"Operativo". Museo Rufino Tamayo, Reforma y Gandhi, Bosque de
Chapultepec.
Del 23 de agosto al 18 de noviembre del 2001.
Martes a domingo, de 10:00 a 17:45 horas.
Muchos en el mundo del arte están empeñados en demostrar que
el placer visual será la característica dominante a principios del nuevo siglo. Dave Hickey, el crítico de Art Issues, viene proclamando que el concepto fundamental de la próxima década será "la belleza", en tanto que los públicos repletan las retrospectivas que se han dedicado a la obra por demás opulenta y rigurosa de la pintora británica Bridget Riley. En diversos foros se aduce que ha llegado el momento de poner freno a la supuesta aridez emocional de los neoconceptualismos para abrir la puerta a un nuevo arte que no tenga ya que disculparse por buscar placer y encantamiento. Lo cierto es que esta nueva ola visual no ha llegado aún a ser un "movimiento"; es más bien una vaga coalición que incluye tendencias y actitudes críticas incompatibles. La prueba es que no hay curador que haya concretado la exhibición que sirva de modelo a la nueva causa.
Operativo (la primera exhibición del nuevo equipo curatorial del
Museo Tamayo) no es la excepción. Lo que debiera ser el lanzamiento de una nueva estética acaba por derivar en un nuevo revisionismo que es argumentalmente endeble. El curador Tobias Ostrander concibió Operativo como un muestrario de obras que, por encima de generaciones y orígenes, supuestamente coinciden en al menos dos aspectos: sobrecarga visual y el uso de técnicas de producción no intuitivas.
Por un lado, se trata de pinturas y objetos posconceptuales que
ejemplifican lo que Ostrander llama "métodos semiautónomos de producción": técnicas que rechazan la invención subjetiva para incorporar un momento de trabajo industrial o la transferencia de patrones tecnológicos. En efecto, varias de estas obras suponen una negociación de lo artesanal con lo industrial. Polly Apfelbaum arregla sobre el suelo grandes mosaicos efímeros que están hechos con fragmentos de terciopelo teñidos de acuerdo con una combinatoria de colores comerciales, en tanto que la pintora brasileña Beatriz Mihazes construye cuadros de flores, arabescos y rayos de colores transfiriendo patrones que antes ha pintado en plásticos. Esa operatividad no resulta en absoluto polémica: casi todo el arte contemporáneo involucra métodos antisubjetivos donde el artista, más que un autor, plantea apropiaciones y procesos.
Más aventurado es que, según Ostrander, el uso que sus artistas
hacen de patrones rítmicos, espirales, mandalas y geometrías coloridas es suficiente motivo para afirmar que su interés en la visualidad está directamente ligado a la herencia del op art de los años 60. Para el curador, estos trabajos actualizan la intención del op por dejar atrás la idea de que el ojo es un mero instrumento intelectual, para referirse a él como órgano corporal. Esta conexión me parece más bien vaga: monta una genealogía histórica que, en términos estrictos, sólo es válida con respecto a los cuadros del artista "neo-geo" Ross Bleckner. Pero aun en ese caso, es probable que la actividad sensorial de las obras de Operativo sea demasiado referencial, intelectualizada o incluso recatada para afirmar que desbordan a nuestra mente por efecto de lo visual. Más bien sucede que la opticalidad de esas obras es un aspecto subordinado de investigaciones que se desperdigan en direcciones diversas.
Así las cosas, los dibujos en látex sobre el muro Cadence
Giersbach presentan la imagen distorsionada de interiores históricos donde lo que se ilustra es la diferencia entre visión central y periférica. Son precisamente lo contrario del objeto op, pues explicitan la diferenciación jerárquica del campo visual, más que aprovecharse del efecto de seducción y entrampamiento que sufre nuestro ojo al enfrentarse a patrones visuales complejos. Del mismo modo, es posible que el barroquismo tecnológico de los muy notables diagramas del español/americano Pedro Barbeito no sean el equivalente contemporáneo del geometrismo de Vasareli. Barbeito traslada al plano una serie de esquemas inspirados en las representaciones teóricas de los espacios y objetos que, como los hoyos negros, exploran los radiotelescopios. Por fascinantes que resultan, hablan de la tensión entre inteligibilidad y sensación más que hipnotizarnos por su fenomenología. Con mucho, la pieza más sorprendente de la exposición es un mueble de espejos de Thomas Glassford que, a diferencia de las otras obras, no apela tanto a la visión del ojo solitario sino al teatro insondable del sujeto constituido eróticamente. Este Tú y yo (2001) nos encierra en un biombo metálico que, visto desde arriba, bien pudiera sugerir el interior de un Ying /Yang, y que nos confronta con nuestro reflejo deformado. Sumergiéndonos en esa visión digna de una alucinación, Glassford deja abierta una rendija por donde uno puede atisbar al otro. No obstante su belleza y aparente simplicidad, la obra es mucho más que un mueble visual: es un diagrama de la estructura intersubjetiva. Evidentemente, Tú y yo no proviene del op art: uno sospecha que Glassford ha logrado más bien combinar la experimentación sobre el valor de lo especular en Lyigia Clark y Piero Passolini para brindarnos una alucinación del deseo reprimido por el minimalismo.