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Ajedrez

Nunca antes he jugado con tal placer sobre el tablero de ajedrez, mi contrincante es un viejo
colega al que conozco desde mi más corta edad, debo confesar que ahora mismo no recuerdo
cuando es que le mire por vez primera, pero el tiempo que llevamos juntos me ha permitido tener
algunas certezas sobre él. Puedo asegurar, por ejemplo, que es un tipo racional y en ocasiones
muy predecible, que le gusta el chocolate y disfruta del buen café, que gusta de amoríos y le
seducen las chicas flacas. Hablando de amoríos sucede que cuando se enamora, deja de ser un
tipo predecible, se torna arriesgado y he llegado creer que no le importa perder locamente la
cabeza en algún desconocido paraje de su romance, lo cual le hace ser intuitivo hasta desafiar la
lógica de las cosas y por contradictorio que parezca tener los resultados a su favor, motivo por el
cual veo en él confianza de si.

Al mirarle frente a mí, al otro lado del tablero me pregunto si está moviendo sus piezas presa de la
razón o simplemente jugando, también me pregunto cómo abonar a mi favor estas características
suyas, pues estoy profundamente convencido que el ajedrez es un juego que inicia en la mente,
que si bien tiene principios y reglas e incluso elementos matemáticos que le hacen en ocasiones
predecible, hay sin embargo en el ajedrez un mundo inconmensurable de posibilidades que un
verdadero enamorado no teme explorar por temor a perder la cabeza del rey en algún recuadro
de los 46 que tiene el tablero de ajedrez. Un verdadero enamorado es como un Napoleón que
avanza con su infantería mientras distrae al oponente con su caballería, prepara a sus arqueros
para la ofensiva y deja el camino libre para que su dama haga los preparativos finales e
ineludibles de la rendición que tendrá a su favor.

Sucede que le conozco desde pequeño. Recuerdo que cuando chico mojaba los pantalones y
comía sus mocos cada vez que hacia algún berrinche, además gustaba de jugar a las guerritas y
crispar el puño en señal de disputa cuando algún otro compañerito o vecino le hacia trampa en
algún juego. Es así que me pregunto cómo es que este pequeño Napoleón, berrinchudo y
broncudo mueve sus piezas en la guerra que libra cada ves que jugamos ajedrez.

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