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Roma, 1993. En el interior de la Basílica de San Pedro, un joven se topa con un reloj de
arena. Se agacha, da un salto hacia atrás, fotografía la imagen. Se trata de una imagen
paralizada, pétrea. La paraliza doblemente al tomarla, se detiene. No sabe que se trata
de la tumba de Alejandro VII, no sabe que la obra es de Bernini. Debería saberlo. Ni
siquiera miró de frente, al pedestal. Imaginó que estaba frente a un monumento, un
mausoleo, una tumba, pero no dio importancia a esa imaginación. Habría bastado con
leer para saber; sin embargo, sentía. Lo que le sucedió está suficientemente
documentado. Algunos lo llaman “éxtasis”; otros, “estupefacción”; los más pedantes,
“fruición estética”. (Los términos han de figurar entre comillas si el suceso y su
narración no coinciden en el tiempo).
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lo sumo, de una coalición de elementos susceptible de ser interpretada. De algún modo.
Sobre la marcha.
Veinticinco años después el hombre de cuyo joven aún puede acordarse rememora ese
instante. Cree verse dando un salto hacia atrás, agachándose. Alberga ciertas dudas
razonables sobre la naturaleza del pasmo, que empiezan por el hecho de que se
recuerda así: agachado, capturando una imagen que solo el tiempo revelará. ¿Se pasmó
de veras? ¿Acaso un suceso de estas características no exige la paralización de toda
empresa, incluidos los movimientos que permiten fotografiar un instante? Estas dudas,
y otras, convierten la fuente en un testigo poco fiable. La fuente, esto es: el joven. El
joven de cuyo rostro aún no puede olvidarse. ¿Quién es el testigo?, se pregunta el
hombre, ¿el joven o él? ¿No sigue siendo él, pese a todo, el testigo advenido del joven
que fue?
De repente, según lo escribe, cae en la cuenta de que es ahora, en esta hora, cuando el
suceso adquiere el sinsentido que le permite, a él, al testigo, procurar un significado a
lo que, probablemente, no sucediendo del todo, aconteció. Se las ingenia entonces, me
las ingenio, para que coincidan a destiempo el suceso y la narración. Es una industria
poco planificada, sin ser azarosa, el ingenio de la revelación. El genio de la memoria
tiende sus brazos a la imaginación.
No dudó de que debía captar esa imagen y posponer el pasmo para otra ocasión, quizá,
en la que él mismo, el joven, y su testigo, digamos que yo, coincidieran, pasado el
tiempo, y con el paso del tiempo como último testigo.
No recuerda el testigo si fue esa misma noche cuando Cejas, el hagiógrafo de la Obra,
lo condujo a un saloncito apartado. Quiere su memoria que el saloncito sea una
biblioteca; está seguro de que había, al menos, una librería y de que los libros eran
volúmenes encuadernados en forma rústica. Los anaqueles brillaban como esputos de
ángeles. Lo quiere su imaginación (porque los testigos imaginan). Recuerda que el
señor Cejas le sacó a relucir aquello de Unamuno: que si hambre de Dios, que si sed de
razón, o viceversa. Y que el joven, entre cándido y arrogante, le espetó que mal estaba
vender el alma al diablo, pero que a Dios ¡ni pensarlo! Ahora no está el testigo seguro
de haber acertado en la respuesta. Quién sabe lo que puede hacer Dios con un alma
vendida y dispuesta, no obstante, a hacer bien su trabajo. Entre tanto calzonazos
espiritual tal vez un poco de arrogancia sea grata a los ojos ciegos del Supremo.
Arriba, la solemnidad del oratorio. Debajo, el tiempo implacable. Entre medias, en una
línea imaginaria, vertical e imperceptible, la señal del madero filosófico (sin el
travesaño que marca la diferencia, el cruce, entre lo visible y lo invisible, las
consecuencias y las intenciones, lo de aquí y lo de allá). Y así pasaron los años,
enseñando a los jóvenes, más jóvenes que el joven de San Pedro, a persignarse en pos
de una coherencia trascendental. ¡Levantaos! “En el nombre de lo que se piensa”, y se
tocaba la frente con el pulgar; “en el nombre de lo que se dice”, y se tocaba los labios;
“en el nombre de lo que se siente”, y se tocaba el corazón; “en el nombre de lo que se
hace”, y extendía las manos con las palmas hacia arriba. ¿Por qué así? ¿Por qué no
mostrando los puños? ¿Por qué no una mano abierta y la otra cerrada? ¿Por qué hacia
delante y no hacia atrás? El testigo sospecha que se trata del corazón. Del corazón del
joven que todavía late en el pecho del testigo. Pero tal vez se trate de otra sospecha
autoindulgente. (Demasiado “no”: el testigo y el joven lo sabemos). Falta un órgano
principal: el estómago. En el nombre de lo que nos reconcome.
Las virtudes que rodean a las dos figuras principales, el pontífice y la muerte, no
aparecen en la imagen. (Un joven está en proceso de adquirirlas, las virtudes, si no las
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ha perdido del todo). ¡Caridad!: protección. ¡Verdad!: desnudez. ¡Prudencia!: un cierto Sí, acepto No acepto, quiero av
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continua postergación son el componente secular de la historia. Son medios respecto a
dos fines, a dos gestos: el gesto de la oración, de la elevación, y el gesto broncíneo, con
alegrías doradas, que pone fin al esfuerzo, al repliegue y a la emulación. La muerte es
la costilla rota del tiempo. Y, de esa pieza sempiterna, nace el espacio. Un espacio de
tiempo.
Sabe el testigo que las virtudes se construyen y destruyen al ritmo de la vida. Los
valores son las ratas que sobrevivieron al último ataque contra el acorazado
Conciencia. Si no abandonaron el barco, ellas las primeras, fue porque conocían su
destino fuera de él: el ahogamiento, la congelación, las fauces del tiburón soberano.
¡Caridad!, te ahogas a cincuenta millas de la costa. ¡Verdad!, dejaste de adecuarte al
entendimiento de las cosas. ¡Prudencia!, te convertiste en argucia. ¡Justicia! ¿Justicia?
Los valores son los roedores últimos del árbol del Bien y del Mal, con ciencia o sin
ella. Domesticados y mercantilizados, mudaron su piel frutal para convertirse en
bellotas. Una ardilla es una rata con buena conciencia.
¡No apabulles al joven! ¿Por qué hacerle saber, a estas alturas, lo poco que sabes o
cuánto has olvidado? ¿Le darás un rosario de nombres? ¿Le hablarás de Hegel? El
joven no había resuelto aún la lectura, el estudio del fin (réquiem) con que dan
comienzo las filosofías de la Historia. Ya barruntaba que la Historia es, además de un
error, un pasatiempo burdo, impropio de mentes entregadas a lo verdadero, lo bueno, lo
bello. (La Historia: no la historia de la Filosofía, o la sombra de esa historia; no la
historia del Arte, cuya mayúscula menudea; no la historia del Ajedrez al que juegan las
damas; no la historia de las Creencias no objetivadas o socialmente fracasadas; no la
historia de las diosas irreductibles al Padre y Señor de los entes, arregazadas en los
pechos de la memoria. Demasiados no). ¿Le hablarás de Simone Weil? ¿Con qué manos
agrietadas? ¿De Ibn Rushd o de Sigerio? Te faltan dobles verdades, te sobra una
bravata. ¿De Celan en Mirabeau? No has emprendido el viaje decisivo, del que después
no se habla. ¿Vas a hablarle de Kant? Categóricamente, mejor te callas. El joven sabe
más que tú (recuerda la mirada atigrada de Wojtyla). No lo intentes, testigo. O a la
condena le seguirá tu ejecución, sin corredor de la Suerte. Y no será una pena. No hay
pena sin alma.
* * *
Roma, 1993. Un año antes, en Los Ángeles, San Pedro entrega las llaves de la ciudad a
latinos, negros y coreanos. En la licorería del cielo, brinda espirituoso el cuerpo de
policía. (La obra de arte es un fractal, un disturbio que emula lo que oculta: la guerra.
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Veinticinco años después, la tumba de Alejandro VII se antoja solo un nombre. Bernini
se antoja un nombre. Roma es un nombre al que todos los nombres conducen, sin saber
adónde. El esqueleto sigue ahí, alado y desangelado, mientras la muerte no lo separe de
su propia muerte. El reloj sigue ahí, mientras el espacio no pierda su última batalla
contra el tiempo. Permanecen la tela que separa el mundo del submundo y el gesto
ultramundano que impacienta a la piedra, y al revés, al que la piedra eterniza, perpetúa
a la medida del hombre, según la talla de su mirada, en una composición que es a la vez
dolorida, casi desesperanzada, y trascendente, casi demostrativa. La vida está tranquila
(el orante); la muerte está inquieta, pero segura de sí misma. Sigue ahí, sobre todo, la
calavera ausente. En la hora en que se revela doblemente, vieja ya de nacimiento,
descolorida, desazonada y feliz, la imagen que es su propio recuerdo; en esa hora que
es ahora, sigue el testigo en pie. ¡No! Arquea las piernas, se agacha, retrocede. Nunca
se niega lo suficiente... Llevas el ¡sí! muy adentro, joven de mi afuera. Concluye el
juicio, a la espera de sentencia.
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