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Quisiera antes de comenzar mi intervención, hacer dos precisiones que me parecen importantes.
Si bien mi interés por el movimiento de los chalecos amarillos proviene del tema de mis actuales
investigaciones sobre la expresión política de los movimientos populares, no voy a hacer una
conferencia académica. He omitido por lo tanto fuentes y no hago referencia al origen de los
datos que expongo. Las fuentes existen, por supuesto, pero tratándose de un movimiento en
plena evolución, son esencialmente periodísticas, comentarios de editorialistas políticos y, sobre
todo, material audiovisual de los múltiples sitios de los chalecos amarillos en Facebook.
Mencionarlas sería prácticamente imposible. Pero además, el fenómeno de los chalecos amarillos
es en mi opinión un evento completamente inédito. En esa medida no se tiene aún la distancia
necesaria para comprenderlo cabalmente. Sería por lo tanto pretencioso de mi parte presentar
estas simples pistas de reflexión como un verdadero análisis.
En segundo lugar, adelantándome a las críticas, aclaro que mi posición no es de ninguna manera
imparcial. Soy un partidario decidido de los chalecos amarillos y lo reivindico. Mi convicción es
que los observadores imparciales de los fenómenos sociales no existen. En el mejor de los casos
son cómplices, más o menos inconscientes del status quo. Pero que sea parcial no significa falta
de objetividad. Todo movimiento popular auténtico, aun cuando incluya siempre una dosis de
utopía y de subjetividad, necesita ser consciente de la realidad social en la que actúa. No se les
presta pues ningún servicio desfigurándola.
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Hechas estas precisiones y teniendo en cuenta lo poco y deformadas que han sido las
informaciones sobre el movimiento de los chalecos amarillos, me siento casi obligado a evocar
rápidamente los primeros pasos de este movimiento, que marcaron desde el principio su
especificidad.
Desde principios del 2018, el descontento que se expresaba en las redes sociales por el aumento
del precio de los combustibles era palpable. Pero el anuncio de un nuevo aumento, previsto para
enero del 2019, destinado según el gobierno a financiar la transición ecológica, provocó una
indignación generalizada. Su primera manifestación fue el video de una ilustre desconocida,
Jacqueline Moraud, interrogando directamente al Presidente Macron sobre el destino que se daba
al dinero recaudado por las tasas sobre el combustible. Éste video obtuvo la cantidad increíble de
1.500.000 vistas y fue seguido poco después por el llamado lanzado por un chofer de camiones,
Eric Drouet, a bloquear las rutas de Francia el sábado 17 noviembre 2018. Este llamado recibió
una aprobación inesperada en las redes sociales y fue el punto de partida de la organización de la
manifestación en todo el país.
Pocos días después otro conductor de camión propuso la idea, absolutamente genial en materia
de comunicación, de identificar a los participantes en el movimiento por el uso de un chaleco
amarillo, un equipamiento obligatorio de seguridad que deben poseer todo los conductores de
automóviles en Francia. No sólo les daba una visibilidad particular a los participantes en el
movimiento, sino que permitía a todos quienes se sentían solidarios con él, manifestar su
adhesión colocando el chaleco amarillo sobre el tablero del auto de forma visible.
El acto 3, que se desarrolla como todos los sábados el 1 diciembre, reúne más manifestantes que
el anterior y la violencia de los choques entre chalecos amarillos y fuerzas represivas sube
rápidamente, especialmente en París. Aumentan las violencias contra los símbolos económicos y
políticos del régimen como los bancos y hasta un ministerio es atacado por los manifestantes.
Frente al agravamiento de la situación el gobierno comienza a hablar de una moratoria del
aumento de los impuestos sobre el combustible.
Finalmente, luego de un acto 4, el Presidente Macron, que había permanecido silencioso después
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del comienzo de las manifestaciones, anuncia una serie de medidas que, se supone, responden a
las reivindicaciones de los chalecos amarillos. Anuncia entonces el aumento de la prima de
actividad para los salarios mínimos (lo que supone, en claro, un aumento de salario pagado por el
Estado), una reducción mínima de los impuestos aplicados a la jubilaciones más bajas, la
desfiscalización de las horas suplementarias y una prima voluntaria de fin de año también
desfiscalizada, pagada por las empresas que le deseen. Junto con la anulación de los aumentos
programados de los combustibles esas fueron las primeras y las únicas concesiones hechas a los
manifestantes, pero representaron también el primer retroceso del gobierno desde su elección.
Los chalecos amarillos consideraron que no respondían a sus reivindicaciones y continuaron con
sus acciones semanales de los sábados.
Esta crónica casi policial de presentación del enfrentamiento de los chalecos amarillos y el
gobierno, no explica sin embargo las dos dificultades que plantea el análisis de este movimiento.
En primer lugar ¿qué es lo que hace que un movimiento, sin representantes, sin organización
nacional aparente, con objetivos concretos y limitados, logre una repercusión tan importante y se
prolongue en el tiempo?. Y en segundo lugar, fenómeno aún más importante, ¿por qué sigue
gozando hasta hoy de un alto nivel de aceptación popular?. Si al comienzo del movimiento ese
apoyo era de cerca del 80%, cinco meses después y a pesar de una campaña mediática
implacable la aprobación es aún del 50%. El fenómeno es sorprendente si se tiene en cuenta que
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Es indiscutible que existe en Francia un descontento popular que va más allá de los grupos de
chalecos amarillos movilizados. Los motivos se fueron acumulando en los dos primeros años del
quinquenio de Macron, con sus medidas fiscales en beneficio de los sectores más ricos de la
población: eliminación del impuesto a la fortuna mobiliaria, eliminación de la progresividad del
impuesto al capital, o simplificación y aumento de las subvenciones a las grandes empresas.
Simultáneamente las ayudas para el alojamiento de los sectores más desfavorecidos disminuían y
las cotizaciones sociales sobre las jubilaciones aumentaban. Todo ello en el marco de una
disminución sensible de las remuneraciones de los sectores en situación más precaria - asalariados
a tiempo parcial, madres jefe de familia, etc. - y una agravación incesante de sus condiciones de
vida, en particular en materia de vivienda.
Este último punto es una de las consecuencias menos conocida de las políticas neoliberales. En
búsqueda de competitividad, todos los centros urbanos de Francia buscan atraer a los inversores
que, se supone, van a crear empleos de calidad y bien remunerados. Uno de los instrumentos
son las políticas de renovación urbana y de recuperación de los centros históricos para alojar en
ellos a una nueva clientela compuesta de asalariados de altos recursos o turistas. Al mismo
tiempo, por razones de economía y para facilitar la vida a esos grupos sociales, los centros
urbanos renovados concentran la mayor parte de los recursos, inversiones y servicios públicos.
Los asalariados pobres, incapaces de pagar los alquileres de un hábitat renovado, son expulsados
a la periferia de las grandes ciudades o aún más lejos, a las pequeñas aglomeraciones semi-
rurales, o a barrios creados de la nada en medio del campo. Las mejores posibilidades de acceder
a una vivienda económica, se pagan allí con la falta de servicios públicos y de los mínimos
comercios necesarios para asegurar una vida local. Sus habitantes están por lo tanto condenados
a largos y perpetuos desplazamientos, para el trabajo, para las compras, la asistencia médica, para
cualquier trámite en oficinas públicas o bancos, etc.
El resultado es que una serie de gastos - auto, Internet, teléfonos celulares - se convierten en
esenciales. No es en vano que las dos medidas, aparentemente anodinas, que marcaron el inicio
de la cólera popular fueran la disminución de la velocidad máxima en ruta de 90 a 80 km/h y el
ya evocado aumento de tasas sobre el gasoil, el combustible económico utilizado por las clases
populares. Esas medidas comprometían el frágil equilibrio económico de sus vidas.
Esta distribución geográfica de la pobreza explica sin duda algunos aspectos del movimiento: su
extensión por todo el territorio, la implantación en las pequeñas aglomeraciones, los bloqueos
masivos de rutas en la primera fase del movimiento, fáciles de realizar gracias a los apoyos
locales. También explica la extracción social de los campamentos que se instalan en las rotondas,
compuestos por asalariados, artesanos, pequeños empresarios, jubilados, todos pobres y
obligados a vivir en la periferia. La explicación exclusivamente geográfica estuvo de moda en el
comienzo del movimiento. Todos pensaban (y sobre todo el gobierno) que se trataba de un
nuevo episodio de protestas locales, episodios que en el pasado se habían rápidamente agotado
sin obtener ningún resultado.
Esta incomprensión llevó además al gobierno a un grave error táctico: tratar a los trabajadores
como ignorantes, fáciles de convencer con un poco de pedagogía. Pero el vocabulario de
desprecio utilizado (“multitud llena de odio”, “rústicos ordinarios que fuman y utilizan autos
diésel”, o “imbéciles”, “brutales”, “fascistas”, “reaccionarios”, “iluminados”, “primarios”,
“vulgares”, etc., no hizo más que reforzar la indignación de categorías sociales ignoradas por las
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élites administrativas, políticas y sobre todo mediáticas del país. El desprecio jugó un rol
importante en la forma, violentamente antigubernamental, centrada sobre la persona del
presidente, de las manifestaciones de los chalecos amarillos. Desde el principio la consigna más
coreada fue “Macron dimisión”, una consigna cuyo carácter improbable habla más de un gesto de
dignidad ofendida que de una reivindicación política.
Sin duda la personalidad de Macron, que ha hecho de él, apenas dos años después de su
elección, por su arrogancia, el presidente más impopular de la Quinta República francesa, ha
jugado un rol para que el odio popular se concentrara sobre su persona. Personaje insoportable,
con una alta opinión de sí mismo, es rechazado incluso por quienes no llevan un chaleco amarillo.
Su conducta explica, una parte del apoyo desmesurado que ha tenido el movimiento en la
población.
Pero se puede decir también que gracias a él, el pueblo en Francia comienza a comprender lo que
es una política neoliberal. Toda su acción se ha centrado en la reducción del Estado y de sus
servicios en nombre de una austeridad destinada a “pagar la deuda” pública. En nombre de esa
política se privatizan empresas rentables del Estado, justificando esas operaciones por la
necesidad de financiar el monstruo insaciable que es el aparato administrativo del Estado. Una
música conocida para los oídos latinoamericanos. La diferencia es que estas medidas no se
aplican a un país del tercer mundo, sino que atacan directamente a uno de los últimos Estados de
bienestar aún más o menos en funcionamiento.
Examinadas someramente entonces las causas más generales en el origen del movimiento de los
chalecos amarillos, pienso que es necesario, para comprender sus características principales,
tratar de responder a cuatro preguntas importantes:
¿Qué grupos sociales integran en realidad los chalecos amarillos? Sobre este punto, todos los
comentadores coinciden en que se trata de un nuevo actor social, salido de las capas más
“invisiblisadas” y pasivas de la sociedad francesa: los obreros y los empleados de las pequeñas y
medianas empresas, junto con fracciones de la pequeña burguesía sin diplomas, cercanas a las
clases populares, así como una cantidad importante de jubilados de esas mismas categorías. Para
todos ellos, la situación económica ha llegado a un punto de no retorno. Simplemente, sus
entradas no les permiten llegar a fin de mes. Esa precariedad hace que cualquier aumento de sus
gastos, aún mínimo, ponga en riesgo el equilibrio que, con expedientes diversos, les permite
subsistir.
Al mismo tiempo los carriles habituales de reivindicación son para esos sectores de difícil acceso.
Se trata en efecto de grupos sociales marginalizados por la representación política, que en general
los desprecia profundamente, y abandonados por un movimiento sindical casi ausente en esos
sectores y que no comparte sus formas de acción.
Pero se trata de trabajadores pobres, no de sectores marginales del pueblo. Eso explica que aún si
los chalecos amarillos se reclutan entre las capas menos “educadas” formalmente (lo que motiva
los epítetos con los cuales la élite intelectual y política los ha calificado), hay una sola acusación
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que no se les ha podido hacer: la de ser un movimiento machista. Acusación imposible por la
simple razón que las mujeres, además de ser portavoces conocidos y haber estado incluso en el
origen de la movilización, son en el movimiento y en sus redes sociales tan numerosas como los
hombres. Juegan también, según las circunstancias, roles activos importantes en la acción directa,
característica del movimiento, y han sido víctimas de la represión al mismo nivel que los
hombres.
Pero si los chalecos amarillos son trabajadores pobres, no se les puede asimilar sin embargo a los
“pequeños blancos” votantes de Trump, que ven en la inmigración extranjera la principal
amenaza a su situación. Las acusaciones de racismo de los medios, señalando la cantidad
relativamente poco importante de trabajadores inmigrantes en sus filas, no han faltado, pero no
tienen fundamento alguno. Aunque una minoría de los chalecos amarillos ha tenido a veces
expresiones xenófobas, la proporción no es más importantes que en la sociedad francesa en
general.
Al contrario, el movimiento incluye desde el principio numerosos trabajadores inmigrantes y un
número aún más importante de las personas que, en forma condescendiente, se llama en Francia
“los hijos de la inmigración”. La explicación hay que buscarla sin duda en la proximidad que
engendra el hecho de vivir en pequeñas comunidades donde todo el mundo se conoce, un
conocimiento que es la base misma de la fraternidad entre los chalecos amarillos.
Por mi parte estoy convencido que el racismo profundo y activo no es mayor que el existente en
el seno de las clases dominantes, que practican en el tema de la inmigración la hipocresía y el
doble discurso más absoluto. Basta para comprobarlo el abismo que separa el discurso oficial,
mayoritario, de tolerancia hacia la inmigración, con las disposiciones concretas adoptadas durante
la crisis en Siria por el gobierno francés y en general en toda Europa, contra los inmigrantes.
Es cierto en cambio que hay sectores sociales populares con poca participación en el movimiento
de los chalecos amarillos.
En primer lugar, los que los propios chalecos amarillos llaman “casos sociales” es decir las
categorías más marginada de la sociedad, que viven casi exclusivamente de las ayudas sociales.
Son grupos generalmente estigmatizados por los trabajadores pobres como “privilegiados que
subsisten a expensas de ellos, sin trabajar”. El poder nunca se ha privado de explotar esa, como
otras contradicciones en el seno de las clases populares y no sólo en Francia. El caso flagrante es
el electorado de Trump. Sin embargo, la actitud de los chalecos amarillos hacia esas categorías no
tiene de ningún modo la misma virulencia. Sólo en caso de alcoholismo o desorden manifiesto los
han excluido de sus filas.
Otro grupo, mucho más numeroso, que todo señalaba como los aliados naturales de los chalecos
amarillos por sus condiciones de vida similares, es el de las poblaciones de los suburbios de las
grandes aglomeraciones. Esas poblaciones, se asemejan a las de nuestro cantegriles, salvo que
habitan edificios de apartamentos de propiedad semi pública con alquileres moderados e incluyen
una parte importante de población inmigrante. Este grupo social constituye desde hace decenios
el problema social urbano más grave que enfrenta la sociedad francesa.
La población de esos barrios, de origen étnico variado, joven, desocupada, constituye un terreno
fértil para todo tipo de tráficos, en particular de droga, y para el desarrollo del islamismo radical.
Frente a la pobreza y la discriminación que sufren, de nada sirven los esfuerzos de una parte de
sus habitantes intentando llevar una vida normal en medio de las múltiples dificultades laborales y
de la degradación permanente de su hábitat.
Las llamadas “banlieues” tienen una larga historia de verdaderas sublevaciones populares, en
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general en respuesta a las intervenciones brutales de una policía que combina el desprecio social
con el racial. El poder teme la agitación en esos barrios, en particular porque son grupos sociales
que, habituados a la violencia policial, son capaces de responder con la misma violencia.
Es fácil de entender entonces que, desde el comienzo del movimiento de los chalecos amarillos,
el gobierno haya aplicado a los barrios “difíciles” una política destinada a evitar toda conjunción
de fuerzas entre ambos. La receta, de la que prácticamente no se habla, ha sido simple: negociar
con los extremistas y los traficantes un pacto de no agresión, que básicamente consiste en retirar
la policía de esos barrios, permitiéndoles desarrollar sus actividades sin interferencia. A cambio las
bandas organizadas aseguran que sus habitantes no participen en las movilizaciones de los
chalecos amarillos. Esta medida permite al mismo tiempo al gobierno disponer de fuerzas
policiales entrenadas para la represión violenta para utilizarla contra los chalecos amarillos. La
política aplicada a las “banlieues” ha sido, en mi opinión, uno de los pocos logros no basados en
la pura represión que obtuvo el gobierno de Macron contra los chalecos amarillos.
Aun con esas exclusiones, la unidad y la persistencia del movimiento de los chalecos amarillo,
que reúne sectores de las clases populares con intereses diferentes, plantea a los analistas un
problema difícil de explicar. Esto ha llevado a desarrollar las teorías más diversas. Si ninguna de
ellas es completamente satisfactoria, todas pueden servir para explicar aspectos parciales del
movimiento. Ya evocamos el caso de los geógrafos paraquienes la nueva geografía urbana es el
elemento unificador. Los partidarios de las teorías populistas inspiradas en Laclau y Chantal
Mouffe lo ven como un caso particular de “populismo desde abajo” (difícil de comprender lo que
eso quiere decir) y consideran que el chaleco amarillo juega el rol de “significante vacío”.
Los historiadores por su parte inscriben el movimiento de los chalecos amarillos como
continuación, en la larga duración, de las revueltas populares anti fiscales, que remontan incluso a
antes de la Revolución Francesa. Se apoyan para eso en el hecho de que los chalecos amarillos
recurren a menudo a los símbolos revolucionarios de la Gran Revolución de 1789: La Marsellesa
por supuesto, pero también el gorro frigio, la guillotina que prometen a Macron, o la fuerte
presencia femenina, característica de los momentos revolucionarios en Francia.
Se podría agregar una larga lista de interpretaciones, en particular de sociólogos, todas las cuales
tienen, en mi opinión, el defecto de querer transformar aspectos parciales del movimiento en
explicaciones globales, proponiendo interpretaciones que funcionan casi mecánicamente y no
tienen en cuenta la subjetividad de los participantes.
Pienso por mi parte que la importancia de esa subjetividad debe ser revalorizada, como debe ser
revalorizado también el concepto de pueblo, en el sentido que tuvo en la revolución francesa. Los
chalecos amarillos se sienten todos y cada uno como auténticos representantes del pueblo, de un
pueblo en rebelión contra una elite que le ha confiscado el poder de decidir sobre sus vidas y los
ha condenado a una existencia precaria. Esta identidad común de pueblo es, en mi opinión, la
base misma de su unidad. Me parece inútil desarrollar aquí la importancia que reviste para todos
los movimientos esa identidad común.
El segundo punto que quisiera evocar es el de los objetivos declarados de los chalecos amarillos,
tema difícil de abordar en su totalidad porque no solo han sido objeto de formulaciones
contradictorias, sino que además han ido evolucionando a lo largo de la movilización.
Era fácil entender desde el comienzo que el aumento del precio del gasoil era solo un pretexto
ocasional. Sin sorpresa, se transformó rápidamente en la reivindicación más general de justicia
fiscal. Los chalecos amarillos han comprendido que las clases populares son las principales
víctimas de los impuestos indirectos, las múltiples tasas sobre el consumo, cuyo peso para los
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sectores de bajos ingresos es muy superior a la carga que soportan los grupos privilegiados. Lo
que es más claro aún porque las tasas sobre el combustible de los autos, consumo popular por
excelencia, no se aplican al combustible de transportes más elitistas como el avión o los buques
de crucero.
El sentimiento de injusticia fiscal se extienda también a la fiscalidad directa, cuestionando las
ayudas concedidas a las empresas y la famosa optimización fiscal, que permite a todas las
grandes multinacionales y a muchos millonarios locales de evadir impuestos.
De esa forma, los sectores participantes del movimiento, pese a incluir, al mismo tiempo,
asalariados y trabajadores independientes, pueden reunirse sobre la principal coincidencia que les
permite esa composición orgánica: la protesta contra el Estado y su política fiscal.
En general el reclamo de reducción de los impuestos pareciera ser una reivindicación típica de las
formaciones políticas de derecha y sistemáticamente favorable al capital. Sin embargo, es fácil de
demostrar que bajo la égida de las políticas neoliberales no es exactamente así. Pero se trata de
una demostración que nos llevaría muy lejos de nuestro propósito.
Los chalecos amarillos argumentan, simplemente, que la igualdad frente al impuesto, el control de
su monto y de su utilización, no es una reivindicación ni de derecha ni de izquierda, sino un
componente esencial de la ciudadanía, un problema de justicia. Este sentimiento se exacerba con
la degradación de los servicios públicos, en particular en las regiones donde se reclutan los
chalecos amarillos: los ciudadanos pagan impuestos sin obtener nada a cambio.
Más allá de la injusticia fiscal, los chalecos amarillos expresan también un sentimiento de hartazgo
generalizado con respecto a un sistema político que no respeta su dignidad de ciudadanos. En
particular después de la elección de Macron el gobierno no cesa de mostrar en palabras y en
actos el más profundo desprecio hacia las clases populares. Sería muy largo hacer aquí el
catálogo de las múltiples manifestaciones del presidente Macron que fueron una humillación para
los más humildes, para aquellos que calificó de “los que no son nada”.
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Sin duda hay mucho de ilusión sobre la eficacia de los referéndums para controlar las derivas
autoritarias y antipopulares de la democracia representativa, pero pese a ello la reivindicación de
una verdadera ciudadanía, y de ser consultados sobre las decisiones que les conciernen, sigue
siendo una reivindicación central de los chalecos amarillos.
Estos dos puntos, justicia fiscal y referéndum de iniciativa ciudadana, constituyen la columna
vertebral de las reivindicaciones del movimiento. A ellas se suman otras reivindicaciones, algunas
conexas como la anulación de las ventajas fiscales concedidas a las clases superiores, o ciertos
tímidos intentos de definir lo que sería una ecología popular que se ocupara en primer lugar del
problema de la contaminación industrial. Curiosamente sin embargo, las reivindicaciones
salariales no forman parte de ellas y son dejadas a los sindicatos. Las demandas de los chalecos
amarillos de mejora de sus condiciones de vida, se dirigen exclusivamente al Estado, según una
lógica que no es falsa si se tiene en cuenta el rol cada vez más importante que éste juega a través
de las remuneraciones indirectas. Cada vez más la reproducción de la fuerza de trabajo, la vida
misma de los trabajadores, depende de lo que se llama “política social del Estado”. También se
puede explicar la ausencia de las reivindicaciones salariales por la necesidad de evitar rupturas
entre los componentes sociales del movimiento, o por cierto fatalismo sobre la inutilidad de la
lucha salarial contra entidades anónimas como las empresas multinacionales que disponen
siempre del arma infalible de la deslocalización.
Pero pienso que es aún más importante el aporte de los chalecos amarillos a la metodología de
lucha del movimiento popular en Francia. La renovación ha sido radical, aun cuando ninguno de
los elementos que la componen sea realmente nuevo. En particular en América Latina todos han
sido más o menos utilizados por los movimientos populares. También ha sido el caso en Francia
por parte de los movimientos ecologistas y anarquistas que han animado las ZAD, Zonas A
Defender, en lucha contra los grandes proyectos industriales. Pero en Francia, hasta la aparición
de los chalecos amarillos, ésos métodos fueron siempre marginales.
Si el poder tardó en comprender la importancia de las redes sociales, actualmente parece decidido
a aplicarles también la censura. El 19 abril último, el sitio de la “France en colère –Carte des
rassemblements”, con más de 360,000 miembros, fue suspendido con el pretexto de “contenidos
inapropiados”. Pensamos por nuestra parte que esta medida es sólo el comienzo de la represión
sobre Internet.
Los principios organizativos internos del movimiento son también figuras conocidas. Son los
mismos principios de todos los movimientos similares en el mundo: funcionamiento en asambleas
locales, rechazo de toda forma de representación y exigencia de la participación de todos los que
deciden en las medidas de lucha. En este tipo de organización, es a menudo difícil comprender
cómo funciona la búsqueda de acuerdos. En Internet, por ejemplo, cada uno de los animadores
da su propia opinión y la presenta explícitamente como tal, criticando al gobierno, denunciando
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las brutalidades policiales, o proponiendo medidas de lucha. Sus oyentes, en función de sus
propias opiniones, le hacen llegar por Internet, en el mismo momento, sus comentarios o
manifiestan su intención de participar en ciertas acciones.
Pero la verdadera vida democrática del movimiento se desarrolla en las asambleas locales,
soberanas sobre todo los temas tratados, donde todos participan en un pie de igualdad. Sin
embargo, a medida que la censura mediática se acentúa, es cada vez más evidente para todos, la
necesidad de dotarse de una estructura mínima de coordinación de las múltiples asambleas del
movimiento.
Para ello ya se han realizado dos “asambleas de asambleas”, la más importante de las cuales fue
convocada por los chalecos amarillos de Commery, una pequeña ciudad de Alsacia de sólo 5600
habitantes, representante típica de la población de los participantes en el movimiento. Esta
asamblea que se desarrolló en enero contó con la participación de más de 300 grupos de chalecos
amarillos y confirmó las preocupaciones centrales del movimiento: la carestía de la vida, la
precariedad, la reivindicación de dignidad, la necesidad de repartir la riqueza para disminuir la
desigualdad social. Éstas medidas estaban acompañadas de reivindicaciones políticas: referéndum
de iniciativa ciudadana y transformación de las instituciones. El comunicado final que incluyo una
denuncia de la violencia policial no es una resolución sino una propuesta, dirigida a todos los
grupos de chalecos amarillos, para que la ratifican en sus asambleas respectivas, lo que parece ser
el método de formación del consenso en esas asambleas de asambleas.
Una nueva asamblea se realizó en París, en ocasión del acto 18, en marzo, con más de 400
representantes de 31 ciudades diferentes. Los participantes a esta reunión convergieron y
participaron en las manifestaciones contra el cambio climático que se desarrollaban al mismo
tiempo en la capital. Otra nueva asamblea se realizó en Saint Nazaire en abril último y fue
acompañada en este caso de una manifestación conjunta con el sindicato CGT. Otras asambleas
están previstas. En suma, el movimiento se organiza desde abajo, lenta pero seguramente y
comienza a desarrollar solidaridades con una parte del movimiento sindical, los movimientos
ecologistas y aún movimientos similares en Europa. La manifestación de ayer ( 1° de mayo) fue
una clara expresión de esas nuevas solidaridades.
En cuanto a los métodos de acción directa del movimiento, ya hemos evocado los más
importantes, el bloqueo de la circulación así como el bloqueo de lugares emblemáticos como los
supermercados (odiados por los productores rurales y los pequeños comerciantes que perecen a
causa de ellos), o la violencia contra locales bancarios o los representantes del poder del Estado
durante las manifestaciones de los sábados. Contra lo que pretende la versión mediática y policial,
el movimiento tiene una conciencia clara de lo que significa la acción directa, que no se identifica
con la violencia sino que se caracteriza por la participación real y no simbólica de los
manifestantes.
Sus manifestaciones son diferentes de las manifestaciones habituales de los sindicatos o de los
estudiantes. Menos música y menos banderas coloridas, a menudo un silencio pesante sólo
interrumpido por alguna consigna de “Macron dimisión”, o por La Marsellesa entonada en coro y
una marea de chalecos amarillos que hace la manifestación mucho más visible. Este aspecto se ha
diluido un poco en las manifestaciones sucesivas, pero otras características se mantienen. No hay
a menudo ningún recorrido definido, las manifestaciones no son declaradas, no hay un verdadero
servicio de orden y en las ciudades más pequeñas los manifestantes están acompañados por
motociclistas y eventualmente, por maquinarias agrícolas.
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Finalmente, no podemos terminar esta exposición somera del movimiento de los chalecos
amarillos sin hacer referencia a las relaciones que mantiene con el mundo político y social,
comenzando por las relaciones complejas y a menudo conflictivas con los sindicatos. Se podría
pensar que los sindicatos serían lógicamente el primer apoyo de un movimiento de trabajadores
pobres e incluso un factor de su organización. Sin embargo la actitud de los sindicatos hacia los
chalecos amarillos fue desde el comienzo sumamente reservada. Dos motivos esenciales para
ello. En primer lugar es necesario precisar que el sindicalismo en Francia no tiene una central
única sino que está dividido entre cuatro sindicatos nacionales, dos claramente reformistas(CFDT
y FO), siempre dispuestos a la negociación, y dos sindicatos más combativos (la CGT y
Solidarios). A ellos se suman múltiples sindicatos sectoriales no afiliados a las grandes centrales,
como el de los maestros y profesores.
Como era previsible, las direcciones de los sindicatos reformistas rechazaron desde el principio un
movimiento que consideraban extremista y violento. Curiosamente, en un primer momento
lograron atraer hacia sus posiciones a los sindicatos más combativos, al punto de redactar un
comunicado conjunto, llamando al diálogo entre el gobierno y los chalecos amarillos y
condenando sin equívoco la violencia. Para justificar esa posición, la CGT, próxima al Partido
Comunista, llegó a afirmar que el movimiento de los chalecos amarilloso no debía ser apoyado
por tratarse de un movimiento de extrema derecha. El sabotaje contra ellos los llevó incluso a
programar una manifestación sindical el mismo día de la manifestación de los chalecos amarillos,
en un lugar diferente, para evitar que una parte de sus adherentes, que estaban de acuerdo con el
movimiento, participaran.
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Si luego, bajo la presión de sus bases, el sindicato Solidarios y más tarde la CGT rectificaron sus
posiciones y manifestaron su apoyo a los chalecos amarillos, la ruptura, vivida como una traición,
nunca fue completamente reparada. Influyó también sin duda el contraste entre las múltiples
derrotas que el gobierno de Macron ha infligido a los sindicatos y la rápida obtención de
resultados por parte de los chalecos amarillos, que dejó en evidencia la poca influencia y la
inanidad actual de las formas de lucha sindicales. No voy a desarrollar aquí las razones de la
decadencia de la acción sindical, fenómeno que no es exclusivamente francés, porque hacerlo nos
alejaría de lo esencial de nuestro propósito.
Más compleja es en cambio la relación de los chalecos amarillos con el mundo político, aun
cuando la actitud general y oficial del movimiento es de desconfianza y de rechazo hacia todo los
partidos políticos sin excepción alguna. Todos los “representantes”, son englobados en una casta
uniforme, los “políticos”, que se aprovechan de sus puestos, no para trabajar por el bien común,
sino para obtener privilegios. Pero, como lo hemos dicho antes, la crítica de los chalecos
amarillos a la democracia representativa no es una crítica de la democracia en general. Al
contrario, la idea que defienden es que, sobre cualquier tema que tenga que ver con los intereses
de todos, el pueblo, consultado por referéndum debe tener la última palabra, y también que los
representantes deben poder ser corregidos o destituidos por sus mandantes.
El movimiento de los chalecos amarillos es, en ese sentido mucho más democrático que el
movimiento de Macron, la República en marcha, que después de denunciar el viejo mundo de los
“políticos profesionales” los reemplazó por un parlamento compuesto esencialmente por
representantes de las capas más ricas de la sociedad y con un 50% de ministros millonarios. No
es extraño entonces que no sólo los políticos tradicionales, sino también esta nueva generación de
políticos que se dicen técnicos, concentren el repudio de los chalecos amarillos. Consideran, con
razón, que representan, junto con Macron, el gobierno de los ricos y de los banqueros.
Pero las otras fuerzas políticas más tradicionales, tanto a la derecha como a la izquierda, no
escapan tampoco a las críticas, en particular cuando se trata de denunciar los privilegios de que
gozan y sus implicaciones en la corrupción. En ese sentido los chalecos amarillos constituyen una
de las múltiples manifestaciones, junto con la abstención, de la decadencia del sistema político
representativo, un fenómeno que no es, por cierto, específicamente francés.
Otro grupo político que ha aportado cantidad de militantes a los chalecos amarillos es la Francia
insumisa, única formación política que ha tenido desde el principio una posición de apoyo
incondicional al movimiento. Curiosamente esa adhesión no se ha traducido hasta el momento en
un apoyo político electoral. La excepción son ciertas figuras como François Rufin, diputado de la
Francia Insumisa, unánimemente apoyado por los chalecos amarillos, y que parece tener una
comprensión mucho más clara de lo que significa un movimiento popular. Rufin es el autor de
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15/5/2019 Los Chalecos Amarillos: Expectativas e interrogantes - Herramienta WEB
una película sobre los chalecos amarillos que ha tenido una larga difusión. Titulada “J’ veux du
soleil” (Quiero sol), que recoge extensamente la palabra de los chalecos amarillos sobre sus
condiciones de vida.
Cada vez menos influyentes parecen hoy los militantes de extrema derecha, que continúan sin
embargo participando en el movimiento. Se trata en general de grupos marginales mucho más
militantes que los integrantes del Rassemblement National de Marine Le Pen. Este último, que
no es en realidad un partido de militantes sino de notables, después de un primer momento de
apoyo a los chalecos amarillos evolucionó rápidamente hacia posiciones más reservadas para
preservar su capital electoral.
Sobre este tema y sus múltiples manifestaciones podrían hacerse largos análisis, pero quiero
limitar mi propósito a un solo punto que me parece fundamental para la comprensión política del
fenómeno de los chalecos amarillos. Es una banalidad decir que todo poder político, ejercido
siempre por una minoría, como es el caso en la democracia representativa, tiene como
preocupación fundamental evitar la conjunción de todos los gobernados, contra ellos.
Independiente de la conciencia de los participantes, la división histórica entre la derecha e
izquierda ha jugado objetivamente como instrumento de esa división, un rol central en el
mantenimiento de la democracia representativa y del poder capitalista. El fenómeno no era nada
claro en la época del ascenso de las luchas obreras que parecían al contrario abrir el camino hacia
un cambio revolucionario. Sin embargo, al fin del período de grandes reformas sociales y con el
comienzo de la liquidación del Estado de bienestar, la similitud de las políticas practicadas por
uno u otro campo aparece claramente.
La izquierda trató por un tiempo de escapar a esa asimilación con la derecha, recogiendo por su
cuenta diversas banderas llevadas adelante por los movimientos sociales, feminismo, ecología,
minorías sexuales, antirracismo, etc., esperando marcar la diferencia con una derecha
supuestamente más tradicionalista. Sin embargo, la tentativa de mantener la distinción histórica
entre izquierda y derecha sobre esas nuevas bases, fracasó. La derecha, en todo caso en Francia,
ha demostrado que, mientras se respeten los principios de la política neoliberal, puede ser tan
abierta como la izquierda sobre esos temas. Incluso ese fenómeno particular francés de extrema
derecha que es el Rassemblement Nacional, se mostró capaz de reconvertirse, por lo menos
parcialmente, en ese terreno.
A justo título entonces, los chalecos amarillos engloban izquierda y derecha en el rechazo general
de una forma de hacer política que, desde hace mucho tiempo, no responde a las necesidades
populares. El tema de la política partidaria no suscita en sus filas ningún interés, del mismo modo
que la participación en las luchas electorales. Los pocos chalecos amarillos que anunciaron su
intención de participar en las elecciones se vieron repudiados por la mayoría del movimiento.
En mi opinión (e insisto en que sobre este punto se trata de mi propio análisis), los chalecos
amarillos tienen una comprensión intuitiva, aún embrionaria, de lo que significa hoy, en el fondo,
la distinción entre izquierda y derecha: un elemento de división del pueblo. Y lo explican muy
simplemente, en particular cuando se les reprocha una presunta afiliación a la extrema derecha.
Reconocen sin problemas que en sus filas pueden existir al mismo tiempo votantes de la extrema
derecha y votantes y militantes de la extrema izquierda, una idea que es confirmada por los
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estudios sociológicos. Pero al mismo tiempo afirman la convicción de que, más allá de las
afiliaciones políticas, todos comparten un destino común de pobres, sin privilegio alguno y sin
voz en la escena política. O dicho de otra manera, comprenden claramente que es más
importante mantener la unidad de esa construcción sociopolítica que es el pueblo, que participar
en una forma de lucha institucional que no los concierne y cuyo único objetivo es determinar cuál
de los diferentes grupos de privilegiados va a ejercer el poder.
Es el mismo sentido que se puede encontrar en la consigna más coreada actualmente en las
manifestaciones:
¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí! ¡Por el honor de los trabajadores y por un mundo mejor!
Mismo si Macron no lo quiere, nosotros estamos aquí.
Para quienes asumimos que una verdadera transformación emancipadora de la sociedad no puede
venir más que de esa clase fundamental, los trabajadores sin privilegios que constituyen el
pueblo, esa conciencia embrionaria y esa preocupación de unidad son un dato fundamental y una
fuente de optimismo. Al mismo tiempo, separa el movimiento de los chalecos amarillos de otros
movimientos populares con los que se lo compara. En nuestra opinión es justamente esa novedad
política radical lo que explica cómo pueden sobrevivir frente a la persecución implacable del
poder y conservar la esperanza en la victoria final. Los chalecos amarillos comprenden,
confusamente aún, que como trabajadores y ciudadanos son el pilar de la sociedad, que no puede
existir sin ellos. Comprenden también que si no se permite a la fuerza que ellos representan
decidir de la vida social, el juego político no será nunca otra cosa que un teatro de sombras,
organizado por las clases dominantes. En esa medida, los chalecos amarillos muestran, sin duda,
el embrión de una conciencia del poder del pueblo y es esa esperanza y esa perspectiva la que
explica, en el fondo, mi apoyo a ese movimiento y la parcialidad de mi visión.
Gracias a todos por su atención.
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