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Estado fallido será inevitable consecuencia del fraude electoral

¿Se puede exigir a la población respeto a las instituciones cuando constantemente se le


defrauda? ¿Es posible dialogar con alguien a pesar de haberle mentido, expoliado, humillado
y herido?

En la tesitura antes mencionada se encuentra el gobierno de esta colorida aunque triste


república bananera. De acuerdo con los datos vertidos por la Misión de Observación Electoral
(MOE) de la OEA las elecciones de noviembre de 2017 fueron de baja calidad y por ende no
puede afirmar que las dudas sobre el mismo están hoy esclarecidas, porque, entre otros aspectos
relevantes, se volvió permeable el sistema de transmisión de datos a actas adulteradas y para
colmo aparecieron en el almacén central urnas repletas de votos planchados.

La crisis no acabará con un monólogo disfrazado, puesto que ganar en extrañas circunstancias
que hasta desafían las leyes de la matemática, en un país ya de por sí convulsionado, implica
abrir las puertas a la anarquía, al estado fallido. No seré el primero en sugerir que Honduras es
un estado inviable o va camino de serlo, pues politólogos de renombre ya han abordado
exquisitamente el tema, pero sí puedo añadir que en las pasadas elecciones perdimos la
oportunidad de comenzar a recobrar el control físico del territorio, y a restarle a los maleantes
la capacidad de aplicar sentencias de muerte en nombre de la seguridad comunal, lo cual
hubiese significado un gran paso en la misión de la construcción de la patria. Ahora cunde el
pesimismo y la desazón.

Erosión de la autoridad institucional es lo que viene, porque en este contexto cualquiera que
posea los medios y la mala consciencia puede imponer su voluntad mediante la fuerza, dado
que el deplorable ejemplo brindado por los responsables de la conducción del gobierno invita
a romper la constitución y las leyes secundarias, pues la corrupción del estado genera anomia
en la estructura social. No contar con referentes fuertes o sabios, personas virtuosas,
admirables en las distintas dependencias de la administración da una terrible sensación de
orfandad y desamparo, y cuando esto ocurre las emociones, las pasiones y los instintos dominan
al colectivo.

Un país al margen de la ley está condenado a la ignorancia y por ende el subdesarrollo, incapaz
de suministrar servicios básicos y mucho menos para interactuar con otros Estados, como
miembro pleno de las naciones libres. El descrédito del presidente no le atañe solamente a él o
a sus cercanos colaboradores, también afecta al resto de la ciudadanía, porque su deterioro
moral se irradia cual peste epidémica y debilita el altruismo y la solidaridad, aumenta la
agresividad y la irrupción de conductas desorganizadas así como una notable regresión a
niveles primarios de subsistencia, con relegación de los valores y de la cultura.

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