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PROYECTO
EDITORIAL

COMITÉ CIENTÍFICO

Director
Joaquín Gairín Sallán

Áreas de publicación

Didáctica y organización escolar


Coordinador
Joaquín Gairín Sallán
Métodos de investigación y diagnóstico en educación
Coordinador
Jesús M. Jomet Meliá
Teoría e historia de la educación
Coordinadores
Salomó Marqués Sureda
Conrad Vilanou Torrano
Didáctica de la lengua y la literatura
Coordinadores
Artur Noguerol Rodrigo
Luci Nussbaum Capdevila
Didáctica de las ciencias experimentales
Coordinadora
Neus Sanmartí Puíg
Didáctica de las ciencias sociales
Coordinadores
Ernesto Gómez Rodríguez
Joan Pagés Blanch
Didáctica de la matemática
Coordinador
Luis Rico Romero

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Ramón López Martín

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© Ramón López Martín

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34
28015 Madrid
Tel. 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN : 978-84-995804-6-3

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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Índice

Presentación

1. A modo de introducción. Aproximación conceptual a la política de la


educación social
1.1. Hacia un enfoque integrador
1.2. Política y políticas de la educación social
1.3. De los ámbitos de intervención a los nuevos espacios políticos de actuación

2. Dimensiones socio-políticas e ideológicas


2.1. Fundamentos y valores: el signo de lo ideológico
2.2. Democracia y democratización como exigencia
2.3. Los derechos humanos como ideal programático
2.4. La orientación del cambio social como objetivo prioritario

3. Cultura del bienestar y políticas socioeducativas


3.1. Origen, evolución y crisis del Estado de bienestar
3.2. Estado, sociedad y cultura del bienestar
3.3. Hacia el siglo XXI: las políticas socioeducativas en la crisis del Estado de
bienestar

4. El marco jurídico de la educación social


4.1. Las referencias internacionales y sus implicaciones en el contexto legal español
4.1.1. Educación y derechos humanos, 4.1.2. Los derechos de la infancia,
4.1.3. El marco europeo de las políticas socioeducativas
4.2. Fundamentos constitucionales de la educación social
4.2.1. La educación en la Constitución Española, 4.2.2. Los principios
rectores de la política social
4.3. Breve desarrollo legislativo de los mandatos constitucionales en materia de
educación social

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5. La ordenación legal. Distribución de competencias en materia de
educación social
5.1. Las Comunidades Autónomas y las políticas socioeducativas
5.1.1. Servicios sociales y educación social en la legislación autonómica,
5.1.2. Otras políticas socioeducativas en el ámbito autonómico
5.2. La ciudad y los ciudadanos en las políticas de educación social
5.2.1. Administración municipal y educación social, 5.2.2. Comunidad,
sociedad civil y políticas socioeducativas

Bibliografía

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Presentación

Los estudios de Educación Social implantados en un buen número de universidades


han incluido, desde diferentes perspectivas y bajo diversas denominaciones de las
materias correspondientes, una parcela de formación dirigida al análisis y conocimiento
de cuestiones de política social o legislación socioeducativa. Y es que se hace evidente la
necesidad de que los futuros profesionales de este campo integren en su capacitación
aspectos como la importante dimensión política del objeto de su trabajo, el sentido y
carácter de las problemáticas socio-políticas en que se enmarca la realidad, la valoración
ideológica de la circunstancia que rodea la intervención pedagógica y, en fin, los
principios y estrategias que componen la normativa legal que regula los distintos ámbitos
de su actuación profesional.
En esa línea, el texto que aquí presentamos intenta apoyar ese objetivo y, en
consecuencia, pretende ofrecer un instrumento de trabajo, principalmente –aunque no de
forma exclusiva– dirigido a los estudiantes de las distintas titulaciones universitarias del
ámbito de "lo social". Una lectura política de la educación social, que deseamos les ayude
fundamentalmente a conseguir tres objetivos formativos de relevancia significativa:
introducirse en una información general básica, iniciar una reflexión sobre algunos
aspectos centrales de la temática, y abrir o estimular nuevas o posteriores miradas del
lector, al objeto de profundizar en las claves aquí señaladas. La dirección de estos
objetivos y la notable escasez –casi ausencia– de textos o manuales generales en este
campo de la Política de la Educación Social, han constituido, pues, la orientación y
condición del enfoque elegido a la hora de elaborar este trabajo, sin olvidar su necesario
carácter didáctico, como otro de los referentes básicos de su construcción.
En la encrucijada que supone este fin de milenio, nos parece necesario que el
profesional de "lo social", independientemente de la perspectiva utilizada en su
intervención, reflexione sobre los valores y principios fundamentales que deben orientar
su acción, en nuestro caso socioeducativa. La libertad, la igualdád, la justicia y el
pluralismo político, en el marco de una educación al servicio de la convivencia
democrática, se presentan como los referentes y delimitadores contextuales de las
políticas socioeducativas. En este sentido, la consecución de unos niveles mínimos de

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bienestar social y calidad de vida para todos los ciudadanos, el establecimiento de
programas que generen posibilidades de cambio y dinamización social, así como la
creación de competencias para el domino de la realidad comunitaria, serán aspectos
centrales de la educación social desde esta perspectiva política que presentamos.
Más allá de redefinir los objetivos de la institución escolar y plantear la necesidad de
recuperar su capacidad socializadora, la dimensión política de la educación debe llevarnos
hacia el fomento de una relación sinérgica entre los distintos espacios de la tarea
pedagógica (educación formal, no formal e informal), dada la exigencia de intervenciones
globales con objetivos compartidos. La llamada "cultura del bienestar", entendida como
el conjunto de actitudes encaminadas a abordar de manera más enriquecedora las
relaciones sociales, se presenta como un objetivo no sólo de la educación social, sino de
la educación en general. El reconocimiento y aplicación de los derechos y libertades
fundamentales, la consecución de unos umbrales mínimos de justicia social y una sólida
formación de la ciudadanía, como vértices conformadores del "triángulo del bienestar",
son desafíos de futuro para las políticas de la educación social en los albores del siglo
XXI.
Para ello, y en los cinco capítulos en que hemos estructurado nuestro trabajo,
queremos aproximarnos a algunas consideraciones de la temática apuntada, que creemos
pueden ser interesantes para aquellos estudiantes de la Diplomatura de Educación Social
o profesionales interesados en el conocimiento de la realidad socioeducativa. En primer
lugar, se perfilan los contornos de conceptos como "educación social" y "política"; dos
términos, en efecto, que reclaman análisis más precisos, miradas multidisciplinares y aun
trabajos concretos que clarifiquen su significado y permitan un uso con ciertas garantías
de comprensión inequívoca. Abordamos el estudio de sus relaciones, realizando una
lectura de este campo científico y profesional, desde algunas posibilidades y exigencias de
lo político, en la línea de poner de manifiesto los espacios de actuación que, a nuestro
modo de ver, deben ser objeto de reflexión por parte de la Política de la Educación
Social y campo de trabajo, a su vez, de las políticas socioeducativas.
Un breve análisis sobre los principios, valores y mecanismos sociales y cívicos que
contextualizan y fundamentan las directrices básicas de una política de la educación
social, haciendo especial hincapié en la democracia y los derechos humanos como sus
más decisivos referentes, ocupan un segundo capítulo que pone de manifiesto la
necesidad de consolidar la figura del educador social como un "profesional del cambio";
la transformación de la realidad social, condicionada y posibilitada por los discursos
ideológicos, es presentada como una de las finalidades más cercanas a las actividades de
los educadores sociales.
En el siguiente capítulo, el tercero, revisamos otro concepto fundamental: el Estado,
la sociedad o la cultura del bienestar y sus características o perspectivas de futuro en
relación a la educación social; el análisis de la supuesta crisis del Estado de bienestar, sus
orígenes y modelos vigentes más operativos, las posibilidades de la sociedad civil en la
emergencia de nuevos enfoques encaminados a "repensar" el bienestar, o la contribución
de las políticas socipeducativas a la conformación y difusión de la cultura del bienestar,

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van marcando el discurrir de nuestra temática. Se repara en la exigencia de ir más allá de
la satisfacción de ciertas necesidades materiales de la población en general, para afirmar
la centralidad del elemento educativo en las políticas sociales, destacando el papel
prioritario de la educación en los procesos de sostenimiento y transformación de las
condiciones sociales, económicas y culturales, al objeto de establecer un compromiso
sólido entre todos los agentes sociales en favor de una "cultura del bienestar" que
dinamice recursos, compense desigualdades y estimule las capacidades del civismo.
Los grandes rasgos que definen las políticas concretas de la educación social, así
como algunas finalidades y estrategias que se persiguen y despliegan en la legislación
socioeducativa, ocupan los dos últimos capítulos; el estudio del marco jurídico de la
educación social, tanto en su perspectiva internacional como nacional, así como la
ordenación legal y distribución de competencias entre las distintas administraciones
públicas en materia socioeducativa, conforman las últimas páginas de nuestra obra. Se
trata de ofrecer una radiografía general, amplia, aunque no exhaustiva, de las
posibilidades que en materia de educación social se recogen en nuestro marco legal,
buscando su transparencia con propuestas específicas de reorganización estructural, sin
renunciar –en ningún caso– a aproximarnos al estudio detallado de algunas políticas
socioeducativas concretas, tanto a nivel autonómico como de la administración
municipal.
En todo caso, y para ser fieles a nuestra intención y exigencias editoriales de la
colección en la que se enmarca este texto, acerca de priorizar la actualización, claridad,
agilidad didáctica y utilidad práctica de los contenidos, hemos procurado construir una
panorámica amplia, con ejemplos paradigmáticos de temáticas variadas, pero –al mismo
tiempo– buscando la síntesis global, exponiendo las informaciones de manera clara e
igualmente concisa, para dejar insinuados algunos problemas y sugerencias de reflexión
que impulsen a continuar al lector hacia nuevos planteamientos de un tema
multidisciplinar, con una sobrada cantidad de perspectivas de análisis y un futuro de
progresiva consolidación.
Y nos gustaría acabar con un deseo que es también un aliento; el de que el
estudiante universitario de algún título pedagógico, u otros de marcado carácter social,
pueda e intente encontrar en este libro un motivo más para pensar y precisar el papel
social y político de su actuación profesional. Un elemento este –de comprensión política–
que, como después veremos, resulta imprescindible para quienes dedican su esfuerzo a
este nuevo y prometedor campo profesional.

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A modo de introducción. Aproximación conceptual a
la política de la educación social

Las complejas sociedades actuales en constante proceso de cambio, fuertemente


tecnologizadas y globalizadas, reclaman –no sin urgencia– aportaciones novedosas,
soluciones imaginativas que, desde planteamientos educativos, den respuesta a los
problemas y desafíos sociales presentes y futuros. En este primer capítulo, de marcado
carácter introductorio, se pretende delimitar de forma general el amplio y extenso ámbito
de la educación social, en aras a pergeñar un enfoque integrador de las diversas
perspectivas que pueden conformar dicho concepto. Nadie parece dudar hoy, a las
puertas del tercer milenio, de la importancia y expectativas alcanzadas por la educación
social en el devenir de las últimas décadas.
La dimensión política, irrenunciable como parcela de formación y profesionalización
del educador social, nos invita a preguntarnos por los valores y principios que deben
orientar la intervención socioeducativa y las posibilidades de adaptación de las políticas o
programas de acción al contexto axiológico estructurado por esa reflexión crítica de
carácter fundamentante. La búsqueda del bienestar social, la lucha contra la exclusión, la
mejora de la convivencia ciudadana, la eliminación de déficits sociales, la corrección de
desigualdades, la compensación de oportunidades, la formación de competencias o la
apuesta por una mayor dinamización social, sin dejar de entenderse como los grandes
retos de las sociedades del siglo XXI, se presentan como las direcciones políticas que
deben conducir todas y cada una de las intervenciones socioeducativas; en definitiva, se
perfilan como los grandes ejes vertebradores o ámbitos de estudio de la Política de la
Educación Social.

Clarificar la amplitud de los límites conceptuales de la educación social, vés de una


revisión terminológica de una serie de conceptos estrechamente vinculados al

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campo socioeducativo, que muestran la variedad de vas diversas que pueden
confluir en la conformación de un enfoque dor de la educación social.
Comprender las relaciones que pueden establecerse entre la política cación social,
destacando no sólo la necesidad de la primera como axiológico de la segunda, sino
las enormes posibilidades que una lectura tica ofrece a un campo tan dinámico
como la educación social.
Estudiar las relaciones y diferencias principales entre la Política de la Social –
entendida como reflexión fundamentante o conceptual de pios y valores que deben
orientar la intervención socioeducativa– cas de la educación social, como
conjunto de actividades o programas que desde lo educativo intervienen en la
realidad social.
Delimitar los nuevos espacios de actuación de la educación social consecuencia de
nuestra mirada con sensibilidad política, nos llevan cender y superar los
tradicionales ámbitos de intervención socioeducativa.

1.1. Hacia un enfoque integrador

Es de todos conocido las dificultades que presenta llegar a definir ma precisa el


concepto de educación social. Ir más allá de lo puramente tionable como es que la
educación social es una acción/intervención constituye en el ámbito de lo social con un
carácter eminentemente gico, resulta complejo, quizás atrevido, y necesita de
aclaraciones y ciones previas.
Respecto a esta primera consideración, hemos de ser conscientes existencia –al
menos– de tres tipos de dificultades, que exigen una de postura previa y que condicionan
el contenido o perfil de la educación social:

a) En primer lugar, su conceptualízación tiende a variar según la ideología,


filosofía, cosmovisión, o –incluso– visión antropológica desde la que se
aborde dicha consideración, así como desde los plurales y cambiantes retos
que se le plantean en función de escenarios y realidades sociales complejas.
b) De otro lado, la fragilidad de sus bases teóricas implica la posibilidad de
ofrecer una variada gama de conceptos y perspectivas diversas, algunas de
ellas no excluyentes.
c) Finalmente, otra dificultad radica en la necesidad de delimitar dicho concepto
de toda una serie de términos, que han acabado por originar cierta confusión
conceptual.

Un primer grupo de dificultades a la hora de precisar el extenso campo de la


educación social viene dado por la perspectiva ideológica y la realidad social de la que
parte, desde la que se orienta y practica la acción socioeducativa. Si entendemos por
ideología la estructura de valores y principios desde la que se entiende e interpreta el

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mundo, ordenada a la legitimación del poder o de la acción social y política, es obvio que
diferentes grupos, intereses o posturas distinguirán unos problemas y carencias sociales
concretas, por lo que sus diseños y políticas preferenciales serán unos y no otros. Así
pues, como tendremos oportunidad de analizar en el capítulo siguiente, esa pluralidad de
visiones de la realidad están prefigurando unas políticas o acciones socioeducativas
determinadas; en definitiva, un tipo u otro de concepciones y prácticas de educación
social. No puede ser la misma programación social la realizada en el contexto de las
políticas sociales europeas, que el concepto de intervención socioeducativa manejado en
los países del área latinoamericana; no puede entenderse igual la política socioeducativa
desde posiciones neoliberales que bajo el prisma de planteamientos socialdemócratas, por
tenue que nos parezca la línea divisoria actual entre los discursos de algunos partidos
políticos; finalmente, no pueden tener el mismo peso específico ciertos derechos sociales,
económicos, culturales o la propia consideración del cambio social, en un Estado de
Derecho que en el contexto de un modelo no democrático o autoritario.
No cabe duda, por tanto, que cada sociedad –desde su contexto y supuestos– tiene
un modelo concreto de educación social, unas formas y modos de entender las
posibilidades y espacios de actuación de la acción socioeducativa. Por educación social,
en definitiva, podrán entenderse cosas bien distintas según la concepción del mundo que
se tenga. No debemos olvidar, por lo demás, que nuestro objeto de trabajo (la realidad
social), a diferencia de otras dimensiones científicas, es algo inacabado, en constante
modificación y que nuestra actividad socioeducativa va a sustanciarse, precisamente, en
su transformación, en la orientación de ese cambio.
De otro lado, la fragilidad de las bases teóricas de la educación social queda
evidenciada desde las primeras aproximaciones conceptuales realizadas en nuestro país.
El profesor Quintana Cabanas (1984: 167), quizá uno de los primeros autores en
sistematizar teorías al respecto, nos ofrece una definición, ya "clásica", de educación
social como el objeto científico de la Pedagogía Social, es decir, "la ayuda al desarrollo
social del individuo a fin de que éste viva correctamente los aspectos sociales de su vida,
tanto a nivel interpersonal como a nivel comunitario y cívico y político". Con
posterioridad, el mismo autor (1997: 67-91) precisará los tres modos de entender la
educación social que subyacen en la definición anotada: como socialización correcta del
individuo, como un aspecto importante de la educación general y como forma pedagógica
del trabajo social. Superado el primero, apenas hoy con un carácter meramente teórico y
testimonial, tanto la atención educativa a los problemas de marginación, como la
formación de aspectos cívico-sociales (tolerancia, respeto, convivencia…), tienen plena
vigencia en nuestra realidad actual.
En cualquier caso, no se agota aquí la amplitud de los límites conceptuales de la
educación social. Antoni Petrus (1997: 20-32) ha recopilado hasta once perspectivas
distintas de llegar a definirla, en un notable intento integrador de aproximación
conceptual. El cuadro 1.1 presenta un resumen personal de dicho trabajo.
Así pues, bajo esta amplia policromía podemos entender por educación social desde
toda "acción encaminada a socializar al individuo" o "aquellas intervenciones que, desde

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la perspectiva educativa, tratan de mejorar el contexto social para una correcta
integración", hasta "cualquier actividad educativa realizada fuera del sistema educativo
reglado". Sin duda, como ha puesto de manifiesto el profesor Trilla (1996: 39-57), el
proceso de socialización, la lucha contra la marginación y el ámbito no formal de la
educación constituyen los "aires de familia" o pilares fundamentales de la educación
social; la combinación de estos tres ingredientes en proporciones diversas nos ofrece la
variedad anteriormente anotada.
Otro aspecto que ha colaborado en la escasa precisión del perfil de la educación
social y en la endeblez de sus planteamientos epistemológicos –es necesario reconocerlo–
ha sido la excesiva lejanía y falta de comunicación entre la teoría y la práctica, siendo –
como se sabe– dos conceptos abocados a una relación sinérgica. El Primer Congreso
Estatal del Educador Social, celebrado en Murcia en abril de 1995, puso de manifiesto
cómo en las últimas décadas se desarrolla en España un proceso de construcción de la
profesión socioeducativa desde la propia práctica, con una escasa formación teórica
recibida en escuelas e instituciones formativas no universitarias; el educador se refugia en
una serie de reglas artesanales y habilidades empíricas aprehendidas en la vivencia
práctica, y observa la reflexión y sistematización teórica con cierta aversión y repulsa,
cuando no como algo alejado de la realidad y sin conexión precisa con el ejercicio de su
profesión. En este contexto, ni los aspectos prácticos se sienten fundamentados por la
teoría, ni ésta consolida sus planteamientos con los refuerzos de una práctica real que se
presenta para los teóricos en registros codificados. La educación social, como ha escrito
el profesor Petrus (1997: 9), debe ser "una teoría de una práctica para la práctica".

Cuadro 1.1. Diversas perspectivas de definición de la educación social.

ED. SOCIAL COMO… CONCEPTO


Adquirir las necesarias características intelectuales, sociales
Adaptación y culturales para adaptarse de forma continua a un medio
concreto en constante evolución.
Complejo mecanismo gracias al cual un individuo asume
los valores, normas y comportamientos del grupo al que
Socialización desea integrarse. Se concibe como el largo proceso de
transformación de un individuo biológico en un ser social
(aprendizaje social).
Acción educativa conducente al aprendizaje de aquellas
virtudes o capacidades sociales que una sociedad
Competencia social
determinada considera correctas para alcanzar su
integración.
Conjunto de estrategias e intervenciones socio-
Didáctica de lo social comunitarias en un medio social determinado. Ciencia de la
intervención frente a los problemas sociales.

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Acción profesional Acción consciente, reflexiva y planificada, fundamentada
cualificada en la técnica y en la metodología, a fin de incidir
positivamente sobre una realidad social determinada.
Intervención educativa cerca de la inadaptación y
Medida ante la
marginación social. Conjunto de actividades contra los
inadaptación
fenómenos de exclusión social.
Formación política del Formación de las capacidades sociales, cívicas y políticas
ciudadano de los ciudadanos para una correcta convivencia social.
Conjunto de procedimientos utilizados por las sociedades
más avanzadas a fin de que todos sus miembros observen
Prevención y control social
aquellas normas de conducta consensuadas y catalogadas
como necesarias para conseguir el orden social.
Toda actividad pedagógica inmersa en el interdisciplinar
Trabajo social educativo ámbito del trabajo social. Superación del asistencialismo
desde lo educativo.
Conjunto de estímulos que de manera más eficaz
Paidocenosis posibilitará que una sociedad disponga de un mayor nivel
de socialización.
Toda intervención educativa estructurada e intencional, que
Educación extraescolar
no formara parte del sistema educativo reglado.

Culminado ya el acceso de la educación social al mundo universitario –con la


consiguiente esperanza de integración de todos los sectores implicados–, el hecho de
encontrar perspectivas muy diferentes en los diversos Planes de Estudio de las
universidades españolas, resulta una constatación más de esa amplitud en sus límites
conceptuales. Con la excepción –obligada por otra parte– de los contenidos troncales
comunes a todo el Estado, los enfoques (materias obligatorias e itinerarios curriculares
optativos) son ciertamente distantes y las concepciones del elemento socioeducativo
diferentes en los títulos de Diplomatura de las universidades españolas. Un equipo
investigador de la Universitat de València (C. Ruiz y otros, 1998), del que formamos
parte, ha realizado un estudio de la variedad de perfiles y de los diversos diseños de
realización de las titulaciones de educación social en el Estado español, así como un
análisis de los rasgos más significativos que los propios profesionales de la educación
social destacan de su labor cotidiana.
Con todo, resulta evidente la necesidad de caminar hacia la integración de esta
variedad plural de perspectivas en un perfil integrador del concepto de educación social.
Como veremos, la lectura política que nos proponemos realizar es un esfuerzo más que
puede ayudar a perfilar su significado y concretar sus escenarios de intervención.
De otro lado, consideramos imprescindible una revisión terminológica de conceptos
afines, cuya relación con la educación social es más que evidente y que, sin duda, debe
ayudarnos a delimitar más nuestro ámbito de trabajo. No pretendemos ser exhaustivos, ni

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realizar detallados análisis del contenido de cada uno de los conceptos presentados, al
entender que desborda –con mucho– los límites de este trabajo; buscamos, simplemente,
matizar algunas relaciones de un término eminentemente plural y que puede contener
aspectos como los que situamos en el cuadro 1.2. Pensamos que una lectura o
perspectiva política de la educación social ha de apoyar los modos de relacionar e
integrar este conjunto interactivo de ámbitos y estrategias.

Cuadro 1.2. Conceptos afines a la educación social.

TÉRMINOS AFINES

Asistencia / Marginación
Inadaptación / Exclusión
Bienestar social
Servicios sociales
Ed. compensatoria/Animación
Trabajo social
Ed. formal / No formal / Informal

En esta línea de buscar certezas en el significado de algunos conceptos, debemos


comenzar precisando los matices diferenciadores de acción y/o intervención, como dos
términos que acompañan –a menudo– al de educación social. Si bien suelen utilizarse
como sinónimos, y así lo hacemos nosotros, hoy en día parece imponerse el de acción
(social o socioeducativa) para significar "el hacerse presente en un determinado asunto o
realidad", y desecharse el de intervención, dado que dicho concepto arrastra –en
ocasiones– un carácter dirigista y de connotaciones autoritarias, del que debe huirse en el
campo socioeducativo.
La asistencia a colectivos marginados o en riesgo de estarlo ha sido
tradicionalmente una de las áreas de trabajo más importantes de la educación social
(educación especializada). Desde la perspectiva histórica reciente, este ámbito de
actuación ha sido el más desarrollado, quizá el único, en nuestro país, hasta el punto de
ser tomada –incluso en la actualidad– la parte por el todo y anular o acaparar otras áreas
de intervención hoy indiscutibles. No debemos dejar de reconocer que la lucha contra la
marginación desde estrategias educativas, aun siendo todavía importante, es tan sólo una
parte de la educación social, así como los fenómenos de exclusión –aun siendo notables
en nuestra sociedad actual– no agotan la cuestión social.
De otro lado, tomada la educación social como la optimización del proceso de

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socialización, cuando ésta no se produce con normalidad, aparece la necesidad de una
resocialización o socialización terciaria, es decir, enmendar o corregir (Pedagogía
Correccional) los problemas de una defectuosa socialización. Trabajar desde estrategias
educativas para superar esos déficits, bien dotando al individuo de una mayor cantidad y
calidad de competencias sociales, bien provocando mayor capacidad de acogida en los
grupos sociales, es otro de los objetivos de la educación social y, por tanto, una parte o
área de actuación de la misma.
Llegamos así al concepto de bienestar social como uno de los grandes fines de la
acción socioeducativa: es decir, toda actividad organizada –tal como lo definió años atrás
la Organización de Naciones Unidas– que se propone ayudar a una mutua adaptación de
los individuos, grupos y comunidades, con su entorno social. Por tanto, junto a la
satisfacción de una serie de necesidades básicas para toda la población, es necesario
promover posibilidades de acción, dinamizar los grupos sociales y asegurar la
participación de todos los ciudadanos en el respeto y disfrute de los derechos y deberes
fundamentales. En esta perspectiva, el bienestar social se presenta como la forma
perfecta y globalizadora de la intervención social; sin duda, el referente principal de todas
las políticas que convergen en el campo de la educación social y de la propia política
social. Y es que la idea de vincular en exclusiva el bienestar al crecimiento económico ha
ido dando paso a otros factores de carácter social, con la inclusión de programas y
acciones tendentes a mejorar la calidad de vida no siempre por la vía financiera.
Ahora bien, este objetivo general, concretado en una serie de programas o políticas,
necesita de unos medios o recursos fundamentales para llevarse a cabo. Los Servicios
Sociales, pueden conceptualizarse como un sistema de "organismos públicos encargados
de la asistencia directa a personas, grupos o comunidades, al objeto de facilitarles su
integración en la comunidad", tal y como los define el propio Consejo de Europa, ya
desde 1980. Somos conscientes de la existencia de una acepción más amplia del
concepto de servicios sociales –utilizada en algunos países europeos–, que incluye todos
los sectores o subsistemas de bienestar social (educación, empleo, asistencia social,
vivienda, sanidad o seguridad social).
Pero, en la línea de la definición anotada, nos decantamos por un concepto
restrictivo de los servicios sociales, entendiéndolos como la herramienta principal, el
campo de juego o el marco de actuación para las políticas socioeducativas; en definitiva,
como instrumentos públicos de bienestar que tienen la finalidad de integrar, compensar,
promocionar y unlversalizar el bienestar social y la calidad de vida a todos los
ciudadanos. En el capítulo 5, tendremos oportunidad de analizar la tarea del educador
social en esta estructura básica o instrumento operativo –no el único, pero sí el más
desarrollado– de las políticas socioeducativas.
Desde esta perspectiva, la educación social está directamente relacionada con la
llamada, en otro tiempo, Educación compensatoria, en la medida en que se utiliza la
educación para la mejora o compensación de desigualdades sociales, mediante un
tratamiento educativo no igualitario. Si, como decimos, compete a la educación social la
dinamización de los grupos sociales para el desarrollo de su propia cultura (democracia

19
cultural), estamos hablando de reequilibrar los colectivos sociales a través de la
educación o difusión de la cultura, al objeto de igualar sus oportunidades sociales. Es, por
tanto, la filosofía del concepto de educación compensatoria, en nuestro caso fuera del
ámbito formal de la educación, la que aquí nos ocupa, en un intento no sólo de posibilitar
la igualdad de oportunidades, sino de ofrecer oportunidades para la equidad.
Es en este contexto, donde debemos situar la Animación sociocultural, como "el
conjunto de acciones realizadas por individuos, grupos o instituciones sobre una
comunidad (o un sector de la misma) y en un territorio concreto, con el propósito
principal de promover en sus miembros una actitud de participación activa en el proceso
de su propio desarrollo tanto social como cultural" (J. Trilla, 1997: 13-24; en la misma
línea, X. Ucar, 1992, recoge una buena cantidad de definiciones de dicho concepto).
Visto así, no sólo se configura como una de las áreas tradicionales de intervención
socioeducativa, sino que buena parte de las técnicas de la animación –no sólo la
sociocultural– serán herramientas de utilización necesaria para los educadores sociales;
como escribe Quintana Cabanas (1996: 52), "la Animación viene a ser el gran método de
intervención socioeducativa".
Desde nuestra lectura política de la educación social, la animación sociocultural y/o
comunitaria cobra un especial realce. Si de lo que se trata es de un proceso de
acción/intervención que busca la sensibilización, dinamización y la participación de
todos los miembros de la comunidad en la transformación de su realidad global, es obvio
que casi la totalidad de estos objetivos comparten los mismos principios-guía, valores
orientadores de la acción, que la mayoría de las políticas socioeducativas, como
tendremos oportunidad de abordar en el desarrollo del trabajo.
Ahora bien, no todas las actividades de asistencia, búsqueda del bienestar o
intervención social propias de las políticas sociales (vivienda, salud, prestaciones
laborales, empleo, seguros…) entran dentro del campo de la educación social. Para ello,
son necesarios dos ejes fundamentales: el ámbito social de su trabajo y el carácter
educativo de su intervención. El primero es común a educación social y trabajo social,
así como a otros trabajadores "de lo social"; el segundo nos diferencia, que no separa,
claramente. Autores como Quintana Cabanas, sin embargo, influidos por la corriente
germana y cercanos a la perspectiva de fundamentación histórica, hablan de la educación
social como "un tipo de Trabajo Social de aspecto educativo y que desempeña funciones
pedagógicas", poniendo de manifiesto su proximidad práctica.
En cualquier caso, sin entrar en análisis de mayor precisión, a menudo contaminados
con criterios de corporativismo mal entendido, nadie duda hoy de la necesidad de
plantear programas de intervención interdisciplinares que lleven a cabo acciones
globalizadas y, por tanto, donde la participación de diversos profesionales desde
perspectivas distintas esté avalando y asegurando la eficacia y consecución de los
objetivos previstos, tal y como ocurre en otros países de nuestro entorno europeo (J. M.a
Senent, 1994). La influencia latinoamericana y la inexistencia de profesionales
especializados en el campo de "lo social" ha provocado que el trabajador social cobrara
una gran solidez en la realidad práctica española, asumiendo en el pasado funciones que,

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dado el despertar de algunos profesionales específicos (educador social, psicólogo social,
jurista social…), hoy no deben corresponderle.
Los pedagogos solemos distinguir (J. Sarramona, 1992, y J. Trilla, 1993: 12-45), a
veces de manera rígida y sólo válida en el ámbito puramente académico, entre:
educación formal, toda acción educativa regulada por el sistema educativo y dirigida a la
obtención de títulos; educación no formal, como toda actividad organizada de forma
intencional, sistemática y propiamente educativa, realizada fuera del marco reglado, y
educación informal, aquellas actividades que, sin tener un objetivo específicamente
educativo y enmarcadas por ello en otro tipo de componentes, colaboran en los procesos
de formación. Parece hoy indiscutible que la educación ha trascendido el ámbito de lo
puramente escolar, y han cobrado fuerza planteamientos pedagógicos encaminados al
"redescubrimiento" de la educación no formal e informal, y a valorar su contribución en
el desarrollo de los recursos humanos. Coincidimos plenamente con J. López Hidalgo
(1992: 18) en que estamos –todavía– demasiado acostumbrados a "encerrar lo
pedagógico en un sistema, el educativo; en un ámbito, el académico; en unos métodos, la
didáctica escolar; en unos profesionales, los profesores; en unas funciones, las docentes;
en unos receptores, los alumnos; en unos contenidos, los culturales; en unas técnicas, las
de enseñanza". Está ya fuera de toda duda que nuestra sociedad actual no puede
permitirse ciertos lujos y demanda expandir la educación más allá de las aulas y de los
modelos tradicionales.
Aunque parece que la educación social se vincula, preferentemente, a actividades
realizadas fuera de la escuela, también desde esos espacios pedagógicos tradicionales se
reclama el necesario carácter globalizador de las intervenciones socioeducativas. Por lo
tanto, importa insistir en que la educación social debe participar de las tres modalidades,
aunque la no formal sea consustancial a sus esquemas y formas de trabajo, a la escasa
uniformidad de espacios y tiempos o al uso de metodologías activas y participativas; no
significa esto, en cualquier caso, vincular la educación social a toda actividad pedagógica
que sobrepase el reducto escolar. Es por tanto necesario que el educador social reclame
para sí una serie de competencias, que en el campo escolar y en el ámbito informal de la
educación están asumiendo hoy otro tipo de profesionales. Como tendremos oportunidad
de abordar en el transcurso de nuestro trabajo, está cada día más clara la necesidad de
integrar los diversos ámbitos en aras a una mayor eficacia de objetivos comunes.
Únicamente por globalizar algunos de los términos mencionados y tener un punto de
referencia puntual, nos atrevemos a ofrecer un párrafo aclaratorio sobre la perspectiva
desde la que entendemos la educación social. Es, pues, un tipo de intervención social
(Trabajo Social), realizada desde estrategias y contenidos educativos, en aras a la
promoción del Bienestar Social y la mejora de la calidad de vida, mediante una serie de
mecanismos (Servicios Sociales, Políticas educativas y sociales), encaminados a resolver
problemas carenciales de colectivos marginados, a prevenir dichos problemas a la
población en general, a garantizar una serie de derechos para una correcta vida
comunitaria (Desarrollo Comunitario) y, en suma, optimizar los procesos de
socialización.

21
En definitiva, todo lo visto anteriormente reclama un concepto novedoso e
integrador que precise los campos y posibilidades de acción de la educación social en una
sociedad moderna como la nuestra y evite el reduccionismo acientífico. La educación
social, sin duda, debe quedar definida no sólo por las funciones que tradicionalmente le
han sido atribuidas, sino por una sociedad en constante proceso de cambio (A. Petrus,
1996: 27).
Además, desde diversas perspectivas se exige la reconceptualización de una
educación social que ha experimentado un fuerte desarrollo en las últimas décadas: la
crisis de los sistemas escolares, que desde los años sesenta ha puesto de manifiesto las
limitaciones de la escuela como producto pedagógico institucional y el relativo fracaso de
las pedagogías tradicionales; la eclosión de la educación como una actividad permanente
que trasciende lo escolar; la integración en el sistema educativo de los llamados
contenidos transversales (reconocimiento de la dignidad y derechos de la persona, la
defensa de la paz, de la libertad, de la solidaridad, tolerancia…); o –por citar sólo
algunos– la reafirmación de la educación como un derecho fundamental, son aspectos
que reclaman desde el ámbito educativo ese nuevo concepto integrador de la educación
social, que hace tan sólo unos años era inimaginable.
Desde la perspectiva político-social, es también solicitado ese proceso de
reconversión socioeducativa. El advenimento de la democracia y el pluralismo social; la
ansiada sociedad del bienestar; el acelerado proceso de cambio social derivado de la
universalización de las nuevas tecnologías; la aparición de fenómenos como el
desempleo, la incorporación laboral de la mujer, el incremento del tiempo de ocio, los
cambios en los modos de producción, el aumento de la esperanza de vida…; el concepto
de ciudadanía civil y la búsqueda de vertebración social o nuestro compromiso con la
convergencia de las políticas sociales de la Unión Europea, sin entrar –por el momento–
en análisis más detallados, son algunas de las ideas que refuerzan nuestro planteamiento.
Resulta obvio que la llegada de la sociedad tecnológica y globalizada exige nuevos
modelos de educación, donde la perspectiva social está llamada a tareas cuantitativa y
cualitativamente más importantes. A las puertas del tercer milenio, los profundos cambios
planteados en la estructura social reclaman "un nuevo pacto educativo" (J. C. Tedesco,
1995a): clarificar nuevos contenidos, replantear estrategias alternativas, reformular los
fines de la educación; en definitiva, reflexionar acerca del papel de la educación en la
sociedad.
A pesar de todo, no debemos olvidar que la propia esencia de la acción
socioeducativa impide e imposibilita llegar a un concepto cerrado y acabado de educación
social. Así como la realidad social es cambiante, la educación social está obligada no sólo
a solucionar los déficits actuales, teniendo como primer referente la adaptación a la
realidad presente, sino a ir construyendo nuevos campos de necesidades socioeducativas
(extensión de los ámbitos de intervención) en aras a profundizar en mayores niveles de
calidad de vida o bienestar social. En definitiva, estamos defendiendo una visión crítica y
de transformación social (J. Sáez Carreras, 1993: 27-70) de nuestro campo de estudio,
con la función prioritaria de "crear conciencia acerca de cuáles son los derechos sociales

22
del ciudadano, de todos los ciudadanos, y generar nuevas demandas de educación social"
(A. Petrus, 1997: 32).

1.2. Política y políticas de la educación social

Es nuestro objetivo en este apartado desentrañar las relaciones entre política y


educación social, poniendo de manifiesto los distintos niveles de conocimiento o relación
y mostrando las posibilidades que una lectura política puede ofrecer a un campo tan
dinámico como la educación social. Aun así, no podemos sustraernos a comentar
brevemente algunos referentes previos, necesarios –a nuestro juicio– para contextualizar
las páginas siguientes.
Desde el concepto más clásico (intervención dirigida a organizar los asuntos públicos
o de gobierno), hasta su uso más habitual (conjunto de procedimientos o formas de
actuar de una persona, grupo, empresa, institución… encaminados a conseguir un
determinado fin), pasando por el más institucional (ejercicio del poder, entendiendo éste
como la capacidad de un individuo o grupo social de conformar una normativa que trate
de estructurar y/o transformar la realidad de acuerdo a unos valores o intereses), muchos
son los significados que ha ido asumiendo el término "política", como un vocablo cargado
de polisemia semántica. En cualquier caso, todos giran en torno a los conceptos
anunciados, con tres descriptores claves de referencia obligada –al menos uno de ellos–
en cualquier acepción: lo público, lo estratégico y el poder. Así pues, la política se
vincula –necesariamente– a "proyecto común"; no sólo está –debe estar– hecha por el
Estado, los gobernantes, quien controla el poder o aquellas personalidades públicas con
capacidad de influencia, sino que es –debe ser– la sociedad en su totalidad quien asuma
la posibilidad de organizarse (sociedad política), de participar y "hacer política".
En todo caso hay que recordar que no ha sido excesiva, ciertamente, la atención
prestada a la educación desde el mundo de la ciencia política, ni podemos destacar
muchos politólogos dedicados al estudio y análisis de la política de la educación;
tampoco, todo hay que decirlo, el mundo pedagógico moderno ha mostrado un especial
interés por entender los aspectos educativos en claves políticas. M. de Puelles (1996a:
461-464) ofrece algunos nombres que suponen los grandes autores de esta incipiente
disciplina: D. Easton, Kirst, M. Kogan, Karabel y Hasley, y –recientemente– Arnot,
Margaret S. Archer, Salter, T. Tapper, S. J. Ball, Dale.
Y más extraño resulta el hecho cuando se constata el interés por otras políticas
sociales públicas como el empleo, la vivienda, la sanidad y la seguridad social, objeto de
serios estudios por parte de la ciencia política en la segunda mitad de nuestro siglo, o –
desde la otra vertiente– las investigaciones que del hecho educativo se han realizado
desde perspectivas como la economía, la sociología, el derecho u otras ciencias humanas.
Sin embargo, el estudio de la socialización política realizada por las instituciones
educativas, las relaciones de poder que allí se establecen, la presión de determinados
grupos sociales por controlar los procesos y resultados de la educación, el análisis de las

23
ideologías educativas, el papel del Estado y otros actores en la educación, la ordenación,
orientación política y general del sistema educativo o los elementos socio-políticos del
currículum, por citar algunos campos de interés, han sido excesivamente olvidados por
los estudiosos de la ciencia política. Sin duda, el análisis de estos temas deberá conformar
Jos programas de una disciplina incipiente como es la Política y Legislación Educativas –
materia troncal en la reforma curricular del título de Licenciado en Pedagogía, impulsada
por RD 951/1992 de 17 de julio–, que busca su consolidación epistemológica y va
incorporando matices y contenidos diversos en un proceso irreversible de
enriquecimiento (M. de Puelles, 1987 y 1999; A. J. Colom y E. Domínguez, 1997; J. M.
Fernández, 1999).
Pues bien, estas primeras puntualizaciones ya nos dejan ver un referente básico, el
hecho de que la política educativa deberá integrar el plano descriptivo-explicativo y el
valorativo-normativo; no basta con la mera explicación de los hechos político-educativos,
es necesario plantearse la reflexión crítica y el dar respuesta a las exigencias y
necesidades de transformación de la sociedad. Por ello, el ámbito de la política educativa,
en general, debe estar conformado por tres ejes: el jurídico (la norma legal), el crítico
(aspiraciones de la mejora social de acuerdo a unos principios) y el pedagógico
(orientaciones educativas). Hacemos nuestras las palabras de J. M. Fernández (1999: 27)
cuando afirma que "la política no puede entenderse sólo como lo que es o ha sido, sino
como lo que debe ser, porque de este modo posibilita el protagonismo del ser político y
permite traducir en acciones políticas las mejores aspiraciones de la sociedad". La política
deberá ser, en esta línea, una herramienta de superación de la realidad, un instrumento de
transformación social.
Y otra apreciación hay que recordar enseguida. Puede sintetizarse con facilidad si
seguimos a Puelles (1996a: 452) cuando, utilizando la riqueza de la terminología
anglosajona, distingue entre policy (programa de acción), derivado por vía latina del
sustantivo griego politeia, y politics (conflicto que resulta del enfrentamiento de
intereses, ideologías y valores que subyacen en esos programas de acción), de la voz
griega politicos. Hace referencia, sin duda, a dos niveles distintos de tratamiento: la
política ("educativa") como algo ligado a la acción, al plano real o a la actividad, y la
política ("de la educación") como conocimiento y reflexión ideal sobre esa realidad; en
definitiva, las políticas como análisis de la realidad ("lo que es", lo fáctico) y la política
como reflexión de lo ideal ("lo que debe ser", lo axiológico). Con ello, apuntamos
tangencialmente un tema intemporal de difícil clarificación como es las estrechas
relaciones de interdependencia entre dimensiones tan cercanas a la política, como lo
moral, lo social, lo ético, o lo cívico.
En esta línea, el profesor Octavi Fullat (1995: 15-30) distingue tres significados más
de la voz política, particularmente interesantes desde la perspectiva educativa: "política-
dominio" (ejercicio del poder), "política-programa de acción" (ejecución y desarrollo de
lo programado para el dominio) y "política-habilidad" (aptitud dialógica y estratégica).
Aun cuando las tres guardan una estrecha relación entre sí –sobre todo las dos primeras–,
no cabe duda de que la reflexión sobre el poder y su ejercicio conforman el elemento

24
clave de la política.
Por todo ello, este fenómeno plural de la Política de la Educación Social pensamos
que debe centrarse, fundamentalmente, en el estudio y análisis crítico de los valores,
creencias, intereses ideológicos y principios que orientan la acción y que enmarcan las
políticas socioeducativas en un modelo social determinado, en cuya construcción también
participa. No se trata, exclusivamente, de abordar la educación desde un enfoque
puramente sociológico como un sector más de la Política Social, junto a otros como la
protección social, el empleo, la vivienda o la atención sanitaria, tal como deja entrever A.
Gorri Goñi (C. Alemán y J. Garcés, 1997: 271-321); a esa reflexión debe añadirse el
análisis de políticas que, diseñadas y ejecutadas desde parámetros eminentemente
pedagógicos y volcadas –en este caso– al ámbito no formal e informal de la educación,
abordan objetivos sociales propuestos como óptimos por ese modo de entender la
sociedad, que subyace a todo planteamiento general de Política Social.
Hacemos nuestras las palabras de R. Medina Rubio (1996: 370-371), cuando escribe
que el campo de trabajo de la política socioeducativa no es otro que "el problema de
organización de la convivencia humana y de la educación para esa convivencia, desde un
sistema de valores intelectuales, sociales, morales"; se trata de preguntarse "¿qué es
necesario funcionalizar en el sistema social de un país, desde el punto de vista
educativo, para crear el modelo de convivencia que se persigue?". Podrá ser entendida,
por tanto, como formación de las capacidades sociales que posibilitan a los ciudadanos la
conciencia de responsabilidad moral y social en la participación de ese orden social
establecido; como el conjunto de acciones escolares y extraescolares que deben guiar a la
sociedad en la fuerza moderadora que ésta ejerce sobre sus miembros; y, asimismo,
como el sistema de ayudas educativas necesarias para atender disfuncionalidades sociales
que influyan negativamente en dicho orden social de convivencia.
Por nuestra parte, pues, hablaremos de "Política de la Educación Social" en la línea
de la acepción politics, o como una reflexión sobre los principios y valores que deben
orientar la intervención socioeducativa; por otro lado, usaremos el término "políticas de la
educación social" para referirnos al plano real (policy), es decir, al conjunto de
actividades o programas de acción que desde lo educativo intervienen en la realidad
social. Como tal vez hasta ahora se haya desarrollado con mayor atención la segunda
propuesta, este texto quisiera vincularse más a la primera de esas observaciones, es decir,
al pensamiento o reflexión conceptual sobre los principios que deben orientar la acción;
esto no significa –sin embargo– renunciar al estudio de las políticas socioeducativas y los
distintos programas de acción, pero sí la intención de incidir más en el análisis de los
intereses/valores o fines ideológicos que subyacen a dichas políticas. Sin duda, nos
interesa más una comprensión global del fenómeno político (macropolítica), con vistas a
establecer un marco teorético donde puedan ser analizadas las políticas sectoriales
(micropolíticas), aun cuando ello implica no renunciar a aproximarnos al estudio de las
relaciones de la educación con el poder o de la política como "dominación", esto es,
como actividad entroncada en el poder.
Así y todo, resulta obvio hoy la imposibilidad de drásticas separaciones entre el

25
estudio explicativo de los hechos políticos o de la realidad social, y el análisis crítico de
los valores y principios orientadores de esa realidad; entre la reflexión teorética sobre los
principios y valores que deben orientar la acción y las herramientas utilizadas para la
implementación práctica o transformación de la realidad en consonancia a los principios
antes definidos. Parece, pues, incuestionable la estrecha relación, la mutua necesidad que
se produce entre ambos niveles (no hay Política sin políticas, ni políticas que no
"construyan" una Política), interactuando de manera constante; por ello, es patente la
conveniencia de abordar este estudio como un todo, tal y como ha sido puesto de
manifiesto por múltiples autores (Mannheim, 1966 y, más recientemente, J. J. Prunty,
1984); es otra razón más para afirmar la imposibilidad de aislar cualquier política pública
(caso de la educación social) del resto de políticas generales de la sociedad. Será en esta
globalidad cuando la política adopte su verdadero papel de herramienta transformadora
de la sociedad. Como dirá Ortega y Gasset en su famoso discurso "La pedagogía social
como programa político", de sobra conocido, "si educación es transformación de una
realidad en el sentido de cierta idea mejor que poseemos y la educación no ha de ser sino
social, tendremos que la pedagogía es la ciencia de transformar las sociedades. Antes
llamamos a esto política: he aquí, pues, que la política se ha hecho para nosotros
pedagogía social".
Así pues, pensamos que el análisis y la construcción de una Política de la
Educación Social, tomada en sentido global, contempla una dimensión ideológica, que
significa el momento de la opción o selección de las bases o fundamentos que van a
determinar los fines perseguidos (finalidades sociales); una dimensión legal o jurídica, es
decir, una codificación o articulación legal de principios y vías de trabajo; y una
dimensión pedagógica que orienta técnicamente las estrategias (políticas) y medios.
Siguiendo esa referencia que hacíamos a la Política (reflexión fundamentante) y las
políticas (actuación práctica), resulta fácil advertir que el estudio y la responsable
dedicación política a la educación social requiere en primer término fundamentar y
explicar las tendencias, direcciones y finalidades de la misma; pero que además ha de
conseguir la correspondencia pertinente entre las elecciones pedagógicas y el consecuente
conjunto de decisiones políticas asumidas, por lo que ha de contar –en todo caso– con la
dimensión sistémica con que se construyen sus propuestas y se establecen sus
vinculaciones y procesamientos. Por lo tanto –y como representamos en el cuadro 1.3–,
nos parece que nuestro recorrido por la componente política de la educación social no
puede prescindir de los siguientes planos: lo político, lo social y lo pedagógico.

Cuadro 1.3. Planos de la política de la educación social.

26
Podemos decir, por otra parte, que el establecimiento de las políticas educativas en
este campo de la educación social requiere la definición de, al menos, estos aspectos: el
sentido del proyecto y la determinación de sus objetivos; la rigurosa planificación y
delimitación técnica de medios; la garantía de equidad y eficacia en las inversiones; la
participación en el debate y decisión sobre opciones y estrategias; el papel de los poderes
públicos; la movilización de agentes e iniciativas sociales; la descentralización y
concertación de servicios; la integración y coordinación de medidas políticas y técnicas;
el fomento de la innovación pedagógica en su aplicación al campo social; el impulso a la
profesionalización de las respuestas pedagógicas; y, finalmente, los mecanismos de
control y evaluación de los proyectos.
Esas consideraciones nos recuerdan o advierten, dicho de otro modo, la necesidad y
la responsabilidad de que las políticas de intervención socioeducativa profundicen todavía
más en la tarea de evitar dificultades y problemas provenientes de una actuación plural y
diversificada pero descoordinada y no rentabilizada, de una actuación práctica ilusionada
y bien intencionada, pero deficiente en criterios metodológicos y planteamientos técnicos
para respuestas contrastadas, de unos programas articulados legal y organizativamente,
pero sin una sólida y coherente fundamentación pedagógica. La presencia e interacción
de los tres planos mencionados en el cuadro 1.3 resulta –en efecto– imprescindible en el
diseño, aplicación y evaluación de las políticas socioeducativas.
Ahora bien, para acabar este apartado añadamos, si acaso, otros factores necesarios
en los procesos –en este caso referidos más a la implementación– de las políticas de la
eucación social. Alfons Martinell (1996: 401-402) nos ofrece las condiciones mínimas de
implantación de las intervenciones en el marco de una política social, concretadas en tres
aspectos fundamentales que deben estudiarse con detenimiento: el grado de posibilidad,
el grado de disponibilidad y el grado de conocimiento; el primero comprende el análisis
de posibilidades de gestión o de estructuración administrativa, o el de la posibilidad de
dinamización de los recursos comunitarios; el segundo exige estudiar las posibilidades en
cuanto a competencias técnicas o científicas, capacidad de trabajo, recursos materiales,
etc.; por último, hay que conocer el nivel de conocimiento del que disponemos sobre la
investigación, documentación, etc. Todo ello, en definitiva, y como el propio Martinell
(1996: 402) señala, nos recuerda que un reto actual para los profesionales de la
educación social es enfrentarse al tema de la elaboración y constitución de políticas
concretas.

27
1.3. De los ámbitos de intervención a los nuevos espacios políticos de actuación

Una vez analizados y definidos los límites conceptuales de la educación social, es


fácil confirmar que su objeto de trabajo es tremendamente extenso y está lleno de
múltiples perspectivas. Ya no se trata sólo de la asistencia social y la ayuda al marginado
o de la educación de las personas adultas –tal como venía entendiéndose en décadas
pasadas–, sino que hoy día han emergido nuevos campos que requieren la atención del
educador social; nuevos "espacios educativos comunitarios y no escolares", tal como los
define P. A. Luque (1995), que –entre otros factores– han surgido como consecuencia
del reciente desarrollo de la Pedagogía Social y de sus actividades docentes e
investigadoras en las universidades españolas.
Siguiendo a J. Sarramona y X. Ucar (1989: 53-59), suele reducirse a cuatro los
ámbitos de intervención profesional del educador social: Educación permanente de
adultos, Formación laboral, Educación especializada y Animación sociocultural y
pedagogía del tiempo libre. El cuadro 1.4, elaborado por nosotros, trata de recoger una
síntesis del trabajo citado.

Cuadro 1.4. Áreas de intervención en educación social.

Todas aquellas actuaciones encaminadas a conseguir que


todos los sujetos de una determinada sociedad –
independientemente de su nivel de estudios y su rápido
Educación Permanente de
abandono del sistema educativo– dominen la realidad
Adultos
sociocultural que les rodea y sean capaces, desde una
conciencia crítica, de participar de manera activa en la vida
social.
Entre las actividades más desarrolladas, podemos destacar
los Centros Cívicos, Ios-Ateneos, las Universidades
Populares, los Centros parroquiales, etc. No se incluyen en
esta perspectiva los programas educativos encaminados a
obtener titulaciones académicas formales como el
Graduado Escolar, Certificado de Estudios, etc.
Todas aquellas experiencias que permitan el aprendizaje de
un oficio, de una especialización, o de una actualización
profesional, acompañándose todo esto de un proceso
Formación Laboral
cultural que permita la consiguiente adaptación al mundo
laboral, la mejor comprensión de los avances tecnológicos
y una mayor cantidad y calidad de integración social.
Los destinatarios son la población activa sin empleo; los
que buscan acceder a su primer empleo y carecen de
preparación específica; los sujetos sometidos a

28
reconversiones laborales; sectores disociales de población
con dificultades específicas de contratación; etc.
Toda aquella intervención educativa –por tanto más allá de
lo puramente asistencial– encaminada a solucionar los
problemas de individuos con conductas inadaptadas, con
dificultades de conseguir una correcta interacción con la
Educación Especializada
sociedad. Intervenciones, pues, dirigidas a personas o
grupos que se encuentran bloqueados en su desarrollo
personal hasta el punto de estar incapacitados de establecer
una relación enriquecedora con el entorno que les rodea.
El punto central que caracteriza la perspectiva actual de la
educación especializada es la prevención, aunque sin
olvidar las imprescindibles acciones de correlación que
demandan las situaciones ya existentes.
La animación sociocultural se concibe como un método
participativo que estimula y favorece la innovación cultural,
genera dinámicas de interacción social entre los miembros
Animación Sociocultural y de la comunidad y persigue la creación de "tejido social" y
Pedagogía del tiempo libre la mejora de la calidad de vida. La animación sociocultural
es superadora de la simple difusión cultural concebida
como consumo, para erigirse en creadora de cultura
surgida de la iniciativa personal y comunitaria.
El nacimiento de la animación sociocultural, pues, está
vinculada a la aparición y desarrollo de las sociedades
industriales de corte urbano, en las que existen nulas o
insuficientes infraestructuras culturales y de relación social.

Lo primero sobre lo que hay que llamar la atención es algo básico. El Real Decreto
1420/1991, 30 de agosto (BOE, 10-X), que aprueba el título universitario oficial de
Diplomado en Educación Social y las Directrices Generales Propias de dicha titulación,
en esa misma línea, nos acerca al siguiente perfil para el futuro profesional: "Las
enseñanzas conducentes a la obtención del título oficial de Diplomado en Educación
Social deberán orientarse a la formación de un educador en los campos de la educación
no formal, educación de adultos (incluidos los de la tercera edad), inserción social de
personas desadaptadas y minusválidos, así como en la acción socio-educativa." Se
recogen así, en un perfil generalista, las tres figuras profesionales (Educador
Especializado, Animador Sociocultural y Educador de Adultos) que estaban atendiendo
las diversas demandas planteadas por la sociedad española desde finales de los años
sesenta.
Desde la lectura política de la educación social que estamos proponiendo, estos
tradicionales ámbitos de intervención quedan "superados" o ampliados por los nuevos

29
espacios de actuación política. Así, destacamos tres grandes escenarios (Área del
Bienestar, Área de la Animación y Área del Civismo), objeto de reflexión de la Política
de la Educación Social y áreas de trabajo donde se configuran las políticas
socioeducativas, como una serie de acciones enmarcadas en las políticas educativas,
subconjunto –a su vez– de la política general, con íntimas conexiones con la llamada
política social.
En la primera, área del bienestar, la educación social se configura como una medida
o refuerzo de garantía social que busca la integración. Nos encontramos aquí con su
relación o compromiso con programas de asistencia, de prestaciones sociales, de
corrección de desigualdades, de lucha contra la exclusión social desde estrategias
educativas, de protección, de satisfacción de necesidades, de búsqueda de unos niveles
mínimos vitales, en definitiva, de políticas encaminadas a resolver disfunciones y déficits
sociales, a través de un mayor conocimiento del medio y de un mejor aprovechamiento
de los recursos.
La importancia de la perspectiva educativa en la lucha contra la marginación queda
evidenciada en la mayoría de los estudios e informes realizados en los últimos años. El
bajo nivel cultural es uno de los factores destacados –quizá el que más– a la hora de
valorar las circunstancias o variables causantes de dicha situación. De otro lado, el propio
sistema educativo, como subsistema social, es un claro ejemplo de cómo la educación
puede ser utilizada para mejorar déficit sociales: la incorporación de la mujer a la
educación reglada, la plena escolarización, la creciente política de becas y ayudas al
estudio, los propios Programas de Garantía Social, las mayores dotaciones de equipos
orientadores y de apoyo psicopedagógico o la integración del alumnado con dificultades
educativas especiales, son esfuerzos educativos por paliar todo tipo de desigualdades
(clase, género, etnia…) y buscar–como decíamos– oportunidades para la igualdad. La
inversión en educación se presenta hoy como uno de los mayores imperativos para los
gobiernos, si se quiere caminar hacia la "redistribución de posibilidades", en beneficio –
sobre todo– de las capas sociales más desfavorecidas; uno de los últimos discursos del
primer ministro británico Tony Blair (A. Giddens, 1999: 130) puede servirnos de
referente a ese respecto, pues cuando describe las tres prioridades básicas de su
gobierno, no tiene inconveniente en señalar: "educación, educación y educación".
Por todo ello, la educación social tiene una ardua tarea en este campo, como
herramienta de lucha contra la pobreza y la exclusión social. Además de colaborar con el
sistema educativo formal en la mejora de las condiciones de vida de los más
desfavorecidos, debe procurar o asegurar –en la medida de lo posible– el que estos
sectores de la población dispongan de los instrumentos necesarios para optar a las
mismas oportunidades que el resto de la ciudadanía. Su tarea se nos antoja
imprescindible en aquellos umbrales cercanos a las bolsas de marginación, sobre todo en
las áreas suburbanas de las grandes ciudades, y como elemento "puente o pasarela" en
las llamadas sociedades duales, que permita y aliente las posibilidades de inserción. En
este sentido, la función compensatoria y de integración aproxima la educación social a los
modos y formas del trabajo social, si bien ésta realizada desde estrategias educativas.

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Estamos ante la llamada educación especializada.
En el área de la animación, la educación social se presenta como agente de cambio
y dinamización social Se trata de establecer programas que generen posibilidades, de
producciones culturales que favorezcan la dimensión social, de desarrollo cultural, de
promoción social, de democracia cultural; en definitiva, de todas aquellas políticas que
buscan una mayor vertebración y cohesión social a través de la participación y del
desarrollo de los grupos sociales y de sus culturas. Debemos construir aquí proyectos
educativos que intenten conectar a los sujetos con el entorno del mundo que les rodea y
en el grupo social que han de desarrollar su vida. A las puertas del siglo XXI,
vislumbramos una labor creciente en este campo para las políticas socioeducativas, que
no pueden cometer el error de no prestar la atención necesaria; el diálogo intercultural, la
participación en las culturas y subculturas, la comunicación entre ellas, la no imposición
de unas (percibidas como de primera categoría) sobre otras (calificadas de segunda) y el
desarrollo de nuevos valores para la vida social deben ser los parámetros conformadores
de la labor socioeducativa.
La educación social asume, así, funciones próximas a la animación como son la
adaptación de los individuos a los cambios tecnológicos de las sociedades modernas, de
recreación y promoción cultural, potenciando la creatividad y la difusión de la cultura
propia o funciones de regulación y crítica social, contribuyendo a la participación del
individuo en las cuestiones colectivas de la realidad social. Estamos ante la búsqueda de
factores o instrumentos de calidad de vida.
Finalmente, en la tercera, área del civismo, la educación social busca crear
competencia para el dominio de la realidad comunitaria. Se trata de intervenciones que
lleven al individuo a sentirse y comportarse como ciudadano, es decir, a conocer sus
derechos, a saber ejercerlos y a asumir compromisos de cara a sus deberes para con lo
público; en definitiva, a conformar un sentimiento de pertenencia a una determinada
sociedad, a sentirse miembro de "pleno derecho". Aspectos como la solidaridad,
responsabilidad, tolerancia, acatamiento y respeto a la legislación vigente, habilidades
sociales de convivencia y participación o de comprensión y aceptación del otro, son
necesarios en la formación de los hombres y mujeres del siglo XXI. Para autores como
Rosanvallon (1995: 64), el futuro pasa por la reconstrucción de un nuevo Estado de
Bienestar sobre un "imperativo de orden cívico", como eje central del mismo.
La conexión con las tareas del sistema educativo, especialmente la escuela –que
debe recuperar su capacidad socializadora–, se presenta aquí como irrenunciable. La
formación actitudinal de los individuos en los llamados contenidos transversales es sólo
un ejemplo de la tarea todavía por hacer por parte de los educadores sociales en el
ámbito escolar. Esto no significa reclamar el espacio escolar como área de intervención
en la educación social, pero sí hacer un llamamiento en aras a la colaboración entre el
educador escolar y social por la mejora de un proceso educativo de los ciudadanos más
jóvenes, que reclama acciones globales y congruentes. La escuela no puede quedar
aislada del contexto social en el que está inmersa, debiendo formar hombres para la vida
en sociedad. En este sentido de estrecha colaboración y de puente entre la acción escolar

31
y social, es donde debe enmarcarse el tema de los contenidos transversales que, por su
naturaleza ética y social, no sólo exceden a una determinada materia, sino a la propia
institución escolar. "Los contenidos transversales son, en suma, un intento de introducir
los principios de educación social en el aula" (A. Petrus, 1997: 35).
La educación social se presenta como una de las actividades idóneas para transmitir
los valores cívicos, para articular espacios de convivencia ciudadana en una sociedad
democrática. El ámbito de la animación sociocultural, la educación permanente de
adultos, las actividades de inserción sociolaboral, las políticas de juventud o el trabajo
comunitario con diferentes colectivos, son áreas de intervención propicias –sin duda–
para la formación cívica. Como ha escrito recientemente Alejandro Mayordomo (1998:
113 y 134), "la idea de una ciudadanía consciente y activa, crítica y propositiva, es todo
un programa para un pedagogo que mira lo social –entendemos también educador
social–, y en definitiva para el hilo conductor de una educación para aquella condición
cívica"; la idea es perfectamente asumible para el educador social. Además, no debemos
olvidar que las carencias o déficits en esa formación cívica "son, también en sí mismas,
una posible causa, factor o elemento de desigualdad o discriminación frente a la
reivindicación, la posesión o el uso de derechos, libertades o ventajas y prestaciones
sociales"; resulta evidente, y así ha de planteárselo el educador social, que para algunos
colectivos "la adquisición de esa cultura puede y ha de ser un elemento más –y no poco
importante– de compensación social y de promoción ciudadana".
Este triple campo de propósitos y espacios supone, naturalmente, un amplio
conjunto de posibles acciones que compete a otros definir, pero que pensamos pueden
sugerir desde una aproximación política fundamentante, algunos principios y ejes sobre
los que dirigimos –ahora de forma más sintética– una nueva mirada. Esta lectura de la
educación social sostenida, pues, desde una sensibilidad o perspectiva política nos
advierte en primer término que la propia orientación de las acciones políticas en este
campo debe contemplar, al menos, tres objetivos o direcciones:

a) La defensa y mejora de la convivencia y protección social (promoción de


recursos).
b) La corrección de desigualdades (compensación de oportunidades).
c) La acción generadora de posibilidades (dinamización de competencias).

Las exigencias y propósitos didácticos de la obra, nos reclama el cuadro 1.5, donde
se relacionan las áreas de actuación de la educación social, sus objetivos más precisos y
las direcciones políticas de sus acciones.

Cuadro 1.5. Direcciones de las acciones políticas en educación social.

32
Estos espacios de actuación política del trabajo socioeducativo, así como las
direcciones y objetivos a los que se dirige, reclaman la vinculación de la educación social
a un concepto que ha cobrado intenso realce en los últimos años, como es la llamada
"educación permanente". La promoción del bienestar, la dinamización de colectivos
desfavorecidos o en peligro de exclusión laboral por falta de adecuado reciclaje
profesional, la defensa de los derechos y libertades fundamentales del ser humano, así
como la formación para el ejercicio de la ciudadanía, no pueden depender de tiempos y
espacios concretos, sino que deben desarrollarse de forma permanente y a lo largo de
toda la vida. En este sentido, la conexión entre los modos y códigos de la educación
social con las dimensiones de una educación continua, atenta a los profundos y
constantes cambios, es –hoy más que nunca– una auténtica exigencia. Y es que, como ha
puesto de manifiesto el Informe Delors (1996: 126), la educación permanente va más allá
de actividades de perfeccionamiento o promoción profesional de los adultos, se trata de
que "ofrezca a todos la posibilidad de recibir educación, y ello con fines múltiples, tanto
si se trata de brindar una segunda o tercera ocasión educativa o de satisfacer la sed de
conocimientos, de belleza o de superación personal como de perfeccionar y ampliar los
tipos de formación estrictamente vinculados con las exigencias de la vida profesional,
comprendidos los de formación práctica".
Por lo tanto, el principio fundamental de la democratización –al que tendremos
oportunidad de dedicar algunas páginas– deberá guiar las líneas centrales del trabajo
político-pedagógico, que a través de proyectos de prevención, inserción, servicio o
dinamización tratan de atender socio-pedagógicamente a aspectos como la problemática
social relacionada con la inadaptación o marginación social, la profundización en la
convivencia cívica, el fomento del empleo y la integración socio-laboral, el desarrollo
socio-cultural comunitario, el desempeño cívico, etc.
Al ofrecer una asistencia, al establecer una prevención, al proponer una educación
especializada, al estimular la creación de nuevas posibilidades, al enriquecer condiciones
de bienestar personal y comunitario, en definitiva, al realizar cualquiera de las acciones
que le son propias, las políticas de educación social han de articular, además, una función
de mediación entre el papel y las oportunidades de intervención del Estado y las
realidades y espacios formativos de la sociedad civil, protegiendo o consolidando de esa

33
forma el fortalecimiento y dinamismo de aquélla. Aunque volveremos sobre ello,
adelantemos que ése es seguramente su más característico sentido político en el doble
compromiso tanto de actuar sobre carencias como de intervenir respecto a la creación de
posibilidades u ocasiones de democratización, calidad de vida o bienestar social.
Podemos decir, por otra parte, que todo ello supone para el plano o tratamiento
político de la educación social una serie de necesidades o exigencias desde el punto de
vista del propio objetivo político y de cara a la estricta dimensión o trabajo pedagógico.
En el primer aspecto recordemos fundamentalmente que el trabajo de la educación social
se produce con claras vinculaciones o relaciones con las políticas educativas, pero
inexcusablemente en el marco de la política social. Por lo tanto, y aquí, la definición de la
política ha de comprender no sólo el plano primario de los objetivos y sentido del
proyecto, sino la concreta delimitación y selección de instrumentos, estrategias y
recursos legales, financieros, humanos y técnicos; así como la adecuada organización de
los planes y de las acciones concretas, atendiendo a la necesaria confluencia e integración
de iniciativas, la planificación técnica, la coordinación, etc.
Desde el ángulo de lo pedagógico, el diseño y desarrollo de políticas socioeducativas
se ve necesitado del apoyo de una mayor profesionalización. Es preciso contar con
documentación, se hacen imprescindibles líneas de investigación que avancen seriamente
en el conocimiento de este campo pedagógico, hay que perfilar rigurosamente el papel y
la cualificación de las nuevas profesiones que se ejercen en este ámbito, hay que
conseguir la viabilidad de un trabajo necesariamente interdisciplinario… y sobre todo una
cosa quisiéramos resaltar: la necesidad igualmente de construir respuestas pedagógicas
para la planificación, la ejecución y la evaluación de acciones en este campo, o lo que es
lo mismo, la necesidad de que la Pedagogía haga un estudio sistemático sobre el
desarrollo en lo social de la reflexión y la acción pedagógica; acción pedagógica,
añadiremos, que tiene mucho que ver, por otro lado, con una reconsideración o nuevo
concepto de lo pedagógico y del aprendizaje; la acción educadora puede ser aquí
preferentemente acción educativa en la praxis, lo formativo ha de ser desplegado desde
las propias virtualidades que lo social tiene para serlo. Y ello comporta cambios
metodológicos muy significativos que tienen en la participación y la acción sus ejes
vertebradores.
Y todavía una nota más; desde el punto de vista político también deberíamos pensar
en la conveniencia de no hacer de este territorio de la educación social una especie o
tipología de segregación, sino globalizarlo; queremos decir que ese conjunto de acciones
que la componen han de integrarse o producirse en lo posible en lo escolar y en ámbitos
extraescolares, en ámbitos generales o más amplios, y en programas específicos.
Combinar la intervención sociocultural con la educación básica, resulta decisivo para toda
una serie de colectivos (mujeres, jóvenes, adultos…) que arrastran déficits formativos.
Pero avancemos un poco más. Antes hablábamos de la obligada tecnificación de
nuestro objeto de estudio, pero naturalmente aquí hemos de reparar ante todo en la
vertiente de analizar y comprender sentidos políticos. Y por lo tanto, importa mucho
insistir en que la política socioeducativa descansa en una concepción pedagógica y

34
comunitaria que tiene como bases y objetivos una serie de valores y principios
fundamentales en nuestra actual concepción de los derechos humanos y en los actuales
ordenamientos políticos de las sociedades más avanzadas: la libertad, la igualdad, la
justicia, la solidaridad, la participación, la tolerancia…; ésos son los fundamentos éticos y
políticos. Ellos sustentan y orientan básicamente la acción educativa en el marco de una
política social y, al tiempo, los objetivos de formación social en el marco de una política
educativa.
Esas bases ciertamente exigen una previa condición, necesitan firmes
reconocimientos jurídicos y seguras estrategias de garantía y prestación de derechos;
pero claro está que precisan de condiciones prácticas y materiales, de la construcción o
efectuación de condiciones para el desarrollo de los mismos. Y justamente ahí la vía
formativa de la política de la educación social ha de constituirse en garantía y refuerzo de
la efectividad de aquellos principios y derechos. El cuadro 1.6 trata de resumir y
relacionar de forma sintética la temática abordada.

Cuadro 1.6. Bases y exigencias de las acciones políticas de la educación social.

Democratización

Fundamentos éticos

Exigencias jurídicas Exigencias profesionales


Prestación de derechos Reconocimientos
Cambios metodológicos Profesionalización
jurídicos

A la reflexión sobre estos principios y fundamentos éticos, sus instrumentos, así


como su conexión con la perspectiva político-ideológica de la educación social, vamos a
dedicar el capítulo siguiente.

La dimensión política de la educación social nos sitúa en una reflexión permanente sobre los
valores, principios o normas que deben orientar la intervención socioeducativa. Desde este contexto
axiológico, los tradicionales ámbitos de intervención de los profesionales de la educación social
(Educación Permanente de Adultos, Formación Laboral, Educación Especializada y Animación
Sociocultural) quedan reconfigurados en tres espacios de actuación que ponen de manifiesto la
importancia y/o exigencia del componente político en el mundo socioeducativo: el área del bienestar, la
dinamización social y la búsqueda de una renovada cultura cívica.
Políticas –en el primer caso– que representan un refuerzo o garantía social, al objeto de corregir
o compensar posibles desigualdades sociales desde estrategias propiamente educativas, en un esfuerzo
de lucha contra la exclusión, encaminado a proporcionar a todos los ciudadanos oportunidades para la

35
igualdad; programas que estimulan el cambio y animan el tejido social, en defensa de una mayor
vertebración y cohesión social, a través de la participación y del desarrollo de los grupos sociales y de
sus culturas; actividades, en último término, que trabajan por la formación del individuo para sentirse y
comportarse como ciudadano, reforzando sus lazos y canales de integración: el conocimiento de sus
derechos, el ejercicio de sus responsabilidades y la asunción de sus compromisos son aspectos
irrenunciables del futuro ciudadano del siglo XXI. Si la educación en general debe asumir ese reto
como propio, la educación social –especialmente desde su perspectiva política– está llamada a
proporcionar la reflexión teórica necesaria y a tratar de asegurar el máximo desarrollo práctico de esos
objetivos.

1. Exponga su propio concepto de educación social. A través de una puesta en común, busque
semejanzas y diferencias entre las definiciones aportadas e intente la construcción de un enfoque
integrador de todas ellas.
2. Realice un listado de programas y actuaciones prácticas de educación social y clasifíquelas de
acuerdo a los escenarios de intervención configurados desde la perspectiva política manejada en
el desarrollo de este capítulo.
3. Organice –si está dentro de sus posibilidades– un debate entre educadores y trabajadores sociales
en ejercicio, al objeto de evidenciar las diferencias y ámbitos comunes de actuación en la realidad
práctica de su trabajo cotidiano.
4. Examinados los Planes de Estudio de la Diplomatura de Educación Social de algunas universidades
españolas, ¿cree –en su opinión– que existe algún ámbito profesional cuyo tratamiento es nulo o
insuficiente?, ¿qué aspectos cree que más facilitarán su futuro ejercicio profesional y, por tanto,
de obligada presencia en el ámbito académico?
5. Si está de acuerdo en la necesidad de mejorar la valoración social del trabajo socioeducativo como
ejercicio profesional, ¿qué líneas de actuación cree que deberían emprenderse para mejorar dicha
situación?
6. Reflexione privadamente o en el contexto de un pequeño debate, sobre el papel de la política
educativa en la configuración de las sociedades actuales. Proporcione, si cree que es necesario,
propuestas de mejora.
7. Política social o política educativa, ¿cuál cree que debería ser prioridad de los gobiernos actuales?;
¿existe alguna posibilidad de integración mutua? Razone sus respuestas.

36
2
Dimensiones socio-políticas e ideológicas

El análisis conceptualizador de la educación social realizado y una primera lectura de


sus escenarios de actuación política ponen de relieve la importancia de la dimensión
político-ideológica de la educación social. A la base de toda articulación de un proyecto
político en nuestro campo, se constata –de manera inexcusable– el reconocimiento de un
planteamiento ideológico concreto, con unos valores fundamentales determinados. Es
ahora cuando entramos en la reflexión de los principios, preceptos, objetivos e intereses
ideológicos que deberán orientar la intervención socioeducativa, verdadero objeto –como
ya se dijo– de la Política de la educación social.
Los profundos cambios sociales experimentados en este principio de milenio
reclaman la necesidad de "repensar" los fines de la educación y concretar el tipo de
sociedad y de hombre que deseamos para el futuro. La perspectiva política de la
educación social, asumiendo su cuota de participación en la respuesta al desafío
planteado, propone los valores fundamentales de un Estado de derecho –libertad,
igualdad, justicia y pluralismo político– como ejes orientadores de la construcción de una
sociedad futura.
Transformar la realidad hacia una sociedad mejor, desarrollando de forma plena
nuestro compromiso con la generalización del "bien común" se convierte en el principal
rasgo de identidad del educador social: dinamizar las culturas, animar los colectivos,
asegurar la participación activa de todos los ciudadanos, luchar contra toda forma de
exclusión y discriminación, defender la implantación universal de los derechos humanos o
trabajar por los ideales democráticos de tolerancia y respeto político, serán algunos de
sus signos ideológicos más marcados.

Destacar la importancia del componente político-ideológico como un elemento


posibilitante y/o condicionante en la confección de los discursos teóricos y de
carácter referencial para las actuaciones prácticas de la educación

37
social. Comprender la relevancia de la democracia como sistema político y valorar
las interrelaciones, influencias y exigencias mutuas con respecto al campo de
trabajo de la educación social.
Entender los derechos humanos como un código básico de una ética universalmente
aceptada. Valorar su pleno desarrollo como ideal programático de las políticas
socioeducativas.
Significar el papel de la educación social en la difusión, conocimiento y, sobre todo,
formación de los principios y valores básicos contenidos en la Declaración de los
Derechos Humanos. Apreciar la decisiva trascendencia de la educación en
derechos humanos, no sólo como un derecho en sí, sino como condición
actitudinal esencial para el pleno desarrollo de la dignidad humana.
Demostrar las posibilidades de actuación del educador social como motor y
orientador de las transformaciones sociales. Asumir dicho compromiso con la
mejora del "bien común".

2.1. Fundamentos y valores: el signo de lo ideológico

Una afirmación a la que más tarde acudiremos nos sirve para comenzar. El artículo
l.°l de nuestra Constitución, nos ofrece, efectivamente, una primera descripción expresa
de los principios fundamentales: "España se constituye en un Estado social y democrático
de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la
libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". Así pues, en el marco de un
Estado de derecho como modelo de convivencia, se destacan estos cuatro vectores
principales, referentes de todo tipo de políticas, incluidas –cómo no– las socioeducativas.
Asimismo, se presenta el instrumento por excelencia para una implementación efectiva y
real: la democracia y sus herramientas de trabajo habituales (participación, respeto y
tolerancia).
De esa manera podemos decir enseguida que el significado del término justicia en
educación se vincula al de igualdad distributiva, no tanto como un derecho individual
cuanto como condición de un orden social justo que elimine cualquier tipo de
discriminación. Se trata, pues, de facilitar el acceso de todos a una formación digna,
apelando a la educación como una herramienta de compensación o la acción pública que
más contribuye a equilibrar las desigualdades sociales; se pretende una igualdad de
oportunidades donde se buscan oportunidades para la igualdad (a cada cual según sus
necesidades…, no capacidades).
Serán, como veremos, los poderes públicos los encargados de promover las
condiciones para que esa igualdad sea real y efectiva, removiendo los obstáculos que
"dificulten su plenitud", tal como se desprende de los mandatos constitucionales, y
diseñando normativas que permitan un tratamiento desigual para lo desigual. Es, pues,
cuestión de justicia, muy vinculada –por otra parte– a la solidaridad; aquella finalidad
debe cumplirse relacionando ajustadamente igualdad y diferencia para ser realmente

38
equitativa. La educación social, en ese terreno, desarrolla su capacidad de elemento de
compensación desde o por medio de una acción positiva que facilita o redistribuye bienes
auténticamente básicos; es más, puede y debe generar justicia cooperando con su
aportación a aquella dirección señalada por Rawls en su Teoría de la Justicia de "ofrecer
ventajas para los menos dotados".
Ahora bien, las políticas de la educación social deben contemplar otros objetivos,
también prioritarios y en el mismo nivel de atención que el concedido a la igualdad, como
es la libertad. Educar para la libertad significa ofrecer al ser humano las herramientas
necesarias para un libre e integral desarrollo de su personalidad, en el marco de una
sociedad pluralista que asuma los principios democráticos del respeto, la tolerancia y la
participación cívica; propiciar, en suma, que las personas sean sujetos de su propio
desarrollo y protagonistas vitales de su educación, para comprender que aquello que
potencia la exclusión, la competitividad desmedida, la marginación, etc., deberá ser
considerado como un obstáculo social para la universalización de un modelo educativo de
bienestar.
Bajo el modelo de "educar en y para la libertad", se encuentra el fomentar en las
generaciones jóvenes una "cultura de los derechos fundamentales", en aras de una actitud
de aprendizaje y defensa activa de los derechos humanos. Es la llamada enculturación
democrática, a la que han hecho referencia una buena cantidad de autores en el
transcurso de la contemporaneidad. "La escuela y el Estado –como escribió hace tiempo
Maritain– no sólo tienen que desarrollar en los futuros ciudadanos los conocimientos, el
saber y la sabiduría que responden a la idea de la educación liberal para todos, sino
también que alimentar en ellos esa adhesión auténtica y razonada a la carta democrática
que se requiere para la unidad misma del cuerpo político."
Insistamos, si acaso, un poco más en esos primeros ejes axiológicos para observar
de inmediato la ajustada ubicación que nuestro campo de trabajo ha de tener en el
despliegue de esos altos valores. Digamos, por lo tanto, y en principio, que interesa
resaltar el tema de la libertad, no sólo la llamada negativa –que evita o elimina efectos
perniciosos de carencias, restricciones, limitaciones o condicionantes sociales-, sino sobre
todo en la dimensión positiva o libertad "para hacer"; y reparemos, de nuevo, en el papel
de la educación social de cara a un mayor enriquecimiento y a un más alto nivel de
ejecución de las posibilidades u oportunidades humanas. Beneficios que, indudablemente,
han de llevar como referente el principio de igualdad, especialmente en su versión de
igualdad de oportunidades; como recuerda Norberto Bobbio (1995: 151), la razón de ser
de los nuevos derechos sociales –educación, trabajo, salud– es una razón igualitaria, la de
tender "a hacer menos grande la desigualdad entre quien tiene y quien no tiene", la de
caminar "a poner un número de individuos siempre mayor en condiciones de ser menos
desiguales respecto a individuos más afortunados por nacimiento y condición social".
Por ello, tal y como hemos definido el concepto de bienestar en el marco de un
Estado de derecho, debemos manifestar de forma precisa la existencia de dos elementos
cuya participación en su fundamentación ideológica parece a todas luces necesaria: la
apelación a la democracia y los derechos humanos como valores fundamentales. Sin

39
duda, no puede existir una verdadera sociedad del bienestar al margen de un sistema
pluralista y democrático o sin la garantía de ese conjunto de derechos que supone la
Declaración Universal, verdadero marco de referencia para el diseño de políticas
socioeducativas encaminadas a la defensa de la justicia social, la convivencia entre los
pueblos, el fomento de la dignidad humana, el desarrollo de la solidaridad o las
apelaciones a la libertad e igualdad de todos los hombres. Si bien es cierto que la
democracia y los derechos humanos son dos conceptos diferentes, no lo es menos que su
relación es tan profunda que difícilmente pueden existir con plenitud de forma separada.
Los derechos humanos, a este respecto, representan un código jurídico crucial en la
consolidación del régimen democrático (R. Sánchez Ferriz y L. Jimena Quesada, 1995:
9).
Estos valores-guía, verdaderos motores impulsores de nuestra acción, junto con los
medios y procedimientos antes mencionados, tratan de lograr una serie de metas que se
constituyen como los grandes fines de la educación social: el bienestar, unos niveles
mínimos de calidad de vida y la transformación de la sociedad en busca del "bien
común", entendiendo éste como "el conjunto de principios, reglas, instituciones y medios
que permiten promover y garantizar la existencia de todos los miembros de una
comunidad humana" (R. Petrella, 1997: 18); se incluye aquí el derecho de todos a un
acceso justo a la alimentación, la vivienda, la salud, la educación, la información o la
democracia, así como el reconocimiento, respeto y tolerancia en las relaciones con el
otro. En esta misma línea, pero desde una perspectiva economicista, J. K. Galbraith
(1996) lo denomina "una sociedad mejor", que consiste en establecer programas de
fuerte contenido social, basados en la libertad personal, un bienestar esencial y la
posibilidad de acceder a una vida satisfactoria: oportunidades de empleo para todos,
enseñanza accesible, seguridad para quien la necesite, prohibición de las formas de
enriquecimiento financiero a costa de los demás y una actitud cooperativa hacia el
inmigrante extranjero.
Ahora bien, resulta claro, y hay que recordarlo, que los componentes y valores de
un proyecto de este tipo llevan implícitos unos mecanismos de fundamentación
ideológica que nos permitimos aclarar con brevedad. No podemos olvidar que en el
diseño, producción y aplicación de políticas sociales hay que visualizar también las
referencias a la ideología como un factor posibilitante y/o condicionante.
La ideología, en efecto, como sistema o discurso racional de las ideas, propone una
representación ideal o dogmática de sociedad y nos ofrece pistas estratégicas para su
consecución social y política; al mismo tiempo, condiciona, orienta, valora y subjetiviza
la forma de entender y mejorar la conexión entre "lo ideal" y "lo real". No existe, por
tanto, y tendremos oportunidad de detenernos en ello, una intervención aséptica o que
carezca de fundamentación axiológica; podrá ser inconsciente, acrítica, sin ninguna
reflexión, pero siempre tendrá –al menos– tres elementos indispensables: unos principios
orientadores, una estrategia de acción y unos fines a conseguir. Aunque se pretenda
presentar bañada en una aparente neutralidad o hacerlo desde formas de
"tecnocraticismo", la ideología funciona siempre, y de forma decisiva, en el proceso de

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legitimación de las propuestas y acciones políticas.
Sin entrar en análisis teóricos profundos sobre los paradigmas del concepto de
ideología (como contrafigura de la ciencia, legitimación de la dominación o como sistema
de creencias o discurso), ni revisar la pluralidad de significados que ha ido asumiendo a lo
largo de la historia, entendemos por ideología un sistema de creencias o estructura de
valores desde la que se observa y se entiende el mundo. La definición nos acerca al
concepto ya clásico propuesto por Talcott Parsons: "sistema de creencias comunes a los
miembros de una colectividad" que, junto a otras muchas, nos ofrece G. Sartori (1992:
101-120). Desde este planteamiento de la ideología como "instrumento de la acción
social", es una obviedad afirmar que cada ideología conlleva una percepción distinta de la
realidad, una forma de interpretar los acontecimientos y hechos sociales, sobre todo los
que hacen referencia con la legitimación del poder.
Así pues, en este sentido, cualquier acción/intervención o política socioeducativa,
por sencilla que sea, responde a una determinada fundamentación axiológica, a una
serie de principios orientadores desde los que se interpreta subjetivamente la realidad
social; esa estructuración de valores/intereses personales, grupales o de gobierno,
dependiendo del sujeto o entidad que diseñe la política de intervención, junto al análisis
interpretativo de la realidad, detecta unas carencias sociales y no otras y, en
consecuencia, establece una serie de prioridades de acción encaminadas a la mejora y
solución de los déficits observados en esa valoración de la realidad.
Una vez concretadas las líneas básicas de intervención, fruto de combinar la
fundamentación axiológica con la interpretación "ideológica" de la realidad percibida,
debemos sopesar la influencia de una serie de filtros que, a modo de vectores
limitadores, condicionan la viabilidad de actuación y matizan los diseños iniciales de
intervención, al objeto de llegar a concretar una política definitiva de acción, con ciertas
garantías de eficacia. En este momento, debemos volver a recordar las palabras de A.
Martinell (1996: 401-402), referenciadas en el capítulo primero, cuando establece las
condiciones mínimas de implantación de las intervenciones socioeducativas, en un
estudio detallado de los grados de posibilidad, disponibilidad y de conocimiento científico
de una determinada política. En la actualidad, y en la línea de lo anotado, quizá sean tres
los tipos de filtros con más poder de determinación, a la hora de plasmar esa ideología o
visión de la realidad en una determinada política de actuación:

a) Modelo de Estado. Nos referimos aquí a la forma de organización


sociopolítica y de gobierno de una determinada sociedad (Estado
democrático, Estado social, Estado autoritario, dictadura, etc.), así como al
paradigma de bienestar en el que estemos situados (capitalista, liberal,
reformista, marxista…). La clarificación o comprensión de los rasgos de ese
modelo de Estado y sociedad ayudan a comprender el marco y escenario en
el que debemos movernos, lo que ilumina –de entrada– buena parte de los
referentes axiológicos que fundamentan nuestra intervención. Difícilmente
puede pensarse en políticas o medidas encaminadas a la defensa de la

41
libertad y la justicia social, fuera del marco de un Estado de derecho.
b) Economía. Hoy día resulta imprescindible a la hora de concretar cualquier tipo
de intervención o diseño de una determinada política, contar con las
posibilidades reales de viabilidad y del apoyo financiero suficiente; su éxito y
eficacia van a estar condicionados en buena parte por este elemento del
proceso, cuya presencia en el terreno educativo alcanza cada día mayor
relieve (J. M. Fernández y A. Mayordomo, 1993: 13-49). No podemos
olvidar que vivimos en la "cultura de la eficacia", de la tecnociencia, de la
rentabilidad y bajo el control de poderosos intereses económicos. Se
impone, quiérase o no, una atenta mirada a la lógica del mercado y al posible
impacto de nuestro intento de modificar una realidad concreta; los ejemplos
de fracasos de reformas educativas por falta de un plan de financiación y
viabilidad económica, son demasiado abundantes como para obviar las
limitaciones de la perspectiva financiera.
c) Marco internacional. Como tendremos oportunidad de ver en el capítulo 4 de
este mismo trabajo, el contexto internacional, concretado en los
compromisos con otros Estados, están condicionando y/o posibilitando
buena parte de nuestras actuaciones. Signifiquemos aquí, no obstante, que
teorías como la "aldea global" de Mcluhan, o el "mundo mundializado" al
que se refiere Riccardo Petrella, conceden escaso margen de actuación, dada
la interdependencia de los gobiernos regionales; el sistema informático y sus
redes de información o los modelos de globalización económica están
presentes y explican la realidad de nuestro universo local, por insular que
nos parezca. Así pues, es necesario ajustar los diseños de una determinada
política a los parámetros y orientaciones generales del contexto internacional
en que nos movamos; de nada valdría e incluso sería contraproducente, por
poner un ejemplo, que un gobierno de un país europeo occidental adoptara
una serie de medidas al margen de los principios consignados en las políticas
de convergencia de la Unión Europea.

No se agotan aquí, ciertamente, los filtros que pueden condicionar el diseño o la


viabilidad de nuestras actuaciones. Citemos a modo de ejemplo, y sin pretensiones de
exhaustividad, algunos más: los poderosos efectos de la evolución demográfica, vital para
los tiempos que corren (natalidad, incremento de la esperanza de vida, flujos
migratorios…); la aparición y constante consolidación de las nuevas tecnologías, que
modifican sustancialmente el mercado de trabajo y los modos de vida más tradicionales;
las enormes posibilidades de información, no siempre utilizadas en favor de la formación,
de nuestra sociedad actual; o la presión social hacia determinados cambios, fruto del
interés de grupos concretos de la sociedad civil, que puede llevar a las administraciones
públicas a concretar una determinada política no percibida –en principio– con rango
prioritario desde sus planteamientos ideológicos iniciales (sería el caso, en parte, de las
últimas regulaciones legales de la objeción de conciencia realizadas en nuestro país).

42
Tamizados los planteamientos primigenios por estos y otros filtros, se estructura una
política, con unos compromisos de cambio y con ciertas garantías de viabilidad,
disponibilidad y conocimiento efectivo. Todo ello se plasma en una normativa de
intervención, dirigida hacia aquellos aspectos y ámbitos que desean ser cambiados,
modificados o consolidados, en el diseño del "político". La maquinaria del poder se pone
en marcha y se estructuran jerárquicamente dichas acciones de poder.
Si hablamos de políticas realizadas en el contexto de un gobierno, podemos decir
que una parte de esa política general, o conjunto de medidas de intervención, tiene
objetivos específicos referidos al ámbito de la educación, que desembocará, como
resultado de todo lo anterior, en una serie de leyes y medidas, conformadoras de una
legislación, bien escolar, bien socioeducativa, que nosotros podemos leer en los diversos
repertorios normativos. Por ello, muchas veces implícitamente, otras de manera más
explícita, este proceso queda reflejado en el articulado de toda norma jurídica; al
comenzar a analizar críticamente el contenido de una determinada ley o disposición legal,
debemos ser conscientes de las repercusiones e influencias del proceso mencionado.
Estas intervenciones en la realidad, unas veces fruto del éxito, otras –quizá las más–
por el rechazo social a los objetivos planteados, generan cambios en los valores de un
determinado grupo social o de la sociedad en general, lo que lleva a la modificación de
mentalidades o alteraciones en la jerarquización de valores inicial. Por una serie de
procesos de retroalimentación (feed-back), se va replanteando la ideología de partida o
estructura y jerarquía de valores y/o intereses desde la que se observaba la realidad en
cuestión. El proceso vuelve a iniciarse desde el momento en que nuevos debates sociales
van planteando exigencias de necesidades renovadas, con lo que comienzan a
vislumbrarse nuevos diseños de políticas, al objeto de solucionar los déficits observados
ahora, desde una jerarquización de valores diferente y con una problemática distinta.
Ahora bien, no sólo el ordenamiento legal o el conjunto de normas jurídicas
implementadas en una determinada sociedad generan nuevos valores sociales o cambio
de mentalidades, es necesario atender a otras actividades, como la propia educación, para
completar –siempre de manera inacabada– el marco de aproximaciones explicativas a los
procesos sociales y su evolución diacrónica.
La sociología del conocimiento ha puesto de manifiesto las relaciones entre saber y
poder, las cuales juegan aquí un papel relevante, que debemos significar. Las prácticas
pedagógicas, sobre todo en lo que tiene que ver con el ejercicio de la transmisión de
información o conocimiento del saber, tienen "la doble cualidad de regulación social y de
reconocimiento del potencial socialmente construido de las capacidades humanas" (Th.
S. Popkewitz, 1994: 56); parte de ese conocimiento científico tiene un indudable
significado social –"conjunto de símbolos sociales significativos", en el decir de N. Elías
(1984)–, que produce relaciones de poder, genera valores y promueve cambios o
modificaciones en la mentalidad social; en definitiva, tiene una influencia notable en la
jerarquización estructural propia de las ideologías. Las complejas estructuras de
conocimientos, prácticas y modos de procesar el saber que maneja la educación se
utilizan para que los individuos construyan sus experiencias subjetivas y asuman una

43
determinada identidad en los asuntos sociales; ahí, sin duda, descansa el poder del saber,
como elemento coadyuvante en la construcción de la ideología.
Así pues, los componentes ideológicos del discurso teórico y práctico de la
educación, las impregnaciones y los condicionantes ideológicos de la educación en
general y, social, en particular, son evidentes y reclaman nuestra atención, aun sin querer
caer en un absurdo determinismo y apostando –como veremos al final del capítulo– por
la posibilidad y necesidad del educador social como orientador y guía de la dirección de
los cambios sociales. Precisamente por ello, estos profesionales han de poder juzgar
políticamente el sentido de lo ideológico en la "formulación" y "organización" de aquel
discurso.
En cualquier caso, si hablamos de educación social, este mecanismo de vinculación
ideológica de las políticas socioeducativas, en principio legítimo, puede verse afectado
por algunos elementos extraños, que la sitúan en el terreno de utilización ideológica o
control de la ciudadanía, en un claro atentado contra la libertad individual de los
miembros de una sociedad. Alguna de sus virtudes más notables, como la flexibilidad de
sus políticas, su cercanía al pueblo, la posibilidad de influir en grupos no sólo escolares
sino en la totalidad de la población, su trabajo con personas de clases sociales más
desfavorecidas o su contacto directo con individuos alejados de las redes de integración,
pueden convertirse en verdaderas armas de sincronización perfecta para una imposición
ideológica o como un instrumento de adoctrinación política declarada en defensa de un
determinado modelo ideológico. Acusaciones como: control ideológico de la ciudadanía,
adoctrinamiento partidista, disfraz de las cifras de desempleo o control del movimiento
juvenil, están presentes en una sociedad con profundos desequilibrios sociales y cierta
sensación de quiebra cívica en el marco de incipientes desfases de los sistemas
democráticos occidentales. La reflexión política sobre la educación social no puede
olvidar incidir en estas cuestiones.
Pero es más, el hecho de que la escuela haya perdido la exclusividad como agencia
educativa, incorporándose otras instancias sociales al desempeño de la tarea formativa,
obliga a compartir todas y cada una de las funciones –positivas y negativas– que
tradicionalmente son requeridas a la institución escolar. En consecuencia, la escuela ha
dejado de ser el espacio monopolizador de la reproducción ideológica (A. Colom y E.
Domínguez, 1997: 22) y no ha de extrañar que los poderes fácticos desplacen su mirada
hacia los espacios de actuación de la educación social, como un campo propicio para
recoger el testigo y establecer un férreo control sobre algunos aspectos concretos.
Aun cuando las referencias en este aspecto podrían ser muchas y harían extensa
nuestra dedicación, nos vemos obligados a elegir algunos casos significativos, que pueden
servir de ejemplo ilustrativo de otros muchos, donde, sin una intención expresa, nos
encontramos con políticas de la educación social, al servicio de intereses que no
responden a los valores y principios legítimos que deben orientar nuestra actuación. Es el
caso de ciertas prestaciones sociales y de la llamada "domesticación" de la educación
social. Dediquemos siquiera unos párrafos a estas cuestiones.
La tentación de control social por parte de los grupos hegemónicos sobre los

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excluidos o simplemente sobre los beneficiarios de las políticas socioeducativas es
siempre real en el actual modelo de Estado de bienestar. Como veremos en el capítulo
siguiente, el origen y ciertos usos de las políticas socioeducativas implementadas a lo
largo de la reciente historia del modelo de bienestar occidental no han sido capaces de
clarificar sus posiciones y se han desarrollado en una amalgama de intervenciones que
conjugaba principios redistributivos de justicia social, con actividades de control y
limitación de ciertas libertades individuales. No podemos olvidar que el modelo de
bienestar paternalista o benéfico, en el que todavía nos encontramos según la crítica de
algunas corrientes, sitúa al individuo receptor de las prestaciones en una situaciónde
dependencia y desigualdad susceptible de ser utilizada en favor de una influencia
manipulativa por parte de la administración pública, que ha llevado a cierta literatura
crítica a utilizar calificativos de la situación actual como "nuevo paternalismo" o
"democracia de vigilancia".
Un ejemplo de estas tendencias podemos observarlo en los programas americanos
de wedfare, modalidad de RMI (rentas mínimas de inserción), que conceden una
prestación económica a familias sin ingresos, al decidir iniciar su reestructuración después
de un período de ruptura; el hecho de la suspensión del subsidio a los padres que deciden
concebir más hijos en esa apuesta de futuro no deja de ser una política, cuando menos,
discutible desde los principios de la justicia social y el respeto a las libertades individuales;
lo mismo puede afirmarse del caso de las ayudas a madres solteras en el Reino Unido,
que pierden la prestación si vuelven a quedar embarazadas. ¿Estamos ante prácticas que
no hacen más que restablecer formas antiguas de paternalismo?…, se pregunta P.
Rosanvallon (1995: 205). Quizá no le falte razón al cuestionarse irónicamente esta
pregunta.
Otro de los peligros que puede conducir a las prácticas socioeducativas a traicionar
sus propios principios de partida es la llamada "domesticación" o la excesiva injerencia de
la administración pública –en calidad de empleador– en la decisión y actuaciones del
profesional de la educación social. Si bien es cierto que la "empresa" financia, diseña,
planifica, evalúa y, por tanto, debe supervisar su funcionamiento, esto no significa que
esté legitimada para atrapar al profesional en una tela de araña que le imposibilite su
trabajo como transformador de la sociedad y se limite a reproducir una situación
ideológicamente interesada, con la renuncia a sus propios principios y valores como
orientadores de su actuación. Sin embargo, asistimos a lo que algunos autores han
llamado la "proletarización de las profesiones liberales", en la medida en que éstas son
asumidas por el Estado como empresa, otorgando al profesional –en nuestro caso
educador social– el mero papel de asalariado.
De la realidad de estos problemas relacionados con el reconocimiento de la profesión
de educador social dan cuenta las últimas investigaciones sobre su perfil profesional. En
una de ellas, realizada por nosotros junto a otros compañeros y colaboradores del
Departamento de Educación Comparada e Historia de la Educación de la Universitat de
Valencia (C. Ruiz y otros, 1998) y financiada por la Generalitat Valenciana, se pone de
manifiesto que más de un 70% de las cerca de 200 encuestas cumplimentadas por

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profesionales en ejercicio contestan estar de acuerdo o totalmente de acuerdo con la
afirmación planteada: "La administración dificulta el quehacer del educador social"; de
otro lado, en el cuestionario de opinión abierto que completa la encuesta mencionada, se
referencian los numerosos conflictos y el escaso grado de coincidencia entre la
administración y el ejercicio profesional de los trabajadores socioeducativos; aspecto este
último reiteradamente destacado por otras investigaciones sobre la figura y perfil del
educador social, realizadas en otras Comunidades del Estado (R. López Arostegi, 1995).
Esta dependencia institucional, además, provoca la burocratización de la tarea del
educador, con la consiguiente pérdida de motivación que lleva a la realización de una
labor en el más puro sentido asistencialista, centrando todo su esfuerzo en la búsqueda de
soluciones puntuales y no poder plantearse intervenciones que, aunque en principio
excedan sus límites de actuación, apostaran por atajar los factores causantes del
problema y actúen como un motor de transformación social. Desde esta perspectiva, el
educador fiel a sus principios y consecuente con los valores ideológicos que defiende,
puede resultar molesto al sistema y percibido como un elemento subversivo. Por ello, y
es una razón más que avala esta idea, la actividad profesional de un educador crítico y
comprometido con la mejora de la sociedad, precisa del sistema democrático, de una
democracia real como un factor decisivo para el desarrollo de sus políticas.
Como veremos en el último apartado de este mismo capítulo, el educador social no
debe olvidar, bajo ningún concepto, su compromiso con el cambio social y la mejora
universal de la calidad de vida, como reflejo de los principios ideológicos que subyacen
en la base de su propio proyecto político; debe convertirse en un ajustado materializador
de una concepción socio-profesional no reducida al desempeño de su papel técnico, sino
al ejercicio de aquello que H. Giroux (1990) ha denominado como un "intelectual
transformativo".
A este respecto, como se puso de manifiesto en el II Congreso Estatal de
Educadores Sociales (Madrid, 1998), se ha de trabajar en posibilitar herramientas de
defensa para los educadores sociales ante posibles abusos y ataques a su libertad y
profesionalidad, por parte de la administración o cualquier otro agente externo. La
creación de Colegios de Educadores Sociales –caso del de Cataluña, reconocido
legalmente por la Ley 15/1996, de 23 de noviembre–, donde se avance en la
normalización, representación y participación del colectivo en los diferentes foros sociales
y políticos; o, por poner otro ejemplo, la necesidad de configurar y precisar un Código
Deontológico del educador social, son instrumentos de reconocimiento y defensa de la
profesión y de sus trabajadores ante injerencias y abusos de elementos extraños.

2.2. Democracia y democratización como exigencia

En estos comienzos del siglo XXI, la democracia –a pesar todavía de la existencia de


numerosos Estados con otras fórmulas de gobierno– no sólo aparece como el único
sistema político legítimo, sino que se presenta como el más normalizado; quizá esté ahí,

46
como indica Anthony Giddens (1999: 86), la supuesta crisis de la democracia: en la
inexistencia de "rivales" o alternativas políticas. Es cierto, no debemos negarlo, que
existen problemas e insuficiencias en el sistema, producto tanto de la internacionalización
de las instituciones políticas, como de las desigualdades económicas, de la desafección
ciudadana, del aumento del individualismo o de los fenómenos crecientes de corrupción
(Robert A. Dahl, 1999); nadie puede negar la falta de protagonismo de los ciudadanos en
las nuevas y perversas formas de participación democrática, señaladas por Habermas
como uno de los "problemas de legitimación en el capitalismo tardío". Esta negativa
descripción de los hechos (dimensión empírica), sin embargo, no esconde el renovado
interés por su otro plano –el normativo– donde la democracia se presenta como un ideal
cargado de valores plausibles como la igualdad, la justicia, el respeto a la ley, etc.; toda
una filosofía que representa la base de los valores fundamentales reconocidos como
derechos en la Declaración Universal de 1948.
Las exigencias de una democratización plena de la educación y del sistema educativo
son numerosas y variadas, y podemos decir que las referencias que generalmente se
hacen a la defensa y promoción de esa intención y proyecto en las políticas educativas,
son fácilmente aplicables y necesarias en el terreno de las que conciernen al ámbito que
aquí estamos estudiando. Si revisamos a continuación algunas de las apuntadas para el
primer caso en el texto de J. M. Fernández Soria y A. Mayordomo (1993: 113-132),
podemos ver que son de todo punto aspectos y dimensiones considerables en nuestro
campo de la educación social.
En el texto citado se apunta que la democracia requiere fortalecer permanentemente
y diversificar, también, las ocasiones de acceder a la educación, pero que al mismo
tiempo significa dar las mejores oportunidades para compensar las desigualdades de los
grupos más desfavorecidos; por otra parte, se añade que una educación democrática ha
de hacer posible el éxito formativo reforzando los aprendizajes auténticamente valiosos,
útiles o rentables, garantizando siempre el que sean apropiados a las necesidades y
contextos socioculturales, al objeto de producir competencias efectivas. La democracia –
según estos autores– exige todavía más: que esa educación permita a quien la reciba
dotarse más autónomamente de sus propias normas, conseguir un pensamiento crítico y
que en su propia organización y en sus prácticas se consoliden y desarrollen criterios
democráticos como la participación, el pluralismo, la tolerancia, la solidaridad, etc. Sin
duda, uno de los servicios vitales que debe prestar la educación es formar a la población
para que comprenda las tareas públicas y participe reflexivamente en la elección de sus
representantes y en la determinación de las inquietudes políticas de su grupo social. En
este sentido, es en el que J. K. Galbraith (1996: 89-96) señala que "la educación hace
posible la democracia y, junto con el desarrollo económico, la hace necesaria, incluso
inevitable".
Pensamos que concuerdan con todo ello las apreciaciones expresadas ya en los
primeros apartados de nuestro trabajo, en el sentido de que la educación social es una
tarea formativa tanto de protección de derechos como de garantías, de promoción de
posibilidades y responsabilidades, y de creación de competencias en el campo social y

47
cívico; así pues, hemos de convenir que es la democracia la que demanda que la política
de la educación social haya de ser una respuesta a esa necesidad o imperativo de
participación de todos en el bienestar y de fortalecimiento de la integración ciudadana.
Concretamente en el caso español, podemos constatar que fue el propio proceso de
democratización política el que contribuyó con gran fuerza a despertar motivos y a
implantar realizaciones en este campo de las prácticas socioeducativas; un proceso muy
ligado –ya entonces– a la acción política de los municipios que empezaron a contar con
programas destinados a servicios sociales especializados, en temas como tercera edad,
infancia, juventud, situaciones de riesgo social, animación comunitaria, etc.; en definitiva,
en el cuidado de lo que se llamó calidad de vida en los municipios. No mucho después de
esos primeros años de vida democrática en los ayuntamientos, el profesor A.
Mayordomo (1987: 61-76) alentaba y se refería a estas líneas o principios de
intervención socioeducativa por parte de los municipios: la implicación social del
aprendizaje y la formación como una acción compensadora; el desarrollo personal y
social como una pedagogía de la animación; finalmente, la dinamización de los sectores
afectados a través de la participación y del reto formativo de y para la democratización
serán algunas indicaciones a desarrollar.
Sobre todo ello, nos interesa hacer ahora algunas consideraciones más que tienen
que ver igualmente con diferentes retos que la democracia plantea como referentes
políticos a la educación social, para situar a ésta en el propósito básico y central de
ayudar a hacer realmente efectiva la propia democracia y la dignidad del ser humano que
la fundamenta. Por eso precisamente deberemos hablar después de la educación como
agencia para el pleno desarrollo de la personalidad y de la vinculación entre la educación
y los derechos humanos.
Pero antes anotemos, pues, en esta parte algunos aspectos más. Son por ejemplo los
principios democráticos los que reclaman o postulan el implantar la "educación durante
toda la vida", para poder ejercer constante y de forma efectiva su papel o función en la
dinámica de la sociedad actual, como ha señalado el Informe a la Unesco de la Comisión
Internacional sobre la educación para el siglo XXI –La educación encierra un tesoro–
(conocido como Informe Delors, 1996: 111-126). La educación social será así un
instrumento de educación recurrente. Por un lado, en la sociedad, transformaciones
radicales y una profunda competitividad, y por otro, la insuficiencia de formación inicial
para muchos, son –sin duda– signos de un tiempo y de unas sociedades como la nuestra,
que hacen afirmar en ese Informe el imperativo democrático de establecer nuevas y
flexibles modalidades de educación a lo largo de la vida. Pero en el mismo texto (pp. 88-
91 y 285-296) se reitera el valor y el sentido que para muchos grupos sociales tiene la
educación como importante medio y fin del desarrollo económico y humano. La
democracia, igualmente, así lo requiere, y como allí se dice, nos interesa recordar ahora
que el desarrollo es ampliación de las opciones de conocimiento y calidad de vida de las
que va a disponer la persona.
Ese derecho que concede la democracia conlleva –a su vez– la obligación de situar la
educación en el camino de la lucha contra la exclusión social, de manera que las

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carencias o los resultados de aquélla (fracaso escolar) no produzcan o conduzcan a este
tipo de situación, sino que más bien lo educativo pueda hacer frente a esos fenómenos y
convertirse en un elemento significativo y eficaz de integración o reintegración. La
educación social supone, de ese modo, una oportunidad de reforzar la cohesión social de
las diferentes Comunidades.
Conviene no olvidar que la exclusión social "abre una zanja de separación creciente
entre, por una parte, los privilegiados y en una situación de relativa seguridad, o sea,
aquellos que se integran en el mundo del trabajo, que disfrutan de un nivel de vida
confortable, y, por otra, los marginados y desfavorecidos, o sea, sin posibilidad de
acceder al mundo del trabajo, padeciendo inseguridad económica, aislamiento o no
participación" (Comisión Europea, 1994b: 9); por lo tanto, recordemos que es un
atentado contra el orden democrático, ya que es una quiebra de la cohesión social que
separa a los gupos que la padecen de los derechos característicos de la integración y de la
participación real en la vida social. Por eso mismo la Comisión Europea ha defendido en
su "Libro Blanco sobre la educación y la formación" (Comisión Europea, 1995), la
creación de nuevas vías y marcos –escuelas o dispositivos de la segunda oportunidad–
para los jóvenes excluidos del sistema educativo: la escuela, en definitiva, queda
convertida en un lugar comunitario de animación.
Y es que, como allí mismo se reconoce, en la sociedad europea moderna las tres
obligaciones de inserción social, desarrollo de aptitudes para el empleo y plenitud
personal, "no son incompatibles, no pueden contraponerse". Es otra exigencia
democrática; de manera recíproca, el trabajo y participación de muchos ciudadanos en
actividades de altruismo cívico (S. Giner y S. Sarasa, 1997: 209-237), de bienestar en
favor del colectivo o de respeto a la dignidad de los menos privilegiados, son "actividades
que mejoran la calidad de la democracia cuando ésta se entiende no sólo como orden de
representación en asambleas y gobiernos, sino también como orden de participación en lo
público, en nuestra vida e interés comunes". De ahí que el citado Libro Blanco de la
Comisión Europea resalte la importancia y necesidad de "captar el sentido de las cosas"
para la adecuada construcción personal de la identidad en una sociedad abierta,
pluricultural y democrática; y de ahí que entienda como principal el papel de la cultura
para el buen ejercicio de la democracia.
Se trata en cualquier caso de democratizar la promoción y de democratizar por
medio de una promoción efectiva; en definitiva, como propone A. Giddens (1999: 86-95)
en su último libro, "democratizar la democracia". Y en esa línea se trata de construir lo
social y de la integración en lo comunitario con efectividad y eficacia. Tal vez la primera
exigencia de la democracia en ese aspecto sea el cumplimiento de la vía formativa para
"aprender a vivir juntos", su ayuda o colaboración de esa manera al descubrimiento de
los demás, el incentivo a la capacidad y la actitud de participar en proyectos comunes
(Informe Delors, 1996: 103-104). Comprender el mundo, comprender al otro, otra
responsabilidad particular de la educación, que en el caso concreto de la educación social
se hacen del todo evidentes aquellas exigencias y proyectos educativos cara a afirmar la
noción de identidad, el respeto de la diversidad, la cooperación, el fortalecimiento de la

49
solidaridad, etc.
Y allí mismo se ha escrito también sobre la posición de la educación respecto a la
crisis del vínculo social. Quizá convenga que nos detengamos un momento para recoger
aquí en qué forma lo hace, o mejor a qué aspecto apunta cuando ese texto señala las
dificultades actuales para reinventar o revivificar el ideal democrático: "En efecto, lo que
está en tela de juicio es la capacidad de cada persona para conducirse como un verdadero
ciudadano, consciente de los problemas colectivos y deseoso de participar en la vida
democrática" (Informe Delors, 1996: 58-59). Estamos hablando de una realidad y un reto
que ya planteara Bogdan Suchodolski como el hecho de la generalización de "la
responsabilidad social por el destino de la vida colectiva"; y si lo recordamos aquí es
sobre todo porque ya se dibuja en aquel momento un aspecto que entendemos guarda
una relación interesante con el tema central que aquí planteamos, porque el filósofo y
pedagogo polaco consideraba trascendental el llegar a la posibilidad de asumir las tareas
que las complejas transformaciones sociales presentan a los ciudadanos, y por eso
planteaba la necesidad de que nacieran en el hombre nuevas virtudes relacionadas con la
participación social, lo que exigía, a su vez, la creación de nuevas cualificaciones. La
educación social, pensamos, debe contemplar también esa perspectiva política, dado que
la propia realidad actual así lo presenta como problema y esperanza.
No debemos olvidar que la democracia es una construcción social y, como tal, debe
ser enseñada y aprendida; ahora bien, la interiorización de ciertos contenidos sociales
implica incorporar la dimensión afectiva en el proceso de aprendizaje, toda vez que no
hablamos sólo de un aprendizaje cognitivo de normas legales que regulan la convivencia,
sino de contenidos actitudinales, elementos de afecto o sentimentales. La educación
social, en el marco de su papel de estructura socializadora y acostumbrada a trabajar con
símbolos, ritos y elementos emocionales, debe ayudar en esta dirección.
Por lo tanto, en este orden de la acción social y política reconocemos al tiempo
dificultades y nuevas respuestas; como Ennio Pintacuda (1994) expresara en su
"revisitación" de la política, son constatables movimientos y sujetos sociales –signos de
vitalidad, les llama– portadores de incentivos para debilitar los vicios de la partitocracia y
regenerar la democracia, con nuevas respuestas y nuevos instrumentos. Nos parece,
insistimos, que en esos o para esos democratizadores momentos y espacios de
movilización, de participación y de politización, no puede faltar el compromiso de la
educación y los educadores sociales.
Facilitar, pues, la competencia ante lo cívico es otra faceta de las vías de trabajo que
abren a la educación social la defensa, la promoción y la práctica de una sociedad
democrática, como tendremos oportunidad de señalar más detenidamente en el próximo
capítulo. En un reciente estudio, Alejandro Mayordomo (1998: 118-119) ha escrito sobre
el "derecho y la capacidad de definir y decidir autónomamente sobre lo social y acerca de
los vínculos de la persona en sociedad" y sobre la posibilidad de abrir nuevos "espacios
para la socialización y la gestión política de la vida comunitaria", así como de articular la
identidad colectiva de aquélla; apuesta, en definitiva, por la idea de transformaciones
culturales que afecten tanto a las funciones del ciudadano como a los procedimientos de

50
la propia democracia. Pensamos, desde nuestra lectura política de la educación social,
que deberían seguirse las indicaciones del profesor Mayordomo respecto a "evitar la
pérdida o desestructuración de la idea de 'comunidad', de la capacidad de
autorrepresentación social, de la posibilidad de influencia sobre los contenidos e
identidades de nuestras vinculaciones a la vida colectiva"; respecto a la institución, a los
agentes y educadores a que integraran en sus tareas las de una Pedagogía cívica que él
mismo defiende cuando habla de caminos que han de "servir de apoyo pedagógico para
hacer posible la creación y autoría de lo cívico": la familia, la ciudad educadora, los
movimientos sociales, la animación sociocultural, políticas culturales y de juventud o los
usos pedagógicos de los medios de comunicación…
En gran parte de las acciones propias de ese significativo trabajo suscitado, sin duda
por el aliento de lo democrático, nuestra mirada política nos señala la oportunidad de
tener en cuenta que ese proceso formativo dirigido al desarrollo de capacidades sociales
debe procurar, entre otras cuestiones: el desarrollo de la conciencia social, de la
capacidad organizativa y de la capacidad de transformar la realidad (P. A. Luque, 1995:
139-141).
Y en todo cuanto venimos apuntando hasta aquí, la democracia exige el principio o
el valor de la diversidad; pero ahora queremos subrayar el principio de igualdad de
oportunidades, o lo que es lo mismo, de efectuación de una auténtica "igualdad de
hecho", de creación de derechos efectivos y no sólo formales: es bien conocido que
también el abandono, el fracaso, la diferente participación en los beneficios del sistema
educativo constituyen desventajas de facto sobre las que hay que actuar recurrentemente
para recuperar derechos y posibilidades, porque además ya en ellas mismas pudieron
influir deficiencias culturales o desventajas sociales. Políticamente es, pues, una razón
igualitaria la que subyace o debe integrarse en importantes componentes de la educación
social, en donde pensamos que derechos sociales y libertades confluyen necesariamente.
En relación con la democracia es absolutamente necesario no olvidarlo para procurar
atender algunas características esenciales de sus pretensiones y acciones, y para no
descuidar el estar atentos a los peligros o engaños de ciertas ausencias o insuficiencias en
las mismas.
Y no queremos finalizar este apartado sin hacernos eco de la cumbre de Jefes de
Estado y de Gobierno del Consejo de Europa, celebrada en Estrasburgo en octubre de
1997, donde se volvió a incidir en un vasto programa de educación en los valores
democráticos, que pone de manifiesto la necesidad del aprendizaje de una cultura del
diálogo, de la tolerancia, del respeto al adversario político, de la estricta aceptación del
Estado de derecho, de la escrupulosa observancia de los derechos humanos o de la
búsqueda de la concordia civil. Las políticas de la educación social deberán estar atentas
a prestar el servicio requerido para la conquista de dichos objetivos en una sociedad
democrática y en constante cambio.

2.3. Los derechos humanos como ideal programático

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La democracia –como dijimos– supone la con-vivencia (vivir en común), que no
sólo coexistencia, de diferentes planteamientos, un pluralismo moral o la convivencia de
varias éticas o cosmovisiones (jerarquías de valores desde la que se aprehende el
mundo). Ahora bien, es necesario encontrar un consenso o común denominador de todas
ellas, es decir, un acuerdo de mínimos, una ética civil global con valores centrales
capaces de ser asumidos por toda la humanidad. Coincido plenamente con Adela Cortina
(1994: 35-59 y 101-120) en que es absolutamente necesario para una sociedad compartir
unos mínimos morales que faciliten al individuo el sentimiento de pertenencia a un
determinado grupo y permitan su cohesión social y convivencia real, con independencia
de sus aspiraciones legítimas de progreso (ética de máximos). Estos mínimos deberían
concretarse en el respeto a los derechos humanos, en los valores-guía de libertad,
igualdad y solidaridad, así como en una profunda actitud dialógica.
Los derechos humanos se presentan como código mínimo de una ética
universalmente aceptada, que actúa como criterio de legitimación y establece de forma
inequívoca la frontera entre la democracia y el totalitarismo. En el propio preámbulo de
la Declaración se hace referencia a un "ideal común por el que todos los pueblos y
naciones deben esforzarse". No faltan autores como F. García Moriyón (1998: 21-23),
que aun estando de acuerdo con el fondo conceptual de esas posiciones, se niegan a
calificar a los derechos humanos como una ética de mínimos, sino que lo hacen como
"una exigencia de máximos: ni más ni menos que afirmar la innegociable dignidad de
todos y cada uno de los seres humanos que nos rodean".
Ahora bien, esta defensa de la Declaración Universal como un "acuerdo de
mínimos", una idea común de los principios que deben orientar la conducta humana, ha
sido cuestionada desde perspectivas bien diferentes: su carácter occidental y su aparente
imposibilidad de hacer efectiva su universalización son algunas de ellas. Quizá merezca la
pena detenernos, brevemente, en estas apreciaciones.
De un lado, ante la multiplicidad de códigos culturales existentes, resulta casi
imposible encontrar un común denominador, lo que obliga a la prevalencia de alguno
sobre el resto. Si asumimos como cierto el origen y carácter occidental de la Declaración,
no parece extraño pensar que, de algún modo, esa visión occidentalista sea percibida
como una imposición por culturas tan dispares como la islámica, la hindú o buena parte
de las culturas orientales. En efecto, el tan predicado respeto a la diferencia, a la
alteridad, puede quedar difuminado ante el envoltorio de una cultura que se entiende más
desarrollada y, en un alarde de narcisismo, de mejor calidad. En este sentido, algunos
países islámicos, junto a otros del Tercer Mundo dejaron oír sus protestas en 1993,
durante la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos (Declaración y Programa de
Acción), celebrada en Viena, quejándose del imperialismo cultural de Occidente y de la
falta de respeto a sus tradiciones culturales, éticas y jurídicas: la primacía de la familia
sobre el individuo, de los deberes para con la colectividad frente a los derechos, o la
preponderancia del elemento religioso de estas culturas, dificulta los procesos de armonía
necesarios para el logro de un orden universal común.
De otro lado, es fácil observar –y así lo ha hecho J. de Lucas (1994: 38)– que "hay

52
una contradicción clamorosa entre su proclamación y su inobservancia práctica", hasta el
punto que resulta cuando menos arriesgado afirmar el carácter universal de los derechos,
en un balance a todas luces insuficiente; es una realidad incuestionable, no necesita de
datos o cifras para su argumentación, que las fronteras "en" y "de" los derechos parecen
cada vez más poderosas y excluyen –de una u otra forma– a grandes colectivos. El
acelerado proceso de globalización económica, la primacía de la revolución tecnológica,
la aparición de nuevas formas de industrialización o el auge de ciertos nacionalismos e
integrismos religiosos, al margen de toda aceptación de la alteridad, no favorecen la
creación de un espacio social donde las prácticas humanitarias y solidarias sean valoradas
de forma pertinente (A. Touraine, 1997: 395-418).
Quizá por ello, entre otras razones, resulta imprescindible volver a recordar aquí que
no podemos renunciar a los valores y principios fundamentales que encarnan la
Declaración Universal, como un sólido instrumento de lucha contra la llamada
"institucionalización de la exclusión". Al margen de aspectos técnico-jurídicos en los que,
obviamente, no vamos a entrar, quizá deba renovarse y actualizarse el contenido de los
derechos, quizá tengamos que esforzarnos bastante más en su implementación real en
algunas partes de nuestro planeta, quizá estemos obligados a materializar más nuestro
compromiso solidario, pero en ningún caso debemos prescindir de postular y defender la
filosofía moral que subyace en los valores que defiende. Ese "juicio de insuficiencia" al
que se refiere J. de Lucas (1994) no debe desviar nuestra atención de una apuesta clara y
sólida por "la universalidad, el pluralismo y la expansión de los derechos frente a la
sociedad monolítica de este fin de siglo".
En este mismo sentido se ha expresado la Comisión de Gestión de los Asuntos
Públicos Mundiales (1995: 63-64), nacida en los años noventa e integrada por un buen
número de dirigentes mundiales. En su último Informe urge a la comunidad internacional
"a unirse en apoyo de una ética global de derechos comunes y responsabilidades
compartidas", que favoreciera el "fundamento moral para construir un sistema de
gobernabilidad de los asuntos públicos mundiales más efectivo". Entre los derechos que
deben alcanzar a todas las personas, cita los siguientes: una vida en condiciones de
seguridad, un trato equitativo, una oportunidad de ganarse la vida y proporcionarse los
medios para su propio bienestar, la definición y arreglo de sus diferencias por medios
pacíficos, la participación en la gestión de los asuntos públicos a todos los niveles, un
derecho libre y justo de petición de reparación de injusticias graves, un acceso igualitario
a la información y un acceso igualitario a los bienes comunes globales.
Ahora bien, lo que más nos interesa subrayar aquí es que esta cultura cívico-política,
esta actitud hacia la defensa de este tipo de valores, debe ser una de las funciones más
relevantes de la educación. "Nada hay tan duro –decía ya Tocqueville– que el
aprendizaje de la libertad"; sabemos, de otro lado, desde Kant, que lo importante de una
ley o mandato no es otra cosa que la capacidad de ser asumida, de hacerla suya por parte
de los hombres. En este contexto, pues, no sólo la labor de la escuela o del sistema
educativo reglado, sino –y muy especialmente– de la educación no formal, se presenta
inexcusable. No resulta difícil darse cuenta de que una educación en los derechos

53
humanos debe abarcar los tres ámbitos de la educación (formal, no formal e informal), si
queremos conseguir unos efectos duraderos y profundos en dicha materia. La educación
social no debe desaprovechar su flexibilidad o contacto directo con gran parte de la
población, así como alguna de las virtudes a que hacíamos referencia más arriba, para
inculcar en el ciudadano una actitud positiva hacia la defensa de los derechos
fundamentales, en un marco donde información y formación caminen unidas hacia un
mismo objetivo. Por ello, los derechos humanos se conceptualizan como "el ideal
programático de las políticas socioeducativas" (A. Petrus, 1995: 213).
Al margen de la propia Declaración Universal donde se apela a la enseñanza y la
educación como el instrumento imprescindible para la difusión y aplicación efectiva de
los valores y principios que subyacen al conjunto de derechos reconocidos, son muy
numerosas las recomendaciones oficiales que a través de informes, reuniones, congresos,
etc., reclaman la educación como vehículo de formación en el civismo, la democracia y
los derechos humanos. Desde la Declaración Universal de 1948 se han ido sucediendo
toda una serie de textos, directrices, convenios, pactos, recomendaciones, etc., que han
configurado todo un entramado legislativo sobre los derechos humanos. F. García
Moriyón (1998), recientemente, ha recopilado en un grueso volumen esa producción
teórica, concretada en los textos fundamentales (la propia Declaración Universal, los
Pactos Internacionales de 1966, la Conferencia Mundial de Viena de 1993 y los
Protocolos de desarrollo), más de cuarenta documentos de textos complementarios y,
aun, otras informaciones significativas, como son algunas páginas web de la red Internet
dedicadas a esta materia. Quisiéramos, por nuestra parte, recoger algunas de las más
notables, haciendo especial hincapié en aquellos aspectos más vinculados a las políticas
socioeducativas y a su labor formativa.
El Congreso Internacional sobre la Enseñanza de los Derechos Humanos,
convocado por la Unesco y celebrado en Viena en 1978, incide –preferentemente– sobre
la importancia de la educación como motor de la dignidad humana y de una organización
social más justa y solidaria. En su declaración final, cifrada en 10 puntos, hace referencia
a dos aspectos que nos interesan especialmente: por una parte –apartado 7.°– se entiende
que la enseñanza de los derechos humanos debe subrayar el trabajo por "un nuevo orden
económico, social y cultural internacional", como paso previo y necesario para la
universalización del contenido de los derechos; sin duda, la transformación y el cambio
como elemento introductor de la dinamización democrática, hacía su aparición en la
conmemoración del 30 aniversario. En segundo lugar, apartado 8.°, se apuesta porque el
contenido de los derechos humanos abarque todos los niveles del sistema educativo, pero
también –y supone un primer reconocimiento de la tarea de la educación social– "fuera
del marco escolar, por ejemplo en la familia, y en los programas de educación
permanente, incluso los de alfabetización". Cinco años más tarde, en este caso en París,
la Conferencia Intergubernamental sobre la educación para la comprensión, la
cooperación y la paz internacionales, y la educación relativa a los derechos humanos y
las libertades fundamentales, volverá a insistir sobre el tema.
Con todo, hemos tenido que esperar al Congreso Internacional sobre Educación en

54
Derechos Humanos y en Democracia de Montreal (organizado por la Unesco en marzo
de 1993), para demostrar la inseparable identidad del triángulo conformado por la
educación, los valores fundamentales y el sistema democrático. En aquella ocasión se
observa de manera decidida que "los valores democráticos son un requisito para el
ejercicio efectivo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y es
conveniente, por tanto, conceder una atención particular a la educación en los derechos
humanos y en democracia" (R. Sánchez Ferriz y L. Jimena, 1995: 119-128).
En las conclusiones del Congreso de Montreal se pone de manifiesto la
responsabilidad que incumbe a todos (pueblos, Estados, individuos, grupos sociales…) de
promover mediante la educación el respeto a los derechos humanos y libertades
fundamentales; asimismo, se concreta la necesaria armonía entre el sistema democrático
y los derechos humanos, en cuatro rotundas afirmaciones:

a) Los valores democráticos son un requisito para el ejercicio efectivo de los


derechos humanos y de las libertades fundamentales y es conveniente, por
tanto, conceder una atención particular a la educación en los derechos
humanos y en democracia.
b) La educación en derechos humanos y en democracia es en sí un derecho
fundamental y una condición esencial para el pleno desarrollo de la justicia
social, de la paz y del desarrollo. El ejercicio de este derecho contribuirá a
preservar la democracia y a asegurar su desarrollo en su sentido más amplio.
c) La educación en derechos humanos y en democracia consolidaría los
esfuerzos tendentes a proteger los derechos humanos y a prevenir su
violación.
d) El proceso educativo debería ser democrático en sí mismo, basado en la
participación y concebido de tal manera que permitiera a los individuos y a
la sociedad civil mejorar su calidad de vida.

Asimismo, se diseña un plan de acción mundial al objeto de dinamizar los derechos


humanos y se asumen una serie de directrices, encaminadas a asegurar su mínimo
cumplimiento. Desde una lectura personal y pedagógica de las mismas, presentamos un
resumen en el cuadro 2.1.
Sin detenernos en un análisis exhaustivo de cada una de las recomendaciones
mencionadas, sí queremos realizar un pequeño comentario de cada una, poniendo de
relieve su vinculación al campo de la educación social, que es lo que, en definitiva, guía
nuestra aproximación a la tarea de indicar el compromiso y la instrumentalización de la
educación social de cara a la materialización cada vez más efectiva de aquéllas.

Cuadro 2.1. Plan de Acción Mundial del Congreso Internacional sobre la Educación en
Derechos Humanos y en Democracia (Montreal, marzo 1993).

55
ANÁLISIS PERSONAL DE SUS LÍNEAS DE ACTUACIÓN

1. Pedagogía de la universalización:

• Concienciación social de todos.


• Papel inexcusable de la escuela y de la educación social.

2. Pedagogía de la participación:

• No contenidos tradicionales; sí actitudinales.


• Participación en y/o del sistema educativo.

3. Pedagogía de la prevención:

• Educación como prevención/anticipación.


• Necesidad de las campañas de sensibilización.

4. Pedagogía del respeto:

• Respeto a las "éticas de máximos".


• Escrupuloso respeto a las minorías.

5. Pedagogía del diálogo:

• Estado democrático y de derecho.

En primer lugar, bajo lo que hemos llamado Pedagogía de la universalización de


los derechos humanos, queremos integrar el contenido de una de las afirmaciones que
más se repiten en el tema que nos ocupa: "Todos necesitamos, y a todos nos incumbe, la
enseñanza y la educación en derechos humanos"; cualquier ciudadano del planeta está
llamado a ser apóstol en favor de la universalización de los principios recogidos en la
Declaración.
Además de la escuela, que no sólo deberá enseñar los fundamentos morales e
históricos de la Declaración, sino posibilitar una valoración moral y asimilación crítica de
su contenido, la educación social puede –y debe– realizar aquí un trabajo inexcusable:
campañas de información y sensibilización, ayuda a la salvaguardia efectiva de los
derechos de colectivos excluidos socialmente o en riesgo de estarlo, apoyo a la formación
básica de las personas al respecto, etc.

56
La enseñanza de los derechos humanos, de otro lado, no debe entenderse como
contenido, sino como actitud. Y, además, deberá ser una actitud volcada a la práctica, no
simplemente teórica, sino vivida. La idea queda reflejada en la LOGSE, que distingue
entre "contenidos tradicionales" y "transversales", para referirse con estos últimos a la
formación de actitudes y valores que no dependen de una materia concreta, sino de todo
el proyecto curricular. Es aquí donde la participación, Pedagogía de la participación,
adquiere un realce significativo, como el camino más adecuado. Como tendremos
oportunidad de señalar, la participación es el canal más efectivo para asegurar la
integración y la cohesión social de una determinada sociedad.
Toda esta labor educativa, tanto formal como no formal, debe utilizarse a modo de
acción anticipadora o precoz (Pedagogía de la prevención), por medio de campañas de
concienciación y sensibilización, que busque adelantarse al desarrollo completo de la
problemática, cuando todavía ésta pueda ser atajada. Como se anota en el propio texto
aprobado en Montreal, "se hace necesaria la adopción de estrategias especiales de
educación, destinadas a anticipar y prevenir la aparición de conflictos violentos y las
violaciones de derechos humanos que los mismos llevan emparejadas". La educación
social se presenta –una vez más– como la herramienta perfecta para la consecución de
dichos objetivos.
Esta lucha por la universalización y máxima difusión de los derechos fundamentales
no puede perder de vista su verdadera razón de ser, y el origen de sus planteamientos. Se
trata de un consenso de mínimos y jamás debe pretender imponer unos determinados
criterios –más allá de esos acuerdos–, que pongan en peligro el derecho a la diferencia
(Pedagogía del respeto). Podemos fijarnos, al respecto, en uno de los últimos trabajos
de Michael Walzer (1998), donde afirma que la tolerancia no es un principio filosófico
con una sola justificación, sino una práctica política que tiene diversas vertientes. Sin
duda, la más plausible es la coexistencia pacífica de la diferencia –pluralismo cultural– en
el marco de una ciudadanía común; si la "tolerancia hace posible la diferencia, la
diferencia hace necesaria la tolerancia"; ambas reclaman la educación, institucional y no
formal, como la estrategia adecuada para su aprendizaje. El propio Informe Delors
(1996: 104-109), en una de sus múltiples recomendaciones, señala la necesidad de que la
educación haga entender la diversidad de la especie humana y contribuya a una toma de
conciencia de las semejanzas y la interdependencia entre todos los seres humanos.
"Aprender a vivir juntos" desarrollando la comprensión del otro y respetando los valores
del pluralismo constituye uno de los retos principales de la educación para el próximo
milenio.
Finalmente, otro de los parámetros centrales del Plan de Acción Mundial sobre la
educación en derechos humanos y en democracia lo constituye el hecho de la defensa del
Estado de derecho, como marco propicio para el desarrollo e implementación de los
valores fundamentales de la Declaración Universal. En este sentido, la democracia y sus
herramientas básicas como la concordia, el consenso o el diálogo (Pedagogía del
diálogo), se presentan –como dijimos– inseparablemente unidas en favor de una causa
común. Es también la educación, en general, y la educación social en particular, la

57
llamada a cohesionar –todavía más– esta unión, gracias al trabajo de educadores y
docentes.
Precisamente el pasado año 1999, a finales de julio, se celebró en Buenos Aires el
2.° Congreso Mundial de Educación Internacional, Integración y Desarrollo, con el título
de Aprendiendo a vivir juntos. Se entiende así la educación internacional como "la
educación para la comprensión, la cooperación y la paz internacionales y la educación
relativa a los derechos humanos y libertades fundamentales" (Conferencia General de
Unesco, 1972). Los objetivos marcados por el comité organizador están en consonancia
directa con los temas aquí planteados: se trata de forjar una nueva alianza entre la cultura
y un nuevo modelo de desarrollo, no centrado exclusivamente en lo económico; reforzar
la independencia y el pluralismo, la gestión de las sociedades multiculturales y pluriétnicas
contra la intolerancia y los prejuicios y armonizar las legislaciones nacionales con los
instrumentos internacionales, conforme con el espíritu de la Unesco de fomentar la paz
internacional y el bienestar general; afianzar el culto por los valores humanos tendiendo
hacia un sistema que se esfuerce por combinar las virtudes de la integración y el respeto
de los derechos individuales; en definitiva, restaurar los desequilibrios y propiciar la
mejora de las condiciones de vida.
Por su parte, la Unión Europea, y entrando ya en el comentario de algunas
iniciativas regionales, también ha tomado medidas para la protección y difusión de los
derechos humanos, tomando como uno de los ejes principales de actuación la enseñanza
de los mismos dentro y fuera del sistema educativo. Aun cuando el listado podría ser
muy cuantioso, nos vamos a centrar en las tres que nos parecen más relevantes y
significativas desde el entorno de la educación social: el Convenio Europeo de Derechos
Humanos, la Carta Social Europea y la Recomendación n.° 7 (1985) del Consejo de
Europa, sobre la enseñanza y aprendizaje de los derechos humanos.
El Convenio Europeo de Derechos Humanos (M.a E. García Jiménez, 1998),
adoptado en 1950 y ratificado por España en 1978, nace con la pretensión de proteger
dichos derechos, reforzar la democracia pluralista y favorecer el desarrollo de una
verdadera identidad europea, todo ello en nombre de ciertos valores comunes y
superiores a los Estados, que subyacen de la filosofía implícita en la Declaración
Universal. Sin duda, fue el primer instrumento internacional jurídicamente vinculante de
una serie de derechos basados en la libertad y dignidad humana. Además de los derechos
civiles y políticos –que no sociales– recogidos en el Convenio, el catálogo se ha ido
ampliando mediante la adopción de 11 protocolos desde el año 1954, fecha de entrada en
vigor del primero de ellos. Precisamente en el art. 2.° de este Protocolo n.° 1 se hace ya
una referencia expresa a la educación: "No se puede negar a nadie el derecho a la
instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asuma en el campo de la
educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta
educación y esta enseñanza de acuerdo con sus convicciones religiosas y filosóficas".
Asimismo, por este mismo Convenio se establece un Tribunal Europeo de los
Derechos Humanos, encargado de vigilar y juzgar las posibles desviaciones a la norma y
fomentar su cumplimiento. Aun cuando la entrada en vigor del último Protocolo (n.° 11),

58
con carácter de enmienda, inicia la reforma de los mecanismos de control y denuncia de
las violaciones producidas, el Tribunal ha ido perfilando su contenido en la materia a
través de una serie de decisiones judiciales sobre distintos casos planteados al efecto.
Entre ellos, el caso del uso de la violencia en el ejercicio de la disciplina escolar en
escuelas del Reino Unido puso de manifiesto la importancia de la educación en la
inculcación de creencias, hábitos y valores, no sólo referidos a la condena de la violencia,
sino a la salvaguardia de la dignidad del ser humano. Otros casos presentados al Tribunal,
algunos cercanos al ámbito educativo como los derechos lingüísticos, libertades de
expresión y cátedra, o importancia de la educación sexual, por citar aquellas resoluciones
más conflictivas, han ido matizando aspectos concretos de la Declaración Universal.
La Carta Social Europea, firmada en octubre de 1961, como uno de los primeros
documentos encaminados a plasmar la unión europea, recoge algunos derechos
económicos y sociales cercanos a los valores fundamentales orientadores de los derechos
humanos, y recomienda su difusión y enseñanza a través de los sistemas educativos
regionales. Dos son los grandes objetivos desarrollados a través de las cuatro partes en
que queda dividida: fraguar un ideal político común europeo y revisar la realidad
económico-social de la entonces denominada Europa occidental. En el documento, pieza
esencial de la política social internacional, entendida ésta como el conjunto de normas,
principios, instrumentos o procedimientos destinados a consagrar, promover, regular,
proteger y aplicar a nivel internacional los derechos humanos de contenido económico,
social y cultural (G. Peces-Barba y otros, 1990: 31), se recoge un elenco de derechos,
entre los que cabe destacar: el derecho al trabajo con unas condiciones dignas, a una
remuneración equitativa, derecho a la sindicación, a la protección de niños y
adolescentes, a la orientación y formación profesional, a la protección de la salud, a la
seguridad social, al beneficio de los servicios sociales, y los derechos de colectivos como
la familia, los inválidos, los inmigrantes o madres y niños a la protección social y
económica.
Finalmente, queremos hacernos eco de la Recomendación R (1985) 7, sobre la
enseñanza y aprendizaje de los derechos humanos, como el documento más significativo
del tema que estamos tratando. Se explicitan aquí una serie de sugerencias para que la
escuela, y la sociedad educativa en general, trabajen por hacer realidad los derechos
humanos. Su contenido, también a modo de resumen, queda recogido en el cuadro 2.2.

Cuadro 2.2. La enseñanza y aprendizaje de los derechos humanos.

Recomendación R (1985) 7. Sugerencias para la enseñanza y el aprendizaje de los derechos humanos

• Inclusión de su estudio en los programas escolares, desde la educación infantil hasta la secundaria.
• Facilitación de actitudes tendentes a su aceptación y defensa.
• Establecer relaciones y transfer educativos con los contenidos tradicionales.
• Fomentar un clima de participación y democracia en los centros escolares.

59
• Necesaria formación de los docentes en este campo.
• Se invita a celebrar la jornada internacional de los derechos humanos (10-XII) en los centros
docentes.

La conclusión más evidente es que la escuela debe ser el primer referente donde el
niño comience a vivir sus derechos y responsabilidades; el aprendizaje vivido de la
participación, del diálogo, del consenso, del reconocimiento de las libertades y derechos
del otro, entre otras actividades, supone para el niño el ensayo de laboratorio de lo que
va a tener que vivir en la sociedad de los adultos. Los juegos de simulación, la
participación real en los órganos colegiados de gobierno y un adecuado clima del ámbito
que le rodea, son las estrategias más adecuadas para iniciarse en el respeto de los
derechos humanos y en el sistema democrático.
Y, si acaso, para acabar, la particularidad de la perspectiva que en este texto
mantenemos nos invita a recoger algunas de las pautas pedagógicas que según Miquel
Martínez y Elena Noguera (1999: 483-506), pueden orientar los proyectos educativos
que intentan profundizar en aprendizajes útiles en ese campo. Nuestro ámbito de la
educación social puede tener en cuenta preferentemente aspectos o tareas como la
autocrítica de la propia cultura, el aprendizaje y comprensión de otras, facilitar la
implicación en proyectos colectivos de mejora de las condiciones socioeconómicas y
políticas, etc.

2.4. La orientación del cambio como objetivo prioritario

Una de las acepciones tradicionales del concepto de política es la de "arte del


cambio". En efecto, transformar la vida pública desde la opción política –en el sentido
más orteguiano del término– ha sido la gran aspiración de un buen número de
intelectuales durante todo este siglo; se entendía así la política como la conquista del
poder al objeto de tener la capacidad suficiente como para transformar la sociedad. Hoy
día sabemos que, en parte, eso no es así: la transformación social es una tarea no sólo del
poder público, sino de toda la sociedad en general; todos estamos llamados desde nuestro
compromiso con el "bien común" a trabajar por cambiar la sociedad y mejorar nuestras
condiciones de vida.
Tradicionalmente, siguiendo la síntesis que de ello hace F. Palazón (J. Sáez, 1994:
143-164), la acción pedagógica puede entenderse desde tres modelos o paradigmas de
interpretación, que representan –a su vez– tres filosofías diferentes desde las que abordar
el fenómeno educativo: el tecnológico, el interpretativo-simbólico y el crítico.
Para el modelo tecnológico, la ciencia de la educación es axiológicamente aséptica y
su trabajo consiste en aplicar teorías científicas y racionales en busca de la eficacia;
basado en filosofías positivistas, el educador social, bajo esta corriente, se entiende como
un tecnólogo que diseña estrategias de intervención para la solución de problemas,

60
derivadas de leyes objetivas y científicas.Por el contrario, el modelo interpretativo-
simbólico, basado en la filosofía hermenéutica y la fenomenología de autores como
Gadamer, Blumer y Seiffert, entiende que la educación es una práctica basada en el
diálogo y consenso de todos los elementos que intervienen en el proceso, incluido el
propio cliente; el educador social parte de la práctica para llegar a teorías que no pretende
validar científicamente y se interesa por la ideología o los factores del conflicto social
como una variable más del proceso. Finalmente, el modelo crítico, cercano al marxismo
y paradigmas filosóficos como los de Habermas, plantea la educación como una lucha
por la mejora de las condiciones ideológicas y materiales; el educador social asume el
cambio y la transformación social como el eje fundamental de su intervención.
Lejos de la necesidad de elegir de manera excluyente entre uno de ellos, creemos
que el educador social debe ser capaz de conjugar las virtualidades de los tres y
aprovechar, en beneficio de su correcta formación, los aspectos centrales de cada uno de
ellos: del primero, el utillaje instrumental y técnico imprescindible para una intervención
eficaz; del segundo, la facilidad y ósmosis planteada entre la teoría y la práctica como
dos aspectos de una misma realidad; del tercero, finalmente, la visión utópica y
transformadora que debe guiar la acción del profesional socioeducativo. En cualquier
caso, resulta vital superar la perspectiva reduccionista que únicamente ve en el educador
social un tecnólogo encargado de implementar una serie de "recetas" y fórmulas mágicas
que suture "heridas sociales" abiertas por marginación, exclusión, desarrollos
inadecuados, déficits, etc. Por el contrario, pensamos que está obligado a trabajar –
especialmente– por implicarse en el cambio social y facilitar la dinamización de
colectivos, asegurando la participación activa de todos sus miembros. Orientar las
transformaciones sociales hacia la mejora de la calidad de vida, tanto de la comunidad en
general como de los colectivos desfavorecidos, más que un horizonte o ideal, tiene que
ser una función real y presente en todo tipo de intervención socio-pedagógica.
El educador social, como comentábamos en páginas precedentes, debe ser
consciente que una de sus funciones es la de transmitir "saber" o conocimiento, lo que ya
de por sí está sujeto a una fundamentación ideológica que, de forma consciente o velada,
difunde en su actuación. Los modos y códigos de transmisión, la construcción de su
proceso curricular, están teñidos de ideología y –por ende– de una visión e interpretación
axiológica de la realidad. "Las reglas de la ciencia –como ha escrito Popkewitz (1994:
27-28)– llevan consigo visiones del orden social y distinciones conceptuales que definen
las relaciones de poder."
Quizá por ello, y tratando de incidir en esta perspectiva de futuro (el educador social
como agente de cambio), el II Congreso Estatal de Educadores Sociales, celebrado en
Madrid en noviembre de 1998, tomó como lema del mismo El Educador Social:
Profesión y Formación. La educación social ante los desafíos de una sociedad en
cambio; en esta misma línea, el último Informe mundial sobre la educación, emitido por
la Unesco en 1998, lleva el subtítulo de Los docentes y la enseñanza en un mundo en
transformación, haciendo referencia a la variabilidad de la realidad sociológica y la
necesidad de controlar y aprovechar ese cambio en beneficio de un desarrollo sostenible.

61
En este sentido, coincido plenamente con Antoni Petrus (1995: 210) cuando afirma que
"conocer científicamente el cambio y actuar en consonancia a su devenir es condición
para que la educación social y el educador social como profesional del cambio puedan
dar respuesta satisfactoria a todos sus cometidos".
Aun cuando son muchas las definiciones que la literatura sociológica ha ido
recogiendo sobre la idea de cambio social, no exentas de controversias científicas, todas
ellas asumen una serie de características básicas que lo configuran: la implicación a una
colectividad global o a un sector importante de la misma; la alteración y modificación de
estructuras de una misma sociedad; su clara identificabilidad en el tiempo y en un espacio
determinado; el hecho de que su identidad es contrapuesta e inseparable, al mismo
tiempo, de la noción de permanencia, dado que el cambio ha de mantenerse con cierto
grado de estabilidad; y, finalmente, su afectación al ámbito relacional de la conducta y su
incidencia en las interacciones de los individuos (P. A. Luque Domínguez, 1995: 27). Así
pues, entenderemos por cambio social la modificación o acción transformadora de las
estructuras y funcionamiento de la realidad social de una determinada sociedad.
Por todo ello, al igual que muchos sociólogos y teorías sociológicas de la actualidad,
defendemos la posibilidad de dirigir y controlar, al menos en parte, los cambios sociales,
no quedando éstos a expensas de los imprevistos de la dinámica histórica o simplemente
del azar. Quizá sea uno de los retos de futuro más importantes que tienen los
trabajadores de lo social de cara al siglo XXI, el ir hurtándole a esa imprevisión o
evolución de la dinámica histórica cotas de control y dirección de los procesos de cambio
y modernización de nuestras sociedades. La educación y su planificación es, sin duda,
una de las herramientas para proceder a la consecución de dicho objetivo.
Admitiendo que la educación siempre ha mantenido cierta tensión entre su función
transmisora y/o transformadora, cabe plantearse –sin que esto suponga detenernos
detalladamente en un tema tan complejo como los fines de la educación- una de las
cuestiones más comprometida y, a nuestro juicio, de respuesta más complicada en el
terreno educativo: ¿la educación es un medio de transformación social o las políticas
educativas sólo tienen la posibilidad de ir a remolque de los cambios sociales?… Por lo
visto en el transcurso del capítulo sobre los condicionantes ideológicos de la educación,
podría pensarse que la respuesta debe ser necesariamente negativa: la educación sólo
puede ir adaptándose a los cambios producidos y asumir el papel de reproductora de una
serie de intereses sociales que ella misma no controla ni participa en su conformación.
No es nuestra intención, como ya ha podido adivinar el lector, caer en un excesivo y
pesimista determinismo de autores como Bourdieu, Bernstein, Baudelot y Establet, o el
propio Althusser, que piensan que la educación está condenada a reproducir los sistemas
sociales. Hay también, y en esa posición nos encontramos, una visión "optimista". No
debemos olvidar, como recordaba R. Díez Hochleitner, ya hace algunos años –1986–, en
la I Semana Monográfica de la Fundación Santillana sobre temas educativos, que "la
educación actúa directamente sobre el porvenir y es por lo tanto el principal medio de
acción para contribuir a conformar un futuro deseable y posible, especialmente el que se
vislumbra gracias a la sociedad de la tecnología, de las comunicaciones y del

62
conocimiento".
Por todo ello, no basta con que la educación, y más concretamente la perspectiva
político-educativa, se haya convertido en uno de los elementos del debate social para
buena parte de los sectores sociales, es necesario apostar y trabajar por una educación
capaz de desmarcarse como un mecanismo reproductor de una serie de intereses y
estructuras de clase y presentarse a la sociedad como un elemento propiciador de
igualdad de oportunidades y compensador de posibles déficits sociales. Sin duda, ahí
sigue estando la clave. Educar es preparar a los hombres del mañana para vivir en la
sociedad del futuro, lo que implica necesariamente un cierto conocimiento prospectivo de
esa sociedad venidera y un ejercicio de planificación para acomodar nuestras acciones de
hoy a los requerimientos del mañana. Además, la educación debe participar también en
definir la sociedad futura, por lo que las políticas socioeducativas deberán tratar de
modificar la realidad y orientar la dirección de los cambios sociales hacia aquellos
planteamientos y objetivos que le parezcan más plausibles. El educador social debe
provocar, controlar, planificar y orientar el cambio (optimización).
Pensamos que la política de la educación, cuando se interroga sobre el sentido de
esta orientación hacia el cambio, ha de plantearse un serio análisis sobre el significado de
ese proceso: cabe dilucidar si hablamos de cambio como innovación o modernización o
como proceso de desarrollo humano y social, si se postulan cambios de estructuras o
también cambios de valores; en definitiva, si las políticas concretas y los educadores
entienden bien el conjunto de fuerzas estructurales y de dimensiones culturales que
concurren en esos procesos de cambio. Pero sobre todo si se entiende el desarrollo
humano como "un proceso de ampliación de las opciones de la gente así como de
elevación del nivel de bienestar logrado" (PNUD, 1997: 17), superando así enfoques de
modelos de bienestar social puramente productivistas, que consideran a las personas
como beneficiarios y no como auténticos agentes del cambio.
Pero es más, ante estas cuestiones la educación social precisa reformular
políticamente su papel como agencia en las estrategias de desarrollo, que como
recientemente recordó J. Carlos Tedesco (1999: 23-46), no hace sino señalar la
importancia del factor humano en el proceso, entendiendo ese factor humano sobre todo
como objetivo final del propio desarrollo. Tedesco hablará allí de satisfacer objetivos de
equidad social para procurar un desarrollo "sostenido y durable"; y en el ya citado
Informe Delors (1996: 88) se señala que una "de las primeras funciones que incumben a
la educación consiste, pues, en lograr que la humanidad pueda dirigir cabalmente su
propio desarrollo"; en definitiva, formar para la innovación en aras a dominar el cambio.
Ése es el tema.
Obviamente, la tarea no resulta sencilla ni puede realizarse al margen de un sólido
compromiso con la profesión y con la sociedad. Desde la teoría, por tanto con la
facilidad que ofrecen los experimentos de laboratorio y el control artificial de algunas
variables difícilmente operables en la realidad, queremos analizar algunas
aproximaciones, naturalmente no de solución definitiva a los interrogantes planteados,
pero sí de posible respuesta operativa y de elemento de reflexión para cualquier educador

63
social. El concepto sociológico de sociedad emergente y la noción de sistema
anticipatorio de V. Guédez (1987), pueden ayudarnos a plantear nuestros argumentos.
Entendemos por sociedad emergente aquella que, perteneciendo al presente real,
anuncia algunas características de la inmediatamente futura; se refiere, por tanto, a esa
nueva sociedad que comienza a nacer ante nuestros ojos y se encuentra a caballo entre la
actual, de la que participa plenamente, y la futura, de la que nos anuncia algunos rasgos
centrales. Su importancia y utilidad para la dimensión socio-política de la educación
queda evidenciada si entendemos ésta como un sistema anticipativo de las claves de la
realidad que nos espera, por lo que deben ofrecerse al educando no sólo los
conocimientos necesarios para comprender críticamente el presente, sino aquellas
herramientas que le permitan abordar un futuro que comienza a vislumbrarse. Como
decíamos, utilizando las palabras de R. Díez Hochleitner, la educación de hoy tiene que
servir para los escenarios probables y deseables del futuro, por lo que "las estructuras de
los sistemas educativos y las modalidades del aprendizaje no formal deben estar
adecuados a las expectativas de futuro, al menos del futuro inmediato".
El contenido de estos conceptos sociológicos son de suma importancia para la tarea
del educador social como orientador del cambio, al hacernos entender cómo las
intervenciones socioeducativas han de partir de la realidad, pero sin perder de vista los
caracteres emergentes de la nueva sociedad, antes de que se conviertan en parte de la
sociedad real, al objeto de poder modificar o conducir aquellos aspectos que más nos
interesen. Por ello, como han escrito J. M. Fernández Soria y A. Mayordomo (1993: 11)
al hablar de las políticas educativas, "no bastaría con conocer el perfil actual y el
previsible de nuestra sociedad para, con arreglo a él, diseñar las políticas de educación,
sino que éstas deberán plantear acciones anticipadoras que concurran en el esfuerzo de
lograr una sociedad mejor; sólo así cabe pensar en la educación como un medio de
transformación social".
Y nos interesa precisar que hablamos más de orientar y no de provocar el cambio –
lo que en algunos temas o aspectos de la realidad socioeducativa es imprescindible, dado
que es necesario no sólo dirigir, sino incitar– puesto que somos conscientes que en
nuestra sociedad actual el cambio es algo consustancial e inherente al sistema, y nos
interesa dedicar nuestro esfuerzo a orientarlo hacia aquellos aspectos más deseables de
acuerdo a los principios y criterios axiológicos marcados. Eso sí, entiéndase bien, no
renunciamos a incitar el cambio donde la realidad lo requiera, pero planteamos centrar al
máximo los recursos en aproximar las perspectivas del cambio posible al cambio
deseable; son muchos los ejemplos que nos llevan a desechar políticas que caen en la
inutilidad de la utopía o que se quedan por debajo de los objetivos mínimos
comprometidos por timidez de sus propuestas.
Descendiendo un paso más hacia el territorio de la práctica, queremos clarificar la
teoría expuesta, explicando los procesos (adaptación, diagnóstico y planificación) que, a
modo de niveles superpuestos, deben penetrar en el diseño de cualquier intervención
socioeducativa. Las políticas no pueden dejar de responder a esos tres niveles:

64
1. satisfacer las necesidades actuales –(a) proceso de adaptación–,
2. responder a los requerimientos del inmediato posible –(b) proceso de
diagnóstico–;
3. preparar el futuro deseable –(c) proceso de planificación–.

El primer nivel (a), sin duda el más sencillo de conseguir, simplemente requiere del
educador social estar en contacto permanente con la realidad y tratar de resolver a través
de sus intervenciones aquellos déficits o fallos del sistema; en el segundo (b), se debe
realizar un pequeño ejercicio de investigación o indagación para tratar de detectar las
líneas generales de evolución social y actuar, mediante la prevención y otras estrategias,
anticipándose a la relidad inmediatamente futura; para finalizar, el tercer nivel (c), el más
complejo, reclama un proceso consciente que recupere la tendencia a la planificación de
políticas de "extenso recorrido", con resultados a largo plazo, pero de una gran eficacia
para la sociedad.
Pongamos un caso de aplicación práctica para acabar de explicar y ayudar a
comprender este modelo teórico. Ante el preocupante descenso de la natalidad en los
países del occidente europeo, especialmente acuciante en nuestro país, las políticas
deberán estar basadas en intervenciones que fomenten la natalidad (a), así como al
equilibrio de presupuestos en la enseñanza, reduciendo el de la primaria –ahora con
menos efectivos de estudiantes– y ampliando el resto (a); además, como preparación del
futuro inmediato posible, se concretarán campañas para preparar las estructuras de la
educación secundaria y universitaria ante la llegada masiva de población durante unos
años, con reducción posterior, pasado el efecto del ciclo demográfico, del número de
estudiantes (b); pero las políticas, en este caso educativas, no pueden acabar ahí sus
funciones y deben progresar al último nivel, planificando una serie de acciones (c)
encaminadas a proyectar eficazmente una sociedad con una pirámide demográfica más
vieja: atención a la tercera edad, acomodación del sistema productivo y de pensiones,
educación y concienciación de la población para ese período vital, mayores alternativas
para ocupar el tiempo de ocio, incremento de los servicios especializados para ese sector
de población, etc.
En definitiva, el educador social y los responsables del diseño de políticas
socioeducativas deben asumir conscientemente la necesidad de partir de la realidad,
actuar sobre los caracteres emergentes de la sociedad y planificar como medio de
"integrar la capacidad de cambio e innovación en el sistema (realidad) educativo" (Antoni
Colom y Emilia Domínguez, 1997: 99). Culminar los tres niveles y evitar políticas
incapaces de agotar el recorrido significa defender la eficacia y la capacidad de predicción
de los profesionales de la educación social, que deben estar preparados para entender los
procesos de planificación como algo inexorable; sin duda, debe ser una de las prioridades
del educador, si quiere aspirar a plantearse su trabajo como un medio de transformación
social, como un "agente de cambio social" o generador de transformaciones en contextos
generales (J. Sáez, 1994: 62); en definitiva, a consolidarse como un "profesional del
cambio" (J. López Hidalgo, 1992: 198, y A. Petrus, 1995: 210). Sólo así podemos

65
considerar las políticas de la educación social como acciones orientadoras del cambio
social, cumpliendo la verdadera función política de toda educación.

Si entendemos por ideología un sistema de creencias o estructura de valores desde la que se


observa e interpreta el mundo, resulta razonable afirmar que en toda política socioeducativa subyace
un componente ideológico que la condiciona y, al mismo tiempo, la posibilita o genera. La dimensión
política de la educación social reclama un análisis reflexivo sobre los elementos conformadores de
dicho componente ideológico: los principios o valores que deben orientar el sentido de la intervención,
los instrumentos o estrategias a desarrollar en la acción y los fines o metas a conseguir.
En un Estado de derecho como modelo de convivencia, la educación en y para la libertad, la
compensación de desigualdades sociales al objeto de eliminar cualquier tipo de discriminación, la
justicia como principio de igualdad y acatamiendo de la ley o el pluralismo político como garante de
respeto y tolerancia cívica, se presentan como los valores-guía que deben generar y/o condicionar
nuestras políticas socioeducativas. El educador social no puede olvidar, bajo ningún concepto, que a la
base de su compromiso con la mejora de la calidad de vida e incremento de los niveles de bienestar de
todos los ciudadanos se encuentran estos principios básicos.
En este contexto, si existe un referente capaz de aglutinar estos valores fundamentales y
constituirse como una ética global o "acuerdo de mínimos" asumido por toda la humanidad, es –sin
ningún género de dudas– la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las políticas de la
educación social deberán entender este conjunto de derechos como ideal programático, motor de
acción de sus propuestas y actuaciones. Los sistemas democráticos y sus instrumentos de trabajo,
tales como el fomento de la participación, el respeto y la tolerancia cívica, serán su complemento más
ajustado.
Y todo ello, principios orientadores e instrumentos de la acción, al servicio del objetivo prioritario
de la educación social: la orientación del cambio social; la transformación de la realidad hacia el
bienestar y calidad de vida de todos los ciudadanos, especialmente los más desfavorecidos, será la
tarea más importante del educador social como "profesional del cambio".

1. Elabore un dossier de prensa sobre noticias y artículos relacionados con el ámbito de la educación
social. Analice la presencia del elemento político-ideológico en el diseño e implementación de las
actividades allí mencionadas.
2. ¿La educación puede ser un medio de transformación social o, por el contrario, las políticas
socioeducativas sólo tienen la posibilidad de ir a remolque de los cambios sociales? Plantee un
debate aduciendo razones en uno u otro sentido.
3. Si está convencido de que "la educación encierra un tesoro", tal como indica el Informe de la
Unesco (J. Delors, 1996), elabore un listado de argumentaciones que apoyen esta tesis.
Reflexione sobre el papel de la educación social en la mejora de esa realidad.
4. Realizar un análisis detallado de los Diseños Curriculares de Base de Educación Primaria y
Educación Secundaria Obligatoria, al objeto de estudiar el tratamiento de los llamados "contenidos
transversales". Reflexione sobre la necesidad de estrechar la colaboración entre la escuela y la
educación social para una mayor eficacia de la formación en estos campos.
5. Realice un comentario razonado de la frase de J. K. Galbraith (1996): "La educación hace posible la
democracia y, junto con el desarrollo económico, la hace necesaria, incluso inevitable".

66
6. Divida el aula en grupos de trabajo y encargue a cada uno de ellos la defensa de uno de los derechos
fundamentales del ser humano. Provoque la reflexión sobre la contribución de la educación social
a la mejora de la realidad actual.
7. Elabore y pase una encuesta, de acuerdo a sus posibilidades, al objeto de detectar cuáles son los
indicadores más valorados en torno al bienestar social y la calidad de vida de los ciudadanos.
Pondere en qué medida la educación social puede atender a la mejora de las variables más
señaladas.
8. Demostrada la influencia e importancia del componente político-ideológico en las actividades
socioeducativas, ¿hasta dónde cree que debe prevalecer la ideología personal del educador social
en el ejercicio de su profesión?; ¿puede un trabajador socioeducativo implementar políticas
contrarias a su propio planteamiento ideológico? Razone sus contestaciones.

67
3
Cultura del bienestar y políticas
socioeducativas

La apelación al bienestar y sus múltiples dimensiones se presenta como un tema


clave en la actualidad para el estudio de ciencias tan diversas como la Política,
Sociología, Filosofía, Economía o la propia Pedagogía; bien sea el Estado, la sociedad en
su conjunto o una actitud cultural quien asuma dicho objetivo, su sentido actual y su
futuro se han constituido como una preocupación central y permenente. En estas últimas
décadas, la literatura científica de las disciplinas citadas ha recogido análisis y estudios
que ponen de manifiesto la importancia concedida a este fenómeno (Estado, Sociedad,
Cultura del Bienestar) y el profundo debate que en torno a sus éxitos y fracasos se está
llevando a cabo. Nuestro objetivo no puede ser otro que ofrecer al lector las herramientas
necesarias para abordar este polémico debate desde una postura de reflexión crítica;
estamos, sin duda, ante uno de los desafíos ideológicos más apasionantes y urgentes del
cambio de milenio.
Así pues, durante los últimos veinte años, a la perspectiva socioeconómica –sin duda
la más estudiada– se unen otras, caso de la educativa, como un elemento más de este
multidimensional tema. Y es que nadie puede dudar de la necesidad de unos niveles
adecuados de formación para todos los ciudadanos, si queremos hablar de una sociedad
del bienestar real y efectiva. A la garantía de unas prestaciones básicas que aseguren unos
umbrales mínimos de servicios materiales (vivienda, trabajo, alimentación…) y la
salvaguardia de unos derechos fundamentales, debemos añadir la posibilidad de recibir
una educación adecuada para el completo desarrollo de la personalidad del sujeto y el
disfrute de unas posibilidades óptimas de integración social. No se trata únicamente de
apostar por la educación reglada como un servicio de inversión rentable y, por tanto,
elemento prioritario en el desarrollo del gasto público, sino que debemos concretar el
papel de la "otra educación" –la social– en la conformación y difusión de una cultura que
proporcione esos umbrales mínimos de bienestar a toda la ciudadanía, fortaleciendo así el
grado de compromiso político del educador social, en la idea de un profesional dedicado
a la transformación social y a la mejora de la calidad de vida.
Después de un breve análisis y clarificación conceptual de algunos términos como
Estado de bienestar, sociedad del bienestar y cultura del bienestar, con algún apunte de la
evolución histórica acontecida en las últimas décadas y la revisión de sus modelos más
actuales, queremos plantearnos el papel de la educación social en la llamada "cultura del

68
bienestar", verdadero reto de futuro en las sociedades del siglo XXI. Si tenemos en cuenta
que los cambios en la estructura social han sido muy profundos en la Europa de los
últimos años, tal como recogen los documentos de la Política Social Europea, debemos
perfilar y enmarcar la cultura del bienestar en el desafío de futuro de las políticas
socioeducativas de convergencia europea. A estas directrices, en consecuencia,
dedicamos las siguientes páginas.

Determinar el origen y comprender la evolución histórica de los diversos modelos


de Estado de bienestar, analizando las posibilidades que ofrecen al desarrollo de las
políticas socioeducativas. Valorar la contribución de éstas a la salvaguardia de los
principios exigidos por aquéllos y a resolver sus posibles déficits y carencias.
Comprender el papel del Estado en la oferta de servicios de bienestar y su relación
con una sociedad civil cada vez más extensa y cohesionada. Reflexionar sobre las
posibilidades de la educación social como un ámbito mediador y aglutinador de la
llamada esfera pública, en una clara apuesta por paradigmas de carácter mixto.
Entender el concepto de cultura del bienestar como una nueva forma de abordar
las relaciones sociales y valorar el papel de la educación social en la conformación
y difusión de dicha cultura.
Reflexionar sobre las posibilidades de las políticas socioeducativas en el futuro de
los modelos de bienestar, destacando la importancia de la formación como eje
vertebral de toda política social.

3.1. Origen, evolución y crisis del Estado de bienestar

En un concepto que forma parte del lenguaje común de múltiples disciplinas y


actividades humanas –como lo demuestra su desbordante bibliografía–, no resulta
extraño encontrar dificultades a la hora de perfilar una definición completa de dicho
fenómeno. Su complejidad y la cantidad de variables que lo delimitan nos obliga a hablar
de modelos interpretativos y, por ende, de dimensiones conceptuales diversas. Unos
autores han enfatizado las variables relacionadas con los procesos de modernización que
conlleva, otros con los factores culturales y sociales, o –incluso– en la más pura tradición
weberiana, hay quien se centra en la perspectiva institucional o política. Y no faltan
estudiosos que defienden la necesidad de analizar la génesis crítica de su proceso de
formación, para poder entender en la actualidad su sentido y significado. Quizá sea lo
más sensato, dadas las características de este texto, ofrecer una panorámica general de
conceptos diversos de Estado de bienestar. A satisfacer dicho objetivo se dirige el cuadro
3.1.

69
Cuadro 3.1. Conceptos de Estado de bienestar.

"Conjunto de actuaciones públicas tendentes a garantizar a todo ciudadano de una nación,


por el mero hecho de serlo, el acceso a un mínimo de servicios que garanticen su supervivencia
(entendida en términos sociales y no estrictamente biológicos)."

Muñoz de Bustillo, R. (comp.) (1985):


Crisis y futuro del Estado de Bienestar. Alianza. Madrid.

"Conjunto de respuestas de policy al proceso de modernización, consistentes en


intervenciones públicas en el funcionamiento de la economía y en la distribución de las
expectativas de vida, las cuales se orientan a promover la seguridad e igualdad de los ciudadanos,
introduciendo entre otras cosas derechos sociales específicos dirigidos a la protección en el caso
de contingencias preestablecidas, con la finalidad de aumentar la integración social de sociedades
industriales con elevada movilización."

Ferrera, M. (1994): "La comparación y el Estado de Bienestar,


¿un caso de éxito?", en Sartori, G. y Morlino, L. (eds.),
La comparación en las ciencias sociales. Alianza. Madrid.
"Sistema resultante de la intervención en gran escala del Estado en la vida económica y
social, dentro de un marco político libre y democrático, en sociedades inicialmente configuradas
por un sistema de economía de mercado."

Casahuga, A.: "La soberanía política individual en el Welfare State",


Cuadernos del pensamiento liberal, 1.

"Conjunto de instituciones estatales proveedoras de legislación y políticas sociales dirigidas a


la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía, y a proporcionar la igualdad de
oportunidades."

Giner, S.; Lamo de Espinosa, E., y Torres, C. (1998) (eds.):


Diccionario de Sociología. Alianza Editorial. Madrid, p. 261.

Estas y otras definiciones que pudiéramos recoger aquí aluden a una serie de
características irrenunciables, a la hora de perfilar su significado: considerable crecimiento
económico-industrial; intervención del Estado en la marcha económica (control y
regulación); intervención del poder público en la vida social, al objeto de garantizar unos
mínimos de prestaciones y derechos; y, finalmente, gasto público en servicios sociales,
como instrumento igualitario, corrector y de integración social. Así pues, no estamos
hablando sólo de un Estado que proporciona una serie de servicios públicos a sus
ciudadanos y fomenta recursos para abolir la pobreza y marginación, sino –además– de

70
un sistema de Estado en que el poder político trata de modificar las fuerzas del mercado
en favor del bien común, de toda la sociedad. En definitiva, y nos interesa ponerlo de
manifiesto desde el principio, el Estado de bienestar es la fórmula de organización social
y política que mejor salvaguarda los derechos sociales, económicos y culturales,
ofreciendo al ciudadano la posibilidad de asegurar unos niveles dignos de prestaciones
sociales, en el marco de una comprometida defensa con los principios y valores-guía
analizados en el capítulo precedente.
El Welfare State nace en Estados Unidos durante los años de la posguerra, bajo los
auspicios del New Deal, al objeto de hacer frente a la Gran Depresión sufrida durante el
decenio de los treinta; sin detenernos en toda una serie de antecedentes, que los tiene, se
supera así la clásica concepción del liberalismo en lo que hace referencia a un Estado
limitado a proteger la libertad individual y la libre circulación de bienes. Cuando llega a
Europa, en los albores de la década de los cuarenta, es asumido de forma general por
todas las fuerzas políticas (liberales, conservadores, socialdemócratras, demócrata-
cristianos…), aun cuando su puesta en práctica a lo largo de los años conllevará –en
principio– ligeras variaciones, más centradas en los modos y estrategias a utilizar, que en
los fines o metas a conseguir.
En su origen, este modelo de Estado se asienta en dos grandes pilares básicos: las
teorías económicas de Keynes sobre la intervención del Estado en los procesos
económicos, asegurando el control y crecimiento financiero y en el Informe del inglés
Beveridge (Social insurance and allies services, 1942), que propone políticas de
protección social a los más desfavorecidos dentro de un novedoso sistema de seguridad
social; el documento del diputado laborista será completado por otro (Full Employment
in Free Society, 1944) sobre las políticas de empleo y crecimiento económico.
Con todo, se modifica el modelo distributivo del Estado y se camina hacia una
organización en la que, y ése es el concepto de "ciudadanía social" manejado por el
liberal inglés T. H. Marshall hace medio siglo y recientemente reeditado (1999), todos los
individuos tienen derecho a un nivel de bienestar mínimo garantizado, sin vinculación
expresa con el lugar que ocupan en la estructura social de la división del trabajo, sino por
el mero hecho de ser ciudadanos de un Estado democrático, de pertenecer a una misma
comunidad basada en la solidaridad. Se completa, así, el arco de los derechos y libertades
fundamentales del hombre: al reconocimiento de los derechos civiles (libertad personal,
igualdad ante la justicia, derecho de propiedad, libertad de expresión, pensamiento,
religión, etc.) del siglo XVIII y de los políticos (ejercicio del sufragio universal o
participación en la vida pública) durante el XIX, venían a sumarse los sociales (sanidad,
prestaciones sociales, educación, vivienda…), no atendidos por el Estado liberal de
épocas anteriores.
Bajo la conjunción de estos dos grandes parámetros, crecimiento económico y
protección social, el Welfare State ha actuado en las sociedades más desarrolladas
durante veinticinco años con un éxito considerable, en un período de crecimiento
financiero sin precedentes, asegurando el nivel de vida, empleo y servicios sociales
básicos para toda la población, bajo el paraguas del consenso de las fuerzas políticas, la

71
estabilidad de los gobiernos y la paz social. Asistimos durante esta etapa a la construcción
del edificio social de buena parte de los países de la Europa occidental. Los logros,
considerados durante siglos como utopías casi impensables, han sido evidentes: derecho
al trabajo para todos, políticas de pleno empleo, seguridad social sin discriminaciones, un
salario digno para todos los trabajadores, protección contra los riesgos de vida, derecho a
unos ingresos mínimos de subsistencia, aproximación a la igualdad de oportunidades en el
acceso a la educación, sanidad e información, implantación de un sistema de
concertación como procedimiento de solución de los conflictos sociales, fiscalidad
progresiva para una justa redistribución de la riqueza, instauración de un sistema público
de producción y suministro generalizado de bienes y servicios básicos, consolidación de
un Estado democrático representativo, desarrollo y promoción de una cultura cívica, etc.
Son piezas valiosas, como indica Petrella (1997: 40-43), del "mosaico del bien común".
Ahora bien, la crisis energética de los años setenta ha hecho replantearse la mayor
parte de sus postulados, preferentemente aquellos vinculados al papel del Estado como
garante de unas prestaciones mínimas y su labor de regulador social. El final de la
expansión económica, la inflación, la crisis fiscal y la ruptura del pleno empleo con
importantes índices de paro han mostrado algunas de sus limitaciones y necesidades de
reforma. Pero podemos pecar de simplistas al vincular la crisis del Estado de bienestar
exclusivamente a factores de crecimiento económico; autores como Offe (1990), D.
Harris (1990) y R. Mishra (1992), por citar sólo algunos, han puesto de manifiesto las
"contradicciones internas" y la retroalimentación constante de otras variables ajenas al
terreno fiscal, como elementos sociopolíticos e intelectuales, que han contribuido
igualmente a los desfases del modelo occidental de bienestar social. La quiebra, por
tanto, es también una crisis de legitimación, de afirmación de una serie de valores
culturales y sociales. Hoy, más que nunca, es desde esta perspectiva desde donde debe
enfocarse el debate sobre las políticas de bienestar.
Los planteamientos políticos de las diversas fuerzas sociales, convergentes en la
época dorada, se atrincheran en su ideología al objeto de buscar posibles soluciones en
un intento de "repensar el Estado de bienestar" (Rosanvallon, 1995) y salvar el modelo
de su definitiva desintegración. Aun cuando ahora son muchas las variantes políticas,
fruto de combinaciones diversas entre los distintos modelos, sin entrar en tipologías muy
diversas elaboradas por un buen número de autores (J. Garcés, 1996: 33-39), nos parece
oportuno destacar los paradigmas o formas de entender el Estado de bienestar de mayor
actualidad, señalando –de manera especial– aquellas propuestas planteadas a medida que
han sido implementadas por los gobiernos en distintos países europeos.
Al margen de opciones de dudosa adscripción democrática, que postulan el total
desmantelamiento del Estado de bienestar, como pueden ser los discursos
neoconservadores y algunos reductos del marxismo, en la actualidad se evidencian tres
corrientes de pensamiento político: la liberal, la socialdemócrata y la llamada "tercera
vía", personificada por el laborismo británico. Es casi una obviedad señalar que las
contribuciones de estos paradigmas son bastante más ricas y complejas, cargadas de
variantes y posibles matices, que la aproximación a su ideario que aquí podemos recoger;

72
por motivos de claridad didáctica, nos atrevemos a simplificar y resumir sus posiciones
en unas breves líneas.
El modelo liberal concibe el Estado como un conjunto de instituciones políticas
neutrales y ajenas a las fuerzas sociales, que establece el marco y terreno de juego donde
los distintos grupos sociales, políticos y económicos deben debatir sus posiciones; su
labor es de mediación cuasi-pasiva, con evidente reducción de funciones en el marco de
una tendencia hacia el "Estado mínimo". El Estado de bienestar se entiende en la medida
que se establecen algunas reglas, al objeto de solucionar conflictos y tensiones con
intervenciones de compensación, asumiendo ciertas condiciones de igualdad y unos
mínimos niveles de justicia social. Aun así, deja cierto protagonismo y un papel más
activo al sector privado en la provisión de servicios, en nuestro caso socio-educativos.
La política social se considera como un aspecto de la economía y se subraya la
libertad individual como máximo exponente de la condición humana, incluso por encima
de las acciones encaminadas al mantenimiento de la justicia social. Autores como
Friedman, F. A. Hayek, Posner, Rawls, Nozick, R. D. Dworkin o J. Buchanan, militan
en esta postura ideológica. Aunque, por otra parte, hay que anotar que este modelo
liberal presenta muchas variantes en función del grado de intervencionismo estatal y del
modo de solucionar la dialéctica Estado-sociedad civil. Su espectro político abarca desde
corrientes próximas al "laissez-faire" hasta la llamada "nueva derecha" o neoliberalismo
extremo, acercándose –en ocasiones– a las posturas del neoconservadurismo totalitario.
Para la corriente socialdemócrata, por el contrario, el Estado no es sólo un marco
de actuación o campo de juego, sino que asume la tarea de intervenir directamente como
productor y empresario. Su función es corregir errores y desequilibrios, producto de la
despiadada lógica del mercado, redistribuyendo la riqueza y garantizando unas
condiciones de vida dignas para todos los ciudadanos. El concepto de Estado de bienestar
supone ejercer un control sobre la economía y apostar –incluso a costa del
endeudamiento público– en el desarrollo de servicios sociales públicos y generales,
adoptando políticas sociales encaminadas a la transformación de la sociedad.
En este caso las variantes, igualmente, son muchas. Nos encontramos con
alternativas que caminan por el "corporativismo social-democrático" de países como
Austria, Dinamarca, Noruega o Suecia, de larga experiencia en el tema del Estado de
bienestar, y que apuestan, junto al mantenimiento de los pilares fundamentales del
mismo, por tratar de involucrar a otros sectores (civiles y privados) en la prestación de
servicios, en aras a la desburocratización y descentralización de las prestaciones públicas.
Estado y sociedad civil (corporativamente organizada) vienen a confundirse bajo
procesos políticos que garanticen las necesidades de producción y las demandas sociales.
Autores como Titmuss, P. Townsend, Habermas, Crossland o R. Milband, entre otros
muchos, avalarían una postura ideológica que ha conseguido buenos indicadores en los
países del norte de Europa, durante los años ochenta.
Finalmente debemos citar la formulación de una tercera vía (A. Giddens, 1999),
protagonizada hoy por el gobierno británico de Tony Blair; no era, desde luego, la
primera vez que se utilizaba este término para encontrar un camino intermedio, una

73
salida equidistante entre las dos grandes ideologías tradicionales, concretadas –quizá de
manera un poco difusa– en las posiciones políticas de izquierda y derecha. El propio
sociólogo y economista británico R. Dahrendorf (1999), enmarcado en posiciones
liberales, al comentar el documento Europe: The third way, firmado recientemente por
Blair y Schröder, cuestiona la originalidad del término y de las ideas claves planteadas
bajo dicha denominación.
Incluso en el contexto español encontramos antecedentes sobre el particular. Elías
Díaz (1989), ante la dualidad liberalismo-socialdemocracia, propone la aparición de un
"tercer paradigma" que asuma y supere reduccionismos de las perspectivas ideológicas
mencionadas. Se trata de un gran "pacto social" entre el Estado y las instituciones
políticas democráticas y todo tipo de asociaciones intermedias, movimientos de base y
organizaciones no gubernamentales que componen el total entramado del tejido social.
"Tal pacto –escribe el profesor de Derecho Político– no podrá dejar de tomar en
consideración, por un lado, la existencia empírica, y por lo general con gran peso
histórico, de ciertos poderes fácticos y de fuerzas preeminentes del implantado modo de
producción; y, por otro, la exigencia democrática de la voluntad popular […]. De la
interrelación compleja de cada circunstancia concreta de esos y otros elementos,
actuantes en los ámbitos de la sociedad civil o de las instituciones políticas, derivarán
diferentes posibilidades, diferentes modalidades y tipologías de ese gran pacto político y
económico-social." Es un ejemplo más, ubicado a caballo entre el nuevo laborismo y
posiciones de la socialdemocracia corporatista, de la variedad de propuestas y matices
posibles entre los diversos modelos y su interdependencia mutua, que nos lleva a
variantes casi infinitas.
Así y todo, son las obras del sociólogo Anthony Giddens (1993, 1996, 1999) y su
tremendo impacto mediático –sin duda al permitir al gran público participar del debate
ideológico al margen de la necesidad de dominar grandes teorías sociológicas– las que
parecen ofrecer un soporte de legitimación a una vía intermedia, que trata de conjugar
aspectos de las dos posturas antes mencionadas. Más allá de la izquierda y de la derecha
política tradicionales (Giddens, 1996), se presenta como un nuevo paradigma capaz de
sustituir el decrépito modelo de bienestar en defensa de la democracia y la economía de
libre mercado. La propuesta, personificada en el gobierno laborista del Reino Unido,
propone "un nuevo contrato para el bienestar", donde se configure un renovado reparto
de tareas entre los ciudadanos, la sociedad y el Estado, basado en dos pilares
fundamentales: el trabajo de los que puedan trabajar y la seguridad de los que no puedan
hacerlo.
En el Libro Verde del laborismo británico, Un Nuevo Contrato para el Bienestar
(1998: 51 y 59-60), encontramos todo un paquete de medidas encaminadas a "construir
un sistema de bienestar activo que ayude a la gente a ayudarse a sí misma", que apueste
por la autonomía personal y no por la dependencia, en la "combinación de la provisión
pública y privada". La propuesta se estructura en ocho capítulos, dedicados a cada uno
de los principios clave de la dirección política, que recogemos –a modo de síntesis– en el
cuadroresumen 3.2.

74
Cuadro 3.2. Principios clave del modelo de bienestar del laborismo británico.

1. El nuevo Estado de bienestar debe ayudar y animar a la gente en edad de trabajar a que trabaje si son
capaces de hacerlo.
2. El sector público y el sector privado deben trabajar de forma concertada para asegurar que, siempre que
sea posible, la gente tenga cobertura de las contingencias previsibles y haga provisión para su
jubilación.
3. El nuevo Estado de bienestar debe proporcionar servicios públicos de alta calidad para toda la sociedad,
así como subsidios de dinero en efectivo.
4. Los discapacitados deben disfrutar del apoyo que necesiten para llevar una vida plena con dignidad.
5. El sistema debe apoyar a las familias y a los niños, así como erradicar el azote de la pobreza infantil.
6. Debe haber una acción específica para combatir la exclusión social y ayudar a los que están en la
pobreza.
7. El sistema debe promover la transparencia y la honestidad, y las vías para acceder a las pensiones deben
ser claras y aplicables.
8. El sistema de prestación del bienestar moderno debe ser flexible, eficiente y fácil de usar por la gente.

En realidad, el planteamiento no es otro que tratar de encontrar nuevas respuestas a


la pregunta socio-política más paradigmática de este cambio de milenio: ¿cómo podemos
conseguir crear riqueza y cohesión social en las sociedades libres?… La respuesta, muy
en la línea de las ideas defendidas por Giddens, camina por conseguir una mayor
democratización de la sociedad, una nueva relación entre el Estado, el mercado y la
sociedad civil, mayor inversión social, sobre todo en educación e infraestructuras, un
renovado equilibrio entre el riesgo y la seguridad, mayores cotas de modernización
ecológica y un fuerte compromiso con las iniciativas transnacionales en un mundo sin
fronteras.
Como vemos, desde este enfoque el Estado de bienestar debería ser reconducido a
lo que Giddens (1999: 139) llama el "Estado social inversor", ya que no es un simple
sistema de subsidios, sino una fuente generadora de servicios de calidad, que incluyen la
educación, sanidad, asistencia al empleo, cuidado de la infancia, transporte, servicios
sociales y vivienda. Nótese que el aumento en la calidad de la educación, la ampliación
del acceso a la enseñanza media y superior y –sobre todo- hacer que el aprendizaje
durante toda la vida sea una realidad, son objetivos preferentes y mencionados en
primera instancia en la propuesta laborista. Sin duda, el enfoque político de la educación
social tiene aquí un papel destacado.
En cualquier caso, debemos ser cautos a la hora de manejar los paradigmas
anteriores, máxime si aceptamos la multitud de variantes intermedias que pueden darse
por la combinación entre los modelos analizados. Como vimos en el capítulo anterior, no
siempre las orientaciones políticas e ideológicas se traducen de forma nítida a la práctica.
Unas veces los condicionantes y filtros impiden ciertas implementaciones en la realidad
que se pretende transformar; otras, las instancias mediacionales que traducen esas
directrices cometen errores de interpretación; finalmente, las más de las veces, se opta

75
por políticas mixtas que conjugan formas, objetivos e intereses ideológicos de posiciones
variadas, con lo que –en realidad– acaban asemejándose prácticas políticas de distinto
talante ideológico. Al menos en los países del occidente europeo, sin entrar en polémica
sobre la llamada "muerte de las ideologías", el panorama descrito creemos que se acerca
bastante a la realidad.
Por otro lado, antes de analizar algunos aspectos que subyacen a la crisis del Estado
de bienestar, es preciso detenernos –siquiera unas líneas– en algunas singularidades
específicas del caso español. Una concreta realidad en la que el acusado retraso en el
proceso de industrialización y factores políticos propios del prolongado régimen
autoritario del franquismo fueron provocando un tardío y lento desarrollo del Estado de
bienestar en nuestro país (G. Rodríguez Cabrero, 1989, y L. Moreno y S. Sarasa, 1993,
entre otros).
Además, los años setenta, período de expansión máxima en la construcción del
bienestar español, coincide con la época de recortes y primera crisis en los modelos de
los países de nuestro entorno europeo, lo que dificultó –aún más– los procesos de
universalización y consolidación de algunos derechos sociales. El Seminario Dilemas del
Estado del Bienestar (Varios Autores, 1996), celebrado en Madrid en el mes de febrero
de 1996, puso de manifiesto las características especiales por las que ha tansitado nuestro
modelo de Estado de bienestar: la herencia franquista de un sistema fiscal regresivo, con
un carácter puramente instrumental de la política social; los esfuerzos de cambio y
propuestas de reforma de la transición democrática, en un intento de integración política
y de ajuste económico; el empuje hacia la universalización –más entusiasta que real– de
los gobiernos socialistas, con un importante crecimiento del sistema público de servicios
sociales; y, finalmente, el momento actual en que los nuevos coletazos de crisis
económica fruto de la globalización, la apertura a un proceso de privatización en la
gestión de algunas prestaciones sociales, las condiciones de convergencia dentro de la
Unión Europea y las escasas soluciones del gobierno popular, propician la apertura de un
nuevo debate sobre su reforma y futuro.
Caracterizado el Estado de bienestar como un conjunto de instituciones o una
construcción político-social propia de la modernidad, es preciso preguntarse por su futuro
inmediato, máxime si aceptamos que nos encontramos en pleno debate sobre si la
entrada en el tercer milenio lleva emparejada una nueva cultura, la llamada
postmodernidad –tal como afirman Lyotard y otros– o, por el contrario, no es más que
una nueva etapa de la misma cultura, la modernidad, quizá radicalizada (A. Giddens,
1993: 16-17), pero manteniendo todos los aspectos centrales de sus modos de vida. Sea
como fuere –lo cierto es que nosotros aquí sólo podemos apuntar una polémica que está
generando abundante literatura–, no es un ejercicio baladí cuestionarse si el Estado de
bienestar, como elemento central de la modernidad, ha entrado en una crisis terminal y su
extenuado agotamiento nos presenta la postmodernidad, o si, aceptando la otra
perspectiva, asistimos a una etapa evolutiva más de su propio proceso, caracterizada por
la necesidad de reajustes de cara a la solución de sus problemas y contradicciones
internas.

76
Como hemos dejado vislumbrar, nos alineamos con aquellos autores que defienden
lo inexcusable de repensar los modos y formas del bienestar, en una clara manifestación
de apostar –todavía– por su posible viabilidad para la sociedad del futuro. Esto no
significa un simple acto de fe, sin ningún tipo de cautelas de racionalidad, sino la creencia
de ser capaces de solucionar sus múltiples problemas y ciertas contradicciones de
funcionamiento, con el esfuerzo de todos. Dejando al margen los planteamientos
personales, es evidente que el concepto de Estado de bienestar como Estado capaz de
salvaguardar los derechos del individuo desde que nace hasta que muere ha entrado
claramente en crisis o, dicho de otro modo, continúa siendo un sueño: desajustes
sociales, mayores índices de pobreza, fracaso redistributivo, aumento del paro, recortes
en los servicios sociales públicos, etc., conforman nuestra realidad social. Nadie duda de
la falta de consecución de objetivos previstos o, incluso, de ciertos fracasos en aspectos
fundamentales.
Lo cierto es que los cuatro valores propios del paradigma político-jurídico de la
modernidad: libertad, igualdad, solidaridad y seguridad jurídica (G. PecesBarba, 1995:
63-75), pilares por otro lado del modelo de bienestar actual, no han alcanzado su
desarrollo máximo, ni unos niveles de universalización aceptables; dicho de otro modo,
los tres grandes objetivos señalados en su día por T. H. Marshall, como uno de los
grandes teóricos del Estado de bienestar: eliminación de la pobreza, maximización del
bienestar y la consecución de la igualdad, están todavía por definirse en la realidad de
nuestro mundo actual.
Siguiendo a R. Petrella (1997: 48-62) e ilustrado por el pensamiento de otros autores
(G. Rodríguez Cabrero, 1991; R. Mishra, 1992; V. Navarro, 1998, y P. Rosanvallon,
1995), podemos hablar de una serie de factores, tanto de tipo ideológico o moral, como
relativos a la eficacia financiera, que han contribuido al deterioro (¿crisis?) del Estado de
bienestar; somos deudores, igualmente, del análisis de A. Giddens (1999: 39-84) sobre
cinco "dilemas" (la globalización, el individualismo, la izquierda y derecha, la capacidad
de acción de la política y las cuestiones ecológicas) que, a juicio del sociólogo británico,
suponen los descriptores orientadores de la renovación ideológica de la socialdemocracia
y, sin duda, realidades concretas de la sociedad actual que necesitan ser contempladas
para definir correctamente las políticas de bienestar y plantear soluciones acordes con la
dinámica de nuestro tiempo. Se trata, en definitiva, de presentar un conjunto de
desviaciones o patologías que, a nuestro entender y sin aspirar a ser exhaustivos, más
han minado los cimientos del modelo de bienestar y que –de otro lado– mantienen alguna
relación con el enfoque político de la educación social. Permítanos el lector detenernos
en algunas apreciaciones al respecto.

1. Se pone en duda que algunos derechos del ciudadano no deban ser algo adquirido
y obligatorio en cuanto a la prestación por parte del Estado, y –por el contrario– tengan
que ser obtenidos a través de alguna contrapartida. La literatura jurídica –como
adelantamos brevemente en el capítulo anterior– distingue cuatro generaciones de
derechos que desde el siglo XVIII han sido conquistados progresivamente por la condición

77
humana: los derechos individuales y civiles, sin duda los primeros en lograr el
reconocimiento necesario, se concretan –preferentemente– en la posibilidad de disfrutar
de una serie de libertades (pensamiento, religión, conciencia…); los políticos, segunda
generación, propios del siglo XIX, se centran en lo necesario para la participación en el
poder político a través del sufragio universal; los derechos culturales, económicos y
sociales, vinculados ya a nuestro siglo, son todos aquellos necesarios para una existencia
biológica mínima y relativos al bienestar material de los ciudadanos; finalmente, surge
una cuarta generación de derechos, los específicos, no individuales y dirigidos a
colectivos concretos como la infancia, la mujer, tercera edad, etc. Algunos autores
añaden los llamados derechos difusos, sin duda los más recientes, que se concretan en el
derecho al desarrollo, a la paz, al medio ambiente o a la autodeterminación de los
pueblos.
Ciertamente este enfoque generacional, como han puesto de manifiesto algunos
autores –entre ellos J. Martínez de Pisón (1998: 118)– alimenta la tentación de hablar de
derechos de primera y de segunda, "como si sólo los primeros fuesen realmente derechos
y los otros meras exigencias o peticiones que no generan contraprestaciones". Pues bien,
al margen de esa tentación señalada, resulta curioso que una vez garantizados los
primeros y segundos –como así ocurre en un elevado porcentaje del mundo occidental–,
no se discuten los de cuarta generación (los específicos) y, sin embargo, se ponen en
duda y se cuestionan los derechos culturales, económicos y sociales, para los que no sólo
es necesario ser ciudadano, sino que deben conquistarse a través de compromisos y
contrapartidas.
Asistimos, sin duda, a un proceso parcial, pero demoledor, de deslegitimación de
ciertos derechos sociales (J. Martínez de Pisón, 1998), si bien es cierto que mucho más
acusado en algunas zonas del planeta, sobre la base de romper la interdependencia e
indisociabilidad del conjunto de derechos. La imagen del éxito de la economía de
mercado, escribe el catedrático de Derecho G. Peces-Barba (1995: 32), las escasas
posibilidades de corrección del Estado social y los excesos en las demandas de protección
de los ciudadanos pueden llevar –como así parece– a "abandonar en ese campo el
impulso paralelo de la racionalidad y de la humanidad y ser así un punto de quiebra
irrecuperable del modelo de la modernidad y sus valores".
En este sentido, coincido con Gilles Lipovetsky (1986) en que hay que superar la
llamada "segunda revolución individualista". Analiza en sus escritos los factores que han
favorecido esa ola de individualismo y que rompe con cualquier tipo de compromiso
social, condenando al hombre a la búsqueda de refugio en su propia intimidad; estamos
ante la ciudadanía pasiva del Estado-providencia o paternalista, vigente durante años en
algunas sociedades, y de funestas consecuencias para la cohesión social. Y es que la
reclusión en la vida privada, al margen de lo común, se ha constituido como una salida
gratificante ante el fenómeno de crisis en la que viven las sociedades actuales. La crisis
de las organizaciones sociales de solidaridad, la decadencia de las ideologías o la quiebra
de la familia patriarcal son fenómenos que han potenciado la creciente hegemonía del
individualismo en el sistema de valores de nuestras sociedades. Las políticas sociales, en

78
este contexto, quedan condenadas al "clientelismo", en el marco de un Estado benefactor
y huérfanas de todo aquello que no sea la asistencia puntual a individuos aislados, cuyo
único eje vertebrador es la propia organización de Estado como prestador de servicios.
Este individualismo de la era industrial ha sido tajantemente explicado –entre otros–
por el filósofo alemán Peter Sloterdijk (1994: 95-96): "Cada vez es mayor –escribe– el
número de individuos que, por su modo de vida y la conciencia de sí de que hacen gala,
pueden describirse como islas nómadas. En este 'individualismo de apartamento' de las
grandes ciudades postmodernas, la insularidad llega a convertirse en la definición misma
del individuo". Ni siquiera los sistemas democráticos y su necesario grado de
compromiso entre los ciudadanos han podido frenar esa ola de aislamiento insular. Y es
que "cuando los hombres occidentales se definen hoy despreocupadamente demócratas,
no lo hacen, la mayor parte de las veces, porque tengan la pretensión de cargar con la
cosa pública en las labores cotidianas, sino porque consideran, con razón, que la
democracia es la forma de sociedad que les permite no pensar en el Estado ni en el arte
de la copertenecia mutua".
Y no ha de extrañarnos el desapego actual por la cosa pública, en el marco de un
desencanto generalizado por lo político. Sin duda, un incorrecto y mal usado concepto de
la política ha conducido a ese individualismo conformista de que hablamos, falto de todo
tipo de compromiso cívico. La indolencia de ciertos sectores sociales no puede seguir
emplazada más tiempo en nuestras sociedades modernas, refugiada en un "qué puedo
hacer yo" o "a mí eso no me toca". Como veremos más adelante, la educación social,
desde nuestra perspectiva política, debe ayudar a desterrar ese egoísta individualismo a
través del fomento, entre otros aspectos, de un "compromiso" con la propia condición
humana.
2. Una segunda desviación de ciertos modelos de Estado de bienestar es la reacción
crítica al sobredimensionado papel del Estado como tal. Hay que "desinventar el Estado",
según reza una campaña del semanario inglés Economist, a finales de 1995. Se postula
un Estado mínimo que favorezca la iniciativa privada, dejando libre regulación a los
actores del mercado, lo que coloca al Estado de bienestar en una situación de clara
indefensión y condenado a un carácter meramente residual.
Entre los defensores de un Estado de mínimos se encuentran aquellos autores que
realzan el carácter globalizador y supranacional de una sociedad fuertemente
mundializada. Entre esas estructuras macronacionales y la apelación a la efectividad de lo
local en las políticas públicas no son necesarias instituciones intermedias de mediación
como el Estado; el mantenimiento de la unidad nacional a través de un adecuado
sentimiento de pertenencia y la salvaguardia administrativa son las únicas tareas a realizar
por un Estado que no puede justificar un excesivo poder. Frente a esta posición,
aparecen otras tendencias basadas en la idea de un proceso de regionalización mundial
(Estados Unidos, Unión Europea, Sudeste Asiático), que no de globalización total, que
apuestan por el Estado y su necesaria contribución al desarrollo social sostenible de las
sociedades futuras. La redistribución de la riqueza, la justicia social, el fomento de la
cohesión ciudadana o la defensa del bien común son tareas –en este caso– a desempeñar

79
por la estructura institucional del Estado-nación (V. Navarro, 1998: 203-235).
Por nuestra parte, somos de la opinión de revalorizar el papel del Estado como
catalizador de los procesos de desarrollo sostenible y salvaguardia del equilibrio entre la
libertad individual y unos umbrales mínimos de justicia social para toda la población.
Como ha escrito C. Mongardini (S. Giner y S. Sarasa, 1997: 25-34), "si el Estado queda
reducido a un aparato jurídico y a una máquina organizativa sin una idea que lo sostenga,
si ya no existe el Estado como hecho ideal y moral", difícilmente el hombre "podrá
construir su identidad de ciudadano". Y todo ello, sin entrar a valorar el quehacer
inexcusable y necesario del Estado en el terreno de la educación (J. M. Fernández, 1999:
70-77); la universalización de una educación básica y obligatoria para todos los
ciudadanos, el fomento de un sentimiento de pertenencia hacia la cohesión social, la
defensa del pluralismo político y de la democracia, o la compensación de desigualdades
sociales, deben ser tareas propias de un sistema público de educación, cuya existencia es
impensable al margen del Estado.
No obstante, debemos reconocer, y así queremos significarlo, que cada vez el
Estado se percibe como menos necesario, lo que no significa defender un modelo de
Estado de bienestar residual; las nuevas tecnologías y las transformaciones sociales
postmodernas garantizan el funcionamiento de las sociedades sin un poder institucional
soberano. Ahora bien, no podemos correr el riesgo de pasar del Estado de bienestar al
bienestar sin Estado, lo que –a nuestro juicio– pondría en peligro ciertos logros en
materia de derechos sociales ya alcanzados por la humanidad, al menos en Occidente.
Apostamos, afirmémoslo una vez más, por la colaboración entre sectores privados y
organizaciones de la sociedad civil, bajo un poder limitado del Estado.
Lo cierto es que la polémica sobre el Estado mínimo, aun teniendo su origen en las
críticas neoconservadoras al Estado de bienestar y la defensa de la lógica del mercado,
acaba vinculándose al tema del contenido del Estado social, modelo mayoritario en el
occidente europeo. ¿Dónde deben situarse los mínimos de prestaciones públicas sobre la
sanidad, educación, empleo y otros servicios?, ¿hasta dónde deben llegar las aportaciones
del sector privado o de la sociedad civil?… A. Ojeda Marín (1993: 61-88) nos ofrece de
forma sintética la comparación de algunos modelos constitucionales de Estado social,
preferentemente el italiano, alemán y español, llegando a la conclusión de que no resulta
nada fácil encontrar el grado de intervención ajustado en el rol que debe desempeñar el
Estado; el exceso y el defecto son igualmente perniciosos para la cultura social. En
cualquier caso, las intensas transformaciones sociales de las últimas décadas –
reiteradamente referenciadas en este mismo trabajo– reclaman de los distintos
protagonistas sociales, y el Estado sin duda lo es, una redefinición de sus tareas, a la luz
de su postura ante los valores y principios fundamentales de igualdad, justicia, libertad y
pluralismo democrático. También aquí, la educación social y los educadores sociales
tienen un reto de futuro formidable.

3. Entrando en otro tipo de factores que han podido contribuir a los desajustes del
modelo de bienestar, ahora de tipo económico, sin duda los más cercanos a las vivencias

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reales del ciudadano, es notorio el completo fracaso en la redistribución de recursos. El
Estado de bienestar se ha mostrado incapaz de solucionar los problemas de pobreza
existentes; es más, ha generado continuas bolsas de marginación, presentando sociedades
duales: los integrados que todo lo tienen y disfrutan del mayor grado posible de derechos,
y los marginados o excluidos –cada vez bajo formas más sofisticadas– que se muestran
incapaces de incorporarse a la red de protección social. Cada vez hay ¿menos? pobres,
pero son mucho más pobres, o lo que es todavía peor, excluidos del sistema y sin canales
aparentes de integración. La aparición de enormes desigualdades económicas afecta tanto
a las sociedades desarrolladas como a toda la comunidad internacional, aunque –justo es
decirlo– todavía se mantienen diferentes grados de pobreza. Por dar sólo un dato de
nuestra realidad más cercana, a finales de 1997 las estadísticas de la Unión Europea
reflejan alrededor de 50 millones de pobres y cerca de 20 millones de parados.
El desempleo, la pobreza y las diversas formas de marginalidad, vinculadas –las más
de las veces– a violencia e intolerancia, están presentes en las sociedades modernas,
donde el trabajo es el elemento clave de integración. Juan Carlos Tedesco (1995a: 65-
73), hablando de la necesaria redefinición que debe producirse en la sociedad futura
sobre la relación educación-mercado de trabajo, lo explica de forma acertada: la
incapacidad de los nuevos modos de producción para incorporar a toda la población,
junto con otros desfases de la relación educación-trabajo, provocan una ruptura de la
cohesión social. "Esta ruptura puede adquirir la forma de la 'dualización' de la sociedad,
la existencia de 'redes' que integran en forma transnacional a individuos y grupos pero
que excluyen de forma total a los que no participan de la red." Bien es cierto, y no
podemos dejar de señalarlo en este momento, que existe una acusada tendencia a volver
al pasado en cuanto a los elementos claves de la integración; a saber: si en las sociedades
pasadas fue la familia o el grupo comunitario los canales básicos de integración social y,
sólo en la modernidad el empleo había tomado el relevo, en el momento en que éste
queda incentivado y en vías de solución vuelve a ser la familia el medio más utilizado
como nexo de unión entre el individuo y la sociedad.
Así y todo, hoy por hoy en las sociedades occidentales, como venimos diciendo,
todo gira en torno al trabajo productivo y la posibilidad de disfrutar de un empleo
remunerado. Si no hay empleo no hay pensión, no se participa de los circuitos de
prestaciones sociales y no existen –en muchos casosposibilidades reales de integración
social. En la actualidad se ha asumido de forma plena, por todos los sectores
socioeconómicos, que sin un nivel alto de empleo no puede disfrutarse de los necesarios
grados de justicia y cohesión social.
La política social, además de entender y asumir la prioridad de inversión económica
en el fomento del empleo, ha diseñado una serie de medidas encaminadas a paliar la
situación de grave necesidad de los colectivos que se encuentran en esta situación y,
sobre todo, a facilitar su integración y desarrollar un fuerte sentido de pertenencia a un
determinado grupo social, con objeto de fomentar el grado de compromiso cívico, a
modo de canal de integración. Las Rentas Mínimas de Inserción (RMI) o los llamados
salarios ciudadanos, entendidos como una asignación económica otorgada a una persona

81
con cargas familiares que no dispone de un trabajo remunerado, ni forma parte de los
circuitos de desempleo o protección social, a cambio de una serie de contrapartidas
encaminadas a favorecer su inserción sociolaboral, son algunas políticas desarrolladas en
este sentido. En el último capítulo, dedicado a las políticas de servicios sociales y la
estrecha relación que les une con la educación social, tendremos oportunidad de
comentar sus aspectos más desarrollados, los logros conseguidos, así como entrar a
analizar las últimas críticas realizadas al respecto, desde el exceso de dependencia que
puede generar en los beneficiarios e, incluso, algunas perversiones de su funcionamiento.

4. En este mismo terreno económico en el que nos movemos, debemos hacer


referencia a la crisis financiera, instalada en algunos países de nuestro entorno. El
aumento desproporcionado del déficit público es un "agujero" sin fondo de
endeudamiento progresivo, en el que los Estados se muestran incapaces de hacer frente
al excesivo costo que supone el mantenimiento de este tipo de políticas sociales, que
reclaman del poder público la inversión ilimitada para hacer frente a cualquier tipo de
desigualdad social. Los subsidios por desempleo, los gastos sanitarios, las pensiones en
una sociedad con un incremento notable del número de jubilados, las necesarias
infraestructuras en educación y el creciente desarrollo del sistema público de servicios
sociales conforman una factura cuyo excesivo coste pone en peligro los pilares y
fundamentos básicos del Estado de bienestar.
Estos graves problemas de sostenibilidad financiera de los sistemas de protección
social han originado una serie de críticas hacia las políticas sociales, cuyos presupuestos
están entrando en un proceso de cuestionamiento permanente, en una buena parte de los
países occidentales. Se comienza a valorar de muy distinta forma la paradoja de verse
obligado a aumentar los gastos sociales a través del gravamen sobre el trabajo para
atender la exclusión de este subsistema, sin poder invertir ese mismo capital en la
creación de empleo. Todo ello conduce a engrosar de forma peligrosa el número de
inactivos, a cargo del decrecimiento de los activos, entrando en una especie de deflación
social inasumible y, por el momento, con escasas salidas operativas.
Un tema que dentro de esta problemática toma relieve de primer plano es el de las
pensiones de jubilación y su viabilidad de futuro. La práctica totalidad de países
desarrollados tienen en su agenda más inmediata el estudio de la reforma del sistema de
pensiones. Alcanzado el punto de saturación de gasto público destinado a estas
cuestiones –nada menos que el 54% de todo el gasto social europeo en 1992–, y ante la
necesidad de mayores recursos, organismos internacionales como la OCDE o el FMI,
buscan modelos de solución que, pasados los primeros momentos de tensión y plena
polémica, caminan más por la reforma gradual que por soluciones rupturistas. El caso de
España, donde estudios proyectivos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
aseguran la viabilidad del actual sistema de pensiones sólo hasta el 2006, puede ser un
ejemplo de la necesidad de adoptar políticas correctoras de esta situación, con acuerdos
políticos y sociales generales (Pacto de Toledo), que eviten el deterioro de las cuentas de
protección social y aseguren los niveles mínimos de justicia social necesitados en un

82
auténtico Estado de derecho.

5. Finalmente, no podemos dejar de mencionar en este repaso significativo, que no


exhaustivo, a las patologías del modelo de bienestar actual, otro de los desajustes de
funcionamiento más relevantes en el panorama presente. Quizá una de las consecuencias
más severas de esta crisis económica es el fin del período de concertación social –base
del Estado de bienestar keynesiano–, para pasar a la abierta confrontación. Sin duda, los
índices de desempleo son cada vez mayores y la promesa del pleno empleo se desvanece
de forma alarmante, con lo que se cuestiona de manera creciente la efectividad de estos
procesos de concertación social, ante el poder estratégico de la economía privada y los
lobbys económicos. La confrontación entre patronal y sindicatos empieza a ser un hecho
en la Europa occidental.
El consenso implícito entre capital y trabajo, propio de décadas pasadas, ha entrado
en una época de debilitamiento. El equilibrio alcanzado en años anteriores entre los
deseos de la política económica (moderación salarial, impulso de la inversión,
maximización de beneficios…) y las exigencias de la política social (redistribución de
recursos, servicios públicos con un mínimo de cantidad y calidad, nivel de ingresos al
alza en relación con los crecimientos de la producción…), ha entrado en un período de
tensiones nada saludable para los objetivos del bien común. Las últimas reivindicaciones
sobre la reducción del tiempo de trabajo semanal a 35 horas, las exigencias de una mayor
tiempo de ocio, la aspiración a rebajar la edad de jubilación, junto con los procesos de
reajuste industrial y la necesidad de buscar un mayor reparto del trabajo entre todos los
ciudadanos, por poner algunos ejemplos, precisan soluciones de corte estructural y unos
nuevos modos de plantear el llamado diálogo social.
En definitiva, la mundialización económica, la globalización de las relaciones
comerciales, la competitividad, la supremacía de la empresa privada, las nuevas
tecnologías o la liberalización económica, son los elementos claves de la sociedad actual,
que marcan los tiempos, los ritmos y el orden del día de los principales parámetros de
nuestros modos de vida; impera la lógica del mercado, la "cultura de la conquista" (R.
Petrella, 1997: 83-86), lo que propicia la vuelta hacia los enfrentamientos entre capital y
trabajo y a un mayor margen para la desigualdad. Además, la discusión y diálogo sobre
estos factores queda tensionada por el uso y abuso del elemento ideológico, en un
escenario donde los partidarios de unas determinadas posiciones acusan a sus oponentes
de mantener políticas contraproducentes para el funcionamiento eficaz del modelo (V.
Navarro, 1998; E. Albarado Pérez, 1998, entre otros).
Es en este debate, cada vez más acentuado y profundo, así como en la terapia
necesaria para contrarrestar estas tendencias desajustadas, donde la perspectiva educativa
de la política social y la mirada política de la eduación social deben estar presentes y ser
elementos activos en su orientación.

3.2. Estado, sociedad y cultura del bienestar

83
Esta breve referencia a la evolución de las diversas perspectivas y alternativas
posibles del Estado de bienestar en las últimas décadas y los apuntes realizados sobre los
factores que han contribuido a su desgaste, desemboca en la necesidad de remodelar el
modelo, poniendo de manifiesto que la solución a su crisis no está en su
desmantelamiento total, sino en su reestructuración institucional y reorientación
ideológica, más allá de un simple bienestar residual. Se trata, para muchos, de conjugar el
papel del Estado con la creciente participación de sectores privados y movimientos
sociales, propios de una sociedad civil más extensa y cohesionada.
R. Mishra (1993: 127 ss.) señala algunas pistas por las que debe caminar la
reformulación de estructuras del Estado de bienestar, concretada en tres vectores
prioritarios:

a) Irreversibilidad. Más que desmantelar se trata de reestructurar principios y


funciones; en este sentido debe existir una reasignación de tareas, en nuestro
caso socioeducativas, entre el Estado y la sociedad civil, en el marco de
nuevos modelos de gestión, más cercanos a la descentralización, eficiencia y
efectividad.
b) Madurez. Se debe estabilizar el nivel de cantidad y calidad de las prestaciones
en la Europa actual, en la idea de caminar hacia una mayor personalización
de las prestaciones sociales.
c) Pluralismo. A medida que avanzamos hacia mayores cotas de desarrollo y
calidad de vida, las instancias que ofertan servicios socioeducativos o de otro
tipo deben ser más plurales, y no sólo por parte del Estado. Sin duda, el
pensamiento del profesor canadiense puede servir de guía para el futuro
inmediato de los modelos de bienestar.

Parece, pues, agotarse hoy en día y dar muestras de superación la idea que ha
presidido la década de los ochenta y buena parte de los noventa, bajo la manida frase de
"crisis del Estado de bienestar". Es cierto que debemos repensar y redefinir los modelos
de bienestar occidental, pero no lo es menos la necesidad de considerar perspectivas más
renovadoras tanto desde la reflexión teórica como desde el más puro pragmatismo.
"Necesitamos la primera –anotan S. Giner y S. Sarasa (1997: 10)– porque las
transformaciones de la noción de ciudadanía en nuestros días exigen un replanteamiento
de lo que entendemos por esfera pública, participación ciudadana y tareas legítimas de
gobierno. Y hemos menester del pragmatismo porque la tarea urgente de gobernar bien y
con justicia sigue pasando por medidas prácticas, urgentes y eficaces, que respondan hoy
como ayer a una visión que integre a todos los ciudadanos, y que no excluya a unos en
detrimento de otros." Sirvan las palabras de estos sociólogos como referentes obligados
en la nómina de tareas en las que las políticas de la educación social están llamadas a
colaborar.
En esta apreciación de transitar por una etapa de reconfiguración del Estado de
bienestar, y no en el final de la vigencia del modelo, coinciden otros autores como Claus

84
Offe (1990, 135-150), de reconocida autoridad. Parece evidente, tal como afirma este
autor, muy cercano a la corriente marxista, que la unión entre el Estado de bienestar y la
democracia occidental es tan fuerte que no puede abolirse de forma separada uno de
estos dos polos; por ello, es impensable el prescindir hoy de este modelo social,
considerado como un logro de las democracias desarrolladas.
Ahora bien, a partir de los años ochenta, sobre todo en los países de la zona centro y
norte de Europa, la falta de recursos económicos y sociales por parte del Estado, al
margen de otros factores de corte ideológico y de presión ciudadana, provocan la
necesidad de incorporar sectores no estatales a la gestión del bienestar, con el objetivo de
ayudar a la Administración pública en la universalización de una serie de prestaciones
sociales como la sanidad, educación, vivienda, empleo, etc. Nace así la llamada sociedad
del bienestar. Los rasgos de esa sociedad del bienestar, siguiendo las apreciaciones de A.
Ojeda Marín (1993: 48-49), pueden cifrarse en los siguientes:

— Auxilio recíproco entre los sectores público y privado. Desaparece, por tanto,
la dialéctica tradicional de oposición entre dos parcelas de la sociedad
llamadas a una estrecha colaboración.
— Racionalización de los gastos del bienestar, evitando el drenaje de recursos
hacia los gastos corrientes. Sin entrar en modelos ideológicos, se trata de
"impedir que la rentabilidad social justifique siempre la falta de rentabilidad
económica".
— Facilitar la participación de asociaciones, fundaciones, sociedades mercantiles
y grupos de interés en el diseño, ejecución y control de los programas de
bienestar. Sin duda, como tendremos oportunidad de significar con más
detalle, nos parece uno de los temas claves a la hora de hablar de
vertebración o cohesión social. El individualismo insolidario o la indiferencia,
únicamente pueden hacerse frente a través de la participación y el desarrollo
de la misma.
— Estimular la presencia de la iniciativa privada en la gestión de los servicios
sociales. La Administración pública no puede, dada su precariedad fiscal,
soportar todas y cada una de las cargas sociales.
— Y para finalizar, debe fomentarse el ahorro privado y las transferencias
intergeneracionales voluntarias de renta y patrimonio, siempre que se
controle la inflación de una manera eficaz.

Así pues, aunque la gestión pluralista de servicios y prestaciones sociales venga ya


de antiguo, no es de extrañar que en nuestro país hayan surgido recientes intentos de
abordar la problemática en su conjunto (García Roca, 1994, y S. Giner y S. Sarasa,
1996). Al margen ya de cualquier opción ideológica, nos permitimos insistir, parece
incuestionable la necesidad de aunar esfuerzos y no dividirse en absurdas disquisiciones.
Estado y sociedad, sociedad civil y poder público, deberán participar en la organización,
gestión y consecución de un objetivo común: el bienestar de todos los ciudadanos.

85
Ahora bien, el tema de la colaboración entre Estado y sociedad adquiere su
verdadero cariz conflictivo cuando es vinculado a la dicotomía "público vs. privado".
¿Hasta qué punto el Estado –preferentemente por cuestiones financieras– debe dejar el
bienestar y sus políticas en manos del elemento privado?; ¿deben garantizarse unos
servicios mínimos, sobre todo en favor de los más débiles, y dejar otros más
especializados en manos privadas?; ¿cómo se entiende o desde qué perspectiva los
procesos de privatización?; ¿es posible privatizar la gestión sin perder el control en aras
de la salvaguardia del bien común?… ésas son –desde nuestra óptica– algunas de las
cuestiones que canalizan el debate actual sobre el diseño, control y financiación de las
políticas socioeducativas. G. Rodríguez Cabrero (1991) recoge los trabajos de
reconocidos autores que teorizan al respecto de esta polémica desde diferentes países
como son Gran Bretaña (P. Taylor-Gooby), Italia (U. Ascoli), Francia (N. Murard) y
España (J. Ruiz-Huerta), demostrando la existencia de diversos modelos y posibilidades
de actuación. En todos ellos, con matices, se pone de manifiesto la necesaria
colaboración entre los dos sectores, pues aunque sus límites dentro del Estado de
bienestar son especialmente difusos e incluso inexistentes, muchas veces la separación
entre el Estado y la sociedad civil resulta, en palabras del profesor de la Universidad de
Alcalá de Henares, "recurrente y fuertemente ideologizada".
Esta misma idea de corresponsabilidad del Estado con la sociedad ha generado un
intenso debate en el terreno educativo, preferentemente en el ámbito formal. Siempre
que las administraciones públicas asuman el mantenimiento de unos mínimos básicos
para todos los ciudadanos, en absoluto negociables, el resto puede entrar en el juego
mercantil entre proveedores privados y el propio Estado. Como ocurre en la actualidad,
el hecho de que el Estado asuma el papel orientador de los grandes principios y
salvaguardia de los ideales políticos, abre paso a que sea la sociedad civil la encargada de
ejecutar algunas de esas políticas.
En el ámbito socioeducativo, J. García Roca (1992: 17) apuesta, sin descalificar los
paradigmas tradicionales de ambos sectores, por un "sistema mixto" entre lo público y lo
privado con una relación de "complementariedad" y no de "contraposición, colonización
o yuxtaposición", reafirmando la autonomía de cada uno de ellos. Este renovado sistema
encierra –al menos– tres dimensiones: una nueva filosofía de la acción, en la medida que
incorpora distintos y plurales agentes sociales; un método que permite redistribuir las
responsabilidades en la producción de los servicios entre la totalidad de agentes sociales,
redefiniendo sus funciones; y, finalmente, un evaluador del sistema que permita
identificar sus fuerzas y debilidades, así como determinar sus amenazas y posibilidades
de desarrollo. En definitiva, el nuevo paradigma postula la consideración del Estado
social como solución superadora de la crisis del Estado de bienestar.
Tres itinerarios de futuro propone (J. García Roca, 1992: 21-38 y 157-159) como
tareas fundamentales a desarrollar en busca de la mejora del bienestar: la
democratización económica, es decir, la distribución de la riqueza adaptando
instrumentos de lucha contra la desigualdad social a través de estrategias preventivas y
compensadoras; la socialización del poder, en la medida que otorgue a cada ciudadano

86
un papel activo y crítico en la gestión de la comunidad; finalmente, la conformación de
una ciudadanía social, en la medida que seamos capaces de formar un ciudadano que
considere autónomamente el bien común, disfrutando de una serie de derechos por
pertenencia a esa comunidad. Sin duda, ahí, en el desarrollo de este Estado social,
comienza la verdadera calidad de vida: un triple campo que guarda sustantivas
coincidencias con algunas perspectivas que manteníamos en el primer capítulo sobre las
áreas o vías de las políticas de educación social.
Quizá un apunte de solución más para relanzar el modelo de bienestar, muy en la
dimensión expresada anteriormente, puede estar en la superación del recortado Estado de
bienestar actual por el Estado de justicia (A. Cortina, 1997: 84-88), concepto ya
propuesto hace algunas décadas por el profesor Aranguren en su Ética y Política,
estableciendo una línea divisoria clara entre la protección de derechos básicos y la
aspiración de deseos infinitos; lo primero es una responsabilidad social de justicia, que no
puede quedar en manos privadas o fuera del control público, sino que sigue haciendo
indispensable un nuevo Estado social de derecho, un Estado de justicia, no de mero
bienestar residual; lo segundo, vinculado a la anteriormente citada ética de máximos,
únicamente puede quedar legitimado en la medida en que una sociedad tiene cubierta su
supervivencia básica.
Esta argumentación sobre lo público y lo privado nos conduce con carácter de
necesariedad a plantear uno de los temas más recurrentes de la sociología actual; nos
referimos a la sociedad civil y su creciente importancia. En España han sido los trabajos
de V. Pérez Díaz (1987, 1993, 1997), entre otros autores, los primeros en impulsar la
reflexión sobre este tema, desde una perspectiva sociológica y aun de filosofía política.
Lejos de contraponer sociedad civil y Estado, poder real y poder legal o poder de hecho
frente a poder legítimo, propio de argumentaciones ya superadas, define la sociedad civil
como el "espacio donde las asociaciones y los individuos que forman el tejido social
actúan en su capacidad de ciudadanos y, como tales, de participación en una
conversación cívica referida a qué sea el bien común" (V. Pérez Díaz, 1997: 158-159).
En este sentido, la sociedad civil deberá integrar todo tipo de asociaciones y
movimientos sociales públicos y privados, a excepción de lo puramente institucional
(Estado), propiamente político (partidos) y de lo laboral (sindicatos). No deberá ser una
mera abstracción, sino una realidad que favorezca la participación y la cohesión social en
aras del bienestar, combinando –pues– la esfera pública, las asociaciones voluntarias y los
mercados. Sin duda, la sociedad civil comienza a tener un papel creciente en la
producción y distribución del bienestar; también del socioeducativo, como veremos en el
capítulo dedicado a las posibilidades de la administración local en la educación social,
donde abordaremos las llamadas "pedagogías de la sociedad civil", como formas de
actuación educativa provocadas y auspiciadas por la ciudadanía.
Y todavía una afirmación más al respecto. Es evidente que el Estado ha dejado de
ser un poder hegemónico que todo lo regula, incluso los conflictos entre fuerzas sociales
e intereses de clase, para solicitar ayuda, cuando no descargar todo su peso, en la
sociedad civil; así pues, como han puesto de manifiesto varios autores –quizá sea D.

87
Harris (1990) de los primeros–, el debate se centra ahora en analizar si es posible la
ansiada sociedad del bienestar sin un Estado de bienestar, o se necesitan de forma mutua.
Aun cuando la perspectiva ideológica de la que se parta, se presenta como algo clave a la
hora de posicionarse ante esta cuestión, parece difícil –hoy por hoy– contestar
afirmativamente a esta cuestión. Nadie duda, en cualquier caso, que durante el siglo XXI
será necesario revisar y llenar de contenido la dialéctica Estado-sociedad.
Sumando un peldaño más, ahora desde análisis propiamente intelectuales, comienza
a abrirse paso un nuevo concepto más global y multidimensional para calificar esta forma
de intervención social, nos referimos a la llamada cultura del bienestar (A. Petrus, 1995:
214-217).
Ciertamente pueden ser muchas las acepciones del término "cultura", un concepto
polisémico y de enfoque pluridisciplinar, a la altura de algunos otros que venimos
manejando. Desde nuestra perspectiva, es válido entender por cultura aquel todo
complejo que incluye el conocimiento, pautas de pensamiento, costumbres, normas,
creencias y conductas que regulan las actividades materiales y mentales de un pueblo,
grupo o sociedad, en su intento de adaptar el medio en que viven a sus necesidades. En
esta misma línea, por "cultura del bienestar", podemos entender una nueva forma de
abordar las relaciones sociales, la conformación de un conjunto de actitudes, sistema de
valores o principios orientados hacia una mayor calidad de vida; en definitiva, un
pensamiento, una forma de analizar la sociedad, una serie de presupuestos básicos desde
los que entender el mundo.
No sería otra cosa, por tanto, que esa conciencia colectiva encaminada a unas
nuevas formas de convivencia humana y conformada por la amalgama de principios
(justicia, libertad, igualdad y pluralismo político), medios (democracia) y objetivos
(bienestar, calidad de vida, bien común), todo ello enmarcado en un Estado social y
democrático de derecho, del que hemos estado hablando en el capítulo precedente. Sería,
por tanto, el triángulo formado por un triple vértice: la garantía de unos niveles mínimos
de bienestar, el reconocimiento y aplicación de una serie de libertades y derechos
fundamentales, y la consolidación de un renovado concepto de ciudadanía.
Se huye del individualismo en favor del compromiso cívico; de la exclusión a la
integración; de la confrontación entre grupos hacia la concertación como medio de
diálogo y escucha empática; del aislamiento a la participación en favor de una sociedad
civil cohesionada; de la lógica del mercado a un modelo integrado con la ética de la
solidaridad; de la mutilación de la ciudadanía a la lucha activa por el bien común; de los
sentimientos racistas negativos a la aceptación de la diversidad; de la anomia social al
reconocimiento y respeto del otro; en definitiva, de la pasividad individual a ciudadanos
capaces de exigir sus derechos y asumir sus responsabilidades, en el marco de una
especial sensibilización por el hecho cultural como dinamizador de un desarrollo
sostenible.
En este orden de cosas, nos permitimos llamar la atención sobre el último aspecto
del párrafo anterior –asumir responsabilidades–. La cultura del bienestar está compuesta
también por compromisos que, junto a servicios y prestaciones, se presentan como dos

88
caras de una misma moneda; nos obliga a trabajar por el bien común y, por tanto, de
manera especial, por los colectivos más desfavorecidos, aquellos que no tienen
suficientemente garantizados los derechos básicos en constante apelación a una ética de
la solidaridad universal. El sentido de la responsabilidad nos lleva a sentirnos
protagonistas, encargados y garantes de determinadas formas y modos de
funcionamiento social. El desmoronamiento de los fundamentos aseguradores del sistema
–ha escrito recientemente Pierre Rosanvallon (1995: 49)– hace necesario que tome el
relevo una lógica solidarista, "donde vínculo social y vínculo cívico se confunden"; como
nos indica en el capítulo 3, hay que diseñar "los nuevos caminos de la solidaridad" en el
marco de un nuevo paisaje social cuyo relieve comienza a dibujarse.
La cultura del bienestar, tal y como la venimos conceptualizando, estaría
conformada sobre cuatro grandes pilares: justicia social, eficacia económica, democracia
política y pluralismo cultural. La consolidación de la coexistencia y desarrollo equitativo
de estos principios, así como la interiorización por la ciudadanía a través de su difusión y
aprendizaje, es el reto –también de la educación social– para el siglo XXI.

3.3. Hacia el siglo XXI: las políticas socioeducativas en la crisis del Estado de
bienestar

Así pues, una vez realizada la radiografía de algunos de los problemas y desajustes
del Estado de bienestar, así como anotadas las perspectivas actuales sobre los conceptos
de sociedad y cultura del bienestar, debemos plantearnos ¿Cuál será el papel de la
política de la educación social y sus políticas en la superación de la crisis del modelo
de bienestar?… Es ésta una pregunta clave para nosotros, toda vez que es evidente la
necesidad de pensar en la formación y/o educación como una de las herramientas más
poderosas para lograr la ansiada calidad de vida. Dicho de otra manera, el futuro Estado
de bienestar no tiene sentido sin una referencia expresa a lo educativo, en el marco de
una nueva cultura del bienestar. Por ello, queremos retomar aquí la invitación del
profesor Antoni Petrus (1995: 216), expresada en el XI Congreso Nacional de
Pedagogía, a realizar una seria reflexión acerca del papel que la educación social debe
jugar frente a la aparición de nuevas formas de exclusión en los próximos procesos de
reajuste de los modelos de bienestar. En consecuencia, intentaremos apoyar dicha
reflexión, desde nuestra mirada política de la educación social, planteándonos algunos
puntos de la tarea a realizar por las políticas socio-educativas y su contribución a mejorar
los conflictos y tensiones de nuestra sociedad actual, en el pleno convencimiento de la
importancia de las mejoras que puede aportar el educador social como un verdadero
agente de cambio social.
Como en el caso de las problemáticas o tendencias desajustadas, anteriormente
descritas, vamos a proceder con las posibles soluciones; es decir, señalando –sin ánimo
de exhaustividad– algunos aspectos significativos que deben perfilar el papel de la
educación social en la conformación y difusión de la cultura del bienestar.

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1. La "cultura del bienestar" es impensable sin el elemento educativo. La
educación social está llamada a conformar esa nueva cultura capaz de transformar y
mejorar el mundo. Sin una referencia a lo educativo no es posible definir completamente
el bienestar (J. López Hidalgo, 1992: 158). El sociólogo M. Fernández Enguita (E.
Alvarado Pérez, 1998: 243-252) ha incidido, por ejemplo, sobre "el carácter central y
paradigmático de la política educativa dentro del conjunto de las políticas públicas del
Estado de bienestar". Y es que la educación asume y representa, mejor que cualquier
otro servicio público (seguridad social, servicios sanitarios, pensiones…), los ideales de
una sociedad más justa y de oportunidades igualitarias; es más, mientras que este tipo de
prestaciones tienen un carácter contributivo o simplemente reproductivo, la educación
pretende mantener una perspectiva igualitaria, cuando no de compensación o
discriminación positiva en favor de los más necesitados. El caso de la mujer puede ser
paradigmático en este sentido; de los tres "mundos" de socialización (escuela, hogar y
empleo), es el primero –con mucho– donde su rol social ha progresado más en aras de
ese objetivo equiparador.
Y no acaban ahí las estrechas relaciones entre educación y bienestar. Si el segundo
es el objetivo prioritario de la primera, ésta es un elemento básico de aquél, como lo
demuestran los informes y materiales de trabajo que diversas organizaciones mundiales
realizan sobre el desarrollo. En ellos, la educación y el conocimiento conforman la
estrategia primordial para un desarrollo humano sostenible. Dentro de las políticas
públicas y de los indicadores de calidad de vida barajados en este tipo de documentos, es
la educación la que encabeza la lista por delante de las políticas sociales básicas (salud,
ocio, trabajo, cultura…), las políticas de comunicación social o políticas más sectoriales
dirigidas a colectivos concretos como la infancia, juventud, tercera edad o mujeres.
Como ha señalado recientemente el director general de la Unesco, Federico Mayor
Zaragoza, en un escrito personal redactado y enviado con motivo de un simposium
conmemorativo del 50 Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, organizado por el Centro Unesco-Aragón, la educación es la clave de la
transformación pacífica que nos hace transitar de la razón de la fuerza a la fuerza de la
razón, el "principio dinámico capaz de garantizar el desarrollo moral y material de la
sociedad y de asegurar la gobernabilidad democrática". Afirmaciones como la educación
encierra un tesoro, la educación es el principal factor de desarrollo y progreso social, la
igualdad de oportunidades sólo será efectiva con la ayuda de la educación, la educación
es la llave, y otras de cuño parecido, refuerzan nuestro aserto.
La consolidación de la cultura del bienestar permite o debe permitir a la educación
social ayudar a superar el enfoque asistencialista y benéfico de algunas políticas sociales,
para caminar hacia otros parámetros cercanos al bienestar como modelo de acción global;
la exclusión no sólo se refiere a niveles de desigualdad, sino a mecanismos que operan de
forma precisa, apartando a grupos de personas de la corriente principal de la sociedad y
del mecanismo de dinamizar sus posibilidades para el desarrollo de las comunidades. La
perspectiva socioeducativa se presenta como necesaria en el marco de una sociedad
moderna: la potenciación de la autonomía del hombre, el desarrollo comunitario, la

90
democracia cultural, la continua complejización social, las demandas de reconversiones
laborales, la sociedad del ocio… y otros factores, conceden a la educación la orientación
del camino plausible de las futuras políticas sociales, si buscamos una "sociedad de
bienestar positivo", en palabras de A. Giddens (1999: 125), una "sociedad inclusiva".
Con estos presupuestos de partida, creemos estar legitimados para reclamar de la
política social un esfuerzo por vincularse a lo formativo, con la intención de no acabar –
como decimos– en un enfoque exclusivamente asistencialista. No basta con el necesario
reconocimiento "protector" de una serie de derechos y prestaciones sociales, es preciso
crear las condiciones para poder ejercer esos derechos, lo que significa promover
políticas de conocimiento y concienciación, que lleven a la formación de actitudes
comprometidas con uno mismo y con los demás. La acción social, de otro lado, deberá
evitar la creación de dependencias que conviertan a los sujetos en objetos de la
intervención social, tratando de orientar –por el contrario– el papel protagonista de cada
una de las personas, para lo cual la autonomía y un ejercicio de la libertad consciente es
imprescindible. Como recientemente ha escrito D. López Garrido (1998: 20), la política,
como cualquier actividad humana, no debe limitarse al intento de satisfacer las
necesidades existentes, sino que debe ser capaz de hacer caminar a los hombres hacia la
cultura; coincidimos con esta dimensión de la política, y –sin duda– deberá ser uno de los
elementos integrantes de nuestra cultura del bienestar, donde se presenta como necesario
el "pasar de la cultura de las necesidades a la necesidad de la cultura".

2. La educación social contiene una referencia ineludible a lo cívico y al concepto


de ciudadanía. Con ello nos aproximamos a otro aspecto muy relacionado con el tema
que nos ocupa y cuya atención puede ayudarnos a perfilar la relación entre cultura del
bienestar y educación social. Nos referimos al viejo concepto de ciudadanía, conformado
en la síntesis armónica de tres vectores: un conjunto de derechos y deberes, una serie de
comportamientos cívicos efectivos y un sistema de valores o convicciones morales que le
ofrecen apoyo (G. Hermet, 1993: 200-203). Se trata de cultivar el sentimiento de
pertenencia a un determinado grupo, en el que disfrutas de unos derechos y estás
obligado –mediante ese compromiso de unidad– a una serie de responsabilidades y
conductas solidarias. Nadie duda hoy, en palabras de G. Procacci (S. García y S. Lukes,
1999: 15-44), que el derecho al bienestar se ha convertido en una parte esencial del
concepto de ciudadanía.
Recordemos que entre esos valores cívicos conformadores de una auténtica
ciudadanía destacan –de acuerdo con la profesora Adela Cortina (1997: 229-250)– la
libertad en sus tres acepciones de participación, independencia y autonomía; la igualdad,
al menos en dignidad humana; la solidaridad con tendencia a lo universal; el respeto
activo o tolerancia reflexionada, y, finalmente, la disposición a resolver los problemas
comunes a través del diálogo o el "aprender a vivir juntos", como recoge el Informe a la
Unesco de la Comisión Internacional sobre la educación para el siglo XXI (Informe J.
Delors, 1996).
Por ese conjunto de virtudes cívicas que debe aprender un ciudadano (civismo) es

91
por las que se interroga A. Mayordomo (1998): ¿qué es lo que ha de aprender hoy un
ciudadano?; ¿cómo ha de asumirse desde la educación el trabajo de preparar a nuestros
jóvenes para "construirse su particular equilibrio de libertad personal y responsabilidad
solidaria"?… La respuesta a estas interesantes preguntas, en la línea de lo expresado en el
párrafo anterior, y siguiendo a Agnes Heller, a la que cita, se concreta en las siguientes
claves de un programa formativo para la cultura cívica en una sociedad democrática: la
tolerancia, la valentía cívica, la solidaridad y dos virtudes –ahora más de carácter
intelectual– como son la prudencia en la aplicación de la norma y la racionalidad
discursiva o disposición a participar en un discurso racional sobre la corrección o justicia
de las instituciones, las leyes y los acuerdos. De esta cultura del bienestar forma parte esa
cultura cívica que Mayordomo defiende como creadora de capacidades y recursos para
el "estímulo de los medios necesarios para el fortalecimiento de un verdadero y real
impulso al conjunto de derechos y libertades cívicas que las sociedades democráticas
conllevan" (A. Mayordomo, 1998: 128).
Por su parte, Juan Carlos Tedesco (1995b: 79-80) resume en tres las capacidades
específicas que debe posibilitar una correcta formación del ciudadano: la capacidad de
elegir, como una de las características centrales de la vida democrática; la capacidad de
resolver conflictos que desarrollen modos satisfactorios de comportamiento frente a la
violencia, y, no menos importante, la capacidad de saber ejercer la solidaridad, como
antídoto frente a la exclusión, soledad y marginalidad de nuestras sociedades modernas.
Sin duda, esta "cultura pública de convivencia" que expresa –como vemos– unos
determinados valores morales y unas creencias acerca de la sociabilidad humana, tal
como definen el civismo dos especialistas en estos temas (V. Camps y S. Giner, 1998:
14-15), forman parte –y nada despreciable– de la cultura del bienestar que proponemos.
Comparto, por tanto, con el profesor Petrus (1996: 22) que la cultura del bienestar,
haciendo suyo el principio de igualdad de oportunidades, deberá posibilitar que la
mayoría de los ciudadanos entiendan, y practiquen en su vida cotidiana, sus derechos y
libertades.
Resulta evidente, pero queremos insistir una vez más, que la cultura del bienestar
debe ser enseñada y aprendida, convirtiéndose en un objetivo prioritario de la educación
social, en la medida que se plantea promover una conciencia colectiva y un conjunto de
valores comunes asumidos por todos los ciudadanos; se trata de apelar a la función
transformadora de la educación y facilitar la dinamización social. Trataremos de precisar,
ahora, las tareas y contribuciones de la educación social en la solución de los problemas
planteados y en la conformación y asimilación, por parte de la ciudadanía, de esa "cultura
del bienestar".

3. Una de las actitudes más sólidas conformadoras de esa cultura es la


participación. Nos parece el mejor antidoto para la falta de compromiso cívico que
viven algunas sociedades en este tránsito de siglo, como ha puesto de manifiesto el
Informe Delors (1996: 55-73). Por ello, en la búsqueda de una sociedad comprometida
capaz de superar el exceso de individualismo, deben jugar un papel importante las

92
intervenciones de educación social, fomentando la participación y ayudando a conformar
y difundir ese conjunto de actitudes, principios y valores que hemos definido como
cultura del bienestar.
Frente a esa realidad deseable, es fácil advertir otra caracterizada por lo que Nicolas
Tenzer (1992) denomina una "sociedad despolitizada". En esa situación, se constata una
crisis política aguda, revestida por tres elementos principales: un sentimiento de inutilidad
y anomia participativa, una visión particularista de los temas políticos y la desaparición de
un sentimiento de comunidad. El monopolio de la vida política ha quedado en manos de
una pseudo "clase social" (los políticos) muy alejada de la realidad y con la única
conexión del voto electoral; el compromiso por ambas partes –sigue argumentando
Tenzer– no pasa de una relación distante, fría y esporádica, entendiendo el consenso no
como una unidad de convivencia, sino como un recurso de tolerancia indiferente.
Esta despolitización de la sociedad, todo hay que decirlo, es también consecuencia
de la ineficacia de algunos sectores políticos a la hora de atender las peticiones de sus
administrados, que no sólo les retiran su apoyo electoral, sino que se alejan cada vez más
de la participación en las urnas, lo que produce cierta crisis de legitimación del sistema.
Bien es cierto que movimientos ecologistas, por la paz, feministas y otros movimientos
sociales alternativos –incluidas algún tipo de ONG no clientelistas–, surgidos en los
últimos años, tal como escribe J. Pastor Verdú (D. López Garrido, 1998: 247-268), han
tratado de atenuar esta falta de compromiso activo y solidario, así como "han servido de
catalizador del descontento ciudadano frente a la democracia real existente"; su labor
debe ser fomentada y aprovechada por los educadores sociales en una relación sinérgica,
que trabaja por un objetivo común.
Así pues, ante la necesidad de estas sociedades postindustriales de generar entre sus
miembros un tipo de identidad donde se reconozcan, superando el déficit de adhesión
que padecen (A. Cortina, 1997), debe surgir la participación como mecanismo previo al
fomento de la cohesión. Como hemos reiterado varias veces en este mismo texto, la
educación social debe aprovechar el enfoque metodológico utilizado en sus procesos e
intervenciones para ayudar a establecer canales de participación y facilitar elementos
vertebradores, puestos a disposición de todos los miembros de una determinada
sociedad; sólo así, en la participación, en el sentimiento de una integración activa el
hombre puede disfrutar plenamente de su libertad.
En este sentido, no podemos dejar pasar esta oportunidad para recordar a todos los
sectores sociales que participan en la educación formal la necesidad de ejercer su derecho
a la participación, ofreciendo así un ejemplo de compromiso con el bien común de toda
la sociedad; no debe olvidarse que el escolar del presente es el ciudadano del mañana y
que lo vivido y aprendido en el ámbito escolar es luego trasladado con suma facilidad a
sus relaciones sociales adultas. Apostamos, pues, por una participación intensiva o
"integral", frente a la mínima o "clientelar" (J. M. Fernández, 1999: 142-152), favorecida
por políticas de corte muy diverso que abogan por sistemas democráticos mínimos o
representativos, donde la participación es apenas necesaria y percibida, en algunos casos,
como actividades subversivas o perniciosas para el propio sistema. De otro lado, aquella

93
dimensión –ya anotada– que vinculaba las políticas de educación social como
intervenciones o prácticas para el cambio o transformación social pone de relieve, una
vez más, esta referencia a la necesidad de lo participativo en el campo del conocimiento
para la acción y la construcción social y comunitaria. Las políticas socioeducativas
buscarán aquí integrar formativamente ese principio en la propia práctica de la
convivencia social y del trabajo formativo.
Con todo, la educación formal en general, y la educación social en particualr, están
llamadas a fomentar una actitud participativa en toda la población y, sin que esto
signifique la utilización de la educación al servicio de una formación ideológica partidista,
deben trabajar por revalorizar socialmente "lo político", como reacción a la ausencia de
compromiso social. No faltan autores (A. Touraine, 1997: 365-394) que reclaman
"sistemas de educación renovados", ante la evidente crisis de la cultura escolar actual; la
libertad personal del sujeto, la necesaria comunicación intercultural y la gestión
democrática de la sociedad y sus cambios deben ser los ejes sobre los que gravite los
"nuevos modos" de la actuación educativa.

4. Otra de las contribuciones de las políticas socioeducativas a la conformación de la


cultura del bienestar y, por ende, a la reestructuración y redefinición de los modelos de
bienestar, es mostrar la necesidad de que toda acción/intervención de las políticas
públicas deben tener un carácter global, es decir, deben estar dirigidas a toda la
población e integradas en un "todo" multidisciplinar. Esta apelación a lo universal puede y
debe ser utilizada para aprovechar la fuerza del colectivo en la articulación de un
proyecto común de vertebración social; la igualdad de oportunidades, el establecimiento
de unos mínimos de bienestar o la conformación de una determinada cultura, es algo que
se vincula a la totalidad de la población, con lo que precisamos herramientas de atención
global como la educación social y sus políticas socioeducativas; la acción social,
pensamos, reclama y exige ese carácter de globalidad, bajo la creencia de la unidad e
individualidad del ser humano, por lo que cualquier intervención aislada afecta a la
totalidad de su personalidad. Un ejemplo, en este sentido, es el sistema integrado que
conforman los derechos del hombre (J. García Roca, 1992: 30-31), por lo que la
separación de los políticos o civiles de los sociales es una pura patraña ideológica.
Un aspecto vinculado a esa globalidad de la educación social es la posibilidad de
presentarse como una segunda o tercera oportunidad para que buena parte de la
población se acerque a la cultura a través de la educación. No debemos olvidar, y así lo
hemos puesto de manifiesto en varias partes de este mismo trabajo, que una de las
funciones de la educación social como contribución a la cultura del bienestar es la de
poner de relieve la importancia de lo educativo más allá de lo escolar. Una educación sin
barreras o muros y la consolidación de los procesos de educación permanente durante
toda la vida constituyen desafíos fundamentales para el siglo XXI.
Son esos mismos desafíos los que reclaman una articulación intensa y flexible entre
la educación reglada y la no formal. Nadie pone en duda que la escuela y la familia –
agencias de socialización primaria por excelencia– han perdido capacidad de socialización

94
en los últimos años; diversos autores nos hablan del "déficit de socialización de la
sociedad contemporánea" que –como hemos tenido oportunidad de comentar– nos lleva
a una ausencia de valores y pautas culturales de cohesión social. En consecuencia,
además de la necesidad de recuperar de forma efectiva las funciones de socialización por
parte de las instituciones encargadas al efecto, debemos ser capaces de estrechar los
lazos de colaboración entre la propia escuela y otros agentes de socialización, claramente
vinculados a la educación social.
Estamos situándonos en el terreno de concepciones ampliadas de la educación, de lo
que se ha llamado la "educogenia" (P. Furter, 1984): todo aquello que sostiene y puede
sostener una formación difusa, definida como la capacidad global de formación que tiene
un medio o un conjunto de contribuciones. Esas concepciones tratan de completar,
prolongar y sustituirla formación escolar de sectores que fueron marginados en el
proceso de desarrollo e intentan hacerlo con la creación de "parasistemas educativos", o
alternativas que exceden los tiempos y espacios de la educación reglada.
El propio J. Carlos Tedesco, en el II Congreso Estatal de Educación Social,
celebrado en Madrid a finales de 1998, presentó una interesante ponencia sobre "Los
fenómenos de segregación y exclusión social en la sociedad del conocimiento y de la
información", de la que disponemos en texto pendiente de publicación, donde afirmaba
que "es preciso romper el aislamiento institucional de la escuela, abriéndola a los
requerimientos de la sociedad y redefiniendo sus pactos con los otros agentes
socializadores"; sin duda, además de la familia y los medios de comunicación, se estaba
refiriendo a la educación social y sus políticas socioeducativas. Es evidente, por tanto, y
así lo ha expresado Alfons Martinell (1996: 398), la importancia de no aislar las políticas
respecto a una determinada política de otras situaciones más globales, manteniendo que
no es posible separar la referencia a las políticas públicas de la educación social como
mediadoras de otros aspectos y políticas generales de la sociedad.

5. Una verdadera apuesta por el desarrollo humano –como base– insta a que la
cultura del bienestar deba enseñar al hombre a ser capaz de moderar el efecto de las
nuevas tecnologías y poner éstas al servicio del bienestar de los hombres y de los
pueblos, haciendo aparecer –por encima de todo– los valores primarios de su
autenticidad y autonomía personal y comunitaria, frente a las acuciantes exigencias del
hombre que hace o trabaja; la contribución de la educación social se presenta también
aquí como una prioridad de futuro.
Pero, por otra parte, el acelerado progreso científico-tecnológico que lleva
emparejado la sociedad de las "nuevas tecnologías" produce un notable efecto sobre los
modos de vida del hombre actual; el mundo laboral es un ejemplo paradigmático de esta
situación. La idea de un único puesto de trabajo para toda la vida, valorada muy
positivamente en épocas pasadas, ha quedado desterrada por la necesidad de cambiar de
ocupación ante un mercado cambiante dominado por la máquina y su desarrollo
científico-técnico. Todo ello reclama políticas de inserción sociolaboral en el marco de
una sólida formación ocupacional, como uno de los ámbitos de futuro en el ya extenso

95
campo de la educación social. "Las políticas educativas –han escrito J. M. Fernández
Soria y A. Mayordomo (1993: 40)– tienen un importante reto en el objetivo de conseguir
personas capaces de adaptarse al cambio y flexibles a la hora de adquirir conocimientos y
destrezas precisos para facilitarles ese cambio y para desempeñar la multitud de tareas
que la celeridad y la ubicuidad de la innovación tecnológica le van a demandar."
De otro lado, vivimos en un mundo de continua especialización y progreso
científico. No se entiende al hombre de hoy, integrado y capaz de dominar los
parámetros básicos de la cultura, sin un conocimiento expreso de herramientas que hace
apenas unos años eran inimaginables: los idiomas, el uso de la informática, la conexión de
Internet, por citar algunos ejemplos, forman parte de la vida cotidiana de algunos
sectores sociales, sin duda dominantes, y dejan excluidos –bajo estas formas
sofisticadas– a una buena parte de la población. Resulta obvio, por tanto, que uno de los
efectos indeseados de la sociedad de la información y de la interconexión planetaria de
redes de comunicación que apelan a la globalidad es la posibilidad de fragmentación
social provocada por la pérdida de identidad y sentido de pertenencia a un determindo
grupo (nación, cultura, territorio…); nos es cercano lo que ocurre a miles de kilómetros e
ignoramos los problemas y situaciones de los individuos próximos a nosotros. La falta de
compromiso y desafección para con la realidad que nos rodea, especialmente "lo
público", es más que evidente.
La educación social, como uno de sus desafíos de futuro, debe ser capaz de
moderar y dar un sentido adecuado al fenómeno de la globalización, superando los
enfrentamientos entre "lo nacional" y "lo local", entre lo global y lo universal o entre la
identidad y la diferencia; como se pone de manifiesto de forma reiterada en la realidad
actual, la educación debe "enseñar a pensar globalmente, actuando localmente". Por todo
ello, queremos remarcar la importancia de las políticas socioeducativas como medio de
ilusionar a los colectivos, de superar el desinterés por lo público y el tratamiento solidario
de la diferencia; en definitiva, como una posibilidad de fomentar la identidad, enseñando
"en" y "la" diferencia, entendida ésta como complemento y no como criterio de
exclusión.
Las políticas socioeducativas, como instrumento de la cultura del bienestar, deben
trabajar por la erradicación de todo tipo de exclusión, incluidas estas nuevas barreras de
"alto standing". No es suficiente la progresiva introducción de conocimientos científicos
en los currículos escolares (información), que no pueden seguir el ritmo vertiginoso del
avance tecnológico; es necesario dotar al estudiante de una serie de herramientas y
actitudes de reflexión crítica (formación), que le faciliten la adaptación a esos procesos de
cambio. Además de la inexcusable conexión y ayuda mutua entre la escuela y el ámbito
de la educación no formal, la educación social debe dar la oportunidad de ofrecer otra
vez o de culminar la tarea iniciada por la institución escolar, a la hora de desarrollar ese
bagaje instrumental de conocimientos y consolidar el espíritu y la reflexión crítica del
individuo ante los procesos de cambio social.
Esta idea de inversión de futuro que subyace en los planteamientos anteriormente
comentados debe trasladarse al campo de la política social, carente –en algunos casos–

96
de planificación y excesivamente vinculada a las soluciones concretas o de "parcheo".
Bien es cierto que en muchas ocasiones, sobre todo las encaminadas a solucionar
situaciones de marginación y problemas de extrema pobreza, están condicionadas por la
inmediatez de destinar recursos para paliar la causa de la exclusión; ahora bien, es
necesario trabajar más y mejor con la sociedad emergente –tal como poníamos de
manifiesto en el capítulo anterior–, al objeto de dedicar una parte del costo de la factura
social a la prevención y planificación de intervenciones futuras, capaces de combinar la
eficacia y la racionalidad socioeconómica; la acción social no sólo debe intervenir sobre
los efectos, sino –especialmente– sobre las causas. La educación social y la vinculación
del componente formativo a las políticas sociales debe ir acompañado de ese carácter
prospectivo y trabajo con la sociedad del futuro; en palabras de A. Petrus (1995: 211),
"está claro que eficacia, política social y educación social son conceptos que deben
configurar una acción de cambio social conjunta".

6. Y para finalizar, no podemos dejar de detenernos en otro desafío de futuro de las


políticas de la educación social, entendidas como elemento mediacional entre
parámetros presentados como excluyentes y cuya complementariedad es vital para la
conformación de la cultura del bienestar. Se trata de una serie de dicotomías o visiones
contrapuestas de elementos, en principio distantes, pero cuya colaboración mutua es
precisa para el progreso del bien común: lógica del mercado vs. ética de la solidaridad,
cliente vs. ciudadano, interés individual vs. solidaridad colectiva, educador profesional vs.
voluntariado, sector público vs. sector privado, son ejemplos de mundos diversos o
aporías que necesitan un filtro mediacional al objeto de flexibilizar sus relaciones y no
quedar esclerotizadas. La educación social, como elemento mediador y dinamizador,
debe concurrir a la tarea de facilitar la integración de estas visiones diferentes en la
cultura del bienestar.
Como expresa G. Peces-Barba (1995: 32), "sólo un equilibrio entre mercado y
Estado Social puede mantener una esperanza en la generalización de la humanización".
La cultura del bienestar debe asumir el principio de comunicar ética y economía,
demostrando la necesidad de sentar las bases de un nuevo compromiso que una la
eficacia económica con la solidaridad ética; la democracia y sus exigencias de igualdad,
con los principios rectores de una economía de mercado; en definitiva, la necesidad de
establecer un nivel mínimo de servicios y prestaciones públicas, como la educación, la
salud o la protección social, así como una estructura sólida de canales de integración para
los más desfavorecidos, sin una merma excesiva de las posibilidades financieras de una
determinada sociedad. La obra del economista J. K. Galbraith (1996) establece las
orientaciones necesarias, en nuestro caso las líneas de acción de las políticas
socioeducativas, para caminar hacia la unión de la lógica mercantil imperante en nuestra
sociedad, con una ética de la solidaridad que procure "una sociedad mejor".
De otro lado, oponer "lo privado" al retroceso de "lo público" o viceversa, es un
grave error de consecuencias funestas para la cultura del bienestar. Hoy día es
imprescindible superar esta falsa dicotomía (público-privado) y apostar por la

97
colaboración de estos dos sectores igualmente necesarios. No se trata de apostar por la
primacía de uno de estos dos poderes: ni es bueno el control excesivo y asfixiante por
parte del Estado, ni un sistema de privatizaciones que coloque a la Administración
pública en una clara situación de indefensión; por el contrario, como decimos,
reclamamos una colaboración participativa, sin entrar en una perversión mercantil del
bienestar de consecuencias funestas para el futuro social. Lo que sí parece claro es la
necesaria primacía del bien común sobre los intereses particulares, lo que no debe
suponer un retraimiento o mera subsidariedad del Estado o lo público que, en todo caso,
si no como prestador del servicio, ha de ser –con todo– responsable y garante de
derechos y oportunidades. Ni reducir su papel, ni los procesos de centralización –ha
escrito R. Medina (1996: 375)– permiten al Estado "el abandono al azar de los derechos
sociales" de los ciudadanos, ni encubrir la "privatización de los servicios".
En consecuencia, la educación, y particularmente la educación social, deberá prestar
su contribución a consolidar una relación armónica entre el Estado y la sociedad civil.
Como ya hemos indicado en este mismo trabajo, aunque quizá merezca la pena volver a
insistir, en una sociedad democrática asentada en el principio de la participación y no del
conflicto, una de las tareas de las políticas socioeducativas en los albores del siglo XXI va
a ser ayudar a repensar el forzoso equilibrio entre el poder público y la sociedad civil; en
terminología usada por Habermas, construir y llenar de sentido el espacio social de la
llamada "esfera pública". Es ahí, en una esfera pública abierta, donde las políticas de
renovación y bienestar deben procurar que "la democratización conecte directamente con
el desarrollo comunitario" (A. Giddens, 1999: 102).
Muy unido a ese equilibrio al que acabamos de hacer referencia y vinculado a la
dicotomía anterior se encuentra otro tema que precisa una cierta clarificación. Nos
referimos a la precisa integración de "lo profesional y "lo voluntario" en el campo del
bienestar. No pretendemos, es obvio que el tema escapa al alcance de este texto,
clarificar con rigor el papel del profesional y del voluntario en el diseño, implementación,
evaluación y control del bienestar; sí queremos anotar, no obstante, que son tantas y tan
variadas las necesidades socioeducativas, que resulta difícil prescindir de alguien en este
campo, aunque no podemos dejar de reconocer que ser voluntario forma parte de un
compromiso social, pero –en ningún caso– profesional.
Las carencias de la oferta pública, la necesaria potenciación de los movimientos
sociales a la hora de vertebrar una sociedad democrática, reclaman la integración de las
ONG y otras organizaciones de la sociedad civil en el trabajo socioeducativo y en la
conformación y difusión de la cultura del bienestar. Es también aquí donde la educación
social está llamada a aportar su poder mediacional y de cohesión.
Para concluir esta parte de nuestro recorrido, quisiéramos recordar ahora algunas
conclusiones sobre la situación de las políticas educativas y sociales que, desde luego,
hacemos nuestras, y que no hace mucho presentó A. Martinell (1996: 397-398) en el
último Congreso Nacional de Pedagogía; en primer lugar, la constatación de que durante
un cierto tiempo las políticas públicas no han considerado el campo de la educación
social como un sector específico, lo que ha limitado la presencia de nuestro ámbito en

98
aspectos globales de aquéllas; además ha sido notable, también, la gran dispersión de
competencias administrativas y legales, con repercusiones importantes en la
fragmentación de medidas y recursos. Así y todo, hay que destacar, pese a que no
existan políticas unitarias sobre muchos problemas y necesidades, una amplia actuación
de la administración local en el campo de las políticas sociales y educativas "que
reclaman de la educación social un referente conceptual, profesional e institucional que
no existe en la actualidad".

La reflexión sobre los valores o principios orientadores de la intervención socioeducativa,


objetivo prioritario de la dimensión política de la educación social, nos conduce al concepto de cultura
del bienestar, entendido como esa conciencia colectiva que posibilita desarrollar unas nuevas formas
de convivencia humana; su contenido queda conformado por la amalgama de principios como la
igualdad, la libertad, la justicia o el pluralismo político, instrumentos como la democracia, la tolerancia
o el diálogo y objetivos tales como el propio bienestar o la calidad de vida de todos los ciudadanos. En
definitiva, nos situamos en el espacio formado por un triple vértice: la garantía de unos niveles
mínimos de bienestar, el reconocimiento y desarrollo de una serie de derechos y libertades
fundamentales y –finalmente– la consolidación de una ciudadanía responsable.
En este sentido, resulta absolutamente necesario superar el individualismo competitivo y la lógica
del mercado como ideales exclusivos de las sociedades futuras; por el contrario, una nueva
configuración de los valores de libertad e igualdad, una mayor cohesión del vínculo social y el trabajo
compartido por el interés general deberán ser –asimismo– referencias sociales inexcusables para el
logro del bien común, en un perfecto maridaje entre las necesidades de una participación ciudadana
solidaria y las exigencias de eficacia de una economía de mercado.
El educador social, siempre en el marco general de otras políticas públicas, deberá apostar por
actuaciones que favorezcan la integración social y la igualdad de oportunidades a través de
prestaciones y servicios de carácter universal, así como –de forma especialmente acentuada– por
intervenciones que supongan la formación de una ciudadanía activa, es decir, personas exigentes con
sus derechos y atentas a sus responsabilidades para con el colectivo.
En definitiva, la educación, y más desde su perspectiva social, está llamada a "repensar" el
Estado de bienestar en la dirección de conformar y moldear la ansiada cultura del bienestar, así como
a trabajar para su correcta difusión. Y es que sin una referencia expresa a lo educativo no puede
alcanzarse de manera satisfactoria el pleno desarrollo del bienestar; no puede entenderse una sociedad
libre, justa, equitativa, solidaria, tolerante, plural… sin una apelación constante a la educación como el
principal factor de desarrollo humano y progreso social.

1. Documéntese y realice un pequeño trabajo sobre la importancia del proceso de mundialización en


nuestras sociedades actuales. Argumente sobre las consecuencias y relaciones de dicho proceso
con la educación social.
2. Aporte un concepto personal de Estado de bienestar. Valore su realidad en las sociedades actuales y
ofrezca razones a favor y en contra de sus logros y fracasos.
3. Comente detenidamente las propuestas del laborismo británico (UnNuevo Contrato para el
Bienestar, 1998) y sitúe la posible colaboración de las políticas de la educación social en la

99
consecución de algunas de ellas.
4. Enumere los derechos y deberes que considere inexcusables en su concepto de ciudadanía. Intente,
a través de una puesta en común, conformar una definición integradora capaz de ser adoptada
como modelo y referencia para la formación del futuro ciudadano.
5. Si está dentro de sus posibilidades, organice un debate sobre las relaciones entre el voluntariado y la
educación social. Recabe la participación de personas cualificadas de uno y otro ámbito.
6. Comente la respuesta de A. Giddens a la pregunta ¿qué idea tiene usted de la igualdad?:

"En nuestros días tenemos que tener un concepto de igualdad que se reconcilie con el
pluralismo, pues hay que reconocer la naturaleza pluralista de las sociedades contemporáneas. Es
decir, avanzar hacia un concepto de igualdad de oportunidades, especialmente en Europa, donde
hay que dejar sitio para una población inmigrante mucho más amplia. Por otra parte, el concepto
de igualdad no puede ser sólo el de igualdad de oportunidades. También hay que tener programas
de redistribución. Sin ellos, no nos acercamos a una igualdad de oportunidades. La desigualdad de
oportunidades de una generación es la desigualdad en resultados de la siguiente. Hay que evitarlo.
Es lo que intenta la Tercera Vía como programa de justicia social."

(El País, 25 de julio de 1999)

7. Sirviéndote de los programas de diversos partidos políticos, compara y analiza las propuestas
relacionadas con la cultura del bienestar y las políticas socioeducativas.

100
4
El marco jurídico de la educación social

Hablamos de marco jurídico para referirnos al conjunto de leyes, decretos, normas,


disposiciones y otros escritos legales que, emanados legítimanente del poder, traducen al
terreno de la práctica las orientaciones, fines y objetivos de la política, en nuestro caso
socioeducativa. Sus características más definitorias caminan por los siguientes aspectos:
unidad, en cuanto que la pluralidad de reglas jurídicas se presentan entrelazadas y
organizadas en un sistema global, de obligado cumplimiento; dinamicidad, o capacidad
de variar elementos del sistema en un permanente proceso de transformación, sin
modificar la estructura del ordenamiento; jerarquización, es decir, la existencia de
relaciones de subordinación entre sus normas (leyes, decretos, órdenes, reglamentos…);
su carácter contingente y variable, puesto que frente a la voluntad de permanencia de la
concepción tradicional, la norma jurídica actual se transforma, en demasiadas ocasiones,
en un mero instrumento de solución de problemas singulares; y, finalmente, su origen
plural, dado que no hay una única fuente de normación, ni una sola vía de
interpretación, sino que diversas instancias administrativas tienen atribuida potestad
reglamentaria.
No faltan autores que han criticado el volumen de los ordenamientos jurídicos y la
gran cantidad de normas, leyes o reglamentos que producen las sociedades actuales,
sobre todo aquellas que viven bajo el modelo de Estado de derecho; cualquier ámbito de
nuestra vida personal y colectiva genera regulaciones que van engrosando los límites de
nuestro sistema normativo. Con todo, el "abuso" de la legislación no es algo inherente a
la "modernidad", sino que ha estado presente en otros momentos de la historia, siendo
considerado como una de las variables de progreso social más seguras. En cualquier
caso, no podemos olvidar que el ordenamiento legislativo ha sido y es, junto a la
planificación educativa, una de las manifestaciones más importante de la política
educativa.
En este sentido, lo que principalmente queremos abordar aquí es un análisis general
del contexto jurídico de referencia para la educación social, al objeto de que el lector
repare en el contenido de una serie de textos legales y cómo éstos recogen los principios
y valores-guía –analizados en los capítulos anteriores– que deben orientar las políticas

101
socioeducativas y que suponen los primeros referentes jurídicos para el logro de un
desarrollo pleno de la cultura del bienestar. La Declaración Universal de los Derechos
Humanos, los derechos de la infancia, las políticas socioeducativas de la Unión Europea
o la Constitución Española y el desarrollo de sus mandatos socioeducativos, entre otros
documentos, suponen el marco de actuación donde deben centrarse las intervenciones y
concretarse las políticas de la educación social.
Sólo con la defensa y desarrollo real de estos principios, este cúmulo de textos
legales quedarán conceptualizados como "motores de cambio", o -si se quiere– como
reflejos escritos de los procesos de progreso de los pueblos. Su conocimiento y
comprensión, por tanto, resulta básico para los educadores sociales a fin de
contextualizar y enmarcar correctamente su actividad profesional.

Conocer y valorar la influencia del marco legislativo internacional en cuanto al


diseño y desarrollo de las políticas nacionales de la educación social. Precisar los
convenios, pactos, tratados… firmados por el Estado español que afectan al
ámbito socioeducativo.
Comprender la realidad e implicaciones de nuestra integración en la Unión Europea.
Valorar los compromisos de convergencia que de ella se derivan en materia de
políticas socioeducativas.
Entender la importancia de la infancia no sólo como "objeto social de protección",
sino como sujeto jurídico protagonista de la vida social futura. Significar la tarea
del educador social en la defensa de estos derechos y en su consideración como
práctica social de aprendizaje.
Valorar las relaciones generales de interinfluencia entre el modelo de Estado social y
democrático de derecho y la perspectiva política de la educación social.
Conocer los fundamentos constitucionales de la educación social, tanto en lo que se
refiere a la defensa de los derechos y libertades fundamentales del ciudadano
(valores fundamentantes de las políticas socioeducativas), cuanto al tratamiento
específico de la educación y de las coordenadas generales de la política social.
Apreciar la dirección política y el contenido de las diversas disposiciones legales que
han desarrollado los principios constitucionales en materia social y educativa.

4.1. Las referencias internacionales y sus implicaciones en el contexto legal español

Es hoy innegable que vivimos en la llamada "aldea global" de Mcluhan o en el


"mundo mundializado" de R. Petrella; la idea unamuniana de "ciudadano del mundo" ha
pasado a ser una auténtica realidad. Nada de lo que ocurre hoy en el planeta nos es

102
ajeno. Los progresos tecnológicos se han encargado de mantenernos conectados a
cualquier parte del mundo. Sin duda, una de las consecuencias más evidentes de la etapa
de radicalización por la que atraviesa la modernidad (A. Giddens, 1993: 67-68) son los
procesos de mundialización, es decir, "la intensificación de las relaciones sociales en todo
el mundo por las que se enlazan lugares lejanos, de tal manera que los acontecimientos
locales están configurados por acontecimientos que ocurren a muchos kilómetros de
distancia, o viceversa". Es obvio que hay una pérdida progresiva de autonomía de los
Estados nacionales y que se camina, de forma irremediable, a un solo mundo –caso de la
globalización– o a la existencia de tres o cuatro grandes bloques –si optamos por el
modelo de la regionalización.
En esta línea, ningún país del mundo puede mantenerse en una burbuja de cristal
frente a los demás; muy al contrario, necesita de acuerdos, pactos, convenios,
comercios…, al objeto dè –precisamente– salvaguardar una parte de su autonomía. Por
ello, desde la perspectiva de las políticas socioeducativas, las organizaciones
internacionales han luchado por configurar un marco general de derechos, tendentes al
desarrollo y a la profundización en ideales como la justicia, la libertad y otros valores
fundamentales de la humanidad. Si bien hay que anotar su escasa fuerza legal, sin duda
uno de sus puntos débiles más notables, debemos apelar a la obligación moral y a exigir
su cumplimiento por parte de aquellos países firmantes de toda una serie de
declaraciones, pactos, convenios, tratados…, donde puedan rastrearse orientaciones
políticas cercanas a la defensa de actitudes conformadoras de lo que hemos denominado
como "cultura del bienestar".
España, desde el inicio de la transición democrática, ha ido integrándose en este tipo
de organizaciones internacionales y firmando una serie de documentos, convenios y
pactos en favor de los derechos humanos y esa ética global de mínimos a la que nos
hemos referido en capítulos precedentes. No podemos dejar de incidir, en esta
perspectiva supranacional, en nuestra reciente integración en la Unión Europea y, por
tanto, en los compromisos de convergencia que de ella se derivan. Todo ello pone de
manifiesto que nuestro ordenamiento jurídico viene condicionado por una serie de pactos
y compromisos suscritos con otros países del mundo que nos rodea y al cual
pertenecemos. La propia Constitución de 1978 dedica el Tít. III, Cap. III ("De los
Tratados Internacionales"), a dicho tema, asumiendo –art. 96– que "los Tratados
Internacionales válidamente celebrados, una vez oficialmente publicados en España,
formarán parte del ordenamiento interno", no como un corpus paralelo, sino
indisolublemente integrado en el contexto legal propio. Quedan configurados así, como
fuentes de derecho de origen externo que poseen rango formal de ley, sirviendo de
parámetros interpretativos de las propias normas nacionales (Miguel A. Aparicio, 1994:
67).
El contenido de las políticas socioeducativas ha sido objeto normativo de un buen
número de tratados internacionales firmados y apoyados por el Estado español, por lo
que nuestro marco jurídico nacional referido a la educación social queda condicionado –
cuando no determinado– por lo reglamentado en estos pactos políticos. La imposibilidad

103
de recoger todos y cada uno de ellos nos lleva a elegir algunos, quedando vinculada esta
selección a la mayor dedicación del tema educativo y su perspectiva social, así como su
relación con la estructura de la red de servicios sociales públicos. A continuación, pues, la
propia Declaración Universal de los Derechos Humanos, los Derechos del Niño y el
marco europeo de las políticas socioeducativas van a centrar nuestro estudio sobre estas
cuestiones.

4.1.1. Educación y derechos humanos

Firmada el 10 de diciembre de 1948 y ratificada por nuestro país en 1976, supone –


como ya hemos visto en el capítulo 2, al referirnos al papel de la educación en la
enseñanza y difusión de los derechos humanos– un alegato en defensa de una serie de
valores y principios orientadores de la acción, así como otros derechos cercanos a los
planteamientos más estrictamente sociales. El artículo 10.2 de nuestra Carta Magna le
confiere el carácter de referencia interpretadora por lo que respecta a las "normas
relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce".
Fruto del contexto marcado por el final de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de
la llamada "guerra fría", en el preámbulo de la Declaración se hace referencia a la
importancia del papel de la educación en esta universalización y formación de actitudes
de respeto hacia el cumplimiento de los derechos humanos: "La Asamblea general
proclama la presente Declaración universal de derechos humanos como ideal común por
el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos
como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la
enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por
medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación
universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados miembros como entre los
de los territorios colocados bajo su jurisdicción".
A lo largo de sus 30 artículos, los derechos se estructuran de forma agrupada en
función de tres tipos diversos: civiles (arts. 3.°-17), referidos tanto a la persona individual
como a sus relaciones con la sociedad y el Estado; políticos (arts. 18-21); y sociales (arts.
22-27), entre los que destacan el derecho al trabajo, seguridad social, al descanso, a la
salud y bienestar, a la educación y a participar en la vida cultural y científica. Con ello se
recogen las tres clásicas "generaciones" de derechos, a las que hemos hecho referencia en
el capítulo anterior, cuyo reconocimiento progresivo ha ido conquistando la humanidad:
los civiles, referidos a las libertades; los políticos, vinculados a los temas de justicia e
igualdad, y los sociales, relacionados con la solidaridad y el trato equitativo. En el cuadro
4.1 recogemos los artículos de la Declaración más vinculados con la temática que nos
ocupa.
Si es importante, en definitiva, la vinculación de la educación con los derechos
humanos al objeto de establecer una concienciación general que desemboque en la
implantación real de los mismos, debemos reparar en que el derecho a la educación es el
primer paso y requisito imprescindible para conseguir una educación en y de los derechos

104
humanos. No es el lugar indicado para reflejar las cifras de los últimos Informes
mundiales al respecto (como ejemplo PNUD, 1997), pero sí debemos denunciar que
estamos lejos de alcanzar el acceso universal a la educación, en condiciones de igualdad
y con los mismos niveles de cantidad y calidad; algunos niños de nuestro planeta –quizá
demasiados– están por debajo de unos umbrales mínimos razonables.

Cuadro 4.1. Texto parcial de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Art. 25. "Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la
salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios
sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez,
vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes a su voluntad."

Art. 26. "1. Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo
concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción
técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en
función de los méritos respectivos.
2. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del
respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la
amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos; y promoverá el desarrollo de las
actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz."

Este derecho a la educación será ratificado y matizado por un buen núme-ro de


documentos de la doctrina internacional en las últimas décadas (F. García Moriyón,
1998). No queremos dejar de citar la Convención de la Unesco relativa a la lucha
contra las discriminaciones en la esfera de la enseñanza (París, 1960), que expresa con
claridad la necesidad de eliminar cualquier tipo de discriminación en materia educativa,
haciendo obligatoria y gratuita la enseñanza primaria y propiciando condiciones de
igualdad para el acceso al resto de niveles educativos; la Declaración mundial sobre
educación para todos: satisfacción de las necesidades de aprendizaje básico (Jomtien,
Tailandia, 1990); la Declaración de los derechos de las personas que pertenecen a
minorías nacionales o étnicas, religiosas y lingüísticas (Naciones Unidas, 18-XII-
1992), a los que seles reconoce el derecho a "disfrutar de su propia cultura"; o la
Recomendación sobre la educación para la comprensión, la cooperación, la paz
internacionales y la educación relativa a los derechos humanos y libertades
fundamentales (París, 1974), junto con su actualización en 1995, en el marco de la
Declaración de Educación para la paz, los derechos humanos, la democracia, el
entendimiento internacional y la tolerancia. Sus textos reflejan la importancia de
asegurar el derecho a la educación como el elemento clave para un desarrollo humano
sostenible.
No debemos olvidar aquí otro de los documentos fundamentales en el desarrollo de
los derechos humanos, como es el Pacto Internacional de Derechos Económicos,

105
Sociales y Culturales de la ONU, aprobado el 16 de diciembre de 1966. Allí se
establece, artículo 13.1, el derecho de toda persona a la educación y el necesario papel
de ésta en la preparación de los ciudadanos para participar efectivamente en una sociedad
libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre las naciones y entre todos
los grupos raciales, étnicos o religiosos, y promover las actividades de las Naciones
Unidas en pro del mantenimiento de la paz. Además, se reconoce la obligatoriedad y
gratuidad de la enseñanza primaria, la accesibilidad para todos según sus capacidades a la
educación secundaria (técnica y profesional), la apertura del nivel universitario, la
educación de las personas adultas, así como el derecho de los padres a escoger "escuelas
distintas a las creadas por los poderes públicos, siempre que satisfagan los mínimos
legales y a escoger la educación religiosa o moral acorde con sus convicciones". Se
reconoce, finalmente, la "libertad de los particulares a crear y dirigir centros de enseñanza
siempre que se respeten los derechos y libertades fundamentales, se tienda a la formación
de la personalidad humana y de dignidad y se ajusten a las normas mínimas preescritas
por el Estado".
De otro lado, esta última referencia legal nos interesa especialmente aquí, pues se
recogen (Parte III del Pacto) una serie de derechos de carácter social como el trabajo o el
disfrute de la cultura, así como una llamada de atención a los Estados Partes a establecer
un conjunto de servicios sociales de previsión, en beneficio de la mejora de la calidad de
vida. En consecuencia, desde su aceptación, España está obligada a mantener no sólo un
sistema educativo digno y de calidad para todos los españoles, sino una red pública de
servicios sociales adecuados. Recordemos, una vez más, la importancia de ambas
perspectivas, pues nos encontramos ante los dos grandes pilares de la educación social: el
carácter eminentemente pedagógico de su intervención y el marco de la política social
como referente prioritario.
No obstante el artículo 2.°1 de este mismo Documento deja la puerta abierta a
posibles incumplimientos al permitir a los Estados Partes obligarse exclusivamente en una
garantía progresiva, adoptando medidas según los recursos de que se disponga –al
margen de unos niveles mínimos de inexcusable acatamiento–, para "lograr
progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de
medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos". El control de
los progresos y posibles desviaciones de la norma quedará en manos del Consejo
Económico y Social, creado al efecto según el artículo 16, de actuación sancionadora
muy limitada y escaso margen de maniobra.
Con posterioridad a este Pacto, otros documentos volverán a incidir en las
orientaciones internacionales en torno al bienestar social. Es el caso de la Declaración
sobre Progreso Social y Desarrollo (1969), que puso de manifiesto la necesidad de
observar el desarrollo como un proceso unificado e integral y no un mero apéndice del
crecimiento económico (G. Peces-Barba y otros, 1990: 121-143); entre sus objetivos
destacan: promover la justicia social, establecer criterios universales sobre la equidad
distributiva, erradicar la pobreza, el analfabetismo y la falta de hogar, así como lograr la
plena participación de la población en todas las fases del desarrollo. Finalmente, hemos

106
de hacernos eco de la Consulta Interregional sobre Principios normativos para las
políticas y programas de bienestar social para el desarrollo en un futuro próximo
(Viena, 1987), donde se enuncian recomendaciones y medidas encaminadas a elaborar
estrategias y programas de bienestar social, para el desarrollo de los pueblos y se
establece un ambicioso programa mundial de trabajo para la década de los noventa.

4.1.2. Los derechos de la infancia

Debemos comenzar anotando que las medidas internacionales para la protección a la


infancia antes del siglo XX han sido prácticamente inexistentes; será a partir de esta época
cuando se desarrolla un corpus jurídico que progresivamente se ha ido incorporando al
ordenamiento de los Estados, principalmente occidentales. Al margen de la Declaración
de los Derechos del Niño de Ginebra en 1924, la Asamblea General de las Naciones
Unidas aprobó la Declaración de los Derechos del Niño, el 20 de noviembre de 1959. El
contenido de dicho documento gira en torno a 10 principios básicos, que nosotros
recogemos resumidos en el cuadro 4.2 y que abarcan toda una gama de actividades
donde la infancia debe ser especialmente protegida.

Cuadro 4.2. Principios básicos de la Declaración de los Derechos del Niño de 1959.

1. Derecho a la igualdad sin distinción o discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión u
opiniones políticas.
2. Derecho a una protección especial, oportunidades y servicios, al objeto de su desarrollo físico, mental y
social en condiciones de libertad y dignidad.
3. El niño tiene derecho, desde su nacimiento, a un nombre y a una nacionalidad.
4. Derecho a los beneficios de la seguridad social, a la salud y a disfrutar de alimentación, vivienda, recreo
y servicios médicos adecuados.
5. Derecho a la educación y a cuidados especiales para aquellos niños que sufran algún impedimento
social, físico o mental.
6. Derecho a crecer bajo la responsabilidad y amparo de sus padres. La sociedad y las autoridades
públicas tendrán la obligación de cuidar especialmente a los niños sin familia o que carezcan de
medios adecuados para su subsistencia.
7. Derecho a recibir educación gratuita y obligatoria por lo menos en las etapas elementales, así como a
disfrutar plenamente de juegos y recreaciones.
8. Derecho a ser los primeros, independientemente de las circunstancias, en recibir protección y socorro.
9. Derecho a ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación. No se permitirá
trabajar antes de una edad mínima adecuada, ni trabajos que puedan perjudicar su salud o su
educación.
10. Derecho a formarse en un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y
fraternidad universal. Deberá consagrar sus energías y aptitudes al servicio de sus semejantes.

Esta declaración de principios centrados en el "interés superior del niño", entendido

107
éste como "objeto social de protección", vino a completarse en 1989, con motivo de su
trigésimo aniversario, con la Convención de los Derechos de la Infancia, ratificada por
España en enero de 1991. En este caso, los Estados se comprometen a incluir en su
ordenamiento interno los siguientes derechos, concretados en 52 artículos: la satisfacción
de necesidades básicas de la infancia (sanidad, educación, servicios, seguridad social,
descanso, esparcimiento, juegos…); protección contra toda forma de explotación
(abandono, tortura, maltrato, abusos sexuales, explotación laboral, consumo y tráfico de
drogas, privación de libertad…); atención prioritaria a niños con problemáticas especiales
(impedidos, en situación de abandono o desamparo, refugiados, pertenecientes a
minorías étnicas, victimas de conflictos armados…); salvaguardia de algunas libertades
fundamentales (expresión de sus opiniones, profesar una determinada religión,
pensamiento, conciencia, intimidad, acceso a una información adecuada…); finalmente,
conviene reparar en la importancia otorgada al medio familiar como el idóneo para el
pleno desarrollo de la personalidad del niño, con lo que se apuesta por un decidido
sistema de ayudas a la familia y, en su caso, por la sustitución de ésta por los medios más
adecuados a las circunstancias del menor.
Por lo que respecta al derecho del niño a la educación, queda regulado en dos
artículos cuyo texto recogemos en el cuadro 4.3.

Cuadro 4.3. Texto parcial de la Convención sobre los Derechos del Niño (1989).

Artículo 28

1. Los Estados Partes reconocen el derecho del niño a la educación y, con objeto de conseguir
progresivamente y en condiciones de igualdad de oportunidades ese derecho, deberán en particular:

a) Implantar la enseñanza primaria obligatoria y gratuita para todos.


b) Fomentar el desarrollo, en sus distintas formas, de la enseñanza secundaria, incluida la enseñanza
general y profesional, hacer que dispongan de ella y tengan acceso a ella todos los niños y adoptar
medidas apropiadas tales como la implantación de la enseñanza gratuita y la concesión de asistencia
financiera en caso de necesidad.
c) Hacer la enseñanza superior accesible a todos, sobre la base de la capacidad, por cuantos medios sean
apropiados.
d) Hacer disponibles y accesibles a todos los niños la información y orientación en cuestiones
educacionales y profesionales.
e) Adoptar medidas para fomentar la asistencia regular a las escuelas y reducir las tasas de abandono
escolar.

2. Los Estados Partes adoptarán cuantas medidas sean adecuadas para velar por que la disciplina escolar se
administre de modo compatible con la dignidad humana del niño y de conformidad con la presente Convención.

3. Los Estados Partes fomentarán y alentarán la cooperación internacional en cuestiones de educación, en


particular a fin de contribuir a eliminar la ignorancia y el analfabetismo en todo el mundo y de facilitar el acceso a
los conocimientos técnicos y a los métodos modernos de enseñanza. A este respecto, se tendrán especialmente en

108
cuenta las necesidades de los países en desarrollo.

Artículo 29

1. Los Estados Partes convienen en que la educación de la infancia deberá estar encaminada a:

a) El desarrollo de la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y física del niño hasta su máximo
potencial.
b) El desarrollo del respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales y de los principios
consagrados en la Carta de las Naciones Unidas.
c) El desarrollo del respeto de los padres del niño, de su propia identidad cultural, de su idioma y de sus
valores, de los valores nacionales del país en que vive el niño, del país de que sea originario y de las
civilizaciones distintas de la suya.
d) La preparación del niño para una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión,
paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y
religiosos y personas de origen indígena.
e) El desarrollo del respeto del medio ambiente natural.
2. Nada de lo dispuesto en este artículo o en el artículo 28 se interpretará como una restricción
de la libertad de los particualres y de las entidades para establecer y dirigir instituciones de enseñanza,
a condición de que se respeten los principios enunciados en el párrafo 1 de este artículo y de que la
educación impartida en tales instituciones se ajuste a las normas mínimas que prescriba el Estado.

En cualquier caso, en ambas declaraciones, aunque con mayor intensidad y un


desarrollo más completo en la segunda, se pone de manifiesto el derecho de los niños a
no ser discriminados por motivos de raza, sexo, idioma, económicos o de origen social,
lo que implica que los Estados firmantes desarrollen políticas activas y de discriminación
positiva en defensa de la infancia. Asimismo, se reconoce el derecho a la educación de
todos los niños, en igualdad progresiva de oportunidades, a ser posible en todos los
grados formativos, aunque remarcando la obligatoriedad y gratuidad de los más básicos.
Finalmente, se reconocen una serie de derechos y libertades cercanas al objeto de lo que
hemos definido como educación social: marginación infantil, desamparo y abandono de
niños, adopciones, malos tratos, derecho a una formación que le capacite su desarrollo
personal, social, laboral o profesional y, en definitiva, derecho a una correcta integración
social.
Debemos poner de manifiesto, y así queremos significarlo, el cambio de
planteamiento operado de una a otra Declaración sobre el sentido y significado del
concepto de protección a la infancia. El salto cualitativo es importante, dado que la
Declaración de 1989 marca el punto de inflexión y el inicio de políticas específicas
dirigidas a la infancia, pasando del "paternalismo" de los años sesenta al "protagonismo"
del menor en los noventa; de la simple "protección" de sus derechos a la "participación"
como ser humano y, como tal, con pleno reconocimiento a ser portador de todos los
derechos, aunque no disponga -por razones de edad- de las capacidades necesarias para
ejercitarlos por sí mismo. El niño no puede ser exclusivamente "objeto social de
protección" –aun cuando sea un colectivo que reclama una atención preferente y
especial–, sino que, como sujeto jurídico con entidad propia, debe ir asumiendo

109
progresivamente su papel como actor futuro de la vida social, como un ciudadano que
debe conocer y ejercitar sus derechos y compromisos.
Sin entrar en más consideraciones sobre la polémica jurídica del tratamiento legal de
la infancia (niño como adulto vs. niño como ser en desarrollo), cuya tensión aún subyace
en el ordenamiento legal de algunos Estados y en la aplicación práctica de sus
normativas, debemos superar este debate y afirmar con rotundidad el derecho de los
infantes a una serie de bienes básicos universales que trascienden la edad y condición
(salud, educación, servicios sociales…), así como significar la natural desprotección de la
infancia como seres en desarrollo, que implica ser tratada de forma específica, lo que no
puede impedir el reconocimiento progresivo de su actuación social como protagonistas
indiscutibles de su propio proyecto de vida, con plena capacidad de realización.
Son estas últimas consideraciones acerca del protagonismo del menor como ser en
desarrollo y todo lo apuntado sobre la importancia de la educación en los derechos
humanos, lo que nos hace reparar en un aspecto importante para nuestra lectura política
de la educación social. Los derechos de la infancia, además desde la perspectiva de
bienes básicos que deben protegerse, tienen que ser enfocados desde la consideración de
éstos como práctica social de aprendizaje, en la medida en que buscamos la formación y
el progresivo desarrollo de la personalidad del individuo. A la protección y prestación de
servicios, como se dijo, debe añadirse el derecho a la participación en la vida social, lo
que –ineludiblemente– reclama formación.
Y prosiguiendo ahora con nuestra revisión de documentos, añadamos aquí que toda
esta reglamentación internacional sobre los derechos de la infancia tiene su continuación
en los ordenamientos jurídicos estatales y en las unidades supranacionales, caso de la
Unión Europea, que legislan sobre el reconocimiento y aplicación real de tales derechos.
Podemos citar, como ejemplo, la llamada "Europa de los Menores", que queda
configurada por la Resolución 0172/1992 del Parlamento Europeo sobre el Proyecto de
Carta Europea de los Derechos del Menor (M. J. Colton y W. Hellinckx, 1993). Entre
los derechos más importantes reconocidos, destacan: el derecho a la vida, a ser oído en
las decisiones que le afectan, a participar en la vida social, a la integridad física y moral, a
la libertad y a la seguridad jurídica, a recibir información y expresar su opinión, a gozar
de su propia cultura, a la igualdad de oportunidades, a ser protegido contra todo tipo de
violencia, etc.
En el caso español, el contexto legal sobre la protección de derechos de la infancia
queda completado con una extensa legislación iniciada por el artículo 39 de la
Constitución sobre la protección a la familia y a la infancia, la Ley Orgánica 4/1992 sobre
reforma de la Ley Reguladora de la Competencia y el Procedimiento de los Juzgados de
Menores y la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de
modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamento Civil. Toda esta
normativa estatal tiene su reflejo y desarrollo –a su vez– en la administración autonómica
y municipal, con leyes sobre la Infancia en la mayoría de las Comunidades Autónomas,
caso de la Valenciana (Ley 7/1994, 5 de diciembre) o documentos de la administración
local como la Carta Municipal de los Derechos del Niño de las ciudades andaluzas, que

110
tratan de promover los apoyos e instrumentos necesarios para posibilitar políticas reales y
eficaces de salvaguardia de los derechos de la infancia, en la línea del pleno
reconocimiento del menor y de la necesidad de facilitar su participación. En este sentido,
el último documento citado comienza por un principio que resume la asunción por parte
de la legislación española de las nuevas orientaciones de las políticas de la infancia: "Los
niños y las niñas son ciudadanos con pleno derecho, susceptibles de participar como
fuerza activa en el proceso de cambio social".

4.1.3. El marco europeo de las políticas socioeducativas

Nadie pone hoy en duda la creciente significación de un escenario emergente de


gobierno, como es la Unión Europea, incluso por lo que respecta a nuestro ámbito
socioeducativo; J. Subirats y R. Goma (S. Giner y S. Sarasa, 1997: 151-171) analizan el
notable potencial y los límites –todavía importantes– de la Unión Europea en cuestiones
de gobierno y política social. Desde hace varias décadas asistimos a un proceso difícil,
pero progresivo, de acumulación de capacidad de gestión por parte del Parlamento
Europeo y otras instancias comunitarias, que ha desembocado en el Tratado de
Amsterdam, vigente desde el 1 de mayo de 1999, donde se profundiza en algunas
competencias –también de carácter social y educativo– como la igualdad de
oportunidades, la formación profesional y ocupacional, los fondos sociales de cohesión,
la integración de los excluidos del mercado de trabajo con políticas de empleo activo, o la
consolidación del concepto de ciudadanía europea.
El camino, sin embargo, ha sido largo, complejo y costoso. La Carta Social
Europea (18-X-1961), ratificada por España en 1980, marca el inicio del proceso y
representa un instrumento jurídico de reconocimiento de un conjunto de derechos, en el
marco de una decidida política social. Además de la defensa específica de colectivos
vulnerables como son la infancia, juventud, mujer trabajadora, emigrantes o ancianos, se
recoge una amplia gama de derechos entre los que destacan: los relativos al trabajo (arts.
l.°-4.°); a los derechos y libertades sindicales (5.° y 6.°); los referidos a la formación
profesional (9.° y 10); a la seguridad social, servicios sociales y asistencia médica (11-
14); sobre la familia (16); y, finalmente, a la eliminación de la pobreza y la exclusión
social (30).
Este primer reconocimiento no significa la realización plena y de facto de los
derechos allí anotados, sino el comienzo de un largo peregrinaje en defensa de unos
principios y valores fundamentales, que afiancen una Europa más atenta a las cuestiones
sociales. No obstante, con independencia del tono ideológico de los gobiernos de los
principales Estados y las diversas coyunturas de los partidos políticos mayoritarios en las
estructuras de gobierno comunitarias, la ansiada Europa social ha ido quedando
demasiado difuminada y a expensas de la unión monetaria y financiera; la economía, una
vez más, ha marcado la pauta limitando lo social a poco más que un mero discurso
legitimador. La entrada en vigor del Acta Única Europea de 1987, sin embargo, con la
formulación del concepto de "espacio social europeo", la Carta de derechos sociales

111
fundamentales de los trabajadores (1989) y, sobre todo, el Tratado de Maastricht(7-II-
1992) suponen momentos claves al objeto de empezar a definir políticas socioeducativas
con cierta vinculación a las sociedades emergentes, asumiendo el imperativo de la
reestructuración de la "Europa Social". Se abre, con ello, una puerta a la esperanza, tal
como señalan J. Subirats y R. Goma (S. Giner y S. Sarasa, 1997: 159), al menos en
cinco dimensiones básicas: laboral; de lucha contra la exclusión; de igualdad de género;
de relaciones entre empleo, protección y exclusión social; y, no menos importante, la
redefinición de las relaciones entre Estado/Sociedad/Mercado, en el diseño de las nuevas
políticas.
A partir de 1987, y tras esos primeros pasos un tanto titubeantes, comienza a
entenderse con claridad que el proyecto europeo no sólo pasa por una Europa unida en lo
económico, sino que la perspectiva social debe ser un pilar fundamental; la educación se
presenta como el elemento imprescindible a la hora de construir de forma eficaz esa
Europa social de los ciudadanos. Quizá consciente de ello, una Resolución del Consejo
de Ministros Europeos de Educación ese mismo año reparaba sobre dos líneas de trabajo
que deberían estar presentes en el futuro inmediato: perfilar la aportación de la educación
a la llamada "Europa de los ciudadanos" y prestar una atención prioritaria a la formación
de la juventud como inversión de futuro, al objeto de establecer canales de comunicación
y apoyo constante entre las exigencias de las políticas económicas y los objetivos
solidarios de las sociales.
Sería desbordar los límites propios de este trabajo el hacernos eco de forma
detallada de toda una serie de programas y actuaciones que en esta línea la Unión
Europea ha venido desarrollando durante toda esta década que vamos a finalizar. Baste
mencionar los Programas de Acción Comunitaria Antipobreza–ya por su cuarta
edición–; que desde 1975 han tratado de luchar contra la pobreza y los fenómenos de
exclusión, a través del fomento de vías y canales de integración social y económica; los
Programas relativos a la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, que en
materia de trabajo, seguridad social, protección de la desigualdad, formación profesional,
participación, etc., han trabajado por elevar el status de la mujer europea a la altura que
les corresponde y, al menos, en igualdad de condiciones con el varón; los Programas
para minusválidos físicos, psicológicos, mentales y sensoriales, que apuestan por el
fomento de la igualdad de oportunidades e integración socio-laboral de estos colectivos
con necesidades especiales, y, finalmente, no debemos olvidar toda una serie de
Recomendaciones, Actividades y Programas dirigidos a la infancia y la juventud, al
objeto de prepararles un futuro con mayores cotas de bienestar y calidad de vida.
Precisamente, la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los ciudadanos
europeos, seguridad y protección social adecuada, la apuesta por un sólido diálogo social,
el desarrollo de políticas de formación para el empleo, la lucha contra las exclusiones, el
fomento de una educación de calidad, o la igualdad de oportunidades entre los sexos,
especialmente ante el mercado de trabajo, son algunas –siguiendo el análisis de A. Petrus
(1995: 218)– de las novedades o directrices de futuro más significativas que aporta el
Tratado de Maastricht, tanto en el Título VIII ("Política Social, de Educación, de

112
Formación Profesional y de Juventud"), como en el seno del Protocolo sobre la Política
Social y el Acuerdo relativo a la Política Social.
En efecto, el Tratado de la Unión ha marcado una nueva etapa para los ciudadanos
europeos en materia de educación, al incorporar dicho derecho a los pilares legislativos
fundamentantes de la Comunidad. Los artículos 126 (calidad de la enseñanza) y 127
(formación profesional, permanente y ocupacional) establecen un marco europeo con la
posibilidad de legislar acciones concretas y establecer programas que refuercen y
completen las políticas de los Estados miembros, respetando plenamente la
responsabilidad y las competencias particulares de los mismos. Los parámetros
fundamentales de la nueva política educativa europea pueden reducirse a cuatro:

a) La calidad de la enseñanza.
b) El principio de cooperación interestatal, al objeto de apoyar las acciones
educativas de cada Estado.
c) El desarrollo de la "dimensión europea de la enseñanza", instrumentada por la
difusión de los idiomas (programa "Lingua"), la movilidad de los estudiantes
y profesores e intercambio de información y de experiencias (programas
"Sócrates", "Comenius", "Erasmus" y "Leonardo Da Vinci", entre otros).
d) La competitividad y convergencia como elementos claves de una orientación
política que busca una ajustada conexión entre educación y mercado laboral,
al objeto de poner también la educación al servicio del empleo.

A partir de aquí, y sin tratar de completar la nómina exhaustiva de los Programas


Europeos, actividades como Helios (programa destinado a la readaptación e integración
profesional y social de jóvenes con algún tipo de minusvalía), Iris (dirigido a fomentar la
igualdad de oportunidades en el colectivo de mujeres), Petra (encaminado a preparar los
jóvenes para la vida adulta, el empleo y la formación continua), Force (concretado en el
desarrollo de la formación profesional continuada), o Tempus (destinado a favorecer la
cooperación universitaria entre países de la Unión y de la Europa central y oriental), son
algunas de las actividades planteadas al objeto de reforzar los pilares de una política
socioeducativa europea.
Entre los documentos que han desarrollado dicho marco normativo, operativizando
una serie de medidas para la implementación efectiva de las directrices de Maastricht,
cabe citar el Libro Verde. Orientaciones y línea de acción de la Comunidad Europea en
materia de educación y formación (Comisión Europea, 1993b) y el Libro Blanco sobre
Crecimiento, Competitividad y Empleo (Comisión Europea, 1993c), del ex presidente
Delors, sobre todo lo que hace referencia a su capítulo 7, donde se analizan las posibles
relaciones y conexiones entre las expectativas del sistema educativo y las demandas del
mercado laboral. No puede dejarse de citar la Recomendación del Consejo de 24 de
junio de 1992, sobre la convergencia de objetivos y políticas de protección social, donde
se recomienda a los Estados miembros –entre otros temas de corte social– "garantizar a
todas las personas un nivel de recursos suficiente y conforme a la dignidad humana".

113
En la perspectiva de la distribución de competencias, debemos hacer alusión al
"principio de subsidiariedad" (art. 3B), por el que la Comunidad se obliga a intervenir en
aquellos ámbitos que no sean de competencia exclusiva de los Estados, "sólo en la
medida en que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera
suficiente por los Estados miembros". El principio de la subsidiariedad ha sido
explícitamente aclarado por M. A. Santos Rego (1997), en un análisis acertado del marco
competencial de la política educativa de la Unión Europea.
La necesaria colaboración entre la política social y el elemento educativo ha sido
puesta de manifiesto, una vez más, en el Libro Blanco de la Política Social Europea
(Comisión Europea, 1994a), que establece las principales líneas de acción de la Unión
para el quinquenio 1995-1999. Sus directrices básicas quedan plasmadas en los siguientes
principios: el empleo como la clave de la integración social y económica; la
competitividad y el progreso social como dos caras de la misma moneda; la búsqueda de
la convergencia y el respeto a la diversidad europea como prioridad, y, no menos
decisiva, la lucha por la equiparación de los Estados miembros desde unas normas
mínimas comunes (Comisión Europea, 1994a: 11-13). Para la consecución de estos
objetivos se determinan siete áreas de especial atención (p. 18), entre las que destacan
dos directamente relacionadas con la educación social: "a) mejorar los sistemas de
educación y formación, especialmente la formación continua […]; f) medidas específicas
referentes a los jóvenes sin formación adecuada". Así pues, la formación continua del
profesional y la ocupacional, junto a todas aquellas actividades que supongan el fomento
de "segundas y terceras" oportunidades para el acercamiento a la cultura e inserción
social, se convierten en aspectos prioritarios para las políticas socioeducativas
comunitarias.
Con todo, se ha ido perfilando progresivamente un modelo social europeo en virtud
de un proceso de "descolonización e independencia" de lo social frente a lo puramente
económico. En la introducción del referido Libro Blanco (Comisión Europea, 1994a: 9)
se ofrece una primera aproximación a los límites conceptuales y valores compartidos que
forman la base del modelo social europeo: "Éstos incluyen la democracia y los derechos
individuales, la libre negociación colectiva, la economía de mercado, la igualdad de
oportunidades para todos y la asistencia social y la solidaridad. A estos valores, recogidos
en la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores, los
une la convicción de que el progreso económico y social deben ir a la par. Tanto la
competitividad como la solidaridad tiene que tenerse en cuenta en la construcción con
éxito de la Europa del futuro". El Programa de Acción Social de la Comisión Europea
(1995), como desarrollo del Libro Blanco, trata de hacer efectivos estos principios
rectores y colocar la política social en el lugar central que le corresponde dentro de la
Unión.
En esta misma línea, en 1997 se dan a conocer las reflexiones de un grupo de
expertos de varios países, convocados al efecto dos años antes, sobre la dirección de las
políticas educativas futuras. El documento, titulado Por una Europa del conocimiento
(Comisión Europea, 1997), señala como principal objetivo para los primeros años del

114
tercer milenio la construcción de un nuevo espacio educativo europeo más dinámico y
flexible, que se ha de edificar sobre tres pilares básicos: el conocimiento, la competencia
y la consolidación de una "nueva ciudadanía europea". Los descriptores del programa
educativo encaminado a la conformación de esa ciudadanía europea, según las
conclusiones del citado grupo de reflexión, serían las siguientes: el fomento de los valores
comunes de la civilización europea, la defensa de los derechos humanos y libertades
fundamentales propias de la dignidad de la persona humana, la apelación a la democracia
como el sistema de organización política legítimo, el rechazo de cualquier forma de
violencia y la afirmación taxativa de la paz, la firme creencia en la solidaridad y la
búsqueda, en fin, del bienestar y un desarrollo sostenible y equitativo para todos los
ciudadanos.
En cualquier caso, es evidente la necesidad de rentabilizar el impacto de la
integración europea en los Estados de bienestar de los distintos países (V. Navarro, 1998:
163-200), estableciendo un sistema europeo de bienestar social más integrador, más
solidario, más eficiente y más enriquecedor, con el referente del pleno empleo como
desafío prioritario. Recientemente, abril de 1999, como preparación del "Segundo
Seminario Europeo sobre Empleo", a celebrar en Oxford a mediados de año, los jefes de
Gobierno de España y Gran Bretaña suscribieron una declaración conjunta sobre empleo
y reforma económica que, entre otros asuntos, pretendía relanzar el modelo social
europeo. El pleno empleo volvió a ser reconocido como el eje central de toda política
social; y dentro de ese objetivo, la mejora de la formación se presenta como la
herramienta más adecuada para su consecución (L. M. Lázaro y M.a J. Martínez, 1998:
49-99). "Los empresarios –se lee en el documento difundido por la prensa– deben
invertir más en formación. Y los individuos necesitan ser animados a formarse a lo largo
de toda la vida. Las personas que han adquirido en la escuela una cualificación
determinada deben actualizarla y mejorarla durante toda la vida laboral para maximizar
sus perspectivas de empleo."
Sin que esto signifique aventurarse a entrar en nuevas reflexiones sobre el incierto
futuro de las políticas socioeducativas europeas, pero conscientes de la necesidad de
afirmar sus tremendas posibilidades en la aventura del inicio de un nuevo milenio, no
queremos finalizar este apartado sobre las referencias internacionales al marco jurídico de
la educación social sin hacer hincapié en la labor de los profesionales de la acción
socioeducativa a la hora de concienciar a los ciudadanos, la sociedad civil en su totalidad
y las administraciones públicas, al objeto de que los valores de solidaridad, bienestar,
cohesión social, mejora de la calidad de vida y otros derechos sociales, sean una realidad
en los inicios del tercer milenio; las enormes desigualdades entre diversas zonas de
nuestro planeta, la lejanía entre algunos estamentos sociales, el aumento de la exclusión
en el marco de sociedades cada vez más duales, la tenacidad de las políticas del
neoliberalismo extremista, el mal uso y abuso de las modernas tecnologías, en definitiva,
la existencia de "mundos" diferentes y aislados, nos llevan a mostrar un cierto pesimismo.
La globalización debe ser del bienestar, no sólo de la economía o de la información.
Como expresa M. Calvo García en su prólogo (J. Martínez de Pisón, 1998: 11-15),

115
debemos realizar un esfuerzo por "relegitimar la defensa de los derechos sociales como
una respuesta de compromiso, de no renuncia a valores necesarios para garantizar la
cohesión social y unos mínimos de protección y de bienestar social para todas las
personas dentro del marco estatal y para todos los grupos y Estados en el plano
internacional". Las políticas socioeducativas deben ser especialmente sensibles con estos
objetivos y poner su labor al servicio de la consecución y universalización de los mismos.

4.2. Fundamentos constitucionales de la educación social

El 6 de diciembre de 1978 supone una fecha clave para la historia de España, por
cuanto será ese día cuando el Rey y el pleno de las Cortes sancionan de manera
definitiva la Constitución actual, lo que significa la consolidación de un nuevo
ordenamiento jurídico, un cambio radical de modelo social general y, en definitiva, el
establecimiento de un modelo de convivencia válido para todos los españoles. "España se
constituye en un Estado social y democrático de Derecho" (art. l.°l), con lo que se
produce un giro copernicano en los modos de abordar las relaciones Estado-sociedad y se
propugnan como valores superiores o guías referenciales de actuación la libertad, la
justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Recordemos al respecto que el Estado de derecho reclama, al menos, cuatro notas
fundamentales: el acatamiento y respeto a la ley como expresión de la voluntad general,
la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), el sometimiento de la
Administración a sistemas de control y el reconocimiento y garantía efectiva de la
realización material de una serie de derechos fundamentales de la persona humana, en el
marco del consenso y de la voluntad mayoritaria. Por su parte, el calificativo de
"democrático" confiere al Estado la necesidad de reconocer y defender un conjunto de
libertades individuales y garantizar –asimismo– el derecho a la participación política de
todos los ciudadanos en la formación de la voluntad estatal, como expresión del poder del
pueblo.
Y anotemos, por lo demás, que la definición de Estado social, por su parte, requiere
para nuestro trabajo una mayor atención. Por este concepto hacemos referencia a "aquel
modelo político estatal que incide en la conformación de la sociedad mediante su
participación en los mecanismos de producción y distribución de bienes y el
aseguramiento de determinados servicios y prestaciones que aseguren a los ciudadanos
un determinado mínimo vital" (Miguel A. Aparicio, 1994: 91). Así pues, el Estado social
–noción compleja con gran riqueza de contenidos– reclama dos tipos de componentes
básicos: uno de tipo económico o material, que exige la presencia del Estado en la
satisfacción de ciertas necesidades fundamentales, así como en el establecimiento de una
red de seguridad construida con una serie de servicios asistenciales para todos los
ciudadanos; y otro, éste de tipo ético, que demanda elementos redistributivos de los
recursos públicos caminando hacia la justicia social, ante la rigidez del mercado y los
modelos de economía capitalista.

116
Las relaciones entre los conceptos de Estado social y Estado de bienestar han dado
lugar a una intensa polémica que ha trascendido –incluso– del ámbito jurídico. Algunos
autores –caso de J. García Roca– vinculan el primer componente (el económico) al
Estado de bienestar, mientras que reservan el segundo (el ético) para el concepto de
Estado social; por el contrario, no faltan expertos que identifican el Estado social con el
Estado de bienestar, o ven –incluso– en este último una versión actualizada del primero,
donde encuentra su fundamento. Sin pretender resolver la imprecisión terminológica
entre ambos conceptos, máxime cuando son dos modelos desarrollados de forma
simultánea por los países del occidente europeo, entendemos que el Estado de bienestar
supera la perspectiva propiamente jurídica del Estado social, al exigir con carácter de
necesariedad no sólo la redistribución de bienes en la línea de la defensa del principio de
justicia social, sino un sistema político democrático, con la participación de todos, que
programa y controla el crecimiento económico con políticas propias de bienestar social.
Ahora bien, al margen de cualquier polémica, conviene sin más tardanza afirmar que
estos tres calificativos de modelo de Estado (social, democrático y de derecho) se
yuxtaponen y se complementan entre sí de forma integradora (A. Ojeda, 1993: 21, y M.
A. Aparicio, 1994: 58-59), asumiendo plenamente no sólo la protección de las libertades
individuales, sino la promoción del bienestar colectivo. El Estado no puede aparecer
exclusivamente como el garante de la ley y del orden público, sino que debe asumir la
redistribución de la riqueza y erigirse como la institución legitimada para tomar las
decisiones económicas y sociales que afecten a la totalidad de la sociedad. Con ello se
avanza un paso más a la mera apelación a la igualdad de todos los españoles ante la ley y
la no discriminación por cualquier circunstancia personal o social (art. 14 de la
Constitución), afirmando la implicación e intervención de los poderes públicos en la
defensa de la equidad y políticas de compensación.
La llamada "cláusula del Estado social", de difíciles consecuencias
jurídicoconstitucionales sobre todo en su aplicación, queda concretada en el artículo 9. 2,
como máxima expresión del principio de igualdad sustancial, del siguiente modo:
"Corresponde a los poderes públicos promoverlas condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover
los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los
ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social". El Estado, por tanto, deberá
fomentar acciones positivas al servicio de la libertad y proyectarlas hacia la promoción de
condiciones que permitan la igualdad.
Es en este marco integrador de modelo de Estado y, de manera especial en esta
última afirmación de la cláusula de ajuste social, donde debemos situar el germen
constitucional de la educación social en España, el principio normativo y la base
necesaria para la construcción de todo el edificio socioeducativo; estamos, sin duda, ante
la exigencia de políticas que articulen el carácter prestacional del Estado, que posibiliten
una sociedad más justa e igualitaria, donde no tenga cabida la exclusión ni la pobreza,
caminando a incrementar la cota de bienestar para todos los ciudadanos. Este germen, no
obstante, viene especificado en los dos pilares centrales que el constituyente dedica a los

117
contenidos y aspectos cercanos de la educación social: el tratamiento del hecho educativo
centrado en el artículo 27 y los llamados "principios rectores de la política social".
Dediquemos algún comentario a analizar las consecuencias de estos mandatos
constitucionales para las políticas socioeducativas.

4.2.1. La educación en la Constitución Española

Conviene comenzar afirmando desde un principio que nuestra Carta Magna, ya


desde el preámbulo y con mayor precisión en su articulado, muestra una decidida y
rotunda determinación sobre los preceptos y fines de la educación, apostando claramente
por un sistema educativo al servicio de la convivencia democrática y de los valores
fundamentales que la sustentan de libertad, igualdad, justicia y pluralismo político, a los
que acabamos de hacer referencia. La educación, por lo tanto, asumirá como propios
estos valores, orientando sus acciones a la consecución real de los mismos.
De una primera lectura del texto constitucional podemos señalar que, además de los
artículos 20.1.c (sobre la libertad de cátedra), 43.3 (acerca del fomento de la educación
sanitaria, física y el deporte) y 44 (que proclama la vinculación de los poderes públicos a
garantizar el acceso a la cultura y el desarrollo de la ciencia y la investigación), es el
mencionado artículo 27 donde se recogen las líneas directrices y los valores normativos
necesarios para la construcción de nuestro sistema educativo. Su texto, que transcribimos
en el cuadro 4.4, nos parece de obligado análisis para centrar los fundamentos
constitucionales de la educación como un derecho fundamental de carácter social, y
comprender así el marco de actuación de las políticas socioeducativas.
Entrando en el análisis pormenorizado de su contenido, queremos recoger una
primera radiografía del mismo, siguiendo los trabajos de J. Damián (1978), M. de Puelles
(1987) y R. Nogueira (1988). El artículo 27 está compuesto de múltiples figuras y
diversos tipos normativos, reflejados en una serie de apartados que incluyen desde los
clásicos derechos de libertad (1 y 6), hasta un típico derecho prestacional (4), pasando
por el reconocimiento de garantías institucionales (10), normas organizativas (7 y 8), o
mandatos al legislador (3, 5 y 9). En efecto, el texto del artículo dedicado a la enseñanza
representa una compleja articulación de derechos y libertades en el terreno educativo,
con igualdad de rango normativo entre ellos, no exenta –como veremos– de aspectos
conflictivos, por cuanto puede producirse un posible enfrentamiento entre algunos de sus
postulados y el necesario arbitraje jurídico de ciertos criterios de prioridad.

Cuadro 4.4. Texto del artículo 27 de la Constitución Española de 1978.

1. Todos tienen derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza.


2. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los
principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.
3. Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la

118
formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
4. La enseñanza básica es obligatoria y gratuita.
5. Los poderes públicos garantizan el derecho de todos a la educación, mediante una programación general
de la enseñanza, con participación efectiva de todos las sectores afectados y la creación de centros
docentes.
6. Se reconocen a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del
respeto a los principios constitucionales.
7. Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los
centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca.
8. Los poderes públicos inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar el
cumplimiento de las leyes.
9. Los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca.
10. Se reconoce la autonomía de las universidades, en los términos que la ley establezca.

De todos estos apartados, es sin duda el segundo ("la educación tendrá por objeto el
pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de
convivencia y a los derechos y libertades fundamentales") el de mayor calado político-
educativo. Para la mayoría de los juristas significa el "principio rector" de todo el ideario
constitucional en materia educativa, al situar la educación como una prestación
constitucionalmente debida y directamente exigible, huyendo de las concepciones clásicas
que la incluían entre los temas asistenciales discrecionalmente asumidos por la
Administración. De otro lado, esta afirmación de la educación como una prestación al
servicio de la democracia y de los derechos y libertades fundamentales ha sido destacada
y reforzada por el Tribunal Constitucional al utilizarla reiteradamente como criterio
jurídico de prioridad, al objeto de matizar y aclarar aspectos relacionados con el resto de
los apartados o para buscar soluciones a los recursos de inconstitucionalidad planteados
por distintas fuerzas políticas, ante los desarrollos legislativos de los mandatos
constitucionales en el terreno educativo.
Como podemos apreciar, este marco fundamentante de la política educativa
reflejado en el contenido específico de este artículo descansa en dos pilares básicos,
como principios de interpretación de todo el entramado escolar: la libertad de enseñanza
y el derecho a la educación. El principio de libertad de enseñanza, cuya definición y
límites ha tenido un mayor tratamiento que el derecho a la educación, no exento –sin
embargo– de polémicas e interpretaciones diversas, es entendido como una garantía
institucional que rechaza la existencia de monopolios ideológicos y apuesta por una
decidida defensa del pluralismo democrático. El derecho a la educación, por su parte,
camina por la consecución real y efectiva de la plena escolarización que asegure una
plaza a cada español en edad escolar, más allá de la necesaria salvaguardia del ejercicio
de libre elección por parte de los padres, sobre el modelo de educación que deseen para
sus hijos; presupone, por tanto, la igualdad de oportunidades educativas para todos, con
escuelas iguales "donde su influencia supere las diferencias iniciales de los recursos
provenientes de grupos sociales diferentes" (A. J. Colom y E. Domínguez, 1997: 122).
En cualquier caso, el sentido y tratamiento que se les dé a ambos principios no

119
responde a otra cosa que a los planteamientos ideológicos de los que se parta, como
pondrá de manifiesto el desarrollo legislativo posterior de los fundamentos
constitucionales de la educación. Libertad de enseñanza e igualdad en educación son dos
valores cuya aplicación normativa suscita numerosas fricciones y hace aflorar intereses y
planteamientos contrapuestos; la apuesta por una escuela como servicio público, los
planteamientos sobre la formación religiosa o moral de los hijos, la defensa de la
financiación o no de la educación privada como garantía teórica de la libertad de
enseñanza y consecución práctica de la plena escolarización, el papel del Estado en la
educación, la posibilidad real de elegir el centro docente para la educación de los hijos o
la salvaguardia del derecho a crearlos y dirigirlos, son aspectos conflictivos que subyacen
bajo la protección de estos principios orientadores de la acción socioeducativa
mencionados.
Y no ha de extrañar esta situación, pues el tratamiento que de la educación hace
nuestra Norma Suprema no difiere de los planteamientos generales de la misma, que
tratan de conciliar, equilibrar o validar posiciones políticas tradicionalmente enfrentadas y
vinculadas a sensibilidades ideológicas diversas, presentes en la realidad social de aquel
momento y con representación parlamentaria en la España de 1978. Si la Constitución
representa el esfuerzo de integrar visiones diferentes de la sociedad española, el artículo
27 no es otra cosa que el intento de hacer compatibles intereses ideológicos distintos que,
como vimos en el capítulo segundo, conllevan interpretaciones de la realidad diferentes y
modelos de solución alternativos para las cuestiones educativas. Como expresa R.
Nogueira (1988: 67), el contenido del mencionado artículo "es el resultado de las
concesiones respectivas realizadas por las dos mayoritarias formaciones políticas que,
cediendo en alguno de sus planteamientos ideológicos, posibilitaron la redacción de un
artículo que recoge dos modelos educativos diferentes, cuando no contrapuestos".
Siguiendo con nuestro análisis detallado del contenido constitucional específico
dedicado a la educación, y descenciendo un paso más en la concreción de sus derechos y
libertades, podemos afirmar que de los 10 apartados recogidos en su texto, la mitad son
aceptados por todas las sensibilidades políticas firmantes de la Constitución, aunque
subyacen –como vemos– planteamientos y formas de entender distintas, y otros cinco
responden a ese consenso al que hacíamos referencia. El llamado "pacto escolar" (M. de
Puelles Benítez, 1987), o "el mejor de los acuerdos posible" –como ha sido calificado por
una buena parte de la literatura jurídica y/o educativa–, proceso trabajoso no exento de
dificultades y enfrentamientos entre modelos pedagógicos distintos, cuando no
contrapuestos, se plasma en la aceptación por parte de la derecha política de reflejar en la
Constitución la participación de los sectores afectados en la programación de la
enseñanza (27.5) y de la co-gestión democrática de la misma (27.7); de otro lado, las
fuerzas de izquierdas aceptarán la inclusión constitucional del derecho de los padres a
elegir la formación religiosa y moral que deseen para la educación de sus hijos (27.3), la
libertad de creación de centros docentes (27.6) y la posible subvención a los centros
docentes de titularidad privada (27.9). Hay que recordar al respecto que el hecho de
incluir en el texto constitucional una serie de derechos les confiere a éstos un rango

120
jurídico superior que condiciona o limita el carácter posterior de su tratamiento y obliga a
los gobiernos –independientemente de su talante ideológico– a ajustar sus propuestas y
desarrollos a la categoría otorgada a dichos derechos.
Este equilibrio de fuerzas ha generado una "permanente tensión" (R. Nogueira,
1988: 80), puesta de manifiesto en el desarrollo legislativo del artículo 27, tanto en la Ley
Orgánica del Estatuto de Centros Escolares (LOECE) –ya derogada–, como en la Ley
Orgánica del Derecho a la Educación (LODE), así como en los recursos y sentencias del
Tribunal Constitucional a que dieron lugar dichas disposiciones legales. Esta tensión
ideológica que subyace en el tratamiento político de la educación es algo innegable,
además de subrayar un pluralismo ideológico de consecuencias positivas para el
enriquecimiento democrático de nuestra sociedad, ha provocado cierta inestabilidad y
algunos retrasos en el afianzamiento de nuestro sistema público de educación.
Para finalizar este apartado, y en la línea del análisis realizado por Antoni J. Colom y
E. Domínguez (1997: 126-128), ofrecemos al lector el cuadro 4.5, en el que de manera
sinóptica y resumida ponemos de manifiesto las estrechas relaciones entre los valores
superiores recogidos en la Carta Magna, los derechos básicos que de ellos se desprenden
y los principios pedagógicos o normas reguladoras a que dan lugar.

Cuadro 4.5. Perspectivas político-educativas emanadas de la Constitución.

121
4.2.2. Los principios rectores de la política social

Nuestra Constitución dedica el Capítulo III del Título I ("De los principios rectores
de la política social y económica") a los derechos sociales. Con ello, el contenido social

122
de la Carta Magna queda concretado bajo la fórmula de principios rectores, es decir,
auténticas normas jurídicas (A. Ojeda, 1993: 83) y no meras declaraciones
programáticas, como algún sector minoritario de la doctrina jurídica española ha querido
ver. Si bien es cierto que no gozan de una protección jurídica reforzada, como ocurre
con los derechos y libertades fundamentales del Capítulo II, no lo es menos la obligación
de los poderes públicos de facilitar el cumplimiento efectivo de los derechos
prestacionales; el texto del artículo 53.3 de la propia Constitución no ofrece dudas: "El
reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo
Tercero informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes
públicos".
Sin plantearnos resolver la polémica jurídica de si los derechos sociales deben tener
el rango de fundamentales, es decir, "aquellos que se erigen en componentes estructurales
básicos del ordenamiento jurídico en razón –según el Tribunal Constitucional, S.
53/1985– de que son la expresión jurídica de un sistema de valores sobre los que se
apoya la organización política", o si –por el contrario– sólo pueden considerarse en base
a un rango menor, lo cierto es que la Constitución recoge toda una serie de "principios
rectores" sobre los que debe caminar la política social y ajustarse las políticas
socioeducativas; igualmente ocurre con la polémica sobre el carácter universal de los
mismos y con el tema de la irreversibilidad, entendiendo por ésta el mantenimiento de los
derechos sociales una vez conseguidos o la capacidad del legislador para eliminarlos en
todo o en parte; sin duda es interesante el debate jurídico al respecto de los derechos
sociales y su consideración, pero sobrepasa los límites de este trabajo, que trata de
resaltar estos principios rectores en cuanto referentes y guías contextuales de las políticas
de la educación social.
Aun así, no faltan autores que cuestionan la propia expresión de "derechos sociales",
pues no parece ajustarse de forma precisa a ninguno de los tratamientos que este ámbito
ha recibido de la Constitución. De un lado, los valores superiores de igualdad y libertad,
como criterios teleológicos, presuponen ciertas actividades encaminadas a asegurar las
libertades y la condición de equidad a los sectores más desfavorecidos; de otro, los
derechos fundamentales exigen una serie de prestaciones dirigidas a salvaguardar las
grandes orientaciones políticas de una determinada sociedad; finalmente, los principios
rectores anuncian algunos cauces de actuación por medio de los cuales vehicular las
políticas sociales. En cualquier caso, reciban una u otra denominación, sean reconocidos
como fundamentales y universales o tengan un rango jurídico inferior, no debemos
olvidar que desde el criterio procesal, los derechos son importantes en la medida en que
tienen unas garantías que aseguren su operatividad real y aplicación práctica.
En esta misma perspectiva, sí que podemos dejar clara alguna certeza al respecto, y
es que dichos principios enuncian más bien obligaciones genéricas del Estado que
efectivos derechos individuales, ofreciendo marcos de actuación y guías de orientación
legislativa; tienen, por tanto, un carácter jurídico vinculante, lo que obliga al legislador a
respetarlos sin oponerse a ellos en ningún caso, aun cuando podrá dotarles –bajo su
interpretación– de un alcance mayor o menor a la hora de establecer el marco legislativo

123
(G. Peces-Barba, 1998: 15-34). Entre los derechos más notables derivados de esos
principios rectores destacamos: el derecho a la protección de la salud, al acceso a la
cultura, al cuidado y conservación del medio ambiente, a la vivienda, a la protección de
distintos colectivos (familia, juventud, disminuidos, consumidores, tercera edad…), los
relativos al progreso social o a la propia garantía de la seguridad social; en definitiva, y en
términos jurídicos, se trata de que las administraciones públicas se responsabilicen de la
"procura existencial", es decir, proporcionen ese conjunto de bienes materiales y
derechos básicos que reclama la dignidad humana.
Este conjunto de derechos, cuyo texto-resumen ofrecemos en el cuadro 4.6,
podemos estructurarlo en dos apartados específicos: los referidos a grupos y colectivos
concretos y una serie de compromisos en materia de política social. Como podemos
observar, tanto la apelación a grupos específicos de la población con necesidades
socioeducativas concretas, como los derechos sociales anotados, son aspectos y
contenidos claramente relacionados con las políticas de la educación social; unos y otros
se convierten en objetivos y referencias puntuales para los profesionales de la educación
social.
Como puede interpretarse del cuadro presentado, los principios rectores de la
política social y económica recogidos en la Constitución Española presentan tres
características fundamentales: son imprecisos, en la medida en que necesitan
regulaciones legislativas posteriores para perfilar y aclarar su contenido; son de eficacia
directa, tal y como establece el artículo 9.°1 de nuestra Carta Magna, al indicar que "los
ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del
ordenamiento jurídico"; además, no pueden ser exigidos directamente por particulares,
sino que debe hacerse por vía jurídica de acuerdo al contenido desarrollado por la ley
correspondiente.

Cuadro 4.6. Principios rectores de la política social y económica.

En cuanto a grupos y colectivos concretos:

• Protección a la familia y a la infancia (art. 39).


• Emigrantes y retornados (art. 42).
• Participación de la juventud (art. 48).
• Atención a los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos (art. 49).
• Pensiones y servicios sociales para la tercera edad (art. 50).

Compromisos específicos en materia de política social:

• Redistribución de la renta regional y personal (art. 40.1).


• Fomento de una política orientada al empleo (art. 40.1).

124
• Formación y readaptación profesional de los trabajadores (art. 40.2).
• Seguridad social (art. 41).
• Protección de la salud (arts. 43.1 y 2).
• Acceso a la cultura (art. 44.1).
• Derecho a disfrutar del medio ambiente y calidad de vida (arts. 45.1 y 2).
• Conservación del patrimonio artístico (art. 46).
• Derecho a la vivienda (art. 47).
• Defensa de los consumidores (art. 51).
• Regulación de las organizaciones profesionales (art. 52).

Al margen de este breve comentario de los principios rectores de la política social y


su implicación con la orientación de las políticas socioeducativas, debemos hacer
referencia a dos aspectos directamente relacionados con los fundamentos constitucionales
de la educación social, como son las escasas referencias de nuestra Carta Magna a la
asistencia social y a los servicios sociales.
La asistencia social queda recogida en el texto constitucional en el artículo
148.1.20, al relacionar aquellas competencias que pueden ser asumidas por las
Comunidades Autónomas. Con ello, quedaba clara la intención del constituyente de
evitar una regulación estatal general de la materia y transferir dicha posibilidad a la
administración autonómica; el desarrollo del proceso descentralizador ha corroborado
dicha situación al ir asumiendo cada uno de los gobiernos regionales las competencias y
legislar actividades y políticas concretas sobre el particular.
De otro lado, será un artículo dedicado al colectivo de la tercera edad (50) como
sector específico de la población, el único que da cabida al término de servicios sociales.
Esta mención absolutamente tangencial pone de manifiesto las intenciones de los autores
y partidos firmantes de la Constitución de no entrar en un tratamiento global de los
servicios sociales, que desembocara en una ley general sobre la materia y facilitar así la
construcción de una red pública de servicios de carácter social. Esto no significa, como
veremos, que la Constitución restrinja en modo alguno la necesidad de un sistema de
protección social para todos los ciudadanos; la apelación a los valores fundamentales de
igualdad, libertad y justicia social de nuestra Norma Suprema, el tratamiento de la
educación como un elemento compensador de carencias sociales y los principios rectores
de la política social y económica suponen –al menos de modo implícito– el
reconocimiento de un Estado prestacional de servicios sociales dirigido a facilitar y
conseguir las máximas cotas posibles de bienestar y calidad de vida para la totalidad de la
ciudadanía, sin excepción. Nuevamente serán las administraciones públicas, autonómicas
y locales, quienes asumirán el diseño, gestión y control de las políticas de servicios
sociales. La diferenciación significativa entre las distintas Comunidades en la velocidad de
las transferencias, no obstante los diversos techos competenciales de los Estatutos de
Autonomía y las posibilidades económicas y financieras de unas y otras, han propiciado
realidades diferentes y contextos muy dispares en cuanto a la puesta en práctica de las
políticas socioeducativas y de servicios sociales.
En consecuencia, la ambigüedad en el tratamiento de la educación, junto con el

125
carácter tangencial de otros conceptos como la asistencia social y los servicios sociales,
propicia la inexistencia de un profundo y global tratamiento de los aspectos
socioeducativos, y –desde luego– la imposibilidad de una ley estatal sobre servicios
sociales y políticas socioeducativas. Por el contrario, el lento proceso de transferencias a
otras instancias administrativas, como autonomías y ayuntamientos, junto con la
regulación y desarrollo a nivel nacional de algunos derechos sociales recogidos como
compromisos en el apartado de "principios rectores de la política social y económica", ha
provocado una sobreabundancia legislativa de contextos jurídicos difusos, cuando no
contradictorios, en el ámbito de las políticas socioeducativas. Nuestro siguiente capítulo,
precisamente, tratará de sistematizar dicha ordenación legal y, aun, de analizar algunas
políticas concretas.

4.3. Breve desarrollo legislativo de los mandatos constitucionales

Superadas ya las dos décadas de vigencia de nuestra Constitución, podemos afirmar


que los grandes valores fundamentales que dan soporte a las cuesdones socioeducativas
han sido desarrollados, si no en toda su extensión, sí de forma suficiente. No
pretendemos aquí realizar un análisis exhaustivo de todas aquellas normas jurídicas o
disposiciones legales, de uno u otro rango, que abordan la problemática relacionada con
los contenidos y referentes estudiados desde nuestra mirada política de la educación
social; la tarea, sin duda, desbordaría los límites de este trabajo y reclama lecturas más
sosegadas por parte de los politólogos de la educación y de los profesionales del trabajo
socioeducativo. El objetivo de este apartado no es otro que poner de manifiesto algunos
descriptores de nuestro contexto jurídico –tampoco su totalidad– que, como desarrollo
legal de los mandatos constitucionales, recogen aspectos vinculados a los principios
orientadores de la acción pedagógica y social (libertad, justicia, igualdad y pluralismo
político) y se presentan, por tanto, como guías referenciales de las políticas
socioeducativas en su intento de hacer realidad una auténtica "cultura del bienestar".
Los Programas Renovados de la EGB (1980), cuyo objetivo prioritario será adecuar
los contenidos y métodos educativos a los cambios sociopolíticos propiciados por la
transición democrática, marca el punto de inicio de una legislación educativa atenta al
desarrollo de los valores superiores recogidos en la Constitución de libertad, igualdad,
justicia y pluralismo político. Aparecen aquí los –para entonces– nuevos descriptores
curriculares y niveles básicos de referencia, estructurados en torno a la convivencia, su
ordenamiento político y a los valores necesarios para la formación de la personalidad del
ser humano. En esta perspectiva, la educación para la convivencia, para la salud, para
una adecuada formación del consumidor, para la conservación y mejora del ambiente o la
inclusión de las nuevas tecnologías, son referentes a integrar dentro de las áreas de
aprendizaje de la Educación General Básica, dada la necesidad de formar al escolar para
el correcto desempeño de su vida futura y responder a todas las facetas de su
personalidad, incluidos los aspectos sociopolíticos; sin duda, la adaptación de la Ley

126
General de Educación de 1970 a las renovadas exigencias de una sociedad democrática
en el marco de un Estado social y democrático de derecho es el primer objetivo de un
largo proceso de democratización del sistema educativo.
A estos nuevos descriptores del primer tramo educativo debemos añadir la disciplina
de enseñanza media "Educación para la convivencia", como otro de los puntales básicos
en ese camino hacia la democratización y formación de los jóvenes para una sociedad
pluralista. A pesar de sus dificultades de adaptación e implementación, es en esta materia
donde se dieron los primeros pasos y acercamiento de nuestro sistema educativo al
conocimiento y aplicación de los derechos y deberes de los ciudadanos, de las primeras
destrezas de participación y el inicio de la consolidación de algunas actitudes básicas, de
lo que luego serán auténticos programas de educación para la democracia.
Pero dejando ya el recuerdo de nuestra reciente historia, tema apasionante y
necesario para la valoración explicativa del presente, y entrando en referentes jurídicos
vigentes, queremos recoger aquí algún apunte del desarrollo legislativo del contenido
educativo de la Constitución –al menos en lo que hace referencia a su vinculación con los
contenidos de las políticas de bienestar social–, concretado en las tres grandes leyes que
ordenan nuestro sistema educativo: la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE),
Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) y Ley Orgánica de
Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros Escolares (LOPEGCE).
En primer lugar, la LODE (1985), ley promulgada con el objetivo de desarrollar y
regular el derecho a la educación, recogido –como vimos– en el articulo 27 de nuestra
Carta Magna, reconoce la educación como "fundamento del progreso de la ciencia y de
la técnica", así como del "bienestar social y prosperidad material, y soporte de las
libertades individuales en una sociedad democrática"; al mencionar los principios que
deben regir la actividad educativa, ya en su Título Preliminar (art. 2.°) recoge –entre
otros– algunos aspectos muy cercanos a los elementos centrales de nuestra reflexión,
sobre los valores orientadores de la intervención socioeducativa: el pleno desarrollo de la
personalidad del alumno, la formación en el respeto de los derechos y libertades
fundamentales y en el ejercicio de la tolerancia y de la libertad dentro de los principios
democráticos de convivencia, la preparación para participar activamente en la vida social
y cultural, o la formación para la paz, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos.
Se apuesta, por tanto, por una enseñanza en libertad con la progresiva eliminación
de todo tipo de factores de discriminación basados en razones ideológicas, económicas o
sociales, que pongan en peligro el ejercicio del derecho de todos a una educación digna y
de calidad; por un profundo respeto a los derechos y libertades constitucionales en el
contexto general de la comunidad escolar, y en el interior de cada centro, en particular; y,
todo ello, en el marco de una escuela eminentemente participativa y en el reconocimiento
de la educación como valor y fundamento del progreso y estrategia necesaria –como
dijimos- para alcanzar unos niveles mínimos reales de bienestar social. Como afirmara su
propio impulsor político, el ministro Maravall, la política a la que pretende responder la
ley trata de materializar o promover en la sociedad española un plural objetivo que tiene
claras implicaciones con algunos aspectos sustantivos de la temática de este texto: actuar

127
como elemento de cohesión nacional y como factor de integración social, al tiempo que
servir para el desarrollo de la igualdad de oportunidades y de los valores centrales de la
democracia.
Por lo que respecta a la LOGSE (1990), podemos subrayar sin ningún reparo su
notable atención al ámbito o dimensión social de la educación, tanto en su propio
articulado como en el desarrollo posterior de sus aspectos centrales a través de los
llamados "temas transversales". Las causas que marcan la necesidad de la reforma están
bañadas de razones vinculadas a contenidos socioeducativos; más allá de una nueva
ordenación del sistema educativo, de claves económicas o de la búsqueda de una mejora
en la calidad de la educación, que neutralice el alto índice de fracaso escolar, "la
necesidad de nuevos mensajes cívico-sociales, de una nueva cultura democrática tanto
social como escolar, y el aprendizaje por parte de la ciudadanía de la participación
política" –siguiendo el análisis de Antoni J. Colom y E. Domínguez (1997: 144)–, eran
cuestiones más que suficientes para plantearse la sustitución de la Ley General de
Educación de 1970.
Ya en el inicio de su preámbulo reclama una formación plena para todos los
españoles "que permita conformar su propia y esencial identidad, así como construir una
concepción de la realidad que integre a la vez el conocimiento y la valoración ética y
moral de la misma". El objetivo es "ejercer, de manera crítica y en una sociedad
axiológicamente plural, la libertad, la tolerancia y la solidaridad". Recogidos los mismos
fines para el sistema educativo que los citados en la LODE (art. 1.°), referenciados
anteriormente, se pasa revista a las capacidades que el alumno debe alcanzar en cada
nivel formativo.
Con respecto al tratamiento de aquellos principios y valores que deben orientar la
acción socioeducativa y, por tanto, objeto de especial atención para el estudioso de la
política de la educación social, destacan –en apretada síntesis– los siguientes: para la
educación primaria, apreciar los valores básicos que rigen la vida y la convivencia
humana y obrar de acuerdo con ellos (art. 13, e), así como adquirir habilidades que
permitan desenvolverse con autonomía en los grupos sociales (art. 13, d); en el caso de
la educación secundaria obligatoria, se anotan (art. 19, d, h, i), comportarse con espíritu
de cooperación, responsabilidad moral, solidaridad y tolerancia, respetando el principio
de la no discriminación entre las personas, conocer las creencias, actitudes y valores
básicos de nuestra tradición y patrimonio cultural, valorarlos críticamente y elegir
aquellas opciones que mejor favorezcan su desarrollo integral como personas, así como
valorar críticamente los hábitos sociales relacionados con la salud, el consumo y el medio
ambiente; para el bachillerato, nivel educativo de especial eficacia para la consecución de
estos objetivos, se señalan, asimismo, el consolidar una madurez personal y social que les
permita actuar de forma responsable y autónoma, así como participar de forma solidaria
en el desarrollo y mejora de su entorno social (art. 26, e y f); finalmente, en el apartado
dedicado a la educación de las personas adultas, también se menciona algún contenido –
si bien de forma más general– vinculado a la fundamentación política de la educación
social, como es el fomentar su capacidad de participación en la vida social, política y

128
económica (art. 51, c).
Reiteradamente citados en este trabajo, y como desarrollo normativo de la LOGSE,
hemos de hacer referencia a los "temas transversales" como una serie de vectores
actitudinales que, al margen de los contenidos instructivos y conocimientos científicos,
integran valores, objetivos y contenidos en el marco de un proyecto curricular
eminentemente democrático: la educación sexual, del consumidor, vial, para la igualdad
de oportunidades de ambos sexos, moral y cívica, para la salud, ambiental y para la paz
(MEC, 1993), son las líneas de actuación fundamentales que deben tener presente en su
programación cualquier materia cursada por el alumno, en la línea de una institución
escolar abierta y comprometida con la solución de conflictos sociales. Como hemos
tenido oportunidad de indicar, los contenidos transversales o principios tan fundamentales
como la libertad, el diálogo, la tolerancia, la participación, la igualdad, la solidaridad…,
deben ser parte esencial de una educación para una correcta convivencia democrática;
"los contenidos transversales -en palabras de A. Petrus (1997: 33-35) son, en suma, un
intento de introducir los principios de educación social en el aula".
La LOPEGCE (1995) completa el edificio jurídico referido al sistema educativo. El
consolidar la autonomía de los centros docentes y fomentar la participación responsable
de todos los sectores de la comunidad escolar son sus objetivos prioritarios. La
democratización de los centros, a través de órganos colegiados como los consejos
escolares, exige el compromiso ciudadano de participar en los mismos, como parámetro
necesario para una mejora de la calidad de la educación. Como ya hemos tenido ocasión
de comentar, sin embargo, los datos y cifras referidas a la participación de padres,
alumnos y otros sectores sociales ciertamente deja mucho que desear y no acaban por
consolidar una vinculación efectiva de dichos sectores, lo cual debe suponer un reto de
futuro para toda la comunidad educativa. La educación social y una correcta formación
de sus profesionales en la perspectiva política puede ser una ayuda inestimable para la
consecución de dicho desafío.
Otra de las perspectivas sociales de dicha Ley Orgánica se refiere a la población
escolar con necesidades educativas especiales y su apuesta por garantizar la
escolarización de dichos alumnos en todos los centros docentes sostenidos con fondos
públicos. En este sentido, las necesidades que requieren un tratamiento educativo
especial quedan definidas en torno a dos perspectivas diferentes: los alumnos con
necesidades derivadas de algún tipo de discapacidad y trastornos de la conducta, por una
parte, y, por otra, los alumnos con necesidades asociadas a situaciones sociales o
culturales desfavorecidas. Ambas dimensiones han tenido desarrollos legislativos
posteriores: para los primeros, el RD 696/1995 regula una serie de acciones dirigidas a
facilitar la integración de dichos colectivos; para los segundos, el RD 299/1996, al que
luego aludiremos más detenidamente, prescribe una serie de programas relativos a la
compensación de desigualdades por medio de la educación.
En esta misma perspectiva que anunciamos, quizá uno de los aspectos centrales de
la dimensión social de la educación en el marco del sistema educativo formal, no está de
más insistir en la importancia de la educación como un factor de compensación de

129
desigualdades. El contexto legal español es rico en apelaciones a la igualdad de todos los
ciudadanos en el ejercicio del derecho a la educación: desde el RD de 17-IV-1983 sobre
"Educación compensatoria", dirigido a beneficiar zonas o grupos caracterizados por
requerir una atención educativa preferencial: atención al área rural, jóvenes
desescolarizados, minorías culturales, población itinerante…; pasando por todo el
entramado legislativo de la ordenación de la educación especial y la integración de
colectivos con necesidades educactivas especiales; hasta llegar al Título V de la propia
LOGSE sobre "De la compensación de las desigualdades en la educación". En efecto, el
artículo 63 de la reforma educativa de 1990, insta a los poderes públicos a promover
intervenciones compensatorias, y va más allá del propio sistema educativo a la hora de
procurar la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Su texto es sumamente
esclarecedor:

Art. 63. "1. Con el fin de hacer efectivo el principio de igualdad en el ejercicio del derecho a la
educación, los Poderes públicos desarrollarán las acciones de carácter compensatorio en relación con
las personas, grupos y ámbitos territoriales que se encuentren en situaciones desfavorables y
proveerán los recursos económicos para ello.
2. Las políticas de educación compensatoria reforzarán la acción del sistema educativo de
forma que se eviten las desigualdades derivadas de factores sociales, económicos, culturales,
geográficos, étnicos o de otra índole."

Estas interpelaciones, no obstante, dirigidas al sistema formal de educación, sobre la


necesidad de desarrollar políticas de educación compensatoria que eviten las
desigualdades derivadas de factores sociales, culturales, geográficos, étnicos o de
cualquier otra índole, deben ser necesariamente extendidas a las prácticas y actividades
del trabajo socioeducativo. También en este caso se debe producir una estrecha relación,
siempre en beneficio del usuario, entre el ámbito formal y no formal, en la línea de
potenciar la eficacia de lo educativo como instrumento enriquecedor de situaciones
desfavorables.
Por citar sólo algunas referencias de cómo la educación reglada ha ido buscando
oportunidades para la equidad, y al margen del pleno reconocimiento de una educación
obligatoria y gratuita para todos los españoles entre 6 y 16 años de edad, debemos
consignar la extensa –aunque siempre insuficiente– política de becas, que trata de facilitar
la igualdad de oportunidades en el acceso a los distintos niveles del sistema educativo; la
creación y funcionamiento de los Centros Rurales de Innovación Educativa (CRIE), que
apoya las actividades educativas en zonas rurales con escasos recursos humanos y
materiales; las distintas actividades de Educación Permanente de Adultos, así como una
serie de iniciativas encaminadas a la formación ocupacional o cursos que propicien el
reciclaje profesional y la inserción socio-laboral de personas con dificultades específicas
de contratación; la igualdad en los resultados de la educación, a través de programas de
orientación y ayuda para alumnos con marcadas diferencias socioculturales, que alejen el
fantasma del fracaso escolar; o, sin agotar la nómina, los esfuerzos de las Comunidades
Autónomas que, en virtud de sus competencias, llevan a cabo experiencias e iniciativas
muy variadas con un fuerte componente compensador.

130
De otro lado, conviene hacer una breve mención a todos los esfuerzos realizados en
el campo de la Formación Profesional Ocupacional, como actividades ligadas al campo
de la política social europea, ya referenciada en este mismo trabajo. Los Fondos FEDER
y FEOGA (1988), encaminados a fomentar el desarrollo, combatir el paro y facilitar la
inserción laboral, recogen toda una serie de acciones educativas y sub-programas de
apoyo formativo a jóvenes parados, minusválidos, emigrantes, marginados, minorías
étnicas, etc., que suponen la búsqueda de un elemento compensador a través de la
educación, tratando de equiparar las oportunidades de estos colectivos desfavorecidos al
resto de ciudadanos europeos.
No podemos olvidar, dedicando al tema siquiera unas líneas, y volviendo a la
realidad específica de nuestro país, las actividades dirigidas a la población escolar con
necesidades asociadas a situaciones sociales o culturales desfavorecidas, reguladas
legislativamente –como anunciamos– por el RD 229/1996, de 28 de febrero (BOE, 12-
III-1996), relativo a la compensación de las desigualdades en educación. Algunos de los
programas de compensación educativa allí destacados son: la dotación de recursos
extraordinarios a los centros que escolaricen un alto porcentaje de alumnado procedente
de sectores sociales o culturales desfavorecidos; la constitución de unidades escolares
itinerantes de apoyo dirigidas al alumnado que, por razones del trabajo familiar, no
pueden seguir un proceso normalizado de escolarización; la creación de unidades
escolares de apoyo en centros hospitalarios, al objeto de atender a niños y jóvenes de
prolongada hospitalización; programas de garantía social vinculados a la oferta laboral del
entorno, dirigidos –especialmente– a la inserción laboral de jóvenes con situaciones de
déficits sociales y culturales; programas para la erradicación completa del analfabetismo,
para la adquisición de la lengua de acogida, para la difusión de la lengua y cultura propias
de los grupos minoritarios y, finalmente, para la promoción educativa y profesional de las
personas adultas en situación o riesgo de exclusión social.
Fuera ya del sistema educativo formal, y en el marco de políticas sociales, es
necesario prestar atención a otro tipo de disposiciones legales que, basadas en los mismos
principios orientadores, tratan de hacer realidad contenidos educativos necesarios para la
"cultura del bienestar". Mencionemos aquí y ahora algunos referentes básicos, aun
cuando en el capítulo siguiente tendremos oportunidad de detallar algunas políticas
socioeducativas concretas.
Y empezaremos señalando que, tal y como hemos expresado en el análisis de los
contenidos sociales recogidos en la Constitución, una buena parte sobre las competencias
en la materia han sido transferidas a las Comunidades Autónomas que, paulatinamente,
han ido articulando un corpus legislativo al respecto. Esto, naturalmente, no significa que
su actuación en materia de servicios sociales y/o educación social sea privativa o
excluyente; como indica el Tribunal Constitucional en su Sentencia 25-XI-1986, "en una
materia compleja, como la acción y proyección social, tan central además en un Estado
Social (a la vista de los principios rectores de la política social incluidos en el Cap. III del
Tít. I), las competencias exclusivas no pueden entenderse en un sentido estricto de
exclusión de actuación en el campo de lo social, ni de otros entes públicos -tal como

131
sucede en particular con los entes locales–, ni por parte de entidades privadas, que gozan
además al respecto de una esfera específica de libertad que consagra el inciso final del
artículo 41 de la Constitución Española, ni tampoco por parte del Estado, respecto de
aquellos problemas específicos que requieran para su adecuado estudio y tratamiento un
ámbito más amplio que el de la Comunidad Autónoma y que presupongan en su
concepción, e incluso en su gestión, un ámbito supracomunitario, que puede
corresponder al Estado".
En cualquier caso, en la década de los ochenta (1982-1992) asistimos a la
aprobación de las Leyes de Servicios Sociales en todas las Comunidades Autónomas del
Estado y a la puesta en práctica de toda una serie de políticas socioeducativas al amparo
de dicho marco. Programas de convivencia, de emergencia social, de accesibilidad a los
subsistemas de bienestar, de universalización de la sanidad, de erradicación de la vivienda
precaria, de prestaciones económicas regladas, de ayuda a domicilio, de integración de
colectivos especiales (infancia, juventud, mujeres, tercera edad, inmigrantes,
drogadictos…), así como toda una extensa relación de Planes Autonómicos, que han
avanzado notoriamente un panorama de acciones políticas con contenidos
socioeducativos en defensa de la igualdad, la democracia, la dignidad humana, de
eliminación de la pobreza, marginación o exclusión social, en definitiva, de una mejora de
la calidad de vida y del bienestar.
A nivel estatal, como indicábamos en la Sentencia del Tribunal Constitucional al
respecto del tema, también podemos destacar algunas iniciativas encaminadas a
desarrollar los principios rectores de la política social reflejados en la Constitución. Es el
caso de la Ley 13/1982, de 7 de abril, de Integración Social del Minusválido; se trata de
una disposición que protege los derechos fundamentales de las personas con algún tipo
de discapacidad; o también la Ley Reguladora del derecho al asilo y de la condición de
refugiado (1984), dirigida a salvaguardar los derechos de los ciudadanos residentes en
España con pasaporte de otras nacionalidades con problemas de exclusión por motivos
estrictamente políticos; en esta misma línea, cabe citar la reciente Ley Orgánica 4/2000,
"Ley de Extranjería" (BOE, 12-1-2000), sobre los derechos y libertades de los
extranjeros residentes en España. Por otra parte, y en materia de menores, podemos citar
aquí la Ley reformada de la Competencia y Procedimiento de los Juzgados de Menores
(1992), o la Ley de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código
Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil (1996), que trata de salvaguardar los derechos
de la infancia, especialmente de aquella que se encuentra desprotegida o en situación de
desamparo; e, igualmente, la Ley del Voluntariado (1996), que regula los derechos y
deberes de este colectivo emergente, así como sus posibilidades de actuación en materia
de interés general. Finalmente, y por no extendernos en demasía, la Ley de Pensiones no
Contributivas (1990), que favorece la integración social de colectivos cercanos al umbral
de exclusión.
Pensamos que no procede entrar aquí en más detalles, pero, para acabar, queremos
también hacernos eco de una serie de planes nacionales que reúnen políticas
socioeducativas de diverso calado y que contribuyen a la búsqueda del bienestar social.

132
Nos referimos al Plan Nacional sobre Drogas (24-VII-1985), que aborda de forma global
el fenómeno del uso y abuso de drogas y sustancias adictivas, así como la problemática
social que acarrean los sujetos con problemas de drogadicción; al Plan Nacional de
Gerontología (1991), dedicado a la vejez y a los fenómenos que la conforman:
pensiones, salud, asistencia sanitaria, servicios sociales, cultura, ocio y tiempo libre o el
fomento de su participación en una sociedad democrática; o al Plan Nacional de
Desarrollo Gitano (1985), encaminado a la dinamización e integración socio-laboral de la
cultura gitana en "un mundo de payos"; del mismo modo, cabe aludir al Plan Nacional de
la Juventud, que desde hace varios años, y en sucesivas etapas, busca la integración
social y laboral de los jóvenes a través de la potenciación de su autonomía, solidaridad,
igualdad de oportunidades, prevención y salud, calidad de vida y fomento de su
participación social. En todos ellos, y somos conscientes que ni siquiera podemos
mencionar los Planes Autonómicos que –en muchos casos– significan correlatos y
desarrollos de los planteados a nivel nacional, nos encontramos con intervenciones
sociales que precisan de componentes o estrategias educativas.
Todo este entramado legislativo conforma un ordenamiento jurídico en el que se
enmarcan las políticas de la educación social concretas, y que pasamos a analizar o
ejemplificar en el capítulo siguiente.

Nuestro ordenamiento jurídico, tanto desde la perspectiva internacional como estatal, regional y
aun local, contiene numerosas normas y preceptos encaminados a traducir al ámbito de la realidad
socioeducativa los valores y principios-guía (libertad, igualdad, justicia social y tolerancia cívica),
destacados como óptimos en el capítulo anterior. Su conocimiento nos parece básico para el educador
social, por cuanto deberá reflexionar sobre el modo de difundir el contenido de dichos textos,
fomentar una actitud positiva en favor de su defensa y configuración real, y –desde el terreno de la
práctica– diseñar las políticas necesarias para su implementación y máximo desarrollo en la realidad
social.
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), como "ideal común por el que
todos los pueblos y naciones deben esforzarse", pasando por una serie de Pactos Internacionales
auspiciados por la Organización de Naciones Unidas, hasta la reciente Convención de los Derechos del
Niño (1989), han sido muchos los textos jurídicos internacionales promulgados al objeto de procurar
la salvaguardia de toda una serie de derechos fundamentales de las personas y, en definitiva,
encaminados a fomentar el incremento de los niveles de bienestar de toda la humanidad; las políticas
socioeducativas nacionales, desde esta perspectiva global, trabajarán por hacer realidad viva el
contenido de dichos textos. Y es que una de las evidencias de los fenómenos de globalización de
nuestras sociedades planetarias es la exigencia de compatibilizar la eficacia de actuación de las
políticas en contextos próximos (local o regional), con el planteamiento general, global y universal que
debe acompañar cualquier intervención socioeducativa.
Desde esta perspectiva supranacional, no podemos obviar nuestra plena integración en la
Comunidad Europea y los compromisos de convergencia que de ella se derivan. Aun cuando no
podemos hablar de una política social ni educativa común a toda Europa, tanto por la realidad
socioeducativa actual como por el respeto de la Unión con la diversidad cultural de cada uno de los
países miembros, sí debemos hacer referencia a cierta unificación –también desde la perspectiva
legislativa– al menos en lo que a principios axiológicos se refiere: la defensa de los derechos humanos

133
y libertades fundamentales, la apelación a la democracia como sistema de organización política, el
rechazo de cualquier forma de violencia, la firme convicción en la fuerza de la solidaridad o la
búsqueda de un bienestar para todos, constituyen referencias inexcusables de nuestras políticas
socioeducativas en aras a la construcción de una "Europa de los ciudadanos".
La Constitución Española y su desarrollo legislativo posterior, en la línea de lo expresado a nivel
internacional, sitúa la educación y las coordenadas generales de la política social al servicio de los
valores fundamentales de un Estado de derecho: la igualdad de todos los ciudadanos, el respeto a la
libertad, las máximas cotas de justicia social y el pleno desarrollo de la convivencia democrática. Por
tanto, aun cuando el tratamiento de la educación social es ciertamente escaso y las referencias al
sistema público de servicios sociales insuficientes, las políticas socioeducativas encuentran en dicho
contexto legal la cobertura necesaria para su correcta actuación.

1. Elabore un estudio comparativo de la legislación socioeducativa en diversos países europeos. Si


entra dentro de sus posibilidades, forme varios grupos y proponga exposiciones temáticas de
estos estudios comparados.
2. A través de la técnica del comentario de texto sobre algún documento significativo de la doctrina
internacional de las últimas décadas, realice una puesta en común sobre el derecho a la
educación.
3. Por medio de una lectura pausada del texto de la Convención de los Derechos del Niño (1989),
reflexione sobre la situación actual de la infancia y las posibilidades de la educación social en la
mejora de dicha realidad.
4. Proporcione un perfil de su ideal de ciudadanía europea. Reflexione sobre la contribución de la
educación social en la conformación y difusión de dicho perfil.
5. Proponga la realización de un trabajo reflexivo y crítico sobre los aspectos socioeducativos
recogidos en el Tratado de Maastricht y su posterior desarrollo.
6. Argumente sobre el fundamento jurídico de algunas sentencias del Tribunal Constitucional, acerca de
los fundamentos constitucionales y desarrollos legislativos de la educación.
7. Analice el tratamiento jurídico concedido por la Constitución a los "Principios rectores de la política
social y económica" y emita una valoración ideológica de su posición sobre el tema en cuestión.
8. Proponga la elaboración de estudios sobre el contenido de las grandes leyes educativas actuales
(LODE, LOGSE y LOPEG), analizando los posible puntos de contacto con los temas
socioeducativos.
9. Compare las propuestas y principios más cercanos al ámbito socioeducativo contenidos en la Ley
General de Educación de 1970 y la reforma del sistema educativo (LOGSE) de 1990.

134
5
La ordenación legal. Distribución de competencias
en materia de educación social

El principio democrático de la "autonomía" queda consagrado en el Título Preliminar


(art. 2.°) de nuestra Constitución, cuando se reconoce y garantiza "el derecho a la
autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran (a la Nación española) y la
solidaridad entre todas ellas". El Título VIII ("De la Organización Territorial del Estado"),
por su parte, operativiza y desarrolla los principios generales de dicho mandato
constitucional, al disponer la división del territorio en Comunidades Autónomas,
Provincias y Municipios, dotando a todas estas entidades de autonomía para la gestión de
sus respectivos intereses. Con ello, la organización del Estado queda a caballo entre los
modelos de descentralización federal y el mero reparto de competencias entre las
distintas regiones o territorios; el Estado autonómico, como han significado un buen
número de juristas españoles, es algo más que el Estado regional, pero algo menos que el
Estado federal.
Se construye así, en definitiva, un modelo político de convivencia que logra
satisfacer las aspiraciones históricas de las diversas nacionalidades que componen España
y salvaguardar el carácter multicultural y plurilingüístico de sus realidades sociales, con lo
que se cierra –no sin problemas y constantes reaperturas– un problema secular en la
historia de un país de fuerte tradición centralista como el nuestro, cual es la posibilidad de
vertebrar el poder del Estado bajo tres principios priorizados jerárquicamente: la unidad
nacional, el derecho a la autonomía y la solidaridad interterritorial entre las diversas
nacionalidades.
Así pues, al reparto horizontal de poderes de nuestra Constitución (ejecutivo,
legislativo y judicial), propio de un Estado de derecho, hemos de añadir la división
vertical del poder, vinculada a la distribución competencial entre las diversas
administraciones públicas (central, autonómica y municipal). La descentralización de
competencias y la capacidad de autogobierno de las Comunidades Autónomas queda
concretada del siguiente modo: en aquellas materias que se precisa la uniformidad de
todo el territorio nacional, quedan otorgadas de forma exclusiva para el Estado, así como
todo lo referente al mantenimiento de la unidad y la soberanía nacional; por lo que

135
respecta a aquellos temas en los que el constituyente entiende la necesidad de establecer
unos niveles mínimos de homogeneización, quedan asignadas al Estado –al menos lo que
hace referencia a las normas básicas–, con independencia de posibilitar a las
Comunidades Autónomas la capacidad de legislar y gestionar más allá de esos mínimos;
finalmente, aquellas materias donde procede la heterogeneidad son transferidas de forma
plena a los gobiernos autonómicos, con capacidad no sólo de desarrollar normativa al
respecto, sino de continuar con el proceso de descentralización dotando a los municipios
y diputaciones de competencias a la hora de gestionar e implementar lo legislado por los
poderes regionales.
Con todo, nos encontramos con un entramado legislativo complejo, difícil de
precisar, repetitivo y no exento de contradicciones en algunos casos, donde se pierde la
perspectiva de lo básico con facilidad y cuya sistematización exige un considerable
esfuerzo de racionalización. El capítulo que iniciamos trata de ordenar el contexto
legislativo español en materia de educación social, haciendo especial hincapié en el diseño
de competencias que conlleva dicho ordenamiento legal, sin renunciar al análisis concreto
de alguna política socioeducativa en el ámbito de cada una de las administraciones
públicas.

Comprender el ordenamiento jurídico español de la educación social y analizar la


distribución de competencias entre los diversos escalones de la administración
pública.
Conocer el contenido de la legislación autonómica en materia de servicios sociales.
Valorar dicho contexto legal como espacio de actuación para las políticas
socioeducativas.
Estudiar el funcionamiento teórico y práctico de la red pública de servicios sociales
y concretar la colaboración de los educadores sociales con otros profesionales allí
integrados.
Dominar el contenido y estudiar la realidad práctica de otras políticas
socioeducativas públicas o propuestas de la sociedad civil que, al margen o en
colaboración con los servicios sociales, realizan los gobiernos regionales de las
Comunidades Autónomas.
Valorar las posibilidades del Municipio como espacio privilegiado para las políticas
socioeducativas, en su objetivo de hacer efectiva la "cultura del bienestar".
Apreciar el esfuerzo de organizaciones cívicas y asociaciones particulares de la
sociedad civil, en el desarrollo práctico de los objetivos prioritarios de la educación
social.

136
5.1. Las Comunidades Autónomas y las políticas socioeducativas

De acuerdo al diseño general de competencias que acabamos de referenciar, hay que


decir que tanto la educación como, en menor medida, la política social, son temas que
pertenecen al ámbito de competencias compartidas entre la Administración central, en la
medida que requieren normas básicas y orientaciones políticas comunes, y las
Comunidades Autónomas, que pueden –sobre todo en el caso de ciertas políticas
sociales– promulgar leyes y ejecutar, casi de forma exclusiva, las competencias al
respecto. Conviene ahora, quizá, y antes de entrar en temas más concretos sobre las
posibilidades de actuación de las políticas socioeducativas, exponer brevemente el
panorama de ambas materias.
Por lo que hace a la educación (R. Medina Rubio, 1999b), debemos comenzar
mencionando el listado general de competencias anotado en la Constitución y concretado
en dos artículos específicos –148 (competencias de las Comunidades Autónomas) y 149
(competencias exclusivas del Estado)–; encontramos aquí una primera aproximación
sumamente clarificadora: el Estado se reserva para sí (art. 149.1.30) la "regulación de las
condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y
profesionales", así como la promulgación de las normas básicas para el desarrollo del
artículo 27 de la Constitución, a fin de garantizar el cumplimiento de las obligaciones de
los poderes públicos en esta materia; es decir, entre otros temas, la ordenación general
del sistema educativo, la duración de la escolaridad obligatoria o el establecimiento de las
enseñanzas mínimas. En consecuencia, el resto del edificio educativo relacionado con el
diseño, la gestión y la implementación educativa y su soporte administrativo, no así la
alta inspección, es decir, la plena regulación y la administración de la enseñanza en toda
su extensión, niveles y grados, modalidades y especialidades, puede ser asumido por las
Comunidades Autónomas, en función de sus posibilidades reales y el techo competencial
recogido en cada uno de sus Estatutos.
Este esbozo de diseño competencial en materia educativa, aun con problemas,
reajustes y tensiones propias de aquellos espacios y gestiones compartidas, apenas ha
sufrido modificaciones hasta la actualidad, más allá de los desarrollos legislativos del
artículo 27, la reforma de la estructura del sistema educativo de 1990, o las diversas
sentencias del Tribunal Constitucional, al objeto de solucionar algún conflicto de
intereses. Desde su inicio con los Estatutos de Autonomía de Cataluña y el País Vasco, al
poco de promulgarse la Constitución, todas las Comunidades Autónomas, con
independencia de la vía jurídica utilizada para acceder al autogobierno, y máxime desde
los "pactos autonómicos" de 1992 que elevan el techo competencial de todas las
Autonomías (Ley Orgánica 9/1992, de 23 de diciembre –BOE, 24/XII– sobre
transferencias de competencias a las Comunidades Autónomas que accedieron a la
autonomía por vía del art. 143), están recibiendo las transferencias correspondientes al
área educativa. Así y todo, es necesario reconocer que la Constitución permite ciertas
peculiaridades, en la línea de lo que se ha llamado "el hecho diferencial", que se traduce
en tratamientos distintos en cuanto aspectos como la lengua, el derecho foral, los

137
conciertos económicos y otros.
La política social, entendida como el conjunto de instrumentos o políticas que tienen
el propósito de lograr el bienestar y una mayor calidad de vida, es también materia
compartida por las diversas administraciones públicas que conforman el entramado del
Estado. Al margen de los desarrollos legislativos de buena parte de los aspectos recogidos
en el apartado constitucional de "Principios rectores de la política social y económica",
dirigidos a construir las grandes líneas orientadoras de la política social y realizados tanto
por el Gobierno central como por la Administración autonómica, no debemos olvidar la
referencia expresa del término "asistencia social", como competencia a transferir a las
Comunidades Autónomas (art. 148.1.20). Como ya hemos tenido oportunidad de indicar
al comentar los fundamentos constitucionales de la educación social, nuestra Carta
Magna no contiene el reconocimiento expreso de un sistema público de servicios sociales,
tal como apunta M.a C. Alemán (M.a C. Alemán y J. Garcés, 1996: 57-78), ni se muestra
proclive a la promulgación de una ley general sobre la materia; parece interpretarse, por
el contrario, la defensa de un concepto amplio de "asistencia social" que incluya como un
sector propio los servicios sociales. Los decretos de transferencias y las Leyes de
Servicios Sociales –algunas con mención expresa en su preámbulo– vienen a certificar y
confirmar dicha interpretación.
En consecuencia, serán las Comunidades Autónomas las encargadas de prescribir y
establecer un sistema público de servicios sociales que ponga a disposición de las
personas y de los grupos en que éstas se integran los recursos necesarios para el logro de
su pleno desarrollo. Con todo, el Estado, tal como indica el artículo 150.3 de la
Constitución, podrá "dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar
las diposiciones normativas de las Comunidades Autónomas, aun en el caso de materias
atribuidas a la competencia de éstas, cuando así lo exija el interés general". Aunque tal
posibilidad será anunciada y aun reclamada en diversas ocasiones, no llegará a tomar
cuerpo real.
Además, en el caso de las políticas sociales, existe otra diferencia sustancial en el
modo de entenderse el concepto de "competencia compartida", dado que nos
encontramos con la circunstancia de poder profundizar en el proceso de descentralización
y otorgar a los municipios la posibilidad de gestionar parte de esas competencias. Si en el
caso de la educación la contribución de la administración local es todavía muy pequeña,
no ocurre así en el tema de las políticas sociales, puesto que las Comunidades
Autónomas actúan, con respecto a este tema, como el Ministerio lo hace con los poderes
autonómicos en materia de educación, es decir, descentralizando y compartiendo
competencias, al menos en el terreno de la gestión.
Y no faltan autores, caso de M. Castells (S. Giner y S. Sarasa, 1997: 173-189), que
apuestan por este modelo de planificación y gestión de las políticas socioeducativas, pues
entienden que son los gobiernos regionales y locales las instituciones más capaces de
provocar "procesos de recomposición del Estado de bienestar", al favorecer la máxima
comunicación entre el Estado y la sociedad civil. "La flexibilidad de dichas instituciones –
escribe en la p. 189–, su adaptación a las condiciones locales de las sociedades que

138
representan, su interés en territorializar las estrategias de desarrollo económico, su
sensibilidad con respecto al deterioro de la vida cotidiana en sus barrios y ciudades,
favorecen un interés objetivo en encontrar una nueva ecuación de acción pública capaz
de combinar productividad económica y equilibrio social." Por el contrario, los Estados
nacionales –según este autor–, deslegitimados por el creciente alejamiento de la vida de
sus ciudadanos y pendientes de los procesos de internacionalización económica, no
pueden –aunque políticamente se lo propongan– reconstruir el Estado social. Quizá por
ello, una de las tendencias más consolidadas del sistema de servicios sociales públicos
europeos es su apuesta por la descentralización; los casos de Inglaterra, Dinamarca,
Suecia, o la propia España, por citar algunos ejemplos, confirman esta afirmación.
Pues bien, en el planteamiento de ese contexto de organización competencial, hay
que recordar que tradicionalmente se concretan en seis los sistemas de protección social:
enseñanza, sanidad, vivienda, fomento de la ocupación, seguridad social y servicios
sociales personales. Las políticas socioeducativas, al margen del sistema educativo
formal, encuentran en este espacio delimitado por la política social –tomada ésta en
sentido amplio– su campo de actuación real. Ahora, en las páginas que siguen, con
independencia de algunas pinceladas de cada uno de estos sistemas de protección, y con
el convencimiento de la necesidad de coordinar la actuación entre cada uno de estos
subsistemas, queremos centrar nuestro estudio de las posibilidades de actuación
socioeducativa de las Comunidades Autónomas, en los dos sectores que –a nuestro
juicio– contienen mayor presencia de las políticas de educación social: los servicios
sociales y aquellas que utilizan la formación como el elemento prioritario de
compensación de desigualdades.

5.1.1. Servicios sociales y educación social en la legislación autonómica

La transición democrática supuso el punto de partida de una larga singladura, que


nos ha llevado al establecimiento de una intensa red de servicios sociales públicos. La
aprobación de la Constitución en 1978 –como hemos visto– es, en efecto, un elemento
esencial de este proceso al permitirnos abandonar y superar el carácter benéfico y
asistencial del pasado e impulsar la construcción de una estructura organizada de
protección social para todos los ciudadanos. Tanto el plano normativo, con la aprobación
de los Estatutos de Autonomía y la posterior promulgación de las Leyes de Servicios
Sociales, como el propiamente administrativo, con el proceso de transferencias y la
reorganización de las estructuras de gestión, han posibilitado la aparición de todo un
conjunto de políticas públicas de protección social equiparando nuestro país al entorno
europeo. No obstante, debemos señalar que este crecimiento experimentado en los
últimos años ha padecido cierto anarquismo y desorganización, con una notoria falta de
estructuración eficaz de centros, organismos e instituciones, así como solapamiento de
programas y, por qué no decirlo, grandes dosis de voluntarismo en los profesionales, con
buena preparación experiencial, pero faltos de una formación teórica adecuada. Quizá
por ello, la actualidad de nuestros servicios sociales pasa más por la reorganización y la

139
búsqueda de calidad en las prestaciones, que por el crecimiento cuantitativo, propio de
otros momentos. En esta idea coincidimos con A. Martinell (1996: 391), cuando destaca
la importancia de la educación social en el desarrollo de la participación en una sociedad
cuya madurez reclama ya "procesos de calidad como reto de futuro".
Por otro lado, no podemos olvidar la estrecha relación que debe existir entre todos
los subsistemas de protección social, en la idea de coordinar todas las políticas públicas
bajo una misma dirección ideológica. A este respecto, estamos de acuerdo con C.
Alemán y M. Pérez (M.a del C. Alemán y J. Garcés, 1996: 38) en lo que se refiere a su
afirmación de que "las ideologías políticas constituyen marcos interpretativos básicos
para insertar e interpretar una determinada orientación de los servicios sociales"; de
manera que, en la línea de lo expresado en el capítulo 2 de este mismo trabajo, hay que
insistir en que las políticas dentro de la red pública de servicios sociales encuentran en la
ideología el factor condicionante y, a su vez, posibilitante que les permite obtener un
sentido político más allá de su actuación concreta. Será, en efecto, de ese "sentido
político" del que se le exige una reflexión al profesional o educador social.
De acuerdo con el diseño de distribución competencial elaborado por la
Constitución, atendiendo al art. 148.1.20, que posibilita a las Comunidades Autónomas
asumir competencias en "asistencia social" y al art. 149.3, por el que los gobiernos
regionales podrán solicitar la capacidad de legislar sobre aquellas materias "no atribuidas
expresamente al Estado", los Estatutos de Autonomía de las diversas Comunidades darán
el primer paso e iniciarán este largo proceso, reclamando las transferencias
correspondientes vinculadas a la red pública de servicios sociales. El cuadro 5.1, nos
ofrece el listado de artículos y apartados concretos de cada Estatuto de Autonomía donde
se recogen dichas competencias.
A partir del momento de entrada en vigor de cada uno de los Estatutos, como
segundo paso en este proceso de conformación de la red pública de servicios sociales, se
van sucediendo los decretos de transferencias, posibilitando a cada gobierno autónomo la
acción legislativa sobre materias concretas. Una vez recibido el grueso de competencias,
cada Comunidad promulgó su ley sobre servicios sociales, al objeto de regular el ámbito
de la acción social. En la década comprendida entre 1982-1992 (cfr. cuadro 5.2), hemos
asistido a la aprobación y puesta en práctica de cada una de las 17 Leyes de Servicios
Sociales o de Acción Social –únicas dos denominaciones elegidas– en cada una de las
Comunidades Autónomas.

Cuadro 5.1. Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas y artículos sobre


servicios sociales.

140
Como podemos observar, una vez concluido el desarrollo legislativo de todas las
Comunidades Autónomas con la Ley de Acción Social de Cantabria (1992), tres
Autonomías (Galicia, País Vasco y Comunidad Valenciana), fruto -en algunos casos- de
mayorías parlamentarias diferentes y, por tanto, gobiernos de distinto signo político, han
elaborado una nueva Ley de Servicios Sociales, con la derogación total de la anterior. En
cualquier caso, toda esta normativa ha dado lugar a una rápida expansión de la red
pública de servicios sociales, sobre todo en lo que hace referencia a estructuras
organizativas, recursos e instrumentos concretos.
Y es que sin detenernos en desentrañar los usos jurídicos y técnicos del concepto de
"asistencia social", parece desprenderse de forma evidente de la Constitución y del
tratamiento dado por los Estatutos de Autonomía y los decretos de transferencias, que
dicho término incluye el concepto de servicios sociales. En cualquier caso –como
decíamos–, puede afirmarse que se apuesta por una acepción amplia de asistencia social,
comprendiendo tres aspectos centrales: las actividades sociales con carácter benéfico, las
instituciones y servicios etiquetados como Asistencia Social antes de entrar en vigor
nuestra Carta Magna y –con mayor interés para nosotros– las instituciones y programas

141
de servicios sociales personales, sin perjuicio de la regulación estatal de la Seguridad
Social y su Instituto de Servicios Sociales (INSERSO). Serán, pues, estos contenidos
sobre los que girará la actuación de los gobiernos autónomos en materia de acción social.

Cuadro 5.2. Leyes de Servicios Sociales o de Acción Social de las Comunidades


Autónomas.

Entrando en el análisis del contenido concreto de las diversas Leyes de Servicios


Sociales, y al margen de mayorías parlamentarias de uno u otro signo bajo las cuales se

142
han ido aprobando cada una de ellas, lo cierto es que todas guardan notorias
coincidencias no sólo en su estructura –en efecto muy parecida–, sino en los aspectos
abordados a lo largo de su articulado. Así, subyace un idéntico concepto de servicios
sociales, se sustentan en unos mismos principios, comparten una estructura en cuanto a
las áreas de intervención muy similar y realizan un parecido diseño de competencias,
descentralizando actividades en favor de los municipios. Dediquemos unas pinceladas a
cada uno de estos aspectos.
Como indicamos, todas reflejan una estructura muy similar, con algunos matices
incorporados por las regulaciones más recientes (Galicia, 1993; País Vasco, 1995, y
Valencia, 1997), es decir, aquellas que suponen una renovación de la legislación anterior
en la misma Comunidad Autónoma. Comienzan con una "Exposición de Motivos",
donde se referencian los fundamentos constitucionales y se alude a los respectivos
Estatutos que les otorgan soporte legal, pasando a explicar –no todas– la estructura
general de la ley; en el Título primero se anotan una serie de disposiciones generales
relativas al objeto y concepto de los servicios sociales, para extenderse –con
posterioridad–, con la excepción de las leyes de Canarias y Castilla y León, que lo hacen
en el preámbulo, en los principios básicos que las fundamentan; seguidamente, de forma
muy mayoritaria en el Título II, se expone la estructura de los servicios ofertados,
divididos en básicos o generales y especializados, señalando los programas y ámbitos de
actuación en cada caso; se referencia, igualmente, en título aparte, el tema de la
distribución competencial entre los gobiernos autónomos, las diputaciones y los
ayuntamientos; finalmente, se dedican títulos de obligado cumplimiento al tema de la
financiación y cuestiones presupuestarias, a la iniciativa social o participación de la
sociedad –especialmente el voluntariado–, y para acabar, se presenta un reducido título
para regular las posibles infracciones y reglamentar las sanciones correspondientes.
El concepto de servicios sociales es otra de las características comunes a todas las
disposiciones jurídicas sobre la temática que nos ocupa (P. Fermoso, 1991: 378). Se
entiende la red pública de servicios sociales como un sistema global de acción (forma
perfeccionada de la acción social), cuyas prestaciones favorecen el pleno desarrollo de la
persona y de los grupos dentro del contexto psicofísico y social, dedicada a promover la
participación ciudadana en la vida comunitaria, impulsar la consecución de unos niveles
básicos de calidad de vida y de bienestar social para todos los ciudadanos, gestionar
administrativamente su logro y prevenir o tratar de eliminar la marginación y cualquier
forma de exclusión social.
Exceptuando la primera Ley de Servicios Sociales del País Vasco (20-V-1982), ya
derogada, es la Ley Foral 14/1983, de 30 de marzo, sobre Servicios Sociales de la
Comunidad Navarra, la que recoge de forma paradigmática una definición de servicios
sociales, muy cercana –por otra parte– a la ofrecida por la Carta Social Europea; su
repetición ha sido constante en el resto de las disposiciones jurídicas posteriores y, quizá
por ello, merezca la pena transcribirse de forma íntegra: "Se tenderá hacia el bienestar
social –se lee en el párrafo tercero del art. 1,°–, mediante un sistema global de acción,
conducente a poner a disposición de las personas, grupos y comunidades, los servicios,

143
medios y apoyos necesarios para el digno desarrollo de su personalidad, dentro del
concepto psico-físico y social de cada individuo, promoviendo su participación en la vida
ciudadana y desarrollando la prevención y eliminación de las causas que conducen a su
marginación". Así pues, más allá de definiciones de corte académico o programático que
podríamos traer aquí a colación, puede afirmarse que los servicios sociales no tienen otra
consideración que la de "herramientas de la política social".
Existe un amplio consenso, por otra parte, a la hora de considerar la calidad de vida
y unos mínimos de bienestar social para todos los ciudadanos, como los objetivos
fundamentales a conseguir por los servicios sociales; ahora bien, estos fines quedan
desglosados en tres más operativos atendiendo a las modalidades y perspectivas de la
intervención a realizar: la prevención, la asistencia y la inserción. Como anotan M.a L.
Setién y M.a J. Arriola (C. Alemán y J. Garcés, 1997: 331-332), la realidad social exige la
solución de toda una serie de problemas y desajustes carenciales de forma perentoria e
inmediata (asistencia), pero al mismo tiempo reclama la planificación preventiva
(prevención) para evitar la marginación y promover las condiciones de igualdad
necesarias, al objeto de favorecer la integración de las personas (inserción) en la sociedad
y en los subsistemas de protección social, tales como empleo, vivienda, educación,
sanidad, seguridad social, etc.
Por otro lado, el modelo de servicios sociales diseñado en todas las normas jurídicas
se sustenta en unos mismos principios. Con la intención de ofrecer una panorámica
general, nos servimos de la clasificación elaborada por J. López Hidalgo (1992: 118-119),
cuyo resumen queda recogido en el cuadro 5.3.

Cuadro 5.3. Principios básicos recogidos en las Leyes de Servicios Sociales.

Según su naturaleza y carácter

• Universalidad.
• Proximidad a los ciudadanos.
• Integración, globalidad y territorialización.
• Solidaridad.

Respecto a la organización

• Responsabilidad y financiación pública.


• Cooperación de la iniciativa social.
• Descentralización.
• Participación.
• Planificación de programas.

Por lo que se refiere a su actuación

144
• Normalización.
• Integración.
• Globalidad y polivalencia.
• Prevención y rehabilitación.
• Rentabilidad social y cualitativa.

No es ésta la ocasión de ocuparnos del estudio pormenorizado de cada uno de los


principios básicos sobre los que descansan las diversas leyes de servicios sociales, laguna
que –por otra parte– deberá llenarse con prontitud si queremos tener un conocimiento
más profundo de las orientaciones políticas de nuestra estructura actual de prestación
social; pero sí queremos ofrecer algunos trazos sobre aquellos mencionados con mayor
frecuencia en las distintas normas jurídicas. Sin duda, la participación y
descentralización son los dos principios más reiterados por la legislación de servicios
sociales, dado que son citados de forma expresa en la totalidad de las leyes autonómicas
sobre la materia qué nos ocupa; la responsabilidad pública y la apelación a la igualdad
son sólo obviados en la redacción de una norma jurídica, siendo Castilla y León, para el
primer caso, y Extremadura, para el segundo; seguidamente, aparecen en esta especie de
clasificación de referencias los principios de cooperación con la iniciativa privada,
solidaridad, prevención, globalidad, integración, planificación…, que, aun siendo
planteados de forma general por la práctica totalidad de leyes, son "olvidados" y dejados
de mencionar en más de una regulación autonómica.
Como quiera que tendremos oportunidad de abordar el tema de la descentralización
de competencias al entrar en el estudio de las posibilidades socioeducativas de los
municipios, parece oportuno dedicar unas palabras al tema de la participación, como uno
de los principios reflejados en todas las leyes y que puede considerarse como objetivo,
fin e instrumento de los servicios sociales. Al igual que en otros sectores de las políticas
públicas, caso de la educación, uno de los indicadores de calidad es la capacidad de
participación y colaboración entre los distintos sectores que intervienen en su desarrollo.
En el caso de los servicios sociales, debemos referirnos, al menos, a tres colectivos:

a) Los usuarios, que participan a través de los Consejos de Bienestar Social o las
Cartas de Derechos y Obligaciones de los Usuarios –sólo mencionadas por
las leyes de promulgación más moderna, caso de la gallega y la del País
Vasco.
b) La iniciativa privada, tanto lucrativa –de reciente reconocimiento– como, sobre
todo, la voluntaria, cuya participación deberá ser cada día mayor en el
contexto de una sólida colaboración entre la Administración y el resto de
instituciones y organismos privados.
c) Y, finalmente, pero no por ello con menor importancia, los profesionales, que
deben ser otro canal de participación y comunicación en constante
funcionamiento, dada la necesidad de coordinar a planificadores y agentes
de intervención en un permanente feed-back.

145
Por ello, como se puso de manifiesto en el Congreso de Servicios Sociales
Municipales, celebrado en Sitges (Barcelona), en marzo de 1995, cada ayuntamiento,
como responsable de los servicios sociales, deberá encontrar su propio modelo de
participación de acuerdo a tres ejes básicos: la participación desde la relación del
ciudadano con el profesional, la participación a través de órganos formales y la
participación comunitaria, en constante interacción con el entorno circundante. Y en esta
relación de co-participación, tal y como se apuntó en el segundo capítulo, uno de los
problemas más importantes detectados por los propios profesionales de la educación
social y de los servicios sociales, es la falta de colaboración y entendimiento entre los
representantes de la Administración y los profesionales; es absolutamente necesario
lograr una correspondencia adecuada entre las orientaciones de la clase política y los
propios educadores y trabajadores sociales al servicio de la Administración pública, así
como entre el propio Estado y la sociedad civil, al objeto de crear un espacio de
interrelaciones y complicidades en beneficio de la calidad de los servicios.
Por otra parte, quizá sea el de responsabilidad pública uno de los principios más
importantes desde nuestra mirada política de la educación social y su vinculación con los
servicios sociales; no debemos olvidar que con esta reafirmación de responsabilidad de
los poderes públicos, al objeto de proveer los recursos financieros, técnicos y humanos
necesarios para la prestación de servicios, en la línea de la "cláusula del Estado Social"
que hemos referenciado al analizar las bases sociales de nuestra Constitución, se
abandona cualquier interpretación de considerar las prestaciones como algo graciable o
benéfico, para pasar a ser derechos propios de la ciudadanía, manifestándose así de
forma clara y rotunda la obligación por parte de las administraciones públicas de asegurar
una serie de prestaciones en beneficio de todos los ciudadanos.
En tercer lugar, otro de los aspectos comunes a destacar en el conjunto de leyes de
servicios sociales es el parecido diseño de competencias entre los diversos escalones que
conforman la Administración pública. En líneas generales, podemos decir que a nivel
autonómico se ejercen funciones de planificación, evaluación, coordinación, e inspección,
al tiempo que se regulan las obligadas relaciones con las tareas del Estado y otras
Comunidades Autónomas; al nivel de la provincia, suelen atribuirse funciones dirigidas a
facilitar la gestión de aquellos municipios que lo precisen y a equilibrar y reforzar
actividades en el ámbito comarcal; por último, al nivel municipal corresponden funciones
de responsabilidad más concreta o efectiva en la gestión, análisis de recursos y
necesidades, así como la forzosa detección previa de necesidades primarias. A modo de
ejemplo y con carácter representativo de la situación general en todo el Estado,
ofrecemos (cfr. cuadro 5.4) la distribución de competencias recogida en el Título II,
artículos 20-26, de la Ley 4/1993 de Servicios Sociales de la Comunidad de Galicia.
Por otra parte, y eso sería el cuarto de los aspectos a considerar, los campos de
acción o la estructura de áreas de intervención es bastante común a todos los referentes
de la legislación actual. En cuanto a sus ámbitos de actuación, siguiendo a J. López
Hidalgo (1992: 121) y en la misma dinámica de detectar descriptores generales sin entrar
en el análisis específico de cada una de las leyes, podemos anotar que las áreas o campos

146
de intervención citados en todas ellas son los siguientes: protección y apoyo a la familia,
promoción del bienestar de la infancia y la juventud, asistencia y apoyo a la tercera edad,
rehabilitación e integración social de los minusválidos, prevención de la marginación,
reinserción social de delincuentes, drogodependientes y ex reclusos, colaboración en
situaciones de emergencia social y, finalmente, información y asesoramiento en cuanto a
los recursos sociales existentes; además, pero ahora con una presencia mayoritaria, que
no en la totalidad, también se citan la promoción de la mujer, el desarrollo de la
comunidad, la atención a las minorías étnicas o el apoyo a homosexuales, mendigos y
otros colectivos específicos.

Cuadro 5.4. De la atribución de competencias sobre Servicios Sociales en la


Comunidad Gallega.

De los Entes locales

a) Creación y gestión de los Servicios Sociales de atención primaria.


b) Creación y gestión de los Servicios Sociales especializados de ámbito local.
c) Colaboración en el fomento de los Servicios Sociales de carácter local prestados por entidades de
iniciativa social.
d) Colaboración en la gestión de las prestaciones económicas en los términos que la ley establezca.
e) Promoción y organización del voluntariado.
f) Creación y regulación de los Consejos Locales de Servicios Sociales.
g) Cuantas otras les estén atribuidas o les sean delegadas, de acuerdo con la legislación vigente.

De las Diputaciones provinciales

a) La garantía de la prestación integral y adecuada, en la totalidad del territorio provincial, de los Servicios
Sociales de competencia municipal establecidos en el artículo anterior.
b) Proporcionar apoyo jurídico, económico y técnico a los Ayuntamientos, especialmente a los de menos
de 20.000 habitantes.
c) La creación y gestión de Servicios Sociales de atención especializada de ámbito supramunicipal o, en su
caso, supracomarcal.
d) La participación en el estudio y en la determinación de necesidades del territorio provincial.
e) La colaboración con la administración autonómica en la planificación, programación y formación.
f) Promoción y colaboración en la financiación de los equipamientos y programas de Servicios Sociales de
atención especializada de carácter supramunicipal de las entidades de iniciativa social.
g) Cuantas otras les estén atribuidas o les sean delegadas, de acuerdo con la legislación vigente.

De la Comunidad Autónoma

a) Planificación y programación general de los Servicios Sociales en el ámbito de la Comunidad


Autónoma, concretada en la elaboración del Plan gallego de Equipamientos y Servicios Sociales.
b) Ordenación y coordinación del sistema de Servicios Sociales.
c) Homologación, registro y control de centros y servicios.

147
d) Estudio de las necesidades y problemáticas planteadas, así como la investigación y formación
permanente del personal en dicha materia.
e) Asesoramiento y asistencia técnica a las entidades prestadoras de Servicios.
f) Diseño y aplicación de un sistema de información estadística de Servicios Sociales.
g) Creación y gestión de equipamientos y programas.
h) Protección y tutela de menores en situación de desamparo.
i) Fomento y regulación del voluntariado social.
j) Evaluación de solicitudes y concesión de prestaciones y ayudas económicas.
k) Cuantas otras les estén atribuidas o les sean delegadas, de acuerdo con la legislación vigente.

Todo ello suele articularse en torno a dos grandes sectores: a) los Servicios sociales
básicos o primarios, dedicados a promover o desarrollar acciones generadoras de
bienestar a todos los ciudadanos; se trata de unos servicios que suelen tener un carácter
municipalizado y estar a cargo de los llamados "Equipos Sociales de Base", cuya
organización y composición es muy variada en función de la diversidad de realidades
sobre las que trabajan (tipo de zona, cantidad de población a atender, recursos existentes,
programas a desarrollar…); b) los Servicios sociales especializados o específicos, en los
que se materializan las acciones destinadas a satisfacer necesidades de colectivos
singulares o concretos y, por lo tanto, centradas en intervenciones dirigidas a solucionar
problemas específicos. En este caso, normalmente, tienen un carácter más amplio que el
municipal y suelen ser orientados por las Diputaciones o Mancomunidades.
Los servicios sociales generales, de atención primaria, polivalentes, básicos o
comunitarios, según las distintas denominaciones recogidas por la legislación, constituyen
la estructura central del sistema de servicios sociales; significan, en efecto, la puerta de
entrada a todo el entramado público de protección social, dando una cobertura total del
territorio y de la población, proveyendo por sí mismos ciertas atenciones o intervenciones
y canalizando hacia los servicios sociales especializados aquellos casos que requieran una
mayor especialización en el tratamiento de los problemas. El artículo 4.° de la Ley
Reguladora de Servicios Sociales de la Generalitat de Catalunya nos ofrece un perfil
ajustado de las tareas a realizar: "información, orientación y asesoramiento del
ciudadano, y de animación, promoción y desarrollo comunitario; gestionarán servicios de
atención domiciliaria, y orientarán al ciudadano hacia el correspondiente Servicio social
especializado".
En este sentido, la práctica totalidad de las Comunidades Autónomas, con excepción
de Navarra y el País Vasco, tienen convenios de colaboración con la Administración
central, al objeto de asegurar los recursos necesarios para el establecimiento y desarrollo
de los servicios de atención primaria en todas las poblaciones. El Plan Concertado para
el desarrollo de las prestaciones básicas, nombre genérico con que se conocen dichos
convenios, nos ofrece un diseño de los programas a realizar por los servicios sociales
comunitarios. En el cuadro 5.5 sintetizamos dichos programas.

Cuadro 5.5. Programas de actuación de los Servicios Sociales Generales.

148
Programas Objetivos
Informar, asesorar y orientar sobre los
Información, asesoramiento y orientación
derechos y recursos existentes.
Atención a las necesidades básicas de las
Emergencia social personas que no pueden satisfacerlas por sí
mismos.
Favorecer la integración comunitaria y
Convivencia
convivencial.
Potenciar la vida de la comunidad,
propiciando la participación en tareas
Cooperación social
comunes y fomentando la iniciativa social y
el voluntariado.
Intervención con personas o grupos de alto
riesgo que necesitan apoyo para la solución
Prevención e inserción social
de sus conflictos y su inserción en el medio
social, previniendo la marginación.

Quizá sea interesante, aun de forma breve, dedicar una pequeña explicación a cada
uno de los programas, máxime si tenemos en cuenta no sólo su carácter general al
abarcar la casi totalidad de las Comunidades Autónomas, sino que las últimas tendencias
tanto a nivel legislativo (la nueva ley vasca –aun fuera del Plan Concertado– se acerca a
este diseño), como propiamente organizativo, sobre todo en los municipios que cuentan
con un volumen de población importante, caminan en esa dirección.

a) Programa de información, asesoramiento y orientación. La información es


considerada como una prestación social básica y elemento fundamental del
sistema de servicios sociales, por la práctica totalidad de las leyes
autonómicas vigentes. La necesidad de informar a los ciudadanos sobre los
derechos que les asisten y los recursos sociales que la Administración puede
poner a su servicio es –sin duda– requisito imprescindible para la entrada en
la red pública de protección social. Así pues, la información, orientación y
asesoramiento, constituye un elemento fundamental del sistema de servicios
sociales en la medida en que éste persigue la satisfacción de necesidades
sociales que no pueden alcanzarse por los usuarios y precisan de una
prestación de ayuda o apoyo; el conocimiento de los recursos es, sin duda,
un paso imprescindible para el cumplimiento de esas necesidades y la tarea
más urgente de los servicios generales; su objetivo debe ser procurar que
todos los ciudadanos se beneficien de los recursos, en aras de la satisfacción
real de sus derechos.
En este sentido, cabe decir que instrumentos técnicos como los mapas
sociales o los inventarios de recursos, no sólo cumplen una función de

149
difundir información, sino que son también una herramienta básica para la
planificación de todo equipo de servicios generales y un indicador relevante
de la calidad de su trabajo. La eficacia de su intervención y la ajustada
derivación a servicios especializados dependerán del correcto
funcionamiento de su estructura informativa y de su capacidad de
planificación.
b) Programas de emergencia social. En este conjunto de actividades se integran
aquellas políticas y programas de intervención encaminados a resolver casos
o situaciones extremas o excepcionales, en las que se observa una ausencia
fundamental de medios para la cobertura de necesidades básicas; por lo
tanto, se trata de contribuir a la atención esencial de todos aquellos
ciudadanos imposibilitados de remediarlas por sí mismos, a través del apoyo
técnico o económico. El sistema de ayuda a domicilio (SAD), dirigido
fundamentalmente a personas mayores o con algún tipo de minusvalía, es,
por ejemplo, una práctica cuya prestación está teniendo una demanda cada
vez mayor, y que se ajusta a las características de este tipo de programas; su
objetivo, como puede adivinarse, es facilitar la vida autónoma de las
personas, más allá de la solución residencial, y el apoyo de fórmulas de
integración social que rompan con situaciones de aislamiento y soledad.
c) Programas de convivencia. Centros de día, de acogida, clubs de convivencia,
albergues juveniles, viviendas tuteladas o locales de acogimiento familiar,
son medios e instituciones que desarrollan los objetivos marcados en este
tipo de programas. Describamos un poco su significado. Los centros de
acogida son establecimientos residenciales no permanentes, destinados a
acoger –como medida de urgencia– a personas con problemas de
convivencia y a tratar de restaurar su medio natural (mujeres maltratadas,
menores abandonados, emigrantes forzosos…); los albergues están
destinados más al alojamiento de transeúntes o personas sin techo,
intentando en lo posible no sólo solucionar su situación, sino favorecer su
integración; el acogimiento familiar, por su parte, es un servicio orientado a
proporcionar temporalmente un ambiente familiar a menores con problemas
de desestructuración en la familia de origen; las viviendas tuteladas, como
otro ejemplo de los recursos utilizados por este tipo de programas,
representan una alternativa para personas que, aun disponiendo de un
estimable grado de autonomía, precisan de una cierta tutela o supervisión,
como en el caso de mayores con traumas de soledad, jóvenes con
dificultades, personas discapacitadas, con problemas de
drogodependencia…; por último, los centros de día son hogares alternativos
para personas con dificultades de integración, que tratan de facilitar el
establecimiento de relaciones sociales entre sus usuarios.
Son, pues, algunos de los servicios establecidos por unas políticas
encaminadas a conseguir la inserción e integración social de individuos que

150
presentan problemas en ese campo; algo que se intenta reconducir a través,
en este caso, de la convivencia y la participación en grupos de iguales en los
que la influencia del grupo y las posibilidades de sentirse útil puedan ser un
medio valioso de trabajo en aquella dirección. Insistiremos, en consecuencia,
en que el objetivo es proporcionar un "entorno de convivencia adecuado".
d) Programas de cooperación social. El fomento de la participación voluntaria y
de la iniciativa social constituye la base de este tipo de programas, que tratan
de huir del enfrentameinto estéril entre la Administración pública y la
contribución de otras instituciones o agencias. En este sentido, se busca la
utilización de este marco de trabajo para fomentar la participación de los
usuarios en la propia organización y gestión de los servicios sociales, e
incluso, en su diseño y evaluación; una participación que no sólo podemos
calificar como un derecho de los ciudadanos, sino como una exigencia social
de funcionamiento eficaz, y podríamos decir educativo, de la propia red de
servicios sociales. Hay que añadir aquí que, en esta línea, las Comunidades
Autónomas han establecido organismos de participación, como son los
Consejos de Bienestar Social, de Acción Social o de Servicios Sociales y, las
ya mencionadas, Cartas de Derechos y Deberes de los Usuarios. Ahora
bien, comentemos –si acaso– que la probada inoperancia de años de los
Consejos de Bienestar, su excesivo control por parte de la Administración y
su carácter meramente consultivo o asesor, reclaman un replanteamiento
general sobre la cuestión que posibilite la presencia del sentir del usuario a la
hora de la planificación y organización general de los servicios.
Los grupos de ayuda mutua, la organización de coordinadoras sociales,
el fomento del asociacionismo, o el propio voluntariado social, regulado por
una ley específica en buena parte de las Comunidades Autónomas, son
actividades en el contexto de este programa.
e) Programas de prevención e inserción social. En este último apartado aparece
claramente como objetivo central el trabajo con personas con especiales
riesgos de marginación social, al objeto de evitar traspasar el umbral de la
exclusión y lograr una integración social y laboral efectiva. Entre los
equipamientos específicos de este ámbito de programas destacan los Talleres
de Integración Socio-laboral (TIS), los Talleres Prelaborales de Inserción-
Social (TAPIS), o los centros ocupacionales, encaminados a la rehabilitación
personal, social y/o laboral de los usuarios, mediante su capacitación para la
vida activa. La participación del educador social en la estructura de los
mismos –como veremos– resulta especialmente interesante, dado que la
prevención y la formación son aquí –más que nunca– imprescindibles.

Además de este conjunto de programas, en la Comunidad Valenciana, quizá porque


la renovación de su ley se ha producido en fechas muy recientes (1997), se añaden a los
citados dos programas más a desempeñar por los servicios sociales generales. El artículo

151
12 de la mencionada disposición legal integra también los programas de "ocio y tiempo
libre" y otros "que tendrán por objetivo la atención de las necesidades materiales más
básicas de aquellos ciudadanos y ciudadanas, mediante la gestión de prestaciones
económicas".
Por lo que respecta a los servicios sociales especializados o de atención
secundaria, podemos decir que son aquellos dirigidos a grupos de población concretos
que presentan una problemática social específica, en el ámbito ya no municipal sino
propiamente autonómico, dada su especialización. Quizá sea la Ley de Servicios Sociales
de La Rioja (1990) la normativa legal más atenta con el apartado de servicios sociales
especializados. Después de calificarlos como "los establecidos para la atención específica
de colectivos o sectores a través del diagnóstico, tratamiento, apoyo y rehabilitación de
déficits sociales de estos colectivos" (art. 6.°), enumera sus áreas de actuación a las que
dedica un artículo para cada una: infancia y adolescencia, minusvalías, tercera edad,
juventud, familia y comunidad, drogodependencias y alcoholismo, mujer, delincuencia y
ex reclusos, minorías étnicas, parados y emergencia social (arts. 7.°-17).
En esta misma línea, la Ley de Servicios Sociales de la Comunidad Valenciana
(1997), con posibilidades de recoger una experiencia de varios años de funcionamiento,
dedica todo el Capítulo II del Título II (arts. 13-26) a la definición y sectores de
intervención de los servicios sociales especializados. La familia, infancia, juventud,
menores, tercera edad, personas con discapacidad, drogodependientes, enfermos
terminales, mujeres, minorías étnicas y otros grupos con riesgo de marginación son
colectivos a los que les dedica una especial atención, en el diseño de toda una serie de
programas que salvaguarden los principios generales y valores fundamentales que hemos
señalado como los más adecuados para orientar el cambio social. Se anotan, pues, toda
una serie de actividades tendentes a favorecer la integración de todos aquellos colectivos
específicos que por uno u otro motivo se encuentran en situaciones de carencia social.
Ahora bien, esta tendencia de sectorizar áreas concretas de población ha generado
cierta polémica entre los especialistas del tema. Para algunos, el no manejar con cautela
el criterio diferenciador de "colectivos específicos" puede poner en peligro la apelación al
principio de universalidad en cuanto a ser beneficiario de prestaciones y suponer un
elemento de exclusión que, en última instancia, genera marginación; para otros, por el
contrario, la especificidad de ciertos colectivos y la necesidad de intervenciones cada vez
más tecnificadas requieren una atención diferenciadora, con independencia de trabajar
por extender y profundizar en la mayor cantidad y calidad de las prestaciones para todos
los ciudadanos. Incluso a nivel legislativo queda reflejado el debate si comparamos la
sectorialización de colectivos de la Ley de la Comunidad Valenciana (1997), con la
alusión genérica de la Ley de Servicios Sociales del País Vasco (1996), por citar las
regulaciones legislativas más recientes. En cualquier caso, deberemos ser capaces de
superar este posible enfrentamiento de posiciones, salvaguardando –de manera
prioritaria– el principio de caminar hacia la máxima universalidad de los servicios de
atención primaria y la posibilidad de utilización de la especialización técnica cuando la
situación lo requiera, con la cautela de favorecer –en todo caso– la integración total. A.

152
Touraine (1997: 26) ha planteado este problema en términos que parecen muy
pertinentes, al preguntarse en su último libro "¿cómo podemos vivir juntos en una
sociedad cada vez más dividida entre unas redes que nos instrumentalizan y unas
comunidades que nos encierran y nos impiden comunicar con los otros?".
Todos estos programas y este cúmulo de actividades desarrolladas en los servicios
sociales especializados requieren una red de equipamientos y centros que permitan una
adecuada y eficaz implementación de las intervenciones diseñadas. Sin ánimo de agotar
la relación y centrándonos principalmente en aquellos tipos de centros considerados
básicos en la actualidad, presentamos el cuadro 5.6, tomado de M.a L. Setién y M.a J.
Arriola (C. Alemán y J. Garcés, 1997: 343-344), en el que se reflejan los tipos de centro,
alguna de sus características y el colectivo de usuarios a los que van dirigidos.

Cuadro 5.6. Equipamientos del nivel secundario de los Servicios Sociales.

153
Para finalizar este apartado dedicado a los servicios sociales parece oportuno realizar
un balance a modo de radiografía actual, que nos muestre la problemática presente
después de casi dos décadas de desarrollo de la red pública de servicios sociales y, al
mismo tiempo, algunos problemas que pueden impedir su progresión futura. Nadie puede
negar hoy día el importante avance realizado en el campo de los servicios sociales, en
particular, y la política social, en general, experimentado en nuestro país durante los
últimos años y que nos ha llevado a situarnos en unos niveles de bienestar y prestaciones
sociales semejante a los países de nuestro entorno; el crecimiento cuantitativo ha sido
mucho, aunque los avances cualitativos requieren una mayor reorganización y
consolidación de las estructuras del sistema, que oriente la utilización de los recursos a
los sectores donde son más necesarios, en el contexto de una sociedad en constante
transformación. Coincidimos con la apreciación de T. Montagut (A. Petrus, 1997: 178-

154
195) en que la "labor esencial de las políticas en el campo de la educación social es la de
potenciar en esas personas que se han quedado al margen de los circuitos que generan
solidaridad social los lazos o conexiones necesarios que les permitan la posibilidad de
recuperar –o encontrar– el sentimiento de comunidad", a través de una educación contra
la estigmatización y dependencia de los servicios sociales y en favor de una rica y
acertada autonomía personal.
Aun con la dificultad que supone los procesos de evaluación en el terreno de los
servicios sociales, sí queremos indicar algunas carencias del sistema que deben quedar
resueltas para reforzar los niveles de calidad. La escasez de financiación, el mal uso de la
descentralización, la falta de coordinación entre las estructuras del sistema y la ausencia –
en algunos casos– del elemento pedagógico son los problemas más notorios de su
actualidad. Señalemos unas breves observaciones de cada uno de ellos.
Sin recurrir a la utilización de estadísticas e informes conocidos por todos, estamos
muy por debajo del porcentaje del PIB utilizado por otros países de nuestro entorno,
para el conjunto de ofertas públicas de protección social. La escasez en la financiación
no permite cubrir de manera suficiente algunas prestaciones de carácter prioritario; en
demasiadas ocasiones, los escasos fondos no son suficientes para movilizar los
instrumentos necesarios al objeto de optimizar los recursos públicos de la comunidad,
siendo esto uno de los primeros objetivos de todo el sistema. Además, lo que es quizá
más grave –todavía– es constatar la tremenda desigualdad existente entre algunas
Comunidades Autónomas, regiones, provincias y municipios, a la hora de cubrir las
necesidades sociales de la ciudadanía. Parece algo fuera de toda duda la exigencia de
arbitrar sistemas de compensación que nos acerquen a la salvaguardia de un nivel
mínimo de prestaciones sociales para todos los ciudadanos, con independencia del área
geográfica donde desarrollen su existencia.
Por otro lado, la desorganizada descentralización política y administrativa nos ha
llevado a una compleja distribución de competencias entre los cuatro escalones de la
Administración pública (estatal, autonómico, provincial y municipal). La estructura del
sistema de servicios sociales parece excesivamente fragmentada en el ámbito
institucional; existe un notable solapamiento de organismos, instituciones, consejerías,
unidades de bienestar municipales, etc., lo que genera un ineficaz aprovechamiento de los
escasos recursos existentes e incide en agravar las desigualdades, pues los programas no
acercan las soluciones a los sectores de población más necesitados.
Al mismo tiempo, este extenso volumen de organismos e instituciones está
claramente descoordinado. Se detecta una evidente necesidad de mayor planificación
con carácter global: las orientaciones políticas –a menudo– no encajan correctamente con
los diseños de programas llevados a cabo; las políticas públicas de los diversos sistemas
de protección social no guardan la necesaria trabazón para mejorar los niveles cualitativos
de eficacia; la descoordinación entre organismos, instituciones y profesionales –algunas
veces– es más que manifiesta, salvando las honrosas excepciones de siempre; los
técnicos y agentes sociales realizan su trabajo al margen de los diseñadores y
planificadores de las políticas; en suma, se observa la ausencia de canales de

155
comunicación entre estructuras aisladas y profesionales insularizados en su voluntarismo
cotidiano. En una tarea como la acción social eminentemente multidimensional,
dependiente de un buen número de instituciones y profesionales diversos, dedicada a un
objeto de trabajo –la realidad social– de naturaleza cambiante y con la imperiosa
necesidad de racionalizar recursos, la coordinación de todos los participantes
(administraciones, departamentos, organismos, equipos de profesionales, agentes
sociales, unidades de trabajo, niveles de servicios y aun usuarios) se presenta como una
auténtica exigencia (A. Martinell, 1996: 402-408).
Por tanto, hoy día parece evidente la necesidad de diseñar estrategias para la
coordinación en el ámbito de los servicios sociales, tal como ponen de manifiesto M.a A.
Martínez, M.a T. Mira-Perceval y H. Redero (M.a C. Alemán y J. Garcés, 1996: 271-
300). Entendemos por coordinación la acción dirigida a sincronizar entre sí los
programas, las actividades, los recursos y los medios humanos empleados para la
consecución de unos determinados objetivos; todo ello implica la existencia de unos
canales y redes de comunicación flexibles y bien estructurados que permitan una
adecuada circulación de la información en todas las direcciones, tanto horizontales
(coordinación intrainstitucional) como verticales (coordinación interinstitucional).
Finalmente, tiene especial interés desde nuestra óptica pedagógica el hacer constar
otro problema o deficiencia de los sistemas públicos de servicios sociales, como es su
insuficiente relación con el mundo pedagógico. Más allá de la colaboración puntual en
algunas campañas de sensibilización de lucha contra la inadaptación social, prevención de
las drogodependencias o la colaboración en programas formativos vinculados a los
llamados "contenidos transversales", son escasas las posibilidades de estrechar las
relaciones entre los servicios sociales y el mundo educativo. Y todo ello a pesar de que
con cierta rapidez se evidencia un objetivo común entre ambos subsistemas: el
compensar déficits sociales superando enfoques benéficos o asistenciales. Como ya
hemos tenido oportunidad de indicar, la perspectiva educativa es de obligada presencia en
las prestaciones sociales, si no queremos caer en paternalismos de otros tiempos; los
equipos sociales de base o de atención primaria y la comunidad educativa están
"condenados" a avanzar en una misma dirección y colaborar en la consecución de la
universalización del bienestar, como uno de los desafíos del futuro inmediato.
Pensamos que las políticas sociales en su intención de utilizar vías pedagógicas, o las
socioeducativas, cuando quieren subrayar realmente sus objetivos educativos, han de
articular un trabajo centrado en su compromiso con el crecimiento personal y cultural de
las personas o usuarios a los que tratan de servir; en esa consideración, las acciones o
trabajos han de insistir en su carácter promocional, de estimulación de la autocapacidad
de los implicados y, por lo tanto, en la creación –también aquí– de una especie de
"capital intangible" o de preparación de recursos humanos. Ésa es la significación que
queremos recordar, la utilización de esta vía como agencia de creación de competencias.
Un apoyo formativo y de socialización que se hace presente en políticas o estrategias
concretas, dirigidas –por ejemplo– a objetivos como los que siguen: apoyar la capacidad
de reconocer y asumir normas o valores; facilitar la autoidentificación personal y grupal,

156
las posibilidades de información y su comprensión, así como las de comunicación,
expresión, creación, o relación; estimular o crear vías y medios de acceso al aprendizaje,
etc.
La nómina de funciones que los profesionales de "lo social" –preferentemente
educadores sociales– pueden desarrollar en esa conexión de los servicios sociales con el
mundo escolar es ciertamente variada y exigente. A título indicativo y sin pretender
agotar la exhaustividad de un detallado "contrato de trabajo", queremos significar las
siguientes:

a) Servir de intermediario entre las familias, la escuela y el propio equipo de


servicios sociales, para el diagnóstico y tratamiento de las diversas formas de
inadaptación escolar. En numerosas ocasiones, el absentismo, la deserción o
un deficiente rendimiento escolar tienen a su base problemáticas sociales
más amplias que trascienden el mundo de lo escolar.
b) Informar sobre el estado socioeconómico de las familias en cuanto a becas y
ayudas, facilitando la elaboración de planes escolares encaminados a la
compensación de este tipo de desigualdades socioeconómicas.
c) Llevar a cabo actividades de protección del arraigo de la escuela en el contexto
social, favoreciendo la inserción de los centros educativos en su entorno
social, al objeto de hacer de éstos verdaderos lugares de participación y
encuentro de la comunidad. Cada día es más patente la imposibilidad de
algunas instituciones educativas de calidad, el propiciar su correcta
integración en el medio natural y comunitario de la sociedad en la que viven.

En definitiva, la realidad de nuestra comunidad escolar con la existencia de un buen


número de niños y jóvenes con problemas de percepción y actitud social; los numerosos
casos de fracaso escolar y rendimiento inadecuado, muchas veces enmarcado en déficits
de integración social manifiesta; la influencia de problemáticas de carácter social en el
desenvolvimiento natural de la personalidad de los escolares; o el absentismo, como
reflejo de desestructuraciones familiares o producto de conductas asocíales del mundo
que les rodea, son –entre otros ámbitos– aspectos que reclaman la coordinación entre los
servicios sociales generales y los profesionales de la educación. Y para estas
disfunciones, tampoco ayudan reglamentaciones como la LOGSE, que en su artículo 2.°,
apartado 3.°, reclama la atención psicopedagógica a través de servicios especializados,
olvidando la perspectiva de la ayuda social, de la que nada se menciona.
Por ello, abogamos por una estrecha colaboración de ambas instancias, reclamando
la necesidad de la contribución de los trabajadores sociales en el mundo de la enseñanza
y la definitiva consolidación de la figura del educador social en el ámbito de los equipos
sociales. A este respecto, no debemos olvidar que el carácter interdisciplinar, la
generalización, normalización y racionalización de nuestro sistema público de servicios
sociales, debe exigir la presencia del educador social y de la perspectiva educativa como
elemento clave de dicho sistema; sin ningún tipo de dudas, volvemos a afirmar ahora que

157
las prestaciones propias de los servicios sociales en una sociedad democrática deben
superar el mero asistencialismo, para lo cual es imprescindible orientar su acción hacia
actuaciones socioeducativas.

5.1.2. Otras políticas socioeducativas en el ámbito autonómico

La amplitud de miras de las intervenciones y actuaciones desarrolladas bajo el


sistema de servicios sociales personales, tanto generales o de atención primaria como
especializados, no agota las posibilidades socioeducativas de los gobiernos autonómicos.
Es necesario advertir toda una gama de políticas, en ocasiones relacionadas de forma
estrecha o incluso formando parte de los servicios especializados, que llevan a cabo las
administraciones públicas en el entorno de las Comunidades Autónomas. Políticas de
lucha contra la exclusión, de actividades socio-asistenciales dirigidas a la supresión de la
marginación, de búsqueda de empleo e inserción laboral, programas de integración social,
de actividades dirigidas a facilitar el acceso a los subsistemas de protección (educación,
sanidad, empleo, vivienda…), de animación y dinamización social, de educación
permanente de adultos, de ocupación del ocio y tiempo libre, de formación para el
ejercicio de la ciudadanía; en definitiva, todo un conjunto de actuaciones encaminadas a
la mejora de la cohesión social y el incremento del bienestar.
Al margen de los Planes Autonómicos, ya citados, dirigidos a colectivos específicos
de población con problemáticas concretas y que suponen un correlato de los establecidos
a nivel estatal para esos mismos colectivos (inmigrantes, juventud, mujeres, dogradictos,
minorías étnicas…), en este apartado queremos referirnos a las políticas socioeducativas
autonómicas, a través de una radiografía general de las mismas que, sin agotar todas sus
perspectivas de actuación, nos muestre una panorámica de sus posibilidades y programas
más desarrollados. Conscientes, no obstante, de la dificultad de abarcar y sistematizar
este variado entramado de intervenciones, y desde la intencionalidad didáctica que
preside este texto, hemos optado por clasificarlas atendiendo al criterio de los "espacios
de actuación" de las políticas de la educación social manejado en el primer capítulo del
trabajo. Así, nos centraremos en el análisis de algunas políticas concretas para cada uno
de dichos ámbitos de intervención: las Rentas Mínimas de Inserción (RMI), en el caso
del área del bienestar; los Programas de Garantía Social (PGS) en el marco de la
inserción socio-laboral, si atendemos al área de la animación; y algunas actividades de
educación cívica, para ejemplificar las políticas socioeducativas de la administración
autonómica, en el caso del área del civismo.
En las últimas décadas hemos asistido a la puesta en práctica de una buena cantidad
de experiencias y actividades de lucha contra la pobreza y la marginación en todos los
países del mundo occidental, conscientes de la necesidad de lograr una redistribución más
justa de los recursos. En efecto, la marginación, o –en terminología más actualizada– la
exclusión, comienza a entenderse como el resultado negativo y final de un proceso que
imposibilita la incorporación a la sociedad por diversas causas o razones; en este sentido,
todas las iniciativas encaminadas a facilitar oportunidades para la integración y canales de

158
inserción que rompan las barreras entre la dualización del "espacio de marginación" y el
"mundo integrado" se entienden como el medio más adecuado para atajar el problema,
tal como puso de manifiesto la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social celebrada ya en
1995. Un año después, en febrero de 1996, el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales
presentó un documento sobre El Plan de lucha contra la exclusión social que,
haciéndose eco de la declaración realizada por parte de la ONU de ese año como Año
Internacional de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social, exhortaba a las
Comunidades Autónomas y gobiernos regionales a tomar "medidas que garanticen a las
personas que viven en la pobreza tengan acceso a los recursos y a las oportunidades
necesarias", para remediar su penosa situación y posibilitar su integración, tanto social
como laboral.
Una de las políticas más desarrolladas en este sentido son las llamadas Prestaciones
Económicas Regladas (PER), o Rentas Mínimas de Inserción como una modalidad de las
mismas, en el contexto de los llamados "salarios ciudadanos", es decir, la seguridad de un
mínimo sociovital para todos los ciudadanos (D. Raventós, 1999). Se trata de una
consignación económica –preferentemente a personas con cargas familiares a su costa–
que no disponen de recursos para atender la satisfacción de las necesidades más básicas
personales y de su familia, ni tienen ninguna posibilidad de remediarlas a través del
acceso a algún sistema de protección social; a cambio de esta aportación económica
transitoria, se le exige el compromiso de realizar actividades de formación encaminadas a
una inserción socio-laboral definitiva y a cumplir sus responsabilidades como cabeza de
familia (escolarización de los niños a su cargo, respeto de las normas mínimas de
convivencia, cumplimiento de sus compromisos cívicos…).
Desde la implantación en el País Vasco del Plan Integral de Lucha contra la
Pobreza, en 1989, con la inclusión de un "ingreso mínimo familiar" (D. 39/89, de 28 de
febrero), al modo de la regulación francesa, todas las Autonomías han ido adoptando
programas diversos en esta misma dirección (M. Aguilar, M. Laparra y M. Gaviria, 1994:
201-222). En el cuadro 5.7, tomado de M.a J. Castro y T. Facal (M.a del Carmen
Alemán y J. Garcés, 1996: 555), se recoge la fecha de creación y denominación de cada
uno de los programas de prestaciones económicas en las diferentes Comunidades.
Con ello, la realidad española quedaba incorporada a la regulación común de los
Estados europeos que, a excepción de Grecia y Portugal a fecha de 1997, habían
implantado programas basados en la modalidad de prestaciones económicas transitorias,
de acuerdo a la Resolución del Parlamento Europeo de 1988 y Recomendación expresa
de 24 de junio de 1992. Aun así, hay que anotar la notable disparidad entre las distintas
regulaciones, no sólo en cuanto a los criterios de concesión o contrapartidas exigidas, sino
a la propia cuantía de la concesión económica.

Cuadro 5.7. Los salarios sociales de las Comunidades Autónomas.

159
Volviendo a nuestro país, hemos de hacernos eco –igualmente– de la heterogeneidad
de las normativas y la consiguiente desigualdad de protección, que establece notables
diferencias entre las diversas Comunidades, dada la inexistencia de una normativa estatal
que armonice las regulaciones autonómicas o establezca unos niveles mínimos de
prestación. En cualquier caso, la generalidad de las mismas apunta a exigir como
requisitos imprescindibles para su concesión el tener familia a su cargo, ser mayor de 25
años o menor de 65, estar censado como vecino de la Comunidad Autónoma en cuestión
al menos durante 2 años y no recibir salario, ni pensión económica alguna; por lo que
hace a las obligaciones contraídas por parte del beneficiario, hay que señalar la asistencia
a cursos de formación o talleres de inserción, al objeto de mejorar sus circunstancias de
empleo y posibilitar una contratación laboral, administrar la cuantía (sobre 50.000 ptas.)
recibida mensualmente y cumplir con sus responsabilidades de ciudadano, durante los 6
meses que suele durar la prestación económica. Jóvenes en situación de paro residual,
familias monoparentales, trabajadores en paro de larga duración y grupos con especiales

160
riesgos de marginación son los colectivos más beneficiados por este tipo de políticas
socioeducativas.
Y es que, como señala M.a A. Martínez Román (C. Alemán y J. Garcés, 1997: 499-
500), "no se pueden plantear políticas de lucha contra la pobreza y la exclusión social sin
incluir como objetivo prioritario la integración laboral"; sin duda, la incorporación al
mercado laboral o, al menos, la mejora de las circunstancias de contratación de la
persona en cuestión son los pilares básicos de futuro real que pueden ayudar a los
colectivos marginados a superar su dependencia de este tipo de prestaciones y a su
integración definitiva; de lo contrario, las políticas socioeducativas quedarán envueltas en
un paternalismo impropio de la contemporaneidad.
No obstante, la vinculación del subsidio económico transitorio a pequeñas
contrapartidas, a menudo de dudosa eficacia, aun cuando sean éstas de carácter
formativo, ha dado lugar a numerosas investigaciones y reflexiones en variados foros de
debate, donde no han faltado las críticas, tal como resume R. Aliena (M.a del Carmen
Alemán y J. Garcés, 1996: 577-632). Más allá de admitir las limitaciones –sobre todo de
carácter presupuestario– e imperfecciones de corte técnico de este tipo de actuaciones, la
sensación de "parcheo", al atajar exclusivamente los efectos y no las causas, la
posibilidad de provocar la cronificación de la marginación o asalarización de la exclusión
(P. Rosavallon, 1995: 115-119), favoreciendo cierta comodidad en la situación de
pobreza –tanto para el beneficiario como para la propia Administración– con escasas
salidas de futuro, son algunas de las objeciones más reiteradas; de otro lado, no faltan
autores (J. López Hidalgo, 1992: 79-88) que señalan la propensión a favorecer las
economías sumergidas y las bolsas de empleo no controlado por mecanismos
institucionales, o el posible parasitismo social, como las críticas más acentuadas.
En el área de la animación, otro de los espacios de actuación de las políticas de la
educación social, también encontramos toda una serie de actividades reguladas por las
Comunidades Autónomas, al objeto de generar posibilidades y dinamizar colectivos con
carencias sociales concretas. En este caso, queremos detenernos –brevemente– en los
Programas de Garantía Social, como un conjunto de acciones socioeducativas que
ejemplifican dicho campo de actuación en el ámbito de la legislación autonómica; la
inserción laboral e integración social de los beneficiarios a través de la formación,
utilizada ésta como un elemento compensador, vuelve a ser –como en las rentas de
inserción– uno de los objetivos prioritarios de estas políticas.
El art. 23.2 de la LOGSE, establece que: "Para aquellos alumnos que no alcancen
los objetivos de la educación secundaria obligatoria se organizarán programas específicos
de garantía social, con el fin de proporcionarles una formación básica y profesional que
les permita incorporarse a la vida activa o proseguir sus estudios en las distintas
enseñanzas reguladas en esta ley y, especialmente, en la formación profesional específica
de grado medio a través del procedimiento que prevé el artículo 32.1 de la presente ley.
La Administración local podrá colaborar con las Administraciones educativas en el
desarrollo de estos programas". Así pues, se trata de posibilitar a jóvenes
desescolarizados entre 16 y 21 años y que han abandonado los estudios sin una titulación

161
adecuada, la cualificación exigida para acceder a un puesto de trabajo o la readaptación
necesaria al objeto de proseguir sus estudios dentro del sistema educativo formal; en
definitiva, se busca crear un espacio formativo donde jóvenes desescolarizados y con
dificultades de adaptación social y educativa puedan iniciar un proceso de recuperación
personal y profesional que les sitúe en circunstancias más favorables para continuar su
trayectoria académica o para la participación activa en la vida laboral.
A partir de la creación de estos Programas de Garantía Social (PGS), las
Comunidades Autónomas con competencias plenas en educación y el Ministerio por lo
que hace al resto del territorio del Estado fueron asumiendo el control sobre el diseño,
aplicación y desarrollo de las actividades conformadoras de dichos programas. Es el caso
de la O. 22-III-1994 de la Generalitat Valenciana (DOGV, 18-V), por la que se regulan
los programas de garantía social durante el período de implantación anticipada del 2.°
ciclo de Educación Secundaria Obligatoria. Permítasenos basar nuestro análisis al
respecto sobre la regulación valenciana que, por otra parte, no se distancia en exceso del
resto de diseños autonómicos, ni del RD 1345/1991 y la O. 12-1-1993 que regula dichos
programas para el ámbito territorial del Ministerio (MEC, 1994).
Tres son las finalidades destacadas por el artículo 2.° del diseño valenciano de los
PGS: orientación, pues se trata de analizar las capacidades, los intereses y los recursos
personales de cada joven, a fin de definir la opción profesional que le sea más adecuada
y dirigir sus actividades a dicha capacitación; información, al objeto de que el joven
conozca el mundo de las profesiones, el funcionamiento del mercado de trabajo, sus vías
de acceso y las posibilidades que pueden ser aprovechadas, y, formación, ofreciendo a
los jóvenes una ampliación de la formación general, para incorporarse a la vida activa o
proseguir en la formación profesional específica en un futuro inmediato. Conviene
reparar en este último aspecto, por cuanto la formación básica se presenta como un área
de recuperación, a modo de una nueva oportunidad para adquirir los conocimientos y
habilidades necesarios en el desarrollo del proceso madurativo del individuo; es en este
aspecto, especialmente, por el que los PGS quedan entroncados en el ámbito propio de
las políticas socioeducativas, alcanzando su máxima significación el término garantía
social, por cunanto es ahí, en la formación, donde reside el elemento compensador que
puede "garantizar" la igualdad de oportunidades sociales.
La duración de los programas es muy variable, como lo demuestra las diferencias
existentes entre Comunidades como la Catalana (O. 22-VII-1993) y el propio Ministerio
(650-750 horas) o la normativa valenciana, que establecen una horquilla entre 720 y
1.800 horas, organizadas en períodos lectivos semanales entre 25 y 30 horas; la
explicación, que no justificación, ante las desajustadas diferencias, camina en torno a los
diversos niveles de acceso, las expectativas de los alumnos y, sobre todo, al perfil
profesional que se quiere conseguir con cada uno de los diseños curriculares. Quizá por
esta heterogeneidad de circunstancias, la regulación del Ministerio establece tres
modalidades diferentes de programas: aquellos dirigidos preferentemente a jóvenes que
deseen continuar sus estudios y tengan una adaptación no problemática al marco escolar;
los encaminados a establecer una rápida conexión de los jóvenes con el mundo del

162
trabajo, incluso compatibilizando algunas prácticas de aprendizaje en empresas, y
aquellos dirigidos básicamente a jóvenes desescolarizados en situación de marginación o
riesgo social y, por tanto, con una problemática personal muy concreta. Excede los
límites de esta aproximación a los PGS, el ocuparnos de los diseños y realidades
concretas de cada una de estas modalidades y de la diversidad de especialidades
profesionales formativas en torno a las cuales se desarrollan.
Las áreas de formación en que quedan sistematizados los cursos, por el contrario, sí
mantienen una estructura común en los distintos diseños autonómicos y estatal. El cuadro
5.8, basado en la legislación de la Comunidad Valenciana, recoge la organización de las
mismas, así como los objetivos perseguidos por cada una de ellas.

Cuadro 5.8. Diseño curricular de los Programas de Garantía Social.

163
Conviene llamar la atención, para finalizar, sobre la importancia de desarrollar
procesos didácticos alternativos y, en cualquier caso, diferentes a los utilizados en el

164
ámbito escolar, bajo los cuales ya fracasaron los alumnos de estos programas, al objeto
de conseguir los objetivos propuestos. Tanto los aspectos cognoscitivos, las habilidades
instrumentales, la necesidad de una mayor motivación, o el tratamiento diferenciado de
los singulares rasgos de personalidad de los alumnos, reclaman estrategias didácticas
novedosas si verdaderamente se pretende paliar el grado de fracaso y exclusión escolar
de estos jóvenes, compensándoles sus carencias socio-formativas.
Si la posibilidad teórica de reintegrarse al sistema educativo formal, especialmente a
sus niveles de formación profesional de segundo grado, queda imposibilitada por las
circunstancias reales que rodean el proceso o al propio estudiante, los PGS se convierten
en planes de transición a la vida activa o cursos de Formación Profesional-Ocupacional,
con el objetivo prioritario de la capacitación laboral de cara a la incorporación al mundo
del trabajo. En la práctica real, los talleres de formación e inserción laboral para menores
de 25 años, uno de los programas de actuación más desarrollados en el campo de la
Formación Ocupacional, funcionan como PGS adaptados a las necesidades del mercado
de empleo en el ámbito territorial en el que se desarrollan. La O. 12 de noviembre de
1998 (DOGV, 20-XI) de la Consellería de Empleo, Industria y Comercio de la
Generalitat Valenciana, por la que se determinan los programas de formación profesional
ocupacional, los talleres de formación e inserción laboral y se regula el procedimiento
general para la concesión de ayudas durante el ejercicio económico 1999, sirve de
ejemplo de las disposiciones legales de las Comunidades Autónomas en este terreno.
En este sentido, permítanos el lector reparar –siquiera brevemente– en la
importancia de las políticas de empleo y actividades encaminadas a la inserción laboral de
los jóvenes, como uno de los desafíos de futuro de las sociedades actuales y uno de los
territorios donde la educación social está llamada a prestar su colaboración. La Comisión
Europea, al margen de recientes publicaciones (1996), ha vuelto a incidir en la educación
y formación continua como una de las "herramientas estratégicas básicas" para el
crecimiento del empleo y un necesario ajuste entre la oferta y la demanda del mercado
laboral, relanzando iniciativas como el Programa Empleo-Now, Empleo-Horizón y
Empleo-Youth Start, dirigido, este último, a facilitar la integración de los menores de 20
años en el mercado laboral.
Este tipo de propuestas y otras de parecido calado lanzadas en la Cumbre sobre el
Empleo (Luxemburgo, 1997) son incorporadas a los planes de acción de cada uno de los
países miembros; España no será una excepción. Los programas de inserción laboral, de
transición a la vida activa y todo el ámbito de la formación ocupacional, han cobrado
inusitado relieve (B. Bermejo y et al., 1996), especialmente los dirigidos a colectivos
específicos como parados de larga duración, menores de 25 años en busca de su primera
actividad laboral o grupos con dificultades especiales de contratación. La organización de
cursos, talleres de inserción, itinerarios de capacitación, actividades prelaborales…, están
presentes en todas y cada una de las Autonomías españolas, con el objeto de cumplir la
siempre difícil tarea de acercar el sistema formativo a las exigencias del mercado laboral.
Para nuestra perspectiva política de la educación social, nos interesan especialmente
aquellas acciones centradas en jóvenes que, a su fracaso escolar, añaden otras

165
circunstancias de desestructuración personal y familiar o de riesgo evidente de
marginación social. En esta línea, y a modo de ejemplo de otras actividades de diseño
parecido realizadas en otras Autonomías, podemos destacar los Talleres de Inserción
Sociolaboral (TIS) de la Comunidad Valenciana. La O. de 21 de septiembre de 1990 de
la Conselleria de Treball i Seguretat Social establece "medidas para el fomento del
empleo de personas con dificultades subjetivas de contratación", con el objetivo de
capacitar a jóvenes con riesgo de marginación social en el desempeño de un empleo que
le lleve a una integración social plena. Se trata de cursos de 1.596 horas anuales
repartidas en jornadas de 7 h., a modo del horario laboral normalizado, donde los
alumnos aprenden las habilidades básicas de una serie de ocupaciones seleccionadas en
función del mercado de trabajo y completan su formación, afianzando su madurez
personal y desarrollando hábitos de trabajo y convivencia ciudadana; funcionan, a
menudo, como PGS en los cuales los alumnos reciben un pequeño salario o "beca de
inserción" que favorezca su autonomía económica. La experiencia de una década permite
realizar una valoración general de este tipo de políticas, cuyos resultados son muy
variables dependiendo de las circunstancias reales de cada proyecto.
La formación del ciudadano, dentro del área del civismo, es otro de los objetivos
básicos de las políticas de la educación social; también aquí, en la organización de
actividades encaminadas a dotar a los ciudadanos de competencias y habilidades sociales,
las Comunidades Autónomas, junto al resto de administraciones públicas, tienen amplias
posibilidades de actuación. Que la ciudadanía conozca sus derechos, desarrolle las
capacidades idóneas para su ejercicio y asuma sus deberes y compromisos para con sus
semejantes y la propia comunidad son –también– objetivos de las políticas de los
gobiernos regionales.
Para el caso catalán, sin duda el más avanzado, P. Fermoso (1995: 103-117) nos
ofrece una visión panorámica de las distintas instituciones públicas y actividades
desarrolladas en aras de la educación cívica. La DireccióGeneral d'Acció Cívica, como
uno de los organismos del Departament de Benestar Social de la Generalitat, tiene como
objetivo "el promover el comportamiento cívico de los ciudadanos, como también
colaborar en trabajos de carácter cívico con todas las entidades o asociaciones dedicadas
a la participación, información y orientación al ciudadano sobre los servicios, las
prestaciones y las actuaciones que llevan a término el gobierno de la Generalitat,
especialmente los referidos al Departamento de Bienestar Social; asimismo, despliega
tareas de dinamización cívica y ciudadana, gestiona y tramita los recursos del
mencionado Departamento y otros".
Los Casals Civics es una de las instituciones típicas catalanas donde se llevan a
cabo las distintas actuaciones pro educación cívica, al objeto de impulsar el desarrollo
social, cultural, deportivo y de empleo del tiempo libre de la comunidad, en beneficio de
una correcta formación cívica. Sus objetivos concretos son: la integración de los
diferentes barrios, la creación y fortalecimiento de la vida asociativa y la potenciación del
consumo cultural; se trata de vehicular las inquietudes culturales de los vecinos,
coordinar la participación directa de los usuarios en todo tipo de tareas de gestión y de

166
organización, optimizar los modelos de convivencia, así como establecer relaciones
positivas de toda la comunidad, tanto de usuarios, profesionales, como de la iniciativa
social y del voluntariado.
Es este último aspecto clave para el desarrollo del tema en cuestión, dado que el
voluntariado –como fenómeno social innegable– es, en muchos casos, el brazo ejecutor
de los servicios sociales y de las iniciativas ciudadanas relacionadas con la formación del
civismo. No sólo la práctica totalidad de las Leyes de Servicios Sociales recogen
referencias concretas al tema del voluntariado, sino que una buena cantidad de
Autonomías han desarrollado su propia Ley del Voluntariado, al margen de la regulación
estatal de la Ley 6/1996, de 15 de enero, sobre el Voluntariado, destacando así la
importancia concedida a este amplio sector (asociaciones, fundaciones, organizaciones no
gubernamentales…) en el campo de las políticas socioeducativas, en general, y de la
formación cívica, en particular.
Y es que dentro de la extensa panorámica de actividades realizadas por el
voluntariado, destaca la animación cívica. Por seguir con el ejemplo catalán, cabe
mencionar, dentro del Plan de Formación del Voluntariado (O. 2-VI-1994, DOC de 20-
VI), los "Cursos para Animadores Cívicos"; con una duración de 60 horas lectivas y
estructurado en varias sesiones en función de las necesidades del colectivo concreto al
que vaya dirigido, "tiene como objetivo ofrecer los elementos generales y básicos que
sirvan para llevar a cabo los trabajos de dirección, organización y animación del
movimiento asociativo y del voluntariado". En cualquier caso –como dijimos–, todo este
cúmulo de actuaciones deberá coordinarse con la administración local, encargada de
desarrollar en las ciudades y municipios actividades cívicas y socioeducativas.
Es en este escenario de actuaciones cívicas –preferentemente– donde nos
aproximamos a la Educación Permanente de Adultos (EPA). Superada la fase de la
simple alfabetización y preparación para la obtención de algún título vinculado al sistema
educativo formal, la EPA se ha constituido como uno de los campos de mayor auge en el
terreno socioeducativo. Se trata de todo un variopinto conjunto de actividades
encaminadas a posibilitar a las personas adultas el domino de la realidad socio-cultural
que le rodea, de compensar carencias culturales de base y de participar activamente en la
vida social. En este sentido, y ahí reside nuestro máximo interés, las propuestas de
educación de personas adultas –mayoritariamente organizadas, al menos las de carácter
público, en leyes de ámbito autonómico– se transforman en un "proyecto político", en la
medida en que se busca "la redefinición o reestructuración de las relaciones de los
hombres entre sí y con la naturaleza" (F. Beltrán y J. Beltrán, 1996: 81). Si atendemos a
la Ley de Formación de Adultos (Ley 3/1991, de 18 de marzo) de la Comunidad
Catalana, modelo de referencia para algunas otras (A. Requejo Osorio, 1994), se
distinguen varios espacios de intervención directamente relacionados con las políticas
socioeducativas: la formación ocupacional y el reciclaje profesional, la compensación de
carencias culturales de carácter básico, la preparación para el uso y disfrute del tiempo
libre y la formación en y para la participación ciudadana.

167
5.2. La ciudad y los ciudadanos en las políticas de educación social

Quizá porque el Estado y otras administraciones han volcado sus esfuerzos en las
grandes orientaciones o problemáticas de la educación y de los sistemas de bienestar, se
ha hecho patente la exigencia –cada vez más evidente– de contar con la aportación de
otras instancias que centren su labor en problemas "menores", más cotidianos y cercanos
a la ciudadanía; la búsqueda de arraigo de la institución escolar en su medio natural o la
necesaria proximidad a los ciudadanos de las intervenciones de los servicios sociales,
además, han posibilitado el acercamiento de estas instituciones al ámbito municipal. Todo
ello confirma que la comunidad local y las políticas socioeducativas municipales han ido
cobrando protagonismo de forma sustantiva a lo largo de los últimos años (Alfons
Martinell, 1996: 391-417).
El lema "pensar globalmente y actuar localmente" se ha instalado en las sociedades
modernas y es asumido por la mayoría de paradigmas científicos sociales. Y es que se
vive la ambivalencia entre un mundo que camina hacia la mundialización o la
globalización –tal como hemos tenido oportunidad de comprobar en capítulos anteriores–
y la búsqueda de identidades particulares en una sociedad volcada en lo local; se constata
una continua tensión y dicotomía –que no antagonismo– entre centralización y
descentralización; se busca, por lo demás, la unidad en contextos como el europeo y se
postula la descentralización de competencias dentro de los Estados miembros. Es más,
cada vez está siendo más reclamado el que el Estado de las Autonomías no signifique
una descentralización que a su vez centralice –paradójicamente– las esferas y órganos de
dicha administración (E. Aja, 1999). Así pues, la colaboración entre municipios y otras
instancias de la Administración se presenta –cuando menos– como algo necesario en
multitud de facetas, especialmente en el terreno socioeducativo.
En consecuencia, esta ambivalencia y tensiones entre los poderes centralizados y la
cooperación de otras entidades menores más flexibles y atentas a la realidad percibida por
los ciudadanos, patente en todos los ámbitos de la política, se ajusta de forma precisa a la
dimensión socioeducativa que no debe perder el referente internacional y, a su vez, no
puede dejar de lado la necesidad de buscar la proximidad con el usuario y aprovechar la
agilidad de sus estructuras administrativas. No en vano, puede considerarse el municipio
como un órgano de participación ciudadana –quizá el primero– en los asuntos públicos,
con posibilidad de planificar y programar aquellas cuestiones e intereses propios de las
correspondientes colectividades. Tal vez convenga repasar ahora el marco jurídico que,
en el caso español, posibilita y condiciona los cauces y modos para que esas instancias
asuman sus competencias, para plantearnos –con posterioridad– el ir más allá de "lo
posible" (legal) y adentrarnos en el terreno de "lo deseable" (ideal).

5.2.1. Administración municipal y educación social

La propia Constitución, en su Título VIII –"De la Organización Territorial del


Estado"–, al hablar de la administración local, establece en los artículos 140-142 estas

168
tres consideraciones básicas: a) el reconocimiento de su autonomía; b) su personalidad
jurídica; c) la atribución de la posibilidad de recaudar tributos y de participar en los
recursos económicos del Estado y de las Comunidades Autónomas. Fruto y desarrollo de
este mandato constitucional y de la voluntad política en favor de la autonomía municipal
será la promulgación de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del
Régimen Local (BOE, 3-IV) que, en el marco de un claro proceso de descentralización,
precisa las competencias que pueden alcanzar algunos municipios. Y añadamos aquí,
antes de avanzar y concretar esa línea, que la autonomía municipal viene apoyada por un
principio postulado en la Carta Europea de la Autonomía Local (15-X-1985), que
reconoce el derecho y la conveniencia de intervenir a las autoridades más próximas a los
ciudadanos "en cuantos asuntos afecten directamente al círculo de sus intereses".
Pues bien, entrando ya en el análisis de esta Ley Reguladora de la administración
local, y sirviéndonos del contenido recogido en la exposición de motivos, cabe anotar un
punto que consideramos característico del espíritu de la ley y que quisiéramos recordar
ahora: salvo algunas excepciones –se dice–, no son muchas las materias que en su
integridad deben atribuirse exclusivamente a los municipios, pero también son raras
aquellas en las que éstos no puedan tener un interés concreto; por ello, en todos y cada
uno de los ámbitos competenciales debe adoptar una composición que equilibre
convenientemente estos factores:

a) La necesidad de garantizar suficientemente la autonomía local.


b) La exigencia de armonizar esa autonomía con la distribución territorial del
contexto legislativo.
c) Finalmente, la imposibilidad material de definir suficientemente las
competencias locales en cada sector de intervención potencial.

Por lo tanto, la disposición legislativa en su conjunto plantea un reto a la relación, el


encuentro, la colaboración y la coordinación entre las diversas administraciones.
Desde la perspectiva socioeducativa que venimos manejando en nuestro discurso,
hay que anotar un buen número de competencias (cfr. el cuadro 5.9) diversificadas en
varios artículos, que posibilitan a las corporaciones locales, como primer escalón político-
administrativo, a la prestación de servicios sociales de atención primaria y la participación
en la gestión de algunas atribuciones educativas, en calidad de colaboración y
complementariedad con respecto al resto de administraciones públicas.

Cuadro 5.9. Extracto del contenido socioeducativo de la Ley Reguladora de Bases de Régimen Local.

169
Como podemos observar a través del resumen sinóptico presentado, los
ayuntamientos poseen las competencias de gestión de los servicios sociales generales o
comunitarios, a través de los Equipos Sociales de Base (ESB), ya mencionados en
nuestro estudio sobre las leyes autonómicas de servicios sociales, como la auténtica
"puerta de entrada" al sistema de protección social; de otro lado, la administración local
despliega cierta presencia en el terreno educativo, tanto en el ámbito escolar como en la
posibilidad de realizar proyectos referentes a temas muy próximos o relacionados
estrechamente con la llamada educación no formal.

170
Desde la perspectiva educativa, hemos de añadir el RD 2274/1993, de 22 de
diciembre (BOE, 22-I-1994), de cooperación de las Corporaciones Locales con el
Ministerio de Educación y Ciencia, al objeto de completar el marco legal de
competencias educativas de los ayuntamientos. La normativa en cuestión viene a
desarrollar lo preceptuado al respecto en la Ley de Régimen Local y en las grandes
regulaciones sobre educación (LODE y, fundamentalmente, LOGSE), con el objetivo de
buscar una articulación flexible y adecuada de las relaciones entre la administración
educativa y los municipios, de cara a optimizar los recursos públicos existentes y
rentabilizar al máximo los esfuerzos de todos los sectores vinculados a la educación. Las
materias sujetas a la mencionada colaboración son las siguientes: programación de la
enseñanza, planificación y gestión de construcciones escolares, conservación,
mantenimiento y vigilancia de los centros, vigilancia del cumplimiento de la escolaridad
obligatoria y en la prestación del servicio educativo o realización de actividades y
servicios complementarios; asimismo, se regula la creación de centros docentes de
titularidad municipal y la participación en los Consejos Escolares Municipales. De otro
lado, en 1995, la Ley Orgánica de Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros
Escolares (LOPEGCE), volvía a incidir en la participación de las administraciones locales
y "el conjunto de la sociedad" con los centros educativos, para "impulsar" actividades
extraescolares y complementarias, y "promover" la relación de su programación
educativa con el entorno socio-económico.
En definitiva, estas posibilidades de participación y de gestión, reconocidas en la Ley
de Bases de Régimen Local, en la LOPEGCE y, también, en el Real Decreto
mencionado, pueden precisarse –siguiendo el análisis de Antoni J. Colom y Emilia
Domínguez (1997: 243-245)– en tres vías concretas:

a) La educación entendida como estrategia para el desarrollo y consecución de


programas y objetivos relacionados con el patrimonio histórico-artístico, con
la protección del medio ambiente, con la atención primaria de la salud, con
la defensa de usuarios y consumidores, con la prestación de servicios
sociales y promoción y reinserción social, con la educación física, el deporte
e instalaciones deportivas, la ocupación del tiempo libre y el turismo.
b) La educación considerada como actividad escolar, donde las posibilidades de
participación se encuentran en la programación de la enseñanza y en la
gestión de los centros docentes, mediante la participación en los Consejos
Escolares de Centro o Municipales y, además, en la posibilidad de crear
centros de titularidad local o colaborar en la construcción y conservación de
las instituciones escolares estatales situadas en el territorio municipal; no
podemos soslayar, en este sentido, las actuaciones municipales encaminadas
a resolver el tema del absentismo escolar, a través de los programas de
vigilancia de la escolaridad obligatoria, en estrecha colaboración con el
equipo de servicios sociales del municipio.
c) La educación entendida como actividad complementaria a la realizada por el

171
resto de administraciones públicas. En este espacio de actuación nos
encontramos con actividades, preferentemente del campo de acción de la
educación no formal, como son la orientación, educación especial,
alfabetización, educación de adultos, servicios de apoyo psicopedagógico,
enseñanzas de régimen especial, programas de garantía social, actividades
extraescolares, servicios complementarios, etc.

En este aspecto de la acción educativa, las políticas encaminadas a potenciar la


escolarización pueden servirnos como ámbito de ilustración y ejemplificación. Algunos
municipios han ido entrando –a veces con una dedicación especial- en el campo de
ofrecer respuestas educativas a situaciones sociales con clara repercusión en los procesos
de escolarización y formación, caso del absentismo y fracaso escolar. La experiencia del
Programa de Prevención y Tratamiento de la Desescolarización del Ayuntamiento de
Girona puede ser un referente paradigmático; se trata de una iniciativa que ha trabajado
con objetivos dirigidos a actuar pedagógicamente sobre la inestabilidad emocional, bajo
nivel de autoestima, inadecuación a la escuela de ciertos valores sociales o falta de
hábitos de trabajo; tratando –en definitiva– de crear y ofrecer un espacio formativo
centrado en la personalidad, la formación básica instrumental y prelaboral, y la
socialización: talleres especializados (carpintería, electricidad, mecánica, pintura…),
actividades formativas de refuerzo escolar, módulos formativos de áreas como la
inserción laboral, salud, sexualidad…, son algunas de sus actividades más desarrolladas.
Al describir el Programa, precisamente uno de sus técnicos (X. Ventura, 1999)
apunta una dirección que aquí indicamos también como orientación para la política
educativa municipal; lo que se intenta señalar es el sentido de la intervención de los
educadores sociales en el ámbito de los servicos sociales generales o de atención primaria
en los municipios, una intervención formativa destinada a producir cambios en los
individuos y en sus relaciones con el entorno.
Por lo que se refiere a la prestación de los servicios sociales básicos, cuyos
programas de actuación y adscripción municipal ya hemos subrayado al analizar las leyes
de servicios sociales de las Comunidades Autónomas, conviene recordar aquí las
competencias y posibilidades de actuación que ofrece a la administración local el contexto
legal vigente. Utilizado en aquella ocasión el ejemplo gallego, sirva ahora de referente la
descentralización de competencias que realiza la Generalitat Valenciana. En el artículo 6.°
de la Ley de Servicios Sociales (1997) se anotan las siguientes actuaciones: análisis de las
necesidades y de la problemática social existente en su ámbito territorial; la titularidad y
gestión de los servicios sociales generales; la programación de actividades en su campo
social, conforme a la planificación de la Generalitat y la coordinación de sus actividades
con las instituciones y asociaciones privadas; el fomento de la acción comunitaria,
promoviendo la participación de la sociedad civil; la gestión de los programas de atención
primaria y de las ayudas económicas que le pueda encomendar la administración de la
Generalitat; finalmente, la titularidad y gestión de aquellos servicios sociales
especializados que le correspondan por razón de su competencia territorial.

172
Como indica la Ley de Bases de Régimen Local, las prestaciones de atención
primaria son prescritas con carácter obligatorio para todos aquellos ayuntamientos con
una población superior a 20.000 habitantes, conformando una red pública de atención
primaria en aquellas ciudades de mayor nivel socioeconómico, cuyo funcionamiento –
como hemos visto– ha sido positivo en cuanto al crecimiento cuantitativo y más bien
escaso por lo que hace a los aspectos cualitativos. Ahora bien, el criterio de "número de
habitantes" barajado por la normativa mencionada supone la exclusión y "desamparo" de
todos aquellos ciudadanos que residen en poblaciones de menor nivel de población y que,
por lo tanto, pueden ver conculcados sus derechos sociales al no poder acceder a las
prestaciones mínimas ofrecidas por los equipos sociales de base. No debemos olvidar que
España es un país profundamente atomizado en cuanto a su estructura demográfica,
dado que apenas un 3,3% de los municipios supera la "mágica" cifra de 20.000
habitantes.
Una consecuencia de esa realidad y de la idea de arbitrar medios para subsanar las
posibles desigualdades es el llamado Plan Concertado para el Desarrollo de
Prestaciones Básicas de Servicios Sociales, que cuando surge en 1988 es planteado
como una "colaboración entre la Administración del Estado y de la Comunidad
Autónoma, para financiar conjuntamente una red de atención de Servicios Sociales
Municipales que permita garantizar unas prestaciones básicas a los ciudadanos en
situación de necesidad" (párrafo 1.° del Convenio-Programa); ha sido, por tanto, un
elemento de actuación fundamental y significativo, puesto que establece un catálogo
mínimo de prestaciones que, independientemente del nivel demográfico de cada
municipio, deben garantizarse a todos los ciudadanos por parte de los servicios sociales
locales, a través de sus equipos sociales de base y la implementación de los programas de
atención básica, analizados en el apartado dedicado a las leyes de servicios sociales.
En líneas generales, cabe apuntar que los objetivos del Plan Concertado quedan
concretados en los aspectos siguientes: garantizar unos mínimos en materia de servicios
sociales a toda la población, proporcionar a los ciudadanos servicios sociales de calidad,
construir una red de equipamientos y cooperar con las Corporaciones Locales con menos
recursos para que puedan afrontar adecuadamente sus competencias de gestión en dicha
materia. Para ello, siguiendo en este caso a J. López Hidalgo (1992: 113-115), se
establecen los siguientes compromisos articulados en cuatro vías fundamentales:
compromisos de gestión, por los que a las Comunidades Autónomas se les reconoce su
capacidad de legislar y planificar, mientras que la titularidad de la gestión será
específicamente local; compromisos económicos, por los que el Estado asume consignar
una partida anual en los presupuestos generales para su financiación, con la ayuda de las
Autonomías y los propios municipios; compromisos de información, por los que se
deberá evaluar anualmente el funcionamiento de dicho Convenio, y compromisos de
asistencia técnica, mediante los cuales se procurará homologar la gestión, los resultados
y aun los efectos de la red de servicios sociales establecida.
Transcurridos diez años desde su puesta en funcionamiento, puede afirmarse que el
Plan ha tenido un desarrollo desigual, no exento ciertamente de problemas y necesitado

173
de algunos ajustes, más allá de lo financiero. En 1994 todavía no se había superado el
80% de cobertura del total de municipios españoles, eso sí, al margen de Navarra y el
País Vasco, dadas sus especiales características fiscales; si bien es cierto, y parece justo
indicarlo, que el trabajo realizado en cuanto a infraestructuras y equipamiento técnico y
humano, ha sido considerable, aunque, quizá, no sea suficiente. En el Primer Congreso
Nacional sobre el Sistema Público de Servicios Sociales en la Administración, celebrado
en La Coruña en ese mismo año, M.a T. Mogin puso de relieve las necesidades de futuro
del Plan Concertado, citando algunas cuestiones que queremos reflejar aquí: agilizar la
gestión, implantar la llamada "ficha social", adaptar las prestaciones básicas y los
equipamientos a las necesidades del entorno en que se producen, asumir la evaluación
como un elemento clave para la toma de decisiones, seguir avanzando en la coordinación
entre administraciones, organismos e instituciones, continuar impulsando la formación de
los profesionales específicos de este ámbito y, en suma, proyectar una imagen más eficaz
al conjunto de la sociedad.

5.2.2. Comunidad, sociedad civil y políticas socioeducativas

Una vez pergeñado el marco legal de las posibilidades del municipio en materia
socioeducativa, resulta fácil comprender que todo lo comentado hasta ahora sobre la
llamada sociedad civil, fundamentalmente en el capítulo 3, encuentra aquí, en el ámbito
local, su marco propio de actuación. Si como hemos visto, entendemos por sociedad civil
todas aquellas asociaciones, organizaciones o entidades que, más allá de lo propiamente
institucional (Estado, partidos políticos o sindicatos), conforman el tejido social con el
objetivo de lograr el bien común (V. Pérez Díaz, 1997), no parece extraño pensar que se
evidencie, también –o sobre todo– en lo municipal, una colaboración estrecha con la
Administración pública de cara a la consecución de una mejora en el bienestar y de una
mayor calidad de vida de toda la ciudadanía. Y es que, como afirman A. Colom y E.
Domínguez (1997: 251), se constata "una concordancia perfecta entre lo que puede
ofertar el municipio y lo que puede solicitar la sociedad civil".
En esta línea, los déficits de participación en el "poder institucional" y las demandas
de la sociedad no cubiertas por las administraciones públicas tienden a ser completadas
por este tipo de organizaciones cívicas y asociaciones particulares que, debidamente
vertebradas en un conjunto social homogéneo y con capacidad de desarrollar actividad
política, comienzan a encauzar las aspiraciones "sociopolíticas" de los ciudadanos, al
objeto de encontrar soluciones al margen de la "oficialidad". Desde el ámbito pedagógico,
el interés por mejorar o lograr mayores cotas de educación, tanto para sus escolares
como para todos los ciudadanos en general, tratando de suplir las deficiencias de las
ofertas públicas, posibilita la aparición de lo que Antoni J. Colom (1995: 155-174) ha
denominado como "pedagogías de la sociedad civil".
En efecto, muchas de las organizaciones cívicas que conforman la sociedad civil se
han visto obligadas a trabajar por autodesarrollarse educativamente, estimulando o
patrocinando toda una serie de cursos, actividades y proyectos que han encontrado en

174
muchos casos soporte institucional en los ayuntamientos, como primer cauce de
participación política de la sociedad. Su origen social y su alejamiento del mundo escolar,
entre otro tipo de razones, nos acerca al ámbito de la política de la educación social,
puesto que "las pedagogías de la sociedad civil comprenden aquellos desarrollos
educativos sentidos como necesarios y vistos como estrategias para la solución de
problemas, o de mejora de situaciones que afectan a la comunidad, y que son aplicados y
desarrollados por circuitos educativos paralelos a los oficiales y creados específicamente
para ellas. Desde esta perspectiva, se integran en las pedagogías de la sociedad civil gran
parte de la denominada educación no formal" (A. Colom, 1995: 167).
Atendiendo a estas consideraciones, resulta claro afirmar que las propuestas de la
sociedad civil han posibilitado al mundo pedagógico el desarrollo de una nueva
dimensión, más allá de lo puramente escolar; una plural parcela concretada en la apertura
de campos de aplicación y espacios pedagógicos hasta ahora desconocidos o disminuidos,
que suponen renovadas perspectivas profesionalizadoras para pedagogos y educadores
sociales. No significa, y queremos puntualizarlo ya de entrada, plantear un nuevo modelo
de gestión municipal de los aspectos socioeducativos al margen del vigente marco
jurídico, ni desde luego abogar por planteamientos localistas extremos –con cierta acogida
en los medios de comunicación actuales–, simplemente queremos exponer algunas
reflexiones al respecto para ayudar a mejorar nuestra realidad socioeducativa municipal.
Por ello, entrando al mismo tiempo en el terreno de lo deseable o posible y en el de lo
que ya va siendo real, no nos sustraemos a ofrecer un listado de actividades y campos de
actuación que, en el marco de competencias voluntarias y sin intención de agotar la
temática, las políticas socioeducativas podrían realizar en el ámbito de los ayuntamientos.

1. Instituciones y programas de apoyo a la educación formal. Con independencia


de lo reseñado al respecto en el contexto legal, los municipios y las diversas
entidades conformadoras de la sociedad civil podrían establecer programas
de ayuda y mejora de la educación reglada. La utilización didáctica de
museos, bibliotecas, visitas culturales, o programaciones de campañas de
sensibilización en medios de comunicación social; tareas de apoyo a la
escolarización y en especial ante el grave problema del absentismo, con la
creación de centros de educación infantil, aulas hospitalarias, de educación
permanente de adultos, estudio y seguimiento –junto con los servicios
sociales– de los escolares absentistas, campañas de motivación y
acercamiento de la sociedad al mundo escolar (entiéndase, como ejemplo,
las llamadas escuelas de padres), etc., son tareas que nos incumben a todos
y donde debemos sumar la mayor cantidad de efectivos posibles. Además,
no debemos olvidar que han sido los ayuntamientos los impulsores de
servicios de apoyo psicopedagógico, de orientación educativa y profesional,
o de servicios de detección y atención a niños con problemas.
2. En el ámbito de la denominada Pedagogía del ocio podemos mencionar toda
una serie de actividades de tiempo libre, como ludotecas, asociaciones

175
recreativas, colonias y campamentos vacacionales, asociaciones recreativo-
culturales, granjas-escuela, itinerarios de la naturaleza, huertos
experimentales y toda una amplia gama de actividades extraescolares de
carácter lúdico y de recreo, donde la colaboración de las políticas locales y
las iniciativas de la sociedad civil se presenta imprescindible, al objeto de
conseguir avances valiosos en este campo.
3. También es interesante y amplio el esfuerzo desplegado en el área de la
animación sociocultural. Pueden integrarse en este campo todas las
actividades de dinamización y democratización cultural como Ateneos,
Universidades Populares, Casas de Cultura, itinerarios urbanos, uso
educativo del patrimonio artístico, etc. La animación sociocultural de barrios
especialmente desfavorecidos es una de las tareas más características de la
labor de los ayuntamientos en esta línea de trabajo, en perfecta colaboración
con las diputaciones o la administración autonómica. Más allá de las
Escuelas de Animadores Socioculturales dependientes de las Consejerías de
Educación, existe una extensa oferta municipal de cursos monográficos
encaminados a la animación de grupos, a desarrollar habilidades sociales, a
analizar y poner a disposición de los ciudadanos recursos y equipamientos
para la utilización del tiempo libre, a fomentar el asociacionismo, a
proporcionar actividades dentro del ámbito del voluntariado, o a desarrollar
técnicas de animación lúdico-festiva.
4. Otro tipo de competencias y posibilidades de actuación sobre las cuales ya se
ha iniciado algún tipo de programas municipales se refiere a la formación
cívica y política del ciudadano. Campañas de sensibilización e información
sobre derechos y deberes, sobre aspectos relacionados con la promoción de
calidad de vida (seguridad, consumo, sanidad, higiene…), son ya objetivo
común de algunos programas llevados a cabo en ayuntamientos españoles. A
título de ejemplo podemos mencionar los "Centros Cívicos de barrio",
desarrollados en un buen número de ciudades españolas, dependientes de las
Concejalías de Cultura o Servicios Sociales, encaminados –como vimos en
el apartado referente a las políticas autonómicas– a articular plataformas de
acción social, mediante la participación, la convivencia y el enriquecimiento
cultural de todos sus habitantes. Los movimientos asociativos y
participativos de la sociedad civil tienen aquí, especialmente, un ámbito de
actuación futura realmente importante.
5. En lo que, a estos efectos, podríamos denominar área del bienestar, también
podemos constatar la creciente implicación de la administración local. Son
muchas y de diverso tipo las instituciones de acogida y de lucha contra la
marginación creadas; entre ellas, destacan: centros de día, residencias de
menores, casas de acogida, ayuda y defensa de mujeres maltratadas,
rehabilitación de alcohólicos y drogadictos, hogares de reinserción, etc. Es
más, en este aspecto, conviene resaltar la consolidación de la aportación de

176
los municipios en este terreno, dadas las posibilidades de convertirse en un
núcleo vertebrador en dicho campo. El III Programa Europeo para la
integración económica y social de los grupos menos favorecidos ha
demostrado desde sus inicios –en los albores de la década de los noventa–
las posibilidades de "lo local" como lugar idóneo para llevar a cabo
actividades eficaces de lucha contra la pobreza y disminución de la
exclusión.
6. Para finalizar, no podemos dejar de mencionar otro campo de auténtico futuro,
como es la formación laboral y ocupacional, en parte ya analizado en el
apartado anterior. La necesidad de crear empleo estable y posibilitar la
formación adecuada para el aprovechamiento de todo tipo de ofertas en el
sector juvenil, de la mujer y de los trabajadores que precisan un correcto
reciclaje profesional, ha hecho que los ayuntamientos dediquen algunos
esfuerzos en esta línea. El proceso de transferencias llevadas a cabo en
cuanto a las políticas activas de empleo y formación, culminado
recientemente para algunas Comunidades Autónomas con la transferencia de
las competencias sobre el Instituto Nacional de Empleo (INEM), como
coordinador de todas las iniciativas encaminadas a la búsqueda de empleo,
ha reforzado –asimismo– la participación de la administración local en
actividades de formación profesional ocupacional.

En este sentido, una buena parte de los cursos financiados por los gobiernos
regionales en las diferentes vías de programación (mujeres, parados de larga duración,
TIS, menores de 25 años, e incluso PGS), son diseñados, realizados e implementados
por ayuntamientos, con la financiación de las consejerías respectivas, que se limitan a
seleccionar los centros y evaluar la oportunidad laboral de la acción formativa y su
viabilidad técnica, metodológica y docente de los proyectos solicitados. La participación
del mundo académico a través de "especialistas" en formación o profesores universitarios
de las Facultades de Pedagogía en la evaluación de dichos proyectos constituye ya un
hecho en algunas Comunidades Autónomas, caso de la Valenciana (Orden de la
Consellería de Trabajo y Asuntos Sociales de 5-XII-1995, art. 10, que prevé la existencia
de un Comité de Expertos para realizar la valoración científico-material de las solicitudes
de Formación Profesional Ocupacional).
Además, destacamos en este campo otro tipo de actuaciones muy cercanas a los
planteamientos y objetivos de las políticas socioeducativas, como los cursos de
capacitación, el apoyo a la creación de cooperativas y actividades de autoempleo o las
escuelas-taller. Estas últimas son centros de formación y promoción de empleo para
jóvenes que reciben una formación teórica y práctica que les capacita para acometer,
mediante el aprendizaje de una serie de oficios, la recuperación del patrimonio
monumental, medioambiental o artístico de una determinada localidad; tres etapas
conforman el desarrollo de su programación: un período estricto de aprendizaje de 4
meses en régimen de estudiantes becarios con cargo al Fondo Social Europeo; 8 meses

177
de desarrollo de la actividad a mitad de camino entre la obra y el taller de aprendizaje; y,
finalizada la acción formativa, se extiende un certificado convalidable por varios módulos
de Formación Profesional reglada, o se abre la posibilidad de una inserción directa al
mercado laboral.
De todo este cúmulo de actuaciones variadas, por su carácter integrador y por el
desarrollo alcanzado por sus programas y actividades en esta última década, quizá
merezca la pena destacar la Carta de Ciudades Educadoras, aprobada en el marco del
Primer Congreso Internacional de Ciudades Educadoras (La Ciudad Educadora, 1990),
que reunió en Barcelona a un buen número de especialistas durante 1990. Se entiende la
ciudad como nudo central de los flujos de comunicación, desde una triple perspectiva
pedagógica: como entorno o contenedor de instituciones, acontecimientos y recursos
educativos (aprender en la ciudad); como instrumento, agente o emisor de oportunidades
de aprendizaje, de educación (aprender de la ciudad), y, además, como contenido u
objeto de conocimiento (aprender la ciudad). Bajo estas tres dimensiones se agrupan
toda una serie de programas y actuaciones educativas, formales y –especialmente– no
formales, encaminados a la formación de ciudadanos, que tratan de desarrollar el carácter
integral y permanente de los procesos educativos.
Así pues, la ciudad se convertirá en un elemento vertebrador de las políticas
socioeducativas, en un entorno potenciador de lo que hemos definido como "cultura del
bienestar", en la medida que sea capaz de multiplicar las posibilidades de integración,
equilibrar las oportunidades para la igualdad de todos los ciudadanos, dinamizar el tejido
social, fomentar la participación y la vida comunitaria de la ciudadanía, despertar
iniciativas, optimizar recursos y reducir al mínimo los procesos de marginación y
exclusión.
En definitiva, realizado este recorrido por toda una serie de actividades cercanas a
las políticas socioeducativas, e insistiendo en su carácter de propuesta abierta y no
exhaustiva, coincidimos con Antoni J. Colom (1995: 170) en que "las políticas educativas
locales, encauzadas, en general, por las peticiones y demandas de la sociedad civil, han
ampliado el campo de aplicación de las ciencias de la educación"; profundizar en este tipo
de iniciativas y actuaciones prácticas, así como afianzar un marco teórico o estructura
conceptual donde encuentren el soporte oportuno, constituye un reto de futuro en los
comienzos del tercer milenio, no sólo para las políticas de la educación social, sino para
la totalidad del mundo educativo.

La organización territorial del Estado diseñada en la Constitución Española y su desarrollo


legislativo posterior posibilitan la existencia de ámbitos de competencia compartida entre el Estado y el
resto de administraciones públicas. La educación y numerosos aspectos de la política social
pertenecen a este espacio de gestión compartida entre el Gobierno central, las Autonomías,
Diputaciones y Municipios.
El sistema público de servicios sociales y una buena parte de las políticas socioeducativas son

178
diseñadas e ¡mplementadas por las Comunidades Autónomas que, incluso, pueden profundizar en el
proceso de descentralización, otorgando a las entidades locales y diputaciones provinciales la
posibilidad de gestionar los servicios sociales generales o políticas de atención primaria. Y es que las
ventajas de la descentralización en cuanto a la recomposición de los estados del bienestar son
reconocidas por todos los sectores implicados en el mundo socioeducativo, aun cuando existen
diferencias y dificultades en lo que hace a la organización o reparto de la gestión entre las diversas
instancias de poder.
Las Leyes de Servicios Sociales de las Comunidades Autónomas, aprobadas en la década de
1982-1992, representan el marco legislativo general en el que cada gobierno regional ha regulado las
competencias y posibilidades de actuación en el ámbito de la acción social. En todas ellas se constata
una estructura similar, un concepto de servicios sociales muy parecido, unos mismos principios
ideológicos donde se sustentan dichas disposiciones legales y una estructura similar en cuanto a sus
áreas de intervención. Programas de información, asesoramiento y orientación, de emergencia social,
de convivencia y cooperación social, o de prevención e inserción social, si nos referimos a los
servicios sociales generales; y políticas sobre el ámbito del menor, de lucha contra la marginación, de
fomento del empleo, de mejora de las condiciones de inserción socio-laboral, de residencias, centros
de acogida, etc., en el caso de los servicios sociales especializados, completan un vasto conjunto de
actuaciones encaminadas a hacer realidad los principios básicos de la cultura del bienestar. Es en este
marco general donde las políticas socioeducativas alcanzan la dimensión idónea para el pleno
desarrollo de sus objetivos.
Y no se agotan aquí las posibilidades de actuación autonómica en materia de educación social,
por cuanto existen otras políticas socioeducativas, al margen del contexto general de los servicios
sociales, cuyo desarrollo está alcanzando cotas de interés elevadas. Es el caso, entre otras destacadas
a modo de ejemplo, de los salarios ciudadanos o Rentas Mínimas de Inserción, si nos referimos al
área del bienestar; los Programas de Garantía Social, que buscan la animación de colectivos cuyo
rendimiento en el sistema educativo ha sido escaso o nulo, y, finalmente, toda una serie de actividades
de educación cívica, encaminadas a dotar a los ciudadanos de competencias y habilidades sociales
para comportarse como tal.
Los Municipios, por su parte, fruto de los procesos de descentralización de los gobiernos
regionales, asumen competencias en el ámbito de gestión de los servicios sociales comunitarios y de
políticas socioeducativas, preferentemente de atención primaria. Encontramos aquí un espacio
privilegiado para el fomento de la cohesión social, a través de la participación ciudadana y el desarrollo
de la sociedad civil, susceptible de ser rentabilizado por el educador social en aras al cumplimiento de
sus objetivos; sin duda, la dinamización del Municipio como unidad de gestión de las políticas
socioeducativas constituye uno de los grandes desafíos de las sociedades futuras del tercer milenio.

1. Realizar un estudio comparativo entre el contenido de diversas leyes de servicios sociales, analizando
-si es el caso- las diferentes posiciones ideológicas que las sustentan.
2. Recabar la presencia de un educador social que realice su trabajo profesional en un Equipo de
Servicios Sociales, al objeto de poder explicar –desde su conocimiento de la realidad– las diversas
funciones que los profesionales de la educación social pueden realizar en el ámbito de los
servicios sociales.
3. Si reside en una Comunidad Autónoma que ha cambiado su ley de acción social o de servicios
sociales, realizar un estudio detallado del proceso técnico y las circunstancias sociopolíticas que
han llevado a la nueva regulación.
4. Plantee una reflexión sobre cada uno de los principios básicos recogidos en las Leyes de Servicios
Sociales. Intente una clasificación por orden de importancia y busque argumentos para defender
las políticas socioeducativas como garantes del pleno desarrollo de los mismos.

179
5. Proponga la realización de estudios temáticos especializados sobre alguno de los Programas de
actuación de los Servicios Sociales Generales o Especializados más desarrollados en la realidad de
su Comunidad Autónoma.
6. Organice una mesa redonda entre maestros, técnicos de animación sociocultural, profesionales de
los servicios sociales y otros agentes de desarrollo local de su barrio, al objeto de analizar la
realidad socioeducativa del mismo y concretar las posibilidades de colaboración entre el sistema
educativo y la red pública de servicios sociales.
7. Elabore un listado de asociaciones y organizaciones cívicas que trabajen en la realidad social de su
ciudad, estudiando sus puntos de conexión con las políticas de la educación social.

180
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184
Índice
Portada 2
Créditos 7
Índice 8
Presentación 10
1. A modo de introducción. Aproximación conceptual a la política
13
de la educación social
1.1. Hacia un enfoque integrador 14
1.2. Política y políticas de la educación social 23
1.3. De los ámbitos de intervención a los nuevos espacios políticos de actuación 28
2. Dimensiones socio-políticas e ideológicas 37
2.1. Fundamentos y valores: el signo de lo ideológico 38
2.2. Democracia y democratización como exigencia 46
2.3. Los derechos humanos como ideal programático 51
2.4. La orientación del cambio social como objetivo prioritario 60
3. Cultura del bienestar y políticas socioeducativas 68
3.1. Origen, evolución y crisis del Estado de bienestar 69
3.2. Estado, sociedad y cultura del bienestar 83
3.3. Hacia el siglo XXI: las políticas socioeducativas en la crisis del Estado de
89
bienestar
4. El marco jurídico de la educación social 101
4.1. Las referencias internacionales y sus implicaciones en el contexto legal
102
español
4.1.1. Educación y derechos humanos, 104
4.1.2. Los derechos de la infancia, 107
4.1.3. El marco europeo de las políticas socioeducativas, 111
4.2. Fundamentos constitucionales de la educación social 116
4.2.1. La educación en la Constitución Española, 118
4.2.2. Los principios rectores de la política social, 122
4.3. Breve desarrollo legislativo de los mandatos constitucionales en materia de
126
educación social
5. La ordenación legal. Distribución de competencias en materia de 135
educación social

185
5.1. Las Comunidades Autónomas y las políticas socioeducativas 137
5.1.1. Servicios sociales y educación social en la legislación autonómica, 139
5.1.2. Otras políticas socioeducativas en el ámbito autonómico, 158
5.2. La ciudad y los ciudadanos en las políticas de educación social 168
5.2.1. Administración municipal y educación social, 168
5.2.2. Comunidad, sociedad civil y políticas socioeducativas, 174
Bibliografía 181

186

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