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EL EXTRAÑO AL CÓMPLICE”, DE JOAN-CARLES MÈLICH:

EL PASO DE LA PLURALIDAD A LA DUALIDAD EN LA EDUCACIÓN


DENTRO DEL MUNDO DE LA VIDA
Jhon Monsalve

Imagen tomada de internet


Mèlich, J.C. (1994). Del extraño al cómplice. Barcelona: Anthropos.
Los libros de pedagogía y educación se han centrado, por lo general, en el
desarrollo del niño dentro de la institución educativa. El filósofo español Joan-
Carles Mèlich llega hasta el núcleo de la educación humana dentro del contexto
del mundo de la vida, para demostrar la importancia, en este ámbito, de la
acción social, de la moralidad, del reconocernos en el otro, del rostro a rostro. Es
en el diario vivir en el que interactuamos; el mundo de la vida nos exige una
constante relación intersubjetiva, en la que logremos pasar el umbral de la
pluralidad, es decir, del desconocimiento del prójimo, para reconocerlo cara a
cara. En últimas, es este el propósito de Mèlich: alejarnos de lo científico-
tecnológico y centrarnos en el mundo cotidiano, en el mundo de la vida, con el
fin de relacionarnos intersubjetivamente para reconocernos en el otro.
“Del extraño al cómplice” está compuesto por cinco capítulos extendidos en tres
apartados: Epistemología, Antropología y Ética y estética. Lo antecede una
introducción escrita por Octavi Fullat Genís, en la que hace una crítica a la
política española por el apoyo dado a lo científico-tecnológico y en la que ofrece
ciertos datos del autor y del estilo de su obra. Desde ese momento, el lector es
consciente de que se enfrentará a un tema educativo y social a partir de un
lenguaje filosófico. En el preámbulo, escrito por Mèlich, se introduce la temática
del libro, sus propósitos y sus tesis. De esta manera, el lector comprende que el
texto se centrará en la educación inmersa en el mundo de la vida, en las
relaciones intersubjetivas de la vida cotidiana que son la base de cualquier
educación, en la importancia de tener en cuenta al otro y de reconocerse en él.
En el primer apartado, “Epistemología”, aparecen los dos primeros capítulos
del libro. El primero de ellos, Filosofía y ciencias humanas, trata sobre los
problemas que ha suscitado la investigación de corte humanista. Al igual que
los científicos ponen en duda la veracidad de la investigación filosófica, Mèlich
hace lo mismo con las pesquisas tecnológicas, teniendo en cuenta que el
conocimiento que resulta de ellas no es, en absoluto, probado. Por medio de
Popper y Kuhn, sostiene que para que una ciencia pueda tomarse como tal esta
debe estar en constante reajuste de sus métodos y modelos de investigación. En
las ciencias humanas, esta característica es recurrente, pero en las ciencias
naturales, al parecer, lo es muy poco. De este modo, valoriza la importancia de
la investigación filosófica y, entre otras cosas, afirma que las dos condiciones
necesarias para que se lleve a cabo la investigación científica, en los campos
natural y humano, son: la especificidad metodológica y la intersubjetividad.
Este último concepto reaparecerá a lo largo del libro ya no como característica
de la investigación, sino de las relaciones humanas dentro del mundo de la
vida.
El segundo capítulo, que lleva por nombre La cuestión del método, centra su
atención en la metodología de la que debe hacerse uso al momento de
comprender las relaciones humanas del mundo de la vida. Esta cuestión es
supremamente importante, dado que cualquier disciplina que no parta de
preceptos propios de las ciencias naturales no puede recibir el apelativo
“ciencia”. La preocupación nace en el momento en que para lo “científico” el
hombre es un producto de la naturaleza, mientras que, en las ciencias humanas,
es él quien crea su propio mundo, su entorno. Por lo tanto, Mèlich dedica
algunas páginas a la fenomenología como método de estudio de las relaciones
intersubjetivas en la vida cotidiana. También hace alusión a la filosofía como
una ciencia que, posiblemente, pueda lograr la unión entre el “ser” y el “deber
ser”, objetos de estudio de la fenomenología y de la tecnología educativa,
respectivamente. Uno de los conceptos más importantes en este capítulo es el
de la fenomenología trascendental, método que, a partir de los análisis de la
experiencia cotidiana del humano, pretende alcanzar la esencia pura del ser.
El segundo apartado se denomina “Antropología” y está compuesto por un
extenso capítulo (el tercero): La construcción de la realidad humana en el horizonte
de la vida cotidiana. La construcción de la que habla este título no se logra sino
por medio de las relaciones intersubjetivas. Mèlich es muy enfático en esta
cuestión: la realidad humana, la educación en el mundo de la vida, se alcanza a
través de las interacciones. El mundo de la vida es uno de los ejes temáticos en
las obras ensayísticas del autor; tanto en “Antropología simbólica y acción
educativa” como en “Del extraño al cómplice” el filósofo español describe el
mundo de la vida a partir de la teoría de Husserl al respecto. El mundo de la
vida no es más que el mundo de la cotidianidad, el lugar en donde se halla la
mal llamada (parafraseando al autor) educación informal. Allí los sujetos entran
en recurrentes relaciones, viven, se comunican, se experimentan como
humanos. En el mundo de la vida cada hombre vive en un espacio y en un
tiempo, propios de la experiencia. Mèlich utiliza el término “corporeidad” para
hacer referencia a una de las cuestiones antropológicas más importantes: el
reconocimiento no solo del cuerpo del otro, sino también de su ser, de su
esencia como humano. La corporeidad se descubre en el otro cuando logra ser
él, ser nosotros y ser todos a la vez. Pero tal evento se logra solo si en las
relaciones interpersonales aprendemos a reconocer al otro. Un tema que se
añade a los tratados en este capítulo es la moral, entendida no como un
producto de las relaciones humanas, sino como constitución de la acción
educativa y de las prácticas intersubjetivas. Los valores morales deben ser
diferenciados de los sociales. Mèlich explica lo anterior partiendo de las
acciones dramáticas, caracterizadas por las diversas actitudes humanas frente a
situaciones variadas: por poner un ejemplo, es distinto el comportamiento del
hombre en un bar que en un bus. La corporeidad y lo moral, al parecer, se
ocultan, se cobijan, bajo la acción dramática. Al final del capítulo, el autor
complementa sus ideas con algunos aportes de Gadamer con respecto a la
alteridad, es decir, al otro, a quien puedo tomar como instrumento, es decir,
como máscara del drama, o como analogon, o sea, como reconocimiento de mí
mismo en el otro, o, finalmente, como apertura, es decir, como la permisión de
hablar por el otro, de volverse el otro. Tal vez en esta última hallemos la
corporeidad. Y para anteceder la temática del próximo apartado, el autor
enfatiza sobre la consecuente relación entre extraños en el mundo de la vida,
producto de una pluralidad inconsciente en la que solo se permite descubrir la
máscara de la acción dramática.
El último aparatado, “Ética y estética”, se compone de los últimos capítulos del
libro: Fenomenología de la acción educativa y El otro como cómplice: De la experiencia
estética. En el primero de estos, se encuentra quizá la matriz del ensayo del
filósofo español: la caracterización de una acción pedagógica situada en el
mundo de la vida en donde se presenta constantemente una interacción dual.
La acción social tiende a la pluralidad en las relaciones del hombre, es decir, no
descubre el ser del otro, ni su dimensión humana. En la pluralidad todos son
extraños, nadie reconoce al otro. En la dualidad, según los argumentos de
Mèlich, se presenta un rostro a rostro en el que se descubre la corporeidad del
prójimo y todos sus valores. Es en este contexto en el que aparece la moralidad,
que tiene en cuenta la esencia del otro, que lo comprende… es un modo de ser
con los otros. Es del paso de la pluralidad a la dualidad en el que se presenta el
transcurrir del extraño al cómplice.
En el último capítulo, Mèlich hace una interesante comparación entre la
creación estética en el arte y la construcción de la alteridad. Para ello, parte de
los conceptos poesis, aisthesis y katharsis. El primero es el acto de creación del
otro, tal cual en una obra artística; el segundo es la alteridad reconocida como
tal por medio de la dualidad, y el último se comprende como una comunicación
intersubjetiva, producto de las dos anteriores. En este proceso, pasamos de
considerar extraño al que estaba sumido en la pluralidad social a considerarlo
cómplice en la relación dual. El autor culmina el capítulo enfatizando en que
cada uno de estos rasgos que conforman la humanidad debe ser contemplado
por la educación, pues de lo contrario, no merece esta ser llamada de tal
manera.
Joan-Carles Mèlich concluye en un Post Scriptum que el cómplice no reduce al
hombre a objeto, sino que, por el contrario, lo considera en su esencia. Al
cómplice lo supone como utopía de la educación en el mundo de la vida.
La edición de Anthropos de “Del extraño al cómplice”, publicada en España en
1994, presenta al final del libro un relato filosófico complejo e interesante
titulado El generador de fundamentos, escrito por Jèssica Jacques. Entre personajes
mitológicos aparece el conflicto de descubrir el fundamento que, según lo
expuesto por Mèlich, es la esencia del ser. El relato, en últimas, es una reflexión
sobre la belleza del reconocimiento de la alteridad.

Aunque parezca poco optimista, la visión utópica de la complicidad en el


mundo de la vida cotidiana es una triste realidad. Para pasar de extraño a
cómplice, para lograr reconocerme en el otro, para conformar una unidad a
partir de la dualidad intersubjetiva, hace falta, a mi modo de ver, una reflexión
social sobre las causas del pensamiento pluralista en la sociedad. Además,
mientras el mismo sistema, la misma educación, no vean más allá de los
contenidos, de los materiales, de los deberes del estudiante… si los maestros no
empiezan ellos mismos por reconocer al estudiantado como alteridad, dudo
mucho que algún día se logre una complicidad que nos lleve a pensar más allá
de nuestros propios intereses. Si no se tiene en cuenta la propuesta
antropológico-educativa de Mèlich en las escuelas de educación de nuestras
universidades, será difícil que esta perspectiva humana se tenga en cuenta para
el mejoramiento de las relaciones intersubjetivas no solo en el ámbito de la vida
cotidiana, sino también en la acción educativa de las instituciones. La
fenomenología trascendental ayudaría en parte en este propósito. O tal vez, sin
darnos cuenta, el mundo de la vida, de la comunicación de sujetos, se
caracterice por una tradición en la que nunca ha habido un rostro a rostro. En
fin: la responsabilidad de los educadores se acrecentó con la dualidad que debe
lograrse. Esperemos, ya con más optimismo, que las propuestas de Mèlich no se
pasen por alto.

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