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CRÓNICAS. JOSÉ ALEJANDRO CASTAÑO.

Nació en un barrio popular, el 12 de octubre, y creció en medio de la violencia de los años 80's colombianos. En
1997, mientras todavía estudiaba Comunicación Social y Periodismo en la Universidad de Antioquia, fue
contratado por el periódico El Colombiano para cubrir las noticias políticas y después las judiciales. Trabajó en
dicho diario hasta el 2003 y publicó cerca de 500 crónicas.3 Empezó a trabajar entonces en el periódico El País,
de Cali, como director de la Unidad Investigativa.
En el 2007, el periódico El Heraldo lo contrató como editor de una nueva publicación popular llamada Al Día,
que, en palabras de Castaño: "Un año después [de su contratación]... Al Día ya era el periódico popular más
leído del país y el tercero con más lectores después de El Tiempo y El Espectador.4 Un año y medio más tarde
le asignaron el cargo de Editor General de dicho diario, trabajo al que renunció a los seis meses, a mediados del
2009.
A lo largo de su carrera ha colaborado con reportajes para las revistas Gatopardo (Colombia), Soho (Colombia),
Etiqueta Negra (Perú), Lateral (España), Alma Magazine (EE.UU.) y Letras Libres (México).

Actualmente se desempeña como editor del área Metro, del periódico El Mundo de Medellín, donde llegó en
marzo de 2011.

José Alejandro Castaño, estudió periodismo en la Universidad de Antioquia. Ha escrito crónicas para El Colombiano, El
País, El Tiempo y El Heraldo; medio del cual es Editor General actualmente. También es colaborador de la Revista Soho.
Ha publicado crónicas en Gatopardo y Letras Libres de México, Alma Magazin de Estados Unidos y Lateral de España.
Finalista del premio de periodismo de la Universidad de Columbia de Nueva York en 2002, ha ganado el Premio Rey de
España en 2003 y el Premio Simón Bolívar de periodismo en 2005, 2006 y 2007. En 2002 ganó el premio
Latinoamericano de literatura Casa de las Américas, en Cuba, con el libro La isla de Morgan. Publicó con Editorial Norma
¿Cuánto cuesta matar a un hombre? en 2006. La Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside Gabriel
García Márquez, hace poco lo escogio como uno de los Nuevos Cronistas de Indias.

Premios y reconocimientos
 Finalista del premio de periodismo de la universidad de Columbia en Nueva York (2002)
 Premio de periodismo Rey de España (2003)
 Premio latinoamericano Casa de las Américas, Cuba
 Nombrado como uno de los Nuevos Cronistas de Indias por la fundación Nuevo Periodismo.5
 Su libro Zoológico Colombia: crónicas sorprendentes de nuestro país fue elegido como uno de los diez
libros más importantes del 2008 en Colombia por el crítico literario Luis Fernándo Afanador en la
Revista semana.6
- ¿Cuánto cuesta matar a un hombre en Medellín?
Posted: 3 octubre 2008 in José Alejandro Castaño

El disparo le entró por la espalda, atravesó el pulmón derecho y le salió por el pecho, por un resquicio entre la
cuarta y la quinta vértebra. El hombre se derrumbó sobre la acera, con los brazos abiertos y la boca inundada de
sangre. Narices, jefe de la banda «Los Pinochos», recuerda que se acercó y disparó dos veces más. Las balas
golpearon la nuca y la oreja izquierda. Por esa puntería cobró un millón de pesos, unos trescientos cincuenta
dólares. El encargo lo había recibido días antes de un vecino acorralado por una deuda que no pensaba pagar.
Fue un asesinato fácil. La víctima andaba sola, desarmada y con una rutina calcada. Lo sorprendió en un
callejón, saliendo de la casa de una mujer a la que frecuentaba. Eran las diez de la noche y no había gente en la
calle, sólo un perro sin cola que no atinó a ladrar.

Narices, además de puntería, tiene olfato: en enero, recuerda, por una suma siete veces mayor, desechó un
encargo porque le olió raro, a misión sin regreso. Debía matar a un comerciante dentro de su casa sin disparar
un solo tiro, ésa era la condición. A los diecinueve años Narices había asfixiado a un hombre y, a los veinte
años, apuñalado a dos más. Al primero, dice, lo mató sin darse cuenta, en una riña de calle, después de quitarle
una pistola. Lo sujetó por el cuello con los nudillos y se le echó encima, esperando que se calmara. Eran amigos
y ya no recuerda por qué se fueron a las manos. Estaban ebrios. Los otros dos sujetos apuñalados fueron
drogadictos del barrio, sentenciados después de violar a una niña sordomuda. La banda de la zona decidió
congraciarse con los vecinos y matarlos a pedradas. Narices dice que antes los acuchilló para ahorrarles
sufrimiento.

Pese a sus antecedentes, el jefe de «Los Pinochos» dice que se negó a asesinar al comerciante sin la ayuda de un
arma de fuego. La casa quedaba en un lujoso condominio de El Poblado, el barrio más exclusivo de Medellín.
Debía hacerse pasar por un funcionario de Cable Unión, una empresa de televisión por cable. Le dieron,
incluso, una tarjeta de presentación para entregar al vigilante de la portería, del que le habían advertido que iba
a revisarle la caja de herramientas y los bolsillos. La empleada del servicio autorizaría su ingreso y, una vez en
la casa, Narices debía asesinar al hombre, que era mayor y andaba en muletas según le dijeron. Pero fue otro
muchacho de «Los Pinochos» quien aceptó el encargo. Luego Narices se enteró por la radio: un reconocido
comerciante había disparado contra un supuesto técnico de televisión por cable cuando éste había intentado
apuñalarlo por la espalda con un destornillador. Según la versión periodística, el caso era una prueba del nivel
de inseguridad al que había llegado esa zona de Medellín y de la confianza excesiva de algunos ciudadanos que
contrataban personal sin confirmar sus antecedentes. Narices sabía que la idea de matarlo era de la esposa y de
su amante, un contador que administraba los negocios de la pareja. No fue la primera vez que se salvó por
decirle no a un negocio lucrativo.

«Los Pinochos» no recuerdan a cuánta gente han matado. No se acuerdan y prefieren no esforzarse por
precisarlo. Sienten, quién lo creería, un pudor por ciertos crímenes cometidos, como ése de una joven y su
hermana a las que terminaron matando porque con la impresión del asalto no habían sido capaces de recordar
las claves de sus tarjetas bancarias. Pero también hay muertes de las que hablan con desenfreno: aquélla de un
conductor al que acribillaron lanzándole una granada por la ventana de su casa porque le estaba pasando
información a la policía. Narices ha asesinado a un comerciante por encargo de uno de sus socios. A un taxista,
a solicitud de un familiar. A un abogado, a pedido de un cliente al que éste había embargado su casa y el sueldo.
A un brujo, por encargo de la mamá de una de las mujeres que había violado mientras les hacía supuestas
regresiones con narcóticos. Hubo un caso que, de puro miedo a que les cayera una maldición, rechazaron
Narices y los suyos: el de un joven homosexual que quería vengarse de un sacerdote porque, según les dijo, éste
se había quedado con un dinero de ambos. Un conocido de Narices les llevó la petición del joven al que nunca
llegaron a ver en persona. El muchacho les ofreció como paga los cinco millones de pesos, unos mil seiscientos
dólares que el sacerdote tenía guardados en una caja fuerte de la casa cural. Narices dice que matar a un cura,
así sea marica, es pecado. Lo demás, casi todo, se puede pagar con arrepentimiento.
**

La casa de Narices es una vivienda de dos cuartos, en una de las laderas que bordean Medellín. Es de ladrillo
sin revocar, con techo de concreto y orificios estratégicos en los muros que dan a la ciudad, por los que es
posible advertir el arribo de visitantes indeseables. Está en el segundo piso de una construcción abandonada
que, a su vez, limita con un patio al que el jefe de «Los Pinochos» puede lanzarse si fuera necesario. Lo
conozco desde hace años, desde mi época de redactor judicial. La vivienda está ubicada en Villa del Socorro, en
la Comuna Nororiental de Medellín, de la que son parte medio centenar de barrios, algunos de ellos con la cifra
de muertos y heridos por arma de fuego más alta del país. Ahora la casa no tiene muebles, sólo dos camas y una
nevera descompuesta en la que Narices encaleta una escopeta doble cañón calibre 12, un fusil Aka 47 y un par
de granadas de mano. El revólver, incluso mientras duerme, lo lleva consigo. Por eso no le gustan las pistolas,
dice, porque son inseguras y se disparan solas. Las llama «dóberman», como esos perros negros que atacan
incluso a quienes les dan de comer.

–¿Y los muebles?

–La familia se fue por la guerra –dice Narices–. Se llevaron las matas, las sillas, la mesa del comedor y los
trastos de la cocina.

La guerra de la que habla fue con Los M., la banda de sicarios más peligrosa del norte de Medellín. El tropel fue
por el control de la vacuna, un impuesto de seguridad que deben pagarle los empresarios de transporte a las
bandas con influencia en los territorios donde están los parqueaderos de los buses. Nadie sabe cuántos muertos
dejó esta guerra. Del lado de Narices cayeron El Mono, Negro, Corcho, Galil, Sandra, La Mueca, Chila,
Carlangas, Nuri, Rosalía, Risitas, don Mario, El Pibe, Diego, Elizabeth, Piolín, Giovanni, Cholo, Trespuntadas
y el viejo Santiago, un testigo de Jehová al que confundieron con uno de los miembros de «Los Pinochos». En
esa guerra murieron, cuando menos, siete niños. Nadie se acuerda de ellos porque a su edad aún no tenían
apodo.

–Vos siempre averiguando güevonadas –responde Narices a mi pregunta de cuánto cobra por matar a un
hombre.

Su voz es gangosa, producto de haber perdido parte de las fosas nasales por el roce de un tiro de carabina. No es
la primera vez que recurro a él para un trabajo de este tipo: muchas veces, cuando había tropeles en los barrios
de la Comuna Nororiental de Medellín, lo busqué para que me diera información de primera mano. La nuestra
es una relación de lucro. Yo me beneficiaba de los datos que me suministraba, y su familia de las bolsas de
víveres que les subía de cuando en cuando. En la casa de Narices, aunque suelen correr fajos de billetes, rara
vez hay comida suficiente. La plata de los negocios ilícitos es «plata del diablo», dicen ellos. Por eso se
apresuran a gastarla en farras de dos y tres días que incluyen aguardiente o whisky, cocaína, carne asada y
muchachitas, jóvenes hermosas que crecen en los barrios populares con una prolijidad desconcertante. Después
de eso, los días vuelven a la incertidumbre de siempre.

Muy pocos sicarios, y Narices no es uno de ellos, invierten sus ganancias en el bienestar para sus familias. Las
suyas son casas sucias, oscuras, con cortinas en los cuartos en vez de puertas, con sanitarios descompuestos que
hay que vaciar con baldes de agua, con paredes desmoronadas por impactos de fusil y esquirlas de granadas, y
con servicios públicos conectados de contrabando. Los duros –los patrones que dirigen las élites criminales del
país y que deciden la mayoría de los grandes asesinatos y proveen las armas de alto calibre, los autos y las
motos– sí saben para qué es este dinero. Ellos, a diferencia de los sicarios que contratan, suelen vivir en barrios
de clase alta, con lujos ostentosos y esposas de cabellos tinturados y senos operados. Ellos, que posan de
ciudadanos recatados y empresarios exitosos, se llevan los porcentajes más altos, invierten, abren negocios,
toman vacaciones y mandan a sus hijos a colegios privados donde les enseñan inglés e historia del arte.
–Asesinar un man vale lo que cueste matarlo –dice Narices, con una lógica simple–. Si toca voltear mucho, vale
mucho. No hay un promedio de cobro.

El promedio del que habla Narices se mide en millones de pesos. Hay meses de sesenta millones y meses de
nada. Hace unos años las Autodefensas, el ejército paramilitar de la extrema derecha de Colombia, reclutó a la
mayoría de las seiscientas bandas que operan en las periferias de Medellín y las obligó a rendirle cuentas a un
patrón. Así los paramilitares crearon una suerte de liga de las estrellas con lo peor de cada barrio de la ciudad y
declararon la guerra a las milicias subversivas, encargadas del apoyo logístico y militar a los frentes guerrilleros
en las zonas rurales. Los sicarios recibieron la orden de asfixiarlas cerrándoles el paso de víveres, impidiéndoles
reunirse con la gente, frenándoles el cobro de extorsiones y, sobre todo, asesinando a sus miembros y a todo
aquel que les ayudara por convicción o temor. No hubo puntos medios en eso. La guerra entre sicarios y
guerrilleros fue tan brutal que la ciudad experimentó un aumento en la estadística de homicidios, ya de por sí
excesiva: trescientos noventa asesinatos al mes se cometían entonces, casi la misma cantidad de muertes que
dejaría el accidente de dos Boeing 757 con todas sus sillas ocupadas.

Las bandas, encarnizadas con las milicias, ya no tuvieron tiempo de delinquir en nada más, lo que hizo que
disminuyeran otros delitos como los asaltos a bancos y residencias. Para compensar a las bandas de sicarios, las
Autodefensas repartían dinero entre sus miembros, les daban instrucción militar, mejoraban su armamento y, a
las que se destacaban, les encargaban misiones especiales que, a su vez, eran retribuidas con creces. Una de las
compensaciones más comunes era otorgar a una banda de sicarios el derecho de cobrar vacuna en su zona de
influencia, estrategia que no siempre funcionó porque, como ocurrió con «los Pinochos» y Los M., en una
misma zona podía haber más de un grupo armado. Pero los miembros de las bandas se acomodan igual que las
fieras a los cambios climáticos. La capacidad para adaptarse es lo más sorprendente de los sicarios: si deben
disputar una fuente de financiamiento, incluso con sus familiares o amigos, lo hacen sin dudar. Sentencian,
acorralan, mutilan y matan sin dudar, con una eficacia profesional exenta de dudas o arrepentimientos.

–Si la vuelta es limpia, digamos sin necesidad de más karatecas que uno, puede valer un millón de pesos. Si
toca montar operativo, echar mano de más de un fierro y pelarse feo, el taxímetro va subiendo los números:
matar a un man que viaja escoltado puede valer treinta o cuarenta millones. Entre más gente participe en la
vuelta, más cuesta.

Mientras habla, Narices le raya una cruz a una bala calibre 38. En la hendidura, con una jeringa hipodérmica,
pondrá una gota de cianuro. A esa munición se le conoce con el nombre de envenenada y su impacto suele ser
letal en cualquier parte del cuerpo.

–El sábado vamos a darle de baja a un hijueputa. Usted verá si nos acompaña periodista y toma nota de la cosa.

Narices se ríe pero habla en serio.

***

Djaffer es francés y acaba de llegar a Medellín. Usa ropa sucia, fuma en exceso y anda en sandalias. Ha
cubierto, cuenta, la guerra de Kosovo y la invasión a Irak. Su padre fue reportero en Vietnam y su abuelo en la
primera guerra mundial. Sin embargo, Medellín, incluso para alguien acostumbrado a la barbarie, es un campo
de batalla con particularidades asombrosas que, me dice en voz alta Djaffer, quiere relatar. Conozco a muchos
como él. Periodistas venidos de lejos con la ilusión de hacer el reportaje de sus vidas. La mayoría no tiene
vínculo directo con ningún medio. Son cazadores que, una vez capturada la presa, negociarán su valor por
teléfono con un editor que confunde a Colombia con Bolivia, que jura que en el Amazonas se come carne
humana y que lo único que sabe de Medellín es que el más grande cártel de la droga del mundo llevó su
nombre. Djaffer, como todos los demás, ofrece euros a cambio de información, pues está advertido –y ese
quizás sea su mayor acierto– de que en Medellín la plata es dios, y viceversa.
Djaffer consigue un directorio telefónico y llama a los diarios donde algún redactor judicial, lo sabe bien, lo
pondrá en contacto con el mundo criminal de la ciudad. Se presenta, por supuesto, como enviado especial y
recalca aquello de haber estado en tales y tales guerras. Al tiempo descubre que, pese a su dramatizado aspecto
de pordiosero y al hedor con el que aspira a espantar el riesgo de un secuestro, la gente le prodiga una atención
esmerada, inmerecida. En los barrios descubre que los criminales de sangre fría que imaginaba son jovencitos
risueños que juegan a imitarlo. Aún padecemos el complejo de los conquistados y nos vence el brillo de quienes
llegan de lejos. Pero eso que facilita a Djaffer su trabajo es también su perdición, aunque a él poco le importa:
los chicos, en su afán de recibir el botín de euros que aquel trotamundos ofrece, exageran las historias que
cuentan, dramatizan los hechos, dan gusto al visitante. Cuando Djaffer pide ver sus armas, los chicos advierten
su oportunidad. Una foto con revólver le costará quince billetes, le explican abriendo las manos. Una con fusil o
granadas, treinta billetes. Por cien le sacan el arsenal que guste y le obsequian los ademanes que quiera: de ira,
tristeza, desconcierto, indiferencia, dolor, gestos aprendidos de otros periodistas venidos antes. Djaffer accede
gustoso. La cámara relampaguea una y otra vez. Está encantado: Medellín es una gran fábrica de sicarios.

En el hotel, después del agite de dos días, el extranjero se siente seguro: haber jugado con las fieras sin ser
mordido le brinda confianza y entonces, por primera vez, advierte lo innecesario de la suciedad en la que anda.
Se baña, al fin, se pone el reloj Tommy Hilfiger que creyó que sólo volvería a usar en el vuelo de regreso, y sale
a recorrer los centros comerciales de la ciudad con su amigo, el periodista guía, encantado de mostrarle la otra
cara de Medellín, la del progreso, la paz y la armonía social. El trabajo de los sicarios es cosa resuelta. Antes de
salir le escribe un correo al editor internacional de alguna revista en París. Le cuenta el horror que se vive de
este lado del planeta y le describe las fotos de niños con fusiles terciados, minutos previos a una confrontación.
Después tasa la historia. Y el periodista francés, ahora con aspecto pulcro, sale del hotel a disfrutar de los
placeres que en Europa le costarían una fortuna.

***

Al tipo lo mataron ayer, me asegura uno de los muchachos de la banda. Narices entra a la casa y, de inmediato,
se lamenta de que no haya ido con ellos.

–Fue refácil. Lo fusilamos desde una moto. El mancito iba en taxi. ¡Qué bulla la que se armó! –dice y me
extiende la mano.

Me tomo un tiempo. Siento que al darle la mano lo estoy felicitando por la muerte del hombre. Al fin reacciono
y se me sale una pregunta idiota, un tipo de censura con la que intento dejar constancia de que estoy en
desacuerdo con ese crimen.

–¿Vos no sentís remordimiento?

La mano de Narices está caliente y húmeda. La suelto al instante.

–Sí. Boté más tiros de los que necesitaba –responde, y se ríe.

Los demás celebran el comentario. Nos sentamos.

En otra época, antes de la guerra con Los M., Narices vivía con su mamá y sus hermanos, todos menores. Ahora
vive con su mujer y dos hijos de cinco y siete años. Por ellos es que se sacrifica, dice, por darles de comer. Los
niños huelen a orines. Están descalzos y sucios. La mujer, en la habitación contigua, escucha el comentario y le
pregunta si piensa comprar comida. Es una pregunta oportunista. Narices intenta disimular su enfado, la llama y
le pasa tres billetes de veinte mil pesos, algo más de veinte dólares. Después le recuerda que, entre las cosas que
vaya a traer de la tienda, le incluya una botella de aguardiente. Con esa cantidad, pienso, comerán unos cuatro
días.
–Esta vuelta fue un favor que le debía a un viejo. Por eso le cobré poquito. Todavía me debe la mitad.

–Cuando necesitás una moto, ¿cuánto le pagas al que la maneja?

–En un mandado todo mundo va por igual. El riesgo es para los dos, por eso no se hace diferencia. En esto la
vaina es por mitades.

–¿De esta vuelta cuánto le quedó a cada uno?

–Como doscientos mil pesos. La moto era alquilada y tocó pagarla.

La renta de autos y motos es cosa rutinaria en los barrios. Todos, sin excepción, son vehículos con papeles
falsos y números de placa adulterados que se alquilan por horas o días.

Una moto de alto cilindraje, trescientos mil pesos, unos ciento cincuenta dólares.

Un auto tipo taxi –el más usado por su camuflaje natural– vale quinientos mil pesos.

Una camioneta, tres millones.

Y las armas, cuando hacen falta, también se alquilan:

Un revólver, quinientos mil.

Una pistola, un millón.

Un fusil galil, millón y medio.

Una subametralladora, dos millones.

La oferta incluye chalecos antibalas, cada uno en un millón. Brazaletes de la Fiscalía a cien mil, o tres por
doscientos mil.

Los precios varían de acuerdo al grado de dificultad de la vuelta. El asesinato de alguien importante, que anda
por lo general con escoltas y auto blindado, demanda otra logística y los costos se elevan porque quienes
proveen las armas y los autos conocen los riesgos y el dinero que por lo difícil de la misión suelen exigir los
sicarios. Pero esos crímenes son raros, incluso en Medellín, una ciudad donde las estadísticas oficiales reportan
una disminución en el número de asesinatos. En el 2001, en la guerra entre bandas de sicarios y milicias
guerrilleras, Medellín sumaba cuatro mil homicidios al año. Hoy la cifra apenas supera los dos mil homicidios.

–Por ahí me hablaron de un periodista francés que necesitaba unas fotos y que botaba billetes como escupiendo.
Al fin nunca llamó –dice Narices–. Y a usted, periodista, ¿cuánto le van a pagar por el artículo?

Narices se queda viéndome, esperando una respuesta. Un joven entra corriendo. Lo conozco: le dicen Mosco,
aún no sé por qué. Es tartamudo y cuentan que tiene la mejor puntería de la banda. Trae una bolsa de monedas.

–Vea, que aquí le mandan –dice con voz entrecortada–. Me dijeron que los tiros dieron todos en la cabeza y que
con uno de ésos había quedado listo.

–Lo dicho, periodista: boté balas –se lamenta Narices, mientras recibe la bolsa.
Ésa fue la parte de la paga por el hombre asesinado el día anterior. Para asegurar el trabajo, Narices exigió
quinientos mil pesos de adelanto. Una parte, unos doscientos mil, se la quedaron de dar en monedas de
quinientos pesos. Quien lo contrató fue un chofer de bus que se comprometió a completar la paga días después
con un equipo de sonido, un televisor a color y un par de botellas de aguardiente.

–En días de paz como éstos, no se le puede decir que no a un conocido –explica Narices, como disculpándose.

Poco a poco Narices volverá a amoblar su casa.

Surinam, allí donde los niños patean una pelota para poder
ser holandeses
Posted: 5 octubre 2008 in Daniel Titinger
Etiquetas: Etiqueta Negra, Fútbol, Sranang tongo, Surinam
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La leyenda de Surinam.
Surinam es un país. Es lo primero que digo cuando me preguntan qué cosa es Surinam. No está extraviado en las selvas del África
salvaje ni escondido como un enano travieso en medio de dos super gigantes asiáticos. Tampoco es una isla del Caribe, ni de
Indonesia, ni de las Antillas, ni de Oceanía. Ni siquiera es una isla. Menos un paisito de Centroamérica cercano a México. A ver,
consigue un mapa del mundo. Ubica América del Sur y luego apunta Brasil con un dedo. Empieza a bordear, de abajo hacia arriba, su
inmensa costa atlántica –Río de Janeiro, Salvador, Fortaleza, Belém–; en algún momento llegarás indefectiblemente a la Guyana
Francesa, una suerte de club privado y de ultramar de Francia. Si sigues bordeando esa arqueada costa atlántica aparecerá de pronto un
puntito, quizá más chico que la yema de tu dedo: Surinam es casi del tamaño de Uruguay. Pero es un país. Hay pruebas suficientes
para afirmarlo. Por ejemplo, existe el río Surinam, una línea aérea llamada Suriname Airways, la Federación de Fútbol de Surinam, el
Banco de Surinam, el mapa de Surinam bajo tu dedo y una ingeniera de la Universidad de Surinam, surinamesa de piel morena y pelo
revuelto y descuidado que me dice, en este instante: “Surinam es un país hermoso, pero nadie conoce Surinam”. Ni a los surinameses.

Ella es la primera que he visto en mi vida.

Estamos en el renovado aeropuerto de Maiquetía, Venezuela, sentados en un rincón del Gate-17, al lado de las grandes ventanas que
dan a las pistas de aterrizaje. Es de noche. Afuera sólo se distinguen las sombras de las montañas y las luces blancas de los aviones.
Adentro se escucha el insoportable volumen de los televisores: el reguetón de moda, el último éxito de Shakira, la voz caribeña del
presidente Hugo Chávez que repite, como en una letanía: Estos son mis logros, o algo así. La ingeniera Audrey Singh debe hablar en
voz alta para contrarrestar la bulla. En inglés. Me dice que no todos los surinameses hablan inglés; y casi ninguno español. “Somos de
Sudamérica, pero lo siento, no parecemos de Sudamérica”, dice Audrey Singh, ingeniera sanitaria de cuarenta y cinco años que llegó a
Venezuela luego un congreso medioambiental en Lima, Perú, hace más de diez horas, y desde entonces espera un vuelo que la lleve de
regreso, primero a Puerto España (en la isla de Trinidad y Tobago), y luego a Paramaribo, la capital de su país. Es absurdo que para
volar de Sudamérica a Sudamérica, uno tenga que salir de Sudamérica. Perú-Venezuela-Trinidad y Tobago-Surinam. Surinam es un
país. Al norte de América del Sur, sólo una panza de océano lo separa de la costa sur de Miami, pero no se puede llegar desde allí. En
realidad, el tráfico aéreo no te permite llegar a Surinam casi desde ninguna parte. Sólo desde Puerto España, hacia donde va Audrey
Singh. O desde Belém, en Brasil. O desde Ámsterdam, en Holanda. Entérate desde ahora: necesitas visa para llegar a Surinam, y ésta
le dará un inusual colorido rasta a tu pasaporte. En un mundo donde las distancias se miden de aeropuerto en aeropuerto, las cercanías
de un mapa son pura coincidencia.

–¿Para qué vas a Surinam? –Singh tiene una curiosidad lógica: ¿Para qué (diablos) va uno a Surinam?

El país más nuevo y más chico de Sudamérica, independizado de Holanda en 1975, no llega al medio millón de habitantes. Hay más,
pero no viven en Surinam. Unos trescientos cincuenta mil surinameses pasan sus días en Holanda, y en su exilio europeo dejan
espacio al pesimismo: más que visitar Surinam, pareciera que lo que busca la gente es irse. Nadie conoce Surinam, porque nadie
quiere ir a Surinam. “Nadie”, en todo caso, es una exageración estadística: poco más de cien mil personas visitan el país cada año,
mientras que su vecino, Brasil, recibe unos seis millones de turistas. Surinam no tiene un cantante célebre, ni una estrella del cine, ni
una Miss Mundo. Sí tiene un nadador famoso, Anthony Nesty, que hasta conquistó la única medalla olímpica del país en Seúl 88. Pero
Nesty –y aquí el drama– nació en Trinidad y Tobago. Surinam no tiene un Premio Nobel, ni un best-seller, ni una playa para lucir en
postales. Ni siquiera el pontífice más famoso, Juan Pablo II, apodado El Papa viajero, viajó alguna vez a Surinam.

Aunque existen dos motivos obvios por los que un extranjero iría a Surinam. Primero, para buscar oro en la selva y volverse menos
pobre. Segundo (esto sólo si eres holandés y estás aburrido del frío), para tomarte unas soleadas vacaciones haciendo turismo
ecológico en tu antigua colonia. La selva cubre más del ochenta por ciento del país. Lo dicen las agencias de turismo en sus panfletos:
“Suriname, your destination for nature, adventure and culture”. Lo que era la Guyana Holandesa aún siente nostalgia de su pasado
nada remoto y recibe con los brazos extendidos a los blanquísimos ciudadanos holandeses de mochila al hombro y muchos euros.
Luego de pensarlo un poco, le explico a Audrey Singh que quizá exista un tercer motivo para visitar su país, pero entonces un
empleado de Aeropostale –la línea aérea venezolana tristemente célebre por sus demoras– interrumpe la conversación y se pone a
gritar que el vuelo para Puerto España está demorado.

En español. Singh no sabe español pero sospecha lo que está ocurriendo, y en una lengua muy extraña, indescifrable, traduce aquello
que no entendió a una amiga suya, surinamesa especialista en el manejo de basura sólida que ahora la mira con estupor. Hay un retraso
en el vuelo y ellas no entienden la razón. No entienden lo que la gente comenta a su lado. La gente no las entiende a ellas. Nadie
entiende a nadie.

Están desconcertadas.

–En Suriname hablamos sranang tongo –dice Audrey Singh, que luce muy incómoda con el retraso.
–Parece un idioma difícil.
–Más difícil parece llegar a Surinam –se frota con una mano el cabello desordenado de tantas horas muertas, se acomoda una casaca
de lana de colores Made in Perú, improvisa una mueca de molestia–
¿Tú para qué vas?

Curiosidad. Quizá esa palabra resuma los motivos de cualquier viaje. Le explico que me gustaría saber por qué muy pocos conocen de
la existencia de Surinam y sin embargo, lejos de aquí, pateando una pelota en el estrellato donde brillan las figuras del fútbol europeo,
hay nombres famosos como Edgar Davids, Patrick Kluivert, Clarence Seedorf, Ruud Gullit, Frank Rijkaard, que tienen un pasado
surinamés pero visten o vistieron la camiseta de Holanda. Surinam no tendrá muchas cosas, pero los dioses de hoy usan shorts, patean
una pelota y tienen la textura de una pantalla plana: ¿Quién no ha visto en la televisión a Davids, Kluivert, Seedorf, Gullit o Rijkaard?
Hay países que doblan en tamaño a Surinam y que no tienen ni la mitad de apellidos célebres.

–Si vas a Surinam –me decían días antes algunos enterados–, no puedes dejar de buscar a sus futbolistas.

Hay quienes sólo saben de la existencia del país porque en alguna parte escucharon acerca de su principal leyenda: Surinam produce
futbolistas así como Venezuela produce petróleo. Días después, en Surinam, descubriría que los surinameses se enorgullecen de hacer
algunas preguntas: “¿Sabías que Seedorf es de Surinam?”. Audrey Singh parece estar muy enterada del tema y sólo asiente con la
cabeza. El planeta es un balón y se mueve bajo leyes muy extrañas: ¿Por qué Surinam produce futbolistas brillantes? ¿Por qué en
Surinam el fútbol profesional no existe? Es extraño. De ser cierta la leyenda, Surinam crea dioses que se veneran en los estadios de
Holanda. En casa, sin embargo, se practica el fútbol amateur, y este es tan desconocido como Surinam. Tal vez ésa sea la máxima
paradoja del país: su mejor producto de exportación patea una pelota y consigue el pasaporte holandés. Si estos hijos de Surinam
fueran en realidad embajadores de su nación de origen, ésta saldría del anonimato por lo que ya no le pertenece.

El vuelo lleva demorado cuatro horas. Singh ya sabe que perdió la conexión en Puerto España y que deberá esperar dos días en
Trinidad para encontrar un nuevo avión que la lleve a casa. Es difícil llegar a Surinam. O peor todavía: es difícil regresar. Singh señala
otro rincón del Gate-17, donde cuatro personas se ríen cuando no parece haber nada de qué reírse. “Ellos también son de Surinam –
dice Audrey Singh–. El hombre del sombrero es muy importante, fue ministro de Transportes.” El hombre del sombrero que se ríe está
vestido con un traje verde oscuro y dos enormes anillos de oro en el dedo anular de la mano izquierda. Lleva un maletín negro con
documentos que parecen valiosos. Por su aspecto y su idioma –un sranang tongo pausado pero gutural–, cualquiera en este aeropuerto
de Sudamérica podría pensar que se trata de un líder africano. Su nombre, sin embargo, es Guno Castelen, hermano mayor de Romeo
Castelen, “el diamante de Surinam”, actual delantero del Hamburgo de Alemania.

Por fin, se anuncia la salida del vuelo a Puerto España.

***

La isla de Sudamérica.
Hay ocho surinameses varados en el hotel Piarco de Puerto España, riéndose de todo, hasta de su mala suerte. Es sábado al mediodía
en la soleada capital de la isla de Trinidad y el restaurante del hotel, un lugar de mesitas de madera, un bar de madera y ventanas que
dan a una piscina, estaría vacío si no fuese por los surinameses que se ríen todo el tiempo, con estallidos de carcajadas que se oyen
afuera en la piscina o en los pasillos del segundo piso. “Así somos en Surinam”, me explica Guno Castelen, a quien todos llaman
mister Castelen, y que hoy se ha vestido con un short celeste, el mismo sombrero que llevaba ayer en el aeropuerto, y una camiseta
blanca con la bandera de Uruguay.

–¿Uruguay queda por el Perú? –me pregunta en inglés uno de los surinameses de la mesa.

Al sur del mismo continente, Uruguay queda casi tan lejos del Perú como de Surinam, pero el dato parece una primicia.
Se ríen. A los surinameses les gusta bromear y carcajearse por casi todo, es lo que Mr. Castelen quiso decir hace un rato y luego yo
comprendería. Han dejado de lado sus dramas aeroportuarios –llegaron ayer, saldrán mañana– y ahora festejan la momentánea
felicidad del instante: hacen bromas acerca del clima (“Nos encanta la lluvia, pero sólo si hay una fiesta afuera”); sobre la paternidad
responsable (“Yo sólo tengo tres hijos… oficialmente”); sobre sus edades (“Había una vez, cuando Mr. Castelen era joven”); sobre mi
nombre (“El apóstol Daniel está sentado aquí”); sobre el fútbol en su país (“Si vas a escribir sobre eso, sólo tienes que poner muy
grande, al centro de la página: ‘Siempre pierden’”). De hecho, hace sólo unas semanas, Surinam perdió 5 a 0 contra sus vecinos de
Guyana, otro país enano de la Sudamérica más desconocida, con un fútbol históricamente menor al de Surinam, y confirmó en la
vergüenza que cuando algo anda mal, aún puede estar peor.

–El primer paso es ser el mejor equipo del Caribe –me diría Mr. Castelen días después, sentado en su espaciada oficina del Puerto de
Paramaribo, con aire acondicionado y asientos de cuero.

Mr. Castelen es un político importante que opina de fútbol como cualquier ciudadano lo haría, sólo que él tiene el prestigio de ser
hermano de una estrella del Hamburgo. Por eso lo volví a buscar en Paramaribo y ahora está hablando sobre los pasos que Surinam
debe seguir para llegar a un mundial. Primero, dice, hay que ganarle a los del Caribe. Dentro de la FIFA, ese gigante omnipotente que
rige el fútbol del planeta, Surinam pertenece a la Concacaf, igual que Estados Unidos, México o los países del Caribe. Con Guyana
sucede lo mismo, pero el resto de Sudamérica juega su partido aparte en la Conmebol, con sus propios campeonatos y eliminatorias
para los mundiales. Si Surinam participara en la Conmebol, contra las deidades de Argentina y Brasil, por ejemplo, sería apabullada
como un equipo de niños con los ojos vendados. Lo extraño es que teniendo una leyenda de creadora de estrellas y jugando por la
Concacaf –sin duda, de un nivel menor– pierda 5 a 0 contra sus vecinos famosos por ser igual de malos. Sin embargo, en Paramaribo
siempre habrá espacio para el optimismo: Mr. Castelen creía que Surinam podría haber llegado a su primer mundial de fútbol en 2010,
y “el primer paso era ser el mejor equipo del Caribe”. No era fácil.

–Por lo menos seis jugadores deben venir de afuera –dice Mr. Castelen.

Afuera, en Surinam, sólo quiere decir Holanda.

–Si su hermano Romeo tuviese la oportunidad de elegir un equipo nacional (entre Holanda y Surinam), ¿cuál elegiría? –le pregunto.
–Es difícil decirlo por él, pero cuando vino hace como tres años se lo pregunté, y su respuesta fue: por Surinam.

Luego sabría que hay tantos jugadores de Surinam en Holanda que es imposible contarlos con los dedos de ambas manos. Pero la
tragedia de los paisanos de Seedorf es que ninguno puede venir a jugar por su país de origen. Sin embargo, aún no es momento para
despejar esos enigmas migratorios.

Sí para reír, hasta de la mala suerte. En el hotel de Trinidad estallan las carcajadas. Salen los pollos fritos con arroz, las Coca-Colas
heladas y las cervezas Stag. Llueve. Los prodigios del humor están reñidos con la gastronomía: los surinameses sólo dejan de reír
cuando están comiendo.

Lo extraño no es que se rían todo el tiempo, sino que muy pocos en esta mesa se conocían antes de quedar varados en Puerto España,
y ahora parecen los mejores amigos. A lo largo de este viaje, hay cosas que jamás entenderé de Surinam –y de los surinameses–, y
quizá el rasgo que más defina al país, para quienes lo vemos desde afuera, es su imposible comprensión, su prodigioso misterio.

Mr. Castelen ocupa uno de los lados de la mesa y es a quien todos se dirigen para hablar y hacer sus chistes. Ayer, cuando recién
arribamos al aeropuerto de esta isla, Mr. Castelen improvisó una junta para decidir qué debíamos exigirle a Aeropostal por su demora.
La junta fue en sranang tongo para que el empleado de la aerolínea no se enterase de nada. El sranang tongo sólo se habla en Surinam,
parte de Aruba y de las Antillas Holandesas. Tiene palabras en inglés, español, holandés y lenguas imposibles de descifrar si no tienes
el oído entrenado. Cuando por fin tomaron una decisión –habían formado un círculo al que me permitieron entrar–, Mr. Cautelen tuvo
la amabilidad de preguntarme si yo estaba de acuerdo. “Yes”. Así que Aeropostal nos trajo al hotel Piarco, a sólo cinco minutos del
aeropuerto. Nada mal. Los pollos fritos empiezan a desaparecer de los platos. En la mesa también están Audrey Singh, la ingeniera
sanitaria, y su amiga, especialista en el manejo de basura sólida. Frente a mí hay un hombre muy delgado que parece un monje shaolin
y que después se presentaría como miembro de la seguridad del presidente de Surinam. “Otra persona muy importante”, según Singh.
En un país que tiene menos de la tercera parte de la población de Manhattan, lo natural es querer conocer a todo el mundo. Al parecer,
las buenas relaciones sociales se establecen desde el “hola”, y en una mesa de “importantes” es bueno que se acuerden de tu cara. Al
lado de Singh está la jefa del puerto de Paramaribo, de rasgos chinos, que tiene la voz grave y hace sentir sus bromas incluso por
encima de las carcajadas ajenas. Hay un abogado negro, hermano de una ministra, que viste una camiseta blanca con cuello y lentes
oscuros Ray-Ban; un hombre de rasgos indígenas muy callado y un ingeniero musculoso con pasaporte holandés pero nacido en
Paramaribo. Los ocho comensales de esta mesa podrían parecer de distintos países del África, del Asia y hasta de Europa. Pero todos
son de Surinam.

Surinam es un país.
Un mundo aparte dentro de América del Sur, habitado por distintas razas. Los surinameses varados en este hotel podrían ser una
muestra representativa del ciudadano promedio, y me lo hacen saber. En Surinam hay descendientes de indostaníes, que es como
llaman a los que vienen de la India; descendientes de africanos que los mismos surinameses dividen en dos grupos: criollos y
marrones; javaneses, como les dicen a todos los que vienen de Indonesia así no sean de Java; chinos; nativos y blancos. No sólo
hablan sranang tongo, sino que se comunican en diecisiete lenguas distintas. ¿Por qué son tan diferentes del resto de sudamericanos?
Cuando los europeos se repartían el mundo, y ganaban territorios o los perdían como si jugaran Monopolio, los holandeses
intercambiaron Nueva Ámsterdam (actual Manhattan) por Surinam, ya entonces un territorio frondoso al norte de Brasil, dominado
por la Marina de Zeeland. Era 1664, y mientras España y Portugal tenían el poder en el resto del continente, Holanda importaba a su
nuevo territorio esclavos de sus colonias africanas. Más de doscientos años después, una vez que los esclavos negros dejaron de ser
esclavos, los holandeses tuvieron que buscar mano de obra de distintos lugares. No habría sido su intención, pero crearon un lugar
único en el planeta: en Surinam la televisión está en holandés, pasan películas de Bollywood, hay animadores criollos y venden
productos de belleza para javaneses.

–No vas a entender nada –me dice el ingeniero musculoso con pasaporte holandés–, aunque sólo te tomará cinco minutos conocerlo
todo.

Hace un rato, hablando de la cantidad de razas que hay en Surinam, alguien le preguntó a Mr. Castelen acerca de su origen. La mesa
esperaba que él dijera “criollo” o “marrón”, pero el ex ministro prefirió un chiste: “¿No lo ven acaso? Soy chino”. Es imposible
reconocer a un surinamés. Los hay hindúes, protestantes, católicos y romanos, musulmanes, judíos. Como en esta mesa del hotel
Piarco, todos se llevan bien, parecen grandes amigos. Mientras el resto del mundo dispara sus misiles sólo porque una piel es distinta o
porque los dioses no tienen el mismo aspecto, los surinameses viven su anonimato en son de paz. Y se ríen hasta de ser distintos en un
continente de iguales.

–En Surinam manejamos con el timón al otro lado.

A los surinameses les gusta repetir sus peculiaridades.

A la noche siguiente, en el avión que nos llevaba a Paramaribo, conversé con el miembro de seguridad del presidente de Surinam. Se
llama Mario Sowidjojo, es descendiente de javaneses, y habla algo de español. Dice que estuvo en Venezuela, participando de un
congreso sobre trata de gente e intercambio de inmigrantes. Yo estaba leyendo una típica revista de avión donde aparecía un mapa de
una parte del
Caribe.

–Mira, Mario, la isla más grande es Trinidad –le digo con algo de nostalgia por abandonar la isla.
–No, chico, Surinam –me corrige Sodwidjojo.
–Pero Surinam no es una isla.
–Sí, es isla –dice el miembro de la seguridad del presidente, en español–, sólo que pegada a América del Sur.

Ni en sranang tongo lo hubiese explicado mejor.

***

El drama de los hijos negados.


Por fuera, el estadio donde entrena la selección nacional de Surinam parece una fábrica de tornillos abandonada. La imagen de
desolación –vigas de metal oxidadas incrustando como colmillos las inmundas paredes bañadas de orines– habla por sí sola. Hacer una
metáfora con el fútbol surinamés (“Siempre pierden”) sería redundante. Mario Sowidjojo tiene el cabello muy cortado, estático y
puntiagudo como el de un erizo, una camisa celeste, un enorme anillo de oro que son dos manos estrechándose, y una corbata negra
con dibujos de automóviles de colores. Ahora estaciona su automóvil “con timón al otro lado” afuera del estadio y ordena que no tome
fotografías. “Cuando hables con el presidente de Surinaamse Voetbal Bond sí, antes no. No permitido”, dice. El torpe español de
Sowidjojo, aprendido en Venezuela, tiene cierto tono tarzanesco de imposición: tú hacer, tú no hacer. En este caso, no puedo
fotografiar el estadio en ruinas porque a él no le da la gana. Todos nuestros países tienen sus propias miserias, y al principio pensé que
Sowidjojo no quería mala publicidad para las suyas. Pero era más una deformación profesional: ser miembro de la seguridad del
presidente de un país pacífico y anónimo debe de ser muy aburrido, y hay que imaginar intrigas hasta debajo de las piedras (más tarde
me diría: “Si fotografías cuartel militar, vas a cárcel, chico”). Sowidjojo es una buena persona, pero anda preocupado por nada.

La Surinaamse Voetbal Bond a la que se refiere es la Federación de Fútbol de Surinam. Su presidente es Louis Giskus, un hombre
delgado de apariencia tranquila y cabello gris. “El espíritu de nuestro fútbol es amateur”, explicaría un espiritual Giskus días después,
buscándole una razón ingenua al pobrísimo nivel de su fútbol. En Surinam no hay una liga profesional, y los pocos clubes que existen
–con futbolistas que tienen “verdaderos” trabajos que les dan de comer– arman un campeonato donde el objetivo recuerda a la génesis
del deporte: jugar por jugar. Y está bien, pero sus triunfos y derrotas quedan en casa; porque afuera, en el mundo real, no le ganan a
casi nadie. ¿Cómo entender que en Holanda los hijos de Surinam metan los goles que aquí hacen tanta falta? La realidad es cruel y
paradójica: el listado de apellidos célebres es bastante más largo de lo que uno puede deletrear de memoria (Davids, Kluivert, Seedorf,
Gullit, Rijkaard). El presidente de la Federación diría luego que hay unos ciento cincuenta jugadores surinameses pateando una pelota
en las divisiones profesionales de Holanda. Ciento cincuenta es bastante gente. Mario Sowidjojo por fin ingresa al estadio y contempla
las tribunas celestes de madera gastada, las graderías populares que sirven de depósito de basura, el césped mal cortado. Es obvio que
el lugar tenga la triste apariencia del abandono: los futbolistas se fueron de allí apenas tuvieron la oportunidad.

–¿Dónde te gustaría jugar? –le preguntaría una noche a Giovanni Drenthe, uno de los mejores futbolistas de la sub-17 de Surinam, un
muchacho de dieciséis años, negro y flaquísimo como una escopeta.
–Afuera –fue su rápida respuesta.

Es la típica angustia del Tercer Mundo: hay que salir para ser alguien.

Pero ahora es la una de la tarde de un lunes de octubre y el calor agobia: la ciudad-sauna, purgatorio-capital de Surinam, no es apta
para la manga larga. Ni para el trabajo. En Paramaribo no es común encontrar una oficina abierta después de la 1 de la tarde, hora en
que el sol despliega toda su fuerza en contra de los seres humanos. Mario Sowidjojo ordena que es hora de almorzar. “Comida
javanesa, chico”. Su automóvil “con timón al otro lado” avanza por las estrechas calles de Paramaribo sin señalizar. La única
señalización visible son los letreros amarillos con los nombres de las calles. Zwartenhovenbrugstraat, Schimmelpenninckstraat,
Onafhankelihkheidsplein. “Es un lugar muy extraño, de gente muy extraña”, me había dicho semanas atrás, acerca de Surinam, una
periodista venezolana que trabajó en Paramaribo algunos meses. Lo extraño, en todo caso, es que quede tan cerca de Venezuela y sea
tan distinto. Desde el telescopio de Sudamérica, Asia, África y hasta Norteamérica pueden ser mundos opuestos, pero lo que uno
espera de un vecino es encontrar similitudes.

Sowidjojo tenía razón: Surinam es una isla.

En Keizerstraat, una de las calles principales del centro, hay una enorme mezquita al lado de una sinagoga, y no hay hombres
disfrazados de bombas que detonan en las esquinas. Hay templos hindúes que nunca terminan de construirse del todo, y música de
Naks Kaseko –una mezcla de guitarras tropicales y tambores africanos– que escuchan los taxistas indostaníes. Los indostaníes
conversan en sarmani, una variante del hindi. Hay cientos de joyerías manejadas por chinos que hablan en chino, Chan Chi Pin, Li Tak
Sing, Liang Lung, y bazares donde puedes comprar desde una peluca dorada hasta falsas camisetas del Barcelona de España y euros
de juguete. La mayoría de construcciones son de viejas tablas de madera, algunas sin pintar, otras deshabitadas que tienen la
apariencia de casas embrujadas. “La gente se va, chico.” Y se ríen todo el tiempo. Por Wagenwegstraat avanza un automóvil que tiene
una inscripción en uno de sus lados: “Cosmetic for exotic skin tones”. Todos se ven distintos, y sólo en sus anillos, cadenas y pulseras
doradas se parecen. Repletos de oro, negros, chinos, indios, javaneses y blancos viven en armonía, haciendo resplandecer en sus
cuerpos, con el sol, su máxima semejanza.

El sol achicharra las pistas, donde no hay adoquines. Los motociclistas circulan sin casco, a toda velocidad, y son cientos; los
autobuses blancos con figuras del cine indio avanzan vaporosos, repletos de sudores enlatados, zigzagueando entre motociclistas que
gritan en sranang tongo, rebasando árboles frondosos y peatones de piel morena que se hacen a un lado en las apretadas veredas.
“Coño, es que los negros caminan mucho”, responde Sowidjojo a una pregunta obvia si eres testigo de la calle: ¿La mayoría de
surinameses son negros, no? No, es que los negros son los que caminan. Más de una persona me diría lo mismo. No existe racismo en
el comentario. Hay javaneses preparando comida, indostaníes que se la llevan a la boca con la mano, negros que caminan, chinos que
venden joyas, árabes en el negocio de las telas, brasileros en busca de oro, y cualquier surinamés parece estar obligado de brindarle al
forastero ese dato crucial: cada rostro corresponde a una raza distinta, y hay que estar enterado. De pronto, Sowidjojo hace un ruido
con la boca (hummm), como si le hubiesen puesto un dulce de chocolate en las narices, y toca el claxon dos veces: “Mira esa
indostaní, chico, linda indostaní”. La indostaní pasa por delante del auto, impávida, tal vez anestesiada por el sol: treinta y seis grados
centígrados, o más. Bajo este clima infernal, es común ver muchachos jugando fútbol en la calle, pateando una pelota de trapo en
algún terral de Paramaribo. La imagen es tierna en el sentido deportivo, pero cruel en cualquier otro sentido. Una pelota de trapo en
una cancha de tierra: ¿Por qué las metáforas siguen siendo redundantes?

–Nuestros jugadores con nacionalidad holandesa no pueden jugar por Surinam –diría Louis Giskus, el presidente de la Federación,
tratando de encontrarle una razón a tanto descuido.

Teniendo tantos jugadores profesionales en Holanda, las derrotas tienen una explicación sencilla: a los surinameses de allá no los
dejan jugar por su país de origen. Es el momento de despejar el enigma migratorio. “El Gobierno de Surinam no acepta la doble
nacionalidad”, dice Giskus, como sí sucede en Guyana o en otros lugares del Caribe. En la selección de Trinidad y Tobago, país que
clasificó al último mundial de Alemania, hay jugadores con pasaporte inglés que juegan al fútbol en Inglaterra. Según los entendidos,
cuyo entendimiento es casi rudimentario –se basan en la obviedad de los resultados–, el futuro exitoso del fútbol surinamés pasa por
copiar esas reglas. De los ciento cincuenta jugadores allá, “no todos podrían jugar en la selección holandesa, pero sí los podríamos
usar en Surinam”, sueña Giskus en voz alta. ¿Y por qué no?

–Es una decisión política –dice el presidente de la Federación.


El periodista deportivo Quaraisy Nagessersing, director ejecutivo de una cadena de televisión que lleva las siglas de su nombre, QN,
me había dicho antes que los políticos tienen miedo: “Creen que si cambian la regulación, la gente de otros partidos que está en
Holanda también podría postular en las elecciones de Surinam y ganarle al actual partido”. La lógica del poder desbarata las redondas
ilusiones. Pan y circo, pregonaban los antiguos romanos para adormecer a su pueblo. El fútbol actual también es un aparato político,
pero en Surinam parece funcionar al revés. “A nuestro presidente no le gustan los deportes”, me dijo Nagessersing, y la explicación,
aunque es razonable, no se entiende. Sucede en el fútbol como en la vida: una vez que abandonas Surinam es como si perdieras tu
derecho al pasado. Decir: “Tengo un hermano en Holanda” es igual a decir “Tengo un pariente holandés que alguna vez fue de
Surinam”. Tal vez muy pocos saben de la existencia del país porque su gran producto de exportación –su gente– enseña otro pasaporte
en los aeropuertos.

Mario Sowidjojo, por ejemplo, tiene a un hermano en Holanda, dueño de un restaurante de comida indonesa. Lo dice mientras
comemos nasi rames, una mezcla de arroces de distintos colores, un espagueti llamado bami, y una ensalada de pimienta y maní que
tiene el nombre de pitjel. Deliciosa y picante. El restaurante se llama Sarinah y queda a cinco minutos del centro de Paramaribo. En
realidad, cualquier lugar queda a cinco minutos del centro: el nuevo mall al que todos van el fin de semana, el restaurante ´Tvat
(barrilito), repleto de turistas holandeses con erisipela, el estadio en ruinas. Luego de almorzar con Sowidjojo, regresaría a ese estadio
para ver un entrenamiento de la selección nacional de fútbol (y tomar fotografías). Ya es de noche en Paramaribo y corre una ligera
brisa que permite caminar sin sudar. Los jugadores surinameses van de un lado a otro con la pelota, pero sin patear al arco,
alumbrados apenas por las luces tenues que disparan las torres. Los titulares visten de amarillo. Los suplentes, de rojo. El entrenador
se llama Keeneth Jaliens y es tío de otra superestrella del fútbol holandés, Keyew Jaliens, quien participó, aburrido en la banca de
Holanda, en Alemania 2006. El entrenador de Surinam es tan flaco que parece un corredor de Kenia, y lleva puesta una camiseta roja
que le queda grande. La práctica de hoy terminó a cero goles y los jugadores de Surinam descansan haciendo bromas, riéndose y
arrojándose vasos de agua unos a otros. Tres veces por semana, siempre de noche, practican en esta cancha para jugar un campeonato
contra algunas islas del Caribe. Jaliens se ha sentado en una de las tribunas y dice que el fútbol en su país jamás mejorará si antes no
se hace algo con la estructura. No se refiere a la estructura del estadio –no hace falta– sino a la de la organización. “Sin liga
profesional, los jugadores no tienen oportunidad”, se queja.

–¿Y su sobrino?
–Mi hermano se fue a los dieciocho años. Keyew nació allá –dice, por si algo no me quedó claro.

Allá está el verdadero mundo. Acá, el estadio que parece una fábrica abandonada.

***

La ciudadanía precoz.
–No he visto chinos de Surinam que jueguen por el AC Milan –dice Johan Seedorf, padre del aún jugador del AC Milan de Italia,
Clarence Seedorf.

Su testimonio tiene la rudeza de un golpe en el abdomen, pero papá Seedorf no parece preocupado por lo políticamente correcto.
Además, en un país que trata de comprenderse como nación, aun marcando las diferencias en la fisonomía de sus ciudadanos, el dato –
viniendo de un surinamés de raza negra– suena tan relevante como ordinario. Davids, Kluivert, Seedorf, etcétera, son descendientes de
hombres de piel oscura venidos del África. Ni chinos ni javaneses ni indostaníes ni nativos sudamericanos, “los buenos jugadores son
los negros”, golpea otra vez Johan Seedorf, cómodamente sentado bajo una de las tres glorietas construidas en el inmenso complejo
deportivo que lleva el nombre de su hijo más famoso. Hasta allá lo fui a buscar para preguntarle si él también creía, como pregonan
sus compatriotas más entusiastas, que hay algo mágico en su tierra, una bendición que los hace reproducir, como en una fábrica de
talentos, jugadores excepcionales.

Para llegar al Clarence Seedorf Sport Complex hay que tomar una suerte de carretera de un solo carril, al sudeste de Paramaribo, y
enfilar primero por la orilla del río Surinam, sinuoso y marrón como una serpiente de chocolate, hasta llegar a una zona boscosa
salpicada de espacios residenciales. A la derecha de la pista, lejos ya de la ciudad –aunque la lejanía, en Paramaribo, puede ser de unos
quince minutos, o menos– hay una tranquera cerrada y una muralla blanca sobre la que cuelga un cartel con la fotografía de Clarence
Seedorf. Aquí es. En la imagen que custodia el complejo, el jugador del Milan tiene la mano derecha sobre el corazón, como algunos
devotos a la patria suelen hacer para cantar sus himnos nacionales.

Seedorf es holandés.

Tenía apenas dos años cuando su padre se mudó a Holanda. Ahora, bajo el cielo tropical de Paramaribo, una fotografía suya en blanco
y negro lo muestra sonriente, peinado hacia atrás con esas trenzas largas que solían columpiarse con el viento en contra cuando jugaba
en el Real Madrid, a fines de los años noventa. En la fotografía, Seedorf también usa un bigote apenas perceptible y unos lentes
oscuros que no permiten interpretar su mirada. En todo caso, a veces son las interpretaciones las que generan más preguntas. ¿Por qué
Surinam exporta futbolistas tan buenos?
–Hay algo biológico en la gente de Surinam –dice papá Seedorf–, pero no creo que la respuesta sea Surinam.

Él ya fue contundente con su punto de vista –su golpe abdominal–, aunque la verdadera razón obligue a cruzar, imaginariamente, un
océano. “El problema de nuestro fútbol es de mentalidad –me dijo el periodista Quaraisy Nagessersing–. Si hace frío, el jugador de
Surinam dice no, me quedo adentro. No entrena.” Pero el sol de Surinam contrasta con el frío holandés y las mentalidades tienen la
misma temperatura. Los jugadores de Surinam que destacan en Holanda emigraron a una edad que quizá no les permite tener memoria
del sol, como Seedorf, o nacieron allá, luego de que sus padres fueran en busca del sueño europeo. Es el caso de Patrick Kluivert,
máximo goleador de la historia del fútbol holandés, o de Frank Rijkaard, ex entrenador del Barcelona de Leonel Messi.

–Mi hermano se fue de Surinam cuando tenía nueve años –me contó Mr. Castelen acerca de Romeo, “el Diamante de Surinam”.

Los buenos se marcharon temprano. En ese panorama de exitosas migraciones infantiles, Giovanni
Drenthe, el muchacho de dieciséis años, flaco como una escopeta, ya es casi un anciano para ser apodado “el Siguiente Kluivert”.
¿Dónde te gustaría jugar? “Afuera”. Desney Romeo, un famoso periodista deportivo de la TV de Surinam que había estado allí para
escuchar esa respuesta –y traducirla del sranang tongo al inglés–, me había dicho que Drenthe es muy bueno, pero ya no para triunfar
en Holanda.

–¿Como quién te gustaría ser? –le pregunté a un niño que pateaba una pelota de trapo contra una pared de madera, cerca de las
oficinas principales de la compañía telefónica de Surinam.

–Como Clarence Seedorf –respondió, con una sonrisa para dentistas.

En Paramaribo corre el rumor de que Seedorf es el único jugador surinamés en Europa que quiere invertir en su país de origen.
Construir un complejo deportivo para que nazcan los futuros futbolistas –y crezcan sin necesidad de mirar a Holanda– es un regalo
poco común. Querer ser como él, en una nación pobre como Surinam, es casi como pretender, de grande, ser astronauta o superhéroe.
En todo caso, las tres posibilidades son difíciles.

Los niños quieren ser como sus ídolos y crecen bajo la leyenda de que pueden lograrlo. Sin embargo, de los ciento cincuenta
futbolistas surinamenses en Holanda, el mundo ha tenido noticias de muy pocos. Recítelos de memoria. Si algo se sabe de ellos, es que
son holandeses. En eso consiste el fin de la leyenda: Surinam no produce superfutbolistas; en todo caso, Davids, Kluivert, Gullit o
Rijkaard no han sido estrellas del fútbol por tener raíces en Surinam, sino que triunfaron como podría hacerlo un ciudadano cualquiera
de los Países Bajos. Lo mismo ocurre con Seedorf, así su padre parezca más preocupado por su color de piel. Hay que salir temprano
para ser alguien, y esa es la fórmula secreta del éxito. Cuando Surinam se independizó, unos cuarenta mil surinameses eligieron la
ciudadanía holandesa. Pasando en limpio esas cifras: la mitad de la fuerza laboral huyo del país. Lo que pudo parecer una novedad, ya
sucedía desde mucho antes.

–Se ha dicho que Rijkaard llevó al fútbol la moda del mestizaje, ¿qué quiere decir esto? –le preguntó un periodista español al ex
entrenador del Barcelona.
–¿Yo, mestizo?, sí, de madre holandesa –contestó Rijkaard.
–Acabáramos, entonces es su padre quien llegó de Surinam. ¿Cuándo llegó a Holanda?
–En los años cincuenta.
–¿Tiene aún familia en Surinam?
–Sí, pero sólo los he visitado una vez que jugamos allí con el Ajax, en los años ochenta.
–O sea que usted no aprendió a jugar en la calle, como los niños de Brasil y Surinam, por ejemplo.
–¿Yo? Sí, sí, en las calles de Ámsterdam.

Hace unos minutos empezó a caer el diluvio en esta otra esquina del mundo, y papá Seedorf –cuarenta y nueve años, Rolex de oro,
cadena de oro, un anillo de oro en cada mano– tuvo que refugiarse bajo el techo de una de las glorietas. El Clarence Seedorf Sport
Complex tiene más de un kilómetro de largo, y a lo lejos se pierde entre los enormes árboles de maripa y can can trie. En la cancha
principal, custodiada por una moderna tribuna para unas cuatrocientas personas, sólo hay unos sabakus blancos y estirados, pájaros
que bajo la lluvia se alimentan de las semillas del césped. En la tribuna y al lado de ella hay camerinos y habitaciones que llevan el
nombre de los equipos por los que pasó Clarence Seedorf –Real Madrid, Ajax, Sampdoria, Internationale, AC Milan–, construidos con
una visión cronológica de la arquitectura. El complejo, dice papá Seedorf, se construyó porque el sueño de su hijo es regresar a su país
para ayudar. “Quiero ser como Clarence Seedorf.” Las mejores instalaciones deportivas del país han sido levantadas con dinero que
viene directamente desde Milán. “Clarence es deportista y el camino más fácil para ayudar era a través del deporte”, dice papá
Seedorf. El complejo, con estadio incorporado, aún no empieza a funcionar como tal, y el patriarca de la familia prefiere no dar
fechas, que es la fórmula más inteligente de cumplir objetivos.

–¿Qué piensa del ejemplo de Seedorf de construir un estadio? –le preguntaría al presidente de la Federación, Louis Giskus.
–Ese estadio, en este momento, es privado –sería su lacónica respuesta.

En el Tercer Mundo, lo que no es gubernamental suele funcionar de maravilla.


Días después, paseando por Paramaribo en el automóvil “con timón al otro lado” de Mario Sowidjojo, el miembro de la seguridad me
preguntó si quería entrevistar al anterior presidente del país, Jules Wyjdenbosch, “un hombre que apoyó mucho el deporte”, dice.

–Bueno, hay que llamarlo.


–No, vamos a buscarlo –propuso, como quien pretende hacer una visita inesperada a un viejo amigo.

Sólo que Wyjdenbosch no es amigo de Sowidjojo, así que la propuesta no sonaba muy sensata. Nadie busca a un ex presidente sin una
invitación previa. Pero allí estábamos, afuera de la casa de Jules Wyjdenbosch, en el barrio de Geyersvlyt, una zona de gente
adinerada al norte de Paramaribo. En su cochera hay tres automóviles de lujo, uno de ellos blindado, y una camioneta blanca doble
tracción. Presidente de Surinam desde 1996 hasta el 2000, la gente parece recordar a Wyjdenbosch por dos motivos principales: 1.
Construyó el puente más grande del país, que lleva su nombre y que une, a través del río Surinam, Paramaribo con el distrito de
Commewijne. 2. “Apoyó mucho el deporte.” También hay quienes dicen que robó, pero el puente, sin duda, parece más importante.

Nunca supe por qué aceptó recibirnos, pero supongo que así se solicitaban entrevistas cuando en el mundo la gente conversaba sin
mucha burocracia. Es como si Surinam hubiese hecho pause en el tiempo. Además, ya se sabe, hay cosas muy extrañas en Surinam, y
uno no puede pretender encontrarle una explicación a todo. “Regresen en media hora”, fue lo que le dijo alguien a Sowidjojo, y
entonces regresamos media hora después. Nos hicieron pasar a una habitación con aire acondicionado, unos muebles de cuero negro, y
poca luz, dominada por un cuadro amarillo con un collage de fotografías de Wyjdenbosch acompañadas del escudo de Surinam (dos
indios, un barco navegante y una estrella de cinco puntas que representa los cinco continentes de donde provienen los habitantes del
país). Wyjdenbosch es descendiente de africanos, un hombre alto de movimientos lentos.

–Escucha –es lo primero que dice luego de sentarse en un escritorio, dándole la espalda al cuadro amarillo–, como presidente de
Surinam apoyé el deporte porque creo que es una de las principales cosas en la vida de la gente y de la sociedad.

Su discurso parece memorizado, como si lo hubiese repetido muchas veces. El ex presidente Wyjdenbosch viste una camisa celeste a
cuadros y jeans anchos. Estoy algo desilusionado por su aspecto de jubilado con mucho tiempo libre. Tal vez me recibió porque estaba
muy aburrido. “Lo que yo quería –dice el ex presidente– es empezar a organizar el fútbol con niños por debajo de los nueve años.”
Wyjdenbosch usa el tiempo condicional en pasado para referirse a sus metas incumplidas. Quería. Es decir, quiso, pero no pudo. Los
problemas del país fueron más grandes que sus posibilidades: el ochenta por ciento de la población de Surinam vive por debajo de la
línea de pobreza y los niños abandonan las escuelas como quien se cambia de zapatos. Al final, el país no es tan distinto a sus vecinos
del sur. “Países en desarrollo”, les dicen, para ocultar dramas mayores. Johan Seedorf lo había explicado mejor: “Si un padre está
distraído buscando comida, no tendrá tiempo para dedicarse a sus hijos”. Menos para crear estrellas del fútbol. ¿Por qué entonces fue
distinto con su hijo?

–Clarence tenía talento –explica papá Seedorf abandonando la glorieta, mientras un tímido sol empieza a evaporar los charcos de
agua– y, quien sabe, quizá nació con talento porque fue creado en Surinam.

A los pocos minutos vuelve a llover, esta vez con más fuerza. Es imposible entender Surinam –y a los
surinameses–. Cuando todo parecía más claro, resulta que sigue siendo posible nacer aquí para ser apodado “el
Siguiente Kluivert”.

Bendito rebusque
Posted: 1 febrero 2009 in José Alejandro Castaño
Etiquetas: Colombia, Personajes, Pobreza
1

Verónica lleva dos años dejándose crecer el pelo. Es su alcancía, dice ella, y se acaricia un mechón con dos
dedos, como si contara dinero. Acaba de cumplir veinte años y espera que el dueño de un negocio de pelucas y
extensiones del centro de Bogotá le pague medio millón de pesos, una pequeña fortuna cuidada con champú
anticaspa, justo en la época en que banqueros y comerciantes posan felices en portadas de periódicos. “¡Meses
de vacas gordas!”, tituló una revista en colores de fiesta. Era verdad, aunque no para todos. El ministro de
economía nacional, un sujeto apenas más alto que el presidente, tiene una rara expresión en su rostro que facilita
el trazo burlón de los caricaturistas: su boca, incluso cuando parece molesto, exhibe las comisuras hacia arriba,
como si siempre sonriera. Quizás tenga motivos. El funcionario insiste que el crecimiento de la economía
nacional es uno de los mayores de la región y que, por ejemplo, los bancos nunca ganaron tanto dinero. Pero la
moneda, en efecto, tiene dos caras: dieciocho millones de colombianos, casi la mitad de toda la población
nacional, son pobres, y deben arreglárselas para sobrevivir como el ingenio se los permita. Vender la propia
cabellera es solo una manera.

Verónica explica que en el caso de los pelos, su valor se calcula por la extensión, por su apariencia, y enseguida
se toma un mechón para decir que la orquilla en el cabello es como una fruta con gusanos, “no importa cómo se
vea, nadie quiere comérsela”. Ella es blanca, de ojos cafés y pies diminutos, de niña adolescente. Dice que
creció hasta los trece años, pero que la falta de estatura la compensa con un crecimiento de cabello que
desconcierta a sus hermanas y a los peluqueros. Ahora ella será la primera en la familia en tener un computador.
Verónica dice que usará el dinero que le darán por su cabellera para completar la cuota inicial de un equipo
portátil y luego bromea: dice que esa inversión es una decisión tomada con la cabeza. Curiosamente, los
cabellos más cotizados no son de mujeres. La empleada de una fábrica de pelucas en el sur de Medellín cuenta
que los hombres de pelo largo, como nunca se tinturan ni usan secador, suelen tener las mejores cabelleras. La
mujer se llama Ovidia y lleva lentes tan gruesos como lupas. Parece imposible que se le escape un pelo dañado.

Ella recuerda a dos roqueros que van hasta su negocio cada año a venderle sus melenas de color negro. Con
ellas fabrican extensiones para mujeres que después las exhiben como un rasgo de genuina feminidad, pero solo
la esposa de un banquero podría pagar los casi tres millones de pesos que puede costar una extensión de cabello
natural. Existen otros trozos corporales también susceptibles de ser comprados.

***

Un hombre merodea las afueras de una clínica del sur de Bogotá que tiene el nombre de un santo medieval. Él
se llama Orlando y ofrece su sangre a cambio de dos billetes de veinte mil, a veces por menos. Es flaco, de ojos
claros y bigote desordenado. Está casi calvo y exhibe un papel con un examen médico en el que alguien
certifica que no tiene sida ni hepatitis ni tuberculosis… Su estrategia consiste en, dice él con una voz que suena
cansada, aliviar el dolor de la gente. El resto del tiempo trabaja como zapatero ambulante. En Colombia es
cierto el viejo mito de gente desangrada por la necesidad y Orlando sabe que no es el único que ofrece sus venas
en arriendo. Aquí y allá, cuenta, en hospitales y clínicas donde hay personas obligadas a recolectar sangre para
un familiar, siempre aparece alguien dispuesto a facilitar la cuota de litros exigida por los centros de atención.
Según el zapatero, diciembre, cuando la alegría desborda las calles, es la mejor época del año para vender
sangre y dice que guarda lo mejor de su cosecha para esos días navideños en que le han pagado hasta cien mil
pesos por dos litros de su savia personal. Pero existe un límite para los que deciden exprimirse una y otra vez,
eso dicen.

M. de Jesús, el encargado del banco de sangre de una clínica en Cali, cuenta que una persona debe esperar
cuatro meses antes de donar sangre nuevamente, y se supone que existen maneras de controlar a los donantes
profesionales, pero no es verdad. En muchos hospitales y clínicas ni siquiera hacen preguntas y solo examinan
la sangre después de que los donantes se marchan. Hace cinco años, un hombre en Cali desesperado porque un
banco iba a rematarle su casa, puso un aviso clasificado en el que ofrecía su riñón izquierdo. Nadie recuerda su
nombre pero todos recuerdan que recorrió varias clínicas repartiendo volantes, prometiendo una recompensa al
vigilante o enfermera o médico que le ayudara a conseguir cliente entre algún paciente moribundo. Casi va a la
cárcel por eso. Se supone que, aunque cada quien puede hacer lo que le parezca con su cuerpo, la ley impone
límites. Negociar un órgano, así sea propio, es un delito. El hombre se salvó de una condena porque, al parecer,
no encontró a nadie interesado en comprar su víscera. Existen otras ofertas corporales que sí son legales.

En tres laboratorios de Bogotá compran óvulos y espermatozoides. Los óvulos se pagan hasta en un millón de
pesos, los espermatozoides apenas por la quinta parte. Rubén Delgado es una suerte de semental que ya donó
sus células reproductivas cinco veces. Mientras la ley reduce a tres el número de veces que una mujer puede
donar sus óvulos, los hombres pueden hacerlo siempre que lo deseen o, como en el caso de Rubén Delgado,
cada vez que lo necesiten. Él mide casi un metro noventa, pesa cien kilos, tiene el mentón cuadrado, el cabello
rubio y los ojos claros. Su aspecto, en el que no cuenta que jamás se haya graduado de nada, ni siquiera de
bachiller, es uno de los más apetecidos por las mujeres que pagan una fortuna por el implante de un óvulo
fecundado con su semen. Rubén trabaja en una fábrica de muebles que se llama Ebanistería San José, en el sur
de Bogotá. Ninguno de sus compañeros sabe de dónde saca ese dinero extra para sortear las épocas más duras,
cuando el trabajo escasea. Corre el rumor de que una mujer rica lo ayuda a cambio de visitas esporádicas a su
casa. Rubén se ríe y guarda silencio. Vender partes propias también puede ser muy doloroso.

***

En El Calvario, el mayor antro de drogadicción en el centro de Cali, se compran dientes cariados. No es noticia
nueva. Hace años los indigentes hablan de estudiantes de odontología que los abordan para ofrecerles plata a
cambio de dejarse extraer los dientes destruidos. Al parecer, lo mismo ocurre en Bogotá, en Medellín, en
Barranquilla, nadie debería extrañarse. En esa ciudad de la costa alguien mató indigentes solo para mantenerles
cuerpos disponibles a los alumnos de medicina de una universidad privada. Milton Guarini, un estudiante de
odontología no cree que comprar muelas cariadas huela mal. El muchacho se ríe con todos sus dientes intactos y
explica que al principio todos comienzan practicando con mandíbulas de difuntos pero que, tarde o temprano,
deben conseguir sus propios pacientes, entonces buscan amigos o familiares y cuando todos terminan por
negarse van a las calles y ofrecen plata por el dolor que producen las manos inexpertas. Guarini lleva una
camisa con leyenda de una marca de chicles que acaba de patrocinar una fiesta electrónica en su facultad. Según
el muchacho, los únicos dientes que sus profesores les permiten extraer son los que ya no pueden salvarse.

Conejo, un indigente de El Calvario al que también le dicen Doctor Muelitas porque es el contacto de los
alumnos de odontología con los drogadictos indigentes, asegura que él ha vendido sus peores muelas a cinco
mil pesos cada una, lo mismo que vale un almuerzo con gaseosa y postre en el Mesón Feliz, un restaurante para
taxistas. El dice que cuando era joven tenía una dentadura perfecta, pero que la pobreza lo tumba todo. Las
palabras le silban por entre los orificios de los dientes perdidos. Para sobrevivir, muchos no venden trozos, se
ferian a sí mismos.

***

Está recién afeitado, pero alguien que cruza la calle lo reconoce y le pide la bendición. Él accede, respetuoso,
inclina el cuerpo hacia adelante y hace ese gesto con la mano derecha, como si rebanara un trozo de algo. A
fuerza de ser durante casi dos décadas el hijo de Dios en los viacrucis de la parroquia del barrio Egipto, en el
centro de Bogotá, muchos confunden a Juan Bautista Espejo con Jesús. Él es flaco, de ojos oscuros, cejas
negras, cabello muy corto, calza 37, es albañil y, aunque no se parece a las imágenes del hombre que representó
tantos años, su celebridad famosa. En Egipto, la gente cuenta de mujeres que iban hasta su casa para que rezara
por un hijo enfermo, por un abuelo perdido, por un papá sin trabajo. Ahora sorbe una taza de café y exhibe una
foto en la que él, semidesnudo, carga una cruz de balso, apenas más pesada que una silla de plástico.

—Pero todos creían que pesaba mucho -dice, y admite que la sangre que le corría por el rostro la compraba en
un almacén de artilugios para teatreros. La gente recuerda que su actuación por las calles del barrio hacía llorar
a las mujeres y que hasta los perros más bravos, de golpe, se silenciaban cuando él pasaba calle abajo.

—Usted no me cree: cuando hacía de Jesús, una fuerza celestial se apoderaba de mí. Tiene razón, no le creo.

Juan Bautista Espejo cumplirá 39 años, y sin embargo parece de 33. Esa virtud, que debería permitirle seguir
encarnando a Jesús mucho más tiempo, de pronto es inútil. Rafael Ríos, párroco de la iglesia de Egipto, admite
que no está dispuesto a pagarle a Juan Bautista para que sea el mesías crucificado.

—Ahora él y los apóstoles quieren que les demos plata. Si van a seguir actuando, que sea movido por el espíritu
de la iglesia, que es de fe y no de dinero.
Al parecer, explica el sacerdote, ya no hay personas desinteresadas. Juan Bautista Espejo no es el único Jesús de
alquiler caído en desgracia.

Jaime Puerta fue Jesús en una parroquia del noroccidente de Medellín. Lo fue por mucho tiempo, hasta la tarde
de un viernes santo en que, en pleno acto de la crucifixión, y por culpa de la fuerza excesiva del soldado romano
que debía golpearlo en el costado, dejó caer su caja de dientes. Fue humillante, recuerda el hombre, ahora con el
rostro maquillado de payaso en las afueras de un centro comercial donde anuncia rebajas. Jaime dice que una
monja corrió a recoger la prótesis del suelo, de pronto convertida en risa furtiva, y que la celebración siguió a
pesar del murmullo de la gente. Nadie que lo vea ahora disfrazado de payaso, en las afueras del centro
comercial, imagina que una vez hizo de Jesús y que la gente se persignaba al verlo. Él dice que a pesar de todo,
mantiene la habilidad de hacer milagros y que, con lo que gana, todavía mantiene a su familia. Hace seis años,
por iniciativa del presidente, las horas nocturnas de los obreros comienzan solo después de las diez de la noche,
no a las seis de la tarde, como antes. No fue la única buena idea del político. Desde entonces, las empresas ya no
están obligadas a pagar los días feriados y pueden despedir a sus empleados sin reconocerles compensaciones.
“Es un esfuercito que si Dios quiere nos va a ayudar a todos”. A Puerta le parece un pecado que se invoque el
nombre de Dios para crucificar a los más pobres. El megáfono por el que grita las rebajas es de color rojo, del
mismo rojo que sus zapatos y su nariz de caucho.

—Entre y llévese dos por el precio de uno -grita el payaso-, que no lo coja el mal olor porque aprieta más que
novia fea.

En la esquina de la avenida Colombia, recostado en un semáforo con las luces apagadas, un hombre ofrece
libros de la constitución nacional. “Son versiones piratas”, advierte el antiguo mesías en voz baja.

¿A dónde van dos hipopótamos tristes?


Posted: 5 junio 2010 in José Alejandro Castaño
Etiquetas: Colombia, Letras Libres, Narcotráfico, Pablo Escobar
2

Evaristo Candelejo creyó ver un toro muerto y dejó que la corriente a favor lo arrimara para curiosear. Él
recuerda que casi era mediodía y que la faena de pesca había sido escasa por culpa de las lluvias que esa semana
habían engordado el río y lo hacían correr apurado, saltando piedras y recodos. A diez metros de distancia, el
pescador ya no estuvo seguro de que fuera el cadáver de un toro y pensó que más bien era un árbol a la deriva,
entonces aguzó la mirada para evitar que la canoa chocara contra alguna rama oculta bajo el agua. Iba solo. Él
jura que en treinta años de navegar el río Magdalena nunca sintió tanto miedo, ni siquiera la vez que una ráfaga
de tiros disparada desde una orilla perforó la madera de su barca y fulminó dos cerdos que no eran suyos: “¡Y
zas! ¡El tronco bramó y abrió una boca gigante!”, le contaría después a su mujer y a sus vecinos de Puerto
Olaya, un pueblito de pescadores en Cimitarra, Santander. Nadie le creyó. Evaristo Candelejo tenía fama de
borrachín y mentiroso.

Arturo Castiblanco, el inspector de policía del lugar, dice que una semana después, otro pescador contó una
historia similar, luego fueron dos pescadores más y también un grupo de señoras que lavaban ropa en una orilla.
Cada quien había creído ver algo distinto, pero todos coincidían en esto: cabeza muy grande, hocico aplastado
con orificios que resoplaban, boca gigante, colmillos redondos, atrás, orejas pequeñitas… ¿orejas pequeñitas?
En Puerto Olaya ya parecían acostumbrados al espectáculo de lo atroz. Llevaban años viendo pasar los
cadáveres de gente asesinada quién sabe dónde, sus cuerpos rígidos, a veces boca arriba con los brazos
levantados y los dedos estirados, como si saludaran a la gente en las orillas mientras los gallinazos les
picoteaban las entrañas. Los llamaban los pasarrápido y todos se santiguaban al verlos correr río abajo. Evaristo
Candelejo intentó un dibujo de la bestia en una hoja de cuaderno, un nieto le ayudó y también dos de los
hombres que juraban haberla visto. Para esos días ya corría el rumor de que eran dos los cabezas grandes. El
pescador y sus vecinos dicen que llevaron esa suerte de retrato hablado donde Arturo Castiblanco.
“¡Hipopótamos!”, dijo el inspector después de ver el dibujo: “¡Hipopótamos!”. Eso fue un 17 de enero. La
gente recuerda la fecha. ¿Cómo habían llegado unos hipopótamos hasta ese caserío del Magdalena Medio?
¿Cómo carajos?

Las noticias más próximas de hipopótamos provenían de Puerto Triunfo, a doscientos kilómetros río arriba, de
una hacienda de tres mil hectáreas cuadradas llamada Nápoles. Es una historia conocida. Allá, Pablo Escobar, el
narcotraficante más famoso del mundo, ordenó crear una versión del Edén con cada animal que deseó. En pocos
meses, un ejército de mil hombres construyó una geografía de colinas, valles y lagos, como si aquello fuera un
inmenso campo de golf para bestias salvajes. Escobar también mandó construir una plaza de toros y un
aeropuerto. Poco después, en aviones que aterrizaron una y otra vez, fueron llegando avestruces, búfalos,
cebras, ciervos, caimanes, flamencos, tortugas, dantas, monos, elefantes, cacatúas, osos hormigueros,
guacamayas, antílopes, hipopótamos y jirafas. Un día, alguien le mandó un tigre pero el capo terminó por
devolverlo porque no le gustaban los felinos. Decía que eran peligrosos. Nada de eso queda.

Tras el asesinato de Escobar el 3 de diciembre de 1993, las bestias comenzaron a morir de hambre porque ya no
hubo nadie que se gastara una fortuna alimentándolas. Los animales que sobrevivieron fueron enviados a los
zoológicos de Pereira, Cali y Medellín. Otros muchos fueron robados con todo lo demás de la hacienda: los
carros, los muebles, los postes de luz, las paredes, los techos, las jaulas, las cercas y las baldosas de las piscinas.
En una época hubo quienes entraron a Nápoles a llevarse árboles y palmeras para ofrecerlas como recuerdos del
antiguo zoológico en viveros de Medellín y Bogotá. Los únicos que se salvaron del acoso de los saqueadores
fueron una familia de dinosaurios en hormigón y nueve hipopótamos rosados, pero sólo porque nadie supo
cómo llevárselos.

Fabio H., un antiguo trabajador de Pablo Escobar, recuerda que en un tiempo él fue el encargado de alimentar a
los flamencos y que para mantener el color rojizo de su plumaje, el veterinario del capo ordenaba traer
toneladas de langostinos del golfo de Urabá. Eran días agitados. Los pilotos del Cártel de Medellín que
despegaban de la pista de Nápoles debían cumplir una doble misión: entregar cargamentos de cocaína en
Estados Unidos y, de regreso, recoger en Urabá el alimento para las aves preferidas de Escobar. Según Fabio
H., casi todos los animales gozaban de un cuidado esmerado, excepto los caimanes, la mayoría de los cuales
terminaron por escapar de los estanques de la hacienda y colonizaron quebradas y humedales de la zona. Fabio
H. dice que Escobar y sus hombres salían en las noches a cazarlos y que apostaban fortunas para ver quién
lograba matarlos de un solo tiro en mitad de los ojos.

El antiguo peón aún vive en Puerto Triunfo. Ahora trabaja para uno de los enemigos declarados de Escobar,
otro narcotraficante célebre llamado Ramón Isaza que al final, en la repartición de la fortuna del jefe del Cártel
de Medellín, reclamó a Puerto Triunfo y a todos los municipios ribereños del Magdalena Medio como suyos.
Fabio H. tiene cincuenta años, una memoria que él piensa prodigiosa y un ojo de vidrio por culpa de una
esquirla de granada. Esta tarde, en los extensos potreros donde antes pastaron cebras y antílopes, puede verse a
miembros del ejército privado de Isaza que hace apenas unos meses negociaron una ley de perdón con el
gobierno de Álvaro Uribe. Son hombres campesinos que ahora llevan azadones en vez de rifles. “El presidente
les dio permiso de sembrar pimientos rojos para sacar ají picante”, dice Fabio H., y enseguida cuenta que el
antiguo dueño de estas tierras odiaba ese ingrediente en las comidas.

La pista del viejo aeropuerto es una cicatriz cubierta por un pastizal de yerba seca. En una época aterrizaban
doce vuelos diarios. Llegaban reinas de belleza, presentadoras de televisión, políticos famosos, periodistas
célebres, jugadores de futbol, artistas venidos de todas partes, obispos santos. Nápoles era rica en fauna diversa.
Fabio H. fue testigo del vuelo más recordado de todos, la vez que llegaron los primeros animales.
Ocurrió un jueves de 1985. Tres días antes, Pablo Escobar ordenó construir una pared de arena al final de la
pista. Tenía siete metros de ancho y casi dos de alto. Era un seguro contra accidentes, dijo el capo. Ese jueves,
Fabio H. y otros cincuenta hombres fueron citados al lugar, cada uno con un lazo de amarrar vacas. A las diez
de la mañana oyeron un avión, después lograron avistarlo. Tenía dos hélices y era el aparato más grande que
todos habían visto. Escobar llevaba gafas de sol y no paraba de reírse. Antes de aterrizar, el piloto sobrevoló la
pista tres veces. Era un Antonov ruso, una ballena de latas rojas y blancas que nadie creyó que pudiera frenar en
esa calle construida para aviones de un solo motor. En efecto, tal como lo calculó Pablo Escobar, el aparato
siguió de largo hasta el final de la avenida y una nube de arena al fin lo detuvo. Poco después las hélices se
apagaron y una puerta se abrió en la cola del Antonov. Escobar les ordenó a sus hombres subir en grupos de a
cuatro. Todos eran campesinos enseñados a sembrar maíz y arroz, a recoger huevos, a ordeñar vacas, herrar
caballos, capar cerdos; nada sabían de elefantes ni avestruces ni bisontes ni cebras. En ese vuelo llegaron los
primeros hipopótamos y un extraño animal que al principio nadie supo qué era.

-Nos dimos la bendición y nos fuimos metiendo. A cada grupo nos encargaban de un guacal distinto. Si era muy
pesado, otro grupo se nos unía. Adentro olía a mierda. -Fabio H. habla y es capaz de mover el ojo de vidrio,
como si los recuerdos le avivaran esa inútil porción de sí mismo. Él dice que ya iba entrando al avión cuando
uno de los compañeros que estaba adentro gritó asustado. Todos creyeron que había visto a un tigre y echaron
para atrás. Aquello daba susto: el cuello le salía por fuera de la caja de madera en la que venía encerrado. Debió
ser un viaje lleno de dolor. Alguien había amarrado su cabeza al piso del fuselaje con cuerdas y cadenas.
Cuando al fin lograron sacarlo, el animal se enderezó aliviado. Era una jirafa. Nunca habían visto una. Todos
aplaudieron. Pablo Escobar no paraba de reír.

Veintitrés años después de la tarde de aquel jueves, los únicos animales que aún sobreviven en Nápoles son
dieciocho hipopótamos. El capo sólo trajo a la mitad de ellos. Los demás nacieron en su versión del Edén.

Después de contemplar el dibujo, Arturo Castiblanco ya no tuvo dudas y decidió llamar a la Gobernación de
Santander para que le dijeran qué diablos hacer. Allá le advirtieron que tuviera cuidado, que alertara a los
pescadores, a las señoras que lavaban en el río, a los niños que se bañaban en las orillas, a todo el mundo: los
hipopótamos eran más peligrosos que los caimanes y mataban a más personas en África que todos los demás
animales salvajes juntos. César Valencia, coordinador de control y vigilancia de la Corporación Autónoma de
Santander, una fundación que preserva la fauna y la flora en peligro de extinción, lo llamó después. Todos
estaban desconcertados. Un hipopótamo deambulando libre por el río Magdalena sólo podía venir del antiguo
zoológico de Escobar. De nuevo más llamadas.

El siguiente en enterarse fue Francisco Sánchez, director de la Unidad de Gestión Ambiental de Puerto Triunfo.
Le ordenaron ir a la hacienda y contar los hipopótamos de inmediato. Parecía imposible lograrlo en un día. En
total, Nápoles tiene seis lagos distribuidos en una extensión de tierra enorme y cubrir el recorrido a pie era lo
menos difícil. El problema más grande era que la manada de dieciocho hipopótamos permanece casi todo el
tiempo sumergida bajo el agua y parecen turnarse para asomar su nariz y respirar, de manera que incluso
después de una juiciosa observación, cualquiera podía confundirse y equivocar el número exacto de animales.
Pero el ejercicio no fue necesario.

Al llegar a la hacienda, los campesinos de Nápoles le contaron a Francisco Sánchez que dos machos jóvenes se
habían fugado. Se lo dijeron así, sin que nadie les preguntara nada todavía. Ellos, que todos los días se
enfrentaban a la urgencia de saber dónde andaban los animales para evitar encontrárselos, habían desarrollado
un agudo sentido de observación y ahora estaban seguros de que faltaban dos machos en los lagos. Francisco
Sánchez oyó de alguien que los había visto cruzar las alambradas del lado norte de la hacienda como si nada.
Cuatro toneladas, lo mismo que pesan siete toros de lidia, yendo al frente sin que nada pueda detenerlas. ¿Por
qué dos machos jóvenes decidieron irse de un paisaje idéntico al de las planicies africanas de las que provenían
sus padres? ¿Por qué renunciaron a un lugar con abundante agua y pastos que dominaban a su antojo sin que
nadie los molestara? ¿Detrás de qué se fueron?

Mauricio Orozco, coordinador de Fauna de la Corporación Autónoma Regional Rionegro Nare, otra entidad
protectora de animales salvajes, trazó un mapa de la ruta seguida por los dos hipopótamos. Al parecer, primero
fueron en dirección de Puerto Boyacá, de ahí siguieron hasta Puerto Nare, Puerto Serviez, Zambito y,
finalmente, Puerto Berrío, desde donde cruzaron al otro lado del Magdalena, a Puerto Olaya, en Santander.
Llevaban más de doscientos kilómetros de recorrido. Había que recuperarlos y evitar que, tarde o temprano,
atacaran a un pescador. No sería la primera vez que un animal del antiguo zoológico de Pablo Escobar matara a
una persona.

En 28 de febrero de 2006, un elefante africano de Nápoles atravesó con su colmillo izquierdo a Germán Horacio
Ordóñez, el médico veterinario del zoológico de Pereira, el lugar al que fue llevado tras la muerte del capo.
Pablo Escobar había bautizado al gigante con el nombre de un juguete de madera: Pirinolo. Uno de los
celadores del zoológico dijo que el elefante estaba molesto con su cuidador porque lo mantenía lejos de la única
hembra del parque. Meses después, Pirinolo volvió a ser noticia: su cría era la primera de un elefante africano
en nacer en Colombia. ¿Dónde podían estar ahora los hipopótamos?

Casi setenta días después de que Evaristo Candelejo diera la noticia, los expertos creían que, fatigados por el sol
y las altas temperaturas, los dos hermanos caminaban en las noches y que en el día permanecían sumergidos. A
ese paso, podían llegar hasta Barrancabermeja, cien kilómetros río abajo y, en cuestión de semanas, seguir al
norte incluso hasta la desembocadura del río en el puerto de Barranquilla, frente al mar. Era una locura, claro, la
cosa más improbable, pero en Colombia es mejor no confiarse porque hasta lo absurdo termina por ocurrir. El
gobierno decidió enviar dos emisarios a Puerto Triunfo para que diseñaran un Bloque de Búsqueda, el mismo
nombre con el que bautizaron al grupo élite de la policía que le dio caza a Pablo Escobar en 1993.

Los emisarios descubrieron que no era la primera vez que los animales lograban burlar las cercas de Nápoles,
aunque nunca habían ido tan lejos. En Puerto Triunfo escucharon una historia repetida muchas veces: la un
hipopótamo acribillado a tiros de fusil por un ganadero que lo sentenció a muerte después de que el animal se
metiera en su finca y atacara a dos de sus novillos. No tendría nada de raro. En esa zona del Magdalena Medio
dominada por los hombres de Pablo Escobar primero y de Ramón Isaza después, los agravios siempre se
cobraron con plomo sin importar que el culpable fuera hombre, mujer, anciano, niño o hipopótamo. A los
emisarios les dijeron que el ganadero ordenó tasajear una parte del animal para que algunos de sus trabajadores
hicieran un sancocho. Al resto del enorme cuerpo le rociaron gasolina y le prendieron fuego. Francisco
Sánchez, el director de la Unidad de Gestión Ambiental de Puerto Triunfo, también admite haber oído la
historia de ese fusilamiento.

¿Por qué esta vez se fugaron dos machos jóvenes? De todas las teorías que intentaron explicar el éxodo de los
hermanos, la que parece más probable involucra a Pablito, el hipopótamo alfa de la hacienda, un viejo cacique
de casi cinco toneladas de peso. Los campesinos lo bautizaron con el diminutivo de su antiguo dueño porque
dicen que es violento e impredecible. A veces, justo después de que nace una cría, la mata con un mazazo de su
cabeza. Otras veces, en cambio, las deja pastar a su lado y hasta las correteaba para jugar. Pablito es el único
que puede aparearse con las hembras y permanecer a su lado todo el día. El resto de machos nadan aislados,
incluso en estanques apartados. Todo sugiere que los hipopótamos fugados se marcharon cansados de que
Pablito no compartiera a las hembras. Se trata de una triste sentencia.

El Gobierno cree que seis meses después los dos hermanos al fin se detuvieron en un estanque de aguas
represadas en algún punto entre Barrancabermeja y el sur del departamento de Bolívar, justo en un corredor
sembrado de minas explosivas. La verdad es que a nadie le importa demasiado. Con un drama de mil
setecientos secuestrados en las selvas, una de ellas una ciudadana francesa ex candidata a la presidencia de
Colombia, la búsqueda de dos hipopótamos fugados de la antigua hacienda del capo más sanguinario de la
historia no es una urgencia. El gobierno, sin embargo, dice que está consultando fundaciones en Estados Unidos
y África para saber qué hacer después de encontrarlos: si sedarlos y luego engancharlos a un helicóptero militar
o espantarlos con bombas de ruido hasta llevarlos a un sitio abierto. Los ambientalistas se declaran casi tan
perdidos como los mismos animales. ¿Cabe alguna enseñanza de todo esto? Quizás.

Dos hipopótamos condenados a buscar en un rincón del mundo las hembras que jamás encontrarán, no importa
qué tanto avancen ni adónde vayan, son más que una historia curiosa. La inútil travesía de los dos hermanos tal
vez sea otra constancia de esa reiterada habilidad humana de joderlo todo.

Visita al manicomio de animales


Posted: 20 marzo 2012 in José Alejandro Castaño
Etiquetas: animales, Colombia, Soho, Tortura
1

Los indios sioux de Norteamérica creían que las pupilas de un águila eran tan profundas que la tierra entera
cabía en ellas. Animales, montañas, ríos, mares, árboles, nubes. Eran ventanas, creían, por las que dios se
asomaba a contemplar su creación. Por eso, antes de hacerse guerreros, los varones de la tribu debían buscar un
águila, ponerse frente a ella, mirarla fijamente y esperar a que el animal les observara el alma. Los sioux creían
que los ojos insondables de las águilas podían descifrar el espíritu de un hombre y saber si era digno de respeto.
Yo ahora observo al ave enjaulada y trato de que ponga sus ojos en los míos. Es una pescadora, una de las
rapaces más grandes del continente. Alas cafés, pecho muy blanco, ojos de un amarillo intenso, pupilas negras,
pico curvo, garras largas de cuatro dedos, una atrás, reversible, para ensartar los peces de los que se alimenta.
Sus alas extendidas quizás midan lo mismo que un jugador de baloncesto. Pero no las abre. Ella permanece
encogida, con la cabeza hacia abajo y la mirada inquieta, sin detenerse en ningún punto. No está enferma, nada
le duele. Es solo que se cree gallina. La culpa es de un hombre que la tuvo encerrada en el patio de su casa en
Tierralta, Córdoba. Era casi un pichón y él creyó ingenioso meterla en un guacal con pollos para engorde. El
animal nunca aprendió a volar ni a cazar y en cambio casi cacarea. Hace meses la Policía al fin la rescató y
ahora permanece en esta jaula de un centro de atención de fauna silvestre en Montería, una especie de
manicomio para fieras. ¿Pierden la cordura los animales?

Santiago Monsalve es médico veterinario y dirige esta suerte de sanatorio psiquiátrico en las afueras de
Montería, muy cerca del camino que lleva a una de las fincas donde el Presidente de la República colecciona
caballos pura sangre. La ropa de Monsalve no se parece al clima vaporoso de esta sabana enorme, inundada
aquí y allá por lagunas que se rebosan en invierno. Ochenta kilómetros al norte está el mar. El calor se escurre
por la espalda. Él viste camisa a cuadros, manga larga, jeans de mezclilla, gafas Ray Ban, tenis Converse. Él,
como los animales que intenta salvar, también lleva una etiqueta de metal. Es una argolla que alguien le ensartó
en la nariz. Monsalve huele a colonia, una dulce que se mezcla con el orín de las jaulas que señala a su paso.
Titíes, guacamayas, pericos, tortugas, monos, tigrillos, tucanes, águilas, coatíes, pumas y un leopardo hembra,
todos, unos más, otros menos, enfermos de una locura no siempre temporal. Humanización, así le dicen, y los
síntomas son reconocibles.

“Águilas con el pico cercenado, tigrillos con las garras amputadas, micos sin cola, guacamayas con las alas
cortadas, felinos con los dientes arrancados”, enumera Monsalve, después se quita el sudor acumulado en la
frente con el dorso de la mano. No todos los síntomas de humanización son obra de sujetos mal encarados,
armados con sierras y cuchillos y las mejillas salpicadas de sangre. En realidad, advierte el médico veterinario,
mucha de la locura impuesta a los animales es obra de gente en apariencia bondadosa: padres cariñosos que
compran un mono tití para el cumpleaños de su hija, abuelos juguetones que no pueden evitar llevarse a casa
una lora para su nieto preferido, esposos enamorados que de pronto imaginan que el mejor regalo de aniversario
es un oso perezoso para colgar en el patio de su casa, una mujer en plan de conquista que aspira a sorprender a
su novio con un tigrillo bebé, el compañero de oficina que el día bobo del amor y la amistad ya no quiso regalar
un bonsái sino una tortuga envuelta en papel de celofán. Toda gente buena. Y ningún lugar es tan propicio para
irse de compras de fauna salvaje como las carreteras del país que, lo mismo que cualquier centro comercial,
también tienen su época de promociones. La Troncal de la Costa, por ejemplo, con nombre de outlet, es el gran
bazar donde todo se consigue, especialmente en Semana Santa y Navidad, épocas en que la humanidad se
supone más humana y medio millón de carros y de buses se atiborran de familias felices rumbo al mar. Pero el
comercio casi siempre ocurre de regreso, que es cuando la gente compra los suvenires, esas constancias de viaje
que no deben faltar si se quiere convencer a los vecinos de que el bronceado no es de una finca en las afueras.
Esa tal vez sea una pista de cómo comienza todo: como una necesidad de ostentación. Todos los hemos visto.

Hombres y a veces mujeres se paran al lado de la vía con osos perezosos, titíes, loras, iguanas, armadillos,
pavas, ocelotes.

—¡Lléveselo a la nena que es mancito, patrón!, —dice un muchacho de sombrero y de sandalias. La camisa
muy húmeda.
—¿Y eso es qué? —pregunta un hombre tras el volante mientras termina de bajar el vidrio de su carro y se
levanta las gafas de sol para contemplar el animal.
—Es un osito, una belleza. De ahí no crece mucho, vea pues, y nunca muerde. Le puede dar frutas y arroz —
explica el vendedor, curtido en años de trajín. Una adolescente comienza a lloriquear en el puesto de atrás.
Tendrá 14 años. El muchacho ve su oportunidad.
—Vea, patrón, que su hija quiere. Esto es mejor que un computador y le enseña más —insiste. La niña hace su
parte.
—Papi: una amiga del colegio tiene uno y es divino, ¡supertierno! —dice ella con voz chillona. La venta se
cierra con dos billetes de 10.000 y una botella de agua que la madre, humana, saca de una nevera portátil y le
obsequia al vendedor parado sobre el asfalto tan caliente. Poco después el animal recibirá un nombre humano,
de niño, tal vez, igual al de un primo, o al de ese amigo de la casa al que todos quieren mucho. Con el tiempo le
comprarán una correa para el cuello y ropa de bebé y un canasto para dormir con motivos del Oso Yogui, y le
obsequiarán juguetes para que se distraiga y le darán frutas y trozos de pan remojado en chocolate. Cuando la
familia vaya de visita lo llevarán a él en su cunita y todos contarán entre risas que ‘Simón Martínez’ es muy
aseado, que nunca es agresivo, que entiende cuando le hablan y que ahora, vea usted, es como otro hijo. La
crueldad también puede ser así de entrañable y nadie darse cuenta. La bióloga Vivian Ochoa lo ha visto muchas
veces.

Ella recuerda que en el manicomio de animales hay una mona capuchina que un humano torpe dijo querer
mucho. La tuvo encerrada tanto tiempo jugando a que era su muñeca que el animal ya no sabe buscar comida
por su cuenta. Llegó muy flaca al albergue, malnutrida por culpa de una dieta que quizás incluía galletas oreo y
sobras de sopas y espaguetis. En libertad, dice Ochoa, los monos tienen un régimen alimenticio que incluye
cientos de semillas diferentes. Para el caso de los titíes, por ejemplo, esa dieta es de al menos setecientos frutos,
todos distintos entre sí. ¿De dónde sacó el hombre opresor y estúpido que el pan remojado en chocolate es dieta
para loras, monos, osos perezosos? Pero el mayor reto de los biólogos del albergue no es enseñarle a comer a la
mona por su cuenta, ojalá fuera eso. El animal enloquecido se sumerge en estados depresivos y se arranca los
pelos de la vulva. A veces lo hace con tanta rabia que se desgarra la piel y grita de dolor. La pobre capuchina
mira al vacío. No salta, no come, se muerde las manos, de pronto aúlla. Le ofrecen frutas, no las reconoce. ¿En
qué piensa la mona? La misión del albergue es deshumanizar a los animales y, tras un proceso que siempre
toma meses y dinero, intentar devolverlos a su hábitat. La capuchina, no importa lo que intenten, ya nunca
volverá al bosque con los suyos. Deberá morir entre rejas por el amor de una familia que la convirtió en
mascota.

***

Altos de Polonia es un caserío de veinte casas al borde de la Troncal de la Costa, a unos cuarenta minutos de
Montería. Casi todas sus familias sobreviven del tráfico de fauna silvestre, especialmente de loros y de canarios
y, a veces, de osos perezosos y de monos aulladores. Pero a esos animales ya no los cazan ellos porque en el
bosque seco que aún les queda desaparecieron hace tiempo. Elías Morales cuenta que los micos y los osos los
traen otros campesinos de muy lejos, y que se los dejan a ellos porque los turistas que regresan de Cartagena, de
Santa Marta, de Tolú, de Coveñas, ya saben que en Altos de Polonia siempre hay un surtido de animales en
promoción. Elías tiene nombre de profeta. Pronto cumplirá 53 años, tiene siete hijos, es flaco, de piel oscura,
pelo indio, manos nervudas, pies descalzos. La Policía lo persigue a él y sus vecinos, dice, desde hace un
tiempo, desde que comenzaron a salir esos comerciales en la televisión contra el tráfico de fauna silvestre.
“Ahora a todos les dio por ser amigos de los loros”, se queja el hombre y se rasca la cabeza sudorosa. El otro
día, cuenta Elías, un carro antimotines llegó hasta el caserío y un montón de policías con cascos y bastones se
metieron a las casas, levantaron camas, esculcaron cajones, revisaron techos, movieron trastos. Nada quedó en
su sitio. Elías dice que el tropel de botas pasó rápido porque en las casa de Altos de Polonia no hay mucho que
esculcar. “¿Muebles? Casi nadie tiene. Las ollas son dos y la ropa es la que uno lleva puesta. Lo demás está en
el suelo”, suspira el hombre. Su casa es de piso de tierra, techo de paja y espacio sin muebles. Apenas dos
camas y el humo de la cocina que mancha los muros levantados con barro y caña brava. Hay un televisor sobre
dos cajas de cerveza y jaulas vacías colgadas en el techo. El día que llegó la Policía la gente de Altos de Polonia
perdió solo loritos. Nadie supo cuántos. Los antimotines se los llevaron en una caja sin contarlos. En Semana
Santa todos temían que no los dejaran trabajar. Ellos, los vendedores de fauna, tienen sus derechos, dice Elías.

Sofanol Hernández cumplió 48 años, lleva 25 vendiendo fauna silvestre a los turistas que pasan y dice que
consiguió su casa “a golpe de loro”, lo dice así, y después se encoge de hombros. Él también es flaco, de piernas
bajo las cuales se adivinan las venas. Mueve las manos cuando habla y jura que no es ningún delincuente.
“Ahora nos llaman traficantes. ¿Traficantes de qué?”. Sofanol dice que la vez que entró la Policía a Altos de
Polonia aporreó a perros y a señoras y a niños. “Traficante es un señor con corbata que gana millones. Nosotros
no tenemos más trabajo que el que nos dan los pajaritos. ¿Con qué alimentamos a los hijos?”, pregunta el
hombre y se queda viendo a los tres funcionarios que han venido esta tarde a visitarlos para insistirles que ya no
venden fauna al borde de la vía. A cambio les han propuesto crear una cooperativa. Esta es la cuarta de otras
reuniones que ya tuvieron antes. Al principio, recuerda la trabajadora social Hedy Pestaña, ninguno de los
campesinos quería saber nada de conservación. A ella, la primera vez que fue a hablarles, la amenazaron con un
machete y la hicieron correr. Ahora esas mismas personas la escuchan hablar y a veces asienten con la cabeza.
¿Será posible que estas familias ya no comercien animales en vías de extinción? Pestaña cree que la única salida
es que el Estado les brinde opciones de empleo, pero no por temporadas, cada que algún político depredador
necesite votos. Esta tarde, por ejemplo, ella y sus colegas de la Universidad de Córdoba les han traído tablas
para que los campesinos construyan nidos de picingos, un pato migratorio que llega a los lagos y ciénagas de
Montería y que los paramilitares usaban para entrenar tiro al blanco. Cuatro tablas se requieren para un nido,
cinco nidos por familia, cada uno se paga a 50.000 pesos. Es algo, suspira Pestañas, ojalá el comienzo de un
caserío sin jaulas escondidas en los techos.

***

En el sanatorio hay un puma que un hombre tuvo por años en el solar de su casa en Lorica. Lo alimentó con
cuido para perros, a él, que es un gato poderoso. El animal casi muere de desnutrición y perdió un colmillo por
falta de vitaminas. Ahora el felino mueco ya no puede liberarse porque, además de que no puede cazar,
aprendió a ronronear para pedirles comida a los humanos. Al parecer, el puma fue cazado por encargo en el
Nudo de Paramillo, ese santuario ecológico que es la casa de cientos de guerrilleros narcotraficantes. Nadie sabe
cuántos osos de anteojos y jaguares quedan en las selvas colombianas. Se sabe que los guerrilleros, además de
deforestar miles de hectáreas de bosque irremplazable para sembrar coca y amapola, también fusilan fauna
salvaje para alimentar a sus tropas. País de idiotas, se sabe. El médico veterinario Santiago Monsalve invierte
semanas en tratar de devolverles la ferocidad y la agilidad a los animales recuperados por la Policía. A veces él
y sus compañeros lo logran, por suerte, pero son casos excepcionales. Hace dos meses, por ejemplo, después de
veinte semanas de insistencia, lograron agrupar una manada de titíes cabeza blanca entre once individuos
rescatados. Solo cinco pasaron las pruebas de convivencia, agilidad y temor a los hombres que necesitan para
vivir en el bosque. La clave de todo fue que entre el grupo de monos descubrieron una hembra líder que aún
recordaba la dieta de semillas de la que se alimentan. Fue ella, la hembra alfa, quien escogió a los miembros de
su manada. Finalmente, en un bosque seco, uno diminuto que las vacas de los ganaderos de Córdoba todavía no
devoran, fueron dejados en libertad. ¿Pero será hasta cuándo?

Hace apenas unos días, la Policía encontró un león en una de las haciendas del paramilitar Carlos Mario
Jiménez, alias ‘Macaco’. Al parecer, el mítico matón, también ganadero y hacendado de Montería, alimentaba
al felino con la carne de los hombres que ordenaba matar. Pero esa es historia conocida. Se sabe hace tiempo
que todos los narcotraficantes sucumben al gusto por las fieras, algunas de las cuales bautizan con nombres
infantiles como ‘Copito’, ‘Cenicienta’ y el ‘Gato con Botas’. Esos animales humanizados con semejante
crueldad jamás son liberados. Al león de ‘Macaco’, por ejemplo, lo mandaron al zoológico de Medellín, que se
llama Santa Fe por alguna triste ironía, para convertirlo en animal de exhibición. En el manicomio de animales
hay una hembra de jaguar que está loca, pero de otra forma. Santiago Monsalve cuenta que el mafioso que la
compró siendo todavía cachorra nunca quiso alimentarla con carne humana y en cambio ordenó cortarle los
colmillos y la última falange de cada dedo para evitar que le crecieran las garras. Después la liberó en el jardín
de una de sus mansiones, tal vez porque sus manchas negras en forma de mariposa le hacían juego con los
muebles, quién sabe. Ahora el felino permanece en una jaula de alambres y lanza manotazos sin peligro a los
trabajadores que se le acercan. La jaguar ruge poderosa, pero de pronto se echa sobre la espalda, estira las patas
y espera que alguno le sobe la panza. Alguien dirá que el gesto es tierno, pero no hay ternura en la boca y en las
manos cercenadas a golpes de cincel y de alicate. ¿Quién le impuso a este felino imponente la ridícula
condición de muñequito de felpa? Quién habrá sido, el muy animal.

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