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Capítulo I
Aldo me llamó muy temprano. Llevaba un par de horas despierto, bebiendo café,
repasando algo de la exposición que debíamos presentar. Me levanté un poco
angustiado, ansioso por cada curso para hacerme cargo. Debía tener todas las
notas aprobadas al final del ciclo. Pasar un verano sin pensar en los estudios era
muy alentador para finalizar bien. Dejar en casa constancia de buen desempeño.
Cogí mi libros sobre Derecho Romano. —Llega temprano, carajo. No te vamos a
esperar, harás la exposición principal. Aldo no tenía la agudeza de análisis que yo
pretendía en el grupo. El era más de acatar y memorizar. Pero tenía presencia y
buen desenvolvimiento, encantaba a los profesores y a los compañeros, en
especial a las chicas. En las borracheras solía decir que su mamá es colombiana y
su padre respetado en su barrio. Era insistente como Celeste, me exigía
puntualidad y eso me hacía faltar. Aldo era tres años menor que yo, le gustaba
escuchar mis historias en las protestas, las peleas con la policía, mi querer
rebelde. Le di unos tips para aprender temas que pareciesen aburridos, yo le
añadía una historia entretenida a ciertos temas espesos, hacer de la teoría algo
más divertida. Estudiar me producía un gran tedio. El otro miembro de la pandilla
es Martín. De mi misma edad, cantaba rap, conocía el ambiente social donde me
desenvolví. El era inteligente y hábil. En la universidad le vendíamos algunas
drogas a muchachos de otras carreras. Solíamos tener conversaciones reflexivas
luego de la universidad, me invitaba un trozo de marihuana y divagábamos.
—Dile a Martín que imprima los textos, llegaré a la hora exacta, men, me siento
perturbado.—Le dije a Aldo, cambiándome de ropa.
Yo solia aprenderme cualquier texto que debía exponer, los leía minuciosamente
y le buscaba la curiosidad. No tenía problema alguno para exponer en grupo, era
sencillo. Sacaba buenas calificaciones al final de cada exposición, los demás
compañeros me veían con admiración, dirían "ese irresponsable con apariencia
de hippie cómo podría ser capaz de aprenderse todo ello”. Así la pasé por casi
dos años. Para mi siempre fue fácil. Lo que me era difícil era adaptarme a cada
horario, norma, lenguaje, aspecto, metología relacionado al estudio.
Practicamente no me agradaba nada, ni las aulas, los pasillos, los hombres de
seguridad, profesores, directores ni los alumnos. Debía tolerar la rutina de espera,
de escucha, de obediencia, de metodología y de agotamiento mental.
Aldo estaba en la puerta, vestido con su casaca de cuerina, su cabello con gel,
limpiecito y a la misma vez con su cara de inseguridad.
—Habla, mano. ¿De verdad vas abandonar la universidad?
—Sí, no tolero muchas cosas.
—¿Y qué vas hacer?
—No sé, no tengo planes. No tengo ni puta idea que hacer pero no quiero
seguir aqui.—Recordé a Diego, recorriendo las batallas contra la policía, en
Abancay, en Lampa, en Colmena, en el cruce de PLaza San Martin y jirón de la
unión desplazándose como una fiera salvaje.
—No te vayas, Daniel, haremos todo lo que quieras. Quién va joder a los
profesores.
Aldo seguía increpándome por mi decisión mientras miré el cuadro del aula de
estos ciclos, las mismas caras, los gestos sumisos ante los profesores. Pensé en
Diego, me lo imaginé en sus clases de ciencias políticas. Se alegró cuando le
conté que empezaría a estudiar, me decía que mueva gente, que expanda el
discurso de la anarquía en tierras desconocidas. Aquí en la universidad no había
muchas mentes inconformes, todos aspiraban a terminar sus estudios, ser parte
de ese sector progresista-profesional, alcanzar una estabilidad y no ver más allá
de lo que nuestros flujos mentales nos limitan. -Habría que tener mucho valor
para hacer lo que hizo Diego todas las comisarías del centro y norte lo conocían-
El bus tardó dos horas y media en llegar a casa por el embotellamiento a esas
horas. Ya eran las ocho de la noche, los pobrecillos perros se hacinaban a esas
horas en la avenida buscando restos, basura o algun alma que se apiade. Me
incrementaba la repulsa y la hostilidad. Diego era un chapucero, tambien trabajo
cuidando mascotas. No quería ver este cuadro obsiso. Cené con Bobby y Lia que
me saludaron con ecos de felicidad y ladridos; por algún impulso interior
irracional busqué mis cartas de años atrás que le escribía a Nadia, Celeste o
sobre política. Algunos fragmentos que guardaba en bloc de notas, con la idea
de juntarlos algún día. Hace años gané un concurso de cuentos en mi anterior
academia. Algunos profesores me dijeron que tenía talento, que debía
desarrollarlo. Mis amigos me veían con otros ojos, yo era un vagabundo, andaba
alcoholizado a todo horario y no respondía a las exigencias de la academia.
Sonreí al recordar mi astucia pero estaba solo, con la guerra de sobrevir en la
mierda de la vida ciudadana:
Ilusamente Alonso creía que las marchas de la ley pulpín era analogamente
nuestro Mayo del 68 (lo que fue para Francia).
"..Te conocí cuando leía los diarios de Kafka. En año nuevo te vi, a mi
descripción, algo menuda, vulnerable no sé, una mirada aveces pensativa.
Recuerdo poco también estaba ebrio, jodiendo como imbécil. No sabía quién
rayos era esta persona.. luego en la marcha te vi de nuevo.. los días inciertos.
Escucho música.. tengo un carácter depresivo. Mucho he pensado estos meses
sobre mi. Mis profesores de cuando estaba en la academia me hicieron pensarlo.
(me siento algo con vergüenza, ridículo, absurdo al escribir todo esto). Ya había
en cierta parte madurado temas como literatura absurda. (Camus por ejemplo) y
luego veo tus fotos de Sartre, de otras personalidades. (eso encanta). No sé si te
dije que mi curso favorito primero es filosofía. Conocerte me fue algo con aires y
remolinos vitales. -Todo es absurdo- Al carecer de valores universales. En ese
vacío existencial, qué puedes hacer. Elegir, subjetivamente elegir el camino y
certeza y sentido que le atribuyas a todo. Porque todo carece de sentido. No te
pregunté si eres atea. Me pongo algo nervioso cuando estás cerca. Hace mucho
no tenía sensaciones así. Solo pasaron circunstancias, sonidos en la nada.
Recuerdo cuando leí a Cioran a mis dieciseis años. “La gente tiene vergüenza de
aceptar el sinsentido de su vida”. Hoy me buscó un viejo compañero de clases,
me hablaba de Dios, me invitó a su culto. Me molesta las seguridades divinas de
las personas. Como si encajara las cosas en una sórdida imagen a colores…”
Conocí a Nadia, a los demás muchachos y Diego. Mis ojos decayeron. No quería
envolverme de pánico. Salí a caminar y pasear a mis chicos. Al salir por mi portón
viejo veo a Kenny, fuera de su casa, botella en mano, con su amigo el gordo. Me
miró y dejó la botella, olía a ron, me dijo algo al oído. Dijo que el gordo tenía
varios cox de marihuana. Kenny tenía poco de una ruptura. Estaba devastado,
buscando algun lugar donde beber y fumar. Yo quería conversar con él pero no
tenía ganas de ver a nadie.
Volví a aquel día, luego de las marchas contra las leyes laborales juveniles,
cenamos en una salchipapería decrépita, juntamos ripios entre nosotros que nos
contábamos como diez. Alonso ya iba a ser padre, reía a cada momento
bromeando a los otros, los estudiaba quizá. Diego era el mayor de todos, vestía
de buzo, se le veía los tatuajes en los brazos, nos recomendaba hacer ejercicio y
practicar algun deporte de lucha. Nos contó que innumerables veces terminó
dentro de los barrotes de las comisarías por agudizar la violencia en las protestas
sociales.
Cuando miro el despertar del día, los salones atestados de gente que no piensan,
en el tránsito de bultos que no tienen corazón, la fila de espera, escuchando las
palabras del profesor, sentado trabajando o simplemente buscando trabajo, la
publicidad cansina, el optimismo del pueblo, mentalizarme la idea de progresar,
una casa segura, un futuro prometedor.. todo esto me daba ganas de vomitar.
Eran en esas aulas de domesticación mental cuando viajaba en algún otro lugar,
no quería estar allí. De niño fui un sujeto extraño, no del mismo modo que
ahora; al principio solía ser tímido cuando conocía un ambiente nuevo, luego de
entablar contacto ya era parte de la manada, debilucho, enamoradizo,
hiperactivo. No había mucha diferencia entre mis colegas, además que yo tenía
gustos particulares, me gustaba leer. Mi tía Felícita me obsequió un juego
completo de historia, geografía y mundo animal para niños de Snoopy, los
personajes de las historietas me orientaban en conocimientos básicos sobre el
mundo. Desde muy niño miraba programas sobre la vida salvaje animal, la
destrucción de la naturaleza me preocupaba. Yo era bueno cuando se requerían
una concentración abrumante. Mi soledad me lo permitía. Puedo deducirlo ahora,
pasaba horas a solasmirando programas enviciado. En el colegio mi actitud pícara
era castigada. Solía estar en el aula de disciplina escuchando reproches y a veces
sin ningún gramo de arrepentimiento. Pensaba en todo esto sentado en la vitrina
de las clases. Sinceramente no quería estar allí..
Celeste me llamó.
-¿Más tarde te veo, cariño?
-No. Estoy sin ánimos, nena. Lo siento.
Sinceramente no quería estar allí. Toda la realidad me daba asco, me producía
náuseas. No lo podía evitar. Conversaba con Diego algunas angustias personales,
su mayor consejo era la lucha, en la lucha encontraba la felicidad, ciertas razones
más. Pero yo era debilucho para el concepto de lucha que leía en Maria Alfredo
Bonanno, Feral Faun, y los anarquistas post izquierda, individualistas. Pensar en
Diego, eligió atacar o morir. Mi padre en cambio, aceptó el castigo de la cárcel.
El pueblo ataca a la delincuencia y defienden la represión. Aman sus cadenas,
aman su ignorancia, señalan y soplan a la policía. Prefieren mendigar que usar las
armas contra el enemigo. Se tragan la mierda que vapulea la prensa. La policía
viene, tenemos que encendernos, armarnos, huir.
Quisiera escribir poesías de ataque, una última noche danzando con los espíritus
del pasado, una última gota de sangre emanada por la aspereza de las armas,
agotar todas balas, acabar todo sentimiento de compasión. Una última guerra
hasta el fin de esta sociedad de mierda. Cuantos compañeros presos alrededor
del mundo. Cuantas horas pasé pensando en el absurdo de lo contidiano, en la
necedad, el menosprecio y la soledad. Hay un momento cuando la chispa hace
explotar todos los espacios existentes y desconocidos de nuestra profundo
individuo. Yo quería ser un revolucionario de cuerpo entero, mover proyectos
sociales, sabotear el discurso del capitalismo, difundir la solidaridad anarquista, yo
también quería que el pueblo reconozca valores de un humanismo liberador,
racional, fraterna y colectiva..
Veintitrés de marzo del presente año, fecha que nuestra manada lobezna nunca
olvidará. Odio, tristeza y demencia, nuestros indómitos corazones apuñalados
observaron su cuerpo acribillado tirado en la casa de cambio ubicada en Lince,
cuadra dieciseis, 1793; lloramos al ver su foto mostrado en los noticieros,
investigaron sus antecedentes, muchos años antes múltiples veces fue retenido
en los calabozos por asirse de gasolina y destruir las pistas en las
manifestaciones, luchando puntualmente contra la policía bastarda y los
ciudadanos pacifistas. Bastardo policía que andaba de civil, abaleó a mi maestro,
Diego Zavala, veintiseis años; en cada fuego y pistola veré tu rostro, hermano,
aún no puedo creer que ya no vuelva a verte en los conciertos con tu banda, en
las marchas, en los debates, fumando hierba, contándome alguna historia que
desprendía tu voz ténue. Maldita sea, pensaba, como pasó, tenías dos hijos, no
debías ser tú. Bastardo policía. -Bastardos hijos de puta- Lloraba y sangraba de la
rabia, los periodistas mostraban su rostro como un trofeo, y el asqueroso terna
orgulloso de haberlo asesinado. Tomé foto a su rostro del repudiable imaginando
que algún día pudiese encontrarlo y torturarlo.
Permanecí echado oculto del mundo exterior con mi Bobby, secándome las
lágrimas, hoy se cumplía un mes de su asesinato. No pude ayudar a mi padre,
Diego asesinado, y el exilio que deseaba en lo profundo de mi ser. Me incorporé
amargo, debía ir a estudiar. Celeste volvía a llamarme.
-Abandonaré la universidad. No te molestes, sabes, no debe afectarte. Ya no lo
tolero.
-¿Y qué vas a hacer? ¿A qué te vas a dedicar? ¿Por qué nunca acabas lo que
empiezas? Me haces renegar.
-Reniega, es mi problema. Yo no te cuestiono tus decisiones, ¿o sí?.
-¿Por qué me estás tratando así?
-No te estoy tratando mal, nena, oye, mis sentimientos no van a cambiar.
Necesito unos meses para mi mismo.
-Más tarde te llamo- su voz decaía.
Aldo vestía de gala para su trabajo, meneó la cabeza indicándome algo. Pude ver
la perfecta imagen de estos centros de domesticación. Señaló al profesor y me
dijo que lo cuestionara, riéndose.
Era momento de mi exposición, el profesor nombraba mi apellido de forma
petulante y parecía me retara, y mientras hacía exposición de mi investigación
sobre resocialización y cárceles, miraba sin mirar a los demás futuros abogados,
ausentes y carentes de toda crítica personal, dominados por los lentes de botella
del profesor. Vestían formalmente, excepto yo. Sus ojos no dejaban de seguirme
al notar mi naturalidad, sin ningún atisbo de preocupación. El profesor me jodería
por no asistir con terno y corbata. Mire a mis amigos y por un momento creí que
no abandonaría la carrera. Volví a mi asiento y recordaba, bocabajo,
ocultándome, recordaba a mi padre cocinando, tan cansado siempre, llevándome
donde mi abuelita, peleándose con los vecinos, aquella vez que regresó con el
rostro hinchado. Pobre viejo, ahora preso por siete años; me sentía culpable,
acaso él estaría preso por mi culpa. Nunca me lo encaró, no lo debía hacer, yo
me negaba el derecho de la duda, me sentía responsable, su pobreza material se
agudizó con mi nacimiento, y con mi madre muerta a los pocos años, una carga
más pesada. Todos estos de mi alrededor son unos imbéciles. Existir era un
problema para mi. Quisiera que mi padre esté libre -maldita sociedad- para
poder viajar donde la abuelita, me enseñe a pelear otra vez, me cuente sus
aventuras de pícaro.
Y ellos que no, que debería quedarme, que me van a extrañar. Nos volveríamos a
ver, buscaría otra forma de subsistir, éste no era mi lugar, y no comprendían lo
que decía, probablemente pensarían que yo ya estaba caminando por la locura.
Me largué, hacía frío, el viento de otoño golpeaba contra mi cara, me obligó a
detenerme bajo los árboles del parque del Mali, iba dejando atrás años de
sueños e ideas, pedía a gritos interiores poder disfrutar de algo, algo tan simple
como una carrera, una familia normal, una novia trivial, con sus obsequios cada
fin de semana, una mesa grande y vasta de comida y conversaciones
superficiales. Lo imaginaba tétricamente y no podía. Intenté concebir la idea de
suicidarme, pero no tenía suficiente satisfacción, adentro mío aún algo quería
nacer. Tuve la misma sensación de desolación y desamparo que cuando a los
ocho años contemplaba las blancas sábanas de nieve sobre la montaña que se
vislumbraba desde la casona de mi abuela. El sol candente que compensaba el
frío, los paisanos yendo con sus animalitos a las chacras, sus túnicas, sus ponchos
coloridos, las polleras de lana, el tío Guillermo visitándonos las mañanas de
enero. Vi una madre y su hijo pequeño caminando cerca mío, hace años esa
imagen me haría llorar, pensé. Pobre viejo, estaría desilusionado. Esperaban un
abogado en la familia. Detesto esta puta sociedad, pensé amargo, cayendo una
lágrima. A nadie le importaba, la gente alborotada seguía pasando, estudiantes,
trabajadores municipales, ambulantes, buses.
Irrumpi Plaza Vea de Alfonso Ugarte, una canastilla, no miraba los rostros de
nadie, fingía ser estudiante con libro en mano, mi aspecto era de un universitario,
un chico honrado. Miraba alrededor antes de ocultar algunas mercancías entre
los bolsillos internos del casacón. Las cajeras estaban preocupadas de contabilizar
los billetes, los de seguridad mantenían sus ojos en otros sospechosos. Al
principio me congelaba todo mi cuerpo un miedo desesperante. Luego de perder
y muchas veces ganar, desarrollé unos ojos de lince para poder evitar ser
capturado. Para evitar ser sorprendido primero debía notar si alguien me seguía.
Pudiendo notarlo, dejaba las mercancías que iba a expropiar. Compré verduras,
panes y galletas no más de siete soles y robaba en una cantidad de cuarenta
soles. Guardaba mi merca en los casilleros. Apresurado volvía al parque del
Sheraton, ingresé a Plaza Vea del Centro Cívico, me obsequié una crema ponds,
miel y frutos secos. Los vendería a la suegra de Alonso. Me daba cierta vergüenza
verle a ella, así que le pedía a su hija me atendiera. Claudia era muy guapa. Tenía
unos dieciseis años y ejercía la prostitución. Me sorprendí la naturalidad con que
me trataba. Y ella no podía asimilar con normalidad mi bajeza moral para no
tener vergüenza en vender objetos que yo mismo robaba.
Cuando expropiaba, solo pensaba en expropiar. No había otra idea rebotando
entre mis neuronas. Disfrutaba cada segundo poder obtener unos treinta o veinte
soles sin la necesidad del esclavo trabajo.
En casa consumí un poco de cerveza. Volví a la realidad. Abandoné la
universidad. Sentí un gran peso destruirse y la poca certeza del futuro. De todas
formas sentía culpa. Tendría ahora que mentir a mi tía, que obtuve un trabajo a
cambio de no estudiar, debía blanquear el poquísimo dinero que obtenían
expropiando. Celeste volvía a llamarme y no le contesté. Le diría al día siguiente
que estuve dormido. Me dio un calambre estomacal, Celeste me hacía sentir
culpable.
"¡Al carajo toda esta mierda de mundo!", pensaba aturdido, caminaba de esquina
a esquina de mi cuarto. "¡Putamadre, putamadre! ¡No lo soporto!", empecé a
hablarme a mi mismo, mi voz se perdía entre el sonido del equipo estridente,
unas canciones de punk rock que escuchaba cuando tenía diecisiete años en
España. Me traían el olor que desprendía los invernaderos cerca a mi
departamento, los colores de los migrantes en cada esquina, los viajes con mi
prima, mi sobrina y mi tia Felícita. Me traían toda esos recuerdos que me hacían
temblar de ternura.
"¡Que chucha voy a hacer ahora. Qué debo hacer, no quiero convertirme en un
soldado, trabajador, mediocre pintado!", me senté en mi sillón fumando un
cigarrillo, las lágrimas mojaban toda mi cara. Este era el final.
Capítulo II
Esta hermosa ciudad se merece una matanza organizada al mes, una bomba en
un distrito abultado de mediocres insolentes haciendo cola para cobrar su salario;
que asco me produce la ciudadanía consumiendo porquerías de navidad cada fin
de año. Una muerte en vida, una gran pérdida de oxígeno. Hoy amanecí
adormilado preocupado por los antecedentes policiales que debo rendir cuentas,
cientos de soles para las empresas agravadas, dice el testamento policial:
agraviado tiendas saga fallabella. "Já, agraviados estos conchesumadres", pensaba
delante del comisario Chumacero y sus balbuceos que me producían un
tremendo hedor. Las catorce horas que permanecí tras estos policías llevándome
a Aramburú, para ser examinado si consumo alguna droga que ellos utiliarían en
contra mi derecho de defensa. Cuatro denuncias por hurto agravado, me dijeron
que una más e iría a parar a Lurigancho. La cárcel de Lurigancho es el tercer
penal con mayor población en este planeta. Miraba a Sandro y sentía la culpa de
involucrarlo en esta denuncia, aún así le indicaba que él se libraría, que está
limpio, yo en cambio, no. Miraba el cuarto de cemento, los rostros de ex
convictos y delincuentes, el rostro de Mauro, el muchacho que conocimos dentro
del calabozo de Supe, pensaba en que los mejores días ya pasaron hace mucho,
los viejos buenos días ya murieron para mi, desde ahora solo me encontraría con
victorias que costarían demasiado obtenerlas. Cristales rotos anidarían mis
mañanas, polvo gris respiraría, una y otra vez, porque era lógico deducirlo, mi
irremediable amor a sentirme libre no pararía, iría más, siempre más al fondo
oscuro del abismo, en eso justamente consistía la satisfacción de este camino
vidrioso, perder cada día el miedo al final del día, esta ves hasta el fin, esta ves
hasta morir. Los viejos buenos días murieron con toda su inoscencia de niño
libre. Pensar en ello me apenaba, pero debía ir lejo, mucho más lejos.