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Causa y efecto de la televisión

basura
BY UPN · PUBLISHED 28 SEPTIEMBRE, 2015 · UPDATED 6 DICIEMBRE, 2016
Hace algunos años apareció en el panorama de la televisión peruana un
estilo singular de llevar entretenimiento. Se trataba de una modalidad
televisiva cuyos contenidos se nutrían de la ridiculización de los
invitados, la celebración de los clandestinos encuentros amorosos y de
las infidelidades de alguna figura conocida, y la atención preferente que
otorgaba a los escándalos de toda laya, sin que se pudiera encontrar en
sus conductores la más mínima voluntad de incorporar contenidos que
pudieran juzgarse edificantes en alguna medida.

Andando el tiempo, hicieron furor los programas juveniles centrados en la


competición, que mantenían los mismos patrones basados en la
maledicencia, el escarnio, la deshonestidad y la perfidia, antivalores que
a raudales se mostraban como notas definitorias de las conductas de sus
concursantes. Televisión basura fue el nombre que se le dio
a este grotesco estilo de generar entretenimiento.
Mucho se ha hablado de la televisión basura. Que alberga programas
que no contribuyen a la edificación moral de la juventud y que, por el
contrario, fomenta el arraigo de conductas dañinas en los niños, púberes
y adolescentes que siguen las vacías peripecias de los concursantes;
que da cabida a personajes que basan el éxito de sus programas en la
exhibición de situaciones en que la traición, la mala fe, la envidia, la
hipocresía y demás actitudes deplorables son convertidas en foco de
atención y principal atracción del espectáculo; en fin, que deforma y
embrutece, y empobrece aún más el frágil vínculo comunicativo que
define las relaciones en las miles de familias disfuncionales en cuyo seno
se irán (de) formando aquellos niños que quizá mañana se transformen
en casos de conductas antisociales. Se la ha criticado muchísimo y se la
visto como un problema que debe ser enfrentado frontalmente. De
hecho, en algún momento se organizó una marcha de protesta exigiendo
tomar medidas efectivas que frenen la difusión de estos programas.

Creo que no es falso lo que se dice con respecto a la


televisión basura, y que en apretadas líneas acabo de reseñar.
Pero, a un tiempo, creo que la postura desde la cual se la condena –
considerándola algo así como un aislado «foco de infección»– es
generada a partir de una mirada que presenta una miopía evidente: se
toma el efecto por la causa. La televisión basura no es un vector de
transmisión de podredumbre moral; es, más bien, el síntoma de una
sociedad en que la anomia y la ausencia de una preocupación ciudadana
por respetar un orden de convivencia racional han sido generadas por las
raquíticas políticas culturales y el descuido supino e inveterado de la
educación. La podredumbre moral tiene su origen allí. En nuestro país,
las reformas educativas nunca han llegado a buen puerto y han sido
desarticuladas antes de haber podido dar frutos. En el Perú, por lo
general, la cultura humanista, aquella que pone en primer lugar el
enriquecimiento espiritual de la persona, ha sido objeto de escasísima
atención; casi siempre, ha sido impunemente soslayada.
El valor atribuido a un producto cultural es relativo: depende de la
perspectiva asumida. Un joven informado, acostumbrado a
relacionarse con ideas, autores y obras que poseen
relieve espiritual y profundidad humana, difícilmente
encontrará solaz en programas esperpénticos como los que
conforman el espectro de la llamada televisión basura. Una comunidad
que fomente con ahínco el cultivo del espíritu y que ofrezca una amplia
esfera de productos culturales responsable y sabiamente elaborados no
tendrá a una masa aturdida esperando ver un programa en que el valor
de lo humano es degradado arteramente. Un programa del tipo que
ofrece la televisión basura, en un contexto quizá lejano –que no utópico–
como el que acabo de presentar, no tendría un índice significativo de
audiencia. Y como bien sabemos, programas con bajos niveles de
audiencia son inmediatamente cancelados, pues los anunciantes en
primera y última instancia lo único que persiguen es que sus productos
se exhiban ante la mayor cantidad de televidentes.
¿Qué podemos esperar de la televisión de un país que ha sido dirigido
por gobernantes que probadamente han cometido delitos o cuyas
acciones arrojan indicios de que han estado involucrados en actos de
corrupción? ¿Y qué de un país que acoge en su congreso a personajes
de perfil casi delincuencial que están ahí porque han sido elegidos acaso
por buena parte de aquellos que se instalan disciplinadamente frente al
televisor al mediodía, a media tarde o por la noche a mirar aquellos
programas que ensalzan antivalores y promueven la deslealtad y el culto
exacerbado y exclusivo de la belleza corporal, y convierten en motivo de
algazara la torpeza intelectual y aun la estupidez?

Es evidente: tenemos la televisión que nos merecemos.


Ello, por supuesto, no implica cruzarse de brazos y con aire resignado
simplemente constatar este estado de cosas. Pero sospecho que el
cuestionamiento de este tipo de programas, de este estilo de hacer
televisión, que se ceba en la complacencia enfermiza de aquellos que
siguen con afectada consternación las tragedias domésticas que sufren
sus héroes con pies de barro, se revela improductivo y falaz en la medida
en que dirige la mirada al síntoma y no a la raíz de la enfermedad.
¿Qué hacer? Infortunadamente, pienso que no hay salidas ni soluciones
a corto plazo. Impulsar transformaciones en el plano cultural, que
contemplen, por ejemplo, la promoción y cultivo del teatro y la literatura,
que difundan y afiancen eventos relacionados con la actividad de
museos, conservatorios, filmotecas y cineclubes; poner en marcha
planes serios de transformación real de los procesos educativos y de
mejora del nivel de preparación de los docentes a escala nacional y a
largo plazo; todo ello, supone concebir proyectos que sólo se
materializarán únicamente si los gobernantes que elijamos asumen un
férreo y sincero compromiso con la idea de que llegar a encabezar un
gobierno no es un medio para enriquecerse o satisfacer afanes
egocéntricos, sino una oportunidad para poner los mejores esfuerzos al
noble servicio del país.

En definitiva, pensar en cancelar programas a través de


leyes y decretos no es una salida: el autoritarismo y la
falta de vocación democrática pueden hacer eso, pero,
así, sólo estarían atacando el síntoma, no la enfermedad.
El Perú está enfermo desde hace buen tiempo. Cuando Zavalita,
paseando su descontento personal por la avenida La Colmena, a fines de
los sesenta, experimenta la desazón de quien observa el caos de un país
que no sabe adónde va, y se pregunta, «¿Cuándo se había jodido el
Perú?», formula un interrogante que lamentablemente hasta ahora no
podemos responder con acierto. La televisión basura es una fiebre, un
acceso purulento más (González Prada dixit), que se manifiesta en ese
organismo enfermo, y que parece anunciar que la dolencia sigue ya un
curso crónico. Sin duda, de nosotros también depende emprender una
transformación de este estado de cosas. A la espera de que desde el
estado alguna vez se emprendan políticas culturales creativas,
cuidadosamente diseñadas y realmente transformadoras, el papel de
aquellos que estamos convencidos de que la televisión que patrocina la
práctica de antivalores es un síntoma de un cuadro patológico mayor de
crisis social, consistirá en contribuir desde el modesto lugar en que nos
situemos a afianzar permanentemente entre las nuevas generaciones el
ánimo crítico tanto como potenciar su capacidad reflexiva, pues a través
del empleo de estos instrumentos el espacio que se deje para el
surgimiento de productos y manifestaciones culturales distorsionados y
distorsionadores será cada vez menor.
La tarea requiere esfuerzos ímprobos, sin duda. Nosotros, como
docentes, tenemos en nuestras manos parte no desdeñable de aquella
labor. Pensemos a largo plazo. Eduquemos, y eduquemos de verdad.
Esperemos, entretanto –el vicio de la esperanza es definitorio de la
especie–, que nuestros gobernantes de una vez por todas le otorguen a
la educación la importancia que merece.

*Este post es una colaboración de José Antonio Tejada


Sandoval, docente de la Universidad Privada del Norte.

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