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Mi cerebro en llamas
Su mente se convirtió en su mayor enemigo
Mi cerebro en llamas
Título original: Brain on Fire
ISBN: 978-84-17248-49-9
Depósito Legal: M-12457-2019
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Nota de la autora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 337
Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 341
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 353
C
omo consecuencia de la naturaleza de mi enfer-
medad y de los terribles efectos que ejerció en mi
cerebro, solo recuerdo algunos retazos de episodios
reales y alucinaciones breves, pero intensas, de los
meses en los que se desarrolla esta historia. La mayor parte de
ese tiempo es como una hoja en blanco o se muestra capricho-
samente confusa. Como soy físicamente incapaz de recordar lo
que pasó durante esos días, la redacción de este libro ha sido
un ejercicio que me ha servido para comprender todos los su-
cesos de los que no he sido consciente. Aprovechando algunas
técnicas que he aprendido en mi trabajo como periodista, he
conseguido utilizar todas las pruebas de que disponía —cientos
de entrevistas con médicos, enfermeras, amigos y familiares;
miles de páginas de historiales médicos; el diario que escribió
mi padre sobre este período; el cuaderno de bitácora que mis
padres emplearon para comunicarse entre ellos, porque están
divorciados; algunos fragmentos de imágenes de vídeo graba-
das por las cámaras del hospital durante mi estancia en él, así
como varios apuntes con anotaciones sobre los recuerdos, las
consultas y las impresiones—, con objeto de volver a recrear
ese pasado que me resulta tan esquivo. He modificado algunos
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A
l principio, solo
hay oscuridad y silencio.
«¿Tengo los ojos abiertos? ¿Hola?».
No soy capaz de distinguir si estoy moviendo la
boca o si mis preguntas llegan a oídos de alguien.
Está demasiado oscuro como para verlo. Parpadeo una, dos,
tres veces. Me invade un presentimiento sordo en la boca del
estómago. Eso sí que soy capaz de identificarlo. Mis pensa-
mientos se traducen lentamente en palabras, como si los sacara
de una olla de melaza. Me sobrevienen las preguntas palabra
por palabra: ¿Dónde me encuentro? ¿Por qué me pica el cue-
ro cabelludo? ¿Dónde están todos? Entonces aparece poco a
poco el mundo que me rodea, al principio como si lo hicie-
ra a través de un minúsculo agujero, cuyo diámetro se fuera
expandiendo cada vez más; luego, los objetos comienzan a
emerger de la oscuridad y se van volviendo más nítidos. Al
cabo de unos segundos los empiezo a reconocer: un televisor,
la cortina, la cama.
De inmediato comprendo que tengo que salir de aquí. Me
abalanzo hacia adelante, pero noto que algo impacta contra
mi cuerpo. Mis dedos encuentran un grueso chaleco de malla
rodeando la cintura que me sujeta a la cama como si fuera
—¿cuál es la palabra?— una camisa de fuerza. El chaleco está
atado a dos rieles laterales de frío metal. Rodeo con las manos
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P
osiblemente, todo comenzó con la picadura de
una chinche, de una chinche que jamás existió.
Una mañana me desperté en mi apartamento y
encontré dos puntos rojos sobre la gran vena azula-
da que me atraviesa el brazo izquierdo. Corrían los primeros
meses de 2009 y la ciudad de Nueva York estaba infestada de
chinches. Las podías encontrar por todas partes: en las ofici-
nas, en los comercios, en los cines y hasta en los bancos de
los parques. Aunque nunca he sido una de esas personas que
se preocupan fácilmente, llevaba dos noches seguidas soñan-
do con la invasión de una colonia de chinches que medían
un dedo de largo. Mi inquietud tenía bastante lógica, aunque
después de inspeccionar a fondo mi apartamento, no logré en-
contrar un solo bicho ni hallé ninguna prueba de su presencia.
Solo estaban esas dos picaduras. Incluso llamé a un extermi-
nador para que revisara mi apartamento, un tipo de rasgos
hispanos saturado de trabajo que peinó toda la casa, levantó
mi sofá cama y alumbró con una linterna algunas zonas que
hasta entonces nunca se me habría ocurrido limpiar. Me ase-
guró que en mi estudio no había ni un solo insecto, pero, como
no acababa de convencerme, le pedí que volviera otro día para
que lo fumigara a fondo. A su favor debo reconocer que me
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nos días después, cuando desperté, relajada y con-
tenta, en la cama de mi novio, la migraña, la reu-
nión y las chinches parecían haberse convertido en
un lejano recuerdo. La noche anterior había llevado
a Stephen para que conociera a mi padre y a mi madrastra, Gi-
selle, a su magnífica casa de piedra caliza de Brooklyn Heights.
Aquello supuso un gran paso en nuestra relación de cuatro
meses. Stephen ya conocía a mi madre —mis padres se habían
divorciado cuando yo tenía dieciséis años y yo siempre había
estado más cerca de ella, así que la veíamos con más frecuen-
cia—, pero sé que mi padre a veces intimida bastante y lo cierto
es que nunca habíamos tenido una relación demasiado estrecha.
(Aunque llevaban más de un año casados, papá y Giselle nos
habían dado a mi hermano y a mí la noticia de su matrimonio
hacía solo unos meses). Pero disfrutamos de una cena cálida y
agradable: deliciosa comida acompañada de buen vino. Stephen
y yo nos marchamos convencidos de que la velada había sido
un éxito.
Aunque posteriormente mi padre me confesó que durante
ese primer encuentro había considerado a Stephen más como
un ligue pasajero que como una pareja para toda la vida, yo no
estaba en absoluto de acuerdo. Es cierto que llevábamos poco
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Carota
L
os pinchazos en la mano, que persistieron con insis-
tencia durante varios días, no me preocuparon tanto
como la sensación de culpa y desconcierto que me in-
vadió por mi forma de comportarme en la habitación
de Stephen aquel domingo por la mañana. Al día siguiente, en
el trabajo, recurrí a la ayuda de la editora de reportajes, Mac-
kenzie, una amiga que a veces es tan primitiva como un perso-
naje de Mad Men.
—He hecho algo que está muy mal —le confesé cuando
nos encontrábamos en el exterior del edificio de News Corp.,
acurrucada bajo un saliente y envuelta en un abrigo de invierno
que no me quedaba nada bien—. He estado husmeando en la
casa de Stephen y he encontrado muchas fotos de una antigua
novia. Revisé todas sus cosas. Era como si estuviera poseída.
Me dedicó una media sonrisa inteligente y se apartó el pelo
de los hombros.
—¿Y eso es todo? Oye, tampoco es tan malo.
—Mackenzie, es una locura. ¿Crees que los anticonceptivos
me están provocando cambios hormonales?
Recientemente había empezado a usar el parche.
—Oh, venga ya —contestó—. Todas las mujeres, especial-
mente las neoyorquinas, se comportan así, Susannah. Somos
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El luchador
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ononucleosis. Fue un alivio encontrar una
palabra para describir la causa de mi tortura.
Aunque me pasé el sábado en la cama sintien-
do lástima de mí misma, la noche siguiente re-
uní las fuerzas suficientes para acudir con Stephen, su herma-
na mayor, Sheila, y su esposo, Roy, a un concierto que daba
Ryan Adams en una ciudad cercana llamada Montclair. Antes
del espectáculo, hicimos una parada en un pub irlandés y nos
sentamos en el comedor debajo de una antigua lámpara de
araña que proyectaba pequeños destellos de luz. Pedí pescado
y patatas fritas, aunque simplemente imaginar el plato ya me
resultaba insoportable. Stephen, Sheila y Roy charlaban ani-
madamente mientras yo estaba ahí sentada, sin pronunciar
palabra. Solo había visto a Sheila y a Roy unas cuantas veces
y odiaba imaginar qué impresión les estaría causando, pero
no lograba despertarme para unirme a la conversación. Se-
guramente piensan que no tengo personalidad. Cuando llegó
mi pescado con patatas fritas, inmediatamente me arrepentí
de haberlo pedido. El bacalao, empanado con un grueso re-
bozado frito, parecía emitir destellos. La grasa que lo cubría
brillaba con fuerza a la luz del candelabro. Las patatas fri-
tas también parecían estar repugnantemente grasientas. Fui
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