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Ahora, entonces / Carlos Ardohain

Una vez me contaron que cuando Onetti vivía en Montevideo, en un

departamento muy modesto en el que se encerraba a escribir, pegaba del lado de

afuera de la puerta un cartel que decía: Onetti no está. Entonces la gente que

llegaba a tocar el timbre, aunque escuchara el tecleo de la máquina de escribir,

no podía esgrimir queja alguna ante la no respuesta a los reiterados timbrazos.

La puerta no se abría nunca.

Hubo tres escritores que anduvieron por Buenos Aires y no se insertaron en el

escalafón cultural establecido o por establecer. Quedaron como figuras solitarias,

únicas. Uno era argentino: Roberto Arlt. Dos eran extranjeros: uno polaco y otro

uruguayo. Gombrowicz y Onetti. El más silencioso de todos fue Onetti. El menos

interesado en que los demás se interesaran por él. En silencio fue publicando algunos

de sus cuentos hasta editar su primera novela, El pozo, escrita en un fin de semana

motivado por la rabia de no tener qué fumar (a raíz de una veda de tabaco). Con este

relato se anticipó algunos años a la eclosión de la corriente existencialista. En El pozo

está todo. Y a la vez no hay nada sino un gran vacío. Un vacío que nos contiene.

Onetti no estaba para el mundo, estaba escribiendo. La vida breve, Los

adioses, El astillero, Juntacadáveres, Cuando ya no importe. A pesar de ser el

escritor más grande de su país se vio obligado a abandonarlo y se fue a vivir a

Madrid. Lo hizo con la mujer que sería la compañera de su vida: Dorotea Muhr,

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Dolly, su ignorado perro de la dicha. Nunca sabremos, nadie puede saberlo (tal vez

Dolly sí) lo que significó eso para Onetti. Tal vez por eso la descarnada declaración

que hiciera a poco de llegar: «Vengo de un país que no existe».

Después adoptó la mítica conducta de quedarse en la cama por años, de

establecer su centro de operaciones en posición horizontal. Como si se tratase de un

personaje de Beckett, acostado, inmovilizado. Tomando una actitud que parece poner

en evidencia la tristeza metafísica de la condición humana. Expresando una

conciencia de la inutilidad de la mayoría de los actos y eligiendo despojarse de todo

lo accesorio que lo rodea y le crea dependencias con la realidad circundante. Una

lucidez así puede ser paralizante, y obligar al que la experimenta a la no acción, como

requisito para dejar surgir otro mundo, frondoso, imaginario y, sin embargo, en

algunos aspectos más real. «Así, imaginando que invento todo lo que escribo, las

cosas adquieren un sentido, inexplicable, es cierto, pero del cual sólo podría dudar si

dudara simultáneamente de mi propia existencia. Nunca antes hubo nada o, por lo

menos, nada más que una extensión de playa, de campo, junto al río. Yo inventé la

plaza y su estatua, hice la iglesia, distribuí manzanas de edificación hacia la costa,

puse el paseo junto al muelle, determiné el sitio que iba a ocupar la Colonia».

De Onetti se ha dicho todo, la crítica ha intentado hacerlo. La influencia de

Faulkner; la construcción de una ciudad mítica, su Santa María; sus personajes

desencantados, impávidos ante la angustia de la existencia y la imposibilidad de

cambiar su destino. Se ha mencionado su capacidad para mostrar simultáneamente los

procesos de construcción de la ficción y, al mismo tiempo, sus resultados. Ese

extrañísimo talento de embarcar su prosa en frases en las que va contando la acción y

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al mismo tiempo la vida interna del personaje que narra —o es narrado—, y que eso

provoque una ambigüedad de sentido que enriquece la narración hasta límites (a

veces) insoportables. Ese borramiento, en algunos pasajes de sus relatos, de la

frontera entre poesía y prosa, entre sentido y sonido. Esa paradoja de provocar placer

y satisfacción en el lector, describiendo el desencanto y la desolación de la existencia.

«Yo podría salvarme escribiendo», dice Brausen en La vida breve.

Pero no hay salvación posible, ni para el autor ni para el narrador ni, por ende,

para el lector. Todo termina en fracaso. Las acciones, las empresas, las relaciones,

todo queda sin concluir, sin realizarse, presa de la decadencia y el olvido en los

relatos de Onetti. Siempre habrá una añoranza de lo perdido, de lo que fue y de lo que

pudo haber sido. Es una escritura del desencanto, llevada adelante por un escritor

valiente y honesto que tiene siempre a su lado la sombra de la muerte, que encara la

construcción de un mundo en disolución, poblado de frustraciones y deseos

incumplidos, de soledad y sensación de lo absurdo del paso del tiempo.

«Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en

que tuvo que mezclarse, queriendo o no». El pozo.

Esta historia de un alma debería ser, por supuesto, la propia. Para lograr un

objetivo tan ambicioso es necesario violentar el lenguaje, reinventarlo. Ejercer un

dominio absoluto del lenguaje para crear un relato que llene el vacío de sentido de la

vida real, estableciendo la verdad en (y de) una vida ficcional. En este sentido Onetti

tiene una fe sin reservas en el poder del arte, en la magia de su oficio de palabras. Se

aboca a crear un mundo que gira alrededor de esa ciudad, Santa María, por la que

deambulan sus personajes desahuciados, cínicos y sin embargo soñadores, cargados

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de todas las contradicciones que pueden sostener, reducidos a una supervivencia

degradada, capaces de enamorarse de un recuerdo (o de un sueño) y atesorarlo el resto

de su vida, hasta que cansados de ser testigos de su propio envilecimiento, más allá de

todo, dicen basta y son capaces de prender fuego a la ciudad, terminar con toda la

mitología de una vez y también con su vida. Eso, claro, cuando ya no importe.

Por otra parte, está la aventura del lector. Todo aquel que se embarque (o se

sumerja, más bien) en la lectura de la obra de Onetti sentirá que siempre hay algo que

no se dice, se verá persiguiendo un misterio secreto que nunca podrá ser alcanzado. Y

en esa ambigua sensación reside uno de los más refinados placeres de la lectura.

Perseguir una promesa que siempre está a punto de revelarse pero nunca se concreta.

Onetti interpela la creatividad del lector obligándolo a llenar vacíos, a tejer

conexiones, a descubrir cosas que no se han escrito. Lo interna en una narración de

sucesos fragmentados que lo atraen con su enigmática ambigüedad. Al mismo tiempo,

el lector percibe que hay un autor intentando crear una obra única, una experiencia

verdadera y trascendente. Persiguiendo lo imposible, lo absoluto, en un intento de

crear una vida más verdadera, más grande que la vida. Un anhelo expresado por el

comisario Medina, en Dejemos hablar al viento, mientras cuenta su proyecto artístico

inacabado: «Ahora yo quiero pintar una ola, pintar una ola. Descubrirla por sorpresa.

Tiene que ser la primera y la última. Una ola blanca, sucia, podrida, hecha de nieve y

de pus y de leche que llegue hasta la costa y se trague el mundo».

El lector de Onetti es un lector que acepta el desafío, que se interna en lo

inconcluso para completarlo sabiendo que nunca podrá hacerse. Un lector que se

acerca para ver entre los pliegues del texto lo que no está, lo que se esconde detrás de

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lo dicho. Lo que la historia ha escamoteado y sin embargo forma parte de ella. Un

lector que comparte la desazón de los personajes y los acompaña en su derrotero

(nunca mejor dicho). También, cómo no, un lector valiente. Un lector puro (según

dice Piglia), para quien la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida.

Este lector onettiano ha sido creado, en buena medida, por el mismo Onetti.

Con su inclaudicable búsqueda de un arte novelístico más trascendente y verdadero,

sin concesiones a ningún pequeño éxito ocasional, buscando siempre su verdad en

literatura, Onetti fue exigiendo el mismo compromiso a sus lectores. Fue elevando la

vara que había que saltar para entrar en su imaginario. Y para esos lectores, para los

que la aventura de leer vale la pena y se equipara con la vida, Onetti está. Más allá de

los carteles que pegara en la puerta de su casa, Onetti estará siempre.

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