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El artificio

ANDRÉS HAYE

La diferencia entre arte y vida ha sido el problema cardinal del arte moderno, si no de la
modernidad en general. La «modernidad» artística se propone como tarea borrar esa
diferencia: hacer de la vida humana una obra de arte, y de las obras de arte la materia de la
experiencia cotidiana. La vanguardia quiere aunar en una sola operación política la lucha
por recuperar al mundo de su falta de gracia, de su alienación, y la lucha por devolverle su
derecho al arte a los que, fuera de los círculos privilegiados o privados de investiduras de
autoridad, hasta ahora habían sido excluidos de la belleza.
Pero los últimos coletazos de este iluminismo estético dejan entrever el peligro que
desde siempre acechó tras las felices bodas entre arte y vida, que tanto persiguieron y
prometieron los modernos.1 Para ejemplificar este punto, podría analizarse –si no hacemos
referencia al fracaso de los proyectos de un «arte proletario»– el caso de las vanguardias en
la plástica o en el teatro, específicamente las prácticas de la instalación y las acciones de
arte; sin embargo, el caso de las vanguardias literarias resulta más paradigmático en la
medida que la fusión entre logos y praxis sigue siendo el corazón de toda vanguardia. Así,
sólo por recurrir a un contexto literario familiar, la antipoesía nace para devolverle lo
mundano a la poesía y, con ello, hacer aparecer lo poético del mundo. Y esto mediante una
estrategia demasiado simple: decir las cosas como son. Pero en su intento por borrar la
diferencia que separa al arte de la vida –de superar la oposición entre un arte abstracto y
una vida agónica con la finalidad de hacerse cargo poéticamente de esta agonía–, terminó
dejando al lenguaje cotidiano sin referencia alguna más allá de su autorreferencia,
condenándolo a las contingencias de una vida que, clausurada sobre su propia agonía,
quedó sin alteración posible. La tradición antipoética, traicionando su impulso
emancipatorio, convierte a la poesía, a la vida y al lenguaje en un absoluto indiferenciado,

1 Acerca de la dialéctica del iluminismo estético, véase Bürger, P., Teoría de la vanguardia.
Barcelona, Península, 1987; Welmer, A., Acerca de la dialéctica de modernidad y postmodernidad.
La crítica de la razón después de Adorno. Madrid, Visor, 1992 . El artículo de Cristián Jiménez, El
gólem de Kubrick, en este mismo volumen, discute precisamente acerca de esta dialéctica del
iluminismo estético en el contexto del cine.

1
en la medida en que disuelve, en la palabra, toda alteridad. Tampoco el arte posvanguardista
escapa a esta dialéctica, aunque en este caso no se trate ya de ningún «iluminismo» y el
tono emancipatorio se haya convertido en kitsch, como lo demuestran las expresiones
tardías de la misma antipoesía.
Una reflexión actual acerca del sentido de la poesía todavía tendría que hacerse cargo de
la diferencia entre lenguaje poético y cotidiano. Es decir, aún tendría que plantearse en
términos teológico-políticos. En esta distinción el iluminismo estético ve reminiscencias de
una metafísica de la trascendencia; pero el problema en sí mismo ha obligado también a la
«modernidad» artística a pensarse en términos de redención.
El estado actual de la cuestión –si se sigue la «lógica» interna de esta dialéctica– sugiere
un camino repleto de dificultades: habría que levantar al arte como alteridad de la vida. Una
alteridad capaz de irrumpir la autorreferencialidad del lenguaje, al modo de un espía que,
bajo la forma de la palabra cotidiana, permita infiltrarse en este mundo al Otro mundo. Con
ello se pretende ganar la batalla simultáneamente en dos frentes opuestos, sabiendo que en
el fondo son uno y el mismo enemigo. Por un lado, contra su eventual anulación en
Auschwitz: contra la posible imposibilidad de que la poesía remita a la verdad dentro de un
mundo que ha perdido ya toda remisión a la verdad. Por otro lado, contra su autonegación
«antipoética»: contra su reducción al ejercicio meramente lúdico de un lenguaje cotidiano
necesitado de redención.
Aún debemos plantear esta posibilidad en general, es decir, más allá del dominio
literario, hasta comprender la relación más amplia entre arte y vida –y justamente porque
aquél ha querido dominar esta relación–. Pero ya puede advertirse que, así vistas las cosas,
la diferencia entre arte y vida se vuelve más problemática, porque la pregunta acerca de
cómo podemos usar el arte para liberar al mundo es ya el enemigo. Sin embargo, bastaría
infligirle una leve inflexión a aquella pregunta para transformarla en otra radicalmente
distinta: ¿qué le hace el arte a la vida, mediante qué operaciones de arte es posible o
necesario el vínculo entre arte y vida? En otras palabras: ¿en qué consiste el artificio?
Del artificio decimos a veces que es artificioso, artificial o artesanal, como un truco o
simplemente algo construido por los hombres. ¿En qué consiste, por tanto, el truco
mediante el cual el mundo deviene humano? Nuestra hipótesis: este truco de arte, que no es
sino el arte de trucar, es la metáfora. Pero ¿en qué consiste este artificio de la metáfora, vale

2
decir: qué le hace el arte a la vida mediante las metáforas?

La significación de la metáfora

Aristóteles ha dejado dicho, en su Poética, que la metáfora consiste en dar a una cosa el
nombre que le pertenece a otra, por lo que se produce un desplazamiento del sentido de ese
nombre.
La cuestión principal que hay que resolver es, sin duda, si acaso esta definición no es
ella misma una metáfora. Pero, ¿cómo saberlo?
La noción de la metáfora ocupa una curiosa posición dentro de nuestro registro
conceptual, puesto que si efectivamente acontece alguna vez algo así como un
desplazamiento de sentido, entonces la propia remisión a tal desplazamiento bien podría
estar desplazada de su referencia originaria sin que nosotros podamos notarlo. Aunque
pudiéramos cerciorarnos de todas nuestras referencias, de todos modos nunca podríamos
hacerlo en el caso de la noción de la metáfora. Y si esto es así, es decir, si el movimiento
del sentido no puede controlarse conceptualmente, entonces jamás podemos asegurarnos
que todo el resto de nuestras referencias no están siempre desplazadas.
«Dar a una cosa el nombre que le pertenece a otra»: ¿es esto mentir? –podríamos
preguntar siguiendo la sospecha de quienes quieren limpiar al arte de todo juego metafórico
insistiendo en su función encubridora–. De otra manera: ¿qué tiene de engañoso el artificio?
Nuestro oído entiende lo artificioso como lo arreglado para parecer en forma distinta a lo
que verdaderamente es, lo falto de naturalidad, y lo artificial como aquello construido a
espaldas de la naturaleza, lo fingido. Mentir siempre consiste en que alguien le ocultó a otro
la verdad, una verdad que aquel conocía de antemano, haciéndole parecer algo que no era.
El que fue engañado se constituye como tal, por decirlo así, hacia atrás, en relación con el
pretérito de la mentira, y sólo puede curarse, recuperar su orgullo o limpiar su nombre,
cavando en el pasado, interviniendo tumbas, reviviendo a los fantasmas que un día
opacaron la verdad, o simplemente olvidándolos desde siempre. Aquí la cuestión de la
verdad consiste en un hechizo o en un caserío de brujas.
Pero nada de esto ocurre con las metáforas. Nadie fue burlado y, particularmente, la
verdad no se encuentra en el pasado, puesto que la verdad que se abre con la metáfora
nunca se tuvo de antemano. Esta verdad no es una naturaleza sobre la cual se ha edificado

3
un disfraz que la falsea, sino precisamente lo despejado con tal edificación. En efecto, las
metáforas son siempre el modo en que aparece lo nuevo. Dar a una cosa el nombre que le
pertenece a otra significa, ante todo, que algo es suplantado por otra cosa. Juego eterno de
suplantaciones que transfigura aquello que es puesto allí donde antes estuvo otra cosa. Lo
que importa en la metáfora no es nunca aquello que ha dejado su lugar, sino el propio
cambio de lugares, la resignificación continua, el acontecimiento de una nueva referencia.
Por tanto, el parentesco ha de trazarse más bien entre las metáforas y la representación
en general. No sería muy conveniente decir que las representaciones mentales, lingüísticas
o conceptuales, que siempre consisten en que algo es suplantado por otra cosa, son
esencialmente mentiras, o bromas. Pero tal vez sería exacto tratarlas como metáforas,
precisamente en la medida en que hagamos primar al movimiento del sentido por sobre la
adecuación a una referencia originaria, como la esencia de la significación. Aunque sin
duda las metáforas no son idénticas a tales representaciones en general, es la naturaleza
misma de éstas lo que está en juego cuando preguntamos por aquéllas.

L a m e c á n i c a d e l a r t i l u g i o y s u s e c re t o

Una metáfora es un dispositivo creado artesanalmente y con cierto ingenio o tacto, que
produce una circulación de signos y referencias incontrolable. Si fijamos los nombres, las
cosas comienzan a sustituirse las unas a las otras. Y si detenemos el movimiento de las
cosas vemos que los nombres comienzan a saltar de una cosa a la otra. Pero no podemos
estabilizar uno de los dos movimientos para adivinar con sus coordenadas la posición del
otro, porque la única mano del entendimiento ha sido siempre cómplice de tal malabarismo.
Se ha entrenado en el arte de las mutaciones precisamente para sorprender al ojo. En otras
palabras: el trucarse entre sí de los signos y las referencias, conforme a la noción de la
metáfora, tiene su truco.
Sin embargo, el hecho que jamás podamos cerciorarnos acerca de si esta noción es o no
ella misma una metáfora, o de controlar al mismo tiempo la circulación de los signos y sus
referencias, no implica que también seamos incapaces de construir o de interpretar las
metáforas. Por el contrario, esta transferencia de nombre en que consiste la economía
metafórica puede ser llevada a cabo de varias maneras, según el tacto o el ingenio del
artífice, pero no de cualquier manera: según el filósofo la metáfora debe ser

4
normativamente adecuada, debe corresponder con justeza a la cosa significada en función
de una regla de transferencia. En virtud de la necesaria complicidad del entendimiento, hay
siempre una racionalidad en la metáfora de acuerdo a la cual puede interpretarse y
construirse en principio por cualquiera.
Según la «mecánica clásica» de la metáfora, la analogía es la estructura fundamental de
las múltiples maneras en que ésta puede llevarse a cabo. Consecuentemente, la psicología
contemporánea entiende a la metáfora como una comparación en que el conectivo de
comparación «como» se ha dejado implícito, y precisamente de tal omisión resulta su aura
característico. El efecto de esta omisión es una "similitud no literal [...], una proposición
que establece una similitud entre dos términos conceptuales que aparentemente nada tienen
que ver entre sí".2 Pero, con miras a contrapesar o, si se prefiere, justificar esta apariencia
anómala e irracional de la metáfora, se postula que "la adecuación de una expresión
metafórica depende de los parámetros de similitud", 3 o sea, de la semejanza entre las
posiciones relativas, en sus respectivos y distintos dominios semánticos, de los signos
suplantante y suplantado en la metáfora.
En este intento de encuadrar la mimesis dentro de los marcos de la lógica se refleja hasta
nuestros días la tradición aristotélica de pensar a la metáfora, según el modelo de la
analogía, como una comparación que aparentemente transgrede las costumbres del habla
normal, pero que en el fondo se basa en procesos lógico válidos. En este sentido, una
expresión es metafóricamente adecuada cuando, tomada literalmente, corresponde de
alguna manera no acostumbrada, sorpresiva, a un razonamiento (secretamente) consistente.
El truco de este artilugio, el secreto que la inteligencia descubre como fundamento de esta
disociación constitutiva de la metáfora entre transgresión aparente y rectitud lógico-
normativa, es guardar el secreto. El artífice de la metáfora no dice lo que hace: compara una
cosa con otra, pero luego omite explicitar el «como» de la comparación y los parámetros
que la rigen, de tal manera que resulta una aparente suplantación enigmática entre las cosas.
Lo que distingue al artífice de metáforas no radica en la peculiar manera de articular
lenguaje y pensamiento, sino en que la calla.

2 Véase De Vega, M., Introducción a la psicología cognitiva. Madrid, Alianza, 1984.


3 Véase el «Modelo de Similitud Dimensional»: Tourangeau, R. y Stemberg, R. J., Aptness in
metaphor, Cognitive Psychology, 13, 1981, págs. 27-55. Para una discusión más reciente: Getner,
D. y Markman, A., Structure mapping in analogy and similarity, American Psychologist, 52, 1997,
págs. 45-56.

5
La representación del artífice que esta tradición nos transmite es la figura del alquimista,
del inventor loco o del brujo. Un hombre oscuro, insondable, nunca un hombre cualquiera,
que hace oscuros movimientos con la mano de su entendimiento, orientados a edificar una
extraña máquina, un artilugio complicado, limítrofe con lo absurdo pero admirable y
temible precisamente en virtud de su oculta racionalidad, sólo accesible a los iniciados. La
metáfora es pensada como una máquina que esconde en su corazón un fantasma.
Pero se trata de una máquina extraña, que no trabaja para este mundo como las demás,
que está separada de la poiesis. Y en esto radica el aura que le es propio. Del mismo modo,
el artífice, como alquimista o como brujo, tiene el poder de mirar bajo el agua precisamente
porque se trata de un hombre abstracto, «libre», desgajado de los procesos de producción
social. Al callar acerca del secreto que la constituye, el artista y su obra se elevan por
encima de la vida cotidiana, hacia un espacio de libertad e inutilidad: más allá de las
coacciones del mundo y su contingencia.4
Esta tropología del artilugio y su secreto –sobre la cual descansa la noción de la
metáfora– merece toda nuestra desconfianza, ante todo cuando se distingue tan limpiamente
entre lógica y apariencia. La racionalidad contenida en la metáfora no es, para esta
tradición, solamente un principio general de articulabilidad o inteligibilidad, sino una
racionalidad oculta, un logos que se distingue a sí mismo del efecto retórico como el
soberano que, para mantener su dominio sobre la ciudad, se resguarda del tráfico mundano.
Esta distancia que separa la lógica de la apariencia, tanto como al artífice del público, es el
fundamento de ese desinterés con que se nos recomienda apreciar una obra de arte, vale
decir, de la desconexión entre el arte y la producción social de la vida.

Po l í t i c a d e l a t r a d u c c i ó n o l ó g i c a d e l a s s u s t i t u c i o n e s

Entre la apariencia mágica de la metáfora y su rectitud lógica, la sustitución del «como» por
el «es» abre un abismo que se resuelve mediante la traducción de la expresión metafórica a
un enunciado literal. Y una metáfora no es adecuada precisamente cuando su traducción
literal ya no puede ser interpretada como una analogía: lo que parece una metáfora debe ser
una sustitución de signos basada en cierta similitud de sus referencias literales. Así como el
principio de identidad es el fundamento del pensar, conforme al modelo de la analogía la
4 Véase Trías, E., El artista y la ciudad. Barcelona, Anagrama, 1983.

6
similitud es el fundamento de toda metáfora. Pero ¿qué significa, en última instancia,
«similitud»? ¿Se trata nuevamente de una metáfora? Tal similitud se define siempre por una
comparación –gesto fundamental de la lógica– realizada según el «pensamiento literal»,
según la literalidad de la lógica, y no mediante un pensamiento propiamente metafórico.
Para explicar la metáfora como una comparación Burke5 usa el modelo de la perspectiva:
la metáfora es un artificio para ver algo en términos de algo diferente, conceptualizar una
clase de experiencias en términos de una clase distinta de ellas. Una experiencia dada, a la
cual estaríamos habituados, de pronto es enfocada a través de otra experiencia; lo
sorpresivo de la metáfora radicaría entonces en el extraño ángulo desde el cual es abordado
lo que ya conocíamos sin sorpresa. Con la metáfora, tal como propone Black, 6 se piensa
algo ya sabido con nuevos instrumentos, es decir, de una manera novedosa. También la
psicología cognitiva se ha aprovechado de esta teoría de la comparación para tratar a las
representaciones mentales como metáforas.7 El sistema conceptual funciona –se nos dice–
como una lente: permite proyectar la experiencia asociada a un concepto elemental,
atómico o literal (que se define en sus propios términos) sobre la experiencia que se asocia
a un concepto abstracto, molecular o metafórico (es decir, que requiere del auxilio de otros
conceptos para su definición). Esta lente determina nuestro modo del ver el mundo, pero no
afecta al mundo mismo, puesto que la experiencia de uno y de otro tienen que haberse dado
previamente.
Dos son los supuestos básicos que sostienen esta teoría: primero, que la referencia de la
metáfora tiene una existencia anterior a –o independiente de– la sustitución de la
perspectiva con que se la observa, y que no es alterada por esta sustitución; segundo, que
una determinada experiencia puede traducirse en términos de otra. Pero si acaso existe
alguna diferencia entre las representaciones en general y las metáforas como caso
particular, es que éstas nunca se refieren a objetos que ya conocíamos de antemano y,
precisamente por ello, no son traducibles al lenguaje de los objetos habituales. Sin
embargo, esta tradición de pensar la metáfora desde los marcos de la lógica contiene un

5 Véase las ideas que presenta particularmente en Grammar of motives y en Rethoric of motives,
citados en Rivano, J., Perspectivas Sobre la Metáfora. Santiago, Editorial Universitaria, 1986. Págs.
36 y ss.
6 Black, M., Models and metaphors: studies in languages and philosophy. New York, 1962.
7 Lakoff, G. y Johnson, M., La estructura metafórica del sistema conceptual humano, en D. Norman
(Ed.), Perspectivas de la Ciencia Cognitiva (págs. 233-247). Barcelona, Paidós, 1987; Gibbs, R. W.,
The poetics of mind. New York, Cambridge University Press, 1994.

7
momento de verdad que tenemos que subrayar: las metáforas son una operación del logos y
como tales tienen que ver esencialmente con el conocimiento, puesto que consisten en una
especial significación y no simplemente en una ornamentación de la cual se podría
prescindir.8 Esta relación con el conocimiento se ha entendido –siguiendo el ejemplo de la
función que cumplen las metáforas en los procesos de descubrimiento y teorización
científica– en un sentido pragmático, es decir, considerando el poder de las metáforas para
generar una reestructuración cognitiva, así como para mantener ciertos patrones de
comportamiento.9 En este sentido las metáforas son operaciones reales en el mundo, puesto
que, al ser constitutivas del conocimiento científico y cotidiano, orientan nuestra acción.
Sólo que ese conocimiento nunca se tiene previamente ni tampoco puede traducirse a lo
previo.
Rescátese –como acto metafórico por excelencia– el sentido etimológico de «meta-
fora»: llevar más allá. Si es permitido poner la cuestión en términos estrechamente
gramaticales, la metáfora no consiste en ver al sujeto del enunciado desde la perspectiva de
otro –con el cual guarda semejanza conforme al orden del habla literal–, sino en ver otra
cosa, algo literalmente invisible, literalmente innombrable, desde una nueva perspectiva
que no está determinada por la del sujeto –literalmente interpretado– ni de su semejante, ni
tampoco por la del predicado. Invirtamos la proposición de Black: con la metáfora se
conoce algo nuevo con instrumentos viejos.
Rescátese ahora la fórmula de San Agustín: «literalmente absurdo, metafóricamente
verdadero». Esto sugiere que la pretensión de sentido y de verdad de la metáfora sólo puede
captarse desde un pensamiento propiamente metafórico, mediante una «interpretación

8 El potencial cognitivo de las metáforas es estudiado por la psicología en términos de modelos


acerca del razonamiento inductivo, categorización, solución de problemas y aprendizaje mediante
analogías. Véase, por ejemplo, Getner, D. y Holyoak, K. J., Reasoning and learning by analogy.
Introduction, American Psychologist, 52, 1997, págs. 32-34, texto que ofrece un breve resumen de
las principales líneas de investigación en el área; Getner y Markman, op. cit.; Kolodner, J. K.,
Educational implications of analogy. A view from case-based reasoning, American Psychologist, 52,
1997, págs. 57-66; Gick, M. L. y Holyoak, K. J., Analogical problem solving, Cognitive Psychology,
12, 1980, págs. 306-355.
9 Véase Lakoff, G. y Johnson, M., op. cit.; Barker, P., Using metaphors in psychotherapy. New York,
Brunner/Manzel, 1985; Getner, D. y Getner, D. R., Flowing waters or teeming crowds: mental
models of electricity, en D. Getner y A. L. Stevens (Eds.), Mental Models (págs. 99-129). Hillsdale,
Erlbaum, 1983; Spellman, B. A. y Holyoak, K. J., If Saddam is Hitler then who is Geoge Bush?
Analogical mapping between systems of social roles, Journal of Personality and Social Psychology,
31, 1992, págs. 307-346; Schön, D. A., Generative metaphor: a perspective on problem setting in
social policy, en A. Ortony (Ed.), Metaphors and Thought. Cambridge, Cambridge University Press,
1979.

8
metafórica»,10 conforme a la cual hay que tomar cada signo ya desplazadamente y no tal
como aparece en su lugar habitual. En cambio, la tropología del símil, que intenta a toda
costa comprender el efecto extracotidiano de la metáfora en términos de operaciones
lógicas, cotidianas o «normales», olvida que desde el punto de vista literal en que se
interpretan estas operaciones no se capta su sentido metafórico. Pongamos un ejemplo:

(a) "Una buena metáfora refresca el entendimiento".11

Sabemos que se trata de una metáfora porque su interpretación literal directa resulta,
más que falsa, extraña, exótica, incómoda, sorpresiva, innovadora. Efectivamente, se ha
transgredido allí un hábito lingüístico, puesto que «refresca» y «entendimiento» pertenecen,
bajo el estado de derecho de nuestra vida cotidiana, a contextos de uso distintos. Pero –
siguiendo el análisis de la mecánica tropológica– bajo esta aparente extrañeza e innovación
subyace una operación lógica válida, normal y consabida: se ha comparado o analogado el
«refrescar», propio del dominio del renovamiento del cuerpo, con el aliviarse o recuperarse
del alma, el «esclarecerse» del entendimiento. Y esta comparación se ha realizado bajo la
observancia de tres criterios de bondad12 de las expresiones metafóricas:
1. La maximización de la diferencia entre los dos dominios semánticos en juego que,
sin embargo, pueden vincularse en virtud de cierto solapamiento de atributos –
necesario para la inteligibilidad de la metáfora– entre «refrescar» y «esclarecer».
2. La minimización de las diferencias de posición de cada uno de estos signos dentro
de su respectivo dominio semántico.

10 Desde un enfoque hermenéutico, Paul Ricoeur ha defendido, al mismo tiempo contra la tradición
analítica y el posmodernismo, la pretensión de sentido y de verdad de la metáfora, proponiendo la
relativa autonomía de una tal «interpretación metafórica».
11 Wittgenstein, L., Observaciones. México, Siglo XXI, 1981. Pág. 13. Se trata de un aforismo
escrito en 1929.
12 Para una discusión acerca de los pretendidos «criterios de bondad», véase Anderson, R. C. y
Ortony, A., On putting apples into bottles. A problem of polysemy, Cognitive Psychology, 7, 1975,
págs. 167-180; Ortony, A., op. cit.; Tourangeau, R. y Stemberg, R. J., op. cit.; Keane, M. T.,
Ledgeway, T. y Duff, S., Constraints on analogical mapping: a comparison of three models,
Cognitive Sciences, 18, 1994, págs. 387-438; Holyoak, K. J. y Thagard, P., The analogical mind,
American Psychologist, 52, 1997, págs. 35-44.

9
3. Y la omisión de la partícula de comparación, que por fin permite transformar el
«una buena metáfora refresca el entendimiento» en su versión explícita: «una buena
metáfora como que «refresca» el entendimiento».

Al reconstruir nuestro ejemplo según estas reglas, el signo «refresca» –término


denominado «vehículo» de la metáfora,13 puesto que canaliza el desplazamiento del
sentido– se interpreta como uso figurado, y la metáfora original se hace lógicamente
equivalente a este otro enunciado:

(b) «Una buena metáfora esclarece el entendimiento».

Pero estas transformaciones tienen supuestos problemáticos que no se pueden soslayar.


En primer lugar, aquella equivalencia lógica entre (a) y (b) se supone condición suficiente
de la equivalencia semántica. Pero, según San Agustín, la metáfora consiste en decir una
cosa con la intención de decir otra, de tal modo que se hace un empleo oblicuo o figurado
de las palabras. Si la metáfora no es un mero ornamento del cual podemos prescindir,
entonces con el uso figurado del vehículo efectivamente se dice otra cosa, se va más allá
del sentido literal. Al nivelar los accidentes semánticos mediante la lógica de las
sustituciones, se depura la expresión de su apariencia extraña a costa de perder la
oblicuidad de su sentido. Decir que una buena metáfora refresque o esclarezca el
entendimiento no da lo mismo, puesto que de cualquier modo se dice algo más que una
similitud.14
En segundo lugar, se supone que al usarse «refresca» figuradamente, los demás términos
de la expresión quedan inalterados en su significación. Pero, ¿«buena metáfora» y
«entendimiento» significan lo mismo en (a) y en (b)? La tropología, en su intento por
controlar el movimiento del sentido, de fijar uno de sus extremos para determinar al otro,
ha supuesto que un término –el vehículo de la metáfora– puede usarse figuradamente a
condición de que los otros términos mantengan su sentido literal; éstos sirven de pivote
para coordinar el movimiento, como un ancla en la literalidad sin la cual reinaría la

13 Richards, I. A., The phylosophy of rethoric. Londres, Oxford University Press, 1936.
14 Esto es lo contrario de la «hipótesis de cancelación», según la cual se anularían los atributos del
vehículo que no son relevantes para trazar la analogía. Véase Cohen, L. J., The semantic of
metaphor, en A. Ortony (Ed.), op. cit.; Anderson y Ortony, op. cit.

10
desorientación. Porque, si así no fuera, ¿cómo podríamos saber si el vehículo está siendo
usado figuradamente?
Sin embargo, «buena metáfora» y «entendimiento» no significan lo mismo en (a) y en
(b), puesto que con la metáfora no se produce sólo un desplazamiento del sentido del
vehículo sino también de los otros signos y sus conexiones. Se dice una cosa para decir
otra. En definitiva, se desplaza el sentido globalmente, o sea, se altera la estructura
semántica del enunciado en su conjunto, quedando la expresión sin apoyo alguno en la
literalidad desde el cual controlar el movimiento. Y tampoco el artífice de la metáfora
queda incólume con su edificación, cual sujeto autónomo que manipula signos
asépticamente; él es, en cambio, el primero que queda desplazado. Solamente haciendo
justicia a este efecto transfigurativo es que puede entenderse ese plus de significado que
hace de la metáfora una innovación semántica intraducible literalmente. Este plus de
significado es un hiato que separa a la metáfora del símil, un accidente que la lógica no
puede nivelar, puesto que no es otra cosa que lo disímil, lo inconmensurable del
desplazamiento general del sentido, frente al cual la lógica nunca se mantuvo neutral, ajena
o protegida. Con las metáforas, por consiguiente, la lógica pierde el control sobre sí misma,
suspende su propia legalidad, deja de ser sí misma.
Y en tercer lugar, se supone que al sustituir de vuelta «refresca» por «esclarece» el
problema queda saneado. Pero ¿qué significa «esclarece»? ¿No es esto de nuevo una
metáfora aun más oscura? En definitiva, ¿qué significa «literal»? Si la metáfora pudiera
traducirse a operaciones del habla literal, el contenido extracotidiano de la metáfora tendría
que haber podido expresarse literalmente la primera vez que la expresión se utilizó de modo
metafórico, lo cual presupone, en el inicio, un habla literal con significado extracotidiano.
Por eso la política de la literalidad ordena lo siguiente: «Para saber qué es lo literal no sigas
preguntándote por el significado hasta el infinito, detente allí si no quieres sucumbir al
movimiento incontrolable del sentido».
Lo peligroso es la movilidad del sentido, el tropismo que, según el filósofo, constituye a
la metáfora. Y la desesperada solución: asegurar la soberanía de la lógica sobre todo
movimiento y todo sentido. Pero al separar con este fin a la lógica del «efecto sorpresa»
mediante la misma lógica vuelta magia racional, la tropología termina negando su propia
intuición acerca del papel cognoscitivo de la metáfora y reduciéndola a simple adorno

11
retórico. El supuesto –decíamos– es que la propia lógica no se ve afectada por su
malabarismo. Ahora bien, si efectivamente la metáfora no se deja traducir al habla literal
sin perder su sentido, es porque la dependencia de un enunciado inusual con respecto al
empleo usual de las palabras de que se sirve, no es meramente formal sino que el empleo
usual y el inusual están implicados en una tensión mutua. 15 Esta co-implicación entre lo
literal y lo metafórico significa, ante todo, que no existe una literalidad externa a la
metáfora de la cual sujetarse y desde la cual orientarse frente al desplazamiento semántico –
como una estrella que guía el camino a través de la tormenta–, e incluso desde la cual
juzgar al desplazamiento semántico como tal.
La solución logicista al problema de la metáfora consiste en asegurar la traducibilidad de
lo metafórico a lo literal. Pero las distinciones entre lo literal y lo figurado, usual e inusual,
normal y anómalo, y entre lógica y retórica, no son anteriores a la metáfora, no son
determinaciones del sustrato ontológico sobre el cual la mecánica tropológica quiso fundar
la posibilidad de la metáfora. No son condiciones externas a la propia metáfora desde las
cuales ésta podría explicarse, sino que ellas mismas son metáforas. Es decir, estas
distinciones son precisamente aquello que se pone en juego en las metáforas.
Sin embargo, bajo el estado de derecho de nuestra lengua efectivamente siempre puede
distinguirse entre lo literal y lo metafórico. Lo que ocurre es que este estado de derecho y
esta distinción de derecho son, en cada caso, demarcaciones territoriales en un momento
particular dentro de un estado de excepción generalizado que afecta la relación entre
lenguaje y pensamiento. El estado de excepción es, precisamente, la metáfora, en cuanto
transgresión de la literalidad a la vez sorpresiva y comprometedora. Es, en definitiva, la
autosuspención de la propia literalidad.
La pregunta crucial del jurista es: ¿cómo puede un determinado orden legal suspender su
propia legalidad? Y ante ello se responde: por medio de una decisión soberana. 16 Pues ese
«¡detente allí!» ya no es una metáfora. La voz que dice «no sigas preguntándote por el
significado», que instaura la diferencia entre lo metafórico y lo literal –un interdicto más
originario que la misma prohibición del incesto–, ya no puede ser interpretada como una
metáfora más ni tampoco como enunciado literal, pues constituye la literalidad. ¿Desde

15 Ver Rivano, op cit., págs. 16 y 17.


16 Schmitt, C., Teología política. Buenos Aires, Editorial Struhart & Cía., 1985 (1922). "Soberano es
el que decide sobre el estado de excepción" (pág. 35).

12
dónde, entonces, suena esta voz inequívoca que, sin embargo, no es ni oblicua ni derecha?
En su Alicia a través del espejo, Lewis Carroll ha sabido plantear pedagógicamente la
cuestión en términos de un estado de excepción generalizado, a propósito de la cantidad de
días de no-cumpleños:

- ¡Y sólo uno para regalos de cumpleaños! Ya ves. ¡Te has cubierto de Gloria!
- No sé qué es lo que quiere decir con eso de «gloria» –observó Alicia.
Zanco Panco sonrió despectivamente.
- Pues claro que no..., y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que «ahí te he dado
con un argumento que te ha dejado bien aplastada».
- Pero «gloria» no significa «un argumento que deja bien aplastado» –objetó Alicia.
- Cuando yo uso una palabra –insistió Zanco Panco con un tono de voz más bien desdeñoso–
quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.
- La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas
diferentes.
- La cuestión –zanjó Zanco Panco– es saber quién es el que manda..., eso es todo. 17

La distinción imperativa entre lo literal y lo metafórico, entre lógica y apariencia retórica


tiene, en un primer sentido, el carácter político de la dominación. Como se ha sugerido, la
carísima traducibilidad de lo metafórico a lo literal, que no es otra cosa que la posibilidad
de la traducción en general, descansa en la represión de unas significaciones sobre otras a
partir del interdicto de la literalidad, vale decir, en una relación de dominación que busca
justamente dominar la doble movilidad del sentido.
El poeta sabe que "quienquiera que empuña el poder es también capaz de controlar el
lenguaje y no sólo mediante la prohibición de la censura sino también cambiando el
significado de las palabras".18 Sin embargo, lo que queremos afirmar –siguiendo al jurista–
es lo contrario: el control del lenguaje no es una posibilidad del que empuña el poder, sino
lo que define al poder mismo. Por eso la teoría moderna del Estado comienza con el
planteamiento de la relación entre arte y política:

La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo
17 Carroll, L., Alicia a través del espejo. Madrid, Alianza, 1973. Págs. 115-116.
18 Milosz, C., The novel lecture, The New York Review of Books, 5, 1981.

13
por el «arte» del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un
movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos
¿por qué no podríamos decir que todos los «autómatas» tienen vida artificial? ¿Qué es en
realidad el corazón sino un resorte, [...] y las articulaciones sino varias ruedas que dan
movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso? El «arte» va aún más lejos,
imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. 19

En este segundo sentido, más profundamente político que el del dominus, el artificio es
la operación eminentemente política de autoproducción mimética del hombre: la peligrosa
–y, por ello política– construcción de un hombre artificial mediante el cultivo artificioso de
la naturaleza humana. De aquí la relación implícitamente sugerida desde el principio de
nuestra exposición entre arte y técnica, que también Hobbes quiere enfatizar. Diríamos que
el arte es esencialmente político precisamente porque es técnico.
Esta tripleta «arte/técnica/política» es la que define el campo de tensiones que constituye
el artificio.
El desequilibrio entre estos elementos –la absolutización de uno de ellos como el
momento originario o definitivo– se ha vuelto distintivo de la cultura moderna; aunque en
ella jamás han dejado de remitirse y mediarse los unos a los otros, la articulación entre ellos
se ha convertido en un problema. Al contrario, en la representación clásica del mundo estos
elementos estaban conceptualmente entrelazados en una unidad ética. La téchne20 era a la
vez técnica y arte: Aristóteles la define como la facultad de producción racional de cosas
contingentes,21 una suerte de síntesis entre poiesis y logos, designando con ello la esencia
del arte. Por otro lado, en cuanto saber cultivar las virtudes (dynamis) que la naturaleza
(fysis) ofrece en germen, la téchne estaría directamente ligada al bien. A su vez, la política
es el arte por antonomasia, porque ella permite desarrollar a plenitud la totalidad de las
fuerzas (dynamis) humanas. Según el filósofo, el fin de la política incluye todos los otros
fines de las otras facultades y actividades humanas y, por lo mismo, la realización de todos

19 Hobbes, T., Leviatán. México, Fondo de Cultura Económica, 1987 (1651). Pág. 3. Que la idea del
texto citado se sitúe en el comienzo de la teoría moderna del Estado, es tres veces verdadero, puesto
que se trata del primer párrafo de la Introducción de esta obra fundacional.
20 Término habitualmente traducido como «arte», pero que también se ha traducido como «poder
práctico» (véase Dirlmeier, F., Aristoteles, Eudemische Ethik. Darmstadt, 1970).
21 Ética a Nicómaco, Libro VI, 1140a.

14
los fines parciales del hombre supone la del fin de la política, 22 que es el bien común. La
política es el arte superior precisamente porque en ella se juega la totalidad de lo humano;
pero esto es cierto para Aristóteles en un sentido ya muy distinto que para Hobbes.

Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista
de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en
vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por tanto, que todas las asociaciones tienden a
un bien de cierta especie, y que el más importante de los bienes debe ser el objeto de la más
importante de las asociaciones, de aquella que encierra a todas las demás, y a la cual se llama
precisamente Estado y asociación política.23

Pues ya para Hobbes el fundamento ético de la articulación entre arte, técnica y política
no es algo conceptualmente obvio, sino precisamente el problema a resolver. Pero así como
la técnica es, para nuestro siglo XX, a un tiempo el problema y la oportunidad de la
política, justamente por ser el tema decisivo, del mismo modo la prudencia nos aconseja no
fusionar tan rápidamente arte y técnica. La creación artística –que todavía para Hobbes es
fundamentalmente mimesis de la Naturaleza, eminentemente expresada en la política– ya
no puede fusionarse sin más ni más con el progreso tecnológico autorreferente, y la política
tecnocrática tampoco puede entenderse como el arte superior.

L a t e n s i ó n e n t re l e n g u a j e y p e n s a m i e n t o

En síntesis, a la falta de compromiso de la lógica con la metáfora, y a la posibilidad de la


traducción mutua como relación que permite mantener todo efecto retórico dentro de los
marcos salvaguardados de la literalidad, hemos opuesto una irreversibilidad radical entre
lógica y metáfora, al mismo tiempo que una mutua complicidad estrictamente política, es
decir, preliteral. Es esta complicidad irreversible lo que hace de la metáfora una operación
del logos, a la vez referida a la verdad y efectiva en el mundo.
En adelante se intenta apenas rodear los problemas más inmediatos que impone esta tesis
acerca de la performatividad de la metáfora. En primer lugar: ¿en qué consiste esa tensión

22 Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro I, 1094b. Por ello luego se agrega: "el verdadero político se
esfuerza en ocuparse, sobre todo, de la virtud" (1102a).
23 La política, Libro I, Cap. I.

15
del logos entre el empleo usual y el inusual de los signos que define a la metáfora? Mejor
dicho: ¿cómo es posible semejante alteración?
La psicología ha planteado la cuestión de manera sencilla: se afirma que la metáfora es
siempre informativa, o sea, que nos ofrece una nueva perspectiva, nos sitúa en un nuevo
dominio de significados, en una posición semántica hasta entonces inadvertida, nos dice
algo que antes no podía decirse. Las metáforas –se dice– son un amplificador cognitivo:
"incrementan el rango de fenómenos cognoscibles" ya que "permiten colonizar
conceptualmente un dominio de fenómenos relativamente desconocido". 24 En este sentido,
se afirma la innovación semántica como efecto natural de las metáforas.
Para el maestro de las metáforas, sin embargo, la misma innovación es algo
sorprendente, extraño, y más todavía si está fundado en la movilidad metafórica del sentido.
Platón nos dice: "¿Cómo vas a examinar lo que de ninguna manera conoces? Entre tantas
cuestiones no sabidas, ¿qué cuestión específica propondrás? Y suponiendo que casualmente
25
la averigües, ¿cómo vas a reconocer lo que no conoces?" Su respuesta es que, si
aparentemente no hay manera de orientarnos respecto de lo que ignoramos, sí es posible ir
de lo conocido a lo desconocido, ya que el alma tiene conocidas todas las cosas
cognoscibles, de modo que en realidad conocer es recordar. En este conocer la metáfora
juega un papel fundamental en cuanto artificio mnemotécnico. Pero finalmente la
oblicuidad de la alegoría –lo mismo que el camino ascendente de Eros26– debe ser superada
por el discurso (logos) para constituir el conocimiento (episteme); la metáfora se localiza
definitivamente del lado oscuro de la doxa.
La salida que ha encontrado la misma tropología logocéntrica que inspira a la psicología
cognitiva, contraviniendo sus propias intuiciones, consiste en pensar que la metáfora en
verdad no genera una innovación semántica, en la medida en que su valor de verdad no es
otro que el de su sentido literal, teniendo sólo un valor ornamental o perlocusionario. Así,
partiendo desde el positivismo lógico y siguiendo el giro pragmático de la filosofía
analítica, Davidson27 plantea que las metáforas no tienen ningún significado peculiar,
ningún contenido cognoscitivo ni validez allende el significado literal. En otras palabras,

24 De Vega, op. cit., pág. 357.


25 Menón, 80c.
26 Platón, El banquete; para un análisis interesante de este punto, Trías, E., op. cit.
27 Véase Inquieries into truth and interpretation. Oxford, Clarendon Press, 1984; para una síntesis
de lo planteado por este autor en What metaphors mean, véase en Rivano, op. cit.

16
que no nos dicen algo nuevo, ya que consisten sólo en el uso paradójico, falso, absurdo del
sentido literal, y como tales no incluyen pretensiones de significación, sino sólo ciertas
pretensiones instrumentales: humor, placer, cierta acción, desconcierto, atención, etc.
Porque ¿cómo podríamos determinar el significado de una metáfora, supuestamente
novedoso, si ésta consiste justamente en llevar al absurdo lo significativo?
Esta respuesta esquiva resulta tan insatisfactoria como la del propio Platón, porque las
dos terminan en lo mismo, a saber, negando la innovación semántica como fruto de la
metáfora; sólo que para Davidson su función meramente retórica no tiene –como para
Platón– el carácter de la mentira, y para este último su función mnémica no excluye –como
para aquél– la referencia a la verdad. El supuesto compartido por ambos, que torna
impensable la alteración metafórica del sentido, es la identidad del logos. Nosotros
interpretamos: la identidad entre lo decible y lo pensable, la reversibilidad entre lenguaje y
pensamiento. Desde esta perspectiva, efectivamente dar a una cosa el nombre que le
pertenece a otra no puede ser sino mentir o bromear.
Pero si en la metáfora este decir lo que no es afecta a la propia literalidad desde la cual
decimos lo que es, entonces hay un momento de alteridad en la relación que este decir
guarda consigo mismo. El agustiniano decir una cosa con la intención de decir otra nos
sugiere una hipótesis: el pensamiento, que los antiguos analogaron al fuego eterno, no se
deja atrapar por las palabras y los hábitos, y hasta puede saltar por encima del lenguaje para
querer decir lo indecible. Esto significaría que entre lo decible y lo pensable no existe
siempre reversibilidad o identidad, sino que a veces, excepcionalmente, sorpresivamente, se
manifiesta una mínima diferencia entre lenguaje y pensamiento, una fisura que, por mínima
que sea, permite que se filtre por allí el abismo de todo lo indecible.
La psicología del lenguaje y el pensamiento 28 nos enseña que, en el origen de la
formación de la mente, estas dos funciones son independientes y sólo después que la
mediación cultural ha actuado como si el habla preintelectual y el pensamiento
prelingüístico del niño fuesen una misma función, se integran en la unidad del
«pensamiento verbal» o «lenguaje interno». El niño comienza a decir lo que piensa, y
pensar lo que dice.
Pero esta integración funcional no consiste en una fusión entre lenguaje y pensamiento

28 Vigotsky, L., Lenguaje y pensamiento, en Obras escogidas II (págs. 15-347). Madrid, Visor, 1993.

17
que acontece un día, de una buena vez y para siempre, sino que esta identidad se mantiene
como telos –felizmente inalcanzable– que orienta una integración nunca definitiva. El
desarrollo del pensamiento y el lenguaje no conduce a un estado en que efectivamente se
puede decir todo lo pensable y se puede pensar todo lo decible, como si la palabra y el
concepto fuesen apenas dos caras –perfectamente ajustadas– de una misma moneda
caracterizada por su clairement et distinctement,29 es decir, por su transparencia. Al
contrario, el alma quiere transformar todo gesto en palabra y toda significación en
concepto, y amalgamar las palabras y los conceptos en una unidad efectiva, pero no puede:
siempre resta una zona de lo gestual que se resiste a ser asimilado a las categorías de
significación, y una región –igualmente inmensa– de lo pensable que no se deja traducir a
los códigos de comunicación. Esta falta es –siguiendo a Aristóteles– el principio de la
movilidad.
La metáfora opera en esta diferencia: en el estado de excepción en que los límites de lo
pensable no coinciden con los límites del lenguaje cotidiano, la metáfora permite pensar
más allá de éste. Los dominios de significado en que nos desenvolvemos cotidianamente
están articulados por un conjunto de reglas de administración simbólica que nos proveen de
las expectativas necesarias para conducirnos en relación con otros. Bajo el estado de
derecho de la relación entre pensamiento y lenguaje, todo transcurre dentro de los límites
de nuestras expectativas: el pensamiento se reduce económicamente a pensamiento literal,
es decir, opera signos conforme a las reglas del dominio adecuado. La metáfora, en cambio,
es justamente una transgresión de estas expectativas. Con el fin de decir lo que es, de hacer
decible lo pensable en el caso extremo en que se pierde la conexión –nunca asegurada– del
logos consigo mismo, el pensamiento se convierte en pensamiento metafórico: utiliza reglas
de diversos dominios de significación cotidianos para significar lo que desde ninguno de
ellos en particular puede significarse.30 Esta significación extracotidiana, inesperada,
sorpresiva, no es una simple transgresión de la ley, un capricho del poeta, sino una
suspensión de la literalidad con miras a abrirle paso al pensar.
En resumen, la metáfora no consiste en decir una cosa distinta de aquella que se quería
decir –como parece insinuar el concepto agustiniano de la «oblicuidad»–, sino al contrario:
en decir lo que se quiere aunque en principio no se pueda decir. Con la metáfora se usa el
29 Descartes, R., Oeuvres et letters. Paris, Gallimard, 1953 (1647).
30 Koestler, A., The act of creation. New York, Macmillan, 1964.

18
lenguaje para significar algo que, dado un cierto estado de su relación con el pensamiento,
no puede significar. El artificio lingüístico que llamamos «metáfora», en la medida en que
consiste en llevar más allá al lenguaje de sí mismo, no es una especie de relajamiento del
logos, como si el pensar de pronto se saliera de quicio. La transgresión metafórica en
realidad requiere de una alta restricción de posibilidades: supone el dominio de las reglas
que administran la relación entre lenguaje y pensamiento.
Desde el punto de vista del desarrollo psicolingüístico, el pensamiento metafórico se
adquiere después de la competencia lingüístico-literal, que comienza en la edad escolar. A
pesar de que Gardner31 piense al niño preescolar como el padre de la metáfora, las
investigaciones de psicología evolutiva permiten concluir que las «metáforas preescolares»
sólo son seudometáforas, ya que no implican una real transgresión del habla cotidiana
(excepto para quienes la interpretan desde el pensamiento literal). El preescolar no es ese
genio metafórico del que a veces se habla, sino un productor espontáneo de sinsentidos que
de pronto acierta al sentido (literal). En efecto, las seudometáforas preescolares se producen
porque es a priori más probable pensar mezclando sincréticamente dominios de significado
diversos que restringiéndose a las expectativas de cada uno dentro de sus límites. La
formación del pensamiento literal, por el contrario, requiere de una instrucción especial, del
complejo aprendizaje de la capacidad de arreglárselas lingüísticamente con el sentido, con
tal de compensar a posteriori la equivocidad del pensamiento preliteral, espontáneo del
preescolar. Tal instrucción tiene un efecto similar al fenómeno de la sobre-regularización de
los verbos; al principio, cuando el niño aún no domina las reglas del sentido, tiende a
«sobre-regularizar» el pensamiento literal. "Sólo en los años que preceden a la
adolescencia, cuando las prácticas categoriales de la cultura se han consolidado, se
encuentra otra vez dispuesto el niño a emplear metafóricamente el lenguaje", 32 puesto que
ya existe un rigor literal por desvío del cual se entiende la metáfora. En este sentido, el
juego infantil no es propiamente una metáfora, sino al contrario: el entrenamiento de un
progresivo control del lenguaje literal –con permiso para contextualizarlo en un mundo
imaginario–. Se diría que el pensamiento metafórico es más cercano al pensamiento literal
que al preliteral. Sin embargo, la posibilidad de la metáfora se debe a cierta persistencia
31 Gardner, H., Arte, mente y cerebro. Buenos Aires, Paidós, 1987.
32 Gardner, H. y Winner, E., The development of metaphoric competence: implications for the
humanistic disciplines; y especialmente Gardner, H., The arts and human development: a
psychological study of the artistic process. New York, Wiley, 1973.

19
transformada del pensamiento preliteral, a saber, la persistencia de la libertad de pensar más
allá de aquella zona del sentido que está –por decirlo así– contemplada por el lenguaje.
La metáfora, por tanto, se origina en la diferencia pensamiento/lenguaje, y su ejercicio
hace que el sentido se mueva. Pero la expansión y la explosión del lenguaje que implica
este movimiento, no apunta a cubrir en forma definitiva su diferencia con el pensar, a
identificarse con éste de una vez por todas, porque con la metáfora se reestructura también
lo pensable, al mismo tiempo y de un modo lingüísticamente incontrolable.
Simultáneamente hacer estallar al lenguaje y hacer saltar al pensamiento. En virtud de este
doble movimiento del sentido, la señalada diferencia jamás puede superarse por medio de la
misma metáfora, la cual sólo altera tal diferencia, reproduciendo así su propio motivo. El
«tropismo», por tanto, se bate entre dos operaciones inversas y complementarias: la
lingüistización del sentido y la apelación a lo inlingüistizable. Lo primero corresponde,
como veremos, a la función articuladora de la «metáfora muerta», mientras que lo segundo
a la función nominativa de la «metáfora viva».

Tr a n s g re s i ó n y v e rd a d

¿En qué consiste la referencia a la verdad propia de la metáfora, en oposición a su


pretendido carácter absurdo o meramente ornamental?
Tradicionalmente se han distinguido tres funciones de la metáfora: adornar con vistas a
complacer, disfrazar con vistas a persuadir, y comparar con vistas a nombrar lo que no tiene
nombre. Aristóteles habla de este nombrar metafórico a lo que no tiene nombre, 33 pero
siempre según el modelo de la analogía: simplemente en el sentido de las proposiciones
matemáticas en las que uno de los cuatro términos es desconocido, pudiéndose determinar a
través de los otros tres. Pero si efectivamente el acto metafórico consiste en la transgresión
de los límites entre dominios semánticos, de tal modo que todo signo queda desplazado en
su sentido, entonces este nombrar lo que no tiene nombre no puede ser sólo un nombrar a
este o aquel objeto sin nombre, sino esencialmente a lo que no tiene posibilidad de nombre,
a la alteridad del sentido. "La metáfora, con su multivocidad, su pluralidad de sentidos, dice
que está procurando decir lo indecible, el silencio".34

33 Poética, 1457b.
34 Murena, H. A., La metáfora y lo sagrado. Barcelona, Editorial Alfa, 1984. Pág. 53.

20
La intraducibilidad de la metáfora radica justamente en que da lugar a lo intraducible
como tal, en que remite a la falta de nombre, y su sentido es hacer patente esta falta. Este
dar lugar a lo innombrable sólo es posible suspendiendo –siempre transitoriamente– la
determinación cotidiana de significados, en la cual lo otro es siempre otredad relativa, vale
decir, semánticamente determinable. Se trata, en definitiva, de una des-terminación: "el
impulso metafórico, cuando saca de su marco habitual a los elementos materiales de la
metáfora, los cuestiona en tal medida en lo que suponíamos que constituía su ser consabido
que los vuelve traslúcidos, por un segundo inexistentes. La metáfora deja ver que no existen
ni la materia ni la metáfora, muestra la posibilidad general de la no existencia, lo no
existente, lo infinito, Dios".35
No sería adecuado seguir a Koestler cuando sugiere, a partir de este punto, que con la
transgresión metafórica se piense lo contradictorio, puesto que en rigor la contradicción
sólo puede manifestarse dentro de un dominio semántico bien constituido. La invocación a
un nuevo dominio en el lugar de la diferencia entre los dominios habituales radica
precisamente en la superación de la contradicción literal. En esto consiste, pues, la
innovación semántica de la metáfora, en oposición a su pretendido carácter absurdo.
Por su efecto de suspensión temporal de la articulación cotidiana del mundo, la
«metáfora viva» opera una desreificación del lenguaje. En cada acto metafórico se repite el
desenlace del episodio de la Torre de Babel: la disolución de la arrogante pretensión de
univocidad. Mediante la transgresión del sentido cotidiano, la metáfora viva suspende
momentáneamente la validez cotidianamente incuestionada de la vida, al modo de una
epoché históricamente contingente. La superación de la literalidad mediante su torcimiento
implica la suspensión de la objetividad del mundo, en el sentido en que desreifica la
determinación cotidiana de significados. La pretensión de verdad de la metáfora, en
consecuencia, es siempre una pretensión de llevar más allá de la literalidad vigente: "la
metáfora consiste en cambiar de contexto a los elementos del mundo, a fin de que, rotas las
asociaciones vulgares de uso, resplandezca la oculta verdad de éstos".36
La convencionalidad en general queda cuestionada en su validez, en la medida en que la
metáfora saca a la luz del día la parcialidad y arbitrariedad del lenguaje, es decir, del
instrumento convencional sobre el cual se levanta toda convencionalidad, acuerdo
35 Ibid., págs. 58-59.
36 Ibid., pág. 75.

21
intersubjetivo o consenso normativo. En este sentido, la «metáfora viva» cumple una
función crítica: "la metáfora consiste en quebrar las asociaciones de uso común de los
elementos concretos e instalarlos en otro contexto en el cual –gracias a la súbita distancia
que les confiere el desplazamiento– conquistan nueva vivacidad, componen otro mundo
[...] la metáfora acerca al Otro Mundo". 37 Y "...al mostrarnos el Otro Mundo mediante la
inspirada manipulación de los elementos de este mundo, nos muestra la posibilidad de vivir
nuestra vida en aquello que es otra".38
En esta apertura a lo posible se revela también su indecoro, el atrevimiento en virtud del
cual no puede pensarse como mero ornamento y, por lo mismo, también puede ser
amenazante: "el arte, a través de la metáfora, viene a cambiar todos los lugares y criaturas
del mundo, para que cada cosa viviente, al comprender que no es lo que creía, pueda ser
más, pueda ser cualquier otra cosa, todo lo que debe. El arte viene a salvar al mundo". 39
Esta peligrosa falta de tacto incluso puede transformarse en una crítica social en nombre de
la metáfora: "en la ciudadela en la que se erige como absoluto, este mundo autónomo
encuentra tan necesario expulsar a la poesía que en nuestros tiempos –en que el absolutismo
mundano adquiere una intensidad acaso sin precedentes– en las mismas comunidades en
que no rigen abiertos poderes totalitarios la industria cultural es inexorable en su tarea de
liquidar todo vestigio de arte vivo y de sustituirlos por los productos fabricados en serie".40
Este carácter indecoroso y amenazante que siempre tiene la metáfora –contrariamente a
su representación ligada a lo agradable o a la contemplación beatífica de lo bello– no radica
en otra cosa que en su capacidad de conectar lo político y lo teológico en una acción que,
sin embargo, no es ni estrictamente política ni tampoco teológica. La insistencia en la
secreta complicidad de la palabra con lo sagrado, no consiste en abstraerla de una
contingencia pura y simple, es decir, abstracta, sino al contrario: hacerla sensible a su
fragilidad, dejarla afectar por aquello que habla con su voz.

U n a b u e n a m e t á f o r a re f re s c a e l e n t e n d i m i e n t o

¿En qué sentido la metáfora es efectiva en el mundo, es decir, opera sobre la vida,
37 Ibid., pág. 58.
38 Ibid., pág. 27.
39 Ibid., pág. 61.
40 Ibid., pág. 36.

22
afectándola, en oposición a su supuesta abstracción o problemática inutilidad? Una buena
metáfora, con su innovación semántica, cumple una función práctica que puede describirse
gruesamente como una operación terapéutica del sentido sobre sí mismo.
Burke llama la atención acerca de la función terapéutica que cumple la metáfora como
forma especial de conocimiento. Plantea que el lenguaje se desarrolla, con la metáfora,
tomando prestadas palabras del reino corpóreo y aplicándolas por analogía al incorpóreo;
con el tiempo, con el uso cotidiano de la metáfora, con su rutinización, se olvida el sentido
original de las palabras –siempre corpóreo– y sobrevive su aplicación sustitutiva a lo
incorpóreo. La tarea de los poetas sería la de restablecer la situación original: mediante un
proceso inverso, el poeta nos reconduce a lo arcaico haciéndonos volver al reino de lo
sensible-corpóreo.41 La referencia material de las expresiones metafóricas sería el
fundamento de su significado, el cual seguiría operando como tal aunque esa referencia sea
olvidada. No la mimesis, sino la anamnesis metafórica cura al lenguaje de su adquirida
apariencia abstracta y clausurada.
La opción de Burke, más que seguir la línea de la terapia wittgensteiniana, sigue la del
empirismo humeano: la ambigüedad de lo suprasensible, el misterio del habla desligada de
la referencia material, la apariencia fantasmagórica del lenguaje cotidiano, en fin, la duda,
se disuelve remontándonos a la impresión original. También el modelo psicológico de
Lakoff y Johnson42 busca en la experiencia simple y directa un punto de anclaje real para el
sistema de los conceptos, un soporte estable que permita garantizar sistemáticamente y en
última instancia la controlabilidad de nuestras significaciones.
Pero Wittgenstein, contra la teoría agustiniana acerca del modo en que se aprende la
competencia lingüística, nos sugiere que las referencias ostensivas no pueden ser
fundamento del sentido.43 En primer lugar, lo corpóreo no tiene nada de transparente:
«espacio mental», por ejemplo, sería reconducido por Burke y los psicólogos mencionados
a la experiencia del «espacio»; pero –si lo pensamos– «espacio» no refiere a nada material,
ostensible, que nos pueda salvar de la abstracción.
En segundo lugar, Burke supone que hay unos dominios semánticos más reales que
otros: aquellos significados ligados en su contenido mismo a lo material serían

41 Grammar of Motives, op. cit., pág. 506.


42 Op. cit.
43 Wittgenstein, L., Investigaciones filosóficas. Barcelona, Editorial Crítica, 1988.

23
fundamentos originarios de la significación lingüística, mientras que los significados
ligados a lo inmaterial serían usos derivados, por sustitución. La cuestión, sin embargo, es:
¿desde dónde puede decirse que ciertos dominios semánticos son más originarios que
otros, si efectivamente ocurre algo así como un doble desplazamiento del sentido? Siempre
desde una situación de dominio particular de la articulación de lenguaje y pensamiento, es
decir, desde un determinado estado de derecho de la lengua, desde una literalidad
contingente –pero real– que no se constituye en la diferencia material/inmaterial o
atómico/molecular sino que la produce. Pues estas distinciones dependen ya de una
determinada política del sentido. La diferencia cotidiano/extracotidiano, normal/sorpresivo
es, en todo caso, la única diferencia general.
La idea de un movimiento perpetuo en el cual unas significaciones adquieren sólo
temporalmente dominio sobre otras, nos tienta a pesar en un triunfo del pensamiento
metafórico sobre el literal. Pero eso no es cierto. Ante todo no es cierta la simple oposición
entre uno y otro. La metáfora no sólo es un salto por encima de los hábitos asegurados de
una economía de signos, mostrando excepcionalmente su caducidad, sino también el
principio energético permanente de toda economía de signos. La misma estabilidad que
reina en un dominio de significados bien constituido se funda sobre metáforas. La función
mesiánica y disruptora de la metáfora viva se complementa con la función estrictamente
social y terapéutica de la metáfora muerta: el restablecimiento de la articulación semántica
del mundo recién suspendido.
Tanto Quine como Davidson hablan de «dead metaphors», principalmente para referirse
a las metáforas que se utilizan como conceptos en ciencia natural. Son metáforas que han
perdido su sorpresividad y se han convertido en instrumento de la literalidad. Pero estos
autores ven en ello sólo el efecto de conservación, sin detenerse en que es precisamente esta
muerte de la metáfora la condición de la literalidad y, al mismo tiempo, de su movilidad. La
metáfora –en la medida en que pueda tener alguna función social– está destinada a morir,
ya que con su mero uso las expresiones originalmente metafóricas se transforman en
verdades literales. Con la rutinización de una buena metáfora, lo que hasta hace poco era
extracotidiano, ahora deviene cotidiano. Pero esta conversión implica reestructuración del
sentido.
La remisión a la diferencia del logos no basta para dar cuenta del carácter político de la

24
metáfora: es necesario que la metáfora muera por rutinización para que altere efectivamente
la articulación vigente del sentido. La metáfora viva disloca al mundo cotidiano en su
condición reificada; la metáfora muerta, en cambio, es la articulación presubjetiva y
preobjetiva del mundo de la vida, cuyos cambios afectan directamente el modo de
producción de la vida, el tipo de interdependencia social, la forma de la dominación, y las
posibilidades y límites del habla y el pensamiento. Pero la condición de esta posibilidad es
el olvido de la metaforicidad de la metáfora. Esta doble operación, de anamnesis disruptora
y mimetización transfiguradora de la metáfora, es el artificio mediante el cual el mundo
deviene humano.
Contra Black, afirmábamos que con la metáfora pensamos algo nuevo mediante
conceptos viejos; lo interesante de esta forma de poner las cosas es que presenta la
oposición literal/metafórico en términos temporales: podemos pensar algo nuevo con
conceptos viejos justo en la medida en que se rutinice la forma novedosa de usar conceptos
viejos, permitiéndonos utilizar ese uso nuevo como nueva literalidad, es decir, recobrar la
objetividad del mundo sobre la base de esta tensión temporal. Así como la metáfora no
altera temporalmente al logos sólo en el sentido de su transitoriedad, así tampoco esta
temporalidad puede concebirse ya en el sentido aristotélico del tiempo como medida del
movimiento, sino como su causa interna.
En síntesis, la historia social no es otra cosa que la historia de la transfiguración efectiva
de la estructura remisional del mundo que (sólo) produce la autoinmolación de la metáfora.
En este mismo sentido, la objetividad de ese mundo sólo puede descansar sobre aquella
tensión temporal que implica la movilidad del sentido. Porque la historicidad no es pura
discontinuidad ni ruptura, sino ante todo «cura». Recorriendo siempre de vuelta el camino
de la suspensión desestabilizadora del mundo –pero siempre por otro camino–, el papel
terapéutico que cumple una buena metáfora se debe a su capacidad de renovar
constantemente el sentido, de contrarrestar el desgaste del lenguaje cotidiano mediante el
cuidado y restauración de sus heridas. Cuidar articulando es la función propia del logos.
Es así como, paradojalmente y en procura de este cuidado, el poeta nos aconseja callar.
La poesía, en efecto, no es sino un modo de callar que devuelve la palabra a su materia
prima. Por su parte, el silencio, más que falta de palabra, es la presencia, en ella, de la no
palabra. En este sentido interpretamos la última tesis del Tractatus:

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De lo que «se» no puede hablar, es mejor que «se» calle. 44

El efecto terapéutico que tiene sobre el logos su propia alteración, consiste en el


reemplazo de la impersonalidad del «se» sobre la cual descansa la validez del orden
convencional que reina en lo público (incluyendo en ello lo privado como su esencia), del
nadie que ordena «¡detente allí!» para fundar la literalidad, por un yo secreto que se
arriesga y entrega para poner de nuevo en movimiento aquello que siempre está en peligro
de morir anquilosado.
Por eso decimos que el artificio es también, y sobre todo, el trabajo del Señor.
«Trabajo», no en el sentido del trabajo de los hombres en su condición profana y servil,
vale decir, como búsqueda de trascendencia, frente a la contingencia del estado de
naturaleza, mediante la producción industriosa de un mundo objetual estabilizador;45 sino
en el sentido del acontecimiento del milagro, transfiguración de la naturaleza, rearticulación
artificiosa y novedosa de lo dado. Y decimos trabajo del «Señor», no en el sentido señoreal
del dominus, sino en el sentido de kyrios: el que se pone por encima de las leyes humanas
(el soberano). Finalmente, el que «se pone» por encima de las leyes humanas, no es el
sujeto que reluce como tal en el espacio público –el artista–, el que «es puesto» por el
pueblo, la gente, la opinión pública, la voluntad general o la sociedad, es decir, por el «se»
impersonal del que hablábamos. Soberano, en cambio, es –siguiendo a Bataille– el que se
arroja a sí mismo, o sea, el que dona trágicamente su mismidad al movimiento del logos.
Por eso una buena metáfora siempre debe morir.

44 Wittgenstein, L., Tractatus logico-filosoficus. Madrid, Alianza, 1979. "Wovon man nicht sprechen
kann..." se traduce habitualmente como si faltase el sujeto gramatical, o implícitamente estuviera
reemplazado por la referencia a aquello de lo cual no se puede hablar. Sin embargo, puede
interpretarse que el sujeto es el «se» como hablante impersonal («se» dice, «se» piensa). Acerca de la
presente traducción, véase Wellmer, op. cit., pág. 117.
45 Arendt, H., La condición humana. Barcelona, Paidós, 1993. Véase págs. 157 y ss., y
especialmente, para la relación entre trabajo y obra de arte, págs. 184 y ss.

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