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Erik Raymond
No es nada nuevo. Muchos han tratado de evitar las claras instrucciones de Jesús que están
grabadas para siempre en el portal de la iglesia: «Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo,
tome su cruz cada día y sígame» (Lucas 9:23). El llamado de Jesús al discipulado es un llamado a
negarse a uno mismo. Es un llamado costoso que espera y abraza el sufrimiento.
Sin duda, te puedes dar cuenta de cómo esto se cruza con el pensamiento de la prosperidad. Es
imposible que las personas se aferren a la teología de la prosperidad cuando observan la cruz en
primera fila. Allí, sobre el madero, el perfecto Hijo de Dios sufrió la ira acumulada del Dios trino
en favor de todo su pueblo. El que no tenía pecado se hizo maldición por nosotros (Gá 3:13).
Como escribió el autor de himnos: «Cargando la vergüenza y las groseras burlas, fue condenado
en mi lugar». Y deberíamos apresurarnos a añadir que la cruz no fue su plan B. Fue el plan de Dios
todo el tiempo —aun desde la eternidad pasada—. Sobre la cruz, Cristo se concentró con una
implacable precisión para cumplir la obra que se le había encargado. Y la obra que cumplió sirve de
ejemplo para nosotros (1P 2:20-25).
Sería ingenuo concluir que el pensamiento de la prosperidad se limita a quienes viajan en sus
costosos aviones privados o pronuncian abiertamente frases clichés de autoayuda propias de
galletas de la fortuna. No, hoy el pensamiento de la prosperidad se ha extendido masivamente.
Más matizado y sutil de lo que creerías, el pensamiento de la prosperidad está muy activo en la
iglesia. Y puesto que socava nuestra comprensión y aplicación del evangelio, tiene un efecto
cataclísmico. Como un virus informático, seca la vitalidad y la productividad de la comunidad de
Dios. ¿Y sabes qué es lo peor? Puede que ni siquiera nos demos cuenta de cómo nos ha afectado.
Cuando tropiezas con el sufrimiento, ¿necesitas aún saber el por qué? ¿Descubres que comienzas a
cuestionar la bondad de Dios? ¿Sientes algo de amargura ante lo que estás atravesando? El
cristiano, más que cualquier otro, debería saber que el sufrimiento es parte de la vida cristiana (Jn
15:20; Fil 1:29). No olvidemos que seguimos un Salvador que fue crucificado. La versión suave del
evangelio de la prosperidad ha moldeado nuestro pensamiento para percibir ese sufrimiento como
algo inapropiado para nuestras vidas. Preguntamos: «¿Por qué está ocurriendo esto? ¿Cómo puede
Dios permitirlo?». Ocurre porque vivimos en un mundo caído y destrozado. Sin embargo, también
ocurre porque Dios usa el sufrimiento para fortalecer y santificar a su pueblo. Él nos hace más
semejantes a Jesús a través de nuestro sufrimiento (Ro 5:3-5; Heb 5:7; Stg 1:2-4; 1P 1:6-9). Como
observó Lutero, es un sufrimiento que Dios usa para darle forma a nuestra comprensión del
evangelio. Lejos de ser algo inapropiado, el sufrimiento es un instrumento de Dios para nuestro
bien y para su gloria.
El rol de Dios
La versión suave del evangelio de la prosperidad enseña que, si trabajas arduamente por Dios, Él
debería hacer lo mismo por ti. Muchos han apoyado esta mentira. Vamos a la iglesia, nos
comportamos bien, y hacemos todo el trabajo extra posible. Luego esperamos que Dios haga su
parte y nos bendiga dándonos buenos hijos, una casa bonita, un empleo estable, y mucho dinero.
Pero ¿qué sucede cuando la compañía hace recortes de personal? ¿Cuando un hijo empieza a
consumir drogas? ¿Cuando tus fondos de jubilación se reducen? Entramos mentalmente en un
litigio privado porque Dios no ha cumplido su parte del acuerdo. Queremos demandar a Dios por
las promesas de prosperidad cuya solicitud firmamos. El problema es que Dios no está tras esta
idea más atenuada de prosperidad: está tras su Palabra. Y Él nos ha mostrado cómo entender su
Palabra a través de la obra de Cristo. ¿Piensas —aunque sea sutilmente— que Dios te debe algo?
La forma de la adoración
Seamos honestos: en un sentido, las reuniones generales de la iglesia son muy poco
espectaculares. Cantamos, leemos, y respondemos juntos a la Palabra de Dios. Probablemente no
salimos de la iglesia como salimos de una película, diciendo: «¡Fue espectacular! ¡Qué increíble
final! Me tomó por sorpresa». No, cada semana hacemos lo mismo con alguna variación en las
canciones o en los textos bíblicos que leemos. Lo hacemos porque Dios nos dice que lo hagamos;
Él dice que es bueno para nosotros (Heb 10:25). Confiamos en Él. Sin embargo, a veces queremos
un poco más. Insatisfechos con la predicación, la oración, y las canciones, queremos que la
adoración sea un poco más «de nuestro estilo» y que se ajuste a «nuestros gustos». Pronto,
descubrimos que estamos buscando el lugar que a nosotros nos parece perfecto y no el que Dios
considera fiel. A veces se convierte en una exhibición nuestra. Este giro sutil muestra que, al
menos, somos susceptibles en parte al pensamiento de la prosperidad, si acaso no completamente
adeptos.
El centro de la devoción
Vayamos directo al punto: el cristianismo es espiritual antes que físico. Si estás inquieto por lo que
ves, nunca encontrarás satisfacción en Aquel al cual no ves. En la iglesia actual hay una epidemia de
negligencia bíblica y falta de oración. No es porque estemos demasiado ocupados, seamos
demasiado inteligentes, o demasiado lo que sea; es porque no queremos tener comunión con
Dios. Creo que esto es una demostración del pensamiento atenuado de la prosperidad. Es un
trabajo arduo y una verdadera demostración de fe y disciplina leer tu Biblia y aquietar tu corazón
delante del Señor en adoración, confesión y petición humilde. Estamos muy distraídos por
nuestras cosas, y nuestras ansias de cosas, y no tan atraídos por Dios. Tener o querer cosas no
indica, en sí mismo, que hayamos aceptado el evangelio de la prosperidad, pero si hacemos que el
evangelio y nuestra fe se traten completamente de bendiciones materiales a este lado del cielo,
nos hemos vuelto adeptos a la herejía de la prosperidad.
El objeto de afecto
Cuando se pone un énfasis tan grande en el aquí y ahora, y tan poco en la Nueva Ciudad que nos
espera, debemos hacernos la pregunta: «¿Deseas siquiera ir al cielo?». Supongamos que yo tuviera
la capacidad de hacer un trato contigo para que te quedaras en este mundo por siempre. No
morirías nunca y jamás dejarías de disfrutar de este mundo. Podrías jugar a todos los videojuegos,
ver todas las puestas de sol, beber y comer lo que quisieras; habría fútbol, podrías cazar, ir de
compras y cualquier otra cosa que quisieras. Podrías sencillamente permanecer sobre el carrusel
de este mundo sin siquiera tener que volver a pagar. La única dificultad sería esta: nada de Dios. Sí,
leíste bien: no podrías orar, leer la Biblia, ir a la iglesia, ni nada. Todo eso quedaría en el armario.
¿Lo tomarías?
La mismísima cosa que hace que el cielo sea tan celestial es Dios. Lo que hace que los cristianos
anhelen el cielo es la falta de Dios aquí: su presencia tangible en este mundo. En última instancia,
no queremos seguir montando el carrusel; queremos tener comunión con Dios sin los obstáculos
de nuestra naturaleza pecaminosa. El pensamiento atenuado de prosperidad nos ha vendido una
forma de vida que parece tan mejorada por su «evangelio» que ni siquiera queremos ir al cielo.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.