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Luis de la Barreda Solórzano. Doctor en Derecho.

Presidente de la Comisión de Derechos Humanos


del Distrito Federal.

Por el lado luminoso del hombre hablan las hazañas intelectuales, afectivas y creativas de la
cultura. Pero para enfrentar su continente oscuro, los derechos humanos y su defensa son una
de las grandes conquistas de la civilización democrática.

No puede decirse que el Derecho Penal es el más importante de todos los Derechos, pues se corre el
riesgo de que los civilistas, fiscalistas, laboralistas, mercantilistas, etc., tomen esta afirmación con
animadversión.

Sin embargo, no hay duda de que el delito, la materia fundamental del Derecho Penal, así como sus
consecuencias o la actuación del Estado para sancionarlo, resultan apasionantes, no sólo para los
abogados especialistas en esta rama.

Una de las razones para que en la mayoría de las personas estos temas ejerzan una fascinación, es
que el delito tiene que ver con lo que podríamos denominar la parte oscura del alma de los seres
humanos.

El ser humano ha sido capaz de escribir libros tan increíbles como la Biblia o como El Quijote de la
Mancha, y ha escrito música como la Novena sinfonía de Beethoven o Las cuatro estaciones de
Vivaldi; el ser humano puede llegar a la Luna, o explicar en el Kamasutra que hay 64 posiciones para
hacer el amor; ha sido capaz de construir las pirámides de Teotihuacan o las de Egipto, y ha
desarrollado medicinas para combatir enfermedades incurables hace cuarenta años; el hombre puede
realizar heroísmos tan gigantescos como los que vemos todos los días en ejemplos como la Madre
Teresa, y en defensores de los derechos humanos que abandonan todo para entregarse a un ideal.
Todo eso nos deja sorprendidos y decimos que el ser humano es capaz de grandes hazañas del
intelecto, de grandes hazañas del sentimiento, de grandes hazañas de la creatividad.

Pero al mismo tiempo, el hombre es capaz de violar mujeres en guerras como la que hoy estamos
viendo en Bosnia-Herzegovina, simplemente para humillar al enemigo de raza.

Pero no se requiere ir al extremo de la guerra, donde pasan cosas terribles, donde el hombre presenta
su peor faz. Vayamos a lo que el hombre hace todos los días en nuestras calles, en nuestros hogares,
en nuestros centros de trabajo. Ahí, un hombre puede violar a otro ser humano; un hombre puede
matar, mutilar, torturar, privar de la libertad por dinero (para pedir rescate) a otros hombres.
Y esta dualidad de capacidades extremas -luminosas y oscuras- no deja de ser realmente
sorprendente. En ese lado oscuro del alma reside la fascinación ante la criminalidad.

Esa fascinación es compartida por todos los seres humanos, a pesar de que el delito afecta muy
seriamente al hombre, a veces tan seriamente que significa destruirlo, que significa cancelarlo como
ser humano, como ocurre en un homicidio.

Es tan grave este proceder, causa tanto daño, que en todo el ordenamiento jurídico no existen
sanciones más graves que las que prevé el Derecho Penal. Sin hablar de otros ordenamientos jurídicos
del pasado o actuales en otros países, que prevén la pena de muerte o la mutilación, en nuestro
ordenamiento penal las sanciones de privación de la libertad constituyen realmente un mal grave, pues
sin duda es triste pasar algunos años preso cuando la vida se nos va como un suspiro.

Si es tan grave la sanción que el Estado puede imponer a un hombre, es un imperativo de racionalidad
que teóricamente podamos fijarle límites al Estado en su poder punitivo, en su ius puniendi; que nos
preguntemos hasta dónde puede llegar el Estado al ejercitar esa potestad, y cuáles son los límites que
en un régimen democrático el Estado no puede traspasar. Así de sencilla en la formulación de la
pregunta y así de compleja es la tentativa de aventura una respuesta.

Son tres las teorías que tratan de justificar la intervención del Estado para sancionar a los
gobernados.

En primer lugar, está la teoría de la retribución, que tiene raíces religiosas, que sostiene que el delito
es un mal; para que el delito se expíe, el responsable tiene que sufrir la pena como una penitencia,
que también es un mal, para que el delito quede borrado. Pero lo cierto es que “palo dado ni Dios lo
quita” y, a pesar de que se castigue a un delincuente, eso no logra borrar el mal ocasionado. En
algunos casos la sanción puede atenuarlo o neutralizarlo, como en los delitos patrimoniales, como una
reparación del daño, pero no puede creerse sino con un acto de fe que la pena borre el delito.

Además, la teoría de la retribución, al dar por sentado que el hombre es culpable de sus delitos,
presupone el libre albedrío, cuya existencia no ha sido científicamente probada.

Una segunda teoría que trata de responder a la pregunta de hasta qué punto está autorizado el Estado
a actuar en materia penal, es la teoría de la prevención general. A esta teoría no le importa tanto, como
a la anterior, lo que el hombre hizo; le importa más bien lo que pueda hacerse en el futuro. Esta teoría
sostiene que la justificación del Derecho Penal está en la intimidación que puedan causar las normas.
Una serie de críticas niegan el poder de intimidación del Derecho Penal, porque los hombres siguen
delinquiendo, lo cual es tan absurdo como decir que la medicina no cura porque los hombres siguen
muriendo o los semáforos no sirven porque los automóviles siguen chocando. En realidad, hay gente
que no mata a su vecino porque tiene gran simpatía por él o porque sus valores éticos le impiden privar
de la vida, pero hay gente que no estrangula a su vecino por temor a ir a la cárcel. La teoría de la
prevención general ejerce una atracción muy poderosa, porque lo que le importa es que los hombres
se abstengan de delinquir. Por supuesto, no todos los hombres. La teoría de la prevención general
tiene este gran mérito. Se basa en una razón sicológica muy fuerte. Sobran ejemplos de ello. Las
conductas sexuales han cambiado a raíz de que se tienen conocimientos de los estragos del sida; no
es ninguna teoría moral lo que ha cambiado las vidas sexuales. Es el miedo al sida o el miedo a la
cárcel lo que puede hacer que alguien “se porte bien”.

Sin embargo, se pueden formular críticas a esta teoría si lo que importa es que los hombres se
intimiden, no hay ningún límite para el terrorismo de Estado. En esa lógica, se podría imponer la pena
de muerte, si de lo que se trata es de poner ejemplos radicales. Una teoría de la prevención general
llevada a este extremo justificaría el terrorismo estatal, en el que desembocaron en años recientes en
América Latina las doctrinas de seguridad nacional.

Además, esta teoría no responde a un importante señalamiento kantiano: no es válido utilizar al


hombre como instrumento. Y si de lo que se trata es de intimidar a todos, y para ello se castiga con el
mayor rigor, esa persona sancionada está siendo usada como instrumento para que los demás se
porten bien. El hombre, entonces, no está siendo considerado como un fin sino como un medio, como
un instrumento. Esto no parece adecuado en un Estado democrático de finalidades humanitarias.

Una tercera teoría es la teoría de la prevención especial. A los seguidores de esta teoría tampoco les
interesan los hechos pasados y, a diferencia de los adeptos de la teoría anterior, no les interesa
intimidar a todo el mundo; les interesa que un hombre no vuelva a delinquir, y esto se logra corrigiendo
a los corregibles o intimidando a los intimidables, es decir, la cárcel puede intimidar a un hombre por
el temor de volver a la cárcel o puede tener un efecto rehabilitador. Y en el caso de los hombres que
no son intimidables, mantenerlos detrás de las rejas por lo menos impide que sigan delinquiendo.

¿Es correcto que el criterio de probable reincidencia sea el determinante para decidir la
sanción?

Durazo, el falso general Durazo, una vez que deja de ser jefe de la Policía de la Ciudad de Mexico, ya
no es peligroso, y por eso ya no habría que castigarlo. Esto repugna a una conciencia elemental de lo
que debe ser la justicia. Un pistolero comete cinco crímenes a sueldo, mata con alevosía y ventaja,
por dinero: el crimen más aberrante. El sicario se porta bien en prisión y al tercer día se le deja salir.
En el otro extremo, un hombre comete un delito insignificante, pero se le encierra varios años con base
en un pronóstico desfavorable de su comportamiento. Esto repugna el más elemental sentido de
justicia: es la teoría de la prevención especial la que con mayor fuerza pone en riesgo los principios
democráticos.

Por otra parte, ¿qué comportamientos de un individuo justifican la intervención del Estado para
rehabilitarlo? ¿El Estado tiene derecho de meter en prisión a una prostituta, a un homosexual, a un
travestista, y tiene derecho a meterlo allí porque “no se ha corregido”?

Por ejemplo, el trato dado a los homosexuales en Cuba o a los disidentes en Europa Central, o a
Valentín Campa en México, nos indica que ésta no es una hipótesis meramente de interés teórico,
sino que puede tener muy serias repercusiones. Además, no hay nadie que nos pueda decir con
certeza lo que un hombre va a hacer en el futuro; de hecho, un hombre puede portarse muy bien en
prisión, salir y matar al día siguiente; un hombre puede portarse muy mal en prisión y no volver a
cometer algún delito; no hay nadie que tenga una bola de cristal que nos permita leer, como en un
cielo abierto, lo que va a hacer un hombre en el futuro. Así, ninguna de las tres teorías que predominan
a lo largo de la historia resulta satisfactoria Entonces tenemos que buscar algunos lineamientos menos
endebles para ir construyendo una teoría sobre cuáles deben ser los límites del ius puniendi.

Lo primero que tenemos que hacer es distinguir cuáles son los niveles en los que se manifiesta el
Derecho Penal, porque hablamos de Derecho Penal o de pena y nunca estamos precisando si nos
referimos a las penas que están en el Código, a las que impone el juez o a las que están sufriendo
quienes están en prisión. Hay que diferenciar los tres niveles: el nivel legislativo, la ley, el código; el
nivel judicial, la sentencia del juez; y el nivel ejecutivo, la ejecución de la pena.

Se tiene que partir del nivel legislativo por exigencia del principio de legalidad; es decir, no puede haber
una pena que se ejecute o que se imponga si no está en el Código, y porque el Derecho Penal surge
cuando el legislador dice: esto es el delito y éstas son las penas. La primera pregunta es: ¿qué
conductas se pueden meter en un Código Penal y cuáles son las punibilidades que deben asociarse
a estas conductas? No es fácil que nosotros tomemos el Código Penal y que digamos: estas conductas
deben salir del universo penal y estas otras deben entrar, eso no es nada fácil. Pero creo que existen
algunos criterios para ir haciendo esta delimitación entre lo penal y lo no penal, y me parece que los
criterios fundamentales son: el principio de subsidiariedad y el principio de fragmentariedad.
De acuerdo con el primero, el Derecho Penal debe ser un último recurso en manos del Estado; es
decir, si para combatir aquellas conductas que aun siendo antisociales bastan otros métodos menos
graves -sanciones administrativas o sanciones jurídicas no penales-, hay que echar mano de estos
instrumentos antes de llegar al Derecho Penal.

Para otras conductas, la respuesta estatal no puede ser sino la prisión: el homicidio doloso, la violación,
el plagio, la tortura, y en fin, un catálogo que es mucho más reducido de lo que nosotros mismos
pensamos; no tenemos una mejor respuesta en este momento (y no sé en cuánto tiempo la podemos
tener) que la prisión. A un homicida doloso, a un violador, a un secuestrador, a un torturador no le
podemos imponer tan sólo una multa, no se la podemos imponer por la gravedad de su conducta;
ninguna otra solución tenemos, racionalmente, que no sea la prisión. La prisión en estos casos evita
la venganza privada, evita la impunidad real o virtual y evita que la gente sienta que se está burlando
su sentido de la justicia.

El principio de fragmentariedad implica que del total universo de conductas antisociales, solamente un
pequeño fragmento debe formar parte del universo penal: aquel fragmento de conductas
absolutamente intolerables para la convivencia social. No se puede permitir que un hombre vaya por
esas calles de Dios o del Diablo violando, matando o torturando. ¿Es intolerable que alguien sea
homosexual? ¿Para la convivencia social es intolerable que un hombre casado tenga relaciones con
una mujer que no sea su esposa? Desde luego que no. ¿Es intolerable, en cambio, que una persona
salga a la calle cada que está de buen humor con una ametralladora y que ametralle a los que pasan?
Esto sí es socialmente intolerable, esto impide la convivencia social. El Derecho Penal tiene en el nivel
legislativo la finalidad de prevención general: si realizas tal conducta, te puede costar la libertad. Tal y
como lo estoy planteando, ya no se puede formular la crítica de que la prevención general nos llevaría
al terrorismo de Estado. Porque estoy diciendo que las normas penales son sólo para conductas
gravemente antisociales, y agrego algo más: siempre estableciendo una punibilidad proporcional a la
gravedad del hecho. Tampoco puede formularse la crítica kantiana, pues la sanción como aquí se
plantea conviene a todos y pone al hombre en el centro de nuestro interés, no lo ve como instrumento,
sino como sujeto con derecho a la seguridad.

Pasemos al ámbito judicial. Ya dijimos que sólo estas conductas socialmente intolerables pueden ser
castigadas. Para llegar a la verdad, debe excluirse cualquier procedimiento atentatorio contra la
integridad del hombre; deben quedar excluidos la tortura y cualquier medio de coacción que debilite la
defensa del inculpado, y la sentencia debe tener un límite muy importante: el juez no puede imponer
por criterio de prevención general o por criterio de prevención especial una pena mayor de lo que
permita el grado de reproche que en el caso concreto merezca la conducta del autor; un homicidio por
celos debe ser visto con menor antipatía, porque los celos son una pasión muy humana, que un
homicidio por dinero.

No podemos fundamentar el Derecho Penal, como lo hizo la teoría de la retribución, en algo que no
está probado, como es el libre albedrío; pero ahora no estamos fundamentando la pena en el libre
albedrío, estamos utilizando el concepto de culpabilidad -con toda su carga de libre albedrío- como un
límite frente al Estado. ¿El hombre es libre o no es libre? No lo sabemos, pero nos conviene para
nuestros ideales democráticos considerarlo libre porque, si no lo consideramos libre, y por lo tanto no
aceptamos la culpabilidad, ello no puede traducirse en que se absuelva siempre a los acusados. Si
rechazamos la culpabilidad como límite, podemos poner cualquier pena, es decir, vamos a ver a los
delincuentes como presas de caza, como máquinas complicadas y ya no va a haber ningún límite para
la pena. Si creemos en el libre albedrío, diremos: el Estado no tiene derecho de ir, a través de la función
judicial, más allá de lo que permita la culpabilidad del autor en el caso concreto.

Finalmente, en el nivel ejecutivo, es preciso que los presos sean tratados siempre
humanitariamente.

Para concluir, una reflexión que nos sugieren la simple observación histórica, la intuición y el sentido
común. Me parece que mientras el hombre sea esencialmente lo que hoy es, no terminaremos con la
criminalidad a la que, sin embargo, tenemos que mantener dentro de un cierto nivel. De otro modo
estaríamos en una situación macabra. Hay que combatir la delincuencia respetando los principios
democráticos y muy especialmente la integridad y la dignidad del hombre. No hay ninguna
circunstancia, ningún delito que justifique que ello se olvide por razones de Estado o por invocar
circunstancias excepcionales. La idea de los derechos humanos es una conquista de toda la
humanidad, no es un concepto burgués; le tocó a la burguesía consolidar históricamente este Estado
democrático de Derecho; pero los derechos humanos son de toda la humanidad y resultan
irrenunciables si queremos seguir aspirando a ser cada vez más una sociedad plural y una sociedad
más o menos civilizada.

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