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La obra poética de Eugenio Montejo entraña las otras voces de sus heterónimos
Armando Coll
La primera vez que vi a Eugenio Montejo, acababa de publicar El cuaderno de Blas Coll. Nos invitó a
Rafael Arráiz Lucca y a mí, a tomar unas cervezas al final de la tarde, en aquella taberna que ya es nostalgia y de
pocos, llamada El gato pescador.
Hará de eso no menos de 25 años. Rafael y yo, dos muchachones en los primeros 20, ante el poeta cuyo
prestigio era entonces murmuración. Recuerdo el gracejo de esa tarde, estaba joven aún y tal vez un poco más
hablador de lo que fue en sus últimos años, en los que se mostraba breve, aforístico, al toparlo una mañana, si
era el caso, bajo la sombra enjuta de algún árbol acosado por el concreto, olvidado y triste entre el bramar
urbano; una especie boscosa aislada en una acera, a la que sólo él rendía tributo al llamarla por su nombre.
Pocas palabras, aunque generosas, que nunca escamoteó su saber, lo expresaban fiel a la doctrina que
encarnara en el primero de sus heterónimos, Blas Coll.
Bromeó aquella tarde de nuestro primer encuentro al decir que había engendrado un pariente mío;
más tarde aclaró, elegí tu apellido –el que coincidencialmente ostenta este cronista– Coll, por ser monosilábico,
al igual que Blas.
Blas Coll, fue un lingüista utópico, tal vez isleño que vino a recalar en Puerto Malo, otra toponimia del
gran continente literario que gravita sobre Hispanoamérica. Y murió en el intento de reducir nuestra habla a la
máxima concisión: el monosílabo.
COLÍGRAFOS Y COLIGRAMAS
Varias fueron las sombras que visitaban a Eugenio Montejo en la habitación de la escritura; sus
heterónimos: Blas Coll, Eduardo Polo, Sergio Sandoval, Tomás Linden. Pero, de ellos, Coll dejó escuela, parca y
efímera, como tal vez habría deseado; una escuela a su pesar.
De sus discípulos, Lino Cervantes, quiso ejecutar en rigor las doctrinas colígrafas. Y así se dio a la tarea
de crear pirámides invertidas en las que una imagen en castellano convencional se decanta en voces cada vez
más breves hasta la máxima concisión sonora, en la que el significado se trastoca hasta negarse: "Mendigo la
piedad de la piedra que cuida sus sapos/Mendigod cuídape suapos/ Godmen casupos/Gódapos/Gopos/Gos".
Y así hasta el extremo del canto del pájaro que la brisa borra y trae y borra otra vez.
En el apartamento sobre una transversal de Los Palos Grandes, calle muy visitada por el estruendo
atonal de las cornetas en el cotidiano atasco de tráfico, Montejo meditaba con la lengua, en un afán de hacerla,
¿de materializarla? Y así, finalmente, olvidarla: "Alguna vez escribiré con piedras,/midiendo cada una de mis
frases/por su peso, volumen, movimiento./Estoy cansado de palabras". Y cansado volvía a ellas, las palabras,
con el ansia, la misma, quizás, del Borges que escribiera: "Y todo el Nilo en la palabra Nilo".
Así como recuerdo con precisión mi primer encuentro con él, no olvido el último, casual, de vecinos. Era
de noche, iba en compañía de su esposa y nos topamos en la esquina de nuestras coincidencias. Fue breve,
como siempre, pero magnánimo como siempre. Se despidió aquella noche de domingo y vi la pareja bajar por
la 4ta Avenida.
Se fue, Eugenio Montejo, con su siglo a cuestas; así se fue diciendo adiós el siglo veinte en su canto: "Mi
siglo con sus guerras, sus posguerras/y su tambor de Hitler allá lejos, /entre sangre y abismo. /Prosigo entre las
piedras de los viejos suburbios/por un trago, por un poco de jazz..."