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Cultura y poder: por una apuesta democrática

“Lo contrario de la violencia no es la paz


sino la legitimidad democrática.” (María
Teresa Uribe, 1990: 7)

María Emma Wills

Indice

A manera de preámbulo
1. Apertura: escuchando las voces
2. Cultura, nación y democracia
3. Poder, Estado, cultura
4. La paradoja colombiana -inclusión política y exclusión
cultural- y las raíces sacras de la política
5. La apuesta: para que cultura y poder adopten
caminos democráticos
Anexo
Bibliografía

A manera de preámbulo

En noviembre del 2000 el Ministerio de la Cultura


auspició la realización de un encuentro nacional con
representantes de las organizaciones culturales
gubernamentales y no gubernamentales de todo el país.
Con este evento de envergadura nacional(1), la entidad
dio por culminada una de las fases(2) del proceso de
planeación participativa que, en materia cultural, debe
nutrir el diseño de una política de Estado a diez años.

Este esfuerzo de proyección semi-participativa(3) se


había iniciado en julio, mes durante el cual distintas
entidades culturales y el propio Ministerio(4) auspiciaron
la realización de foros con organizaciones de la cultura y
ciudadanos del común, tanto a nivel municipal y
departamental como regional. Esta iniciativa hizo parte
de“Diálogos de Nación”, una propuesta más incluyente
del Ministerio cuyo propósito central era suscitar una
nueva manera de construir nación (Diálogos, 2000).

A través de un conjunto de iniciativas, esta estrategia


buscaba poner a dialogar entre sí a las distintas
Colombias(5), para que de ese intercambio surgiera un
“sueño colectivo”, una identidad nacional viva, producto
del consenso y de una comunicación más horizontal.
Esta orientación integral se fundaba sobre la tesis de
que entre política y cultura existe un vínculo
indisoluble(6) que, gracias al arreglo institucional
centralista y autoritario de la Regeneración, había
adquirido en el país un carácter vertical y excluyente.
Estos rasgos eran los que justamente una política
estatal comprometida con la paz debía intentar
democratizar (Mejía, 2000).

Para otorgarle un sentido global al componente


participativo del plan, el Ministerio de Cultura diseñó, con
asesoría externa, una guía de preguntas que envió a las
regiones para orientar las discusiones hacia temas
prioritarios compartidos (ver anexo 1). El proceso
pretendía extraer opiniones mayoritarias de los debates
consignados en las actas municipales, departamentales
y regionales, y generar una base de datos a nivel
nacional.

Desde el punto de vista cuantitativo, la respuesta a la


convocatoria fue exitosa. El ministerio recibió “769 actas
provenientes de 543 municipios...32 actas de encuentros
departamentales...y 7 de foros regionales”(7). Además,
en muchos casos, las actas enviadas evidenciaron cómo
los participantes propusieron temas no incluidos en la
convocatoria inicial. Estas cifras y el interés por
participar en el proceso de manera activa, demuestran
que el tema cultural, aún en un país en guerra, no causa
indiferencia sino, bien por el contrario, preocupación y
compromiso ciudadanos.

El proceso participativo le permitió al Ministerio elaborar


un inventario mínimo de la infraestructura cultural con la
que cuenta el país y conocer las expectativas que
albergan los colombianos sobre su cultura. Es obvio que
esta base empírica es indispensable para una
planeación democrática del sector. Sin embargo, al
revisar las actas y contrastarlas con las directrices
ministeriales expresadas en Diálogos de Nación, es
posible detectar un hiato. Mientras en el marco de
Diálogos se establece un diagnóstico global que permite
jerarquizar las iniciativas y orientarlas hacia metas
comunes, la guía de preguntas formulada para el
proceso participativo fue producto de la enunciación de
unas temáticas(8) no articuladas en torno a un
diagnóstico central(9). De allí que el resultado de muchos
de los foros fuese, o un listado de iniciativas puntuales, o
la elaboración de visiones políticamente asépticas,
insensibles al contexto de guerra que confronta el país.

El presente ensayo preparado con motivo de dicho


encuentro(10) pretendía, frente a este hiato y este
desconocimiento del poder en la cultura, suministrar
elementos que sirvieran para suscitar una discusión
sobre el contenido de unos ejes articuladores de la
política cultural colombiana para la próxima década.

1. Apertura: escuchando las voces

Cada una de las posiciones consignadas en las actas


municipales y regionales sugieren distintos derroteros y
prioridades para el Ministerio de Cultura: unas voces
quieren que auspicie las Bellas Artes y promueva el
acceso paritario de todos los colombianos a su
producción y su consumo; otras piden que recupere el
patrimonio arquitectónico y la memoria de gentes y
regiones; aun otras, insinúan que emprenda una política
de difusión de valores de convivencia (Actas, 2000).

Aunque cada una de estas corrientes hace un


aporte válido a la reflexión, la pregunta a
resolver es cómo jerarquizar las distintas
iniciativas culturales y transformar la
multiplicidad de propuestas surgidas de las
voces regionales en un proyecto articulado y
coherente de política cultural de largo plazo. De
la discusión en el encuentro se esperaba
entonces que emergiera un mapa-guía de los
múltiples viajes y rutas culturales que estamos
dispuestos a iniciar conjuntamente. Pero, este
mapa con su norte sólo puede surgir de una
conciencia aguda del momento crítico que
atraviesa el país. Es de cara al presente que
debemos preguntarnos cuál debe ser la misión
a futuro de nuestro Ministerio de Cultura.

Y la primera constatación dolorosa que


debemos hacernos es que Colombia es un país
en guerra. ¿O quizás debería decir guerras? Al
fin y al cabo los colombianos estamos cercados
por todo tipo de conflictos armados –estamos
asediados por una guerra de insurgencias y
contrainsurgencias, otra de las drogas, una
guerras de pandillas y mercenarios; todas,
guerras híbridas donde se enfrentan actores
armados separados por difusas fronteras.

Colombia, innegablemente, confronta un reto


enorme: salirse de las guerras por la vía de la
profundización democrática. Claramente no
queremos dejarles a las generaciones futuras
un país muy ordenado y al fin en paz, pero al
costo de estar regido por una cultura autoritaria
y gobernado por un poder arbitrario. Bien por el
contrario, el país que queremos legarle a los
jóvenes de hoy es una Colombia en paz porque
vive bajo unas instituciones y una cultura
sustantivamente democráticas capaces de
tramitar los conflictos por la vía del diálogo.

Para que el Ministerio de Cultura contribuya a


afianzar este propósito, primero tiene que
dilucidar cuál ha sido el papel que ha cumplido
la cultura en la producción y reproducción de las
guerras que desangran al país. La tesis fuerte
que guía la respuesta que se ofrece a
continuación es que los fenómenos de la cultura
y del poder están estrechamente entrelazados;
buscar entonces una salida democrática a la
crisis actual implica comprender cómo en
Colombia se tejió la relación entre estas dos
esferas y auspició un contexto propicio a las
salidas violentas. Entre más admita y
comprenda el Ministerio de Cultura en su
dimensión histórica el vínculo entre cultura y
poder, más podrá diseñar e implementar una
política de largo plazo que democratice esta
relación para así contribuir a que el país por fin
alcancé la paz que todos anhelamos.

En contravía de quienes perciben el poder como


algo intrínsicamente sucio y corrupto, el vínculo
que aquí se busca establecer entre la dimensión
política y cultural se levanta sobre el supuesto
de que el poder es una fuerza que alberga un
potencial, tanto destructivo como constructivo, y
que tiene la capacidad de abrirle paso a
relaciones sociales más justas y equitativas
como a relaciones de corte autoritario. En este
sentido, más que temerle al vínculo poder y
cultura, es necesario analizar la manera cómo
se instituye históricamente la relación en
Colombia, con el fin de potenciar su dimensión
creativa y constructiva.

2. Cultura, nación y democracia

“Antes que me hubiera apasionado por


mujer alguna, jugué mi corazón al azar y
me lo ganó la Violencia” José Eustasio
Rivera: La Vorágine

Algunos opinan que los colombianos vivimos


bajo una cultura violenta, que somos una nación
que ha decantado y aprendido desde sus
orígenes unos hábitos guerreros que se han
convertido infortunadamente en un rasgo
distintivo de nuestra identidad. Valga entonces
una primera aclaración: aunque todos los seres
humanos nacemos necesariamente en una
cultura, ésta no es ni inmodificable ni
inmanente (Dirks, Eley y Ortner, 1994). La
cultura es una construcción histórica que los
hombres y las mujeres tejemos o destejemos
cotidianamente, a veces de manera consciente
y otras muchas de forma inconsciente (Williams,
1993). Así, en ciertas ocasiones y bajo ciertos
contextos, la cultura muestra una gran
resistencia al cambio pero en otras se comporta
de manera volátil y efímera manifestando que
no es siempre sinónimo de permanencia.(11)

Una segunda aclaración: no obstante la visión


tan difundida de la identidad cultural de los
pueblos y las naciones como un conjunto
compacto de atributos y valores compartido
unánimemente, mis hipótesis se levantan sobre
un entendimiento distinto de la relación cultura-
nación. Las naciones, como lo van
descubriendo historiadores y antropólogos, no
son entes homogéneos cohesionados por un
único sistema de valores. Bien por el contrario:
detrás de los consensos aparentes, en todos los
países, la nación, entendida como una
comunidad imaginada, se levanta sobre un
conjunto de identidades culturales diversas y
muchas veces confrontadas entre sí (Anderson,
1991, Linz y Stepan, 1996; Bell, 1992; Horowitz,
1985; Weber, 1976). Francia no son sólo los
galos, ni Gran Bretaña está sólo hecha de
ingleses, ni Estados Unidos está solo poblada
de protestantes blancos, ni Argentina es sólo
Buenos Aires. Detrás de la aparente
homogeneidad, del pan francés y el gusto por la
buena mesa o el te inglés a las cinco de la
tarde, de la Estatua de la Libertad y de la Torre
Eiffel, del tango y del gaucho de la pampa, se
esconde una gran diversidad de “costumbres-
en-común”(12), de identidades colectivas con sus
ritos y sus fiestas, sus chistes y sus
idiosincrasias, sus creencias y sus mitos, sus
intereses y sus utopías.

Una constatación surge de estos ejemplos. La


estabilidad de un gobierno y la legitimidad y
solidez democrática de sus instituciones no se
erigen sobre un compartir absoluto de
costumbres, creencias y valores, y sobre su
homogeneidad y unanimidad culturales. Un
Estado puede albergar en su seno a varias
naciones o pueblos sin que esta pluralidad se
convierta en un antagonismo armado. Aun más
precisamente, gracias a las luchas emprendidas
por distintas minorías y aun mayorías como la
de las mujeres, la democracia hoy se entiende
como una propuesta política para manejar la
diferencia, el disenso y el conflicto por la vía del
diálogo. Hombres y mujeres no tienen entonces
que ser idénticos para sentarse a conversar y
tejer “un mundo-en-común”; indígenas y blancos
no tienen que adherir a los mismos sentidos de
tiempo y espacio para encontrar proyectos
compartidos que les permitan actuar
mancomunadamente; plebeyos y patricios no
tienen necesariamente que concordar en los
mismos gustos o definiciones de buena vida
para acordar procedimientos mínimos para la
resolución de sus conflictos (Sartori, 1997).

Así como las diferencias y los antagonismos no


tienen por qué concluir en la guerra y en el
desencuentro tampoco tienen porqué
encaminarse siempre hacia la armonía y el
consenso. Un mundo armonioso expurgado de
tensiones sería supremamente tedioso pero
sobre todo no sería un mundo democrático.
Aceptar al otro en su diferencia no implica
minimizar las distancias, silenciar las posiciones
encontradas o ignorar las tensiones y los
intereses en conflicto. Bien por el contrario, la
democracia presupone la posibilidad de luchar
con convicción por lo que creemos y denunciar
apasionadamente lo que percibimos como
injusto, así esa lucha y esa denuncia se
traduzcan en conflicto. La democracia
entonces no le rehuye al conflicto; lo
tramita.(13) Y lo tramita básicamente por la vía
del diálogo, del debate, de la formación de
opiniones, de la aceptación del disenso y de la
resistencia, del acuerdo pactado y de la
competencia electoral.

Pero la democracia también es un ideal sobre el


poder y la autoridad porque se asienta no sólo
sobre una proclama de libertad para todos y
todas sino también sobre un principio de
igualdad. Lo que ofrece la democracia como
proyecto es que la opinión de cada individuo
cuente tanto como la de su vecino, que todos
los votos tengan el mismo valor, que la
identidad colectiva de los unos sea tan estimada
como la de los otros. Sin embargo, el error de
ciertas interpretaciones sobre las democracias
contemporáneas es suponer que ya se ha
alcanzado ese ideal de igualdad y que en el
terreno político no cuentan las
desigualdades sociales, que las opiniones de
pobres y ricos; blancos, negros e indígenas;
hombres y mujeres pesan por igual. Esta
suposición, a todas luces controvertida por los
hechos, impide muchas veces que las
desigualdades se enuncien con claridad, se
discutan abiertamente y se les confronte con
políticas de Estado. (Fraser, 1997)

3. Poder, Estado, cultura

En muchas democracias, aun en las más


avanzadas, las diferencias se han inscrito en el
corazón del Estado y han sido construidas como
justificación para que las instituciones
desarrollen un trato desigual ante grupos
diferenciados de población. Por ejemplo, frente
al Estado norteamericano, no ha sido lo mismo
ser de origen irlandés, ser negro, latino o mujer
que ser hombre y anglosajón; en Francia, las
instituciones no tratan de igual manera a un
musulmán o a un bretón que a un católico
blanco parisino; en Cuba no es lo mismo ser
heterosexual que ser gay o ser pro que anti-
régimen; en Colombia no es lo mismo ser
bogotano que chocoano, ni tampoco ser estrato
seis que estrato uno. De esta manera, hay que
reconocerlo, para los Estados hoy, aun para los
más avanzados, “todos somos iguales pero
unos somos más iguales que otros”.(14)

Por lo tanto, ese Estado, así sea democrático,


no opera de manera neutral. Unas voces tienen
mayor acceso y conexiones a las redes
institucionales y resuenan más que otras en su
interior. Pero el problema que confronta la
realización del ideal democrático no es sólo de
desigualdad en el acceso.

Además de la falta de un trato paritario


institucional, los discursos estatales construyen
categorías sociales –los desempleados, las
mujeres-cabeza-de-familia; o en Colombia, los
reinsertados...—a las que les prescriben formas
de comportamiento y sobre las que luego
legislan (Fraser, 1997). Por lo demás, cuando
se pronuncia, el Estado establece fronteras de
inclusión y exclusión que definen quiénes
merecen plenamente pertenecer a la comunidad
política y quiénes no, quiénes son ciudadanos
activos y quiénes son ciudadanos pasivos(15).
Además de estas fronteras de inclusión y
exclusión, al hablar a través de sus cortes, de
su ejército o de su personal administrativo, el
Estado dispone en términos jerárquicos las
identidades que componen la nación y, al
pronunciarse no sólo representa una realidad ya
constituida sino que a la vez la constituye y
organiza.(16) No es entonces sólo recipiente
pasivo de lo que acontece en lo social sino que
opera activamente sobre la sociedad,
ordenando, regulando, sancionando, incluyendo
y excluyendo, visibilizando e invisibilizando,
ubicando el comportamiento de unos en la cima
y estigmatizando el de otros(17), a veces con
mucho éxito y otras tantas de manera
infructuosa.(18) Para el argumento central de
este ensayo cabe entonces recalcar que el trato
discriminatorio de unas instituciones
supuestamente neutras e imparciales viene
precedido de discursos, narrativas y ceremonias
que legitiman esa misma discriminación.

Es justamente en este punto en el que vida


institucional y cultura se conectan: cuando el
Estado habla, oficializa una forma de definir,
comprender y operar sobre el mundo, y al
hacerlo subordina e invisibiliza visiones
alternativas; empodera unas identidades y
desempodera otras. En muchos casos (aunque
no siempre), refuerza el prestigio y el honor de
los que ya tienen mucho, a la vez que
profundiza la estigmatización que sufren los que
tienen poco o nada tienen. Por esta razón,
Estado, poder y cultura no son universos ajenos
sino bien por el contrario realidades imbricadas.

Ahora bien, el Estado moderno como proceso


de centralización institucional tuvo, tanto en las
colonias como en los centros imperiales, un
componente violento. Porque el proceso a
través del cual las burocracias oficiales
extrajeron recursos financieros y humanos de
comunidades que muchas veces no hablaban ni
siquiera su misma lengua fue violento, así como
lo fue el reemplazo de derechos comunales por
un Derecho oficial. Frente a las diversas
culturas regionales, con sus dialectos, sus
costumbres, sus creencias y sus idiosincrasias,
constituir un centro e imponer una sola moneda,
una sola lengua, unos símbolos patrios y una
memoria oficial, fue indudablemente un proceso
cargado de violencia. En la construcción
institucional moderna, más que consenso, hubo
imposición; más que diálogo, hubo mandatos
(Tilly, 1985, 1990; Weber, 1976).

Por eso, frente a quienes piensan que el


proceso de construcción estatal en Colombia ha
sido peculiar en su uso de la fuerza, hay que
recordarles que compartimos con la mayoría de
países del globo el proceso de formación
violenta de Estado y de nación. Así, es
necesario aceptar que la violencia se usó tanto
en Colombia como en los otros países del globo
para imponer un centro (militar, legal) y una
moneda, y sacralizar una cultura.

Pero el análisis de la formación del Estado no


sólo remite a visibilizar la imposición violenta
implícita en el proceso de centralización
institucional. También requiere tomar en cuenta
el hecho de que ese esfuerzo centralizador vino
acompañado de discursos, narrativas y rituales
que, como ya se mencionó, oficializaban una
cultura y valoraban unas identidades mientras
menospreciaban o invisibilizaban otras. En este
proceso de oficialización también deja su sello
la violencia.

Sin embargo, a pesar del rasgo violento que


Colombia comparte con otros países, los
procesos de construcción estatal y nacional
tuvieron distintos resultadossegún los
contextos sociales donde se desarrollaron y las
trayectorias que siguieron. En algunos casos, el
impulso homogenizante del Estado se vio
constreñido por vigorosos procesos
democráticos, mientras en otros no encontró
barreras y el conjunto institucional adquirió un
sello indudablemente autoritario.
En particular, la variación de los resultados
dependió, entre otros y como bien lo señala
Tilly, de

la capacidad de resistencia que las gentes


del común desplegaron ante la imposición
de la guerra y de la construcción
estatal...Cuando las gentes resistieron
vigorosamente a las imposiciones, las
autoridades se vieron obligadas a hacer
concesiones: tuvieron que garantizar
derechos y forjar instituciones
representativa y cortes de apelación. Esas
concesiones, a su vez, constriñeron las
trayectorias posteriores que siguieron los
procesos de construcción estatal.
(Traducción personal, Tilly, 1985: 183)

¿De qué depende la fortaleza o la debilidad de


los grupos subalternos? En primer lugar,
aunque no exclusivamente, de su capacidad de
actuar cohesionadamente. El grado de cohesión
a su vez está determinada por las relaciones
intergeneracionales y de género que se tejen al
interior de la comunidad, y por las normas que
regulan el derecho de herencia (Mallon, 1995).
Otros análisis han señalado cómo la fortaleza
en la negociación de los subalternos está
vinculada al grado de autonomía que logran
desarrollar frente a las élites, en otras palabras
de su habilidad para auspiciar sus propias
sociabilidades y sus circuitos y esferas de
comunicación, y desarrollar y conservar sus
propias interpretaciones de la realidad y sus
propios sentidos de justicia y de derechos
(Somers, 1993).

Además de estos factores, los resultados y las


trayectorias de construcción estatal también
variaron según el tipo de mediaciones políticas
que se tejieron entre la burocracia oficial del
nivel nacional y los políticos locales (tipo de
partidos políticos), y las vías que siguieron los
intelectuales, del centro como de la periferia,
para construir una comunidad imaginada
nacional. En los países donde estos
intelectuales optaron por estrategias represivas
o de desconocimiento de los subalternos, la
arena política se estructuró en torno a practicas
autoritarias, mientras allí donde se inclinaron por
negociar e incluir, la democracia tuvo mayores
probabilidades de prosperar (Mallon, 1995).

Así, a pesar de la presencia invariante de la


violencia en el proceso de construcción estatal y
nacional, el reconocimiento de derechos
comunes e individuales varió de país a país
según las luchas que los del común libraron, y
de las estrategias que las élites impulsaron para
incorporar, seducir o doblegar a los
subalaternos. De esta manera, aunque
Inglaterra y Colombia comparten la experiencia
de construcción violenta del Estado y la nación,
la democracia inglesa está lejos de asemejarse
a la democracia colombiana.

Para resumir, a partir de las revoluciones


democráticas de finales del siglo XVIII y XIX, en
algunos países más que en otros, los de abajo,
los menospreciados culturalmente, los que
reciben un trato desigual, se han rebelado con
algún éxito, han logrado algún tipo de
reconocimiento cultural, político y social, y han
construido sociabilidades propias y esferas
públicas de encuentro y de debate donde
permanentemente negocian con las élites
políticas y económicas, derechos y reclamos y
un mínimo sentido compartido de la acción
estatal.

En Colombia, por contraste con estos procesos,


el resultado de las luchas democráticas ha sido
ambiguo: paradójicamente, mientras los partidos
fueron desde mediados del siglo XIX
mediaciones de inclusión de algunas regiones
con sus pobladores, la cultura oficial se
consolidó sobre rígidas barreras de exclusión.
En este juego de inclusiones políticas y
exclusiones culturales puede estar la clave para
entender esa incapacidad de tramitar los
conflictos por la vía del diálogo. En el país, a
pesar de que muy tempranamente los arreglos
institucionales electorales incluyeron a los
muchos en la ciudadanía política, el orden
oficial-cultural mantuvo hasta hace poco a esos
mismos muchos en un lugar de no-
reconocimiento–un no-lugar.¿Por qué esta
igualación cultural tardía y por qué la vía que
toma el derrumbe de las barreras de la cultura
oficial? ¿Dónde reside la singularidad de la
trayectoria colombiana?

4. La paradoja colombiana -inclusión política


y exclusión cultural- y las raíces sacras de la
política(19)

A quiénes proclaman a voz en cuello que el


régimen político colombiano ha sido y sigue
siendo fundamentalmente excluyente, hay que
recordarles que la historia del país y sobre todo
la construcción de sus partidos políticos,
demuestran lo contrario. Colombia, en contraste
con sus vecinos, los del Norte y los del Sur, ha
sido excluyente, como lo han sido también ellos,
pero, y ahí radica su singularidad,
paradójicamente también ha sido incluyente.

A diferencia de Perú, Ecuador o México,


Colombia se caracteriza por la formación
temprana de sus partidos políticos –para 1850
ya podemos hablar de liberalismo y
conservatismo. Estos partidos fueron los
agentes de la formación de redes políticas
estables que interconectaron elites y plebeyos
de distintas regiones del país. Fueron estas
colectividades partidistas también las que
introdujeron a la vida política a pueblos y
vecindarios de regiones apartadas, las que
iniciaron campañas de educación cívica
orientadas a la plebe, las que difundieron una
imagen de ciudadano virtuoso entre las gentes
del común, las que se dieron a la tarea de
imprimir panfletos, folletos, y proclamas, y las
que politizaron a artesanos, arrieros y bogas
(Deas, 1993).

Evidentemente estos partidos no fueron


democráticos como esperaríamos que lo fueran
a principios de este siglo XXI. Sin embargo,
vistos dentro del contexto del siglo XIX
latinoamericano, estas redes políticas fueron
eficientes agentes de incorporación de un cierto
mundo provincial y pueblerino a una política
nacional. Esto no supone que trataran bien a
indígenas, mulatos y negros, o que incorporaran
a sus esferas de debate público las voces
femeninas, pero sí que politizaron a grandes
sectores de la población.

También hay que recordar que la política


demostró ciertos márgenes de autonomía frente
a las grandes élites sociales. Hacendados,
comerciantes y banqueros no siempre tuvieron
el control de toda la actividad política, sobre
todo de aquélla que se jugaba en los terrenos
de la guerra y de las urnas. Políticos
advenedizos de provincia empuñaron las armas
o utilizaron los votos para defender reclamos
colectivos pero también para promoverse ellos
individualmente en el escalafón social.(20) De
esta manera, la política no sólo fue una arena
donde se jugaban las ideas, sino que también
fue una actividad que promocionó una cierta
movilidad social.

No obstante el éxito alcanzado por la inclusión,


la política mostró dos tipos de límites, uno de
índole territorial y otro cultural. En cuanto a la
dimensión territorial, es necesario señalar cómo
algunas regiones, las de “tierras calientes”,
quedaron por fuera de las redes clientelares, así
como quedaron por fuera sus habitantes. De
esta manera, mientras una porción del país
entró en los juegos del poder partidista y en las
reparticiones burocráticas, otra, nada
desdeñable, quedó excluida (Pécaut, 1987;
Gonzalez, 1997)

En cuanto al límite cultural, a partir de los


procesos de centralización institucional que
propició el arreglo regeneracionista de finales
del siglo XIX, se consolidaron las fronteras entre
la Gran y la pequeña política, entre la política
que se jugaba a nivel local y aquella otra, la de
dimensión nacional. Desde ese momento, la
pequeña política siguió siendo un ámbito
incluyente y fluido, mientras la Gran Política se
constituyó como una esfera protegida por
macizas fronteras culturales del barullo y el
desorden de los muchos.

Frente a la implosión y la inestabilidad políticas


suscitadas por el arreglo constitucional de
Rionegro, la Regeneración representó un
proyecto de centralización estatal y de
búsqueda de unidad nacional. Por un lado,
homogenizó la legislación fiscal y promovió el
Derecho nacional, pero por otro, en su afán de
controlar el desorden suscitado por la
competencia interregional, le otorgó enormes
poderes al centro en detrimento de la autonomía
regional. De ahí en adelante los recaudos
fiscales se centralizarían en Bogotá; desde
Bogotá, el Presidente nombraría alcaldes y
gobernadores; frente al legislativo, terreno de
expresión de los intereses regionales, se
levantaría un Ejecutivo fuerte con amplios
márgenes de decisión. El centro, a través de
este conjunto de dispositivos institucionales, se
alzaría por encima de las regiones para
imponer su orden: gamonales, manzanillos y
caciques de provincia tendrían que rendirle
pleitesía a los políticos del centro porque de
ellos, de sus decisiones, dependía la
designación a cargos, la promoción en el
escalafón público y la asignación de recursos
fiscales (Wills, 1989).

Pero la Regeneración no sólo sería un proyecto


de ingeniería institucional. La centralización que
promovió vendría de la mano de una propuesta
cultural autoritaria. Desde su mirada,
centralizar implicaría unificar; y unificar,
homogenizar. El andamiaje institucional se
levantaría entonces sobre una voluntad que sólo
concebiría la unificación como resultado de una
nación unánime, moral e ideológicamente,
gracias a la acción pedagógica emprendida por
una Iglesia católica reencauchada. Es por esta
razón que este proyecto, plasmado en la Carta
Constitucional de 1886 y su complemento, el
Concordato,(21) vincularían la suerte del Estado
al destino de la Iglesia, y establecerían
informalmente una alianza entre la Iglesia y un
partido político en particular, el Conservador.

En el lema consagrado en aquella época por la


Academia de la Lengua–“Una sola lengua, una
sola raza, un solo Dios”— (Arocha citado por
Wade, 1997 : 46) se resume el proyecto político
y la concepción de nación de las élites
regeneracionistas: para ellas, la nación, sujeto
llamado a mantener la cohesión del orden, será
indivisible porque una, e indisoluble en su
unidad por profesar un solo credo, el católico.

Este arreglo institucional que buscaba irradiar el


programa cultural de civilizar al país instilando
en el pueblo un alma católica tendría amplias
repercusiones sobre el mundo de la política. Si
bien en el siglo XIX los dos partidos habían
construido sus fronteras en torno a sus
diferencias religiosas, en el siglo XX la alianza
Estado-Iglesia-Partido le daría un énfasis mucho
mayor a la cuestión de la fe. Como
consecuencia de esta alianza institucional, el
púlpito se convertiría durante el siglo XX, una y
otra vez, en mediación política. Por eso, no es
de sorprenderse que el Obispo de Pasto, en
1905 declarará:

Confieso una vez más que el liberalismo es


pecado, enemigo fatal de la Iglesia y del
reinado de Jesucristo y ruina de los
pueblos y naciones; y queriendo enseñar
esto, aun después de muerto, deseo que
en el salón donde se exponga mi cadáver,
y aun en el templo durante las exequias, se
ponga a la vista de todos un cartel grande
que diga: EL LIBERALISMO ES PECADO.
(Cartas Pastorales del ilustrísimo y
Reverendísimo Sr. Dr. Fr. Ezequiel
Moreno, citado por Palacios, 1995: 107)

Dentro de este régimen concordatario, los


discursos partidistas, al impregnarse de
resonancias religiosas, transformarían la
contienda política en una arena, no tanto de
negociación, controversia y transacción como
de polaridades y antagonismos absolutos, y de
profundas intolerancias. Desde un campo
cultural así constituido, los opuestos no serían
simplemente disidentes sino enemigos
impuros, y los conflictos adquirirían visos de
guerras santas. En parte, este entendimiento de
la política como una confrontación de actores
portadores de Verdades Absolutas, del todo o
nada, sigue, hoy en día, causando estragos bajo
nuevos ropajes.

Además del énfasis puesto en la unanimidad


religiosa y moral, y en la homogenización racial,
los regeneracionistas, con el beneplácito de
dirigencias liberales y conservadoras,
concebirían la Gran Política como una actividad
que exclusivamente podrían ejercer las élites
letradas. En este sentido, más que fortunas, los
grandes políticos deberían hacer gala de ciertas
destrezas y manejar ciertos códigos de estilo –
por ejemplo, hacer un uso impecable de la
lengua, manejar la gramática y el latín, y
comportarse como caballeros (Deas, 1993)–es
decir vestirse y usar los modales considerados
en la época como una marca de civilización y de
distinción(22). Los “otros”, los excluidos de este
mundo, serían mirados por las élites letradas
con una mezcla de condescendencia, desprecio
y temor (Zambrano, 1988, 1989).

Así, si muchos participaban en política pocos


eran los que decidían. Más aun los que
decidían sentían que pertenecían a un mundo
tan cualitativamente superior al de los “otros”
que sus decisiones no requerían de
refrendación alguna. La Gran Política se
concebía entonces como un mundo ajeno a la
pequeña “barbarie” de los pueblos y provincias;
un mundo alejado de los gustos populares
“indecentes”; mundo blanco donde la razón
ponderada de las ciencias debía prosperar
imponiendo una cadencia y un estilo capaz de
derrotar las bajas pasiones y los instintos viles
que, según los ungidos, dominaban el universo
de los excluidos. Al amparo del proyecto
regeneracionista, de sus arreglos institucionales
y culturales, la Gran Política fue y siguió siendo
por mucho tiempo, exclusivamente “una
conversación entre caballeros”, y más
precisamente aun, una conversación de, sobre
y para caballeros.

Esta inclusión y politización masiva


acompañada de la exclusión cultural en parte
explica por qué la política a la vez que incluía al
mundo social popular no lograba enteramente
traducir sus pulsiones y esperanzas. Era, si se
quiere, una inclusión trunca, que por lo demás
bloqueaba una representación articulada de los
sueños y reclamos de los de abajo, esos a
quienes se les prohibía penetrar los lugares
sacros del poder para enunciarse desde su
propia voz.

La separación entre la Gran Política y la política


de manzanillos y caciques tendría
consecuencias de largo plazo. Por un lado, bajo
su influjo, se desarrollaría un clientelismo con
dinámicas propias que se expresaría en las
guerras y las urnas, y por otro se afianzaría una
esfera pública oficial como lugar privilegiado de
debate de las políticas de Estado. Mientras las
gamonales y caciques tramitaban
dispersamente demandas en sus regiones,
desde “arriba” y desde el centro se trataba de
ordenar, a partir de grandes ejes, la política
estatal. De esta manera, el clientelismo
solucionaba demandas de manera dispersa y
pragmática e incorporaba a la pequeña política
a unas bases sociales, pero por el otro, en virtud
de su desarticulación del debate nacional, se
mostraba incapaz de suscitar esferas de
encuentro de sus redes de apoyo de donde
surgieran “mundos discutidos y en común” y
políticas públicas realmente consensuadas.

En últimas, esta inclusión partidista/exclusión


cultural generaría un mensaje de “doble
vínculo”(23) o si se quiere una comunicación
“paradójica”: a nivel formal y en la construcción
práctica de las redes políticas, el mensaje
acuñado y la regla enunciada fueron “todos los
colombianos (varones) son ciudadanos y como
tales deben participar en política”. Esta
invitación/imperativo a participar se cumplió y
politizó a amplios sectores colombianos. Sin
embargo, contradiciendo este primer mandato,
se aplicó implícitamente otra regla en los
procesos de toma de decisiones del Estado: “la
política es una cuestión de, para y sobre
caballeros”.

A esta confusión de mensajes, habría que


agregarle el lugar singular que ocupó el partido
liberal en la construcción de la comunidad
política: el liberalismo, en las urnas como en las
guerras, se presentó como el abanderado de un
ideario democrático-popular. Con estas
proclamas en mano, suscitó identificaciones
populares de largo alcance. Sin embargo, ese
mismo partido, ya como participe en la gestión
estatal y como gobierno, se identificó con la
cultura culta, la que ofrecía una definición elitista
y excluyente de la actividad política. De esta
manera, intelectuales y políticos liberales y
conservadores, a pesar de enfrentarse por los
votos o con las armas, compartieron la misma
noción de una frontera, invisible pero maciza,
entre la Gran y la pequeña política. Esta
disonancia liberal entre el hacer y el decir llegó
a su punto más alto luego del gobierno de
López Pumarejo, cuando, según varios
historiadores y hombres de Estado liberales, el
viejo partido liberal, el que resonaba con
proclamas democráticas, quedó enterrado y sus
fronteras doctrinarias con el conservatismo
definitivamente diluidas.

Quizás en regímenes donde no se moviliza y


politiza a amplios sectores de la población y
donde por lo tanto se deja desde un principio y
de un tajo en las márgenes a los muchos, el
proceso de construcción estatal-nacional se
produce sin generar tantas resistencias. Sin
embargo, este no fue el caso en Colombia. La
combinación de movilización/exclusión/difusión
de la retórica democrática produjo una
frustración acumulada: en distintas coyunturas
críticas, durante los siglos XIX y XX, los
sectores subalternos no sólo se movilizaron sino
que buscaron irrumpir en las esferas oficiales
del poder para hacer oír su voz.

Haciendo un recuento muy esquemático y


sucinto de la historia del siglo XX, se puede
afirmar que las barreras de distinción y de
separación entre los de arriba y los de abajo, los
del centro y los de la periferia, los civilizados y
los bárbaros, los incluidos y los excluidos,
empezaron a diluirse, siempre dejando un sabor
a frustración, bajo el impacto del
infortunadamente derrotado proyecto de
modernización de Alfonso Lopez Pumarejo, la
fuerza transgresora del movimiento gaitanista y
la popularización de la política que el arreglo
bipartidista del Frente Nacional propició
insospechadamente.

La Violencia y sus secuelas, unida a procesos


de secularización gradual promovidos por la
urbanización, la expansión de la educación, la
consolidación de medios masivos de
comunicación y las transformaciones en las
relaciones de género, se cruza con la ingeniería
institucional que puso en pie el Frente Nacional
para promover el resquebrajamiento de los
muros que habían hasta ese entonces separado
la Gran y la pequeña política. Así, la actividad
política se “populariza”, se vuelve una actividad
más prosaica, y deja de ser el reinado de, para
y sobre caballeros (Gutierrez, ?).

Desafortunadamente, el desmoronamiento
gradual de las fronteras que promovieron la
inclusión política y la exclusión cultural, en lugar
de promover la constitución de liderazgos
modernos fundados en un amplio debate
público de naturaleza secular, condujo a que las
relaciones clientelistas, despojadas de cualquier
dirección histórica nacional, coparan la arena
política (Leal y Dávila, 1990). Este
acaparamiento clientelista le otorga hoy a la
actividad política un carácter de intercambio
meramente mercantil y convierte esta arena en
un espacio donde se tramitan múltiples
demandas sociales pero donde, por la falta de
discusión sustancial, no se originan políticas de
estado consensuadas, capaces de inspirar
sentidos vinculantes de nación. Así, con el
Frente Nacional, la esfera pública
indudablemente pierde su carácter elitista-
excluyente pero de manera simultánea, el
debate político se torna cada vez más
insustancial.(24)

En épocas más recientes las fronteras entre la


Gran y la pequeña política se derruyeron aun
más, ya sea a través de la irrupción imprevista
de un narcotráfico portador de una cultura
transgresora pero anómica, de una rebelión
armada cada vez más huérfana de utopía, y de
unas fuerzas políticas reformistas que lograron
plasmar una nueva visión de nación y
democracia en el pacto constitucional de 1991.
Este derrumbe parcial no ha venido
acompañado de una profundización
democrática de las relaciones políticas que
irrigan la sociedad colombiana contemporánea.
¿por qué?

5. La apuesta: para que cultura y poder


adopten caminos democráticos

(Anhelo) una educación desde la cuna


hasta la tumba
inconforme y reflexiva
que nos inspire un nuevo modo de pensar
y nos incite a descubrir quiénes somos
en una sociedad que se quiera más a sí
misma
Gabriel García Marquez, inscripción en el
Museo Nacional
Los silencios, las descalificaciones y las
exclusiones propiciadas por la cultura política
oficial fueron los que, en su empuje
democratizador y pacificador, algunos de los
constituyentes de 1991 trataron de sobrepasar
definiendo a la nación colombiana como
“multicultural” y “multiétnica”. Pero la
Constitución de 1991 no sólo representó una
apuesta distinta de construcción de nación sino
que también fue un intento político de romper
las barreras de acceso a la Gran Política a
través de la institucionalización de dispositivos
de participación.

Sin embargo al decir de un representante de


una comunidad indígena del Amazonas, José
Soria Saba,:

“El Estado (colombiano) nos ve aun por


pedazos y escoge sólo una parte, la que le
interesa. Nos ve como poblaciones con
problemas pero sin derechos a la
autonomía,; como base social para
acciones políticas pero sin derecho al
control territorial; como posibles
interlocutores de políticas regionales pero
sin participación en la definición de
directrices globales; como merecedores de
respeto de nuestras tradiciones culturales
pero sin tener derecho a intereses
económicos”.

Por lo visto, hasta ahora la adhesión al principio


de la democracia participativa y los elogios de la
diversidad son insuficientes para reparar los
estragos del orden discriminatorio
anterior. ¿Cómo hacer entonces para que el
espíritu de la carta constitucional no sea letra
muerta y realmente sugiera nuevos caminos de
construcción de nacionalidad y de democracia?
¿Qué papel debe jugar en este empeño el
Ministerio de la Cultura?
Por lo pronto, es necesario reconocer que las
proclamas participativas no tienen la fuerza
suficiente para terminar de dar al traste con los
muros excluyentes de la Gran Política, propiciar
la horizontalidad en el diálogo y devolverle a la
actividad política su sustancia. Para pensar los
obstáculos con los que tropieza la democracia
participativa hay que tener en cuenta tanto los
dispositivos institucionales que no permiten que
la participación vaya más allá del nivel
consultivo, como la herencia paralizante que
nos legó el orden cultural anterior.

Ya se dijo: El clientelismo como mediación entre


Estado y Sociedad integró pero a la vez impidió
la construcción de “mundos discutidos y puestos
en común” entre sus bases. Esto, unido al
proyecto cultural de nación que propuso la
regeneración y que ordenó la política por mucho
tiempo, diluyó en una falsa uniformidad el
entramado de voces distintas que conforman el
tapiz colombiano, y discriminó y estigmatizó las
formas de ser de los muchos.

Por eso, para superar la participación


desagregada e inocua heredada del andamiaje
institucional y cultural anterior, los colombianos
tenemos que tejer ante todo “mundos en
común” que nos permitan llevar a la arena
política no sólo reclamos dispersos, demandas
atomizadas y denuncios estridentes, sino sobre
todoproyectos representativos de identidades
socio-culturales sólidas. En este sentido, la
experiencia posterior a la Constitución de 1991
hace visible los propios límites de la
participación: aunque sin participación la
democracia se vacía de contenido, ella no es
suficiente para garantizar que el régimen
democrático opere adecuadamente. Además de
participación, la democracia se nutre de
representación, es decir de proyectos colectivos
que son mucho más que la sumatoria de
expectativas individuales o de preferencias
expresadas en encuestas.

¿Cómo auspiciar la aparición de “esos mundos-


en-común”, de esas representaciones
colectivas? ¿Cómo propender para que surjan
representaciones que fortalezcan sentidos de
identidad compartidas? ¿Cómo propiciar que
voces colectivas enuncien una visión de
realidad coherente, un diagnóstico del presente
arraigado en una sensibilidad histórica y una
propuesta de futuro liberadora y justa? Ante
todo se requiere que tanto Estado como
sociedad respalden la creación de esferas de
debate y de encuentro colectivo que apunten a
la construcción, reconstrucción, invención o
reinvención de identidades colectivas
empoderadas, es decir seguras de sus
derechos y sus reclamos, conscientes de su
dignidad, y con una noción clara del sueño que
comparten y del camino que quieren recorrer
para alcanzarlo.

En este sentido, las casas de cultura, los


museos, las bibliotecas públicas, los
monumentos nacionales, todos estos lugares
donde se produce y circula la cultura, pueden
transformarse en foros de debate público sobre
el destino de la nación. Se trata entonces de
innovar propiciando que en estos espacios se
realice por fin el contacto entre lo distinto, lo
diverso, lo conflictivo, lo desigual, no para diluir
diferencias y crear mundos uniformes o
falsamente consensuales, sino bien por el
contrario para debatir las fronteras que nos
unen y que a la vez nos separan, y propender
por un diálogo más horizontal.

Pero hay que evitar los viejos errores: no se


trata de propender porque en estos espacios se
geste una vez más Una Sola Versión del
Pasado y del presente colombiano. Cuando el
propósito ha sido construir una Narrativa Oficial
y de consenso, el intento siempre ha culminado
en la invisibilización de las voces menos
poderosas, el acallamiento de las herejías, o la
“esterilización” de las narrativas. La apuesta es
que quizás cuando, en lugar de ocultar con
eufemismos reconozcamos públicamente las
grandes divisiones que nos han lanzado
tácitamente a innumerables guerras, podamos
entonces reconocer los costos en vidas y
memoria que han dejado tras de sí, e imaginar
por fin caminos para su resolución.

También debemos apostarle a un proyecto que


apunte al encuentro de las distintas naciones
que Colombia alberga, la de las regiones, la de
los indígenas, la Colombia afro, la de las
izquierdas, las liberales y las conservadoras, la
de los obreros y empresarios, la de los
desplazados y las mujeres. La política del
Ministerio debe buscar que todas esas naciones
que se encuentran de espaldas entre sí,
incomunicadas y ensimismadas, salgan de sus
propias fronteras y emprendan un viaje hacia el
otro. El encuentro seguramente suscitará
conflicto pero quizás es sólo cuando
enunciemos ante el otro lo que nos separa que
podremos encontrar también lo que nos une.

Ahora bien ¿encuentro entre quiénes? Las


voces que podrían encontrarse a veces han sido
diluidas y silenciadas por el orden anterior. Para
que estas voces hablen y hablen claramente es
necesario entonces también emprender políticas
que le apunten a la recuperación de laS
memoriaS en plural. Sin memoria, estas voces
no pueden construir su propia noción de
destino, y sin un concepto de pasado no pueden
lograr un sentido de presente y de futuro realista
que les permita responder a las preguntas
¿quiénes fuimos? ¿quiénes somos? ¿quiénes
queremos llegar a ser? (Lechner, 2000)
No se trata de emprender una recuperación
desde una orilla que convierta en icono muerto
las costumbres, estéticas y ritos colectivos. No
se trata de hacer un inventario despolitizado de
narrativas populares. No se trata de recoger
piezas arqueológicas para exponerlas en
museos desvinculadas de un contexto de luchas
y de búsquedas. No se trata de organizar
concursos de folclor y de danzas desposeídos
de memoria.

Se trata más bien de recuperar una memoria


rica, una narrativa donde aparezcan tanto los
héroes como los villanos, los momentos de
gloria como los de decadencia, los aciertos
como los desaciertos, los gestos generosos
como las mezquindades; las formas de
comprender la vida y la muerte; los traumas no
reparados, las necesidades frustradas y los
conflictos. La recuperación de las memoria pasa
entonces por reconstruir unas formas de vida,
de ser y de estar en el mundo que no idealicen,
imputándole naturalezas angelicales y virtuosas
a los unos y estirpes demoníacas a los otros.

Venimos de un pasado en el que el orden


simbólico legitimó desigualdades y
discriminaciones a pesar de adherir en otro
plano al ideario democrático. Es tiempo ya de
reparar los desequilibrios y de propender por el
empoderamiento de las voces más vulnerables
y vulneradas en el pasado. Es tiempo también
de romper los dobles vínculos comunicativos,
las paradojas, las disonancias que por tanto
tiempo han impedido la enunciación clara de los
conflictos que irrigan la Colombia
contemporánea. Es tiempo de que los vientos
democráticos penetren la cultura y propicien un
diálogo transparente y simétrico entre todas
nuestras voces.

Anexo 1
1. ¿qué ventajas culturales tiene
su municipio?
2. ¿Cómo se puede aprovechar
ese potencial?
3. ¿Cómo se expresa la
diversidad cultural en su
región? ¿Cómo se puede
aprovechar mejor esa
diversidad para el desarrollo
social y cultural?
4. ¿Cómo puede la vida cultural
mejorar la convivencia en su
municipio o su región?
5. ¿Cómo visualizan los
asistentes al encuentro lo que
podría ser la vida cultural de su
municipio o región dentro de 10
años?
6. ¿Cómo puede aportar más su
municipio y su región al
desarrollo de la cultura
nacional?
7. ¿Cómo puede Colombia
aportar más al desarrollo de la
humanidad?
8. ¿Cómo se podría lograr una
mayor valoración de la cultura
por parte de gobernantes y
ciudadanos?
9. Cuando los recursos para la
cultura son escasos ¿qué
criterios generales se deberían
tener en cuenta para escoger
los proyectos para su
financiación?
10. ¿Qué mantendría el plan
municipal o departamental de
cultura actualmente vigente?
Teniendo en cuenta los
resultados de su ejecución
¿qué lo modificaría?
11. ¿Cuál es el proyecto de
desarrollo cultural de su
provincia o región que mejor le
permitiría aportar al desarrollo
de la cultura nacional?
12. Otras conclusiones,
recomendaciones y propuestas.
13. ¿Consideran que algún
actor cultural importante no
participó? Menciónelo y diga
por qué.

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componente participativo. Acta del encuentro
ciudadano. Diálogos de Nación. Bogotá:
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Notas

(1) Más de 2000 personas venidas de todas las regiones del país se dieron cita
en el Salón Rojo del Hotel Tequendama el 26 y 27 de noviembre del 2000.

(2) El proceso de diseño institucional y de política pública en materia cultural no


culmina con el propio encuentro puesto que luego el Consejo Nacional de
Cultura, acogiendo los resultados del proceso participativo, “sugiere” y
“asesora” al Ministerio de la Cultura, institución responsable de diseñar y luego
ejecutar el Plan Nacional de Cultura. En este sentido, como bien lo aclara el
decreto no. 1034 del 13 de junio del 2000 en su articulo 10 el Consejo Nacional
de Cultura, órgano encargado de recoger las recomendaciones del proceso
participativo, tiene exclusivamente un carácter consultivo y asesor “y sus
recomendaciones, sugerencias y conceptos no obligan al Gobierno Nacional...”.

(3) Semi en el sentido de que la participación cumple una función


exclusivamente de asesoría y no llega a tener carácter decisorio en las reglas
de juego que establece el decreto 1034 del 13 de junio del 2000 y la ley general
de cultura 397 de 1997.

(4) El Ministerio de la Cultura a nivel central, las Instituciones Territoriales de


Cultura, los Consejos Territoriales y los Fondos Mixtos. Ver Convocatoria
Pensar el Plan Nacional de Cultura 2001-2010, Ministerio de la Cultura, s.f.

(5) La idea era por un lado romper el centralismo auspiciando rutas de diálogo
entre las regiones sin pasar por Bogotá, y reivindicar el carácter multicultural y
plurietnico de Colombia otorgándole un lugar a las voces indígenas, negras,
mestizas y populares, opacadas o silenciadas por la versión oficial de nación.

(6) “En América Latina, el uso corriente de la expresión ‘política cultural’


designa acciones del Estado o de otras instituciones con respecto a la cultura
vista como un terreno autónomo separado de la política, y muy frecuentemente
reducido a la producción de bienes culturales (arte, cine, teatro,etc.) A
diferencia del uso corriente utilizamos el concepto de política cultural para
llamar la atención sobre el vínculo constitutivo entre cultura y política ...Este
lazo constitutivo significa que la cultura, entendida como concepción de mundo
y conjunto de significados que integran prácticas sociales, no puede ser
comprendida sin la consideración de las relaciones de poder imbricadas en
dichas prácticas...Con la expresión política cultural nos referimos entonces al
proceso por el cual lo cultural deviene en hechos políticos”en Escobar, citado
por Mejía, 2000.

(7) Capítulo 1 del informe elaborado por Clemente Forero que buscó sintetizar
los aportes regionales y municipales, y cuantificar las opiniones expresadas en
las actas (Forero, 2000).

(8) Nación pluricultural y multietnica; la nación unitaria, territorio y


descentralización; la cultura como determinante del desarrollo económico y
social; la convivencia dentro de la diversidad; la equidad en el acceso cultural;
las instituciones de financiación...en Forero, 2000: a.

(9) El eje central formulado en Diálogos puede parecerle desacertado a unos y


acertado a otros; puede generar más polémica que unanimidad, pero
indudablemente sirve como punto de partida para una discusión sobre las
orientaciones globales que deben enmarcar una política cultural de Estado. A
raíz de un proceso participativo que no le apunta a formular ejes centrales,el
Ministerio puede caer en el error de emprender una cantidad de iniciativas
dispersas, seguramente producto de la participación ciudadana, pero que por
su misma dispersión se convierten en una sumatoria de acciones sin una
orientación común.

(10) La ponencia que sigue a continuación fue pensada para ser leída en la
sesión de apertura del Foro Nacional para discutir el Plan Nacional de Cultura,
2001-2010.

(11) Evidentemente en las ciencias sociales, a pesar del consenso en torno a la


historicidad de la cultura, se sigue dando el debate sobre su maleabilidad.
Mientras autores más cercanos a la tradición gramsciana ponen el énfasis en la
capacidad creativa y modificante de los agentes (E.P. Thompson, 1995), otros
se centran más en demostrar la capacidad determinante y constriñente de la
cultura (Bourdieu, 1991, 1994)

(12) Es así como E.P. Thompson titula el libro que recoge el resultado de sus
investigaciones históricas en los que demuestra cómo las gentes del común
tejen cotidianamente formas de vida compartidas a través de las cuales
expresan sus nociones de justicia, de buena vida, de lúdica, de estética y de
moral; formas, por lo demás, a través de las cuales estas gentes confrontan las
propuestas de buena vida y de justicia que proponen las élites. E.P. Thompson,
1995.

(13) Nos parece que esta es la misma línea de pensamiento de Estanislao


Zuleta quien abogaba apasionadamente a favor del disenso y de la lucha
argumentada, y que le rehuía al dogma y a la unanimidad. Por esta razón,
afirmaba el filósofo que “para combatir la guerra con una posibilidad remota
pero real de éxito es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la
hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social como la
interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una
contradicción en los términos. La erradicación de los conflictos ...no es una
meta alcanzable ni deseable”. (Zuleta, 1985 :77) Y más adelante afirmaba de
manera contundente “que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la
guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”. (Zuleta,
1985: 79)

(14) La aceptación en muchos países de este trato discriminatorio es lo que ha


inspirado la promulgación de “acciones positivas”, dispositivos legales
transitorios que pretenden favorecer y proteger a poblaciones históricamente
vulneradas en su derecho a la igualdad –indígenas, negros, mujeres, minorías
étnicas...

(15) A pesar de su pretensión universal, la definición de ciudadanía oficializada


por los Estados, tanto del centro como de la periferia, fue en términos
generales, excluyente. Los criterios de exclusión se construyeron en torno a
argumentos de clase, raza, salud mental, sexo, edad y educación. Wills, 2000.

(16). Un buen ejemplo de esta construcción oficial de identidades viene dada


por los censos poblacionales que los imperios establecieron en sus colonias.
“Indios” y “las castas” no era la forma en que las poblaciones se
autonombraban pero estas categorías fueron las que estructuraron el orden
colonial en Hispanoamérica. Para ver como el mapa y el censo operó en otras
colonias, ver el hermoso capítulo que Benedict Anderson incluyó en la segunda
edición de su libro Imagined Communities, 1991.

(17). Esta tesis se apoya en la idea central de que las instituciones operan
sobre la realidad no sólo a través de acciones –políticas públicas-- sino también
a través de discursos. O más precisamente, las acciones se pueden producir
porque previamente han sido pensadas como posibles, viables y racionales, y
enunciadas como tal a nivel del discurso. Así, entre lenguaje y práctica existe
un íntimo vinculo que se hace presente también a nivel institucional. Desde esta
orilla teórica, las palabras no son meros reflejos de una realidad preconstituida
sino que, con su propia fuerza, moldean y otorgan contornos a esa propia
realidad. Dentro de esta corriente postestructuralista al Estado encontramos,
entre muchos otros, textos como los de Corrigan y Sayer, 1985; Mallon, 1995;
Laclau y Mouffe, 1985. Estos textos buscan aproximarse al Estado como lugar
de producción de identidades sociales y políticas y generador del
consentimiento y la obediencia social, y no exclusivamente como administrador
de recursos materiales. En esto siguen la tradición iniciada por Antonia Gramsci
con su entendimiento de la producción de hegemonía política.

(18) Quienes de nuevo hicieron hincapié en la tesis de que el Estado como


conjunto institucional no sólo refleja sino que también opera sobre la sociedad
(capacidad propia) y tiene su propia dinámica (una autonomía relativa) fueron
Evans, Rueschemeyer y Skocpol, 1985.
(19) Sea este el momento de agradecerle al equipo de Guerra, Nación y
Democracia por los innumerables contribuciones que han hecho a mi visión de
la historia de Colombia. Politóloga de formación, reconozco que este texto debe
mucho a las voces de Gonzalo Sánchez, Hermes Tovar, Mario Aguilera, Miguel
Angel Urrego, María Victoria Uribe, María Teresa Calderon, y Rocio . Es en los
innumerables debates que hemos sostenido en torno al tema de nación, guerra
y democracia en Colombia que han surgido las tesis fuertes que sostengo en
este texto.

(20). Curiosamente, a pesar de las grandes diferencias de método, teoría y aún


posición política, Deas y Pécaut concuerdan en este punto. Ver Deas, 1993 y
Pécaut, 1987.

(21). Si en algo resalta Colombia frente a otros países de América Latina es


justamente por el arreglo concordatario que firmara el gobierno de la
Regeneración con la Santa Sede y que perduraría hasta 1993. A mediado el
siglo XIX se firmaron algunos concordatos con Bolivia (1851), Guatemala y
Costa Rica (1860), Honduras y Nicaragua (1861), Venezuela y Ecuador (1862),
de corta duración. En México, país que siempre se opuso a mantener
relaciones diplomáticas con la Santa Sede, éstas se han formalizado a
comienzos de la década de 1990. "Concordato", Enciclopedia Microsoft(R)
Encarta(R) 98. (c) 1993-1997 Microsoft Corporation. Reservados todos los
derechos

(22) Los politólogos, con menos mala conciencia que los historiadores,
buscamos la generalización. La generalización por esa inclinación a buscar los
rasgos más protuberantes de un proceso, simplifica la realidad y pierde los
matices. Pero si generalizando se pierde algo, también se gana: para actuar
sobre la realidad es necesario generalizar, jerarquizar, ubicar los nudos
fundamentales de un problema. Así, es cierto que Obando y Gaitan Obeso
fueron militares-caudillos y políticos de extracción humilde que lograron
penetrar el circulo de la Gran Política. Estos casos, sin embargo, no desvirtúan
la tendencia general de la elite política culta de cerrar filas a los “otros”, los
diferentes, aquellos que ni manejaban sus costumbres y sus hábitos, ni
compartían sus definiciones de buen gusto y de buena vida.

(23) “El doble vinculo...puede ser considerado como una forma de


comunicación que transmite y mantiene un reto del cual no se puede salir y que
no tiene fin. Este modo de comunicación puede ser resumido de la siguiente
manera: a nivel verbal, un mandato es enunciado. Este mismo mandato es
luego descalificado a un segundo nivel (usualmente no verbal). Al mismo
tiempo, otro mensaje se produce prohibiendo que se comente la incongruencia
existente entre los dos niveles y prohibiendo que se abandone el campo
comunicativo.” (Selvini, Boscolo, Cecchin, Prata, 1990: 31)

(24) Siendo justos, este “vaciamiento” de la política no parece ser única y


exclusivamente un fenómeno colombiano. Varios autores hablan de la “crisis”
de la política provocada tanto por el derrumbamiento de los viejos paradigmas
políticos que ordenaban la política como por el desplazamiento de las
decisiones de los parlamentos y gobiernos nacionales a organismos
supranacionales no regulados por una legitimidad democrática (FMI, BM...).

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