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Discurso en la recepción del Premio “Mariano Picón Salas”

Señor Presidente de la
Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos,
Dr. Roberto Hernández Montoya,
Autoridades y personal del CELARG
Señoras y señores:

Deseo en primer lugar, al agradecer la distinción conferida, hacer presente mi homenaje


a la memoria de Mariano Picón Salas, de quien somos deudores todos los que nos
dedicamos a los estudios latinoamericanos, haciendo público el honor particular que
representa, en ese sentido, recibir este premio instituido en su recuerdo.

Para iniciar la reflexión que quiero proponerles esta tarde, expreso también el más vivo
reconocimiento al CELARG por sus contribuciones a la cultura en América Latina y en
todo el mundo de habla hispana. El Premio Rómulo Gallegos fue la respuesta oportuna,
desde la gestión de la cultura, a la irrupción de la nueva narrativa latinoamericana, y le
cupo un papel importante en el reconocimiento y valoración de ese fenómeno (la novela
tal vez más emblemática del boom, Cien años de soledad, y otras dos, La casa verde y
Terra nostra, lo recibieron).

De manera tal que el CELARG, más allá de sus múltiples actividades en una rica
historia de varias décadas, está íntimamente vinculado a un hecho singular en la historia
de nuestra cultura. Y permítanme detenerme un momento en esto. Aquella nueva
narrativa tuvo, seguramente entre otras, dos consecuencias importantes: unificó –sin
proponérselo- nuestra literatura, que desde entonces dejó de ser literatura local
(mexicana, brasileña, argentina, cubana, venezolana, etc. etc.) para pasar a ser literatura
latinoamericana, y logró otra cosa singularmente valiosa: alcance universal. Otros
fenómenos o productos latinoamericanos lo hicieron antes, pero creo que no hubo
ninguno que reuniera todas estas características: tan fuerte identificación, tan abarcador
de las particularidades, tan concentrado en el tiempo y perteneciente estrictamente al
campo de la cultura.

Les propongo un breve ejercicio: pensemos por un momento en esos años, que vieron la
aparición, en 1948 de Adán Buenosayres; en 1949 de Hombres de maíz y El reino de
este mundo; en 1953 de Los pasos perdidos; en 1956 de Grande sertâo: Veredas; en
1958 de Pedro Páramo; en 1959 de La región más transparente; en 1961 de Sobre
héroes y tumbas y El astillero; en 1962 de La ciudad y los perros, La muerte de Artemio
Cruz y El siglo de las luces; en 1963 de Rayuela; en 1964 de Todas las sangres; en 1966
de Paradiso; en 1967 de Cien años de soledad y Tres tristes tigres; en 1970 de El
obceno pájaro de la noche; en 1974 de Yo el Supremo; en 1975 de Terra Nostra.

Estoy omitiendo, como ustedes saben, títulos no menos importantes que los enunciados;
tampoco incluyo a los precursores, que los hubo, particularmente en las artes plásticas y
en la poesía desde la década de 1920, pero también en la narrativa, y solo menciono a la
increíble Macunaíma de 1928, a La invención de Morel de 1940, a Ficciones de 1944 y
a El Aleph de 1949. Siguiendo a Emir Rodríguez Monegal, además, no debería omitir
que en el prólogo que Borges escribió para La invención de Morel, fechado en
noviembre de 1940, puede encontrarse un programa de la nueva narrativa
latinoamericana (el gran Emir lo comparó con el célebre prefacio a Cromwell, de Hugo,
que en 1827 trazara el programa del romanticismo europeo).

Pero nos basta con estas veinte novelas, una muestra por otra parte no del todo
arbitraria, para recordar, entre otros rasgos que distinguieron a esa narrativa, proezas
semánticas y sintácticas inspiradas en el acervo lingüístico y lógico popular, sorpresas
en materia de técnica narrativa, estudiadísima elaboración de la trama, metódica
recreación de mitos y símbolos, construcción original de espacio y tiempo. También un
estilo o modo creativo, lo real maravilloso -o simplemente la imaginación razonada,
como propuso Borges en el prólogo aludido- y un entronque, entrevisto no solo por los
críticos sino por algunos de los propios creadores, con nuestro Barroco, aquella estética
mestiza predominante en nuestros siglos XVII y XVIII.

Y más allá de esta caracterización general, importa algo que nos atañe especialmente a
nosotros (aunque también a los extranjeros): gracias a esa nueva narrativa nos
conocemos mejor, crecimos en el conocimiento de nosotros mismos, en nuestra
autoconciencia, lo cual por supuesto no es superfluo. De modo que reitero el merecido
tributo al aporte que la Fundación Rómulo Gallegos realizó al célebre boom.

Ahora bien, ¿es razonable pensar que esas “décadas de oro” de nuestra literatura fueron
un azar? Solo alguien que desconozca la historia de la cultura en América Latina puede
pensar eso, y a ello me voy a referir enseguida.

¿Podría entenderse, entonces, que las décadas de oro fueron un mero producto de la
industria editorial? Con relación a esta idea solo recordaré unas sabias palabras de la
catalana Carmen Balcells, agente y “madrina” de muchos escritores del boom. Hace
poco le preguntaron si le había costado cambiar algunas reglas de la industria editorial,
y ella contestó: “Cuando tienes un autor como Gabriel García Márquez, puedes montar
un partido político, instituir una religión u organizar una revolución”… ¿Es necesario
aclarar algo más sobre esto?

Pero si no fueron un azar, ni solamente una brillante ocurrencia comercial, ¿cómo


debemos entenderlas?

¿No es posible pensar que esa eclosión creativa representó las primicias, los primeros
frutos, de una madurez de nuestra cultura? Y si así fuera, ¿no deberíamos aguardar con
esperanzas otros frutos equivalentes?

Tales preguntas son las que he querido traer esta tarde, aquí, a esta Casa de Rómulo
Gallegos, casa solariega del pensamiento y la literatura en América Latina. Lo que
pregunto es, invirtiendo los términos: ¿qué pasaría, si encontrando los vasos
comunicantes, se unieran natural y genuinamente los esfuerzos en otros órdenes de la
vida de nuestra América? ¿Qué pasaría si, sin perder las singularidades, nos
sorprendiéramos en una obra común en otros campos? Campos tan disímiles como la
filosofía, la política, o la economía.

Tal vez pueda sorprender a alguien que parangone literatura y economía (seguramente
no tanto literatura y filosofía, y aun literatura y política). Y sin duda estoy pasando por
alto varias complejas mediaciones que harían más clara la comparación. Pero sabemos
que en definitiva la cultura es la base desde la que los pueblos responden a los desafíos,
en todos los órdenes que se les presentan. Y de esa base común –con toda la
heterogeneidad que contenga- nacen en última instancia todas las iniciativas y
proyectos, de cualquier género que sean. Pero ¿tenemos alguna razón para pensar en
una madurez de nuestra cultura?

La historia de nuestra cultura está escrita solo muy parcialmente; sus primeros trazos
fueron dados justamente por Mariano Picón Salas y Pedro Henríquez Ureña en la
década de 1940. Por eso no es de extrañar que no la conozcamos realmente. Algo
insólito y penoso. Desconocemos las culturas americanas originarias, desconocemos las
culturas africanas traídas al continente por los africanos, desconocemos el proceso de
conformación de nuestras sociedades actuales entre los siglos XVI y XVIII. Nuestra
historia oficial, la de la enseñanza, la masivamente divulgada y que en “término medio”
se maneja en América Latina, contiene algunas referencias elementales de las culturas y
sociedades americanas precolombinas, ofrece en general una versión estereotipada de la
conquista, se saltea olímpicamente los tres siglos subsiguientes y empieza formalmente
con el proceso independentista.

Tenemos pues una enorme deuda con nosotros mismos en cuanto a investigar, elaborar,
enseñar y difundir la historia de nuestra cultura. Es curioso advertir que la mayor parte
de los centros de investigación en los que se estudia a América Latina no está en
nuestros países. En su discurso de recepción de la primera edición del Premio Mariano
Picón Salas, Mirla Alcibíades recordaba que (abro la cita) “no hay en nuestro continente
una biblioteca latinoamericana. Para estudiarnos a nosotros mismos tenemos que ir a
Berlín, a Texas o a Washington. Me pregunto cuándo se comenzará a incluir en los
acuerdos regionales de este continente la idea de formar una biblioteca que acopie la
producción escrita y gráfica de estas tierras. De no hacerlo, seguiremos limitados a
conocernos de manera fragmentada” (fin de la cita).

¿De dónde surge esta actitud que podríamos llamar, siendo piadosos, de displicencia
para con nuestro pasado y nuestra íntima realidad? No hay respuestas simples para eso.
Pero digamos que el siglo que puso las líneas maestras de nuestra historiografía, el siglo
XIX, se caracterizó en general por una visión unilateral y en buena parte negadora de
nuestro pasado, muy afín con las ideas de la Ilustración y el positivismo. En las palabras
de Leopoldo Zea, “el hispanoamericano se comprometió en una difícil, casi imposible,
tarea: la de arrancarse, amputarse, una parte muy importante de su ser, su pasado. Se
entregó al difícil empeño de dejar de ser aquello que era, para ser -como si nunca
hubiese sido- otra cosa distinta”.

A partir de José Enrique Rodó y el arielismo, la primera corriente de ideas que tuvo un
nombre propio de nuestra América, la perspectiva se invirtió, y paulatinamente se
instaló en el pensamiento, el arte y la literatura una visión más integradora. Si al
primero podemos llamarlo el proyecto ablativo, al que se inicia con el Ariel podemos
llamarlo el proyecto asuntivo, que culmina su formulación con la idea de la “raza
cósmica” propuesta por José Vasconcelos en 1925.

Este cambio de perspectiva y valoración fue la base para que pudiera surgir una línea de
pensadores y estudiosos que entre las décadas de 1920 y 1940 formulan una nueva
visión de nuestras sociedades y culturas. Gilberto Freyre y Sérgio Buarque de Holanda
en Brasil, Alfonso Reyes, Leopoldo Zea y Octavio Paz en México, Mariano Picón Salas
y Arturo Uslar Pietri en Venezuela, Pedro Henríquez Ureña en Santo Domingo, México
y Argentina, Raúl Scalabrini Ortiz, Ezequiel Martínez Estrada y Rodolfo Kusch en
Argentina, Alberto Zum Felde en Uruguay, Alejandro Lipschutz y Félix Schwartzmann
en Chile, José Carlos Mariátegui y Víctor Andrés Belaúnde en Perú, Germán Arciniegas
en Colombia. Toda enumeración es injusta, pero inevitable en este caso.

Solo quiero destacar un nombre más, que perfecciona en cierto sentido las ideas
fundamentales de todos estos autores, el del antropólogo cubano Fernando Ortiz, que al
proponer la idea de la “transculturación” en 1940 proporcionó el concepto y la categoría
a mi modo de ver más fecunda, hasta el presente, para la comprensión de los procesos
constitutivos de nuestras sociedades. Al polemizar con el concepto de “aculturación”,
Ortiz incorporó a la Antropología una nueva manera de entender los procesos de cambio
cultural, mostrando toda la potencialidad encerrada en la interculturalidad y en los
fenómenos de creación a partir de raíces culturales diferentes.

Es dable destacar que todo este proceso acontece al mismo tiempo que en Europa llegan
a su paroxismo las ideas racistas incubadas desde el siglo XIX. Es decir, mientras desde
el mundo metropolitano se postulaba la impermeabilidad de las culturas, la condena
enérgica de los mestizajes y la guerra necesaria entre las razas –y sabemos que muchas
de estas ideas siguen vigentes, reformuladas- en América Latina surgía un pensamiento
que, basado en el análisis de la propia experiencia histórica, veía por el contrario en el
mestizaje y la transculturación potencialidades de la cultura.

Esta transición de varias décadas nos permitió ganar en autenticidad, sentirnos más
cómodos en lo que realmente somos y no en lo que creíamos ser, como si las
identidades fueran arbitrarias, y acredita una maduración. Y nos permite entender que
ese primer fruto universal de nuestra cultura que representan las décadas de oro de
nuestra literatura no fue un rayo en un cielo sereno.

Sin embargo cabe preguntarnos cuál es el punto en que nos encontramos hoy en esa
maduración. Y quisiera para ello traer a colación una genial intuición de Simón Bolívar.
Seguramente ustedes recordarán aquellas palabras del Discurso de Angostura, en las que
el Libertador sostiene (abro la cita) “No somos europeos, no somos indios, sino una
especie media entre los aborígenes y los españoles... Tengamos presente que nuestro
pueblo no es el europeo... que más bien es un compuesto de África y América que una
emanación de Europa; pues que hasta España misma deja de ser europea por su sangre
africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a
qué familia humana pertenecemos... el europeo se ha mezclado con el americano y con
el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno
de una misma madre, nuestros padres difieren en origen y en sangre”.

La intuición que considero genial es la de que “es imposible asignar con propiedad a
qué familia humana pertenecemos”. Porque a 200 años casi de su formulación, sigue
siendo válida. Es decir, tiene que ver con nuestras dificultades, todavía, para asumir
todas nuestras raíces. Porque la “familia” se ve más clara desde cada una de las raíces,
pero se complica cuando se reúnen todas. Diría que desde el ensayo, la filosofía y las
ciencias sociales –con sus expresiones congruentes en el campo del arte y de la
literatura- hemos seguido, en los siglos XIX y XX, dos grandes caminos al respecto: los
que consideraron que era (o es) imposible o indeseable una unión o síntesis de esos
distintos elementos o raíces, y los que consideraron por el contrario que no solo era
posible sino deseable. Para los primeros, América Latina no pudo más que vivir
conflictivamente la multiplicidad de raíces, y su destino era (o es) la lucha entre ellas
hasta la definitiva imposición de alguna. Para los segundos, América Latina no tiene
destino si no es capaz de asumir todas sus raíces y construir su cultura como una nueva
cultura, que exprese justamente toda la potencialidad que encierra su matriz en cierto
modo universal, ya que está hecha con la base de las tres grandes familias raciales de la
especie.

De acuerdo a la división temporal que acabamos de hacer, diríamos que el siglo XIX se
caracterizó por una afirmación europeísta, y el siglo XX vio surgir las contestaciones
indigenistas y afroamericanistas. Cada una de ella se caracteriza por apoyarse,
legítimamente, en alguna de nuestras tres raíces principales. Por ello también todas nos
expresan, pero parcialmente. El punto en que estamos es, pues, una etapa del camino
que nos lleva a una plena integración.

La irrupción de una conciencia que asuma todas las raíces es todavía tarea abierta, obra
en construcción, vida en camino a la madurez. Uno de los instrumentos que necesita esa
tarea sigue siendo la trabajosa elaboración de la Historia, que hasta hoy es construcción
necesariamente fragmentaria, espejo roto incapaz de ofrecer una imagen comprensiva,
abarcadora, de los distintos ritmos de un proceso heterogéneo. Pero lograr esa imagen
completa, asuntiva, supone reencontrarse con la marca universalista del origen mismo
de América Latina. Esa marca que señalara Vasconcelos como el signo constituyente de
esta cultura. Alcanzar esta visión significa entendernos desde el universalismo, si hemos
de ser fieles al sentido que tiene, más allá de nosotros mismos, el hecho de haber
resultado el punto de encuentro, la encrucijada por excelencia de la historia llamada
moderna, de las mayores familias raciales del planeta.

En los términos en que lo dijera don Arturo Uslar Pietri (abro la cita), “mientras el
pensamiento latinoamericano no logre definitivamente entender y asimilar en su
realidad profunda el rico fenómeno del que deriva la formación de la sociedad y la
cultura de la América Latina, no podrá sobreponerse a esa poderosa fuerza paralizante
que constituye la duda y la polémica sobre la propia identidad”.

Pero estamos en camino. Y siguiendo la lógica enunciada hace un momento, debemos


alcanzar, en la política y en la economía, nuestro propio fruto universal. Porque sin
alcance universal no hay diálogo importante, hay diálogos aldeanos, provinciales. Y las
aldeas y las provincias siempre son parte menor en un diálogo global. Si en literatura
nos tuteamos con la literatura universal, si podemos decir sin complejos que “nuestro
patrimonio es el universo”, también debemos ser capaces de tutearnos con el poder
mundial y con la economía mundial. Pero del mismo modo que pasó con la literatura,
solo podremos hacerlo verdaderamente si formamos coro, si nuestra voz se hace
latinoamericana o al menos sudamericana, porque de lo contrario no se nos escuchará; y
a quien no se lo escucha se lo ignora. Y con razón -aunque nos duela, y aunque no se
justifiquen las pésimas consecuencias de ser ignorado– porque si no somos capaces de
hacernos oír no podemos esperar ser respetados.

Quiero concluir estas reflexiones con dos postreros reconocimientos. El primero es para
con la Universidad de Montevideo, a cuyo ámbito académico debo la posibilidad de este
trabajo, parte de investigaciones en curso. Un ámbito que procura reunir cotidianamente
el humanismo y el servicio, como metas de fondo de la comunidad universitaria, frente
a un mundo en donde, como lo afirmara el doctor Juan José Guerrero en su discurso de
recepción de la segunda edición del Premio Mariano Picón Salas, “el placer, el poder y
el tener se han convertido en los nuevos ídolos”.

El segundo es nuevamente para el CELARG. Porque creo que la reciente creación del
Premio de Ensayo Mariano Picón Salas no solo fue una iniciativa totalmente
consecuente con el Premio Rómulo Gallegos, sino que la Fundación volvió a demostrar
un gran sentido de la oportunidad, al acompañar el actual momento de América Latina,
urgida como nunca antes de pensarse a sí misma para acometer con decisión el lugar
que le corresponde en el mundo del siglo XXI. Por ello mi especial reconocimiento al
CELARG, nuevamente, por este nuevo estímulo a la creación.

Por último, quiero compartir con ustedes un sentimiento muy personal. Hace unas
semanas, leyendo las palabras que pronunciara en una ceremonia similar a ésta, hace
dos años, el doctor Juan José Guerrero, me conmovió su referencia a que cuando le
comunicaron telefónicamente el veredicto, guardó silencio y agradeció a Dios, desde su
ser de pueblo del interior de Guatemala. Y me conmovió porque me pasó algo muy
parecido: recibí la llamada con el aviso que había ganado cuando estaba en la
Universidad reunido con un grupo de alumnos; en medio de la alegría, pensé que ningún
otro lugar mejor ni ninguna mejor compañía para recibir la noticia; y luego fui a la
capilla a agradecer a Dios. No puedo dar más fuerte testimonio de lo que ha significado
este premio para mí.

Les agradezco mucho su presencia en este acto y la paciencia para escucharme. Nada
más.

J. Ramiro Podetti

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