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Enesco Delval 17/7/06 16:49 Página 249

Módulos, dominios y otros artefactos


ILEANA ENESCO* Y JUAN DELVAL**
*Universidad Complutense de Madrid; **Universidad Autónoma de Madrid

Resumen
Las teorías modulares y de dominio específico se convirtieron desde los años 1980 en adelante en una alter-
nativa a las teorías clásicas de dominio general, tanto de tradición piagetiana como de la psicología del procesa-
miento de la información, y su influencia en la psicología evolutiva ha sido enorme. Una de las razones por las
que muchos psicólogos evolutivos adoptaron con entusiasmo los supuestos de una mente modular fue la cantidad
de estudios que mostraban habilidades muy tempranas en bebés o niños pequeños que, hasta entonces, sólo se
atribuían a edades posteriores o incluso a adultos. El objetivo de este artículo es discutir algunas de esas ideas y
reflexionar sobre los datos evolutivos en que se apoyan las tesis innatistas modularistas. Dado que es imposible
abarcar de modo comprensivo todos los problemas relevantes para esta discusión, hemos elegido sólo algunos
aspectos de la investigación actual para ilustrar nuestro argumento de la debilidad de las hipótesis innatistas:
además de los datos evolutivos, presentamos algunos estudios comparativos y datos acerca de la “especialización”
de la mente (en el funcionamiento normal como también en ciertas patologías). Aceptando que el problema de
cómo se desarrolla la mente sigue abierto, insistimos en la necesidad de explicaciones del desarrollo que sean
plausibles psicológica y biológicamente, un requisito que, desde nuestro punto de vista, cumplen mejor los modelos
actuales constructivistas que los innatistas.
Palabras clave: Modularidad, innatismo, dominio específico, dominio general, constructivismo.

Modules, domains, and other devices


Abstract
Since the 1980´s modularity and domain specific theories have become a progressively influential alternati-
ve to classic domain general theories –both of Piagetian tradition as well as information processing psychology.
Developmental psychology has been greatly influenced by this theoretical change. One of the reasons why many
developmental psychologists adopted enthusiastically the assumptions of a modular mind model was due to the
great number of studies showing that sophisticated abilities were already present in infants and very young
children. The purpose of this article is to discuss and analyse some of the developmental results on which modu-
larity-innateness theorization are based. As it is impossible to comprehensible address all the relevant problems
to this discussion, we have selected only some aspects of current research to illustrate our argument on the weak-
ness of a nativist modular mind approach. In addition to developmental data, we present comparative studies
and data on “mind specialisation”–both on normal functioning as well as on certain pathologies. Although we
accept that the problem of how the mind develops remains open, we insist that explanations about development
need to be psychological and biologically plausible. From our viewpoint, current constructivist models provide
better explanations of development than nativist-modular approaches.
Keywords: Modularity, innateness, domain-specificity, domain-general, constructivism.

Correspondencia con los autores: *Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Psicología, Campus de Somo-
saguas, 28223 Madrid. E-mail: ienesco@psi.ucm.es
**Universidad Autónoma de Madrid, Facultad de Psicología, 28049 Madrid. E-mail: juan.delval@uam.es.

© 2006 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0210-3702 Infancia y Aprendizaje, 2006, 29 (3), 249-267
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Introducción
¿Nacemos con un conocimiento acerca del mundo en el que nos va a tocar
vivir? ¿Estamos al menos provistos de instrumentos especializados para conocer-
lo en sus diferentes aspectos o, por el contrario, tenemos que adquirir la mayor
parte de nuestro conocimiento a través de la experiencia?
Estos son viejos problemas del pensamiento filosófico occidental que cobra-
ron especial relieve en el siglo XVII en las polémicas entre racionalistas y empi-
ristas, y que fueron replanteados de una forma muy productiva por Kant, un
siglo más tarde. Pero no se trata de problemas históricos ni obsoletos pues el
asunto reaparece constantemente bajo nuevas formas. Desde hace más de veinte
años se discute apasionadamente si disponemos de procesos cognitivos de carác-
ter general que se aplicarían a todos los ámbitos de la realidad, o si nuestra mente
es un conjunto de procesos de dominio específico, especializados en el tratamien-
to de la información de distintos ámbitos de la realidad. Parece que el Zeitgeist de
los últimos años se ha inclinado claramente por esta segunda posición, frente a la
perspectiva de Piaget (1936; 1975), defensor de la existencia de procesos genera-
les y firmemente opuesto a la idea de que los ladrillos con los que construimos
nuestro conocimiento estén hechos de conocimiento (Smith, 1999a, p. 133).
¿Cómo han llegado a tener tanta influencia en la psicología actual las tesis a
favor de una mente pre-especializada o con conocimientos previos a la experien-
cia? Un rápido recorrido de la historia reciente puede ayudar a responder a esta
pregunta.
A finales de los años cincuenta del pasado siglo, varias investigaciones con
bebés pusieron de manifiesto que, pese a su desvalimiento motor, sus capacida-
des perceptivas eran mucho más sofisticadas de lo que se había supuesto (por ej.,
los trabajos de Fantz, 1958; 1961, sobre la visión), lo que condujo a la idea del
“bebé competente” (Stone, Smith y Murphy, 1973), provocando un auge de las
explicaciones innatistas.
Estas posiciones recibieron un fuerte apoyo indirecto de la teoría del lingüista
Noam Chomsky (1965, 1980, 1995), sobre todo a raíz de su crítica a la explica-
ción de Skinner (1957) del proceso de adquisición del lenguaje. Según Chomsky
(1959), la rapidez con que los niños adquieren su lengua materna y llegan a
dominar su gramática, a pesar de la pobreza de los estímulos lingüísticos1, sólo
puede explicarse asumiendo un dispositivo innato para su adquisición, siendo el
aprendizaje y el entorno factores desencadenantes que pueden adelantar o retra-
sar el desarrollo, pero no alterar su curso ni su forma final.
Las ideas de Chomsky penetraron tanto en el terreno del estudio del lenguaje
que, durante mucho tiempo, pocos pusieron en tela de juicio el origen innato de
esta facultad. Desde el principio, su obra propició una intensa y fecunda investi-
gación en el campo de la lingüística y en pocos años su influencia se extendió a
otros muchos ámbitos científicos, entre ellos la psicología, donde numerosos
investigadores adoptaron una perspectiva innatista del origen de distintas capa-
cidades humanas. De este modo, la visión tradicional de un neonato cognitiva-
mente inmaduro fue sustituida en pocos años por la concepción opuesta de un
bebé que nace “humano”, sabiendo del mundo y capaz, por tanto, de darle senti-
do (Mehler y Dupoux, 1990; Mehler y Fox, 1985)2.
Por otra parte, el filósofo Jerry Fodor (1983), tomando como punto de partida
varios aspectos de la obra de Chomsky, los extendió más allá del lenguaje presen-
tando la tesis de que parte de nuestra mente está formada por módulos innatos e
independientes. Su posición tuvo mucha influencia en autores posteriores que
asumieron con entusiasmo, y en nuestra opinión con escasos fundamentos, la
tesis de que la mente del bebé está pre-especializada y que, en consecuencia, su
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desarrollo se produce en dominios diferenciados o locales. Por ejemplo, Wellman y
Gelman plantean el problema de la siguiente forma:
Cada vez se acepta en mayor medida que el conocimiento puede diferir de forma sustancial en
diferentes áreas o dominios (Chomsky, 1975; Fodor, 1983; Gallistel, 1990). En época reciente
se han presentado argumentos a favor de: una facultad única para aprender el lenguaje; diferen-
tes sustratos neuronales para el conocimiento acerca del espacio; predisposiciones en la infancia
para atender a los números frente a las caras o frente al habla; una inteligencia social de primate
muy evolucionada; la existencia de islas específicas de pericia sobre asuntos tales como dinosau-
rios, física y ajedrez. La afirmación general es que la mente está de alguna manera comparti-
mentalizada o "modularizada"; es decir que la comprensión conceptual humana de un tipo (por
ejemplo sobre el espacio) es probablemente muy diferente en carácter, estructura y desarrollo
de la comprensión de otro tipo (por ejemplo sobre el lenguaje) (Wellman y Gelman, 1992, p.
338).

Mientras que Carey y Spelke (1994, p. 243) escriben:


Postulamos que el razonamiento humano está orientado por una cantidad de sistemas de cono-
cimiento de dominio específico. Cada uno de esos sistemas se caracteriza por un conjunto de
principios básicos que definen cuáles son las entidades que abarca ese dominio y sustentan el
razonamiento acerca de ellas. Desde esta perspectiva, el aprendizaje consiste en un enriqueci-
miento de los principios básicos y su consolidación...

También en otros terrenos, como el de la psicología evolucionista, varios auto-


res han hecho suya la tesis de que nuestra mente se ha ido conformando a lo largo
de la evolución para reflejar las regularidades del mundo, y que los actuales
logros cognitivos y sociales de la especie humana son el resultado de adaptacio-
nes biológicas que fueron útiles para la supervivencia y la reproducción de nues-
tros antepasados. Por ejemplo, Cosmides y Tooby (1994, p. 138) explican que en
el Pleistoceno los humanos tenían que resolver problemas muy variados, tales
como "recolectar para comer, orientarse en el espacio, elegir un compañero, ser
padres, participar en el intercambio social, manejar las amenazas externas, evitar
la contaminación patógena, evitar los depredadores, evitar las toxinas de las
plantas, evitar el incesto y muchos otros" y sostienen que es imposible que un
único sistema computacional general pudiese ayudar a resolverlos. Estas ideas
son bastante implausibles y de una extrema debilidad hasta el punto de que,
como señala Byrne (2000, pp. 544-545), los cazadores recolectores del Pleistoce-
no a los que se refieren Cosmides y Tooby se han extinguido, como los neander-
tales, y no son nuestros antepasados.
Ciertamente, no todos los innatistas asumen ideas como las anteriores y, como
veremos en los siguientes apartados, existe mayor diversidad de opiniones de lo
que suele creerse. Siendo imposible exponer sistemáticamente las distintas
corrientes y problemas del innatismo actual, hemos seleccionado sólo ciertos
temas relevantes para esta discusión, comenzando por algunas ideas actuales de
Chomsky, cuya obra está en el origen de muchas discusiones.

El lenguaje: módulo por excelencia


Chomsky (1959) planteó dudas fundamentadas sobre la plausibilidad de que
procesos generales de aprendizaje pudieran dar cuenta de la adquisición del len-
guaje. Según él, la pericia que llega a alcanzar cualquier humano en el uso de su
lengua no puede explicarse en términos de asociaciones entre estímulos y res-
puestas, ni mediante mecanismos de imitación, refuerzo y selección de conduc-
tas, tal como proponía Skinner. Del mismo modo que disponemos de órganos
físicos específicos para percibir o para realizar distintas funciones fisiológicas,
sostenía Chomsky, venimos equipados de “órganos mentales” que permiten el
desarrollo de facultades cognitivas como el lenguaje. De la mano de Chomsky,
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pues, el lenguaje se convirtió en el modelo de lo que se entiende por facultad


innata y específica. Sin embargo, mucho ha llovido desde sus primeros trabajos y
el propio Chomsky ha ido incorporando datos de distintas disciplinas para mati-
zar su posición respecto a qué es lo realmente específico del lenguaje humano y
qué compartimos con otras especies.
Este es el asunto que aborda en un trabajo reciente con otros colegas (Hauser,
Chomsky y Fitch, 2002), en el que se plantean interesantes cuestiones sobre el
lenguaje como sistema de comunicación y como sistema computacional, y se
interrogan sobre sus orígenes evolutivos.
Considerando múltiples datos sobre los sistemas de comunicación en distin-
tas especies, los autores discuten dos hipótesis opuestas sobre su evolución para
luego situar su propia teoría. Según una de ellas, la facultad de lenguaje es
homóloga a la comunicación en otros animales, y por tanto no es exclusiva del
humano, mientras que según la hipótesis opuesta el lenguaje constituye una
adaptación específica y únicamente humana. La posición de Hauser, Chomsky y
Fitch incorpora en cierto modo aspectos de ambas hipótesis al defender la exis-
tencia de dos tipos de facultad de lenguaje, una entendida en “sentido amplio”
(FLB, Faculty of language-broad sense) y otra en “sentido restringido” (FLN,
Faculty of language-narrow sense). La primera incluye un sistema computacional
interno apoyado en mecanismos sensorio-motores y en el caso de especies más
evolucionadas en un sistema interno “conceptual-intencional” (aunque los auto-
res reconocen que la naturaleza precisa de esos sistemas y la medida en que están
presentes en otros animales sigue siendo asunto de debate). La facultad de len-
guaje en sentido restringido está constituida por un sistema computacional lin-
güístico abstracto que permite realizar las computaciones gramaticales, y que
genera representaciones internas que se traducen en los interfaces sensoriomotor
y conceptual-intencional mediante los sistemas fonológico y semántico (formal)
respectivamente3. Una propiedad nuclear de esta facultad FLN, que no está pre-
sente en la FLB, es la recursividad: la posibilidad de generar un número infinito
de expresiones discretas a partir de un número limitado de elementos.
Lo que aquí nos interesa no es recordar la conocida propiedad de infinitud dis-
creta del lenguaje humano, sino destacar la idea que expresan los autores sobre su
analogía con otros sistemas:
[...] aunque muchos aspectos de la FLB son compartidos con otros vertebrados, [...] no
parece que el aspecto nuclear de la recursividad del FLN tenga ningún análogo en la comunica-
ción animal [...]. Por tanto, este aspecto [la recursividad] representa el desafío más importante
para un enfoque comparativo evolucionista del lenguaje. Creemos que las investigaciones sobre
esta capacidad deben incluir otros dominios además de la comunicación (por ejemplo, el
número, las relaciones sociales, la navegación) (Hauser et al., 2002, p. 1571).

Como vemos, los autores aceptan que la capacidad recursiva no esté limitada
al lenguaje pues aparece también en las matemáticas y quizá en otros terrenos
del pensamiento humano, lo que abre el interrogante de si se trata de una capaci-
dad específica del lenguaje o, al contrario, de dominio general. Esta considera-
ción es muy importante pues aunque Chomsky sigue defendiendo la existencia
de un módulo específicamente humano para la recursión no descarta que haya
podido producirse un cambio que lo ha convertido en penetrable y de dominio
general (p. 1578). Estas precisiones que Chomsky ha introducido en trabajos
recientes pueden considerarse una matización importante de sus ideas anteriores
y, en todo caso, propician una revisión crítica del modularismo radical de autores
contemporáneos.
Un aspecto a destacar del trabajo de Hauser y colegas es su énfasis en la nece-
sidad de estudios comparativos para abordar los problemas de la evolución del
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lenguaje. Como ellos mismos señalan, la afirmación de que algo es exclusiva-
mente humano debe apoyarse en datos empíricos que revelen claramente que ese
rasgo está ausente en animales no humanos, y eso requiere mucha investigación
comparativa (op. cit. p. 1572). En el siguiente apartado analizamos algunos de
estos estudios.

Estudios comparativos
Desde que la ciencia abandonó la perspectiva creacionista de los seres vivos y,
con ello, la visión del humano como especie única y diferente a las restantes, la
búsqueda de pruebas sobre la continuidad entre especies ha guiado la mayor
parte de la investigación evolucionista4. En la actualidad, innumerables estudios
basados en la comparación entre especies buscan encontrar lo que los humanos
compartimos con otros animales así como lo que es específico a nuestra especie
(Premack, 2004).
El lenguaje ha ocupado un lugar predominante en la investigación compara-
tiva y su estudio ha proporcionado resultados muy interesantes y, a menudo,
inesperados. Por ejemplo, se ha comprobado que adaptaciones anatómicas rela-
cionadas con el lenguaje, como el descenso de la laringe en el homo sapiens asocia-
do a la capacidad fonadora, son filogenéticamente muy anteriores pues otros
mamíferos no humanos también presentan este cambio morfológico sin que,
obviamente, esté asociado a una función fonética. Este y otros hallazgos similares
obligan a no perder de vista que las adaptaciones anatómicas pueden haber evo-
lucionado para funciones muy distintas de las que hoy cumplen en nuestra espe-
cie (lo que se denomina una preadaptación darwiniana, Hauser et al., 2002, p.
1574).
En el campo de la detección auditiva, el fenómeno de la percepción categórica
de los sonidos de habla constituye otro ejemplo interesante. Como se sabe, los
humanos percibimos los sonidos que componen las distintas lenguas de forma
discontinua a pesar de que, acústicamente, se sitúan en un continuo. Descubrir
que también los bebés lo hacen, mucho antes de empezar a hablar, llevó a
muchos autores a suponer que tal capacidad sólo podría explicarse gracias a una
adaptación humana específica relacionada directamente con el habla. Sin embar-
go, posteriormente se descubrió el mismo fenómeno en otras especies, como
chinchillas, macacos5 y pájaros, (Kuhl y Miller, 1975; Kuhl y Padden, 1982) lo
que condujo a replantearse el origen de esta capacidad y a descartar que se tratara
de un fenómeno de dominio específico (es decir, seleccionado para la función del len-
guaje). Además, los hallazgos en otros campos de la audición (por ejemplo, la
percepción de la musicalidad), y de otros sentidos sensoriales muestran que la
naturaleza categórica de la percepción es la regla y no la excepción (Aslin,
Jusczyk y Pisoni, 1998).
Respecto al proceso de adquisición de los sistemas de comunicación en distin-
tas especies, existen igualmente datos comparativos de gran interés. Los estudios
del canto de las aves revelan algunas semejanzas notables con la adquisición del
lenguaje en humanos pues durante el proceso de aprendizaje los pájaros jóvenes
pasan por una primera etapa que se ha comparado con el balbuceo del bebé. Ade-
más, se observa un período crítico pasado el cual ya no se adquiere el canto de
forma correcta. Es decir, los pájaros que no han estado expuestos al canto de otros
congéneres adultos terminan produciendo unos sonidos mucho más pobres e
incorrectos. Hauser et al. (2002) llaman la atención sobre estos ejemplos y conclu-
yen que "los datos disponibles sugieren una continuidad mucho mayor entre
animales y humanos en relación con el lenguaje de lo que se había creído previa-
mente" (p. 1574).
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Las capacidades de imitación vocal en distintas especies han sido objeto de


estudio igualmente relevante alcanzando algunos resultados que contradicen
creencias populares arraigadas. Por ejemplo, la capacidad de monos y simios6
para imitar sonidos vocales es bastante menor que la que se observa en animales
evolutivamente más alejados de nosotros, como los loros o los delfines. Para que
los chimpancés lleguen a vocalizar algunas palabras necesitan un entrenamiento
largo e intensivo, mientras que los loros pueden llegar a adquirir un repertorio
vocal bastante amplio. Los únicos animales que, como los humanos, son capaces
de imitar en modalidades múltiples son los delfines.
Un ámbito distinto pero especialmente significativo en lo que se refiere a las
polémicas acerca de la continuidad o discontinuidad entre animales y humanos
es la capacidad de conteo (subitizing), una especie de sentido o facultad numérica
(Dehaene, 1997) para evaluar de forma rápida y aproximada el número de obje-
tos que componen una pequeña colección y responder a variaciones numéricas en
dicha colección. Si hasta hace no mucho tiempo se pensaba que esta capacidad
era exclusivamente humana y, además, presente sólo a partir de cierta edad, hoy
se encuentra en especies muy diversas (aves, perros, abejas, ratas, primates no
humanos, etcétera) así como en el bebé humano.
Sin embargo, la respuesta a qué es exactamente lo que subyace al conteo no es
ni mucho menos unánime y, por el momento, no se ha llegado a un acuerdo
sobre si existe o no una diferencia sustancial entre un mecanismo perceptivo, no
cuantitativo para enumerar pequeñas colecciones de objetos (2, 3 ó 4 elementos)
y un mecanismo propiamente cuantitativo para representarse números mayores.
Algunos defienden que hay discontinuidad entre la forma en que se procesan
números pequeños y grandes (Carey, 2001), otros (Gelman y Cordes, 2001)
defienden la tesis de continuidad y la existencia de un dominio específico del
número. Gelman y Cordes, por ejemplo, sostienen que los humanos generamos
representaciones cardinales no verbales tanto con números pequeños como gran-
des y no dudan de que cuando los animales computan cantidades pequeñas lo
hagan con mecanismos no verbales guiados por principios aritméticos semejan-
tes a los que usan los niños pequeños o los adultos (véase una revisión en Rodrí-
guez, Lago y Jiménez, 2003).
Como puede verse en los anteriores ejemplos, pese a haber cada vez más datos
sobre funciones cognitivas aparentemente semejantes en distintas especies, sigue
debatiéndose si existe, o no, continuidad entre éstas. El problema es que las
semejanzas y diferencias que se observan entre especies no son fáciles de interpre-
tar y es necesaria mucha cautela a la hora de extraer conclusiones. Un último
ejemplo puede ilustrar la complejidad del asunto. Muchas especies dotadas de
un cerebro muy pequeño pueden manifestar conductas bastante más sofisticadas
que los humanos al nacer. Es el caso de los pollitos recién nacidos que perciben
correctamente la unicidad o continuidad de un objeto parcialmente solapado
tras otro (Lea, Slater y Ryan, 1996). Por el contrario, los bebés humanos, cuyo
cerebro es mucho mayor que el de los pollitos, tardan alrededor de 4 meses en
percibir la continuidad de objetos semisolapados (Spelke, Breilinger, Macomber
y Jacobson, 1992). ¿Significa esto que los pollitos nacen con un concepto de la
continuidad del objeto o con un dominio nuclear (core domain) para representarse
los objetos? Una interpretación más plausible es que estas conductas perceptivas
no sean medidas válidas del conocimiento de los objetos (Langer, 2000), un
asunto sobre el que volvemos más adelante. Por otra parte, tampoco debe olvi-
darse que un mismo rasgo puede haber evolucionado de modo independiente en
distintos animales y, por tanto, tratarse de rasgos análogos (con distintas funcio-
nes) pero no homólogos (funciones semejantes), si bien ambos casos pueden ser
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muy relevantes para la investigación evolucionista comparativa (Hauser et al.7,
2002, p. 1572).
Las comparaciones entre especies han resultado, sin duda, muy valiosas en
muchos campos de la investigación sobre desarrollo cognitivo y social. Sin
embargo, algunos autores advierten de cierto sesgo entre los investigadores com-
parativos que han tendido a prestar más atención a las similitudes formales que a
las diferencias materiales y formales entre especies, sobre todo en la investigación
con primates no humanos y humanos. Como señala Langer (2000), los estudios
comparativos revelan más a menudo de lo que se cree diferencias entre especies
que no se reducen a las edades de aparición, velocidad y alcance del desarrollo
sino que también se expresan en cursos evolutivos diferentes u opuestos, lo cual
exige todavía más cautela al interpretar la función de esas conductas.

Los módulos de Fodor


La idea de que la mente está formada por módulos, que tiene sus orígenes
remotos en la psicología de las facultades del siglo XIX, resurge a mediados del
siglo XX en el área de los ordenadores y la inteligencia artificial (Sopena, Ramos
y Gilboy, 2003) pero adquiere su mayor popularidad con la obra de Fodor
(1983). Recordemos algunos de los aspectos más importantes de su teoría.
Fodor defiende que la arquitectura de la mente humana está constituida por
transductores, sistemas modulares y sistemas centrales. Los módulos son siste-
mas de entrada de datos (1983, p. 75) que procesan sólo un tipo de información
de forma rápida y obligatoria; están encapsulados, es decir, no pueden acceder a
los datos de otros módulos, y operan con independencia de los procesos centrales.
Fodor aventura que existen seis sistemas de entrada específicos de dominio,
cinco relativos a cada uno de los sentidos tradicionales, más uno de lenguaje
(1983, p. 76). Cada sistema dispondría de mecanismos computacionales alta-
mente especializados en la tarea de generar hipótesis acerca de las fuentes distales
de las estimulaciones proximales (Ibid.).
En cuanto a los procesos centrales (lo que llamamos pensamiento, inteligen-
cia o conciencia), éstos no tienen acceso a lo que ocurre en cada módulo sino sólo
al resultado de su trabajo. Es decir, lo que sabemos o creemos no influye en el
funcionamiento de ningún módulo y eso garantiza que la información se procese
rápidamente, sin necesidad de “pensar” de qué se trata y qué hacer. Como señala
Fodor, estas propiedades hacen del módulo un mecanismo estúpido a la vez que
eficaz pues si los organismos jóvenes tuvieran que esperar a aprender cómo tratar
la información que les llega, pocos sobrevivirían.
Aunque Fodor ha seguido manteniendo una perspectiva innatista, modular y
computacional de la mente, y sigue siendo muy crítico con lo que describe como
empirismo asociacionista (donde incluye prácticamente a toda la psicología no
innatista), en su reciente libro La mente no funciona así (2000), se pronuncia clara-
mente en contra de dos concepciones herederas de la suya: la modularidad masi-
va y el innatismo de base darwiniana (García-Madruga, 2003). De su libro des-
tacaremos dos preocupaciones fundamentales.
En primer lugar, sostiene que, pese a que el enfoque computacional de la
mente sigue siendo “la mejor teoría del conocimiento de que disponemos, en
realidad, la única merecedora de un análisis serio entre todas las que tenemos” (p.
1, vers. cast.), su capacidad explicativa del conocimiento es realmente muy redu-
cida. La teoría computacional, señala Fodor, sólo explica una pequeña parte de
los fenómenos psicológicos y, por cierto, no los aspectos más interesantes del
pensamiento. Probablemente la arquitectura de la mente no es solo –ni princi-
palmente– modular, sostiene Fodor, pues además de procesos mentales locales de
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carácter computacional y modular habría procesos mentales no locales (creencias,


conocimiento global, etcétera) de los que sabemos muy poco.
En segundo lugar, Fodor intenta mostrar que el innatismo chomskiano y las
explicaciones neodarwinianas son incompatibles entre sí. No hay razón, dice,
para sostener que la mente (los procesos cognitivos y la conciencia) sea producto
de la selección natural, y dirige sus críticas a aquellos autores que, de forma tan
ambiciosa como poco realista, buscan hacer una síntesis entre la psicología com-
putacional y la teoría de la evolución intentando explicar cómo funciona la mente
(Pinker, 1997; Plotkin, 1997).
En suma, Fodor critica la hipótesis de que nuestra mente se haya convertido
en un artefacto masivamente modular, como resultado de la evolución filogené-
tica. Según él, así como puede defenderse la existencia de módulos responsables
de tareas simples (de nivel bajo) como el procesamiento visual temprano o el
procesamiento sintáctico (parsing), hay una incoherencia intrínseca en la tesis de
que existen módulos para tareas más complejas como, por ejemplo, el de detección
de tramposos (MDT) propuesto por Cosmides y Tooby (1994). Detectar a los que
engañan en los intercambios sociales tiene, sin duda, un valor adaptativo, pero
suponer que eso lo ha convertido en un módulo encapsulado es insostenible,
según Fodor, y la pregunta que se plantea no es trivial: ¿cuáles serían los input
específicos para tal módulo? Según estos psicólogos evolucionistas, serían los
propios intercambios sociales, pero entonces, ¿cómo decide un módulo si lo que
está presenciando es o no un intercambio social (condición básica de la puesta en
funcionamiento del MDT)? Para que los intercambios sociales puedan identifi-
carse inmediatamente tendría que haber un proceso de filtro que detectara los
input específicos del módulo de detección de tramposos. Pero ese proceso no
podría ser tan específico de dominio pues, como dice Fodor, llegar a saber si algo
es un intercambio social en el que pueden producirse trampas requiere pensar...
requiere el tipo de razonamiento abductivo8 que los módulos no llevan a cabo,
por definición, y que las computaciones clásicas no tienen forma de imitar (p.
103)9.
Los autores que mantienen explicaciones modularistas masivas no deberían
pasar por alto la contundencia con que Fodor afirma que la parte modular del
sistema cognitivo humano es mínima si se compara con la parte no modular, que
sería lo más relevante de la mente humana10. Sin embargo, sigue siendo muy
popular la idea de que las notables capacidades sociales observadas en primates
no humanos y bebés sólo pueden explicarse si se asume la existencia de una inte-
ligencia social diferente a la inteligencia física, no sólo en cuanto a su ámbito de
aplicación (lo cual es obvio) ni en cuanto a los resultados de las inferencias (algo
también obvio) sino en que serían productos de mecanismos cognitivos diferen-
tes, seleccionados a lo largo de la evolución.
En un interesante número de esta misma revista (Infancia y Aprendizaje, 84),
se recogen varios trabajos en torno a la distinción entre mente social y mente físi-
ca, con alegatos a favor (Baron-Cohen, 1998a) y en contra (Rodríguez y Moro,
1998) de esta dicotomización. En el primer artículo, Gómez y Núñez (1998)
ofrecen un amplio panorama del problema y discuten, entre otras cosas, las
características de la inteligencia maquiavélica (la capacidad de inferir intenciones
y creencias en los otros, que estaría en la base de la teoría de la mente), presente
en los primates no humanos, así como las tempranas capacidades sociales de los
bebés para comunicarse intencionalmente con otras personas, habilidades que no
se corresponden necesariamente con las propias de la inteligencia física sensorio-
motriz. En sus conclusiones, los autores dejan abierta la posibilidad de que exis-
tan mecanismos especializados para cada tipo de inteligencia (social o física) que
pueden expresarse:
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en forma de simples predisposiciones que canalizan el desarrollo o en forma de “módulos”
innatos sustancialmente estructurados, haciendo de la mente social y la mente física avenidas
netamente diferenciadas del desarrollo psicológico, cuya singularidad quedaría especialmente
al descubierto en los casos de desarrollo anormal, donde se darían disociaciones en las que se
altera una forma de conocimiento pero no la otra (p. 27)

Como veremos en un apartado posterior, los datos recientes sobre el desarrollo


anormal y, en particular, sobre las disociaciones, pueden suscitar más dudas que
certezas respecto a la existencia de tales módulos.

La importancia de los estudios con bebés


La investigación evolutiva de los últimos treinta años ha producido una gran
cantidad y variedad de datos sobre las capacidades psicológicas del bebé11. Hoy se
sabe que bebés de pocos días o semanas discriminan formas visuales, olores y
sabores, distinguen no sólo voces humanas sino también ciertos patrones asocia-
dos a distintas lenguas, y parecen capaces de relacionar información proveniente
de distintas modalidades sensoriales, como en la imitación de gestos faciales o en
la localización de una fuente de sonido (para una revisión, véase Enesco y Guerre-
ro, 2003). En cuanto a capacidades cognitivas más sofisticadas, como las relacio-
nadas con nociones físicas (permanencia e identidad del objeto) y numéricas
(subitizing), los datos revelan que la conducta de los bebés frente a distintos tipos
de acontecimientos provocados en el laboratorio no es arbitraria sino que parece
tener cierta organización subyacente.
A partir de estos hallazgos, muchos autores han dado por hecho que la preco-
cidad con que aparecen estas competencias constituye una prueba de la naturale-
za innata o no aprendida (como prefiere matizar Spelke, 1999) de capacidades
conceptuales y no meramente perceptivas12. Según esto, los bebes nacerían dota-
dos de conceptos fundamentales del conocimiento físico tales como solidez, per-
manencia y trayectoria de los objetos, así como de otras nociones básicas relacio-
nadas con el número (por ej., Baillargeon, 1999; Spelke et al., 1992; Wynn,
1992)13 y gracias a que disponen de estos conceptos pueden razonar sobre la reali-
dad de forma parecida a como hacemos los adultos (Baillargeon, 1994).
Frente a estas extraordinarias inferencias de los investigadores, como las califi-
ca Bates (1999), no cabe sino analizar cuidadosamente sus fundamentos empíri-
cos. Pues bien, lo primero que debe destacarse es que la fuente de datos en que se
basan se reduce casi exclusivamente a una: el tiempo de mirada del bebé. Pero
antes de discutir este asunto, consideremos la prueba de que la precocidad es sinó-
nimo de capacidad innata, no aprendida.
Los estudios con bebés nos muestran que hay pocas conductas complejas que
estén presentes de forma inequívoca en el recién nacido y, de hecho, muchos
experimentos sobre capacidades perceptivas del neonato no alcanzan resultados
positivos hasta unos días o semanas de vida (véase Aslin et al., 1998; Kellman y
Banks, 1998, para revisiones de la percepción visual y auditiva). Durante estos
días o semanas es evidente que el bebé ha tenido cientos de experiencias con su
medio físico y social: objetos que ha chupado, olido y tocado, ruidos y voces que
ha escuchado, imágenes que ha visto desde distintos ángulos, interacciones con
la madre y con otros seres humanos, etcétera. ¿Por qué descartar que esas sema-
nas de vida postnatal hayan supuesto una considerable experiencia con el entor-
no? Pero incluso si una capacidad está presente en el bebé de pocos días (por
ejemplo, la discriminación de voces), no se puede concluir que el aprendizaje no
haya tenido un papel importante durante la vida prenatal ya que, como se sabe,
el feto puede oír la voz materna desde el sexto mes de vida prenatal (Aslin et al.,
1998).
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258 Infancia y Aprendizaje, 2006, 29 (3), pp. 249-267

En lo que se refiere a capacidades cognitivas más sofisticadas (como las rela-


cionadas con la comprensión del mundo físico), no hay ningún resultado positivo
que se obtenga con bebés de menos de 3 meses de edad (Haith y Benson, 1998),
y como señala Bates (1999, p. 148):
Estos niños tienen [al menos] 90 días, aproximadamente 900 horas de vigilia y 54000 minutos
de experiencias visuales y auditivas [...]. Actualmente está bien establecido que redes neurales
francamente estúpidas compuestas por sólo 40 neuronas pueden aprender una gran cantidad de
cosas en 54000 ensayos. Imagínense lo que puede hacer un cerebro mucho mayor.

Esta sugerencia de Bates a favor del papel de la experiencia y de la capacidad


auto-organizativa14 del sistema cognitivo se ve reforzada por el hecho de que los
bebés prematuros suelen tener cierto retraso en su desarrollo motor y, sin embar-
go, se ajustan pronto a la pauta evolutiva de conductas complejas como la per-
manencia del objeto. Las explicaciones innatistas tienden a pasar por alto los
cambios que se observan en las primeras semanas de vida del bebé o las atribuyen
a la emergencia de un plan genético en el que la experiencia es mero desencade-
nante.
Consideremos ahora el tipo de experimentos que se realizan con bebés para
probar sus capacidades propiamente cognitivas. En general, la inmensa mayoría
de los estudios actuales se desarrollan dentro de lo que se conoce como paradig-
ma de violación de expectativas, consistente en crear situaciones trucadas que
transgreden alguna ley física. Por ejemplo, es físicamente imposible que un objeto
atraviese a otro, o que quede suspendido en el aire sin apoyo o, sencillamente,
que desaparezca del lugar que ocupaba sin que haya sido desplazado. La hipótesis
de este tipo de estudios es que si los bebés tienen algún conocimiento de las leyes
físicas fundamentales, se sorprenderán ante acontecimientos que las violan. El
procedimiento usual para determinar la sorpresa del bebé consiste en medir el
tiempo que mira un acontecimiento "imposible" frente a uno “posible”. Como
resume Slater (2001, p. 27), cuando el bebé mira más un hecho imposible se
interpreta que se sorprende ante la violación porque se está representando las caracte-
rísticas de los objetos, razonando sobre el mundo físico y comprendiendo el princi-
pio físico que se está poniendo a prueba; y estas palabras en cursiva representan
actividades de un sistema conceptual que pondrían de manifiesto el gran conoci-
miento del mundo físico que tienen los bebés. Autores como Spelke et al. (1992)
no dudan en interpretar de este modo que bebés de 3-4 meses miren más un
objeto que cae atravesando una superficie que uno que se detiene encima de ella,
del mismo modo que Wynn (1992) atribuye una genuina competencia numéri-
ca al bebé por el hecho de mirar más un resultado incorrecto (2 – 1 = 2) que uno
correcto (2 – 1 = 1)15.
En los últimos años se van añadiendo investigadores que expresan su insatis-
facción ante esta sucesión de inferencias y atribuciones al bebé. Critican el sesgo
adultomórfico de los autores que, basándose en una medida tan simple como el
tiempo de mirada, dan por hecho que el proceso que subyace a esa conducta es de
nivel superior (Cohen y Marks, 2002), y proponen explicaciones más simples
para estos fenómenos. Por ejemplo, en el terreno de la permanencia del objeto,
los estudios de Bogartz, Shinskey y Speaker (1997) muestran que la mirada más
prolongada del bebé a un hecho “imposible” (como el que un objeto se desplace
tras una pantalla sin que se le vea a través de una ventana, Baillargeon y De Vos,
1991) se explica mejor por las características perceptivas del acontecimiento
(zona de mayor contraste) que por las supuestas características “conceptuales” del
bebé. Igualmente, Rivera, Wakeley y Langer (2000) han mostrado que el sesgo de
preferencia por movimientos amplios observado en bebés puede explicar los
hallazgos de Baillargeon, Spelke y Wasserman (1985) en su conocido estudio
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Módulos, dominios y otros artefactos / I. Enesco y J. Delval 259


sobre el ‘puente levadizo’ (véase una revisión en Enesco y Callejas, 2003). En
otros campos se van sumando pruebas similares a favor de procesos más sencillos
que explicarían las supuestas competencias del bebé (por ej., respecto al conteo,
Langer, Gillette y Arriaga, 2003; Wakeley, Rivera y Langer, 2000a y b). Pese a
las diferencias teóricas que puedan existir entre los autores que proponen alterna-
tivas al innatismo, se puede decir que comparten la tesis de que los bebés son
organismos sofisticados en cuanto a su capacidad de procesar las regularidades
del mundo percibido y adaptar su conducta a los acontecimientos sin necesidad
de recurrir a un análisis conceptual (Elman et al., 1996; Thelen y Smith, 1994,
entre otros).
Otro problema importante al que queremos referirnos es el siguiente. ¿A qué
se debe que los bebés pequeños tengan éxito en una tarea y, meses después, fraca-
sen ante otra tarea similar? La documentación actual sobre los éxitos y fracasos
del bebé (y niños de mayor edad) en distintos dominios y condiciones de tarea es
muy abundante. Así, en experimentos de permanencia del objeto bebés de 3-4
meses parecen mostrar cierta sensibilidad a un objeto oculto en condiciones de
violación de expectativas (Baillargeon et al., 1985) y, sin embargo, a los 8 meses
son incapaces de encontrarlo manualmente (Ahmed y Ruffman, 1998). Esta
diferencia en la actuación de los bebés se ha observado en relación con los errores
típicos de cada estadio sensoriomotor.
Muchos autores actuales asumen que las distintas tareas diseñadas para eva-
luar la permanencia del objeto miden competencias cognitivas similares (la repre-
sentación de los objetos como entidades que permanecen en el espacio y tiempo),
y que las diferencias en la actuación de los bebés en distintas edades se deben a
problemas motores o perceptivos, pero no conceptuales. Munakata (2001;
Munakata, McClelland, Johnson, y Siegler, 1997) resume las debilidades de esta
posición, señalando lo siguiente. El programa de investigación de autores como
Spelke, Baillargeon y otros consiste en diseñar la tarea más simple ante la que el
bebé pueda mostrar su sensibilidad al principio que se estudia, con la expectativa
lógica de que cuanto más simple sea la tarea más probable será que el bebé mani-
fieste cierta competencia en su resolución. Cuando, pese a ello, el bebé se mues-
tra incapaz de resolver la tarea, la teoría explica sus fallos por la interferencia de
sistemas secundarios (como la escasa agudeza visual, la incapacidad del bebé para
inhibir respuestas “prepotentes” para el error A no-B, etcétera), y no por limita-
ciones de su sistema conceptual.
Sin embargo, ¿por qué no pensar que el éxito en una tarea (como mirar más
un acontecimiento que otro) y el fracaso en otra (no buscar un objeto escondido o
buscarlo en el lugar equivocado) pueden deberse sencillamente a que se trata de
problemas distintos? Evitar discutir hasta qué punto conductas distintas pueden
basarse en mecanismos subyacentes distintos puede resultar una omisión dema-
siado grave para la discusión teórica de estos asuntos.
Afortunadamente para la salud de las teorías evolutivas, varios autores actua-
les se plantean estos problemas desde una perspectiva distinta y, en nuestra opi-
nión, ofrecen explicaciones más plausibles de la gran dependencia de la tarea que
observamos en los bebés en dominios diversos. Así por ejemplo, el enfoque de
sistemas dinámicos de Thelen y Smith (1994) o los modelos constructivistas de
redes neurales (Cohen, Chaput y Cashon, 200216; Elman et al., 1996) coinciden,
en lo general, en una perspectiva del conocimiento del bebé basada en procesos y
no en principios, como sostienen los modularistas. A partir de sus resultados
empíricos en distintos ámbitos del desarrollo cognitivo (acción, percepción
visual, procesamiento del habla, etcétera), muestran que el conocimiento del
bebé se desarrolla gradualmente con la experiencia y su conducta es la expresión
de habilidades o procedimientos sensibles al contexto que evolucionan con la prác-
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260 Infancia y Aprendizaje, 2006, 29 (3), pp. 249-267

tica específica. A diferencia de los modelos modularistas, no conciben el conoci-


miento del bebé simplemente como “presente” o “ausente” sino encarnado (embo-
died) en la conducta y, en este sentido, la cuestión que se plantean no es si el bebé
tiene o no un determinado concepto sino ¿cuáles son los mecanismos subyacen-
tes que producen la conducta, cómo evolucionan esos mecanismos y sus repre-
sentaciones resultantes? (Munakata, 2001, pp. 33-34).
Un último apunte para terminar este apartado y dar paso al siguiente es pre-
guntarnos por los fundamentos neuropsicológicos de los módulos, ¿hasta qué
punto los datos sobre el desarrollo del cerebro apoyan la existencia de representa-
ciones pre-especificadas en el cortex cerebral? Pues bien, aunque sigue siendo un
asunto sobre el que todavía falta mucha investigación empírica, no parece que las
pruebas neurobiológicas recientes apunten a favor de representaciones que apo-
yen funciones como el reconocimiento de caras o el procesamiento del lenguaje
antes de que el individuo haya tenido experiencia con ello (Johnson, 2001). Por el
momento, la idea de que un “protomapa” genético activa ciertos circuitos para
ciertas representaciones particulares (como el reconocimiento de caras) resulta
más especulativa que la idea de que tales circuitos y representaciones son resulta-
do de la experiencia postnatal (Elman et al., 1996; Johnson, 2001; Johnson y
Morton, 1991).

Estudios neuropsicológicos. El caso de las disociaciones


Los datos neuropsicológicos y, en particular, los estudios sobre la conducta
cognitiva de pacientes con daños cerebrales, han sido una fuente de información
importante para la teorización en psicología. Desde hace años, el fenómeno de las
disociaciones simples y dobles ha ocupado la atención de numerosos neurocientí-
ficos convencidos de que mediante el estudio de pacientes con daño cerebral se
puede inferir cómo funciona la mente humana y, más en particular, la existencia
de funciones mentales diferentes para distintas tareas. Reconociendo que el estu-
dio de las disociaciones ha generado interesantes hipótesis para contrastar, en este
apartado discutimos hasta qué punto las inferencias sobre este fenómeno tienen
un fundamento empírico sólido.
Aunque hay muchos tipos de disociaciones, han sido las denominadas diso-
ciaciones dobles las que más han servido como criterio para localizar funciones
en el cerebro. Una disociación doble se expresa cuando un tipo de afección cere-
bral incide en la ejecución de una tarea A (por ejemplo, el reconocimiento visual
de caras), pero no en la de una tarea B (por ejemplo, reconocimiento de objetos),
mientras que otro tipo de afección incide precisamente al revés (en la ejecución
de B pero no de A). Además del ejemplo citado en el ámbito de la percepción
visual, hay otros muchos que ilustran el fenómeno de las disociaciones. Así, en el
campo del lenguaje se ha visto que ciertas lesiones cerebrales afectan la capacidad
de producción pero no de comprensión lingüística, o el procesamiento de nom-
bres pero no de verbos, o la lectura de palabras frente a la de no-palabras (dislexia
fonológica), o incluso disociaciones entre la lectura y la escritura (por ejemplo,
pacientes perfectamente capaces de leer palabras pero no de escribirlas frente a
otros a quienes les ocurre lo contrario). A pesar de que hay muchos otros casos en
los que los daños cerebrales afectan conjuntamente a distintas actividades rela-
cionadas (como la lectoescritura), la existencia de disociaciones del tipo mencio-
nado se ha considerado, generalmente, como prueba suficiente para concluir que
cada tarea es ejecutada por una función cognitiva diferente, asumiendo una
modularidad de procesamiento.
En una monografía reciente de la revista Cortex dedicada a este fenómeno,
varios autores discuten en qué medida es correcto inferir que el cerebro está orga-
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Módulos, dominios y otros artefactos / I. Enesco y J. Delval 261


nizado modularmente a partir de los datos que aportan las disociaciones dobles.
Dunn y Kirsner (2003, pp. 3-4) discuten un conjunto de problemas en torno a la
posibilidad de demostrar la existencia de una disociación y en torno al propio
concepto de disociación ligado al de modularidad. Entre ellos, destacan que no
puede descartarse que el fenómeno de la disociación se manifieste incluso si las
dos tareas dependen de los mismos recursos cognitivos pero con distintos niveles
de demanda. Una disociación puede implicar una diferencia apreciable en una
tarea e inapreciable en la otra, pero no por ello inexistente, como vemos más ade-
lante.
Chater (2003) ilustra este problema con una serie de ejemplos. Supongamos
que observamos que algunas personas son alérgicas a los cacahuetes (pero no a las
ciruelas), y otras lo son a las ciruelas (no a los cacahuetes). Si desconociéramos el
funcionamiento del aparato digestivo, podríamos inferir erróneamente que fru-
tos secos y ciruelas son digeridos por dos sistemas digestivos separados. Pense-
mos ahora en dos atletas que tienen ampollas en la mano, uno por haber practica-
do en exceso la jabalina, el otro por practicar en exceso el lanzamiento de peso.
Las mismas lesiones pueden impedir la actividad del primero pero no del segun-
do, porque la presión en la piel es diferente en cada caso. Si no pudiéramos ver las
ampollas y sólo observáramos el resultado de la actuación motora (el ‘vuelo’ de la
jabalina y el del peso) podríamos pensar que hay dos sistemas motores distintos
implicados en cada actividad (Chater, 2003, p. 168).
En el estudio de los desórdenes evolutivos, el uso del método de doble diso-
ciación también está sufriendo críticas. Como señalan Karmiloff-Smith, Scerif y
Ansari (2003), suponer que el cerebro de los bebés con desórdenes genéticos está
compuesto por algunos módulos cognitivos “afectados” y otros “intactos”, es
olvidar el proceso real del desarrollo ontogenético. En varios trabajos colectivos,
estos autores han acumulado numerosas pruebas de que los daños que provocan
distintas mutaciones genéticas en el desarrollo cerebral postnatal se expresan
normalmente en varios dominios del desarrollo. Puede que unos dominios se
vean más afectados que otros, según la zona de afección, pero los estudios en profun-
didad revelan daños sutiles en dominios que originalmente parecían estar “‘intactos” (op.
cit., p. 161). Cierta diferencia en la actuación del niño (respecto a la conducta
normativa) puede pasar desapercibida si el instrumento de medida es insuficien-
temente sensible a esa diferencia y, por ello, la noción de “intacto” no puede
tomarse en términos absolutos y menos cuando se trata del niño en desarrollo.
Karmiloff y sus colegas también cuestionan la doble disociación que suele
atribuirse al SW (síndrome de Williams) y al SLI (Specific Language Impair-
ment). Generalmente se ha descrito a las personas que padecen SW como com-
petentes en tareas lingüísticas y muy poco competentes en otras tareas no verba-
les, mientras que a los sujetos SLI se les suele atribuir una inteligencia normal
aunque con grandes dificultades lingüísticas. Sin embargo, numerosos datos
recientes ponen de manifiesto una realidad mucho más compleja. En contra de
lo que suele pensarse, el lenguaje de los SW está lejos de mantenerse intacto y
muchos estudios muestran que sigue un patrón evolutivo atípico que afecta tam-
bién a la comunicación social (Laing et al., 2002). Lo mismo ocurre respecto a
otras áreas supuestamente intactas en los niños con SW. Así, aunque hay sujetos
que obtienen puntuaciones normales en algunas tareas de procesamiento de
caras, los procesos por los que consiguen tener una conducta normal superficial-
mente, son diferentes de los observados en sujetos normales del grupo control
(Deruelle, Mancini, Livet, Casse-Perroy y De Schonen, 1999).
En cuanto a los niños con SLI, a los que se atribuye una inteligencia ‘normal’,
hay estudios que muestran daños sutiles en su inteligencia que no son atribui-
bles a los componentes lingüísticos de la tarea. En suma, pese a las evidentes
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diferencias entre los niños SLI y los SW en su ejecución en distintos tipos de


tareas, la investigación más detallada de sus respectivas dificultades muestra que
no se trata de un caso claro de disociación doble.
Otra objeción que plantean Karmiloff-Smith y sus colegas es respecto a la
suposición de que los desórdenes manifiestan el mismo patrón en la infancia que
en la vida adulta. Sus propios estudios con bebés y niños que padecen SW y Sín-
drome de Down muestran que el perfil puede ser muy distinto al del adulto
(Paterson, Brown, Gsödl, Johnson y Karmiloff-Smith, 1999). Por ejemplo,
mientras que en la infancia los niños con SW y SD muestran un retraso similar
en lenguaje, los adultos con SW ejecutan tareas lingüísticas mejor que los SD.
Para ciertas tareas numéricas simples, los niños con SW son más competentes
que los SD, pero en la edad adulta la relación se invierte. Por tanto, “el que exis-
tan diferencias en la actuación de distintas poblaciones clínicas en un momento
del desarrollo no permite inferir que exista una disociación doble estable, antes o
después de ese momento” (Karmiloff-Smith et al., 2003, p. 162).
La importancia de esta discusión en relación con los datos evolutivos es inne-
gable. Muchos autores en el campo de la psicología evolutiva se han basado en la
comparación de niños con distintas patologías (autismo, Síndromes de
Williams, Down, Tourette, etcétera) para apoyar la tesis de la modularidad
(véase por ej., Baron-Cohen, 1998a y b17). Sin embargo, se ha prestado muy poca
atención a los problemas metodológicos que suscita este tipo de comparaciones
(imposibilidad de equiparar edades cronológicas con los niños del grupo control,
entre otros problemas) así como al tipo de deficiencias que pueden encontrarse
en el desarrollo atípico. Teniendo en cuenta los recientes datos evolutivos neu-
ropsicológicos, es muy posible que conforme aumenten la calidad y sutileza de
las medidas del desarrollo en distintas áreas, se descubran deficiencias en domi-
nios que hasta ahora se creían intactos y, en consecuencia, se ponga en cuestión la
validez de las inferencias basadas en los fenómenos de disociación.

Recapitulación: las limitaciones del innatismo


En este artículo hemos expresado las dudas razonables que existen frente a las
explicaciones innatistas acerca del origen del conocimiento humano. Hemos
expuesto algunas razones que explican el auge del innatismo en los últimos 30
años, entre ellas la influencia de teorías como las de Chomsky y Fodor que, junto
a los datos empíricos que se han acumulado, nos descubren a un bebé más com-
petente social e intelectualmente de lo que se suponía antes. Por otro lado, la
investigación neuropsicológica sobre fenómenos como la disociación doble ha
servido durante años como fundamento para las tesis sobre la modularidad de la
mente, y otra fuente de datos importante para las discusiones sobre las bases
innatas de las capacidades humanas ha sido la investigación comparativa entre
especies que ha contribuido a despejar algunos interrogantes sobre la especifici-
dad de la especie humana.
Hay que señalar que el entusiasmo con que muchos autores asumieron presu-
puestos innatistas acerca de capacidades como el lenguaje, el número, la cognición
física, la cognición social (y, dentro de ésta, distintos módulos para procesar dis-
tintos tipos de acontecimientos sociales...) está disminuyendo en los últimos años
debido a la debilidad o el carácter ambiguo de muchas pruebas. En lo que se refie-
re a los estudios evolutivos, hemos visto que las inferencias de muchos autores
sobre capacidades conceptuales tempranas resisten mal un análisis con profundi-
dad si se consideran las pruebas en que se sustentan. Por otra parte, ni siquiera en
terrenos como el del lenguaje o el número, con una larga tradición de investiga-
ción tanto evolutiva como comparativa, los expertos han llegado a un acuerdo
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Módulos, dominios y otros artefactos / I. Enesco y J. Delval 263


sobre su naturaleza, y la polémica sobre la continuidad o discontinuidad de ciertas
capacidades aparentemente similares en distintas especies (o en el bebé y el adulto
humano) sigue presente en las discusiones entre expertos. Por el momento, exis-
ten tantas pruebas a favor como en contra de que estas y otras capacidades no
requieran un proceso de aprendizaje o exposición a la experiencia. Por tanto, no
hay razones sólidas para afirmar que los bebés nacen con un conocimiento innato
pre-organizado en dominios (Spelke, 1994), que les capacita para reconocer a los
miembros de su especie, para comprender las categorías que organizan el mundo
físico (espacio, tiempo, objeto, causalidad) y las que gobiernan el psicológico, para
captar las propiedades del número o para hablar. Las pruebas en que se basan las
inferencias sobre tales capacidades son necesariamente indirectas y pueden inter-
pretarse de diferentes formas. Además, muchas de las habilidades tempranas tar-
dan en manifestarse semanas o meses, y en ese tiempo el bebé ha tenido cientos o
miles de experiencias cuyo efecto no puede considerarse irrelevante.
Por otra parte, los datos neuropsicológicos a favor de la modularidad de la
mente se toman cada vez con más precaución pues, a medida que se afinan los
instrumentos para evaluar el grado en que una competencia está afectada, se
encuentran más pruebas de que la doble disociación es un constructo que en la
realidad no existe en estado puro. Tampoco los datos evolutivos en este terreno
constituyen un apoyo a la tesis de una mente pre-especializada sino más bien a
una progresiva modularización de aquella, lo que explicaría las notables diferen-
cias entre niños y adultos en la forma en que un mismo tipo de daño cerebral
afecta a sus competencias (Karmiloff-Smith et al., 2003). Parece pues más razo-
nable pensar, como Karmiloff-Smith (1998) que la clave para comprender los
desórdenes evolutivos es el propio desarrollo.
En los últimos años, tanto los enfoques de dominio como los modulares se
enfrentan a problemas para los que no hay una respuesta clara, y no sólo por la
propia vaguedad del concepto innato: ¿cuántos dominios o módulos hay?, ¿cómo
compaginar las tesis modulares con la comprobada plasticidad del cerebro y
capacidad para reajustar sus funciones cuando ha habido algún trauma? Si los
dominios o módulos están preadaptados y no sufren ningún desarrollo sino sólo
un “enriquecimiento” (Baillargeon, 1994; Carey, 1991), ¿cómo explicar el cam-
bio y la enorme diversidad adaptativa del ser humano a lo largo de su historia, en
diferentes culturas y contextos? Lo que caracteriza al homo sapiens es precisamente
su adaptación a un medio físico y social muy variables. Entonces, ¿cómo explicar
que una información codificada en los genes (que no ha variado en los últimos
milenios) pueda ser tan flexible para adaptarse al cambio? (Richardson, 1998).
Algunos enfoques evolutivos recientes se han desarrollado con el propósito de
dar respuesta a estos problemas. Sin postular dominios ni módulos innatos, acep-
tan la existencia de ciertos sesgos o restricciones que determinan el tipo de infor-
mación que el individuo puede recibir, el tipo de problemas que puede llegar a
resolver o el tipo de representaciones o conocimientos que puede llegar a almace-
nar. Así, determinadas competencias iniciales de tipo perceptivo-sensorial (pero
no conceptual) facilitan que el bebé organice la información que recibe, y actúe
de forma no caótica. Algunos autores defienden, en esta línea, que el concepto
clásico de “congénito” es más adecuado que el de “innato” para explicar la pre-
sencia de ciertas habilidades primitivas en el neonato. Estas capacidades percepti-
vo-sensoriales se habrían organizado congénitamente, antes del nacimiento, y su
característica más genuina sería la de aprovecharse de ciertas experiencias especí-
ficas que, en condiciones normales, se ofrecen a todos los bebés (experience-expec-
tant) (Greenough, Black y Wallace, 1987; Haith, 1998).
Respecto al problema de los dominios de conocimiento, la alternativa que se
propone es que éstos son un resultado genuino del desarrollo, y no su punto de
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partida, un producto de la interacción de múltiples causas encadenadas en las


que resulta imposible distinguir entre biología y experiencia, o genética y con-
ducta. En esta línea se sitúan teorías recientes, como el enfoque constructivista
de Cohen et al. (2002), los enfoques conexionistas y dinámicos de Elman et al.
(1996), Thelen y Smith (1994), entre otras perspectivas epigenéticas. La tarea
relevante del psicólogo evolutivo es, por tanto, explicar cómo se forma la mente
del bebé a partir de esos primitivos que no constituyen, en sí mismos, conoci-
miento. Piaget (1957, 1961) insistía en las diferencias entre la percepción y el
conocimiento; sin embargo, como advierte Haith (1998), esta confusión persiste
en varios autores que, como Spelke (1998), usan pruebas de percepción en bebés
como indicio de conocimiento innato.

Conclusiones
Hemos avanzado mucho en nuestra comprensión de las capacidades huma-
nas, pero nos queda todavía mucho camino que recorrer para entender su natura-
leza y responder a lo que Dobzhansky planteaba con sentido del humor: todas las
especies son únicas, pero la especie humana es la más única.
¿Qué es lo que hace a la especie humana más única? Toda una línea de pensa-
miento, al menos desde el siglo XIX, ha venido sosteniendo que el hecho de que
nacemos inmaduros, como sin terminar, aumenta las posibilidades de desarrollar
nuestra inteligencia en múltiples direcciones. En esta misma línea, Premack
(2004; Premack y Premack, 2003) afirma que si hay algo que caracteriza a la
inteligencia humana es la flexibilidad frente a la de los restantes animales que
son, sobre todo, especialistas: algunos son capaces de comunicar dónde se
encuentra la comida, otros de romper huesos, otros de construir diques, pero los
seres humanos son capaces de hacer todo eso y mucho más.
Durante mucho tiempo se ha defendido que lo más específico de los seres
humanos es el lenguaje pero la investigación comparativa está mostrando que
hay muchos aspectos constitutivos de lo que Chomsky llama la facultad de len-
guaje que compartimos con otras especies, y lo que finalmente parece específico
es la recursión, una capacidad de la que no hay indicios en las actividades de
otros animales, al menos por el momento. Sin embargo, el propio planteamiento
de Chomsky acepta que la recursión no es específica del lenguaje humano sino
que está presente en otras actividades (Hauser et al., 2002), e innegablemente en
las matemáticas de donde proviene el propio concepto de recursión.
Hay otros rasgos que nos hacen diferentes, como la inigualable capacidad de
imitación humana o la de enseñar o tutelar el aprendizaje de otros congéneres
(Premack, 2004), aunque por ahora no podamos asegurar si esas diferencias son
de grado o absolutas. Sin embargo, podemos aventurar que una de las peculiari-
dades más notables del ser humano se encuentra en el tipo de representaciones
que podemos generar, no sólo respecto a los estados mentales de otros, lo que se
ha denominado la teoría de la mente, sino también respecto al funcionamiento
de cualquier parcela de la realidad, desde el mundo físico al mundo social. Esas
representaciones nos permiten explicar el mundo, y a nosotros mismos dentro de
él, pero también cambiarlo de acuerdo con nuestras necesidades, o inventar nue-
vos mundos, como las matemáticas.
La investigación sobre este aspecto resulta especialmente complicada ya que
las representaciones son mucho más inaprensibles que el lenguaje, que constitu-
ye su mejor medio de expresión y de organización, pero que no es su causa. Y las
representaciones son también claramente recursivas. Esta capacidad de represen-
tar el mundo en sus diversas facetas y de construir teorías complejas sobre él,
incluyendo nuestra propia mente (y nuestras propias teorías, lo que muestra su
02. Enesco Delval 17/7/06 16:49 Página 265

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carácter recursivo), es quizá nuestro mayor logro. Pero precisamente esa posibili-
dad de construir representaciones, que va mucho más allá de lo dado y de lo per-
cibido, resulta viable gracias a una capacidad generativa indefinida que, como en
el caso de lenguaje, constituye una infinidad discreta. En nuestra opinión, la
suposición de que existe alguna forma previa de conocimiento nuclear pre-orga-
nizado no es compatible con lo que sabemos del pensamiento humano pues la
propia naturaleza del concepto de “conocimiento nuclear” prescribe en última
instancia ciertas formas de pensar, y no otras que contradigan los hechos, las intui-
ciones o el sentido común. ¿De dónde habrían salido las teorías científicas con estas
restricciones? Pero desarrollar esta idea requeriría otro texto.

Notas
1
La asunción de que los estímulos que reciben los sujetos son muy pobres ha sido criticada y considerada falta de fundamento desde
diversas posiciones. Puede verse una crítica desde la lingüística en Pullum y Scholz (2002).
2
Lo interesante de esta concepción es el énfasis que pone en lo que describen como proceso de 'desaprendizaje' durante los meses
siguientes al nacimiento, consistente en una progresiva selección de las capacidades que son útiles para el bebé en su entorno par-
ticular y eliminación de las que son inútiles.
3
Los autores señalan que existen limitaciones que provienen de “fuera” del FLN o FLB, como la memoria de trabajo, que impone
límites en la complejidad de las oraciones que podemos producir-entender. Pero estas limitaciones no son relevantes para la discu-
sión de la facultad de lenguaje, aunque hayan podido desempeñar un papel en la evolución de éste.
4
En su libro La expresión de las emociones Darwin (1872) combatía precisamente la tesis según la cual el creador habría dotado al ser
humano con una cara capaz de expresar sus emociones y sentimientos. Puede entenderse que al mostrar la continuidad de las
expresiones emocionales entre el hombre y otros animales, Darwin se enfrentaba a las iras de una comunidad mayoritariamente
creacionista.
5
Estudios con primates no humanos han mostrado, por ejemplo, su capacidad para discriminar distintas lenguas a partir de sus
diferencias rítmicas (Ramus, Hauser, Miller, Morris y Mehler, 2000)
6
La pobre capacidad imitativa de los primates también se pone de manifiesto en su escasa imitación espontánea visuo-manual aun-
que con un entrenamiento intensivo pueden llegar a manejar varios cientos de signos manuales del lenguaje de signos.
7
Hauser et al. (2002) ponen como ejemplo la notable similitud (no homóloga) de las estructuras del ojo humano y del pulpo que
revelan las restricciones impuestas por las leyes ópticas y las contingencias de la evolución de un órgano para adaptarse a su entorno.
8
La abducción es el razonamiento por el que se restringe desde el principio el número de hipótesis que pueden explicar un fenóme-
no. Mientras que la deducción es lógicamente correcta, la abducción no lo es sin conocimientos suplementarios.
9
Respecto al MDT, Fodor añade que sólo un empirista radical sostendría que las representaciones de los intercambios sociales pue-
den identificarse inmediatamente de manera que fuera plausible postular la existencia de transductores de intercambios sociales.
10
También afirma Fodor que los aspectos no modulares son imposibles de estudiar científicamente. Pero esta idea no es nueva y
hay varios ejemplos, en la historia de la ciencia, que muestran lo errado de estos pronósticos. Así, recordemos que Wundt soste-
nía que los fenómenos culturales o del desarrollo no se podrían estudiar mediante métodos experimentales, y prácticamente sólo
se podrían analizar de forma narrativa, un pronóstico que no parece haberse cumplido.
11
Por razones de espacio, en este artículo nos ocupamos sólo de las capacidades perceptivas y cognitivas relacionadas con la com-
prensión del mundo físico o numérico, y no con el mundo psicológico.
12
Muchos autores innatistas se defienden de la acusación de ser “preformistas” y definen su innatismo en términos de “conductas
no aprendidas” (Spelke, 1999, en respuesta a Smith). Pero lo cierto es que en sus planteamientos se encuentran elementos mucho
más próximos al preformismo conceptual de lo que reconocen y, en todo caso, sigue persistiendo el problema de cómo explicar el
origen de conceptos complejos sobre el mundo si éstos no han sido aprendidos de algún modo.
13
Véanse las revisiones de Enesco y Callejas (2003), y Rodríguez et al. (2003)
14
En las teorías conexionistas actuales (de las que no podemos ocuparnos ahora) se asume que el sistema (cognitivo) es autoorgani-
zativo para explicar las transformaciones que sufren las asociaciones en redes neurales.
15
No podemos extendernos en describir estos y otros experimentos, suficientemente conocidos para el lector experto. Recordamos,
sin embargo, las dificultades de otros autores para replicar los hallazgos de Wynn (por ej., Cohen y Marks, 2002; Wakeley et al.,
2000a y b, entre otros).
16
En un trabajo previo (Delval y Enesco, 2003), en el que hemos desarrollado más algunas ideas que aparecen en este artículo, ilus-
tramos la propuesta constructivista conexionista de Cohen et al. (2002) en relación con la percepción visual.
17
La propia Karmiloff-Smith, en escritos anteriores (1992), usó ejemplos de desórdenes mentales en la infancia para apoyar la idea
de que existen módulos que se desarrollan independientemente, aunque aceptando la plasticidad del cerebro y la posibilidad de
reorganizarse para adaptarse al daño inicial. Sin embargo, a diferencia de la posición de Fodor, Karmiloff-Smith postulaba que los
módulos no son estáticos y que, durante el desarrollo, pueden surgir nuevos módulos (modularización gradual).

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