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SAN FRANCISCO DE ASÍS

LOS BIOGRAFOS DE SAN FRANCISCO

Fray Tomás de Celano fue el primero que escribió por allá en el año 1229 la Vida
de San Francisco. Él había vivido varios años con el Santo, asistió a su
canonización, y por orden expresa del Sumo Pontífice Gregorio IX, escribió: La
Vida de San Francisco.

Fray Tomás de Celano advierte que todos los datos que él narra, los vio, o los oyó
él mismo, y que los supo, o por haberlos presenciado o porque se los contaron
personas muy serias.

Su segundo biógrafo fue San Buenaventura, que nació unos pocos años antes de
morir San Francisco, y siendo niño fue curado milagrosamente de una gravísima
enfermedad al rezarle al santo. San Buenaventura entró de Franciscano unos 12
años después de la muerte de San Francisco, y llegó a ser Superior General de
los Franciscanos. Se propuso interrogar a los que habían vivido con el santo y así
supo muchos datos interesantes que luego escribió en: La Vida de San Francisco
del año 1266.

Lo que aquí narramos en éste libro, está tomado según el orden cronológico, de
lo que afirman Fray Tomás de Celano y San Buenaventura.

Obra Original del Padre: Eliécer Sálesman. Betulia, Santander, Colombia


ÍNDICE
1) Infancia y Juventud.
2) Guerrero y prisionero.
3) Un despertar de lo Material a lo Espiritual.
4) El principio de la Conversión.
5) Francisco y el Leproso.
6) Francisco restaurador de Iglesias.
7) Fue creído loco y fue encarcelado.
8) Cómo empezó Francisco a pedir el Pan.
9) Consigue sus primeros Discípulos.
10) El Viaje a Roma.
11) La Porciúncula, Fray Junípero, Fray Gil, y Fray León.
12) La Gran Discípula de Francisco.
13) Francisco misionero Popular.
14) Francisco Predicador Viajero.
15) El Jubileo o Indulgencia de la Porciúncula.
16) Reglamentación de la Comunidad Franciscana.
17) Un Amigo verdadero, el Cardenal Hugolino.
18) Misiones al Exterior.
19) Francisco Visita al Sultán de Egipto y Tierra Santa.
20) La Nueva Regla o Reglamento de la Comunidad.
21) Francisco: caminando hacia la Mística.
22) Curiosas Aventuras.
23) Francisco recibe las Cinco heridas de Cristo.
24) Prodigios a montón.
25) El Canto a Dios por el Sol y las Criaturas.
26) Detalles Impresionantes.
27) Los últimos seis meses de su Vida.
28) Últimos días y Muerte del Santo.
29) Funerales y Glorificación de San Francisco.
30) San Francisco y el Lobo.

CAPÍTULO 1
INFANCIA Y JUVENTUD

Asís

Asís es una pequeña ciudad en el centro de Italia. Es muy antigua. Está situada
en el costado de una colina. Existía ya 45 años antes de Cristo, y allá nació el
gran poeta Propercio, 40 años antes de nuestra era. La evangelizó un Discípulo
de San Pedro y después tuvo el honor de tener como predicadores a San
Victorino, que murió mártir, y a San Rufino, que fue su Patrono principal.

Es el siglo de los Templarios, de los caballeros de San Juan de Malta, de


Barbarroja y de Ricardo Corazón de León. Es un siglo de Trovadores y Juglares.
Sus Padres

Su Padre se llamaba Pedro Bernardone y era un rico comerciante italiano de la


ciudad de Asís. La Mamá se llamaba Pica, y había nacido en Provenza, una
Provincia del sur de Francia, donde se la había encontrado Pedro en uno de sus
viajes comerciales que hacía a esa nación.

Un Sueño

Cuentan las antiguas narraciones, que la mamacita Pica sufría muchísimos


dolores antes del nacimiento de su hijo y que un día llegó un peregrino a la
puerta de la casa y anunció que el niño no nacería hasta que sacaran a la mamá
de la lujosa sala donde estaba y la llevaran a una piececita pobre como un
pesebre. Así lo hicieron, y entonces los dolores se acabaron y nació el niño, en un
sitio muy parecido a aquel en el que nació Nuestro Señor Jesucristo.

Hoy existe en Asís una pequeña capilla con este letrero en la puerta “En esta
capilla que antes fue una pesebrera donde comían el Asno y el Buey, nació
Francisco de Asís, admiración del mundo”.

El Bautismo

Nuestro Santo fue bautizado el 26 septiembre del año 1182 en la Catedral de San
Rufino en Asís. Dicen que solo tenía pocos días de nacido, y le pusieron por
nombre Juan.

Dicen también las más antiguas biografías, que después del bautismo llegó otro
misterioso peregrino, y que hizo una señal de la Cruz sobre la cabeza del niño y
dijo: “Cuídenlo mucho, que el Demonio no logre vencerlo, porque está destinado
para grandes obras por la salvación del mundo”.

Cambio de Nombre

Cuando el niño nació y fue bautizado, su Padre se hallaba ausente, en Provenza,


Francia, haciendo negocios. Al llegar a casa le cambió el nombre a su hijo por el
de “Francisco”, que significa “Francesito”, porque don Pedro amaba mucho a
Francia, ya que de allá era su esposa, y en ese país había conseguido muy
buenas ganancias con sus negocios. Era un nombre muy poco común en ese
tiempo pero que nuestro Santo volvió enormemente popular y conocido en el
mundo entero.

La Niñez
Cuentan los autores que el ambiente moral era bastante malo en aquel tiempo y
que los muchachos se volvían corrompidos demasiado pronto. Pero la mamá
doña Pica cuidaba tan esmeradamente a su hijo, que Francisco logró crecer sano
de cuerpo y sano en el alma, sin vicios especiales, ni malas costumbres.

Negociante

El Papá, don Pedro, encaminó a su hijo mayor Francisco hacia el oficio del
negocio. Lo puso a vender en su almacén de paños, y bien pronto el muchacho
resultó mejor vendedor que el mismo Papá, que era muy hábil negociante.

Cuentan que los paisanos decían: “Le heredó al Papá la agilidad para saber
vender. Lo único que no le heredó fue la tacañería. El Papá es demasiado tenido
para dar y el Hijo es demasiado exagerado para regalar”.

Muchacho Fiestero

Francisco no era como su Padre, un italiano del norte, ahorrador y sobrio, cuyo
mayor gusto era amontonar riquezas. Francisco tenía sangre del sur de Francia,
donde la gente es fiestera y gastadora, y amiga de darse gusto y placeres con su
dinero.

Era el muchacho más rico de la Ciudad de Asís, pero también el más


derrochador. Poseía una especial habilidad para saber ganar dinero vendiendo en
el almacén de su Padre, pero todo lo que ganaba se le iba en fiestas y parrandas.
Era el más parrandero de los muchachos de Asís y el jefe de todos esos fiesteros
que hacían tanta bulla. Tenía muchos amigos porque todos sabían que gastaba
sin miedo en fiestas y comilonas.
Fray Tomás de Celano, su más antiguo biógrafo, cuenta que le gustaba mucho
vestirse muy elegantemente y que después de pasar horas y horas con sus
amigotes, cantando y comiendo, se iban de noche por las calles cantando a grito
entero canciones de amor y echando chistes no muy santos y riendo a carcajadas
estrepitosas.

Se dice que hasta se consiguió un disfraz de payaso para hacerlos reír en sus
reuniones bochinchosas. Gastaba montones de dinero del negocio de su Padre, y
hacía sufrir angustias a su Madre por tanta vida de parranda. Y mientras tanto
ella suspiraba y decía: “Yo espero que un día deje de ser tan locato y coja juicio y
se arregle, y empiece a agradar a Nuestro Señor”.

Las señoras del vecindario se sentían bastante molestas porque estos


parranderos alejaban mucho el silencio de la noche y a veces no dejaban dormir
en paz.
Y aunque todo esto hacía el Joven francisco, lo mundano lo dejaba siempre
insatisfecho, y pensaba; ¿Qué será lo que Dios quiere de mí?

Respetuoso con las Mujeres

Sus amigos sabían que Francisco era extraordinariamente alegre, pero también
supremamente respetuoso con las Mujeres. Cuando alguno se ponía a charlar de
temas sexuales e impuros, él cumplía lo que aconseja la Sagrada Biblia, “Si oyes
hablar de temas que no debes escuchar, tienes que hacer una cara tan seria, que
parezca que vas a llorar”. Así lo hacía, y el otro se daba cuenta de que le
disgustaba el tema, y cambiaba de conversación.

Ninguna Mujer de Asís ni de ninguna otra ciudad pudo decir que Francisco le
hubiera faltado jamás en lo más mínimo al respeto. Por lo contrario, ellas se
admiraban del comportamiento inmensamente respetuoso que este alegre Joven
tenía con todas las Mujeres.

Amiguísimo de sus Amigos

Sus Padres le llamaban la atención acerca de la demasiada importancia que le


daba al trato con sus amigos. Para ellos vivía y por ellos estaba resuelto a
cualquier sacrificio.

Muchas veces sucedía que estando almorzando le avisaban que algunos de sus
amigos querían hablarle y sin más dejaba la comida y se iba a atenderlos. Los
alimentos se quedaban allí porque el ya no volvía más a la mesa.

Sus Preferidos

Para Francisco sus preferidos fueron siempre los pobres. Él era muy gastador
con sus amigos, pero también generoso con los pobres. No era de esos que sacan
una monedita para darle a un menesteroso y gastan muchos billetes para costear
una fiesta. Se hacía este razonamiento: Yo soy muy gastador con mis amigos que
muchas veces lo más que me darán será un “muchas gracias”, y cuanto más
generoso deberé ser para con los pobres, si el Libro Santo dice que “El que da al
pobre le presta a Dios, y Él le recompensará ”. Proverbios 19, 17. Le impresionaba
profundamente una frase que en ese tiempo se repetía mucho en los sermones y
en la catequesis; “Dios devolverá multiplicado por cien lo que se regala a los
pobres”. Marcos 10, 30.

Pero lo que más lo movía a ser generoso en ayudar a los necesitados, era aquella
promesa de Jesús de que en el día del juicio colocará a su derecha para la
salvación a quienes fueron generosos con los pobres y les dirá: “Todo el bien que
le habéis hecho a uno de estos, mis humildes hermanos, aunque sea el más
pequeño, lo recibo como si me lo hubierais hecho a Mí mismo”. Mateo 25, 40

Mamá, la Señora Pica, le había repetido muchas veces la frase de Jesús: “Les
aseguro que el que regale un vaso de agua en mi Nombre, no se quedará sin
premio ni recompensa” Marcos 9, 41. Francisco era un hábil negociante y quería
conseguir ganancias no sólo para esta vida, sino también para la otra, y se
propuso dar muchos “vasos de agua” para conseguir también muchas
recompensas.

El Desprecio a un Pobre

Un día, estando Francisco ocupadísimo, vendiendo en su almacén, llegó un


pobre y empezó a rogarle que le diera una limosna “Por Amor de Dios”. El Joven
comerciante no estaba en esos momentos en estado de buen ánimo como para
dejar de atender a los clientes y dedicarse a ayudar a limosneros, y despidió al
mendicante con palabras duras y ásperas, diciéndole que no fuera inoportuno y
que escogiera mejor los momentos para ir a limosnear. “Y no le dio nada”.

Pero después de que pasó el barullo de las ventas, se puso a meditar y decirse a
sí mismo; ¡Ajá! Con que, si ese cristiano hubiera venido en nombre del Conde tal
a pedirme un favor, sí se lo habría hecho. Y vino a pedirme en “Nombre de Dios” y
no le quise ayudar. Si hubiera venido en Nombre del Señor Duque a pedirme
algún préstamo, yo le hubiera prestado con mucho gusto, como vivo haciéndoles
préstamos a mis amigos. Y vino en Nombre del Creador de Cielos y Tierra , y
sabiendo que el que le presta al pobre le presta a Dios, no le quise ayudar. Y
suspiró de tristeza.

San Buenaventura cuenta que el Joven fue después a buscar al mendigo y le dio
una buena ayuda, y le pidió excusas por lo mal que le había respondido, y que
en adelante jamás le dijo un “No” a quien le pidiera una limosna “Por Amor de
Dios”.

Un Loco que se volvió Profeta

San Buenaventura narra también otro hecho especial. Por aquellos tiempos en
Asís a un Hombre Joven le dio una locura mística y recorría las calles gritando.
Pero cada vez que se encontraba con Francisco extendía su manto ante sus pies
y repetía “Paz y Bien”, “Paz y Bien”. Y sucedió que apenas Francisco se convirtió,
al loco se le fue la locura, y en adelante el lema de nuestro Santo fue siempre ese
mismo: “Paz y Bien”.
Su Amor por la Naturaleza

Uno de sus mayores gozos era salir por los campos a contemplar la naturaleza.
El verdor de la vegetación lo atraía enormemente. Los colores de las flores le
fascinaban. El cantar de las Aves y el murmullo de las aguas al correr por el valle
le encantaban. Y se quedaba como extasiado contemplando las bellezas de la
naturaleza. Él tuvo la suerte de nacer y vivir en un país, (Italia) donde los
paisajes de la naturaleza son supremamente hermosos.

Podía repetir con el Salmista: “Yahvé, Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre
en toda la tierra. Al ver tu Cielo, hechura de tus dedos, la Luna y las Estrellas que
pusiste, ¿qué es el Hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de
él cuides tanto? Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y
esplendor; Señor lo hiciste de las obras de tus manos, todo lo pusiste bajo sus
pies”. Salmo 8

CAPÍTULO 2
GUERRERO Y PRISIONERO

Las Guerras de su Tiempo

Aquellos años del 1200 eran tiempos de mucha guerra. El rey Federico
Barbarroja guerreaba contra el Pontífice de Roma. Los italianos guerreaban
contra los alemanes. Y cada ciudad guerreaba con sus ciudades vecinas.

En Asís había un Gobernador Alemán y este se ausentó por unas semanas para
ir a consultar a sus superiores, y los habitantes de Asís aprovecharon esta
ausencia para destruir por completo el Castillo del Gobernador, y construir unas
murallas de defensa alrededor de su ciudad.
En tiempos ordinarios no trabajaban en albañilería sino los pobres, los que la
gente llamaba “Menores”, pero en esta ocasión se hicieron albañiles hasta los
más ricos, para que las murallas estuvieran hechas rápidamente. Y allí,
colocando piedras aprendió Francisco la albañilería, lo cual le iba a ser muy
provechoso para cuando tuviera que construir después la Iglesia de San Damián.
Francisco tenía 17 años. Y las murallas que entonces construyeron, existen
todavía y son la admiración de los turistas.

Pero envalentonados por sus defensas, dispusieron los de Asís declararle la


guerra a la ciudad vecina, Perugia o Perusa. Todos los mayores de 15 años se
enrolaron en el ejército y en el año 1202 se entrabaron en combate en el “Puente
de San Juan”. Los de Perugia eran más técnicos en el arte de la guerra y
obtuvieron la victoria y se llevaron prisioneros a los más valientes combatientes
de Asís. Y entre ellos a Francisco.
Saber Reír Llorando

La prisión duró un año. Y ya sabemos que cada cárcel es un pequeño infierno.


Pero sucedía en la cárcel de Perugia, que mientras los demás Compañeros
demostraban aburrición y depresión, Francisco cantaba y reía y echaba chistes y
hacía comentarios jocosos. Y cuando alguno de los más malhumorados le
preguntaba ¿Cuál es la razón para hacer tanta bulla en este sitio de tanta
tristeza?, él respondía: “Es que me espera un futuro admirable. Para cosas
grandes y muy provechosas he sido creado”. Y así sucedió después.

Durante toda su vida tendrá como propósito “Disfrazar las penas con una
muralla de sonrisas”. “Las angustias por dentro, y en cambio por fuera siempre
contento y alegre”.

En el año 1203 hicieron un Tratado de Paz, las ciudades de Asís y Perugia y los
prisioneros fueron puestos en libertad. Ellos al volver a sus casas alababan a
Francisco como un verdadero Campeón de la Alegría, como un gran fomentador
de la unión y de la paz, y un apóstol del optimismo y de la sana esperanza.

Un Desadaptado Aceptado

Entre los prisioneros había un militar sumamente huraño, malgeniado y


regañón. Nadie lo quería y todos se apartaban de su trato en la cárcel. Pero
Francisco se hizo su amigo y a base de una gran paciencia y de una amabilidad
heroica lo fue adaptando a la vida social y al final del año de prisión ya aquel
hombre había abandonado de tal manera su mal carácter y se había vuelto tan
tratable, que sus Compañeros lo aceptaron otra vez como amigo.

Francisco, el que más tarde logrará volver manso a un lobo feroz, ya desde ahora
conseguía hacer amables a los hombres de cáscara muy amarga. Fue un regalo
que recibió del cielo; lograr que los que con él trataban fueran adquiriendo la
mansedumbre de Jesús.

Francisco: Guerrero

En el año 1204 la nación entera vibraba de emoción porque los ejércitos


alemanes del rey Federico batallaban en todas las ciudades y pueblos contra los
soldados italianos del Papa Inocencio III. Al principio los ejércitos del Pontífice
iban en derrota, pero luego Inocencio se consiguió un buen jefe militar,
Gualterio, y empezaron los triunfos más estrepitosos de los ejércitos Pontificios.

Los católicos se entusiasmaron extremadamente y los jóvenes de todos los


rincones del país corrían a los cuarteles a presentarse para prestar el servicio
militar e irse a batallar en favor del Papa y de Gualterio.
Uniforme de Gala

Francisco se mandó hacer el más lujoso uniforme de capitán que le fue posible.
En ese tiempo el militar tenía que conseguirse su propio uniforme. Y él, que era
muy rico, aprovechó para conseguirse el uniforme más costoso y vistoso de la
ciudad.

Cambio Heroico

Pero sucedió que por las calles se encontró con un amigo suyo muy pobre que
estaba triste porque apenas había logrado conseguir un uniforme muy poco
hermoso y que no atraía la atención. Entonces Francisco le regaló su lujoso
uniforme y se vistió con el feíto uniforme del pobre. ¡Ya empezaba a ser capaz de
renunciar al lujo en el vestir!

Cambio de Capitán

Francisco partió entusiasmado hacia la capital a presentarse ante el


Comandante General como voluntario para ir a la guerra. En sueños se veía
glorioso y triunfante contra los enemigos de la Iglesia.

Pero al llegar a la ciudad de Espoleto tuvo un Sueño muy Especial. Sintió una
fuerte fiebre y oyó una voz que le preguntaba: Francisco, ¿A dónde te diriges?, y él
respondió; “a la capital a ofrecerme al comandante como combatiente
voluntario”.
Y la voz del cielo le volvió a preguntar: ¿Y no te parece que sería mejor dedicarte a
servir al Jefe Supremo, más bien que dedicarte a servir a uno que apenas es un
subalterno?

Francisco comprendió que era Nuestro Señor el que le hablaba y le contestó


como San Pablo: ¿Señor qué quieres que yo haga? Y la voz del cielo le respondió:
Vuelve a tu ciudad y allí se te dirá lo que debes hacer.

Emocionado se despertó de aquel sueño, y ya por el resto de aquella noche no


pudo dormir más.

Al amanecer ensilló su caballo y se volvió hacia Asís, pero ahora los uniformes
militares no le parecían ya atractivos sino como algo lleno de vanidad.

Cuenta Fray Celano que al pasar por la ciudad de Foligno, Francisco vendió su
hermoso caballo y el uniforme militar y se compró una sencilla mulita y un traje
de paisano bastante pobre. ¡Empezaba a renunciar a algunas vanidades del
mundo!

La Mamá se puso muy contenta al verlo llegar otra vez, sin heridas, ni peligros.
El Papá no se emocionó mucho, pues venía sin honores, ni condecoraciones. Pero
su regreso a casa fue motivo de verdadera alegría.

A sus Compañeros y amigos que llenos de curiosidad le preguntaban por qué


había desistido de irse a los campos de batalla, les respondía: “Es que me voy a
dedicar a otra guerra mucho más gloriosa ”.

Momentos de Duda e Indecisión

Al volver a Asís siente Francisco un gran impulso interior a dedicarse a una vida
de soledad y de meditación.

Pero sus antiguos amigos no lo dejan solo. Saben que es rico y gastador, y que en
su alegre compañía se pasan horas muy sabrosas.

Por eso siempre vienen a casa a buscarlo y unas veces lo invitan a comer y beber,
y otras veces es él quien los invita. Y las fiestas se suceden unas a otras muy
frecuentemente.

Pero Francisco nota que poco a poco va perdiendo su atracción hacia lo


mundano y va adquiriendo un gran deseo de vivir en soledad, en oración, y en
meditación. Y la ocasión para romper definitivamente con la vida anterior de
materialismo y de vanidad, se presentó cuando menos lo pensaba.

CAPÍTULO 3
UN DESPERTAR DE LO MATERIAL A LO ESPIRITUAL

Francisco padeció entonces una enfermedad que lo tuvo por varias semanas en
cama y que lo dejó muy débil. Mientras convalecía y se reponía de sus males,
tuvo muchas horas para analizar su vida pasada y pensar en la vida futura. Le
parecía que había malgastado tontamente su juventud y que ahora ya había
llegado el tiempo de tomar la vida un poco más en serio. Lo que antes tanto le
emocionaba: lujos, orgullo, honores, riquezas, goces mundanales, ahora ya le
atraían mucho menos. Y lo que antes casi se le antojaba como caprichos de
ancianos o debilidades de mujeres y niños, lo espiritual, lo religioso, lo
sobrenatural, ahora empezaba a atraerle y entusiasmarle. Pero todavía no se
atrevía a dar un paso definitivo.

Salía a dar paseos por el campo para volver a fortalecer sus pulmones debilitados
por la enfermedad, y cada vez admiraba más y más la sabiduría y el poder de
Dios en la creación. Tenía una sensibilidad exquisita y un arte formidable para
comprender las bellezas de la creación. Y eso lo llevaba instintivamente a irse
enamorando poco a poco del Creador. Hasta que Dios dispuso darle un empujón
definitivo.

De una Comilona a un Éxtasis

Fue por allá en el año 1205. Francisco ya no buscaba mucho a sus amigos, pero
éstos sí lo buscaban mucho a él. ¡Era tan agradable su trato y tan generosa su
cartera para atenderlos!

Una noche le ofrecieron una cena formidable. Una comilona estupenda


acompañada de los mejores vinos de la región, que son verdaderamente
exquisitos.

Después de la cena, hicieron lo que siempre hacían: salir por las calles a pasear
cantando alegremente. ¡Los italianos son muy artistas para el canto! Tanto que
los exagerados dicen: “En Italia cuando alguien le pisa la cola a un gato, él le
entona inmediatamente el Himno Nacional”.

Todos paseaban alegres, y Francisco se fue quedando un poco atrás hasta que se
quedó totalmente solo. Y entonces se puso en comunicación con lo sobrenatural.
En la soledad de aquella noche, en esa calle solitaria, nuestro Señor vino a
visitarlo. De un momento a otro, el corazón de nuestro Joven, hastiado ya de lo
mundano y de lo sensual, empezó a sentir un cariño y un amor tan grande hacia
lo espiritual y lo sobrenatural, que jamás hubiera pensado poder sentir tanto
goce en esta tierra. Yo estaba tan emocionado por lo sobrenatural “decía más
tarde” que, si en ese momento me hubieran golpeado hasta despedazarme, no
habría sentido nada. ¡Tan entusiasmado estaba por lo espiritual!
Aquello duró unos minutos, hasta que lo volvió en sí el grito de uno de sus
amigos que se había vuelto y que le decía sacudiéndolo: “Eh, Francisco, ¿estás
soñando despierto?, ¿es que estás planeando tomar esposa?

Francisco volvió en sí y se encontró rodeado de sus amigos que reían a


carcajadas, entusiasmados también por el vino que habían bebido. Respondió
luego a su amigo: “Sí voy a casarme, pero con una esposa mucho más digna y
santa y hermosa que todas las que ustedes conocen”.

Nadie imaginó que aquella noche Francisco se había enamorado totalmente de la


Santidad.

CAPÍTULO 4
EL PRINCIPIO DE LA CONVERSIÓN
Dios prometió por medio de un profeta: “Llevaré el alma a la soledad y allí le
hablaré”. Eso fue lo que hizo con Francisco al empezar su conversión.

Después del momento de “Éxtasis” en la calle de Asís, ya él era totalmente otro.


(Se llama “Éxtasis” a un estado de contemplación y meditación profundas, cuyo
resultado es una suspensión por unos momentos de la actividad nerviosa
normal, y una cierta comunicación mística con Dios y con lo sobrenatural). Aquél
banquete de la última noche fue como su “despedida” de la vida mundana.
Ahora había recibido por segunda vez una “Gracia Infusa” de Dios, o sea una
visita de lo alto.

La primera había sido cuando iba a la guerra y fue invitado a dedicarse a servir
no a un general que es un empleado inferior, sino al Rey de reyes, que es Dios.

Desde entonces aparece en Francisco una inclinación impetuosa que lo lleva


hacia la soledad. Esta inclinación lo acompañará hasta la muerte. A ratos vendía
en el almacén, pero apenas le quedaba un momento libre subía por un monte
que hay junto a Asís, el monte Subasio, y desde la altura contemplaba la
creación y adoraba al Creador. Después se iba a alguna hondonada donde nadie
lo viera y de rodillas adoraba a Dios, le daba gracias y le pedía perdón por sus
pecados. Si disponía de poco tiempo, salía entonces a pasear por entre los
arboles de los alrededores y apoyado sobre algún tronco o en una cerca, extendía
su mirada hacia el horizonte y trataba de admirar las maravillas de Dios y de su
creación. De vez en cuando le venían a la memoria los recuerdos de los pecados
con los cuales había ofendido a Dios en su vida pasada, y empezaba a suspirar y
a llorar.

Mamá Pica y los vecinos observaban el cambio de este muchacho fiestero y


parrandero, en un Joven meditador y rezandero, y no se explicaban cómo había
podido suceder tan grande cambio. Nadie sabía de las “dos visitas” que el buen
Dios le había hecho para invitarlo a la Santidad.
La Cueva del Subasio

De tanto dar vueltas por el monte Subasio, al fin encontró nuestro Joven una
cueva solitaria, que en tiempos antiguos había servido para sepultar muertos, y
allí vio que era el sitio ideal para poder rezar tranquilo y apartado de todos.

Francisco que por naturaleza era muy comunicativo, le contó a uno de sus
Jóvenes amigos que allá en esa cueva hallaba mucha paz y tranquilidad. El otro
empezó a acompañarlo, pero solo le permitía entrar con él hasta la entrada de la
cueva, y esperarlo allí.

Al salir de aquella cueva, alguna vez traía los ojos brillantes de alegría y al
Compañero que le preguntaba la causa de tanto gozo, le respondió: “Es que he
sabido de un tesoro que se le concederá al que venda todo lo que tiene y se
arriesgue a conseguirlo”, (Mateo 13, 44).
Otras veces salía de la cueva, pálido y tembloroso. Su Compañero (que después
fue Franciscano y narró a los otros religiosos todos estos datos), lo oía suspirar y
llorar allá adentro en el silencio y la oscuridad; es que sentía tanta tristeza de
haber ofendido tanto al buen Dios, y sentía tan gran temor de volverlo a ofender
otra vez en el futuro, que no podía menos que dedicarse a llorar y a temblar.

El Compañero le preguntaba la razón de todo esto, y solamente le respondía: “He


encontrado la Perla Preciosa del Evangelio”, (Mateo 13, 46) y estoy tratando de
conseguirla. El otro no entendía nada de sus respuestas, sin embargo, lo
acompañaba.

Pero a las pocas semanas la gente del pueblo, (que vivía murmurando y
criticándolo porque en vez de irse a la guerra se había dedicado a ser un
rezandero), empezó a verlo totalmente alegre y transformado. Ahora su alegría no
era la bullanguera parranda de la vida anterior, sino un gozo inmenso que sentía
en su alma y del cual quería contagiar a los demás.

Sensibilidad con los Pobres

San Pablo dice que algunos de los regalos que el Espíritu Santo les concede a
quienes se esmeran por serle fieles son: “Amor, Alegría, Paz, Bondad y
Amabilidad” (Gálatas 5, 22). Estos regalos le fueron dados por Dios con gran
generosidad a Francisco de Asís desde los primeros días de su conversión.

Desde aquel tiempo se propuso cumplir lo que manda el libro de los Proverbios:
“No niegues un favor a quien lo necesita, si en tu mano está el poder hacerlo”
(Proverbios 3,17). Su propósito firme era no dejar sin ayuda al necesitado que le
pidiera algo por Amor de Dios.

Muchas veces le sucedía que ya había dado todo el dinero que llevaba, y se
encontraba con un pobre que le pedía una limosna y entonces se quitaba la
camisa o el calzado y se lo regalaba. Mamá Pica veía todo esto y alababa a Dios
en el silencio de su corazón.

La frase de la Biblia que más lo empujaba a ayudar a los pobre s era aquella de
Jesús: “Todo el bien que hicisteis a los demás, aunque haya sido al más humilde,
lo recibo como si me lo hubieran hecho a mí mismo” (Mateo 25,40).

Otra frase que le impresionaba muy profundamente era aquella del Libro de los
Proverbios: “El que regala al Pobre le presta a Dios, y Dios le recompensará”
(Proverbios 19,17). Como buen hijo de comerciante, Francisco quería depositar
sus bienes en las manos que mejores dividendos y ganancias le proporcionaran,
y ¿qué mejor pagador que el mismo Dios que se compromete a considerar como
un préstamo hecho a Él mismo cualquier ayuda que le demos a un pobre? Esto
lo entusiasmaba cada día más y más por la limosna y por la ayuda a los pobres.

El libro del Eclesiástico dice: “Cuando repartas tus limosnas, no acompañes tus
ayudas con regaños, sino más bien, acostúmbrate a regalar con amabilidad”
(Eclesiástico 4,8). Esto se propuso hacer nuestro Joven convertido. Se acercaba a
los pobres: les preguntaba cómo se llamaban y luego a cada uno lo llamaba por
su propio nombre. Les preguntaba por su salud y por sus buenos deseos, y
permitía que le contaran sus penas y angustias. Y con una sonrisa amable les
hablaba como amigo sincero.

Aquellos pobres desharrapados se llevaban la mano a la cabeza y pensaban:


Pero, ¿es posible que este Joven, hijo de tan rico señor comerciante de la ciudad,
se acerque a nosotros y nos hable con cariño? ¿A nosotros que no merecemos
jamás ni siquiera que la gente nos salude, y más les producimos asco que
interés, a los que nos tratan? Y no se explicaban ese modo de proceder. Ellos no
sabían que Francisco veía entre esos harapos y detrás de ese rostro arrugado y
lleno de manchas al mismísimo Jesús que recibe como hecho a Él mismo todo el
bien que hacemos a sus hermanos, aún a los más pobres y miserables. En él se
estaba cumpliendo lo que prometió San Pablo “Dios bendice a los que saben dar
con Alegría” (2 Corintios 9,7)

Una Mesa para Muchos

A la buena mamá, la Señora Pica, le recomendó que en adelante preparara cada


día la mesa con frutas y pan para muchos invitados, porque él tenía gran
cantidad de amigos. Así lo hacía ella, y cada vez, después de almorzar, el
generoso Joven recogía de la mesa todos los panes y todas las frutas que allí se
habían colocado y se iba a repartirlas entre los más pobres de los arrabales.

Mamá Pica aprobaba en silencio todo esto. No decía nada, pero como “el que
calla aprueba”, con esta complacencia silenciosa estaba ella también realizando
sus ideales de repartir sus bienes entre los pobres. Esta Santa Madre es
considerada como una verdadera promotora de la santidad y de la generosidad
de nuestro santo.

El Papá, don Pedro Bernardone, estaba ausente desde hacía bastantes meses,
importando telas finas desde el exterior, y consiguiendo clientes para vender muy
bien en el interior del país. Así que Francisco gozaba de bastante libertad para
dedicarse a sus buenas obras.

Cómo Francisco Empezó a Pedir Limosna


Se le había metido en la cabeza un gran deseo de experimentar en carne propia
lo duro y humillante que es pedir limosna. En Asís no podía hacerlo porque allí
todos lo conocían como un Joven rico.

Entonces se le ocurrió una idea: irse a Roma donde nadie lo conocía, y allá hacer
de pordiosero por unos días. Llegó a la Iglesia de San Pedro y allí le rogó a un
pobre que le aceptara cambiar sus harapos de mendigo por la ropa elegante de
comerciante y así lo obtuvo. Y mezclado con otros pordioseros estuvo pidiendo
“una limosna por el amor de Dios”, en aquellas gradas del templo. Llegada la
hora de la comida se reunió con los demás mendigos y allí con buen apetito
comió en una olla común con todos los demás, entre los olores pestilentes de
harapos sucios, ¡él que estaba tan acostumbrado a comer en una mesa elegante
y muy bien servida!

CAPÍTULO 5
FRANCISCO Y EL LEPROSO

Pocos años antes de su muerte, el santo escribió en su “Testamento”: “A mí


Francisco, el Señor me concedió esta gracia; y es que cuando vivía en pecado me
producían muchísimo asco los leprosos, pero al empezar mi penitencia, el Señor
me llevo hacia ellos y ejercite con ellos la misericordia”.

En aquél tiempo corrían entre las gentes muchas piadosas historias antiguas que
narraban cómo algunas personas por atender a algún leproso muy re pugnante y
llevarlo a un hospital, se encontraban después con que aquel leproso era nada
menos que Jesucristo disfrazado de enfermo, que desaparecía después de darle
las gracias al generoso y ayudador, y le prometía muchas ayudas celestiales.

Tentación y Remedio

Por el camino que nuestro Joven recorría para ir a la cueva de Subasio a rezar,
se encontraba casi todos los días con una viejecita enormemente encorvada y tan
fea que casi parecía un monstruo. Y de pronto Francisco se le entró en la cabeza
que, si él seguía haciendo penitencias y ayunando, se iba a volver tan feo como
aquella horrible vieja. Empezó a sentir un miedo tan especial y a llenarse de
deseos de abandonar aquella vida de penitencia. Pero afortunadamente consultó
con su buen amigo Guido, el Obispo de la ciudad, y la tentación se le fue.

Y en una de sus prolongadas oraciones sintió que el Buen Dios le decía:


“Francisco; si quieres agradarme tienes que negarte a ti mismo. Tienes que
empezar a quemar las vanidades que has adorado, y empezar a amar lo que va
contra tu sensualidad y que te produce asco y antipatía. Si así lo haces, yo hare
que lo inconveniente que antes tanto te atraía y te gustaba, ahora empiece a no
agradarte, y que empieces a sentir verdadero gusto por lo que va contra tu
sensualidad”.

Francisco, mientras andaba por aquellos campos, empezó a meditar en estas


palabras de Nuestro Señor y se preguntaba cómo debería empezar a “preferir lo
doloroso que antes aborrecía, y a despreciar lo malo que antes adoraba ”.

Y un día se le presento la ocasión de obedecer a este heroico mandato del cielo.


Él siempre había enviado ayudas a los leprosos que vivían en las afueras de la
ciudad, pero lo hacía por medio de otros, pues sentía un asco muy especial por
sus llagas y por su repugnante hedor, ante el cual se tapaba las narices,
horrorizado. En esto estaba su mayor debilidad y aquí tenía que demostrar su
mayor heroísmo.

Y un día en que iba por el camino hacia Foligno, rezando y meditando, de pronto
su caballo se detuvo con una brusca sacudida. Allí en el camino había un
horroroso enfermo de lepra que extendía hacia él sus manos carcomidas,
pidiendo una limosna. El primer impulso de Francisco fue salir huyendo. Su
sangre se le encrespó y el asco le llegaba hasta el cuello ahogándolo.

Pero en aquél momento recordó las palabras de Jesús “Todo el bien que hacéis a
los demás, aunque sea el más humilde, a mí me lo hacen”. Y le vinieron muy
claras a su mente las palabras oídas poco antes en la oración: “Francisco; si
quieres agradarme tienes que negarte a ti mismo. Tienes que empezar a quemar
las vanidades que has adorado, y empezar a amar lo que va contra tu sensualidad
y que te produce asco y antipatía. Si así lo haces, yo hare que lo inconveniente que
antes tanto te atraía y te gustaba, ahora empiece a no agradarte, y que empieces a
sentir verdadero gusto por lo que va contra tu sensualidad”.

Y dominándose a sí mismo saltó del caballo. Se acercó al leproso, lo saludó


cariñosamente y colocando una limosna en su mano carcomida, lo tomó entre
sus brazos y lo besó con fuerza una y otra vez, y en seguida besó también
aquellas dos manos destruidas por la enfermedad.
Y diciéndole cariñosamente: “Dios sea contigo, que el Señor te acompañe”, subió
de nuevo a su caballo y se alejó. Había superado la prueba. ¡Bendito sea Dios!
Estaba emocionadísimo; su corazón palpitaba muy fuertemente y ni siquiera se
daba cuenta por donde estaba viajando.

Y en ese momento empezaron a cumplirse en él las palabras del Señor: “haré que
empieces a sentir verdadero gusto por lo que va contra tu sensualidad”. Empezó a
sentir una dicha y una dulzura tan grandes que le parecía que la felicidad
inundaba totalmente todo su ser. Jamás había creído sentir tanta felicidad aquí
en la tierra. Las dulzuras de todas las mieles de la tierra no eran tan agradables
como aquello que sentía en su alma, y los perfumes de todas las flores no
alcanzaban a proporcionarle un aroma tan agradable como el que sentía en su
corazón. Aquello le parecía un éxtasis, un gozo de paraíso.
Años después, cuando ya esté moribundo dirá: “En aquél momento, sentí la
mayor dulzura en el alma y en el cuerpo”. Fue aquel un día grande para toda su
vida y siempre lo consideró después como un paso decisivo hacia su conversión.

Al día siguiente se fue a visitar el hospital de leprosos que se llamaba “San


Salvador” y allí cariñosamente fue dando una limosna a cada uno de esos
enfermos tan abandonados y tan llenos de llagas, y a cada uno lo saludaba
besándole cariñosamente sus manos carcomidas por la enfermedad. A los pobres
enfermos les parecía un sueño el que el hijo del rico negociante de la ciudad
viniera a estarse con ellos como un cariñoso hermano.

Así lograba Francisco la más difícil victoria, que consiste en vencerse a sí mismo.
Ahora se cumplirá en él lo que dice el Libro de los Proverbios: “El que se domina
a sí mismo, vale más que el que domina una ciudad” (Proverbios 16,32).

Pronto fue aprendiendo un poco de enfermería, y en adelante no sólo les lavaba


muy cariñosamente sus contagiados pies, sino que con todo cuidado les curaba
sus heridas y los vendaba y desinfectaba lo mejor posible cada vez que lo
necesitaban. Aprendió sus nombres y llamaba a cada uno por su propio nombre,
y ellos decían que nunca habían tenido un enfermero tan cariñoso y que supiera
dar concejos tan esperanzadores, como Francisco, el de Asís.

CAPÍTULO 6
FRANCISCO RESTAURADOR DE IGLESIAS

Cuando nuestro Santo escribió su Testamento, dejo este recuerdo: Siempre sentí
enorme aprecio por los templos donde está Nuestro Señor en la Eucaristía. Por
eso cuando en mis viajes divisaba la torre del templo de un pueblo, me
arrodillaba y decía; “Te Adoramos oh Cristo y te bendecimos en esta y en todas
las Iglesias de la Tierra, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo”. “Y
además Nuestro Señor me concedió tanta fe y tan gran respeto por los
Sacerdotes, que, aunque yo tuviera tanta sabiduría como Salomón, si me
encontrara con el más pobrecito Sacerdote del mundo, lo consideraría superior a
mí”. Esto demuestra qué gran aprecio tenía nuestro santo por los Templos y por
los Sacerdotes.

La Iglesia se San Damián

Un día en que Francisco viajaba por los campos, meditando, se puso a decirle a
Nuestro Señor aquella oración de la Biblia: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”, y
de un momento a otro se encontró con una pobre Iglesia bastante abandonada.
Se llamaba la Iglesia de San Damián. Entró allí y se puso a rezar ante un
crucifijo que estaba en el altar. La oración que decía era esta: “Señor, llena de tu
luz las oscuridades de mi alma, y enséñame siempre a hacer Tu Santa
Voluntad”. Y en ese momento oyó que Dios le hablaba.

Es la tercera vez que le habla Nuestro Señor. La primera, cuando iba hacia la
guerra y oyó que le decía la voz del cielo: ¿por qué dedicarte a servir al empleado,
en vez de dedicarte al Señor de los Señores?; la segunda cuando, antes del
encuentro con el leproso, lo invitó Dios a preferir lo que va contra la sensualidad.
Y esta es la tercera vez. Oyó que el Crucifijo le decía: “Francisco, Francisco,
tienes que reparar mi Iglesia que está en peligro de desplomarse y caer a tierra”.

San Buenaventura dice que desde este día fue tan grande el amor de Francisco
hacia el Cristo Crucificado, que cada vez que recordaba sus sufrimientos en la
Cruz por salvarnos, derramaba lágrimas de emoción y de gratitud.

Salió Francisco de la pequeña Iglesia y dio una vuelta a su alrededor y se dio


cuenta de que en verdad necesitaba repararla porque tenía paredes muy
cuarteadas y amenazaba ruina. Se propuso conseguir dineros para repararla, y
encontrándose luego con el anciano Sacerdote que hacía allí de capellán, le dio
todo el dinero que llevaba en sus bolsillos haciéndole este encargo: por favor
Padre, consiga con esto una lámpara de aceite para que arda en mi nombre en el
altar todos los días. Y se fue a conseguir dinero para reparar aquella Iglesia.

Vende las Telas para Reparar la Iglesia

Nuestro Joven corrió a su casa a buscar con qué comprar los materiales para la
reparación de aquella Iglesita en ruinas. Su Padre no estaba en Asís y la Mamá
nunca se oponía a sus generosidades. Así que llegando al almacén empacó dos
bultos de las mejores telas que allí había y los cargó sobre un caballo y se fue al
cercano pueblo de Foligno en donde estaban en ferias, y a donde ya había ido
con su Padre varias veces.

En pocas horas vendió todas las telas y vendió también el caballo. Con el
producto de esas ventas recorrió a pie los diez kilómetros y se vino donde el
anciano capellán de San Damián a darle todo aquél dinero. El Sacerdote se
quedó aterrado. ¡No! Él no podía recibir tanto dinero de un muchacho que
ciertamente no sobresalía por ser demasiado prudente. Además, no quería
echarse de enemigo a su Padre Bernardone, que era de temperamento bastante
violento.

Y por más que el Joven rogó e insistió, el padrecito no le recibió ni un centavo y


lo único que le permitió fue que dejara el dinero allí en el hueco de una ve ntana.

Francisco Ermitaño
En la antigüedad se llamaba Ermitaño al religioso que se iba a vivir a sitios
apartados, y despoblados. Y se llamaba “Ermita” una Iglesia en un sitio
deshabitado.

Cuando Francisco oyó que el Sacerdote de San Damián se negaba a recibirle el


dinero para la reconstrucción del Templo, se arrodilló ante él y le suplicó que
entonces le permitiera quedarse por un tiempo allí en la abandonada Iglesita a
vivir como un aspirante a la vida religiosa. Y el anciano se lo permitió. Por
primera vez Francisco no regresó aquella noche a su casa y durmió en la ermita.
En sus escritos dice: “Aquel día me alejé del mundo”.

A los pocos días regresó Pedro Bernardone a la ciudad y al saber que su hijo
había vendido las mejores telas del almacén y hasta su propio caballo para
reedificar la Iglesia de San Damián, se dirigió hacia allá vibrante de cólera y de
emoción. Al hijo no lo logró encontrar, pero el Padre Capellán le mostró en el
hueco de una ventana todo el dinero conseguido por Francisco en la venta de las
telas y el animal, y el mercader regresó tranquilo a su casa con el dinero.

Vida en Una Cueva

Bernardone no logró encontrar a su hijo porque este se había refugiado en una


cueva de los alrededores. Y allí vivió por treinta días. Tenía mie do de la ira de su
Padre y quería dedicarse a orar y meditar para saber qué era lo que Dios quería
de él.

Un amigo le traía los alimentos que Mamá Pica le enviaba a escondidas. Nadie
más sabía dónde estaba escondido.

Parece que su tema preferido para meditar en aquellos días era el Evangelio y la
Carta de San Pablo a los romanos, especialmente el bellísimo capítulo 8 de dicha
Carta donde se recomienda: “No vivan según la carne, sino según el Espíritu. Si
vives según la carne, perecerás, pero si vives según el Espíritu, tendrás Vida
Eterna”, (Romanos 6,23) O como también dice San Pablo: Si lo que busco es
agradar a la gente, ya no seré siervo de Cristo. (Gálatas 1,10)

CAPÍTULO 7
CÓMO FRANCISCO FUE CREIDO LOCO Y ENCERRADO

Fue en abril de 1207. Nuestro Joven sintió como una gracia o ayuda de Dios que
lo impulsaba a presentarse valeroso ante su Padre y ante sus paisanos. Y salió
de la cueva y se dirigió hacia Asís.
Le costaba andar. Había ayunado mucho y se había dedicado a fuertes
penitencias. Su espíritu era fuerte, pero su cuerpo se encontraba débil. Estaba
flaco, pálido, demacrado y ojeroso. Y así entró en Asís.

Desde una ventana, alguien gritó: “Un loco”. La gente salió a la calle y empezaron
a rodearlo con curiosidad. Los muchachos se dedicaron a hacerle burlas y a
lanzarle piedras. Él no se conmovía. Le parecía que el ridículo es un muñeco que
parece terrible pero que no merece tenerle miedo.

Los gritos de la muchachada eran salvajes pero su mansedumbre y su paciencia


eran admirables. Le gritaban al oído. Le lanzaban tomates podridos. Le tiraban
de la ropa y lo empujaban para hacerlo caer. Muchos quisieron su buena
puntería lanzándole barro hacia la cara. Él permanecía en una serenidad
inalterable. Ni miedo, ni resentimiento, ni ira, ni miradas hostiles, ni
movimientos bruscos. Parecía un Ángel de Paz.

En esos momentos Bernardone oyó desde su almacén el griterío del populacho y


envió un ayudante a averiguar de qué se trataba. Este volvió diciéndole: “Es que
se están divirtiendo, burlándose de un loco”.

Y pronto el gentío pasó por frente al almacén y Pedro vio con horror que el tal
loco era nada menos que su hijo mayor, su hijo Francisco. Como una fiera saltó
del mostrador, y con su fuerza de campeón se abrió paso a empellones en medio
de la multitud, y agarrándolo de los hombros al Joven, lo libró de esa chusma
loca y lo hizo entrar a empujones a su casa. El hombre estallaba de ira, de
vergüenza y de desencanto. Jamás se había imaginado semejante humillación
para su familia.

Encarcelado en su Propia Casa

Lleno de cólera, Pedro le dio unos cuantos latigazos a Francisco y lo llevó al


sótano de su casa y allá lo dejó encerrado, con un candado en la puerta. El
Joven alababa a Dios por esta humillación y este sacrificio. Así se asemejaba más
a Jesús humillado y golpeado.
Pero Bernardone tuvo que ausentarse en esos días de Asís, y entonces Mamá
Pica abrió el candado del sótano y dejó libre al pobrecito. Este se arrodilló ante
ella, le pidió su bendición y salió de casa a vivir en soledad. Ya nunca más
volverá a su casa.
Y de su Santa Madre, doña Pica, tampoco se vuelve a saber nada más. Debió
morir muy pronto pues era de salud muy delicada, como la de Francisco. Pero
sabemos por estos datos que fue una gran Santa y maravillosa Mujer.

Llevado Ante las Autoridades


Cuando Bernardone volvió de su viaje comercial, se encontró con que su hijo
había sido liberado del sótano en el que lo había dejado encerrado y que se había
ido a vivir como un religioso ermitaño junto a la Iglesia de San Damián. Entonces
dispuso demandarlo ante la autoridad civil para hacerlo volver otra vez a la vida
de los negocios.

No es que Pedro no amara a Francisco, es que él tenía unos gustos e ideas


totalmente diferentes a las de su hijo. Francisco quiere quedar totalmente
independiente y libre de lo material y terreno para dedicarse a lo espiritual y
eterno, y en cambio su Padre desea que se dedique a ganar dinero y comodidades
y buenos puestos en la sociedad. El Papá quiere conseguirle un puesto bien
brillante en la tierra, y el Hijo busca conseguirse un puesto de primerísima clase
en el cielo. Se aman, pero sus pensamientos y deseos son diametralmente
opuestos.

Francisco dirá más tarde: “Mi Padre me amaba con un amor muy materialista y
terrenal”.

Lo primero que hizo Bernardone fue ir ante el alcalde y las autoridades civiles de
la ciudad de Asís a pedirles que mandaran a su hijo a que se presentara ante
ellos y que luego lo obligaran a volver a la Casa Paterna.

Los guardias oficiales fueron a San Damián a citar a Francisco a que se


presentara ante la autoridad civil. Pero él les informó que, por ser candidato a la
vida religiosa, existía una ley de la nación que prohibía a las autoridades civiles
hacerle citación para comparecer ante ellas. Y como así era, los empleados del
gobierno se quedaron sin poderlo llevar a su tribunal.

El Tribunal del Señor Obispo

Entonces el Papá fue ante el Señor Obispo a pedir que con su autoridad hiciera
comparecer ante él a Francisco. Monseñor Guido mandó llamar a Francisco, el
cual obedeció con gusto porque amaba mucho al buen pastor.

Y allí en el tribunal del prelado, se presentó Bernardone a pedir que su hijo le


devolviera todo lo que se había llevado de su casa. Monseñor le ordenó
amablemente al Joven que hiciera el favor de devolverle a su Padre todo lo que
era de él, y entonces Francisco le entregó las pocas monedas que llevaba, y
entrando a una habitación cercana se quitó el vestido que su Padre le había
regalado y doblándolo, se lo entregó, quedándose él simplemente con una
pantaloneta.

Mientras entregaba el vestido exclamó delante de toda la gente que estaba allí
presenciando la demanda del Padre contra el Hijo: “Hasta hoy llamaba Padre a
Pedro Bernardone. De hoy en adelante llamaré Padre, solamente al Padre Nuestro
que está en el Cielo”. La gente se emocionó enormemente ante esta escena
inesperada.

El Señor Obispo mandó colocarle encima el vestido de trabajo de un jardinero


que no había venido a trabajar aquel día. Y con una tiza Francisco trazó una
cruz en el pecho de su nuevo traje. Y desde aquél día empezó a practicar el
desprendimiento total de todo lo material y terreno. Ahora solo confiará en el
Dios del Cielo.

Lo Atacan unos Bandoleros

Francisco salió de Asís y se fue a Gubbio. Pero al atravesar una montaña lo atacó
un grupo de bandoleros. Al grito de ¿Quién es usted? él respondió: “Soy el
mensajero del Gran Rey”. Los ladrones no entendieron lo que les decía. Lo
esculcaron, y al ver que no llevaba ningún dinero, lo echaron en un hoyo
profundo, y allí lo dejaron abandonado entre la nieve. Él con grandes esfuerzos
logró salirse de allí y prosiguió alegre su camino, contento de poder sufrir todas
estas penalidades por amor a Cristo Jesús.

Francisco Cocinero y Barrendero

No sabiendo bien a donde irse, ni a qué dedicarse, Francisco se dirigió a un


monasterio de Monjes Benedictinos que había por allí no muy lejos, y que se
llamaba convento de San Verecundo. Allí pidió que por caridad le dieran algún
alimento y le dejaran un rincón para poder dormir, y que en cambio le pusieran
algún trabajo para hacer.

Los Monjes lo recibieron de limosna y lo pusieron a trabajar de cocinero y


barrendero. Le dieron una cobija muy delgada, y muy vieja, y tiritaba de frio por
la noche en el cuartucho que le asignaron, pues no le dieron una túnica para
reponer la que le habían robado los ladrones. La comida que le daban era
demasiado poca y corría peligro de desmayarse de hambre, y así estuvo por
varios días.

Pero así a medio vestir y a medio comer no debía vivir. Entonces como dice su
primer biógrafo: “No movido por disgusto, sino por la necesidad”, se arrodillo ante
el superior del convento y le dio gracias por las atenciones que le habían
proporcionado y le pidió permiso para marcharse y se fue a Gubbio, el pueblo
siguiente.

Más tarde cuando Francisco sea ya un hombre famoso, el superior del convento
lo buscará y le pedirá perdón por haberlo tratado tan duramente como a un
mendigo indeseable. Ojalá que este superior hubiera recordado entonces lo que
dejó escrito el fundador de su comunidad, San Benito, “A cada huésped y
visitante hay que tratarle con tanto cariño y respeto como si fuera el mismo Cristo ”.

Cuando años más tarde el Benedictino fue a pedirle excusas a San Francisco,
este respondió: “Pocas veces en mi vida he tenido días tan felices como aquellos
que pasé en San Verecundo”. Así son los Santos, mientras más mal, los tratan, y
más los humillan, más se alegran, porque saben que se están asemejando mejor
a Jesucristo Nuestro Señor.

Y decía con emoción: Yo he trabajado con mis manos, y quiero seguir trabajando,
y quiero firmemente que los hermanos trabajen honestamente. Hermanos, como
peregrinos en este mundo, sirvamos al Señor con pobreza y humildad.

Francisco Reconstruyendo el Templo

Dispuso volverse a su ciudad, Asís, y siguiendo el sendero de su buen corazón, lo


primero que visitó allí fue el hospital de llaguientos, y a cada uno lo saludó con
cariño y a quienes lo necesitaban les hiso amablemente las curaciones, y
hablaba con ellos de Dios que tanto nos ama y del cielo que nos espera. Después
dirá: el Señor me condujo entre ellos, y yo los traté con Misericordia .

Luego se fue a San Damián a cumplir lo que el Señor le había mandado:


restaurar aquella Iglesia. El capellán desconfiaba un poco de él, pero Francisco le
recordó que el Obispo aprobaba la idea y fue aceptado.

Para la obra no había materiales y nuestro Santo no tenía ni un centavo.


Entonces dispuso recorrer la ciudad pidiendo ayuda. Y se compuso una pequeña
canción que iba recitando de calle en calle:

Al que un ladrillo me da, un premio le llegará,


Al que dos ladrillos, da, dos premios le llegarán,
Por cada ladrillo que das, un premio recibirás.

Y cantaba y tarareaba su canción, y la gente empezó a sentir que sí era bueno


colaborarle, y comenzaron a proporcionarle todos los materiales que necesitaba
para reconstruir la pequeña Iglesia. Y los obreros venían por horas a trabajar
gratis en la construcción.

Y a los curiosos que venían sólo a mirar, Francisco les decía sonriendo: “Ánimo,
necesitamos gente buena que nos eche una mano, pues c on sólo mirar no crecen
las obras”, y ellos se arremangaban y ayudaban.

Un día llegó un grupo de alegres muchachas, y él, en vez de los piropos que
antes les decía, exclamó entusiasmado: “Un día, en esta Santa Casa vivirán unas
mujeres muy santas”. Entre ellas estaba la futura Santa Clara, la cual 45 años
después, cuando ya tenga 60, recordará con emoción esas Palabras Proféticas
dichas por aquel Joven que empezaba a hacerse Santo.

Francisco predicaba en cualquier calle, invitando a la gente a Amar a Dios y a


tener mucha caridad con los demás, decía; “no apaguen el espíritu de devoción, al
cual todas las otras cosas temporales deben servir”, y noches enteras las pasaba
rezando ante el Santísimo Sacramento y ante la Imagen de Jesús Crucificado.

Con frecuencia también, y haciendo las cosas más humildes, se iba por Asís con
una escoba que él mismo se había hecho, barriendo las Iglesias y dejándolas
coquetonas.

La Iglesia de San Damián contempló la conversión de Francisco, y reconstruida


por su medio, recibió seis años después a Clara y a otras damas pobres.

En 1225 el Poverello de Asís compuso allí el estupendo Cántico del Hermano Sol,
y sus restos mortales pasaron por aquí para dar el último adiós a Clara y a sus
Monjas. En 1240 Santa Clara defendió este lugar de un asalto de los Sarracenos.

CAPÍTULO 8
FRANCISCO MENDIGANDO EL PAN

El anciano capellán de San Damián le había tomado mucho cariño a Francisco, y


le proporcionaba cada día un buen plato de sopa. Pero un día Francisco se
preguntó: ¿Acaso es que en todas partes a donde voy a ir, voy a encontrar gente
tan buena como este Sacerdote, que me quiera obsequiar gratuitamente la
alimentación? ¿Y cómo puedo decir que soy pobre como Jesucristo si no me
atrevo a mendigar?

Y así fue que aquel día, después de trabajar toda la mañana en la reconstrucción
de San Damián, a medio día, a la hora del almuerzo, se fue de casa en casa con
una olla vieja en la mano mendigando y diciendo y diciendo, “Por favor, un poco
de alimento, por Amor de Dios”.

En algunas casas le echaban unas cucharadas de sopa en aquella olla. En otra le


dieron un hueso al cual le quedaba todavía algún pedacito de carne. Alguien le
dio un pedazo de pan viejo y más allá le regalaron algunas hojas de lechuga… Al
salir de la ciudad tenía aquella ollita casi llena, pero con un revoltijo lo más
antipático posible, y al sentarse sobre una piedra para tratar de almorzar con
aquello, sintió un enorme asco y le daban ganas de vomitar. Antes estaba
acostumbrado a comer tan deliciosamente en su hogar de gente rica y ahora
tener que almorzar con semejante montón de sobras.

Pero en seguida se acordó de Jesucristo, pobre y sacrificado, y por amor a Él


empezó a comerse aquello que había mendigado.
Y le sucedió como aquel día del beso al leproso; apenas hubo comido aquello que
tanto asco le producía, sintió una alegría tan grande y un gozo tan indecible que
inmediatamente se fue a donde el capellán de San Damián y le dijo que en
adelante ya no le hiciera más de comer, porque él se iba a buscar la alimentación
por su propia cuenta. Desde ahora hasta su muerte será mendigo por Amor de
Dios y por la salvación de los pecadores. Será algo que le costará mucho
sacrificio y humillación, pero lo hará siempre por asemejarse a su amadísimo
Cristo Jesús, que nació pobre, vivió pobre y murió despojado de todo en la cruz.

Un Momento de Vergüenza

Francisco se había propuesto conseguir por su cuenta el aceite que necesitaba la


lámpara que ardía continuamente ante el Santísimo Sacramento en San Damián,
y para ello recorría de vez en cuando la ciudad pidiendo de limosna un poco de
aceite.

Pero un día al acercarse a una casa a pedir el aceite vio allí en alegre reunión a
sus antiguos compañeros de fiestas y de parrandas, y por un momento sintió
vergüenza de presentarse ante ellos vestido como un pordiosero y se fue por otra
calle. Más a la mitad de la cuadra se puso a pensar: ¿Y es que me va a dar
vergüenza ser pobre, si mi jefe Jesucristo fue más pobre que yo? ¿Es que le voy a
dar gusto a mi orgullo? Y se volvió y entró al sitio donde estaban los otros
reunidos. Allí les pidió de limosna un poco de aceite para la lámpara de la Iglesia
y después de que se lo hubieron regalado, pidió perdón públicamente por
haberse avergonzado por unos momentos de aparecer pobre. Aquellos hombres
se quedaron admirados.

Un Padre que Bendice por otro que Maldice

Don Pedro Bernardone sentía enorme disgusto al ver a su hijo mendigando por
las calles y vestido como un pordiosero. Y aunque era un señor que tenía
cualidades y era estimado en la ciudad, cuando se encontraba con Francisco le
echaba unas maldiciones tremendas para ver si a base de miedo lograba alejarlo
de esa vida de pobreza total. Él creía que para ser importante había que tener
mucho dinero y vestir con elegancia. Francisco lo excusaba diciendo: El Espíritu
Santo no lo había iluminado todavía acerca de esto, y sigue pensando cómo el
mundo. Pero no lo hace por maldad, sino por equivocación.

Sin embargo, para librarse de la angustia de verse maldecido, nuestro santo se


consiguió un mendigo ya anciano y andaba acompañado por él, y cuando
Bernardone se le acercaba y lo maldecía, Francisco se arrodillaba ante el anciano
mendigo y le pedía su bendición y la recibía de él. Luego decía a su padre: Tú me
has maldecido, pero otro amigo de Dios me ha bendecido, y puedo quedar
tranquilo. Al fin el colérico Pedro dejó de tratarlo así tan mal.

El Hermano Burlón

Otro día el que se dispuso a ofenderlo fue su hermano menor llamado Ángel. En
pleno invierno, a cero grados, vio llegar al pobre Francisco a una Iglesia, tiritando
de frio, vestido únicamente con su sencilla túnica que abrigaba poquísimo. El
hermano rico le mandó preguntar burlonamente por medio de un amigo: ¿me
quiere vender una gota, del sudor que está derramando? Y el santo le respondió:
dígale que no se la puedo vender porque ya le he vendido todo mi sudor a
Jesucristo Nuestro Señor que paga muy bien. Después comentaba: no lo hacen
por malos, sino porque piensan todavía como el mundo no como Dios. Un día
pensarán mejor.

Todo esto le sucedía, porque Francisco se quedó en Asís. Le hubiera sido más
fácil haberse ido a vivir a otro lugar, donde nadie lo conociera y lo dejaran vivir
en paz su nueva vida… Pero se quedó en Asís.

Los antiguos amigos hablaban de él, y había división de opiniones con respecto
al comportamiento de Francisco. Unos decían; está loco, viste con ropa vieja…
Otros decían; no entiendo por qué hay que tomarse las cosas tan a la tremenda,
pues hasta come las sobras que le dan… Naturalmente que la mayor parte de las
gentes que antes respetaban al hijo del rico comerciante, se carcajeaban de su
idealismo, pero luego se ponían muy serios, y se marchaban a trabajar en sus
oficios…

La Porciúncula

En 1208 Francisco terminó de reconstruir el Templo de San Damián y también


otro Templo de los alrededores de Asís, llamado San Pedro. En seguida se dedicó
a reconstruir un Templo pequeñito, llamado: “La Porciúncula” que significa,
pequeña porción, que estaba abandonado entre un bosque, en las afueras de
Asís, y lleno de murciélagos y de malezas.

Esta Iglesita tenía una leyenda que circulaba de boca e n boca en Asís y según la
cual, por estar tan apartada entre el bosque y tan alejada del cuidado y de la
presencia de la gente, era empleada por los Ángeles para celebrar allá grandes, y
bellísimas, y muy Santas fiestas, frecuentemente. Por eso la llamaban la Iglesia
de Santa María de los Ángeles.

El que aquél Templo estuviera consagrado a la Santísima Virgen movió muy


fuertemente a Francisco a tratar de restaurarlo, pues el amor suyo a la Madre de
Dios era como el del mejor hijo a la más bella de las Madres.
La Iglesia es muy chiquita, mide siete metros de larga, por cuatro de ancha.
Ahora está dentro de la actual basílica de Santa María de los Ángeles que fue
construida en 1569 para protegerla.

Pertenecía a los Padres Benedictinos del Monte Subasio en Asís, pero ellos no
podían atenderla y le dieron permiso a Francisco para repararla. Se dedicó a
acumular materiales: ladrillo, cal, arena, etc. Y luego a buscar voluntarios que le
ayudaran. Pero como quedaba un poco alejada de la cuidad era más difícil que
los obreros vinieran en sus horas libres para ayudarle gratuitamente. Sin
embargo, poco a poco los muros y el techo fueron quedando renovados y
hermosos.

Al principio Francisco seguía viviendo en San Damián, pero poco a poco se fue
enamorando de aquel sitio de la Porciúncula porque allí había tres atractivos que
le emocionaban: La Soledad, para poder hablar más fácilmente con Dios; El
Bosque, para poder observar y admirar cada vez más la naturaleza con todas sus
maravillas, y Los Pobres, pues allí cerca estaba el hospital de llaguientos
desamparados a donde tanto le agradaba ir a ayudar y a consolar e instruir. Y
donde tanto lo amaban.

La Iglesita de la Porciúncula se convirtió en el primer centro de la Orden de los


Hermanos Menores, y en una celda contigua murió San Francisco el 3 de octubre
de 1226.

Vida Bosqueril

Francisco se levantaba muy temprano y dedicaba largos ratos a la oración, a


hablar a Dios y a dejar que Dios le hablara. Todavía no sabía a qué lo tenía
dedicado Nuestro Señor en esta vida. Por ahora creía que debía Reedificar
Templos materiales, pues una voz le había dicho en San Damián: tienes que
restaurar mi Iglesia. Creía que esa Iglesia era el Templo de ladrillos y piedras…
Todavía no conocía los planes que Dios tenía respecto de su vida, pero no tenía
afán. Dejaba obrar al creador que acostumbra a hacer como los artistas: ir
despacio, pero hacerlo todo muy bien.

Después de su Misa y su Comunión y sus Oraciones, dedicaba horas y horas a


trabajar duro en la reconstrucción de la Porciúncula. Si hacían falta materiales
entraba en la ciudad a pedirlas de limosna.

En tiempos de cosecha no iba a pedir alimento y desperdicios en la ciudad, sino


que se alimentaba con Fresas silvestres, con Moras, y con algunas raíces de
Plantas. Solamente lo necesario para no desmayarse de hambre. El “hermano
cuerpo le obedecía al alma” y no le sucedía a él como a algunos de nosotros que
permitimos que el cuerpo esclavice al alma con sus caprichos exagerados. Él si
cumplía la recomendación de Jesús: Si no hacen penitencia, todos perecerán.

El 24 de febrero de 1209 era la fiesta del Apóstol San Matías y la Iglesia Católica
mandaba leer en la Santa Misa de ése día el Capítulo 10 del Evangelio de San
Mateo de los versos 7 al 13 donde dice: Id y proclamad que ha llegado el reino de
los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad
demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata
ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni
bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en una ciudad o
aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os
vayáis. Al entrar en una casa, saludadla con la paz; si la casa se lo merece,
vuestra paz vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros.

Francisco se emocionó enormemente al escuchar este evangelio y al terminar la


Santa Misa le pidió al Sacerdote que se lo explicara más detalladamente y
después de la explicación le dijo: yo quiero con todas mis fuerzas llevar una vida
tal cual como lo manda esta página del evangelio.

En su Testamento dice: Aquel día Nuestro Señor me reveló que yo debía vivir
según lo manda el Evangelio, y que en adelante mi saludo debería ser; “el Señor te
dé la paz”.

Al escuchar la página del Evangelio donde Jesús aconseja ir a predicar el Reino


de Dios y no llevar ni doble túnica, ni calzado, ni dinero, ni bastón, Francisco se
quitó el calzado y lo regaló a un pobre. Luego se cambió el vestido de Monje que
llevaba y se consiguió una túnica de obrero pobre, hecha de la tela más barata y
burda. Y en vez de amarrarse la cintura con una hermosa correa, se ciñó con un
cordón tosco y ordinario. En la parte alta de la túnica añadió una capucha de
tela ordinaria, para favorecerse del frio en invierno y del sol en verano. El bastón
que llevaba para defenderse lo lanzó lejos y ya nunca lo volvió a lle var.

Así quedaba vestido como se vestían los obreros más pobres de ese tiempo, y así
obedecía a lo que Jesús aconsejaba en su evangelio. Así vestirá toda su vida.
Ahora comprendió también que su oficio no era reparar Templos Materiales, sino
irse a por todo el mundo anunciando el Reino de Dios, para reparar la Iglesia
Católica.

Desde ese día cambió su actividad de ser Constructor y empezó a ser Misionero.
CAPÍTULO 9
SUS PRIMEROS DISCÍPULOS

El primer discípulo de San Francisco fue un rico comerciante de Asís llamado


Bernardo de Quintaval, el cual al oírlo predicar tan bellamente del Reino de Dios
se emocionó y dispuso seguir él también por el camino de Santidad que este
Joven había escogido. Le admiraba verlo siempre tan fervoroso y tan lleno de
alegría.

Una tarde, Bernardo invitó a Francisco a comer en su casa y le pidió que se


quedara a dormir allí aquella noche. Francisco aceptó y al principio de la noche
fingió que dormía, pero al sentir que Bernardo que estaba en una cama contigua,
dormía, se levantó y empezó a rezar. Bernardo estaba despierto, pero roncaba
fuertemente para que Francisco lo creyera dormido. Y así Bernardo pudo
constatar que este Santo Hombre pasó toda la noche rezando a Dios, y la frase
que más repetía era esta: Mi Dios y mi Todo, mi Dios y mi Todo.

Desde aquella noche Bernardo se convenció de que había encontrado a un


Verdadero Santo.

Lo que diga La Biblia

Bernardo le pidió a Francisco que le aconsejara qué debía hacer para hacerse
santo y él le respondió: Abramos el Evangelio al azar, y lo que allí salga de
primero, eso es lo que Dios dice que hay que hacer.

Abrieron el Evangelio, y en la primera página que apareció, leyeron esta frase de


Jesús en San Mateo: Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que tienes y dáselo
a los pobres y vente conmigo. Mateo 19, 21.

Con esto entendió Bernardo que lo que Dios quería era que él repartiera sus
bienes a los pobres y se dispusiera a vivir pobre como Jesús y como Francisco. Y
se propuso obedecer ese mandato de Nuestro Señor. Vendió todo lo que tenía en
su gran almacén y repartió todo ese dinero entre los enfermos abandonados, y
las viudas pobres y los sin empleo y los que estaban pasando grave necesidad y
se quedó pobre como Jesucristo que no tenía ni siquiera una piedra para reclinar
la cabeza.

San Francisco dirá luego en una Carta al Capítulo: No conservéis nada de


vosotros para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteramente el que se ofrece
todo a vosotros.

Los Primeros Franciscanos

El segundo discípulo fue Pedro Catáneo, un canónigo que trabajaba en la


catedral y que se entusiasmó también, y fue y vendió todo lo que tenía y lo dio a
los pobres, y se fue a vivir pobre y fervoroso como Francisco.

Otro que se hizo después Franciscano fue un Sacerdote, el Padre Silvestre, el


cual era avaro y se atrevió a cobrarle un día unas piedras que Francisco
necesitaba para un Templo. El Santo lo regañó por su avaricia, y Silvestre se
arrepintió y dejo todo y se fue a buscar la santidad junto a este Gran Santo.

Y una vocación muy simpática que le envió el buen Dios fue la del Joven Gil, que
se le presentó y de rodillas le pidió que lo aceptara como discípulo. El Santo se
dio cuenta de que este Joven llegaría a ser un buen religioso y lo recibió con
mucho cariño y lo presento con gran alegría a sus compañeros. Fray Gil será el
compañero de Francisco en muchos viajes y sus dichos serán famosos en la
historia de su comunidad.

Todos se vistieron como Francisco: con una túnica de la tela más barata, como
se vestían los obreros más pobres de esta época. Y pies descalzos.

Los primeros miembros de la Orden Franciscana se reunieron en Rivo Torto, un


lugar cerca de Asís, donde había una choza abandonada de todos; tan reducida
era, que no podían apenas sentarse a descansar. Cuando allí carecían de pan, lo
que ocurría frecuentemente, comían tan solo algunos nabos que a duras penas
conseguían de limosna.

En Rivo Torto precisamente vivieron en la mayor indigencia, ya sea por las


incomodidades de los comienzos, ya por la austeridad de vida; fueron tiempos
realmente de hambre. Era frecuente que, durante la noche, alguno de ellos se
pusiera a gritar, al sentirse en el límite de sus fuerzas: ¡Me muero de hambre!
Especialmente si eran de los que últimamente se habían convertido al Señor,
castigaban sus cuerpos más allá de toda medida. (Libro de las Florecillas)

Francisco y sus Amigos salen a Predicar

Nuestro Santo y sus compañeros dispusieron a salir por los campos a predicar.
Antes de partir para esta su primera misión. Francisco les enseñó cómo tenían
que hablarle a la gente: sus palabras debían ser sumamente sencillas y fáciles de
entender. Sus sermones deberían parecer más bien charlas de amigos que
discursos de oradores famosos. Tratarían de tres temas principalmente: amar
mucho a Dios. Convertirse de la vida de pecado, empezando a comportarse mejor
y amar mucho al prójimo. La paz que anunciáis con palabras, tenedla de un
modo más excelente en vuestros corazones, para que a nadie seáis motivo de ira
ni de escándalos. Y mucho se ha de amar el amor de quien tanto nos ha amado.

Y encomendándose a Dios y a la Virgen se fueron de dos en dos a predicar.


La Primera Noche de Misionero en Una Cueva

Francisco escogió como compañero a Fray Gil que era puro y sencillo como un
Ángel, y se fueron los dos a predicar por campos y pueblos.
La primera noche la pasaron en una cueva, pero no durmieron casi porque toda
la noche Francisco rezaba y Fray Gil lo escuchaba emocionado.

Que hermoso era oír hablar a este hombre que estaba tan emocionado por
Nuestro Señor Jesucristo.

Al día siguiente llegaron al primer pueblo. Francisco reunía a la gente y les decía:
Mis hermanos, hay que amar mucho al buen Dios. Hay que convertirse de la vida
de pecado y empezar una vida santa. Es necesario amar mucho al prójimo .
Y Fray Gil exclamaba luego: queridos hermanos; todo lo que Francisco les ha dicho
es la pura verdad. Por favor, créanle y practiquen l o que les ha aconsejado.

¡La gente se admiraba de este nuevo modo de predicar!

Al volver de la primera predicación, encontró Francisco que otros tres Jóvenes


querían pertenecer a su grupo y los aceptó.

Francisco los Envía a La Segunda Predicación

En seguida se dedicó a prepararlos a todos para un segundo viaje de predicación.


Les decía: al ver a lo lejos un Templo o al encontrarnos con una Cruz, nos
arrodillaremos y le diremos; Te adoramos oh Cristo y te bendecimos, que por tu
Santa Cruz redimiste al mundo. Te adoramos oh Cristo en este Templo y en todos
los Templos de la tierra. Vayamos a predicar con mucha humildad y amabilidad.
Con nadie discutiremos, ni andaremos reclamando nuestros derechos.
Aceptaremos pacientemente ser tra tados mal y hasta les agradeceremos a los que
nos insulten. No nos dé vergüenza ser gente sin instrucción y pobre, que el que va
a convertir a los pecadores es Nuestro Señor Jesucristo que hablará por nuestros
labios. La ley de Cristo que se cumple en el amor, nos obliga a procurar la
salvación de las almas, más que la del cuerpo.

Todos se fueron a predicar y en cada pueblo decían lo que Francisco les había
enseñado: Temed y amad a Dios. Haced penitencia de vuestros pecados. Si
queréis que Dios os perdone vuestras faltas, perdonad a los demás las ofensas
que os hacen. Dichosos los que mueren arrepentidos, infelices los que mueren en
pecado mortal.

Muchos se conmovían al escucharlos.

Francisco Predica en Las Plazas

Las historias antiguas dicen que Francisco encontró por todas partes casi
extinguido el Amor a Dios y el Temor a ofenderlo. Y él se puso a decirles a las
gentes: que lo que ofrece el mundo son malos deseos de la carne, soberbia del
orgullo y avaricia de poseer bienes materiales, y que esto no nos trae paz, sino
angustia. Y las gentes lo escuchaban con gusto y se convertían.

Francisco tenía un gran temor: que sus pecados no hubieran sido perdonados
por Dios. Por eso se retiraba a sitios solitarios y apartados a orar y a pedir
perdón a Nuestro Señor.

Y en una de aquellas horas que dedicaba a la oración, antes y después de sus


predicaciones, obtuvo la seguridad de que el buen Dios la había perdonado todos
sus pecados.

A causa de esta noticia tan bella, en adelante, la alegría de Francisco será


incontenible y muy contagiosa.

Además de predicar y orar, los caballeros de la Dama Pobreza que habían llegado
a ser Ocho, lavaban las llagas de los Leprosos, arreglaban Ermitas, barrían los
Templos, cortaban Leña, enterraban a los Muertos, remendaban Zapatos, te jían
Cestas, llevaban Agua potable a las casas…

Y algunas gentes los criticaban bastante.

CAPÍTULO 10
EL VIAJE A ROMA

Francisco deseaba que el Reglamento que había redactado para sus frailes fuera
aprobado por el Sumo Pontífice. Por eso dispuso viajar con todos sus
compañeros a la Ciudad Eterna. Además, lo animaba el gran deseo que sentía de
ir a visitar las tumbas de San Pedro y San Pablo en esa ciudad. Desde hacía
bastante tiempo le venía impresionando aquella noticia que trae el libro de los
Hechos de los Apóstoles 5, 32: Entre los primeros discípulos, nadie amaba suyos
a sus bienes, sino que todo lo tenían en común. Y quería ir a colocar bajo la
protección de los Santos Apóstoles ese ideal de vida que él estaba propagando.

Emprendieron el viaje a pie hacia Roma y fue nombrado como jefe de grupo, no
Francisco, sino Bernardo de Quintaval, y a él le obedecían muy sumisame nte
todos los demás. La crónica antigua cuenta, que hicieron el viaje rezando y
cantando alegremente y que en cada sitio a donde llegaban, la Divina Providencia
de Dios les concedía de tal manera la buena voluntad de las gentes, que, sin
llevar dineros ni alimentos, sin embargo, no les faltó nada.
Las gentes les proveyeron de todo lo necesario. A ellos les podría Jesús repetir la
pregunta que hizo a sus discípulos cuando los mandó a misionar sin dinero y sin
provisiones: Cuando los envié a predicar, sin dinero y sin provisiones, ¿les faltó
algo? Y los compañeros de Francisco habrían podido responder lo mismo que los
Apóstoles respondieron a Jesús: Nada nos faltó. Lucas 22, 25.
Buenas Palancas para Llegar a Lo Alto

Al llegar a Roma se encontraron con el Señor Obispo de Asís, Monseñor Guido,


que los presentó a un Señor Cardenal, Monseñor Juan de San Pablo, el cual los
hospedó en su propia casa y les consiguió una audiencia con el Santo Padre
Inocencio III.
El Señor Cardenal se informó detalladamente de labios de aquellos ocho frailes,
del modo como ellos proyectaban formar una nueva Comunidad Religiosa. Y le
pareció muy bien la idea y quedó gratamente impresionado de la santidad, de la
sencillez y la gran alegría de aquellos buenos hermanos, y especialmente el
carácter tan simpático de Francisco de Asís. Lo que más le agradaba a este
Cardenal era que Francisco no atacaba a la Iglesia, ni se dedicaba a publicar los
defectos de los superiores, ni quería hacer reformas con violencia, sino que su
propósito era, lograr que cada uno al esforzarse por hacerse Santo a sí mismo
fuera volviendo más Santa a la Iglesia Católica. No se trataba de dedicarse a
mirar y tratar de sacar la basurita que hay en los ojos de los demás, sino la viga
que llevamos en nuestros propios ojos. Lucas 6, 41.

Francisco era ciento por ciento, partidario de la no violencia, y de resolver todos


los problemas por las buenas y nunca por las malas.

Las Recomendaciones del Cardenal

El Señor Cardenal Juan de San Pablo, se presentó ante el Santo Padre Inocencio
III y le dijo: He encontrado a un hombre justo y virtuoso que desea cumplir a la
letra las enseñanzas del Santo Evangelio. Yo creo que por medio de ese hombre y
de sus compañeros, quiere Dios reformar y llenar de Santidad a toda la Iglesia
Católica.
Ante semejante recomendación, el Sumo Pontífice les concedió la audiencia y así
Francisco y sus compañeros descalzos y vestidos muy pobremente fueron
recibidos por el Vicario de Cristo.

Dialogo de Francisco y El Santo Padre

Llegados a la presencia del Sumo Pontífice se entabló el siguiente dialogo entre


Francisco e Inocencio III.

El Papa: me han contado el modo que ustedes tienen de practicar a la letra todas
las enseñanzas del Evangelio, especialmente lo que se refiere a la Pobreza. A mí
me parece que esto les puede llevar a una gran santidad. Pero me pregunto; si
les exigen a sus seguidores este cumplimiento tan exacto y severo, ¿serán ellos
capaces observarlo?
Francisco: Santo Padre, nosotros confiamos plenamente en Nuestro Señor
Jesucristo que ha prometido la Vida Eterna para todos los que cumplan sus
mandamientos, y que seguramente sabrá dar el valor necesario a quienes se
comprometan a cumplir exactamente su Evangelio; nosotros estamos seguros de
que el Padre Celestial que alimenta a las aves del cielo y viste a las flores del
campo, también cuidará paternalmente de los que por amor a su Santo Hijo nos
dediquemos a cumplir los concejos que Él nos dejó acerca de la pobreza .

El Santo Padre sonrió satisfecho y le dijo: todo esto que acaba de decir es
totalmente cierto. Pero lo que sucede es que la criatura humana es muy
inconstante en saber perseverar en sus buenos propósitos de cumplir
exactamente lo que tiene que hacer, y pronto se desanima y empieza a dejar de
practicar lo que había planeado y prometido. Por ahora vayan y dedíquense a
pedirle a Nuestro Señor que les ilumine si estos proyectos que están haciendo
están totalmente de acuerdo con su Santísima Voluntad. Y ya nos veremos en
otra vez.

Y Francisco y sus compañeros se despidieron del Pontífice con gran respeto y


devoción, y se fueron a rezar y meditar, y el Santo Padre se fue a reunirse con
sus cardenales y a estudiar este asunto tan importante.

La Discusión Entre Los Cardenales

Cuando Inocencio III les contó a los Cardenales el proyecto de Comunidad


Religiosa que Francisco de Asís deseaba formar, las opiniones se dividieron en
dos posiciones muy contrarias entre sí. A la mayor parte de los Señores
Cardenales les parecía demasiado rigurosa esta Nueva Comunidad. Eso de no
poder poseer ningún bien, ni casas, ni fincas, ni dineros, y vivir solamente de lo
que buenamente les fuera llegando, les parecía sumamente arriesgado.

Francisco proponía que los frailes se ganaran su propio pan con el trabajo de sus
manos y pidiendo limosnas, pero al mismo tiempo pedía permiso para dedicar a
sus religiosos a predicar el evangelio. ¿Cómo podrían al mismo tiempo dedicarse
a estudiar, a predicar; y al mismo tiempo a ganarse el pan con el trabajo? Les
parecía imposible.

Entonces le consultaron a Francisco, y él respondió: El Apóstol San Pablo se


dedicaba por completo a predicar, y a la vez se ganaba el pan con sus manos
tejiendo lonas. Hechos 20, 34. ¿Por qué no vamos a poder también nosotros otro
tanto?
Respuesta Definitiva de Un Cardenal

Cuando la discusión estaba en lo más fuerte y emocionante, intervino el


Cardenal Colonna y dijo: Señores, si decimos que cumplir el Evangelio a la letra
es algo imposible, estamos desautorizando a Jesucristo y desacreditando el
Evangelio. ¡No podemos afirmar que cumplir lo que manda el Santo Evangelio
supera a las fuerzas humanas, porque entonces estaríamos diciendo que Cristo
Jesús exige osas imposibles! Esas palabras calmaron la discusión y dispusieron
llamar a Francisco y a sus frailes.

El Padre Celano, que escribió la más antigua biografía de San Francisco, dice que
aquella noche tuvo el Papa Inocencio un sueño misterioso. Vio que la basílica de
Roma se iba a derrumbar y que cuando ya estaba para caerse apareció un
hombrecito pobremente vestido y colocando el hombro contra las paredes de la
basílica las enderezó y evitó que se cayera el gran edificio. Y mirando bien
detenidamente, observó el Pontífice que ese hombre era el mismo Francisco de
Asís. Esto era como un aviso del cielo de que este santo hombre iba a traer un
gran fervor a la Iglesia Católica y le iba a impedir que se derrumbara en el vicio y
la impiedad.

Sucedió pues que el Sumo Pontífice bendijo muy complacido a Francisco y a sus
frailes, y les dijo: Vayan por todo el mundo y prediquen a la gente que es
necesario convertirse y hacer penitencia. Y cuenten con la bendición del Vicario
de Cristo. Ellos se despidieron de Roma muy enfervorizados, y llenos de alegría
por la aprobación recibida del Santo Padre y de sus cardenales, y a pie, cantando
y rezando se dirigieron otra vez hacia Asís, que queda a varios días de camino.

Francisco Predicador Autorizado

Vuelto a Asís, y ya con el permiso del Sumo Pontífice de predicar por todas
partes, Francisco se dedicó a la predicación. Hablaba de una manera sencilla y
fácil, de modo que todo el pueblo le lograba entender: Pero la eficacia de su
palabra era tan grande, que pronto la ciudad de Asís se transformó por completo
y muchos Jóvenes entraron en la Nueva Comunidad.

El Santo obtuvo que los dos partidos políticos de Asís que se combatían muy
fuertemente, hicieran las paces. Y lo mismo logró en varios pueblos de los
alrededores.

Francisco decía: A todos los hombres y mujeres del mundo, el hermano Francisco,
su siervo, les saluda y desea la paz del cielo y la caridad en el Señor. Amemos a
Dios y adorémosle con corazón sencillo y espíritu puro, que eso busca Él por
encima de todo.

El Nombre de los Nuevos Religiosos

El Santo puso un Nombre a sus Nuevos Religiosos: Hermanos Menores. (Fratres


Minores) La gente los llamó frailes, pues hermano se dice “fratre” en italiano. El
Nombre de Hermanos Menores quería significar dos cosas: primera, que debían
amarse como buenos hermanos. Y segunda; que debían ser humildes y sumisos
como hermanitos menores, sin orgullo y sin pretensiones de vanidad.

Francisco de Superior

Una noche a media noche se oyó en el cobertizo donde vivían los religiosos de
Francisco un grito fuerte: ¡Me muero, Me muero! El Santo corrió a ver de qué se
trataba, y preguntó: ¿Quién es el que se muere? Y un fraile le respondió: “Soy yo,
que me muero de hambre”. Francisco mandó preparar una buena comida para
todos y se reunieron junto al desfallecido, y cenaron sabrosamente, y luego les
dijo: Hermanos, no todos tienen la misma fuerza para ayunar. De ahora en
adelante, los que se sienten débiles no se pongan a ayunar como los muy
robustos. Pues tan desequilibrado es darle demasiado al cuerpo, como no darle lo
necesario, y Dios quiere que vivamos muy contentos y no que nos muramos de
hambre. Y todos alababan a Dios por la bondad de este buen superior que era
tan comprensivo para con los débiles.

Los frailes sentían por su fundador una verdadera veneración llena de santo
afecto y de filial confianza. Él era el centro de aquella fraternal comunidad.
Ningún secreto, tenían para él sus frailes o hermanos en religión. Le revelaban
todos sus sentimientos, aún sus más ocultos pensamientos e impulsos. Le
obedecían con una obediencia tan llena de amor que no sólo cumplían todos sus
mandatos, sino que trataban de leer y adivinar su voluntad hasta en el más
insignificante de sus gestos.

El poder que ejercía Francisco se basaba sobre todo en su carácter personal. Su


ascendiente sobre los frailes se debía a sus palabras siempre llenas de bondad y
de comprensión, pero sobre todo a su modo a su modo admirable de vivir la
santidad.

Les recomendaba que no se dejaran llevar de la gula al comer, pero él por su


cuenta le echaba ceniza a algún alimento cuando estaba muy sabroso, para que
no se le hiciera tan agradable, o echaba un poco de agua fría a la sopa cuando
estaba de muy buen sabor.

Francisco les decía a sus religiosos que debían luchar fuertemente contra las
tentaciones impuras, y el por su parte cuando le llegaban terribles tentaciones se
metía entre las friísimas aguas del rio en pleno invierno para dominar su carne
rebelde. Su ejemplo les hacía mayor bien a los frailes que sus palabras.

Los Escrúpulos de Fray Ricerio

Las grandes personalidades ejercen sobre sus súbditos una fascinación que es
muy difícil de comprender para quien no ha vivido cerca de algún personaje de
altísimo valor moral. Y esta fascinación la sufrió el Joven Ricerio. Se entusiasmó
de tal manera por San Francisco que llegó a convencerse de que tenerlo a él de
amigo y tenerlo contento era señal segura de que Dios también estaba de amigo y
contento con él, pero que, si Francisco llegaba a demostrarle estar disgustado,
ello sería señal de que Dios estaba airado y lo iba a castigar. Y empezó a sufrir el
pobre Ricerio que estaba muy recién llegado a la comunidad.

Se imaginaba que Francisco estaba contento con todos, menos con él. Que se
mostraba extremadamente cariñoso con los otros, pero no con él. Y llena su alma
con aquellas terribles imaginaciones empezó a sufrir. Esa falsa idea lo
atormentaba. Si salía Francisco al entrar él en casa, se imaginaba que era
porque el santo no quería estar donde él estuviera. Si estaba Francisco en algún
rincón hablando con alguno de los frailes y volvían a mirar a Ricerio, éste se
imaginaba que estaban diciendo que era una verdadera lástima y una
equivocación haberlo recibido en la comunidad, y que había que expulsarlo. Y
esto lo llevó al borde de la desesperación convencido de que Francisco ya no lo
amaba y que por tanto Dios tampoco lo quería.

Pero Francisco descubrió al mirar el rostro atormentado de Ricerio y en sus


suplicantes y anhelosos ojos el tormento de sus angustias, y lo llamó y le dijo: mi
buen amigo, no se deje llevar por pensamientos de tristeza. Yo lo considero
siempre como uno de mis mejores compañeros y merecedor de mi confianza y
aprecio. Yo lo amo con todo mi corazón, porque estoy convencido de que merece mi
cariño y mi estimación. Venga siempre a hablar conmigo cualquier día y a
cualquier hora, siempre que tenga alguna angustia o pesadumbre, que será bien
recibido por mí.

Emocionado por aquellas palabras tan de un verdadero hermano y amigo, el


Joven Ricerio estalló en llanto de gozo y de alegría, y despidiéndose del santo se
fue a un bosque cercano a darle gracias a Dios, de rodillas, por aquel gozo
inmenso que le había concedido. En adelante siempre se sintió amado y
admirado por el buen Francisco.

El Enfermo y las Uvas

Otro caso agradable es el de aquel enfermo cuya debilidad se creía que


disminuiría si comía uvas en ayunas. Francisco se levantó muy temprano y se
fue con él hacia la viña, y cogiendo varios racimos se sentó al lado del enfermo y
se puso a comer uvas con él, a fin de que el otro no se avergonzara de comérselas
él sólo. Durante toda su vida este fraile no se olvidó nunca de aquel suave
recuerdo de su juventud, y ya anciano se emocionaba al narrarlo a sus amigos.

Francisco dirá en otra ocasión: Dichoso el siervo que con tanta humildad se
comporta entre sus súbditos, como cuando está con los prelados y señores.
Cambio de Residencia

Francisco y sus frailes al volver de Roma se habían ido a vivir a un sitio llamado
Rivo Torto y allí en un rancho pobre vivían muy contentos rezando y meditando.
Pero un día llegó un campesino alegando que ese rancho lo necesitaba para su
burro, y Francisco exclamó: Dios no nos ha llamado a ser cuidanderos de burros,
sino a rezar y a enseñar a la gente el camino de la vida eterna.

Y desde ese día se fueron todos a vivir junto a la Capilla de la Porciúncula que
será en adelante el centro de toda la obra Franciscana.

CAPÍTULO 11
LA PORCIÚNCULA Y ALGUNOS FRAILES

La Iglesita llamada La Porciúncula, se ha hecho famosa porque desde allí esparció


por todo el mundo su obra el gran San Francisco de Asís. Era una Capilla
construida en el siglo IV por unos ermitaños que regresaban de Tierra Santa con
una reliquia del sepulcro de la Santísima Virgen que le s había entregado San
Cirilo de Jerusalén. Sobre el altar había un cuadro de la Virgen María rodeada
por muchos Ángeles, y por eso la pequeña Iglesita se llama también Santa María
de los Ángeles. Aquella Capilla pertenecía desde el año 576 a los Padres
Benedictinos, pero desde el año 1075 estaba tan derruida que los religiosos la
abandonaron y se fueron a vivir a una montaña cercana a Asís.

Cuenta la tradición que la Mamá de Francisco, la Señora Pica, cuando su hijo iba
a nacer, se soñó que él iba a reedificar de nuevo la Iglesia de la Porciúncula, cosa
que en realidad sucedió después.

Francisco y sus frailes reedificaron completamente la Iglesia de la Porciúncula y


la dedicaron al culto. Los religiosos Benedictinos propietarios de aquella
edificación le ofrecieron regalársela, pero Francisco para no tener ninguna
posesión no quiso recibirla como propiedad sino como un préstamo y mandó que
cada año sus frailes le llevaran a los Benedictinos un canasto con pescado como
pago del arriendo. Esa costumbre aún se cumple después de VIII siglos.

Junto a la Porciúncula levantaron los frailes una cabaña de ramas entretejidas,


con techo de paja. Unos sacos llenos de pasto seco les servían de cama. Mesa y
sillas no tenían. Para todo esto servía el duro suelo. Y así nació el primer
“Convento Franciscano” y nuestro santo deseaba que así de pobres fueran todos
los demás.
Claro está que los que vinieron después no fueron capaces de tanto heroísmo y
ya los otros conventos fueron casas con un poco más de comodidad. Pero los
primeros frailes eran verdaderamente heroicos en cuanto a pobreza, imitando
fielmente a su santo fundador.
La historia ha conservado los nombres de aquellos primeros discípulos de
Francisco que llegaron a ser famosos. Por ejemplo:

Fray Bernardo

Se cuenta que cuando se iba al bosque a rezar se elevaba tanto en su espíritu


que no oía ni siquiera la voz de San Francisco cuando este se le acercaba y lo
llamaba, y duraba hasta treinta días seguidos en oración.

Fray Gil o Egidio

Vivía peregrinando continuamente, a pie, a Roma, a España, a Jerusalén y


demás sitios donde había santuarios famosos. Siempre de limosna, haciendo
penitencia por los pecadores. En una ciudad donde el agua era sumamente
escasa, él se iba con una vasija al aljibe lejano y se traía viajes y viajes de agua,
la cual repartía a las gentes más necesitadas.

En un pueblo al pasar con su humilde traje de Franciscano, por frente a un


Sacerdote, este le gritó: ¡Hipócrita!, Fray Gil se puso muy triste y le dijo a su
compañero; si ese Sacerdote me dijo “Hipócrita”, es que en verdad yo soy
hipócrita, porque un Sacerdote nunca puede decir lo que no es verdad.

El compañero tuvo que explicarle la diferencia que hay entre un Sacerdote como
tal y un Sacerdote en cuanto a hombre, y que en este último aspecto puede muy
bien engañarse, con lo cual el fraile quedó muy consolado.

Cuando viajaba a Roma en peregrinación, Fray Gil se iba durante el día a los
bosques y cortaba leña y la llevaba a la ciudad y la cambiaba por alimentos para
él y sus compañeros. Nunca recibía dinero. Al pasar por los campos ayudaba a
los trabajadores a recoger las cosechas y solo aceptaba como pago la
alimentación. Cuando estaba en el convento trabajaba en la cocina y en el
lavadero, y parecía no cansarse de trabajar. Pero cada día dedicaba varias horas
a la oración y a la meditación.

Un día mientras atravesaba la ciudad llevando un barril de agua para los frailes,
se encontró con un hombre que le pidió le diera de beber. El no aceptó, y el otro
lo insultó de la manera más horrible. Fray Gil no respondió nada, pero llegando
al convento, sacó una jarra de agua y se fue a llevarle a ese airado hombre
diciéndole; perdone que antes no le pude dar porque no quería llevar a los frailes
un agua que ya hubiera sido probada por otros. Pe ro he traído esta para que
beba y calme su sed.
Cuando lo invitaban a alguna casa rica y querían servirle de comer, él se
dedicaba antes a hacer los oficios domésticos de cocinar y lavar y arreglar las
mesas, para así ganarse con esos trabajos la comida que le iban a dar.

Fray Gil gozaba mucho yéndose al campo y con dos palos a manera de quien toca
violín, dedicarse a entonar canciones espirituales y a alabar a Dios cantando
alegremente.

Lo llamaban también Fray Egidio, y entre el pueblo se conservó por muchos años
una bella colección de refranes espirituales llamada: “Dichos de Fray Egidio”.

Fray Masseo el Elegante

Fue el compañero de Francisco en muchos de los viajes que hizo el santo. Y así
como San Francisco era pequeño, flaco, y tan sin ninguna apariencia simpática,
ni elegante, que la gente que no lo conocía lo tenía por un cualquiera. En cambio,
Masseo era alto, elegante, de buena presencia, y muy dotado del don de la
palabra que lo hacía muy agradable al hablar con las gentes. Cuando se iban los
dos a pedir limosna por las casas de los barrios o pueblos, mientras a Francisco
le regalaban solo algunos pedazos de pan viejo, a Masseo en cambio le
obsequiaban panes enteros y frescos.

Para que a Fray Masseo no se le subieran los humos y no empezara a dársela de


orgulloso, dispuso Francisco sobrecargarlo de oficios humildes y fatigosos. Lo
encargó de la portería del convento y de la cocina, y mientras otros frailes se
dedicaban tranquilamente a la oración y a la meditación, el pobre Masseo
sudaba la gota gorda cocinando para todos y atendiendo a cuanto bicho llegaba a
la portería. Así Francisco lo iba dirigiendo para hacerlo crecer en santidad.

Un día se fueron a viajar Francisco y Fray Masseo, y al llegar a un sitio donde el


camino se dividía en tres direcciones, una hacia Florencia, otra hacia Siena y la
tercera hacia Arezzo, preguntó Masseo al santo; Padre mío, ¿Qué camino hemos
de seguir?, y Francisco respondió; el que Dios quiera. Fray Masseo volvió a
preguntar, ¿y cómo podremos saber la voluntad de Dios?, respondió Francisco:
por la señal que yo le voy a dar; le ordeno por santa obediencia que se coloque en
el sitio donde se dividen los tres caminos y se dedique a dar vueltas y vueltas
sobre los pies sin moverse de ese sitio, como lo hacen los niños en sus juegos, y
que no deje de dar vueltas mientras yo le mande. Fray Masseo empezó a dar
vueltas y más vueltas, y tantas fueron las que dio, que con el mareo que este
movimiento produce cayó varias veces por el suelo, pero Francisco no le decía
que se detuviera, y él, queriendo obedecerle fielmente , se levantaba y seguía
dando vueltas…

Y por fin cuando más rápido giraba, el santo le dijo; deténgase, quieto, no se
mueva. Él se detuvo y Francisco le preguntó: ¿hacia qué sitio quedó mirando?
Hacia Siena, respondió Masseo. Pues hacia allá es que Dios quiere que viajemos.
Y se fueron a Siena.

Con estas y otras humillaciones lo fue formando Francisco, y Masseo llegó a un


alto grado de santidad. Vivió muchos años y cuando se dedicaba a la oración se
olvidaba de todo lo demás y ni siquiera se daba cuenta de lo que sucedía a su
alrededor. Cuando contemplaba lo celestial se emocionaba y emitía un pequeño
grito de emoción. Esto le sucedió por muchos años. Cuando ya era muy anciano
le preguntó un novicio por qué no cambiaba su gritico, y el santo fraile le
respondió: es que cuando al sentir algo y se encuentra una dicha completa, no
hay para que tratar de cantar de otra manera.

Fray Junípero

Entre los primeros discípulos de San Francisco, pocos se han hecho tan famosos
como Fray Junípero. Este era el prototipo del hombre ingenuo, sin malicia,
sencillote hasta el extremo, que obraba sin malicia y sin mala intención, pero que
a veces las cosas le resultaban al revés.

De tal manera lo apreciaba San Francisco, que llegó a exclamar: Ojalá Dios me
diera una Montaña llena de solo Juníperos.

Un día un enfermo en plena fiebre gritó; ¡lo único que yo me comería sería la pata
de un marrano! Lo oyó Junípero y se llevó un cuchillo y corriendo llegó a una
cochera cercana y sin más ni más, ¡le cortó la pata a un pobre marrano!, y se la
trajo y la cocinó y se la llevó al afiebrado enfermo.

Pero poco después llegó furibundo el dueño de los cerdos a reclamar por
semejante marranicidio que había cometido aquél Fraile. A San Francisco se le
ocurrió que por ahí debía haber estado el tal Fray Junípero y lo llamó para ver
cómo solucionaban el problema. El humilde le dijo al santo que a él le había
parecido lo más natural traerle una pata de marrano al pobre enfermito y que en
seguida iba a pedirle excusas al dueño del animalejo. Y se fue y lo alcanzó por el
camino.

El encolerizado hombre lo trató de atrevido, atarván, ladrón, asesino, y le dijo


otras bellezas más. Pero Fray Junípero no se disgustó por ello, sino que se puso
a explicarle con tanta humildad y sencillez que él solamente lo que había tratado
de hacer era consolar a un pobre hambriento que ardía en fiebre, y supo hablarle
tan sumamente bien, que aquel campesino terminó llorando de emoción, y se fue
y cocinó el marranito y muy bien preparado se lo trajo a los frailes para que
gozaran de un buen almuerzo.
Otro día otros frailes se fueron a misionar y el superior le dijo a Junípero que se
quedara cuidando el convento y que les tuviera una buena comida para cuando
por la tarde llegaran todos cansados y desfallecidos de hambre.

Al frailecito se le ocurrió que a esos frailes tan sacrificados había que prepararles
una comida bien fuerte que los llenara de vigor, y se fue a una casa vecina y
pidió prestada una gran olla y allí echó varias gallinas sin desplumar y sin
sacarles los intestinos, y un montón de hortalizas sin lavar, y bastantes
legumbres sin quitarles la cascara. Encendió después una gran fogata, llenó de
agua la olla y se puso a cocinar toda aquella mescolanza tan horrible.

Cuando los frailes volvieron al convento se encontraron a Junípero junto a una


hoguera gigantesca, removiendo con un palo ese guiso tan raro que había entre
la inmensa olla, y saltaba de un lado a otro con una alegría que producía
encanto al verlo. Luego llamó a todos los religiosos al comedor y lleno de emoción
les dijo; hoy han trabajado y se han agotado más que los otros días. Por eso les
hice una comida más abundante que la que se cocina en otras ocasiones, y que
les alcanzará para toda una semana. Vengan hermanos y coman tranquilamente
para que recobren sus fuerzas.

Pero ningún fraile pudo ni siquiera probar semejante mazacote de plumas,


intestinos sin lavar, frutas sin pelar y verduras sin haberles quitado la tierra.

El pobre Junípero reconoció su gran error y de rodillas y arrastrándose por el


suelo fue besando los pies a cada fraile, pidiéndoles perdón llorando, por
semejante burrada que había cometido.

Se nota que en su casa nunca se tomó el trabajo de averiguar cómo era que su
mamacita hacía un almuerzo.

Una noche un superior lo llamó disgustado para hacerle un reclamo por esas
imprudencias que el dicho fraile vivía cometiendo. Fray Junípero aceptó el regaño
entero sin decir palabra ni excusarse y luego se fue para la cocina y preparó un
buen guiso, y a horas tardes de la noche oyó el superior que llamaban a la
puerta de su habitación. Era Junípero que llegaba llevando en una mano una
vela encendida y en la otra un plato de guiso. Lo saludó muy humildemente y le
dijo: padre mío, mientras usted me regañaba yo lo veía muy pálido por la rabia y
notaba que de tanto ponerse bravo usted se estaba debilitando. Por eso fui y le
hice este guiso para que reponga las fuerzas que perdió con se mejante regaño
que me dio. El otro se dio cuenta de que bajo esa apariencia de humildad había
un llamado de atención hacia sus exageradas rabietas y le respondió; es el colmo
de la indiscreción, cómo se le ocurre venir a despertarme a estas horas por
semejante bobada, llévese ese guiso que no me interesa para nada.

Entonces Junípero con su extrema sencillez le dijo; ya que no desea comer nada,
¿quiere tenerme la vela mientras yo me como el guiso?
El superior quedó desarmado ante semejante ingenuidad y se sentó junto al
Frailecito, y entre los dos dieron buena cuenta de tal guiso.

Y sucedió una vez que fue enviado a Roma y varias señoras de la alta sociedad al
tener noticia de la llegada de tan curioso Fraile salieron a las afueras de la
ciudad a recibirle. Entonces Junípero al saber esto, dispuso hacerles una de sus
jugarretas.

Vio a unos muchachos jugando al machín machón, que consiste en poner una
viga sobre un soporte y colocándose joven en cada uno de sus extremos
columpiándose. Estaban dos jovencitos columpiándose, y colocando a los jóvenes
a un extremo de la viga, él se sentó en el otro extremo y allí se quedó
columpiándose sabrosamente sin hacer caso a las señoronas.

Ya podemos imaginar la rabieta de las madonas millonarias. Volvieron a Roma


diciendo que ese tal Junípero no era ningún santo sino un pícaro, un payaso, un
maleducado que no había visto jamás ni por el forro las etiquetas de la alta
sociedad. Pero él pudo entrar después a la ciudad calladito, y sin ningún
recibimiento que pudiera aumentar su vanidad.

Después de que murió San Francisco, cuando Santa Clara se sentía muy
enferma y postrada en la cama, llamaba a Fray Junípero para que le recordara
algunas de las enseñanzas del santo fundador. Solía decir: ¿hermano, qué
noticias buenas me puede contar hoy de parte del buen Dios? Y Junípero
colocándose cerca de la cabecera de la santa enferma empezaba a hablar de tal
manera que Clara y sus religiosas no podían menos que exclamar: cada palabra
de este Frailecito parece una chispa venida del cielo para encender en amor a
Dios a las gentes de la tierra.

Todas estas cosas lo iban haciendo tan famoso que las gentes corrían a verlo
donde quiera que llegaba.

Fray Juan el Simple

Otro de los primeros seguidores de San Francisco fue un sencillo campesino que
al ver un día al santo barriendo la Iglesia de un pueblo, le agradó tanto este
modo de ser tan servicial y tan humilde, que le pidió que lo admitiera en su
comunidad. Pero sucedió luego que sus hermanos vinieron a reclamar a
Francisco porque les quitaba ese trabajador tan forzudo de su finca.

El santo le preguntó a Juan que propiedades tenía, y él le contó que poseía un


hermoso y fornido buey. Francisco les propuso a los hermanos que, si les parecía
bien, Juan les regalaba el buey con tal de que lo dejaran irse de religioso, y a los
otros les pareció muy bueno el negocio y lo dejaron ir.
Pero a Fray Juan se le ocurrió que para ser santo tenía que dedicarse a imitar en
todo a Fray Francisco. Y así empezó a repetir todo lo que el santo hacía. Si
Francisco tosía, Fray Juan también tosía. Si el fundador se rascaba su cabeza,
Juan el simple se rascaba también la suya. Si san Francisco se arrodillaba a
rezar, alzaba las manos o sollozaba, Juan hacía otro tanto.

Al fin Francisco se enteró de todo esto y le dijo: hermano mío, la perfección no


consiste en imitar a otros. Dios no quiere que nadie sea la copia de otra persona.
Cada uno tiene que tratar de conseguir su propia santidad a su manera y de
acuerdo con su naturaleza y sus fuerzas y no volviéndo se un repetidor de lo que
los otros hacen.

Fray Juan le contó que se trataba de que él había hecho la promesa de imitarlo
en todo, hasta en los más pequeños detalles, y bastante le costó al buen
hermano de Asís convencerlo de que una promesa tonta como esa no le obliga a
nadie.

Fray León

Fue el confesor, secretario y compañero de camino de Francisco. Era de Asís y


había sido ordenado de Sacerdote. Se entendían con Francisco como los dos
mejores hermanos del mundo. Pero nuestro santo para suavizarle su terrible
nombre de León, le puso como sobrenombre el Corderito, y gustaba llamarlo:
León Corderito, Ovejuela de Dios.

En aquel libro bellísimo que se titula “Florecillas de San Francisco”, se narra que
un día yendo por un camino Francisco y Fray León, para emplear el tiempo en
alabanzas al Señor, le propuso el Santo a este su gran amigo y que al mismo
tiempo era su confesor y su secretario, que dijeran entre los dos una ración muy
especial.
Le hizo la siguiente propuesta: yo diré, por ejemplo; oh hermano Francisco, tanto
mal que he hecho. ¡Me merezco el castigo del infierno! Y usted responde; tiene
razón, se merece el infierno más profundo y terrible.

Bueno, bueno, respondió Fray León. Empecemos… Comience Padre en el Nombre


de Dios... Entonces Francisco empezó a decir: hermano Francisco, es tanto el
mal que he hecho y son tantos mis pecados, que merezco el mismo infierno.

Y Fray León, con toda su sencillez respondió: es tanto el bien que Dios va a hacer
por medio de usted hermano Francisco, que un día logrará ir al paraíso.
El santo le dijo: no hermano León. No es así como me debe responder. Cuando yo
diga: Francisco, son tantas las maldades que he cometido, que soy digno de que
Dios me trate con toda severidad y me castigue, usted debe responder; sí tiene
razón, se merece ser echado al infierno con todos los condenados.
Si, si, como usted mande mi buen Padre, respondió León. Y Francisco empezó a
decir sollozando de arrepentimiento y suspirando de tristeza.
Oh mi Dios y Señor: son tantas las iniquidades y maldades que he cometido que
lo único que merezco es que me mandes los más terribles castigos.
Y Fray León respondió: hermano Francisco; Dios le tiene un puesto especialísimo
entre los bienaventurados del cielo.

Y Francisco maravillado de que León le respondía siempre lo contrario de lo que


él decía, le preguntó; pero, ¿por qué no me responde como le he mandado? Ahora
le ordeno por santa obediencia, que cuando yo diga: oh pobre Francisco, ¿se
imagina que Dios le va a tener misericordia después de tantas maldades que ha
cometido? Fray León me responderá: usted no es digno de que Dios le tenga
misericordia.

Pero en seguida cuando Francisco terminó de decir conmovido: ¿acaso es que


Dios me va a tener misericordia después de tantas maldades que he cometido?
Respondió entusiasmado su Fraile amigo: la misericordia de Dios es mayor que
nuestras maldades, Dios no solamente le concederá a Fray Francisco el perdón
de todos sus pecados, sino que le concederá muchísimos favores más.

Entonces San Francisco lleno de santo disgusto le preguntó a Fray León:


hermano, ¿por qué ha desobedecido una vez más y no ha respondido como yo le
había mandado? Y el Frailecito le respondió: Oh Padre mío; he hecho todo lo
posible por decir las palabras que me había ordenado decir, pero siento dentro de
mí una fuerza de Dios que me obliga a decir lo que he dicho.

Entonces el santo le propuso por última vez: ahora si Fray León va a responder lo
que yo le diga, dándome un terrible regaño. Y empezó a exclamar: pobre y
miserable Francisco; ¿con todas sus maldades todavía se imagina que Dios le va
a tener misericordia? E inmediatamente exclamó León: claro que sí, porque el
que se humilla será enaltecido… ¡Y por favor Padre, no me ruegue más que le
diga cosas en su contra porque mi Dios Santo no me permite decírselas!

Otro día caminaban Francisco y Fray León por un camino lleno de nieve y
atormentados por un grandísimo frio, y el santo llamó a León que iba un poco
más adelante y le dijo: óigame bien Fray León; aunque nuestros religiosos den
siempre los mejores ejemplos de santidad, escriba y recuerde que no está en ello
la perfecta alegría.

Y andando un poco más, lo llamó por segunda vez y le dijo: hermano León;
aunque nuestros religiosos hagan hablar a los mudos, ver a los ciegos, andar a
los tullidos y resuciten a los muertos, anote y recuerde que no está en esto la
perfecta alegría.

Y cuando habían avanzado otros pocos metros, gritó Francisco otra vez; oiga
hermano León; aunque nuestros religiosos sepan hablar todos los idiomas de la
tierra y se aprendan de memoria las Sagradas Escrituras, y anuncien el futuro y
lean las conciencias, escriba y anote que no está en esto la perfecta alegría .

Siguieron andando y un poco más allá lo llamó otra vez Francisco y con fuerte
voz exclamó: recuerde Fray León; aunque nuestros religiosos supieran todos los
secretos de la medicina y conocieran perfectamente las ciencias de los astros y
descubrieran a las mil maravillas los secretos de las plantas medicinales y todo
lo que la ciencia enseña acerca de los peces, de las aves, de los vegetales, de los
seres humanos, de los minerales, y del agua, anote que no está en ello la perfecta
alegría.

Después de andar otro rato en silencio volvió a decir el santo con fuerte voz: oh
hermano León; aunque nuestros religiosos prediquen tan sumamente bien que
logren convertir a millones de pecadores, escriba y anote que no está en ello la
perfecta alegría.

Ya llevaban varios kilómetros meditando en este asunto, cuando León muy


admirado le preguntó: oh Padre amado, en Nombre de Dios le ruego que me diga
en qué está entonces la Perfecta Alegría.

Y San Francisco le respondió: Si cuando lleguemos al convento, empapados por


la lluvia, tiritando de frio, llenos de barro y desfallecidos de hambre, llamamos a
la puerta y sale el portero y nos dice; ¿Quiénes son ustedes? Y le respondemos:
somos dos hermanos, religiosos de la comunidad. Y él lleno de malgenio nos dice;
no es verdad, ustedes son unos vagos, dos haraganes, que viajan por el mundo
engañando a los demás y consiguiendo limosnas a base de mentiras.
Desaparezcan de aquí inmediatamente. Y no nos abre la puerta y nos hace
quedar allí entre la lluvia y el frio por varias horas, y con semejante hambre tan
grande. Entonces hermano: si soportamos este maltrato con toda paciencia y por
amor a Dios, y no murmuramos, ni protestamos, ni criticamos, sino que más
bien pensamos humildemente que aquel portero sí nos conoce y sabe lo malos
que somos y que lo que nos dice lo ha dicho en Nombre de Dios. Oh hermano
León; escriba y anote que en esto sí está la perfecta alegría .

Y si seguimos llamando a la puerta y sale el portero y nos hecha lejos como a dos
bribones y nos da puñetazos y nos dice palabras muy humillantes y nos grita
diciéndonos: márchense de aquí, vayan a buscar refugio en el asilo de los vagos,
aquí no les daremos ni siquiera un pedazo de pan, y mucho menos les vamos a
dar hospedaje. Y si nosotros soportamos todo esto con alegría, por amor de Dios
y como pago de nuestros pecados. Oh hermano León; anote y escriba que en esto
sí está la perfecta alegría .

Y si nosotros obligados por el hambre y por el terrible frio de la noche seguimos


llamando a la puerta y con muchos ruegos suplicamos que por lo menos nos
dejen entrar al zaguán para que la lluvia no nos empape más, y el portero
enfurecido sale con un garrote en la mano y tratándonos de bribones y de vagos
inútiles nos da una soberana paliza, y nos lanza entre el barro del suelo, si
nosotros soportamos todo esto con alegría, recordando que a Cristo Nuestro
Señor también lo azotaron, y por amor a Él ofrecemos todos estos sufrimientos.
Oh hermano León: escriba que en esto sí está la perfecta alegría .
Y escribe la enseñanza final: entre todos los favores que Cristo les regala a sus
amigos, el mayor consiste en saberse dominar uno así mismo y en soportar con
paciencia las cosas desagradables que le suceden, y todo por amor a Nuestro
Señor.

CAPÍTULO 12
SANTA CLARA DE ASÍS

Ciertos personajes famosos han tenido junto a sí una mujer formidable que les
ha ayudado inmensamente en su actividad espiritual. Para San Luis, rey de
Francia, fue su santa madre Blanca de Castilla, y para San Juan Bosco fue la
formidable Mamá Margarita.

San Francisco de Sales, tuvo como discípula fidelísima a Santa Juana de


Chantal y a San Francisco de Asís le dio el buen Dios a Santa Clara, su más fiel
servidora.

Clara nació en Asís en 1194, de la familia Scifi que pertenecía a que pertenecía a
la más alta aristocracia de la ciudad. Su Padre se llamaba Favorino y la Madre
Ortolona. Tuvo tres hermanas y un hermano. La Mamá había hecho una larga
peregrinación a Jerusalén y Roma pidiendo a Dios que le concediera un hijo que
fuera la luz del mundo. Por eso al nacer esta su hijita, le puso por nombre Clara,
que significa; reluciente, brillante.

La niña fue educada muy esmeradamente en su familia que era de origen


guerrero y donde por lo tanto se tenía una disciplina rigurosa en todo. Desde
pequeñita se aficionó a leer la vida de Santos, y gozaba con esta lectura.

Para imitar a esos grandes personajes de la religión, practicaba fuertes


mortificaciones, ayudaba mucho a los pobres y decía muchísimas pequeñas
oraciones y jaculatorias, cada día, valiéndose para contarlas de una especie de
camándula, hecha de piedrecitas amarradas con una cuerda.

A los quince años era muy hermosa y la pretendía en matrimonio un joven de


noble familia y muy del agrado de los padres de la muchacha, pero la joven les
dijo que ella pensaba consagrarse totalmente a Dios y que no había pensado en
casarse.

Cuando Clara tenía 16 años volvió Francisco de Roma, con un permiso del Sumo
Pontífice para predicar en todas partes, y le encomendaron que predicara en Asís
los sermones de cuaresma.
Aquellas predicaciones fueron para ella un golpe de gracia. Se propuso imitar a
este Santo en su total desprendimiento de todo lo material y ser en adelante su
más obediente discípula.

Aprovechando que dos de los Frailes de Francisco, (Rufino y Silvestre) eran


familiares de los Scifi, consiguió una entrevista secreta con el Santo y
acompañada de una prima suya, la viuda Bona, se fue a charlar con él.

San Francisco ya había oído hablar de la extraordinaria virtud de esta muchacha


que siendo de familia rica no dedicaba a vanidades tontas como muchas de sus
compañeras, sino que llevaba una vida verdaderamente digna de admiración, y
se puso a arrebatarle al mundo esta alma y dedicarla totalmente al servicio de
nuestro Señor. Le aconsejó que renunciara a todos los atractivos del mundo y
que se dedicara por completo a conseguir la santificación de su alma y la
extensión del reino de Cristo.

Desde entonces Francisco fue director espiritual de Clara y con esta dirección
empezó ella a obtener admirables progresos en santidad.

La Noche de La Fuga

Francisco y Clara se pusieron de acuerdo en que ella se fugaría de su casa la


noche del domingo de Ramos para irse de religiosa (ya que su familia no quería
de ninguna manera permitirle hacerlo). Aquel domingo la joven se puso sus
mejores vestidos y se colocó sus mejores joyas, de manera que todos en su
familia estaban admirados y en verdad que aparecía muy elegante. De esta
manera se fue a la Santa Misa.

Aquel era su día de despedida del mundo.

En la ceremonia de la repartición de Ramos todos pasaban adelante a recibir el


Ramo de manos del Señor Obispo, en Asís, pero Clara no pasó. Estaba tan
emocionada y como fuera de sí, que se quedó en su banca sin moverse.
Monseñor Guido se dio cuenta de ello, y contra lo que acostumbraba, recorrió el
templo y se fue a donde estaba la joven y le dio el Ramo de Palma para la
procesión.

Aquella noche mientras todos en su casa dormían, Clara se fue saliendo


secretamente de su casa a través de una puerta trasera que siempre permanecía
cerrada y que estaba obstruida por un montón de leña que ella tuvo que apartar
cuidadosamente para no hacer ruido. En su fuga la acompañaba su prima Bona.

En la Porciúncula la estaba esperando Francisco y todos sus Frailes los cuales


salieron a recibirla con antorchas encendidas.
Ella pasó a la capillita de la Virgen, se arrodilló ante la santa imagen y delante de
la Madre y del Niño Jesús se consagró a la vida religiosa. Luego cambió sus
elegantes vestidos por una rustica túnica de color de tierra y en vez de sus
lujosos zapatos se calzó unas sencillas sandalias. Luego delante de Francisco y
de sus Frailes hizo sus tres votos o juramentos de Pobreza, Castidad, y
Obediencia, y eligió a Fray Francisco como su superior. Así la elegante y
ricachona señorita Clara Scifi se convertía en la sencilla Sor Clara de Asís.

San Francisco tomó unas tijeras y cortó la hermosa y abundante cabellera de


Clara y sobre su cabeza colocó un sencillo manto de religiosa, y aquella misma
noche la llevaron al convento de las hermanas Benedictinas que distaba cinco
kilómetros de allí.

San Francisco decía: Gracias Señor porque le has concedido a esta hermana
nuestra, la gracia de renunciar al mundo y dedicarse totalmente a conseguir su
propia salvación.

La Persecución de La Familia

La rica y orgullosa familia de los Scifi no iban a permitir sin más ni más que su
hija en vez de contraer un brillante matrimonio se fuera a vivir en pobreza y
ocultamiento. La encontraron en el convento de las Benedictinas y quisieron
llevársela a la fuerza. Ella se agarró del altar y cuando ya estaban dispuestos a
agarrarla de allí, se quitó el velo y apareció su cabeza rapada. Los familiares se
dieron cuenta de que su decisión era total, y la dejaron en paz.

Francisco, para librarla de nuevos ataques, la hizo llevar a otro convento de


Benedictinas, distante de allí.

Y sucedió que poco después, sus papás, don Favorino y la señora Ortolona
tuvieron otro tremendo disgusto. Y es que su segunda hija, Inés, también
desapareció del hogar y apareció junto a Clara, dedicada a la vida religiosa. Su
hermano y otros familiares acudieron a las armas y se propusieron volverla a su
casa a la fuerza. Ya estaba comprometida en matrimonio y hasta se había
señalado la fecha de la boda y ahora se le iba también al convento.

Doce hombres armados llegan al convento a llevarse a Inés para su casa. Le dan
golpes, puñetazos y patadas. La agarran por los cabellos y la arrastran hacia la
calle. Inés grita emocionada: ¡Clara, Clara ayúdame! Su hermana reza por ella. Y
de pronto los 12 fornidos hombres se quedan como clavados en el suelo. No
logran hacer moverse a Inés. Parece de piedra, está inconmovible.

Uno de aquellos fornidos militares le lanza un tremendo puñetazo, pero el brazo


se le queda paralizado en el aire y no logra herir a la Joven. Entre tanto llega
Clara y le entregan a Inés medio muerta. Los hombres se retiran diciendo que
esa mujer debe tener algún encantamiento porque ha resultado más fuerte que
todos ellos juntos.

Desde entonces cesaron las persecuciones de los familiares contra las dos
hermanas monjas, y poco después su otra hermana, Beatriz, se fue también de
monja al mismo convento, y allí llegó la misma mamá, doña Ortolona, cuando
quedó viuda y terminó su vida como santa monja, súbdita de su hija Clara.

La Comunidad de Las Clarisas

Los Monjes Benedictinos que ya le habían cedido a Francisco la Iglesita de la


Porciúncula, le obsequiaron también la Iglesia de San Damián, con el pequeño
convento que le estaba adjunto, y allí se fue a vivir Clara con sus compañeras
que habían decidido dedicarse a la vida religiosa. En el convento de San Damián
vivirá esta Santa mujer durante 42 años, dedicándose a las más heroicas
penitencias y alcanzando un altísimo grado de santidad, mediante la oración, el
trabajo, el sufrimiento, la meditación en medio de una continua alegría, y
conquistando con su ejemplo y sus plegarias un gran número de nuevas
vocaciones para su naciente comunidad religiosa.

Muchas Jóvenes optaron por seguir el género de vida que había escogido Clara, y
dejaron todos sus bienes, y se fueron a vivir en estricta pobreza en el convento.
Algunas mujeres ricas gastaron su dinero en fundar nuevos conventos y ellas
mismas se fueron a vivir allá como religiosas. Hasta hubo hogares en los cuales
el marido se fue de Franciscano y la esposa de monja Clarisa. Por todas partes se
extendía el deseo de dedicarse a imitar a Francisco y a Clara en este modo santo
de vivir.

La primera condición para ser admitida en el convento de Santa Clara era la


misma que imponía San Francisco a los que deseaban ser Franciscanos: dar
todos sus bienes a los pobres, y estar dispuestos a vivir en total pobreza. Los
medios de subsistencia eran los mismos de los Franciscanos; el trabajo y la
limosna. Mientras unas monjas se quedaban en el convento trabajando en obras
manuales, otras salían por las calles a pedir limosna de puerta en puerta.

Dicen que cuando al Papa Honorio III le presentaron el reglamento de las monjas
Clarisas redactado por San Francisco y Santa Clara, se quedó admirado porque
allí se le pedía el permiso de ser siempre pobres. En cambio, otras personas
pedían todo lo contrario.

Aunque había sido nombrada superiora de la comunidad, sin embargo, ella


servía en la mesa a las demás. Cuando las que habían ido a pedir limosna
volvían al convento, les lavaba los pies. Cuidaba con el más exquisito esmero a
las enfermas. Se preocupaba por atender a cada una con cuidados
verdaderamente maternales.

Era una gran trabajadora. Ni siquiera cuando estaba enferma dejaba de trabajar,
y así cuando sus continuas enfermedades la obligaban a estarse quieta en la
cama, pasaba horas y horas bordando, y así bordó docenas de manteles, que
regaló para los altares de las Iglesias más pobres de la región.

Por la noche se quedaba largos ratos en la Iglesia de San Damián frente al


Crucifijo que le había habló una vez a San Francisco, y meditaba la pasión y
muerte de Jesús. Por la mañanita era la primera en estar en la capilla para la
oración.

Clara dormía sobre un montón de ramas secas de vid y por almohada tenía una
tabla. Más tarde obtuvieron que durmiera sobre un cuero, en el suelo, y que
aceptara una dura almohada de trapos. Finalmente, por mandato expreso de San
Francisco colocó en su lecho un colchón relleno de paja.

En cuaresma (los 40 días anteriores al Viernes Santo) y en adviento (las cuatro


semanas anteriores a la Navidad) ayunaba, y su alimento consistía solamente en
pan y agua. Durante los demás días era tan poquito lo que comía que el Obispo
Guido tuvo que mandarle que por obligación tenía que comerse por lo menos un
pan cada día. Poco a poco la experiencia le fue enseñando a no ser demasiado
exagerada en las penitencias porque se le dañaba la salud. Y más tarde escribirá
a sus religiosas; recuerden que no tenemos cuerpo de acero ni de piedra. Por eso
debemos moderar los exagerados deseos de hacer penitencias porque la salud
puede sufrir daños muy serios.

Cuando volvía del templo, después de haber rezado por horas y horas, su rostro
resplandecía y su espíritu irradiaba una gran alegría, y las palabras que
pronunciaba entusiasmaban a las demás. Cuando meditaba en las Cinco
Heridas de Jesús Crucificado se llenaba de una fuerte emoción. Un Jueves Santo
por la tarde, estando en adoración ante el Santísimo Sacramento en el
monumento, se quedó en éxtasis y así estuvo durante 24 horas, sin darse cuenta
de lo que sucedía a su alrededor, contemplando lo sobrenatural, y sintiéndose
muy cerca a Dios.

En Navidad se llenaba de inmenso entusiasmo al contemplar al Niño Jesús en el


pesebre, y en sus últimos años repetía aquella popular estrofa “Dice el Padre San
Francisco, que el día de Navidad, si alguno no se entusiasma, es que no ama de
verdad.

Santa Dureza de San Francisco


El Santo al darse cuenta de que Clara y sus religiosas sentían hacia él una
profunda veneración, y que lo amaban casi en demasía, se propuso irlas
encaminando a que sus afectos y aprecio se dirigieran solamente hacia Nuestro
Señor y no hacia un pobre hombrecillo de la tierra. Por eso sus visitas al
convento de Santa Clara que al principio habían sido muy frecuentes, empezaron
a hacerse cada vez más raras y escasas.

Algunos se extrañaron de esto y le dijeron que ese comportamiento podría


aparecer como una falta de cariño hacia las religiosas. Francisco les respondió
que él no quería que el gran amor que cada religiosa debe tener hacia Jesucristo,
lo fueran a desviar y a encaminar hacia un simple fraile.
Pocas cosas deseaban tanto Clara y sus monjas como que Fray Francisco fuera a
predicarles un sermón. Y tanto le rogaron que al fin fue a predicarles. Ya
podemos imaginar la alegría desbordante de todas estas sencillas religiosas al
saber tan gran noticia. Deseaban tanto escuchar sus palabras y contemplar su
santo rostro.

El Santo llegó junto al altar y se quedó un buen rato con los ojos elevados hacia
el cielo orando fervorosamente en silencio. Luego llamó a la hermana sacristana
y le pidió que le trajera una vasija con ceniza, y con ella hizo una circunferencia
alrededor de él y la ceniza que le sobró se la echó sobre su propia cabeza. En
seguida rompió el silencio, pero no para predicar sino para recitar despacio y con
gran fervor el salmo de los pecadores arrepentidos, el Salmo 51 que dice:
Misericordia Dios mío por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa.
Contra ti, contra ti solo pequé. Cometí la maldad que aborreces. Apenas hubo
terminado de recitar aquel salmo de humildad, se marchó rápidamente. Con
esto, les enseñó a las monjas que en él no debían ver sino a un pobre pecador,
necesitado del perdón de Dios.

Una Comida Muy Especial

El bellísimo libro titulado: “Las Florecillas de San Francisco”, narra que Santa
Clara sentía un grandísimo deseo de comer alguna vez con este santo, y aunque
le rogó repetidamente, él nunca quiso aceptar aquella invitación. Por lo cual los
religiosos viendo el gran deseo de la Santa Monja, le dijeron; Padre, nos parece
que no está de acuerdo con la verdadera caridad la demasiada rigidez que emplea
con tan buena religiosa, tan predilecta de Dios, ¿por qué no darle gusto en tan
pequeño detalle como es el compartir una simple comida? Tanto más que por
haberle oído sus sermones, ella dejó las riquezas del mundo y se hizo religiosa.
Aun si le pidiera mayores favores no se le deberían negar, ¿por qué no en esto
que es poca cosa? Entonces respondió el santo: ¿les parece que debo atender sus
ruegos? sí Padre, le dijeron ellos; es justo darle tal consuelo.

Bueno, bueno, respondió Francisco: si a ustedes les parece bien, a mí también


me parece. Pero para que la alegría de ella sea mayor, vamos a hacer esa comida
en nuestro convento de la Porciúncula, para que así Clara que lleva años y años
encerrada en su convento tenga una salidita al venir hasta acá, y vuelva a visitar
a su querida Iglesita donde renunció a su cabellera y a sus vestidos lujosos y a
sus riquezas y empezó a vestir y a vivir como una pobre monjita de convento.
Aquí comeremos juntos en Nombre de Dios.

Y llegada la fecha convenida. Santa Clara salió de su convento, acompañada por


una monjita y seguida por los frailes de San Francisco se dirigió hacia la
Porciúncula donde vivía el santo. Allí en la pequeña Iglesia saludó devotamente a
la Santísima Virgen ante cuyo altar le había sido cortada su cabellera y había
tomado el velo de monja. Luego la llevaron a conocer el convento, y en seguida
llagó la hora de comer.
San Francisco hizo colocar los alimentos sobre el pasto del suelo, como lo
acostumbraba a hacer con sus visitas y allí se sentaron Francisco y Clara, y la
monjita que la acompañaba y un fraile compañero del santo. Luego los demás
frailes se sentaron a su alrededor a acompañarlos en aquella comida. Y después
de los primeros bocados de alimento empezó Francisco a hablar de Dios y de sus
bondades de una manera tan maravillosa que todos se fueron quedando como
extasiados y fuera de sí.

Y dicen las crónicas que mientras Francisco hablaba de las grandezas de Nuestro
Señor, y Clara y los frailes le escuchaban conmovidos y estáticos, desde la
ciudad de Asís la gente vio un gran resplandor que rodeaba a la Porciúncula, y
creyendo que era un terrible incendio que devoraba a la Iglesia, al convento y al
bosque entero, corrieron hacia allá a tratar de apagar el fuego, pero al llegar solo
encontraron que el santo y sus acompañantes estaban como fuera de sí
contemplando el cielo y meditando en las bondades de Dios, sentados alrededor
de unos pobres alimentos. Con lo cual comprendieron que lo que habían visto no
era un fuego material, sino un fuego espiritual, y volvieron a la ciudad con gran
consuelo en su corazón por tener por allí gentes tan santas, y con un profundo
deseo de ser también ellos buenos amigos de Dios.

Clara se enfrenta a los Atacantes

Un día el convento fue atacado por una tropa de musulmanes, tremendos


enemigos de la Iglesia Católica. Las monjitas sabían que, si estos feroces
adversarios entraban al convento, ellas morirían todas asesinadas. Temblorosas
se reunieron alrededor de Clara que estaba sufriendo por aquellos días una de
sus frecuentes enfermedades. La valerosa mujer se fue a la capilla, tomó en sus
manos la custodia de plata y marfil donde estaba la Hostia Consagrada y
después de orar con el mayor fervor, llevando la custodia en alto, se les enfrentó
a los invasores. En ese momento se escuchó que de la Santa Hostia salía una voz
como si fuera la del Niño Jesús que les decía: “Animo, Yo seré siempre su
protector”. Los mahometanos se llenaron de un terror muy especial y salieron
huyendo sin hacer ningún daño ni al convento ni a las religiosas.
En otra ocasión los musulmanes sitiaron a la ciudad de Asís y se propusieron
invadirla. Pero Clara y sus monjas se dedicaron a rezar por la ciudad, y de un
momento a otro, sin saber por qué, los sitiadores se alejaron y dejaron en paz a
los ciudadanos de Asís, los cuales quedaron muy agradecidos con las monjitas
Clarisas.

Llegó a Asís la noticia de que varios frailes Franciscanos habían ido a predicar el
evangelio a Marruecos y que los Mahometanos los habían martirizado. Esto
emocionó enormemente a Clara y a sus Monjas, las cuales se propusieron irse
ellas también a Marruecos a derramar su sangre por proclamar la Religión de
Cristo. Solamente la severa prohibición de Francisco logró que desistieran de tan
atrevida decisión.

Cuando nombraron Sumo Pontífice a Gregorio Nono, gran amigo de San


Francisco, ese papa se propuso determinar que el convento de Santa Clara
pudiera tener algunas posesiones de tierra para asegurar su subsistencia para el
futuro. Y le dijo a la santa; “Yo como Pontífice las puedo dispensar de cualquier
promesa que tengan de vivir en total pobreza, y así podrán tener algunas
posesiones”. Pero la santa le dijo; “Ay Santo Padre, concédame más bien la
absolución y el perdón de todos mis pecados, pero no nos conceda jamás la
autorización para vivir sin pobreza, pues queremos imitar a Nuestro Señor
Jesucristo que nació en la pobreza, vivió totalmente pobre y murió en pobreza
total”.

Siguió insistiendo ante la Santa Sede en Roma y tubo después la dicha de que,
dos días antes de su muerte, le llegó el decreto del Papa Inocencio III que le
reconocía a perpetuidad a ella y a sus monjas el derecho de vivir en total
pobreza.

Al contrario de Francisco que murió muy joven, Santa Clara, a pesar de sus
muchas mortificaciones, logró llegar a una edad avanzada. Murió de 60 años,
después de 41 años de vida religiosa. Una de las mayores penas de su vida fue la
muerte de su queridísimo padre espiritual, San Francisco, en 1226.

Cuando nuestro Santo estaba moribundo, le mandó Santa Clara un mensaje


diciéndole que deseaba mucho ir a visitarlo. Él le envió unos frailes con este
mensaje: “Digan a Sor Clara que no se entristezca por mi muerte, que ahora no
será posible que venga a verme, pero que tanto ella como sus compañeras, me
verán antes de su muerte, con lo cual recibirán gran confortamiento”.

Y así sucedió. Al día siguiente de la muerte de Francisco, su cadáver fue llevado


en solemne procesión desde la Porciúncula hasta la ciudad de Asís, con himnos,
canticos, y clamor de trompetas, entre flores y antorchas encendidas en medio de
gran gentío. Y en aquel día de octubre, la caravana mortuoria, se detuvo junto al
convento donde estaba Clara y sus monjas, y el ataúd con su cadáver fue llevado
a la Iglesia del convento para que la Santa y sus religiosas pudieran ver al Santo
fundador por última vez. Ellas se estremecieron de emoción, y con gritos de
tristeza y de queja, con lloros y lamentaciones, despidieron al santo fundador. Un
testigo presencial dejó escrito: “Ni los propios Ángeles habrían podido reprimir las
lágrimas en aquella solemne ocasión”. Pero el pensar que este hombre de Dios ya
estaba gozando de la Gloria Eterna del Cielo, las llenó de consuelo.

Después de la muerte de San Francisco se consolaba grandemente Santa Clara


recibiendo en el convento la visita de los frailes compañeros del Santo: Fray León,
Fray Ángel, Fray Gil, y Fray Junípero, y oyéndoles narrar los hechos y las
enseñanzas que recordaban del hermano Francisco, tan querido para todos ellos.

La Muerte de Santa Clara

A Clara le llegó también el tiempo de partir de este mundo, para la eternidad.


Durante 28 años tuvo que sufrir muchas dolorosas enfermedades, y en el año
1253 sintió que se acercaba el fin de su vida en la tierra. Y Dios tuvo con ella un
detalle verdaderamente Paternal. Por aquel tiempo llegó a Asís el Sumo Pontífice
Inocencio IV y visitó a Santa Clara que estaba postrada en su lecho de enferma,
le dio su bendición y le concedió todas las indulgencias, y sollozando exclamó el
Papa: “Hija mía; quisiera Dios que yo no necesitara más misericordia divina que
la que necesitas tú”. Y suspirando dijo a sus acompañantes; “Ojalá yo tuviera tan
poquita necesidad de ser perdonado como la que tiene esta santa monja”. Clara
exclamó emocionada: ¡Alabado sea Dios! Esta mañana en la Sagrada Comunión
tuve el honor de recibir a Jesucristo en persona, y ahora tengo el gusto de recibir
a su representante en la tierra.

Durante las dos últimas semanas no recibe ningún alimento. Su director


espiritual le aconseja que acepte con paciencia todo lo que Dios en su Divina
Voluntad permite que le suceda, y ella responde: “Desde que mi Padre San
Francisco me enseñó a mirar el Crucifijo y a pensar en los sufrimientos que
Jesús padeció por mí, ya no hay dolor ni penitencia que me sean antipáticos, ni
enfermedad que no sea capaz de sufrir por Amor de Dios.

Manda llamar a Fray León, Fray Ángel y Fray Junípero, y les pide que le lean la
Pasión de Jesucristo en el Evangelio, y que le hablen palabras de Dios como las
que le oyeron al Santo de Asís. Fray León besa llorando esas manos moribundas.
Fray Ángel trata de consolar a las monjitas que lloran inconsolables. Clara
exclama: “Alma mía; ven sin miedo hacia la eternidad que allá te espera el
Creador, que te ama como el mejor Padre del Mundo ama a la más querida de las
Hijas”. ¡Oh Señor, te doy gracias por haberme creado y por amarme tanto! Luego
la voz de Clara se apaga, pero sus labios se siguen moviendo. Una monjita le
pregunta: ¿Madre, con quién está hablando? Y responde; “Con mi alma y con
Dios”. ¡Hay hermanas, si supieran ver ustedes al Rey del cielo como lo estoy
viendo yo!
Luego clava la mirada en la puerta de la habitación: “Ahí viene mi Madre
Santísima a llevarme”. Y ve llegar una procesión de seres celestiales de inmensa
hermosura, y más bella y más brillante que todos los demás, a la Virgen María,
que rodeada de resplandores se acerca hacia la agonizante, la abraza, la cubre
con su manto e invita a su alma a viajar hacia el cielo. Feliz final de quien en
esta vida tanto había amado y hecho amar a la Madre de Dios.

CAPÍTULO 13
FRANCISCO MISIONERO POPULAR

Francisco al ver la vida tan retirada y tranquila que llevaba Clara y sus monjas, y
la gran paz espiritual de que gozaban varios de sus frailes que se habían
dedicado a la oración y a la contemplación, tuvo la tentación de dedicar el resto
de su vida sólo a orar y a meditar en la soledad y en el alejamiento de la gente.
Pero también le parecía algo peligroso y hasta egoísta, dedicarse a cuidar
solamente de su alma sin tratar de trabajar más fuertemente por la instrucción
del pueblo que estaba tan alejado de Dios y que era extremadamente ignorante
en cuanto a religión.

Claro está que le asustaban también, los peligros a los que se exponían su
santidad al dedicarse a “empolvarse los pies” caminando por este mundo pecador
como lo decía él mismo.

Entonces, envió a alguno de sus frailes a que pidieran a Santa Clara y a algunos
de los religiosos que estaban dedicados a la contemplación, le suplicaran a
Nuestro Señor, que les iluminara qué debería hacer él en adelante: si dedicarse
solo a rezar en la soledad, o irse más bien a predicar por los pueblos. Y tanto la
monja Clara, como los frailes contemplativos, le enviaron mensajes diciéndole
que la voluntad de Dios era que se fuera a predicar a las gentes ignorantes. Y así
fue que emprendió viaje de pueblo en pueblo predicando. En Perusa logró
restablecer la paz, amistando a dos partidos contrarios que se odiaban y se
hacían la guerra.

En Florencia obtuvo que se hiciera fraile Franciscano un abogado de la


universidad de Bolonia y juez del alto tribunal, el cual empezó a convertirse
cuando un día oyó que un campesino arriaba un montón de cerdos hacia la
porqueriza diciéndoles: “entren marranitos a la cochera, que así entran los jueces
y abogados al infierno”. En Pisa obtuvo muchas conversiones con su predicación,
y después de un año de ausencia volvió a Asís para predicar los sermones de la
cuaresma. Sus acompañantes decían: “la presencia de San Francisco es pobre y
hasta desanima a los que lo ven por primera vez, pero apenas empieza a hablar
del amor de Dios y del modo como debemos corresponderle a Nuestro Redentor,
los corazones comienzan a conmoverse de manera sorprendente”. Es que su
amor a Dios era inmenso y contagioso.
Estos viajes de Francisco fueron casi una marcha triunfal. Cuando se acercaba a
un pueblo o ciudad, las campanas empezaban a repicar y las gentes salían con
palmas y flores en la mano a su encuentro, y soltaban montones de palomas al
vuelo en señal de que llegaba la paz. Lo acompañaban entre rezos y cantos y
gritos de alegría hasta la casa cural. Le traían pan para que lo bendijera el cual
llevaban a la casa para guardar ese pan bendito como una reliquia o recuerdo
santo.

De los labios de esas gentes sencillas se escuchaban continuamente esta


exclamación: “¡llegó el santo!”. Algunos de sus compañeros le decían: “¿no oye lo
que dice esa gente? ¿no le parece algo exagerado este modo de recibirlo y
atenderlo?” y él respondía: “si Dios hubiera encontrado a otro más indigno para
ese oficio, se lo habrían confiado. Si a un bandolero le hubiera concedido Dios los
favores que a mí me ha concedido, ese bandolero habría hecho obras muchísimo
mejores que las que yo hago”. Pero lo cierto es que era su grandísimo amor hacia
Dios el que le conseguía tantos triunfos.

Un obispo se admiraba de que un hombrecito tan sin presencia ninguna y con


sermones sin adornos ni oratoria, lograra semejantes triunfos y Francisco
respondía: “lo que yo consigo lo puede obtener también cualquier miserable
pecador, si el Señor en su bondad quiere ayudarle como me ayuda a mí. Todo es
obra del buen Dios y de su gran bondad”.

Un Dialogo Impresionante

A Francisco le agradaba hacerse acompañar en sus viajes apostólicos por Fray


Masseo, un hombre de mucha oración y de una admirable cortesía y amabilidad.
Por su trato agradable y amable se hacía querer de todos.

Y al ver que nuestro santo era admirado por todas las regiones por donde iba a
predicar y que a la noticia de que él llegaba se despoblaban los pueblos porque
toda la gente salía a verlo y escucharlo y si era posible tocarlo, a Fray Masseo le
llegó una fuerte duda y se la comunicó a su gran amigo entablándose entre ellos
el siguiente dialogo que se ha hecho famoso.

Un día que iban los dos caminando en silencio por un sendero solitario empezó
Masseo a decirle: hermano Francisco, tengo una seria duda. Yo me pregunto; ¿y
por qué? ¿por qué? Y no entiendo. Por qué, ¿qué? Preguntó Francisco, ¿qué es lo
que no entiende? Yo me pregunto añadió Fray Masseo, ¿por qué todos quieren
ver a Fray Francisco si no es elegante, ni hermoso ni de atractiva presencia? ¿por
qué todos quieren oírle si no es elocuente ni tiene la voz hermosa de un cantante,
ni los tonos solemnes de un gran predicador? ¿por qué todos quieren consultarle,
si no ha estudiado en ninguna universidad ni ha escrito ningún libro? ¿por qué
toda la gente viene a su encuentro si no tiene ninguna cualidad especial que
pueda cautivar a la gente? ¿por qué?

Al oír esto, Francisco se emocionó y arrodillándose por tierra, besó los pies de
Fray Masseo y le dijo: estas sí que son preguntas llenas de gran sabiduría. Te
bendigo oh Padre Señor del cielo y tierra, porque has ocultado estas cosas a los
sabios y prudentes del mundo y se las ha revelado a los humildes. Si, gracias
Padre, porque así te ha parecido bien. ¡Gracias, Altísimo y Santo Dios!

Luego dirigiendo la palabra a su compañero le dijo: óigame bien mi buen Fray


Masseo: la razón de todo esto, la dio San Pablo, cuando dijo: “Dios ha escogido a
lo que no vale en el mundo, para confundir a los que tienen fama de que sí valen.
Dios ha escogido a lo débil del mundo, para confundir a los fuertes. A lo más
despreciable del mundo lo ha escogido Dios para confundir a lo que brilla. Para
que nadie se pueda vanagloriar en la presencia de Dios”.

Y continuó diciendo emocionado: si Francisco tuviera una impresionante figura y


una gran elegancia y atractivo rostro y bella presencia, la gente diría; es su
belleza y agradabilidad lo que atrae. Si este pobre hermano tuviera una
elocuencia arrebatadora y una subyugadora voz de tenor y unas modulaciones
hermosísimas de la voz, se podría decir; lo escuchan porque les agrada mucho a
sus oídos. Si yo tuviera varios grados obtenidos en la universidad y hubiera
escrito grandes y sabios libros, podrían afirmar; es su gran sabiduría lo que le
atrae las multitudes. Pero como no poseo ninguna de esas cualidades, no queda
sino esta sola conclusión: todo es regalo totalmente gratuito de Dios. Esto es
obra del Señor Dios y solamente de Él.

Recuerde Fray Masseo: que aquella humilde Virgencita de Nazaret atrajo de tal
manera la bondad de Dios que llegó a ser la Madre del Redentor del mundo, y
ella no pudo menos que exclamar; “Mi alma proclama la bondad del Señor
porque se ha fijado en la humillación de su esclava. El Señor hizo en mí
maravillas, gloria al Señor”.

Que ¿Por qué el Señor me escogió a mí? Se lo diré hermano Masseo. Para que se
cumpla lo que le fue dicho a San Pablo: “En la debilidad brilla más el poder de
Dios”. Él me escogió a mí que no valgo nada para confundir a los que sí valen.
Para que quede evidente y bien claro a la vista del mundo entero, que lo que
convierte las personas y las transforma no es la sabiduría humana, ni las
cualidades personales, sino que quien salva y convierte y lleva a la salvación es
Dios mismo. Para que se sepa que no hay otro que logre conmover las almas sino
el mismísimo Dios Todopoderoso.

Fray Masseo le escuchaba boquiabierto, lleno de emoción. Y Francisco siguió


diciendo: mi hermano; que Dios nos libre de la tentación de quitarle a Él lo que le
pertenece; que no cometamos jamás el robo de pretender creer que somos
nosotros los que convertimos y transformamos a los demás. Seríamos unos
vulgares ladrones si nos apropiáramos los triunfos que conseguimos y nos
llenáramos de vanidad por las cualidades que tenemos, las cuales no las hemos
fabricado nosotros, sino que nos las ha prestado el buen Dios.

Oh Fray Masseo: créame; yo no soy sino un miserable y pobre pecador, y no digo


ninguna mentira al afirmar todo esto. Si cualquiera otro hubiera recibido tantas
demostraciones de amos de Dios, como las que he recibido yo, sería un fiel siervo
de Nuestro Señor Jesucristo…

Una página como esta merece muy bien figurar en las colecciones más famosas
de declaraciones de grandes personajes: difícilmente algún ser humano logrará
escribir o decir algo más bello que esto que dijo el humilde San Francisco de
Asís.

Una Humillación Más

Por aquel tiempo cayó Francisco gravemente enfermo y el medico dijo que
padecía de demasiada debilidad y le recetó que tenía que alimentarse con caldo y
carne de gallina. Y así lo obligaron a hacerlo durante varios días. Pero cuando ya
estuvo curado hizo que lo llevaran por la calle semidesnudo, con una cuerda al
cuello y le fueran diciendo: “Miren a este que se las da de muy santo, y, sin
embargo, es un descarado, come gallinas, que se la pasa alimentándose como
todo un rico”.

Con esto pretendía ser humillado, pero lo que hizo la gente fue maravillarse más
de su humildad. Entonces sucedió que al pasar él por la calle uno le gritó: “Usted
es un villano, un perezoso, un holgazán, y un inútil que no sirve para nada”. Y el
santo le respondió; “Dios te bendiga por las palabras que acabas de decir. Eso y
nada más es lo que yo me merezco que me digan”.

Para librarse de las aclamaciones del pueblo, dispuso Francisco apartarse a rezar
en perfecta soledad. Pasó los 40 días de la cuaresma del año 1211 e n una isla
deshabitada del lago Trasimeno, y en el invierno se fue a una montaña llena de
bosques y soledad, y allí con unos frailes se fabricaron unos ranchos de ramas
que más parecían guarida de fieras que habitaciones para humanos, pero así le
agradaba a él, y además el aislamiento era casi total y se prestaba mucho para
orar y meditar.

Sin embargo, en aquel aislamiento que parecía iba a ser de gran paz, fue visitado
por feroces tentaciones. La primera fue la tentación de desesperación: una voz
interna le decía; “Los demás sí lograrán salvarse, pero usted no”. Otra voz le
repetía: “Mucho mejor habría sido casarse y educar unos buenos hijos”. Cuando
la tentación de impureza se volvió más fuerte, él tomaba un rejo y se propinaba
tremendas fueteras para tratar de dominar a “este cuerpo que se me quiere
volver un asno salvaje”, como solía decir.
Como la tentación de que debía casarse y criar unos hijos lo seguía molestando,
entonces Francisco a medio vestir, en medio de aquel terrible frio de invierno,
salió a una explanada y fabricó unos muñecos de nieve; uno simulando que era
su esposa, y los otros representando a sus hijos, y cuando hubo terminado, se
dijo a sí mismo: Fíjese bien Francisco; aquella figura grande es su mujer, las
otras cuatro que siguen son sus dos hijas y sus dos hijos, y las, dos restantes,
son sus sirvientas. Se están muriendo de frio. Apresúrate a abrigarlos, a vestirlos
y a alimentarlos. O si no, pues alégrese de no tener que preocuparse sino de
servir a Dios.

Francisco y su Sermón a las Aves

Y sucedió que, viajando de nuevo a predicar a las gentes, acompañado de Fray


Masseo y Fray Ángel, santos varones, llegaron a un bosque y allí encontraron
una cantidad inmensa de aves viajeras que emigraban a otros países en busca de
mejor clima, y al ver Francisco a aquella muchedumbre tan inmensa de avecillas,
descendió sobre él el Espíritu de Dios, y les dijo a sus compañeros: “Espérenme
aquí un momento que voy a predicarles a estas avecillas del Señor”.

Apenas empezó a hablarles, las que estaban en los arboles bajaron hasta el suelo
y todas se colocaron tan cerca de él que hasta las rozaba con su túnica.

Y les habló de esta manera: “Mis hermanas aves; deben tener mucha gratitud a
Dios y alabarlo en todas partes y glorificarlo, porque les regaló esas alas con las
cuales pueden volar libremente, y les dio esas plumas de tan variados colores; y
porque las alimenta sin necesidad de que tengan graneros, ni almacenes de
aprovisionamiento. Bendigan a Dios porque les ha permitido entonar tan bellos
cantos. Y aunque no tienen que sembrar, ni cultivar, ni cosechar, sin embargo, el
Padre Celestial las alimenta y cuida de todas y cada una en particular, y les da
ríos y fuentes de agua para tomar, y arboles grandes para hacer sus nidos, y
rocas y peñas para resguardarse, y aunque no tejen ni hacen bordados, el buen
Dios viste muy hermosamente sus hijitos. Miren cuanto las ama el Creador y
cuán grandes beneficios les ha concedido. Cuiden mucho mis hermanas aves
para no ir a ser desagradecidas con Nuestro Señor, y para alabarlo siempre cada
día”.

Después de estas palabras del santo, todas las avecillas comenzaron a abrir sus
picos, a batir sus alas, a estirar el cuello y a inclinar reverentes sus cabecitas
hacia el suelo, y con sus cantos y movimientos mostraban que las palabras que
les había dicho San Francisco les agradaban muchísimo. Y el santo varón se
llenó de gran alegría en su espíritu cuando vio y oyó todo aquello, y se maravilló
en extremo al encontrar tantas aves y de tan diversas clases y colores, y alabó y
bendijo al Señor Dios e invitó a las avecillas a hacer ellas también otro tanto.
Y cuando San Francisco hubo acabado su sermón y su exhortación a alabar a
Dios, hizo una señal de la cruz sobre las aves y les dio licencia para marcharse, y
ellas rompieron a volar juntas, gorjeando fuerte y maravillosamente, y alegres
desaparecieron volando por el horizonte, formando cuatro grupos, siguiendo la
cruz que el santo había trazado; uno se dirigió al oriente, otro hacia el occidente,
un tercer grupo voló hacia el norte y el cuarto hacia el sur. Y cada bandada se
alejaba entonando cantos muy armoniosos.

CAPÍTULO 14
FRANCISCO PREDICADOR VIAJERO

Dispuso el hermano Francisco irse a misionar a lejanas tierras y para estar más
seguro de recibir las ayudas de Dios, se fue a Roma a pedir al Sumo Pontífice su
santa bendición. Inocencio III se alegró mucho al saber que aquellos 12 primeros
frailes que él había bendecido dos años antes, en 1210, seguían muy fervorosos y
que ya se les habían agregado muchos hermanos más.
Con gusto le concedió el permiso de ir a predicar a lejanas tierras, hasta donde
los planes de Dios le permitieran llegar.

Yendo de camino llegó a Alviano y se puso a predicar a la gente en la plaza de


mercado, pero una gran bandada de golondrinas revoloteaba allí alrededor y
daban muy agudos chillidos, lo cual distraía no poco a los oyentes. Entonces
Francisco les dijo: “Hermanas golondrinas: ¿quieren callarse un ratico y hacer
silencio, mientras predicamos la palabra de Dios?” y las avecillas muy obedientes
se quedaron quietas y dejaron de chillar. Con lo cual los oyentes se conmovieron
profundamente y se propusieron poner en práctica todos los buenos concejos
que el santo predicador les estaba dando.

Tres mujeres intervinieron muy fuertemente en la vida de este gran santo. Su


madre Doña Pica, por quien conservó siempre un enorme respeto y una
afectuosa simpatía. Clara, la primera mujer que él logró convertir con su
predicación, y que fue la fundadora de las religiosas que conservaron el espíritu
del santo. Y fray Jacoba, la mujer de la cual vamos a hablar ahora.

Su nombre era ese; Jacoba, de la familia Frangipani, gente muy famosa en Roma
por sus inmensas riquezas. A esta familia le habían puesto ese sobrenombre
porque en tiempos del Papa San Gregorio hubo una espantosa hambre en Roma
y estas gentes que eran inmensamente ricas se dedicaron a repartir pan a los
necesitados; en recuerdo de su generosidad les llamaron los “Frangipani” (los
reparte pan).

En 1212 Jacoba tiene 25 años y es madre de dos hijos. Se entusiasma


totalmente por este impresionante predicador y en adelante será su bienhechora
y casi su segunda madre. El santo le puso cariñosamente por sobrenombre “Fray
Jacoba”, como si quisiera hacerla participar también de la comunidad de frailes
que él había fundado. En esta y en las restantes visitas de Francisco a Roma,
Fray Jacoba le colaborará en todo lo que le sea posible y ya veremos cómo a la
hora de la muerte del gran hombre, ella logrará estar presente.

Subió Francisco a un barco para viajar hacia el África o el Asia, a misionar, pero
una tormenta hizo desviar el barco y lo llevó a Eslovenia (Yugoslavia). Quiso
subir a otro barco para volver a su tierra, pero los marineros dijeron que no
había cupo para más pasajeros. Sin embargo, el santo y el Fraile que lo
acompañaba se escondieron en la bodega del navío y allí viajaron. Mas, sucedió
que el mal tiempo alargó mucho el viaje y en la embarcación escasearon los
alimentos. Entonces los dos Frailes salieron de su escondite y repartieron entre
los marineros los alimentos que ellos llevaban como provisión, y así se hicieron
perdonar el haber viajado como contrabando.

Vuelto a Italia empezó de nuevo sus predicaciones y la eficacia de su palabra y de


su ejemplo fueron tales que, en solo la ciudad de Ascoli, treinta varones le
pidieron ser admitidos como Frailes Franciscanos. Por todas partes lo rodeaban
clamorosas muchedumbres. Todos querían por lo menos tocar el borde de su
hábito.

Los que de ninguna manera aceptaban ir a escuchar los sermones de Francisco


eran los cátaros, unos herejes que se habían levantado contra la Iglesia Católica,
porque no veían en ella sino defectos y fallas. Ellos mismos se pusieron ese
nombre que significa “puros”, porque se imaginaban que eran los únicos que
cumplían bien los mandamientos el Evangelio. Eran todo lo contrario al modo de
ser de San Francisco. Se dedicaban a ver los defectos de los religiosos y
sacerdotes y de las personas piadosas, y a criticar sin ninguna compasión. En
cambio, nuestro santo repetía: “Si queremos reformar nuestra Iglesia Católica, lo
primero que tenemos que hacer es reformarnos a nosotros mismos”. Y
aconsejaba que cada cual se dedique más a sacar las vigas que tiene en sus ojos
que a criticar las basuritas que hay en los ojos de los demás.

Los cataros despotricaban sin misericordia contra los pecados de los sacerdotes y
contra los defectos de los religiosos y así lograban quitarles a muchísimas
personas el cariño y el respeto por la Religión Católica. En cambio, San Francisco
recordaba a todos que la Iglesia está compuesta de seres débiles e inclinados al
mal y por lo tanto es una Iglesia compuesta por pobres y miserables pecadores. Y
que por eso es necesario ser comprensivos y en vez de dedicarse a condenar a los
demás, esforzarse más bien cada uno por ser mejor, y no dejar de encomendar
muy frecuentemente a los sacerdotes y religiosos, pues lo necesitan mucho.

San Francisco recomendaba: “Cuando mis hermanos vayan por el mundo, sean
mansos, pacíficos y sencillos, llenos de bondad y humildad, y hablen
modestamente a todos según convenga”. A la gente le encantaba oírlo, pues
decía: “Dichoso quien no tiene más gozo y alegría que las palabras y obras del
Señor”. Si nosotros llevamos todas las cosas con paciencia y alegría por Cristo,
en esto está la perfecta alegría. Y Santa Clara y sus Monjas se olvidaban hasta de
comer cuando él hablaba del amor que Jesucristo ha tenido por nosotros.

Un Poeta que Se Vuelve Fraile

Sucedió en aquel tiempo que llegó Francisco a predicar a una población llamada
San Severino, y allí fue a oírle sus sermones uno de los más famosos poetas de
esa época, Guillermo Divini, que había sido coronado como campeón nacional de
poesía en el Capitolio de Roma y era llamado por todas las gentes “El Rey de los
Versos”. Guillermo notó desde el primer momento que en los sermones de Fray
Francisco había algo extrañamente conmovedor. Sus discursos, más que piezas
de oratoria eran charlas familiares sencillas y prácticas, encaminadas a obtener
que los oyentes mejoraran su modo de comportarse. Francisco era un valiente
despertador de conciencias. No tenía miedo en llamar negro a lo que era negro y
decía las cosas de frente sin miedos mundanos, tratarse de quien se tratara.
A las cosas las llamaba por su nombre, pero sabía decirlo todo con tal bondad y
amabilidad y buena educación que nadie se sentía ofendido.

El poeta se dio cuenta de que Francisco a pesar de que su apariencia externa era
casi despreciable, lograba infundir con sus palabras una admiración y un santo
terror a ofender a Dios. Parecía un nuevo Juan Bautista que gritaba a las gentes:
“Ya el Hacha de la justicia Divina viene a derribar los árboles que no producen
buenos frutos, y a echarlos al fuego del castigo Divino”. Y no tenía miedo de
amenazar con los castigos de Dios a quienes quisieran perseverar siendo malos y
dando malos ejemplos a los demás. La gente decía que sus palabras eran como
flechas muy afiladas que llegaban hasta el corazón y sacaban de allí las
maldades y dejaban en cambio muy buenos mensajes de salvación.

Guillermo el literato había ido a escuchar al santo únicamente por curiosidad, y


con él se fue la gran mayoría de la juventud de aquella población, que admiraba
inmensamente a este gran poeta. La primera impresión de todos fue que este
predicador no tenía ninguna apariencia que impresionara a los oyentes. Pero
cuando el pobrecillo de Asís empezó a hablar, al poeta le pareció que todo lo que
estaba diciendo era expresamente para él y solo para él. Cada palabra le parecía
una flecha enviada a su propio corazón.

¿De que hablaba Francisco en aquel sermón? De lo necesario que es liberarse de


la esclavitud de las riquezas y el no vivir esclavos de los bienes materiales, y
saber independizarse de las pasiones sensuales para no dejarse dominar por
ellas. Recordó lo muy necesario que es hacer penitencia para evitar los castigos
divinos. Y luego habló tan bellamente acerca de lo mucho que nos ha amado Dios
y de lo espantosamente poco que lo amamos nosotros, y concluyó con aquella
frase que tanto le agradaba repetir: “¡El amor no es amado! ¡El amor no es
amado! ¡El amor no es amado!”.
Al final de aquel impresionante sermón, se levantó de su puesto el poeta
Guillermo y arrodillándose ante los pies de Francisco le dijo lleno de emoción:
“Hermano, arránqueme de este mundo materialista y corrompido y lléveme a la
amistad con Dios”.

El día siguiente, con gran impresión de toda la gente de los alrededores,


Francisco le impuso al poeta el vestido de Fraile, y le puso por nombre Fray
Pacifico, en señal de que lo sacaba de los tumultos de la vida mundana y lo
llevaba a la paz de la vida religiosa.

Unos siglos después, también otro gran poeta, Dante, (autor de la Divina
Comedia) llegará una noche a un convento de Frailes a pedir que lo admitieran
allí y cuando le preguntaron: ¿Qué buscas aquí? Respondió; “Busco la Paz”.

Francisco recibía en su comunidad a los que estaban resueltos a llevar una vida
de santidad y de conversión, pero no a los que lo único que buscaban era
evitarse problemas en el mundo. Y así un día llegó un joven a pedirle que lo
admitiera de religioso, y él conociendo de quien se trataba, le dijo: ¿Por qué
tratas de engañarme a mí y de mentirle al Espíritu Santo? Su corazón no
pertenece a Dios sino al mundo.

Y pronto se supo que lo que le había sucedido a aquel muchacho era que había
tenido un problema en su familia y por evitarse sufrimientos había tratado de
irse de religioso. Pero apenas en su casa hicieron las paces, siguió viviendo muy
contento en el mundo.

El santo repetía: “Solamente cuando veo que lo que tratan de conseguir es salvar
su alma y amar más a Dios y progresar en la santidad, los admito con confianza.
Pero de ninguna manera puedo aceptarlos si lo que buscan es solo e vitarse
problemas en el mundo. La vida religiosa es para hacer penitencia por los
pecados y no para alejarse del sufrimiento”.

El Caso de Los Bandoleros

El santo había escrito en sus reglamentos: “Cualquiera que venga a nuestros


conventos, ya sea amigo o adversario, y aunque sea bandolero o atracador, sea
recibido de buenas maneras y con mucha caridad”. Pero esto, se les hacía muy
difícil a ciertos Frailes, y por eso sucedió el caso siguiente:

Al convento de Monte Casale llegaron una vez unos bandoleros que se la pasaban
en el monte asaltando a los viajeros, y pidiendo que les regalaran comida. Los
Frailes que conocían de qué clase de bichos se trataba, les echaron su regaño y
el superior Fray Ángel, que había sido militar, les dijo que en vez de robar se
dedicaran a trabajar, y como los otros seguían insistiendo en que tenían hambre,
porque en esos días no habían encontrado a ninguno a quien atracar, entonces,
Fray Ángel tomó un garrote y los amenazó con darles una buena garrotera si no
se desaparecían de allí. Y los bandidos partieron.

Poco después llegó San Francisco con unos alimentos que las gentes de las casas
lejanas le habían regalado de limosna, y los Frailes le contaron muy orondos el
modo como habían hecho salir huyendo a esos pícaros bandoleros, que, según
ellos, lo menos que se merecían era la cadena perpetua. El santo se quedó
escandalizado de este modo tan duro que habían tenido sus Frailes con los
bandidos, y les dijo: “Pero hermanos; ¿Se les olvidó que Cristo Jesús dijo que Él
no vino a buscar santos sino pecadores, y que los que necesitan médico no son
los que están sanos sino los que están enfermos? ¿No han oído que el Profeta
anunció que el Salvador cuando encuentra una lámpara casi apagada no la
acaba de apagar, y cuando encuentra una caña medio partida no la acaba de
partir? No han obrado bien, queridos hermanos y esto debemos arreglarlo de una
vez”.

Y mandó al combativo Fray Ángel con otro de los más bravos de sus compañeros
a que se fueran en busca de los bandoleros para hacer la paz con ellos, y les dijo:
Preparen una cantidad de agradable comida y unas sabrosas bebidas y se van
hacia el monte y buscan a los bandoleros y los llaman diciendo; “Hermanos
bandoleros, vengan, vengan... Somos los Frailes y les traemos muy agradable
comida y muy agradables bebidas. Y ellos saldrán de sus escondrijos, y entonces,
ustedes tenderán un mantel en el suelo y con señales de mucha alegría y
amabilidad les servirán la comida. Pero no los regañen antes de que hayan
comido porque entonces no les recibirán nada. Y después de que hayan comido y
hayan bebido, les dirán, en Nombre de Dios, hermanos; les pedimos un gran
favor, que no maten a nadie ni ataquen a la gente. ¿No les parece que en vez de
andar todos los días por estas soledades aguantando hambre y frio y
exponiéndose a perder la vida, sería mucho mejor dedicarse a trabajar para
ganarse honradamente la vida, y conseguir también la vida eterna?” Y ya verán
hermanos que con su paciencia y amabilidad se van a ganar a esos pobres
bandoleros.

Los Frailes hicieron todo como el santo les había mandado, y los bandoleros se
conmovieron de tal manera que hasta empezaron a llegar a ayudar en el
convento allá en la montaña y a traerles leña a los Frailes. Y algunos de ellos se
hicieron después religiosos, y otros se arrepintieron y se volvieron buenos
ciudadanos, y dejaron de cometer fechorías y se volvieron hombres de paz.

Este pasaje demuestra cómo San Francisco supo comprender admirablemente a


la persona humana. Él sabía muy bien aquel refrán que dice: “Más moscas se
cazan, con una cucharada de miel, que con un barril de hiel”. Estaba convencido
de que era inútil regañar a un hambriento por robar, si no se le proporciona algo
para que coma. Y su propia experiencia lo había convencido de que, si una
persona logra hacerse amar y estimar, ya los buenos concejos que les da a las
otras personas, tendrían el doble de buen efecto. Por eso a sus seguidores les
recomendó mucho con sus ejemplos y sus palabras a cumplir aquel
mandamiento de Jesús: “Todo el bien que desean que los demás les hagan a
ustedes, háganlo ustedes a los ellos. Traten a los demás, como desean que los
demás los traten a ustedes”.

San Francisco tenía la virtud de la mansedumbre, esa virtud que lleva a actuar
con suavidad, cuando se podría actuar con aspereza. Él poseía esa suavidad que
ve en el malo un enfermo y débil que necesita ser curado, un extraviado al cual
hay que encaminar hacia el buen camino. Él sabía muy bien que el enojo si se
emplea exageradamente puede hacer más mal que bien y que más heridas se
curan con la suavidad que con la aspereza. Por eso recomendaba más, mostrase
amable que enojado.

Así como con los débiles y extraviados se mostraba Francisco extremadamente


suave y bondadoso, a los que ya eran fuertes en la virtud les ponía unas pruebas
heroicas para que crecieran en santidad. Y así a Fray Rufino, que era de una de
las familias más ricas y honorables de Asís, le dijo un día: “A ver si es capaz de
dominar su orgullo, y se pasea por las calles de Asís en ropa interior y entra así
en la catedral donde están personas que lo conocen mucho”. Fray Rufino se
propuso hacerlo, pero esta humillación le era dificilísima. Sin embargo, por
obedecer a su superior se paseó de esa manera por su ciudad y entró a la
catedral a medio vestir, con grave espanto de muchos de los que lo habían visto
tan elegantemente vestido en años anteriores. Esto le sirvió para crecer en
santidad y para no andar buscando aparecer bien ante los demás. El santo le
prometió el paraíso por la diligencia con que se había humillado.

En 1213 Francisco prosiguió su predicación de pueblo en pueblo acompañado de


Fray León, y al llegar al castillo de Montefeltro se encontró con que estaban
celebrando unas grandes olimpiadas o torneos, y aprovechando de que allí se
había reunido gente de muchos castillos más, les hecho un sermón en pleno
estadio basándose en aquel verso antiguo: “Tan grande es el bien que para el
cielo espero, que al sufrir en la tierra no me desespero”. Y los animó a todos a
esforzarse por conseguir en la eternidad unos buenos premios y puestos que
nunca se perderán. Varios de aquellos caballeros deportistas se conmovieron
profundamente al escuchar sus palabras.

Y después del sermón se le acercó uno de aquellos ricachones, el conde Orlando


de Cattani, entusiasmado por la santidad de este hombre admirable, y le ofreció
de regalo una montaña solitaria muy propia para ir a rezar y a meditar, “El
Monte Alvernia”, que se iba a volver famoso por lo que a nuestro santo le
sucederá allá pocos años después.

Francisco deseaba mucho encontrar algún sitio bien solitario y apartado donde
pudiera dedicarse a rezar y a meditar en completa paz. Y este monte poseía esas
dos cualidades. Así que aceptó el ofrecimiento. Y el monte Alvernia será desde
entonces su sitio preferido para retirarse a orar, a meditar y a hacer penitencia.
Se le ocurrió a nuestro Santo irse al África a tratar de convertir al cristianismo al
Sultán de Marruecos, Miramolín, que había sido derrotado por los españoles en
la célebre batalla de Navas de Tolosa. Y emprendió el viaje en 1213 por España,
pero allí cayó enfermo y tuvo que devolverse otra vez a Italia.

En los planes de Dios no estaba que Francisco se dedicara a ese apostolado. Y,


además; tratar de convertir un mahometano al catolicismo, es como tratar de
convertir una piedra en pan, un milagro que solo una intervención especial de
Dios logra conseguir.

Santa Pobreza de Los Franciscanos

Dicen que en 1214 San Francisco asistió al Concilio Ecuménico de Letrán, y que
consiguió del Papa Inocencio III el privilegio de poder observar con todo el rigor la
Santa Pobreza.

Por aquel año pasó por Italia, camino de Tierra Santa, el obispo Jacobo Vitry, y
conoció cómo vivían los Frailes de la comunidad fundada por Francisco. Y en
una carta a un amigo, los describe así: “He tenido la amarga experiencia de que
los hombres de las ciudades son esclavos de asuntos mundanos y temporales.
No hablan sino de política, de negocios y de asuntos sensuales. Pero he conocido
también por aquí, un grupo de hombres que se dedican totalmente a lo
espiritual. Son los llamados “Frailes Menores” fundados por Francisco de Asís.
Muchos eran ricos y mundanos y por amor a Dios han abandonado sus riquezas
y comodidades y se han dedicado a una vida de pobreza y oración. El Papa y los
Cardenales sienten por ellos una gran veneración, especialmente porque se
dedican con todas sus fuerzas a tratar de salvar las almas y convertir a los
pecadores. Y su apostolado ha conseguido admirables triunfos. Viven según el
modelo que la Sagrada Biblia en los Hechos de los Apóstoles narra acerca de los
primeros cristianos, cuando dice: “La muchedumbre de los creyentes no tenía
sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino
que todo lo tenían en común”. Durante el día se dedican a predicar y a enseñar
la religión a la gente, y durante la noche dedican varias horas a la oración y a la
meditación. Y han conseguido vocaciones en todas las provincias de Italia, donde
hacen inmenso bien. Cada año se reúnen todos en una gran asamblea para
trazar planes de santificación y de apostolado para el futuro, y el Papa aprueba
esas determinaciones”.

En el año 1215 el confesor del Sumo Pontífice, el Padre Nicolás, hombre


verdaderamente espiritual, se entusiasmó tanto por la vida de los Franciscanos
que dispuso irse él también de Fraile. Pero el Papa lo mandó llamar otra vez a su
lado porque lo necesitaba mucho, y lo nombró Cardenal. Durante toda su vida,
apoyó a la comunidad de San Francisco, y como Cardenal siempre tenía en su
casa algunos Frailes Franciscanos para rezar y meditar con ellos y aprender a
vivir en perfecta pobreza.

Una gran visita, fue la que hizo a la Porciúncula en 1216 el Cardenal Hugolino,
que después será Sumo Pontífice y que se convertirá en el más grande apoyo y
defensor de la Comunidad Franciscana. Llegó precisamente a la Porciúncula
cuando los Frailes de todo el país se habían reunido para su Asamblea Anual, y
quedó profundamente impresionado al ver que dormían sobre costales llenos de
pasto seco y comían en el suelo. Y exclamó sollozando de emoción: “Oh Dios mío,
qué diferencia tan grande entre esta gente tan santa, y nosotros los que vivimos
en medio de tantas comodidades”.

CAPÍTULO 15
EL JIVILEO O INDULGENCIA DE LA PORCIUNCULA

Dicen que en el verano de 1216 Francisco se postró ante el Papa Honorio III y
obtuvo de él la Indulgencia o Jubileo de la Porciúncula.

Las indulgencias consisten en liberar a las personas de la pena que deben pagar
o de las penitencias que deben ofrecer a Dios por los pecados que han cometido.

El Sumo Pontífice puede conceder indulgencias por el poder que Jesucristo dio al
Apóstol Pedro al decirle: “Todo lo que desates en la tierra, será desatado en el
cielo” (Mateo 16, 19).

Hay una indulgencia especialísima llamada Jubileo, que la concede el Sumo


Pontífice cuando en Roma se celebra el Año Santo Jubilar (Los años 25 y 50, y al
empezar cada siglo). Con esa indulgencia, el Papa perdona toda la pena que un
pecador tenga hasta ese día, si cumple ciertas condiciones, como, por ejemplo;
Confesarse bien arrepentido, Comulgar, Rezar alguna Oración y Visitar un
Templo Famoso (como una de las siete Basílicas más antiguas de Roma, etc.)

Antes de San Francisco de Asís nunca el Sumo Pontífice había concedido la


Indulgencia del Jubileo sino cuando llegaba el Año Santo Jubilar, y a los que
iban en peregrinación a Roma en ese año, y a los que se iban de Cruzados a
batallar en Tierra Santa por la liberación de los Santos Lugares donde vivió y
murió Jesucristo Nuestro Señor. También la concedía a los que ayudaban con
donativos muy especiales a los Cruzados que se iban a defender la religión.

Antiguas tradiciones que dicen estar basadas en un testimonio de Fray Masseo,


cuentan que San Francisco le suplicó al Papa Honorio III que le concediera el
favor de que las personas que visitaran una vez por año bien arrepentidas, y con
Confesión y Comunión, el Templo de la Porciúncula, ganaran la misma
Indulgencia Plenaria que se concedía a los que visitaran las Basílicas de Roma en
el Año Santo, a los que se iban a luchar como Cruzados a Tierra Santa, o a los
que colaboraban con ayudas muy especiales para los Cruzados (o sea que se
quedaban libres de las penas o penitencias que debían por sus pecados). Y que el
Sumo Pontífice concedió esta Indulgencia a todos los que bien arrepentidos y
confesándose y comulgando visitaran la Iglesia de la Porciúncula del 1 al 2 de
agosto. Esa es la famosa indulgencia de la Porciúncula (y cuentan que San
Francisco al comunicar esta noticia exclamaba: Ahora sí; todos al cielo ¡Todos al
Cielo!).

No existe ningún documento de ese tiempo que atestigüe esta noticia, pero lo
cierto es que durante varios siglos centenares de miles de fieles han ido en
piadosa peregrinación a la Porciúncula de Asís, con la esperanza de ganar la
Indulgencia Plenaria. Como en aquellos tiempos los mahometanos se apoderaron
de la Tierra Santa de Israel, entonces los cristianos en vez de tener que ir a
Jerusalén a ganar la Indulgencia Plenaria, les fue concedido ir a la pequeña
capilla de la Porciúncula en Asís y allí ganar la misma Indulgencia.

Se escogió el 2 de agosto porque ese día era el aniversario de la bendición o


consagración de esa Iglesita, y porque en la oración de ese día (que era la fiesta
de San Pedro en cadenas) se decía: “Señor: tú que hiciste salir a San Pedro de
sus prisiones, te rogamos que nos libres de la prisión de los pecados”.
CAPÍTULO 16
REGLAMENTACIÓN DE LA COMUNIDAD FRANCISCANA

La hermandad fundada por Francisco había sido desde el principio una


asociación de penitentes y apóstoles, cuyo jefe era el Pobrecillo de Asís. Él había
escrito la Regla de la Orden, o sea los reglamentos que todos debían cumplir. A él
le había concedido el Sumo Pontífice el permiso de ir predicando por todas partes
(aunque no era Sacerdote, pues por humildad nunca quiso recibir el Sacerdocio
porque se creía totalmente indigno). Tenía también autorización para conceder a
otros el permiso de predicar. Francisco recibía a los nuevos candidatos que
pedían ser admitidos en su comunidad, y de su mano recibían los n ovicios de la
Iglesia de la Porciúncula el vestido o habito de los Frailes, con lo cual
significaban que renunciaban a lo mundanal y material, y se comprometían a
dedicarse a lo espiritual y a tratar de conseguir la santidad, convirtiéndose de su
vida de pecadora del pasado, para empezar una vida según el Santo Evangelio de
Jesús. Al entrar en la Comunidad, repartían todos sus bienes entre los pobres.

Al principio cuando salían de dos en dos a predicar por toda la región, se


comprometían a reunirse otra vez unas semanas después para compartir
experiencias y tratar de enfervorizarse más y más con la oración y la meditación.
Más tarde, cuando ya los Frailes eran Muchos, se señalaron dos fechas en el año
para reunirse todos juntos en la Porciúncula; el día de Pentecostés, y el día de la
fiesta de San Miguel (29 de septiembre).

A esas dos grandes reuniones de todos los Frailes que se hacían cada año, las
llamaron “Capítulos”. El más importante era el de Pentecostés.
Se reunían todos los religiosos seguidores de San Francisco para planear los
modos de cumplir mejor sus deberes de cristianos y de religiosos. Comían todos
juntos con pobreza y alegría, y después de comer predicaba Francisco. Esta
predicación era para muchos de ellos lo más importante de aquella reunión.

Los Sermones de Fray Francisco

Casi siempre empleaba como tema de su predicación, alguna frase del Santo
Evangelio, por ej., “Quien ahorra su vida sin desgastarla por los demás, la
perderá, pero el que desgaste su vida por el bien de las almas, la salvará para
siempre”. Y les insistía en que el buen religioso debe ser como el pan; todos
tienen derecho a devorarlo, todo mundo tiene derecho a devorar su tiempo, a
devorar sus energías, a devorar hasta su salud, con tal de conseguir salvar las
almas.

Otro de sus temas favoritos para predicar, era aquel concejo de Jesús: “El que
quiera ser el primero que se haga el servidor de todos, igual que el Hijo del Hombre
que no vino a ser servido, sino a servir a los demás”. Y les recomendaba con
mucha emoción, que cada Fraile debe ser en cada sitio un servidor de todos,
alguien siempre dispuesto a ayudar a cuantos más pueda, sin cobrar por sus
ayudas, cumpliendo lo que dijo el Divino Salvador: “Lo que han recibido
gratuitamente, repártanlo también gratuitamente”. Y recomendaba: no dejemos
para el día siguiente ningún alimento de los que nos regalan. Repartámoslos
todos entre los pobres, pues no somos dignos de tan gran tesoro, y recordemos
que donde hay dos o tres reunidos en Nombre de Jesucristo, Él está en medio de
nosotros.

Había ciertos temas que no dejaba nunca de recomendar a sus religiosos. Y ellos
eran:

1- La gran veneración que debemos tener al Santísimo Sacramento del Altar,


donde Jesús se encuentra siempre presente en la Hostia Consagrada.
2- Un Inmenso Respeto por los Sacerdotes. Les decía; yo estoy dispuesto a
arrodillarme con veneración ante el más humilde Sacerdote del más miserable
pueblecito del mundo.
3- La Paz. Francisco encariñaba a todos por la Paz. Él repetía la frase de San
Pablo: “En cuanto de ustedes dependa, vivan en Paz con todos, y consideren a
los demás como más dignos que ustedes.
4- La Devoción a la Virgen María. La presentaba como modelo para todos los
creyentes y recomendaba muchísimo el invocarla siempre y en toda ocasión.
5- El Amor. Le encantaba recordar a sus oyentes lo que dice el himno que se
canta el Jueves Santo: “Donde hay caridad y amor, allí está Dios”. Y les
recomendaba, que, si en alguna cosa nos excedemos y exageramos, que sea
en amar a nuestro Dios y en tener caridad para con el prójimo.
Sus Oraciones Poéticas

Francisco era un buen poeta y como buen italiano muy amigo del canto. Por eso
muchas de sus predicaciones y oraciones le resultaban unas excelentes poesías.
Veamos por ejemplo las que hizo 1ro en honor de las virtudes y 2do a la Virgen
María:

Te saludo Sabiduría Santa y Divina; que Dios te conserve, junto con tu hermana
la sencillez.
Te saludo santa virtud de la pobreza; que Dios te conserve junto con la santa
virtud de la humildad.
Te saludo Santa Virtud de la Humildad; tú eres la triunfadora contra el orgullo y
la soberbia.
Santa Virtud de la Caridad; tú concedes el verdadero amor, en vez de la
sensualidad.
Santa Virtud de la Obediencia; tu, alejas los caprichos y dominas las malas
inclinaciones.

Canto a La Madre Celestial

Después de haber elogiado a las virtudes, se eleva el espíritu de San Francisco y


empieza su alabanza a la más santa de todas las criaturas; la Virgen María.

Salve Santísima Reina, Madre de Dios.


Gloria a Ti que eres eternamente Virgen.
Gloria a Ti la Hija preferida del Padre.
Alabanza a Ti la Madre Santísima del Hijo.
Gloria a Ti, Habitación del Espíritu Santo.
Alabanza a Ti; fuerte como un alcázar.
Salve siempre Virgen y Santa Madre.

Los Cantores de La Gloria de Dios

Francisco decía a sus Frailes cuando ya se iban a despedir de él al terminar la


reunión llamada “Capítulo”, para irse de dos en dos predicando y enseñando la
religión por los pueblos, campos y ciudades: “Mis hermanos, no olvidemos nunca
que nosotros tenemos que ser en todas partes los Cantores de la Gloria de Dios.
Tenemos que predicar la religión con gran alegría. Nada de caras tristes o
semblantes melancólicos”.

Y él daba el ejemplo en esto. Nadie lo veía triste, ni apocado, ni pesimista. Se


consideraba un embajador del gran Rey Jesucristo que vino al mundo a traer
Buenas Noticias de conversión y de salvación. Las gentes lo veían atravesar los
campos cantando himnos al buen Dios y entrar en las ciudades mostrándose
siempre con todos santamente alegre y optimista.

La Pobreza de los Primeros Franciscanos

Aquellos primeros discípulos de San Francisco no necesitaban muchos


reglamentos ni leyes porque no tenían bienes para defender ni posesiones para
cuidar. No llevaban equipaje, ni cartera con dinero, ni provisiones de alimentos,
ni siquiera zapatos puestos en los pies. No tenían monasterios, ni templos, ni
fincas, ni casas, ni propiedades. En eso se parecían a Jesucristo que no tenía ni
siquiera una piedra para recostar la cabeza. No se vestían con trajes finos o
costosos, sino que su uniforme era una túnica de la tela más burda y barata,
amarrada con una cuerda a la cintura.

Si alguien los convidaba a comer, aceptaban lo que les ofrecían, pero no


guardaban nada para el día siguiente, y no recibían dinero. Y lo que les
regalaban de limosna, trataban de repartirlo entre los más necesitados.

Y no solo con su palabra, sino con el ejemplo de su vida tan santa y de su


conducta admirable inclinaban a muchos de todas las clases sociales a que
dejaran las comodidades de la vida mundana, y repartiendo sus bienes entre los
pobres se vistieran el habito de frailes, y se fueran por el mundo predicando la
santa religión de Cristo.

Un Símbolo: El Copetón

Francisco era amiguísimo de los animales y de la naturaleza ente ra. Dicen que
fue el primer ecologista o defensor del medio ambiente. Le encantaba comparar a
sus religiosos con el copetón o gorrión. Y les decía: “Miren al hermano copetón;
se viste de color pardo oscuro, sin brillos ni elegancias que causen mucha
admiración, tiene la cabeza cubierta con una capucha, como la que se colocan
los frailes para defenderse del frio o de los rayos del sol. El hermano copetón va
por los bordes del camino y de los jardines en busca de comida. Tiene que
rebuscársela, porque Dios se la da, pero no se la hecha en el nido. Tiene que
esforzarse por buscarla. Sus plumas son del color mismo de la tierra, y nos da
con ello ejemplo de que no debemos llevar ningún traje que nos haga diferentes
de la pobrecilla gente de la tierra. Pero con su canto alaba al Señor muy
graciosamente, como lo debe hacer toda persona religiosa que en vez de hablar
de temas mundanos debe conversar acerca de temas espirituales y
sobrenaturales y entonar y cantar con todas sus fuerzas las alabanzas del
Creador.

Vocaciones a Montón
En todas partes la predicación y los ejemplos de San Francisco y de sus Frailes
producían un entusiasmo tan grande que hombres y mujeres de toda condición
deseaban irse de religiosos. En Canaria la emoción fue tan generalizada que
todos los habitantes del pueblo, hombres, mujeres, ricos y pobres, solteros y
casados, todos querían irse a vivir pobremente y con gran espiritualidad como
Francisco y sus religiosos. El Santo tuvo que refrenar ese entusiasmo exagerado
y pedirles que dejaran para más tarde el tomar una resolución tan importante.

Francisco se alegraba de una cosecha tan enorme de vocaciones, pero se sentía


incapaz de dirigir él solo tanta gente. Le sucedía como a los apóstoles en la noche
de la pesca milagrosa, que tuvieron que llamar a otras barcas porque la pesca
era tan abundante que corrían el peligro de que se les rompieran las redes o se
les hundiera la barca.

Francisco había escrito una Regla para unos pocos religiosos que vivían como
sencillas avecillas, sin problemas ni complicaciones. Pero ahora llegaban a su
comunidad gentes muy instruidas, sabios, ricos, ex gobernadores, ex
comerciantes, etc. etc., y él se sentía “demasiado simple y demasiado ignorante”
para dirigir a semejante gentío.

Y le pidió a Dios que le concediera algún colaborador que fuera capaz de dirigir
esa inmensa muchedumbre que deseaba llegar a la santidad, pero que
necesitaba un líder muy capacitado y con gran autoridad para no tener el peligro
de extraviarse y perderse en el camino de la perfección. Y Dios en su bondad
infinita se lo concedió en la persona que Francisco menos había imaginado.

Es el personaje del cual vamos a hablar en el capítulo siguiente, Hugolino, el


sobrino del Papa Inocencio III, y Obispo de Hostia. Un verdadero regalo de Dios
para la naciente comunidad franciscana.

CAPÍTULO 17
UN AMIGO VERDADERO: EL CARDENAL HUGOLINO

El año 1217, en Pentecostés, en el mes de mayo, celebraban los Frailes en su


Capítulo o reunión de todos los religiosos de la orden, es Asís. San Francisco
asistió a esta gran reunión lleno de sustos y de angustias. Por el camino le decía
a un amigo: “Cuando llegue a la reunión de los religiosos en el Capítulo, los
Frailes me van a decir según es costumbre que les predique, y tendré que
hacerlo. Pero lo que me temo es que al final, muchos se pondrán a gritar: ya no
queremos que mande este sobre nosotros, pues no es elocuente, ni es instruido y
más bien es un hombre demasiado simple y sin cualidades, y nos avergonzamos
de tener un superior tan poca cosa y tan miserable, así que no debe ser más
nuestro jefe de ahora en adelante. Y me echaran fuera, con grande vergüenza
mía”.
Y acobardado al verse él con tan poca instrucción frente a tantos hombres tan
inteligentes e instruidos que poco a poco habían ido ingresando en su
comunidad, se puso Francisco a predicarles, según su manera acostumbrada,
con total sencillez y humildad. Y entonces ocurrió lo maravilloso; ninguno de
ellos lo rechazó con gritos, por el contrario, todos parecían muy contentos y
emocionados al escucharlo. Animado por esto, se atrevió el santo a exponerles un
proyecto que había encomendado mucho a nuestro Señor.

Les dijo a sus religiosos: “Ya que hemos llegado a ser tan numerosos, debemos
extender nuestra misión de evangelizadores no sólo por Italia, sino también por
los países del otro lado de las montañas, Alemania, España, Francia y hasta la
Tierra Santa”.

Esta proposición fue recibida con gran entusiasmo por los Frailes y se dedicaron
a dividir en provincias o distritos de misión, su comunidad en Italia y en varios
países más. La Tierra Santa fue encomendada a Fray Elías, y el mismo Francisco
se encargó de misionar en Francia, pues decía; “Me gusta este país porque allá
veneran mucho al Santísimo Sacramento del Altar”.

Al terminar el Capítulo o reunión general de todos los religiosos de la comunidad,


Francisco les dirigió unas palabras de despedida que les impresionaron mucho.
Les dijo: “A donde quiera que vayamos, caminemos con gran silencio y oración,
como si estuviéramos en una santa capilla. Que nuestro corazón sea una capilla
donde continuamente se adora y se ora al buen Dios”.

Encuentro Providencial con el Cardenal Hugolino

San Francisco se dirigió hacia Francia, pero por el camino se encontró con un
personaje que no le iba a permitir seguir su viaje, un gran cardenal.

El Cardenal Hugolino, era un anciano de setenta años, de respetable y atractiva


presencia. Poseía toda la cultura que se podía adquirir en ese tie mpo y tenía la
primera cualidad que la Santa Biblia exige para ser santo y sabio: un gran temor
de ofender a Dios. Había estudiado en las mejores universidades (Bolonia, y
Paris) y sus dos más grandes deseos eran el progreso de la Santa Iglesia Católica,
y la propagación de las comunidades religiosas. Era amiguísimo de las mejores
comunidades antiguas, y en adelante será el gran amigo y protector de los
Franciscanos y Dominicos. Había fundado varios conventos y hospitales, y en el
momento tenía el cargo de Cardenal de la Ciudad de Hostia, que era el título más
importante después del Sumo Pontífice.

Este hombre iba a ser destinado por Dios para organizar fuertemente la
comunidad franciscana que estaba pasando por momentos de gran inseguridad y
falta de organización, y logró darle un modo de ser definido y estable.
Cualquiera, aún sin ser profeta, podía adivinar que el Cardenal Hugolino llegaría
a ser Sumo Pontífice, como en efecto lo fue después, con el nombre de Gregorio
Nono.

Francisco y Hugolino se conocían por referencias, pues cada uno había oído
hablar muy bien del otro. Pero sucedió que en aquel año de 1217 el Sumo
Pontífice envió al Cardenal a tratar de poner paz en Toscana, y al llegar Francisco
a la ciudad de Florencia, de viaje hacia Francia, se dirigió a saludarlo. El
Cardenal lo recibió con la más grande amabilidad y entre los dos se entabló
desde ese entonces una de las amistades más provechosas en la Historia de la
Iglesia.

Francisco le contó todos sus miedos y sus angustias, y cómo no se creía con las
cualidades necesarias para dirigir una comunidad religiosa tan grande como la
que tenían, y le suplicó que le ayudara en esta labor tan difícil de la dirección y
organización de los Frailes.

El Cardenal le prometió que le ayudaría en todo lo que le fuera posible, y desde


aquel día San Francisco lo consideró como su padre espiritual, mostrando hacia
él un gran respeto y el cariño de un verdadero buen hijo.
La primera consecuencia del encuentro de Francisco con el Cardenal Hugolino
fue que el santo no pudo viajar hacia Francia. El Prelado le dijo que su
comunidad tenía muchos peligros en todas partes y fuertes enemigos en las altas
esferas y que, por lo tanto, él no se podía alejar del país, sino que debía quedarse
allí dirigiendo y vigilando todo, para mayor bien de sus religiosos. Entonces fue
nombrado Fray Pacífico (el rey de los versos) para dirigir el numeroso grupo de
frailes que iban a Francia a Evangelizar.

El Cardenal Hugolino se dedicó antes que todo a darle una organización bien
seria a la comunidad que San Francisco y Santa Clara habían fundado (Las
Hermanas Clarisas). Como eran tantas las jóvenes que llegaban a pedir ser
admitidas como religiosas, fueron fundados cuatro nuevos monasterios, y las
monjas se comprometieron a regirse por las Reglas de San Benito, pero con la
condición puesta por Santa Clara y San Francisco, de observar siempre la más
rigurosa pobreza y de no poseer bienes. Por lo tanto, cada terreno que
conseguían para un nuevo convento se le escrituraba a la Santa Sede de Roma, y
no a la comunidad de los Franciscanos o las Clarisas.

La influencia del Cardenal Hugolino en la organización de las Clarisas y de los


Franciscanos fue definitiva, y su ayuda para San Francisco fue providencial, y
enormemente útil. Ya veremos más adelante algunos datos muy interesantes a
este respecto.

CAPÍTULO 18
MISIONES AL EXTERIOR

Los Errores en las Primeras Misiones

Los primeros misioneros enviados por Francisco terminaron en total fracaso,


porque fueron misiones improvisadas, sin la debida preparación, y de la
precipitación no se obtiene sino el fracaso. A los que fueron a Francia, al llegar
allá, les preguntaron si eran albigenses, y ellos sin saber que los albigenses eran
unos terribles herejes, respondieron que sí lo eran, y fueron tratados como
herejes y nadie les quiso atender sus mensajes ni ayudarles en nada.

Los 70 frailes que se fueron a misionar a Alemania no conocían el idioma de ese


país y la única palabra alemana que sabían era “Ja”, que significa: (Sí). Pronto se
dieron cuenta de que si las gentes les respondían “Ja” obtenían que les dieran
hospedaje y alimentos y que los recibieran bien. Y se dedicaron a responder con
a tal palabreja a todas las preguntas que les hacían, hasta que un día a alguno
se le ocurrió preguntarles si ellos eran herejes, y ellos sin saber ni pite de alemán
respondieron “Ja, Ja” (Si, sí) y los Católicos Alemanes los expulsaron a pedradas
y con paliza incorporada.

Otro tanto les sucedió a los misioneros que se fueron a Hungría. Allá las gentes
eran mucho más violentas todavía, y al ver esos tipos vestidos casi como
mendigos, que llegaban sin saber el idioma y pidiendo limosna en manada, les
llovieron golpes e insultos y tuvieron que volverse a su país con los crespos
hechos.

Habían tenido muy buena voluntad, pero como no basta la buena voluntad, sino
que es necesaria la debida preparación, fracasaron en su primera misión. Esta
fue una lección sumamente provechosa para el futuro, y estos sencillos
frailecitos sacaron de ella muy provechosas enseñanzas (además de que
aumentaron su premio para el cielo con las palizas, pedreas e insultos y el
hambre y el frio que tuvieron que sufrir por todas partes).

Una entrevista con el Papa

Por aquellos tiempos vio Francisco en sueños que las mangas de su habito de
fraile se convertían en alas de gallina y que miles de pollitos venían a cobijarse
bajo esas alas pero que ellas no alcanzaban a cubrirlos a todos y muchos se
quedaban por fuera expuestos a perecer de desprotección y de frio. Con esto se
dio cuenta de que él solo no podía dirigir a aquel número tan grande de religiosos
que había llegado hasta su comunidad y que era necesario pedir ayuda a los
superiores de la Iglesia Católica de Roma para que desde allí sí pudieran ser
cobijados, defendidos y atendidos todos los polluelos que venían a él con el deseo
de crecer en santidad.
Para lograr el apoyo total de la Iglesia Católica, deseaba Francisco poder
entrevistarse con el Sumo Pontífice, y el Cardenal Hugolino le consiguió la
entrevista. Pero el Cardenal pensaba muy seriamente si este frailecito tan
sencillo sería capaz de decirle claramente al Santo Padre qué era lo que estaba
necesitando. Y para obtenerlo le preparó un discursito y se lo hizo aprender de
memoria para que se lo recitara al Pontífice. Y al llegar junto al Papa le sucedió a
Francisco lo que le había pasado muchas veces cuando iba a predicar a la gente:
que se le olvidaba todo lo que había preparado. En estos casos él les explicaba a
los oyentes lo que había sucedido y hacia una charla llena de sencillez y
naturalidad que les producía muchísimos mejores efectos que el sabio discurso
que había preparado antes. Otras veces cuando se le olvidaba todo, y no lograba
hilvanar ni siquiera una sola frase, despedía a las gentes dándoles su santa
bendición, pero con su ejemplo y su humildad obtenía más conversiones que si
les hubiera echado un largo discurso.

Aquel día del año 1217, la memoria de Francisco le hizo también una jugada
ante el Pontífice. Se le olvidó todo el discurso que se había aprendido y se quedó
sin poder decir palabra. No se acobardó el santo, sino que, ya que no podía
hablar con palabras, se propuso expresarse por gestos y empezó a danzar y a
aplaudir y a alabar y bendecir al Señor Dios como lo hacía el rey David ante el
Arca de la Alianza (algo parecido a lo que hacen los de la renovación carismátic a
en algunas de sus reuniones).
Y cosa rara. El Pontífice y los Cardenales en vez de reírse o de burlarse de
semejante actuación, quedaron hondamente impresionados del mucho amor que
este hombre de Dios tenía por su Creador, y de su falta de orgullo, y de su
admirable sencillez. Y al final logró Francisco decir unas palabras, y rogó al
Santo Padre que nombraran al Cardenal Hugolino como protector y guía de la
comunidad de frailes menores. El Pontífice le concedió inmediatamente este gran
favor. Y eso y nada más era lo que él había ido a pedir por el momento.

El Encuentro de Dos Santos

Durante la estancia en Roma conoció Francisco al otro gran santo de su tiempo,


Santo Domingo de Guzmán, fundador de los Padres Dominicos. Hugolino fue el
que preparó el encuentro entre los dos fundadores. Santo Domingo se llenó de
admiración hacia el diminuto y descalzo pobrecillo de Asís. Dicen que le propuso
que hicieran de las dos comunidades una sola, pero San Francisco le dijo que los
fines de cada una eran bastante diversos y que por eso deberían seguir cada una
por aparte (los Dominicos se dirigen más hacia la ciencia y los Franciscanos
hacia la mística). Como recuerdo de aquella entrevista obtuvo Santo Doming o
que Francisco le regalara el cordón con el que se ceñía su túnica. Y desde su
entrevista con San Francisco se propuso Santo Domingo insistir mucho a sus
religiosos que observaran muy exactamente la santa pobreza.
Poco después se iban a encontrar otra vez en la Porciúncula y más tarde de
nuevo en Roma. Y ahora nos imaginamos como estarán muy cerca el uno del otro
y de Dios en el cielo.

Solemne recibimiento del Cardenal Hugolino

En Pentecostés de 1218 se reunieron todos los frailes en Asís para su Capítulo y


allí recibieron como su Protector al Cardenal. Todos aquellos humildes religiosos
salieron a su encuentro en solemne procesión. El Cardenal al verlos se bajó de su
caballo, se despojó de sus mantos finos y elegantes, y a pie, descalzo y cubierto
con un habito franciscano, se dirigió hacia la capillita de la Porciúncula. Al
contemplar aquella multitud d hombres fornidos, robustos, llenos de vigor,
alegría y juventud, que habían dejado sus negocios, sus fincas y sus familias y se
habían dedicado totalmente a propagar el Evangelio y a conseguir la santidad por
medio de la más absoluta pobreza, el Cardenal se estremeció hasta las lágrimas.
Luego celebró la Santa Misa en la diminuta capilla, y en aquella celebración hizo
de Diacono San Francisco y leyó el Santo Evangelio.

Como San Francisco y sus frailes por humildad y caridad les lavaban los pies a
los mendigos y pobres abandonados que encontraban, el Cardenal quiso
imitarlos y se puso a lavarle los pies a un pordiosero, pero como no lo sabía
hacer muy bien, porque en esto no tenía mucha práctica, el mendigo sin
imaginarse que se trataba de tan gran personaje, le dijo: “Usted de esto no sabe
nada. Mejor dedíquese a otro oficio”.

Entre los acompañantes que llegaron con el Cardenal Hugolino estaba Santo
Domingo de Guzmán, el cual quedó profundamente impresionado de lo que vio y
oyó en aquella reunión. He aquí las palabras de un testigo: “No se oía en aquella
inmensa muchedumbre ninguna conversación ociosa o de burlas, sino que
donde se juntaba un grupo de religiosos enseguida comenzaban a orar, a recitar
salmos o himnos espirituales, o a pedir perdón por los propios pecados y por los
pecados de aquellos con quienes trabajaban en el apostolado. Su lecho era un
poco de pasto seco, y por almohada tenían una piedra”.

Y en plena reunión San Francisco gritó: “Ordeno en virtud de la Santa


Obediencia que ninguno de los que están aquí congregados se preocupe por que
van a comer o qué van a beber, o qué necesitará para su cuerpo, solamente
piensen en orar y en alabar a Dios, y déjenle a Él que se encargue de todo lo que
van a necesitar para su vida corporal, pues si buscamos el Reino de Dios y su
Santidad, todo lo demás llegará por añadidura”. Y todos aceptaron este mandato
con alegre corazón y rostro sonriente, y llenos de contento se dedicaron con gran
fervor a alabar y bendecir al Señor de la Gloria.

Y Santo Domingo que contemplaba todo esto se preguntaba: ¿No será algo
imprudente esa orden que Francisco les acaba de dar? ¿Acaso es que es tan fácil
conseguir alimentos para semejante multitud tan grande? Pero Cristo bendito, el
Verdadero Pastor, queriendo demostrar cómo cuida Él de los que quieren
pertenecer a su rebaño, inspiró a las gentes de Perusa, Foligno, Asís y otras
ciudades cercanas que llevaran de comer y beber a los que estaban en aquella
santa reunión. Y he aquí que de pronto empezaron a llegar de esas ciudades
hombres y mujeres con asnos, mulas, caballos y carros tirados por bueyes,
llevando, pan, vino, habichuelas, queso y otros alimentos muy sabrosos. Y
llevaban también manteles, ollas, platos y todos los utensilios necesarios para
cocinar y servir. Y cada fiel se sentía tanto más feliz cuanta más ayuda podía
proporcionar a los frailes. Fray Jordán que estuvo en el Capítulo, dice que fueron
tantos los alimentos que las gentes llevaron que hubo que prolongar la reunión
por dos días más para poder consumir todos los víveres que les habían llevado.

Ahora sí: Misiones bien Organizadas

Después de la terrible experiencia de las misiones anteriores, los frailes de esta


reunión, dirigidos por el Cardenal Hugolino, se propusieron enviar nuevos
misioneros, pero ahora sí bien preparados y entrenados. Aprenderían el idioma
de los sitios a donde iban, y estarían bien atentos para conocer ciertas palabras
que en otros países les podían producir malos entendidos, como, por ejemplo:
“herejes”, “albigenses”, etc., para no ir a decir que sí eran lo que no eran.
Ahora no iban a llegar como unos vagos desconocidos y peligrosos sino como
gente respetable que les llevaba mensajes muy importantes.

Lo primero que hizo Hugolino fue enviar Cartas de recomendación a los países a
donde iban a llegar los nuevos misioneros, advirtiendo a los católicos que estos
frailes tenían toda la aprobación de la Santa Iglesia Católica de Roma y que eran
personas dignas de toda confianza. Y el Cardenal obtuvo del Papa Honorio III que
enviara una carta a los Arzobispos y Obispos recomendando a los frailes
misioneros como gente muy buena que dedicaba su vida a extender el Evangelio.
Con esta enorme recomendación partieron los nuevos grupos de misioneros,
presidido cada uno por un jefe que más tarde se llamó Ministro Provincial. Ahora
sí ya no se improvisaba nada, sino que todo estaba bien planeado y organizado.
De mucho les había servido la amarga experiencia anterior, pues “Perder por
aprender, no es perder”, como dice el refrán popular. En adelante por siglos y
siglos los misioneros franciscanos conseguirán maravillosos triunfos apostólicos
en todos los continentes y sus misiones son de las mejor organizadas que
existen.

Los Primeros Mártires Franciscanos

Los misioneros preferidos de San Francisco eran los que se dirigían hacia el
sultán Miramolín de Marruecos, porque eran los que más se exponían a serios
peligros. Eran seis: Vital, Bernardo, Audito, Pedro, Acursio y Otón. El Santo al
despedirlos les dijo: “Nuestro Señor los envía a una misión muy difícil. Tengan
cuidado para que la paz y la unión los acompañen siempre. Huyan de la envidia.
Sean pacíficos y pacientes en las adversidades y sufrimientos y humildes en los
triunfos. Imiten a Jesucristo que nació pobre, vivió en gran pobreza, enseñó a ser
pobres y murió en pobreza total. Prefieran siempre la santa virtud de la pureza,
como Jesucristo que para enseñarnos lo mucho que aprecia esta virtud, nació de
una Virgen, se conservó Él totalmente puro y murió rodeado de la Virgen Santa y
del Apóstol más puro de todos. Sean siempre obedientes, recordando el ejemplo
del Salvador que fue obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Confíen solo en
Dios. Él nos ampara y nos favorece, nos defiende y no nos abandona jamás.
Lleven en sus viajes el libro de oraciones donde están los Salmos, y no dejen
ningún día sin rezarlos. Obedezcan con gran respeto a su superior Vital. Yo me
siento muy conmovido al despedirlos. Les recomiendo que cuando tengan algo
que sufrir recuerden los sufrimientos que el Redentor padeció por nosotros”.

Los seis misioneros muy conmovidos le respondieron: “Querido padre: con todo
gusto iremos a donde la obediencia nos mande. Pero somos débiles y
necesitamos que nos encomiende mucho a Dios. Somos jóvenes e inexpertos y no
hemos salido nunca de nuestro país. Vamos a tierras totalmente desconocidas e
ignoramos su idioma y sus costumbres. Cuando nos vean así pobremente
vestidos se reirán de nosotros, no querrán hacer caso a nuestras palabras. Pero
con verdadera alegría nos vamos a exponer nuestra vida por el buen Dios y por
tratar de extender la Religión Católica”.
San Francisco muy conmovido les dio su bendición diciendo: “Nuestro Señor que
los llamó a esta misión tan difícil, Él mismo les dará las fuerzas necesarias para
lograr cumplirla”. Y mientras los seis de rodillas después de besarles las manos,
besaban el cordón de su habito, el santo levantó los brazos al cielo y trazando
sobre ellos la señal de la Cruz les dijo: “Que los bendiga Dios Todopoderoso como
bendijo al Apóstol San Pablo cuando lo envió a predicar el Evangelio a regiones
que él no conocía. Y nada teman, pues el Señor Todopoderoso los acompañará
cada día y a cada momento”.

Los seis jóvenes frailes misioneros partieron para la lejana misión, sin bastón, ni
maletas con provisiones, sin zapatos en los pies, ni cartera con dinero, confiando
solo en Dios. Atravesaron España (donde Vital se enfermó y tuvieron que dejarlo).
Luego se embarcaron hacia Marruecos a las tierras del sultán Miramolín y de los
terribles mahometanos que no aceptan en religión nada, absolutamente nada
que no sean las doctrinas de Mahoma.

En Marruecos los enemigos de nuestra Santa Religión hicieron todo lo posible


por tratar de que no hablaran de Jesucristo y de su Evangelio, pero viendo que
no lograban hacerlos callar, los atormentaron ferozmente haciéndolos trotar
sobre un piso lleno de pedazos de vidrio de botellas. En los interrogatorios que
les hicieron los jueces mahometanos, las respuestas de los cinco misioneros se
parecen mucho a lo que en tiempos de las antiguas persecuciones romanas
respondían los grandes mártires de la fe antes de ser condenados a muerte.
Luego los mataron, cortándoles la cabeza. Eran los primeros frailes franciscanos
que derramaron su sangre por propagar la Religión de Cristo.

La noticia de la muerte de los cinco mártires fue leída en el Capítulo o reunión


general de todos los frailes en Pentecostés del año 1221 (los misioneros habían
sufrido el martirio el 16 de enero). Dicen que entonces exclamó Francisco: “Ahora
sí puedo decir que tengo cinco hermanos en el cielo”. Y a sus religiosos les
recomendó: “Que nadie se llene de orgullo por el martirio de sus hermanos en la
fe, sino que más bien cada uno trate de que su vida sea un continuo sacrificio
por extender nuestra Santa Religión”.

CAPÍTULO 19
FRANCISCO SE VA A VISITAR AL SULTAN DE EGIPTO Y A TIERRA SANTA

Ahora el misionero que partía hacia donde estaban los mahometanos era el
propio fundador de la comunidad. Dejó dos reemplazos o vicarios, Fray Mateo en
la Porciúncula encargado de recibir a los nuevos religiosos que llegaran, y Fray
Gregorio para el resto del país.

Y partió acompañado de su antiguo amigo Fray Pedro Catáneo. Aprovecharon la


ocasión de que un gran ejercito de católicos se dirigía hacia Oriente con el deseo
de tratar de reconquistar la Tierra Santa de Jesús. El 24 de junio (fiesta de San
Juan) partieron en un barco de guerra. El viaje duró algo más de un mes, y el
final de julio llegaron al puerto de San Juan de Acre, en Palestina. De allí
partieron en otro barco hacia Damieta, en Egipto, ciudad dominada por los
mahometanos y que estaba siendo sitiada por los cruzados cristianos.

No dejó Francisco de aprovechar aquella ocasión para predicar a los soldados


católicos y tratar de llevarlos a la conversión y a empezar una vida santa. Le
sirvió mucho el que estos guerreros habían tenido tremendas derrotas y
muchísimos muertos en sus batallones y por lo tanto estaban como más
dispuestos a oír hablar de Dios, y del alma y de la eternidad.

Un gran deseo de Francisco, que lo tenía desde hacía muchos años, era poder
llevar la predicación del Evangelio a los infieles. Y por eso aprovechó la primera
ocasión que se le presentó (una tregua entre los dos ejércitos) para pedir una
entrevista con el sultán o jefe de los mahometanos en Egipto. No fue fácil, pero al
fin se le concedió. Y con gran ánimo y entusiasmo se presentó ante el terrible
musulmán y le habló de Jesucristo y de su maravillosa doctrina, invitándolo a
pasarse a la religión católica. Este era un acto de valentía inmenso, porque el
fanatismo religioso de los musulmanes es extremado y no aceptan sino solo su
religión mahometana, y hacen guerra sin misericordia contra quien se atreva a
tratar de llevarles otra religión.
Se nota que al sultán no le cayó mal el tal predicador Francisco, pues en vez de
mandar que le cortaran la cabeza o que lo torturaran, lo despidió amablemente
diciéndole: “Haga oración y pídale a Dios que me ilumine cuál de las religiones es
la mejor y la que más me conviene”.

Francisco predicó también a varios grupos de mahometanos, pero allí las


conversiones eran sumamente imposibles y los frutos de su predicación no
aparecieron por ninguna parte. Se cumplió lo que dijo el profeta: “Tienen oídos
para oír, pero no quieren escuchar”. O aquello que dice el Evangelio: “Aunque un
muerto resucitara y viniera a tratar de convencerlos, no le harían ningún caso”.
¡Misterios de Dios! No hay peor sordo que el que no quiere escuchar.

Francisco en Tierra Santa

Visto que en Egipto no había nada que hacer por ahora, emprendió el viaje
entonces hacia Tierra Santa. La Navidad la pasó en Belén junto a la gruta de la
cueva Sagrada recordando con inmensa gratitud el Nacimiento del Redentor del
Mundo. Recorrió después los sitios donde Jesús predicó e hizo tantos milagros:
Nazaret, Caná, Cafarnaúm, Naím, el Tabor, el Lago de Genezaret, Jericó y las
orillas del Rio Jordán donde Juan bautizó al Señor.

La Semana Santa la pasó en Jerusalén recordando paso por paso la Pasión y


Muerte del Redentor, allí en los mismos sitios donde Nuestro Señor sufrió tanto
por salvarnos. Le era imposible detener las lágrimas ante la meditación de lo que
el Hijo de Dios quiso sufrir por conseguirnos la eterna salvación.

Cuando vuelva de Tierra Santa a su patria, Italia, llegará tan entusiasmado por
recordar el Nacimiento de Jesús que implantará la costumbre de celebrar la
Navidad al vivo cada 24 de diciembre. Y el recuerdo de la Pasión y Muerte de
Jesús quedará desde ahora tan profundamente grabado en su corazón y en su
memoria, que llegará más tarde a tener en sus manos, en sus pies y en su
costado, las heridas de Cristo Crucificado.

Malas Noticias acerca de San Francisco

Pero sucedió que la pacifica estancia de Francisco en Tierra Santa fue


interrumpida por noticias muy graves que llegaron desde Italia.

Como por meses y meses nadie había vuelto a saber nada de él, (por la ponzoña
del Diablo) empezaron a circular los más raros rumores: unos decían que se
había enfermado y se había muerto. Otros inventaban que había sido martirizado
por los mahometanos, que ya estaba en el cielo. Y como a la gente le encanta
creer lo que no es cierto, empezaron a darlo por muerto, y los que habían
quedado reemplazándolo en el mando de la comunidad empezaron a cambiar
peligrosamente todo lo que él había ordenado (Quedando apropiado el antiguo
refrán; “Cuando no está el Gato, los Ratones se ponen a bailar”.

Francisco quería que sus religiosos fueran totalmente pobres y vivieran en


ranchos de paja, y ahora los que lo habían reemplazado en el mando estaban
construyendo elegantes edificios para los frailes. El santo deseaba que sus
seguidores se conservaran totalmente humildes y sencillos y sin estudios
especiales, pero como últimamente habían entrado a la comunidad muchos que
ya tenían estudios elevados, se había propagado la idea de que era necesario
formar universidades para que los frailes también fueran doctores.

Los primeros compañeros del santo estaban aterrorizados de semejantes


cambios, pero no podían decir nada porque los otros eran mayoría y ocupaban
los puestos principales. Al fin uno de ellos llamado Esteban, se fue huyendo (Sin
permiso de sus superiores) a buscar a Francisco y logró encontrarlo en Tierra
Santa. Al saber tan graves noticias emprendió inmediatamente el viaje de regreso
hacia Italia. Había terminado su estancia en Tierra Santa, pero como fruto y
recuerdo de aquella Peregrinación por el país de Jesús, ahora sus religiosos ya
desde varios siglos están encargados de la custodia o cuidado de los Santos
Lugares y han contribuido muchísimo a que en Jerusalén y Nazaret o en otros
sitios de santísimo recuerdo, se hagan conservado lo mejor posible los lugares de
la Vida, Pasión y Muerte de Jesús.
Al llegar a Italia, Francisco se fue en busca del Cardenal Hugolino y los dos
obtuvieron del Sumo Pontífice la orden de que, si alguna ordenanza de los
anteriores superiores iba contra el espíritu de la comunidad, no había que
obedecerla.

Como no hay mal que por bien no venga, Francisco y Hugolino se convencieron
de que era necesario darle a la comunidad una verdadera organización. Y la
primera idea luminosa para conseguir este gran fin se le ocurrió al Papa Honorio
III, el cual en septiembre de 1220 decretó que todos los que quisieran ser
religiosos tenían que hacer antes un año de noviciado para conocer el espíritu de
la comunidad y comprobar si en verdad estaban dispuestos a vivir en pobreza, en
castidad y obediencia.

Este decreto fue providencial porque en ese tiempo había muchos vagos que
andaban de convento en convento, comiendo y bebiendo y sin hacer nada y
pasando cada mes de un convento a otro. A esta clase de falsos religiosos era a
los que Francisco llamaba “Fray Zángano”, que come, bebe, duerme, la pasa bien
y no le pasa por la cabeza el hacer algo por ganarse la vida, ni rezar, ni meditar.
¡Un verdadero Zángano!

Francisco renuncia al Superiorato


Durante su viaje por los calientísimos desiertos de Egipto, Francisco cometió la
imprudencia de no cubrirse debidamente los ojos, y las arenas ardientes del
desierto le dañaron la vista hasta dejarlo casi ciego. No soportaba la luz y tenía
que caminar de la mano. Ante este nuevo impedimento y sabiendo que él no
había nacido para ser gobernante, decidió renunciar al tan difícil cargo de jefe de
una comunidad que se había multiplicado inmensamente. Él no era intelectual, y
a la orden religiosa habían llegado muchos intelectuales. Ya no le obedecían
todos ciegamente como antes. Entonces vio que había llegado la hora de dejar su
alto cargo.

En el Capítulo o reunión de septiembre de 1220 presentó la renuncia de su cargo


ante todos los religiosos reunidos y les propuso como nuevo superior a Pedro
Catáneo, su hombre de confianza. Y de rodillas le juró obediencia. Los religiosos
no pudieron contener las lágrimas. Lloraban abiertamente y no sentían
vergüenza de llorar. Les parecía que se quedaban huérfanos. Estaban tan tristes
como si su santo fundador se hubiera muerto.

Francisco al contemplar la enorme tristeza y desolación de sus frailes exclamó en


alta voz delante de todos: “Mi Señor Jesucristo; en tus manos encomiendo esta
orden religiosa. Tú sabes Señor Jesús que debido a mis enfermedades carezco de
condiciones para seguir de superior. Hoy coloco todos estos religiosos en manos
de los nuevos superiores, a los cuales un día les tomarás en cuenta de si en
verdad hicieron lo que más convenía para el bien de todos”.
Aquella noche a Francisco le parecía que le habían quitado de sobre los hombros
un peso de cien toneladas. Desde hacía varios años, nunca había tenido una
noche tan tranquila como aquella primera noche en la que ya no fue superior.

Acompañado por el muy sabio y muy santo Fray Cesáreo de Spira, se fue
Francisco a un sitio solitario y allí se dedicó a redactar los Nue vos Reglamentos o
Santa Regla de la Comunidad Franciscana, en reemplazo del sencillo Reglamento
que había servido hasta entonces para dirigir a la comunidad. A este trabajo
estuvo dedicado los meses de septiembre, octubre, noviembre y diciembre de
1220.

En marzo de 1221 le llegó la terrible noticia de que se había muerto su sucesor,


Fray Pedro Catáneo. Fue una gran pérdida para la orden religiosa. Su sucesor,
Fray Elías, ya no era tan santo ni tan buen religioso como Francisco y Catáneo,
pero gobernó la comunidad por trece años.

En Pentecostés de 1221 se reunieron más de tres mil hermanos llegados de todos


los extremos de Italia y de varios países más. El anuncio de que Francisco estaba
vivo y había regresado a su país hizo que aun los que vivían en sitios más lejanos
llegaran a la reunión anual.

Francisco había renunciado a su cargo de Superior General, porque antes le


quedaba fácil guiar a unas cuantas docenas de religiosos que él mismo había
formado y guiado hacia la santidad, pero ahora eran miles y se sentía sin las
capacidades necesarias para dirigir tan numeroso ejercito espiritual. Sin
embargo, desde que dejó su oficio de Superior General, el aprecio y el cariño de
sus religiosos hacia él no disminuyó, sino que aumentó grandemente.

Aquel Capítulo se llamó de “Las Esteras o Carpas” porque fueron tantos los
religiosos que llegaron que no hubo sitio para ellos en ninguna habitación y
tuvieron que pasar esa semana en improvisados campamentos que tenían techo
de carpa y piso de estera.

El bello libro llamado “Las Florecillas” conserva el discurso que iluminado por el
Espíritu Santo dijo en tan importante reunión. He aquí sus palabras: “Hijos míos
muy amados; grandes cosas hemos prometido a Nuestro Señor, pero mucho
mayores y mejores son las que Él nos tiene prometidas a nosotros. Cumplamos
lo que hemos prometido a Dios y esperemos confiados en que Él nunca dejará de
cumplir lo que ha prometido en nuestro favor. Pecar es gozar solo un momento,
para sufrir después toda una vida, en cambio no hay comparación entre lo
poquito que tenemos que sufrir en esta vida y los gozos eternos que nos esperan
en el cielo.
El buen religioso obedece siempre a la Santa Iglesia Católica, reza mucho por los
pecadores, sufre con paciencia las penas y contrariedades de cada día, se
esfuerza con toda su alma por conservar la santa virtud de la castidad, y trata de
vivir en gran pobreza, como lo hizo Nuestro Señor”.

Al final de aquel Capítulo o reunión general. San Francisco propuso a sus


religiosos que intentaran una vez más ir a misionar a Alemania, donde tan
terriblemente mal los habían recibido la vez anterior. Como no querían obligar a
nadie, propuso que, si algunos deseaban ir a ese país a misionar, se pusieran de
pie. Noventa religiosos se levantaron de sus puestos para ofrecerse como
misioneros en Alemania. Fueron escogidos 25, doce Sacerdotes y trece hermanos
Legos, y bajo la dirección del sabio religioso Alemán Cesáreo de Spira se fueron a
tan peligrosa misión.

El santo los despidió con gran emoción, deseándoles para ellos y para todos los
que escucharan sus palabras, las más grandes bendiciones de Dios. Y sucedió lo
que menos se esperaba. En vez de martirio y humillaciones y ultrajes, lo que
encontraron fue magnifica buena voluntad de las gentes (ahora sí ya sabían
hablar en alemán) y pronto en todas las ciudades más importantes de ese gran
país hubo religiosos Franciscanos predicando el Evangelio y dando buen ejemplo
a las gentes con sus heroísmos de virtud y de pobreza. Las vocaciones alemanas
aparecieron por montones.

San Antonio de Padua


Entre los que asistieron al “Capítulo de las Esteras” había un frailecito joven de
rostro siempre alegre y sonriente, que pasó desapercibido entre todos, pero al
que Dios tenía destinado a grandes cosas, y que llegaría a ser el más famoso de
los discípulos de San Francisco. Casi nadie lo conocía y ninguno parecía
ocuparse de él. Su nombre era Antonio. Había nacido en Lisboa Portugal, en el
año 1195.

Al principio, Antonio fue Agustino, pero luego al oír la narración del martirio de
los Frailes Franciscanos en Marruecos, se entusiasmó por llegar a ser también él
fraile y tener la oportunidad de morir por amor a Cristo. Partió en un barco hacia
Marruecos, pero una tempestad lo llevó hacia Sicilia y desde allí pasó al Capítulo
de las Esteras donde conoció a Francisco y charló con él.

Después del Capítulo o reunión general, pidió permiso para irse a una montaña
con otros frailes a dedicarse a orar y meditar. Al principio nadie conocía sus
cualidades de orador, pero un día el superior le pidió que hiciera un sermón a los
religiosos, y quedaron todos tan impresionados de sus admirables capacidades
para la predicación, tanto, que fue enviado por toda Italia a predicar,
especialmente en las regiones donde había herejes y peligros de perder la fe para
la gente. Los éxitos de su predicación fueron asombrosos, y los más
impresionantes milagros acompañaron a sus sermones.

Fue luego enviado a Padua en donde transformó la ciudad y sus alrededores con
sus predicaciones y sus admirables ejemplos. Murió muy joven, de solo 35 años
en 1231, y después de muerto ha seguido consiguiendo formidables milagros
para sus de votos. Ahora su nombre es San Antonio de Padua.
CAPÍTULO 20
LA NUEVA REGLA O REGLAMENTO DE LA COMUNIDAD

A petición de sus religiosos, se retiró Francisco a una montaña, acompañado por


el sabio Fray Cesáreo de Spira, a redactar la Nueva Regla para sus religiosos. La
primera que había escrito en años pasados era sumamente breve y contenía
apenas unas cuantas frases del Santo Evangelio y algunos datos más. Pero ahora
que la comunidad se había extendido por tantas naciones se necesitaba una
reglamentación más completa.

Presentamos a continuación algunas de las normas que el mismo santo redactó


para sus Frailes, ya que muy bien pueden servir para cada uno de nosotros:

1- Debemos tener un gran respeto y una enorme reverencia por el Cuerpo


Santísimo de Cristo que está en el Sacramento del Altar.
2- Trate cada uno de no hacer su propia voluntad sino lo que la obediencia
mande. Quien no renuncie a su propia voluntad y no obedezca plenamente,
no puede ser un buen discípulo de Cristo.
3- Cada cual busque más bien hacer favores humildes a los demás que mandar
orgullosamente sobre ellos.
4- Al leer las Vidas de los Santos debemos avergonzarnos de que ellos hicieron
tan grandes y buenas obras, y en cambio nosotros las recordamos, pero no las
imitamos.
5- Solamente tiene verdadera santidad el religioso, si su vida está llena de
buenas obras.
6- Cuando nos ofendan no nos disgustemos por la ofensa que nos hicieron a
nosotros, sino por la ofensa que hace a Dios el que trata mal a los demás.
7- Hay uno a quien debemos dominar fuertemente, es nuestro cuerpo. Si lo
dominamos negándonos a nosotros mismos y mortificándonos, evitaremos
muchos pecados.
8- Nadie devuelva a otro mal por mal, porque esto le traería daños exteriores y
mancha para su alma.
9- Cuanto mejor sea un religioso, menos se enorgullece de sí mismo y menos
busca ser apreciado, alabado o felicitado.
10- Qué tan grade es la paciencia de una persona, solamente se conoce cuando
le llegan adversidades y contrariedades.
11- La mejor mortificación no consiste solo en ayunar, sino, sobre todo, en
responder con bondad a quien nos trata mal.
12- Dichosos aquellos que en vez de vivir preocupados por lo que dicen o
piensan los demás de ellos, lo que les interesa es lo que piensa y dice el Buen
Dios.
13- Que cada uno tenga para con los demás, la paciencia que desea que los
demás tengan para con él.
14- Recordemos que cada uno es lo que es ante Dios, nada más, ni nada
menos.
15- Dichoso el que dedica su vida a tratar de que otras personas amen más a
Dios, y se esfuerza con alegría por conseguir su propia conversión y la de los
demás.
16- No hay que ser vano y hablador. El religioso debe proponerse, no el tratar
de deleitar a los demás con palabras ociosas y vanas para hacerlos reír, sino
el dedicarse a demostrar con sus buenas obras que sí en verdad ama a Dios.
17- Cada uno trate de no disculparse cuando le hacen correcciones, sino más
bien sufrir con paciencia esas humillaciones, aunque en aquello de que lo
corrigen no tenga la culpa.
18- Cada cual trate a los hermanos más humildes y pobres, con el respeto y
buenas maneras con que trataría a los prelados y altas autoridades.
19- Tratemos al enfermo que no puede recompensarnos nuestros servicios,
como lo trataríamos si estuviera sano y nos pudiera pagar muy bien lo que
por él hacemos.
20- Dichoso aquel que cuando el otro está lejos habla tan sumamente bien de
él como si estuviera ahí presente y que no dice en ausencia del otro lo que no
podría decir con caridad estando él allí presente.
21- Que todos nosotros honremos y veneremos a los Sacerdotes que viven
obedeciendo a la Santa Iglesia Católica. Y nunca los despreciemos, aunque
tengan muchos defectos, porque a ellos les ha sido encomendado el Cuerpo y
la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
22- Lo bueno hay que ocultarlo para que no se pierda. No andemos publicando
lo bueno que hacemos. El Padre Dios que ve en lo secreto de los corazones
pagará muy bien nuestras buenas obras y nos concederá un gran tesoro en el
cielo.
23- Que en el convento no entren personas extrañas y mundanas. Y que
ninguna charla mundana, ni palabra ociosa sea oída entre nosotros.
24- Nada inútil o mundano debe ser dicho en nuestras conversaciones, sino
cosas que ayuden a la salvación del alma y al bien de los demás.
25- Tengan cuidado todos para no aparecer jamás tristes, ni melancólicos, ni con
rostro amargado y desanimado. Esfuércese más bien cada cual por mostrarse
siempre alegre en el Señor, sereno, amable y mesuradamente gracioso.

Tomás de Celano, el biógrafo del santo, llama a estos concejos, “El Testamento de
nuestro piadoso padre”, y han sido tenidos en gran estima por muchos cristianos
durante todos estos siglos.

San Francisco les daba mucha importancia a estas recomendaciones que Dios le
había inspirado, y en sus cartas recomendaba a sus discípulos que las copiaran
y las llevaran en sus viajes para repasarlas, y que se esmeraran por cumplirlas.

Todos estos concejos fueron escritos por el Santo en Rivo Torto, una choza de las
afueras de Asís, residencia del primer grupo de Franciscanos, y en las Ermitas de
las Cárceles, a donde Francisco se retiraba a rezar y a meditar, y a donde sus
religiosos hicieron unas ermitas o pequeñas capillas y habitaciones arrimadas
hacia las rocas. Es lo que antiguamente se llamaba “Lauras”.
La reglamentación que Francisco escribió en 1221 no era un documento
legislativo sino una extensa invitación a la santidad y a la perfección. Allí el santo
no se presenta como un legislador, sino como un padre. Insiste en que el
religioso gane el pan con el sudor de su frente, o sea, trabajando, y que solo se
recurra a pedir limosna cuando con el propio trabajo no se logra conseguir lo
necesario para subsistir. Pero no había normas muy exactas como para que cada
uno supiera claramente a qué atenerse.

Por eso, al reunirse el Capítulo en 1221, con más de tres mil religiosos, los más
intelectuales, capitaneados por Fray Elías que era el superior general, le pidieron
a Francisco que redactara algo más preciso y exacto, algo que los juristas del
Vaticano pudieran aprobar como Reglamentación de la Comunidad. Le dijeron,
“Todo esto que ha redactado es un excelente programa de vida espiritual, pero lo
que necesitamos es un código práctico, hecho no para santos o héroes sino para
gentecita común y corriente. Además, a este escrito suyo le falta algo que debe
tener todo código de leyes; conclusión, brevedad y precisión , sin lo cual los
especialistas y juristas de la Santa Sede nunca nos van a conceder la
aprobación”.

Mucho sufrió San Francisco al ver que ahora sus seguidores ya no eran tan
sencillos como los de los primeros tiempos y como él hubiera deseado que
fueran; pero aceptando la petición de sus frailes y las recomendaciones del
Cardenal Hugolino se fue a un sitio solitario y silvestre, al Valle de Rieti, donde
una señora amiga muy bondadosa de nombre Columba, tenía una finca llamada
Fonte Colombo, en pleno monte, en una salvaje hosquedad y soledad, llena de
pinos, encinas y robles. Allí, acompañado por dos o tres frailes de su mayor
confianza, en varios meses de soledad, oración y meditación, redactó la Regla
Definitiva de la Comunidad Franciscana.

La señora Columba le enviaba los poquísimos alimentos que necesitaba y Dios le


iluminaba desde el cielo. Centenares de pequeñas avecillas, mirlas, ruiseñores,
azulejos y copetones formaban una agradable sinfonía de cantos alegres volando
y saltando entre los matorrales y árboles frondosos, mientras el santo redactaba
el reglamento para los religiosos de su orden. El Cardenal Hugolino le había dado
normas precisas acerca de cómo debía redactar la nueva legislación. Y él con
oraciones y ayunos conseguía iluminaciones del cielo.

La Nueva Regla que Francisco escribió ahora en 1223 era bastante distinta de la
anterior que había redactado. Era cuatro veces más corta. Solamente tiene seis
frases de la Santa Biblia. Es precisa y concisa y sostiene los principios
fundamentales que él tanto había recomendado siempre: Total Pobreza, Trabajo
Incansable, Amor Inmenso de Caridad de unos con otros, ser Pacíficos y
Humildes, y tener siempre una gran Obediencia y humilde sumisión a la Santa
Iglesia Católica.

En la Asamblea general o Capítulo de 1223, Francisco presentó la Nueva Regla a


sus religiosos llegados de las más diversas naciones y fue aprobada por ellos.
Pocos meses después él mismo se dirigió a Roma y presentó el documento a la
Santa Sede. Después de un trámite relativamente breve, el Papa Honorio III le
concedió su aprobación en noviembre de 1223. Desde entonces es la regla o
reglamentación por la cual se rigen los Franciscanos de todo el mundo.

Por aquel tiempo compuso Francisco una canción religiosa que mandó a sus
frailes para que la fueran repitiendo y cantando por los campos, pueblos y
ciudades por donde pasaran, para tratar de entusiasmar un poco más a las
gentes por Dios, con el título “Plegaria y Alabanza de Acción de Gracias”. Dice
así:

Todopoderoso y Santísimo. Altísimo e inmenso Dios:


Rey del Cielo y de la Tierra y de todo cuanto existe.
Te damos gracias porque has creado todo el universo,
Junto con tu Hijo y el Espíritu Santo.
Te damos gracias porque, aunque en el antiguo paraíso pecaron nuestros padres,
Sin embargo, quisiste salvarnos.
Y nos enviaste a tu Único Hijo, nacido de la Virgen María,
Y por su Cruz y por su Sangre nos perdonaste los pecados.
Bendito seas porque nos librarás del fuego del infierno,
Y un día nos dirás: Venid Hijos del Reino Eterno.
Te pedimos perdón Señor por nuestras maldades.
Por tu Hijo y el Espíritu Santo danos tus bendiciones,
Y que, con la Virgen María y todos los Ángeles y Santos,
Te alabemos y te bendigamos por los siglos de los siglos.
Amén

Organización de la Comunidad

En 1223 la Comunidad Franciscana fue dividida en 12 regiones o provincias. Al


frente de cada una de ellas fue nombrado un ministro o provincial. Cada
pequeña comunidad sería dirigida por un superior llamado guardián. Y San
Francisco insistía: “Siempre obedientes y sujetos a la Iglesia, firmes en la fe
católica guardemos la pobreza y humildad, y el Evangelio de Nuestro Señor
Jesucristo”. “Los hermanos deben vivir en medio de la gente, de tal modo que, al
oírles, glorifiquen al Padre de los Cielos”.

Ahora que su comunidad religiosa quedaba bien organizada, y dirigida por


hombres llenos de sabiduría y de muchas energías, ya Francisco el fundador,
podía dedicarse a sus labores preferidas: la oración, la meditación y la
predicación. Y se fue a sitios apartados y solitarios a orar y a meditar, para luego
lanzarse de nuevo por pueblos y ciudades a tratar de encender los corazones de
sus oyentes en un gran amor hacia Dios.
Fray León y Fray Rufino, siempre fieles, le acompañaban en esta época y se
admiraban cada vez más de los progresos que este hombre iba haciendo cada día
en santidad.
CAPÍTULO 21
FRANCISCO CAMINANDO HACIA LA MISTICA

Desde que ya no tuvo que encargarse del gobierno de la comunidad, Francisco


empezó a subir y subir hacia la vida mística, de manera que ya no parecía sino
un ciudadano del paraíso.

Pensaba: “Ya son pocos los años que me quedan de vida. Tengo que dedicarlos
totalmente a amar a mi Dios y a hacerlo amar por los demás”.
A Fray León le decía; “Oh mi hermano, ya me parece estar viendo las montañas
del Paraíso Eterno. Oh, ¡Qué felicidad! ¡Qué felicidad! Allá veré a mi Señor Dios y
lo amaré y seré para siempre amado por Él”.

La salud de Francisco en sus últimos años era un desastre. Deshecho del


estómago, enfermo del hígado y del bazo, y la terrible enfermedad de los ojos que
había contraído en su viaje a Oriente, lo tenía casi ciego, y le producía
agudísimos dolores. Sin embargo, decía a los frailes que lo acompañaban en sus
viajes a la soledad de los montes a orar; “Cuando uno se pone a pensar en Dios y
en el Paraíso que nos espera, ya no se acuerda de las enfermedades del cuerpo,
ni siente el frio de la nieve, ni los sufrimientos que producen el hambre y la sed”.

Una tarde se subió a la torre de una Iglesia a Orar. Se colocó allí en un rincón y
se dedicó a pensar en Dios y en la Eternidad. Soplaba un ventarrón helado y
fuerte que hacía tiritar, pero él no demostraba sentir frio, y allí permaneció por
bastantes horas sin moverse, solamente meditando y rezando... Fray León al
subir por las escaleras y verlo allí sonrosado y sin sentir frio, exclamaba: “Si no
lo estuviera viendo, no lo creería. Lleva varias horas allí sin moverse, en
semejante frio y con tan terrible ventarrón y no demuestra sentir ninguna
molestia”. Mientras bajaban las escaleras, el santo dijo: “Hay Fray León, yo
estaba junto a Dios que es un horno encendido de Caridad. ¿Cómo puede uno
sentir frio si está cerca de un horno tan ardiente? Junto al Buen Dios no se
puede sentir ni frio, ni hambre, ni miedo. Él solo infunde más calor que todos los
hornos del mundo, y demuestra más amor hacia cada uno de nosotros que todas
las madres juntas”.

Al volver de Roma de presentar las Reglas de la Comunidad al Santo Padre,


Francisco se fue otra vez a Fuente Colombo, aquel monte solitario donde la
señora Columba, tan generosa y llena de bondad, les había preparado un
ranchito, y a donde les enviaba los alimentos necesarios. Allí había escrito él la
Regla, y ahora deseaba pasar una temporada en soledad perpetua. Pidió a Fray
León y a los otros compañeros que lo dejaran solo en una de aquellas
concavidades, en medio de la nieve, y quo no lo llamaran ni siquiera para
ofrecerle alimentos. Si algo necesitaba, él les avisaría. Les dijo que en esas
semanas no recibiría visitas de nadie. Estaba solo para Dios y para su alma.
Fueron días de Paraíso. En medio de aquellas tremendas tempestades de nieve,
se sentaba junto a la pared de la gruta, se encorvaba hasta colocar su cabeza
entre las rodillas, y así permanecía horas y horas, solamente orando y pensando
en Dios. Lo único que se le oía decir de vez en cuando era; “Sólo Dios Basta; Sólo
Dios Basta”. Francisco estaba enamorado de Dios y Dios estaba enamorado de
Francisco. Todo desaparecía de su mente: los barrancos y montañas de
alrededor, las preocupaciones, lo pasado y lo futuro, solamente pensaba en el
Dios allí presente junto a él, y este pensamiento lo hacía totalmente feliz.

Al volver a la choza donde estaban los Frailes Amigos, se puso a repasar los
últimos años de su vida. Recordando que los últimos cuatro años había tenido
sentimientos de ira y fuertes depresiones a causa de que querían cambiar el
modo de ser de la Comunidad Religiosa que él había fundado, y se arrodillaba en
el suelo y tocando el piso con la frente repetía muchas veces: “¡Señor, ten pie dad,
Señor ten piedad!”. Luego saliendo exclamaba; “Soy hijo de barro, pero no hay de
que asustarse, pues el Señor conoce de qué barro hemos sido hechos y sabe
comprendernos muy bien. La Misericordia de Dios es muchísimo más grande que
nuestra espantosa debilidad”.
Cuando Francisco volvía de la gruta a la choza, Fray León y Fray Ángel lo veían
como transformado. “Hablemos del Señor Dios”, le decían suplicantes, y él se
dedicaba a hablarles del Todopoderoso con una emoción como del mejor amigo
del mundo. Se mostraba inspiradísimo. Esos minutos, les sabía a cielo a los dos
santos religiosos que lo escuchaban sin perder palabra. “Esto es el Paraíso”,
repetía Fray Ángel, y Francisco añadía: “Es que donde está Dios, allí está el
Paraíso”.

Fray León para frenar un poco cualquier pensamiento de vanidad que pudiera
llegar, le decía; “Pero recuerda hermano Francisco que en un tiempo fuimos
lobos, y no olvidemos que la Sangre del Cordero de Dios fue derramada para
borrar los pecados de los que pedimos su perdón, de los que deseamos ser sus
amigos y no ofenderle ya más”.

El Primer Pesebre de Navidad

Al final del año 1223 llegó hasta donde estaba Francisco, un señor llamado Juan
Velita a ofrecerle una posesión que tenía frente a un pueblo llamado Greccio. Era
una montaña muy escarpada, en la cual, junto a una imponente roca, había una
serie de cuevas muy propias para ir a rezar tranquilos y sin ser molestados por la
gente. El santo quedó impresionado por el aspecto imponente que ofrecían
aquellas rocas y aceptó la montaña que se le ofrecía y pidió al señor Velita que le
construyera allá algunas chozas para ir a pasar en ese sitio la Navidad.

La Navidad era la fiesta preferida por Francisco. Cada año se entusiasmaba


hasta las lágrimas al pensar que por salvarnos a nosotros los pecadores, el Hijo
de Dios se humilló hasta nacer en una pesebrera, en una canoa de echar de
comer a los animales.
Por orden del santo Juan Velita preparó un verdadero pesebre al natural, o sea
una canoa llena de pasto para los animales, y un buey y un asno, para que todo
fuera como en el primer año en Belén. Y todos los habitantes del vecindario
fueron invitados a hacerse presentes en aquel apartado sitio la Noche del 24 de
diciembre.

Faltando una semana para la gran fecha envió Francisco a Fray Ángel a invitar a
todos los religiosos de la comunidad que encontrara a los alrededores, a que
vinieran a la alegre festividad.

Los días anteriores las pasó el santo en aquellos peñascales meditando en


silencio en la maravilla que es para nosotros que el mismísimo Hijo de Dios haya
venido a nacer en un pesebre para lograr llevarnos al cielo. Un día Fray León le
dijo: “Dígame por favor, ¿Qué le dice a su corazón este recuerdo del Nacimiento
de Nuestro Señor? Y San Francisco respondió: “Me dice; humildad, paz, silencio,
gozo, bondad, amor, salvación…” y no pudo decir más porque la emoción le
impidió hablar. Este misterio le hacía palpitar fuerte el corazón.
Llegó el gran día. Aquel 24, los religiosos Franciscanos de todos los pueblos de
los alrededores se hallaban ya en la gruta de Greccio. La alegría de todos era
inexplicable, y Francisco parecía más estar ya gozando del cielo que viviendo en
la tierra. Por la noche los campesinos de los alrededores se dirigieron con
antorchas encendidas hacia aquella montaña. Cantaban alegremente como lo
saben hacer los alegres italianos. Allí estaba preparado un gran pesebre. La
canoa de echar pasto a los animales. Un burrito y un buey. Junto al pesebre se
celebró la Santa Misa a media noche. El Diácono era Francisco y a él le
correspondió hacer el sermón. Estaba enormemente emocionado. En su
predicación aparecía a cada momento la palabra Amor, Amor, Amor… parecía
que iba a estallar en llanto de tanta emoción que sentía…

De un momento a otro, olvidándose de la gente allí presente empezó a dirigirle la


palabra a alguien que parecía estar viendo él allí en la cunita, y le hablaba con
cariño impresionante. Repitiendo: “Jesús, Jesús, Niño de Belén”, y estas
palabras las decía con una dulzura que impresionaba a todos. Se inclinaba hacia
el pesebre como si en verdad estuviera viendo allí al Divino Niño y quisiera
abrazarlo y recostarlo sobre su corazón. Juan Velita decía más tarde, que en
aquella noche San francisco obtuvo la gracia de poder ver cómo era el Niño Jesús
recién nacido, y que el Divino Niño le sonrió amablemente. Era un favor que el
santo había deseado intensamente por muchos años.

Con razón las gentes repetían varios años después, aquella copla:

“Decía el Padre San Francisco,


que, en la fiesta de Navidad,
si alguno no se emociona,
es que no ama de verdad”

Desde entonces la costumbre de vestir el pesebre para la Fiesta de Navidad se ha


venido extendiendo por todo el mundo. Y fue a nuestro santo al primero que se le
ocurrió tan bella idea. Hasta hoy, los cristianos usan figuras de la Sagrada
Familia en porcelana, madera y otros materiales, para celebrar la Navidad en los
Hogares y los Templos.

También fue San Francisco quien inició la costumbre de cantar música popular
en Navidad, en adición a la música latina más seria, que se cantaba en los
Templos. Desde entonces, los Villancicos de Navidad han gozado de gran
popularidad en muchos países. Y hoy tenemos una variedad muy hermosa de
canticos infantiles al Niño Dios, a la Virgen María, y a San José.

CAPÍTULO 22
CURIOSAS AVENTURAS FRANCISCANAS
Después de aquel invierno de 1223 en el que celebró la Navidad por primera vez
en un pesebre, Francisco bajó de la montaña y predicó por pueblos y veredas.
Testigos oculares cuentan que el modo de vestir del santo era supremamente
pobre y su presencia no era nada atractiva: pequeño, flaco, demacrado, con voz
muy débil. Pero que cuando empezaba a hablar a la gente, a todos les parecía
como que un verdadero mensaje les llegaba del cielo, y sentían un deseo inmenso
de convertirse, y empezar una vida santa.

La Tercera Orden

Muchas personas casadas al oírle predicar se entusiasmaban tanto por la vida de


santidad, que le pedían ser admitidas en su comunidad religiosa. Como esto no
era posible, ideó entonces la tercera orden Franciscana, o sea una asociación
religiosa en la cual sus socios siguen viviendo en el mundo y administrando sus
bienes y dirigiendo sus hogares, pero llevando un modo de vivir muy parecido al
de los religiosos en cuanto a virtud, piedad, y buen ejemplo. Pronto fueron ya
miles y miles los que en todas partes entraron a formar parte de la tercera orden
Franciscana, que ahora está extendida por todo el mundo y lleva a muchísimas
personas hacia la santidad.

Francisco Escritor

Como ya no era superior de la comunidad, se dedicó a tratar de dirigir a los


religiosos por medio de sus escritos. Y así en sus días de soledad y silencio en las
altas montañas fue redactando en estos años de 1223 y 1224 varias cartas
circulares que se conservan y han sido leídas con gran provecho por sus
discípulos en más de siete siglos.
Una de estas cartas circulares se llama “Admoniciones” o amonestaciones. Allí
recomienda ciertas normas prácticas como por ejemplo las siguientes:
1) Todos deben tener la más grande veneración hacia el Santísimo Sacramento
del Altar. Y esmerarse porque los altares se conserven lo más limpios y bien
presentados posible.
2) Los religiosos no se preocupen por aparecer sabios, sino por tener contento a
Dios con su buen comportamiento.
3) Tenga cuidado cada uno para no murmurar ni hablar mal de ningún otro.
4) Cada cual considérese un viajero que apenas va pasando por este mundo,
pero en camino hacia la eternidad. Por lo tanto, no se afane por adquirir
posesiones aquí sino premios en el cielo.

Otros de sus escritos de este tiempo, son:

1- La epístola a todos los fieles de la cristiandad.


2- Mensaje al capítulo general de 1225.
3- Epístola a todos los sacerdotes y clérigos.
4- Epístola a los superiores de conventos religiosos.
5- Epístola a los gobernantes de ciudades y naciones.
6- Testamento para las hermanas Clarisas.
7- Carta a Fray León.
8- Poesías religiosas.
9- Himno al hermano Sol.

Al leer estos escritos del santo, el alma se siente emocionada y le invade un


fuerte deseo de renunciar a las vanidades del mundo y dedicarse con toda
seriedad a conseguir la santidad y la vida eterna. En estas obras habla San
Francisco muy fuerte contra los que se imaginan que su fin es gozar en esta
tierra y adquirir posesiones y fama, y mientras tanto descuidan esforzarse por
adquirir santidad y la eterna salvación.

Al final de sus circulares recomienda: “Suplico que estos avisos sean leídos y
vueltos a leer; que sean recordados y meditados. Y que se les lean a los que no
saben leer, y que se pongan en práctica, pues son enseñanzas que producen
aumento de vida espiritual y quien no las quiera aceptar tendrá que responder
ante la justicia de Dios”.

Francisco leía los pensamientos

Cuando Francisco por su mala salud estaba supremamente débil, tenía que
viajar en un borriquillo. Y un día mientras viajaba acompañado por Fray
Leonardo, este se puso a pensar: “Es el colmo. Yo que soy de familia distinguida
tengo que viajar a pie. Y en cambio Francisco que viene de una familia
cualquiera, viaja a caballo”. El santo se dio cuenta de lo que estaba pensando su
compañero de viaje y le dijo: “Fray Leonardo: yo siento verdadera vergüenza por
esta desproporción. Yo que vengo de una familia cualquiera viajo a caballo, y
usted que es de una familia muy distinguida, tiene que viajar a pie. Qué
vergüenza siento Fray Leonardo”. El otro se dio cuenta de que su pensamiento
había sido leído por el hombre de Dios y se arrodilló ante él y le pidió perdón por
haber aceptado aquel mal pensamiento.

Destechando la Casa

Al volver a Asís se dio cuenta de que para sus religiosos ya no se construían


ranchos de paja como en su tiempo, sino que habían construido un hermoso
edificio, y se disgustó y se subió al tejado a destechar tal edificación.
Oportunamente llegó el Alcalde de Asís a decirle que era una edificación comunal
y que el municipio no podía dejar que la destruyeran. Y así se salvó aquel
convento de ser echado por tierra.
Regalándolo Todo

Cuando Francisco se encontraba con un pordiosero le regalaba todo lo que tenía.


Sus religiosos tuvieron que ir varias veces a suplicarles a los mendigos que les
devolvieran las ropas del santo para guardarlas ellos. Al fin lo supo él y entonces
cuando le regalaba sus vestidos a un pobre le decía: “Si le piden estos vestidos,
cóbrelos bien caros”. Y a los frailes les costaba un alto precio volver a conseguir
otra vez lo que ya él había regalado.

Empleaba como almohada una piedra o un pedazo de palo. Una noche le


pusieron una almohada de lana y no pudo dormir, y al día siguiente mandó a un
fraile que le llevara muy lejos la tal almohada, pues él quería seguir siendo
totalmente pobre.

El demonio se esforzaba todo lo más posible, por convencer a Francisco de que


no lograría ya obtener la eterna salvación y que estaba destinado a la
condenación eterna, y le recordaba sin cesar sus antiguos pecados. Tanto que un
día Francisco le dijo a Fray Pacifico: “Me parece que soy e peor pecador que ha
habido en el mundo”.

Y sucedió que por esos mismos tiempos Fray Pacifico tuvo una visión en la cual
contempló que en el cielo, el sitio que dejó vacío Luzbel, estaba destinado para el
humildísimo Francisco de Asís.

Un día el santo estaba sufriendo terribilísimos dolores y se retorcía de manera


impresionante. Así estuvo por varias horas. Al fin Fray Masseo le dijo: “Hermano,
¿quiere que le traigamos un religioso sumamente sabio para que le hable de
temas muy elevados y eso lo distraiga?”. Pero Francisco le respondió: “Me basta
pensar en Cristo, en Cristo Crucificado”. Y se dedicó a pensar en los dolores de
Jesucristo Crucificado, y los músculos de su rostro que estaban contraídos por el
dolor, volvieron a ser normales, y una profunda tranquilidad invadió todo su ser
y recobró la paz y el buen ánimo.

Las Tentaciones de Fray Rufino

Por aquellos tiempos sucedió que uno de los más antiguos amigos de San
Francisco, Fray Rufino sufrió una muy peligrosa tentación. El demonio se le
apareció en forma de crucifijo y le dijo: “¿para qué hace penitencia y largas
oraciones, si usted ya está sentenciado a la condenación eterna? Y lo mismo le
sucederá al tal Francisco de Asís. Ese hombre será condenado para siempre en
las llamas del infierno”.

Después de esta aparición ya Fray Rufino le perdió por completo el amor y la


estimación a San Francisco y ya no quiso ir más a rezar con los demás religiosos
ni hacer obras buenas, porque estaba convencido de que de todas maneras se
iba a condenar en el infierno para siempre.

Se encerraba en su celda y allí permanecía lleno de tristeza y desanimo.


Lo supo San Francisco y envió a Fray Masseo a decirle que deseaba hablar con
él, pero Rufino lo despachó secamente diciéndole; ¿Y que tengo yo que ver con
ese tal Francisco?

Entonces el mismo santo en persona fue a buscarlo y ya desde lejos empezó a


gritarle: ¿Hola Fray Rufino, bribonzuelo, a que mentiroso le ha creído sus falsos
cuentos?

Y llegando a donde estaba el afligido Fraile le repitió Francisco palabra por


palabra todo lo que el Diablo disfrazándose de crucifijo le había dicho y le
advirtió que aquello era un engaño de satanás el cual, como dice la Sagrada
Biblia, Se disfraza hasta de Ángel de luz con tal de engañar a los que se quieren
salvar. Y le dio este preciso concejo; si alguna vez se le vuelve a aparecer el
enemigo malo, escúpalo en la cara y dígale: “aléjate de mí, satanás, en el nombre
del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo”. Y vera que se aleja inmediatamente.

El santo le advirtió que, si una aparición le quita a uno las ganas de rezar y de
hacer obras buenas y el aprecio por los demás, esa tal aparición no viene de Dios
que es amor y paz, sino del diablo que es tristeza y desamor.

Y la próxima vez que el demonio se le apareció, Fray Rufino hizo lo que le había
aconsejado Fray Francisco y le hizo salir huyendo, y con tanta rabia huyo
satanás que esa noche rodaron grandes piedras por esas montañas con estrepito
infernal y gran susto de todos.

Y en adelante, Fray Rufino gozó de una gran paz espiritual y amó y admiro cada
día más y más a San Francisco y se dedicó de tal modo a la oración, a la
penitencia y a las obras buenas, que nuestro Santo decía: “Aunque todavía está
vivo sobre la tierra, yo me atrevo a llamarlo ya: San Rufino”.

Colección de Santos

Aquellos primeros religiosos Franciscanos eran tan fervorosos que San Francisco
llegó a decir lo siguiente: “Si alguno quiere ser un perfecto religioso tiene que ser
tan amante de la pobreza como Fray Bernardo; tan puro y tan sencillo como Fray
León; tan mortificado como Fray Ángel; tan agradable en el trato como Fray
Masseo; tan humilde como Fray Gil; tan fervoroso n la oración como Fray Rufino,
que es capaz de pasar horas y horas rezando sin cansarse; tan paciente como
Fray Junípero; tan amable como Fray Rogerio…” en verdad que este gran santo
tuvo el gusto de verse rodeado de religiosos admirablemente fervorosos. Bien se
ve que la santidad es prendediza y contagiosa. Al que a buen árbol se arrima,
buena sombra lo cobija, dicen los campesinos. Cada uno es como son sus
amigos, y los que se hacen amigos de los santos, naturalmente se van volviendo
santos ellos también.

Excesos Heroicos

Desde que Francisco dejó de ser superior general de su comunidad religiosa,


llevaba siempre consigo algún religioso al cual le obedecía como a su superior,
aunque fuera un recién llegado a la comunidad. A veces algunos por falta de
buena educación lo trataban mal y el santo no respondía palabra, sino que se
retiraba y se dedicaba a orar, y solamente cuando ya no tenía ira ni mal genio,
corregía con toda bondad al que había obrado indebidamente.

Un día a Francisco le vio un pensamiento de desprecio contra Fray Bernardo y


llamando al buen religioso le dijo postrándose por el suelo: por orden de la santa
obediencia le mando que me ponga su pie sobre mi boca, en castigo por un
pensamiento de desprecio que yo tuve en su contra.

Seguramente que sufrió más Fray Bernardo al pisotearle la boca, que el santo al
ser pisoteado. ¡Así de heroicos son los santos!

CAPÍTULO 23
LA ESTIGMATIZACIÓN DE SAN FRANCISCO

Una de las actividades preferidas del gran santo era irse a las montañas
solitarias y dedicarse allí por horas y días y semanas a meditar, orar y adorar a
Dios. Uno de sus compañeros en esos tiempos dice que Francisco no era un
hombre que dedicaba algunos ratos a la oración, sino que él mismo parecía la
oración hecha persona . Se notaba que entre él y la eternidad no había sino un
débil muro, y que escuchaba los eternos cantos y alabanzas que entonan los
seres celestiales.

Contactos Sobrenaturales

Cuando empezaba a sentir mensajes celestiales, si estaba con otros compañeros,


se cubría el rostro con el manto o por lo menos con las manos. Los discípulos lo
sentían sollozar de emoción y decir palabras ininteligibles. Movía la cabeza como
si respondiera a alguien. Los otros religiosos se alejaban de él respetuosamente y
en el mayor silencio, porque sabían que no le gustaba ser observado en esos
momentos. Una vez el Obispo de Asís quiso hablarle cuando Francisco estaba en
comunicación con lo alto, y el Obispo se quedó sin voz por varios días.
El santo trataba de esconder su piedad lo más posible y por eso se levantaba
muy de madrugada, salía en el más absoluto silencio y se iba al bosque a orar
solo, donde nadie lo fuera a distraer. A veces lo seguía en secreto alguno de sus
religiosos y veía que una gran luz bajaba desde el cielo y oía que Francisco
hablaba con Jesús y María, y con los Ángeles y Santos. Pero al volver de su
oración, nadie notaba nada raro en él, y recomendaba a sus compañeros:
“Cuando reciban de Dios algún consuelo espiritual digan al Señor: no soy digno
de este gran regalo tuyo, y muéstrense ante los demás como pobrecillos y
pecadores; como si no hubieran recibido aquellos consuelos del cielo”.

El rezo de los Salmos lo hacía despacio y con gran fervor tratando de darse
cuenta de lo que estaba diciendo. Y les repetía a sus religiosos: “Si comemos de
prisa se nos indigestan los alimentos del cuerpo; así pasa con el alma: si rezamos
de prisa no nos aprovecha lo que rezamos”.

Una vez en sus ratos libres había fabricado una vasija de madera. Pero mientras
rezaba se le iban los ojos hacia la tal vasija. Se dio cuenta de que aquello lo
estaba distrayendo en la oración y echó la vasija al fuego.

Muchas veces decía a sus acompañantes: “Recemos por los que nos han pedido
que los encomendemos. Que no se nos quede ninguno de ellos sin encomendarlo
en la oración”.

Muy Santos pero muy Alegres

Uno de los concejos que más frecuentemente repetía nuestro santo a sus
discípulos era aquel de San Pablo: “Estén siempre alegres. Os lo repito; estén
siempre alegres”. (Filipenses 4.4) Y les insistía que no vivieran con cara triste de
gente hipócrita, sin siempre con un rostro santamente alegre y risueño. Ellos le
preguntaban cómo se podía conseguir el lograr vivir en perpetua alegría, y les
respondía: “La primera condición para vivir alegres es vivir sin pecado en el alma
y lo más fervorosos posible”. Les decía que todo pecado trae tristeza y que la
tristeza o falta de fervor y entusiasmo en la piedad producen melancolía.

Para evitar todo pecado impuro aconsejaba huir del trato con personas que
pudieran poner en peligro la propia castidad. Un día en que lo visitaron una
madre y su hija, fervorosas colaboradoras de las obras de la religión, Francisco
les dio muy buenos concejos, pero no las miró ni siquiera por un momento al
rostro. Cuando ellas se fueron le dijo uno de sus frailes: “Padre, ¿por qué ni
siquiera miró a esas personas tan bondadosas?”. Y el santo le respondió con la
frase del santo Job: “Para mantener mi castidad, hice pacto con mis ojos de no
mirar el rostro de mujer joven”. (Job 31)

Era tal la alegría que de vez en cuando invadía el alma de Francisco que se iba
por los bosques cantando gozosamente a Dios, y tomando en sus manos dos
palos y colocando el uno debajo de su barba como si fuera un violín actual y
frotándolo con el otro como si fuera un arco, entonaba cantos a Dios con muy
sonora voz y moviendo su cuerpo al ritmo de su canto. Hasta que al fin lo invadía
de tal manera la emoción que dejando aquel supuesto violín y el imaginario arco,
se quedaba como extasiado, y lloraba y temblaba de emoción pensando en el
buen Dios y en sus dones y bondades.

El Viaje al Monte Alvernia

En agosto del año 1224 emprendió viaje hacia el Monte Alvernia. Ya hemos dicho
que el Conde Orlando conociendo la inclinación y gusto que sentía Francisco por
los bosques en las montañas apartadas y solitarias, para dedicarse a orar y a
meditar, le ofreció una posesión suya en una escarpadísima altura llamada
Monte Alvernia. Y hacia allá se dirigió el santo dispuesto a pasar 40 días en
riguroso ayuno y continua oración, desde la fiesta de la Asunción de la Virgen
(15 de agosto) hasta la fiesta de San Miguel (29 de septiembre). Él era
sumamente devoto de Nuestra Señora y confiaba muchísimo en la protección el
Arcángel San Miguel, que es el jefe de los ejércitos celestiales, y el que derrotó a
Satanás y lo echó del Paraíso. El Conde Orlando había hecho construir allá
arriba unos ranchos de paja para Francisco y sus Frailes acompañantes.

Como el santo estaba tan débil y tan falto de salud, sus compañeros entraron en
una finca a tratar de conseguir que les prestaran un asno para que el hombre de
Dios viajara en él. El dueño de la finca al saber para quién era el burrito que
necesitaban lo ofreció con mucho gusto y se propuso ir él mismo a
acompañarlos.

Después de un largo recorrido en silencio, Francisco e el burrito y sus cuatro


amigos frailes a su alrededor rezando y meditando, de pronto el dueño del asnillo
le dijo emocionado: “Padre Francisco; la gente habla muy bien de usted,
esfuércese por ser tan santo como la gente se imagina que lo es”. Fray Francisco
se llenó de emoción al escuchar semejante concejo y bajándose del asno se
arrodilló, le besó los pies al campesino y le dijo: “Hermano; el cielo y la tierra me
ayuden a darte gracias por lo que has dicho. Hacía mucho tiempo que yo no
escuchaba de labios humanos palabras tan sabias. Dios bendiga tu boca que las
ha dicho”.

Cuando iban llegando al monte, salió a recibirlo una gran muchedumbre de


avecillas de muchas clases y colores, y volando alegremente a su alrededor
mostraban grandísima alegría con sus cánticos y re voloteos. Francisco estaba
descansando junto a un gran árbol y unas avecillas se posaban en sus hombros,
otras en sus manos y varias más en sus rodillas y en torno a sus pies. Lo cual
fue visto con gran alegría por sus compañeros y por el aldeano que los
acompañaba. San Francisco dijo con alegre espíritu: “Hermanos, se nota que a
Nuestro Señor le agrada que vayamos a rezar a este monte porque nos ha
enviado a tantas hermanas aves a que nos hagan fiesta.

Subieron al Monte Alvernia que es imponente y solitario y allí empezaron su vida


de oración. Al día siguiente llegó el Conde Orlando a saludarlos y Francisco le
pidió que le hiciera construir una celda pajiza, bastante alejada de las chozas de
los otros frailes, para irse allá a rezar, y el buen Conde la mandó construir
inmediatamente Orlando les dijo a Francisco y a sus cuatro Frailes que se
dedicaran tranquilamente a la oración y a la meditación, que él se encargaría de
que les llevaran todos los alimentos necesarios.

Francisco les recomendó a sus acompañantes cual debería ser el reglamento


para esos 40 días en la montaña. Ante todo, vivir en la más absoluta pobreza, y
no ir a aprovechar de que el Conde Orlando estaba tan generoso, para ir ellos a
faltar a la santa pobreza. Lo segundo: “Yo siento que la muerte ya se me acerca y
necesito prepararme en la soledad y en la oración para llorar mis pecados. Por lo
tanto, nadie irá a distraerme allá a donde yo este orando. Fray León, cuando bien
le parezca, me llevará un poco de pan y un poco de agua, pero no permitirán que
ninguna persona pase hasta allá donde yo estoy”. Y dándoles la bendición se
despidió de ellos y se dirigió a su apartada celda.

En Soledad Total

Todavía hoy muestran los religiosos a los peregrinos los sitios a donde pasó
Francisco aquellos 40 días famosos. El escarpado peñasco, a cuyo pie
acostumbraba dedicarse a rezar. La cueva oscura y húmeda donde dormía las
pocas horas que dedicaba al descanso cada noche. La gruta, allá arriba en lo
más alto de la montaña, donde a la hora del amanecer, tantas veces asistió
Francisco a la Santa Misa, y adoró la Santa Hostia que se elevaba en las manos
de su gran amigo Fray León, y de él recibía la sagrada Comunión.

Nadie, fuera de Fray León podía ir a visitarlo. Y este solamente podía ir a celebrar
la Santa Misa y a llevarle el pan y el agua de cada día. Al acercarse a aquel lugar
debía decir la frase con la cual los monjes empiezan el rezo de los salmos: “Señor;
abre mis labios”, y si Francisco le respondía con la segunda frase de esa oración
que es; “Y mis labios proclamarán tu alabanza”, entonces si podía pasar
adelante. Pero si Francisco no respondía, era señal de que no podía acercarse y
tenía que devolverse.

Y es que muchas veces el santo estaba tan extasiado pensando en Dios y


hablando con Él, que no escuchaba nada de lo que la gente le decía. Entre las
chozas de los Frailes y la choza de Francisco había un abismo, el cual se pasaba
por sobre un tronco que había atravesado allí.
Los primeros días Fray León obedeció puntualmente la orden de Francisco y si
este no respondía sus palabras, no se le acercaba cuando iba a visitarlo, pero
una noche después de repetir varias veces la frase convenida “Señor abre mis
labios”, viendo que el santo no respondía nada, se llenó de curiosidad por saber
que le estaría sucediendo y atravesó el tronco que estaba sobre el abismo y pasó
al otro lado. La choza de Francisco estaba vacía.

Silenciosamente se fue deslizando por entre los árboles y de pronto empezó a


escuchar un murmullo como de rezos. Se acercó con todo cuidado y vio allí al
hombre de Dios de rodillas, con los brazos abiertos en cruz y el rostro levantado
hacia el cielo, rezando en voz alta. Una gran luz bajaba desde lo alto hacia él.
Fray León se quedó inmóvil detrás de un árbol y pudo oír las palabras que el
gran místico estaba repitiendo. Decía así: “Señor Dios concédeme la gracia de
saber quién eres tú y quien soy yo. Cuánto vales Tú, y cuán poco valgo yo ”. Y
repetía muchas veces esta misma petición.

De pronto Fray León sin darse cuenta, pisó una rama seca que se quebró con
fuerte ruido. Ante aquel crujido dejo de orar San Francisco; se puso en pie y
exclamó: “En el Nombre de Jesús deténgase cualquiera que sea sin moverse del
sitio”. Y se acercó al visitante.

Contaba después Fray León que en ese momento sintió un susto tan grande que
habría preferido que se lo tragara la tierra antes que tener que presentarse ante
el santo porque tenía temor de que Francisco, por haberle desobedecido su
orden, lo expulsara de su lado y ya no lo tuviera más como amigo. Y su amor
hacia él era tan grande que le parecía que no podría vivir sin su compañía y sin
su amistad.

Acercándose al árbol, preguntó Francisco: ¿Quién está por ahí?

Soy yo, Fray León Padre mío, respondió el otro temblando.

¿Y porque se le ha ocurrido venir por aquí a esta hora, corderillo del Señor, no le
había prohibido que se acercara a curiosear lo que yo estaba haciendo o
diciendo?

Por santa obediencia le mando: ¿Dígame que logró ver o escuchar?

Padre, yo lo oí decir muchas veces: “Señor Dios; concédeme la gracia de saber


quién eres Tu y quien soy yo. Cuánto vales Tu y cuanto valgo yo”.

Y arrodillándose con gran veneración ante San Francisco y pidiéndole perdón por
su desobediencia le dijo: Padre; le ruego que me explique qué significa esa
oración que repetía tantas veces.
Oh pequeño Corderillo de Jesucristo, -le dijo el santo- Mi querido Fray León: le
cuento que mientras repetía esa oración le llegaron dos luces a mi alma: una
para saber cuánto vale Dios, y otra para conocer cuan poquito valgo yo. Cuando
le decía: Señor Dios: “Concédeme la gracia de saber quién eres Tu”. Me llegaba
una luz de contemplación y lograba conocer algo de la infinita sabiduría y del
inmenso poder de Nuestro Señor. Y cuando decía: “Concédeme la gracia de saber
quién soy yo” recibía una luz del cielo que me hacía ver cuán espantosa es mi
miseria. Y el buen Dios me concedió esas dos gracias que tanto deseaba recibir.

Pero cuidado Fray León, Corderillo del Señor, cuidado: no vulva a desobedecer a
la orden que le di de no venir a curiosear que estoy haciendo o diciendo. Y ahora
vuelva en paz a su celda, con la bendición de Dios.

La Noche Oscura del Alma

Por aquellos días empezó Francisco a sentir una gran angustia por el futuro de
su comunidad religiosa y una profunda tristeza al considerar que los que
estaban ahora encargados de dirigir a sus religiosos ya no seguían las líneas de
tan exacta pureza que él les había recomendado tantas veces. Y a su alma
llegaban sentimientos de antipatía y hasta de rencor contra esos personajes.
Trataba de dormir y la angustia no lo dejaba. Iba a rezar y la tristeza se lo
impedía. Los sentimientos de tristeza y de temor se lanzaban contra su alma
como aves de rapiña y no los lograba alejar.

Era aquella situación lo que los santos llaman “La Noche Oscura del Alma ”, una
época en la vida en la cual Dios permite que lleguen espantosas angustias por el
pasado y horribles miedos por el futuro, para purificar más el espíritu y llevar a
la persona a no confiar sino en Dios y a colocar toda su esperanza únicamente
en el poder y en la bondad del Todopoderoso.

Viendo que en su choza no encontraba tranquilidad, salió por el bosque, se


colocó sobre una alta roca para contemplar el horizonte, pero la paz no llegaba a
su alma. Recorrió lleno de angustia el bosque de un lado para otro y al fin se
detuvo junto a una alta encina y postrado tocando el suelo con la frente empezó
a clamar suplicante: “Señor Dios: por misericordia apagad en mí esta fiebre de
temores. Por favor: calmad en mi alma esta tempestad de amargos recuerdos”.
Repitió muchas veces esa oración y luego empezó a sentir otra vez la calma en su
espíritu.

En seguida se dedicó a rezar por los que habían tratado de cambiar el modo de
ser que él había dado a su comunidad de religiosos. Los fue nombrando uno por
uno: pidiendo a Dios que los bendijera y los perdonara. No quería guardar rencor
ni siquiera a uno solo. Sabía que la tristeza y el rencor vienen del Diablo y que
Dios en cambio es amor, alegría y paz.
Pidió perdón a Dios por haber tenido pensamientos de rencor y por haberse
dejado dominar por temores hacia el futuro y se confió totalmente en sus manos
Todopoderosas. Y fue repitiendo despacio aquellas palabras de San Pablo: “Todo
sucede para bien de los que aman a Dios” (Romanos 8, 28).

Y una y otra vez repetía entre sollozos dirigiéndose a Dios: “Señor, yo te


encomiendo esta comunidad de religiosos. Ya sabes que a mí me es imposible
dirigirla personalmente. En las manos de mi Dios la encomiendo. Que jamás se
aparten de los caminos que llevan hacia la santidad y hacia la eterna salvación”.

Se levantó con el corazón inundado de gran paz. Sonriendo miró hacia el


horizonte y envió una gran bendición hacia sus religiosos y amigos de todo el
mundo con la seguridad de que el bondadoso Dios a cuyos cuidados los había
confiado, no los iba a abandonar jamás ni siquiera por un solo minuto. La paz
había retornado una vez más a su espíritu.

San Francisco aconsejaba luego: “cuanto más tentado te veas, sábete que eres
más amado de Dios. Nadie debe reputarse siervo de Dios hasta tanto que pase
por las tentaciones y arideces, y así purificados interiormente, iluminados y
encendidos por el ardor del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de
Nuestro Señor Jesucristo”. Y oraba: “te doy gracias ¡Oh Señor y Dios mío! Por
todos estos dolores… ya que en cumplir tu santísima voluntad encuentro yo los
más inefables consuelos”.

Así era como el demonio le traía las más feroces tentaciones, pero con la oración,
lograba vencerlas. Y ahora miles y miles de religiosos, monjas y penitentes del
mundo entero, siguen el ejemplo de Francisco para llegar a la santidad.

El Hermano Gavilán

Y sucedió por aquellos tiempos que junto a la choza donde rezaba Francisco
empezó a revolotear amigablemente un Gavilán. Y pronto se formó una curiosa
amistad entre estos dos seres tan opuestos: el uno la personificación de la paz y
de la bondad, y el otro por naturaleza agresivo y sanguinario. Un día Francisco le
dijo al animalito: “hermano Gavilán, criatura de Dios: yo soy tu hermano. No me
tengas miedo. Extiende tus alas y ven hacia mí. El Gavilán se le acercó y se
quedó a pocos metros mirándolo fijamente. Francisco lo miraba también con
especial cariño. Y desde aquel día fueron siempre grandes amigos.

El santo no podía proporcionarle comida porque estos animales se alimentan de


carne y él no la probaba casi nunca. Pero fueron muy amigos. A media noche
cuando llegaba la hora en que Francisco tenía que rezar los salmos, el Gavilán
llegaba junto a la cueva y lo despertaba con sus chillidos. Y lo mismo a la
madrugada, a la hora de rezar los salmos del amanecer. Pero los días en que
Francisco estaba enfermo el Gavilán no llegaba a despertarlo o lo despertaba más
tarde para que pudiera descansar un poco más.

Los dos se quedaban buenos ratos mirándose cariñosamente el uno al otro y al


Gavilán le encantaba pasar muchas horas allí en la roca, junto al gran santo.
Más tarde cuando tenga que alejarse de aquel monte, una de las cosas que
recomendará a sus religiosos será que le saluden a su hermano muy querido, el
Gavilán.

Un descubrimiento decisivo

Francisco deseaba conocer un medio para enamorarse totalmente de Jesucristo y


crecer en santidad. Y un día dijo a Fray León: “por favor abra el Misal en la
página que primero salga, al azar, para ver qué remedio me aconseja Dios”. Fray
León abrió el Misal al azar y salió el Evangelio de Domingo de Ramos que dice
“Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, según San Mateo ”.

Una vez más pidió a Fray León que volviera a abrir el Misal al azar para ver qué
le aconsejaba Dios, y quedó abierto donde dice, Miércoles Santo y allí se lee:
“Pasión de Jesucristo según San Lucas”.

Por tercera vez pidió el hombre de Dios a su buen amigo que volviera a abrir el
Misal porque deseaba conocer qué remedio le aconsejaba Nuestro Señor. Y al
abrir el libro, apareció: “Pasión de Jesucristo, según San Juan”.

Con esto descubrió que el remedio para enamorarse totalmente de Jesucristo y


crecer en perfección era dedicarse a meditar la Pasión y Muerte de Jesús. Y
desde ese día la mayor parte del tiempo que estuvo en el monte Alvernia lo dedicó
a pensar y meditar en la Santísima Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

Desde joven la devoción que mayor fervor produjo en el alma de Francisco fue la
de la Pasión y Muerte de Jesús. Su conversión se produjo (cuando él era muy
joven) junto a un Cristo Crucificado, en la Iglesia de San Damián y desde
entonces la meditación en lo que Jesús sufrió por nosotros fue su preferida
siempre y en todas partes.

Un día un hombre lo encontró paseándose y llorando por los bosques de la


Porciúncula y le preguntó cuál era la causa de su llanto. Él le respondió: “lloro de
emoción al pensar lo mucho que Jesucristo sufrió por nosotros”.

Tan grande era su amor por Jesús Crucificado que, si en una conversación
alguien comentaba algo acerca de los sufrimientos de Jesús en la Cruz, a
Francisco se le enrojecía el rostro y se quedaba como en éxtasis sin darse cuenta
de lo que sucedía a su alrededor.
A sus religiosos había recomendado que repitieran muchas veces esta bella
oración que ahora rezamos en el Vía Crucis: “Te adoramos oh Cristo y te
bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo”.

Varios de sus religiosos, como Fray Silvestre, Fray Pacífico y Fray León,
contemplaron en visiones a Francisco llevando por todo el mundo la devoción a
la Santa Cruz y a la Pasión Santísima de Jesús.

En una ocasión le preguntaron a Francisco: ¿le buscamos algún remedio para


sus enfermedades? Y él santo respondió: “No hace falta, me basta pensar en la
Pasión y Muerte de Jesús y con esto se me olvidan mis dolores”. “Ya no necesito
más: conozco a Cristo pobre y crucificado”.

Lo que le sucedió el día de la Santa Cruz

Y el día 14 de septiembre de 1224, fiesta de la exaltación de la Santa Cruz , se


puso a meditar en las palabras de la Misa de esa fiesta. Se emocionó al leer allí
aquellas frases de San Pablo: “Conviene que nos gloriemos en la Cruz de Nuestro
Señor Jesucristo, en la cual está nuestra salud, nuestra vida y nuestra
resurrección”.

Y le agradó mucho aquella oración que dice: “Oh Señor, Cristo Redentor: Tu que
salvaste a Pedro de las aguas del mar; sálvanos compasivo también a nosotros,
por la virtud de la Santa Cruz”.

Algo que le impresionó también de la Liturgia de ese día fue el Himno que canta
así: “Oh Cruz santa, Cruz fiel, noble Cruz. El más noble de todos los maderos. No
hay bosque que haya producido madero semejante a ti, que llevaste tan Santo
Cuerpo y tan Divina Sangre. Mirad la Cruz gloriosa del Señor: que huyan todos
sus enemigos. En ella ha vencido Nuestro Redentor.

Aquella madrugada del 14 de septiembre, antes de que saliera el sol, estaba


Francisco de rodillas ante el crucifijo, con los brazos extendidos y empezó a
decirle a Jesús: “Oh Señor mío Jesucristo: un favor muy especial te pido que me
concedas antes de que yo muera. Que yo logre sufrir en mi cuerpo, en cuanto me
sea posible, los dolores de tu Santísima Pasión y Muerte”. Y suspirando
emocionado añadió: “Y otro favor más grande todavía te suplico: que llenes mi
corazón en la cantidad en que a él le sea posible recibir, de aquel inmenso amor a
Dios y al prójimo que movió a mi Sa lvador a sacrificar su vida por nosotros y que
me concedas el valor suficiente para soportar todos los sufrimientos que me
puedan venir”.

Y estando largo tiempo en oración comprendió que Nuestro Señor sí le iba a


conceder esos dos grandes favores que le había pedido: poder sufrir los dolores
que Jesús padeció en su Pasión, y sufrirlos con un amor y un valor parecidos a
los de Nuestro Divino Redentor. Y empezó a meditar con gran emoción en las
cinco heridas de Jesús Crucificado.

El Profeta Isaías dice que los Serafines son unos Ángeles que están muy cerca de
Dios y cada uno tiene seis alas. (La palabra Serafín significa: uno que arde en
amor hacia Dios).

Pues bien, en aquella mañana del 14 de septiembre, estando Francisco


meditando en la Pasión y Muerte de Jesús, vio venir del cielo un Serafín con sus
seis alas muy resplandecientes y como llenas de fuego, que a gran velocidad se
fue acercando hacia él. Y cuando ya estaba muy cerca pudo ver y reconocer que
llevaba en sí la Imagen de un Crucificado, que le enviaba rayos de fuego a sus
manos, a sus pies y a su costado.

Al presenciar esta aparición Francisco se llenó de gran temor, pero a la vez de


una inmensa alegría. Sintió al mismo un profundo arrepentimiento de sus
pecados y una gran admiración hacia tan agradable aparición. Su alma se llenó
de una inmensa alegría al sentir que Cristo se le presentaba de una manera tan
amable y lo miraba con tan inmenso cariño; pero al mismo tiempo, viéndolo
clavado en la Cruz sentía el más profundo dolor y la más intensa compasión.

Y en ese momento le fue revelado que se le permitía transformarse en un ser


semejante a Cristo crucificado, y se le concedía un aumento en su amor a Dios.

Al desaparecer aquella visión admirable, quedó Francisco lleno de un gran amor


hacia Dios en su corazón, y al mismo tiempo en su cuerpo aparecieron las cinco
heridas de Jesús Crucificado: las de las manos, las de los pies y la herida del
costado, tal cual las había visto en el Crucificado que venía rodeado de las seis
alas del Serafín, y que le lanzaba rayos de fuego a sus manos, pies y costado.

La herida que le apareció en el costado era larga y no cicatrizada, la cual muchas


veces derramó sangre empapando la camisa y la camiseta del santo. Las heridas
de pies y manos parecían como si hubieran sido hechas por unos clavos muy
gruesos.

Los compañeros del santo empezaron a notar que él no descubría las manos ni
los pies y que ya no hacia caminatas largas (en adelante en los viajes irá siempre
en un burrito, y para disimular le dirá a la gente que se ha vuelto muy perezoso
para andar). Pero luego al lavar las camisas y camisetas del maestro, notaron
que estaban ensangrentadas. También cuando aceptaba usar sandalias, éstas
quedaban con manchas de sangre.

Fray León, Fray Ángel y Fray Masseo guardaron en secreto esta noticia de la
Estigmatización. (La Iglesia llama estigmatización la acción por medio de la cual
se imprimen sobre el cuerpo de una persona, señales más o menos claras
relacionadas con las heridas de Cristo). (Estigma significa: señal grabada en el
Cuerpo). El caso más famoso de estigmatización que ha habido en la Iglesia
Católica es el de San Francisco. Otros casos célebres de estigmatización han sido
el de Santa Catalina de Siena (Año 1375) y el del Padre Pío (Año 1920).

Solamente al morir nuestro santo, dos años después de este hecho (en 1226) al
amortajar su cadáver lograron ver muchos de los presentes que llevaba en sus
manos, pies y costado las cinco heridas de Jesús Crucificado.

Durante os años sentirá Francisco en sus cinco heridas los más tremendos
dolores, pero recibirá también del cielo un enorme valor para soportarlos y un
inmenso amor para ofrecerlos todos por Dios y por la salvación de las almas.

Despedida del Monte Alvernia

El 30 de septiembre acompañado de Fray León se despidió Francisco de sus


buenos amigos Fray Masseo, Fray Ángel y Fray Silvestre. Todos lloraban porque
les dijo que ya quizá no lo volverían a ver en vida. Tampoco a este monte volvería
ya más su santo cuerpo. Ahora se iba a gastar los últimos meses de su existencia
en tratar de que Jesús fuera más conocido y más amado y que las gentes se
volvieran mejores, más amables, santas y hermanables.

Al despedirse exclamó: “Adiós mis queridos hermanos. Adiós montaña santa.


Adiós monte Alvernia. Adiós amado hermano Gavilán que me despertabas a la
hora precisa con tus chillidos. Te doy gracias por tus detalles de buen amigo.
Adiós peñasco, a cuyo pie acostumbraba rezar. Nunca más volveré a verte. Adiós
Iglesita tan pequeña y tan amada. Monte Alvernia: que te bendiga el Padre, el
Hijo y el Espíritu santo. Y a la Virgen Santísima Madre de Dios encomiendo estos
amados hijos míos”. Los religiosos escucharon su emocionante despedida,
llorando todos con gran emoción.

CAPÍTULO 24
PRODIGIOS A MONTÓN

Cuando Francisco llegaba a los pueblos las gentes abandonaban sus trabajos y
sus campos y salían corriendo a aclamarlo gozosamente cantando: “¡Es el santo
de Dios! ¡Es el santo de Dios!”. Francisco les respondía diciendo: “Soy solamente
un pobre y miserable pecador”. Pero le gente se lanzaba hacia él y todos querían
tocar sus manos y sus vestidos y besar sus pies.
Fray León se asustaba porque tenía temor de que pudieran de pronto aquellas
multitudes sofocar a su santico tan amado.

En varias localidades tuvieron que hacer una cadena los hombres más fornidos
entrelazando sus fuertes brazos, para defenderlo de las multitudes que al grito de
¡Es el santo de Dios!, se lanzaban a tratar de tocarlo y de besar sus manos y sus
pies.

Cuando Francisco lograba calmar un poco los ánimos de esas pobres gentes se
dedicaba a hablarles del amor, del amor a Dios y el amor al prójimo. Su frase
favorita era esta: “El Amor no es amado, amemos a nuestro Dios”. Y repetía aquel
lema de San Pablo: “Si yo no tengo amor, nada soy”. Los invitaba a amar a sus
familiares y a sus vecinos. A rezar con amor por sus enemigos. A amar la
naturaleza, a los animales, a las plantas, al sol, a la luna y a las estrellas. A
amar a la hermana agua y a la hermana tierra. Oír predicar a Francisco era
empezar a creer en el verdadero amor hacia Dios y hacia las criaturas, y las
gentes sentían un verdadero cambio y un consolador mejoramiento en su
comportamiento.

Un Convertido

Al pasar por una encumbrada y solitaria montaña, salió a su encuentro un


religioso gritando: “¡Padre Francisco! ¡Padre Francisco!”, y arrodillándose ate él le
dijo: “Yo soy uno de esos tres bandoleros que fueron una vez a una celda de sus
religiosos a pedir alimentos y ellos nos despacharon amargamente, pero luego
llegando mi Padre Francisco mandó que fueran a llevarnos alimentos y a
pedirnos excusas y a suplicarnos que por amor a Dios dejáramos de cometer
maldades. Ahora estoy ahora estoy de religioso y vivo en estas montañas rezando
y haciendo penitencia”.

Francisco al saber que aquel hombre estaba llevando una vida sumamente santa
y que era muy amable con todos y que dedicaba muchas horas del día y de la
noche a fervorosas oraciones, le dijo a su compañero: “Oh Fray León: mire qué
grandes prodigios hace el amor. Si a la gente se le demostrara más amor, se
podrían disminuir las cárceles. Vea como aquel bandolero tan peligroso se
convirtió en un santo religioso, sólo porque se le demostró un verdadero amor:
¡Ah, que no olvidemos nunca que Dios es Amor y que nosotros debemos ser
también siempre amor, amor de caridad para con todos!

Las cinco heridas (o estigmas) de Francisco dolían mucho y sangraban


frecuentemente. Fray León como hábil enfermero las lavaba cada día y colocaba
sobre ellas algunas gasas y hasta aceite para suavizar algo el dolor. Menos los
viernes, porque en ese día el santo quería soportar todos los dolores como Jesús
el Viernes Santo, sin ninguna mitigación. Pero de las santas heridas brotaba un
perfume encantador.

Mas prodigios de Francisco

Por el camino se encontró Francisco con una pobre mujer que sufría un
espantoso mal de nervios que la tenían al borde de la locura. Le dio su bendición
y la mujer recobró completamente su calma y siguió gozando de gran
tranquilidad.

El invierno arreciaba y la nieve caía por montones y un día en su viaje hacia Asís
no encontraron ninguna casita por el camino y tuvieron que irse a dormir en una
cueva en la roca, y el frio era espantoso. Francisco y Fray León estaban gozosos
de poder ofrecerle a Dios este sacrificio, pero el que sí no estaba contento n i
mucho ni poco, era el arriero que conducía el burrito.

Protestaba y se quejaba diciendo: “Esto me pasa por venirme a acompañar a


estos santurrones. ¡Esta noche en vez de dormir sabrosamente entre mis cobijas
en mi casa, tendré que temblar de frio hasta el amanecer en esta cueva helada!”.
Y protestaba de lo lindo el pobre hombre. Hasta que al fin San Francisco le dio
su bendición y le dijo: “Buen amigo: en nombre de Dios descanse tranquilo y sin
incomodidades en toda esta noche”. El iracundo campesino se quedó
profundamente dormido y al día siguiente comentaba que jamás había pasado
una noche tan sabrosa ni gozado de un sueño tan tranquilo como este. La
bendición del santo le había servido de colchón, de cobija y de remedio para
dormir en paz.

El llaguiento desesperado

Al pasar por un convento de Franciscanos le contaron que ellos estaban


visitando a varios leprosos pero que había uno tan lleno de llagas como de
desesperación, y no aceptaba ningún buen concejo y no hacía sino maldecir y
renegar.

Entonces el hombre de Dios se propuso ir él mismo a visitarlo y a hacerle las


curaciones. El pobre enfermo le contó que entre más lo atendían los Frailes más
grave y llaguiento se iba poniendo y que por eso ya no quería más remedios ni
corporales, ni espirituales.

Francisco le dijo: “Yo seré su enfermero. Dígame ¿Qué tratamiento desea que le
haga?”. Pues que me lave todo el cuerpo y me desinfecte porque estas espantosas
llagas de mi piel producen unos olores tan fétidos que ni yo mismo los logro ya
aguantar.

El santo hizo calentar agua y la mezclo con aromas vegetales y le fue lavando las
muchas llagas de su cuerpo una por una. Y entonces se obro el prodigio: cada
llaga que Francisco lavaba, quedaba curada, y con la curación el cuerpo llegó
también la del alma, porque el leproso al ver como recobraba su salud comenzó a
tener gran arrepentimiento de sus pecados y a pedir a Dios con mucho fervor que
le perdonara todas sus maldades, y gritaba en voz alta: “Mi Dios me perdone
todos los malos tratos que yo les di a los religiosos que venían a hacerme las
curaciones y todas las maldiciones y renegaciones que pronuncié y que no me
castigue por mis impaciencias y maldiciones”.

Y Francisco después de bendecir a Dios por este maravilloso milagro, se apresuró


a alejarse de allí, por humildad, porque no quería que la gente lo aclamara y lo
admirara, sino que toda la gloria fuera para Dios y sólo para Dios.

La Gran cualidad de Dios

Yendo por el camino, Francisco preguntó a Fray León: ¿Cuál le parece que es la
cualidad de Dios que más admiro?

Y Fray León dice: ¿Será el amor?


Francisco responde: Sí lo admiro, pero hay otra…
De nuevo Fray León comenta: ¿Será la Omnipotencia?
Francisco afirma: Es Otra… ¿Cuál será? Insiste León…

Y Francisco termina: pues la cualidad de Dios que yo más admiro es su


paciencia. Oh, ¡La paciencia de Dios! ¿Qué sería de nosotros pobres pecadores si
Dios no nos tuviera tan gran paciencia? ¡Ya nos habría tragado la tierra o nos
habría matado un rayo! Oh paciencia de Dios: cuanto te admiro y te agradezco.
¡Bendita sea la paciencia de Dios! ¡Bendita sea para siempre!

CAPÍTULO 25
LOS HIMNOS DE SAN FRANCISCO

Al llegar a Asís se agravó su ceguera. Ya hemos dicho que en su viaje por los
desiertos de Egipto cometió la imprudencia de no cubrir bien sus ojos y las
arenas calientísimas del desierto le quemaron las pupilas y así su vista fue
disminuyendo de manera alarmante, y ya en este tiempo la luz le producía
dolores agudísimos. De día la luz del sol le irritaba dolorosamente sus pupilas y
por la noche la luz del fuego o de las lámparas le hacía sufrir también
muchísimo.

En el verano de 1225 el brillantísimo sol de Italia le irritó más sus ojos y estuvo
varias semanas completamente ciego. Fue entonces cuando dispuso irse a vivir a
un rancho de paja que Santa Clara le había mandado construir, cerca del
convento de San Damián.

Allí tendido sobre un poco de pasto seco, trataba de dormir por las noches, pero
se lo impedían los muchos ratones que se movían por el suelo y que
atrevidamente pasaban hasta por encima de su cara. Pero allí en completa
ceguera, atormentado por semejantes animalejos y en total pobreza, compuso la
más bella poesía de toda su vida, y que se ha hecho famosa en todo el mundo, su
Canto al Sol o Himno a Dios por sus criaturas.

(Versión de León Felipe que se usa en la liturgia)

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor,


tuyas son la alabanza, la gloria y el honor;
tan sólo tú eres digno de toda bendición,
y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.

Loado seas por toda criatura, mi Señor,


y en especial loado por el hermano sol,
que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor,
y lleva por los cielos noticia de su autor.

Y por la hermana luna, de blanca luz menor,


y las estrellas claras, que tu poder creó,
tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son,
y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!

Y por la hermana agua, preciosa en su candor,


que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor!
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol,
y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado mi Señor!

Y por la hermana tierra, que es toda bendición,


la hermana madre tierra, que da en toda ocasión
las hierbas y los frutos y flores de color,
y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!

Y por los que perdonan y aguantan por tu amor


los males corporales y la tribulación:
¡felices los que sufren en paz con el dolor,
porque les llega el tiempo de la consolación!

Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor!


Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

¡No probarán la muerte de la condenación!


Servidle con ternura y humilde corazón.
Agradeced sus dones, cantad su creación.
Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén.
Cuando ya estuvo compuesto y terminado su bello Himno, llamó Francisco a
Fray Pacifico (el rey de los versos) y le dijo: “Por favor apréndase este Himno y
tráigase una citara y vamos a cantarlo.

Francisco le adapto una melodía popular y cuando ya Fray Pacífico se la supo de


memoria y la cantaba muy bien, le dijo el santo: “Ahora consígase a unos
cuantos de los frailes que mejores cualidades tengan para el canto, y enséñeles el
Himno, y se van de pueblo en pueblo y de vereda en vereda cantándoselo a las
gentes que encuentren”. Y pronto por toda la región el Himno a Dios por sus
criaturas resonaba en las plazas, calles, caminos, campos y ciudades.

El Himno le fue dictado por primera vez a Fray León, y cuando éste terminó de
escribir la última estrofa estaba tan emocionado que se arrodilló ante el santo y
besándole los pies le dijo llorando: “Yo soy un pobre y miserable gusano de la
tierra que no soy digno de vivir junto a un poeta tan iluminado y a un hombre
tan santo”, y el hombre de Dios le contestó: “Hermano León, la emoción le está
haciendo decir barbaridades. Ahora escriba al final de la página: “Solo Dios es
Santo”.

Por varias semanas Francisco se propuso recitar el Himno varias veces por día.
Lo acompañaban cantando varios de sus mejores amigos, y cada vez que lo
entonaban se disminuían enormemente los dolores de sus enfermedades. Su
canto era como un anestésico para sus sufrimientos.

Una Noticia muy Consoladora

Por aquellos días le volvieron los terribles sentimientos de angustia respecto al


pasado, y de susto referentes al futuro. Dios, para hacerlo ganar más premios
para el cielo, le retiró sus consolaciones hasta tal punto que el pobre enfermo
llegó a desear la muerte para verse libre de tantos sufrimientos. Él podía repetir
las palabras de Jesús en la Cruz: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has
abandonado?”.

Le decía continuamente a Dios: “Oh Señor, ya que me aumentas el dolor,


auméntame también el valor. Ya que permites que me lleguen tantas angustias,
concédeme también una gran paciencia para soportarlas”.

Se sentía un hombre fracasado. Se le iba el sueño y sentía que le ardían los


intestinos. Estaba llegando al borde de la desesperación.

Y de pronto, mientras repetía a Dios aquella frase del Salmo 12: “Y Tu Señor;
¿hasta cuándo?”, oyó una voz que le decía: “Francisco: y si con estos
sufrimientos que estas padeciendo te estuvieras ganando los mayores tesoros del
mundo, ¿no los aceptarías con gusto?, Pues recuerda que con ellos te estás
ganando nada menos que el Reino de los Cielos, que es mucho mejor que todos
los tesoros del mundo juntos”.

Al escuchar esto, recobró la paz porque se puso a pensar: “Todos mis


sufrimientos están quedando escritos en el Libro de la Vida y por cada uno, Dios
me concederá un premio en la gloria eterna”. Y se cumplió en él aquello que
dicen los santos: “Un pedacito de cielo lo arregla todo”. Confirmando lo que dice
San Pablo: “No hay comparación entre lo poco que sufrimos aquí en este mundo
y lo mucho que gozaremos en la Patria Eterna”.

El Santo, también compuso otras oraciones y alabanzas como las siguientes:

Alabanzas que se han de decir en todas las Horas

Santo, santo, santo Señor Dios omnipotente, el que es y el que era y el que ha de
venir: Alabémoslo y ensalcémoslo por los siglos.
Digno eres, Señor Dios nuestro, de recibir la alabanza, la gloria y el honor y la
bendición: Alabémoslo y ensalcémoslo por los siglos.
Digno es el cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder y la divinidad y la
sabiduría y la fortaleza y el honor y la gloria y la bendición: Alabémoslo y
ensalcémoslo por los siglos.
Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo: Alabémoslo y ensalcémoslo
por los siglos.
Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor: Alabémoslo y ensalcémoslo por los
siglos.
Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que teméis a Dios, pequeños y
grandes: Alabémoslo y ensalcémoslo por los siglos.
Los cielos y la tierra alábenlo a él que es glorioso: Alabémoslo y ensalcémoslo por
los siglos.
Y toda criatura que hay en el cielo y sobre la tierra, y las que hay debajo de la
tierra y del mar, y las que hay en él: Alabémoslo y ensalcémoslo por los siglos.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo: Alabémoslo y ensalcémoslo por los
siglos.
Como era en el principio, y ahora, y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
Alabémoslo y ensalcémoslo por los siglos.

Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien, total bien,
que eres el solo bueno, a ti te ofrezcamos toda alabanza, toda gloria, toda gracia,
todo honor, toda bendición y todos los bienes. Hágase. Hágase. Amén.

Oración ante el Crucifijo de San Damián


Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta,
esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento. Señor, para que
cumpla tu santo y veraz mandamiento. Amén

Oración simple

Señor, hazme un instrumento de tu paz.


Donde haya odio, siembre yo amor;
donde haya injuria, perdón;
donde haya duda, fe;
donde haya tristeza, alegría;
donde haya desaliento, esperanza;
donde haya sombras, luz.

¡Oh, Divino Maestro!


Que no busque ser consolado sino consolar;
que no busque ser amado sino amar;
que no busque ser comprendido sino comprender;

Porque dando es como recibimos;


perdonando es como Tú nos perdonas;
y muriendo en Ti, es como nacemos a la vida eterna. Amén

Haznos llegar a Ti

Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a


nosotros, míseros, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te
agrada, a fin de que, interiormente purificados, iluminados interiormente y
encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu
amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo,
que en perfecta Trinidad y en simple Unidad vives y reinas y eres glorificado,
Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén.

Saludo a la bienaventurada Virgen María

Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha
iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su
santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda
la plenitud de la gracia y todo bien.

Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura
suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya y todas vosotras, santas virtudes,
que sois infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo en los
corazones de los fieles, para que, de infieles, nos hagáis fieles a Dios.

Oración de Bendición

El Señor te bendiga y te guarde.


Te muestre su rostro y tenga piedad de ti.
Te dirija su mirada y te de la paz.
El Señor te bendiga.

CAPÍTULO 26
DETALLES IMPRESIONANTES

Santa Clara le fabricó un par de sandalias que se adaptaran a las heridas de los
pies, y así pudo el santo reemprender otra vez sus viajes de apostolado. Cuando
alguien se acercaba mucho a su pecho, se notaba en él u estremecimiento y se
apartaba del otro. Era la herida del costado que se conservaba muy sensible. Y
trataba de llevar las manos escondidas entre las mangas de su manto, o forradas
con las vendas que de vez en cuando le cambiaba Fray León.

Entonces dispuso Francisco ir a predicar al pueblo llamado Fabiano y cuando las


gentes supieron la noticia de su llegada corrieron todos hacía la casa cural a
recibirlo. Pero como hacía mucho calor, y tenían una gran sed, se saltaron las
tapias y entraron a una finquita el Señor cura Párroco y se comieron una buena
parte de las uvas que él iba a cosechar en esos días.

El Párroco se quejó con el hombre de Dios diciéndole: ¡Pobre de mí! ¡Esperaba


recoger trece barriles de vino y mire como ha quedado arruinada la cosecha!

Francisco después de predicar a esas buenas gentes y de darles a todos, su


bendición, le dijo al Sacerdote: “Tenga confianza en Dios, que este año su
cosecha no será menos que la del año pasado”. Y sucedió que en ese año
lograron fabricar veinte barriles de vino, de las uvas de aquella pequeña finca.
Porque Dios acompaña con muchas bendiciones a los que ayudan a los
predicadores de su palabra.

Al llegar a Asís se encontró Francisco con un hecho que estaba produciendo un


verdadero escándalo. Y es que el Obispo y el Alcalde estaban de pelea. Y esto era
muy dañoso para todas esas gentes de los alrededores.

Entonces se propuso convertirse él en Embajador de la Paz. Mando añadirle al


Himno a Dios por el sol y las criaturas, una nueva estrofa que dice así:

Alabado seas mi Señor;


por los que perdonan por tu amor
y soportan enfermedad y tribulación.
Dichosos los que en paz aceptan su dolor,
pues de Ti, Altísimo, recibirán consolación.

Luego mando a Fray Pacífico a que invitara al Alcalde y al Obispo y a toda la


ciudadanía a un recital y una cantata que los frailes iban a ofrecer en la Plaza
Principal.

Y por orden suya cuando ya la plaza estuvo llena, salió Fray Pacífico a cantar el
Himno a Dios por el sol y las criaturas, con la nueva estrofa añadida
últimamente. Pacífico con su bella voz cantaba una estrofa y un artístico coro
compuesto por frailes, la repetían cantándola. Luego pedían a todo el pueblo que
la cantara otra vez. Ya sabemos que los italianos son muy buenos para el canto.
A un lado de la plaza estaban el Alcalde y sus secretarios. En el otro, se hallaban
el Obispo y sus colaboradores.

Al llegar a la última estrofa, la nueva estrofa que había compuesto San


Francisco, empezó Fray Pacífico a gritar con voz potente: “Escuchen muy bien
hermanos lo que un hombre de Dios acaba de escribir en nombre del Altísimo
Señor del cielo y de la tierra. Oigan este mensaje que les envía el cielo para cada
uno de ustedes”. Y empezó a cantar: “Alabado seas mi Señor, por los que
perdonan por tu amor”. El poderoso coro de los frailes repitió con voz potente
otra vez: “Alabado seas mi Señor, por los que perdonan por tu amor”. Y luego
todo el pueblo que llenaba la plaza, invitado por Pacífico y sus compañeros
empezó a cantar con emoción y a voz en grito: “Alabado seas mi Señor, por los
que perdonan por tu amor, pues de Ti, Altísimo, recibirán coronación”.

La multitud se sentía enormemente conmovida y todas aquellas gentes que


estaban sufriendo tanto por la pelea entre sus dos jefes, empezaron a sollozar. La
conmoción general contagió a los peleados, y entonces el Alcalde, avanzando por
entre la multitud, se dirigió hacía el Señor Obispo y arrodillándose a sus pies le
dijo: “Aunque alguno hubiera asesinado a mi propio hijo, no hay persona en el
mundo a quien yo no esté dispuesto a perdonar por amor de Dios, después de
escuchar estas estrofas compuestas por el hermano Francisco. Yo estoy
dispuesto Monseñor a desagraviarlo y le pido excusas por todas las ofensas que
le haya hecho”.

El Obispo Guido, tomándolo del brazo, levantó al Alcalde y abrazándolo


cariosamente le respondió diciendo: “Yo también le pido perdón. Por mi oficio de
Obispo yo debería ser más manso y más humilde. Sin embargo, soy de
temperamento irascible y malgeniado. Perdóneme, le ruego, cualquier ofensa que
le haya hecho. Después de escuchar las palabras del hermano Francisco ya no
tenemos derecho a ser enemigos, sino que tenemos que ser siempre buenos
amigos”.
La inmensa multitud aplaudió emocionada. Y esa noche todos volvieron
contentos a sus casas y comentaban gozosos: ¡El hermano Francisco logró poner
paz y armonía en la ciudad!

La Espantosa Operación en los Ojos

La ceguera de Francisco era cada día peor. Él nunca había querido tomar
remedios ni hacerse tratamientos para disminuirla, pero ahora los dolores de
cabeza que le producía su mal de ojos se estaban volviendo casi inaguantables.

Fray Elías, superior general de la comunidad franciscana, le concedió que a


donde quiera que fuera lo acompañaran sus cuatro mejores amigos: Fray León,
Fray Ángel, Fray Masseo y Fray Rufino. Estos le fabricaron una amplia capucha
para cubrirse la cabeza, especialmente cuando los dolores eran más intensos a
causa del frio o del sol. Le consiguieron también un paño negro para que se
colocara sobre los ojos cuando la luz del sol durante el día o de las lámparas por
la noche, le producían intensos ardores en sus pupilas.

Y como en aquellos días había llegado el Sumo Pontífice a la vecina ciudad de


Rieti, al fin lograron entre todos convencerlo de que fuera hacía allá a hacerse
recetar y tratar por los médicos pontificios.

Los médicos del Sumo Pontífice le hicieron los mejores tratamientos ordinarios
que se conocían en esos tiempos, pero todo fue inútil. El mal estaba ya
demasiado avanzado. El mismo Francisco le decía a su cuerpo como pidiéndole
escusas por lo duramente que lo había tratado durante toda su vida: “Perdóname
hermano cuerpo que lo haya tratado tan fuertemente durante tantos años. Es
que se trataba de poder salvar mi alma. ¡De ahora en adelante lo quiero tratar
con más suavidad!

Pero ya era demasiado tarde. Su cuerpo no resistía ya más, y todos los que
trataban con él se daban cuenta de que este hombre se acercaba ya muy
rápidamente a la muerte. Su cuerpo estaba totalmente desgastado y su alma
tenía un deseo tan inmenso de ir a donde Dios, que ya pronto saldría volando
hacia la eternidad feliz.

Al fin los médicos vieron que ningún otro método daba ya algún resultado
provechoso y optaron por aplicarle a los ojos de Francisco un tratamiento que en
estos tiempos solamente se empleaba cuando ya los dolores se habían vuelto tan
insoportables que la persona podía enloquecer; y consistía en quemarle los
nervios cercanos a los ojos.

Cuando Francisco sintió que estaban calentando al rojo el hierro con el cual le
iban a quemar desde la oreja hasta el ojo, sintió un estremecimiento de horror y
se dirigió hacía el fuego echándole la señal de la cruz y diciéndole estas bellas
palabras: “Hermano fuego; yo siempre lo he querido mucho y lo he respetado
grandemente en honor del que lo creó”. ¡Le pido que ahora sea compasivo
conmigo, y que no me haga demasiado daño, para que yo sea capaz de aguantar
esta operación!

Entonces sucedió una escena impresionante: el médico se dirigió hacía Francisco


llevando entre sus manos el hierro al rojo vivo para quemarle las sienes. En ese
momento los cuatro amigos: León, Ángel, Masseo y Rufino, se taparon la cara
con las manos, llenos de horror y llorando salieron corriendo hacía el bosque
para no presenciar aquel tormento.

A Francisco le bastó dedicarse a pensar en la Pasión de Cristo. En lo mucho que


el Redentor tuvo que sufrir en su Santísima Pasión, por salvarnos. Y de este
pensamiento obtuvo una fortaleza increíble para soportar aquel martirio. Y
sucedió entonces lo inesperado. Cuando el cirujano tomó entre sus manos aquel
hierro calientísimo al rojo vivo y lo clavó profundamente cerca de la oreja, hasta
las cejas y se oyó el chirriar de la carne viva mordida por el fuego, no se escuchó
el alarido espantoso que exhalaban otros pacientes. Francisco no dio ni siquiera
un quejido. Antes, por el contrario, cuando el cirujano retiró aquel metal
ardiente, le dijo: “Doctor si es necesario quemar una vez más, hágalo
tranquilamente, que el Señor me ha concedido la fortaleza necesaria para resistir
esta operación”.

En verdad que el Espíritu Santo concede una fortaleza extraordinaria a los que
saben orar con fervor.

Y San Francisco de Asís es una prueba de ello.

CAPÍTULO 27
LOS ÚLTIMOS SEIS MESES DE SU VIDA

El tratamiento atroz recibido en Rieti le disminuyó los dolores de sus ojos, pero
no le devolvió la vista que ya estaba definitivamente perdida.

Una gran fiebre lo atormentaba. Fray León le comentó: “Debe ser por la Sangre
que brota de sus heridas”. Y él respondió: “Oh: ¡y cuán grande y terrible debió ser
la fiebre que Jesús sufrió en la cruz con tan espantosas heridas que le hicieron”.

Luego le anunció a su amigo: “Mi querido Fray León; en lo futuro tendrá que
sufrir mucho: y hasta cárceles y persecuciones. Pero no olvide que todos
nuestros sufrimientos están escritos en el Libro de Dios y que un día Él nos dará
premio por cada uno de ellos”. Fray León era el Capellán, Confesor, Secretario y
Enfermero del santo. Y después de que éste murió lo hicieron sufrir muchísimo
en los 40 años que aún le quedaron de vida en esta tierra y hasta encarcelado lo
tuvieron algunas veces por querer ser exactamente fiel a las enseñanzas de su
gran maestro.

En Cortona contrajo una fuerte hidropesía y se le hincharon el vientre, las


piernas y los pies. Su estómago no podía recibir alimento alguno y a todo eso se
sumaban fuertes dolores en el bazo y el hígado.

Una noche le sobrevino un copioso vomito de sangre y los frailes creyeron que se
les moría. Todos se arrodillaron en torno a su lecho de enfermo y le pidieron su
última bendición. Luego cuando se repuso un poco llamó a Fray Benito y le
mandó escribir lo siguiente:
“Bendigo a Todos mis hermanos que están ahora en la Orden y a todos los que
llegarán después hasta el fin de los siglos. Les dejo como recuerdo que se amen
siempre como Cristo nos ha amado a nosotros y como yo los he amado. Que se
mantengan siempre fieles a los Superiores y Sacerdotes de nuestra Santa Iglesia
Católica y que observen la santa virtud de la pobreza”. Luego envió a todos, la
bendición que acostumbraba dar a sus amigos: “Que el Señor los bendiga y les
conceda su paz, les muestre siempre un rostro amable y bondadoso”.

Después entornó sus ojos y pareció que iba a morir. Los frailes estallaron en
llanto. Pero todavía no era su fin. Dios le concedía seis meses más de vida.

Francisco le preguntó al médico si todavía viviría bastante tiempo o si era poco el


tiempo que le quedaba ya en esta tierra. El doctor para evitar darle alguna
noticia grave le respondió que en su organismo existían todavía bastantes
fuerzas. Pero el santo le insistió pidiéndole que le anunciara claramente cuánto
tiempo de vida le podía calcular. Y al fin el doctor le respondió: “Hasta
septiembre u octubre podrá resistir”. Estaban en el mes de abril, así que solo
medio año de vida se le aseguraba.

Desde entonces el gran deseo de Francisco fue volver a su amada tierra de Asís.
Obtuvo que el Superior General diera orden de que lo llevaran hacia su tierra
natal. Pero como al pasar por Perugia existía el peligro de que las gentes de esa
ciudad lo retuvieran allí para poder quedarse después con sus reliquias, pues
todos lo consideraban un gran santo, tuvieron que hacer un viaje bastante largo
dando un gran rodeo, para pasar lo más lo más lejos posible de Perugia.

Al llegar a la ciudad natal sus paisanos expresaron la más grande alegría. Para
ellos este no era un hombre cualquiera. Era un gran s anto. La gloria y el honor
de Asís. Ya a varios kilómetros de distancia le enviaron un numeroso grupo de
hombres fornidos para que lo acompañaran y le hicieran guardia no fuera que
los de Perugia llegaran y lo secuestraran y se lo llevaran para tener el honor de
quedarse con sus reliquias.

Para mayor seguridad de común acuerdo la Ciudadanía, el Obispo y el Alcalde


opinaron que lo mejor sería hospedarlo en la casa del Obispo. Y para que no
hubiera ningún peligro de secuestro, rodearon el palacio con hombres armados.
Esto le parecía a él lo más contrario al modo como siempre había vivido. En
ranchos de paja, en cuevas, o debajo de un árbol había pasado sus días y sus
noches, ¡y ahora lo llevan a un lujoso palacio! Los únicos que le hacían compañía
anteriormente en sus tiempos de oración eran los gavilanes, los conejos, los
copetones, y las golondrinas que con gran alegría llegaban a estarse muy cerca
de él. ¡Y ahora estaba rodeada su habitación con un batallón de hombres
fornidos! Esto sí que le parecía desproporcionado. Pero ya era un pobre enfermo,
ciego, débil e inmovilizado. Había que dejar que hicieran como mejor les
pareciera.

Cuando el médico le anunció que no le quedaban sino seis meses de vida,


compuso y dictó la última estrofa de su Himno a Dios por el sol y las criaturas.
Así:

Alabado seas mi Señor:


Por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún ser viviente se logra escapar.
Pobrecitos de aquellos que mueren en pecado mortal.
Dichosos los que viven haciendo tu santa voluntad.
Pues la muerte no les hará ningún mal.

Encargó a Fray Ángel y Fray León que varias veces al día le cantaran esta estrofa
junto a su lecho, acompañados por instrumentos musicales. Fray Elías le
recordó que estaban en un palacio ajeno y que esa cantadera podía ser
desagradable para los que allí vivían y que ese escucharse músicas en su
habitación podría quitarle la fama de santo. Francisco le respondió: “El Espíritu
Santo ha mandado que estemos siempre alegres y la Palabra Divina ordena
entonar himnos y cantos a nuestro Dios. Le pido permiso a mi superior para
cumplir estos santos mandatos de Dios”. Y el himno se siguió cantando.

Francisco no se sentía nada bien en un palacio tan lujoso y quería terminar sus
días en total pobreza como había vivido en sus últimos años. Así que pidió al
superior, Fray Elías, que lo llevaran a la Porciúncula, el sitio donde había
fundado su comunidad.

Y aprovechando que el Obispo Guido se había ido a un santuario en


peregrinación (para pedir perdón por su pelea con el Alcalde y para dar gracias
por haber hecho otra vez las paces) lo trasladaron a su rancho de paja, allá entre
el bosque de la Porciúncula.

Lo acompañaban sus cuatro amigos y mucha gente más. Ya en vida lo tenían


todos por un gran santo y lo seguían como se acompaña la imagen de un santo
en una peregrinación, con veneración, devoción y aprecio. Salía por última vez de
la ciudad. Únicamente volvería a ella en el ataúd para el funeral.
Al salir de las murallas, pidió a los que llevaban su camilla que se detuvieran y
que lo ayudaran a sentarse, y vuelto hacía su querida Asís, aunque ya con los
ojos del cuerpo no la lograba ver, trazó sobre ella la señal de la cruz y le dijo:
“Bendita seas por el Señor, amada ciudad de Asís. Que Dios te elija para ser
siempre morada de los que quieran proclamarse fieles seguidores de la fe y
glorificar a nuestro creador”. Y acostado otra vez en la camilla, prosiguieron el
viaje y lo llevaron a la Porciúncula, a un rancho de paja, junto a la capilla.

El Testamento de San Francisco

Sabiendo que le quedaban ya muy pocos días de vida, el santo dictó su


Testamento que es a la vez como un resumen de su vida de conversión. Dice así:

“Dios nuestro quiso darme su gracia a mí, Fray Francisco, para que empezara a
hacer penitencia. Yo era muy pecador y les tenía repugnancia a los llaguientos y
leprosos, pero el Señor me concedió gran aprecio y misericordia hacía ellos y
logré atenderlos con caridad”.

“El Señor Dios me concedió gran fe en la presencia Jesús Sacramentado en los


templos. Y así siempre que veía a lo lejos un templo decía: Te adoro, Santísimo
Señor Jesucristo en este templo y en todas las Iglesias del mundo. Te adoramos
Oh Cristo, y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo”.

“El Señor Dios me concedió tanta fe en los Sacerdotes que viven según los
mandatos de la Iglesia Católica, que, aunque ellos me persiguieran yo siempre les
tendría el más grande respeto. Y aunque yo tuviera toda la sabiduría de Salomón
le demostraría inmenso respeto aún al más humilde y sencillo de los Sacerdotes,
y no predicaría jamás en su territorio sin su permiso”.

“Quiero amar y honrar a los Sacerdotes y no quiero pensar en los pecados que
ellos puedan haber cometido, sino en que son representantes del Hijo de Dios, y
que ellos son los que consagran al Santísimo Cuerpo de Cristo en la Sagrada
Eucaristía y lo reparten entre los fieles”.

“A la Sagrada Eucaristía, el Cuerpo y Sangre del Señor, quiero honrar y


reverenciar en todos los lugares del mundo, y lo mismo a la Santa Palabra de
Dios, y pido; que se les ofrezca en todas partes del mundo el máximo honor y
reverencia”.

“Y a los que nos predican la Palabra del Señor y nos enseñan la Santa Religión,
debemos honrarlos y venerarlos como a personas que nos administran el
Alimento Celestial que nos proporcionan Espíritu y Vida”.
“Pedí al Señor que me iluminara qué modo de vivir debían tener los religiosos y
Él me dijo que lo mejor es vivir sencillamente según el Santo Evangelio. Y él Santo
Padre el Papa aprobó este modo de servir al Señor”.

“Y los que me siguieron se contentaron con vestir una sencilla túnica de tela
ordinaria amarrada con un cordón. Los clérigos rezábamos los Salmos y los otros
el Padrenuestro. Rezábamos en Iglesias pobres y desamparadas y nos
considerábamos unos ignorantes, siempre dispuestos a obedecer a los superiores
de la Iglesia”.

“Yo con mis manos trabajaba y trataba así de ganar el pan de cada día. Y quiero
y deseo que todos aprendan a trabajar y ganarse el sustento con su trabajo y
cuando con lo que trabajamos no alcancemos a conseguir el alimento necesario,
pidamos limosna de puerta en puerta”.

El Señor Dios me iluminó que el saludo que debía dar a los demás era este: “El
Señor te conceda la paz”.

“Y los que cumplan lo que les he recomendado, sean llenos de las bendiciones del
muy amado Padre Celestial, y del muy amado Hijo, y del Espíritu Santo
Consolador, y sean llenos de las virtudes de todos los santos. Yo Fray Francisco,
pequeñuelo siervo de todos en el Señor, les envío esta santísima bendición”.

CAPÍTULO 28
ÚLTIMOS DIAS Y MUERTE DEL SANTO

El hermano Francisco fue apagándose como un cirio. Su voz era cada vez más
débil. Pero, así como los cirios antes de apagarse definitivamente, dan unos
relámpagos muy brillantes, así él en estos días tenía palabras y actitudes que
llenaban de admiración.

A los enfermos graves les llegan pequeños antojos que no siempre es fácil
satisfacer. Un día, cuando ya su estómago no le recibía nada, les dijo a sus
frailes acompañantes: “Si hubiera un poquito de pescado, eso sí sería capaz de
comer”. Y ellos corrieron a conseguirlo.

Otra noche a media noche, se le antojó que si le dieran unas hojas de perejil se
sentiría mejor. Un fraile tuvo que irse en esa oscuridad a buscar por el campo
algunas de esas hojas. El santo se dio cuenta de que ese antojo suyo le producía
cierto disgusto al buen hermano y llamando a sus enfermeros les dijo: “Desde su
cama el enfermo hace sufrir a los que lo cuidan. Yo les recomiendo que por favor
no olviden que todo favor que se hace al enfermo se hace a Jesucristo y que Él lo
pagará muy bien. Recordemos que Jesús prometió que ni siquiera un vaso de
agua que le demos a uno de sus discípulos se quedará sin premio de Dios”.
Fray Jacoba

Otro día a Francisco le llego el antojo de comer un sabroso pastel de almendras


que sabía preparar Fray Jacoba, aquella dama de Roma que con tanta caridad
los atendía a él y a sus frailes cuando ellos iban a esa ciudad. Y empezó a dictar
una carta para Fray Jacoba contándole que deseaba volver a probar aquel rico
preparado. Pero aquella buena mujer había escuchado en Roma la noticia de la
gravedad del santo, y precisamente cuando empezaban a escribir la carta para
ella, se hizo presente en la Porciúncula de Asís.

Los reglamentos prohibían totalmente la entrada de mujeres al conven to, pero


con ella hicieron una excepción y allí llego llevándole al santo moribundo (entre
muchos sollozos y lágrimas) el pastel que a él tanto le gustaba, y le llevaba
también una túnica, que le sirvió luego de mortaja para enterrarlo. Faltaba
solamente una semana para su muerte.

Santa Clara le envió un mensajero diciéndole que ella y sus monjas tenían un
gran deseo de ir a hacerle una visita. Francisco les mandó decir con el
mensajero, que no era posible por ahora que lo fueran a ver pero que después d
muerto lo verían y sentirían entonces un gran consuelo. Y dio orden a los frailes
que cuando lo llevaran a enterrar hicieran pasar el ataúd por el monasterio de
Clara para que ella y sus religiosas le pudieran dar la despedida.

Le pidieron que enviara a sus discípulos y amigos de todo el mundo una


bendición y exclamó: “Los bendigo a todos tanto cuando puedo y mucho más de
lo que puedo”.

La Muerte de San Francisco

Por orden del santo, los frailes cantores entonaban varias veces al día el Himno a
Dios por el sol y sus criaturas, y por todo aquel bosque resonaban aquellas
músicas y canciones.

Un día les dijo a sus acompañantes: “Por favor; quítenme la túnica y déjenme así
en el suelo”. Lo colocaron sobre el suelo de polvo, y exclamó: “Hermana madre
tierra: ahora vuelvo a ti de donde vine al nacer. Gracias hermana tierra por sus
cavernas y tus montañas. Gracias hermana tierra por los alimentos que
proporcionas a todos los mortales. Gracias hermana tierra porque ahora me
recibes otra vez. Polvo soy y en polvo me tengo que convertir”.

Después pidió que le trajeran algunas ropas prestadas para morir totalmente
pobre. E hizo que al entregárselas le fueran insistiendo en que esas ropas no
eran de él, que eran un préstamo que le estaban haciendo. Así quería morir en
pobreza total, sin nada propio.
Se fue despidiendo de sus amigos uno por uno. Hermano León: gracias por
haberme acompañado en tantas peregrinaciones. Perdone que lo hice viajar por
caminos tan difíciles y en medio de tantas incomodidades (Fray León se retorcía
de angustia en un rincón y nadie era capaz de hacer que contuviera su amargo
llanto). Gracias Fray Bernardo: el primero que vendió sus bienes para darlos a
los pobres y venirse a colaborarme en la evangelización. Que todos le tengan
siempre gran respeto y veneración. Fray Jacoba: que Dios le recompense todas
sus bondades… perdono a todos, bendigo a todos, ruego por todos…

El viernes 2 de octubre pidió que le leyeran un evangelio de Semana Santa. Le


leyeron el Evangelio de San Juan acerca del lavatorio de los pies, donde Jesús
dice: “Siendo yo vuestro maestro os he lavado los pies, para que hagáis vosotros
otro tanto. Seréis dichosos si esto hacéis”. Este mandato de Jesús lo había
cumplido Francisco muchísimas veces y había sido muy dichoso al cumplirlo.

Una de sus oraciones preferidas era esta: “Te ruego Señor, que muera por amor
de tu amor, ya que por amor de mi amor te dignaste morir”.

Su vos era muy débil y los hermanos tenían que acercarse mucho a él para
lograr oírle bien. De pronto dijo: “Oigo las campanas de la eternidad que me
están llamando a la fiesta… ¡Que alegría!

Amaneció el sábado 3 de octubre. No había luces. El siervo de Dios se apagaba


como una lámpara cuando se le acaba el combustible. Los cuatro frailes
veteranos amigos suyos estaban de rodillas junto a su lecho, y no se apartaban
de allí un instante.

De pronto Francisco pidió que le recitaran no ya el Himno a Dios por el sol y las
criaturas, sino el Salmo 141, el cual le fueron recitando despacio para que lo
gustara más sabrosamente en su alma. El Salmo 141 dice lo siguiente:

“A voz en grito clamo al Señor.


A voz en grito suplico al Señor.
Desahogo ante Él mis afanes.
Expongo ante Él mi angustia, mientras me va faltando el aliento.
A Ti grito Señor. Te digo: Tu eres mi refugio y mi heredad en el país de la vida.
Atiende a mis clamores que estoy agotado; sácame de la prisión y daré gracias a
tu Nombre. Amén”.

Al terminar, al decir el Amén del Salmo, todo quedó en completo silencio. Los
labios de Francisco se callaron. Ya nunca más se le escucharía hablar en esta
tierra. Sus labios se habían cerrado para siempre. Cantando había entrado a la
eternidad.
El gran cantor de la naturaleza acababa de expirar, y sobre el techo de la cabaña
empezaron a oírse con gran clamor los cantos de las golondrinas, de los
copetones, de los azulejos y de las mirlas, aves que siempre habían tenido tan
simpática amistad con el hermano Francisco. Así las aves y los demás animalitos
de la naturaleza despidieron con señales de emoción al gran amigo que volaba
hacia el cielo.

Era el 3 de octubre de 1226. Solamente tenía 45 años, y los últimos 20 los había
dedicado totalmente a amar a Dios, a hacer bien al prójimo y a conseguir su
propia santificación.

Sus hermanos religiosos, sus frailes preferidos, entonaron por última vez junto a
su cadáver, con todas las fuerzas de su alma su canto preferido, el Himno a Dios
por el sol y las criaturas. Habían perdido un padre en la tierra, pero habían
ganado un protector en la eternidad.

CAPÍTULO 29
FUNERALES Y GLORIFICACIÓN DE SAN FRANCISCO

Fray Jacoba fue la primera persona que pudo acercarse al cadáver de San
Francisco. Vertiendo amargas lágrimas beso una y otra vez las heridas de las
manos y de los pies. En compañía de los frailes pasó toda la noche del sábado
junto al cadáver y al amanecer del domingo 4 de octubre hizo un propósito o
resolución solemne: pasaría todo el resto de su vida allí en Asís, cerca del sitio
donde el santo había vivido y realizado su gran obra. En adelante ella invertirá
sus riquezas en tener en Asís una casa en la cual serian atendidos los frailes
peregrinos que viajaban a visitar la tumba de San Francisco. Y a Fray León, Fray
Rufino, y Fray Gil les dará continuamente grandes limosnas para que repartan
entre las gentes más pobres. Al santo lo enterraron con la túnica que ella le trajo
de regalo desde Roma.

Desde el amanecer de aquel domingo 4 de octubre empezaron a desfilar por la


Porciúncula todos los habitantes de Asís. La noticia de que San Francisco tenía
en sus manos, en sus pies y en su costado las cinco heridas de Jesús,
impresionaba muchísimo a todos, y cada uno quería observarlo muy de cerca.

En solemne procesión descendió desde Asís todo el Clero para acompañar el


cadáver. Y entre cirios, clamores de trompetas y canticos espirituales subió a la
ciudad el gran desfile fúnebre. Primero, para cumplir la promesa que el santo les
había hecho a Santa Clara y sus monjas de que después de muerto lo verían y
recibirían entonces gran consuelo, lo llevaron al convento de las hermanas. Ellas
estuvieron un rato rezando con gran devoción cerca del ataúd. Y Santa Clara y
sus monjas se despidieron con enorme fervor de su santo fundador.
Luego, lo llevaron a la Iglesia de San Jorge donde le cantaron las exequias y
donde fue sepultado provisionalmente, hasta que en el año 1230 fue llevado al
magnifico templo que había construido Fray Elías y donde se conservan hasta
ahora los restos.

Dos años después de su muerte, Francisco fue declarado Santo por el Papa
Gregorio Nono, que había sido su amiguísimo Cardenal Hugolino.

Ahora las comunidades de San Francisco, los Franciscanos y Capuchinos, las


Franciscanas y Capuchinas, forman el grupo más numeroso entre las
comunidades religiosas de la Iglesia Católica.
Un gran historiador llegó a afirmar: “Francisco de Asís al fundar sus
comunidades religiosas libro a la Iglesia Católica de un gran peligro; de que
hubiera caído en una espantosa relajación en los siglos siguientes”.

CAPÍTULO 30
SAN FRANCISCO Y EL LOBO

¿Es tan fiero el lobo como lo pintan? Igual de odiado como temido por nuestra
especie durante milenios, perseguido hasta la extinción por medio mundo, a
nadie deja indiferente.

Tampoco al genial poeta modernista Rubén Darío, cuyo auténtico nombre era
Félix Rubén García Sarmiento. Nacido en Metapa (hoy Ciudad Darío) en 1867 y
muerto en León de Nicaragua en 1916, dedicó al cánido salvaje un hermoso
cuento rimado en versos dodecasílabos que seguramente muchos de vosotros
habréis representado alguna vez en el teatrillo del colegio. No es lo mejor del
llamado “príncipe de las letras castellanas”, autor de obras inmortales
como Azul … (1888) o Cantos de vida y esperanza (1905), pero sí probablemente
su más clarividente aportación a lo que, un siglo después,
denominaremos movimiento ecologista.

También es una reflexión sobre las razones profundas de la violencia callejera, de


esos lobos urbanos que nuestra sociedad ha creado y desprecia tanto como teme.

De ese modo Rubén Darío escribe:

El varón que tiene corazón de lis,


alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubbio, el terrible lobo,
rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.
Fuertes cazadores armados de hierros
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos y de corderillos.
Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al lobo furioso dijo: ¡Paz, hermano
lobo! El animal
contempló al varón de tosco sayal;
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo: ¡Está bien, hermano Francisco!
¡Cómo! Exclamó el santo. ¿Es ley que tú vivas
de horror y de muerte?
¿La sangre que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?
Y el gran lobo, humilde: ¡Es duro el invierno,
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no hallé qué comer; y busqué el ganado,
y en veces comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo, llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las roncas trompas al sordo clamor,
a los animales de Nuestro Señor.
Y no era por hambre, que iban a cazar.

Francisco responde: En el hombre existe


mala levadura.
Cuando nace viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia es pura.
Tú vas a tener
desde hoy qué comer.
Dejarás en paz
rebaños y gente en este país.
¡Que Dios melifique tu ser montaraz!
-Está bien, hermano Francisco de Asís.
-Ante el Señor, que todo ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata.
El lobo tendió la pata al hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.
Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
y, baja la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.
Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó.
Y dijo: -He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me juró no ser ya vuestro enemigo,
y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios. - ¡Así sea!,
contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de contentamiento,
movió testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco de Asís al convento.
Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
en el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando Francisco su oración hacía,
el lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
iba por el monte, descendía al valle,
entraba en las casas y le daban algo
de comer. Le miraban como a un manso galgo.
Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo
dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
desapareció, tornó a la montaña,
y recomenzaron su aullido y su saña.
Otra vez se sintió el temor, la alarma,
entre los vecinos y entre los pastores;
colmaba el espanto los alrededores,
de nada servían el valor y el arma,
pues la bestia fiera
no dio treguas a su furor jamás,
como si tuviera
fuegos de Moloch y de Satanás.
Cuando volvió al pueblo el divino santo,
todos lo buscaron con quejas y llanto,
y con mil querellas dieron testimonio
de lo que sufrían y perdían tanto
por aquel infame lobo del demonio.
Francisco de Asís se puso severo.
Se fue a la montaña
a buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a su cueva halló a la alimaña.
-En nombre del Padre del sacro universo,
te conjuro -dijo-, ¡oh lobo perverso!,
a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho.
Como en sorda lucha, habló el animal,
la boca espumosa y el ojo fatal:
-Hermano Francisco, no te acerques mucho…
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fue como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente;
mas siempre mejor que esa mala gente.
y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
déjame existir en mi libertad,
vete a tu convento, hermano Francisco,
sigue tu camino y tu santidad.
El santo de Asís no le dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: Padre nuestro, que estás en los cielos…

San Francisco de Asís, un hombre admirable y admirado

1- Es el Santo acerca del cual se han escrito más libros en el mundo.


2- Es el Patrono de la Paz, de la Ecología, de Italia y de los Animales.
3- Su hermoso Himno a Dios por el sol y las criaturas, fue el primer gran
poema de la Lengua Italiana.
4- Sus seguidores fueron los primeros misioneros llegados a China, al Lejano
Oriente, a América del Norte y a América del Sur.
5- Misioneros Franciscanos acompañaron a Cristóbal Colón en su segundo
viaje a América.
6- La Primera Universidad y la Primera Imprenta en América fueron fundadas
por seguidores de San Francisco.
7- La Ciudad de San Francisco en los Estados Unidos se llama así porque los
primeros civilizadores de toda esa región de California eran los
Franciscanos.
8- La Ciudad de los Ángeles en los Estados Unidos lleva ese nombre en honor
de la primera Iglesita que tuvo este Santo, Santa María de los Ángeles.
9- Personas, Ríos, Ciudades, y Montañas en todo el mundo llevan el nombre
de San Francisco.

Este Santo es amado y admirado aún por los protestantes: (luteranos,


anglicanos, etc…) y hasta por los no creyentes.

Oración a San Francisco

Francisco de Asís, Padre Amado: pídele a Dios que nos envié también a nosotros
muchas de las grandes cualidades de santidad que a ti te concedió con tan
enorme generosidad. Amén
Fin

Edición Electrónica realizada por:


Samuel de Jesús Páez Avendaño.
Ramiriquí Boyacá Colombia
samypaxz@yahoo.com
14-de abril-2017

El Autor de este libro

El Padre Eliecer Sálesman nació en Betulia, Santander, Colombia, en 1929.


Desde muy joven fue aficionado a la lectura. A los quince años su padre lo
sorprendió leyendo novelas y le dijo: “No es conveniente leer novelas, porque las
novelas son mentira y la Santa Biblia dice que el Diablo es el padre de las
mentiras”. Y le dio el bellísimo libro “La Imitación de Cristo”, la lectura de este
formidable libro transformó por completo su gusto en cuanto a la lectura y a sus
criterios espirituales, y en adelante se dedicó a leer libros formativos.

En un retiro con los Padres Salesianos le recomendaron leer el libro “Preparación


para la Muerte”, de San Alfonso de Ligorio, y esta lectura produjo en su
personalidad, según sus palabras, “una metamorfosis como la que cambia un
horrible gusano en una agradable mariposa”, y lo impulso a hacerse religioso.

En 1949 entro a la Comunidad Salesiana. Allí se especializó en pedagogía, y


después de obtener el título en Historia en la Universidad Javeriana de Bogotá,
fue ordenado Sacerdote en 1959. Desde entonces se dedicó a la Catequesis en los
colegios, a dictar conferencias y a predicar.

En 1969 publicó su primer libro “Flora y Elio”, (pequeños mártires) que en pocos
años alcanzó 16 ediciones con más de 160.000 ejemplares.

En 1974 compuso su “Cursillo Bíblico”, del cual se han hecho 28 ediciones, con
más de un millón de ejemplares vendidos.

En 1975 editó el “Manual del Católico”, el cual en sus 29 ediciones ha superado


ya los 2.800.000 ejemplares.

En 1976 publicó su libro más popular “Secretos para Triunfar en la Vida ”, que se
edita en México, Panamá, Venezuela, Ecuador y Chile. Y que solo en Colombia
lleva 26 ediciones con 890.000 ejemplares vendidos. Este libro produce
verdaderas transformaciones en la personalidad.
En 1979 publicó dos obras que se han hecho muy populares: “La Novena Bíblica
al Niño Jesús”, que ya lleva 29 ediciones, con 4.200.000 ejemplares y “Los Nueve
Domingos al Niño Jesús”, libro, que ha llegado a las 24 ediciones con 1.200.000
ejemplares.

Además de estos libros ya mencionados el Padre Eliecer ha escrito otras 70 obras


de espiritualidad, con un lenguaje sencillo y fácil de entender para el común de
los católicos, por eso el éxito de su monumental obra.

¡Muchas gracias Padre Eliecer!


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