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En la Unión Europea con la Constitución

Angel Viñas

La Asociación de Funcionarios Españoles en la Unión Europea me invitó a intervenir en un


acto que debía celebrar en Bruselas los cuarenta años desde la entrada en vigor de la
Constitución y nuestra participación en la Unión Europea. Sin la primera, no hubiera sido
posible la segunda. Inmediatamente escribí unas palabras -más o menos las que siguen- pero
tan pronto las comenté con una de los organizadores me di cuenta de que lo ya escrito no valía
para el acto. He pensado que pueden ser, sin embargo, de interés para los lectores de este blog
y por ello las reproduzco aquí, con solo algunos cambios marginales. No sin recordar que tras
el 23F un diario tituló a grandes caracteres su primera página con un juego de palabras: EL
PAIS, con la constitución.

Los cambios en la sociedad española en los cuarenta años desde que se aprobó la Constitución
son inconmensurables. Algunos de ellos se hubieran producido de todas formas. Incluso en el
escenario contrafactual de que el ingreso en las entonces Comunidades Europeas no hubiera
tenido lugar ocho años después.
En 1978 la sociedad española ansiaba dejar atrás los años de la dictadura. Pero… si el 23F
hubiese tenido éxito nuestra incorporación se hubiera retrasado. Un vistazo a los despachos y
telegramas, ya desclasificados, que salían de y se recibían en algunas de las embajadas en
Madrid muestran un aspecto muy claro: casi todos los observadores extranjeros estaban
convencidos de que las negociaciones se habrían paralizado. Afortunadamente, aquellos
planteamientos se quedaron en meras especulaciones. Los efectos colaterales del 23 F
reforzaron la percepción europea de que era preciso contribuir a la estabilización de la situación
española. Un giro copernicano con respecto a, por ejemplo, 1931 o 1936.
Después del ingreso en el Consejo de Europa, y antes de la aprobación de la Constitución, en
el plano político y estratégico el camino había quedado expedito para negociar la adhesión a
las Comunidades. Su conclusión en junio de 1985 constituyó una fecha señera en la historia de
España del siglo XX. Para bien. No como lo habían sido el 18 de julio de 1936 o el 1º de abril
de 1939.
La adhesión fortaleció, diversificó y amplió los cambios subsiguientes a la ruptura del relativo
aislamiento en que hacia entonces había discurrido la evolución económica y social española.
Sólo hay que recordar la situación de partida en 1978: en lo político una transición hacia una
democracia plena. La previó la Constitución, pero bajo la sombra, que algunos consideramos
alargada, de las bayonetas. En el plano económico partíamos de unos niveles todavía muy
alejados de los estándares europeos. La distancia era mayor en el plano social en el que afloraba
alguna que otra veleidad casticista. A la par, nuestro entorno estaba caracterizado por una
estabilidad armada, tras los frentes cristalizados en la guerra fría; por una economía que, si ya
no era la de los “treinta años gloriosos”, no tardaría en mejorar, en parte gracias a los avances
que se registraron en el ámbito comunitario. También por progresos en lo social cuya distancia
llenaba de envidia a muchos españoles
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A diferencia de lo ocurrido con la OTAN, cuando la pelea política e ideológica duró hasta
prácticamente el referéndum de 1987, la adhesión a las Comunidades concitó el consenso de
casi todas las fuerzas económicas, políticas y sociales españolas. Tuvimos incluso suerte. Nos
incorporamos en un momento de superación de lo que entonces se denominaba
“euroesclerosis”. No sin sufrir algunas decepciones, como dejó puesto de relieve en sus
memorias el presidente del Gobierno Leopoldo Calvo Sotelo. Pero lo importante es que nos
incorporamos. Lo hicimos, creo, con tres objetivos estratégicos.
El primero lo determinó la voluntad de participar plenamente, con todas nuestras energías, en
el desarrollo de la construcción europea. No fue posible caracterizar a España como un Estado
miembro renuente o rezagado. El segundo objetivo fue consecuencia de la voluntad de querer
avanzar tan rápidamente en la empresa común como lo hiciera el más rápido y más entregado
de los miembros. Y el tercero consistió en querer prestar una contribución lo más robusta
posible al reforzamiento de las instituciones comunitarias y, en particular, al papel del entonces
todavía un tanto endeble Parlamento Europeo.
Subsiste la discusión sobre lo que subyacía a tales objetivos estratégicos. Para el Gobierno que
negoció el tramo final nunca hubo duda alguna de que la adhesión representaba la posibilidad
de arrinconar tendencias seculares. Representaba la ocasión de llevar a la práctica el tan
manoseado dicho de Ortega y Gasset de que, si España era el problema, Europa era la solución.
Hubo otra consideración. El pasado había mostrado que España era un país de soberanía
recortada. Su eje estratégico fundamental había gravitado hacia Estados Unidos en condiciones
que he aclarado en un par de libros.
La Comunidad Europea ofreció la posibilidad de jugar con un contrapeso: un nuevo eje
cristalizado en la Europa en proceso de integración. Algunos lo intuyeron en ciertos
comentarios de la prensa británica de aquella época. España se mostraba tan europeísta por su
necesidad de superar el recuerdo y las trabas de la dictadura a la que había estado sometida
durante cuarenta años.
En el plano general me parece evidente que la participación española en la común aventura
europea ha sido un éxito. Un país que no había sido socializado en los mecanismos de la
comunitarización pudo, en muy poco tiempo, importar el acervo acumulado en la construcción
europea. También pudo exportar hacia ella nuestros intereses estratégicos más genuinos.
Lograr una buena simbiosis fue una tarea en la que han participado los sucesivos gobiernos,
con fuerte apoyo en la sociedad toda. También con algún que otro decalaje.
Que hubo roces y malentendidos fue inevitable. Con la ventaja que da el conocer algo de lo
que hubo detrás de los hechos es explicable que, sin embargo, la experiencia fuese turbadora
para algunos. Otros la abrazaron abiertamente. Dos frases, una de ellas muy conocida se debe
a Paco Fernández Ordóñez, “fuera de la Comunidad hace mucho frío” (hace unos días la he
leído en un periódico británico aplicada al propio Reino Unido al salir de la Unión). La segunda
fue de un alto cargo cuyo nombre me reservo: “Estar en la Comunidad es como estar en guerra
solo que con otras armas”. Dos formas muy diferentes, pues, de enfocar la participación en esta
empresa común. Sin embargo, cuando en la ya Unión Europea se fortaleció el método
intergubernamental en lugar del comunitario, España lo apoyó. Cuando se reforzó el segundo,
España también lo apoyó.
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Pertenezco al primer pelotón de altos funcionarios españoles que llegó a Bruselas. Aun así creo
que, al hablar de los cuarenta años de éxito compartido, que lo fueron, predominan los éxitos
sobre las sombras. Un parteaguas puede situarse hacia 2008, con el comienzo de la crisis
económica. Hasta entonces los españoles aportamos ideas excelentes: en la memoria de todos
están la creación y expansión del programa Erasmus a lo que tanto contribuyó Manuel Marín,
de quien ahora se cumple el primer aniversario de su fallecimiento. O el establecimiento de los
Fondos de Cohesión. O la aportación a la ciudadanía europea. Por no hablar del apoyo sin
fisuras a un fenómeno extracomunitario, pero con importantes consecuencias para la futura
Unión Europea: el apoyo sin mácula a la unificación alemana. Todos fueron de gran
importancia para España y también para los demás Estados miembros. El hacer coincidir los
más genuinos intereses nacionales con el interés común europeo fue una tarea que se nos dio
bien.
La forma y manera en que la Unión abordó la crisis económica señaló que el stock de
creatividad tanto en los grandes Estados miembros como en España había topado con límites.
Es cierto que los progresos institucionales y operativos conseguidos desde aquellos años han
sido considerables. No es menos cierto que una brecha ha ido abriéndose entre los Estados
miembros que todavía no se ha colmado. Sus efectos siguen dejándose sentir.
A ello se añaden discrepancias fundamentales sobre otros fenómenos: en primer lugar, la
incapacidad de generar respuestas comunes y eficaces en la gestión de los flujos migratorios.
En segundo lugar, la tendencia hacia la desviación de ciertos principios fundamentales de la
construcción europea, como muestran los ejemplos de Hungría y Polonia, que han dado alas a
movimientos nacional-populistas.
Hoy no podría decirse que la Unión pasa por sus mejores momentos. ¿Cómo se explica la
aparición y expansión de tales movimientos en tantos Estados miembros? En Reino Unido han
conducido al desgajamiento de la Unión. Por primera vez, un Estado miembro la ha
abandonado. ¿Cómo es que la Unión ha tenido que amenazar con la utilización de
procedimientos sumamente coercitivos en Polonia, sin traer aquí a colación el caso de Italia,
uno de los países fundadores?
En la búsqueda de un chivo expiatorio se ha echado la culpa a la Comisión. Pero, con todos sus
poderes, la Comisión no actúa en el vacío. Está obligada a vigilar el cumplimiento de los
tratados y no es una institución tecnocrática al margen de consideraciones políticas. Si los
Estados miembros no cumplen sus obligaciones contractuales, ¿quién puede llamarles la
atención? Y si los Estados miembros deciden, en la más absoluta oscuridad dentro del
Eurogrupo, promover una política procíclica y no anticíclica, ¿quién puede llamarles al orden?
Es obvio que para hacer frente a los grandes desafíos que Europa tiene por delante el refugiarse
en soluciones unilaterales, nacionales, es el peor enfoque. ¿Qué va a hacer, por ejemplo, Reino
Unido frente al cambio climático? ¿Y cómo va a negociar de tú a tú con los grandes bloques
comerciales? Y, me pregunto, ¿qué harían solitos, por ejemplo, Hungría, Eslovaquia, Austria,
Rumania? ¿Crear nuevas fronteras nacionales? ¿Abandonar la Unión?
En este sentido, la salida de Reino Unido no es buena pero tampoco tan mala. Ha enseñado la
dificultad en desandar el camino ya andado. Deja fuera a un Estado reticente a ciertos avances,
particularmente en política de seguridad y defensa. Abre pues el camino a la posibilidad. No,
a la necesidad, de continuar con la tarea de coordinación y estrechamiento de lazos y vínculos
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y aprender de los fallos en que todos hemos incurrido. No quisiera terminar esta breve
intervención bajo un signo de duda o negativo. Ni sería apropiado ni tampoco haría justicia a
los hechos. Veamos, por ejemplo, los últimos datos del Eurobarómetro, una de las biblias que
manejan los analistas.
A lo largo de los últimos diez años el grado de satisfacción que a los españoles les inspira la
pertenencia a la Unión ha ido por encima del nivel medio de la totalidad de los Estados
miembros. Solo ha sufrido un único desplome, en junio de 2013. Hoy está al mismo nivel que
cuando irrumpió la crisis en 2007. La situación no cambia si se la enfoca desde los puntos de
vista del género y de la edad. En este último caso, la satisfacción es mayor incluso entre los
más jóvenes, es decir los que se encuentran entre los 15 y 24 años.
Ni España ni la Unión pueden desaprovechar esta tendencia. Es más sólida entre las
generaciones llamadas a reemplazar a líderes de mayor edad, sin duda más experimentados,
pero probablemente también más cansados. No tenemos el derecho de hipotecar su futuro. Si
la desafección entre las nuevas generaciones aumentara, el futuro de la Unión se vería puesta
en entredicho. No hay que olvidar que es una rara avis. Surgió como respuesta a una guerra
causada por nacionalismos exacerbados. Hoy es una nave navegando por aguas turbulentas, en
el interior y en el exterior. Y, como historiador, no puedo olvidar que la historia es un registro
del cambio y que ninguna obra humana es eterna.
En este final de 2018, tras treinta años de experiencia comunitaria, España dispone de una base
sólida para continuar avanzando en el terreno de la integración. Es, por lo demás, una
necesidad. España está particularmente expuesta a uno de los desafíos globales de la Unión,
los flujos migratorios, y comparte con los demás miembros la necesidad de protegerse de la
amenaza terrorista y de un entorno exterior en el que se producen turbulencias continuamente,
algunas previsibles. Otras, menos. El rechazo a Europa se focaliza hoy en países en los que
movimientos y partidos de extrema derecha arrojan diariamente bombitas sobre el proceso de
integración. Por razones diversas. Casi todas tienen como correlato la negativa a ampliar el
pool desde el cual la soberanía nacional se ejerce conjuntamente.
Hace muchos años un gran historiador británico, Alan Milward, escribió que, tras el horror de
la segunda guerra mundial y el rechazo al hipernacionalismo, la Comunidad Europea había
sido el mecanismo de rescate Estado Nación. La relación entre el proceso de integración,
impelido por el juego dialéctico entre el método comunitario y el intergubernamental ha tenido
efectos benéficos y mutuamente positivos para la Unión y para sus Estados miembros
respetando su integridad y la complejidad de sus estructuras. Si la Unión fracasara se habría
malogrado el mejor y más ambicioso experimento europeo en dos mil años de historia. Y para
nosotros los resultados serían, simplemente, catastróficos.

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