz d e su n egocio de licores entre M oquegua y Potosí. F inalm ente accedió al cargo en
fo rm a fraudulenta, h aciéndose pasar p o r pariente del cacique. L os indios in sistieron en que
“llegó a hacer caudal en plata, plata labrada, ganados y comidas... [siendo] to d o nuestro y
exprim ido de nu estro su d or y trabajo” (A N B E C 17 5 3 No. 99, folio 8v).

46. A N B E C 1 7 6 3 N o. 1 2 9 , fo lio 1.

47. A N B E C 1 7 6 8 N o. 6 8 , fo lio 13v.

48. A N B E C 1 7 6 6 N o. 4 3 , folio 12v.

4 9 . P ara un e je m p lo del p ro c ed im ie n to que llevaba a la o b te n c ió n d el títu lo de p ro ­


piedad, en el que se in clu yen d eclaracion es de d oce testigos y p ru eb as d ocu m en tales de
lo s d erech o s fam iliares al cargo, v e r el caso de G u aq u i (Pacajes) en A N B E C 1 7 7 1 No.
2 7 , fo lio s 5 1 - 6 1 .

50. D íaz R em entería 1 9 7 7 ,1 2 5 - 1 5 7 ,1 7 3 - 1 8 7 .

5 1. U n ejem p lo especialm ente explícito de un nom bram iento n o autorizado h ech o p o r


el corregidor, y de la consiguiente cerem onia de posesión, puede verse en el caso de Caquia­
viri (Pacajes), en A N B E C 1 7 4 5 N o. 4 2 , folios 4 1 v - 4 3 ,47.

52. E n m o m e n to s en que se llevaba a cabo este juicio en los años 1 7 3 0 , se denunció


que C anqui era com p ad re del C o rreg id o r M ateo de P ro leó n , quien se n egó a c o o p erar con
la in vestig a ció n d e la au d ien cia (A N B M inas T. 1 4 8 , E C 1 7 3 1 N o. 4 8 / C a t. M inas N o.
13 5 9 a , foüo 10 8 v ).

361
Notas

53. L o s testim onios de la parte acusadora y los descargos de los Canqui d ieron lugar a
una docum entación excepcionalm ente volum inosa. En cuanto a las acusaciones, v e r A N B
Atinas T. 1 4 8 , EC 17 3 1 No. 48/Cat. M inas No. 1359a , especialm ente los folios 5 -8 (folia­
ción alterada). Para inform aciones más tempranas sobre el linaje de caciques de Calacoto,
v e r A L P E C 17 8 3 C. 10 3 E. s.n., “ C onflicto sobre cacicazgo de Calacoto” (57 folios).’

5 4. P ara un registro detallado de los gastos de un irasiri, v e r A N B M inas T. 1 4 8 , E C


1 7 3 1 N o 48/C at. M inas 13 5 9a , 1 1 5 - 1 1 5v.

55. E l censo de com unidad era un tipo de renta m onetaria adm inistrada p o r el estado en
favor de la com unidad prestataria.

56. A N B E C 1 7 6 0 No. 1 1 , folio 158.

57. E l cacique tam bién especulaba con los m on tos recaudados p o r diezm os y alcabala,
e im ponía im puestos arbitrarios a los com unarios.

58. Para la defensa de los Canqui, v e r ibid, fo lio s 2 1 9 - 2 2 2 ,2 6 6 - 2 7 4 y 3 2 1 -3 2 3 .

59. A ce rc a del servicio fem enino, v e r A N B E C 1 7 6 0 No. 1 1 , folios 270v, 2 7 1 v ; para la


retasa de L a Palata, v e rlo s folios 3 17 -3 2 0 .

60. Ibid, folio 274.

6 1. Ibid.

62. L os Canqui n o presentaron pruebas en este sentido y existe escasa evidencia de que
el con flicto haya girado en to rn o a estos temas: el episodio aislado de la pelea de Francisco
Canqui en el cem enterio de la iglesia, la afirm ación de que los indios n o asistían a las cere­
m onias religiosas para im pedir que él les quite sus muías, y el testim onio del sacristán de que
los indios se resistían a asistir a misa, p o r lo cual el cacique habría ordenado azotarlos y cas­
tigarlos (Ibid, folio 1 1 , foliación alterada).

63 Para d ar tan sólo un ejem plo de ello, sabem os p o r referencias p osterio res que lo s
caciques de C alacoto adm inistraban en los hechos la pu lp ería del pueblo. A u n q u e ésta
p ertenecía fo rm alm en te a la iglesia, com o d eclararon los Canqui, sabem os que el cacique
la había to m a d o en alquiler de m anos del p árro co (AN B M inas T. 1 2 6 , No. 2 0 /Cat. M inas
No. 1 4 6 4 , fo lio 63v). Sabem os tam bién que el cacique de tu rn o resp on sabilizó al indio
que p restab a servicio s en la pulpería, del pago del arriendo, y que cualquier falla en su
pago tenía que ser com pensada p o r los servidores, m ientras el cacique se ap ropiaba de
todas las ganancias. E l m ism o tipo de arreglo puede encontrarse en o tro s pueblos, d on d e
tam bién los caciques elegían a p ro p ó sito a los cam pesinos m ás acom odados para p re star
servicios c o m o pulperos, con el fin de garantizar que su n egocio n o sufriera pérdidas. V e r
A L P E C 1 7 5 2 C. 75 E. 12 : A N B E C 1 7 7 1 No. 2 1 , folios iv-2 ; A L P E C 1 7 9 3 C. 1 1 9 E. s.n.,
foEos 12 8 v , 1 5 6 ; A N B M inas Ruck No. 2 1 7/Cat. M inas No. 2 16 5 a , fo lio s 9 1 2 7 - 1 2 7 v
1 3 2 -1 3 2 v , 1 4 2 v -1 4 3 .

362
Notas

64. S o b re la p ráctica de lo s m arajaque en Pacajes, v e r W ach tel (1 9 9 0 , 4 6 1 - 4 6 5 , 4 9 0 -


492) y C añed o-A rgu elles (1 9 9 3 , 8 6 - 8 8 ,1 1 2 - 1 2 2 ) . S ob re la cu estión de la con m utación en
dinero de la m it’a de P oto sí (el tem a m uy debatido de los “indios de plata” e “indios de fal­
triquera”), v e r T and eter ( 1 9 9 2 ,9 1 - 1 0 0 ) ; C olé (198 5 );B a k e w e ll ( 1 9 8 4 ,1 2 3 - 1 3 5 ,1 6 1 - 1 6 4 ) y
Zavala (19 7 8 -8 0 ).

65. A N B E C 1 7 6 0 N o. 1 1 , folio 2 1 9v. Francisco Canqui declaró que el dinero era en tre­
gado al capitán de m it’a, obviam ente con el fin de n o im plicar a su h erm an o. Sin em bargo,
la evidencia que surge de las investigaciones sob re la m it’a sugiere que los caciques eran
quienes m anejaban (y se apropiaban indebidam ente) las conm utaciones en efectivo a nivel
de las com unidades. U n ejem plo de un cacique que entregó el pago de la conm utación de
un indio (conocido com o yaná) al capitán de la m it’a provien e de G u aq u i (Pacajes) (AN B
EC 1 7 7 1 No. 2 1 , fo lio 2 1).

66. Estas referencias p ro vien e n , respectivam ente, de A N B E C 1 7 7 1 N o. 2 1 , fo lio 2;


A N B E C í 8 0 8 No. 2 0 3 , fo lio s 4 v -5 ; A G N I X 5 -6 -1 , “Indios de Jesú s de M achaca contra su
cacique P ed ro R am írez de la P arra” (11 folios), 4 / III/ 17 95 , fo lio 3v. V e r tam bién, más ade­
lante, las referencias a lo s m arajaques bajo el gob iern o de los p osterio res caciques de Cala-
co tp íju a n M achaca y los Cusicanqui.

67. E sto n o quiere decir, o bviam en te, que P o to sí y la m it’a fu eran las únicas fuerzas
responsables de la p articip ación indígena en los m ercados coloniales y en el d esarrollo del
v a lo r de cam bio de la fuerza d e trabajo. L os indios ingresaron a los m ercad o s (incluyendo
los m ercados de trabajo) desde inicios del p eríod o colonial, n o sólo c o m o respuesta a los
ciclos de p ro d u cción m inera. O tras fo rm as de coacción extraeco n óm ica adem ás del su r­
gim ien to de n u e v o s resq u icio s a la acu m u lación e co n ó m ica les im p u ls a ro n ta m b ién a
entrar en relaciones de m ercado. Para una perspectiva general y un co n ju n to de re fe re n ­
cias sob re la particip ación indígena en lo s m ercados, v e r H arris, L arso n y T an d eter (19 8 7 );
y L arson y H arris (19 9 5 ).

68. A N B E C 1 7 6 0 N o. 1 1 , folio 325v, énfasis mío.

69. D o s décadas antes, tam bién se registraron conm utaciones de los servicios p erson a­
les al cacique en Caquiaviri (Pacajes) (W achtel 19 9 0 ,4 9 0 ).

70. W achtel ( 1 9 9 0 ,4 8 2 - 9 2 ) ha abordado el m ism o co n flicto en C alacoto, in terp retán ­


dolo com o ejem p lo de u n d erru m b e general de la reciprocidad cacical en el siglo diecio­
cho. Sus com en tario s sob re la e volu ción h istórica de los servicios de m it’a, que m uestran
cóm o la exp lotació n se desplazaba cada vez más al nivel local, son p articu larm en te in tere­
santes. V e r tam bién L arson , que toca el prob lem a del colapso de la recip ro cid ad cacical en
C o ch ab am b a ( 1 9 8 8 , 1 5 2 - 1 7 0 ; 1 9 9 1 , 4 6 -4 6 2 , 4 7 3 - 4 7 5 ; 1 9 9 5 , 2 2 8 - 2 4 2 ) , y h ace un tra ta ­
m ien to g e n e ra l d e l c o n c e p to de e c o n o m ía m o ra l y su ap lic ac ió n h is to rio g rá fic a a los
A n d e s (1 9 9 1 ). Stavig (198 8 ) coloca el énfasis en el d eterioro de la e co n om ía m o ra l en las

363
Notas

relaciones entre el cacique y la com unidad, y entre la com unidad y el estado en el C usco en
el m ism o período.

7 1. N uevam ente, la discusión de L arson ( 1 9 8 8 ,1 5 2 - 1 7 0 ) aborda las controversias en


to rn o a la costum bre, y las estrategias cacicales para sacar ventaja privada de dichas n orm as
consuetudinarias. V er tam bién Barragán y T h om son (199 3 , 337 -33 8 ) en torn o a la co n tro ­
versia política sobre la costum bre en la recaudación colonial de diezm os; y B eh ar (19 8 6 ,
especialm ente 2 7 4 - 2 8 5 ,1 8 9 -1 9 4 ) sobre el com plejo tejido d élas costum bres en un con tex­
to cam pesino europeo. Para referencias m etodológicas generales en to rn o a estos temas,
ve r L arson (1 9 9 1 ,4 6 2 -4 6 6 ) sobre los A nd es; además de H obsbaw m y R anger (1983).

72. A N B E C 1 7 6 0 No. 1 1 , folios 2 89 -2 9 1v .

73. Ibid., folios 4 1 5 -4 1 6 .

74. O tras referencias com parativas para L a Paz pueden ser consultadas en la síntesis
que se realizará al final de este acápite. Baste aquí m encionar un ejem plo que ilustra el p ro ­
blem a que h e m o s id en tifica d o com o de in tran sp aren cia p olítica en un c o n flic to entre
com unidades y cacique en to rn o a las prestaciones laborales. E n 1 7 5 6 , en Viacha, las com u­
nidades se m anifestaron ante el corregidor, denunciando a su cacique M anuel M ercado p o r
ser un m estizo y p o r exigirles servicios personales im propios, am enazando con una revu el­
ta si no era reem plazado p o r Pedro A d rián Sirpa. E l corregid or les in fo rm ó que sólo una
autoridad sup erior podía ord enar la transferencia en la posesión del cacicazgo, que p erte­
necía en realidad a la m adre de Mercado. C on el fin de apaciguar a los com unarios, realizó
una investigación en to rn o a los abusos denunciados. A l principio, los indios se negaron a
aclarar las denuncias y luego llegaron sólo a m encionar algunas prestaciones que, de acuer­
do al funcionario, eran “de poca im portancia”, p o r las cuales no habrían recibido com p en ­
sación m o n etaria. E l cacique aclaró que n o se aco stu m b rab a pagar p o r lo s servicio s
personales, y los indios recon ocieron que esto era cierto. La con frontación , que estuvo a
punto de con vertirse en una rebelión, se resolvió finalm ente con la orden del corregid or de
reducir los torn os de servicio para el cacique, prohibiéndole que tom ara represalias contra
los com unarios. A un q u e el punto central de negociación eran evidentem ente las acusacio­
nes y acuerdos en to rn o a los servicios personales, en realidad el m otivo subyacente de la
m ovilización era d ep o n er a M ercado. P oco después se v o lviero n a presentar disturbios, y el
corregid or se vio obligado a designar tem poralm ente al com unario Ju an Vela com o cobra­
d o r de tributos (A N B E C 1 7 5 6 No. 1 1 1 ). Sin em bargo, los M ercado se m an tu vieron en el
cacicazgo hasta que en 1 7 8 0 Juan Vela nuevam ente se puso a la cabeza de la com unidad en
un juicio colectivo con tra la familia del cacique (AN B E C 17 8 0 No. 108).

75. Segú n u n o de lo s testigos, el cacique recaudaba d on acio n es de la com u nid ad


además de los ingresos del censo con la prom esa de distribuirlos a los com unarios pob res y
gastarlas en las necesidades del pueblo, prop orcion an d o el resto a tod os los m iem bros de la
com unidad (A N B M inas T. 1 2 6 No. 20/C at. M inas No. 14 6 4 , folio 28v). Para los cargos
contra el cacique y el escribano, v e r folios 3-5.

364
Notas

76. Ibid, folios 62-65v.


77. E ste fue el caso, p o r ejem plo, de G uaqui y Jesús de M achaca, aunque en el p rim e­
ro se usó el té rm in o ja n a (A N B E C 1 7 7 1 N o. 2 1 , folios 10 , 2 1 , 2 2 , 43) y en el segundo el
té rm in o colquechin (A N B E C 1 7 9 2 N o. 2 0 4 , fo lio 3 v), c o m o eq u ivalen tes p a ra el más
com ún “colqu ejaq ue” .

78. Según lo s caciques de Chucuito: “Ésta, que parece carga insufrible a los indios, no
lo es en efecto y la llevan con gusto porque, a más de recaer alternativam ente sob re cada
uno, quedan el año que contribuyen libres de hacer un viaje que les es m ucho m ás p en o so y
lam entable que la exacción del dinero que franquean. Y com o conocen con evidencia que
su destino cede en alivio recíproco y alternado de todos, lo abrazan sin repugnancia” (A G N
IX 6 -2 -3 , “ C aciques del p artid o de C h u cuito se quejan de n o p o d e r avia r m itayo s” [9
folios], 17 9 4 , fo lio 3v).

79. L a práctica de los colquejaques era en realidad más com pleja y variable que lo que
hem os p odido describir aquí, y sin duda atravesó p o r tran sform acion es graduales, al igual
que la de los m arajaques, desde el siglo diecisiete hasta el dieciocho. A sim ism o, estaba suje­
ta a una negociación estratégica en las com unidades, que hem os p uesto en evidencia en este
acápite. Sob re los abusos a los colquejaques, v e r A N B EC 1 7 5 8 No. 6 9 , fo lio s l- 4 v ; A N B
E C 1 7 7 1 No. 2 1 , fo lio 1; A G N I X 6 -2 -3, “Caciques del partido de C hucuito se quejan de no
p od er aviar m itayos” (9 folios), 17 9 4 , folios 6-8 v, A N B E C 1 7 9 5 N o. 1 5 4 , folio 4; A N B E C
1 8 0 2 N o. 3 2 , fo lio 5; así com o A N B E C 1 8 0 2 No. 4 8 , fo lio s 3 v -4 . V e r tam bién Sánchez
A lb o rn o z ( 1 9 7 8 ,1 0 2 - 1 0 3 ,1 1 3 - 1 4 9 ) .

80. L os o b serva d o res del siglo dieciocho señalaron reiteradam ente que las con m uta­
ciones de lo s colquejaques hacían que la m it’a de P otosí se cubriera exclusivam ente con
com unarios pobres.

8 1. E n Z ep ita (C hucuito), el banquete para el correg id or (llam ado “h o sp ic io ” en los


docum entos) era con ocid o con la expresión aym ara apumanq’a, que el trad u cto r consignó
com o “com ida del R ey” (A N B E C 1 7 5 4 No. 12 3 , fol. 7v).

82. E l abogado d efen so r de M achaca continuó.desañando las acusaciones c o n m uchos


otros argum entos, com o ser que el cacique no podía h ab er tenido ningún interés privado
para reclutar indios reservad os o p róxim os com o tributarios; que los dem andantes habían
inventado acusaciones “ fantásticas”, ya que m uchos de los que se decía n o eran elegibles en
realidad estaban en edad de tributar, gozaban de buena salud, o bien p erten ecían a la otra
parcialidad o eran descon ocidos; tam bién indicó que los testigos de cargo n o eran con fia­
bles y estaban parcializados (A N B M inas T. 12 6 No. 20/C at. M inas 1 4 6 4 , fo lio s 2 1 0 -2 1 5 ).

83. Ibid., folio 65.

84. Ibid., fo lio 1 3 de la segunda foliación.

365
Notas

85. Ibid., folios 12 -2 0 , segunda foliación.

86. Ibid., folios 3 6 -3 9 (sin num erar), segunda foliación.

87. V e r A N B E C 17 6 0 N o . 1 1 , folios 424-427v.

8 8. A N B E C 1 7 5 9 N o. 2 7 , fo lio s 1-2 . P osiblem ente este G re g o rio M achaca era el


m ism o p ersonaje a quien aludió el anterior cacique Juan Machaca, com o alguien que conti­
nuam ente ignoraba sus órdenes y se le oponía (ANB M inas T. 12 6 No. 2 0 / at. M inas No.
14 6 4 , fo lio 28).

89. La sentencia del caso de Calacoto en 17 3 5 se convirtió en un caso notable de juris­


prudencia para todo Pacajes. E n 17 6 2 , la audiencia citó esta sentencia en un caso similar en
contra del cacique d eT iw an ak u (AN B E C 1 7 6 2 N o . 130).

90. M arca com entó que en toda la provincia él había sido “ sindicado de capitulante de
curas y corregid ores” . N o hem os encontrado pruebas concluyentes de litigios que habría
llevado a cabo en contra de los curas, pero sí sabemos que en 17 4 8 los m it’ayos de Calaco­
to dem andaron a su p árro co en Potosí p o r sus excesivas violencias y exacciones. Se descri­
b ieron “destruidos, aniquilados, em peñados, afrentados, azotados y m altratados, n o sólo
de m ineros, m ayordom os y dem ás ministriles de La Rivera, sino de nuestro cura” . Su rep re­
sentante en esta queja, el capitán de la m it’a cuyo n om b re figura com o M arcos R am ón,
pu d o m uy b ien h ab er sido, después de todo, el hijo de M arca, M arcos Ram os. V er A N B
M inas T. 1 4 8 (17 4 8 )/ Cat. M inas N o 14 5 4 ; la cita figura en el folio 3.

9 1. A G I Charcas 5 92 , “T estim onio de los autos seguidos p o r los caciques e hilacatas del
pueblo de Calacoto, p rovin cia de Pacajes, contra el justicia m ayor de ella, don Salvador de
A su rza , so b re excesivos rep artim ie n to s” , 1 7 6 3 (76 folios). A G I C harcas 5 9 2 , “L a Real
A udien cia de Charcas in fo rm a con seis testim onios de autos los perjuicios que pueden
seguirse de no tener aquel tribunal facultad para conocer a los recursos que hacen los indios
contra sus corregidores sobre los repartim ientos de efectos”, l/ X I I / 1 7 6 3 (4 folios). A G I
Charcas 5 92 , “Respuesta del fiscal del consejo en vista de una carta de la Real Audiencia de
Charcas respecto a rep artos” , 16 / V I II/ 17 6 4 (5 folios). M oreno Cebrián 1 9 7 7 ,4 0 7 -4 1 0 .

92. A G I Charcas 592, “T estim onio de los autos seguidos p o rlo s caciques e hilacatas del
pueblo de Calacoto, provincia de Pacajes, contra el justicia m ayor de ella, don Salvador de
A surza, sobre excesivos repartim ientos”, 17 6 3 (76 folios), folios 5 , 72v.

93. E n tod o caso, los caciques de Calacoto n o hicieron ningún reclam o en contra del
corregidor cuando el investigador enviado desde Lim a visitó la com unidad (A G I Charcas
5 9 2 ,1 7 6 3 , fo lio 12).

94. Sob re este episodio, v e r A N B E C 1 7 5 7 No. 45 (en realidad este expediente cubre los
años 1 7 5 9 -1 7 6 3 ) . M iguel Cusicanqui fue dem andado p o r cob rar cincuenta y dos pesos a

366
Notas

los marajaques, sin que se sepa el uso que diera al dinero de la conm utación. E sto s m araja-
ques figuraban en la lista de lo s sirvientes personales del cacique (folio 27).

95. Las quejas contra'Pedro Cusicanqui figuran en A N B E C 1 7 5 7 N o. 4 5 , folios 61-62v.

96. Ibid, fo lio s 2 7 v, 74.

97. U na fam ilia U ru de balseros p rotestó tam bién en contra de estos castigos públicos
hum illantes. Ju an T icona había sido flagelado m ientras servía com o alcalde de los balseros
de C alacoto (Ibid, folios 6 2 -6 4 ),

98. A ñ ad ieron : “D ich o cacique, D o n Pedro Cusicanqui n o tiene genio n i natural pací­
fico ni gob ern ativo, para ser tal cacique, porque es de genio soberbio, iracundo, am bicioso
y vengativo, y am igo a hacer daño” (Ibid, folios 6 1 ,6 2 ).

99. Ibid, fo lio 66v.

10 0 . Para el in fo rm e de P orlier y las citas que aquí se extraen, v e r ibid, fo lio s 73-76v. Era
p oco frecu en te e in clu so p o c o ap ropiado que un p ro te c to r de in d io s se d istanciara tan
explícitam ente de los dem andantes indígenas. La posición de P orlier y la de su predecesor
Jo se p h L ó p e z L isp erg u er d erivaba al p arecer de .un cam bio p olítico en la audiencia que
com enzó a fines de los años 17 5 0 . E l anterior protector, Ignacio N egreiros, era visto com o
muy com placiente hacia las com unidades y fue forzado a salir del cargo en m om en tos en
que estab a cre c ie n d o la o p o sició n com u nal a lo s c o rre g id o res y a lo s re p a rto s (ver el
siguiente capítulo).

1 0 1 . S ob re este episodio, v e r A N B EC 17 7 3 No. 12 , folio 4 7 v ; A N B E C 1 7 7 7 N o. 20,


folios 34-34v. L os disturbios en el cacicazgo de C alacoto aún p ersistieron hasta principios
de los años 1 8 0 0 (A L P E C 1 7 8 3 C. 10 3 E. s.n.; A N B E C 1 8 0 0 No. 5 4; A N B E C 1 8 0 4 No.
23). V er el capítulo 7 para el p roceso que se dio en el períod o postinsurreccional.

10 2 . E sta y las notas siguientes contienen sólo una m uestra de las abundantes referen ­
cias a estos tem as desde los año 1 7 4 0 hasta los años 18 0 0 . Para las denuncias sob re tributos,
v e r A N B E C 1 7 5 2 No. 1 2 , fo lio 3 v ; A N B E C 1 7 5 4 No. 55; A N B E C 1 7 5 5 No. 6 6, folio
13 3 v ; A N B E C 1 7 7 1 N o. 7 4 ; A L P E C 17 8 6 C. 1 0 7 E. s.n., folios 13 v -1 4 v , 1 6 -1 6 v , 1 8 v -1 9 ,
20v, 4 5 v / (3 v -4)/ (i-iv); A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E. s.n., folio 1 3 v ; A L P E C 1 7 9 3 ; A L P E C 17 9 3
C. 1 1 9 E. s.n. fo lio s 1 2 v -1 4 ; A N B EC 1 8 0 4 No. 33, folios 7, 9 , 1 6 ; A N B M inas R uck No.
217/ C at. M inas N o. 2 16 5 a , folios 1 3v, 1 8 , 27-27v.

10 3 . A N B E C 1 7 5 2 N o. 12 , folios 3 -3 v ; A L P EC 1 7 5 3 C. 76 E. 1, fo lio 13 4 ; A N B EC
17 6 9 N o. 1 8 2 , fo lio s 5 -5 v ; A N B E C 1 7 7 7 N o. 96, folio 10 ; A N B E C 1 7 8 0 N o. 1 0 8 , folios 2,
4-5 ; A G N I X 5 -5 -4 , “R epresentación de indios de Irupana y Laza, p artid o de Chulum ani,
sobre extorcion es del subdelegado y cacique”, 7 folios, 19/ V T I/ 1784, fo lio s 4 -5 v ; A L P EC
1 7 8 6 C. 1 0 7 E. s.n., folios 13 v , 14v, 18v, 31v, 7 1 - 7 1 v ; A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n., 4 folios;

/
367
Notas

A G N I X 5 -6 -1 , “Indios de je sú s de Machaca contra su cacique Pedro Ram írez de la P arra”,


11 folios, 4 / III/ 17 9 5 , folios 2, 3 v -4 ; A N B E C 1 8 0 2 No. 32, folios 1 ,4 , 6v-7 ; A N B Afinas’
R uckN o. 2 17 / C at. Afinas No. 2 16 5 a , folios 1 1 - l l v , 18 -18 v , 2 7 , 2 9 , 3 1 , 4 8 , 49v, 9 1 , 139v.

10 4 . A N B E C 1 7 5 5 , N o. 5 6 , fo lio s 3 6 v -3 8 , 9 9 v -1 0 1 v , 1 0 7 ; A N B E C 1 7 5 6 N o. 1 1 1 ,
folios 3 - 5 , 2 0 -2 0 v ; A N B E C 1 7 6 2 No. 13 0 ; A N B EC 1 7 7 1 No. 2 7 , folios 1 - 3 , 1 0 , 1 3 , 22;
A N B E C 1 7 8 0 No. 1 0 8 folios 3 -3 v ; A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n., folio 1 3 v ,A G N I X 5 - 6 - L
“Indios de Jesú s de M achaca co n tra su cacique P ed ro R am írez de la P arra” , 1 1 fo lio s,
4 / IH / 1795, folios 2 -6 v ; A L P E C 17 9 7 C. 12 5 E. s.n.; A N B E C 1 8 0 2 No. 3 2, folios 1 - 2 ,4 -
6; A N B Afinas R uckN o. 217/ C at. Alinas 2 16 5 a , folios 7 - l lv , 1 5 v ,2 8 -2 8 v ,3 1 4 7 v 4 9 1 2 9
1 3 6 -1 4 1 .

10 5 . A N B E C 17 5 4 N o . 12 3 , folios 8 , 1 0 2 v -1 0 3 v ; A N B E C 17 5 5 No. 56, folios 3 7 ,1 0 0 ;


A N B E C 1 7 7 2 No. 89, fo lio s 4 1 v -4 3 v ; A L P E C 1 7 9 2 C. 1 Í 7 E . s.n., folio 13; A L P E C 17 9 3
C. 1 1 9 E. s.n., fo lio s l l v - 1 3 , 1 7 - 1 8 ,1 5 6 - 1 5 7 ; A N B E C 1 8 0 2 No. 32, fo lio s 4 v -6 ; A N B
Afinas Ruck N o. 217/ C at. Afinas No. 2 16 5 a , folios 7 ,9 ,1 lv , 12 7 -12 7 v , 129v, 13 2 -1 3 3 v , 13 5 ,
1 4 2 v -1 4 3 ; A N B E C 1 8 0 9 No. 14, folios 2v, 4 , 19v, 35-36v, 39-39v.

10 6 . A N B EC 1 7 5 2 No. 12 , folio 2v; A N B E C 17 6 2 No. 14 4 , folios 1 8 - 1 8v, 2 0 ,2 2 ; A L P


E C 17 7 9 C. 99 E. 2, folios 2 -3 ; A L P EC 17 8 6 C. 10 7 E. s.n., folios 3 ,6 4 , 6 6 , 6 7 , 6 8 v / (l, 5);
A N B Afinas T. 15 1 com plem ento (1789)/C at. Afinas No. 1945a, folios 6-6v; A L P E C 17 9 9
E. 12 9 E. s.n., folios 6 , 7v, 1 1 , 1 5 , 1 7 ; A N B EC 1 8 0 4 No. 33, folios 6 - 7 , 1 3 , 1 6 v; A N B Afinas
R u ck N o . 2 17 / C at. Afinas N o 2 16 5 a , folios l l v - 1 2 , 2 7v -2 8, 49v, 5 0 v ; A N B E C 1 8 0 9 No.
14 , folios 3 , 35v, 38v, 7 1 , 10 7 -10 7 v .

10 7 . A N B E C 17 8 3 No. 7 6, folios 17v, 23; A L P EC 17 8 6 C. 10 7 E. s.n., folios 3 , 64-64v,


66, 7 1-7 1 / (4 v ); A L P E C 1 7 8 7 C. 1 0 9 E. s.n., sin foliación, deteriorado; A L P E C 1 7 9 3 C.
1 1 9 E. s.n., folio 4 6 ; A L P E C 1 7 9 7 C. 12 5 E. s.n., folios lv - 2 ,1 2 v , 1 4 , 1 5 , 27-28v, 5 2 -5 2 v ;
A L P EC 1 8 0 2 C. 1 3 4 E. 2 0, folios lv - 2 ; A N B EC 18 0 2 No. 3 2, folios 6-6v; A N B E C 1 8 0 2
No. 4 8, folios 3 v - 4 ,6; A N B Afinas RuckN o. 217/ C at. Afinas No. 2 16 5 a , folios 15v, 28-28v.

10 8 . Los abusos de los caciques que especulaban con los diezm os tam bién recibieron
m ención en las demandas. V er A N B E C 1 7 5 4 No. 55, folios 3 ,2 3v, 4 3 v ; A N B E C 1 7 6 6 No.
4 3 ; A L P E C 1 7 7 9 C. 99 E. 2, folios lv ,3 v ; A L P E C 17 9 1 C. 1 1 6 E. s.n., folio 2; A L P E C
17 9 3 C. 1 1 9 E. s.n., folios 1 0 v - l l ; A L P EC 17 9 9 C. 12 9 E. s.n., folio 14 v ; A N B E C 1 8 0 2
No. 32, folio 6 v ; A N B E C 1 8 0 2 No. 48, folios 2 , 4v-5.

10 9 . A N B Afinas T. 12 6 N o. 20/Cat. Afinas N o 14 6 4 , folio 13, segunda foliación.

Capítulo 4. La crisis de la dominación en los Andes (II)

1. G o lte 19 8 0 . Incluso O ’Fhelan (19 8 8 , 143), que cuestiona el énfasis de G o lte en el


rep arto com o único fa c to r explicativo de las rebeliones, se refiere a este sistema com o “la

368
Notas

causa subyacente de la diversificación de las revueltas en la segunda m itad del siglo diecio­
cho”. Cf. Stern 19 8 7 a , 73-75.

2. U n con ju n to general de referencias sobre el sistema de repartos p uede verse en Juan


y U llo a (1 9 9 1 [17 4 9 ]; T ord (1 9 7 4 ); T ord y L azo (1 9 8 1 ); M o re n o C eb rián (1 9 7 7 ); G o lte
(198 0 ); L a rs o n y W asserstrom (1983); Larson (1988).

3. A un q u e las circunstancias son variables, según la región de que se trate, Seru ln ikov
(1998) ha co n firm ad o tam bién que las intervenciones de los corregidores a m ediados del
siglo tu vieron consecuencias políticas graves, generando conflictos en to rn o al gobierno
com unal y condiciones para la rebelión, en la región de Potosí.

4. V er T h o m so n (1996a).

5. G o lte 1 9 8 0 ,1 0 4 - 1 0 5 . E l precio de ven ta de este corregim iento era tam bién el más
alto de to d o el virrein ato (M oreno Cebrián 19 7 7 ,9 7 -9 8 ).

6. A G I Charcas 5 30 , “T estim onio de los autos p o r el tum ulto en el p u eb lo de Sicasi­


c a ...” 2 0 / V I I/ 1 7 7 8 (32 fo lio s), fo lio 2 9 . D esp u és de la crisis de 1 7 7 1 , el V ir r e y A m a t
d eclaró a Sicasica com o “ el c en tro d on d e siem pre se h an m aq u in ad o su b levacio n es e
inquietudes” , v e r A G I Charcas 5 9 2 , “E l V irre y A m at da cuenta con cinco docu m en tos de
la desgraciada m u e rte de d o n J o s e f del Castillo, correg id or de Pacajes...” , 1 2 / 1 / 1 7 7 2 (8
folios), folio 8.

7. A N B E C 1 7 5 6 N o 67.

8. A N B E C 1 7 5 4 No. 5 3 ; A N B E C 1 7 5 4 N o. 54. L os principales de Y anacachi p rotes­


taron con tra el rep arto del corregid or en 17 5 8 ; v e r A G I Charcas 5 9 2 , “T estim onio de los
autos seguidos p o r los caciques e hilacatas del pueblo de C alacoto, p ro vin cia de Pacajes,
contra el justicia m ayor de ella, don Salvador de A surza, sobre excesivos rep artim ien tos”,
17 6 3 (76 folios), folios 69-69v.

9. A L P E C 1 7 5 3 C. 7 6 E . 3 1.

10 . M oren o Cebrián ( 1 9 7 7 ,1 8 5 -1 9 0 ) sintetiza la legislación concerniente a los tenien­


tes y su papel prob lem ático en el sistema de repartos. D escribe al teniente típico com o un
“h o m b re versad o en las triquiñuelas del oficio, oriundo o avecindado m ucho tiem po en las
provincias que servía, y con ocedor, p o r tanto, de la elasticidad que las m ism as perm itían en
cualquier n eg ocio ” (189).

1 1 . A N B E C 1 7 5 6 No. 10 8 . A N B E C 1 7 5 8 No. 1 5 1 , con citas d é lo s fo lio s 4v, 18v.

12. C uando la gestión del corregid or fue evaluada más tarde, en 17 6 3 , la adm inistración
c o lo n ial lo san cion ó con u n a m ulta, ju n to a sus “m in istros o ficiales y dem ás justicias” .
E n tre ellos se m en cion ó a och o tenientes, más los alcaldes m ayores, com isarios, un tenien­
te de alcalde provincial, un alguacil m ayor y un escribano (A LP E C 1 7 7 0 C. 9 1 , E. 5).

369
Notas

13. La audiencia tam bién m ultó y despidió al p ro tector de indios de La Paz, n om brado
p o r N egreiros, quien había defendido a los com unarios de Chulum ani (AN B E C 1 7 5 6 No.
7 1 ; la cita es del folio 3).

14 . U n ejem plo de esta com plejidad política en el pueblo de Chulum ani puede verse en
A N B E C 1 7 6 6 No. 130. Para las intrincadas batallas en to rn o al poder local, las m aniobras
cacicales y la resistencia al reparto en el pueblo de Sicasica, v e r A G I Charcas 5 92 , “A u tos
seguidos p o r los indios del pueblo de Sicasica p o r varios abusos”, 17 6 8 (52 folios); y A G I
Charcas 5 9 2 , “T estim onio de los autos seguidos p o r los caciques e hilacatas del p ueblo de
Calacoto...” , 17 6 3 (76 folios), folio 67.

15. A G I Charcas 5 9 2 , “A u to s seguidos p o r los indios del pueblo de Sicasica p o r varios


abusos”, 1 7 6 8 (52 folios), folios 5 1-52 .

16. P o r ejem plo, un hacendado, B ernardino Argandoña, acusó a los tenientes de O co-
baya y C hirca, B e rn a rd o Illanes y Joaq u ín Sánchez, de rep artos que se recargaban a los
arren d eros y yanaconas de los latifundios. O tro hacendado culpó al corregidor de repartos,
abusos a los indios, obstru cción de negocios m ineros y especulación com ercial con bienes
e insum os que los residentes de la p rovincia necesitaban. V er A G I Charcas 5 9 3 , “A u to s
sobre el caso del corregid or V illaherm osa” 7/ II/ 17 7 1 (106 folios), folios 1-3 , 6 1. A princi­
pio d é lo s años 17 6 0 , un caso p revio de la misma provincia ayudó a clarificar la política esta­
tal sobre rep artos en haciendas (M oreno Cebrián 1 9 7 7 ,1 8 2 - 1 8 3 ,2 3 3 ) .

17 . A N B E C 1 7 5 9 N o. 7 4 , fo lio s 1 6 , 22v. A N B EC 1 7 7 0 No. 22. A G I C harcas 5 9 3 ,


“A u to s so b re el caso del c o rre g id o r V illah erm o sa” , 7 / II/ 17 7 1 (10 6 fo lio s), fo lio s l- 8 v ,
5 4 v -5 7 .

18 . A N B E C 1 7 7 0 N o. 86.

19 . A N B E C 1 7 7 7 No. 14 , folio 31v.

20. Ibid., folios 7 1-72v. A G I Charcas 5 93, “A utos sobre caso del corregid or V illah er­
m osa” , 7 / II/ 17 7 1 (106 folios), folios 40v-42v.

2 1 . A N B E C 1 7 5 9 [1769] No. 74.

2 2. L os indios y lo s vecinos de Sicasica presentaron repetidas acusaciones con tra las


autoridades en 1 7 6 9 y 17 7 0 . V er A G I Charcas 593, “A u tos sobre caso del correg id or Villa-
h erm osa” , 7 / 11/ 17 7 1 (10 6 folios), folios l-8 v , 5 6 v -6 3 ,7 0 -7 4 v .

23. A N B E C 1 7 6 9 N o. 2 9, folio 12v.

2 4. A L P 1 7 7 0 C. 9 1 E. 5, folio 1 1 . A N B E C 1 7 7 1 No. 74, folio 21v.

25. A N B E C 1 7 6 9 N o. 9 4, folio 12v.

2 6 . Ib id ; A G I C harcas 5 9 3 , “A u to s sobre caso del co rre g id o r V illa h e rm o sa ” ,


7 /II/1 7 7 1 (10 6 folios), folios 10 v-14 v.

370
Notas

27. L os com unarios de A yo ayo y Y aco acusaron tam bién al T eniente A n to n io E lison-
do. E n A raca, el Teniente P edro N olasco Benítez se som etió a una investigación p o r haber
com prado su p u esto del correg id or con más de ocho m il pesos y p o r h ab er adm inistrado
justicia sin h ab er sido c o n firm a d o p o r la audiencia. A G I Charcas 5 9 3 , “A u to s sob re caso
del correg id or V illah erm o sa” , 7 / II/ 17 7 1 (106 folios), folios 17 -2 0 . S o b re T alavera, ver los
folios 2 0v -3 6v . V e r tam bién A N B EC 1 7 6 9 No. 94.

28. A N B E C 1 7 6 9 N o. 9 4 , folios 3-5.

29. P o r ejem plo, sem b ró te rro r entre los indios diciendo que su rep arto , al que llam aba
el rep arto real ’, venía p o r o rd en del p rop io rey. A G I Charcas 5 93 , “A u to s sob re caso del
correg id or V illah erm o sa”, 7 / II/ 17 7 1 (10 6 folios), folios 28v, 30v.

30. A N B E C 1 7 6 9 N o. 9 4 , folios 12 -13 . A G I Charcas 5 9 3 , “A u to s sob re caso del c o rre ­


g idor V illah erm o sa” , 7 / II/ 17 7 1 (106 folios), folios 23-23v.

3 1 . A G I C h arcas 5 9 3 , “A u to s sob re caso del c o rre g id o r V illa h e rm o s a ”, 7 / I I / 1 7 7 1


( 1 0 6 fo lio s), fo lio s 1 4 v - 1 6 v , 7 7 v -7 9 . A lejan d ro Chuquiguam an (al p rin c ip io se llam aba
V icen te, y algunas veces aparece en los docum entos com o Chuquim am ani) era una figura
e xcep cio n al e n tre lo s caciques de La Paz p o r su “reb eld ía” y su in flu e n cia p olítica que
tanto p reo cu p ab a a los fun cion arios coloniales. D e acuerdo a los p rim eros in fo rm e s o fi­
ciales, C huquiguam an n o había sido n om b rad o debidam ente com o cacique p o r las auto­
ridades c o lo n iale s, sino que había asum ido p o r au to rid ad p ro p ia este títu lo y buscaba
c o n s e rv a r su lid e ra z g o so b re los in d ios p ro v o c a n d o d istu rb ios. P o d ría m o s esp ecu lar,
aunque la evid en cia n o n os p erm ite asegurarlo, que Chuquiguam an surgió c o m o líder con
apoyo de las com unidades durante la fase de intensas luchas locales sob re el cacicazgo de
A nan saya en los años 1 7 7 0 (folios 7 8v -7 9). E n su con fesión , C huquiguam an señaló que él
había sido n o m b ra d o c o b ra d o r de tributos p o r el T eniente T alavera, c o n el m an d ato de
V illah erm o sa, p e ro que la c o rte cuestionó su cargo alegando que había sido elegido p o r la
com unidad. V e r A G I C harcas 5 3 0 , “T estim onio de lo s autos p o r el tu m u lto en el p ueblo
de Sicasica...” , 2 0 / V I I / 1 7 7 8 (32 folios), folios 5 -7 ,2 1 v. La legitim idad p olítica de C huqui­
guam an, desde el p u n to de vista com unal, puede vislu m b rarse a p a rtir de su c o n fro n ta ­
ción con el ad m in istrad o r del estanco real de tabacos. A u n q u e este fu n cion ario insistió en
la p ro h ib ición de v e n d e r tabaco sin licencia, Chuquiguam an d efen d ió el d erech o que te ­
nían los com u narios a v e n d e r el p ro d u cto que obtenían de los com ercian tes indígenas de
los valles de Inquisivi, d iciendo que su ven ta les p erm itía cu m p lir c o n el p ago del trib u to
(fo l 2 2 v ). E l n e rvio sism o de las autoridades se hace evid en te en el h e ch o de que Chuqui­
guam an fue lib erad o después de su arresto, aparentem ente en 1 7 7 0 , en vísp eras del levan ­
tam iento. E l T eniente M oh ed an o , tem ero so p o r las protestas, accedió a la exigencia de los
indios de que fu era lib erad o (folio 6v). Vale la pena tam bién señalar que, en esta m ism a
coyuntura, la o tra parcialidad de U rinsaya se había levantado con tra su caciq ue-co b rad or
A le ja n d ro M atías N in a L au ra. Se dio una c o n fro n ta c ió n e n tre este caciq u e y A se n c io
P in to ; el o tro cabecilla, ju n to a Chuquiguam an, de la reb elión de 1 7 6 9 , o p o n ién d o se a los

371
Notas

abusos de N ina Laura (folios 2 3, 24v). Para la referencia sobre los “am agos de subleva­
ción ”, con sultar A G I Charcas 5 93 , “E xpediente sobre lo ocurrido en la p ro vin cia de Sica-
sica...”, Plata y Lim a, 1776 (18 folios), folio 9. • , t . ■
32. O tra dem anda fue presentada en contra dé un recaudador de tributos n om b rad o
p o r el co rreg id o r en Caracato. Tanto los indios com o los vecinos elevaron un “universal
clam or” contra M iguel Ruíz p o r sus abusos de autoridad y contra los repartos del corregi­
dor. V e r A N B E C 1 7 7 9 No. 7 3 ; A N B E C 1 7 7 2 No. 89; A G I Charcas 5 9 3 , “A u to s sobre
caso del corregid or V illaherm osa”, 7/ 11/ 17 7 1 (10 6 folios), folios 49-53v.

33. A G I Charcas 593, “A u tos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 /II/ 1 7 7 1 (106
folios), folios 74v-75v. A N B E C 17 7 9 [1769] No. 127.

34. A G I Charcas 593, “A u tos sobre caso del c o r r e g id o r V illaherm osa” , 7 /II/1 7 7 1 (106
folios), folios 83-83v. A G I Charcas 5 3 0 , “Testim onio de los autos p o r el tum ulto en el pue­
b lo d e Sicasica...” , 2 0 / V II/ 17 7 8 (32 folios), folios 1-7.

35. O tras causas de la m ovilización citadas en el juicio fu eron la liberación del jilaqata
encarcelado p o r deudas de tributos p o r Villaherm osa, y para im pedir que la m adre de Chu-
quiguaman fuese enviada a un obraje, com o alegaban que había ordenado el corregidor. La
sublevación está descrita en A G I Charcas 5 30, “Testim onio de los autos p o r el tum ulto en
el pueblo de Sicasica...” 2 0/ V II/ 17 7 8 (32 folios); A G I Charcas 5 9 3 , “A utos sobre caso del
corregidor V illaherm osa”, 7 / II/ 17 7 1 (106 folios).

36. A G I Charcas 5 93 , “A utos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 / 11/ 17 7 1 (106
fo lio s), fo lio 89. A G I Charcas 5 9 3 , “A u to sob re el caso de V illa h e rm o sa ...” , traslad o
13 / X I/ 177 0 (23 folios), fo lio 17. E l p ro p io corregid or, denunciando las actividades de
Castro, advirtió sobre el carácter ingobernable de los pueblos, aunque o tros lo responsabi­
lizaron a él de los disturbios.
37. A G I Charcas 5 93, “A utos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 / II/ 1 7 7 1 (106
folios), folios 2 9 -6 8 ,7 6 -8 6 . A G I Charcas 530, “Testim onio de los autos p o r el tum ulto en
el pueblo de Sicasica...”, 20/V T I/1778 (12 folios), folio 2.

38. A G I Charcas 593, “A utos sobre caso del corregidor V illaherm osa”, 7 / 11/ 17 7 1 (106
folios), folio 69.

39. Ibid., folios 39v-40.

4 0 . N o s hace falta más datos sob re los lazos políticos entre el levan tam ien to de C h u ­
lum ani y el de Jesú s de M achaca en 1 7 7 1 ; sin em bargo, es in teresante señ alar que San tos
M am ani, un com unario de C hupe que fue condenado p o r cabecilla en la su b levació n de
lo s Y u n g as, p ro v e n ía o rig in alm en te del p u eb lo altiplán ico. V e r A G I C h a rc a s 5 3 0 ,
“ E xtracto, respuesta fiscales, con fesion es de reos y p rovidencias sob re tu m u lto o c u rri­

372
Notas

do en lo s Y u n g as de S ica sic a ” traslad o 2 0 / V I I / 1 7 7 8 (69 fo lio s), fo lio 14v. A N B E C


1 7 7 3 N o. 2 6.

4 1 . A G I C harcas 5 3 0 “E xtracto , respuesta fiscales, con fesion es de reos, y p ro v id en ­


cias so b re tu m u lto o c u rrid o en lo s Y ungas de Sicasica” , traslad o 2 0 / V I I / 1 7 7 8 (69
folios), fo lio 36v.

42. Ibid., folios 1 5 v - 1 6 ,2 2 - 2 3 v , 3 6 -3 7 ,5 7 .

4 3. Ibid., fo lio 48.

4 4 . A G I C harcas 5 3 0 , “T estim on io de los autos sob re el alzam ien to en C hulu m an i,


e n ca b ez a d o p o r Ju a n T ap ia m e s tiz o ” , traslad o 2 0 / V I I / 1 7 7 8 (1 5 fo lio s ), fo lio s 1-2 .
A G I C h arcas 5 3 0 , “E x tra c to , resp u esta fiscales, c o n fesio n e s de re o s, y p ro v id en c ia s
so b re tu m u lto o c u rrid o en lo s Y ungas de Sicasica”, traslad o 2 0 / V I I / 1 7 7 8 (69 fo lio s),
fo lio s 1 4 - 1 5 .

4 5. S o b re el levantam iento de Chulum ani, v e r los dos docum entos citados en la ante-
rio rn o ta , así com o A N B E C 1 7 8 8 [1778] No. 29.

4 6 . A G I C harcas 5 3 0 , “T estim on io de los autos sobre el alzam iento en C hulum ani,


encabezado p o r Ju an Tapia m estizo”, traslado 2 0 / V II/ 17 7 8 (15 folios), fo lio 7. A N B EC
17 8 8 [1778] No. 2 9 , fo lio 17v.

4 7. A G I C harcas 5 3 0 , “T estim on io de los autos sobre el alzam iento en C hulum ani,


encabezado p o r Ju an Tapia m estizo” , traslado 2 0 /VII / 17 7 8 (15 folios), fo lio 8. A G I C har­
cas 5 3 0 “E xtracto , resp u esta fiscales, confesiones de reos, y provid en cias sob re tum ulto
ocurrido en los Y ungas de Sicasica” , traslado 2 0 / V II/ 17 7 8 (69 folios), folio 16v. A N B E C
17 8 8 [1778] No. 29, folio 44v.

48. O ’P helan 1 9 8 8 ,1 3 4 - 1 3 5 ,1 5 5 - 1 5 9 .

49. A N B E C 1 7 5 8 N o. 1 5 1 , folios 1-2.

50. E l cacique B ern ard o Cachica firm ó una queja de los principales de C hupe en 17 5 7 ,
pero su vulnerabilidad era m anifiesta: “Si el cacique habla algo p o r estos agravios de daños,
con una violencia le revesea en p úblico” (AN B E C 17 5 8 No. 1, folio 8v). V e r tam bién A N B
E C 1 7 5 6 N o. 7 1 ; A N B E C 1 7 6 9 No. 9 4, folios 3 - 5 ,9-10v.

5 1. A n d rad e reaparece en la docum entación en 1 7 7 4 com o cacique de Palca, testifican­


do en una indagación sob re si los agitadores podrían nuevam ente soliviantar a la provincia.
A rc h iv o H istórico N acional (AH N ), Consejo de Indias 2 0 ,3 6 9 , “T estim onio de diligencias
relativas al p le ito seguido e n tre el R egid or d o n T adeo M edina y el s e ñ o r M arqués de
Feria...” , fo lio 1 6 ; cf. A N B E C 1 7 7 3 No. 26.

52. A N B E C 1 7 6 9 N o. 99. E n 1 7 6 2 , elp ad re de Quinaquina había p resentado una queja


a n om b re de su hijo y de la com unidad contra el teniente A n to n io M on talvo p o r sus repar­

373
Notas

tos excesivos. A G I Charcas 5 92, “Testim onio de los autos seguidos p o r los caciques e hila­
catas del pueblo de Calacoto...”, 17 6 3 (76 folios), folio 76.

53. A G I Charcas 530, “Real Audiencia da cuenta con testim onio de lo que ha executado
con m otivo del tum ulto y m uerte que dieron los indios del pueblo de Sicasica...” , 1 0 / X / 1778.

54. Sob re la tenaz oposición de la com unidad a la autoridad de Clem ente E scobar, y el
liderazgo ejercido p o r G onzáles en las com unidades durante este conflictivo período, v e r
A G I Charcas 5 3 0 , “E xtracto, respuesta fiscales, confesiones de reos, y providencias sobre
tum ulto ocu rrid o en los Yungas de Sicasica”, traslado 20/ V T I/ 1778 (69 folios). Para la sen­
tencia, v e r A G I Charcas 5 3 0 , “Real A udiencia da cuenta con testim onio de los bullicios
ocurridos en los pueblos de Yungas p o r haberse restituido a C lem ente E scobar al cacicaz­
go de Chupe...”, 1 0 / X / l778.

55. Para otras referencias que apuntan al nexo de relaciones entre el reparto, la estru c­
tura local de p o d er y la crisis del cacicazgo, v e r M oreno Cebrián 1 9 7 7 ,1 8 3 - 1 8 5 , 2 3 4 -2 3 5 ,
2 3 8 -2 4 2 ; O ’P helan 1 9 8 8 , 1 3 4 - 1 3 5 ,1 5 5 - 1 5 9 ; L arson y W asserstrom 1 9 8 3 ;L a rs o n 1 9 8 8 ,
12 6 -1 3 2 ; Cahill 19 8 8.

56. U n o s años después del estallido de la insurgencia en Sicasica, un ad versario del


n uevo C o rregid o r M arqués de Feria acusó a los caciques de la provincia, ep ed alm en te a los
de Yungas, de ser m iem bros dependientes de la facción del gobernador. E n tre los im plica­
dos estaba D io n icio M am ani de C hulum ani, Clem ente E sco b ar C ullo Inga de C h u p e y
Casim iro A n d rad e de Palca. AH B, Consejo de Indias 2 0 ,3 6 9 , “T estim onio de diligencias
relativas al p leito seguido en tre el R egid or d o n T adeo M ed in a y el señ o r M arqués de
Feria...”, fo lio 17 . Cf. A N B E C 17 7 3 No. 26.

5 7. S o b re la p o sició n realista de lo s caciques en 1 7 8 1 , v e r el cap ítu lo 6; adem ás de


C hoque 1 9 9 1 .

58. C om o lo hicim os n o tar en el capítulo 2, al com enzar la insurrección, cuando Tupaj


A m a ru supuestam ente solicitó su colaboración com o coron el para sorp ren d er al corregi­
d o r de los Yungas, M am ani entregó la correspondencia inm ediatam ente a las autoridades
coloniales. P o ste rio rm e n te , ayudó los españoles resid en tes en los Y un gas a escapar a
C ochabam ba, y peleó p o r la causa realista en num erosas batallas, ju n to a sus hijos y a la
cabeza de sus tropas indígenas, hasta que m urió en com bate en Calacoto en las proxim ida­
des de La Paz. V e r A G N I X 5 -6 -1, “E l cacique de Chulum ani don M artín R om ero M am a­
ni solicita con firm ación de em pleo”, 17 9 6 ; A N B E C 1 8 0 8 N o. 13 8 ; y C hoque (199 1).

59. A N B E C 17 4 5 No. 56. V e r también A N B E C 17 4 0 No. 5 1; A N B E C 1 7 4 5 No. 42.

60. A N B M inas T. 12 6 No. 20/C at. Minas No. 14 6 4.

6 1. Sensano respondió que el cura y su madre habían m ontado un juicio contra él. D e
hecho, en su versión, eran el cura y sus parientes los que distribuían repartos ilegales. Si los

374
Notas

indios iban a G uacullani, lo hacían voluntariam ente para ven d er leña y taquia y para ganar
dinero. S i el cacique lle v ó a cabo los rep arto s, era bajo ó rd en es d el c o rre g id o r “p o r n o
p od er resistir al p re c ep to y resp eto de su g o b ern ad or que lo precisaba hasta conm inarlo
con la cárcel, lo que ejecuta con los demás caciques de la p rovin cia” (A N B E C 1 7 5 4 No.
12 3 , fo lio s 6-9v, 1 3 -1 3 v , 9 8 -10 2 v ).

62. A N B E C 1 7 5 5 N o. 6 6, folios 4 , 1 3 3 v -1 3 5 . A N B E C 1 7 5 5 No. 8 4, fo lio s 74-74v, 93v.


El h erm an o de B a rto lo m é Cachicatari, A tanacio, que encabezó los vio len to s m otines de
Y unguyo, era tam b ién cacique de la vecina G uaqui (Pacajes). D esp u és de ap oyar inicial­
m ente un juicio de la com unidad con tra el cura, A tan acio fue com p rad o p o r trescientos
pesos y se c o n virtió en “enem igo” de los indios de Guaqui. E ra un con o cid o b orrach o en
la ciudad de la Paz y com p ad re del corregidor. Finalm ente un juicio com unal exitoso logró
d epo n erlo en 1 7 5 4 (A N B E C 1 7 5 4 N o. 4 9 ; A N B E C 1 7 5 4 No. 66).

63. S o b re el caso de Chuani, v e r A N B M inas T. 1 2 7 No. 6 / Ca. M inas N o. 1 5 1 7 ; A N B


E C 1 7 5 3 N o. 6 0 ; A N B E C 1 7 5 4 N o . 7 0 ; y en relación al con ñ cto e n to rn o a lo s diezm os que
se d esarrolló con tem p orán eam en te y los nexos entre Larecaja y Paucarcolla, v e r B arragán
y T h o m so n 1 9 9 3 ,3 3 1 - 3 3 3 .

64. L o s dirigentes de las com unidades de Chuani aclam aron a los insurgentes de A zán -
garo y ju raro n : “Y a que lo s A sillo s en su alzam iento n o lo p u d ieron conseguir, que ellos
desde lu eg o estab an arre sta d o s a m a yo r su b levació n ” (A N B M inas T. 127, N o. 6/ C at.
M inas N o. 1 5 1 7 , fo lio s 1 2 , 2 7v). E n 17 3 6 , cientos de indios arm ados atacaron el pueblo de
A sillo para exp ulsar a u n p árro co abusivo y a sus allegados; unos m eses m ás tarde, cuando
el c o rre g id o r re g resó a am on estarlo s, él y su guardia fu ero n obligados a huir. E n la fase
final, los indios c on sp iraro n para m ovilizar a diecisiete provincias a lo largo del sur de lo s
A ndes. S u dirigente, A n d rés Ignacio Caxm a C on dori y docenas d e cuadros fu ero n encar­
celados en O m asuyos, la p rovin cia que se ubica en las alturas de los valles de Larecaja (Colin
1 9 6 6 , 1 7 1 - 1 7 3 ; O ’P helan 1 9 8 8 ,8 5 - 8 6 ,1 0 4 ,1 3 1 ,2 9 9 ) .

65. B e rto n io (1 9 8 4 [16 12 ], I: 4 0 5 ; 2:290) consigna el térm ino aym ara quespiyri com o el
equivalente de red en tor. Traduce el térm ino quespi com o una “cosa resplandeciente, com o
vid rio o cristal” .

66. A N B M in asT . 1 2 7 N o. 6/Cat. M inas N o. 1 5 1 7 , folios 5 v -6 , l l v , 35v.

67. L a exasperación traicionó al cacique L o ren zo Corina: “P o r m o tivo de dichos Pallis,


este cacique h a sido sindicado en las sublevaciones de los susodichos p o rq u e com o con
desvergüenza le su p ieron n o m b rar cabeza, aun en las peticiones que no habían llegado a su
noticia, fácilm ente lo h an hecho autor los Pallis de sus picardías, creíbles en cualquier h o m ­
bre racional p orq u e c o m o aquellos son súbditos y el declarante cacique, ninguno pudiera
persuadirse a que d ichos indios n o estén sujetos a su gobernador, p ero com o nunca lo han
estado... T u vieron dichos Pallis la osadía de decirle en su cara a este declarante de que si n o

375
Notas

les fom entaba en sus em presas le quem aría la casa” . O bjetó que o tro s actuaran en n om b re
de la com unidad e insistió en que cum plía sus responsabilidades políticas com o cacique:
“P o r m ano del cacique, y n o de los indios codiciosos, tengan los del com ún el alivio que
necesitan com o otras veces se los h e sabido negociar” (A N B M inas, To. 1 2 7 N o. 6/C at.
M inas No. 1 5 1 7 , folios 1 1 , 1 2 , 5 1-5 1 v ).

68. Para más in fo rm ació n sobre las luchas en Larecaja, v e r A N B E C 1 7 5 2 No. 12 ; A N B


E C 1 7 5 4 No. 13 2 ; A N B E C 1 7 5 5 N o . 5 6 ;A N B E C 17 5 6 No. 7 2 ; la cita del final p ro vien e de
A N B E C 1 7 5 5 N o. 5 8 , fo lio 5. L a com unidad de C hum a p ro te stó co n tra lo s re p arto s y
otras exaccion es de las au toridades en 1 7 5 9 ; v e r A G I C harcas 5 9 2 , “T estim on io de los
autos seguidos p o r los caciques e hilacatas del pueblo de C alacoto...” , 1 7 6 3 (76 fo lio s),
folios 6 9 v -7 0 .

69. A N B E C 17 5 3 N o. 70. A N B EC 17 5 3 No. 99. A N B E C 1 7 5 3 N o. 14 8 . A N B E C


17 5 4 N o. 12 5 .

70. A N B EC 17 5 6 No. 13 0 , folio 25v.

7 1. A N B E C 1 7 6 0 No. 1 1 6 , fo lio 52v. A G I Charcas 5 9 2 , “C arta del corregid or de O m a­


suyos, Francisco A n to n io de Trelles, al virrey ” , 2 0 / X I/ 17 7 1 (2 folios).

72. A N B E C 1 7 5 6 N o. 1 1 1 , folio 25v.

73. A N B CR No. 6 13 .

74. A N B E C 17 6 0 N o. 1 1 6 , folios 5 5 ,77-77v.

75. A l parecer, la dem anda de la com unidad fue aceptada en diciem bre de 17 5 9 , n o en
1 7 6 0 com o señala el expediente; v e r A G I Charcas 5 92, “T estim onio de los autos seguidos
p o r los caciques e hilacatas del pueblo de Calacoto...” , 1 7 6 3 (76 folios), folios 70-72v.

76. El cacique de G uariría M atías Calaumana tam bién presentó quejas contra Calonje.
S ob re las disputas con tra este corregidor, v e r A N B E C 1 7 6 1 No. 97 (las citas son de los
fo lio s 6 0 -6 9 v -7 0 ); A N B E C 1 7 6 2 N o. 16 9 ; A G I Charcas 5 9 2 , “T estim onio de los autos
seguidos p o r d on Ildefon so Fernández, cacique de Laja, sobre agravios que le ha in ferid o
su corregid or d o n A n to n io Calonje” , 17 6 3 (33 folios); A G I Charcas 5 9 2 , ‘T estim o n io de
los autos seguidos p o r d o n A g u stín Siñani, cacique de C arabuco, co n tra d o n A n to n io
Calonje, correg id or que fue de dicha provincia”, 1 7 6 2 (28 folios).

77. E n lugares d on d e el sistem a de rep arto s del co rreg id o r dependía m ás de lo s caci­


ques que de o tro s agentes extern os a la com unidad, la cadena de obligaciones se extendía
a lo s cob rad ores indígenas locales, es decir, los principales y especialm ente los jilaqatas.
G en eralm en te, ellos n o o bten ían ningún beneficio de este arreglo, a diferencia del caci­
que que cob rab a un salario del corregid or, p ero cum plían c o n su g o b ern a d o r p o r o b e ­
diencia. S ob re u n a denuncia en to rn o a esta jerarquía en los rep artos, v e r A G I Charcas
5 9 2 , “T estim onio de los autos seguidos p o r los caciques e hilacatas del p ueblo de C ala-

376
Notas

coto...”, 1 7 6 3 (76 fo lio s), fo lio s 5 9 -6 0 . La audiencia sentenció en 1 7 5 9 que lo s caciques


n o debían s e r obligad os a p articip ar en el sistem a y que debían recib ir una paga p o r sus
servicio s vo lu n tariam en te con tratad os (folio 70v). Inm ediatam ente después del levanta­
m ien to de 1 7 7 1 , la audiencia p ro h ib ió abiertam ente la p articipación de lo s caciques en el
rep arto. P ero estas ó rd en es n o fu ero n cum plidas (A G I Charcas 1 9 2 , “A u to s de la Real
A ud ien cia de C harcas y real cédula sob re re p arto s”, [14 folios]). La audiencia reiteró tam ­
bién que só lo lo s cajeros pod ían o p e ra r en el sistem a de rep arto , n o lo s tenientes, que
eran evid en tem en te los agentes de la justicia colonial. E sta estipulación resultó tam bién
p o co efectiva (folios 9 v - l l ) .

78. E l hacendado n o era o tro que A n to n io Pinedo, C orregidor de La Paz. V er A N B E C


1 7 7 5 [1766] No. 1 7 4 , fo lio 16.

79. E n un caso sim ilar y contem poráneo de Charazani (Larecaja), la viuda del cacique
Ju an M iguel Sirena apeló pidiendo la cancelación de las-deudas de su m arido al C orregidor
M iguel Fernández D uarte. Se.acusó al corregidor de haber obligado a Sirena para que le sirva
de respaldo financiero al Teniente J o s e f M anzaneda, quien debía a D u arte la plata de los
repartos distribuidos en su jurisdicción. V er A G I Charcas 5 9 2 , “T estim onio de los seguidos
p o r doña M ichaela Llavilla, viuda de d o n ju á n Miguel Sirena, cacique que fue de Charazani,
contra el correg id or de Larecaja don Miguel Fernánde D uarte”, 1 7 6 2 (81 fo lio s)’

80. Sería necesario realizar o tro s estudios regionales en los A n d es p ara determ inar si el
caso de La Paz tiene una representatividad más amplia. G o lte (19 8 0 , 1 6 0 -1 6 1 ) sugiere que
La Paz y C harcas pueden distinguirse de otras regiones del V irrein ato del P erú debido a la
participación más activa de los caciques en las luchas legales y a las alianzas entre caciques y
com unidades que otorgaban un carácter supralocal a las protestas. E m p ero, nuestro estu­
dio de L a Paz m uestra la debilidad de estas alianzas y el hecho de que la organización p olíti­
ca de la resistencia al final n o dependería de los caciques.

81. O ’P helan 1 9 8 5 ,1 6 3 - 1 6 6 .

82. E n u n a sucinta exp licación del m éto d o y la eficacia de la d o m in ac ió n colon ial,


L afitta ju stificó la necesidad de resp on d er con m ano dura: “E l indio es p o r su naturaleza
y con d ició n to rp e y vil. E l descuido le da valor, la p reven ció n en el co n trarío le acobarda.
Su p ro p en sió n es a tod a inquietud, a toda n oved ad y m ovim iento. P ero tan to dura en un
sistem a cuanto n o reco n o zca el am ago del castigo, en una palabra, el b razo levan tad o; y
el am ago es el que m antiene esta gente en sujeción. Cosa adm irable es que n o siendo su je­
tos que se estim ulan al o b ra r p o r resp eto a religión que es casi ninguna, n i p o r m o tivo de
h o n o r y le a lta d , se p u ed an m a n te n e r u n os p u eb lo s de tan c re c id o n ú m e ro de in d io s
g o b ern ad o s p o r u n c o rre g id o r sin m ás arm as, ni más auxilio que el n o m b re del R ey que
rep resen ta. P ero es así que n o hay o tro respeto y que sólo ese n o m b re y el te m o r del cas­
tig o lo s c o n tie n e ” . V e r A G N I X 5 -5 -2 , “ C o rre g id o r de L a P az, L a fita , so b re le v a n ta ­
m ie n to de P a c aje s” 9 / X I / 1 7 7 1 (2 fo lio s). S o b re la in s u rre c c ió n de P acajes, v e r lo s

377
Notas

docu m en tos en A G N I X 5 -5 -2 ; A L P E C 1 7 7 1 C. 92 E. 2 4 ; A m a t y Ju n ie n t (1 9 4 7 , 2 9 6 -
3 0 4 ); A G I C harcas 5 9 2 , “C arta del C o n ta d o r P edro N olasco C resp o al V irre y A m a t” ,
2 6 / X I / 1 7 7 1 (dos folios).

83. Para la versión de B artolina Sisa, v e r A G I B uenos A ires 3 1 9 , “ C u ad ern o No. 4 ”,


folio 59; para el testim onio de K atari, v e r A G N IX 7-4-2, “Testim onio de las confesiones
del reo Julián A paza, alias Tupa Catari y sentencia que se pronunció contra él” , (38 folios),
folios 4-4v. L ew in establece que en los años 17 7 0 com enzó la planificación del proyecto de
Tupac A m aru . Los factores regionales y locales que contribuyeron a la im portancia de esta
coyuntura en el Cusco am eritan una investigación com parativa.

84. E l correg id or de Carangas, p rovin cia colindante con Pacajes p o r el sur, in fo rm ó


sobre una insurrección en ese m ism o año. N o obstante, ésta resultó ser una falsa alarma,
lanzada con el fin de encubrir el hecho de que los indios estaban resistiendo sus repartos en
las cortes y huyendo a los cerros cuando intentó practicar la revisita. V er A G I Charcas 592,
“A utos de la Real A udiencia de Charcas y real cédula sobre repartos”, (1 4 folios), folios 6-
6 v ;y A N B E C 1 7 7 1 No. 66.

85. N o p o d e m o s h acer aquí una exp osició n com pleta de las respuestas virrein ales y
del estad o m e tro p o lita n o a la resistencia p o p u la r y para en fre n ta r la crisis cada v e z m ás
aguda que se dio en este p eríod o . Las referen cias para el resum en en este p á rra fo p ro ­
vien en en especial de un con ju n to de exp en d ientes en el A G I Charcas 5 9 2 y de M o re ­
n o C eb rián (19 7 7 ).

86. A N B E C 1 7 7 7 No. 7 1 . Las citas provien en de los folios 10 , 3 7 1 ; sob re la p ercep ­


ción de am enaza del c o rre g id o r y los antecedentes con flictivo s en P au carcolla, v e r los
folios 3 4 5 v - 3 4 7 ,370.

87. Para ésta y la siguiente cita, v e r A G N IX 3 2-1-6, “ In form e del C o rreg id o r V ial al
v irrey sobre disturbios en la provincia” , 19 / 1/ 17 7 7 , folio 2. D e hecho, se adm inistraron
castigos a los presuntos líderes de am bos levantam ientos. E n el caso de Pacajes, docenas de
indios se pu d rieron en las cárceles en los años 1770.

88. V e r A G N I X 3 2 -1 -6 , “In fo rm e del corregid or Vial al virrey sobre disturbios en la


p rovin cia”, 1 9 / 1/ 17 7 7 , folio 2; A G N IX 3 2 -1 -6 , “A u tos criminales seguidos con tra don
A g u stín C atacora, cacique, su segunda Ignacio C ru z, y los indios de la p arcialid ad de
A nansaya de A c o ra sobre el tum ulto que acaeció el 1 6/ IX / 17 7 5 , y el que preparaban en el
p resen te año de 1 7 7 7 ; y de lo s dem ás d elitos que con stan en este p ro c e s o ” , 1 7 7 7 (67
folios); v e r tam bién los o tro s expedientes incluidos en este legajo. Las fu ertes presiones
ejercidas desde arriba p o r los corregidores y desde abajo p o r las com unidades para tom ar
el c o n tro l de lo s cacicazgos se hacen evidentes, p o r ejem plo, en Pom ata. E n 1 7 7 3 , los
indios se levan taro n en defensa del cacique J o s e f Toribio Castilla, a quien el C o rregid o r
M ateo de la C u adra in ten tó sustituir. C inco años más tarde, cuando el m ism o cacique
in te rv in o in te n tan d o p acificar a las com unidades que atacaban al C o rre g id o r V ia l, los

378
Notas

com unarios ig n o raro n sus ru egos y declararon que “los tenía ven did o s com p on iénd ose
con el g o b ern a d o r” . Ver, entre o tro s expedientes, los “A u to s crim inales seguidos de oficio
con tra el com ú n de indios de Pom ata p o r el tum ulto que hicieron el 1 1 /I y el perdim iento
de resp eto a la real justicia” , folio 4v.

89. A N B E C 1 7 8 0 No. 1 1 1 .

90. S o b re el e p iso d io de C o n d o co n d o , v e r Cajías (1 9 8 7 , 3 1 5 - 3 1 7 ) ; O ’P helan (1 9 8 8 ,


1 5 8 -1 5 9 ); P en ry (1 9 9 6 :2 4 -1 4 6 ).

9 1 . A N B E C 1 7 7 7 No. 7 1 , folio 408v.

9 2 . A N B E C 1 7 7 7 N o. 2 0 , fo lio s 15 -16 v . C uando la com isió n in vestig ad o ra llegó a


C a la c o to , la c o m u n id a d de V ia ch a p re se n tó sus p ro p ias quejas c o n tra lo s ab u so s de
re p a rto de lo s c o rre g id o res y sus cob rad ores de deudas (A N B E C 1 7 7 3 N o. 1 2 , fo lio s
14 -14 v , 2 7 -3 1v ).

93. A N B E C 1 7 7 3 N o. 12 , fo lio 47v. A N B E C 1 7 7 7 No. 2 0, fo lio s 3 4-3 4v . E n 1 7 7 9 ,


A g u stín Canqui (que se au to n om b ró Cusicanqui) reclam ó contra las presiones ejercidas
p o r los correg id o res con tra los caciques para que distribuyeran sus bienes. N o obstante,
esta queja, que se p ro d u jo después de años de colaboración, surgió p o r causa de una ru p ­
tura de relacion es y p o r el n om b ram iento de un nuevo g o b ern ad o r in terin o para U rinsa-
ya, Ju a n J o s e f Cusicanqui. L a com unidad intentaba ahora d efen der a A g u stín Canqui para
lib rarse del n u evo cacique. Las luchas p o r el cacicazgo duraron en C alacoto hasta prin ci­
pios del siglo diecinueve, y un p u n to clave fue la disputa p o r los d erech os de sucesión de
lo s h e re d e ro s d e Ju a n Eusefeio Canqui, que había sido destituido en lo s años 17 3 0 . V er
A N B E C 1 7 7 9 N o. 4 7 ; A L P E C 1 7 8 3 C. 10 3 E. s.n., “ C o n flicto so b re cacicazgo de Cala-
c o to ” (57 folios).

9 4 . A H N , C o n se jo de Indias 2 0 , 3 6 9 , “T estim on io de diligencias relativas al p leito


seguido en tre el R egidor d on Tadeo M edina y el señ or M arqués de Feria...” , folios 7 v -1 6 .
V er tam bién A N B E C 1 7 7 3 N o. 26.

9 5. P ro b a b lem en te hu b o una grave tensión y resentim iento p o r p arte de los criollos


c on tra los españoles peninsulares que ocupaban posiciones privilegiadas, particularm ente
la de co rreg id o r, en el regim en político y económ ico regional. Sin em bargo, del V alle de
Siles (1 9 9 0 , 5 4 9 -5 6 9 ) sostiene que antes de 1 7 8 1 esas tensiones eran débiles en La Paz en
com p aración c o n O ru ro (Cajías 19 8 7 ), Chuquisaca y Potosí. Sob re la dom inación p enin­
sular del p u esto d e corregid or, v e r M oren o Cebrián ( 1 8 7 7 ,1 3 6 -1 6 6 ) . V e r tam bién B arragán
(199 6 ) sob re las facciones y la identidad de las elites en La Paz.

96. F ran cisco T adeo D iez de M edina, au tor de un diario altison an te y ególatra del sitio
de L a Paz, se ganaría un n o to rio lugar en los anales de la historia c o m o el juez que dictó la
sentencia de m u e rte de Tupaj K a ta ri (Ver del V alle de Siles 1 9 8 0 , 1 9 9 4 ; y el capítulo 6).
S o b re o tro s antecedentes suyos, v e r A N B EC 1 7 7 6 N o. 7 2, folios 1 9 v -2 0 v . D iez de M edi­

379
Notas

na tam bién tu vo hostilidades personales con el M arqués de Feria debido a disputas legales
que in volu crab an a su familia en to rn o a una hacienda en los Yungas (folio 15 ; A N B EC
1 7 7 3 No. 26).

97. A N B E C 17 7 6 No. 72. A N B E C 17 7 8 No. 7 folios 4v-5v. D el Valle de Siles 19 9 0 ,


4 8 4 -4 8 7 . M ás in form ación sobre este caso puede encontrarse en los expedientes de A G N
X III 2 8 -3 -1 , 2.

98. A N B E C 17 7 6 No. 7 2, folios 1-9. A N B E C 17 7 8 No. 7.

99. A N B E C 17 7 6 No. 2 40. A N B E C 17 7 6 146.

10 0 . A G N IX 39-9 -6 , “La Real Audiencia rem ite testiom onio de los autos obrados en
La Paz, con m o tivo del alb oroto de los indios” , 17 7 8 (76 folios). A N B E C 1 7 8 1 No. 57,
folios 1 6 8 -1 8 2 . A G I Charcas 5 95 , “Testim onio No. 1 L A de la sublevación que se temía en
C ochabam ba p o r el establecim iento de la aduana”, (167 folios). A G I Charcas 5 9 5 , “Testi­
m onio del expediente fo rm ad o sobre la exacción de alcabalas a los indios de la ciudad de La
Paz”, (51 folios). Para un abordaje general de los impactos de las reform as borbónicas y su
im p o rtan cia p ara la in su rrecció n de 1 7 8 0 - 1 7 8 1 , v e r O ’Phelan (19 8 8 ), especialm ente el
capítulo 4. M ás in form ación sobre los episodios de La Paz puede hallarse en del Valle de
Siles (1 9 9 0 ,4 7 5 -4 8 9 ). D el Valle de Siles podría estaren lo cierto de que el M arqués de Feria
buscaba gan arse el fa v o r de los indios, en com pensación p o r las cargas que tenían que
sop o rtar de sus propios repartos. Sin em bargo, en su relato, ella subestima el resentim iento
indígena en co n tra del nuevo sistem a de cobros, y da demasiada im portancia a la versión de
los funcionarios de la Caja, a quienes considera “ilustrados” agentes de la re fo rm a b orb ó ­
nica. E l resentim iento era fuerte n o solam ente p o r los rígidos controles (que contribuyeron
a una acentuada alza en los ingresos p o r alcabalas, especialm ente en el rubro de productos
andinos o “efectos de la tierra”), sino p o r su inflexibilidad (especialm ente con el sistema de
guía/tornaguía) con las estrategias indígenas de circulación com ercial. A sim ism o, las grie­
tas políticas entre la elite regional tuvieron un papel im portante que jugar en la co n tro ver­
sia contra el M arqués de Feria.

1 0 1 . S o b re los disturbios de 17 8 0 , v e r A G N IX 32-2 -5 , “Intento de sublevación en la


ciudad de L a P az”, 1 7 8 0 (1 4 0 fo lio s); A G N IX 3 0 -2 -2 , “T estim onio de la in fo rm a c ió n
secreta hecha p o r el señor fiscal don Fernando M árquez de la Plata sobre las inquietudes
acaecidas en la ciudad de La Paz” , 1 7 8 0 (24 folios); A G N IX 5 -5 -3 “Sobre negación de la
renuncia de d on B ernardo G allo de la A duana de La Paz”, 2 4/ 111/ 17 8 0 (3 folios). V er tam ­
bién A G I Charcas 5 9 4 y Lim a 10 3 9 . Una fuente secundaria que relata estos hechos es del
Valle de Siles (1 9 9 0 ,4 8 9 -5 0 6 ), quien tam bién interpreta este episodio ( 1 9 9 0 ,4 9 1 -4 9 2 ,5 0 3 -
504); v e r tam bién Lewin ( 1 9 6 7 ,1 5 1 - 1 5 3 ) .

10 2 . S o b re la m agnitud y diversidad de elem entos plebeyos participantes, v e r las decla­


raciones de los testigos en A G N I X 3 2 -2 -5 , “Intento de sublevación en la ciudad de La

380
Notas

Paz” , 1 7 8 0 (1 4 0 folios); y del Valle de Siles (1 9 9 0 ,5 0 1 -5 0 6 ). La cita de los indios congrega­


dos en las afueras de la ciudad figura en el m ism o expediente (folio 96). O tra m anifestación
del rad icalism o c rio llo en L a Paz es la carta al P adre M azo (fo lio s 1 1 4 - 1 1 5 ) ; v e r L ew in
( 1 9 6 7 ,1 5 1 - 1 5 3 ,7 2 2 - 7 2 4 ) .

10 3 . La respuesta de A re c h e figura en A G N IX 3 2-2-5, “Intento de sublevación en la


ciudad de La Paz”, 1 7 8 0 (1 4 0 folios), folios 12 9 -13 4 v . La respuesta de M árquez de la Plata
figura en A G N I X 5 -5 -3 ; v e r también A G I Charcas 447B.

1 0 4 . S te rn 1 9 8 7 a , 7 3 -7 5 . A un q u e N ueva E spaña n o exp erim en tó u n a crisis p olítica


com parable a la del Perú, tanto Carm agnani com o Chance ( 1 8 9 8 ,1 4 6 -1 5 0 ) han p ropuesto
que el sistem a de rep arto s prod u jo tam bién cam bios en las relaciones sociales y políticas
indígenas en algunas regiones de Oaxaca. L arson y W asserstrom (198 3 ) o fre c en una com ­
paración entre los im pactos del rep arto sobre los cam pesinos de los A n d e s y Chiapas cen­
tral. Cf. Basques (2000).

10 5 . E ste p acto podía ser invocado estratégicam ente (y conscientem ente) y a la vez p ro ­
p o n erse o b jetiv o s rad icalm en te autónom os. P ero era m ás fre cu e n te que se apelase a él
com o alternativa legítima a la situación de abusos que se vivía bajo las autoridades regiona­
les. S eru ln ik o v (19 9 6 ) h a form u lad o una interpretación original del m ovim ien to de Tomás
K a tari en C hayanta entre 1 7 7 7 y 17 8 0 , que ilumina m uchos aspectos de las luchas com unes
de las com unidades, en las cuales no siem pre se buscaba una ruptura con el estado colonial.
A u n q u e el m o v im ie n to de Chayanta asum ió características peculiares, su análisis o frece
p ro p u esta s im p o rta n te s, aplicables a otras regiones, con rela ció n a la co m b in a ció n de
m aniobras legales y acciones colectivas directas y a la apropiación indígena de las institu­
ciones y discursos coloniales.

Capítulo 5. Proyectos de emancipación y dinámica de la


insurrección indígena (I)

1 . C o m o su ced e c o n m u ch as coy-unturas revo lu cio n arias, la era d e la in su rre c c ió n


andina se re c u erd a y se rep resen ta a la vez com o un tiem p o g lo rio so y com o un tiem p o
de te rro r, desde el m ism o m o m en to en que pasó a la historia. E s cu rio so que haya tan
p o c o s e n sa yo s h is to rio g rá fic o s y crítico s que ab o rd e n estas re p re s e n ta c io n e s en las
artes y en el d iscu rso público.

2. A N B E C 1 7 9 7 N o. 5 6 , folio 1 lv . “La revolución era entonces un re to rn o al pasado”


(Flores G alin d o 1 9 8 7 ,1 4 2 , 3 6 1-3 6 8 ).

3. “L os indios eran ah o ra com o feroces bestias salvajes, dando caza a lo s m iserables que
se refugiaban en las cuevas, cerro s y chacras... E l espíritu salvaje y sin d om esticar de los nati­
vo s estaba desatado” (L.E. F isher 1 9 6 6 ,2 4 7 ,2 5 7 ).

381
Notas

4. “A u n a la distancia estam os im presionados —aunque no tanto com o los españoles lo


estarían—p o r la súbita transform ación de estos indios tributarios sumisos en colum nas de
m iles de com batientes silenciosos y arm ados, siguiendo sus propias banderas y al son de
sus propias trom petas, que se apostaban en los cerros para atacar sin clemencia a la despre­
ciada ciudad de los blancos” (Cornblit 1 9 9 5 ,1 4 3 -1 4 4 ).

5. P ara algunas revisio n es generales de esta b ib liografía, v e r S te rn (1 9 8 7 a , 3 6 -4 2 );


Cam pbell (19 7 9 ); F lores G alindo (1989).

6. L ew in 1 9 6 7 , tercera edición corregida y aumentada. C. D. Valcárcel 1 9 4 6 ,1 9 4 7 ,1 9 7 5 ,


19 7 7 . Loayza 1 9 4 5 ,1 9 4 7 . C ornejo B ouroncle 1949. D u ran d F ló rez 19 7 3 . E l segundo tom o
de la m onum ental Colección Documental de la Independencia del Perú (1 9 7 1 -1 9 7 5 ), editada p o r C.
D. Valcárcel, se dedica exclusivam ente a la insurrección de Tupac A m aru . A diferencia de la
m ayoría de trabajos realizados p o r historiadores de su m ism a generación, que presentan a
la rebelión india del siglo dieciocho com o precursora de la independencia peruana, el tra­
bajo de R ow e (19 5 4 ; reeditado en Flores Galindo 19 7 6) fue pionero al identificar un p ro ­
yecto indígena p rotonacion al. Cf. Cam pbell ( 1 9 7 9 ,1 4 - 2 1 ) ; Stern (19 8 7 a , 3 6 -3 8 ); W alker
( 1 9 9 9 ,1 6 -5 4 ).

7. E n el cam po de los estudios andinos, cuyos p ion eros incluyen a Jo h n R ow e, Jo h n


M urra y T om Z uidem a, se fo rm ó una suerte de escuela o proyecto intelectual paradigm áti­
co que elab o ró en fo ques etnohistóricos y estructuralistas sim bólicos para in te rp re ta r la
cultura andina y su singularidad, en un esfuerzo que ha llevado a veces a una visión esencia-
lizada de “lo an d in o ” . V e r F lores G alindo, ed. (19 7 6 ); G o lte (19 8 0 ); H idalgo L eh ued e
(1983); Szem inski (19 9 3 ; prim era edición, 1983); O ’Phelan (198 8 ; publicado originalm en­
te en inglés en 19 8 5 ); F lores G alindo (1987); Stern (1987).

8. H idalgo Lehuede 19 8 3 . Szem inski 1 9 8 3 ,1 9 8 7 . A bercrom b ie 19 9 1b .

9. Seru ln ikov (1996) m uestra cóm o estos aspectos se expresan en la docum entación y
en la h istoriografía sobre Tom ás K atari, y nosotros analizaremos un problem a similar con
respecto a Tupaj K atari.

10 . V e r al re sp e cto G u h a (19 8 3 ), quien se inspira en G ram sci, sob re la conciencia


“negativa” de los insurgentes cam pesinos anticoloniales en la India.

11 . A N B M inas T. 1 2 7 No. 6/Cat. M inas No. 1 5 1 7 , folios 5 v - 6 ,1 lv , 35v.

12 . A L P E C 1 7 9 5 E. 1 2 2 E. 2 5 , fo lio 8v. Podríam os especular en sentido de que el


p rincipio de la autoridad rotativa vigente en las com unidades con tribu yó a la n oció n p o lí­
tica com u naria de que ya era el tu rn o de nuevas autoridades indígenas p ara acced er al
gobierno. N o obstan te, considero que el sentido de ilegitim idad de la autoridad, o de un
g o b iern o injusto, fue el criterio principal que orientó a estas m ovilizaciones o p royectos
p olíticos anticoloniales.

382
Notas

13. El excepcional caso de C huani podría com pararse con el de los rebeldes de A n d a-
gua (Arequipa) que en el m ism o p eríod o gestaron una fuerte oposición al estado, encabe­
zada p o r indígenas participantes de un culto local a las m om ias ancestrales (Salom on 1987).

14 . V e r el capítulo cuarto para m ayores detalles sobre los sucesos de Sicasica en 1 7 6 9 y


de Chulum ani en 1 7 7 1 .

15 . A N B E C 1 7 8 8 [1778] No. 2 9, folio l l v . N aturalm ente debem os ejercer cierta p ru ­


dencia al d ar lectura a las evidencias que se presentaron contra los rebeldes indígenas acu­
sados. U na táctica com ú n para desacreditar a los dirigentes y condenarlos p o r traición a la
c oron a consistía en exag erarlo s cargos. N o obstante, considero que u n a evaluación cuida­
dosa de estos d ocu m en to s perm ite sustentar la interpretación que p ro p on em o s.

16 . Ibid., fo lio 12 .

17 . Ibid., fo lio s 1 1 - 1 6 ; v e r tam bién los testim onios de lo s indios d e C h u p e en A G N


Charcas 5 3 0 , “E xtracto sobre tum ulto ocurrido en los Yungas de Sicasica”, 2 0 / V II/ 17 7 8
(69 folios), especialm ente los fo lio s 4 7 v -4 8 ,4 9 v -5 0 v .

18 . A N B E C 1 7 8 8 [1778] N o. 29, folios 4 3 ,4 5 .

1 9 . P ara c o n su lta r so b re lo s detalles del cerco, según los testim o n io s originales, v e r


ibid., fo lio s 6 v -2 2 , 3 9 v -4 5 v ; A G N Charcas 530, ‘E x tra c to sobre tum ulto o cu rrid o en los
Yungas de Sicasica”, 2 0 / V II/ 17 7 8 (69 folios), folios 25-51v.

2 0 . A N B E C 1 7 8 8 [1778] N o. 29, folios 83v-84.

2 1 . A G N Charcas 5 3 0 , “E xtracto sobre tum ulto ocurrido en los Y ungas de Sicasica” ,


2 0 / V I I / 1 7 7 8 (69 fols), fol. 14 . A N B E C 1 7 8 8 [1778] No. 29, folios 6 v -2 2 . Según un testi­
go, Tapia había obligado a los com unarios reticentes a participar en la m ovilización, am e­
nazando con fiscarles sus propiedades, una acción que podría parecerse a lo s m étodos, la
autoridad y el carácter tem ible de los corregidores españoles (ibid., fo lio 2 1).

2 2 . A N B E C 1 7 8 8 ( 1 7 7 8 ) N o. 2 9, folios 83v-84.

2 3 . V e r el c a p ítu lo 4 p ara m ás detalles d escrip tivos del le van ta m ie n to de Jesú s de


M achaca y C aquiaviri en 1 7 7 1 . E ste relato se basa en los docum entos de A G N I X 5-5-2,
especialm ente en el expediente de 2 2 folios con el título “A l señor D iez de M edina en La
Paz. V en ta de estancia en Sicasica” , 17 7 2 ; y A L P E C 1 7 7 1 C. 92 E. 24.

2 4 . E sta frase debe interpretarse en sentido de que si los soldados estaban m archando
c on tra la com unidad (en M achaca), los com unarios de Caquiaviri se p on d rían contra ellos.
A G N I X 5 -5 -2 , “A l señ o r D iez de M edina en La Paz...”, 1 7 7 4 (22 folios), fo lio 1 8v.

2 5 . I b id , fo lio s 1 9 , 20v. A L P E C 17 7 1 C. 92, E. 2 4 , folio 1 v.

383
Notas

2 6 . Se h an resp etad o las m ayúsculas del original; A G N IX 5 -5 -2 , “A l señ o r D iez de


M edina en La Paz...”, 1 7 7 4 [22 folios], folio 20v. A gradezco a M a rk T h u m e r p o r su apoyo
en la in terpretación de esta frase.

27. Las declaraciones de los testigos están lejos de ser claras y consistentes, en particu­
lar en lo que atañe a la secuencia precisa de los hechos.

28. Según o tra declaración, el m ulato se con m ovió tanto de las escenas que v io en el
pueblo que dijo que m ataría a los indios si tuviera un cuchillo p orq u e estaban atacando a
gente inocente (ibid., fo lio 20v).

29. A L P E C 1 7 7 1 C. 9 2 E. 2 4, folio 2. O tro testigo atribuyó esta negligencia a la desa­


parición del encargado de la cárcel (A G N IX 5 -5 -2 , “A l señ or D iez de M edina en La Paz...” ,
1 7 7 4 [22 folios], fo lio 21).

30. A G N IX 5 -5 -2 , “A l señ or D iez de M edina en La Paz...” 1 7 7 4 (22 fols.), folio 20v.

3 1. L os testigos españoles describían a R om ero com o un “m o zo ” , un “m o zo m estizo”


o com o uno d é lo s m uchos “m ozos españoles” del pueblo. V er A L P E C 1 7 7 1 C. 9 2 E. 24,
folio l v ; A G N I X 5 -5 -2 , “A l señor D iez de M edina en La Paz...” , 1 7 7 4 (22 folios), folio 21.

32. A G N IX 5 -5 -2 , “A l señor D iez de M edina en La Paz...” 1 7 7 4 (22 fols.), folios 1 9 ,2 1 .


O tra déclaración señaló que los indios habían m atado a un m ozo llam ado J o s e f H inojosa
porque había requisado sus muías para dárselas a los soldados cuándo partían a Jesú s de
Machaca; se trata posiblem ente de una con fusión con el caso d e jo s e f R om ero (folio 18).

33. La am enaza tam bién se hizo oir durante el sitio de Chulum ani (A G I C harcas 530,
“E xtracto sob re tum ulto ocu rrid o en los Yungas de Sicasica”, 2 0 / V I I / 1 7 7 8 [69 folios],
folio 14), y fue p ro ferid a en la supuesta conspiración indígena de C oroico en 1 8 0 0 (A G N
IX 5-6-3, “A u to s sob re rum ores de levantam iento de indios en C o ro ico ”, 1 8 0 0 [21 folios],
folios 15 v -16 v ).

34. La cita anterior proviene de A L P E C 17 7 1 C. 92, E. 24, folios 2-2v. Las demandas y la
perspectiva expresadas en ellas se hacen eco de las de los indios de Jesús de M achaca, que se
apropiaron de todos los bienes del corregidor m uerto, incluyendo su propia cama, o bien los
destruyeron. Q uem aron sus papeles y saquearon su dinero, diciendo que “era de ellos para
beber” (A G N I X 5-5-2, “A l señor D iez de Medina en La Paz...”, 1 7 7 4 [22 folios], folio l'7v).

35. A L P E C 1 7 7 1 C. 9 2 E. 2 4 , folio 2v.

36. A G N IX 5-5-2, “A l señor D iez de M edina en La Paz...”, 1 7 7 4 (22 folios), folios 1 8 - 1 8v.

37. Tres años después, la m ism a agenda v o lv ió a ser planteada en el pueblo de C ondo-
condo (provincia de Paria), donde los com unarios se levantaron tom ando el n om b re de “el
rey com ún” y m ataron a los h erm an os Llanquepacha, descendientes de un linaje cacical
local. V er el sugerente análisis de P enry (1996). U n caso com parativo de la identificación

384
Notas

colectiva de los indios con la soberanía real y del repudio a otras autoridades coloniales ocu­
rrió entre un contingente de m it’ayos que iban en camino a Potosí en 1 8 0 1 . V er T andeter
(1 9 9 2 ,3 9 -4 3 ).

38. A L P E C 17 7 1 C. 9 2 , E. 2 4, folio 2.

3 9. L os testim onios que se han presentado en este y en el p árrafo p recedente vienen de


A G N IX 5 -5 -2 , “A l señ or D iez de M edina en La Paz...”, 1 7 7 4 (22 folios), folios 19 -2 1v .

4 0 . P o r cierto, éste es el p rim er caso docum entado en La Paz d el siglo d ieciocho; no


con ozco otras instancias históricas previas de cam bio de vestim enta étnica en las rebelio­
nes indígenas de otras regiones andinas.

4 1 . V erM a ü o n (1995).

4 2. E n com paración con la situación del altiplano, donde p o r lo general sólo se in cor­
poraban fo rasteros indígenas a la com unidad, era más com ún en los valles de los Yungas
que algunos m estizos en traran a p oseer tierras com unales o a vincularse p o r vía de m atri­
m on ios con la com unidad. E n los Yungas, las identificaciones com unales p osiblem ente
im plicaban fron teras culturales m enos rígidas, y las responsabilidades com unales podían
ser asignadas de m anera m ás flexible (por ejemplo, haciendo que los p oseed ores m estizos
de tierras pagaran una renta, que se aplicaba luego a los rezagos com unales del tributo, aun­
que sin estar sujetos a otras form as de servicio laboral a la com unidad).

43. A G N I X 5 -5 -2, “A l señ o r D iez de M edina en La Paz...” , 1 7 7 4 (22 folios), fo lio 21v.

4 4 . Inm ediatam ente después de anunciar que “todos eran vasallos del rey” y p ro p o n e r
u na m an co m u n id ad , lo s c o m u n a rio s se sin tieron p ertu rb a d o s y am e n a z a ro n m atar a
to d o s p orq u e G arican o c o n travin o sus órdenes e intentó ab an d on ar la cárcel (A L P E C
1 7 7 1 , C. 9 2 E. 2 4 , folio 2).

45. A G N I X 5 -5 -2 , “A l señ o r D iez de M edina en La Paz...” , 1 7 7 4 (22 folios), fo lio 21v.

46. V er H idalgo L ehuede (198 3 ); Szem inski (1983); F lores G alin d o ( 1 9 8 7 ,1 0 7 - 1 4 3 ) ;


tam bién P latt (1993).

4 7 . V élez de C ó rd o b a era un criollo que proclam ó su p rop io linaje Inka y la legitim idad
de la m on arq u ía Inka. L a conspiración de O ru ro, organizada p rincipalm ente p o r criollos
y m estizos, estu vo supuestam ente coordinada con un g ru p o de caciques de la costa del
Pacífico y o tro s de C ochabam ba; n o hay evidencias de que los caciques de L a Paz p artici­
p aran en este p ro yecto (O ’P helan 1 9 8 8 ,1 0 4 - 1 1 1 ) . Juan Santos A tah u alp a reclam ó asim is­
m o el d e re ch o de g o b e rn a r el P erú com o h e re d ero del In k a, y d e sa rro lló una
im p re sio n a n te g u e rra de g u errillas c o n tra las trop as españolas d e sd e 1 7 4 2 h asta 1 7 6 1
(Stern 19 8 7 a , 3 4-9 3).

385
Notas

48. C itado en H idalgo Lehuede (1 9 8 3 ,1 2 0 ). Tam bién se dijo que una gaceta española
había predicho un tiem po de desastres para el “año de los tres sietes .

4 9 . V eam os otra de las opiniones en la taberna: “U na de las señales del cum plim iento de
la p rofecía era el alb oroto y sedición que form aban los indios m estizos con tra los corregi­
dores, m atando a un os y expulsando a otro s de sus provincias (Hidalgo Lehuede 1 9 8 3 ,
1 2 1 ) . S o b re la inquietud que se dio en la últim a fase antes de la g ran in su rre c ció n , v e r
O ’Phelan ( 1 9 8 8 ,1 8 8 -2 2 1 ,3 0 4 - 3 0 6 ) .
5 0 . E s p o sib le que la le c tu ra de G a rc ila so h u b iera c o n trib u id o a fo rm u la r esta
n o c ió n , que fu e añ rm a d a exp lícitam en te p o r V é le z de C ó rd o b a en su d eclaració n de
O ru ro en 1 7 3 9 (R ow e 1 9 7 6 , 2 5 -3 2 ; L ew in 1 9 6 7 , 1 1 8 - 1 2 0 , 3 8 2 -3 8 3 ). N o o bstan te, dado
el p ro ceso de p olitizació n en el siglo dieciocho, n o es una v isió n con o cid a tan sólo p o r
los n ob les indígenas letrados. E n La Paz, p o r ejem plo, la idea fue d ifu n d ida a los cam ­
p esinos p o r los dirigentes de la in su rrecció n durante el cerco de 1 7 8 1 , com o lo hicim os
n o ta r en este p árra fo . A sim ism o , com o lo vim o s en el caso de A m b an á , lo s in d ios del
cam po estaban anim ados p o r u na visió n h istórica sim ilar de que la conquista esp añ ola
había p u esto fin a su “lib e rta d ” .
5 1. C itado p o r H idalgo Lehuede (1 9 8 3 ,1 2 2 ). Sobre el levantam iento de H uarochirí, v e r
Spalding (1 9 8 4 ,2 7 0 -2 9 3 ); Sala i V ila (1996a); y O ’Phelan ( 1 9 8 8 ,1 1 1 - 1 1 6 ) .

52. C itado p o r L ew in (1 9 6 7 , 4 2 0 -4 2 1 ) ; D u rand F lórez 1 9 7 3 ,1 7 3 - 1 7 6 . La penum bra


histórica que significó la conquista del siglo dieciséis debió haber estado siem pre presente
para Tupac A m aru . Se refirió al V isitador A reche, que llegó al Perú en los años 1 7 7 0 para
introducir una serie de onerosas reform as borbónicas, com o un segundo P izarro . T am ­
bién habló con elocuencia sobre las lágrimas derramadas p o r los indios en los tres siglos
anteriores (Com isión N acional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú [CDIP]
2 :2 :3 4 6 ,3 7 9 ).
53. C D IP 2 :2 :8 10 .
54. A G I B uenos A ires 3 1 9 , “ C uaderno No. 4 ” , folio 39.
55. C itado p o r L ew in (1 9 6 7 ,3 5 2 ).

56. P o r ejem plo, nom braba recaudadores locales de tributos, organizaba el pago de tri­
butos a la Caja Real de P otosí, circulando p o r la provincia y recibiendo en audiencia a los
indios de M acha, jugó el p ap el de m agistrado en la resolu ción de disputas (que in clu so
implicaban a españoles). A cerca de la insurrección de Chayanta, ver L ew in (196 7 ); H idalgo
Lehuede (1983); S. A rz e (1 9 9 1); A ndrade (1994); Penry (1996) y Seru ln ikov (1996).

57. H idalgo L ehuede 1 9 8 3 , 1 2 3 - 1 2 4 , 1 2 8 , 1 3 3 n. 20. L ew in 1 9 6 7 , 3 7 5 -3 7 6 , 7 3 9 ,7 7 4 .


Q uizás alim entando la visió n m ilenarista, el m ovim iento de K a ta ri fue p recedido p o r la
ap arición de un m ilagro en Su ru m i, p arte del te rrito rio M acha, que se c o n v irtió en un
im portante santuario regional (Platt 1 9 9 3 ,1 7 6 ) .

386
Notas

58. K a ta ri se com unicó con los indios de Sicasica, anunciando que había obtenido una
reducción del tributo, y G rego ria A paza declaró que a principios de 1 7 8 1 los indios de Sica-
sica estaban esp eran d o la llegada de una figura desconocida, id en tificad a com o T om ás
K atari, que iba a elim inar a los corregidores, recaudadores de tributos y europeos (C D IP
2 :2 :5 55 ; A G I B uenos A ire s 3 1 9 , “ Cuaderno No. 5”, folios 3v-4). Vale la pena hacer n otar
que Tupac A m a ru n o adquirió un ascendiente p olítico en tod o el sur de lo s A n d es sino
hasta que Tom ás K a ta ri fue asesinado a principios de enero de 1 7 8 1 . E n el m ism o m es, los
indios de la p rovin cia de Carangas habrían reconocido a Tupac A m a ru com o a “ su R ey y
S eñ o r después de la m u erte de Tomás K atari” (C D IP 2:2:474).

59. S eru ln ik o v 19 9 6 .

60. C uando se v o lv ió im prescindible la m ovilización plena de las com unidades, K a tari


llegó a afirm ar en falso que el virrey le había autorizado una reducción del tributo, y que las
autoridades regionales se negaban a cumplirla. L o hizo en circunstancias difíciles, y eviden­
tem ente a pesar suyo. V er la con fesión de sus herm anos D ám aso y N icolás K a ta ri (CD IP
2 :2 :5 5 5 -5 5 6 ,6 0 6 ).

6 1 . L a sola superioridad num érica de la población indígena fue o tro fa cto r que con tri­
buyó a la confianza de los insurgentes en todo el espacio de los A n d e s del sur. T om em os
p o r ejem p lo la am enaza que p ro firie ro n los indios de C hayanta al c o rre g id o r: “T odo el
reino se co n m o verá siendo el núm ero de ellos sobrepujante al de los españoles, tod o lo que
se rem edia c o n que n o se los inquiete” (citado en Seru ln ikov 1 9 9 6 , 2 36). E videntem ente,
p ocos dirigentes indígenas anticiparon que una cantidad significativa de indios tam bién se
m ovilizarían com o tropas realistas.

62. C D IP 2 :2 :2 55 .

6 3. E l p ro p io T upac A m a ru hablaba con seguridad de las p ro fe c ía s que circulaban


entonces: “Solía decir que había llegado el tiem po de la p rofecía de Santa R osa de Lim a, en
que había de v o lv e r el reino a p od er de sus antiguos poseedores y que en este concepto, iba
a exterm in ar y dar fin con tod os los europeos que existían en él”. E n respuesta al edicto de
excom unión d el A rz o b isp o M oscoso, A m aru se queja: “¿Q uién le m eterá al d e rig o te en
estas cosas? ¿N o sabe que h a llegado el tiem po de la profecía? Cuide de su Iglesia, que bas­
tante tiene que h acer” . Colección Documental delBicentenario de la Revolución Emancipadora de
Tupac Amaru (C D T A ) 2 :3 8 0 . O tra declaración de un sacerdote señalaba: ‘E l afecta la pie­
dad, y aun quiere p ersuadir que el cielo le favorece” (citado p o rL e w in 1 9 6 7 ,3 9 1 ) .

64. A G N X III, 2 8 - 3 -2 , “A u to s sobre el juicio de las cuentas de R am ó n de A n c h o ríz


p o r to d o el tie m p o q u e fu e c o rre g id o r (Sicasica)” , 1 7 8 0 - 1 7 8 3 , fo lio s 1 7 1 v - 1 7 2 . D e l
V alle de Siles 1 9 9 4 , 59.

65. C am p b ell ( 1 9 8 7 ,1 2 1 ) señala: “E stos sím bolos duales de autoridad, R ey e Inkarrí,


están en el m eo llo de la con fusión que rodea al significado de la G ra n R ebelión de 1 7 8 0 ” .

387
Notas

La discusión que sigue se apoya especialm ente en Lewin (19 6 7 , 3 9 4 -4 2 6 ); D u rand Flórez
(1 9 7 3 ,1 0 7 -1 4 7 ) y Szem inski (19 8 3 , la e d .;1 9 9 3 ,2 a ed.). Tam bién coincide con el análisis de
W alker ( 1 9 9 9 ,1 6 -5 4 ).

66. L ew in ( 1 9 6 7 ,1 2 1 ) o b se rv ó que A m aru utilizó la ficción de ser el com isionado del


rey principalm ente en sus tratos con otro s indios al inicio de la cam paña; dado que esto
sería m enos creíble para los criollos, se presentaba ante ellos com o el representante políti­
co natural de la población, sintiéndose m oralm ente obligado a defenderla contra la o p re­
sión, aunque sin afirm ar una soberanía independiente.

67. V er la carta de Tupac A m aru , citada p o r L ew in (1 9 6 7 ,4 5 6 -4 5 7 ).

68. V e r L. E. Fisher ( 1 9 6 6 ,2 2 ,9 9 ,1 3 5 - 2 4 1 ) ; Valcárcel ( 1 9 4 6 ,1 1 7 - 1 2 5 ,1 6 2 - 1 6 5 ) ; y la p ri­


m era edición del lib ro de Valcárcel, Lm rebelión de Túpac Amaru (1 9 4 7 ,1 7 7 -1 8 8 ) . E n las edi­
ciones p osteriores de este trabajo (la segunda de ellas apareció en 19 6 5), Valcárcel propuso
que su fidelism o “ingenuo” inicial evolucionó en separatism o p o r el curso de los hechos.
V er Valcárcel ( 1 9 7 5 ,1 6 7 - 1 7 2 , 2 3 4 -2 3 7 ), así com o Valcárcel ( 1 9 7 7 ,1 1 1 - 1 1 5 ) . U n punto de
vista similar es el sostenido, p o r ejem plo, p o r M oreno Cebrián (1 9 8 8 ,1 1 4 - 1 2 4 ) .

69. La p rim era edición del m agistral estudio de L ew in fue publicada en 1 9 4 3 com o
TúpacAmaru, el rebelde:. Su época, sus luchasy su influencia en el continente (Buenos A ires: E ditorial
Claridad).

70. E l edicto es citado y analizado p o r L ew in (1 9 6 7 ,4 1 9 -4 2 2 ). V er tam bién D u rand F ló ­


rez ( 1 9 7 3 ,1 4 1 - 1 4 7 ,1 7 3 - 1 7 6 ) y Szem inski (1 9 8 3 ,2 2 0 -2 2 4 ):

7 1. Szem inski 1 9 8 3 ,2 0 1 - 2 8 6 . L ew in 1 9 6 7 ,3 9 7 -4 1 2 .

72. D e hecho, la convocatoria de A m a ru a pagar los diezm os a los p árro co s im plicaba


una reform a sustancial en la recolección colonial de diezmos. Bajo el sistema existente, la
iglesia rem ataba los derechos de recaudación de diezm os a especuladores privados, p o r lo
general terratenientes locales, que lucraban com ercializando las cosechas y anim ales del
diezm o p o r valores más altos que el precio original del remate. Sob re los con flictos sociales
generados p o r el sistem a de recaudación de los diezm os, v e r Barragán y T h om son (1993).

73. La frase proviene del edicto para la provincia de Chichas; citado en Lewin (196 7 ,39 8 ).

74. C D IP 2 :2:549.

75. Cajías 1 9 8 7 ,1 8 6 - 1 8 7 .

76. E l siguiente relato de la in su rrecció n de O ru ro se basa en los trabajos de Cajías


(1987); Lewin ( 1 9 6 7 ,5 3 8 -5 6 6 ) y C o rn b lit (1995). V er también R obins (1997).

77. Citado p o r Cajías (1 9 8 7 ,7 3 8 -7 3 9 ,7 4 4 ).


: cñ j í
78. U n eu ropeo se salvó p o r estar casado con una m ujer ¡criolla (ibid., 5 13 -5 16 ).

388
Notas

79. P o r ejem plo, al en trar en la ciudad, los indios visitaron prim ero a Jacinto Rodríguez,
le rindieron hom enaje, lo abrazaron y besaron sus manos, e hicieron vo to s de d efen d er su
vida. Igualm ente, en el cam po, los indios respetaban los pases o salv o c o n d u c to s que
em itían y obedecían las convocatorias de otros prom inentes criollos cuando los llam aban a
m archar a la ciudad (C orn b lit 1 9 9 5 ,1 5 2 ; Cajías 19 8 7 ,5 3 8 -5 4 3 ). El incidente que involucró
a M anuel H errera está citado en Cajías (19 8 7 ,5 3 2 ).

80. Cajías 1987,528-532.

8 1. Las m ujeres españolas fueron también obligadas a vestirse com o indias durante la
insurrección de Calam a (Atacama) en 17 8 1 (Hidalgo Lehuede 19 8 6 ,2 8 9 -2 9 0 ) .

82. D iario del tum ulto acaecido en la Villa de O ru ro en 1 0 de fe b re ro de 1 7 8 1 con


m o tivo de la sublevación de Tupac A m aru. E scrito p o r un eclesiástico” , en La Revista de
Buenos Aires. Historia Americana, Literatura, Derechoy Variedades 2 2 (18 7 0 ); citado en C o rn ­
blit ( 1 9 9 5 ,1 5 5 ) .

83. Cajías 1 9 8 7 ,5 7 2 -5 7 7 .

84. Citado en ibid. (748).

85. Citado en ibid. (375-377).

86. C itado en ibid. (7 3 7-7 38 ); C ornblit (1 9 9 5 ,1 7 9 -1 8 0 ).

87. Citado p o r Cajías (1 9 8 7 ,7 3 8 -7 3 9 ); C ornblit ( 1 9 9 5 ,1 6 6 ).

Capítulo 6. Proyectos de emancipación y dinámica de la


insurrección indígena (II)

1. S te rn (1 9 8 7 a , 2 9 - 3 3 , 3 4 -9 3 ) en fatiz a el tem a m e to d o ló g ic o d e l an álisis esp acial


en la lite ra tu ra s o b re las re b e lio n e s del siglo d iec io c h o , e v a lu a n d o sus c o n trib u c io ­
n es y lim ita c io n e s. #

2. O ’P helan (1 9 8 2 , 4 6 1 - 4 8 8 ; 19 8 8 , 223 -28 7 ) y del Valle de Sües (1 9 9 0 , 5 0 7 -5 4 8 ) han


tabulado lo s datos con ten id os en los in terro g atorio s a los p rision ero s, p ara ex tra er una
serie de conclusiones sob re el m ovim iento, sus características regionales (y coyunturales) y
los contrastes en tre Cusco y L a Paz.

3. N o obstan te, L ew in con cib ió equivocadam ente a la in surrección com o si hubiera


irradiado del Cusco, p ensando que tanto Tomás K atari com o Tupaj K a ta ri tu vieron c o n ­
tactos previos c o n los líderes cusqueños. Ver Lewin (1967). E l trabajo de O ’Phelan se ha
publicado en dos libros ( 1 9 8 8 ,1 9 9 5 ) y en una y van cantidad de artículos. (Ver la bibliografía
para una lista parcial de las referencias de O ’P: :elan. Para un registro más com p leto de su
p rod u cción , v e r la bibliografía de sus dos lib ro >.) A unque ninguno de estos dos h istoriad o ­

389
Notas

res se ha o cu p ado extensam ente del caso de La Paz, am bos han señalado con claridad la
im p ortancia de la región en el conjunto del territorio abarcado p o r la insurrección.

4. S o b re La Paz, v e r del Valle de Siles (1990). Sobre O ruro, v e r Cajías (1987); C o m b lit
(1 9 9 5 ); R ob in s (19 9 7 ). S o b re A rica, Tarapacá y A tacam a, v e r H idalgo L ehuede (19 8 6 ).
S o b re C hayanta, la m ayor p arte de las nuevas investigaciones han sido publicadas com o
artículos. V e r S. A rz e , Cajías y M edinaceli (s.f.); S. A rz e (1 9 9 1); P enry (199 6 ); Seru ln ikov
( 1 9 9 6 ,1 9 9 8 ) . V e r tam bién R am os Zam brano (1982) sobre Puno.

5. E ste es el punto de vista más com ún, com o lo hace n otar O ’P helan (1 9 8 2 ,4 6 1 -4 6 2 );
v e r tam bién O ’Phelan (1 9 8 8 ,2 2 3 -2 8 7 ; 1995).

6. E sta aserción está respaldada en la excelente base docum ental de que disponem os
para el abordaje histórico del escenario paceño. D e los diarios de campaña que han sobre­
v iv id o relativos a los cercos y las cam pañas de pacificación —que constituyen fuentes de
in fo rm ac ió n especialm ente ricas e íntimas sobre las actividades indígenas durante la gue­
rra—la m ayoría corresp on d en a la ciudad y las provincias de La Paz. V er el p ró lo g o de G un-
n ar M en d oza en del Valle de Siles (1994); y del Valle de Siles (1980). Asim ism o, existe una
vo lu m in osa docum entación en los archivos de La Paz, Sucre, B uenos A ires y España. U na
p a rte m u y va lio sa del m aterial sobre La Paz —que incluye diarios, corre sp o n d e n c ia de
indios y españoles y los testim onios de K atari y su com pañera B artolina Sisa luego de su
captura— está disponible en fo rm a publicada.

7. F lo res G alin d o 1 9 8 7 , 1 4 3 . Para su interpretación general del m ovim ien to, v e r las
pp. 13 3 .-14 3.
8. O ’P helan 1 9 8 8 ,2 6 0 -2 6 3 ; y 1 9 9 5 ,1 9 5 . D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,5 3 0 .

9. O ’P h ela n 1 9 8 8 , 2 6 5 - 2 6 7 ; p ara u n tratam iento más am plio, v e r las pp. 2 2 3 -2 7 2 .


C am pbell 1 9 8 7 , 1 2 7 , 1 3 2 . Zavaleta 19 8 6 , 8 4 - 9 1 ,1 1 7 .

“ 10 . A G N I X 7 -4 -2, fo lio 36v. La febril imaginación y la prosa grandilocuente de D iez de


M edina p u d o h ab er sido estim ulada p o r su interlocutor, D o c to r Ju an J o s e f de Segovia,
quien escribió que K a ta ri era “indio ruin p o r nacimiento, bárbaro en sus costum bres y aun
en su aspecto feroz... V erdaderam ente que de cuerpo tan m onstruoso, sólo podía serlo un
sujeto de tanta ignorancia y vileza, pues una vez oscurecida la razón, abraza com o esplen­
d o r las tinieblas” (A N B M SS M oreno 1 7 8 1 No. 96, folio 226). La referencia a las d efo rm i­
dades físicas de K a ta ri se usa aquí para realzar la imagen de algo horrendo.

1 1 . H a existid o m u ch a c o n fu sió n innecesaria sobre el lugar de n acim iento de K a ta ­


ri. U n exten so tratam ien to b iog ráfico de Tupaj K a ta ri se encuentra en del V alle de Siles
( 1 9 9 0 ,1 - 3 0 ) .
1 2 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 8 . Este erro r ha sido repetido con frecuencia en la
historiografía. A l parecer, el ru m o r original confundió a Julián A paza con el esposo de su

390
Notas

herm ana, A lejan d ro Pañum , que era sacristán de Ayoayo. G rego ria A p aza testificó que des­
conocía el paradero de su esposo, al que suponía haber sido m uerto en la gu erra (A G I B u e­
nos A ire s 3 1 9 , “C u ad ern o No. 5”, folios 2v, 1 3 -13 v ). E n realidad, después de un viaje a
Cochabam ba, Pañuni se unió al cam pam ento de C arlos Silvestre C hoqueticlla en la región
de los valles de Inquisivi, y n o fue capturado sino hasta m ediados de 17 8 2 . A u n q u e se negó
hab er sido el cuñado de Tupaj K atari, igualm ente term inó siendo ejecutado (A G N I X 2 1 -
2-8, “ C opia de testim onio de la sumaria form ada a Isabel G uallpa, viu d a de C arlos C h o ­
queticlla”, 2 6 / V II/ 17 8 2 , folio 4).

13 . D e l V alle de Sües 1 9 9 4 , 3 0 1 - 3 0 2 . D e l V alle de Sües 1 9 9 0 , 5 6 5 - 5 6 6 . A G N I X 7-


4 -2 , fo lio lv .

14 . Balhvián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 4 . E l in fo rm e d e B o rd a está cruzado de los térm i­


nos más denigrantes y p o co com prensivos del discurso colonial, pero aun así sigue siendo
un d ocu m en to extraord in ariam ente valioso para los historiad ores d el cerco in d io de La
Paz. P u ed e tam bién con su ltarse el texto en A G I Charcas 5 9 5 , y la v e rs ió n p ublicada en
C D IP 2 :2 :8 0 1 -8 1 8 .

15. A G I Charcas 5 9 5 , “D iario que fo rm o yo E steban de L oza, escribano de S u M ages-


tad...” , fo lio 19. E l m estizo B olaños de Sicasica tam bién atestiguó sob re la baja ralea y el mal
carácter de K atari.

16 . Z avaleta 1 9 8 6 , 8 7 ,9 1 .

17 . P ara el in fo rm e de B o rd a, v e r Ballivián y R oxas ([1872] 1 9 9 7 , 1 4 0 - 1 5 6 ) . Para las


notas del com andante español Seguróla sobre K a tari com o im p ostor, v e r p. 2 4 ; para la v e r­
sión de D iez de M edina, v e r del Valle de Siles (1 9 9 4 ,6 1 -6 2 ).

18 . C am pbell 1 9 8 7 , 1 2 9 , 1 3 1 .

19 . B allivián y R oxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 1 . G erm án Arciénagas, citado en del V alle de Siles


( 1 9 8 0 ,1 7 ).

20. D e l Valle de Siles 1 9 9 0 ,1 0 - 1 1 ,4 0 . D el Valle de Siles 1 9 9 4 , 1 2 1 , n. 1.

2 1 . M on ten egro ([1943] 1 9 9 1 ), p o r ejemplo, lo ignoró p o r com pleto. F in o t ( 1 9 5 4 ,1 3 0 )


p o r su parte, sí v io a la insurrección com o un anuncio de la independencia, aunque se con ­
tradice cuando se refiere a ella com o una guerra de razas. V er tam bién Im aña C astro (19 7 1).

2 2 . U n trabajo tem p ran o en este sentido es el de Paredes ([1897] 19 7 3 ); v e r tam bién


A ra n z á e s ( 1 9 1 5 , 3 6 -4 3 ). O tro s h isto ria d o res p aceñ os son Im aña C a stro ( 1 9 7 1 ,1 9 7 3 ) ;
C osta de la T orre (19 7 4 ); Crespo Rodas ( 1 9 7 4 ,1 9 8 2 ,1 9 8 7 ) . U na rep resen tación ficcionali-
zada es la de D íaz M achicao (1 9 6 4 ,1 9 6 9 ).

2 3. D e l Valle de Siles 19 8 0. Fellman Velarde 1 9 6 8 ,2 3 4 . Valencia V ega 1 9 8 4 , 5 1 1 - 5 1 2 .

391
Notas

2 4. La literatura paceñista, p o r lo tanto, evita los más abiertos estereotipos y prejuicios


coloniales que hem os identificado en otros trabajos. N o obstante, la sensación de h o rro r
ante lo que pasó hace dos siglos, y una identificación u lterior con el cam po urbano, p e rm a­
n ecen com o un sentido encubierto. N o puede pasarse p o r alto el veredicto de Silvia Rivera:
“La pesadilla del asedio indio sigue, pues, incom odando el sueño del criollaje b olivian o”
(Rivera 1 9 8 4 ,1 7 0 ) .

2 5 . S u trab ajo sob re lo s diarios del cerco fue pub licad o en del V alle de Siles (1 9 8 0 ,
19 9 4). O tros artículos sobre la insurrección fueron reeditados en su principal m onografía,
del Valle de Siles (1990).

2 6. D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,1 - 3 0 ,4 0 . Existe otra corrien te en la h istoriografía b olivia­


n a que se identifica directam ente con las fuerzas indígenas en 1 7 8 1 o busca recu p erar la
experiencia y las luchas del pueblo aymara en la historia. V er p o r ejem plo, G ro n d in (197 5 );
A lb ó ( 1 9 8 4 ,1 9 8 7 ) ; A lb ó y Barnadas (1 9 8 4 ,1 9 9 0 ); Cárdenas (1988); C hoque (1 9 9 1 ); R ive­
ra ( 1 9 9 3 ,4 1 -4 5 ). N o es casual que esta corriente haya surgido a p artir de lo s años 1 9 7 0 , a la
p ar con el m ovim ien to sindical cam pesino en B olivia y el surgim iento de un p ro yecto p o lí­
tico e ideológico “katarista” contem poráneo, que critica el colonialism o in tern o y la o p re ­
sión cu ltu ral d e l p re se n te. H asta el m om en to, estos trab ajo s se h an v isto o b lig ad o s a
apoyarse en las fuentes prim arias publicadas y no han producido estudios m on og ráficos
intensivos y en p rofu n d id ad . Sin em bargo, han realizado algunos avances en el análisis de
la dinám ica política y socioeconóm ica de la insurgencia. La figura de Tupaj K a ta ri m ism a
no h a recibido aún un tratam iento cuidadoso. P or ejem plo, estos trabajos no han ab o rd a­
d o los problem as que plantea su confesión ante los españoles, los estereotipos coloniales
y n eocolon iales acerca de su conducta, o la com pleja dim ensión cultural y religiosa que
em anó de su persona. N o obstante, debido a su sensibilidad cultural y a la energía de su
com p ro m iso p olítico, esta corrien te tiene el potencial de b rin d arn os una co m p ren sió n
original de la insurrección , replanteando el cam po de la historia social del últim o p eríod o
colon ial. O tro s trab ajos in terp reta tivo s que han trabajado el tem a de las p ercep cio n es
p olíticas in d ígen as en el cerco de la Paz incluyen H idalgo L eh u ed e (1 9 8 3 ); S zem in sk i
(1 9 8 3 ,1 9 9 3 ) ; T h u rn e r (1 9 9 1) y O ’Phelan (1995).

27. A G I B uenos A ires 3 1 9 , “Cuaderno No. 4”, folio 59.

28. S o b re las actividades tem pranas de K atari, v e r sus confesiones y las de B artolin a
Sisa. La cita vien e de A G I B uenos A ires 3 1 9 , “C uaderno No. 4 ” , folios 5 9 v -6 0 . S o b re el
viaje de A m aru , v e r O ’Phelan (1 9 9 5 ,9 3 ).

2 9. C D IP 2 :2 :5 55 . D el Valle de Sües 1 9 9 4 ,5 9 .

3 0. A G N X III, 2 8 -3 -2 , “A u to s sobre el juicio de las cuentas de R am ón de A n c h o ríz


p o r to d o el tiem po que fu e correg id or (Sicasica)” , 1 7 8 0 - 1 7 8 3 , fo lio s 1 7 1 v - 1 7 2 . D e l Valle
de Sües 1 9 9 4 ,5 9 .

392
Notas

3 1. L ew in 1 9 6 7 ,3 4 0 - 3 4 1 . C D IP 2 :2:509.

32. A G I B u en os A ire s 3 1 9 , “ C uaderno No. 5” , folios 3v-4 . La referen cia a lo s “luga­


res de arrib a” n o era m ística o m itológica, com o lo supuso Szem inski (1 9 9 3 , 2 4 2 -2 4 4 ).
E ra una fo rm a colon ial com ú n el referirse a las “provincias de arrib a” , lo que significaba
hacia el in te rio r y el sur. A q u í se re fie re a B u en o s A ire s, desde d o n d e lo s v ia je ro s se
suponía que “bajaban” .

33. E n una versión , habría “hablado y com ido con el Rey” (S. A rz e, Cajías, M edinaceli
s. f. 8 ,7 1 ). E n otra, había besado los pies del rey y habría recibido m anifestaciones de cariño;
al con o cer los abusos que se daban en el reino, el rey habría ordenado la abolición de los
repartos y la reducción de dos tercios del tributo (CD IP 2:2:237).

34. A G I B uenos A ires 3 1 9 , “Cuaderno No. 5”, folios 3v-4.

35. C D IP 2 :2 :5 09 .

36. Estas declaraciones de D iez de M edina se encuentran en del Valle de Siles ( 1 9 9 4 ,6 1 -


62). Hidalgo L ehuede ( 1 9 8 3 ,1 2 8 ) debe considerarse com o el p rim er au to r que percibió la
im portancia de la identificación de A p aza con Tom ás K atari.

37. A G N IX 7 -4 -2 , folio lv . E l énfasis es mío.

38. A p a z a ap areció p rim ero en A yo ayo usando un velo. S ólo luego de h a b e r llegado
a La Paz, p ara in iciar el cerco, se m o stró a sus seguidores. Su p ro p ia h e rm a n a, G re ? o ria
A p aza, dijo que la revelació n la había asom brado (A G I B u en os A ire s 3 1 9 , “ C u ad ern o
N o. 5” , fo lio 4).

39. A N B E C 1 7 8 2 No. 4 2 , folio 7. Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 9 - 1 5 0 . L ew in 19 6 7 ,


8 76 -87 7 .

40. Tupaj K a ta ri tam bién m anifestaba su identidad Inka a través del vestido, y viajando
en andas a la m anera tradicional d é lo s señores andinos (Del Valle de Siles 1 9 9 4 , 1 1 7 ; 19 9 0 ,
629; v e r tam bién O ’Phelan 1 9 9 5 ,1 6 1 - 1 6 6 ) .

4 1 . B allivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 1 ,1 4 9 - 1 5 2 .

42. A N B E C 1 7 8 1 N o. 2 4 8 , folio 1. E n sus decretos, Tupac A m a ru se declaraba “des­


cendiente del Rey natural” del Perú, e indio de “sangre real y tron co principal” del linaje de
los Inkas (Lewin 1 9 6 7 ,3 9 8 , 4 15 -4 16 ).

43. D el Valle de Siles 19 9 4 , 6 1. Ballivián y Roxas [1872] 19 7 7 , 24. D eb e hacerse n otar


que la recopilación de evidencias lingüísticas realizada p o r Szem inski n o c o rro b o ra las tra­
ducciones de D iez de M edina para “tupac”. En suma, él glosa el térm in o com o “un señor
que introducía o rd en ” (Szem inski 1 9 9 3 ,2 1 8 -2 2 3 ). A dem ás de las autoalabanzas sob re sus
proezas políglotas, el hecho de que, luego de la rendición o captura de los líderes indígenas,
‘ -í.-s b -

393
Notas

D iez de M edina se dirigiera a los indios reunidos en Peñas tanto en aymara c om o en qhich­
w a nos da una idea de su credibilidad lingüística (Del Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 2 0 ; A G N I X 2 1 -
2-8 , “S o b re la pacificación de los pueblos som etidos p o r la expedición de Reseguín” 1 7 8 2
[54 folios], fo lio 4 1v ).

44. U n tal Felipe Tupacatari asumió el cargo de cacique interino leal en Sicasica después
de la in surrección (A G N IX 7-7-4, “D o n R am ón A n ch o ríz da la noticia pedida en ord en
circular...” , 7 / I X / 1 7 8 3 [11 folios], fo lio 1; A N B EC 1 7 8 2 No. 30, folio 1). V e r tam bién
A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 4 E . s.n. (169 folios), folio 7 v ; A N B E C 1 7 7 5 No. 1 7 1 , folios 15a, 16a;
tam bién A L P E C 1 7 7 4 C. 95 E. 2, folio 2.

45. Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 8 .

46. A L P E C 1 7 8 1 C. 10 1 E. 2, folio 10 . A G N IX 7 -4 -2, folios 5-5v. Ballivián y Roxas


[1872] 1 9 7 7 , 1 6 7 , 1 7 2 .

47. E ste relato vien e de Fray Borda, en Ballivián y Roxas ([1872] 1 9 7 7 ,1 5 3 - 1 5 4 ) . Cf. del
Valle de Siles (19 9 4 , 2 03). H em os visto hasta ahora dos historias que se refieren a Tupaj
K a tari in terceptando correspondencia -en el prim er caso la carta de Tom ás K a tari y en el
segundo caso la carta de Tupac A m aru - y utilizando los docum entos interceptados para sus
p ro p ios fines políticos. D ada su similitud, las dos historias podrían ser versiones alternati­
vas de un sólo evento, pero posiblem ente tenían orígenes separados. A m b as se refieren a
diferentes m om en tos de la insurrección, y el propio testim onio de K atari se aproxim a a una
p ero n o a la o tra de las historias. E l com andante español Seguróla tam bién se refirió de
pasada a que K a ta ri habría interceptado correspondencia entre el Cusco y los líderes de
Chayanta. P ero su ve rsió n no echa ninguna luz sobre las dos versiones, y m uy p ro b ab le­
m ente se basó en una o en ambas de ellas (Ballivián y Roxas [1872] 19 7 7 , 24). C f. tam bién
del Valle de Sües (1 9 9 0 ,3 7 ,3 9 ).

4 8 . P ara la ficticia corresp on d en cia de Tupac A m aru , v e r B allivián y R oxas ([1872]


1 9 7 7 ,1 5 8 - 1 6 1 ) . S o b re las nuevas revueltas en Pacajes bajo el Inka E steban A tahualpa, v e r
A N B E C 1 7 8 2 N o. 3 2 ; y A N B E C 1 7 8 2 No. 42.

49. En una atm ósfera tan cargada políticam ente, los reclam os docum entales inventa­
dos p o r los indios eran en alguna medida una respuesta a la real negación o supresión de
d ocum entos verdad eros p o r parte de las autoridades coloniales regionales. C uando la carta
que se atribuuyó a las com unidades de cuatro provincias de La Paz declaró que las p ro v i­
dencias legítimas de Tupac A m aru habían sido destruidas, esta afirm ación resultaría creíble
para m uchos (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 6 -1 5 0 ).

50. D el Valle de Siles, 1 9 9 4 ,6 1 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 6 - 1 5 0 .

5 1. A L P E C 1 7 8 1 C. 10 1 E. 2, folios 3 9 v -4 0 ,4 3 -4 3 v . A G N I X 7-4-2, folios 5v-8v.

52. D e l V alle de Siles 1 9 9 0 ,3 7 . A L P E C 1 7 8 1 C. 10 1 E. 2, folio 49v. D e l Valle de Sües


1 9 9 4 ,2 6 0 .

394
Notas

5 3. Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 7 - 1 4 8 .

54. A G N I X 7 -4 -2, fo lio s 2v, 6v. L a propia declaración de K a ta ri sob re la ejecución de


Calle contradecía otras evidencias. E n una de sus cartas, K a ta ri dijo que estaba enviando la
cabeza de M arcelo Calle a Seguróla, porq ue Calle había estad o en com u n icación con el
com andante español. Seguróla negó este extrem o y dijo que sabía p o r fu en te p ro p ia que
Calle había m uerto en com bate unos días antes (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,5 9 ; del Valle
de Siles 1 9 9 4 ,2 2 7 ).

55. A G N I X 7 -4 -2, folios 7-8v.

56. Ibid., folios 7v-8.

57. U na m añana en que K a tari apareció en su fina vestim enta sob re las colinas que dan
sobre la plaza central, los soldados españoles le insultaron, llam ándole “¡lad rón de cera!” .
Reaccionó furiosam ente, bajando p o r la colina, con su espada al vien to , “im aginando que
se vulneraba la autoridad que ha soñado tener” . Se necesitaron quince indios p ara som e­
terlo y llevarlo de vuelta a su cam pam ento (D el Valle de Siles 1 9 9 4 ,2 0 5 ) .

58. Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 8 ,1 3 3 . D el Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 9 0 - 1 9 1 .

59. E l obispo de La Paz escribió que K atari era un indio “de baja esfera y lleno de vicios,
...con genio revo lto so y altivo, ...que ejecutó en los pueblos de la p ro vin cia de Sicasica... las
m ayores atrocidades que se cuentan en la h istoria” . P rosiguió, “D e jo a la su p erio r c o m ­
prensión de vu estra E xcelencia los trabajos, cuidados y angustias que to d o s experim enta­
mos, los continuos asaltos que sin perd onar alguna hora del día ni la noch e, ...por lo que no
había instante que n o estuviésem os en el m ayor sobresalto p o r n o estar libre aun la m ás in o ­
cente criatura de su atrocidad” (D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,1 8 9 - 1 9 0 ; cf. A G I Charcas 5 9 5 , “E l
o bisp o de La P az, d o n G re g o rio Francisco C am pos, da cuenta a V M d el asedio de 1 0 9
días...”, 3 0 / V II/ 17 8 1, [4 folios]).

6 0 . H arris 1 9 9 4 , 5 9. E l análisis de esta sección tien e u n a d eu d a c o n lo s d e sc u b ri­


m ien tos de H arris en to rn o a la con exión en tre violen cia y g én ero en el n o rte de P oto sí.
O tro s trab ajos so b re el p ap el de la violen cia en la cultura andina so n el de P la tt ( 1 9 8 8 ); y
el de U rb an o (1 9 9 1 ). /

6 1. B erto n io [1612] 1 9 8 4 2 :38. Van den B erg 1 9 8 5 , 93. T schopik 1 9 5 1 , 2 0 3 -2 0 4 . V er


tam bién M am ani (1 9 8 9 , 54-5 6). Para más sobre el significado de am aru, que se identifica
p o r lo general c o n una serp ien te o un to ro que se en fu rece en m o m e n to s d el d esb o rd e
torrencial de los ríos, v e r Szem inski (1 9 9 3 ,2 1 9 -2 2 0 ).

62. A L P E C 17 8 2 , C. 1 0 2 , E. 1. Es también interesante an otar que el té rm in o palli, el


so b ren o m b re que u tilizaron los dirigentes com unales an ticolon iales en A m b a n á en los
años 1 7 4 0 , tam bién significa una serpiente cascabel grande y ven en o sa (B erton io [1612]
1 9 8 4 1:9 4 ; 2 :2 4 8 ). U n o de lo s principales colab orad ores de Palli, D ie g o C utili, tam bién
usaba el alias de “K a tari” (A N B M inas T. 12 7 No. 6 / Cat. M inas No. 1 5 1 7 ).

395
Notas

63. Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 2 - 1 3 3 . D e l Valle de Siles 1 9 9 4 , 1 1 8 , 127.T sch o p ik


1 9 5 1 ,2 4 3 .

64. G uarnan Pom a [16 15 , 64-78] 1 9 8 0 ,1 :5 0 -6 1 . La cita es de G uarnan Pom a, [16 15 ,6 5 ]


19 8 0 ,1 :5 2 .
65. D e l V alle de Siles 1 9 9 4 ,1 2 0 - 1 2 1 . Ballivián.y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,3 5 - 3 6 .

66. Saignes 19 8 7 b , 15 3 . Para más detalles sobre el papel religioso y cultural del consum o
de bebidas en los A nd es, v e r Saignes (1993).

67. A G I Charcas 5 95, “D iario que fo rm o yo E steban de Loza, escribano de SuM ages-
tad...” , folios 1 7 v - 1 8 .
I
68. B allivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 6 . V er H arris (1994) sobre el co n d o r com o una
m etáfora sexual y de parentesco para el yern o que tom a esposas en un ayllu.

69. A L P E C 1 7 8 1 C. 1 0 1 E. 2, folios 3 9 v -4 0 ,4 2 v -4 4 ,4 9 v .

70. L ew in 1 9 6 7 ,4 2 8 - 4 2 9 ,4 4 7 - 4 6 1 .

7 1. O ’P helan 1 9 9 5 ,1 4 8 - 1 5 6 .

7 2. B allivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 5 ,1 5 0 . A G N I X 7-4-2, folios 1 7 v -1 8 .

7 3. E ste relato se basa en una diversidad de fuentes: Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 4 ,


1 5 1 ; del Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 2 0 - 1 2 9 ; A G N IX 7-4-2, folios 8 v -1 0 ; del Valle de Siles 1990,
1 9 ,2 2 ,1 7 8 - 1 7 9 ,5 7 7 - 5 7 9 ; 1 9 8 0 ,9 0 ; y C respo Rodas 19 8 7 ,5 2 -5 3 . P edro O baya testificó que
la in terp retación de los com unarios era verdadera, y que el cura se lo había con firm ad o per­
sonalm ente, aunque ésta pudo haber sido una fabulación para convencer a sus interroga­
dores d e q u e estaba secretam ente del lado de los españoles (Crespo Rodas 1 9 8 7 ,5 3 ).

74. Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 5 1 .

7 5. I b id , 13 5 .

7 6. I b id , 15 0 . D e l Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 7 7 . Según Esteban de L oza, K a ta ri consultaba


la cajita para determ in ar si un p risionero debía ser ejecutado o absuelto (A G I Charcas 595,
“D iario que fo rm o yo E steban de L oza, escribano de Su Magestad...” , folio 19).

7 7. B allivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 5 0 .

78. Charcas 5 9 5 , “D iario que fo rm o yo E steban de Loza, escribano de Su Magestad...”,


folios 19 -19 v . C D IP 2 :3 :8 1. B ajo interrogatorio, K atari negó posterio rm en te estas infor­
m aciones (A G N I X 7 -4 -2 , fo lio 2 8v). Para los datos referidos a T upac A m a ru , ver Sze-
m inski ( 1 9 9 3 ,2 0 5 ,2 4 8 ) .

7 9. A B U M S A N o. 1 2 9 , folio s.n. O ’Phelan (1 9 9 5 ,1 7 6 -1 8 0 ) sugiere que los indios del


cam pam ento aym ara podrían h ab er estado ejecutando iin auto sacram ental ritual, paread o
al teatro de la Pasión, durante la Sem ana Santa. A unque ciertam ente se p ro d u jo una atmós­

396
Notas

fera ritual exacerbada d u ran te esta sem ana, existen pocas evidencias so b re la realización
sistem ática de este tipo d e perform ances. C uando K a ta ri alim entó a lo s p obres, puede con ­
siderarse a éste c o m o un gesto de caridad cristiana, más que com o una rep resen tación de la
últim a cena. E n to d o caso, la m u erte de u n cura, com o lo h em os visto , n o p arece h ab er
im plicado un rito sacrificial im itativo del m artirio de Cristo.

80. W achtel 1 9 9 0 , 63-64. H arrís 1 9 9 5 ,3 2 0 . Sobre las illas, v e r V an d e n B e rg (1 9 8 5 , 62);


Tschopik (1 9 5 1 ,2 3 8 -2 4 0 ) . A b ercrom b ie (1 9 9 8 ,4 9 3 ) plantea la hipótesis alternativa de que
la caja era un retablo que contenía un santo cristiano.

8 1. B allivián y R oxas [1872] 1 9 7 7 ,1 5 0 . D el Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 7 7 .

82. Su im portancia fue m uy grande en los rituales solares de los Inkas antes de la con ­
quista. W achtel tam bién señala que entre los U ru Chipaya, com o p arte del culto telúrico a
los ancestros, los cham pí que se hallaban en las tumbas se creen dotados de poderes de re v i­
vificación, pues reflejan “com o espejos” la luz de la luna llena (W achtel 1 9 9 0 ,6 3 ). Para más
datos acerca de los aspectos sim bólicos de los espejos, los m etales y la m oneda, v e r H arris
(19 9 5 , especialm ente las pp. 3 1 7 -3 1 8 ).

8 3 .B e rto n io [1612] 1 9 8 4 ,1 :4 0 5 ;2 :2 9 0 . V e rD e L u c c a (1 9 8 3 ,2 4 5 ).

8 4 .B e rto n io [1612] 1 9 8 4 ,1 :4 0 5 .H arris 1 9 9 5 ,3 1 7 - 3 1 8 ..

85. K a ta ri tam bién buscaba dem ostrar su p od er sobre otras fuerzas peligrosas y p o ten ­
cialm ente m alignas (saxra ) de la naturaleza. Blandía su espada y se lanzaba fieram ente al ata­
que de los rem olin o s de v ien to en el altiplano, m ostrando que se acabarían sin ocasionarle
ninguna en ferm ed ad. Para los españoles que n o estaban fam iliarizados c o n las creencias
andinas acerca d e lo s vien to s m alignos (saxra wayrá), un c o m p o rtam ien to así parecía de
lo cos (A G I Charcas 5 9 5 , “D iario que fo rm o yo E steban de Loza, escribano de S u M a je s ­
tad...”, folio 19).

86. H arris 1 9 9 5 ,3 1 6 - 3 1 8 . T schopik 1 9 5 1 ,2 6 2 -2 6 5 .

87. D e l Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 7 7 .

88. C uando Ju lián A p aza apareció públicam ente p o r prim era vez en A yo ayo —c o n los
com unarios esperando en co n trar a Tomás K a tari quien había m u erto p ero se ru m oreab a
habría resucitado—, usó un velo para cubrirse y no se lo quitó. X a v ie r A lb ó ha sugerido que
este episodio p u d o h ab er estado tam bién vinculado a las prácticas de los ch’amakanis-. “ [El
ch’amakani] tiene el p o d e r de h ab lar con seres que están más allá de la m uerte, com o los
m uertos, p ero tam b ién los achacbilas (lit. abuelos, p ero ya divinizados e identificados con los
c erro s p ro te c to re s d el lugar) y algunos otros. É l puede tam bién tra e r al ajayu, esp íritu o
‘som bra’ de seres incluso v iv o s, que puede irse de la p erson a con m o tivo de algún susto o
enferm edad. L a cerem onia en que llam a a m u ertos o achachilas suele ser en un lugar oscu­
ro, él en cuclillas en el centro, totalm ente cubierto p o r el pon ch o y actuando com o v e n trí­
lo c u o : v o z n o rm a l o m ás b ien g ru esa p ara significarse a sí m ism o ; v o z de fa lse te para

397
Notas

significar al m u erto o achachila u o tro ser convocado. D e tod os m odos, estas cerem onias
n o llevan a una ‘resu rrección ’, aunque el ch’amakani sí puede hacer re to rn a r el espíritu o
ajayu de seres vivos e n ferm os o locos” (citado p o r Hidalgo Lehuede 1 9 8 3 ,1 3 4 ) . Sobre la
figura del ch’amakani, v e r tam bién Van den B erg (1985, 49). Cf. Tschopik (19 5 1) sobre el
especialista ritual aymara conocido com o paqo en Chucuito.

89. A G N D i 7 -4 -2 , folios 8-8v.

90. A G I Charcas 5 9 5 , “D iario que fo rm o yo E steban de Loza, escribano de Su M ages-


tad...”, folio 19v.

9 1. Ibid., fo lio 19.

92. B allivián y Roxas [1872] 19 7 7 , 1 4 8 ,1 5 0 .

93. Ibid., 154.

94. Ibid., 1 3 2 ,1 3 3 ,1 3 5 - 1 3 6 .

95. Ibid., 1 4 5 ,1 4 9 .

96. Ibid., 167.

97. Ibid., 1 3 3 ,1 7 2 . Estas expresiones fueron también utilizadas p o r los líderes qhich­
w as de L a Paz, y fo rm ab an p arte de la visión general de A m aru. Ver, p o r ejem plo, la siguien­
te e x p o sició n h ech a p o r D ieg o C ristó b al: “E staba m an d ad o que lo s ch ap eton es y
extranjeros fuesen extrañados de estos dom inios, com o usureros en ellos, y reducidos a sus
destinos, donde debían subsistir en servicio de la M agestad que los dom inaba, y de donde
habrán ven id o com o apóstatas y p ró fu g o s”.

98. E l siguiente pasaje ilustra este pensamiento. Se reproduce sin m odificaciones para
indicar el estilo de las cartas consideradas com o “in co h eren tes” : “Y así C ristianos V.V.
quieren a malas m añana lo verán con el favor de D ios, ya les tengo p o r donde pegar avance,
y así n o hay más rem edio que tenga; si V.V. se porfían más n o hay ni para .res h cras con el
favo r de D ios para mis soldados, le dice acaban sin duda, y así no hay más rem edio tengan
los que tuvieren las armas, n o será caso para m í con el favor de D ios; y sepan han de v o lv e r
p o r tierra y p olvo, y a v e r cual nos ayudará de D ios y cual serem os hom bres de carajos, y así
este es de lo alto” (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 2 ) . Para una m uestra de su corresp on ­
dencia publicada, v e r los docum entos publicados en este libro junto al diario de Seguróla,
así com o del Valle de Siles (1990-, 36-40).

99. D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,3 7 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 2 .

100. A G N I X 2 1 -2 -8 “S ob re la pacificación de los pueblos som etidos p o r la expedición


de Reseguín” , 17 8 2 . A G N I X ^-4-2, folio 16.

398
Notas

1 0 1 . E sta in te rp re ta ció n de la m u erte de K a ta ri, incluidas las citas, se b asa en A G I


C h arcas 5 9 5 , “D ia rio que fo rm o yo E steb an de L o za , e sc rib a n o d e S u M ag estad ...” ,
fo lio s 2 0 v - 2 1 . s

10 2 . Las evidencias: lingüísticas para esta analogía de las torm en tas p ro vien en d e B erto -
nio. E l hizo n o tar n o sólo la asociación de las torm entas con el levantam iento colectivo de
los guerreros, srno tam bién la asociación entre el relám pago y el tru e n o y el disparo de los
v fs ^ t^ e r*a 19 8 4 , 2 :1 2 6 - 1 2 7 ,1 7 3 ) . V er tam bién P latt (1 9 8 8 , especialm ente
3 J8 -4 0 3 ). Para ejem plos de barullo y conm oción de los indios, v e r del V alle de Siles (19 9 4
117 -119 ). v

10 3 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 9 ,1 3 5 - 1 3 6 .

10 4 . S. A rc e , Cajías y M edinaceli, s.f., 9. E l m ism o slogan fu e escu ch ad o en O ru ro


(C ornblit 1 9 9 5 , 1 8 3 , 186 ).

10 5 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 4 ,1 4 8 - 1 5 2 . A G N IX 7 -4 -2 , fo lio s 2 1 v - 2 2 . C respo


Rodas 19 8 7 . *
1 0 6 . Se señaló que C huquim am ani había trabajado en el trib u n al eclesiástico y en la
o ficin a n o ta ria l de L a P az (B allivián y R oxas [18 7 2] 1 9 7 7 , 1 4 5 , 1 4 9 ; d el V a lle de Siles
1 9 9 4 ,1 0 8 ,1 1 9 ,2 1 2 ) .

1 0 7 . A G N I X 7 -4 -2 , fo lio 2 1 . E n la adm inistración estatal c o lo n ial, e l o id o r era un


m agistrado del tribunal judicial y político de la audiencia, subordin ado a la au torid ad del
virrey (el título de V irre y fue asum ido p o r Tupaj K atari).

10 8 . Para este episodio, v e r Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 0 - 1 4 3 .

109. B orda in terp retó el desatar el nudo com o algo parecido a ab rir u na carta, en este
caso, el d ecreto de K atari. La evidencia lingüística en aym ara, tanto h istó rica c o m o con ­
tem poránea, sugiere que ro m p er o cortar un nudo se asocia abstractam ente con la separa­
ción y la delim itación, y en un sentido político-legal explícito, con el ju zgar, sentenciar y
com p on er disputas (D e Lucca 1 9 8 3 ,4 1 9 - 4 2 0 ; B erton io [1612] 1 9 8 4 ,2 :3 4 5 -3 4 6 ) .

1 1 0 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 5 .

1 1 1 . D o s elem entos de la práctica religiosa cristiana que al parecer lo s indios siguieron


rechazando eran las confesiones y la invocación a Jesús en el m o m en to de m o rir (Ballivián
y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 5 0 ; C D IP 2 :3 :14 7 -14 8 ). O tra evidencia de una política abiertam ente
nativista en La Paz fue la inform ación de que el ganado y las semillas europeas tendrían que
ser destruidas (A N B E C 1 7 8 1 No. 97, folio lv ).

1 1 2 . D el Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 1 7 ,2 7 1 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 1 - 1 3 2 . A G N IX


7 -4 -2, folio 4.

399
Notas

1 1 3 . Se dice que K a tari anunció a sus tropas que Tupac A m aru casi había conquistado
el Cusco y que ni bien llegase a La Paz, K atari lo acom pañaría hasta el m ism o B uenos A ires
(Crespo 19 8 7 , 6 0 ,6 5 ).

1 1 4 . A G N 1 X 2 1 - 2 - 8 , “ C op a de testim onio de la sumaria fo rm ad a a Isabel G uallpa,


viuda de C arlos Choqueticlla”, 2 6 / V II/ 1782, folio 4v. A L P EC 17 8 1 C. 10 1 E. 2, folio 14.

1 1 5 . D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,3 1 -4 3 .

1 1 6 . A u n q u e para las elites del siglo dieciocho el discurso “ racial” definido estrecha­
m ente no tenía la m ism a centralidad que tendría un siglo más tarde, el discurso científico o
cientificista sob re la raza tuvo im portantes raíces en la era colonial, que se desarrollarían
p osterio rm en te en el siglo diecinueve.

1 1 7 . S ob re la profecía, v e r C D T A 2:229. El com entario de K a ta ri se hace eco del sob er­


bio A n d rés Tupac A m aru , que usaba el m ism o térm ino para referirse a los criollos y eu ro­
peos en una carta a la ciudad (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 7 0 - 1 7 1 ) . Para otros ejem plos
de evidencia donde los indios consideraban enem igos a los “blancos”, v e r A L P E C 1 7 8 1 ,
C. 10 1 E. 2, folios 3 9 v - 4 0 ,7 6 ,8 0 .

1 1 8 . B allivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 1 ; 13 5 -13 6 .

119._H ardm an 1 9 8 8 ,1 9 7 - 1 9 9 . Para otras referencias en el m ism o volu m en , v e r A lb ó


( 1 9 8 8 ,4 3 8 ,4 4 3 ,6 0 1 ) . ,

12 0 . B allivián y R oxas [1872] 1 9 7 7 ,1 5 2 . D el Valle de Siles 1 9 9 4 , 1 3 8 . Para la cita de


O ru ro , v e r Cajías (1 9 8 7 , 7 3 8 -7 3 9 ); C orn b lit (1 9 9 5 ,1 6 6 ). Para el caso de Chayanta, v e r S.
A rze, Cajías, M edinaceli (n.d., 82-83).

1 2 1 . O ’P helan (19 9 5 , 1 0 5 -1 3 7 ) ha analizado tam bién la radicalización de la in surrec­


ción en térm ino s de la violen cia que se aplicaba a los “traidores” políticos. D ebe n otarse
que la idea de “traid or” se enm arcó inicialmente en el discurso de Tupac A m aru n o sólo en
relación a sí m ism o sino tam bién al rey de España E n !a percepción y en la práctica com ún,
el traidor llegaba a ser visto inm ediatam ente com o un rebelde contrario al señ or Inka.

12 2 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 3 9 ,1 4 9 - 1 5 0 .

12 3 . P o r ello, K atari testificó que los blancos principales de los insurgentes que cerca­
ban la ciudad eran los caciques, junto a los corregid ores y los fu n cion arios de aduanas
(A G N I X 7 -4 -2 , fo lio 4v). E l coron el qhichwa A n d rés Laura tam bién incluyó a lo s caci­
ques, junto a lo s corregidores, tenientes y funcionarios de aduana com o parte de una inso­
portable banda de ladrones (Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 6 8 ) .

12 4 . A N B E C 1 8 0 1 No. 2 5 ; para las citas, ver folios 60-60v, 69. Ya hem os citado el caso
sim iiar de D io n ic io M am ani, cacique de Chulum ani, que rechazó una o rd e n de Tupac
A m aru para capturar al corregid or de Sicasica. D espués de notificar al corregid or del con­

400
Notas

tenido de la carta, huyó a C ochabam ba y v o lvió más tarde para m o rir en com b ate en las
afueras de la ciudad de La Paz (AN B E C 18 0 8 N o, 138).

12 5 . A N B E C 1 7 8 2 N o. 97, folios 2 1-21v .

12 6 . Szem inski 19 9 3 , 2 3 5 -2 3 6 . D iego C ristóbal Tupac A m a ru so stu vo públicam ente


los argum entos m orales y religiosos de Jo s é G ab riel después de su m u erte, m ientras que
A n d rés Tupac A m aru , durante algunos m om entos inform ales en La Paz, exp resó la línea
más rad ical que igualaba a los “ tra id o re s” con “d em o n io s” que d e b e n m o rir (C D IP
1:3 :1 2 7 ; A N B E C 1 7 8 2 N o. 62, folios 64v-65).

12 7 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 5 2 .

12 8 . D e l Valle de Siles 1 9 9 4 ,1 6 0 - 1 6 1 . C om o lo hicim os n o tar en el capítulo anterior, las


fu erzas com u nales radicales de O ru ro in te n taro n d ecap itar el ic o n o que c on sid erab an
com o el p atrón espiritual de la ciudad. D ecían que la V irgen del R osario de Santo D o m in ­
g o era una b ru ja cuyos pod eres m alignos disolvían sus esfu erzos (Cajías 1 9 8 7 , 7 1 7 - 7 1 8 ;
C o rn b lit 1 9 9 5 ,1 7 9 - 1 8 0 ) .

1 2 9 .D e lV a lle de Siles 1 9 9 4 ,1 2 1 . E l énfasis es mío.

13 0 . A N B E C 17 8 1 N o. 14 4 , fo lio 2.

1 3 1 . Sob re las líneas de solidaridad com plejas y cruzadas, así com o sus antagonism os
en La Paz, v e r A lb ó (1984).

13 2 . A G N I X 5 -5 -2, “C o rregid o r de La Paz, Lafitta, sobre levantam iento de Pacajes”


9 / X I / 17 7 1 (2 folios).

13 3 . A G N I X 7 -4 -2, folios 4-4v, 2 8. Evidencias independientes respaldan la versión de


K a ta ri de que lo s in d ios d e cid ieron atacar la ciudad d ebido a que las fu e rz a s m ilitares
españolas se habían organizado en su contra. V er del Valle de Siles (19 9 0 , 5 6 3 -5 6 4 ). Sob re
la m asacre de V iacha, v e r del Valle de Siles (199 4 , 8 1-84).

13 4 . A N B E C 1 7 8 2 N o. 97, folio 1 3 .D e lV a lle d e S ile s 1 9 9 4 , 2 4 9 ,1 6 1 , 1 2 6 .

13 5 . G re g o ria A p aza testificó que al principio de la in surrección los líderes sólo bus­
caban elim inar a los corregidores, a los europeos y a otro s em pleados, com o lo s recauda­
dores de trib u to s, p ero que después, p o r razones que ella no aclaró, re so lv ie ro n d estruir a
tod os los b lancos y arrasar las ciudades de Sorata y La Paz (A G I B u en os A ire s 3 1 0 “C ua­
d ern o N o. 5 ” , fo lio 8v).

13 6 . Para las cartas de Tupac A m a ru al C usco, v e r L ew in (1 9 6 7 , 3 9 8 - 3 9 9 , 4 5 6 -4 5 7 ).


P aralas cartas de A n d rés, v e r los docum entos en B allivián y R oxas {[1872] 1 9 7 7 , especial­
m ente 1 5 8 -1 6 1 ).

13 7 . V er las cartas de K atari, entre los docum entos de Ballivián y R oxas ([1872] 19 7 7),
incluyendo la carta fraguada de José G ab riel Tupac A m a ru (1 3 1 -1 3 2 ). E n la carta, el Inka

401
Notas

indica que aquellos que “no fuesen obedientes a mi m ando serán destruidos desde las raíces,
porq ue el m al fru to p erd erlo del to d o ” . L o s indios de O ru ro tam bién en ten d iero n que
Tupac A m aru había ordenado la aniquilación de la ciudad (Cornblit 1 9 9 5 ,1 8 3 ) .

13 8 . A N B E C 18 0 1 No. 2 5, folio 61. A L P E C 1 7 8 1 C. 10 1 E. 2, folio 67.

13 9 . C osta de la T orre 19 7 4.

14 0 . P latt 1 9 8 8 ,3 9 7 -4 0 3 .

1 4 1 . Veje Szem inski (1 9 9 3 ,2 3 6 -2 4 0 ); tam bién Hidalgo Lehuede ( 1 9 8 3 ,1 2 5 ,1 3 3 ) , inclu­


yendo el com en tario de A lb ó . Para otra evidencia etn ográfica de la d e stru cció n radical
(incluyendo actos de canibalismo) de brujos malignos, v e r Bandelier ( 1 9 1 0 ,1 2 7 ) .

14 2 . P latt 1 9 8 8 ; para sus com entarios in terp retativo s sob re la in su rrecció n andina,
ver 4 2 8 -4 3 0 .

14 3 . E sta hipótesis espacial coincide con los hallazgos a un m icronivel realizados p o r


M o rn er y T relles (19 8 7 ) en el Cusco. E llos establecieron una correlació n en tre las áreas
insurgentes y las zonas de altura que tenían m enos haciendas y población n o indígena.

14 4 . A N B E C 1 7 8 2 N o 42. Para más in form ación sobre el cacicazgo en Santiago de


M achaca y Berenguela, v e r A N B EC 17 9 9 No. 83.

145. A G N IX 7 -4 -2 , folios 7-7v. A N B E C 18 0 8 No. 10 9 , folios 40v, 5 4 , 5 8 v ; agradezco


a A n a M aría Lem a p o r h ab er llamado mi atención sobre este docum ento.

14 6 . A N B E C 18 0 1 No. 25. A N B EC 18 0 8 No. 13 8 . A N B EC 18 0 7 N o. 11 .

14 7 . A N B E C 1 8 0 1 N o. 2 5, folios 44-44v. A G I Charcas 4 2 9 , “T estim onio del exp e­


diente obrad o sobre m éritos y servicios de d o n ju á n de D ios T hom ás Balboa, cacique de
Laja”, 17 8 6 , folios 5 5, 56v. La generalización que se esboza aquí sobre el papel de los caci­
ques en toda la región durante la insurrección se respalda en abundante docum entación en
los archivos de Bolivia, A rgentina y España.

14 8 . A G I B uenos A ires 3 1 9 , “Cuaderno No. 4 ” (99 folios), folio 53. A L P E C 1 7 8 1 C.


1 0 1 E. 2, folios 4 0 ,49-49v, 80.

14 9 . A G N I X 7 -4 -2 , folios 5-5v, 12.

15 0 . Ibid., folio 9v. A G I B uenos A ires 3 1 9 , “Cuaderno No. 4” , folios 47-47v.

1 5 1 . Ballivián y Roxas [1872] 1 9 7 7 ,1 4 5 - 1 4 6 . Para algunos puntos de referencia histo-


riográficos, v e r O ’Phelan (19 8 5 ,2 6 0 -2 6 3 ); Hidalgo Lehuede (1 9 8 6 ,2 8 7 ) y C am pbell (19 8 7 ,
13 1).

152. D el Valle de Sües 1 9 9 0 ,5 3 8 -5 4 0 . A G N IX 7-4-2, folio 2v.

402
Notas

15 3 . A L P E C 1 7 8 1 C. 1 0 1 E. 2, folios 49-49v. A G I B uenos A ire s 3 1 9 , “ C uaderno No.


1 ”, folios 2 4 -2 6 v ; y “C u ad ern o No. 3 ”, folio 74.

15 4 . AGN I X 7 -4 -2 , folios 3 ,2 5 .

15 5 . O’Phelan 1 9 9 5 , 1 1 5 - 1 1 6 .

15 6 . S o b re el e p iso d io de Sorata, v e r A N B E C 1 7 8 2 N o. 82; A N B E C 1 7 8 2 N o. 6 2 ;


A N B E C 17 8 1 N o. 2 4 4 ; del Valle de Siles (1 9 9 0 ,7 9 -1 2 9 ).

15 7 . “D iario del tum ulto acaecido en la V illa de O ru ro en 1 0 de fe b re ro de 1 7 8 1 con


m otivo de la sublevación de Tupaj A m aru . E scrito p o r un eclesiástico”, La Revista de Buenos
Aires. Historia Americana, Literatura, Derechoy Variedades 22 (1870): 3 4 6 , citado en C o rn b lit
(1 9 9 5 ,1 5 4 -1 5 5 ) . A G I Charcas 597, “Representación de fray E ugenio G u tiérre z sobre las
causas de la sublevación” , 17 8 3 , p rim er in form e, folio 8; segundo in fo rm e, fo lio s 8-8v.

15 8 . A G I B u en os A ire s 3 1 9 , “ Cuaderno No. 4 ”, folios 60v, 77.

Capítulo 7. Las consecuencias de la insurrección y la rene­


gociación del poder

1. U n in fo rm e so b re el c o b ro de diezm os en G uarina en 1 7 8 2 d escrib ió g ran d es p é r­


didas de vidas en las aldeas d on d e habían b uscado refugio los in surgentes, y u n a p o b reza
generalizada en la ju risd ic ció n del pueblo. C o m o sitio im p o rta n te de las fu erzas in su r­
gentes, G u a rin a se c o n v irtió en u n b lanco p rin cip al de la re p re sió n m ilita r y tu v o que
so p o rta r la carga ad icion al de sosten er a las trop as realistas (A A Juzgado E p iscop al 1 7 8 2
[XII] N o. 13 3 ). F

2. U na sem ana más tarde, consiguó a duras penas reunir otro s 1 2 4 6 pesos. E l cacique
declaró que los había recau d ad o entre sus súbditos, p ero lo s fu n cion arios del te so ro n o
estaban enteram ente convencidos de ello (A G N I X 6-2-3, “M éritos y servicios del Capitán
de Cavallería D o n F rancisco A n to n io G u e rre ro y O liden, Justicia M ayor de O m asu yos”,
17 8 3 , fo lio 9; A G N I X 3 0 -3 -2 , “D o ñ a M aría Ju sta Salazar viuda de d on M atías Calaum ana,
cacique de G uarina, sob re esclarecer el derecho al cacicazgo”, 17 8 3 , fo lio 10).

A G N I X 3 0 -3 -2 , D o ñ a M aría Ju sta Salazar viuda de d on M atías C alaum ana, cacique


de G uarina, sobre esclarecer el derecho al cacicazgo”, 17 8 3 , fo lio 12.

4. Ibid., folios 1 - 1 2 . A N B E C 1 7 8 2 No. 4 3.

5. S u abogado alegó: “ S e inspira en los indios cierta especie de afecto o espíritu de p ar­
cialidad con el que gob iern a, naciendo de él p o r precisa consecuencia la p oca subordina­
ción y d e sa fe c to al leg ítim o su cesor, p o rq u e to d o s y esp ecialm en te lo s in d io s, p o r su
naturaleza idiotas, van com o se dice vulgarm ente con el sol que nace. E sto es con él que

403
Notas

actualm ente gobierna, y más vién d o lo en el m ando a vista, ciencia y paciencia de la que
conoce p o r su legítima dueña”. A G N IX 3 0 -3 -2 , “D o ñ a M aría Ju sta Salazar viu d a de don
M atías Calaum ana, cacique de G uarina, sobre esclarecer el derecho al cacicazgo”, 1 7 8 3 ,
folios 1 - 8 .4 3 -4 6 v ; la cita provien e del folio 43v. ■

6. A L P P adrones Coloniales, O m asuyos 17 9 0 , “T estim onio del expediente fo rm ad o


sobre los sobrantes de tributos del pueblo de G uarina”. Silverio T orres ocupó el cargo p o r
segunda vez y fue sucedido a principios de siglo p o r M anuel Bustillos. B ustillos tenía rela­
ciones fam iliares en G u arin a, y se casó con la h ered era del cacicazgo de C arabuco, con
quien unió fuerzas en una prolongada batalla legal contra Juan Bautista G oyzueta. S o b re
las com plejas relaciones regionales entre estas y otras familias criollas, m estizas y cacicales,
v e r p o r ejem plo A N B E C 18 0 7 No. 1 1 . La hija de Matías Calaum ana se casó con Jo s é Santa
C ruz V illavicencio, un m ilitar criollo que había com batido en 1 7 8 1 y que se con virtió en
gob ern ad or de M oxos. Parece n o haber buscado nunca ejercer autoridad política en G u a ­
rina. S u hijo, A n d ré s de Santa C ru z y Calaum ana, tendría p o s te rio rm e n te fam a c o m o
M ariscal de Z epita—h éro e de la independencia, presidente de B olivia y p ro te cto r de la C o n ­
federación P era-B oliviana.

7. A L P P adrones C oloniales, O m asuyos 17 9 0 , “T estim onio del expediente fo rm ad o


sobre los sobrantes de tributos del pueblo de G u arin a”, folio 17v.

8. A L P E C 17 8 7 C. 10 9 E. s.n., especialm ente folios 6 - 7 ,1 3 , 5 1-5 1 v , 58v, 60-60v. A L P


E C 18 0 5 C. 1 3 9 E. 27, folio 2. Para referencias a otras luchas similares p o r la tierra en G u a­
rina en este período, v e r A C , Cuaderno de docum entos referentes a la H acienda de Cullu-
cachi, No.-T^Instrum entos de la hacienda y posesión adjudicada a d on P edro A liaga y su
esposa doña Isabel D o rad o (1801); y A L P EP 1893 [1898] C. 119 E. s.n., fo lio s 17v-18v.
A gradezco a Seem in Q ayum p o r esta últim a referencia.

9. Para un trabajo estim ulante que ha com enzado a plantearse este problem a, v e r A b e r­
crom bie (19 9 8 ); O ’P helan (19 9 7 ); P enry (19 9 6 ); Rasnake (198 8 ); Saignes (1 9 9 1 ); y Sala i
V ila (1996b ).

10 . D el Valle de Siles 1 9 9 0 ,3 4 9 -4 1 2 .

1 1 . A N B E C 1 7 8 1 No. 2 4 1 . A N B E C 1 7 8 2 No. 32. A N B E C 1 7 8 2 No. 4 2. A N B E C


1 7 8 2 N o. 1 4 9 d (núm ero borrado/s.n.). Para otros in form es sobre la persistente agitación
el el distrito del lago, c o n supuestos vín cu los con los T upam arus al n o rte así com o con
otros aliados hasta Chuquisaca (La Plata), v e r A L P E C 1 7 8 2 C. 1 0 2 E . 2.

12 . L ew in 1 9 6 7 ,5 2 6 ,7 9 4 .

13. Su cam paña fu e sin em b argo efectiva en in fu n d ir m iedo en tre la p o b lac ió n local.
U n testigo dijo: “ P o r la urgencia de la llam ada, creían to d os que fu ere p ara o tra com o la
pasada, de que ve n ía su c o n fu sió n , p o rq u e n o querían v e rse en sem ejan tes trab ajos...
C reerían lo s su p eriores que ello s tenían la culpa, y los acabarían c o n g u e rra” . E se era

404
Notas

evid en tem en te el e fe c to p sico ló g ico que deseaban p ro v o c a r las au to rid ad es. E n p ala­
bras del subdelegado de O ru ro : “ C o n ven d ría escarm en tar p ara que la m e m o ria de este
ejem p lar los in tim id e y red u zca al con ocim ien to en que vacilan de que el re y es p o d e ro ­
so” (A LP E C 1 7 8 6 C. 1Ó7 E. s.n.).

14 . C D IP 2 :3 :2 1 3 . Según las leyes coloniales, los indios n o estaban b ajo la ju risd ic­
ción de la Inquisición. L o s indios y sus representantes en la co rte apelaban regu larm en te
a las Leyes de Indias, que con ten ían una serie de p ro visio n es que establecían sus d erech os
legales y civiles.

15 . A G N IX 5 -5 -5 , “E l m o d o de con servar el reino del Perú (b orrad or)” . E s m uy p osi­


ble que Ju an Bautista Z avala, o algún allegado suyo, fuera tam bién el au to r peninsular anó­
nim o de este in fo rm e. E n su ton o y contenido, se parece a las cartas que Z avala escribió
durante y después de la insurrección.

16. Santam aría 1 9 7 7 ,2 6 8 -2 6 9 .

17. B arragán 19 9 0 , 8 5 -12 2 .

18. B arragán y T h o m so n 19 9 3 .

19. E n un c o n flic to político en Calam arca (Pacajes) en 1 7 9 0 , el cacique in terin o y el


p árro co local am enazaron traer tropas de La Paz para m asacrar a los com unarios. F ue el
p árroco, durante su serm ó n dom inical, quien am enazó que correrían ríos de sangre , al
igual que en 1 7 8 1 . P o r lo tanto, aún una década más tarde, la rep resión a la guerra siguió
p rofundam ente anclada en la m em oria local, y el espectro de una violen cia m ilitar fu tu ra
era invocado para destilar el som etim iento délas com unidades (A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 5 E . s.n.
(18 folios); para la cita, v e r el folio 3v.

20. A L P E C 1 7 8 6 C. 1 0 7 , folio 2v. A N B EC 17 8 3 No. 18 0 , folio 4v.

2 1. A N B E C 1 8 0 2 N o. 32. A N B E C 1 8 0 2 No. 4 8; la cita vien e del fo lio 2. O tro s ejem ­


plos de esto pued en darse para m uchos pueblos en cada una de las p ro vin cias de L a Paz
desde los años 1 7 8 0 hasta lo s años 18 0 0 . Para citar sólo un caso, el cacique de Caquiaviri
(Pacajes), M anuel Francia, era tam bién alguacil m ayor del partido, alcalde pedáneo, cob ra­
d o r de alcabalas, al m ism o tiem po que ejercía “otras ocupaciones desconocidas. T am bién
fue nom brado com o cacique interino para llenar la vacante en el cacicazgo de Santiago de
Berenguela. V e r A L P E C 1 7 8 9 C. 1 1 3 E. s.n. (1 folio); A L P E C 1 7 9 9 C. 1 2 9 E. s.n.; A N B
EC 1 7 9 9 No. 83, folio 1 2 ; A N B E C 18 0 4 N o . 2 3, folio 18v.

22. E l alcalde pedáneo tam bién era llam ado ocasionalm ente alcalde de aldea o alcalde
mayor, pero n o debe con fun d irse con el alcalde m ayor indígena. La candidatura del alcalde
pedáneo era p ro p u esta p o r el subdelegado, para quién actuaba com o com isio n ad o, y su
título era o torgado p o r el intendente. Sus funciones form ales consistían en adm inistrar jus­
ticia en todos los casos que requerían solución rápida, preven ir los pecados públicos, asis­

405
Notas

tir en el cob ro de tributos y resolver verbalm ente las disputas p o r deudas de m enos de cin­
cuenta pesos. E n casos de robo, m uerte o heridas, debía recibir un testim onio sumario de
los hechos, arrestar a los delincuentes, confiscar sus propiedades e in fo rm a r al subdelega­
do para que pueda d ar sentencia en el caso. El alcalde pedáneo n o poseía la autoridad para
redactar docum entos judiciales. V er A N B E C 18 0 1 No. 3 6, folio 2 3 , A N B E C 18 0 0 No. 54,
folio 1 1 6 ; y A G N IX 3 5 -3 -6 , “A utos seguidos p o r los vecinos del pueblo de Irupana sobre
que se les n om bren dos alcaldes ordinarios”, 18 0 7 , folio 6.

23. A N B E C 1 8 0 3 N o. 10 9 , folios 17 -17 v. Cf. A L P E C 17 9 6 C. 1 2 3 E. 3 1 , folio 3 1.

24. A p reciacio n es generales en esta línea son las de L ynch 1 9 5 8 ; F isher 1 9 7 0 ; F isher
19 8 2 ; F isher et al. 19 9 0 ; Pietschm ann 19 9 6 .

2 d. E n particular, O Phelan (19 8 8 , 19 9 6) ha enfatizado los im pactos de las reform as,


especialm ente en su d im en sió n económ ica, com o una causa de la reb elión . S eru ln ik o v
( 1 9 9 8 ,1 9 9 9 ) h a analizado las consecuencias locales de las refo rm as -en sus dim ensiones
económ icas, políticas y culturales- com o la causa principal de las protestas indias en Potosí.

26. P ara estudios u rb an os sob re los im pactos de las re fo rm as, v e r O ’Phelan (19 7 8 );
M cFarlane (19 9 0 ); Cahill (1990). Para un examen sostenido de los im pactos en el cam po
andino, v e r L arson (19 9 8 ); Sala i Vila (1996b ); Serulnikov ( 1 9 9 8 ,1 9 9 9 ).

27. L os reglam entos de 1 7 8 2 de la O rdenanza de B uenos A ires se extendieron a todo el


reino, y el sistem a de intendencias se instaló en el V irrein ato del Perú en 17 8 4 . E n 17 8 6 , una
nueva O rdenanza de N ueva España sustituyó a la original en todas partes salvo el R ío de la
Plata (Lynch 19 5 8).

28. Las tensiones entre el virrey y el superintendente llevaron rápidam ente, en 17 8 8 , a la


supresión del n u evo cargo, y a la absorción de las funciones del su p erinten d en te p o r el
virrey (Lynch 19 5 8 , 83-84).

29. La p arte n o rte del virreinato estaba sujeta a repetidos cam bios y a superposiciones
jurisdiccionales. La in tegrid ad política de la intendencia de P un o se fragm en tó en 1 7 8 7
cuando L am pa, A zá n g a ro y Carabaya fu ero n anexadas a la n u eva A u d ien cia del C usco,
gobernada p o r el V irre y del Perú, en tanto Puno y Chucuito siguieron sujetas a la A u d ien ­
cia de Charcas y al V irre y de B uenos A ires. En 17 9 6 , este p ro b lem a fue resuelto al pasar
toda la intendencia de P uno al V irrein ato del Perú. E n su adm inistración eclesiástica, n o se
logró esta m ism a unidad. P uno y Chucuito siguieron dependiendo del O bispado de L a Paz,
m ientras que Lam pa, A zán garo y Carabaya pertenecían al O bispado del Cusco.

30. L ynch 19 5 8 . F isher 19 7 0. Pietschm ann (1996) ofrece una interpretación com para­
ble para el caso de N u eva España.

3 j.. Lynch (1958) n o ta el problem a en La Paz y en el conjunto del V irrein ato de La Plata.
Para citar un caso representativo de La Paz, los com unarios de Irupana y Laza protestaron

406
Notas

contra el subdelegado P edro F lores Larrea p o r sus prácticas de rep arto , m o n o p o lio local
sobre el com ercio de coca, acum ulación de tierras y m anipulación de las autoridades com u­
nales. Siendo un dependiente y agente de reparto de los anteriores corregidores, se dijo que
adquirió su p u esto a través de la influencia del corregid or saliente A lb izu ri, que necesitaba
a alguien para c o b ra r sus elevadas deudas p o r repartos. F lores L arrea con tin u ó los abusos
de sus p red ecesores y lo g ró elevarse de la m iseria a la riqueza ( A G C I X 5 -5 -4 , R epresenta­
ción de indios de Irupana y Laza, partido de Chulum ani, sobre extorsion es del subdelega­
do y cacique” , 1 7 8 4 [7 fo lio s]). Las au torid ades coloniales eran c o n scien tes d e que lo s
subdelegados siguieron distribuyendo ilegalm ente bienes y debatieron sobre cóm o a fro n ­
tar este asunto. N o obstante, debido particularm ente al p od er de los intereses com erciales,
el problem a del rep arto nunca fue resuelto (M oreno Cebrián 1 9 7 7 ; Stein 1 9 8 1 ). P ara otras
quejas acerca de la persistencia generalizada de los ilegales repartos, y de los continuados
abusos d é lo s subdelegados en La Paz, ve r A L P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n. (22 folios), folios 1 2 -
1 2 v ; A N B E C 1 7 9 2 N o. 2 0 4 ; A L P E C 1 7 9 5 C. 1 2 2 , E . s.n. (6 fo lio s); A G N I X 5 -6 - 1 ,
“Indios de Jesús d e M achaca contra su cacique P edro R am írez de la P arra” , 4 / 111 / 1 7 9 5 (11
folios); A G N I X 5 -6 -3 , “ O bisp o don Rem igio de la Santa y O rtega, de La Paz, sob re varios
asu n to s”, 1 8 0 0 , fo lio 2; A L P E C 1 8 0 2 C. 1 3 4 E. 2 0 ; y A N B E C 1 8 0 3 N o. 7 8 , fo lio 16v.
Sob re la corru p c ió n fiscal, v e r A L P G avetaN o . 6. Las prácticas d e ln e o re p a rto y los abusos
de los subdelegados h an sido tam bién extensam ente docum entados en el V irre in a to del
Perú. V er p o r ejem plo, F ish er (197 0 ); M oreno Cebrián (197 7 ); C ahill (198 8 ).

32. Larson 1988,276-284.


33. A L P E C 1 7 8 1 C. 1 0 1 E. 14.

34. A L P E C 1 7 8 4 C. 1 0 4 E. s.n. (4 folios).

35. A G N I X 7 -7 -4 , “S ob re el in fo rm e que hacen los com isionados para la revisita (del


P artid o de C h u lu m an i)”, 1 8 0 2 . A G N X III 1 7 - 7 - 4 , L ib ro 3 , 1 7 9 2 , fo lio s 3 4 4 , 3 4 7 -3 5 3 v .
A N B M inas R uck N o. 2 17 / C a t. M inas No. 2 16 5 a , folios 1-5 , 25v, 2 7 , 1 4 7 - 1 5 9 . S ob re los
bienes, las cajas y los censos de com unidad, v e r E scobedo M ansilla (199 7 ) y Q uiróz (19 9 3 ,
5 9 -6 7 ; 1 9 9 4 ,2 0 6 -2 0 9 ) .

3 6. A N B E C 1 7 7 7 [17 7 1] N o. 68. A N B E C 1 7 7 9 [1787?] No. 2 1 9 . A G I C harcas 5 3 1.


Real A cadem ia d e la H istoria (RAH), M ata Linares 20:28 2 -2 8 2v. M edidas culturales igual­
m ente radicales —que p ro h ibían ciertas form as de vestido y danza, p o r ejem plo, o el uso del
qhichwa— fu e ro n prop u estas en el Cusco durante y después de la guerra civil. E s p osible
que estas m edidas fueran m ás efectivas ahí donde se aplicaron con tra algunos elem entos
específicos de la cultura p olítica Inka (W alker 1 9 9 9 ,5 3 -5 4 ).

3 7. V o llm er 1 9 6 7 . Santam aría 19 7 7 , 2 54. TePaske y K le in 1 9 8 2 (n o tar especialm ente


2:x). K le in 1 9 7 3 , 1 9 9 3 ,1 9 9 8 . V e r tam bién L arson (19 8 8 , 2 8 4 y ss.); F ish er ( 1 9 7 0 ,1 1 1 - 1 1 4 ,
123); y Sala i V ila ( 1 9 9 6 ,3 3 -4 2 ).

407
Notas

3 8 . A N B E C 1 7 8 2 N o. 5 8 , fo lio 1 1 , énfasis m ío. P ara m ás in fo rm a c ió n so b re los


esfu erzos iniciales de recon stru cción en A zángaro, Lam pa y Carabaya, v e r tam bién A N B
E C 1 7 8 2 No. 59.

39. ^ er la discusión de la historiografía del cacicazgo en el capítulo 3.

40. A u n q u e la p eriodización y la causalidad puedan variar de región a región, m i com ­


pren sión de lo que o cu rrió en La Paz com plem enta a otro s trabajos sobre el A lto y el Bajo
Perú, que apuntan al origen de la declinación del cacicazgo a m ediados de ese siglo. S tem
(1987a, 75), L arson (19 7 9 ; 19 8 8 ), Rasnake (19 8 8 ),P e n ry (1996) y Seru ln ikov (1998) sugie­
ren o llegan a la conclusión de que los poderes del cacique habían sido gravem ente cuestio­
nados desde décadas antes a 17 8 0 . E n últim a instancia, mis prop ios hallazgos coinciden
con la periodización de O ’Phelan (1997) en su tratam iento del colapso gradual del cacicaz­
go en el p eriod o colonial tardío. N uevos trabajos im portantes están em ergiendo sobre el
p eríod o p o s t-1 7 8 0 en el área ru ral andina. U na m uestra de ellos, junto al trabajo más tem ­
p rano de Cahill ( 1 9 8 4 ,1 9 8 6 ,1 9 8 8 ) , incluye a H unefeldt (1982) y jac o b se n (199 3 ), y las con­
tribuciones recientes de Peralta (19 9 1), Sala i Vila (1996b ), Soux (199 9 ), T h u rn er (1996), y
W alker (199 9 ). L os estudios del cacicazgo de D íaz R em entería (1977) y de G a rre tt (2002)
enfatizan tam bién la declinación de la institución con posterioridad a 17 8 0.

4 1. E n la era de la refo rm a toledana, Juan Polo de O ndegardo y Ju an de M atienzo ha­


bían favorecid o el reem plazo de los señores hereditarios p o r funcionarios m unicipales ele­
gidos com o g ob ern ad ores com unales (Sala i Vila 19 9 6 ,6 8 -6 9 ).

42. O Phelan ( 1 9 8 5 ,2 2 9 ) calcula que un total de veinticinco caciques apoyaron a Tupac


A m aru. D e ellos, d oce eran de su provincia de Canas y Canchis o de Tinta.

4 3. D íaz R em entería 1 9 7 7 ,1 8 9 - 1 9 6 . Sala i Vila 1 996b , 6 5-7 4. >

4 4 . P ara su ste n ta r la d iscu sión que sigue, v e r A G I B u en o s A ire s 3 1 9 , “ C u ad ern o


N o. 5 , fo lio s 4 0 9 v - 4 1 8 ; y A G I B u en os A ire s 3 2 1 . P ara el d o c u m e n to de P acheco, v e r
A G I B u e n o s A ire s 3 2 1 , N o. 1 6 , “T estim o n io d el e x c e d ie n te o b ra d o p e r el su p e rio r
g o b ie rn o del R ío de la P lata para in fo rm a r a su m agestad con ju stific ac ió n d el estad o
de su d istrito ...” , (37 fo lio s). D e l V alle de Sües (1 9 9 0 , 5 8 3 -6 2 0 ) n os b rin d a una ú til sín­
tesis de este m aterial.

45. A G I B uenos A ire s 3 2 1 , No. 16, ‘T estim onio del expediente obrado p o r el superior
gobierno del R ío de la Plata para in fo rm ar a su magestad con justificación del estado de su
distrito...”, fo lio s 12 -12 v.

46. Ibid., foEos 19 , 2 0 , 26. Pacheco tam bién describió que se trataba “de acabarlos de
hacer verd ad eros españoles” (folio 25).

47. Pacneco parece haberse visto fuertem ente in tu id o p o r las recom endaciones cultu­
rales de D iez de M edina. V er A b ercrom b ie (1988) sobre los intentos de colonizar la m em o­
ria indígena, especialm ente en el periodo colonial temprano.

408
Notas

4 8. Para to d a la gam a de opiniones, v e r A G I Buenos A ires 3 2 1 . O tro ejem plo d e la p o s­


tura anticacical radical, similiar a la de A reche, proviene del fraile o ru re ñ o E ugenio G u tié­
rrez. E l consideraba a los caciques com o una de las causas principales de la insurrección,
p orq u e e v o c ab a n sim b ó licam en te una soberanía nativa c o n traria a la de lo s m o n arcas
españoles. Tam bién, añadió, agitaban a sus súbditos indios con historias sobre su pasado
g en til y so b re sus antigu os em p erad o res (A G I Charcas 5 9 7 , “R e p rese n ta c ió n de fray
A lfo n so [Eugenio] G u tiérrez sobre las causas de la sublevación” , 10 / V II/ 17 8 3 ).

4 9 . P ara las citas en éste y los an teriores p á r r a f o s , v e r A G I B u en o s A ire s 3 2 1 , N o. 16 ,


“T e stim on io d el e x p ed ie n te o b ra d o p o r el su p erio r g o b ie rn o d e l R ío de la P lata p ara
in fo rm a r a su m agestad c o n ju stificación del estado de su d istrito...” , fo lio s 28v, 3 0 , 3 1 .

5 0. L o s e n c o m e n d e ro s eran con q u istad o res españoles que ad m in istrab an grandes


poblaciones indígenas que les fu eron “ encom endadas” en el siglo dieciséis.

5 1. A G I B u en os A ires 3 2 1 , N o. 16 , “Testim onio del expediente o brad o p o r el superior


g ob iern o del R ío de la P lata para in fo rm ar a su magestad con justificación del estado de su
distrito...” , fo lio s 28-28v.

52. A l despachar los archivos de Pacheco y sus in fo rm an tes a E sp aña a principios de


1 7 8 3 , el V irre y V é rtiz n o tó que el relevam iento de opiniones era in co m p leto e insuficiente
com o para establecer una política definitiva. Sin embargo, p refirió presentar los in form es
com o una indicación d el estado del debate, en vez de ocasionar retrasos adicionales. N o he
podido en co n trar un program a definitivo de políticas públicas en fecha posterior.

5 3. A G I C h arcas 5 9 5 , “A l v irre y de B u en os A ire s p ara que h ac ie n d o e n ten d e r a la


audiencia de L a Plata que n o adm ita de los indios inform aciones algunas de las que solían
p resentar para calificar su descendencia d é lo s prim itivos reyes gentiles, recoja la o bra o his­
toria del Inka G a rd la s o con los dem ás papeles que se expresan. R eservada” , 21 / IV / 178 2 .
A G I Lim a 1 0 4 9 , “ C arta reservad a (de la real resolución) a los virreyes del P erú y Buenos
A ire s sobre p ro v isió n de cacicazgos”, 2 8 / IV / 17 8 3.

54. A L P G a v e ta N o. 9; reproducida en A rze A guirre (1 9 8 7 ,2 2 7 -2 3 0 ). Para m ayor dis­


cusión sobre esta legislación, v e r D íaz Rem entería (1977) y Sala i V ila (1996b ).

55. A N B E C 1 7 8 5 N o. 2 3. A N B E C 1 7 8 2 No. 100.

56. A N B E C 1 7 8 2 N o . 10 0 , folios 12 7 -12 7 v . A L P E C 1 7 9 1 C. 1 1 6 E . s.n. (1 fo lio ).A N B


E C 17 9 5 No. 1 5 4 , fo lio 8. A N B E C 17 9 6 No. 97, folios 9 -1 0 . N u ria Sala i V ila (1996b ) ha
exam inado cuidadosam ente los problem as que rodearon la recaudación de tributos en este
período y los m o d o s en que con tribu yeron a la crisis del cacicazgo. L a dinám ica que ella
describe para el B ajo P erú se equipara estrecham ente con la que se dio en L a Paz. E n este
punto, sin em bargo, es preciso hacer una im portante aclaración. Sala arguye que la legisla­
ción de intendencias sep aró form alm en te a los caciques de la tarea de recaudar tributos,
constituyéndose p o r ello en una de las dos causas principales de la crisis del cacicazgo. E n

409
Notas

el V irre in a to del R ío de La Plata, la O rdenanza de Intendentes siguió p erm itien d o a los


caciques llevar a cabo su papel tradicional com o recaudadores de tributos, y hay evidencias
de que existieron legítim os caciques titulares ejerciendo este rol. Y o veo la pérdida de fu n ­
ciones tributarias de m uchos caciques com o un efecto contingente de las m aniobras políti­
cas locales de parte de m uchos funcionarios y notables locales, más que com o resultado de
una política explícita legislada p o r el estado.

57. E n Callapa, los m iem bros d éla com unidad se quejaron: “Si pudieran m udar y p on er
caciques cada día o cada semana, n o se excusarán porque ello les redunda g ran utilidad”
(A L P E C 1 7 9 1 C. 11 6 ). E n A yoayo, la com unidad afirm aba: “ [No nos acom odam os] al
m anejo de lo s caciques interinos respecto de la continua m utación que hay de ellos y sus
diferentes genios y el p oco am or que nos tienen... M uchos de ellos, com o vecinos de nues­
tro pueblo, nos extorsionan p o r sus utilidades” (AN B E C 18 0 1 No. 25 folio 53). V er tam ­
bién A N B E C 1 7 9 6 N o. 97, folio 9; y A N B E C 1 8 0 4 No. 3 3 , folio 15.

58. Las órdenes de la audiencia fueron emitidas el 20 de D iciem bre de 17 9 5 , y el 27 de


febrero de 17 9 6 . V e r la siguiente nota para la fuente documental.

59. R A H , Colección M ata Linares, Tom o 7: 4 1 6 -4 4 1 ; Tom o 7 8:80 -83 . E l in fo rm e del


superintendente (26 de julio, 1796) está incluido en este últim o tomo.

60. A G I Charcas 4 4 6 , “La Audiencia de Charcas in form a a su magestad con docum en­
tos los excesos del go b ern ad or intendente de La Paz y la inobservancia de la real cédula de
9 / V / 1 7 9 0 ” , 2 5 / IX / 17 9 8 . Para las citas, ver los folios 1 - 2 ,9v.

6 1. A L P E C 1 7 9 7 C. 12 5 E. s.n., folios 15 v -16 . A N B E C 18 0 0 No. 14 0 . Sob re el debate


en to rn o a la Instrucción M etódica del Ram o de C ontribución de Indios de 1 9 1 5 , v e r A N B
E C 1 8 2 1 N o. 5, folios 12 -14 v , 33-36v. V er también Sala i Vila (1996b, 2 4 7 -2 5 1).

62. A G N IX 5 -6 -1, “Indios de Jesús de M achaca contra su cacique P ed ro R am írez de


la P arra”, (1 1 folios). A L P E C 1 7 9 5 C. 12 2 E xpedientes 4, 8, 25. Para una acusación (de
au to ría d esco n ocid a) a lo s caciques en los distritos de F.icajes, Sicasica y Y ungas, v e r
A N B E C 1 7 9 2 N o. 2 04.

63. A N B M inas T. 15 1 C om plem ento (1789)/ C at. No. 1945a. A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 5


Expedientes s.n. (dos expedientes de 1 folio cada uno). A N B EC 17 9 1 No. 16 6 . A N B EC
1 8 0 2 No. 32. A N B E C 1 8 0 2 No. 48. A N B E C 18 0 3 No. 137. A N B E C 1 8 1 8 N o. 5 1.

64. A N B E C 17 7 1 No. 27. Para la cita, v e r folio 4 1 v. O tro testigo se hizo eco de la acu­
sación: “C om o los indios son siem pre gente al revés, que lo malo parece bien y el bien les
parece mal, en este celo lo entienden [al cacique] muy al contrario” (folio 35v).

65. V e r el análisis de la rebelión de Pacajes en los capítulos 4 y 5. La absolución de Lim a-


chi p o r la audiencia figura en A G I Charcas 592, “A utos de ia Real A udiencia de C narcas y
real cédula sobre rep artos” (1 4 folios), folios 7-7v.

410
Notas

66. A N B E C 1 7 9 2 N o. 2 0 4 , folio 4v. A L P E C 1 7 9 9 C. 1 2 9 E. s.n. (2 folios).

67. H ay am plia evidencia de esto, especialm ente para el p eríod o p reinsurreccional, en


los co n flicto s de com unidades que fu eron analizados en los capítulos 3 y 4. Las m ism as
actividades de lo s representantes políticos de nivel más bajo, se reflejan en la docum enta­
ción del p eríod o postinsurreccional.

68. A N B E C 1 7 5 3 N o. 9 9 , folio 20. A N B E C 17 5 6 No. 5, fo lio 5. Para otro s ejem plos


de m ediados y fines del siglo dieciocho, v e r A N B E C 1 7 5 4 No. 62, fo lio 2 6 v , A N B E C 1 7 7 0
No. 1 6 0 , fo lio 1 4 ; A N B E C 1 7 7 1 No. 7 4, folio 2 1 v ; A L P E C 1 7 8 9 C. 1 1 3 E . s.n. folio 15 ;
A L P E C 1 7 9 0 C. 1 1 5 E . s.n. (18 folios), fo lio s 2 v - 3 ;y E C 1 7 9 7 C. 1 2 5 E. s.n. (12 8
folios), fo lio 16 . Hacia fines de siglo, en Berenguela, dos segundas se o freciero n to m ar a su
cargo las fu n cion es tributarias de la com unidad, para im pedir el n om b ram ien to in terin o de
forasteros c o m o caciques y cobradores (AN B E C 1 7 9 9 N o. 83,-folio 6v).

69. A N B E C 1 7 8 0 N o. 5 8, folio 1. A L P E C 1 8 0 2 C. 1 3 4 E. 2 0 , fo ü o 4. A N B E C 1 8 0 4
N o. 3 3 , fo lio s 15 v , 18v. Para más referencias sobre los in tentos de suplantar a los caciques
en el g o b ie rn o y la ad m inistración com unal p o r p arte de las au torid ades de niveles más
bajos, v e r A N B E C C 1 7 6 0 No. 1 1 , folios 2 8 9 - 2 9 1 v (el caso es-de-17-34); y A L P Padrones
Coloniales O m asu yos 1 7 9 0 , folio 17v.

70. A L P E C 1 7 9 5 C. 1 2 2 E. 3, folios ll - 1 2 v . V e r tam bién A L P E C 1 8 0 8 C. 1 4 4 E . 5 3,


folio 4; y A L P E C 1 7 9 4 C. 1 2 1 E. s.n., folio 7.

7 1 . A N B E C 1 8 0 9 No. 14 , folio 7 7.

72. A L P E C 1 7 9 3 C. 1 1 9 E. s.n. (2 folios).

7 3 . P ara el caso de L aza, v e r A N B E C 1 7 9 6 N o. 97, fo lio s 9 -1 4 v (la re ita es del fo lio 9);
y ANB E C 1 8 2 1 No. 2 . Los indios de Italaque tam bién habían p ed id o n uevas autoridades
p ara re e m p la z a r al ab u sivo cacique en el cargo: “P ed im o s a g rito s y a v o c e s altas que
vu estra señ o ría m an d e n o m b ra rn o s o tro cacique que h em o s elegido y es en p ro p ied ad
(A P E C 1 7 9 2 C. 1 1 7 E . s.n. [22 folios], folio lv ) . Hay m u ch os o tro s ejem p lo s de com u ni­
dades que p ed ían el n om b ram ien to de sus p ro p ios candidatos p ara el cargo de cacique y
cob rad or. P o r ejem p lo , v e r ANB E C 1 7 5 6 No. 1 1 1 ; ANB E C 1 7 8 2 No. 1 0 0 , y ANB E C
1794 No. 8, fo lio 19.
74. AT.P E C 1 7 9 4 C. 1 2 2 E. 2 9 ; p arala cita, v e rlo s folios lv - 2 . O tras evidencias sób rela
con vicción de que las com unidades debieran tener caciques de su p ro p ia elección figuran
en A N B E C 1 8 0 2 N o. 4 8 , folio 6; y A N B E C 18 0 9 N o. 14 , folio 99.

75. A L P E C 1 7 9 5 C. 1 2 2 E . 28, folio 1.

76. A N B E C 1 8 0 1 N o. 2 5 , folio 53.

411
Notas

77. E l análisis del P ro tecto r Juan Baptista R ebollo sobre el p rob lem a político, con su
retó rica paternalista, es ap ropiado aquí: “E sta vida penosa, am arga y tan o p rim id a que
p ad ecen e sto s m iserables es ocasionada del gran descuido que tiene lo s subdelegados,
teniendo sus partidos abandonados y acéfalos, y entregados a p o d er de lps cobradores de
tributos de suerte que éstos son los que hacen y deshacen de los pob res indios, y p o r esto,
cada uno de ellos se contem pla un duque o un marqués, y de la noche de la m añana se hacen
p oderosos, y con razón, porque los beben a los indios la últim a gota de sangre” (A N B EC
1 8 0 9 No. 14 , folios 76-78).

78. M i concepción general de este período en La Paz coincide con la de W alker sob re el
Cusco (1999). L a visió n de N úria Sala i V ila sobre el Bajo Perú (199 6 ) en este p eríod o es
tam bién la de una gran desintegración, com plejos conflictos y p royectos políticos preca­
rios, aunque ella tiende a v e r una penetración más eficaz de los pueblos indios y la subordi­
nación de las autoridades com unales a sectores n o indígenas que m anipulaban el aparato
tributario. Cf. T h u rn er (199 6 );L arso n (1999).

Capítulo 8. Conclusiones... y caminos a seguir

1. E n to rn o a este conflicto v e r A L P E C 17 9 5 C. 12 2 E. 25 (la cita es del folio 8v); y A L P


E C 1 7 9 5 C. 1 2 2 E. 8.

2. E sta in terp retación, y el subsiguiente análisis de la jerarquía intracom unal, se basa en


d ocum entación del siglo dieciocho así com o en la etnografía con tem p orán ea que coinci­
de con la evidencia colonial y echa luz sobre ella. Ver, en general, los trabajos de X a v ie r
A lb ó . Para una m irada sintética sobre el g ob iern o local y com unal entre lo s aym aras de
hoy, v e r Ticona, A lb ó y Rojas (19 9 5 , 7 9 -12 0 ). U n caso de estudio en p ro fu n d id ad es el de
T ic o n a y A lb ó (1997).

3 . V e r el análisis procesual de M allon (1995) de las relaciones internas de p o d e r y la


idenudad política colectiva que se centra en las com unidades indígenas de las alturas de
Puebla, en M éxico del siglo diecinueve.

4. E n algunas com unidades tam bién existió la jerarquía étnica, que suponía la in ferio ri­
dad de la gente U ru en relación a los aymaras, y que era fuertem ente adscriptiva. P odríam os
especular que la tendencia dem ocratizante de la transform ación política del siglo dieciocho
n o alteró significativam ente la subordinación Uru. Sobre los U ru, v e r W achtel (1990).

5. A q u í v e r nuevam ente Ticona, A lb ó y Rojas (1995, 7 9 -12 0 ); T icona y A lb ó (1997) y


Rasnake (1988).

6. A lb ó 1 9 7 2 , 19 8 5 . C á rte r y A lb ó 19 8 8 . R ivera 19 9 0. R ojas 1 9 9 4 . M i p ro p io pensa­


m ien to se h a in sp irad o en el análisis de W o od sobre la A ten a s clásica c o m o régim en
dem ocrático de pequeños propietarios (1988). Para más in form ación sob re la antigüedad

412
Notas

griega y su im p ortan cia para repensar las fo rm as m odernas y populares de dem ocracia, v e r
E uben, W allach y O b e r (19 9 4 ); y O b er y H endrick (1996).

7. Saavedra [1903] 1 9 9 5 ,1 4 4 . Eri los años 1 9 9 0 , un siglo después, la “reconstitución”


del sistem a de au to rid a d es de ayllu surgió n u evam en te com o u n o b je tiv o p rin cip a l de
m uchas com unidades de las alturas para enfrentar serios desafíos políticos y culturales. V er
M. E. C hoque y C. M am ani (2001).

8. C hoque y T ico n a 1 9 9 6 ,1 7 5 .

9. Rasnake 1 9 8 8 ,1 5 5 .

10.. El térm in o “ap od erad o” quiere decir representante legal. M ás in fo rm ació n sobre
Llanqui y la lucha dé los ayllus de jesú s deM achaqa puede hallarse en C hoque (19 8 6 ); C h o ­
que y T ico n a(t9.9 6 ); y T icona y A lb ó (1997). Para otras referencias a los m ovim ien tos indí­
genas de p rin c ip io s del siglo vein te y so b re el p ap el p o lítico de la m e m o ria h istó rica
colectiva; v e r T aller de H istoria O ral A n d in a ( 1 9 8 4 ,1 9 8 6 ) ; R ivera (1 9 8 6 , 1 9 9 1 ); M am ani
(1 9 9 1); C h oqu é e t al. (1 9 9 2 ); C on dóri y T icona (1992); y F ernández (1996).

11. Rasnake 1 9 8 8 ,2 6 3 -2 6 7 . W achtel (1992) nos ha ofrecido una reflex ió n com parativa,
basada en los hallazgos de A bercrom b ie (198 6 ), Rasnake (1988) y W achtel (1990) sobre la
“ cristalización ” de la id entidad y la o rgan ización colectiva étnica c o n tem p o rá n ea hacia
fines del siglo d iecio ch o (ver tam bién Saignes 1 9 9 1 ). A q u í p erm an ece u n a cuestión irre ­
suelta, ya que hasta h o y hay evidencia limitada que perm ita aclarar algunos aspectos im p o r­
tantes del debate. N o obstante, continúa siendo un asunto im portante, en la m edida en que
nos desafía a p ensar eri las form aciones sociales indígenas en fo rm a integral, tom ando en
cuenta las relaciones entre las esferas territorial, religiosa y política de organización social y
su corresp on d ien te d esarrollo en el tiempo. Mis resultados coinciden c o n los de Rasnake
en vista de que las postrim erías del siglo dieciocho fu eron una época de im p ortan tes cam ­
bios en la estru ctu ra de la autoridad política. La evidencia de La Paz n o n os m uestra cam ­
bios in tern os en el “sistem a de cargos” . Sin em bargo, las autoridades rotativas adquirieron
una im portancia política m ayor, de m odo que podem os in ferir p o r lo m en os que el sistem a
de cargos flexib lem en te estructurado y basado en los ayllus, que surgió c o n la declinación
gradual de la n ob leza indígena, adquirió m ayor preem inencia a partir del colapso coyuntu-
ral del p o d e r cacical. (Ver A b ercrom b ie 1998.) O tros aspectos d é la organización territorial
y religio sa a n iv e l d el p u eb lo de red u cció n e stu vie ro n p resen tes e v id e n te m e n te desde
m ucho antes, y la identidad étnica precolom bina de m ayor escala p osib lem en te se p erdió
en La Paz antes que en las zonas del sur de Charcas. A juzgar p o r La Paz, parece exagerado
pensar que o cu rrió una plena “cristalización” de la identidad colectiva en las postrim erías
del siglo d ieciocho; em pero, es necesaria tina com paración regional más detallada para cla­
rificar las diferencias en tre L a Paz y el sur de Charcas.

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Un poderoso movimiento anticolonial sacudió las
ajSnBEBf; alturas de los Andes en 1780-1781, en la misma época
en que estallaron las revoluciones de Francia, Haití y
* los Estados Unidos de América. Este movimiento se
unificó inicialmente en torno a la figura de Tupac Amaru,
un descendiente de la realeza Inka del Cusco, y llegó a su fase más
violenta y radical en la región de La Paz (hoy sede del gobierno dé
Bolivia), donde las poblaciones indígenas aymara hablantes se lanzaron
a la guerra contra los europeos, bajo el mando de un indio del común
llamado Tupaj Katari. La gran insurrección andina ha recibido escasa
atención por parte de los historiadores de la "Era de la Revolución" pero
en este libro, SinclairThomson revela las conexiones entre las persistentes
luchas locales en torno al gobierno comunal, y una experiencia
revolucionaría anticolonial de más largo alcance.

Los estudios previos de la insurrección se han centrado en fas etapas


iniciales del movimiento en el Cusco y han tendido a distorsionar la fase
de ta guerra que tuvo como escenario a La Paz, como si se tratase de
una atávica "guerra de razas" en contra de los blancos. Al centrarse en
esta región,Thomson nos muestra que un proceso de luchas a nivel
local, en combinación con las transformaciones que se estaban dando
en el interior de las comunidades aymaras a lo largo de varías décadas,
contribuyó al colapso del orden colonial español, y moldeó la dinámica
más amplia de la insurgencia. A medida que los indios del común
cuestionaban con cada vez mayor vigor a sus gobernadores tradicionales
(los caciques), llegaron a subvertir el aparato establecido del dominio
colonial en el área rural andina, llevando a cabo una democratización
de las relaciones de poder dentro de sus comunidades. Estas luchas
locales convergieron con planes más ambiciosos de autogobierno y
autodeterminación indígena, a medida que los insurgentes vislumbraron
la posibilidad de una igualdad entre blancos e indios, una hegemonía
intfl||ufldjttxe todoS loá pobladores de IdfrAndes, o una eliminación
radical del enemigo colonial Esta experiencia del período colonial tardío
ha seguido dando forma a la organización comunal campesina en los
Andes, y continúa influyendo vitalmente en la política nacional de los
países andinos hasta el presente.

*
ISBN: 4-1-1367-06

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