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SOBRE MELANOMAS, SANDÍAS

Y LA PROPIEDAD HORIZONTAL

En medio del fatigoso debate desatado, una vez más, ante el reciente documento Papal,
respecto de si ahora sí se puede tal o cual conducta, o ahora no, si la Iglesia ahora me permite
tal o cual cosa, o decide declarar mala tal otra, me parece oportuno avisar una verdad básica
que se da un par de casilleros previos a este asunto. Una verdad tan robusta como simple.
Verdad básica, sea tal vez ese el adjetivo que busco. Básica de basal, claro.

Y es avisar que el Magisterio de la Iglesia es el segundo piso de un edificio donde es posible


pintar sus paredes del color que se quiera… pero es imposible modificar su ubicación catastral.
Avisar —dicho más del derecho— que el Magisterio de la Iglesia no cambia ni decide nada
(aunque muchas veces dé un poco esa sensación o imagen, ciertamente). El Magisterio de la
Iglesia, como el término ya indica, es un ente docente, que enseña (con más o menos destreza)
algo que ella no determina.
El Magisterio de la Iglesia no tiene mucho más “poder” del que tiene un maestro rural
enseñando los ríos de cada provincia del país, o, si se quiere realzar un poco su status, digamos,
del que tiene un profesor de astrofísica repasando a su alumnado los planetas conocidos del
sistema solar. Al docente no le atañe agregar ni modificar cuál sea la capital de Formosa ni el
recorrido del Pilcomayo. Ni al docente raso ni a la máxima autoridad del Ministerio de
Educación.
Todo magisterio es descriptivo de una realidad prexistente. Por supuesto, la docencia puede
ejercerse mejor o peor, pero nunca puede quedar en posición adelantada respecto a la ciencia,
que es la que le marca la cancha, ya sea ciencia empírica, ciencia filosófica o ciencia divina.
Pero a su vez, la ciencia, cual fuera, tampoco establece la realidad: justamente su rol consiste
en descubrirla, no en inventarla. Es valiosa la etimología de “docente” en algunas lenguas —
las germanas, por caso— donde expresamente se ubica al docente por debajo de la sabiduría.
La ciencia descubre, no inventa. No es artífice. Sólo descorre cortinados.

Curiosamente, los científicos —a los ojos de los piadosos— tienen fama de arrogantes, de
soberbios, de pretender saberlo todo. Y puede que incurran en algo de eso en sus secretas
expectativas… pero notablemente jamás un científico pretendería arrogarse el derecho o la
posibilidad de determinar la realidad. Ella está allí. Antes. Y ella manda. El bendito Dasein: ese
estar ahí, más allá de todas nuestras especulaciones, expectativas y pretensiones.

De modo que se dan normalmente tres eslabones firmemente encadenados: el docente que
explica lo que la ciencia descubre de la realidad manifiesta. De idéntico modo —y tal vez como
el ejemplo más puro y emblemático de esta terna— el Magisterio de la Iglesia explica lo que
la Revelación nos desvela acerca del Misterio, en su Realidad divina y humana. Incluso el
Magisterio extraordinario declarando dogma la Inmaculada Concepción: ni la genera ni la
desvela: anuncia con certeza lo que la Revelación le manifiesta acerca de la Realidad de la
Virgen.

Así las cosas, es importante que el católico de a pie entienda que un Papa no decide qué está
bien y qué está mal. No pone ni saca, como ningún docente pone ni saca ríos de provincia ni
planetas del firmamento, ni catetos del triángulo. Lo que está bien, lo está desde siempre; y lo
que está mal, siempre estuvo mal y seguirá estando mal. A los papas (y todos los docentes que
estamos debajo suyo) nos atañe explicarlo con renovada destreza, con mejor ingenio, con un
novedoso enfoque pedagógico, si se quiere. Pero no nos incumbe establecerlo.

Agreguemos de paso, que “algo está mal si hace mal y está bien si hace bien”. Y hace bien
cuando tal acción mejora nuestro ser, nuestra realidad. La moral cristiana es tan simple, tan
pura, tan cristalina como eso: secuela esse, seguir al ser. Porque el deber ser es idéntico al ser.
En una paridad abrumadora, aplastante. Nuestra moral no nos conmina más que a un simple
“let it be”, siempre que ese “be” sea algo más que el zumbido de abejas y cuente con la
insoportable densidad del ser.

Cuando los investigadores descubren que los rayos solares producen cáncer y lo avisan a la
comunidad médica y ésta lo baja a la sociedad: ninguno está “cambiando” nada sobre la
realidad. Desde que hay sol y hay humanos, esto fue así. Antes de que se descubriera. Y antes
de que se avisara. Y antes de que algún alegre desaprensivo, nopasanadista, insistiera en tomar
sol al mediodía sin hacer caso. O que un dictador excéntrico decretara que en su imperio el sol
no hace daño.
A su vez (y esto es crucial para el distorsionado imaginario colectivo): nada cambia, nada
modifica, nada incrementa ni disminuye el daño que la radiación ultravioleta le genera a mi
piel el hecho de que: yo sepa, yo no sepa, yo lo sepa a medias pero no lo crea, yo lo sepa posta
pero me importe un belín, yo termine o no termine de comprender los daños inherentes a los
rayos ultravioletas… sea como sea mi situación: si no me cuido, el melanoma se llevará mi vida
sin atender a mi subjetividad.
Y también es interesante repasar la verdad inversa: si hoy la ciencia descubriera que en
realidad no hace daño combinar vino con sandía, y los canales docentes así nos lo informaran:
esto no “entra en vigencia” a partir del día del comunicado de la OMS: sino que nunca jamás
hizo mal. Ni a mí, ni a mi tátara abuelo. Y todos los que se privaron del vino ante la sandía, se
privaron al divino botón.

El cristiano medio cree, contrario a todo esto, que en el caso de la ciencia moral (esa que
explica qué conductas nos hacen bien y cuáles nos desfavorecen), cree que la VERDAD sale por
decreto. O sea, entra en vigencia, por decreto. Que se genera por una voluntad. Algo así como
si la OMS decidiera bajar de su listado una enfermedad, mágicamente tal enfermedad dejara
automáticamente de ser tal (y de hacerme mal, claro). Son taras de corte guillermomorenista,
que nos alientan a creer que si yo bajo el número del INDEC, bajo la inflación. Creer que la
naturaleza imita al arte.
Pues no. No. Y no.
Todo eso es voluntarismo puro y duro.
Lo cierto es tan abrupta y diametralmente opuesto, que la Doctrina cristiana insistirá, en un
colmo de honestidad, que ni el mismo Jesucristo, ni el ipsísimo Dios, determina qué esté bien
y qué esté mal. No se contenta con decir: “esas cosas no las deciden los humanos, las decide
Dios”. No, no. ¡Ni Dios las decide! Nadie las decide. ¡Son! Porque Dios las hace, son. Y porque
son, obligan.
Cuando san Juan en su Prólogo llama al Logos Eterno “el Exégeta” está avisando algo de esto:
el Hijo Eterno es Quien nos revela, nos explica, nos manifiesta lo-que-ya-es y Lo-Que-Ya-Es.
Cristo es “la Ciencia del Padre” como gustan decir los Padres.

Volviendo al Magisterio papal: entiéndase bien, de una buena vez. El Papa no es tan sólo que
no “deba”, sino que directamente le resulta por completo IMPOSIBLE tornar disoluble el
matrimonio, ni tornar bueno lo que hasta ayer fuera malo. Ni el Papa ni Jesucristo. Porque el
matrimonio es intrínsecamente indisoluble, es que Nuestro Señor así lo revela, y porque Él
así lo revela, es que el Magisterio así lo enseña.

Sí atañe al Papa de turno esmerarse en explicar más y mejor la compleja realidad humana, que
está allí desde siempre y que nos fue manifestada por Jesucristo. Y en esto puede fallar
también. Pero dejemos de lado por el momento ese margen de error para ubicarnos bien ante
el peso específico del Magisterio. Es un ente docente. Ni menos de eso, ni más, claro.
Como un buen maestro, el Sumo Pontífice está para ayudarnos a comprender lo que Cristo
nos ha manifestado acerca de la REALIDAD. Se esmerará en refinar con ingenio y
aggiornamento el recurso didáctico; no la certeza de ciencia; y mucho menos aún: la cosa en
sí, objeto de tal ciencia. Un Papa ni genera realidad ni genera tan siquiera la Sacra Doctrina
(conformada por las Sagradas Escrituras y la Tradición). Lo suyo, su rol, su función, su servicio,
es enseñarla. De modo ordinario (con margen de error) o de modo extraordinario (sin margen
de error): enseñarla.
Recién entonces cabe habilitar el asunto tan en boga respecto a que los Papas, en el ejercicio
de este rol, pueden acertar y pueden desacertar y cuáles son los límites de una y otra
posibilidad. Pero eso viene después. Después de entender bien que ni la realidad ni la
manifestación de esta realidad está en juego, sino la enseñanza de la manifestación de la
realidad.

Pero hay más (y en los tiempos actuales es mucho más que más lo que atañe a este más): hay
que saber que un Papa no sólo no genera Realidad ni genera Revelación, limitando su
ministerio a hacer el Magisterio de ambas. Sino que, además de su ministerio petrino con su
rol magisterial, tiene una vida propia. Como el maestro rural tiene una vida y el catedrático de
Oxford tiene una vida. Y el lustroso oxoniense tiene todo el derecho a opinar sobre el arbitraje
del último partido del Tottenham Hotspur. Aunque a los viejos carcamanes del Consejo
Académico les pareciera que el profesor no debería emitir opinión alguna fuera de lo
estrictamente escolar. Lo mismo vale para el Sumo Pontífice: escandalizarse porque opine
sobre San Lorenzo o sobre los osos panda en extinción no está bueno. Lo importante es saber
diferenciar bien cuándo está siendo docente desde su cátedra y cuándo no.
Recapitulando:
PLANTA BAJA: está la realidad, creada e increada, ahí está. Y allí mismo ya está la norma moral
que es idéntica a la realidad sin corrimiento alguno.
PRIMER PISO: luego está su manifestación: autoelocuente en el caso de la realidad creada, se
muestra a la razón natural; y como misterio en el caso de lo increado, se revela a la Fe, por la
Escritura y la Tradición.
SEGUNDO PISO: el aparato docente, que en variadísimos registros se ocupa de transmitir lo
que el primer piso le refiere sobre la planta baja.
AZOTEA: nada, el cobertor del edificio; alude en esta parábola a todo aquello que el docente
haga y diga por fuera de este específico rol de transmitir lo que el primer piso le refiere sobre
la planta baja.

Esto es un edificio, y es valioso como totalidad y en cada una de sus partes. Aunque, claro está,
en el negocio inmobiliario, no todo vale lo mismo (ya lo dijo un griego: soy amigo de la azotea,
pero más amigo de la planta baja). No obstante, insisto: cada espacio tiene su nobleza y valor.
Lo realmente importante (y acuciante) es saber bien dónde uno está parado y no confundirse
de lugar. Pues ha pasado —y por desgracia seguirá pasando—, que más de un distraído,
caminando por la azotea, o el balcón del segundo piso, creyéndose al ras del suelo, fue víctima
de un suicidio involuntario.

p. Diego de Jesús
14. IV. 2016

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