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La idea parece ser la siguiente: hoy en día, si no eres víctima (real o

imaginaria) de algo o de alguien, estás civilmente muerto. Da igual


que la tropelía te la infligieran a ti en persona o a tus ancestros
remotos: en este último caso, heredas el prestigio de la cicatriz
primigenia, lo cual te aureola de una especie de santidad laica, de
una superioridad moral inatacable.

Creo que no hace falta poner ejemplos, pues están en la mente de


todos, y no quiero dejarme a nadie en el tintero, porque se sentirá
agraviado y le daré nuevos motivos para el lamento y la queja (por
cierto, ¿para cuándo elevarlo al rango de deporte olímpico?). Lo que
sí intuyo es cuál es el origen de este fenómeno sociológico: se
remonta al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando a raíz del
holocausto se fraguó una narrativa mítica, aunque no por ello menos
veraz (la del Pueblo perseguido), por la cual el haber sido pisoteado
históricamente dejaba de ser una afrenta para convertirse en una
baza con la cual obtener réditos de todo tipo, y en primer término
morales.

Desde la constitución del Estado de Israel, como consecuencia de la


reparación por los estragos sufridos por el pueblo judío, la retórica de
la victimización (insisto: real "o" imaginaria) ha ido calando en las
estrategias de muchos grupos sociales atávicamente marginados o
directamente aplastados: mujeres, homosexuales, afroamericanos...
La lista no deja de crecer: así, por ejemplo, en Latinoamérica
consideran que los españoles actuales somos poco menos que
genocidas, aunque muchos de quienes nos acusan de ello sean
descendientes de los propios colonizadores.

En España, la espiral de la victimización está alcanzado


proporciones delirantes, de manera que los nietos de la Transición
dicen sentirse víctimas... ¡del franquismo, nada menos! Por culpa de
los crímenes de la dictadura perpetrados hace 50, 60, 80 años, los
demócratas no podríamos ser libres por completo, y viviríamos
oprimidos por la negra sombra del oprobio fascista.

Qué duda cabe que las víctimas de cualquier abuso se merecen todo
el apoyo de la mayoría social. Lo que no parece aceptable es que
con ello ciertos sectores traten de obtener ventajas mediante el
chantaje moral y la utilización torticera de métodos legítimos con
intenciones ilícitas.

Y es que cuando una estrategia social se revela rentable, ya nadie


está dispuesto a renunciar a ella: la última en subirse al carro ha sido
la Iglesia Católica, a la que (de la mano de asociaciones más o
menos civiles, como Hazte Oír) no le ha pasado desapercibido el
chollo que supone cosechar agresiones -verbales y físicas- por parte
de los activistas laicistas, para así acceder al nuevo Club VIP:
Víctimas Interesadas en Prosperar.

¡Qué lejos queda aquel tiempo en el que todo el mundo aspiraba a


ver reconocido su poder, su fuerza, su hegemonía! Como decía al
principio, en la actualidad lo que cuenta es... ser un perseguido, un
fracasado. No me extrañaría que, en breve, y a la vista de los
pingües resultados que están obteniendo ciertos colectivos con esta
táctica, se la apropien otros que -¡cómo dudarlo!- también
merecerían acceder al estatuto de víctimas: los zurdos, sin ir más
lejos.

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