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Al evocar la Atenas del siglo v a. C. acude en seguida a nuestra mente una multitud de grandes
nombres y obras deslumbrantes. Sabemos que fue ≪el siglo de Pericles≫, que era Atenas en
aquellas fechas después de su papel en las guerras médicas: la ciudad más poderosa de Grecia. Ella
Encarnaba la democracia, su marina le aseguraba el dominio del mar, estaba a la cabeza de un
verdadero imperio y empleo sus recursos en construir los monumentos de la Acrópolis, alrededor
de los cuales todavía nos agolpamos en la actualidad.
De hecho, se les acuso de todo: de haber deteriorado la moral, de haber rechazado todas las
verdades, de haber sembrado la mala fe, de haber soliviantado las ambiciones, de haber perdido a
Atenas. Platón tuvo su papel en este movimiento de protesta; pero no fue el único. Y el resultado
fue que este bello título que habían adquirido al llamarse ≪sofistas≫, es decir, especialistas en
sabiduría, se convirtió en seguida, y así ha continuado hasta nuestro tiempo, en sinónimo de
hombres retorcidos.
Era preciso, en efecto, evitar a toda costa confundir a los grandes sofistas con sus discípulos
demasiado complacientes. En general fueron estos últimos los verdaderos, y quizá los únicos,
amoralistas. Por lo tanto hay que guardarse de colocar al Calicles de Platón entre los sofistas,
porque nada sugiere que lo haya sido; la diferencia puede ser decisiva; y la confusión, admitida
con excesiva frecuencia, amenaza con falsear completamente los datos. También Eurípides pudo
ser influido por los sofistas, pero nunca fue uno de ellos. En fin, un filósofo como Demócrito pudo
estar muy cerca de los sofistas, sus contemporáneos, pero su orientación, así como su marco de
actividad, era otra. Había que trazar un límite más firme.
Son, en primer lugar, una prueba más del extraordinario éxito de los sofistas. Pero también son el
indicio de una primera novedad, consistente en la idea de que ciertos conocimientos intelectuales
se transmiten y son directamente útiles. Si se hacían pagar, es porque los sofistas transmitían una
enseñanza como profesionales. La idea de profesión y de técnica especializada, que se percibe en
su nombre y se afirma en sus programas, justificaba esta actitud.
Pero el arte de decidir uno mismo y de aconsejar a otros descansa sobre la competencia para
argumentar; y Protágoras ha escrito mucho sobre la argumentación. Está seguro de que la retórica
y la política van estrechamente ligadas, siendo el objeto de la primera llegar a la segunda y
proporcionarle todas las armas para ello. Forjaba en efecto para este fin reglas, recetas y una
técnica: la palabra tejne empleada en los dos casos, refleja bien la ambición del propósito y el
sentimiento de haber elaborado un método.
Al hablar de administrar bien sus asuntos y los del Estado, la definición de Protágoras supone un
contenido intelectual, una sabiduría y una experiencia nacidas del arte de dirigir bien sus ideas.
Este contenido intelectual es, de hecho, inseparable de la misma retórica. En primer lugar, está
claro que saber analizar una situación a fuerza de argumentos puede servir tanto para tomar partido
uno mismo como para convencer a los demás. Además, esta posibilidad de analizar una situación
supone cierta carga de observaciones y conocimientos resumidos en lugares comunes susceptibles
de aplicarse en diversas circunstancias. Toda argumentación se basa en probabilidades, lo cual
implica en conjunto una lógica y una visión clara de las conductas humanas habituales, aceptadas
y razonables. Toda demostración, de derecho o de política, se basa en la idea de tales
probabilidades. ¿Era normal, en tal situación, tomar el partido que se ha elegido? ¿Era normal,
bajo tal presión, cometer la falta que se ha cometido? ¿Es normal, si se adopta tal solución, esperar
el éxito? Estos eran los tipos de razonamiento que siempre se debía aprender a practicar. Y toda
una ciencia de los comportamientos humanos —una tejne, también esta vez— se desliza así en la
estela de la retórica y la política. Proceden directamente de este entusiasmo por un conocimiento
nuevo del hombre y de sus costumbres.
Porque la actividad de los sofistas desbordaba su enseñanza de la retórica e iba mucho más lejos.
Es de suponer que en estos debates, en el curso de los cuales se daba la vuelta a las
responsabilidades, los argumentos y las críticas, se formaba el habito de considerar siempre la
posibilidad de una tesis contraria, y por consiguiente de criticarlo y cuestionarlo todo. Este hábito
lanzaba el espíritu hacia nuevos caminos: al principio del respeto a las reglas sucedía su v
impugnación. y el hecho es que en el mundo intelectual de los sofistas, donde nada era aceptado a
priori, el único criterio seguro termino siendo la experiencia humana, inmediata y concreta. Los
dioses, las tradiciones, los recuerdos míticos ya no contaban: nuestros juicios, nuestras
sensaciones, nuestros intereses constituían desde ahora el único criterio seguro.
Puesto que Sócrates, que buscaba la verdad y no el éxito, se confunde con los sofistas. Después de
Todo, ¿no pasaba el tiempo, también el, discutiendo ideas, poniendo en duda lo que la gente creía
saber? ¿Y no impartía también él una enseñanza totalmente intelectual? La comedia de Aristófanes
denuncia ante todo el rechazo de las tradiciones, el rechazo de la moral y el arte engañoso de
defender sus intereses con argumentos aparentes que le atribuía tanto a Sócrates como a los
sofistas.
Al principio, es manifiesto que estos sofistas respondían a una espera y se introducían en una
evolución profunda que se revelaba entonces en todos los campos. En Grecia, el pensamiento y las
letras tendían a hacer mas sitio al hombre y a la razón La historia de la filosofía es, en este aspecto,
convincente. Pasa del universo al hombre, de la cosmogonía a la moral y a la política. Hasta el
primer tercio del siglo v, la filosofía, ya fuera jónica o de la Magna Grecia, se había propuesto
revelar los secretos del Universo. Esto es cierto no solo si nos referimos a Tales, a Anaximandro
o a Anaxímedes, sino también si hablamos de Heráclito, Parménides y Empédocles. Mas tarde, en
la época de Pericles, se acabaron estos ≪maestros de la verdad≫.
Así pues, hubo predecesores; existieron anuncios y aspiraciones más antiguas; de este modo
calculamos que en las décadas anteriores debió de desarrollarse el deseo de conocer mejor la
naturaleza física del hombre. Hipócrates es en este campo el resultado, del mismo modo que
Sócrates lo es en el campo de la moral. Desde entonces, la razón y el método se afirman
resueltamente. Los tratados hipocráticos reaccionan contra las interpretaciones supersticiosas de
ciertas enfermedades. Otros descubren las reglas de un método riguroso y prudente. No faltan
quienes hablan de la influencia del clima. Otros en fin describen el funcionamiento del cuerpo
humano de una manera que hoy nos parece harto superada, pero que entonces era audazmente
nueva.
Cada uno en particular y la ciudad en general tenían una necesidad urgente y apasionada de saber
debatir problemas políticos, jurídicos y morales. Atenas era una democracia directa: todos podían
esperar, si sabían expresarse, hacerse un nombre y adquirir influencia. Quienquiera que tuviese la
posibilidad de ser escuchado debía cultivar sus talentos a toda costa: de este modo podría intervenir
en la asamblea o defender una causa ante un tribunal. En cuanto a los demás, se entrenaban para
comprender, criticar, apreciar: ya que al final podrían votar, también ellos, sobre las cuestiones de
política o sobre las causas jurídicas. Saber debatir o juzgar era esencial para el ciudadano de una
urbe semejante. Y aun lo era más parpara los jóvenes dotados, capaces de tomar parte en las luchas
políticas.
El éxito de los sofistas, por consiguiente, está vinculado en todos los aspectos al desarrollo
democrático de Atenas. Y este vínculo fundamental viene a añadirse a las otras circunstancias para
explicar el entusiasmo que suscitaron en la segunda mitad del siglo v. Se puede ser acogedor con
los extranjeros, abierto a las ideas nuevas, apasionado del progreso y, no obstante, reaccionar con
vehemencia. Con mayor razón se hará cuando las ideas importadas afectan, quizá más de lo que
se habría imaginado al principio, a las tradiciones, a las creencias, a los fundamentos de las leyes
y de la moral.
¡Más he aquí que entran en escena los maestros itinerantes! ¡Ofrecen esta formación, y la venden!
Enseñan a hablar, a razonar, a juzgar, tal como el ciudadano deberá hacerlo toda su vida. Y lo
ensenan a jóvenes ya provistos de la instrucción tradicional. Les aportan algo más que el deporte
y la música, algo más, incluso, que los poetas de los tiempos pasados: los arman para el éxito y
para un éxito que no se basa en la fuerza y el valor, sino en el uso de la inteligencia.
La práctica de la inteligencia era común a todos ellos con los filósofos. Pero ahora se ejercitaba,
con ellos, en un marco nuevo y para fines nuevos. Estos maestros no eran, como los filósofos cuyo
papel acabamos de evocar, teóricos desinteresados en busca de verdades metafísicas: la instrucción
que facilitaban era tan práctica, y debía ser tan eficaz en la vida, como una técnica profesional;
pero su alcance rebasaba el marco de las profesiones: era una tejne para el ciudadano.
Esta característica explica la innovación ya mencionada, a saber, que se hacían pagar; y permite
comprender mejor la diferencia que los distinguía de Sócrates. A este no se le hubiera ocurrido
cobrar, como tampoco a ningún filósofo anterior, cuyas conversaciones, enteramente privadas,
podían enriquecer los espíritus de quienes las escuchaban: en cambio los sofistas, al detentar una
tejne inmediatamente eficaz y transmisible, marcaban, por el mismo hecho de pedir dinero, esta
eficacia y este valor practico de sus lecciones. El éxito que prometían podía llamarse normalmente
una retribución, lo cual no podía hacerse con la búsqueda de la verdad. Se percibe así toda la
novedad de esta instrucción y todos los deseos que venía a satisfacer. Respondía a las nuevas
condiciones políticas; respondía también al progreso de la reflexión en todos los campos; a la sazón
no existía nada de esto.
Sócrates seguía siendo un filósofo en toda la acepción del término: no se hacía pagar; no prometía
un progreso rápido; no preparaba para una acción práctica: al contrario, no dejaba de frenar a los
jóvenes, demasiado fogosos; pero tenía puntos en común con estos sofistas, con los cuales se
mezclaba de buena gana. En aquellos tiempos en que el hombre adquiría cada vez más importancia,
el también discutía sobre problemas humanos y nociones morales. Como a ellos, le gustaba
argumentar, definir, desconcertar. Adversario de los sofistas en lo concerniente a los objetivos, se
parecía a ellos en los medios y en los métodos. Por lo demás, muchos atenienses debieron de
confundirse; voluntariamente o no, Aristófanes, en su ataque contra los nuevos maestros, mezclo
y junto a todos estos intelectuales entonces de moda. El contraste entre las dos educaciones, la
antigua y la nueva, es una oposición perpetua entre las argucias de los intelectuales y la formación
física tradicional. Aquí se enfrentan dos formas de vida: la del atleta profesional y la del ciudadano
capaz de reflexionar y de expresar su reflexión.