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Silvia Tubert (ed.

Figuras de la madre

Carmen Alda • Regina Bayo-B onás • Nuria Camps •


Gemma Cánovas i Sau • Anna Goldman-Amirav • Ana Iriarte •
Yvonne Knibiehler • N icole Loraux • Luciana Percovich •
Martha Inés Rosenberg • Esther Sánchez-Pardo •
Margarita Sentís • Enrique Sentís • Silvia Tubert •
Silvia Vegetti-Finzi • Linda M. G. Zerilli

EDICIONES CÁTEDRA
UNIVERSITAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Consejo asesor:

Giulia Colaizzi: Universidad de M innesota / Universitat de Valencia


M aría Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid
Isabel M artínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mercedes Roig: Instituto de la Mujer
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo

Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia

Traducción de los artículos de A Goldman-Amirav, N. Loraux, Y Knibiehler,


L. Percovich, S. Vegetti-Finzi y L M G Zerilli: Silvia T ubert
Revisión del artículo de N Loraux: Ana Iriarte

Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez

Ñ I P O : 207-96-007-5
© Carmen Alda, Regina Bayo-Borrás, Nuria Camps, G em m a Cánovas i Sau,
Anna Goldman-Amirav, Ana Iriarte, Yvonne Knibiehler, N icole Loraux,
Luciana Percovich, M artha Inés Rosenberg, Esther Sánchez-Pardo, Margarita
Sentís, Enrique Sentís, Silvia Tubert, Silvia Vegetti-Finzi, Linda M. G Zerilli
Ediciones Cátedra, S. A.., 1996
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M 32.054 -1996
I S B N : 84-376-1462-7
Printed in Spain
^¡ip re so en Gráficas Rogar, S. A.
Navalcarnero (Madrid)
Introducción

S il v ia T u b e r t

La mayor parte de las culturas, en la medida en que se


trata de organizaciones patriarcales, ddentificán la fer ;=¡-
dad con la maternidad. A partir de una posibilidad biorugi-
ca — la capacidad reproductora de las mujeres— se instaura
un deber ser, una norma, cuya finalidad es el control tanto
de la sexualidad como de la fecundidad de aquellas. No se
trata de una legalidad explícita sino de un conjunto de estra­
tegias y prácticas discursivas que, al definir la feminidad, la
construyen y la limitan, de manera tal que la mujer desapa­
rece tras su función materna, que queda configurada como
su ideal.
El desarrollo de las llamadas ciencias sociales o huma­
nas, desde una perspectiva feminista, ha puesto de manifies­
to que la ecuación mujer = madre no responde a ninguna
esencia sino que, lejos de ello, es una representación — o
conjunto de representaciones— producida por la cultura. El
feminismo ha generado, históricamente, tres tipos de pro­
puestas para abordar la cuestión de la maternidad:
1) El rechazo de la identificación de lo femenino con lo
materno condujo a la afirmación de una existencia'de mujer
con exclusión del papel de madre, como en el caso de Simo-
ne de Beauvoir.
2) La voluntad de asumir la capacidad generadora del
cuerpo femenino llevó a proponer una «transvaloración» de
la maternidad —exaltada en lo imaginario pero desvaloriza­
da en la práctica social, excluida del espacio público y desa­
lojada de lo simbólico— a la que se pasó a considerar como
fuente de placer, conocimiento y poder específicamente fe­
meninos. Adrienne Rich y Julia Kristeva ejemplifican este
punto de vista.
3) Desde un punto de vista constructivista no interesa
tanto el cuestionamiento de unas representaciones que dis­
torsionarían lo que la mujer es o no le harían justicia, pues­
to que es imposible acceder a lo que es más allá de la repre­
sentación que pretende dar cuenta de ello. Lo que se propo­
ne es el análisis de la construcción de las representaciones
mismas y el proceso por el que ellas crean o configuran la
realidad Esta es la perspectiva adoptada por el presente
trabajo.
La maternidad es un conjunto de fenómenos de una
gran complejidad que no podría ser abarcado por una única
disciplina: la reproducción de los cuerpos es un hecho bio­
lógico que se localiza, efectivamente, en el cuerpo de la mu­
jer pero, en tanto se trata de la generación de un nuevo ser
humano, no es puramente biológico sino que integra otras
dimensiones. De todos modos, aun cuando nos limitáramos
al terreno de la fisiología, podríamos apreciar que la cons­
trucción histórica de la maternidad como equivalente a la
reproducción de la especie y como único sentido de la exis­
tencia femenina entraña una doble falacia, puesto que la ca­
tegoría de madre no agota totalmente a la de mujer y, por
otra parte, la maternidad no incluye la totalidad de la repro­
ducción, en tanto la fecundidad de la mujer sólo se actuali­
za por la intervención del principio biológico masculino.
Pero, además de las condiciones biológicas de la reproduc­
ción sexuada, las condiciones sociales, económicas y políti­
cas de la reproducción de la vida social configuran la fun­
ción materna: la división sexual del trabajo propia de toda
estructura patriarcal — o al menos de la mayoría— estable­
ce que las mujeres, además de la concepción, gestación,
parto y lactancia se ocupen casi en exclusiva de la crianza
de los niños que, por otra parte, no es reconocida como tra­
bajo social. Finalmente, el orden simbólico de la cultura
crea determinadas representaciones, imágenes o figuras
atravesadas por relaciones de poder, de modo que el orden
dominante es el resultado de la imposición de unos discur­
sos y prácticas sobre los otros, articulada con el ejercicio del
poder de los hombres-padres como grupo o colectivo sobre
las mujeres como grupo social. Así, en la medida en que se
impone una voz — definición, representación, ideal— que
anula la expresión de otras voces que quedan, entonces, su­
bordinadas, tal como lo están las prácticas sociales de las
mujeres, se establece el monopolio de la producción de sen­
tido, se codifica el significado de características anatómicas
y funciones biológicas que, en sí mismas, no significan
nada. Por consiguiente, las representaciones o figuras de la
maternidad, lejos de ser un reflejo o un efecto directo de la
maternidad biológica, son producto de una operación sim­
bólica que asigna una significación a la dimensión materna
de la feminidad y, por ello, son al mismo tiempo portadoras
y productoras de sentido. Pero éste está también determina­
do por la lucha de fuerzas en juego tanto en la sociedad
como en la cultura.
Esto no es todo, porque la mujer es un sujeto y no un
mero sustrato corporal de la reproducción ni el brazo —o el
útero— ejecutor de un mandato social o la encamación de
un ideal cultural. Las representaciones que configuran el
imaginario social de la maternidad tienen un enorme poder
reductor—todos los posibles deseos de las mujeres son sus­
tituidos por uno: el de tener un hijo— y uniformador — en
tanto la maternidad crearía una identidad homogénea de to­
das las mujeres— . El psicoanálisis ha mostrado que el de­
seo de hijo no corresponde, de ninguna manera, a la realiza­
ción de una supuesta esencia femenina, sino que es propio
de una posición a la que se llega después de una larga y
compleja historia, en la que el papel fundamental corres­
ponde a las relaciones que la mujer ha establecido en su in­
fancia con sus padres, tanto en el plano de la triangulación
edípica como en el de la identificación especular con la ma­
dre. Es decir, el deseo de hijo no es natural sino histórico,
generado en el marco de las relaciones intersubjetivas, re­
sultado de una operación de simbolización, por la cual el fu­
turo niño representa aquello que podría hacemos felices o
completas. La aspiración a la plenitud resulta de la constata­
ción de que no constituimos una unidad, puesto que el suje­
to humano es múltiple y complejo, adolece de incoherencias
y contradicciones que lo escinden, ni tampoco una totalidad,
puesto que es imposible no carecer de algo. Frente al ideal
de plenitud y perfección originado en el narcisismo infantil,
para el que el propio yo es un yo ideal, el reconocimiento de
la falta que le impone el yo real conduce al sujeto a anhelar
aquello de lo que carece, es decir, a configurarse como un
sujeto deseante. Al mismo tiempo, lo lleva a asumir como
propios los ideales que la cultura propone como respuesta a
los interrogantes que lo acucian: ¿quién soy? ¿qué significa
ser una mujer? ¿qué quiere una mujer (o un hombre)?
El ideal de la maternidad proporciona una medida co­
mún para todas las mujeres, que no da lugar a las posibles
diferencias individuales con respecto a lo que se puede ser y
desear. La identificación con ese ideal permite acceder a
una identidad ilusoria, que nos proporciona una imagen fal­
samente unitaria y totalizadora que nos confiere seguridad
ante nuestras incertidumbres en tanto parece ser la respues­
ta definitiva a todas nuestras preguntas1.
De ahí la necesidad de desconstruir los ideales, las iden­
tidades, que obturan ilusoriamente la singularidad del suje­
to, para abrir un espacio donde se pueda resituar la materni­
dad en relación a la dimensión del deseo —de la multiplici­
dad de deseos— opuesta a una identidad que no puede sino
ser mítica.
La identificación de la maternidad con la reproducción
biológica niega que lo más importante en la reproducción
humana no es el proceso de concepción y gestación sino la

1 S. Tubert, Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología, Madrid,


Siglo XXI, 1991.
tarea social, cultural, simbólica y ética de hacer posible la
creación de un nuevo sujeto humano.
La definición de la identidad femenina en función del
ideal maternal es mistificadora por cuanto adelanta una res­
puesta que impide la formulación de la pregunta y ofrece la
ilusión de ser que aliena al sujeto encubriendo las carencias
que harían posible el desear.
Pero, si bien es reduccionista subsumir la feminidad en
la categoría de maternidad, también existe la posibilidad de
la reducción opuesta, que supone la separación simple e
irreductible de ambas categorías. Lo femenino y lo maternal
mantienen relaciones lógicas complejas: ni coinciden total­
mente ni son completamente disociadles.
Si bien la maternidad no se reduce a la transmisión de
un patrimonio genético sino que se sitúa en el plano de la
transmisión simbólica de la cultura, tampoco se puede negar
que el proceso biológico de la gestación se realiza según
una legalidad que escapa a la voluntad de la mujer en cuyo
cuerpo tiene lugar.
Si bien hablamos de una maternidad asumida por la mu­
jer como sujeto deseante, no podemos ignorar que la gesta­
ción requiere la aceptación de una posición de pasividad
frente al desarrollo embrionario y fetal. El ejercicio de la
maternidad supone la articulación del cuerpo en la cultura.
La autonomía del sujeto femenino se encuentra limitada en
su singularidad cuando su cuerpo pasa a ser el lugar del ori­
gen de otro ser humano; el dominio sobre el propio cuerpo
— la maternidad voluntariamente elegida—, a su vez, se ha­
lla limitado en tanto aquél ha sido construido como cuerpo
significante por las prácticas y discursos dominantes en la
sociedad, a través del lenguaje y de los vínculos sociales.
La autonomía del sujeto, entonces, sólo puede ser rela­
tiva a los límites que le impone la necesidad, tanto por el he­
cho de hallarse encamado en un cuerpo orgánico, como por
haberse estructurado como tal en el contexto histórico de
unas relaciones sociales, económicas y políticas que han
construido su valor simbólico. Por otra parte, aunque el de­
seo de hijo se presente con frecuencia como una elección
consciente, relativa a los ideales sociales y familiares de
cada sujeto, este proyecto es siempre portador de significa­
ciones inconscientes que habrán de tomar cuerpo en el niño
por nacer: el hijo llega a la existencia en el seno de una red
de representaciones preexistentes, reguladas por la tenden­
cia repetitiva del inconsciente, que lo inviste de las vicisitu­
des libidinales de la historia de sus padres (que siguen sien­
do, desde este punto de vista, hijos) y de su forma de asumir
la diferencia de los sexos. Sin embargo, el nacimiento del
niño da lugar, en el mejor de los casos, a una nueva organi­
zación que produce una ruptura en la repetición al articular
de una manera única las determinaciones de su origen: el
niño real nunca coincide con el niño imaginario del deseo
absoluto de la madre, destinado a colmarla completamente.
El proyecto consciente de la maternidad se apoya en la do­
ble vertiente inconsciente del deseo edípico y de la relación
de identificación narcisista con la madre que, según haya
sido la historia infantil de la mujer en cuestión, configuran,
enriquecen o perturban la relación con el hijo. El deseo in­
consciente, en otros casos, es el responsable tanto de una
concepción imprevista, no buscada, como de la imposibili­
dad de concebir.
No es mi intención desarrollar las diferentes dimensio­
nes de la maternidad sino sólo poner de manifiesto su com­
plejidad y, sobre todo, la imposibilidad de dar cuenta de ella
desde la perspectiva de una disciplina particular. En efecto,
la figura —las figuras— de la madre representa el punto de
articulación entre el deseo inconsciente — en cuyo origen se
encuentra, precisamente, la madre— las relaciones de pa­
rentesco en unas condiciones histórico-sociales determina­
das y la organización de la cultura patriarcal. Esto exige la
superación de las oposiciones binarias que, lejos de facilitar
alguna comprensión de la cuestión, son ellas mismas pro­
ducto de esa cultura y proporcionan un acervo de represen­
taciones que coadyuvan a su perpetuación. Así, por ejem­
plo, ocurre con las dicotomías entre naturaleza y cultura, lo
corporal y lo psíquico, lo real y lo simbólico. Durante mu­
cho tiempo, toda nuestra tradición cultural y filosófica occi­
dental ha colocado a la mujer del lado de la naturaleza y al
hombre del lado de la cultura, basándose sobre todo en el
hecho de que la maternidad se localiza en el cuerpo de la
mujer y, por lo tanto, parece coincidir con lo real de la repro­
ducción, en tanto que la función paterna ha de ser construi­
da simbólicamente (Pater semper incertus...). Sin embargo,
como hemos visto, actualmente no es posible sostener la
existencia de una función natural que se ejerce como tal de
manera universal y ahistórica, de acuerdo con un instinto o
esencia de la mujer. La maternidad no es puramente natural
ni exclusivamente cultural; compromete tanto lo corporal
como lo psíquico, consciente e inconsciente; participa de
los registros real, imaginario y simbólico. Tampoco se deja
aprehender en términos de la dicotomía público-privado: el
hijo nace en una relación intersubjetiva originada en la inti­
midad corporal pero es, o ha de ser, un miembro de la co­
munidad y, por ello, el vínculo con él está regido también
por relaciones contractuales y códigos simbólicos.
Por eso, así como en Tótem y tabú Freud tuvo que recu­
rrir a una multiplicidad de discursos para hablar del padre
(el psicoanálisis clínico, la etnología, la historia de las reli­
giones), el análisis de las figuras de la madre requiere tam­
bién la convergencia de las perspectivas propias de diversas
disciplinas Si no Hay una única imagen válida, concordante
con una supuesta realidad, si se trata de evitar toda ontologi-
zación de la maternidad, de recusar su pretendida naturali­
dad o condición esencial para revelar, en cambio, las diver­
sas formas en que los discursos y las prácticas sociales la
construyen según los contextos histórico-sociales, será pre­
ciso dirigirse a algunas de las múltiples figuras de la madre,
tal como aparecen en diferentes dominios de la cultura.
El objeto de estudio, digámoslo una vez más, no es la
maternidad misma, a través de las figuras que se han elabo­
rado de ella, sino las figuras mismas como estructuras de
una representación que no logra —no puede lograr, por de­
finición— dar cuenta de la maternidad como objeto más
allá de su construcción discursiva.
Este libro aspira, entonces, a proporcionar una perspec­
tiva transdisciplinaria para estudiar la construcción dediver-
sas figuras de la madre en distintos contextos discursivos,
desde los fundamentos ideológicos de nuestra cultura hasta
la singularidad subjetiva; desde su carácter histórico y sim­
bólico hasta algunos problemas de actualidad que nos obli­
gan a revisar una vez más los presupuestos implícitos en
nuestra representación de la maternidad (Parte I).

Comenzamos, pues, con los orígenes: la construcción


de la figura de la madre en los textos que nos legaran dos
pueblos — el griego y el hebreo— cuya tradición cultural
se encuentra en la base de la civilización occidental. En
ambos casos la conceptualización de la función materna la
subordina a «la ley del padre» que impera en toda sociedad
patriarcal.
El trabajo de Anna Goldman-Amirav, «Mira, Yahveh
me ha hecho estéril», permite apreciar la operación de apro­
piación de la capacidad reproductora de las mujeres, a par­
tir de los textos bíblicos fundantes de la tradición judeo-cris-
tiana. En contraposición a la celebración de las divinidades
femeninas responsables de la fertilidad en la civilización
mesopotámica, nuestra cultura se caracteriza, desde sus al­
bores, por el desprecio del sexo de la mujer, correlativo a la
veneración de una divinidad patriarcal única.
El Génesis refiere que las madres bíblicas, Sarah, Rebe­
ca y Raquel, procedentes de la Mesopotamia, se toman sú­
bitamente estériles al ingresar en una sociedad que les asig­
na exclusivamente el papel de producir descendientes varo­
nes. El texto bíblico pone de manifiesto que la infertilidad
es uri castigo divino; en este caso, una demostración de los
poderes de Jehová precisamente en el dominio en el que la
hegemonía de una deidad femenina había sido absoluta, en
el interior del cuerpo de la mujer. Sarah habrá de someterse
a este poder en tanto comprueba que su fertilidad se encuen­
tra bajo el dominio del nuevo dios, capaz de dejar que una
mujer joven y sana permanezca estéril y de otorgar un hijo
a una anciana. «Y donde impera la voluntad de un dios
masculino, el centro de la atención será la simiente mascu­
lina y no la matriz femenina», concluye Goldman-Amirav;
no es el deseo de la mujer lo que hay que buscar en la gene­
ración de nuevos seres humanos, sino la voluntad de un dios
todopoderoso; es a dios, como imagen jerárquica del patriar­
ca, a quien la mujer debe «pedir» un hijo. Como veremos
más adelante, en la actualidad las mujeres infértiles «piden»
un hijo a los representantes del saber/poder médico.
Esta operación de apropiación se produce también en la
civilización griega, como demuestra Nicole Loraux en un
texto — «La madre, la tierra»— que tiene un doble valor.
Por un lado, analiza cómo se organiza la conceptualización
de la maternidad en dicha cultura, a partir de la supuesta
afirmación de Platón de que «la mujer imita a la tierra» en
el proceso de reproducción^ Por otro, desde un punto de vis­
ta metodológico, no menos interesante para nuestro enfoque
de la construcción de las figuras de la madre, pone de relie­
ve la distorsión del texto platónico original en la tradición
interpretativa de los helenistas, que han llegado a reducirlo
a un enunciado al que le otorgan el estatuto de una verdad
griega inmemorial. La autora considera que esta distorsión
proporciona inmensos beneficios imaginarios a quienes la
sustentan.
El cuestionamiento de Loraux a esta tradición interpre­
tativa corresponde a una perspectiva epistemológica que es
saludable adoptar toda vez que se trabaja con textos: sitúa el
enunciado en el texto al que pertenece y en el movimiento
de su argumentación, sin descuidar la consideración al autor
del mismo, lo que produce un efecto desmistificador. Esta
propuesta pretende, sin caer en la ilusión de que tal proyec­
to sea absolutamente factible, despojar a un enunciado que
ha llegado a ser un topos de toda utilización «al servicio de
otra cosa que no sea él mismo», de interpretaciones que tie­
nen un carácter defensivo en tanto «protegen contra aquello
que no quieren decir a ningún precio». Se trata, en efecto, de
un proyecto imposible: es inevitable que toda hipótesis, en
alguna medida, sirva a la realización de deseos de quien la
formula. Ya Freud había observado que los productos de la
actividad intelectual tienen, independientemente de su valor
de verdad, una función defensiva en tanto encubren proce­
sos inconscientes. Sin embargo, es importante no perder de
vista que la lectura de un texto está marcada por la tradición
interpretativa que la precede.
La relectura que propone Loraux del Menéxeno de Pla­
tón responde a un enfoque metodológico que confronta el
espíritu del texto con su letra, permitiéndonos distinguir lo
que la letra dice, con intención o sin ella, de lo que el enun­
ciado pretende reprimir (aquello que el autor no quiere de­
cir): bajo el dogma de la partenogénesis —es la tierra ate­
niense la que produjo, por sí sola, los primeros seres huma­
nos— las palabras usadas hablan de reproducción sexuada.
Sin embargo, ese dogma cumple la función de escamotear
el papel de la madre humana; la tierra se convierte en mode­
lo de fertilidad y la mujer pasa a un segundo rango, como
mera imitadora de la primera. Es decir, después de haber
sostenido un momento esencial del razonamiento — en tan­
to se dice que la prueba de la maternidad es la lactancia—
se despoja a la mujer de toda relación originaria con la ma­
ternidad. Tras cotejar la exaltación de la tierra-madre ate­
niense, obligada en una oración fúnebre, con el papel instru­
mental que le asigna Platón a esta idea en el resto de su obra,
donde aparece como una mentira útil o un mito seductor,
Loraux se pregunta por los beneficios que supondría esta
operación para el pensamiento griego, es decir, qué deseo
inconsciente realiza imaginariamente o frente a qué peligros
cumple una función defensiva.
Ante todo, al reducir a la mujer a mera imitadora de la
tierra, se le asigna una existencia puramente material que
habría de predisponerla a desempeñar el papel de receptácu­
lo abandonando al hombre el dominio del acto y del espíri­
tu. Por otra parte, los textos griegos, con excepción de los de
Platón, ofrecen un relato de los orígenes en el que están
ausentes las mujeres: cuando no aparece la concepción de la
tierra primordial (autoctonía), hallamos entonces la de una
tierra pasiva fecundada por el principio masculino del sem­
brador. Finalmente, la autora sugiere que, para apropiarse
imaginariamente mejor de la maternidad, los griegos ha­
brían considerado a las mujeres como un artificio, pero el
temor a que pudieran serlo realmente los habría llevado a
imaginarlas como absolutamente maternales. A esto se aña­
de la referencia a una distinción que aparece en el texto en­
tre dos figuras de mujeres, de las cuales sólo una merecería
de pleno derecho el nombre de madre, si éste no estuviera
reservado para la tierra: la que verdaderamente ha parido,
en oposición a la que se ha procurado un niño ajeno. La
prueba de que ésta no es la verdadera madre es que no pue­
de alimentarlo. Esta suposición convierte a las mujeres en
sospechosas de sustituir a sus hijos, burlando al nombre del
padre. De este modo, el padre se sustrae a toda interroga­
ción y la sospecha se transfiere a la madre: todo resulta fal­
sificado en y por la mujer, que desacredita hasta «el bello
nombre de madre». Un mismo fantasma subyace, entonces,
al pensamiento de los griegos y al de los helenistas: todo co­
menzó por la tierra-madre, en tanto que, prisionero de un
proceso de imitación, lo femenino se multiplicó en las ma­
dres, imitadoras, sospechosas de falsificación, cargadas de
oscuridades.
El análisis se completa con una nueva prueba de la aten­
ción prestada a la letra del texto: tal como está formulado el
enunciado, la imitación femenina es secundaria y derivada
con respecto a la imitación originaria que se atribuye secre­
tamente a la tierra y que se afirma durante un instante bajo
la forma de la negación. Se trata del mecanismo analizado
por Freud, que consiste en la emergencia y el reconocimien­
to de lo reprimido en un enunciado que lo niega. El ejemplo
que proporciona Freud, repetido frecuentemente en la litera­
tura psicoanalítica, es el de un sujeto que sueña con una per­
sona de la que dice, precisamente, «No es mi madre»; Lo­
raux observa que el enunciado de la negación quedó así aso­
ciado a la cuestión de la maternidad.
Finalmente, una alusión al peligro que es necesario con­
jurar: si las mujeres deben imitar a la tierra es porque lo con­
trario sería peligroso; una mujer capaz de obligar a la tierra
a imitarla es una hechicera. Sobre todo, si la madre no tiene
Nombre, como el padre, la maternidad escapa a la refle­
xión, no es más que una «evidencia fugitiva» que es nece­
sario arraigar en otro lugar para que sea algo: en lo inmu­
table y sólido, cuyo paradigma es la tierra, es decir, en la
naturaleza.
Más allá de la subordinación de la mujer al poder pa­
triarcal, es necesario considerar la diversidad de las voces
que se hacen escuchar en los textos que nos han sido lega­
dos, que no son absolutamente coherentes sino que ponen
de manifiesto, junto a los discursos dominantes, los espa­
cios de poder o los actos de rebelión de las mujeres en el
curso de la historia (así como Loraux lee en el texto de Pla­
tón el retorno de lo reprimido). Desde la perspectiva históri­
ca, los dos trabajos siguientes nos muestran que «la mater­
nidad no es un hecho biológico inalterable cuya considera­
ción pueda aislarse de las transformaciones sociales»
(Iriarte) (Parte II). Así, por ejemplo, el discurso político ate­
niense sobre la maternidad es indisociable del deber de todo
ciudadano, del acto de ciudadanía que consiste en perpetuar
la polis engendrando nuevos ciudadanos. La concepción de
la maternidad se inserta, de este modo, en un complejo sis­
tema simbólico, ideológico e institucional.
Ana Iriarte — «Ser madre en la cuna de la democracia o
el valor de la paternidad»— parte también del deseo de los
griegos de dominar la procreación, a la que no reconocen
como función «natural» sino como «invento» impuesto por
los dioses, que los condena a depender de las mujeres para
poder tener descendencia. En su Medea, Eurípides expresa,
a través de Jasón, el anhelo de «engendrar hijos de alguna
forma distinta» y de que «no existiera el linaje femenino»,
fuente de desgracias.
Si bien las leyendas ofrecen abundantes casos de héroes
nacidos de una maternidad sin matrimonio, Iriarte subraya
que en el contexto político esta posibilidad es una fuente de
inquietud. Por un lado, los nacidos de uniones irregulares
son «bastardos»; por otro, la maternidad se presenta funda­
mentalmente como condición de posibilidad de la paterni­
dad, a la que se adjudica una importancia trascendental. El
padre no es sólo quien da el nombre, quien proporciona una
identidad social a los hijos, sino también quien decide si el
hijo ha de ser aceptado en la familia o «expuesto». Desde el
punto de vista jurídico, el hijo le pertenece absolutamente;
él dispone de su libertad y de su vida. Sin embargo, es nece­
sario contar con el «retomo de lo reprimido»: el reclamo de
Jasón da cuenta de la consciencia de que el parentesco es
necesariamente bilateral; la función de la madre no deja de
ser reconocida, aunque sea de manera negativa.
" En lo que respecta a la mujer misma, Iriarte subraya
que, en la concepción ateniense, del mismo modo que en la
tradición bíblica, ser una fecunda madre de hijos legítimos,
especialmente varones, es la forma de realización más com­
pleta, el destino ideal. En este sentido, es interesante la ob­
servación que hace la autora acerca de los matices que afec­
tan a la oposición griega entre la función guerrera y la ma­
ternal. En efecto, en esta sociedad bélica se concede a la
maternidad una importancia equivalente a la que se da a la
guerra: el parto es concebido como un combate en defensa
de la ciudad. Persiste, de todos modos, el peligro latente de
que la madre se adueñe de su propia maternidad, en lugar de
someterse a la norma cívica. La figura de Medea, asesina de
sus propios hijos, encama ese peligro.
El núcleo de la contribución de Iriarte es el cuestiona-
miento de la tradición iniciada por Séneca, que explicaba el
asesinato como acto de desamor hacia los hijos que Medea
tuvo del hombre que la abandona. El hilo conductor del sig­
nificado de la decisión de Medea, por el contrario, se en­
cuentra en las irregularidades democráticas que, desde la
perspectiva femenina, presentaba la institución matrimonial
en la Atenas clásica, es decir, en la problemática de la filia­
ción patrilineal inherente al matrimonio político. Así, la
autora afirma que al matar a sus hijos Medea se apropia de
un derecho que en Grecia sólo se asignaba al padre, erigién­
dose en dueña absoluta de su descendencia. De este modo,
ilustra la amenaza que supone el hecho de que los privile­
gios del padre estén en manos de las mujeres, «articula ne­
gativamente la concepción cívica de la maternidad como
acto heroico al hacer un uso bélico de la misma», revelando
el temor de los griegos a que las mujeres acaparen la des­
cendencia.
El trabajo de Yvonne Knibiehler — «Madres y nodri­
zas»— proporciona otro ejemplo del modo en que las rela­
ciones sociales y el imaginario colectivo determinan la con­
dición maternal en cada sociedad y sus transformaciones a
través de la historia. El interés de su reflexión radica en que
se ocupa de una función tan «natural» como la lactancia
para mostrar que, incluso una secreción biológica como la
leche, en tanto se produce en un contexto humano, está atra­
vesada por las relaciones de sexo (entre el padre y la madre),
de clase (entre la madre y la nodriza) y de saber (entre la
madre y el médico).
La institución de la nodriza, afirma la autora, transfiere
a un tercero una función que resulta conflictiva en la rela­
ción entre los sexos, en razón de la ambivalencia masculina
ante la lactancia materna. Ya en la antigüedad clásica los
cuidados maternales se distribuían entre la madre (que, en
Grecia, sólo amamantaba) y una esclava (que se ocupaba
del resto de los cuidados, en Grecia y, en Roma, también de
la lactancia). Esta separación del hijo y la madre podía tener
la finalidad de facilitar nuevos embarazos cuando se desea­
ba descendencia; de impedir que el hijo, sobre todo el varón,
se «debilitara» a causa de la ternura materna; de proteger a
la madre del dolor de la pérdida en una época de gran mor­
talidad infantil; de evitar que la función de madre nutricia
impidiera a la mujer cumplir con sus deberes de esposa; de
aplacar la envidia masculina, en la medida en que la coloca­
ción del hijo con una nodriza restablece una suerte de igual­
dad entre los sexos reduciendo, al mismo tiempo, la lactan­
cia al rango de una función subalterna.
Esto sitúa a la lactancia, más allá de la oposición entre
los sexos, en el marco de las relaciones de clase. En el siste­
ma de solidaridades feudales, el campesino alimenta al se­
ñor que lo protege y la campesina alimenta al hijo del señor,
estableciéndose así lazos entre el castillo y el pueblo que,
con el florecimiento de las ciudades, se transformarán en re­
laciones entre la ciudad y el campo. El niño se alejará cada
vez más de la madre. Las capas superiores de la sociedad
del Antiguo Régimen —imitadas pronto por las familias
burguesas— calcaron la relación madre-hijo del modelo de
la relación padre-hijo, reduciendo su dimensión corporal y
afectiva, pero ésto no implicaba que las damas pudieran de­
sempeñar las mismas funciones que sus maridos. Al mismo
tiempo, la lactancia se configura como un oficio.
A partir de la Ilustración, en cambio, los filósofos abo­
gan por la lactancia materna, fundados en la idea de que la
riqueza de las naciones reside en el número y calidad de sus
habitantes. Así, se desarrollan los valores propios de la bur­
guesía, a partir tanto de la denigración de las nodrizas mer­
cenarias como de la denuncia del modelo aristocrático: la
lactancia materna se convierte, en cierto modo, en el funda­
mento de una nueva identidad social. Diversos tratados di­
funden la idea de que la mujer, destinada por «naturaleza» a
la maternidad, debe consagrarse exclusivamente a ella: es
necesario adaptar el cuerpo de la mujer a la función repro­
ductora, puesto que es la matriz del cuerpo social: se desa­
rrolla entonces tanto la higiene como la moralización del
embarazo, el parto y la lactancia. Pero en la medida en que
la lactancia materna no podía establecerse en los medios
acomodados mientras persistiera la prohibición de su co­
existencia con las relaciones sexuales, se produjo una modi­
ficación en las relaciones de clase: las grandes damas escla­
recidas se empeñaron en favorecer la lactancia materna en­
tre las mujeres del pueblo. Las burguesas reaccionaron
trayendo nodrizas a su domicilio, para poder controlarlas, lo
que dio lugar al conflicto entre ambas mujeres.
El planteamiento de los filósofos, sumado al aumento
de la cantidad de niños abandonados y huérfanos en las
grandes ciudades, condujo a la preocupación por la nutri­
ción de los recién nacidos, que se convirtió en objeto de la
ciencia médica. De este modo, las relaciones de sexo y de
clase fueron englobadas por las relaciones de saber. Los mé­
dicos emprenden, según Knibiehler, una verdadera cruzada
para dirigir y gobernar a las madres, interrumpiendo los la­
zos entre las generaciones femeninas, lo que conduce a una
escisión entre el saber empírico y tradicional de las mujeres
y el científico de los hombres, con la consiguiente descali­
ficación del primero por parte del segundo: nos hallamos así
ante un nuevo desequilibrio en la división de responsabili­
dades entre los sexos.
Silvia Vegetti-Finzi — «El mito de los orígenes»— tam­
bién concibe la maternidad como una función situada en el
marco de un conjunto de contradicciones, pero intenta ana­
lizar ese carácter contradictorio de la identidad maternal
mediante el examen de dos escenarios míticos contrapues­
tos, revelando así la profunda articulación existente entre los
mitos fundantes de la cultura y los fantasmas inconscientes
del individuo (Parte III). Entre éstos, sitúa al fantasma origi­
nario de la madre arcaica, preedípica, al que concede el ca­
rácter de un arquetipo junguiano, es decir, una imago que
precede a la experiencia individual tal como la naturaleza
precede a la cultura, alimentando los procesos psíquicos a
pesar de permanecer fuera de su economía.
Desde mi punto de vista, su análisis de esta figura de la
madre, que la presenta como personificación del misterio
del origen, como imagen de lo real impensable de nuestra
encarnación corporal, como enigma de nuestra existencia,
que emerge en los mitos, rituales y formaciones del incons­
ciente, podría sostenerse sin necesidad de prestarle un ca­
rácter innato, trascendente, ahistórico. El texto mismo auto­
riza una lectura desde la perspectiva metodológica que
constituye la espina dorsal de este volumen, cuando afirma
que «si colocamos a la madre primigenia en la dimensión de
lo real, en el sentido lacaniano del término, podemos con-
ceptualizarla como fuera del tiempo, del espacio, de la cau­
salidad, del símbolo, de la sexuación, de la comunicación,
como madre de todos y de ninguno» (la cursiva es mía).
En efecto, esa figura mítica es el producto de la operación
de «un potente aparato conceptual» elaborado por el pensa­
miento occidental desde la antigüedad, cuya función es la de
organizar el mundo, es decir, interpretar, hallar un sentido,
a lo que se nos presenta como un enigma. Es la imposibili­
dad de dar cuenta de nuestro origen lo que permite entender
«la persistencia de un imaginario monstruoso acerca del
cuerpo y de las funciones femeninas», que son la materiali­
zación de una interrogación que insiste precisamente porque
no encuentra respuestas definitivas.
Para Vegetti-Finzi, el fantasma de la madre originaria ha
sucumbido a la represión primaria, y es la posibilidad de su
resurgimiento en el cuerpo de la mujer lo que convierte a
éste en inquietante y generador de angustia. Esta represión
originaria produce un vacío sobre el que se elaboran los dis­
cursos que pretenden dar cuenta de lo irrepresentable. En
este sentido, resulta sumamente interesante la interpretación
de la obra de Bachofen El matriarcado como uno de los
«edificios sustitutivos y reparatorios» de la cultura, que
crean el mito de una ginecocracia originaria, sublimada
como un paraíso perdido. A la luz del psicoanálisis, se pue­
de considerar la obra de Bachofen como un esfuerzo por re­
cuperar para la cultura la dimensión que Lacan, retomando
una sugerencia de Freud, denominó «lo real». La verdad de
este mito consiste en relatar algo que no ha existido pero
que habría podido existir y que goza, por lo tanto, de una
existencia hipotética, de una realidad psíquica, no menos
verdadera que la fáctica.
Un papel similar desempeñarían las Matres Matutae,
monumentales estatuas que datan del siglo vi o vn a. C., des­
cubiertas casualmente en Capua en 1845. Se trata de repre­
sentaciones de las Grandes Madres, diosas de la fecundidad
presentes en todas las civilizaciones del, mundo antiguo ve­
neradas por las mujeres. Los envoltorios que sostienen re­
presentan tanto a los hijos/mieses como a los muertos que
retoman al seno de la tierra: el símbolo de la madre contie­
ne la misma ambivalencia presente en los símbolos del mar
y de la tierra, por la que vida y muerte son correlativas. Las
Matres Matutae, como la creación de Bachofen, intentan re­
presentar algo que es, en sí mismo, irrepresentable, puesto
que, si constituyen la precondición de la posibilidad de la
historia, también son precondición de la posibilidad de la re­
presentación.
En oposición a estas figuras, la autora sitúa el rito grie­
go de las Adonías, de carácter exclusivamente femenino,
transgresor y clandestino con respecto a las ceremonias pú­
blicas de la ciudad. Este rito representaría la negatividad, la
rebelión, tanto frente a la naturaleza como con respecto a su
codificación normativa en los ritos oficiales de la polis,
orientados a sostener la maternidad como procreación de
ciudadanos para el estado. Al sembrar semillas en la esta­
ción calurosa, condenándolas a secarse para luego destruir­
las, las Adonías pueden leerse como un rechazo a la necesi­
dad inexorable e impersonal de la maternidad, como una
toma de posesión de la fecundidad del propio cuerpo, sus­
traído al ciclo impersonal de la naturaleza.
Esta doble actitud ante la fecundidad femenina, de vene­
ración y repudio, resurge en las interpretaciones feministas
de la maternidad. Linda Zerilli — «Un proceso sin sujeto:
Simone de Beauvoir y Julia Kristeva: sobre la materni­
dad»— confronta los desarrollos teóricos sustentados por
esas actitudes contrapuestas. Su trabajo, centrado en el in­
tento de demostrar que la crítica de Kristeva a la posición de
Beauvoir es infundada, nos permite apreciar que la plurali­
dad y diversidad de figuras de la madre depende tanto de la
variedad de las condicione^ históricas y culturales —treinta
años, con sus consiguientes cambios histórico-sociales,
transcurrieron entre la elaboración de la obra de ambas
autoras— como de la singularidad de los sujetos que contri­
buyen a su producción.
Kristeva considera que la primera generación de femi­
nistas rechazó los atributos tradicionalmente considerados
como femeninos o masculinos en tanto resultaban incompa­
tibles con la inserción de las mujeres en el tiempo lineal de
la historia, asumiendo el espíritu igualitario y universalista
de la ilustración, la idea de una identificación de los dos se­
xos como único medio para liberar al «segundo sexo». En
cambio, afirma que la nueva generación de feministas re­
chaza la opresiva lógica de la identificación y afirma la di­
ferencia sexual. Para Kristeva lo maternal, la eterna recu­
rrencia del ritmo biológico, corresponde a la noción platóni­
ca de una matriz preconsciente o chora. Se trata de un espa­
cio innominado, nutricio, anterior al Uno, a Dios, heterogé­
neo y prelingüístico, que cuestiona el tiempo lineal de la
historia, la identidad y el lenguaje y proporciona un goce in­
nombrable. Es evidente que, al negar a la madre la posibili­
dad del lenguaje relegándola al silencio de la chora, cae en
el esencialismo que pretende criticar.
El análisis de Zerilli se centra en la estrategia discursiva
de Beauvoir en El segundo sexo, que debe situarse en su
contexto histórico para su mejor comprensión: en la Francia
de la postguerra, el estado promovía la maternidad tanto con
incentivos económicos como con reclamos morales, crimi­
nalizando el aborto. A esto se suma la necesidad de estable­
cer una posición enunciativa desde la que se pudiera plan­
tear la cuestión del origen del deseo maternal sin someterse
a la representación dominante de la feminidad como mater­
nidad. Es por ello que Beauvoir parece no comprender que
la maternidad no corresponde sólo a la rutina y la opresión
sino también a deseos y placeres femeninos. Al presentar
una imagen terrorífica de la maternidad como un proceso
sin sujeto produce un efecto de distanciamiento, de no coin­
cidencia entre la mujer y el proceso reproductivo que tiene
lugar en su cuerpo, de manera que desestabiliza la represen­
tación patriarcal de la madre y subvierte la noción esencia-
lista de un destino femenino al revelar aquello que la noción
de instinto materno encubre.
Beauvoir se refiere, en efecto, a una lucha entre los in­
tereses de la especie y los de la mujer individual — oposi­
ción que ya había sido formulada por Freud con respecto a
los seres humanos en su conjunto— , de modo que el cuerpo
materno, que científicos, médicos, sacerdotes y filósofos
consideraban como locus de la feliz coexistencia de la ma­
dre y el futuro hijo, pasa a ser sede del conflicto, la contra­
dicción y la diferencia. Kristeva afirma, al respecto, que en
la medida en que la gestación no requiere un acto de volun­
tad, la madre como sujeto no es más que una ilusión;’ sin em­
bargo, fue Beauvoir quien había señalado que la madre
como sujeto es una ilusión precisamente porque está priva­
da de lenguaje. El cuerpo materno no es sólo un cuerpo na­
tural, un referente biológico, sino un cuerpo cuya significa­
ción biológica se produce culturalmente a través de su ins­
cripción en los discursos de la maternidad que postulan a la
Madre como sujeto, negando a las madres y mujeres como
sujetos. Esta diferenciación entre las madres singulares y la
representación patriarcal de la Madre responde a un interés
político; de manera análoga, al feminismo le interesa man­
tener la diferenciación entre la futura madre como sujeto ha­
blante y el espacio materno como una vasta vía sin sujeto.
En su trabajo «El tiempo de las mujeres», Kristeva celebra
lo materno como filtro en el que la escisión del sujeto feme­
nino cuestiona el orden simbólico del lenguaje desde un es­
pacio/tiempo ajeno a él. De este modo, la madre como suje­
to resulta silenciada al ser confinada en el espacio materno
no significable, dando vida nuevamente a los mitos mascu­
linos que Beauvoir creía discernir en los escritos de las mu­
jeres que se refieren a la gestación como «un delicioso olvi­
do de mí misma». El segundo sexo representa el cuerpo ma­
terno dividido como locus de la resistencia radical del sujeto
al orden simbólico, pero desde dentro del mismo. La lucha
entre la mujer y la especie puede interpretarse como un es­
fuerzo feminista por enfrentar al lector con una versión sa­
crilega de una función sagrada y como un intento de crear
un espacio conceptual en el que articular una concepción al­
ternativa del sujeto femenino que no esté definido exclusi­
vamente por su capacidad reproductora. Así, el deseo feme­
nino no sería maternal ni antimatemal, sino ambivalente y
contradictorio — como ha puesto de manifiesto, por otra
parte, el psicoanálisis. Al reproducir textos de una multipli­
cidad heterogénea de mujeres, que revelan que la experien­
cia de la maternidad designa una notable diversidad de si­
tuaciones y posiciones subjetivas, Beauvoir pone en cues­
tión la metanarrativa de la maternidad; su objetivo no es
sugerir una significación diferente sino esclarecer lo que
está enjuego en la representación monolítica de la madre.
Por otra parte, Beauvoir afirma que el hombre ama y
odia en la mujer la imagen de su destino animal, la vida ne-
cesaría para su existencia que lo condena, al mismo tiempo,
a la finitud y a la muerte. El horror a la muerte, a hallarse
encerrado en un cuerpo con posibilidades limitadas, en un
espacio y tiempo que no ha elegido, lo lleva a rechazar el
hecho de haber sido engendrado, que se localiza en el cuer­
po de la mujer embarazada que atenta contra la pretensión
de auto-generación y autonomía. Es por ello que la mujer se
convierte en lo Otro, la exteriorización de la alteridad que
radica en la propia identidad del hombre. Esta idea prefigu­
ra la noción de lo abyecto que Kristeva desarrollaría en «Po­
deres del horror». Aun cuando las mujeres rechazaran el pa­
pel maternal, según Beauvoir, no podrían acceder al status
de sujeto idéntico a sí mismo, desencamado, porque ese su­
jeto necesita una madre, un Otro, una diferencia absoluta de
sí mismo sin la cual tendría que reconocer la alteridad en sí,
es decir, sin la cual no podría existir.
De este modo, se pone de manifiesto lo infundado de la
crítica formulada por autoras como Kristeva que, desde una
perspectiva postmodema, afirman que Beauvoir se basa en
una epistemología existencialista centrada en una concep­
ción del sujeto como entidad racional, autónoma y unitaria.
El esfuerzo de la filósofa francesa por distinguir entre el su­
jeto materno y las células que se dividen en su cuerpo no
podría entenderse como una fantasía humanista de dominio,
puesto que tal fantasía implica la postulación de un sujeto
soberano que se sostiene sobre la base de la negación de sus
orígenes, del cuerpo, de la interdependencia humana. La
madre señala el lugar en el que las mujeres no son sujetos;
luego, la madre como sujeto existe allí donde las mujeres no
pueden constituirse como tales. Pero esta ausencia no se
debe a su localización cósmica en un espacio maternal si­
tuado más allá del tiempo paterno sino a su localización so­
cial en una cultura patriarcal.
Para Zerilli, el problema para el feminismo no es la ma­
dre como sujeto sino las mujeres como no-sujetos, como
ideal maternal. No se puede desafiar el orden patriarcal
asignando a las mujeres un lugar fuera del discurso sino mo­
dificando su lugar en él. Para muchas mujeres, este proyec­
to no requiere el rechazo de la maternidad pero, para todas,
exige el rechazo del «eterno maternal». En este sentido,
Beauvoir abrió la posibilidad conceptual de formular signifi­
caciones alternativas de lo maternal, al proponer una concep­
ción del sujeto femenino no definido por la maternidad, en
tanto que podemos temer que la celebración del cuerpo ma­
terno, tal como se puede apreciar en el trabajo de Kristeva,
como una vía extralingüística desubjetivizada, podría refor­
zar, más que cuestionar, al orden patriarcal. Los textos de Per-
covich y Rosenberg habrán de mostrar la posibilidad de arti­
culación del sujeto femenino con lo maternal, en el seno del
orden simbólico de la cultura, a través del reconocimiento y la
asunción de las dimensiones ética y política de la maternidad,
negadas por la exaltación de su dimensión extra-simbólica.
Antes de ello, Esther Sánchez-Pardo González — «Las
madres de Virginia Woolf»— nos ofrece un ejemplo de
construcción singular de la figura de la madre en el discur­
so literario, tras el análisis de Zerilli de su configuración en
el discurso filosófico de dos feministas. Después de haber
observado la construcción cultural de la figura mítica de la
madre, en las dos primeras partes de este volumen, Zerilli y
Sánchez-Pardo nos permiten apreciar algunas de las múlti­
ples formas en que las mujeres como sujetos elaboran figu­
ras singulares.
El texto de Sánchez-Pardo se ocupa de Virginia Woolf,
cuyo universo estuvo continuamente marcado por la muerte
de seres queridos. Su situación de carencia real, debida a la
pérdida temprana de su madre, se abrió paso en su vida, en
forma de compensaciones y sublimaciones, por dos vías: la
búsqueda de protección y de estímulo emocional e intelec­
tual en sus amigas y mentoras, que se convirtieron en verda­
deras madres sustitutorias, y en su obra literaria.
La misma V Woolf manifestó que había concebido al
personaje de la Sra. Ramsay, en la novela^/faro, a imagen
de su propia madre. La Sra. Ramsay parece encamar a la
madre mítica universal; después de su muerte, se le aparece
alucinatoriamente a Lily, el personaje que ocupa el lugar de
hija, tal como parece haberle sucedido a la escritora. En to­
das sus novelas la presencia de los muertos pesa sobre los
vivos y, en particular, la de la madre muerta, tal como suce­
dió en su propia vida.
Sánchez-Pardo muestra cómo la práctica artística — la
pintura en el caso de Lily; la escritura en el de Virginia—
«con su potencial para introducirse en un pasado muy leja­
no, saca a la superficie un mundo de representaciones tem­
pranas que se agrupan en tomo a la figura arcaica de la ma­
dre». La redacción de Al faro hace posible la expresión de
una intensa ambivalencia: junto a las manifestaciones de
agresividad, se observa el intento de reparación, de llenar un
espacio vacío, lo que culmina con la reconciliación con sus
padres muertos: «Solía pensar en mis padres diariamente;
pero escribir Al faro los ha hecho descansar en mi mente»,
escribe Woolf en su diario. Lily debe exorcizar la figura de
la madre sustitutoria, del «ángel del hogar», para poder es­
tablecer su propia identidad puesto que, como el padre míti­
co de Tótem y tabú, la Sra. Ramsay ejerce un mayor poder y
una mayor presión después de muerta. Pero Lily llega a con­
fundir su rechazo del papel del «ángel del hogar» con su
aniquilación y auto-anulación. Sánchez-Pardo observa que
este personaje confunde su feminidad biológica con la fe­
minidad culturalmente construida, puesto que la sociedad
de su tiempo sólo puede entender la afirmación de la dife­
rencia femenina con respecto al código instituido como lo­
cura o inexistencia. Lily se opone a la ideología del «ángel
del hogar» y, como Simone de Beauvoir, rechaza la mater­
nidad como acto de rebeldía frente a la sociedad que la im­
pone como única vía para las mujeres. Cuando Lily logra
pintar a la Sra. Ramsay —junto al Sr. Ramsay, por otra par­
te— , es decir, cuando logra representarla, experimenta al
mismo tiempo una pérdida y una suerte de liberación. Ante
la imposibilidad de recuperar a la madre, Virginia Woolf en­
cuentra una alternativa en la producción del texto literario,
donde aquélla toma cuerpo no como un mero deseo neuró­
tico de volver al pasado sino también como un proceso de
búsqueda de sí misma, de sustitución del modelo materno
por uno propio.
La autora concluye que la madre es, más allá de su fun­
ción corporal, una metáfora, en tanto en su elaboración ra­
dica la capacidad para transformar significados ya existen­
tes e incluso el sistema de significación en su conjunto.
La concepción de la figura materna como posible metá­
fora transformadora nos conduce a dos nuevos desarrollos
teóricos: la articulación de la maternidad como punto de
partida de una ética, en el trabajo de L. Percovich, y el aná­
lisis de la politización de las madres, en el de M. Rosenberg
(Parte IV).
Luciana Percovich — «Posiciones amorales y relaciones
éticas»— parte de la significación que tiene, para ambos se­
xos, el haber nacido de un cuerpo de mujer, considerando
especialmente la relación de la hija con su madre. Su análi­
sis de la maternidad logra escapar a la antinomia constitui­
da por el rechazo a la maternidad como lugar del horror y la
pérdida de la condición de sujeto y la celebración de la mis­
ma como fuente de un goce inefable, para desarrollar la pro­
blemática de la contradicción y la ambivalencia, en la línea
sugerida por Zerilli. Al mismo tiempo, desconstruye la opo­
sición establecida en la tradición occidental entre lo mater­
nal como experiencia vinculada al cuerpo, a lo inmediato, y
el pensamiento abstracto y racional que requeriría, precisa­
mente, la represión del origen en el cuerpo femenino. Esto
conduce, a su vez, al reconocimiento de la contradicción
existente entre la omnipotencia que reviste la figura de la
madre a los ojos del niño y la carencia de poder de las ma­
dres en el orden socio-cultural; podríamos decir, entre la
exaltación de la madre en lo imaginario y su rebajamiento
en lo simbólico.
Desde esta perspectiva, la diferencia sexual aparece fun­
dada en la asimetría de los sexos con respecto al lugar del
origen.
Percovich analiza el proceso por el cual la alienación de
la mujer en la sociedad patriarcal, que no hace posible la
transformación de la experiencia en un conocimiento trans­
misible ni permite hallar palabras y símbolos para decirla, la
ha llevado a ocupar una posición amoral en el sistema filo­
sófico y moral dominante. Se nos plantea, entonces, el inte­
rrogante acerca de si es necesario, para proponer un sistema
alternativo, postular que éste se fundaría en «nuestra expe­
riencia de lo real, verdadera y mucho más auténtica para no­
sotras». El punto importante en la argumentación de Perco-
vich es la necesidad de construir un sistema moral que nos
permita reinterpretar y valorar nuestra experiencia en otros
términos. Pero, puesto que la experiencia es registrada por
el sujeto humano en función de los sistemas simbólicos que
le asignan un sentido, debemos ser conscientes de que un sis­
tema moral alternativo sería tan construido como el anterior.
La autora afirma, acertadamente, que sólo puede establecer­
se una posición ética articulando el propio deseo —cuyo re­
conocimiento es fundamental para la constitución del suje­
to— con el reconocimiento de la subjetividad de los otros,
con lo que entraña de igualdad y diferencia, es decir, con la
aceptación de una legalidad universal.
En efecto, un sistema ético que se pretenda tal no podría
ser masculino ni femenino, sino que habría de aspirar a la
universalidad, del mismo modo que sería paradójico pensar
en una ética correspondiente a diversos grupos étnicos o
clases sociales. Percovich parece compartir esta perspectiva
cuando afirma que es engañoso considerar como valores fe­
meninos a la tolerancia, la reciprocidad y la conservación, y
que esta atribución se debe a que nuestra cultura no se basa
en esos principios y, al mismo tiempo, las mujeres están ex­
cluidas de la gestión activa del poder. La autora analiza la
amoralidad de las mujeres en la sociedad actual, conside­
rándola como un producto de su posición subordinada y su
fallido status de sujeto que expresa, por otra parte, la impo­
sibilidad de simbolización del lugar de origen, no reconoci­
do ni valorizado.
La interrogación de Percovich acerca de la ética se ori­
gina en el malestar y la insatisfacción ante el resultado polí­
tico de veinte años de feminismo, en la medida en que con­
sidera que la política sólo puede ser aquello que lleva «a la
polis el gesto que funda mi eticidad, mi fidelidad a mí mis­
ma, a mi deseo realizado en el cuerpo sexuado que me pone
en relación con el resto del mundo». En este sentido, enun­
cia una crítica a la vertiente dominante en el feminismo ita­
liano, que se esfuerza por reconstruir una genealogía mater­
na y se centra en la noción de la madre simbólica. Para ella,
no se trata de reencontrar a la madre en los orígenes, sino de
reencontrar en la madre los orígenes a través de la separa­
ción y la diferencia. El concepto de madre simbólica, en
efecto, puede reforzar la confusión y la omnipotencia, por­
que sugiere un dispositivo que permitiría adquirir fuerza a
través de la fusión mágica — o mística— con la otra mujer.
Con este planteamiento ético-político se vincula el tra­
bajo de Martha I. Rosenberg — «Aparecer con vida. Filia­
ción, identidad y restitución de los niños secuestrados-des­
aparecidos en Argentina 1976-82» (Parte IV)— que nos
ofrece, precisamente, un análisis de un hecho que inaugura
algo radicalmente nuevo, tanto para la práctica política
como para el ejercicio de la maternidad: la aparición de las
mujeres, en tanto madres, en el espacio público de la polis.
Es lo que ocurrió en Argentina en el caso de las Madres de
la Plaza de Mayo, que nos muestra una réplica invertida de
la historia de Medea, es decir, el intento de las madres de re­
cuperar el protagonismo que les fuera expropiado por las le­
yes patriarcales de filiación, pero no a través de la apropia­
ción del poder de destruir a la descendencia sino, por el con­
trario, a través del reclamo incesante de unos hijos asesinados
por la dictadura militar, una de las caras más feroces y per­
versas de la absolutización del nombre del padre.
Las Madres de la Plaza de Mayo no reivindican el dere­
cho a matar a los hijos, monopolizado en Grecia por el pa­
dre, sino que se erigen en defensoras de los derechos huma­
nos, violados reiteradamente en la actualidad por las diver­
sas formas del totalitarismo. Si bien no es la primera vez
que las mujeres se enfrentan a la guerra o a los gobiernos
despóticos, existe una especificidad de las Madres de la Pla­
za de Mayo marcada por las siniestras características de la
desaparición de las personas: no hay certeza de la muerte ni
de la vida, puesto que no hubo cadáver ni certificado de de­
función. A través de los testimonios de estas mujeres se
puede apreciar el pasaje de la gestión privada a la pública,
de la intimidad de los afectos a la generalización del com­
promiso ético que supone asumir la maternidad simbólica
de «los hijos de todas».
Sin embargo, Rosenberg observa que la inercia de la
subjetividad maternal cristalizada y, por otro lado, la resis­
tencia de los partidos políticos a incorporar en sus agendas
la crítica del ámbito doméstico, determinan la fragilidad de
la articulación lograda entre la posición maternal idealizada
y el campo de lo político.
La demanda de las madres de un «castigo a los culpa­
bles» corresponde a la exigencia de que, si la suerte de los
vínculos familiares más íntimos depende de la configura­
ción política del estado, éste asuma la responsabilidad por
los crímenes cometidos por sus antecesores y garantice el
respeto a los derechos humanos básicos.
El reclamo de las Abuelas de la Plaza de Mayo de recu­
perar a sus nietos —secuestrados o adoptados por familias
cómplices o ignorantes de su origen— no corresponde me­
ramente a la demanda de una recuperación individual de los
derechos inherentes a las relaciones de parentesco, sino a la
exigencia de que se reconozca la existencia de una deuda
social, puesto que los niños no faltan sólo a sus familias sino
a toda la sociedad.
La decisión de algunos de los niños secuestrados —ya
adolescentes— , en el sentido de mantener la identidad asu­
mida en el seno de la familia secuestradora, es una prueba
más de la indeterminación y la fragilidad de la identidad
biológica, que requiere el apoyo de la transmisión de los
bienes materiales y simbólicos que conforman el espacio
humano para adquirir una existencia subjetiva. De este
modo, aunque la justicia reconoce el nombre verdadero y
sanciona a los falsificadores, en estos casos la violencia
ejercida 17 años antes por los secuestradores triunfa al ser
reconocida socialmente como fundante de la identidad de
los niños. La configuración de los deseos de los padres, que
constituye una matriz identificatoria, se aprehende necesa­
riamente en la relación cotidiana con ellos y con sus avata-
res concretos, afirma la autora, «no es infusa sino histórica,
construida en la interacción real. Los padres son históricos,
aunque su historia sea criminal». De este modo, no se pue­
de decir que la identidad que resulta para los niños secues­
trados sea falsa, sino que encierra la verdad del desenlace
nefasto del proyecto de vida de sus progenitores, que no lle­
garon a ser sus padres, de manera que la verdad de los nie­
tos no es la misma que la de los padres o los abuelos, aun
cuando no pueda dejar de tenerlas en cuenta.
Podemos observar, entonces, que la historicidad de la
maternidad se despliega tanto en lo que concierne a la histo­
ria de la humanidad en su conjunto como a la de cada mujer
— o pareja— en particular. Si la maternidad se esencializa,
aunque sea por las mejores razones, el hijo se convertirá en
un fetiche.
Rosenberg concluye, asimismo, que la práctica de las
Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo ha abierto un espa­
cio colectivo nuevo para la elaboración de un lugar parental
que el imaginario social define como una posición ajena a
los problemas de la vida social, en la medida en que ha
puesto de manifiesto «la politicidad de lo privado y la laten-
cia transformadora que contiene», al buscar justicia no sólo
para ellas mismas sino para todo el cuerpo social, al denun­
ciar la falta de función paterna, en cuya falla aparece, terro­
rífica, la figura del padre criminal. Esto actualiza la dimen­
sión ética de la maternidad, que no se funda en el supuesto
deber de reproducir la especie sino en una posición subjeti­
va que, lejos de situarse al margen de la cultura, puede rea­
lizar el pasaje de lo individual a lo genérico, rompiendo la
dicotomía público/privado al defender la vida mediante el
reclamo de una legalidad ignorada por el poder político.
Si la experiencia de estas mujeres confirma nuestra con­
cepción del carácter histórico, político y ético de la materni­
dad, el auge creciente de las nuevas tecnologías reproducti­
vas (NTR) ejemplifica hasta qué punto su esencialización,
tanto por parte de los representantes de la ciencia como del
sujeto singular, conduce a la fetichización del hijo. En este
sentido, asistimos a una increíble paradoja: unas tecnologías
que tienen efectos simbólicos desmesurados — cuestionan
los fundamentos éticos, jurídicos, filosóficos y culturales de
nuestra concepción de la filiación— resultan, en la práctica,
un fracaso. El triunfalismo del que se hacen eco los medios
de comunicación contrasta con la pobreza de los resultados:
en los centros más reconocidos y prestigiosos del mundo la
fertilización in vitro no supera un 12 por 100 de éxitos. En
el 90 por 100 de los casos las mujeres se enfrentan con un
nuevo fracaso, con su secuela de angustia y sufrimiento
(Parte V).
Carmen Alda, Regina Bayo-Borrás, Nuria Carnps, Gem­
ina Cánovas Sau, Margarita Sentís y Enrique Sentís — «Ma­
ternidad y técnicas de reproducción asistida: una perspectiva
psicoanalítica»— se ocupan de la inquietante y conflictiva re­
lación que se ha establecido en los últimos dos decenios en­
tre la procreación y la tecnología. Las investigaciones reali­
zadas hasta ahora en este terreno han suscitado un debate
entre partidarios y detractores de la utilización de las NTR
en seres humanos. Junto a la elevada morbilidad y mortali­
dad matemo-infantil en el llamado «tercer mundo», la inci­
dencia creciente del aborto, el aumento de los embarazos en
la adolescencia, la compra y venta de niños, la discrimina­
ción sexual prenatal y el alquiler de servicios reproductivos,
el recurso cada vez más frecuente y desaprensivo a las NTR
constituye uno de los problemas más graves y acuciantes
que afectan a la salud reproductiva de las mujeres en la ac­
tualidad.
El texto incluye el relato de tres casos clínicos a través
de cuyo análisis los autores muestran la alianza de la biotec­
nología con la ideología que presenta el ideal cultural de la
maternidad como una promesa ilusoria de plenitud para las
mujeres, equiparando, una vez más, feminidad y materni­
dad. Es esta alianza, mediatizada por el deseo de hijo, la que
conduce a las parejas infértiles a las unidades de reproduc­
ción en busca del hijo «biológico». Pero sus síntomas, como
se puede apreciar en los casos estudiados, revelan el conflic­
to y el sufrimiento subyacentes a un deseo/mandato que no
se realiza/cumple.
Los autores formulan también una serie de interrogantes
suscitados por estos desarrollos, referidos al destino del su­
jeto que se somete a ellos, en la medida en que este someti­
miento supone una renuncia a la posición de sujeto para en­
tregarse como objeto a las manipulaciones técnicas. Tampo­
co podemos predecir el destino psíquico de los niños
nacidos a partir de una fecundación in vitro, sin la media­
ción de relaciones sexuales. Por otra parte, también está en
juego la filiación, puesto que las NTR hacen posible que un
niño sea hijo de hasta tres madres —genética, uterina y le­
gal o social— y de dos padres —genético y legal o social.
El efecto paradójico de las NTR, en este sentido, es que al
mismo tiempo que refuerzan el ideal maternal tradicional,
socavan las bases de la familia tradicional, al fragmentar la
maternidad en múltiples componentes y hacer posibles mo­
delos familiares nuevos, como en el caso de que un bebé
tenga como padres a dos personas del mismo sexo, o la ma­
dre biológica sea una mujer virgen o postmenopáusica, o el
padre donante corresponda a la mezcla de esperma de tres
hombres diferentes, etc. Edipo habrá de enfrentarse, enton­
ces, a los renovados enigmas de la esfinge con nuevos desa­
rrollos míticos: la cuestión relativa al origen del niño se ha
transformado en la cuestión referida al origen de los padres.
Sólo la historia podrá desvelar los efectos subjetivos, socia­
les, jurídicos y éticos de estas nuevas posibilidades que
comprometen los núcleos estructurales fundantes de nuestra
constitución como sujetos.

El conjunto de los trabajos que integran este libro des­


velan la construcción de figuras de la madre entre las que
podemos apreciar semejanzas y diferencias. En lo esencial,
ponen de manifiesto que la maternidad es una función cons­
truida como natural y necesaria por un orden cultural y con­
tingente. La historicidad de las figuras de la madre revela
que el cuerpo materno tiene una realidad biológica pero no
tiene significación fuera de los discursos sobre la materni­
dad. La madre, más allá de las diferencias entre sus repre­
sentaciones, suele encamar el misterio de los orígenes, de lo
impensable, de lo que excede a la racionalidad, lo que expli­
ca el carácter contradictorio y ambivalente que revisten sus
figuras y, además, su función defensiva por cuanto protegen
de temores o realizan los deseos de quienes las elaboran y
transmiten. Esta construcción cultural de la maternidad
como símbolo puede encubrir la sujeción del cuerpo feme­
nino, tanto a su propia materialidad y finitud como a las re­
laciones de poder que establecen las condiciones de su exis­
tencia.
La aproximación a las figuras de la madre pone en evi­
dencia la articulación de diversos registros:
1. Un universo simbólico de categorías y representacio­
nes, que forma parte de un sistema social, político e ideoló­
gico históricamente dado, y que constituye el contexto en el
que se organiza la subjetividad humana.
2. La constmcción de la subjetividad maternal, a su
vez, integra dos dimensiones: por un lado, si nos situamos
en el terreno histórico-social, podemos apreciar la configu­
ración del imaginario colectivo — con sus distintos ámbitos:
gmpal, de clase, étnico, etc.— ; por otro, la literatura y el
psicoanálisis son discursos que dan cuenta de la singulari­
dad de cada sujeto, el ofrecer un marco adecuado para el
despliegue del imaginario personal. Todo esto genera el sen­
tido que tendrá, para las comunidades y los individuos, el
cuerpo materno.
3. Las posibilidades y limitaciones del cuerpo real, no
como mero organismo sino en función de su potencialidad
erógena, que subtiende su funcionamiento reproductor y
constituye la fuerza energética que lo anima. Esta es la mis­
ma fuerza que inerva los discursos sobre la maternidad.
PRIMERA PARTE

La maternidad en el discurso
de la cultura occidental
«Mira, Yahveh me ha hecho estéril»*
A nna G oldm an - A mirav

«Dales, Yahveh... ¿Qué les darás? ¡Dales seno que


aborte y pechos secos!»
Oseas, 9:14.

La primera información presentada en la Biblia acerca


de Sarah, es que ella es la mujer de Abraham y es estéril, no
tiene hijos (Gen. 11: 29-30). La palabra hebrea para desig­
nar la infertilidad —akara— no guarda ninguna relación con
fertilidad, sino con su antítesis. El significado del término es
arrancar, cortar, exterminar. Simultáneamente la raíz akr de­
nota lo esencial, el fundamento, el origen. Sarah es una mu­
jer cuyo fundamento y origen ha sido arrancado de raíz y
exterminado.
Sarah no es la única mujer estéril en las Sagradas Escri­
turas. La Biblia se inicia con toda una serie de mujeres in-
fértiles. Rebeca —la mujer de Isaac, el hijo tardío de Sa­
rah— padece de infertilidad durante veinte años antes de
dar a luz a los gemelos Esaú y Jacob. Jacob se casa con la
fea Lea y la hermosa Raquel. Mientras que Lea le ofrece a
Jacob un aluvión de retoños masculinos, la estéril Raquel

* Reproductive and Genetic Engineering, vol. 1, núm. 3, 1988,


págs. 275-279.
le grita a su marido: «Dame hijos o si no me muero»
(Gen. 30:1). Ana, la madre del profeta Samuel, vituperada
y acongojada por su infertilidad, queda embarazada sólo
mediante la promesa de dar el hijo varón a los sacerdotes y
a su Dios.
El tema de la infertilidad, tan dominante en los relatos
acerca de las primeras madres bíblicas, era nuevo en las mi­
tologías del Oriente cercano en la antigüedad. Durante mi­
les de años antes de que se escribiera la Biblia, los pueblos
de lo que hoy se conoce como medio Oriente habían conce­
bido historias acerca de dioses y diosas, la naturaleza y la
sexualidad, los hombres y las mujeres. Estas historias se re­
lataban y se transmitían de generación en generación, pero
también se las escribía en tabletas de arcilla. Las excavacio­
nes arqueológicas permitieron encontrar en la zona muchas
de esas tabletas que, al ser descifradas por lingüistas, revela­
ron un mundo hasta entonces desconocido.
La civilización más antigua del medio Oriente fue la
cultura mesopotámica. En la región del Irak moderno, don­
de se unen los ríos Éufrates y Tigris, llegó a existir la civili­
zación más avanzada del mundo antiguo. La mesopotámica
era una sociedad agrícola organizada en tomo a grandes
ciudades. Se practicaba la escritura, se desarrollaron en gra­
do sumo las matemáticas y la astronomía, se adoraba a los
dioses en templos muy elaborados. En los primeros tiem­
pos, la mayor parte de los dioses importantes eran de sexo
femenino. Una de las divinidades más antiguas de Mesopo-
tamia era la Diosa Madre Ninhursaga, también llamada
Nintur.
«Ella es la madre del hombre y la madre de los dioses...
“la madre de todas las criaturas”... También se la llama “La
Dama de la matriz”... El poder de la matriz era, especial­
mente, el poder de hacer que el embrión crezca y de darle su
forma distintiva. Como tal, se llama a Nintur “La Dama que
modela”, “Dama formadora”, “Carpintera de las entrañas”,
“Dama Alfarera”, “Soldadora de la tierra” o “de los dio­
ses”... Cuando el feto está plenamente desarrollado y con­
formado ella lo suelta, función a la que debe su nombre de
A-ra-ru, “La que suelta el germen”. Un himno a su templo
en Kesh lo explica:

Ninhursaga, la única grandiosa,


contrae la matriz;
Nintur, la gran madre,
desencadena el parto.
(Jacobsen, 1976, págs. 106-108)

Los himnos a la Diosa celebran la maternidad de una


manera asombrosamente naturalista. Llamada también «La
madre que separa sus rodillas», la Diosa ofrece orgullosa-
mente su sangre y la placenta, claramente visible entre sus
piernas ampliamente abiertas. La mujer y sus órganos re­
productivos son una fuente de asombro, adoración y poder
en la cultura mesopotámica, en marcada contradicción con
la burla, la vergüenza y el miedo que afectan al sexo de la
mujer y al proceso de nacimiento en nuestra cultura.
Allí donde se celebra a la madre encontramos una apro­
ximación diferente a la sexualidad de la mujer. La otra gran
Diosa de Mesopotamia, Inanna (posteriormente llamada
Ishtar) es la diosa del amor. Ella llama a su amante, el pas­
tor Dumuzi, y al hacer el amor promueven la fertilidad de la
tierra. La gente imitaba a los dioses en ritos sexuales duran­
te las celebraciones del año nuevo. La naturaleza, la fertili­
dad y la sexualidad estaban íntimamente relacionadas y per­
sonificadas en la Madre, la Mujer, la Diosa.
No nos sorprende que en una sociedad agrícola se ado­
rara a divinidades femeninas. «Nadie duda de que la agri­
cultura fue descubierta por las mujeres» (Beane & Doty,
1977, vol. 2, 384). Se suponía que místicamente la mujer
formaba una unidad con la tierra; dar a luz se consideraba
como una variante de la fertilidad telúrica a escala huma­
na... «La sacralidad de las mujeres dependía de la santidad
de la tierra... Fueron las mujeres quienes primero cultivaron
las plantas alimenticias. Luego, son ellas quienes se con­
vierten en las dueñas del suelo y las cosechas. El prestigio
mágico-religioso y el predominio social consiguiente de las
mujeres tienen un modelo cósmico: la figura de la Madre
Tierra» (Beane & Doty, 1977, vol. 1, 204-205).
Pero los tiempos cambiaron en el Oriente próximo de la
antigüedad: «Como hemos visto, la madre productora de
vida era la figura dominante en la religión del Oriente pró­
ximo. Sin embargo, con el establecimiento de la economía
doméstica y la domesticación de animales la función del
hombre en el proceso de la generación se tomó más eviden­
te y vital, y se le asignó a la Diosa Madre un esposo para de­
sempeñar el papel de procreador, aun cuando, como por
ejemplo en Mesopotamia, se trataba de su joven hijo-aman­
te o su siervo. En realidad, desde la India hasta el Mediterrá­
neo ella reinó soberanamente, apareciendo a menudo como
la diosa célibe» (James, 1960, 77).
Las madres bíblicas, las primeras mujeres de la tradición
judeo-cristiana, procedían todas de Mesopotamia. Cada vez
que uno de los primeros patriarcas buscaba una esposa, re­
gresaba a Mesopotamia para encontrar una mujer de la es­
tirpe adecuada.
Abraham, el primer patriarca bíblico, y su mujer Sarah
emigraron de Ur, antigua ciudad al sur de Mesopotamia. Se
desplazaron a Harrán, al norte, y luego prosiguieron hasta la
tierra de Canaán. El hijo y el nieto de Abraham regresaron
a Harrán, en la zona noroccidental de Mesopotamia para
buscar esposas.
Sarah, Rebeca y Raquel dejaron la civilización más
avanzada del mundo para ingresar en una nueva sociedad,
que aún había de ser plasmada. Abandonaron una sociedad
agrícola para unirse a pastores nómadas. Dejaron jardines y
ríos para vivir al borde del desierto. Sustituyeron una civili­
zación donde se había adorado el principio femenino desde
tiempos inmemoriales por un dios desconocido, asexuado,
pero netamente masculino. Al encontrarse con el dios bíbli­
co, Jehová, las mujeres mesopotámicas, adoradoras de una
diosa de la fertilidad, se tomaron súbitamente estériles.
El mundo de las mujeres bíblicas se centra completa­
mente en la necesidad de producir descendientes varones.
Se refiere con gran detalle el nacimiento de hijos, se descri­
be meticulosamente el árbol genealógico. Pero las mujeres
que dan a luz estos hijos no han tenido un nacimiento pro­
pio. Sarah, como la mayoría de las mujeres bíblicas, llega a
la existencia repentinamente, cuando Abraham «toma» una
mujer (Gen. 11:29). No tiene padres, hermanos, nacimiento
ni lugar de nacimiento. Aunque es hermosa y rica, la Prime­
ra Dama indiscutible de la gran tribu está desesperada y se
siente indigna porque no posee lo único que es valioso para
las mujeres de la Biblia: una matriz fértil.
Jehová ha prometido reiteradamente a Abraham darle
un hijo. Es dudoso que la promesa de Jehová fuera conoci­
da por Sarah, puesto que no le habla a ella, sino sólo a su
marido. Sarah debe confiar en Abraham para obtener infor­
mación acerca de los planes divinos. Cuando Sarah final­
mente decide actuar, no toma en consideración a Jehová ni
sus promesas. En lugar de ello, obedece instrucciones mági­
cas antiguas transmitidas por las mujeres a través de los
tiempos. Los antropólogos las denominan «magia imitati­
va», pero el texto bíblico, siempre lacónico, no designa las
acciones de Sarah con un término especial sino que simple­
mente presenta el drama doméstico en seis escenas compri­
midas: «Sarai, mujer de Abram, no le daba hijos. Pero tenía
una esclava egipcia, que se llamaba Agar, y dijo Sarai a
Abram: “Mira, Yahveh me ha hecho estéril. Llégate, pues,
te ruego, a mi esclava. Quizá podré tener hijos de ella.”
Y escuchó Abram la voz de Sarai. Así, al cabo de diez años
de habitar Abram en Canaán, tomó Sarai, la mujer de
Abram, a su esclava Agar la egipcia, y diósela por mujer a
su marido Abram. Llegóse pues él a Agar, la cual concibió»
(Gen. 16: 1-4).
Sarah, la mujer mesopotámica que Jehová había decidi­
do ignorar, utiliza los medios que se encuentran a su dispo­
sición. La magia imitativa (es decir, la creencia de que el
contacto estrecho con un estado o atributo deseado puede
ser contagioso) es conocida y empleada con frecuencia en
las sociedades tradicionales.
«Uno de los métodos tradicionales para convertir en fér­
til a una mujer estéril, que se ha practicado en ciertas comu­
nidades judías hasta épocas recientes, consistía en hacerla
sentarse en el paritorio inmediatamente después de que éste
hubiera sido usado por una parturienta. Otro método, usado
en Safed, Palestina, hasta el siglo veinte, consistía en tomar
una parte de la vestimenta de una mujer que acabara de ser
madre, sumergirla en agua y verter el agua sobre el cuerpo
de la mujer estéril. El cordón umbilical y la placenta tam­
bién se utilizaban con el mismo propósito. Por ello parece
probable que se creyera que una mujer estéril podría conver­
tirse en fértil si un hijo de su marido y la esclava nacía sobre
sus rodillas» (Patai, 1959, 82-4).
Aunque la magia fracasara, Sarah tiene igualmente un
hijo, porque el futuro niño de la esclava pertenecerá a Sarah,
en tanto la esclava misma es de su propiedad. Agar está
completamente a merced de Sarah. El ama puede ordenar a
su esclava que se acueste con su marido y puede castigarla
cuando lo considera adecuado.
Sin embargo, Sarah arriesga algo para lograr su objeti­
vo. Se juega su dignidad: «...al verse ella encinta (Agar), mi­
raba a su señora con desprecio. Dijo entonces Sarai a
Abram: “Mi agravio recaiga sobre ti. Yo puse mi esclava en
tu seno, pero al verse ella encinta me mira con desprecio.
Juzgue Yahveh entre nosotros dos.” Respondió Abram a Sa­
rai: “Ahí tienes a tu esclava en tus manos. Haz con ella
como mejor te parezca.” Sarai dio en maltratarla y ella huyó
de su presencia» (Gen. 16: 4-6).
Sarah es una mujer sin corazón que arroja a una emba­
razada al desierto. Agar es insensible y despiadada por reír­
se del dolor y la humillación de una mujer estéril. Aunque
una es la esclava y la otra es la señora están ligadas entre sí.
Comparten un destino común: dos mujeres al servicio de la
esperanza de tener hijos de un hombre, del sueño de un
hombre de crear una gran nación, de su necesidad de matri­
ces fértiles. Dos mujeres desiguales; una libre y la otra es­
clava, una infértil y la otra fértil están condenadas a compar­
tir la opresión y la dependencia mutua.
Sarah se afirma como persona proyectando en otra mu­
jer su propio status como matriz que podría resultar fértil.
No es extraño que las mujeres que viven en semejante orden
jerárquico no se puedan relacionar entre sí de una manera
afectuosa y confiada.
Cuando Sarah ya es una mujer anciana, Jehová decide
repentinamente cambiar las tornas. Tres ángeles visitan a
Abraham pero, como de costumbre, no se dirigen a Sarah.
Es sólo espiando que ella puede obtener información acer­
ca de los planes futuros de Jehová. Los ángeles hablan a
Abraham: «Así que hubieron comido dijéronle: “¿Dónde
está tu mujer Sarah?” —“Ahí, en la tienda”, contestó. Dijo
entonces aquél: “Volveré sin falta a ti pasado el tiempo de
un embarazo, y para entonces tu mujer Sarah tendrá un
hijo.” Sarah lo estaba oyendo a la entrada de la tienda, a
sus espaldas. Abraham y Sarah eran viejos, entrados en
años, y a Sarah se le había retirado la regla de las mujeres.
Así que Sarah rió para sus adentros y dijo: “Ahora que es­
toy pasada, ¿sentiré el placer, y además con mi marido vie­
jo?” Dijo Yahveh a Abraham: “¿Cómo así se ha reído Sa­
rah, diciendo: ¡Seguro que voy a parir ahora de vieja! ¿Es
que hay nada milagroso para Yahveh? En el plazo fijado
volveré, al término de un embarazo, y Sarah tendrá un
hijo.” Sarah negó “No me he reído.” Y es que tuvo miedo.
Pero aquél dijo: “No digas eso, que sí te has reído”» (Gen.
18: 9-15).
Sarah es una mujer vieja, crecida en una cultura ances­
tral en la que se consideraba que las madres y las divinida­
des femeninas eran la fuente de la vida. Y he aquí que se en­
cuentra con un dios nuevo y desconocido. Este promete un
hijo a Sarah, cuya menstruación y vida sexual habían con­
cluido hacía tiempo. Quien formula la promesa es un dios
que no le ha hablado a ella, no le ha pedido ningún sacrifi­
cio ni acto, no ha establecido un pacto con ella ni le ha ex­
plicado sus planes. Si este dios tiene realmente algún poder,
no lo ha empleado para impedir el sufrimiento por su humi­
llante esterilidad a lo largo de toda su vida adulta. ¿Qué sabe
este nuevo dios acerca de las mujeres y sus cuerpos? ¿Qué
es capaz de hacer, cuando no ha escuchado toda una vida de
oraciones de su marido, su fiel siervo?
Sarah se ríe de corazón y su risa todavía es contagiosa
después de miles de años. Pero los ángeles visitantes no la
encuentran graciosa y Sarah se asusta.
Además, la risa está vinculada una vez más con la burla
y la humillación. Cuando Sarah finalmente le da un hijo a
Abraham, ella no alaba ni agradece a Jehová: «Y dijo Sarah:
“Dios me ha dado de qué reír; todo el que lo oiga se reirá
conmigo.” Y añadió: “¿Quién le hubiera dicho a Abraham
que Sarah amamantaría hijos?; pues bien, yo le he dado un
hijo en su vejez”» (Gen. 21: 6-7).
¿Quién lo hubiera dicho? Evidentemente, a Sarah no le
parece plausible que pudiera ser el dios de Abraham. Los
estudiosos de la Biblia que leen la historia de Abraham y
Sarah como un idilio doméstico y divino interpretan la risa
de Sarah como una expresión de felicidad, con la esperanza
de que todos compartieran su alegría. Pero el texto hebreo
original enuncia claramente que Jehová se ríe de Sarah. La
leyenda ulterior destaca también |a difícil posición en la que
se encuentra Sarah: «Después de que ella diera a luz a Isaac,
mucha gente decía que el Patriarca y su mujer habían adop­
tado un niño abandonado y simulaban que era suyo. Abra­
ham dio un banquete el día del destete de Isaac, y Sarah in­
vitó a muchas mujeres. Todas trajeron a sus hijos consigo y
Sarah los amamantó a todos, de modo que convenció a los
invitados de que ella era indudablemente la madre» (Enci­
clopedia Judaica, 1971,867).
Durante la fiesta la risa reaparece en un contexto nega­
tivo. Sarah observa a Ismael, el hijo de Agar, riendo y jugan­
do. Aquí se utiliza la misma palabra hebrea que en la oca­
sión anterior, y Sarah percibe esta risa como una amenaza.
Le pide a Abraham que expulse a «esa criada y a su hijo,
pues no va a heredar el hijo de esa criada juntamente con mi
hijo, con Isaac» (Gen. 21:10).
A través de los tiempos, los comentadores de la Biblia,
tanto judíos como cristianos, encontraron dificultades para
explicar o racionalizar la dureza de Sarah. Pero la cuestión
relevante no es por qué Sarah actúa como lo hace. Puesto
que vivía en un mundo estrecho y limitado, centrado plena­
mente en la potencialidad de su matriz para ser fecundada
por la simiente masculina, no es extraño que se sienta obli­
gada a expulsar a aquella que amenaza su propia posición.
Debemos preguntamos, en cambio, por qué Jehová castiga
a la mujer a la que ha escogido como progenitora de su pue­
blo elegido.
El texto bíblico explícita perfectamente que se percibe
la infertilidad como un castigo: «El que se acueste con la
mujer de su tío paterno descubre la desnudez de éste. Car­
garán con su pecado; morirán sin hijos. Si uno toma por es­
posa a la mujer de su hermano, es cosa impura, pues descu­
bre la desnudez de su hermano; quedarán sin hijos» (Lev.
20: 20-21). En el Libro de Job, se advierte al malvado que
«su recuerdo desaparece de la tierra, no le queda nombre en
la comarca... Ni prole ni posteridad tiene en su pueblo» (Job
18: 17-19).
La tradición judía posterior describe sin ninguna ambi­
güedad la relación entre el pecado y la esterilidad: «La sabi­
duría judía ulterior fue aún más explícita sobre la cuestión
del pecado y la esterilidad. En el libro apócrifo de Enoc, se
afirma que las mujeres padecen esterilidad sólo como con­
secuencia de sus delitos (Enoc, 98:5). Una leyenda del si­
glo n después de Cristo embellece la explicación bíblica de
la esterilidad de Sarah: cuando las mujeres de la vecindad
vienen a visitar a las mujeres de la casa de Abraham, Agar
les dice: «Sarah, mi señora, parece ser una mujer justa, pero
no lo es; ¿si lo fiiera no habría concebido después de tantos
años? Y yo, en cambio, concebí en una sola noche» (Patai,
1959, 82-4).
Pero si la infertilidad es un castigo, ¿en qué radica el pe­
cado de Sarah? Su conducta no resulta del todo agradable,
pero cuenta con el apoyo del mismo Jehová. Si sus acciones,
las cosas que ella hace no provocan desagrado en Jehová,
sólo nos queda su persona, quién es ella.
Sarah es una mujer de Mesopotamia, de la tierra donde
imperaban Ninhursaga e Ishtar. Abandona Mesopotamia y a
sus diosas para seguir al dios nuevo y desconocido. Su posi­
ción aún no está asegurada puesto que la influencia de la
Diosa todavía es grande en Mesopotamia y también en la
nueva tierra de Canaán. Luego, Jehová tiene que demostrar
su poder precisamente en los dominios en los que la hege­
monía de la Diosa ha sido absoluta. La que contraía la ma­
triz, la que desencadenaba el proceso del parto, la que ocu­
paba el lugar de madre y comadrona de la nación ha de ser
derrotada y aniquilada.
Jehová puede garantizar que Sarah se rinda a su poder
sólo si le demuestra que la fertilidad ahora forma parte de
su dominio y se encuentra bajo su control. Sólo revocando
la experiencia acumulada de las mujeres, quitando todo va­
lor al conocimiento femenino, al otorgar un hijo a una mu­
jer vieja y estéril, en tanto deja que una mujer joven y sana
permanezca estéril, Jehová puede probar que ahora el po­
der de la fertilidad se encuentra en sus manos. Y donde im­
pera la voluntad de un dios masculino, el centro de la aten­
ción será la simiente masculina y no la matriz femenina. El
dios bíblico corta la relación de las mujeres con el paisaje
fértil, los ríos y jardines. Las conduce al desierto donde
nada crece. En el jardín del Edén maldice tanto a las muje­
res como a la tierra. Separa a los seres humanos de la natu­
raleza y a las mujeres de su placer y su libertad. Es el pri­
mer dios que está más allá de la naturaleza, del cielo y de la
tierra. Se opone a la naturaleza al crear el mundo de nuevo,
sin la asistencia de las potencias naturales, de la Madre Tie­
rra. Es espíritu, lógica, voluntad pura. Invierte los términos
de la naturaleza: vacía a las mujeres jóvenes y llena a las
viejas.
Jehová tiene que demostrar su poder a las mujeres que
adoran a las diosas. La demostración se produce en el in­
terior del cuerpo femenino. El instrumento que utiliza es
la infertilidad. Más tarde reemplazará las matrices vacías
por una matriz llena de simiente. La infertilidad de las
madres bíblicas y la virginidad de la Madre de Dios son
dos caras de la misma moneda: los hombres importantes
en la tradición judeo-cristiana nacen mediante la voluntad
de un dios todopoderoso y no merced al deseo de las mu­
jeres.
B ea n e , Wendell C. y D oty , William G., Myths, Rites and Sym-
bols: A Mircea Eliade Reader, Nueva York, Harper and Row,
1977.
Encyclopedia Judaica, vol. 14, Jerusalén, 1977-.
J acobsen , Thorkild, The Treasures ofDarkness. A History o/Meso-
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J a m es , E. O., TheAncient Gods. The History and Diffusion of Re­
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nean, Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1960.
P atai, Raphael, Sex and the Family in the Bible and the Middle
East, Garden City, N. Y., Doubleday, 1959.
La Madre, la Tierra*
N icole L oraux

Hay una frase genérica que, al ocuparse de las represen­


taciones griegas de la maternidad de las mujeres, los histo­
riadores y antropólogos de la religión — desde Bachofen y
Dieterich hasta Jean-Pierre Vemant1— repiten como la evi­
dencia misma: «No es la tierra la que imita a la mujer sino,
como dice Platón, la mujer imita a la tierra.» O bien, más
sucintamente: «los griegos pensaban que la mujer imita a la
tierra».
Lo que me intriga es que un enunciado semejante, sor­
prendente en sí mismo aun cuando se apoye en la autoridad
de Platón, concite tal unanimidad, y apostaría de buen gra­
do que el argumento de autoridad no basta para dar cuenta,

* Nouvelle R em e de Psychanalyse, núm. 45, 1992, págs. 161-172.


1 J. J. Bachofen, Das Mutterrecht. Eine Untersuchung über die
Gynaikokratie des alten Welt nach ihrer religiósen und rechtlichen Na-
tur, 1861, Bale, edición K. Meuli, 1948, págs. 101, 196, .365 (Versión
castellana: El matriarcado. Una investigación sobre la ginecocracia en
el mundo antiguo según su naturaleza religiosa y jurídica, Madrid,
Akal, 1987. Esta versión incluye sólo parte de la obra original.); A. Die­
terich, Mutter £>í/e,'Heidelberg, 1905, pág. 53; J. P. Vemant, í:Le mythe
prométhéen chez Hésiode», Mythe et societé en Gréce ancienne, París,
Maspero, 1974, págs. 189-190. Sobre los usos de esta cita, ver N. Lo­
raux, «La mere, la femme, la terre», Kentron, tomo 9,1993, págs. 45-63.
por sí mismo, de este acuerdo, y que no se repite esta afir­
mación como una verdad evidente sin obtener de ello in­
mensos beneficios imaginarios.
Ciertamente, al recortar de este modo una frase del Me­
néxeno, quizás se cree perseguir ante todo la eficacia, pues­
to que se imagina encontrar en ella, condensado en pocas
palabras, todo lo que el discurso de la historia de las religio­
nes articula entre la figura de la Tierra-Madre y las metáfo­
ras agrícolas del matrimonio en virtud de las cuales la mu­
jer es un campo de labor2. No cabe ninguna duda. Con la re­
serva, de la que todos suelen «olvidar» preocuparse, de que
la problemática platónica de la mimesis, en sus vueltas y ro­
deos, abre siempre más interrogantes de los que resuelve.
Pero, para ocuparse de las dificultades inherentes a la mime­
sis en Platón, sería necesario aun tomar en consideración el
enraizamiento textual y al autor de una frase que los helenis­
tas se prestan interminablemente unos a otros, hasta olvidar
que se trata de una cita, hasta otorgarle el estatuto de una
verdad griega inmemorial.
Voy a sostener aquí la hipótesis opuesta: el error común
a todos los que utilizan este texto consiste, puesto que quie­
ren precisamente utilizarlo, en reducirlo a un enunciado, en
lugar de tomarse el tiempo de leerlo en su conjunto y en el
movimiento mismo de su argumentación.
No hay que sobrestimar el efecto desmistificador de
tal proyecto: esforzarse por devolver la frase del Menéxeno
a su autor y a su texto no significa sin embargo que alimen­
temos la ilusión, al «restauran) su integridad platónica, de
poner fin a los usos y abusos que han hecho de ella un to­
pos. ¿Y es necesario hablar, como yo lo he hecho, de un
error compartido por la tradición erudita? Nada es menos
seguro, porque podría ser que quienes quieren utilizar esta
frase al servicio de su propia adhesión a la Tierra-Madre se­
pan sólo confusamente lo que hacen; saben al menos que el

2 Ver artículo citado y «La terre, la femme. Figures anciennes,


constructions modernes», Peuples méditerranéens, núm. 56-57, 1991,
págs. 7-17.
recurso a esta frase los protege contra aquello que no quie­
ren decir a ningún precio.
Pero ¡paciencia! Fingiré, para comenzar, que me he con­
vencido de que se puede ir contracorriente de una tradición
muy autorizada, que creo que bastaría con leer verdadera­
mente el texto para renunciar a utilizarlo al servicio de otra
cosa que no sea él mismo.
Aún es necesario, ante todo, situarlo en su contexto y en
el contexto de ese contexto. Se trata, en la oración fúnebre
pronunciada por Sócrates, del momento del desarrollo re­
querido sobre la autoctonía ateniense. Allí se afirma que los
ciudadanos autóctonos de Atenas han sido alimentados «no,
como los otros, por una madrastra, sino por una madre — el
territorio en el que habitan—» y que, ahora que están muer­
tos y enterrados, reposan «en los lugares familiares (en oi-
keíois tópois: al traducir este sintagma no puedo dejar de
pensar jamás en los heimliche Orte del cuerpo femenino de
los que habla Freud en “Lo siniestro”)3 de aquella que los
dio a luz, los alimentó y los cuidó». Por lo que conviene di­
rigir un elogio a esta madre y, si el lector no ha identificado
la oración fúnebre platónica como una imitación4, en la que
cada enunciado, llevado demasiado lejos, hasta el límite de
su lógica, se destruye a sí mismo, olvidando que, en la Re­
pública, la maternidad de la tierra pertenece al dominio de
las «bellas mentiras» para el uso de los ciudadanos5, quizás
se deje impresionar por este fervor por la tierra ática, madre
auténtica de todos los atenienses. Y ahora traduzco la se­
gunda ola del elogio, ciñéndome al texto:

3 S. Freud: «L’Inquiétante étrangeté», en L’inquiétante étrangeté et


autres essais, París, Gallimard, págs. 220 y 250-252 (Versión castellana:
«Lo siniestro», Obras Completas, t. II, Madrid, Biblioteca Nueva,
1968). El adjetivo oikeíos, que denota lo familiar (tanto lo relativo al pa­
rentesco como lo conocido . N de la T), lo íntimo y lo propio, hace un jue­
go de palabras en el texto con oikeín, habitar (Menéxeno, 237b 6 y c 1).
4 Ver N. Loraux, L’invention d ’Athénes. Histoire de <4’oraison
fúnebre dans la «cité classique», París-La Haya, EHESS/Mouton, 1981,
págs. 315-331.
5 República, III, 414c.
En el tiempo lejano en que la tierra entera producía
y hacía crecer animales de todas clases, bestias salvajes y
ganado6, en ese tiempo, la nuestra reveló no ser genera­
dora y pura de bestias salvajes fieras (sic), sino que, a su
propio modo, entre los animales eligió y parió al hombre
que, por su inteligencia, supera a los otros y es el único
que cree en la justicia y en los dioses. Pero hay un gran
indicio en favor de este argumento de que fue ella, nues­
tra tierra, la que dio a luz a los antepasados de estos
muertos y a los nuestros. Y es que todo lo que pare posee
un alimento apropiado para lo que ha parido, por donde
una mujer también deja ver que ella ha parido verdadera­
mente o no (ella presume de un niño cuando no posee
fuentes de alimento para su progenitura). He aquí preci­
samente lo que también nuestra tierra, que es al mismo
tiempo nuestra madre, proporciona como indicio sufi­
ciente de que ha engendrado a los hombres: es que, la
única en ese tiempo de entonces, y la primera, ha ofreci­
do como alimento para el hombre el fruto del trigo y de
la cebada, el alimento más bello y mejor para el género
humano, porque ella ha engendrado realmente a ese ani­
mal. Luego, es más respecto a la tierra que a la mujer que
conviene aceptar estos indicios: puesto que no es la tierra
la que imitó a la mujer en la concepción y la generación,
sino la mujer a la tierra (Menéxeno, 237d, 3-238a 5)7.

Releámoslo todo. Esto se parece — quiere parecerse,


aunque quizás finalmente se parezca de verdad8— a un si­

6 ¿Por qué L. Méridier (P.U.F.) y L. Robin (Pléiade) traducen botá


por «plantas»? Botón sólo puede significar «bestia de una manada» y la
oposición se plantea, en este texto, entre botá y théria (animal domésti­
co y salvaje, respectivamente. N. de la I ). Cfr. P. Chantraine, Diction-
naire étymologique de la langue grecque, artículo bósko. El rechazo a
traducir zóia (237d 4) por «animal» juega indudablemente un papel im­
portante en ello.
7 Traduzco, a mi vez, de la versión de Loraux, «ciñéndome» lo más
posible al texto (N. de la I).
8 Al menos en uno de los razonamientos que constituyen la demos­
tración, citado por Aristóteles en la Retórica: «ella ha parido porque tie­
ne leche», presentado como un indicio necesario, de donde se puede ob­
tener un silogismo (Ret, I, 1357b 15-17)
logismo, cuya conclusión («Nuestra tierra ha inventado al
hombre») se ha enunciado desde el punto de partida.
Para comenzar, una de esas malas divisiones que Platón
ridiculiza en la Política9: Atenas y todo lo demás. O, más
exactamente, «la tierra entera» opuesta a «la nuestra». Ésta
produce y hace crecer, en un proceso, como corresponde,
vegetal, excepto que sus productos son animales, salvajes y
domésticos; ésta, ya comprometida en la reproducción
(¿para qué habría, entonces, necesidad de las mujeres?), ha
engendrado al hombre. ¿Sólo habría seres humanos en el
Atica? Hay que suponerlo para el tiempo del origen. Y he
aquí que, subvirtiendo el discurso autóctono que, como hijo
de la tierra ática, sólo conoce varones (ándres), ya casi ciu­
dadanos, Platón lo sustituye por un mito del origen de la hu­
manidad amigado, es cierto, en el suelo de Atenas.
Ahora es necesario probarlo. Probar que «nuestra tierra
ha parido (éteken)». Con este verbo tíktd ya está todo dicho,
para el que sepa advertirlo. Tíktó designa ante todo la repro­
ducción humana —recordemos, en el Ion de Eurípides, la
objeción que Jerto el racionalista opone a la creencia autócto­
na: ou pédon tíktei tékna, «no es la tierra la que pare a los ni­
ños»10—, hay que saber comprender que el significante de
este texto sobre la maternidad de la tierra contradice la lec­
ción laboriosamente expuesta11: bajo el dogma de la parteno-
génesis, lo que dicen las palabras es la reproducción sexuada.
¿Sorprenderá entonces que la prueba anunciada intro­
duzca a la mujer, que es la única, en realidad, que permite
que el razonamiento se sostenga? Sin duda se toman pre­
cauciones para disimular lo que sucede: el neutro sustanti­
vado pan to tekón («todo lo que pare») tiende a generalizar
—y sobre todo a desexualizar— el parto, en un texto en el
que, sin embargo, sólo están presentes los femeninos, y la

9 Platón, Política, 263d.


10 Eurípides, Ion, 542.
11 Ver N. Loraux, Les Enfants d ’Athéna. Idées athéniennes sur la
citoyenneté et la división des sexes, 2.a ed., París, Le Seuil-Points, 1990,
pág. 89, núm. 71.
palabra gyné sólo se introduce, aparentemente, como un
ejemplo suplementario («una mujer también»). Pero hay
algo aún más notable: presentar el alimento del que una mu­
jer es portadora como la prueba irrefutable12 de que ella ha
parido verdaderamente, ¿no es ir — deliberadamente, qui­
zás— en coñtra del absolutismo masculino que, en las
Euménides, conducía a Apolo a negar a la madre el nombre
de tokeús porque ella no sería más que la nodriza del ger­
men depositado en ella por el padre?13 De hecho, lejos de
todos los sueños griegos de herencia puramente paternal,
este desarrollo del Menéxeno no comporta ninguna alusión
a un padre, aunque sólo sea el de «sembrador». Es cierto
que, en los mitos de autoctonía, el sembrador no es necesa­
riamente un padre —los «Sembrados» (Spartes) tebanos no
son en ningún caso los hijos de Cadmo el sembrador, y los
atenienses son bastante poco hijos de Hefesto, cuyo deseo
fecundó la tierra— ; pero igualmente tradicional es el dis­
curso que opone la mujer-surco, domesticada y civilizada
por la agricultura del matrimonio, a los partos solitarios de
la Tierra fértil14y, en esta perspectiva, bien representada por
las declaraciones del Apolo de Esquilo, el sembrador es, por
el contrario, frente al campo inerte que acoge el germen
«como una extranjera a un extranjero», principio activo y
dador de nombre15. En el insistente silencio que observa el
Menéxeno con respecto a todo engendrador ¿habría que ver
el signo de una revalorización del papel de la madre? Por
cierto, no sería, en la obra de Platón, el único indicio de una
operación semejante16. Pero entonces hay que aceptar que la

12 Alyton, dice Aristóteles (Retórica, I, 1357b 17).


13 Esquilo, Euménides, 658-661; ver Les Enfants d ’Athéna, op. cit.,
pág. 129.
14 En último término, P. du Bois, Sowing the Body. Psychoanalysis
and Ancient Representations o f Women, Univ. o f Chicago Press, 1988,
pág. 72.
15 Ver también Eurípides, Ores tes, 553.
16 La tesis de doctorado de Nathalie Ernoult sobre lo femenino en
Platón, en proceso de redacción, insiste en el papel esencial de la madre
en la reflexión platónica.
ausencia misma de todo vocabulario «agrícola» en la frase
sobre la mujer quita toda legitimidad al uso que los historia­
dores de la religión hacen del Menéxeno.
Avancemos. Bajo los auspicios de la trophé (alimen­
to), el razonamiento, de articulaciones subrayadas siempre
tan paródicamente, pasa, como por descuido, de la mujer a
la tierra: «Luego nuestra tierra-y-madre proporciona una
prueba suficiente...», y es la espiga de trigo de Eleusis, ali­
mento apropiado para el género humano, lo que viene aho­
ra a dar testimonio de que la tierra ática realmente ha en­
gendrado al hombre. Y, lo que es más, antes de toda apari­
ción de la humanidad sobre el resto de la tierra. La tierra
de Atenas ¿prótos heuretés (primer inventor) del hombre?
Mucho más: para la humanidad, arché absoluta. Exit la
mujer: ésta no era decididamente más que un suplemento
y, en ningún momento, ha recibido el nombre de meter, re­
servado a la tierra y que forma sintagma con ge. En una
demostración tan apoyada, ¿qué lector, si la sospecha lo
incita ya a estar en guardia, osará observar que, como gyne,
ge ha sido introducido por un kaí («la tierra también...») y
preguntarse cuál de las dos, la tierra o la mujer, prima con
justicia sobre la otra? Pero el texto ya trabaja para embo­
rronar las preguntas que él mismo ha suscitado, y la lec­
ción edificante pasa al primer plano: «La tierra única y la
primera...»
Ya está hecho el juego de manos: de la anterioridad de
ge te kai meter, se podrá concluir desde ahora que la tierra
es modelo. Y, expulsada por el mismo golpe al segundo ran­
go, la mujer quedará reducida a los recursos de la imitación.
A pesar de todo, podría suceder que quedara alguna sospe­
cha con respecto al carácter demostrativo del encadena­
miento: basta con advertir que, como para hacer olvidar me­
jor a la mujer así despojada de sus pretensiones al título de
madre, ha sido necesario alejarla definitivamente, mediante
una afirmación que nada, en el desarrollo, apoya verdadera­
mente: «Es más respecto a la tierra que a la mujer que con­
viene aceptar estos indicios.» ¿Por qué? Por puro argumen­
to de autoridad, sin duda, puesto que no se proporciona nin-
gima otra explicación. Y el razonamiento se apresura hacia
su conclusión: «No es la tierra quien imitó a la mujer, sino
la mujer a la tierra.»
Recapitulemos: la exaltación de la Tierra-Madre ate­
niense es obligatoria en una oración fúnebre, y Platón se
pliega ostensiblemente a las reglas del género, en tanto que,
en el resto de su obra, la Tierra-Madre no goza más que del
estatuto, puramente" instrumental, de una mentira útil o de
un mythos seductor17. Me inclino entonces a proponer que
al dar la última palabra a la imitación, Platón proporciona a
quien quiera leerlo bien el indicio seguro de que tal es la
verdadera lección, filosófica, de este pasaje del Menéxeno,
donde la mujer será despojada de toda relación originaria
con la maternidad — ¡autoctonía obliga!18— sólo después
de haber sostenido un momento esencial del razonamiento.
Se estimará tanto mejor a qué simplificaciones drásticas de
este desarrollo equívoco se procede cuando se extrae sin mi­
ramientos la frase sobre la mimesis para correr en auxilio de
la maternidad originaria de la tierra.
Agregaremos que, por su carácter aproximativo, la cita
que se hace siempre de esta frase desnaturaliza la letra. «La
mujer imita a la tierra», se repite. Al hacerlo, se peca do­
blemente por desatención al texto: al truncar la cita, se evi­
ta prestar atención al primer miembro de la frase, donde el
empleo de un giro negativo se parece mucho a una nega­
ción19; y, al recurrir a un enunciado en presente, se cree
formular de una vez por todas la ley intemporal y repetiti­
va de la imitación: pero la forma verbal memímetai no es

17 Sobre el mythos engañoso, ver M. Détienne, L’Invention de la


Mythologie, París, Gallimard, 1981.
18 Ver Les Enfants d ’Athéna, op. cit., págs. 1.30-1.32.
19 Si la negación consiste en que «un contenido de representación o
de pensamiento reprimido puede... abrirse paso hasta la consciencia,
con la condición de hacerse negar» (Freud, «La négation», trad. J. La-
planche, en Résultats, idées, problémes, II, París, PUF, 1985, pág. 136.
Versión castellana: «La negación», Obras Completas, t. II), aquello que
los griegos, precisamente, no quieren pensar, aparece bajo el cifrado
platónico: «Es la tierra la que imitó a la mujer.»
un presente, sino un perfecto que, como frecuentemente
sucede en Platón, expresa un acontecimiento cuyas conse­
cuencias por cierto aún persisten, pero un acontecimiento
pasado20. Y este acontecimiento, sin duda alguna, es la ar-
ché, el origen mismo que, con la maternidad de la tierra
ática, resolvió definitivamente: una vez establecida la ante­
rioridad de la tierra, la mujer quedó instalada ya siempre
en la posición de imitadora. Pero, como sabemos, en la
imitación Platón sugiere a menudo una rivalidad. Y he aquí
que, transportada a los orígenes, se replantea la rivalidad
entre la mujer y la tierra por el título de reproductora om­
nipotente.
Faltaría comprender cómo y por qué la tradición se ha
constituido sobre la base de semejante desatención del tex­
to, para no hablar de evitación o rechazo. Reconstruir el
cómo supondría la larga paciencia de remontar la totalidad
de la tradición clásica, y no lo haré aquí21. Ya he dicho, por
otra parte, que lo que me interesa es el porqué de esta cues­
tión. O, en otros términos, la cuestión de los beneficios.
¿Qué beneficios encontraba la tradición griega ridiculizada
por Platón en la afirmación de que los primeros partos fue­
ron los de la Tierra? ¿Y qué beneficios obtienen ahora y
siempre la historia y la antropología de la religión griega, de
la repetición sortílega de una fórmula que condena a la Mu­
jer a la imitación?
En lo que respecta a los beneficios para el pensamiento
griego, más de una vez me he planteado este interrogante,
tras leer y releer con frecuencia este pasaje del Menéxeno.
Y, a falta de «respuestas», he ido formulando sucesivamen­
te hipótesis diversas y a veces contradictorias, pero todas
ellas me parecen proceder de una verosimilitud griega.

20 Acerca de esta forma de valor transitivo, y del hecho de que, en


Platón, el per fecto «ha sido arrastrado cada vez más a la esfera del pasa­
do», ver P. Chantraine, Histoire du parfait grec, París, Champibn, 1926,
págs. 96, 159 y 163.
21 Esbozo algunos rasgos de esta historia en el primer artículo ci­
tado.
La primera, la más simple, concierne a aquello que se
gana al materializar a la mujer. Del mismo modo, en efecto,
que la mujer es, en Semónides de Amorgos, una criatura
torpe, inerte y pasiva22, es probable que al reducir a la mujer
a imitar a la tierra, se le asigne una existencia completamen­
te material que la predispondría a desempeñar, sin iniciati­
vas, el papel de mero receptáculo, y abandonaría al hombre,
sin combate alguno, el dominio del acto y del espíritu. «Ma­
ternidad material»23, por un lado, fuerza fecundante del
principio espiritual, por otro, desde el Apolo de Esquilo has­
ta las especulaciones de un Bachofen —por no mencionar
más que este nombre— ¡qué bipartición satisfactoria! Es
simple, en verdad, pero de una simplicidad que no agradó
solamente a los griegos...
Muy griega, la segunda hipótesis concierne a la opera­
ción que consiste en pensar el origen sin mujeres; es decir,
antes de que apareciera la mujer, ese suplemento. Así ocu­
rre en Hesíodo: es necesario que los hombres se hayan sepa­
rado de los dioses para que les sea dado este a posteriori en
forma de «bello mal»; entonces, los que creían ser la huma­
nidad (ánthrópoi)24 descubrirán con dolor su condición de
seres sexuados (ándres). Antes, una edad de oro con o sin
los dioses, pero entre ellos, lo mismo con lo mismo; des­
pués, la amargura de una existencia de hombre y la subordi­
nación necesaria del matrimonio. Además, en este tipo de
discurso, es necesario teñir de indeterminación el comienzo
para poder postular en el origen —en un origen estirado a
voluntad— no sólo la tierra en su plenitud solitaria, como
en el Menéxeno, sino también la existencia de varones, lo

22 En el Yambo de las mujeres: ver Les Enfants d ’Athéna, pág. 97.


23 La expresión es de Bachofen, Mutterrecht, pág. 385; ver también
pág. 399 («ella asumió la función material»). Pero también tendría sen­
tido en Freud: la paternidad sólo se torna predominante al precio de una
«desmaterialización», de una «liberación de lo material explícito, quizás
asimilado por Freud a lo maternal explícito o a su obstinado fantasma»
(M, Moscovici, II est arrivé quelque chose. Approches de l ’événement
psychique, París, Ramsay, 1989, págs. 38 y 347).
24 Ver Les Enfants d ’Athéna, págs. 80-81.
que Platón negaba. Pero habrá griegos que concillarán el
modelo de Hesíodo con el discurso de Platón: así, cuando
Plutarco retoma por su cuenta la frase del Menéxeno25, la in­
cluye en una argumentación sobre la arqueología de la gene­
ración, al final de la cual declara segunda a la mujer, y con
ella su matriz; de hecho, la arché aconteció sin ella puesto
que, como el ser viviente no puede ser engendrado sin un
principio, el varón garantizaba naturalmente esta función.
Bastaba con un progenitor, y la tierra haría el resto:

Es verosímil que el primer nacimiento se realizara


mediante la operación de la fuerza y de la plenitud del
engendrador, directamente y sin intermediario a partir
de la tierra, y que ella no exigiera esos órganos, envolto­
rios y bolsillos que ahora produce la naturaleza como ex­
pedientes en los seres que paren, a causa de su debilidad.

La distancia entre los dos discursos no es por cierto pe­


queña: al enriquecer las representaciones de la autoctonía,
Platón se complació en dotar a la tierra, en los orígenes, del
embarazo y la generación (kúésis kai génnésis), en tanto
que, en Plutarco, nada sucedería si la tierra no fuera fecun­
dada por el principio masculino del engendrador (toü gen-
nóntos). Pero, en lo que concierne a la maternidad de las
mujeres, el resultado es el mismo: tanto en un caso como en
el otro, lo que conviene sustraer a las madres para alejarlas
del origen, ya sea para atribuírselo a una tierra primordial o
a una tierra pasiva fecundada por un sembrador, es el emba­
razo y la reproducción, aunque, no obstante, los hombres
griegos los consideran como la naturaleza de las mujeres y
el más cívico de sus deberes. ¿Quizás pese alguna duda
acerca del carácter natural de esa «naturaleza»? El texto de
Plutarco invitaría a pensarlo, puesto que asigna a laphysis el
cuidado de fabricar en ellas la matriz a título de mechané:
expediente.

25 Lo hace en las Moralia, II, 3, 683a.


Un paso más y encuentro mi tercera hipótesis, en forma
de pregunta; de una pregunta, más que nunca, sin respuesta.
¿La mujer es natural? Sería muy astuto quien supiera deci­
dir si la inquietud de los hombres griegos ante las mujeres
se funda en lo natural de su «naturaleza» o en su carácter to­
talmente artificial. De todos modos, yo sugeriría que es para
poder fantasear más y mejor sobre la dimensión artificial de
las mujeres que se requiere, precipitadamente, restaurar in
extremis la naturaleza maternal de las madres: ninguna tra­
gedia proclama tan claramente el apego de la raza de las
mujeres a su progenitura como la que lleva el nombre de
Medea, hechicera y asesina de sus hijos. Para apropiarse
imaginariamente mejor de la maternidad, una solución ficti­
cia muy cara a los ándres consiste en hacer de las mujeres
un artificio; después de lo cual, por temor a que ellas lo sean
realmente, se apresuran a imaginarlas como totalmente
maternales, pero la insistencia con la que el mito atribuye
pulsiones culpables a la mejor madre26 es como la huella
de la primera construcción, según la cual la mujer era «má­
quina».
Considerada en función de esta alternativa siempre
abierta entre lo natural y el artificio, la tierra aparece evi­
dentemente como un recurso para el pensamiento: menos
doble que las madres, y por lo tanto más fiable; ha gestado
y alimentado aquello que produjo. Quizás, al hilo de la lec­
tura, se advierte de inmediato que el texto del Menéxeno
opera una distinción entre dos figuras de mujeres, de las
cuales sólo la primera merecería de pleno derecho el nom­
bre de madre, si éste no estuviera reservado para la tierra: la
que verdaderamente ha parido, y la que, habiéndose procu­
rado un niño de una u otra manera (el verbo hypobállomai
sugiere sustitución o engaño), lo cría como si fuera suyo sin
poder alimentarlo. Sin duda, en la argumentación de este
desarrollo, tal oposición sólo tenía la finalidad de colocar a
la tierra del lado bueno antes de terminar dándole prioridad

26 Ver N Loraux, Les Méres en deuil, París, Le Seuil, 1990, pági­


nas 87-99.
sobre la mujer. Pero es probable que esta distinción también
supiera hablar con inmediatez al lector griego, cuyas certe­
zas y miedos estaba destinada a canalizar: basta con recor­
dar la comedia de Aristófanes, en la que las mujeres, por de­
finición, son sospechosas de simular o de sustituir a sus hi­
jos, para convencerse de que se trataba de una obsesión que
provoca mucha risa sólo porque uno la ha identificado en sí
mismo. Indudablemente, el poeta cómico se complace en
esta ocasión en complicar la cuestión imaginándose él mis­
mo en la situación de la madre soltera, cuyo fruto ha sido re­
cogido por otra mujer: su primera comedia es el hijo que su
condición de virgen no le permitía parir y que, expuesto y
«sustituido» por otra mujer, fue alimentado y educado por
los espectadores atenienses27; pero la metáfora femenina su­
braya mejor hasta qué punto todo se arregla siempre entre
los hombres (el poeta, el que le prestó su nombre, los ciuda­
danos). Entre hombres y mujeres, es otra cuestión, en la que
domina la idea fija de que la «madre» de un niño podría no
serlo, en cuyo caso se burlaría el nombre del padre, al que­
dar disociado de su sangre28. ¿Mater semper incerta? Mo­
dalidad griega de sustraer el padre a toda interrogación,
transfiriendo la gran sospecha a las madres29.
Una configuración semejante no sabría dar cabida, evi­
dentemente, al caso —inadmisible, impensable— de la ma­
dre que no puede alimentar a su hijo. ¿Es verdadera? ¿Es
falsa? Sometido a esta alternativa, el «silogismo de la mater­
nidad» se desvanecería sin remedio. Y sin embargo, podría
ser que tal figura se dibujara en filigrana en el Menéxeno.

27 Aristófanes, Las nubes, 530-532.


28 En un sistema en el cual el nombre del padre es indisociable de la
sangre paterna, y la filiación no se piensa tanto jurídicamente sino que
se la percibe en la evidencia de la semejanza física, no existe, para una
madre, otra legitimidad más que la procreación de hijos parecidos a su
padre: de ahí la figura de la «madre justa» (Les Méres en deuil, pági­
nas 106-116) como único ideal admisible de la madre.
29 Estamos lejos de la «certeza sensorial» que en Freud caracteriza
a la madre, enfocada, en verdad, desde el punto de vista del hijo y no del
padre.
Incluyamos en el pasaje litigioso una frase más, requerida
por la lógica misma del texto: entre los enunciados acerca
de la imitación y el meta dé toüto («después de ello») que
inaugura un nuevo desarrollo, se elogia la tierra ateniense
no sólo por no haber sido «avara con su fruto» sino por ha­
ber también «beneficiado a los otros»30. Podemos, cierta­
mente, contentamos con interpretar esta frase como una
alusión a la espiga de trigo, celebrada en los misterios de
Eleusis; pero, asociada a la cuestión de la mimesis, tal decla­
ración sugiere que no se podría decir lo mismo de la mujer.
Si este «fruto», alimento apropiado para los humanos, es el
trigo, se sigue que exaltar la generosidad de ge remite a sos­
pechar, inversamente, a las madres de avaricia: ¿ellas repro­
charían, incluso a sus hijos, por la leche que deben llevar en
sí mismas para alimentarlos? A menos que tengamos que
entender que el fruto auténtico de la tierra ateniense es el
hombre, en cuyo caso el texto llegaría a sugerir que existe
en las mujeres una tendencia a la retención de la materni­
dad. La acusación se hace más precisa.
Dura carga la del hombre griego, obligado, para perpe­
tuar su nombre, a depender de una simple copia, siempre
marcada por la falsificación. En el mismo orden de ideas, el
Hipólito de Eurípides hablaba de «moneda falsa» y repro­
chaba a Zeus por haber instalado la raza de las mujeres en­
tre los hombres como un contingente de colonos31. Todo re­
sulta falsificado en y por la mujer, comenzando por el cré­
dito que debería extenderse al bello nombre de madre.
De ahí la nostalgia de Ge Mete, la justa nostalgia segu­
ramente muy compartida: no son sólo los griegos, ni sólo
Bachofen quienes retoman, a cual mejor, el viejo adagio en
virtud del cual «La tierra produce los frutos, por eso hay que
llamarla Gaia Madre»32. Yo no juraría que aquellos historia­

30 ¿Lo confieso? Había establecido la ley tácita de olvidar esa frase


en mi recor te del texto, hasta el momento en que Jean-Pierre Peter me la
hizo notar «por primera vez».
31 Eurípides, Hipólito, págs. 616-617.
32 Pausanias, X, 12, 10, con el comentario de Bachofen, Mutte-
rrecht, pág. 296.
dores de la religión griega que velan porque todo haya co­
menzado por la Tierra-Madre no obedecen ahora y siempre
al mismo fantasma. Porque la Tierra es la Una, única madre
incuestionable, en tanto que, prisionero de un proceso de
imitación, lo femenino se duplicó para siempre a través de
la multiplicidad y, tratándose de las progenitoras humanas,
se dice: las madres.
¿Qué lectura crítica del desarrollo del Menéxeno logra­
rá alguna vez liberamos del hábito de repetir que «en el em­
barazo y la generación, no es la tierra quien imita a la mu­
jer, sino la mujer a la tierra»? Dudo que alguna vez esta
frase pueda lograr, más allá de la especificidad griega, des­
pertar ecos en nosotros. Comenzando por la negación que le
da su estructura (no es la tierra la que imita...), sí es verdad
que, a fuerza de repetirla, el ejemplo que daba Freud de la
negación («No es mi madre»)33 concluyó, en nuestros há­
bitos de pensamiento, por asociar cada vez más estrecha­
mente el enunciado de la negación con la cuestión de la
madre.
Y aún habría muchas otras razones para apostar a que los
helenistas se aferrarán durante mucho tiempo a esta frase.
Razones que se vinculan tanto al texto del Menéxeno (des­
pués de todo, este texto ¿está suficientemente protegido con­
tra la interpretación de primer grado a la que, repetitivamen­
te, ha dado lugar?)34 como a la estructura del problema «de
la imitación» o a las oscuridades inherentes a la figura de
la madre.
Enumeraré algunas de esas razones35, para dar al debate
la mayor apertura posible.
En esta cuestión, indudablemente, hay que incriminar

33 «La negación», op. cit


34 Por otra parte, no es seguro que no se plantee una cuestión análo­
ga a propósito de cada uno de los topoi que constituyen el platonismo,
pero ésta es otra cuestión.
35 Las siguientes fueron sugeridas, cuando expuse estos interrogan­
tes ante el «grupo de 30 de junio» (EHESS), por Frangoise Davoine,
Jean-Max Gaudilliére, Gilbert Grandguillaume, Yves Hersant, Myriam
Pécaut, Jean-Pierre Peter, Jean-Michel Rey y Claude Veil.
ante todo al oscuro deseo del autor Platón, cuya escritura, y
su retorcido cifrado, autoriza la querella interminable de las
interpretaciones, unas primarias contra otras secundarias.
No se me escapa que en una primera —y quizás en una se­
gunda— lectura, es difícil orientarse, tanto con respecto a la
sonoridad griega de la frase, en la que sólo el significante
memímétai escapa totalmente al juego de las asonancias ga­
lácticas36 (ou gárgé gunaica memímetai kuesei kai gennesei
allá gyne gen), como a la construcción de la argumentación,
en la que, en ausencia de todo principio masculino, los feme­
ninos tierra, mujer y madre tienden a expresarse mutuamen­
te en el momento mismo en quf se pretende distinguirlos.
En lo que concierne a la imitación, el terreno no está
más despejado y, aunque no volvamos a poner en cuestión
la mimesis37, corremos el riesgo de caer en la configuración
viscosa de los debates sobre el arte y la naturaleza (¿cuál de
los dos imita al otro?), forma de relanzar el de lo natural y
lo artificial en la mujer. Sin duda, puede suceder que en este
tipo de debates uno elija, afirmando por ejemplo que «(la
imaginación) se fatigará más de concebir que la naturaleza
de proveer»38 y, en este sentido, el Menéxeno proclama bien
alto que la cuestión ya está decidida desde siempre. Pero
deslizar la mimesis en el enunciado en forma de negación
(«no es la tierra la que imita») conduce, con la ayuda del or­
den de la proposición, a instalar a la tierra en posición de
primer sujeto de la actividad mimética y, aunque la mujer
sustituye rápidamente a la tierra en el papel de sujeto, para
todo lector algo exigente, el mal ya está hecho: la imitación
femenina es secundaria y derivada con respecto a la imita­
ción originaria, afirmada durante un instante bajo la forma
de la negación, que se atribuye secretamente a la tierra.

36 J. Derrida, en Glas, París, Galilée, 1974, ha analizado magistral­


mente la relación entre el galáctico y la madr e.
37 «Se concluye que el problema de la mimesis debe ser reelabora-
do, más allá de la oposición de la naturaleza y de la ley, de la motivación
y lo arbitrario, de todos los pares ontológicos que lo han vuelto... ilegi­
ble» (Derrida, Glas, pág. 262).
38 Pascal, Pensées, núm. 199 (Ed. Lafuma).
Sin embargo, la desatención a la letra del texto deriva,
sin duda alguna, de la más imperiosa de las necesidades.
¿Por qué los especialistas en religión griega sólo escuchan
en él la lección oficial, edificante? Porque en todas las situa­
ciones le corresponde al humano imitar a la divinidad, los
mortales sólo pueden copiar en sus partos a los de la tierra,
o más bien de la Tierra, puesto que la historia de las religio­
nes ha dotado, de una vez para siempre y sin vuelta atrás, a
ge de una mayúscula; en consecuencia, importa poco que
Platón no se la otorgue a la tierra ateniense. Tropo reasegu­
rador del pensamiento «científico», la analogía funciona
para el sentido común.
Pero hay otras razones. Si las mujeres deben imitar a la
tierra, es porque lo contrario sería peligroso; luego, es nece­
sario proscribirlo. ¿Qué es una mujer que podría obligar a la
tierra a imitarla, sino una hechicera?39 (Y, si los griegos no
lo sabían, nosotros sí sabemos que toda hechicera está con­
denada a la hoguera.) Y sobre todo: puesto que la madre no
tiene Nombre, la maternidad escapa a la reflexión, de mane­
ra que, para hacer algo de esta evidencia fugitiva, es necesa­
rio arraigar a la madre en otro lugar que no sea ella misma:
en lo inmutable y sólido, cuyo paradigma mismo es la Gaia
de Hesíodo, «Tierra de amplios flancos, tendida y segura
para siempre y para todo»40, o en una physis; poco importa
finalmente si el precio que hay que pagar por esta naturale­
za es que su contenido sea la mimesis, siempre que el título,
demasiado frágil, de madre esté reasegurado, cada vez que
una mujer pare, por su inscripción en una repetición.
Sin duda, todavía se pueden descubrir muchas otras ra­
zones. Que se ocupe el lector, si así lo desea, de desmadejar
el ovillo.

39 Así, las brujas de Tesalia, las pharmakídes que, en lugar de con­


formar su ritmo al de la luna, le imponen su voluntad: cfr. Aritófanes,
Las nubes, 749-752.
40 Hesíodo, Teogonia, 117.
SEGUNDA PARTE

Historicidad de las figuras de la madre


Ser madre en la cuna de la democracia
o el valor de la paternidad*
A n a I riarte

«[Zeus] hizo nacer, él mismo, de su cabeza a Atenea, de


verdes ojos, terrible, belicosa, jefe de expediciones, infati­
gable, venerable, a la que agradan los gritos, las guerras y
las batallas»1.
Esta es la representación femenina de la polis democrá­
tica por excelencia, la diosa que protege y da nombre a la
ciudad de Atenas: diosa que nace completamente armada de
la cabeza de Zeus, diosa «sin madre» (amátoros) que a su
vez renunciará a serlo en favor de la exclusividad de los la­
zos que la unen a su padre2. Tal es el ideal femenino que el
cerebro de Zeus, el varón paradigmático, «concibe» en el
doble sentido del término.

* Este artículo ha sido elaborado en el marco de un proyecto de in­


vestigación financiado por la Universidad del País Vasco/EHU.
1 Hesíodo, Teogonia, 924-926. Ver la edición de M. L. West, co­
mentario al verso 924: geínat’Athénen, Cfr. Homero, Ilíada, Y 880: au­
tos egeínao
2 Tal y como declara la propia Atenea en las Euménides dé Esquilo,
736-738. Sobre la diosa políada de Atenas ver N. Loraux, Les enfants
d ’Athéna, París, 1981, pág, 143 y ss., para la pareja Zeus-Atenea como
representaciones del poder.
Este episodio —asiduamente recreado por los artistas
griegos3 y tan opuesto a esa imagen idílica de la maternidad
a la que nos tienen acostumbrados las madonas de tradición
cristiana—, es central en el sistema de representaciones en
el que se proyecta la polis ateniense, lo que da la medida de
la complejidad que reviste el presente objeto de estudio.
Al dar a luz a Atenea, Zeus se apropia de la principal
función femenina, como si para convertirse en soberano in­
discutible del universo hubiera tenido que repetir el acto de
Gaia, la diosa primordial que por sí sola da nacimiento a
Urano, un ser «semejante a sí misma», su complemento de
sexo contrario. En efecto, la imagen impactante del naci­
miento de Atenea es uno de los síntomas del deseo de domi­
nar la procreación que atenazó a los griegos, preocupados
como estaban por su dependencia de las mujeres a la hora
de reproducirse. Hecho este de la reproducción por vía fe­
menina que, lejos de aceptar como una función «natural»
tan antigua como la existencia de la humanidad, los griegos
imaginaron como «invento» impuesto por los dioses. El
autosuficiente Zeus, capaz de integrar el principio de la fe­
minidad4 hasta en el propio alumbramiento, fue quien sen­
tenció que, a partir de un momento dado, los humanos se re­
produjeran por vía femenina, con lo que el hombre tuvo que
asumir por siempre jamás su ineluctable dependencia de la
mujer.
Tal y como reza la Teogonia, «El que huyendo del ma­
trimonio y las terribles acciones de las mujeres no quiere ca­

3 Para la representación del nacimiento de Atenea remito a los inte­


resantes análisis recogidos en el volumen presentado por Ricardo Ol­
mos, Coloquio sobre el Puteal de la Moncloa (Estudios de Iconografía
II), Madrid, 1986.
4 Sobre este aspecto del proceso de ascenso de Zeus a la soberanía
ver : C. Miralles, «Le spose di Zeus e Pordine del mondo nella Teogonia
di Esiodo», en M. Bettini (ed.), Maschile/femminile. Genere e ruoli ne-
lle cultura antiche, Roma-Bari, Laterza, 1992; J. C. Bermejo, «Mito e
historia: Zeus, sus mujeres y el reino de los cielos», Gerión, 11, 1993,
págs. 37-74; A. Iriarte, «Savoir et pouvoir de Zeus», ítaca, 2, 1986,
págs. 9-24,
sarse y alcanza la funesta vejez sin nadie que le cuide, éste
no vive falto de alimento; pero al morir, los parientes se re­
parten su hacienda. Y a quien, en cambio, le alcanza el des­
tino del matrimonio y consigue tener una mujer sensata y
adornada de recato, éste, durante toda la vida, el mal equi­
para constantemente al bien»5. Según esta tradición hesiódi-
ca, el precio de perpetuarse a través de la descendencia con­
siste en mantener y soportar a las mujeres. Un castigo que
los griegos de época clásica experimentan más que nunca
como tal, si creemos en las palabras que Eurípides6 pone en
boca de Jasón. «En verdad sería necesario que los mortales
engendraran hijos de alguna forma distinta y que no existie­
ra el linaje femenino. De ese modo los hombres no tendrían
ninguna desgracia.» El intrépido Hipólito reformulará con
mayor precisión esta misma idea: «¡Oh Zeus! ¿Por qué, a la
luz del sol, pusiste a las mujeres cual desgracia de mala ley?
Pues, si querías sembrar la estirpe mortal, no era necesario
que ésta surgiera de las mujeres, sino que, ofrendando los
mortales en tus templos oro, hierro o alguna cantidad de
bronce, compraran simiente de hijos, cada uno de acuerdo
con su regalo, y habitaran en casas libres, sin mujeres.»
Sin lugar a dudas estos clamores muestran descarnada­
mente esa actitud negativa de los griegos frente al elemento
femenino que con tanta insistencia ha denunciado la histo­
riografía de las más diversas tendencias ideológicas en las
últimas décadas; aunque tampoco estaría de más conside­
rarlos como síntoma de la importancia trascendental acor­
dada por los helenos al hecho de ser padre.
Es cierto que la tradición griega no es unánime en la
medida en que las leyendas heroicas ofrecen abundantes
contraejemplos de este sueño de ser padre sin necesidad de
mujer. En efecto, muchos son los casos de héroes nacidos de
una maternidad sin matrimonio, casos de los que se deduce

5 600-610. Traducción A. Pérez Jiménez y A. Martínez Diez, Ma­


drid, Biblioteca Clásica, Gredos, 1983.
6 Eurípides, Medea, 573-575 e Hipólito, 616-619. Traducción
J A. López Férez, Madrid, Cátedra, 1985.
una sublimación, al menos ocasional, de esa forma unilate­
ral de procrear ciertamente más verosímil que la planteada
por Jasón o Hipólito: la ejercida por las madres solteras.
Pero en el contexto político esta posibilidad — que no deja
de evocar el tipo de sociedad amazónica—, lejos de ser un
ideal aparece como fuente de inquietud. Por oposición a las
leyendas heroicas, el pensamiento de la polis tiende a subra­
yar el nada envidiable estatus de «bastardo» de los nacidos
de uniones irregulares tanto como a presentar la maternidad
ante todo como condición de posibilidad de la paternidad.
Desde el punto de vista de los realia, el deseo realizado
por el paradigmático Zeus y formulado por Jasón e Hipóli­
to en ese lenguaje «mítico-político» que es el del teatro trá­
gico, no está totalmente reprimido.
De la apropiación del principio materno por el paterno
da cuenta el propio vocabulario griego, que no dispone de
un adjetivo derivado de méter —equivalente a patrios—
para expresar lo que es «de la madre», sino que emplea para
el caso un término derivado del nombre del tío materno7.
Entregada al hogar del esposo mediante el pacto matrimo­
nial, la mujer procrea hijos que garantizan la continuidad de
ese hogar en el que ella es una extranjera. Como es sabido,
el padre es quien da nombre y, por tanto, quien proporciona
una identidad social a la descendencia. El padre es incluso
quien decide si el hijo ha de ser «alimentado» — es decir,
acogido en el oikos— o, por el contrario «expuesto». En tér­
minos de Gustave Glotz8, «los hijos pertenecen al padre
hasta tal punto que éste dispone de su libertad y de sus vi­
das», ejerciendo con ello su incontestable superioridad jurí­
dica con respecto a la madre.
Frente a la firmeza de la autoridad paterna se abre, no
obstante, la brecha de la ley que permite que el griego pue­

7 P. Chantraine, «Les noms du mari et de la femme, du pére et de la


mere en grec», R E G , 49-50 (1946-47), pág. 240. Cfr. E. Benveniste,
Vocabulaire des institutions Indo-Européennes, París, 1969, t. I, pági­
nas 217 y 270.
8 La solidarité de la famille dans le droit criminel en Grece, Nueva
York, Arno Press, 1973 (1.a ed. 1904), pág. 32 y ss.
da contraer matrimonio con una hermana por parte de pa­
dre, mientas que veda la posibilidad de que tome por espo­
sa a una hermana engendrada en el mismo útero que él, a
una hermana por parte de madre. La relación que se estable­
ce a través del vientre materno, sometida al anonimato tras
la triunfante filiación paterna, sólo manifiesta la importan­
cia que en el fondo se le otorga en forma de tabú.
Ahora bien, éste es un estado de cosas que, a pesar de
estar totalmente establecido, los griegos cuestionaron desde
las perspectivas más diversas. En este sentido, recordaremos
que es en el contexto de un debate sobre la superioridad o
inferioridad del derecho paterno en donde se enmarca la cé­
lebre declaración de que «no es la llamada madre la que en­
gendra al hijo, sino que es sólo la nodriza del embrión re­
cién sembrado. Engendra el que fecunda, mientras que ella,
como una extranjera, sólo conserva el brote, con tal de que
no se lo malogre una deidad»9. En el juicio puesto en esce­
na por Esquilo esta declaración de Apolo no será suficiente
para establecer el triunfo de la primacía paterna: para impo­
nerse, ésta necesitará el voto de Atenea, la figura que mejor
encama, por las condiciones de su nacimiento, la tesis apo­
línea de que «puede haber padre sin que haya madre»10.
Pero, como decía, los griegos nunca darán por zanjada
esta cuestión central en el siempre candente tema de la dis­
tribución de los roles sexuales. Y los intentos dialécticos por
relegar el principio femenino —tomando a veces formas tan
forzadas como los clamores de Jasón e Hipólito— seguirán
indicando la consciencia ineludible de un parentesco bilate­
ral, la incómoda certeza de que la figura del padre sólo pue­
de ser ensalzada a costa del reconocimiento, por negativo
que sea, del rol de la madre.
Clave del estatus femenino en cada época histórica, la
maternidad no es un hecho biológico inalterable cuya consi­
deración pueda aislarse de las transformaciones sociales. El

9 Esquilo, Euménides, 6.58-661. Traducción B. Perea Morales, Ma­


drid, Biblioteca Clásica Gredos, 1986.
10 Esquilo, Euménides, 663.
proceso de asentamiento del sistema político en territorio
griego proporciona un claro ejemplo de ello. En dicho siste­
ma el nacimiento se presenta muy pronto como un elemen­
to básico para definir la condición de ciudadano, esa poli-
teía que Atenas intentó restringir al menor número posible
de individuos, de tal manera que sólo unos pocos pudieran
disfrutar de las ventajas de su triunfante democracia. Con tal
finalidad se decretó la célebre ley del 451, según la cual sólo
los nacidos de padre y madre «ciudadanos» tendrían dere­
cho a la ciudadanía11. Contrariamente a las ciudades aristo­
cráticas, en donde los matrimonios con extranjeros sirven
con frecuencia para crear lazos de solidaridad entre las fa­
milias nobles12 la ciudad democrática llegó a prohibir que
una extranjera y un ateniense o que una ateniense y un ex­
tranjero se casaran y tuvieran hijos legítimos13.
Desde el punto de vista del estatus femenino, la relevan­
cia que, en nombre de la paternidad, el discurso político da
a la función reproductora, constituye un arma de doble filo,
pues si la intervención de la mujer — concretamente, de la
mujer-madre— se reconoce explícitamente como impres­
cindible para definir la empresa política, este reconocimien­
to implicará un mayor control de la esposa legítima. Un con­
trol recompensado, eso sí, por un puesto de honor en la casa
al que ninguna otra mujer podrá acceder y por la protección
legal de los hijos legítimos frente a los bastardos que el es­
poso pudiera tener de sus concubinas.
Vaya pues por delante el convencimiento de que el dis­
curso ateniense sobre la maternidad es indisociable de ese
deber de todo ciudadano, de ese acto de ciudadanía que con­
siste en perpetuar la polis siendo padre de nuevos ciudada­
nos — por mucho que, a la hora de interrogamos sobre esta
función, nos resulte difícil dejar de considerarla como ese

11 Aristóteles, Constitución de los atenienses, 26, 4. Plutarco, Peri-


cles, 37,
12 Esta transformación es analizada por J. P. Vernant, Mythe et so-
ciété en Gréce ancienne, París, 1974, pág. 57 y ss.
13 Demóstenes, Contra Neera, 16-17.
asunto esencial y exclusivamente femenino al que algunas
vertientes del discurso feminista y las valientes partidarias
de una maternidad desprovista de padre nos han habituado a
pensar en nuestros días.

D e l parto c o m o e m p r e sa c ív ic a

Señalando desde un principio los aspectos más eviden­


tes de la complejidad simbólica, ideológica e institucional
en la que se inserta la concepción ateniense de la materni­
dad, no quisiera obviar el aspecto más evidente del objeto
que nos ocupa: ser una fecunda madre de hijos legítimos,
varones a ser posible, es la forma de realización más com­
pleta, el destino ideal, de las atenienses como de todas las
griegas.
Cierto que, en el ámbito de las representaciones sobre­
humanas, la imagen de una Diosa Madre14, de una Gran
Diosa de la fertilidad, aparece muy difuminada en Grecia15.
Cierto también que junto a ese Zeus capaz de asumir en ex­
clusiva la función de la maternidad se sitúa un paradigma
femenino que no destaca precisamente por sus logros en el
ámbito de la procreación: Hera apadrina el matrimonio mo-
nogámico, pero el lecho real de esta pareja no brilla tanto
por la fertilidad como por el poder soberano que simboliza.
Hera, la esposa legítima, es célebre por los celos que mani­
fiesta ante las aventuras extraconyugales de su marido y por
su empeño en procrear sola; pero en este sentido también se
revela incapaz de repetir la proeza conseguida por Zeus
pues, en sus intentos de prescindir de la figura del padre,
nunca conseguirá engendrar un ser tan perfecto como Ate­

14 E. Neumann, The Great Mother. An Analysis of the Archetype,


Londres, 1955
15 La cuestión de las diosas madres griegas y de los diferentés enfo­
ques desde los que ha sido tratada es desarrollada por N. Loraux en
«Qu’est-ce qu’une déesse?», en G. Duby y M. Perrot, Histoire des fem-
mes. I. L’antiquité, París, Plon, 1991, sobre todo pág. 48 y ss.
nea16. En cuanto a Afrodita, la diosa que encama el éxito en
la seducción amorosa, se puede decir que favorece la pro­
creación en la medida en que ésta necesita del deseo para
realizarse, pero obviamente, la tendencia al erotismo desen­
frenado de la patrona de las cortesanas la inhabilita como
representación de la serena maternidad.
No obstante la función maternal no está desprovista de
amparo divino. La divinidad que asume esa función es De-
méter, diosa de la agricultura que, junto con su hija Core, la
«doncella», simboliza la estrecha relación que une a una
-madre con el fruto de sus entrañas, relación basada ante
todo en la dependencia física del niño y en la que se impo­
ne la función alimenticia17. A pesar de que hay que tener en
cuenta que la tradición mítica referida a Deméter y Perséfo­
ne es variada y no siempre las asocia entre sí, ni las presen­
ta como símbolo de la continuidad entre la figura de la ma­
dre y la de la hija, puede afirmarse que Deméter, la Nutricia,
es la protectora de las matronas, la diosa a la que las madres
y las recién casadas que se preparan para serlo rinden culto
en la fiesta de las Tesmoforias conmemorando la desespera­
ción en la que se sumió ante la pérdida de su hija.
En lo que a ese mundo intermedio entre el de las diosas
y el de las simples humanas se refiere, varias son las heroí­
nas que encaman el ideal al que nos referimos. Del orgullo
de ser madre de hijos ejemplares da cuenta, por ejemplo, el
mito de Níobe, la heroína feliz de haber dado a luz siete hi­
jas y siete hijos que se atrevió a despreciar a la propia Leto
por haber tenido sólo dos. Apolo y Artemis, los hijos que
ésta dio a Zeus, darán una respuesta desmesurada al desafío

16 Marcel Detienne («Potagerie de femmes ou comment engendrer


seule», en Traverses, núm. 5-5, 1976, págs. 75-81) ha analizado los in­
tentos frustrados de Hera a la hora de procrear independientemente de
su esposo. Véase Esquilo, Euménides, 666, para Atenea como un ser de­
masiado perfecto para haber sido engendrado en la oscuridad del seno
materno.
17 Para la teoría aristotélica de la procreación que atribuye a la mu­
jer el rol único de proporcionar un lugar y la alimentación apropiada al
embrión, ver G. Sissa, Le corps virginal, París, Vrin, 1987, pág. 90 y ss.
de Níobe, pues, con sus flechas, asesinarán a la totalidad de
sus hijos, lo que convierte a esta orgullosa madre en el sím­
bolo del dolor más penetrante18.
Hécuba, la fecunda reina de Troya, es otro claro para­
digma de maternidad plena. En la obra de teatro que Eurípi­
des le dedica, esta heroína, designada como «la de mejores
hijos», deja traslucir el más femenino de los orgullos evo­
cando el envidiable estatus del que gozaba como madre de
los hijos del rey antes de la victoria de los aqueos: «¡Oh
mansión antaño feliz! ¡Oh tú que poseías muchísimos bienes
en extremo hermosos, Príamo, el de mejores hijos. Y yo, la
anciana aquí presente, madre de tus hijos!»19. Ahora bien, lo
que convierte a Hécuba en madre modélica no es sólo el he­
cho de haber dado a luz a cincuenta hijos, sino —como en
el caso de Deméter y de Níobe— , el hecho de haberlos per­
dido. El momento de la separación definitiva20 y contraria a
la ley natural que antepone la muerte de la madre a la de su
hijo, es el que mejor revela la intensidad de los lazos que los
unen, la intensidad de ese amor por los hijos «común a la
raza femenina», que emerge de la propia experimentación
de los dolores de parto21.
La obra de Eurípides presenta a Hécuba intentando sal­
var a cada uno de los hijos que le quedan vivos, al igual que
en la Ilíada aparecía intentando proteger a Héctor de los pe­
ligros de la guerra. Me refiero al conmovedor pasaje en el
que Hécuba desnuda su seno para suplicar a su hijo favorito
que no se enfrente a Aquiles cuerpo a cuerpo: «Respeta este

18 Homero, Ilíada, XXIY 599-609. Sófocles, Antígona, pág. 823 y ss.


19 Eúteknos, Eurípides, Hécuba, 581; ib íd , 619-621.
20 Para la ruptura de esta relación exclusiva como condición de po­
sibilidad de la integración en sociedad y para las diferentes condiciones
en que este hecho se produce en el caso de los hijos y de las hijas, ver,
sobre todo, H. Jeanmaire, Couroi et Courétes. Essai sur l ’éducation
spartiate et sur les rites d ’adolescence dans l ’antiquité hellénique, Lille,
1939, pág. 268 y ss; Philip E. Slater (The Glory ofHera. Greek Family,
Boston, Beacon Press, 1968) proporciona una perspectiva freudiana de
la relación madre-hijo en la antigüedad griega.
21 Eurípides, Fenicias, 355-356.
seno, hijo mío. Te lo di en otro tiempo y en él olvidaste tu
lloro; ¡recuérdalo, amado hijo mío!»22. El seno, mazos, da­
dor de vida, frente al furor bélico —ese seno del que la ama­
zona, la a-mázon, debe prescindir para poder atacar con el
arco23— plasma aquí la idea de una oposición radical entre
la función materna y esa actividad guerrera que sólo los
hombres protagonizan. La Yocasta de las Fenicias ofrecerá
otra viva imagen de esta contraposición cuando pretende
impedir la batalla, especialmente terrible para una madre,
que está a punto de enfrentar a sus dos hijos y que se resol­
verá con la muerte de ambos.
Pero, al menos en lo que al contexto heleno se refiere,
esta oposición que nos resulta perfectamente familiar, no es
tan unívoca como podría parecer: al igual que en la mayoría
de los sistemas de oposición que los griegos formularon, la
dicotomía función guerrera/función maternal no está exenta
de matices intermedios. En este sentido es significativa la
equivalencia entre madre y hoplita que los escritores griegos
formulan sobre todo en relación con Esparta, señalando, por
ejemplo, que en esta polis no estaba permitido inscribir en
las tumbas otro nombre que el de los hombres muertos en la
guerra y el de «las mujeres muertas de parto»24. En esta so­
ciedad, bélica por excelencia, la importancia que se da a la
maternidad está a la altura de la que se da a la guerra: a la
esmerada, y casi exclusiva, educación militar que reciben
los hijos de los espartanos responde la preparación deporti­
va de las jóvenes espartanas, cuyo objetivo es convertirlas

22 Homero, Ilíada, XXII, pág. 82 y ss.


23 Como señala P. Chantraine (Dictionnaire étymologique de la lan-
gue greque, s. v. Amazón), esta etimología popular que hace de la ama­
zona la mujer sin-seno fue comúnmente admitida por lo antiguos.
24 Vida de Licurgo, XXII: gynaikós ton lechoús apothanónton. El
texto es tan claro que resulta difícil adivinar las razones que condujeron
a Antonio Ranz Romanillos — a quien Menéndez Pelayo atribuye el mé­
rito de haber aportado una versión «completamente fiel y directa de Plu­
tarco»— a presentar la siguiente traducción española: «No era tampoco
permitido inscribir otro nombre que el de quien moría en la guerra o el
de las sacerdotisas.»
en mujeres lo suficientemente vigorosas como para aguan­
tar fácilmente los dolores del parto.
Partiendo del conocido caso espartano, la investigación
de Nicole Loraux25 dio un paso hacia adelante señalando
que el paralelismo entre maternidad y función guerrera no
se circunscribe únicamente a esta polis ni se limita al hecho
evidente de que la mujer es productora de hoplitas. Desde la
perspectiva del discurso oficial ateniense la muerte heroica
del ciudadano-soldado caído en combate ensombrece todos
los demás tipos de muerte. Así, en las tumbas privadas, que
nunca representan el tipo de deceso sufrido por el difúnto,
los hombres muertos en la guerra serán exaltados en ese
momento de su consagración como héroes cívicos. Pero
existe otra excepción al canon del difunto representado en la
tumba tal y como actuó en vida: las mujeres muertas a cau­
sa de un parto son también inmortalizadas en relación con
su forma de muerte, ya sea a través de su aspecto sufriente
o mediante la presencia de un recién nacido en la estela.
Ahora bien, el reconocimiento de un valor heroico en la
maternidad no se explica simplemente por la equivalencia
entre el hombre que da su vida por la ciudad y la mujer que
entrega sus hijos a ésta. Puede decirse que el acto de parir es
concebido, en sí mismo, como un combate en defensa de la
ciudad a partir del momento en que el vocabulario que tra­
duce el sufrimiento de la parturienta sirve igualmente para
expresar el dolor de los héroes heridos en el campo de bata­
lla26. Eurípides llega incluso a considerar que el peligro que
afrontan las mujeres a la hora de producir ciudadanos es
mucho mayor que el que éstos afrontan a la hora de luchar

25 «Le lit et la guerre», en Les expériences de Tirésias. Leféminin et


l ’homme grec, París, Gallimard, 1989, pág. 29 y ss.
26 N. Loraux, «Pónos», en Les expériences de Tirésias, op. cit, pági­
na 62, Como reflejo de esta concepción heroica de la maternidad puede
también interpretarse el hecho de que, en la poesía trágica, las madres eli­
jan la espada como medio de suicidio, asumiendo de esta manera ese em­
blema de muerte viril que consiste en ser atravesado por la espada enemi­
ga: ib id, págs. 51-53. Cfr. el desarrollo de esta lectura en Faqons tragiques
de tuer une femme, París, Hachette, 1985.
cuando pone en boca de Medea la siguiente reivindicación:
«Dicen que nosotras pasamos en nuestros hogares una vida
carente de peligros, mientras que ellos combaten con la lan­
za. Pero razonan con torpeza. Que tres veces preferiría yo
permanecer junto al escudo, antes que tener un solo parto»27.
Pero esta relación de continuidad que la maternidad
mantiene con el acto bélico no siempre reviste un aspecto
tan positivo como cuando se ejerce en calidad de acto de
ciudadanía. La posibilidad de que la beligerante madre pue­
da tomar las riendas de una maternidad no sometida a esa
norma cívica que le garantiza protección es concebida por los
griegos como un peligro latente para la polis, peligro del que
la construcción euripídea de la figura de Medea, la asesina de
sus propios hijos, es una de las más claras expresiones.

La m a d r e q u e se ad u e ñ ó d e su d e s c e n d e n c ia

Los numerosos estudios inspirados en la figura de Me­


dea dan cuenta de la polisemia del asesinato de esta maga
oriental. Su célebre crimen no se explica como simple acto
de desamor hacia los hijos que tuvo del hombre que la ha
abandonado28 —tal y como resalta la tradición iniciada por
Séneca29. Es cierto que al matarlos Medea asesina indirecta­
mente a su marido30, pero el hilo conductor del significado
de la decisión de Medea hay que buscarlo de las irregulari­
dades democráticas que, desde la perspectiva femenina,
presenta la institución matrimonial de la Atenas clásica.
Así lo indica, desde el inicio de la tragedia de Eurípides,
el discurso que Medea dirige a las mujeres corintias: «De

27 Medea, 248-251.
28 Sobre la pluralidad de elementos cuya combinación trágica da lu­
gar a este desenlace fatal, ver A. Iriarte, «Las razones de Medea», en
J. Monleón (ed.), Tragedia griega y democracia, Mérida, 1989, pági­
nas 97-106.
29 I. Paraíso de Leal, «Contribución a la semántica de Medea (Eu­
rípides, Séneca, Unamuno)», en AA. W , Investigaciones Semióticas, II.
Lo teatral y lo cotidiano, Universidad de Oviedo, 1988, págs. 303-315.
30 1325,.
todos los seres animados y dotados de pensamiento las mu­
jeres somos los más desdichados. Pues, en primer lugar, te­
nemos que comprar un marido con excesivo gasto de dine­
ro y conseguir un dueño de nuestro cuerpo, pues ésta es una
desgracia más dolorosa aún. Y el combate supremo consis­
te en conseguirlo malo o bueno. Las separaciones no repor­
tan buena fama a las mujeres, y no es posible repudiar al es­
poso. Cuando una ha arribado a nuevas costumbres y leyes
menester es que sea adivina, sin haberlo aprendido en casa,
de cómo tratará mejor a su compañero de lecho. [...] Un
hombre cuando se hastía de convivir con los de dentro, yén­
dose fuera, calma el fastidio de su corazón tras dirigirse a
casa de un amigo o de uno de su edad. Para nosotras, al con­
trario, es forzoso dirigir la mirada a un solo hombre»31.
La novedad que para esta mujer oriental representan las
«costumbres y leyes» griegas la convierten en la figura tea­
tral adecuada para enjuiciarlas con distancia. De ahí que
Medea pueda aparecer como representante de genos gynai-
kón — de esa «raza de las mujeres» especialmente presente
en esta obra de Eurípides—- y reclamar la complicidad fe­
menina para sus propósitos32. Dicho en otras palabras, es
con respecto a la problemática de la filiación patrilineal in­
herente al matrimonio político que se explica no sólo el acto
criminal de Medea sino la previa decisión de Jasón de casar­
se con una princesa griega, tal y como sugieren las palabras
del propio héroe: «... mi propósito era... educar a mis hijos
del modo que mi casa merece y, tras engendrar yo unos her­
manos para tus hijos, darles a todos el mismo rango y ser fe­
liz después de haber reunido a mi raza (génos). Pues, ¿qué
necesidad tienes de hijos? A mí me interesa que los hijos
que nazcan ayuden a los que ya viven»33.

31 230 y ss.
32 Ver, por ejemplo, verso 823.
33 567-569 Cfr. 593-597: «... no contraje por mor de una mujer el
matrimonio real que ahora mantengo, sino, como dije antes, por deseo
de salvarte a ti y de procrear, como hermanos de mis hijos, unos hijos
soberanos (tyránnous paídas), baluarte de mi casa».
El planteamiento de Jasón, aunque no desprovisto de ci­
nismo, es coherente con respecto a las normas de esa Atenas
del 431 desde y para la que escribe Eurípides. El héroe re­
conoce que no puede reprochar a Medea esa falta de des­
cendencia34 que constituye la razón esencial para la deman­
da de divorcio. Lo que teme — en relación con la ley de Pe-
ricles a la que antes nos referíamos35— es que los hijos que
le han nacido de esta mujer «sin ciudad» (ápólis)36 sean re­
legados socialmente, cosa que él cree poder remediar en
parte proporcionándoles unos hermanos que les permitan la
integración en un oikos plenamente griego. A primera vista,
esta operación parece un tanto inútil, dado que, en el nuevo
hogar, los descendientes de Jasón pasarían de ser «hijos de
una extranjera» al estatus similar de nóthoi, lo que sigue su­
poniendo la exclusión del cuerpo ciudadano37. Pero hay que
tener en cuenta que el propio Jasón, aunque griego, es un
«refugiado» al que su unión con una bárbara excluía doble­
mente de la polis gobernada por Creonte, su nuevo suegro.
El matrimonio que va a formar con la única hija de Creon­
te, con una hija epiclero, invierte el sistema ordinario en la
medida en que es el hombre quien se desplaza a casa de la
esposa para perpetuar el linaje de ésta. Aceptando este pac­
to, que en cierta forma lo feminiza, Jasón sí que conseguiría
un mayor grado de integración para sus hijos: aunque en ca­
lidad de bastardos, éstos tendrían acceso al tipo de hogar y
de educación que Jasón cree que les corresponde como des­
cendientes de un griego.
Por otra parte, de la concepción, a la que aludíamos, de

34 558: «. ..basta con los que han nacido de ti, y no te censuro...»


35 Como apuntó G. Tarditi, «Euiipide e il dramma di Medea»,
RFIC, 35, 1957, págs. 354-371.
36 255.
37 Véanse las precisiones de L. Sancho, « T O METEXEIN T i 12
nOAEüS Reflexiones acerca de las condiciones de pertenencia ciudada­
na entre Solón y Pericles», en Gerión, 9, 1991 (especialmente págs. 66
y 84), para las repercusiones de ese «código genético de ciudadanía»
que es la ley del 451 en el estatus de los hijos de mujer extranjera y de
los bastardos.
la descendencia como prolongación exclusiva del linaje del
marido, se deduce que el griego Jasón considere lógico con­
servar a sus hijos junto a él tras el divorcio. Es posible que,
tal y como lamenta Medea38, desde el punto de vista de la
convención social, las separaciones no reportaran «buena
fama» a las mujeres. Pero no es menos cierto que en Atenas
se podía obtener el divorcio porque cualquiera de los dos
cónyuges lo pidiera y que la disolución del matrimonio li­
beraba a la mujer de la custodia de los hijos y le hacía re­
cuperar la dote que había aportado al matrimonio, con lo
que ésta quedaba en disposición de reiniciar su vida en el
seno de un nuevo hogar39. Una disposición legal que, dicho
sea de paso, hace reflexionar sobre la paradoja de que el re­
conocimiento de la relación privilegiada de la madre con
sus retoños, en nombre de cuyo atavismo nuestra justicia
otorga mayoritariamente a ésta la custodia de los hijos en
caso de separación, sea, con respecto a Grecia, un logro
moderno.
Libertad de la mujer para reiniciar una nueva vida a
cambio, pues, de esa primacía de lo paterno en la genera­
ción cuya importancia substancial para el hombre griego se
encarga de subrayar Egeo en la tragedia que nos ocupa.
El rey ateniense visita a Medea en su viaje de vuelta del
oráculo de Delfos, a donde se dirigió para saber «cómo lo­
grar simiente de hijos»40 y en el que recibió por respuesta el
siguiente enigma: «Del odre el pie que sale, no desates, ¡Oh
magno vencedor de las naciones!, sin que al pueblo de Ate­
nas vayas antes»41. Lo que viene a significar —teniendo en
cuenta que «odre» hace referencia al viéntre y que «pie»
es un eufemismo para designar el miembro viril— que
Egeo no debe acostarse con ninguna mujer antes de llegar
a Atenas.

38 236 y 237.
39 W E. Thomson, «Athenian Marriage Patterns: Remariiage», en
California Studies in Classical Antiquity, 5, 1972, pág. 211 y ss.
40 669.
41 Medea, 679 y 681. Plutarco, Teseo, III.
Egeo confía a Medea este enigma en nombre de la sabi­
duría presciente que la caracteriza42. Pero, por todo descifra­
miento, la heroína le explicará la situación límite en la que
se encuentra y le rogará que la asile en su hogar ateniense,
en donde promete sanar su esterilidad con los hechizos que
ella domina. Sólo teniendo en cuenta —como sin duda lo
hicieron los oyentes de Eurípides— que Medea y Egeo en­
gendrarán en Atenas a Medo, se entiende que, al exponer su
caso, la maga está revelando43 al mismo tiempo la, hasta ese
momento incierta, reconstrucción de su vida y la incógnita
que martiriza al rey de Atenas. Y resulta significativo que
sea, precisamente, tras constatar la importancia que Egeo
atribuye a la paternidad cuando Medea toma la decisión de
asesinar a su marido matando tanto a los hijos que ya tiene
como a la nueva esposa que iba a procurarle otros44.
De forma explícita la temeridad de la asesina de sus pro­
pios hijos sólo será calificada de bárbara: «No existe mujer
griega que jamás se hubiera atrevido a eso» —afirma Ja­
són45. Sin embargo, el texto de Eurípides proporciona los in­
dicios suficientes para interpretar este «acto de barbarie»
como la asunción del principio paterno griego por parte de
una madre más que como la simple reacción histérica de
una mujer desconocedora de las leyes griegas. Dicha asun­
ción pasa, para empezar, por el hecho de que, al matar a sus
hijos, Medea está haciendo uso de un derecho que en terri­
torio griego sólo el padre puede poner en práctica. En efec­

42 Píndaro (Píticas, IV 10) es para nosotros la fuente más antigua


que reconoce a Medea como profetisa.
43 No obstante, Eurípides, presentando la respuesta de Medea como
el fruto de una mente previsora (promeíhés) (741) relega la capacidad
profética que Píndaro atribuye a esta figura, con lo que aproxima el ca­
rácter de la maga a su propio nombre, dado que médea, «pensamien­
tos», es un término relacionado con el verbo médomai que significa
«meditar, pensar, tramar» y remite al campo semántico de métis.
44 765 y ss. Véase Ch. Sourvinou-Inwood («Myths in Images: The-
seus and Medea as a Case Study», en L. Edmunds, ed., Approches to
GreekMyth, Baltimore, 1990, págs. 395-445) para Medea como mala
madre y mala madrastra que explota la paternidad de los hombres.
« 1339.
to, la muerte de los hijos deviene acto criminal cuando es la
madre la que los ejecuta, pues como decíamos anteriormen­
te, todo padre griego tiene legítimo derecho a disponer de la
vida de sus hijos.
Una apropiación del derecho paterno que Medea acom­
pañará con la expresión del lógos propio del hombre políti­
co cuando, emulando al propio Solón, afirma: «Que nadie
me tenga por floja, débil e indolente sino de temperamento
dispar: terrible con mis enemigos y benévola con mis ami­
gos. Pues la vida de personas de tal condición es muy famo­
sa»46. En boca de Medea esta declaración política de princi­
pios concuerda con un vocabulario bélico que la convierte
en una auténtica combatiente47. En efecto, nuestra heroína
dará con regularidad a sus rivales el nombre de «enemi­
gos»48 y, de forma muy significativa, utilizará el verbo que
refiere el comportamiento de los soldados cuando se dispo­
ne a apuñalar a sus hijos con la siguiente imprecación: «¡Ár­
mate (hoplizou), corazón! ¿Por qué tardamos en cometer un
mal terrible, pero necesario? ¡Oh desgraciada mano mía!
¡Coge la espada! ¡Cógela! ¡Marcha hacia la barrera de una
vida triste! ¡No te acobardes ni te acuerdes de tus hijos: de
que te son queridísimos; de que los has dado a luz!»49.
El momento en el que Medea se autodesigna más clara­
mente como hoplita es precisamente aquel en el que mejor
deja traslucir el sentimiento que de ella se espera como ma­
dre. Y es que tanto el asesinato como la apropiación de los
cadáveres de sus hijos son los actos que, paradójicamente,
erigen a Medea en la dueña incontestable, del fruto de sus

46 807-810. Cft. la plegaria que el legislador Solón (fr. 1, F. R. Adra­


dos, CSIC, 1990), dirige a las Musas olímpicas: «Concededme felicidad
de parte de los dioses venturosos y buena fama siempre de parte de los
hombres todos; concededme ser dulce para mis amigos y amargo para
mis enemigos.. »
47 Para esta faceta de Medea ver, sobre todo, E. B. Bongie, «Heroic
Elements in the Medea o f Eurípides», en TAPha, 107,1977, pág. 27 y ss.
48 Echthrós: 383, 385, 765, 782, etc. Jasón, por su parte, reconoce­
rá en Medea un «enemigo» en el verso 1341.
49 1242-1247.
entrañas. Por eso, deducir «combien peu Médée était fem-
me, combien peu elle se voulait femme»50 de su actitud bé
lica contra el orden político, implica ignorar la escisión de la
que esta heroína trágica extrae su inigualable fuerza.
Imagen extrema de la amenaza que supone el que la pa­
ternidad esté en manos de las mujeres, Medea articula nega­
tivamente la concepción cívica de la maternidad como acto
heroico al hacer un uso bélico de la misma. Disponiendo del
derecho a la vida de aquellos a quienes se la ha dado, Me­
dea encama la figura amenazante de la madre que reclama
para sí los privilegios del padre. Lo que no constituye sino
una manera griega de expresar el siempre temido acapara­
miento de la descendencia por parte de las mujeres.

M a t e r n id a d v ip e r in a

Clitemnestra es otra célebre encamación del fantasma­


górico derecho materno que el imaginario griego nunca lo­
gró sofocar. Como es sabido, esta madre infernal, «que ex­
hala contra los suyos guerra sin tregua»51, asesina a su espo­
so Agamenón y expulsa de su hogar a Orestes — el retoño
en el que se enraiza la estirpe de los Átridas— y a Electra,
la hija que, cual Atenea, permanecerá siempre fiel a la figu­
ra del padre. Años más tarde, Orestes matará a su vez a Cli­
temnestra para vengar la muerte de su progenitor, y éste será
el crimen originario del debate que, partiendo de la tesis
apolínea del rol secundario de la madre en la procreación,
señala el atentado contra la figura del padre como el más te­
rrible de los crímenes.

50 Tal y como concluye A. Moreau (Le mythe de Jason e Médée. Le


va-nu-pied et la sorciére, Paiís, Les belles letties, 1994, pág. 197) ob­
viando, en este apartado, la tradición erudita, que él mismo abraza y re­
copila, según la cual Medea sería una antigua diosa-madre (sobre todo,
pág. 101 y ss.).
51 Esquilo, Agamenón, 1235-36. Para la actitud de guerrero adopta­
da por Clitemnestra ver Euménides, 627-628 y A. Iriarte, Las redes del
enigma, Madrid, Taurus, 1990.
El mito de los Átridas es el núcleo de la reflexión grie­
ga sobre la primacía del principio paterno y como tal ha ge­
nerado un intenso debate bibliográfico que no recogeré
aquí. Lo que quisiera resaltar en este volumen dedicado a
las representaciones de la maternidad es que la recreación
trágica de dicho mito pasa por uno de los más negativos tra­
tamientos simbólicos de la maternidad: el atribuido por los
griegos a la víbora. Según Heródoto las échidnai actúan de
la siguiente manera: «cuando se aparean por parejas y el
macho está en plena eyaculación, en el preciso instante en
que emite el semen, la hembra lo agarra del cuello, se aferra
a él y no lo suelta hasta haberlo devorado. El macho, en de­
finitiva, muere tal como acabo de decir mientras que la hem­
bra sufre, por la muerte del macho, el siguiente castigo: las
crías, para vengar a su progenitor, devoran a su madre cuan­
do todavía están en su seno, y así, una vez que han devorado
sus entrañas, consiguen abrirse camino al exterior»52.
Al igual que el macho de este reptil, el patriarca Agame­
nón ha muerto «en los anillos de una cruel víbora», que lo
acogía con palabras de amor53. Y como échidna es designa­
da directamente Clitemnestra54, la reina que, al ver que
Orestes está a punto de asesinarla, constata la veracidad del
sueño en el que se veía amamantando a una serpiente que la
hería de muerte55: «¡Ay de mí, que parí y crié una serpiente!
(óphis)»56, exclama ante el hijo que, como vengador de su

52 Heródoto, III, 109, 1-2. Traducción C. Schrader, Madrid, Biblio­


teca Clásica Gredos, 1979.
53 Esquilo, Coéforas, 249 y Euménides, 631 y ss.
54 Esquilo, Coéforas, 994.
55 Esquilo, Coéforas, 523 y ss. Para la asociación popular que se es­
tablece en Grecia entre los niños que se alimentan en el útero mamando
como lo harán más tarde del seno, ver Aristóteles, Sobre la reproduc­
ción de los animales, II, 746 a.
56 Esquilo, Coéforas, 928. De los múltiples nombres con los que los
griegos designaron la serpiente, Esquilo escoge el de óphis para Orestes
— término que también designa las flechas vengadoras de Apold (Eu­
ménides, 181), mientras que a su madre tiende a calificarla de échidna.
Para la proximidad entre estos dos términos, ver P. Chantraine, s. v.
échis.
padre, se identifica plenamente con el objeto de terror que
lo atormenta57.
Los cruentos sucesos protagonizados por la familia de
Agamenón antropomorfizan, pues, las prácticas reproduc­
toras del paradigma de animal feroz y dañino58. Pero ante
una Clitemnestra esencialmente viperina, que desprecia el
sagrado pacto del matrimonio59, no puede obviarse el cri­
men originario, a saber, la ejecución de Ifigenia a la que la
reina reconoce como «el más querido de mis partos»60.
Agamenón permitió que fuera sacrificada para contentar a
Artemis, la diosa que estaba impidiendo que las naves grie­
gas pudieran salir hacia Troya, y ésta es la razón que Clitem­
nestra alega para justificar su crimen ante el pueblo al que
gobierna61. Al asesinar a su esposo la reina ha matado alpa-
tér62 en su manifestación más prepotente: la que lo presenta
disponiendo del derecho a la vida de su descendiente.
En este sentido, resulta significativa la defensa que
— cual Medea— Clitemnestra hace del rol femenino en la
procreación ante su hija Electa: «Este padre tuyo al que
siempre estás llorando, fue el único de los helenos que se
atrevió a sacrificar a tu hermana a los dioses, a pesar de que
no tuvo él el mismo dolor cuando la engendró que yo al dar­
la a luz!»63. Desde la perspectiva de esta madre desposeída

57 Esquilo, Coéforas, 540-550.


58 Heródoto, III, 108 , El otro paradigma de procr eación nefasta para
la madre al que quedan asociados Clitemnestra y Orestes es el caso de
los leones. Según Heródoto (III, 108, 10-15) la leona no da a luz más
que una sola vez ya que su pequeño le destroza la matriz con sus garras
en el momento de nacer. F. R. Adrados, «El tema del león en el Agame­
nón de Esquilo» (717-49), en Emérita, 33, 1965, págs. 1-5.
59 Esquilo, Euménides, 213-216; J. P. Vernant (Mythe etpensée, I,
op. cit, págs, 134-138) expuso claramente los elementos esenciales de
la inversión de roles sexuales protagonizada por Clitemnestra al asumir
el poder político.
60 Esquilo, Agamenón, 1417. El término utilizado es odis, que dice
«el dolor del parto» y «el fruto» del mismo.
61 Esquilo, Agamenón, 1412 y ss y 1431 y ss.
62 Esquilo, Euménides, 602.
63 Sófocles, Electra, 530-533.
de su bien más preciado, el heroico parto predomina sobre
el aporte masculino en materia de filiación, lo cual implica
inevitablemente la perpetuidad del linaje femenino frente al
olvido del nombre paterno. Como denuncia la apolínea
Electra, a los hijos de la matriarca Clitemnestra se les cono­
ce en la ciudad «no por el nombre del padre que los engen­
dró, sino por el de su madre»64.
Contrapartida de esa forma femenina de ser «ciudada­
no» que consiste en dar a luz ajustándose a la norma del ma­
trimonio monogámico, la maternidad apolítica de Clitem­
nestra es la pesadilla que palpita tras el sueño de una filia­
ción exclusivamente masculina.

64 Eurípides, Electra, 934-535. Cfr, Sófocles, Electra, 365.


Madres y nodrizas
Y vonne K n ib ie h l e r

Alimento vital para el recién nacido, producto dulce del


cuerpo materno, la leche constituye el alimento original, el
alimento primordial. Si en el reino animal la especie huma­
na se encuentra clasificada entre los mamíferos, es porque
la leche brota de las mamas de la mujer; se trata, entonces,
de una función fundamental.
Pero la leche humana no es solamente una secreción
biológica: también «segrega» representaciones imaginarias
y relaciones sociales que determinan, aproximadamente, la
condición maternal en cada sociedad. La historia de la cul­
tura occidental propone una cantidad de ejemplos que per­
miten reflexionar acerca de las relaciones de sexo entre la
madre y el padre, las relaciones de clase entre la madre y la
nodriza y sobre las relaciones de saber entre la madre y el
médico1.

1 Se pueden consultar las obras generales sobre el tema: Valérie


Fildés, Wet-nursing. A History from Antiquity to the Present, Oxford,
Nueva York, Basil Blackwell, 1988; Georges Duby y Michéle Perrot
(eds„): Histoire des femmes en Occident, 5 vols., París, Plon, 1990-1992
(Versión castellana: Historia de las mujeres, 5 vols., Madrid, Taurus,
1992); Yvonne Knibiehler, Catherine Fouquet, L’histoire des méres,
Montalba, 1977; París, Pluriel Hachette, 1982.
Las madres míticas de la Antigüedad, casi todas, han ama­
mantado a sus hijos. Hera, reina de los dioses, esposa de Zeus,
alimentó al universo: su leche derramada trazó la vía láctea.
Clitemnestra, Hécuba, Andrómaca, Yocasta, dieron el pecho a
sus hijos. Eurípides, en su teatro, evoca repetidas veces el
cuerpo a cuerpo madre-hijo, y su olor tan particular. En el An­
tiguo Testamento, la leche, junto con la miel, simboliza la tie­
rra prometida. Más aún: María, la madre de Cristo, que fue ex­
ceptuada de todas las pruebas vinculadas con la reproducción
(jamás tuvo reglas, permaneció virgen, ignoró los dolores del
parto) dio el pecho, no obstante, a su divino hijo2. Si sólo la
lactancia escapa a la maldición que desde la caída original
pesa sobre la fisiología femenina, es indudablemente en razón
de su rica significación simbólica. El hecho de que Jesús ma­
mara de su madre era, evidentemente, una prueba necesaria de
su humanidad. Pero la leche evoca también la devoción sin lí­
mites de la madre, la entrega de su cuerpo, la relación tan ínti­
ma que establece con su hijo. La leche de María simboliza
igualmente su amor inagotable por los pobres humanos. Para
los místicos, la leche representa la gracia divina que alimenta
el alma cristiana: la leche es una deliciosa bendición.
Y, sin embargo, recordemos que Zeus, el rey de los dio­
ses, füe amamantado por la cabra Amaltea; Rómulo, el fun­
dador de Roma, fue amamantado por una loba. Y en la cul­
tura judeo-cristiana Adán, el primer hombre, nació ya adul­
to, sin madre y sin leche.
Dejando de lado los mitos, podemos observar que la prác­
tica de las madres ordinarias en la Antigüedad revela una gran
ambigüedad. Las grandes damas griegas se limitan con fre­
cuencia a dar de mamar; todos los otros cuidados «materna­
les» proceden a menudo de una sirvienta o de una esclava. Nu-

2 Malina Warner, Seule entre toutes les femmes. Mythe et cuite de


ViergeMarie, Rivages, 1989.
merosos documentos epigráficos (por ejemplo, los epitafios o
las dedicatorias escritas sobre las tumbas) evocan el recuerdo
emocionado de una infancia acunada por una nodriza amada,
madre en el afecto. Se trataba, frecuentemente, de una mujer
de avanzada edad, carente de seducción y apartada de los hom­
bres; en consecuencia, totalmente consagrada al niño. En
suma, la función maternal estaba distribuida entre dos muje­
res. Una nodriza griega adquirió celebridad: se trata de Euri-
clea, que crió sucesivamente a Odiseo, rey de ítaca, y a Telé-
maco, hijo de Odiseo; ella los denomina «mis queridos hijos»
y se ocupa de cuidarlos hasta mucho después de la primera in­
fancia. Esta humilde mujer pertenece a la gran tradición ho­
mérica: ha atravesado los siglos al lado de los héroes3.
A diferencia de las griegas, las romanas no daban si­
quiera el pecho. Una nodriza, casi siempre una esclava, se
encargaba de la lactancia. Esta costumbre no se limitaba a
las capas superiores de la sociedad4: no era necesario ser
rico para poseer una esclava. Pero se plantea la cuestión de
saber quién tenía autoridad en la materia. Todos sabemos
que elpaterfamilias disponía de un poder absoluto: si él hu­
biera exigido que la madre amamantara, ¿habría podido ella
negarse? ¿Por qué no lo exigía? En la práctica, podían exis­
tir diversos motivos para exigir, por el contrario, que se re­
curriera a una nodriza. Algunas veces se deseaba apresurar
un nuevo nacimiento. La lactancia funciona como un anti­
conceptivo, más o menos seguro, más o menos prolongado,
según las mujeres; pero en todos los casos retrasa la posibi­
lidad de que la nodriza vuelva a concebir. Numerosas razo­
nes (especialmente de orden sucesorio)5 podían conducir a

3 Jean-Piene Vernant, «Le mariage», Mythe etsociété en Gréce an-


cienne, Frangois Maspéro, 1979.
4 Keith R Bradley, «Wet nursing at Rome: a Study in Social Rela-
tions», en Beryl Rawson (ed.), The Family in Ancient Rome: New Pers-
pectives, Ithaca-Nueva York, Comell University Press, 1986.
5 El emperador Augusto, preocupado por la disminución de tos na­
cimientos, promulgó leyes (especialmente en los años 9 y 17 d. C.) que
privaban del derecho a heredar a aquellos y aquellas que no hubieran te­
nido al menos tres hijos.
un romano a querer engendrar varios hijos en el periodo
más breve: entonces, apartaba al lactante. Por otro lado, se
creía que la leche se elaboraba a partir de la sangre; por lo
tanto, como la sangre, era susceptible de transmitir ciertas
características. ¿Deseaba el padre privilegiar a su linaje en
detrimento del de su mujer? En este caso, consideraba sufi­
ciente que ella ya hubiera alimentado al feto durante nueve
meses mediante la sangre de sus reglas. Finalmente, parece
que los romanos desconfiaban de la intimidad que la lactan­
cia hace nacer entre la madre y el hijo: sobre todo el niño va­
rón debía ser protegido contra la ternura materna, supuesta­
mente debilitante. De este modo, una romana tenía muy po­
cas posibilidades de amamantar a sus hijos.
Pero, ¿las damas deseaban amamantar? No ha llegado
hasta nosotros ninguna respuesta directa de su parte. Los
moralistas responden en lugar de ellas, acusándolas de pre­
ferir su belleza y su tranquilidad a las obligaciones de la lac­
tancia. Es posible. Pero las damas podían tener también una
razón menos trivial para negarse a dar el pecho: en una épo­
ca en que la mortalidad infantil era muy elevada, las madres
sensibles intentaban protegerse de un dolor violento en el
caso, tan frecuente, de que el pequeño llegara a morir. De
todos modos, no se puede imputar exclusivamente a las mu­
jeres la responsabilidad de una decisión que los hombres
también asumían incluso de manera prioritaria.
¿Qué opinan de esto los médicos de la antigüedad? El
más conocido, Sorano de Efeso6, es discreto, quizás por
miedo a irritar a sus ricos y ricas pacientes. Sus palabras se
dirigen tanto al padre como a la madre. Dice claramente que
para el niño la leche de la madre es preferible a cualquier
otro alimento. Pero también aporta matizaciones. Una mu­
jer que acaba de dar a luz está fatigada, dice, hay que darle
tiempo para recuperarse, sobre todo si se desea que pueda
gestar a otros niños. Por otra parte, la leche materna de los
primeros días, alterada por los sufrimientos del parto, es

6 Sorano de Efeso, Maladies des femmes, París, Les Belles Lettres,


1988
mala para el recién nacido, a quien es más conveniente dar­
le un poco de miel diluida en agua; la madre que quiere
amamantar tendrá que dar primero el pecho a un niño algo
mayor. Por otra parte, recurrir a una nodriza extranjera pue­
de ser beneficioso para el pequeño: resultará más robusto si
una mujer lo trae al mundo y otra lo alimenta. Basta con
evocar algunas experiencias reiteradas: el jardinero siem­
bra en una tierra y luego transplanta las legumbres a otro
suelo...
El sabio médico consagra a continuación todo un capí­
tulo a la elección de la buena nodriza. Debe tener entre vein­
te y cuarenta años y ser madre de dos o tres niños, de mane­
ra que uno pueda estar seguro de su salud, su experiencia y
su devoción. Ha de ser sensible y vigilante: que la deshonra
caiga sobre aquella que deje llorar al niño. Ha de ser pacien­
te: que la deshonra caiga sobre aquella que no soporte el
llanto, que sacuda al bebé, que lo injurie. No debe ser su­
persticiosa ni mística... El régimen de vida que se le impo­
ne la coloca completamente al servicio del bebé. De este
modo, para alimentarse no habrá de tener en cuenta su ape­
tito personal sino la edad del lactante (los alimentos serán
cada vez más nutritivos y variados); si el niño está enfermo,
es ella quien ingerirá los medicamentos; ella se someterá a
diversos ejercicios para fortalecer y hacer trabajar a sus pe­
chos; juegos de pelota, halterofilia, movimientos de remos;
en los medios modestos, podrá extraer agua del pozo, moler
el grano o hacer las camas. Jamás habrá de preferir su bienes­
tar personal al del niño. Por ejemplo, no, lo acostará en su
misma cama para evitar levantarse por la noche. No lo hará
mamar permanentemente para evitar que llore: algunas mu­
jeres tienen el hábito execrable de dejar constantemente el
pezón en la boca del lactante. Otra costumbre condenable:
bañar o duchar al recién nacido varias veces por día siempre
con la finalidad de calmar su llanto. El niño es demasiado
húmedo por naturaleza, puesto que no bebe más que leche;
luego, un baño es suficiente. Para tranquilizarlo es mejor
mecerlo, hablarle, cantar junto a él. Es esencial que la nodri­
za se abstenga de tener relaciones sexuales por dos razones:
por un lado, la distracción proporcionada por el placer de
los sentidos enfría el afecto que le tiene al niño; por oteo
lado, la cópula estropea la leche y la agota parcial o total­
mente, desencadenando el flujo menstrual y conduciendo a
la concepción. Para afrontar toda eventualidad, Sorano pre­
coniza reclutar varias nodrizas, por lo menos dos, para el
caso de que una de ellas falle. No especifica en ningún si­
tio si la nodriza puede amamantar a su propio hijo al mis­
mo tiempo que al de sus amos; es muy poco probable que
sea así.
Esta definición de la buena nodriza adquirió las propor­
ciones de un modelo ideal: se la vuelve a encontrar, con casi
los mismos detalles, en numerosas obras médicas, hasta me­
diados del siglo xix. Debemos subrayar la prohibición de las
relaciones sexuales, confirmada por el médico: una mujer
no puede cumplir al mismo tiempo con sus deberes de espo­
sa y de madre nutricia.
¿Cómo no suponer la ambigüedad de los sentimientos
masculinos en presencia del pecho nutricio? Se puede ob­
servar que numerosas leyendas conducen a la misma sospe­
cha; todas aquellas referidas a «la leche del padre»7. Las po­
demos clasificar en dos grupos: unas relatan un milagro y
las otras un castigo. El milagro hace que un hombre sea ca­
paz de amamantar a un bebé hambriento. Ésa fue la aventu­
ra de San Mamant cuyo culto nació, según parece, en Capa-
docia en el siglo m y se difundió rápidamente en todo el oc­
cidente medieval. En Venecia, por ejemplo:

Se cuenta que un día, cuando San M am mano mar­


chaba por un sendero de montaña m uy fatigado, escuchó
de pronto un lastim oso gem ido que salía de un arbusto.
Se aproximó y encontró a un niño abandonado a su suer­
te por sus padres. M ammano lo cogió en sus brazos con
amor y com enzó a acunarlo. Pero el niño lloraba, b us­
cando el pecho (...) M ammano se arrodilló y rezó al S e­

7 Roberto Lionetti, Le lait du pére, prefacio de Fran?oise Loux,


Editions Imago, 1988.
ñor, y he aquí que su pecho se em pezó a hinchar brusca­
m ente y pudo amamantar al niño, que com enzó a succio­
nar con avidez una leche abundante.

Varios santos irlandeses adquirieron fama de la misma


manera. Y también algunos modestos padres, en absoluto
santos, pero muy amantes. En los lugares en que se produjo
el milagro han brotado fuentes, de carácter también mila­
groso: quien bebía sus aguas o quien se bañaba en ellas veía
surgir la leche de sus pechos... Sin duda alguna, estos rela­
tos expresan ante todo una angustia, una obsesión frecuente
en otros tiempos: ¿cómo salvar la vida de un recién nacido
que se queda sin madre? Pero quizás traducían también una
envidia masculina: cuando la madre amamanta el padre
queda excluido. Cada sexo siente que carece de los atributos
del otro, según los psicoanalistas. Es lo que confirma el
Carnaval de antaño, cuando los hombres se disfrazaban de
mujeres y se colocaban dos grandes almohadones sobre el
torso a guisa de mamas. Cosa curiosa: desde la antigüedad
hasta el siglo xix ha habido médicos y sabios que afirmaban
que en un pasado lejano los hombres, cuyo pecho lleva hue­
llas de pezones, podían amamantar como las mujeres o aun
mejor que ellas. Ya lo habían afirmado Hipócrates y Aristó­
teles; después de ellos numerosos médicos lo han repetido
citando siempre los mismos ejemplos. Darwin, por su parte,
supone aún en 1871 que los mamíferos machos han podido
alimentar a su progenitura en tiempos primitivos.
Otras leyendas, por el contrario, como por ejemplo la
del Padre Laitu8 contienen una seria advertencia. Que tenga
cuidado el descreído que, por bravuconada, beba las aguas
de una fuente milagrosa: sus pechos se hincharán dolorosa­
mente y no hallará alivio más que amamantando: en el peor
de los casos, podrá morir por la fiebre de la leche. Desdi­
chas semejantes amenazan igualmente a quien experimenta
deseo al mirar los pechos de una mujer que da de mamar. El
castigo significa, por cierto, que el pecho nutricio debe ser

8 Palabra derivada de lait: leche. [N. d é la T.J


respetado. Pero también enuncia qué ridículo e inconve­
niente sería el hecho de que un hombre tuviera mamas y le­
che. Como si esta función comprometiera la dignidad mas­
culina; como si los hombres quisieran exorcizar el peligro de
una identificación inconsciente con la mujer. En el siglo xvii,
los europeos creían, de acuerdo con el testimonio de algu­
nos viajeros, que los hombres del nuevo mundo estaban
provistos de pechos desbordantes de leche: esta confusión
de los sexos justificaba su sumisión, puesto que era el signo
manifiesto de su inferioridad.
Antes de concluir con el tema del padre, debemos su­
brayar que el advenimiento del cristianismo dio lugar a nue­
vas razones para alejar al lactante de su madre. El matrimo­
nio cristiano impone a los esposos la fidelidad recíproca; sin
embargo, persiste el tabú que prohíbe las relaciones sexua­
les durante la lactancia; un marido piadoso, que no quiere
cometer adulterio, pero tampoco privarse de las caricias de
su esposa, entrega su hijo a una nodriza. La iglesia no con­
dena esta conducta a pesar de que invita insistentemente a
los esposos a preferir la castidad.
En todos los casos, en las sociedades cristianas del An­
tiguo Régimen es el hombre el que manda. En Florencia se
han conservado numerosos contratos de nutrición que datan
de los siglos xiv, xv y xvi9: todos están firmados por dos
hombres, el progenitor y el «nutricio». Este último se com­
promete, a cambio de una retribución, a «amamantan) du­
rante un tiempo determinado, a enseñar regularmente el
niño a sus padres, a advertir al padre si la nodriza queda
nuevamente embarazada, cae enferma, etc. Las mujeres im­
plicadas, la madre y la nodriza, no figuran en el contrato, no
tienen voz en el capítulo. Otros signos del poder masculino
aparecen en los textos médicos. La Sra. X., escribe, en sín­
tesis, un médico del siglo xvii, después de haber perdido dos
hijos que había entregado a nodrizas, trajo al mundo a una

9 Chiistiane Klapisch, «Parents de sang, parents de lait: la mise en


nounice á Florence (1300-1530)», Méres et nourrissons. Anuales de
démographie historique, 1983.
hermosa niñita y pidió autorización a su marido para ama­
mantarla.
El primer diente del bebé anuncia el destete: entonces el
marido reclama sus derechos.
Ciertamente, el padre que coloca a su hijo recién nacido
con una nodriza se exime de una ascesis bastante dura. Pero
al mismo tiempo restablece una suerte de igualdad entre él
y su mujer. A falta de poder amamantar él mismo, impide
que su mujer lo haga. Esta debe obedecer, lo que le evita la
responsabilidad de la elección. El hombre reduce de este
modo la lactancia al rango de una función subalterna, con­
fiándosela a una mujer pagada. Una relación de sexo se
transforma así en relación de clase.

L a s m a d r e s , l a s n o d r iz a s

Para las familias de «calidad», la institución de la nodri­


za se inscribió ante todo en el sistema de las solidaridades
feudales. El campesino alimenta al señor que, a su vez, lo
defiende y lo protege; la campesina alimenta al hijo del se­
ñor. A cambio, la castellana asume funciones de beneficen­
cia. El recién nacido servía como medio de enlace entre el
castillo y el pueblo; anudaba lazos de afecto con su nodriza
(en el siglo xvn la llamaba frecuentemente «mamá teta»), y
también con su hermano o hermana de leche, e incluso con
el marido de la nodriza. Se sabe, por otra parte (y los etnó­
logos lo confirman), que se construye un parentesco simbó­
lico merced a la leche, que prohíbe los matrimonios entre
los que habían mamado del mismo pecho10. Al hacerse
adulto, el otrora lactante manifestaba un fiel reconocimien­
to a su familia de leche.
El florecimiento de las ciudades transforma estas rela­
ciones. La ciudad desarrolla nuevas formas de vida, más
brillantes, más refinadas. Pero es insalubre: las calles estre­

10 Frangoise Héritier-Augé, Les deux soeurs et leur mere, Odile Ja­


cob, 1994.
chas están llenas de inmundicias, las casas que se amonto­
nan unas contra las otras carecen de aire y sol, el agua es es­
casa. Y sobre todo los «miasmas» se expanden, las epide­
mias ocasionan estragos espantosos. Las personas ricas o
acomodadas que ven morir como moscas a los recién naci­
dos pobres, creen que actúan bien al enviar a sus propios hi­
jos al campo a respirar aire sano y mamar la leche de una
campesina robusta. La mayoría, como Montaigne, conside­
ra que la simplicidad de la vida rústica es bienhechora para
los niños pequeños, preferible, al menos, al lujo y a la agita­
ción de las grandes ciudades. Colocar al niño con una nodri­
za constituye, entonces, una modalidad importante de la re­
lación ciudad-campo11. Pero la consecuencia es la separa­
ción: aun cuando el lugar en que reside la nodriza no esté
demasiado alejado, la dama de calidad sólo raramente ve a
su bebé puesto que los medios de transporte son lentos e in­
cómodos y, por lo tanto, no puede desarrollar verdaderos la­
zos afectivos con su hijo. Por otra parte, cuando termina la
lactancia casi siempre se confía el niño a una gobernanta o
a un preceptor o bien se lo coloca en una institución religio­
sa. Sólo conoce a su madre de lejos y olvida a su nodriza.
Las capas superiores de la sociedad del Antiguo Régi­
men parecen haber calcado la relación madre-hijo del mo­
delo de la relación padre-hijo, reduciendo la dimensión cor­
poral y afectiva. No obstante, las damas no tuvieron acceso
a las mismas funciones que sus maridos. Si bien han parti­
cipado en la vida pública, lo hicieron sobre todo en el mar­
co de la corte, los salones, la cultura. Las castellanas del si­
glo xn contribuyeron al florecimiento del amor cortés; las
damas nobles del siglo xvii inventaron el preciosismo. To­
das ellas han elaborado nuevas formas de feminidad diso­
ciadas de las tareas maternales. Así obtuvieron considera­
ción y homenajes. Las más brillantes han sabido adquirir un
prestigio que aseguraba su influencia sobre todo su entorno,
incluso sobre sus hijos.

11 Marie-France Morel, «Ville et campagne dans le discours médi-


cal sur la petite enfance au x v ii i siécle», Annales ESC, núm. 3, 1977.
Las costumbres aristocráticas han cambiado muy poco
con el curso del tiempo. Louis de Bonald, maestro de pensa­
miento de la nobleza francesa después de la revolución, afir­
ma siempre que la lactancia es una función demasiado ani­
mal para una dama de calidad: ésta debe realizar otras fun­
ciones con respecto a sus hijos, imponiendo la distancia y el
respeto12.
Como las costumbres de la nobleza fascinaban a los
burgueses deseosos de ascenso social, las ricas familias ciu­
dadanas del Antiguo Régimen enviaban también sus hijos al
campo, para que fueran criados por nodrizas. De todos mo­
dos, hay que señalar que desde el siglo xvi, la expansión de
la Reforma introdujo valores nuevos: en los medios hugo­
notes se elogian las virtudes familiares en detrimento del or­
gullo nobiliario; comienza a tomarse en cuenta la «pareja»
en el seno mismo del «linaje» y en ella pasan a tener impor­
tancia los deberes «naturales» de la madre. Al menos, es lo
que se percibe a través de la correspondencia de Louise de
Coligny, casada con Guillermo de Orange13. De este modo,
en los países protestantes la institución de la nodriza se en­
cuentra menos difundida que en los países católicos. Por
otra parte, los médicos del siglo xvi, sean o no favorables a
la Reforma, hacen un elogio elocuente de la lactancia, pre­
sentada como un vivo placer de los sentidos y del corazón.
Dice Ambroise Paré14:

Luego, existe una simpatía entre las mamas y la m a­


triz: porque al excitar el pezón, la matriz se deleita y
siente una titilación agradable, porque ese pequeño e x ­
tremo de la mam a tiene una sensibilidad m uy delicada, a
causa de los nervios que allí terminan. Con lo cual la m u­
jer experimenta un gran deleite, y principalmente cuando
hay leche en abundancia.

12 Louis de Bonald, Du divorce, 1801.


13 Evelyne Berriot Salvadore, Les femmes dans la société frangaise
de la Renaissance, Ginebra, Droz, 1990.
14 Ambroise Paré, L’Anatomie, libro II.
Y Laurent Joubert15:

Pero ¿existe algún pasatiempo parecido al que pro­


porciona un niño que m im a y acaricia a su nodriza al m a­
mar; cuando con una mano descubre y manipula el otro
p ezón y con la otra le coge los cabellos y ju ega con ellos;
cuando lanza patadas a los que quieren apartarlo de ella;
y en un m ism o instante echa m il guiños y sonrisas con
sus graciosos ojos a su nodriza?

Sin embargo, en Francia, la «industria de la nodriza» no


amengua16. Por el contrario, hacia el final del siglo x v i i i , los
estratos sociales modestos de las ciudades también recurren
a ella. ¿Por qué? Porque la primera revolución industrial ha­
cía pagar a los artesanos por la creciente competencia de los
talleres mecánicos. Las esposas de los artesanos, obligadas
a trabajar cada vez más para ayudar a sus maridos, ya no te­
nían tiempo para ocuparse de su progenitura. Amamantaban
al primero o a los primeros hijos y confiaban los siguientes
a otras mujeres que vivían en la misma ciudad o en el subur­
bio próximo17. Pero sus escasos recursos no les permitían
retribuir convenientemente a la nodriza, que también era po­
bre. Mal atendido, el bebé tenía pocas posibilidades de so­
brevivir. Este desarreglo persistió hasta el triunfo de la hi­
giene preconizada por Pasteur.
Observemos ahora lo que sucede con las nodrizas: entre
ellas también se puede apreciar una verdadera diversidad
social. En algunas regiones las campesinas hicieron su ofi­
cio de la lactancia, algunas veces incluso transmitiéndolo de
madres a hijas. No daban sólo su leche, ciertamente, sino
también todos los cuidados vigilantes que actualmente de­

15 Laurent Joubert, Erreurs populaires aufait d éla médecine, 1579.


16 Marie-France Morel, «Théories et pratiques de l’allaitement en
France au xviiie siécle», A m ales de Démographie historique, 1976.
17 Maurice Garden, Lyon et les Lyonnais au 18e siécle, París, 1970;
Mónica Bolufer Peruga, «Actitudes y discursos sobre la maternidad en
la España del siglo x v i i i . La cuestión de la lactancia», en Historia Social,
núm. 14, otoño de 1992
signamos con el término «matemaje». No se dudaba de su
competencia ni de su devoción. Reconocidas y estimadas
como verdaderas profesionales, a veces la gente venía de le­
jos para consultarlas. Cuando estaban bien pagadas por sus
ricos clientes, reservaban lo mejor de su leche para el pe­
queño pensionista, fuente de unos buenos ingresos, a veces
a expensas de su propio bebé. Y sin embargo, siempre ha
pesado sobre ellas una vaga sospecha. Si un niño de buena
familia, al crecer, demostraba tener viles defectos, ¡se lo
acusaba de haber sido «cambiado por la nodriza»! Boutade
bastante significativa...
Otras mujeres ofrecían sus servicios en los hospitales
que recogían a los niños abandonados o huérfanos. El sala­
rio que proponía la institución era siempre modesto; en pe­
riodos de crisis económica podía llegar a ser ridículo. En­
tonces la nodriza pobre amamantaba a su bebé con priori­
dad, alimentaba al otro como podía y lo veía morir sin
muchos escrúpulos. Por otra parte, todo el mundo admitía
que, gracias al bautismo, estos niños iban directamente al
paraíso: las beatitudes eternas valían más para ellos que este
valle de lágrimas. Sin embargo, también en este caso debe­
mos matizar. Durante la revolución francesa, en 1793-1794,
la desorganización de los hospitales privó a estas pobres
mujeres de toda retribución: buen número de ellas conser­
varon y criaron gratuitamente a los niños que se les había
confiado porque se habían encariñado con ellos.
Entre las nodrizas más desposeídas hay que citar final­
mente a las madres solteras sin apoyo, cuyo número aumen­
ta hacia fines del siglo xvm. Con frecuencia se veían obliga­
das a dar a luz en un hospital, el colmo de la miseria. Casi
siempre se les proponía quedarse en el establecimiento para
alimentar a los niños abandonados. A las que aceptaban se
les imponía una vida monacal y una disciplina de hierro. Se
les ponía al pecho, en lugar de su propio bebé, otros dos o
tres, que se renovaban varias veces, hasta que se les agotaba
la leche. El procedimiento tenía el inconveniente de favore­
cer la transmisión de enfermedades contagiosas, especial­
mente la sífilis.
Se comprende que en el siglo de las luces los filósofos
hayan reaccionado contra estas costumbres. Sus palabras
ponen de manifiesto los progresos de una nueva cultura de
la lactancia: abogan cada vez más severamente en favor de
la lactancia materna. En efecto, han aprendido, gracias a los
economistas, que la riqueza de las naciones reside ante todo
en el número y la calidad de sus habitantes. Al mismo tiem­
po, informes alarmantes llaman la atención hacia los estra­
gos causados por la mortalidad infantil, por la que hasta ese
momento nadie se había preocupado mucho. Se imputa esta
hecatombe de bebés a la industria de las nodrizas.
El discurso filosófico se entrega a una denigración sis­
temática de las nodrizas mercenarias, acusadas de ser igno­
rantes, rutinarias, sucias y sobre todo indiferentes a los llan­
tos y a los sufrimientos del bebé. Todo el desprecio de las
clases medias hacia los humildes estalla en estos discursos.
Al mismo tiempo, el modelo aristocrático es denunciado
con el mismo odio: la gran dama que niega su leche a su
hijo «traiciona a la naturaleza» y, sobre todo, revela una
odiosa dureza de corazón. De este modo, la burguesía toma
sus distancias para afirmar sus propios valores. Es notable
el hecho de que la lactancia materna se convierte, de algún
modo, en el fundamento de una nueva identidad social.
La sociedad, dicen los filósofos, está en plena decaden­
cia, tanto moral como física. Su regeneración pasa por la
educación de niños sanos y felices, puesto que los niños son
la esperanza y el porvenir del mundo. Pero la salud de los
niños depende, ante todo, de sus madres. El cuerpo de la
mujer es la matriz del cuerpo social: es necesario adaptarlo
perfectamente a la función reproductiva. Diversos tratados
difunden entonces la idea de que la mujer, destinada por
«naturaleza» a la maternidad, debe consagrarse exclusiva­
mente a ella18. Pubertad, matrimonio, embarazo, parto, lac­
tancia: otras tantas etapas que hay que preparar, no sólo des­
de el punto de vista de la higiene, sino también desde el

18 Yvonne Knibiehler, «Les médecins et la nature féminine au


temps du Code Civil», en A m ales ESC, núm. 4, 1976.
punto de vista moral. El embarazo y, más aún, la lactancia,
constituyen momentos privilegiados para moralizar. Toda
madre debe alimentar a su hijo: si ha tenido fuerzas para
traerlo al mundo también tendrá fuerzas para amamantarlo.
Si es necesario deberá huir de la agitación, de las tentacio­
nes del mundo y retirarse al campo. «Una vida tranquila y
sedentaria», prescribe Rousseau19.
En efecto, fue Rousseau, hijo sin madre, padre que
abandonó a sus hijos, quien se convirtió en el predicador
más elocuente de la lactancia materna. Esta función no es
sólo un placer como en los tiempos de Ambroise Paré sino
que es el signo de una solicitud que nada puede reemplazar.
«La que alimenta al hijo de otra en lugar del suyo es una
mala madre; ¿cómo podría ser una buena nodriza?» ¿Una
mujer sensible puede dejar que otra amamante a su hijo?
¿Puede compartir el derecho a ser madre, o más bien alie­
narlo, puede ver que su hijo ama a otra mujer? «Si he teni­
do los cuidados de una madre, ¿no respondo con el cariño
de un hijo? Si queréis que cada uno se ocupe de sus deberes
primarios comenzad por las madres.» El contacto íntimo en­
tre la madre y el lactante establece lazos afectivos que trans­
figuran todas las relaciones familiares y pueden llegar in­
cluso a regenerar el Estado. Las dulces virtudes de una ma­
dre dedicada a sus hijos impondrán un nuevo modelo de
familia y de civilización.
Esta lección ¿ha sido escuchada? Nadie ignora el in­
menso éxito que tuvo el Emilio. Indudablemente, muchas
mujeres encontraron en él, con emoción, un reconocimien­
to de su propio papel, una rehabilitación de*su diferencia. La
«moda de la mama», como la llama Madame de Genlis, se
extendió hasta la corte, donde las damas nobles hacían traer
a sus bebés para amamantarlos ostensiblemente. Pero esta
conversión no duró mucho. La lactancia materna no podía
triunfar en los medios acomodados en tanto persistiera la
prohibición de las relaciones sexuales: los maridos no esta­
ban siempre dispuestos a ceder su sitio a los lactantes.

19 Emilio, Libro V
Cuando Eva da a luz, «Adán se retira del paraíso», escribe
Michelet en El amor. En 1879, el doctor Gamier, autor de
un libro de gran éxito sobre el matrimonio, escribe que un
marido enamorado entregará su hijo a la nodriza. Sin em­
bargo, en el curso del siglo xix los hombres comienzan a
practicar el coito interrumpido (al menos, en Francia). Pero
este método anticonceptivo, por una parte, no es seguro y,
por otra, las mentalidades no progresan tan rápidamente
como las prácticas.
El principal resultado de la ofensiva filosófica consistió
en modificar las relaciones de clase. Las grandes damas es­
clarecidas se empeñaron en favorecer la lactancia materna...
entre las mujeres del pueblo. Fundaron asociaciones feme­
ninas hacia finales del siglo x v iii en las grandes ciudades;
por ejemplo, la Sociedad de caridad maternal, en París, o la
Junta de Damas, en Madrid20. Tenían por objetivo socorrer
a las madres más pobres, bajo diversas condiciones; entre
ellas, la de dar el pecho a sus hijos. Estas sociedades se mul­
tiplicaron en el siglo xix.
Las burguesas escucharon otra parte de la lección: a sa­
ber, que ellas debían desconfiar de las nodrizas y conservar
a sus bebés junto a ellas. De ahí la costumbre que domina en
el siglo xix: se hace venir a la nodriza al domicilio de los pa­
dres. Entonces se plantea un nuevo problema: el de las rela­
ciones, a veces difíciles, entre la señora y su «sustituía». La
joven madre comienza a mostrarse celosa de sus prerrogati­
vas; a veces ha gastado una fortuna para el ajuar, la cuna, los
muebles del cuarto del niño; quiere apropiarse de su bebé y
disfrutar de las primeras sonrisas pero no osa contrariar a la
nodriza, cuya leche podría alterarse. Esta, jugando con esta
ventaja, se muestra a veces exigente y caprichosa.
La nodriza en la casa es ante todo un cuerpo, bien trata­
do, pero domesticado21. Como constituye un signo exterior
20 Mónica Bolufer Peruga, «El plantel del Estado: educación física
de las mujeres y los niños en la literatura de divulgación médica del si­
glo x v i i i » , Universitat de Valencia, inédito.
21 Fanny Fay-Sallois, Les nourrices á Paris au 19e siécle, París, Pa-
yot, 1980,
de riqueza para sus patronos siempre está coquetamente
atildada. En la casa se la mima: su salario es elevado, recibe
muchos regalos. Duerme en el cuarto del niño y no en una
buhardilla como los demás empleados domésticos. Se le
exige una limpieza rigurosa pero come lo que le gusta y no
trabaja demasiado: algo de lavado o de costura. En la ruda
existencia de una mujer pobre se trata de un extraño parén­
tesis que puede dejar huellas indelebles.
Pero la experiencia comporta sacrificios duros. La no­
driza abandona su familia. Viene a presentarse con su pro­
pio bebé en la oficina de nodrizas de la ciudad que funcio­
na, en cierto modo, como un mercado de ganado. Antes de
contratarla el médico palpa sus senos, prueba su leche, hue­
le su aliento, examina a su hijo (algunas mujeres llevaban
uno prestado...). Después del contrato debe separarse de su
bebé, que una «portadora» acompañará hasta el pueblo; las
portadoras iban cargadas, frecuentemente, de varios bebés
al mismo tienípo, sin muchos miramientos. Si no se prohí­
ben las relaciones sexuales a la nodriza (no se osa apartar to­
talmente al marido), al menos se las desaconsejan firme­
mente. Un médico lo dice con crudeza: «...una nodriza ha
de ser considerada solamente como una vaca lechera. Des­
de el momento en que pierde esta cualidad se la debe despe­
dir inmediatamente». La sensibilidad democrática, que se
incrementa en Francia bajo la Tercera República, denuncia
esta condición como escandalosa y la asimila a la de la pros­
tituta: una mujer que vende su cuerpo.

L a s m a d r e s , l o s m é d ic o s

La ofensiva filosófica tuvo otro resultado: representó un


desafío para el cuerpo médico. Preocupados por combatir la
mortalidad infantil, los médicos comprendieron pronto que
el primer problema a resolver era el de la alimentación de la
primera infancia. La cantidad de niños sin madre (niños
abandonados y huérfanos) aumentaba permanentemente en
las grandes ciudades. La leche.de mujer no podía alcanzar
para alimentarlos porque las nodrizas nunca eran tan nume­
rosas. Entonces los hombres del oficio se dedicaron a reali­
zar investigaciones metódicas que durante la década de 1780
fueron objeto de numerosas publicaciones22. Los niños
abandonados, recogidos en los hospicios, servían de coba­
yas, de material de investigación. En París, en las provin­
cias, se intentaba alimentarlos con la leche de diversos ani­
males (vacas, cabras, burras) más o menos diluida o con pa­
pillas de todas clases; se fabrican nuevos instrumentos para
que los bebés puedan absorber estos alimentos. En resumi­
das cuentas los médicos intentaban renovar la hazaña de
San Mamant pero sin comprometer su propio cuerpo, sin fe-
minizarlo. Dada la falta de asepsia, los resultados han sido
decepcionantes, la mortalidad infantil siguió siendo motivo
de preocupación y esto condujo a reforzar más aún el pres­
tigio de la leche humana. Este fracaso explica por qué la pe­
diatría no pudo emerger en ese momento, lo que no impidió
que el interés y la curiosidad del cuerpo médico permane­
cieran despiertos: las autopsias pasan a ser sistemáticas, se
acumulan y se diversifican las observaciones. Al mismo
tiempo, progresa el conocimiento de las enfermedades in­
fantiles; se esboza una primera forma de especialización; al
comienzo del siglo xix nacieron las primeras cátedras de
medicina infantil y se construyó, en París, el primer hospital
de niños enfermos.
La nutrición de los recién nacidos se convierte, de este
modo, en objeto de la ciencia y se comienza a cuestionar la
competencia de las mujeres en este terreno; las relaciones
de saber engloban poco a poco las relaciones de sexo y de
clase.
La revolución llevada a cabo por Pasteur desencadena
una nueva ofensiva que resultará decisiva23. La leche animal

22 Marie-France Morel, «A quoi servent les enfants trouvés», En­


fatice abandonnée et société en Europe xve-xxe siécles, Ecole Frangaise
deRome, 1991.
23 Frangoise Thébaud, Quand nos grand ’méres donnaient la vie. La
maternité en France dans l ’entre-deux-guerres, Presses Universitaires
deLyon, 1986.
«pasteurizada» deviene comestible para la cría humana. Al
mismo tiempo, los biberones y tetinas «esterilizados» impi­
den la transmisión de enfermedades contagiosas. Por cierto,
los médicos continúan predicando la lactancia materna por­
que saben ahora que la leche de la madre es aséptica y pro­
tege al lactante contra ciertas infecciones. Pero recomiendan
el biberón en los hospicios donde la leche de mujer es esca­
sa y también lo recomiendan a las nodrizas del campo,
siempre tentadas a reservar su leche para su propio hijo.
El triunfo del biberón subvierte, poco a poco, todas las
relaciones sociales e interpersonales a las que concierne la
lactancia.
Así, se transforma completamente el papel de la nodri­
za. Anteriormente su actividad dependía de su fecundidad:
era necesario que diera a luz para tener leche y, en conse­
cuencia, para justificar su profesión. Algunas mujeres, sin
duda alguna, han tenido hijos únicamente con ese fin: han
abandonado a su propio bebé para poder obtener beneficios
de la leche que él habría debido beber. Los criterios de se­
lección de las nodrizas se fundaban en características físicas
y fisiológicas. El biberón suprime esta significación del
cuerpo: la edad y la fecundidad pierden completamente su
importancia. La nodriza, aun cuando se le sigue dando este
nombre, no es de hecho más que una cuidadora, una guar-
diana. La que cría a un niño de la asistencia pública se en­
cuentra bajo el control de un médico inspector, a veces se­
vero24: ya no examina los senos de la mujer pero observa las
condiciones de su vivienda: debe haber aire, sol, habitacio­
nes separadas, muebles adecuados, una limpieza rigurosa.
Los criterios de selección sufren un desplazamiento.
Al mismo tiempo, dar el pecho se convierte en una ex­
clusividad de la madre. Si un niño débil tiene necesidad de
leche humana ya no se piensa en hacerle mamar de un pe­
cho extraño sino que se le da leche de mujer en un biberón.

24 El cuerpo de inspectores fue creado en Francia en 1839, pero su


influencia aumentó a partir de la promulgación de la ley Roussel (1874)
que organizó el control de las nodrizas.
Durante los años 1920-1930, la recogida y la distribución de
la leche de mujer estaba a cargo, en Francia, de una institu­
ción: «El socorro blanco»25. Desde entonces, la lactancia al
pecho adquirió una nueva valorización afectiva: una madre
que amamanta ya no es una «vaca lechera» sino una tierna
mamá que vive un idilio con su bebé.
Pero en este idilio irrumpirán los médicos: emprenden
una verdadera cruzada para dirigir y gobernar a las jóvenes
madres. Porque la lactancia artificial ha ofrecido a los médi­
cos nuevos medios de investigación. En el momento en que
el alimento lácteo pasaba directamente del cuerpo de la mu­
jer al cuerpo del niño la observación científica era casi im­
posible. Gracias al biberón los médicos pueden estudiar la
cantidad y la calidad de leche que necesita un bebé en dife­
rentes edades y también la mejor forma de distribuir sus co­
midas. A la luz de sus descubrimientos enunciarán reglas
perentorias. No es cuestión de poner un bebé al pecho en
cuanto llora: esas son malas costumbres, dignas de campe­
sinas ignorantes, de tribus salvajes, de hembras animales.
La química alimentaria impone disciplinas: no más de seis
mamadas por día, cada una de ellas limitada a un cuarto de
hora, regularmente espaciadas y, durante la noche, de seis a
ocho horas de reposo absoluto.
Algunos hombres de ciencia ven al bebé como un mero
«tubo digestivo». Para ellos la lactancia ya no es un placer
como en los tiempos de Ambroise Paré, ni tampoco la base
de una edificación moral como en la época de Rousseau: se
trata de una técnica de higiene, codificada, regimentada, re­
petitiva. Vituperan los comportamientos ancestrales y se es­
fuerzan por combatir la influencia de las abuelas prisione­
ras, según dicen ellos, de la rutina, de prejuicios inútiles, de
supersticiones peligrosas. De este modo, se distienden los
lazos entre las madres y las hijas, entre las generaciones fe­

25 Actualmente, el mismo servicio está a cargo de una red de «lac


tariums» cuya nueva preocupación consiste en evitar la transmisión del
sida a través de la leche.
meninas, con el riesgo de sumir a la joven madre inexperta
en una inquietud cotidiana. Así, también, se produce un di­
vorcio entre el saber empírico, intuitivo, tradicional de las
mujeres y el saber racional, objetivo, innovador de los hom­
bres. El último descalifica al primero: la antigua división de
responsabilidades entre los sexos, en este punto, se desequi­
libró en favor de los hombres.
Podemos observar también que, en ausencia de las
abuelas, hay otra participación que se hace posible gracias
al biberón: la del padre. De ahora en adelante el hombre po­
drá alimentar a su hijo. Sin embargo los médicos no hablan
nunca de él. En efecto, no es suficiente que se haya hecho
posible el «paternaje», ni siquiera que el padre experimente
el deseo de hacerlo; es necesario, además, que el estado de
las costumbres y de las mentalidades autorice estos nuevos
comportamientos. En este sentido, sólo se logró un consen­
so durante el último tercio dél siglo xx.
Pero mucho antes de la intervención de los padres,
como hemos dicho, la nutrición de los bebés se había con­
vertido en un asunto de hombres, de profesionales. Faltaba
aún persuadir de ello a las mujeres. En los medios acomo­
dados, el médico de familia se encargó de ello. Con una cor­
tés condescendencia, se hizo cargo de la educación de las
jóvenes mamás; sus consejos fueron bien acogidos y, casi
siempre, bien cumplidos. El doctor se convirtió en un perso­
naje indispensable en las familias, «el segundo padre del
niño», como se puede leer en algimos textos.
Luego se crearon nuevas instituciones para llegar a los
medios más modestos. Antes del final del siglo xix se abren
en los hospitales consultas gratuitas para lactantes. En Fran­
cia asociaciones privadas, las «gotas de leche», distribuyen
leche esterilizada: las damas de la caridad preparan cestas,
cada una de las cuales contiene seis biberones de leche pas-
teurizada, dosificada, diluida según la edad del destinatario.
Las madres trabajadoras pueden pasar cada mañana a pro­
veerse de un alimento que ofrece todas las garantías;* si son
indigentes la cesta es gratuita. Se las invita insistentemente
a hacer examinar a su bebé todas las semanas. Se entrega
una libreta para cada niño y se la tiene al día: peso, talla, ré­
gimen, vacunaciones, enfermedades.
Durante la guerra de 1914-1918 se empleó a mujeres en
las fábricas de armamento para la producción de obuses. Al­
gunas tenían un bebé al pecho. Estas «municionistas»,
como se las llamaba, han alimentado involuntariamente un
debate apasionado acerca de la incompatibilidad entre la
función maternal y el trabajo en la fábrica. Una ley de agos­
to de 1917 impuso a las empresas que empleaban a más de
cien mujeres la exigencia de abrir cuartos de lactancia. Las
obreras, a las que se consideraba sucias e ignorantes, sufrían
al entrar en ellos un ritual de esterilización, que para ellas
era incomprensible y humillante; algunas veces se exigía
con desdén su sumisión, su docilidad. La lucha contra la
mortalidad infantil ocupaba el primer plano, antes que las li­
bertades individuales; ella hizo posible la medicalización de
los medios sociales más modestos que hasta el momento no
tenían recursos para pagar las consultas.
La alimentación artificial de los bebés enriqueció rápi­
damente a la industria farmacéutica. La preparación de le­
ches que hasta hace poco se llamaban «leches matemiza-
das» y de harinas para todas las edades se acompañó de una
cantidad de productos: biberones y tetinas que se perfeccio­
naban cada vez más, esterilizadores, básculas y muchos
otros artículos. Los beneficios de la «industria alimenticia»
han cambiado de manos y de dimensión: en la actualidad
enriquecen a las multinacionales. Al mismo tiempo que de­
sarrollan una inmensa publicidad al servicio de sus produc­
tos, ¡no dejan de recordar jamás que la leche materna es pre­
ferible a cualquier otra! De manera tal que, según dicen, las
jóvenes madres «pueden elegir». Son libres. De hecho, en
las maternidades frecuentemente se intenta influir en ellas
de acuerdo con las modas del momento y las costumbres
de la institución. Cuando vuelven a sus hogares, a menudo
se encuentran solas, angustiadas, sin saber con quién ha­
blar. No obstante, parecen esbozarse nuevas formas para
reemplazar a las antiguas solidaridades familiares o de
vecindario. Asociaciones como «Solidarileche», en Fran-
cía26, proponen a las jóvenes madres que amamantan infor­
maciones y espacios propicios al diálogo entre ellas, ya sea
con o sin médicos.
Otra complicación ha surgido con el florecimiento del
feminismo contemporáneo. A comienzos de los años 1970,
las mujeres «fálicas» suscitaron la desconfianza a propósito
de todas las formas del matemaje; entonces era vergonzoso
y ridículo amamantar. Intimaciones «políticamente correc­
tas» relacionaban el honor de una mujer y el desarrollo de
su bebé con su independencia precoz. ¡Vivan las guarderías,
aunque sean «salvajes»! Posteriormente los vientos han
cambiado. La ecografía reveló las «capacidades» del feto,
sus aptitudes para comunicarse con su madre y su entorno.
Los etólogos han examinado las prjjmeras formas del «ape­
go» entre el recién nacido y la persona que lo alimenta27. Al
mismo tiempo hemos visto renacer una celebración lírica de
la «diada», de la «simbiosis» que une a la madre con su hijo.
Los medios de comunicación pretenden revelar a las madres
jóvenes lo que siempre han sabido: que ¡«el bebé es una
persona»! Esta efusión rehabilita al pecho materno. Más
allá de la higiene, más allá de la moral, e incluso más allá
del placer, la lactancia se convierte en una relación entre dos
seres: relación específica, íntima, privilegiada, una etapa
esencial en la vida de una mujer y en la de un niño28.
Pero, al mismo tiempo, el número de las mujeres que
trabajan fuera del hogar no deja de aumentar. Su función nu­
tricia perturba a sus empleadores y compromete sus carre­
ras. Se deduce que el viejo oficio de nodriza tiene todavía
un porvenir ante sí, al menos si su actual transformación no

26 Hay sólo un fonema de diferencia entre la palabra francesa «so-


lidarité» (solidaridad) y el neologismo «solidarilait» (solidarileche).
[N,. de la T]
27 Ver, entre otros, John Bowlby, L’atíachement, París, PUF, 1969;
Hubert Montagner, L’attachement et les débuts de la tendresse, París,
Odile Jacob, 1988; Boris Cyrulnik, Sous le signe du lien, París, Bachet-
te, 1989.
28 Marielle Issartel, «Allaiter dit-elle», en Mémoires lactées, Autre-
ment, serie Mutations mangeurs, núm. 143, marzo 1994.
genera demasiados problemas. Las que lo ejercen se deno­
minan en la actualidad «asistentes maternales» y aspiran a
una verdadera posición profesional, con formación inicial y
continua, remuneración fijada por la ley, derecho a las vaca­
ciones y al retiro, asociaciones y sindicatos29. ¿Por qué no?
Pero entonces emerge una nueva dificultad: la «verdadera
madre» no recibe en la actualidad ninguna formación pro­
gramada, ni inicial, ni continua; no se reconoce su cualifica-
ción; ¿podrá dar directivas a una asistente oficialmente cua­
lificada? Y si estas dos mujeres no se ponen de acuerdo
acerca de los cuidados que hay que prodigar al bebé, ¿quién
arbitrará en los conflictos?
Es evidente, por lo expuesto, que entre todos los nudos
de contradicciones que afectan a la condición humana, la
lactancia es uno de los más notables.

29 Suzanne Bosse-Platiére, Les maternités professionelles, Parí


Eres, Collection Travail Social, 1989; La formation des assistantes ma-
ternelles, informe de la doctora Myriam David, CTNERHI, 1981.
TERCERA PARTE

Del mito de los orígenes


a las figuras singulares
El mito de los orígenes
De la Madre a las madres, un camino
de la identidad femenina
S il v ia V e g e t t i - F inzi

I n t r o d u c c ió n

La maternidad ocupa, a finales del siglo xx, el lugar que


correspondía a la sexualidad en la segunda mitad del xix: la
sede de conflictos que no se pueden enunciar ni pensar. Así
como la histeria ha representado, bajo la forma de la conver­
sión orgánica, un modo de expresión del malestar que la
consciencia femenina no lograba reconocer, análogamente
los trastornos psicosomáticos del proceso generativo consti­
tuyen ahora el síntoma de una imposibilidad que impulsa al
psicoanálisis hacia nuevas fronteras.
La perturbación del ciclo menstrual, el incremento de la
esterilidad, la dificultad para hacerse cargo del deseo de
procreación, el recurso desesperado a la biotecnología, los
abortos voluntarios repetidos, los partos inducidos, las de­
presiones puerperales son, con frecuencia, efectos de un
profundo malestar de la identidad femenina que no encuen­
tra las palabras para expresarse y por ello utiliza el «lengua­
je de órgano», la representación comunicativa del síntoma
para pedir ayuda. Pero, en lugar de responder a la demanda
con otra demanda, se prefiere (¡un siglo después del naci­
miento del psicoanálisis!) ofrecer una solución tecnológica,
una intervención médica que, haciendo callar al síntoma,
amordaza a todo interrogante problemático, aun sabiendo
que el desconocimiento de aquello que determina la enfer­
medad hará que ésta se vuelva a presentar bajo otros ropajes
con la insistencia propia del inconsciente, de su inexorable
«compulsión a repetir».
En el intento de esclarecer un malestar que es, al mismo
tiempo, desconocido y extendido, me he ocupado del análi­
sis del inconsciente individual de las mujeres y de las confi­
guraciones correspondientes sedimentadas, bajo las formas
del mito y del rito, en el imaginario histórico. En El niño de
la noche he procurado reconstruir el proceso por el cual la
niña deviene madre en el seno de una civilización que ha he­
cho de la procreación el objeto del conflicto entre los sexos1.
En esta ocasión, para analizar la contradicción que des­
garra el proceso de adquisición de la identidad maternal,
presentaré dos escenarios míticos contrapuestos. Por una
parte se yerguen los vestigios de la Gran Madre, la divinidad
telúrica arcaica que preside, con su potencia ctónica, la fe­
cundidad de las mieses y de los vientres femeninos. Con
este fin remito a las fotografías de las llamadas Matres Ma-

1 S. Vegetti Finzi, El niño de la noche, Madrid, Cátedra, 1993. Ver


también: «II bambino che manca all ’appello materno», en AA V y .
I figli della scienza. Riflessioni sulla riproduzione artificíale, Milán,
Emme Edizioni, 1985, págs. 129-151; «L’altra scena del parto», en
AA VV, Le culture del parto, Milán, Feltrinelli, 1985, págs. 185-193;
«L’aborto, uno scacco del pensiero», en A A .W , Aborto perché?, Mi­
lán, Feltrinelli, 1988; «Tecnologie del desiderio, logiche deH’immagina-
rio», en Bioética (Ed. de A. Di Meo y C. Mancina), Roma-Bari, Later-
za, 1989; «Miti femminili e immagini della natura», en A A .W , Studi
freudiani, Milán, Guerini e associati, 1989; «Archeologia delPimmagi-
nario feminile», «L’animale feminile» y «Parole e silenzi nel rapporto
madre-bambina», en A A .W , Verso il luogo delle origini, Milán, La
Tartaruga, 1992; «Le isteriche o la parola corporea», en AA.VV, Psi-
coanalisi al feminile, Roma-Bari, Laterza, 1992; «II travaglio delle pas-
sioni», en AA VV, Maschile e feminile nella psicoanalisi, en prensa
(Laterza).
tutae, conservadas en el Museo de Capua en Campania,
enormes estatuas que expresan, con terrible fuerza evocado­
ra, la identificación de la madre con la tierra, del tiempo
biográfico con la prosecución de la vida y de la muerte en el
ciclo de la naturaleza2.
Por otra parte, relataré un rito de la Grecia clásica, del
que hay testimonios del siglo v a. C., que remite a un mito
oriental, el de Adonis, el dios destinado a no crecer nunca3.
Se trata de un rito femenino, transgresivo y clandestino con
respecto a las ceremonias públicas de la ciudad. Creo que
sus gestos furtivos pero claramente simbólicos pueden in­
terpretarse como expresión desplazada de un deseo incons­
ciente de no-maternidad, de infecundidad, como un rechazo
a someterse al anonimato de la generación rfátural, a su ne­
cesidad impersonal.
Frente a la «objetividad» de las Grandes Madres, a su
sustancia pre-psicológica, a su ubicuidad cósmica, el rito de
la infecundidad constituye el otro polo de una identidad fe­
menina que se reconoce precisamente en el distanciamiento
con respecto a su destino biológico. En términos junguia-
nos, los dos escenarios representan los polos de un camino
de individuación que va desde el arquetipo a la persona, de
la sedimentación anónima de las formas primordiales a de­
cir «Yo».
Para Freud, la imagen de la Madre constituye un llama­
miento a la exigencia del tiempo, una propuesta imprescindi­
ble de aceptar lo inaceptable: la conjunción de la generación
y la destrucción, de la vida y la muerte4. Nosotros podemos
leer en ella un llamado a la consciencia de la complejidad, a

2 Las figuras han sido tomadas de Matres Matutae, Angelicum


Mondo X. Catálogo publicado en ocasión de la exposición realizada en
Milán en 1993.
3 Sobre los ritos de las Adonías ver: M. Detienne, Les jardins
d ’A donis, París, 1972; S. Vegetti Finzi, «Lamaternitánegata. Alie origi-
ni dell’immaginario femminile», en Memoria, Rivista di storiá delle
donne, núm. 7, septiembre, 1983.
4 S Freud, «El tema de la elección del cofrecillo», Obras comple­
tas, t. II, pág. 1.063, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968.
la profundidad natural, histórica y psicológica de la vivencia
materna. El psicoanálisis no ha logrado aún reconstruir la
conexión de la sexualidad con la maternidad, la estrecha in-
terrelación de ambos recorridos evolutivos, sus interferen­
cias. Sin embargo, sabemos que una mujer se siente tal en la
medida en que logra reconocer y aceptar esta doble econo­
mía de su mente y su cuerpo. Esto no significa que tenga
que ser madre biológicamente para «realizarse». Las poten­
cialidades generativas, sustraídas a la represión, pueden ex­
tenderse a múltiples proyectos de vida: el tejido imaginario,
una vez recuperado por la consciencia, puede convertirse en
materia prima de una nueva y diversa creatividad femenina.
Es evidente, cada vez más, que en tomo a la maternidad per­
siste un nudo no resuelto de pensamientos y afectos. En
cierto sentido, el enigma de la maternidad ha sustituido al
enigma de la sexualidad, aquello que Freud llamaba el «con­
tinente negro de la feminidad». Si hay algo reprimido en
nuestra cultura pienso que concierne sobre todo a la identi­
dad materna5.

Los TRES r e g i s t r o s : u n m o d e lo c o n c e p t u a l p a r a p e n s a r l a
m a te r n id a d .

Cuando el psicoanálisis — como ha observado Silvia


Lagorio citando algunos de los autores más importantes—
aborda el componente materno de la feminidad, se encuen­
tra inevitablemente suspendido en la fase preedípica, es de­
cir, en el periodo de la vida durante el cual el niño participa
de la identidad materna, es uno con ella, con su cuerpo, con
sus fantasmas. Finalmente, se dice que nos encontramos an­
tes de la triangulación familiar, en una dimensión de la ex­
periencia que no se sitúa entre las coordenadas de la socie­
dad y la cultura porque constituye un antecedente con res­

5 M. Langer, Maternidad y sexo (1951), Buenos Aires, Paidós,


1974.
pecto al tiempo histórico y al carácter contractual de sus re­
laciones.
Melanie Klein niega que exista este «antes», puesto que
el niño nace en un ambiente del que forma parte la prohibi­
ción del incesto. En efecto, sólo podemos teorizar adecua­
damente la fase preedípica en el marco de los tres registros
lacanianos: simbólico, imaginario y real, que Lacan repre­
senta como tres circunferencias. Cada una de ellas se super­
pone en parte a las otras, delimitando así el espacio comple­
jo de la realidad, pero en parte permanece autónoma con
respecto a las demás. En lo que respecta a la madre, ésta
participa de los cuatro espacios delimitados ei! el esquema
lacaniano: es un dato de la realidad pero, al mismo tiempo,
es un símbolo, un fantasma, una cosa. En tanto no simboli­
zadas, estas dos últimas dimensiones se sustraen al Edipo,
son de carácter preedípico. El imaginario, constituido por
configuraciones fantasmáticas de tipo visual, pertenece en
ciertos aspectos a la etología en tanto se refiere a las figuras
innatas que orientan los comportamientos animales. Por
ejemplo, el perfil de un predador desencadena en los pájaros
comportamientos de mimetización, mientras que el de un se­
mejante con rasgos del otro sexo activa rituales de cortejo.
El registro de lo real es más difícil de definir. Se trata de
la sedimentación de cosas no pensadas, huellas mnémicas
de percepciones carentes de representación mental. Con el
término «cosa» (das Ding) Freud indica lo que permanece,
en el inconsciente, como no representable, irreductible a la
palabra y a la imagen. Esto remite a un proceso hipotético,
la «represión originaria», por el cual al representante psíqui­
co, ideativo de la pulsión se le niega el acceso a la conscien­
cia. Lo que atestigua la presencia de una represión origina­
ria (sería mejor decir «fijación») es, entonces, la presencia
de un contra-investimento pulsional proveniente del propio
cuerpo, de sus equilibrios internos. En este sentido la
«cosa» freudiana se aproxima, en lo que concierne al pensa­
miento aristotélico, a la materia que aún no ha sido modela­
da por la forma o, en el sistema kantiano, a la cosa en sí, al
noúmeno. Por definición, lo «real» puro es impensable pero
podemos percibir sus efectos como residuos no elaborados
en el registro simbólico ni en el imaginario que, sin embar­
go, insiste en sus formaciones. Cuando nos hallamos ante
representaciones que no expresan completamente su signi­
ficado o su sentido sino que remiten a otro, probablemente
estamos recogiendo elementos de lo real. En términos de
experiencia este residuo solicita procesos mentales prima­
rios, que se presentan como estados emocionales no estruc­
turados, inintencionales, privados de dirección comunicati­
va; como angustia flotante. Aunque permanezca en sí mis­
mo incognoscible, lo real activa la búsqueda, moviliza la
voluntad de saber, la pasión de la verdad. En la realidad hay
un núcleo duro que Lacan, para mantenerse fiel a la letra del
texto freudiano, ha denominado lo «real».
En efecto, Freud afirma que no se puede esperar alcan­
zar la realidad última, «puesto que es evidente que todo lo
nuevo que hemos deducido debe ser transferido al lenguaje
de nuestra percepción, del cual es imposible que nos libre­
mos. (...) La realidad siempre resultará “incognoscible”»6.
Y Lacan le hace eco, en el Seminario XI: «El sujeto en sí
mismo, la rememoración de la biografía, todo ello marcha
hasta cierto límite que se llama lo real... Lo real que es lo
que vuelve siempre al mismo lugar —al lugar en el que el
sujeto en cuanto pensante, la res cogitans, no lo encuentra.»
Y más adelante: «Un método similar se aplicaría a la cues­
tión de lo posible, y lo imposible no es necesariamente lo
contrario a lo posible; dado que lo opuesto a lo posible es se­
guramente lo real, nos veríamos llevados a definir lo real
como lo imposible... Lo real se distingue... por su separa­
ción del campo del principio del placer, por su desexualiza-
ción, por el hecho de que su economía, consecuentemente,
admite algo nuevo, que es precisamente lo imposible»7. En
este sentido lo real es «lo que no cesa de no decirse».

6 S. Freud, «Esquema del psicoanálisis» (1938), O. C., t. III, pági­


na 1.053.
7 J. Lacan, El Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales
del psicoanálisis, Barcelona, Paidós, 1987, págs 50-51; 170-171.
Freud había intuido la precedencia, con respecto al
tiempo histórico, de la maternidad primigenia y su irreduc-
tibilidad a la cultura cuando, analizando la relación madre-
hija, escribe: «El conocimiento de una época preedípica en
la mujer ha provocado en nosotros una sorpresa similar a la
que, en otro campo, suscitó el descubrimiento de la civiliza­
ción minoico-micénica anterior a la civilización griega.
Todo, en el ámbito de esta primera vinculación a la madre,
me parece difícil de captar analíticamente, oscuro, remoto,
sombrío, difícil de devolver a la vida, como si hubiera caído
bajo una represión particularmente inexorable»8. Puesto que
la civilización griega se funda en el logos y el nomos, Freud
atribuye a lo que descubre como arcaico un estatuto imagi­
nario. En esta cartografía de lo psíquico, por ejemplo, Tebas
es el espacio del pensamiento nocturno, del sueño y del
mito, donde se representan las pasiones salvajes que convul­
sionan a la familia, mientras Atenas es el lugar de la razón,
de la ley, del estado.
Yocasta, madre incestuosa, nace en el palacio real de Te­
bas y muere en él, puesto que ése es su único ámbito, mien­
tras Edipo, tras acceder a la verdad de su identidad, será se­
pultado en Atenas, en la polis. Cuando Freud afirma: «La
herencia arcaica del hombre constituye el nodulo de lo in­
consciente»9, intenta quizás referirse al misterio del origen,
al punto sin memoria a partir del cual nuestra biografía se
esfuma hacia lo ignoto.
Luego, la madre arcaica, preedípica, es un fantasma ori­
ginario que habita desde siempre el inconsciente, una imago
innata que precede a cualquier experiencia individual. Ni
aun la dimensión filogenética, entendida como historia de la
humanidad, la contiene enteramente, porque la maternidad
la precede, así como la naturaleza, en un orden genealógico
del mundo, antecede a la cultura. En tanto no se la puede si­
tuar en el tiempo ni en el espacio, la madre contiene un ele­

8 S. Freud, «Sobre la sexualidad femenina» (1931), O. C., t. III,


pág. 518.
9 S. Freud, «Pegan a un niño» (1919), O. C., 1.1, pág. 1.208.
mentó impensable, imposible, real. En su caso, aun la más
luminosa de las imágenes posee en su interior un grano de
carbón que ofusca su transparencia. En cierto sentido, el
icono de la Virgen Negra, llevando el misterio a la superfi­
cie, haciendo visible lo invisible, configura lo imposible que
toda figura materna contiene.
Es muy difícil, para Freud, situar lo preedípico materno
arcaico en el seno de una conceptualización que se propone
ampliar el ámbito de la racionalidad más allá de sus confi­
nes tradicionales. En efecto, la madre, en cuanto cuerpo pri­
migenio que contiene todo, no puede ser englobada siquie­
ra en el sueño puesto que constituye su matriz:

En los sueños mejor interpretados solem os v em os


obligados a dejar en tinieblas determinado punto, pues
advertimos que constituye un foco de convergencia de
las ideas latentes, un nudo im posible de desatar. ( . . . )
Esto es entonces lo que podem os considerar com o el o m ­
b ligo del sueño, o sea el punto por el que se halla ligado
a lo d esconocido10.

Hay algo que permanece fuera del tejido de nuestro


mundo intelectual: una especie de micelio del que se eleva
el hongo del deseo onírico. En este sustrato, que aunque ali­
menta los procesos psíquicos permanece fuera de su econo­
mía, se puede reconocer quizás la función materna, la ima-
go de la madre arcaica. Una figura que no se identifica con
la madre de la realidad en cuanto constituye un a priori con
respecto a toda experiencia. Sólo si colocamos a la Madre
primigenia en la dimensión de lo real, en el sentido lacania-
no del término, podemos conceptualizarla como fuera del
tiempo, del espacio, de la causalidad, del símbolo, de la se-
xuación, de la comunicación, como madre de todos y de
ninguno. Pero definirla con una serie de atributos negativos
no nos autoriza a considerarla como inexistente. Debemos
más bien preguntamos dónde localizar una existencia de la

10 S. Freud, «La interpretación de los sueños», O. C., 1.1, pág. 543.


que percibimos tan sólo efectos secundarios. El pensamien­
to antiguo ha elaborado, a este respecto, un potente aparato
conceptual, una organización del mundo a la que aún hoy se
refiere nuestro pensamiento espontáneo.

La m a t e r n id a d e n l a s r e d e s d e l o s g r a n d e s s a b e r e s

En su calidad de materia no formalizada, la función ma­


terna sirve como punto de enlace de los grandes saberes de
la antigüedad acerca de la incógnita femenina. Circundada
de producciones discursivas, la Madre persiste como un
obstáculo para el saber, un punto ciego en la retina de las re­
presentaciones simbólicas que resiste, por su impenetrable
densidad, a toda conceptualización definitiva. Las investiga­
ciones contenidas en el texto fundamental Madre Materia.
Sociología y biología de la mujer griega11 demuestran cómo
la maternidad puede ser objeto del saber, de las regulaciones
sociales, de manipulaciones ideológicas, sin agotarse en es­
tos procedimientos de control. Orientadas a exorcizar una
potencia generativa experimentada como amenazante y per­
turbadora, estas prácticas discursivas acaban por hablar de
otra cosa, por cubrir con su ruido un enorme silencio, a tal
punto que, en su introducción al volumen Mario Vegetti se
pregunta «si... las redes de los grandes saberes han logrado
capturar su presa». La respuesta es negativa, como lo de­
muestra la persistencia de un imaginario monstruoso acerca
del cuerpo y de las funciones femeninas y la reiteración de
una interrogación insistente.
Hacia el año 1500 la metáfora de la Madre Tierra expre­
saba la relación orgánica que el ser humano mantenía con el
mundo antes de que la revolución científica minara su uni­

11 S. Campese, P Manuli y G. Sissa, Madre-materia, Turín, Borin-


ghieri, 1983. Ver también, S, Campese, «Madre Terra Madre Materia»,
en texis, núms. 9-10, 1992, págs, 229-241, y E. Pérez Sedeño (Coord.),
Conceptualización de lo femenino en la filosofía antigua, Madrid, Si­
glo XXI, 1994,
dad. La visión renacentista de la naturaleza y de la sociedad
se fundaba en la analogía orgánica entre el cuerpo humano
o microcosmos y el mundo o macrocosmos. Carolyn Mer-
chant escribe: «El centro de la teoría orgánica era la identi­
ficación de la naturaleza, y especialmente de la tierra, con
una madre nutricia, con un alma madre: una mujer benévo­
la que proveía a las necesidades de la humanidad en un uni­
verso ordenado, planificado»12. La disolución de esta gran
expresión metafórica deja sin representación a una dimen­
sión del mundo interno y externo que Freud no logra incluir
en su delimitación del inconsciente individual porque lo
desborda ampliamente. Si no tiene cabida en lo psíquico po­
dríamos eliminarla de nuestra experiencia, considerarla
como inexistente o al menos irrelevante; no tendría ninguna
pertinencia para el psicoanálisis si no captáramos en noso­
tros algún efecto de su existencia: las represiones exitosas
no tienen historia. Sin embargo, la imago de la madre
irrumpe en la experiencia psíquica de manera perturbadora.
La palabra alemana unheimlich (inquietante) es eviden­
temente la antítesis de heimlich, hogareño, acogedor (de
Heim, hogar), aunque ambos términos se hayan aproxima­
do. De todos modos, sostiene Schelling, unheimlich es
aquello que debería haber permanecido secreto, oculto y,
por el contrario, ha aflorado.
Si algo provoca miedo es precisamente porque no es co­
nocido y familiar, sino extraño, un locus suspectus que ge­
nera angustia. «Sucede incluso», observa Freud, «que Tos
neuróticos declaran que el aparato genital femenino repre­
senta para ellos algo inquietante.» Esto inquietante (Un-
heimliche) es sin embargo el acceso a la primera patria (Hei-
mat) del ser humano, el lugar en el que todos han estado en
algún momento y que es por ello su primera morada. «Se
suele decir jocosamente Liebe istHeimweh (amor es nostal­
gia), y cuando alguien sueña con una localidad o con un pai­
saje, pensando en el sueño: “esto lo conozco, aquí ya estuve

12 C. Merchant, «The Death ofNature». Women, Ecology and the


Scientific Revolution, San Francisco, Harper and Row, 1980.
alguna vez”, entonces la interpretación onírica está autori­
zada a reemplazar ese lugar por los genitales o por el cuer­
po de la madre»13.
Lo inquietante sería entonces esa cualidad aterradora
que emana de una represión arcaica como el fantasma del
cuerpo materno.
Como dice Marisa Fuimanó: «(la angustia) es un senti­
miento que no engaña»14. En efecto, la angustia remite, con­
trariamente al miedo, a algo irrepresentable, a algo real. Sin
embargo, precisamente sobre la insistente «ausencia» de lo
real, la cultura construye sus edificios, sustitutivos y repara-
torios con respecto al vacío que deja la represión originaria.
Uno de ellos, una «catedral gótica» de la literatura en lengua
alemana, es el monumental Mutterrecht, El Matriarcado15.
Sobre la inefabilidad de la madre el consejero de la Cor­
te de Justicia de Basilea, Johann Jakob Bachofen construye
la gran novela histórica del matriarcado originario. Publica­
do por primera vez en 1861, el ensayo contiene, según Furio
Jesi, dos elementos capitales. En primer lugar, el descubri­
miento de un «derecho materno» en la antigüedad, caracte­
rizado por relaciones jurídicas relacionadas con la prevalen-
cia de la mujer (la madre) tanto como del hombre (el padre)
en el ordenamiento de la familia y de la sociedad: la mujer
es portadora del derecho; el nombre, la soberanía, los bienes
hereditarios se transmiten por vía matrilineal. En segundo
lugar, una nueva doctrina del mito y del símbolo, una nueva
aproximación a la historia de la humanidad.
Bachofen no se limita a postular (él habla de «demos­
trar») la existencia de una fase del derecho materno, sino
que afirma también la existencia de verdaderas formas de
ginecocracia en un área vastísima del mundo antiguo. «Si
aún hoy se puede admitir que el derecho materno, algunas

13 S. Freud, Lo siniestro, Buenos Aires, López Crespo, 1976, pág. 52.


14 M. Fiumanó, Un sentimento che non inganna Sguardo e angos-
cia in psicoanalisi, Milán, Cortina, 1991. *
15 J. J Bachofen, El matriarcado (1861), Madrid, Akal, 1987. Ver
también, S. Vegetti Finzi, «Miti del feminile e immagini della natura»,
op cit.
instituciones del derecho materno, forma parte de la histo­
ria, la ginecocracia en sentido estricto parece formar parte,
exclusivamente, de la mitología»16. A pesar de que Bacho-
fen ha acumulado, para demostrar su descubrimiento, in­
gentes materiales mitológicos, arqueológicos y antropológi­
cos, la ginecocracia originaria no deja de ser una creación
mitopoyética.
Es suficiente pensar en una favorita de la cultura de la
época, la teoría de la correspondencia entre onto y filogéne­
sis. Si el desarrollo del ser humano reproduce la evolución
de la humanidad, a la centralidad de la madre en la primera
infancia debería corresponderle una centralidad paralela de
la madre en la historia, un estadio de la civilización en el
cual el poder habría estado en manos tanto de las mujeres
como de los hombres.
Aunque, en términos evolutivos, el matriarcado corres­
ponda a una fase inferior con respecto al posterior derecho
paterno, Bachofen lo sublima como un paraíso perdido. Su
matriarcado se caracteriza por la estabilidad, la seguridad, la
serenidad, la justicia, el amor por los hijos. En su recons­
trucción juega claramente, como se ha señalado muchas ve­
ces, su amor por la madre, a la que dedica su obra.
Pero lo que más interesa, en este amplio archivo cultu­
ral, es la estructura de base, el modelo que organiza el ma­
terial acumulado. La perspectiva de la obra está constituida
por la muerte, en la que Bachofen reconoce la verdad y el
sentido de la vida. La vida es tal sólo en tanto constituye
una respuesta a la muerte. Se trata de un propósito que per­
sigue de dos modos: según el derecho natural, que emana
de la materia, y según el derecho positivo que procede del
espíritu.
Materia y espíritu constituyen dos polos en tomo a los
cuales se organizan la tierra y el cielo, el hombre y la mujer,
el padre y la madre. La madre se identifica con la materia,
pero se trata de una materia dotada de valores y de capaci­

16 F. Jesi, «I recessi infiniti del “Mutterrecht”», edición italiana d


J. J Bachofen, II matriarcato I, Turín, Einaudi, 1988.
dad legislativa en términos, como hemos dicho, de un dere­
cho natural.
Puesto que la naturaleza es eterna, la maternidad no
evoluciona. Es cierto que el patriarcado supera al matriarca­
do, pero su advenimiento representa una sustitución, no una
transformación. Excluidas del tiempo histórico, las madres
originarias permanecen todavía en la cultura como símbolos
sin hermenéutica, como metáforas que ulteriormente no
pueden ser metaforizadas.
Bachofen distingue entre símbolos y alegorías: el sím­
bolo está más allá de toda funcionalidad, no sirve para nada
y no tiene efectos, reposa en sí mismo y sólo es cognoscible
en la medida en que aparece reflejado en el espejo de la
muerte. El símbolo es la existencia misma de la idea, «reba­
jada a este mundo corpóreo» y perceptible «directamente e
inmediatamente» en las imágenes. La alegoría, en cambio,
es representación, progreso a lo largo de una serie de mo­
mentos históricos, forma que condensa, sucesivamente, la
evolución de la civilización. En tanto la alegoría puede y
debe someterse a juicio, el símbolo se sustrae a toda elabo­
ración, existe en sí y por sí mismo, más acá y más allá del
pensamiento. Resulta evidente que Bachofen anticipa la
teoría de Blummenberg acerca de la existencia de metáforas
absolutas, de formas simbólicas que ulteriormente no pue­
den ser descodificadas ni interpretadas.
Puesto que no pertenecen, sino como a priori, al orden
del tiempo, las grandes Madres son símbolos de un «eterno
femenino» material pero sagrado. En cuanto sagradas anu­
lan el tiempo fijando el acontecimiento en la eternidad del
gesto. Bachofen recoge el «icono negro» de la Madre sagra­
da de una historia religiosa de larga duración (pensemos en
la Artemisa de Efeso) y la inscribe en un contexto cultural
que condensa el saber del siglo xix. Como era inevitable, su
trabajo ha suscitado una miríada de sugerencias en los cam­
pos más diversos del saber (psicoanálisis, sociología, etno­
logía, economía política), pero en sí mismo permaneció ais­
lado, extraño como un meteorito al terreno cultural que, sin
embargo, lo había producido.
A la luz del psicoanálisis, podemos considerar ahora la
creación de Bachofen como un esfuerzo sobrehumano por
recuperar para la cultura esa dimensión extrapsíquica que
Lacan, retomando una sugerencia del propio Freud, había
denominado «real», atribuyéndole, a diferencia del signifi­
cante, una «función opaca».
En cierto sentido, podemos comparar el trabajo desarro­
llado por Bachofen con el del analista. «El analista», escri­
be Freud en Construcciones en el análisis, debe «hacer sur­
gir lo que ha sido olvidado a partir de las huellas que ha de­
jado tras sí, o más correctamente, construirlo»17.
Al hacerlo, procede como el psicótico que expresa, a
través de las deformaciones del delirio, huellas de una ver­
dad histórica.
Pero la analogía entre el terapeuta y el psicótico se ex­
tiende luego a la historia: «Si consideramos a la humanidad
como un todo, y la sustituimos al individuo humano aislado,
descubrimos que también ella ha desarrollado delirios que
son inaccesibles a la crítica lógica y contradicen la realidad.
Si, a pesar de esto, son capaces de ejercer un extraordinario
poder sobre los hombres, la investigación nos lleva a la mis­
ma explicación dada en el caso del individuo. Deben su po­
der al elemento de verdad histórica que han traído desde la
represión de lo olvidado y del pasado primigenio»18.
Entendida de este modo, la «arqueología» de Bachofen,
aunque en algunos aspectos parece delirante, debe haber
captado un núcleo de verdad histórica perdida para la me­
moria. También podríamos afirmar que expresa una necesi­
dad lógica de la autorrepresentación del ser humano. O bien
que ha escrito un gran mito cuya verdad consiste, como di­
ría Green, en relatar algo que no ha existido nunca pero que

17 S. Freud, «Construcciones en psicoanálisis», O C., t. III, pág. 574.


habría podido existir y que goza, por lo tanto, de una exis­
tencia hipotética, de una realidad psíquica, no menos verda­
dera que la realidad fáctica. Su fresco de época constituye
un oxímoron, en tanto restituye una dimensión irrepresenta-
ble de la experiencia humana. Pero, aunque no diga la ver­
dad, Bachofen pesca, aplicando una frase que Freud cita de
Shakespeare, «una carpa verdadera con una camada fal­
sa»19. Por otra parte, Freud mismo había encontrado, en su
investigación del inconsciente, figuras extra-históricas, for­
mas simbólicas que preceden a toda experiencia individual.
El concepto de «represión originaria», es decir, anterior a
toda operación de represión, indica, por su propia oscuridad,
una dimensión no individual sino histórica de lo psíquico: la
existencia de un archivo desmemoriado de la cultura del que
nadie, en tanto individuo, posee las llaves.
En este sentido, el matriarcado propuesto por Bachofen,
más allá de su inconsistencia histórica, se refiere a una rea­
lidad interior, recupera iconos que yacen en la profundidad
del inconsciente y los inscribe en el tiempo del rito. Hay
unas figuras primordiales que yacen en el archivo de la cul­
tura (véase al respecto el repertorio recogido por Kerényi)20
y también en el archivo de la mente, y esta doble localiza­
ción exige una arqueología conjunta del imaginario indivi­
dual y el social. Pero ¿qué es lo que impide que la imago
materna emeija plenamente en la consciencia y en la cultu­
ra? Su carácter contradictorio: su localización entre la noche
y el día, la vida y la muerte, la materia y el espíritu, el cuer­
po y el alma. Se trata de una contradicción que el lenguaje
no puede recoger en su estructura de orden, en la linealidad
del tiempo de la narración.
La maternidad primigenia (como he intentado demos­
trar en El niño de la noche) se sitúa antes del reconocimien­

19 íd , pág. 577.
Esta frase ha sido erróneamente traducida en la edición castellana
citada como: «nuestra falsedad hubiera sido vituperada por la verdad»
[N, de laT J
20 C. Kerényi, Gli dei egli eroi della Grecia, 2 vols. (1951), Milán,
II Saggiatore, 1963.
to de la identidad sexuada, antes de la oposición de los gé­
neros, antes de la existencia de un sujeto capaz de decir
«yo». Como tal, es una forma del Ello, de su existencia im­
personal y atemporal. Una forma que el icono representa
mejor que la palabra, si es cierto que el sueño transforma los
pensamientos del inconsciente, para sustraerlos a la censu­
ra, en imágenes, en una puesta en escena. A través de las
formas de la condensación y del desplazamiento, en efecto,
es posible hacer coexistir tiempos y espacios diversos, con­
tenidos opuestos, deseos contradictorios.
Si admitimos que las figuras gozan, ante las barreras de
la censura, de un privilegio con respecto a las palabras — en
el sentido de que los ojos de la mente pueden ver lo que los
oídos interiores no son capaces de oír—, la talla de la Gran
Madre amenaza probablemente con transmitir significados
excluidos de la tradición verbal.

E l e n ig m a d e l a s M atres M a tu ta e

De hecho, la visión de sus oscuros vestigios no nos deja


indiferentes, como si la estatuaria tuviera el poder de captu­
rar aquello que, en el pensamiento, se esfuma hacia lo igno­
to. Su figura informe nos incita a la palabra, a la interpreta­
ción, al comentario, pero los discursos se deslizan sobre la
superficie marmórea como propuestas superfluas puesto
que su verdad se encuentra en otra parte. En cuanto ídolo, se
trata de un puro objeto de la visión, no esconden nada, no
ofrecen nada que descifrar. Es pura res, cosa sin tiempo, se­
llada en la materia, como revela su estructura sin vacíos (fi­
gura 1).
Freud ya había intentado dar cuenta de la contradicción
fundamental de la imago materna, referida a la vida y la
muerte, en su obra El tema de la elección del cofrecillo21, en
la que se vale del mito, de la fábula, del folklore, para repre-

21 S. Freud, «El tema de la elección del cofrecillo», op. cit, pág. 971

136
Figura 1
sentar aquello que, en lo psíquico, carece de representación
y, en cierta medida, de aceptación. Sin embargo, estas for­
mas simbólicas polivalentes amenazan con enviar al ser hu­
mano, recalcitrante a reconocerse como mortal, un mensaje
fundamental: «él era también una parte de la naturaleza, y
se hallaba sometido, por tanto, a la ley inmutable de la
muerte»22.
El sentido de la caducidad pasa, para nosotros, a través
del «sentimiento oceánico» de pertenencia a la naturaleza.
Como si la aceptación del límite se alcanzara sólo después
de haber franqueado las barreras narcisistas del Yo.
Por el hecho de ser exteriores con respecto al tiempo vi­
vido y al espacio de la identidad individual, las Matres Ma-
tutae constituyen una ocasión de afrontar la verdad sobre
nosotros mismos, una experiencia iniciática, aniquiladora y
liberadora al mismo tiempo.
Descubiertas casualmente en 1845, durante los trabajos
de sistematización del fondo Patturelli, situado en la perife­
ria de la actual Santa María Capua Vetere, estas grandes es­
tatuas de tufo (sentadas miden más de un metro y medio) re­
presentan una divinidad materna cuyo nombre desconoce­
mos. Adornaban un gran templo que se erguía en tomo a
una elevada ara votiva. Los imponentes restos del santuario
y del área sagrada circundante, incluida a su vez en una vas­
ta necrópolis cercada de murallas, habían sido destruidos
por el propietario del terreno y por las sucesivas excavacio­
nes «científicas», interesadas solamente en la recuperación
de preciadas terracotas. De las numerosas estatuas femeni­
nas encontradas, ciento cincuenta fueron adquiridas por el
Museo de Capua. Estas representaciones tan alejadas de la
estética imperante en ese momento suscitaron un profundo
desconcierto, a tal punto que uno de los primeros estudio­
sos, Mancini, las definió como «tan compactas y monstruo­
sas que parecen escuerzos».
El estudio de las antefijas que decoraban el santuario
permite atribuir el conjunto a la primera mitad del siglo vi o

22 íd,, pág. 975.


a los últimos años del siglo vil a. C., cuando la ciudad de Ca-
pua desempeñaba un importante papel de enlace entre Sur y
Norte, entre Etraria y la Magna Grecia. Sin embargo, las
imágenes de las Madres fueron reproducidas de los modelos
arcaicos originarios hacia el siglo n a. C. También se han
apreciado rasgos comunes a algunas estatuas orientales.
Las estatuas más primitivas, toscamente esculpidas, son
casi estilizadas: las ropas faltan o están apenas esbozadas
mediante la impresión de algunos surcos en la materia de la
estatua, materia más o menos áspera que deja vislumbrar las
inclusiones y los vacíos característicos de la piedra de ori­
gen volcánico. Los arqueólogos que las han recobrado ha­
blan de «estatuas de materia» precisamente porque falta casi
por completo la expresión del rostro y la gestualidad del
cuerpo. Estos grandes iconos matemos tienen en su falda
recién nacidos estrechamente envueltos en pañales que, al
ser tan numerosos (la mayor sostiene veinte) se reducen a
manojos, a gavillas de cereales que tienen de humano sólo
la cabeza que ocupa el lugar de la espiga (figura 2). Entre la
madre y sus innumerables hijos no se observa relación algu­
na: los productos generativos yacen rígidos e inanimados en
su falda. En particular, el rostro materno no tiene nada de
gracioso, de femenino; la mirada está fija en el vacío, como
la de la Esfinge (figura 3). Sus ojos no ven porque no tienen
nada que mirar: recogidas en sí mismas, no reconocen nada
fuera de sí. Se ha observado que ellas tienden a lo inorgáni­
co, contienen la vida pero no están vivas, se ocultan al deve­
nir pero no cambian. Constituyen la experiencia, son su
condición de posibilidad, pero no forman parte de ella por­
que la preceden. En este sentido las diosas ciegas son el eje
en tomo al cual se produce el movimiento rotatorio de la
vida y de la muerte pero ellas mismas no viven ni mueren.
La riqueza de mieses y de hijos que presentan carece para
ellas de alegría, de alguna expresión de goce, como si el
proceso generativo, ciego e imperturbable, las atravesara de
una manera impersonal. Todas tienen un aspecto más bien
imponente, importante, están representadas como figuras
reales sentadas sobre un gran trono que coincide con sus
Figura 2
Figura 3
propios cuerpos, símbolos de potencia más que de poder
(figura 4). Como se ha observado, la vestimenta y el peina­
do se aproximan algunas veces a los trajes de la época;
otras veces carecen de toda referencia y es difícil vincular­
las con una fecha precisa. A menudo el material se encuen­
tra astillado, aumentando así la impresión de carencia de
individualidad, de subjetividad. No se las puede inscribir en
una dimensión histórica del arte; estas figuras sacras resul­
tan extremadamente lejanas, extrañas con respecto a nues­
tro ser en el mundo, como si proviniesen de otra parte in­
memorial, atemporal. Ninguna mujer se identifica con ellas
porque representan la alteridad en ellas mismas, lo radical­
mente otro.
Sin embargo, en cierto sentido ellas nos contienen.
La presencia entre el material votivo de bustos femeni­
nos tallados (de ahí el término Matres Matutae), es decir,
compuestos de dos bloques de tufo superpuestos, lo que no
es casual ni común, remite a Deméter o Perséfone y es ori­
ginaria de Sicilia. El cuerpo partido simboliza la condición
ambigua de Perséfone, que se reparte cíclicamente entre el
mundo subterráneo y el superior, entre lo invisible y lo visi­
ble, entre la muerte y la vida. Algunas de estas estatuas pro­
ceden del santuario vecino de Diana, divinidad de las aguas
y las fuentes, estrechamente relacionada, como lo indica el
epíteto Lucina, con la luna y sus fases. Todas estas figuras
maternas se consideran como protectoras de los partos, pero
también se las invoca (como demuestran los exvotos halla­
dos) para la curación de las enfermedades femeninas en ge­
neral.
En función de la coincidencia de los opuestos, similar a
la que se encuentra en los sueños, los hijos que las madres
sostienen representan también a los muertos que retoman al
seno de la tierra. En efecto, en el pensamiento de la antigüe­
dad, la Tierra participa en dos operaciones antitéticas: reci­
be en su seno tanto las semillas como los cuerpos de los
muertos. Se conocen plegarias arcaicas que invocan a los di­
funtos para que empujen hacia arriba, desde el fondo de la
tierra en la que se encuentran, las simientes que deben ger-
Figura 4
minar. Además, se acostumbraba sembrar granos sobre las
tumbas para poner de manifiesto el hecho de que la tierra es
al mismo tiempo seno de la vida y de la muerte. Recorde­
mos que se llamaba a los difuntos «mieses de Deméter». El
origen y el fin coinciden en el seno de la madre, donde la
oposición se diluye en la alternancia cíclica de las estacio­
nes. Pero siempre existe el temor de que la destructividad
pueda arrebatar la fertilidad, como demuestra un mito órfi-
co de antropofagia. Los Titanes, después de haber invitado
a los dioses a un banquete, al fin de la comida ofrecen como
alimento a un niño, pidiendo que lo coman: todos se niegan
a hacerlo, pero Deméter probó un trocito, el meñique. La
diosa del nacimiento, sólo ella, podía ser una divinidad an­
tropófago Por ello, es significativo que las Matres Matutae
envíen un mensaje doble: de reaseguramiento y de terror,
unificados en la dimensión de lo sagrado.
En 1939 el arqueólogo Adriani considera fundada la hi­
pótesis de que la divinidad a la que se había consagrado el
santuario podía identificarse con Damia, divinidad griega
venerada exclusivamente por las mujeres. Esta suposición
permite vincular hipotéticamente los ritos de Capua con los
ritos griegos de las Adonías, igualmente reservados (como
los servicios sagrados dedicados a Atenea)23 de manera ex­
clusiva al género femenino.
Las Diosas de Capua forman parte de las llamadas
Grandes Madres, diosas de la fecundidad presentes en to­
das las civilizaciones del mundo antiguo. En el Olimpo
griego, Gaia, Rea, Hera, Deméter; Isis en Egipto y en las
regiones helenísticas; Ishtar entre los asiriobabilonios; As-
tarté entre los fenicios; Kali entre los indios. En el símbo­
lo de la madre se encuentra la misma ambivalencia presen­
te en los símbolos del mar y de la tierra: vida y muerte son
correlativas, nacer significa en verdad salir del vientre de

23 'Ver S. Vegeíti Finzi, El niño de la noche, op cit., pág. 152 y ss. y,


especialmente, S„ Campese, S. Gastali, «La festa e l’educazione del citta-
dino», en Storia dell ’educazione, ed. de E. Becchi, Florencia, La Nuova
Italia, 1987,
la madre y morir es retomar a la tierra. La madre represen­
ta la seguridad de la protección, del calor, de la ternura, de
la alimentación, pero también el riesgo de la prisión y de
la opresión, el peligro del sofocamiento; por la madre se
vive pero por la madre también se puede morir. En el ex­
ceso de la función de alimentación, de protección, de cui­
dado, la madre se convierte en la que devora a su hijo, en
la generosidad que captura y mata. No es extraño que
Freud reconociera la imagen de la madre en la terrible ca­
beza de Medusa, en su encantamiento mortal. Freud escri­
be a Fliess definiendo a la madre como «ese Otro prehis­
tórico inolvidable»24, donde la inicial mayúscula antecede
al Otro de Lacan, el lugar de la palabra del que la materni­
dad participa bajo la forma de la ausencia, de la no inscrip­
ción, como revela la imposibilidad de localizar al Matriar­
cado de Bachofen.
Antes de situarse como distintos, madre e hijo constitu­
yen una unidad indiferenciada, una totalidad cerrada, sorda
a toda interlocución: separarse de ella requiere por lo tanto
sustraerse a ella, vivirla como «no yo», abandonarla, dejar
ese cuerpo en el que hemos habitado, como si fuese un país
que se ha tomado extranjero de improviso (he aquí el Otro
con mayúsculas, amenazador, al que alude Freud). El exilio
del cuerpo materno, que se produce en un momento muy
precoz del desarrollo infantil, determina que esta experien­
cia permanezca en algunos casos en una zona prepsicológi-
ca, en una imagen prepsíquica, anterior al pensamiento, an­
terior a lo imaginario, en aquello que Freud y Lacan deno­
minan, como sabemos, lo real La separación no se produce
inicialmente con respecto a una persona, sino a un cuerpo:
el de la primera experiencia infantil, destinado a seguir sien­
do materia. No es casual que madre y materia tengan la mis­

24 S Freud, «Los orígenes del psicoanálisis. Cartas a Wilhelm


Fliess, 1887-1902» O. C., t. III, pág. 740 (6-12-1896). En la versión'ale­
mana, Otro figura con mayúscula, como todo sustantivo o término sus­
tantivado. La traducción italiana que cita la autora ha conservado esa
mayúscula, no así las versiones inglesa y española [N. de la T.].
ma raíz lingüística. Me parece que las Grandes Madres re­
presentadas por las estatuas de Capua poseen, además de
una extraordinaria capacidad de representar la coexistencia
de los contrarios, el poder de visualizar la materia femenina,
de evocar una experiencia tan remota que es, en cierto sen­
tido, precultural.
Sus figuras, obtenidas del tufo, en un tiempo recubiertas
de esmalte, conservan todavía algunas trazas del color rojo,
pero otras se han perdido. Muy alejadas de las imágenes he­
lenísticas coetáneas, se inscriben en una producción de ico­
nos de la fertilidad que se remonta, sin solución de continui­
dad, hasta la época prehistórica. Es probable que estas escul­
turas hayan estado adosadas a los muros que circundaban un
santuario, constituyendo casi un círculo mágico. Siglos des­
pués, los campesinos cuyos arados chocaron con estas gran­
des moles, quedaron consternados: consideraron que se trata­
ba de efigies de animales y, con miedo, se apresuraron a en­
terrarlas una vez más. De hecho, a esto corresponde, como
habíamos supuesto, la represión originaria (Urverdrangung),
una forma de censura que funciona desde siempre, aun an­
tes de que el Superyo se haya constituido y haya interveni­
do con sus propias prohibiciones. Pero ¿con respecto a qué?
A los fantasmas originarios (Urphantasien), evidentemente,
a estructuras fantasmáticas que prescinden de las experien­
cias personales de los sujetos, que constituyen un a priori
con respecto a su historia, porque forman parte de un patri­
monio filogenético transmitido a través de la continuidad
transindividual del inconsciente.

D e las G randes M a d r es a l a s pequ eñ as m ad r es

Aunque diferente del mundo fáctico, el universo fantas-


mático se configura en el psicoanálisis como un mundo que
tiene una consistencia, una organización y una eficacia ex­
presadas adecuadamente por el término «realidad psíqui­
ca». Una vez más, ante las Grandes Madres nos enfrenta­
mos con contenidos mentales que anteceden al sujeto y a su
economía pulsional, con una dimensión humana preindivi-
dual, en términos junguianos con un arquetipo. En este sen­
tido, las informes estatuas de Capua constituyen el intento
de hacer visible un fantasma originario y un fantasma del
origen, difícilmente representables por otras formas simbó­
licas. Sin embargo, estas estatuas se «humanizan» progresi­
vamente: es significativo que, entre las producidas en el si­
glo m a. C., hay algunas, más pequeñas que las otras, que re­
presentan gestos plenos de relación y de afectividad, como
al ofrecer el seno en la lactancia.
Sin embargo en su efigie, ahora ya completamente an-
tropomórfica, se diluye la fuerza sincrética originaria, el in­
tento de recoger la pluridimensionalidad de la figura mater­
na, su homologación con la Tierra, la procreación conjunta
de los hijos y de las mieses.
Entre las últimas producciones, una pequeña terracota,
que data del siglo m a. C., es particularmente bella: con lí­
neas finas, miembros arqueados y gestos agraciados, vesti­
do y peinado elegantes, esta figura materna (figura 5) repre­
senta una antítesis con respecto a la expresión material de
las que la preceden y la siguen. Su aparición concluye, aun­
que no de manera definitiva, el ciclo de las Grandes Madres
de Campania. Algunas estatuas esporádicas correspondien­
tes a la maternidad originaria se producen en Capua hasta el
siglo ii a. C. y, en general, hasta nuestros días, como lo de­
muestra la escultura de Henry Moore que, sin embargo, in­
troduce en la masa compacta de la materia originaria, el jue­
go alternante de lo lleno y lo vacío, casi un injerto de forma
en la materia.
Frente a la figura de la madre que amamanta a su niño
sentimos que ella también es una pequeña madre como no­
sotras, que no se trata ya de la Madre-Tierra sino, finalmen­
te, de una mujer.
Sin embargo, en la inevitable humanización de la fun­
ción materna hay algo que se pierde: la dimensión biológica
que vincula las pulsiones de vida y de muerte, la economía
propia del individuo y de la especie, el micro y el macrocos­
mos, sustraída a la dimensión social del mito y del rito, fija-
Figura 5
da en el inconsciente reprimido, de donde la recuperará la
indagación psicoanalítica.
Escribe Freud: «El individuo vive realmente una doble
existencia, como fin en sí mismo y como eslabón de un en­
cadenamiento al cual sirve independientemente de su vo­
luntad, si no contra ella.
»Considera la sexualidad como uno de sus propios fi­
nes, mientras que, desde otro punto de vista, se advierte cla­
ramente que él mismo no es sino un agregado a su plasma
germinativo, a cuyo servicio pone sus fuerzas, a cambio de
una prima de placer; que no es sino el sustrato mortal de una
sustancia inmortal quizá»25. Lo que permanece en el tiempo
no es la participación individual sino la materia viviente que
se renueva a pesar de la muerte de quien la contiene.
En cuanto representación de la impersonalidad del ciclo
vital orientado hacia la supervivencia de la especie y no del
individuo, las Grandes Madres no se pueden situar exclusi­
vamente en el espacio psicológico. La dimensión biográfica
de nuestra vida es demasiado pequeña para contenerlas;
ellas la sobrepasan, colocándose antes y después de nuestra
existencia personal. Cuando Freud afirma: «La feminidad
es un destino», intenta quizás evocar esta contaminación de
lo psíquico con lo biológico, la misma que intenta aprehen­
der en la gran teorización de Más allá del principio del pla­
cer, donde la muerte deviene, no ya la polaridad antagónica,
sino la finalidad misma de la vida, su objetivo último. El
trasvase de la vida en la muerte, de lo orgánico en lo inorgá­
nico nos enfrenta con una necesidad inexorable que consti­
tuye una «herida narcisista» incurable con respecto al domi­
nio de sí mismo y al control de la propia vida, que el % qui­
siera poseer.
En el Fausto, Goethe hace decir a Mefistófeles: «No me
gusta revelar altos secretos. Las diosas imperan en la sole­
dad, fuera del espacio, aún más alejadas del tiempo. Hablar
de ello resulta vano. ¡Se trata de las madres!» Fausto ;(asus­

25 S Freud, «Introducción al narcisismo» (1914), O C., t. I, pági­


na 1.085
tado): «¿Madres?» Mefistófeles: «¿Te espanta?» Fausto:
«¡Las madres! ¡Madres! Suena tan extraño.» Mefistófeles:
«Y lo es. Diosas desconocidas por vosotros, los mortales, y
que a nosotros no nos gusta invocar. Puedes excavar profun­
damente buscando su morada; tú mismo eres culpable de
que las necesites.» Fausto: «¿Dónde está el camino?» Me­
fistófeles: «¡No hay camino! En lo jamás hollado, en lo
inexplotable; un camino en lo inalcanzable, en lo no otorga-
ble. ¿Estás dispuesto? No hay que abrir cerrojos ni pestillos,
serás juguete de las soledades. ¿Comprendes el desierto y la
soledad?»26 Mefistófeles intenta reintroducir a las Grandes
Madres en la historia pero no lo logra porque ellas son la
precondición de la posibilidad misma de la historia. Hemos
llegado aquí al mito como acontecimiento, más que al mito
como discurso.
Aquello que es indecible en las estatuas de las Matres
Matutae se realiza, deviene evidencia inalcanzable, misterio
sacro que nos hace tocar, utilizando los términos de Sini, el
borde de la palabra, el límite del discurso. Casi parece que
se recoge, en el secreto de las Madres, lo que Simone Weil
denomina la «parte divina no creada» de nosotros mismos,
ante la cual debemos admitir lo que somos y dejarlo apa­
recer.
«Simone Weil marca un camino que permite pasar de la
necesidad sufrida pasivamente, que no es otra cosa que azar,
a la necesidad aceptada conscientemente: ésta es una vía de
liberación que implica admitir la necesidad...» Encamarse
en lo que se es, liberándose del imaginario narcisista, hace
coincidir el cuerpo con el mundo27.
Lo que Weil propone es un itinerario místico que tiende
a disolver al Yo en el todo. Pero en su propuesta existe un
peligro de confusión que Jung incluye y controla en el doble
movimiento del proceso de individuación. Una parte esen­
cial del mismo es lo que Jung llama la objetivación de las

26 W Goethe, Fausto, Barcelona, Plaza & Janés, 1986, págs. 281-282.


27 Diotima, Metere al mondo il mondo, Milán, La Tartaruga, 1990,
pág. 80 y ss,
imágenes impersonales. Aunque el proceso puede asumir di­
versos aspectos según los individuos, está presente un ele­
mento común que se puede referir a la intervención de deter­
minados arquetipos, entre los cuales se encuentra el de la
Madre. Pero sólo en el momento en que se emprende el ca­
mino de individuación se presentan los símbolos de la tota­
lidad. Estos son anteriores al Yo pero devienen experiencia
sólo cuando aquél se constituye28. Sin el reconocimiento de
los arquetipos, el individuo se empobrece; pero el reconoci­
miento puro lo disuelve en el todo. La individuación, dice
Jung, no excluye sino que incluye al mundo y, como tal,
comporta una relativización del Yo, directamente proporcio­
nal al reconocimiento de la complejidad de la propia natura­
leza.

N e g a c ió n d e l a m a t e r n id a d
y a d q u is ic ió n d e l a s u b je t iv id a d

Por consiguiente, hay un movimiento que va hacia la


impersonalidad de los arquetipos y un movimiento que se
aleja de ellos y retoma hacia la autorrealización, hacia una
interioridad enriquecida, sin embargo, por una dimensión
que la trasciende. El proceso de individuación, observa Ga-
limberti, comporta un proceso de diferenciación y otro de
integración29. En el primer caso, individuarse significa dife­
renciar al Yo de las instancias psíquicas inconscientes, to­
mar distancia de sus efectos condicionantes; en el segundo,
reconocerlas en cambio como dimensiones ineliminables de
uno mismo.
En tanto el acontecimiento mítico representado por las
Matres Matutae nos lleva, por su poderosa fascinación, ha-

28 A. M. Sassone, «II processo di individuazione», en Trattato di


psicología analítica (dirigido por A. Carotenuto), Turín, Uté’t, 1992,
vol. II, págs 245-274,
2-9 U, Galimberti, Dizionario di Psicología, Turín, Utet, 1992, pági­
na 482,
cia el arquetipo, el rito de las Adonías nos hace vislumbrar
el movimiento opuesto: la fuga hacia la individuación. Si las
estatuas de las Madres simbolizan el origen, la naturaleza, el
tiempo cíclico del cosmos, los ritos de Adonis afirman, por
el contrario, la subjetividad, la colectividad femenina, la
temporalidad intencional. Mientras el primero exige adhe­
sión, obediencia, sumisión, el segundo comporta negativi-
dad, rebelión, autoafirmación. Como tal, se contrapone tan­
to a la naturaleza como a su codificación normativa en los
ritos oficiales de la polis30. Los dos acontecimientos, desde
el punto de vista cronológico, no son demasiado distantes, si
es cierto que las primeras estatuas de Capua proceden del si­
glo vi y los ritos de Adonis fueron importados a Atenas en
el siglo v a. C.
Al margen de las ceremonias oficiales, orientadas a sos­
tener la maternidad como procreación de ciudadanos para el
estado, las seguidoras de Adonis producen un espacio reli­
gioso autónomo, mediado por las religiones orientales y, en
particular, dedicado a Adonis, el dios eternamente niño.
A mediados de julio, bajo la constelación del Can, las
mujeres salen, adornadas con sus trajes más bellos, suben a
los techos llevando vasijas de barro y cestas con tierra sobre
la que esparcían una mezcla de semillas de cereales y de
hortalizas (trigo, cebada, lechuga e hinojo). Los dos prime­
ros pertenecen al ciclo agrícola de Deméter; los otros, en
cambio, se inscriben en la esfera de los aromas, cuya finali­
dad es el control de la sexualidad y del placer.
El intenso calor del sol estival favorece una germinación
precipitada de las semillas, que pronto se endurecen y se
secan. Este ciclo vegetal artificial, producto de un juego o
de una broma, dura en total ocho días. Al noveno día, acom­
pañadas de música y cantos, los brotes secos se echan en
agua salada, para finalizar la inevitable putrefacción.
El rito de los «jardines de Adonis», parodia de la gene­
ración de los hijos y de las mieses, puede leerse como un re­
chazo de la maternidad, de su necesidad inexorable, como

30 S. Vegetti Finzi, «La maternitá negata», op. cit.


una toma de posesión de la fecundidad del propio cuerpo,
sustraído al ciclo impersonal de la naturaleza. El de las Ado­
rnas es un mundo al revés, que niega las determinaciones
biológicas y sociales sufridas por las mujeres en tanto ma­
dres. A través de un rito paradójico de esterilidad, se afirma
la prioridad de la mujer sobre la madre.
En cierto sentido, las posibilidades actuales de contra-
cepción, en la medida en que separan la sexualidad de la fe­
cundidad, parecen haber realizado el anhelo de las seguido­
ras de Adonis. La subjetividad femenina se piensa ahora
como liberada del destino biológico, de sus condiciona­
mientos silenciosos.
Pero negar la dimensión biológica, la relativa autonomía
del cuerpo con respecto a lo psíquico, la incidencia de lo
imaginario, la insistencia de lo real, significa reducirse a
una sola dimensión: la de la consciencia. La incapacidad de
aceptar el inconsciente y de reconocer la realidad de sus
contenidos provoca una libertad ilusoria, un dominio efíme­
ro de sí mismo. Se produce así una identidad neutralizada,
reducida a una existencia puramente racional, sin psique,
sin alma. Si las mujeres se definen contra la maternidad pri­
migenia, pierden la sacralidad de la función generativa, su
dimensión transindividual, su promesa de perennidad, su
autoridad intrínseca. La función materna, reducida a su mera
dimensión fisiológica, está destinada a entregarse, pasiva­
mente, al dominio impersonal, que requiere erróneamente
de la técnica.
El reconocimiento del origen, como punto de mira inal­
canzable, como «ombligo del sueño», no supone una místi­
ca de la maternidad sino la consciencia de su complejidad e
irreductibilidad.
Llegar a ser uno mismo requiere sustraerse, en la medi­
da de lo posible, a las determinaciones que condicionan la
existencia de todo ser viviente, pero al mismo tiempo reco­
nocerlas y recuperar su potencialidad creativa en el seno de
un proyecto de autorrealización que eluda la omnipotencia
de lo imaginario: ser alguien comporta la renuncia a serlo
todo.
La vida por su parte, nos impone una aceptación de la
imposibilidad, nos obliga a admitir que no nos será concedi­
do todo, que jamás seremos absolutamente libres, jamás nos
veremos completamente realizados.
Pero precisamente en esta aceptación del límite se origi­
nan los escasos pero preciosos grados de libertad de los que
podemos disponer. Se trata de una ética negativa, rescatada
de la consciencia y de la responsabilidad: escapar pero sa­
biendo de qué, alejarse manteniendo el hilo que nos vincula
al origen, al punto sin retomo que conecta toda existencia
individual con lo desconocido.
El llamamiento a la alteridad que procede del mito es lo
que impide el narcisismo estéril, la convicción omnipotente
de haberse generado a sí mismo, la negación de la deuda
con la madre.
Para concluir un discurso que es imposible para la cien­
cia, quisiera recurrir, como lo sugiere Freud, a la poesía:
«Lo que quiero recobran), escribe Silvia Plath, «es lo
que estaba antes que el lecho, antes que el cuchillo, antes
que el alfiler y el bálsamo me fijaran en este paréntesis. Ca­
ballos que corren en el viento, un lugar, un tiempo salidos
de la mente»31.

31 Sylvia Plath, «Eye-mote» (1959), en Collected Poems, Londres,


Faber, 1981, pág. 109.
Un proceso sin sujeto: Simone de Beauvoir
y Julia Kristeva, sobre la maternidad
L in d a M. G. Z e r il l i

Julia Kristeva, una de las voces feministas más brillan­


tes que se pueden oír en la actualidad, nos ofrece esta des­
cripción de la experiencia del embarazo: «Las células se
unen, se dividen y proliferan; los volúmenes crecen, los te­
jidos se estiran y los fluidos corporales cambian de ritmo,
acelerándose o lentificándose. Dentro del cuerpo, creciendo
como un injerto, indómito, hay otro. Y no hay nadie presen­
te, dentro de ese espacio al mismo tiempo dual y ajeno, para
significar lo que está sucediendo. “Ocurre, pero yo no estoy
allí.” “No llego a darme cuenta, pero continúa.” El silogis­
mo imposible de la maternidad» (1980, 237).
Esta celebración lírica del cuerpo materno parece tener
poco en común con la imagen de pesadilla que nos ha dado,
hace cuatro décadas, la madre del feminismo de la segunda
ola, Simone de Beauvoir: «Con frecuencia no parece mara­
villoso sino más bien horrible que un cuerpo parásito proli-
fere dentro de su propio cuerpo; la mera idea de esta mons­
truosa hinchazón la atemoriza... es presa de imágenes de
hinchazón, desgarramiento, hemorragia» (1974, 336).
Si el «silogismo imposible» enunciado por Kristeva
para el «espacio dual y ajeno» de la maternidad representa
un cuestionamiento postmodemo a la noción humanista de
un sujeto estable y poderoso, el discurso del horror, de
Beauvoir, articula la angustia existencialista por la pérdida
de la acción y la autonomía individuales. Aunque Beauvoir
coincide con Kristeva en que «en la futura madre cesa de
existir la antítesis de sujeto y objeto» (553), ella no encuen­
tra en ese colapso un motivo de alegría sino un fundamento
feminista para que las mujeres rechacen la maternidad: ésta
oblitera la subjetividad femenina.
La visión horrorosa de la maternidad como un proceso
inaccesible a la influencia de la mujer pone de manifiesto lo
que parece ser la nostalgia de un sujeto soberano cuya uni­
dad y pretensión de dominio fueron cuestionadas por teóri­
cos del postmodemismo como Kristeva. Beauvoir adhiere,
según Susan Hekman, «a una epistemología existencialista
basada en una concepción del sujeto racional, autónomo y
auto-generado» (1991, 46). De acuerdo con Beauvoir, dice
Hekman, si las mujeres quieren reclamar su derecho al esta­
tus de ese sujeto deben rechazar «lo femenino» (46), inclu­
yendo la práctica de la maternidad. De este modo, aunque
pocas críticas postmodemas discutirían la deuda del femi­
nismo con Beauvoir, han atacado El segundo sexo por su vi­
sión absolutamente negativa de la maternidad y por su
enunciación de que «las mujeres deben asumir el sujeto
masculino de la modernidad» (Le Doeuff, 1980; Hekman,
1991, 46; Whitford, 1991).
Éste trabajo intenta profundizar esta lectura de El se­
gundo sexo y mostrar su relevancia para los debates femi­
nistas postmodernos acerca de la representación de la ma­
ternidad y la subjetividad femenina. En lugar de leer la na­
rrativa de la maternidad elaborada por Beauvoir en 1949
como un caso claro y anticuado de feminismo humanista,
quiero volver a pensar su utilización retórica del cuerpo ma­
terno en tanto coincide y se opone, al mismo tiempo, a la
noción de lo materno en Kristeva: la localización de la mu­
jer embarazada en «el umbral entre naturaleza y cultura, en­
tre biología y lenguaje» (Kristeva, 1986b, 297); la especifi­
cación de un espacio materno que borra los límites entre sí
misma y el otro; y la interrogación feminista acerca de lo
que está en juego para el sujeto masculino cuando «asigna
un exceso de valores positivos a lo materno», como afirma
Mary Ann Doane (1987, 83). La dramatización del cuerpo
materno en proceso en Beauvoir, desde mi punto de vista,
no es una nueva articulación de los valores masculinistas ni
una asunción del sujeto de la modernidad; se trata de una es­
trategia discursiva feminista de desfamiliarización, tan so­
fisticada como no reconocida: una nueva escenificación,
muy intensa, provocadora y por momentos colérica, del dra­
ma tradicional de la maternidad.
La lectura alternativa que propongo en este ensayo se
centra, precisamente, en la estrategia discursiva de Beauvoir
en El segundo sexo. En términos simples, una estrategia dis­
cursiva supone la creación de un lugar desde el cual hablar
o escribir cuando hasta la página en blanco contiene lo di­
cho o escrito opresivo. Implica negociar lo que Teresa de
Lauretis llama «las modalidades de enunciación y tono»
que organizan «los discursos dominantes» de la cultura oc­
cidental, que insisten en la ausencia de las mujeres como su­
jetos hablantes aun ante la evidencia de su presencia. Estas
modalidades están tan «bien establecidas», dice de Lauretis,
«que, paradójicamente, la única forma de situarse una mis­
ma fuera de ese discurso consiste en desplazarse dentro de
él, rechazar la cuestión tal como está formulada, responder
tortuosamente (aunque con las propias palabras), o incluso
citar (pero a contrapelo)» (1984, 7).
Para una autora feminista, entonces, la estrategia discur­
siva puede entrañar una suerte de auto-desplazamiento, ha­
blar «tortuosamente» con las palabras del discurso domi­
nante, por ejemplo, el de la maternidad. Si tenemos presen­
te esto, podemos considerar nuevamente lo que a algunos
lectores les parece el aspecto más enfurecedor de la esceni­
ficación del drama de la maternidad que presenta Beauvoir,
es decir, su evidente «honor» ante el cuerpo materno (para
no hablar del femenino). Si la retórica del horror empleada
por Beauvoir al referirse a «entidades parásitas» invasoras y
«crecimientos celulares» parece revelar lo que Nancy Hart-
sock (entre otras críticas) considera como una representa­
ción masculina de la separación primaria (1985, 288), su­
giero que lo que consigue realmente es un poderoso efecto
de distanciamiento, una especie de disyunción entre una
mujer y su vientre. Esa disyunción subvierte las nociones
esencialistas del destino femenino en la medida en que reve­
la lo que se encuentra encubierto por las representaciones
culturales de un instinto materno. El despliegue discursivo
del «horror» — que prefigura el concepto de abyección, de
Kristeva, que consideraré más adelante— crea una posición
enunciativa feminista desde la cual El segundo sexo puede
cuestionar la noción monolítica del deseo femenino como
deseo maternal, profundizando así nuestra comprensión de
la feminidad. Esta posición también le permite a Beauvoir
cuestionar las imágenes tranquilizadoras de la relación ma­
dre/hijo, extrayendo un orden emocional significativamente
diferente de su yacimiento oscuro y reprimido: el deseo y el
miedo de los hombres ante la carne materna, es decir, sus
fantasías infantiles de plenitud corporal y su horror a la in-
diferenciación.
Exponiendo la tensión inherente a las representaciones
de la madre como portadora de la vida y agente de la muer­
te, El segundo sexo nos conduce a otra escena de la mater­
nidad, en la que la figura familiar de la madre se convierte
en la inquietante figura de lo materno. Al reconstruir esa es­
cena, mostraré que Beauvoir no sólo criticó y desestabilizó
la idea masculinista de la madre, sino que al hacerlo tam­
bién volvió a pensar aquellos aspectos de lo materno que
ahora asociamos casi exclusivamente con teorías postmo-
demas como la de Kristeva.
Mi objetivo en este ensayo, entonces, es doble: primero,
mostrar que la crítica de la maternidad desarrollada por
Beauvoir no propugnó sino que desmontó el sujeto univer­
sal (léase masculino) de la modernidad y, segundo, estable­
cer las similitudes teóricas existentes entre Beauvoir y Kris­
teva para esclarecer la significación política de sus diferen­
cias. Lo que estas dos feministas comparten es la noción de
que el cuerpo materno es el locus de una escisión radical del
sujeto femenino; pero difieren acerca de si el feminismo de­
bería marcar y mantener un límite simbólico en el cuerpo
materno entre la futura madre y el futuro hijo. En tanto que,
como veremos, lo materno de Kristeva es un estado más allá
de la representación, un espacio no significable en el cual la
futura madre puede perturbar la palabra, pero al precio inde­
cible de perder su propia relación con el lenguaje, lo mater­
no de Beauvoir se sitúa dentro de lo simbólico, un espacio
político en el cual la relación que ha de reclamar la autora
feminista es la relación de la mujer con la significación, por
tenue que sea.
Para plantear el debate entre Beauvoir y Kristeva acerca
de la maternidad, tomaré como punto de partida el influyen­
te ensayo de Kristeva «El tiempo de las mujeres», de 1979.
Es en él donde encontramos a la autora postmodema formu­
lando lo que actualmente se considera como la gran línea di­
visoria entre los diversos tipos de feminismo que ambas de­
fienden.
Aunque Kristeva nunca menciona a Beauvoir por su
nombre, es evidente que es la autora de El segundo sexo la
que está tácitamente presente en «El tiempo de las mujeres»
(Kaufmann, 1986), la interlocutora innombrada del discur­
so asaz provocador de Kristeva, la que se encuentra entre
aquellos criticados por considerar «que el deseo de ser ma­
dre... es alienante e incluso reaccionario» (Kristeva, 1986a,
205). Beauvoir ocupa un lugar prominente en la descripción
de Kristeva de «la lucha de las sufragistas y del feminismo
existencialista, que aspiraba a conseguir un espacio en el
tiempo lineal del proyecto y de la historia» (193). Esta «pri­
mera generación de feministas», escribe Kristeva, rechazó
«los atributos tradicionalmente considerados como femeni­
nos o matemos en la medida en que se los consideraba in­
compatibles con la inserción en esa historia» (393-394), y
adoptó «el espíritu igualitario y universalista del humanis­
mo de la ilustración, (es decir) la idea de una identificación
necesaria entre los dos sexos como único medio para liberar
al “segundo sexo”» (195). Por el contrario, la «nueva gene­
ración» de feministas, dice Kristeva, rechaza esta «lógica de
la identificación» opresiva, afirma la diferencia sexual y re­
conoce «que el repudio de la maternidad no puede ser una
política de masas y que la mayoría de las mujeres, en la ac­
tualidad, ven su posibilidad de realización, si no completa­
mente al menos en una gran medida, en el hecho de traer un
niño al mundo. ¿A qué corresponde este deseo de materni­
dad? Ésta es una de las nuevas preguntas para la nueva ge­
neración, pregunta que la generación precedente había for-
cluido» (1986a, 206).
En la medida en que se refiere a Simone de Beauvoir (y
creo que lo hace), la descripción que hace Kristeva de las di­
ferencias que distinguen a la primera de la segunda genera­
ción de feministas es de mala fe. No es cierto que el «femi­
nismo existencial» nunca se preocupó por plantear algo si­
milar al interrogante de Kristeva, ni que Beauvoir lo dejara
de lado apresuradamente como «reaccionario» desde el
punto de vista político. El segundo sexo, como veremos, es­
taba en realidad obsesionado por la cuestión del origen del
deseo maternal, pero tenía que establecer una posición
enunciativa desde la cual se pudiera plantear el problema sin
reinscribir a la autora del texto en la representación domi­
nante de la feminidad como maternidad; esto era lo priori­
tario1.
Lo que El segundo sexo no hacía (quizás no podía ha­
cer) en 1949 era enunciar la pregunta por el deseo maternal
en los mismos términos, audaces aunque polémicos, de «El
tiempo de las mujeres» en 1979. Para Beauvoir, podríamos
especular, la interrogación de Kristeva se desliza demasiado
fácilmente hacia un enunciado declarativo: para la autora fe­
minista, preguntar a qué corresponde el deseo de materni­
dad implicaría el riesgo de dar por supuesto que el deseo fe­
menino corresponde siempre a la maternidad. Una mirada
más atenta al texto de Beauvoir pondrá de manifiesto que la
feminista de la primera generación no forcluye, como pre­

1 He afirmado en otra parte que Beauvoir también tenía que esta­


blecer una posición enunciativa desde la cual pudiera formular la pre­
gunta central de El segundo sexo: «¿Qué es una mujer?» (Zerilli, 1991).
tende Kristeva, sino que hace posible la pregunta de la nue­
va generación al crear un espacio alternativo en el que se
puede interrogar a la maternidad en su complejidad psíqui­
ca y social.
En esta argumentación mi propósito es recordamos,
para no mencionar a Kristeva, la persistente relevancia de El
segundo sexo, y destacar la importancia política de conside­
rar el contexto histórico y el campo de representaciones en
los que se produce la enunciación feminista: en el caso de
Beauvoir, la representación de la maternidad en el contexto
de la Francia de postguerra. Como ha observado Karen Of-
fen (1990), Beauvoir escribía en un periodo en el cual el es­
tado francés promovía agresivamente la maternidad (tanto
con incentivos económicos como con llamamientos mora­
les) y en el cual la «política de masas» que había que cues­
tionar no era lo que Kristeva llamaría en 1979 «repudio de
la maternidad», sino lo que Beauvoir denominó, adecuada­
mente, en 1949 «maternidad forzosa» (1974, 542). En El
segundo sexo esa frase se refiere directamente a la crimina-
lización del aborto por parte del estado francés e indirecta­
mente al alegato feminista de Beauvoir en el sentido de que
el deseo de traer un niño al mundo siempre se produce en un
campo de determinaciones sociales: «No se puede obligar
realmente a la mujer a tener hijos, lo que se puede hacer es
encerrarla en situaciones en las que la maternidad es la úni­
ca salida para ella» (542).
La caricatura que hace Kristeva del feminismo de la pri­
mera generación encuentra en tales afirmaciones una posi­
ción crítica anticuada que, puesto que considera a la mater­
nidad meramente como «un engaño idealizado» (Kristeva,
1987a, 234) se halla limitada por su evitación implícita de la
cuestión de la feminidad. Si es cierto que El segundo sexo
no puede explicar el deseo maternal más que como una pri­
sión — es decir, si no puede dar cuenta de la maternidad
como el espacio no sólo de la rutina y la opresión, sinq tam­
bién de placeres y deseos femeninos— entonces el texto
está limitado por su incapacidad para explicar, entre otras
cosas, por qué las mujeres, y especialmente las feministas,
siguen teniendo hijos (Rose, 1982). Sin embargo, si acepta­
mos la opinión de Kristeva de que El segundo sexo se niega
a examinar más de cerca el deseo maternal, arrojamos por la
borda demasiado apresuradamente la explicación política
de la maternidad que el texto ofrece y dejamos de lado su
atención a la existencia y la ambigüedad del deseo femeni­
no; por último, pero no menos importante, significa erigir a
Simone de Beauvoir, «identificada con el hombre», en la
mujer de paja del feminismo postmodemo.
«El tiempo de las mujeres» está sólo a un paso de acu­
sar a la innombrada Beauvoir de haber forcluido la cuestión
del deseo maternal y de la diferencia femenina para alinear­
se con un «feminismo demasiado existencial» con valores
masculinistas, los «valores lógicos y ontológicos de una ra­
cionalidad dominante en el estado-nación» (Kristeva, 1986a,
194). La dimensión específicamente postmodema de la críti­
ca de Kristeva se pone en evidencia en la afirmación de que
el feminismo de la primera generación «globaliza los pro­
blemas de las mujeres de diferentes medios, edades, civili­
zaciones, o simplemente de diversas estructuras psíquicas,
bajo la etiqueta “Mujer Universal”» (194). Al aspirar a «con­
seguir un lugar en el tiempo lineal del proyecto y de la his­
toria» (193), prosigue, este feminismo quería erradicar la di­
ferencia sexual y promover, en cambio, una humanidad abs­
tracta. Mientras la primera generación imaginaba que la
identidad era singular, estable e idéntica a sí misma, escribe
Kristeva, las feministas posteriores a Mayo del 68 afirman
que la identidad es «plural, fluida, en cierto modo no idénti­
ca» (194).
Si la discusión de Kristeva con el «feminismo de la pri­
mera generación» se centra en la maternidad, es porque per­
cibe al cuerpo materno, como hemos visto, como un espa­
cio «dual y ajeno» en el que se desvanece el sujeto estable
del humanismo. En «El tiempo de las mujeres» Kristeva
sostiene que lo materno corresponde a la noción platónica
del útero preconsciente o chora, al que define como «un es­
pacio matriz, nutricio, innombrable, anterior al Uno, a Dios y
que, en consecuencia, desafía a la metafísica» (1986a, 191).
Heterogéneo y prelingüístico, este espacio pone en cuestión
el tiempo lineal de la historia, las identidades y el lenguaje.
Además, aunque Kristeva reconoce que la maternidad ha
sido la «sede de la conservación social» (1980, 237), afir­
ma, sin embargo, que el papel «natural» de las mujeres en la
reproducción biológica de la especie también las opone a la
temporalidad del orden sociosimbólico: «La subjetividad
femenina parecería proporcionar una medida específica
que, en lo esencial, mantiene la repetición y la eternidad,
entre las múltiples modalidades del tiempo conocidas a tra­
vés de la historia de las civilizaciones. Por un lado, están los
ciclos, la gestación, la eterna recurrencia de un ritmo bioló­
gico conforme al de la naturaleza que impone una tempora­
lidad cuyo carácter estereotipado puede chocar, pero cuya
regularidad y concordancia con lo que se experimenta como
tiempo extra-subjetivo, cósmico, ocasiona visiones vertigi­
nosas y un goce innombrable» (1986a, 191)2.
Tales afirmaciones llevaron a diversos lectores a acusar
a Kristeva de defender el mismo esencialismo que ella de­
nuncia en el humanismo (Adams y Brown, 1979; Jones,
1984; Grosz 1989). Como escribe Judith Butler, «Kristeva
comprende el deseo de dar a luz como un deseo propio de la
especie que forma parte de una pulsión libidinal femenina
colectiva y arcaica que constituye una realidad metafísica
eternamente recurrente» (1990, 90). De manera similar, Kaja
Silverman sostiene que Kristeva no logra proporcionar un
lenguaje para cuestionar el destino femenino puesto que nie­
ga a la madre la posibilidad misma del lenguaje al relegarla al
silencio de la chora: «La madre está fundida o confundida
con su bebé, y en ese proceso llega tanto a ser como a habitar
la chora» (1988, 102). Un cuerpo femenino consignado a se­
mejante estado prelingüístico nunca puede ser radical.

2 Como escriben Parveen Adams y Beverly Brown, «El uso del


concepto de goce, en Kristeva, lo concibe esencialmente como el placer
de una sexualidad anárquica, una sexualidad sin relación estructurada con
un objeto, que es simplemente un contenido autosuficiente que distribuye
la sexualidad homogéneamente por el cuerpo femenino» (1979-39).
El segundo sexo ofrece una estrategia para resistir al en­
cierro de la madre, por parte de Kristeva, «en un recinto que
la separa del mundo de todos los demás», «otra parte...
(donde) la mujer pierde el significado social que, repentina­
mente, se le aparece como carente de palabras, absurdo o,
en el mejor de los casos, cómico» (1980a, 240). Para Beau­
voir semejante mujer, desde un sitio ajeno al lenguaje, no
tiene nada de qué reírse.
La frase misma «maternidad forzosa» suscita una ima­
gen del sujeto femenino cuyo deseo debe ser contenido por
la ley patriarcal, un sujeto cuyo deseo debe ser forzado a
coincidir con su «llamada natural” (Beauvoir, 1974, 540):
«Una mujer con frecuencia se encuentra presionada a repro­
ducirse contra su voluntad» (550), escribe Beauvoir. Si este
enunciado, ahora familiar, resultó escandaloso en la Francia
de la postguerra, no fue sólo porque Beauvoir osó redefinir
el delito del aborto como un derecho de la mujer a interrum­
pir un embarazo, sino también porque esa redefinición
constituía una intervención feminista en el campo de repre­
sentaciones de la feminidad. Fue una intervención que no
omitió ni simplificó sino que orientó y profundizó en la
cuestión de la feminidad al expresar y hacer visible la com­
plejidad del deseo femenino.
«Cuando... los médicos “de derechas” alaban la mater­
nidad», escribe Beauvoir, «afirman que el feto forma parte
del cuerpo materno, que no es un parásito que vive a expen­
sas de aquél» (1974, 543). Si el feto de los médicos es una
entidad sagrada que completa la identidad de una mujer, el
feto de Beauvoir es un invasor extraño que le roba a la mu­
jer su individualidad: «La especie se instala», se apropia del
cuerpo de la mujer y «se afirma contra su estado de separa­
ción» (25-26). La prosa de Beauvoir formula nada menos
que una guerra entre los intereses de la especie y los de una
mujer individual. Es una guerra que comienza en el acto del
coito: «Primero violada, la mujer queda luego alienada, se
convierte, en parte, en otro que ella misma» (24). Esta gue­
rra se gesta y luego estalla violentamente dentro del cuerpo
materno: «Arrendada por otro, que saquea su sustancia a lo
largo del periodo del embarazo, la mujer es, al mismo tiem­
po, ella y otro» (25).
Al comentar estas afirmaciones contenciosas de El
segundo sexo, Mary Evans expresa una crítica lamentable­
mente frecuente de Beauvoir cuando concluye: «Las impli­
caciones metafísicas de esta situación son claras: las muje­
res, en los actos mismos de la relación sexual y el embara­
zo, están condenadas por su biología a la pasividad y la
alienación» (1985, 62). El reproche de que Beauvoir es pre­
sa del destino y la maldición del biologismo femenino (Os-
triker, 1986), sin embargo, puede cuestionarse si se toma en
cuenta su estrategia discursiva. Aunque el lector nunca está
completamente seguro acerca de quién habla en los pasajes
que proclaman la anatomía femenina como el destino de la
mujer, Beauvoir precisa, en el capítulo titulado «Los datos
de la biología» que estoy citando, que hablará en un lengua­
je autorizado que no es el suyo propio: «Los fisiólogos y los
biólogos utilizan un lenguaje más o menos finalista (teleo-
lógico)... yo he de adoptar su terminología» (1974, 10) (la
cursiva es mía). Emplea conscientemente la nomenclatura
de la biología de la reproducción precisamente con el obje­
to de subvertir su autoridad científica. Al utilizarla con mala
fe, Beauvoir amplifica las afirmaciones masculinas hasta el
absurdo más absoluto: «Se imagina que el óvulo es una pe­
queña hembra y la mujer un óvulo gigante» (15). Ahora
bien, si «nuestros teóricos» quieren deducir la pasividad de
la mujer de la pasividad del óvulo, comenta Beauvoir ácida-
mente, «se debe admitir, con toda honestidad, que de todos
modos hay una gran distancia del óvulo a la mujer» (15).
Aunque un amplio examen de la intrincada estrategia
empleada en el capítulo sobre la biología está fuera de los
alcances de este trabajo, podemos comenzar a ver por qué es
erróneo acusar a Beauvoir de una «aceptación ingenua de la
neutralidad de los hechos biológicos» (Seigfried, 1990, 308).
Beauvoir no adopta acríticamente sino que se instala de una
manera subversiva en el enunciado masculino supuestamen­
te imparcial que deduce la función reproductora de la mujer
de aquella de la hembra, la pasividad de la hembra de la del
óvulo. Al imitar el lenguaje de la biología de la reproduc­
ción, Beauvoir expone un absurdo cómico que pone de mani­
fiesto la falta de certeza científica. En los intersticios de este
discurso «se revelará el significado de la palabra hembra»
(1974, 10), es decir, los significados interrelacionados, para
el hombre, de las palabras hembra y madre. Ciertamente,
«sería temerario deducir de estos datos (supuestamente
científicos) que el lugar de la mujer es el hogar—pero exis­
ten hombres temerarios» (15).
En el contexto textual disonante que es El segundo sexo,
entonces, Beauvoir no entrega las mujeres al fatalismo de
las narrativas teleológicas de la diferencia sexual y de la re­
producción, sino que inscribe en las narrativas sagradas y
seculares dominantes una lucha que altera decisivamente su
significado3. En el mismo lugar (el cuerpo materno) en que
el científico, el médico, el sacerdote y el filósofo inscriben
la coexistencia dichosa de la madre y el futuro hijo, Beau­
voir inscribe el conflicto y la diferencia. Entre otras cosas,
esta reinterpretación simbólica del cuerpo materno como un
campo de batalla en el que se libra la lucha por la subjetivi­
dad femenina perturba los supuestos culturales acerca de la
mujer como portadora pasiva de una teleología de la espe­
cie: «La mujer es la única de todas las hembras de mamífe­
ro que se encuentra profundamente alienada (su individuali­
dad es presa de fuerzas externas) y la única que se resiste
violentamente a esa alienación» (1974, 36).
La significación política de este tipo de lucha se puede
apreciar si volvemos brevemente a Kristeva, que también
entiende el embarazo como «la apropiación del cuerpo y la
identidad de la mujer por un cuerpo extraño, un intruso»
(Grosz, 1990, 162). Kristeva encuentra en la resistencia de
la mujer a la especie «la ilusión de un control del cuerpo que
la madre... proyecta en la fragmentación, el “devenir madre”
de su embarazo» (Grosz, 1990, 162). En «La maternidad de
acuerdo a Giovanni Bellini», Kristeva nos dice que «el cuer­

3 Para una refutación convincente del supuesto determinismo bioló­


gico de Beauvoir, ver Butler (1986).
po materno es el lugar de una escisión que... persiste como
un factor constante en la realidad social. A través de un
cuerpo, destinado a asegurar la reproducción de la especie,
el sujeto-mujer, aunque se encuentra bajo el dominio de la
función paterna (como sujeto hablante, simbólico, como to­
dos los demás), es más que nada un filtro, una vía de pasaje
donde la “naturaleza” enfrenta a la “cultura”. Imaginar que
hay alguien en ese filtro es el punto de partida de las misti­
ficaciones religiosas, la fuente que las alimenta: la fantasía
de la llamada madre “fálica”» (Kristeva, 1980a, 238; la
primera cursiva es mía). Lo que es verdaderamente notable
en este pasaje —además del hecho de que la noción básica
de escisión del sujeto femenino en el embarazo procede di­
rectamente de El segundo sexo y del supuesto, una vez más,
de que la anatomía femenina es el destino de la mujer— es
que Kristeva parece equiparar todas las exigencias (inclu­
yendo, como veremos, las feministas) de un estatus de suje­
to para la madre con las mistificaciones religiosas y las fan­
tasías infantiles. En la medida en que la gestación no inclu­
ye un acto de voluntad, Kristeva tiene razón cuando afirma
que «la Madre como sujeto es una ilusión» (1980a, 242),
punto que también sostiene Beauvoir y sobre el que volve­
remos más adelante. Pero si Kristeva piensa que el patriar­
cado debe afirmar a la madre como sujeto para asegurar la
idea humanista del sujeto, es Beauvoir quien muestra que la
madre como sujeto es una ilusión precisamente porque está
privada de lenguaje.
Además, como escribe Beauvoir, el cuerpo materno no
es nunca un cuerpo natural, un referente biológico, por lo
tanto nunca está «destinado a asegurar la reproducción de la
especie». Más bien, se trata de un cuerpo cuyo significado
biológico se produce culturalmente al inscribirlo en los dis­
cursos de la maternidad, que postulan a la madre como su­
jeto negando a las madres y mujeres como sujetos. Así, es
tan cierto que existe un interés político en mantener la dife­
rencia entre las madres y las representaciones dulturales
masculinistas de la madre, como que existe un interés femi­
nista en mantener la diferencia entre la futura madre como
sujeto hablante y el espacio materno como «filtro», como
esa vasta «vía de pasaje» sin sujeto. Porque es precisamente
en ausencia de las madres como sujetos hablantes cuando
no nos queda más que una «ilusión», aunque esta ilusión
tiene consecuencias mortíferas para las mujeres: la madre
fálica (muda) de la fantasía infantil y la madre amante
(muda) de la representación masculinista.
En la prosa de Kristeva, entonces, la madre como sujeto
queda silenciada en la medida en que se la encierra en el es­
pacio materno no significable (Silverman, 1988). No es ex­
traño que, al reducir a la pretensión de la madre de la condi­
ción de sujeto a una fantasía infantil, Kristeva da nueva vida
a los mismos «mitos masculinos» que Beauvoir discernía en
los escritos de las mujeres que experimentan el embarazo
como un delicioso olvido de sí mismas: «a la luz del pensa­
miento oponen la fecunda oscuridad de la vida; a la claridad
de la consciencia, los misterios de la interioridad; a la liber­
tad creadora, el peso de ese vientre que crece enormemente
sin voluntad humana (1974, 561; la cursiva es mía).
En contraste con la celebración de lo materno como el
filtro en el cual la escisión del sujeto femenino constituye
un desafío al orden simbólico del lenguaje desde un espa­
cio/tiempo que le es ajeno, El segundo sexo representa el
cuerpo materno dividido como locus de la resistencia radi­
cal del sujeto femenino a ese orden desde dentro del mismo.
En tanto lo materno de Kristeva es algo «que las mujeres
como tales nunca pueden habitar», un espacio no significa-
ble que «no puede ser dicho, especialmente por las madres»
(Grosz, 1990, 162), lo materno de Beauvoir transforma al
cuerpo femenino confinado a la mudez de su localización
en «el umbral de la cultura y la naturaleza» en un espacio de
lenguaje, de resistencia feminista.
En muchos aspectos, la habilidad de Beauvoir para in­
troducir al cuerpo materno en el discurso feminista se vin­
cula con una reivindicación más amplia del cuerpo en El se­
gundo sexo en el sentido de que, en términos de Butler, «el
cuerpo no es un hecho natural sino una idea histórica»
(1989, 254). Así como el cuerpo femenino tiene una reali­
dad material pero no un significado intrínseco o esencial
fuera de los discursos del género, el cuerpo materno (como
ya he sugerido) tiene una realidad biológica pero carece de
una significación cultural independiente de los discursos de
la maternidad. De este modo, la cuestión no se refiere a lo
que es la hembra humana ni, por extensión, lo que es el
cuerpo materno, sino a «lo que la humanidad ha hecho de la
hembra humana» (Beauvoir, 1974, 42), lo que ha hecho del
cuerpo materno. «El cuerpo de la mujer es uno de los ele­
mentos esenciales de su situación en el mundo», observa
Beauvoir, pero «no es suficiente para definirla como mujer;
no existe una verdadera realidad viviente sino en tanto la
manifiesta la consciencia individual a través de la actividad
en el seno de la sociedad» (41). De este modo, señala But-
ler, «el cuerpo es un campo de posibilidades interpretativas»
(1986, 45) abierto a la reinterpretación feminista.
Para Beauvoir, la cuestión radica en asignar al cuerpo
materno un significado diferente del producido por las na­
rrativas tradicionales de la maternidad. La guerra entre la
mujer y la especie que nana Elsegundo sexo se puede inter­
pretar, primero, como un esfuerzo feminista por confrontar,
chocar y conmover al lector con una descripción sacrilega
de una función sagrada y, segundo, como un intento de crear
un espacio conceptual en el que se pueda articular una con­
cepción alternativa del sujeto femenino que no lo defina ex­
clusivamente por su capacidad reproductora. Lo que con
frecuencia se considera como una imagen patriarcal de la
gestación4, entonces, puede leerse como una estrategia retó­
rica feminista que, al situar a la futura madre como ajena y
no como concordante con su propio vientre, coloca a la mu­

4 Ver, por ejemplo, Evans (1985); Young (1990) Evans escribe que
«en cierta tradición del feminismo contemporáneo, la maternidad — en
todas sus manifestaciones físicas— se considera como fundamental­
mente activa y normal (!), en tanto que todos los intentos de despojarla
de esas cualidades se entienden como propios de la denigración patriar­
cal de las actividades de las mujeres». Beauvoir, prosigue, «ha interna­
lizado a tal punto la ideología patriarcal» que no puede concebir sino
una imagen masculina del embarazo (63).
jer en oposición al significado cultural de una maternidad
«natural» que se autorrealiza.
Puesto que escribía en el contexto de una sociedad que
equiparaba (y continúa haciéndolo) la capacidad reproduc­
tora con la función social, Beauvoir tenía que cortar, en pri­
mer lugar, las conexiones supuestamente naturales entre ser
mujer y ser madre, y entre ser una madre y estar satisfecha
y realizada. Cuestionando el saber tradicional de que «el
embarazo es un proceso normal» que «no es peligroso» y
que en algunas ocasiones hasta puede ser «benéfico» para la
madre, Beauvoir escribe que «en contraposición a una ima­
gen optimista que tiene una utilidad social demasiado obvia,
la gestación es una tarea fatigadora que no tiene un benefi­
cio individual para la mujer sino que, por el contrario, re­
quiere pesados sacrificios. Con frecuencia se asocia en los
primeros meses con pérdida del apetito y vómitos, que no se
observan en las hembras de los animales domésticos y que
señalan la revuelta del organismo contra la especie invaso-
ra» (1974, 33). A diferencia de algunas comentaristas que
leen, demasiado literalmente, «la revuelta del organismo
contra la especie invasora» como una descripción divertida
e ingenua (cuando no perturbadora) del cuerpo materno en
los primeros estadios de la gestación5, propongo una lectura
simbólica de esa frase, como una escenificación aguda, una
representación feminista del cuerpo materno que desfami­
liariza lo familiar y desnaturaliza lo natural. Si «lo que exis­
te realmente no es el cuerpo-objeto descrito por los biólogos
sino el cuerpo tal como es vivido por el sujeto» (42)
— como dice Beauvoir, citando aprobadoramente la afirma­
ción del psicoanálisis— entonces el discurso científico pue­

5 Por ejemplo, en una lectura de Beauvoir que, por lo demás, es be


nevolente, Yolanda Patterson observa, con respecto al párrafo preceden­
te: «El ginecólogo moderno podría oponerse a esta suposición y atribuir,
en cambio, estos síntomas a desequilibrios químicos» (1989, 120). De
manera similar, el cuestionado traductor de Beauvoir, H. Parshley (Si-
mons, 1983), se sintió obligado a agregar esta nota: «Se puede decir que
estos síntomas también indican una dieta deficiente, según algunos gi­
necólogos modernos» (Beauvoir, 1974, 33, núm. 3).
de explicar los trastornos hormonales pero no puede dar
cuenta de la complejidad de la experiencia del cuerpo del
sujeto femenino durante el embarazo.
De manera que podemos suponer que si la autora de El
segundo sexo sabía suficiente biología como para compilar
una sorprendente serie de «hechos» médicos, también sabía
algo acerca de las náuseas matinales. Sin embargo, la inter­
pretación de Beauvoir evita conscientemente el lenguaje de
la biología de la reproducción y, a pesar de su crítica a
Freud6, frecuentemente citada, opta por una perspectiva psi­
cológica puesto que, «si esta reacción (las náuseas), desco­
nocida en otros mamíferos, es importante en las mujeres, su
causa es psíquica; expresa la violencia que caracteriza el
conflicto, en la hembra humana, entre la especie y el indivi­
duo» (556; la cursiva es mía). Las interpretaciones corrien­
tes de las náuseas matinales no pueden dar cuenta del emba­
razo como un hecho psíquico y no meramente biológico, y
como una experiencia profundamente atravesada por los
discursos sociales de la maternidad: «La presencia de la ma­
ternidad en la vida individual... no está prescripta definitiva­
mente en la mujer; la sociedad es el único árbitro» (39).
Cuando la mujer es el segundo sexo, el «elemento hostil»
dentro del «abdomen» de una mujer, la «especie que se ali­
menta de su vitalidad» (34), no es simplemente el crecimien­
to celular, el futuro niño; es el patriarcado, es el nombre del
padre. Si se lo interpreta simbólicamente, la revuelta del or­
ganismo materno contra el feto es una revuelta contra el sig­

6 Se ha citado frecuentemente el rechazo de la teoría freudiana del


inconsciente por parte de Beauvoir, lo que tuvo el efecto de divorciarla
más de los debates feministas contemporáneos en Francia. Afirmar,
como Juliet Mitchell (1975), que Beauvoir postula la «unidad humana»
en tanto Freud enuncia una teoría del sujeto dividido por pulsiones con­
tradictorias, equivale a dejar de lado que Beauvoir utilizó en gran medi­
da las teorías de Freud en su enfrentamiento con el determinismo bioló­
gico (a pesar de que acusó a Freud de una suerte de determihismo). No
he encontrado en el trabajo de Beauvoir tal noción de plenitud. Vere­
mos, más adelante, que su descripción de lo materno pone en cuestión
esa noción.
nificado cultural de ese feto, contra el hecho de ser «la presa
de la especie» (556), de la especie llamada hombre.
La apropiación subversiva de los discursos de la mater­
nidad dominantes, en Beauvoir, transforma la maternidad
de una expresión evidente de la naturaleza femenina en algo
extraño y profundamente antinatural. En El segundo sexo
habla la madre no natural, y su discurso despliega la posibi­
lidad de que el deseo femenino sea más complejo de lo que
suponen las narrativas tradicionales. El deseo femenino no
es maternal ni antimatemal; es ambivalente, contradictorio:
«la gestación es sobre todo un drama representado dentro de
la mujer. Lo experimenta, al mismo tiempo, como un enri­
quecimiento y como un peijuicio; el feto es parte de su cuer­
po y es un parásito que se alimenta de él; lo posee y es po­
seída por él; representa el futuro y, al llevarlo, ella se siente
tan vasta como el mundo; pero esta misma opulencia la ani­
quila, siente que ella misma ya no es nada» (553). Si la au­
dacia de Beauvoir consiste en cuestionar la naturalidad de la
función materna, su genio radica en comprender que «la
significación del embarazo... (es) ambigua» (556). De he­
cho, se puede decir que la ambigüedad es la característica
más definitoria de la reescritura del drama de la maternidad
en Beauvoir. Su prosa feminista transforma el significado
unificado que tiene la maternidad en las narrativas tradicio­
nales, en significados sumamente variables: «La materni­
dad es generalmente una extraña mezcla de narcisismo, al­
truismo, ensoñación ociosa, sinceridad, mala fe, devoción y
cinismo» (573). Mediante citas de una diversidad de textos
literarios, diarios y cartas de mujeres, El segundo sexo pro­
porciona al lector una panoplia de voces femeninas cuya mis­
ma variedad cuestiona la representación monolítica del deseo
maternal; la madre escrita resulta contestada por la madre que
escribe, como lo expresa Susan Suleiman (1985, 358).
En concordancia con la estrategia discursiva de El se­
gundo sexo1, el capítulo sobre la maternidad subvierte los

7 La estrategia de Beauvoir desarma al lector al abrumarlo con un


arsenal de hechos, opiniones y voces contradictorios. Mientras El se­
presupuestos tradicionales al dar cabida a una multitud de
voces femeninas cuya heterogeneidad no coincide con la
narrativa lineal de la experiencia de la maternidad, así como
«los datos de la biología» no son coherentes con una narra­
tiva teleológica del destino femenino. Formular narrativas
diferentes significa poner en cuestión la metanarrativa de la
maternidad. De este modo, nos enteramos de que una mujer
desea «retener» y otra «expulsar» al feto, y de otra más que
quiere las dos cosas (557); leemos el relato de una mujer
que experimenta su embarazo como un «enriquecimiento»
y el de otra que lo experimenta como una «disminución del
yo» (562); encontramos una que está orgullosa de su vientre
que se dilata y otra que lo percibe como una deformación de
su cuerpo (562).
El segundo sexo, entonces, proporciona un espacio
discursivo en el que se puede articular la notable variedad
de lo que encubre el término «experiencia maternal»8,
algo que, curiosamente, está ausente en el trabajo de Kris­
teva. Al desmontar este mito, Beauvoir contribuyó a esta­
blecer, aunque no llegara a articularlo, un espacio imagi­
nativo para las feministas contemporáneas que desean
volver a pensar en lo materno9. La preocupación de Beau-

gundo sexo fue cr iticado por esta misma razón, se podría afirmar que la
cantidad de ejemplos, hechos, parábolas, historias, mitos, etc., que pre­
senta el texto, ponen en duda el carácter obvio de la pregunta inicial de
Beauvoir: ¿Qué es una mujer? Hacia el final del libro, el lector no tiene
la menor idea de lo que es una mujer ; ése fue el logro sorprendente de
Beauvoir.
8 Se debe observar, sin embargo, que en la panoplia de voces feme­
ninas que presenta Beauvoir faltan completamente las de mujeres de
otros orígenes étnicos, raciales y, en menor medida, de clase, Para una
crítica de la categoría de mujer en Beauvoir, ver Spelman (1988). Emily
Martin (1987) demuestra cómo tales diferencias entre las mujeres mo­
delan sus concepciones de la maternidad.
9 Aunque Kristeva tiene razón cuando afirma que (la innombrada)
Beauvoir no propuso significados alternativos de la maternidad, se re­
quiere bastante mala fe para acusarla de haber ignorado lo que tienen
que decir las mujeres acerca de la maternidad. De hecho, E l segundo
sexo contiene más enunciaciones sobre la maternidad hechas por muje-
voir, sin embargo, no es sugerir un significado alternativo
para la maternidad sino exponer lo que está en juego, para
el orden patriarcal, en la representación monolítica de la
madre.
Oponiéndose a la pretensión de que la maternidad es la
modalidad más natural de creatividad femenina, Beauvoir
observa que el embarazo «es una extraña suerte de creación
que se realiza de una manera pasiva y contingente» (553).
Porque la madre, afirma Beauvoir, «no hace realmente al
niño, éste se hace dentro de ella; su carne engendra sólo car­
ne, y ella es completamente incapaz de establecer una exis­
tencia que tendrá que establecerse por sí misma. Los actos
creadores que se originan en la libertad establecen al objeto
como un valor y le asignan la cualidad de lo esencial; en
tanto que el hijo no se justifica de este modo en el cuerpo
materno; sólo es un crecimiento celular gratuito, un hecho
bruto de la naturaleza, tan dependiente de las circunstancias
como la muerte, con la que mantiene una correspondencia
filosófica» (554). Este pasaje parece afirmar lo que Kriste­
va (en otra referencia velada a Beauvoir) llama el «mito
existencialista» de la creatividad (1986b, 298). En este pun­
to del texto, sin embargo, Beauvoir en realidad está tratando
de comprender cómo opera una fantasía de creatividad para
reparar la fragmentación que las mujeres experimentan en el
embarazo. Beauvoir no discrepa con Kristeva, entonces,
cuando considera que la pretensión de control es ilusoria.
Más que construir la fantasía de control como una fantasía
infantil semejante a las mistificaciones religiosas, sin em­
bargo, Beauvoir la interpreta como un problema político de
orden superior. Que una madre imagine que hace un niño es
una respuesta comprensible y profundamente perturbadora
en una sociedad en la que se le niega a la mujer el estatus de

res que las que se pueden encontrar en la totalidad de la obra de Kriste­


va. A pesar de su afirmación de que «se debe prestar atención a lo que
tienen que decir las mujeres modernas sobre esta experiencia» (1986a,
206), Kristeva se ocupa de la representación de lo materno en el trabajo
de artistas que, casualmente, son hombres.
sujeto. El problema, entonces, es cómo contestar lo que
equivale a un sentido falso de la subjetividad.
Estos pasajes desarrollan una explicación, cargada de
angustia, de un cuerpo materno «atrapado por la naturale­
za» (Beauvoir, 1974, 553). En la medida en que equipara
ese cuerpo con la inmanencia, la crítica de la maternidad
que enuncia Beauvoir parece apoyar las nociones existen-
cialistas de autonomía y libertad. Al reflexionar acerca de
esta crítica de la maternidad en relación a la crítica postmo-
dema de la identidad formulada por Kristeva, sin embargo,
mostraré que El segundo sexo fue el que desestabilizó por
primera vez al sujeto masculino de la modernidad.
«Lo que el hombre ama y detesta ante todo en la mujer
— la amante o la madre— es la imagen fya de su destino
animal; es la vida necesaria para su existencia pero que lo
condena a la finitud y a la muerte» (187), declara Beauvoir.
En perpetua «revuelta contra su condición camal» (164), el
sujeto masculino «se encuentra encerrado en un cuerpo de
poderes limitados, en un espacio y un tiempo que nunca ha
elegido, al que no se lo ha llamado, inútil, incómodo, absur­
do» (164). Y es el «vientre gestante» omnipresente, conti­
núa, lo que se erige en el recordatorio, demasiado visible,
del hecho bruto, azaroso, de su propia existencia, de «la
contingencia de toda carne»: «Esta jalea palpitante que se
elabora en la matriz (la matriz secreta y sellada como una
tumba) evoca demasiado claramente la suave viscosidad de
la carroña como para que él no huya temblando. Allí donde
la vida se hace... suscita disgusto porque sólo se hace en la
medida en que se destruye; el viscoso embrión inicia el ci­
clo que se completa con la putrefacción de la muerte. Pues­
to que está horrorizado por la contingencia y la muerte, el
hombre experimenta horror ante el hecho de haber sido en­
gendrado; preferiría negar sus lazos animales; a través del
hecho de su nacimiento, la naturaleza asesina lo hace su pre­
sa» (1974, 165).
Los lectores de El ser y la nada (1966) de Sartre reco­
nocerán en este pasaje los evocadores tropos referidos a la
muerte (explícitamente femeninos, según Margery Collins
y Christine Pierce, 1976, 117), la «suavidad» y la «viscosi­
dad». ¿Reproduce Beauvoir, negligentemente, la angustia
sartreana ante la viscosidad como «venganza del en-sí» que
«arrastraría al para-sí a su contingencia, a su exterioridad in­
diferente, a su existencia sin fundamento»? (Collins y Pier­
ce, 1976, 117).
Consideremos otra interpretación: Beauvoir vuelve a
desplegar la «viscosidad» sartreana para subvertir el para-sí.
Expone el miedo del sujeto masculino al cuerpo femenino
para demostrar el carácter ilusorio de su pretensión de auto-
generación y soberanía; «él negará gustosamente sus lazos
animales». Una vez más, la estrategia discursiva empleada
es la amplificación, una exageración del terror asociado con
el hecho de haber nacido de mujer: «la membrana en la que
crece el feto es el signo de su dependencia» (Beauvoir,
1974,165), el signo que le recuerda al hombre su dependen­
cia y su origen en la madre y, por lo tanto, su propia morta­
lidad: «el útero secreto y sellado como una tumba». Sin em­
bargo, al hablar de este modo, Beauvoir no trata el cuerpo
materno como un referente biológico, sino que lo entiende
como un símbolo en una cultura patriarcal. El útero es per­
cibido como una tumba por aquél que se niega a reconocer
el origen materno de su existencia: «Le gustaría haber apa­
recido en el mundo como Atenea, completamente desarro­
llado, completamente armado, invulnerable» (166).
Cuando se lo considera como una estrategia discursiva,
entonces, lo que le parece a Ann Whitmarsh una «racionali­
zación de un profundo desagrado (el equivalente de la náu­
sea sartreana) ante la idea del embarazo, el feto y el parto»
(1981, 147), se puede reinterpretar como un cuestionamien-
to feminista radical de la aversión masculina al cuerpo ma­
terno. La prosa de Beauvoir plantea una confrontación entre
el para-sí masculino y el en-sí feminizado. Considerando
seriamente la reducción de la mujer a la inmanencia, a lo
Otro, la autora exagera el lugar de la mujer como pura exis­
tencia en la filosofía existencialista — algo similar hace
Luce Irigaray con la mujer castrada del psicoanálisis
(1985)— hasta el extremo en que se toma verdaderamente
desagradable, amenazadora, horrorosa, que la mujer como
Otro llega a amenazar lo que estaba destinada a sostener: la
subjetividad masculina.
El disgusto y el horror, entonces, son los tropos con los
que Beauvoir enuncia esta confrontación entre el hombre y
su Otro: «En todas las civilizaciones y aun en nuestros días,
la mujer inspira horror al hombre; es el horror a su propia
contingencia camal que proyecta en ella» (167). El miedo
del hombre a ese cuerpo femenino es el temor a sus propios
límites corporales, a la inmanencia, a convertirse en mujer;
es decir, el miedo a la madre-otro. El miedo del hombre se
refiere a una alteridad que es tanto más atemorizadora, pre­
cisamente, cuanto que no se sitúa fuera sino dentro de las
fronteras de su propia identidad. Esta es la razón por la cual
esa alteridad femenina, como el texto antiesencialista de
Beauvoir demuestra brillantemente, debe ser proyectada
afuera del yo y la mujer debe ser constituida como Otro,
como la diferencia extemalizada y tranquilizadora del hom­
bre consigo mismo.
Beauvoir muestra que el miedo del hombre al cuerpo fe­
menino se encuentra en el fondo del terror al cuerpo mater­
no que atenta contra sus pretensiones de auto-generación y
autonomía, un terror que enmascara con la ideología de la
maternidad sagrada: «A pesar de todo el respeto de que la
rodea la sociedad, la función de la gestación aún inspira un
rechazo espontáneo» (165). Leer la palabra «rechazo»
como una expresión de la «preferencia personal» de Beau­
voir (Whitmarsh, 1981,147; Patterson, 1989,120) significa
dejar de lado el hecho de que su lenguaje indica una noción
feminista importante, que ahora acreditaríamos a escritores
postmodemos como Kristeva: debajo de la maternidad
como función sagrada se esconde lo materno como algo pro­
fano, y debajo de lo materno profano se encuentra el espacio
materno «como sede del colapso de todas las oposiciones y
de la confusión de las identidades» (Doane, 1987, 82).
Para fundamentar esta lectura alternativa del lenguaje
del horror de Beauvoir, quiero examinar la teoría de la ab­
yección de Kristeva. En Poderes del horror Kristeva sostie­
ne que la sensación de desagrado (ocasionada, por ejemplo,
por la presencia de un cadáver o el flujo de la sangre mens­
trual) es una respuesta psíquica a todo aquello que confun­
de los límites corporales y las fronteras de la identidad: a lo
que Kristeva denomina lo abyecto. Como escribe Elizabeth
Grosz, «la abyección supone el deseo necesario pero impo­
sible, paradójicamente, de trascender lo corporal. Es un re­
chazo de la materialidad contaminante, impura, incontrola­
ble de la existencia encamada de un sujeto» (1989, 72).
Apoyándose en el trabajo de Mary Douglas (1969), Kriste­
va examina los rituales «primitivos» de contaminación,
cuya finalidad evidente es establecer y mantener los límites
entre la naturaleza y la cultura, pero cuya función real «es la
de aliviar el miedo del sujeto a que su propia identidad se
sumerja irremisiblemente en la madre» (1982, 64). Porque
«lo abyecto nos enfrenta», afirma Kristeva, «con nuestros
primeros intentos de liberamos del ser materno aun antes de
existir fuera de él, gracias a la autonomía del lenguaje»
(1982, 13). Los poderosos sentimientos de disgusto y ho­
rror, dice Kristeva, indican que la separación originaria de la
madre es incompleta y por lo tanto es necesario revalidarla:
«Podemos consideraría como una frontera; la abyección es
sobre todo la ambigüedad. Porque, aunque lo libera, no se­
para radicalmente al sujeto de aquello que lo amenaza; por
el contrario, la abyección le demuestra que está en peligro
perpetuo... La abyección preserva lo que existía en la relación
pre-objetal arcaica..., en la violencia inmemorial por la que el
cuerpo se separa de otro cuerpo para poder ser» (9-10).
Considero que la teoría de la abyección de Kristeva es
útil para explicar, como dice Mary Ann Doane, «por qué
una sociedad patriarcal invierte tanto en la construcción y
mantenimiento de la maternidad como una identidad con
funciones muy precisas: reconfortar, nutrir, proteger»
(1987, 83). En la medida en que Kristeva describe el miedo
masculino a fundirse con lo materno como un fenómeno re­
currente y complejo, contribuye a que las feministas com­
prendan lo que está en juego en el mantenimiento de la fi­
gura familiar de la madre como sujeto: la madre sostiene el
límite en el espacio materno indiferenciado, no simboliza-
ble, y de este modo «asegura que todo sea, y que sea repre­
sentare» (1980, 238).
«Lo que toma la argumentación de Kristeva problemáti­
ca como teoría feminista'», sin embargo, como señala
Cynthia Chase, «es su preocupación por analizar al “sujeto
hablante”; un sujeto sexual, pero relacionado sólo a través
de las mediaciones más complejas con las personas genéri­
cas que desempeñan papeles sociales» (Chase, 1984, 195).
Si Kristeva demuestra cómo la figura de la Madre protege
contra la confusión de los hombres y las madres, sus escri­
tos borran la distinción entre mujeres y hombres en relación
al ser materno, al que teoriza en términos que no dan lugar
a la variación cultural. Y cuando Kristeva toma en conside­
ración la ruptura mucho más incompleta de la mujer con la
madre, encontramos una descripción familiar de las mujeres
como sujetos. Kristeva considera que el sentimiento de co­
nexión que vincula a una mujer con su madre es casi siem­
pre un enorme problema, cuando no es la fuente de la «psi­
cosis»; por ejemplo, el lesbianismo (Butler, 1990). Además,
en la medida en que las mujeres permanecen estrechamente
vinculadas con la madre, dice Kristeva, su apropiación del
orden simbólico paterno del lenguaje es tan frágil que nun­
ca podrían desenmascarar la imagen patriarcal de la madre.
De modo que le concierne al artista heroico, como Giovan-
ni Bellini, transgredir el orden simbólico y sus representa­
ciones masculinistas de la madre. Esta sorprendente enun­
ciación condujo a Carol Mastrangelo Bové a afirmar, sin
una pizca de ironía, en una lectura del trabajo de Kristeva
sobre Bellini, que al subvertir la ideología de «la Madre
como una figura estrechamente definida, orientada hacia el
niño», el pintor «libera al sujeto y, en particular, al sujeto fe­
menino» (1984, 223).
Volviendo a El segundo sexo, la descripción de Beau­
voir del rechazo subyacente a la función de la gestación pre­
figura elementos y ofrece una corrección importante de la
teoría de la abyección de Kristeva. Lo que le falta a Beau­
voir de la sofisticación psicolingüística de Kristeva, lo com­
pensa con su análisis explícitamente político de la materni­
dad, que vincula con la cuestión de una diferencia sexual so­
cialmente construida.
Escribe Beauvoir, «la Mujer-Madre tiene una cara de
sombras: es el caos del que todos vienen y al que todos han
de retomar un día; es la nada “sartreana”» (1974,166). Ace­
chando bajo la superficie de lo limpio y correcto están «las
sombras maternas, la caverna, el abismo, el infierno» que
sirve como «una sima oscura, cálida y húmeda pronta a
arrastrarlo (al sujeto masculino) al fondo» (166). El repro­
che de que estos pasajes sólo desvelan el propio horror al
cuerpo femenino de Beauvoir (Fuchs, 1980; Dallery,
1990 ) 1° no da cuenta realmente de cómo la autora expone el
horror del hombre a ese cuerpo o, más exactamente, a un es­
pacio cavernoso que no puede ser nombrado, un abismo cu­
yos bordes se disuelven y entonces el sujeto-hombre pierde
su pretensión de soberanía y su relación con la significa­
ción. Beauvoir subvierte el sujeto del existencialismo al
arrojarlo a la Nada sartreana, a «las sombras caóticas del
vientre materno» (164). Al escenificar el terror en represen­
taciones de una madre devoradora, insaciable y camal,
Beauvoir nos muestra la otra cara de la madre amante, y re­
vela que ambas son constmcciones masculinistas.
Beauvoir percibe la amenaza del abismo en, entre otras
cosas, el miedo del hombre a la sangre menstmal, «la esen­
cia de la feminidad»: «A través de la sangre menstrual se
expresa el horror que le inspira al hombre la fecundidad fe-

10 Muchas lectoras han hallado en la prosa de Beauvoir algo más


que una estrategia retórica consciente, es decir, la lucha inconsciente de
la autora con la madre omnipotente de la fantasía infantil. Aunque esta
lectura me resulta convincente, lo que me interesa en este ensayo es pro­
fundizarla mediante el análisis de los efectos de la prosa de Beauvoir, es
decir, cómo su discurso del horror desestabiliza la idea masculinista de
la madre y, con ella, al sujeto masculino de la modernidad. Para explica­
ciones de la lucha de Beauvoir con su propia madre y su influencia en
su concepción de la maternidad, ver Kaufmann (1986); Portuges (1986);
y Patterson (1989). Sobre la lucha de Beauvoir con «la madre fálica»,
ver Jardine (1985); Marks (1986).
menina», su poder generador (168-69). Es por eso que los
hombres, en las sociedades primitivas, erigen tabúes (y al­
gunos hombres, en las sociedades modernas, siguen temien­
do) el acto sexual con una mujer menstruante: «Al hombre
le resulta repugnante encontrarse con la temida esencia de
la madre en la mujer a la que posee; está resuelto a disociar
estos dos aspectos de la feminidad» (169; la cursiva es mía).
El segundo sexo ofrece una rica lectura de los ritos y tabúes
que rodean el cuerpo femenino y materno, demasiados
como para recogerlos en este contexto, pero todos ellos con­
vergen en la doble imagen de la mujer que es, al mismo
tiempo, la madre profana (Eva) y la sagrada (María).
«La mujer condena al hombre a la finitud», dice Beau­
voir, «pero también le da la posibilidad de trascender sus
propios límites; de ahí deriva la magia equívoca de la que
está dotada» (167). Aunque el hombre anhela afirmar su se­
paración, «su “diferencia esencial”... también desea atrave­
sar las barreras del yo, mezclarse con... la Nada, con el
Todo» (167): la madre. Para Beauvoir, el deseo infantil que
el hombre conserva hacia la carne materna amenaza su au­
tonomía, se opone a él como sujeto. El disgusto y el horror,
afirmaba Beauvoir ya en 1949, son mecanismos psíquicos
que protegen al sujeto masculino contra el recuerdo de un
poder maternal arcaico y contra su madre como ser camal;
en consecuencia, contra su propia mortalidad, su nacimien­
to, «acontecimiento que repudia con todas sus tuercas»
(221). El hombre se niega «a mirar a su madre como un ser
camal», dice Beauvoir y, por lo tanto, «la transfigura y la
asimila a una de las imágenes puras de la maternidad». En
suma, «si ansia creer que ella es pura y casta, es... a causa de
su rechazo a verla como un cuerpo» (165), porque eso sig­
nificaría verse a sí mismo como un cuerpo en lugar de per­
cibirse como «una Idea pura, como el Uno, el Todo, el Espí­
ritu Absoluto» (164)11.

11 Esto fue enunciado por la misma Kristeva al escribir «El hombre


se sobrepone a lo impensable de la muerte al postular, en su lugar, el
Al mostrar que el hombre reniega de, pero está habitado
por, sus orígenes matemos, Beauvoir puede cuestionar la
idea sartreana de libertad que requiere la «aniquilación de
los orígenes» (Singer, 1990, 329) y proponer una concep­
ción alternativa de la libertad que tiene en cuenta las dife­
rencias entre los géneros (Kruks, 1987). En tanto que la
construcción social de la masculinidad supone preparar al
niño para un futuro situado fuera del hogar, la de la femini­
dad implica preparar a la niña para su futuro papel de espo­
sa y madre. A diferencia del niño, dice Beauvoir, la niña
permanece más íntimamente vinculada con la madre y con
el cuerpo, y desarrolla su sentimiento de identidad, como
dice Linda Singer, «en un contexto especular..., (es decir) a
través de las refracciones de la aprobación, el reconocimien­
to y la afinidad con los otros» (1990, 329).
Singer tiene razón al subrayar el cuidadoso análisis de
las diferencias entre el desarrollo de la identidad del niño y
de la niña y sus respectivas relaciones con la madre y, en
consecuencia, con la cuestión de los orígenes. Pero, si Beau­
voir es crítica con el logro de la masculinidad a través de la
negación de los orígenes, también critica el tipo de depen­
dencia que vincula a la niña con su madre y determina que
su sentido de la identidad esté supeditado a la aprobación de
los otros. Como observa Singer, «la mujer que no es recono­
cida por los otros no puede reconocerse a sí misma» (331).
Creo que Beauvoir teme más a los vínculos que constituyen
la relación madre-hija de lo que Singer sugiere, aunque pue­
da atisbar en ellos la promesa de una concepción alternativa
de la libertad que no forcluya, como lo hizo Sartre, «la for­
mación de lazos genuinos con los otros» (Singer, 1990,328).

amor materno» (1987a, 252). La madre amante, cuyos deseos están des-
erotizados y centrados exclusivamente en su hijo, dice Kristeva, es un
velo ideológico que cubre «el abismo apenas oculto en el que se pueden
hundir nuestras identidades, imágenes y palabras» (1987b, 42). Aunque
Kristeva ha hecho mucho por desarr ollar esta crítica de la madre, debe­
mos reconocer que sus elementos clave se encuentran en El segundo
sexo.
Beauvoir habla de lo que vincula a la niña con la madre pero
también de lo que la aleja de ella. Por ejemplo, la niña está
«horrorizada» ante la visión del cuerpo materno porque
contempla en él «todo su destino» (336). Al temer el cuerpo
de la madre, tiene miedo también del suyo, cuya madura­
ción llega a simbolizar a la madre a la que la niña permane­
ce unida pero que representa «una finalidad que la aleja de
sí misma» y «la destina al hombre, a los hijos y a la muer­
te» (345).
Es importante observar, sin embargo, que al insistir en
la enorme ambivalencia, miedo y quizás también odio que
la niña siente hacia su madre y hacia la posibilidad de ser
madre, al embarazo y al parto, Beauvoir revela las razones
socialmente explícitas de esa ambivalencia en la cultura pa­
triarcal, e insiste en la importancia de que las teorías femi­
nistas den cuenta de ello. Cuando la intensa lucha por sepa­
rarse de la madre se entiende como un problema masculino,
o cuando se interpreta la expresión del horror al cuerpo ma­
terno como una visión masculina de la separación primaria,
las feministas corren el riesgo de reinscribir una imagen
nostálgica y romántica de la maternidad que puede sostener,
aunque involuntariamente, las representaciones masculinis-
tas de la madre amante. El odio y la rabia hacia la figura
materna es algo que las feministas deben afrontar cuando se
ocupan de la cuestión de la subjetividad femenina. Al hablar
de esas emociones inexpresables, Beauvoir enunció, una
vez más, la realidad de las contradicciones femeninas. Así,
en lugar de traicionar al debate feminista sobre la relación
madre-hija, Beauvoir lo hizo progresar al reformularla
como una relación social atrapada en el contexto terrible de
una cultura patriarcal y no como una relación natural ya
dada en el destino biológico de todas las mujeres. Al hacer­
lo, El segundo sexo sostiene que la transformación de la re­
lación madre-hija debe involucrar una lucha personal y po­
lítica y que su futuro no radica precisamente en lograr la ar­
monía sino en el reconocimiento de la diferencia, del
conflicto, de la ambigüedad.
El empleo discursivo de lo materno en Beauvoir, como
he sugerido, pone en cuestión al sujeto masculino de la mo­
dernidad que algunas críticas pretenden encontrar en su
obra. En realidad, en la medida en que el texto demuestra
que el sujeto masculino soberano necesita a la madre como
la condición misma de su pretensión de dominio y autono­
mía, revela también hasta qué punto la crítica de la materni­
dad es fundamental para la refutación de los términos an-
drocéntricos del humanismo de la ilustración. Aun cuando
las mujeres se nieguen a aceptar el papel masculinista de la
madre, sostiene Beauvoir, no pueden acceder al estatus del
sujeto idéntico a sí mismo, desencamado. Porque ese sujeto
necesita una madre, un Otro, una diferencia absoluta de sí
mismo sin la cual se vería forzado a reconocer la alteridad
dentro de sí mismo, es decir, sin la cual no existiría.
El esfuerzo de Beauvoir por distinguir entre un sujeto-
madre y las células que se dividen en el interior del cuerpo
materno, entonces, no se puede interpretar como una fanta­
sía humanista de dominio si se entiende que esa fantasía im­
plica la postulación de un sujeto soberano creado a través de
la aniquilación de los orígenes, de la negación del cuerpo,
de la interdependencia humana y todo lo que sirve para huir
de la alteridad y la vulnerabilidad que existen en todo ser
humano. Kristeva tiene razón cuando sostiene que el recha­
zo a reconocer lo extraño dentro de uno mismo precipita la
creación de víctimas propiciatorias y, cuando el sujeto es el
hombre, ese rechazo constituye a la mujer como la víctima
propiciatoria de la cultura occidental. Pero la sugerencia de
que Beauvoir está atrapada en esta ilusión de dominio supo­
ne una lectura equivocada de El segundo sexo.
Aunque El segundo sexo prefigura elementos de la crí­
tica del sujeto de la modernidad enunciada por Kristeva,
como he sugerido, Beauvoir propone una teoría alternativa
de la subjetividad que la opone tanto al postmodemismo de
Kristeva como al existencialismo de Sartre. Aunque no es­
tán nítidamente definidos, los esbozos de la teoría del suje­
to de Beauvoir pueden comprenderse al resumir sus diferen­
cias con Kristeva acerca de la maternidad. Existe una pro­
funda diferencia entre sostener que la madre como sujeto es
una ilusión y afirmar, como creo que hace Kristeva, que
todo intento de conferir subjetividad a la futura madre es
una ilusión. Beauvoir fue quien mostró que la idea masculi-
nista de la madre como sujeto es una ilusión precisamente
porque es el sujeto mudo que asegura el poder masculino y
los bordes de la identidad masculina. La madre marca el lu­
gar en el que las mujeres son por cierto no sujetos, los no su­
jetos de la «maternidad forzosa». La madre como sujeto
existe, entonces, allí donde las mujeres como sujetos no
son: ausentes no a causa de su localización cósmica en un
espacio materno más allá del tiempo paterno sino en razón
de su situación social en una cultura patriarcal. Esa pérdida
de subjetividad es lo que alimenta la necesidad psíquica de
la mujer gestante de insistir en su control sobre el proceso
en el que «la antítesis de sujeto y objeto deja de existir». Por
lo tanto, si deseamos promover una experiencia menos rígi­
da de los límites psíquicos y corporales, una concepción
más fluida de la identidad, la respuesta no puede ser, por
cierto, colapsar a la futura madre en el silencio del espacio
materno no significable.
Así, el problema para el feminismo no es la madre como
sujeto sino las mujeres como no sujetos, como ideal mater­
nal, la madre como sujeto mudo. En oposición a Kristeva,
Beauvoir nos recuerda que el orden patriarcal no se puede
cuestionar asignando a las mujeres un espacio ajeno al dis­
curso, sino sólo modificando su posición dentro de él. Para
algunas mujeres este proyecto no implica necesariamente el
rechazo de la maternidad pero, para todas, requiere claramen­
te el rechazo del «eterno maternal». Es ciérto que Beauvoir
temía tanto al segundo que no pudo comenzar a articular la
primera; sin embargo, abrió un espacio conceptual en el cual
las feministas podrían proponer significaciones alternativas
de lo materno, elaborando una concepción del sujeto femeni­
no que no esté definido por la maternidad. Además, demarcó
una posición que toma en consideración el cuestionamiento
al dominio que representa el cuerpo femenino y advirtió con­
tra el riesgo de reanimar los mitos masculinistas.
Beauvoir recusa tanto el no sujeto de lo materno de
Kristeva como el sujeto dominante de la modernidad porque
comprende cómo el primero puede servir para sostener al
segundo. Kristeva utiliza la heterogeneidad materna para
desestabilizar al orden simbólico, pero no logra darse cuen­
ta de que afirmar a la futura madre como no sujeto puede
dar crédito, aunque paradójica e involuntariamente, a los
portavoces de los derechos jurídicos del feto. Hemos obser­
vado que se puede postular al feto como un sujeto cuyos de­
rechos tienen pr eeminencia sobre los de la madre, cuando la
madre como sujeto hablante ha sido obliterada, reducida a
un mero recipiente reproductor. De modo similar, la llama­
da maternidad de alquiler también se funda en el silencio de
la mujer-madre. Basta con recordar a Mary Beth Whitehead
para reconocer que es precisamente la madre quien habla,
reclama, se niega a ser una incubadora a la que se reduce al
silencio mediante la calificación de lunática, de «mala ma­
dre». Aunque Kristeva sería la primera en reconocerlo, tene­
mos todas las razones para preguntamos si su celebración
de la «vía de pasaje» sin sujeto, sin lenguaje, del cuerpo ma­
terno no sostiene, más que contestar, el orden patriarcal.
Beauvoir, por su parte, nos dice que no deberíamos afir­
mar que las madres controlan un proceso que, ciertamente,
pone en cuestión la posibilidad misma del control. Sin em­
bargo, también nos dice que debemos insistir en el lenguaje
femenino y en el establecimiento de un límite simbólico
dentro del cuerpo materno, si queremos oponemos a que las
mujeres sean consideradas como las portadoras pasivas de
una teleología de la especie. La lucha retórica de Beauvoir
contra el eterno maternal, entonces, no indica simplemente
a las feministas que rechacen la maternidad; más bien, les
ofrece una estrategia compleja para cuestionar, en términos
de Kaja Silverman, «a la dominación desde dentro de la re­
presentación y la significación y no desde el lugar de una
biología que resiste de una manera muda» (1988,125). Y en
un mundo de «derechos del feto» y de «maternidad de al­
quiler», concluimos, hay razones suficientes para volver a
leer y a pensar sobre la polémica descripción de la matemi-
cad de El segundo sexo.
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Las Madres de Virginia Woolf
E s t h e r S á n c h e z -P a r d o G on zález

La mitología que rodea a la figura de Virginia Woolf


participa de una serie de ideas que giran en tomo a su aura
de gran escritora como consecuencia de su aguda neurosis.
Sus obras están llenas de referencias a la muerte y de un ex­
traño e irrefrenable deseo de fundirse con el cosmos frente
al temor y a la imposibilidad de vivir en plenitud. Parte de la
crítica piensa que su suicidio es prueba evidente de una ten­
dencia a la enfermedad prolongada a lo largo de toda su
vida, y que su deseo inconsciente de hundirse en las aguas
del Ouse vendría a simbolizar su deseo reprimido de fundir­
se con su madre muerta. En general, los biógrafos de Woolf
tienden a pensar en la muerte de la autora como si de una
obra de arte se tratara, como si sus escritos y sus novelas es­
tuvieran elaborando progresivamente él borrador de un
mensaje suicida final.
A lo largo de su excepcional trayectoria creativa, Virgi­
nia Woolf se nutrió con el impulso y el aliento de un buen
número de madres sustitutorias que intentaron rellenar el
hueco de la madre ausente.
Shirley Panken, en su estudio Virginia Woolf and the
«Lust o f Creation». A Psychoanalytic Exploration (1987)
señala que la sintomatología física de Woolf fue «convoca­
da inconscientemente para restituir o aplacar a su madre».
Panken supone que el duelo incompleto de Woolf por su
madre muerta junto con una «canalización neurótica de su
duelo, culpa e ira» le produjeron las alteraciones somáticas
de sus crisis maníaco-depresivas (1987, 38-9).
Louise De Salvo, en Virginia Woolf: The Impact o f
Childhood Sexual Abuse on Her Life and Work (1989), se­
ñala que, como consecuencia del abuso sexual a que Woolf
se vio sometida durante la niñez, y teniendo en cuenta que
está probado que las víctimas de abusos sexuales desarro­
llan síntomas depresivos en la edad adulta, la «locura» de
Woolf no era realmente un desequilibrio sin más, sino la ex­
presión de una reacción lógica a la victimización. De Salvo,
en su estudio, deja de lado lo que considera una noción ar­
caica de la locura como algo inherente al individuo, sustitu­
yéndola por una lectura social. Nuestra autora trata de bus­
car razones que den cuenta del deseo de muerte de Virginia
y en el incesto encuentra la explicación más coherente.
El problema de la patología se complica en este caso
con el diagnóstico erróneo de la propia Virginia, afectado
por su experiencia personal y por las explicaciones médicas
que la época ponía a su alcance. Así, en sus cartas, con fre­
cuencia describía su enfermedad en base al modelo del ar­
tista neurótico de su tiempo. En su correspondencia con
Vita Sackville-West, Virginia se culpa a sí misma por sufrir
cambios de humor constantes: «Y no te he dicho mucho, ni
siquiera te he dado idea de las terribles y enormes olas y de
los infernales y profundos abismos, sobre los cuales ascien­
do y me agito en pocos días... Y estoy medio avergonzada,
ahora que intento escribirlo para ver qué pequeños egoís­
mos se encuentran en su raíz, y en cualquier caso tienen que
ver conmigo» (Letters 3, 237).
Paradójicamente, en una familia apegada a la ilusión de
la maternidad perfecta, Virginia conserva pocos recuerdos
de verdadera intimidad con su madre. Así, en «A Sketch of
the Past» señala: «Qué mescolanza de cosas recuerdo, si
dejo mi mente correr, sobre mi madre; pero todas son de ella
en compañía; de ella rodeada; de ella generalizada; disper­
sa, omnipresente, de ella como creadora de ese mundo feliz
tan lleno de gente que giraba con tanta alegría en el centro
de mi niñez... ¿Acaso puedo recordar haber estado con ella
sola durante más que unos pocos minutos?» (Schulkind, ed.,
1985, 83, 84).
La figura de la madre, elusiva, mágica, central, cuya
precaria felicidad pertenece al tiempo pasado de su primer
matrimonio, sitúa a la propia Virginia en una posición de
outsider, en una órbita que gira alrededor de Julia pero que
nunca llega a rozarla, sin experimentar la promesa inalcan­
zable de la «buena maternidad».
Quentin Bell recuerda que Woolf dijo de su madre, «Su
muerte fue el mayor desastre que pudo ocurrimos» (Schul­
kind, ed., 1985,40). ¿Qué significó en realidad la muerte de
Julia para Virginia? Baste decir que, en principio, no se le
permitió hacer un duelo normal por su madre — al parecer,
tan sólo Leslie, su padre, podía expresar abiertamente su do­
lor. Virginia siguió así la tradición de su madre de sentirse
culpable por su pena, con la idea de que exteriorizarla era
algo vano y egoísta, ya que la obligaba a centrar toda su
atención en sus sentimientos en lugar de en los sentimientos
de los otros, y su deber como hija sería precisamente conso­
lar a los demás. Además, Virginia se sintió obligada a con­
trolarse, mientras que Leslie, por el contrario, se sumía en
manifestaciones de duelo excesivas como la repetición
constante de su deseo de muerte a su familia, y las reunio­
nes que mantenía en su estudio con sus amigos para desaho­
garse y recibir consuelo (Schulkind, ed., 1985, 40-41). De
sus hijas demandaba la misma comprensión que le había
brindado su mujer. Como mujeres, debían comportarse
como una fuente inagotable de apoyo y de sentimientos po­
sitivos. Tras la muerte de Leslie, a Virginia le preocupó no
haber cumplido las expectativas de su padre. La muerte de
Julia y la dependencia de Leslie reavivaron el temor que Vir­
ginia abrigaba de no poseer la reserva emocional suficiente
como para ser la buena hija, la buena esposa y la madre «su­
ficientemente buena». Además, Julia no pudo permanecer
como prueba evidente de que el seZ/femenino era, las más de
las veces, lo bastante fuerte como para sobrevivir.
Julia había enviudado de su primer marido a los cuatro
años de unión y embarazada de su tercer hijo. Su tendencia
depresiva persistió incluso tras contraer segundas nupcias
con Leslie Stephen, y Julia se dedicó con intensidad a cui­
dar de su familia, así como a visitar hospitales y atender en­
fermos. Su visión melancólica de la vida la llevaba a com­
portarse, «como alguien que revive tras haberse ahogado... y
que a veces siente... que debe dejarse hundir» (L. Stephen,
1977, 56-57). Julia había quedado desprovista de un sentido
de la identidad positiva que pudiera servirle de modelo a
Virginia, quien, por el contrario, heredaría su carácter de­
presivo. Julia murió en 1895 a la edad de cuarenta y nueve
años, clínicamente de fiebres reumáticas, si bien parece que
esto encubría la causa real, su progresivo debilitamiento y
agotamiento físico, como sostiene gran parte de la crítica.
Tras el fallecimiento de Julia, el dolor de Leslie no que­
dó limitado a la vida real, sino que también entró en la esfe­
ra de la ficción. Su memoria biográfica Sir Leslie Stephen ’s
Mausoleum Book, iniciada dos semanas después de la
muerte de su esposa, distorsionó el pasado con su sentimen­
talismo. Pronto Virginia se sintió incapaz de recordar a su
madre con precisión, pues era Leslie quien ejercía el control
último sobre la memoria de Julia, idealizando al máximo su
tarea como madre y esposa ejemplar. Su reconstrucción de
Julia en la escritura se ha interpretado como una elaboración
defensiva para refutar la acusación tácita de que él mismo
había contribuido a su desgaste progresivo hasta la muerte.
Virginia no encontraba consuelo alguno en la descripción
que Leslie hacía de Julia como un «ángel del hogar», e in­
tentaba convocar su propia imagen de su madre. Padre e hija
se refugiaron en la ficción, como si sus creaciones pudieran
en cierta medida «matemarlos» y devolverles una imagen
de apoyo, una imagen nutricia que ya no era la de Julia sino
la de ellos mismos. La revisión del pasado no sólo podía
procurar un sentido de propiedad sobre Julia sino también
un sentido renovado del propietario, del «yo» que recuerda
y remodela los acontecimientos ocurridos tiempo atrás. La
memoria en tanto experiencia interior, creada por el propio
self, contribuye a correlacionar identidad y experiencia. Al
parecer, Leslie nunca cuestionó la autenticidad de su retrato
narcisista; se conformaba con sus ilusiones, subordinando la
memoria al deseo. Sin embargo, Virginia reexaminaba
constantemente los personajes matemos en sus novelas,
modificando sus perfiles a medida que ella ganaba en segu­
ridad en sí misma y autoconocimiento, hasta que finalmen­
te en The Waves (Las olas, 1931) fue capaz de representar su
mundo interior en toda su complejidad sin recurrir ya más a
la imagen de su madre. La propia identidad de Virginia no
podía seguir sustentada en recuerdos, debía desgajar su self
de una excesiva dependencia de los otros de su entorno.
La joven Virginia, convencida de su inadecuación tras
haber sufrido su primera crisis nerviosa, trataba de ocultar
sus sentimientos frente al sentimentalismo excesivo del pa­
dre. La muerte de Julia despertó una amenaza real para Vir­
ginia que, a partir de entonces, descubrió su verdadera vul­
nerabilidad como mujer. Julia no podía actuar ya como
muro de contención de la conducta autoritaria y las insinua­
ciones sexuales de sus hijos George y Gerald Duckworth
hacia sus hermanas. Tan pronto como Leslie dejó de ejercer
su autoridad sobre la familia, Virginia se sintió indefensa.
Esta tendencia temprana de Virginia a adoptar una posi­
ción silenciosa y pasiva (heredada de su madre y reforzada
por el comportamiento de sus hermanastros), y el hecho de
creer que había heredado la neurastenia de su padre, le que­
dó enormemente grabado a partir de la experiencia de las
curas de reposo. El tratamiento infantilizante del famoso es­
pecialista S. Weir Mitchell (reposo total en cama en una ha­
bitación oscura y una dieta a base de leche, crema y huevos)
socavó su independencia y la indujo a sentirse incapacitada
en lugar de contribuir a la remisión de sus síntomas. Recrear
constantemente los cuidados maternales que recibió en la
infancia y adoptar una posición infantilizada similar a la de
Leslie podría haber sido una terapia satisfactoria al menos
por su valor simbólico, ya que vinculaba una afección apa­
rentemente inexplicable con unos orígenes familiares, espe­
cialmente con el deseo de Julia de atender a los demás y, si-
multáneamente, de hundirse en la depresión en lugar de per­
manecer a flote. Frente al terror de los malos pensamientos
y las horribles visiones que la asaltaban, el tratamiento me­
diante la cura de reposo —y su conexión con las figuras pa-
rentales, la historia familiar y con modelos psicológicos es­
tablecidos y muy enraizados— pudo haber resultado tran­
quilizador, si bien a partir del testimonio de la propia
Virginia sabemos que también la desmoralizó en extremo.
Cuando sentía que perdía el control, Virginia era incapaz de
crear ficciones que la confortaran. Jane Marcus ha señalado
a este respecto que «Para Virginia Woolf, el arte de estar en­
ferma era, en esencia, el arte de abandonarse» (1987, 98).
Hoy parece fuera de toda duda que el padre de Woolf,
Leslie Stephen, vendría a proporcionar el modelo sobre el
cual podría sustentarse la sintomatología de Virginia. Los
autoanálisis de nuestra autora se parecen enormemente a las
descripciones que solía hacer de su padre, hipocondríaco y
egoísta, con quien se identificaba no sólo en su faceta de es­
critora, sino como la fuente principal de su desequilibrio:
«Pero — ¡al diablo con los detalles médicos!— esta gripe
tiene un veneno especial para lo que llamamos el sistema
nervioso; y el mío empezó siendo de segunda mano, usado
por mi padre y por el padre de éste para dictar diligencias y
escribir libros — ¡cómo hubiera deseado que, en su lugar, se
hubiesen dedicado a la caza y la pesca!— Tengo que tratar­
lo como si fuera un perrito mimado, y después tumbarme en
silencio, me duele la cabeza» (Letters 4, 144-4).
En las «violentas furias y desesperaciones» de Leslie,
sus sentimientos de fracaso y autodegradación alternando
con entusiasmo y satisfacción, Virginia observó formas mo­
deradas de sus propios síntomas y pudo haber concluido
que la causa de todo ello era «el egoísmo característico de
todos los Stephen» (Diary 1, 221) —los jóvenes depresivos
tienden a identificarse al máximo con sus padres, especial­
mente cuando detectan en alguno de ellos su mismo proble­
ma. El doctor George Savage (1842-1921), médico de la fa­
milia durante muchos años, vino a reforzar el modelo del
genio-neurótico en el caso de Virginia al diagnosticar su en­
fermedad como «neurastenia», la misma etiqueta que, con
anterioridad, le había colocado a Leslie. Aunque sabemos
que Virginia presentaba síntomas mucho más agudizados
que su padre, en el periodo verdaderamente crítico de Les­
lie (1881-91), sus altibajos emocionales iban acompañados
de crisis de angustia y de alucinaciones que, sin duda, Vir­
ginia pudo reconocer fácilmente como suyas (Hyman,
1980, 128).
No obstante, las dos líneas familiares de Virginia, los
Stephen y los Jackson, contaban con un dilatado historial de
desequilibrio psíquico que resumimos muy someramente en
el cuadro que incluimos al final de este ensayo. Como se
puede observar en el esquema, los hijos de Leslie y Julia se
vieron aquejados por distintos tipos de trastornos nerviosos.
Los hermanos de Virginia, Adrián, Thoby y Vanessa tuvie­
ron episodios depresivos. En 1894 Thoby tuvo un intento
fallido de suicidio, más tarde moriría en 1906 de fiebres ti­
foideas. Adrián, por su parte, proporciona un claro ejemplo
de depresión crónica. Leonard y Virginia le describían
como «extremadamente letárgico y crítico», «pasivo, inerte,
deprimido y reservado» (L. Woolf, Letters, 531), como ne­
cesitado de «palabras tranquilizadoras», falto de vitalidad,
proclive a continuas rabietas, melancólico, triste y siempre
demasiado apegado al pasado (Diary, 1: 187; 2:186; 2:277;
3:227; 4:103). Vanessa también tenía depresiones de vez en
cuando, y su única hija, Angélica, tuvo que ser hospitaliza­
da por depresión aguda.
En el catálogo de la psiquiatría del xix, la neurastenia no
era más que un eufemismo Victoriano que cubría una gran
variedad de síntomas vagamente reconocibles. La teoría de
la neurastenia al uso era fuertemente materialista. Los ele­
mentos esenciales de la cura del famoso especialista Silas
Weir Mitchell (1829-1914) que Savage prescribió para las
crisis de Woolf fueron abundancia de horas de sueño y
«sobrealimentación para estabilizar las células del cere­
bro supuestamente responsables de la enfermedad» (Gold-
stein, 1974, 445). Neurólogos posteriores de finales del si­
glo xix como Savage fueron, en palabras de Scull, «profun­
damente antagonistas, no sólo frente a las explicaciones psi­
cológicas de la enfermedad mental, sino frente a cualquier
tipo de atención sistemática sostenida a la terapéutica men­
tal» (Scull, 1981, 19). El propio Savage pensaba que los pa­
cientes que procedían de un origen familiar neurótico, espe­
cialmente aquellos cuyas familias contaban con intelectua­
les ambiciosos o personalidades socialmente relevantes
(descripción muy ajustada a la familia Stephen), eran más
proclives a sufrir desequilibrios psíquicos —incluso de ma­
nera periódica— por motivos puramente biológicos. Savage
estaba convencido de que los pacientes que tenían alucina­
ciones auditivas (Woolf escuchaba a los pájaros hablar en
griego y al rey Eduardo gritar obscenidades entre los arbus­
tos del jardín) habían heredado su locura. Como creía en la
base somática de la enfermedad, estableció una conexión
entre los desequilibrios y el estrés físico, sobre todo, el deri­
vado de la gripe, la fiebre, el cansancio, el alcoholismo y la
temperatura corporal irregular —nos consta que Leonard y
Virginia comentaron sus ideas al respecto en diversas oca­
siones (véanse el epistolario y diario de la autora).
La actitud de Savage era la típica de la medicina victo-
riana. El siglo xix desarrolló dos líneas paralelas de pensa­
miento psiquiátrico: la que consideraba que el desequilibrio
psíquico estaba basado en la biología y, por tanto, no era in­
teligible (en este caso, a los pacientes se les aconsejaba no
pensar en su experiencia de la «enfermedad»); y la que pen­
saba que era el resultado de un carácter débil capaz de tomar
decisiones inmorales de manera voluntaria. Así, los sínto­
mas de la locura eran bien epifenómenos aparentemente ca­
rentes de significado a partir de estados patológicos subya­
centes, bien manifestaciones de una naturaleza pecadora.
Los pacientes, en estos casos, podían sentirse desvincula­
dos de su propia enfermedad o avergonzados por no conse­
guir dominarse. Virginia Woolf experimentó estas dos sen­
saciones.
Además, como mujer, Woolf todavía tenía que enfren­
tarse a otro reto. Su enfermedad y su feminidad representa­
ban también una amenaza para ella y la sumían en un pro­
fundo sentimiento de impotencia y despersonalización. Con
anterioridad, su madre Julia y su hermanastra Stella le ha­
bían transmitido la lección de cuál era el sacrificio que se
exigía de la mujer de acuerdo con las normas victorianas del
decoro femenino. Woolf se rebelaba instintivamente contra
lo que llamaba el non-being, esa vacuidad del self que pro­
piciaba la sociedad patriarcal en la cual estaba inmersa. No
obstante, era muy arriesgado mantener una rebelión abierta.
Así, según la Ley sobre la Locura de 1899, el 70 por 100 de
los enfermos mentales de Gran Bretaña ñieron declarados
locos e internados ya en 1900. De hecho, Carol A. Morizot,
señalaba en su estudio de 1978 que, «Si Virginia Woolf hu­
biese sido declarada loca e internada en una institución en la
situación desesperada en que se encontraba en 1912, es po­
sible que se hubiera perdido entre los pabellones y que in­
cluso sus médicos particulares no hubiesen podido obtener
una orden de salida legal» (1978, 116). Sólo en tanto en
cuanto Woolf consintiera en aceptar los estereotipos victo-
ríanos de la feminidad, podría encontrarse a salvo de la ame­
naza de la institución, (Showalter, 1981, 321-323).

M a d r e s S u s t it u t o r ia s

Virginia Woolf se alimentó de la savia emocional e inte­


lectual que sus amigas y mentoras supieron proporcionarle
en las distintas etapas de su evolución creativa. Así como
Julia Stephen se había dedicado casi por entero al cuidado
de los pobres y los marginados recluidos en instituciones
públicas, Virginia — como Louise De Salvo demuestra en
su estudio del diario de Virginia en 1897 (1983)— tuvo
miedo de ser arrastrada hacia este tipo de misiones. Julia en­
camó durante toda su vida el modelo de madre/enfermera
que, como señala Jane Marcus, «Para las mujeres victoria­
nas... era una salida para su deseo de poder y una esfera de
comportamiento que no estaba subordinada al marido»
(1987,98).
El hecho de que las enfermedades de Virginia comenza­
ran a la muerte de su madre resulta revelador. Aunque Vir­
ginia cuidó repetidas veces de sus «enfermos» en la familia
— su padre, sus hermanos Thoby y Vanessa—, con mayor
frecuencia adoptó el papel de paciente. A lo largo de su vida
buscó la protección maternal de las mujeres de su entorno.
Entre ellas, podríamos mencionar en su etapa formativa a
Clara Pater y Janet Case, sus profesoras de latín y griego
respectivamente; a Violet Dickinson, la primera en leer y pu­
blicar sus ensayos; a Caroline Emelia Stephen, su tía y gran
amiga; y a Margaret Llewellyn-Davies, quien la introdujo en
las causas del feminismo, pacifismo y socialismo. Llewellyn-
Davies aparece por vez primera en la figura de Mary
Datchet en Night and Day y después como posible fuente de
inspiración de Eleanor Pargiter en The Years. Vinculó a Vir­
ginia al mundo de la Cooperativa del Gremio de Mujeres
Trabajadoras, comprometiéndola en su causa social.
Caroline Emelia Stephen fue, sin lugar a dudas, la figu­
ra más importante en el mundo de Virginia. Fue precisa­
mente en 1904, en la casa de campo que Caroline tenía en
Cambridge, donde Virginia Stephen nació como escritora
profesional. Por aquel entonces, Virginia se recuperaba del
frustrado intento de suicidio y la crisis que se apoderó de
ella tras la muerte de su padre. Caroline y Violet Dickinson
intentaron entonces diseñarle una vida de trabajo profesio­
nal a Virginia para contribuir a su recuperación. Violet la
animó a escribir artículos y consiguió que se publicaran en
el Guardian (un semanario de la iglesia). Caroline, por su
parte, insistió en que se formara en la disciplina de la histo­
ria para después colaborar en el proyecto de la biografía de
su padre. De aquí Virginia aprendió, desde la propia expe­
riencia, el valor de la escritura, la importancia de conservar
los diarios y las cartas, y la idea de que la vida sólo podía vi­
virse con plenitud si además se ponía en escritura. Se ima­
ginó entonces la vida de una historiadora que investiga en la
historia doméstica en la figura de Rosamond Merridew en
«The Journal of Mistress Joan Martyn» (1906) como co­
rrectivo a la historia de los grandes hombres registrada en el
Dicccionario de Biografía Nacional de su padre. Caroline
E. Stephen es, muchas veces, esa figura misteriosa de la
mujer que se sienta a la mesa a escribir, recurrente en la na­
rrativa de Virginia.
A juicio de Jane Marcus, la relación de Virginia con su
hermana Vanessa era emocionalmente más primitiva y me­
nos intelectual si la comparamos con las ya mencionadas,
mientras que la relación con Leonard Woolf era más com­
pleja, pero no tan inspiradora o creativa (1987, 105): «Hay
algo bastante obvio. La persona que cuidaba matemalmen-
te el cuerpo de Virginia, que ordenaba su vida cotidiana y la
cuidaba en la enfermedad, no podía al mismo tiempo mater-
nar su mente. Leonard no era ni fuente de inspiración ni au­
diencia ideal para su trabajo» (1987,106).
En la galería de madres sustitutorias de V Woolf, Vita
Sackville-West merece atención aparte. Vita es el único
caso de mujer casada con hijos que mantuvo una estrecha
relación con V Woolf. Paradójicamente, este parece ser el
único ejemplo de matemaje intelectual que Virginia dirigió
hacia otra mujer (Marcus, 1987, 107). Virginia trató de in­
fluir en Vita, y donde quizá esto se detecta con mayor niti­
dez es en su novela All Passion Spent (1931), de marcada
inspiración feminista. La novela es la historia de la libera­
ción de Lady Slane tras la muerte de su marido. Es una apo­
logía de una mujer que abandona su arte por su matrimonio.
Lady Slane culpa a las madres por su complicidad en el in­
fortunio de sus hijas y en el mantenimiento de la institución
matrimonial.
Virginia Woolf aparece aquí como la inspiradora de este
rebrote feminista en Vita. La burla del matrimonio, así
como numerosos fragmentos de la novela, recuerdan la con­
ferencia de Virginia «Professions for Women», pronunciada
ese mismo año: «¿Acaso no es para esta función para lo que
han sido formadas, vestidas, engalanadas, educadas — si
asunto tan desigual puede llamarse educación—, salvaguar­
dadas, tenidas en la oscuridad, aludidas, segregadas, repri­
midas, todo ello para que en un determinado momento pue­
dan ser entregadas o puedan entregar a sus hijas a un Minis­
tro o a un hombre?» (Sackville-West, 1931, 154).
En la última etapa de su vida Virginia tuvo una ma-
dre/mentora, que llegó a igualar a sus primeras profesoras,
Ethel Smyth. Ethel la ayudó a liberarse de las secuelas de la
agresión masculina sufrida durante la infancia, a la que fi­
nalmente supo dar salida en la escritura de Three Guineas y
The Voyage Out. Ambas, desde sus respectivas carreras
como escritora y compositora, se admiraban mutuamente, y
coincidían en la importancia capital otorgada a sus madres y
maestras en su desarrollo artístico. Su fuerte personalidad
les impulsaba a intercambiar constantemente los papeles
matemo-filiales en su relación. Virginia contribuyó a que
Ethel escribiera buena parte de su autobiografía y su ópera
The Prison; mientras que Ethel le inspiró buena parte de
The Waves (Las olas, 1931) y The Years (Los años, 1937),
además de Three Guineas (Tres guineas, 1938), que sin lu­
gar a dudas le sirvió como instancia liberadora.
Finalmente, la última de las mentoras de Virginia fue la
doctora Octavia Wilberforce. Octavia no fue tan receptiva
como sus predecesoras ya que no conocía la historia de Vir­
ginia ni llegaba a comprender sus necesidades afectivas y de
apoyo. Jane Marcus señala al respecto, «...[Wilberforce] no se
veía como la salvadora de Virginia. Parte del problema que
rodeó el suicidio de Virginia Woolf reside en este malenten­
dido. La autobiografía de Leonard Woolf expresa un senti­
miento de alivio al saber que Virginia estaba en manos de la
doctora Wilberforce... Pero Octavia estaba muy ocupada
con el trabajo derivado de la guerra y sus pacientes. A Vir­
ginia le hacía visitas sociales, no profesionales... no trajo
consigo la capacidad maternal... No conocía la historia de la
inestabilidad mental de Virginia ni era sabedora de su histo­
ria médica» (1987, 114).

M a d r e s e n l a F ic c ió n

En la relación de Lily Briscoe con Mrs. Ramsay en To


the lighthouse (Alfaro) se puede observar cómo a la artista
le resulta muy difícil encontrar a una madre/mentora. Lily
desearía volver al vientre materno y fundirse con su madre.
Mrs. Ramsay no estimula su arte y no la motiva en su traba­
jo. De hecho, quiere que se case y que se someta a los hom­
bres. No obstante, inspira a Lily y ésta siente por ella verda­
dera adoración. Lily es pintora, una sensibilidad artística
tremendamente activa (es tan sensible como Vanessa Bell, a
quien Virginia consideraba autosuficiente e independiente).
En Al faro, Lily, inmersa en los problemas de la pintura,
contempla aquello que está tratando de representar —un
trozo de pared, una ventana, un seto, un árbol— cuando, de
repente, algo ocurre:

Una oleada de blanco se extendía por detrás de la


ventana, sin duda algún volante zarandeado por el aire
dentro de la habitación. El corazón le dio un vuelco, era
un sobresalto que se apoderaba de ella infligiéndole su
tortura.
«¡Señora Ramsay, señora Ramsay!» — exclamó, al
tiempo que sentía cómo el espanto de antes volvía a ha­
cer su aparición, aquel desear y desear sin conseguir.
¿Podría seguirlo aguantando? Y se quedó quieta, como
repitiendo el estribillo de que todo eso formaba parte de
la experiencia ordinaria, que estaba al mismo nivel de
una mesa o una silla. La señora Ramsay — dando prueba
con ello de su maravillosa bondad para con Lily— había
venido a sentarse en la silla aquella como la cosa más na­
tural del mundo; movía lentamente sus agujas de hacer
punto de acá para allá y, mientras iba tejiendo un calcetín
marrón rojizo, proyectaba su sombra sobre los escalones.
Estaba sentada allí (1978,265-266).

La señora Ramsay, muerta ahora desde hace varios


años, ha vuelto al mismo lugar donde se sentaba diez años
atrás, cuando Lily intentó por vez primera pintar el mismo
tema. Es evidente que la alucinación ocurre dentro de la rea­
lidad, sobre la misma base de aquello que no viene a,.satisfa­
cer un deseo — «aquel desear y desear sin conseguir» (1978,
265) y que no va acompañado de placer, sino que por el con­
trario sufre por la tortura y el horror. Pero ¿quién es, en rea­
lidad, ese personaje capaz de producir una impresión tan po­
derosa?, ¿quién es la señora Ramsay?
En la novela, la señora Ramsay se define indiscutible­
mente como una madre. Tiene ocho hijos y desempeña a la
perfección el papel materno con todos cuantos la rodean.
En un nivel simbólico, parece claro que la señora Ramsay
encama a la madre mítica universal y, a la vez, es uno de los
personajes con más magnetismo personal de los creados por
Virginia Woolf.
Woolf nunca ocultó el hecho de que había concebido
el personaje de Mrs. Ramsay a imagen de su propia madre.
Si prestamos atención al testimonio de Vanessa: «Dice que
es un retrato asombroso de mamá; una excelente retratis­
ta; lo ha vivido, y encontró muy dolorosa la resurrección
de los muertos» (1969, 107). Parece, pues, difícil evitar la
referencia directa a la relación entre Virginia y su propia
madre.
La primera crisis de locura e intento de suicidio de Vir­
ginia sucedió poco después de la muerte de su madre. El
universo de la autora estuvo continuamente marcado por la
muerte y la pérdida de sus seres queridos (su padre, sus her­
manos Stella y Thoby). De hecho, en todas sus novelas, la
presencia invasora de los muertos pesa sobre los vivos. La
muerte se muestra en cada falla de la continuidad de la es­
critura, como lo prueba la siguiente afirmación que Woolf
intercala en uno de los apartes de su diario: «Eso... parece
mostrar los signos de la muerte extendiéndose ya en este li­
bro» (Diary 1, 58).
Está claro que cuando Virginia Woolf escribe: «Nunca
he visto a nadie que me recuerde a... mi madre. [Ella] no
se mezcla en absoluto en el mundo de los vivos» (Schul-
kind, ed., 1985, 97), hemos de leerlo en clave de exorcis­
mo. La muerte, y en particular la madre muerta, está om­
nipresente, invade el universo de los vivos, y si esta pre­
sencia universal mantuviera el carácter protector que le es
propio, no sería necesario exorcizarla. Así, no tendría por
qué sorprendemos el hecho de que al comienzo de uno de
los episodios de locura de Virginia, la aparición de la ma­
dre se viva como una figura amenazante: «Una mañana es­
taba desayunando en la cama mientras yo le hablaba. De
repente, se puso enormemente excitada y angustiada. Cre­
yó que su madre estaba en la habitación y empezó a ha­
blarle» (L. Woolf, 1964, 172).
La escritura de Al faro (y, con anterioridad, la de La
señora Dalloway) parece coincidir con una maduración
emocional de Woolf de ciertas cuestiones espinosas relati­
vas a su madre. El lado negativo de la protección maternal
aparece claramente expresado en Al faro. Lily Briscoe lo
percibe, «Mrs. Ramsay, pensó Lily, mientras hablaba de las
mondas de la verdura, era como si extendiera las manos
para calentarlas en aquel fuego y fomentarlo al mismo tiem­
po, para conducir, entre risas, las víctimas al ara de un rito
creado por ella» (1978, 132).
La rebelión edípica contra el padre también encuentra
eco en la novela. No obstante, en varias ocasiones descubri­
mos cómo, a través de la figura del padre, el blanco final de
las críticas vuelve a ser de nuevo la señora Ramsay. En el
fragmento que recogemos a continuación, el lienzo de Lily
Briscoe actúa en principio como una barrera contra la in­
fluencia represora del señor Ramsay: «Colocó el lienzo so­
bre el caballete con ademán resuelto, como si se tratara de
una barrera que, aunque frágil, creía de consistencia sufi­
ciente para oponerse a los requerimientos del señor Ram­
say» (1978, 196). Pero, tras una larga diatriba contra la tira­
nía del señor Ramsay, de repente leemos:
La verdad es que le irritaba un .poco pensar en la se­
ñora Ramsay. Con el pincel temblándole entre los dedos
se quedó mirando el seto, el escalón, el muro. Todo
aquello era obra de la señora Ramsay. Había muerto.
Y aquí se había quedado ella, Lily, que a los cuarenta y
cuatro años seguía desperdiciando el tiempo, incapaz de
hacer nada, plantada aquí jugando a que pintaba, jugan­
do a la única cosa que no se puede tomar como juego, y
la culpa era de la señora Ramsay por haber muerto. El
escalón donde solía sentarse estaba vacío. Había muerto
(1978, 197).
Cuando Lily trata de completar su cuadro, la asalta la
alucinación. La imagen de la señora Ramsay parece estar li­
gada con el acto de pintar. Después de su muerte, Lily sólo
puede traerla a su memoria cuando está pintando. La pintu­
ra, al igual que la imagen de la señora Ramsay, surge de un
pasado muy lejano: «Y al mismo tiempo que mojaba su pin­
cel en el color azul, lo estaba mojando también en aquel pa­
sado. Ahora se acordaba de cuando la señora Ramsay se
puso de pie» (1978, 226). El acto de pintar le permite intro­
ducirse cada vez más en el pasado, excavar — «Y continuó
excavando su camino a través de la pintura, a través del pa­
sado» (1978, 228)— y recobrar así imágenes asociadas con
la señora Ramsay en un mundo que se le adivina como una
enorme matriz:

Y empezó a poner un rojo y un gris para ir modelan­


do aquel vacío que tenía enfrente. Pero mientras lo hacía
sentía, al propio tiempo, que seguía sentada en la playa al
lado de la señora Ramsay.
«¿Es un barco? ¿O es un tonel?» —preguntó la seño­
ra Ramsay. Y se puso a buscar las gafas en tomo suyo.
Y, cuando las encontró, siguió sentada en silencio, mi­
rando el mar a lo lejos.
Y Lily, imperturbable en su tarea de pintar, tenía la
impresión de que se había abierto una puerta que daba
acceso a un espacio oscuro y solemne, como una cate­
dral, donde uno permanece contemplándolo todo en si­
lencio (1978, 225-226).

Dentro del marco de su pintura, Lily contempla las pro­


fundidades del cuerpo materno, y por mediación de la mira­
da de la señora Ramsay, materializada en el reborde de sus
gafas, el mar. De hecho, la pintura posibilita el acercamien­
to al mar y hundirse en ese fluido amniótico que subsume al
mundo entero:

Nada estaba vacío, sino colmado, rebosante. Le pare­


cía a Lily estar inmersa hasta los labios en una sustancia
especial, en la que tan pronto flotaba como se sumergía,
sí, porque aquellas aguas eran de una profundidad inson­
dable. Y es que eran tantas las vidas que se habían verti­
do en ellas. La vida de los Ramsay, la de sus hijos y la de
toda clase de seres desamparados y de cosas ligadas a
ellos (1978, 252).

El hecho de quedar sumergida en su interior es algo a la


vez deseado y temido, pues ese mar materno también puede
albergar una inesperada crueldad — «Nadie había visto [a
Lily] lanzarse desde aquel estrecho tablón a las aguas del
aniquilamiento» (1978, 237). Hay en el texto una total am­
bigüedad con respecto a la cuestión del fluido materno. Al
mismo tiempo acuna y arrolla, nutre y envenena. Lily se ve
sometida a un proceso de disolución, de indiferenciación
frente al resurgir regresivo de un universo táctil en el cual
los objetos se conciben como invasores, son objetos fluidos
que, filtrándose en su interior, pueden actuar como desinte­
gradores de la identidad.
Esto, sin duda, podría vincularse a la anorexia de Virgi­
nia —Leonard Woolf señalaba además que ésta se manifes­
taba fundamentalmente con relación a la leche, tan necesa­
ria para su salud física de acuerdo con la prescripción de su
médico. No obstante, la suya no era una actitud de rechazo
total frente a la posibilidad de impregnarse de la sustancia
materna, sino que más bien pretendía limpiarla de impure­
zas y aprovechar tan sólo su valor nutricio. Todo esto, obvia­
mente, estaría relacionado con ese carácter fluido de la es­
critura de Woolf que la crítica ha postulado desde hace tiem­
po. La propia autora señalaba en su diario: «Un crítico dice
que he entrado en crisis por lo que se refiere al estilo: ahora
es tan enormemente fluido que fluye a través de la mente
como agua. Esa enfermedad comenzó en Alfaro. La prime­
ra parte salió fluida — de qué manera escribí sin parar»
(Diary 3, 118).
En Al faro Lily puede resistir la autoridad de la señora
Ramsay sólo a través del arte. Se pregunta repetidamente
por qué continúa pintando ese cuadro que es incapaz de ter­
minar, sobre todo sabiendo que puede que «acabe colgado
en la buhardilla..., o enrollado y metido debajo de un
sofá...» (1978, 236). Se observa claramente que el deseo de
pintar a la señora Ramsay no es más que un medio indirec­
to de liberarse de ella. No obstante, la práctica artística, con
su potencial para introducirse en un pasado muy lejano,
saca a la superficie un mundo de representaciones tempra­
nas que se agrupan en tomo a la figura arcaica de la madre.
Así pues, cabría preguntarse aquí cuál es la relación que
guardan el cuadro de Lily Briscoe y la novela de Virginia
Woolf.
El mundo de Alfaro está menos fragmentado y es mucho
más sereno que el de La señora Dalloway. En la primera, en
el ámbito de la pintura no sólo asistimos a una descarga de
agresividad, sino que simultáneamente surge un intento de
reparación, un deseo de llenar un espacio vacío y de cerrar
las heridas abiertas en el cuerpo materno. Por otra parte,
en la escritura de la novela ocurre algo similar. Woolf es­
cribe en su diario, «Solía pensar en mis padres diariamen­
te; pero escribir A lfaro les ha hecho descansar en mi men­
te» (A Writer’s Diary, 1969, 138). El ritual de la escritura le
permite pues, reconciliarse con sus padres muertos.
La pintura tiene la ventaja de situarse fuera del ámbito
del lenguaje, fuera del sistema de las palabras. Ésta es una
idea recurrente en los textos de Woolf: la pintura nos lleva al
corazón de un país donde reina el silencio. El arte, sea del
signo que fuere, debe llegar a un punto donde el lenguaje se
quiebre y haga falla.
Gayatri Spivak ha señalado que Al faro puede leerse
como un proyecto encaminado a captar la esencia de la se­
ñora Ramsay (Spivak, 1988). Aunque Lily intenta denoda­
damente plasmar su esencia en la pintura, teme también que
la representación artística paralice el flujo de la vida. La teo­
rización feminista contemporánea aporta luz a esta cuestión
cuando señala que la representación sólo es posible a expen­
sas del cuerpo —el propio cuerpo y el cuerpo de la madre.
Entrar en el dominio de lo simbólico implica abandonar el
cuerpo materno y reprimir el deseo. Antes de que Lily cam­
bie «la fluidez de la vida por la concentración que le exigía
su dedicación a la pintura», experimenta «unos momentos
de desvalimiento» como si fuera «un espíritu increado, un
alma arrancada del cuerpo, zozobrando en una cima huraca­
nada y expuesta sin amparo a los zarandeos de la incerti-
dumbre» (1978,209). El alma de Lily no tiene cuerpo en un
doble sentido. Está «arrancada del cuerpo» en el sentido de
que ha sido despojada de lo materno para entrar en el orden
de la representación, no obstante también está por nacer, al
borde de encamarse en la obra física y en la sustancia de la
propia pintura. Jane Gallop señala que «siempre existe un
conflicto entre el cuerpo... y el Poder, entre el cuerpo y la
Ley, entre el cuerpo y el Falo, e incluso entre el cuerpo y
el Cuerpo. El segundo término en cada oposición es una re­
presentación acabada y fija. El primero, aquel al cual no al­
canza la representación» (1982, 121). No obstante, el cuer­
po necesariamente juega un papel mucho mayor en la pintu­
ra que en la escritura. Urgida por «una extraña sensación
física», Lily traza su primera pincelada en el lienzo y sostie­
ne su pintura en «un movimiento acompasado, como de
danza» (1978,208). Este flujo y reflujo rítmico, al igual que
la tonalidad y el color, constituye un elemento clave del do­
minio de lo semiótico de Julia Kristeva, que se refiere a esa
movediza configuración de impulsos somáticos más arcaica
que el lenguaje. La pintura es una red de convenciones de
representación, pero su materialidad la acerca al cuerpo.
Dentro del dominio de la significación, el ritmo y los impul­
sos semióticos relacionados pueden atravesar el desfiladero
entre el cuerpo (materno) y la representación. Lily, final­
mente, es capaz de reconciliar la fluidez y la concentración:
«como si se adaptase a un ritmo impuesto por lo que mira­
ba... mientras que, cuando la vida se estremecía y recorría el
pulso de su mano, aquel ritmo tenía el brío suficiente como
para arrastrarla a su caudal» (1978, 209-210).
A diferencia de Woolf, Lily no ha de luchar directamen­
te con el orden del lenguaje a la búsqueda de la representa­
ción. Al sustituir la inmediatez de la realidad pof un signo,
el lenguaje distancia lo que se suponía que debía hacer pró­
ximo y presente: «Porque, ¿cómo expresar con palabras las
emociones del cuerpo? ¿Cómo expresar ese vacío de ahí?...
Pero se trataba de una sensación del cuerpo, no de la men­
te» (1978,234). Lily teme la imposición de las categorías de
la razón sobre su materia prima. En su desconfianza del len­
guaje difiere de la señora Ramsay. Los tropos y la ficción
todavía eran necesarios para sustentar el universo Victoriano
de esta última, al tiempo que la Primera Guerra Mundial los
había resquebrajado para la siguiente generación.
Lily ve en la señora Ramsay la última fuente posible de
orden y significado; siguiendo a Jane Gallop, diríamos que
«en términos lacanianos, el interlocutor silencioso... es el
sujeto supuesto saber, el objeto de la transferencia, la madre
fálica a cargo de los misteriosos procesos de la vida, la
muerte, el significado y la identidad» (1982, 117). Lily de­
pende de la señora Ramsay porque «sabía que el corazón de
la señora Ramsay atesoraba conocimiento y sabiduría»
(1978, 53). A lo largo de la novela se despliega una impor­
tante imaginería fálica ligada a la señora Ramsay. Así, por
ejemplo, se compadece de que los hombres se comporten,
«como si les faltara de todo» (1978,111); la señora Ramsay
posee el falo, de aquí, «la impresionante autoridad que la se­
ñora Ramsay tenía sobre cada uno de nosotros. Haz esto,
decía, y uno lo hacía» (1978, 240).
Aunque su muerte parece una derrota por los valores
que representa, de hecho es uno de sus mayores triunfos. En
la línea del asesinato ritual del padre que Freud narra en Tó­
tem y tabú, la señora Ramsay tiene una premonición de que
ella, en tanto madre primigenia, también será internalizada
por sus descendientes — obsérvese cómo la mayoría de los
personajes de la novela se muestran francamente irritados e
incluso hostiles hacia ella, lo cual propicia un sentimiento
generalizado de culpabilidad a su muerte. De manera para­
lela a lo que ocurrió tras el fallecimiento de Julia Stephen, la
muerte de la señora Ramsay deja un estado de parálisis
emocional a su alrededor. «¿Qué era en realidad lo que sen­
tía al volver allí después de todos aquellos años y con la se­
ñora Ramsay muerta? Nada, nada, nada que fuera capaz de
expresar en absoluto» (1978, 191). De hecho, si algo siente
Lily es precisamente rabia, culpabilizando a la señora Ram­
say de su inesperada muerte que la deja absolutamente con­
fusa e incapaz de pintar.
La señora Ramsay también es madre sustitutoria de Lily
y tiene el firme propósito de conducir a esta hija «rebelde»
hacia un rol femenino que ésta pretende ignorar. Es ese «án­
gel del hogar» que Lily debe exorcizar para poder establecer
su propia identidad como una nueva mujer, profesional e in­
dependiente, libre de las ataduras del matrimonio. En 1931
Virginia Woolf ya señalaba la necesidad de matar al «ángel
del hogar» para posibilitar el nacimiento de la mujer escrito­
ra. Resume los principios de actuación del «ángel del ho­
gar» en lo siguiente: «Sé compasiva, tierna, halagadora,
mentirosa; usa todas las artes y astucias propias de tu sexo.
Nunca permitas que sospechen que tienes inteligencia pro­
pia» (CollectedEssays 1966-7,2,285). Woolf, en este ensa­
yo de 1931, alega con respecto a la cuestión de matar al «án­
gel del hogar», «defensa propia. Si no la hubiera matado,
hubiera acabado conmigo» (CE 2,286). Lily debe actuar de
modo similar con la señora Ramsay: su pintura no le impor­
ta en absoluto, sólo su soltería, su futuro, su inadaptación al
rol femenino.
Pero, del mismo modo que el padre mítico de Tótem y
tabú, la señora Ramsay ejerce un mayor poder y una mayor
presión después de muerta. Lily llega a confundir entonces
su rechazo del papel del «ángel del hogar» con su aniquila­
miento y su autoanulación. Confunde su feminidad biológi­
ca con la feminidad socialmente construida e impuesta por
la cultura. La sociedad de su tiempo sólo puede entender la
afirmación de la diferencia femenina fuera del código insti­
tuido como locura, inexistencia, invisibilidad. Con anterio­
ridad Lily había pedido quedar exenta de la ley universal de
la reproducción: «quería ser ella misma; ella no estaba he­
cha para aquello» (1978,49). Aquí hay de nuevo una confu­
sión en los términos — entre la necesidad de la reproducción
que es universal pues, de lo contrario, la raza se extinguiría,
y las definiciones específicas desde el punto de vista de lo
social de cómo tal necesidad habría de estructurarse. Si bien
la procreación es una constante a lo largo de la historia, sus
formas específicas son producto de la historia. Lily rechaza
frontalmente una de estas formas, la ideología del «ángel
del hogar», y rechaza también la maternidad como acto de
rebeldía frente a la sociedad restrictiva en la que se encuen­
tra.
Si bien la primera parte de Al faro sitúa a la señora Ram­
say muy por encima de los demás personajes, el final de la
novela señala la necesidad de que la hija se separe de la ma­
dre. La hija corre siempre el peligro de ser absorbida por la
madre. En palabras de Jane Gallop, «hay un punto débil es­
tructural en la distinción entre una hija y su madre. La mu­
jer necesita el lenguaje, lo paterno, el orden simbólico, para
protegerse de su falta de diferenciación con respecto a la
madre» (1982,114-15)... Pero el orden patriarcal también le
ordena a la niña que sea como su madre.
Al final de la novela, Lily consigue pintar su cuadro. El
señor y la señora Ramsay, a la izquierda y a la derecha, lo
simbólico y lo somático, a la vez se unen y se separan con
una sola pincelada. La fusión y la alienación de ambos
— orden simbólico y cuerpo— se hace patente en la repre­
sentación. La novela termina con la afirmación de Lily: «He
tenido mi visión.» Esto es en cierto sentido una pérdida,
pero también es una suerte de liberación, pues la visión
constituye el vínculo de Lily con la señora Ramsay. La
señora Ramsay está ya fijada en la representación, y quizá
Lily pueda, a partir de ahora, liberarse de su fijación y se­
guir adelante.

M a d r e s y a u t o b io g r a f ía : l a e s c r it u r a c o m o t e r a p ia

En su demanda de una historicidad propia, la autobio­


grafía subraya su carácter ficticio, sitúa su origen en una es­
cisión que multiplica el self La escritura autobiográfica mo­
dernista tiende a subrayar dicha escisión por cuanto llama la
atención sobre el texto y su proceso de construcción de ma­
nera autoconsciente. El «Yo» autobiográfico escindido de
Virginia Woolf sigue en la linea de la separación post-
romántica entre el self que narra y el self narrado.
La estructura narrativa de la autobiografía intensificó la
destrucción del self unitario en la edad moderna. La auto­
biografía escinde al self que narra del self narrado — lo que
Woolf llamó en «A Sketch of the Past», las dos personas de
la «escritura de la vida»: el «Yo de ahora» que escribe y el
«Yo de entonces» cuya historia se relata. (Schulkind, ed.,
1985, 75, 80). A juicio de Louis Renza, el «divorcio entre el
sujeto que escribe y su interpretación textual» entraña una
«intencionalidad escindida» en virtud de la cual el texto pre­
senta al escritor «con un selfvacío o discursivo, un “Yo” que
nunca le es propio» (Olney, 1980, 278-9). En la visión post-
lacaniana de Renza, esta escisión inevitable convierte a la
autobiografía en una «empresa fundamentalmente alienada
y entrópica» (Olney, 1980, 273).
En la escritura autobiográfica la memoria es un acto
esencial. La memoria es una hermenéutica, un sistema de
interpretación generado en el momento presente sobre un
pasado que siempre está ahí ya construido. La escena de la
escritura autobiográfica puede muy bien corresponder con
la escena del análisis. En tanto que analista, el «Yo de aho­
ra» que narra, observa al «Y) de entonces». En tanto que
analizante, el self narrado queda en la posición del sujeto
que opone resistencia y cuya historia-en-progreso se abre
paso a través de la maraña de la represión hacia el esclareci­
miento de los recuerdos recobrados. El prefacio de Freud a
la segunda edición de la Interpretación de los sueños (1900)
mantiene ya una audaz comparación entre terapia y autobio­
grafía. En la Interpretación Freud, además de exponer su
teoría general sobre los sueños y sus significados, empren­
de su propio autoanálisis para explorar sus sentimientos a
raíz de la muerte de su padre.
Woolf escribió «A Sketch of the Past» entre 1939 y 1940.
En este texto despliega un juego autoconsciente con la esci­
sión y con el desdoblamiento del self en analista y analizan­
te. De manera progresiva, el texto vira hacia el comentario
reflexivo de un narrador semiomnisciente, y sigue oscilando
entre las reflexiones del «Yo de ahora» y los pensamientos
interiores del «Yo de entonces». En las diez primeras pági­
nas de su esbozo, Woolf nos brinda siete recuerdos infanti­
les que ilustran su descubrimiento del «ser». Explica su co­
nocida doctrina del «momento» en base a una serie de «Mo­
mentos excepcionales» que incluyen un «shock violento y
repentino» que rompe las «vasijas selladas del ser, arrancán­
dole a uno de la vulgaridad de lo mundano — [el no ser]—
hacia la desesperación absoluta o hacia un sentido satisfac­
torio de plenitud» (1985, 122, 70-71).
Su primer recuerdo es una impresión puramente visual
del vestido de su madre contemplado desde su regazo.
A continuación relata un segundo recuerdo de los momen­
tos en que se hallaba escuchando el ritmo de las olas del
océano mientras descansaba en su habitación de la casa de
verano de St. Ivés, sintiendo «me resulta casi imposible el
haber estado allí... sintiendo el éxtasis más puro que puedo
concebir... [la sensación] de estar en el interior de una uva y
ver a través de una película como de amarillo semitranspa­
rente» (1985, 65). La seguridad uterina de estas imágenes
contrasta con el hecho de que a Virginia le resulta difícil
creer que, en realidad, pueda estar allí. El éxtasis es real,
pero ella no lo es: «Apenas soy consciente de mí misma, tan
sólo de la sensación. Sólo soy el recipiente de ese sentimien­
to de éxtasis, de ese sentimiento de enajenación» (1985,67).
No duda en confesar que la experiencia es tan agradable que
a veces desearía poder volver a ese puro éxtasis que asocia
con la infancia sin ningún tipo de reparo frente a la regre­
sión.
Un tercer recuerdo resulta clave para el desarrollo de
nuestro argumento. A la edad de seis o siete años, Virginia
se habituó a mirarse en un espejo de la entrada de la casa fa­
miliar. Virginia se sentía avergonzada por caer en la tenta­
ción de contemplarse demasiado a menudo, y atribuía esa
vergüenza a un «instinto» heredado de la rama Stephen de
la familia. A continuación admite haber heredado el sentido
de la represión y la prohibición puritana, y tener sentimien­
tos de una enorme vergüenza por lo que respecta a la femi­
nidad y la forma de vestir — durante la mayor parte de su
vida sintió verdadera aversión a mirarse al espejo— , y con­
fiesa que podía experimentar «éxtasis y enajenaciones es­
pontánea e intensamente y sin ninguna vergüenza o el más
mínimo sentimiento de culpa, en tanto en cuanto no guarda­
ran relación con el [su propio] cuerpo» (1985, 68).
Dos recuerdos más —también ligados con los espejos y
el sentimiento de vergüenza— siguen en la misma línea.
Pueden leerse, en cierto modo, como repeticiones del ante­
rior y ligarse a una escena traumática original. En el prime­
ro, Virginia recuerda que cuando empezó a mirarse en el es­
pejo de la entrada, su hermanastro Gerald de dieciocho años
la tocaba contra su voluntad: «Recuerdo el tacto de su mano
bajo mi ropa, moviéndose firme y continuamente cada vez
más abajo... Tenía la esperanza de que se detuviera... Pero
no paraba. También me exploraba el sexo con la mano»
(1985, 69). Virginia nos refiere un tercer recuerdo y relacio­
na el sentimiento de vergüenza frente a su contemplación en
el espejo con un sueño infantil en el cual, mientras se mira­
ba en el espejo de la entrada, «un rostro horrible —el rostro
de un animal— de repente, aparecía detrás de mi hombro»
(1985, 69). Su posición como mujer se inscribe en esta na­
rrativa de alienación del cuerpo y la psique femenina dentro
del orden social.
En «Recordar, repetir, reelaborar», Freud señala: «el pa­
ciente no recuerda nada de lo que ha olvidado y reprimido
sino que lo actúa... el paciente repite en lugar de recordar y
repite bajo las condiciones de la resistencia» (Riefif, ed.,
1963, 150-151). Después de relatar estos tres recuerdos li­
gados a los espejos, Virginia escribe en la misma línea, «Es­
tos son, pues, algunos de mis primeros recuerdos. Pero, des­
de luego, como relato de mi vida, son engañosos, ya que las
cosas que uno no recuerda son tan importantes; quizá son
más importantes aún» (1985, 69).
En «A Sketch of the Past» el acto de la escritura es pa­
ralelo al acto del recuerdo y, de manera simultánea, hay un
exorcismo, una catarsis de lo que se reprime. La narradora
existe como una voz diferenciada en un momento de la his-
toña que modela su interpretación del pasado. «A Sketch»
intensifica la escisión que, hasta cierto punto, está presente
en todos los textos autobiográficos. El acto de la escritura
funciona como una escena transferencial, en la cual Woolf
manifiesta que no ha elaborado muchas de las cuestiones
importantes que tienen que ver con su familia: su obsesión
con su madre, su relación ambivalente con su padre y la va­
riedad de reacciones en relación a sus hermanos y hermanas.
Como Jay Hillis Miller señaló de manera general sobre
el proceso de la lectura, nuestra búsqueda del «centro» del
laberinto textual está condenada al fracaso porque «el Mi-
notauro... es una araña, Arachne-arácnido que devora a su
pareja, tejedora de una tela que es ella misma, y que a la vez
esconde y revela una ausencia, el abismo. Su texto es una
mise en abíme» (1976, 72-3). Entendido como la idea de
una repetición sin fin, el texto como mise en abime sugiere
que el escritor y el lector están atrapados en una cadena de
repeticiones potencialmente devoradoras.
En «A Sketch» hay una tremenda tensión entre el acto
de la memoria y la compulsión a la repetición. El recuerdo
resulta ser un componente esencial de la creatividad y el psi­
coanálisis — o, al menos, la teoría literaria psicoanalítica—
podría pensarse como una teoría de la memoria.
Si prestamos atención a la dimensión elaborativa de
todo análisis y de la literatura, podríamos equiparar el con­
cepto freudiano de la «cura hablada» con el de la cura lite­
raria a través de la escritura. Ambas parecen implicar una fi­
nalización del proceso, un movimiento más o menos lineal
desde la «enfermedad» de la repetición a la «cura» del re­
cuerdo. Pero este binarismo de enfermedad y cura fue des­
construido por el propio Freud y por Virginia Woolf, para
proponer en su lugar una narrativa de búsqueda sin fin. De
los primeros ensayos de Freud sobre técnica psicoanalítica
emana un sentimiento de optimismo sobre la cura, no obs­
tante, su experiencia clínica y sus observaciones sobre las
violentas repeticiones de la historia le condujeron cada vez
hacia un mayor pesimismo. Así, en «Análisis terminable e
interminable» (1938) señala que un análisis nunca puede
darse por finalizado, que lo que el psicoanálisis ofrece es el
proceso, no el producto de la interpretación. Esta conclu­
sión subraya la indeterminación que, desde un principio, ha­
bía estado presente en la hermenéutica freudiana desde La
interpretación de los sueños (1900). Ya en La interpreta­
ción, señalaba que el significado de un sueño no puede fi­
jarse por completo: «Hay al menos un lugar en cada sueño
en el cual es insondable —una especie de ombligo que es su
punto de contacto con lo desconocido» (1965, 143).
Al igual que la cura hablada, la cura escrita propone un
proceso, no un final. Los recuerdos de Virginia Woolf escin­
den al sujeto autobiográfico para construir un «Yo de enton­
ces» y un «Y) de ahora» que repite la experiencia inicial en
la cura a través de la escritura.
La propia Virginia Woolf es explícita al subrayar la di­
mensión terapéutica de su escritura: «Sigo suponiendo que
la capacidad para recibir shocks es lo que me hace escritora.
Aventuro la explicación de que un shock, en mi caso, rápi­
damente va seguido por el deseo de explicarlo... y lo hago
real poniéndolo en palabras. Sólo poniéndolo en palabras lo
completo; esta plenitud significa que ha perdido su poder
para herirme; me produce — quizá porque al hacerlo elimi­
no el dolor— un gran placer reunir las partes separadas.
Quizá sea éste el mayor placer que conozco. Es el éxtasis
que me invade cuando, al escribir, me parece estar descu­
briendo qué pertenece a qué; haciendo que una escena salga
bien; haciendo que un personaje tenga entidad. De aquí saco
lo que yo llamaría una filosofía; en cualquier caso es una
idea recurrente en mí que detrás del tejido hay un patrón es­
condido» (Schulkind, ed., 1985, 772).
El proceso elaborativo queda explícitamente reconocido
en «A Sketch», cuando Virginia admite que, tras escribir^/
faro, dejó de estar obsesionada por su madre: «Supongo que
hice por mí lo que el psicoanálisis hace por sus pacientes.
Expresé una emoción larga y hondamente sentida*. Y al ex­
presarla, la expliqué y después la enterré» (Schulkind, ed.,
1985,81).
En «Recordar, repetir, reelaborar», Freud subrayó de
nuevo el papel crucial de la transferencia en el análisis: «La
transferencia crea una región intermedia entre la enferme­
dad y la vida real a través de la cual se efectúa la transición
de la una a la otra» (Rieff, ed., 1963, 154). La escritura y la
lectura constituyen también una escena transferencial en la
cual la repetición, la resistencia y la elaboración interaccionan
y forman el texto complejo de un sujeto que ya no es unitario
y que está inscrito en su propia historicidad. El psicoanálisis
y la literatura comparten un nuevo sentido de la historicidad,
un sentido de la historicidad como obra-en-progreso, conti­
nuamente construyéndose. Como Virginia Woolf nos hizo
ver con enorme clarividencia en «A Sketch of the Past»:
El pasado sólo vuelve cuando el presente fluye tan
suavemente que es como la superficie resbaladiza de un
río profundo. Entonces, uno ve a través de la superficie y
hasta las profundidades. En esos momentos hallo una de
mis mayores satisfacciones, no es que esté pensando en
el pasado, sino que es entonces cuando vivo de forma
más plena en el presente. Porque el presente cuando está
reforzado por el pasado es mil veces más profundo que el
presente cuando te acosa tan de cerca que no puedes sen­
tir nada más, cuando la película de la cámara sólo alcan­
za al ojo (Schulkind, ed., 1985, 98).

El texto abre una alternativa frente a la imposibilidad de


recuperar a la madre. Virginia, al tiempo que se resquebraja
tras la muerte de su madre, se da cuenta de que su fuerza ra­
dica en un mayor conocimiento de sí misma:
La tragedia de su muerte no fue que nos hiciera, de
cuando en cuando, enormemente infelices. Era que la ha­
cía irreal, y a nosotros solemnes y autoconscientes. Se
nos obligó a hacer papeles que no sentíamos, a buscar
palabras que no conocíamos. Nos oscureció, nos embo­
tó. Nos hizo hipócritas y nos atrapó en los convenciona­
lismos del dolor. Nos surgieron muchas ideas estúpidas y
sentimentales. No obstante, había una lucha, pues ense­
guida revivimos, y había un conflicto entre lo que debe­
ríamos ser y lo que éramos (Schulkind, ed., 1985, 95).
La muerte de Julia avivó la lucha de Virginia por esta­
blecer su propia identidad, una lucha que se complicó con
cambios de humor constantes, y con pensamientos y com­
portamientos extravagantes. La obsesión de Woolf por su
madre no era exclusivamente un deseo neurótico de vol­
ver al pasado. Julia se convirtió en una especie de emble­
ma de la búsqueda del self de Virginia. De manera parale­
la, el arte le permitió a Virginia sustituir el modelo de su
madre por uno propio. La posibilidad de nutrirse emocio­
nalmente ya no quedaba limitada al cuerpo de la madre,
sino que, por medio de una «segunda ruptura» (1978,
125), el arte la apartaba de la dependencia de una fuente
de vida inalcanzable e instauraba el equilibrio entre fu­
sión e individuación necesario para su evolución poste­
rior.
Héléne Cixous nos recuerda que, «en la mujer, siempre
hay al menos algo de la buena leche de la madre. [La mujer]
escribe con tinta blanca» (1986, 94). Transformada en le
languelait, la leche materna es también vehículo fundamen­
tal para la escritura femenina de Cixous. La relación ambi­
valente de Virginia Woolf con su madre Julia Stephen, y con
el resto de figuras maternas que poblaron su vida, es central
en su desarrollo como mujer y como escritora. Cuando
Woolf aboga por una «frase psicológica del género femeni­
no», por una tradición literaria femenina, y cuando confiesa
que sólo las mujeres excitan su imaginación, también está
escribiendo, metafóricamente, con tinta blanca. Porque la
madre es, al mismo tiempo, una metáfora. En ella radica
una importante capacidad para transformar significados ya
existentes, y en última instancia, el sistema de la significa­
ción en su conjunto. Como señala Luce Irigaray (1984),
pensar en la madre en cada mujer y en la mujer en cada ma­
dre, es un acto subversivo que contribuye a socavar el edifi­
cio patriarcal y trae consigo una ética revolucionaria de la
diferencia sexual. Virginia Woolf contribuyó en gran medi­
da a este proyecto, a través de sus madres y a través de las
madres de sus madres, desde nuestra condición universal de
hijas de mujeres.
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CUARTA PARTE

De la familia a la polis
Posiciones amorales y relaciones éticas
L u c ia n a P e r c o v ic h

N a c e r d e m u je r

En la base de la revolución del género que el feminismo


occidental llevó a cabo en la segunda mitad del siglo, está el
haber vuelto a pensar sobre el significado que tiene —para
un hombre y para una mujer— el hecho de nacer de un
cuerpo de mujer.
Se trata de volver a pensar, porque el origen común asi­
métrico en el cuerpo materno ya había sido pensado y sedi­
mentado en la mitología y en las leyes que se encuentran en
la base de nuestra cultura, por los hijos varones. Esta cultu­
ra, con sus formas de pensamiento y con su imaginario, tie­
ne todas las características de un precipitado de la experien­
cia del hijo: su rasgo más evidente es la reacción al «poder»
de las madres de dar y quitar la vida. Decía Simone de
Beauvoir: «No es por el hecho de dar la vida, sino por
arriesgarse a perderla que el hombre se eleva sobre los ani­
males. La superioridad entre los humanos no corresponde al
sexo que da la vida, sino al que la quita.»
Luego, nuestro universo simbólico ha sido constituido
por hombres, a quienes «el simple hecho de haber sido ge­
nerados por un cuerpo de mujer les crea conflictos con su
propia masculinidad y una necesidad de afirmarse median­
te el dominio y una supuesta superioridad viril» (Fox Ke-
11er), y por mujeres marcadas por una individuación incierta
e incluso inexistente con respecto al cuerpo materno.
A las feministas de los años sesenta y setenta nos ha to­
cado desvelar — como hijas y como madres— el sentido re­
primido de este origen común, que ha asignado suertes tan
diversas a los hijos e hijas. Nos corresponde a nosotras el
cuestionamiento, el desmontaje, pero también la creación
de diferentes posibilidades de relaciones y de representacio­
nes. En cuanto hijas mujeres, podemos buscar una indivi­
duación en lo idéntico, lo que permite, desde una posición
de entrada diferente, decir nuestra experiencia de los hechos
del mundo, de las relaciones y de los valores que lo regulan.
A. Rich, en OfWoman Born (Nacemos de mujer, 1976)
decía: «Toda la vida humana en nuestro planeta nace de mu­
jer. La única experiencia unificadora, incontrovertible, com­
partida por todos, hombres y mujeres, es el periodo de me­
ses transcurridos formándose en la matriz de una mujer.
Puesto que las crías humanas necesitan cuidados durante
mucho más tiempo que los otros mamíferos, y puesto que la
división del trabajo establecida desde hace tiempo en las so­
ciedades humanas confía a las mujeres la responsabilidad
casi total de la crianza de los hijos, además de la gestación y
la lactancia, casi todos tenemos las primeras experiencias de
amor y desilusión, de poder y de ternura en relación con una
mujer... En la división del trabajo según el sexo, los artífices
y los portadores de la cultura han sido hijos de madres. Hay
muchos elementos que indican que la mente masculina
siempre ha estado obsesionada por la idea de deberle la vida
a una mujer, por el esfuerzo constante del hijo por asimilar,
compensar y negar el hecho de haber “nacido de mujer”.
También las hijas nacen de mujer. Pero sabemos poco acer­
ca de los efectos culturales de este hecho, puesto que las
mujeres no han sido las artífices de la cultura patriarcal.»
Cuando las mujeres comenzaron a reunirse, con un pro­
yecto de conocimiento de sí mismas y de las cosas del mun­
do, cuestionando el culto fálico, la referencia al hombre
como cuerpo al que amar, leyes que obedecer, conocimien­
to a imitar, el amor entre hermanas resultó ser una transpo­
sición del amor arcaico por la madre, incluso en su valencia
negativa de fijación no elaborada al primer objeto de amor.
Si Luce Irigaray trabajó sobre todo acerca de las poten­
cialidades positivas de lo que llama, entre comillas, «homo­
sexualidad secundaria» —advirtiendo claramente que «re­
sistir a la jerarquía hombre-mujer, estado-mujer, cierto
Dios-mujer, máquina-mujer, para recaer bajo el poder natu­
raleza-mujer, matriarca-mujer, mujer-mujer, no presenta un
gran interés»— ha sido una física norteamericana, Evelyn
Fox Keller, quien aplicó a la epistemología la reflexión so­
bre las consecuencias diversas, para el hombre y la mujer,
de la separación del cuerpo materno.
Como científica, Keller partió de la interrogación del
concepto de objetividad en el que la ciencia pretende fun­
darse y mostró cómo la objetividad no es algo metahistóri-
co sino que nace en la historia, tanto de la humanidad como
del individuo, y que tiene su prehistoria en la experiencia
primaria con la madre y en las elaboraciones sucesivas de
esta relación. En el caso del hijo varón, la individuación
comporta una doble separación del cuerpo de la madre,
como individuo y como sexo. La constitución del sujeto
masculino se produce a través de una violenta represión del
primer vínculo simbiótico con la madre y acarrea la destruc­
ción del polo de la relación del que debe separarse para in­
dividuarse y la consiguiente reducción del cuerpo materno a
un objeto.
Cuando el niño, aflorando de la dramática inmersión en
la unión simbiótica con la madre, finalmente es capaz de
distinguirse como separado, se lleva la vaga memoria de un
delito cometido: alguien ha sido negado, alguien ha matado
al objeto del que se debía separar. Esta destrucción, imagi­
naria e inconsciente, de la fuente primaria de amor, consti­
tuye el origen tanto del sí mismo como de los sucesivos sen­
timientos de culpa y de angustia. De modo que al sujeto le
corresponden la culpa, la angustia y la soledad, en tanto que
al otro le toca la reducción a cuerpo inerte, objetivado en la
rigidez de la muerte y privado así de la peligrosidad even­
tual que tendría si continuara viviendo. «La afirmación ori­
ginaria de sí... se transforma de inocente dominio de uno
mismo en dominio sobre y contra los otros» (Fox Keller).
A partir de este momento, el hijo varón tenderá a asociar lo
femenino con el placer de la fusión y la simultánea angustia
ante el englobamiento, y lo masculino con el bienestar pero
también con la soledad de la separación. La autonomía con­
seguida —buscada como fuente de placer y de exaltación de
sí— nace entonces de una estrategia defensiva (imposibili­
dad de representarse como sujeto en la fusión englobante fe­
menina) y lleva aparejada para siempre la culpa de haberse
separado/individuado.
Este proceso, sublimado y simbolizado, constituye la
matriz que marca el pensamiento masculino, hasta ahora
considerado como universal y neutro. Pero no lo es, porque
la modalidad posible para la hija es diferente: puede sepa­
rarse como individuo conservando el sexo idéntico al de la
madre. En este proceso, no es necesario repetir la misma re­
presión violenta, ni destruir a la otra para existir, ni reducir­
la a objeto para pader volver a tener relaciones con ella. El
sí mismo que se constituye de este modo no está definido rí­
gidamente por la diferencia y la negación.
En la asunción de este modelo de relaciones, que contie­
ne lo similar (como sexo), lo separado (como tú y yo) y lo
diverso (como individualidad singular), las mujeres encuen­
tran una posibilidad distinta de simbolizar la percepción de
sí y del mundo. En ella puede conformarse un modo dife­
rente de elaborar las categorías cognoscitivas, y un pensa­
miento complejo que comprenda las oposiciones —todas
originadas en la dualidad básica sujeto (positivo)/objeto (ne­
gativo)— , que ponga en el centro del saber la relación de su­
jeto a sujeto y deje espacio para procedimientos analógicos,
libre de responder de manera coactiva al imperativo de afir­
mar o negar. De este modo, puede elaborarse la relación ma­
dre-hija, puesto que el amor de la madre lleva aún la valen­
cia negativa de fijaciones no elaboradas al primer objeto de
amor.
Aspectos negativos de lo materno

Si la primera experiencia de la diversidad sexual radica


en el origen común asimétrico en un cuerpo de mujer y si
hace poco las mujeres han elaborado la experiencia de traer
al mundo a alguien similar y de haber nacido de un cuerpo
similar al propio, se hace necesario revisar la relación ma­
dre-hija. Es lo que ha sucedido en el psicoanálisis en los úl­
timos años, en los que se ha observado una fuerte presencia
de analistas mujeres y un énfasis en la fase preedípica y pre-
verbal, en la que domina la diada madre/hijo o hija. Con
D. Winnicot, R Fliess, y diversas psicoanalistas mujeres,
como Enid y Alice Balint y Christine Olden, se han desve­
lado muchos elementos de la «civilización minoico-micéni-
ca» cuya existencia había supuesto Freud.
Nancy Chodorow, en El ejercicio de la maternidad,
muestra los aspectos negativos de la fijación al primer obje­
to de amor, que se encuentra acentuada en las mujeres — en
tanto complementarias al dominio masculino— por nuestro
modelo cultural, que intenta reproducir al infinito la perma­
nencia de las hijas y de las madres en la indiferenciación
preverbal. Citando a R. Fliess, refiere relaciones perturba­
das entre madre e hija, en las que las madres se muestran
«asimbióticas» durante el periodo en que la niña necesita
experimentar una fusión total. Son madres incapaces de par­
ticipación emocional con la hija, que se transforman en «hi-
per simbióticas» en el momento en que aquélla comienza a
separarse psíquicamente de la madre. En estos casos, se
asiste a un mecanismo materno perverso que no separa nun­
ca a la hija de sí misma sino que la utiliza narcisísticamente
como su propia extensión física y mental y le atribuye sus
propias necesidades. La hija no existe en sí misma; en con­
secuencia, no puede desarrollar ningún sentido de sí autóno­
ma, carece de un yo separado y de una auto-percepción di­
ferenciada con respecto a la madre. Su relación con la reali­
dad será posible sólo por la mediación de la madre.
Frente a las madres que ven en la hija sólo sus propias
necesidades afectivas proyectadas, descritas por E. Balint,
C. Olden estudia los casos de fusión excesiva: la hija no
puede constituir su subjetividad debido a la sobre-identifi­
cación de la madre, cuyo investimento en la hija es demasia­
do intenso.
Aunque este tipo de relaciones no se establece exclusi­
vamente con las hijas, es mucho más frecuente con ellas.
Por otra parte, los hijos reaccionan ante esta situación,
mientras las hijas la actúan, encamando literalmente lo que
la madre les pide: permanecer en la fusión, como una dócil
pantalla para sus proyecciones, sin desarrollar su autonomía
ni su identidad. Estas situaciones no sólo se encuentran en
historias personales, sino también en el movimiento de mu­
jeres, que reprodujo y actuó todas las vivencias preedípicas:
proyecciones no reconocidas como tales, excesiva preocu­
pación por «las otras», la evocación permanente de la fusión
o del vacío analizado por E. Balint.

Aspectos positivos de lo materno

No podemos hacemos ilusiones de libertad y felicidad


si no logramos «vemos»: necesitamos individuamos en la re­
lación con la otra mujer. Lo negativo y lo patológico de lo ma­
terno no han de ser reprimidos sino desvelados y elaborados,
puesto que recaen sobre nosotras produciendo estragos.
Desde otros campos, como el de la ciencia, llegan ob­
servaciones sobre lo «materno positivo», que tienden a co­
locarlo en posiciones tan sugerentes como imprevistas.
Además del trabajo citado de Fox Keller, merecen mencio­
narse los de Barbara McClintock y Carolyn Merchant. El
punto central consiste en reconocer analogías entre modos
similares de operar en ámbitos diversos: por ejemplo, entre
la forma de trabajo de McClintock, genetista premio Nobel
de medicina en 1983, el método psicoanalítico y la expe­
riencia de la maternidad.
Para el psicoanálisis es de fundamental importancia la
relación transferencial, en la que coinciden la vivencia de
fusión o indiferenciación con el mantenimiento de la distin­
ción entre los sujetos que participan en ella: el analista aco­
ge al paciente sin interferir normativamente. A través de
esta relación, que hace posible el conocimiento de lo in­
consciente, se produce la curación, con la consiguiente se­
paración.
Como madres de niños pequeños comprendemos que la
relación requiere la co-presencia de por lo menos tres ele­
mentos: una «fusión» total de la madre con las necesidades,
incluso prepotentes, del niño para poder entenderlas; un re­
conocimiento simultáneo de lo que está sucediendo, puesto
que se trata de efectuar, en cada momento, elecciones conti­
nuas que determinarán la calidad de la relación en el presen­
te y, en el futuro, el producto autónomo que emergerá de
esta relación; además, la capacidad de percibir al otro y a sí
como separados pero participando en la relación y, luego, la
capacidad de elaborarla y de representarla, para sí y para los
otros. Se trata de algo paradójico, como en el encuadre ana­
lítico, porque estos elementos — fusión y autoconsciencia,
percepción de sí y del otro como separados pero dentro de
una estrecha relación— no tienen cabida en la representa­
ción canónica que recibimos del saber dado: con la palabra
«fusión» se entiende la anulación de sí en el otro, y no se
prevén excepciones.
McClintock, al describir cómo trabaja, dice de sí mis­
ma: «No era algo externo lo que observaba (se refiere a los
genes observados en el microscopio) sino que era yo con
ello. Yo misma era parte del sistema, era yo con ello y de
golpe todo me aparecía grande y claro —quedé sorprendida
yo misma, porque verdaderamente me sentía como si estu­
viera allí en medio de amigos... Es necesario entregarse
completamente para comprender completamente. Cuando
el proceso se interrumpe y la visión desaparece, uno se cie­
rra, se mete dentro de sí mismo... Primero hay que resolver
algo dentro de una misma, reorientarse e inmediatamente se
vuelve a formar parte del todo, se lo ve, se lo comprende.»
Es necesario reducir al silencio dentro de uno mismo las
voces definitorias y sapientes que circulan en el mundo y
pretenden describirlo: es un dejarse ir en completa sintonía
con el «objeto», sumergirse en un estado de fusión del suje­
to con el objeto, sólo que no existen jerarquías, ambos se en­
cuentran en un mismo plano. El observador, aun mantenien­
do su posición, no destruye lo observado.
Con este estilo de trabajo, McClintock ha elaborado un
modelo del funcionamiento del ADN complejo, no jerárqui­
co y polidireccional que hizo pasar a la prehistoria el mode­
lo mecánico de Watson y Crick. Y tiende un puente hacia el
siglo xxi, que podemos leer como un pre-anuncio de la di­
rección de nuestras investigaciones sobre el sentido de las
relaciones humanas.

E l p e n s a m ie n t o m a t e r n o

¿Es posible delinear los contornos de un pensamiento


materno? Hablar de pensamiento materno ¿no es una con­
tradicción en los términos? Según la visión dicotómica de
nuestra cultura, lo materno se encuentra en las antípodas del
pensamiento, porque se lo considera hecho de sentimientos,
emociones, contigüidad física, inmediatez en la acción, en
tanto el pensamiento está connotado como algo abstracto,
racional y repetible, separado del cuerpo, de las emociones,
de las situaciones contingentes. El pensamiento considerado
hasta ahora como tal sería entonces posible merced a la re­
presión de su origen en el cuerpo materno. Usando riguro­
samente el vocabulario resulta imposible, en ese caso, hablar
de pensamiento materno. ¿Cómo hablar, entonces, de ello?
Ante todo, tratando de seguir adheridas a la forma de
pensamiento que hemos establecido entre nosotras: un pen­
samiento constantemente en proceso, que no se contenta
con cerrarse en definiciones estáticas, sino que nace del há­
bito cognitivo basado en el movimiento, en la síntesis reali­
zada en cada momento. Somos conscientes de la inutilidad
de proclamas marmóreas sobre lo femenino, meras contra­
partidas de la catalogación mortífera del mundo. Al plantear
la pregunta de un modo tan general, existe el peligro de
formular hipótesis fuera del tiempo y del espacio, de resuci­
tar «el eterno femenino».
Teresa De Lauretis es autora de una teorización que se
aproxima a mis inquietudes: indica la experiencia femenina
como «el complejo de hábitos, disposiciones, asociaciones
y percepciones que hacen adquirir el género femenino». Al
mismo tiempo, define la subjetividad como «el producto no
de ideas, valores o causas materiales externas, sino del com­
promiso personal en prácticas, discursos, instituciones que
dan relevancia (valor, significado, sentimiento) a los hechos
del mundo».
Es decir, la subjetividad se construye a través de un pro­
ceso de conocimiento, en el que la propia historia es inter­
pretada o reconstruida entre el horizonte de significados y
conocimientos disponibles en el contexto cultural, un hori­
zonte que incluye también modalidades de participación y
lucha política; el conocimiento no está fijado para siempre,
porque los confines del discurso cambian como las condi­
ciones históricas.
Esto no implica configurar un sujeto «fragmentado e
inexistente», en sintonía con el desconstructivismo post-de-
rrideano, la filosofía masculina contemporánea del feminis­
mo que celebra la crisis del único sujeto hasta ahora existen­
te: el hombre, blanco, burgués, etc. No es éste el camino del
pensamiento de las mujeres. Si la crisis actual del hombre
occidental lo lleva a percibir el mundo como átomos separa­
dos, en el sentido de que cada uno sigue su trayectoria sin
prefigurar posibilidades de nuevos encuentros, nuestro
emerger a la superficie de lo simbólico, múltiple y comple­
jo, no prefigura un orden inmutable ni simplemente frag­
mentado o intermitente. El concepto de subjetividad de Te­
resa De Lauretis otorga facultad de actuar al individuo, en el
momento en que lo sitúa en el interior de configuraciones
discursivas particulares, y concibe la noción de consciencia
como la estrategia posible.
Es necesario definir, entonces, el lugar del que procede
la voz de quien toma la palabra, porque eso enriquece el dis­
curso, le da incisividad en tanto toda sustracción de la reali­
dad produce empobrecimiento y abstracción. Creo poder
decir que lo que hoy soy y quiero significar es el fruto de
una serie de sedimentaciones históricas, sociales, culturales,
que se han depositado en mí en tanto mujer, de una manera
diferente que en un hombre. Y si singularmente soy distinta
de las otras, comparto con ellas el encontrarme en la con­
fluencia de un entretejido que se ha materializado a través
de siglos de adiestramiento de lo femenino. Sin necesidad
de cuarteles, sino sólo de inocentes habitaciones y pertenen­
cias familiares. También ha habido —y hay— cursos inten­
sivos de adiestramiento mediante la hoguera y en el harén.
Pero si bien pienso lo femenino como producto histó­
rico, al mismo tiempo observo también un fuerte elemen­
to universal y metahistórico, constituido por el hecho de
nacer de un cuerpo de mujer. Esto es connatural a la exis­
tencia de mujeres y hombres, y es precisamente la asime­
tría con respecto al lugar del origen, la relación diversa con
el lugar del origen, lo que funda la diferencia sexual. Sólo
conjugando estos dos aspectos (histórico y universal) de lo
femenino podremos construir un mapa de nuestra identi­
dad. Desde esta perspectiva me propongo hablar de pensa­
miento materno.

El poder de las madres

Susan Rubin Suleiman escribe: «Lo que el niño percibe


como omnipotencia materna es percibido por la madre
como responsabilidad absoluta.» Un mismo hecho visto
desde dos ángulos diferentes: la potencia de la madre, ante
los ojos del niño, aparece para ella como el límite de su pro­
pia libertad y de su propia acción. Así, nos encontramos
ante una situación paradójica: pensar «la potencia de las
madres» nos lleva al problema de nuestra carencia de poder
social y simbólico, de nuestra insignificancia en el orden
dado. Y de esta pesada contradicción tenemos que dar cuen­
ta a nuestros hijos e hijas.
Vivimos en una sociedad matrofóbica que venera a la
virgen María, en una realidad reactiva al poder de las ma­
dres, fantaseado como incontrolable, de dar y negar la vida.
Alimentada por este imaginario, la ciencia persigue desde
hace tiempo el milagro de sustituir a los cuerpos que gestan
en su propia carne o, al menos, de convertirse en el sistema
que controla y legisla sobre la muerte: basta pensar en la
bomba atómica, resultado de la unión de la mente masculi­
na con la energía de la naturaleza. Una sociedad mortífera y
matrofóbica, que niega todo signo de autonomía al ser fe­
menino.
La confusión difícil de desentrañar en el «poder» de las
madres corresponde a su pertenencia simultánea al plano
biológico y al cultural. El poder de dar a luz es un «poder»
reproductivo biológico, pero el ejercicio de la maternidad
— la historia que se inicia en el momento en que el niño
nace— tiene muy poco de biológico. Distinguir entre la
«concepción» física y la cultural ya es esclarecer un poco la
confusión que reina en este terreno.
Hay teorías que tratan de demostrar cómo el sentido de
la maternidad está determinado por las hormonas: el llanto
del niño produciría en la madre una reacción hormonal que
la llevaría «instintivamente» a ocuparse de él. Sin negar las
correlaciones evidentes entre emociones y fenómenos cor­
porales, el ejercicio de la maternidad se aprende después del
nacimiento del niño, y no todas las mujeres lo logran. Mu­
chas mujeres rechazan al hijo en el momento en que éste se
niega a ser el «niño de la noche» (Silvia Vegetti-Finzi) de
maneras más o menos evidentes o larvádas. En todas, creo,
hubo algún momento de dificultad, un sentimiento de inca­
pacidad, casi un deseo de sustraerse a la escena ante la ma­
terialización del hijo que implica fatiga, necesidades que
hay que satisfacer ineludiblemente, etc.
La observación de que casi todas las mujeres han sido
madr es hace suponer que existe una tradición de gestos y de
prácticas operativas femeninas transferidas a las madres de
generación en generación. Pero es como si cada vez cada
una reinventara por sí misma esa transmisión.
E l ejercicio de la maternidad

Ante todo, nos encontramos con una situación contra­


dictoria: los objetivos de la acción materna no coinciden
con los objetivos de la acción pública, con los valores gene­
rales de la sociedad. En efecto, la finalidad global de la ma­
ternidad consiste en reproducir, proteger, guiar, comprender
la vida del individuo y del grupo del que forma parte: desa­
rrollar y hacer que su «producto» sea aceptado por el grupo
social.
Estos objetivos no coinciden con los públicos: hace
tiempo que es evidente que vivimos en una sociedad en la
que, se trate de la relación con los otros o con la naturaleza
y los recursos en general, no existe el más mínimo interés en
conservar o proteger, en hacer desarrollarse libremente al
que debe crecer y exteriorizar sus propias potencialidades.
Los valores que orientan a la sociedad en la que vivimos
persiguen y legitiman la explotación y la rapiña, sofocan la
individualidad singular y la autonomía del juicio. Todo con­
curre a formar individuos uniformes, conforme a estilos,
modelos y formas de ser homologados, por ejemplo, a tra­
vés de la publicidad, que propone a niños y mayores los va­
lores de «usar y tirar» confeccionados en modelos estéticos.
Este proceso de asunción continua de modelos, que tiende a
hacer inocua toda individualidad, singularidad y diferencia,
va en la dirección de sofocar más que de hacer crecer. La
gestión de la esfera pública, donde están presentes los pa­
dres, se inspira entonces en valores opuestos a los que tie­
nen importancia en la habitación de los niños, donde brilla
la ausencia del padre.
Si consideramos el conjunto de las prácticas maternas,
se pone en evidencia cuál es la predisposición básica que
necesita tener una madre ante su descendencia, para ser efi­
caz en el logro de sus objetivos. Es una combinación de
atención y amor (S. Ruddick), conformado por la capacidad
de ver al otro como alguien separado de sí misma, indivi­
duado, y no como su propio apéndice, y de verlo con empa­
tia, aceptando su diferencia con respecto a los propios de­
seos. Pero también tiene como objetivo lograr que su hijo o
hija resulten socialmente aceptables. En este aspecto, las
complicaciones son aún mayores, si cabe, porque entran en
juego muchas otras variables.
Si aceptamos el papel de repetidoras de los valores do­
minantes, nos convertimos en amplificadoras de contenidos
ajenos. En este caso, se encubren las dificultades para ador­
mecer la consciencia. Es difícil que existan mujeres tan des­
poseídas de sí mismas como para poder desempeñar una ta­
rea como ésta sin dejar traslucir ninguna contradicción. Lo
que se obtiene, en este supuesto, es, en el mejor de los casos,
la inautenticidad, tanto en la relación con los hijos como en
el resultado final: los dobles mensajes contradictorios para­
lizan a quien los recibe y le crean inseguridad. Pero enviar
este tipo de mensajes es muy común en la posición actual de
las mujeres.
El otro supuesto es que toda mujer tiene consciencia de
sí o consciencia feminista. Los dos términos no coinciden
necesariamente, porque siempre ha habido mujeres que te­
nían un núcleo fuerte y consciente de sí, aun en tiempos o
lugares en que no existía una visibilidad social de las muje­
res. Son las mujeres que han sabido y podido seguir su pro­
pio deseo, muy preciso aunque no estuviera «simbolizado».
En este caso, los valores dominantes han pasado al dominio
de la propia subjetividad. La complicación que surge, en
este supuesto, es la de poner en circulación un «producto»
demasiado diferente, anómalo o poco dúctil, que puede que­
dar fuera de las reglas del juego. Todavía hoy tememos ge­
nerar hijos e hijas demasiado rebeldes, los imaginamos mar­
ginados; entonces nos asalta la culpa o nos vemos solas en
la gestión de dichos productos, rechazados por el mercado.
El criterio de aceptabilidad de los productos de la mater­
nidad es difícil de establecer, y varía según las posiciones
que ocupemos. Conocemos bien la angustia que nos crean
estos pensamientos y dudas solitarios. En muchos casos, se
cae en la melancolía: si todo es tan difícil y complicado,
progresivamente se instala la depresión ante la idea del fra­
caso. También puede darse lo contrario, una especie de
euforia, de alegría a toda costa: la imagen de la mujer que
jamás se deja abatir por las dificultades pone en escena una
reacción diferente ante la misma dificultad. Cuando se con­
sumen las propias energías y el propio tiempo en cuidar,
proteger, educar a alguien y se considera a dónde irá a parar,
pues no hay un ambiente que lo acoja, inspirado en los mis­
mos valores de respeto a la persona sino que el reconoci­
miento social se basa en lo que se posee, en las apariencias,
en ser fuerte y capaz de hacerle la zancadilla a los demás y
que no hay sitio para la ternura y la conservación ¿cómo no
sentirse atrapada en una tarea desesperada?

Educar no es conservador

Es necesario rechazar firmemente la imagen de que el


trabajo de proteger, desarrollar, conservar, corresponde a
una predisposición cognitiva conservadora, como si las ma­
dres quisieran detener todo lo que está en movimiento y
obstaculizar toda innovación, novedad o progreso. Se trata
de una imagen falsa de lo femenino-materno, porque si ob­
servamos más de cerca lo que sucede en la relación con los
hijos, encontramos lo que la retórica denomina oxímoron,
una coincidencia de opuestos. Las madres no sólo deben
conservar y proteger la fragilidad de la vida, sino que, al
mismo tiempo, deben estimular y favorecer el cambio y el
riesgo, incesantemente.
La predisposición cognitiva materna es muy diferente
de la científica, que para formular una «ley» —y ya la for­
mulación de una ley comporta la paralización del devenir, la
creación de algo que es igual a sí mismo mediante la exclu­
sión de todo lo que no se conforma a ello— inventa un pro­
cedimiento empírico (el experimento) que demuestra la re-
petibilidad de un fenómeno. El método científico opera me­
diante la reducción de lo complejo y la fijación de lo que es
móvil, viviente, impredecible. Por el contrario, la madre
sabe por experiencia que, aunque se encuentre en una situa­
ción ya vivida en el pasado con otro hijo o hija, difícilmen­
te podrá repetir la misma lectura o la misma forma de inter­
vención, porque la cantidad de las variables implicadas en
una relación entre seres vivientes, y no entre signos o reali­
dades reducidas a signos, es tal que siempre nos enfrenta­
mos con estructuras nuevas y cambiantes. La relación con
los hijos es una estructura abierta, en la que un esquema
conceptual conservador estaría destinado al fracaso. Si no
logramos poner en acto este tipo de predisposición, tal que
permita aceptar siempre la innovación y la excepción, ten­
dremos un efecto fuertemente inhibitorio, mortífero sobre
nuestros hijos e hijas.
Sin embargo, conocemos la tentación de impedir el ale­
jamiento de la prole. Incluso podemos llegar a desear que no
crezcan, que no cambien, que no nos dejen, porque la sepa­
ración se configura como un abandono, una traición, una
pérdida difícil de aceptar. No siempre logramos actuar con­
forme a un esquema cognitivo abierto a lo imprevisto.

E r o t iz a c ió n d e l d o m in io

Para las mujeres, es bastante reciente la posibilidad


de fiarse de sí mismas, que va acompañada de la posibi­
lidad de fiarse de la mirada de la otra mujer, lo que equiva­
le a autorizarse a hablar siendo fieles a sí mismas. Ha sido
el hecho de estar expuestas a la mirada del hombre lo que
nos ha foijado tal como nos vemos hoy: encubiertas por ca­
pas de «deber ser», que se nos han propuesto como modelos
de identidad, que hemos tenido que asumir como propios y
elaborar individualmente.
También la capacidad materna es algo que nos pertene­
ce como especialización adquirida bajo la mirada masculi­
na, al punto que no la ejercemos sólo dentro de la familia,
sino que la llevamos dentro a todas partes, por ejemplo, a
los lugares de trabajo, donde desempeñamos, además de las
competencias específicas de nuestro papel profesional — o
se nos exige, aun contra nuestra voluntad— una función
«relacional», en el sentido de que nos compete ocupamos
de la alimentación, organizar a los otros, proveer a las «pe­
queñas cosas» que hacen posible la realización de las cosas
«más importantes». Lo deseemos o no, debemos poner a
disposición de los demás nuestra investidura primaria, la
«capacidad materna». Generar la vida, conservarla, favore­
cer las relaciones, solventar las dificultades, organizar a los
demás, son aspectos connotados como «orientación hacia la
vida».
Entonces, ¿podemos hablar de los valores femeninos
como de los valores que tienen a la vida como principio ins­
pirador? ¿En qué medida esta orientación nos pertenece
profundamente, es decir, más allá de las capacidades desa­
rrolladas históricamente? No es fácil responder a una pre­
gunta de este tipo, sería como tratar de definir el dilema en­
tre biología y cultura.
En cambio, es más productivo y liberador preguntarse:
¿Dónde está mi agresividad? ¿Dónde, cómo y cuándo la ex­
preso? ¿Qué uso hago de ella, cómo la disfrazo, cómo me la
explico? El hecho de que no sea visible en la forma en que
la practican los hombres ¿depende del adiestramiento, o es
algo que me pertenece estructuralmente de una manera di­
ferente, quizás en tanto puedo experimentar en mi cuerpo la
presencia del otro, convivo con él y lo traigo al mundo?
A estas preguntas me urge añadir otra, igualmente im­
portante: ¿en qué medida se puede hablar de «duplicidad»
en la relación con los otros, ante todo con los hijos, que ex­
perimentan, más allá de nuestra consciencia, nuestra ambi­
güedad? Entiendo por duplicidad el hecho de negar nuestras
convicciones, intuiciones y deseos; el acallar esperanzas y
rabias para conservar el sentido de nuestra existencia dentro
del papel interpretado. En este intento, elaboramos una
«economía de supervivencia», preocupadas sobre todo por
suavizar contrastes, allanar dificultades, y hacer que nuestro
producto —matrimonio, hijos, casa— sea socialmente
aceptable. Hemos de preguntamos si somos conscientes de
este proceso continuo, y hasta qué punto somos capaces de
regular esa consciencia, lo que significa convivir con una
contradicción profunda, que se configura como infidelidad
a nuestro propio sentir, a nuestro deseo.

Padre e hija

En este punto, quisiera introducir otro elemento, la rela­


ción hija/padre. Hay un momento importante de pasaje, la
adolescencia, pleno de consecuencias para la forma en que
asumiremos el papel femenino: mientras la madre parece
esfumarse en el fondo, nos encontramos comprometidas en
un cuerpo a cuerpo con el padre, esperamos de él aproba­
ción y reconocimiento, deseamos obtener de él nuestra legi­
timación. Y parece que los padres, en esta situación crucial,
en lugar de responder a la demanda de amor, de confirma­
ción, se retraen asustados y colocan, en su lugar vacío, la
Ley. En lugar del cariñoso compañero de juegos que, al me­
nos en las situaciones felices, nos ha acompañado en la in­
fancia, como figura excitante y misteriosa diferente de la
madre, aparece ante nosotras un juez que condiciona su
aprobación a nuestra aceptación de las reglas del juego. En
este momento, el núcleo incierto y tumultuoso del sujeto se
halla cuestionado por la nueva conformación que deberá
asumir, siguiendo el deseo del padre de que la hija acepte las
normas. Los pequeños gestos de autonomía en busca de
amor resultarán transformados en actos de rebeldía, en ges­
tos de transgresión.
Pero, ¿quiénes son, detrás de la máscara severa del juez,
nuestros padres? ¿Por qué no tienen un cuerpo cálido y aco­
gedor, sino tenso y exigente? Son aún y siempre los hijos
que, en el doloroso proceso de separación-individuación del
cuerpo materno, han silenciado la capacidad de experimen­
tar emociones profundas, que podrían volver a ponerlos en
contacto con el insensato deseo del origen. El doble salto
mortal mediante el que se han auto-fundado, resulta ser tal
en un grado absoluto. Irreversiblemente diversos, las viven­
cias que acompañaron esta separación dejaron huellas tan
traumáticas que cada vez que las demandas de amor amena­
zan con reabrir la memoria del lugar del origen, en su lugar
emerge una prepotente necesidad de control de sí mismo y
de dominio sobre el otro. La única «relación» posible en
esta conformación imaginaria que teme/desea reabsorber la
propia diferencia, está mediatizada por la posibilidad de do­
minar al otro — o a la otra— poniendo por medio la Ley,
sustitución simbólica destinada a encubrir un imaginario al
que se percibe como demasiado «dependiente». Cuando el
niño descubre que su cuerpo no es como el de la madre y
comprende que al crecer será diferente, busca consuelo a
esta imposibilidad en el cuerpo del padre. Luego, al crecer,
hará mentalmente del pene la figura predilecta del intercam­
bio, en cuanto parte de su cuerpo capaz de unirlo, como
hizo el pecho con su boca de lactante, con el lugar originario
del amor. A través de una ulterior transformación compensa­
toria, el pene se convierte en falo, símbolo de la omnipoten­
cia masculina que proclama, al negarla, su necesidad infan­
til. El malestar en la cultura que se basa en este proceso nos
dice que la altendad es la del hijo con respecto a la madre.
Debemos subrayar que este tipo de estructuración de la
personalidad del hijo se produce mediante una represión y
no a través de la elaboración de una relación. En tanto repre­
sión, continúa actuando inconscientemente, alimentando
una fijación que es difícil de modificar. En toda mujer, el
hombre buscará y evitará a la madre.

Una realidad desencarnada

Pero hay otra consecuencia: la renuncia a la posibilidad


de una relación profunda y positiva consigo mismo y con el
propio cuerpo por parte del hombre, la amputación de la
afectividad, la reducción de la capacidad sensorial, porque
todo ello está connotado con el «recuerdo» de la relación
con la madre, es vivido como amenazador para la integridad
de la propia individualidad. Si consideramos el hecho de que
el pensamiento occidental se basa en los principios de abs­
tracción, creación de leyes absolutas, reducción al Uno, etc.,
resulta evidente la gran coherencia de este pensamiento de­
sencamado, que ha cortado con decisión todo vínculo con la
corporeidad física individual. En las grandes religiones mo­
noteístas, el cuerpo es siempre el lugar del pecado, y el pe­
cado por excelencia es la no voluntad de trascenderlo. Iriga-
ray lo expresa así: «Al obtener el poder falocrático, también
el hombre sufre una pérdida, sobre todo con respecto al
goce del propio cuerpo. Separándose de su cuerpo los hom­
bres obtienen el poder de teorizar, representar, intercambiar
mujeres, etc... pero todas estas actividades no conocen el
placer del cuerpo.»
Volviendo al cuerpo a cuerpo entre hija y padre: en la
adolescencia, dijimos, la hija, en una situación de orfandad
simbólica de la madre, carente de una percepción clara de sí
y de su deseo, busca el aval del padre para entrar en el mun­
do de los hombres, pero el padre se retrae y sólo puede ofre­
cer su vacío corporal y emocional, que ha estructurado su
existencia, incluso simbólica. Para alejar la seducción de
abandonarse al cuerpo, el padre da la Ley: si quieres agra­
darme debes aceptar las reglas que nos hemos impuesto, ba­
sadas en el intercambio de las hijas, en la circulación de las
mujeres entre los hombres. La instauración del Orden supo­
ne que, para continuar en «relación» con el padre y a través
de él, con el mundo de los hombres, la hija debe ocultar su
verdadera demanda y renunciar a la satisfacción de su de­
seo. Así se fundará el erotismo: para ser amada, la hija debe
dejarse modelar por el deseo del otro; así se crean las premi­
sas de la erotización del dominio, que es la sexualidad que
nos han propuesto. Tenemos acceso al placer, al goce, al re­
conocimiento, a través de un simulacro, a través de la acepta­
ción del dominio, entendiendo por dominio al desposeimien­
to de sí misma necesario para que la hija sea reconocida como
mujer. La paradoja es aterradora: máximo reconocimiento en
el momento de máxima renuncia a la búsqueda del propio
modo de ser sexuada. Y no podemos negar que uñó de los
motivos que pone en movimiento este mecanismo perverso
es la necesidad de separarse finalmente de la madre.
De esta abdicación de la búsqueda de nuestro ser, paga­
mos todas las consecuencias: cuando nos sentimos desaloja­
das de nuestro centro de equilibrio, cuando no encontramos
espacio para existir en contacto con nuestros impulsos más
profundos, cuando oscilamos de un extremo al otro, de la
histeria y la depresión a la emancipación fingida y la mime-
tización, al erotismo masoquista. Excesos, hipérboles, que
acaban por alejarse igualmente del «deseo» del hombre.
El momento de la entrada de la hija en el mundo es en­
tonces un momento crucial de confirmación bajo condicio­
nes, ahí se inicia una singular relación amorosa/erótica que
en realidad es una relación entre fantasmas, porque no se
trata de relación real sino simulada, como si estuviera den­
tro de un mundo virtual, programado por un sustituto del
deseo.

P o s ic io n e s a m o r a l e s y r e l a c io n e s é t ic a s

Aproximar estos aspectos de nuestra experiencia —na­


cer de mujer, pensamiento materno, erotización del domi­
nio— a otro tipo de consciencia, para la cual a cada forma
de conocimiento le corresponde una forma ética, nos ayuda­
rá a articular la idea de fidelidad a sí misma con el plano de
la ética. Detengámonos un momento a considerar qué signi­
fica «a cada forma de conocimiento le corresponde una for­
ma ética». Nuestra nueva consciencia de mujeres nos ha en­
señado a no dar nada por descontado, pues la obviedad pa­
rece tal sólo en función de una norma, cada hábito tiene una
«historia», «ha sido» así, pero «podría ser» diferente en el
futuro.
Nuestro trabajo sobre las figuras del imaginario sirve
para desvelar la visión de un aspecto —no objetivo ni neu­
tro— sedimentado dentro y fuera de nosotras, en la forma
en que canalizamos nuestras pulsiones y definimos nuestras
tendencias y en todas las ramas del saber. Interrogar nuestro
imaginario y el imaginario compartido nos permite desvelar
las amenazas tácitas y los retos profundos a nuestra existen­
cia simbólica que están contenidos en el lenguaje, en los pa­
peles sociales, en la domesticación de los sentimientos. En
otras palabras, en el complejo de normas que llamamos «ley
del padre».
Carolyn Merchant, en TheDeath ofNature, escribe: «Es
importante reconocer el valor normativo de las afirmacio­
nes descriptivas sobre la naturaleza. Las proposiciones des­
criptivas sobre el mundo presuponen proposiciones norma­
tivas: están impregnadas de un carácter ético. La función
normativa de una proposición reside en su uso como des­
cripción.» Y continúa: «Las normas pueden ser supuestos
tácitos escondidos en el interior de las descripciones, de ma­
nera que operan como limitaciones invisibles o como prohi­
biciones morales. Un autor o una cultura pueden no ser
conscientes del significado ético, pero igualmente actúan de
acuerdo con sus indicaciones.»
¿De qué manera los «supuestos tácitos» dan indicacio­
nes morales o comportamentales?
Hasta finales del siglo xvi se empleaba una metáfora
para indicar la naturaleza que la describía como un cuerpo
viviente: el de madre-naturaleza. De este término descripti­
vo derivaban una serie de comportamientos sobre lo que era
o no lícito hacer con respecto al «cuerpo» vivo de la natura­
leza. Por ejemplo, la actividad minera estaba severamente
controlada. Pero desde el momento en que la metáfora ma­
dre-naturaleza comenzó a sustituirse por la de naturaleza-
máquina inanimada, compuesta por partes separadas entre
sí, cambia la disposición, tanto operativa como ética, en la
forma de enfrentar la naturaleza misma. Comienza la explo­
tación ilimitada, el saqueo de los recursos naturales, que se
prolonga hasta nuestros días. Esto es lo que significa «des­
velar los presupuestos tácitos contenidos en las afirmacio­
nes descriptivas».
La tarea que realizamos abarca al mismo tiempo dos ni­
veles del lenguaje y del imaginario: las figuras, el léxico, las
representaciones y las metáforas que nos describen y que
describen el mundo, pero también las reglas de combina­
ción, es decir la sintaxis, que no goza de una situación dife­
rente de la del léxico, como se suele pensar. Tampoco la sin­
taxis está determinada biológica o metahistóricamente, sino
que es el producto de una opción entre diversas posibles.
Nos hemos educado sin dudar jamás de que el tiempo se
debe dividir en pasado, presente y futuro; sin embargo el he­
cho de que logremos pensar conjugando los verbos en estos
tres tiempos es sólo una de las posibles representaciones lin­
güísticas de la temporalidad. Basta con salir de Europa para
ver que en otras culturas se han adoptado otras soluciones.
El pensamiento binario mismo, el gran continente en el cual
estamos todavía encerrados, que procede por oposiciones
entre negativo y positivo, es un artificio, una posibilidad de
representar el mundo. Y nada impide — salvo nuestra iner­
cia cultural— pensar que se pueden inventar formas menos
esquemáticas, reductivas y paralizadoras que éstas.

Normas y relaciones

Las mujeres han ocupado, hasta ahora, una posición amo­


ral en el sistema filosófico y moral existente, específicamente
en tanto estaban impedidas de actuar según su propio sentir,
sea como percepción de la realidad o como valor a perseguir.
En tanto mujeres, no hemos transformado nuestra expe­
riencia en metaconocimiento reconocible y transmisible, no
lo hemos transformado en un cuerpo orgánico de saber al
que referimos, no nos hemos reconocido en ese modo de ser
y de actuar en el mundo. ¿No continuamos aún hoy, cuando
estamos apasionadas por esta investigación, pensando que
sólo las normas abstractas, objetivo-descriptivas, que esta­
mos habituadas a considerar como neutras, tienen valor, en
tanto están purificadas de toda contaminación subjetiva y
emocional? E implícitamente desvalorizamos nuestras ex­
periencias orientadas a la atención a las relaciones y la inter­
dependencia, admitiendo tácitamente que no tienen la digni­
dad de un saber.
¿No somos nosotras mismas — como madres, maestras,
enseñantes— quienes, desde los primeros meses de vida de
los hijos e hijas, decimos que las modalidades de juicio que
aplicamos, las elecciones que «instintivamente» realizamos,
los castigos y aprobaciones que proporcionamos, siempre
más contextúales que las normas abstractas, no son verda­
deros ni justos? De hecho, ocupamos una posición insoste­
nible, quedamos impregnadas por un saber que es el que
cuenta, el legítimo, que estamos llamadas —por extrema
ironía de nuestro papel social— a transmitir, incluso en pre­
sencia de una experiencia nuestra que prima pero es afásica,
no ha elaborado palabras y símbolos para decirse.
Esta experiencia que podría convertirse en una «visión
del mundo», se construye sobre las imágenes de un mundo
hecho de «relaciones» más que de individuos aislados, de
un mundo constituido por vínculos entre las personas y las
cosas más que de un sistema de reglas y códigos abstractos
y universales. En nuestra experiencia de lo real, verdadera y
mucho más auténtica para nosotras, se encuentran los presu­
puestos de lo que podríamos llamar ética de la responsabili­
dad, opuesta a la ética iusnaturalista actual y dominante.
Las dos imágenes contrastantes de la jerarquía y de la
red, que afloran en el pensamiento infantil acerca de los
conflictos y las elecciones morales, han retomado a las mu­
jeres a través del proceso de autoconsciencia y la práctica
del inconsciente. Ellas expresan dos modos de ver la mora­
lidad que son diferentes y correlativos más que progresivos
(uno vendría antes que el otro y el segundo es el mejor) y
polares (rígidos e inmóviles, blanco o negro). Son — o po­
drían ser— dos totalidades, móviles y relativas, en continuo
movimiento y verificación recíproca.
La moralidad resulta de una tensión constante entre algo
más amplio de lo que formamos parte y la entidad autóno­
ma que somos nosotros. Lo «más amplio» puede entender­
se de muchas maneras (el designio divino, la sociedad, la
naturaleza) pero pienso que ante todo para nosotras y para
nuestra posición en el mundo, debe devenir «creación de
imágenes y de símbolos» (Irigaray). Éste es el primer paso
para salir de la posición «amoral» que ahora, a lo sumo,
ocupamos.
La esencia de toda decisión moral radica en poder elegir
y aceptar la responsabilidad de la propia decisión. En la me­
dida en que las mujeres se perciben oscuramente como pri­
vadas de elección, en esa misma medida se sustraen a la res­
ponsabilidad que toda decisión comporta. Pero no a la acción.
Prisioneras de esta contradicción, vulnerables e infantiles en
la dependencia real y en el miedo al abandono fantaseado,
recitamos el papel de quien sólo desea complacer y a cam­
bio de la bondad ostentada esperamos amor y protección.
¡Y pobres de nosotras si no los recibimos!
Gilligan dice: «La mujer buena enmascara la afirma­
ción de sí con evasivas y niega la propia responsabilidad
sosteniendo que sólo responde a las necesidades de los
otros, mientras que la mujer mala niega o reniega de los im­
pedimentos que la tienen prisionera del autoengaño y de la
traición a sí misma.»
Así se juega el conflicto femenino entre compasión y
autonomía, entre virtud y poder. Pero no importa que nos
esforcemos en ser buenas porque, tal como están las cosas,
no podemos serlo verdaderamente: lo que importa es que
seamos auténticas. Sólo así puede emerger nuestra subjeti­
vidad. La obligación moral debe incluir al yo, no sofocarlo
en nombre del bien de los demás. Sólo una modalidad de
conocimiento basada en la relación entre sujetos que se re­
conocen como tales puede ser ética.
Así llegamos a una frase lapidaria de A. Rich: «Las mu­
jeres deben reflexionar si quieren, en sus relaciones recípro­
cas, el tipo de poder que se puede obtener mediante la men­
tira.»
Las niñas no resuelven el complejo de Edipo del mismo
modo que sus hermanos. No reprimen y no abandonan nun­
ca de manera absoluta la relación preedípica y edípica con
la madre, ni la relación edípica con el padre. Esto significa
que las mujeres se desarrollan con un mundo interior rico y
complejo, con una mayor preocupación tanto por las rela­
ciones de objeto interiorizadas como por las relaciones ex­
ternas. El sentido profundo del sí mismo femenino resulta,
por ello, tendencialmente conectado con el mundo; el mas­
culino, tendencialmente separado.
Pero esto en sí mismo no es bueno ni malo, porque hoy
no existe el conocimiento o la ética de las mujeres como
universo simbólico de referencia; sólo tenemos atribuciones
estereotipadas de una forma de ser femenina, estereotipos
que se imponen a todas las mujeres reduciendo su libertad.
Por otra parte, en tanto nuestra cultura no se basa en princi­
pios como la tolerancia, la reciprocidad, la conservación, y
las mujeres están excluidas de la gestión activa del poder, se
deduce automáticamente que aquellos son valores femeni­
nos. Pero se trata de una conclusión superficial y engañosa
porque, como dice Silvia Plath, «toda mujer adora a un fas­
cista, de cara de bota, corazón brutal» y de ese modo, añade
Lea Melandri, renace el «sueño de amor», triunfante en su
perversa amoralidad.
El fracaso en la sublimación y la simbolización de la re­
lación con la madre y la posición diferente de la mujer en la
fase edípica, en la que se manifiesta con toda su ftierza la
confrontación con el hombre, sellan la posición amoral ac­
tual de las mujeres y, al mismo tiempo, contienen la posibi­
lidad de elaborar relaciones éticas nuevas.
Pero el concepto de amoralidad resulta extremada­
mente complejo y es difícil deslindar sus acepciones po­
sitivas y negativas. Se puede comenzar a interrogarlo di­
ciendo que:

— la amoralidad es el principal producto de la posi­


ción femenina subordinada, de su fallido status de sujeto.
Las mujeres aparecen como amorales ante los hombres
que las juzgan privadas de sentido moral, filosóficamente
heterogéneas y extrañas a los fundamentos éticos de la
ley;
— la amoralidad, traducida por las mujeres para sí mis­
mas, puede considerarse como una suerte de extralocalidad
positiva: expresa el hecho de que lo femenino es extraño a
lo masculino (pero también proporciona el sentido de la res­
ponsabilidad);
— la indicación de las ventajas potenciales para la mu­
jer, contenida en esta última lectura de la «amoralidad» con­
firma una diversidad, pero la deja ambigua y fluctuante, en
tanto no la aproxima a la elaboración de la relación con la
madre;
— la amoralidad expresa, en el presente, la posición de
las mujeres también en la confrontación con su lugar de ori­
gen, no reconocido, no valorizado, no simbolizado.

Se requiere, como primer gesto ético de las mujeres,


para salir de la ambigüedad de su posición y afirmar el na­
cimiento del sujeto femenino, la capacidad de ver, recono­
cer y significar la propia posición, la propia experiencia en
el mundo; es decir, establecer la fidelidad al propio deseo, al
propio sexo. Traducir este sentir en símbolos reconocibles
de referencia no equivale a fundar una «ley de las madres».
Aun cuando forcemos a las palabras a significar lo que que­
ramos, «ley materna» será siempre una monstruosidad gno-
seológica, ética y jurídica. No puede existir una «ley de la
madre» porque «ley» es el concepto abstracto que cristaliza,
en la forma más cabal y perfecta, la experiencia de separa­
ción masculina del mundo. La palabra «ley» no podrá ser
nunca forzada a traducir, sin traicionar, la experiencia de las
mujeres.
Debemos aceptar el reconocimiento de que nuestra ex­
periencia es diversa de la del hombre. Cuando estos dos sis­
temas adquieran un valor simbólico equiparable (dos pleni­
tudes dinámicas, en lugar de una plenitud y un vacío estáti­
cos), entonces nacerá entre los sexos una relación ética, la
libertad de elección personal y comprometedora: la inva­
riante que hay que cernir y significar, la referencia, el «ho­
rizonte común» de las mujeres, es esta fidelidad al cuerpo
sexuado que se hace «signo» y retoma en las diversidades
subjetivas, que finalmente podrán liberarse en cada mujer
singular.
Cuando la mirada se vuelve al núcleo incandescente del
ser profundo, y contempla el nudo no desatado del todo de
aquello que se aleja de nosotras mismas, aquello que se tor­
na «colaboracionista» incluso en presencia de nuestro nue­
vo saber, comprendemos lo que algunas han llamado «goce
secreto». Tiendo a leerlo más bien como un obstáculo, resis­
tencia al cambio, que como un principio de feminidad no
contaminada dentro de nosotras, a pesar de todas las estrati­
ficaciones de las dominaciones, máscaras y narraciones aje­
nas, fuente intacta a la que recurrir para poder fundarse a sí
misma.
Con respecto a la pregunta acerca de qué es lo que nos
aleja de nosotras mismas, he sugerido dos direcciones en las
que buscar la respuesta: el lugar del origen y la confronta­
ción con el padre.
Por un lado, es necesario interrogarse todavía acerca del
vínculo no resuelto con la madre —tanto si permanece en la
confusión como si ha sufrido una represión radical— a través
de las relaciones con las otras mujeres en la actualidad. Fran-
cesca Sanvitale, en L’Eros nell’immaginario delle donne, re­
fiere el deseo de manifestarse que coexiste con el miedo de
hacerlo. Es como si cada mujer obedeciera a la orden no
enunciada de permanecer secreta, de no manifestarse: «No
te desveles nunca, conserva tu secreto en el orden de lo no
dicho. De este modo alimentarás tu magia, tu fascinación, tu
poder sobre los hombres.» Pero también habla de la subver­
sión de quebrar este orden inexpresado y del desconcierto
que provoca el hecho de que una mujer se manifieste —más
o menos insegura u orgullosamente. Entonces todos, hom­
bres y mujeres, reaccionamos con cierto malestar, con iro­
nía y con una mirada de suficiencia. En efecto, mientras una
mujer permanece secreta conserva su grandeza; en el mo­
mento en que se manifiesta como individuo pierde la omni­
potencia. Y, podríamos agregar, sale del orden metalingüís-
tico y deviene «real». En la omnipotencia vinculada al se­
creto, al no manifestarse, en la confusión con la igualmente
secreta «potencia materna», incomunicada y basada sólo en
la contigüidad corporal, radica uno de los puntos oscuros
que alimentan el «goce secreto».
La otra dirección de la investigación busca situar en el
lugar adecuado a la figura masculina, asignarle una posi­
ción fuera de la omnipotencia. Es muy profundo el deseo de
la hija de ser reconocida y amada por el padre, en tanto
cuerpo diferente del propio y del de la madre, de seducirlo
para obtener también el reconocimiento — diverso— de la
propia feminidad. Capacidad generativa y goce erótico, lo
materno y el sexo: ambos cumplen una función.
Pero, hasta el día de hoy, los padres que hemos conoci­
do, en lugar de sí mismos han dado sólo su ley; sus cuerpos
y sus emociones están bloqueados en unas pocas posiciones
rígidas y seriales, y nos han dejado ir hacia nuestro destino
de mujeres jóvenes, mercancías para el intercambio con los
otros hombres, frustrando profundamente, y quizás definiti­
vamente, nuestro deseo de llegar a existir por nosotras mis­
mas. Y si nuestra individuación —como similares pero se­
paradas con respecto a la madre— ha sido fallida, el pasaje
por la adolescencia asume la desesperada connotación de un
desgarramiento de la propia madre a cambio de un acceso
posible al mundo del padre. Así el padre deviene objeto del
deseo. Sobre él transferimos nuestra atención, nuestro anhe­
lo profundo: para llegar a él, para obligarlo a ocuparse de no­
sotras, hacemos todo: con la secreta esperanza de arrancarlo
de su autismo, la hija se modela según cree que él quiere. En
este sentido he hablado de erotización del dominio.
Si pensamos no sólo en las Grandes Historias de Amor,
sino también en las pasiones que los diversos saberes domi­
nantes del hombre generan en muchas mujeres, en el hecho
de que frente a la política, la filosofía, la ciencia, automáti­
camente abandonamos nuestra vaga consciencia sexual y
nos despojamos de nuestro cuerpo para poder acceder a lo
que se vende como Saber Abstracto Superior, asistimos
también en este caso a una abdicación, a una resección de
nuestra sensibilidad, porque así imaginamos que lograremos
adherir lo más posible el «espíritu de la realidad». Este pro­
cedimiento que nos da acceso al reconocimiento como per­
sonas profesionalmente capaces nos procura, en parte, una
satisfacción, pero nos hace perder nuestra dimensión sexua­
da, diferente, que permanece insatisfecha.
Además, en el juego triangular que se consuma entre
madre, padre e hija, se manifiesta otra demanda profunda­
mente decisiva, que articula el deseo por el padre con el de­
seo primario por la madre: «Dame el poder de generar y ser
finalmente como mi madre, dame lo que mi madre no pudo,
o no quiso, darme» (E Grazzini). Es decir, además de col­
mar el vacío dejado por la falta de elaboración de la relación
entre madre e hija, carente de simbolización, y de permitir
la separación al precio de una lacerante automutilación, en
esta configuración simbólica el padre desempeña la función
de pasaje obligado para poder volver a la madre, para ser
como ella. Es la inmensa nostalgia del lugar del origen lo
que nos hace devenir lugar del origen.

La visibilidad política

Uno de los motivos que me han llevado a ocuparme del


tema de la ética es un profundo malestar por lo que veinte
años de feminismo han producido como visibilidad política.
A partir de la emergencia de sus premisas, razonamientos y
sentimientos, de su visión del mundo, las manifestaciones
concretas que esta consciencia parece generar en la política
tradicional de los partidos, de los sindicatos y aun en los es­
pacios más «políticos» de las mujeres, reproducen modos
de acción jerárquicos, autoritarios, que difieren muy poco
de las modalidades de acción criticadas y rechazadas. Me
parece que lo que se verifica en nuestras prácticas de parti­
cipación en los terrenos tradicionales del quehacer político
es una gran fragilidad, una falta de arraigo en nosotras mis­
mas, una manifestación aún muy imprecisa de nuestra mira­
da sobre el mundo.
Durante la guerra del Golfo se produjo una aceleración
de los pensamientos, de los deseos de comprensión y la bús­
queda de diferentes enfoques del tema humano de la guerra
y la paz. En esos días me orienté hacia una etimología poco
usual de la palabra «política» según la cual la política es la
ética de la polis, la gestión ética de la polis. No es lo que se
evidencia en su significado consuetudinario, y menos aún
en la práctica, donde politicós se limita a indicar al que ha­
bita en la polis y todo lo relativo a ella. No hay espacio ni re­
ferencia al etos. Sin embargo, creo que la política no puede
ser sino esto: llevar a la polis el gesto que funda mi eticidad,
mi fidelidad a mí misma, a mi deseo radicado en el cuerpo
sexuado que me pone en relación con el resto del mundo.
La insatisfacción es, entonces, doble, en el sentido de
que se refiere tanto al proceso interno nuestro como a las
manifestaciones externas «políticas» a través de las que se
toma visible y reconocible a los demás. No podemos negar
que existe una relación de alimentación mutua entre trans­
formación externa e interna. Lo simbólico — como creador
de realidad— irrumpe en el mundo a través de la toma de
contacto con los «puntos oscuros» que tenemos dentro y
que se desvelan transformándose en formas y palabras que
finalmente salen a la luz. La política sanciona, registra, ne­
gocia, las relaciones entre los sexos y entre las personas.

La madre simbólica

El uso que continuamos haciendo en Italia de esta ex­


presión me produce cierta perplejidad. Nuestro esfuerzo no
apunta solamente a anudar el hilo mil veces interrumpido de
la genealogía materna, puesto que no se trata meramente de
constmir retrospectivamente una escala ascendente y rease­
guradora. No quiero sólo reencontrar a mi madre en los orí­
genes, sino reencontrar en mi madre los orígenes a través de
la separación. No me interesa ya volver al seno materno
para encontrarlo a veces acogedor y a veces sofocante; he
aprendido que para hablar de mí, de ella, debo hablar del es­
pació, de la interrupción, del intervalo que existe entre ella
y yo; debo saber decir, inventándola, esta relación que me
restituye, y la restituye, a nosotras mismas, similares, sepa­
radas y diferentes.
Si nos individuamos como similares, separadas y dife­
rentes, deviene visible lo que colocamos en los espacios, en
los intervalos existentes entre nosotras: un saber femenino
intercambiable. El concepto de madre simbólica, elaborado
en los años setenta, es anterior a esta idea del desprendi­
miento. Se trata de algo implícito, no dicho, pero que no se
puede dar por descontado. En efecto, el concepto de madre
simbólica puede utilizarse también para reforzar la confu­
sión, porque sugiere un tipo de dispositivo mediante el cual
adquiero mi fuerza a través de la inmersión mágica (o mís­
tica) con la otra por superposición, contigüidad o indiscri-
minación. El concepto de madre simbólica, que no deja tras­
lucir el gesto de la separación, comparte y refuerza el senti­
do de omnipotencia con el reclamo de una ascendencia
secreta, que se puede adquirir saliendo de sí misma, sumer­
giéndose en el todo, reabsorbiendo el propio cuerpo peque­
ño e inadecuado en el «divino» lugar del origen.
Sin embargo, el concepto de madre simbólica ha sido
una noción fuerte en nuestro camino, que nos ha permitido
dar un importante paso adelante. Nació en la Librería de
Mujeres de Milán, cuando elaborábamos el catálogo de las
escritoras a las que denominamos —para expresar nuestro
reconocimiento por lo que habían sabido decimos— «Las
Madres de todas nosotras». Nos reconocíamos en ellas de
una manera más inmediata que en nuestras madres concre­
tas. De este modo surgió el discurso sobre las madres sim­
bólicas, para indicar una filiación secreta, casi una adopción
en sentido inverso. La invención de este sintagma resultó ser
útil y positiva. Pero, de todos modos, indicaba también una
dificultad no resuelta: la relación no elaborada con la propia
madre y con el propio cuerpo.
No obstante, habíamos partido de las grietas, las dudas,
la heterogeneidad existente entre el orden simbólico presen­
te y nuestra propia experiencia. Entonces acostumbrábamos
a anteponer a todo lo que decíamos las palabras «como si»,
lo que cumplía la función de señalar que, debiendo emplear
las palabras dadas para expresar significados un poco dife­
rentes a medida que los íbamos descubriendo, podíamos su­
gerirlos solamente por aproximación y por analogía, desla­
zándolos en el lenguaje disponible para introducir en él mo­
dificaciones. Llenábamos nuestro discurso de «como si»
porque advertíamos que no había una correspondencia in­
mediata entre los signos y las áreas semánticas convenidas,
que nuestras nuevas experiencias comportaban nuevas con­
notaciones. «Como si» era una cifra útil para señalar los
deslizamientos progresivos del sentido. Muchos términos
que todavía hoy utilizamos deberían emplearse con esta ad­
vertencia; se trata de signos que, por aproximación, remiten
a conceptos o emociones que estamos tratando de iluminar.
Cuando, en cambio, algunas palabras se convierten en
etiquetas, hacemos el camino inverso, sepultamos las heri­
das debajo de estratos de obviedades. Esto nos lleva a obser­
var que es necesario tomar con suma cautela la expresión
«madre simbólica», e incluso puede ser adecuada su sus­
pensión.
Una última palabra a propósito de la mirada retrospecti­
va hacia el lugar del origen. Ha sido incluso una forma de ir
hacia atrás en el tiempo de la historia, y nos ha permitido
percibir cosas que estaban ante los ojos de todas desde
siempre, pero cuya representación era imposible mientras
no se liberara nuestra propia mirada. Esta mirada nueva y
vigilante está también entre nosotras. No obstante, a veces
hacemos como si no estuviera, como si quisiéramos velar y
amortiguar su potencia; como si no quisiéramos reconocer
entre nosotras que moverse de una manera más bien que de
otra representa de hecho un salto que sabemos reconocer, la
puesta en acto de una diferencia.
Según nuestros humores cotidianos y la marcha de
nuestros amores, podemos considerar que nuestro saber es
obvio y resabido, por lo que podemos incluso sostener, sin
mentir, que todo sigue aún como antes; o bien, por el con­
trario, reconocer que no es así, que todo está cambiando por
efecto de nuestra nueva mirada que nos permite una percep­
ción de corto pero también de largo alcance. Por ello sólo de
nosotras depende la suerte de la practicabilidad política de
nuestra visión: podemos jugar todavía a la desvalorización
con nosotras mismas, como cuando — entre nosotras— no
reconocemos nuestras palabras, invenciones, orígenes. Y no
por el deber de agradecer o adular a quien tuvo la prioridad
o es mejor, sino por un motivo más simple y al mismo tiem­
po más decisivo para nuestra suerte íutura. Si no realizamos
estos gestos simples y al mismo tiempo complicados —por
los pasajes y las elaboraciones que contienen— de recono­
cimiento de la otra mujer, es porque aún no estamos indivi­
duadas, sino que permanecemos confundidas y repetimos el
mismo tipo de dispositivo que habíamos sufrido con nues­
tras madres en carne y hueso. Al hacerlo, impedimos noso­
tras mismas la visibilidad a nuestra intuición de poder vol­
ver, para luego emerger distintas, al lugar del origen.

B ib l io g r a f ía

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Aparecer con vida
Apuntes sobre filiación, identidad y restitución
de los niños secuestrados-desaparecidos, 1976-1982
M arth a In é s R o s e n b e r g

Las leyes patriarcales de filiación desplazan a las muje­


res del protagonismo que tienen en el proceso biológico de
la gestación, prohibiéndoles marcar jurídicamente su des­
cendencia, ínvísibílizando así el don del hijo hecho por la
madre al padre y la apropiación del mismo por el linaje pa­
terno. En relación con esta legalidad, surge la pregunta acer­
ca de la significación que tiene el hecho de que la defensa
de los derechos humanos, violados por la dictadura mili­
tar 1976-1982 en Argentina, se configure en sus comienzos
como un campo de acción predominantemente femenino.
No se es madre impunemente. En el origen de una ma­
ternidad hay una adopción del hijo, extraño que convoca a la
madre al trabajo de hacer un lugar en su imaginario a todo
aquello que, desde su irreductible existencia lo excede o lo
contraría.
La vida de los hijos depende tanto de que la función de la
madre se cumpla individualmente, como de que se abandone
para ser delegada en otras instancias de la sociedad. Que la fun­
ción de unas mujeres como madres se prolongue en el espacio
público puede ser leído como síntoma de la escena política.
En Argentina hay madres de desaparecidos y Madres de
Plaza de Mayo. Las madres de desaparecidos no renovaron
la adopción de sus hijos ante la sociedad. La asunción indi­
vidual de la crianza se continúa en la asunción individual
del duelo en un pasaje cuyo movimiento evoca el «natural»
fluir de la vida. Su dolor es un dolor privado, no se dice pú­
blicamente, no hay marca histórica de su peripecia, el sufri­
miento es destino.
En las otras, ser madres de sus hijos coincide con ser
Madres de la Plaza, pero no lo agota. Ser Madre de Plaza de
Mayo implica asumir la defensa de la vida y de sus garan­
tías políticas, jurídicas y económico-sociales; el reclamo a
toda la sociedad de la responsabilidad debida (tanto a acusa­
dos como a acusadores); la elaboración de la experiencia de
los hijos y subsecuente producción de una acción política
diferente y crítica. El fundamento ético de su accionar es lo
que produce su eficacia política1.
Al disponer de la vida de sus hijos, el gobierno de facto
agrede a estas mujeres en su maternidad, es decir, en lo más
consustancial de su identidad correspondiente con el lugar
social que les es asignado. ¿Transgreden ellas estas leyes al
reclamar pública y colectivamente por la vida de sus hijos?
¿En qué medida reafirman o renuevan la imagen tradicional
de la mujer?
En un trabajo anterior me refería a esta cuestión dicien­
do2: «El hijo es el lugar en donde su identidad social es ani­
quilada, y es en el momento de esta desaparición que surgen
los significantes de su deseo: “Madres”, ya no de tal o cual
hombre o mujer cuya existencia hace peligrar al régimen,
sino de “Plaza de Mayo”. Madres de un lugar, del lugar mí­
tico de origen de la voluntad política de nuestro pueblo de
advenir a una vida independiente (...) Se hacen, recorriendo

1 Martha I. Rosenberg, «Madres y Madres», Psyché, Buenos Aires,


Año i y núm. 30, abril 1989, pág. 10
2 Martha I, Rosenberg, «Lo que las madres saben», Apertura, núme­
ro 2, Barcelona, 1985.
hasta la hez en esa plaza vacía el destino de madres en que
las reconoce la sociedad, mujeres en un sentido nuevo.
»Cada vuelta sobre sus pasos ya repetidos tantas veces,
cada vuelta, la misma vuelta de siempre, las aleja tanto de la
consecución de su único objetivo inicial, la recuperación del
hijo, como de su forma de ejercer esa demanda. (...) Deman­
da de que no quede a merced de la madre la declaración de
la muerte del hijo. (...) Demanda de un acto jurídico que
convalide su dolor o su esperanza. Los hijos cuya aparición
con vida reclaman, no son ya reclamados en tanto hijos de
su carne, sino en tanto pertenecientes a su comunidad social
y política.»
Veamos cómo lo relata una de ellas: «... Hay anécdotas,
cosas que fueron pasando, que uno en el momento no las
contó porque cuando vos vivís una lucha cotidiana, es como
si la mujer contara que todos los días lava los platos o coci­
na (...) No es un acontecimiento. Nosotros a esta lucha nun­
ca le habíamos dado el carácter de acontecimiento. Era una
cosa visceral que hacíamos, que hacemos aún ahora, una
respuesta visceral que sabemos que tiene una connotación
política (...) buscamos a nuestros hijos y es un hecho políti­
co, porque no es un hijo que se nos murió enfermo o que se
fue a vivir a otro país para hacerse su carrera económica.
No, no, esto es otra cosa», dice N. —Madre de Plaza de
Mayo— en una entrevista reciente. Otra cosa que los avata-
res de una maternidad naturalizada. Precisamente el haber
hecho desde la cosa visceral padecida en el secreto impues­
to por el terror, denuncia pública de la ilegitimidad de las
desapariciones, es lo que construye el acontecimiento como
político.
«La maternidad demandada por la ideología ancestral
fue imposible. Para estas mujeres hubo algo más que el de­
seo de hijo. No eran pura madre... (y eso es lo que se les re­
procha y castiga)... El intento de encamar el ideal maternal
al que aspiraban, podía eximirlas del trabajo de producir una
significación personal de su deseo. Nada podrá reenviarlas
al mismo lugar de automatismo inveterado.
»Lo que la cotidianeidad oculta, se despliega ante nues­
tros ojos con los rasgos inequívocos de lo siniestro. El Esta­
do no es un Padre sino un capomafia que no soporta el cues-
tionamiento de su autoridad y lo sanciona con el secuestro,
la tortura y la muerte, confirmando, al hacerlo, su crimina­
lidad. Es entonces en la búsqueda de restablecimiento de la
cotidianeidad perdida, que organizan una cotidianeidad di­
ferente con el hijo, en la que está integrada la relación de la
maternidad con lo político»3.
Laura Rossi señala4, «Lo que estaba vedado a Antígona
—vivir políticamente la muerte de su hermano— es lo que
constituye a las Madres como movimiento social.»
N. agrega más adelante, luego de relatar cómo toma las
riendas de la actividad de búsqueda en su familia, por temor
de que su marido dijera algo que pudiera perjudicar a su
hijo, «si va y habla la madre, es distinto, ¿viste?». Para refe­
rirse luego, a mi pedido, a los momentos constitutivos del
grupo: «En otros organismos había familiares que tenían al­
guna pertenencia política, nosotras éramos las madres más
comunes (...) Descartamos el lunes como día de reunión
porque el lunes hay que lavar la ropa. Mejor el jueves, dijo
alguna, y quedó el jueves.»
Que la búsqueda de los hijos es algo que les correspon­
de casi con exclusividad, resulta para ellas un punto de par­
tida obvio, forma parte del habitus que las constituye, tras­
tornado por la criminalidad del gobierno dictatorial.
Sin embargo, de la soledad de sus gestiones — caracte­
rística del uno a uno que signa lo privado—- inocua para el
régimen y potable para la familia, pasan a una comunidad
de acción pública y de problematización política de su vida
privada: «Porque, bueno, una sola no molestaba a nadie. La
madre salía a la mañana: —voy a Tribunales a hacer un ba­
beas corpus, volvía y después: —voy a buscar el resultado.
Salía después de lavar la ropa, después que dejaba todo

3 Martha I. Rosenberg, «Madres y Madres», Psyché, Buenos Aires,


Año i y núm. 30, abril 1989, pág. 10.
4 Laura Rossi, «¿Cómo pensar a las Madres de Plaza de Mayo?»
Fin de Siglo, Buenos Aires, núm. 7, pág. 27.
planchado, después que estaba la comida hecha. ¿Viste
cómo entonces va surgiendo lo otro? Lo otro es formar algo
nuevo, que te arranca de tu casa, y a medida que formaste
eso, te vas haciendo un compromiso. Es un pacto, nosotros
vamos a luchar por todos, hasta por aquéllos cuya madre no
sale, porque no puede o no toma la decisión (...) No hubo
tantas madres como desaparecidos. Hubo madres que no
pudieron enfrentar las dos situaciones, si salís a la calle... los
dos frentes, porque después de todo era como dos dictadu­
ras, la dictadura doméstica y la dictadura militar. (...) No fue
fácil y perdimos mucho como mujeres. Ganamos como mu­
jeres ante la sociedad, ante el mundo, y perdimos adentro de
nuestra casa. (...) Me cuesta, me costó mucho salir a luchar,
porque adentro mío, yo soy una ama de casa.»
Su historia como actoras políticas se inicia a partir de la
sanción social del proyecto de sus hijos como una derrota,
pagada con la desaparición que —infinidad de vueltas a la
pirámide de Mayo después— se va confirmando como
muerte.
Haberse hecho, como han declarado muchas veces, «hi­
jas de nuestros hijos», no significa la repetición ecolálica
del discurso que a ellos les costó la vida, sino haber encon­
trado su propia palabra. Porque ellas están con vida y actúan
para rescatarlo, el hijo queda en posición de padre: aquél
que debe estar simbólicamente muerto para que el sujeto
— ellas mismas— pueda acceder a un discurso propio, que
lo ubique en la sucesión ordenada de las generaciones.
La culpa que esta operación de suceder a los hijos —in­
versión del orden generacional— conlleva inevitablemente,
hace que muchas madres de desaparecidos no toleren hacer­
la, y caigan en una maternidad regresiva y fusional (enun­
ciada como «Estamos embarazadas de nuestros hijos») que
denuncia la imposibilidad de diferenciarse de ellos.
Cuando se las interpela como madres, ya sea desde el
poder o desde grupos que buscan sustituir la crítica históri­
ca de su práctica política por la incondicionalidad Alaterna,
no pueden objetivar como su identidad política lo que ellas
aprendieron y ponen en práctica en su resistencia y lucha no
violentas. Ceden entonces a la pasión por el hijo y abando­
nan el campo político en el que se han forjado una identidad
propia, para reingresar en el matemalismo.
La articulación lograda entre la posición maternal idea­
lizada y el campo público de lo político padece —por ser
producto de las incoherencias del sistema— de una fragili­
dad que obliga de continuo a restablecer dicha articulación,
nunca definitivamente asegurada, amenazada por la inercia
de una subjetividad maternal cristalizada y por la resistencia
de los partidos políticos a incorporar en sus agendas la críti­
ca de la cotidianeidad doméstica y partidaria. Ninguna es­
pontaneidad garantiza que el espacio abierto pueda conti­
nuar estándolo. Más bien puede observarse (¿como una re­
petición de la historia de los hijos?) la dificultad en la
transmisión de un mensaje que se debilita con la indefecti­
ble declinación vital de sus portadoras, sin llegar a adquirir
suficiente fuerza ética en la conciencia de la población a la
que interpela.
Las explicaciones del predominio femenino en las lu­
chas por los derechos humanos suelen recurrir a argumentos
convencionales, hechas en términos de una sociología inge­
nua que se inclina a dar cuenta del fenómeno sin introducir
ninguna crítica de la división social del trabajo existente.
Se ha dicho que los hombres no podían dedicarse a la
búsqueda de justicia, ni de sus hijos o nietos, porque debían
trabajar para mantener a su familia; que el respeto de los mi­
litares por el rol maternal les permitió meterse en lugares
del poder infranqueables para los hombres sin sufrir conse­
cuencias; y, obviamente, que no es lo mismo perder un hijo
para un hombre que para una mujer... El humor trágico que
impregna nuestra historia conspira contra la posibilidad de
ver algo nuevo, de detectar los rasgos distintivos de la sub­
jetividad femenina que se manifiesta en ellas, allí donde pa­
rece repetirse la gesta inmemorial de las mujeres frente a la
guerra o el despotismo de los gobernantes.
Sin embargo, para pensar su especificidad es imposible
pasar por alto las condiciones en que se vieron arrojadas al
trabajo de duelo por los hijos desaparecidos.
En tales condiciones, el duelo no puede ser circunscrito,
se extiende inveterado en el tiempo, obtura todo espacio ha­
bitable, corroe toda imagen propia y ajena. Las supuesta­
mente apacibles certezas de la vida doméstica ya no se sos­
tienen. No sólo se teme por la vida del ausente, sino que se
teme desde un lugar dislocado, que ya no se reconoce como
el propio. Los ritos fúnebres marcan el lugar de los deudos.
Pero estos lugares no pueden ser determinados si los requi­
sitos para el cumplimiento del pasaje ritual no se verifican.
Falta el cadáver y el documento civil que declara la defun­
ción. No hay certeza de la muerte ni de la vida. ¿Quién está
muerto? ¿Quién es la que vive este dolor? La única certeza
es la de la desaparición. ¿Cómo transformar el cuerpo vivo
en cadáver sin pasar por la instancia criminal? «Si el (que no
quiero dar por) muerto no termina de morir, los vivos no es­
tarán del lado de la vida»5.
Desear la vida, sospechar la muerte, postergar el duelo
para hacer aparecer tanto a los hijos como a los responsa­
bles. Las primeras consignas de las Madres de Plaza de
Mayo son «Aparición con vida», voto que desde la incerti-
dumbre de todo embarazo, se formula ante una potencia su­
perior, y «Castigo a los culpables», demanda elemental de la
vida sujeta a ley, hecha al gobierno. Conjunción del espacio
interno al vínculo matemo-filial y el reconocimiento de la
necesidad de la ley para sostenerlo. Lucha contra la borra­
dura del olvido que amenaza con una nueva separación.
Dado que el duelo (de un sujeto) es siempre por lo (que
ha) destruido y no sólo por lo perdido, se pregunta Nicole
Loraux6: «¿Una mujer que llora sería, de origen, siempre
culpable de lo que la hace llorar? ¿O es más bien que para
conjurar los sollozos acusadores de las madres, hubiera que
hacer de ellas culpables o sospechosas y excluirlas, por lo
tanto, del orden cívico?»
A partir de la consciencia de que la suerte de los víncu­

5 Liliana Baños, «La clínica del duelo», Revista de la Perra, Año 2,


núm. 2, Rosario, 1992, pág. 17.
6 Nicole Loraux, Les méres en deuil, París, Editions du Seuil, 1990.
los familiares más íntimos — la maternidad— dependía de
la configuración política del Estado, la actividad de las Ma­
dres y Abuelas de Plaza de Mayo tuvo, más allá de los resul­
tados obtenidos, un efecto renovador de las prácticas políti­
cas que era difícil prever. A modo de mínimo ejemplo: ac­
tualmente se ha convertido en costumbre en Buenos Aires
su modalidad de manifestación fija semanal. Los jubilados,
mujeres que luchan por la despenalización del aborto, los
que reclaman la investigación y castigo de los crímenes im­
punes de la policía y la de los atentados antijudíos, tienen
sus días fijos de manifestación establecidos. Está claro que
operan como modelo de los movimientos sociales menos
metabolizables por el Estado.
Estado que en nuestro caso, aun después de instalada la
democracia, falta a su obligación de asumir las investigacio­
nes correspondientes, abandonando a su suerte a los niños
secuestrados por las fuerzas armadas de su antecesor totali­
tario, dejando impunes a los victimarios e irredentas a sus
víctimas.
La coincidencia de ambos regímenes de gobierno en la
privación de derechos humanos básicos puede ser leída
como continuidad de una política económica acorde a las
conveniencias del nuevo orden mundial de la expansión del
mercado, que hizo necesaria la eliminación física de una
oposición popular decidida a no tolerar los avances sobre
sus conquistas sociales. Pertenece a los usos y costumbres
consagrados que la victoria se afirme sancionando a los de­
rrotados con la pérdida de vida, reconocimiento, honores y
derechos.
Las Madres primero, las Abuelas después, se han hecho
cargo ellas mismas de buscar a sus hijos y nietos: «No nos
serían devueltos, nosotras debíamos buscarlos» declara Es­
tela Carlotto, presidenta actual de las Abuelas de Plaza de
Mayo. Este acto está pleno de consecuencias subjetivas. No
es frecuente que, en nuestra sociedad, la reflexión sobre la
problemática de los niños desaparecidos se ocupe de la sub­
jetividad de las Abuelas —agentes y protagonistas de esta
búsqueda— sino de la de los niños secuestrados, como ob­
jeto de la misma. Reflejo innegable de que el interés por las
mujeres y su valoración social está consistentemente asocia­
do a la consideración de su eficacia como garantes de la re­
producción de la especie.
Precisamente, lo que para ellas está enjuego es el desti­
no y la legitimidad de su forma particular de transmitir la
significación de la vida a sus hijos y si conseguirán renovar
en los nietos su descendencia. Antes que abuelas son ma­
dres, como es lógico. Y antes que madres, mujeres. Cosa
que tiende a ser negada por el imaginario social de la «abue-
lidad» y que juega como determinante fuerte de la imagen
institucional construida para sostener la búsqueda de sus
nietos.
Como mujeres, buscan al niño pero —también como
mujeres— no sólo a él. Este niño que les falta, cuya identi­
dad necesitan restituir y restituirse, es portador de un don
que les fue arrebatado, dejándolas privadas de la confirma­
ción de que la vida que transmitieron a sus hijos tiene con­
tinuidad aunque su nombre esté excluido del linaje patriar­
cal.
Filiación e identidad, entendidas como intersección de
múltiples líneas genealógicas, son creaciones sociales. Na­
die existe sino en relación a otros. Como afirma Frangoise
Heritier-Augé7, todas las sociedades consagran la primacía
de lo social y la convención jurídica que lo funda, sobre lo
biológico puro: la filiación nunca es un derivado simple del
engendramiento, ya que la genealogía se estructura ponien­
do en relación tres indicios de lo humano: lo biológico, lo
social y lo inconsciente, que son anudados artificialmente
por la función jurídica8.
Para que el sujeto humano pueda reconocer y hacer re­
conocer su singularidad, así como su lugar de ciudadano

7 Fran?oise Heritier-Augé, «De l’engendrement á la filiation», 7o-


pique, núm. 44, París, 1990, pág. 174.
8 Pierre Legendre, prólogo a Filiation, Fondement généalogique de
la psychanalyse, Alexandra Papageorgiou-Legendre, París, Fayard, 1990,
pág. 10.
pleno en el campo socio-cultural del que no puede ser ex­
cluido, afirma Piera Aulagnier9, debe utilizar necesariamen­
te materiales heterogéneos:

1,° La madre y la pareja que lo desea y lo prefigura en


un discurso que le antecede.
2 ° El discurso del campo social que decide cuál será su
lugar en un sistema de parentesco sobre el que reposa su or­
ganización.
3,° La acción del propio deseo del aprendiz-constructor.

Deberá entonces encontrar la manera de mantener jun­


tas estas tres componentes heterogéneas para construir su
identidad.
La figura del padre (y también la de la madre, aunque
ésta esté sobredeterminada por la pretendida obligatoriedad
de aceptar toda preñez como un hijo que tiende a superpo­
ner ambas funciones) aparece desdoblada en dos: genitor/a
y adoptante.
La función del genitor, perteneciente al proceso biológi­
co de la fecundación, es física y genéticamente observable y
puede ser puntualizada en el tiempo. En cambio, la del
adoptante tiene otra temporalidad: se configura a través de
una afirmación constante del deseo de descendencia, encar­
nado por un hijo concreto; afirmación sostenida por la prác­
tica cotidiana de la crianza que asegura su supervivencia y
desarrollo y por la transmisión del nombre que da al sujeto
su lugar en la sucesión de las generaciones e identifica a un
individuo singular, ubicándolo como uno más en la especie,
haciéndole saber que la transmisión de la vida es algo aún
más precioso que él mismo10.
Esta dialéctica entre dos funciones diferentes — que en
la procreación llamada «natural» se confunden por estar ha­

9 Piera Aulagnier, «Quel désir pour quel enfant?», Topique, núm. 44,
París, 1990, pág. 201.
10 Pierre Legendre, L’inestimable objet de la transmission, París,
Fayard, 1985, pág. 48.
bitualmente integradas— culmina normalmente en la cons­
titución de una relación de reconocimiento mutuo de alteri-
dad y semejanza —característica y fundante de las relacio­
nes entre humanos— que al posibilitar el surgimiento de un
nuevo sujeto — el hijo— permite resignificar a los genitores
como padre o madre. Se agrega así una generación al linaje.
El niño que las Abuelas de Plaza de Mayo buscan, des­
de lo real de su pérdida, es el suyo, el desaparecido, símbo­
lo de su fecundidad biológica y social cercenada. Un hijo o
una hija, que se hizo a su vez padre o madre en un momen­
to en que no pudo sostener su deseo de descendencia con su
propia vida, que le fue arrebatada simultáneamente con el
niño, producto gestado de ese deseo. Ambos extraídos vio­
lentamente del ámbito familiar originario y volcados a una
sociedad que elabora -su cuestionadora existencia y los san­
ciona por medio de las subestructuras de la represión ilegal,
tales como las fuerzas armadas, el poder judicial venal y las
familias apropiadoras o adoptantes, cómplices o ignorantes.
Las relaciones de poder existentes —las mismas que de­
terminaron la derrota y la muerte del hijo— se expresan en
estas instituciones, con las que guardan una relación más o
menos directa, con diferentes grados de complejidad y de li­
bertad respecto de los determinantes macrosociales. Cabe
preguntarse cómo opera en la subjetividad de las Abuelas la
negación de que la Justicia, de cuyos representantes concre­
tos — los jueces— han esperado y esperan la restitución de
sus nietos, son (salvo contadas excepciones) los mismos que
les negaron los habeas corpus de sus hijos durante la dictadu­
ra. Como si para ellas la decisión dictatorial de interrumpir la
transmisión de la ideología que sustentaba la práctica política
de los desaparecidos, por medio de la captura y expropiación
de sus hijos, fuera imposible de creer. Más allá de que fuera
declarada públicamente por los represores y que guardara
evidentemente relación especular con la hipótesis de los mi­
litantes sobre el papel de la reproducción biológica en el sos­
tenimiento de su lucha: debían tener hijos —no obstante el
riesgo de vida que corrían, que podía impedirles criarlos—
para dejar su semilla ideológica en la sociedad.
Esta imposibilidad de creer en la efectividad — aún vi­
gente— de esta forma de represión, se funda en una concep­
ción abstracta y acrítica del poder judicial, que es deseado,
solicitado e instituido como representante de la tutela de in­
tereses y derechos declarados universales; en la imposibili­
dad de ver en él —a pesar de su cruel experiencia— el mon­
taje formal jurídico de la dominación política en cada situa­
ción histórica.
A esta «legalidad», que sólo difícil y esporádicamente
logra convertirse en justicia, se agregan permanentemente
las infracciones de las normas vigentes por parte del apara­
to judicial, que redoblan las injusticias inherentes al orden
que dicen proteger, y que caricaturizan el papel de los jue­
ces como avales de la corrupción y el delito.
Que el hijo sea irrecuperable para la mujer madre es la
pérdida que marca la integración de lo biológico en lo cul­
tural, condición social de la vida humana. Dar vida es darla
a un individuo que forma parte de un grupo que lo recono­
ce como integrante del mismo y le otorga en él un lugar se­
gún sus leyes. La prohibición del incesto familiariza a las
mujeres con la pérdida del hijo en beneficio de la sociedad.
Pero que la apropiación del hijo por el Estado (representan­
te de la comunidad) se haga literalmente dándole muerte
(y no infligiéndole cualquiera de sus metáforas mortifican­
tes, que admiten y promueven la continuidad de un discur­
so) es intolerable, ya que pone de manifiesto —una vez más
y en otro nivel— la cercanía paradójica de la vida y la muer­
te en lo real: si ese hijo se singulariza subjetivamente, iden­
tificándose con valores revolucionarios, desear su vida es
—no imaginaria, sino objetivamente— enfrentar su muerte.
De hecho, es lo que encuentran a consecuencia de su exce­
lencia ética, traducida en la coherencia de sus actos con sus
ideas políticas. Se hacen culpables de transgredir un orden
injusto porque creen que puede ser cambiado y se responsa­
bilizan por su creencia.
La desesperación causada por la pérdida sufrida pro­
mueve en las Madres y Abuelas una sensibilidad especial
para detectar algunos puntos de inconsistencia en este blo­
que social adverso. Hubo y hay algunas excepciones entre
los jueces, pero a pesar de sus inveterados esfiierzos, no se
ha logrado instalar el problema del esclarecimiento de las
desapariciones y de la recuperación de los niños secuestra­
dos, como una necesidad asumida institucionalmente por la
justicia, ni mayoritariamente por la sociedad civil. Esto es lo
que testimonian las Leyes de Punto Final, Obediencia Debi­
da, dictadas durante el gobierno de Alfonsín y el Indulto a
los integrantes de las Juntas Militares concedido por el pre­
sidente Menem y el rápido acallamiento de los reclamos po­
pulares por la justicia debida a los delitos del gobierno mi­
litar.
¿Deberíamos pensar, tal vez, que estos niños no están
faltando a toda la sociedad, sino sólo a sus familias? ¿Cuá­
les son los requisitos para que este penar privado sea toma­
do como deuda social y no abandonado al resultado de sus
propios esfuerzos — en cuyos logros se hace difícil recono­
cer algo más que una reparación individual de los derechos
inherentes a la relación de parentesco— conseguido con la
colaboración de grupos solidarios que son pequeños en re­
lación al efecto social de los crímenes cometidos?
Podríamos ver en esta relación entre lo individual y lo
colectivo un paradigma de la alienación del trabajo repro­
ductivo de la maternidad (infusión del programa biológico
sin sujeto en el propio cuerpo de un sujeto simbolizante, al
decir de J. Kristeva)11 en las estructuras sociales que funcio­
nan sordas a los sentidos particulares que en ellas se sus­
citan?
El clamor de las Abuelas por sus nietos desaparecidos,
que busca ser compartido con el resto de la sociedad, no es
como se dice12, la insistencia del deseo de sus hijos, sino la
del suyo propio, reinterpretado y recuperado a partir de la
desaparición.

11 Julia Kristeva, «Maternal body», M/F, núm. 5-6, Londres, 1981,


pág. 158.
12 «El secuestro-apropiación de niños y su restitución», Equipo in­
terdisciplinario de las Abuelas de Plaza de Mayo, julio de 1988, pág. 13.
Sus hijos fueron eliminados físicamente de la escena so­
cial por el terror del Estado^y luego —mediante las leyes
antes mencionadas— fueron también borrados simbólica­
mente del registro de deudas contraídas por nuestra socie­
dad para fundar una democracia basada en la descamada dis­
criminación económica que hoy la divide en una mayoría
creciente de desocupados y subocupados, que no pueden sa­
tisfacer sus necesidades básicas, y una minoría de rozagantes
consumidores suntuarios que pregonan el milagro argentino.
Otras formas de la desaparición generacional se pueden
leer en la ocupación de encumbrados puestos de dirección
en los poderes económicos y políticos comprometidos en el
actual modelo económico neoliberal, por parte de muchos
que tuvieron la fortuna de sobrevivir a sus compañeros de
militancia de antaño.
Que las Abuelas intenten recuperar a sus nietos y así dar
continuidad a su linaje, no logra borrar la ausencia de la ge­
neración faltante de los hijos. Ausencia que, en el terreno
social es materializada, por un lado, por la falta de respues­
ta eficaz a sus reclamos, y por otro, por la desaparición del
discurso político en que dicha generación fundó su práctica.
En los agujeros de esta trama se transmite el fracaso de las
ideas que ellos promovían y encamaban, en la tarea de dar
sustento a una generación que la continuara.
Hay un trabajo de filiación impedido, negado o usurpa­
do a los niños secuestrados-desaparecidos y sus familias, en
los que la identidad subjetiva no adviene como diferencia­
ción de un padre/madre cuyo destino es interpretado por el
propio hijo, para poder discriminar de él su deseo. Su conflic­
to identificatorio originario es suprimido —vía la eliminación
física de los padres y la negación de su existencia en la genea­
logía por medio de la supresión de su nombre y su sustitución
por el de los apropiadores— interpretando brutalmente y sin
apelación posible la causa de su desaparición —su ideología,
su práctica política— como invivible e inviable.
La hija desaparecida —es el caso más frecuente de
apropiación de hijos nacidos en cautiverio— no pudo ser la
madre del nieto buscado. No alcanzó a hacerse madre en el
proceso de humanización de su cría y tampoco a hacer de su
recién nacido/a un semejante. Es probable que los mellizos
Reggiardo Tolosa, por ejemplo13, sean más semejantes a la
mujer que se los apropió que a su madre original. Pueden
conservar de ésta rasgos físicos o algún componente de me­
moria prenatal arcaica, pero sus rasgos específicamente hu­
manos, determinados por su posición en el discurso, su rela­
ción a la palabra, son a semejanza de sus apropiadores.
En la restitución mediante la cual se los devuelve a su
lugar original el conflicto es de vida o muerte, precisamen­
te porque los apropiadores están instrumentando — en este
caso conscientemente— la muerte de la madre como condi­
ción mediadora necesaria de su maternidad/paternidad. El
sistema cultural y simbólico en el que pretenden (y logran)
insertar a los niños se sostiene a condición de la violencia
que arrasa la vida de los padres militantes. Los hijos de los
desaparecidos son la apuesta entre dos grupos juramentados
opuestos, no ligados por pactos de alianza y parentesco,
sino por un enfrentamiento mortal.
Todo esto viene a denunciar la sacralización angelifi-
cante de la función maternal. Aunque los padres perversos
impiden la constitución de aspectos fundamentales de la
vida psíquica del hijo, se puede ser madre (o padre) más allá
de la calidad de los valores transmitidos. La maternidad y la
paternidad no son un premio a la bondad, sino una ocasión
para ella. Los que secuestran, violan, torturan y matan, tam­
bién son padres y madres.
Aunque finalmente la justicia, diecisiete años después,
reconozca el nombre verdadero y sancione a los falsificado­
res, la violencia ilegítima ejercida por los secuestradores
triunfa, al ser reconocida socialmente como fundante de

13 Caso reciente de restitución a la familia de origen, luego de ser


secuestr ados en el parto de la madre detenida y luego asesinada, entre­
gados a un miembro del equipo interviniente en el crimen, qüe evadió a
la justicia hasta su extradición, actualmente detenido y procesado por
ése y otros delitos graves como violación, extorsión, etc. a quien se le
concede un régimen de visitas a los niños.
identidad para los niños (o colectivamente negada como
tal). Esta puede ser una lectura del tratamiento dado por los
medios de difusión masiva y de algunas encuestas televisi­
vas realizadas en ocasión de la agitación mediática acerca
de la problemática r estitución de los mellizos Reggiardo To-
losa a la familia de su madre.
La identidad lograda por los niños en la filiación usur­
pada por los secuestradores se separa del mandamiento que
prohíbe matar, ya no depende de la ley. El nombre bajo el
cual ellos edificaron creencias y relaciones intersubjetivas
cae, afectando en su caída la verdad que pretendía fundar,
aunque secretamente no renuncien a él.
«Aunque fuera cierto lo que dice, Tolosa nunca será ca­
paz de separarme de mis padres», jura Matías Miara a los
quince años, cuando su tío materno le muestra una fotogra­
fía de su madre y escucha en los Tribunales algo de la ver­
dad de su historia.
»Quiere que yo pase de ser un ser humano a ser otro,
pero no puede cambiarme, porque yo ya asumí una identi­
dad», remata.
Si — como les ocurrió a sus padres asesinados— se ca­
rece de poder para transmitir los propios valores conscientes
e inconscientes, la relación de filiación no puede ser esta­
blecida. La vida de estos hijos, que pertenece legítimamen­
te a la constelación simbólica deseante de los padres bioló­
gicos, como realización de su posibilidad, fruto de su deci­
sión amorosa y de su elección, pasa a ser botín de guerra y
obturación de la infertilidad de la pareja de represores, invo­
lucrada en la muerte de su proyecto generador. Figura de la
indeterminación y la fragilidad de la identidad biológica, si
no está apoyada por el poder de transmisión de los bienes
materiales y simbólicos que conforman el espacio habitable
de un ser humano. Como señala Eva Giberti, estos niños
han sido sometidos por sus captores a una mutación de la
que la comunidad no se hace responsable14, que seguramen­

14 Eva Giberti, La adopción, Buenos Aires, Ed. Sudamericana,


1987, pág. 208
te retomará en forma de síntoma a nivel individual y colec­
tivo.
¿Qué significa la recuperación de los niños así consti­
tuidos? ¿Cuál es el límite del poder reparatorio de «la ver­
dad»?
Se instala así en el interior de la familia «verdadera» una
verdad imposible de tolerar: la sustitución de los hijos desa­
parecidos por sus asesinos. La alienación de su capacidad
procreativa en el poder de sus enemigos. El secuestro de re­
cién nacidos indica el estado de esclavitud al que fueron so­
metidas por el Estado las mujeres que los dieron a luz. La
recuperación del nieto habla del intento de redención de la
madre-hija por la madre-abuela.
Frente a la magnitud de aquello que es llamado a resti­
tuir cuando se lo restituye, el nieto debe responder a una de­
manda que lo excede. ¿En qué punto se detiene el riesgo de
fetichización del cuerpo de los niños secuestrados, iniciada
en el aciago momento de su apropiación por los militares?
Sólo si se promueve la enunciación del deseo de los
(ahora) adolescentes recuperados se les otorga dignidad de
sujeto y no status de fetiche denegatorio de las pérdidas su­
fridas por todos los implicados en su historia (que no se li­
mitan a la familia). Enunciación temida, que puede signifi­
car la culminación de la gesta de las Abuelas en el hallazgo
de los nietos como pérdida de su anhelada reintegración a la
familia.
No hay certeza de los efectos de la verdad. La configu­
ración de los deseos de los padres, que es matriz identifica-
toria, es aprehendida necesariamente en la relación día a día
con ellos y con sus avatares concretos. No es infusa, sino
histórica, construida en la interacción real. Los padres son
históricos, aunque su historia sea criminal.
Cuesta admitir sin desgarro de los vínculos más inme­
diatos, de los afectos más entrañables, que en la constela­
ción deseante de los apropiadores que requiere y realiza la
muerte de sus hijos a manos del Estado, haya lugar para la
vida de los nietos.
Cuando las Abuelas encuentran a un niño secuestrado,
ellas ya están allí, presentes en su linaje, como parte del se­
creto que subyace y amenaza la identidad que ha sido orga­
nizada en la relación de apropiación con sus captores o
adoptantes.
La cuestión de si toda relación de crianza con un hijo de
desaparecidos que no es restituido a su familia original, es
por definición un secuestro — se conozca o no su origen—
que tiene un lugar de principio doctrinario en la labor de las
Abuelas, merece una exhaustiva discusión sobre cada caso
particular, que no puedo abordar aquí. Reconozco que, a
raíz del impacto reciente del caso Reggiardo Tolosa, estoy
planteando las cosas en el límite aberrante de la acción cri­
minal directa de los apropiadores sobre los desaparecidos,
cuando creo que lo cierto es que, a partir de este extremo se
inicia un continuum que alinea diferentes grados de culpabi­
lidad/complicidad/inocencia en los que han criado a nues­
tros niños.
Lo cierto es que los hijos de los desaparecidos han debi­
do construir una identidad —tal y como la condicionó su si­
tuación particular— que les permitiera sobrevivir en las
condiciones en que se encontraban. A menos que se absolu-
tice la identidad como un puro hecho de sangre y código ge­
nético (que también es, pero no exclusivamente), llamarla
falsa15obtura la posibilidad de historizar la verdad de la vida
de este niño, además de pasar por alto que toda identidad
unifica elementos heteróclitos cuyo valor de verdad no es
unívoco ni homogéneo.
La categoría de «falsa identificación» que se mencio­
na16pone en el registro de la verdad algo que es del orden
de la ética. La identificación con los captores no es falsa o,
si se quiere, es tan falsa como cualquier otra. Lo que ocu­
rre es que éstos son criminales y falsarios para los padres,
para los familiares y para el niño hipotético que hubiera
sido ese hijo si no se hubieran apropiado de él. El niño ma­
ravilloso, el niño de la noche, según una expresión de

15 ídem, nota 12.


16 ídem, nota 12.
S. Vegetti-Finzi17— fantaseado en la búsqueda de las Abue­
las con todos los atributos narcisísticos que permiten imagi­
narlo complemento ideal— se confunde con el niño real
histórico que el nieto llegó a ser: desviada su identidad del
proyecto deseante que le dio origen, hendida por representar
(no sólo para sus captores) la muerte real y la continuidad
imposible de la vida de los desaparecidos, que en esta cons­
telación no figuran como padres, sino como hijos de sus
madres.
La verdad que se transmite en una filiación no es sólo
del orden de la dotación genética — sin duda un componen­
te básico— ni cuenta como puro dato. Esta verdad no exis­
te a priori, tiene que poder ser transmitida por los padres y
construida por el hijo.
Los legítimos significantes primordiales no son entes
abstractos. Son tales si operaron, si efectivamente lograron
crear una diferencia que promueve un sujeto. Sólo existen a
posteriori, para alguien. Si —independientemente de la cau­
sa— no han podido operar, no podemos darlos por sentado.
¿Cómo explicarse si no la cantidad de niños desapareci­
dos que no fueron buscados? Niños que han pasado de una
familia a otra, de un sector en lucha al otro, sin adquirir sin­
gularidad, representando lo que es el mínimo común a los
dos grupos sociales: un cuerpo que deberá ser incorporado
como hijo al mundo de valores de sus padres.
Dado que la pregunta cuya respuesta es fundante de
subjetividad «¿quién soy yo para...?»18supone un sujeto que
se ía formula cuando ya hay un referente posible, destinata­
rio de la demanda de amor, dador o dadora de identidad, la
posibilidad de restitución a la familia legítima depende
—paradójicamente— de que la llegada de la verdad históri­
ca de la abuela que lo busca, encuentre al nieto en un mo­
mento en que la interrogación por su identidad esté plantea­

17 Silvia Vegetti-Finzi, «II bambino che manca all’appello mater­


no», fotocopia, cátedra de Estudios de la Mujer, Univ. de Buenos Aires,
pág. 139.
18 ídem, nota 12, pág. 9
da de tal manera que pueda dar cabida a los referentes iden­
tifícatenos de su origen que ella le ofrece.
Dolorosa contradicción entre el deseo de bienestar para
el nieto y su dependencia de que los odiados usurpadores
del lugar de sus hijos los hayan suplantado «suficientemen­
te bien» como para permitir que en el niño advenga la pre­
gunta subjetivante. Tara difícil — ordalía moderna— la de
discriminar qué de la defensa de la identidad y los ideales de
los hijos desaparecidos puede ser incompatible con la de­
fensa de la vida de ese nieto. En qué lugar de la historia del
hijo a quien se dio a luz y se crió, se quebró la posibilidad
de continuidad del propio linaje en su descendencia.
Estos puntos señalan a menudo la emergencia de ideales
religiosos o políticos personales y/o familiares, en conflicto
con el cumplimiento de las funciones que la sociedad de­
manda a las mujeres como madres.
Los puntos de ruptura de la imagen maternal hegemóni-
ca relacionados con los vertiginosos cambios sociales de
este siglo, la participación en el mercado de trabajo, los
avances tecnológicos, los cambios ideológicos acerca de la
sexualidad, la reproducción y la relación entre los sexos, la
estructura familiar, los derechos políticos y económicos,
etc., se transforman para ellas en fuente de variadas estrate­
gias de defensa ante la culpabilización social.
La culpa estructural experimentada como subjetivación
del ataque simbólico a la propia madre, que implica la asun­
ción de una maternidad regida por pautas y valores que no
reproducen exhaustivamente los de la generación preceden­
te, queda reforzada y sostenida por las exigencias culturales
que estos mismos cambios requieren o por los mandatos re­
manentes cristalizados en el superyo de la cultura. Frente al
conflicto entre los valores tradicionales y su trastorno por
las nuevas experiencias de las mujeres, la dificultad consis­
te en sustraerse a las valoraciones conservadoras que inscri­
ben los cambios sociales y sus consecuencias sobre la subje­
tividad individual, sólo en términos de traición a una figura
tradicional idealizada, desdeñando sus efectos propiciatorios
de la emergencia de nuevos sujetos a la vida social.
La maternidad/paternidad son dadoras de identidad a un
individuo que no existe antes de estructurarse subjetivamen­
te por efecto de su pertenencia a una progenie. Ser hijo o
hija de desaparecidos define una identidad por la pérdida de
los padres. Pérdida en la que se realiza el riesgo de muerte
inherente a una opción política revolucionaria (que no es ne­
cesario que ellos personalmente hayan asumido, es sufi­
ciente que la hayan representado) en un Estado criminal.
La identidad que resulta para ese niño no es falsa, sino
que encierra la verdad del desenlace nefasto del proyecto de
vida de sus progenitores. No pudieron serle padres. La sepa­
ración violenta y la sustitución, a veces por los mismos que
los asesinaron o los torturaron, es un acontecimiento real.
Y la verdad de este real fáctico debe ser construida por el niño
gracias a la restitución de hechos de su historia que le fueron
sustraídos por ocultación voluntaria o por ignorancia.
Pero una cosa es aportar el soporte necesario para la
construcción de la identidad personal y otra es «rescatarla»
o «darle un sentido verdadero». La verdad de los nietos no
es la de los padres ni la de los abuelos. Aun si constitutiva­
mente no puede dejar de tenerlas en cuenta. No se puede
cambiar la historia sino la forma de contarla. Y el tiempo
que lleva llegar a contarla de otra manera depende de quién
escucha, de cómo esa escucha modifica al que la relata.
La restitución de los nietos a la familia de los abuelos se
hace al precio de una generación. Sería terrible que no se
respetara el hiato que la historia inscribió en el linaje. Hiato
en el que la instalación de un enigma puede — si hay alguien
que quiere— dar origen a una indagación que eche luz so­
bre la tragedia ocurrida, de la cual resulte una identidad in­
dividual y colectiva que no esté comprometida en la ince­
sante renegación de un crimen.
Para las mujeres de mi generación, las Abuelas de Plaza
de Mayo abren un espacio colectivo nuevo para la elabora­
ción de un lugar parental cristalizado en el imaginario social
como una posición de inocencia — cuando no de impoten­
cia o de desinterés— respecto de problemas decisivos de la
vida social.
Son nuestras madres antecesoras en una forma diferen­
te de la abuelidad femenina. De ellas recibimos la herencia
de un ejercicio del vínculo de abuelidad que lo agota y lo
extiende, poniendo de manifiesto la politicidad de lo priva­
do y la latencia transformadora que contiene.
Al suplir privadamente la ausencia de búsqueda de sus
hijos y nietos por el Estado ponen en evidencia la decisión
de éste de deshacerse de esos ciudadanos sin pagar el precio
político de esa voluntad y el intento de transformar en asun­
to privado un enfrentamiento entre fuerzas políticas y socia­
les antagónicas.
«¿Ud. sabe dónde está su hijo ahora?», disparaba la te­
levisión de la dictadura que sí sabía dónde estaban nuestros
hijos en ese momento, planteando como una cuestión de
eficacia en el rol familiar asignado y de responsabilidad
individual lo que era efecto del terror de Estado.
Las Abuelas buscan, y a veces encuentran, a los niños
de cuyos nombres están doblemente borradas. Primero, por
el sistema de filiación patriarcal, que en nuestro país ni si­
quiera pone el apellido materno en segundo término, a me­
nos que transmita un nombre aristocrático o ya labrado
como excepción cultural en una generación anterior. Y, en
segundo término, por el Estado terrorista, que busca elimi­
nar los rastros de la represión ilegal.
Esta búsqueda —recuperación de la progenie paterna
asignada a las mujeres desde Antígona— las inscribe en la
tradición de las heroínas patriarcales, «mujeres que van, en­
viadas por el Padre, a los lugares donde los hombres no tie­
nen la voluntad o el coraje de íd>19.
Podríamos postular, sin embargo, que en el movimiento
de restitución de los niños a la propia familia de origen, se
perfila una figura nueva de la abuela.
No la que acorde con la imagen (promovida incluso por
muchos de sus colaboradores) de la abuela como deposita­
ría mítica de la fidelidad a la tradición y pilar de la religio­

19 Luisa Murara, «El concepto de genealogía femenina», fotocopia,


pág. 11.
sidad de cualquier signo, mantiene los mitos antiguos, na­
rrando cuentos para adormecer a los niños o asegurarse su
sujeción a la cultura tradicional. Sino una que los desmonta
para despertarlos de un sueño que no es el de su origen his­
tórico singular, promoviendo preguntas acerca de por qué
los mitos de su generación no pudieron subsistir en la trans­
misión de hijos a nietos, viviendo de una manera que haga
aparecer lo mítico como tal, ampliando el campo de verdad
disponible a su descendencia, desvelando para ellos la nece­
sidad de interrogar su mitología y no de perpetuarla.
No la que — en el lugar que la ideología pro-familia le
asigna y que su denominación por el parentesco para abor­
dar la acción pública puede sugerir— repite resignación y
asistencia de los desvalidos para su mayor bienestar indivi­
dual, sino la que busca justicia para sí misma y para todo el
cuerpo social.
Una abuela a la que el lobo no pudo devorar por más
que lo haya intentato, y que responde a las preguntas que
se le dirigen desde una ética de la verdad. Aunque sepa,
por su propia experiencia, que la verdad de la que es depo­
sitaría está construida con infinidad de fragmentos conse­
guidos en una investigación personal arriesgada y perseve­
rante, a veces inverificables en el sentido convencional de
la palabra. Verdad que ha construido y de la que testimo­
nia, sobre la base de algo vivido —la desaparición del
hijo— sin representación posible hasta que por efecto de la
modificación política que su práctica impone a la realidad
lo hace pensable.
La desaparición del hijo es lo irrepresentable. Más aún
si — como les advertían muchos comedidos en la época en
que comenzaron su peregrinaje— se creía que por el solo
hecho de buscarlos se podía empeorar su situación de cauti­
verio y acelerar su muerte.
Imposible aceptar que la responsabilidad por el hijo, el
gesto de buscarlo, el cuidado en el que la maternidad/pater­
nidad se afirma como tal, no encuentre a su destinatario.
Que a causa de un acontecimiento que sólo alcanza la di­
mensión fáctica de la muerte con el angustioso pasar del
tiempo de la incertidumbre, tenga que sustituir su objeto fi­
lial, saltar una generación. Atravesar el continente del duelo
sin el auxilio de un cadáver presente, de un ritual, de una se­
pultura, fechas, nombres, sanciones. Cargar con un tiempo
sin historia. Inventar un ritual interminable allí donde les es
negado el saber, poniendo de manifiesto que ni el Estado
indultante ni la sociedad indiferente permiten que su fun­
ción de madres o de abuelas se retire a la intimidad familiar
y abandonen la Plaza en donde se hace síntoma la complici­
dad con la dictadura.
La reparación posible de este crimen irreparable no es
— con toda la importancia que ésta tiene— del orden de la
problemática restitución de la identidad individual de los
nietos, para cuya construcción no se podría dejar de contar
con los elementos de su historia post-secuestro.
Esta operación quedaría restringida al campo del dere­
cho familiar privado. Pero el daño fue cometido contra la so­
ciedad en su conjunto y no sólo en el nivel familiar. Y es en
el nivel de la conciencia social más amplia en donde la repa­
ración debe tener lugar para que no quepan repeticiones.
QUINTA PARTE

Las madres en la era tecnológica


Maternidad y técnicas de reproducción
asistida: una perspectiva psicoanalítica
C. A lda , R . B ayo- B orrás , N. C am ps ,
G. C ánovas S au , M. S entís y E. S entís *

Así, de todas las actividades humanas, la cien­


cia sería la única que resuelve asuntos sin cuestio­
nar ninguno, sustraída tanto de la interrogación
como de la responsabilidad. Divina inocencia,
maravillosa extraterritorialidad.

COKNELIUS CASTORIADIS 1

Este capítulo concierne fundamentalmente a la inquie­


tante y conflictiva relación que procreación y tecnología han
establecido en los últimos dos decenios. Fruto de esta rela­
ción ha surgido una nueva vía de acceso a la parentalidad,
gracias — digamos— a que el avance de las técnicas biomé-
dicas ha logrado algo antes impensable: la reproducción sin
coito. Nuestro propósito en estas páginas es presentar algu­
nas reflexiones surgidas a partir de nuestro trabajo, desde
una perspectiva psicoanalítica, sobre la situación particular

* Miembros del grupo de trabajo e investigación Psicoanálisis y


Tecnorreproducción, Barcelona.
1 Castoriadis, Cornelius, El mundo fragmentado, Altamira, Colec­
ción Caronte, 1990.
de las mujeres y las parejas implicadas en el proceso, y tam­
bién sobre las repercusiones psíquicas que pueden darse en
los hijos nacidos de tan singular encuentro. Para ello presen­
taremos varios casos de mujeres y parejas infértiles, en los
que la oferta tecnológica y el pedido de hijo biológico2 han
puesto de manifiesto ciertos fantasmas no habituales en la
práctica psicoanalítica. Pero antes dé sumergimos en las
historias veamos algunos aspectos implicados en estas Nue­
vas Técnicas de Reproducción (NTR).
A finales de este milenio la humanidad cuenta con un
novedoso método de engendramiento experimental, un
campo de investigación biotecnológica que sólo tiene pa­
rangón con el del genoma humano en cuanto a las aristas
éticas y legales que se ponen en juego. Las NTR abarcan
tanto los tratamientos hormonales y quirúrgicos en hombres
y mujeres infecundos, como variados y sofisticados méto­
dos para lograr el objeto por excelencia en nuestro discurso
judeo-cristiano occidental: el hijo biológico. Entre esos mé­
todos se encuentran la inseminación artificial conyugal, la
inseminación artificial con donante, la fecundación in vitro
con transferencia de embrión, además de variadas técnicas
complementarias: conservación del embrión y semen por
medio del frío; maduración del óvulo artificialmente; dona­
ción de semen y de óvulos; vientres de alquiler, y otros3. La

2 María Moliner distingue entre hijo biológico, hijo adoptivo, hijo


simbólico e hijo de confesión o espiritual. Diccionario de uso del espa­
ñol, Madrid, Gredos, 1991.
3 Los dos métodos de reproducción asistida empleados hasta la ac­
tualidad son la inseminación artificial (LA.) y la fecundación in vitro (FIV).
La inseminación artificial consiste en la introducción de semen en el
útero de la mujer, el día antes de la ovulación. Previamente se ha hecho
una preparación que consiste en provocar una estimulación de la ovula­
ción con tratamientos hormonales y en una recogida y captación del se­
men, utilizando técnicas que mejoran su calidad.
Se considera Inseminación Conyugal cuando se utiliza el semen de
la pareja, e Inseminaciónpor donante cuando se utiliza semen del Ban­
co de Esperma.
La principal indicación médica de la IA es el denominado Factor
masculino si se detectan anomalías en la cantidad o calidad de los esper-
experimentación en este campo ha ido adquiriendo nuevas
dimensiones. Por ejemplo podemos encontrar laboratorios
que conservan el esperma y los embriones humanos conge­
lados4; se ha intentado la fecundación entre diferentes espe­
cies animales; la clonación. Incluso la instauración de un
banco de tejidos de recambio, sin dejar de mencionar tam­
bién la posibilidad de utilizar mujeres clínicamente muertas
como madres subrogadas.
¿Podemos mantenemos como espectadores mudos ante
estas investigaciones, sin cuestionarlas, sin interrogarlas, sin
pedirles responsabilidades? Castoriadis apunta en esta di­
rección y alerta cuando dice que «el inmenso progreso del
saber positivo y de sus aplicaciones no ha sido acompañado
por un mínimo progreso moral ni de sus protagonistas ni de
sus conciudadanos»5.
Los efectos secundarios, fisiológicos y psicológicos, de

matozoides, pero también puede indicarse en el caso de Factor cervical,


cuando las anomalías se producen en el cérvix del útero de la mujer, que
impiden que se produzca la fecundación.
La fecundación in vitro consiste en obtener embriones, utilizando
técnicas de laboratorio, que ponen en contacto los espermatozoides con
los óvulos para después hacer una transferencia al útero de la mujer. El
tratamiento tiene las siguientes fases:
1. Inducción de la ovulación de la mujer con tratamientos hormona­
les que requieren controles diarios para decidir el mejor momento para
la transferencia y una recogida de control del semen de la pareja (si se
trata de una IA conyugal).
2. Recuperación de los óvulos por vía transvaginal, lo que requiere
un ingreso hospitalario de la mujer durante unas horas.
3. Recogida y capacitación del semen.
4. La fertilización en el laboratorio. En algunos centros de repro­
ducción se utiliza una técnica denominada Microinyección Espermática
(ICSI) que a diferencia de la FIV clásica, está totalmente dirigida: con
una pipeta microscópica se introduce un Espermatozoide en el óvulo.
5. Transferencia de los embriones al útero. Doce o quince días des­
pués se puede saber si se ha producido o no el embarazo.
La indicación médica más frecuente para una FIV es el denominado
Factor tubárico, cuando las trompas se hallan totalmente obstruidas.
4 Banco de Esperma de Genios y Premios Nobel en USA, por
ejemplo.
5 Castoriadis, Cornelius, Ibídem.
estas técnicas en las personas implicadas no suelen ser algo
prioritario para médicos y científicos. Se tiende a ignorar, e
incluso a silenciar, las consecuencias de las manipulaciones
biológico-médicas realizadas en hombres y mujeres de for­
ma análoga a como se oculta su origen a los niños engendra­
dos mediante la FIV con donante anónimo. Así, mediante
tal silencio se aplican técnicas agresivas a los protagonistas,
que en ocasiones son cómplices mudos de dichas prácticas.
De esta manera la biotecnología continúa sosteniendo su
vertiginoso desarrollo pero ¿hasta dónde?, ¿cuáles son sus
límites?
Comprobamos, una y otra vez, que esta empresa y su ar­
ticulación con la subjetividad humana es polémica y arries­
gada en casi todas sus aplicaciones. Las investigaciones rea­
lizadas hasta ahora suscitan un encontrado debate, entre
partidarios y detractores, en relación al cómo, por qué, para
qué y hasta dónde deben utilizarse las NTR en seres huma­
nos. Si bien es cierto que algunas dificultades para procrear
han sido favorablemente resueltas para satisfacción de mu­
chas parejas, no podemos olvidar que las NTR provienen de
la veterinaria, pues se inspiraron en los métodos de fecunda­
ción del ganado, y parece que no son pocos los que sueñan
con la posibilidad de mejorar la especie humana a través de
la manipulación genética.
Éstas y muchas otras cuestiones que atañen a la dimen­
sión ética de este fenómeno tecnológico centraron nuestro
interés hace varios años y nos reunieron alrededor de un tra­
bajo de investigación grupal cuyo principal objetivo ha sido
dirigir la escucha psicoanalítica hacia la subjetividad y la
particular fantasmática de los sujetos envueltos en dicho
proceso, y al imaginario de los hijos llegados de mano de la
técnica. En otras palabras, queremos estar atentos a los
efectos operados en los procesos psíquicos de los sujetos
implicados por la manipulación de sus cuerpos y de sus de­
seos; ya que desde allí se organizarán— se despertarán o se
estructurarán— determinados fantasmas, todo lo cual pro­
piciará significativamente la demanda de tener un hijo bio­
lógico aunque sea a través de las NTR. Pero en muchas
ocasiones comprobamos que no es una demanda sino un pe­
dido.
A continuación presentamos algunas características psí­
quicas de las parejas infértiles que se deciden a dar la bata­
lla tecnológica a su infecundidad. Veremos cómo, en algunas
ocasiones, es el discurso médico-ideológico el que anticipa
las NTR, o incluso las prescribe, sin que la mujer o la pareja
haya solicitado tal intervención. Frente a esta oferta hay diver­
sas salidas, de las que aquí presentamos tres: el caso María, el
caso Mireia y, tangencialmente, el caso Inmaculada.

Pa r e j a s in f é r t il e s . Su encuen tro c o n la s NTR

La pareja humana configura su deseo de tener un hijo


alrededor de aquello que para el psicoanálisis resulta esen­
cial en la constitución del sujeto: la caída de la omnipoten­
cia narcisista de las fantasías infantiles y la aceptación de la
propia castración. El deseo de hijo entre un hombre y una
mujer emerge cuando ambos miembros de la pareja pueden
vivenciarse como seres necesitados uno del otro, no para ac­
ceder a la plenitud sino como compañeros de la precariedad.
Es a partir de ahí que el encuentro complementario del de­
seo materno y paterno de la pareja parental permite investir
el espacio necesario para recibir al recién nacido, otorgán­
dole un lugar simbólico a su nacimiento en el mundo al
asignarle cuna y linaje.
Pero hay veces que el hijo, como la musa y la inspira­
ción, se halla inhibido. En estos casos sé puede observar
cómo el acto creativo de la fecundidad se ve esterilizado por
la presencia de la pulsión de muerte, en el sentido más am­
plio de la palabra. Si el canto de las sirenas seduce al sujeto
ofreciendo el hijo biológico como la ilusión de reencontrar
el paraíso perdido, de deshacerse del malestar de las dife­
rencias y de la angustia de castración, es bastante probable
que esta criatura no encuentre jamás un lugar simbólico en
el seno de la pareja parental.
En la emergencia del deseo de hijo biológico en la pare­
ja también queremos destacar la existencia de un potente
ideal cultural acerca de la maternidad y de la paternidad,
que presiona como un inapelable mandato ideológico. En
nuestra cultura actual —y por supuesto pasada— se sigue
ofreciendo el hijo biológico como una ilusión de plenitud
para la mujer, equiparando maternidad a feminidad. Res­
pecto del hombre, se sigue promoviendo la exigencia que le
atribuye el deber de preservar y sustentar económicamente
la especie. Este ideal cultural, transmitido a través del ima­
ginario social, no hace sino obturar en el sujeto la busca del
propio sentido de la vida, y le dificulta la posibilidad de re­
mitirse a la diferencia de los sexos para conseguir la organi­
zación de su propia identidad sexual. Sea como fuere, cuan­
do el resultado de esta compleja problemática no permite a
las parejas acceder al hijo biológico buscado, éstas consul­
tan a los especialistas. Acuden presentando síntomas clara­
mente delatores del conflicto y sufrimiento subyacentes a
un deseo/mandato que no se realiza/cumple.
Vemos entonces que en la demanda de la pareja infértil
confluyen tanto la singularidad del deseo inconsciente como
el ideal cultural predominante del orden simbólico. El pro­
blema con que topamos es el de un tercer aspecto caracteri­
zado por los efectos que produce la ideología sustentada por
diversos sectores del discurso médico y, en especial, la ofer­
ta de las NTR. La investigación biomédica actual se propo­
ne, entre otras cosas, crear la ilusión de que es posible erra­
dicar el dolor y el malestar inherentes a la condición huma­
na. Sin duda, la oferta de las NTR encuentra terreno
abonado en el inconsciente del individuo, donde cuesta tan­
to reducir el deseo omnipotente. En este sentido la tecnolo­
gía médica se basa en la ficción de que el ser humano es un
sujeto autónomo, y por tanto suele leer el pedido de hijo
biológico desde ese ideal cultural y desde un modelo de su­
jeto no escindido. La infertilidad es considerada, entonces,
por el discurso médico como un fallo de la naturaleza hu­
mana que remite a una enfermedad y que requiere obligada
curación.
Sin embargo, la pareja infértil lleva a la consulta una
profunda herida narcisista instalada en lo más íntimo de su
erotismo y de su sexualidad, de la que tal vez sólo en la pe­
numbra podría empezar a hablar. Pero muchas veces la clí­
nica médica no puede escuchar la complejidad de lo no di­
cho en la demanda manifiesta de las parejas que buscan un
hijo y anestesia el dolor que podría abrir interrogantes acer­
ca de eso no dicho, iniciando así una expedición épica para
obtener un niño cueste lo que cueste. Es así como la pareja
recibe con el diagnóstico médico el último golpe a su espe­
ranza. Pero en este contexto las NTR son una realidad que
pronto se ofrece para intentar resolver este enorme impacto
emocional de la pareja, para resolver una desilusión.
Sin embargo, queremos resaltar que todas las terapéuti­
cas no son iguales. Hay una notable diferencia entre aque­
llas que se ofrecen con un carácter reparador, de las que tie­
nen una función de sustitución y que son, en realidad, vica-
riantes. De cualquier modo, lo que mejor distinguirá una
terapéutica de otra será el uso que se haga de la tecnología.

D u elo de d uelos

Desde el punto de vista de lo psíquico, una pareja no


puede enfrentar de forma adecuada la elección de un proce­
dimiento de procreación vicariante sin el reconocimiento de
lo que conlleva la ausencia o la pérdida de la maternidad y
paternidad biológicas. Por ello, la condición recomendable
antes de tomar esta decisión es, a nuestro modo de ver, la
realización del trabajo de elaboración del duelo que implica
tal pérdida. Pero la experiencia clínica muestra que el proce­
samiento de este duelo pocas veces se produce. Las parejas
que acuden a las NTR se encuentran en un estado de sufri­
miento tan importante que este duelo resulta de compleja
elaboración. En este sentido podemos considerar la inferti­
lidad como un duelo de duelos, que parece conjugar la
atemporalidad del inconsciente. Un duelo múltiple que re­
mueve fantasmas del presente, al evidenciar día a día la fal­
ta de descendencia; del pasado, reuniendo toda la historia
intersubjetiva de cada uno y de sus ancestros; y del futuro,
remitiendo al individuo sin hijos biológicos a la finitud.
El núcleo de este complicado duelo de duelos se organi­
za en tomo a tres pérdidas fundamentales:
— En primer lugar, la pérdida de la fecundidad misma,
que en el nivel profundo puede equipararse incluso a la
vida. Asumirse infértil comporta no sólo aceptar la ausencia
de fertilidad, sino también la pérdida de un componente im­
portante del sentimiento de vida, que rompe el equilibrio
vida-muerte. Implica, pues, una mayor presencia del narci­
sismo de muerte.
— En segundo lugar, la pérdida del hijo biológico de­
seado, construido en el mundo fantasmático de cada sujeto
como un objeto interno que simboliza la fertilidad en el fu­
turo. Esta pérdida implica, por tanto, el fracaso de las iden­
tificaciones edípicas con los padres fértiles. Este es un due­
lo sin rituales, sin exteriorización. Nadie se conmueve por la
pareja ni la acompaña en el sentimiento. La tragedia se dra­
matiza sólo en su intimidad.
— Por fin está la pérdida que tiene que ver con la asi­
metría que se instaura en el seno de la pareja. Con frecuen­
cia sólo uno de los miembros es biológicamente infértil, lo
que promueve en él o en ella importantes sentimientos per­
secutorios y de culpabilidad cuando el cónyuge ha de sus­
pender su fertilidad potencial en función del otro y hacerse
cargo de un duelo que no le corresponde.

Precisamente en este contexto de pérdidas y duelos, en el


que la mayoría de las parejas se encuentran emocionalmente
desorganizadas, transitando una situación con todas las carac­
terísticas de una crisis vital, se produce el particular encuen­
tro con los tres ejes fundamentales de las NTR: la seductora
oferta omnipotente que la ciencia despliega; el ideal cultural
de maternidad y paternidad biológicas a toda costa, que pre­
siona como un mandato a cumplir; y la complejidad del deseo
inconsciente de cada pareja, punto nodal donde se puede pro­
ducir tal bloqueo emocional que ésta quede condenada a un
duelo tan difícil como imposible de elaborar.
A partir de aquí se pueden apreciar en las parejas las
reacciones más diversas. La mayoría de ellas intenta negar
la realidad de esta pérdida tan dolorosa como múltiple, cuyo
reconocimiento produce enorme angustia y profunda depre­
sión. Así, encontramos hombres estériles que presionados
por la culpa inconsciente por su infertilidad permanecen si­
lenciosos, y ceden una parcela de su posición fálica al man­
dato de ese ideal cultural. Consienten, por consiguiente, in­
seminaciones artificiales de donante (IAD) en sus esposas.
Vemos también mujeres fértiles que no encuentran otro sen­
tido a su vida que el de ser madres biológicas, doblegando
al varón en su obstinación por la criatura. Son parejas en las
que cada uno se sitúa narcisísticamente. Entre ellos predo­
mina una relación hostil, por lo que tanto la falta de hijo
como el que llegara mediante IAD sería un agravio de tal
naturaleza que representaría finalmente un permanente ata­
que a la relación.
No nos cabe ninguna duda, sin embargo, de que tam­
bién hay muchas parejas que, sostenidas en un vínculo soli­
dario y amoroso, pueden transitar las vicisitudes de este
duelo y buscar en la ciencia una ayuda que les permita rea­
lizar su deseo compartido de tener un hijo biológico. Indu­
dablemente muchas son las variantes que se pueden obser­
var, pero la mayoría de las parejas se parapetan detrás de rí­
gidas defensas, evitando hacerse cargo del dolor del duelo
por la ausencia de procreación biológica. Son hombres y
mujeres que tienden a negar y renegar la diferencia que
existe entre la procreación asistida y la procreación natural.
Aunque en la actualidad las parejas ínfértiles hallan en
las NTR una gran esperanza para sus deseos, se encuentran
con una paradoja. Por un lado podría parecer que son suje­
tos privilegiados, usuarios excepcionales de una técnica so­
fisticada, pero en realidad están sometidos a la incertidum-
bre de lo desconocido y de lo novedoso. Ello implica que
soportan una doble condición de angustia: aquella que es in­
herente al sufrimiento que remite a la ausencia de la descen­
dencia buscada, y la que surge del hecho de ser subsidiarios
de un tratamiento que los convierte en pioneros y diferentes
en la historia de la cultura donde se hallan insertos. A causa
de esta angustia no siempre surte efecto la vía de la prescrip­
ción médica. El caso María intenta ilustrar esta problemáti­
ca del encuentro con las NTR, y cómo ese desencuentro se
halla precisamente precipitado por las características inter­
subjetivas de esta mujer y de su esposo.

M a r í a : e l d e s e o d e l d e s e o d e hijo

¿Cómo localizar en la experiencia vital las conceptuali-


zaciones psicoanalíticas acerca del deseo, en lo que respecta a
la feminidad y a la maternidad, al relacionarlas con las NTR?
¿Desvelarán estas técnicas alguna idea nueva sobre el con­
cepto de maternidad, dimensión tangible que interviene en
la configuración del ser de una mujer?
Tomamos como referencia el discurso de una paciente,
cuyo nombre es María, en la tentativa de ubicar alguno de
los resortes del funcionamiento de su deseo y las tramas que
se tejen determinando sus conductas. Esta mujer conoció al
que sería su esposo, Jesús, poco después de la pubertad, y la
pareja se fue constituyendo en un pretendido estado de ena­
moramiento permanente. Las decisiones tanto a la hora de
consumar su relación contrayendo matrimonio, como poste­
riormente para ser padres, se caracterizaban por la lentitud.
Rechazaban la palabra matrimonio porque no les gustaban
los modelos de su entorno familiar y, para diferenciarse de
ellos, prefirieron mantener una imagen bajo el signo de ser
amigos.
María nunca formuló crítica alguna hacia su marido
porque habría significado hablar mal de él. Sólo en el sigi­
lo de una frase pronunciada en su presencia, casi de soslayo
y en tono de halago, se le oyó decir que su vida iba a la zaga
de los proyectos de su esposo. Dicha expresión abre una hi­
pótesis: María ¿podría encontrar un espacio de no someti­
miento para seguir sus deseos a través de la maternidad?
El deseo de descendencia de la pareja comenzó a poner­
se en juego tras muchos años de convivencia, ya que como
se ha dicho fue una decisión marcada por la lentitud. Entra­
dos en la treintena decidieron tener un hijo; María lo mani­
festaba con más entusiasmo que Jesús, cuyo centro de inte­
rés principal era su vida profesional, a través de la que obte­
nía elevadas gratificaciones por su exitoso reconocimiento
social.
Después de darse un margen de espera y ante los esta­
dos depresivos de María al constatar sus reglas, acudieron al
médico. Las exploraciones dieron como resultado proble­
mas de factor tubárico en ella y falta de movilidad espermá-
tica en él.
Ante esta situación el médico les indicó la vía de la fer­
tilización in vitro, pero una vez realizada la F iy la concep­
ción tampoco se produjo. Este hecho reactivó y puso al des­
cubierto esa falta implícita en el deseo, el no-todo-se-puede-
tener subyacente, bajo la expresión de un sentimiento de
vacío. En María, al no recibir el hijo esperado como mane­
ra de cubrir lo que falta; en Jesús, al no lograr transferir el
don con sus células germinales, y no poder satisfacerla en
su deseo de tener un niño.
¿Qué hacer entonces? Volvieron a intentarlo otra vez,
porque a María se le hacía insoportable no quedar embaraza­
da. Ella tenía puestas sus ilusiones en el nacimiento de un
bebé, incluso ya tenía nombres preparados para tal evento.
Pero surgieron contrariedades, y a pesar de llevar a cabo un
tratamiento previo para favorecer la movilidad celular mascu­
lina, quedó frustrado el segundo intento de embarazo por FIV
En sus reacciones se repitió el sentimiento de vacío, pero en
esta ocasión transformado en queja hacia los profesionales
por no sentirse bien tratados. La pareja tenía la impresión de
que los médicos estaban interesados sólo en los aspectos
parciales del tratamiento (la calidad de las sustancias germi­
nales masculinas) y no tanto en ellos como interlocutores, es
decir, personas dotadas de sensibilidad. A partir de ese mo­
mento comenzaron a plantearse otra alternativa para acceder
a la parentalidad: la adopción social. Pero de forma coficomi-
tante entró en escena la palabra del médico indicándoles, en
esta ocasión, la adopción biológica masculina, mediante
una FIV con donante mixto (semen de donante anónimo
mezclado con semen del marido).
Y es ahí cuando la pareja comenzó a angustiarse. Lo
interrogantes surgían y se despertaban las fantasías. Las ca­
vilaciones del esposo le inducían a pensar que el bebé no se­
ría de ninguno de los dos, o que en todo caso le pertenece­
ría más a ella que a él. También Jesús comenzó a rivalizar
con la potencia germinal del donante anónimo a quien ima­
ginaba como un tercero que venía a hacerle sombra ante la
posibilidad de ser padre. Dichas suposiciones se vislumbra­
ban como fuente de discordia conyugal, susceptibles de per­
turbar el statu quo y la armonía lograda durante tantos años
de convivencia.
De la elección de objeto amoroso realizada por María,
se deduce que su posición para aspirar a subjetivarse como
mujer, entraría en la categoría de las «mujeres sin sombra»6.
Mediante la fantasía de su marido al ser colocada como un
doble en su vertiente femenina, se le brindaba la ocasión
— si accedía a la maternidad sin su participación— de tomar
un papel reivindicativo y abandonar la sombra.
María decidió renunciar a la maternidad biológica, no
sólo por los malestares físicos que comportaba volver al
quirófano, sino también, y sobre todo, por la sensación de
extrañeza que sentía al imaginar que podría tener un hijo
con un hombre desconocido. María pudo abrirse paso en la
espesura de la sombra al pensar en sí misma y decidir como
sujeto separado; pudo calibrar las consecuencias que com­
portaría la maternidad biológica no sólo para la relación
conyugal. Las NTR sirvieron de estímulo a esta mujer para
tomar la palabra y reformular su demanda sin dejarse arras­
trar por el discurso médico y social.
Entonces ¿qué estrategia buscar para la realización de
su proyecto de ser padres? Si la alternativa pensada, como
ya hemos mencionado, era la adopción social, el siguiente
paso fue formalizar un pedido institucional. Pero de todas

6 Tubert, Silvia, Mujeres sin sombra. Maternidad y Tecnología


Madrid, Siglo XXI, 1991.
las opciones existentes, Jesús y María eligieron la más lenta
e improbable para realizar su deseo. La lentitud, emblema
de sus inhibiciones, volvió a ser el factor determinante a la
hora de elegir la vía de la adopción. Aunque el tiempo cro­
nológico transcurriera, paradójicamente, los obstáculos en­
contrados en el camino les hacían sentirse aliviados. El en­
torno familiar era el que manifestaba una evidente premura
para que dicho plan se cumpliera: sólo a ellos les faltaba te­
ner niños para igualarse al resto de matrimonios de las res­
pectivas familias.
Este caso pone en evidencia que ni la oferta biomédica,
ni la tecnología punta, ni la vía de la adopción, lograron des­
plazar las barreras físicas y psíquicas que a esta pareja le im­
pedían concebir hijos. Las trampas del amor hicieron que
María se mantuviera en la categoría de las mujeres sin som­
bra, y la poca prisa que Jesús tenía para darle un lugar a un
tercero, vivido como un rival, les permitió hacer de la de­
manda de niño una razón para seguir esperando.
Es preciso añadir que las interferencias en el proceso de
feminización de María comenzaron ya en la etapa de su
adolescencia. Una de ellas era la creencia de que para el
buen funcionamiento de la relación amorosa, sería mejor
supeditar sus intereses profesionales a los de su pareja. Se le
hacían incompatibles al estar sujetos a la disyunción: o él o
yo; para que él pueda yo no podré. La opción tomada por
María fue la de mantener su propio narcisismo apuntalando
el narcisismo de su marido.
Tras pasar la prueba de las NTR al intentar la materni­
dad, se puso al descubierto una de las paradojas de la estruc­
tura psíquica de María: la necesidad de mantener el deseo
de deseo de niño para salvaguardar el espacio de la falta.
Esta posición se derivaba de la dificultad para dialectizar
sus creencias, y la constreñía a proyectar su vida en una re­
lación conyugal dual. Por lo tanto, la modalidad de su deseo
hizo que María pagara con la moneda histórica del amor fe­
menino: el sacrificio melancólico de permanecer en la som­
bra y continuar satisfaciéndose con la realización de los pro­
yectos de Jesús.
En este encuentro con las NTR se observa que la mujer
no cede ante la oferta de inseminación con donante anóni­
mo porque podría, efectivamente, —a menos que intervinie­
ra la negación— desestabilizar el vínculo narcisista con su
pareja.
El próximo caso pone de manifiesto una indicación ina­
propiada de la oferta de las NTR, pero Mireia busca «otro
punto de vista».

M i r e i a : u n a m ir a d a d if e r e n t e

Mireia provenía de tierras lejanas y trabajaba como tra­


ductora simultánea en el país de origen de su marido. Era
una joven de aspecto frágil que padecía endometriosis y
quistes en los ovarios. Había sufrido ya varias operaciones
cuando acudió a un ginecólogo para ser atendida por su do­
lencia, quien le propuso como modo de tratamiento que se
realizara una Fecundación In Vitro. Ante semejante indica­
ción médica, Mireia optó por visitar a otro profesional, pues
sentía que aquél no había podido escuchar el motivo de su
consulta. Ella, efectivamente, no pedía traer un hijo al mun­
do sino un tratamiento para su enfermedad, por lo que el ca­
mino ofrecido por el médico, el de convertirla en madre, no
era el que Mireia buscaba. Ella no se quedó con esta prime­
ra propuesta, fue a buscar ayuda a otro profesional, en este
caso una ginecóloga, y del encuentro surgieron efectos dis­
tintos de los esperados. Al hablarle de su situación, la médi­
ca, además de proponerle una terapéutica no quirúrgica, la
derivó a la consulta psicoanalítica. Una vez ahí, Mireia re­
conoció que el encuentro con esta ginecóloga le había per­
mitido visualizar lo que le pasaba.
La diferencia fundamental entre la primera y la segunda
consulta radicaba precisamente en la escucha tan distinta
que cada uno de los médicos le había ofrecido; el primero
obligaba a cumplir el mandato de un ideal: mujer igual a
madre; la segunda médica, por el contrario, pudo escuchar
la demanda manifiesta —tratamiento de la endometriosis y
de los quistes oválicos— y también la latente, permitiendo
así una mirada diferente del síntoma somático. La ecuación
había dejado de ser: endometriosis igual a fecundación
in vitro, para convertirse en: endometriosis igual a síntoma a
descifrar.
¿Cómo es que esta mujer pudo decir n o a la FIV ofreci­
da por el médico? ¿Qué significaba la endometriosis para
ella? ¿Están las vicisitudes de su feminidad comprometidas
en su síntoma físico que le produce infertilidad? Para enten­
der algo de ello, tendremos que recorrer algunas líneas de su
historia infantil y adolescente, relacionándolas con circuns­
tancias sociopolíticas que tuvieron un papel importante en
aquella época.
Ya en la primera entrevista con el psicoanalista, Mireia
abordó la cuestión de la menarca, que tuvo a los 13 años. Al
principio le parecía algo «un poco fuerte tenerla cada mes»,
luego fue amoldándose a ella con dificultad. Según Mireia
durante la menstruación le pasaban todas las cosas malas, le
habían aparecido problemas respiratorios y de la piel. Más
adelante dirá que entonces «no tenía en cuenta que puede
haber mecanismos que no son del cuerpo». Las asociacio­
nes alrededor de la menarca se referían a una catástrofe na­
tural muy fuerte que hubo en su país, donde murió mucha
gente. Un gran temor aparecido entonces era que el mundo
pudiese derrumbarse. De esta manera, menarca y catástrofe
natural se hallaban indisolublemente unidas, y su vivencia
era como de un gran desgarro interno. La otra línea asocia­
tiva fue con un juego infantil, en el que un niño la golpeó
con una pelota y al cabo de poco tiempo le vino la regla.
Aunque reconocía que su madre la había informado del
cambio de niña a mujer, para Mireia pesaba más la idea del
golpe. Para ella este acontecimiento había establecido una
frontera entre antes de la regla, en que ella se sentía tranqui­
la y segura de sí misma, y después, en que la menarca era vi­
vida como un castigo por los juegos sexuales infantiles.
A partir de ahí había sentido que la regla marcabá también
la diferencia entre los niños y las niñas, y esa diferencia le
daba vergüenza.
Vemos, pues, que la regla, en tanto representante de la
diferencia sexual, aparecía como algo catastrófico que de­
bía ser borrado para recobrar la tranquilidad y la confianza,
manteniendo así la fantasía infantil de plenitud omnipoten­
te. Como vemos la femineidad estaba asociada a la rotura, al
castigo y a la vergüenza.
Mireia expresaba los conflictos a través del cuerpo y ha­
bía padecido estrabismo desde la infancia, del que fue ope­
rada en la pubertad; neumonía a la misma edad; más tarde
aparecieron quistes en los ovarios; oclusiones intestinales
severas, por las que en una ocasión tuvo que ser hospitaliza­
da, cuyo origen estaba relacionado con situaciones familia­
res en las que Mireia no se sentía entendida; según sus pala­
bras, «algo me quedaba detenido y no podía decirlo». En re­
lación a la endometriosis, Mireia manifestaba que era «algo
que mi cuerpo produce de más para sustituir algo que me
falta»; esa producción corporal se hizo innecesaria en la
medida en que pudo simbolizar esa falta.
En conexión con el significante mirada y este algo que
le falta, que su cuerpo produce de más, trajo un recuerdo de
cuando era niña: su madre la riñó muchísimo cuando un día
miraba por la cerradura del lavabo en donde creía que esta­
ba su padre; no recordaba qué vio, pero lo asociaba a la di­
ferencia entre lo que ella veía y lo que veían los demás.
Se puede pensar que en el momento en que ella realiza­
ba una búsqueda, —la de un objeto que le atraía detrás de la
puerta—, sufrió una represión que inscribió como el impe­
dimento de tomar al padre como objeto de amor, que en la
fantasía quedó excluido del lugar de quien podía darle
un hijo, en compensación de esa diferencia, inscrita como
falta. Mireia no llegó a realizar la ecuación inconsciente
pene^niño, o sea, recibir en la fantasía un niño del padre en
compensación de la falta del pene imaginario.
Mireia buscaba los cuidados de su madre con su cuerpo
doloroso, al tiempo que se identificaba con ella, pues se re­
fería a su madre como una mujer que siempre hablaba de
enfermedades. Pero también se sentía muy engañada por
ella, como por ejemplo en la operación de estrabismo, en
que le aseguró que no se le causaría ningún daño y todavía
recordaba «la sangre en mis ojos»; su expresión más repeti­
da era «¿por qué me habrán descuidado? ¡De una tontería se
llega a tanto!»
La línea de identificación con el padre tenía que ver,
precisamente, con la mirada. Al igual que él, Mireia expre­
saba su rencor con la mirada. Con él discutía de temas polí­
ticos, en los que ambos mantenían diferentes puntos de vis­
ta. En una ocasión, al ser interrogada por un comité guber­
namental de su país tuvo que demostrar—muy a su pesar—
que no estaba en contra de la ideología dominante, que «no
tenía un punto de vista diferente».
A lo largo del tratamiento psicoanalítico se fue consta­
tando que la paciente parecía haber quedado enquistada-de-
tenida en el tránsito de la fase anal a la edípica, en la que se
inscribe la dificultad del reconocimiento de la diferencia se­
xual: diferencia entre lo que ella ve y los demás ven. En esa
sexualidad que no terminó de recorrer, ambas zonas de su
cuerpo mantenían una erotización infantil. Era así que pro­
ducía síntomas: oclusiones en lo anal; endometriosis en lo
fálico. Avanzar no sólo significaba poder reconocer la dife­
rencia sexual, sino además aceptarla como falta. Cuando
llegó a consultar al analista dicha falta no la llevaba a una
búsqueda objetal sino que se había reconvertido en una for­
mación sintomática: el exceso de producción endometrial
compensaba la carencia.
La sintomatología ginecológica remitió sin necesidad
de seguir tomando medicación. Mireia era una paciente que
no sólo sufría por sus síntomas, sino que buscaba más allá
de ellos: «diría que me he encariñado con los quistes... sin
ellos no hubiera descubierto muchas cosas de mí». Con la
otra mirada que posibilitó el tratamiento psicoanalítico, se
fue dando un proceso de desenquistamiento, y la endome­
triosis se convirtió en voz y palabra. Mireia siempre había
tenido una mirada diferente; ya desde pequeña se, había en­
frentado a la visión-opinión de sus padres, luego ante un co­
mité, y por último ante un médico, miradas todas ellas que
se oponían a sus deseos y que la detenían o la enquistaban.
Su búsqueda no se refería sólo a la resolución de un sínto­
ma, sino a la escucha de un sujeto que puede ver más allá
del síntoma y que le permite asumir sus deseos.
El caso expuesto muestra cómo las NTR no tendrán el
éxito esperado si no se tiene en cuenta el deseo de quien
consulta. Hacerlo de otro modo es intentar ignorarlo en su
dimensión de sujeto. Como en el caso de Mireia, que en su
camino hacia la femineidad hacía síntomas. En este sentido
las NTR la precipitaban a algo —tener un hijo— que ella ni
buscaba ni pedía. No estaba la demanda, ni tampoco el de­
seo. No tenerlo en cuenta es algo que puede llevar a serias
consecuencias para la madre y también para su hijo. Habla
de ello el caso de Hera una mujer que busca NTR y que ob­
tiene una hija.

H era o l a b ú s q u e d a d e s e r m u je r

Hera es una mujer de cuarenta años, extranjera, que


consultó por los problemas de su hija de seis, a la que llama­
remos Sonia. Mostraba gran preocupación frente a los com­
portamientos «extraños e incomprensibles» de la niña, que
consistían en un fuerte oposicionismo y frecuentes crisis de
irritabilidad con enfrentamientos verbales o físicos, en los
que perdía el control sobre sus actos; también padecía enu-
resis nocturna. Esta mujer trabajaba en un medio hospitala­
rio atendiendo enfermos. Se había separado de su esposo
hacía año y medio aproximadamente, lo que le produjo una
fuerte depresión. Hubo de ser medicada con fármacos du­
rante un tiempo pues su estado le impedía acudir a su pues­
to laboral. Cuando consultó estaba viviendo con su hija y
con su hermano. Su ex-marido era un enfermo crónico que
se hallaba prácticamente postrado en la cama. Tras muchos
años de convivencia con él, Hera — al igual que la esposa
del rey del Olimpo, cuyas concepciones y partos estuvieron
caracterizados por el alejamiento e independencia de Zeus
(mito de la «revirginización periódica»7) decidió quedarse

7 Georges Devereux, Mujer y Mito, México, FCE, 1989.

302
embarazada, y para conseguirlo optó por solicitar que la in-
seminaran artificialmente en otro país. No sabemos si la im­
potencia de su marido estaba unida a una esterilidad deriva­
da de su enfermedad crónica.
Las entrevistas con la madre primero y con Sonia des­
pués fueron revelando aspectos significativos de ambas.
Respecto de Hera destacaremos los elementos singulares
que parecían convergir en la renuncia a su sexualidad:
— La elección de pareja se originó a través de su her­
mano enfermo y se hallaba impregnada de un marcado ca­
rácter incestuoso. Durante el tiempo de vida en común,
Hera se había dedicado fundamentalmente a cuidar a su ma­
rido, a atenderlo «como si tuviera un niño»: bañarlo, vestir­
lo, darle la comida, y todo tipo de cuidados materiales. De­
cía que «tenía que hacérmelo sola», aludiendo a la inexis­
tencia de vida sexual entre ambos.
— Cuando se planteó quedarse embarazada, fue tam­
bién a «hacerlo sola». Para ello recurrió al ámbito médico,
próximo al contexto profesional en que ella se desenvolvía.
La inseminación artificial se llevó a cabo con donante anó­
nimo. De esta manera se produjo una confluencia de cir­
cunstancias que confirmarían en el plano fantasmático su
plenitud o autosuficiencia.
— Tras una primera y única inseminación, logró un
embarazo que se desarrolló sin complicaciones. Tiempo
después del nacimiento de la niña, a la que le pusieron sig­
nificativamente un nombre fonéticamente idéntico al del
padre legal, aparecieron conflictos que fueron en aumento.
La relación de pareja se iba deteriorando progresivamente.
Tras el nacimiento de la niña, Hera tenía que «cuidar a dos»,
y el marido estaba celoso de la recién llegada.

Cuando Sonia tuvo aproximadamente cuatro años, los


cónyuges se separaron. A partir de entonces se abrió un lar­
go periodo de tensos conflictos entre ambos, en los que to­
maban a la hija como mercancía y diana de sus peleas. Así,
la época de las entrevistas con Hera y con su hija se caracte­
rizó por frecuentes actuaciones en las que la madre y los
abogados intentaban involucrar al analista de alguna forma.
En cuanto a Sonia, veamos algunas cuestiones sin duda
muy significativas:
— La madre decía que la niña preguntaba mucho acer­
ca de su nacimiento y también de los hombres.
— A veces Sonia le decía: «tú no querías tener esta
hija», refiriéndose evidentemente a sí misma. Cuando se en­
fadaba tenía tendencia a romper objetos y a veces se lanza­
ba contra el suelo y gritaba. Según Hera, su hija quería man­
dar, salirse siempre con la suya.
— Surgía a menudo la temática del secreto. Quería ave­
riguar, saber; escuchaba detrás de las puertas y no soporta­
ba que su madre hablase de ella con otras personas: le decía
que había cosas que sólo ellas dos podían saber.

A todo esto la madre no le había explicado a la niña las


circunstancias de su concepción, por lo que el secreto esta­
ba presente. Sonia evidenciaba en una serie de manifesta­
ciones sintomáticas su saber inconsciente, que no había po­
dido poner en palabras. Parecía existir un pacto de silencio
entre ambas en el que los demás quedaban excluidos, si bien
en Sonia aparecían signos inequívocos de querer saber. Por
ejemplo, en una sesión la niña formuló la siguiente pregun­
ta: «¿Una madre puede engañar a su hija?», para, a conti­
nuación, afirmar: «Mi madre sólo ha mentido una vez.»
Durante el tratamiento de la niña fueron apareciendo
una serie de cuestiones que ponían de relieve las dificulta­
des que tenía para encontrar un lugar como sujeto deseante.
Sonia se hallaba atrapada en una difícil encrucijada: por un
lado, la circunstancia de encontrarse — como lamentable­
mente muchas veces sucede en ciertos procesos de separa­
ción matrimonial— situada como objeto de la discordia y
de la agresión mutua de la pareja parental; y por otro, la cir­
cunstancia de su singular origen, con el consiguiente tabú
latente. En la escuela decían que era una niña inteligente
— lo que se puso de relieve también en las sesiones— pero
muy dispersa. Podía, sin embargo, establecer fácilmente re­
laciones con los demás, y su actitud era vivaz.
Sonia fue creciendo, y las preguntas y los conflictos con
su madre fueron en aumento. Esta, tras la victoria obtenida
a raíz del embarazo —prueba absoluta de su fecundidad y
consecución en la realidad de su proyecto— no podía, sin
embargo, colmar su falta. Es más, en el periodo de entrevis­
tas fueron apareciendo los rasgos de extremo sometimiento
y dependencia que había establecido con su familia de ori­
gen, y que ocultaba tras actitudes omnipotentes y muy nega-
doras. De los padres decía que la controlaban constante­
mente, le decían cómo tenía que educar a Sonia, y en las
discusiones con ellos Hera parecía no poder establecer las
posiciones de cada cual, perdiendo su lugar como madre. La
relación con su hija, al ser precisamente una niña y futura
mujer, desencadenaba fenómenos de transitivismo, indife-
renciación y fusión entre ambas. Con todo, la metáfora pa­
terna — entendida como símbolo de terceridad— estaba
presente.
Como en cualquier tipo de intervención de las NTR, en
este caso también se produjo una disociación entre la repro­
ducción y el contacto genital en el plano de lo real. Las ca­
racterísticas específicas de la historia de esta mujer, en con­
junción con su neurosis, la llevaron a negar inconsciente­
mente la diferencia sexual, negar la castración y realizar sus
fantasmas sirviéndose de la tecno-medicina. En otras pala­
bras, puso en acto lo que no podía elaborar psíquicamente.
Sabemos que al margen de las circunstancias que ro­
dean a las NTR no se desarrolla siempre el deseo de hijo en
condiciones ideales pero, en la medida de lo posible, se tra­
ta de promover su elaboración mediante la palabra antes de
la toma de decisiones. Sea cual fuese la decisión posterior
del sujeto, sus efectos tomarán un cariz distinto si ha tenido
la posibilidad de una elaboración previa.
En este caso hemos visto cómo Sonia «hereda conflic­
tos no elaborados; el caso que sigue, el de Inmaculada, alu­
de precisamente a esta intervención, en la que, a diferencia
de los anteriores, en los que se da una indicación inapropia­
da, esta mujer recibe una propuesta adecuada a su demanda
de tener un hijo sola a través de NTR: hablarlo antes con un
psicoanalista para analizar qué aspectos de su subjetividad
están comprometidos.

In m a c u l a d a o e l d e s e o d e t e n e r u n hijo
PARA EVITAR SER MUJER

Inmaculada, soltera, de 32 años, se dirigió a un Servicio


de Reproducción Asistida para solicitar — ella sola— una
inseminación por donante (IAD), pero el ginecólogo que la
atendió consideró conveniente una valoración psiquiátrica
de la paciente para decidir si era indicado realizarle este tipo
de técnica de reproducción asistida. Inmaculada sostuvo un
periodo de entrevistas psicoanalíticas con el fin de esclare­
cer los aspectos subyacentes en su pedido de IAD. Las vici­
situdes de su historia, unida a sus características personales,
pueden ayudamos a darle algún sentido a tal pedido.
Inmaculada era hija única; durante su infancia vivió
en un barrio popular de una gran ciudad, en una época en
que «se podía dejar la puerta de casa abierta y jugar en la
calle», según su propia expresión. De su vida familiar re­
fería que no se crió sola, sino que se relacionaba frecuen­
temente con primos suyos. «Yo tenía una familia muy am­
plia, aunque siempre hay una parte de ti vacía.» Sus jue­
gos preferidos eran los de los chicos, como correr y jugar
al fútbol. También recordaba un muñeco grande, «como
un crío pepón», cabezón, frente al que se sentía muy pe­
queña.
La menarca le vino ya en plena adolescencia, más tarde
que a sus compañeras de clase. Se la tuvieron que provocar
con tratamiento hormonal inyectable debido a que tenía pro­
blemas por su obesidad y, según ella, se le había acumulado
grasa en las trompas. Las primeras menstruaciones tuvieron
ciclos muy irregulares, y la madre se ocupaba de controlar­
los. Hasta los 17 años no se le normalizó el peso y desde en­
tonces las menstruaciones se habían regularizado «como un
reloj». Inmaculada recordaba su adolescencia como un pe­
riodo en el que no sentía carencia de hombres, «tenía una fa­
milia muy amplia... yo me pasaba el rato bailando mientras
los otros ligaban».
En su historia amorosa y sexual sólo destacaba la rela­
ción que tuvo durante un año con un chico cuando ella con­
taba 20. El muchacho marchó al servicio militar y la dejó
sin darle ningima explicación, a consecuencia de lo cual In­
maculada sufrió una fuerte depresión. Dejó de salir, de arre­
glarse, estuvo encerrada durante un año. Cuando volvió a
hacer vida normal de nuevo notó que algo había cambiado.
Se sentía más triste y como si le hubieran «quitado parte de
su vitalidad». De las relaciones sexuales tenía malos recuer­
dos porque no habían ido bien. El comentario que utilizaba
era bastante demostrativo en este sentido: «como si lo hu­
biera hecho con una pared». En una ocasión, durante la re­
visión ginecológica, el médico que la atendía le preguntó si
la habían violado, pues en la exploración se veía que «la ha­
bían roto mal». Su explicación fue que las relaciones sexua­
les, y en concreto la penetración, se habían realizado «en
seco».
Durante los últimos años Inmaculada había tenido algu­
nas relaciones con hombres, pero «siempre como amigos»,
porque «algo más» le costaba mucho. Incluso pudo llegar a
decir que quizá no quisiera estar con nadie, que pudiera ser
que inconscientemente lo rechazara pues lo que no quería
era que le volvieran a hacer daño.
Su madre había fallecido un par de años antes. Durante
toda una década había sufrido una enfermedad crónica.
A partir de entonces la paciente se dedicó con abnegación a
cuidarla. La muerte de la madre — figura muy idealizada
por la paciente— la seguía conmoviendo profundamente.
Aunque reconocía que su madre estaba muerta, «incons­
cientemente no lo podía aceptan). Sentía verdadera adora­
ción por su madre, a la que recordaba como una persona
muy cariñosa y con la que no tenía secretos, a excepción del
tema de los chicos. Sin embargo, creía que si su madre toda­
vía viviera ella no habría acudido al Servicio de NTR, pues
le habría aconsejado que se buscara un hombre, «el que fue­
ra, y yo siempre aceptaba sus consejos».
La pérdida de su madre produjo un gran impacto emo­
cional tanto en ella como en su padre. Este se encontraba
muy afectado, sólo repetía expresiones melancólicas al esti­
lo de «cuántos días faltaban para estar en el nicho con ella».
Necesitó tratamiento psiquiátrico porque parecía evidente
que no tenía ganas de vivir. Todo esto provocó que Inmacu­
lada se sintiera muy rechazada, pues pensaba que si su pa­
dre deseaba morir, «ella le importaba muy poco». Durante
ese año no pudo hacer nada, ni estudiar, ni trabajar. Las re­
ferencias a su padre demostraban gran afecto hacia él, y lo
calificaba de cariñoso y grande físicamente (quizá como el
muñeco pepón). Si bien Inmaculada se consideraba a sí mis­
ma como una persona besucona, con su padre no podía ser­
lo: «no sé qué me pasa, me viene desde que era niña».
Las reflexiones sobre el caso de Inmaculada se centra­
ron en los conflictos psíquicos que no le habían permitido
desarrollarse — o sexualizarse— como mujer. La entrada en
el mundo adulto, es decir, el establecimiento de relaciones
sexuales y su crecimiento profesional, fue experimentada
con mucho temor ante los riesgos de separaciones, pérdidas
y experiencias dolorosas, por ejemplo: la menarca no le
vino espontáneamente, sino que tuvieron que provocársela;
o la primera y única experiencia sexual, después de la cual
el ginecólogo supuso que había sido violada.
Las características de su personalidad, de rasgos nar-
cisistas y omnipotentes, le dificultaban enormemente la
vinculación afectiva. Esta mujer decía algo muy significati­
vo al respecto: «Yo no busco a un hombre, no quiero un
hombre en casa. Esto no me satisfaría. Yo lo que quiero es
un hijo.» Parece que no hay lugar para un tercero. Para ella
los hombres representan, sobre todo, una amenaza de la que
hay que defenderse. Muy significativa fue su expresión en
una de las entrevistas en la que dijo: «me he encontrado con
muchos machos pero con pocos hombres». «Yo exijo mu­
cho, además nadie da nada.»
Por otra parte, existía una gran idealización de la figura
de la madre. Inmaculada, a través de su discurso, fue reve­
lando claramente la negación de su muerte en el plano emo­
cional, cuando dijo que inconscientemente no la aceptaba.
Ser madre, para Inmaculada, sería unirse a su madre ideali­
zada, incluso quizá llenar el vacío que sentía por su muerte.
Pero serviría también para consolar al padre: «creo que si yo
tuviera un hijo mi padre se recuperaría».
Desde esta perspectiva podríamos pensar que Inmacula­
da, al solicitar una reproducción asistida, trataba de liberar­
se de tener que pasar por la prueba —para ella insupera­
ble— de establecer relaciones sexuales con un hombre. La
inseminación artificial habría sido el instrumento para que
Inmaculada llegara a ser madre sin ser mujer. Las NTR apa­
recerían como un método asexuado que le ofrecía lo impres­
cindible para su deseo principal: ser madre, evitando con­
frontarse con los conflictos internos que no le permitían fe-
minizarse.
Si recordamos lo que dice respecto a su familia — «yo
no tenía carencia de hombres»... «tenía una familia muy
amplia, tíos, primos, etc.»— podemos suponer que para In­
maculada un hijo, es decir, ampliar la familia, se erigía en
una forma de taponar, de evitar enfrentarse a sus carencias.
El hijo deseado se convierte así en el sustituto de aquello
—representado en el hombre— que siente como inaccesi­
ble, y que le provoca temor y rechazo. Se trata, pues, de una
Yerma de finales de siglo que acude a un Centro de Repro­
ducción Asistida para que «le hagan un hijo». A diferencia
del personaje de García Lorca, Inmaculada no tenía necesi­
dad de matar a su marido porque éste no existía, ni en el pla­
no fantasmático ni en el real.
Este caso representa el intento de liberarse de las an­
siedades persecutorias centradas en el hijo que podían do­
narle. En esta línea van los comentarios de Inmaculada du­
rante las entrevistas: «Si yo le explicara (al hijo) que hice
un polvo con un hombre, y que luego no tuve nada que ver
con él, ¿cómo le sentaría?»; «en cambio, si le explico que
acudí a un Centro...» Podríamos concluir que el ajionima-
to del donante que le ofrece la institución, la descarga de la
culpa de no buscar un hombre... como le hubiera dicho su
madre.
Hemos visto cómo hoy en día algunos hombres y mujeres
infértiles buscan una posición de sujeto a través de las NTR,
paradójicamente, ya que es a costa de renunciar a su estatu­
to subjetivo, en tanto se someten a gran variedad de manipu­
laciones. También hemos visto la diversidad de métodos
empleados, así como la actuación psíquica y los fantasmas
concomitantes de las mujeres y de las parejas que acuden a
pedir un hijo a la ciencia; pero los efectos que se pueden ge­
nerar sobre estas nuevas criaturas son todavía desconoci­
dos. Nos enfrentamos a situaciones inéditas, en las que ape­
nas hay algo escrito acerca de su incidencia en lo psíquico.
A partir de este fenómeno de fin de siglo, se han abierto tan­
tas preguntas como formulado prejuicios, especulaciones e
hipótesis. Pero parece indudable que el campo de las dife­
rencias se ha ampliado: de ahora en adelante hablaremos no
sólo de las consecuencias psíquicas y sociales de la diferen­
cia anatómica entre los sexos, sino también acerca de las
consecuencias psíquicas y sociales de un origen en el que la
fecundación se encuentra desconectada del acto erótico he­
terosexual. Seguramente serán sólo la reflexión ética y la
clínica psicoanalítica de los nuevos niños nacidos a través
de las NTR (caso Sonia) las que nos permitan resignificar
las causas y las consecuencias de su implantación.
Antes de concluir este capítulo queremos proponer al­
gunas cuestiones enjuego concernientes a los niños que na­
cen gracias a estas técnicas.
— Una hipótesis de partida es que los niños de las NTR
se formularán preguntas acerca de su origen parecidas a las
de los otros niños.
— Las posibles respuestas a tales preguntas — sobre
todo si ha estado en juego un óvulo o semen de donante
anónimo— construirán una singular novela familiar, en
donde la realidad de tener un origen biológico desconocido
y/o diferente del de la mayoría de las otras criaturas huma-
ñas será un punto de apoyo muy importante en su versión
fantasmática. (Piénsese, por ejemplo, en el banco de semen
de superdotados en USA.)
— Las teorías sexuales infantiles de 1908 quedarán
probablemente ampliadas desde 1978, cuando nació Louise
Brown, primera niña F iy y a partir de 1984, en que llegó
Zoé, la primera niña de embrión congelado.
— Las preguntas de estos niños acerca del origen del
deseo que los alumbró pueden quedar redimensionadas, ya
que se multiplican los deseos enjuego, a saber: el de la cien­
cia, el de los progenitores donantes, el de los progenitores
concibientes, el de los padres en función simbólica.
— El fantasma universal de la escena originaria — es­
cena de relación sexual entre los padres en la que se repre­
senta el origen del sujeto— puede omitir algunos de sus ele­
mentos estructurantes o incluir otros diferentes. Quizá no
podamos seguir afirmando que se suelen formar los mismos
fantasmas relativos a la propia infancia a pesar de la varia­
bilidad de las aportaciones de la vida real.

La filiación también está enjuego, pues las NTR abren


el campo de la plurigenitorialidad, lo que permite que un
niño sea hijo de una, dos o tres madres, a veces indepen­
dientemente de que esté viva o muerta: nos encontramos
con la madre genética (dueña del óvulo), la madre gestante
o portadora (dueña del útero), y la madre legal (que puede
coincidir o no con la de la lactancia); y con uno o dos pa­
dres: el genético, dueño del esperma, y el legal, que propor­
ciona el nombre y sostiene la función. Y no podemos olvi­
dar la parentalidad que el médico asume con la criatura pro­
ducto de su éxito, o la que le atribuye la propia pareja
demandante.
Aun con toda esta diversidad de participantes, Piera
Aulagnier acota algo importante: «que cualquiera que sea la
especificidad del medio familiar y de la organización social
en la cual hallará su lugar el niño, cualesquiera que sean la
particularidad de su procreación y su propia singularidad, la
construcción de su identidad lo confrontará con cierto nú­
mero de pruebas idénticas e insoslayables en su relación con
el deseo y con lo prohibido. Por ello —dice— este nuevo
sujeto, que deberá encontrar un lugar en la escena del mun­
do, tiene como punto de partida un deseo, el deseo de esa
mujer y de esa pareja que lo acoge»8.
Sin embargo, no podemos por menos que presagiar que
los padres imaginarios de la novela, los reales de la biología
y los simbólicos de la fiinción, van a quedar desglosados y
apuntalados en la estructura dinámica del complejo edípico
de alguna otra manera que la que hasta ahora hemos anali­
zado en niños concebidos a través de la relación genital.
Así, las posibilidades familiares que se abren son múlti­
ples. Nos podemos encontrar con que un bebé probeta pue­
de tener como padres a dos personas del mismo sexo; como
madre biológica a una mujer virgen, postmenopáusica, o in­
cluso de otra raza; tener como único padre donante la mez­
cla del esperma de tres hombres, o compartirlo con decenas
de otros niños fecundados por él. La fratría también puede
quedar modificada.
Edipo, trastocado, habrá de enfrentarse a los renovados
enigmas de la esfinge con nuevos desarrollos míticos. La
pregunta principal —de dónde vengo, quién soy— quedará
necesariamente ampliada, pues habrá que añadir: de dónde
vienen los padres y las madres, cuántos son, si el padre es el
del esperma o el de la fiinción, si la madre es la que donó
óvulos, la que alquiló útero o la que alimentó.
¿Serán preguntas insoportables? ¿Qué podrá decir el
psicoanálisis?
Por ahora estas son las posibilidades de la industria bio-
médica. Los niños llegados desde orígenes reales tan inve­
rosímiles como a veces esperpénticos, ya tienen sus etique­
tas: son bebés probeta, niños de laboratorio, niños F iy ni­
ños de diseño, niños a la carta, niños que vienen del frío.
Por tanto, hemos de planteamos qué futuros campos se
abren a estas criaturas cuyo origen es multigenitorial; qué

8 Aulagnier, Piera, «¿Qué deseo, de qué hijo?», Revista de Psicoa


nálisis con Niños y Adolescentes, núm. 3, Buenos Aires, 1992.
repercusión tendrá sobre la vida psíquica y sobre las identi­
ficaciones de un sujeto el hecho de tener un origen biológi­
co repartido; qué inscripciones promoverán las NTR en la
realidad de los fantasmas infantiles, las construcciones deli­
rantes o los mitos relativos al origen. Todas estas cuestiones
apuntan a los problemas de identidad, filiación y parentesco
que, evidentemente, no son indiferentes a los psicoanalistas.
Algunos autores plantean que el Edipo es el móvil incons­
ciente de todas las operaciones en las NTR, pero que la
cuestión relativa al origen de los niños se ha transformado
en la cuestión relativa al origen de los padres. A partir de
ahora no podemos seguir afirmando tan rotundamente que
mater certíssima est y que, además, no hay más que una,
pues padre y madre se han multiplicado, como los panes y
los peces: hoy ya se habla de madres de alquiler, de acogida,
de sustitución; de madre portadora, suplente, genética, ute­
rina, social, adoptiva, vendedora, compradora; ¡y quizá al­
guna más!
Entramos, sin poder evitarlo, en ese sentimiento de in­
quietante extrañeza del que habla Aulagnier al tomar con­
ciencia de ciertas posibilidades que aparecen tras el encuen­
tro entre maternidad y tecnorreproducción. En efecto, si
este tema nos suscita interés es, seguramente, porque com­
promete los núcleos estructurales fundamentales del modo
en que nos constituimos como sujetos.
Notas sobre las autoras/es

C ar m e n A ld a
Psicoanalista. Miembro del T.I.P. Adopciones Internacionales y
Nacionales, Colegio Oficial de Psicólogos de Cataluña. Direc­
ción General de Atención a la Infancia (Generalidad de Catalu­
ña). Coordinadora del Grupo de Investigación sobre la «Adop­
ción» del Colegio de Psicólogos de Cataluña. Coordinadora de
LAF, Centro de Atención Psicológica en Cerdanyola.
R e g in a B a yo - B or rás
Psicoanalista. Co-fundadora y docente de la Escuela de Clínica
Psicoanalítica con niños y adolescentes. Docente-colaboradora de
la Universidad Autónoma de Barcelona. Psicoterapeuta de niños y
adultos en el Centro de Higiene Mental de Comellá de Llobregat.
N u ria C am ps
Psicoanalista. Psicóloga adjunta del Servicio de Psicología del
Instituto de Urología, Nefrología y Andrología de la Fundación
Puigvert. Autora de «Dinámica emocional de las parejas en la in­
fertilidad» (1986), en Sexto Curso de Andrología para posgra­
duados, Servicio de Andrología F. Puigvert, Barcelona, Reunio­
nes y Congresos F. A. Madrid.
G em m a C án ovas i S au
Psicoanalista. Psicoterapeuta del centro de Atención Psicopeda-
gógica Infantil de Comellá de Llobregat. Asesora psicológica de
Tu hijo, Ed. Planeta.
A nna G o l d m a n - A m irav
Escritora y periodista sueca. Ha publicado dos libros en Suecia:
Vara bibliska módrar (Nuestras madres bíblicas), un análisis fe­
minista de las mujeres del antiguo testamento, y Den sista Kvin-
nan fran Ur (La última mujer de Ur), una novela sobre Sarah.
A na I r ia r ie
Profesora de la Universidad del País Vasco, ha consagrado su in­
vestigación al estudio antropológico de la Grecia clásica. Autora
de Las redes del enigma. Vocesfemeninas en elpensamiento grie­
go (Madrid, Taurus, 1990). Ha colaborado en numerosas publica­
ciones colectivas y revistas especializadas tanto en Historia anti­
gua como en Mitología clásica.
Y vonne R nibiehler
Profesora emérita de Historia en la Universidad de Provence. Es­
pecializada en la historia de las mujeres, de la familia y de la sa­
lud. Ha publicado: L ’histoire des méres (en colaboración con Cat-
herine Fouquet), Montalba, 1980,2.a ed., Hachette, 1982; traduc­
ción al japonés en prensa; Nous les assistantes sociales.
Naissance d ’uneprofession, Aubier Montaigne, 1980; De lapu-
celle á la minette (en colaboración con M. Bemos, E. Ravoux-
Rallo y E. Richard); Temps Actuéis, 1982, 2.a ed., 1989; Lafem-
me et les médecins (en colaboración con C. Fouquet), Hachette,
1983; Cornettes et blouses Manches. Les infirmiéres dans la so-
ciété frangaise 1880-1980, Hachette, 1984; La femme au temps
des colonies (en colaboración con Regine Goutalier), Stock,
1985, 2.a ed., 1990; Les peres aussi ont une histoire, Hachette,
1987; colaboración en el tomo IV de Histoire des femmes bajo la
dirección de Georges Duby y Michelle Perrot, Plon, 1991 [Trad.
esp.: Historia de las mujeres, Taurus, 1992-1994]; Des Frangais
au Maroc (en colaboración con G. Emmery y F. Leguay, prefacio
de Tahar Ben Jelloun) Denoél, 1992.
N ico le L o r a u x ^
Profesora de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de
París. Especialista en la cultura ateniense de la época clásica, ha
propuesto un fructífero método de interpretación del discurso
griego sobre lo político y la feminidad. Entre sus publicaciones
más significativas se cuentan: L’invention d'Athenes. Histoire de
l ’oraison fúnebre dans la cité classique (París, Mouton, 1981);
Les enfants d ’Athéna. Idéesathéniennes sur la citoyenneté et la
división des sexes (París, Maspero, 1981) y Fagons tragiques de
tuer une femme [trad. esp.: Maneras trágicas de matar a una mu­
jer, Madrid, Visor, 1989].
L u cia n a P ercovich
Licenciada en lenguas y Literaturas extranjeras modernas por la
Universidad de Milán. Profesora de Comunicación Lingüística e
Inglés en el Instituto Experimental de Comunicación Visual y
Lingüística de Milán. Entre 1972 y 1987 dirige la colección de
ensayos II Vaso di Pandora (La Salamandra Edizioni) y luego co­
labora con La Tartaruga Ed. De 1975 a 1986 forma parte de la Li­
brería de Mujeres de Milán. Ha publicado: Passaggi, momenti de-
lla construzione di sé, 1993; Guerre che non ho visto, sull’ag-
gressivitá femminile, 1995; L’Etica necessaria, ereditá materna
e passione política, 1993; Verso il luogo delle origini (compila­
dora, con Gabriella Buzzatti), La Tartaruga, 1992; ganadora del
Premio Cittá de Monselice por la traducción literaria y científi­
ca del Diario di un ’astronauta de Naomi Mitchison, La Tartaru­
ga, 1990.
Ha dictado cursos y seminarios en la Universidad Libre de Muje­
res de Milán, la Asociación cultural Le Melusine; colabora con
el Centro de Documentación de Mujeres de Florencia y el Cen­
tro de Cultura de Mujeres Margaret Fuller de Pescara; entre
1993 y 1995 forma parte de la Comisión Consultora sobre Te­
mas de la Mujer de la Provincia de Milán.
M ar th a In és R osen berq
Psicoanalista argentina, estudia e investiga cuestiones de la con­
dición de las mujeres. Ha publicado trabajos en diversos medios.
Integra el Consejo Editor de la revista El Cielo por Asalto. Forma
parte de la dirección del Foro por los Derechos Reproductivos de
Buenos Aires.
E sther S án ch ez -P ar d o
Profesora Titular de Literatura Norteamericana en el Departa­
mento de Filología Inglesa de la Universidad Complutense de
Madrid. Ha trabajado principalmente en crítica postestructuralis-
ta, literatura postmodernista norteamericana y canadiense, en es­
tudios del género, psicoanálisis y literatura de minorías. Su inves­
tigación se ha desarrollado en las universidades de Madrid, Madi-
son (Wisconsin) y Toronto, becada por diversas instituciones es­
pañolas y extranjeras. Ha publicado: Posímodemismo y Metafic-
ción (UCM, 1991) y una edición de autobiografía norteamerica­
na del xix: La vida y experiencia religiosa de Jarena Lee (Taller
de Estudios Norteamericanos, León, 1995), así como numerosos
artículos sobre la teoría de Roland Barthes, Freud, Lacan, Kris­
teva, Cixous y autores como Oscar Wilde, Virginia Woolf,
Radclyffe Hall, Hilda Doolittle, Audre Lorde, Marylinne Robin-
son, Margaret Atwood, Lee Maracle y Mary Daly.
M a r g a r ita S entís
Psicoanalista. Centro de Planificación Familiar de Santa Coloma
de Gramanet. Centro de Planificación Familiar de la L’agosta,
CAPI.
E n rique S entís
Psicoanalista. Director de Centres de Salut Mental de Badalona.
S ilvia T ubert
Doctora en Psicología, Psicoanalista. Profesora de Teoría Psi-
coanalítica en el Colegio Universitario C. Cisneros (Universi­
dad Complutense de Madrid) y en el Master en Teoría Psicoa-
nalítica de la Universidad Complutense de Madrid. Ha funda­
do y dirigido el Primer Centro de Psicoterapia de Mujeres en
España (Madrid, 1981-1990). Publicaciones: La muerte y lo
imaginario en la adolescencia (Madrid, Saltés, 1982); La se­
xualidad femenina y su construcción imaginaria (Madrid, El
Arquero-Cátedra, 1988); Mujeres sin sombra. Maternidad y
tecnología (Madrid, Siglo XXI, 1991), y artículos en obras co­
lectivas y en revistas especializadas españolas y extranjeras,
como Revista de Occidente, Clínica y Salud, Tres al Cuarto,
Letra Internacional, Debate Feminista (México), Acta Psi­
quiátrica y Psicológica de América Latina (Buenos Aires),
Genders (USA), Mosaic (Cañada), Esquisses Psychalytiques
(Francia) y Psyche (Alemania), en su mayor parte referidas a la
feminidad, la sexualidad femenina y la maternidad.
S ilvia V egetti -F inzi
Licenciada en Pedagogía y especializada en Psicología Clínica.
Profesora de Psicología Dinámica en el Departamento de Filoso­
fía de la Universidad de Pavía. Ha trabajado durante muchos años
como psicoterapeuta de niños y familias. Obras publicadas: Sto-
ria della Psicoanalisi. Autori opere teoríe (Milán, Mondadori,
1986); II bambino della notte, Divenire donna Divenire madre,
Milán, Mondadori, 1990. [Tra. esp.: El niño de la noche, Madrid,
Cátedra, 1993]; II romanzo della famiglia. Passioni e ragioni del
vivere insieme, Milán, Mondadori, 1992. Es miembro del Comité
Científico Internacional de Biologica. Saperi della vita e scienze
dell ’uomo; del Instituto Gramsci de Roma; de la Casa de la Cul­
tura de Milán y de la dirección de la Consulta de Bioética. Ac­
tualmente desarrolla un trabajo de difusión en Italia de la cultura
feminista en lengua española: ha presentado y prologado las si­
guientes obras: Clara Coria, II denaro della coppia (Roma, Edi-
tori Riuniti, 1994); Emilce Dio Bleichmar, Ilfemminismo dell’is-
teria, Milán, Cortina, 1994 y Silvia Tubert, La sessualitá femmi-
nile e la sua costruzione immaginaria, Roma, Laterza, 1996.
r

Indice
In t r o d u c c ió n .......................................................................................... 7

P rim era parte

LA MATERNIDAD

«Mira, Yahveh me ha hecho estéril». Anna Goldman-


Amirav .............................................................................. 41
La Madre, la Tierra. Nicole Loraux .................................... 53

S egun da parte

HISTORICIDAD DE LAS FIGURAS DE LA MADRE


Ser madre en la cuna de la democracia o el valor de la pa­
ternidad. Ana Marte......................................................... 73
Madres y nodrizas. Yvonne Knibiehler............................... 95

T ercer a parte

DEL MITO DE LOS ORÍGENES A LAS FIGURAS


SINGULARES
El mito de los orígenes. Silvia Vegetti-Finzi....................... 121
Un proceso sin sujeto: Simone de Beauvoir y Julia Kristeva,
sobre la maternidad. Linda M. G. Zerilli........................ 155
Las Madres de Virginia Woolf. Esther Sánchez-Pardo Gon­
zález .................................................................................. 189
C uarta parte

DE LA FAMILIA A LA POLIS
Posiciones amorales y relaciones éticas. Luciana Percovich ..
Aparecer con vida. Martha Inés Rosenberg......................
Q uinta parte

LAS MADRES EN LA ERA TECNOLÓGICA


Maternidady técnicas de reproducción asistida: unaperspec­
tiva psicoanalítica, C. Alda, R. Bayo-Borrás, N. Camps,
G. Cánovas Sau, M. Sentís y E. Sentís..........................
N ota so bre la s au toras /e s ...............................................................

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