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30 Ago Editorial Contrapunto (1985-1989): Puerto

de mar, edición y memorias resistentes. Entrevista


con Graciela Daleo
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Por Alejandro Schmied


Contrapunto fue una editorial dirigida por Eduardo Luis Duhalde (abogado, periodista,
historiador, militante, y ex secretario de Derechos Humanos de la Nación) entre los años
1985 y 1989...

A la edición como herramienta apeló Duhalde en diversas coyunturas: a fines de los años sesenta fundó,
junto con Rodolfo Ortega Peña, el sello Sudestada; durante el exilio siguió publicando libros a través de
la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (CADHU), organismo que cofundó, y desde el cual se
motorizaron muchas denuncias del terrorismo de Estado ante organismos internacionales. En cuanto a
Contrapunto, una de sus motivaciones centrales fue el propósito de reincorporarse a la vida pública
cuando regresó a Argentina.
En el contexto de la posdictadura, Contrapunto produjo una mediación intelectual particular para
intervenir en procesos históricos con colecciones de “libros políticos” que disputaban la hegemonía de
sentido en la reelaboración simbólica de un pasado reciente.
Esa trama de operaciones tenía que ver con un primer lector imaginado: desde la perspectiva del editor,
Contrapunto restituía la “biblioteca del militante”, aquellos libros que muchos debieron quemar en el
pasado. Pero también coincidía con la demanda de un registro documental y testimonial de ese pasado
reciente, que permitiera darle inteligibilidad, una estrategia confluyente con varias de las editoriales del
período.

Logotipo de la editorial Contrapunto.

El recorrido editorial de Contrapunto comenzó con algunos libros muy exitosos en términos de ventas,
como Ezeiza, de Horacio Verbistsky, y La Noche de los Lápices, de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez,
cuyas reimpresiones fueron casi semanales, pasando por más de sesenta títulos en los pocos años que duró
la iniciativa, destacándose aquellos libros que integraban la colección “Memoria y presente”, enfocada
fundamentalmente en el pasado reciente y en la dictadura. En 1989 Duhalde abordó la dirección del
diario Sur, y el control de la editorial pasó a Alberto Kohen, quien publicó algunos de los títulos ya
proyectados y sumó otros, hasta mediados del noventa, cuando Contrapunto se discontinúa, en medio de
las sucesivas crisis económicas de esos años.
Graciela “Vicki” Daleo es Licenciada en Sociología y sobreviviente de la ESMA, donde estuvo detenida-
desaparecida durante casi dos años. Activa militante a lo largo de años por el juicio y castigo a los
responsables del genocidio argentino, es actualmente coordinadora de la Cátedra Libre de Derechos
Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Graciela tuvo a su
cargo la coordinación editorial de Contrapunto entre 1985 y 1988. El 9 de diciembre de 2013 se presentó
la reedición (póstuma) de El Estado terrorista argentino, el libro que Eduardo Luis Duhalde publicó en
1983 en España, “hijo de la necesidad y de la sangre de miles” –lo definió entonces–, uno de los primeros
trabajos de sistematización de los crímenes de la dictadura. En esa oportunidad, Graciela recordó el
significado que tuvo para ella su paso por la editorial Contrapunto: “esa otra fábrica de pertrechos para la
lucha por la memoria, la verdad, la justicia, por la recuperación de la convicción de que el capitalismo no
es lo único posible para la humanidad; para conocer las experiencias de otros pueblos, con sus aciertos,
sus derrotas, sus fracasos y victorias, siempre en cuestión, siempre en proceso. Porque la escritura propia
y la de muchos otros fue, es, un territorio de lucha política y de lucha ideológica”. “Contrapunto fue, para
muchos de nosotros –continuaba Graciela–, un lugar en el mundo”.
En este texto rescatamos aquella experiencia de edición y militancia en posdictadura, a través de su voz,
reafirmando la politicidad del acto de publicar, la edición como gesto político que nos implica
socialmente, porque como decimos desde el nombre de la sección: “Todo libro es político”.

Eduardo Luis Duhalde


Cualquiera que tuviera algún tipo de actividad política en el país a fines de los años sesenta –que es
cuando yo empiezo a militar–, y en los setenta sabía quién era Eduardo. Por los libros que escribía
entonces junto con Rodolfo, era como una fórmula “Ortega Peña y Duhalde”, y porque era peronista,
abogado de presos políticos, en esos años en los que la cantidad de presos políticos se multiplicó. Lo
recuerdo muy presente cuando fue la Masacre de Trelew. Fue uno de los abogados que siempre estaban
presentes en la defensa de los presos políticos. Ya en 1973 Ortega Peña y él empezaron a publicar la
revista Militancia. Una revista que quienes participábamos del espacio político de la Juventud Peronista
que se referenciaba en la organización Montoneros –y nuestra publicación era El Descamisado–
ubicábamos, en el debate de ese brevísimo tiempo, como “alternativista”, en contraposición con los
“movimientistas”, donde tenía mucho peso la discusión de la relación con Perón, entre otras cuestiones.
De todos modos, muchos leíamos las dos revistas. También había leído algunos artículos suyos
en Cristianismo y Revolución. Y por supuesto, cuando asesinaron a Rodolfo Ortega Peña, en julio de
1974, su nombre estaba muy presente.
Pero conocerlo “en vivo”, recién lo conocí en el exilio. Cuando llegué a España, que es mi última estación
del exilio del período dictatorial –porque en los años de Menem tuve que irme otra vez del país– en los
primeros tiempos, y herencia de aquella controversia entre El Descamisado y Militancia, no fue Duhalde
uno de los primeros compañeros con quienes tomo contacto. Aunque sí me vinculo rápidamente con la
CADHU (Comisión Argentina de Derechos Humanos). Yo llego a Madrid en octubre de 1979, cuando se
está preparando, en el marco de la CADHU, el testimonio sobre los crímenes de la ESMA que Sara
Solarz de Osatinsky, María Alicia Milia y Ana María Marti dieron en París. Y yo participo en la
construcción de ese testimonio, aunque no declaro en ese momento.
Recuerdo a Eduardo en el acto del 24 de marzo de 1980, que se hizo en un local gremial, creo que de la
UGT, habló David Viñas recordando a sus hijos desaparecidos. Cuando empiezo a trabajar en mi
testimonio personal me acerco nuevamente a la CADHU, y entonces empieza una vinculación más directa
con Duhalde, con Tito Paoletti, una relación más personal, en la que las viejas controversias políticas van
quedando en segundo plano. En febrero de 1982 viajo a Ginebra a presentar mi testimonio patrocinada
por la CADHU. Después, cuando la venta ambulante se puso muy difícil y la policía municipal nos
echaba de la calle y nos requisaba la mercadería, empecé a trabajar en una agencia de trabajo temporario
donde trabajaba Eduardo, que después armó una propia junto con sus hermanos, que se llamó Timming.
También la militancia contra la dictadura nos fue acercando, especialmente en el CAUSA (Comité
Argentino Unificado de Solidaridad Antidictatorial), una de las infinitas cosas que formamos en esos
años, en el que confluíamos varios agrupamientos políticos y de derechos humanos. Lo recuerdo a
Duhalde en el marco de estas acciones políticas y de denuncia.

El libro El Estado terrorista argentino


Hay cosas que dimensionás no en el momento en que suceden, sino después. El hecho de que este libro
apareciera en el año 1983 es para subrayar. Yo fui leyendo los originales y debatiendo algunos puntos con
Eduardo. Allí leía, organizada, ampliada a todo el país aquella experiencia que había atravesado en la
ESMA. Y el valor que tiene –me di cuenta después– el hecho de que eso no se escribió a dos o diez años
de los acontecimientos, sino mientras estaban sucediendo. No se trataba solo de una reproducción de
testimonios, sino de darle a eso un sentido y Eduardo llegó a conceptualizar. Esta singularidad la pude
apreciar, con el tiempo. En ese momento fue decir “se está poniendo negro sobre blanco, y en un libro, lo
que venimos diciendo y no es escuchado”.
Fechado en junio de 1983, ese trabajo lo hacía mientras era actor contemporáneo en las controversias,
peleas, fracturas y amuchamientos del y en el exilio, que fueron innumerables, con combinaciones que
nos agrupaban y distanciaban constantemente, y que tantas veces las decretábamos definitivas y hasta
absolutas. Y nos introducía en esa horrenda materia en tiempo presente, no vino después de lo sucedido,
sino mientras estaba sucediendo. Eduardo se adelanta al Nunca Más para presentar toda la geografía del
genocidio. Y lo publica mientras la dictadura estaba en el poder, porque gobierno constitucional hubo
solamente durante veintiún días en el año 1983, porque el 83 no fue “el año de la democracia”, como
tantos repiten ahora, recortando once meses y diez días de dictadura. Las cárceles estaban llenas de presos
políticos, ese año el genocida Patti y su grupo de tareas asesinan a Osvaldo Cambiasso y Eduardo Pereyra
Rossi; también matan a Yaguer y la policía reprimía las manifestaciones populares. La dictadura emite su
“Documento Final”, la ley de autoamnistía, intenta “desaparecer” la documentación que certifica sus
crímenes. El proyecto económico seguía adelante y sectores militares amenazaban con que no iban a
entregar el poder.

El estado terrorista argentino, de Eduardo Luis Duhalde.

También es importante registrar que muchos de los testimonios de El Estado terrorista argentino se
recogieron durante el periodo en el que CADHU funcionaba clandestinamente en el país, que se sacaron
secretamente del país seguramente con gran riesgo de los compañeros y compañeras que lo hacían, en
papeles o guardados en su memoria.
Por eso la noche de la presentación de la última reedición de este libro dije que fue un paso hacia el
retorno para el que Eduardo, militante, investigador, escritor, abogado, compañero, nos armó con estas
páginas. Y decía “nos armó” a propósito, porque escribirlo fue parte del combate. Y el retorno era parte
del combate. Del combate a la dictadura que se retiraba de la escena visible; del combate a la impunidad.
Nos armó para que no nos contrabandearan bajo discursos supuestamente justicieros la doctrina de los
excesos, la de los dos demonios, la de la irracionalidad y la locura de algunos alucinados. Nos pertrechaba
a quienes volveríamos, a quienes todavía no, a quienes se quedaban. A quienes vivieron, resistieron,
nacieron y crecieron en el gran campo de concentración que fue Argentina en esos tiempos. Y lo escribió
para los que decían que no se habían enterado de nada, para los que aplaudieron por años y se cambiaron
la camiseta cuando empezaba la retirada. Eduardo no nos dio una radiografía, ni una foto, ni un
diccionario, ni una autopsia del Estado terrorista. Nos pertrechó con armas de razón, sentimiento, y rigor
científico, como anota en algunas páginas, para entender cómo, por qué, para qué, quiénes, y contra
quiénes el Estado terrorista mató y desapareció física y simbólicamente, en un ejercicio “pedagógico”,
hasta docente, para que el efecto fuera duradero.

Los inicios de Contrapunto


Volví a ver a Eduardo, ya en Argentina, en agosto de 1984, en un acto por el aniversario del asesinato de
Rodolfo Ortega Peña, que se hizo en un salón en la avenida Rivadavia y nos seguimos cruzando en
distintas actividades. Cuando se acercó la fecha de mi declaración en el juicio a los ex comandantes, en
julio de 1985, me reuní con él, con Tito Paoletti y con Horacio Verbitsky. Eduardo estaba cubriendo ese
juicio para el diario La Voz. Paoletti había tomado mi testimonio en España, ante la CADHU, y una cosa
curiosa: necesité que él lo escribiese para luego reescribirlo yo. Paoletti era gran un periodista y una
persona excepcional, con un humor tremendo, capaz de reírse de cualquier cosa.
Para esa fecha ya había recibido amenazas telefónicas y por carta, y trabajaba en un estudio jurídico que,
tremenda coincidencia, estaba en el mismo piso que el estudio de Prats Cardona, el abogado defensor de
Massera, así que renuncié y Eduardo me propuso que trabajara con él. Voy entonces a trabajar como
secretaria en el estudio de la calle Tucumán, que tenía él junto con Carlos González Gartland. Era una
oficina de abogados, pero allí se hacían infinidad de reuniones políticas. Él, junto con otros compañeros,
como Rodolfo Mattarollo, ya había armado el IRI (Instituto de Relaciones Internacionales); yo le decía
que era un gran fabricante de aparatos, para cada cosa inventaba un aparatito. Ahí, en la oficina de
Tucumán empezó a funcionar la IDEPO (Izquierda Democrática Popular), y ahí empezó Contrapunto.
Los primeros recuerdos que tengo se vinculan con las propuestas de logos de Contrapunto que llevaba
una compañera sobre cartones. No puedo decir si Contrapunto surgió con un plan editorial, o se fue
dando… No recuerdo que haya llegado un día y dijera: “voy a formar una editorial”. Y ahí empieza todo,
con la aparición de Ezeiza, de Horacio Verbitsky. Sacar Ezeiza forma parte de su trayectoria, como
abogado de presos políticos, periodista y como militante, como escritor y como editor. Sale Ezeiza y de
alguna manera produjo una continuidad, y que se acercara a Eduardo, o a Contrapunto, gente que venía
trabajando estas temáticas para publicarlas. Pero no diría que Eduardo “salía a buscar” qué publicar, sino
que le traían propuestas. En ese momento la relación con Horacio Verbitsky era muy estrecha, incluso sus
oficinas estaban muy cerca y se reunían con frecuencia. Después Verbitsky hizo Civiles y militares, que
también editó Contrapunto.

Ezeiza, un éxito de ventas. Un boom


Pienso que Ezeiza, más que un éxito comercial, fue un hecho político. Para mayo de 1986 ya se habían
hecho diez reimpresiones. Las tiradas creo que eran de 3.000 ejemplares. Hasta ahí la estructura de la
empresa era muy pequeña: Eduardo como decisor de todo, el diseño de tapa en Ezeiza es de Susana
Rochocz.
En 1985 además de Ezeiza, sale Fidel Castro: del Moncada a la victoria, de Marta Harnecker, en el mes
de noviembre. Un libro chiquito, que no fue un boom como Ezeiza, lógicamente. El diseño de tapa
también es de Susana Rochocz. Ya en 1986 Virginia Nembrini se ocupó de la diagramación de los
interiores y de muchas de las tapas. La composición se hacía en varios lugares. Yo iba a retirar las
galeras, y las corregíamos en la oficina; luego la llevabas nuevamente al taller donde pegaban las tiritas
con las correcciones, y luego se hacían las películas.

Ezeiza, de Horacio Verbitsky.


Ezeiza fue en éxito, pero la distribución fue siempre un cuello de botella, durante toda la vida de la
editorial. En los primeros tiempos había varios distribuidores: Colihue, Galerna, Yenny, que no era el
pulpo que es ahora. En general, se entregaban en consignación, aunque algunos compraban una cantidad.
Y aunque Ezeiza se vendió mucho, cobrar siempre era un problema. Cómo se aguantó la vertiginosa
reedición no lo tengo muy presente. Ezeiza salió con el auspicio de la revista Entre Todos, que sacaba el
Movimiento Todos por la Patria (MTP).

Los libros cubanos y la izquierda revolucionaria


Eduardo tenía relación con el mundo intelectual de la izquierda revolucionaria, y Marta Harnecker era
una figura conocida en la militancia argentina, y no solo de la izquierda marxista, desde la década del
sesenta. Leíamos sus trabajos que recibíamos a través del Chile de Salvador Allende. Sobre todo unos
cuadernillos que fueron muy criticados en ámbitos académicos, que los consideraban “manualitos”
simplificadores del marxismo, que le quitaban sustancia, pero para muchos de nosotros fueron una puerta
de acceso a esa teoría. Ella incluso fue a la editorial; ya cuando estábamos en la calle Talcahuano Eduardo
nos la presentó a quienes trabajábamos allí, era un personaje político importante; por ella misma, por sus
producciones y porque era la compañera de Barbarroja (Nota: Manuel Piñeiro, quien dirigía los servicios
de inteligencia cubanos). Nunca pregunté cómo se operativizaba la relación, pero siempre supimos que
Eduardo tenía vinculación con “la Embajada”, que para nosotros no era la embajada yanqui. Para nosotros
“la Embajada” era la de Cuba.
También había mucha relación con el MTP y la revista Entre Todos. A la oficina iban muy seguido Quito
Burgos, Pancho Provenzano y Jorge Baños. Y Eduardo también tenía vinculaciones con Nicaragua,
adonde viajó en el año 1986, cuando todavía estábamos en la calle Tucumán. En octubre de ese año se
publica Nicaragua, el papel de la vanguardia, de Jaime Wheelock Román, uno de los comandantes de la
Revolución Nicaragüense.

Desarrollo vertiginoso
En 1986 se publican 12 libros, y en 1987, 23, con un plan editorial casi de una empresa con una cierta
estructura, y continúa hasta que Eduardo se va a Sur, a fines de 1988, principios de 1989. En esos
primeros años hay algo que funciona, aunque en términos económicos Eduardo era absolutamente caótico
y además de para cobrar, teníamos problemas para pagar, y a mí me tocaba poner la cara con los
proveedores…
Todavía estábamos en la calle Tucumán cuando se incorpora Virginia Nembrini en diagramación. Todo
seguía haciéndose en esa oficina, que tenía dos despachitos, uno de Eduardo, el otro de Carlos, y un
ambiente amplio donde en un rincón estaba el tablero de dibujo de Virginia, y estaba mi escritorio, no
había un gran aparato. Hacia fines del año 1986 se acerca Judith Said, compañera de militancia de quien
Eduardo había sido defensor cuando estuvo presa en la dictadura de Lanusse, que trajo la idea de comprar
una computadora Macintosh para armar los textos. Entonces se monta el primer taller de composición en
la editorial, en otro rincón.
Los argentinos y la guerra civil española, de Ernesto Goldar.

La Noche de los Lápices


Este fue otro de los libros que sacó Contrapunto que tuvieron mucha repercusión. Creo que la idea la
conversaron María Seoane y Eduardo después de escuchar el testimonio de Pablo Díaz en el juicio a los
ex comandantes. Para la tapa Eduardo convocó a Oscar Smoje. La presentación del libro se hizo por julio
de 1986, en el Centro Cultural San Martín, en la sala AB, que estaba repleta a reventar. Ahí mismo se
agotó la tirada, se vendía el libro como pan caliente. Fue un acto político-cultural muy grande, con mucho
fervor militante, con muchos chicos. Algo parecido sucedió cuando se estrenó la película en un cine de la
calle Corrientes, en septiembre. Fue un acto militante con mucho piberío que volanteaba en la calle, y
también se llenó la sala. El libro y la película funcionaron como conjunto. El libro se presentó en julio y
tuvo varias reimpresiones hasta que se estrenó la película, es decir, tuvo una vida propia, no necesitó de la
película, lo cual no quiere decir que la película no haya ayudado. Se deben haber potenciado mutuamente.
Pero el libro fue un hecho político en sí mismo, y su circulación también. Y se siguió vendiendo y
reeditando inclusive muchos años después, en manos de otras editoriales.

Colecciones
A medida que pasan los días –no puedo decir años, porque fueron tan pocos… – se van delineando
colecciones y Duhalde está detrás de todo. No hay “directores de colección”. Solamente recuerdo un caso:
Eduardo le propuso a David Viñas que se hiciera cargo de editar una Historia crítica de la literatura
argentina, de la cual solamente salió un tomo. A veces Eduardo recibía un original y a partir de ahí
inventaba una nueva colección. Esa es mi impresión, lo cual no quiere decir que haya sido así en todos los
casos, pero la colección aparecía como necesidad. No siempre se proponía “hacer una colección acerca
de…” y salía a buscar. En general los proyectos se acercaban. La que sí fue como el tronco o sello
distintivo de la editorial es la colección “Memoria y presente”.
Otra colección fue “Conversaciones”, con el libro de González Bermejo de conversaciones con Cortázar,
y el de Noemí Ulla, que entrevista a Graciela Fernández Meijide, quien ya era una figura de la APDH. De
alguna forma el movimiento de derechos humanos está en todo el catálogo.
Luego, otra línea dentro del catálogo es “Historia revisada”, una continuidad de la colección ensayada en
la editorial Sudestada muchos años antes. En la colección “De la Aldaba (llamador de puertas)” había una
búsqueda editorial de pensar fenómenos contemporáneos, intervenir en otras aristas de la realidad del
momento, y entonces publica Las sectas invaden la Argentina y Las multinacionales de la fe, de Alfredo
Silletta, un periodista dedicado a esa temática.

Como los nazis, como en Vietnam


Este libro de Tito Paoletti puede pensarse como una continuación de El Estado terrorista argentino de
Eduardo. Allí sistematiza el funcionamiento de circuitos de campos de concentración de varios lugares
del país, e incorpora algo muy importante: los listados de los represores que hasta ese momento habían
sido denunciados con nombre, apellido, alias y datos sobre sus funciones en los grupos de tareas, listados
cuya circulación había sido restringida por decisión del gobierno cuando se presentó el informe de la
CONADEP.
Como los nazis… aparece en abril de 1987, Paoletti no llegó a verlo porque murió el 3 de diciembre de
1986. En ese lapso ya se había votado la Ley de Punto Final que impulsó Alfonsín, y se avecinaba el
primer levantamiento de los carapintada. Había sido el juicio a los ex comandantes, de los cuales cinco
fueron condenados y cuatro absueltos. Contrapunto publicó Crónicas del Apocalipsis, que reunía las notas
escritas por Sergio Ciancaglini y Martín Granovsky sobre cada una de las audiencias de ese juicio.

Crónicas del apocalipsis, de Sergio Ciancaglini y Martín Granovsky.

Todo el catálogo tiene la marca de la situación que estábamos viviendo. Busca cómo intervenir
políticamente en el momento. En esos dos primeros años, básicamente, además de “teoría política
cubana”, por ponerle un nombre, se abordan cuestiones vinculadas a los crímenes de la dictadura.

Un catálogo en proceso
Contrapunto reeditó varios textos de historia argentina y también hay mucha producción nueva, hecha en
esos años, como el libro de Celina Lacay, Sarmiento y la formación de la ideología de la clase
dominante, y el de Ramón Torres Molina, Unitarios y Federales en la historia argentina. Volver a traer
debates de la historia también era algo que le interesaba mucho a Eduardo.
Hubo libros de los que estaba claro que no iban a ser de venta masiva y que de todos modos se
publicaron, porque Eduardo tenía un compromiso con las temáticas que abordaban, como fue el caso
de Hombre negro, tribunal blanco, de Nelson Mandela. No sé cuántos ejemplares se habrán vendido, pero
para él poner ese tema sobre la mesa formaba parte de una necesidad política. Y de una necesidad ética.
Hay otros temas que ampliaron el catálogo, como el caso del libro sobre la Mona Giménez, La Mona va,
que creo que tuvo que ver con la relación con Roberto Mero, vinculado al Partido Comunista, partido con
el cual también Eduardo tenía vinculación a partir de la IDEPO. De Mero se publicó Contraderrota, libro
de conversaciones con Juan Gelman, y este periodista venía siguiendo el fenómeno social que se daba en
torno a la Mona Giménez. En su momento a algunos nos pareció descolgado, pero luego resultó un
trabajo muy interesante.
Pequeña historia del trabajo, de Augusto Bianco.

1987. La mudanza a la calle Talcahuano


La mudanza a Talcahuano se produce a comienzos de 1987, que fue el año de mayor
producción. Ya se iba teniendo otra estructura, tenemos un lugar propio, que era un PH
al fondo, un departamento con patio. Se le hicieron varias modificaciones, un par de
entrepisos para aprovechar más el espacio. Un depósito para el stock; otra habitación se
destinó al taller de composición, en el que también se hacían trabajos para afuera para
tener otra fuente de ingresos; un espacio para diagramación. A los que veníamos de los
orígenes en la calle Tucumán, como Eduardo, Mariano y yo, se suman otros
compañeros, como Ramiro Ortega, el hijo de Rodolfo Ortega Peña; Lali, la esposa de
Eduardo, y Berta Sofovich hacían correcciones, aunque no estaban habitualmente en la
oficina; en diseño y diagramación, además de Virginia se incorpora Matilde Oliveros.
En el taller de composición –Letter Laser–, trabajaban Judith, Andrea Carri, Patricia
Araujo y Patricio Duhalde. Un montón de gente, una estructura. Rubén March y
Gustavo Videla empiezan a hacer la distribución en forma directa.
Ese año comienza la colección “Contravientos”, con libros de Javier Villafañe y
Fernando Birri; se publica el libro de conversaciones con Juan Gelman, un libro muy
crítico con Montoneros, que tuvo bastante repercusión; y también se reeditan ensayos
históricos, como Facundo, que había escrito Eduardo con Ortega Peña. Aparece la
narrativa a través de la colección de Grandes Novelas Argentinas: Los dueños de la
tierra de David Viñas, y Villa Miseria también es América, de Bernardo Verbitsky. La
narrativa había estado ausente en el catálogo, pero lo que se selecciona siempre tiene un
sesgo político-social.

Memoria y presente
La colección “Memoria y Presente” tiene varios títulos muy importantes, entre
ellos José, escrito por Matilde Herrera. Creo que es el libro que más quisimos de ese
catálogo, un libro que todos queríamos tipear. Lo diseño Virginia diría que casi página a
página, combinando los textos de Matilde con los dibujos y cartas de José, uno de los
tres hijos de Matilde Herrera. Los tres, al igual que sus parejas, están desaparecidos.
Los libros de esta colección eran vistos como lo natural, era lo que había que hacer. Los
vivíamos como un acto militante. Queríamos además que fueran bellos, cuidados.
También hicimos el libro de los desaparecidos de la Caja Nacional de Ahorros. Lo editó
la Comisión Gremial Interna de la Caja, no tiene el sello de Contrapunto, pero se hizo
en Contrapunto.
También hicimos el primer tomo del libro Nuestros Hijos, por encargo de la Asociación
Madres de Plaza de Mayo, que página a página reproducía la foto de un desaparecido y
una serie de datos personales de cada uno que figuraban en unas fichas que nos
entregaron las Madres. Salió con algunos errores, y eso las enojó mucho, tuve que ir a
dar explicaciones, que algunas cosas se nos habían escapado en la corrección. Me
temblaban las piernas, en gran parte era mi responsabilidad pues si bien no habíamos
hecho nosotros la composición, yo lo había corregido.
Publicar estos libros formaba parte de una misma lucha, de seguir exigiendo justicia,
seguir repudiando las leyes de impunidad. Cuando se votó la Ley de Obediencia Debida
nosotros –y cuando digo nosotros lo hago como parte de la editorial– seguimos
militando por el reclamo de justicia. Ya cuando llega el segundo indulto menemista, en
diciembre del noventa, Contrapunto no existe. Pero había sido parte de esa batalla
contra la impunidad.

Contrapunto y los dos demonios


En relación al sentido hegemónico de la época y a la construcción del discurso oficial
sobre los derechos humanos, era claro enfrentar la teoría de los dos demonios. Lograr
hacer aquello que en el juicio a los ex comandantes no se hizo, que era amplificar y
multiplicar la voz de los sobrevivientes y de los familiares. Que el relato de los hechos
fuera en primera persona. Porque en el juicio a los ex comandantes la transmisión por
televisión era muda, solamente imágenes, y en los diarios estaba mediado por el
periodista, en cambio acá está contada la historia de los pibes, como en el caso de La
noche de los lápices, donde está la palabra de Pablo Díaz. En José está la palabra de su
madre, pero están las cartas de José, y su historia; en Sor Alicia también están su vida y
sus cartas. No solo la desaparición. Es la historia de los desaparecidos cuando estaban
vivos. Los libros eran una forma de impugnar la teoría de los dos demonios, aunque no
estuvieras diciéndolo expresamente. Y se promovían debates en las presentaciones, por
ejemplo. En la presentación de Sor Alicia se dio un debate con el abogado de los
familiares de las religiosas francesas, que en algún momento dijo que a Alice Domon la
desapareció la dictadura “por comer basura”, algo que le rebatí en ese momento,
refutando la idea de “desaparecidos inocentes y desaparecidos culpables” que también
circulaba entonces. Porque en esos años estaba por un lado la teoría de los dos
demonios, pero también la de “los excesos”, y la de quienes decían que tal compañero
había desaparecido “porque estaba en una agenda”. La estrategia de los familiares de
“despolitizar” a los desaparecidos tuvo un sentido durante la dictadura. Pero se continuó
después, y la fortalecía aun más la teoría alfonsinista de los dos demonios. Que también
se tradujo en persecución judicial: si los militantes de los setenta hacíamos públicas
nuestras identidades militantes íbamos en cana.
En La noche de los lápices un poco se da eso. Pero en José se habla claramente de su
identidad política. Había matices. No se reducía a una especie de catarsis por el
sufrimiento; estos libros eran herramientas políticas; se trataba de hacer públicas las
vidas concretas de los compañeros. Esto era muy valioso. Sobre todo en ese momento,
con un proceso constitucional amenazado por los levantamientos militares; algo que
continuó durante años.

1988. Memorias resistentes


1988 diría que es el último año de gran actividad, ya se publica menos; las dificultades
económicas estuvieron siempre, pero van creciendo. De este año es el libro de Pablo
Pozzi Oposición Obrera a la dictadura, también en la colección “Memoria y presente”.
Un libro muy importante porque entra a complejizar y ampliar el eje de la resistencia a
la dictadura. Para el imaginario más corriente la resistencia había estado solo en manos
de las Madres y los organismos de derechos humanos. Pero Pozzi expone
detalladamente las luchas cotidianas de los trabajadores en esos años. Recuerdo que
cuando leí el original le plantee a Pablo por qué no hablaba de las Madres, y él me
contestó, con toda lógica, que estaba hablando de la resistencia que la clase obrera llevó
adelante contra la dictadura.
También sale el libro de discursos de Tosco en esa misma colección. Y Cuerpo I – Zona
IV, de Blanca Buda. Blanca era una militante de base, peronista, que llegó a ser concejal
en Escobar, estuvo secuestrada en varios campos de concentración del norte del Gran
Buenos Aires. Además de sacar a la luz un circuito de centros clandestinos de los que se
conocía muy poco, tiene un registro de vivencias muy importantes para entender el día a
día de la muerte en el campo de concentración, otros aspectos vitales de la memoria.
En septiembre aparece Conversaciones con Gorriarán Merlo, de Samuel Blixen. Justo
cuando terminamos de descargar el camión con los paquetes del libro y de entrarlos al
depósito, llega la policía a la editorial y me detienen. Estuve presa tres meses en la
cárcel de Ezeiza. Uno de los canas se llevó un ejemplar de este libro, y de Civiles y
militares, se ve que estaba interesado en la lectura. Pero Ramiro se los cobró…
También estaba en preparación Hombres y mujeres del PRT de Luis Mattini, que
apareció con el sello de Contrapunto, pero cuando ya estaba a cargo Alberto Kohen y de
su hija Miriam. Eduardo había asumido con director del diario Sur.

La editorial como puerto de mar


Eduardo decía que el corazón y los pulmones de la editorial era yo, y creo que así fue.
Pero desde ya, la gran cabeza era él, la conducción estratégica, diría, estaba en sus
manos y en su cabeza. Aun así, era también un trabajo colectivo, éramos muchos los
que “hacíamos” Contrapunto.
Para mí, amante de la lectura desde que tengo memoria, participar en “hacer libros” fue
un lujo. Todavía hoy ese fue el lugar en el que pude conjugar mucho más que ganarme
el salario. Diría que fue el lugar de trabajo en el que “me gané la vida”. Pensando en el
período histórico del país, y en mi propio período histórico, poco después de volver del
exilio, sin encontrar un lugar en el que me sintiera identificada desde mi identidad
política militante, fue entonces mi “lugar en el mundo”. Más de una vez, como vivía
lejos, me quedaba a dormir en un gran sillón que había en una de las oficinas. Sin que lo
hubiera imaginado cuando empecé, Contrapunto fue sobre todo una militancia. Y un
espacio de resistencia contra la desmemoria y la falta de justicia, cuando las políticas
del gobierno armaban con leyes y decretos la impunidad de los genocidas, y la relectura
del proceso histórico de nuestro pueblo se forzaba en clave de que había que “mirar para
adelante” y no agitar aguas que podían revivir viejos “demonios”.
Allí tejimos profundas solidaridades. Eduardo y Carlos González Gartland fueron mis
abogados durante los ocho años que duraron los procesos judiciales con los que me
persiguieron, que incluyeron cárcel y un nuevo exilio. Y los compañeros de la Editorial
estuvieron siempre presentes.
No faltaron los momentos conflictivos, desde ya. Con Eduardo tuve tormentosas
discusiones y furiosas controversias –me enojaba su manejo caótico del dinero, por
ejemplo–, que librábamos entre pruebas de imprenta y elección de textos para publicar.
Lo que yo solía calificar como un exceso de amplitud política de su parte –dentro del
“campo popular”, claro–, incluso a mí me abrió la posibilidad de tomar contacto con
muchos compañeros y compañeras de otros espacios, y acercó a distintas generaciones
que habían sufrido golpes equivalentes en distintos momentos.
Por eso digo que fue un puerto de mar en el que recalaban muchos, y donde política,
amistad, trabajo, diferencias, enojos, celebraciones, fueron pan cotidiano, como nuestras
comidas del mediodía.
Una ética
Todas las profesiones tienen su ética, y creo que el editor tiene una ética en la cual debe
referenciarse, porque no da lo mismo publicar una cosa o publicar otra. No quiero decir
que todos tienen que publicar textos militantes o ser Contrapunto. Pero sí preguntarse si
lo que se publica contribuye a reforzar las injusticias de este sistema, a construir
imaginarios sociales tan tremendos que llevan a que tantos repitan cosas como “a los
negros hay que matarlos a todos” o que con otro lenguaje hoy se fortalezcan posturas
como “los negros se creyeron que podían tener celulares y electricidad, y en realidad no
deben tenerlos”. O si, por el contrario, lo que uno publica contribuye a acompañar
procesos sociales liberadores. Eso es parte de la responsabilidad social del editor. Una
responsabilidad ética. Porque tampoco este oficio puede ampararse en la neutralidad.
Sobre todo si te pensás como un editor que interviene en la realidad.

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