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1. SOCIEDAD.
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Pero el derecho no se agota en la vida social de la persona humana que es el ámbito en el
cual se realiza. Está conformado por otros elementos: lo normativo como modo de regulación de la
conducta y la aspiración hacia los valores entre los que ocupa un especial rango la justicia.
2. DERECHO.
A. Etimología:
Proviene de la voz latina directum, que es el participio pasivo de dirigere, dirigir, encausar.
Está constituido por el prefijo di y la forma verbal régere, regir. Derecho significa
etimológicamente la manera o forma habitual de guiar, conducir o gobernar. De acuerdo con esta
etimología, derecho significa tanto como ordenamiento firme, estable, permanente.
Platón se propuso en la República el estudio de lo justo y lo injusto. Su objeto es demostrar la
necesidad moral, así para el estado como para el individuo, de regir su vida según la justicia.
Para expresar la noción contenida en la palabra castellana “derecho”, los romanos emplearon
el término latino Jus. La voz derecho tenía para ellos sólo un significado adjetivo, y se usaba para
referirse a lo que se entiende como acción procesal.
A la palabra latina Jus se le atribuye diversos orígenes. Según una antigua opinión deriva de
Jove, Jovis, nombre del dios Júpiter gobernador y ordenador del Universo. Para otros proviene de
jubeo que quiere decir mandar bien, o de juvo que significa ayudar a proteger, o de jungo, juntar,
unir o uncir.
Asimismo, Jus que es yu, equivalente a vínculo, unión o ligadura y a la védica lo que quiere
decir santo, puro verdadero, celestial.
De este modo se destaca, como significado de la palabra derecho, la idea de rectitud en la
conducta social humana por su sometimiento a normas o a leyes.
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Cuatro son las significaciones que atribuye a Fernández Galiano a la voz derecho: como
norma o conjunto de normas vigentes (sentido objetivo); como facultad atribuida a un sujeto para
hacer, no hacer o exigir algo (derecho subjetivo); ideal de justicia o su negación (lo justo); y como
saber humano aplicado a la realidad (derecho como ciencia).
En el sentido de las “clasificaciones metodológicas” se emplea el vocablo derecho como
sinónimo de: a) texto legal (el derecho de las Partidas); b)de institución jurídica (el derecho individual
de usufructo); c)parte de alguna ley (el derecho de familia, derecho de obligaciones); d)rama de la
legislación (derecho civil, derecho político); e) legislación de un pueblo o de la iglesia (derecho
francés, derecho canónico); f) reglas jurídicas establecidas por la costumbre (derecho
consuetudinario).
El derecho pertenece al mundo del hombre. Corresponde al hombre en tanto persona: deriva
de la esencia misma de ésta y le señala los medios para que se realice como tal y alcance sus propios
en la sociedad. Lo perteneciente, lo suyo de cada hombre, su derecho es lo que le atañe en tanto que
es persona; la norma señala lo que es inherente a cada persona; y de ahí deriva lo que es la potestad
de exigir de los demás respeto y reconocimiento.
3. CONFLICTO.
Es la oposición de intereses en que las partes no ceden; es el choque o colisión de derechos o
pretensiones. Para definir el conflicto es necesario tener claro que para que se produzca un conflicto,
las partes deben percibirlo.
Cuatro son los elementos que implica una situación conflictiva:
-Más de un participante.
-Intereses opuestos.
-Sentir o percibir la oposición.
-Un objeto materia de la discordia.
Existe también el conflicto d leyes que se produce cuando concurren dos o más normas de
derecho positivo, cuya aplicación o cumplimiento simultáneo resulta imposible o incompatible;
incompatibilidad que puede presentarse en el tiempo o en el espacio, dentro de un ordenamiento
jurídico, o por coincidencia de legislaciones de dos o más países. En derecho penal la
incompatibilidad se resuelve a favor de la norma más favorable al reo; y en derecho laboral a favor de
la más beneficiosa al trabajador.
Nos parece indispensable iniciar el desarrollo del Derecho Procesal haciendo un estudio de
la causa que origina esta parcela del Derecho: El conflicto de intereses.
La sociedad es un fresco de conflictos. Ese lugar de convivencia pacífica desprendida y
solidaria que Santo Tomás Moro denominó "Utopía" era justamente eso: una quimera, un ideal, un
mundo de ensueño pero inexistente. La moneda corriente de la realidad es que en las relaciones
intersubjetivas aparezcan expectativas que muchas veces son insatisfechas por la resistencia de
otro sujeto.
Toda explicación habitual de la asignatura Derecho Procesal pasa por una obligada referencia
inicial a la ley que rige la materia, con prescindencia del problema de la vida que generó su creación y
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vigencia, que es lo que verdaderamente importa pues permite comprender cabalmente el fenómeno
del proceso judicial.
Ello no es correcto pues impide vincular adecuadamente los dos extremos que se presentan
en la aplicación de toda y cualquiera norma: la aparición del problema de convivencia y la solución
que a ese problema le otorga la ley.
De ahí que parece imprescindible comenzar la explicación de este tema en análisis con una
primaria y obligada referencia a la causa del proceso: el conflicto intersubjetivo de intereses.
Sólo así podrá saberse a la postre qué es el proceso y, luego, qué es el proceso
garantista o efectivo garantizador de los derechos constitucionales.
En esa tarea, creo que es fácil de imaginar que un hombre viviendo en absoluta soledad
(Robinson Crusoe en su isla, por ejemplo) —no importa al efecto el tiempo en el cual esto ocurra—
tiene al alcance de la mano y a su absoluta y discrecional disposición todo bien de la vida suficiente
para satisfacer sus necesidades de existencia y sus apetitos de subsistencia.
En estas condiciones es imposible que él pueda, siquiera, concebir la idea que actualmente se
tiene del Derecho.
Fácil es también de colegir que este estado de cosas no se presenta permanentemente en el
curso de la historia; cuando el hombre supera su estado de soledad y comienza a vivir en sociedad
(en rigor, cuando deja simplemente de vivir para comenzar a convivir), aparece ante él la idea
de conflicto: un mismo bien de la vida, que no puede o no quiere compartir, sirve para satisfacer el
interés de otro u otros de los convivientes y, de tal modo, varios lo quieren contemporánea y
excluyentemente para sí (comida, agua, techo, etcétera) con demérito de los apetitos o aspiraciones
de alguno de ellos.
Surge de esto una noción primaria: cuando un individuo (coasociado) quiere para sí y con
exclusividad un bien determinado, intenta implícita o expresamente someter a su propia voluntad
una o varias voluntades ajenas (de otro u otros coasociados): a esto le asigno el nombre
de pretensión.
Si una pretensión es inicialmente satisfecha (porque frente al requerimiento "¡dame!" se
recibe como respuesta "te doy"), el estado de convivencia armónica y pacífica que debe imperar en la
sociedad permanece incólume. Y en este supuesto no se necesita el Derecho.
Pero si no se satisface (porque frente al requerimiento "¡dame!" la respuesta es "no te doy")
resulta que a la pretensión se le opone una resistencia, que puede consistir tanto en un discutir como
en un no acatar o en un no cumplir un mandato vigente.
Al fenómeno de coexistencia de una pretensión y de una resistencia acerca de un mismo
bien en el plano de la realidad social, le doy la denominación de conflicto intersubjetivo de intereses.
Hasta aquí he contemplado la idea de un pequeño e incipiente grupo social, en el cual los
problemas de convivencia parecen ser acotados.
Pero cuando el grupo se agranda, cuando la sociedad se convierte en nación, también se
amplía —y notablemente— el campo conflictual.
Si se continúa con la hipótesis anterior, ya no se tratará de imaginar en este terreno la simple
exigencia de un "dame" con la respuesta "no te doy" sino, por ejemplo, de determinar si existe una
desinteligencia contractual y de saber, tal vez, si hay incumplimiento de una parte, si ello ha sido
producto de la mala fe, si es dañoso y, en su caso, cómo debe medirse el perjuicio, etcétera.
Como es obvio, el estado de conflicto genera variados y graves problemas de convivencia que
es imprescindible superar para resguardar la subsistencia misma del grupo.
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Si la idea de proceso se vincula histórica y lógicamente con la necesidad de organizar
un método de debate dialogal y se recuerda por qué fue menester ello, surge claro que la razón de
ser del proceso no puede ser otra que la erradicación de la fuerza en el grupo social, para asegurar
el mantenimiento de la paz y de normas adecuadas de convivencia.
Empero —y esto es obvio— la idea de fuerza no puede ser eliminada del todo en un tiempo y
espacio determinado, ya que hay casos en los cuales el Derecho, su sustituto racional, llegaría tarde
para evitar la consumación de un mal cuya existencia no se desea: se permitiría así el avasallamiento
del atacado y el triunfo de la pura y simple voluntad sin lógica.
Tal circunstancia hace posible que, en algunos casos, la ley permita a los particulares utilizar
cierto grado de fuerza que, aunque ilegítima en el fondo, se halla legitimada por el propio derecho.
Por ejemplo, si alguien intenta despojar a otro de su posesión, puede éste oponer —para rechazar el
despojo— una fuerza proporcional a la que utiliza el agresor.
Al mismo tiempo, y esto es importante de comprender, el Estado (entendido en esta
explicación como el todo de la congregación social ya jurídicamente organizada) también se halla
habilitado —por consenso de sus coasociados— para ejercer actos de fuerza, pues sin ella no podría
cumplir su finalidad de mantener la paz.
Piénsese, por ejemplo, en la necesidad de ejecutar compulsivamente una sentencia: ¿qué
otra cosa sino uso de la fuerza es el acto material del desahucio, del desapoderamiento de la cosa, de
la detención de la persona, etcétera?
Realmente, esto se presenta como una rara paradoja: para obviar el uso de la fuerza en la
solución de un conflicto, se la sustituye por un debate dialogal que termina en una decisión final que
—a su turno— originará un acto de fuerza al tiempo de ser impuesta al perdidoso en caso de que
éste no la acate y cumpla espontáneamente.
En suma: todo el derecho, ideado por el hombre para sustituir la autoridad de la fuerza, al
momento de actuar imperativamente para restablecer el orden jurídico alterado se convierte o se
subsume en un acto de fuerza: la ejecución forzada de una sentencia.
Estas circunstancias hacen que, como inicio de cualquiera exposición sobre el tema, deba
ponerse en claro que el acto de fuerza puede ser visto desde un triple enfoque:
a) es ilegítima cuando la realiza un particular;
b) es legitimada cuando excepcionalmente el Derecho acuerda al particular la posibilidad de
su ejercicio en determinadas circunstancias y conforme a ciertos requisitos que en cada caso concreto
se especifican con precisión;
c) es legítima, por fin, cuando la realiza el Estado conforme con un orden jurídico
esencialmente justo y como consecuencia de un proceso.
De tal modo, y a fin de completar la idea inicialmente esbozada, ya puede afirmarse que
la razón de ser del proceso es la erradicación de toda fuerza ilegítima dentro de una sociedad dada
para mantener un estado perpetuo de paz.
No importa al efecto que una corriente doctrinal considere que el acto de juzgamiento es
nada más que la concreción de la ley, en tanto que otras amplían notablemente este criterio; en todo
caso es imprescindible precisar que la razón de ser del proceso permanece inalterable: se trata de
mantener la paz social, evitando que los particulares se hagan justicia por mano propia.
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II. EL ORDENAMIENTO JURIDICO.
Como quiera que la creación de toda norma jurídica es el resultado de uno o de varios
procedimientos cumplidos por un órgano del Estado provisto de competencia para ello, se
comprende que desde el punto de vista de la teoría general del derecho, el derecho procesal puede
ser definido como aquella rama de la ciencia jurídica que se refiere al proceso en sentido amplio,
entendiendo por tal la actividad desplegado por los órganos del Estado en la creación y aplicación
de normas jurídicas generales o individuales.
En esa línea de reflexiones, y sobre la base de las etapas más notorias a través de las cuales se
desenvuelve el proceso de individualización y concreción de normas jurídicas, ese derecho procesal
en sentido amplio sería susceptible de dividirse en: derecho procesal constitucional, derecho procesal
legislativo, derecho procesal administrativo y derecho procesal judicial.
Solo éste último, sin embargo, reviste suficiente autonomía como para ser objeto de una
disciplina independiente en relación con los diversos sectores en que se divide el llamado derecho
material. El estudio autónomo de los restantes procesos a que nos hemos referido no podría
intentarse sin riesgo de mutilar, sin beneficios científicos apreciables, los derechos constitucional y
administrativo. Corresponde observar, no obstante, que en algunos países, como Italia y España, se
viene propiciando desde hace algún tiempo la autonomía de ciertos procesos de carácter
administrativo, particularmente del proceso tributario.
El derecho procesal en sentido estricto:
a) la disciplina que tradicionalmente se conoce bajo la denominación de derecho procesal
estudia, por una parte, el conjunto de actividades que tienen lugar cuando se somete a la decisión de
un órgano judicial o arbitral la solución de cierta categoría de conflictos jurídicos suscitados entre dos
o más personas (partes), o cuando se requiere la intervención de un órgano judicial para que
constituya, integre o acuerde eficacia a determinada relación o situación jurídica. Es éste, sin duda, el
sector más importante del derecho procesal, y dentro del cual, como veremos oportunamente,
corresponde ubicar la idea de proceso en sentido estricto.
Nótese que hablamos de la actividad que desarrollan los órganos judiciales y arbitrales. Y así
lo hacemos porque tanto por la similitud extrínseca que presenta con el proceso judicial propiamente
dicho, cuando por la índole de las pretensiones que pueden originarlo, no se justifica que el proceso
arbitral quede al margen de un adecuado concepto del derecho procesal.
Tampoco es aceptable la asociación exclusiva de dicho concepto a la idea de jurisdicción,
pues ello comporta excluir de él la actividad judicial desarrollada en los procesos llamados de
jurisdicción voluntaria, en los cuales existe ejercicio de función administrativa, y no jurisdiccional. Por
lo demás, igualmente reviste carácter administrativo gran parte de la actividad que los jueces y
tribunales de justicia despliegan en los procesos contenciosos (providencias de mero trámite).
b) también forma parte del derecho procesal, aunque a título secundario, el estudio de
numerosas actividades vinculadas con la organización y funcionamiento interno de los órganos
judiciales, y cuyo objeto consiste en facilitar el desarrollo de las actividades precedentemente
mencionadas. Dentro de este sector se encuentran comprendidas las diversas funciones de orden
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administrativo y reglamentario conferidas a los tribunales de justicia (designación, remoción de
funcionarios y empleados, expedición de reglamentos, etcétera).
Los autores, frente a este problema de la definición del derecho procesal, se han dejado
arrastrar por dos corrientes de ideas: el nominalismo y el empirismo, cuando no por el agnosticismo,
y así algunos sustituyen la definición de derecho procesal por la de proceso, sosteniendo que el
primero es el conjunto de normas que regulan el proceso, otros, en cambio, definen el derecho
procesal por la actividad jurisdiccional y por la finalidad perseguida.
El derecho procesal es la disciplina jurídica que estudia la función jurisdiccional del estado, y
los límites, extensión y naturaleza de la actividad del órgano jurisdiccional, de las partes y de otros
sujetos procesales.
La denominación de esta disciplina jurídica evoluciona paralelamente a su desarrollo
científico: prácticas forenses y procedimientos han sido los jalones terminológicos más importantes
de esta evolución, hasta llegar a la actual denominación de derecho procesal, que ha resistido
exitosamente la observación de quienes señalan que significa una limitación respecto del contenido
objetivo de la ciencia.
El contenido del derecho procesal está constituido por la organización de la función
jurisdiccional y la competencia de los órganos jurisdiccionales, por la potestad de los individuos para
provocar la actividad de los órganos jurisdiccionales, y por las actuaciones de los sujetos procesales
(órganos jurisdiccionales y justiciables).
El estudio del derecho procesal, comprende la teoría de la acción y la teoría del proceso y de
los actos procesales, observándose que estas instituciones forman una unidad subordinada: sin la
jurisdicción, la acción y el proceso serían entelequias; sin la acción, la jurisdicción y el proceso serían
institutos policiacos o administrativos; y finalmente, sin el proceso, la jurisdicción y la acción estarían
denominados por la arbitrariedad y el discrecionalismo.
Chiovenda inspiró esta trilogía o trinomio sistemático, concibiendo la ciencia del derecho
procesal en tres grandes divisiones recíprocamente complementarias: la "teoría de la acción y de las
condiciones de la tutela jurídica", la "teoría del procedimiento", y criticó a quienes hacían girar la
exposición del derecho procesal en torno al procedimiento, apareciendo los restantes como
fenómenos secundarios. Sin embargo, este aspecto programático no fue cumplido por su ilustre
enunciador, pues se observa que toda esta sistemática se limita a la teoría de la acción y del proceso.
2. NATURALEZA JURÍDICA DEL DERECHO PROCESAL: criterios.
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sobre la condición jurídica en que se encontrarán de ahí en adelante las partes, sin que
en ella haya intervenido la voluntad de alguna de estas.
c. Tesis de la institución jurídica procesal: es de Jaime Guasp quien sostiene que el derecho
procesal es público en tanto que en él existen unos sujetos debidamente jerarquizados
así no lo deseen las partes, éstas tampoco pueden desvirtuar su objeto cual es la
satisfacción de pretensiones (como por ejemplo la evasión de acreedores), y el impulso
procesal no depende de tales sino de un tercero que representa los intereses del Estado
que a su vez representa los intereses de la colectividad.
El derecho procesal laboral es un derecho público porque sus normas obedecen al interés del
Estado de mantener la legalidad, la paz social y el desarrollo normal del trabajo humano. Es un
derecho estructurado jerárquicamente compuesto de etapas que deben cumplirse inexorablemente,
que lo convierten en algo involuntario de las partes así éstas no actúen, debiendo sujetarse a la
decisión del juez laboral. Y es por esta razón que la conciliación, la transacción y el desistimiento son
considerados métodos anormales de terminación del proceso.
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III. CASO JUSTICIABLE
1. LA RELEVANCIA JURIDICA
Conviene precisar que no todo conflicto de intereses presente en la realidad es factible de ser
conducido, por los interesados en su solución, a los órganos del Estado especializados para tal fin, es
decir, a los órganos jurisdiccionales.
Para que ello ocurra, es necesario que el conflicto esté investido de un elemento esencial: la
relevancia jurídica.
Un conflicto de intereses tiene relevancia jurídica, cuando la materia de los intereses
resistidos, está prevista dentro del sistema jurídico de una sociedad políticamente organizada.
Algunas veces tiende a reducirse el espectro de la relevancia jurídica a la simple ubicación del tema
en el derecho positivo, es decir, a la identificación de una norma jurídica escrita que constituya el
ámbito dentro del cual se acoja el supuesto de hecho que sustenta el conflicto de intereses. Sin
embargo, adviértase que la búsqueda no se agota en la norma jurídica escrita, sino en todo el plexo
de posibilidades que están presentes en un sistema jurídico.
El acto de descubrir y encontrar en el derecho objetivo -sea a través de la interpretación o de
cualquier otro medio técnico- la norma que en algún sentido regule el tema debatido o incierto
-obviamente en aquellos casos en que no sea posible ubicar la norma que acoja con fidelidad la
situación discutida- es una expresión elevada, sofisticada, compleja y enriquecedora del ejercicio
profesional.
Por cierto, tal manifestación jurídica calificada alcanza también al juez, especialmente cuando
en ejercicio de su función y advirtiendo que en el proceso sometido a su decisión es aplicable una
norma jurídica que no ha sido citada por el pretensor o por el demandado, la incorpora a la solución
del conflicto en aplicación del aforismo Iura navit curia. Este aforismo, que contiene un deber del
juez, está normado en el Código Procesal Civil del Perú.
La sutileza del operador jurídico para ubicar la norma objetiva que -teniendo por naturaleza
un sentido genérico- contiene el supuesto de hecho del caso que está analizando, constituye la
constatación pragmática que el Derecho es mucho más que un conjunto de normas, es una expresión
de la dinámica social. Es también la confirmación de su calidad de fenómeno social, de su
emparentamiento con el quehacer cotidiano de una sociedad con conflictos que deben ser resueltos
para asegurar su permanencia.
Entonces, cuando la norma acoge la situación discutida, o cuando en uso de la hermenéutica
jurídica se encuentra la norma que la contenga, estamos ante un caso justiciable, es decir, un
conflicto de intereses pasible de ser presentado ante el juez para su tramitación y decisión posterior.
2. DERECHOS NO JUSTICIABLES.
La necesidad de que los conflictos tengan una expresión en el derecho material podría llevar
a la consideración de que su exigencia judicial no es otra cosa que la expresión dinámica de este
mismo derecho material. Como bien sabemos, tal consideración pertenece a la prehistoria de la
ciencia procesal, a aquella etapa en la que el proceso estuvo reducido al simple cumplimiento de
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formalidades, al rito de expresar la frase adecuada en el momento indicado, a aquella concepción
que disfrazaba el vacío de conocimientos procesales y consideraba que «la acción» sólo era «el
derecho armado y en pie de guerra.
La autonomía del derecho procesal, se expresa nítidamente en aquellos casos en los que el
sistema jurídico, a pesar de reconocer la existencia de un derecho material, le niega explícitamente al
titular de él la posibilidad de reclamarlo en sede judicial. Expliquemos tal situación singular.
En la zona liminar de la relación realidad-proceso, que es la que estamos analizando, nos
vamos a encontrar con casos justiciables, es decir, situaciones materiales perfectamente
identificables dentro de una norma objetiva, es decir, con «derecho», a pesar de lo cual no es posible
que puedan ser utilizadas como presupuesto de un proceso judicial.
Lo que ocurre es que el mismo sistema jurídico que le otorga al conflicto de intereses la
calidad de caso justiciable, en tanto le reconoce ubicación dentro de él, se encarga también de
sustraer la posibilidad de exigir judicialmente el cumplimiento de tal derecho, que hace sustentable
precisamente la calidad de caso justiciable. Por cierto, tal decisión -en apariencia contradictoria- es la
manifestación de una determinada política legislativa, en donde la supresión de la facultad de exigir
judicialmente la pretensión emanada de determinados derechos suele ser el medio a través del cual
se sanciona al titular de éstos.
Veamos un ejemplo; Una deuda originada en un juego no autorizado no es pasible de
reclamo judicial, con lo cual estamos ante la situación singular antes descrita: el sistema jurídico
reconoce que el acreedor tiene un derecho de crédito respecto del cual su deudor es sujeto pasivo. A
pesar de ello, le niega a aquél -con norma expresa- la posibilidad de exigir judicialmente su pago.
Se trata de derechos a los que PEYRANO y CHIAPPINI denominan derechos eunucos, y los
describen a partir de una cita de CARNELUTI quien los califica de derechos inertes:
«(...) la pretensión puede ser propuesta tanto por quien tiene como por quien no tiene el
derecho y, por tanto, puede ser fundada o infundada. Tampoco el derecho reclama
necesariamente la pretensión; como puede haber pretensión sin derecho, así también puede
haber derecho sin pretensión; al lado de la pretensión infundada, tenemos, como fenómeno
inverso, el derecho inerte».
Como se advierte, estamos ante conflictos que tienen relevancia jurídica, con lo cual han
superado con éxito el requisito material para servir como tema a discutirse en un proceso civil, sin
embargo, reiteramos, es el mismo ordenamiento legal el que le cercena su posibilidad de ser exigidos
judicialmente, al eliminar un elemento de la estructura jurídica de ese derecho: la facultad de poder
ser pretendido judicialmente. Ésta es la razón para el uso por parte de la doctrina de adjetivos como
eunucos o inertes. Sin perjuicio de la contundencia de tales calificativos, nos parece más apropiado el
de derechos no justiciables, en tanto se trata de derechos reconocidos pero limitados en su capacidad
de sustentar un caso justiciable.
Aun cuando la explicación pueda resultar innecesaria, anotamos que existe una diferencia
sustancial entre los derechos no justiciables y los derechos con pretensión prescrita. En los primeros
jamás el titular del derecho tuvo o tendrá posibilidad de exigirlo judicialmente; en los segundos, en
cambio, esta posibilidad existió durante un plazo determinado legalmente, que al vencerse dejó al
titular del derecho sin oportunidad de recibir un pronunciamiento jurisdiccional sobre el fondo.
Una distinción menos sutil es la que se presenta con las llamadas cuestiones no justiciables.
Éstos son conflictos que en principio son justiciables pero que en atención a su particular naturaleza y
a razones de política estatal, se niega la posibilidad de su juzgamiento. Atendiendo a las razones antes
descritas, se debe advertir que las cuestiones no justiciab1es son variables, de tal manera que las que
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así han sido calificadas pueden ya no serlo si con el tiempo se modifican las condiciones políticas o
sociales que así las determinaron.
Se citan como ejemplos de cuestiones no justiciables, entre otros, los asuntos políticos strictu
sensu, como la declaración de estado de emergencia, las decisiones presidenciales a propósito de una
insurrección o la eventualidad de una guerra exterior. Contra lo que se cree, las razones para detraer
de la jurisdicción tales conflictos no están referidas a la seguridad del Estado o la trascendencia del
acto, sino a la necesidad de mantener la independencia, importancia y prestigio del juez, para lo cual
éste no debe decidir respecto de las siempre volubles coyunturas económicas, sociales o políticas de
su tiempo. Por cierto, la relatividad del elenco de cuestiones no justiciables determina que su
calificación jurídica dependa del sistema jurídico de cada país.
Por lo demás, dejamos establecido que aquello que es cuestión no justiciable para la -por
llamarla de alguna manera- jurisdicción estatal clásica, puede ser a su vez para los órganos estatales
encargados exclusivamente del control constitucional -un tribunal constitucional, por ejemplo- un
caso típico de su competencia material. Así, no creemos que se pueda discutir en sede jurisdiccional
clásica la calificación de una declaración de estado de sitio, sin embargo, ésta podría ser
perfectamente tema de discusión y decisión de un órgano especializado de control constitucional.
Adviértase que la situación jurídica que vamos a describir conforma un panorama bastante
parecido al anterior, por lo menos en sus consecuencias, aun cuando en su naturaleza jurídica
difieren sustancialmente, razón ésta última para su tratamiento separado. Así, en el caso de los
derechos no justiciables, como ya se expresó, éstos tienen pleno reconocimiento en el sistema
jurídico, sin embargo, es este mismo sistema el que expresamente prohíbe la posibilidad de que sean
exigidos judicialmente. Sin embargo, en el presente caso, se trata de conflictos de intereses que no
tienen acogida en el sistema jurídica, es decir, están fuera de él, no son casos justiciables.
Si una persona demanda a su concubina para que se declare el divorcio respecto de la
relación que mantienen, se trata de una exigencia (pretensión) desprovista de sustentación jurídica.
Desde la perspectiva del órgano jurisdiccional, lo que se ha producido en el caso mencionado es una
imposibilidad jurídica de éste de juzgar, esto es, una limitación al poder de pronunciarse respecto del
conflicto sometido a su decisión. Esto es lo que se denomina como falta de jurisdicción,
Ahora bien, puede ser que la pretensión defectuosa sea advertida por el juez al inicio del
proceso, con lo que procede al rechazo de la demanda y con ello toda la incipiente actividad procesal
habrá quedado concluida. Sin embargo, bien puede ocurrir que esta constatación del defecto
intrínseco de la pretensión no se advierta sino hasta avanzado el proceso. Si bien la pretensión
propuesta y discutida a lo largo del proceso no podrá ser amparada o rechazada -por lo menos
válidamente- se trata de una actividad procesal precaria, aleatoria, disminuida valorativamente, casi
un seudo proceso, desde que resulta estéril para cumplir con los fines naturales del proceso.
Nótese bien que la ausencia de la calidad de caso justiciable no obsta el ejercicio del derecho
de acción por parte del demandante, situación que determina la posibilidad de que se inicien
procesos absolutamente inútiles, como ya se anotó.
En nuestra opinión, la interposición de una demanda que contiene una pretensión procesal
que no conforma un caso justiciable es un caso típico de improcedencia de la demanda por
inexistencia de fundamentación jurídica de la pretensión.
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Para concluir debe precisarse que, entre la falta de fundamentación jurídica de la pretensión
y el caso no justiciable, hay una relación de especie a género. Es decir, hay casos no justiciables, como
las que hemos denominado cuestiones no justiciables, que no son necesariamente así por la falta de
fundamentación jurídica de la pretensión. Inclusive hay casos no justiciables que son así porque la
exigencia contenida en la demanda es físicamente imposible, es decir, se trata de la realización de un
acto o de la entrega de un bien o cualquier otro tipo de prestación que escapa a la posibilidad real de
ser ejecutada.
Si un médico y un paciente convienen en que el primero se obliga a convertir al segundo -que
tiene 60 años en un joven que aparente 20, no será justiciable la pretensión de cumplimiento de
contrato de este último, porque el juez jamás podrá exigir -en ejecución forzada de sentencia- tal
prestación al médico demandado, ni siquiera que alguien lo haga en su lugar. Nótese que si bien la
ejecución forzada de la pretensión demandada es imposible, tal hecho no descarta que el
demandante exija una pretensión reparadora, esta vez perfectamente realizable.
4. LA TEORÍA DE LA INSIGNIFICANCIA.
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Adviértase, para terminar con el tema, que no se trata de desproteger los conflictos de
importancia patrimonial reducida, sino de evitar que las afectaciones exiguas desde la perspectiva del
valor social de los bienes, se incorporen al tráfago judicial y traigan consigo más perjuicio que
beneficio social, corno podría ocurrir si el servicio de justicia se complica, enreda y finalmente se
anula, al no poder atender una demanda masiva de justicia para situaciones en las que no puede
advertirse la trascendencia de la paz social corno fin del proceso.
Nos parece que PERELMAN, citando un caso tomado de la Corte de Casación alemana, hace
referencia indirecta a lo que entendemos es una aplicación de la Teoría de la Insignificancia:
“No se admitirá, ninguna acción de resarcimiento, que pueda reproducirse hasta el infinito. Por esta
razón, los tribunales alemanes rehusaron acoger una demanda de daños contra un vecino fundada en
consideraciones de estética”.
Si bien la Corte no lo expresa literalmente, resulta evidente que en su opinión las
apreciaciones estéticas de las personas carecen de relevancia socio jurídico, a tal punto que no son
suficientes para sustentar una pretensión indemnizatoria. Se trata, pues, de una pretensión
insignificante en términos de realidad social. Por otro lado, es probable que la Corte haya tenido en
cuenta, también, que la admisión de la demanda hubiera podido producir una exigencia masiva de
pretensiones similares y haya generado un desquiciamiento del servicio de justicia y, con ello, un
grave trastorno social, dado que las demandas podrían reproducirse indefinidamente.
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IV. FORMAS DE SOLUCION DE LOS CONFLICTOS DE INTERESES.
En 1978 el líder de la democracia cristiana italiana Aldo Moro fue secuestrado. Varios días
después su cuerpo fue encontrado: había sido asesinado por sus raptores. Uno de los grupos
terroristas que reivindicó su "colaboración" con las Brigadas Rojas en el crimen, era francés y se
autodenominaba Acción Directa (Action Directe).
La acción directa, sin embargo, es mucho más que el nombre de un grupo extraviado, es una
etapa en la evolución histórica de la humanidad. Imaginemos una escena para explicarnos: en el
Paleolítico inferior se produce una disputa entre dos hombres primitivos, originada en que uno le ha
arrebatado la lanza-su instrumento de supervivencia- a otro. Luego del despojo, el perjudicado busca
recuperar la lanza a la fuerza; por tanto, la manera de solucionar el conflicto de intereses originado
en la posesión de la lanza es la confrontación física directa entre los protagonistas, con la probable
desaparición o inutilización de ambos contendientes. Así se resolvieron los conflictos interpersonales
al inicio de nuestra agitada aventura de sobrevivir en la tierra.
Los hechos descritos -el asesinato de Moro y la pelea en el Paleolítico inferior-, prescindiendo
de los miles de años que los separan, constituyen manifestaciones de una misma conducta: acción
directa. Son actos en que el animal humano resuelve en forma inmediata, práctica e instantánea sus
conflictos intersubjetivos, teniendo como instrumento exclusivo el uso de la fuerza. La acción directa
es la prescindencia de todo método razonable para solucionar un conflicto de intereses.
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En la práctica, como ya se adelantó, la sustitución de la acción directa consistió en aceptar
que el conflicto de intereses debía ser resuelto por una persona que no fuera partícipe de este, es
decir, por alguien que fuera ajeno a sus efectos. Esta elección de un tercero para resolver el conflicto,
quizás sea el primer acto de derecho que crea y ejecuta el hombre, y es precisamente también
aquello que denominamos acción civil.
Sin embargo, es predecible también que pronto el profundo sentido mítico del hombre
primitivo lo llevara a considerar que el indicado para resolver los conflictos fuera la persona del grupo
que tuviera contacto más cercano con lo desconocido. Esta es la razón por la que el elegido pasó a ser
el brujo, el hechicero, el mago o el curandero.
La evolución cultural del grupo llevó a sus miembros a afinar el criterio para elegir a la
autoridad encargada de dirimir conflictos. Entonces, en la comunidad empieza un proceso histórico
paulatino pero sostenido, destinado a exigir que el acto de resolver los conflictos tenga menos
relación con lo sobrenatural y más con la realidad.
Esta exigencia se expresa en el hecho de que la elección comienza a recaer en la persona con
más experiencia. Por eso, no es extraño que los grupos humanos hayan continuado su evolución en
este tema eligiendo al anciano. Así se explica que el senado (del latín senilis que da origen a la
palabra senil: relativo a la vejez) -el consejo supremo de la antigua Roma- se encargara inicialmente
de solucionar los conflictos de intereses entre particulares.
Conforme el grupo humano se fue haciendo más grande, la trama de las relaciones sociales
se tomó más compleja. Esto determinó que el acto de solucionar conflictos adquiriese considerable
importancia como expresión de superioridad a tal punto que, al ser ejercida por quien tenía el poder
político, produjo la concentración de la supremacía de este, lo que llevó a que el monarca o soberano
se convirtiera en jefe absoluto. La figura bíblica del Rey Salomón resolviendo el conflicto entre dos
mujeres respecto de la filiación materna de un niño es un ejemplo conocido de la concentración de
poder político y jurisdiccional en una misma persona.
En plena Edad Media ubicamos la figura del señor feudal. El llamado "derecho de pernada"
nos parece un ejemplo definitivo para constatar el ejercicio de su poder absoluto. Precisamente, a
fines de esta época, en la etapa germinal de la formación de los estados nacionales en el Occidente
europeo, la considerable densidad de las sociedades en comparación con los grupos humanos
primitivos trajo consigo una decisión política impostergable: el poder central debió delegar la función
de resolver conflictos en personas cercanas a él, dada la imposibilidad de hacerlo directamente.
Estas personas, regularmente cercanas al entorno social del titular del poder central, llegaron
a formar verdaderas castas sociales. Al margen del ejercicio privado de su función -no se olvide de
que cobraban a las partes por su intervención, un honorario llamado espórtula-, son el antecedente
directo de lo que después va a convertirse en el servicio estatal de justicia.
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Adviértase que tal decisión importó una reducción o concesión del poder central, pérdida de
la cual el rey o monarca fue siempre consciente. Esto explica el origen de una constante histórica que
atraviesa el eje del ejercicio del poder en casi todas las sociedades y en casi todas las épocas,
inclusive la actual: la función de solución de conflictos ha sido, es y será interés preferente y exclusivo
de quien ostenta el poder político, porque es expresión de poder en su forma más pura. A pesar de
que la delegación de la función fue un acto necesario, el titular del poder central ha realizado, viene
realizando y realizará -en las distintas sociedades- una serie de actos -algunos sofisticados y otros
burdos- destinados a mantener o recuperar, según sea el caso, el control del sistema estatal de
solución de conflictos, es decir, del servicio de justicia.
Afirmamos que todas las renovadas defensas que los juristas contemporáneos realizan sobre
la autonomía e independencia de la función jurisdiccional son alegatos contra un mal histórico: desde
que el titular del poder político-militar descentralizó la función jurisdiccional, ha venido usando
múltiples métodos destinados a recuperar su control en la práctica, aun cuando la evidencia de lo
absurdo lo haya hecho abandonar la idea de ejercer un control abierto.
En síntesis, la facultad de resolver los conflictos de intereses intersubjetivos fue exclusiva del
soberano en un momento determinado de la evolución social hasta que debió delegarla por razones
de densidad demográfica y extensión territorial.
Producido el conflicto entre dos esferas contrapuestas de intereses, éste se puede resolver
por obra de los propios litigante s (solución parcializada), o mediante decisión imperativa de un
tercero (solución imparcial).
La solución parcializada puede tener dos perspectivas:
El litigante impone el sacrificio del interés ajeno: Autotutela o Autodefensa.
El litigante consiente el sacrificio de su propio interés: Autocomposición.
1.1. Autotutela.
16
Fue la primera forma de solución de conflictos. Lo que distingue a esta figura, conocida en la
doctrina también como autodefensa, es la ausencia de juez distinto de las partes y la imposición por
la fuerza de una de las partes a la otra. Este sistema de justicia privada se inicia de una manera pura y
simple: La tutela de los derechos subjetivos es ejercida por el propio titular, dando nacimiento a la
venganza privada y a la defensa privada.
Esta vía de hecho para hacer cesar la injusticia predominó en las primigenias sociedades
hasta que la experiencia les hizo entender que era una solución deficiente y peligrosa en grado
superlativo y los conducía al colapso de la especie. Entonces, buscaron otros medios que mejorasen
la seguridad de las personas y acordaron la elección de un tercero para resolver el conflicto y de esta
forma asegurarse el imperio de la justicia. Después de que este tercero pasara por varios titulares
(jefe, sacerdote, sabio) hoy reposa en el Estado. Es decir, se sustituye la acción directa por la acción
civil'.
En la actualidad los Estados prohíben la auto defensa como regla y la consienten
excepcionalmente. Aun así, suele ser necesario un proceso ulterior, precisamente para declarar la
licitud de la misma en el caso concreto.
La Autotutela puede ser:
Unilateral: Legítima defensa, defensa extrajudicial de la posesión, estado de necesidad,
huelga, derecho de retención, etc.
Bilateral: El duelo.
1.2. Autocomposición
Esta forma de solución consiste en el entendimiento para poner fin al conflicto por acto de
las partes. Puede tener lugar antes o después de surgido el proceso. Cuando se presenta una vez
iniciado el proceso operan como algunas de las Formas Especiales de Conclusión del Proceso. La
doctrina encuentra luces y sombras en este mecanismo alternativo de resolución de conflictos.
El aspecto positivo se denota en la economía de costo y tiempo. En contraparte, con
frecuencia, la espontaneidad del sacrificio es sólo aparente y en realidad envuelve una capitulación
del litigante más débil.
La Autocomposición, a su vez, puede ser:
Unilateral: Allanamiento, reconocimiento, desistimiento.
Bilateral: Negociación, conciliación, transacción.
1.3. Heterocomposición
Esta alternativa de solución consiste en que un tercero imparcial decide sobre el conflicto.
Tradicionalmente, en el mundo civilizado, este papel de tercero lo desempeña el Estado, a través del
Poder Judicial. Sin embargo, es casi una tautología que el proceso rinde con frecuencia mucho menos
de lo que debiera, haciéndose moroso y costoso, por lo que las partes buscan en el arbitraje una
solución con menos posibilidades de ser justa, aunque con la seguridad de una mayor rapidez y
menor costo. Esto ha originado que el Estado ya no tenga el monopolio de las soluciones
heterocompositivas de los litigios. Se ha bifurcado este modelo en dos mecanismos: Extrajudicial y
Judicial.
a. Heterocomposición Extrajudicial
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El Arbitraje constituye el ejemplo por antonomasia de este tipo de heterocomposición. Se
define al arbitraje como "un procedimiento especial sui generis a través del cual los sujetos
interesados pueden hacer decidir por privado las controversias que entre ellos surgen, siempre que
tengan como objeto derechos disponibles".
La Jurisdicción Arbitral se encuentra, en la actualidad, reconocida constitucionalmente en el
artículo 139 inciso 1) de la Constitución Política de 1993. Su basamento legal se encuentra en el
Decreto Legislativo N° 1071.
Este medio tiene su nota distintiva: las partes designan de común acuerdo a un tercero para
que resuelva su controversia. El fallo del árbitro, denominado laudo tiene carácter vinculante y se
convierte en título de ejecución. Debe referirse que el laudo arbitral puede ser cuestionado
mediante el recurso de anulación que se interpone ante el Poder Judicial de incurrirse en las causales
de índole formal contempladas por el artículo 63° del Decreto Legislativo antes referido.
No podemos dejar de mencionar que el arbitraje en nuestro país se encuentra todavía en la
estratósfera, esto es, inalcanzable al grueso de la población y reservado para aquellas entidades
públicas y privadas que puedan tener acceso debido a la onerosidad aparejada a este procedimiento.
Aunque teóricamente está al alcance de todos, en verdad se trata -hasta hoy al menos- de un
mecanismo alejado y desconocido por la mayor parte de los justiciables, que no lo emplean.
b. Heterocomposición Judicial
Es la vía de derecho para poner fin al conflicto por acto de la autoridad jurisdiccional. Esta
labor se reputa como un atributo de la soberanía estatal. En teoría, el proceso se presenta como el
medio que mayores probabilidades ofrece de aportar una solución justa y pacífica. En la realidad,
este objetivo queda hipotecado por otros factores: organización judicial, nivel ético de la profesión
forense, juzgadores capacitados y eficiencia de la legislación procesal.
El ordenamiento legal vigente diagrama un proceso civil orientado a que la voluntad del
Estado aplique, en cada caso, el derecho objetivo vigente. Empero, deja entrever la posibilidad que la
Tutela Jurisdiccional Ordinaria no es suficiente para una realidad que se perfila distinta y plantea
nuevos retos. Por ello, el denominado decisionismo judicial que impera en el país propone una suerte
de panacea a la que ha bautizado como Tutela Jurisdiccional Diferenciada. Discrepamos de esta
alternativa. Un proceso en el cual por la urgencia de resolver en menor tiempo se restrinja el
contradictorio o el derecho de defensa no hace más que agudizar la patología procesal. Sus mentores
refieren que la Tutela Jurisdiccional Diferenciada "surge para enfrentar el auge y desarrollo de los
nuevos derechos, que empiezan a marcar el nuevo rumbo del Derecho".
No negamos la posibilidad de que en algunos casos, con las garantías de rigor, puedan tener
resultados positivos en situaciones novísimas que se presentan. Sin embargo, la mayoría de estos
mecanismos dan pie a que se fortalezcan los racimos del Sistema Inquisitivo que convierte al Juez en
una especie de dios terrenal omnipotente. Queremos confesar que renegamos de lo antes dicho y
escrito respecto al tema. Este acto de contrición encuentra soporte en el debido proceso. El concepto
de debido proceso puede tener infinitas definiciones y mil características pero siempre supone la
posibilidad plena de audiencia, esto es, una efectiva citación que permita total conocimiento de la
demanda planteada.
Discrepamos también con afirmaciones como que el rol principal en este tipo de tutela lo
tiene el juez. El centro de gravedad del proceso siempre debe ser el debate de los parciales para la
resolución del imparcial. El reconocimiento de haber fracasado la tutela ordinaria, teniendo como
protagonista al juzgador, impone que en una nueva forma de tutela como la diferenciada en que se
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recortan los tiempos y hasta el contradictorio, exige revisar la performance del juzgador. No se puede
sustraer su responsabilidad en los penosos números que exhibe la morosidad judicial.
Lamentablemente, como suele ocurrir con frecuencia en nuestro país, existe una
incontinencia por adoptar de manera apresurada instituciones jurídicas en general y procesales en
particular.
Esto trae consecuencias inevitables: Implementaciones de figuras novísimas que se pontifican
sin un análisis previo de adecuación y sostenimiento para nuestra realidad. Hace una década se nos
vendía la conciliación prejudicial como la panacea de los males y problemas de morosidad procesal.
Hoy sabemos el triste desenlace que tuvo. Hace apenas un lustro que la oralidad se convirtió en el
canto de sirena para una mejor justicia. No se reparó en los riesgos de la superficialidad del mismo o
la excesiva dependencia de la tecnología en un país como el Perú en dónde el pedazo más pequeño
de la torta presupuestal la tiene el Poder Judicial, pese que todos Gobiernos refieren la intención de
mejorar el sistema de justicia. Esperamos equivocarnos.
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V. EL PROCESO JUDICIAL
1. INTRODUCCION.
Es hecho admitido por todos los estudiosos y, en general por la doctrina, que el proceso es la
integración de una serie de actos cuya finalidad fundamental es la de proteger un derecho. Para
Carnelutti es como un instrumenta de coordinación, como un método para la formación y actuar del
Derecho, que inspirado en un supremo designio de la justicia pura, elemento éste que es esencial de
todo ordenamiento y revestido de la certeza exigida por la seguridad del tráfico jurídico, permite
lograr. según la expresión de Chiovenda, es el cumplimiento de la voluntad de la Ley.
Por la tanto, el proceso comprende una serie encadenada de actas realizados de una parte,
por aquellos que tienen un interés en disputa; y de la otra, por los que en su oficio han de preparar
una fórmula de valor jurídico de tipo vinculante que, atendiendo a los principios de igualdad, equidad
y justicia, solucione el conflicto, entendiéndose por esta fórmula no otra cosa, sino la sentencia.
En relación al proceso, nos enseña la distinción entre la idea del derecho subjetivo que se
resuelve en una voluntad concreta de la Ley y la norma, derecho objetivo traducida en una voluntad
general, abstracta, hipotética y condicionada a la verificación de determinadas hechos.
La voluntad concreta de la Ley busca realizarse de ordinario mediante la presentación
obligada que una persona a otra, y cuando ella no se realiza, desobedeciendo el precepto, se hace
obligante la protección de la Ley, para así poder tutelar el derecho subjetiva, surgiendo entonces el
proceso con todas sus secuelas.
El proceso, al tratarse de la vida jurídica, implica un método para la formación o actuación del
derecho, regulando el conjunto de intereses contrapuestos y logrando obtener una paz justa y
verdadera, ya que si el derecho no es cierto, los interesados desconocerán el alcance de sus
mandatos; y, si no es justo, no sienten lo preciso para la debida obediencia.
El proceso sirve al derecho, en cuanto que es el método para la formación al desenvolvimiento de
sus cualidades, y el motivo de su actuación está en la armonización de los conflictos de intereses
surgidos entre los particulares.
El proceso puede ser analizado desde diferentes puntos de vista. Si se examina como se
desarrolla, se estará contemplando su o sus procedimientos. Si se estudia para qué sirve el proceso,
se estará enfocando su finalidad (como medio de solución al litigio). Pero si se reflexiona sobre qué es
el proceso, se estará analizando su naturaleza jurídica.
Couture, advierte que el estudio de la naturaleza jurídica del proceso “consiste ante todo, en
determinar si este fenómeno forma parte de algunas de las figuras conocidas del derecho o si por el
contrario constituye por sí solo una categoría especial”.
En términos generales, las teorías privatistas han tratado de explicar la naturaleza del
proceso, ubicándolo dentro de figuras conocidas del derecho privado, como el contrato o el
cuasicontrato; las teorías publicistas, en cambio, han considerado que el proceso constituye por sí
20
solo una categoría especial dentro del derecho público, ya que se trate de una relación jurídica o bien
de una serie de situaciones jurídicas.
21
A manera de cuestionamiento de esta teoría, y tal como ya se expresó al principio de su
descripción, en realidad tal concepción se desarrolló sobre la base de un error histórico. Lo que
ocurrió en la primera etapa del proceso en el derecho romano, la legis actiones, no fue exactamente
un proceso judicial, sino un procedimiento arbitral al que, en tal calidad, le es natural un origen
contractual. No debemos olvidar que el iudex era elegido por las partes. Le costó al espíritu creativo
del jurista romano, encontrar medios que condujeran al demandado a que participe de esta
"negociación" (litis contestatio) para el discernimiento de los hechos que configuraron el conflicto, a
fin de resolverlo. Por eso, en sus inicios, proveyó al demandante de instrumentos contundentes para
obligar al demandado a participar en esta curiosa suerte de pacto con el demandante y con el pretor,
privilegiando este "acuerdo" como el medio más idóneo para la solución del conflicto. Por otro lado,
se trata de una teoría cuya explicación exige que se prescinda de la realidad, aun cuando solo fuese
para poder entenderla, ya que no para participar de ella. En efecto, bien sabemos que cuando una
persona es emplazada judicialmente, es casi imposible afirmar que tal acto ocurre como
consecuencia de un espontáneo deseo de esta de participar en un torneo judicial. Es mucho más
lógico reconocer que tal acto ocurre no solo prescindiendo de su voluntad, sino, además
contrariándola.
Mientras el contrato requiere, por esencia, el consentimiento de ambas partes, el proceso
puede constituirse, desenvolverse y extinguirse contra la voluntad del demandado, e incluso en
ausencia de él (proceso en rebeldía). Se olvida de la presencia de un órgano del Estado en el proceso,
que impone a las partes su decisión, impide hablar de relaciones puramente contractuales en este
caso. Sólo subvirtiendo la naturaleza de las cosas es posible ver en el proceso, situación coactiva, en
la cual un litigante, el actor, conmina a su adversario, aun en contra de sus naturales deseos, a
contestar sus reclamaciones, el fruto de un acuerdo de voluntades.
22
CUESTIONAMIENTO A ESTA TEORIA
Es absolutamente inadecuada la consideración de la voluntad presunta o tácita de las partes
o de la simple voluntad de una de ella como fuente de los vínculos procesales. Tales vínculos traen su
origen de una noción de tipo más general: la sumisión de todos los súbditos de un país al Poder
Público del mismo y a su ordenamiento jurídico. Si bien en el procedimiento romano el juez
desempeña en realidad una función de árbitro y se explica entonces que sus poderes estuvieran
limitados por la voluntad de las partes, hoy nadie discute que el juez lleva a cabo una función
pública, puesto que ejerce en forma delegada uno de los atributos de la soberanía. Que al recurrir a
las fuentes de las obligaciones, toma en cuenta sólo cuatro y olvida la quinta: la ley.
Lamentablemente la omisión a esta fuente condujo una vez más -como en el caso de la teoría
contractual- a una construcción jurídica artificial y fácilmente deleznable.
ALCALÁ-ZAMORA, advierte “por un olvido inexplicable los que así argumentaban pasaron por
alto las primeras y más importante de las fuentes de las obligaciones según la concepción clásica: la
ley, o sea la única de donde puede derivar una explicación satisfactoria de los nexos a que el proceso
da lugar.”
Es más ambigua y, por tanto, más vulnerable que la del contrato. Si el proceso no es un
contrato, menos es “algo como un contrato”.
23
conecta a las partes desde antes del inicio del proceso. Es compleja, dado que se trata de un conjunto
de deberes y facultades distintas en cada sujeto interviniente. Asimismo, es una relación que
pertenece al derecho público, desde que interviene el Estado en ejercicio de una función
trascendental que además es indelegable: la jurisdiccional.
CHIOVENDA, establece que “la relación jurídica procesal es una relación jurídica autónoma y
compleja autónoma que pertenece al derecho público”, explicando que es en cuanto tiene vida y
condiciones complejas propias, independiente de la acción que se hace valer en el proceso; en
cuanto no comprende un solo derecho u obligación, sino un conjunto indefinido de derechos, como
sucede con muchas relaciones aun de derecho civil, pero todos estos derechos coordinados a un fin
común que recoge en pública unidad todos los actos procesales y, porque derivase de normas que
regulan una actividad de tal carácter.
24
base de un código de calificaciones de su conducta que no tiene que ver con los derechos y deberes
que tradicionalmente se ha afirmado tiene una persona. En todo caso, dentro del proceso lo que las
partes tienen no es un derecho sino posibilidades de, por ejemplo, lograr que su pretensión o
defensa sea reconocida en la sentencia. Esta posibilidad u ocasión procesal, les genera a su vez
expectativas que consiste en la opción que tal hecho se produzca (que sea reconocida). A su vez, las
partes tienen también cargas que son deberes consigo mismos -imperativos del propio interés las
llama GOLDSCHMIDT- de cumplir con los actos procesales. Como se advierte, el orden jurídico
-básicamente las normas procesales-, les concede a las partes posibilidades.
Como se advierte, el orden jurídico –básicamente las normas procesales-, les concede a las
partes posibilidades, expectativas y cargas.
Su realización determina que durante el desarrollo del proceso produzcan o se presente
variada sucesión de situaciones jurídicas por las que las partes van transcurriendo. El juez no
participa, por cierto, de estas posibilidades, expectativas y cargas, en tanto porque se trata de un
deber funcional de naturaleza administrativa y política.
Nos parece que el aporte más significativo de la teoría de GOLDSCHMIDT está en advertir que
el proceso, como método de resolución de conflictos, debe estar más comprometido con el contexto
histórico-social en donde se desarrolla y donde va a producir eficacia lo que se resuelva y, no con las
concepciones, a veces abstractas o metafísicas, referidas al valor justicia. Lo expresado no descarta el
hecho de que la comentada teoría nos plantee algunas interrogantes que su desarrollo -o tal vez
nuestra incomprensión-las convierte en objeciones. Así, nótese la relativa importancia que tiene para
dicha teoría la función jurisdiccional. Si bien admite que las actuaciones de las partes están sometidas
al juez, parecería que considera a la actividad que este realiza, una simple función complementaria de
la que realizan las partes y se torna en consecuencia, en una rutinaria tarea administrativa. N os
explicamos, si las situaciones procesales varían conforme las partes van ganando o perdiendo
posiciones, parecería ser que la función del juez solo se reduce a protocolizar tales posiciones. Todo
ello a pesar de que, como sabemos, las concepciones publicísticas (contemporáneas) del proceso,
abogan por un protagonismo trascendente del órgano jurisdiccional y, por tanto, insisten en un
análisis detallado de sus deberes y facultades, por lo menos con prevalencia de lo que les
corresponden a las partes (expectativas, posibilidades y cargas).
Por otro lado, no es exacto afirmar que el proceso es una situación jurídica, dado que, en
estricto, para ser consecuente con lo que la misma teoría enseña, en realidad cada proceso estaría
formado por un sinnúmero de situaciones jurídicas con distintos protagonistas, las que se extinguen y
renacen con un contenido diferente, conforme actúen en el proceso los sujetos legitimados para tal
encargo.
Destino singular de esta teoría, no solo es alabada pero muy poco asumida, sino que suele
ser descartada, aunque algunas de las categorías procesales que su autor creó para explicarla, se
utilizan para sustentar otras teorías. Así, por ejemplo, no hay procesalista contemporáneo que no
reconozca el mérito y la necesidad de contar con el concepto de cargas procesales (Lasten). De hecho,
todos los que asumen la teoría de la relación procesal la reconocen. Sin embargo, lo que nos parece
extraño y equívoco es que todos le concedan al concepto carga un contenido propio, que admitimos
lo tiene, pero que solo puede ser usado en tanto nos ubiquemos dentro de la teoría de la situación
jurídica. Hacerlo desde la teoría de la relación procesal, a donde debería pasar a ser solo un deber
con rasgos especiales, importa una inconsecuencia que nos parece justificable, salvo que la
originalidad de las idea sea más importante que el respeto a la sistemática asumida, desde un punto
de vista científico.
25
La primera objeción fue hecha por NEUNER donde dice que la base de esta teoría es más bien
de índole sociológica que jurídica. Respecto a la parte que los verdaderos y propios deberes (no
simples cargas) nacidas del proceso a cargo del juez o de las partes tendrían su origen no en la
relación jurídica procesal, sino en la relación superior del derecho público que tiene lugar entre el
Estado y los súbditos. No se puede sustituir el “proceso como relación jurídica” por el “proceso como
situación jurídica” no podía tener éxito en cuanto a esto. El proceso como totalidad es una relación
jurídica; los estadios particulares de la conducción procesal son situaciones jurídicas.
Las partes tienen en el proceso toda una serie de deberes, y por tanto, desde este punto de
vista no pueden hacerse objeciones a que el conjunto de los vínculos jurídico-procesales sea recogido
en el concepto de relación jurídico-procesal. Toda situación jurídica supone una relación jurídica, y
por lo tanto es una consecuencia y no un estado autónomo dentro del proceso.
Es la de estar construida con nuevas categorías jurídicas: los derechos y obligaciones,
inherentes a la idea de relación jurídica, se reputan inadecuados o incompatibles con el mecanismo
del proceso, y en su reemplazo como integrantes de la situación jurídica, entran en juego
expectativas, posibilidades, cargas y liberaciones de cargas. Además, excluye al juez de la relación
jurídica, ya que el juez no tendría deberes ni obligaciones, sino que, como órgano del Estado, es quien
rige y gobierna el proceso resolviendo de acuerdo con la ley.
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A su vez, puede ocurrir que el proceso sirva directamente a la ejecución, sin declaración
judicial previa del derecho realizado (proceso puramente ejecutivo); a una asegurataria o cautelar,
par la cual o bien se aseguran los objetos de la posible ejecución de un posible derecho (embargo
preventivo) o se adelanta la obtención del bien pretendido (por Ej., Interdictos prohibitivos, como
sería el derribamiento de un árbol vetusto que amenaza con caer y causar daños).
El fin del proceso penal es la represión de actos punibles mediante la imposición de una pena
o de su ejecución. Junto a la pretensión punitiva, pero conexa can ella, puede ser motivo del proceso
penal la acción civil nacida del hecho punible en los límites del Código Penal (Ver Artículos. 113 y
siguientes de Código Penal).
Prieto Castro lo define como "la actividad de las partes y del Tribunal regulada par el Derecho
Procesal, e iniciada por aquella que de ellas es llamada demandante, para obtener la sentencia o acta
par el cual el Tribunal cumple su misión de defensa del orden jurídico, que le está encomendada por
el Estado, y tutela el derecho de la parte que en el curso de él, haya demostrado poseerlo".
El Profesor Guasp, para obtener una definición del proceso, examina previamente: 1) De
quién procede la actividad en que el proceso consiste; 2) Sobre qué materia recae dicha actividad, y
3, Cuál es la esencia de la actividad misma.
a) No toda actuación de pretensiones puede ser considerada como un proceso, para ello hace
falta que dicha actuación proceda de un determinado sujeto; este sujeto es el Estado. No es proceso
la actividad privada de una persona para autodefensa de una pretensión; para que haya proceso es
preciso que esa actuación proceda de un sujeto colocado por encima de las partes, al cual dichas
partes están subordinadas. El Estado atiende a esa función mediante órganos destinados
especialmente a realizarla; el conjunto de estos órganos, la función que les corresponde y el poder
que para el ejercicio de esta función les está atribuido, es lo que se denomina jurisdicción.
b) El objeto de la actividad procesal es la pretensión que para ella se actúa, a sea la
declaración de voluntad por la que un sujeto pide al órgano jurisdiccional una determinada conducta
frente a otra persona distinta y determinada. Todo proceso exige una pretensión, como lo pone de
27
relieve un detenido análisis del proceso; así como toda pretensión lleva consigo un proceso, - nunca
el proceso podrá tener un contenido mayor, menor o distinto que el de la pretensión -.
Finalmente, la naturaleza de la actividad que, a través del proceso se tiende a obtener, es la
"actuación" de una pretensión accediendo el órgano jurisdiccional a lo que en ella se demanda.
Resumiendo las anteriores notas parciales – dice el Profesor Guasp - , puede darse un concepto
definitivo del "proceso" coma una serie o sucesión de actos que tienden a la actuación de una
pretensión fundada mediante la intervención de los órganos del Estado, instituidos especialmente
para ello". Como título ilustrativo, damos una definición del derecho soviético tomada del libro de M.
A. Gurvich: "es una ciencia partidista, que sirve para la construcción del comunismo, la tarea de la
ciencia del Derecho procesal Civil soviético consiste también en demostrar el profundo contraste
entre las instituciones burguesas de la misma rama de la ciencia, así como la inmensa superioridad de
las primeras, al poner de manifiesto sus diferencias fundamentales".
Una definición que se aparta de los cánones tradicionales y es altamente interesante es la de
Capograssi, citada por Spinelli en "las pruebas civiles" Y la que dice así: "El proceso es la verdadera y
única ciencia del tiempo perdido que torna práctica la experiencia”. En el proceso se opera una doble
magia: Hacer revivir lo que ya no vive, lo que está ahora gastado y hacerlo revivir en la conciencia y
en el juicio de alguien que estuvo totalmente ausente y fue extraña a la experiencia que debe
resurgir. (Guistizia, processo, Scienzia, Verirá).
5. PROCESO Y PROCEDIMIENTO
2. De lo señalado se desprende una segunda diferencia: el proceso, para ser tal debe concluir
en cosa juzgada, generalmente inmutable; el procedimiento, por su naturaleza administrativa, debe
concluir en cosa decidida, lo cual puede ser modificado por el proceso contencioso administrativo.
3. Vistos el proceso y el procedimiento desde otro ángulo, ambos se encuentran en una
relación de género a especie. MONROY GÁLVEZ en su "Introducción al Proceso Civil" sentencia: "El
proceso es aquel conjunto dialéctico, dinámico y temporal de los actos procesales donde el Estado
ejerce función jurisdiccional con la finalidad de solucionar un conflicto de intereses, levantar una
incertidumbre jurídica, vigilar la constitucionalidad normativa o controlar conductas antisociales
-delitos o faltas-; y entendemos por procedimiento al conjunto de normas o reglas que regulan la
actividad, participación, facultades y deberes de los sujetos procesales, de tal suerte que bien
puede existir procedimiento, sin proceso". Abunda al respecto el jurista uruguayo COUTURE, quien
en su libro "Fundamentos del Derecho Procesal Civil", precisa que la idea de proceso es
necesariamente teleológica: "Si no se culmina en cosa juzgada, el proceso es solo un
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procedimiento"; Igualmente complementa el colombiano DEVIS ECHANDÍA quien, en su "Teoría
General del Proceso", define al procedimiento como "( ...) simple mecánica en los trámites,
mediante explicación exegética de los códigos (...)"
4. La más trascendente de las diferencias la encontramos en que los conceptos de proceso y
procedimiento hacen referencia a las dos etapas históricas más importantes de la historia del proceso
civil: La científica y la pre-científica.
PROCESO PROCEDIMIENTO
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VI. REQUISITOS PARA LA VALIDEZ DE LA RELACIÓN JURÍDICA PROCESAL
Para que la Relación Procesal sea válida deben cumplirse ciertos requisitos, a los que
denominó presupuestos procesales. Ello habilitará al Juez para expedir pronunciamiento sobre el
fondo de la controversia, amparando o desestimando la demanda. Ahora deberá agregarse a ellos la
exigencia de que se cumpla también con otros requisitos que se conocen en la doctrina como los
presupuestos materiales, los que permitirán al demandante un pronunciamiento favorable.
1. PRESUPUESTOS PROCESALES.
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Por otro lado, se presenta la incapacidad relativa de ejercicio cuando, por algún defecto
existente en la manifestación de la voluntad, consistente en el hecho de que por alguna razón (edad,
enfermedad, afectación a la libertad, entre otros) dicha voluntad no puede ser expresada
plenamente. Los actos realizados por estas personas son anulables, y pueden ser objeto de
convalidación o confirmación. Son incapaces relativos:
Personas mayores de 16 y menores de 18 años,
Los toxicómanos,
Los ebrios habituales
El mal gestor
El condenado con pena accesoria de incapacidad
El que adolece de deterioro mental
Los pródigos
Los retardados mentales
Atendiendo a la capacidad de goce o de derecho, se puede decir que toda persona tiene
derecho a ser parte material de un proceso, sea como parte demandante o parte demandada, por el
hecho de haber sido parte de la relación material que subyace a la litis. Sin embargo, para
comparecer al proceso, esto es, para concurrir a él, apersonándose y realizar actos procesales, se
requiere tener capacidad de ejercicio. Si la parte procesal carece de capacidad de ejercicio, esto es, es
incapaz, concurrirá al proceso a través de su representante. Cuando en un proceso se advierta la
presencia de una persona incapaz que carece de representante, el juez debe proveerlo de un
representante judicial. En nuestro país se le denomina curador procesal.
En materia de derechos sustantivos o materiales, los incapaces hacen valer sus derechos o
ejercen sus obligaciones a través de sus representantes establecidos en la ley y dependiendo del tipo
de incapacidad y su característica, esta representación se regirá bajo las normas de la patria potestad,
tutela o curatela. La persona jurídica es una ficción y, como tal, según algunos autores, no tiene
capacidad de ejercicio, pues ello estaría reservado para las personas naturales. Pero si tendría
capacidad de goce.
Las personas jurídicas tienen capacidad y personalidad jurídica, siempre que existan
jurídicamente y hacen valer sus derechos a través de sus representantes, quienes, obviamente,
deben tener capacidad para comparecer al proceso. En nuestro país la existencia de una persona
jurídica de derecho privado, comienza desde su inscripción en el registro respectivo, salvo que la ley
disponga lo contrario. Si una persona jurídica no se constituye formalmente, se la reconocerá como
persona jurídica irregular y sus integrantes son responsables personal, ilimitada y solidariamente
frente a terceros.
31
jurisdiccional. Se dice que la competencia es la medida en que la jurisdicción se divide entre las
diversas autoridades judiciales.
Legalidad, irrenunciabilidad y determinación de la competencia: La competencia solo puede
ser establecida por la Ley. Es irrenunciable y no puede ser objeto de modificación, salvo los casos
previstos en la Ley, o normas con rango de Ley. Ningún Juez puede delegar su competencia en otro
Juez, salvo que se trate de encargos o comisiones para la realización de determinados actos
procesales
Fijada la competencia, ésta no puede ser modificada por cambios de hecho o de derecho que
ocurran posteriormente, salvo que la Ley disponga expresamente lo contrario.
32
por incumplimiento de obligaciones de éste último, pues la titularidad del derecho corresponde a
Alberto.
En nuestro sistema procesal, la ausencia manifiesta de éste presupuesto material constituye
causal de rechazó in limine de la demanda. Cabe precisar que sobre esta materia existe controversia
en la doctrina, pues se señala, en contra de ésta opinión, que el tema de legitimación no pude ser
evaluado en la etapa postulatoria del proceso; sostiene esta posición que toda persona tiene derecho
a que su legitimación sea objeto de pronunciamiento en la sentencia y no en fase preliminar.
En forma excepcional, la norma procesal exige, en determinados casos, la acreditación con la
demanda de la titularidad del derecho invocado; es el caso, por ejemplo de la tercería de propiedad,
que impone al demandante adjuntar documento de fecha cierta que acredite ser titular del derecho
de propiedad que invoca. Sucede lo mismo en los casos de los juicios ejecutivos, donde el
demandante debe adjuntar a la demanda el titulo ejecutivo respectivo, donde consta de modo cierto
y expreso su derecho. En términos generales, se puede decir que si el juez admite a trámite la
demanda, es porque advierte que el demandante se ha presentado como titular del derecho
invocado; en tal caso, el demandado puede cuestionar tal invocación mediante la excepción procesal
respectiva –de falta de legitimidad para obrar activa-; si mediante la prueba respectiva actuada en la
incidencia promovida, resulta evidente e incontrovertible que el demandante carece por completo de
la legitimidad invocada, el proceso concluirá de modo ineludible. No obstante, si aun con la prueba
aportada por el demandado como fundamento de su excepción, no aparece de modo diáfano la
ausencia de la legitimidad cuestionada, el juez está obligado a desestimar la defensa promovida y
diferir su análisis para expedir pronunciamiento definitivo sobre la legitimación del demandante en la
propia sentencia. Si se acredita de modo incontrovertible que la titularidad del derecho le
corresponde, la sentencia tendrá pronunciamiento de mérito favorable al demandante.
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éstos. Así por ejemplo no será posible, jurídicamente hablando, la pretensión de adquisición depropie
dad por prescripción respecto de un bien de uso público, por haber poseído el demandante dicho
bien con ánimus dómini por más de 10 años en forma continua, pacifica, publica y como propietario,
en razón de que según nuestra constitución tales bienes son imprescriptibles. Cierta jurisprudencia
de la Sala Civil de la Corte Suprema de la República, ha establecido que no es jurídicamente posible la
demanda de tercería de propiedad contra gravamen proveniente de hipoteca, por tratarse de una
afectación jurídica originada en un acuerdo privado y no en una decisión judicial, como sucede en el
caso del embargo.
Así, no será jurídicamente posible pretender el cumplimiento de un contrato celebrado entre
cónyuges, respecto de un bien social, en razón de que la ley ha prohibido la celebración detales
contratos. Sobre este tema, cabe precisar que nuestra norma procesal civil ha establecido en el Inc. 3
del artículo 438 que, no es jurídicamente posible iniciar otro proceso con el mismo petitorio
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VII. OBJETO DEL PROCESO: LA PRETENSION.
1. DEFINICION.
Como se mencionó previamente, resulta común confundir y otorgarle el mismo trato jurídico,
a la Acción y a la pretensión, cuando, a pesar de lo dificultoso que puede ser su distinción, ambas
figuras son diferentes. Partiendo de esta premisa se dice entonces, que la pretensión es la declaración
de voluntad efectuada por ante el juez, y es el acto por el cual se busca que éste reconozca una
circunstancia con respecto a una presunta relación jurídica. La pretensión nace como una institución
propia en el derecho procesal, en virtud del desarrollo doctrinal de la Acción, y etimológicamente
proviene de pretender, que significa querer o desear.
Para Rengel Romberg, la pretensión se define como "el acto por el cual un sujeto se afirma
titular de un interés jurídico frente a otro y pide al juez que dicte una resolución con autoridad de
cosa juzgada que lo reconozca".
Según lo planteado, el ciudadano tiene la facultad de exigir su supuesto derecho (pretensión)
mediante el ejercicio de la acción, lo cual, pone en funcionamiento la maquinaria jurisdiccional para
obtener un pronunciamiento a través del proceso. La pretensión es la declaración de voluntad de lo
que se quiere o lo que se exige a otro sujeto.
Ahora bien, se destaca de la cita anterior, la calificación de "acto" otorgada por el autor a la
pretensión, cualidad dirigida más a la demanda como tal, como se podrá observar más adelante.
Carnelutti, la define como la exigencia de la subordinación de un interés de otro a un interés
propio. En tal sentido, se denota una alusión implícita a la existencia de una contraparte en la
pretensión, es decir, un sujeto a cuyo interés se aspira subordinar en beneficio del propio, lo cual
excluye en consecuencia a los procesos relativos a la jurisdicción voluntaria, en los cuales no existe
una contraparte y por lo tanto no se establece un contradictorio.
Eduardo Couture establece como pretensión la afirmación de un sujeto de derecho de
merecer la tutela jurídica y por supuesto, la aspiración concreta de que ésta se haga efectiva.
Esta es una de las definiciones más ajustadas a la figura bajo estudio, toda vez que se califica
únicamente como una "afirmación", una manifestación de voluntad, basada en la auto-atribución de
un derecho material concreto y exigible. Lo cual permite abarcar la generalidad de los procesos,
incluso los de Jurisdicción Voluntaria, por cuanto se plantea la situación en la cual un sujeto considera
ser acreedor de un derecho y dirige una petición al Estado para su materialización, no supone la
necesidad de una contraparte para suprimir un derecho y la prevalencia de otro.
En definitiva, la pretensión es la manifestación de voluntad, emitida en la demanda por un
sujeto de derecho (persona natural o jurídica) por la cual -atribuyéndose un derecho- procura
imponer al demandado el cumplimiento de una obligación o el reconocimiento de ese derecho, o la
sociedad en general, el respeto a ese derecho si fuera confirmado por el órgano jurisdiccional.
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derechos, es decir, cuando tenemos un interés con relevancia jurídica respecto de un bien tutelado,
que es resistido por otro.
El acto de exigir algo -que debe tener por cierto la calidad de caso justiciable, es decir,
relevancia jurídica- a otro, antes del inicio de un proceso, se denomina pretensión material. La
pretensión material no necesariamente es el punto de partida de un proceso. Así, es factible que un
sujeto interponga una demanda sin antes haber exigido a la persona que ahora demanda, la
satisfacción de la pretensión. Por otro lado, tampoco lo es porque puede ocurrir que al ser exigida la
satisfacción de una pretensión material, ésta sea cumplida por el requerido.
Veamos el siguiente ejemplo: concluido un contrato de arrendamiento, el propietario le
solicita al arrendatario la devolución del predio. Sin embargo, este último le solicita un plazo mínimo
para entregarle el bien. Si transcurrido este plazo el arrendatario devuelve el predio al propietario, no
se habrá producido un conflicto de intereses, dado que la pretensión material del propietario fue
satisfecha primariamente.
Adviértase que en el contrato se pactó un plazo y que el sistema jurídico concede a quien
tenga un plazo vencido a su favor, la facultad de exigir judicialmente el cumplimiento de la prestación
pendiente. Sin embargo, si bien no está previsto en el derecho positivo, el propietario requirió
previamente al arrendatario el cumplimiento de la prestación sin necesidad de recurrir a los
tribunales. Este acto de exigir la satisfacción de un interés con relevancia jurídica de manera
extrajudicial, es la pretensión material.
Refiriéndose a la pretensión material, y tomando como ejemplo un préstamo de dinero,
RAMÍREZ ARCILA expresa: «Al hacer la reclamación o petición directa, al cobrar directamente el
dinero al deudor, el acreedor está ejerciendo una pretensión, la pretensión de que se le pague su
dinero. De esta pretensión no podemos decir que sea genérica, porque se trata de un caso concreto.
Tampoco podemos decir que sea procesal, porque para nada ha intervenido el proceso. Y como se
trata de una intervención directa en la cual se ha ejercido una pretensión, para llamarla de alguna
forma, unos le dicen material, otros sustancial, otros civil. Esta es, pues, la pretensión material,
sustancial o civil, y es una pretensión que, como puede verse, tiene sujetos: sujeto activo y sujeto
pasivo, el acreedor y el deudor; tiene objeto, que es el dinero que se reclama, y tiene causa, que es el
contrato de préstamo».
Sin embargo, cuando la pretensión material no es satisfecha y el titular de ésta carece de
alternativas extrajudiciales para exigir o lograr que tal hecho ocurra, entonces sólo queda el camino
de la jurisdicción. Esto significa que el titular de una pretensión material, utilizando su derecho de
acción, puede convertirla en pretensión procesal, la que no es otra cosa que la manifestación de
voluntad por la que un sujeto de derechos exige algo a otro a través del Estado, concretamente
utilizando sus órganos especializados en la solución de conflictos, llamados también jurisdiccionales.
Nótese que la pretensión procesal difiere sustancialmente de la pretensión material. A pesar
de la homogeneidad de sus contenidos, los niveles de exigencia de su cumplimiento son distintos. El
titular de una pretensión material goza de una amplia libertad en el ejercicio de su exigencia puede
enviar una carta notarial, requerir el cumplimiento a viva voz, en fin. No estamos diciendo que puede
hacer lo que quiera, porque sabemos que eso no es posible en un Estado de derecho, sólo afirmamos
que tiene muchas más alternativas de exigibilidad que el titular de una pretensión procesal, ergo, un
demandante, dado que éste debe regular su conducta a lo que las normas procesales prescriben.
A pesar de lo expresado, la definitividad (autoridad de la cosa juzgada) y la coercitividad
propias de la jurisdicción, le otorgan a la pretensión procesal privilegios de los cuales la exigencia
privada carece. Esta es la razón, además, de su trascendencia social.
3. LA ESTRUCTURA INTERNA DE LA PRETENSIÓN PROCESAL
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Siendo la pretensión procesal el núcleo de la demanda, y en consecuencia, el elemento
central de la relación procesal, resulta necesario describir qué elementos la conforman.
Dado que se trata de una manifestación de voluntad por la que se exige algo de otro, la
pretensión procesal debe tener fundamentación jurídica, es decir, atrás de la exigencia del
pretensor, debe invocarse un derecho subjetivo que sustente el reclamo.
Si tomamos como ejemplo un contrato de arrendamiento cuyo plazo ha vencido, en donde el
arrendatario no ha devuelto la posesión, el propietario deberá interponer una demanda de desalojo
por vencimiento de contrato para lograr su recuperación. En esa demanda, las normas de derecho
material que regulan el cumplimiento de los contratos, los plazos convenidos en ellos, así como el
derecho de posesión, serán la fundamentación jurídica de la pretensión procesal.
Por otro lado, además de la fundamentación jurídica, la pretensión procesal debe sustentarse
en la ocurrencia de cierto número de hechos cuya eventual acreditación posterior a través de la
actividad probatoria permitirá que la pretensión contenida en la demanda sea declarada fundada. En
este caso, se trata de los fundamentos de hecho.
Si bien hay procesos en donde este elemento de la pretensión no existe, es decir, no hay
hechos discutidos, esta situación es absolutamente excepcional. En el ejemplo antes dado, los
fundamentos de hecho de la demanda de desalojo serían la ocupación del predio por parte del
demandado, la existencia del contrato de arrendamiento, entre otros.
Estos dos elementos de la pretensión procesal, los fundamentos de derecho y de hecho,
apreciados de manera conjunta, se conocen con el nombre genérico de iuris petitum o iuris petitio y
de causa petendi. Otros autores han castellanizado el concepto y se refieren a él como la causa o
razón de pedir.
Asimismo, la pretensión procesal tiene un elemento central, éste es el pedido concreto, es
decir, aquello que en el campo de la realidad es lo que el pretensor quiere sea una actuación del
pretendido o, sea una declaración del órgano jurisdiccional. Este elemento de la pretensión procesal
recibe el nombre de petitorio, aun cuando en doctrina suele llamársele también petitum o petitio.
Inclusive un sector de la doctrina identifica este petitorio con lo que se denomina el objeto de la
pretensión. Tomando como base el ejemplo del que nos venimos sirviendo, el petitorio estaría
conformado por la recuperación de la posesión por parte del demandante.
3.1. EL PETITUM:
Respecto al petitorio (llamado también petitio) debemos señalar que es el núcleo mismo de la
pretensión, algunos le denominan el objeto de la pretensión, en razón de que en su contenido está lo
que realmente busca el actor al proponer la pretensión en contra del demandado. Devis ECHANDIA
señala que el objeto de la pretensión lo constituye el determinado efecto perseguido (el derecho o la
relación jurídica que se pretende o la responsabilidad que se imputa al sindicado) y por tanto, la
tutela jurídica que se reclame:" El cumplimiento de este elemento de la pretensión es exigido por el
ordenamiento procesal, requiriendo que en su formulación se determine de manera clara y concreta
lo que se pide (Artículo 424 inciso 5), la falta de claridad en este elemento objetivo puede generar la
propuesta por parte del demandado de la excepción de oscuridad o de la excepción de ambigüedad
del pedido. Nuestro ordenamiento procesal exige asimismo que el petitorio no sea física ni
jurídicamente imposible, de lo contrario la demanda puede ser declarada improcedente (Artículo 427
inciso 6).
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El pedido expreso y concreto de lo que realmente se busca y exige, se llama petitorio o
petiturn," es la fórmula reducida de lo que busca el pretensor al recurrir al proceso, es lo que quiere
satisfacer el actor cuando se lo exige al demandado a través del juez.
El petitorio es el elemento de la pretensión que no puede ser variado o modificado por el
juez, el director del proceso al calificar la demanda, admitirla y correrle traslado lo que hace es una
función de intermediario (sin perder su condición de director del proceso) para hacerla conocer a la
contraparte, final destinatario de la misma, sin embargo, luego que ésta ejerce el contradictorio o no,
y se realice la actividad necesaria para actuar la prueba, estará en posición de resolverla. Es el
petitorio un elemento esencial de pronunciamiento de la sentencia, ya que el juez debe emitir
pronunciamiento expreso sobre él en la parte decisoria. Así, si se pretende el pago de una suma de
dinero el juez decidirá si proceda ordenar el pago, indicando al obligado y al beneficiario, señalar
además el monto de la prestación, de otro lado si se pretende el desalojo de un inmueble se debe
pronunciar en el fallo si procede el mismo y sobre qué inmueble recae la decisión y quién es el
beneficiado con la decisión y quién el obligado a restituirlo. Ello quiere decir que debe emitir
pronunciamiento sobre lo pedido. De aquí se puede verificar también los alcances de la cosa juzgada
desde el punto de vista subjetivo.
El petitorio es fundamental para determinar cuándo una sentencia respeta el principio de
congruencia procesal. Pues, de lo pretendido y lo resuelto partimos para hacer el análisis
comparativo y definir si el juez emitió pronunciamiento respetando lo pedido, omitiendo o
excediendo en las peticiones formuladas por las partes. Es de mucha utilidad tomar en cuenta lo
pedido para resolverlo correctamente en la sentencia ya que en la práctica muchas sentencias son
declaradas nulas justamente por falta de congruencia entre lo pedido y lo resuelto por el juez.
La jurisprudencia nacional ha definido al petitorio como "el efecto jurídico o la consecuencia
jurídica que persigue el actor al proponer su pretensión. El petitorio sintetiza la cosa demandada o
pretendida, pero de ningún modo el objeto litigioso dentro del proceso; este último sólo será
deslindado y tendrá un contenido definitivo con la contestación expresa o tácita de la demanda por
parte del demandado". Casación No. 2302-2005-Junín, publicada el 02.11.06.
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cual se pide de manera concreta la resolución contractual y por el contrario los hechos están
referidos a una rescisión de contrato, o en el caso que se pida la nulidad de un acto jurídico cuando lo
hechos se refieren a una situación de anulabilidad, así como cuando se pide desalojo por ocupación
precaria cuando los hechos están referidos al desalojo por vencimiento de contrato. Esta situación
parte de la premisa que el Juez no puede modificar el petitorio ni los hechos que la sustentan (estos
son de las partes), en cambio, es posible que la fundamentación jurídica proporcionada por el actor
no sea la idónea para respaldar jurídicamente el petitorio, entonces, corresponderá al Juez hacer uso
del aforismo iura novit curia, lo que de alguna forma configura a la fundamentación jurídica como un
aspecto que se debe incorporar a la demanda como facultativo, ya que si no está o lo está de manera
defectuosa el Juez está obligado a la aplicación de la norma jurídica que corresponda al caso
concreto. Aunque para los efectos de la resolución del conflicto es necesaria que la parte actora
proponga los hechos que sirven de sustento a la pretensión, el juez luego de fijarlos e interpretarlos
proceda a realizar la correspondiente calificación jurídica; en primer lugar, tomando en cuenta lo
propuesto en la demanda y si ésta es errónea, aplicar el principio antes indicado.
La causa de pedir es el conjunto de hechos jurídicamente relevante en el que se funda la
petición. En principio, la causa de pedir es un elemento identificador del objeto del proceso, porque
una misma petición (o peticiones iguales y aparentemente idénticas) puede estar fundada en
diferentes causas de pedir, de modo que, si nos limitáramos a considerar el elemento "petición" -que
ha quedado expuesto- no resultaría una plena identificación de la pretensión procesal objeto del
proceso, ni sería posible distinguirla de pretensiones que, fundadas en causa distinta, contengan una
misma petición.
La causa petendi está formada por el conjunto de hechos esenciales contemplados en la
situación de ventaja objetiva que sirven de base a la obtención de las consecuencias jurídicas
pretendidas por la parte en el proceso en un determinado momento en el tiempo y espacio, cuya
función consiste en traer al proceso aquella parte de la realidad, generalmente conflictiva, sobre la
cual el órgano jurisdiccional deberá pronunciarse. Pero la indicación de los hechos debe estar
obligatoriamente revestida de las pertinentes consecuencias jurídicas pretendidas por el actor, esto
es, deben constituir la situación de ventaja objetiva que les confiere consecuencias jurídicas, pues la
simple indicación de hechos sin tales consecuencias no permite su protección a través del Estado, ya
que son socialmente irrelevantes. Es a través de la causa de pedir que el demandante debe aportar al
proceso su derecho subjetivo, esto es, la situación de ventaja objetiva frene al interés de otro capaz
de producir las consecuencias jurídicas pretendidas. De ahí que sea más correcto referirse a la causa
petendi como aquellas razones jurídicas que el demandante debe aportar en juicio para fundamentar
su petitum, y que no se confunden, con la calificación jurídica de estas razones.
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La pretensión procesal tiene suma importancia en el proceso civil, razón por la cual sobre ella
gira toda la actividad jurisdiccional. La pretensión procesal y la oposición en su contra (de fondo o de
forma formulada por el demandado) son el objeto del procese", Sus elementos determinan: cuál será
la limitación del pronunciamiento final (basado en el principio de congruencia), define los alcances de
la cosa juzgada, sirva para determinar la procedencia de la acumulación objetiva originaria y sucesiva,
a partir de ella se define la existencia de litis pendencia, la legitimidad para obrar, etc.
La doctrina denomina a este elemento como la razón de la pretensión, la cual reside
exclusivamente en las normas o preceptos de carácter sustantivo que regulan la relación jurídica
material contenida en ella." En tanto que Devis ECHANDlA precisa que la razón de derecho de la
pretensión es la afirmación de la conformidad de la pretensión con el derecho objetivo. Es la
afirmación de tutela que el orden jurídico concede al interés del cual se exige su prevalecimiento; de
un interés que se afirma como derecho.
A) El proceso declarativo
Tiene como presupuesto material la constatación de una inseguridad o incertidumbre en
relación a la existencia de un derecho material en un sujeto, situación que ha devenido en un
conflicto con otro, quien concibe que el derecho referido no acoge el interés del primer sujeto, sino el
suyo. Tales opiniones contrarias requieren ser expresadas, probadas, alegadas y finalmente resueltas
a través de un proceso judicial en donde el juez, al final, haciendo uso del sistema jurídico vigente,
decide mantener y certificar la legalidad de la situación jurídica previa al inicio del proceso, o de otro
lado, declara extinguida esta y crea una nueva. Cualquiera de estas dos posibilidades se concreta "a
través de una resolución judicial, con la cual el juez pone fin a la inseguridad o incertidumbre antes
expresada. Si se contiende, por ejemplo, respecto de la eficacia de un contrato, apreciándose que el
demandante pretende su cumplimiento y el demandado, por su lado, reconviene su resolución,
estamos ante un caso típico de un conflicto jurídico incierto que requerirá actividad probatoria de los
interesados, así como alegatos sobre la aplicación del derecho al caso concreto. En atención a lo
expuesto, este conflicto deberá tramitarse en un proceso de conocimiento.
Ha tenido bastante difusión una clasificación de los procesos en declarativos, constitutivos y
de condena, sea cual fuere este tipo de procesos terminan en una declaración. Esta es la razón por la
que parte de la doctrina no participa de tal criterio, pues no lo considera no confiable y confuso, pues
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la clasificación a la que se hace referencia está referida a las sentencias en donde su discutibilidad es
considerable y no a los procesos.
La intervención del juez en un proceso de conocimiento es más o menos amplia, depende de
la naturaleza del conflicto de intereses y de la opción del legislador de conceder más o menos
posibilidades de actuación al juez y a las partes, sea en lo que se refiere a facultades o a plazos.
Precisamente esta variación determina la existencia de distintas clases de procesos de conocimiento.
A los más amplios se les suele denominar plenos o de conocimiento propiamente dichos, los
intermedios -en donde la capacidad y tiempo se ha reducido- reciben el nombre de plenarios rápidos
o abreviados, y finalmente aquellos cuya discusión se reduce a la prueba de uno o dos hechos
específicos reciben el nombre de plenarios rapidísimos o sumarísimos.
B) El proceso de ejecución.
Tiene un singular punto de partida, una situación fáctica inversa a la anteriormente descrita,
esta vez en lugar de incertidumbre, lo que hay es una seguridad en un sujeto de derechos, respecto
de la existencia y reconocimiento jurídico de un derecho material. A pesar de lo expresado, la
necesidad de utilizar este proceso se presenta porque no obstante la contundencia del derecho, este
no es reconocido –expresa o tácitamente- por el sujeto encargado de su cumplimiento. Regularmente
esta situación fáctica a la que hemos aludido suele estar recogida en un documento, que recibe
genéricamente el nombre del título de ejecución. Teniendo una de las partes seguridad de que su
derecho o interés cuenta con apoyo jurídico, la relación en un proceso de ejecución es asimétrica,
específicamente, de desigualdad. Este desequilibrio puede tener un origen judicial o extra judicial. Un
ejemplo típico del primero es una sentencia de condena que tiene la autoridad de la cosa juzgada; del
segundo, un título valor. Tal vez la verdadera razón de la diferencia esté en que la sentencia sí es
auténticamente un título de ejecución, lo que no podemos decir del título valor que, por lo menos en
sede nacional (Perú), requiere de un pronunciamiento declarativo para la obtención de un título de
ejecución, por eso se le denomina título ejecutivo, una especie de los títulos de ejecución
caracterizada porque la seguridad o certeza del documento es pasible de una discusión mayor.
La desigualdad a la que se ha hecho referencia en el párrafo anterior significa que el
demandante no tiene más carga probatoria que acreditar la titularidad del documento al que la ley le
ha otorgado mérito de ejecución, siendo el demandado quien debe reducir o eliminar la
contundencia jurídica de este, con alegatos que deberá probar durante la secuela del proceso.
Si bien nuestro tema es el proceso de ejecución, que a su vez contiene varias especies que
dependen del grado de discutibilidad que se le concede al ejecutado (o el grado de contundencia que
se le otorga al título, que es lo mismo), regularmente dentro de cualquier proceso suele haber una
etapa de ejecución. Esto es así porque la discusión en un proceso de conocimiento concluye con la
creación de un instrumento definitivo que le otorga certeza al derecho discutido: la resolución
judicial. Ahora bien, si esta fuera incumplida intencionalmente por el obligado con su mandato, tal
conducta constituye el punto de partida de un acto de ejecución. Sin embargo, a pesar de ser la
resolución judicial última un título de ejecución, no sería exacto afirmar que con ella se inicia un
proceso de ejecución. En realidad, lo que ocurre es que el Estado, en ejercicio de su imperio, exige su
cumplimiento. Esta es la llamada ejecución forzada. La situación descrita fundamenta la razón por la
que suele discutirse la verdadera esencia del proceso ejecutivo e inclusive su nombre, en relación con
el proceso de ejecución.
Adviértase, por otro lado, que en casi todos los países latinoamericanos, suele regularse un
proceso ejecutivo, con tantas posibilidades de defensa para el ejecutado que, en esencia, más parece
un proceso de conocimiento abreviado. Con el agregado de que, a diferencia de los verdaderos
procesos de ejecución, como ya se anotó, al final de un proceso ejecutivo no se obtiene la orden para
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un acto de ejecución propiamente dicho, sino un pronunciamiento de naturaleza declarativa que solo
si es incumplido se convierte en título de ejecución.
C) El proceso cautelar.
Es el instrumento a través del cual una de las partes litigantes, generalmente el demandante,
pretende lograr que el juez ordene la realización de medidas anticipadas que garanticen la ejecución
de la decisión definitiva, para cuando esta se produzca. El proceso cautelar tiene una naturaleza
jurídica polémica. Así, por un lado se afirma su autonomía, es decir, la existencia de rasgos que lo
diferencian de cualquier otro proceso como, por ejemplo, tener una vía procedimental específica,
también fines propios y, sobre todo, una pretensión que solo puede resolverse en su interior. Sin
embargo, a pesar de lo dicho, es imprescindible admitir como su principal característica, el hecho de
que se trata de un proceso instrumental, en tanto está al servicio de otro proceso, específicamente
de aquel en donde se discute la pretensión principal. Es tanta su dependencia que si en el proceso
principal ya no fuera a expedirse una decisión definitiva, sea porque el demandante se desistió de la
pretensión sea por cualquier otra razón, el proceso cautelar habrá perdido su razón de seguir
existiendo.
A través del proceso cautelar podemos obtener una medida cautelar. Esta tiene dos fines:
uno concreto y el otro abstracto. En atención al primero, con la medida cautelar se pretende asegurar
que el fallo definitivo se cumpla, y con respecto al segundo, se busca lograr el fortalecimiento de la
confianza social en el servicio de justicia con el siguiente criterio: si las decisiones judiciales finales se
van a poder ejecutar, es decir, si van a ser eficaces, entonces se va a prestigiar el servicio de justicia
ante su comunidad.
La obtención de una medida cautelar exige del peticionante la acreditación de ciertos
requisitos. Así, quien la pide debe persuadir al juez, anticipada y provisionalmente, de que tiene la
razón y de que va a ganar el proceso. Este requisito se llama verosimilitud del derecho o fumus bonis
iuris. Asimismo, el peticionante de la medida cautelar debe acreditar, también, que la demora en la
tramitación del proceso en donde se discute la pretensión principal va a producirle perjuicios que
podrían transformarse en irremediables. Este requisito se denomina peligro en la demora o
Periculum in mora.
Finalmente, la petición de una medida cautelar -que solo puede ser concedida por un juez
-exige que quien lo hace otorgue garantía suficiente -regularmente a criterio del juez- a fin de
asegurar la reparación de los perjuicios que pudiera ocasionar la ejecución de la medida, si es que, al
final del proceso, tal peticionante pierde el caso (y en consecuencia, la ejecución de la medida
cautelar resultó una actividad inútil). No se olvide que el juez concedió la medida cautelar en el
entendido de que el peticionante iba a a ganar el proceso. Esta garantía prestada por el peticionante
recibe el nombre de contracautela.
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Como una alternativa a este, existe otro tipo de proceso en donde el protagonista más
trascendente es el juez. Este domina todas las escenas del proceso, determina que es lo se debe
actuar y qué es lo que se rechaza en definitiva, todo eso con prescindencia de las alegaciones de las
partes, e inclusive de los medios probatorios que estas pudieran proponerle. Finalmente, en este
proceso, el juez aplica o no -con absoluta discreción- el derecho que las partes le propusieron. Este es
el llamado proceso autoritario.
Ambos procesos, como resulta obvio, son expresiones que corresponden a algunos sistemas
sociales antiguos, en donde componentes políticos, económicos y aun religiosos determinaron su
vigencia. Con el devenir de los siglos, las mismas exigencias de la época, determinaron que los
procesos citados fueron sufriendo modificaciones. En el caso de la Europa medieval, esta evolución
condujo a un tipo de proceso civil cubierto de formalismo, lerdo, oneroso, el llamado solemnis ardo
iudiciarius, que guarda como antecedente directo al procedimiento extraordinario, expresión
procesal de la etapa postclásica del derecho romano. No está demás recordar que muchos países
latinoamericanos recibimos de este ardo iudiciarius su pesada herencia con el nombre de juicio
ordinario. Posteriores urgencias socio-económicas, como el creciente desarrollo comercial de los
burgos o la necesidad de la Iglesia de dinamizar sus relaciones comerciales, por ejemplo, exigieron la
necesidad de postular procesos más expeditivos, como los plenarios rápidos, los que
desgraciadamente no tuvieron en Latinoamérica -porque no la tuvieron en España - la difusión que
hubiese sido necesaria.
El proceso civil contemporáneo nos muestra un nuevo tipo de proceso, el llamado
publicístico. Este consiste en el ejercicio de la autoridad razonada y reflexiva del juez en la actividad
procesal. El juez director del proceso no sustituye a las partes en sus deberes de probar lo que
afirman, o de impulsar el proceso cuando les corresponde hacerla. Sin embargo, sí conduce el
proceso por la ruta de un comportamiento ético en el que las partes coadyuven con la información
pertinente y certera, imprescindible para poder cumplir con el mandato de juzgar. En este proceso,
las partes tienen el deber de probar lo que afirman, sin embargo, el juez tiene facultades para
ordenar que se actúen medios probatorios. También está facultado a provocar acuerdos definitivos
entre las partes, y además, a sanear la relación procesal, con independencia de la actuación de las
partes, a fin de evitar que los vicios procesales impidan, avanzado el proceso, u n pronunciamiento de
fondo.
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4.4. SEGÚN LA DOCTRINA
La doctrina generalizada sub clasifica a los procesos contenciosos en:
A. Procesos de Cognición, causales o declarativos.
RODRÍGUEZ DOMÍNGUEZ sigue la tesis carneluttiana y sostiene que es el proceso de
pretensión discutida. En esta tipología de procesos se solicita al órgano jurisdiccional la emisión de
una declaración de voluntad. Se parte de los hechos y se busca obtener el derecho.
Los procesos de cognición a su vez pueden ser:
Proceso de Conocimiento: Es el proceso modelo para nuestra legislación hecha a la medida
de una justicia de certeza: plazos amplios, audiencias independientes, pretensiones de
naturaleza compleja, mayor cuantía, actuación probatoria ilimitada. Procede la reconvención
y los medios probatorios extemporáneos. Pudiendo concluir con la decisión del juez de
constituir una nueva relación jurídica, de ordenar una determinada conducta a alguna de las
partes, o de reconocer una relación jurídica ya existente.
En la realidad se ha demostrado la necesidad de reducir la excesiva duración de este tipo de
proceso, sobre todo para aquellas pretensiones que no ameriten un trámite tan formal. Surge
entonces lo que se ha denominado la Sumarización del proceso, esto es, la necesidad de
prescindir del proceso ordinario. Mediante este mecanismo se concentran actos y se reducen
plazos en aquellas pretensiones discutidas que su naturaleza lo permita. Aparecen así, dos
variantes del proceso modelo de conocimiento: el proceso abreviado y el proceso
sumarísimo.
Proceso Abreviado: Como su nombre lo sugiere, los plazos y formas son más breves y
simples. Se materializa con la unificación del saneamiento procesal y la conciliación en una
sola audiencia. Sin embargo, con la modificación del artículo 4680 del Código Procesal Civil
por parte del Decreto Legislativo N° 1070, actualmente se expide el auto de fijación de
puntos controvertidos, en el mismo que se procede a la admisión y actuación de medios
probatorios y reservándose la realización de la audiencia pruebas solamente cuando la
actuación de los medios probatorios lo requiera. Las pretensiones que se abordan, sin dejar
de ser importantes, no tienen la complejidad de los procesos de conocimiento.
Proceso Sumarísimo: Es la vía procedimental en que se ventilan controversias en las que es
urgente la tutela jurisdiccional. Tiene los plazos más cortos de los procesos de cognición. El
saneamiento procesal, la conciliación y la actuación de pruebas se concentran en una
audiencia única, en la cual el Juzgado incluso se encuentra para emitir sentencia en ese
mismo acto.
B. Procesos de Ejecución
Etimológicamente la palabra "ejecución", proviene del latín "executio" y esto significa
"cumplir", "ejecutar" o "seguir hasta el fin". Es por ello que este proceso tiene por objeto hacer
efectivo, en forma breve y coactiva, el cumplimiento de las obligaciones contenidas en un título que
por mandato de la ley, ameritan el cumplimiento de prestaciones no patrimoniales contenidas en el
título, que también ameritan un proceso de ejecución. No encontrándose estructurado el proceso de
ejecución, a diferencia del de cognición (conocimiento) en base al principio contradictorio, y ello,
básicamente, porque su fundamento se encuentra en el título de ejecución que considerado per se
suficiente para legitimar el ejercicio de la pretensión y para la prosecución de la ejecución, la que se
lleva a cabo prescindiendo totalmente de la voluntad del deudor e inclusive contra ella; no existiendo
44
una fase postulatoria sustentada en el principio de la contradicción acción-defensa, demanda-
contestación
Hasta fines de junio de 2008 en nuestro país se regulaban tres tipos de procesos de ejecución:
Ejecutivo
Ejecución de Resoluciones Judiciales
Ejecución de Garantías
Todos ellos de idéntica naturaleza y cuya diferencia consistía en el título a ejecutar. El Decreto
Legislativo Nº 1069, ha regulado el Proceso Único de Ejecución, buscando una simplificación y
eficacia, que sea consonante a la razón de su existencia.
C. ¿Procesos Cautelares?
Son aquellos mecanismos judiciales de protección del tiempo en el proceso y una garantía del
resultado del proceso iniciado (o por iniciarse) con la finalidad de que el derecho controvertido sea
una ilusión al expedirse una sentencia favorable al demandante del proceso.
La doctrina actual es unánime en señalar que no existen en nuestro país procesos cautelares
propiamente dichos, pues las características de búsqueda de satisfacción y autonomía que son
intrínsecas a todo proceso no se presentan en las medidas cautelares. Acá los llamamos procesos
cautelares para seguir la nomenclatura utilizada por el Código Procesal Civil. Sin embargo, es
inaceptable que se continúe en este error. A continuación la demostración de lo que señalamos.
· Es autónomo · Es dependiente
· Es bilateral (derecho de defensa) · Es unilateral (inaudita altera pars)
· Se decide en base a la probanza · Se decide con la apariencia del derecho
· Busca la satisfacción jurídica · Busca asegurar el efectivo cumplimiento de
la futura sentencia
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VIII. POTESTAD JURISDICCCIONAL
1. INTRODUCCION.
El Poder Judicial, junto con el Legislativo y el Ejecutivo, es uno de los tres poderes clásicos del
Estado liberal moderno. Desde el inicio de la era republicana, ha existido en el Perú un Poder Judicial
concebido como independiente de los otros poderes del Estado, al que se encomienda la potestad
jurisdiccional. Así lo consagró la primera Constitución peruana, la de 1823 (artículos 95 y siguientes),
y ha sido reiterado por las posteriores cartas fundamentales del país.
En el marco del Estado constitucional y democrático de Derecho, el Poder Judicial desempeña
un papel de gran importancia, ya que su concurso asegura la efectividad de los derechos de las
personas, así como el control del ejercicio del poder. Mediante la solución de los conflictos o litigios,
en aplicación de la Constitución y la ley, los jueces y tribunales ordinarios tienen la misión de
garantizar la convivencia civilizada y la paz social.
De allí la necesidad de que jueces y tribunales estén dotados de independencia e
imparcialidad, para no doblegarse ante presiones externas ni internas de ningún tipo (políticas,
económicas, sociales, etcétera), ni favorecer ni perjudicar de manera indebida a ninguna de las partes
de los litigios por razones inválidas o ilegales.
El ejercicio de la potestad jurisdiccional –o potestad de “administrar justicia”, como la llama la
actual Constitución peruana (artículo 138, párrafo 1)– comprende al menos los siguientes actos:
1. La tutela de los derechos fundamentales.
2. La tutela de los derechos ordinarios e intereses legítimos.
3. La sanción de los delitos.
4. El control de la legalidad de la actuación de las autoridades administrativas.
5. El control de la constitucionalidad y la legalidad del ejercicio de la potestad reglamentaria.
6. El control difuso de la constitucionalidad de las leyes y normas con rango de ley.
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la misma Constitución vigente, subsiste aún el Fuero Privativo Militar, encargado principalmente de
sancionar los denominados “delitos de función” en que incurran los miembros de las Fuerzas
Armadas y de la Policía Nacional (artículos 139.1, 141 y 173, Constitución).
Desde luego, la unidad jurisdiccional no quiere decir que la ley esté impedida de establecer la
especialización de los juzgados y tribunales, por razón de la materia, en distintos órdenes judiciales
(civil, penal, laboral, de familia, etcétera), ya que la exigencia es que sean juzgados y tribunales
integrados en el Poder Judicial, y en ese sentido provistos del mismo estatuto o régimen legal, los que
ejerzan la potestad jurisdiccional. Y es que, en definitiva, el fundamento del propio principio de
unidad es que todos los órganos jurisdiccionales deben estar dotados de idénticas garantías
(independencia, motivación de las decisiones, publicidad del juicio y del fallo, etcétera).
En realidad, cuando se reconoce el principio de unidad jurisdiccional como la base de la
organización y funcionamiento de la administración de justicia no se ataca la posibilidad de crear
órganos judiciales diferenciados por la competencia, lo que es plenamente admisible. Lo que se
procura evitar es, más bien, la existencia de tribunales no independientes, sometidos por el poder
político mediante la alteración del estatuto legal de los magistrados, situación recurrente, en nuestro
país y en otras latitudes, en un pasado no tan lejano.
Así, el principio de unidad jurisdiccional conlleva que todos los jueces han de sujetarse a un
estatuto orgánico, el que será de tal naturaleza y características que garantice la independencia. En
última instancia, entonces, el principio de unidad jurisdiccional ha de entenderse como una garantía
de la independencia judicial, lo que acarrea los siguientes rasgos comunes a toda la judicatura
ordinaria: (i) estatuto personal único, (ii) jueces técnicos (letrados) y de carrera, (iii) formación e un
cuerpo único (el Poder Judicial) y (iv) sujeción a los órganos de gobierno del Poder Judicial.
Por último, vale la pena explicitar que el principio de unidad jurisdiccional también determina
que no sea posible, en el marco del proceso de descentralización regulado constitucionalmente, la
creación de juzgados y tribunales distintos y separados del Poder Judicial a nivel regional o local. En
otras palabras, la autonomía de los gobiernos regionales y locales, consagrada por la Carta Política
(artículos 191 y 194, Constitución, según la Ley 27680, de reforma constitucional, publicada el 7 de
marzo del 2002), no les autoriza a crear o tener organizaciones jurisdiccionales propias.
En cuanto al principio de exclusividad, éste deriva del anteriormente comentado principio de
unidad jurisdiccional, en la medida en que supone la prohibición, contenida en la propia Carta
Fundamental, de que se atribuya potestad jurisdiccional a órganos que no formen parte del Poder
Judicial. En este sentido positivo, el principio de exclusividad es el resultado de la confluencia del
principio de separación de poderes (artículo 43, párrafo 3, Constitución) y del derecho a la tutela
judicial efectiva (artículo 139.3, párrafo 1, Constitución). En sentido negativo, que es el sentido
propio, la exclusividad judicial significa que los jueces y tribunales ordinarios no pueden ejercer nada
más que la potestad jurisdiccional, quedando así excluidos de otras funciones y cometidos públicos.
Por cierto, el principio de exclusividad no es absoluto, sino que admite determinadas
excepciones. En sentido positivo, la más obvia es la del Tribunal Constitucional, que es,
indudablemente, un órgano jurisdiccional, pese a no estar integrado al Poder Judicial. Empero, debe
indicarse que, además del Tribunal Constitucional, otros órganos o sujetos también han sido dotados
de jurisdicción por el Texto Fundamental.
Es el caso, al menos, del Jurado Nacional de Elecciones (artículo 178.4, Constitución) y de las
comunidades campesinas y nativas (artículo 149, Constitución). En sentido negativo, la propia
Constitución admite que los jueces se dediquen también a la enseñanza y a “otras tareas
expresamente previstas por la ley” (artículo 146, párrafo 2).
Pero no sólo interesan los principios orgánicos de jerarquía, unidad y exclusividad, sino
también los principios funcionales conforme a los cuales el Poder Judicial despliega su labor principal.
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A este respecto, conviene poner de relieve, ante todo, que la actividad jurisdiccional se desarrolla en
el marco de un proceso, lo que implica la existencia de una controversia entre dos o más partes sobre
la aplicación del Derecho a un caso determinado, así como que éstas cuenten con la oportunidad de
esgrimir y probar sus argumentos a lo largo de una sucesión ordenada de actos, bajo la dirección y
decisión final de un tercero ajeno a los litigantes, que actúa investido de autoridad.
Para que esté dotado de validez jurídica, el proceso en el cual se ejerce la potestad
jurisdiccional debe cumplir un conjunto de “garantías mínimas” comúnmente conocidas como
“debido proceso legal”, las mismas que han sido formuladas en el ámbito del Derecho Penal, pero
que se extienden igualmente a otros órdenes judiciales (civil, laboral, fiscal, etcétera). Tales garantías
mínimas incluyen el derecho de recibir asistencia gratuita de traductor o intérprete, la comunicación
previa y detallada de la acusación, la concesión del tiempo y los medios adecuados para la
preparación de la defensa, el derecho a la defensa personal y letrada, el derecho de interrogar a los
testigos y de hacer comparecer en juicio a otras personas, el derecho a no declarar contra sí mismo y
a no reconocer culpabilidad, y el derecho de interponer recursos impugnatorios (artículo 8.2,
Convención Americana de Derechos Humanos).
Un último rasgo que se debe destacar de la potestad jurisdiccional es que su ejercicio es
expresión del “imperio” (ius imperium) del que está dotado el Estado, lo que determina la
obligatoriedad de los mandatos emitidos por jueces y tribunales en el marco de los procesos a su
cargo. Las decisiones jurisdiccionales son de naturaleza vinculante (son obligatorias) y, una vez que
adquieren firmeza en razón de no poder ser ya impugnadas (cuando no cabe ya interponer ningún
recurso contra ellas), deben ser ejecutadas en sus propios términos, pudiendo ser impuestas con el
auxilio de la fuerza pública. De las resoluciones judiciales firmes –que son inimpugnables,
irrevocables, inmodificables y coercitivas– se dice que constituyen “cosa juzgada” (artículos 139.2 y
139.13, Constitución). El Poder Ejecutivo, por prescripción constitucional, debe prestar su
colaboración al Poder Judicial y “cumplir y hacer cumplir las sentencias y resoluciones de los órganos
jurisdiccionales” (artículo 118.9, Constitución).
48
Sin embargo, goza de autonomía funcional y administrativa respecto a cualquier otra institución del
Estado se encuentran el Tribunal Constitucional y el Consejo Nacional de la Magistratura.
Para el desarrollo de sus actividades jurisdiccionales, gubernativas y administrativas, el Poder
Judicial se organiza en un conjunto de circunscripciones territoriales denominadas distritos judiciales,
cada uno bajo la dirección y responsabilidad de una Corte Superior de Justicia. Los distritos judiciales
suelen coincidir con la demarcación política de los departamentos del país, aunque se observan
también algunas diferencias. Existen 29 Cortes Superiores a nivel nacional. Operan en la ciudad
capital de Lima dos de ellas: la Corte Superior de Justicia de Lima, y la Corte Superior de Justicia del
Cono Norte, a las cuales se suma por su proximidad territorial, la Corte Superior del Callao.
Los órganos jurisdiccionales del Poder Judicial peruano son la Corte Suprema, las cortes
superiores, los juzgados especializados y mixtos, los juzgados de paz letrados y los juzgados de paz.
49
integrados por magistrados o jueces, y un conjunto de procesos constitucionales –tradicionalmente
denominados entre nosotros garantías– que se deben desarrollar para restablecer la vigencia de la
Constitución o de un derecho fundamental vulnerado. Su estudio jurídico está a cargo de una
disciplina especial denominada Derecho Procesal Constitucional.
En nuestro país, los órganos que cumplen la función propia de la jurisdicción constitucional
son dos: el Tribunal Constitucional, dedicado exclusivamente a esta tarea, y el Poder Judicial, que
incluye dentro de sus diversas competencias judiciales algunas de índole constitucional. En cuanto a
los procesos –garantías– constitucionales, son de distinta naturaleza, a saber:
a) Los que protegen la supremacía de la Constitución y la jerarquía del ordenamiento jurídico,
es decir, que ni las leyes ni las normas inferiores contradigan lo dispuesto por la Constitución. Para
ello se establece la acción de inconstitucionalidad, que se interpone directamente ante el Tribunal
Constitucional, y la acción popular, ante el Poder Judicial. Ambas acciones tienen por finalidad
conseguir la derogación –eliminación– de las normas inconstitucionales o ilegales.
b) Los destinados a la protección de los derechos constitucionales, que son hábeas corpus,
amparo y hábeas data. Se interponen ante el Poder Judicial, y si éste no resuelve favorablemente la
demanda, quien la interpuso puede acudir ante el Tribunal Constitucional, mediante el denominado
recurso extraordinario. Tienen por finalidad restablecer los derechos indebidamente vulnerados o
amenazados por autoridades, funcionarios o personas particulares.
c) La acción de cumplimiento, que puede interponerse ante el Poder Judicial contra cualquier
autoridad o funcionario que se resista a cumplir lo dispuesto en una ley o acto administrativo. Si la
acción es denegada en el órgano judicial, se puede recurrir ante el Tribunal Constitucional.
d) El proceso competencial, que se interpone ante el Tribunal Constitucional para que
resuelva los conflictos que se generen tanto sobre los alcances como sobre el contenido de las
atribuciones y competencias que la Constitución y las leyes orgánicas asignan. Estos conflictos
pueden producirse entre el Poder Ejecutivo y los gobiernos regionales o municipales; entre los
gobiernos regionales; entre las municipalidades; entre ambos grupos (gobiernos regionales versus
municipalidades); entre los poderes del Estado; entre éstos y los distintos órganos constitucionales
autónomos; o, finalmente, entre estos últimos.
3.3. El Arbitraje.
Siendo una institución muy antigua, en la actualidad el arbitraje puede definirse en términos
sencillos y claros como “un medio privado de solución de controversias, mediante la intervención y
decisión de terceros también privados, a quienes las partes de manera voluntaria han decidido
someter su conflicto, aceptando de antemano acatar su decisión”; debiendo agregarse, únicamente,
que hay supuestos en los que la voluntad de las partes es sustituida por un mandato legal.
En función de ello, se puede sostener que las características esenciales del arbitraje giran
alrededor de la existencia de un conflicto, controversia o disputa de intereses y el sometimiento
voluntario o legal de su solución a la decisión de un tercero. En tal sentido, estamos ante una
alternativa privada al Poder Judicial, de naturaleza excluyente y cuyas decisiones deben ser de
cumplimiento obligatorio para las partes –para que este mandato se haga efectivo, sí se puede
recurrir a los tribunales ordinarios–.
Por lo dicho, muchos autores le reconocen al arbitraje el carácter de jurisdicción alternativa a
la judicial; sin embargo, ya sea por su naturaleza privada o porque no tiene poder de coerción, otros
autores consideran que carece de naturaleza jurisdiccional. En todo caso, hay que señalar que
mientras el Poder Judicial es un servicio de resolución de conflictos al que puede recurrir cualquier
persona (carácter general y genérico), el arbitraje está reservado para disputas concretas, ya sea
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porque así se ha convenido o porque así viene previsto por una disposición legal (carácter limitado y
especial).
En el plano normativo, se debe apuntar que la Constitución reconoce la existencia de una
jurisdicción arbitral (artículo 139) y luego se menciona expresamente al arbitraje como un
mecanismo opcional de solución de conflictos contractuales (artículo 62), incluso cuando en ellos se
encuentran inmersos el Estado y las personas de derecho público, en la forma que disponga la ley
(artículo 63). El desarrollo legal de estas disposiciones se encuentra consolidado en la Ley General de
Arbitraje (LGA, en adelante), N.° 26572, debiendo indicarse, desde ya, que siendo un instituto privado
por excelencia, el papel de la voluntad de las partes es muy grande, pues va desde el propio
sometimiento a arbitraje de la controversia y la precisión de ésta hasta el establecimiento de
garantías o el otorgamiento de facultades especiales a los árbitros para asegurar el cumplimiento del
laudo.
Finalmente, en el ámbito de las materias que pueden someterse a arbitraje, su alcance está
restringido a las controversias sobre las cuales las partes tienen facultad de disposición, excluyéndose
expresamente por el artículo 1 de la LGA las siguientes:
- Las que versan sobre el estado o la capacidad civil de las personas, así como las relativas a
bienes o derechos de incapaces sin contar con previa autorización judicial.
- Aquellas sobre las que ha recaído resolución judicial firme, salvo las consecuencias
patrimoniales que surjan de su ejecución, en cuanto conciernan exclusivamente a las partes
del proceso.
- Las que interesan al orden público o que versan sobre delitos o faltas. Sin embargo, sí podrá
arbitrarse sobre la cuantía de la responsabilidad civil, en tanto ella no hubiera sido fijada por
resolución judicial firme.
- Las directamente concernientes a las atribuciones y funciones de imperio del Estado o de las
personas o entidades de derecho público.
Estas exclusiones no hacen sino apuntalar la naturaleza privada del arbitraje, marcando
límites respecto de aquellos temas que no pueden ser dispuestos por las partes del conflicto (orden
público), debiendo agregarse que explícitamente se considera que pueden ser sometidas a arbitraje
“sin necesidad de autorización previa, las controversias derivadas de los contratos que el Estado
Peruano y las personas de derecho público celebren con nacionales o extranjeros domiciliados, así
como las que se refieren a sus bienes” (artículo 2 de la LGA).
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jerárquicos (artículo 138), b) por la jurisdicción militar (artículo 139), c) por la jurisdicción arbitral
(artículo 139), d) por la jurisdicción constitucional (artículo 201), e) por la jurisdicción electoral (178,
inciso 4) y d) por la jurisdicción especial (artículo 149).
Artículo 149: “Las autoridades de las Comunidades Campesinas y Nativas, con el apoyo de las
Rondas Campesinas, pueden ejercer las funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito
territorial de conformidad con el derecho consuetudinario, siempre que no violen los
derechos fundamentales de la persona. La ley establece las formas de coordinación de dicha
jurisdicción especial con los Juzgados de Paz y con las demás instancias del Poder Judicial”.
El artículo 149 tiene aplicación y vigencia inmediatas. Esto quiere decir que, para desplegar
efectos jurídicos, no necesita esperar que el Congreso dé una ley que lo desarrolle y lo reglamente. Lo
que sí se requiere es una ley para establecer la coordinación entre la jurisdicción especial y, por otra
parte, los juzgados de paz y las demás instancias del Poder Judicial.
Base normativa
Sobre la jurisdicción especial comunal
- Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y
Tribales en Países Independientes. Aprobado e incorporado a la legislación nacional mediante
resolución legislativa 26253, publicada el 2 de diciembre de 1993.
- Constitución Política del Perú de 1993. Artículo 149.
Sobre rondas campesinas
- Ley 27908. Ley de Rondas Campesinas, publicada el 6 de enero del 2003.
Sobre comunidades campesinas
- Ley 24656. Ley General de Comunidades Campesinas, publicada el 13 de abril de 1987.
Sobre comunidades nativas
- Decreto ley 22175. Ley de Comunidades Nativas y de Desarrollo Agrario de la Selva y de
Ceja de Selva, publicada el 9 de mayo de 1978.
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El límite constitucional al ejercicio de las funciones jurisdiccionales aquí estudiadas gira
alrededor de que estas autoridades “no violen los derechos fundamentales”.
Al respecto, habría que comenzar señalando que el artículo constitucional 149 no habla de
derechos humanos sino de derechos fundamentales, es decir, de los derechos humanos que han sido
recogidos en las constituciones políticas. En el caso del Perú, nos estamos refiriendo, en principio, a
los derechos recogidos en el artículo 2 de la Constitución Política, en sus distintos numerales e
incisos, y al conjunto de derechos humanos contenidos en las normas internacionales, habida cuenta
de que el artículo 3 contiene una cláusula abierta. Esto significa la constitucionalización de un
conjunto de normas provenientes, fundamentalmente, de convenciones y declaraciones de derechos,
tanto del Sistema Interamericano como del Sistema Universal de Derechos Humanos.
Ahora, bien, es imprescindible tener presente este límite, sobre todo a la hora de evaluar las
sanciones impuestas por las comunidades campesinas y nativas. En ese sentido, de conformidad con
la Constitución y la normatividad de derechos humanos, consideramos que, por ejemplo, los castigos
físicos –aquellos que pongan en peligro la vida, la integridad física, la salud– son inadmisibles.
Consideramos que, en su lugar, los castigos que deben imponerse son los económicos o
patrimoniales –entrega de ganado–, los morales –estigmatización social– o la realización de servicios
comunitarios –faenas y rondas nocturnas–.
En el caso de la detención del inculpado, si bien en algunas comunidades se pueden
encontrar carceletas, por lo general se deposita a los detenidos en alguna casa, mientras se realizan
las investigaciones. No es costumbre la aplicación de sanciones privativas de la libertad en forma
permanente, primero porque los comuneros no tienen dónde ubicar a los detenidos, y segundo,
porque la racionalidad de la justicia en el campo es más resocializadora y reparadora que punitiva,
pues prevalece la idea de que el responsable de los hechos denunciados tiene que trabajar para
juntar dinero y reparar el daño que ha ocasionado.
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Tampoco debemos olvidar que cuando hablamos de comunidades campesinas, comunidades
nativas y rondas campesinas nos estamos refiriendo a realidades y problemáticas distintas entre sí.
Existen, por ejemplo, comunidades campesinas de valle, articuladas a centros urbanos, que han
perdido significativamente su identidad comunal; y, por otra parte, comunidades campesinas de
altura, por lo general ganaderas, desconectadas de los circuitos económicos y alejadas de la ciudades
intermedias, que aún conservan diferentes prácticas comunales reguladas por principios de
reciprocidad y complementariedad. Así mismo, hay diferencias entre las comunidades campesinas
sur-andinas, en las cuales la ronda –llamada autodefensa comunal– es un comité especializado y
subordinado tanto a la asamblea comunal como a la propia organización comunal. Y las rondas
campesinas de Cajamarca, que se mantienen donde no hay comunidad campesina. Otro tanto ocurre
con las comunidades nativas.
Todo ello aconseja ir despacio, siendo muy conscientes de la necesidad de regular e incluir en
el Derecho positivo estas prácticas jurídicas, sin caer en una sobrerregulación jurídica “detallista”, que
desconoce la esencia antiformalista de las mismas. Tampoco debemos dejar de reconocer que existe
otro tipo de representantes del Estado que, pese a sus limitaciones y dificultades, están también
comprometidos con la paz y la tranquilidad pública en el mundo rural. Nos referimos a los jueces de
paz, a los tenientes gobernadores, a los municipios distritales –regidurías de seguridad ciudadana– y
de poblado menor, así como a las diferentes organizaciones campesinas vigentes.
En definitiva, debemos actuar teniendo presentes las enormes diferencias y complejidades
que existen en el mundo rural, históricamente olvidado y abandonado.
54
Declara la vacancia de autoridades municipales, regionales y políticas.
55
y la disciplina militar antes señalados. Por ende, el debate se centra en cuál es la frontera de su
limitación, de su reducción, de su “achicamiento”.
Al respecto, algunos postulan la desaparición de los tribunales militares como organización
aparte del Poder Judicial y, en consecuencia, su incrustamiento en la organización interna del Poder
Judicial como juzgados y salas especializadas militares, así como su sometimiento a los órganos de
gobierno de ese Poder del Estado, y a las reglas y garantías propias de todo juez ordinario. Ése fue el
tenor del primer proyecto sustitutorio de reforma de la Constitución, en cuyo artículo 201, ubicado
en el capítulo referido al Poder Judicial, se señalaba que “Los miembros de las Fuerzas Armadas en
actividad que cometan delitos estrictamente castrenses, están bajo la competencia de jueces
especializados del Poder Judicial…”.
Otros postulan el mantenimiento de los tribunales militares como una organización aparte –
no autónoma– del Poder Judicial, pero cuyas decisiones sean revisadas, en última instancia, por los
tribunales comunes o por la Corte Suprema. En esta segunda corriente, hay variantes respecto a
quién designa o nombra a los jueces militares. Hay quienes consideran que debe seguir siendo el
Ministerio de Defensa –Poder Ejecutivo–, mientras que otros sostienen que debería ser el órgano
encargado por la Constitución de cumplir esa tarea, esto es, el Consejo Nacional de la Magistratura.
Esta última opción resulta más compatible con el carácter de “juez ordinario” –rodeado de garantías–
que el juez militar debe ostentar, independientemente de que los tribunales militares formen o no
parte de la estructura orgánica del Poder Judicial.
Por ende, es claro que el actual texto de la Carta de 1993 referido a la justicia militar debe ser
modificado, perfeccionado en varios sentidos. Primero, ubicando su regulación en el capítulo del
Poder Judicial y no en el de Fuerzas Armadas o la Defensa Nacional, como corresponde a todo
juzgado o tribunal, especializado o no, común o militar. Segundo, consagrando claramente su
sometimiento al control final por parte del Poder Judicial, en especial de la Corte Suprema. Tercero,
prohibiendo el juzgamiento de civiles por los tribunales militares, cualquiera que fuera el caso.
Cuarto, restringiendo la competencia de los tribunales militares a los delitos estrictamente
castrenses, esto es, aquellos vinculados directamente a la disciplina militar.
Misión y atribuciones
Las atribuciones y funciones asignadas a la Defensoría del Pueblo en el Perú siguen el modelo
presente en la mayoría de países latinoamericanos, y están reguladas en la Constitución Política del
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Estado (título II, capítulo XI, artículos 161 y 162), en su Ley Orgánica (Ley 26520) y en su Reglamento
de Organización y Funciones (Resolución Defensorial No. 007-96/DP).
De acuerdo con el artículo 162 de la Constitución Política, corresponde a la Defensoría del
Pueblo ejercer las siguientes funciones:
a. Defender los derechos constitucionales y fundamentales de la persona y de la comunidad,
tales como el derecho a la vida, al sufragio, a la integridad, a la dignidad, a la paz, a la libertad de
expresión y pensamiento, a gozar de un medio ambiente sano, al respeto hacia su cultura, a la
educación gratuita brindada por el Estado, a la libertad de conciencia y religión, a la igualdad ante la
ley, entre otros.
b. Supervisar el cumplimiento de los deberes de la administración del Estado, velando para
que las autoridades y funcionarios de las diversas instituciones públicas cumplan con sus
responsabilidades y atiendan debidamente a la población. Para ello cuenta con la prerrogativa de
solicitar a todas las autoridades, funcionarios y servidores de los organismos públicos la información
necesaria para realizar sus investigaciones; ellos tienen el deber de cooperar con la Defensoría.
c. Supervisar la prestación de los servicios públicos a la población, tales como energía
eléctrica, agua, telefonía y transporte. Esta atribución incluye los servicios públicos que son brindados
tanto por empresas públicas como privadas.
Facultades institucionales
Para llevar a cabo sus diferentes atribuciones, la Defensoría del Pueblo se encuentra facultada
para realizar una serie de acciones, las mismas que se encuentran reguladas en su Ley Orgánica.
Una característica distintiva del Defensor del Pueblo es que éste no cuenta, para cumplir sus
atribuciones, con facultades coactivas o sancionadoras. A lo más, el Defensor puede requerir a los
funcionarios públicos que brinden la información solicitada o que permitan la inspección de sus
instalaciones u oficinas, apelando para ello al deber de cooperación establecido en la Ley Orgánica de
la Defensoría del Pueblo (arts. 16 a 18). Por esta razón, la principal arma con que cuenta para
defender a los ciudadanos y solucionar sus conflictos con la administración pública es ejerciendo la
“magistratura de la persuasión”, esto es, el uso de mecanismos de convencimiento, mediación y
conciliación, sea de manera directa o indirecta –recomendaciones, denuncias públicas, etcétera–.
De otro lado, para el ejercicio de estas facultades, tanto el Defensor del Pueblo como sus
comisionados gozan de total independencia, no estando sujetos a mandato imperativo. Tampoco
reciben instrucciones de ninguna autoridad; están sometidos únicamente a la Constitución y a sus
normas internas. Ello se complementa con el principio de inviolabilidad, que implica que el Defensor
del Pueblo no responde, ni civil ni penalmente, por las recomendaciones, reparos y, en general, por
las opiniones que emita en el ejercicio de sus funciones (artículo 5, segundo párrafo).
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b) Intervención limitada al “funcionamiento material” de la administración del servicio en
cuanto servicio público, a fin de salvaguardar el derecho al debido proceso, como en el caso
de España.
c) Supervisión incluso sobre la interpretación normativa de los jueces y tribunales, como en el
caso de Suecia y Finlandia.
d) Facultad para interponer procesos constitucionales –hábeas corpus, amparo y acción de
inconstitucionalidad, entre otros–, como en el caso de Colombia y El Salvador.
En el caso peruano, la experiencia desarrollada por la Defensoría del Pueblo permite apreciar
que su labor se enmarca en los tipos b) y d), a lo que debe agregarse su importante aporte en materia
de investigación y propuestas sobre la situación de la justicia militar.
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Atribuciones.
Primera atribución del CNM: selección y nombramiento de jueces y fiscales
Por mandato constitucional (artículo 150) “el CNM se encarga de la selección y el
nombramiento de los jueces y fiscales”, “previo concurso público de méritos y evaluación personal
(inciso 1, artículo 154)”, con la única excepción de los jueces que provengan de elección popular,
como es el caso de los jueces de paz y de los de primera instancia cuando por ley se establezcan y se
determinen los mecanismos pertinentes.
Segunda atribución del CNM: ratificación de magistrados
La actual Constitución establece que los jueces y fiscales de todos los niveles deberán ser
ratificados o no ratificados (separados) por el CNM cada siete años (artículo 154, inciso 2).
Tercera atribución del CNM: destitución
Por mandato de la Constitución (inciso 3 del artículo 154), es función del CNM:
- Aplicar la sanción de destitución a los vocales de la Corte Suprema y fiscales supremos.
- Y, a solicitud de la Corte Suprema o de la Junta de Fiscales Supremos, a los jueces y fiscales
de todas las instancias, respectivamente.
Se añade que “la resolución final, motivada y con previa audiencia del interesado es
inimpugnable” (inciso 1, artículo 154 de la Constitución). En estos casos, el Consejo puede actuar por
denuncia de parte o de oficio, sin perjuicio de las atribuciones que les correspondan a otros órganos.
Tanto para la destitución de vocales y fiscales supremos por parte del Consejo como para la
de jueces y fiscales en los otros niveles, la propia ley orgánica (artículo 34) ratifica las garantías
previstas en la Constitución: es obligatoria la audiencia previa y la revisión de informes, antecedentes
y pruebas de descargo; además, la resolución debe de ser motivada. También se contempla la
posibilidad de disponer la suspensión provisional.
Contra la resolución de destitución del Consejo, procede recurso de reconsideración, siempre
que se acompañe nueva prueba instrumental (artículo 34 de Ley Orgánica).
Existe un reglamento de procesos disciplinarios del CNM (publicado el 2 de febrero del 2003),
en el que se contempla una Comisión Permanente de Procesos Disciplinarios, integrada por tres
consejeros.
4.3. Ministerio Público
La LOMP indica en su primer artículo: Artículo 1°.- El Ministerio Público es el organismo
autónomo del Estado que tiene como funciones principales la defensa de la legalidad, los derechos
de los ciudadanos y los intereses públicos, la representación de la sociedad en juicio, para los efectos
de defender a la familia, a los menores e incapaces y el interés social, así como para velar por la moral
pública, la persecución del delito y la reparación civil. También velará por la prevención del delito
dentro de las limitaciones que resultan de la presente ley y por la independencia de los órganos
judiciales y la recta administración de justicia y las demás que le señalan la Constitución Política del
Perú y el ordenamiento jurídico de la Nación.
En cuanto a la definición del Ministerio Público, la Constitución no proporciona muchas luces.
Sólo se limita, en el artículo 158, a indicar su calidad de organismo autónomo y a delinear su
organización. En los artículos siguientes, 159 y 160, se explican las funciones de la institución y su
presupuesto. Sobre la base de la lectura de dichos artículos, Marcial Rubio considera que el
59
Ministerio Público es el organismo constitucional autónomo encargado de proteger la defensa de la
legalidad y los intereses públicos tutelados por el Derecho.
A partir de este primer bosquejo, debemos señalar que el Ministerio Público es un organismo
constitucional autónomo, que cumple un rol preponderante en la estructura del Estado, y que es tan
importante que goza del respaldo constitucional.
Esta relevancia se fundamenta en la función de engranaje que cumple dentro del
organigrama estatal, en vista de que sirve de contrapeso importante respecto a los otros poderes y
organismos, y así pretende satisfacer mejor los intereses tanto privados como públicos.
Así mismo, se reconoce su autonomía. En virtud de ésta, el Ministerio Público no se
encuentra adscrito ni influenciado por ningún otro órgano, por lo que desarrolla sus actividades con
independencia institucional. Ello se manifiesta, por ejemplo, en la superación de las etapas
ejecutivista y judicialista, así como en los intentos por configurar una identidad propia, expresados
mediante la reforma del Ministerio Público.
Hasta este momento, hemos analizado el primer componente de la definición, organismo
constitucional autónomo. Ahora, veamos someramente el segundo componente: la labor del
Ministerio Público.
El propio Rubio, en la cita que sirve de partida para estas reflexiones, indica que el Ministerio
Público se encarga de proteger la legalidad y defender los intereses públicos. En sí, su labor apunta a
coadyuvar a la correcta impartición de justicia, para lo cual solicita al Poder Judicial la protección de
intereses públicos y sociales –es decir, su tutela–, a fin de lograr la correcta satisfacción de éstos.
En palabras de San Martín, se trata de una labor postulante, lo que equivale a afirmar que su
principal misión es pedir que se realice función jurisdiccional.
Finalmente, para otorgar cierta coherencia a lo descrito, concluimos que el Ministerio Público
es el organismo constitucional autónomo instituido para coadyuvar a la correcta impartición de
justicia mediante la solicitud de tutela a favor de intereses públicos y sociales –en este punto destaca
la titularidad de la acción penal y su relevante participación en estos procesos–, siguiendo los
principios que lo inspiran, las funciones que aborda y ejerciendo las atribuciones que las normas le
otorgan.
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IX. PROCESO COMO DERECHO FUNDAMENTAL
1. INTRODUCCION.
Desde los tiempos del derecho romano hasta la pandectística alemana del siglo XIX se ha
postulado que no hay derecho sin acción ni acción sin derecho. En esa línea evolutiva, la acción –
entendida hoy como proceso- ha asumido un grado tal de autonomía que en vez de ser un
instrumento del derecho, este se ha convertido más bien en un instrumento del proceso. Esta
concepción positivista del derecho y del proceso ha llevado a desnaturalizar la vigencia de los
derechos fundamentales, en la medida en que su validez y eficacia han quedado a condición de la
aplicación de normas procesales autónomas, neutrales y científicas que han vaciado a los derechos
fundamentales de los valores democráticos y constitucionales que le dieron origen en los albores del
constitucionalismo democrático.
En esa medida, después de la Segunda Guerra Mundial, el derecho constitucional
contemporáneo se planteó la relación entre Constitución y proceso, procurando la reintegración del
derecho y el proceso, así como superando el positivismo jurídico procesal basado en la ley, en base a
reconocer un rol tutelar al juez constitucional --disciplina judicial de las formas-. Así, se parte de
concebir a los propios derechos fundamentales como garantías procesales; es decir, otorgándoles
implícitamente a los derechos humanos un contenido procesal de aplicación y protección concreta
status activus processualis.
En efecto, los derechos fundamentales son valiosos en la medida en que cuentan con
garantías procesales, que permiten accionarlos no solo ante los tribunales, sino también ante la
Administración e incluso entre los particulares y las cámaras parlamentarias. La tutela de los derechos
fundamentales a través de procesos, conduce necesariamente a dos cosas: primero, que se garantice
el derecho al debido proceso material y formal de los ciudadanos y, segundo, que el Estado asegure la
tutela jurisdiccional.
De esa manera, la tutela judicial y el debido proceso se incorporan al contenido esencial de
los derechos fundamentales, como elementos del núcleo duro de los mismos. Permitiendo de esta
manera que, a un derecho corresponda siempre un proceso y que un proceso suponga siempre un
derecho; pero, en cualquiera de ambos supuestos su validez y eficacia la define su respeto a los
derechos fundamentales. En consecuencia, las garantías de los derechos fundamentales dan la
oportunidad material de ejercer el derecho contra el Legislativo, Ejecutivo y Judicial, no sólo en un
sentido formal. En tal entendido, los derechos fundamentales como garantías procesales están
vinculados con una amplia concepción del proceso.
En efecto, plantearse los derechos fundamentales como garantías procesales materiales o
sustantivas, supone actualizar las garantías procesales de cara a proteger los propios derechos
fundamentales. Sin embargo, esto no supone crear una estructura organizacional determinada, en
tanto que ya existen el Tribunal Constitucional, los tribunales ordinarios, los tribunales
administrativos y militares y hasta los procesos arbitrales, que también cautelan parcelas de los
derechos fundamentales; sino traspasar adecuadamente principios, institutos y elementos de la
teoría general del proceso al Derecho constitucional procesal en formación, adecuándose a los
principios y derechos fundamentales que consagra la Constitución. En ese sentido, los derechos
fundamentales como garantías procesales, se convierten tanto en derechos subjetivos como en
derechos objetivos fundamentales.
61
Pero, la teoría de la garantía procesal no se reduce a los procesos constitucionales, judiciales
y administrativos, sino que, también, se extiende al proceso militar, arbitral y parlamentario. Si bien la
seguridad procesal de las partes y del proceso son valores fundamentales en la protección de los
derechos humanos, estas adquirirán toda su potencialidad en la elaboración de las propias normas
procesales del legislador democrático, quien en el proceso parlamentario también debe respetarla,
incorporándola a la práctica parlamentaria, como una garantía procesal y como una garantía
democrática de los derechos fundamentales de la participación de las minorías políticas y de la
oposición parlamentaria. En el marco de la teoría de la garantía procesal de los derechos
fundamentales, se puede interpretar que la Constitución de 1993 ha consagrado por vez primera
como principios y derechos de la función jurisdiccional la observancia del debido proceso y la tutela
jurisdiccional (art. 139-3, capítulo VIII, título IV del Poder Judicial). Sin embargo, no existe en la
doctrina ni en la jurisprudencia un criterio constitucional uniforme acerca del alcance y significado de
los mismos, debido al origen diverso de ambas instituciones.
62
potestad de administrar justicia emana del pueblo y que los jueces y tribunales la realizan conforme a
la Constitución y a la ley, según señala el artículo 138 de la Constitución. Es sobre la base de ese
subconsciente popular de justicia que se debe buscar afirmar el rol del Poder Judicial fundado en la
justicia, el mismo que se expresa en el debido proceso como principio constitucional y derecho
fundamental, convirtiéndose en su principal instituto procesal de vanguardia judicial.
En base al principio/derecho al debido proceso se puede ubicar el rol de la justicia ordinaria
como instrumento de protección de los derechos fundamentales y de control del poder. Este rol no es
otro que al judicializarse la solución de las controversias de los ciudadanos, las instituciones y del
Estado, los jueces interpreten y apliquen las normas sustantivas y procesales de conformidad con el
debido proceso.
El debido proceso es un instituto que genera tensión y debate doctrinal y jurisprudencial,
porque ha permitido el desarrollo de nuevas y mayores garantías judiciales al proceso y a las partes.
Por ello, el desarrollo de los contenidos jurídicos del debido proceso en la actividad jurisdiccional
requiere de su sistematización.
Ahora bien, no existe en la doctrina ni en la jurisprudencia nacional e interamericana un
criterio uniforme acerca del alcance y significado de los mismos, debido al origen diverso de ambas
instituciones de modo que, a continuación, se presentan las dimensiones del debido proceso y la
tutela procesal.
63
decidir sobre su procedencia. Si por el contrario, la judicatura desestima de plano y sin previa
merituación una petición, entonces se estaría vulnerando el derecho de acceso a la justicia.
Como todo derecho fundamental, el derecho de acceso a la justicia no es absoluto. Sus
límites están constituidos por los requisitos procesales o las condiciones legales necesarias para
acceder a la justicia, como la competencia del juez, la capacidad procesal del demandante o de su
representante, la legitimidad de las partes, el interés para obrar, entre otros. Pero está claro que no
constituyen límites justificados a este derecho aquellos requisitos procesales que busquen impedir,
obstaculizar o disuadir el acceso al órgano judicial. Lo que significa que no todos los requisitos
procesales, por el hecho de estar previstos en una ley, son restricciones plenamente justificadas.
Por otro lado, el derecho a la ejecución de las resoluciones judiciales que han pasado en
autoridad de cosa juzgada constituye otra manifestación del derecho a la tutela jurisdiccional. Si bien
nuestra Carta Fundamental no hace referencia al derecho a la tutela jurisdiccional “efectiva”, un
proceso solo puede considerarse realmente correcto y justo cuando alcance sus resultados de
manera oportuna y efectiva.
Ahora bien, no basta garantizar que las pretensiones de los justiciables sean atendidas por un
órgano jurisdiccional, siendo necesario –además- que se realice mediante un proceso dotado de un
conjunto de garantías mínimas, las cuales no se limitan a los derechos fundamentales reconocidos de
manera expresa en la Constitución, sino que se extienden a aquellos derechos que se funden en la
dignidad humana (artículo 3 de la Constitución), o que sean esenciales para cumplir con la finalidad
del proceso.
El derecho al debido proceso resulta, entonces, un derecho implícito del derecho a la tutela
jurisdiccional efectiva, que supone tanto la observancia de los derechos fundamentales esenciales del
procesado, como de los principios y reglas esenciales exigibles dentro del proceso. Este derecho
contiene un doble plano pues, además de responder a los elementos formales o procedimentales de
un proceso (juez natural, derecho de defensa, plazo razonable, motivación resolutoria, acceso a los
recursos, instancia plural, etc.), asegura elementos sustantivos o materiales, lo que supone la
preservación de criterios de justicia que sustenten toda decisión (juicio de razonabilidad, juicio de
proporcionalidad, etc.).
En cualquier caso, el derecho a la tutela procesal efectiva y el debido proceso buscan
garantizar que las pretensiones de los justiciables sean atendidas por un órgano jurisdiccional
mediante un proceso dotado de un conjunto de garantías mínimas, las cuales no se limitan a los
derechos fundamentales reconocidos de manera expresa en la Constitución, sino que se extienden a
aquellos derechos que se funden en la dignidad humana (artículo 3 de la Constitución), o que sean
esenciales para cumplir con la finalidad del proceso.
4. DEBIDO PROCESO
4.1. Concepto.
El debido proceso es un derecho humano abierto de naturaleza procesal y de alcances
generales, que busca resolver de forma justa las controversias que se presentan ante las autoridades
jurisdiccionales. Este derecho contiene una doble plano, pues además de responder a los elementos
formales o procedimentales de un proceso (juez natural, derecho de defensa, plazo razonable,
motivación resolutoria, acceso a los recursos, instancia plural, etc.), asegura elementos sustantivos o
materiales, lo que supone la preservación de criterios de justicia que sustenten toda decisión (juicio
de razonabilidad, juicio de proporcionalidad, etc.). Se considera un derecho “continente” pues
comprende una serie de garantías formales y materiales. Como tal, carece de un ámbito
64
constitucionalmente protegido de manera autónoma, de modo que su lesión se produce cuando se
afecta cualquiera de los derechos que consagra, y no uno de manera específica.
El concepto de debido proceso no se agota en lo estrictamente judicial, sino que se extiende
a otras dimensiones, de modo que puede hablarse de un debido proceso administrativo, de un
debido proceso corporativo particular, de un debido proceso parlamentario, etc., pues lo que en
esencia asegura el debido proceso es la emisión de una decisión procedimentalmente correcta con
respecto de sus etapas y plazos, y sobre todo, que se haga justicia.
“[…] El debido proceso tiene por función asegurar los derechos fundamentales consagrados
en la Constitución Política del Estado, dando a toda persona la posibilidad de recurrir a la justicia para
obtener la tutela jurisdiccional de los derechos individuales a través de un procedimiento legal en el
que se dé oportunidad razonable y suficiente de ser oído, de ejercer el derecho de defensa, de
producir prueba y de obtener una sentencia que decida la causa dentro de un plazo preestablecido en
la ley procesal […]”(Casación No. 1772-2010, Sala Civil Transitoria – Lima)
Respecto a las características principales del derecho al debido proceso, el Tribunal
Constitucional ha mencionado las siguientes:
1 Efectividad inmediata. Su contenido no es delimitado arbitrariamente por el
legislador, sino que se encuentra sujeto a mandatos constitucionales; es decir, la Constitución
reconoce el marco sobre el que se define el bien jurídico protegido.
2 Configuración legal. El contenido constitucional protegido debe tomar en
consideración lo establecido por la ley. Pero, los derechos fundamentales que requieren
configuración legal no dejan de ser exigibles a los poderes públicos, solo que utilizan a la ley como
requisito sine qua non para delimitar por completo el contenido del derecho fundamental.
Al respecto, el Tribunal Constitucional ha señalado que:
“[…] si bien algunos derechos fundamentales pueden tener un carácter jurídico abierto, ello
no significa que se trate de derechos “en blanco”, sino que la capacidad configuradora del legislador
se encuentra orientada por su contenido esencial, de manera tal que la voluntad política expresada
en la ley debe desenvolverse dentro de las fronteras jurídicas de los derechos, principios y valores
constitucionales”. (STC N° 1417-2005-AA, FJ. 12.)
1 Contenido complejo. Quiere decir que el derecho al debido proceso no tiene un
único contenido fácilmente identificable. Para que su contenido sea válido no basta con que no afecte
otros bienes constitucionales.
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su inobservancia debe ser sancionada con la inaplicación de aquel acto o con su invalidez. En el
proceso judicial, ésta labor se posibilita a través del control difuso que realiza el juez, lo que implica
que el juzgador puede declarar ineficaz la ley e inaplicarla para un caso concreto. Por ello el debido
proceso sustancial tiene por fin asegurar la razonabilidad de lo decidido en un proceso.
La Corte Suprema, al respecto señala:
“[…] El derecho a un debido proceso supone desde su dimensión formal la observancia
rigurosa por todos los que intervienen en un proceso, de las normas, de los principios y de las
garantías que regulan el proceso como instrumento de tutela de derechos subjetivos, cautelando
sobre todo el ejercicio absoluto del derecho de defensa de las partes en litigio. Desde su dimensión
sustantiva se le concibe cuando la decisión judicial observa los principios de razonabilidad y
proporcionalidad”. (Casación No. 178-2009-Huancavelica, 17 de enero del 2011)
En ese sentido, el derecho al debido proceso, en su dimensión formal, está referido a las
garantías procesales que dan eficacia a los derechos fundamentales de los litigantes mientras que, en
su dimensión sustantiva, protege a las partes del proceso frente a leyes y actos arbitrarios de
cualquier autoridad, funcionario o persona particular pues, en definitiva, la justicia procura que no
existan zonas intangibles a la arbitrariedad, para lo cual el debido proceso debe ser concebido desde
su doble dimensión: formal y sustantiva.
El Tribunal Constitucional sobre esto ha indicado que:
“[…] el derecho fundamental al debido proceso no puede ser entendido desde una perspectiva
formal únicamente; es decir, su tutela no puede ser reducida al mero cumplimiento de las garantías
procesales formales. Precisamente, esta perspectiva desnaturaliza la vigencia y eficacia de los
derechos fundamentales, y los vacía de contenido. Y es que el debido proceso no sólo se manifiesta en
una dimensión adjetiva –que está referido a las garantías procesales que aseguran los derechos
fundamentales–, sino también en una dimensión sustantiva –que protege los derechos
fundamentales frente a las leyes y actos arbitrarios provenientes de cualquier autoridad o persona
particular–. En consecuencia, la observancia del derecho fundamental al debido proceso no se
satisface únicamente cuando se respetan las garantías procesales, sino también cuando los actos
mismos de cualquier autoridad, funcionario o persona no devienen en arbitrarios”. (Exp. N° 3421-
2005-HC/TC, FJ. 5.61)
En definitiva, la justicia constitucional procura que no existan zonas intangibles en las que la
arbitrariedad pueda camuflarse bajo el manto de la justicia procedimental o formal. El Tribunal
Constitucional es competente para analizar cualquiera de dichos aspectos, y para pronunciarse sobre
la tutela del debido proceso formal o por la del debido proceso material.
Ahora bien, el Tribunal Constitucional no puede tutelar en sede constitucional todas las
garantías de orden procesal que asistan a las partes, sino solo aquellas de rango constitucional. De
modo que no resulta procedente cuestionar mediante los procesos constitucionales de la libertad
como el hábeas corpus, temas de orden estrictamente legal.
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Por un lado, el derecho de acceso a la justicia asegura que cualquier persona pueda recurrir a
los órganos jurisdiccionales para hacer valer su pretensión, sin que se le obstruya o disuada de
manera irrazonable. El derecho al debido proceso, por otro lado, supone la observancia de los
derechos fundamentales esenciales del procesado, así como de los principios y reglas esenciales
exigibles dentro del proceso. Es decir, el derecho al debido proceso:
“[…] Está concebido como el cumplimiento de todas las garantías, requisitos y normas de
orden público que deben observarse en las instancias procesales de todos los procedimientos,
incluidos los administrativos, a fin de que las personas estén en condiciones de defender
adecuadamente sus derechos ante cualquier actuación del Estado que pueda afectarlos […]” ( Exp. N°
00005-2006-AI/TC, FJ. 25.62)
Un sector de la doctrina estima que ambos derechos son equivalentes o idénticos; empero,
otros consideran que entre la tutela jurisdiccional efectiva y el debido proceso existe una relación de
género a especie, siendo el primero (tutela jurisdiccional efectiva) la abstracción, mientras que el
debido proceso vendría a ser la manifestación concreta del primero, es decir ubican el derecho al
debido proceso dentro de la tutela jurisdiccional efectiva. No obstante ello, hay quienes consideran
que será la hermeneutica judicial la que determine el alcance de los mencionados derechos.
En la Sentencia Constitucional emitida en el Expediente N° 8123-2005-PHC/TC, nuestro
Supremo Tribunal ha establecido lo siguiente: “(…) la tutela judicial efectiva como marco objetivo y el
debido proceso como expresión subjetiva y específica, ambos previstos en el artículo 139, inciso 3, de
la Constitución Política del Perú. Mientras que la tutela judicial efectiva supone tanto el derecho de
acceso a los órganos de justicia como la eficacia de lo decidido en la sentencia, es decir, una
concepción garantista y tutelar que encierra todo lo concerniente al derecho de acción frente al
poder-deber de la jurisdicción, el derecho al debido proceso, en cambio, significa la observancia de los
derechos fundamentales esenciales del procesado, principios y reglas esenciales exigibles dentro del
proceso como instrumento de tutela de los derechos subjetivos.”
Para la doctrina española la tutela jurisdiccional efectiva está contenida en el debido proceso,
en cuanto a la jurisprudencia existen dos tendencias: la primera que considera al debido proceso
como aquella garantía integrada por los elementos del Art. 24.2 C.E., que es uno de los elementos de
la tutela judicial efectiva, y la segunda que el concepto de debido proceso como sinónimo de tutela
judicial sin indefensión, una forma más de referirse al derecho a la jurisdicción.
Sin embargo, hay quienes consideran que ambas posiciones adoptadas por la jurisprudencia
ibérica no es adecuada, ya que se trata de derechos distintos, con orígenes y ámbitos de aplicación
diferenciados; como mencionamos anteriormente, la tutela jurisdiccional efectiva tiene su génesis en
la Europa Continental luego de culminada la Segunda Guerra Mundial, mientras que el debido
proceso surge del derecho anglosajón con la Carta Magna de 1215; en cuanto a su ámbito de
aplicación, la tutela jurisdiccional efectiva opera en los procesos de jurisdicción, por el contrario, el
debido proceso es aplicable no sólo al proceso judicial sino a los procedimientos administrativos,
arbitrales, militares y particulares.
67
Es así que el derecho al debido proceso se extiende, por un lado, a los procedimientos
administrativos sancionatorios, cuya regulación legislativa se encuentra en el artículo IV, numeral 1.2
del Título Preliminar de la Ley Nº 27444, Ley del Procedimiento Administrativo General, pues lo que
procura este derecho es el cumplimiento de los requisitos, garantías y normas de orden público que
deben encontrarse presentes en todos los procedimientos, incluidos los administrativos, a fin de que
las personas puedan defender adecuadamente sus derechos ante cualquier actuación u omisión de
los órganos estatales.
Pero la tutela del derecho al debido proceso no se extiende a todo proceso administrativo. Tal
es el caso de los denominados procedimientos administrativos internos, en los cuales se forjan
asuntos relacionados a la gestión ordinaria de los órganos de Administración (en otras palabras, la
necesidad de comprar determinados bienes, etc.). Y es que tal como indica el artículo IV, fracción 1.2
de la Ley del Procedimiento Administrativo General, “La institución del debido procedimiento
administrativo se rige por los principios del derecho administrativo”.
Por el contrario, el respeto al debido proceso constituye una exigencia en los procesos
disciplinarios de personas jurídicas privadas, independientemente de su naturaleza pública o privada.
Y es que siendo titulares de ciertos derechos fundamentales, las personas jurídicas pueden solicitar
válidamente su tutela mediante procesos constitucionales. En este caso, el asociado sancionado no
tiene que probar los cargos que se le imputan en sede judicial; sino que es dentro del proceso
disciplinario sancionador donde el asociado debe poder ejercer, en un plazo prudencial, su derecho
de defensa, mediante la oportuna comunicación por escrito de los cargos imputados y de sus
respectivos sustentos probatorios.
Como las personas jurídicas de derecho público tienen también la atribución de sancionar a
sus integrantes, no hay razón para que el derecho al debido proceso no sea igualmente exigible
dentro de instituciones con personalidad de derecho público.
“[…] Este fundamento encuentra su sustento constitucional en el sentido de reconocer a las
personas jurídicas, independientemente de su naturaleza pública o privada, que puedan ser titulares
de algunos derechos fundamentales, y que en esa medida puedan solicitar su tutela mediante los
procesos constitucionales […]”. (Exp. N° 2939-2004-AA-TC, FJ. 6.)
68
Por otro lado, el Tribunal Constitucional ha enfatizados tres situaciones en las cuales
procedería la fiscalización del respeto al debido proceso en sede arbitral:
“[…] a) Cuando la jurisdicción arbitral vulnera o amenaza cualquiera de los componentes
formales o sustantivos de la tutela procesal efectiva (debido proceso, tutela jurisdiccional efectiva,
etc.). Esta causal sólo puede ser invocada una vez que se haya agotado la vía previa; b) Cuando la
jurisdicción arbitral resulta impuesta ilícitamente, de modo compulsivo o unilateral sobre una persona
(esto es, sin su autorización), como fórmula de solución de sus conflictos o de las situaciones que le
incumben; c) Cuando, a pesar de haberse aceptado voluntariamente la jurisdicción arbitral, esta verse
sobre materias absolutamente indisponibles (derechos fundamentales, temas penales, etc.)” (Exp. N°
04972-2006-AA/TC, FJ. 17.64).
Sobre este tema, es preciso resaltar que cuando una persona decide someterse a un tribunal
arbitral, renuncia a algunas garantías formales del debido proceso exclusivas de una litis resuelta por
un órgano constitucional provisto de potestad jurisdiccional. Entre los derechos a los que se renuncia
en sede arbitral están el derecho a ser juzgado por un juez predeterminado por la ley, y el derecho a
la pluralidad de instancias, cuya titularidad y ejercicio está previsto sólo para quienes se someten al
Poder Judicial.
Asimismo, existen límites para la aplicación de los derechos que conforman el debido proceso
judicial en diferentes ámbitos. Así, sucede que mientras que en un proceso penal, la no aplicación por
analogía de la ley penal constituye un derecho dentro del debido proceso, no procede lo mismo en
un proceso civil, donde el juez tiene que darle solución a la controversia incluso ante la ausencia de
una normas jurídicas.
En esta línea, la determinación de la responsabilidad penal de una persona no puede
tampoco efectuarse desconociendo las garantías mínimas que debe consagrar todo proceso judicial.
De modo que también deben respetarse los derechos y principios asegurados por el debido proceso
en éste ámbito, como la debida motivación, la proporcionalidad de la pena, la presunción de
inocencia, el derecho de prueba, el principio de ne bis in idem, entre otros. Al respecto, el Poder
Judicial ha sido claro al establecer que:
“[…] en el actual contexto de constitucionalización de los procesos a través de los cuales se
materializa la aplicación del Derecho -entre ellos el proceso penal- la determinación de la
responsabilidad penal de una persona no puede realizarse desconociendo los derechos
fundamentales que a ésta le asisten o inobservando las garantías mínimas que debe reunir todo
proceso judicial, ello exige imperativamente el respeto irrestricto del debido proceso […]”. (Recurso de
Nulidad N° 2019-2010-Cajamarca, del 11 de marzo del 2011, considerando tercero. Sala Penal
Transitoria.)
Ahora bien, de una interpretación literal del artículo 56 de la Ley Procesal del Trabajo
pareciera inferirse que el recurso de casación en el ámbito laboral procede solo por las causales
taxativamente enumeradas; sin embargo, el Poder Judicial ha señalado que:
“[…] si bien es cierto la contravención a las normas que garantizan el derecho a un debido
proceso no se encuentra prevista como causal de casación en materia laboral, también es verdad que
esta causal procede excepcionalmente en los casos en que se adviertan afectaciones esenciales del
debido proceso […]”. (CAS. LAB. Nº 4875 - 2009, Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente
-Lima, considerando séptimo, de fecha 26 de enero del 2011.)
Por otro lado, cabe mencionar que existen algunas garantías procesales de carácter formal
exclusivas de una litis resuelta por un órgano constitucional provisto de potestad jurisdiccional, de
modo que no resultan exigibles en todo tipo de proceso. Así, quienes se someten a procesos
arbitrales renuncian al derecho a ser juzgados por un juez predeterminado por la ley y al derecho a la
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pluralidad de instancias, cuya titularidad y ejercicio está previsto sólo para quienes se someten al
Poder Judicial.
Asimismo, existen garantías procesales cuya aplicación es válida en ciertos ámbitos mientras
que en otros está proscrita. A modo de ejemplo, sucede que mientras en un proceso penal, la no
aplicación por analogía de la ley penal constituye un derecho dentro del debido proceso, no procede
lo mismo en un proceso civil, donde el juez tiene que darle solución a la controversia incluso ante la
ausencia de normas jurídicas, pudiendo para ello hacer uso de la analogía si es necesario.
En cualquier caso, la contravención del derecho al debido proceso:
“… es sancionada ordinariamente por el juzgador con la nulidad procesal, y se entiende por
ésta, aquel estado de anormalidad del acto procesal, originado en la carencia de alguno de los
elementos constitutivos, o en vicios existentes sobre ellos, que potencialmente los coloca en situación
de ser declarado judicialmente inválido; existiendo la posibilidad de la sanción de nulidad de oficio
cuando el vicio que se presenta tiene el carácter de insubsanable”. (CAS. Nº 2190-2010 (Lambayeque),
Sala Civil Transitoria, considerando noveno, de fecha 25 de mayo del 2011).
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X. DERECHOS INTEGRANTES DEL DEBIDO PROCESO.
1. DERECHO DE DEFENSA.
Este derecho está reconocido en el artículo 139, inciso 14 de la Constitución, y garantiza que:
“[…] [L]os justiciables, en la protección de sus derechos y obligaciones, cualquiera sea su
naturaleza (civil, mercantil, penal, laboral, etc.), no queden en estado de indefensión. El contenido
esencial del derecho de defensa queda afectado cuando, en el seno de un proceso judicial, cualquiera
de las partes resulta impedida, por actos concretos de los órganos judiciales, de ejercer los medios
necesarios, suficientes y eficaces para defender sus derechos e intereses legítimos”. (Exp. N° 06648-
2006-HC/TC, FJ. 4.)
Este derecho es exigible en todas las etapas de los procedimientos judiciales o
administrativos sancionatorios. Ello quiere decir que “[…] ninguna norma privada regulatoria de un
proceso sancionatorio y ningún acto en el curso del mismo pueden prohibir o restringir el ejercicio de
este derecho”.(Exp. N° 08280-2006-AA/TC, FJ. 7).- Y es que este derecho no solo puede ser vulnerado
en el momento en que se sanciona a una persona sin permitirle ser oído con las debidas garantías,
sino en cualquier etapa del proceso y frente a cualquier coyuntura. Por lo que ningún acto ni norma
privada de carácter sancionatorio puede prohibir o restringir su ejercicio; ello en tanto que este
derecho no solo puede ser vulnerado en el momento en que se sanciona a una persona sin permitirle
ser oído con las debidas garantías, sino en cualquier etapa del proceso y frente a cualquier coyuntura.
Pero el derecho de defensa se constituye como derecho fundamental y como principio. El
Tribunal ha señalado que:
“[…] [E]n tanto derecho fundamental, se proyecta como principio de interdicción para
afrontar cualquier indefensión y como principio de contradicción de los actos procesales que pudieran
repercutir en la situación jurídica de algunas de las partes, sea en un proceso o procedimiento, o en el
caso de un tercero con interés”. (Exp. N° 05085-2006-AA/TC, FJ. 5.65)
Es de importancia indicar que la satisfacción de este derecho no se da con el mero
cumplimiento de dar a conocer al justiciable la existencia de un proceso. A ello debe agregársele la
comunicación válida y oportuna de todos los presupuestos que definan los derechos e intereses de
los justiciables en un proceso. De ello deriva que, ante la imposibilidad de la notificación por cédula,
el órgano encargado del proceso debe adoptar otras modalidades de notificación (correo electrónico,
telefax, edicto en el Diario Oficial El Peruano, etc.), previstas, por ejemplo, en el Código Procesal Civil
(artículos 163 y 164) y la Ley Nº 27444 del Procedimiento Administrativo General (artículo 20).
Ahora bien, especialmente dentro de un proceso penal, el derecho de defensa, presenta una
doble dimensión: una material, en virtud de la cual el inculpado tiene el derecho de ejercer su propia
defensa desde el momento en el que conoce la acusación en su contra; y otra formal, que implica el
asesoramiento y patrocinio de un abogado elegido libremente por el justiciable todo el tiempo que
dure el proceso. Pero, cuando un procesado no cuenta con los recursos económicos necesarios para
71
solventar los costos de tener un defensor de su elección, el Estado se encuentra en la obligación de
proporcionarle un defensor de oficio.
En cualquier caso, la defensa letrada implica el asesoramiento de un profesional con
formación jurídica, y procura asegurar el principio de igualdad de armas y la realización de
contradictorio. Es así que resulta inconstitucional que su ejercicio sea delegado a efectivos militares
sin formación en el área del Derecho, so pretexto de que en determinados lugares no hay letrados.
Respecto a este tema, el Tribunal determinó que es posible, bajo ciertos requisitos, que el
procesado que tenga la condición de abogado pueda ejercer por sí mismo su derecho de defensa.
Pero, por el contrario, señaló que no existe dicha posibilidad para un procesado sin formación
jurídica. Ello implicaría, a juicio del Tribunal:
“[…] someterlo a un estado de indefensión por ausencia de una asistencia letrada, versada en
el conocimiento del Derecho y de la técnica de los procedimientos legales, situación que, además,
quebranta el principio de igualdad de armas o igualdad procesal de las partes”. (Exp. N° 01425-2008-
HC/TC, FJ. 10)
Estas serían las implicancias también para aquel caso en el que el imputado renuncie a su
derecho de defensa.
La defensa letrada implica el asesoramiento de un profesional con formación jurídica, y
procura asegurar el principio de igualdad de armas y la realización de contradictorio. Solo bajo ciertos
requisitos es posible que el procesado que tenga la condición de abogado pueda ejercer por sí mismo
su derecho de defensa, no existiendo tal posibilidad para un procesado sin formación jurídica alguna.
En esta lógica, resulta inconstitucional que el ejercicio de este derecho sea delegado a efectivos
militares sin formación en el área del Derecho, so pretexto de que en determinados lugares no hay
letrados.
La garantía de que los justiciables no queden en estado de indefensión se proyecta a lo largo
de todo el proceso y, en los procesos penales, abarca incluso la etapa de investigación judicial. Entre
las garantías mínimas que deben respetarse se encuentra, como dispone el artículo 8.2 de la
Convención Americana de Derechos Humanos, el derecho del inculpado de comunicarse libre y
privadamente con su defensor, y la necesidad de conceder al inculpado el tiempo razonable y los
medios adecuados para la preparación de su defensa de manera plena y eficaz.
Ahora, si bien la implementación de locutorios limita el contacto directo entre el interno y su
abogado defensor, ello no implica transgresión alguna a la comunicación personal asegurada por el
inciso 14 del artículo 138 de la Norma Suprema, siempre que se asegure la confidencialidad de la
conversación entre el abogado y su defendido, así como la estrategia diseñada para rebatir los cargos.
Aunque el inciso 14) del artículo 139 de la Constitución pareciera reducir el reconocimiento
del derecho de defensa al ámbito procesal, de una interpretación sistemática de dicho precepto
constitucional se entiende que, dentro del ámbito penal, el derecho a no ser privado de defensa
comprende asimismo la etapa de investigación judicial, desde su inicio. Y es que la garantía de que los
justiciables no queden en estado de indefensión se proyecta a lo largo de todo el proceso, por ende,
contiene un conjunto de garantías mínimas que deben respetarse en todo momento.
Entre ellas se encuentra, como dispone el artículo 8.2 de la Convención Americana de
Derechos Humanos, el derecho del inculpado de comunicarse libre y privadamente con su defensor, y
la necesidad de conceder al inculpado el tiempo razonable y los medios adecuados para la
preparación de su defensa de manera plena y eficaz. Es decir, que a juicio del Tribunal:
“[…] ante la formulación de una denuncia, debe mediar un tiempo razonable entre la
notificación de la citación y la concurrencia de la persona citada, tiempo que permita preparar
72
adecuadamente la defensa ante las imputaciones o cargos en contra, considerándose, además, el
término de la distancia cuando las circunstancias así lo exijan”. (Exp. N° 1268-2001-HC/TC, FJ. 3.66)
Ahora, el derecho de defensa contiene dos principios relevantes del derecho penal: el
principio de contradicción y el principio acusatorio. El primero exige que el imputado conozca de
manera clara los hechos precisos que se le imputan. El segundo, por otro lado, exige que el órgano
encargado de la acusación fiscal sea distinto al juzgador, y que lleve el proceso en observancia de las
normas que rigen el proceso penal peruano.
El derecho de defensa se concretiza en la declaración instructiva o declaración del imputado,
la cual presenta una doble condición. Por un lado se trata de un medio de investigación, en virtud del
cual el juez o el fiscal deben indagar sobre los cargos formulados en contra del procesado. Por otro
lado, constituye un medio de defensa que permite al procesado formular, con el asesoramiento de un
abogado, los alegatos en su defensa con el objeto de desvirtuar los actos imputados.
Esta última condición no sería posible si el acusado no entendiese el idioma usado en los
tribunales. Es así que en base a lo dispuesto en los artículos 2.19 de la Constitución Política del Perú,
14.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y 8.2 de la Convención Americana sobre
Derechos Humanos, el Tribunal Constitucional ha dispuesto como exigencia que al acusado que no
comprenda o hable el idioma empleado en el tribunal se le asigne de manera gratuita un intérprete o
traductor. Incluso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que “(…) toda
declaración de una persona que no comprenda o no hable adecuadamente el idioma en el cual ésta le
es tomada, carece de valor”. (1983, Informe sobre la situación de los Derechos Humanos de un sector
de la población nicaragüense de origen Mismito. Parte II, secc., D, párr. 17 d).- Ello a fin de respetar
tanto las garantías mínimas del procesado como sus derechos culturales.
Una vez indagados los hechos, el tribunal encargado debe emitir su decisión guardando
congruencia entre los términos de la acusación y el pronunciamiento final; es decir, no puede
pronunciarse más allá de los términos de la imputación. De lo contrario sería inevitable afectar los
derechos de defensa y al debido proceso, toda vez que no se estaría orientando la defensa del
acusado a partir de argumentos específicos. Para sancionar ilícitos penales, entonces, debe
observarse el principio de concordancia entre la acusación y el tipo penal.
Finalmente, el artículo 8, numeral 2 la Convención Americana de Derechos Humanos
establece que: “Toda persona inculpada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia
mientras no se establezca legalmente su culpabilidad (…)”.
2. DERECHO A LA PRUEBA.
Este derecho, consagrado en el artículo 139 inciso 3 de la Constitución, asegura que los
justiciables realicen la actuación anticipada de los medios probatorios que consideren necesarios
para convencer al juez sobre la veracidad de sus argumentos, y que este valore las pruebas de
manera adecuada y motivada.
Constituye un derecho complejo conformado por otros diversos derechos orientados todos a
la defensa del debido proceso.
“[…] Está compuesto por el derecho a ofrecer medios probatorios que se consideren
necesarios, a que estos sean admitidos, adecuadamente actuados, que se asegure la producción o
conservación de la prueba a partir de la actuación anticipada de los medios probatorios y que estos
sean valorados de manera adecuada y con la motivación debida, con el fin de darle el mérito
probatorio que tenga en la sentencia. La valoración de la prueba debe estar debidamente motivada
73
por escrito, con la finalidad de que el justiciable pueda comprobar si dicho mérito ha sido efectiva y
adecuadamente realizado”. (Exp. N° 06712-2005-HC/TC, FJ. 15.68)
En este sentido, puede reconocerse una doble dimensión a este derecho: subjetiva y objetiva.
La primera se relaciona con el derecho fundamental de los justiciables o de un tercero con legítimo
interés de presentar, en un proceso o procedimiento, los medios probatorios pertinentes para
acreditar su pretensión o defensa. La segunda, por otro lado, comporta el deber del juez de causa de
solicitar los medios de prueba necesarios, y de darles mérito jurídico, bajo motivación razonada y
objetiva.
Ahora, toda prueba para ser valorada en un proceso debe reunir ciertas características: (1)
Veracidad objetiva, en virtud de la cual la prueba debe reflejar de manera exacta lo acontecido en la
realidad, ello para asegurar que el elemento probatorio se ajuste a la verdad y no haya sido
manipulado; (2) Constitucionalidad de la actividad probatoria, la cual prohíbe la obtención, recepción
y valoración de pruebas que vulneren derechos fundamentales o transgredan el orden jurídico; (3)
Utilidad de la prueba, que verifica la utilidad de la prueba siempre que ésta produzca certeza judicial
para la resolución del caso; (4) Pertinencia de la prueba, según la cual la prueba se reputará
pertinente si guarda relación directa con el objeto del procedimiento.
Es preciso destacar que el derecho a que se admitan los medios probatorios no implica que el
órgano jurisdiccional tenga que admitirlos todos.
“[…] El Código Adjetivo ha adoptado el sistema de la libre valoración, señalando que los
medios probatorios deben ser valorados en forma conjunta y merituados en forma razonada, lo cual
no implica que el Juzgador, al momento de emitir sentencia, deba señalar la valoración otorgada a
cada prueba actuada, sino únicamente lo hará respecto a los medios probatorios que de forma
esencial y determinada han condicionado su decisión […]”.(Casación Nº 823-2010, Sala Civil
Permanente (Lima), considerando noveno, de fecha 27 de enero del 2011)
Existen, pues, presupuestos necesarios para que los medios de prueba ofrecidos sean
admitidos. Por un lado, la pertinencia exige que los medios probatorios sustenten los hechos
relacionados de manera directa con el objeto del proceso.
La conducencia o idoneidad implica que el medio probatorio no se encuentre prohibido en
cierta vía procedimental o para verificar determinados hechos. En esta línea, la licitud prohíbe que los
medios probatorios obtenidos en contravención del ordenamiento jurídico sean admitidos. Pese a
existir estos límites, algunos presupuestos prohibidos inicialmente, como el interrogar a quienes
elaboran el atestado policial, pueden justificarse cuando con ello se persiga proteger derechos
fundamentales de gran valor, como la vida y la integridad personal.
La utilidad de la prueba, por otro lado, se presenta cuando ésta contribuye a dilucidar la
verdad de los hechos de manera probable o certera. Así, no serán admitidos medios probatorios que
acrediten hechos no controvertidos, notorios o de pública evidencia, imposibles, que se hayan
presentado antes, que sean inadecuados para verificar los hechos que se pretende probar, o que
traten de desvirtuar una decisión con calidad de cosa juzgada.
Y como en todo proceso, la preclusión o eventualidad exige que los medios probatorios sean
presentados en su oportunidad para ser admitidos. El plazo para solicitar dicha admisión es
determinado por las normas procesales sobre la materia. Tenemos así que en un proceso penal, la ley
procesal específica exige que los medios probatorios sean presentados durante el juicio oral para que,
confrontados con otras pruebas, permitan al juzgador determinar la inocencia o culpabilidad del
procesado.
En este caso se realiza una valoración conjunta de las pruebas en virtud de la cual el valor
jurídico de una prueba específica debe ser confirmado por otros elementos probatorios de igual
74
naturaleza y mencionados de manera expresa en la sentencia. De ello derivan dos exigencias para el
juez: la no omisión valorativa de pruebas aportadas dentro del marco del respeto a los derechos
fundamentales y las leyes que las regulan, y la exigencia de utilizar criterios objetivos y razonables
para darle valor jurídico a las mismas.
Estos criterios de valoración de la prueba son menos formales en los procesos de hábeas
corpus que en los ordinarios, en el sentido de que no solo las pruebas directas, testimoniales o
documentales pueden fundamentar la sentencia, sino también los indicios, presunciones y pruebas
circunstanciales, siempre que de ellos deriven conclusiones consistentes.
De cualquier forma, son las partes del proceso quienes deben aportar y probar los hechos
que afirman. El demandante tiene así, la carga de probar los hechos que afirman su pretensión,
mientras que el demandado debe además probar los hechos que contradicen la demanda. El Tribunal
Constitucional sobre este tema ha indicado que:
“[…] Frente a una sanción carente de motivación, tanto respecto de los hechos como también
de las disposiciones legales que habrían sido infringidas por los recurrentes, no puede trasladarse
toda la carga de la prueba a quien precisamente soporta la imputación, pues eso significaría que lo
que se sanciona no es lo que está probado en el procedimiento, sino lo que el imputado, en este caso,
no ha podido probar como descargo en defensa de su inocencia”. (Exp. N° 2192-2004-AA/TC, FJ. 13.)
Es por ello que dentro de un proceso penal puede hablarse de elementos probatorios
directos e indirectos, estos últimos referidos a circunstancias fácticas que indirectamente pueden
esclarecer los hechos en discusión. En este ámbito, una peculiar institución es la “prueba trasladada”,
por la cual se incorpora actuación probatoria de un proceso fuente a un proceso en curso.
“[…] Dos son los presupuestos legales de la incorporación de actuaciones probatorias
procedentes del proceso fuente: (i) que provengan de otro proceso penal, y (ii) que el proceso receptor
o el proceso fuente se refieran a delitos perpetrados por miembros de una organización criminal o
asociación ilícita para delinquir […]”.(Exp. Nº A.V. 19 – 2001, FJ.71.)
No existen límites al traslado probatorio de las pruebas documentales, dictámenes periciales
e informes, pero sí al del resto de actuaciones probatorias, las cuales deben ser indispensables en el
proceso en curso, esto es, deben ser
“[…] de imposible consecución o difícil reproducción por riesgo de pérdidas de la fuente de
prueba o de amenaza para un órgano de prueba”. Ello supone acreditar la existencia de un motivo
razonable que impida la actuación de la prueba en el proceso receptor[…]”. (Op Cit.)
Como se mencionó ya, es en la audiencia del juicio oral donde los hechos enjuiciados toman
contacto directo con los medios de prueba. De modo que corresponde en esta sesión realizar las
diligencias necesarias para determinar de manera fehaciente la inocencia o culpabilidad del acusado,
bajo sanción de nulidad de la sentencia, según dispone el artículo 301 del Código de Procedimientos
Penales.
En el caso de los procesos constitucionales, la prueba está orientada a demostrar que “[…] la
amenaza de vulneración alegada por el demandante es cierta y de inminente realización, o que la
vulneración del derecho fundamental alegado ha sido producida de manera real y efectiva, o que se
ha convertido en irreparable […]”. (Exp. N° 04762-2007-AA/TC, FJ. 7.69)
Ello con la finalidad de que el juez, estimada la demanda, ordene la reposición de las cosas al
estado anterior o prohíba al emplazado incurrir en los hechos que motivaron la interposición de la
demanda, o desestimada la demanda, y de ser el caso, imponga al demandante el pago de costas y
costos.
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Es decir, el juez en un proceso constitucional debe determinar la legitimidad o ilegitimidad del
acto reputado como lesivo para, de ser el caso, restablecer su ejercicio ante una afectación arbitraria.
De ahí que el juez no tenga que actuar pruebas en este tipo de proceso, toda vez que en él no debe
encontrarse en discusión la titularidad de un derecho, sino solo su irrazonable o no vulneración. Pero
ello no impide que el juez pueda solicitar a las partes la presentación de pruebas cuando las
considere necesarias e indispensables.
Este derecho garantiza que quien juzgue sea un juez o tribunal de justicia ordinario
predeterminado con los procedimientos establecidos legalmente. Es así que la competencia
jurisdiccional se halla sujeta a reserva de ley orgánica, lo cual implica que:
“[…] a) El establecimiento en abstracto de los tipos o clases de órganos a los que se va a
encomendar el ejercicio de la potestad jurisdiccional, y b) la institución de las diferentes órdenes
jurisdiccionales y la definición genérica de su ámbito de conocimiento litigioso. Asimismo, que dicha
predeterminación no impide el establecimiento de sub especializaciones al interior de las
especializaciones establecidas en la Ley Orgánica del Poder Judicial, máxime si el artículo 82.28 de la
misma Ley Orgánica de Poder Judicial autoriza la creación y supresión de Distritos Judiciales, Salas de
Cortes Superiores y Juzgados, cuando así se requiera para la más rápida y eficaz administración de
justicia”. (Exp. N° 01937-2006-HC/TC, FJ. 2.71)
Es importante precisar que aunque en el derecho comparado el derecho al juez natural
comporte el atributo subjetivo del procesado a ser juzgado por un juez determinado por criterios de
competencia territorial, capacidad, actitud, presunta mayor especialización, etc., el derecho
reconocido en el inciso 3) del artículo 139, denominado precisamente “derecho al juez natural”,
subyace solo el derecho a no ser desviado de la jurisdicción preestablecida por la ley. Es en este
sentido que le otorga la comunidad jurídica nacional como debe entenderse el nomen iuris “derecho
al juez natural”.
Pero la predeterminación legal del juez hace referencia exclusivamente al órgano
jurisdiccional y no a la creación anticipada de las salas especializadas. Es así que las salas
especializadas anticorrupción no pueden considerarse “órganos de excepción”, toda vez que forman
parte de otras diversas salas, a las que únicamente se les ha encomendado ciertas materias. La
noción de “juez u órgano excepcional”, entonces, no debe confundirse con la de jurisdicciones
especializadas, estas últimas nacionalmente permitidas.
Asimismo, la creación de salas especializadas mediante resoluciones administrativas no
vulnera el derecho a la jurisdicción predeterminada por ley, ya que éstas solo constituyen
subespecialidades que vuelven más rápida y eficaz la administración de justicia. Es importante
destacar que resultan improcedentes los procesos constitucionales que busquen cuestionar la
competencia del órgano jurisdiccional cuando corresponda a aspectos estrictamente legales,
tratando de delimitar así el contenido protegido del debido proceso.
De las reglas previamente determinadas derivan las exigencias de que una persona no pueda
ser juzgada por reglas procesales dictadas en atención a determinados sujetos, ni el proceso pueda
ser alterado cuando una norma que se aplicó es modificada con posterioridad. La aplicación
inmediata de la ley, que supone la abrogación de la ley anterior, lleva la convicción de que la nueva
ley es mejor que la derogada. La fecha en la que se inicia el procedimiento constituye el momento
que marca la legislación aplicable en el caso.
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Sin embargo, la retroactividad benigna de la ley penal, consagrada en el segundo párrafo del
artículo 6 del Código Penal, es una excepción a esta regla, por la cual el juez sustituirá la sanción
impuesta por la que corresponda conforme a la nueva ley, siempre que esta última resulte más
favorable al condenado.
Un importante procedimiento preestablecido por la ley se encuentra presente en el
antejuicio de altos funcionarios, en el sentido de que ninguno de ellos puede ser investigado por el
Ministerio Público por una presunta comisión delictiva, si previamente el Congreso no lo ha sometido
a una acusación constitucional. Ello en base a lo dispuesto en los artículos 99 y 100 de la
Constitución, 89 del Reglamento del Congreso de la República, y la Ley Nº 27399. Los actos llevados a
cabo al margen de estas disposiciones resultan nulos.
Ahora bien, para que se respete el derecho al juez natural no basta con que esté establecido
previamente por la ley el tribunal competente, sino que también ejerza su función con la
independencia e imparcialidad que corresponde. Mientras que la garantía de la independencia, por
un lado, asegura que el juez u órgano juzgador se abstenga de influencias externas por parte de
poderes públicos o privados, la garantía de la imparcialidad se vincula a la exigencia interna de que el
juzgador no tenga ningún tipo de compromiso con alguna de las partes procesales o con el resultado
del proceso.
El derecho al juez imparcial se identifica con dos vertientes: subjetiva, la cual asegura que el
juez u órgano llamado a decidir sobre el litigio no tenga ningún tipo de interés personal; y objetiva,
según la cual toda persona tiene derecho a ser juzgada en el marco de determinadas condiciones
orgánicas y funcionales que aseguren la parcialidad del juzgador. Y es que tal como lo ha establecido
el Tribunal Europeo de Derechos Humanos:
“[…] [Debe recusarse todo juicio del que se pueda legítimamente temer una falta de
imparcialidad. Esto se deriva de la confianza que los tribunales de una sociedad democrática deben
inspirar a los justiciables […]”. (Caso De Cubber contra Bélgica, del 26 de octubre de 1984)
En palabras del Poder Judicial:
“[…] La imparcialidad […],tiene, aunque la doctrina procesalista tiende a relativizarla, dos
dimensiones, una de carácter subjetivo y vinculada con las circunstancias del juzgador, con la
formación de su convicción personal en su fuero interno en un caso concreto-test subjetivo-; y otra
objetiva, predicable de las garantías que debe ofrecer el órgano jurisdiccional y que se establece
desde consideraciones orgánicas y funcionales [la primera debe ser presumida mientras no se
demuestre lo contrario; y, la segunda reclama garantías suficientes para excluir cualquier duda
legítima sobre su imparcialidad] -test objetivo-”. (Acuerdo Plenario N° 3-2007/CJ-116, fundamento 6).
Asimismo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha aclarado que en abstracto no
pueden determinarse qué condiciones podrían indicar que el juzgador ha actuado de manera
imparcial, de modo que ello debe estimarse en cada caso concreto. Al respecto, el Tribunal
Constitucional ha establecido que esta autonomía del Poder Judicial constituye una garantía de la
administración de justicia y un atributo del propio juez, quien debe sentirse sujeto únicamente al
imperio de la ley, a la Constitución, y a la defensa de los derechos humanos.
Es mediante la motivación de sus resoluciones, hechas ante la opinión pública, que los jueces
atestiguan la imparcialidad e independencia de su actuación jurisdiccional. Y es que “[…] son las
razones de sus decisiones, su conducta en cada caso y su capacidad profesional expuesta en sus
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argumentos, lo que permite a todo juez dar cuenta pública de su real independencia”. (Exp. N° 00654-
2007-AA/TC, FJ. 23)
Pero las opiniones vertidas por los propios miembros del Poder Judicial sobre procesos de
gran relevancia social que aún no han adquirido la calidad de cosa juzgada o que aún no se
encuentran en la etapa de juicio público, en muchas ocasiones, afectan negativamente la garantía de
imparcialidad de los jueces encargados de emitir la decisión final, toda vez que tales declaraciones
podrían generar una conciencia contraria a lo que podría ser el fallo. Las presiones públicas
finalmente podrían generar expectativas de resolución y desviar la posición del juzgador como
tercero imparcial.
Este derecho, reconocido en el inciso 3 del artículo 139 de la Constitución, garantiza que una
persona sea juzgada bajo reglas procedimentales previamente establecidas, pero ello no significa que
tengan que respetarse todas y cada una de estas reglas pues, de ser así, bastaría un mínimo vicio en
el proceso para que se produzca la violación de este derecho.
De las reglas previamente determinadas derivan las exigencias de que una persona no pueda
ser juzgada por reglas procesales dictadas en atención a determinados sujetos, ni el proceso pueda
ser alterado cuando una norma que se aplicó es modificada con posterioridad. Respecto de este
último punto es importante mencionar que la fecha en la que se inicia el procedimiento constituye el
momento que marca la legislación aplicable en el caso.
Es así que en lo que atañe a beneficios penitenciarios, y conforme se desprende de los
artículos 50 y 55 del Código de Ejecución Penal, la fecha de presentación de la solicitud para acogerse
a los mismos es la que determina las leyes aplicables. Así, en un caso, la beneficiaria Beltrán Ortega,
condenada en un primer momento por el delito de Tráfico de Influencias, previsto en el artículo 400,
Capítulo II, sobre Delitos Cometidos por Funcionarios Públicos del Código Penal, solicitó acogerse a
los beneficios penales y penitenciarios de la Ley Nº 27770 (para delitos contra la Administración
Pública), vigente al momento en el que cometió el delito. Su solicitud de semilibertad fue finalmente
acatada en primera y segunda instancia.
Otro importante procedimiento preestablecido por la ley se encuentra presente en el
antejuicio de altos funcionarios, en el sentido de que ninguno de ellos puede ser investigado por el
Ministerio Público por una presunta comisión delictiva, si previamente el Congreso no lo ha sometido
a una acusación constitucional. Ello en base a lo dispuesto en los artículos 99 y 100 de la
Constitución, 89 del Reglamento del Congreso de la República, y la Ley Nº 27399. Los actos llevados a
cabo al margen de estas disposiciones resultan nulos.
6. DERECHO A LA MOTIVACIÓN.
El artículo 139.5 de la Constitución dispone que toda resolución emitida por cualquier
instancia judicial, incluido el Tribunal Constitucional, debe encontrarse debidamente motivada. Es
decir, debe manifestarse en los considerandos la radio decidendi que fundamenta la decisión, la cual
debe contar, por ende, con los fundamentos de hecho y derecho que expliquen por qué se ha
resuelto de tal o cual manera. Solo conociendo de manera clara las razones que justifican la decisión,
los destinatarios podrán ejercer los actos necesarios para defender su pretensión.
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Y es que la exigencia de que las resoluciones judiciales sean motivadas, por un lado, informa
sobre la forma como se está llevando a cabo la actividad jurisdiccional, y por otro lado, constituye un
derecho fundamental para que los justiciables ejerzan de manera efectiva su defensa. Este derecho
incluye en su ámbito de protección el derecho a tener una decisión fundada en Derecho. Ello supone
que la decisión esté basada en normas compatibles con la Constitución, como en leyes y reglamentos
vigentes, válidos, y de obligatorio cumplimiento.
“[…] La motivación de las resoluciones judiciales como principio y derecho de la función
jurisdiccional (…), es esencial en las decisiones judiciales, en atención a que los justiciables deben
saber las razones por las cuales se ampara o desestima una demanda, pues a través de su aplicación
efectiva se llega a una recta administración de justicia, evitándose con ello arbitrariedades y además
permitiendo a las partes ejercer adecuadamente su derecho de impugnación, planteando al superior
jerárquico, las razones jurídicas que sean capaces de poner de manifiesto, los errores que puede
haber cometido el Juzgador.[…]”. (Casación Nº 918-2011 (Santa), Sala Civil Transitoria, considerando
séptimo, de fecha 17 de mayo del 2011).
Si bien el artículo 139 inciso 5 de la Constitución menciona de manera expresa que la
motivación de las resoluciones debe realizarse de forma escrita, no puede aceptarse una
interpretación meramente literal del mismo, “[…]pues de ser así se opondría al principio de oralidad y
a la lógica de un enjuiciamiento que hace de las audiencias el eje central de su desarrollo y expresión
procesal. […]”. ( Acuerdo Plenario N° 6–2011/CJ–116, fundamento 13)
Ahora bien, este derecho no garantiza una determinada extensión de la motivación, sino que
exista suficiente sustento fáctico y jurídico en la decisión y que, además, haya relación entre lo pedido
y lo resuelto. Esto último quiere decir que el razonamiento que utilice el juez debe responder a las
alegaciones de las partes del proceso. Sobre esto, existen dos situaciones que vuelven incongruente
esta relación: cuando el juez altera o excede las peticiones planteadas (incongruencia activa), y
cuando no contesta dichas pretensiones (incongruencia omisiva). Pero ello no significa que todas y
cada una de las alegaciones de las partes sean, de manera necesaria, objeto de pronunciamiento,
sino solo aquellas relevantes para resolver el caso.
La suficiente motivación, por otro lado, se refiere al mínimo de argumentos exigible para que
una decisión se considere debidamente motivada. Para ello, el juez debe razonar atendiendo a las
circunstancias de hecho y derecho imprescindibles para asumir la decisión. Esto “[…] resulta
fundamental para apreciar la justicia y razonabilidad de la decisión judicial en el Estado democrático,
porque obliga al juez a ser exhaustivo en la fundamentación de su decisión y a no dejarse persuadir
por la simple lógica formal”. (Exp. N° 00728-2008-HC/TC, FJ. 7)
Pero la motivación deviene en defectuosa cuando, además de carecer de argumentos
jurídicos y fácticos sólidos, ocurren dos presupuestos. Primero, cuando de las premisas previamente
establecidas por el juez resulte una inferencia inválida; y segundo, cuando exista tal incoherencia
narrativa en el discurso, que vuelva confusa la fundamentación de la decisión. La motivación debe
ser, pues, lógica y coherente.
En este sentido, se ha señalado que:
“[…] Una motivación comporta la justificación lógica, razonada y conforme a las normas
constitucionales y legales señaladas, así como con arreglo a los hechos y petitorios formulados por las
partes; por consiguiente, una motivación adecuada y suficiente comprende tanto la motivación de
hecho o in factum (en el que se establecen los hechos probados y no probados mediante la valoración
conjunta y razonada de las pruebas incorporadas al proceso, sea a petición de parte como de oficio,
subsumiéndolos en los supuestos fácticos de la norma), como la motivación de derecho o in jure (en el
que selecciona la norma jurídica pertinente y se efectúa una adecuada interpretación de la misma).
Por otro lado, dicha motivación debe ser ordenada, fluida, lógica; es decir, debe observar los
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principios de la lógica y evitar los errores in cogitando, esto es, la contradicción o falta de logicidad
entre los considerandos de la resolución […]”. (Recurso de Casación Nº 1068-2009, Sala Civil
Transitoria (Lima), considerando sétimo, de fecha 21 de enero del 2011).
Tal es así que, en el ámbito penal, el derecho a la debida motivación:
“[…] garantiza que la decisión expresada en el fallo sea consecuencia de una deducción
razonable de los hechos del caso, las pruebas aportadas y la valoración jurídica de ellas en la
resolución de la controversia. En suma, garantiza que el razonamiento empleado guarde relación y
sea proporcionado y congruente con el problema que al juez penal corresponde resolver”. (Exp. N°
1230-2002-HC/TC, FJ. 11)
Además, la motivación en el auto de apertura de instrucción no debe limitarse a la puesta en
conocimiento del justiciable sobre los cargos que se le imputan, sino que debe asegurar también que
la acusación que se le hace sea cierta, clara y precisa. El juez debe, pues, describir de manera
detallada los hechos que se imputan y los elementos probatorios en que fundamentan los mismos.
En el caso de decisiones de rechazo de demanda o que impliquen la afectación a derechos
fundamentales, la motivación debe ser especial, toda vez que en estos casos “[…] la motivación de la
sentencia opera como un doble mandato, referido tanto al propio derecho a la justificación de la
decisión como también al derecho que está siendo objeto de restricción por parte del Juez o Tribunal”.
(Exp. N° 00728-2008-HC/TC, FJ. 7)
Es así que la detención judicial preventiva, límite al derecho fundamental a la libertad, exige
una motivación especial que asegure que el juez ha actuado en conformidad con la naturaleza
excepcional, subsidiaria y proporcional de esta medida cautelar. Por ello:
“[…] de conformidad con el artículo 135 del Código Procesal Penal, modificado por la Ley N°
27226, es preciso que se haga referencia y tomen en consideración, juntamente con las
características y la gravedad del delito imputado y de la pena que se podrá imponer, las
circunstancias concretas del caso y las personales del imputado”. (Exp. N° 1260-2002-HC/TC, FJ. 7)
En cualquier caso, la falta de motivación puede dar lugar a la nulidad procesal, siempre que:
“[…] el defecto de motivación genere una indefensión efectiva –no ha tratarse de una mera
infracción de las normas y garantías procesales–. Ésta únicamente tendrá virtualidad cuando la
vulneración cuestionada lleve aparejada consecuencias prácticas, consistentes en la privación de la
garantía de defensa procesal y en un perjuicio real y efectivo de los intereses afectados por ella, lo
que ha de apreciarse en función de las circunstancias de cada caso […]”.(Acuerdo Plenario N° 6–
2011/CJ–116, fundamento 11).
Se trata de un derecho que posee un doble carácter: subjetivo, por el que se constituye en un
derecho fundamental, y objetivo, por el que comporta valores constitucionales. Ello en tanto que
contiene diversos principios como la libre valoración de las pruebas por parte de los jueces u órganos
jurisdiccionales dentro de un proceso penal, la expedición de una sentencia condenatoria
debidamente motivada, y la suficiente actividad probatoria para asegurar la existencia del hecho
punible y la responsabilidad penal del acusado.
Es decir, la sola imputación del procesado no basta para declararlo culpable sino que rige, por
el contrario, el principio de que dicha persona sea considerada inocente hasta que una sentencia
demuestre lo contrario. Y es que, como todo derecho fundamental, el derecho a la presunción de
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inocencia no es absoluto. La relatividad de este derecho implica que se trate de una presunción iuris
tántum antes que de una presunción absoluta, de modo que la presunción de inocencia puede ser
desvirtuada con la correspondiente actividad probatoria.
Incluso nuestro ordenamiento jurídico admite, bajo criterios de razonabilidad y
proporcionalidad, ciertas medidas cautelares −como la detención judicial preventiva− necesarias para
esclarecer los hechos en cuestión. Cabe destacar que el Tribunal Constitucional ha indicado que la
detención judicial preventiva o provisional:
“[…] [n]o se trata de una medida punitiva, de modo que mediante ella no se adelanta opinión
respecto a la culpabilidad del imputado en el ilícito que es materia de acusación, por cuanto ello
implicaría quebrantar el principio constitucional de presunción de inocencia”. (Exp. N° 03965-2006-
HC/TC, FJ. 4)
Para enervar la presunción de inocencia del imputado deben confluir los siguientes
requisitos:
“[…]a) verosimilitud, esto es, que a las afirmaciones [del agraviado] concurran
corroboraciones periféricas de carácter objetivo, y b) persistencia en la imputación, es decir, que debe
ser prolongada en el tiempo, sin ambigüedades ni contradicciones[…]”. (Recurso de Nulidad Nº 2321-
2010, Sala Penal Transitoria (Puno), considerando sexto, de fecha 21 de enero del 2011.)
Si bien la enervación de la presunción de inocencia se logra principalmente mediante pruebas
directas, ello no es óbice para que la prueba por indicios sea igualmente aceptada, siempre que por
medio de un razonamiento basado en el nexo causal y la lógica se corroboren los hechos imputados.
La relatividad de este derecho se manifiesta también en la admisión de nuestro
ordenamiento jurídico bajo criterios de razonabilidad y proporcionalidad, de ciertas medidas
cautelares −como la detención judicial preventiva− necesarias para esclarecer los hechos en cuestión.
Mediante la detención judicial preventiva o provisional no se atribuye anticipadamente culpabilidad
al imputado, pues ello contravendría el principio constitucional de presunción de inocencia.
En esta misma línea, la investigación fiscal dirigida por el Ministerio Público no implica un
quiebre a la presunción de no culpabilidad. Y es que ante los indicios de la comisión de un delito,
resulta necesaria la investigación sobre su perpetración pero es irrazonable e inconstitucional que
una persona sea sometida a una investigación fiscal o judicial permanentes, si no existen causas
probables ni búsqueda razonable de la comisión del delito.
En tanto que la inocencia se presume cierta hasta que no se acredite lo contrario, el acusado
no puede tener la carga de probarla, sino que corresponde a los acusadores realizar todos los actos
probatorios que, con certeza, acrediten la responsabilidad administrativa o judicial de las
imputaciones. Pero, la lesión del derecho a la presunción de inocencia se realiza tanto cuando se
sanciona sin prueba fehaciente como cuando se responsabiliza al investigado por actos u omisiones
que no cometió.
Es la existencia de una sentencia firme la única que puede determinar si una persona es
culpable o si se mantiene en estado de inocencia. Mientras ello no ocurra, toda persona debe ser
considerada inocente antes y durante el proceso. En esta lógica, el principio indubio pro reo exige
que, ante un caso de duda sobre la responsabilidad del imputado, el juez resuelva de la manera más
favorable para éste; es decir, absolviéndolo de todo cargo antes que condenándolo. Este principio se
fundamenta en el derecho a la presunción de inocencia, y el reconocimiento constitucional de la
defensa de la persona humana y el respeto a su dignidad como fin supremo de la sociedad y el Estado
(artículo 1 de la Carta Fundamental).
Es importante notar que mientras la presunción de inocencia protege que a falta de pruebas
no se condene a una persona, el principio indubio pro reo supone la existencia de pruebas, las cuales,
81
sin embargo, no son suficientes para determinar con plena certeza la culpabilidad o inocencia del
imputado. Sobre esto el Tribunal ha señalado que:
“[…] La sentencia, en ambos casos, será absolutoria, bien por falta de pruebas (presunción de
inocencia), bien porque la insuficiencia de las mismas -desde el punto de vista subjetivo del juez-
genera duda de la culpabilidad del acusado (indubio pro reo), lo que da lugar a las llamadas
sentencias absolutorias de primer y segundo grado, respectivamente”. (Exp. N° 00728-2008-HC/TC, FJ.
37).
Es constitutivo del quehacer jurisdiccional que las decisiones judiciales de un juez de primer
grado puedan ser revisadas por las cortes o tribunales de segundo grado, porque el error o falla
humana en la interpretación del hecho y derecho es una posibilidad que no puede quedar
desprotegida. Por ello, el derecho a la pluralidad de instancias tiene como finalidad garantizar que lo
resuelto por un órgano jurisdiccional pueda ser revisado en instancias superiores a través de los
correspondientes medios impugnatorios formulados dentro del plazo legal lo cual no implica, de
manera necesaria, que todas las pretensiones planteadas por medio de recursos impugnatorios sean
amparadas, ni que cada planteamiento en el medio impugnatorio sea objeto de pronunciamiento.
Tampoco implica que todas las resoluciones emitidas al interior del proceso puedan ser objeto de
impugnación; corresponde al legislador determinar en qué casos, aparte de la resolución que pone
fin a la instancia, puede proceder la impugnación; corresponde al legislador determinar en qué casos,
aparte de la resolución que pone fin a la instancia, puede proceder la impugnación. El Poder Judicial
ha señalado al respecto que:
”[…] el derecho al recurso —vinculado directamente con la pluralidad de instancias— no es
absoluto, en tanto se requiere la previsión de la ley para el acceso a la impugnación respecto a las
resoluciones emanadas del Tribunal Superior; que, por tanto, la desestimación de una impugnación
respecto a una resolución que no se encuentra regulada en la ley como recurrible, no implica la
vulneración del citado precepto constitucional, ni una decisión irracional o arbitraria, pues no existe
una permisión del acceso al recurso[…]” . (Recurso de Nulidad Nº 743-2010, Sala Penal Transitoria
(Santa), considerando quinto, de fecha 04 de marzo del 2011.)
Aunque el inciso 6) del artículo 139 no precise la cantidad de instancias a las que es posible
recurrir, el contenido constitucional protegido en este derecho exige que, por lo menos, exista una
doble instancia. El número de instancias puede variar en relación a la naturaleza (civil, penal,
administrativo o constitucional) de las materias que se discuten en el proceso.
A diferencia de lo que ocurre en un proceso judicial, en sede administrativa, la pluralidad de
instancias no es un contenido esencial protegido en el proceso; y es que no toda resolución puede ser
objeto de impugnación en dicha sede. Por ende, el hecho de que en sede administrativa no se pueda
acceder a una instancia administrativa superior no constituye de manera necesaria una violación al
derecho a la pluralidad de instancias.
Asimismo, en el seno de un proceso de amparo no puede cuestionarse el criterio utilizado por
un juez o tribunal al resolver un tema de su competencia. El Poder Judicial ha indicado que:
“[…] ni el amparo es un recurso de casación, ni éste abre las puertas de la justicia
constitucional para que ésta termine constituyéndose en una instancia más, a modo de prolongación
de las que existen en la jurisdicción ordinaria. El Tribunal Constitucional no puede, pues, revisar las
sentencias dictadas por los jueces ordinarios que actúen en la esfera de su competencia respetando
82
debidamente los derechos fundamentales de orden procesal”. (P.A. Nº 982-2010 (LIMA), Sala de
Derecho Constitucional y Social Permanente, considerando cuarto, de fecha 20 de enero del 2011.)
Por otro lado, y conforme lo dispone el artículo 5.2 del CPC, las resoluciones emitidas por el
Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), solo podrán ser recurridas a través de un proceso
constitucional cuando se trate de resoluciones definitivas que no fueron dictadas en audiencia de los
interesados o que carezcan de motivación. Resulta necesario, entonces, crear al menos una segunda
instancia dentro del CNM a fin de controlar su actuación y proteger a los justiciables. Se sabe que esta
institución opera en plenario y en comisiones, de modo que sería perfectamente permisible que una
comisión resuelva en primera instancia, y el plenario en segunda.
83
aumentándola o disminuyéndola, cuando ésta no corresponda a las circunstancias de la comisión del
delito’”. (Exp. N° 1231-2002-HC/TC, FJ. 2.)
Cabe destacar que en sede penal, la sala emplazada tiene la obligación de suministrar
gratuitamente copias de los actuados para la interposición del recurso de queja. Es así que en una
resolución, el Tribunal Constitucional consideró ilegal la actuación de una sala emplazada que
apercibió al recurrente a que asumiera el costo de los actuados solicitados, amenazándolo, en caso
contrario, con dejar sin efecto el recurso de queja.
84
Asimismo, el derecho al plazo razonable es exigible en la aplicación de una medida cautelar,
lo que se traduce en que no se puede mantener a una persona privada de su libertad durante un
tiempo irrazonable. Esta exigencia tiene como finalidad evitar la eventual injusticia ocasionada por la
lentitud en la administración de justicia, prefiriendo que el culpable salga libre mientras espera su
condena, en vez de que el inocente permanezca encarcelado a la espera de su absolución. El derecho
a ser juzgado en un plazo razonable afianza el artículo 1 de la Constitución, por el que debe
anteponerse a la persona frente al Estado. La prisión provisional, para ser reconocida como
constitucional, debe estar limitada por los principios de proporcionalidad, razonabilidad,
subsidiariedad, necesidad y excepcionalidad.
“Debe señalarse, además, que la permanencia de una medida cautelar de abstención en el
ejercicio del cargo durante un plazo irrazonable constituye una vulneración del derecho a la
presunción de inocencia (inciso 24, literal e), del artículo 2 de la Constitución), dado que ocasiona que
el servidor público se encuentre separado de su cargo durante un tiempo prolongado sin que se emita
un fallo definitivo en el que se demuestre su culpabilidad o responsabilidad”. (Exp. N° 02589-2007-
AA/TC, FJ. 8).
85
pronunciamiento constituye, en consecuencia, un antecedente lógico respecto a aquello que
nuevamente se pretende someter a juzgamiento”. (Exp. N° 03789-2005-HC/TC, FJ. 9)
Presenta además, eficacia negativa, por la que se excluye la posibilidad de emitir
pronunciamientos judiciales con el mismo objeto procesal cuando ya haya sido resuelto de manera
firme: ninguna persona puede ser juzgada dos veces por los mismos fundamentos (ne bis in ídem).
Es preciso aclarar que para que una sentencia adquiera la calidad de cosa juzgada no basta
que estén presentes sus elementos formal y material, o que exista un pronunciamiento sobre el
fondo, como prevé el artículo 6 del Código Procesal Constitucional. Y es que una sentencia dictada
dentro de un proceso judicial ordinario o un proceso constitucional, aun cuando se pronuncie sobre
el fondo, no puede generar cosa juzgada cuando contravenga valores y principios constitucionales, o
cuando vulnere derechos fundamentales o desconozca la interpretación de las normas con rango de
ley, reglamentos y los precedentes vinculantes del Tribunal Constitucional.
Por ello la Constitución, en su artículo 200, inciso 2, ha previsto el mecanismo del amparo
para proteger derechos fundamentales, incluso cuando el presunto vulnerador sea una autoridad
judicial. De modo que, de los principios de concordancia práctica y unidad de la Constitución, y de
una interpretación sistemática de los artículos 139.2, 139.13 y 200.2 de la misma, se puede concluir
que las resoluciones en las que se han vulnerado derechos fundamentales podrán ser revisadas, vía
proceso constitucional de amparo, incluso cuando tengan la calidad de cosa juzgada.
Una interpretación aislada de los mencionados artículos llevaría a la inconstitucional
conclusión que de ninguna forma podrían controlarse los actos de los órganos jurisdiccionales, aun
cuando transgredan derechos y libertades. Por otro lado, la noción de resolución firme tiene un
concepto formal y material. El primero establece que una sentencia adquiere firmeza simplemente
cuando se han agotado todos los recursos impugnatorios que la ley prevé, y el segundo complementa
esta definición señalando que, además, estos medios impugnatorios deben guardar la posibilidad de
revertir los efectos de la resolución.
“[…] Es decir, que si lo que se impugna es un auto y contra este se interpone un recurso de
nulidad alegando causales imaginarias, el pronunciamiento denegatorio que el juez emita sobre
dicho asunto no podrá entenderse como generador de la firmeza del referido auto, puesto que al no
haber sido correctamente impugnado se debe entender que el plazo se cuenta desde que fue emitido,
y no desde el pronunciamiento judicial que resuelve el supuesto “acto impugnatorio”. Entender lo
contrario no hace más que contribuir a un uso negligente de las instituciones jurídicas”. (Exp. 02494-
2005-AA/TC, FJ. 16)
Pero el no uso de recursos impugnatorios no vulnera el derecho a la cosa juzgada, puesto que
se entiende que si las partes no han hecho uso de dicha atribución es porque están conformes con lo
laudado. Es así que en materia constitucional puede hablarse de la prescripción extintiva de la acción,
esto es, “[…] la sanción legal que se le impone al titular de un derecho que pese a la agresión no
ejercita el medio de defensa en un lapso de tiempo previsto en la ley […]”. (P.A. Nº 2382-2010 (Piura),
Sala de Derecho Constitucional y Social Permanente, considerando octavo, 08-marzo-2011.)
Ahora bien, el derecho a la cosa juzgada se predica también de resoluciones judiciales
dictadas en aplicación de una ley de amnistía válida y constitucionalmente legítima, conforme lo
dispone el artículo 139, inciso 13, de la Constitución. De modo que, una vez decretado el derecho de
amnistía de conformidad con sus límites, los beneficiarios adquieren la titularidad del mismo.
Asimismo, las sentencias del Tribunal Constitucional que declaran la inconstitucionalidad de
una norma, tienen fuerza de ley, calidad de cosa juzgada, y son además vinculantes para todos. Del
mismo modo, la prescripción, causal de extinción de la posibilidad de investigar un hecho delictivo, y
por ende de la responsabilidad penal del presunto autor, produce los efectos de la cosa juzgada. Más
aún, el artículo 5 del Código de Procedimientos Penales señala que existe cosa juzgada cuando el
86
hecho denunciado ha sido objeto de una resolución firme, nacional o extranjera, en el proceso penal,
contra la misma persona. El Poder Judicial ha señalado al respecto que:
“[…] la cosa juzgada es considerada en el Código sustantivo como una causa de extinción de
la acción penal, conforme lo estipula el numeral dos del artículo setenta y ocho del referido cuerpo
legal; a su vez, el artículo noventa de dicho cuerpo normativo, prohíbe que se pueda perseguir a una
persona por segunda vez... en razón de un hecho punible sobre el cual se falló definitivamente”[…]”.
(Recurso de Nulidad Nº 303-2010, Sala Penal Transitoria (Piura), considerando cuarto y quinto, de
fecha 30 de marzo del 2011.)
Pero existen resoluciones judiciales, como el auto de apertura de instrucción, que de ningún
modo gozan del carácter de cosa juzgada, toda vez que de ellas derivan situaciones jurídicas que
carecen de firmeza e intangibilidad.
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XI. PRINCIPIOS INTEGRANTES DEL DEBIDO PROCESO
1. PRINCIPIO DE LEGALIDAD
88
disposición del derecho penal material, y una del derecho procesal penal. Según este, la regla por la
cual está prohibida la retroactividad de la ley rige en las normas del derecho penal material, salvo
cuando favorezca al reo. Así, el artículo 6 del Código Penal dispone que se aplicará la norma vigente al
momento de la comisión del hecho punible y, en caso de conflicto en el tiempo de normas penales,
se aplicará la más favorable al reo. Cabe destacar que, el momento que marca la legislación aplicable
en lo que atañe a los beneficios penitenciarios, es la fecha en la que se presentó la solicitud para
acogerse a alguno de estos.
A diferencia de lo que ocurre en el derecho penal material, la regla que rige en el derecho
procesal penal es la prohibición de la retroactividad.
“[…] La penalidad tiene que estar expresamente determinada, antes [de] que el hecho sea
cometido. La retroactividad de la ley penal hace referencia a la penalidad, a los fundamentos de la
penalidad. La prohibición de la retroactividad tiene que ver con todos los presupuestos materiales de
la pena, pero no con las normas procesales [...]”. (Harro, Otto. (2000). Grundkur Strafrecht.
Allgemeine Strafrechtslehre. Berlín-New York, Walter de Gruyter, pp. 18-19; en similares terminus ver
Wessels, J. y Beulke, W. (año). Strafrecht Allgemeiner Teil. Heidelberg, C.F. Müller Verlag, pp. 18-19).
En este sentido, el principio de tempus regit actum siempre es aplicable en las normas
procesales penales, mientras que en las normas de ejecución penal, específicamente en lo que al
otorgamiento de beneficios penales y penitenciarios se refiere, es aplicable la excepción de la
irretroactividad. El Tribunal Constitucional ha establecido que:
“[…] el principio tempus regis actum debe encontrarse morigerado por la garantía normativa
que proscribe el sometimiento a un procedimiento distinto de los previamente establecidos en la ley,
proclamado en el inciso 3) del artículo 139 de la Constitución, que vela porque la norma con la que se
inició un determinado procedimiento no sea alterada o modificada con posterioridad por otra, de
manera que cualquier modificación realizada con posterioridad al inicio de un procedimiento, como la
de solicitar un beneficio penitenciario, no debe aplicarse […]”. (Exp. N° 2196-2002-HC/TC, FJ. 9)
Hasta aquí lo que respecta a la lex previa. La lex certa, por otro lado, exige que las conductas
prohibidas se encuentren claramente delimitadas en la ley. Así, el artículo 2, inciso 24, literal d) de la
Constitución prescribe que la tipificación de la ilicitud penal debe ser “expresa e inequívoca”. Este es
el llamado subprincipio de tipicidad o taxatividad, concreción del principio de legalidad, por el que
todas las sanciones, sean administrativas o penales, deben estar redactadas con un nivel de precisión
suficiente que permita a cualquier ciudadano con formación básica comprender la conducta
proscrita.
No debe confundirse el principio de legalidad con el principio de tipicidad, toda vez que el
primero se satisface con la mera previsión en la ley de las infracciones y sanciones, mientras que el
segundo exige además una precisa definición de las conductas prohibidas. En materia administrativa,
la definición de una conducta antijurídica no está sujeta de manera exclusiva a una reserva de ley,
sino que puede ser complementada por los reglamentos respectivos.
Respecto del principio de legalidad en el ámbito disciplinario laboral, el Tribunal
Constitucional ha señalado que:
“[…] se manifiesta o concretiza mediante el subprincipio de tipicidad o taxatividad, que
impone que las conductas prohibidas (entiéndase faltas laborales) que conllevan sanciones de índole
laboral, estén redactadas con un nivel de precisión suficiente que permita a cualquier trabajador de
formación básica comprender sin dificultad lo que se está proscribiendo, bajo amenaza de imponerse
alguna sanción disciplinaria prevista por la ley”. (Exp. N° 03169-2006-PA/TC, FJ. 6)
Ahora bien, la correcta tipificación penal de las conductas ilícitas no es ni debería ser objeto
de revisión en los procesos constitucionales, ya que estos están encomendados a proteger derechos
89
fundamentales y no a pronunciarse sobre aspectos de mera legalidad. Es competencia exclusiva de
los jueces y tribunales interpretar los hechos y precisar sus consecuencias jurídicas. Pero,
excepcionalmente puede efectuarse un control constitucional de una resolución por afectación del
principio de legalidad penal, cuando el juez se aparte del precepto que corresponde, o cuando las
pautas interpretativas para imponer determinada sanción resultan irrazonables o incompatibles con
el ordenamiento jurídico.
El auto de apertura, sin embargo, en ningún caso puede ser impugnado con el argumento de
que la conducta atribuida no se subsume en el tipo penal previo, cierto e inequívoco previsto en la
ley. De lo contrario se estaría suponiendo que dicho auto pretende establecer la responsabilidad
penal del imputado, cuando en realidad solo se sustenta en una razonable sospecha sobre la
comisión del delito.
90
Ahora bien, existen mecanismos favorables a la reducción de la pena, como la conclusión
anticipada de los debates orales, esto es, el reconocimiento unilateral y voluntario de las acciones
que dieron lugar al delito. Este acto otorga el beneficio de reducción de la pena, siempre que tal
confesión sincera la realice el imputado desde el principio.
Incluso por la excepción de prescripción de la acción penal, puede extinguirse la posibilidad
de persecución procesal del hecho imputado por el transcurso del tiempo.
“[…] [O]pera en un plazo igual al máximo de la pena fijada por ley para el delito, si es
privativa de libertad, y de dos años si el delito es sancionado con pena no privativa de libertad, caso
de la denominada prescripción ordinaria; que, sin embargo, cuando el plazo ordinario de prescripción
de la acción penal es interrumpido por actuaciones del Ministerio Público u órgano judicial la acción
penal prescribe de manera extraordinaria al cumplirse cronológicamente el plazo de prescripción
ordinario más la adición de la mitad de dicho plazo, tal como lo dispone el párrafo in fine del artículo
ochenta y tres del Código Penal”. (Recurso de Nulidad Nº 577-2010 (San Martín), Sala Penal
Transitoria, considerando cuarto, de fecha 17 de enero del 2011.)
91
Como ha sido mencionado, el principio de ne bis in ídem opera respecto a resoluciones que
han adquirido la calidad de cosa juzgada. Así se garantiza a los justiciables que las resoluciones que le
han puesto fin al proceso judicial no sean recurridas ante la interposición de medios impugnatorios,
ni sean modificadas, y mucho menos dejadas sin efecto. Pero ello no es óbice para que este principio
sea asimismo aplicable en todos los autos que ponen fin a un proceso penal, como por ejemplo las
resoluciones que importen el sobreseimiento definitivo de una causa.
Cabe destacar que una resolución fiscal emitida por el Ministerio Público, en la que se afirma
que no hay mérito para formalizar denuncia, no es cosa juzgada, por lo que el acusado puede ser
posteriormente investigado, e incluso denunciado por los mismos hechos. Pero cuando la declaración
fiscal indica que el hecho no constituye un ilícito penal, genera un estatus inamovible.
Importa señalar que no se vulnera el principio del ne bis in idem cuando no existe identidad
de fundamento entre las sanciones impuestas. Así, en un caso judicial, un miembro del Consejo
Nacional de la Magistratura fue destituido por admitir o formular recomendaciones en procesos
judiciales (responsabilidad funcional), y fue también sometido a una medida disciplinaria impuesta
por el Tribunal de Honor por haber afectado los fines que promueve dicha institución. La primera
sanción se hizo en aplicación del inciso 2) del artículo 31 de la Ley Orgánica del CNM, mientras que la
segunda se sustentó en los artículos 50 y 77 de los Estatutos del Tribunal de Honor, y en los artículos
1, 2, 3, 5 y 48 del Código de Ética de los Colegios de Abogados del Perú. En tanto que los bienes
jurídicos resguardados son distintos en ambos casos, y por ende las sanciones diferenciadas, no se ha
vulnerado el principio non bis in ídem, toda vez que las puniciones se fundamentan en distintos
contenidos injustos.
Tampoco se viola el principio del ne bis in ídem cuando la persecución penal que se le hace
por segunda vez a una persona es consecuencia de haberse declarado la nulidad del primer proceso.
De igual forma no es inconstitucional que, con sujeción al principio de legalidad, se complemente una
sanción que, a juicio de las autoridades competentes, no es proporcional respecto a los bienes
jurídicos que se hayan podido afectar. Sobre esto el Tribunal Constitucional ha señalado que:
“[…] una cosa es aplicar una doble sanción por la lesión de un mismo bien jurídico, y otra muy
distinta es que, impuesta una sanción que aún no se ha ejecutado, por la gravedad que la falta pueda
revestir, ella pueda ser revisada y complementada[…]”. (Exp. N° 2050-2002-AA/TC, FJ. 23)
3. PRINCIPIO DE CONGRUENCIA
92
externa, la misma que se refiere a la concordancia o armonía entre el pedido y la decisión sobre éste y
la congruencia interna, que es la relativa a la concordancia que necesariamente debe existir entre la
motivación y la parte resolutiva. Dicho precepto está recogido en el artículo VII del Título Preliminar
del Código Procesal Civil, en virtud del cual el Juez no tiene facultad para afectar la declaración de
voluntad del pretensor y concederle más de lo que éste ha pretendido en su demanda.[…]”. (Casación
Nº1850-2010 (Moquegua), Sala Civil Transitoria, considerando cuarto, de fecha 23 de mayo del 2011.)
Si por el contrario, el juez basa su decisión en hechos no acreditados o se pronuncia sobre
alegaciones no formuladas por las partes, estará realizando una motivación aparente y, en
consecuencia, una actuación arbitraria. En este caso se emitirían sentencias incongruentes como:
“[…] a) La sentencia ultra petita, cuando se resuelve más allá del petitorio o los hechos; b) La
sentencia extra petita, cuando el Juez se pronuncia sobre el petitorio o los hechos no alegados; c) La
sentencia citrapetita, en el caso que se omite total pronunciamiento sobre las pretensiones
(postulatorias o impugnatorias) formuladas; y d) La sentencia infra petita, cuando el juzgador no se
pronuncia sobre todos los petitorios o todos los hechos del litigio; siendo que tales omisiones y
defectos infringen el debido proceso”46.
Ahora bien, en el ámbito constitucional no se vulnera el principio de congruencia cuando el
juez se pronuncia por un derecho subjetivo no alegado por el demandante pues lo que rige en este
tipo de procesos es el principio iura novit curia, por el cual el juzgador se encuentra obligado a aplicar
correctamente el derecho objetivo que corresponda. El Poder Judicial ha señalado sobre esto que:
“[…] es principio procesal y práctica jurisdiccional de los jueces que, antes de resolver un
conflicto de intereses, deben establecer los hechos alegados en el proceso, examinar y valorar los
medios probatorios; y, una vez que han determinado los hechos y valorado los medios probatorios,
con relación a las pretensiones procesales propuestas, tiene que subsumirlos dentro del supuesto
fáctico del derecho de orden material aplicable al caso concreto; atendiendo a los fundamentos
invocados por el demandante y el demandado; y, en todo caso, por el propio Juez, en aplicación del
principio iura novit curia, de conformidad con el artículo VII del Título Preliminar del Código Procesal
Civil […]”. (Casación Nº 974-2010 (Callao), Sala Civil Transitoria, considerando cuarto, de fecha 30 de
marzo del 2011).
Esta actuación no constituirá una extralimitación de las facultades del juez constitucional,
siempre que se oriente a garantizar la vigencia de los derechos fundamentales de las partes y la
supremacía jurídica de la Constitución.
Cabe mencionar; sin embargo, que en sede casatoria no es posible aplicar el principio iura
novit curia para suplir las omisiones en las que pudiera incurrir la parte impugnante, por lo que el
recurso de casación debe ser lo suficientemente explícito y formal, y debe cumplir inexorablemente
con todos y cada uno de los requisitos de procedibilidad previstos en el artículo 388 del Código
Procesal Civil.
Ahora bien, el Tribunal Constitucional considera que no se vulnera el principio de congruencia
cuando el juez constitucional se pronuncia por un derecho subjetivo no alegado por la demandante.
“[…] Pues una de las particularidades de la aplicación del principio iura novit curia en el
proceso constitucional es que la obligación del juzgador de aplicar correctamente el derecho objetivo
involucra, simultáneamente, la correcta adecuación del derecho subjetivo reconocido en aquel”. (Exp.
N° 0905-2001-AA/TC, FJ. 4)
Con el no respeto al principio de congruencia no solo puede verse afectado el derecho a la
debida motivación de las resoluciones judiciales sino que pueden, además, resultar lesionados,
concretamente en el ámbito del proceso civil, y como consecuencia de la afectación del principio
93
dispositivo al cual se encuentra sumergido este tipo de proceso, otros derechos constitucionalmente
protegidos como el derecho de defensa, y el derecho a ser juzgado por un juez imparcial.
Además, dentro de un proceso civil, y en virtud de lo dispuesto en los artículos 302, 374, 429
y 440 del Código Procesal Civil, las partes no pueden presentar nuevos argumentos o pruebas, con la
excusa de que la otra parte no tuvo la oportunidad de contradecir los mismos. De modo que, y con
mayor razón, un juez no puede subrogar el papel de la parte y basar sus decisiones en hechos o
pruebas que no hayan sido presentadas por las partes cuando correspondía. De lo contrario, el juez
estaría violando su deber de congruencia, y además el derecho de defensa de las partes.
En el marco de un proceso penal, el respeto al principio de congruencia es exigible en la
relación entre la acusación señalada por el Ministerio Público y la condena emitida por el órgano
jurisdiccional competente. Es decir, la calificación jurídica solicitada debe ser respetada al momento
de emitirse la sentencia. Pero, en la aplicación de medidas cautelares que por su naturaleza se
caracterizan por ser temporales y variables, queda a criterio del juez evaluar si la medida solicitada
resulta pertinente, y de ser el caso, ordenar otra más adecuada a los fines del proceso.
4. PRINCIPIO DE FAVORABILIDAD
Este principio tiene su base en la aplicación conjunta del principio de legalidad penal y de la
retroactividad favorable de la ley penal. Por este, las normas que entraron en vigencia con
posterioridad a la comisión de un delito serán aplicables siempre que resulten más favorables para el
procesado que las vigentes al momento de la comisión del ilícito penal (retroactividad benigna). Esta
exigencia está reconocida en el artículo 139, inciso 11 de la Constitución, y resulta una salvedad del
principio de legalidad penal. Sobre este tema, el Poder Judicial ha indicado que:
“[…] En caso de conflicto en el tiempo de leyes penales debe aplicarse la ley más favorable,
incluso cuando media sentencia firme de condena, en cuyo caso -en tanto la pena subsista está
pendiente o en plena ejecución- el Juez sustituirá la sanción impuesta por la que corresponde,
conforme a la nueva ley -si la nueva ley descriminaliza el acto, la pena impuesta y sus efectos se
extinguen de pleno derecho […]”.(Sentencia Plenaria N°2-2005/ DJ-301-A, fundamento 6.)
Es más, en caso de duda o conflicto de leyes penales, la norma aplicable debe ser la más
favorable al reo. Pero esta regla sólo es aplicable en el derecho penal sustantivo, pues es allí donde se
presenta el conflicto de normas en el tiempo.
Frente al debate por la determinación de lo que resulta más favorable para la persona, se han
postulado dos teorías: la principio de unidad de aplicación de la Ley y el principio de combinación de
Leyes. Según este último, el órgano jurisdiccional puede escoger distintas leyes penales favorables
para el reo, y sucesivas en el tiempo, de cuya combinación debe surgir una nueva ley (tercera ley o lex
tertia). En cambio, el principio de unidad de aplicación de la ley plantea que cada ley debe ser
analizada de manera independiente, para así aplicar aquella que resulte más favorable. Nuestro
ordenamiento jurídico ha acogido esta última.
“[…] [S]iendo la favorabilidad en materia penal el resultado de aplicar, por un lado, la ley
vigente al momento de la comisión del hecho delictivo, y si resultase más favorable, de manera
retroactiva las normas que con posterioridad al hecho delictivo hubieran entrado en vigencia, ello no
resulta contrario a considerar, en la comparación de las diversas normas, a cada una de ellas como
una unidad. […]”. (Exp. N° 01955-2008-HC/TC, FJ. 10)
Una consecuencia que deriva de este principio es que toda ley que constituye una política
criminal del Estado debe preservar los fines de la pena dentro de un Estado social y democrático de
94
derecho, de modo que resultaría inconstitucional que se dicten medidas contrarias a los derechos
fundamentales de los procesados o condenados.
El inciso 4) del artículo 139 de la Constitución exige la publicidad de todo proceso judicial,
salvo que exista disposición contraria de la ley. Así, el artículo 73 del Código de Procedimientos
Penales establece que:
“el juez puede ordenar que una actuación se mantenga en reserva por un tiempo
determinado cuando juzgue que su conocimiento puede entorpecer o dificultar en alguna forma el
éxito de la investigación que lleva a cabo”.
Pero tal reserva no se extiende a toda actuación procesal sino sólo a las pruebas ofrecidas
entre el auto de apertura de instrucción y el auto en virtud del cual se pone la instrucción a
disposición del defensor durante tres días en el juzgado.
El secreto sumarial es también un límite constitucionalmente válido del principio de
publicidad. Sobre esto, el artículo 8.5 de la Convención Americana señala que:
“El proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses
de la justicia”.
Evidentemente estos límites se aplicarán solo si existen elementos objetivos que los
justifiquen; en caso contrario se vulneraría el derecho al debido proceso.
Sobre esto, el Tribunal Constitucional ha señalado que:
“[…] [E]n nuestro ordenamiento jurídico el juez puede disponer que una actuación se
mantenga en reserva por un tiempo determinado cuando considere que su conocimiento puede
entorpecer el éxito de las investigaciones (artículo 73, Código de Procedimientos Penales).
Evidentemente, esta facultad está sometida a un control de constitucionalidad bajo el canon del
principio de proporcionalidad, lo cual implica que el juez no podrá establecer dicha reserva si es que
no existen elementos objetivos que lo justifiquen o si es que se establece un período irrazonable de
reserva, en cuyos supuestos si se vulneraría el debido proceso”. (Exp. N° 08696-2005-HC/TC, FJ. 8)
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Este principio no debe entenderse perteneciente sólo al ámbito del derecho penal y procesal
penal, sino que puede extenderse a un procedimiento administrativo, público o privado, y de manera
especial cuando el Estado actúe con una medida limitativa de derechos. Si bien la analogía está
proscrita en el Derecho Penal, y en general en la aplicación de medidas que limitan derechos, su uso
es legítimo como razonamiento de interpretación. El Tribunal Constitucional ha señalado además
que:
“(…) Las cláusulas de interpretación analógica no vulneran el principio de lex certa cuando el
legislador establece supuestos ejemplificativos que puedan servir de parámetros a los que el
intérprete debe referir otros supuestos análogos, pero no expresos”. (Exp. N° 00010-2002-AA/TC, FJ.
71)
El Supremo Colegiado tuvo oportunidad de pronunciarse sobre la prohibición del uso de
analogía en una sentencia sobre el plazo de prescripción de los delitos cometidos contra el
patrimonio del Estado. Si bien la Constitución pareciera decir que el plazo de prescripción se duplica
para todos los delitos cometidos en agravio del Estado, el Tribunal ha aclarado que:
“[…] Por el principio de legalidad y seguridad jurídica, debe entenderse tal plazo de
prescripción en el contexto de todo el artículo y, mejor aún, en el contexto de todo el capítulo, que
trata exclusivamente de los funcionarios y servidores públicos[…]. Duplicar el plazo de prescripción en
todos los delitos cometidos en agravio del Estado, sería atentar contra el principio de legalidad, de
cuya interpretación pro homine se infiere que aplicarlo a todos los imputados a los que se procese es
extender in malam parte lo que pudiera afectar a este, cuando por el contrario su aplicación debe ser
in bonam parte”. (Exp. N° 1805-2005-HC/TC, FFJJ. 17 y 18).
7. PRINCIPIO ACUSATORIO
Se trata de un principio derivado del derecho de defensa, por el cual el órgano jurisdiccional
debe pronunciarse guardando observancia de la acusación fiscal y las normas rigen el proceso penal
peruano. El Tribunal Constitucional, sobre las características que imprime este principio en el sistema
de enjuiciamiento ha señalado:
“[…] a) Que no puede existir juicio sin acusación, debiendo ser formulada ésta por persona
ajena al órgano jurisdiccional sentenciador, de manera que si ni el fiscal ni ninguna de las otras partes
posibles formulan acusación contra el imputado, el proceso debe ser sobreseído necesariamente; b)
Que no puede condenarse por hechos distintos de los acusados ni a persona distinta de la acusada; c)
Que no pueden atribuirse al juzgador poderes de dirección material del proceso que cuestionen su
imparcialidad”. (Exp. N° 02005-2006-HC/TC, FJ. 5)
Respecto de la primera característica, debe mencionarse que el ejercitar la acción penal y
acusar es una exclusiva atribución del Ministerio Público, tal como lo reconoce el artículo 159 de la
Constitución. A falta de acusación, está prohibida la emisión de cualquier sentencia condenatoria.
“[…] En caso el fiscal decida no acusar, y dicha resolución sea ratificada por el fiscal supremo
(en el caso del proceso ordinario) o por el fiscal superior (para el caso del proceso sumario), al haber
el titular de la acción penal desistido de formular acusación, el proceso penal debe llegar a su fin”.
(Exp. N° 02005-2006-HC/TC, FJ. 7)
La acusación y el ejercicio de la acción penal es una exclusiva atribución del Ministerio
Público, tal como lo reconoce el artículo 159 de la Constitución. A falta de acusación, está prohibida la
emisión de cualquier sentencia condenatoria. El Poder Judicial ha indicado al respecto que:
96
“[…] el objeto del proceso se concreta en la acusación fiscal y es delimitado por el Ministerio
Público -titular de la acción penal y responsable de la carga de la prueba-, lo que otorga al sistema de
enjuiciamiento determinadas características: (i) no existe juicio sin acusación, (ii) no puede
condenarse por hechos distintos de los acusados ni a persona distinta de la acusada, y (iii) no pueden
atribuirse al juzgador poderes de dirección material del proceso; que, en tal virtud, si el Fiscal no
acusa, más allá de la posibilidad de incoar el control jerárquico -regulado en el artículo doscientos
veinte del Código de Procedimientos Penales-, el órgano jurisdiccional no está facultado a ordenar al
Fiscal que formule acusación […]”. (Recurso de Nulidad Nº 1029-2010 (Tacna), Sala Penal Transitoria,
considerando tercero, de fecha 20 de enero del 2011.)
Ahora bien, el Ministerio Público está prohibido de variar los términos de la acusación, pues
ello sería vulnerar el principio acusatorio por el que debe haber congruencia entre los hechos
instruidos, los delitos tipificados por el fiscal encargado y lo establecido en la sentencia. Además, al
no tener el acusado la ocasión de defenderse de todas y cada una de las imputaciones en su contra,
se estaría afectando su derecho a la defensa. En este sentido, el Poder Judicial ha indicado que:
“[…] el escrito de acusación que formule el fiscal debe contener la descripción de la acción u
omisión punible y las circunstancias que determinen la responsabilidad del imputado, a la vez que la
invocación de los artículos pertinentes del Código Penal. Esa descripción es el límite o marco de
referencia del juicio oral, a la que el Fiscal en la correspondiente fase decisoria –luego de la fase
probatoria propiamente dicha del mismo- deberá ceñirse cuando formule acusación oral [así, el
artículo 273 del Código de Procedimientos Penales estatuye que el Fiscal en su exposición de los
hechos que considere probados en el juicio y en la calificación legal pertinente se mantendrá dentro
de los límites fijados por el escrito de acusación escrita]”. (Acuerdo Plenario N°4-2007/CJ-116,
fundamento 6.)
Sobre la relación entre los principios acusatorio y contradictorio, el Tribunal ha recordado
que:
“[…] [S]e integran y complementan, toda vez que el primero identifica los elementos
necesarios para individualizar la pretensión penal e individualizar al procesado, mientras que el
segundo custodia que el acusado pueda alegar y/o presentar todas las pruebas que estime necesarias
para su interés. De ahí que el derecho del procesado de conocer la acusación tiene como correlato el
principio contradictorio, cuya máxima expresión garantista es la inmutabilidad de la acusación, en
virtud de la cual el juez puede dar al hecho imputado una definición jurídica diferente, pero no puede
modificarlo. Empero, cuando, a consecuencia de lo anterior, tuviera que acudir a otro tipo penal, tal
modificación implicaría la variación de la estrategia de defensa –si esta no se encuentra implícita en
la nueva disposición- que su vez exige el conocimiento previo del imputado para garantizar su defensa
y el contradictorio, tanto más si, constitucionalmente, está proscrita la indefensión”. (Exp. N° 00402-
2006-HC/TC, FJ. 14)
Lo anterior no significa, sin embargo, que la acción u omisión punible descrita en la acusación
escrita quede inalterada, pues conforme al artículo 263 del Código de Procedimientos Penales, el
fiscal puede solicitar al Tribunal una prórroga para formular una acusación complementaria, cuando
de los debates se concluya que el delito reviste un carácter más grave que el indicado en el escrito de
acusación.
Importa señalar que el revocar una resolución que dispone el sobreseimiento no atenta
contra el principio acusatorio, toda vez que no implica una subrogación indebida de las atribuciones
del Ministerio Público como titular de la acción penal, sino que permite a las partes del proceso
cuestionar los fundamentos de lo resuelto en sede jurisdiccional. Nuestra propia legislación, en el
artículo 220 del Código de Procedimientos Penales, otorga más de una opción al órgano jurisdiccional
97
frente a la no acusación por parte del fiscal: a) Disponer el archivamiento del expediente; b) Ordenar
la ampliación de la instrucción; c) Elevar directamente la instrucción al Fiscal Supremo.
Además, el artículo 292, inciso c) del Código de Procedimientos Penales establece que:
“Procede el recurso de nulidad: (...) C. Contra los autos que (...) extingan la acción o pongan fin al
procedimiento o a la instancia”, de modo que resulta permisible impugnar el auto que declara el
sobreseimiento del proceso.
Por este principio no es viable retrotraer el proceso a una etapa anterior ya superada. Este
principio posibilita el progreso del proceso, en tanto que consolida las etapas ya cumplidas y prohíbe
el retroceso en el iter proccesus.
“[…] [A]sí por ejemplo cuando se da por decaído el derecho para contestar la demanda o para
alegar el bien probado o se rechaza una diligencia de prueba o se acepta otra, no puede decirse que
haya cosa juzgada, pero sí puede afirmarse que hay preclusión, es decir, que ese trámite ha sido
cumplido ya, y que está cerrado el camino para repetirlo […]”. (Recurso de Casación Nº 76-2011
(Moquegua), Sala Civil Transitoria, considerando sétimo, de fecha 02 de junio del 2011.)
98
XII. DERECHO A LA TUTELA JURISDICCIONAL EFECTIVA
1. INTRODUCCION.
99
juzgada es una manifestación del derecho a la tutela jurisdiccional, reconocido en el inciso 3) del
artículo 139 de la Constitución Política del Perú, de este modo el derecho a la tutela jurisdiccional no
sólo implica el derecho a la justicia y el derecho al debido proceso sino también el derecho a la
efectividad de las resoluciones judiciales, busca garantizar que lo decidido por la autoridad
jurisdiccional tenga un alcance práctico y se cumpla de manera que no se convierta en una simple
declaración de intenciones.
En cuanto a la tutela procesal efectiva, el Tribunal Constitucional en la STC N° 5396-2005-
AA/TC del 06 de setiembre de 2005, fundamento 8, ha establecido que la tutela procesal efectiva
comprende tanto el derecho de acceso a la justicia como el derecho al debido proceso; criterio
incorporadoen nuestra legislación en el artículo 4 el Código Procesal Constitucional. Asimismo, la
sentencia en mención agrega que la tutela procesal efectiva tiene un plano formal y otro sustantivo o
sustancial, el primero se refiere a las garantías del procedimiento, y el segundo, al análisis de la
razonabilidad y proporcionalidad de la medida adoptada.
En la Casación N° 2705-2010 Arequipa, la Sala de Derecho Constitucional y Social Transitoria
de la Corte Suprema de Justicia señala que el debido proceso y la tutela jurisdiccional efectiva,
reconocidos como principio de la función jurisdiccional en el inciso 3) del artículo 139 de la
Constitución Política del Perú, garantizan al justiciable ante un pedido de tutela el deber del órgano
jurisdiccional de observar el debido proceso y el de impartir justicia dentro de los estándares
mínimos que su naturaleza impone; la tutela judicial efectiva supone tanto el derecho de acceso a los
órganos de justicia como la eficacia de lo decidido en la sentencia, es decir, una concepción genérica
que encierra todo lo concerniente al derecho de acción frente al poder-deber de la jurisdicción; el
derecho al debido proceso, en cambio, significa la observancia de los principios y reglas esenciales
exigibles dentro del proceso, entre ellas, el de motivación de las resoluciones judiciales.
100
con presupuestos procesales y condiciones de la acción como la competencia del juez, la capacidad
procesal del demandante o de su representante, la falta de legitimidad de las partes para obrar, etc.
Cabe mencionar que el plazo máximo que tienen las Cortes Superiores para resolver un auto
es de tres meses. Pasado el plazo, y no habiéndose resuelto el conflicto, se incurre en una dilación
indebida y en un plazo irrazonable que afecta, entre otros derechos, el derecho de acceso a la justicia
constitucional, ya que el demandante no podrá acudir a la justicia constitucional en amparo de su
pretensión, hasta que la anterior apelación interpuesta sea resuelta.
Teniendo el arbitraje como fundamento el principio de autonomía de la voluntad, previsto en
el artículo 2, inciso 24, literal a) de la Constitución, resulta inconstitucional el sometimiento
obligatorio al mismo, toda vez que se estaría vulnerando los derechos a la autonomía individual y a la
tutela judicial efectiva, en su vertiente de acceso a la justicia y al juez natural. Así, en la STC N° 10063-
2006-PA/TC (caso Padilla Mango), el Tribunal señaló que a los asegurados y beneficiarios del SCT se
les había vulnerado sus derechos de acceso a la justicia y al juez natural al imponérseles
obligatoriamente el arbitraje.
En materia laboral, el Tribunal Constitucional ha establecido que:
“[…] El establecimiento de un plazo de prescripción o caducidad para la iniciación de una
acción judicial en materia laboral no repercute sobre el ámbito constitucionalmente garantizado del
principio de irrenunciabilidad de los derechos laborales, reconocido en el inciso 2) del artículo 26 de la
Constitución Política del Perú, sino en el ejercicio del derecho de acceso a la justicia para la
determinación de los derechos y obligaciones, en este caso, de orden laboral. […] [L]a protección
contra la ‘autorrenuncia’ de un derecho reconocido por la Constitución o la ley tiene por finalidad
impedir que la condición de desigualdad material en la relación laboral pueda ser utilizada por el
empleador con el objeto de forzar un pacto cuyas condiciones contravengan los derechos reconocidos
por normas inderogables del derecho laboral. […]”. (Exp. N° 02637-2006-AA/TC, FJ. 3)
Por otro lado, una interpretación literal del inciso 2 del artículo 200 de la Constitución, sobre
el amparo contra leyes, dejaría en absoluta indefensión al afectado por un acto legislativo arbitrario,
por lo que el Tribunal Constitucional ha supeditado su admisibilidad a la existencia una norma legal
operativa o de eficacia inmediata que agravie de manera directa un derecho fundamental; es decir,
una norma cuya aplicabilidad no requiera acto posterior o reglamentación legislativa.
Como todo derecho fundamental, el derecho de acceso a la justicia no es absoluto. Sus
límites están constituidos por los requisitos procesales o las condiciones legales necesarias para
acceder a la justicia, pero está claro que no constituyen límites justificados a este derecho aquellos
requisitos procesales que busquen impedir, obstaculizar o disuadir el acceso al órgano judicial. De
esto se infiere que no todos los requisitos procesales, por el hecho de estar previstos en una ley, son
restricciones plenamente justificadas.
101
2.3. Derecho a la efectividad de las resoluciones judiciales
Una manifestación del derecho a la tutela jurisdiccional se da a través del derecho a la
ejecución de las resoluciones judiciales que han pasado en autoridad de cosa juzgada, reconocido en
el artículo 139, inciso 2 de la Constitución. Si bien nuestra Carta Fundamental no hace referencia al
derecho a la tutela jurisdiccional “efectiva”, un proceso solo puede considerarse realmente correcto y
justo cuando alcance sus resultados de manera oportuna y efectiva.
Al respecto, el Tribunal Constitucional ha señalado que:
“[…] El derecho a la efectividad de las resoluciones judiciales garantiza que lo decidido en una
sentencia se cumpla, y que la parte que obtuvo un pronunciamiento de tutela, a través de la
sentencia favorable, sea repuesta en su derecho y compensada, si hubiere lugar a ello, por el daño
sufrido”. (Exp. N° 0015-2001-AI, FJ. 11)
Si bien el derecho al recurso sencillo, rápido y efectivo esencialmente está referido a los
procesos constitucionales de la libertad, estas exigencias deben considerarse extensivas a los
denominados procesos judiciales ordinarios.
Cabe mencionar que el derecho a la ejecución de la decisión de fondo contenida en una
sentencia firme guarda relación con el derecho al plazo razonable, en tanto que resulta indispensable
alcanzar la efectividad del pronunciamiento judicial en un plazo que no exceda lo que la naturaleza
del caso y sus naturales complicaciones ameriten. En consecuencia, las dilaciones indebidas que
retarden el cumplimiento de lo ordenado en una sentencia firme constituyen vulneraciones al
derecho a la efectividad de las resoluciones.
“[…] Y es que la pronta y debida ejecución de las sentencias permite […] dar efectividad al
Estado democrático de Derecho, que implica, entre otras cosas, la sujeción de los ciudadanos y de la
Administración Pública al ordenamiento jurídico y a las decisiones que adopta la jurisdicción, no sólo
juzgando sino también ejecutando lo juzgado. Así pues será inconstitucional todo aquel acto que
prorrogue en forma indebida e indefinida el cumplimiento de las sentencias”. (STC Nº 4909-2007-PHC,
FJ. 7)
El artículo 22 del Código Procesal Constitucional exige que, en un proceso constitucional, la
sentencia estimatoria de primera instancia sea ejecutada de forma inmediata; es decir, desde la fecha
en que se comunicada de ella al emplazado. De modo que, corresponde al juez verificar su
cumplimiento, y de ser el caso, adoptar las medidas pertinentes y oportunas para su estricta
ejecución.
En este sentido, el derecho a la tutela cautelar constituye una manifestación implícita del
derecho a la tutela jurisdiccional “efectiva”, en tanto que permite el aseguramiento provisional de los
efectos de la decisión recaída en sentencia firme, y es que la medida cautelar garantiza, mediante un
medio idóneo, la efectiva tutela de la pretensión principal. Por ello el artículo 15 del Código Procesal
Constitucional permite que, de ser necesario, se otorgue sin efecto suspensivo el recurso de
apelación interpuesto contra una resolución que concede una medida cautelar.
Sin embargo, cuando el vencido en un juicio sea el Estado, se puede hacer la salvedad de no
ejecutar la resolución firme de manera inmediata, en la medida que exista alguna justificación
constitucional: “[…] Uno de esos límites, derivado directamente de la Norma Suprema, lo constituye el
mandato constitucional de que ciertos bienes del Estado, como los de dominio público, no pueden ser
afectados, voluntaria o forzosamente […]”. (Exp. N° 0015-2001-AI/TC y acumulados, FJ. 16)
102
a. Independencia judicial
La independencia judicial es una característica esencial del Estado de Derecho, en la medida
que este sistema se rige por el gobierno de las leyes y no por el gobierno de los hombres. Esto quiere
decir que al ser todos iguales ante la ley, la misma también se debe aplicar de igual forma para todos,
lo cual exige al Estado Constitucional de Derecho asegurar que la impartición de justicia se haga de
forma independiente de los poderes públicos y privados. Así, el Tribunal ha señalado que:
“La independencia judicial debe ser entendida como aquella capacidad autodeterminativa
para proceder a la declaración del derecho, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, dentro de los
marcos que fijan la Constitución y la Ley. En puridad, se trata de una condición de albedrío funcional”.
(Exp. N° 0023-2003-AI/TC, FJ. 28)
De manera específica, el Tribunal Constitucional ha establecido que el principio de
independencia judicial debe entenderse desde tres perspectivas:
“[…] a) Como garantía del órgano que administra justicia (independencia orgánica), por
sujeción al respeto al principio de separación de poderes. b) Como garantía operativa para la
actuación del juez (independencia funcional), por conexión con los principios de reserva y exclusividad
de la jurisdicción. c) Como capacidad subjetiva, con sujeción a la propia voluntad de ejercer y
defender dicha independencia. Cabe precisar que en este ámbito radica uno de los mayores males de
la justicia ordinaria nacional, en gran medida por la falta de convicción y energía para hacer cumplir
la garantía de independencia que desde la primera Constitución republicana se consagra y reconoce”.
(Exp. N° 00004-2006-AI/TC, FJ. 31)
La independencia judicial es un derecho de la víctima, pero también una garantía institucional
que la ley ofrece a los ciudadanos ante el peligro, no solo de la expedición de sentencias, actos o
nombramientos y ascensos que sean instrumentalizados por los poderes públicos y/o privados; sino
también cuando los órganos judiciales estructuralmente no garanticen la independencia del juez, ni la
eficacia de los recursos impugnatorios. Así, la independencia judicial implica la ausencia de vínculos
de índole político o de procedencia jerárquica al interior del sistema judicial en lo concerniente a la
toma de una decisión judicial.
Sobre este punto, es preciso mencionar que la Constitución prohíbe que los poderes públicos
ejerzan influencias sobre las decisiones judiciales, sea imponiendo órganos especiales que pretendan
subrogar a los órganos encargados de la actividad jurisdiccional, sea creando estatutos jurídicos
distintos para los jueces que pertenecen a una misma judicatura, entre otros casos.
Pero ello no significa de ningún modo que el juez goce de una discreción absoluta al
momento de tomar una decisión judicial. Y es que el juez se encuentra sometido a la Constitución y a
las leyes, tal como lo indican los artículos 45 y 146 inciso 1), de la Constitució n: “El poder del Estado
emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la
Constitución y las leyes establecen (...)”.
Sobre esta fundamental garantía se asienta el servicio público de administración de justicia.
Sobre los procesos judiciales, el Tribunal Constitucional ha indicado que:
“[…] Deben realizarse teniendo en cuenta que la finalidad última a la que sirven está
directamente relacionada con el fortalecimiento de la institución de la independencia judicial y la
necesidad de contar con una magistratura responsable, honesta, calificada y con una clara y
contrastable vocación a favor de los valores de un Estado Constitucional”. (Exp. 3361-2004-AA/TC, FJ.
14)
Del principio de la independencia judicial se desprenden dos institutos: Uno, la regla según la
cual los justiciables gozan de un derecho subjetivo a que la impartición de justicia que hacen los
103
jueces y tribunales no esté sujeta al poder político, económico o mediático, sino al imperio de la
Constitución y de las leyes. Así, el Tribunal ha señalado que:
“[…] a) Independencia externa. Según esta dimensión, la autoridad judicial, en el desarrollo
de la función jurisdiccional, no puede sujetarse a ningún interés que provenga de fuera de la
organización judicial en conjunto, ni admitir presiones para resolver un caso en un determinado
sentido. Las decisiones de la autoridad judicial, ya sea que ésta se desempeñe en la especialidad
constitucional, civil, penal, penal militar, laboral, entre otras, no pueden depender de la voluntad de
otros poderes públicos (Poder Ejecutivo o Poder Legislativo, por ejemplo), partidos políticos, medios
de comunicación o particulares en general, sino tan solo de la Constitución y de la ley que sea acorde
con ésta. (…)”. (Exp. 00004-2006-AI/TC, FJ. 18)
Asimismo, del principio de independencia judicial se desprende un segundo instituto según el
cual, la impartición de justicia también debe quedar inmune a cualquier requerimiento ilegítimo de
las autoridades supremas judiciales, como de las autoridades administrativas del gobierno judicial. Es
cierto que cierta doctrina ha denominado a este segundo instituto como el derecho a la autonomía
judicial. En cualquier caso, el Tribunal ha establecido lo siguiente:
“b) Independencia interna. De acuerdo con esta dimensión, la independencia judicial implica,
entre otros aspectos, que, dentro de la organización judicial: 1) la autoridad judicial, en el ejercicio de
la función jurisdiccional, no puede sujetarse a la voluntad de otros órganos judiciales, salvo que
medie un medio impugnatorio; y, 2) que la autoridad judicial, en el desempeño de la función
jurisdiccional, no pueda sujetarse a los intereses de órganos administrativos de gobierno que existan
dentro de la organización judicial. […]”. (Exp. N° 00004-2006-AI/TC, FJ. 18)
Es importante precisar que a pesar de lo mencionado en los párrafos precedentes, la
actuación de los jueces puede estar sometida a crítica por parte de cualquier persona, en el uso de su
derecho a la libertad de opinión, expresión y difusión del pensamiento. Esto se desprende de lo
establecido en el artículo 139, inciso 20, de la Constitución, que dispone que toda persona tiene
derecho “de formular análisis y críticas de las resoluciones y sentencias judiciales, con las limitaciones
de ley”.
Es decir, por un lado, los órganos jurisdiccionales superiores no pueden obligar a las
instancias inferiores a decidir de tal o cual manera, si es que no existe un medio impugnatorio que dé
mérito a tal pronunciamiento, caso en el cual las instancias superiores podrán corregir a las inferiores
en aspectos de hecho o derecho.
Pero esto no impide ni desconoce que en el sistema judicial nacional se puedan expedir
precedentes vinculantes y doctrina jurisprudencial que vincule a los jueces de menor grado al
momento de resolver una causa. Ahora bien, la naturaleza vinculante de un fallo supremo -stare
decisis-, no afecta la independencia de las decisiones judiciales de los jueces y tribunales inferiores,
en la medida que puedan apartarse motivadamente de los mismos, cuando no se corresponda su
aplicación -distinguish-, o cuando se formulen mejores medidas de protección del derecho
fundamental. Pero, esto tampoco significa que so pretexto de la independencia judicial, dichos
juzgadores desacaten los precedentes sin justificación debida.
Por otro lado, los jueces dentro de la organización judicial deben separar sus funciones
judiciales de sus funciones administrativas. Ello significa que un magistrado elegido por sus iguales
como su representante para desempeñar cargos administrativos, debe suspender sus actividades de
naturaleza jurisdiccional durante el tiempo que permanezca como administrador. Este es el caso de
los presidentes de la Corte Suprema, de las Cortes Superiores de Justicia, de la Oficina de Control de
la Magistratura, entre otros.
Resumiendo, se pueden precisar dos asuntos importantes al quehacer de la independencia
judicial, que son legítimos. Primero, uno referido al derecho a la crítica de las resoluciones judiciales,
104
según reconoce el artículo 139, numeral 20 de la Constitución. Segundo, la potestad que tiene la
Corte Suprema de Justicia de establecer en sus Acuerdo Plenarios, de manera abstracta,
jurisprudencia vinculante para los jueces y las Cortes; así como, la potestad del Tribunal
Constitucional de expedir sentencias en calidad de precedentes vinculantes, en un sentido normativo
fuerte -stare decisis-, y en un sentido interpretativo intermedio –distinguish-.
105
especializadas es de naturaleza restringida, determinable a partir de la competencia que la
Constitución les ha asignado”. (Exp. N° 0017-2003-AI/TC, FFJJ. 124 y 125.)
Este es el caso del artículo 173 de la Constitución que establece como competencia de la
jurisdicción militar las infracciones en materias castrenses que cometen los miembros de las Fuerzas
Armadas y de la Policía Nacional. Al respecto, el Tribunal ha señalado que:
“[…] La justicia castrense no constituye un ‘fuero personal’ conferido a los militares o policías,
dada su condición de miembros de dichos institutos, sino un ‘fuero privativo’ centrado en el
conocimiento de las infracciones cometidas por estos a los bienes jurídicos de las Fuerzas Armadas y
la Policía Nacional”. (Exp. N° 0017-2003-AI/TC, FJ. 129)
En este entendido, sólo los ilícitos penales castrenses pueden ser objeto de juzgamiento en el
Fuero Militar y Policial. Por eso, si el delito cometido por un militar o un policía en actividad es de
carácter ordinario o común previsto en el Código Penal, éste debe ser materia de juzgamiento en el
Poder Judicial.
Asimismo, existe mandato constitucional expreso en el artículo 173, según el cual los civiles
no pueden ser sometidos al juzgamiento del Fuero Militar y Policial. De ser el caso, corresponde a la
Corte Suprema del Poder Judicial, es decir a la justicia ordinaria, resolver la contienda de
competencia que se pueda formular entre ambas jurisdicciones militar y civil.
“[…] En ese sentido, en la STC N° 0010-2001-AI/TC, se estableció que los civiles no pueden ser
sometidos al fuero militar, así estos hayan cometido los delitos de traición a la patria o terrorismo,
pues de la interpretación de la segunda parte del artículo 173 de la Norma Suprema sólo se
desprende la posibilidad de que en su juzgamiento se apliquen las disposiciones del Código de Justicia
Militar, siempre que la ley respectiva así lo determine, y, desde luego, que tales reglas procesales sean
compatibles con los derechos constitucionales de orden procesal”. (Exp. N° 0017-2003-AI/TC, FJ.130)
106
En particular, en la jurisdicción militar y policial, los jueces del fuero son personal en servicio
activo con lo cual, muchas veces, quedan sujetos a las disposiciones de sus comandos militares o
policiales en materia de rotación a otros servicios castrenses, distintos al judicial. Con lo cual queda
cuestionado el principio de la inamovilidad judicial.
Esto es, en sede militar, los miembros del servicio activo –que a la vez son jueces–, están
muchas veces sujetos a rotación, y no necesariamente para seguir desempeñando las mismas
funciones jurisdiccionales. Este supuesto no resulta contrario a la garantía de la inamovilidad de los
magistrados, en la medida que dicho cambio se efectúe solo a solicitud del interesado, salvo que
medie necesidad de servicio jurisdiccional en los regímenes de excepción y en las zonas geográficas
involucradas en él.
e. Igualdad de armas
Este derecho deriva de la interpretación sistemática de los artículos 2, inciso 2 (igualdad) y
138, inciso 2 (debido proceso), de la Constitución. Tiene como finalidad garantizar que las partes del
107
proceso tengan las mismas oportunidades de alegar, defenderse o probar a fin de que no haya
desventaja en ninguna de ellas respecto a la otra.
Es preciso mencionar que la carga de la prueba corresponde a la parte demandante o
denunciante, pues de lo contrario podría imponérsele una carga excesiva, intolerable, de difícil
acreditación e incluso imposible a la otra parte. Siendo tal el caso, el demandado o denunciado
podría encontrarse en una posición de desventaja respecto de la contraparte en relación a la
posibilidad de probar y, con ello, a la posibilidad de defenderse de manera efectiva.
En materia penal, la igualdad de armas se manifiesta en tanto el imputado pueda ejercer su
propia defensa desde el mismo instante en que toma conocimiento del hecho delictivo que se le
imputa, y en tanto goce del asesoramiento y patrocinio de un abogado defensor durante todo el
proceso. Por eso, ante la falta de recursos económicos, el Estado tiene la obligación de proporcionar
un abogado de oficio. Incluso el procesado puede ejercer su propia defensa, siempre que esté
debidamente capacitado y habilitado. Lo que se busca evitar, en definitiva, es que el imputado se
encuentre en estado de indefensión.
Ahora bien, ante el desacato de los precedentes vinculantes establecidos por el Tribunal
Constitucional, puede proceder un recurso de agravio. Los fundamentos de esta posibilidad son:
“[…] a) En primer lugar, la posición del Tribunal Constitucional como supremo intérprete y
guardián de la Constitución y de los derechos fundamentales. Una interpretación literal y restrictiva
del artículo 202, inciso 2 de la Constitución impediría que frente a un desacato a los precedentes
vinculantes del máximo intérprete constitucional éste pueda intervenir a través del recurso natural
establecido con tal propósito, como es el recurso de agravio.
b) En segundo lugar, la defensa del principio de igualdad. Esto en la medida en que la
interpretación propuesta permite que la parte vencida pueda también, en igualdad de condiciones,
impugnar la decisión que podría eventualmente ser lesiva de sus derechos constitucionales y que, sin
embargo, de no aceptarse el recurso de agravio, tratándose de una estimatoria de segundo grado, no
tendría acceso a ‘la última y definitiva instancia’, ratione materiae que corresponde al Tribunal
Constitucional en los procesos constitucionales de tutela de derechos. Tratándose de un proceso de
amparo entre particulares, esta situación resulta especialmente relevante puesto que una
interpretación literal del artículo 202 inciso 2 solo permite acceso al demandante vencedor en
segunda instancia, mas nunca al emplazado, que puede ser vencido arbitrariamente en segunda
instancia, y además, desconociendo los precedentes del Tribunal Constitucional.
c) En tercer lugar, la interpretación propuesta al no optar por un nuevo proceso para
reivindicar el carácter de intérprete supremo y Tribunal de Precedentes que ostenta este Colegiado
(artículo 1 de su Ley Orgánica y artículo VII del C.P. Const.), ha optado por la vía más efectiva para la
ejecución y vigencia de sus propios precedentes. El Tribunal actúa de este modo, como lo manda la
propia Constitución (artículo 201), en su calidad de máximo intérprete constitucional, con autonomía
e independencia para hacer cumplir sus precedentes como parte indispensable del orden jurídico
constitucional”. (Exp. N° 4853-2004-AA, FJ. 37.)
108
“[…] [A]dmitir que el Tribunal que decide el recurso tiene facultad para modificar de oficio, en
perjuicio y sin audiencia del recurrente, la sentencia íntegramente aceptada por la parte recurrida,
sería tanto como autorizar que el recurrente pueda ser penalizado por el hecho mismo de interponer
su recurso, lo que supone introducir un elemento disuasivo del ejercicio del derecho a los recursos
legalmente previstos”. (Exp. N° 1918-2002-HC/TC, FJ. 4.
El Poder Judicial ha establecido que:
“Es importante destacar, respecto del contenido o alcance de la non reformatio in peius, que
un posible cambio en la calificación jurídica de los hechos por el Tribunal de Revisión será factible si:
a) en aras del derecho a ser informado de la acusación se dé conocimiento de la alteración al
recurrente con el objeto de que éste pueda contradecirla –los agravios del recurso comprendan ese
debate-; y, b) que el cambio no conlleve un aumento de la pena o un cambio del tipo de pena que le
suponga perjuicio. Es obvio que el cambio de calificación no puede suponer en ningún caso la
introducción de nuevos hechos ni la alteración esencial de lo que constituyeron el objeto del proceso
en primera instancia”. (Acuerdo Plenario N° 5-2007/CJ-116, fundamento 10.)
En esta línea, la Ley N.° 27454 que modifica el artículo 300° del Código de Procedimientos
Penales, dispone que solo cuando un sentenciado solicite la nulidad de la sentencia condenatoria, la
instancia decisoria no podrá, de ser el caso, aumentar el cuántum de la pena.
“La exigencia de esta naturaleza es atendible desde que resulta indudable que no habiendo
interpuesto medio impugnatorio el titular de la acción penal, esto es el Ministerio Público, la decisión
judicial evacuada debe entenderse como consentida. Ello porque -en materia penal- el hecho de
interponer un medio impugnatorio determina la competencia y alcances de la absolución por el
órgano jurisdiccional superior en aplicación del principio de limitación que determina que no puede
aumentar la pena que ha sido impuesta si el condenado es el único que ha impugnado la sentencia
condenatoria.(…)”. (Exp. N° 00932-2006-HC/TC, FJ. 5)
El Poder Judicial ha señalado además que:
“No vulnera el principio de interdicción de la reforma peyorativa cuando el Tribunal de
Revisión integra el fallo de instancia e impone la medida de tratamiento terapéutico (…).El
tratamiento terapéutico es una medida de seguridad, no es una pena. Su objetivo es la facilitación de
la readaptación social del condenado, y como no altera el sentido de la sanción ni la modifica
lesivamente en lo que respecta a su extensión o intensidad represiva, no puede afectarle la
interdicción de la reforma peyorativa. En consecuencia, como no importa una agravación del entorno
jurídico del imputado, la integración del fallo y su incorporación al mismo, no solo es posible sino
necesario”. (Acuerdo Plenario N° 5-2007/CJ-116, fundamento 12.)
La prohibición de la reformatio in peius se extiende, además, a la reparación civil. Es decir,
cuando la impugnación sólo ha sido efectuada por algunas de las partes, la demanda debe ser
desestimada. Distinto será cuando el propio Estado se encuentre disconforme con la pena impuesta,
caso en el cual, a través de un recurso impugnatorio, el juez de segunda instancia tiene la facultad de
aumentar la pena, siempre que ésta guarde relación con la materia de acusación.
g. A la legítima defensa
El Tribunal Constitucional ha advertido que no debe confundirse este derecho, consagrado en
el artículo 2, inciso 23 de la Constitución, con el con el derecho de defensa, previsto en el artículo
139, inciso 14 de la Carta Fundamental y de naturaleza procesal.
109
El derecho a la legítima defensa coadyuva la no puesta en indefensión de los justiciables en la
defensa o tutela de sus intereses, pero ello no significa que el juez u órgano jurisdiccional tenga que
estimar de manera necesaria toda solicitud interpuesta.
3. CONCLUSION
110
publicidad de los procesos; el principio de prohibición de la analogía in malam parte; el principio
acusatorio; y, el principio de preclusión procesal, entre otros.
111
XIII. PRINCIPIOS DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL EN EL CAMPO PENAL
El principio que desarrolla este inciso está ampliamente aceptado y difundido por la
doctrina del Derecho Penal. La ley penal se rige por el principio de legalidad, que establece que no
hay crimen ni pena sin una ley penal previa (nullum crimen, nulla poena sine lege poenali). Este
precepto está reconocido en la letra «d» inc. 24 del arto 2 de la Constitución vigente.
Hemos referido que el Derecho Penal es una disciplina que se basa en la norma escrita y
en los contenidos taxativos de la misma, sin excepciones. Es por ello que la ley sólo se aplica a
situaciones concretas e individualizadas.
Está prohibido, por tanto, realizar juicios valorativos sobre la identidad común de
conductas, que aun cuando puedan expresar similitud entre ellas, son distintas porque distintos son
los sujetos de derecho y diferentes sus acciones. Es en virtud de estas consideraciones que se prohíbe
la aplicación de la ley penal por analogía.
El profesor Luis JIMENEZ DE ASUA sostiene que la analogía «consiste en la decisión de un
caso penal no contenido por la ley, argumentando con el espíritu latente de ésta, a base de la
semejanza del caso planteado con otro que la ley ha definido o enunciado en su texto y, en los casos
más extremos, acudiendo a los fundamentos del orden jurídico, tomados en conjunto. Mediante el
procedimiento analógico, se trata de determinar una voluntad no existente en las leyes que el propio
legislador hubiese manifestado si hubiera podido tener en cuenta la situación que el juez debe
juzgar».
Agrega el maestro español que «salvo contadas excepciones en la doctrina y en el derecho
positivo, la analogía se halla repudiada en nuestra disciplina. La razón estriba en que cuando la ley
quiere castigar una concreta conducta la describe en su texto catalogando los hechos punibles. Los
casos ausentes no lo están tan sólo porque no se hayan previsto como delitos, sino porque se supone
que la ley no quiere castigarlos».
La prohibición de aplicar la ley penal por analogía es, pues, otro principio de la aplicación
del Derecho Penal, que se funda en el hecho que siendo esta rama de carácter punitivo y orientada a
la limitación de derechos fundamentales, sus normas deben aplicarse de manera restrictiva, es decir,
a los casos claramente contenidos en ellas. No puede funcionar, por tanto, la analogía que es un
procedimiento de integración jurídica consistente en aplicar una norma a un caso que no es
exactamente el que prevé, sino uno similar.
El Derecho Penal contiene una serie de presupuestos mínimos y obligatorios para
configurar la comisión de un acto delictivo. Uno de ellos es la individualización del o los autores, y
112
otro la exigencia que el hecho se encuentre tipificado en una norma concreta. Ambos requisitos
contienen tácitamente la prohibición de aplicar por analogía la ley penal.
La Constitución de 1979 prescribía en el inc. 9 del art. 233 la garantía de no ser penado sin
proceso judicial, a la que agregó el derecho de defensa y la defensa gratuita a las personas de escasos
recursos. La Carta vigente ha desdoblado este precepto en tres incisos del arto 139: 10, 14 y 16,
respectivamente.
Un principio tradicional del Derecho Penal es aquel que establece el derecho de toda
persona a ser juzgada por un tribunal imparcial antes de ser condenada a cumplir una pena. Es aquí
donde se presenta otra garantía fundamental proyectada sobre toda la actividad judicial: Nullum
poena sine iuditio; esto es, no hay pena sin juicio previo.
Diversos cuerpos normativos sobre los derechos humanos recogen este principio. El arto
10 de la Declaración Universal de Derechos del Hombre, de las Naciones Unidas, señala: «Toda
persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por
un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el
examen de cualquier acusación contra ella en materia penal».
Norma parecida trae el art. XXVI de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes
del Hombre: «Toda persona acusada de delito tiene derecho a ser oída en forma imparcial y pública, a
ser juzgada por tribunales anteriormente establecidos de acuerdo con leyes preexistentes y a que no
se le imponga penas crueles, infamantes o inusitadas».
Aunque de naturaleza distinta por el hecho que presupone, el segundo párrafo del inc. 3
del art. 139 -que a su vez era el apartado «1» del inc. 20 del art. 2 de la Carta de 1979- está vinculado
al tema que comentamos, puesto que establece que «ninguna persona puede ser desviada de la
jurisdicción predeterminada por la ley, ni sometida a procedimiento distinto de los previamente
establecidos, ni juzgada por órganos jurisdiccionales de excepción, ni por comisiones especiales
creadas al efecto, cualquiera sea su denominación».
En efecto, no basta con señalar que toda persona debe tener derecho ajuicio antes de ser
penada. También es necesario que se respete la jurisdicción predeterminada y que no se creen
tribunales de excepción.
113
Con ligeras variantes con respecto a lo establecido en la Constitución de 1979 -que habla
de lo más favorable al «reo» y no al «procesado»-la Carta vigente consagra en el inc. 11 del arto 139
un principio tradicional del Derecho Penal. Se trata del in dubio pro reo, que se aplica tanto en la
duda sobre los problemas de hecho, como en caso de falta de claridad de las leyes penales al juzgar el
caso. Esta norma es complementaria con otras dos.
En primer lugar se con dice con la inaplicabilidad por analogía de la ley penal (inc. 9, art.
139), principio que ya ha sido comentado. En segundo lugar, con el arto 103 en su segunda parte,
cuando señala que «ninguna ley tiene fuerza ni efecto retroactivos, salvo en materia penal, cuando
favorece al reo». Aquí opera 10 que en la doctrina penal se conoce como la retroactividad benigna.
Es de aclarar que son dos situaciones distintas ]a duda de ]0 que más favorece al reo -o el
conflicto en el tiempo, como lo disponía el inc. 7 del arto 233 de la Constitución anterior-, y el hecho
de que con toda claridad el acusado haya infringido más de una disposición penal 630. En este último
caso no se aplica la norma más favorable sino la pena más grave de todas. Esto es necesario para una
adecuada penalización: si alguien comete un homicidio o un pequeño robo y se le juzgan a la vez los
dos delitos, no puede beneficiarse con la pena más leve. Por el contrario, se la aplica la más grave de
ambas. En caso de ocurrir lo inverso sería muy fácil violar las disposiciones del Derecho Penal.
El inc. 11 del art. 139 de la Constitución, como resulta de su texto, no se está refiriendo al
concurso de delitos y, por tanto, no invalida las normas contenidas en el Código Penal.
Consideramos pertinente transcribir los artículos 6 y 7 del Código Penal, para una
concordancia más amplia:
«Artículo 6.- La ley penal aplicable es la vigente en el momento de la comisión del hecho
punible. No obstante, se aplicará lo más favorable al reo, en caso de conflicto en el tiempo de leyes
penales. Si durante la ejecución de la sanción se dictare una ley más favorable al condenado, el juez
sustituirá la sanción impuesta por la que corresponda, conforme a la nueva ley».
«Artículo 7.- Si, según la nueva ley, el hecho sancionado en una norma anterior deja de ser
punible, la pena impuesta y sus efectos se extinguen de pleno derecho».
Está claro entonces que, en caso se presente la duda o conflicto que refiere el inc. 11 del
art. 139 de la Constitución, estos supuestos se configuran cuando las normas transcritas del Código
Penal no solucionan el problema.
El inciso bajo comentario es un enunciado básico del debido proceso legal. CHIRINOS
SOTO sostiene, con acierto, que la prohibición de la condena en ausencia tiene una exigencia básica,
cual es “la obligación de que entre el juez y el acusado se produzca un contacto directo, VIVO,
inmediato, que le permita al primero apreciar la personalidad del segundo, percibir directamente sus
declaraciones y actitudes, observar su sinceridad y condiciones intelectuales y, en general obtener el
máximo de información que lo conduzca hacia una decisión apropiada».
114
En realidad, lo que se propone el texto constitucional es que el procesado haga uso del
derecho de defensa en juicio, que es una garantía constitucional que permite rodear al proceso de las
garantías mínimas de equidad y justicia, que respaldan la legitimidad de la certeza del derecho
finalmente determinado en su resultado.
Debe recordarse, a propósito del comentario del presente inciso, que el 26 de junio de
1996 se publicó la Ley N° 26641, cuyo arto 1 dice a la letra: «Interprétase por la vía auténtica que
tratándose de contumaces, el principio de la función jurisdiccional de no ser condenado en ausencia,
se aplica sin perjuicio de la interrupción de los términos prescriptorios, la misma que opera desde
que existen evidencias irrefutables que el acusado rehuye del proceso y hasta que el mismo se ponga
a derecho. El juez encargado del proceso declara la condición de contumaz y la suspensión de la
prescripción».
La norma hace la distinción entre reos ausentes y reos contumaces. Los primeros son los
que desconocen que tienen un proceso legal abierto. En cambio, reo contumaz es considerado aquel
que, sabiendo que tiene un juicio en contra suya, no se pone a derecho, por lo que se convierte en
prófugo de la justicia.
La dación de la referida norma se vincula con el caso del ex Presidente de la República
Alan García Pérez. Siendo así, el análisis tiene necesariamente que señalar que contradice dos
preceptos constitucionales, el primero que establece que nadie puede ser condenado en ausencia, y
el segundo que prohíbe se expidan leyes en razón de la diferencia de las personas.
La Ley N° 26641 presenta, adicionalmente, un error grave. Nos estamos refiriendo al caso
de la interpretación auténtica. Como lo sostenemos a propósito del comentario del art. 112 de la
Constitución, este tipo de interpretación no es facultad de un Congreso ordinario, sino del propio
poder constituyente que dio origen a la norma constitucional.
115
A) Es un derecho constitucionalmente reconocido, cuyo desconocimiento invalida el
proceso.
B) Convergen en él una serie de principios procesales básicos, a saber: el principio de la
inmediación, el derecho a un proceso justo y equilibrado, el derecho de asistencia profesionalizada y
el derecho de no ser condenado en ausencia.
C) Un punto central es el beneficio de gratuidad en juicio, que surge como consecuencia
del principio de equidad. El juzgador debe garantizar que las partes en un proceso tengan una
posición de equilibrio entre ellas; es decir, sin ventajas.
MARCIAL RUBIO suscribe esta apreciación y sostiene que el derecho de defensa tiene dos
significados complementarios entre sí: «El primero consiste en que la persona tiene el derecho de
expresar su propia versión de los hechos y de argumentar su descargo en la medida que lo considere
necesario (...) El segundo consiste en el derecho de ser permanentemente asesorado por un abogado
que le permita garantizar su defensa de la mejor manera desde el punto de vista jurídico».
La apreciación de RUBIO contiene una idea básica, intrínseca al derecho de defensa. Nos
estamos refiriendo a la capacidad de defensa del justiciable, por sí mismo o por medio de asistencia
especializada. Ninguno de estas dos garantías debe estar ausente en un proceso, bajo pena de
nulidad.
He aquí un error constitucional. El inciso bajo comentario repite de manera textual una
parte del anterior inc. 14. CHIRINOS SOTO escribe que se trata sólo de un error material «que podría
salvarse a través de una corrección susceptible de ser dispuesta por el propio Congreso». En realidad,
se trata de una equivocación inaceptable, que puede deberse a un descuido en la redacción final por
parte de los inspiradores de la Constitución de 1993, o a una elaboración asistemática de la Carta.
Pensamos que en muchos aspectos -particularmente en este inciso- se han presentado ambos
factores.
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Hemos observado en el comentario de artículos anteriores la carga declarativa de muchas
disposiciones constitucionales. Esta es una de ellas. Ninguna persona en su sano juicio podría
oponerse a que los reclusos y sentenciados ocupen establecimientos adecuados. Sin embargo, al
drama personal y familiar que significa el caer en prisión, se le debe agregar, en el Perú de hoy, la
desgracia que implica el internamiento en un centro de reclusión. Para nadie es un secreto que las
cárceles -a pesar de significativos avances en materia de infraestructura- constituyen sinónimo de
iniquidad, en donde convergen la degradación y los más refinados mecanismos de trato inhumano.
Un claro ejemplo del problema es el caso del Penal de Lurigancho. Construido en 1964
para albergar a 1,500 internos, cuenta ahora con una población cercana a los 7,000 presidiarios. Pero,
además del hacinamiento, existe otro problema igualmente grave. Según datos oficiales del Instituto
Nacional Penitenciario (INPE), a febrero de 1996 había 4,631 internos en calidad de inculpados y 268
con sentencia firme, de una población total de 4,899 internos. Esto quiere decir que el 94.5% de
presos del Penal de Lurigancho son inculpados, muchos de los cuales purgan reclusión mayor a la
establecida para el delito cometido.
El progreso y desarrollo de los pueblos también se miden por sus centros carcelarios. Son
muchos los casos en que determinadas naciones han sido sometidas a la vergüenza internacional,
una vez develadas las condiciones de sus prisiones.
En esta materia, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha tenido avances
importantes. Al precepto del arto 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que
establece que «nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o
degradantes», se le debe agregar el texto específico del arto 10 del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos: «Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto
debido a la dignidad inherente al ser humano».
Este inciso contiene un tema polémico para los criminólogos y para la Ciencia Penal, en
general. En primer término, no se entiende bien -y en esto repite el error de la Constitución de 1979-
si se refiere a la finalidad del régimen penitenciario o de la pena, que son dos cosas distintas. Por
régimen penitenciario se debe entender el conjunto de previsiones estatales para la readaptación
social de los penados. La pena, en sentido lato, es sinónimo de castigo. Queda entonces la
interrogante de si lo que se busca para un delincuente es, en primer lugar, el castigo, para luego
reeducarlo. Si así fuera, la Constitución tiene un vacío sustantivo.
Sin intenciones de ingresar al debate, diremos que el régimen penitenciario se basa en la
necesidad de rescatar para la sociedad a quienes han delinquido. De allí se explica la rehabilitación y
reincorporación del penado a la sociedad. Así lo establece también el inc. 3 del arto 10 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, del que el Perú es suscriptor: «El régimen penitenciario
consistirá en un tratamiento, cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los
penados». El mismo artículo se refiere al tratamiento de los menores, que bien pudo recoger nuestra
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Constitución: «Los menores delincuentes estarán separados de los adultos y serán sometidos a un
tratamiento adecuado a su edad y condición jurídica».
De igual temperamento es la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que en el
inc. 6 del art. 5 establece, quizá con mayor tecnicismo: «Las penas privativas de libertad tendrán
como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados». Nótese que, a
diferencia del Pacto Internacional-que norma sobre el régimen penitenciario- el Pacto de San José
habla de las penas privativas de libertad. Como se observa, el debate doctrinario ha llegado, inclusive,
a los instrumentos internacionales.
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