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Hasta los cuervos picotean

las cerezas

JM. Prado - Antúnez


©JM. Prado – Antúnez 2012
1ª edición
ISBN: 978 – 84 – 939463 – 3 – 3
Depósito Legal: BU – 150 - 2012
Impreso en España / Printed in Spain
Editado por Gran Vía
A toda mi familia, que siempre me aguarda a pesar de que
yo ando en los andamiajes de las historias de la Vida.
A la memoria de Diego.
A Marta Rivera, mi amiga
Y a Pablo Núñez, convocados por Lug.
Estoy hastiado de mi vida: daré rienda suelta a mi
queja, hablaré en la amargura de mi alma. Le diré a
Dios: no me condenes, hazme saber por qué
contiendes conmigo. "¿Es justo para ti oprimir,
rechazar la obra de tus manos, y mirar con favor los
designios de los malos? ¿Acaso tienes tú los ojos de
carne, o ves como El Hombre ve? ¿Son tus días como
los días de un mortal, o tus años como los años del
hombre, para qué andes averiguando mi culpa, y
buscando mi Pecado?
Libro de Job.
Índice

1 ........................................................................................ 7
2 ...................................................................................... 16
3 ...................................................................................... 19
El accidente .................................................................... 21
4 ...................................................................................... 70
Dadle tiempo al tiempo.................................................. 74
5 .................................................................................... 190
6 .................................................................................... 193
Ella tenía derecho a su parte de viuda ......................... 195
7 .................................................................................... 331
8 .................................................................................... 334
In societate humana hoc est maxime necessarium ut sit
amicitia inter multos .................................................... 336
Epílogo .......................................................................... 400
Agradecimientos .......................................................... 407
1

La hermana compungida de Lourdes fallecida apareció


birlibirloque sin que ninguno de ellos lo demandase ni le importase
lo más mínimo en un fríoo ddía plano de un cálido invierno
abrupto, pronto en la tarde, a la hora reservada al café y la
tertulia, como una suave seda que ondea al viento en un colgador
herrumbroso, como una demorada brisa, como la calma chicha de
un país en crisis.
Se llama Laura, y siempre ofrece su máss cálida sonrisa a
quien la acompañaa.
-Lourdes ha muerto – anuncia seca como la boca sin saliva,
como un año sin lluvias.
Ella, con su apacible voz de susurro sinuoso, se lo comunicó a
Jon telefónicamente que avisó a Álvaro de la misma manera, que
no pudo reprimir las malditas ganas de notificárselo a Yolanda,
que no ansiaba de ninguna de las guisas volver a recibir las
revelaciones que volcaron su corazón hacia la angustia.
Pero Álvaro dijo: “voy”.
- No sé para qué vas – le conminó a Álvaro, Yolanda
visionaria, muy hierática, como alucinada – ¿acaso deseas que
todo vuelva a comenzar? ¿No nos basta con dos muertos? ¿No te
basta con las heridas que nos ha procurado lo sucedido que
reclamas agrandarlas?
- Sé menos áspera, por Dios – le recomendó Álvaro, por toda
respuesta, y tajante.
La hermana compungida de Lourdes fallecida apareció igual
que su hermana, una rubia candente que provocó la prevención
constante y consistente, que se la sintió, cuando afloraba, como un
peligro inminente, porque arreció siempre como el viento poniente
por la puerta del bar, cuando contoneaba la cintura y envolvía al
aire en sus nalgas elípticas, puro universo envolvente.
Si la oías hablar, las palabras que pronunciaba, de tan
cercanas, y tan suaves y tan lentas al salir de sus labios bien
definidos, componían en el semblante el regocijo a cualquiera fuese
el que las escuchara.
No, decididamente no se parecía a su hermana, que siempre
se atropellaba al hablar, que ya había ejecutado las acciones que
pensó mucho antes de que las comunicase al mundo en general y
que generaba en aquel al que convertía en su presa, una desazón
que emanaba directamente de la angustia que le creaba la
ignorancia que lo poseía, y que acaecía proporcional al cuándo se
iba a producir el hachazo definitivo a su persona.
- Y aunque nunca parecía que iba a llegar, sobrevenía.
- Mi hermana ha muerto, pero no he venido a tomar venganza
sobre nadie – les reveló antes del primer sorbo de café – No quiero
acabar como ella, acostándome con todos – sorbió su café – incluso
contigo – y reveló esta confidencia mientras miraba a Álvaro.
- Pues, hay sobre quién, no lo dudes – le informa Álvaro,
notificador eterno, Hermes esotérico.
No acababan de posar las tazas de los cafés calientes sobre la
fría mesa de mármol silencioso, cuando la escultural hermana
rubia y menor de Lourdes muerta, esta comunicativa Laura de
ojos narcóticos, extrajo de su bolso falsificado, ése que adquirió en
el paseo con palmeras eternas de cualquier playa del levante
hispano, los papeles que el juez, ese mismo con el que su hermana
se acostaba para que aceptase las grabaciones efectuadas por Javier
como prueba contra los que defenestraron su vida, le facilitó, con
la orden de que dos personas de su confianza los firmasen y
refrendaran en esa rubrica que se podía creer en ella para
encomendarle la custodia de los niños.
-Si no, se quedan solos – les confirmó cariacontecida para crear
consternación en los interlocutores y una obligación moral – y
ahora sólo confío en ustedes como lo hizo mi hermana en su
momento.
-Debemos ayudar a la chica – aconsejó Jon, mirando de hito
en hito a los senos que quitan el hipo como un rito, por míticos.
Aquellos papeles con membrete de un juzgado de Madrid, si
se signaban declaraban que la hermana erguida para la vida,
tanto como Lourdes reposa yaciente y eternamente dormida,
horizontal y plana, se comprometía con la custodia de los dos hijos
de la finada refinada, de su hermana catatónica, desconectada del
mundo, pero tan viva.
- Con la muerte de tu hermana – y siente Álvaro que espolea
la herida de la niñata a su frente – muchos son los que descansan.
- Los que verdaderamente descansan – miró con mirada de
asesino nato – son los niños, los únicos que a mí me preocupan.
Laura acostó la cabeza sobre su pecho y la mirada la sesgó al
suelo para enjugar las poquísimas lágrimas que aún lograban
residir en el interior de sus ojos. Las perdió todas a la vera
verdadera de su hermana sedada en el hospital “Doce de octubre”,
cada noche, cada madrugada y cada media tarde sin café hasta su
propio desfallecimiento y el fallecimiento de la hermana. ¡Cuánto
sufrió!
-Y no será porque no me carcoman las ganas de venganza.
Así se lo comunicó al juez, pero éste la convenció de que era
mejor desistir y vivir sin que el rencor y el resentimiento
consumiesen las pocas ganas que nos quedan para permanecer en
esta vida insana cuando alcanzamos la edad adulta; y la
persuadió, en efecto, tras un adúltero beso, uno de esos que
catequizan y nos desarman convenientemente.
Las lágrimas todas las derramó, porque se deshizo en ellas
durante el camino hacia el portal del notario, cuando se apresuró
en el paso como posesa para rogarle a éste que se trasladara a la
cama de su hermana moribunda, siempre espoleada por el temor
de que exhalase el último suspiro aquélla que tanto la protegió en
vida, sin que pudiera expresar su última voluntad y sin que
hubiera quien tomase nota, sin su presencia.
-Los niños no merecían quedarse sin nada.
-Pero ella ya les apartó ciento veinte cinco mil euros – recordó
Álvaro que se lo declaró la mismísima Lourdes el día que recogió
esta cantidad de las manos de Antonio en una bolsa de deporte.
-Cómo jodió aquel día a… - comenzó Jon a recordar, pero de
inmediato calló. Silencio.
Laura elevó su rostro para que tanto Álvaro como Jon como
el resto de los tertulianos del bar de este pueblo castellano, de sol
y cartas en la tarde, por nombre Berlangas, pudieran observar sin
pudor que nada la vence, que, como a su hermana, las heridas se
cicatrizan al instante y la animan a continuar luchando con el
tesón familiar que atesora. Como en Berlangas, dentro de ella hay
un “berlanguillas” ardiente.
-Era su parte como viuda.
-Y que arrebató a personas que se humillaron por esa
cantidad.
- ¡Qué hubieran mantenido su entereza! La integridad no se
vende.
Laura les prometió cara a cara, mientras empuñaba su bolso
con una fuerza de boxeador que busca el K.O. en el próximo golpe
en este asalto, que ella jamás los involucraría en lo que sólo
consistía ya un asunto de familia. De ella misma y, por supuesto,
de la memoria de su hermana.
- Algunos aquí, en Berlangas y en Aranda, descansan, como
tú dices, por la muerte de mi hermana –y se silenció adrede, pero
como un latigazo su voz suave restalló en el aire cálido– pero ella
sí que descansa, que no os podéis hacer una idea de cuánto sufrió.
Álvaro sí que precisaba entender el sufrimiento que soportó,
porque sintió tanto su muerte como le dolió en vida aquella vida
de viuda, una vida que erró de golpe en golpe, de traición en
traición, dibujando en la noche todo lo que en el día iba a ser
meter el dedo en la llaga, el sufrimiento por el culo y la angustia
en la mirada y el porte de todos y de cada uno de los que se
entrometieron en su vida, en la vida de quien no debieron.
Laura les contó que llegaron los chicos a la casa y la
descubrieron tirada en el suelo, retorciéndose con el dolor que
emanaba del estómago, aullando como si la crucificasen e
increpando a nombres ininteligibles. Los niños, con el pánico puro
en las manos y en los ojos, acertaron a llamarla por teléfono, a
llorar en el auricular su miedo, su temblequera, sus lágrimas.
Corrió a la casa de su hermana, obviando los radares de las
calles, ciega de ignorancia, sin saber qué ocurría. Cruzó Madrid,
como un nadador, las aguas gélidas, a brazada larga, que la
pongan deprisa, deprisa, a la vera de su hermana, a la vera de la
orilla de la angustia de sus niños, para sobrellevarla juntos.
Cuando llamó al timbre de la puerta y le abrieron los niños,
la abrazaron como si no la hubieran estrechado con afecto en
varias décadas, oprimiéndola hasta el ahogo, o como si la viesen
como la única forma de salvarse, el último lugar de cariño, tras la
muerte de su padre, tras el “no sabemos qué le pasa a mamá”.
Enlazados los tres como ríos sin desembocadura.
Laura vio a Lourdes tirada en la habitación, sobre la
alfombra verde que hacía juego con las cortinas verdes y con
aquella caja donde Javier guardó siempre su guitarra eléctrica, la
que le regaló Antonio Vega, y en la que él tocaba, imitándole,
“la chica de ayer”, la misma canción que escuchaba en el coche el
día que murió.
-Seamos serios – bajó la voz Laura hasta convertirla en voz
de susurro en misa– que alguien diga ya “cuando lo asesinaron”.
-Y ¿quién crees que lo hizo? - preguntó Álvaro sorprendido.
-La mujer que abandona, en la última grabación que se
descubrió, la casa tras Javier.
- ¡¿Soledad? ¡Permíteme que me resulte excesivo creer eso!
Tirada sobre la alfombra, inconsciente, había vomitado, se
había orinado, agonizaba como un soldado con las tripas al aire,
incluso, como aquel soldado que, tras ser rematado en su agonía,
ésta persiste y late en sus mismas tripas al aire, que ya no consigue
retener con sus manos muertas.
Lourdes tirada en la alfombra, agarraba en su mano una caja
de bombones.
Laura corrió al teléfono y exigió una ambulancia.
Bajaron la camilla que la transportaba por el ascensor a la
calle Juan Martín, en este Madrid de fuego y ventas de
“manteros”, y la introdujeron en la ambulancia para
transportarla al hospital. Laura dejó a los chicos con unos primos
y se trasladó en taxi al mismo.
Su hermana se encontraba ya en el quirófano, sobre la mesa
quirúrgica, en plena intervención, con los bisturís sobre sus carnes.
Ella no hizo más que fumar un cigarrillo tras otro, ¡y eso que no
fumaba!, mientras bebía a grandes tragos, ¡y eso que no bebía!, y
tras morderse las uñas hasta alcanzar y dejar al aire, la carne
malva.
Cuatro horas más tarde y una montaña de colillas acto
seguido, cuatro horas más tarde y una fila de vasos de güisqui
sucios en la repisa de la ventana de la sala de espera del Hospital,
cuatro horas más tarde y una multitud de pellejos amontonados
en el suelo, ante sus pies, un médico anónimo, empapado por el
sudor postoperatorio, vino a prevenirle que lo de su hermana era
cuestión de una semana de sufrimiento, porque se le quemaba el
tubo digestivo, e iba a suceder inevitable el óbito.
Era un ocho de diciembre de un Madrid helado en un hospital
abarrotado de cánceres terminales.
- Una semana de sufrimiento – como si hablase para sí
misma, mero recuerdo - ¡y tanto qué una semana! ¡Y tanto qué
sufrimiento! ¡Día a día la oía gritar inevitablemente por encima
de la acción sedante de los parches de morfina que ya ni la
sedaban!
La autopsia reveló que en su estómago habían permanecido
restos de chocolate de los bombones que comió de aquella caja que
aferraba la noche en la que la encontró tirada en su habitación
sobre la alfombra verde, con la cabeza posada sobre las cortinas,
a las que arrugaba con sus manos que pierden la vida, esas
cortinas verdes a juego con la alfombra y su traje.
Aquel chocolate de aquellos bombones descubrió al forense la
causa de la muerte de Lourdes, envenenamiento.
Los bombones se habían rellenado de un veneno que quema el
interior de las vísceras y no deja rastro. Los habían introducido
con una aguja hipodérmica, sin ser desenvueltos. Por suerte, los
médicos sospecharon que la quemazón que provocaba el
sufrimiento de Lourdes no dependía de nada orgánico, sin causas
naturales, y por ello analizaron el estómago.
- Si llega a morir en casa, nadie lo hubiera descubierto.
- Una semana sufriendo, una semana entera tumbada en la
cama del hospital mientras la vida se le iba en el ardor estomacal.
- ¡Pobre Lourdes! – lamento Álvaro.
- Sí, querido Álvaro, pero yo no vengo a tomar venganza.
- Y, ¿por qué no? Es tu hermana, y lo pide a gritos.
- Supongo que Javier también lo pidió a gritos y la venganza
que obtuvo mi hermana, conllevó su muerte – hizo un pequeño
silencio – No, gracias, sólo pretendo cuidar a los niños y vivir en
paz.
- Yo te indicaría quién – le aclara Álvaro – y tú…
- Hay un juez que tiene las cintas, que tiene el informe forense,
que tiene mi virginidad – le confió Laura -, si quiere, que actúe…
- Por cierto – ordinario Álvaro – nunca me acosté con tu
hermana.
- ¡Si tú lo dices…!
2

“Si yo soy quién soy”, se encorajinó a sí misma Lourdes


mientras se observaba en el espejo que la reflejaba desnuda y
limpia y pura de corazón, su corazón de ardor, de venganza y
dureza, “me lio la manta a la cabeza y no me resigno a que estos
mal nacidos maniobren libres por el mundo, como si conservasen
intacta la inocencia pura como el resto de las personas libres.
Ni mis dos hijos me imposibilitan ya como trabas insalvables
a que demande justicia al mundo y a Dios. Los quiero a todos
bajo el desamparo de los dioses, en la orfandad absoluta,
inculpados por el dedo de la soledad, increpados a cada paso por
las bocas que proclaman la necesidad de que se ejecute la justicia.
Les deseo arrastrados sobre su mismo sufrimiento, ¡y que sea
éste tan dilatado en el tiempo como dura el mío en el espacio, que
se prolongará durante toda mi vida! He de observarlos mientras
comen de mi mano y cuando me exijan benevolencia, que me
comporte magnánima y les perdone la vida, les despacharé a mí
gusto.
- Voy a hacer morir a los cerdos, uno a uno – le revela a
Álvaro, con cara de bruja o de diosa guerrera.
- ¿Con qué fin?
- ¡Qué sufran!
Hasta ahora he sido como la mujer del marinero, con las
castañas en mi regazo para roerlas, y las roía y roía y roía. Hoy
sé que me he dejado los dientes al roer y mi dentadura ya no
aguanta más. No hay dentista que la recomponga. Así que sólo
me resta libar la vida de los otros, aunque sea mediante hechizos
de bruja en la noche.
Les voy a dar un viento y un huracán que los arrastre, y
quedaré en gran contento. Son míos todos ellos, pues me causaron
el dolor que me cancera hasta el alma. Los moleré como se muele
el grano para obtener harina y los chamuscaré en mi caldero del
infierno para que purguen por la muerte del marinero que los
guiaba en ese mar de harina gallega.
- Voy a destemplar el mundo, habitación por habitación,
¿queréis ayudarme?
- ¿Y qué hemos de hacer?
- Sólo miradme y echar un capote cuando os lo pida.
- ¡Qué simple parece!
Porque yo soy quién soy, y me conozco a la perfección, me liaré
la manta a la cabeza, acostumbrada como estoy a llevar a cabo
sólo mi voluntad y ordenaré a los dioses, a las brujas, a los
elementos de la vida y al mismísimo diablo, que me ayuden a
enterrar a los que me provocaron mí desazón y la necesidad de
vengarme, que en lo más profundo de su honda ferocidad y salvaje
canibalismo, les seccione la yugular con un sufrimiento de
imposible aguante, en la ira que con saña e inclemencia retuerce
sus almas negras, que les incruste en la conciencia la malahora y
obtengan así la misma memoria de los que fueron impíos y tiranos
y se sepan condenados a sufrir en la eternidad.
Si soy la que soy, y me conozco a la perfección, ¡os lo juro!, los
arrastraré por un pedregoso fango como un caballo desbocado
arrastra a su jinete ¡adelante!”
- Será un día hermoso y feo.
- Sin duda.
- Porque mi paciencia se ha acabado al cargarla de tantas
injurias.
- Y todas son sólo insidias.
3

Lo único que saqué en claro, que todos mentían.


Unos explicaban a quienes deseaban escucharlos, que la
culpabilidad de todo lo ocurrido recaía tan sólo en mí, por mi
empecinamiento, claro; en descubrir la verdad; todos los demás
suponían ante una cerveza que no se podría jamás achacar la
culpa a nadie en particular.
Las cosas suceden, sin más.
Y todos pretendieron, y algunos lo consiguieron, sacar tajada
del desaguisado. Unos, económica, por supuesto, y estos eran los
más; otros sólo deseaban acostarse con ésta o aquélla y esnifar la
pureza por su nariz de aluminio, como la que apareció en la
chaqueta de Javier, según cuentan.
Por lo que sé, en los falsos techos de la oficina en la que
trabajo, se escondían cantidades ingentes de cocaína. Los días en
los que la policía nos estuvo investigando, Orlando, el encargado,
esparció por el aire un olor nauseabundo, como a muertos que se
pudren bajo tierra, como a un estercolero. Álvaro me indicó que
se trataba de un aerosol que se esparcía para engañar a los perros,
los mismos que aparecieron una mañana temprano y tarde en la
noche, una noche, y se equivocaron, que no dieron con nada, ni
ladraron.
También sé, que me lo contó el propio Javier en mis sueños,
que fue asesinado; y su mujer también, y es muy probable que
acometiese los crímenes Soledad, con la ayuda de su marido
consentidor de cornamentas.
Y, por último, creo poder confesarle que el ex – alcalde y
algunos concejales, así como miembros honorables de la sociedad
en la que habito, son culpables, que han prestado una ayuda
inestimable para que todo ocurriera en la manera que sucedió.
- ¿Alguien más sabe algo de lo que me ha contado? – le
preguntó el juez de paisano, mientras se deleitaba en los exquisitos
manjares que prepararon en el mesón de la Villa, donde celebraba
sus festejos una de las peñas arandinas.
- Nadie más, según creo – respondió Yolanda educadamente,
temerosamente.
- Pues que siga así, señorita, que siga así – sentenció el juez,
como si fuera parte en todo lo confesado.
El accidente

- Yo le permitía aparcar el coche en mi taller y que


durmiese allí la cogorza cada tarde.
- Y, ¿por qué no me avisaste? – le demandó Lourdes,
fiscal punzante.
- Así que, ¿ya lo conocías? – se encorajinó, sulfurada,
Yolanda caprichosa.
- ¡Desde luego! Coincidí con él y con Alfredo en los
campamentos juveniles.
- ¿Por qué me lo ocultaste? – a dúo la pregunta,
estereofónica, ambas mujeres al unísono, corifeo.
- No creí que fuera importante.
¿Cómo fue posible que un conductor con la
seguridad de Javier, que realizaba más de ochenta mil
kilómetros anuales, se viera imposibilitado para
aguantar un vehículo en una recta que asciende en
pendiente, aunque se presentara encharcada?
- ¿Os habéis reído de mí? – le espeta Yolanda como
un escupitajo en plena cara, muy encrespada, como un
golpe de huracán.
¿Cómo un conductor con su pericia y que maniobra
en un vehículo con el grado de seguridad del Audi, no
consiguió esquivar un jabalí, por muy repentino e
inopinadamente que apareciera desde los matorrales de
la derecha, que a la izquierda queda una mediana de dos
carriles de ancha, que separa los dos carriles de vuelta,
tal y como se estableció y se comunicó a todos los
familiares al detallarlo de esta guisa la primera versión
de los hechos?
- ¡Nunca!, no me atrevería, pero tampoco puedes
exigirme que te lo cuente todo, ¿verdad?
¿Cómo un conductor de la destreza de Javier, con la
maestría y técnica en la conducción que ostentaba y que
en tantas y cuantas ocasiones que se le habían
presentado la había demostrado, falló a la hora de dar
un volantazo para evitar que el automóvil perdiese la
dirección recta y se saliera más allá del quitamiedos?
- ¡Eres un mentiroso! – trina de rabia, bufa y se
encrespa Yolanda, y parte, y se parte, pero no reparte,
que siente su pusilanimidad azorándola.
¿Cómo un conductor tan metódico como Javier, que
repasaba todo tipo de líquidos, bujías, bielas, y todos
aquellos accesorios inútiles, se le había pasado por alto
fijar el piloto de estabilización de dirección que posee el
automóvil que conducía, y evitar así cualquier clase de
deslizamiento en la carretera, incluso aquellos
originados por bolsas de agua, tal y como se concretó
definitivamente en el cómo se había producido el
accidente en el más indeterminado de los azares?, se
preguntaba y así se fustigaba Lourdes en silencio, en su
casa de Burgos, cilicio en mano, por la obra de Dios.
- ¿Por qué nadie me contesta? ¿Por qué nadie oye mi
lamento? – grita y rompe el espejo con su voz de
soprano, sobresaltada en su sueño por un mal fario, con
su puño encrespado.
Cuando el primo Antonio pulsó el timbre de la
puerta cariacontecidamente, con las facciones de su
rosto revelando que se encontraba acuciado por el
temor a los dioses y a los hombres, tan dolorido consigo
mismo como un alacrán cuando se siente atemorizado,
traspasó al tintinear del mismo su duelo privado actual
y la mismísima negritud que portaba en el alma sin
agradarlo, la misma que revelaba con sus parsimoniosos
pasos de movimientos tan lánguidos; o en sus pupilas
excesivamente acuosas, o en su soñoliento interior
flemático.
- A Antonio, ¿también lo conocías?
- No, a ése no lo había visto en mi vida – le contestó
Álvaro.
- Y, ¿por qué te llama siempre que viene?
- ¡Y yo qué sé!
Lourdes se dirigió a abrir precipitadamente la puerta
de la casa como quien derriba un muro de piedra en la
noche y adivinó con su prisa que, algo desagradable e
inaceptable se había desencadenado en su vida, algo que
ahora mismo no alcanzaba a intuir ni precisar pero que
significó un vuelco de su corazón por su corazón
herido.
- ¿Aún no hay respuestas? Permanecéis callados
como los cobardes, que siempre esconden su
incapacidad tras el mutismo – los increpó a los que se
reunieron con ella en Aranda, a todos aquellos rostros
circunspectos, vociferante, luciferina.
Cuando el primo Antonio pronunció atropellado,
absurdamente, la cruel noticia, como si se le esfumasen
de la boca las palabras en cada silabeo y las transfigurara
en borrosos sonidos indefinibles, aquella que lo
condujo hasta la casa de Lourdes, ella ya la concebía en
su magín anticipadamente, como si el futuro se hubiera
deformado en un pasado bellaco: Javier había padecido
un terrible accidente, escalofriante y, además, fatal, y,
aunque de momento, en este santiamén que la desquicia
porque no fluye, no habría fallecido, no proporcionaba
la medicina ninguna esperanza de que recuperase la vida
y resultaba preferible no prodigar ilusiones a los
familiares.
- ¡Lo habéis matado, hijos de puta, y pido a la vida
que acceda a mi venganza, que me conceda ver vuestra
sangre correr por ese Duero duro que apellida vuestra
Villa! – repudió imaginariamente a aquellos rostros de
hipocresía cuando regresó a casa tras la reunión que
mantuvo con todos ellos en Aranda.
Y sin que nadie a su alrededor pudiera evitarlo,
perdió el sentido.
Todo ocurrió cuando le comunicaron que en el
punto kilométrico 154 de la carretera N – 122 quien fue
siempre su querido esposo había padecido un accidente
excesivamente grave, y esta mujer, alta y sencilla, lineal
y estricta, se desvaneció inopinadamente y se golpeó en
el hombro con el suelo sucio de la calle al desplomarse.
El primo Antonio, cuando comunicó la noticia a su
prima Lourdes, se adelantó a lo que resultaría
finalmente, el óbito, y lo expiró allí mismo de palabra y
omisión, sin dar tiempo a que el tiempo obre su labor,
y obvia que el corazón de Javier siempre deseó
perseverar en el ser, y lo desconectaba de palabra y
pensamiento, y quisiera también de obra, del pulmón
artificial, del entubamiento que lo sostuvo
artificialmente vivo.
-Es cruel – le manifestó a Lourdes sin mirar ni con
su imaginación al yacente Javier.
-La vida, en sí misma, es cruel – filosofó Antonio
mientras muestra cada dedo enjoyado, que rebosaba en
oro.
El primo Antonio, cuando pronunció
apresuradamente cada una de las letras que forman la
palabra accidente mortal, mientras enunció
aturdidamente cada una de las letras que forman la
palabra fatalidad, no consiguió impresionar a Lourdes
de mirada lúgubre, que se observaba agarrotada, que se
notaba aletargada o anestesiada, cuando con la mano
sujetaba el pomo de la puerta, y exteriorizaba la mirada
narcotizada o hechizada por un “algo” en la pared de
enfrente que sólo ella era capaz de figurar, y que situó
aproximadamente por encima del peluquín del primo
patético al que no distinguía en su visión, que se diluía
en las luces mortecinas de este día gris.
Lourdes ciega, alucinada, no supo cómo asumir esta
noticia que representó para ella una amputación de su
misma vida, una mutilación de su felicidad ligera, un
tajo a su fresco aliento y a su olor.
- ¡No – le participó – mentira, te equivocas, mi
marido volverá! – pobre Lourdes, que se engaña a sí
misma; o lo intenta.
A Lourdes narcotizada no la obligaban a aceptar esta
noticia indeseada ni el fantasma de su marido que se
presentase en una noche danesa de brumas y vigilancias
obligadas, en una llanura danesa o en esta noche de
brujas que cavan y ocultan los brazos y las plumas de
un William Shakespeare sangrante.
Para Lourdes ida se precisó de quince hombres que
la arrastraran al hospital y que la ubicasen junto a su
marido entubado, al lado de la cama donde éste yace
recostado, allí donde él, muy pronto, moverá un dedo
de su mano para el do de pecho de su esposa generosa
y regenerará la esperanza en esta mujer y en toda la
familia, que se negaban en redondo a admitir lo que ya
todos confirmaban a solas, la evidencia manifiesta de
que sólo les restaba estimar cuántos días más se
prolongará la agonía de este cuerpo, que ya no es ni
marido ni padre ni el hijo bienquerido.
-Un trozo de carne – así lo expresó Antonio a Álvaro
el día que lo llamó por tercera vez y se reunieron a beber
en el bar Chicote – sólo era un trozo de carne.
Las explicaciones que se dieron para comprender el
cómo sucedió el fatídico accidente, se presentan hoy en
el magín de esta mujer como meras conjeturas, quizá no
así en el del primo Antonio.
- ¿Siempre borracho? – preguntó Yolanda
- Venían a Aranda a beber, a drogarse y acostarse
con esas mujeres que ya sabes, todo lo demás no tenía
importancia.
- Y Javier, ¿el primero?
- Sí, acababa hecho unos zorros, desde luego, y aquí
la dormía.
- ¿Y con Belén también?
- ¿Belén? La primera que se ofrecía.
Uno de los policías consideró la aparición inopinada
de un animal salvaje que saltó las alambradas que
delimitan la carretera justo cuando el coche se presentó
en la cuesta, el más puro de los azares, como causa del
accidente.
- ¿Sí?
En otra de las suposiciones se conjeturó que el
conductor se trasladaba con su vehículo a una velocidad
inadecuada para la vía. El coche cuando sufrió el
accidente corría a una velocidad superior a los 135 Km.
por hora.
- ¿No me crees? ¿He de asegurártelo con evidencias
fotográficas? – gritó Álvaro cabreado.
Una tercera posibilidad surgía de la conjunción de
las dos anteriores. La evidencia científica de la velocidad
conjugada con la aparición repentina e inevitable de un
jabalí o un corzo o algún otro animal salvaje; la
imposibilidad de frenar a tiempo y el golpe en la
carrocería del automóvil y cómo éste salió despedido en
ese mismo instante fuera del recorrido rectilíneo hacia
la hondonada en el que lo hallaron azarosamente.
Triste día de junio el que se recuerda ahora por parte
de los que cuidan de Javier en el hospital.
- ¿Sería extraño que se la pegase porque iba
borracho?
- No, es más que probable.
La mujer montó en el coche del primo Antonio, que
voló sobre la carretera camino del hospital. Un Audi
nuevo, de color indefinible, exacto e indistinguible del
que conducía su marido, aquel con el que se mató.
Ella no se preocupó en conjeturas, y tanto le daba el
animal acuático como el acuaplaning veloz, lo quería
saber, de lo que necesitaba informarse, primero, cómo
se encontraba su marido, si era grave, segundo, si lo
cortejaba alguien en el asiento del acompañante, o si las
pruebas analíticas aportaron un positivo en alcohol o
cualquier otra sustancia estupefaciente.
Antonio no supo o no quiso contestar a aquellas
preguntas de angustia, urgencia y sal. No quiso ser
precisamente él, el primero que le revelase a aquella
pobre mujer que se disolvía en sus lágrimas, a éste ser
tan frágil que pasó el viaje tiritando, la gran gravedad del
accidente y lo inútil que se comprueba que espere
descubrirlo vivo en la habitación del hospital y que,
encima, éste la reconozca o la bese.
Eso sí, sabe perfectamente que nadie lo acompañaba
en el asiento de al lado, ni en silencio ni cortejándolo,
lo cual viene a suponer una gran suerte, y calma a esta
mujer en su temor a haber sido traicionada
maritalmente.
- Siempre le rogué que no corriese – contesta
ensimismado el eterno Antonio siempre caminando al
lado del alegre Javier –, que no corriese, que no le pisara
tanto.
Si su primo iba deprisa o bien conforme a la vía,
nadie lo confirma ni nadie lo sabrá con certeza jamás,
pero cree a pie juntillas que fue el agua la que propició
que derrapara el coche, lo que hizo que Javier perdiese
el control y diera todas las vueltas de campana que
alguien contabilizó y que finalizase su viaje en aquella
hondonada llena de cagadas, lata de conservas y
condones.
- ¿De qué me sirve saber todo esto? ¡¿Dímelo?! –
expelió la pregunta esta mujer como la araña inocula su
veneno, agria y dura en las facciones del rostro, a su
presa inmóvil - ¿de qué me sirve saberlo?
Desde la puerta de la habitación de la UCI en la que
ingresaron a su marido, la visión de éste aherrojado en
la cama, aún presagiaba con mayor crudeza e
inminencia la hora en punto del fallecimiento.
- ¿De qué me vale vuestro apoyo, de qué me sirve
que vengáis a ofreceros sinceramente para ayudarme en
todo lo que precise si me habéis arrebatado el amor y a
quién me lo daba todo? – lamentó con su voz de hilo
frágil – ¡Ved lo que tengo que soportar! ¡Decidme cómo
subsisto ahora!
Conectado a un pulmón artificial mientras lo
alimentan por la tráquea y con tres vías para introducir
toda clase de medicamentos además de decenas de
cables conectados a su cuerpo dese máquinas que no
dejaban de pitar, así es como lo encontró Lourdes; mas
ésta, en esta ocasión, ni se desmayó ni cayó al suelo ni
se golpeó con el mismo ni debió correr el primo de su
marido a socorrerla, aunque siempre sin éxito.
Permaneció en pie, serena pero silenciosa bajo
aquella penumbra casi sacra en la que mantenían a
Javier inmóvil; y tan bulliciosa con su imaginación,
donde conjetura cábalas de vida bajo la sutil claridad de
los focos lumínicos que inciden sobre la cama del
marido, una luminiscencia transparente, una claridad
como la que proporciona la luz del albor, que permite
ver, pero no molesta a las pupilas, y sus pupilas
emitieron tanta luz como la de los focos mismos.
Pero no hay fulgor en la mirada del marido.
- Ni fulgor ni vida – susurró Lourdes al sentarse en
la silla que habían dispuesto a la cabecera de la cama, y
los que la acompañaban lo juzgaron como un
pensamiento que se evadiese de una amante en silencio.
- Ha sufrido un accidente gravísimo, el cuerpo… –
justificación que inició Antonio, pero tropezó con un
rostro cortante y con brío, una faz que obstruyó
cualquier palabra que contuviese más esperanza de la
debida, una faz que no perseguía ni admitía que la
enredasen en las madejas de la felicidad que provocan
las especulaciones que emergen directas del consuelo.
- ¿Podría ver el coche? – ruega con una mueca de su
labio perfecto, imperfecta.
Antonio cree que no debe mostrárselo porque el
vehículo quedó desmenuzado por completo. Los
bomberos tardaron más de dos horas, con tanto
guillotinar y desmochar, en poder extraer el cuerpo del
interior del mismo.
Cree además que basta ya de tanto sufrimiento sin
sentido. Si lo viese, no se agotaría esta desazón que en
este momento a la par que los destroza, los une.
No le atraía tampoco el deber de explicarle lo mucho
que tardaron en descubrir el coche de Javier, tanto por
el lugar donde finalizó de dar las vueltas de campana
como por el escabroso descenso hasta el mismo.
Los policías, cuánto retraso en llegar al lugar del
suceso.
La ambulancia ajetreada al realizar infinidad de
servicios de urgencia, cuánto se eternizó en recoger al
herido, “o aceleran ya o recogerán deplorablemente un
simple cadáver”, pensó el primer policía que arribó al
lugar del luctuoso accidente, afligidamente.
Los trabajos se dilataron. Si rozaban el cuerpo, si le
desplazaban tan solo un milímetro, podrían dañar
fatalmente la columna vertebral en alguno de esos
huesos de nombre tan raro.
-Hubiera dado igual.
Cuando remataron la labor, extrajeron un cuerpo
que depositaron yacente sobre una camilla y al que
trasladaron en helicóptero, con un collarín en el cuello,
suero en las venas, y un respirador que impedía
reconocerlo, hasta el hospital.
Todos miraron a aquel trozo de carne que ni sentía
ni padecía, que se gangrenaba al ritmo en el que la
muerte se iba filtrando a sus vísceras y las detenía de su
función.
-Ni siente ni padece.
-Sólo se muere.
-Sí, se le va la vida en cada pitido de estas malditas
máquinas-
- Sabes, Antonio – y permaneció mirando al
retrovisor – dicen que en estos momentos recuerdas
toda tu vida – le miró sostenidamente, y éste no perdía
de vista el horizonte y seguía aferrado al volante de su
Audi seis – al lado de la persona querida…
- Eso dicen – contestó mecánicamente, mientras
permanecía ensimismado en el rostro de ella o en su
imagen.
- ¿Sabes?, en estos momentos, contrariamente a lo
que pretendo, no tengo ningún recuerdo de Javier,
¡ninguno! – y se llevó las manos a las rodillas y giró su
rostro a la oscuridad de la noche, al haz de luz de los
focos del coche.
- Son los nervios, mujer, son los nervios – explicó
Antonio, sin apartar la vista de la carreta ni las manos
del volante.
Al sentido de la realidad idílica de Lourdes, el equipo
médico le ofertó una prórroga de cuarenta y ocho
horas. Durante ese lapso temporal, el cuerpo de Javier
debería exteriorizar algún tipo de movimiento que les
convenciese de que podría vivir y denotará la facultad
de respirar por sí mismo, o lo sensato consistiría en
renunciar a la ayuda vital.
Cuarenta y ocho horas, tan sólo, pero tan largas en
esta madrugada que, de tan oscura, no titilan ni las
estrellas en la cúpula nocturna.
La madre de Lourdes averiguó la localización de la
capilla del hospital y se encaminó hacia allí con su Fe,
discretamente, directamente, para arrodillarse ante el
altar de crucifijos y de cirios e intercedió orando,
rogando, ante Dios, en una oración interminable, por la
salvación de su yerno.
- Siempre hay que confiar en Dios – con una
vocecilla suave y tan enérgica como un látigo sobre la
espalda del condenado, la voz de la madre se agiganta
como una monstruosidad amenazante, lo musita entre
sus dientes falsos mientras abraza con fuerza a la hija,
la ahora ya casi viuda.
En su salmodia, lamentó más que la viudedad de la
hija, la orfandad de aquellos dos niños bienqueridos,
que habían quedado ahora al cuidado de la hermana de
Lourdes, y que, probablemente, no volverán a abrazar
a su padre. Estos dos niños que siempre jugaron en el
parque que se halla al lado del museo provincial, bajo la
vigilante mirada de su padre, que leía abrigado,
silencioso, el periódico deportivo, con los zapatos beige
relucientes y el traje de corte italiano.
La madre de Lourdes, esforzadamente arrodillada,
oró al recuerdo de un hombre que se abnegó en su
trabajo y se esforzó día a día en construir el amor en sus
hijos; oró por aquel hombre que asomaba
sempiternamente simpático, dulce, atento, mientras
portaba un ramo de rosas frescas, blancas, cada vez que
llegaba a su casa invitado a comer; oró por aquel
hombre radiante, próspero y tan seguro, que consolidó
la mejor posición social para su hija, la más venturosa,
tan plena que la permitía despreocuparse del peculio en
su vida.
No supo nunca la madre si acaso el efecto mágico de
sus oraciones nocturnas o quizá si alguien desconocido
en algún lugar recóndito e ignorado encendió velas
ahora sí y ahora también a alguna Virgen especial, fue
lo que contribuyó a esa alegría contagiosa que se
desprendió del cuerpo de su hija cuando los médicos le
expusieron que pudiera ser el coágulo cerebral el que
impedía el movimiento orgánico a su marido, la
reacción corporal, y que si se extirpara, podría recuperar
la vida; o, quizá, contribuyó cualquier otra azarosa
razón o la voluntad de Dios mismo.
No duró la alegría en casa del penitente.
-No tenemos ni el cielo estrellado sobre nosotros.
Entraron los doctores en la habitación, y pensativa y
penando la vital Lourdes entusiasmada, rumiaba
deliberativamente que Dios, quizá, bien poco tenía que
esforzarse en este caso, ya acabado.
Volvió la vista atrás para ver aquel pedazo de carne
que no respiraba por sí mismo, incapaz de alimentarse,
con una dependencia inconsciente de una infinidad de
pastillas para que funcionase la totalidad de sus vísceras.
La amedrentaron cuando la anunciaron, al
propiciarle los doctores más excelsos su opinión más
humildemente sincera, de manera brutal, con un
zarpazo lingüístico, que si en las próximas seis horas el
paciente no manifestaba algún atisbo de vida en su
cabeza, a pesar de que a ella esto le apesadumbre y la
conduzca a la tensión anímica y al abatimiento, tendría
que plantearse la posibilidad, aunque se le nuble el
corazón y se le parta el alma, de desenchufarle de las
máquinas que lo mantenían en la vida.
Pero la actual preocupación se centraba en la
existencia de un coágulo en el cerebro que le impedía
reaccionar, y cómo atacarlo. En estos momentos
consideraban inviable la operación, ya que podía
fallecer en la mesa de operaciones.
- O reaccionar, ¿es cierto? – sin sonrisa, con un
movimiento de alegría que a su cuerpo lo eleva,
jubilosamente, embriagadoramente.
- Pudiera ser – desabrida y tosca la doctora Migueles
y adusta prosigue -; mejor para usted será que acepte la
imposibilidad…
- ¡Adelante! – y sabe que por vez primera desea que
se salve y ya a salvo, atinar ambos a un nuevo amor
risueño.
Dos enfermeros lo condujeron a sala de la
resonancia magnética para efectuarle una a su cerebro
cesante y determinar dónde se localizaba el coágulo que
le impedía reaccionar a la vida. Una vez que lo
descubrieran, procederían a extirparlo.
-No preciso de recuerdos.
La gran oportunidad para recuperar la movilidad y la
vida.
La operación la llevaría a cabo el neurocirujano jefe
del Hospital comarcal, el doctor Aurriticoechea, manos
etéreas, dedos de precisión robótica, milimétrica.
La doctora Migueles no abrigaba ninguna duda
sobre la buena resolución en la operación que iban a
realizar los ojos de lupa aumentativa del doctor
Aurriticoechea; sus dudas todas las apuntaba como
balas a la posibilidad de que aquel cuerpo, que
explosionó totalmente en su interior, un enorme
coágulo de sangre interno viniera a recuperar la
normalidad vital.
La resonancia magnética resolvió el problema de la
situación del coágulo y las manos eficientes y
especialistas del doctor Aurriticoechea lograron que el
mismo desapareciera del cerebro de este cuerpo en el
que sólo se debate entre sus vísceras a qué hora ha de
morir. El doctor Aurriticoechea y la doctora Migueles,
como todo el equipo médico, comparten dicho
convencimiento.
Javier movió un dedo a las veinticuatro horas de la
operación e, incluso, según apreciación de Lourdes este
movimiento lo ejecutó como si la quisiera atestiguar una
última o una anhelada y primerísima voluntad, o
participarla en algún sutilísimo secreto.
Informó Lourdes a la concurrencia familiar, que
bostezaba a esas horas del no alba ni no noche, que
Javier había abierto la boca con un esforzado denuedo
y ante ella materializó con ímprobos esfuerzos, una
palabra impronunciable, un solo “a” que escuchó, y que
silabeó repetido, que sobresalió sobre los silencios
hospitalarios largos y profundos.
Aquel movimiento de la mano muerta, aquella
articulación repetitiva de la letra “a” durante unos
interminables segundos en unos labios que, de suspiro
en suspiro, declinaban de la vida, pronunció
ilimitadamente la sonrisa en la boca de Lourdes, en sus
resecos labios agrietados que han prometido, suceda lo
que suceda, no llorar y sí reír.
Reír como una loca por la vida.
Antonio, más sombrío que de costumbre,
tenebrosamente turbado, agitadamente afligido,
excitadamente taciturno, obsesivamente inquieto,
cuando la contempló caminar hacia él con la elegancia
que exhalaba de las prolongadas piernas, con sus
flotantes cabellos y sus senos tan grandes como la mano
de un funcionario público, se acongojó
concentradamente, cabizbajamente, porque intuyó que
la boca de Lourdes diría “sí” sin expresarlo, y con sólo
el movimiento de su cabeza, que rompería a llorar y se
abrazaría al primo Jon, que se levantó el primerísimo y
comenzó a andar hacia ella ya.
- ¡Ha movido un dedo! – les explicó, explosiva de
vida.
Todos aguardaban que, en su turno de guardia
insomne, Javier volviera a respirar, a hablar, a sonreír, a
ser el amigo de sus amigos, volviera a ellos aquella bella
persona que todos apreciaban capaz de todo en
cualquier instante por uno de sus familiares.
En aquellos momentos, Javier no lo dudaba.
Tras colgar el teléfono, se sentaba y arrancaba el
coche, recorría los cien kilómetros que separaban su
residencia habitual de la de su primo, recogía a su
pariente en la casa de la puerta verde, del salón amplio,
de la habitación triangular, lo trasladaba al hospital, a la
explotación agrícola, al taller de remolques y cisternas,
o donde se precisase.
Se sucedían las horas y en ninguna de las guardias
que los familiares ejecutaron, Javier tuvo a bien
complacerles con un movimiento de su mano, de su
boca, o con uno de esos famosos guiños con los que
aturdía a las muchachas desde jovencitas. Javier con su
buena planta a más de una mujer la tornaba a admirarle
en la calle y alguna más atrevida confesó que se hubiera
acostado con él sin dudar, si se hubiera vuelto a mirarla.
Al límite de las cuarenta y ocho horas, mientras
vigilaba el sueño inconsciente de Javier su primo
Antonio, éste estima que aquél abrió un ojo, movió un
dedo, intento erguirse sobre su cuerpo maltrecho y
reventado en sus vísceras, que se habían detonado entre
las once explosiones de los airbags de su Audi seis.
Javier, a pesar de encontrarse maniatado a máquinas
que controlaban su respiración, su presión arterial, su
corazón, el pulso de su cabeza, alzó sin fuerza su dedo
corazón e índice al tiempo y articuló una serie de
palabras ininteligibles, en un vano esfuerzo por parte de
una garganta que perdía la vida en cada suspiro.
Soltó lentamente una serie de palabras cortas e
ininteligibles, batallando como un soldado con las tripas
fuera, pero entregado a vivir, inaudibles, oscuras e
incoherentes, que iban dirigidas, eso sí que se intuía, a
quien con el dedo apuntaba, a su primo evanescente.
Poseían un aire de reproche, escarnio y desprecio,
que más allá de las propias palabras, Javier envolvió en
aquella mirada de rabia e impertinencia, pura osadía,
con la que venció a la mirada de Antonio, a la que
subyugó a las ruedas de la camilla donde él permanecía
inmóvil y automático, indeliberado y mecánico, como
un animal desfallecido, carente de sensibilidad, otrora
pura vitalidad y libilidad, pero que ahora sólo intenta
morir en este instante o en aquel otro.
En el mismo instante en el que el dedo índice de
Javier apagado de vida tornaba de nuevo en caída libre
a su lugar originario y se posaba sobre la sábana blanca
cruzada de bandas azules donde se leía el nombre del
Hospital, abrió la puerta con exquisitez y gracia, para
relevar a Antonio, Lourdes radiante, Lourdes urgida de
buenas noticias, o que las demanda con cada paso,
Lourdes con los ojos sólo orientados a su marido
yaciente, o concentrada en los espasmos de sus
músculos, que revelen algún leve o velado indicio de
vida.
Su sorpresa fue máxima e intensa cuando atisbó la
caída del dedo índice sobre la sábana, con todo lo que
aquello le declaraba exclamativamente.
¡Arribó la muerte!
O no.
¡Anunció, mientras mantenía perennemente pulsado
el llamador eterno, ansiosamente, deseosamente, a las
enfermeras, al cuerpo médico y a todos sus familiares y
amigos, al mundo en su integridad y a todo aquel que
quisiera darse por enterado que su marido había
despertado!
Los médicos sobrevinieron y las enfermeras
arribaron y los familiares y el mundo en su integridad y
todos aquellos que pretendían tomar conciencia de la
nueva nueva, ángeles y arcángeles, meigas e trasgos y
demás parafernalia devota de Frascuelo y de María, y
todos juntos constataron cómo al marido lo bajaron a
la planta inferior, a la sala de analíticas y pruebas
variadas.
Carreras hacia abajo, hacia arriba, tierra y sol, diestro
y siniestro, luz y oscuridad, masculino y femenino.
Vértigo con las pruebas que se efectúan para obtener
los resultados de manera fulminante, que va la vida en
ello. Evaluaciones y cambio de impresiones entre los
miembros del equipo médico, decisiones que se
debieran tomar expeditivamente, acuciosamente, pero
se aplazan hasta que se realicen las nuevas pruebas de
nuevo.
Pero las nuevas pruebas que abren aceleradamente,
aligerosamente, perspectivas novedosas se ven falsadas
por las nuevas pruebas controvertidas y sus resultados
negativos, pero, sobre todo, con la noticia que porta en
su magín un enfermero, cuando la desparrama presto,
súbito, al oído de la doctora, gradualmente,
vertiginosamente.
- Doctora Migueles, el paciente ha entrado en coma.
- Debemos tomar ya la decisión, aunque nos duela –
le dijo el padre de Javier, aquella noche del catorce de
junio.
- El día del accidente tenía el rostro amargado – le
confió Lourdes – y no le reclamé que permaneciese a
mi lado– afligida y deprimida y enojada por su falta de
precisión a la hora de recordar precisamente si se
trataba del día cuatro o del día cinco de junio, si era muy
de mañana o tras el desayuno.
Y lloró.
El quince de junio Javier murió y Lourdes lo veló, lo
lloró, lo abrazó en el ataúd, y, a pesar de que aquel
rostro fallecido aparentaba en todo a él, de que no cabía
duda de que aquel rostro se parecía enormemente al
recuerdo que flotaba en su mente del marido vivo,
aquello no era su marido, el esposo que la abrazaba cada
noche tras una larga jornada de viajes de pueblo en
pueblo y a las ciudades grandes de la provincia de
Burgos, y a la conflictiva Aranda, primordialmente.
- ¿Qué se te ha perdido a ti allí, si puede saberse? – y
mas que preguntar se lo recriminaba.
El dieciséis de junio, a las cinco y media de la tarde,
un lunes espeso, se celebró el funeral por el eterno
descanso y la memoria imperecedera de Javier. Acto
seguido, en el tanatorio de Burgos, el tanatorio de
funerarias La Paz, se procedió a la incineración del
cadáver. Las cenizas las escoltaron dos operarios en su
correspondiente urna funeraria, introducida en una
bolsa cilíndrica verde, para entregársela a Lourdes de
ojos de gafas de sol.
El diecisiete de junio, recién levantada y aseada,
frente a la urna de las cenizas de su marido aún en el
interior del saco verde, juró que descubriría porqué
murió Javier, en qué inconfesables negocios andaba
metido éste y porqué estos lo obligaban a portar
grandes sumas de dinero a Aranda y entregárselas a una
funcionaria del Ayuntamiento, de la que desconocía el
nombre y su dirección, pero que se acostaba con su
marido, ¡seguro!, y ella sabe que lo asedió y lo acosó
hasta que consiguió forzarlo a aceptar aquel sucio
trabajo, blanquear dinero, que es lo que ella supuso
siempre que atañía a su marido.
- ¿Qué harás si tu mujer querida y muy pija se entera
de todo?
- A mi mujer no la metas en esto, putilla mía.
Lourdes podría asegurar perfectamente que si Javier
le hubiera comentado que su comportamiento se regía
por la extorsión, ella misma le habría ayudado, no lo
habría abandonado en la estacada o en cualquier
esquina, como a un perro que ya no ladra al ladrón.
Lourdes juró ante la urna de su marido en aquella
mañana luminosa de junio, tres días después de tomar
la decisión más difícil de su vida, que los atraparía y se
iban a acordar de ella para siempre, sobre todo aquel
“chochito inquieto y sus muy amiguitos de la casa de las orgías”.
Al mes de la muerte de Javier, éste esté en el limbo
del olvido para todos, tras todos los lamentables
acontecimientos y más absurdos que haya vivido nunca
nadie, sabe por experiencia propia quién es el
“chochito”, con nombres y apellidos.
Soledad, funcionaria en el ayuntamiento de Aranda,
lunática, drogadicta y celosa, capaz de cualquier
maniobra y de toda estratagema y engaño para que la
realidad se comporte tal y como ella la piensa. Porfiada
e intransigente, fanática de sí misma, tan tozuda que
reitera las visitas a quien ella cree que puede ampararla
y secundarla, y no le molesta acostarse con el tal zutano
cuántas veces se precise.
Su marido, cornudo a media asta, como lo denomina
la buena de Yolanda, consentidor de consumaciones
con los otros, triste y ridículo, homosexual y drogadicto,
dócil, obediente, pelele de su esposa, un Juan Lanas que
no se llama si no Orlando, nada furioso, que oficia
como arrastrado, cabrón, y maldito hijo de puta, del
primo de su marido, ese mero muñón y peluquín de
alma postiza, que se activa e impulsa exclusivamente a
través del dinero y del sexo.
Cuando piensa en Antonio a la puerta de su casa
cariacontecido mientras le dio la noticia de la casi
muerte de su ya no esposo, con los ojos acuosos; y en
este Antonio actual que, para desviar la atención y que
no asienten su culo en el cadalso, que no expongan su
cuello en el degolladero, la mandó a hablar con el amigo
de su marido en Aranda, Álvaro, y con la supuesta
“amiguita” del mismo. Pensar que imaginó mal de ellos,
efectivamente, y acusó a Álvaro de todo el mal, de
instigar a su marido a engañarla.
- Pero todo fue porque Antonio me lo hizo creer.
- Eso suena a disculpa falsa – le recriminó Álvaro.
- Como todo en ella, por otra parte – recalcó
Yolanda sonriente.
Cuando retornó a Burgos y le explicó a Antonio que
había averiguado el ardid de su engaño, el meticuloso
laberinto de pruebas que dispuso para tenerla ocupada
en zigzagueos por esta historia sin sentido, éste no tuvo
más remedio que confesarle, probablemente extenuado
con tanta mentira, postrado en el lodazal de la ruindad
propia y ajena, desfallecido de su vileza sin sutileza, que
habían sido los de Aranda los culpables de tal embrollo,
que él se sentía como un ponciopilatos al que le instigan
sobre Jesús, y menciona sin usarlos a una puta, imagina
que Soledad, y un cabrón, supone que Orlando, que
habían contribuido, no sabía si directamente o
veladamente, encubriéndose o con sus propias manos,
a la muerte de Javier, que para él y para ella y sin dudar,
y para todos ya, no era ese azaroso accidente sino un
asesinato.
Un mes después de la muerte de su marido y de
conocer in situ a todos los que intervinieron en la
misma y no pecar de ignorancia sobre las intenciones y
sus talantes patrañeros, no se conforma con la
experiencia vivida en propia carne y precisa de pruebas
de todo lo que ha revivido para que se demuestre ante
cualquiera que lo pida, juez y parte.
Se encuentra en este instante en el lugar adecuado
para encargar que encuentren dichas evidencias, que
graben conversaciones y tiren infinidad de fotografías,
que pinchen teléfonos y roben documentación o la
consigan por diversos medios.
- Señora, nosotros con la legalidad por delante.
- No otra cosa aguardo, señores.
Se lo aclara tajante el director de la agencia de
detectives COVE, donde le explican que hasta el más
mínimo de los indicios que aporten para demostrar sus
conclusiones habrá sido obtenido con la expresa
colaboración de quien se precise, nunca por otros
medios ilícitos o impropios, y con la aprobación
policial.
Recibe el director de COVE la información de
quiénes son esos dos personajillos sombríos y aciagos,
funestos en la vida de esta clienta, que prefiere no
acordarse ni de su propio nombre, aclara esta estética
mujer más bella, y que no la provocan ni lástima, con
sed de justicia.
Nombres, direcciones variadas y algunas de las
pruebas les entregó Lourdes ya que las consiguió el
propio Javier, que ya entonces desconfiaba de aquellos
filibusteros con los que compartía la extenuante
ilegalidad de su trabajo, a los detectives sociales para
que desentrañen secretos y mentiras y las aposten al
descubierto, a los ojos vistas que las juzguen, y estos se
aplican manos a la obra a su trabajo de seguimiento
susurrado.
- Lamento no haberles contratado hace varios meses
– le indicó Lourdes, volviendo a flagelar a su conciencia,
revolviendo en su culpa pasada – como debía.
- Tres mil euros por semana, ¿le parece bien?
- Sí, adelante, el dinero es lo de menos.
Álvaro decidió de todas todas, en el transcurso de la
misma mañana de un frío agosto, trasladarse a la
ubicación exacta donde Javier, su buen amigo y el mejor
de sus compañeros de parrandas, y una excelente
persona para quien le conoció y le urgió su ayuda, que
así siempre se le va a recordar pese a quien pese y a
pesar de los hechos, había sufrido un accidente,
exactamente el accidente, y concretamente en el
kilómetro 154 de la N- 122.
Nunca, ni aún hoy, creyó en la versión oficial ni en
la que favorecía Antonio, sobre dicho siniestro
accidente, ese primo que trasladaba su muñón allá
donde llegaba, lo que le movió sin lugar a dudas, a
acercarse para ver in situ, con sus ojos de buen cubero,
Santo Tomás redivivo, el mismísimo lugar donde tuvo
lugar el infortunio, la desgracia, la catástrofe.
Se traslado allí en su propio coche, en el Peugeot
azul, sorprendido por la inusitada calma que mostraba
en la conducción, por la manera tan normal de acoger
el volante entre sus manos agrietadas de grasas y bielas.
Con mucha más calma de la que el mismo alcanzaría
a presuponer cuando esta misma mañana se le
convulsionaban las manos y se le estremecía la totalidad
del cuerpo tan sólo con el hecho de preocuparse en
llegar a la ubicación exacta y observar el quitamiedos
aún sin arreglar, las frenada imaginada y ya sin huella en
la calzada, y la profunda sima donde el coche cayó y se
aplastó.
- ¡Increíble! – le gritó a Yolanda en el oído, por si
está se comportaba como él, incrédula.
Sentado en el asiento delantero, sopesó la
posibilidad de permitir que lo acompañara, y corrió
deprisa por las calles de Aranda a comunicarle su
pretensión.
No pudo localizarla, que se hallaba atareada en la
oficina, con la burocracia. Si anduvo a su caza por las
calles y por teléfono se debió a que ella misma le
participó que ésta era también su necesidad, la que
advertía cada noche, visitar aquel lugar, y que si podía
posponerlo para dentro de un par de días, justo cuando
le pertenecía a ella librar, le acompañaría de buena gana.
- Sabes que Javier está en mi casa – sorprendió
Yolanda a Álvaro.
- ¿Qué dices? ¡No digas bobadas!
Sin embargo, no podía posponerlo, no quería dejarlo
para más adelante, y visitar aquel lugar se convirtió, en
los últimos días de bares y paseos, en una obsesión
inabarcable.
- Me refiero a que lo siento moverse en cada
habitación – le explicó Yolanda.
- ¡Bah, imaginaciones tuyas!
Si accedía a posponerlo sintió que fulminantemente
la peregrinación perdería todo el sentido que le envolvía
en este momento y que arropaba esta oportunidad, y
además seguro que toda su determinación se iría al
traste, a hacer puñetas, y que todo se convertiría en
fantasmagoría.
- Imaginaciones o no, hasta oigo su voz e incluso me
da consejos – reveló Yolanda inocente siempre.
- Bueno, pero no se lo cuentes a nadie, o pensaran
que has perdido la lucidez, locuela mía – le aconsejó
Álvaro.
Sentado en el asiento delantero, colgó el teléfono y
pulsó el interruptor de la radio para atender a las
noticias que emitía en este instante la única emisora
local de la Villa de Aranda que le gustaba oír.
Abrió la ventanilla para que el aire de la carretera le
golpeara en la cara, una ráfaga de viento enérgico,
incesante, inacabable, y sintió a su amigo, que así se
definía a sí mismo el mentado, recordado y llorado
Javier.
-Soy la hostia, tío – le participó el día antes de morir.
Álvaro no prestó atención excesiva a las diferentes
localidades por las que iba discurriendo el viaje, tan
corto en el espacio, pero absolutamente dilatado en el
tiempo.
Discurría la carretera por la que conducía su
destartalado Peugeot azul paralela al río Duero durante
unos setenta y cinco kilómetros plagados de camiones,
tractores, y maquinaria diversa.
Álvaro sólo pensaba en acercarse ya al kilómetro
exacto de esta odiosa carretera en la que se truncó la
vida de su amigo, en la que se silenció su voz potente y
siempre atractiva para quien la escuchaba, atrayente
como la de una sirena en un mar de una sola isla.
Álvaro consiguió vislumbrar el mojón de la
carretera, que marcaba el kilómetro 349. Desde este
mojón, la carretera ascendía en línea recta, con una
pendiente del cinco por ciento, hasta un otero, que
había sido removido para construir en su lugar un túnel
abierto.
Álvaro ascendió la pendiente recta hasta llegar al
kilómetro exacto. Se detuvo en el arcén, descendió del
coche y se situó ante el quitamiedos, que aún
permanecía completamente doblado y roto, sin que
nadie lo haya arreglado desde el accidente. Cuando
asomó la mirada más allá del mismo, topó con un
terraplén de paredes rectas, de unos ocho metros de
profundidad.
Álvaro, se situó frente al quitamiedos, la vista fija en
la oquedad arcillosa, y rememora el día del accidente.
Imagina el coche, tras perder Javier el control, y
cómo da vueltas de campana, y golpea violentamente
contra el quitamiedos, cómo lo dobla y se precipita a la
sima profunda, y así el vehículo finaliza el viaje, con las
ruedas vistas y girando.
Imagina de nuevo el coche volcado sobre el techo y
a su amigo sin cinturón de seguridad, con la cara contra
el volante, justo frente el lugar donde se encierra el
airbag que le va a golpear contra el rostro con fuerza
explosiva y le creará el coágulo que no le permitirá ya
volver a despertar. Se repite y repite esa imagen en su
cabeza, la explosión del airbag contra la cara, una y otra
vez.
- Yo lo soñé – le comenta Yolanda – esta noche y
otro coche lo golpeaba por detrás.
- ¿Tú también piensas que es un asesinato?
- Sí, por lo menos así me lo indica mi sueño.
Llueve y la carretera se encuentra con menos tránsito
del debido, tardarán en dar la voz de alarma.
- Tus sueños te han convertido en una visionaria.
- Los tuyos en cómplices.
Ahora imagina los vehículos de la guardia civil, las
ambulancias, los coches de bomberos, todo el mundo
que gira, circula, corre, revolotea, se arremolina, ruedan
en vueltas y palos de ciego; hablan, gritan, deliberan,
rodean a camilleros que vienen y van, rotan sobre sus
talones para conseguir cambiar la situación trágica, pero
no lo consiguen, impotentes se desautorizan, e
incapaces de llegar hasta el automóvil porque exponen
al peligro la propia vida, y se descalifican, y cómo
entienden qué infructuosa resulta cualquier acción, se
muestran unos a otros como salvadores ineficaces.
Tantos y tantos rescates en tantas y tantas
situaciones difíciles en tantos y tantos lugares
inaccesibles y han ido a topar con aquella situación en
la que ni la ubicación ni la orografía ni la climatología
son manejables, con el escenario que siempre se emplea
en los simulacros y únicamente en los simulacros.
Ahora imagina el helicóptero que aparece rotando
por el noroeste, levantando agua y aire. Se cubren los
rostros los sanitarios que se acercan al mismo, celan los
bomberos el casco, y los desciende al fondo hondo de
la sima.
Los bomberos cortan y abren, los sanitarios colocan
y vigilan, y, entre todos, han extraído al conductor de su
lugar, muy mal parado y con las constantes vitales
irregulares.
Lo colocan en la camilla y el helicóptero lo extrae de
aquella sima y se dirige directamente al hospital.
Álvaro mira el terreno y siente en sus carnes prietas,
la imposibilidad de que el accidente pudiera ocurrir
porque sí, sin motivo aparente. Tuvo que operar una
circunstancia externa, como el reventón de una de las
ruedas o algún tipo de animal. Ninguna de las dos
circunstancias se produjo, evidentemente. La primera
fue ampliamente revisada por la guardia civil y
descartada, la segunda, se descartaba de inmediato
cuando una valla circundaba la totalidad de la carretera
y no se divisaba ningún roto en la misma.
Álvaro evaluaba en ese instante otras posibilidades,
pero le resultaban inadmisibles. Inaceptables, más bien,
porque resultaba improbable pensar en un asesinato.
Pero las que se ofrecieron resultaban insostenibles
porque la propia realidad las convierte en
incongruentes, falso el reventón, inadecuado el animal.
- Sea como sea – se reconoció Álvaro ante sí mismo
– con este accidente arranca todo el caos en el que se
ha convertido mi vida.
- Y la mía – precisó Yolanda.

En su coqueto apartamento de cuarenta y seis


metros cuadrados, en el salón largo y estrecho, en una
esquina que permanece escondida a la ventana
indiscreta que abarca con su envergadura hasta el suelo
y tan ancha como la fachada del edificio, donde se
tropieza con el mueble para guardar la vajilla de los
domingos, en este mismo mueble, había instalado
Yolanda un pequeño altar con estampitas de la Virgen
de Praga, San Pancracio y la Virgen de la Montaña.
Estas tres estampas formaban la base en la que se
asentaba como gobernanta de su mundo, la Virgen de
las Viñas.
Todas las mañanas antes de salir de su casa camino
del trabajo, enciende una vela aromática, y se santigua
tres veces mientras reza una oración de agradecimiento
por la vida que posee antes de franquear la puerta y
prorrumpir a la calle para iniciar el día.
Yolanda sigue soltera y sin compromiso conocido a
la vista. Su vida la conforma el sillón relajante que ha
comprado a plazos para el salón, junto con su trabajo,
desde el que asistí privilegiada a la vida del pueblo
provinciano que la vio nacer, y acercarse a veces al bar
a tomar un café y compartir chascarrillos con Álvaro, su
buen amigo.
Su hermana, que vive en una gran ciudad y trabaja
en una de esas labores posmodernas que no se sabe en
qué consiste, suele recordarle, de ciento a tiento cuando
la llama por teléfono, que desperdicia su vida viviendo
encandilada con ese pueblo muerto.
Yolanda se ríe, y le recuerda que este pueblo muerto
también es el suyo, porque ella, a pesar de la lejanía y de
que pasee por las calles de la gran ciudad, nació allí. Su
hermana entonces cuelga el auricular con el enfado
propio de la pequeña de la casa, siempre consentida.
Todas las mañanas, después de ducharse, vestirse,
desayunar y prepararse con el maquillaje su rostro,
suena su teléfono. Es Álvaro, y ella ya lo sabe, para
indicarle que o bien pasará a recogerla por el portal o
que la esperará en la esquina de la calle Bejar con la
Plaza Mayor, frente a la puerta de Cajacírculo.
El sonido del teléfono la sorprendió en la ducha.
Se asombró de que sonase ahora, porque Álvaro
llamaba siempre puntual, en el momento mismo en que
ella finalizaba la cotidiana tarea de maquillarse frente a
su nuevo espejo de cristal cuadrangular, rodeado de una
cenefa de flores y que finalizaba en una luz potente en
la parte superior central.
O no se trataba de Álvaro u ocurrían cosas muy
trascendentales, de esas que él comienza desde el
silencio y después las relata con voz grave y
apesadumbrada y finaliza su chisme remarcando con su
voz ronca la dificultad espinosa y onerosa de la misma,
como si se tratara de una epopeya, dotándolo de un
pesimismo que recalca al impostar en su voz un
patíbulo.
Salió de la ducha resbalando gotillas de agua por su
piel suave, esa piel nunca acariciada, esa piel de
treintañera formal y virgen, y cubrió su cuerpo desnudo
con una toalla amplia de color azul cielo. Se calzó en los
pies unas zapatillas de mismo color horrísono, que las
ubicaba fuera de la alfombra de baño donde se secaba.
Anduvo los pocos metros que separaban el baño de
la habitación y en la mesilla, entre las fotos de familia,
resonaba o retumbaba el teléfono.
Lo descolgó sin mirar el número, porque aquella
llamada sólo podría proceder de Álvaro.
- Tengo que comunicarte algo muy penoso – y
guardó un silencio largo y costoso – Ven al taller.
El taller se ubicaba a escasos pero dificultosos diez
minutos andando a buen ritmo.
En el ínterin de su caminata, preveía todo lo que
vería, desde el saludo que dirigiría a la mujer de la tienda
de alfombras, si no la descubría, claro está, con la
cabeza gacha sobre sus poemas últimos, esos versos
recién amasados; y a la frutera, que saltaría tras el
mostrador para mover las manos desde los brazos
alzados sobre la cabeza, mientras los cruzaba y los
descruzaba; y también, al asqueroso y repugnante
regidor de uno de los restaurantes del pueblo, un tal
Arturo, que babeaba a cualquier mujer que desfilase
ante la puerta del mismo, donde siempre se lo localizaba
como una estatua a la que alguien olvidó sin pena y con
ninguna gloria; o a aquella mujer rubia despampanante,
que todas las mañanas desde las ocho a las nueve y
media limpiaba la discoteca a las afueras , admirada por
los últimos clientes yacentes en los bancos del
mobiliario público, que sostenían un vaso de plástico
que contenía ginebra con limón siempre a sus pies, y
sus pises del color de la bilis.
- Cuídate – le advirtió en su momento Lourdes – del
jefe de los municipalillos, tiene miga.
- ¿A qué te refieres? – le preguntó Álvaro.
-Ya te ratificaré lo que es chascarrillo con pruebas,
¿vale?.
Tras traspasar el último banco, tras enfilar el puente
de los “desesperados”, el mismo que cruzaba sobre el
río Duero, y caminar como en un mapa del tesoro, justo
cien pasos más allá del puente, allí donde se señalaba el
inicio del polígono industrial, precisamente a la altura
de la segunda nave, aquella misma que persistía señalada
con un letrero descuidado como taller mecánico, se
detuvo.
-¿Por qué me atacan a mí? – le preguntó Yolanda –
Yo entiendo que se ceben con Lourdes, al menos ella
los ha provocado. ¿Pero yo? Soy inocente.
A las nueve menos veinte, miraba a la puerta del
taller que aún permanecía cerrada al público porque en
el horario de apertura se señalaba a las nueve y media
como hora exacta en la que se elevaría la puerta
mecánica. Y nunca antes os la encontraríais abierta.
-¿Inocente? ¿Qué significa ser inocente? – se
preguntó retóricamente Lourdes – Y más, cuando se
han fijado en ti los cuervos que vigilan la carroña…
Yolanda se trasladaba ahora hasta la parte trasera de
la nave, ante una puerta pequeña y desconchada,
perfectamente disimulada, que consideraba Álvaro
como la entrada para los amigos, por la que accedió al
interior de esta nave fría, muy fría, gélida.
Advirtió rápidamente la figura alta, oronda y
distinguida de Álvaro en la oficina de la nave, hacia la
que se encaminó con la confianza de que inviste la
amistad en cada uno de sus pasos de patito y amparada
su sombra por la morralla de chatarra que se acumula
allí cada día.
Llamó a la puerta y saludó a un desprevenido Álvaro,
ensimismado en hojas y detalles candentes, que
examinaba las cuentas del último semestre y las
analizaba concienzudo, que dispensó un brinco de
sorpresa, un espasmo de sobresalto que rayaba entre la
alarma y el susto, con la conmoción propia por lo
inesperado, para la sonrisa.
Cuando reconoció a Yolanda, se calmó, la golpeó en
el hombro, la besó en cada mejilla, y la invitó a sentarse,
mientras él, a su vez, tomaba asiento, con el cuidado
propio de las figuras orondas.
Yolanda intuyó que algo muy muy grave había
ocurrido y entrevió, que si tenía que ver con ella, se
trataba de su despido. Seguro que el encargado de su
empresa de tanto insistir había conseguido finalmente
la autorización para despedirla sin indemnizarla.
-¿Voy a ser al final el chivo expiatorio? – le preguntó.
-No eres tan inocente como crees – le replicó
Álvaro.
Se alarmó y de la tribulación de su mente, se le turbó
la mirada. Pero se alegró a su vez, y recuperó de golpe
su sonrisa sempiterna, y la alegría porque el despido, la
alejaba de la barbarie y el hundimiento moral, de la
desesperación en la que había residido los último años,
y si ha de ocurrir, que acaezca cuanto antes.
El silencio de Álvaro hacía la espera por sus palabras
más perversa.
- Javier ha tenido un accidente – y guardó un silencio
religioso el bueno de Álvaro – se encuentra muy muy
muy mal – y ella rompió a llorar, sin saber porqué.
Como cada mañana, en su coqueto apartamento de
cuarenta y seis metros cuadrados, tras la ducha, se secó
y se admiró del crecimiento de sus senos, lo que la
obligaba a comprar nuevos sostenes.
Se vistió de la ropa interior, se roció de un olor a
flores frescas, como quien se uniforma y mientras obró
con el maquillaje para darse color y así proporcionarlo
a su vez a su vida.
Desayunó.
Procedió a encender las velas a las Vírgenes y Santos
de su devoción, los evocó a través de sus oraciones, se
santiguó tres veces y tres veces más, y se besó en la
unión de los dedos índice y corazón para finalizar el
ritual que la conmueve cada mañana.
Este ritual, que en la mayoría de los días no poseía
mayor sentido que el agradecer la vida que se le otorgó,
y hoy adquiría una especial relevancia.
Lo llevaba a cabo por Javier, por su vida, porque
Dios le permitiese salir con bien de la postración en la
que se encontraba, tumbado sin solución en la cama de
un Hospital, con un debate empedernido entre sus
vísceras, su mente tenaz y la desgana que lo gana de
manera inexorable, sobre a qué hora moriría, en qué día
dejaría de existir, en qué momento soplaría el último
aliento.
No deseaba que sucediese así.
Lloró.
Encendió las velas.
Aunque Yolanda no conocía personalmente a Javier
y en su vida de trabajo y bares, sólo habían coincidido
en un par de ocasiones, y en un breve lapso de tiempo,
lo amaba, cierto.
-¡Ja, ja, ja! – en tal consistió la respuesta de Álvaro
burlón cuando se lo confesó.
En la última reunión que mantuvieron, se mostró
cortante, autoritario y bronco hasta decir descortés y le
prohibió tajante cualquier tipo de acercamiento, tanto
daba si caminaba las calles de uniforme o vestía de
paisano o lo topaba a la hora del disfrute de su
descanso. Sólo él se dirigiría a ella, si cabía, y, en todo
caso, siempre le comunicaría cualquier pregunta o duda
a través de Álvaro.
Álvaro era el que realmente lo conocía desde hace
muchos años, y actuó como anfitrión perfecto cuando
se lo presentó, si realmente a aquello en que se vieron
envueltos se le pudo denominar una presentación.
Javier y Álvaro coincidieron por vez primera en la
realización del servicio militar y, años más tarde,
volvieron a encontrarse casualmente cuando entraron a
trabajar al mismo tiempo en la misma empresa pública,
la Corporación Oficial Decimonónica de Burgos, tras
ganar los dos puestos vacantes por una oposición
denunciada por la forma en que fue convocada.
Crecieron juntos profesionalmente y personalmente
en aquella empresa pública, aportando ideas a la misma,
de manera tal que la llevaron a crecer económicamente
por encima de sus competidoras privadas.
Se separaron profesionalmente a la muerte del padre
de Álvaro, lo que le obligó a éste a hacerse cargo de la
empresa familiar, ante la imposibilidad de desprenderse
de la misma, porque se había consumado como una
empresa inútil y plagada de deudas. Álvaro la encumbró
y la engrandeció a base de trabajo y entrega, de la misma
manera que consiguió acrecentar a la Corporación
Oficial Decimonónica.
-Me ha vuelto a llamar Laura – le advirtió Álvaro.
La empresa en la que actualmente trabajaba Javier
presentó al Ayuntamiento de Aranda una oferta
irrechazable para conseguir la concesión de la Gestión
Urbana de Servicios, una empresa dedicada a recoger
todo tipo de información sobre la satisfacción de los
ciudadanos con respecto a los servicios que recibía, a la
par que ellos mismos dirigían todos y cada uno de estos
servicios.
-¿Y? – le demandó Yolanda con la mirada.
En este lugar trabajaba Yolanda. A recoger dicha
información y a trasladar la atención debida, se dedicaba
Yolanda inocente, Yolanda despreocupada, Yolanda
ingenua, que se fía ampliamente de cualquiera que se
llega a su lado y le habla de esto y de aquello o de todo
de lo de más y hasta del más allá.
-Le ha amenazado Orlando.
Al percatarse Álvaro de que obtendrían la concesión,
le insistió, que se tomase en consideración a su amiga
Yolanda.
-¡Dejadme en paz! – gritó Yolanda mientras con un
gesto hosco de la mano se largaba irritada - De un
tiempo a esta parte, tengo mi cabeza plagada de voces,
¡qué locura!
Javier, por la amistad y por la insistencia, le reclamó
la entrega del carné de identidad de la misma y que no
se preocupase y que estaba hecho y vamos a tomar algo
a un bar. Aunque Javier no tomaba alcohol, sólo agua,
un botellín, dos, tres…o quizá sí que ingería alcohol,
pero no conscientemente.
Yolanda nada preguntó, que a Álvaro le entregaría la
vida y el alma si se lo pidiera, y le proporcionó el carné
de identidad, y éste se lo facilitó a Javier una mañana de
lluvia, de trabajo excesivo y carretera asfaltada de dos
direcciones, cuando se presentaba la candidatura de un
futuro senador absolutamente corrupto.
A la empresa de Javier le otorgaron la concesión.
Yolanda recibió un nuevo uniforme del color de las
hojas del vino en otoño, y nuevas instrucciones para la
correcta realización de su trabajo.
Cumplía éste con puntualidad, seguía las
instrucciones al pie de la letra, conseguía el mayor
número de registros positivos, y el encargado siempre
le lanzaba irónico, cínico, como un maltratador
psicológico, un acosador de los débiles, una palabra
displicente a ella.
El encargado de la zona de Aranda le reprochaba
todas y cada una de las acciones que lleva a cabo y la
amenazaba con despedirla o abrirle un expediente
disciplinario o quitarle parte del sueldo de este mes
determinado.
- ¡Me vas a conocer, me vas a conocer! – le repetía
horadando en la herida, salando la sangre que manaba
de la misma.
No podía indicar en qué notaba aquellos ataques
sobre su persona por parte del encargado, salvo en que
se sentía especialmente culpable por existir tan sólo al
cruzar la puerta de la empresa.
El apoteósico espectáculo de rechazo que le habían
reservado tuvo lugar el día mismo que se rompió el
menisco. Cuando sintió el chasquido de la rodilla,
marcó el número telefónico del encargado y le rogó que
se acercase a su puesto, que se sentía indudablemente
mal, con algo roto e imposibilitada para andar.
Resistía en pie y el dolor a duras penas.
El encargado llegó a su puesto quince minutos
después de llamarlo y la indicó que tomase asiento en el
coche, trasladándola a la mutua con la que disponían
concertación.
El delegado de la empresa la aguardó fuera de la
consulta, y a ella la llamaron para que se introdujese al
interior de la misma, donde la esperaba el doctor. Éste
le pidió que se desprendiese del pantalón para poder
auscultarle la rodilla y ver qué la había ocurrido.
Sin picardía de ninguna clase, desde la más absoluta
inocencia, ella se bajó los pantalones y se sentó en la
mesa camilla. El doctor se irguió desde la silla de su
consulta a la mesa camilla y al llegar a la paciente, le
observó las piernas.
- Vaya, no se ha depilado, ¿eh?, ¡cochinilla,
cochinilla! – susurro el médico mientras desde las
comisuras de sus labios caía un hilillo de obscenidad.
Yolanda, al verse humillada de esta manera, se
propuso elevar sus pantalones hasta la cintura,
ajustarlos y salir corriendo, huir del salvajismo machista
que la rodeaba y la convertía en una isla que todos
deseaban conquistar.
No pudo.
Las manos del doctor la asieron de su rodilla
maltrecha y la apretó con salvaje laboriosidad, con un
enérgico ímpetu, arrancando de la piel de Yolanda un
grito que rasgó su misma alma y provocó la risa sádica
del doctor de protocolos. De manera tan salvaje la asió
que le arrancó una lágrima para que asumiese su papel
de paciente dolorida y bajase la vista a los pies del docto
doctor dilecto como ante los descendería ante un dios
ya dichoso.
Ella pensó “maldito hijo de puta”, y deseo permitirle
a su lengua, a sus labios, a su garganta, gritarlo con la
potencia de un megáfono manifestativo, a pesar de su
misma timidez, pero su conciencia la amordazaba y le
extrajo aquella lágrima indecorosa y delatora, que
recorrió su mejilla y que la identificó como un ser
vulnerable, como una mujer.
- Nada, un pequeño esguince, ande mucho.
En la voz del puto doctor notó Yolanda un deje de
cinismo voluntario que saciaba a este torcido facultativo
de espalda y piernas, zambo zumbón, y con ímprobos
esfuerzos consiguió reprimir el insulto hacía aquel sabio
médico dilecto que le daba ahora la espalda.
-Comunícalo a la empresa, y consúltalo con el doctor
Álvarez – le recomendó Álvaro.
Éste no más atisbó la rodilla maltrecha, conjeturó
que el menisco se había fracturado, había que operar,
sin duda. Lo certificaría a través de la resonancia
magnética, la misma de la que en estos momentos firma
la petición.
- Hazla cuanto antes, si no perderemos una buena
oportunidad de recuperarte con rapidez.
La resonancia magnética mostró una rodilla con el
menisco limpiamente, nítidamente, fracturado. El
doctor le explicó cómo iba a realizar la intervención,
paso a paso, desde que diera el primer corte de bisturí
en la rodilla hasta que la suturase con puntos de grapa,
y le apuntó que ella seguiría la operación, que podría
verlo todo a través de un circuito cerrado de televisión.
Al día siguiente pidió la baja laboral, y el médico se
la prescribió tal y como la hubo solicitado. Con la
prescripción en la mano, la entregó a la empresa, a la
administrativa, que se la recogió, y marchó, nada más
salir, con su maletín de viaje, al coche de Álvaro, a la
clínica de la capital durante dos días en la Clínica de los
Reyes Católicos, donde la operaría Álvarez.
No habían transcurrido ni media hora, ni el tiempo
que se tarda en llegar a la misma capital, y ya sonó el
teléfono con una repetitiva mala leche. Al otro lado de
la línea, como un energúmeno, chillaba como un ogro
al que le robasen el bálsamo de fierabrás, como un
bandido burlado o un estudiante apaleado, como quien
no sabe que la venganza es un plato que se sirve frío y
congelado, el encargado le reprochaba constantemente,
machaconamente, su comportamiento anómalo, al
depositar en la empresa una baja laboral cuando de
suyo, se lo recordaba caimán que encaja sus fauces
sobre la presa, hubiera sido presentarla como una baja
por contingencia común.
Como quien encuentra un pelele a quien apalear o
un saco de boxeo sobre el que golpear con absoluta
libertad y vulgar fortaleza, el encargado se irguió de la
silla y persistió en chillarle su falta de honestidad, su
nula efectividad y la ausencia de transparencia con la
que siempre se conducía.
- Sabes – la preparó el camino para el golpe final, el
que habría de lograr el efecto final denigratorio e
introdujese en el cuerpo el miedo– estás buscando un
lío a la empresa, un marrón para mí, y una falta grave
que puede acabar con tú despido.
-Nunca lo entendí – le comentó Yolanda a su
abogado
Como cada mañana, cumpliendo su ritual,
conspicuamente, mansamente, como quien se deja
manejar por un mecanicismo robótico, se irguió de la
cama, largamente, trabajosamente, y como una máquina
convenientemente programada, se encaminó al baño
para proporcionarse una buena ducha fría que la
despertará de la pesadilla nocturna diaria que la asaltaba
desde hace tres años y la rebosaba de insomnio y
bostezos.
Introdujo un pie en la loza de la ducha y al punto el
otro pie, y se encontró ubicada bajo el chorro de la
misma y abrió el grifo y prorrumpió el agua a su cuerpo,
fría al comienzo, abrasadora después, y muy templada
al final, sobre aquel cuerpo erguido y sin pliegues, tenso
y terso, que nadie en la vida había acariciado, y el agua
empapa su piel morena.
Se enjabona a mano y con la mano, con un gel de
hierbas a la ortiga blanca, y un champú contra la grasa y
también una crema cremosa, espesa, mantecosa, que
suaviza los rizos de su rubia cabellera, en su larga
melena.
Sobre una alfombra verde que tapiza la entrada a la
ducha, de pie y en pie, se seca su cuerpo humedecido,
en el que una gota de agua última se escurre por su
cuello, cruza su pecho, se precipita a su vientre, rueda
por el interior de su muslo y se desliza a su pie.
Completamente seca, retira la toalla húmeda al
toallero de pie dorado, que ayer compró en la tienda
bajo su casa, y se pone la ropa interior, sería, digna,
prudente, una ropa interior sin puntillas ni otro adorno
espectacularmente llamativo.
Tras cubrir púdica su intimidad, se dirigió al espejo
a su frente, un trozo de cristal cuadrangular, ribeteado
por cenefas de flores a su alrededor. Extrajo el secador
del pelo de la puerta inferior del armario del baño.
Cuando Yolanda finalizó su tarea de aseo, marchó a
preparar su desayuno.
Ahorrativa, su desayuno consistía en frugalidades.
Un zumo de zanahoria, piña en almíbar y un kiwi, y
finaliza cuando se toma un café con leche bien
azucarado.
El cepillado concienzudo de los dientes y a vestirse.
Al paso o como si desfilara, encaminaba sus pasos a
la sala, se llegaba al mueble de la vajilla en el que
depositó a las Vírgenes y a todos los santos, y encendió
la vela con la luz de su corazón.
Oró todas sus oraciones, pidió por todos sus
familiares, santiguándose hasta tres veces y otras tres
veces más.
- Y más por ti, querido Javier, que Dios quiera que
te salves – se santiguó de nuevo, otras tres veces y tres
veces más – A alguien que se comporta como tú, como
una buena persona, Dios no debería permitir que
desapareciese de nuestro lado jamás. Mira que conozco
a grandísimos cabrones, que viven, y bien, y nunca les
pasa nada – guardo un silencio divino – y tú,
precisamente tú, la mejor persona que he conocido, has
tenido que ser el que vaya a desaparecer de mi vida.
- Aún te quedo yo – gritó Álvaro desde e fondo del
espejo.
4

No le llegaba al cuello la camisa y su alma se arrastraba por


el suelo cuando en la pantalla del portátil apareció Irene
arrastrando a Antonio asido de la bragueta.
El portátil lo había traído Lourdes que se presentó a media
tarde en el taller de reparaciones acompañada de Jon Éste lo había
llamado una hora antes para anunciarle que Lourdes quería
mostrarle algo, así se lo explicó, algo, sólo algo. Ese algo resultó
ser una de las películas que había rodado (a traición, claro) Javier
en la casa de Berlangas (maldita sea entre todas las casas), con
aquel sistema que incorporó en las paredes dentro de un falso
pladur y el sonido lo obtuvo (la gente habla como si estuviera a tu
lado) en directo desde los micrófonos colocados en el sofá.
La vergüenza (o el asco, también) conseguía que el cuello no
le llegase a la camisa y su alma se arrastrase por el suelo (¿cómo
va un alma por el suelo? ¿serpenteante?) al dirigir la mirada a la
película dichosa.
Y sudaba, un sudor seco (una contradicción en los términos)
que surgía del sofoco o que le provocaba la asfixia porque lo
paralizaba al oprimirle el corazón como un puño que se cierra.
El sudor se lo estimulaba el ver a Soledad al entrar por la
puerta de la casa abominable con las manos de Marcial Martín
elevando su vestido como una ventolera obscena.
Cuanto más miraba el desarrollo de los arrebatos
pornográficos en el ordenador más transpiraba, como si al segregar
el agua por los poros de su piel consiguiese excretar su vergüenza,
su mal humor y la degradación que le nacía en cada pupila.
- Esto cuando lo ves sin conocer a nadie, pero, conociendo…
- ¿A todos?
- Sí.
Se sulfuraba al ver a Irene aferrando el pequeño pene de
Antonio que sobresalía de la oquedad del puño cerrado, como un
pepinillo verde.
Y más bochorno convendría a las mejillas al observar la boca
de ella cómo desciende aminoradamente sobre la puntita de
pepinillo. Infame ver a Soledad completamente desnuda a
horcajadas sobre un Martín babeador y con las facciones de estar
en su centro mientras se enlazaba por el cuello con sus manos de
dedos anillados.
Cuanto más miraba más se violentaba y más expelía ese
bochorno por los poros de su piel y tanto más destilaba de cada
poro de su piel, que escurría el sudor como agua de un paño de
cocina que haya permanecido afondado en el agua de la pila de los
platos.
No deseaba descubrir más pero lo que ocurría en la pantalla
del portátil ejercía una atracción sideral y arrastraba a su mirada
como cuando una pléyade de personas se comen al unísono el cielo
con la vista y arrastran nuestro encaro a su voluntad.
Sus ojos de nuevo en la pantalla descubrieron a aquellas
irreconocibles mujeres con su cuello de cisne desnudo picoteando
como cuervos ennegrecidos en los gazapos escondidos en su
madriguera, esos dos hombres reconocibles como espantosos cuervos
que se comían las cerezas del huerto que otro sembró.
Ellas erguían sus cuellos de cisne y con el pico alzado al cielo
deglutían con esmerado entusiasmo los encogidos pepinillos de esos
gazapos cada vez menos agazapados, que picoteaban de continuo
en la cereza como quien clava sin entusiasmo una punta en una
pared, de pura monotonía.
Álvaro tiritaba de sudor y sufrimiento. No pretendía volver a
mirar a la pantalla del ordenador por la hartura que le provocaba
ver a su antigua secretaria y a una amiga de cenas y botellón y
política, enroscarse, revolverse, doblarse, agitarse, batirse,
estremecerse y mezclarse con gazapos sin zarpas que a gatas
buscan que los cisnes muden en gatas celosas y los zarandeen y los
meneen hasta convulsionarlos.
Y volvió a mirar, y se adentró en la catástrofe.
Dos mujeres en el mínimo más simple, comportándose en la
manera de ser objeto, pero con la pretensión de durar. Para
conseguirlo se pliegan a los dos gazapos sin vergüenza, en el borde,
en el límite, donde todo finaliza pero todo empieza.
Y ambos gazapos se sitúan en la falla para el fruncido porque
desean capturar, cambiar el devenir, romper el espacio, quebrar;
sin sentido constructivo, nada de engendrar pero sí unir, sí, para
el silencio. Para conseguirlo, las colas de milano, esquinadas, que
desgarran, que hienden, que cosen en el tiempo a la mariposa para
exfoliarla, para llenarla, para descamarla y vaciarla, también.
Y ahora ve el umbílico hiperbólico, las dos mujeres en la cresta
de la ola, dentro de la bóveda de la misma, cómo rompen y se
hunden y las recubren, al que sigue el umbílico elíptico, la cola del
milano como una aguja de punta de pelo, que pincha y penetra,
que tapa y aniquila, al que sigue el umbílico parabólico, el chorro
en forma de seta a la boca, las mujeres eyectan, lanzan , cortan,
pinzan, toman y cogen.
Y Álvaro cada vez más suda más hasta que su camiseta es
una bayeta hundida en el agua de la poza de lavar los platos.
-¡Quita, quítalo ya, si no éste se nos va! – gritó Lourdes a Jon
con un grito hiperbólico para eludir el levantar a aquél peso pesado
que se va al suelo si no.
Y Jon, obedeció.
Dadle tiempo al tiempo

Muy tarde en esta tarde que es la más gris que el


recuerdo atrae, en el instante mismo en que retornó al
almacén que la delegada sindical arrancó en la
negociación para que lo habilitaran y que los
trabajadores tuvieran un lugar donde cambiarse y
ahorcar los hábitos y presentar los partes de los
servicios cumplidos, topó su mirada a la mirada del
encargado que la escrutaba con descaro y sin ninguna
benevolencia.
- Y todos los días así – le reveló a Álvaro – se hace
inaguantable.
- ¡Olvídalo!
No más traspasó con miedo el umbral de la puerta,
Yolanda intuyó que aquella tarde, que ya es esta noche
muy oscura de un abril cualquiera pero de aguas mil y
múltiples atropellos sin solución, el encargado armado
con su tortura y la mala leche, se encargaría de hacerla
trizas, ris, ras, catacrás, zas, como quien hace pedazos
un papel de periódico, con suma facilidad, aunque
nunca sabrá el porqué ni ella podrá siquiera intuirlo.
- ¿A qué obedece este comportamiento? – preguntó
Yolanda.
- No lo sé, pero sí quién va a contármelo – respondió
Álvaro.
El mismísimo Javier había requerido a aquél en
innumerables ocasiones una razón, sólo una, de aquella
inquina que inundaba los ojos de Orlando, del porqué
de ese odio visceral que supuraba por todas sus vísceras
podridas este encargado carcelero, que emanaba desde
su piel, como si le surgiese de una herida gangrenada,
como si se tratase de ese pez que si lo estresas, te
envenena, y lo arrojaba contra Yolanda, inmundo,
rastrero e hijo puta; este Orlando, al que tan bien
identificaba siempre, porque le recordaba a él mismo en
sus inicios, y lo rechazaba al tiempo.
Los dos iguales, sí, pero con una diferencia
insalvable, Javier jamás atacó con esa cobardía insana a
aquellas personas que no entrasen a sangre y fuego
contra sus movimientos y con la finalidad de
deslustrarle alguno de las logros.
- ¿De quién se trata, si puede saberse?
- Sí, hombre, cómo no, un amigo que fue conmigo a
la escuela, y con Javier, y que se llama Alfredo – explicó
doctoral Álvaro – Pero no creo que lo conozcas.
El encargado cargante y dolido, se alzó de la silla, y
se plantó a la puerta de la oficina, maldiciendo en su
mente contra el picor que apreciaba en el ano y
deploraba, cuyo origen ubicaba con precisión de
pronosticador en las puñeteras almorranas que le
habían diagnosticado.
Desde la puerta, con la mirada en la gafa y la gafa
dirigida al suelo, requirió quejoso la presencia de
Yolanda en el despacho espaciando despacio las
palabras en la voz vocalizadora.
La llamó sin articular su nombre, sin denominarla,
con un impersonal “ei”, o algo así, un sonido bucal que
tanto serviría para que una oveja recuperara su puesto
en el rebaño o ara que un perro procediese a saltar
contra el pecho de su amo, con voltereta de equilibrista
incluida.
- Recapitulemos – inició su discurso el encargado
estresante, sanguíneo y teatral - ¿cuándo has
comenzado a cambiar y has dejado de ser tú?
Aunque la pregunta resaltaba en el ambiente
enrarecido del despacho cómo absolutamente concreta
e iba directamente al meollo en esta situación violenta,
violencia en la que se desenvolvió siempre la relación
entre ambos, la cara de estupefacción e incredulidad y
desconcierto y negación que compuso Yolanda al
hacerle efecto el eco de culpabilidad que la inoculaba en
su carne aquella pregunta, ejerció sobre Orlando una
desazón momentánea, indicándole que aquel no era el
camino y que se debía proceder de manera
manifiestamente contraria.
- Antes te importaba la empresa y siempre te
encontrabas con ganas de dar ideas…– y punzó
zopenco con la punta del lápiz pizpireto en el taco de
hojas que conformaban el anuario donde anotaba para
el recuerdo las citas por venir, que ahora ya son sólo de
repaso.
- Yo no he cambiado – y lo gritó crispada, punzada
por la punta del lápiz pizpireto, como si ella se
asemejase a aquel taco de hojas de anuario para recordar
citas, y, a la vez, reafirmándose, identificándose, porque
creyó intuir en cada una de las palabras de su encargado
un reproche que pretendía diluirla en un mar de dudas,
en un océano de incumplimientos.
- Tendríamos que arreglar la situación (conciliador
en la voz y reforzando el acercamiento a la trabajadora
al elevarse de la silla, porque sentado se situaba por
debajo de la mirada rápida y despejada de Yolanda
dadivosa, un acercamiento en el que casi le atrapa las
manos entre sus manos, y es cercamiento), seguro que
has cometido errores (e incide insidioso en la herida
emotiva, reprochando la opción que Yolanda tomó
cuando hubo de operarse en la Yolanda ya operada, que
sigue en pie, cansada de tanto pie forzado en la
conversación)
- Todo esto es por mi rodilla, nuevamente estamos
hablando de ella (riéndose cínicamente, desintegrando
el mundo con su risa estridente, explosiva, pero no se
ríe como quien quiere huir de la situación, levantándose
para escabullirse por la puerta) Si es sobre eso, yo lo
tengo claro, actué como actué, y creo que procedí bien
(rotunda e imperativa, contundente, remarca con un
cruel movimiento de sus dedos perfectamente estirados
que explican rotundos el móntate y pedalea), tú, no; son
dos criterios distintos.
- Recapitulemos, recapitulemos (violento, la vena del
cuello se le hincha y alcanza el grosor de una barra de
lomo colgado en la charcutería para gourmet, brutal, se
gira sobre sí mismo y retorna al otro lado de la mesa, al
lugar de su seguridad plena, donde nadie puede
zaherirle con dudas y proclamas absolutas)
- He dicho todo lo que tenía que decir (concluye
incontrovertible y conclusiva, exponiendo su punto de
vista con su llamativa, llameante mirada, irrebatible,
axiomática.)
- Es una pena que todo concluya aquí y así (ambiguo,
¿de qué habla?, enigmático y turbio, ¿a qué se refiere?,
tan oscuro como su alma maquiavélica, ¿qué pretende
que responda Yolanda sola? Una mujer que lo conocía
a la perfección, en plena calle, ante Yolanda también de
pie pero en un día alegre, afirmó del enigmático y turbio
ser que pretende acongojarla “es una pena sin alma”, y
sin ningún recato que lo dijo)
- Siento contradecirte, no puede concluir lo que
nunca ha empezado (y abandonó definitivamente,
victoriosamente, la habitación y la conversación, con
una gratificación para su alma y una sonrisa, que se
amplificó en el rotundo y seco golpe que la puerta dio a
causa de una corriente de aire)
Yolanda partió unos días para dar descanso a su vida
cotidiana y huyó a la playa en los quince días de sus
vacaciones de invierno, en esta semana santa de hoy, en
la que aguardaba olvidarse para siempre del mundo.
En Corme su hermana pequeña conservaba un
apartamento, y Yolanda siempre que se notaba
desfallecida, hastiada del mundo, de todo aquello que la
bloqueaba e impedía su buen hacer, de la totalidad de
Aranda, le solicitaba la llave a Marta, y se encerraba en
el apartamento durante todos los días que disfrutaba de
descanso, todos y cada uno de los que le habían
concedido; y no realizaba ninguna cosa más que pudiera
impedir su mente en un absoluto blanco.
En aquellos momentos, la felicidad del cambio de
lugar la arrastraba por completo en su vida, y no llevaba
a cabo ninguno de los rituales que en la vida real se
obligaba como protocolo.
-Creo que no volveré – dijo entre dientes, cuando
abandonó Aranda por Corme.
Sólo se permitió una apertura al mundo, mantener el
teléfono conectado, como concesión a su amigo
Álvaro, por si éste precisaba localizarla.
-Pero siempre acabo volviendo – gruñó como
siempre – ¡No cambiaré jamás!
Sonó el teléfono a media mañana, cuando aún
permanecía echada en la cama, cubierta su desnudez
por una sábana liviana y suave, de color del olor del mar,
ése mismo que de cerca expelía un olor a salitre que
traspasaba los vidrios gruesos de los cristales.
No preguntó quién, ni qué ni pronunció palabra
alguna, se limitó a escuchar la voz entrecortada de
Álvaro, sin cicatrizar, lacerada y dolida, completamente
rota, fragmentariamente quejumbrosa, cuando
desdichadamente le comunica gemebundo “Javier ha
muerto” y cuelga, lloroso.
- ¿Y qué puedo hacer yo? – y nadie la escucha -
¡Decidme!, ¿qué puedo hacer yo?
Yolanda, miró al techo como quien impreca al cielo
y demanda una razón, un porqué de lo que no deseaba
que ocurriese.
- Sólo sobreviven los hijos de puta (y se le presentó
el rostro sádico de Orlando)
-Desde luego – corroboró con todas las letras
Álvaro.
De retorno a Aranda, prudente en la conducción, la
misma que ya demostró cuando viajó al lugar del
accidente, sin prisas, sin pausas, advirtió la somera
necesidad que surgía de su propio estómago, visceral, y
que se materializaba en una clara exigencia en hablar
con Lourdes, tan evidente y necesaria como una
urticaria surge tras el roce con una ortiga.
Al llegar al cruce con la carretera de Berlangas, giró
a la izquierda, con la ejecución de un cambio de sentido
obligado. Desde el día anterior por la noche había sido
informado de que Lourdes se encontraría en la casa, se
lo comunicó Jon, ya que ambos se dedicarían a limpiar
aquel cuchitril en el que convirtieron una casa tan
decente, la casa de su hermano.
- La culpa de todo, de todo, es de Yolanda – le
advirtió Alfredo a Álvaro.
- Pero, ¿por qué? Si Yolanda es de una inocencia que
raya en la ingenuidad.
- Sólo, hazme caso, es una advertencia que te hace tu
amigo Alfredo.
Le previno Jon del insano hedor que exhalaba la casa
y que se notaba de inmediato y que incluso se
materializaba, se encarnaba y se hacía observable y hasta
asible cuando uno se acercaba a la puerta de entrada.
Como si los ocupantes impropios que habitaron alguna
vez en aquella casa, esos ocupas que dejaron sus huellas
y su semen, sus depravaciones y sus necesidades de
estupefacientes en estos últimos años, se hubieran
dedicado exclusivamente, esencialmente, a empapar las
paredes con dicho hedor desde la noche cada noche,
hasta el alba cada alba, un hedor imposible de definir.
- ¡Qué poco la conoces! – le anunció Alfredo.
- ¡Más que tú! – le señaló Álvaro.
A quien arribara por vez primera a la casa se le
inundaría de este hedor las fosas nasales y provocaría
en él una nausea interminable, pero ésta no se
acompañaría de vómito, sólo un continuo de arcadas en
cascada y sin hiel.
El hedor cruzaba la totalidad del organismo.
Penetraba por la boca, caía al esófago, seguía el
camino del resto del sistema digestivo, continuaba por
las piernas a través del riego sanguíneo, ascendía hacia
la cabeza y descendía hacia la punta de los dedos, y
afloraba al exterior o perduraba tristemente alojado y
para siempre, en la hipófisis, alterando el olor y el dolor
ante la vida.
Álvaro frenó y detuvo su utilitario desvencijado, con
ruedas planas, en la misma verja de entrada al jardín que
nadie cuida, repleto de diversos cachivaches inservibles
y de tinajas de vino desconchadas y con el sabor salubre
de la áspera arcilla, esparcido por el aire.
Se apeó del mismo y caminó la breve distancia que
le separaba de la puerta, ese tramo que consiste en una
parcela de jardín sin hierba, longitudinalmente
atravesado por una senda sobre la tierra, ejecutada con
baldosas de cerámica antigua robadas a la antigua ermita
derruida.
Álvaro sintió como le golpeaba el hedor a
descomposición y miseria, o, quizá, emergía en su
mente porque así lo obraba la advertencia que surgió de
los labios admonitorios de Jon.
En su inicio resultaba este hedor por completo
extraño, nauseabundo; después uno acababa por
acostumbrarse al mismo, aunque siempre persistía la
náusea alojada en la campanilla del paladar.
Se entremezclaban en proporción dentro de aquel
hedor un francés competo y natural, un griego
profundo, un cubano completo, una competición de
expulsión de semen desde una silla apoyada en el balcón
contra la cama, un tailandés sublime, cocaína recién
cortada, una tortilla francesa quemada, la grasa que se
les olvidó en los platos sin lavar que desatendieron en
la poza, éxtasis sin éstasis, Orlando con el “pichafloja”,
dos hombres tan inútiles como obedientes y
manejables, el uno tras el otro, ese culo curvado que el
“pichafloja” lo rompe, y consoladores bañados en heces
que se insertan en la boca de Irene desbordada de flujos,
porque nunca poseyó una brizna de recato y tanto le
daba, Soledad a la vez con Antonio y con Irene e Irene
a la vez con Antonio y Soledad con el “pichafloja” y con
Antonio y con Orlando.
Finalmente, el retrato es “bosconiano”, un
maratoniano ritual donde se arroja, se expele, se expulsa
y se devuelve, y se reinicia todo desde el empiece,
esnifando coca, tomando éxtasis, embriagados cuando
vomitan, o cuando desaguan sus vejigas, que no son
capaces de aguantarse jamás las ganas, contra la pared
como urinario, sobre la mesa, todos contra todos, todos
en todos, y el gran maestre cortador con sus bártulos
reparte la coca a ingentes cantidades con sus manos
gigantes.
Todos tragan y engullen de todo, y menudas
tragaderas que poseen el ex alcalde, su concejala favorita
y todos los que los alaban. Licor, sexo y ninguna
moderación. Este es el hedor que se sitúa en su esófago
ahora.
No se trata de una orgía sino la manera en la que
eligieron o prefieren jurarse fidelidad eterna y sobre
todo su silencio cómplice. Nada de lo que ocurre entre
ellos, de todos los negocios que poseen, ha de darse a
conocer al mundo. Nadie puede abandonar al gran dios
Apis, que es Orlando y Antonio, que es el ex alcalde y
su concejala favorita, que es Marín y su voz a grito, que
son los grandes cortadores de la cocaína, ese Apis de la
vulgaridad, de la nadería, de la cocaína, que es Alfredo
e Irene y Belén Sánchez, que arma el belén sin recato, y
que es Soledad y Antonia y Antonio, hospedados en el
Ventorro.
A todo este maremagno de entremezclas hiede y nos
hiere.
Álvaro pulsa el timbre y golpea al mismo tiempo en
la puerta. Le abre el hermano de Jon, que le invita a
pasar, una invitación irrechazable, y aquél cruza el
umbral al interior de la casa, donde se nota el afán con
que se emplean en limpiar y transformar la faz fea de
estas sucias paredes.
Jon se encuentra arriba inspeccionando cada uno de
los cuartos por quinta vez, muy minucioso, con una
prolijidad que raya en lo escrupuloso, para que no dejar
entre renglones, entre sábanas o en los comodines o en
algún sifonier, por arrinconado que alguien lo
emplazara en aquel entonces, cualquier sea objeto pero
que pudiera oficiar de prueba y que les incriminara ante
una posible inspección policial con orden judicial.
Lourdes se sentaba ahora sobre la sábana blanca con
la que habían cubierto el sofá rojo, quemado de los
cigarrillos sin apagar, largas sus piernas como una
melodía sin fin, y muy visibles.
Las quemaduras han sido realizadas con orden
meticuloso, lo que evidenciaba que las ejecutaron
adrede, entre alucinación y alucinación, completamente
vestidos o absolutamente desnudos.
Lourdes jugueteaba entre sus manos con la cartera
negra de Javier, vacía, salvo por un papel arrugado que
sobresalía del cierre.
- Ha aparecido hoy – le informó Lourdes a Álvaro,
que se posó contra el marco de la puerta, con la mano
en el quicio – lo que nos hace suponer que alguien tiene
llaves.
- Cambiad la cerradura y evitaréis sorpresas – le
sugirió sin más y con una voz más bien pobre en su
expresividad.
Lourdes mira la cartera y después alza sus pestañas a
aquella mirada ingenua que la escruta, sencilla y amable
de Álvaro, que le sonríe risueño a la vez que ella cruza
la pierna plegada sobre la pierna recta y advierte esta
Lourdes transparente, que la carcome una duda sobre
lo sucedido y sólo Álvaro está capacitado para resolver
esa duda que la daña y con la que juega entre sus manos
ahora.
Le arroja la cartera al cuerpo con un golpe certero de
su muñeca párvula. Álvaro reacciona recio y la embolsa
entre sus dos manos, y la acoge en la palma de la mano
siniestra, más diestra, como si ésta se manejara como un
cuenco.
La mirada de Lourdes le indica, con un solo giro
momentáneo de sus ojos en revista, que la desabroche
e indague en el interior de la misma.
Obediente, Álvaro la desabrocha, la abre como un
libro, y aparece el carné de identidad de Yolanda.
- Confié en ti, cuando me juraste que ella no conocía
a Javier.
Álvaro vuelve a repetirle insistente que Yolanda
nunca lo conoció y que el carné de identidad que se
encuentra en el interior de la cartera del fallecido, se lo
proporcionó él mismo, una tarde de mayo o quizá de
abril de mucho trabajo y excesiva lluvia.
Recuerda ante Lourdes de pie, amenazante, y
perfectamente cuando se lo entregó, en la inauguración
de una sucursal de la Corporación en Aranda, que se
aprovechó para presentar la candidatura del nuevo
senador aleteador como servil mariposa vil, a la que
Álvaro asistió sin la compañía debida, y Javier con el
cortejo de todas las damas de honor colgadas de sus
antebrazos de galán de película felliniana.
Durante el vino que se sirvió al finalizar los actos
protocolarios de la inauguración, cuando concluyen
todos los discursos de los presidentes de todos los
rangos y de los sin rango y Javier revelaba rápido la
identidad de cada una de las personas que se acercan a
saludar al presidente de la Corporación, y éste sonríe y
alarga la mano y alegra a la persona que tendió la mano
cuando se considera sinceramente reconocido,
aprovechó Álvaro para acercarse también al presidente,
y a la par que lo saluda y le sonríe reconocible, aparta a
Javier privadamente, a una habitación vacía, lejos de los
pechos de las sublimes hembras agraciadas que pendían
de los brazos para los abrazos convenidos.
Al saludarlo y preguntarle por la familia, insistió en
que le encantaría que los trajera a Aranda un día festivo
para comer todos juntos y le tendió el carné a la mano.
Yolanda jamás estuvo presente en la entrega ni cerca
de Javier, que él recordase ahora.
-Te acostaste con Javier, ¿verdad? – le preguntó
Álvaro repentinamente, como un virus en su mente este
displacer que lo agota – ¡¿Te acostaste con Javier,
verdad?! – gritó mientras su voz asumía el poder de los
rayos y los látigos de los esclavistas egipcios.
Álvaro le aclaró insistente que el carné de identidad
lo entregó él mismo, que deseaba ver a sus amigos y a
los amigos de sus amigos bien colocados, tan lejos
como fuera posible del meollo del ciclón que se
avecinaba en Aranda, del que nadie tenía noticia, salvo
el mismo Javier y él mismo, por las cámaras de
grabación, bien ocultas en las paredes y en los muebles
de la casa.
- No – respondió con decisión Yolanda – pero tú
puedes creer lo que te apetezca – le reprendió mientras
se giraba sobre sus parisinas negras – Al menos, en eso,
cada uno somos libres de elegir, ¿verdad?, creer a éste o
a mí o aquél.
A Javier lo nombraron gerente de una fábrica de
recauchutados, porque confiaban que él fuera capaz de
reorganizar toda la desorganización que la había llevado
a la ruina, pero este cargo nunca lo tuvo entre lo que le
agradaba. La burocracia no se concibió para él, y ni
Álvaro ni Lourdes lo podían imaginar sentado y criando
almorranas en un despacho cerrado, abriendo cartas
con un abrecartas regalado por su suegro, convocando
a la secretaria para contestar a las mismas o a la junta de
dirección para decidir sobre lo que nunca le llegará a
importar lo más mínimo.
Le confía a Lourdes como le ofreció ese cargo de
gerente a él mismo, que no lo aceptó porque ya había
decidió mucho tiempo atrás, trabajar hasta desfallecer
en el taller de reparaciones familiar hasta fallecer.
Incluso, llegado el caso, preferiría morir de inanición si
algún día nadie le trajese algún vehículo para reparar.
Se le ocurrió en aquel instante a Javier que igual le
gustaría a Yolanda que la colocase en la fábrica, quizá
en la sección de administración, y le pidió que se lo
preguntase, aunque nunca llegó a intuir si en aquella
ocasión la voz marcaba un acendrado sentido del
cinismo.
Aquella misma tarde se ocupó de subsanar este
olvido y por no dilatar más en el tiempo ni la petición
ni la entrega, recogió el carné en el portal de la casa de
Yolanda de su misma mano, y, sin detener el vehículo,
salió pitando bajo la lluvia llameante, al encuentro de
Javier.
- Eso es todo – finalizó Álvaro – Nada hay que
ocultar.
- Entiende que dude – le manifestó Lourdes – Los
nervios, la muerte de mi marido al que creo que han
asesinado, todo me puede en estos días.
- ¡Puta mentirosa! – vociferó Yolanda a Álvaro
cuando éste le trasladó las inquietudes de Lourdes
- La vida no la entendemos siempre – le aseguró bien
cierto, el certero Álvaro, sin quitar la vista de aquellas
piernas más largas que una novela que jamás dejará de
corregirse.
- Ahora sólo entiendo mi equivocación – le confía
mientras le abraza – Yolanda tiene un buen apoyo.
- Es cierto – concluye – Pero yo también en ella, que
jamás me dejará tirado.
- ¡Cabrón! – increpó de nuevo Yolanda a Álvaro,
callado y quieto.
- Espero que algún día me perdonéis. Al final, todo
se acepta, dadle tiempo al tiempo.
Antes de que abandone la casa y la conversación y se
introduzca en su coche y retorne a su pequeño taller de
arreglos, Lourdes se desahoga y le descubre que ha
contratado a una agencia de detectives privados, y que
desde hace trece días andan siguiendo a una serie de
individuos y a las “chochitos”, según su propia
denominación de la que tanto le seduce alardear.
- Dadle tiempo al tiempo – se espoleó Yolanda – ella
no quiere verme porque cree lo que cree – se detiene
para ensalivar su lengua – y yo hoy espero que
desaparezca de nuestra vida, ¡que se muera! ¡Muérete!
En principio, los detectives de COVE emprendieron
su investigación, espiando a la funcionaria de la que
siempre sospechó Soledad, y también a su marido,
Orlando, y se lanzaron abiertamente a husmear en sus
vidas con consentimiento judicial.
En el rastreo que han realizado, tan espectacular y
eficiente como un día de caza con perdigueros, han
apuntado a otros que ella ya se sabía que se encontraban
en el lío, y le han revelado a otros que desconocía su
implicación, como un concejal picha floja, y una tal
Irene, cuyo nombre surge por todas partes, y, por
supuesto, un ex alcalde, un tal Serra.
- Te proporcionaré todos los nombres, porque
algunos te afectan directamente – le propuso Lourdes.
- Irene sí que me suena, y no creería si me lo cuenta
otro… y el ex alcalde, era un buen amigo de mi
familia… ¡jodé!
- Créete lo que te cuento, que nos ha costado mucho
confirmarlo.
- Y Alba González, esa fiel escudero del ex alcalde,
tan buenas palabras que me dirigía cuando me paraba
en el puente de Bigar… y cómo se dirigía a mi madre.
Debería haber sospechado de su vanidad, que hablaba
ya a las claras de su interés, pero… ¡fíate y no corras de
la modosita y sus faldas de verde aterciopelado!
- ¿Nunca te hablo de sus necesidades? Es muy
propio d ella; ya sabes que es una palabra de gusto y una
manera de obviar la culpabilidad.
Entre las manos porta Jon con cuidado de mago o
con prevención de acólito misal, una caja, que ahora ha
plantado sobre la mesa que se encuentra frente al sofá.
Una caja normal y corriente, de zapatos, desgarrada en
alguna esquina, y que sus manos nerviosas
desenvuelven con sumo cuidado. En su interior
descubren todo el instrumental que se precisa para
“cortar” la cocaína.
- Ves, querido amigo – le refrenda Lourdes – ¿Cómo
procedemos con esto? ¿Qué debo hacer?
- Tíralo al vertedero, ¡tíralo! – le aconseja Álvaro, en
la cara la repugnancia por la antipatía que le nace del
estómago contra todos los que citó esta mujer, a alguno
de ellos ya lo aborrece.
Mientras Álvaro avanza hacia la puerta de la calle,
con las llaves del coche en la mano, cuando las ha girado
en su dedo índice, Lourdes le prende del brazo y recorre
a su lado, hombro con hombro la distancia a la puerta,
y marcha a la misma altura, sus miradas se cruzan por
necesidad.
Ninguno de los dos evita la del otro.
Reitera cansina que le perdone el que ella creyese que
Álvaro era un proxeneta que le proporcionaba las
mujeres a Javier y que Yolanda se presentase en su
imaginación como una de aquellas mujeres o como la
mujer. Todas las pruebas circunstanciales que
concurrieron a sus manos, la empujaron por dichos
derroteros. La prueba más irrefutable para ella surgió de
la persona en la que más fe tenía en aquel momento, el
primo Antonio. Le confesó que éste fue el que le reveló
que lo que debía de hacer era conocer a Álvaro y a la
amiguita de Álvaro, durante una tarde de calor excesivo
y con el escote capacitado para arrancar confesiones.
- Hoy, ya no lo creo, por supuesto – se alegró
Lourdes - Pídele perdón a Yolanda, ¿vale?
- Lo haré, y te perdonará, porque ella sabe que si
interviniste para lograr daño, fue sin intención.
- Sí, Álvaro, sí, tú síguele la corriente para ver si te
acuesta contigo, sólo por eso, pero de mi no logará el
perdón porque me convertiría en una idiota ante sus
mentiras.
En ese instante le tendió la fotocopia del carné de
Yolanda y Álvaro que la aferró en sus manos y la
rompió y rasgó con prontitud, simetría y estilo.
- Incluso creo que debo pedir perdón a mi marido,
donde quiera que se encuentre, que no participó en
nada de lo ocurrido.
- ¡Falsa, qué es una falsa! Sólo juega con nosotros y
con su marido a ver si así consigue mil años de amor y
sinceridad – apuesta Yolanda mientras se abraza al
retrato de su hermano, muerto.
- Lo dices porque no desea verte, ¿verdad?
- Lo digo porque reviento sino desaparece de mi
vida, ¿no lo entiendes?
Durante los últimos meses Álvaro se había
acostumbrado a que sonase el teléfono a las diez y
media de la mañana como siempre, siempre.
Y siempre andaba ronroneando Javier al otro lado
del hilo telefónico, y siempre en todas las llamadas que
le efectuaba, le participaba risueño que ya se ubicaba a
pocos kilómetros de Aranda y que le apetecía saludarlo,
mientras tomaban algo en el Bar Chicote.
- Pretendes un abrazo virtual, ¿acaso?
En esta ocasión, juzgaba oportuno que comiesen
juntos para rememorar los viejos tiempos, aquellos
añorados tiempos ya lejanos en los que ambos
trabajaban juntos codo con codo y mientras ideaban
todas y cada una de las compras y acciones que llevaron
a cabo para lograr la finalidad que le había propuesto el
Presidente de la Corporación Oficial Decimonónica de
Burgos.
- ¿Puedo pedirte un favor? – le confesó Javier frente
a la copa de vino “Bagus”, de López – Cristóbal.
- Si está en mi mano – declaró Álvaro.
Desde luego que ambos obraron el milagro e
hicieron que despegara el progreso de aquella
institución a niveles insospechados de popularidad y
economía, desde la mismísima ruina en la que la
toparon, sin renunciar a realizar todos los proyectos de
servicios que se demandaban desde los pueblos de toda
la provincia de Burgos, alcanzaron la bonanza en la que
ya no requiere preocupación por endeudarse de nuevo,
de nuevo.
- Sí, creo que sí, a no ser que te niegues, claro.
- No, no me negaré.
Nunca supo ni intuyó Álvaro las formas en la que
Javier tejía y destejía aquellas marañas de relaciones
entre alcaldes, ex alcaldes, empresarios, encargados de
obras, distribuidores de materiales diversos,
constructores, mercachifles que representaban a alguien
con popularidad, reconocidos y afamados cocineros,
concejales de tres al cuarto y otros de eficiencia probada
y popularidad comprometida, amén de la prensa, de la
que conseguía que fotografiase a todo aquel batiburrillo
u orgía burocrático festiva, con una pátina de
magnificencia para los miembros de la Corporación, y
en especial a su presidente, que se llevaba honores,
fama, saludos y abrazos, y un beso final de la más dama
muy bella, que es la bella dama de honor que lo llena
todo con su fascinante embrujo y ángel.
-Verás – comenzó Javier – si me sucediese cualquier
cosa – desveló – cualquiera, hazte cargo de ayudar a mi
mujer.
Fue entonces cuando éste se casó con la bellísima, la
escultural, la de los profundos ojos verdes, la que
pertenecía a una de las más renombradas familias de la
capital, una callada tigresa que conseguía todo lo que
pretendía, con Lourdes la tigresa de las manchas de
sangre; y este apodo le quedó para siempre.
-¿Y qué te va a pasar, por Dios? ¿En qué andas
metido? ¿Algún lío de muerte?
Lo que debía causar a los demás, lo ocasionaba, sin
anuncios ni amenazas. Una mujer de las que van al
grano, y al pan lo llaman pan, y al vino lo hacen vino,
gritó con estudiada enunciación y pícaro segundo
sentido, más morisco que judío, Antonio, siempre en
secreto con el amor por ella clavado en el corazón.
- ¡Qué fina es la tipa!
Álvaro pasó completamente desapercibido en la
boda. Quizá debió haber decidido quedarse sin más en
su casa: a nadie conocía al inicio de la boda, y, al rematar
el convite final, durante una comida en la finca del padre
de la novia, a la que ya no asistieron los que ahora ya
son marido y mujer, tampoco nadie lo reconoció.
En la boda le anunció a Javier que no volvería jamás
a la Corporación, que a partir de ahora se desviviría con
bizarría y buen equilibrio por el negocio paterno.
Pero no le prestó la atención debida aquél que sólo
se centraba exclusivamente en los verdes ojos de luna
que lo ataban para siempre a su nueva vida ajetreada.
Sirvió la boda para la despedida de estos dos buenos
amigos que en tantas bodas ajenas se colaron, que a
tantas mujeres sedujeron, que se curtieron en tantas
batallas donde parecía que darían con sus huesos en la
cárcel y a cambio les fue concedida la mención especial
de la Provincia.
-No te preocupes, la ayudaré – indicó Álvaro – y no
me cuentes nada de nada de lo que sea en lo que andes
involucrado…
Cuando entró Álvaro en el Bar Chicote, sin ruido,
pero con su olor pesado a grasa, todo el mundo giró la
cabeza a la puerta.
Javier se mantenía a la expectativa y de cuando en
tanto, le daba un trago a la botella de cristal que
mantenía fría aún el agua con gas que contenía. Aquél
nunca tuvo los modales tan exquisitos como para
disculparse con excusas maquinadas en el ínterin de un
retraso, y éste no perteneció jamás a aquellos que nunca
respetan ese derecho al secreto que posee la gente. O
quizá porque pretendía que se lo respetasen a él.
- ¿Qué pretendes ahora? – sin saludos ni
explicaciones, sin reconocimiento de culpas ni
justificaciones variopintas, sin que se reconociera que
habían sobrevenido la friolera de quince años sobre sus
miradas ya no tan inocentes pero aun francas.
- Al menos, dime qué quieres tomar – se escuda un
instante con una cierta distracción sobre el tema que en
la pregunta anida y estudia si debe contestar la verdad o
declinar responder, precavidamente, esquivamente –
antes de reprochar mi comportamiento.
Álvaro pide que le pongan lo de siempre, un tinto en
temperatura; y Javier se decide por un vaso corto de
cerveza con gas. La camarera, Cristina, novata en los
menesteres del servir y recoger, del limpiar y satisfacer
los deseos del mundo, dispone sobre la mesa lo exigido
por la voz firme de Javier.
- Verte – recuerda Javier que debía una respuesta, y
la larga de sopetón –, quería verte, sin al señor no le
molesta.
- Esa respuesta hubiera colado hace diecisiete años,
muchacho – le reprochó con la mirada Álvaro, mientras
giraba el tapón de la botella y bebía veloz como una
llama, una pura ansia y así se justifica que tenga esa tripa
quien no come tanto, pero si con la velocidad de la
avidez.
- Bueno – se enmendó Javier complacido, pero no
para justificarse – para además de todo, verte. ¿Mejor?
– y le clavó la mirada como un reto en su sonrisa
programática.
Con la mirada dadivosa que equivoca a diestros y
siniestros, le requirió a Álvaro, casi en exordio, que
podrían abandonar el bar y encaminarse a algún lugar
de mayor privacidad, lo más lejos posible de todas las
miradas y oídos codiciosos de secretos, de los que
tienen necesidad de esparcir patrañas calumniosas para
vivir, vampiros psíquico, y le proporcionará la respuesta
real a su pregunta latente y que Álvaro no permitirá que
se zanje con una respuesta en puro espejismo.
A la puerta del bar, quietos, casi inmóviles, como
estatuas que se miran sonrientes, ambos se abrazan al
fin, sin palabras, cuando sus miradas se iluminan
mientras se encaminan, agarrados siamesamente por los
hombros, a la nave donde se ubica el taller de
reparaciones.
Son las cuatro de la tarde, y a estas horas de la
canícula arandina, todo el mundo se mantiene alejado
de la zona industrial.
En la parte interior del taller, donde nadie puede
escuchar las palabras y embeberse de noticias ajenas,
donde nadie podrá percatarse del movimiento de sus
labios al silabear las confidencias, le relatará entonces el
relator redivivo, que se transformará en delator de
ánima de videoaficionado, que la empresa a la que
representa se encuentra bien situada para alcanzar el
objetivo pretendido.
En los próximos días, semanas y meses, procederá a
viajar con cierta constancia a la población y visitar a ex
alcaldes que son todo sombra y sólo sombra y
concejales corruptos “pichasflojas”, a concejalas que
aspiran a ser la próxima alcaldesa y en su camino aspiran
a todo y de todo lo que se les ponga por delante,
funcionarias que se derriten en una caricia a sus
braguitas negras de puntilla de enfermera nocturna, y a
encargados “donquijotes” que manejan con dejadez las
empresas porque sólo buscan su propio y único
beneficio y de los que, graciosamente, se van
aprovechando otros, y, al cabo, a todos aquellos
personajillos capaces de vender su alma por un plato de
lentejas y que por una raya mantienen a raya su lengua
viperina.
Toda esta fauna la halló ya, según le advierte bien, en
Aranda y son tantos, tantos, los ejemplares, que no
tendrá problemas para que le otorguen la contrata.
- A ti, evidentemente, no quisiera mentirte – finalizó
y se reía cuando extraía un paquete de goma de mascar
que guardaba en el bolsillo interior de su zamarra de
pana, con coderas de ante, y el cuello del color de la
nicotina espesa.
- Te lo agradezco – reconoció Álvaro– porque tengo
una amiga que trabaja en la Gestión, podrías mirar por
ella para que, en el cambio de empresas, más que nada,
que no suceda que la despidáis – solicitó sin suplica, con
una sonrisa onírica, Álvaro valiente.
- ¿Amiga? – le replica Yolanda aviesa - ¡Pero si me
vendiste por cuarenta mil euros! ¿Tan poco valgo,
Judas?
- Mas vale una mentira, que vivir en la verdad – se
justificó Álvaro aquella tarde de revelaciones
periodísticas.
- Al menos, cuando me mentiste, debiste hacerlo con
cariño, porque hoy, mi amor, que descubro la verdad,
no dejaré de ti ni la huella – le anunció Yolanda como
un desagradable oráculo sin premoniciones.
- Sí, por ti lo que sea, ya lo sabes – y se restregó las
manos para calentarlas, al sentir el frío que se ocultaba
en una nave tan larga y más ancha.
Como era de esperar y Álvaro sabía con certeza, la
concesión de la Gestión Urbana de servicios se la
otorgaron a esta nueva empresa, que se denominaba
comercialmente GESBARVI.
Como Javier viajaba cada día de la semana a Aranda,
habían recuperado su vieja amistad y eran
inconmovibles de nuevo en su relación, como en los
viejos tiempos, y, así, se otorgaron favores el uno al
otro, o se exigieron a sí mismos la voluntad de lograrlos,
porque siempre odiaron defraudarse.
Javier consiguió entrevistarse, gracias a la
interposición de Álvaro, con reconocidos empresarios
de la Villa, excesivamente reconocibles en su paso, con
las puertas abiertas y a calzón quitado, y Álvaro demoró
cualquier petición de favor que pudiera requerirle y
exigirle, previendo que lo precisara más adelante para
ayudar en todo lo posible a Yolanda, que ahora mismo
ascendía la cuesta de Los Frailes, con una sonrisa en la
boca, y un “buenos días” que surgía roto de su
entrecortada respiración retenida.
- No –y cogía aire – aprendí – y se sofocaba sola – a
respirar – y sonreía desde Aranda para el Marenostrum.
- ¡Vaya, en vez de dar aliento, lo exiges!
- En este instante, sería capaz de dar ese descomunal
salto que separa el amor del odio.
Como era de esperar, al frente de la sucursal de
GESBARVI en Aranda destinaron a un mal gestor, tan
rastrero como cabrón y a la par, más mala persona, cuyo
único mérito plausible para otorgarle el puesto, era el de
haber sido ayudante de Javier y, seguramente, del
mismo aprendió todas las técnicas de persuasión,
demagogia y coacción.
- ¿Sabes? – inició la conversación Yolanda en este
día de malos augurios para la vida – Hoy me encontré
de cara con Irene.
- ¿Y? – demoró en el aire las interrogaciones Álvaro
de muy mala leche porque nada de lo que ocurrió al
final, sucedía según sus expectativas.
- Que tiene cara de mala persona – le explicó – sobre
todo, cuando la miras el perfil derecho.
- Creo que no me importa.
- A mí sí, porque me ha hecho ver que odiar no
merece la pena.
Supuso Álvaro que se trataba de esos encargados
que reducen costes a costa de despedir al personal por
la vía del agotamiento psíquico, acosándolos,
amistándose ahora, recriminándoles después,
confiando en ellos de nuevo, ahuyentándolos y
finiquitándolos al cabo, entre tanto los devora el alma.
Al principio, aparentó que Yolanda no le importaba,
quizá porque no le convenía entremeterse, y no la tocó,
de los pocos empleados que no tuvo reprimenda o
acoso, sólo abrazos y rorros, aunque Álvaro evalúo que
actuaba así por la saciedad que le proporcionaba el
despido de otros muchos de los más débiles empleados,
un orgasmo social.
Sin embargo, tal y como previó Álvaro, aquella
desgana exhibida hacia Yolanda para el gran público,
terció en cuanto se convirtió en la más antigua de la
empresa, en el blanco perfecto. Se ganaría un
sobresueldo con creces Orlando si conseguía echar a la
calle sin finiquito a una trabajadora con tanta
antigüedad.
Así se inició la caza, en el mismo día que Orlando
intentó convencer a todo el mundo, que ella era la única
culpable de no asistir al trabajo.
El encargado, en un acto de desprecio monumental
hacia Yolanda, modificó el parte de trabajo. Al principio
en el mismo se le informaba que le correspondía
tomarse libre un día y medio, asueto al fin. Yolanda
observó el parte pronto en la mañana y agradeció, para
sí misma, sin sonreírse siquiera, que al fin le
correspondiese un beneficio del que no había gozado
en los seis años de permanecía en este trabajo agotador.
Un día y medio libre, gracias al cielo, después de
estos años de ininterrumpido trabajo, y suspira, pero sin
suspirar, sólo gestualmente, hacia el mundo.
Sin embargo, al día siguiente, el parte de trabajo
indicaba que debía estar en su puesto a la hora de
siempre, a hora temprana. El encargado la llamó cuatro
veces a su teléfono privado, pero nunca lo oyó porque,
que lo había desconectado. Deseaba dedicarse a leer sin
que nadie le molestase. Convirtió de esta manera el día
que convenía de descanso en un día perfecto de
agotadora pero reparadora y sugestiva lectura, un día
que resultó plácido, ameno y cómodo.
A su vuelta del día y medio de descanso se encontró
con una mañana de recriminaciones y una tarde de
amenazas, ¡dónde ha estado usted ayer, no sabe que debe venir
al trabajo, no sabe usted leer un parte de trabajo!, y a cada
palabra el tono de voz de las SS que emanaba del
encargado, se iba convirtiendo en un látigo propio para
las carnes de los Hebreos, en un día de martirios.
Se calló sin remedio, guardo silencio derrotada y en
la creencia de que quizá sí, ayudada del desánimo que la
invadía y la aplastaba, que quizá si fue posible que ella,
claro que, sin querer, por supuesto, aplastada bajo la ira
del encargado y se pisa los pies involuntariamente,
patidifusa, inconscientemente, se hubiera tragado un
día entero de trabajo discrecional, potestativo, como un
verdadero y salvaje capitalista, como un contra
estayanovista.
Desalentada, lloró, caminó a su puesto de trabajo,
pero se juró que era la última vez, ¡la última vez!, que la
pillaban en un renuncio.
- Me obligó a odiarle, seguro como estaba de que
emergería al instante toda mi debilidad.
Acudió como cada noche al Bar Chicote, donde se
reunían los que quedaban solteros en la Villa, es decir,
ella, Álvaro, y alguno que otro más, que se manifestaron
siempre a sus ojos, como bien inútiles para cualquier
faena y que no le interesaron jamás como posibles
amistades.
No precisó contarle a Álvaro la historia porque éste
se la sabía al detalle. Sofía, que trabajaba con Yolanda,
había pasado por el Taller a preguntar por la moto
acuática que le arreglaba, y le confió que había visto al
encargado, a ese maldito hijo de la gran puta, ¡ay, Sofía!
no callaba ni bajo el agua, modificar el parte de trabajo
por el mero placer de fastidiar a la ingenua de Yolanda.
-¡Dios, Álvaro, deberías abrirle los ojos!
Le explicó, con una copa de ginebra con limón entre
las manos, que ya se lo había revelado a Javier, y que
éste le pidió que en ningún momento a ella se le
ocurriese poner el grito en el cielo preparando un
escándalo, y que sólo le exigía que solicitase al
encargado humildemente trabajar ese día perdido en
otras fechas, reconociendo que el error había partido de
ella misma.
- ¡Si lo que quiero es asesinarle con mis propias
manos! – le indicó Yolanda con faz de satisfacción
brutal al pronunciar la palabra “asesinarle”, y de manera
tal, que parecía que lo asesinaba realmente.
- Hacen más daño las palabras – le recuerda Álvaro
lo que explicaba en clase su hermano Hermógenes.
Para reforzar esta petición, Javier había agregado que
era una solicitud especial, una petición como un favor,
y que borraría al encargado de su vida para siempre.
- ¿De acuerdo? – y el acuerdo era como el que se
obtiene de un niño cuando se le ofrece por fin lo que
más ansía, y más, cuando antes se lo negaban.
-Si así consigo que no me machaque más…
Efectivamente, no ocurrió nada, ni el despido ni la
reprimenda que convirtiese al mundo en un Apocalipsis
ni la mirada agria y navajera que siempre temían los
empleados.
Cada vez que sonaba y resonaba el teléfono a las diez
y media de la mañana, Álvaro se complacía y se sonreía
a sabiendas que le tocaba holganza durante la próxima
hora y media de la mañana, percibía que sobrevenía el
recreo, como en el colegio cuando se es pequeño, llega
ese tiempo de jugar con los demás niños complacido,
exento de cualquier obligación, aunque fuera por
olvido; y este recreo podría prolongarse más allá de las
cinco de la tarde. Retornaba a la niñez.
Con Javier había “jugado” a muchos
entretenimientos que eran desahogos que se adentraban
en el riesgo y rozaban siempre la crueldad, durante el
tiempo que trabajaron juntos, siempre fuera del trabajo,
aunque siempre se sirvieron del trabajo como
trampolín.
Hablando de bodas, se colaron en la boda del
Presidente de la Mancomunidad del Alfoz de Lara, sin
que nadie les interpelase sobre qué hacían allí o quién
les había invitado.
Bebieron, comieron y ligaron, y todo ello,
departiendo con las gentes más selectas y granadas de la
provincia, entre las que se codearon y con las que
vivieron todas las conversaciones pueriles,
emperifolladas y drásticas de aquéllos, risiblemente.
En aquella ocasión, Javier acabó con la novia en el
baño del hotel, se apropió de sus bragas de recién
casada y las subastó en plena celebración, durante el
baile.
-¡Qué se enoje no es mi problema! – gritó Yolanda,
exacerbada los últimos días, la ira en los ojos.
- La vida sigue su curso, tú, mira, y déjate llevar.
Igual que todos los días desde hace dos años Javier
lo aguardaba en el Bar Chicote, ante una botella de agua
mediada sobre el mostrador, un agua que siempre la
exige del tiempo. Mano sobre mano, las gafas de sol en
los ojos y unos excelentes zapatos en los pies.
Como resultado de aquellos años de excesos y sin
razones morales, Javier en la actualidad actuaba con la
prudencia requerida, circunspectamente, y solicitaba
siempre ubicarse en la esquina interior del bar, en un
lugar sin iluminación, alejado de las vidrieras a la calle,
para evitar así que lo reconociesen.
En la esquina interior del Bar Chicote, al lado de
Álvaro, hombro contra hombro, invadiéndose sus
espacios vitales, es como lo vislumbró Yolanda, a la que
la deslumbró al advertirlo con su porte de bien parecido
varón.
Se saludaron con frialdad, aquélla de quien sabe que
sólo va a ser está vez la que se traten, y aunque
procuraron no mirarse, no permitieron que se les
agotase la firmeza en la voz, porque son camaradas
accidentales en todos los acontecimientos que se habían
precipitado en los últimos meses.
- No vas a tener problemas en la empresa – le
comunicó con las palabras de seriedad que promulga un
protector de débiles, inseguros y remisos – mientras yo
esté en la misma – un silencio alargado como los
cúmulos que avanzan en el cielo se echó sobre las gafas
de sol del firme y riguroso negociador rotundo – y
porque me lo pide quien me lo pide – lleno su boca de
un largo trago de agua e hizo notar su nuez exacta y seca
al tragar – De todas maneras, te aviso, y escúchame – le
gritó como ogro, retirando las gafas de sus bellos ojos
ensangrentados – de paisano o de uniforme, nunca,
repito, jamás, te dirijas a mí – y volvió sus gafas de sol
a la cara brillante de Álvaro silencioso, este Álvaro que
deja hacer y hablar – tengo ahora muchos problemas
personales, y no es tiempo para saludos – ¿se daría
cuenta de que todo el mundo le teme porque es un alma
de roca pedregosa, y resulta tan escabroso como
desigual, y pura aspereza? – Dale tiempo al tiempo.
- Un día más, un día menos – recitó Álvaro.
- El tiempo, ¡hasta las narices del tiempo! Ya sólo
parece que permanezca el tiempo en el espacio de mis
recuerdos.
Yolanda silenciada por las palabras de Javier, se
queda sin habla, enmudecida, pero tiende en su mano
extendida un bulto liado en papel de periódico. Con su
más tierno corazón de premiada sin reclamarlo, de
haber sido compensada por la amistad, se obligó a
corresponder al favor, que no resultaba de su agrado
conocerse ayudada sin agradecerlo a su manera.
Escogió de una tienda de licores uno de los más
afamados y caros, sin saber bien si quien lo iba a recibir
bebía o no, y decidió que era un buen premio a los
esfuerzos que realizaba en su favor a través de su
verdadero mentor, este Álvaro, al que nunca le
compensará como se merece por sus insomnios y
temples.
Éste siempre ha estado ahí, siempre, con su fervor
por los favores, impulsándola de ánimos y alientos,
preocupado porque siempre tomara la mejor decisión,
en un desvelo permanente.
- ¿Nos casamos? – le preguntó Álvaro una semana
después de la muerte de Lourdes.
- ¡No!, me marcho de Aranda para siempre – le
comunicó – y no quiero nada ni a nadie que me la
recuerde.
La mano enguantada de Javier recogió el bulto
envuelto en el papel más arrugado del periódico local,
como una mano indolente, como esa mano que se
tiende de pura desgana, una mano a la que casi se le va
al suelo la botella por la flojedad de su gratitud. ¿O es
su manera de ser?
- No es necesario que me traigas nada – le reconoce
lo que le retribuye – ¿No le habrás puesto algo al
contenido de la botella? – se ríe mientras aprecia la
marca y el color del licor y se ríe sin estruendo pero con
poderío.
A la semana siguiente, Javier regresó a Aranda con la
sana intención de pasar un día agradable en compañía
de Álvaro, lo cual lo anunció, como siempre, en una
llamada telefónica a las diez y media de la mañana,
cuando surcaba con su coche la llanuras de una
carretera poblada de cereal, a escasos cuarenta
kilómetros de la Villa.
A la semana siguiente, Javier llegó al Bar Chicote
unos minutos después de la entrada de Álvaro, cuando
éste ingería a prisa un botellín de agua del tiempo, pero
no traspasó el umbral. Javier le indicó, desde el quicio
de la puerta, apoyada su blanca mano sobre el marco
blanco, que saliese a la calle y lo acompañase.
Anduvieron hasta el paso de peatones, cruzaron la
calle y transitaron por el jardín que la Villa dedicó a uno
de los próceres de la localidad, con su estatua sedente,
y se dirigieron, abrazados y golpeándose en los
hombros, mientras se reían, con la satisfacción de quien
sabe que coopera y auxilia, a comer.
Cruzaron el umbral de “El mesón de la Villa”, un
asador que se ubicaba en la Plaza Mayor, que había
abierto sus puertas de la mano de Eugenio Herrero, con
la fuerza y tesón de Seri su mujer, con el propósito de
elevar a categoría de manjar el suculento asado de
lechazo y el buen vino, y que hoy, tras el fallecimiento
de Eugenio, rige la mano de la sobrina, Marivi, que
procura el buen yantar a todo aquel que se encontrase
deseoso de probar el delicioso producto de la tierra,
regado con los excelentes caldos de su bodega.
- Te invito de todo corazón – le dijo Javier, mientras
le franqueaba la entrada.
El camarero, les indicó con no más que una seña
donde podían sentarse, una mesa en la esquina. Les
trajeron el pan y el vino, y retiraron dos cubiertos de
más.
- ¿Por qué no traes a tu mujer un día de estos? – le
preguntó Álvaro a bocajarro, mientras su amigo
agarraba la botella de vino por el culo de la misma,
cuatro dedos que acarician el bajo vientre del mismo y
el pulgar sosteniendo con mimo el vidrio que posee en
su espalda grabado el escudo familiar de la bodega en la
que se crió, y vierte el sagrado néctar a las copas
brillantes y sonoras – Al menos, la conocería.
- Bebe – le contestó, removiendo el vino de la copa,
con el giro que los dedos pulgar e índice imprimen en
el pie de la misma.
- La recuerdo vagamente del día de vuestra boda –
rememoró explicativo sin tocar su copa de vino, que
quedó atrincherada tras los platos aún vacíos de
viandas.
- ¿Vagamente? Nadie recuerda a mi mujer
vagamente, de eso estoy seguro.
- Bueno, ya sabes a qué me refiero.
- No le interesa venir, que le gusta más quedarse en
Burgos e ir de acá para allá, comprando y viéndose con
sus amigas al vermú, al café, a merendar, a cenar algunos
días… Detesta el coche – le declaró sin mirarle.
- Un día que no sea entre semana, me tienes que
prometer….
- Sí – afirmó así como se concede la razón a quien
no queremos escuchar más.
Entre que les sirven y no les sirven y comparece el
ayudante de camarero con el pan y otro camarero toma
nota y el otro remata la mesa disponiendo las servilletas,
Javier le reveló a Álvaro que, durante algunos de los días
que precisó permanecer en Aranda, porque su tío el de
Berlangas quedó ingresado en el Hospital
desgraciadamente por un problema de colon, se dedicó
a vigilar cómo trabajaba la amiga Yolanda.
- ¿Todo bien? – pregunto con su voz pulcra la gentil
Marivi
- Si, gracias, como siempre – respondió seco y al
quite el tajante Javier, brusco, descortés.
Marivi los abandona a su suerte y continúa
recorriendo afable las mesas, preguntando cortés por el
trato gentil que han recibido.
- Es como una liebre – le confesó mientras colmaba
su vaso por segunda vez – cuando crees que la has
pillado, se escapa entre tus manos – mojó muy despacio
los labios en el borde de la copa – Lista como un
demonio – aunque Álvaro no comprendió a lo que se
refería.
- Quizá – admitió.
Se sorprendió en cómo Yolanda se comportó de
efectiva mientras desarrollaba su trabajo, y cada vez
entiende menos porqué el encargado había acaparado
ese odio tan radical hacia la misma. Le participó en la
nueva de que éste había llamado varias veces a su primo
Antonio, como encargado general de la empresa, para
que procediese a su despido. Una insistencia que raya
en lo personal, porque día sí y día también, cada vez que
suena el teléfono de éste, echa pestes el tipo aquél
contra ella.
- He de decirte que mi primo no deja de ser también
un hijo puta, arrastrado y despreciable del que hay que
cuidarse – miró directamente a los ojos de Álvaro y se
hizo elusivo por la llegada del camarero con el lechazo
asado – Ya te contaré. Así que cualquier día, no le da
largas, sino que la larga – finalizó Javier.
No vislumbraba a ver el porqué, pero sin duda en el
fondo de la rabia había algo oculto, personal y
punzante, y que convirtió al encargado en un perro
cruel a la búsqueda de su venganza.
-La vida es dura – imaginó Javier mientras bebía de
su copa de vino y miraba al lechazo casi comido – y a
veces…
- ¡Vaya, ¿no pensarás en abandonar la vida? – le soltó
de sopetón la pregunta el inquisidor rosa.
- No, no, pero igual cualquier día de estos, me
obligan a abandonarla – respondió como un mal
vaticinio el veedor del futuro pluscuamperfecto.
Compara la situación con la que le dibujó un
compañero de la Corporación Oficial Decimonónica a
una secretaria de la que se encaprichó y que ni siquiera
era la suya, y como ésta jamás respondió a las
insinuaciones que le lanzaba, acabó por acosarla,
perseguirla, destrozarla psicológicamente, y no cejo en
este empeño cruel, hasta que ella pidió la cuenta y se
despidió de la corporación y de la vida.
- ¿De verdad?
- Como lo oyes.
Supone que el deplorable personaje que ha colocado
su primo en este puesto, del que se debe cuidar nuestra
amiga, se ha encaprichado de ella, y al no conseguir
nada, la intenta doblegar con la necesidad del dinero o
la perentoriedad del trabajo, que es lo que estos
entienden que mueve a las voluntades.
- O que vaya un día y se enfrente a él directamente,
quitándose la blusa y obligándole a mirarle los
zapatos… Los cobardes huyen.
- Yolanda no posee tanto temple…
- Entonces, que ponga entre ella y ese paranoico dos
mesas de distancia… Los cobardes se amilanan.
- Se lo diré – concluyó Álvaro.
Javier se quedó pensativo, golpeando con los dedos
de una mano sobre el blanco del mantel, justo al lado
de los cubiertos, y con la mirada perdida en el color
tinto del vino en el vaso.
- Buen vino este Bagús, ¿de quién es?
- De López y Cristobal – la voz apacible de Marivi
resonó desde el recodo de la entrada al salón comedor.
- Gracias – se atrevió a decir manso y por restaurar
la imagen de buen cliente perdida con su tosquedad
precedente.
De repente alzó la mirada, acogió entre sus dedos los
cubiertos y lanzando sus pupilas sobre los ojos rasgados
de Álvaro le preguntó a bocajarro si de verdad, de
verdad, no había sucedido nada entre el encargado de la
empresa y Yolanda.
- ¡No! – y sonó tan tajante y alto esta negación que
concitó la mirada de todos los presentes sobre su
conversación privadísima.
Transcurrieron las siguientes dos semanas en la
tranquilidad que supone no recibir ningún tipo de
llamada, ni mensaje ni la viva voz de quien todo lo
puede, pero con la intranquilidad en el ánimo porque
no se oye en ningún momento la musiquilla de la
llamada que se anhela que resuene.
Con esta apetencia en la mirada y en los dedos
neurasténicos y polvorillas, tintineó de nuevo el
teléfono aquel día de protocolos y corbatas, fuera del
horario de llamadas, cuando no se la espera y la
vigilancia es mínima.
Era las doce de la mañana, el ángelus, y a la vez que
en las campanas de la iglesia de la plaza de Santa María
golpea el dindong de la anunciación, reverbera del otro
lado del teléfono la voz de Javier cuando le anuncia su
necesidad perentoria de hablar esa misma mañana con
él, y curiosamente, lejos del mundanal ruido, en un lugar
con todo tipo de aislamiento, donde nadie, nadie,
pudiera escuchar ni oír ni leer los labios o siquiera
alcanzar a suponer de qué podrían encontrarse
charlando ambos, raja que te raja.
Aquella reserva, aquella petición de discreción,
aquella indicación a la confidencia, extrañó a Álvaro,
porque ni al tratar de los asuntos más espinosos entre
ellos o aquellos en los que dialogaban sobre la ruindad
de Orlando y el primo Antonio, habían acudido al
secreto.
Le indicó que sin duda el mejor lugar en ese caso, en
su propio taller, en la oficina del piso superior, aquella
que le había visto deshilvanarse en tantas ocasiones,
sobre todo en aquellas en las que perdía su taller si no
encajaba las cuentas de la mejor manera plausible.
La sugerencia de Álvaro le pareció acertada, y aceptó
que se encontraran en el taller, sobre las cuatro y media
o así, porque antes comería con su tío y con su primo
Jon en Berlangas, en la casa, donde la maldita mancebía
fuera grabada.
Puntual como un inglés teórico, apareció andando
paso a paso a las cuatro y veinticinco por el puente de
los Desesperados y elevó la mano en saludo nada más
que atisbó que Álvaro lo aguardaba en guardia a la
puerta del taller.
Álvaro lo notó triste y con el rostro avejentado,
como si este rostro egregio y tallado lo hubiera surcado
repentinamente, inopinadamente, un solo soplo de
viento que durase veinte años eternos o que no hubiera
salido el sol en los últimos tres años para aquella rugosa
piel.
No quiso indagar en sus preocupaciones a no ser que
él mismo tuviera la voluntad de confesárselas. Supuso
que de nuevo habría pasado ese límite que nos coloca
más allá de las mismísimas puertas del infierno en
alguno de aquellos negocios inconfesables a los que se
había habituado, esos que le proporcionan coches
espectaculares y mujeres esculturales, y también te
ubicaron justo en aquel lugar donde se complica el
retorno al camino de la tranquilidad, de la normalidad.
Como si hubiera intuido por dónde se dirigían los
pensamientos de su amigo, Javier compuso una forzosa,
violenta y gravada sonrisa, con la que pretendía allanar
los convencimientos sombríos de Álvaro, evitar las
preguntas inconvenientes.
Llegó hasta la puerta amplia y grande y azul, y tendió
la mano a su compañero, la persona más humilde que
conoció pero el que más le auxilió siempre, y aceptó la
invitación a pasar dentro de la nave y lo siguió por la
senda que se abría entre aquel vericueto de motores,
piezas de tractores, lacas autogenerantes, puertas
defenestradas, un elevador para el cambio de aceite,
cajas apiladas de piezas usadas e inservibles, un coche
para el desguace, bielas y los cárter rotos, y que,
finalmente, concluía en una escalera por la que se
accedía a una entreplanta donde se entraba a la oficina
en la que una mujer a horas, atendía las cuestiones
burocráticas.
En el interior de la oficina, ambos tomaron asiento
en una pieza extraída de un viejo coche y que suplía a la
cama en aquellos días en los que Álvaro se enfrentó a
acreedores y proveedores, a impagados e impagables, y
en el que diseñó el futuro de un taller deficitario que
nadie compraría ni aceptaría siquiera como regalo. Con
la sonrisa en los labios, con la mirada en la mirada del
otro y el abrazo atento, los dos se sentaron en aquella
pieza incómoda.
- Me voy a León – le asaltó Javier con la noticia para
retenerlo en el asiento y reprimir cualquier pregunta –
Pedí el traslado a este nuevo destino, una plaza mejor,
más dinero… Lo he hecho por dinero.
- ¡No sé porqué no te creo! – contestó Álvaro.
- Pues debes creerlo y si alguien te pregunta, se lo
cuentas.
- ¿Y qué harás tú en León?
- Salvar mi vida, amigo, salvar mi vida, ¡y la de mi
familia!
No volvió a recibir más llamadas en las siguientes
dos semanas, en las que supuso que Javier ocupaba sus
horas todas, nada quedas, con el traslado, acarreando
bultos y muebles, libros y memorias de sus andanzas y
componendas, pues tenía la costumbre de escribirlo
todo, todo, todo y lo mejor para todos, que nadie las
topase ni leyese, que ni siquiera tropezase con ellas por
azar, todo bien oculto, hasta el final de los tiempos.
Gustaba de vivir en una buena vivienda, en pleno
centro, amplia y perfectamente pulcra en su nuevo
destino, y la localizó a pie por la ciudad, en la primera
semana de caminata. Justo se fue a vivir a la Gran Vía
de San Marcos, en el edificio que queda enfrentado a la
calle Lope de Vega.
- Me mandan a León – le comunicó Lourdes otro
mañana de otro día de perros en el mismo lugar que su
marido – y me compran el piso.
- ¿Y el del Burgos?
- Ellos se encargan de venderlo – le susurro con
discreción.
- ¿Y los niños?
- Ya les han buscado colegio – lo dijo con pena.
-¿Ya no volverás?
-¿Vendrás a verme? – y creyó Álvaro que la voz de
Lourdes se volvía sensual, que lo invitaba a la cama de
León.
Un día le llamó, un día como otro cualquiera, un
cuatro de junio, un día único en el que Javier pasaría por
Berlangas por última vez a recoger una serie de objetos
por la casa del hermano de Jon, para trasladarlos a su
nuevo destino.
Quedó con él donde siempre y cómo siempre
tomaron un agua rápida para comprobar que persistía
en aquel rostro la apatía y una sonrisa constreñida, el
dolor y la resignación, como si no pudiera evitar lo que
le iba a suceder, él que lo controlaba todo, un demagogo
en sentido literal.
Le pidió que le transmitiera a Yolanda que ésta le
demandara al encargado todo por escrito, como una
exigencia, “que a ese hijo de puta, por lo que se ve, no
se le apagaban, ni con todas los reveses que sufría en
sus carnes, las ganas de despedirla”.
- Chico, la que no se baja las bragas ante el jefe, sufre
– le concretó – Y ella va a sufrir toda su vida.
Tres días después, sólo tres días después, recibió la
llamada de Jon, muy compungido, que le anunciaba,
con la voz grave y entrecortada, el accidente de Javier,
sabiendo como sabía que eran excelentes amigos.
-El día cuatro se la pegó con el coche – le dijo – Iba
a mucha velocidad.
Lo mantuvo informado de las cuestiones más
urgentes y de todo tipo de esperanzas, a sabiendas de
que no duraría en vida.
Once días después del accidente, Javier moría en el
Hospital.
Era domingo, el reloj marcaba las diez y media.
Álvaro decidió, con el teléfono caliente aún en la
oreja, que no acudiría al entierro.

La casa de Berlangas le correspondió en los repartos


hereditarios a un primo de Javier pero éste prefería
residir siempre en la capital.
Aquella casa de pueblo se arregló decentemente para
salvarse en ella de los calurosos veranos de Burgos, de
los insoportables estíos de esa capital megalítica y
recientemente contaminada, en la que cada día se
verificaba de manera más insoportable el acontecer de
la vida, el de esta vida que siempre pertenece a los otros,
el suceder de unos días que nos roban con sorna y
sordina en el trabajo de a diario.
Por la familiaridad tan íntima que se profesaban, con
la convicción del compañerismo de francachela que le
apegaba a Javier, el primo le proporcionó una llave con
la efusiva y expansiva confianza de que franquease la
puerta de la casa siempre que lo precisase, aunque fuese
para una urgencia.
- De ésas que tú ya sabes – le rió con un codazo en
las costillas.
Javier lo tomó al pie de lo dicho, al dictado, y cruzó
la puerta de aquella casa siempre que lo precisó, sin
dudar.
En la parte de la planta baja de esta preciosa casa de
pueblo, tan sencilla y más llana, como es popular en
todas las casas, se colocaron tres estancias. Una cocina,
muy tradicional, donde se localizaba e iniciaba la gloria;
un salón amplio y con chimenea, y un cuarto de baño
largo y estrecho.
Cuando Lourdes quiso pasar a la cocina, desde la
misma puerta y sin necesidad de atravesar el umbral, se
le inundaron las fosas nasales de un olor nauseabundo,
lleno de restos de comidas diversas, de esos platos pre
- cocinados, con tan buena aceptación por parte de los
solteros y para los niños que van de fin de semana, pero
también de otros que conllevan una mayor elaboración,
pero que se emplazan en un término medio en cuanto
a su dificultad en la cocción, como la fastuosa y
celebérrima tortilla de patatas, que si de buenas manos
surge, memorable es su sabor.
La vista, según caminaba hacia la pila de lavar los
platos, se le inundaba de chorretones de yema de huevo
cuajada cayendo en cascada del borde azulón del plato
como de regueros de grasa roja de chorizo frito o de
salsa cuajada de lechazo asado con migajas de pan que
se quedaron prendidas y sujetas para siempre, presos
anclados a una bola de acero asida al tobillo de su
pierna, así como del aceite que nadie untó cuando se
terminaron de comer unas sardinillas de lata.
Toda esa visión provenía de esa pila de platos que
ascendía hacia el techo de la cocina como ascienden en
todo su esplendor los rascacielos en un día sosegado, en
un día de corporaciones, hacia un cielo lúcido, abierto,
luminoso.
Pilas de platos, unos sobre otros, otros sobre otros,
en un cuento de recuento que nunca finaliza. ¿Quieres
que te cuente el recuento del número de platos que
contenía la pila de una casa de Berlangas que nadie
lavaba ni guardaba ni nada de nada?
-Sí.
Que yo no te he pedido que me digas que sí, sino
que si quieres que te cuente el recuento del número de
platos que contenía la pila de una casa de Berlangas…
- Aquí – sentenció Jon, que acompañaba a Andrea,
hasta ahora más silencioso que esta casa a oscuras –
desde luego, no se venía a lavar, y menos la conciencia.
Creyó que la compinche de horas de atrevimiento y
temblores, le reiría la gracia, mas ésta, contra la
intención que aguardaba, se revolvió con rostro mal
encarado y le recriminó lo que prorrumpió hiriente de
su boca de botarate, al no recordar que uno de los que
venían allí, era Javier.
- Perdón. No quise – y calló al caer en la cuenta, por
si acaso.
Abandonaron la cocina y cruzaron el pasillo y se
situaron ante la puerta que frente a la misma se abría
como la boca grande de una parada de metro central y
que era el salón, que siempre se había utilizado de
comedor.
Nada especial resaltaba en las paredes del mismo, un
cuadro de esos de siempre, pero sobre el mantel que
cubría la mesa se esparcían aquí y allá restos de pan,
tenedores, dos platos y un par de vasos sucios.
Cuando Lourdes dio la vuelta al final de la mesa y
repasó con la mirada de nausea los platos vacíos, los
tenedores desperdigados y el pan duro – ¡cuántos días
llevarían allí! – observó la deslumbrante esclava de oro
olvidada al lado del último plato, con el nombre de
mujer grabado en el pequeño espacio reservado para
ello, el que quedaba justo sobre la muñeca y sus venas,
Irene.
La recogió con presteza, y se la lanzó a Jon con un
giro rápido de la muñeca, y éste la guardó en una
pequeña caja azul, y que había escogido para tal efecto.
Sobre la chimenea, donde habían construido una
pequeña repisa para poder lucir una plancha antigua de
carbón caliente, un molinillo de café antiquísimo, de
aquellos que se apretaban al borde de la mesa y se
introducía el café por un cono superior mientras se
giraba la manivela con infinito esfuerzo al darle vueltas
a la misma, y una pequeña figura, chiquitilla y coqueta
de la Virgen María forjada en cobre, se topó de bruces
con una cartera negra de piel de vaca, reconocible en
cualquier lugar, porque ella misma se la regaló a Javier
por el día de su último cumpleaños.
La abrió, y comprobó que en el monedero interior
se guardaban algunos céntimos, y que en el lugar del
porta billetes, no había ningún billete pero sí una
fotocopia de un carné de identidad a nombre de
Yolanda Arnaiz Barco.
En aquel instante, cuando Lourdes le alargó el carné
con la mano más firme del mundo, Jon sólo pudo
encogerse de hombros y admitir párvulo, su total
ignorancia sobre quién fuera la mujer que respondía a
ese nombre, e imposible le resultaba reconocer por la
calle a la mujer de la foto. Ni idea.
- ¿No será la amiguita de ese Álvaro que tanto llama
a mi marido?
- Puede.
- Mira que es fea la pobre.
- Las fotos nunca hacen justicia a la realidad.
- ¡Calla!
-¡Vaya, quizá sea que la señora se muestra celosa!
No encontró nada de mayor sustancia, ni pistolas ni
navajas ni gotas de sangre o cualquier elemento de
carácter genético que pudiera arrojar pistas sobre éste o
aquél culpable, así que prosiguieron con su minucioso
registro, como dos policías a la búsqueda de la huella
convincente para que confirmase las sospechas que ya
se abrigaban y que todos alimentaban al hablar
confidencialmente sobre los mismos sospechosos, que,
a la sazón, convierten en puras evidencias las pruebas
inexistentes.
Ascendieron los escalones de una desgastada
escalera de tantos pasos que la hendieron, hirieron,
ofendieron, condenaron, hasta el siguiente piso de la
casa, que además era el último habitable.
Más allá, sólo un palomar que ni para las palomas
sirve. En el mismo, se delimitaron dos dormitorios
grandes, amplios, con grandes ventanales, pero que
siempre se hallaban tapados por dos inmensos
cortinones de color de la oscuridad.
Lourdes seguida de Jon como una prolongación o su
sombra, se situó frente a la primera puerta a su derecha,
la abrió acompasada, repulsiva, extendiendo su
antebrazo desde el codo, remisa, y siente como desde el
interior del cuarto invade a su cuerpo una náusea que la
sacia de aversión.
Con todo el fastidio acumulado desde la muerte de
su marido y un profundo desagrado, sin temor, pero
muy incómoda y sin impaciencia, finalizó de abrir la
puerta y entró al interior, a la par que encendió la luz.
No quiso clarear la habitación con el franquear las
ventanas ni correr cortinas para que nadie pudiera
enterarse de que se encontraban allí.
La cama, ante ella se ubicaba ahora, convertida en un
revoltijo desordenado de sábanas y jirones de ropa
interior, un revoltijo de perturbados en acción,
enmarañado y anárquico, olía a francés, griego, cubano,
y a sesenta y nueve, a helicópteros, tríos y rarezas de
revoltijos sexuales, a un completísimo y a un besucón.
A palabras inglesas que todo lo describen, sin permitir
el uso de la imaginación, fisting, dogging, big gapping,
cunts, gang bangs, hairy women, (legs and armpits also)
saggy mature women, por ejemplo. Exudaba aquel
colchón un hedor a genitales, a degeneraciones
pornográficas y a fluidos venéreos.
Allí se había hurgado, manoseado, restregado,
encajado, embutido y empotrado, abalanzado,
combatido, arremetido, y probablemente agredido.
Todo aquel colchón se encontraba manchado de
mancillamientos y ultrajes y olía al perfume hediondo
que gastan y gustan las sumisas rameras con las que uno
se permite precipitarse por los tristes caminos de la
lluvia amarilla, del látigo con cristalillos incrustados, de
las bofetadas en los glúteos que los amoratan.
- Muchas corridas se celebraron aquí – Jon endosa
de propina el comentario a sabiendas de que a Lourdes
le golpea bajo, le afecta como una injuria, pero no puede
evitar el chiste, jacarandoso que se puso.
Abrió el primer cajón de la mesilla de noche y
apareció a la vista de ambos un consolador, con la
forma anatómica de un miembro viril de extraordinarias
e desproporcionadas dimensiones, más ilusorio que
real, si no fuera porque lo mantenía en la palma de la
mano Lourdes muy natural y desvergonzada.
- Esto es una talla XXL – en palabras de Jon, para
quien era inimaginable que alguien pudiera introducirse
toda aquella extensión de látex en un cuerpo cualquiera
– Inimaginable, me horroriza.
- ¡Por Dios! – gritó Lourdes imaginando quién
pudiera enjaretarse aquella cosa.
- Vaya, cariño, no te extrañes, que los hacen con
molde de uno real.
La descripción que el propio Jon dio fue la de un
engendro en látex, en el que se había cincelado hasta el
más mínimo detalle del miembro viril en relieve, y que
se pegaba a cualquier lugar, paredes, camas, lozas o
mesas de cocina, mediante la succión.
De ambas partes finales del mismo, surgían unas
finas y alargadas láminas de acero, que finalizaban en
dos pequeñas pinzas, que se asían a los pelos del pubis,
para que en ningún momento se desplazase o deslizase
o desalojase del lugar en el que se introdujera.
EL miembro viril de látex XXL, tan falso como una
moneda de cuero, fue a parar, cómo no, a la caja de
cartón que portaba el bueno de Jon, buen mandado y
recadista a tiempo parcial.
Tanto en el segundo cajón como en el tercer cajón
de la mesilla, no descubrieron nada de interés, salvo
unas monedas escondidas bajo un papel donde
encontraron escrito a mano y con dificultad, un número
telefónico, al que jamás llamaron, por cierto.
-No merece la pena llamar, ¡rómpelo! – así lo indicó
de tajante Lourdes.
En la mesilla del lado izquierdo de la cama, al lado
de la lámpara que ilumina individualmente para la
lectura, toparon unos pendientes en forma de lágrima:
una estructura de oro donde se incrustaba una perla
blanca con esa forma lacrimosa, así como varios anillos
de oro sin ningún tipo de inicial en la mitad de un ovalo
verde, y otra esclava, con una fecha inscrita, uno de
marzo del dos mil seis.
Arrebujada en el lateral izquierdo de la mesilla,
apareció alguna ropa interior: unas bragas negras de
puntilla, con un lazo gris en la mitad, una tanga gris con
rayas paralelas de color rojo, que finalizaba con unas
tiras en color rojo, las que recorrían el medio de los
glúteos y la cintura, y una rebeca de color negro.
Al barrer Jon bajo la cama con una escoba de fieltro
verde, surgieron una multitud de preservativos de
colores diversos, de formas onduladas, o con puntos en
relieve, de chocolate, de pipermín, con olores a fresa, a
gominola, avejentados y otros en plena descomposición
del líquido sagrado que contenían.
En la mitad de la habitación, amontonados por la
manera de barrer, de la misma guisa que se barre un
barracón militar y que Jon ejecuta a la perfección,
comparecen una multitud de coitos que finalizaban las
orgías de humillación y locura.
- No se enteraban de nada de lo que hacían – lo
explica Lourdes porque es la única que ha visionado las
películas que grabó Javier.
- ¡En fin, a pesar de todo, se sentirían en su risras
como las rosas, Nicolás!
Ahora ella abre el primer cajón de una cómoda al
lado de la pared más cercana a la ventana. No hay nada.
Procede a abrir el segundo cajón de la cómoda
incómoda y tampoco descubre nada. Por último, abre
el último cajón tirando con fuerza de las arandelas
situadas a ambas partes del mismo, y sale con estrépito
de su hueco el armazón donde se guarda ropas y
diversos objetos bajo las ropas, y cae de golpe sobre el
suelo de madera de blondo, de bermejo color dorado
que sobrevive al paso de los días.
En el interior advierten, porque se precipitan ante
sus ojos como exclamaciones circunflejas, como flexos
que iluminan pero al borde del cortocircuito, porque
caen en cascada, una multitud de pastillas de diversos
colores, envueltas en papel de aluminio, perfectamente
doblado y formando pequeños paquetes y hasta un total
de veintisiete, muchas cajas de píldoras anticonceptivas,
tres o cuatro botellas de caros licores, que Andrea no
distingue en su marca, pero todos contienen un líquido
del color de la malta, color cereal oscuro, color que ceba
la mirada, color árido al paladar.
- Bien jodidos tenían que estar – le confía
convincente la victoriosa Andrea al sonriente Jon – si
para follar consumían antes toda esta porquería.
- Será que sus polvos eran absorbentes – culminó
Jon su tarde de chistes fáciles, que excedían lo sonriente
y llegaban a lo hiriente.
A la mañana siguiente retornó el sonido insufrible
del teléfono tan a las deshoras, tan estridente, que no
merecía la pena atender a la llamada. Ni se trataba de
Lourdes ni de la preocupación monótona de Jon.
Un número oculto.
Volvió a sonar el teléfono por segunda vez y de
nuevo en la pantalla aparecía el mensaje de número
oculto y de nuevo permitió que el teléfono sonara y
sonara y resonara, hasta que la llamada cesó de taladrar
los oídos.
Sonó el teléfono por tercera vez, y por tercera vez se
reflejaba en la pantalla un número oculto. ¡No!
Pero esta vez, dio paso a la llamada, sí, que sabía a
quién daba paso, no peca de ignorancia sobre quién era
el que al otro lado de la línea requería su atención.
Antonio, el primo de Javier, ya enterrado, según
supone.
La semana pasada, sólo habían transcurrido dos días
del fallecimiento en accidente de Javier, Antonio le
llamó para comunicarle que atravesaba Aranda camino
de Burgos, y que, si tenía tiempo, si no le molestaba, si
con ello no perjudicaba el desarrollo de su normal
trabajo, le encantaría tomarse un café con él, en el
mismo bar que quedaba con Javier y, curiosamente, a la
misma hora que celebraba con éste sus almuerzos cada
vez más profusos
¡Cuánto sarcasmo fluía de su voz ridícula!
-No le atiendas cuando suene lisonjero en la voz – le
advirtió Javier.
Antonio y Álvaro se conocieron por mediación del
ya fallecido, aunque nunca más vivo que hoy, en el
transcurso de una visita que ambos cumplimentaron a
la empresa que dirigían o para la que algo ejecutaban
con premura, aunque sólo fuese verificar el buen
funcionamiento de la misma.
- De verdad, Javier, ¿qué preparas para esta
empresa?, ¿qué representas?, ¿qué coño haces en la
misma?
- ¿De verdad? ¿Quieres saber lo que de verdad hago
en esa puta empresa? No quieras que te lo cuente, no
me lo pidas. No quieras que peligre mi vida.
Recuerda el alma soñadora de Álvaro que ese mismo
día, según Javier franqueó le puerta del local pleno de
sonrisas, con una de esas sonrisa sempiternas que
suturan la herida del mundo en general, le gritó ante
todos “mirad, este es mi amigo, Álvaro”, y le tendió
toda la fuerza de su brazo por encima de su hombro, y
mientras se encontraba así asido, Antonio apretó la
mano endurecida, rugosa y negra de aceites y grasas de
Álvaro, que ingería a la sazón y en solitario un café solo,
negro, bien caliente y muy cargado.
Solo habían transcurrido dos días desde el
fallecimiento de Javier, cuando se reencontraron en el
bar Chicote. Al acceder al bar, reconoció de inmediato
a Antonio, todo muñón visible, bien acomodado y
acodado en la esquina oscura donde le gustaba reposar
la bebida a Javier mientras rumiaba lo que le aconteció
a lo largo del día.
Álvaro no supo cómo actuar ni qué expresarle a
aquel hombre que mantenía los ojos enrojecidos como
símbolo del duelo, cabizbajo, con su rostro
descompuesto y las manos palpitantes, los pies en un
tembleque musical.
Pero el otro, muñón y peluquín, tampoco manifestó
nunca que esta boca es mía.
Al no saber que comentar ninguno de los dos al
silencio del otro, muy compungidos, simplemente se
acercaron lo suficiente, muy cerca los pechos, para
abrazarse y permanecer así y allí, llorosos, lloriqueando
con lágrimas que sonaban a cocodrilos que
protagonizan caricaturescos los poemas infantiles.
El uno cruzó su brazo izquierdo por el hombro
izquierdo del otro hasta que la mano reposo en la zona
lumbar dolorida y el brazo derecho cayó con todo su
peso hacia el hombro derecho del otro hasta alcanzar el
cóccix. El otro hizo exactamente lo mismo, mientras
ambos se deshacían en elogios hacia Javier.
- Un buen amigo de sus amigos – le confió Álvaro.
- ¿Ves? La idiotez que siempre se anuncia.
- Sí – asintió Antonio - A mí me volvía loco, sobre
todo, con lo de tu amiga.
- ¡Hombre, gracias, no sé porqué mi nombre siempre
ha de comparecer en vuestras sucias bocas de Judás!
- Gracias por lo que a ti te toca en que evitaseis que
la despidieran.
- Nunca aprecie tanto ímpetu por interceder por
alguien como el de él con tu amiga. Que si vamos a
pedir los datos a la capital, que si en esto hay algo
personal, que si… Y tenía toda la razón, por poco
expulso de la empresa a nuestra mejor trabajadora.
- Él era así… - rememora llorando Álvaro y rotundo
al afirmarlo.
- ¡Ni idea, ninguno sabíais como era Javier en
realidad! – ¿quién de ambas así se expresa?
- Lo sé, lo sé – ratificó el rectificador absoluto – De
todas maneras, Yolanda puede estar segura de que
mientras yo esté aquí, no le pasará nada.
Volvieron a abrazarse en señal de despedida, y sus
bocas se atrevieron a silabear al unísono un simpático y
amistoso hasta la vista, pero tan silencioso, que pareció
no haberse pronunciado.
Un hasta la vista surge allí y que se concreta hoy, a la
hora en que le llama de nuevo este Antonio muñón, este
Antonio del que no se debe fiar, porque le han
advertido que lo graba todo, en un hasta ahora.
Cuando dio paso a la llamada, sintió la voz amable y
preocupada de un hombre que evidenciaba problemas
en la cascada voz con su nervioso y hermoso silencio
ensordecedor, problemas que él ya conocía porque
Lourdes se los había contado uno a uno.
- Cuando hables con él – le reveló Lourdes, que
descubría últimamente todos los entuertos del mundo
– en calzoncillos o mejor en pelotas. Mira, que te graba,
que nada hay que adore más que comprometer a los
demás para cuando precise que le concedan un favor.
- He de verte – le pidió con sequedad, pero amable.
- En sitios públicos, recíbelo únicamente en sitios
púbicos.
- Bien – la sequedad con brusquedad se paga
- En el Chicote, a la hora de siempre – con un tono
que semejaba amabilidad, sin duda, pero desabrido sin
llegar a antipático.
- Vale – y la antipatía con la acritud, sin duda.
Antes de que se encontraran en el Chicote, tal y
como convinieron, Antonio estuvo de aquí para allá,
arreglando asuntos relativos a la empresa con diversos
cargos institucionales y algún que otro empresario de la
zona, tomando con ellos un café, una tónica, un pincho
de tortilla con cerveza sin alcohol y una tónica de
nuevo, siempre en reuniones insípidas.
Cuando Álvaro adusto y ronco traspaso la puerta del
bar con toda su tripa antecediéndole bajo sus jerseys
diminutos, por encogidos, Antonio tragaba, pero sin
constreñir, la última ingestión del vaso de tónica que
sostenía en la mano.
Álvaro golpeó en la espalda de éste mientras le
apuntaba si no sería muy amarga la bebida, cuando le
sabía una reconocida querencia hacia lo dulce.
- Más amarga es la vida – le expuso Antonio – y
tragamos todo lo que nos da.
- Serás tú – tan arisco como supo, no como pudo,
que mereció más, pero se cortó para no provocarlo –
los demás, procuramos tragar sólo lo que conviene.
Se equivocó Álvaro, quizá, y creyó entrever en sus
palabras un nuevo recordatorio del trágico accidente de
su primo que le había costado la vida, tristemente.
Desde el momento de la muerte de éste, Álvaro había
perdido un lapso de tiempo de su vida, aquel momento
tan cotidiano en que ambos se reunían a las doce de la
mañana para tomar cualquier cosa y charlar y reírse y
gozar.
Curiosamente, ahora que lo rememora, aquí frente a
Antonio, le da la impresión de que Javier siempre
caminó solo, a su manera, como en la canción de Frank
pero tal y como la interpretó Sid Vicious.
Aunque casado y con dos hijos, varios hermanos y
mucha familia diseminada por toda la provincia, desde
el norte montañoso hasta el sur soleado, no dejaba de
ser si no un tipo evidentemente solitario, al que le
apremiaba tropezar con alguien para charlar sin tino
pero a gusto, y no precisaba que el otro le jurase su
amistad eterna. Eso es lo que halló, sin duda, en Álvaro,
a ese alguien, y por ello, siempre que paraba o se detenía
en Aranda, tropezaba adrede con su compañía.
- No dejes de ser quién eres – le pidió como una
exigencia una tarde, antes de coger el coche y viajar a
Berlangas, a la casa que su primo le prestaba para
dormir si se le hacía tarde o no finalizaba el trabajo – no
permitas que te cambien.
Álvaro y Antonio muñón y tente tieso, desfilaron de
a uno, a una de las mesas que el Chicote diseminaba por
la superficie del local.
Antonio le comentó a Álvaro que en los últimos días
sólo cruzaba la incertidumbre el ambiente que habitaba
y le impedía tomar decisiones con la claridad con la que
en él era norma y sudor. Todo parecía haberse
confabulado para derrocarle o lo que vulgarmente
exteriorizaba la gente en la expresión “hacerle la cama”.
En efecto, no sabía quién o quiénes se divertían
últimamente haciéndole la cama. Utilizaban, para más
inri, a la mujer de su propio primo, a la que aleccionaron
para dirigirse a su despacho y ponerle en dificultades y
tesituras inverosímiles.
Una tarde oscura de nubes grises y cortinas de
lágrimas seminales, lo llamó telefónicamente con la
petición única de que la recibiese, que se hallaba muy
mal tras la muerte del marido, y que no se juzgaba con
las fuerzas suficientes para determinar por dónde debía
dirigir su vida. Le relató lleno de ira cómo ayer mismo
esta misma mujer entró a su despacho con un aire
sensual, con una pátina de seducción inigualable, con
una ropa excesivamente corta para una viuda, o quizá
para su calenturienta mente en exceso imaginativa.
- A mí me vino igual – le reveló inopinadamente
Álvaro – con una blusa blanca transparente y una falda
negra corta; y medias de liguero.
- Vaya, igual que a mí – asintió con la cabeza Antonio
asombrado.
- Me lo temía, y no quise recibirla a solas – confesó
Álvaro – y, por ello, la hice acompañarse de Jon.
- Yo no me hice acompañar de nadie – advirtió
Antonio – creyendo que sólo quería hablar de su futuro,
que venía a pedir consejo. Debí actuar de igual manera,
tendría ahora quien me defendiera…
- Pasó algo… – dijo Álvaro, entonando las palabras
a medio camino entre una pregunta y su afirmación
correspondiente.
Antonio no contestó a esta pregunta de curiosidad
malsana. Requirió únicamente que rellenaran su vaso
con una nueva tónica y le preguntó a Álvaro qué
tomaría él, si es que deseaba alguna otra cosa, como si
con tal invitación pagase su silencio.
El camarero se fue con la anotación garabateada en
nervios, del botellín de agua del tiempo y la segunda
tónica del desespero, en la libreta deshojada cual
margarita.
Aquél esperó a que depositaran sobre el mesado lo
que habían solicitado para a posterioridad continuar
con su cháchara, pues advertía la gravedad en cada
palabra que se avecinaba, en cada palabra que emitiese
y que no resultaba prudente comentarlo ante terceras
personas, a las que no les importa la historia y que,
incluso, pudieran ejecutar un mal uso de la información,
al no poseerla en su totalidad.
El camarero entró con la tónica y el botellín de agua,
y los reposó en la mesa. Cobró. Se fue.
Antonio obvió saber lo qué sucedió entre Álvaro y
Lourdes la tarde anterior. Procuró ignorar en el
transcurso de la conversión aquella información que
Álvaro le proporcionó acerca de la vista girada por la
susodicha y nunca sosegada Lourdes, como si hubiera
sido irrealizada en el tiempo y en el espacio.
Pero en realidad estaba a punto de estallar porque
ardía en deseos de averiguar cuál había sido el motivo
que había llevado a ésta mujer de ciudad a visitar a quién
inocencia tiene para repartir a tanto diestro y algún
siniestro, aquel hombre cuyos jersey se presentan
escasos sobre su tripa.
- La tía va a por todas, de verdad – aclaró sobre lo
que ya Álvaro había experimentado, que sabía de sobra,
una información innecesaria.
- No me lo expliques, gracias – expuso con sabiduría
quien ya lo experimentase.
- Me he relacionado con toda clase de tías – inicio su
explicación calificativa Antonio, hombre todo terreno –
incluso, he salido con putas y travestidos – descubrió
silenciosamente, endiabladamente, el buen padre, mejor
marido – pero ninguna de ellas me ha organizado el
paripé que me ha preparado ésta.
Al acabar la frase, se sorprendió tan físicamente
nervioso que derribó el vaso sin querer mientras movió
la mano para reafirmar su propia vida en cada palabra
emitida; y muy molesto, repentinamente incómodo en
esta intimidad que lo obliga a hablar tan
entrañablemente.
Además, su mente daba vueltas a la noticia de la
visita de Lourdes a este paleto y no entendía qué
precisaba ella de Álvaro, por qué razón incomprensible
había acudido aquella mujer, una mujer de capital con
un hombre de labrantío, a pesar de que sea más
vehemente que racional aunque siempre sosegada al
actuar y que convertía a los demás en contrincantes
porque perseguía siempre la pendencia aunque
guardando la distancia, a sondear la opinión o el consejo
del hombre con un mono de grasa revestido.
- Quería pasta – le dijo revelándole así la verdadera
afición de la mujer que lo dejó desnudo y cacareando,
tropezón y caído.
- ¿Por qué? – inocente Álvaro o mostrándose
ignorante y fingiéndose más tonto que de costumbre.
Antonio fijo su mirada al fondo de los ojos de
Álvaro repentinamente callado, para escrutar la honda
esencia de este hombre que sólo bebe agua de botellín
y del tiempo, que enarca las cejas con uno estudiado
gesto de inteligencia y que derrocha sinceridad por
todos los poros de su piel.
- Me echa la culpa de la muerte de su marido– le
confesó avergonzadamente confuso, violentamente
escandalizado, Antonio.
- Y tú, ¿tienes algo que ver? – violento en la voz,
violador de intimidades, este Álvaro siempre prudente.
- ¿Hasta dónde sabes? – le demandó aquel muñón
que deseaba sacar de debajo de las piedras testigos
incómodos y personas adversas que pudieran suponer
un peligro.
- Hasta donde tú me quieras contar – le cacheó con
la mirada Álvaro solícito.
- No sabrás nada, porque nada te contaré – le
rechazó como si se divorciase – Hay demasiadas cosas
oscuras y que podrían poner en peligro tu vida.
Antonio y Javier se presentaban juntos en todo lugar
y como un solo ser, pero bicéfalo, y sólo se separaban,
evidentemente, y eran de nuevo dos seres disociados,
cuando cada uno de ellos retornaba a su pueblo o a su
casa.
Álvaro sabía que cada vez que Javier aparcaba su
vehículo en Aranda, en la otra esquina de la población
Antonio desempeñaba aquellas labores de carácter
oscuro e imposibles de confiar a nadie para su empresa
y tan sólo Orlando, que lo auxiliaba, le echaba un
capote. Verificaban el desarrollo perfecto de cada uno
de los cometidos de cada uno de sus empleados.
También era consciente Álvaro que Antonio
desempeñó el papel principal en la consecución de la
concesión por parte del ayuntamiento, gracias al hoy ex
- alcalde Lito Serra, efectuando entrevistas y porque así
se le apeteció, tuvo sexo con empleadas y con la técnico
del ayuntamiento y corrompió las instituciones al
convidar a sus ocupantes a comidas y cenas copiosas.
Nadie se escapaba a su clarividencia tentacular.
Álvaro así se lo entendió a Lourdes, que ella misma
se lo había transmitido el día anterior, con esas mismas
palabras, cuando lanzaba la culpabilidad sobre Antonio
de la muerte de su marido, de su amigo.
- Javier venía conmigo porque así lo quería él – se
justificó ante Álvaro y gritaba al imaginar que se lo
podía gritar asimismo a la mujer – yo jamás le instigué
a seguirme, diga lo que diga esa puta de Lourdes.
- Imagino que fue el momento, deberías perdonarla,
de verdad, ella lo debe estar pasando muy mal – ejerció
Álvaro de talento conciliador.
- ¡¿Ese putón verbenero?! Como se nota que no la
conoces tan bien como yo – y sintió como la mujer
estética que nunca proporciona su nombre a los
extraños le aguijoneaba con su lengua viperina en sus
ajados testículos – Esa si es una mujer que sabe cómo
hacer daño y, además, aparecer la mirada de los demás
como un inocente cachorillo, de esos que componen
una faz de desamparo e inocencia, que te obligan a
cuidarlos siempre.
- Aquí parece que nadie es quien dice ser – precisó
Álvaro – y nadie es quien parece.
- Vaya, veo que te tomas esto como una obra de
teatro y hasta creerás que hay un apuntador, ¿no?
A Álvaro le incomodó una contestación de tal
calibre porque no la abrigaba entre las posibilidades de
la misma y no se encontraba preparado para que alguien
lanzase un insulto de una magnitud tal de una mujer a
la que llegó a amar, aunque podría llegar a entenderlo si
recordaba como compareció Lourdes ante él, con esa
guisa que más parecía viniese a comprometerlo
sexualmente que a charlar animosamente con un amigo
de buen fuste y el que fuera el mejor que tuviera su
marido. Aquella esposa despechada, que no comparecía
como una imagen de la dolorosa, descolocó al inocente
Álvaro cuando la vio vestida pero así, para otras
ocasiones que no eran el consuelo y el contiguo y
continuo abrazo vivificante y alentador.
- Por cierto, permíteme que te pregunte ¿tu amiga
conoció a Javier alguna vez? – le preguntó
sorpresivamente Antonio.
-No, no le vio jamás – le contestó rotundo Álvaro.
-Mejor para ella – concluyó la conversación cortante
el huraño que actuaba de jefe, de quien debía proponer
orden y concierto donde reinaba el desconcierto más
absoluto, el látigo que excitaba a los anodinos y
adefesios trabajadores – ¡Mejor para ella!
- Te quiere mucho a ti, ¿no? – le soltó de sopetón,
cuando abandonaba el local por la puerta de atrás.
- Te pido – le conminó con la mirada Álvaro – que
no sigas ese camino.
- Eso es todo lo que quería saber, el muy cabrón – le
confió Álvaro a Yolanda.
- No me extraña – concluyó Yolanda – pues nadie
mejor que yo para que les parapete, – se detuvo un
segundo al respirar – para utilizarme de chivo
expiatorio…
En ese breve lapso de tiempo que a uno le toma
finalizar el contenido de una botella de agua natural,
contempló ajeno y con indudable desinterés, cómo se
alejaba por la puerta de salida de la Plaza Mayor al
puente de Alfonso XII, el vehículo del hombre con el
que finalizó una conversación que le arruinó el ánimo y
que no le vendrá a requerir más por interés ni le dirigirá
el saludo, gracias al cielo, como se saludan los
conocidos que gozan del transcurrir del tiempo cuando
charlan amigables de asuntos tan intranscendentes,
volvió a sonar el teléfono en el bolsillo de su mono
grasiento.
Era Jon.
Sudoroso, sulfurado, sublevado e irritado contra el
mundo, profunda y encrespadamente indignado,
soliviantado, así lo sorprendió mientras le largaba una
carrera de palabras que exhalaba de su boca con la
rapidez del vendedor de tónicos siempre falsos,
charlatán que los autentifica.
La indignación de Jon se la provocó el hecho de que
todos lo tomaran por una mera alcahueta, que de esta
manera lo calificaban toda esa gentuza, que le exigieron
que acudiese a abrir la puerta de la casa de su hermano
para poder reunirse en la misma y tratar los asuntos más
variopintos e idiotas, estos desangelados paletos que
ejercen de mafiosillos excitados y sin saber.
- Detente, detente y repite, ¿de qué me hablas? – le
preguntó interesado y a la vez inquieto este Álvaro
valiente.
En el breve lapso de tiempo que le toma llamar al
camarero y pedirle con exigencia en la mirada otra
botella de agua si agita la vacía ante los ojos del mismo
y la retorna, cuando le hacen un gesto con la barbilla, al
tablero sucio de fornica de la mesa huera, intuyó que
algo grave sucedía y que al pobre Jon le tocaba lidiarlo
como un mal torero en una plaza de pueblo.
Jon villano, Jon mediador y compinche, encubridor
pero tercio excluso, le cuenta, muy afectado, que su
prima Lourdes lo requiere y le ruega y le exige que
permita que se agrupen los misteriosos bandidos que la
asedian, que permita que se reúnan una serie de
interfectos mafiosos para discutir si le proponen o no,
si la obsequian con una cantidad suculenta de dinero
infecto cuando disponga por escrito y firmado, su
absoluto silencio total. Para todo ello, precisan de un
lugar velado al mundo y alejado de miradas indiscretas
y grabadoras funestas.
- ¿Crees que el mundo está lleno de grabadoras? – le
espeta Jon inopinadamente, y con la demanda tan solo
de su asentimiento, la voz en silencio basta.
- Eso dice la dependienta del Bazar Canarias.
- Entonces, ¿no deberíamos hablar con nadie ni
confiar en los otros?
-Vaya, ¡quién sabe!
Sólo hace un instante, nada, quizá sólo han
transcurrido cinco minutos desde que Lourdes le llamó
y no logró si no soliviantarlo, calentarle la cabeza,
cascabelearle, que todo aquello lo incitaba a decirle no,
a mandar el tema al contenedor de la basura, y a su
prima y a todos estos cabrones rastreros e hijos de la
gran puta que la deseaban ver muerta, al mismo lugar
- Cuando vas con mala gente, acabas por pasear con
una marea de ellos.
- La mala gente atrae a la mala gente, ¿no es es?
- Eso explican los abuelos.
Sin embargo, la memoria de Javier y la soledad de
aquella mujer estética, y que sabía muy bien lo que se
traía entre las manos, lo inducían, lo impulsaban a
ayudarla y a abrir sin preguntar la puerta en aquella tarde
noche, aunque se le revolviesen las tripas y prefiriese
enzarzarse en una pelea con todos los gallos a talón
desnudo.
- Pero estos gallos a los que he abrir son tan cobardes
que prefieren la navajada por la espalda que la lucha a
cuerpo visible en el palenque.
- ¿A quiénes has de abrir la puerta? Vas tan aprisa
que ni me entero – le inquiere requirente Álvaro al
subvertido y alborotado Jon, que se indigna a cada
palabra que silabea un poco más.
Lourdes no le ha notificado los nombres de los que
llegaran antes, al tiempo, o tras ella, que no se atrevía a
través del teléfono.
- ¿Tú crees que se pinchan los teléfonos de gente
como nosotros? – repite Jon a la búsqueda de la
aquiescencia de Álvaro, que preste el asentimiento sin
más para proseguir su cháchara.
- ¿Para qué? A nosotros no, no somos tan
importantes. Más bien, prescindibles, amigo.
- El mío sí que lo pincharon – replicó Yolanda, hasta
ese momento silenciosa porque Álvaro le indicaba con
un dedo de enfermera, silencio total. – Y a mi buen
entender, creo que me vigilaron.
- ¡Bueno! ¡No me cantes milongas!
- ¡Eh, que el policía se apostó en la tienda de la Plaza
del Siete de Agosto, y allí permaneció de pie,
estoicamente, como si se tratase de un marido obligado
a aguardar a su esposa!
El exacerbado Jon, contrariado, excluido de todos
los acuerdos, sin nada que ganar ni nada por perder, ni
es reacio ni remiso a dar nombres, que gusta de listar
cabrones, a largar sobre éste o aquél, sólo con que
alguno de nosotros le tire de la lengua y es más, si
aguantas su revuelo y aspaviento, él mismo explica lo
que sucede con todo lujo en los detalles.
Ni corto ni perezoso, pasa lista para los oídos de
Álvaro de todo aquel que acudirá a esta reunión de
vividores eternos y cínicos, porque se conciben
ahogados, se saben más fuera del mundo y se encubren
unos a otros con su mínima razón ya que se profesan
silencio.
Y dicta nombres y Álvaro escucha de viva voz,
Antonio y Orlando, el concejal pichafloja y Alba, la
sucesora, que él sepa, pero seguro que hay más cuando
la reunión se inicie. Personas para precaverse sobre
ellas, de andarse con ojo, y mucho cuidado, que te abren
en canal por menos de un saludo.
- Cada uno de ellos, parece que recibió dinero por la
concesión, y ahora Lourdes les exige un impuesto
revolucionario – le anunció Jon detallista.
- ¿A qué hora dices que se reúnen? (aprovecha que
se detuvo por propia voluntad el lunático de Jon de
tanta palabrería huera)
- Tengo que abrir la puerta a las ocho (la hora
prudencial, tarde en la tarde, pronto en la noche)
- Mantenme informado, ¿quieres? (que nunca el
saber mató a ningún hombre)
- Desde luego, mi amigo y ¡cuídate! (porque sabe que
todos habitan el mismo bogar)

No se inquieta ante nada, así anduviera sin sombra,


pero muy acérrima en cada paso que alarga desde su
cuerpo al mundo, porque siempre se estira enérgica al
caminar, que procede con mucha rabia en sus pasos, sí,
como si anduviera como motor con la cólera de su alma
en cada pisada, como si todo su ser gravitara sobre la
suela del zapato rojo que calza y que anhela estampar
sobre la dura cara y los testículos del cabrón de
Antonio, pero, y lo aclaro para evitar embrollos
inextricables, sin excitación ni agitación, con la
parsimonia en cada movimiento de su cadera, pasos de
pura flema y conseguidos con paciencia: así resolvió
recorrer la distancia a la oficina que dirige Antonio, el
mismo que intentó con malas artes y miles de engaños
guiarla por travesías equivocas, si bien, es cierto, ella
descubrió el carné de identidad de aquella chica en la
cartera de su marido en la casa de Berlangas, lo que la
impulsó a admitir la culpabilidad sobre la misma, y
mentalmente, sólo mentalmente, la nombra.
Javier, al que amó sobre todas las cosas, que así le
mostró y le enseñó su madre que procurara
comportarse con el padre de sus dos hijos, Javier y Jesús
Manuel, la besaba con un ardor inusitado en el
recibidor, frente al espejo, en los labios y la mordía,
fiero vampiro, en el cuello, pero con una dulzura y
suavidad natural e inolvidable, envidiable, cuando
retornaba cada noche sobre las nueve a casa: vivía en el
filo de la navaja, y ella lo intuía, sabiduría femenina.
- Esta es una mujer fina, como el coral – le aclaró
Álvaro a Yolanda – y más que cualquiera otra de las
mujeres, ha desarrollado ese sexto sentido del que se
habla que poseéis.
Javier, a pesar de sus extraños, pero notables cariños,
de sus raros y únicos besos, con sus extravagancias y sus
imponentes maneras de acariciarla con ojos de coqueto
seductor, atractivo y absorbente, siempre arrebatador,
persuasivo palomo ladrón, tan galán que conquistaba a
diestra y siniestra, mujeriego aprovechado, faldero pero
de faldas de pasarela, un tenorio, siempre corruptor,
qué valiente cabrón, nunca la había maltratado.
-Confiesa que te has enamorado de ella – le atosigó
Yolanda a Álvaro.
Aprieta el paso por las calles sedientas, sucias, tristes
del Burgos del mediodía, entre locales donde los
letreros de las tiendas más caras fascinan al viandante
con los destellos propios de las prendas de gran
colorido y que se detienen a admirar todos los
transeúntes, con los ojos apresados contra el gran
ventanal de escaparate, un descomunal escaparate,
construido para vagabundos que erran la ciudad.
-¡No, no, no, no te confundas! – reiteró reiterativo
Álvaro – La veo tan sola, tan falta de cariño, eso es, me
siento a gusto al protegerla.
- ¡Sí, sí!
Lourdes ni las mira ni siquiera las atisba y
ensimismada camina con la vista ya fija en el letrero de
la empresa donde Antonio la aguarda cargado de
reproches en su muñón malicioso, capaz de astucias sin
nombre y malevolencias de perverso apelativo, capaz de
execraciones e ignominias dignas de ese ruin e infame
ser que nunca demostró que llegaría a ser, que oculta su
vicio y la inmoralidad bajo su minusvalía que da pena.
- Entonces – maliciosa Yolanda, maldiciente - ¿por
qué has ido a visitarla a León y a Madrid?
- ¿Quién te ha dicho?
- Nadie, las paredes de este pueblo hablan.
O no la espera, en verdad, porque ella es la que ha
decidido con alacridad que lo más urgente y lo único
con que calmaría su ira, con un arranque impetuoso
contra él. Lo merece, no creáis que no, que Lourdes no
actúa por mera venganza, que también la anima, el
comportamiento que ha demostrado contra Yolanda y
contra Álvaro y contra todos aquellos a los que ha sido
capaz de vender.
- ¡Si sólo es un ser vengativo! – le demostró Yolanda.
- No la conoces, cariño, no la conoces.
A ella le han segado la vida, se la han arruinado para
siempre, y a Yolanda, se la arruinarán sin duda y sin
reparar en las consecuencias que aquello la pudiera
deparar.
Contra ella han actuado ya como verdaderos ángeles
de la muerte, al cercenar la vida del marido, obviando,
evidentemente, todas las secuelas morales, psicológicas
y las implicaciones sociales que pudieran derivarse para
los demás, más para sus hijos.
Supo quién era este Antonio cabrón en aquel mal
día, infausto, cuando apareció en la puerta de su casa,
falsario primo de su marido, y le soltó cruelmente, de
súbito sopapo, que el marido había fallecido. ¡Mentira!
Gravísimo sí, pero vivo, en la UVI, en las últimas de
su vida, ¡pero vivo!
Sube contoneándose como una “marilin” de goma
espuma escaleras arriba, que no usa el ascensor, porque
hay en el mismo una cámara de vigilancia, y seguro que,
al verla venir, plantearían soluciones si se hallan al
corriente de inmediato de quién llega y urdirían una
excusa para no recibirla, y no quiere pecar de ignorante.
- Eso quizá antes.
De piso a piso, escalera a escalera, rellano tras
rellano, se emociona con el recuerdo del marido,
mientras la abrazaba en el recibidor de su casa, en un
abrazo perpetuo que nunca ha de finalizar, envuelta por
su olor de masculina virilidad seductora y que la atavía
ahora con una hálito de ferocidad en la mirada contra
todos aquellos que ella cree que participaron como
cuervos, con los ardides de los fulleros, con la habilidad
de los farsantes, con las tramas propias de los
confabuladores, en la muerte de su marido, y se
reafirma en su decisión.
- ¡Nunca, me oís, nunca, por éstas!
No cree, ni remotamente, que lo que le ocurrió a su
esposo fuera un accidente.
Delante de la puerta de las oficinas de la empresa se
detiene un instante y piensa en el porqué de que se
encuentre en aquel rellano claroscuro de una escalera
vieja, y se responde que ella conoce que Antonio sabe
más de lo que habla y de lo que calla, que todo lo silencia
o bien por miedo o quizá por dinero, y ella quiere
sonsacárselo. Sabe que oculta a todos los culpables y
pretende que por sí mismo, sin que medie sexo ni
dinero, ni ningún tipo de enredo carnal, se lo revele, tan
locuaz como lo vio en las grabaciones que efectuó
Javier, cuando iba bien borracho y bien drogado.
Pretende olvidar la última vez que permaneció ante
él en esta oficina que dirige el que porta el muñón más
tajado, y cómo se avergonzó porque enseñó sus senos
al que más babas ha echado desde su boca cuando ve
pasar escotes profundos a su lado, y que más cantidad
de babas expulsa cuanto más pronunciado el escote que
se le muestre.
- ¡Cuántos errores cometemos cuando deseamos
algo con ansia! – se excusó, pero sin subterfugios.
- No hay que precipitarse.
Entró con determinación y resuelta a arrancar todas
las respuestas a sus preguntas de la mismísima piel del
muñón de aquel que más miente cuando habla, de su
misma garganta cuando las palabras sean nudos, a pesar
de que intuye ya muchas de ellas, y otras las va
confirmando a través del trabajo de investigación de los
detectives privados que ha contratado a tres mil euros
cada quincena de pesquisas.
Sin dilación, sin respirar, sin suspirar, se dirige a la
secretaria de Antonio, con todo el coraje de sus
ancestros y con la ayuda del espíritu de Javier, con los
arrestos arremetiendo de los ojos al cuello de la
secretaria, que además es hija del jefe, y la paraliza, y la
impide que complete en su imaginación fraudulenta y
rápida, excesivas evasivas, subterfugios, cualquier
excusa que la aleje de la oficina.
- Quiero ver a Antonio, sin pretextos, haz el favor
de avisarlo – ataca motivadamente, desafiante Lourdes.
La secretaria sorprendida, inesperadamente
enmudece, impróvida, y no haya resquicio para su
defensa.
La secretaria aturdida por la desconcertante visita,
sobrecogida, embargada, no posee coartadas, no sabe
cómo proceder. Llama por el teléfono interno al
despacho de su dilecto director y le informa
balbuciendo cuchicheante, farfullando murmurativo, de
la visita que acaba de presentarse inopinadamente y que
lo desea ver a toda costa la mujer de Javier, en pie de
guerra, plena de coraje.
- Hazla pasar – gritó protestando, gruñendo, el jefe
feroz para que Lourdes lo escuchara y supiera que la
recibirá porque le apetece, y que averigüe certeramente
lo que se va a encontrar en este tipo bajo, regordete, con
todos sus dedos adornados de anillos de oro, anchos y
opulentos como la tripa que enfunda en este abrigo
Chesterfield que ahora cuelga en el perchero a su
espalda, calvo en la frente y con un muñón resolutivo,
que dispone y manda, que es muñón de edicto y
caudillaje, colérico, irritable y profundamente
furibundo.
Al despacho pasó pisando altiva sobre la alfombra y
cada uno de sus pasos resultó como una provocación a
los ojos lascivos del muñón ladrón con su atenta mirada
ofuscada. Muy decidida, cada mirada como una osadía
clara, profunda, afilada, que desfila desde Lourdes, que
destila puñales de sus senos erguidos.
Antonio sentado no se levanta cuando entra la
modelo que le cautivó en la boda, en el despacho y
parece que padezca un peso en la espalda como una
chepa que le impidiese alzar la mirada más allá de los
zapatos de ésta, unos “de Prada”, en colores blanco y
negro, que hablan ya de lo extraordinaria que se ha
vuelto y que su apocamiento pasado ha quedado
disuelto, dominado.
- Veo que al menos sí sabes gastar el dinero que nos
has pillado – le saluda colérico este santurrón, el
dictador del muñón.
Lourdes se sonríe burlona, silenciosa carcajada que
golpea más adentro en el ánimo desgastado de Antonio,
al que en la cara se le nota la violenta fanfarronería y el
cohibido despertar a esta nueva realidad, en la que es
presa y no el cazador, y en la que se le aprecia muy
menguado y más cobarde.
- ¡Me lo malgastaré como quiera! – le responde audaz
ya que se sabe temida, que ya no es rea de nadie, de nada
– Tú, amor, no has de preocuparte por eso.
No toma asiento a pesar de que el muñón
corrompido le invita galante pero cínico a que proceda
de tal manera en la silla a su frente. Lourdes se acoda
con ambas manos a ambos lados del respaldo, y se
agacha graciosa, y Antonio sólo ve el cuello alto del
yérsey blanco y la línea ondulante que hacia al ombligo
a la mirada la traslada como dirección obligada.
Lourdes vapulea a Antonio y lo refrena, lo reprime,
lo subyuga y lo revuelca, como el domador de ganado,
domina y somete y tumba a la res salvaje.
- Vengo de hablar con el Vicepresidente de la
Corporación decimonónica– le informa arrolladora
Andrea – ahora ya sé quién es.
- No sé de qué me hablas – intenta auparse Antonio
cortado, Antonio hecho trizas, Antonio en mil pedazos.
- Deberías, ya que tú has creado todo este infierno
que nos envuelve.
No efectuó el ademán de sentarse, aunque lo
pareciera, sino que se aferró con la mayor fuerza que
pudo practicar sobre el respaldo de la silla y con la
intención manifiesta de arrojarla a la cabeza ponzoñosa
de Antonio mentiroso, cobarde, turbado.
Le recordó gustosamente a aquel vergonzoso ser
servil encogido y grasiento, la muerte de su marido, los
negocios sucios en los que andaban metidos, drogas,
quizá más, putas, Aranda, Miranda, Berlangas, y que se
celebraban cuando se acostaban con funcionarias
fulanas en la casa de más allá de la última colina y para
que recogieran a espuertas el dinero sucio, manchado
de toda la desventura de las personas que pasaban
penurias, malandanzas, aquellos que forzados por la
necesidad vendían de mala gana su vida por un plato de
lentejas, a la fuerza, que es la única manera como
ahorcan.
Le recapituló todo lo que sabía acerca de cómo aquel
negocio sucio acabó con la alegría de Javier, que le
extirpó la sonrisa y la gana de fiesta, que pasó del
regocijo que suponía para él celebrar a su mujer y a sus
hijos aunque no tuvieran nada, a la sordidez que
emerge, a esa avidez que nutre cuando debes
mantenerte entre los que pueden considerar cantidades
ingentes de dinero como menudencias sin interés, para
sustentar aquella opulencia que los situaba entre los
dichosos de la vida, aquellos que saldrán siempre en las
fotos de los periódicos con sólo pingar la botella en una
fiesta multitudinaria donde se celebra la siembra o la
cosecha y que para Javier se había convertido en una
especie de obsesión que le llevó a impregnarse del
egoísmo ajeno.
- No deberías indagar tanto – le planteó Antonio con
rostro lóbrego – Hay mucha oscuridad que puede
envolverte y conseguir que pierdas el rumbo.
- ¿Es una amenaza? – controvertida y
verdaderamente amenazante.
- No, pero puedes sufrir un accidente.
- ¿Cómo el que sufrió mi esposo?
- Se lo buscó, bebía mucho, corría demasiado.
- ¡Mentira! La culpa ha sido por completo tuya – le
recalcó con la voz erguida y enérgica, con solidez en la
mirada y una resistencia de integridad, con la impavidez
en el rostro, imperturbable – que le obligabas a ir
contigo a Aranda.
De la silla éste ser severo se elevó raudo, como si un
resorte lo empujara, sus brillantes dedos gordos
refulgiendo de oro, un ser enojado, incomodado con las
últimas palabras, por cierto, y erguido elevó su codo y
su dedo índice admonitorio.
No era cierto, y así se lo explicó, que él le obligara a
su primo a seguirle con cualquier pretexto, sino que él
mismo resultaba ser el que se apuntaba a ir de la misma
manera como un niño se apunta a una excursión de su
colegio. Cada vez que tocaba ir a Aranda a girar una
visita de empresa o a hablar con la gente del
ayuntamiento, allí estaba Javier, a pie de coche.
-Me sigue la policía – le comunicó Yolanda a Álvaro.
- ¡No me digas! No te creas lo que ves.
Un Antonio malcarado, sin delicadeza ni tacto, la
reprobó su comportamiento en casa, en la cama,
cuando Javier hallaba el placer de la sexualidad con la
funcionaria del ayuntamiento de Aranda, y como un
chinche nocturno, le recuerda que en ese tema es ella y
únicamente ella la culpable.
- Hija, no le darías todo lo que precisaba en la cama.
- ¡Y me dices eso, sabiendo que eras tú el que te
acostabas con Soledad, con Belén y con Alba González,
con todas, hasta con Antonia! – le gritó Lourdes ansiosa
– ¡Tienes más desvergüenza que Lito Serra!
Lourdes malhumorada, Lourdes ceñuda y áspera,
Lourdes con la voz agria y las palabras resentidas, se
dirige a Antonio recién puesto de pié sobre la alfombra
más cara de su despacho, de pie ante la ventana que da
a la calle principal de Burgos, coloca su dedo índice y
golpea rítmicamente sobre el hombro del pequeño y
regordete ser grasiento al que sobresalta, y al que
además le genera un temblequeo de ansiedad en las
piernas, y le recrimina las palabras que acaba de proferir,
palabras fuera de lugar, palabras sin consistencia.
Ella fue y será siempre por la gracia de Dios, la mujer
de Javier y no esa funcionaria “tehagoloquequieras”
drogadicta y canalla que vive pensando en recuperar
todas sus cosas, las que se olvidó en la casa de
Berlangas, donde le contagiaron las ladillas, y no cree
que deba recordárselo o puede que sufra su ira.
- Tú, cariño, so puta, no sabes dónde te has metido
– se zafa este ser de pacotilla con su muñón de pena,
que empuja en el vientre a Lourdes, y vuelve tras la
mesa, donde se siente plenamente seguro – pero ya
habrá quien te lo recuerde.
-¡Tú tampoco – le recriminó Lourdes – tan pronto
en Berlangas o en una habitación del Ventorro o en
Fuentelisendo, donde se os ve ahora…No, no, no…lo
sé todo y os lo haré pagar!
Lourdes no se amilana y no permite que recupere la
seguridad de jefe cabrón y lo hace caer en la cuenta de
que ella sí que quiso a su marido, que ella hizo el amor
con su marido todos los días, que ella ha llorado a su
marido cada noche desde su muerte, que ella no es un
mero cuerpo para humillar como se humilla a quien
huele en cada poro de la piel solo a lluvia amarilla, a
quien se la tira del pelo como si se montara una yegua
cuando se la tiene embutida.
A ella su marido jamás se la clavó ni la afianzó ni la
atornilló, ni se la hincó, que en la cornucopia de su oído
sólo doblaron delicadas palabras de amor, palabras
como las de un poema que recitaba ella de pequeña,
palabras de espuma, que emergían con la suavidad de la
voz más sedosa, casi rasa, de los labios de Javier.
Censura con violencia que nunca acepte su
responsabilidad en los hechos y disponga como
pantalla, únicamente para salvar su culo, a esos dos
elementos mentirosos de Aranda, la funcionaria
ninfómana y su marido consentidor.
- Es lo único cierto de todo lo que me has acusado
hoy – le señala apuntando con su mano manca –, sólo
soy una pantalla, nada más que el que despista.
Lourdes no lo cree ni le cree, que ya la ha intentado
engañarla varias veces sobre el accidente de su marido.
Ha querido despistarla, al presentarle culpables que no
lo eran, como Yolanda y Álvaro, y consiguió que
sufriera vergüenza ante ellos, acusándolos con el dedo
bien tendido. Incluso resultó que acusaba a Álvaro que
era más amigo de su marido que el propio Antonio con
tener familiaridad con el finado, primos hermanos,
porque aquél, al menos, lo conocía suficientemente
bien.
- A mí, me habéis malogrado la vida, ajada y
carcomida – cada palabra la dicta despacio, la clava en
la carne y lo degusta en la desolación de su interlocutor
– pero lo que intentabais provocar en terceras personas
– y guarda un silencio limpio y claro, profundo,
dragador, dañador – de verdad que no tiene nombre.
Ante la cara de aturdida extrañeza que forja sus
últimas palabras en la faz de quien la escucha con
atención de soldado raso, muñón que defiende el buen
nombre a diestra y siniestra de la empresa corporativa
aunque corrupta, le recuerda que obran en su poder
pruebas de toda clase, como las fotos de Yolanda con
diversas personas, a las que ella no conoce ni reconoce,
pero sí se observa en la cara de la chica una inocencia
como si no estuviera al corriente en ningún momento
de que la fotografiaran, como si en realidad la acechara,
la vigilasen hasta el hostigamiento. Los documentos
escritos y firmados por Orlando, donde urde el plan
para acabar con esta chica, al presentarla como culpable
de todos los cargos, de acostarse con mi marido, de
quedarse con el dinero, de pasar la droga.
- Es cosa de los de Aranda – le repite como una cinta
sin fin, como la música nerviosa de los teléfonos
móviles en aquellos que nadie los atiende – Han sido
ellos los que lo tramaron todo.
- ¿Hasta romperme los faros del coche?
- Hasta amenazarte telefónicamente con la vida de
tus hijos – le reveló Antonio.
-Tienes edad suficiente – le recrimina Lourdes – para
saber aceptar tus responsabilidades.
Encolerizada, exacerbada, muy acalorada le insta a
no echar en saco roto sus recriminaciones, o es que
también debe achacar como cosa de los de Aranda el
que a ella la vociferara un día una voz una mañana y que
la apremiara a que guarde silencio, que es lo que atañe
ahora, ¿no se trataba de él? O que esa misma tarde una
voz de hombre, le mencione que atesora unos hijos muy
guapos y que si los quiere conservar ya sabe lo que le
corresponde, el silencio. O que al día siguiente esa
misma voz pruebe a suavizar la amenaza lanzada
conmoviéndose por su salud y sus asuntos, o quizá ese
interés por la salud es puro cinismo, puro artificio, o
una barrera para culpabilizar a otros, que es a lo que
siempre todo se aboca contigo o con ellos.
O que al día siguiente o a los dos días, que ya ha
perdido la noción de cómo cuenta el tiempo, de los días
que han pasado desde la muerte de Javier, baje a la calle
y descubra que han roto los faros de su coche. O que,
finalmente, la requiera un miembro de la Corporación,
al que ya podría reconocer en cualquier lugar, para
manifestarle su pésame y exigirle con voz tronante que
mantenga la paciencia y conserve el debido respeto para
todos los que han hecho algo por esta provincia. Se
arrebata cuando ese mismo tipo y la institución para la
que trabajó su marido no se dignaran a publicar ni una
esquela pequeña en su recuerdo en el Diario de Burgos
o en El Correo de Burgos, como si Javier representara
para ellos sólo una molestia de la que librarse.
- ¡Qué tontería! – grita escondido tras la silla Antonio
muñón político, protector de los alíbabas – Javier jamás
trabajó para la Corporación decimonónica.
Lourdes se elevó mil metros sobre sí misma, se
creció como un retrato del socialismo real, un monstruo
en plena transformación, entelequia que se transfigura
en el genio de la lámpara aladina, como un Mr. Hyde
sanguinario, y humilló con su mirada rápida que
descompone, al rostro que se intentó ocultar más allá
de su propio pecho, este odiable ser jorobado y con
muñón, menguado, aminorado, más y más abatido.
- Tú no me conoces, de verdad – silencio, el mismo
que surge de un amanecer en un día de lluvia, este
silencio que se eleva entre ambos es como una bruma,
como la niebla que se pega en la cima del monte, como
un muro que nadie consigue traspasar ni derribar, tanto
silencio amontonado que se clava entre la carne, desde
las paredes, ante el ventanal, que cabe en todos los
lugares de aquella habitación, y la transforma en un
cubículo de pánico – el día que me conozcas – y se
paraliza el tiempo, el espacio, las personas, sólo a causa
de este silencio que emana de los ojos de encono con
los que examina Lourdes a aquel ser repugnante, al que
ha hinchado de desprecio, de indiferencia, y lo
desestima por siempre para el abrazo, el beso amistoso,
el saludo familiar – te vas a enterar de quién soy yo.
La cara imperturbable del investigador privado, al
que emocionaba descubrir cómo aquel al que indagaba
intentaba por todos los medios despistarle, le solicitó
con un solo gesto, pleno de cortesía inigualable y
tranquilidad sedante, que le condujera a la casa de
Berlangas, y así, en compañía de la dueña, sin levantar
sospechas entre los vecinos ni los viandantes, proceder
a su registro.
O más que pedir, se lo exigió educado, porque la voz
sonó imperativa, apremiante y plena de una inflexión
coercitiva.
Como contrató y pagó a estos detectives privados
para que verificaran todo lo que para ella ayer no era
sino sospecha o pronóstico, no se atrevió a recriminar
como reproche aquel retintín impertinente de sus voces
sigilosas y vigilantes, aunque taconeó sobre su alma y
tronó en su corazón y taladró sus oídos.
Sólo se limitó a aseverar con una serie de
movimientos parejos y monótonos con su cabeza, y así
ratificar que los acompañaría a la susodicha y maldita
casa odiada para que buscasen y toparan tantas pruebas
como ella misma halló o quizá más, pero proclamó ante
ellos que no le hacía la menor gracia volver a revolver
en el mismo hedor en el que permaneció los últimos
días y enfrentarse de nuevo a la imagen de aquel Javier
completamente desconocido, falsario, que la defraudó
cuando descubrió esta doble vida que sostenía.
No la permitieron conducir su coqueto coche
utilitario y la introdujeron en un sedan azul, que
aparcaron delante de la puerta, donde como un apuesto
galán apostado en su umbral, los aguardaba rampante
Jon, con la llave en la mano y la mano en el bolsillo y en
el bolsillo los pistachos y el móvil y la cartera y los
papelillos que se introduce en las orejas a modo de saca
ceras, con algunas cáscaras de pipas revenidas y aquella
caja cuadrangular en la que guardaba y portaba cosas
absurdas.
Se apeó del coche pasota, pero descendió lozana
Lourdes con los investigadores privados y saludaron
estos con mucha benevolencia de perdona vidas al
pobre Jon, que azorado y ofuscado se paralizó y se
ruborizó y se perdió en el qué hacer.
Con la llave en la mano, girándola entre sus dedos,
pensó en tendérsela a los ojos de lápida del investigador,
el que caminaba a la altura de Lourdes o en abrir él la
procesión de todos ellos hacia la puerta.
Lourdes tomó el pulso a la situación y se colocó a la
cabeza y con cabeza, y le arrebató la llave de la mano
desconcertada a un Jon por completo aturdido, y corrió
a insertarla en la cerradura, dando tres vueltas a la
izquierda para abrirla.
- Adelante – invitó invicta a todos y muy sonriente a
que se sucedieran en la entrada a la casa de los engaños,
a la casa de los sexos que se desenfrenan frenéticos.
Los investigadores privados franquearon la entrada
en primer lugar con paso resuelto, desenvuelto y
autoritario, con la evidencia de que dominaban los
hechos por la potestad que se les otorgó en su día
cuando les proporcionaron su chapa de investigador y
que les investía de prepotencia y dominio por siempre
jamás.
Tras de ellos se adentraron en la casa Lourdes y Jon,
que se aprecia rebajado en su acción, encogido en su
ser, increíblemente menguante. Lourdes persigue con
su mirada de aprendizaje la rapidez en los movimientos
de los investigadores privados, que visto y no visto,
abren, cierran, levantan, tapan, revisan, compilan,
apilan, desechan, acechan, preguntan y arrojan todo
tipo de cacharros, piezas y chirimbolos, porque con la
mirada advierten, por el oficio distinguen y con las
manos reconocen.
Mucho más allá de las pocas pruebas que ellos se
encontraron en la primera revisión, los investigadores
hallan de todo. El viejo y querido monedero de Javier
entre los mismos, varios anillos, que hay a las que se les
cae, en número de seis o siete, pequeños frascos
transparentes que parecían no contener nada, pero una
agitación giratoria permitía apreciar la presencia de un
líquido.
-Dextroanfetamina, una droga muy fuerte – le
informó uno de los investigadores invasores.
Lourdes intuyó que las pastillas que había
encontrado en el tercer cajón del aparador del segundo
cuarto del piso superior, igual que los polvos que se
depositaban en aquellos rectangulitos de papel de
aluminio, que enseñó con diligencia a los dos hombres
competentes y cuyo esfuerzo fructífero, se veía siempre
recompensado, eran drogas.
Activos y muy hábiles, para recopilar todos los
enseres que hallaban en su inspección, le pidieron a Jon
que recogiera una caja de cartón e introdujese en la
misma todo aquello que poseía un valor monetario o
probatorio mientras que a Lourdes la iban dando todo
lo que poseía alguna relación con Javier.
A la caja fueron a parar el consolador, las bragas de
puntillitas negras, la rebeca de igual color u oscuro, los
pendientes en forma de lágrima, todos los anillos y la
cartera con el carné de identidad y un collar ambarino.
A las manos de Lourdes regresaron carteras y cartas
o notas escritas del puño y letra de Javier y muchos
otros elementos que le pertenecieron.
- ¡Quémelo! – que siempre hablan como quien da
órdenes - ¡sin nostalgias!
- Prohibido guardar para recordar.
Todos los demás hallazgos que fueron a parar a la
caja de cartón que portaba en las manos Jon, deberían
guardarse, por si al término de la investigación se debían
usar policialmente, que quizá sí, que acaso descubrían el
delito que aquí se hubiera cometido.
Diligentes y dinámicos, nerviosos y eficaces, muy
laboriosos, prosiguieron sus pesquisas y la búsqueda de
más pruebas o enseres que pertenecieran al muerto más
vivo que habían conocido.
En la revisión de una de las camas, tras retirar las
sábanas con más corridas que analizaron en su
trayectoria de seguimiento y caza, exactamente bajo la
almohada, destaparon una nota de papel asida con un
alfiler. La nota escrita con una letra picuda y nerviosa
sólo informaba a alguien de que al día siguiente no
podría acudir a la cita y que en su lugar vendría otra
persona.
Los avispados detectives privados listos como rayos,
se lo mostraron con prisa a Lourdes que la observa sin
reconocerla.
- Ni idea – agrega a su movimiento de hombros y su
rostro tosco, cuyas facciones se pasman sorpresivas
ante lo que le presentan – Será de ella – y ese ella suena
con retintín de antipatía, con una manía que es inquina
y pura aversión.
Ese ella evidentemente sustituye a Soledad, la
funcionaria que sedujo a su marido, y que concibió para
el logro algún maquiavélico plan, que lo extorsionó
seguro, y lo despojó de su voluntad. ¿Cómo? Prefería
no saberlo, segura de que el engaño al que lo sometió
conllevaba turbiedad y oscuras sombras, y otros
muchos asuntos que según se descubran, se debe correr
sobre los mismos un tupido velo, porque deslustran
hasta a aquellos que no se encuentran enredados en los
mismos, por el sedimento de suciedad que acarrean.
Les indicó el nombre y su sospecha, y ellos
especificaron los pasos que seguirían para confirmar la
sospecha para convertirla en pura certeza o bien
descartarla por siempre jamás de la lista de las personas
que alguna vez pisaron la casa de Berlangas y que, cada
día, añadía un nombre más.
- Sospechamos – concretaron detectivescamente los
investigadores privados, antiguos policías recolocados
– que existen copias de la llave de la puerta de esta casa
– se detuvieron un instante, el tiempo suficiente para
recoger del suelo un anillo de oro, grabadas en el mismo
tres iniciales entrecruzadas BV – Una buena idea para
ustedes, que procedan a cambiar la cerradura.
El hombre alto de tez morena y faz aburrida, se giró
inopinadamente sobre sus suelas y produjo un ruido
desagradable al rozar el suelo de madera vieja y gastada
de pasos y pulsos y tantos pesos y posos.
Introdujo la mano mangante en la caja de cartón, que
se convertía cada poco en un cofre del tesoro, que
semejaba más a la caja privada de un banco, y escogió
uno de los anillos que en la misma se guardaron. Miró
al centro del mismo, donde se entrecruzaban las
iniciales grabadas y las dicto en voz alta IS.
- En este caso, además, hay más de una mujer.
Dos días después, Lourdes recibió la llamada del tipo
alto y grueso de la faz eficaz, que le comunicaba que no
se equivocó en sus sospechas. Soledad era una de las
dos mujeres que se acostaban posiblemente con su
marido en la casa de Berlangas.
Le comentaron que habían acudido a su trabajo y le
pidieron información sobre un asunto determinado. Le
rogaron que la información la escribiera para recordarla
mejor, y con la escritura en ese papel, ejecutaron una
prueba caligráfica, y la compararon con la escritura de
la nota hallada bajo la almohada el día en que se escrutó
exhaustivamente el contenido de la casa de Berlangas,
hasta el desfallecimiento, pura fatiga.
De la misma manera, le informaron que el
seguimiento que realizaban a esta mujer y a su marido,
provocó un nuevo resultado, que hallaron a la posible
segunda mujer.
Asimismo, la informaron de los últimos
movimientos de la pareja, concretados en diversas
visitas a Antonio (el del muñón largo, pensó detallista
Lourdes relajada) y a la Corporación Oficial
Decimonónica de Burgos, donde se entrevistaron con
el vicepresidente de la misma.
Colgaron y no oyeron a Lourdes que les apuntó que
habían quemado las cosas relacionadas con Javier y que
mantenían a salvaguarda de los objetos de valor que
pertenecían a las mujeres, incluyendo el carné de
identidad.
- Hemos cambiado la cerradura de la casa – participó
cuando ya nadie escuchaba al otro lado, salvo el eterno
pitido de la comunicación interrumpida.
Lo que nunca les reveló a los detectives es que había
descubierto una serie de filmaciones que su marido
realizó en la casa, que guardaba en diversos y
escondidos disquetes informáticos.
De lo que nunca les informó a los investigadores es
que ella y Jon, desmontaron el sistema de filmación
oculto en diversos lugares de las paredes de la casa,
perfectamente disimulados, y la grabación de voces que
se insertó en el sofá, todo un invento.
Lo que nunca le mostró a nadie es todo lo que en
aquellas películas se le reveló. Lo que nunca comentó
con estos buscadores de pistas excelsos, con estas
sombras oscuras que se mueven de aquí para allá y que
forman parte del ojo de Dios, es que ella había
visionado las películas que grabó su marido y que en las
mismas constató, y confirmó en los cuerpos desnudos
de mujeres ambiciosas pero idiotas en diversas
posturitas, que Soledad revienta de culpabilidad, que esa
que ellos no saben quién era pero que ya se lo
confirmarán dios mediante, se llamaba Irene, y, además,
estaban implicadas otras dos hembras abrasantes
siempre muy hambrientas y que se presentaron
voluntarias para todo, una, concejala en el
ayuntamiento, que se llama Alba y, la otra, trabaja en la
empresa en labores de secretaria, Belén, y una tal
Antonia, y como sigamos así, la lista se hará
interminable.
- ¿Qué han obtenido de venderse sexualmente? – y
deja que la pregunta ondule en el aire desde sus labios a
los oídos de su acompañantes – Nada – a una pregunta
retórica, la respuesta más convincente, en los labios de
Lourdes, mojados con la espuma de un buen café, que
injería al lado de Álvaro, y al lado de Jon, con el
recuerdo de Yolanda siempre presente.
Cuando aquella mañana Yolanda despertó ya
perfectamente dispuesta para llevar a cabo cada uno de
los actos cotidianos de su vida feliz, porque siempre se
ha mantenido ignorante de la vida real, y, de esta
manera, iniciara procesionalmente el protocolo
ceremonial de sus ritos solemnes, asearse, depilarse,
concentrarse en el aumento de sus mamas, vestirse de
su ropa interior y con su ropa exterior, desayunarse y
lavarse los dientes y adentrarse sigilosa en el salón de su
casa, al ángulo oscuro y detenerse de manera sacra a
encender las velas a sus Vírgenes y Santos, intuyó que
de inmediato sonaría el teléfono, mucho antes incuso
de que consiguiera entrar en la ducha, mucho antes por
supuesto de que ella oyese el sonido seco y sordo del
timbre telefónico y abalanzase su mano para acogerlo
en el interior de su puño cerrado.
- ¿Te das cuenta que nunca salimos del mismo lugar?
– le preguntó ceñuda Yolanda.
-¿A qué te refieres? – gritó Álvaro como un
reproche.
-Al sexo en la casa de Berlangas, nunca pasa otra
cosa, a no ser que se descubren cosas en la casa
relacionadas con el sexo.
- Hay más cosas, sabes, como, por ejemplo, la
policía, que los sigue a todos, y el juez que visitó la fiesta
de la peña la amistad y que lleva el caso…
Álvaro había adquirido la costumbre de llamar a
Yolanda cada vez que le proporcionaban, de viva voz o
telefónicamente, tanto daba, alguna noticia sobre todo
lo que ocurría, porque todo suceso, de momento, y sin
desearlo, afectaba a sus vidas, y él lo consideraba terrible
pero adictivo, porque los envolvía y los centrifugaba, y,
así, aunque no lo deseaban, precisaban saber y saber
más y más y mucho más.
-¿No estás un poco harto de que siempre sean los
mismos nombres y los mismos sucesos, aunque los
cuente hoy Marcial Martín, mañana Lourdes o Irene o
Antonia o Martín de nuevo? – le preguntó Yolanda a
Álvaro mientras esperaban el ascensor que los subiera
del sótano de los garajes al tercer piso.
Y como todo acontecía excesivamente rápido y a
cada hora se producía un cambio en los sucesos, a cada
hora de cada día le sonaba el teléfono a Álvaro como le
sonaría a Hermes; o se llegaba aquella mujer, la mujer
de Javier, mujer estética y que nunca le proporcionó su
nombre, hasta su casa o al taller, y se lo explicaba, se lo
detallaba, se lo describía hasta el nimio detalle o hasta
que todo lo que se narraba precipitaba al fin, el fin del
día, que parece el cuento de nunca acabar, que nunca se
iba a poner el sol.
- Siempre dándole vueltas a las que acudían a
Berlangas, si se acostaban o no, si revolvían la casa o se
olvidaban una braguita negra de puntillas…
Por cierto, toda aquella información la compartía
con Yolanda de inmediato, porque pretendía, según le
exponía a la misma, tener la visión femenina del asunto,
ya que él por sí mismo, no llegaba a comprender el
porqué actuaba de aquel incompresible proceder
Lourdes, que táctica auspiciaba con respecto a él y a ella
y a todos.
- Es lo que ha sucedido – le respondió Álvaro
sencillo.
- Pero, ¿por qué ha sucedido? ¿Qué pinto yo en todo
esto? ¿Y tú? ¿No ves lo absurdo que resulta todo?
Y toda aquella historia, harto increíble, como
extraída de vaya a saber que calenturienta y como
regodeada mano de escritor en delirio, no podía, ni
debía, declararla a nadie más.
-Pueden tomarte por loca.
Lourdes lo había llamado aquella misma mañana,
veinte minutos antes de que marcase el teléfono de
Yolanda y echase a volar hacia su casa en su Peugeot
azul.
A ella le daba el tiempo suficiente para ducharse y
vestirse, bajar al portal y coger, al vuelo, el vehículo en
marcha.
Álvaro para aclarar sus nervios, golpeteaba musical,
pero sin ritmo con los dedos sobre el volante pelado del
Peugeot.
Alterado, llevaba la vista rabilarga ahora sí y ahora
también, nervioso, en el espejo retrovisor, temeroso de
que lo persiguieran.
Excitado, su cuerpo tomaba las curvas a la par que
el propio coche, como si él mismo dirigiese la maniobra,
y se entusiasmaba con las rectas, se erigía en el dueño y
señor del espacio que envolvía al vehículo cuando se
detenía ante un semáforo, y gritaba salvaje sin saber
porqué.
Agitado volvía a apretar afondo el acelerador y
removía el mundo con su energía neurasténica y
atravesaba el viento con la intranquilidad quisquillosa
de quién averiguaba hasta lo que debió olvidar, y
cuando sonreía porque controlaba la vida.
- Lo sé todo – le participó generoso a la pobre
Yolanda, que aún sea ataba el cordón del zapato
derecho – o lo intuyo.
- ¿Y qué es todo? – le asaltó Yolanda nerviosa y hasta
la coronilla de la undécima explicación proporcionada
hoy por quién sabe quién - ¿Y qué sabes? – lo reventó
en su voluntad con esta pregunta absurda.
- ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras en tus cabales? –
le recriminó Álvaro con su voz de rotundo tuno.
- No – en un grito de mujer histérica – No. Pero un
día las cosas son de una manera, al día siguiente son de
otra. Un día te muestran una película obtenida por
espionaje, y parece que el mundo se hundirá a los pies
de los que actúan en ella y al otro día estos actores
inéditos te saludan con una desfachatez propia de quien
vive la vida con cinismo – se detiene, coge aire – y ese
cinismo, hiere. Otro día el culpable de todo lo que
ocurre soy yo y hasta parece que mañana me contarán
que tú me has vendido.
Mientras recorren la callada ciudad de Aranda,
indiscreta y frívola, en aquel destartalado Peugeot azul,
a la hora a la que los barrenderos principian su labor de
echar las calles y van que navegan en las mismas aguas
de riego o se detienen en las churrerías a tomar ese
orujo que les destroza las gargantas y los bazos, hígados
y duodenos, y con un churrito de regalo por cortesía de
la casa, justo cuando el último turno de la factoría láctea
retorna a su casa para dormir la noche que han pasado
en vela y con la nata, y el nuevo alcalde besaba a su
mujer a la puerta de su casa, Álvaro le contaba las
últimas novedades que le había transmitido Lourdes
telefónicamente, rabiosamente, polvorilla encendida.
- Hay dinero de por medio – le confió agitadamente,
fibroso, las venas de todo su cuerpo poderoso
sobresaliendo enteras y soberbias, como canales de
riego en mesetas despejadas de siembra.
- ¿Y cuándo no hay dinero de por medio? – le
susurró labial Yolanda a Álvaro.
- Y más – le confió Lourdes a un Álvaro atónito por
la confesión repentina.
- ¡¿Dime, dime, dime?! – frenó Álvaro el coche de
inmediato y mientras descansaba su mano izquierda
sobre el volante, la vista y la otra mano exigían una
aclaración, porque ahora se le hacía la boca agua.
- Creo que Orlando guarda algo en los falsos techos
de la oficina – y se detuvo para crear la expectación
debida – y me imagino que es cocaína, y que todos se
dedican al trapicheo.
A la misma hora en que solía resonar el teléfono
cuando aún vivía Javier volvió a repiquetear
nuevamente en esta mañana fría y desmedida de un
septiembre nada lluvioso pero gélido.
Al otro lado de la línea se descubrió con su voz
desnuda Lourdes, aquella estética mujer que dos días
antes se situó ante él, poderosa, vestida de prendas que
costaban muchos días de su esfuerzo entre grasa y
bujías, de cambio de culatas y horas bajo el elevador
revisando tubos de escape y averías variadas. Traía los
ojos cubiertos con unas gafas de sol que impedían que
pudieran ser observados, y que cubrían también sus
pómulos, que le cubrían la sien y parte de la patilla
perfectamente delineada, y permitían observar la
perfección de la curva que trazaban sus pabellones
auditivos, la belleza del lóbulo de los mismos.
Sobre sus senos sobresalientes descollaba un
oscilante móvil, que colgaba de uno de esos modernos
llaveros que penden al cuello, predicando que allí
llamaban mucho o que la dueña era evidentemente
olvidadiza.
- ¡Cuéntame, cuéntame! – le pidió Yolanda con la
fuerza del ansia por saber o del cotilleo, colocando su
mano abierta sobre el hombro esternocleidomastoideo
de Álvaro enrojecido – ¡cuéntame, cuéntame! – que
sonó a los oídos de Álvaro como quien lo pedía, ya lo
sabía.
Dos horas y media permaneció al teléfono, a la
escucha, dos horas y media que perdió de dedicarlo al
arreglo de un coche por atender con exquisita diligencia
aquella llamada telefónica de Lourdes; un tiempo que
hubiera invertido preferiblemente en cambiar el aceite
a dos coches del mismo color y para revisar ese tubo de
escape roto en el coche propio.
Mientras escuchaba a Lourdes, en su mente echó
cuentas y preciso el coste. Al menos, y le sirvió como
consuelo, la llamada no la efectuaba él.
- Pierdes el tiempo escuchándola – le recriminó
Yolanda – Cualquier día de estos desaparece de tu vida,
¿y qué has ganado?
- Se va a Madrid, porque en León se siente
perseguida de nuevo.
- Y no la verás más.
- ¡Sí, sí que la veré!
- ¿Te das cuenta de que pareces un niño pequeño al
que le roban su chupachups?
Las dos horas y media arrancaron cuando Lourdes
le relato que al regresar a casa después de hablar con él,
se asentó en la mesa del despacho de su marido, el
pobre Javier que fallece en plena efervescencia de su
vida, cuarenta y nueve años tan solo, un crío, y miró y
remiró la foto del despacho con nostalgia, esa foto en
la que su marido se situaba en el centro de la misma,
entre sus dos hijos, y ella lo abrazaba a su espalda,
asomando su cabeza desde el hombro izquierdo, y lloró.
Se sentó en la silla sin más, con la foto en su vientre,
y dio vueltas, gira y gira entre lágrimas. ¡Cómo le
agradaba al marido girar y sentar en sus rodillas a Jesús
Manuel, su hijo pequeño! Pretendía sin duda que su
marido volviera a través de su vientre con tanta vuelta,
con tanta imprecación.
Sin conciencia de cómo procedía, se concentró en
mirar y revisar cada uno de los papeles que sobre la
superficie de la mesa reposaban, y comprobó que se
trataba de escritos que su marido había preparado para
operaciones futuras, cartas que nunca se remitirán, y
una tarjeta blanca, con la huella de una copa, donde
alguien ha escrito su número telefónico y que la mano
de su marido depositó bajo la foto familiar, esa misma
foto donde se enmarcaban los dos niños y ella misma.
Se le ocurrió en ese instante, sin razón aparente,
hurgar en los cajones, situados a la derecha, revolver en
los mismos para satisfacer una curiosidad que acababa
de brotar así, como un ¡Eureka!, con la alegría del
postre.
En el primer cajón apareció un sobre anaranjado,
perfectamente cerrado y aderezado con celo en el cierre
engomado, donde figuraba escrito caligráficamente,
rasgadamente, su nombre.
Con la imperfección en las acciones que nos impone
ciertamente la urgencia, rasgó mal el sobre, con unos
dedos frenéticamente, agitadamente, alterados, y lo
rompió.
Excitada, coléricamente rabiosa, extrajo del interior
del sobre unas holandesas escritas a mano con una letra
menuda y picuda, que reconocido de inmediato como
la letra de su marido. En las mismas, Javier le informaba
de todo, todo, y de la verdad.
Una verdad que, como iba a leer y a ver, que del
fondo del sobre cayó un disquete con archivos que
contenían grabaciones, consistía, en resumen, en un
asunto cuya materia la entretejía el dinero, el sexo y la
consecución del poder.
Antonio, su primo, escribía Javier, dibujó una
situación idílica, podían sisar mucha pasta a la empresa,
cerca de quinientos setenta y cinco millones de pesetas
en tres años, y repartírsela entre ellos. A parte de ellos
dos, debían participar en el engaño, el encargado de
Gestiones de Servicios en Aranda, la técnico del
ayuntamiento encargada de proponer las condiciones
del servicio a prestar; y, esporádicamente, y de una sola
vez, el concejal del ramo, un tal Marcial, al que llamaban
el “pichafloja”, que arrastraba a una serie de gentes que
le apoyaban, Lito Serra, el ex – alcalde de Aranda, Alba,
su sucesora natural, y, esporádica, la secretaria de
Gestiones, Belén, además de una tal Irene, que sale
siempre en los papeles.
Antonio dibujó perfectamente la consecución de la
concesión, la recepción del dinero y el reparto del
mismo.
La consecución pasaba por seducir a la mujer del
encargado, que trabajaba en el ayuntamiento, y hacerla
partícipe del hecho delictivo y atraparla en la red. Para
ello, contaba con Marcial, un concejal que le debía
todos los favores el mundo, que conocía cómo atraerla.
De esta manera, se la obligaría a proponer en el pliego
de concesión, una serie de cláusulas que sólo cumpliría
la empresa.
- Me ha contado Marcial, le dijo Álvaro a Yolanda,
que pasó varios días con Soledad en la casa de
Berlangas, y después de todo lo que pasó entre ellos en
aquella casa, de regreso a Aranda, apartó el coche a la
derecha y allí, sobre el calor del capó, le levantó la falda,
le arrancó la braguita de puntillas negra y el coche se
movía con los trompicones que la daba.
- Las cosas de Marcial con las mujeres le traerán más
de un problema alguna vez, si alguna lo denunciara.
La recepción del dinero se producía también a través
de ella, que tenía acceso a las facturas y podía eliminar
tantas como fuera posible y cuadrar cuentas a favor de
ellos.
Antonio supo siempre de la necesidad de mantener
a estos dos a su lado, que, en un momento determinado,
hasta bien pudieran interesar como cabezas de turco,
dada la poca consistencia de su personalidad, muy
volubles en sus opiniones e incapaces de tomar otro
camino por ellos mismos, que no fuera el trazado. Eran
perfectos.
- No sé cómo pueden – preguntó Yolanda – pasar
de un pervertido a uno aún mayor, y dejarse hacer
cualquier cosa.
- A alguna le obliga su marido, y a otras la necesidad
de dinero.
- No, de todas maneras, permíteme que no lo
entienda.
Durante los dos últimos años, se habían repartido
ciento cuarenta y ocho de los quinientos setenta y cinco
millones que debían recibir, y otros dos, según contaba
en una contabilidad propia Javier, se los gastó el mismo,
en compañía de la mujer del encargado, a la que sedujo
y con la que se acostaba día sí y día también en
Berlangas, tal y como le encantaba, borracho y drogado,
permitiéndose todo tipo de excesos, o en Madrid, o en
León; y hasta en Porriño, donde recogieron una maleta
de cocaína, que Javier enterró en el jardín de la casa de
Berlangas. Al final quedaban ciento veinticinco
millones en esta tesorería oculta y que dirigía la mujer
del encargado, el técnico del ayuntamiento.
-Creo que ese maletín es el que buscan todos – le
dijo Yolanda.
-Por eso rondan y rondan la casa de Berlangas –
remató Álvaro.
-Un día Orlando y Antonio, otro día Belén y
Antonia, o Soledad e Irene y hasta Alba…
Javier, en la última holandesa que leyó su mujer, le
aconsejaba dirigirse al despacho de su primo Antonio,
y entrar a matar para conseguirlo todo. La aconsejaba
realmente que se quitase la ropa y le revelase su
intimidad, que se propusiera a sí misma como el anzuelo
en el que picará esta piraña del sexo.
- ¡Y pídele hasta el último euro!
Proclamaba que Antonio era un cobarde y los
cobardes se echan siempre hacia atrás y van tropezando
con alfombras, esquinas y paredes, y no se arriesgan por
miedo a quedar como idiotas. Nerviosos, inquietos,
aflojan su decisión y prefieren morir.
- Por cierto, fue lo mismo que me aconsejó a mí que
le hiciera a Orlando – le señaló Yolanda a Álvaro, que
la miró extrañamente turbado – No, no me mires así,
era tu amigo – le explicó fijamente y detallista.
Contaba que tras acercarse como la fiera a su presa,
le tendiese un sobre a la mano o lo soltara para que caiga
sobre la mesa y le declarase que el sobre debía llenarse
con veinticinco millones en billetes de veinte euros y del
sexo, de eso, ya hablarías más adelante
- Está muy brava – le confió Jon – es capaz de todo
y ésta acaba en el despacho, seguro, para llevar a ese
imbécil al huerto.
- Ya será menos – le confió Álvaro, inquieto.
- No, no, que lo quiere arrastrado y pidiéndole
sopitas – reveló las intenciones de Andrea – y yo no le
quiero por mi casa más. ¡Valiente cabrón!
-Pero, ¿qué va a sacar de un pobre hombre como
Orlando?
Según prosiguió relatando ella misma, con su voz
entrecortada de emoción y con el don de la risa como
acento a cada palabra, se encaminó al despacho de
Antonio. Subió las escaleras con una determinación que
nunca supuso que pudiera disfrutar, pero que la llenaba
de gozo. Atravesó el umbral de la puerta y se dirigió en
un tono nada amable y poco conciliador a la secretaria
del mismo, mujer mal encarada y triste como un faquir
sin púas en la cama. La previno de que con seguridad
D. Antonio no podría atenderla, que permanecía aún en
mitad de una reunión crucial para el futuro de la
empresa.
En vez de amilanarse y huir con la cabeza gacha y
con las intenciones vacías, le apuntó que le indicase a su
jefe que la mujer de Javier estaba allí y que el futuro del
propio Antonio adquiría relevancia si la recibía, que
debía escuchar sus peticiones, y que decidiese con
buena cabeza o…
-Por cierto, nena, no trates de usted a tu puñetero
padre – le recriminó con voz de amazona cruel.
La secretaria pulsó el interfono y le explicó al del
otro lado, quién era la que quería ser recibida. De
inmediato, del otro lado pidió a la secretaria que
encaminase a la recién llegada a un despacho vacío y
que le rogase lo esperara no más de diez minutos, tan
solo diez.
Transcurridos los diez minutos, se abrió la puerta de
la sala de espera en la que la introdujeron y Antonio
entró decididamente, impetuosamente, pisando con la
puntera las pelusas de la alfombra y como a éstas,
pretendía atraparla, dominarla, acongojarla.
Sin perder de vista las instrucciones de su marido, se
desabotonó dos ojales de la blusa, y se agachó sobre la
mesa desde la cintura, permitiendo que Antonio
observara sus senos.
- Te gustan, ¿no es cierto? – lo entusiasmo
ambiguamente, si sí pero si no, o qué, y esa es la faz que
compuso el bobo babeante que a su frente perdía
líquidos.
Antonio sólo sudor, derritiéndose en agua, se izó del
sillón, y tropezó con la alfombra y con la esquina de una
mesita con revistas y periódicos del día. Ella prosiguió
hostigando, golpeándole la mirada pervertida con la
transparencia de su blusa blanca y esta falda
excesivamente corta.
- Si esto es lo que quieres, adelante, ¡vamos!, atrévete,
cabrón.
Tal y como predijo su marido en las holandesas que
leyera la noche precedente, el bueno del primo traidor,
sudaba y sudaba y sudaba y sudaba, sólo sudor su piel,
y precisaba aire, aire y aire, mucho aire.
Complicado por sí mimo en un drama recargado y
que no supuso jamás que le pudiera sobrevenir,
titubeaba ante esta una nueva dificultad que nadie
presumió, y menos que nadie él, aunque se consideraba
por previsor en sus cálculos, en mucha estima porque
sin abuela.
Desde la incertidumbre y profundamente perplejo,
se condujo ante Lourdes desde la más perfecta
inseguridad, imprecisamente cambiante, receloso,
temeroso, con la sospecha de que a esta mujer se la
notaba, se la descubría aleccionada por algún alguien
que sabía jugar al ajedrez, que movía las fichas, que
actuaba guiada por ese otro, aconsejada por quién sí
sabía cómo se debe atinar para ganar en situaciones
críticas.
Lo molestó enormemente el buen aplomo que
exhalaba al actuar contra él, la convicción, la confianza
y decisión con la que daba cada paso, sin desmoronarse
pero, a la par, no resultaba engreída. Desde la más
absoluta humildad, golpeaba con suficiencia y atinaba
en el blanco, desmoronándolo.
- No puedo reunir esa cantidad de dinero y menos
en tan poco tiempo – le dijo manoseando sudoroso el
sobre que le pasó, marcando sus huellas dactilares en
cada parte del sobre muy sobado.
- Siento mucho decírtelo, personajillo, pero lo quiero
ya, no tardes – le aconsejó – Y habla con tus amigos
forzándoles a aceptar la oferta.
- Al menos me debes permitir consultarlo con los
demás, ten en cuenta que en esto participamos otros
muchos.
- ¿Tantos? ¡Dios mío! No sé cómo os tocaba
cantidad alguna. Audis, putas, coca, güisqui del caro,
regalos excesivos en joyerías inalcanzables para
vuestros sueldos, y sois legión. ¡Aprendan, americanos!
- Supongo que tendrás algo que nos implique, que
Javier te dejaría pruebas…
- Sí, todas las del mundo, pero las dejé bajo
custodia… pero no te preocupes, te traje unas copias.
Aquella convicción tan diligente enervaba a
Antonio, pero ligero, veloz, diestro, que nadie se la da
con queso, la convenció de la necesidad de que le
permitiese, al menos, hasta el lunes para reunir la
totalidad del dinero y dárselo.
- De momento el sobre, para que me lo devuelvas
rebosante, mi amor – e imitó el deje de las telecomedias
americanas –, billetes de veinte, y comunícaselo a tus
amiguitos. El domingo, este domingo, lo quiero.
- Estamos a jueves…
- Reúnete cuanto antes…
Antonio agachó la mirada, demoró las pupilas, que
ya no la miraron.
Lourdes se lo contó a Álvaro y le trasmitió que
durante todo el tiempo que permanecieron el uno con
su muñón frente a la otra con su desparpajo recién
adquirido en aquel despacho, mientras ella le mantuvo
siempre la mirada y lo miraba directamente a los ojos, y
sin perderle ni por un instante la mirada, él,
contrariamente, mantuvo la vista a la altura de sus
zapatos, como si sus ojos sólo sirviesen para limpiarlos.
La produjo una especial sensación de victoria
observar que en ningún momento aquel hombre
soberbio, cabrón y rastrero, pudo elevar la mirada de la
vergüenza exactamente del único lugar que reservó a la
misma, el suelo.
Una satisfacción mayor que el acto de ver que sí, que
evidentemente cogía el sobre, que admitía que era
verdad todo lo que Javier la transmitió en aquellas
holandesas, y que, si el resto de los participantes, se
convencían ante las pruebas que aportaba, la cambiarían
el dinero por su silencio sempiterno.
-Reservaré este dinero para la educación de mis críos
– le reveló.
-Ten cuidado, el destino tiene siempre preparado
algo para nosotros – le recordó Antonio.
-Mi destino, amor mío, es estropearos vuestra vida
de engaños…
Al sentirse absolutamente dueña de la situación, a
pesar de que ya se había girado a la media vuelta y
emprendió su marcha a la puerta, aunque sin la guía de
la amabilidad de un buen anfitrión que la acompañase,
se revolvió al girar sobre los tacones seguros de sus
zapatos de Prada y retornó a la mesa, se inclinó sobre su
cintura y mostró a este mostrenco que nada apreció en
su vida de putas y travestidos, sus preciosos y coquetos
senos, de nuevo a la vista de aquellos ojos incapaces de
contemplarlos de frente, y le sopló victoriosa al oído
- Ah, por cierto, del chochito – se detuvo para
alzarse y mirarlo a los ojos de reo de muerte – de eso,
ya hablaremos.
5

En la casa iniciática de Berlangas, en un indefinido día de


cualquier mes de este último quinquenio, el ya ex alcalde Lito
Serra reunió a su tropa al mando. Coroneles, capitanes,
sargentillos de poca monta y tres o cuatro Venus silenciosas sin
brazos ni ropa, que ocupaban esquinas oscuras y sólo surgían a
la luz si se las requería con voz y mando.
En la casa iniciática de Berlangas, en el salón con todos los
ángulos oscuros y frente al sofá de verde color descolorido, erguido
y estático y desnudo se halla el comandante en jefe, en diálogo
diáfano y poco distendido con uno de sus susurrantes capitanes de
piropo y poco más.
-Lo de la entrega, ¿solucionado?
-Solucionado – respondió Antonio.
- Algo habrá que hacer – lanza de repente con su voz más
francesa el ex alcalde Serra – con ambas dos – alza la voz
barítono como un látigo de cristalillos espaciados – o nos joden
vivos.
- Del uno, ese que es de los vuestros – dijo chulapo Antonio
mandamás y muñón – te encargas tú – y detuvo el ímpetu sexual
que lo asaltó – De la otra, la cabrona – bajo el tono por si no
sabe qué – ya di la orden de que la humillen hasta que se sienta
tan sucia – y rió con risa de abusón – que nos pida marchar.
- Pero, ¿qué saben de todo? – preguntó Lito como si Serra no
lo supiera.
- Me temo que todo – respondió ponderando el Poncio que era
Antonio, Antonio Pilatos, que necesita pilates, lo delata los
pliegues de su vientre volcados el uno en el otro.
- ¿No sería más sensato darles el dos? – preguntó
afirmativamente el ex alcalde guasón.
- No – respondió Antonio ni o no, repetitivo – que al
presidente le ha dado por tener conciencia y pide que no se les toque
– explicó Antonio sin conciencia – que si ella es la hermana de
no sé quién, que si él fue el que llevo a cabo el no sé dónde – y
oscilaban sus dedos en el aire y entre la ondulatoria luz.
- En fin, la impasibilidad siempre fue un don muy nuestro –
le sonrió con las palabras como un secreto entre nosotros – y
justificar, justifican hasta Dios – y ahora sí que la carcajada
carcajeo sonora y sin destino.
Hasta rieron cada una de la Venus mancas que se ocultaban
en los ángulos sin luz de la habitación salón de la casa iniciática
de Berlangas.
Luego sacó una larga breva para él y otra igual para Antonio,
que contrastaban con las cortas vergas de ambos; y dos copas de
amplia base, que contuvieron una coñá cara, muy cara.
Ambos al unísono horrísono removieron la coña en el fondo,
olieron y aspiraron cada cual de su breva y expulsaron con sumo
placer, con los ojos cerrados, el humo.
-¿Todo entendido? – pretendió hacerse entender el maldito seas
Serra - ¿verdad?
-Sí – pretendió que le entendiese, Antonio.
Bebieron, aspiraron, exhalaron, rieron, se abrazaron.
-¡Alba – gritó ordenante el comandante en jefe Serra – ven y
chúpamela!
Y Alba se hundió en el ocaso, bajo la tripa inflada de un
vividor, al que nada le es ajeno.
Así recordó Álvaro que fue la segunda película que le mostró
Lourdes, a Yolanda.
-¡Ojalá se muera! – acabó Álvaro su función- Sería lo mejor
para todos.
- Para mí, mejor que no, o me veo convertida en la única
cabeza de turco, en el próximo chivo expiatorio – se ofusco
Yolanda, sorprendida con las últimas palabras gritadas por
Álvaro, a pesar de que ella también lo grito en la oscuridad de su
cuarto.
6

Bailaba sensualmente Soledad en mitad de un corro formado


por hombres desnudos que miraban babeantes a la vez que
abrazaban a una de las mujeres que tenían a su lado, desnudas.
Soledad iba cimbreando su cuerpo a la vez que se despojaba de
los pocos vestidos que la arropaban. Con cada movimiento del
cuerpo, soltaba una de las prendas – ahora el sujetador, ahora
una de las medias, ahora la braga, y lo último. Los hombres del
corro, además de babear, se solazaban con alguna de las mujeres
que, silenciadas, permanecían desnudas y quietas como verdadera
estatuas. Algunos de ellos sólo acariciaban senos y muslos, en una
o en todas; otros, sin embargo, y sin resistencia de las estatuas,
iban más allá. Cuando Soledad finalizó su desnudo integral en
forma de baile, consiguió que todos se acercaran a ella y la
acariciaran y la besaran y la llenaran de babas todo el cuerpo, la
piel desnuda. Orlando miraba a su mujer cubierta de ladillas
mientras penetraba a la coja que trabajaba para ellos, que
mantenía sus pezones erguidos contra las pupilas iluminadas que
la halagaban. Todos cargan contra Soledad como cargaba la
brigada ligera, cuatro plumas. Y con sus lenguas la lamían el
cuerpo, y con las manos acariciaban sus tetas, y con los pies
intentaban escalarla, como si deberían penetrar por su cabeza
dentro de ella. Lo más curioso es que mientras lamían,
acariciaban y escalaban, gritaban tu nombre, Yolanda, Yolanda.
-Sí, hombre, una panda de salidos con seis tías para ellos solos,
y gritan mi nombre – desconfiada Yolanda, se burla de Álvaro
que le cuenta el film a unos gritadores desconocidos - ¡Anda ya!
Para convencerla y vencer su escepticismo, lo contó la última
película. En ella, se podía observar a Orlando contra la pared de
su oficina con cara angelical, mientras oficia una mujer sin rostro,
una felación. Él compone un rostro de extraordinaria aceptación
de lo que le sucede y ella sorprende al público al hablar al mismo
tiempo que mama. Se la escucha decir: “échala, échala, échala”,
repetidamente. Por la voz se la reconoce, que se trata de Irene. Y
Orlando contesta con su voz de conejo tardío, “la echaré, a
Yolanda, la echaré”. De nuevo Irene repite el échala, échala,
échala, y sigue libando como una aplicada abejita y él sólo dice ya
“acaba, que yo la echo, acaba, que echaré a Yolanda, que la echo,
Yolanda, Yolanda, Yolanda”. Y así durante los diecisiete
minutos cincuenta y tres segundos que dura la cinta.
-Desde luego que este tío tenía una obsesión con ella – gritó
Javier en pleno bar – que creo que debía tener un retrato de
Yolanda en el baño para poder masturbarse.
Ella tenía derecho a su parte de viuda

Aquella mañana Yolanda arrojó con la fuerza de


pilates de sus piernas depiladas, las sábanas y la manta
lejos de su cuerpo, y las disparó fuera de su cama, contra
la pared y a los pies de aquélla, y quedó a la vista de
todos los presentes en esta habitación vacía, su cuerpo
desnudo.
-¿Qué os ha hecho la chica? – preguntó Teodoro
Carrión con su voz grave y su camisa de popelina y sus
labios que todo lo comprenden– Nunca la he visto
meter las narices en ninguna parte.
Se irguió de un salto tonto porque tropezó su tobillo
contra el larguero de la cama. Del daño que se produjo,
acabó por despertarse definitivamente. De pie, con los
ojos cerrados, agachada desde su cintura, se acariciaba
el tobillo dolorido, con fricciones suaves de los dedos
de la mano izquierda. Por el cosquilleo que se produjo,
persistió en este suave masaje en el maléolo hasta que
se diluyó el dolor entre sus dedos y se determinó a
caminar al baño, mientras arrastraba los pies,
escardándose el revoltijo de sus cabellos con ambas
manos a la vez, e incapaz aun de abrir los ojos soldados
con las legañas nocturnas.
-Nosotros tenemos nuestras razones – le contestó
Martín, el concejal de pantalones plush – que tú no
entiendes porque no vives aquí.
Al plantarse en el baño, se detuvo repentinamente
delante del lavabo, frente al espejo, bajo la luz que
doraba los marcos del mismo, y abrió el grifo y oyó el
ruido fuerte y gorgojeante del agua que se traga el
sumidero del lavatorio.
-Yo no sé – dijo Antonio – si es buena idea, de
verdad – se detuvo aferrando su chaqueta de trevira –
¡Igual tiene razón Teodoro!
Abrió los ojos e introdujo en los mismos la frialdad
del agua con sus manos doradas por el aire de la calle,
y, definitivamente despertó, y convincentemente se
encontraba consciente de sí misma, con los ojos bien
abiertos, y mirando la imagen que reflejaba el espejo por
el que esparció las mismas gotas de agua que resbalaban
ahora hacia el final del mismo.
-¿No te arrepentirás en este momento de lo que hay
que hacer y más al presente, que te he concedido todo?
– repitió Martín, viendo que se le escapaba una buena
cantidad de dinero entre el forro de sarga de su
chaqueta – La tía se ha pasado y ha de pagarlo.
Aquella imagen que se refleja y a la que no reconoce,
es la que precisaba ahuyentar, la del agrietado rostro,
ajada la frente, partida cada una de las facciones de la
faz sin paz, un rostro contraído por el tiempo, plisado
por las palabras hirientes y los ofrecimientos golfos que
de ella realiza a sus espaldas el bellaco de belfos
inmensos, de orejas planeadoras, un hombre de altura
desgarbada, como una línea que se encubre en la
geometría del mundo y se camufla, se enmascara, que
vigila sigiloso todo lo que ocurre, este encargado truhán
e indigno.
-Y si no os atrevéis vosotros – se arriesgó Orlando
con su voz de pito y su cara de flauta y su pantalón de
bistrech – ya me la cargo yo – y qué tajante sonó su voz.
Los senos no crecen, se pliegan surcados de
contracciones y encogimientos, ajados y secos. Yolanda
no se reconoce, sólo sufre ante su imagen especular.
-No me extraña – expuso Teodoro – siempre has
sido un cabrón – y se marchó del cuarto y de la casa y
de Berlangas.
Su último año se resume en acoso y sufrimiento, en
el cinismo que se oculta como veneno en cada palabra
que le dirigen y en los saludos con que la responden,
malas intenciones plagadas de celos, de envidias,
censuras y denuncias; y de nuevo el acoso, el cinismo,
el sufrimiento, desamparo y desagradecimiento.
-En realidad – y Orlando tuvo que chillar para que
Teodoro aún lo oyese – tú no la conoces.
La imagen del espejo, a pesar que conoce que se trata
del reflejo de ella misma situada frente a aquel trozo de
cristal, se le semeja ser su retrato que viviera realmente
en un cuadro pintado por el pacto con un diablo
angélico.
Abominó de su imagen como un doriangrey
arrepentido y se introdujo sin más en la ducha. Abrió el
grifo a su máxima potencia y permitió que el chorro de
agua potente y desgarradora, regase su cuerpo
envejecido prematuramente.
-Ojalá me arrancara la piel, como a una sierpe.
Sin duda suspiraba fehacientemente porque aquel
chorro hiriente le deshiciera de la piel, se la desgajase a
pedazos y perdiese así todas las contracciones que le
nacieron de un tiempo que no es suyo, de todas las
grietas que en el rostro ajado la marcaron como una res
recién comprada en un mercado de carne.
De lo que debería haber ejercido, pero se negó
tajante, con un no rotundo, como una res más en un
redil de reses que ni cabecean, las han lobotomizado,
una res silenciada. Más que reses, las observa como
monigotes a los que saturan de cocaína, de barbitúricos,
de alcohol, para ejecutar sobre ellos cuanto quieren,
para saturarlos con sus perversiones.
-Las vuelven el alma del revés, las arrancan la vida a
tiras.
Cuando Álvaro le ha explicado que la vendieron en
bandeja de plata como una de las que formarían parte
de las mujeres que irían a Berlangas para disfrute de
babosos inmundos, de Antonio muñón y tente tieso,
del concejal Marcial Martín, del ex – alcalde, Lito Serra,
y hasta para su propia encargado cabrón, ha brotado de
sus ojos unas lágrimas de coraje herido, se ha sentido
sucia, ha corrido sin mirar atrás, ha dejado tirado a
Álvaro, le ha sobrevenido a su cuerpo una infinidad de
tiempo, un envejecimiento prematuro.
- Tenía que ser yo el que te acompañase a “La posada
de Salaverri”, para que no sospechases.
- ¿Y allí?
- Comeríamos juntos, te drogarían, te subirían
alguno de los pisos superiores y…el resto, te lo puedes
imaginar.
- ¿Y te ofrecieron cuarenta mil euros? ¿Los
aceptaste?
- ¿Quién te ha dicho?
- ¡Todo se sabe en este pueblo, cariño!
- Me los ofreció Antonio, ¡pero no los acepté!
- Así que ¿ya lo conocías de antes?
- Lo siento.
- ¡Me ibas a dejar en las garras de esos hijos de puta!
– se detuvo Yolanda para tomar aire – ¡y lo ibas a llevar
a cabo por cuarenta mil euros! ¡Puto mentiroso!
Ha corrido, ha apresurado el paso, se ha urgido llegar
pronto a casa, pero huía sin lucidez, hacia ningún lugar,
o a todas partes, y únicamente reparaba en el sudor
surgiendo de cada poro de su piel, de su respiración que
se aceleraba cada vez más, cada vez más, y la agotaba y
se ahogaba y se agotaba y se ahogaba y comprendía
mentalmente que era preferible detenerse, pero no, hay
que persistir en la carrera, adelante, adelante.
Se ha percibido como una liebre que cruzase rápido
una carretera secundaria en el instante justo que la
recorre un viejo automóvil a gran velocidad, con las
luces largas dispuestas, y la cegase, y la confundiese, y,
así, se golpease con el bajo del mismo tan atolondrada
como se encontraba, pelándose el lomo hacia la cola, y
se desangre y se pudra, olvidada en esta cuneta,
eternamente.
Ni el conductor se baja a recogerla.
Al correr recordaba aquellos aciagos días donde
Orlando le recortaba el sueldo, le retiraba los privilegios
que había obtenido con el anterior encargado, le
enviaba varios burofax, anunciándole sus retrasos
injustificados o las ausencias provocadas por el engaño
y le suprimía días de descanso sin ningún tipo de
justificación o las razones que aducía para todo el
sufrimiento que la causaba era un simple porque sí entre
risas sardónicas
Había sentido la necesidad de abandonar el trabajo
en la empresa Gestión Urbana de Servicios, para no
volver a pisar por esa maldita oficina de sarcasmos e
inquinad.
O pedir el favor al mundo para que la ignoren, y que
la permitiesen vivir en paz. Sin duda, esto último le
hubiese costado un desembolso de vida propia enorme.
No le importa.
O dar la vida porque estuviese vivo su hermano,
Hermógenes, que sabría manejar la situación. Sin duda,
rememorar la imagen del hermano desaparecido, la
devolvió a la vida y con la confianza suficiente para no
amilanarse ante el asedio al que la sometía a diario
Orlando, y poder negarse en redondo a cualquier
petición con la que la requiriese. Lo notó este último, el
día en que la retiró parte del sueldo porque sí y ella le
contestó sarcásticamente.
- Tómalo como un préstamo.
Estaba cambiando. Yolanda, la antigua Yolanda,
definitivamente había muerto.
- ¿Y si conseguimos lo contrario de lo que
pretendemos? – les preguntó Antonio a Orlando y
Marcial, mientras se levantaba a llenar su copa de
nuevo.
A Álvaro le sonó el teléfono en el bolsillo y se lo
iluminó de manera insistente, repetidamente, como a
eso de las diez de la mañana, en el momento justo en el
que se dirigía a almorzar y a lavarse el rostro, por ver si
espabilaba.
La noche anterior no concilió el sueño, más bien
durmió muy mal, con constantes pesadillas que le
causaban sus eternos desvelos, y en un continuo desfile
hacia al baño para no conseguir orinar. Toda esta noche
sucedió en un continuo bañar de sudor en cada vuelta
sobre la almohada y con la vista fija en el blanco del
techo de la habitación, y de nuevo la vuelta al otro lado,
como cualquier Lorenzo, sudoroso en sus axilas, por su
tripa, de su pelo, sin pijama ya, para sudarse del otro
lado.
No rebasaba a su asombro después de escuchar el
listado de las personas que pararon por aquella casa, un
día y otro día, y, día tras día y los fines de semana
completos, que entonces, no la abandonaban ni para
comprar con prisas.
- Y si vieras las películas que rodó Javier– le
obsesionó Lourdes al planteárselo y deseaba ver las
películas – O quizá te las muestre.
Lo que sucedía en la casa de Berlangas, con todos
presentes, nadie podría ni imaginarlo, quedaba
salvaguardado porque ese entremeterse todos en todos,
actuaba como un rito iniciativo para el silencio sepulcral
que cada uno juraba que guardaría ante el mundo y
contra todos, y se ofrendaban a ellos mismos como
garantía. Así, no sólo se aceptaba participar en un
negocio sucio, acataban que anteponían morir de
silencio a contarlo.
De todos los que se listaban de la boca de Lourdes,
de la soberbia indefendible de Marcial Martín, le
sorprendía enormemente encontrar a Irene en la
misma, la que tantas veces llorase en su hombro, la que
tantas veces procuraba relatarle sus cuitas, la que, tras
acostarse con éste o con aquél y que no le procurasen
el trabajo prometido porque existía con anterioridad un
compromiso con otra persona y lo otorgasen a ésta,
venía a contárselo con el escote más profundo y sin
busier.
No le asombraba encontrar a tipos como Martín, el
“pichafloja”, convencidos de que perdurar en el poder
consistorial les proporcionaba el dinero y una pátina de
dominio sobre los demás, pero ante todo con las
mujeres, con el que correrse sus juergas.
Le asombraba leer en la lista el nombre de Soledad,
que trabajó con él de secretaria en sus días en la
Corporación, a la que conceptuaba como una persona
perfectamente equilibrada y poco dada al disfrute loco.
A Orlando, lo consideraba harina de otro costal,
mentiroso y calumniador, capaz de amenazar de
muerte, y, a reglón seguido, pedir perdón y pasar la
mano en caricias plenas de zarpas por la espalda.
El de Lito Serra, ex alcalde de Aranda, que pasaba
por campechano y abierto al diálogo, con su guitarra a
cuestas, lo sabía mujeriego y vividor, pero también le
asombró hasta cierto punto, porque no lo imaginaba
con la nariz pegado a una raya y, menos, con el deseo
de que a Álvaro le sacudiese la vida en su vida con
desgracias rotundas y se arrastre por el polvo de los
caminos de Cantaburros en verano.
Pensando en cada cual y repasando la maldita lista,
no concilió el sueño hasta que el cansancio lo rindió por
completo, cerca de las cinco de la mañana, cuando ya el
sol despuntaba en el oriente, pero no en su cuarto,
orientado al sur.
-No, no me hables de Berlangas – le pidió perentorio
el presidente de la Corporación, a punto de jubilarse y
presto a vivir la vida – No preciso de más problemas –
mientras le lanzó la mano firme a Álvaro atento, que le
devuelve el saludo, lúdico.
A Álvaro le sonó el teléfono a las diez de la mañana,
no lo oyó, dormido como se halla por el sopor del
cansancio de no conciliar el descanso hasta después de
las cinco de la mañana.
Ni lo oyó ni se despertó ni abrió la puerta del trabajo
ni tomó el café de media mañana con su buen amigo L.
González ni firmó los papeles que le organizó la
secretaria de la asociación de talleres de reparaciones.
Dormía como un niño y roncaba, sin que él se oyera ni
lo quisiera admitir.
A Álvaro le repiqueteó el teléfono a las diez de la
mañana y a las once y a las doce y a la una y a las dos y
a las tres, hora a la que finalmente saludó con un mal
despertar, con una gran dificultad para abrir los ojos,
cerrados con las legañas más pegajosas que nunca
hombre produjera, y un dolor insoportable localizado
en el riñón derecho.
Descolgó, pero no saludo ni requirió identificación
de parte de quién al otro lado le habla, se halla, que
gritaba ¿sí?, ¿Álvaro?, por favor. Álvaro se rascaba la
cabeza plena de cabello bien negro, con las patillas
largas, y se apretaba los testículos y se frotaba por
encima de las cejas el dolor provocado por el sueño y
se atusaba la perilla recién conseguida como la de un
escritor que emociona.
A Álvaro le volvió a sonar el teléfono y lo halló casi
despierto cerca de la una y cuarto, y ya capaz ya de pedir
que se identifique al quién que llamaba. Esperaba que
se tratase de Yolanda o de la secretaria de la asociación
o, probablemente, Mariano, al que le pidió ayer que le
enviase el vehículo hoy, y ya es hoy.
Lo cogió de nuevas la voz de Lourdes, que siempre
le impedía el habla y le robaba la vista, solicitándole,
personalmente y como un favor, que si hace falta lo
convierte en suplica, pero le insiste y le urge a que
consienta a hablar y no se inhiba al contestar a unas
preguntas sobre Yolanda, que procederá a realizarle uno
de los investigadores privados que ha contratado.
No se trata de que desconfíen de Yolanda a estas
alturas de la película, pero precisan convencerse que no
tiene nada que ver de verdad en nada de lo sucedido, y
con pruebas que la avalen. Le anuncia que no sólo
investigan a Yolanda, que ha de tener en cuenta que esta
agencia que ha contratado, investiga a todo el mundo
que se precisa investigar. Incluso a él.
-No somos lo que parecemos – le instigó Lourdes,
creyendo que él contestaría.
Ni que decir tiene que los investigadores lo
mantendrán informado, que así ella se lo ordenó, sobre
todo lo que hayan descubierto hasta ese momento y
sobre lo que descubran en un futuro y más si se trata de
cuestiones relacionadas con su amiga. Le anuncia que lo
llamarán y le cuelga.
A las tres de la tarde silbó el teléfono una melodía
conocida de una banda sonora cinematográfica. Rugió
del mismo un algo con el gruñido perfecto del león de
la metro, y chilló con una exclamación de placer
doloroso o de dolor placentero, bramó hasta que lo
descolgó el recién comido y presto a procurarse el
placer de un café, Álvaro Verdugo.
Ni le dio tiempo a ofrecer un educado “quién es” ni
un básico “diga” ni tan siquiera una palabra
introductoria, repentinamente y simplemente, una voz
horrísona le informaba que bajase cuanto antes al bar el
de la esquina de su casa, en veinte cinco minutos, si no
le resultaba molesto, inadecuado o impracticable.
A Álvaro tanto le daba tomar el café en su casa o que
se lo sirvieran en el bar, donde a menudo le invitaba el
mismísimo ex alcalde. De no muy buena gana aceptará
a partir de hoy la invitación, tras conocer lo que sabe,
que el ex alcalde, Lito Serra siempre sonriente, que
parece que rasga su guitarra a toda hora, y con ese
saludo inequívoco en sus labios, tan afrancesado, lo
traicionó o estaba dispuesto a ello.
Veinte minutos exactos se demoró en bajar al bar, el
tiempo justo para lavarse los dientes, limpiarse las uñas
con un cepillo de cerdas duras y cepillar sus zapatos de
punta con crema de cera negra.
Se cambió el mono de color verde lleno de grasa por
una camisa de rayas rojas y azules y un pantalón azul,
que le planchaba su madre en la casa familiar y se lo
dejaba en casa la vecina del tercero, para que luciese
limpio de pascuas a ramos, un tiempo largo e
incontable.
- Que cuando la gente se muda, es para acudir al
médico o al abogado – recordó el refrán mientras se
ajustaba el cinturón negro a su difícil cintura, demasiado
ancha.
Accedió al bar con el pelo recién cortado y su perilla
bien negra y perfectamente perfilada, a la manera de los
guardias civiles gallegos, que no lo reconocieron hasta
que pidió con su voz de vozarrón un café largo y negro
y ardiente, y doble.
Se asentó al fondo de la barra, bajo unas luces
indirectas pero intensas, con la espalda apoyada en la
pared, bajo un cuadro de un velero que surcaba un mar
embravecido.
Se fijó en cada cara y en las facciones que en la
misma se mostraba en todos los que bebían o
imaginaban otro alcohol muy distinto de aquel mal vino
que ingerían. Sostuvo su mirada en los que reían o sólo
presenciaban la vida en el bar en este momento, pero
ninguno le lanzaba la mirada indagadora, a la manera de
un detective, o cómo él creía que debía lanzarla un
detective. Los imaginó vestidos de negro o, mejor, que
se trataba de gentes que susurrarían en vez de hablar,
porque éste suponía un rasgo diferenciador en ellos que
los identificara en la lejanía de alguna manera.
Pero nada.
Cinco minutos después de que Álvaro accediera al
bar y ya se hubiera tomado su café doble ardiente y
negro, se abrió la puerta y se coló en la estancia vacía
un señor bajo y áureo que sacaba la lengua a causa de la
carrera que acababa de pegarse y se disculpó muy
amablemente por su tardanza y falta de puntualidad. No
volverá a suceder, de verdad.
- El tráfico, sabe – tan escueto en la disculpa, que ni
justificación aparenta.
Lo invita Álvaro a tomar asiento en una de las mesas
mientras ruega pedigüeño, pero lo pretende exigente,
un botellín de agua con gas de Vichy, de la marca y sólo
de esta marca. Álvaro pidió lo mismo, nada más que
tomó asiento a la mesa, frente al hombre bajo, que
extrajo una libretilla de pastas azules del bolsillo interior
de su chaqueta corta de color verde conjuntada con una
camisa de color melocotón, y un bolígrafo.
- Sabe que le haré unas preguntas sobre Yolanda,
¿verdad? – aunque le sobre avisó Lourdes, re – avisado
por este señor del “no – no”, cuyo torso dibuja medios
círculos descentrados.
Álvaro responde con el simple movimiento de
latigazo con su cabeza de manera afirmativa como un
demente, mientras le exige primero que le informe de
lo que ha descubierto hasta el ahora antes de las
preguntas.
El hombre bajo, peludo, le expone que ha indagado
en la vida de empresa que lleva Yolanda, con preguntas
inocentes a sus compañeros de trabajo y que son más
bien gente falsa, que la quieren mal e informan al
encargado de todo lo que dice y hace.
Yolanda es abierta y sincera, con una inocencia que
resulta increíble para una mujer de treinta y tres años, y
eso la pierde, porque los compañeros la tiran de la
lengua con cualquier comentario simplón, y logran que
hable bobalicona. Yolanda es dada a hablar más allá de
lo que debiera, no por lenguaraz, sino por ingenuidad o
campechanería, de puro ilusa.
Han descubierto, asimismo, que Yolanda ha sido
víctima propiciatoria de una conspiración por parte del
jefe de la empresa y de un concejal del ayuntamiento,
para rendirla psicológicamente y atraerla a las orgías que
organizaban en Berlangas; que a esta conspiración se
dejó llevar Soledad, más víctima de sus celos por creer
que Yolanda se acostaba con Javier, e Irene y el ex
alcalde Serra, pero por razones de índole política que no
atañen al caso.
- Querían llevarla a la “Posada de Salaverri”, y ya allí,
drogarla, para rodar escenas de sexo con ella y luego
chantajearla con la misma.
- Pero no pudieron, desde luego.
- Gracias a su miedosa manera de actuar.
- ¿Cómo se atreve? ¿Qué insinúa?
- Perdone, cuarenta mil euros le cautivaron.
- Si saben todo eso, ¿por qué investigan a Yolanda si
no tiene nada que ver? ¿Por qué me quieren a mí?-
preguntó igual de ingenuo y aún más campechano
Álvaro el traidor.
- Más que nada, por completar nuestro informe – le
aseguró seguro el que impartía seguridad inmediata.
El día veintiocho de septiembre, San Vicente Paúl,
amaneció escorado hacia el Duero, con todas las cosas
del mundo fuera de su lugar, el sol, la luna, los libros de
la biblioteca y los Santos y Vírgenes del altar que
Yolanda engrandeció en el ángulo oscuro del salón de
su casa, para que nadie en el mundo diera con la
correcta posición y solución para lo que sucedía en la
vida, porque nadie reconoce cómo solucionar los
entuertos y los vericuetos que los demás construyen
para que otros pierdan el norte.
Cuando Yolanda se despertó y se irguió sobre sus
riñones y se sentó sobre la almohada y miró a la
ventana, el día todavía no había amanecido. Por primera
vez en mucho tiempo, aquella noche no alcanzó a pegar
ojo en ninguna de las altas horas de desasosiego
nocturno por las que surcó su insomnio. Se giró hacia
su derecha, juntó e intentó pegar los ojos en sus
párpados y se reconcentró en su padre y en su madre,
que era el proceder en el que siempre conseguía
acomodarse en la almohada, aletargarse en el colchón y
roncar plácida.
Cuando se percibió a punto de dormirse ya, ahora,
¡venga!, un ruido o una luz o un coche a toda velocidad
por la calle o un hombre a pleno pulmón que silba esa
triste canción de la niñez y ella misma también o todos
los ruidos del mundo al mismo tiempo, impidieron que
soñase con la luz al amanecer.
Se giró a su izquierda, aun siendo la posición en la
que menos le agradaba dormir, porque en la pared que
quedaba a su frente siempre se le aparecían los muertos
de la familia o aquellas personas a las que más quería,
como Javier, aun sin conocerle.
Su nombre le vino de inmediato a la cabeza. Nunca
podrá averiguar por qué existen personas como ésta que
se involucran en la vida de los demás y si perciben en
alguien todas las dificultades que obstaculizan su vida,
se prestan a sí mismos para lograr que salga a flote y que
todo retorne a su lugar, dando su vida si se requiere.
Nunca podremos explicarlo.
Javier era bueno por naturaleza, pero no inocente, y
cogía al vuelo cada situación en la que se desenvolvía, le
ganaba a la misma todo lo que en ella se le ofertaba y
sacaba tajada. Ayudando a la gente, había obtenido
pingues beneficios, porque encontró en el camino a
quién exprimir, o de quién beneficiarse, pero siempre
procuró que estos se hallaran en el bando de la mala
gente, de los actúan contra los demás sin ninguna
vergüenza pero avergüenzan, de los que no tienen
importancia si cesan de existir, a aquellos que usan de
los demás y los machacan.
Murió, desgraciadamente, desapareció de sus vidas.
Ella soñó con su muerte. Cuando se dejaba ir en la
cama y se sosegaba recostada en su colchón e iniciaba
su retahíla de ronquidos, se descubría inopinadamente
echando gasolina en el depósito de un Audi, en la
estación de surtidores que existe entre Berlangas y
Padilla de Duero. Saludaba al dependiente, muy
popular, y nota que no es la primera vez que realiza esta
operación en esta gasolinera.
Se sentaba en su asiento y partía, y restaban tan
pocos kilómetros para la capital, Valladolid, que no se
ajustó el cinturón de seguridad. De repente, mientras
silbaba una conocida y preciosa canción, “la chica de
ayer”, sintió el topetazo en la esquina trasera derecha
del coche, un pequeño toque que le provocó perder el
control del vehículo, que volcó sobre su lateral
izquierdo y, dando vueltas sobre sí, acabó con la panza
hacia el cielo y el techo arrastrándose por el asfalto. Su
cabeza quedaba a la altura del volante y cuando el coche
colisionó con el quitamiedos, el airbag saltó sacudiendo
sobre su cara, y la noqueó. El sueño volvía a repetirse
completo durante toda la noche, despertándola. No
podía dormir.
-No sé cuántas veces quedé noqueada – le apuntó a
Álvaro
Los días siguientes y las semanas inmediatas,
Yolanda no conseguía pensar en otra circunstancia que
no fuera aquella, sobre la bondad y la muerte.
Los buenos siempre mueren primero, los hijos de
puta perduran en la existencia.
Se eternizaba en ella el insomnio debido a este sueño
sobre gasolineras, coches, topetazos y sacudidas,
eternamente repetido, en el que todos los elementos se
ensamblaban de la misma manera, en un eterno retorno,
concurriendo todos ellos siempre al mismo final.
Se giró boca arriba, se dispuso a vislumbrar el techo
blanco como quien lo espía, como quien se bebe las
palabras, y distraerse, así, arrobada, en cada
pensamiento, en su soltería, decidida inteligentemente,
y alcanzar el sueño de una vez.
Le producía una clara repugnancia imaginar, con
sólo imaginarlo, que alguien lanzase fluidos a su boca,
como había vislumbrado en las películas, por ejemplo,
en aquella en que el ex – alcalde de Aranda eyaculaba
sobre Alba González, en su rostro agradecido, o por
alguna parte de su cuerpo. Era de una animalidad
insoportable, y ella había decidido, desde que tuvo uso
de razón, percibirse siempre como un ser humano,
realizando acciones de seres humanos. El sexo así era
una acción animal, propia de otras fases evolutivas, de
la edad de hierro o más allá.
En estos pensamientos de bondades, muertes,
animalidades, sexo, y en el más allá, le acometió un
sopor profundo y pesado, que la zambullía a pasos
agigantados, muy rápido, rapidísimo, ipso facto, en el
sueño. Se durmió y soñó que volaba por encima del
quitamiedos de la carretera, sin tocarlo, sin que la
sacudiera el airbag del volante al fin.
La inquietud que se respiraba en cada uno de los
cuartos de la casa y que la transpiraba Álvaro, no dejaba
dormir al gato, que maullaba bajo la cama y sobre la
encimera, danzante y alborotador él mismo.
Tenso y agitado, Álvaro daba vueltas en la cama,
exudando su preocupación, por completo impaciente,
perturbado.
Ora se daba la vuelta a la izquierda, ora a la derecha,
ora se levantaba a orinar o a beber agua, a cada hora, sin
conciliar el sueño.
Impaciente, intranquilo y desazonado, se juzgaba
incapaz de alcanzar al sueño víctima de tanta reflexión,
en la que recapacitaba sobre cada suceso vivido,
especialmente, quería hallar el significado de las últimas
palabras que salieron de la boca de Antonio, el jefe
provincial de la Gestión de Servicios. No por las
mismas palabras que emitió de sus labios embusteros,
sofistas, sino en cuanto afectaban directamente y nada
discretamente a su maravillosa amiga Yolanda.
Consideró en este momento de la madrugada,
cuando en el prostíbulo del pueblo se reúnen los
hombres de carácter débil y condescendiente para
masacrarse los unos a los otros y al Hotel Soledad
entran salvaguardados, protegidos por el silencio de la
noche, los banqueros de la localidad y sus amantes
consumadas, por qué extraña e incomprensible razón
oculta y que no acierta a inteligir, la última pregunta del
inquisitorial café, que Antonio le efectuó sin cinismo,
era relativa a Yolanda, y por qué en aquella se refirió,
con explícita referencia, a la integridad física de la
misma.
El asunto de Javier resultaba más grave de lo que
supuso en un primer momento, era un charco de
mierda para el que no llevaba de momento el calzado
adecuado. De un fallecimiento corriente en un
accidente de tráfico, se había pasado a un capítulo de
extorsión a diversas personalidades, tráfico de
estupefacientes, proxenetismo, y ya se jugaba con la
integridad física de las personas.
Si Yolanda y Javier se hubiesen conocido, su vida
ahora corría un evidente peligro. ¿Habrían asesinado a
éste? ¿Y quién? ¿Y por qué? Este pensamiento
prorrumpe del desconsuelo y causa la ruptura de todas
las convicciones en la cómoda vida de Álvaro hasta ese
momento.
El cansancio del trabajo en el taller de reparaciones
de una Villa a mitad de camino entre lo industrial y lo
agrario, siempre dio con sus maltrechos huesos en el
bendito colchón.
-Me ha vuelto a seguir la policía – le dijo a Álvaro –
y creo que me han pinchado el teléfono.
Álvaro luchó denodadamente por poner a flote el
negocio familiar ruinoso, convirtió hipotecas en
recursos económicos positivos, acreedores en clientes
de la casa, y a los desconfiados y tristes habitantes de
Aranda, en seres confiados que dejaban sus vehículos
con la garantía de saber que quedaría tan bien o mejor
arreglado que en el taller de Burgos.
-Lo de la policía pase – convino Álvaro conciliador
– que me lo explicó el propio jefe de la misma – le
reveló secretamente el averiguador de la Villa y corte- ,
pero, lo del teléfono… ¿Te crees tan importante? Y lo
peor es que lo creas…
Cuando finalizó la reconstrucción de aquella
empresa ajena pero familiar, que ahora sí que llamaba
“suya”, había cumplido, sin enterarse, cuarenta y cinco
años.
-A pesar de todo, y que me lo tomó hasta con gracia,
¿por qué estoy metida en todo esto, Álvaro?
Álvaro estaba cansado, tumbado sobre el colchón de
un material novedoso, del que olvidaba el nombre.
Un cansancio que hoy parecía compuesto de un
material durísimo, que no le permitía que se pudiera
acomodar, y que no derrotaba a la mente reflexiva para
que se arrellanase y no persistiese en tanta pregunta sin
tino, y que ésta se convirtiera en miedo, en angustia, en
el terror que a Álvaro le impedían sosegarse.
-Por una sola razón – y toma aire antes de revelarle
la información explicativa – ellos creen que tú lo sabes
todo.
Ante lo imposible de reclinar su cansancio en la
almohada de pluma de ganso, se irguió y se levantó de
nuevo de la cama, arrojando a las patas de la misma
toda la vestimenta de ésta, y se encaminó a la cocina
para beber nuevamente agua de la botella última que le
restaba de gastar y que tomó de la alacena de la cocina
para calmar su abundante sed absurda.
-Ellos creen – descosida de su alma indiscreta, pobre
Yolanda – y yo no duermo, que las noches las paso en
vela…
El deseo de recostar su cabeza, de reclinar, si
pudiera, la mente y olvidar el terror ansioso que le
provocó esta última reflexión de lo más patética, le
obliga a permanecer más despierto, si cabe.
Camino de la cama de nuevo y con la boca
humedecida por el agua que bebió del vaso recién
lavado, pensó que, si deseaba dormir y sin más, debía
ingerir las pastillas que guardaba en el primer cajón de
su mesilla.
Dos de golpe para el interior de la garganta, un
esfuerzo para engullirlas y aguardar a que alcancen su
efecto, y si te tumbas sobre la cama, reposas la cabeza
en el almohadón y fijas la vista en blanco sobre el blanco
techo repintado, sobre una blanca nube imaginada,
sobre una blanca pared a brocha gorda lograda, en lo
blanquecino que pinta el poblado mundo, el sopor
penetrará en la mente con mayor rapidez, se cuela en su
interior invasor, irrumpe contras las imágenes que la
ocupan, y seda expeditivo, y duermes.
-Y yo, cariño, y yo – concluye Álvaro demostrativo
– que acabaré por pedir consejo a un psicólogo.
Cuando retronó vibratoriamente el despertador por
decimo tercera vez, la voz del locutor radiofónico
consideraba la seria posibilidad de atiborrarse con
pastillas para dormir y, seguidamente, sin dilación
dieron las señales horarias. En el sopor del despertar,
que si abro un ojo, que si es imposible, Yolanda no era
consciente de la hora en la que se le desenrollaban los
ojos, hasta que oyó la voz femenina de la radio anunciar
a pleno pulmón que eran las diez menos cuarto de la
mañana y que iban a persistir en el tema que venían
tratando desde la aurora, charlando con simpáticos
nutriólogos y endocrinos y con un sin fin de palabras
de uso médico sobre la obesidad infantil.
En ese momento, el mundo se le vino encima
porque le restaban quince minutos para fichar en el
trabajo. Se apresuró con celeridad precipitada a erguirse
de la cama, tropezando con uno de los soportes de la
misma en su tobillo con costra en la piel.
Apurada y apremiada por el avance imparable de la
aguja del reloj, que adelantaba precipitadamente,
aligeradamente, hacia las diez en punto, decidió no
ducharse, vestirse con la misma ropa de ayer y de forma
atropellada para salir embalada por la puerta de casa y
saltar apresurada, aligeradamente, las escaleras hacia el
portal de dos en dos para llegar cuanto antes al puto
trabajo y ser considerada productiva, y que no la
despidiesen.
-Con las ganas que te tienen – anunció Álvaro
rugiendo como un tigre
Cuando apareció en el portal, en el zaguán del
mismo, en pié, Álvaro la aguarda en espera de guardia,
fumando, con el Peugeot azul en marcha, y así le
comunicará las últimas novedades, y hasta todos sus
pensamientos nocturnos, esos mismos que le
impidieron dormir, y por los que precisó de seis pastillas
o más.
-Un día de estos, no despertarás. Aunque yo también
las tuve que utilizar…
- Pasa al interior, que hablamos – le requirió mientras
lanzaba lejos la colilla del cigarrillo recalentado y no
prestaba atención al augurio recriminatorio de Yolanda
múltiplemente enfadada.
En el interior del coche, le cuenta que la noche
anterior no había pegado ojo especulando sobre las
palabras últimas que le había imbuido en su mente
Antonio, al que hoy como ayer enjuicia como el rastrero
cabrón que siempre ha sido, mucho más que el propio
Orlando. Como no se atrevió a comentárselas en su
momento, ahora las especifica con todas las letras que
la componen, mejor para ella. No sabía a qué alcanzaba
a señalar con aquellas palabras ni a quién. Se devanaba
los sesos, ya no sólo por la noche sino en esta mañana
y en este momento, aún. No puede impedir que le robe
su vida este indeleble pensamiento y que le inhiba de
trabajar. No ha abierto el taller ni ayer por la tarde ni
esta mañana ni lo abrirá hasta que descubra la respuesta
a estas enigmáticas palabras. Le pide su opinión, como
mujer, que siempre adivinan en las acciones su verdad
con su sexto sentido.
- ¿Qué crees que deseaba transmitir con esas
palabras ese rastrero que te manda, ese cabrón? – le
preguntó a bote pronto y cerrando el puño con ira, la
misma que le provocó la excitación ante aquellas
palabras, una excitación que se fue convirtiendo en
brusquedad hacia las cosas, en coraje contra Antonio,
rabia contra el mundo, ese mismo que permite que
acontezcan las cosas sin impedirlo, e ira, mucha ira,
pero no iba a permitir que lo armase de esa furia que
empuja a cometer actos violentos, con saña, de los que
uno se arrepiente, y se reinicia el sistema.
- No sé – tan prudente siempre, tan circunspecta,
con una cautela que rayaba en la reticencia, y sus
respuestas eran elipsis con sordina para el mundo, ese
mundo que la trata a degüello por sus opiniones y que
la prefiere muerta o culpable.
Estuvo tentado en ese instante, espoleado por la
ignorancia afónica de su interlocutora silenciosa, por
este mutis triste que le pareció una estruendosa
deserción de la realidad, de ordenarle que bajase del
Peugeot azul y que siguiese con su vida hacia el final del
camino, si ocurría que se juzgaba capaz de seguir el
camino, si antes no se topaba a cualquier imbécil que la
usase en su beneficio y la expulsase expeliendo censuras
e historias obscenas de su paso por la empresa.
Deseaba que optase a involucrase de todo en aquella
historia, sobre todo, de cara a descubrir una salida,
aquella que les devolviese sin duda a su mundo de
siempre, al mundo de la inocencia, al mundo en el que
sus almas se perfeccionaban impolutas, al mundo de lo
monótono y rural.
- Parece que nada te importa, después de todo lo que
hemos sufrido, después de todo lo que han pretendido
colgarte – la censura.
- ¡No es cierto! – alega poderosa esta faz rocosa pero
confesa de ponderaciones – No es cierto – baja el tono
de su voz a una urbanidad amable – No sé si quiero
saber tantas cosas, no sé si es oportuno que tenga tanta
información y que compromete a tantas personas, a
pesar de que sean culpables. Según estos cabrones, todo
es cierto, ¿verdad? Por eso quieren convertirme en su
chivo expiatorio. Sólo Lourdes…
- ¿Sí? ¿Sabes dónde se encontraba ayer Lourdes? – y
se detiene para reírse con la mirada de los ojos de
sorpresa de Yolanda – En el restaurante Chuleta, de
Roa, con Irene.
Ante el enorme desconcierto de Yolanda, ante su
enorme extrañeza, Álvaro deseo no haberlo
manifestado jamás.
- ¿Y qué hacía con ella? ¿No estaba de nuestra parte?
¡Esto ya no hay Dios que lo entienda! – y se detuvo
reflexiva – ¿Ves? Estas son las cosas que no debes
contarme, porque sé cosas que no…y les doy más que
razones para que me liquiden.
Yolanda se confía ante Álvaro y le explica que la
noche precedente ella tampoco concilió su sueño y que
sucedían las horas tan despacio como camina por las
vías un tren militar. Sin poder dormir, se introdujo en
la ducha y abrió el grifo de la misma hasta su tope para
que un chorro de agua descendiera sobre su cuerpo
cubierto con el pijama que le regaló su hermana, y, así,
el agua que resbalaba sobre sus mejillas sonrosadas
camuflase las lágrimas que se desprendían como lama
de sus ojos.
- Todo debería volver a su cauce.
- ¿Por qué? ¿Acaso no te crece una sensación de
poderío mientras nos envuelve esta historia? – le
reprende con la mirada y con los gestos agrios de los
dedos furibundos este Álvaro, que esconde su propia
podredumbre.
- A nadie que le intentes hacer creer que todo lo que
nos ocurre es verdad, se lo creerá – le gritó gris la risible
Yolanda para todos hoy, que será cabeza de turco, chivo
expiatorio, salvación para todos estos culpables – Te
dirán que de qué cabeza calenturienta ha salido
semejante sarta de majaderías. No lo intentes.
- Sí, pero nos ocurre a nosotros, lo estamos viviendo
cada día – le refutó Álvaro valiente – y debemos
afrontarlo para salirnos de lo que acontece, que a
nosotros nos involucraron.
- Y la mejor manera de afrontarlo, que yo abandone
esta empresa para que te dejen en paz y que dejen de
hacerte daño a ti – le declara inopinadamente, como un
bofetón.
- ¡Ni se te ocurra, por el amor de Dios! Y más
después de lo que Javier luchó por ti, que dio hasta su
vida – le rebate mientras la abraza y la besa para que se
calme.
- Nadie se lo pidió – se desahoga Yolanda – Qué
aquí todos han empezado la cacería, y luego una resulta
ser la justificación perentoria para todo lo que ocurre.
- ¡Desagradecida! – le recrimina Álvaro, impulsando
su cuerpo desde las caderas.
- ¡¿Cómo?! – salta Yolanda, empapada del sudor que
le ha provocado los nervios – Espera que te diga que
aquí la rubia se ha llevado ciento cincuenta mil euros,
los demás ya los tenían, que se los repartieron, y a ti te
ofrecieron cuarenta mil – se detuvo a coger aire un
instante – Y a mí sólo me habéis permitido ser la que
cargue con las culpas, a la que llamen puta todos; y sin
ser culpable ni…
Álvaro la abraza y la besa y la pide perdón por aquel
momento de debilidad, al que acabó diciendo “no”.
Cuando la notó en calma, estuvo tentado de
entremeterla en sus reflexiones sobre la muerte de
Javier, que más que accidente, durante la noche anterior
lo estimó como un asesinato. Sin embargo, lo enjuició
en exceso duro para ella, que actuaba únicamente como
la confidente que ayuda a un confidente, y bastante tuvo
con esta manifestación de debilidad que acaba de
extenuarla y arrodillarla ante todos, íntimamente. Aun
no sabe bien cómo se vio involucrado él en todo esto,
sin ser parte ni arte ni llevarse la pasta; ni ella, sin
acostarse con nadie.
- Me ha llamado Jon esta mañana pronto – le confió
confuso entre lo que siente que debe decirle y lo que
estima que vale explayarse – Se reúnen esta tarde con la
mujer de Javier.
- Sabes, he pensado esta noche en toda esta historia
– le anunció comedida, sencilla – y creo que el chochito
al que quiere atrapar es Soledad.
Álvaro se asombra al oírla pronunciar ese nombre, y
como que se enajena ante el mismo cuando lo
desenmascara la voz voraz de Yolanda, y a sabiendas de
que él la conoce a la perfección y nunca alcanzaría a
pasársele por la imaginación el ofertar que Soledad
pudiera engañar a su marido o a su familia, tan buena y
amable y honrada señora que aparenta.
- Tú lo has dicho, que aparenta.
- ¡Cómo sois las mujeres! – le grita mientras se ríe
abiertamente.
- ¿No querías tú mi opinión como mujer? – se
carcajea ella también.
Yolanda descendió del Peugeot azul de Álvaro un
minuto antes de que finalizase el tiempo otorgado por
la empresa para poder fichar. Bajó las escaleras de
“Gestión de Servicios” despreciando la posibilidad de
caerse, a lo que no comprendía bien porqué resultaba
absolutamente propenso, como si se tratara de algo
desgraciadamente genético.
Para evitar llevar las manos ocupadas con cualquier
elemento que le impidiese apoyarse en ellas para
salvarse de un topetazo contra el suelo, colgaba en la
espalda una mochila de color indefinible, de imitación a
una marca muy famosa, donde portaba todo lo
necesario para un día de trabajo. Cogió su ficha, la
introdujo en la máquina a las diez horas y veintinueve
minutos, exactamente.
- ¡A tiempo!
Sabía que la ficha que había realizado se encontraba
dentro de los márgenes de lo establecido y, aún así,
Orlando, el encargado, un tipo rastrero y cabrón, la
abroncaría. Lo que no sospechaba era cuándo vendría
hacia ella con su cara de buen tipo, todo él orejas,
enclenque de pecho, sin omoplatos, con su cuello de
cisne, esos dedos de mago que se prolongaban en el
espacio, piernas de flamenco y un mentón de boxeador
de pesos pluma, y lo hirsuto cubría su carácter como un
disfraz.
Convendría con ella en que, evidentemente,
acordadamente, había fichado dentro de los límites de
la hora fijada y que los buenos trabajadores actúan de
esa manera, pero algunos trabajadores actúan aún
mucho mejor que otros, porque ocupan su puesto de
trabajo con celeridad y prontitud, y es de esos de los que
debiera tomar ejemplo.
La gritaría a continuación, acercando el rostro duro
a este rostro compungido de muchacha rara, de manera
muy despiadada e inhumano en el gesto que asedia a sus
ojos, de tan cercana la dureza que colinda con sus
pómulos, que reparó en el aliento ajoliente y advertiría
hasta la saliva líquida, y se contagiará de lo pétreo con
que la envuelve, intolerablemente, ofensivamente, pero
permanecerá estoica y sólida, consistente,
provocándole aún más, mientras él se alejaba.
Circulando entre los coches del aparcamiento
camino de la calle para iniciar su jornada laboral para
entrevistar a la gente que viene y va sobre la satisfacción
en los servicios que les prestaban, se aclaró de todo lo
que había acontecido en aquella arremetedora y
agraviosa semana, que comenzó con la muerte, confusa
pero en accidente, de Javier, prosiguió con aquella
mujer despechada, a la que la vida abandona cuando ella
llega a la plenitud festiva y al peculio absoluto, que se
enfrenta con Álvaro y le pide cuentas sobre las
relaciones que mantiene con su marido y para que le
revele quién es aquella que se acuesta con su marido y
cuál es la implicación indigna que cumple dentro de esas
relaciones con el mismo.
Una mujer despechada que busca, como ella
confiesa, el chochito en el que se acomodaba su tonto
esposo. Discuten, chillan, se calman, hablan y abandona
el taller de Álvaro casi convencida de su equivocación.
Al ir a mirar el álbum de fotos familiar, encuentra
papeles, fotografías y discos de ordenador, y en el
primer cajón de la mesa del despacho de Javier, un
sobre con cuarenta y cinco holandesas donde le explica
qué, cómo, cuándo, y, sobre todo, a quién y le lega una
serie de filmaciones obtenidas ilegalmente.
A Antonio lo fue a ofuscar y lo ofuscó, brava como
es, mientras le exigía lo que le pertenecía a su marido,
ciento veinticinco mil euros, en billetes de veinte euros,
billetes pequeños y que no llaman la atención social.
Aquél, encargado general de la empresa en la que ella
trabaja, además del dinero correspondería ofreciéndole
el nombre de la mujer que en Aranda se acostaba con
su esposo.
Esta tarde, mientras ella finalizará su trabajo, ellos se
reunirían con la mujer estática y rubia de la que no
conoce el nombre y todos los implicados la escucharán
y acatarán una determinación que es su petición y que
todos ellos avalarán.
Mas todo se complica en exceso y cada vez que
intenta interpretar lo que ocurre le ascendía desde las
vísceras un terror excesivo para que lo aguante una
persona de tez tranquila, que desea únicamente y sola,
vivir su vida.
Incluso comenzaba a inquietarse de sus jefes porque
los contemplaba como verdaderos monstruos, capaces
de cualquier tipo de sugestión, chifladura, o la muerte
de los otros.
Espera que todos ellos compareciesen un día en los
titulares del periódico como culpables de la muerte del
mismísimo Javier, segura de que fue asesinado, aunque
no deseaba trasladarle esta inquietud, probablemente
propia del pasmo y atontamiento de este huracán en la
que se veía involucrada, a su dulce amigo Álvaro, que
padecía lo suyo con haberse visto complicado porque
sí, envuelto en esta idiotez de adoctrinamiento sideral
propiciado por quienes se creen los padrinos de la vida
de los otros.
Su deseo, muy al contrario, consiste en aislarse y huir
de toda este escenario de circunstancias que se le han
venido encima, que la han abocado a un rictus de
tristeza, sin comerlo ni beberlo, sin propiciarlo,
circunstancias de las que no desea aprender nada más,
y le exige a la vida que no hubiese ninguna otra llamada
con nuevas noticias ni nada sobre las antiguas, y
comenzar a comprenderse completamente libre del
mundo de monstruos al que la habían abocado.
- Debe ser la única empresa – le confió Antonio a
Álvaro – en la que una empleada goza de información
privilegiada.
- ¡Porque deseabais verla arrastrada y ahora – calló
un instante mientras le pisó el pie con saña – os puede
el arrepentimiento!
- Ay, qué dulce eres – le espetó espectacular y
peculiar el hombre con todos los anillos.
En ella, todo su organismo en conjunto, acontecía
ferviente el deseo de cesar de cotejar datos o conjeturar
qué posibilidades en un suceso contenían el mayor
grado de probabilidad frente a otras que nunca
acaecerían en esta historia, a la que se vio complicada
por puro azar, encerrada en esta historia porque la
incluían a ella los monstruos que la confundieron con
otra, sin duda, que en sus sueños se los representaban
como botellas de agua salada que se inoculaban a su
cuerpo y la desecaban.
A veces, durante un solo instante pero que aspiraba
a que durase la eternidad, creía que todo aquello era una
bola, una inmensa mentira, que la mente perversa de
algún fratricida guasón gestó cada día, a cada hora, en
un solo minuto. Si todo finalizase ya, de la mano de un
auténtico verdugo, ya, por favor, de esos que son
profesionales y efectivos, ¡cuánta felicidad!
Sonreía al introducir de nuevo la ficha en la maquina
porque ha finalizado su jornada laboral y está tan
derrotada, más de lo que se aprecia, y más cada día,
perfectamente se la podría considerar asqueada de todo
lo que sucede a su alrededor. Tanto que mejor acaeciera
el desvanecerse.
Sin el uniforme se averigua por vez primera decente,
aseada, depurada, y todo el mal del mundo se concentra
en el mismo uniforme que cuelga en el perchero de su
taquilla, en la raya blanca del pantalón, en su superficie
roja, y allí y sólo allí, subsiste, y cesa.
Paseando sencilla y pulcra hacia su casa a través de
estas callejas y vericuetos que en Aranda recuerdan el
paso de la cultura hebrea, una casa junto a otra casa en
calles breves pero amables, prefiere olvidar todo tipo de
historias de los últimos días.
Camina feliz.
Al fin, sonríe.
Álvaro no había abierto el taller en los últimos días
más allá de tres horas y lo urgente ha excedido su
apremio, y ha estallado para traspasar a estado crítico,
sobre todo el vehículo de Tomás, al que le había
prometido que podía acudir a recogerlo mañana mismo,
aunque sea domingo.
Estas urgencias no son acordes a su vida, pero todo
lo acontecido ha evitado que concluyese el trabajo, y
que, con toda probabilidad no lo finalizase ni esta
misma noche ni mañana por la tarde. Incluso ahora que
se puso al habla con el mismo Tomás, se ofrece a
trasladarlo él mismo del taller a la casa.
Cierto es que ha decidido trabajar a destajo durante
la noche, a cambio de que no se frustrase la comida que
le ha ofrecido Jon, donde le dará cumplida cuenta de
todos los ultimísimos escarceos que ha habido como
oleajes en la historia genuinamente humana,
mortalmente verdadera de devaneos y vaivenes.
Al entrar al restaurante, al mesón el Pastor en
verdad, Jon ha levantado la mano en su mesa, aunque
se le apreciaba, sin embargo, sin necesidad de que
ofreciera el gesto, pero se agradece.
Se aposenta, con su mono lleno de destajo, frente a
frente, ante él, y bebe ávido de un torrente líquido que
le calme la sed por su afán de la golosa historia, una
cerveza tirada en una jarra helada.
Avaro Álvaro, quiere que Jon inicie el paseo de los
personajes de aquí para allá, y preocupado, anhela que
a la mujer de Javier nunca le ocurra nada malo, todo
para ella, vehementemente, ambiciosamente.
-Dadle a la viuda lo que le corresponde – le exigió
una tarde a Lito Serra, los dos de pie en la barra del bar,
con las copas en las manos y armados de sus afiladas
vistas.
-De verdad que aun no entiendo cómo te has liado
en esta historia – consiguió como una contestación por
parte del ex – alcalde guasón, de su fingida sonrisa
afrancesada – y vas a salir de la misma con los huevos
cortados – le auguró navajero castrador en plena Plaza
Mayor.
Jon no cumple la esperanza de Álvaro, y no dice ni
mu, sino que saca de su mohín al camarero
pantomímico que va dormido o es un mimo, con un
triscar de sus dedos solidificados, de puro granito. Pide
por dos para dos, dos raciones de morcilla asada, dos
de embutido ibérico y dos raciones de cochinillo, y una
botella de vino tinto Bagús, de López y Cristóbal, y lo
pide todo de carrerilla, que lo traía más que repensado
de casa. ¿O es que comía aquí todos los días por no
comer solo en su casa?
- Cálmate – guiña Jon su ojo en mueca de ya te
contaré, ya – Cálmate.
Disponiendo sobre sí en sus rodillas el paño de tela
que evita la mancha curiosa, la que siempre delata, relata
que la tarde anterior se reunieron Orlando, Antonio y
Soledad y Alba, en la casa del primero, todos revueltos,
y acordaron reunirse con la mujer de Javier, hoy, San
Vicente Paúl, a las seis de la tarde en Berlangas, en mi
casa para el caso.
- ¿Sabes que quiere comprarla Lourdes? – le informó
formal Jon.
Ésta le pidió que la acompañase, lo que hará a la hora
oportuna, porque realmente tiene terror a esa jauría que
sólo viven sin duermen para agudizar el diseño de sus
planes perversos.
- Has de saber que incluso ella ha evaluado la muerte
de su marido, y consideró que pudiera tratarse de un
asesinato.
- Igual que yo – clamó Álvaro desenvolviendo su
trapo de tela blanca sobre sus pantalones del mono azul.
- Igual que todos – le asegura augur y rabí Jon
vidente, iluminado vaticinador, que pone el punto y
final a lo evidente siempre.
Como un sonámbulo que además habla en alta voz,
Jon continúa relatándole que en la reunión del día
anterior se exigió que Lourdes presentase pruebas y se
le requirió asimismo por la cantidad que percibiría, con
la que aseguraría que su silencio será eterno, pero
firmando en un papel, por supuesto.
Esta tarde a las seis y media, quizá a la siete, le
plantearán tales exigencias. Les aseguró que en dicha
reunión, aportará las pruebas y se le proporcionará un
documento que firmará, sentenciando con él su
silencio.
- Cada vez se traspasan más límites y se cometen más
delitos – recela con cuidado de soliviantar a Jon, Álvaro.
- Cada vez intimida más la situación porque los
monstruos se han retirado la careta y enseñan sus fauces
demoledoras– le arrebata de un toque toda la serenidad
un Jon sabio y biológico.
- Sin embargo me atrae el horror que destila la
pesadilla que componen todos estos conocidos y
amigos, que me sorprenden con su capacidad para
provocar tanta angustia, hasta en mí.
- Sin embargo, la audacia de Lourdes me infunde
coraje, y más cuando ha descubierto que la mujer que
se acostaba con su marido es Soledad, y ha jurado
acabar con ella.
- Eso a ti te gusta, ¿verdad? Es como si tus ojos se
riesen de antemano con el sufrimiento ajeno.
- Qué quieres que te cuente si todo en mí es
transparente.
- Espero que no os suceda nada grave, que no os
descubran.
- Sólo espero que el denuedo de esta mujer dé sus
frutos.
- Mantenme informado.
- No lo dudes, te hemos implicado sin necesidad.
- Creo que me implicó Javier – y elevó la copa de
Bagús, semoviente la mano, que dona el movimiento al
líquido rojo que concluye un remolino de vida, breve en
el espacio, amplio en el tiempo – Por él, que consigáis
elevar su memoria al lugar de donde otros la
derrumbaron.
- Por Javier.
La comida finalizó sobre las cinco y media. Jon se
acopló a su coche, situado en un aparcamiento cercano
al restaurante, preparó el encendido y los cinturones de
seguridad y marchó rumbo a Berlangas, a la puerta de
la cual era guardián, y corredera.
Álvaro comenzó a marchar cara a su taller, con sus
plomizos pies, pesada la digestión, a pesar de esos dos
orujos que ingirió para paliar la pesadez del cochinillo
asado, y camina silbando como un enanito de los
enanitos que acompañaban a Blancanieves.
Poco a poco, sin apresurarse ni permitir que lo
agobiara el mundo, recorrió paso a paso los cuatro
kilómetros que separan la puerta de su taller de la puerta
del aparcamiento subterráneo del Sol de las moreras,
donde despidió a Jon, decidido a finalizar de una vez
por todas las dos o tres tareas que postergó por el
menester de yantar y para conocer de primera voz sobre
la condición y limitación de los otros, esos que ayer no
más buscaban su compañía por el favor de que les eleve
al exceso, y hoy no más se desahogan de su miseria a
través de la coacción, y sin conceder importancia al
daño que provocan.
Quién lo iba a decir de Orlando y menos de su
esposa, Soledad, a la que conocía de siempre, y que te
sonreía y te envolvía en su retozo, y te fijaba en su
mohín, y con un guiñó te vencía la voluntad y extraía de
tu interior lo que deseaba, la información que precisa.
Las personas como Soledad, arrastradas serpientes en
verdad, mantienen su posición social informando de las
penurias y las riquezas de los otros a aquellos que la
precisan para que mantengan un control efectivo sobre
las almas sin calor y ayudan, además, a quienes ostentan
el suficiente poder para ratificarlas en el lugar que
ocupan profesionalmente, socialmente, a pesar de que
no lo merezcan, porque son otros los que lo
consiguieron y se lo usurparon. Cuánta desesperación
destila además quién se acuesta con quien no es su
marido, aun éste lo consienta, para alcanzar las altas
metas que se proponen.
- ¡Mísera! – y apretó la tuerca de la dirección con una
fuerza más adecuada para retorcer cuellos o hacer saltar
la nuez de aquella mujer o desnucar conejos.
Sobre todo cuando recuerda cómo lo introdujo
aquella vez en una habitación vacía del ayuntamiento y
mientras se desbotonaba botón a botón de su blusa por
el supuesto calor, intentaba sonsacarle de aquí y de allá,
de éste y de aquél, sagaz, sutil, tan astuta como una
zorra.
Las nueve, lo marca el reloj de la torre del
ayuntamiento y se anuncian con nueve rítmicas
campanadas, y como una Marisol adolescente, que
sonríe y que se recoge el pelo con una cinta verde
esperanza, pasea Yolanda a la vera de su río, raspando
la ropa contra la pared del Hospital comarcal, un paso
en salto de baile a otro paso en salto de ballet, como un
cisne negro de un lago helado.
Se detiene, repentinamente, inconscientemente, al
observar en el aparcamiento el Audi detenido en la
parcela más cercana a la calle que desembocaba al
puente del Atardecer, precioso nombre que ella misma
propone para un derrumbe, para aquel puente nuevo al
fondo.
Cincuenta metros más allá del aparcamiento,
observó detenida frente un portal, el cuatro por cuatro
de la empresa, que conducía únicamente Orlando.
Descubrió sin querer, sin necesidad, contra su voluntad,
que la reunión del sábado, aquella que en la mañana le
anunció Álvaro, se estaba produciendo, o, al menos, esa
era la impresión que detuvo, paralizada.
No supo en ese instante si llamar a Álvaro o dejarle
tranquilo. Inconscientemente ya había extraído el móvil
del bolso y ante él, sólo marcar o no. En la mano el
móvil y al observar la pantalla, se sorprende del anuncio
de una llamada perdida, que resulta ser de un número
oculto.
El miedo se instala en su cuerpo, el terror invade su
mente, al temer que la misma provenga de esos
monstruos que se le presentan en sus sueños para
desecarla a base de inocularle agua con sal a través de
las venas.
Corre y corre, deprisa, deprisa, ni se detiene ni mira
hacia atrás, es la prisa con la que demanda que aparezca
ante ella la puerta de su casa, la cama, y se va a ocultar
bajo las sábanas, plena de terror y trepida y se sobrecoge
y aguarda que el mundo se olvide de que continúa ahí,
existente.
Es imposible, el mundo la persigue convertido en
una línea de sombra.
Quiere llamar a Álvaro, pero los dedos rígidos lo
impiden.
Álvaro intenta dar por concluido todo el trabajo que
va con retraso a causa de esta genuina historia de sexo,
dinero y poder que le ha centrifugado y que se eterniza
en su desarrollo, como la misma revisión del Ford que
realiza ahora y que le exigieron para antes de ayer, y que
no se puede perder de la misma ni un detalle.
Caminaba siempre parsimonioso, sereno, gente de
paz, de buen carácter, como el buen samaritano que
siempre confiaba en los demás y procuraba en lo
posible arreglarles los problemas y sin importarle si
debía llamar a la puerta del infierno o a las aldabas de
cualquier institución gubernativa o si sufriría por
comprometerse ante alguien y no obtenía aquello con
lo que cumplir el compromiso adquirido, el hombre del
mono azul lleno de grasa y un bigote enroscado de
guardia civil de los años setenta, Álvaro Verdugo Rojo.
Marchaba siempre con la mirada alta y fija en los ojos
de sus posibles interlocutores, que no le amedrentaba
jamás la mirada de los otros, ya que nada oculta oscuro
en su pasado ni menos agazapado en su futuro.
Transitaba por la calle con la determinación de quien
no se atemoriza ante los otros, esos que progresan al
poder al hablar mal de ti y de todos, con mentiras y
cuentos chinos, a base de inventar el daño y arruinar
vidas, gentes que viven bien cuando forjan el desaliento
para quien siempre vive amedrentado, y le obliga a
imaginar su presunta culpabilidad, falseada.
Paseaba sin achicarse ante los que saludan con la
soberbia por espada y la cobardía por la espalda y el
apocamiento por escudo, defendiendo su debilidad a
base de cortar el resuello de los demás pero siempre que
sean los otros los que procedan a ejecutar el corte.
Avanzaba sin temor a las mujeres que lloran en el
hombro cuando, acostándose con cualquiera para
obtener un puesto de trabajo, se desmoronan frustradas
cuando averiguan que el puesto ya se encuentra
comprometido por un débito anterior ineludible,
vuelven a llorar y cuando, sin aprender de su
equivocación, tropiezan en la misma piedra, en el
individuo que siempre las disfruta en la cama y que le
reprocha que sólo sirve para echar un polvo y arreglar
las cortinas, vuelven a llorar.
Zangoloteaba sin apocarse frente a la mujer que
trabajó a su lado, de manera eficaz y ordenada, muy
metódica y valiosa, con energía, pero le vendió por un
traslado al puesto de funcionaria que con ansia, exigía.
- Estuve a punto de cometer un error ayer – le dijo
a Yolanda, mientras miraba por la cristalera del bar
Chicote los coches al pasar.
- ¿Qué error que no hayas cometido ya? – le
respondió castrada Yolanda, a falta de humor y de
ganas, muy abatida.
Caminaba y no podía dejar de leer mentalmente a
cada paso la lista, la que conoce desde ayer, maldito
momento inoportuno, y que lo agobia, porque en ella
todos son personas a las que consideraba de confianza.
- Me fui a casa de Soledad, y hasta llamé al timbre.
- ¿Por qué? ¿Para qué?
Caminaba el buen samaritano que es Álvaro por la
acera que lleva del bar CC, en el que se ha tomado un
perfecto café doble y amargo, hasta el taller de
reparaciones, cuando, desde la otra acera, levanta la
mano del saludo para que se le vea, el risueño y rubio
Jon, que trota de su mano a un perro guasón, menudo
trajín, que le salta al pecho y le impide dirigirse a ningún
lugar ni moverse del sitio.
-¡Quería exigirle una disculpa! ¡Quería seducirla y
acostarme con ella!
- ¿Para qué? ¿Para qué sepa que lo sabes todo y qué
pueda echarte en cara que su vida es privada y qué haces
tú visionando lo que no debes?
Jon que además de elevar la mano y agitarla en el
aire, lo llama a pleno pulmón, la voz en un grito que
aúlla en toda la plaza, vociferando su nombre, y se
comporta como el perro que ruge, gruñe y ladra a su
lado y le salta y le impide que se traslade ni un solo paso
adelante.
- Menos mal que no se encontraba en casa, o no me
abrió porque permanecía ocupada.
-Y los niños en la escalera, gritando como
endemoniados.
Jon que además de elevar la mano, agitarla y gritar a
pleno pulmón, salta de manera ridícula, para convocar
su atención o por ver si al mirarle los demás, también
acaba por atisbarle Álvaro ensimismado, Álvaro
despistado, Álvaro que camina como un muerto
viviente, y se acerca a saludarle y charlar un instante.
- ¡O te echo al perro! – le gritó Jon agotado de saltos,
agitaciones, elevaciones y de tanto aullido, que ya no se
distingue si provinieron del perro o de la garganta del
hombre.
- Todos los maricones son sordos – le indicó a Jon
aquel que lo rebasó, cigarrillo en la mano y la mirada
siempre extraviada e inmoderada.
Álvaro cruza desde la acera desierta que bajo el sol
se agrieta, y se disculpa ya cuando comprende que
resulta deplorable no haber caído en la cuenta a la
primera, antes de que Jon necesitara ejecutará tantos y
tan tontos aspavientos delante de tanta gente que
desfilaba a su lado, y que lo creerá sin juicio o poco
menos. ¡Poco menos!
Álvaro franquea la puerta del bar y va pidiendo dos
cafés, solos, largos, amargos y ardientes, cuando Jon ata
al perro a la entrada del bar Plus Ultra, en una señal de
tráfico doblada de tanto topetazo que le propina todos
los días tanto coche que se conduce por tanto ebrio.
Álvaro se acoda en la barra del bar, al final de la
misma, bajo el cuadro del velero que atraviesa un mar
nada proceloso y agitado, y Jon saluda al comienzo de
la barra al alcalde de Berlangas, que es primo suyo, y
dueño de la fábrica donde él se encarga de las ventas y
las entregas, con prontitud de adivino.
Jon se ríe a carcajada batiente, pero Álvaro no
conoce qué chiste soez la origina y que el alcalde y
empresario le ha contado con la jactancia propia del
relator de chistes popular.
Álvaro a cambio vierte el azúcar en el café y solicita
otro sobre, que si bebe el café no es sino por el azúcar,
por el dulzor del líquido ardiente en el paladar herido.
- Nunca sé para que lo pides amargo – le reprocha
Yolanda – si al cabo lo colmas de azúcar.
- Y de aguardiente – precisa con lengua de lengüeta.
Jon se despide de su primo, del alcalde y jefe al
mismo tiempo, la trinidad en una sola persona, y
especula cavilando sobre el misterio de la trinidad, aquí
puramente político el tal misterio, y se enfrenta a
Álvaro, que se persuade abstraído de que la verdad
nunca le convence si proviene de un rostro serio y
nervioso, grave y agitado, como si lo zarandeasen,
porque es la verdad que catequiza, pura demagogia.
- No sé lo que hará ésta – le confiesa Jon a Álvaro –
Siempre ha hecho lo que ha querido, pero consultar, no
se le puede reprochar que no haya consultado, que
conste.
Jon le comenta cómo acudió a requerirle su consejo
cada vez que ha acontecido algo grave o muy grave, y
que con él ha comentado todas las posibilidades, las que
creía mejor, y el porqué lo creía así.
- Luego, siempre ha hecho lo que ha querido, como
si lo tuviera planificado de antes.
- Desde luego que aparenta que lo tuviera más que
planificado – confirma Álvaro con su palabra de ley.
Jon le explica que le pareció magnífica la idea de
seguir a toda esta gente con un par de detectives
privados. Un gran acierto, que ha dado como resultado
el que Soledad y Orlando hayan contribuido con sus
nervios a descubrir al resto, a cada uno de los
implicados, desde los más bajos, que han resultado ser
ellos, hasta el más elevado, que no puedo revelarte
quién es. Se irá descubriendo poco a poco.
- No podrás creer la de gente que han desenterrado
en estos días de investigación y que se perfila cómo
implicada en el asunto.
- Lo sé – confirma la voz de Álvaro – que podría
darte nombres.
- No te creo – le grita Jon mientras el café le salta
por la nariz.
- Te vale Alfredo, por no decir, el nombre del marido
de Rosario, por ejemplo.
- ¡Jodé! Estás al tanto, muy atento.
- En Aranda nada es un secreto – concluye Álvaro.
Un asunto que ya sí que resulta oscuro y grave y muy
sucio. Un asunto de dinero para unos, de sexo para
otros y de cruel venganza para todos, y de trata de
blancas para muchos y de drogas para todos. La
venganza que espigan contra Yolanda, con una
inexplicable crueldad y el ensañamiento que habían
preparado para ella, no es entendible, a no ser que
medie algo personal.
- Es personal, muy, muy personal – le revela Jon.
Creen los investigadores que todo se inicia cuando
la loca funcionaria investiga la cartera de Javier y
encuentra el carné de la chica. Se vuelve celosa y cree
que éste se ve secretamente con aquélla, y más, cuando
Javier la escamaba aún más haciéndola dudar, al no
descubrirle con quien se veía en Aranda todos los días,
al no apuntarle un nombre.
La funcionaria tramó con su marido un plan para
echarla de la empresa, para arruinarle la vida. La
persiguieron con la pretensión de encontrarla algún día
con él subiendo a casa o a un motel o donde fuera, o en
el propio coche de Javier.
Si la sorprendían con las manos bien agarraditas en
él, se la aceptaría por la putita de éste y por la que se
sustraía la pasta que correspondía a todos. Además de
los celos personales de Soledad, entraron en juego los
celos profesionales de Orlando, ya que Javier, no
contento con que aquél estuviese al corriente de que se
acostaba con su mujer, le avasallaba recordándole que
en cualquier momento podrían sustituirle por Yolanda.
- Es más lista que tú – le sugirió – y no tiene que
interponer a nadie para conservar el puesto – que sonó
como un disparo al centro del pecho.
La siguieron de manera tal que hasta cuando inició
sus vacaciones, le apostaron tras de sí a alguien para
saber dónde iba, a qué autobús ascendía, si viajaba en
coche particular…
El año pasado, sin ir más lejos, cuando Yolanda
arrancó sus vacaciones, tuvo detrás de ella como su
sombra al mismo Orlando, que la vio colocar su pasaje
en el autobús a Burgos, lugar donde imaginaron que la
recogería el mismo Javier, que, en ese momento, y a la
vez, tomaba las vacaciones. Y más que una invención
de sus magines en acción, obró el propio Javier para
propiciar que así lo discurrieran.
Coincidió en el tiempo con lo que me describiste,
aquel día en el que pedaleó Orlando a tu taller para
preguntarte por Yolanda y te confesó que se encontraba
mal porque una puta y un cabrón le hacían la cama.
Pensaba el ladrón que todos son de su condición y que
Yolanda y Javier no sólo se entendían amorosamente
sino que confabularon una conspiración contra él.
- También tenían un plan contra ti, que con el tal han
atinado los investigadores.
La gente que han descubierto como implicados
parece que te odiaban y que perjuran cada día más de
diez veces contra tu persona.
No se sabe bien si por algún suceso anterior, o
porque conociste a mi primo o porque ayudaste a
Yolanda y la libraste de sus pútridas garras pérfidas o
por todo a la vez, pero se han obligado a esparcir una
serie de bulos sobre ti por cenas y despachos, o echando
la partida en la mesa más golpeada por cartas y nudillos,
o entre los dirigentes más confiados de los partidos
políticos, o en los actos institucionales más
rimbombantes, en esos de pañuelo cachirulo y todo el
garrote vil, y en todas las reuniones de patio de vecinos,
lo más propio para propagar mentiras mediante el
cotilleo indecente, insidioso.
Todos ellos, sin excepción, han propalado
necedades y mentiras. Menos mal que yo te conozco, y
doy fe de que nada de lo que han voceado se
corresponde con la realidad, puras patas de gallo lo
divulgado, bufidos de pregonero, arranques de
despropósitos.
- Las necedades, necedades son, y más allá de que se
emitan o no, ni daño provocan – quiso auto
convencerse Álvaro.
Tratar de transmitir que se te debe considerar
persona non grata, sí que no tiene perdón, porque dan
por hecho que no sólo te equivocas, como nos
equivocamos todos, por cierto, si no que todo lo urdes
adrede para el despropósito y con la finalidad de
obstaculizar y romper la sociedad arandina, y eso como
no se puede saber nunca si es falso, permanece en el
magín de la gente. Lo que considero claro y ya verás lo
que aparentas ante el mundo, que persisten en proceder
contra ti.
Todo lo que te cuento ahora, todas las mentiras
propagadas, lo elaboraron en la casa de Berlangas.
- Y ya siento que en mi propia casa se produjese
todo, donde todos se la metían a todos –le recordó Jon
– y en mis mismas narices, y yo sin catarlo.
Quien iba a suponer que las noches de todos los días
y los fines de semana íntegros, se reunieran en la casa
de mi hermano, para celebrar esas orgías. ¡A cualquiera
que le refieran que en aquella casa a veinte metros de la
mía, se celebraban todas las noches y fiestas de guardar
y los fines de semana más largos, hasta el lunes mismo
a la hora de fichar, sucesivas interpenetraciones de
dolor y gozo, guiadas en su desarrollo por la “harina”
de otro costal, pero que la encuentras si cabe en todos
los costales, y en las que todos innovaban con todos,
manufacturando posiciones inimaginables que nunca
convinieron los diversos autores a describirlas en sus
kamasutras, ni los sexólogos de postín a convencernos
de sus bondades.
- A veinte metros de mi casa, y jamás me enteré, se
consumaban las fornicaciones silenciosas al anochecer.
Y la última orgía que perpetraron entre la noche y el
alba misma, del día en que murió Javier.
En la cinta que grabó se puede ver cómo compareció
en la mañana, abrió la puerta y en el ambiente se
asentaba el dióxido de carbono de los braseros que
utilizaron para calentar la casa, fría como un
congelador, que nunca se abrió porque nadie en el
pueblo sospechase. Allí los encontró tirados sobre el
sofá, en la alfombra, en los colchones y en somieres que
ellos mismos habían traído de sus casas, intoxicados.
Abrió rápidamente las ventanas de la planta baja,
donde tosían y se agarraban los pulmones Soledad
desnuda sobre Marcial “pichafloja”, con la picha
párvula. Irene borracha y vomitada, carne de hedor,
abrazando a Antonio sin peluquín, llorando de los ojos
irritados por el aire envenenado, esputos de sangre que
escupe sobre el pelo de Belén Vicario, que se tambalea
de un lado al otro de la sala y busca la mesa donde
reposan cortadas unas rayas de cocaína mientras realiza
el ademán de sorber por su nariz y chilla y se queja de
que ninguno de los machos presentes la utilicen.
Aceleradamente se le observa subiendo las escaleras
por si hubiera más gente en el piso superior. Abre una
de las puertas de las habitaciones principales y descubre
a Orlando aferrado a una mujer mórbida y que cojea,
que es una de las trabajadoras de Gesburvi, gritando que
le duele el pecho tanto como tanta la altura en la que se
aguanta su tontería y que expele como el aire que lo
alimenta, en las palabras que emplea, y también les
franquea la ventana y les despeja el ambiente, pero la
mórbida y coja ni se entera del monóxido de carbono,
que persevera profesoral en la restriega, que refriega, del
miembro erecto con la cojera, generosa.
En la otra habitación, el ex alcalde, Lito Serra,
ventoso y mugiente, se arrastra desnudo por el suelo
sucio de la habitación inhabitable, tosiendo y
vomitando, para sacar de debajo de la tierra el aire que
le falta para respirar, para vivir y en la cama caliente
vomita solita y tajante todo el alcohol y mucho semen
la concejala Alba, al alba, que sólo jalea lo que especifica
su alcalde siempre aullante.
Nadie que los observara ahora arrastrase o vomitar,
agarrarse el pecho por el insoportable dolor doloso,
creería que sólo tres horas antes, el ex alcalde Lito Serra,
soportaba en su mano derecha una copa de buen
brandy mientras le exigía a la concejala que todo lo que
se ulula lo jalea, que se arrodillase para aferrar con la
boca su pene pepito.
- ¿Por qué nos los dejó morir? – se lamentó Álvaro
- ¡Debería haberlos dejado morir! Con lo fácil que
hubiese sido cerrar la puerta y marcharse…
Le duele enormemente que su primo se viese
implicado en toda esta conspiración de Berlangas por
su mala cabeza o por su exceso de ambición. Sin
embargo, le compensa saber ahora que Antonio, el muy
cabrón, inició todo el cotarro y después, por la buena
planta que poseía Javier, le pedía que lo acompañase
para que el lío no perdiese emoción y cada vez hubiera
más gente implicada dentro de esta rueda de silencio.
Porque, ¿quién se iba a atrever a confesar, extraído
de entre ellos mismos, que se concurría multitudinario
a la última casa de un pueblo perdido y con una
población mayoritariamente estival de una provincia
kafkiana para drogarse y fornicar a diestras y siniestros?
¿Del reparto de qué película ridícula y pornográfica
creerían que se habría escapado un bocazas de tal
magnitud?
Seamos serios, a las mujeres que atraían persuadidas
hasta aquí para fornicar si no se envolvieran en esa cara
lencería de lujo, no guiarían a nadie hacia la lujuria. Si
les desabrochas el sujetador, los pechos se les caen a
peso, y son sólo tetas, cosa tan vasta, tan basta, ¡qué no
quiero verlas! Acaso por ello se drogaban aquéllos, por
no reparar en esos vientres estriados y en esos ombligos
oblongos, en esos pubis totalmente depilados y sin
brillo, que permiten manejar a las claras toda la flor
secreta, como en las películas pornográficas, seca.
- Seamos serios, no tienen clase, pero sirven y vale.
- Yo me presente voluntaria – se justificó Irene ante
Lourdes en el bar La Chuleta de Roa ante un buen asado
– porque haría cualquier cosa que me pidiese Lito.
Antonio abandonó el barco porque no peca de
ignorancia y se percata de adónde le conduce aquellas
relaciones laxas, afroditas y sodomitas, pero sobre todo,
al caer en la cuenta de que se ha rodeado de verdaderos
idiotas. Javier, a pesar del consejo que le presta Antonio,
persiste. Sigue yendo a la casa de Berlangas, persiste en
quedar con Soledad, insiste en importunar e irritar hasta
el agobio a Orlando y a Martín, disfruta con incordiar a
tanto idiota y busca que se venguen de tan irritados.
-De todas maneras, prosigue sus relaciones con
Soledad en casa de ésta, y ya te contaré –se desahoga
conjurado conspirador Álvaro, que siempre está al día
en dimes y rabietas.
Personalmente sospecha Jon que permaneció por
dominar a tanto idiota sin clase, a tanto baboso de
chochitos y culitos cualesquiera, y satisfacer su
necesidad de justicia.
- Pero sólo es mi opinión, claro – y siguió - Por
cierto, tú que la conoces bien – le participó a Álvaro –
¿Por qué mi primo ayudó a Yolanda? ¿Qué le dio ésta?
Hay factores de esta historia que se me escapan.
Aquella noche de nuevo retorno a su vida la sombra
negra, como una línea que se remonta desde el viento y
que la acompañaba de aquí para allá, y que sólo se hace
visible instantáneamente en la pared de su habitación
cuando adviene la oscuridad, como un reflejo flexible
de un espejo reversible.
Vista y no vista.
Un nuevo sueño insólito y de nuevo el insomnio
inmemorial.
Lo único que sentía en este sueño de insomnio que
acontecía era la sed que la agotaba y la arrastraba por un
suelo negro, muy negro, incapaz nadie de poder
observarlo pero que permanecía a sus pies. Caminaba
sobre éste.
Podría describir el lugar que es como su misma casa
o es su casa misma, pero posee paredes pintadas con
colores brillantes y se cubren las puertas sin puerta, con
cortinas colgantes de estampados rocambolescos.
Atisba ahora, vestida con una bata del mismo
estampado, a una figura alta, fuerte, sana, que se acerca
a recibirla mientras le muestra un cajón rojo con una
guitarra en el interior.
La sed la deshonraba, pero la conservaba como el
formol o como conservaba la misma sal, la
empequeñecía en la salazón.
La sed se agudizaba a cada momento, en cada paso,
por cada palabra que emitía su seca garganta, ante la
nada que la envolvía, entre la soledad que la guiaba.
La sed la revestía con un traje de diseño, con una
sonrisa intensa y cargada de salobridad, que la convertía
en una liviana mancha de sazón que no se lava ni
cepillándola ni raspándola, que no se elimina de la vida.
La sed se esmera por hundirla, quizá apartarla o
excluirla, ahuyentarla, expulsarla, quizá del paraíso,
quizá de esta vida, y no la lustra ni la abrillanta ni la
aclara.
La sed como una droga es el engaño que la precipita
en el vacío de su propia ausencia, en la negación.
La sed es ardid que cansa como el sonido de la gaita
pejiguera, tan monótono, que la desplaza crónicamente,
inagotablemente, sobre el mismo suelo, y ante el mismo
paisaje que la recorta.
La sed, el pesado veneno que la exhorta a la
sumisión, a dejarse conducir por las decisiones que
toma esa voz que la narcotiza, medicamentosa, que
anuncia, desde nadie sabe dónde, indistinta, la
indiferencia.
La sed sorpresiva porque la proscribe de sí misma,
no es sequedad sino exilio.
La sed reprende, castiga, acusa a la propia extrañeza
de que este mundo transcurra, la confina y la expatría a
este otro lugar vago e impreciso, equívoco y nebuloso,
confuso, donde las palabras están de más, y se reinventa
como inexpresable.
La sed seca su garganta, ensarta su nuez con el
esófago, y continúa engarzando todas sus entrañas,
enclavándolas por el ano.
Sed sesgada, secante, sed dañina.
Una sed para la que posee solución ante sí, garrafas
y garrafas de agua... ¡salada!, que la reseca y la absorbe y
la despoja de corazones y semillas, de simientes y
centros, del armazón vital y del sostén que la mantiene
erguida.
Sucede esa sombra con la oscuridad a su derecha o
a su izquierda o como en un vuelo incesantemente
repetido, constante e insistente, inagotable, perenne, de
un tirón. La sombra negra se expresa con su voz baja
específica y alcaloide, que envicia y estimula a
escucharla.
- Si padeces sed – poción de engaño audible – yo
también tengo sed. Sed de venganza, por supuesto –
grita la voz voraz.
Yolanda le indica a la sombra que la sobrevuela
elevando el dedo índice a la fila de botellas de agua
salada, en la que ella abrevó, como un animal sediento
y en las que se refleja ya su corazón y sus semillas, y la
invade el terror, en sus ojos verdes claros; oscuros,
quizá.
Huye la sombra, se diluyen las botellas de agua
salada, desaparece la oscuridad que era un mundo, y que
la asediaba limitándola, y que la encerraba
bloqueándola, que la circunscribía y limitaba, como una
faja que aprieta al envolver, un mundo como un abrazo
que constriñe.
Sus manos asen sencillas las cerraduras de las contra
persianas de un ventanal en una buhardilla.
La luz, como un fogonazo, resplandece a la
habitación, y ésta se inunda de un solo ruido
ensordecedor, el de los camiones cuando transitan por
un puente, la vibración de una sacudida que hunde el
mundo a su tránsito, y conmociona las entrañas de
quien la padece.
La luz como un fogonazo hace que resplandezca un
rostro a su lado, angelical acaso.
-Mi mujer se encargará de todo – le dicta una voz
desde un horrible frío que la traspasa de acero – Ella
llevará a cabo mi venganza.
Se sorprende Yolanda de la celeridad con la que
ocurre todo y varía su rostro de la serenidad reinante en
quien abre las ventanas de una casa llena de gente que
se muere entre humos carbónicos, al mohín incierto de
quien cree que los demás se llevan el botín en un motín.
- ¿Qué haces aquí?
- ¿Recuerdas la historia hoy?
- Sí, no puedo salirme de la misma.
- ¿Qué piensas?
- No sé a quién creer, todo me parece mentira.
- ¿A mí?
- A mis sueños, sólo.
El silencio es un ejercicio de revolución, que
modifica la realidad y la convierte en duda sempiterna.
Yolanda titubeaba y fluctuaba en su interpretación
de la historia de una manera trepidante, del sí al no, del
blanco al negro, de la inocencia a la culpabilidad. Tan
pronto optaba por propia confesión a cada palabra que
le confiaba Álvaro como declaraba al mundo poner en
cuarentena cada frase disparatada de la que presumía
este conjeturador de la certidumbre, al sospechar que
cuestionaba el resto de la historia, o que todo era un
engaño urdido por esa entelequia improvisada, la mujer
de Javier, casi como un personaje de la imaginación.
- ¿Por qué siempre me la juega? ¿Por qué queda
conmigo para vernos y no aparece y siempre suelta la
más peregrina de las excusas?
- Bueno, mujer, ya os veréis – justificó Álvaro – Ten
en cuenta que le han quemado el coche.
Imaginó que intentaban con ella lo que aquel
divorciado con aquella mujer faldicorta, fácil para
todos, en una boda, envolverla en una histriónica
historia de dificultades y delitos, de fallas y faltas, con la
que pretendía inducirla a acostarse con él, en la primera
mesa vacía de un solitario comedor o en el baño de al
lado.
- No olvides que eres mi maravillosa amiga y siempre
te protegeré.
- No lo olvido, pero como todo resulta tan frágil, o
vacuo…
- ¿No te entiendo?
- Lourdes y Antonio dicen lo mismo… Orlando y
Soledad no parecen un consentidor y su esposa
encamada… y Javier… parece una ficción, un ser
mitológico…un tipo de teatro, que se venga tras la
muerte, un Hamlet con excesiva vida. Por no hablar de
esa mujer estética que no puede decir su nombre
- Javier murió. Nosotros hemos de vivir.
Una sombra negra como una delgada línea en
tránsito presionaba la habitación y explota como una
pompa de jabón. ¡Bum!
- Todo es tan complicado.
Todo explosiona con una bomba diferida, pompas
de jabón de múltiples tamaños.
- Todo se resolverá – y la habitación es un sueño de
humo de tabaco y notas de guitarra y frío de azufre –
Confía en mi mujer – le advierte el espectro antes de
diluirse en el balcón, durante la fría noche arandina.
El teléfono suena y martillea la cabeza con su
tonadilla taladradora.
Yolanda se ha despertado repentinamente, alarmada,
con un sobresalto, en un gran estremecimiento, tan
alterada como una mano tras recibir noticias fúnebres,
y los nervios, la han apostado en pie al lado de su cama
deshecha, sudada, arrebujada.
El sonido del teléfono la sorprende y da un respingo
de rebato que la ha alzado sobre el mundo y levita en la
angustia, con la zozobra de no alcanzar nunca a alzar el
teléfono que suena y resuena y no lograr dar paso a la
llamada, y no reconocer jamás a su interlocutor.
Llamada perdida.
Cuando llega a la cocina, tras la carrera a través del
pasillo tropezando con cada esquina y en cada arruga de
la alfombra, antes de acceder al auricular para invitar a
quien del otro lado se encuentra, a que concrete quién
es, pero ella grita y cómo grita, profiere la pregunta
prorrumpiendo su garganta en un chirrido riguroso,
como aquel invitado al que no se aguardaba y que pulsa
el timbre frenéticamente, correosamente, para que se le
otorgue deferencia.
Con el auricular en la mano y al preguntar por el
quién, baja la vista a la pantalla líquida y nuevamente
observa cómo la requieren desde un número oculto.
Del otro lado, quién fuera, cuelga.
De una noche de larga pesadilla a una pesadilla que
se imbrica en la realidad de su mundo y, así, se eterniza
su desasosiego.
El terror la envuelve y desea que cese la recepción
de tanta información, que no sólo la perjudica en el
trabajo, ya que advierte a Orlando como un rastrero
consentidor, que ha vendido a su mujer por un plato de
lentejas, sino también en su vida de a diario, porque se
encuentra a veces con la mujer de Orlando, y le da
quebranto saber que la obliga el hombre de su vida a
dormir con Antonio, con Marcial, con Lito Serra, y todo
por mantenerse en el candelero de la jefatura.
- Resulta – cuenta Álvaro muy seguro de sí – que
Soledad llamó a Orlando y le pide que no regrese a casa,
porque ha venido Antonio para cerrar el pliego de
condiciones. Así que Orlando no va en principio,
porque la impaciencia de lo que ocurre le obliga a salir
pitando a la casa. No sube directamente, sino que avisa
por el interfono y Antonio sale corriendo escaleras
abajo, con los pantalones en la mano y el sudor
cortándole el cuello, con los pantalones a medio poner
y el cuello que no le llega a la camisa, y tropieza y rueda
escaleras abajo y como resultado, un esguince en la
rodilla. Y Soledad que le pide explicaciones al marido
sobre el porqué ha venido, porque parece que le gusta
frustrarlo todo.
- Parece un chiste – comenta Yolanda mientras Jon
conviene con la cabeza, afirmativo.
- Pero no lo es – explica Álvaro – que me lo contó
el mismísimo Antonio…
Busca su móvil por la casa, para llamar a Álvaro y
explicarle que no quiere más noticias, que odia que la
faciliten tanto secreto que oculta tanto delito, hasta la
posibilidad de un crimen. O dos, o tres.
Cuando encuentra el móvil hay una serie de llamadas
perdidas y un mensaje, y todo ello proviene del teléfono
de Álvaro. En el mensaje le explica que no le localice,
que se halla en disfrute con una comida familiar que
acontece en la capital y que no llegará hasta el día
siguiente, que pernoctará en la casa de su hermano. La
llamará en cuanto tenga noticias.
- Mejor, no, que, de tanta noticia, me hundo en la
desesperación.
La desvelada Yolanda afligida y turbada evalúa en un
instante todas las peripecias y sus contratiempos, y
presupone que aún no ha abandonado, para su disgusto,
la pesadilla que la enfrenta con la sombra negra, esa
especie de línea instantánea que cruza de oscuridad a
todo su mundo, o a su misma vida, que no es sino la
deyección que practica la negra sombra.
Si pudiera huir ahora, si no la frenara Lourdes y
Álvaro y el recuerdo de su hermano y el recuerdo del
mismísimo Javier y las ganas de venganza imposible y
tantas y tantas circunstancias.
Como en el sueño, no sabe si la verdad es lo que le
revela su amigo Álvaro o la sombra que sobrevuela,
transversal y aviesa como una eterna prevención, su
vida.
Todas las sombras, una.
- Javier…Javier…
- ¡Cuídate!
Y el frío abandonó su cuarto cuando la luz del alba
penetraba entre las rendijas de la persiana.
En la habitación más oscura de la casa de Berlangas,
es el lugar donde se encuentra Lourdes en estos
momentos, justo en la mitad de las tinieblas y rodeada
de la penumbra toda que reina en esta habitación en la
que se carece de luz.
A nadie observaréis, a no ser que se dé a conocer a
plena luz del día y adrede, cuando arribe o parta de esta
casa. A ninguna persona se le podrá hacer atestiguar si
entró o salió de la casa algún otro u otros, ni, aunque le
mostraran la fotografía más nítida.
La casa se mantuvo siempre de la misma manera
durante todo el año, cerrada, con las persianas
descendidas, con las contraventanas que clausuran la
misma al mundo.
Las flores surgen y mueren por sí mismas en estos
jardines que nadie custodia, por los que nadie cela, y
encubren la entrada a la casa.
La habitación lúgubre de una casa alejada del centro
del pueblo y de cualquier lugar del mundo, es el lugar
perfecto para que nadie se entere de lo que acaece
cumplidamente en el interior de la misma, sea una orgía
que se tercia con el libre arbitrio de quienes participan
o allá se cumpla un asesinato calculado, perfectamente
planificado, absolutamente alevoso, completamente
nocturno, en el que se ensañen con la víctima
perversamente, porque no hay víctima, que, en verdad,
se profundiza en la venganza.
La habitación oscura de esta casa de Berlangas,
donde nadie va a escuchar nada ni ver a nadie, es el lugar
por el que se mueve a tientas Lourdes, con las manos a
la pared, trasladándose por el interior de la misma con
esa guía de ciega temporal que es la mano al tiento para
localizar sensiblemente el interruptor de la luz, que
tienta con tiento ahora mismo, y con la yema del dedo
pulgar lo pulsa y la luz la ciega en un momento.
La habitación oscura se ilumina repentinamente,
fulminantemente, como caída del cielo esta luz que
resplandece o del techo, lugar donde se afinca el foco
de la misma.
Luce, fosforece la lámpara desde el techo, en la
mitad de la habitación, y permite observar, para deleite
de Lourdes, que se embriaga de pasión y se enajena en
el éxtasis, una cama de hierro forjado, cubierta con unas
sábanas amarillentas y apelotonadas, sobre las cuales se
agita hasta el derrumbe, hasta que las fuerzas la
abandonen, el cuerpo en cueros y perfectamente atado
de Soledad, de esta suerte presa, presta al exorcicio.
La mano izquierda al barrote izquierdo, atada por la
muñeca con un pañuelo blanco y una rosa bordada a la
mitad; la mano derecha al barrote derecho, atada por el
codo con una blusa blanca de lino; el pie izquierdo
atado por el tobillo al pie de la cama izquierdo, tirante,
con una sábana justamente amarillenta, al punto que el
pie derecho, igualmente. Los ojos se los ciega una
servilleta roja, que no la permitía ni adivinar dónde se
mantiene, qué la sujeta y a qué, porqué.
Siente vergüenza, eso sí, y una rara sensación de
fragilidad y miedo, pánico, y terror, sí, un terror que se
perpetúa y la eterniza a esta habitación, que reconoce,
ahora sí, por el pánico, por su olfato, justamente aquella
de Berlangas, donde mantenía relaciones sexuales con
Javier y Antonio y con el concejal “pichafloja” y
también acaso con el ex – alcalde farfallón, Lito Serra,
pero no con los técnicos amigos del ayuntamiento, que
es otra historia.
Lourdes camina despacio complacida, regocijada en
lo que presiente, recreando sobre aquel cuerpo
desnudo, al que no pierde de vista, su desquite, el
desagravio que la divierte, el resarcimiento por tanto
sufrimiento que le ha causado esta Soledad lujuriosa.
Escarmiento y punición. Lourdes camina y se
satisface de este gozo, con el correctivo que va a aplicar
a aquella que le robó lo que más quería, su amor
verdadero y único, a quien besaba al llegar a casa, a
quien abrazaba posando la cabeza de lacio pelo sedoso
sobre el hombro consolador, muy vigoroso, por
luchador.
Va pagar por estos dos años en que la han
consumido la vida por la pérdida de este buen amigo,
de un cordial hombre, del mejor esposo posible, del
buen padre.
Lourdes se sitúa al lado mismo de la cabecera de la
cama y fija sus ojos en la roja servilleta que cubre los
ojos de Soledad sicalíptica, nada exuberante en sus
formas, desenfrenada en el comportamiento, bellaca en
sus conquistas, viciosa en el sexo y ardiente siempre.
- Todo me lo pagarás ahora – le señala complacida,
deleitándose en cada una de las palabras, especialmente
en pagarás, un eco la repite y entretiene el oído alegre
de Lourdes – ¡todo!
En una mesilla de acero inoxidable situada al lado
mismo de la cabecera de la cama, que emerge de la
oscuridad tal que alguien la empujara de repente,
reposan instrumentos de tortura tormentosa, que se
idearon para subyugar la paciencia a cualquiera, someter
la perseverancia por el suplicio en el silencio, aniquilar
el aguante por el martirio.
Elige Lourdes unas uñas postizas y largas, filosas e
incisivas, bien punzantes, y se las implanta, encajándolas
a la perfección cada una en cada dedo, en el que
corresponde. Al finalizar la labor, se planta las manos
ante la vista, con la palma al ojo, y admira la filosidad de
las mismas, su incisividad. Agita los dedos, golpeando
entre sí las uñas.
Ahora las uñas reposan sobre el hombro derecho y
desnudo de Soledad, que siente un hormigueo en su
vientre, que es pura ansiedad, una impaciencia que
surge de su ceguera, y de un molesto roce en la piel
sudorosa.
Ahora las uñas avanzan, sin clavarse, por encima de
la carne, provocando en el cuerpo desnudo un prurito
de zozobra, el aturdimiento que surge de la sospecha de
que algo pasará, pero que no se sabe en qué momento,
y un orgasmo salvaje.
Ahora retorna con las uñas al hombro desnudo,
donde las clava, suavemente, y avanza, avanza, sin
resistencia, con el filo tajante y anguloso, que no mella
sino que cabalga entre la carne.
No hay gritos, sin embargo, no se escucha el lamento
del ahogo que ha de provocar el padecimiento, la
aflicción por la hendidura abierta, con la tajadura
realizada, de esta sajadura real.
No hay gritos, sólo un cuerpo que se estremece, se
agita, se convulsiona.
Elige la mano de Lourdes vengativa y malévola,
virulenta, un pequeño bisturí, con el que infringe unos
pequeños cortes rápidos y secos, en varias partes de la
cara, del cuerpo, alrededor del ombligo, en las rodillas.
No hay chillidos, pero sí que se esparce por la
habitación desde el cuerpo de Soledad, un dolor sordo.
No suscita los cortes esos alaridos vocingleros que le
cautivarían a Lourdes con el eco en sus oídos.
Si que inducen un silencioso sufrimiento, que se
manifiesta en el cuerpo desnudo de Soledad cuando se
bate a la búsqueda de una salida, y tropieza con el
estremecimiento, el retorcimiento, la contracción y
acalambrada, se trastorna.
Elige la mano de Lourdes una pinza para extraer los
pelos que se enquistan, pinza que ase serena y
embriagada, con los dedos clásicos, el pulgar y el índice.
La mano encandilada se desplaza a ras del cuerpo
desnudo de Soledad, que no sangra de ninguno de sus
cortes ni de la hendidura practicada, y se detiene cuando
alcanza el pubis.
En esta zona, cae sobre un pelo primero y solitario,
lo aferra, se asegura mediante el aprisionamiento que no
se soltará de entre las pinzas, y tira con fuerza, de un
solo empellón, y persiste en esta labor martirizante
hasta que consigue un pubis mondo, lampiño,
violentamente pelado, con el carcajeo de gozo, por el
regocijo del resarcimiento. El pubis de una muñeca de
plástico.
El mudo chillido del cuerpo desnudo que se resigna
y renuncia a su voluntad, que se abandona de su ánimo
y del aliento de la vida, ante el empuje eficaz del ahínco
bizarro de quien trabaja resarciéndose por una
penitencia anterior. El mudo chillido que la complace y
la solaza, la divierte y anima, para persistir en esta grata
labor de escarmiento.
Elige ahora la mano de Lourdes sin benevolencia ni
remisión, lejos de ella la capacidad de perdón, un
cuchillo incisivo y filoso, que remata recto y oblicuo,
con el que imagina sajar los pechos y colgarlos, como
pendientes, en las orejas y mirarse al espejo complacida.
Eleva el cuchillo, alto, más alto, y lo deja descender
para que incida en el pecho y resbalando sobre el
mismo, lo rebane, el derecho primero, el izquierdo a
continuación.
El cuerpo liviano desnudo de Soledad obscena, se
revuelve en este escarmiento y con el inaudito dolor que
la agita convulsamente de solaz y angustia, que la
estremece y altera, pero no se resiste ni se envuelve en
las sábanas, arrebujadas y caídas sobre el suelo. El
cuerpo liviano e inquieto de Soledad, la funcionaria
fulana que pierde rebecas y bragas, anillos y consuelos,
no grita ni chilla ni ruge ni brama.
Elige ahora una pequeña daga dorada, a la que, en el
mango, lo resplandece y relumbra, lo ostenta y fulgura,
una serpiente de piedras preciosas, confeccionada de
piedras de diversos colores.
Su mano sabia conoce a la perfección que uso
aplicarle a la misma, dónde ha de clavarla, en el pecho,
a la altura del corazón, no muy honda la vez primera, y
ahondar posteriormente, según la hunde e hinca; y la
inserta de nuevo y nuevamente la incrusta, hasta que la
hunda profundamente, con el movimiento rotatorio de
su muñeca, y retira el pañuelo que cegaba los ojos sin
brillo y sin vista de la funcionaria obsesionada y turbada
por Javier y Yolanda. Y todo acaba ahora, con sus
manos bañadas en sangre, con su cuerpo rebosando de
sudor y alegría.
La luz descubrió tras ella otro cuerpo desnudo,
aunque sin genitales, de rostro masculino. Las orejas le
delatan, Orlando, gerente local de Gestión Urbana de
Servicios, marido de Soledad, consentidor celoso,
pérfido y odioso, dañino malandrín, necio y simple,
fatuo, que creyó que aquellas notas que tomaba de la
relación con sus trabajadores y sus faltas, era la
“mierda” que los abocaría irreflexivamente a ser sus
siervos.
Lo consiguió con todas las otras pero fracasó con
Yolanda, ¡cómo la odia!
- A ti, amiguito – le gritó como un grillo, grillo,
Lourdes – te he reservado algo mucho mejor.
-La muerte no me asusta, lo que me mete miedo es
no ser alguien, perder la responsabilidad de la jefatura –
grita Orlando.
- Haré que pierdas la jefatura, porque yo he de
disfrutar mi venganza, ahora y siempre, y tú la sufrirás
calladamente.
- No podrás, eso sí que sé cómo evitarlo.
Cuando iba a dar principio a la nueva función y a
solazarse aún más si cabe, sonó el teléfono.
El teléfono vibró repetidamente, insistentemente,
para sacudirla del sueño deslumbrante e indescriptible
en el que se encontró inmersa durante la noche, bañada
en sangre. Disfrutaba a modo, así como se saborea el
éxtasis que se logra tras culminar el acto sexual, al cortar
y sajar, desagraviándose y enmendando la ignominia
que habían perpetrado contra su marido.
- Ahora – le expresó con sumo gusto Lourdes a
Álvaro, cuando le rompieron los faros – voy a seguir
adelante contra ellos, y voy a tener el mejor orgasmo de
mi vida.
El teléfono sonaba y repiqueteaba y tintineaba y
repicaba y doblaba y rugía. Al otro lado, a quien
llamaba, le urgía, no cabía ya la duda. Necesitaba
contactar con Lourdes para comunicarle verdades
evidentes, hechos constatados, recientísimas noticias
recién guisadas.
Cuando Lourdes descolgó el teléfono, cuando
despertó convenientemente, cuando abrió los ojos
agrandándolos hasta al límite del párpado, del otro lado
de la línea telefónica surgió la voz empalagosa y
dodecafónica de Jon pasmado, boquiabierto,
estupefacto.
Tras comprobar que Lourdes se hallaba bien y que
dormía a pierna suelta y de buen sueño, le confirmó su
turbación ante el acontecimiento que le acababa de
tocar vivir. No en balde, en la mayoría de las ocasiones,
los sucesos que él ha vivido al día de hoy, alguien los
denominaría siempre paranormales, y los estudiaría la
parapsicología.
Jon inicia la explicación y a ella le resulta imposible
evitar el bostezo, por el final, y no más acaecerle lo que
le va a contar, la ha llamado sin dilación. Se trata de
Soledad, la funcionaria, la mujer más lujuriosa y la más
corrupta, la que le comió el marido y de la que ella
sospecha que lo asesinara.
No pudo jamás imaginar que la desvergüenza de una
persona pudiera atravesar el límite de la dignidad
porque acaso no reconoce ese límite. Ni cinco minutos
han transcurrido desde que le colgó el teléfono y la
recriminó su comportamiento y tajante abortó sus
pretensiones. Ni cinco minutos han transcurrido desde
que lo llamó para comunicarle que deseaba le abriera la
casa de Berlangas, donde se había olvidado de ciertas
cosas, algunas muy importantes y vitales para ella, y que
como sólo él, evidentemente, podría franquear la puerta
de la misma y acompañarla mientras procedía a recoger
tan sólo esas cosas vitales, y ninguna otra más que
habría por la casa, se lo rogaba por favor, le implora si
no le importaría ser guía, como el hilo de Ariadna.
Y como justificación clásica, la fiesta que se celebró
en la casa la noche anterior.
- ¿Qué le has dicho? – le reprende con el tono que
lo grita.
- Que la casa no se abre para nadie – evidentemente,
adecuadamente.
- Bien hecho – ratifica titilante en la voz, con la
chispa que provoca la calidez de la victoria.
- Aunque la fiesta existió, que anoche estuvo
Antonio con todos ellos y alguno más.
- ¿Quién más? – se interesó Lourdes atónita, que le
cortó los bostezos de raíz.
- No sé, un tipo alto y que cojeaba de la pierna
izquierda – le informó Jon bien enterado.
- Vaya, vaya, ¿qué? Bien enterado, ¿acaso vigilabas?
No le permitió contestar, que colgó el auricular.
Deseaba recostarse de nuevo en el calor de su cama,
volver a soñar con Orlando asexuado, y cortarle en
cachitos, así como en sueños desmembró a Soledad, y
que, finalmente, por desesperación, se ha culpabilizado
telefónicamente. Bañarse en su sangre maldita.
-Van de error en error, horroroso – se advierte a sí
misma mientras intenta acogerse de nuevo al sueño
reparador.
Lourdes cobijaba su cuerpo en el benéfico calor que
desprendía el interior de su cama, que, poco a poco, la
adormilaba. En el sopor de este nuevo sueño y con el
calor beneficiando a su estómago, cuando más a gusto
se confiesa, reapareció el sonido estridente del teléfono
castrador, cadencioso en su timbre, disarmónico,
desmedido, pero que transmite, en esta ocasión, buenas
vibraciones que seguro trasladan beneficiosas noticias,
muy agradables.
Se irguió de nuevo de la cama en esta madrugada de
excesivos tintineos telefónicos, e intento encaminar sus
pasos hacia el auricular, pero la inmovilizaba la
atracción que ejercía sobre la misma el calor que hay en
el interior de su cama, entre las sábanas y las mantas que
la arropan.
Descuelga Lourdes con pesadez y ensoñación, con
calma y no muy premiosa, pausada, espaciosamente,
para hacer llegar el auricular a su oreja sosegada y sorda.
No le permiten del otro lado de la línea que pregunte
por el quién, que un torrente de voz le inunda el oído y
su mente, la embotan y sólo escucha que la citan para
las cinco de la tarde en el despacho de los investigadores
privados, que pretenden revelarle algunos
acaecimientos últimos que debiera evaluar.
A las cinco de la tarde en un despacho amplio, ante
una mesa larga y estrecha, minimalista en su
ornamentación, la invitaron a tomar asiento los dos
hombres, el alto y el bajo, el fuerte y el liso, uno moreno
y otro calvo, otro lánguido y el uno áureo, que
conducen la investigación.
Posó el bolso al lado de su silla, a mano derecha y
miró fijamente a ambos, que se sentaban en sus
respectivos asientos.
El alto, fuerte, moreno y lánguido, abrió su cuaderno
de notas y tras beber un sorbo largo de agua de una
botella azul marino, prorrumpió a relatarle una historia
harto increíble.
Del seguimiento adecuado y tenaz de ambos
sospechosos, se desprendía que acudían con regularidad
manifiesta al despacho de Antonio. Los dos juntos.
En una conversación que grabaron entre ambos,
antes de que marcharan a ver a éste, ella, Soledad claro,
se manifestó como la que maneja todo el asunto
mientras él simplemente se dedica a cumplir a rajatabla
las órdenes que recibe, todas y cada una de las órdenes
que recibe.
Le permitieron escuchar la conversación grabada en
la que podía oírse cómo ella exigía “llámale ya”, (y
extraía al mismo tiempo un teléfono móvil del bolso y
a la vez el paquete de cigarrillos, le explica el hombre
bajo, liso, calvo y áureo), “llámale ya, que las cosas no
pueden quedar así”, “ya he quedado para mañana en
Burgos” (y mientras Orlando contesta, va manejando
folios y carpetas, le explica el hombre alto), “llámale ya,
que esto no se puede quedar así, y te acompañó yo” (la
charla grabada sigue, y ellos dialogan acerca de llevar
mañana un regalo a alguien, pero se corta de repente,
porque se encontraban en la oficina, y empezaban a
llegar a la misma algunos trabajadores, y disimularon
con la conversación, expuso el más alto de los dos
hombres)
- El regalo era para usted, y debían llamarla.
- ¿Para mí? – pregunta Lourdes sorprendida.
- Sí, creemos que pretenden asesinarla – y lo dejó
caer así, como quien invita a una boda o felicita un
cumpleaños
Las conversaciones que han mantenido con Antonio
han consistido en hablar de dos temas, dinero y
Yolanda. El dinero tiene que ver con un negocio sucio
en el que se involucra a su marido, drogas, blanqueo de
dinero y probablemente trata de mujeres.
- He encontrado esto en el bolsillo de la chaqueta de
mi marido – y esto es una plaqueta prensada y envuelta
en plástico, que, al abrirla, resulta ser cocaína.
- Blanca, escamosa, brillante, es cocaína Yen – la deja
caer desde su mano – Ve cómo luce como el azúcar.
Muy pura, muy pura.
- Nos encargamos nosotros de entregarlo a la policía.
- Gracias.
Yolanda, no saben por qué, se encuentra en el
meollo del asunto, y, además, existe una clara intención
en estos individuos de causarle mucho, mucho daño,
como para arruinarle la vida, que así lo manifestó con
estas mismas palabras Soledad, que las emitió hacia la
oreja de Antonio, como si sólo éste pudiera enterarse.
Tramaron un plan maquiavélico, siguiendo el cual, la
enviarían al mismo lugar de trabajo de martes a viernes,
aquel en el que aparcaba su automóvil su marido.
Durante esos días acudirían alternativamente ambos, de
once a dos y de cuatro a seis, para fotografiar los
encuentros que debían mantener, según ellos, en la casa
de Yolanda. Y enviarían al marido de Alba González,
muy aficionado a la fotografía.
Una vez obtenidas éstas, las trasladarían a Antonio y
éste, no tendría mayor alternativa que despedirla, y la
marcarían como la amante de Javier y la que robaba el
dinero de las cuentas del blanqueo. Incluso Javier caería
en desgracia. De esta manera, ellos quedarían en la más
completa inocencia sobre estas acusaciones.
-Desgraciadamente, nunca obtuvieron esas fotos, y
sin duda una de ellas hubiera bastado para colocar en la
picota a Yolanda y al marido de usted.
No las obtuvieron desde luego pero porque Javier
conocía sus intenciones, estaba al corriente de que lo
perseguían, porque casi se trataba de un acoso
manifiesto, y así se lo advirtió a Yolanda, que no se
aproximase a él bajo ningún concepto, ni de paisano ni
de uniforme.
-¿Sabe usted que Javier quiso trasladar a Yolanda a
Miranda?
Decidieron, entonces, vender únicamente a Javier y
planificaron un plan terrible. Una foto del mismo, con
la que le tendrían atrapado en este juego de blanqueo,
al lado de Soledad, y que mandaron anónimamente al
vicepresidente de la Corporación Oficial Decimonónica
de Burgos, que llamó a éste un día y le dio a elegir entre
la crucifixión en Burgos o marcharse a la sede de la
Corporación en León, con un mayor sueldo. La foto
recogía el momento en el que Javier recibía un sobre de
dinero de la mano de Alba González.
-Y eso, habida cuenta de que el dinero lo percibía
ella.
- Suficiente para sentenciarlo en los despachos de
alta política.
- Debemos aclarar la situación de Yolanda.
Lourdes afirmó inclinando en fluctuaciones de la
cabeza en señal de autorización.
- No creemos que ella tenga nada que ver – aclaró
aceptando la autorización el hombre bajo y áureo –
pero este plan ha de tener más gente detrás, y podemos
conseguir sus identidades a través de su vigilancia.
- Usted desea a todos los culpables, ¿verdad? –
incidió incisivo el hombre alto.
- A todos – apretó el puño Andrea como si aplastase
en su interior a todos los que son y a todos los que están
– ¡deseo verlos arrastrándose por su propia sangre! – y
aguardó un instante antes de aclarar – ¡Sea quien sea!
Una risa de cosquilleo cruzó como un rayo por los
labios de todos los presentes y de los ausentes a los que
se recuerda en exceso.
- Por cierto – recordó el hombre áureo y calvo –
también consta lo de Álvaro.
- La han amenazado de muerte – le reveló Álvaro,
con las manos aferrando con rabia el cuero desgastado
y sudoroso del volante – Creo que son capaces de
cualquier cosa – cuando frenó el coche y lo detuvo a su
derecha, en una acera en obras que reformaban
renovándole las baldosas pisadas y repisadas desde el
año mil novecientos cincuenta, colocando en su lugar
las que habían fabricado ex profeso para la ocasión, con
el escudo de la localidad en blanco, sobre un fondo rojo
en relieve.
- Y a mí me persigue la policía – gritó Yolanda –
todos los días; y cada vez es un tipo distinto.
- Y ella expone su vida por ti – le recriminó Álvaro.
- ¿Sí? ¿Y por qué me evita? Acaso, ¿no la ayudo en
todo, que hasta le proporcioné el horario de mi jefe para
que le visitara y le pusiera las peras al cuarto?
- Y, ¿no lo hizo? Cuando lo abandonó temblaba de
pánico.
- Sí, es cierto, que hasta tuvo que volver su hermana
a la oficina para abrazarlo y besarlo como si fuera su
amante – reconoció satisfecha Yolanda – Pero me
encantaría que me recibiera, y siempre propone excusas
increíbles.
- Quizá porque expone su vida – concede Álvaro
como excusa.
- ¿Y yo no pongo mi vida en juego? Acaso, ¿no me
han proporcionado en la empresa bombones
envenenados? ¡Mierda, Álvaro, todos nos encontramos
en el mismo barco!
A Lourdes la habían amenazado de muerte, y Álvaro
se lo esculpió en los ojos, lo grabó en su frente y lo
repujó en su mente, hasta que desde el fondo más
hondo del mundo, cualquiera pudiera verlo, leerlo,
como si se encontrase al lado mismo de éste, o ante un
letrero de luces de Neón, de esos con los que se anuncia
un club de carretera.
A Lourdes la habían amenazado de muerte, y Álvaro
jamás había evaluado la situación de manera tal que los
acontecimientos pudieran alcanzar tal grado de
gravedad, hasta rebasar a esos extremos de la muerte.
Hasta ayer, lo que Jon o Lourdes o Yolanda le
contaban y revelaban, o todo aquello que el propio
Javier le confesó en las horas de recreo, se disponía sólo
como un elemento más dentro de un cotilleo con
amigos, un juego sin más que les provocaba las risas,
donde la historia que se cuenta se valora como más
verde de lo normal, cuando entra en juego Soledad y
Alba e Irene y…
Álvaro lo saca en la conversación con Yolanda
cuando se encuentran en el interior del portal, antes de
que ésta suba a ducharse y cenar, y le pregunta por
cómo lo sabía.
- Lo imagine – le responde mientras lo requiebra,
cuando le ofrece la espalda con ascender dos escalones
hacia el piso superior.
O una historia donde se traspasa los límites de la
legalidad al exigir Lourdes el dinero de su marido, del
pobre Javier, porque ella no es sino la desheredada
mujer desventurada que ayer no más todo lo poseía y
hoy no más se lo han liquidado y por ello ha de
comportarse como la mujer que extorsiona a los que
retraen el dinero de la empresa.
- Ladrón que roba a ladrón – justifica Álvaro.
- ¡Cuánto le justificas!
- ¡Todo!
- ¿La amas?
- Más que a mi vida – y en un gesto oportuno,
Yolanda cambia el tercio y va a la certeza del dinero y le
pregunta a Álvaro valedor “¿De dónde retraen el
dinero?”, inquiere Yolanda para aclararse.
- Si en la empresa es imposible conseguirlo –
curiosea por los hechos Álvaro comportándose como
un investigador privado, de esos que cualquiera contrata
por tres mil euros – ha de efectuarlo Soledad desde su
puesto privilegiado que posee en la administración.
A Lourdes la habían amenazado de muerte, y Álvaro
había acudido raudo, a cien por hora por las calles de
Aranda, atravesando la calle del Centeno, la calle del
Mercurio, la calle de Antonio Baciero, el único
compositor que dio la Villa en sus dos mil años de
existencia, donde se erigía un monumento al
monumental músico, nervioso, profundamente
alterado en la mirada, confusamente perturbado en las
manos, totalmente excitable con su melena, pura
pólvora, para allegarse al lado de Yolanda y
representárselo como buen actor aficionado que
resulta.
Siente la necesidad de defender a Lourdes, y si algo
la sucediera, de lo más inocente a lo más grave, se
acertaría a considerar como el culpable y seguro que no
lograría vivir jamás con tal culpabilidad clavada en su
conciencia.
Según se descuentan los días se descubre más y más
entrometido, por imprudente y preguntón, muy
inmiscuido, tan involucrado, uno más de los que
intervienen, un actor secundario pero actor, que conoce
la totalidad de los detalles, en esta historia de detectives
aficionados y de aficionados al consumo de
estupefacientes, sexo y política. A Jon le indicó que se
describía como la voz que narra los acontecimientos en
una película de Antonnioni.
- Peor yo – se reía Jon reiteradamente, y muy
socarrón – que en la casa de mi hermano todas las
noches había orgía – se detuvo, elevando las cejas a lo
alto, forzando los párpados, dispuso los dedos bajo la
nariz – ¡y yo sin olerlo!
- Me alegra que aún poseas tanto humor como para
tomarlo a chufla.
A Lourdes la habían amenazado de muerte, y
Yolanda se estremeció en todo su cuerpo largo y bien
formado, y se alzaron sus senos cuando la noqueó,
como un bofetón que se repite en cascada, la mala
noticia.
Para Yolanda los acontecimientos la rebasaban en
exceso y por todo lugar, y la afectaban continuamente.
No podía más.
No podía olvidar que cada mañana y cada tarde y a
todas horas, ella se enfrentaba con Orlando siempre y
con Antonio a solas y que al encontrarlos, no podía
obviar considerarlos como monstruos, como la sombra
negra que la perseguía últimamente en sus sueños, y que
la desalaba la vida.
Le reveló a Álvaro que, sabedora de toda aquella
información, si a Lourdes le sucedía algo, aunque
resultase ser una cosa levísima, no se lo podría
perdonar. O quizá surgía su terror al considerar que
Orlando podía averiguar que ella lo sabía todo, todo, y
actuase en consecuencia, amenazándola desde luego, o
algo peor.
- No me extrañaría nada – le lanzó como una
trompada la revelación que le realizaba, entendiendo
que nunca lo debiera haber mencionado – que ellos
hubieran asesinado a Javier.
- ¡Calla! – aúllo, atemorizándola, hiriéndola - ¡No lo
pienses ni en broma!
- ¡Cómo no lo voy a pensar, si …
Todos los días, cada día, cada tarde, se encontraba
con Orlando, con su cara agria, encolerizada, de labios
belfos, ceño fruncido y ojos achinados, largo y flaco,
sulfurado, ácido, veía en él al hombre capaz de cualquier
acción por salvar su posición social.
- ¡Don Quijote de Berlangas!
- Tengo miedo de saber nada más – le comenta
Yolanda – Para nosotros quizá lo mejor sea salirnos de
toda esta historia ya, antes de que seamos blanco de
estos paranoicos.
- Creo que no – se enfada Álvaro – cuanto más
sepamos, mas controlaremos la situación y menos
podrán atacarte – le aclara molesto por la actitud que ha
tomado Yolanda – Seguiré hasta el final, quiero
desentrañar en qué acaba todo esto.
- Tengo miedo, terror, más bien – le explica Yolanda
– A Lourdes la han amenazado… ¿y a mí? – se trompica
Yolanda con el miedo en los ojos.
Lourdes, es cierto, había recibido una llamada a
media mañana de un número oculto, al que no concedió
paso sino hasta la tercera vez que sonó en su móvil, y,
por supuesto, por la insistencia que apuntaba con tanto
insistir e insistir e insistir.
Lourdes decidió atender la llamada, y comportarse
igual que un señor educado del este peninsular. Nunca
supuso que no concernía la llamada a una de esas
teleoperadoras sino a Antonio, el tipo del muñón en el
brazo derecho, que explica la vida con la izquierda y
aguantando un bolígrafo de cristal entre los dedos para
remarcar o tachar su versión o, por siempre, la de los
otros.
En cuanto descolgó el auricular, Antonio se mostró
conciliador y educado, templado, pacífico, que se diría
que siempre se aproximaba afable y apacible, que
resultaba manso y hasta simpático. Sonreía. La felicita
por lo que ha conseguido, esa cantidad de dinero
importante, y espera que se tranquilice y se calle.
- Lo que te corresponde como viuda – insiste
Antonio grotesco.
La afabilidad cesa repentina y se torna grosero, zafio,
tan vulgar, que nadie diría que organiza y dirige una
empresa de renombre importante, y la invita a que se
diera una palmada en la frente, tuviese vista, y olvidase
nombres y rostros, y no dejase rastros morados por las
tiendas de trapitos a las que solía acudir.
Lourdes no pudo morderse la lengua e hizo caso
omiso de las últimas recomendaciones y
encomendándose a santos y vírgenes, paso del silencio
al reproche, sin inhibirse ni dar la callada por respuesta,
sin echar el candado a sus labios.
- Me parece mentira – le rugió con un alarido que
acalló la admonición previa – que haya perdido a mi
marido – no suplica, no, que dirige la conversación por
donde le interesa – que me encuentre desamparada por
tu culpa y la de esos socios tuyos, y que me llames sólo
para exigirme silencio. Lo que habéis hecho conmigo y
con mi marido, y lo que le proyectabais a terceras
personas, no tiene nombre.
Le colgó.
Dos horas escasas más tarde, volvió a sonar el móvil
pero en esta ocasión sí que se reflejaba el número del
cual llamaban, desde una cabina telefónica.
Lo descolgó con apretar el botón verde y una voz
infame, bárbara y áspera, le espetó súbita y fulminante,
que fuese consciente de lo que suponía para ella hablar
a alguien de todo lo que sabía y que calculase lo que
suponía su silencio. Premeditada, estudiadamente,
pronunció con lentitud, con un tonillo de entre verdugo
y sicario.
- Sea sensata, juiciosa y vea que tiene hijos.
Sólo oyó, a partir de ese momento, el pitido largo y
extendido, prolongado, de la incomunicación, el sonido
del silencio vasto y profundo, reproduciéndose entre las
manos blancas con manicura de una mujer anulada para
colgar, que permanece con el auricular en su oído, tras
las últimas palabras.
- Se lo buscó- señaló Yolanda, con energía,
determinativa – Es un cabrón Orlando.
- Se lo merece – contrarrestó Álvaro, proclive a
considerar que hay haberes que son un deber hacia
ciertas personas – Estos cabrones le han hecho mucho
daño.
- Si los denuncia – expuso Yolanda sin agarrotarse –
sería mucho mejor para todos.
- Una cosa es que los denuncies – especificó Álvaro
– y otras muy distinta que en el juzgado te crean –
puntualizó golpeando con el dedo índice volcado sobre
el volante.
- De esta manera – apuntó Yolanda, grandilocuente,
ganadora – se ha convertido en una delincuente,
también – y a continuación, sopesando la palabra
delincuente, concretó – En fin, se ha saltado la
legalidad.
- Por sus hijos, y por la memoria de su marido –
enumeró Álvaro – y por su propio honor.
- ¿Y por el honor se puede permitir que alguien se
salte la ley? ¡Este es nuestro país! Y, además, lo
alabamos.
- Sí, y muchas más cosas si hace falta – fue tajante
Álvaro, nada conciliador – Y si lo precisa, se la ayuda.
Se había saltado la ley, no cabía duda, y lo materializó
el mismo día que entró en el despacho de Antonio y le
exigió los cien mil euros en billetes pequeños, de los de
veinte euros. Esta pretensión que realiza no la exige por
capricho propio que la cumplió guiada por las
instrucciones que en las holandesas le había transmitido
su marido, y desde el puro convencimiento de que aquel
dinero era suyo ahora.
- Pero no deja de ser una extorsión – deletrea silábica
Yolanda, siempre en apuros, siempre optimista.
-No es extorsión, que es la parte que le corresponde
por viuda.
Es una extorsión, y además, que se perpetra para
obtener un dinero público, que pertenece al erario de
todos. Soledad, que por su cargo hace y deshace,
modifica y altera toda clase de documentos, ideó un
plan para que, con ella de directora del oficio, se
pudieran obtener ingentes cantidades de dinero de lo
que se pagaba a la empresa que gestionaba los servicios
todos de la Vila, y que dirigía su marido.
El dinero no se robaba de ninguna parte que
controlara la empresa a través de sus ordenadores, sino
allí mismo, en aquella mesa de trabajo de esta
desdichada funcionaria, que con una sola firma
modificaba el flujo monetario y lo ingresaba en otras
cartillas de una caja secundaria.
Soledad se evidenciaba para todo como la única de
todos, absolutamente precisa, la única necesaria y a la
que no se debía poner en la contra, a menos que uno
contara con abandonar el reparto del pastel,
imprescindible.
Antonio y Javier, primos sanguíneos y
manipuladores sociales, habían decidido permitir este
juego entre Soledad y su marido, Orlando, porque a
ellos les llovía del cielo una cierta cantidad, la que les
permitió comprarse los automóviles que poseían y algo
más. Y todos los vicios de Javier.
Javier, siempre de buen ver, le entró de inmediato
por el buen ojo a Soledad, que inició una relación sexual
en su propia casa y a espaldas de su esposo, durante
todos los días del año y hasta en las variadas fiestas de
guardar. A la hora del almuerzo, Soledad marchaba a
casa y Javier aguardaba por su llegada, aparcado en la
esquina del Hospital Comarcal.
Al llegar a la altura del automóvil, aquélla elevaba el
bolso, lo abría con descuido, y extraía del mismo las
llaves. En ese momento, y sólo ante esa señal, descendía
del automóvil Javier y la seguía hasta el portal donde se
encontraba el piso familiar de la solícita empleada, y allí
se expandían en juegos sexuales durante una hora y
media, que es lo que en toda ocasión tardaba en retornar
Soledad a su despacho, según expuso Luisa, su
compañera, en numerosas ocasiones.
A aquellos encuentros sexuales acudió Antonio
como invitado, y se gestó la puja de la empresa, por la
Gestión Integral de Servicios de Aranda, redactando él
mismo y con Soledad como secretaria desnuda, las
condiciones que se obligaban a cumplir, y que,
evidentemente, sólo la empresa que él dirigía, cumpliría,
en cualquier caso.
Todo empezó a cuajar por el mal camino, el día en
el que, a Orlando, decididamente sin querer, se le
ocurrió acercarse a su propia casa para preparar la
comida y los topó en la cama como un crochet en su
mentón. Aferrados el uno al otro, finalizando el coito.
Cuando un hombre encuentra a otro en la cama con
su esposa, normalmente se cabrea, golpea en la pared,
impreca a todos los santos, y se encoleriza con un
exceso de ira que lo impregna todo sin remisión o es
posible que corra a la cocina, aferre el cuchillo con una
mano y lo convierta en una daga mortífera, oteliana.
Orlando, contrariamente, se excusó, muy
avergonzado, y marchó fuera del dormitorio, y no
apareció por el mismo de nuevo, sino que aguardó a que
Soledad apuntara en la puerta su sonrisa de satisfacción,
y sobre la sonrisa de cínico ladrón de la intimidad de los
otros que compuso Javier ahora y Antonio ayer, les
pidió, les rogó, pero no se lo exigió desde luego, el
atrevimiento que demostraba ante sus subordinados,
ante sus jefes se transformaba en cobardía frente a
frente, que procurasen buscarse un lugar ajeno a la
intimidad de su hogar.
Sumiso a su esposa, que lograba por medios ilícitos
el tren de vida que sostenían, y sabedor de que el tipo
sonriente e impúdico que se sentaba en su cama era uno
de sus jefes, no pudo si no coger la puerta al rellano de
la escalera y retornar al trabajo. Ese día comprendió que
le sobraba Javier.
- Por eso Lourdes exigió el dinero y el chochito –
afirmó Yolanda ansiosa.
- Sí, claro, ¿qué creías, que se trataba de ella misma?
– confirmó Álvaro.
- ¿De todo esto tenía pruebas? – prorrumpió
rumbosa Yolanda volcada en hipótesis para esta historia
histriónica de idiotas e inocencias.
Alguna prueba debió mostrarle a Antonio, Lourdes,
además de sus senos perfectos y bien parecidos, para
que éste, a reglón seguido, asiese el teléfono con la
reciedumbre y energía de un hombre de campo, con ese
vigor e ímpetu de aquellos que parece que todo lo que
agarran, lo romperán, y llamase a Soledad, para que se
pusiera en comunicación con Orlando.
Antonio vino por Aranda al día siguiente, con una
mera excusa de entregar un documento importantísimo
(del que nadie se hubiese extrañado si lo ven emerger
del fax a la vista de todo público general) y entrevistarse
con ellos.
En aquella reunión primera y previa, les comunicó la
aparición de un indeseable ser, un putón verbenero, en
sus propias palabras, que se había topado azarosamente
con una multitud de informaciones y documentos que
los implicaban criminalmente, no sólo a ellos, a todos.
- ¿También a Lito Serra? – inquirió Yolanda.
- Sale tal y como le trajeron al mundo en una de las
películas que me permitió ver Lourdes – le informó
Álvaro – así como a Alba González e Irene y Belén y
Soledad y Marcial Martín y hasta Luís Marín y Sebastián
Izquierdo, y todas las demás.
- ¿Tantas hubo? – preguntó Yolanda con cara de
incredulidad manifiesta.
Les informó asimismo de las exigencias que
realizaba esa execración de la naturaleza, a la que no
desea en absoluto nombrar por su nombre de Virgen
de agosto. Orlando consideró inmoral que la mujer de
Javier exigiese todo el dinero que poseían, nada menos,
y tampoco deseaba creer en la existencia del más allá,
pero todo esto semejaba ser la venganza del muerto.
- Un muerto muy vivo, en verdad – sugirió Álvaro.
- Eso lo observé yo – surgió la voz de Yolanda – sí,
sí, fue el día dieciséis de Junio, y por la manera de
resoplar de Orlando, pensé que se había liberado de una
gran deuda, de algo que le pesaba en el alma.
- ¿Grande? ¿Pesada? – y ascendió el pecho de Álvaro
hacia su barbilla – nada menos que sus cuernos estaban
a media asta y toda la pasta…
- No seas malo – dijo Yolanda – que a veces me
asustas.
Orlando exigía confirmar la existencia real de las
pruebas con las que pudiera contar Lourdes y además,
él mismo se dedicaría a redactar un escrito con el que se
la ataría al silencio a la muy…y calló, porque no quiso
finalizar una frase en el que utilizaba un adjetivo muy
manido.
- El dinero, si no queda más remedio…se le da.
Antonio se comunicó telefónicamente con Lourdes,
que aceptó, pero con la única condición de que
permitiesen que hubiera alguien con ella, un testigo.
- Jon – gritó Yolanda.
- Jon – ratificó Álvaro.
- Jon, portero de noche – calificó Yolanda.
- Jon, el maestro de las llaves – se sonrió Álvaro.
Al día siguiente, a media tarde, mientras en Aranda
se celebraba una competición nacional de fútbol y el
nuevo alcalde entregaba los trofeos, en la casa de
Berlangas, en esa misma casa donde Javier y Antonio y
el concejal Martín se reunían con Soledad después de
que los sorprendiera el marido cornudo y guasón , en la
intimidad de su hogar, se celebró la reunión. Además de
Jon, Lourdes, Antonio y Orlando, se hallaban otras dos
personas, una mujer que hablaba rápido.
- ¿Belén? – afirmó Yolanda.
- ¿Quién? – inquirió Álvaro, perdido.
- Nadie, no la conoces.
- No, cariño, una concejala del ayuntamiento, Alba.
Y un señor nada distinguido y mal educado, que no
se presentó en ningún momento ni lo presentaron pero
que permaneció en silencio y silencioso, durante toda la
reunión. No sé de quién se trata ni ninguno de los que
me relataron lo que ocurrió en la reunión me supieron
dar razón de quién se trataba.
Y ambos imaginaron que era Marcial, el “pichafloja”.
- No se puede entrar en estos juegos, Álvaro –
consideró Yolanda –, la vida acaba por cobrártelo.
- ¿Qué te juegas a que salen indemnes? – le retó
Álvaro.
- Lo digo por nosotros – replicó Yolanda.
- ¿Nosotros? ¡Si no pintamos nada en esto! Ellos sí
que saldrán con rasguños, perdiendo pluma, pero…
- Es imposible, han intentado hacer mucho daño –
se detuvo un instante y rectificó – Han hecho mucho
daño. ¡Deben sufrir un castigo! ¿Por qué he de sufrir el
no ver su castigo, Señor? ¿Por qué los inocentes mueren
y los malvados prosperan?
En aquella reunión se acordó que se le entregaría el
dinero, porque es evidente que las pruebas pesaban y en
las manos de un juez, nunca se sabría el qué pudiera
suceder. Y con éstas, se convencieron, pues dos días
después y a las siete de la mañana, en el mismo lugar
donde se encontraban reunidos, le entregarían el dinero
de la mano de Antonio, dentro de una bolsa de deporte
de color oscuro, y ella desaparecería para siempre de sus
vidas, como si nunca hubiera existido.
- ¡Más nos vale! – grito Soledad.
La mujer que hablaba muy rápido y que puede ser o
no la hermana de Orlando, o ser o no ser la concejala
de Aranda, le tendió asimismo una holandesa donde se
le exigía el silencio a cambio de aquella suma de dinero
que cambiaba a sus manos, puro poder. Debía firmarlo
y retornarlo durante la entrega a las manos de Antonio.
Lo recogió y marcharon.
- Fue el día en que, volviendo del trabajo, me tope
de bruces con el coche de Antonio en el mismo lugar
donde lo aparcaba Javier cuando iba a follar con
Soledad.
- Sí.
-¿Qué hacían en casa de Orlando?
- Le contaban la reunión a Soledad, no en balde es la
que toma las decisiones.
- Creí que Antonio igual se tiraba también a Soledad.
- No sé, igual al principio.
- No me extraña que Orlando respirara con la
muerte de Javier.
- No te entiendo – argumentó Álvaro, perfectamente
extrañado.
- Demasiada gente en la misma madriguera…
Pronto en la noche, Antonio recibió la llamada de
Lourdes, que consideró a las siete de la mañana para
reunirse se trataba de una pésima hora, porque la gente
en Berlangas viajaba a esa hora hacia su trabajo, y
prefirió aplazar la entrega hasta el lunes a las diez de la
noche. Antonio no objetó reparos, la hora de la entrega
no iba más allá, si la entrega misma, pero esa no se podía
evitar.
- A no ser que desaparezca este putón – manifestó
en voz alta Orlando, en la reunión que mantenían en la
sede del partido, ante Lito Serra, Alba y las reticencias
de ese Caín que es Martín.
- Que se muera, ¿verdad? – cainita Martín.
- Yo no hubiese perpetrado esta extorsión– estimó
Yolanda – Y si la cometo, entrego el dinero a la policía.
- ¿Qué les dirás cuando le lleves esa ingente
cantidad? ¿Qué te la encontraste en el jardín al cavar?
A las diez de la noche del lunes treinta de agosto, el
coche de Antonio, ese Audi seis de un color indefinible
y exacto al que conducía Javier el día de su muerte,
accedía a la localidad de Berlangas, y sesenta metros más
allá, giraba a la derecha y enfilaba la calle que lo dirigía
indefectiblemente a la última casa a la derecha, la más
solitaria y la más abrigada del viento del norte,
deshabitada siempre y perfectamente retirada para que
fuera idónea para el uso que se le cabildeaba.
Frenó para detener el coche a la entrada de la verja
que se ubicaba frontal a la puerta del garaje, y pitó. Se
abrió automáticamente esa puerta y se adentró
lentamente al interior del garaje, y desde allí, por una
puerta de paso, accedió a las demás estancias de la casa.
Lourdes aguardaba la llegada de éste sentada en el
sofá del salón, justo al lado de la chimenea, que
permanecía encendida desde las cinco de la tarde,
mientras mantenía sus largas piernas de modelo de
lencería muy estiradas sobre la mesa del salón.
Antonio entró esquinado y tirante, antagonista y
contendiente, sin saludo en los labios y sin solicitar
permiso ni se sentó, que le pinchaba la entrega del
dinero.
- Ésta ya no es tu casa ni aquí eres bienvenido – le
largó Lourdes con aversión.
De pie, siempre en pie, le arrojó la bolsa oscura que
portaba en su mano derecha, desde la más absoluta
antipatía, con inquina, pero con una categórica apatía,
con el deseo de que la golpeara en la sien y la dejara fría
y frita, muy muerta.
- Y tú estás muerta – le advirtió este ángel del rencor.
Desde esa desgana tan perseverante que lo invadía
ahora, sin ninguna mala conciencia propia por su
propio pensamiento impío, codició con su pensamiento
que allí mismo, de manera cabal, Lourdes cayese
fulminada, como el hijo de puta de Javier cuando ésta
recogió la bolsa, demostrando la misma indiferencia
que desplegó Antonio al arrojársela.
Ni la abrió, lo que incomodó profundamente al
mismo Antonio, que se empalagó en casa
imaginándosela como un putón verbenero pesetero,
contabilizando hasta el último billete de veinte euros, ni
la prestó la atención que se esperaba, desesperada.
- Espero que sepas lo que haces.
- No te preocupes, lo sé.
- No lo creo.
- Lo que espero es que no me pase nada.
- Si te callas, evidentemente, no.
Acto seguido, Antonio, con su muñón
distraídamente alicaído entre la entrepierna y la mano
izquierda elevada, una mano izquierda que existe para
reforzar con firmeza lo que explica o afirma, lo que
manifiesta o revela, le exigió educadamente,
caballerosamente, casi con simpatía de guarda urbano,
con comedimiento de guardia civil, que le entregase la
hoja firmada que la mujer que hablaba muy rápido, le
proporcionó para firmar.
-Ah, sí, pero no – le confundió, para arrancarle del
quicio.
Sin menearse del sofá, sin variar un ápice su forma
de arrellanarse, la pierna izquierda adecuadamente
dispuesta sobre la rodilla derecha descansadamente
plantada, Lourdes convino con Antonio que aquella
hoja, si caía en malas manos o en las más inocentes,
podría conducirlos a múltiples problemas, incluyéndola
a ella misma, por cierto.
Imagino a Jesús Manuel, a su hijo menor, con la hoja
en la mano, suministrándola a un profesor por error al
entregar un trabajo propio. Consideraba que resultaba
mucho más práctico romperla, ambas dos holandesas,
la original y su copia, para que no hubiera sorpresas
futuras.
O por los muslos al aire que apreció aquel muñón
con los ojos desorbitados o quizá ante la perspectiva
espectacular de los senos que se muestran entre la blusa
transparente y que Antonio advierte y degusta con la
mirada y que le provoca la baba, éste tomó la decisión
de adecuar su decisión a la de Lourdes y romperlas.
La mujer rasgo e hizo pedazos la copia propia con
una sonrisa de triunfo y con la que nada podía rivalizar
en el mundo. Antonio actuó igualmente, pero con un
confuso rictus en sus labios, indistinto, y una erección
catastrófica en sus calzoncillos de la calle Serrano.
Rotos los papeles, Antonio se acerca a Lourdes y la
cerca y la adora mentalmente.
- ¿Hablamos ahora del chochito? – le pide pringoso
y goloso este soso muñón armado.
- ¡Ay, cariño, pero no se trata del mío, por supuesto,
sino del que se acostaba con mi marido, y lo condujo a
la muerte! – le aulló como una loba herida, como animal
en huída, que ha salido a la luz, la Lourdes real.
-…
- La mujer de Aranda que embaucó a Javier y lo
condujo a la muerte – se irguió de un salto la mujer
intrépida, resuelta, que audaz, se estiraba de los nervios
para hacerlos desaparecer en estas situaciones – La tipa
que os llevaba a la cama y os provocaba esa adicción a
la que no sabéis renunciar.
Completamente serena y despejada, pacífica y
juiciosa, sorbía como un pajarito de papel el líquido
humeante de la taza blanca que a su frente y sobre la
mesa se hallaba posada, en el bar El Ventorro.
- Y pensar que en las habitaciones del piso superior
de este bar se acostaban Antonio y mi marido con Belén
e Irene y Soledad – pensó y lo expresó en voz alta sin
altavoz, Lourdes pacífica.
De nadie que se sentase tan despreocupadamente
como ella en una banqueta alta de la barra de un bar, se
sospecharía que portaba en una bolsa oscura oculta en
el portón del coche, ese pequeño utilitario oscuro
aparcado en el frío de la noche comarcal, ciento veinte
mil euros.
Jon observó cómo entraba Álvaro en el bar y le
obligó a dirigirse a una mesa, a la vera de la cual se
sentaron inquietos, medio glúteo fuera y medio dentro.
Ocultaba Lourdes sus ojos tras unas gafas de sol y sus
manos bajo unos guantes de cuero y su cuerpo bajo un
abrigo forrado de poliamida, tipo Oxford
hiporrepelente, pero qué le iba a hacer, le afectaba el
frío.
Hoy, uno de septiembre, amaneció lluvioso y
excesivamente ladeado, desolado, el día. La desventura
se hallaba escrita en todos los rostros que los rodeaban,
que se la podía entrever y hasta leer con mucha mayor
facilidad que la ventura en la palma de una mano
venturosa.
- Un mal día, no augura nada bueno tanto gris en el
cielo – saludó adulador Álvaro.
Lourdes al grano, que todo en la vida le parece ya
burla, chanza, tan sañudo.
- Esto no ha acabado aquí – le confió a pesar de lo
adverso del momento – De todos ellos me encargo yo.
No hagáis nada – automática y maquinal, reconcentrada
y preocupada, prosiguió – y menos que nadie, Yolanda.
Por cierto, ¿qué les ha hecho a estos para que hayan
pretendido destruirla de esa manera?
- No acostarse con ellos – rápido y deliberado,
consciente y premeditado en su respuesta, como un
rayo, Álvaro.
- Pídele de mi parte que no cambie, que no se vuelva
como la funcionaria que truncó la vida de mi marido.
- Se lo diré.
-¿Y para qué me lo dices? ¡Dile que venga de una vez
a verme, que deseo abrazarla o que se muera! – le gritó
Yolanda a Álvaro a través del teléfono, a este mensajero
del averno.
Lourdes y Jon se levantaron de sus sillas para
retornar a la capital. Jon se disponía a pagar la cuenta
pero Álvaro le hizo un gesto claro con la mano abierta
y los dedos juntos, de que él corría con la invitación.
Cuando se acercaron a la puerta de salida, la altura
de modelo de lencería con la que se desenvolvía
Lourdes, giró sobre los tacones de sus zapatos de piel
de serpiente de “Purificación García”, y todo el mundo
la observó al avanzar decididamente pero
ponderadamente, hacia Álvaro.
- Tú eres de Aranda de siempre, ¿verdad? – metódica
en sus preguntas, sabia en sus especulaciones.
- Sí, claro, ¿por qué?
- En la reunión del sábado tope con un tipo delgado
y todo orejas, Orlando, se llama, creo – se detuvo
deliberadamente, preconcebidamente – dime, su mujer,
trabaja de funcionaria en el ayuntamiento, ¿verdad?
- Sí, se llama Soledad.
- Gracias. Eso es todo.
Ahora sí que se alejó y Álvaro la contempló al
desvanecerse a lo largo del aparcamiento del bar el
Ventorro, en el pequeño utilitario oscuro donde
ocultaba la bolsa de deporte mate que reservaba a la
vista del mundo los ciento veinte mil euros que
consideraba disponer a nombre de sus hijos, para
preservar su futuro, lo único que la guiaba y animaba a
seguir luchando y no dejarse vencer ante la primera
dificultad, aunque las ganas se lo sugiriesen.
Se acerca de nuevo ahora, cuando entra por la puerta
del taller, alzada sobre la misma altura de los mismos
tacones pero de otros zapatos diferentes, azules mate y
con una tira de brillantes que los ciñen por encima del
tobillo a la pierna esbelta.
Es pronto al mediodía, y ase su bolso con fuerza en
el hueco interior que su brazo izquierdo dibuja cuando
apoya el puño del mismo sobre la cintura, y en la mano
derecha, con los dedos en forma de pinza, nada porta.
La mujer sabia y especulativa a la que invitó el otro
día a café ha desaparecido y ante Álvaro, frente a frente,
se ubica una mujer con el rostro triste, o la mirada
compungida, sensible pero sin parecer intranquila más
bien agitada, exaltada, y aún vigorosa y fuerte. Sin duda,
si la encontraseis en este momento, os daría la
impresión de un ser blando y débil. No es cierto.
Cuánto se engaña la gente.
Álvaro emplea más de dos días el mismo mono de
trabajo y acumula la grasa en sus manos, en mantos. Los
demás toleran el olor y esos mantos de grasa. Soporta
dos días sin parar de trabajar, sin bañarse, retirando de
las manos la grasa con tiras de cuerda de esparto, sin
parar, con periódicos atrasados, sin detenerse, por
finalizar el trabajo.
Ha revisado coches y ha cambiado aceite y trucado
motores, ha modificado tubos de escape, sustituido
bujías y hasta las bielas de dos automóviles, y no ha
descansado. Huele tan mal que hiede y hiere.
Lourdes frente a la frente de él, en la intimidad del
taller, solos, lo congratula con una sonrisa, en un rictus
coqueto de los labios, con los ojos parpadeantes, con
las pestañas que se estiran y como que lo asen.
Álvaro suda y lo muestra en sus manos y en el mono,
y se explica que no nota su cuerpo para otros
menesteres, cuando retiene la mano de Lourdes un
momento entre las suyas.
- Has venido a comprometerme, ¿o qué?
- Sí. Tengo que confesarte que venía a echar un
polvo contigo.
- A las viudas no se las corteja hasta que no han
sepultado al marido – le confiesa Álvaro con un buen
dicho español – y tú, cariño, no lo has sepultado… ¡Ni
lo sepultarás!
- Tienes razón – lo ratificó pausadamente – a mi
marido no lo enterraré hasta que… – y guardó silencio,
un silencio capital – He querido, he llorado y he hecho
el amor con mi marido, pero…
- Mi trato con él fue de amigo, y te repito que era un
gran amigo de sus amigos – filones de amistad corren
por su cuerpo poroso de Javier, mujer de cuerpo
presente, de corpore in sepulto.
- Quiero cargarme a la tía que se lo follaba, y al
cornudo de su marido. Sólo así descansará en paz.
- ¿Y tú? ¿Cuándo descansarás en paz?
- Eres un buen hombre, un buen amigo. Sólo te pido
que me ayudes – y tras medio segundo de silencio,
prosiguió – y a Yolanda, también.
Le reveló entonces, sólo entonces, que la habían
amenazado, llamándola a casa desde una cabina
telefónica y no con matarla, sino, simplemente, con los
hijos, nombrándolos, así, acuérdate que cuidas a tus
hijos.
Pero al día siguiente, la misma voz que la amenazó
desde la cabina telefónica, la llamó con un número
particular, sin amenazas, afable, cordial incluso, y le
preguntó por su estado de ánimo, y la intentó
convencer, así como lo procuraría un vendedor de
libros o de seguros, abordándola, enredándola,
embarcándola, labia y labios para voladas, de lo
benéfico que resulta en toda ocasión el silencio,
verdaderamente siempre, dos ojos poseemos y una sola
boca, ver y oír dos veces y hablar una.
Resultaba ridículo, pero aún más ridícula Lourdes,
pegada al auricular, escuchó hipnotizada y sin colgar, sin
conseguir colgar, como hipnotizada, drogada o algo.
- No sé qué hacer – le expuso sin ocultar sus nervios,
repentinamente atenazada, y lloró.
Álvaro, mientras procura no ensuciar la bonita blusa
blanca batiente al aire de cuatrocientos euros, la abrazó
para consolarla, sin cesar de fijar su mirada en aquel
precioso sostén azul, lapislázuli, ribeteado de una
puntilla de oro alrededor y que no se parecía en nada a
los sostenes normales, y que, además, se transparentaba
bajo la blanca blusa batiente al aire de cuatrocientos
euros.
- Primero te humilla – le expuso explicativamente
Yolanda a Álvaro – después te menciona lo que te
quiere y que todo es parte de un proceso… tú, yo. Una
combinación perfecta para noquear a los débiles, la que
lleva a cabo Orlando.
- ¿Estás segura? – le obligó a concretar
indicativamente Álvaro.
- El propio Javier me lo comentó en las pocas veces
que acudí a su cita, y lo he sufrido en mí carne y cuando
más peligroso resulta es con la piel de cordero.
Lourdes no podía cesar en el llanto y lloraba, con
lágrimas silenciosas, inexistentes lloraba, y unas
absorciones de aire cada vez más ruidosas cuando, sólo,
pretendía la calma.
- Quería pedirte consejo, lo preciso.
- No soy quién para aconsejar.
- Jon me pide que acabe ya con todo esto, que lleve
las pruebas que tengo al juzgado.
- Sí.
- Las pruebas ahora las tengo bajo custodia en un
abogado.
- ¡Acertadamente!
- Por mí no temo – le comentó – que ya les apunté
en su día a Antonio y a toda la bazofia que lo acompaña,
que tendrán que matarme para pararme – se detuvo,
tomó aire, ascendieron sus senos y los notó Álvaro bajo
su buzo, señalándole – pero por mis hijos…
- Tranquilízate, ve a casa, duerme, piensa… Las
pruebas son pruebas, pero ante un tribunal, son meros
instrumentos que, según como se utilicen, cesan de ser
consideradas como pruebas. Un tribunal tiene que
creerte, y eso resulta difícil.
- Pero también se las he dado a un juez, quiero que
las evalúe.
Yolanda conocía perfectamente a Orlando y cada
vez más lo creía capaz de ejecutar cualquier acto en
contra de cualquiera si eso suponía poner a salvo su
reputación de mandamás, de jefe. Saber que ya habían
amenazado de muerte a Lourdes, constituía para
Yolanda un problema de conciencia, porque si la llegaba
a ocurrir algo a aquélla, cualquier cosa, sabía
perfectamente que ella se iba a considerar culpable.
Volvió a repetírselo a Álvaro por si quizá no se hubiera
enterado, y empleó para ello las propias palabras de
Javier.
- Mira que Orlando es un esquizofrénico, y su cara
angelical es preludio de la muerte.
-No pasará nada.
-Pero no sólo es a ella…también temo por mí –
aclaró Yolanda.
No en balde, el propio Javier, alarmado, había
propiciado que se le realizase un análisis psicológico, en
el que se reveló que Orlando era un paranoico
compulsivo, y la figura de su compulsión era la
mismísima Yolanda. ¿Por qué? Aquél sabía el porqué,
no en balde siempre avisaba a Yolanda.
- No acometas ningún trabajo que no te sea
notificado por escrito; todo por escrito, cualquier cosa
que te disponga o quiera ordenarte, por escrito; y entre
tú y él, una mesa de separación. Y los días que aparezca
sonriente, ¡cuatro mesas!
Yolanda se dirigía al taller de Álvaro, donde previó
que se encontraría a Lourdes. Deseaba conocerla.
Durante todo el camino que recorrió paso a paso para
alcanzar la puerta del taller, proyectaba en su cabeza
cómo explicarle, enumerarle, advertirle, confesarle,
tantas y tantas cosas a la buena de Lourdes, que las
palabras se atolondraban en su misma mente y no se
daban ni filtradas ni se rebasada el atasque en su
garganta. Advertirle que no coma bombones, que mire
directamente a los ojos de Orlando porque es la única
manera en que se acobarda, o que le aferre de las solapas
y lo mire a los ojos al mismo tiempo, que de esta manera
esconde como un vil ratón, el rabo entre las piernas.
Lo que le más le apetecía hacer en cuanto la
vislumbrase y la tuviera como a dos palmos de su
sonrisa, fundirse con ella en un solo abrazo, uno de esos
en los cuales se vuelca la totalidad del afecto que nos
desborda, y que siempre precisamos procurar a los
demás, pero que nunca transmitimos, acobardados.
Comprendía que la relación que ella pudiera
construir y mantener con aquella mujer no calaba desde
las explicaciones, sino que se sostendría desde los
afectos. Deseaba que comprendiese la postura que
mantuvo en torno a entregar las pruebas a la policía,
porque el miedo, el pánico, el terror en verdad a que
aquellos rastreroshijosdeputa pudieran atentar contra ellas,
quitarles la vida, la echaba a manos de la consternación
y la impotencia. Y qué distintas son las opciones que
escogemos cuando nos puede el miedo que aquellas que
preferimos cuando no poseemos nada que perder.
No debiera confundirse su actitud. Ella más que
nadie, precisaba que se descubriera si la muerte de Javier
había sido verdaderamente accidental, azarosamente
infortunada, o, como sospechaba, un vil asesinato.
Quería explicarles a todos que lo había vislumbrado en
un sueño que el propio Javier propicio durante una
noche de julio, al mes de su lamentable desaparición, en
el que la advirtió de la existencia de su mujer y de la
fuerza que esta desplegaría para encargarse de esta
venganza.
- Que es la respuesta al por qué nos hemos
involucrado en esta historia, por pura venganza – le
reveló a Álvaro entre risas a causa de los martinis que
habían ingerido durante toda la tarde.
No anhelaba abrir el periódico, el Diario de Burgos
o el Correo, una mañana cualquiera en el transcurso de
su descanso y leer en un recuadro de sus páginas de
noticias, la lamentable muerte de Lourdes Marín
Casado, viuda de Javier Rico Orden, al precipitarse
desgraciadamente desde el cuarto piso del paseo de la
Guardia Civil, número dos, cuarto izquierda, domicilio
familiar que abandonó para marchar a León, y, más
tarde, abandonó León para evacuar su vida hacía
Madrid, porque siempre se advertía amenazada.
Lamentablemente.
Yolanda ante el recuerdo de Javier lloró, que lo
estimaba y más cuando se implicó ante su situación con
la empresa, cuando decidió Orlando despedirla, con la
peregrina excusa de que actuaba siempre a su manera,
que hacía lo que le venía en gana, y que no acataba las
ordenes que él le comunicaba a primera hora de la
mañana o en el transcurso del día, y siempre que acudía
al trabajo y se marchaba, “de guapa”.
- Ya no viene con el uniforme desde casa, que entra
de paisano – le comunicó a Antonio.
- ¿Y qué importancia tiene eso, jodé? ¿Acaso no
cumple con su labor? ¿Por qué para lo que acudo, tienen
que ser siempre tus – y recalcó muy bien recalcado tus,
Antonio – problemas?
Javier se involucró, se complicó, se enzarzó en una
lucha contra su propio primo para que el despedido
fuese absolutamente procedente, porque si hay que
despedir a un trabajador, siempre es mejor despedirlo
con los datos de su trabajo, que con un porque sí. Tan
insistente se torno su proceder, que éste exigió a su
secretaria que le preparase esos, para el día siguiente.
-Despídela, pero con una razón suficiente – le
solicitó Javier, como una exigencia racional.
A la vista de los datos, Yolanda se significaba,
contrariamente a lo pretendido por Orlando, como la
primera trabajadora de la empresa, con lo que Antonio,
acompañado de Javier, le exigió a aquél una esa
explicación oportuna.
No la había, claro. Aquel rastrero caballero se
aferraba siempre a la misma inquina explicativa, “hace
lo que quiere, induce a sus compañeros y hasta ha
intentado inducirme a mí”.
-¿No querrás sugerir “seducir”, que crees que ha
intentado seducirte? ¿O es lo que te gustaría? – le
preguntó con una sonrisa muy cínica Javier.
Antonio le pidió que se centrase en su trabajo como
Yolanda se centraba en el suyo, y que se comportase
con el personal con corrección y jefatura.
- Y si no sabes, seguro que Yolanda sí – le espetó
Javier como un lapo húmedo bien arrojado contra la
cara.
Si la hubiesen expulsado de la empresa, si la hubieran
despedido, Dios sabe qué motivos habría alegado
después Orlando, y con los que la habrían despellejado
en esta Villa donde todas las lenguas trasladan injurias
mientras cabalgan por las esquinas.
Los motivos nunca importan, que pudieran ser
iguales, con considerable probabilidad, a los que alegó
tras despedir a Pedro Antonio. Según contó lo había
cazado inflando una colchoneta de aire, completamente
desprovisto de abrigo en su cuerpo, con su novia
Corito, completamente desnuda a su lado, preparados
para el coito, siempre que concluyese por inflar la
colchoneta, claro.
Se lo comentó Orlando a todo aquel que se detuvo
a escucharlo, y se corrió el rumor fulminantemente,
aceleradamente, y se precipitó vertiginosamente,
expeditivamente, el que Pedro Antonio y su novia
abandonaran la relación que mantenían.
Afirmaba Yolanda a Álvaro, y a todo aquel que se
parase a oírla, Con la mayor seguridad del mundo, que
con ella pretendía componer una historia semejante.
Aquella historia, la de Pedro Antonio, nunca se la creyó,
sobre todo cuando hubo de imaginar a éste inflando el
colchón de goma con la bomba de aire y una erección
matutina, y a la novia exigiéndole que completase
resuelto el inflado con la hinchazón o se le transponía
el calentón y el ojo terebrante de Orlando observaba la
acción desde el ojo de pez de la puerta de su despacho.
Se asemejaba tanto y más, a una película porno
interpretada por los Keinstones.
Pero una historia de ese pelaje, con un buen
andamiaje, le destrozaría la vida en una ciudad tan
tranquila y eterna, donde todo el mundo conoce que
nunca ocurre nada, como Aranda.
- Gracias Javier, dónde quiera que te encuentres.
Se complacía de estos pensamientos cuando topó
con la nariz contra la puerta del taller de arreglos de
Álvaro. Lo encontró cerrado. Encaminó sus pasos a la
puerta trasera, saltando entre baches y barro, entre
piezas desordenadas y coches condenados al desguace,
hasta enfrentar una puerta estrecha y con la palabra
entrada borrada en muchas de sus letras. Entró.
Álvaro le daba la espalda, enfundado en su mono
verde y oliendo a sudor y grasa y a valvulita, de dedos
cortos y deformados de estar entre las válvulas, entre
los caballos de potencia, en las bujías, en la inyección
automática. Se acercó hacía él sigilosa, disimulada, y le
lanzó las manos a los ojos, el pecho sobre su espalda,
las rodillas a los gemelos.
- ¿Quién soy? – descompuso su voz en
modulaciones de gravedad varonil.
Álvaro se giro sobre sí mismo, la miró desde la altura
de sus pupilas y la besó con suavidad de grasa para
juntas de culata, primero, en la mejilla y después en la
frente.
- Se ha ido ya – le anunció, anticipando la decepción
a todas luces, inevitable.
Chisto entre sus labios Yolanda el desencanto, y
gritó su decepción. Había caminado desde el trabajo
hasta el taller exclusivamente para abrazar a Lourdes,
para hablar con ella, si se terciaba, seis kilómetros.
Nunca supo qué le quería decir, y todo se habría
quedado quizá en ese simple pero predicativamente
clamoroso abrazo que pensó en darle y que lo practicó
de mil maneras en el alargado transcurso del camino.
- Me ha confiado que pensaban utilizarte – y lo
balbució, como si no quisiera, como si no le apeteciera
confesárselo, un simple mascullado de labios que sonó
a un simple murmullo.
- ¿Cómo?
- Querían comprometerte pero después obligarte a
acostarte con Javier – susurraba Álvaro hosco, que
medía muy al límite sus palabras.
- ¿No podrás olvidarte algún día de esta pútrida
historia? No quiero saber nada, nada, ¡nada!
Yolanda no hilaba aquello en el conjunto de la
historia que le había relatado Álvaro. ¿Acostarme con
Javier? Álvaro le explicó entonces que no se trataba sólo
de acostarse con éste, sino de que sustituyera a Soledad.
Se cansó Orlando de ver a su mujer todos los días
con los mismos o se había aburrido que doblaran las
campanas a las doce del mediodía y le taladraran los
tímpanos las cuatro de la tarde y dominara en su mente
la imagen de su cama calentada por el cuerpo de Javier,
de Antonio, de Marcial, de Lito Serra, y precisaba de
una vez que esa imagen desapareciera, que tú ocuparas
el lugar de su mujer.
Salvaba a su mujer, que de ser una prostituta de lujo
volvería a su papel de madre anegada y feliz para sus
dos hijos.
Salvada su mujer, se salvaba asimismo en su prestigio
de ciudadano íntegro y notable, y retornaría a su vida
ideal, a ser el elemento de la empresa que mejor cumple,
de la manera más cabal, exacta y tan escrupuloso con su
trabajo, que se diría que lo ha inventado él.
Yolanda cumpliría otro papel, a partir de ese
instante.
- Te acuerdas que un día lo encontré y me apuntó
que una puta y un cabrón le hacían la cama – especificó
con todas las letras bien deletreadas el hombre íntegro
que es Álvaro.
- Sí, lo recuerdo, que me indicaste que venía en la
bici dando un paseo.
- Ya sabes quién oficiaba para él de puta – se detuvo
un instante, el tiempo que le tomó a Yolanda afirmar
con la cabeza – y quien se convertía a destajo en un
cabrón – y Yolanda apuntó al cielo.
Yolanda abandonó la nave del taller a toda prisa, sin
despedirse, llorando, imprecando a los dioses y
pidiendo un lugar en el cielo para Javier y, a su lado, un
trocito pequeñito para ella misma. Éste lo sabía todo y
la avisaba para que no se aproximase a él bajo ningún
motivo, si quería conservar su reputación y permitirle a
él crédito, que ya advendría el tiempo de conocerse con
mayor civilidad y cortesía, procurando un trato de
gentileza, obsequiosidad y afabilidad.
-Nunca llegará, nunca, tristemente – se consoló o se
espoleó a sí misma.
Yolanda regresó sudando a casa, llorando por el
recuerdo de aquél que la protegió, exigiendo a Dios un
castigo contra aquellos que lo habían odiado y, por ese
odio que le tenían, por lo mismo, lo habían asesinado,
tan segura ya, aunque si bien, no directamente, sino
como asesina el homicida con su arma blanca o su arma
de fuego, sí fríamente y con diligencia, en la distancia
larga o corta, con compulsión y prontitud, sí por
evicción, por desazón, inoculándole intranquilidad,
toda la necesaria para que lo disturbe, lo desbarajuste de
las convicciones y lo trastorne en su vida.
Extraviado en sus ideas, menoscabado en su
dignidad, acelera siempre un poco más, un poco más, y
más, hasta que, quebrantado en su conciencia, no vea
inconveniente en finalizar su vida permitiendo que su
vehículo se saliese de la calzada y a doscientos por hora,
y más, batiese contra la valla, se golpease en mil y un
lugares, y saliese despedido más allá de todas las cunetas
y los quitamiedos, que no absorbiese la carrocería la
totalidad de los golpes que va recibiendo y adoptase tras
ellos la misma formas imposibles de esculturas
dadaístas.
Yolanda se desnudo completamente, asediada por el
deshonor en el que querían hacerla resbalar para
despeñarla socialmente, para acabar con su propia vida,
y con la reputación de todos los que la rodeaban.
Acorralada, asediada, sitiada, claudicaría a las
pretensiones de Orlando, de su esposa, nada santa, y la
gravarían con un contrato leonino, esclavista, y la
grabarían cada vez que se lo pidieran, para que jamás
pudiera pensar siquiera en la traición, en huir una noche
sin nada que perder.
-Por cierto – le indicó Javier a Álvaro - ¿Yolanda no
querrá ir de encargada a Miranda?
Yolanda se introdujo en la ducha, cerró la puerta de
la mampara, abrió en todo su giro el monomando de la
ducha y el agua cayó sobre su cuerpo, resbalando del
mismo, primero a temperatura bien fría, y, finalmente,
arde que te arde, y no hubo queja. Se dejó caer sobre la
pared a su espalda, miró a lo lejos y lloró por Javier.
- ¡Quiera Dios que paguéis por su muerte! – gritó
con una consternación natural, con impaciencia, pero
sin zozobra.
Repasó mentalmente la lista de todos los culpables,
Antonio, Soledad, Marcial, Lito Serra, Elena, Alba,
Orlando, Antonia, Irene, Belén, Ignacio, Alfredo,
Noemí…
- ¡Hijos de puta! – gritó una noche.
- Adviertes que hay gente a la que no le importa nada
menoscabar la vida de los demás – le ratificó Álvaro
aquella tarde de octubre.
- Y encima son los que más viven – convino Yolanda
agria en el ceño y mortal con las intenciones imaginadas.
A la mañana siguiente, zumbaba el despertador y en
el mismo momento el móvil retronaba y de fondo
bramaba como un látigo largo el ruido de la televisión.
Mucho ruido y pocas nueces.
Sin darse cuenta, se había quedado traspuesta con
los ojos cerrados y como sí anduviese sorda por la vida,
cuando se tumbó en el sofá relax que se había
comprado últimamente.
Se desemperezó, se agitó de derecha a izquierda y
compuso un gracioso movimiento con sus senos libres
de sostenes. Corrió al cuarto, apagó el despertador,
cogió el móvil de sobre la cama. Lo abrió, miró quién
llamaba y después dijo “¿diga?”.
- Te recojo en un momento – y colgó Álvaro como
Hermes, Álvaro periodístico, Álvaro tengo un secreto
para ti.
Se vistió con rapidez, presurosa y atropellada,
urgente y febril, impetuosa. De la ropa interior al
arreglo del cuello de la camisa, que compuso para que
los botones abiertos confeccionaran un escote
moderado y vergonzoso, que hablase de su dignidad y
ponderación, de su intachable delicadeza y su rectitud
para la justicia. Su escote gritaría a los cuatro vientos su
probidad cumplidora.
Al llegar al portal Álvaro aguardaba a la puerta y
golpeó con los nudillos sobre el cristal al observarla
bajar las escaleras y le pidió que le abriese.
Sin un saludo de bienvenida ni la petición de una
explicación a su espantada del día anterior, Álvaro
precipitado, arrebatado, ofendido, le anunció que a
Lourdes le habían roto los faros de su utilitario azul en
la noche, mientras permanecía estacionado en la calle
oscura, sólo la luz de la puerta del portal.
Ésta le había llamado nerviosa, herida, afrentada, y
explicándole que a ella no la iban a amedrentar, por
cierto. Los hijos eran punto y aparte y no sabía qué
hacer, pero sólo por ellos. Muy clara, claramente, en su
imaginación dibujó la próxima acción, denunciar la
rotura de los faros del coche y después, coger
vacaciones. Irse con los niños lejos, muy, muy lejos.
- Hace bien, pero creo que debería denunciarlo todo
– le puntualizó Yolanda a un Álvaro que cada vez se
excitaba más y subía el tono de su voz, tan alta como su
propia exaltación, como una pasión de borrachera,
efervescencia a parte iguales con el paroxismo.
- No, no. Sabes que no la creerían – ardor, pasión,
acaloramiento, fiebre, cada palabra que emite pasada
por un termómetro, lo convertiría en añicos, mancharía
sus ropas con el líquido rojo que asciende por la escala
– por Dios. Hace muy bien en marcar distancias…
- Cada día que pasa, estoy más cansada de esta
historia – indiferente del mundo, se torna superficial y
hasta insulsa en lo que pronostica o comenta, tan necia,
que Álvaro no la reconoce – en la que me han
involucrado y sólo deseo desaparecer de la vida, ¿te das
cuenta?
- ¿Quieres decir, morir? – se apaciguó Álvaro al
repetir la palabra con la boca cerrada.
- Me da igual – profirió furiosa Yolanda – sólo
quiero que le den su parte de viuda o que pueda
vengarse de todos los presentes, ¡y que me olviden!
Álvaro callado, Álvaro aplacado, Álvaro herido en su
orgullo de transmisor de noticias. Álvaro
descorazonado, Álvaro abatido, la observa subir las
escaleras de dos en dos, con rapidez, y repara en cómo
ella lo abandona con la palabra encogida y que lo
aplasta, y ya no comenta lo que le ha impresionado que
le hayan roto los faros del automóvil.
- Lo único que merece la pena de toda esta historia
– le expuso Yolanda desde el rellano de la escalera que
daba acceso a la última rampa que daba acceso al rellano
de la puerta de su casa, abierta – es Javier. Si queréis
alegrarme un tanto así – y detalló el tanto distanciando
lo más posible el dedo pulgar del índice – habladme de
que han pillado a los que lo asesinaron.
Terminó de ascender el último tramo de escaleras
que daba acceso a su hogar, y sólo se pudo escuchar el
golpe formidablemente intenso, terriblemente rabioso,
de la puerta al cerrarse.
- Yolanda – le gritó Álvaro después de cerrarse la
puerta – deberías saberlo todo, está en juego tu propia
vida.
- ¿Cómo hemos llegado a esta situación de total
inquietud, que vivimos en el perpetuo hormigueo de la
preocupación, que nos conducirá sin duda a la tragedia?
– se preguntó retóricamente Álvaro, pero también le
destinó la pregunta a Yolanda, con la seguridad de que
podía comunicarse con ella mentalmente – ¿Por qué
nos encontramos involucrados en un asunto que no es
nuestro, del que no obtenemos beneficio? – sí que sí,
que la pregunta ahora, completamente franca, precisaba
una contestación adecuada de Yolanda, que anda y anda
y anda, el día entero, y su lógica es la del caminante.
- Algún día nos llegará la respuesta sin querer –
insegura y falsamente precisa – cuando no la
precisemos.
- Permíteme que lo dude.
- La palabra que buscas está muy clara, venganza.
- ¡Venganza! – repitió el eco de la voz imitativa de
Álvaro vacilón.
El desasosiego que ha sido el sin vivir en el que han
residido estos últimos meses, no se agota, sólo semeja
que alcanza el final y de nuevo se reinicia, lo ha captado
la peluquera de Yolanda antes de ayer, cuando le apuntó
que se le caía el cabello y le explicó que se debía a los
nervios, recomendándole un tratamiento que se
presenta en ampollas, y que sólo se lavara el pelo dos
veces semanales.
- Si dejo la vida en esta historia – le dijo Álvaro – han
de asesinarme por la espalda.
- Mejor piensa en olvidarte de la misma y en pedirme
matrimonio, que al paso que va todo, acabaremos
solteros y muertos.
Yolanda cada noche, cada mañana, con la ansiedad
que le crea un malestar en el estómago,
apocalípticamente preocupada, se culpa de la muerte de
Javier, de la pesadumbre de Álvaro, de la infortunada
situación de Lourdes. Sabe que no es cierto, porque ella
resulta una pieza más en un juego de cambios y ruinas
en el que no pidió participar, pero la incluyeron, en el
que no quería juga, y ya ha perdido.
Yolanda cada tarde y cada madrugada, menesterosa
de una explicación que restablezca la lógica al mundo
que ahora pretende subyugarla y reducirla al papel de
una mujer humillada, que no procura cantar la palinodia
y se indigna ante las horcas caudinas que la han
preparado pacientemente y perdurablemente para ella,
se pregunta por qué se encuentra involucrada en un
asunto en el que a ella no le va nada, que ni ha recibido
dinero como otros ni ha participado en esas orgías del
borsalino, durante madrugadas eternas, que duran lo
que el trabajo de los dioses.
-Por pura venganza – le explica Lourdes a Jon una
tarde triste, la más triste, cuando ambos encuentran en
el bolsillo de la chaqueta de Javier un bloque de cocaína.
Conoce y participa de la versión propuesta por los
investigadores privados y dada a conocer por Lourdes,
en la que todo el mundo quería cargarse a Yolanda
porque creían que participaba con Javier en una
conspiración contra todos ellos, y, como Álvaro se
involucró defendiéndola, se vio envuelto en el
encadenamiento de habladurías que lanzaron contra él.
Esta versión para Yolanda carecía de lógica. Si se la
querían cargar, ¿qué importaba la intervención de Javier
o de Álvaro, habida cuenta que no participan en las
resoluciones que se tomaban en la empresa?
-A la puta calle – que es cómo le gusta a Orlando
lanzarlo a la cara de quién despide.
El problema estriba en que éste había decidido
despedirla sin honor, convertirla en una de sus
marionetas sin vida, como a muchas otras mujeres de
su vida. Expulsarla sí y con los altavoces de este pueblo
a pleno rendimiento para que todo el mundo tuviera en
cuenta el estigma de ser la putilla de Javier y la que
recibía dinero de sus manos. Internamente, esta
acusación severa, acarrearía su marcha sin recibir nada
a cambio a pesar de sus veinte años de servicios
ininterrumpidos, y sin una sola baja.
Ella asegura otra versión.
Según cree, todo se inició porque el concejal Marcial
“pichafloja” Martín se encapricha de ella, y le exige a
Orlando que actúe para encaminarla al límite del
aguante psicológico y luego, proporcionarle el teléfono
del mismo con la indicación de que lo invite a cenar o
qué mal se encuentra el abuelo.
- ¡Llámale, su mujer está enferma! – le informa
Orlando
- ¿Sí? ¡Pero si yo no tengo ninguna relación con esta
persona!
¡Qué mal se sintió aquella tarde, mientras Orlando el
proxeneta le tendía un papel donde había anotado el
móvil del baboso concejal y tras retirarle el plus de
salario que le concedían por nocturnidad y tras
prohibirle que portase el móvil en horario de trabajo y
tras retirarle un cargo de nivel que poseía para
otorgárselo a otro de los trabajadores!
- Yo no tengo nada que ver con ese señor, le repito
– le certificó negándose a su juego, Yolanda.
Aquella negativa inició su descenso por las laderas
rectas de la angustia, y se enfrentaba, con una
conciencia propia que la afrenta y tan autodestructiva
que poseía la capacidad de convencerla cada noche, y
con sádico proceder, de su culpabilidad.
- Algo habrás hecho – le repitió condescendiente
con todos Álvaro.
- ¡Cabrón! – se lo gritó así, sin poder evitarlo.
Se auto despreció y se encerró en su casa para que
nadie observara sus ojos irritados por las lágrimas y el
rictus de desconsuelo que habitaba en los labios sin
brillo.
- ¿Por qué los inocentes mueren y los malvados
prosperan? – mientras saltaba del desprecio al
menoscabo, y a la deshonra y la laceración.
Precisaban un motivo, uno sólo, para despedirla por
la puerta de atrás, y ella decidió no proporcionarlo. No
por ella misma, sino por gente como Javier, que se
habían comprometido en esta historia rocambolesca, y
no pretendía decepcionarlo.
La aconsejó que recopilara todos los papeles que
topara en la oficina o en la papelera, que tanto daba y
algún día podrían adquirir un valor que hoy no se le
divisaba. La aconsejó que no se enfrentara nunca con
un cabrón resentido como Orlando, que siempre le
solicitara el perdón antes que lanzarle el insulto, que le
explicara que lo siente antes que resentirse por mostrar
un orgullo fatuo.
Le pidió que recordara todas las contestaciones
punzantes que le lanzaba su encargado, las cínicas y las
más lacerantes, que las memorizara, porque la vida
siempre nos permite en algún momento devolverlas,
que no hay golpe que más duela a cualquiera que un
otro utilice contra él sus propias armas.
- Sobre todo, no te fíes de él cuando baje manso.
- No me fiaré.
- Sobre todo, cobra todos los favores que realices y,
sobre todo, te lo repito, no te fíes de él cuando baje
manso – y guardó un silencio admonitorio.
Se condujo en toda situación contra los monstruos
de la empresa acorde a las encarecidas recomendaciones
de Javier y consiguió en tantas otras ocasiones paralizar
al encargado, sobrecogerlo, causar en él una sensación
compungida de extrañeza, que lo afincó en lo suspenso,
que lo plantó en lo atónito y extático. Así fue capaz de
impedir y con la ayuda de su nuevo ángel de la guarda,
que no consiguieran despedirla malamente de la
empresa.
Quizá porque Álvaro se lo pidió o porque al final era
un caballero o por lo que tuviera en mente, Javier le creó
una burbuja protectora Se lo impidió, por supuesto, a
su primo, que le recriminó que se entrometiera.
- A fin de cuentas – le dijo Antonio – no deja de ser
una cuestión de sexo de los de Aranda.
Para Javier, por contra se convirtió en una cuestión
de justicia.
- ¡Jodé, chico, parece que te la quieres beneficiar!
Sucedió que al no poder echarla ni por lo uno ni por
lo otro, a causa del entremetimiento de Javier, Orlando
decidió prepararles a ambos una encerrona que los
condujese fuera de todo su entramado mafioso.
- Si él se entromete y nos fastidia, dejémosle sin su
parte – le ofreció Orlando a su mujer como solución
lucrativa.
Sorprenderles juntos a ambos cuando se
encontrasen en la calle, o cuando entrasen en cualquier
lugar, se convirtió en la obsesión de Orlando. Javier le
llevaba dos años de adelanto y sabedor de lo que
intentaba, le recomendó a Yolanda que ni de paisano ni
de uniforme se acercase a él.
- Ya llegará el momento – le comentó decidido – y
nos tomaremos unas cañas.
- Sí, llegará el momento – repitió Yolanda,
hipnotizada.
Aquella advertencia la cumplió Yolanda a rajatabla y
nunca osó saludarlo. Cree Yolanda que ante lo
imposible que resultó la misión de encontrarlos juntos,
decidió el “comando Berlangas”, jugársela a Javier solo.
Una vez en fuera del juego el entrometido de la
capital, enfrentarían el problema que resultaba ser mi
persona y ya sin ningún tipo de trabas.
- Os tengo que agradecer a ambos – le proclamó
llorosa a Álvaro – más que el puesto de trabajo, el que
no sea ahora considerada de cualquier manera, como
una ramera, en el pueblo.
- Te das cuenta que fácil es acabar con lo que tanto
nos cuesta construir – le concretó contrito Álvaro,
emérito.
Éste consideraba como absolutamente claro que, sin
querer, ella se había convertido en el detonante que
provocó que todo saltara hecho añicos en la Villa. Sin
duda, se convirtió en la mecha detonante de la carga de
dinamita que constituía aquel grupo de traidores adictos
al silencio.
Al convertirse en la obsesión de su encargado, pero
también en la obsesión de Irene y en la obsesión del
concejal “pichafloja”, y de Soledad, y de Lito Serra, que
la paraba en la calle para abrazarla y preguntar muy
íntimamente por la familia y la salud, tuvo siempre
cinco huracanes que la arrasaban por todas sus aristas y
que deseaban verla arrastrada mientras mendiga la
serenidad perdida.
Más tarde o más temprano, cedería ante el empuje
de tantos malhumorados murmurando sin humor y con
excesivos humos sobre uno solo sólo, y así, por librarse,
el uno debe arrodillarse y pedir clemencia.
Al convertirse en la obsesión de tantos, acabó por
aparecer su nombre en despachos en los que éste no
significaba nada, y todos los que sobrevivían en aquellos
despachos se preguntaban quién era Yolanda, qué
pecado cometió para que todo el mundo quisiera su
cabeza y hasta crucificarla.
Álvaro le cuenta a Yolanda que Irene, junto con
Marcial, comenzaron a subir por todos los lugares en
donde podrían sembrar tempestades contra ella, y lo
permitió el ex alcalde Lito Serra, que observó que el río
discurría revuelto y lo revolvió tanto y más de lo que
podía, y siempre en el despacho de Antonio, muñón y
tente tieso, que detenía las arremetidas según venían,
porque no podía permitir que la empresa, con su sede
central en Madrid, se enterase de sus tejemanejes. Y
menos con su edad, cincuenta y nueve años, y verse en
la puta calle, ¡no, no, no!
Su encargado no iba a ser menos. Como lo había
ninguneado al tratar muchos problemas, y conocía
tanto acerca todos los asuntos turbios de la empresa y
se entendía con Javier para lograr echarle de su puesto,
se aproximó al río revuelto para revolver más.
- Tantos revolviendo y sólo dos para salvarte –
confesó Álvaro amable.
- Por eso siento tanto haberte metido en este
embrollo.
- O quizá sólo uno – advirtió Lourdes.
Álvaro le confesó que ella no lo había introducido
en este mal rollo, ya se encontraba inmerso con
anterioridad, y sin quererlo. Y ya antes que ella
apareciese, incluso. De todos los mencionados en sus
conversaciones, algunos le querían mal por unos
asuntos que venían de años atrás, cuando se alineó con
las posiciones de una persona determinada en un asunto
turbio. Siempre la gente se alinea con las empresas
contra los particulares.
- Me la guardaban, y encontraron su oportunidad –
le confesó Álvaro.
- Pero te ofrecieron cuarenta mil euros por
venderme.
- Sí, cierto, y quizá no deberías fiarte de mí y de
nadie, probablemente.
-¿Quieres decir que me hubieses vendido?
- No sé, apareció Javier, apareció Lourdes.
Sin embargo, ahora navegan en el mismo barco, en
el mismo sino, bajo la misma bandera.
- Algo debemos de tener cuando no pueden con
nosotros – comentó Álvaro – algo muy duro, sin duda.
- Un corazón de diamante – concretó Yolanda – es
lo que veo en tu interior. Y creo que también en el de
Javier No te olvides, además, que nos hemos librado de
todo por Lourdes. Yo siempre juego y apuesto al
corazón de diamantes.
Sin duda, ya que si Lourdes se convence de las
palabras de Antonio cuando dirigió la pista sobre
ambos, ahora se verían en una situación más que
comprometida, una vida de murmuraciones y pesadilla.
La aparición del diario de Javier los liberó para
siempre. En ese diario se halla la clave de todo el
embrollo y a nosotros se nos escapa siempre que
hablamos. No creo que ni Lourdes la conozca.
-Pero, ¡si los ha leído! – le recordó Yolanda.
-Sí, sin duda, pero hay que saber hilar el por qué
entre las palabras que utiliza Javier, que nunca explicó
las cosas abiertamente…
Hay algo de lo que Javier se apoderó, que ha
escondido en algún lugar y que todos buscan
desesperadamente.
- La bolsa de la cocaína que porto desde Portonovo
y que ocultó en su finca.
- El mismo día que a ti y a mí nos invitaron a aquella
comida en La posada de Salaverri.
- ¿Dónde estaríamos tú y yo si hubiéramos acudido
a aquella comida? – se sosegó Álvaro, se santiguó al
tiempo que emitía la pregunta.
- Si me llevas a la comida, sí, si me hubieses llevado
y me vendes por cuarenta mil euros.
- ¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién ha sido el insidioso
intrigante?
- Los mismos que buscaron la bolsa de cocaína
desesperadamente tras la muerte de Javier y que se
hacen amigos de unos y de otros, según conviene.
Lourdes acometió la situación a las bravas, buscó,
rebuscó y descubrió azarosamente, como todo en la
vida, el diario de Javier, las pruebas, todo lo relacionado
con el turbio asunto y decidió que si a su marido lo
mataron y le forzaron a muchas cosas que él nunca
quiso, ella daría cuenta de todos aquellos que lo
presionaron, hasta verlos morder el polvo.
- La entiende cualquiera, su reacción es muy humana
– especificó Yolanda.
- Lo hará, es una mujer despechada, que sólo estuvo
con su marido y no conoció más hombre, y se trata de
apuntalar su vida.
- Yo misma obraría como ella, desde luego.
- Sin embargo, anoche estuvo cenando con Irene en
“El Chuleta”, de Roa.
- No lo entiendo, de verdad, esto no hay quién le dé
una explicación.
- Ni tú ni nadie.
- No te puedes fiar.
- Ni de tu sombra.
Evidentemente, Javier se convirtió en una molestia
para todos los que frecuentaban la casa de Berlangas, y,
asimismo, tanto Yolanda como Álvaro fueron molestia
a su vez. No se puede determinar cuál era el orden de
los factores, pero sí que el producto siempre coincidía
con la desaparición de los tres.
Cuando Javier murió en ese supuesto accidente de
circulación, a la altura del kilómetro 154 de la nacional
ciento veintidós, muchos suspiraron repletos de una
tranquilidad repentina, y se delataron
desvergonzadamente.
Tras exhalar su desasosiego, todas sus noches en vela
en el temor de lo que pudiera revelar éste si sobrevivía,
les ha surgido un nuevo quebradero de cabeza, y que
ellos no aguardaban, esta mujer que se comporta como
un terremoto. Allí por donde pasa, el mundo tiembla y
se pone a sus pies. Pura dinamita.
- La admiro – suspiró de envidia la inocencia de
Yolanda – Y confieso que me apetecería que Javier
reapareciera vivo en este momento, aquí, para abrazarle
y reconocerle todo lo que hizo por mí.
- Tú y todos, hoy en día creo que desean que
permaneciese vivo – le apuntó Álvaro, acomodándose
sobre su codo, buscando la comodidad.
- Sí, pero cada uno de nosotros por distintos
motivos.
El peor día de su vida, sin embargo, ocurrió cuando
Orlando, que se la come con la vista desde la altura que
proporciona las alzas de su soberbia y la malicia infame
y en demasía de su arrogancia, le indicó el teléfono del
concejal más picha floja, Marcial Martín, mientras que,
indirectamente, le aconsejaba que lo llamase y lo
invitase a cenar, y a solas, por supuesto.
Como un mezquino proxeneta la arrojaba en
bandeja al más bellaco de los seres de Aranda, el que
gritaba por los bares sus ruindades con las mujeres
todas, infamias que no se precisa volver a recordar ni
repetir. Incluso con la propia mujer.
Comprendió en aquel instante que todas y cada una
de las ingratitudes a las que la sometieron, todas las
falsedades que propalaron por todos los despachos a
todas las orejas puntiagudas donde las sembraron,
tenían un único sentido, humillarla, subyugarla,
esclavizarla.
Aquella mañana, tras ducharse a chorro de agua
enérgica para esforzarse afanosamente en retirar aquel
tiempo de más que se extendía por su piel y que la
envejecía, para deshacerse de las excrecencias que son
todas aquellas humillaciones con las que pretendían que
agachara la cabeza, con las que se requería reducirla a
un monigote, a una marioneta oprimida, salió de su casa
con una caja en la mano.
Caminaba despacio y sonriendo, saboreando
anticipadamente el resultado de lo que había urdido y
ahora ejecutaría en su totalidad.
Despacio, sin duda, pero sin pausa, se ubicó frente a
la puerta de la oficina de Gestión Urbana de Servicios,
y la abrió con determinación briosa. Se dirigió a la
puerta donde se leía en una diminuta placa “encargado”,
una plancha dorada. Abrió sin pedir permiso ni llamar,
como entran los que dominan la situación, lo que saben
lo que deben efectuar a cada momento, y el encargado,
pillado in fraganti, cerró el ordenador con la rapidez de
los delincuentes.
- Te he traído lo que te prometí – le concretó como
saludo al tirarle una caja de habanos, que la familia de
Yolanda elaboraba de forma artesanal.
- No tenías porqué – justificó para deshacerse de ella
cuanto antes, estorbando tanto que cohibía recoger los
cohíbas.
- Ya lo sé – le gritó – No te los mereces – le proclamó
–, pero he querido traértelos y manifestarte que estos
puros sólo se los regaló a mis buenos amigos, a los
mejores, a los muy especiales. Y tú nunca vas a tener
ninguno más, ¿sabes? ¡Nunca!
Con el último nunca mascullado entre sus dientes
con la rabia de tanta ira acumulada y con tanta furia
como un huracán destructivo, giró sobre sus talones y
se encaminó a la puerta.
- Mírate en mi regalo – le embaraza con su mirada
que paraliza – y admírate bien. ¡No habrá más!
Posó su mano en el pomo dorado, y girando
únicamente su cabeza, con su mirada como una navaja
de punta afilada que se clava adrede en la carne convicta
de Orlando el infractor y prisionero de su ordenador, le
volvió a repetir, como puñetazos que se marcan en una
mesa, que nunca, entérate, nunca, porque él la intentó
subastar como a una mera mercancía.
- Sí, cariño – le concretó Lourdes – pero procedió
de la misma manera que con su mujer.
- Procedió como con todas las mujeres – apostilló
Álvaro.
7

Aquel día de junio Javier definitivamente se trasladaba a


León. Ya había localizado un piso en el mismo centro de la
ciudad, muy amplio, luminoso y de una arquitectura novedosa y
ahora trataría de amueblarlo para, dentro de unos días, trasladar
a su familia.
Aquel día de junio de un año par, antes de iniciar su camino
hacia León, Javier había decidido desmontar el tinglado de
grabación que había orquestado en la maldita casa de Berlangas
y obtener el último disco que hubiera grabado el ordenador.
Aquel día de junio, el día cuatro, en el cumpleaños de
Yolanda, cuando abrió la puerta de la casa de Berlangas y recordó
que su mujer le había hecho jurar que nunca más regresaría a
deshoras a casa, un tufo lo asaltó a traición. Atufaba por toda la
casa y no podía ser por ninguna otra causa que no procediese de
que estos pobres hombres e inútiles mujeres que se divierten de fin
de semana en fin de semana, habían olvidado apagar los braseros
que utilizaban para calentar la casa.
Como ocupaban la casa de fin de semana en fin de semana, a
ésta la hallaban siempre helada, que incluso Irene alguna vez se
quejó de lo gélida que la encontraba al entrar.
-Y más tratándose de ti nena – le gritó al oído alguien
apellidado Izquierdo, miembro de la corporación - que me han
dicho que eres puro fuego.
Para no gastar luz ni encender la chimenea, trajeron de una
casa que vendió Orlando cinco braseros que dispusieron en cada
habitación, uno, y dos en el salón.
Aquel día de junio, nada más sentir el tufo en sus fosas
nasales, corrió a la ventana del salón y elevó de un golpe la
persiana mientras abría la ventana para permitir que saliera el
anhídrido carbónico que se acumulaba en toda la casa. Después
corrió a la cocina para realizar la misma operación, sin darse
cuenta de que en el sofá del salón dormían o se hallaban
inconscientes Irene y Marcial Martín, desnudos, uno sobre el otro,
mientras en el suelo dormía o agonizaba una mujer, en la que
tardó en reconocer a la secretaria de la empresa de Gestión, Belén
Vicario.
-Mierda – se dijo para sí – sólo resta que estos gilipollas
hubieran muerto aquí.
Aquel día de junio, estresado en el salón de la casa de
Berlangas, no se detuvo a comprobar si los ocupantes del salón
respiraban o eran miembros activos del otro barrio, sino que corrió
como quien huye escaleras arriba a los cuartos superiores, para
abrir las ventanas de las mismas. Era evidente que si abajo
dormitaba gente, arriba igualmente.
No se equivocaba que nada más abrir la ventana del cuarto
principal del piso superior, halló en la cama a Lito Serra con
Alba y Noemí, desnudos por completo y las sábanas distribuidas
por el suelo al azar de quien no se da cuenta de lo que le ocurre,
que se está ahogando.
- Puto alcalde asqueroso – le gritó mientras el alcalde ex
alcalde daba vueltas con el descontrol del descontento.
- ¡Sálvame, sálvame!
Salió de aquella primera habitación a las siguientes y halló en
una a Orlando con su empleada favorita, coja y obesa, charlatana
y abusona, a la que le caían los pliegues sobre el cuerpo de Orlando
alfeñique y reseco; y en la siguiente a Antonio con Soledad, la
mujer del anterior, cuyo rostro se hallaba colocado sobre la pelvis
de Antonio, al que le caía el brazo sobre el suelo, con la palma
hacia arriba, mostrando las marcadas líneas de la misma y la
gorda piedra de su anillo impidiendo que el dorso tocase la frialdad
del gres del mismo.
Abiertas todas las ventanas y bajó de nuevo al salón y en un
recóndito lugar y perfectamente disimulado, abrió el ordenador y
extrajo el disco último que este había grabado. Se detuvo antes de
marchar hacia León para observar que todos despertasen, al
menos en la planta baja. Su conciencia se dolería si arrancaba de
allí con todos dormidos, muertos.
A los diez minutos de su espera comenzó a toser Irene, que se
preguntaba acerca del lugar dónde se hallaba y golpeaba en la cara
a Marcial Martín, que despertaba sin duda, porque agarraba la
teta caída de Irene y se le erizaba la piel cuando observó a Elena
desnuda en el suelo.
- Sólo entonces, salió por la puerta Javier.
- Y, ¿por qué no les dejó que muriesen allí todos? – preguntó
Yolanda.
- No lo sé – le confesó Álvaro – el caso es que a los diez
minutos alguien salió tras Javier.
- ¿Se puede distinguir quién?
- No, lo siento.
- Ese, sin duda, fue quién lo asesino.
- ¡No dramatices, por Dios!
8

Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de


la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un
maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta
Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la
gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito
hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres
un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran
puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo
de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un
maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta
Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la
gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito
hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres
un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran
puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo
de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un
maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta
Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la
gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito
hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres
un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran
puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo
de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un
maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta
Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la
gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito
hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres
un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran
puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo
de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un
maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta
Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la
gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito
hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran puta Eres
un maldito hijo de la gran puta Eres un maldito hijo de la gran
puta - así pensaba Yolanda delante de Álvaro mientras éste
ejecutaba una retahíla de palabras para justificar su
comportamiento con respecto a ella, se defendía con disculpas que
no se sostenían en ninguna razón y que no paliaban la manera de
actuar de Álvaro; es más, Yolanda deducía que cuanto más se
excusaba y cuanto más sincero pretendía aparentar ante los demás
con estas coartadas, tanto más se auto inculpaba.
In societate humana hoc est maxime
necessarium ut sit amicitia inter
multos

- No te involucres en exceso– nunca sabrá Álvaro si


se trataba de una orden o de un ruego, lo que refulgía
de aquellas palabras en la voz de Alfredo.
- ¿Por qué? ¡Dame sólo una razón, una! – y sonaba
como parte de una salmodia popular.
- Pero, ¿a ti que te importará la chica, coño? –
Alfredo se erguía desde su pequeña estatura, alzándose
sobre sus punteras, irguiendo su alopecia hasta
colocarla frente a la boca del oyente.
- Me importa, se trata de mi amiga y fuimos al
colegio. Es más que tú– reveló Álvaro – Al menos, me
importa tanto como me importas tú.
- Pues, lo siento – confesó Alfredo con voz de
general con mando – está muerta.
- ¡Cómo podéis atribuiros ese poder sobre los
demás! ¿Creéis que porque ostentáis el mando ya poséis
gula para determinar quién vive o quién muere?
- Más te tendrá en cuenta no interponerte – y la
advertencia en la voz de Alfredo suena seria y a juez y
parte.
- Me tendréis que matar a mí también – sugiere
Álvaro, como una proposición severa y señera.
- ¡Mira que no nos temblará el pulso!
- ¿Se trata de una amenaza?
- ¡Qué es la vida si no una amenaza continua!
- Un continuo chantaje también, por lo que he
podido comprobar desde que os conozco.
- ¡Apártate! Deja que la gente realice su labor – con
la voz propositiva, tratando de atraerse la voluntad de
Álvaro – Ella cometió un error y ha de pagar, déjalo ahí.
- ¡No! Y no lo siento – avisa Álvaro, como si hubiera
de dirigir la defensa de una ciudad durante un asedio.
- No tenemos más de que hablar, entonces.
- Ya sabes dónde está la puerta.
- Cuídate, me gustará volver a saludarte.
A Álvaro le vibró el teléfono estrepitoso en un mal
momento, cuando se encontraba a gusto en el bar,
tomando un café junto a Yolanda y en la última mesa,
justo la que han ubicado al lado del baño, la más alejada
de la barra, aquella que les facultaba para sostener una
conversación con mayor intimidad. Del otro lado la
cantarina y alegre voz de Lourdes le notificaba que en
la reunión anunciada, todo transcurrió como ella se
había propuesto, y que ya podían comenzar a olvidarse
de lo ocurrido y dedicarse a vivir en la tranquilidad, lo
que se traducía en un retorno a la monotonía agradable
de sus días estereotipados. Álvaro colgó y se dirigió con
la mirada y la voz a los ojos limpios y muy verdaderos
de Yolanda, que asía la taza de té y la golpeaba con la
cucharilla suavemente, delicadamente, sobre el filo del
platillo.
- ¿Qué reunión? – se atrevió a preguntar Yolanda.
- Parece que todo haya finalizado – le confesó
Álvaro a Yolanda, sin argüir a la pregunta recién
consumada.
- Creo que sí – reiteró Yolanda – Al menos yo me
siento irreconocible.
- Sin embargo, no me gusta que Lourdes ande por
ahí dando vueltas con su locura.
- ¡No sé por qué! Siempre ha actuado así y nunca se
lo has reprochado.
- Pero ahora resulta peligroso para nosotros, porque
las miradas de los monstruos pueden volverse en
nuestra contra.
-Entonces, sólo nos queda darnos prisa en
separarnos de ella.
- Sí – afirmó con la cabeza Álvaro – Lo que, bien
prensado, resulta chocante, pues no hace ni un día,
ardías en deseos de abrazarla.
- Es curiosa la vida, sí, muy curiosa.
Yolanda no pudo evitar flexionar el tronco desde la
cintura y agachar la cabeza para ocultar una lágrima que
le había nacido sin pretenderlo, una lágrima que se
movía entre la alegría al reconocer que al fin todo había
rematado y la desazón que le provoca recordar los dos
últimos años de obstáculos y mentiras, de
entorpecimientos y perversidades, vivir en la ferocidad
de una lucha de perros lanzada contra ella, sentir que su
vida se tambalea en el filo de la perfidia.
Antonio llamó a Lourdes y se citó con ella en plena
calle, lejos de despachos y hoteles, fuera de lugares
cerrados.
- He decidido ayudarte a ti y, por supuesto, con tus
hijos.
- ¿La misma ayuda que me has prestado hasta ahora?
– le reprochó Lourdes.
- No empieces, que vengo buscando tu perdón, ¡por
Dios! – se enervó Antonio con su jersey de lana de rayas
horizontales gruesas y todas las alhajas en los dedos al
brillar, que lo delatan, grosero, rastrero, cabrón.
- ¡¿Mi perdón? ¿Tú crees que yo puedo borrar todo
el daño que me habéis hecho como se borra una frase
de un folio en blanco en un ordenador?!
- Mira te busco un piso en otra ciudad, un trabajo,
becas y buenos colegios para tus hijos, pero olvídame,
olvídate de todo lo ocurrido.
- ¡Calla, cabrón! – no pudo evitarlo.
- ¡Putón verbenero! – le surgió del alma.
Al fondo de la sala de espera donde trabajaba
Soledad, en la estancia del ayuntamiento, se ubicó
Lourdes. Desde allí podía observar silenciosa y pasar
desapercibida para todos.
Eran las doce en punto, la hora del ángelus, y
Lourdes entre sus labios silabeaba sus rezos del
mediodía. Fue entonces cuando se abrió la puerta y
pasó al interior de aquella estancia del ayuntamiento, el
chico de reparto.
- ¿Por favor, Soledad Miranda?
Soledad levantó la mano y el chico le largó sin
mirarla el paquete que Lourdes había preparado. En el
mismo, las señas muy claras, el nombre de Soledad, la
dirección del ayuntamiento de Aranda.
Soledad miró y remiró el paquete, buscando el
remitente, pero no se había consignado. Con un abre
cartas, rasgó el lateral izquierdo y extrajo el contenido
con la mano.
- ¡Dios! ¡Qué vergüenza!
A la vista de todos los presentes posó unas braguitas
negras de puntilla y un anillo de oro, con sus iniciales,
en su mano. Alguien le había remitido lo que olvidó en
la casa de Berlangas. Sólo entonces se fijó en que no se
encontraba sola en la estancia, que la acompañaba dos
hombres, tres mujeres y el repartidor, que aún no se
había ido.
-Espera chico, esto no es para mí – y según se lo
comunica, cierra con celo el lateral abierto, tras
introducir de nuevo el contenido al interior, y le arroja
el paquete al pobre repartidor.
- ¿Y qué hago con esto? – le pregunta azorado el
repartidor a la avergonzada Soledad.
- Devuelvo a tu empresa, ellos sabrán quién es el
remitente – y se va con la música a otra parte, huye a
una habitación que se han procurado los empleados
para fumar.
Sale el repartidor con el paquete y aprovecha
Lourdes para escapar al tiempo, con una sonrisa de
satisfacción muy malévola en sus labios.
- Las aguas han vuelto a su cauce.
- Al curso de donde no debieron nunca desbordarse
– proclama Álvaro.
- Porque todo lo que contaron era una burda
mentira.
- Aunque creo que todos los cauces desaparecieron
– reflexiona Álvaro
- Una mentira que, aunque contada cien mil veces,
no convirtieron en verdad.
Nunca creyó Yolanda que resultase tan difícil
recuperar la sosiego en la vida cuando se ha
desestabilizado por otros con impunidad, recuperar la
equidad, a pesar de que algunas veces lo oyó expresar a
aquellas personas que se enfrentaron a situaciones
delicadas. Ahora todas las noches su sueño es el mismo.
- Ahora sólo queda mostrarse en público
enormemente tranquilos.
- Si conseguimos recobrar la serenidad, claro.
- Dormir sabiendo que nunca más nadie murmurará
una palabra de más sobre nosotros. Lo merecemos por
lo sufrido.
- O quiera separarnos, y que nos larguemos lejos de
Aranda.
- Nunca – se reafirma contundente Yolanda - ¡Eso
sería lo último!
Álvaro se sentía cansado, enormemente agotado,
extenuado, incapaz de mantener los ojos abiertos por
más tiempo, y sin embargo, era consciente de que
cuando persistió con los ojos al aire, y le robó tiempo al
sueño, se salvó en muchas ocasiones de estas
maledicencias que nacen como fruto del resentimiento
hispano, de la codicia que como una enorme sombra
nos aplasta, de la envidia que todo lo avergüenza y lo
estruja y lo exprime.
- La muerte de Javier nos ha unido como a una sola
persona.
- Sí y cada vez más.
Javier que finalmente comparece como una
extraordinaria persona, que ha dado su vida por los
demás, un mártir al que se expone como un hombre
abnegado que nada pide a cambio.
-A pesar de que nos utilizó, por supuesto.
-Sí, pero con la intención de salvarnos de los otros.
Los otros son los lúgubres y tétricos componentes
de una secta, que actúan como seguidores de Satán, de
la maldad, y que no reciben a cambio nada, sólo su
ración de sexo y de droga y la promesa de un mañana
con un cargo público, político, y ocultan la cabeza al
introducirla bajo la arena, porque inscriben la vergüenza
como una maldición, y no se frenan cuando actúan
como un San Pedro al negar a Jesús, y huyen a la otra
acera y se abandonan los unos a los otros.
- ¡Nunca más!
- ¡¿Qué has hecho?! – le preguntó sorprendido
Álvaro por esta Lourdes que no se detiene ante nada,
que sonreía de placer ante su rostro de alarma.
- Fui a machacar a Orlando, lo necesitaba.
Ante la cara de sobresalto que surge del asombro que
compuso Álvaro, Lourdes intenta calmarle cuando le
cuenta que, por la tarde, a eso de las seis, se llegó hasta
la empresa. Había llamado a la puerta y la recibió el
mismísimo Orlando.
- Hola, ¿qué desea?
- Trabajo.
Eso le dije, que pretendía trabajar allí, en algún
puesto que se encontrara disponible.
- ¿No le importaría volver más tarde?
No me importa, desde luego que no, y así lo cumplí.
Tras ingerir con pausa un café en el bar más cercano
a la oficina de la empresa, regresé a la misma y volví a
llama. ¡Ding, dong! Me abrió de nuevo él, repeinado y
acicalado para la ocasión, de tiros largos y no tan
desgalichado, como en la primera ocasión.
- Y ¿cómo una mujer como usted pide un trabajo
como éste?
- Lo necesito.
- Discúlpeme, pero su elegancia no casa con un
puesto, digamos, para cualquier gañán.
Se levantó para cerrar la puerta entreabierta.
- ¿Por qué cierra la puerta?
- Porque enseguida vendrán tus futuros compañeros
y prefiero entrevistarte sin barullo, si me permites el
tuteo.
- Te juro que al tío se le caía la baba.
- ¡Por Dios!
- Me miraba mientras me desnudaba con cada
pupila, así que le permití el tuteo.
- Entonces, ¿desea el puesto de…?
No me quedo más remedio que aclararle la verdad
de mis intenciones, o igual me ofrecía el puesto en serio.
Así que le dije quién era, que lo conocía a él de sobra y
todos sus tejemanejes.
- Lo que no sé es cómo prostituye a su mujer de esa
manera.
- ¿Qué dice usted?
- Rojo se puso, como la serpiente coralillo.
No le permitió sino la opción de informarle de las
cintas que grabó Javier y lo que se conocía en ellas.
Cómo, en una de las mismas, a su mujer la pisaba la
cabeza el pie desnudo de un hombre sin tapujos contra
la blanca sábana que cubría un mal colchón.
A continuación, ese mismo hombre la elevaba del
colchón con una sola mano, aquella que la aferraba de
su corta melena, y siguió enumerando cada una de las
escenas humillantes a la que la sometían cada uno de los
muchos machos reconocibles en la misma que la
abrazaban, besaban, estiraban, pisoteaban...
- Y que tú viste conmigo, ¿recuerdas?
- Sí, por cierto, que más que verla, fue sufrirla.
Cuando abordé con la voz la escena en la que la
tapaban la boca mientras gritaba de placer
inconmensurable y aquella otra en la cual la ahogaban
al eyacular directamente en su garganta el semen ocho
tipos seguidos, el tipo éste se desploma, principia a dar
arcadas y se dirige, arrastrándose en su desplome, hacia
al exterior, a la búsqueda del baño.
-Señora, por favor, abandone esta oficina, ¡ya!
Y vomitaba y vomitaba y vomitaba y yo más me reía,
sin poder evitarlo, a mandíbula batiente.
- Sí niño – le dijo mientras se encaminaba a la puerta
– pero no olvides, simpatiquísimo hijo de la gran puta,
que no he acabado contigo.
- Lo que no sé es cómo has sido capaz de...
- ¡¿Qué cómo he sido capaz?! Al tipo que me rompió
los faros del coche, que me amenazó con matar a los
niños, que asesinó a Javier…
- ¿Y habrás disfrutado, claro?
- ¡Mucho, mucho, mucho!
Antonio aparece repentino por la puerta del bar
Chicote, con la cabeza gacha y los ojos afligidos y en el
cogote. En la barra Álvaro se sonríe al atisbarle con el
rabillo del ojo, a sabiendas que el otro no lo ve. Pero lo
llama con ese chistar para ovejas que todo el mundo
reconoce.
- ¡Eiii!
- Vaya, ¿qué haces aquí?
- Tomar el café.
- Maldita Aranda, es mi perdición este pueblo.
- ¿Qué te sucede con él? Tan malos no somos.
- La gente de la que me he fiado, sí.
- Es que hay que conocer con quien se acuesta uno.
- No seas cabrón, no me revientes más.
- No se puede andar por ahí, metiendo a tontas y a
locas.
- Oye, y tú, ¿cuánto sabes?
- ¡Tanto como quieras tú contarme!
- Alguien sin embargo debiera pagar por todo –
declaró Yolanda degustando un sorbo de café.
- Me vale, a mí me sobra ya con los muchos que han
quedado con las plumas entalladas.
- No, a mí no, porque hay tanta gente y tanta que ha
sufrido.
- Y deberían pagar con su cabeza, deberíamos exigir
la cabeza de todos los hijos de puta que nos han herido,
propones.
- ¡¡¡Sí, sí, sí!!! – se entusiasma Yolanda, sin suspiros
de fresa.
Antonio ha vuelto al café Chicote, acompañado de
un hombre joven, que viste de manera informal y sin
tanta alhaja en los dedos ni tanta puta rebosante en la
mirada. Explica rápidamente al aire, que ya no puede
bajo ningún concepto revisar la empresa sin compañía
del encargado de recursos humanos, y por miedo a
Orlando, que no sabemos cómo reaccionará y porque
todo lo que he perpetrado me ha valido la pérdida total
de la confianza y la estima que me profesaban mis
superiores.
- Por estar borracho – se lamenta mentiroso – sólo
por emborracharme y acostarme con una tía…
- Con la mujer de tu subordinado, tío, eso no se hace.
- ¡Coño, si ella quería!
- De todas maneras, pusisteis en peligro la vida de
personas inocentes.
- Y por una gente muy indeseable, en los que no
deseo ni pensar, ni nombrar – precisa Antonio – ¡Si se
pudiese decidir dos veces en la misma situación!
- Sí, pero te sigues acostando con las tipas en el
Ventorro, así que…
- Así que, ¿qué?
- Lo que hay que reparar es en con que gente nos
juntamos.
- Y yo camine junto a lo peor, insinúas – cuánto
lamento inútil – y me han abocado al fracaso.
- ¡Y dale con la queja!
- Los veo moverse nerviosos, ellos mismos se
ahogan con su propia conciencia– le informa Álvaro.
- Me pide el cuerpo ser yo la que les toree.
- Recapacita y tranquilízate.
- Mira, tengo a tus putos amigos sobre mí,
desesperándome, a la policía siguiéndome, el teléfono
pinchado y el agobio constituye el aire que respiro,
¿cómo quieres que recapacite y me calme?
Lourdes ha llamado en este difícil momento, justo
cuando lo más importante es tranquilizarse. Les explica
lo comprometida que se va a tornar su vida porque la
ponen ante una serie de decisiones que la causan
inconvenientes familiares.
- Me ofrecen un trabajo y una casa y una vida nueva,
pero en otra ciudad.
- ¿Y aceptarás?
- No sé, me preocupa cómo afecte a los niños –
aparenta Andrea la prevención en su mirada – Tú, ¿Qué
crees que debo hacer? ¡Aconséjame!
- Vete a León, vete a Madrid.
- ¡Eso, que se vaya, que desaparezca, que se muera!
– grita Yolanda para que la oigan al otro lado de la línea.
- Con esta rabia interior, ¿qué hago? – la obsesión de
Yolanda, deshacerse de su ira, sin duda.
- También la tengo yo.
- Siempre he querido abandonar el trabajo para que
no sufrieses tú, ¡y hasta la vida pensé en quitarme!
- E ir en contra de todo por lo que luchó Javier y yo
mismo, ¡y dándoles la razón a esos hijos de puta!
- Esa rabia me impelía a matar a todos estas
menudencias que nos golpeaban o también a
abandonar… Discúlpame si yo alguna vez te he
impelido a sentirte mal.
- Me desconcertabas.
Antonio compareció de nuevo en el bar Chicote, le
cogió el gusto a comer en Aranda y a pasar sus días y
los días en la Villa.
-Ya no puedo venir sólo aquí.
- ¿Eso?
- Nos enfrentamos Orlando y yo, a hostia limpia y
no nos centramos en la empresa.
- ¡Es que es muy grave haberse acostado con su
mujer!
- ¡Si él me la ofreció!
- Bueno, unos días en Aranda no van mal para
aprender que no hay mala gente.
- Los días que pasaré, no quiero contarlos, que hay
que poner al orden la empresa.
- De no atenderla, que la tenéis al cabo de la calle.
- Y los de la capital me aprietan.
- ¿Cómo va todo? ¿Te perdonan?
- ¡Perdonarme! Muy al contrario. Ese putón
verbenero me la ha jugado.
- ¿Cómo?
- Me citó en un bar de León y me esperaba allí con
un jefazo de Gestiones.
- ¿Sí?
- Y la muy puta me amenaza con las películas
grabadas por Javier.
- ¿Sí?
- Y cuenta lo que se puede observar en las mismas.
-¿Delante del jefazo?
- Sí, y me pone ante los ojos una pequeña distancia
entre sus dedos pulgar e índice e indica que quién la
tiene así, lo tiene así, y señala mi cabeza.
- La has puteado mucho.
- Pero si hasta me arrodillé como tú me señalaste, y
la pedí perdón y le pedí que deja se sus recelos a un lado
y…
- ¡Oye, oye, oye, que sólo era un consejo! – terció
Álvaro – No pretendí convencerte de que pedir perdón
fue la solución.

- De todas maneras, me quedo con la muerte de mi


inocencia – concluye Yolanda.
- Ya no somos nosotros mismos.
- Lo siento, pero esta historia que hemos vivido,
¿quién la puede creer? La vida es de otra manera.
- La vida sí que es así, en su misma nausea hemos
habitado…
- Me encantaría asesinar a todos los que te han hecho
daño, a los que me han disparado al corazón
- No, déjalos, esos no tienen el poder. Son otros a
los que deberíamos cargarnos.
- Sólo han participado del sexo y las drogas. De la
diversión. Los han hecho aparecer como los payasos del
circo.
- Y ahora no les queda ni eso.
- Y a nosotros, ¿qué nos queda?
-Está a punto de salir la sentencia contra todos ellos.
-¿Sí? ¿Y qué les caerá? ¿Un mes y medio? ¿Quince
días? – le confiaba Lourdes entre susurros.
-No, mucho más, mucho más, debe de ser mucho,
mucho tiempo.
-Te equivocas, aunque te acuestes con el juez, no
conseguirás que les condenen – le advirtió Álvaro –
Antes, se detiene el mundo…
Berlangas amanece todos los días de cada verano
alegre, bullicioso e intransitable, y topas siempre con
una marea humana. En invierno, más bien consiste en
un pueblo triste, apagado, vacío, por el que siempre hay
que cruzar.
Los habitantes de Berlangas, como los de cualquier
otro pueblo peninsular, emigraron hacia aquellas
ciudades y provincias donde el trabajo surgía hasta de
debajo de las piedras, y retornaban a su pueblo en
verano, con la canícula, para descansar e inhalar los
efluvios de la nostalgia.
La vida en el pueblo para estos veraneantes es
monótona. Con el calor, la frescura de la casa, a la caída
de la tarde, la frialdad de una buena cerveza rubia.
Hoy es un día de verano, son las nueve de la tarde y
en Aranda el hombre alto y lánguido, con su calvicie
cubierta por una gorra de paño a cuadros, vigila a
Soledad. Su compañero se encarga de la vigilancia de
Orlando, que no se ha movido de la oficina, que
permanece delante del ordenador, trabajando junto a la
secretaria, con la que le unen lazos familiares.
El hombre alto y calvo y lánguido, se aburre
sobremanera sentado en la comodidad de su automóvil,
mientras escucha absorto la música de la única emisora
local de Aranda que la emite veinticuatro horas al día, y
maneja entre las manos un pitillo sin encender. Se
concentra únicamente en el seguimiento que lleva a
efecto.
En el peor de los momentos, se le cayó el cigarrillo
en la alfombrilla del suelo y cuando se agacha a
recogerlo, sale Soledad del portal de su casa, y camina
ante los escaparates de la avenida de castilla.
Camina con paso nervioso, frenética, de prisa,
colérica, profundamente acelerada. Sobrepasa ahora el
vehículo de vigilancia y se dirige a la esquina del puente,
la dobla y enfrenta la largura de una calle clara y amplia,
bajo la que se encauza el río que divide la ciudad.
Sube una cuesta, deprisa, acelerada, profundamente
neurasténica, y llega a la plaza de San Antonio, y la cruza
obviando a los viandantes que entran y salen de las
tiendas.
Cruza el paso de peatones que la pone directamente
en la Avenida del Ferial, y al final de ésta, gira a la
izquierda, por la calle Juan Padilla, que la conduce
directamente a las traseras de Moratín, donde se
encuentra la oficina donde trabaja su esposo.
Ha entrado a la oficina, y así lo informa el hombre
bajo y áureo, pelón y muy moreno.
A los pocos minutos sale de la oficina en compañía
de la secretaria, que es cuñada, y se montan ambas en
una furgoneta cuatro por cuatro, nueva, y aceleran y
aceleran y aceleran, pero tras de sí, parsimonioso y
pausado, sin destacar ni sobresalir por ninguna
curiosidad especial, corre el coche de seguimiento que
conduce el hombre áureo mientras el hombre lánguido
permanece con su vehículo estacionado frente a la
oficina.
Las dos mujeres van a un ritmo rápido, a más de cien
por la carretera de Berlangas, guiadas sin duda por la
desesperación, por la urgencia o por el mismísimo
diablo. El hombre bajo se ve apurado para seguirlas,
pero, sin duda, intuye donde se dirigen, y no aumenta la
velocidad de persecución en ningún momento.
A la entrada de Berlangas, el cuatro por cuatro indica
con el intermitente que se dispone a girar a la derecha,
y la maniobra la lleva a cabo. Como nos encontramos
en verano, se topa con una calle abarrotada de personas
que pasean, que hablan en mitad de la misma y que no
se apartan ante el automóvil y bien poco caso le prestan,
como si no existiese.
Los que permanecen en el pueblo siempre, los
menos, se preguntan de quién será aquel automóvil
grande y alto que no reconocen. Estos mismos serán los
que indiquen a Jon que todas las noches de la casa salían
unos grititos, unos iiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii prolongados,
como si se procediese cada noche a la matanza del
cerdo.
- Sí, Soledad cogiendo del rabo a Martín…
- ¡En qué te has convertido!
- Tienes ante ti a la nueva Yolanda.
- ¡No me gusta! ¡Bórrala!
Poco a poco, tan lentamente como el automóvil que
las vigila, se acercan a la última casa a la derecha, a la
casa del hermano de Jon, “la casa de los polvos”, como
la denomina Álvaro, que siempre quiere saber quiénes
acudían a la misma, por encima de cualquier otra cosa,
pero nunca se lo dicen, la casa de los líos, la casa donde
se encuentra la caja de seguridad que abre la llave que
recogió Lourdes. La casa donde suponen todos que
Javier oculto los veinte kilos de cocaína que portó desde
Portonovo.
Detienen el automóvil justo al lado de la puerta, y se
bajan del mismo.
Soledad, acompañada de Elena, siempre a su zaga,
se dirige a la puerta portando en su mano la copia de la
llave que le proporcionó Javier, a la vista de viandantes
y familiares del mismísimo dueño de la casa, que se
muestran estupefactos ante la acción de aquellas dos
mujeres, una, decidida, la otra, de reata.
La misma cara de estupefacción que compone el
investigador privado en su coche, que no entiende el
atrevimiento que manifiestan estas dos mujeres
regresando a reclamar el consolador, una braga negra de
puntillas, unos pendientes, y que se confiesan ante el
mundo, como culpables.
- Y el anillo que le regaló Antonio y pagó Javier –
recuerda Jon.
- El criminal siempre retorna a la escena del crimen
– se explica a sí misma Lourdes, en un esfuerzo por
comprender la actuación de ambas mujeres – Pero
siempre creí que era una frase de película.
- ¿Y qué es si no lo que hemos vivido? – preguntó
retóricamente Yolanda al vacío de su casa a oscuras.
La llave no abre la puerta y Soledad se deshace de los
nervios, empujando, descargando su furia sobre la
puerta a patadas, largando improperios y blasfemando
sobre la memoria de Javier, escupiendo sobre su
cadáver. Se montan de nuevo en el cuatro por cuatro,
giran la dirección del vehículo, y aceleran su salida del
pueblo.
- ¿Qué buscaban? – se pregunta Lourdes, mientras
pasa en silencio por la respuesta que bien sabe.
- El candil – ríe sañudo, mimosamente cruel, el
bueno de Jon.
Frente a frente, la estudiada vestimenta de la rubia
que exhibe la llave de la caja fuerte en su robusto pecho
perfectamente redondeado y que esconde o lo muestra
absolutamente franco según para qué, según para quién,
ante el pecho sin otra vestimenta que la franqueza del
buzo verde lleno de grasa; las manos que se
desenvuelven con la clase que disponen los buenos
modales, con unos dedos finos con la manicura amable,
frente a las manos rudas pero no ordinarias, broncas
pero con raciocinio, jayanas pero repletas de principios,
del hombre rural.
Frente a frente y frente a dos tazas de café y sendos
pinchos de tortilla, una la corta comedida y correcta,
con cuchillo y tenedor, y sorbe sorbo a sorbo del café,
ceremoniosa y delicada, el otro parte la tortilla a
pedazos inmensos para una boca desde el tenedor
ruidoso, trozos que se deshacen porque carecen de
simetría, y a tragos gargantuélicos bebe el bebedizo de
color marrón.
- Otro, por favor.
Frente a frente, lo cristalino frente a lo empedernido,
ninguno de los dos, alza la voz para explicar o preguntar
o aclarar o decidir, que guardan un absoluto y no
gratuito silencio.
Frente a frente ninguno esconde la mirada, que los
ojos de verde miran a los ojos de marrón y
recíprocamente, y viceversa.
Frente a frente, Lourdes ha citado a Álvaro para
recitarle los nombres y circunstancias, para darle a
conocer las piezas de este puzle, en el que él ha sido
concitado para ocupar el puesto en el altar, para ser el
cordero sacrificial.
Frente a frente, la delicadeza frente a lo agreste,
Lourdes frente a Álvaro, le recompondrá el dibujo
exacto y le dará el nombre de las manos que
expresamente han actuado para que él desapareciera
políticamente de la vida pública, atribuirle la carga de la
culpa y para siempre y tan sólo porque pretendió salvar
a una amiga de la injusticia manifiesta de unas mentes
perversas.
- Conjuntamente con tu marido, no quiero llevarme
todo el mérito.
- Sí, y tengo que reconocerte que sobre él me
equivoqué – calla un momento – era todo un caballero.
Se alegra, finalmente, de que su marido efectuase
algo por alguien sin pedir nada a cambio. Aunque no
semejaba ser su estilo, por cierto.
- Te acuerdas cuando trabajabas en la Corporación
de Burgos con mi marido…
A Álvaro su vida pasada no le mueve el molino y le
resulta cuento chino o un literal relato bíblico. Érase
una vez que se era, un sano y fuerte hijo de la tierra que
obtuvo como resultado un puesto relevante en la
institución más importante de su básico mundo.
Érase que se era, pero ya sólo era un mero recuerdo
sin importancia.
En aquella época perfecta, Álvaro junto con a Javier,
consiguieron levantar la institución, y dotarla de una
modernidad que no ha perdido. En aquella época
Álvaro se movía como pez en el agua entre los
individuos más importantes de la ciudad de Burgos.
Con el alcalde, con el presidente de su diputación, con
los nobles y los embajadores y los hijos dilectos de los
alrededores.
Tenía acceso a fiestas en el casino, a fiestas en las
casas más coquetas y correctas de la ciudad.
En aquel entonces, desconocía que el puesto que él
había obtenido en excelente lid de oposición, se
reservaba para el hijo primogénito del apellido más
noble y bien lucido de Burgos. Si lo hubiera intuido
siquiera, evidentemente, la cautela hubiera sido su
divisa.
Le citaron a una reunión con un importante hombre
de negocios de la ciudad, a la que le acompañó Soledad,
que por aquel entonces trabajaba a sus órdenes, y el hijo
con ese noble apellido dorado y blasonado, que lo
asistía de ayudante. En aquella reunión ignominiosa se
le escuchaba pedir una gran cantidad de dinero para
concederle a aquel hombre de negocios una importante
obra pública.
Petición que nunca articuló con sus labios, petición
que sí se consiguió escuchar cortando y pegando,
palabras de aquí y de allá. Alguien anónimo, para
arruinarle definitivamente su cargo en la Corporación,
la filtró a la prensa, y, aunque posteriormente se
consiguió demostrar que se trataba de un vil montaje, la
vileza que se respiraba en el aire forzó su dimisión.
- ¿El culpable? Tu ayudante.
- ¿Soledad?
Lourdes afirmó con un suave movimiento de su
cabeza que acompañó involuntariamente con una
impetuosa agitación de sus turgentes senos. Esta misma
Soledad que ahora ya había perdido el consuelo que se
proporcionaba en la última casa a la derecha de
Berlangas, que ella misma transmutó en club de alterne,
diabólica.
Esta misma Soledad que en el creencia de que Álvaro
ayudaba a Yolanda a salir de las trampas y atolladeros
con los que obstaculizaba su camino, dispuestos por
Orlando y ella misma, volvió a jurársela y recordó al
presidente de la Corporación y a todo el mundo quién
era el gran Álvaro, que pide dinero para sí en la función
pública que cumple, y ahora ayuda a la mujer que se ha
liado con Javier, con la que mete mano a la saca del
dinero que se mueve desde la Corporación para que se
blanquee.
Esa misma Soledad que sube a la Corporación a una
tal Irene, que también se acuesta con Javier y con un
concejal del ayuntamiento de Aranda, Martín Marcial, y
que también acude a Berlangas, que se presenta como
una gran amiga tuya y como el río de tu vida ya lo
descubre enturbiado, lo enturbia un poco más, si cabe.
Cosa que repite el susodicho concejal, que, puestos a
enturbiar, él también enturbia.
Tanta convulsión hubo en la moción contra Álvaro
por ayudar a Yolanda y por ser amigo de Javier, que
todos quisieron enturbiar un poco más su vida y
consiguieron presentarle ante el presidente de la
Corporación como culpable, tan culpable como
Yolanda, tan culpable como Javier, y éste permitió que
fuesen cortadas tus alas públicas, internamente.
- Por eso Orlando, completamente ebrio, comentó
en la reunión de una bodega, que yo había sido
nombrado presidente de la asociación provincial de
talleres de reparaciones con sucias maniobras y que me
quedaba con el dinero…
- Entre otras lindezas, sí.
- ¿Cuáles?
- Un anónimo que recibió tu madre donde se le
explicaba que te acostabas con Yolanda y que le habías
puesto todo a su nombre…
Un temblor recorrió la sonrisa suave que ya
declinaba en la faz de Álvaro.
- Un fax que llegó al anterior presidente de la
Asociación para ponerle en aviso de que te quedabas
con dinero y que lo mandabas a una cuenta en un banco
de la capital…
Perfectamente ignorante, Álvaro se yergue de su
asiento, ante su segundo café en la mesa, y siente que la
angustia se apodera de su mente, y su cuerpo lo hostiga
hasta la náusea, palidece y parece a punto para el
desmayo. Lourdes se levanta sobre la altura de sus
zapatos de tacón de aguja, y lo aferra del brazo y lo
vuelve a sentar para que se calme mientras asimila todo
lo que le han revelado.
- Me querían joder bien. Todos los que has
nombrado, los creía mis amigos.
- Te tendrán tirria o envidia, el mal provincial.
- Soledad, en la que deposite mi confianza, aun hoy.
Álvaro guarda silencio, bastantes revelaciones se han
producido en un día, en esta tarde aciaga, este día en el
que la tarde se cubrió con cirros grisáceos que van a
dejar una tormenta de torrentes de agua y montañas de
pedrisco.
- Ten amigos, para esto…
- Tienes razón, que para acallar todos estos rumores
te pidieron que vendieras a Yolanda – le recriminó
Lourdes - ¡Y lo ibas a hacer!
- Yo – intento comenzar una justificación, pero se
antojaba imposible.
- Estamos solos, amigo, solos, y no nos podemos fiar
de nadie – le confesó Lourdes alicaída en este momento
– Fíjate que a Javier no le han dedicado ni una esquela
desde la Corporación.
Al llegar a casa del paseo meditativo que se
acostumbró a practicar y en el que repasaba
acontecimientos, razonaba acciones, formulaba
hipótesis, Álvaro oyó repiquetear el teléfono de casa
desde el mismo portal y se lanzó a una carrera por evitar
que se perdiese la comunicación.
Escaleras arriba hacia el primer piso, tropezó con el
cuarto escalón, se trompicó en el descansillo al resbalar
con sus zapatos de suela de goma, y a pesar de todo,
consiguió plantarse ante la puerta de entrada. Extrajo
las llaves del bolsillo del pantalón, pero de nervioso que
se juzgó, se le resbalaron entre los dedos y cayeron al
suelo.
Las recogió con premura y las introdujo en el interior
de la cerradura, dos vueltas y abierto, adentro.
Corrió por el interior de la casa hasta el lugar del
teléfono, y desbarató la alfombra con su resbalón, que
permaneció completamente arrugada durante el resto
del día.
Frente al teléfono, con la vista fija en el auricular y la
mano presta a asirlo, esperó a que sonara una última vez
más. Ring. Y dijo “¿diga?”. Del otro lado de la
comunicación provincial, surgió la voz sonora y
reconocible de Lourdes notable. Le comunicó que al
llegar a casa, en el contestador del teléfono, halló un
mensaje.
No tuvo ganas de escucharlo, en la creencia de que
pudiera tratarse de una nueva amenaza mendaz, como
aquellas que recibió en su momento, tanto la amenaza
en sí misma como la rectificación posterior en una voz
cínica, como pocas había escuchado. Se preparó una
bebida en un vaso corto, con mucho hielo, y el primer
trago la animó a dirigirse al teléfono, y escuchar el
mensaje. Ya se tratase de una amenaza o de una
invitación de boda, debía de oírlo. Que no lo escuchase,
le proporcionaría la inquietud más salvaje, esa que acaba
por generar angustia, la misma que provoca la
ignorancia, verdadera generatriz del miedo.
Apretó con su bello dedo anular la tecla del teléfono
donde se señalaba escucha de mensajes.
- La mayor sorpresa de mi vida– concretó detallista
– una cita en la Corporación a las cinco de la tarde, con
el vicepresidente, ¡y no sé quién es, que nunca lo vi en
la vida!
A las cinco de la tarde, como los buenos toreros,
salió a la calle camino de la Corporación, el lugar que
visitó en una sola ocasión, el día que se la mostró en
todos sus rincones su marido, entusiasmado de su
trabajo y del lugar de su trabajo.
Hoy franqueaba sus puertas palaciegas bajo la
fachada señorial, para enfrentarse a un individuo del
que sólo conocía el cargo que ostentaba, un hombre en
el que nunca en la vida reparó.
Se dirigió a los bedeles en la entrada y les comunicó
que le habían concertado una cita con un diputado del
que no recordaba el nombre, pero sí el cargo.
Vicepresidente. Los bedeles de inmediato le requirieron
su nombre y buscaron en la planificación del día y,
efectivamente, el secretario del mismo había anotado la
cita. Le indicaron con la mano extendida las escaleras
mientras especificaban señaladamente que aguardara en
el primer descansillo, donde un ujier la recogería y la
acompañaría al despacho donde sería recibida.
En el primer descansillo, tal y como la indicaron,
apareció el ujier, reverencial. Sin mediar palabra, se
situó delante y comenzó a caminar escaleras arriba,
ceremonioso y protocolario, por mitad de la alfombra,
hasta concluir la ascensión al segundo piso y frente a
una puerta ancestral, histórica, como todo en el edificio,
se detuvo.
Golpeó dos veces sobre la misma puerta, y una voz
desde el interior del despacho indicó que se podía pasar.
El ujier, con los ojos cerrados, abrió la hoja de la puerta
en su recorrido, e invitó a Lourdes a pasar al interior
con el pecho bien inflado, que se notaran notables los
botones dorados de su casaca azul marino, con mano
torera. Cuando hubo pasado, cerró, sin que se advirtiese
ningún ruido ni en el interior del despacho ni a lo largo
y ancho de los pasillos de piedra pulida, donde generales
ociosos y guerreros, coronales sediciosos y reyes
nefastos, pusieron el pie y ahora reposaban en retrato.
El vicepresidente, un hombre de cara rocosa y
mandíbula cuadrada, con los párpados hinchados y los
glóbulos oculares saltones, la nariz picuda y la piel
visible excesivamente clara, la invitó a sentarse en un
sillón histórico.
Cesó de mirarla, abstraído como se hallaba en la
lectura de una serie de papeles que guardaba en el
interior de una carpeta blanca. La lectura de dichos
papeles la efectuaba con el dedo pulgar apoyado en el
lado izquierdo de su mentón, y el dedo índice
completamente extendido sobre la barbilla, la vista baja
y los párpados caídos y la frente arrugada.
Al finalizar la lectura, elevó la vista, pidió perdón,
cruzó los dedos largos de su mano derecha sobre los
largos dedos de su mano izquierda, cruzó los pies,
elevando el derecho sobre la puntera y pasando el
izquierdo por detrás, y se dirigió a Lourdes, con cara de
ferocidad, de quién se dispusiera a cometer un delito, y
con la iniquidad que se le desbordaba de los ojos. Lo
que vulgarmente se explica con la expresión “cara de
hijo puta”, pensó sobria.
- Me habló de usted Antonio – le señalo
cortésmente, incluso amigablemente, el señor
vicepresidente – y me ha concretado que da usted,
digamos, pasos fuera de lugar.
Ella no daba crédito a lo que se mencionaba y
provenía de aquellos labios perfectamente delineados y
perfilados cada mañana. Antonio le había hablado de
ella, por supuesto mal, pero, para qué tanta cháchara
sobre una mujer que no pinta nada.
¿Por qué ahora salía a la palestra este individuo?
¿Había en este asunto que ella suponía sólo de sexo y
putas, de homosexuales y travestidos, algo más, y que
ella ya averiguará? En la necesidad de deducirlo, no
mentó ni palabra y se limitó a callar y otorgar y escuchar
atentamente.
- Quiero exponerle que el asunto en que se ha
entrometido es asunto grave, y que, si no lo dirige usted
con discreción, puede causar, digamos, impertinencias
en la vida de personas muy, digamos, respetables.
Estupefacta resolvió correr un tupido velo sobre las
últimas palabras que aquel estirado señor importante,
con ganas de mediar en las relaciones de las personas,
el gran hombre que encuentra soluciones para cualquier
problema o casi para cualquier problema, entiende que
ella no resulta importante, sólo, seguramente, una
molestia indecente, e indecente en sí misma.
- Quisiera que entendiera, con la mayor de las
cordialidades, que debe usted guardar silencio, digamos
mejor, un absoluto silencio, y, digamos para
entendernos, dejar de molestar.
Una molestia, una insignificante molestia, alguien
que se ha convertido en una mosca fastidiosa, y según
pasa el tiempo, va trocándose en una carga fastidiosa.
Se lo comentó así Antonio al vicepresidente, con el
muñón como un arma amenazante, dispuesto a
descargar toda la violencia con sus ademanes en cada
afirmación, a cada petición y en todas sus exigencias. La
primera de todas, que se finiquitara a Lourdes.
Atónita no es capaz de cerrar la boca, cada vez más
pasmada en sus gestos. Escucha que la piden que se
calle, que guarde silencio, que no haga ni un
movimiento más, que no es importante para nadie, sólo
una mosca empalagosa de un verano caluroso, volando
sobre uno y que nos obligan a golpearnos los
antebrazos en exceso.
- ¡Que no soy importante!, ¡que me calle! – le grito
Lourdes a Álvaro que la escucha en silencio, en la
oscuridad de la nave – esos, de verdad, esos, no saben
con quién se la juegan.
Le sorprendió gratamente la llamada de Lourdes
para comunicarle que la reunión se había desarrollado
conforme a lo que ella previó, a pesar de que los nervios
le atenazaban la voluntad y el empeño, y tuvo que
vencerlos forjando e imaginando el futuro de sus hijos
con cada paso que dio camino de la misma y cuidándose
de cada palabra que emitió por su linda boquita pintada.
La tarde anterior recibió la llamada del secretario del
presidente de la Corporación para comunicarle que al
día siguiente y nunca antes de la una de la tarde, se
reuniría con ella. Respondió que gustosamente acudiría
a la reunión con su abogado, que la asesora en cada paso
que da.
Frente a la puerta de la Corporación, sin embargo,
las piernas le temblaron, la mirada se le quebró, y se
sintió igual que cuando acudía a la facultad de derecho
de Burgos a realizar un examen.
Se enfrentaba a algo peor que a un examen, a varios
individuos que la examinarían babeando, pero antes de
iniciar este proceso ya echan pestes contra ella o incluso
piensan de ella lo que propala Antonio por ahí a unos y
a otros, que es una zorra, un putón verbenero,
evidentemente.
En esta ocasión el ujier la esperó a ella y a su abogado
en la misma puerta y los subió escaleras arriba y los
condujo por una serie de vericuetos que conducían a
puertas que los trasladaban a otras habitaciones secretas
y a nuevos pasillos emparedados entre habitaciones que
dan directamente en unas escaleras que, al subirlas, dan
acceso a un recibidor amplio, luminoso, las paredes
cubiertas de cuadros de autores reconocibles, de esos
que uno sólo ve una vez y en el libro de arte de segundo
de bachiller.
- Esperen aquí, por favor – y el ujier desapareció por
aquella puerta que ni entreabierta permitía ver
absolutamente nada.
Minutos después, que supusieron una larga espera
para Lourdes junto a su fiel abogado, ambos en silencio,
surgió de detrás de la puerta la figura corta y ancha del
presidente de la Corporación, dándoles la bienvenida e
invitándoles a pasar, ahora sí, al interior de aquel
despacho, amplio, ancho, alto, desde detrás de una
mesa, se sentaba, vigilante como un cuervo, a la derecha
de un hueco, el vicepresidente, el mismo cara de cabrón
que el otro día la exigía silencio desde una posición de
soberbia y saña.
A la izquierda del sillón vacío, se allanaba, sin mirar
a ningún lado, el delegado de la Corporación en Burgos,
con labio de pájaro y poco hablador.
Ella se santiguaba, se esforzaba por mantener la
impasibilidad para que las manos no le temblasen
delante de tanto y tanto alto cargo, o no le surgiese en
el rostro esa sonrisa de idiota que les nace a los memos
que siempre andan esforzados en las reverencias, con la
mano presta para acariciar los lomos de los
mandamases o a aquellos que van con la boca abierta y
la lengua afuera para lamer los zapatos de los
todopoderosos.
Recordó en aquel instante a Luisa Rojo, que, al
besarle la mano el presidente del gobierno, juró no
lavársela nunca, y así lo cumplió, vive Dios. Ese espíritu
no lo deseaba ahora, justo cuando se enfrentaba a su
futuro, porque componía en el rostro el rictus de la
idiotez. No.
- Siéntense, por favor – les indicó el presidente de la
corporación oficial decimonónica corto de pierna,
ancho de cuerpo, y desde su nariz aguileña.
En los sillones que les indicó, ella a la izquierda, su
abogado a la derecha, se sentaron callados, distantes,
serios. El presidente de la Corporación ocupó su lugar
presidencial, representativo, que siempre se le supone
capaz de donar y crear sensatez.
- Vamos a ver, Lourdes, ¿qué es lo que sucede? –
inexpresivamente huraño, el presidente retórico deja en
el aire el Apocalipsis con sus palabras para que esta
mujer aparezca como su jinete, aunque terriblemente
cercano en el trato, sin embargo.
Pero ella calla y con un gesto preciso de la mano
rehecha en preciosa manicura, concede la palabra y da
paso con ese gesto a su abogado al que permite que
manifieste lo que sucede, lo preciso.
El abogado extrae una serie de papeles y de
grabaciones y de pruebas y las presenta sobre la mesa y
las explica y salta de un lado a otro y cuenta y argumenta
legalmente e ilegalmente, y atrae la atención del
presidente y del representante de Burgos, mientras que
el vicepresidente que, efectivamente, alimenta una faz
de hijo puta que irradia hacía los demás para
ahuyentarlos de él, dibuja en una papel círculos y
cuadrados y nombres sin sentido, porque no presta
excesiva atención, y menos, la requerida.
-Bueno, bueno – detiene la explicación la voz debida
del presidente – y eso, ¿cómo nos atañe?
- En todo – grita Lourdes silenciosamente.
Del presidente de la Corporación y del representante
de Burgos emerge un rostro exclamativo, afectada la faz
con la sorpresa, el desconcierto y una gran conmoción,
un enorme susto y la mirada de alarma.
Todo lo que se les presenta documentalmente jamás
debería ser del conocimiento público. ¿Quién no se iba
a creer con los tiempos de escándalos públicos que el
representante de Burgos y el presidente la Corporación
no se aplicaban, afanosos, al blanqueo de dinero
proveniente de negocios de cualquier índole?
Mancharían incluso todos los negocios, aunque no
apareciesen de por sí negros y los exagerarían para que
el impacto mediático fuese aún mayor.
El presidente de la Corporación miraba con escarnio
e inclemente a su vicepresidente, y con la mirada le
aseguraba el poco futuro en la toma de decisiones que
le restaba a su lado, que lo restaba ya de su lado.
¿Cómo es posible que deba comparecer él,
precisamente cuando le falta tan poco tiempo de
permanencia en el cargo, para arreglar el tal
desaguisado? ¿De qué idiotas se ha rodeado que han
sido incapaces, incomprensiblemente, de torear una
situación tan fácil? El presidente imaginaba su figura
corta de piernas, corta de cargo, ancha de cuerpo,
manchada de titulares torturantes.
- Bien, bien – acertó a decir como comienzo de su
mediación el presidente – y qué más.
- Si quiere sacamos a colación lo de Berlangas…
- No, de Berlangas, no, ahórrenos los detalles.
El abogado no se detuvo a valorar la proposición del
presidente y prosiguió relatando y argumentando,
escribiendo fechas, recitando conversaciones y que
aquella historia no sólo afectaba a Javier o a Lito Sierra
o a Marcial Martín o a Alba, sino de paso, a Álvaro
Cabieces Rojo, al que se había intentado presentar
ilógicamente como culpable de una trama absurda por
parte de una serie de elementos de esta misma
corporación, elementos sin poder.
- ¿Quién es Álvaro? – preguntó obviando su total
conocimiento del buen amigo de Aranda,
desentendiéndose lamentablemente de la amistad, el
representante de Burgos – Alguien me lo explica – con
las piernas cruzadas, con su voz de pajarillo – todo esto
no va conmigo.
El presiente de la corporación por el contrario
reconoció de inmediato el nombre de quien luchó a su
lado a brazo partido por levantar la institución que
representaba y que, lamentablemente, cayó por una
lucha política fratricida, como todas las que se producen
en esta vida. Le pillo sin la atención debida o muy
inocente en estos menesteres, o muy joven, y perdió las
plumas a la primera de cambio y el tren del ascenso
social.
- ¡Habéis tocado a Álvaro! – manifestó indignado el
buen presidente mientras miraba indignado en
dirección al vicepresidente, que se sabía con los días
contados, víctima propiciatoria para la calma política -
¿Quién ha dado esa orden?
El silencio sepulcral que inundó el despacho pacificó
la ira del presidente, rojo y elevado sobre su torso
ancho, sobre sus piernas cortas. Si nadie contesta nadie
ha sido el que ha dado la orden. Es un silencio que acusa
a los inferiores, a esa lista que ha desglosado el abogado.
-Fue Lito Serra, señor – completó el vicepresidente
traidor.
El abogado de Lourdes prosiguió su relato
introduciendo en el despacho un nombre que el
presidente conocía sobradamente, que lo perseguía
desde el despacho de Antonio muñón y bigote tente
tieso, Yolanda Arnaiz Barco.
Contó y no paró de lo que la quisieron preparar,
uniendo su nombre al nombre del marido de su
representada, y una vez y otra y fotos para aquí y
maledicencias por allá, pero lo que contaba eran las
diversas putadas sangrantes que le procuraron a la
misma, de un sadismo indignante.
El silencio se hizo tensión y estallido y el presidente,
al saber que se trataba de la hermana de su buen amigo,
ya fallecido, Jesús Manuel Arnaiz Barco, se mostró
sulfurado, como si lo hubieran clavado un puñal en el
corazón y viese como lo giraban para provocar el dolor.
- ¿Cómo habéis realizado tal injusticia a esta chica
inocente? – gritó colérico mirando para su
vicepresidente, sabedor de que en la próxima fotografía
de prensa que tirasen al presidente el ya no figuraría,
desprendido del protocolo para siempre.
- Has sido Antonio – volvió a condenar a un
culpable el vicepresidente delator.
Lourdes se comprendió triunfante, sorprendida de
que ella sola, con la ayuda de su marido muerto, al que
lo veía muy vivo, y con mayor existencia que el
fantasma del padre de Hamlet y hasta con mayor sed de
venganza que dicho fantasma, hubiera inoculado el
miedo en cargos empresariales y políticos de tanta
enjundia, de tanto peso específico, y con tantas tablas.
Los había sorprendido una viuda despechada que
anhelaba recuperar la dignidad que le habían arrebatado
putas e idiotas, los que ahora se mesaban las barbas y
buscaban cubrir con buena cremita su culo irritado.
Probablemente no consiguió en la vida su marido
tantos plácemes y tantos pagos como conseguía ahora,
una vez muerto, un cid sin tierra y desde el más allá,
pura ceniza.
Curiosamente, que inesperada y absurda acaba por
parecer la vida, pensó repentinamente, que ahora, tanto
aquí, en este despacho y en otros muchos despachos y
en alguna calle de Aranda, transitaban y hablaban entre
sí muchas personas que deseaban sinceramente que
Javier se hallase vivo. Suponía que algunos de aquellos
que se sentaban nerviosos frente a ella deseaban
realmente poseer el poder de Jesús con Lázaro, para
acercarse a las cenizas de su marido y susurrarlas
“levántate y anda”.
El abogado de Lourdes le extendió a cada uno de los
miembros de la corporación un acuerdo que debían
firmar, un compromiso de silencio por parte de su
defendida y la contraprestación a ese silencio que ella
exigía. Aquel acuerdo quedaría en custodia, así como
toda la documentación que se había presentado en la
reunión, en su despacho, por supuesto.
Además, ella deseaba que se dejasen tranquilos a
Álvaro y a Yolanda, por siempre.
- Evidentemente – afirmó el presidente de la
Corporación – evidentemente – recalcó, mientras su
mano y su vista realizaban un garabato ilegible en los
papeles que le extendió el abogado. Pero tú has de dejar
las cintas que grabó tu marido en mi despacho.
- Evidentemente – concedió Lourdes.
Álvaro intranquilo descansaba o casi lo intentaba,
arrellanado en los asientos tapizados de un vehículo al
que correspondía hoy que le compusieran el motor de
la misma manera que se maquilla una mujer o se
engalana el padrino de una boda, lo que suponía el
cambio de bujías y distintos reglajes de los
componentes básicos de un motor.
Álvaro reflexivo se hallaba apoltronado frente al
volante del vehículo de asientos tapizados sin conseguir
preocuparse en reemplazar las bujías ni en sustituir el
filtro del aceite o reemplazar el filtro del aire o en
cualesquiera otros reglajes que convenía acometer en el
interior del alma grasienta del vehículo. Sólo repasaba
la lista de nombres abstraídamente, especulativamente,
y lo que cada uno de ellos le clavó en su propia alma, y
se imagina como un mártir de estampita.
Antonio Gómez, Lito Sierra, Marcial Martín, Alba
Pérez, Irene Rojo, Orlando Cifuentes, Elena Cifuentes,
Luís Marín, Sebastián Izquierdo, Alfredo, el jodido de
Alfredo, Belén Vicario, Antonia Rojo, y vuelta a
empezar.
Álvaro cavilaba concentrado en los que se llamaban
sus amigos y lo desamparan, lo abandonan al dolor, lo
rechazan y lo ceden a merced de lo que le pudiera
sobrevenir, malo más que bueno.
Álvaro repasaba y revisaba y ponderaba y rumiaba la
lista y finalizaba en el mismo lugar, en la amistad y su
traición. Incapaz de asumir las conclusiones de tanto
cavilar, se irguió del asiento tapizado del coche que
necesitaba cuanto antes los ajustes precisos, y en esto,
sonó el teléfono.
Del otro lado la voz de Jon llegó clara y fuerte, recia
y poderosa, muy hastiado y de malhumor. Le cuenta
que se encuentra trabajando en la fábrica, desde la que
se puede observar la casa de su hermano, y acaba de
atisbar frente a la puerta de la misma el coche de la
empresa de gestión de servicios de Aranda y que ha
observado bajar de la misma a Orlando.
Se siente letárgico, que le fastidia tanto deseo por
franquear la puerta de la casa por parte, primero, de la
mujer sola, de la mujer y la secretaria más tarde y ahora
lo intenta este cabrón, en sentido literal, que el figurado
siempre lo ha mantenido, solo de pie frente a la puerta,
a solas, qué soporífero.
Qué valor ha de tener o qué tragaderas para acudir
él solo a buscar a la casa lo que se le haya olvidado allí
a quien sea, que es su mujer seca.
Jon ya ha rechazado abrir la casa a la mujer, cuando
ésta lo llamó con la excusa del algo olvidado, no sabe
ella ni el qué o sí lo sabe pero posee una importancia
vital cuando la funcionaria y la secretaria se atrevieron a
presentarse sin vergüenza por el pueblo, en pleno
bullicio, a las nueve de la noche, cuando todo el mundo
sale a la calle, y detener el vehículo frente a la puerta de
la casa y extraer una copia de la llave de la antigua
cerradura, que ya se cambió, y ante la vista de todos,
introducirla en su lugar y girarla, sin conseguir abrirla, y
con el rabo entre las piernas, en sentido figurado que
no sabe si real también, huyeron con la vergüenza del
fracaso y la rabia de tanto testigo.
- Te llamó en media hora, que voy a ver que quiere
ese cabrón.
Dos horas y media más tarde volvió a sonar el
teléfono de Álvaro, justo en el instante en que se
encontraba saliendo de la oficina para auxiliar a un
coche que se quedó sin velocidad en plena cuesta.
Jon salió de la fábrica y caminó hasta la carretera
comarcal que cruzaba el pueblo, muy transitada, eso sí,
para dirigirse hacia la casa de su hermano, y a la puerta
esperaba dando vueltas aguardando por el hermano de
Jon, Orlando nervioso.
Jon se acercó a él y le preguntó qué aguardaba y en
esto aparece el hermano de Jon tras la esquina de la casa
que hace esquina con la calle que sale a la carretera
comarcal, con el nuevo juego de llaves en la mano
derecha. Le explica a su hermano que el señor le ha
pedido poder entrar en la casa para recoger algo que se
le olvidó su mujer en una supuesta fiesta de amigos. Jon
le indicó a su hermano que ya se hacía cargo él de la
situación y que se marchase a atender otros asuntos de
mayor enjundia.
Jon quiso seguir la corriente a Orlando, con cara de
ansiedad por la cocaína, cuando le abrió la puerta de la
casa, invitándole a franquear la misma, sin mayor
dilación, cosa que éste cumplió a rajatabla, que lo
apetecía sobremanera desde que su mujer llamó la vez
primera y se desvivía por consumarlo o perpetrar un
asalto a la misma la próxima noche y apoderarse de
cualquier manera de la llave de la caja o de lo que fuera
que le traía a maltraer.
Al pasar al interior, con la compañía del ruido de los
pasos de su anfitrión, Orlando compuso un rostro de
sorpresa, al observar que todos los suelos se
encontraban limpios, que los objetos se hallaban
ordenados, desde los vasos y mobiliarios, hasta el
último chisme, y que ninguna pieza se ubicaba en el
lugar donde ellos lo habían abandonado, dispuesto,
arrinconado.
Caminó por la casa, atravesando de una habitación a
otra habitación y a otra, y su rostro pasó de la sorpresa
a la extrañeza, al embarazo, al aturdimiento, y se
apoderó de él una turbación inconmensurable, una
conmoción anímica, que lo sacudió de todas las
creencias de su vida pasada y de su vida futura, y que
generó en él tal desconcierto, que no supo ya dónde se
hallaba ni qué buscaba, quedó en un total estado de
confusión que se sentó en el tresillo en el que se tumbó
tantas noches para que le azotará Marcial Martín antes
de sodomizarle, agotado.
Jon le permitió que tomara aliento, antes de que allí
mismo lo poseyera un colapso nervioso o un ataque de
ansiedad, o quién sabe si algo aún peor, posibilidad que
desechó de inmediato pero que no le hubiese
importado que se produjera. Incluso pensó que llamaría
primero a la señora de la limpieza y luego a la
ambulancia.
- La búsqueda se tornaría sencilla si ambos
supiéramos lo que debemos hallar – le expuso Jon, que
se envalentonó repentinamente, y quiso satisfacer un
impulso natural de venganza, para resarcir a Lourdes de
tanto sufrimiento, a Yolanda, humillada y vilipendiada
por este cabrón, a Álvaro, del que propaló que robaba
dinero de la asociación de empresarios de talleres de
reparaciones – ¿Qué andamos buscando, si se puede
saber? – y guardo un silencio temible, que amenazaba
con juicio y condena – ¿Quizá las bragas de tu mujer? –
y alzó el tono de su voz, la intensidad, que amplificaba
las palabras en un eco que se expandía por el mundo a
los oídos de todos los presentes – ¿Quizá el consolador?
– asciende de su estómago una sensación de triunfo al
observar el rostro boquiabierto, asustado, paralizado de
Orlando cornudo a media asta, y decide lanzar una
embestida que estreche las pobres defensas sin replica
– ¿Quizá la rebeca, los pendientes con una perlita en
forma de lágrima? – se detiene pero no desiste, que ha
decidido hostigar hasta que éste clame, se arrodille, pida
perdón, y Orlando se levantó, corrió a la puerta de la
calle, salió al exterior, buscando luz, aire, vida, y surge
de los ojos las lágrimas, mientras oscila, cabecea, se
tambalea y trompicado, cae al suelo, se levanta, llora y
oculta entre sus manos los ojos - ¿Quizá las jeringuillas
o la coca? – y aunque se percata de la crueldad con la
que se conduce en la conversación, no se arrepiente,
que cree haber tomado con el sufrimiento que ha
engendrado, el pago a la amargura que él previamente
causó – O puede que andes buscando la vela que
sostuviste como un santurrón.
Orlando se derrumbó al suelo fulminado, llorando,
y Jon lo contempló como lo que era, un hombre
deleznable que sucumbió a la verdad, la misma que
quiso tapar, mientras apuntaba acusón a Yolanda, a la
que transfiguró en la puta de Javier con un cotilleo
malintencionado en el lugar adecuado.
Las últimas palabras de Jon lo han reventado, lo han
mantenido exhausto por la incapacidad de responder a
lo que se le reprochaba, lo han prolongado en la
extenuación, cada palabra se convertía en un golpe que
lo noqueaba y lo ha rendido, destruido, toreado.
Un sapo aplastado, espachurrado, con las tripas
extraídas, sobre el asfalto mojado de una carretera
secundaria, de una vía agropecuaria.
Jon se ha sentido como los toreros cuando a gusto
en la faena van atinando con cada pase y enfilando al
morlaco en el siguiente, y saborean el triunfo, sabedor
de que su triunfo lo elevará en lo alto de los hombros
de los paseadores y las bellas damas en el coso les
lanzarán las flores, sus pamelas, y hasta las prendas
íntimas las arrojarán, pero con clase, con mucha clase.
- Dos horas estuvo allí, dos horas tirado sobre la
pared, llorando.
Dos horas penosas, dos horas que rasgaban la piel,
insoportables, dos horas oscuras, que curvaron la vida
de Orlando hasta la rotura. Dos horas que remataron
cuando apareció al lado de la casa un coche de color
beige, del que se apeó la secretaria de éste, que lo
recogió, lo montó en el asiento trasero, lo tumbó como
a un niño encogido en el limbo del líquido amniótico en
el interior de la placenta, y aceleró con rabia.
Se alejaron como una nube lejana se aleja del
observador premeditado.
- Era la primera vez que veía a un hombre
aniquilado, y no me daba lástima – le confesó
finalmente Jon a Álvaro.
- Lourdes ha muerto, Orlando y Soledad se han
separado, Marcial Martín ni tiene dignidad ni tiene
vergüenza, y le han diagnosticado un cáncer…
- Irene camina como un zombi por el mundo,
Alfredo es un arrastrado que todo lo mendiga, Lito
Serra ha de mirar hacia atrás por si acaso, aunque
siempre caiga de pie, mal gato…
- A Belén la han repudiado sus hijos y su marido, a
Luís Marín lo han metido en la cárcel…
- Antonio no puede salir de casa sin
guardaespaldas…
- ¡La vida siempre es más justa que los jueces!
- ¡Ojalá los condenasen a vivir arrastrados como
serpientes!
No reciben nada como compensación, salvo que los
distinguen al ser los únicos a los que invitan a estas
fiestas orgiásticas, ser los elegidos y tocados por la
fortuna y les dispensan la posibilidad de entrar y salir de
despachos que de otra suerte jamás pisarían.
Ni en la cuenta caen que aquellos que los dirigen,
Antonio primero, Javier con posterioridad, son los
realmente esenciales, los que los cortarán en trozos
cuando no sirvan para sus planes, y los que los
reemplazarán por otros. Todos ellos viven en un castillo
de arena en un mar de cristal, en esa transcendencia
nada sólida, adquiriendo poco a poco una importancia
estanca que no va más allá.
Irene siempre deseo ser la mujer más pertinente en
la Corporación, la número uno con el empleo número
uno, y se acostó con los semidioses destacables de la
aldea, con el diablo, y con tres o cuatro más que
comparecieron disfrazados a su casa, incluso con el
marido de su mejor amiga, pero siempre acabó
derrotada por un compromiso adquirido con
anterioridad por aquellos con los que se acostaba.
Soledad, ninfómana declarada, que en casa no
obtiene la dicha, y en Berlangas le sobran las pichas.
Marcial Martín, perteneciente a la corporación, un picha
floja, sin un ápice de cultura, cuyo recurso primordial
resulta ser la violencia, que no ordena ni manda, salvo
en Berlangas, donde sodomiza a Orlando, y ordena que
se acuesten con él todas las que están, que son todas las
que nunca serán. Orlando, al que nadie le obedece y no
le satisface su vida, sólo las personas con alguna tara
física o psíquica, que son con las que se atreve a
entremeterse, y a las que obliga a perversiones sin límite.
Cojas y obesas mórbidas son sus presas predilectas, a
las que acuesta como a muñecas frágiles.
De todos quien más maldad destiló siempre, aquel
del que nunca Yolanda recordó su nombre, sí que se
apellidaba Serra, que había sido alcalde de Aranda, que
le gustaba mandar a todas las mujeres que se acostaran
con él, con promesas de un puesto de trabajo y luego
las destroza.
De nuevo repasa mentalmente la lista maldita,
aquellos que atesoraba por amigos.
- No, tú no mates a nadie, sólo siéntate cómoda
sobre el burladero y ve cómo los torean, son ellos ahora
a los que lidian.
- Los que han de salvar su culo.
- Los que no merecen la pena – reconoce Álvaro –
porque no dan si no lástima.
- Los olvidamos – propone provocadora Yolanda.
- Olvidémoslos.
El culo de todos ellos ha jugado con el peligro, ha
tropezado con la delación y se ha hundido en ella. Han
jugado como niños con un balón al campo quemado, y
ahora que no pecan de ignorancia, y que se perciben en
la picota, a punto de caerles sobre el cuello la afilada
hoja herrumbrosa de la guillotina, la que diez minutos
antes echaba chispas sobre la piedra de afilar en las
manos del verdugo, piden perdón y sopitas a mogollón.
- No hemos topado con el peligro, sino con la
cobardía.
- ¿Sí?
- La cobardía de Antonio, que los vendió a todos.
Antonio, la última vez que se vio con Lourdes, bajo
la vigilancia del jefazo de la capital, no pudo soportar la
presión a la que lo sometía ésta mostrándole en la mano
la memoria móvil con las cintas porno que
protagonizaba y, a la vez, relatando las proezas de su
pene pequeño. Los otros no le interesaban.
Soledad e Irene lo abrazaban, lo besuqueaban de
besos negros y besos de desatasque y lo aderezaban con
sus lenguas de sílabas y regalos.
Lourdes no callaba y relataba y relataba, pero no lo
relativo al sexo, sino lo concerniente a las drogas y a las
conversaciones sobre los negocios extraños que se
realizaban en la casa, y de fondo el nombre de la
empresa, siempre el nombre de la empresa, y de la
Corporación, embadurnados de excrecencias.
El jefazo de la capital miraba de hito en hito la cara
de descomposición que se le preparaba al enano de la
mano manca brillante de anillos deslumbrantes, cómo
se le estrechaban las pupilas, cómo se le reducía la frente
y el perfil se lo sujetaba con la mano buena para que no
se le notase la desesperación.
Lourdes decidió no cesar de hablar sobre la parte
relativa al sexo y hacer patente la felación doble con
Irene y Soledad y la penetración triple cuando entra en
acción Marcial Martín.
El jefazo retiene la mirada en el enano del peluquín
caído, que constituía el ejemplo de un manojo de
nervios a punto de una nausea dispuesto a la arcada
definitiva, un golpe del estómago que producía una
cascada de alimentos líquidos y deglutidos, hasta la
primera comida extraída del seno materno.
- Cantó, y vaya si cantó; y firmó, y vaya sí firmó –
confirmó Lourdes en la comida de celebración a la que
invitó a Yolanda.
- Primero firme aquí – le requirió el jefazo de la
capital cuando le colocó su confesión siniestra – y luego
llame a la señora de la limpieza.
Lourdes y el jefazo de la capital se irguieron con
premura de sus asientos y éste último guardó el papel
que firmó el enano pornográfico pero novato donde
delataba a todos sus allegados y socios. Allí tirado lo
plantaron desmantelado, sin ninguna preocupación,
justo cuando él se disponía a lloriquear su eternidad de
traiciones.
- Todos ellos no tienen más remedio que buscar la
salida de la cueva de la serpiente.
- Todos ellos han participado en nuestra
defenestración, creando motivos, esparciendo historias
de cotillas, incluyendo insultos de menoscabo.
- A veces, los compadezco – revela Yolanda sincera
– pero durante un momento, luego los veo morir en mis
sueños.
- Tus sueños, Yolanda, tus sueños.
- Mis sueños han muerto – estalla en una carcajada
que escandaliza – como yo.
- Y como yo.
- Por eso, todos han de perecer.
- No, no te equivoques.
- ¿Qué quieres decir?
- Que se salvará todo el mundo, menos los que por
su propia idiotez se ahorquen a sí mismos – le confió
Álvaro ducho en política.
Todo el mundo que se salve, por supuesto, piensa
Álvaro, porque algunos se negarán a aceptar que son
culpables de un delito que no conocen y no rendirán las
armas, persistirán hasta que llegué el fin sobre sus
pobres vidas públicas, que durarán perfectamente
publicitadas.
- No lo entiendo, perdóname. Tras todo el lío que se
ha montado, tras todo el negocio que se les ha ido al
traste, ¿alguien debe ser el que oficie de chivo
expiatorio?
Un negocio es un negocio porque proporciona
dinero fácil y de manera inmediata. Cuando principia el
riesgo, cuando todo es riesgo, se finaliza el negocio. En
la Corporación nadie arriesga su carrera si en el
horizonte se vislumbra el riesgo, el nubarrón del
monzón. Como el riesgo es lo que domina en estos
idiotas a los que les han permitido dirigir el cotarro, se
acabó el negocio.
- Al andar la corporación por el medio…
- ¿Sí?
- Se aplicará la verdad institucional y corporativa…
Se miraron a los ojos, con profundidad de
autenticidad.
- ¿Cuál?
- La ley del silencio.
Lourdes requirió a Álvaro, quien no aguardaba más
llamadas en mucho tiempo o de por vida, habida cuenta
que en la última le relató todo lo que obtuvo en las
negociaciones con los mandatarios supremos y
durmientes de la corporación, y le gritó el éxito en el
oído como quien jalea el gol de su equipo en el salón de
su casa, como quien celebra con una algarabía el
divorcio recién cumplido de un hombre meapilas o con
todo el bullicio callejero que se genera con una
celebración baldía.
Lourdes alarido va, alarido viene, en pura algazara, le
recordó que le prometió contarle un secreto y que ya
puede detallárselo porque ese secreto se ha
materializado esta misma tarde.
Le exige que no la corte para reclamarle ningún tipo
de detalle porque igual la asalta la vergüenza y se calla
para siempre.
Lourdes le confiesa que lo que le contará lo planeó
desde que conoció la verdad de lo sobrevenido, desde
que los investigadores privados le presentaron su
informe donde constataron que su marido nunca fue el
instigador de nada, sino su primo, Antonio el manco del
peluquín, y que introdujo a su esposo, al traerle hasta
Aranda, en esas bacanales de sexo y drogas, en las que
se encontraba Serra, Irene, Martín, Soledad, Alba, Luís
Marín y algún que otro invitado más, y el cornudo de
Orlando.
- La misma bacanal en la que pretendían meter a
Yolanda, a la que le mandas un gran beso.
- Me ha pedido que te mande dos para ti y que te
diga ¡ole tu valor!
Esta misma mañana había telefoneado a Antonio a
la oficina, indicándole que deseaba entrevistarse con él,
pero no en la oficina, que era un terreno trillado.
En esta ocasión, deseaba que la reunión tuviera lugar
fuera de lugares de trabajo, en sitios que no se pueden
controlar. Le pidió que se viesen en el recibidor del
Hotel Puerta de Burgos de la calle Vitoria, hacia las
cuatro de la tarde. Si ella no había aparecido a esa hora,
le rogó que aguardara y no desapareciese. Temía que al
no verla comparecer por la puerta a la hora en punto,
aunque sólo hubiera transcurrido un segundo, huyera
sin más, que siempre se conduce como un cobarde. Lo
que debía comunicarle era interesante no sólo para él,
mucho más para ella, por supuesto. No deseaba que
pudiera perder una información de tal calado.
Lourdes comprendió, por otra parte, que las
palabras, si sonaban cínicas, pudieran ahuyentarle y
acobardarlo, apagando su voluntad de ir,
comprometiéndose en falso. Cambió de táctica y
decidió adelantarle que le iba a devolver algo
importante, aquello que le incriminaba.
-¿Las cintas?
No quería poseerlas y que él pudiera sufrir algún mal
porque alguien las encontrase o se las pidiesen con una
orden judicial.
A bote pronto, Antonio no deseaba asistir, y dijo
“no”, bien alto y claro, y se determinó a no acudir,
cuando recapacitó y especuló con que, sin duda,
Lourdes se encontraba tendiéndole una trampa, para
que él sucumbiese y pereciese sin notarlo.
No se fió de ella, ni la vez primera que la vio
esplendorosa y envidió la suerte de su primo, que para
él la vida consintió en la malsana envidia de desear
siempre la suerte de su primo.
Sin embargo, al nombrar en su voz prodigiosa las
pruebas, al nombrar las cintas, todo lo que lo
incriminaba, y que podía conseguirlo y recogerlo, y por
nada, ahí cambió su voluntad. Sin ir más lejos ayer,
curiosamente, y guiado por Orlando, que así se lo pidió,
le ofertó por esas cintas treinta mil euros.
Además, en la reunión del miércoles por la tarde, en
la sede de la Corporación, le aconsejaron no desairarla,
porque tenía la sartén cogida por el mango, la llave de
la caja fuerte, en la voz de los “superpoderosos”.
-Sí que iré, y te esperaré.
Tal y como ella lo planeó en su cabeza, lo llevó a
cabo, lo traslado a la realidad de su vida cotidiana.
Llegó a las cuatro y media y allí encontró a Antonio,
sentado en un sofá de la cafetería del recibidor, mirando
el diario de Burgos por decimocuarta vez, leyendo el
artículo de opinión de la página dos, o mirando la foto
del presidente de la Corporación decimonónica. Muy
nervioso, atisbando la puerta con los dos rabillos del
ojo, moviendo los dedos sobre los brazos del sofá,
golpeteando con las punteras del pie sobre las flores que
tejían la alfombra.
Se llegó hasta él y le pidió que la siguiera cuando ella
no se detuvo y le obligó a caminar a su ritmo de tacón
de aguja. Ante el recepcionista del hotel, ella misma, con
Antonio de reata, silencioso ratón, pidió la llave de la
habitación que había reservado. El recepcionista, tendió
de su mano una llave electrónica y les indicó que le
proporcionasen un carné de identidad.
Lourdes extendió la mano y Antonio le alargó el
suyo con la mano manca, carné que extrajo de la cartera
que desembolsó del bolsillo derecho del pantalón.
Tomó nota el recepcionista mientras ellos marchaban
en pos del ascensor, y a la puerta del mismo aguardaba
siempre el botones con ella ya abierta. Éste les preguntó
el piso de destino, y Lourdes, tras consultar la llave,
apuntó al segundo con su alargado dedo de manicura
cara.
Despacio, muy despacio, el ascensor se elevó y se
detuvo en el segundo piso del hotel, frenando con
lentitud, como si parase utilizando el sudor de Antonio
Gómez, que subía con el miedo en la sangre y recostada
la cabeza contra la pared del fondo, paralizado.
Abrió las puertas el botones con casaca de botones
de chapa dorada y la primera en salir, pisando con garbo
y salero, sus tacones de aguja de zapatos de Prada
hundiéndose con suavidad en el tejido esponjoso de la
alfombra azul que cubría el pasillo, Lourdes, y en pos
de ella, sin querer salir, el ratón manco, que caminó
temiendo que lo empujaran a empellones a una trampa
para cobrar una deuda por cada una de las veces que
engañó, hurtó, escamoteó, delator oculto, iceberg de
traiciones.
Lourdes ya se ubicaba frente a la puerta cuando
Antonio no había recorrido ni la mitad del pasillo, de
puro miedo cada paso solitario que alcanza a dar.
Lourdes le susurró que proveyese prisa a sus pasos,
que no tenían todo el día, mientras abría la puerta y la
mantenía franca para que la cruzase el apesadumbrado
Antonio, desolado, y macilento. Cuando finalizó de
transitar éste al interior de la habitación, la mujer más
transparente franqueo el umbral y cerró con suavidad,
gradualmente, la puerta mientras la acompaña en su
cierre con su mano.
La suave alfombra de la habitación componía aún
más livianos sus pasos de pasarela y se desprendió de
los zapatos, lanzándolos contra la silla que se
encontraba tapando la ventana.
A continuación, deslizó el vestido sobre su cuerpo,
un vestido de color hueso, sencillo en su corte, en cuyo
interior y muy cimbreante, se movía hace un segundo
este mismo cuerpo ajustado.
Permitió a la mirada babosa y pervertida de Antonio,
señor de las carencias, contemplar un cuerpo perfecto,
apretado, de senos redondeados y elevados, con
diminutos pezones puntiagudos; y un ombligo anular,
en el centro del mismo se dibujaba una t rotunda y
elegantemente acabada; y el pubis perfectamente
depilado, pero atractivo, mullido en el inicio de la
hendidura vaginal, y que como un imán atraía a la
mirada lacrimosa de Antonio; y las piernas, finalmente
esas piernas, compactas, concretas, lineales, que
finalizaban en unos dedos preciosos, perfectos,
pedicuros.
Un cuerpo magistralmente hermoso, redondamente
acabado, idealmente delicado, y maduro. Parece que sus
cuarenta y dos años no hayan transcurrido jamás.
Nada que ver con aquellos cuerpos de Soledades,
Irenes, Elenas o Albas, que lo único que convocaba la
atención a la vista de los mismos, el envoltorio, la
lencería cara que utilizan, y, si desprendes el envoltorio,
al deslizarlo sobre la piel, saltaba la carne como una
náusea.
Lourdes se mueve hacia él, caminando desde las
caderas, exquisita.
- Ya que vas diciendo por ahí que soy una puta – le
grita Lourdes alto y claro, aullándolo para que lo oigan
la totalidad de los clientes – vamos a ver qué eres capaz
de consumar con una puta, aunque yo tengo más clase
que las que poseen más clase.
Lourdes cimbrea con su cuerpo primoroso, eleva sus
senos con una simple inspiración de su perfecta nariz
recta, y Antonio jadea con jaleo y ruidosamente ante la
visión insuperable de aquel cuerpo de mujer completa,
y bufa como un animal ante la enormidad de aquel
cuerpo sublime, veinte años menor que él, y cae en la
cuenta de que veinte años sí que son mucho y hasta
demasiado. Gruñe por su parálisis en la mano diestra,
que impide que la alce para alcanzar aquellos senos
elegantes y globulares.
Se avienta sentado en la silla como un caracol al que
le aplastan su coraza.
- Ahora, tú y yo, vamos a joder – le explica Lourdes
didáctica e ilustrativa– Voy a hacer contigo, lo mismo
que tú, cabrón, llevaste a cabo con mi marido,
mandándolo a Aranda y haciéndole joder con unas y
con otras – muy dogmática y formativa.
Lourdes oro se arrimó al cuerpo cubierto de sudor y
muy vestido, sólo agua que se derrama, líquido que se
diluye, pura agua amarronada. Ella lo maneja como
desea, pues es pura pasión en movimiento y coloca sus
senos contra el yérsey azul oscuro que cubre el pecho
de lobo viril, y la boca contra el bigote de cedras de
cepillo de zapatos, de Antonio estancado, y el pubis
contra el cinto de piel al que cada vez se le hace más
difícil sostener un pantalón azul marino perfectamente
planchado en sus rayas, que carga el peso del
estremecimiento diarreico.
- Lo vamos a hacer sin drogas, sin alcohol, no como
acostumbrabas en aquella polvera de Berlangas.
- ¡Quiero irme, quiero marcharme! – lloró ronco el
hombre que perdió el coraje, que perdió su miembro
pequeño entre el vello púbico protector y sale de prisa
de prisa, alma que se lleva el diablo, manos que esparcen
el va de retro, en dirección a la puerta.
- ¡No, no, ven! – le indica divertida Lourdes erguida,
alzada, segura, sobre su victoria – no alardeas de que lo
haces con putas, te espero.
Antonio con el control perdido en sus impulsos
extraviados, lanzó a sus manos tras de su cabeza, los
pulgares en el cuello, las palmas simétricas en ambos
lóbulos, y agacha la cabeza mientras llora.
Llora y camina hacia atrás, buscando con denuedo el
punto de apoyo para su mundo en debacle, para no
caerse de rodillas, y menos, ante aquel pubis que lo
vence.
Las lágrimas le laceran ante aquel maravilloso pubis
que lo humilla.
- Lloras como un niño…
Lourdes no ceja en buscarle de nuevo con su cuerpo.
Camina y persiste en colocar toda su belleza
insoportable, su redondo y espléndido ombligo contra
el yérsey azul de Carlos.
- No quiero que llores – le pide con una voz que es
una exigencia como un puñetazo en la mesa – quiero
que me eches un buen polvo, que cumplas como un
hombre.
Antonio se echa las manos a la cara abatido y retira
las lágrimas con el restriego de las palmas de las mismas
y cree eliminar así la vergüenza provocada por la
culpabilidad que le atenaza en los testículos.
- No ves que yo tengo clase, y para estas cosas utilizo
los hoteles, no picaderos de pueblo. Eso queda para
putillas irrisorias, chochitos que dejan rastros de miguita
de pan, chochitos de cincuenta euros – y guarda un
amplio silencio lapidario – que son los que a ti te atraen.
Antonio, finalmente liquidado, aniquilado, desolado,
como un hombre al que ejecutan y que aguarda
únicamente el tiro de gracia, se rinde a la fuerza que lo
desploma desde sus tripas y que lo arrodilla, esta
potencia que lo postra de hinojos y que no es sino el
pubis de Lourdes, que resplandece como una infusión
de chocolate y menta, y que permanece eternamente
inalcanzable para la mano muñón de luna azul de este
hombre agotado, consumido, coronado por cada una
de sus mentiras, por cada una de sus perversidades. Una
corona de espinas para Antonio mal penitente, mal
ladrón.
- ¡Puta, zorra! – acierta a articular entre lágrimas de
dolor, lágrimas como navajas barberas.
- ¡Grita, grita, cabrón, que es lo que mejor se te da!
- Pero, ¿cuántas veces te vas a vengar en mí de lo que
han cometido los de Aranda?
- Cuántas quiera y ya sabía que eras un pelele – le
escupió mientras se alejaba del llorón que lagrimeaba
sus bajezas, sus infamias, y su traiciones – y que jamás
te atreverías a tocarme.
Lourdes ascendió sobre su cuerpo mientras lo
desliza el vestido de color hueso, de línea clara, de corte
sencillo, tan victoriosa con su sonrisa de reciedumbre.
Se lo ajusto sobre los senos descubiertos, sobre sus
caderas limpias. Se acercó al sillón que cubría la ventana
y se calzó de nuevo sus zapatos de Prada de tacón de
aguja y se dirigió hacia la puerta.
- Date prisa, que no tengo todo el día – le pidió a
quien parecía incapaz de erguirse sobre sus pies – ¡Ah,
y ya que para follar eres un pelele, espero que para pagar
seas un hombre!
Se colocaron en el ascensor, ella, erguida y con la
mirada limpia, clara, brillante y reflectante, él rendido,
entregado, encorvado, cabizbajo, encogido, que les
descendió al recibidor.
La mujer resurgió cimbreando su cintura, brotó con
sus senos prietos, exultante, distinguida por el vestido
plegándose sobre su pubis, con sus zapatos de tacón de
aguja marcando el camino sin atisbo a la duda.
Porrumpió del ascensor con paso decidido y
saltando sobre las baldosas como si pisara los testículos
de Antonio, que ríe, que estalla de hilaridad, que sonríe
con un disfrute de ridículo hombre burlesco, que va
siempre de reata, que se sacude como una rata y se
arrastra como un ofidio, ofuscado, turbado, muerto.
Antonio se dirigió a la recepción con la cartera en la
mano y con la mano extendida para extraer los billetes.
Miro salir del hotel Puerta de Burgos a la mujer que es
la imagen misma de la excelsa belleza inalcanzable
mientras escuchaba la voz del recepcionista que le exigía
ciento quince euros con la voz más clara y potente que
cualquier tenor, al tiempo que le devolvía el carné de
identidad.
- La próxima vez el señor – le amonestó – debería
de armar menos escándalo.
Lourdes se refocilaba en cada imagen de Antonio
lloroso, de Antonio caído, de este ofidio aplastado en
las garras de un ave rapaz. Antonio serpiente aplastada
por la rueda de un vehículo, integrado en el asfalto.
- He disfrutado tanto, ha sido el gran orgasmo de mi
vida – le explicó finalmente Lourdes a Álvaro – ¿Te soy
sincera? Me cansé de que le comentase a todo el mundo
que yo era una puta, porque yo nunca he estado con
otro hombre que no fuera mi marido – la voz le tembló
y se hizo humana por un momento – ¡y le echo tanto
de menos y más ahora que sé que no era él quien yo
creía, al que delataban los hechos!
- Siempre hay que confiar en aquellos a los que
queremos – la reprende Álvaro como reprende el
refranero a quien no lo atiende.
- Sí – le concede Lourdes – pero no cuando todo
apunta en su contra.
- Has luchado contra todos estos cabrones por él, y
lo has recuperado – la convence Álvaro – y has
colocado a cada cual en su sitio. Has logrado que todos
tengan el culo al aire – agregó Álvaro rotundo.
- Yo no – humildemente Lourdes se desapunta el
tanto – quizá la muerte de Javier ha logrado que todo
sea un desastre, que el mundo en el que vivíamos todos
nosotros, se derrumbase – una reflexión que surge de
una felicidad nueva, y de su sonrisa – y aparezca como
un culo.
- Sí, por supuesto – concede Álvaro – y es que no
puede uno ni morirse.
Epílogo

Compareció Jon por el taller pasadas las once de la mañana y


con ganas de tomar un café y parlotear con ganas de lo otro, de
aquello y de lo de más acá.
-No puedo – le cortó en seco Álvaro, que tenía el pelo cano y
el cansancio en las ojeras.
No pretendió forzar Jon la situación, porque sabía de las
penas de Álvaro y cómo se le agradaron éstas en los últimos días.
A la muerte de su madre, por edad, por ese rutinario cansancio
que nos provoca la vida, se había unido la marcha de Yolanda
para siempre.
-Una deserción Álvaro, te lo digo yo, hazme caso – le
solivianto Jon – y más teniendo en cuenta lo que hiciste por ella.
A Álvaro le daba igual ya todo lo que declararan de él o de
Yolanda o lo que descubrieran de la historia o lo que se
expandiera por los cenáculos de la murmuración oscura.
Sólo adivina que hubo mucha gente implicada que pretendía
acabar con su honor y con su vida y que más allá de un mes de
arresto menor, y condenas de este pelaje, no les entrañó nada, así
que poco les costó y nada les importó.
Siguen libres y campan a sus anchas, haciendo y deshaciendo
el mundo, y con el apoyo de los que ejercen el poder, ya que los
precisan.
-Si ni siquiera les ha supuesto un mínimo de comezón – le
confió Yolanda antes de coger el autobús para Vigo.
-A Orlando se le ha roto el matrimonio – le confirmó Álvaro.
-Un matrimonio que ni existía y bien lo sabes – remató
Yolanda.
De ninguna de las maneras iría a tomar un café, pero no
porque no pretendiera departir con Jon sobre lo humano y lo
divino, sino porque el trabajo le aislaba de pensar en su madre,
en su padre, en Yolanda. Salir a Aranda y tomar un café en el
Pepe o en Ciprés o si avanzamos un paso, en el Bar Chicote, le
precipita todos los acontecimientos sobre el alma, como se precipita
el borracho el vino por el pecho o el patoso, el azucarero por la
mesa, todo desperdigado por todos los lados y un buen sobresalto.
-De todas maneras, aquí te dejo todas las películas,
cumpliendo la última voluntad de Lourdes.
Sobre la mesa de las herramientas posó Jon una memoria
externa de ordenador cuando apartó cachivaches variados y la
estopa con la que se limpiaba la grasa de las manos el único
mecánico de Aranda que arreglaba cualquier motor.
Álvaro ni miró las maniobras que realizaba Jon sobre su
mesa de trabajo y con las herramientas, absorto como se
encontraba en el motor, dentro del mismo su mirada perdida.
-Adiós – gritó Jon mientras daba media vuelta y se giraba a
la puerta para marchar.
Sólo entonces, cuando se encontraba a medio camino de
abandonar la nave y cuando pasó al lado de un Pontiac Tempest
safarí del 61, oyó la voz de Álvaro que le exigía que se detuviese
y lo esperase. Un café más o menos, no lo va a meter en más
problemas; y quizá iba siendo ya la hora de dejarse ver por la
ciudad.
-Vamos – le golpeó con la voz Álvaro a Jon, que salía por la
puerta, cruzándose en el camino del amigo.
En un bar cercano al taller de reparaciones, por no ir más
lejos aunque el bar se llame Plus Ultra, sorbieron como pajarillos
cada cual su café y su melifluidad transparente.
-No quiero robarte más tiempo.
-No más del que he perdido ya.
- ¿Qué piensas hacer?
-Permanecer aquí.
- ¿Cómo ves los líos?
-No me importan. Cada cual que arree con su destino.
- ¡Qué negativo te encuentro!
-Realista, me han dado palos desde todos los lados y nadie me
ha prestado apoyo.
-Tampoco saliste mal parado, pudo ser peor.
-¡Sólo me quedó morir! Por cierto, ¿le sonsacaste alguna
información a Irene?
-No, fue imposible, habló y habló y habló, pero volvía siempre
sobre sus cincuenta euros y el sexo.
-¿¡Por tanto se vende!? Y si encima ni siquiera te ofreció una
explicación…
-¿Tanto? Más bien, tan poco, que hasta accede a que la
humilles por ese dinero…Y la explicación, bien simple, pura y
llana, venganza. Esa es la palabra, se abalanzaron a esta
vorágine por mor de la venganza…Tenía razón Yolanda, al fin.
-Bueno, al menos, si nada te aclaró, te quedó el sexo…
-Deja, quita, no le permití que mi hiciera ni lo más nimio, no
fuera a contagiarme… ¡demasiados inquilinos ha tenido esa
madriguera!
Jon que es el correlato de Job pide un chupito de hierbas y
Álvaro, que ya no bebe, sólo observa como aquél lo engulle como
un pavo, de un solo trago.
-Te agradezco que vinieses a buscarme, necesitaba salir y ya
nadie me llama.
-Tiene fácil solución, no seas tan vasto y rancio con quien se
acerca a ti.
-No pude evitar la muerte de Lourdes y eso que su marido me
pidió que cuidara de ella…
-Ella sobrepasó todos los días los límites de la legalidad, su
muerte se hubiera producido en cualquier momento, de todas
maneras. Era una simple cuestión de aguardar.
-No se puede luchar contra la ley, ¿verdad? Siempre vence.
-¡Y hasta te aplasta!
Se despiden del camarero con alegría que les corresponde con
la misma cortesía y homenaje, en la que la palabra que más se
oye, como si de un eco proviniera, es “señores”.
-Adiós, ¡señoooores!
Al salir del bar, Jon se ofrece noblemente a acercar a Álvaro
hasta el taller de reparaciones, porque aun hay un largo trecho a
pie hasta el mismo. Álvaro agradece la oferta generosa, pero la
desestima porque prefiere ir andando.
Se despiden con un fuerte abrazo que acerca sus rostros y sus
alientos y sus cuerpos y permanecen así un largo instante, y con
los ojos cerrados. Alguna lágrima osa surgir de entre las pestañas
y recorrer la mejilla, pero no lo consiguió, ya que Álvaro cerrará
los ojos con una fuerza inusitada, como si fuesen la exclusa que
evita que el agua del río se pierda más allá del embalse.
- Si te digo la verdad – le confesó Jon – vine a verte porque te
creía muerto, o quizá para maldecirte por permanecer aún vivo y
no tener la determinación de Yolanda – se detuvo mientras
indagaba más y más en la profundidad marrón de los ojos de
Álvaro – Ahora, sin embargo, pienso que es mucho mejor que
sigas vivo, para que todos los días de tu vida hayas de recordar la
muerte de los demás – e hizo de nuevo y espaciado alto, que le
sirvió para rematar con la palabra ajustada – ¡ y te duela!
-No vengas más, por favor, no vengas más.
Jon se montó en su coche, el utilitario azul que había aparcado
en la Avenida de Castilla, cerca de la Caja Círculo cuando
Álvaro se detuvo en la esquina del Plus Ultra viendo como
desaparecía entre el humo del escape, el automóvil que tantas veces
arregló.
Comenzó a andar hacia su taller, solo, con el paso pausado
de quien se dedica a contemplar la belleza de los edificios, sólo. El
Hospital, la Parroquia de Santo Domingo de Guzmán, un
edificio construido sobre una antigua cañada real, la estación de
autobuses infrautilizada.
Se dirige al puente de los desesperados, ahora, el lugar desde
donde se lanzan todos los suicidas, tanto los desesperados del amor
así como los necesitados de odio.
Mira el río que discurre debajo de su mirada como un estanque
de agua que nunca se desbordase por las orillas, siempre más
atrás. El sol del mediodía se intenta colar en el interior de esta
agua terrosa, pero no puede, el agua lo evita, es más fuerte,
arcillosa.
Al ver volcado el cuerpo hacia el río, apoyado el abdomen sobre
la baranda del río, cualquiera adelantaría el suicidio de aquel
cuerpo, de Álvaro. Pero no. Sólo se ha abalanzado hacia adelante
para ver caer lo que él mismo ha lanzado. La memoria externa
que le dejó Jon en su mesa de trabajo.
Según se dirigió a la salida del taller de reparaciones, cuando
le pidió a Jon que lo esperase porque sí que lo acompañaba, la
guardó en su bolsillo, secretamente. En el puente de los
desesperados, arqueó su cuerpo por la zona lumbar, atrasó la
mano que contenía la memoria externa todo lo atrás que dio la
envergadura de su brazo y la lanzó al fondo del río con un solo
golpe de eterna fuerza, y que llegara hasta allí, al lugar donde
nadie la podrá sacar jamás. En el fondo del río por toda la
eternidad, hasta que, en un lejano futuro de guerras sin galaxias,
alguien ajeno, la encuentre. Pero ya no habrá ni río ni lecho ni él
mismo se encontrará en este mundo. Nada.
Ahora que se aleja del puente siente que no le importa el
contenido de las cintas grabadas por Javier. No le concierne quién
en las películas se acuesta con quien ni qué desvaríos sexuales
llevan a cabo. No le interesa ninguna de las conversaciones que se
llevaron a efecto en el transcurso de las fiestas orgiásticas que se
grabaron, versaran sobre lo que versaran. No le incumbe quién se
drogaba y a quienes les traspasaron las ladillas. No le corresponde
la perspectiva de la vida de los otros ni la de su propia vida, ni
siquiera le importa la vida en sí. No le importa ni Aranda ni
Berlangas ni Madrid ni Burgos ni León ni la nacional ciento
veintidós. No le incluye si vienen o si van, si se divorcian o si se
matan. No le atañe ni lo que ocurra con Lourdes ni su hermana
ni los hijos ni todo el dinero del mundo que le pusieran a su
disposición sin restricción.
Ni siquiera ya le afecta lo más mínimo el que Yolanda se
hubiera suicidado la semana pasada.
El mundo transcurre ancho y ajeno.
Comienza a andar hacia el primer arco del puente y lo cruza,
el segundo, el tercero, el cuarto y sus pasos se encaminan a la nave,
al trabajo. Y piensa. Piensa demasiado. Acarrea un exceso de
pensamiento. Y se detiene. Y se justifica. Y se absuelve. Y reinicia
la marcha.
- A fin de cuentas – se explica a sí mismo mientras se aleja
del puente de los desesperados – en Aranda nunca pasa nada.
- Y cuando pasa, – creyó escuchar que alegaba la voz arcillosa
y otoñal de Yolanda – es un entierro – que torna y retorna en el
fluir del Duero.

PORTOMARIN
Agosto del 2010
Agradecimientos

A Octavio Uña, que me inoculó con sus poemas la


gana literaria. A Txomín (Domingo J. Santos) que le
dió la alternative a mi primeros poemas y cuentos, tras
leer un adelanto de los mismos en el Rincón del poeta,
que e publicaba en El Correo. A Andrés Ortíz – Osés,
que me consujo por los recovecos barrocos del ser, allí
donde éste pierde su instituido nombre y se denomina
Sentido. A Apuleyo Soto, que siempre creyó en mí más
que yo mismo, y lo bien que me trata. A Santiago
López Navia y Roberto Ruíz, que leyeron mi
escritura feroz y la propulsaron en “su” SEK. A
Deborah Albordarnero, que leyó el primer manuscrito
de esta novela e indicó la senda a seguir. A Paz Alonso,
por la portada que es synopsis en sí misma. A Pedro de
Paz, Rafael Reig, David Torres y Juan Bas,
novelistas actuales que han sido involuntarios Hermes
y han guiado a este ciego que escribe. A Pablo Nuñez,
por su amistad, por la escritura, por la presentación y
por las charlas vitales ante un plato de anguila no Loyo;
y a Marta Rivera, por su grandísima Amistad y por su
escritura luminosa, que ha clareado la mía.
Y a mi familia, siempre.

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